El Reino Vencido - Rene Aviles Fabila
El Reino Vencido - Rene Aviles Fabila
El Reino Vencido - Rene Aviles Fabila
Se trata de
una ambiciosa y aguda obra en donde aparece una multitud de
personajes de toda índole que poco a poco van diluyéndose hasta
quedar en el centro del escenario Emilio Medina Mendoza, eje de la
trama. El reino vencido puede ser indistintamente el país en su
conjunto, la ciudad capital, el barrio donde se mueve o él mismo. Es
un recuento de fracasos y derrotas, un libro de nostalgias y un canto
desesperanzado por el «paraíso perdido».
Las intensas correrías del personaje central por una ciudad que llegó
a su total decadencia sin cruzar por algún periodo de esplendor, son
una búsqueda afanosa por la sobrevivencia; sin embargo, con cada
aventura, Emilio Medina Mendoza sólo consigue regresar más al
pasado, todo por buscar una época o momento en que pueda
sentirse a salvo y feliz. Así retrocede hasta 1519 y se halla con que el
aterrador Distrito Federal, inseguro, brutal, ciudad prostituta, ha
dejado de serlo para convertirse en el paraíso, lo ha recobrado en el
portentoso Imperio Azteca. Pero sólo por unos momentos: pronto
sobrevendrá la destrucción final y su muerte desolada con la caída de
la luminosa Tenochtitlan a manos de los españoles.
Sin duda, El reino vencido es una gran obra de la narrativa
hispanoamericana que muestra la madurez literaria de René Avilés
Fabila y lo consagra, sin duda, como uno de los más importantes
escritores mexicanos.
René Avilés Fabila
El reino vencido
ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: El reino vencido
René Avilés Fabila, 2005
Fotografía del autor: Norma Patiño
Diseño de cubierta: Perla Alejandra López Romo
Para Rosario,
siempre y a la memoria de mi madre.
A Beatriz Espejo,
amiga entrañable, escritora formidable.
Jorge Manrique
Casi a los setenta años, te asaltó un amor, ¿sería el que estabas esperando? Era
una mujer mucho más joven, quizá de la mitad de tu vida. ¿Por qué no
escribiste sobre ella, Emilio? Estoy de acuerdo contigo: llegó excesivamente
entusiasmada, podía cubrirte con elogios y regalos durante horas, días y
semanas. Era violinista como Elizabeth Taylor fue pianista en Rapsodia, por
obligación y para impresionar a un músico verdadero, poco la escuchaste
tocar, apenas algún recital insignificante y una vez en la soledad de su casa.
Otras tareas la ocupaban, todas distantes del arte. Estaba enamorada de tu
literatura y quizá de tu actitud rebelde y en consecuencia distinta al resto de la
sociedad mexicana, había coleccionado tus libros, los sabía de memoria y en
su recámara tenía un grueso fólder saturado de recortes periodísticos que
hablaban de tu trabajo literario. Como tus personajes femeninos, solía usar
medias negras, nunca más volvió a las pantimedias y alguna vez te agradeció
el hecho: me siento más sensual, más femenina, son más cómodas para ir al
baño y (esto último te lo dijo en son de broma, al oído) son más adecuadas
para que me penetres cada vez que quieras y donde quieras, sin mayores
complicaciones. Intercambiaste con ella una desmedida correspondencia, en
unos cuantos meses se habían escrito miles de correos: opiniones políticas y
artísticas, frases hechas y lugares comunes, pero asimismo intimidades.
Muchas de ellas nadie las sabía, como la entrega de su virginidad a
cualquiera, al primero que encontró, tan sólo porque era una buena persona y
porque quería alejarse de sus padres, a quienes encontraba posesivos y
aburridos. Te escribió interminables cartas sobre qué le gustaba en la cama,
por ejemplo el sexo oral; sin embargo —pudiste comprobarlo varias veces—,
a pesar de su tenacidad para lamerte el miembro, no sabía ejercer la presión
adecuada y entonces no se daba aquello que esperaba ansiosa, que te vinieras
en su boca. Tú le contaste tus amores fallidos y trataste de explicarle por qué
ibas de una mujer a otra, por soledad, porque no encontrabas el verdadero
amor. Fuiste más lejos (no había más camino ni remedio) y con sinceridad le
advertiste de tus achaques sexuales; por tal razón, esa mujer extraña y
talentosa, culta y sensible, de finos modales, sería tu último y más grande
amor. Ella agradeció con toda su pasión de mujer joven que —dijo— nunca
había hallado plenamente el placer. Insistió una y otra vez y mil veces que te
amaba y que jamás te dejaría, te acompañaría por siempre. No tenía tiempo
más que para verte, estar contigo, escucharte, acariciarte. Alrededor de cada
media hora hablaba a tu teléfono celular. A las diez de la mañana ya estaba en
tu casa. Leía con paciencia emocionada cada página que escribías, en
particular de tu nueva novela, donde contabas tus recuerdos de infancia y se
filtraba un narrador omnisciente y alguien más dialogaba contigo y los
recuerdos, convertidos en largos flash-backs, iban hasta tus antepasados más
remotos. Por un año fue fanática tuya, atenta a tus más modestos deseos y
peticiones. Sí, Emilio, un amor desmesurado o, peor aún, descabellado. Un
amor loco. Si te gustaba un suéter, ella te regalaba diez, si eran camisas lo que
deseabas, al poco rato, en tu casa, recibías una infinidad de ellas, de manga
larga, otras de manga corta, seis para mancuernillas y otras más de colores
vistosos para los escenarios deportivos a los que jamás acudías. Durante los
primeros tres meses, a diario te mandaba flores, rosas rojas de preferencia,
pero de pronto eran claveles, orquídeas o alcatraces. Sin duda el colmo fue la
tarde que te entregó las escrituras de una casa en el Pedregal de San Ángel y
de un condominio en Acapulco. ¿Y esto, qué es?, preguntaste molesto, irritado,
sintiéndote comprado. Son para ti. He decidido repartir en vida mis
propiedades a las personas que más quiero. Ah, respondiste, ahora ya puedo
dedicarme a la compra-venta de inmuebles; con lo que yo tengo y lo que tú me
das, puedo arrancar un promisorio negocio. Bueno, no es para que te
conviertas en comerciante de bienes-raíces, sino para darte seguridad. Si lo
prefieres, pongo ambas propiedades en mi testamento y a mi fallecimiento las
recibirás. ¿Por Dios, eso significa que yo, un viejo de setenta años, moriré
después de ti que apenas has rebasado los treinta? Eres una mujer absurda. No
te molestes, pero a menos que vayas a suicidarte, es preferible que conserves
tus propiedades.
