Revolución Industrial y Mitos Socialistas
Revolución Industrial y Mitos Socialistas
Revolución Industrial y Mitos Socialistas
La verdad, sin embargo, no pudo ser ignorada por aquellos autores con un
mínimo de honestidad intelectual que antaño divulgaron falsedades. Así, los
Hammond, que en su día contribuyeron grandemente a la propagación del
mito, reconocieron al final de su vida que la Revolución Industrial no
empobreció a las masas trabajadoras, antes al contrario:
“Los estadísticos nos informan que, tras el estudio de los datos de que
disponen, pueden afirmar que los ingresos subieron y que la mayoría de
hombres y mujeres, en el tiempo en que este descontento se hizo más
ruidoso y activo, eran menos pobres que anteriormente, en el silencio
otoñal de los últimos años del siglo XVIII. El material de prueba es
naturalmente escaso, y su utilización no es fácil, pero probablemente esta
afirmación sea cierta, en términos generales”[3].
Explica Ashton que una lectura atenta de los numerosos informes de las
Comisiones Reales y de los Comités de Investigación redactados durante los
siglos XVIII y XIX permite aseverar que muchas de las penurias y desdichas
de la época fueron producto de una legislación, unos hábitos y unas formas
de organización que habían quedado obsoletas. De aquellos informes,
prosigue Ashton, se desprende que los trabajadores industriales estaban
mejor pagados que los domésticos, familiarizados con métodos caducos;
que era en los talleres aislados, no en las fábricas de vapor, donde se
registraban unas condiciones laborales más precarias; que era en los
pueblos remotos y en las zonas rurales, y no en los campos carboníferos o
en las zonas urbanas, donde las restricciones a la libertad personal y los
malos tratos eran más frecuentes. Asimismo, estudios como los de Bowley y
Wood ponen de manifiesto que los salarios reales siguieron un recorrido
ascendente durante la mayor parte de aquel período.
Hacker: los prejuicios anticapitalistas de los historiadores
americanos
Hacker reflexiona primero acerca del sesgado tratamiento histórico de que
ha sido objeto el capitalismo en los siglos pasados, para centrarse luego en
los particulares prejuicios anticapitalistas de numerosos historiadores
norteamericanos.
Hacker tilda de burda calumnia el epíteto de “inhumano” que con frecuencia
se adjudica al siglo XIX: por aquel entonces los salarios reales aumentaron
en los países industrializados debido al descenso de los precios de las
mercancías, y al mismo tiempo los países menos desarrollados se vieron
favorecidos por un creciente flujo de inversiones. Hacker, no obstante,
añade en defensa del siglo XIX un tercer punto del todo desafortunado, a
saber, la introducción “de una política estatal en gran escala a favor de la
salud y de la instrucción pública”[7]. Aunque este hecho desmintiera las
afirmaciones socialistas en sentido contrario, lo cierto es que no cabe
concebir dicha injerencia estatal como algo justo o beneficioso.
Exactamente las mismas consideraciones que nos llevan a rechazar hoy la
intervención del Estado en el ámbito de la sanidad y la enseñanza son las
que debieran llevarnos a reprobar esta lamentable concesión de Hacker.
El profesor Hacker, siguiendo a Ashton, alude a los obstáculos
institucionales que en ocasiones ralentizaron el acentuado progreso en
Inglaterra. El caso de las viviendas es ilustrativo. El abarrotamiento, los
slums, la precariedad de las casas... fue expresivamente denunciado por los
reformadores sociales, que achacaron la responsabilidad de tal estado de
cosas a la industrialización. Las causas, sin embargo, cabe buscarlas en los
movimientos migratorios de la población, por un lado, y la política fiscal, por
el otro. Unos tipos de interés artificialmente fijados, por ejemplo,
dificultaron la inversión de capital, mientras que los impuestos sobre los
materiales de construcción encarecieron las viviendas.
En lo tocante al desarrollo del capitalismo en Estados Unidos y a su
tratamiento por parte de los historiadores norteamericanos, Hacker alude a
los prejuicios anticapitalistas extendidos entre estos últimos y ahonda en
sus rasgos, sus fundamentos y sus implicaciones. A diferencia de los del
viejo continente, los prejuicios anticapitalistas no eran aquí tanto de
ascendencia marxista como producto de ideas socialdemócratas y fabianas
y de un examen histórico viciado por juicios morales.
Hakcer se refiere en este contexto a la increíble influencia que ha ejercido
tradicionalmente la disputa política entre el hamiltonismo y el jeffersonismo.
