Revolución Industrial y Mitos Socialistas

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Revolución Industrial y mitos socialistas

Por Albert Esplugas Boter


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Aún hoy está ampliamente extendida la idea de que la Revolución Industrial
fue un período oscuro en la historia de Occidente, una etapa lúgubre y
vergonzante en la que el hedor de las fábricas sustituyó el aire puro del
campo feudal y las masas se vieron sometidas al látigo de los avariciosos
capitalistas, empobreciéndose en beneficio de esta nueva clase pudiente.
Persiste, todavía, en el imaginario de mucha gente la estampa de unos
obreros, antes boyantes campesinos, urbanizados y explotados en las
fábricas de la burguesía, en condiciones laborales atroces y en estricto
régimen de subsistencia. La Revolución Industrial constituye de este modo
el pecado original del capitalismo, cuando no la prueba de que el libre
mercado es inherentemente injusto y debe ser corregido o superado por
otro sistema que no esté en contradicción con la justicia social. La
prosperidad de que gozamos, alegan, se alza sobre el sacrificio de aquellas
generaciones pretéritas. El nuestro es un progreso teñido de culpa. Y si el
capitalismo, para generar bienestar, requiere de un período inicial de
penuria y explotación intensificada y generalizada, es que el capitalismo es
indigno per se, porque nada intrínsecamente justo necesita de lo injusto
para desarrollarse. Luego su status será, a lo sumo, provisional.
 
El Capitalismo y los Historiadores, editado por Friedrich Hayek, es un
compendio de ensayos que se propone refutar, de una vez para siempre, la
popular y populista mitología socialista que envuelve la Revolución
Industrial inglesa, manejada en esta obra como modelo paradigmático por
ser la primera, la más afamada y la más estudiada de las revoluciones
industriales. El libro reúne ensayos de Hayek, Ashton, Hacker, Hartwell, De
Jouvenel y Hutt. La calidad y el interés de los distintos artículos es desigual,
si bien no haremos aquí ninguna crítica exhaustiva de los mismos. Me
parece más interesante destacar los aspectos relevantes de la exposición de
cada autor y acaso emitir algún que otro juicio valorativo puntual.
 
La Revolución Industrial inglesa, que cabe ubicar entre mediados-finales del
siglo XVIII y mediados del siglo XIX, ha sido objeto de estudio de un
sinnúmero de historiadores que durante décadas, imbuidos de ideas
marxistas, carentes de rigor e imparcialidad, faltos de una teoría previa y
una metodología adecuada, difundieron una visión radicalmente
distorsionada y partidista de la realidad, un dramatizado cuadro que se
alejaba de los hechos tanto como se ajustaba a los esquemas ideológicos de
la pujante masa socialista. Esta falaz interpretación de los acontecimientos
fue revisada, criticada e impugnada por la mejor historiografía económica
en la primera mitad del siglo XX. Pese a ello, aún predomina en la opinión
pública, refrendando las ideas estatistas esparcidas por doquier. La ficción
ha adquirido carta de naturaleza pasando a formar parte del reino de los
hechos consabidos e indisputables, aunque en el mundo académico ya no
pueda sostenerse seriamente tamaño artificio. Una muestra de esa imagen
ilusoria divulgada durante más de un siglo la encontramos en The Impact of
Science on Society, de Bertrand Russell: 
“La revolución industrial provocó en Inglaterra, como también en América,
una miseria indescriptible. En mi opinión, apenas nadie que se ocupe de
historia económica puede dudar que el nivel medio de vida en la Inglaterra
de los primeros años del XIX era más bajo que el de cien años antes; y esto
ha de atribuirse casi exclusivamente a la técnica científica”[1].

Incluso en una obra como Historia del liberalismo Europeo, de Guido de


Ruggiero, no hostil a la tradición política decimonónica, advertimos la aciaga
influencia de esa popularizada interpretación de los hechos: 
“Fue precisamente en el periodo del desarrollo industrial más activo cuando
empeoraron la condiciones de vida del trabajador. La duración del trabajo
se alargó desmesuradamente; la ocupación de mujeres y niños en las
fábricas hizo descender los salarios; la aguda competencia entre los mismos
trabajadores que ya no estaban ligados a sus parroquias, sino que viajaban
libremente y podían reunirse allí donde la demanda de sus servicios era
mayor, abarató todavía más el trabajo que ofrecían en el mercado: crisis
industriales numerosas y frecuentes –inevitables en un período de
crecimiento, cuando la población y el consumo no se han estabilizado
todavía- incrementaban de tiempo en tiempo la multitud de parados, el
ejército de reserva de hambre”[2].