Era abrumadora, capaz de toda clase de excesos que cumplía con
naturalidad; pero los amorosos no podía controlarlos con esmero: en la cama,
en más de una ocasión, te percataste de su insatisfacción sexual, la que
siempre padecía, según sus correos electrónicos. Cuando eso ocurría no tenías
más alternativa que contarle, en forma de inútil desagravio, tus antiguas
hazañas eróticas, por cierto plasmadas una y otra vez en tus libros.
De pronto todo se acabó y no tuviste el valor de preguntarle las razones de
su abandono, simplemente desapareció dejando cartas, regalos, escenas
amorosas, largas pláticas y sobre todo un enorme desconcierto. Te anticipó un
viaje corto a Buenos Aires, iba con tres amigas y el pianista que —eso te dijo
— solía acompañarla en sus recitales. Tocaría en el teatro Colón. De
inmediato te emocionó y le ofreciste tu compañía: Ha sido mi sueño o fantasía
de todos estos días estar juntos, verte y escucharte en un gran escenario
musical. Pero ella con delicadeza y mucho tacto, rechazó tu propuesta
aduciendo prisas y entrevistas con amistades argentinas. ¿Qué sucedió?
¿Realmente te amó o necesitaba una experiencia distinta, amar de forma
pasional (al mejor estilo freudiano, a lo Electra) a un escritor decrépito, a un
artista hundido en las nostalgias y en el miedo a una muerte física con dolores
y sufrimientos que de alguna manera se vislumbraban o que al menos tú
presentías? ¿Te quiso pasionalmente porque su educación religiosa la obligaba
a ir por el mundo haciendo el bien como la madre Teresa de Calcuta (de
Cal-puta, en este caso)? Te irías sin saberlo, con el decoro de un viejo poeta
romántico, incapaz de preguntarle lo que te cuestionabas íntimamente: ¿Dónde
quedaron tus desmesuradas frases amorosas, la pasión de tus entregas, la
necesidad de estar junto al escritor que reunía piezas y personajes de una
trama lejana, cercana y atenta a mis deseos, preocupada con exageración por
cualquier malestar o deseo mío? En todo caso, no fuiste la joven Péronne
d’Armentièrs de Guillaume de Machault, cuyo amor supo narrar con poética
majestuosidad Juan José Arreola.
La última vez que la viste, Emilio, fue atenta y gentil, te trató con respeto
distante, como al viejo artista que se aprecia y nada más. ¿Habría conocido a
otro hombre? ¿Su amor fue demagogia pura, charlatanería, palabras que
desaparecieron al contacto con la realidad? Te prometió estar junto a ti, atenta
a tus necesidades de anciano, te hizo sin duda inauditas promesas. Creo que
esa mujer fue la más extraña de todas las que conociste o, peor aún, la
venganza femenina de todas las que amaste a veces por un día, porque salías
de viaje a Europa, por seis meses, lo que dura una suscripción al diario, por
cinco años, para cumplir los vaticinios de Denis de Rougemont. Para tu
fortuna, acostumbrado al desamor y más recientemente a la soledad, pronto
dejó de importarte y sólo echabas de menos su blanco cuerpo desnudo
abrazado al tuyo, su voz melodiosa y sensual preguntándote qué más quieres
que te haga o qué quieres hacerme, amor, y su lengua recorriendo todo tu
cuerpo, punto por punto, sin dejar nada al azar, sus jadeos de pasión y sus
invocaciones a Dios cuando terminaba. Sin embargo, poco antes, le escribiste
en la primera página de un libro de Ernest Hemingway que le trajiste de Nueva
York una línea para manifestar tu desconocimiento sobre aquella mujer
diferente a las demás: Tan extraña es la rara avis como el medio en que se
oculta y vive.
Ella fue por poco tiempo (no cumplieron un año) tu amor-pasión, que en su
caso, ahora lo piensas, era amor-compasión, no como quería Juan José
Arreola, un amor-co-pasión, es decir, un amor compartido. Pero ¿cómo
explicarle tu amor a esa mujer, decirle que como en el caso de don Quijote, de
Miguel de Unamuno, de Chaplin o de Pablo Casals, el último amor, el de un
viejo, era el más poderoso, el más aferrado, el de mayor grandeza? No eras
capaz, no fuiste educado para ceder ante el prójimo, nunca pediste, como
tampoco lo hizo tu madre que terminó por quedarse sola, jamás suplicaste ni
demandaste piedad aunque la necesitaras, siempre estuviste reñido con la
posibilidad de hacer el ridículo o de ser cursi: parecías tan fuerte, tan sólido,
te veías a ti mismo como un antiguo ahuehuete, de esos que ya eran árboles
viejos cuando de niño jugabas en un solitario Bosque de Chapultepec,
mientras tus padres trataban inútilmente de zanjar sus notables diferencias.
Esos árboles jamás pidieron un favor, nunca se doblegaron, morirían, como el
título de un libro leído en la juventud, de pie. No te atreviste a pedirle una
explicación sobre su abandono por temor a una respuesta brutal, de joven
insolente y majadera que de pronto te halla viejo y poco talentoso, sin ímpetu
para llevarla a una fiesta, sin deseos por hacerte el simpático e ingenioso de la
reunión o sin ánimo para viajar y presentarle aquellos lugares que tanto
quisiste.
Desapareció, Emilio, se confundió con el aire sucio de la Ciudad de
México, luego de que una vez, gozosa y ligeramente ebria, te obligó a recorrer
las ruinas de Ciudad Jardín para que le contaras con detalles dónde y cómo fue
tu primera pelea a puñetazos y dónde estuvo la fortaleza de los caballeros
dorados, el lugar en que te hiciste escritor, el parque donde por vez primera
besaste a Yolanda, a Atala o a Marigé, cuál era la casa de Sergio y cuál la de
Jaime. Y tú le señalabas una avenida ancha: Aquí está sepultado uno de los
ríos por donde pasaban las barcas y trajineras que transportaban flores y
verduras de Xochimilco al corazón de México-Tenochtitlan. Fueron horas
placenteras que terminaron con una cena italiana de mucho vino y luego en su
casa, donde había acondicionado una amplia habitación con computadora y un
tocadiscos para que, si lo deseabas, escribieras allí, hicieron el amor
dulcemente. Desapareció dejándote sorprendido, desconcertado. Al principio,
antes de darte cuenta que su desaparición era definitiva, le enviaste por correo
electrónico un recado-cuento que tenía por ánimo mostrarle tu soledad y
tristeza, era asimismo una forma metafórica poco común de pedirle que no te
dejara sin su protección, indefenso sin sus caricias, solitario sin sus palabras
de ánimo: Toda la tarde y toda la noche, busqué el cadáver. Recorrí en vano
hospitales y delegaciones policiacas. Por fin, en la morgue de la ciudad, hallé
mi cuerpo destrozado, muerto en un accidente y autopsiado sin misericordia
por estudiantes de medicina.
