Nietzsche Friedrich Aurora

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de la necesidad que lanzan el dado del azar, continúan ju-

gando indefinidamente; es preciso, pues, que ciertas juga-


das tengan la apariencia perfecta de la finalidad y de la
sabiduría. Puede que nuestros actos voluntarios, nuestras
causas finales, no sean más que esas jugadas, y que sea-
mos demasiado torpes y vanidosos para comprender
nuestra extrema estrechez de espíritu, que no sepamos
que somos nosotros mismos quienes lanzamos los dados
con manos de hierro, y que hasta en nuestros actos más
intencionados lo único que hagamos sea jugar al juego de
la necesidad. ¡Quizá sea así! Para ir más allá de ese quizá,
se precisaría haber sido huésped del infierno, comensal
de Perséfone y haber apostado y jugado a los dados con la
propia anfitriona.
131. Las modas morales. ¡Cómo han cambiado todos los
juicios morales! Aquellas obras maestras de la moral anti-
gua, las mayores de todas —como las que surgieron del
genio de Epicteto, por ejemplo—, ignoran la exaltación
del espíritu de sacrificio, del vivir para los demás, que hoy
resulta habitual. Según la moral actualmente en uso, ha-
bría que tachar literalmente de inmorales a aquellos mora-
listas, ya que lucharon con todas sus fuerzas por su ego y
en contra de la compasión que nos inspiran los demás (so-
bre todo sus sufrimientos y sus dolores morales). Claro
que tal vez ellos nos podrían contestar: «Si eres para ti un
objeto de aburrimiento y un espectáculo tan feo, haces
bien en pensar en los demás antes que en ti».
132. Los últimos ecos del cristianismo en la moral. «La
compasión es lo que nos hace buenos, luego tiene que ha-
ber una cierta compasión en todos nuestros sentimien-
tos». Así razona la moral de hoy en día. ¿De dónde proce-
de esta idea? El hecho de que el hombre que realiza actos
sociales a impulsos de la simpatía, del desinterés particu-
lar y del interés general sea considerado actualmente
como el hombre moral por excelencia, constituye tal vez
el principal efecto, la transformación más completa que
ha operado el cristianismo en Europa, muy a pesar suyo
quizá y sin que ésta haya sido su doctrina. Sin embargo,
éste y no otro fue el residuo de los sentimientos cristianos
que prevaleció al decaer la creencia fundamental —total-

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mente contraria y profundamente egoísta— en lo único
necesario, en la importancia absoluta de la salvación eter-
na personal, así como los dogmas en los que se basaba esta
creencia, mientras que pasaba a primer plano la creencia
accesoria en el amor, en el amor al prójimo, de acuerdo
con la monstruosa práctica de la caridad eclesiástica.
Cuanto más se separaban los hombres de los dogmas, más
se buscaba la explicación de este alejamiento en el culto
del amor a la humanidad. El impulso secreto de los libre-
pensadores franceses —desde Voltaire a Augusto Com-
te— fue no quedarse atrás en este punto respecto al cris-
tianismo, e incluso superarle, si fuera posible. Con su
célebre fórmula «vivir para los demás», Comte supercrisr
tianizó el cristianismo. Schopenhauer en Alemania y John
Stuart Mili en Inglaterra son los que han dado mayor cele-
bridad a la doctrina de la simpatía o de la compasión o de
la utilidad para los demás, como principios de conducta,
aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que,
desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctri-
nas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con
extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles,
más o menos elementales, hasta el punto de que no existe
un solo sistema social que no se haya situado, sin preten-
derlo, en el terreno común de dichas doctrinas.
Puede que el prejuicio más extendido hoy en día sea el
creer que sabemos en qué consiste realmente la moral. Oí-
mos decir con visible satisfacción que la sociedad está a
punto de lograr que el individuo se adapte a las necesida-
des generales, y que tanto la felicidad personal como el
sacrificio exigible a toda pesona consisten en que conside-
remos que somos miembros útiles e instrumentos de la
colectividad. No obstante, hay actualmente muchas dudas
respecto a dónde hay que buscar ese todo colectivo, si en
el orden establecido o en un orden futuro, si en la nación
o en la fraternidad de los pueblos, o bien en las nuevas y
reducidas comunidades económicas. En torno a esta cues-
tión, se alzan hoy muchas reflexiones, dudas y enfrenta-
mientos muy apasionados. Sin embargo, todo el m u n d o
está de acuerdo en la necesidad de que el ego se oscurezca
hasta que, con vistas a la adaptación al todo, se le marque

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nuevamente su círculo concreto de derechos y deberes,
hasta que se convierta en algo nuevo y distinto de lo que
ahora es. Tanto si lo reconocen como si no, lo que preten-
den es transformar radicalmente, debilitar y hasta supri-
mir al individuo. Quien así piensa no se cansa de ponderar
todo lo que tiene de mala, dispendiosa, lujosa, amenaza-
dora y derrochadora la existencia individual que se ha
venido llevando hasta hoy en día; se espera dirigir la so-
ciedad con menos costo, con menores peligros y mayor
unidad, cuando no haya más que un gran cuerpo con sus
miembros. Se considera bueno todo lo que, de un modo u
otro, responde a este instinto de agrupación y a sus diver-
sos subinstintos. Esta es la corriente fundamental de la
moral de hoy, con la que se funden la simpatía y los senti-
mientos sociales. (Kant no pertenece aún a este movi-
miento, ya que indica expresamente que debemos ser
insensibles al dolor ajeno para que nuestros actos benéfi-
cos tengan un valor moral. Schopenhauer llama a esto el
absurdo kantiano, con una irritación que, en su caso, re-
sulta totalmente comprensible.)
133. «No pensar en uno mismo». Habría que estudiar se-
riamente por qué se arroja un individuo al agua para
salvar a otro que se está ahogando, aunque no sienta sim-
patía alguna por su persona. Un sujeto irreflexivo contes-
tará que lo hace por compasión; que sólo tiene en cuenta
que se trata de.su prójimo. ¿Por qué nos molesta y nos
duele ver a alguien escupir sangre, aunque no sea santo
de nuestra devoción? La persona irreflexiva de antes res-
pondería que lo hacemos por compasión; que en ese
momento no estamos pensando en nosotros mismos. Pero
lo cierto es que cuando nos domina la compasión —mejor
dicho, lo que equivocadamente se suele llamar así—, no
pensamos en nosotros conscientemente, pero seguimos
pensando —y muy intensamente— de un modo incons-
ciente; de la misma forma que, al resbalar, hacemos in-
conscientemente los movimientos oportunos para recu-
perar el equilibrio, en lo que, al parecer, empleamos toda
nuestra razón. El accidente que otra persona sufre nos
ofende, nos hace sentir nuestra propia impotencia y quizá
nuestra cobardía, si no acudimos en su ayuda. Tal vez im-

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