La verdad, sin embargo, no pudo ser ignorada por aquellos autores con un
mínimo de honestidad intelectual que antaño divulgaron falsedades. Así, los
Hammond, que en su día contribuyeron grandemente a la propagación del
mito, reconocieron al final de su vida que la Revolución Industrial no
empobreció a las masas trabajadoras, antes al contrario:
“Los estadísticos nos informan que, tras el estudio de los datos de que
disponen, pueden afirmar que los ingresos subieron y que la mayoría de
hombres y mujeres, en el tiempo en que este descontento se hizo más
ruidoso y activo, eran menos pobres que anteriormente, en el silencio
otoñal de los últimos años del siglo XVIII. El material de prueba es
naturalmente escaso, y su utilización no es fácil, pero probablemente esta
afirmación sea cierta, en términos generales”[3].

Pero, como advierte Hayek, con frecuencia la ideología y la historia se retro-


alimentan mutuamente. De este modo el estatismo imperante se sirve de
mitos históricos para reafirmarse mientras el pasado se examina a través de
unas lentes estatistas.
 
 
Hayek: historia y política
 
Ha habido siempre una estrecha relación, dice Hayek, entre las convicciones
políticas y los juicios que nos merecen determinados eventos históricos,
pues nuestra opinión sobre unas doctrinas e instituciones concretas viene
marcadamente influida por los efectos pretéritos que les atribuimos. Ahora
bien, las referencias que manejamos y que nutren tales opiniones están a
menudo viciadas, motivo por el cual no siempre lo que creemos que ocurrió
en el pasado se corresponde con lo que ocurrió realmente. En este contexto
los historiadores juegan un papel preponderante. Las concepciones políticas
se filtran en la opinión pública no tanto en su forma abstracta como a través
de imágenes e interpretaciones históricas, luego la presentación que de los
hechos hagan los historiadores puede tener una influencia vastísima en la
sociedad.
 
La leyenda de los horrores de la Revolución Industrial es en este sentido un
ejemplo paradigmático. Dos razones explican, según Hayek, el alcance y la
pervivencia del mito. Por un lado, el hecho de que el ascenso del nivel de
vida facilitara la toma de conciencia de una miseria que hasta entonces, al
tenerse por usual e inevitable, había pasado relativamente desapercibida.
Siendo todos testigos del progreso, de golpe la pobreza se convirtió para
muchos contemporáneos en una realidad anacrónica, de modo que la
industrialización no fue aplaudida por generar riqueza sino criticada por no
producir la suficiente. Por otro lado, destaca Hayek, los terratenientes y los
círculos conservadores de la capital difundieron esta versión sesgada de la
acontecimientos en su pugna contra los fabricantes y el librecambismo,
versión que fue recogida por la historiografía socialista, ávida por reafirmar
sus tesis con datos empíricos.
 
Apunta Hayek que la interpretación de la historia requiere de una teoría
previa. En vano reúne un observador infinidad de datos si lo que pretende
es extraer la teoría de ellos[4]. ¿Cómo va a distinguir, atendiendo sólo a los
hechos, si un aumento del precio de un producto básico de la época es la
causa o el efecto de una contracción de su demanda? Puede asociar dos
realidades cualesquiera, como la introducción de las máquinas y la pobreza,
pero ausente la justificación teórica de tal asociación el acto de interpretar
la historia se convierte en un arbitrario juego adivinatorio. ¿Desplazaron las
máquinas a los trabajadores o elevaron su productividad marginal y
abarataron los productos? ¿Causó la industrialización la miseria existente o
permitió que ésta fuera menos severa? Un historiador sin teoría es un
viajero sin mapa ni brújula. De esta suerte la pregonada ficción, resultado
de navegar sin cartas y atender a prejuicios socialistas, fue contestada en el
siglo XX por una legión de historiadores sólidamente formados en teoría
económica. Sus conclusiones, no obstante, toparon con una opinión pública
saturada de estatismo, poco receptiva a unas tesis que cuestionaban
algunos de los pilares de su ideología. Pero aun cuando la auténtica versión
de los hechos circula todavía hoy a contra-corriente, las palabras de Hayek
nos invitan a un moderado y prudente optimismo: “si hemos valorado
correctamente la importancia que las valoraciones erróneas ejercieron en la
formación de la opinión pública, podemos concluir que ha llegado la hora de
que la verdad acabe imponiéndose sobre la leyenda que ha dominado tanto
tiempo a esa opinión”[5].
 