Te quedaste con las llaves de su casa que nunca usaste, con sus
abrumadores regalos, con su perfume que no te gustaba, con su música que
apenas escuchaste, con sus palabras de amor llenas de sueños y promesas de
eternidad, con una gigantesca caja de alabanzas exageradas y con la aterradora
y cursi posibilidad de que en la hora de tu muerte, contra tus instrucciones,
llevara un sacerdote católico a darte la extremaunción o notificara el
fallecimiento a los diarios, no sin antes gritar: ¡lo he perdido, se nos fue, qué
haré sin él, sin sus libros!
Eso y más te dejó.
No volverías a acostarte con otra mujer, no por razones de fidelidad, la
que no venía al caso, sino porque ya el tiempo, tu tiempo, estaba terminando y
otras cosas te preocupaban, por ejemplo tu muerte. Habría que prepararla, que
fuera lo más digna posible, no como la querías de niño, herido en el combate
glorioso y con las botas puestas, con un funeral vikingo, como habías leído en
Beau geste, sino en tu casa, con uno o dos amigos que cumplieran fielmente tus
instrucciones finales: ser incinerado de inmediato, sin avisarle a persona
alguna.
¿Escribirás sobre ella, sobre esa mujer hermosa y extraña o, como en
muchos otros casos, te limitarás a ponerla en ese desván tan lleno de
recuerdos prodigiosos y juramentos incumplidos, en la lista infinita de tus
fracasos amorosos?
La memoria incompleta
Emilio, ¿en verdad tuvo sentido la confección interminable de una lista de
amores? ¿La afanosa, enfermiza búsqueda dio algún resultado? Lo dudo: estás
tan solo como al principio, cuando tu padre se fue y tu madre no supo qué
hacer, adónde ir y por semanas tu soledad fue completa. Tu hermana muerta,
tus abuelos y demás familiares distantes, sin amigos o compañeros de juegos,
te lanzaron a una prematura vida solitaria, donde las ilustraciones de los libros
y el radio Phillips fueron tus únicas compañías. Y esto te lo pregunto porque
pareciera que la angustiosa búsqueda ha concluido más por fatiga que por
hallazgo. De pronto te has detenido y ya no tocas más puertas. Tu refugio son
los libros, viejos filmes vistos una y otra vez y la música de tu adolescencia. A
pesar de la edad (te consideras un completo anciano), no has perdido las
facultades y tu memoria está intacta. Sólo existen los huecos que
deliberadamente tu mente creó. Por ejemplo: Luzma (¿prima distante, amiga
cercana?) fue borrada por una mano enigmática. No ella, sino el recuerdo
exacto de cómo fueron los momentos sexuales. Te quedó el tonto recuerdo
familiar: ella pudo usar muy pronto los cubiertos para comer, mientras que tú
te hacías líos con el tenedor y el cuchillo y la cuchara la tomabas como si
fuera una daga o una bayoneta. Pasó el tiempo y volvieron a encontrarse y ella,
a los diecisiete años, no era virgen y se acostó con Jaime, Raúl, Memo y
Vicente. No podías creerlo: tan hermosa, de piel dorada, de piernas bien
trazadas que desembocaban en unos pies encantadores, en la cama con tus
mejores amigos. Pronto te acostumbraste y comenzaste a utilizarla para atraer
mujeres; Luzma servía de cebo y como pago le presentabas a los demás
compañeros de andanzas de Ciudad Jardín. Todos iban gustosos a conocerla a
Narvarte y ella, siempre luminosa y audaz, se iba a la cama con cualquiera el
mismo día que los presentabas. Eso era desesperante. Te gustaba y la deseabas
y conservaste el deseo, pero extrañamente no ibas más allá de bailar sintiendo
su perfume y sus formas, sus pechos firmes que nunca necesitaron brasier,
ocultando tu violenta erección.
Con el tiempo, Luzma se embarazó y, como solía suceder, la casaron con el
tipo que tuvo a bien descuidarse. Creo que se llamaba Pedro y algún apellido
común. Tu prima tuvo cinco hijos y no volviste a verla hasta que alguna vez
llegó a tu oficina. Conservaba la belleza de principio a fin, pero había en su
rostro algo de patético. Ya no inspiraba deseo sino compasión. Tras el gesto y
la sonrisa de éxito y felicidad no había otra cosa que un rictus de dolor y
fastidio: con los hijos y el casamiento había arruinado su vida. Te narró una
serie de tragedias, una tras otra, un hijo enfermo, otro expulsado de la escuela,
dos divorcios, diez amantes, la muerte de sus padres, problemas
económicos… Uf, que flojera escuchar tanto lugar común sobre la infelicidad,
pensaste mientras la invitabas a tomar una copa. Para cambiar de tema le
dijiste que siempre la habías amado y ella dijo que ese mismo sentimiento la
acompañaba todo el tiempo. Luego de un pequeño torneo de cursilería y de
varias copas, tuviste la necesidad de decirle que por lo menos tres veces
habías tenido orgasmos con sólo abrazarla. Luzma se ruborizó, sus ojos
brillaron como en el pasado remoto. Tu último recuerdo fue un largo beso
frente a Ciudad Universitaria, tus manos recorriendo tardíamente sus muslos y
sus senos, la excitación recuperada y la petición desfallecida de hagamos el
amor. ¿Y? Haz el esfuerzo, ¿cómo fue la primera sesión amorosa, como las
demás? Tuvieron sexo muchas veces y juntos lamentaron, igual que en una
mala novela, el tiempo desperdiciado, juraron no volver a separarse, ella dejó
de lado la interminable fila de hombres que la hicieron arruinar su carrera
como arquitecta y tú prometiste no buscar otra mujer. Hasta olvidaste los cinco
hijos y el hecho de que ningún amigo tuyo dejó de acostarse con Luzma.
¿Cómo fue el amor, el sexo, cómo fueron los orgasmos, cómo era esa
mujer desnuda, qué tanto placer te produjo, ella gozó contigo, qué te dijo?
Imposible saberlo, desapareció de tu mente, no queda un solo hecho que te
permita reconstruir algo que de ocurrir en la adolescencia hubiera sido
inolvidable y el centro de tu vida amorosa, pero en la madurez… Qué lástima,
de pronto dejaste de ver a Luzma y sólo conservaste un recuerdo inconexo
sobre el reencuentro y el inicio del placer tardío y desde luego olvidable.