Atendiendo a consideraciones más morales que económicas, señala Hacker,
Hamilton fue asociado con el capitalismo y Jefferson (y Jackson) con el
igualitarismo, motivo por el cual los historiadores anticapitalistas se
sirvieron de la figura del segundo para divulgar sus interpretaciones.
Fatalmente Hacker hace suya esta misma asociación, con conocimiento de
causa parece, tomando partido por unas políticas que por muy capitalistas
que se les antojen a sus detractores no son para nada liberales. Los
federalistas, los whigs y luego los republicanos, de estirpe hamiltoniana,
promovieron un gobierno central fuerte, un sistema monetario
nacionalizado, ayudas estatales para las industrias nacientes (uno de los
pilares del programa de Hamilton), aranceles protectores, planes de obras
públicas... lo cual no les convierte en pro-capitalistas, sino más bien en
mercantilistas. Jefferson y Jackson, por el contrario, fueron valedores de la
corriente demócrata más anti-estatista, hostil al intervencionismo del
gobierno federal y a la existencia de un banco central. El énfasis de
Jefferson en los derechos naturales y la propiedad privada da cuenta de sus
principios liberal-clásicos[8].
Si el desarrollo del capitalismo americano hubiera sido objeto de un
adecuado tratamiento histórico, sostiene Hacker, contendría reveladoras
enseñanzas para el mundo de hoy.
De Jouvenel: los intelectuales europeos y el capitalismo
Explica De Jouvenel que los procesos sociales son sensiblemente más
complejos que los fenómenos físicos, y sin embargo se da la paradoja de
que las gentes están menos dispuestas a reconocer su ignorancia en
cuestiones sociales que en cuestiones de física. Los individuos de a pie no
emiten juicios sobre acústica, electromagnetismo o termodinámica, pero
muchos sí se creen capacitados para opinar sobre economía, a menudo
incluso pomposamente. Lo que se echa en falta aquí es por supuesto un
ápice de humildad y sensatez[9], virtudes olvidadas por no pocos
historiadores.
El estudio del pasado lleva la impronta de las ideas del presente, afirma De
Jouvenel. Por eso “la actitud del historiador refleja una actitud difundida
entre los intelectuales en general” y para explicar el sesgo de los primeros
debemos remitirnos a los segundos. De acuerdo con De Jouvenel, la
disposición del intelectual con respecto al proceso económico es doble: por
un lado ensalza las conquistas de la técnica y se congratula de que la
sociedad goce de un mayor número de bienes, pero por otro lado considera
que la industrialización destruye valores y comporta una ruda disciplina.
Luego armoniza ambas ideas asignando a la “fuerza del progreso” aquello
que le gusta y a la “fuerza del capitalismo” aquello que no le gusta.
Asimismo cierta intelectualidad juzga las instituciones desde un punto de
vista pretendidamente ético, sin atender a la correspondencia entre los
efectos de dichas instituciones y el fin propuesto. Para ilustrar su tesis, De
Jouvenel expone el caso de los estudiantes occidentales que, en tiempos de
la Guerra Fría, argüían que el bienestar de los trabajadores debía ser el
objeto de los gobernantes y, aunque era en Estados Unidos y no en la URSS
donde aquel fin se había alcanzado, elogiaban a Moscú porque se alegaba
que aquélla era la motivación del régimen soviético y no la del
norteamericano.
Los intelectuales menosprecian al hombre de negocios porque éste ofrece al
público lo que desea, mientras que ellos dicen al público lo que debe y no
debe desear. “El hombre de negocios obra dentro del sistema de gustos y
de juicios de valor que el intelectual debe intentar siempre cambiar”[10],
dice De Jouvenel. Por eso no es extraño que el intelectual se sienta
identificado a menudo con el déficit:
“Se ha observado que tiene simpatía por las instituciones deficitarias, por
las industrias nacionalizadas financiadas por la Hacienda pública, por los
centros universitarios que dependen de subsidios y donaciones, por los
periódicos incapaces de autofinanciarse. ¿Por qué? Porque sabe por
personal experiencia que siempre que obra como piensa que debe obrar no
hay coincidencia entre su esfuerzo y la manera en que éste es acogido. (...)
Puesto que la misión del intelectual es hacer comprender a la gente que son
verdaderas y buenas ciertas cosas que antes no reconocía como tales,
encuentra una fortísima resistencia a la venta de su propio producto y
trabaja con pérdidas”[11].