 
Ashton: el tratamiento del capitalismo por los historiadores
 
Ashton critica el infundado pesimismo que trasluce buena parte de la
historiografía de la Revolución Industrial así como el que numerosos autores
interpretaran los acontecimientos prescindiendo de las enseñanzas
económicas. Se ha dicho que los salarios vienen determinados por el
mínimo de alimento necesario para subsistir, se ha atribuido a la legislación
estatal mejoras que tienen que ver con el ascenso de la productividad de los
trabajadores, se ha personificado el capitalismo, desvinculándolo de las
interacciones humanas que lo definen, con expresiones como “el capitalismo
exalta la unidad monetaria” o “el capitalismo produjo la actitud mental de la
ciencia moderna” (Schumpeter), expresiones que no se corresponden con
un tratamiento histórico serio de los procesos sociales. Ashton también da
cuenta de la visión romántica de cierta literatura en relación a la época
preindustrial. Friedrich Engels, por ejemplo, llevó la idealización de dicha
época hasta extremos abiertamente ridículos: 
“Los trabajadores vegetaban en una existencia relativamente confortable,
llevando una vida limpia y pacífica con toda piedad y probidad, y su
situación material era mucho mejor que la de sus sucesores. No
necesitaban trabajar en exceso. No hacían más de lo que habían decidido
hacer y, sin embargo, ganaban lo necesario. Disponían de tiempo libre para
el saludable trabajo en su jardín o en su huerto, trabajo que constituía un
solaz para ellos, y podían participar en otros juegos y diversiones de sus
vecinos, y todos estos juegos: bolos, cricket, football, etc., contribuían a su
salud y vigor físico. En su mayor parte eran fuertes y bien formados, y en
su físico poca o ninguna diferencia podía apreciarse con respecto a sus
vecinos campesinos. Sus hijos crecían al aire libre en los campos, y si
ayudaban a sus padres en el trabajo, era de manera meramente ocasional;
al tiempo que la jornada de ocho a doce horas era algo que no les
concernía”[6].

Explica Ashton que una lectura atenta de los numerosos informes de las
Comisiones Reales y de los Comités de Investigación redactados durante los
siglos XVIII y XIX permite aseverar que muchas de las penurias y desdichas
de la época fueron producto de una legislación, unos hábitos y unas formas
de organización que habían quedado obsoletas. De aquellos informes,
prosigue Ashton, se desprende que los trabajadores industriales estaban
mejor pagados que los domésticos, familiarizados con métodos caducos;
que era en los talleres aislados, no en las fábricas de vapor, donde se
registraban unas condiciones laborales más precarias; que era en los
pueblos remotos y en las zonas rurales, y no en los campos carboníferos o
en las zonas urbanas, donde las restricciones a la libertad personal y los
malos tratos eran más frecuentes. Asimismo, estudios como los de Bowley y
Wood ponen de manifiesto que los salarios reales siguieron un recorrido
ascendente durante la mayor parte de aquel período.
 
 
Hacker: los prejuicios anticapitalistas de los historiadores
americanos
 
Hacker reflexiona primero acerca del sesgado tratamiento histórico de que
ha sido objeto el capitalismo en los siglos pasados, para centrarse luego en
los particulares prejuicios anticapitalistas de numerosos historiadores
norteamericanos.
 
Hacker tilda de burda calumnia el epíteto de “inhumano” que con frecuencia
se adjudica al siglo XIX: por aquel entonces los salarios reales aumentaron
en los países industrializados debido al descenso de los precios de las
mercancías, y al mismo tiempo los países menos desarrollados se vieron
favorecidos por un creciente flujo de inversiones. Hacker, no obstante,
añade en defensa del siglo XIX un tercer punto del todo desafortunado, a
saber, la introducción “de una política estatal en gran escala a favor de la
salud y de la instrucción pública”[7]. Aunque este hecho desmintiera las
afirmaciones socialistas en sentido contrario, lo cierto es que no cabe
concebir dicha injerencia estatal como algo justo o beneficioso.
Exactamente las mismas consideraciones que nos llevan a rechazar hoy la
intervención del Estado en el ámbito de la sanidad y la enseñanza son las
que debieran llevarnos a reprobar esta lamentable concesión de Hacker.
 
El profesor Hacker, siguiendo a Ashton, alude a los obstáculos
institucionales que en ocasiones ralentizaron el acentuado progreso en
Inglaterra. El caso de las viviendas es ilustrativo. El abarrotamiento, los
slums, la precariedad de las casas... fue expresivamente denunciado por los
reformadores sociales, que achacaron la responsabilidad de tal estado de
cosas a la industrialización. Las causas, sin embargo, cabe buscarlas en los
movimientos migratorios de la población, por un lado, y la política fiscal, por
el otro. Unos tipos de interés artificialmente fijados, por ejemplo,
dificultaron la inversión de capital, mientras que los impuestos sobre los
materiales de construcción encarecieron las viviendas.
 