El espejo humeante
Pero si a Emilio Medina Mendoza le inquietaban los recuerdos de sus juguetes
y de su infancia perdida, de sus amigos desparecidos por distintas razones,
más le inquietaba una pregunta que jamás antes se hizo. ¿Quiénes fueron los
primeros habitantes americanos, cómo llegaron al Valle de México, de dónde
provenían, cómo cometieron la inaudita hazaña de poblar de punta a punta un
continente inmenso, en suma, quiénes eran sus mayores, aquellos que se
manifestaron en esculturas de héroes y dioses en la isla de Pascua, en la
presencia de imponentes edificios y pirámides mayas, toltecas, teotihuacanas o
incas, en el dominio sobre regiones más cercanas del cielo que de la tierra
como Machu Pichu y Cuzco o de joyas, murales y códices asombrosos? No
hallaba al respecto más que silencio o respuestas descabelladas. Pero de algo
estaba seguro, los aztecas, que descendían de hombres y mujeres de coraje y
audacia, de notable hermosura física, distante del concepto occidental de
belleza, venían de muy lejos, del corazón asiático, y en sus mejores momentos
tuvieron relaciones más allá de los límites posibles. Hubo contacto con los
descendientes de los mayas, con aquellos que habían olvidado sus inmensas
obras arquitectónicas y vivían lejos de sus restos cubiertos por la espesa
vegetación selvática. Asimismo los aztecas enviaron embajadores de buena
voluntad más al sur, hasta el imperio inca. Aztecas e incas casi
simultáneamente alcanzaron sus mejores momentos, era, entonces, normal que
se encontraran luego de haberse conocido a través de las crónicas
deslumbrantes de los viajeros. Hacia el norte no buscaron nada pues nada
había. Anáhuac fue el ombligo del universo, el gran valle que albergaba lagos
y ríos, una hermosa vegetación y poseía un clima cálido y generoso. Dos
grandes volcanes: el guerrero, Popocatépetl, y la doncella, Iztaccíhuatl,
brindaban protección y respaldo al pueblo guerrero de Huitzilopochtli, de los
caballeros tigre y los caballeros águila. Era, ciertamente, el Paraíso y desde el
Ajusco podía ser contemplado. Los dioses aztecas fueron mejores y más
generosos que las deidades de otras civilizaciones. Las grandes culturas se
dan en el centro del inmenso continente: no entre aquellos pueblos que siguen
su larga marcha hasta el cono sur ni entre aquellos que se quedan en el norte.
Pero ¿de qué servían esas palabras de consuelo si todas esas culturas
portentosas, aztecas, incas, mayas, toltecas, desaparecieron bajo la fuerza
bruta de la cruz europea?
El principio era inquietante. ¿De dónde habían llegado aquellos seres
humanos aventureros e intrépidos buscando el Paraíso? ¿Cuál fue su largo
recorrido y cuáles sus peligros y asechanzas? ¿A qué se enfrentaron?
¿Comenzaron en el corazón de Asia o venían de África? ¿Cruzaron por el
estrecho de Bering cuando mostraba un esperanzador pasillo congelado?
¿Utilizaron como magno puente al continente perdido, la Atlántida? ¿O por qué
no pensar que del mismo modo que si en África se dio la evolución de una
sencilla célula a un complicado homo sapiens, no debió existir obstáculo para
que el hombre americano fuera nativo y no el producto de largas jornadas? Sin
embargo, todo se inclina a refutar la tesis de un hombre prehistórico mexicano.
Para algunos la idea no resultaba descabellada: si los antepasados de los
aztecas no habían cruzado del Asia al nuevo continente por el estrecho de
Bering ni se habían formado aquí, en efecto, sólo pudieron llegar a esa tierra a
través del puente que significó la Atlántida y que con claridad explicara el
sabio mexicano don Pablo Martínez del Río: «… había existido en otros
tiempos una tierra hoy sumergida bajo las aguas: la fabulosa Atlántida, que
hubo, según ellos, de facilitar el paso a los primeros pobladores de América
desde el Norte de África o la Europa meridional hasta las costas opuestas, y a
que se hacía referencia en uno de los diálogos platónicos.» Por allí, en
embarcaciones rudimentarias y luego merced a penosas jornadas a pie,
cruzando selvas y cordilleras, llegaron los primeros pobladores del Valle de
México, lo que explicaría adecuadamente la elaboración de esculturas
descomunales en lo que hoy conocemos como el estado de Hidalgo: un
homenaje a sus antepasados. La Atlántida cumplió uno de sus cometidos y
fracasó en otros, pues, como Francis Bacon narra, estaba destinada a ser el
sitio ideal para las ciencias y las artes. Sin embargo, poco tiempo después, en
un día y una noche se hundiría en las profundas aguas del océano Atlántico a
causa de un cataclismo. Platón, siglos antes, había dado ya testimonio de la
tragedia en Critias. Desapareció con aquellos que se mantuvieron firmes, con
aquellos desventurados que no supieron oír el llamado de nuevos dioses, más
perspicaces, que clamaban por el éxodo. En abono de esta teoría fray
Bernardino de Sahagún en el prólogo a sus doce libros, Historia general de
las cosas de Nueva España, sugiere la posibilidad de que los primeros
habitantes hayan llegado por mar buscando el paraíso terrenal.
Sahagún también le concede posibilidades a la segunda hipótesis. En la
época de las mayores glaciaciones, el estrecho de Bering, «prescindiendo del
frío, las dificultades para el tránsito humano, por pequeñas que sean
actualmente, hayan resultado todavía menores desde el momento que ni
siquiera se habrían necesitado embarcaciones de ningún género.» Prosigue el
fraile: «Pasaron, no tanto navegando por mar, como caminando por tierra…»
Es decir, el hielo permitía que seres aparentemente frágiles, cruzaran los 34 ó
36 kilómetros entre Asia y la tierra nueva. Debajo de la milagrosa capa de
hielo había una profundidad de unos veinte metros contra la que actualmente
hoy tenemos que es de unos sesenta metros. Mastodontes, mamuts, osos y
carneros almizcleños habían anticipado el paso del hombre. Fue un viaje
tremendo, acompañados por un frío atroz que sólo fue disminuyendo a medida
que avanzaban hacia el sur. No descendían de las doce tribus de Israel ni de
Adán y Eva, sólo el alma, que los conquistadores españoles primero les
negarían y luego les robarían, los acompañaba. La caza y la pesca fueron su
principal medio de subsistencia. Tampoco hablaban hebreo corrompido, como
afirmaba con ignorancia religiosa Juan de Torquemada, sino que iban
inventando las palabras según los animales y las plantas que se encontraban a
su paso, buscando los mejores términos para una adecuada comunicación entre
ellos. Eran los orígenes de sus propias lenguas, de su propio arte y literatura,
de su propia música y danzas rituales, de su propia y original cultura. Cazaban
y pescaban, oraban y pintaban sus aventuras en oscuras cavernas. Adelante les
aguardaban el maíz y los metales preciosos y así la vida sedentaria que les
permitiría edificar grandes pirámides y maravillosos edificios, esculturas y
murales prodigiosos. Civilizaciones luminosas de las que sólo nos quedan
recuerdos soberbios de piedra y barro, de oro y plata.
Otro cronista del pasado. Arthur Cotterell, coincide en otros términos: «El
hombre penetró en el continente americano en las fases finales del periodo
glaciar, cruzando Siberia sobre un eslabón de tierra temporalmente emergido
del océano Pacífico. Si damos por aceptado que fue en África oriental donde
nuestros antepasados empezaron a diferenciarse de sus primos, los grandes
simios antropomórficos, y ésta parece ser la reconstrucción correcta del árbol
genealógico de la humanidad, la larga migración a pie desde las costas
africanas del océano Índico hasta la Tierra del Fuego se impone a nuestra
imaginación como un viaje de proporciones épicas».
Faltaría hablar del pueblo vikingo. Ahora todos sabemos que esos
impetuosos guerreros llegaron a América antes que cualquier otro europeo,
que visitaron lo que hoy es Canadá y Estados Unidos y colonizaron parte de
Terranova. Alrededor del año 1000 de nuestra era y en los momentos de su
mayor esplendor, con Leif Erikson al mando —formidable navegante como su
padre Eric el Rojo—, los vikingos «descubrieron» las nuevas tierras que con
el tiempo serían llamadas continente americano, pero sus desembarcos,
exploraciones, asentamientos y colonias, se produjeron en el norte: allí no
había civilización o cultura que le interesara al espíritu conquistador vikingo,
aventurero por excelencia. A lo sumo, pueblos rudimentarios que defendían
sus tierras y el derecho a no ser agredidos. Poco a poco, los vikingos
regresaron a sus bases en Groenlandia e Islandia y a los puntos de origen en
Noruega y Suecia. Quedarían únicamente vestigios de su paso por América del
norte: restos de construcciones, vasijas, joyas, utensilios para hilar lana y de
las armas utilizadas en combates con los nativos de las regiones a las que
llegaron los barcos vikingos. No hay mayores contactos con el desmesurado
continente, huellas poco perceptibles de su audacia sin límites y de su
asombrosa capacidad para navegar. ¿Qué hubiera pasado, a veces se
preguntaba Emilio, si los vikingos se hubieran aventurado más al sur y se
hubieran topado con la naciente civilización azteca? Thor contra
Huitzilopochtli, tan espantable y temible uno como el otro, qué extraño
choque, algo para enriquecer con relatos desconcertantes descritos en las
sagas escandinavas y en los códices aztecas. O más razonablemente, hubiera
ocurrido el encuentro entre olmecas y toltecas o mayas y vikingos. Los
olmecas alcanzaron el punto más alto de su desarrollo en el año 400 de nuestra
era. Casi al mismo tiempo, los mayas edificaban ya hermosos edificios de
piedra, pirámides, patios y templos ricamente decorados, seguramente bajo la
influencia de los toltecas que decayeron hacia 980.
Emilio Medina Mendoza, sin mucha claridad de para qué, hurgaba en sus
orígenes. Tal vez por eso en sus sueños, que él suponía literarios, como una
prolongación de su trabajo artístico, de pensar habitualmente en personajes y
escenarios para libros, como una extensión de su vida despierto, se repetían
las imágenes prehispánicas y veía deidades aztecas y en el sueño éstas
derrotaban a las católicas que acompañaban a la soldadesca española. Algo
que, realmente, no aparecía en sus pensamientos e ideas siempre ajenos a las
religiones y a las concepciones idealistas. Emilio recordaba sus lecturas
científicas, cuando el griego Tales, el primero de los Siete Sabios, alumno de
sacerdotes egipcios, más adelante conocido como Tales de Mileto, se
convierte en el primer hombre que se pregunta ¿cómo se hizo el Universo? Y
él mismo se responde: Sin dioses ni demonios.
A veces Emilio precisaba sus inquietudes a través de sus lecturas
primarias, como aquellos párrafos de Alfredo Chavero: «No necesitamos de
esfuerzos de imaginación para figurárnosla en aquellos tiempos primeros.
Mayor calor en la temperatura y mayor extensión en las tierras producían
extensísimos bosques de árboles gigantescos. Sin duda que ya desde entonces
sacudían al viento sus canas cabelleras los colosales ahuehuetes de
Chapultepec, ya se extendían por todo el lomerío los tupidos arbolados de
altísimos cedros, y ya los pinares bordaban las crestas de las elevadas
montañas que rodean nuestro Valle, entre las cuales descollaban ya desde
entonces el Axochco, semejante a un titánico león dormido, que aún no
despertaba para rugir su primera erupción, y el Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl,
que ya cubrían sus frentes de eternas nieves. En un cielo de brillante azul
reverberaba un sol de oro. En la inmensa cuenca se adormecía inmenso y
tranquilo el lago. Poblaban los aires el águila caudal y aves extrañas de
tamaño extraordinario; mientras por las laderas caminaba el pesado elefante,
saltaba el feroz tigre y pastaban tranquilos el buey, el caballo y el cochino al
lado del glyptodon que arrastraba pesado su carapacho, que semejaba un
escudo de gigante». A este paraíso llegarían los aztecas, luego de un largísimo
peregrinar, le decía a Emilio su maestro de sexto año de primaria, don José
Reyes, amigo de la familia materna. Tenochtitlan, ciudad sobre el agua que
llegó a contar con un millón de habitantes, tuvo una existencia efímera: su
grandeza fue cortada de tajo cuando apenas llevaba un siglo de existencia,
cuando Quetzalcóatl regresó a cobrar venganza contra Tonatiuh, Tláloc,
Huitzilopochtli y los demás dioses del cielo mexica. El audaz corsario Walter
Raleigh, que ganara con las armas en la mano sus insignias de almirante y el
título nobiliario de sir, fue uno de los primeros en dar la voz de alarma ante la
masacre de los españoles: «Ellos, pese a lo que alegan, han invadido,
asimismo, los reinos de las Indias y de otras partes para obtener oro y poder,
en lugar de emplearse en reducir a la gente al cristianismo. En una sola isla
llamada La Hispaniola, los españoles han destruido trescientas mil almas,
además de muchos otros millones de gentes en otros lugares de las Indias…»
Pero vistas las cosas con severidad, a la civilización azteca no la acabó la
española, su fin estaba previsto en su propia religiosidad, en su fatalismo, en
la fragilidad de su visión espiritual del cosmos, en su enorme distanciamiento
de lo carnal. Asimismo contribuyó la desunión prevaleciente entre los
distintos pueblos: por toda América, las distintas civilizaciones vivieron
distanciadas de manera irreconciliable, lo mismo entre los pies negros, los
cheyenes y los siuxs que entre los aztecas y los tlaxcaltecas. Al final, esa
misma desunión sería su mayor debilidad ante los ejércitos europeos.