En lo tocante al desarrollo del capitalismo en Estados Unidos y a su
tratamiento por parte de los historiadores norteamericanos, Hacker alude a
los prejuicios anticapitalistas extendidos entre estos últimos y ahonda en
sus rasgos, sus fundamentos y sus implicaciones. A diferencia de los del
viejo continente, los prejuicios anticapitalistas no eran aquí tanto de
ascendencia marxista como producto de ideas socialdemócratas y fabianas
y de un examen histórico viciado por juicios morales.
 
Hakcer se refiere en este contexto a la increíble influencia que ha ejercido
tradicionalmente la disputa política entre el hamiltonismo y el jeffersonismo.
Atendiendo a consideraciones más morales que económicas, señala Hacker,
Hamilton fue asociado con el capitalismo y Jefferson (y Jackson) con el
igualitarismo, motivo por el cual los historiadores anticapitalistas se
sirvieron de la figura del segundo para divulgar sus interpretaciones.
Fatalmente Hacker hace suya esta misma asociación, con conocimiento de
causa parece, tomando partido por unas políticas que por muy capitalistas
que se les antojen a sus detractores no son para nada liberales. Los
federalistas, los whigs y luego los republicanos, de estirpe hamiltoniana,
promovieron un gobierno central fuerte, un sistema monetario
nacionalizado, ayudas estatales para las industrias nacientes (uno de los
pilares del programa de Hamilton), aranceles protectores, planes de obras
públicas... lo cual no les convierte en pro-capitalistas, sino más bien en
mercantilistas. Jefferson y Jackson, por el contrario, fueron valedores de la
corriente demócrata más anti-estatista, hostil al intervencionismo del
gobierno federal y a la existencia de un banco central. El énfasis de
Jefferson en los derechos naturales y la propiedad privada da cuenta de sus
principios liberal-clásicos[8].
 
Si el desarrollo del capitalismo americano hubiera sido objeto de un
adecuado tratamiento histórico, sostiene Hacker, contendría reveladoras
enseñanzas para el mundo de hoy.
 
 
De Jouvenel: los intelectuales europeos y el capitalismo
 
Explica De Jouvenel que los procesos sociales son sensiblemente más
complejos que los fenómenos físicos, y sin embargo se da la paradoja de
que las gentes están menos dispuestas a reconocer su ignorancia en
cuestiones sociales que en cuestiones de física. Los individuos de a pie no
emiten juicios sobre acústica, electromagnetismo o termodinámica, pero
muchos sí se creen capacitados para opinar sobre economía, a menudo
incluso pomposamente. Lo que se echa en falta aquí es por supuesto un
ápice de humildad y sensatez[9], virtudes olvidadas por no pocos
historiadores.
 
El estudio del pasado lleva la impronta de las ideas del presente, afirma De
Jouvenel. Por eso “la actitud del historiador refleja una actitud difundida
entre los intelectuales en general” y para explicar el sesgo de los primeros
debemos remitirnos a los segundos. De acuerdo con De Jouvenel, la
disposición del intelectual con respecto al proceso económico es doble: por
un lado ensalza las conquistas de la técnica y se congratula de que la
sociedad goce de un mayor número de bienes, pero por otro lado considera
que la industrialización destruye valores y comporta una ruda disciplina.
Luego armoniza ambas ideas asignando a la “fuerza del progreso” aquello
que le gusta y a la “fuerza del capitalismo” aquello que no le gusta.
Asimismo cierta intelectualidad juzga las instituciones desde un punto de
vista pretendidamente ético, sin atender a la correspondencia entre los
efectos de dichas instituciones y el fin propuesto. Para ilustrar su tesis, De
Jouvenel expone el caso de los estudiantes occidentales que, en tiempos de
la Guerra Fría, argüían que el bienestar de los trabajadores debía ser el
objeto de los gobernantes y, aunque era en Estados Unidos y no en la URSS
donde aquel fin se había alcanzado, elogiaban a Moscú porque se alegaba
que aquélla era la motivación del régimen soviético y no la del
norteamericano.
 
Los intelectuales menosprecian al hombre de negocios porque éste ofrece al
público lo que desea, mientras que ellos dicen al público lo que debe y no
debe desear. “El hombre de negocios obra dentro del sistema de gustos y
de juicios de valor que el intelectual debe intentar siempre cambiar”[10],
dice De Jouvenel. Por eso no es extraño que el intelectual se sienta
identificado a menudo con el déficit: 
“Se ha observado que tiene simpatía por las instituciones deficitarias, por
las industrias nacionalizadas financiadas por la Hacienda pública, por los
centros universitarios que dependen de subsidios y donaciones, por los
periódicos incapaces de autofinanciarse. ¿Por qué? Porque sabe por
personal experiencia que siempre que obra como piensa que debe obrar no
hay coincidencia entre su esfuerzo y la manera en que éste es acogido. (...)
Puesto que la misión del intelectual es hacer comprender a la gente que son
verdaderas y buenas ciertas cosas que antes no reconocía como tales,
encuentra una fortísima resistencia a la venta de su propio producto y
trabaja con pérdidas”[11].