De pronto, sin razones válidas, el pasado ilusorio de Emilio lo asaltó. A
otros podría molestarles saber sus orígenes. Alguna vez, en Nueva York, en un
viaje propiciado por Vicente, se pusieron de acuerdo para una visita al Museo
de Arte Moderno. Vicente trabajaba para Pepsi-Cola y eso explicaba su
presencia en esa ciudad. Emilio tenía que dictar una conferencia en la
Universidad de Columbia. Memo y Luis se limitaban a acompañarlos. Las
diferencias entre ellos ya eran notables e inútiles los esfuerzos de Vicente para
mantener unidos a todos aquellos que habían vivido en Ciudad Jardín.
Guillermo sentía envidia de sus demás amigos y trabajaba con dedicación para
competir desde sus posiciones cada vez de menor envergadura. Luis era
manejado de manera despótica por su esposa, Vicente vivía para la
trasnacional y Emilio no podía permanecer más entre quienes habían perdido
la libertad.
Para llegar al museo, Emilio, Luis y Guillermo irían juntos, Vicente los
alcanzaría luego de una reunión con ejecutivos de la empresa. Los tres
solicitaron un taxi. En el trayecto, Memo dijo en español algo sobre la extrema
negritud del chofer, enseguida irónicamente lo interrogó en inglés:
—¿De dónde es usted?
—Del Bronx.
—No, antes, ¿de dónde viene su familia?
El negro los miró por el espejo retrovisor.
—Mi familia viene de New Orleans.
—¿Y antes, dónde estaba? —insistió Guillermo.
El tipo, fastidiado, guardó silencio. Pero Memo no podía parar y fue
tajante:
—Me refiero a sus orígenes. ¿De qué parte de África llegaron sus
antepasados a América?
El negro frenó y saltó de su asiento. A todos les dijo racistas. Emilio
intervino:
—Era una simple pregunta. No se ofenda. Pura curiosidad de mi amigo. En
este país todos parecen muy preocupados por sus orígenes.
Lo mejor era descender del taxi y seguir a pie. Así fue: mientras atrás se
quedaba el taxista maldiciendo con la típica pobreza idiomática
estadunidense, bull shet, fock, foking…
Después de la visita al museo, Memo se refirió con desdén al taxista:
—A los negros les quedó el complejo de la esclavitud y el racismo.
Emilio trató de ser razonable.
—Los que llegaron en el Mayflower son los felices dueños del Destino
Manifiesto que se ha cumplido puntualmente y que no incluía a los nativos ni a
los esclavos ni a otras nacionalidades que no fueran anglosajonas y
protestantes. Luego todo es distinto. Muchos se hacen norteamericanos contra
su voluntad, como aquellos que se quedaron en la parte sur tras la guerra de
conquista y rapiña contra México en 1847. En el caso de los negros, debió ser
terrible el desgarramiento de África: el viaje hacia América, brutal;
criminales la larga esclavitud y el desprecio de los blancos. El continente que
dio origen al hombre fue saqueado y devastado por los blancos, convertido en
una suerte de rica institución bancaria donde el capital era gratis: la mano de
obra esclava. No olvidemos que muchos llegan a México para evitarle más
sufrimiento a los indios y entonces la brutalidad castellana recae con mayor
peso en los negros.
—No lo dudo —repuso Guillermo—, pero eso no justifica la actual
estúpida arrogancia de hombres sólo capaces para los deportes y buscadores
de mujeres blancas.
Emilio apenas lo escuchó, se decía a sí mismo, yo quisiera saber con toda
exactitud de dónde vengo, saber de mis remotos antepasados. No me ofendería
la pregunta. El problema fue el tono racista e irónico de Memo dicho en el
inglés británico que había aprendido en una escuela privada.
El taxista no tenía razón alguna para sentir orgullo por su pasado, más bien
era ignoto, por completo desconocido. A los negros los atrapaban en masa y
los metían en asquerosos barcos esclavistas, de preferencia ingleses, para
venderlos a los blancos de la naciente potencia norteamericana. Las penas y
los sufrimientos provocaban amnesia y sólo se pensaba en sobrevivir. El caso
azteca fue distinto. En muy pocos años, asombrosamente pocos, el majestuoso
imperio fue borrado del planeta. Del fastuoso y señorial estilo de vida azteca,
nada quedó, a lo sumo, escombros y tristeza. En lugar de pirámides fueron
edificadas iglesias. Destruyeron más de quinientos templos y eliminaron de
golpe las hermosas esculturas de veinte mil deidades aztecas para poner otras
muy distintas y escasas de imaginación, fabricadas a semejanza del ser
humano, copias e imitaciones de hombres y mujeres repletas de dolor y
cubiertas de sangre. Derribaron o destruyeron piezas sorprendentes donde los
aztecas habían trabajado con genio y talento, a veces compitiendo con la
belleza maya, otras con la grandeza de los teotihuacanos. Sobrevivirían unas
cuantas piezas para sorprender al futuro: las representaciones mágicas de
Coyolxauhqui, Tláloc, Coatlicue, Huitzilopochtli, el penacho de Moctezuma,
los distintos códices que alguna mano piadosa salvó de la destrucción hispana,
el Calendario Solar, hermosos cuchillos y la llamada Piedra de los
Sacrificios.
Según algunas crónicas, luego del triunfo español, ordenaron que todos los
sacerdotes fueran despedazados por perros salvajes y que las mujeres y los
niños fueran desfigurados con marcas en el rostro. La conquista y la
evangelización fueron dos pretextos para saquear el oro de un vasto imperio y
eliminar a tajos de espada uno de los pocos paraísos que el hombre pudo
establecer con ayuda de la naturaleza y quizá de otros dioses menos injustos.
La gripe, la sífilis y la viruela, enfermedades inexistentes en las nuevas tierras,
terminaron la obra que tanto enorgullece a la España católica, la que se ha
empeñado en difundir la doctrina de Cristo.