Ya que el cometido de los intelectuales es pregonar la verdad, De Jouvenel


destaca que “tendemos a adoptar respecto al hombre de negocios la misma
actitud de superioridad moral que el fariseo respecto al publicano”[12]. Pero
el pobre que yacía en el camino, advierte, no fue socorrido por el intelectual
(el levita) sino por el comerciante (el samaritano). Han sido especialmente
los hombres de negocios y no los intelectuales los que han hecho posible el
crecimiento exponencial del bienestar. Por otro lado, “servir a necesidades
más elevadas”, apunta De Jouvenel, es una delicada responsabilidad.
¿Cuántos bienes de los que se comercian en el mercado puede uno
considerar más o menos perjudiciales? ¿Acaso no son infinitamente más
numerosas y devastadoras las ideas perniciosas que muchos intelectuales
diseminan por doquier? Si los intelectuales se ven relegados a un segundo
plano es porque otros satisfacen mejor las necesidades de la sociedad,
aunque como dijera De Jouvenel, la máxima “dad al público lo que quiere”
sea aplicable al empresario pero no a un buen escritor.
 
 
Ashton: nivel de vida de los trabajadores en Inglaterra desde 1790
a 1830
 
En este segundo ensayo Ashton empieza reconociendo que hubo varios
economistas que en su día juzgaron con pesimismo los efectos de la
industrialización. Así John Stuart Mill escribía en 1848: “Hasta este
momento es discutible que las invenciones mecánicas realizadas hayan
aliviado la fatiga diaria de cualquier ser humano. Han hecho posible que un
número mayor de personas vivan la misma vida de ingrato trabajo y de
reclusión, y que un número creciente de industriales y de otro acumulen
riquezas. Ha aumentado el bienestar de las clases medias, pero hasta ahora
no han comenzado a realizar los grandes cambios en el destino humano que
está en su naturaleza y que están llamadas a efectuar en el futuro”[13].
Opiniones similares expresaron Thomas Malthus o J.R. McCulloch, junto con
el coro de filósofos, conservadores, radicales, clérigos, poetas... que
compartían una explícita aversión al sistema de fábrica. En el bando
opuesto encontrábanse hombres igualmente distinguidos y con no menos
afán reformador, como Sir Frederic Eden, John Wesley, George Chalmers,
Patrick Colquhoun, John Rickman y Edwin Chadwick. En palabras de este
último, la realidad fue más halagüeña: “Es un hecho que, hasta este
momento [1842], en Inglaterra los salarios, o los medios para obtener lo
necesario para vivir, han aumentado para el conjunto de los trabajadores, y
los bienes económicos al alcance de estas clases han aumentado con el
último aumento de población”[14].
 
Ashton diferencia tres períodos en su análisis: el período de la guerra, el
período de la posguerra y el reajuste, y el período de expansión económica.
Durante la guerra el ingente gasto público improductivo redujo el bienestar
de la población; la dificultad de importar alimentos motivó el desarrollo de
cultivos marginales y los ingresos de los agricultores y los propietarios de
parcelas aumentaron; la escasez de materiales de obra así como las
elevadas tasas de interés y los impuestos sobre la propiedad refrenaron la
construcción de viviendas en un momento en el que su demanda había
crecido... En el período de reajuste subsiguiente los alquileres de las casas y
el tipo de interés apenas disminuyeron. Al mismo tiempo se sucedieron
quiebras bancarias, se contrajo el gasto público y hubo una reticencia
generalizada a invertir a largo plazo. Si en el primer período las condiciones
de los trabajadores empeoraron y en el segundo apenas experimentaron
mejora, en el tercero se inició una tendencia de progreso. La vuelta al
patrón oro, la reforma del sistema fiscal, el descenso del tipo de interés y
de los alquileres, la superación de la escasez de la etapa bélica, la caída de
los precios fruto de la reducción de costes... abrieron perspectivas de
mejora para las masas trabajadoras.
 
Después de destacar la valía de los estudios de Norman J. Silberling,
Elizabeth Gilboy, Rufus T. Tucker, Ashton pasa a criticar ciertos aspectos de
su metodología y a señalar el ligero aumento del coste de los productos
alimenticios así como la caída de los precios y el vasto aumento de la oferta
en otros ámbitos. Disminuyó, por ejemplo, el precio de los vestidos, del té,
del café y del azúcar. Las botas reemplazaron a los chanclos y se
popularizaron complementos como los sombreros, los pañuelos o los
relojes. Prosperaron las cajas de ahorro, las sociedades de mutuo socorro,
los sindicatos, los periódicos y opúsculos, las escuelas, los templos no
conformistas... todo ello reflejo de un notable progreso económico.
 