Pese a la estrepitosa derrota, el mundo azteca fue un mundo de dignidad y
coraje. Mientras los españoles torturaban a Cuauhtémoc con odio, saña y
desprecio por carecer, según ellos, de alma, el héroe pensó en que nunca había
visto el mar, esas aguas infinitas por las que había huido Quetzalcóatl y
retomara convertido en Hernán Cortés para consumar la venganza prometida.
Le hubiera gustado verlo, escuchar su oleaje rítmico, juguetear con la espuma,
para comprobar si coincidía con los relatos de los formidables corredores que
traían de Veracruz al Valle de México, la región más transparente del aire, el
pescado para la mesa de Moctezuma. Cuauhtémoc no sabía del tesoro
codiciado por los asesinos castellanos; como era su deber, había peleado
hasta el fin por la libertad de su pueblo. Obligado por los tremendos dolores
de un fuego inagotable que destruía sus pies, solicitó con valor que Cortés
utilizara la daga que portaba en el cinto y que tantas vidas aztecas había
segado para matarlo. Aun así, sin condolerse, fue arrastrado y vejado durante
varios días más y al fin lo asesinaron colgándolo de un árbol que poco
después fue derribado por los propios aztecas que siguieron el último viaje
del príncipe con el objeto de sepultar el cuerpo degradado, humillado y
brutalmente castigado en nombre del dios de los cristianos, el dios de la
piedad y del perdón, el dios que exigía oro y plata para edificar iglesias y un
falso imperio que el viento anglosajón derrumbó de varios soplos. Una deidad
destructiva y cruel, siempre vestida con falsos ropajes de bondad. Ah, si Jorge
Luis Borges hubiera sido menos ciego en cuanto al conocimiento de la historia
azteca, seguramente Hernán Cortés habría quedado dentro de la Historia
Universal de la Infamia y no como el heroico conquistador que le permitió a
España otras tareas de muerte y destrucción por más de media América.
Muchos años después, una España moderna y aún de ramplona monarquía
comenzó a hablar en contra de los genocidios, de los gobiernos ilegítimos y de
la destrucción de civilizaciones, además de condenar la maldad y la violencia,
pero jamás recordó una sola palabra acerca del mayor de los genocidios y el
más atroz de los saqueos: el cometido en su nombre y en el del dios cristiano
en las nuevas tierras que por un desafortunado accidente fueron descubiertas
por Colón.
En realidad, todo aquello eran sueños y pesadillas, el mundo inmediato de
Emilio era otro y acababa de entrar en descomposición. A su alrededor, todo
el nuevo siglo despedía un desagradable olor, una extraña pestilencia difícil
de identificar. Los grandes personajes, las situaciones heroicas, los sucesos
épicos, en suma, los intentos de grandeza se caían a pedazos y una estúpida
masificación rompía con la poesía y el misterio y el héroe cedía su lugar a
pueblos embrutecidos. Y si el pasado no le gustaba, mucho menos le satisfacía
el presente, que le resultaba odioso. El futuro le era incierto: las utopías
(ensueños sociales) de Platón, Campanella, Moro, Bacon y Owen, quizá de
Thoreau, en particular la de Marx y Engels, en las que llegó a depositar todas
sus ilusiones, habían sido ahuyentadas mucho más hacia el futuro o mucho más
hacia el pasado remoto, cuando no existía la propiedad privada y el
comunismo primitivo daba un orden superior. Pero ese pasado idílico
concluyó abruptamente, pensaba Emilio, el día que un listo bardeó un terreno o
tal vez cerró la puerta de una caverna donde muchas generaciones habían
plasmado en pinturas las mejores escenas de caza y donde arrancó la literatura
oral con hombres y mujeres que por las noches, en torno a la fogata que
ahuyentaba el frío, contaban historias reales o inventadas, y uno de ellos dijo
con tono grosero: Esto es mío, y al día siguiente apareció el Estado para
proteger la propiedad privada. El orbe, en consecuencia, seguía en la
prehistoria. En México, la situación estaba peor. Aquí, solía decir el
irreverente Emilio joven, todo es un fraude, también lo son las cajas de
Pandora: las venden sin la esperanza en el fondo.
Transformar al mundo
No estoy seguro de si en algún momento quise transformar al mundo. Me
bastaba con sumergirme en el pasado. Recuerdo, sí, mi seguridad ante los
desafíos que aparecían, pero de eso a cambiar el orden… A Jaime, no sé ya
por qué razón, le dije que siguiéramos estudiando juntos, que yo tendría éxito y
lo apoyaría. Y más adelante se los hice saber a Guillermo, Vicente, Ricardo,
Luis y a otros muchos habitantes de Ciudad Jardín: juntos —insistí—
podríamos triunfar más ampliamente. No me creyeron. Los resultados están a
la vista. Sin embargo, entre 1960 y 1970 conocí, uno tras otro, a jóvenes que sí
aspiraban a cambiar la sociedad, a todo el mundo. En Woodstock traté a un
grupo de muchachos hippies de Kansas: universitarios, bebían cerveza,
ingerían todo el ácido lisérgico que conseguían y fumaban marihuana. Mientras
los grupos preparaban instrumentos, para ser más preciso, luego de que
cantara Joan Báez, en medio de gritos y sesiones amorosas, con gente de pelo
largo y flores en las manos, me aseguraron que ellos, nosotros, todos, esa
generación, la mía, cambiaría el sentido y el rumbo del planeta. Los escuché
dentro de la placidez que proporciona la marihuana, y añadí que era
importante vincularse con grupos negros como el Black Power y el Black
Panther. Hablaba concretamente de Carmichael y de Angela Davis
(encarcelada en ese momento) con entusiasmo. A ellos les parecían
organizaciones y personas violentas. Luego de la feroz campaña del senador
McCarthy en contra de los comunistas, el miedo se había quedado en los
norteamericanos. La guerra fría dejó una huella muy honda, aun entre quienes
apenas supieron de ella en su niñez o a través de los relatos de escritores y
artistas cinematográficos. Proseguimos intercambiando la mota y posibles
utopías e imaginando, bajo sus efectos, cómo sería la nueva sociedad: yo la
imaginaba socialista y atea, ellos no estaban de acuerdo: sería capitalista y
cristiana. Para apabullarme, no me dieron como ejemplo del futuro Un mundo
feliz de Huxley, me dieron el filme de Stanley Kubrick 2001: Odisea del
espacio: allí donde la nueva sociedad es de naves espaciales norteamericanas
y refrescos de cola, donde las grandes transformaciones de la humanidad
provienen de un ser superior. En fin, ni las drogas lograron que nos
pusiéramos de acuerdo. Algunos años después, encontré a dos de ellos en
Nueva York, John y Peter (nombres más comunes no podían tener), vestían con
elegancia y trabajaban en Wall Street. Nos saludamos y juramos que muy
pronto beberíamos un par de tragos. Nunca hablamos de la matanza de
estudiantes en la Universidad de Kent ni de la música distante de Bob Dylan,
The Doors, Rolling Stones, Beatles, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Carlos
Santana. Tampoco ella significaba un cambio o la entrada a una nueva y mejor
sociedad. Dylan recibía premios de las agrupaciones mercantilistas de
Hollywood, Lennon había sido asesinado a tiempo, como Ernesto Guevara:
nunca serían ancianos. Paul McCartney y Mick Jagger, envejecidos y
derrotados por la cursilería, tenían título nobiliario y cantaban para la realeza
británica y para una nueva burguesía juvenil. El rock no era más contestatario
y menos subversivo, era música para complacer a una nueva generación
frívola y sólo deseosa de divertirse, de adolescentes conformistas, apáticos y
ajenos a los problemas sociales.