Por último cabe subrayar que Ashton distingue dos grupos de trabajadores:
aquellos con escasa o nula especialización (agricultores, tejedores a
mano...) que apenas participaron de las ventajas de la industrialización, y
aquellos cuya productividad marginal se vio incrementada y gozaron de un
poder adquisitivo más elevado.
 
 
Hartwell: el aumento del nivel de vida en Inglaterra de 1800 a 1850
 
El artículo de Hartwell es un compendio de datos y argumentos que
respaldan la tesis de que el bienestar de la población aumentó
extraordinariamente como consecuencia de la Revolución Industrial. Según
las estimaciones de la época, la renta nacional inglesa se duplicó entre 1800
y 1850 (el crecimiento fue irregular, con un estancamiento durante la
guerra y quizás un leve retroceso en los años 30). La producción industrial,
de acuerdo con los datos de Hoffmann, aumentó a un ritmo del 3-4% anual
durante el intervalo 1782-1855, mientras que para ese mismo período la
tasa de crecimiento de la población fue del 1,2-1,5% anual. En este
contexto es preciso señalar que la industria manufacturera, que en 1770
constituía un quinto de la renta nacional, pasó a representar un tercio del
total en 1831. Hartwell destaca que “entre los factores que contribuyeron a
aumentar la producción per cápita, los más importantes fueron la formación
de capital, el progreso técnico y un aumento de las capacidades laborales y
empresariales”[15]. Los censos muestran que el porcentaje de familias
dedicadas a la agricultura descendió siete puntos entre 1811 y 1831
(reducción del 35,2% al 28,2%). Paralelamente aumentó el número de
empleados en el sector servicios (transportes, comercio, finanzas,
administración pública, profesiones liberales...). Las cajas de ahorro, tras su
creación en 1817, acumulaban unos depósitos de 14,3 millones de
esterlinas en 1829 y de casi 30 millones en 1850, siendo la mayor parte
ahorros de asalariados y artesanos. Las sociedades de asistencia y ayuda
mutuas, unas 20.000 en 1858, llegaron a reunir cerca de dos millones de
socios.
 
Hartwell también examina un conjunto de datos sobre productos
alimenticios para concluir que el londinense medio en 1830 consumía
semanalmente 5 onzas de mantequilla, 30 onzas de carne, 56 onzas de
patatas y 16 onzas de fruta, cifras muy similares a las del consumo inglés
registradas en 1959: 5 onzas de mantequilla, 35 onzas de carne, 51 onzas
de patata y 32 onzas de fruta. P.L.Simmonds, que estudió las costumbres
alimenticias inglesas a mediados del siglo XIX, afirmó que “el hombre inglés
está mejor alimentado que cualquier otra persona en el mundo”[16].
 
Debido a una alimentación más sana, unos hogares más confortables y una
mayor higiene la población fue menos propensa al contagio de
enfermedades como la tisis. Hubo asimismo avances sanitarios y las
condiciones laborales de las fábricas mejoraron. R. Baker, uno de los
primeros inspectores de fábricas, escribía en un ensayo para la Social
Science Associaton de Bradford, refiriéndose al período 1822 –1856, que
“todas las enfermedades típicas del trabajo de fábrica en 1822 han
desaparecido casi completamente”[17].
 
Desafortunadamente, sin embargo, Hartwell considera positiva cierta
legislación que limitó la jornada laboral y restringió el trabajo de los
menores, legislación innecesaria en la medida en que vino a sancionar una
realidad ya establecida y contraproducente en la medida en que elevó los
costes de los empresarios y rebajó la producción y los ingresos de las
familias
 
Hartwell asevera que todos los indicios apuntan en la misma dirección: el
nivel de vida aumentó para la mayor parte de la sociedad inglesa en la
primera mitad del siglo XIX; lo que no significa que fuera un nivel de vida
alto o que no hubiera grandes focos de extrema pobreza. Pero la miseria, el
trabajo infantil y femenino, las adulteraciones alimenticias, las duras
condiciones laborales... en absoluto constituían fenómenos nuevos.
Precisamente la Revolución Industrial permitió su paulatina superación, algo
inconcebible hasta entonces. Hartwell destaca además que en aquel
período, en parte debido a las oportunidades económicas que surgieron, se
inició una de las revoluciones sociales más notorias: la emancipación de la
mujer.
 
 
Hutt: el sistema de fábrica a principios del siglo XIX
 
Hutt se propone examinar críticamente las principales fuentes de que se
han servido los historiadores e interceder en algunas de las disputas más
importantes sobre la materia. En primer lugar valora las declaraciones del
Comité Sadler, que describen una espeluznante sucesión de crueldades,
miserias, enfermedades y deformaciones que supuestamente afectaban a
los niños que trabajaban en las fábricas inglesas. Tales declaraciones fueron
recogidas con avidez por parte de los Hammond, Hutchins, Harrison y otros
historiadores de renombre, a pesar de que en opinión de R.H. Greg se
tratara de una “masa de declaraciones unilaterales y de groseras falsedades
y calumnias... como probablemente jamás se había visto en un documento
oficial”[18]. El propio Engels, acervo adversario del sistema fabril, señaló
que el informe “es claramente partidista, redactado con fines de partido por
enemigos declarados del sistema industrial... Sadler se dejó traicionar por
su noble entusiasmo y ofreció declaraciones falseadas y completamente
erróneas”[19]. Los industriales reclamaron una nueva Comisión, que dejó
patente los embustes formulados por el Comité anterior. Se advirtió que la
acusación de crueldad sistemática con respecto a los niños carecía por
completo de base. De hecho se deducía de los informes de esta segunda
Comisión que los maltratos que en ocasiones padecieron fueron perpetrados
por obreros en contra de la voluntad de los patronos y sin su conocimiento.
 
En el Comité de los Lores de 1818 las declaraciones de los médicos
corroboraron en general que la salud de los niños que trabajaban en las
fábricas era por aquel entonces tan buena como la de los niños que no
trabajaban en ellas. Interesante resulta asimismo el testimonio de Gaskell,
médico hostil al sistema industrial que si bien censuró la degradación moral
de los trabajadores, se opuso a la prohibición del trabajo infantil: “Mientras
[los niños] no puedan recibir en casa una educación, y mientras se les deje
hacer una vida salvaje, se encontrarán en cierto sentido en una situación
mejor cuando se les emplea en un trabajo ligero, como es el que de
ordinario les toca efectuar”[20].
 
Hutt cuestiona que las fábricas alentaran la discutible degradación moral de
los asalariados. Por un lado varios autores consideraron síntomas de
decadencia comportamientos que a otros pudieran parecer más bien signos
de progreso: el que los niños prefirieran golosinas a alimentos sencillos, el
que las chicas compraran los vestidos en lugar de confeccionarlos ellas
mismas, el consumo de té, el consumo de tabaco... Por otro lado Hutt
apunta dos posibles causas que explicarían la aparente degradación moral:
la primera, los altos salarios de los obreros, que podrían moverles a la
intemperancia (tesis que sostienen enemigos de la industrialización como
Thackrash o Gaskell); la segunda, que el declive moral fuera producto de la
masiva inmigración irlandesa, con una tradición social menos arraigada.
 
Hutt enjuicia las condiciones laborales en las fábricas de acuerdo con los
criterios de la época. Así, no deja de resultar ilustrativo el hecho de que “en
los límites en que los trabajadores de entonces tenían la posibilidad de
‘elegir entre beneficios alternativos’, elegían las condiciones que los
reformadores condenaban”[21]. Los obreros tendían a preferir las fábricas
porque allí era donde se ofrecían salarios más elevados. Al mismo tiempo,
como algunos reformadores reconocieron, aquellas factorías que recortaban
sus jornadas eran en ocasiones testigos de la marcha de sus propios
obreros a factorías en las que se laboraban más horas a cambio de salarios
más altos. En cuanto al trabajo de los niños, Hutt apunta que el afecto de
los padres hacia sus hijos no era entonces menor que ahora, luego uno
debe remitirse al contexto social de aquel período para entender porque las
familias les enviaban a las fábricas. El apoyo de las clases pudientes a las
restricciones legales del trabajo infantil “obedecía a una absoluta falta de
comprensión de las dificultades que las clases trabajadoras tenían que
afrontar. Mientras el desarrollo del sistema industrial no produjo un
aumento general de la prosperidad material, estas restricciones sólo
pudieron aumentar la miseria”[22].
 
Hutt concluye que hubo una tendencia a exagerar los “males” de la
Revolución Industrial, y que la legislación fabril no contribuyó de una
manera esencial a la erradicación de estos “males”. “Algunas condiciones
que con criterios modernos se condenan eran entonces comunes a la
colectividad en su conjunto, y la legislación no sólo causó otros
inconvenientes, no claramente visibles en los complejos cambios de la
época, sino que contribuyó también a oscurecer y a obstaculizar remedios
más naturales y deseables”[23].
 
 
Conclusión
 
El estatismo es prolífico en mitos, y algunos están de tal modo consolidados
que cuestionarlos implica exponerse automáticamente al menosprecio y a la
marginación intelectual. El mito de la “democrática” Segunda República
española, el mito de Lincoln el “libertador”, el mito del crack del 29 como
“corolario del capitalismo irrestricto”... Impugnarlos a veces resulta no sólo
políticamente incorrecto, sino políticamente grotesco.
 
“El Capitalismo y los Historiadores” desnuda el mito de los horrores de la
Revolución Industrial. A lo largo de sus siete ensayos desenmascara las
simples falsedades y las burdas exageraciones de que ha sido objeto la
historia de aquel período, sugiriendo las causas que se esconden tras esta
popularizada tergiversación de los hechos. El socialismo, no obstante, sigue
empleando la Revolución Industrial como arma arrojadiza contra aquellos
que secundan el mercado libre. Esta obra constata que no hay razón para
que los liberales permanezcan a la defensiva. La Revolución Industrial, lejos
de ser una muestra de los horrores del capitalismo, es un formidable
ejemplo de los beneficios del libre mercado.

[1] Friedrich Hayek (editor), “El Capitalismo y los Historiadores”, 1997, pág.


23
[2] Ýbid. Pág. 21-22
[3] Ýbid. Pág. 23, citando a J.L. Hammond y Barbara Hammond, “The Bleak
Age”, 1934.
[4] “Los fenómenos complejos, engendrados por la concurrencia de diversas
relaciones causales, no permiten evidenciar la certeza o el error de teoría
alguna. Antes al contrario, esos fenómenos sólo resultan inteligibles si se
interpretan a la luz de teorías previamente desarrolladas a partir de otras
fuentes”, Ludwig von Mises, “La Acción Humana”, 7ª edición, pág 39.
[5] Friedrich Hayek (editor), “El Capitalismo y los Historiadores”, 1997, pág.
34. 
[6] Ýbid. Pág. 40-41.
[7] Ýbid. Pág 65.
[8] Sobre el mercantilismo de Hamilton, véase Thomas DiLorenzo, “The
Rousseau of the Right”, 2004
(http://www.lewrockwell.com/dilorenzo/dilorenzo64.html). Sobre Jefferson
y su defensa de los derechos naturales y la propiedad, véase Luigi M.
Bassani, “Life, Liberty, and...: Jefferson on Property Rights”, Journal of
Libertarian Studies, 2004
(http://www.mises.org/journals/jls/18_1/18_1_2.pdf). Para una síntesis de
la historia del libertarismo jeffersoniano y jacksoniano, véase Murray
Rothbard, “For a New Liberty: The Libertarian Manifesto”, 2002
(http://www.mises.org/rothbard/newliberty01.asp)
[9] “It is no crime to be ignorant of economics, which is, after all, a
specialized discipline and one that most people consider to be a "dismal
science." But it is totally irresponsible to have a loud and vociferous opinion
on economic subjects while remaining in this state of ignorance”, Murray
Rothbard, “Making Economic Sense”, 1995.
[10] Friedrich Hayek (editor), “El Capitalismo y los Historiadores”, 1997,
pág. 109.
[11] Friedrich Hayek (editor), “El Capitalismo y los Historiadores”, 1997,
pág. 108-109. En palabras de Robert Nozick: “Los intelectuales piensan que
son las personas más valiosas, las de mayor mérito, y que la sociedad
debería premiar a la gente en función de su valía y mérito. Pero una
sociedad capitalista no cumple el principio distributivo "a cada uno según
sus méritos o valía". Aparte de los regalos, las herencias y las ganancias del
juego que se dan en una sociedad libre, el mercado distribuye a aquellos
que satisfacen las demandas de los demás expresadas a través del
mercado, y lo que distribuya de este modo depende de lo que se demande y
del volumen del suministro alternativo. Los empresarios fracasados y los
trabajadores no sienten la misma animadversión al sistema capitalista que
los intelectuales forjadores de palabras. Solamente la conciencia de una
superioridad no reconocida, o de unos derechos traicionados, produce esa
animadversión”, Robert Nozick, “¿Por qué se oponen los intelectuales al
capitalismo?”
[12] Ýbid. Pág. 110.
[13] Ýbid. Pág. 114.
[14] Ýbid. Pág. 115.
[15] Ýbid. Pág. 145.
[16] Ýbid. Pág. 162.
[17] Ýbid. Pág. 174.
[18] Ýbid. Pág. 183.
[19] Ýbid. Pág. 184.
[20] Ýbid. Pág. 190-191.
[21] Ýbid. Pág. 198.
[22] Ýbid. Pág. 199.
[23] Ýbid. Pág. 203.

liberalismo.org: Revolución Industrial y mitos socialistas

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