Pero lo más ridículo fue encontrarme, más adelante, en La Sorbonne, con
un joven ingeniero colombiano. Por razones idiomáticas, fácilmente nos
hicimos amigos. Arturo no dejaba de hablar de García Márquez y, al mismo
tiempo, deseaba hacer la revolución latinoamericana. En la guerrilla estaba la
salvación del continente. La ruta violenta, la violencia como partera de la
historia y una buena serie de lugares comunes de la revolución, eran sus temas
de plática. Cierto, no dejaba de tener razón: América Latina ardía: en Chile,
Allende había llegado al poder a través de un proceso electoral, en Uruguay
estaban luchando los Tupamaros y en Argentina los Montoneros. La
Revolución Cubana aún era un símbolo esperanzador y el recuerdo del Che
Guevara algo ardiente en la memoria de los luchadores políticos. México, en
esos meses, tenía una guerrilla, una que era la herencia de la matanza de
Tlatelolco. Una vez, a la salida de una sesión de jazz del Gato Barbieri en un
barecito del Quartier Latin, Arturo me hizo una confesión: voy a comprar un
tomo y con él haré armas y apoyaré en todo a la guerrilla. Para qué sigo. Años
más tarde me topé con él en un avión que iba a Santiago de Chile. Orgulloso,
me dijo con voz engolada que era un alto funcionario del gobierno
colombiano. No tuve ánimos para preguntarle por el torno, mucho menos por
la guerrilla.
Los surrealistas insistieron en la necesidad de cambiar el arte y la vida.
Aquí estaban los ecos de Marx. Para ello se hicieron militantes políticos. Esos
eran tiempos para vincular el arte con la política: el fascismo ascendía y
ganaba terreno en Europa. Las vanguardias literarias se politizaban y resurgían
el valor y la honradez intelectuales. André Breton pasaba de los manifiestos
surrealistas a los llamamientos de combate con Trotski. Yo —aunque de
manera más modesta— viví un cambio permanente. Al principio aspiraba a
ser uno de los mejores luchadores callejeros, beber más que cualquiera y
conquistar un número escandaloso de mujeres. Después me vi como un simple
vago, un callejero, un hombre que no aceptaba la estrechez de las aulas, mucho
menos de una oficina y al que la sociedad lo irritaba. Pero una vez conocí a
Homero en casa. No estoy seguro de su ceguera, parecía ver bien las cosas de
este mundo y de otros, veía gorgonas, arpías y sirenas, incestos prodigiosos,
dioses inseguros y a veces excesivamente severos. Fue justo mi madre quien
me lo presentó en plena adolescencia. No me dijo mucho: Éste es Homero,
confío en que sea tu mejor amigo, y me entregó La Iliada y La Odisea en
hermosas ediciones argentinas. De inmediato leí ambas obras. Me llenaron de
sueños y desataron la imaginación. Mi mundo se pobló de seres prodigiosos
que jamás me abandonarían. Descubrí asimismo que la idea de que todo era
circular provenía del segundo volumen: Ulises sale de Ítaca y luego de mil
penalidades retorna al punto de origen y así cumple su ciclo, el que los dioses
le asignaron. Todos somos Ulises, concluí. Ítaca es la nada de donde salimos.
Lo importante es lo que hacemos en el corto viaje llamado vida. Esto modificó
mis aspiraciones, ya no pensé más en ser un combatiente callejero o político
sino en convertirme en narrador y mi propia madre fue confirmando la nueva
vocación mediante otras presentaciones. La de Martín Luis Guzmán fue una de
las importantes. Llegué de la escuela completamente adolorido: acababa de
perder el concurso de oratoria. Ni siquiera yo sabía por qué demonios me
había metido en aquel certamen de una materia que me provocaba desprecio y
burla. El discurso preparado con cuidado se me quedó atorado en la garganta y
las ideas se me petrificaron en la cabeza. Fue aterrador. Veía las caras
burlonas de mis compañeros y no hallaba los exaltados párrafos que escribí
sobre la Revolución Mexicana. Había invitado a mi madre a presenciar lo que
sería un éxito escolar. Fui a esconderme a uno de los patios distantes del aula
donde se efectuaba el ruidoso encuentro. Cuando desolado llegué a mi casa,
me aguardaba sobre la cama un libro: El águila y la serpiente. En la primera
página había una dedicatoria llena de palabras hermosas sobre mis intentos de
ser diferente a los demás. Era raro, pero mamá había encontrado la mejor
forma de comunicarse conmigo, mediante cuidadosos regalos literarios donde
escribía consejos y los elogios que jamás se atrevió a decirme.
Infamias y traiciones
Si he de ser franco, de entre todas las traiciones e infamias que he recibido, la
peor es la que me acometió el tiempo. La vida en todo momento fue mezquina,
nunca me dio algo, todo se lo arrebaté, una vez tras otra gané fama, mujeres y
éxito a pesar de los múltiples enemigos que me atacaron desde muchos sitios,
todos ellos ganados a partir de que comencé formalmente a escribir novelas y
cuentos, artículos y ensayos. Si Ciudad Jardín fue una madre protectora y
bienhechora, el resto de la capital y del país fue difícil y capaz de ponerme
cientos de obstáculos. La vida, es verdad, fue generosa con otros, la buena
fortuna caía sobre ellos. En cambio, conmigo fue severa y todo me lo
escatimó: ni siquiera pude habitar plenamente dentro de un siglo completo.
Viví en el más corto de todos: prologado por el asesinato de Sarajevo y una
bestial muestra del salvajismo europeo (la Gran Guerra o la Primera Guerra
Mundial) que al fin rompió el tedio del siglo XIX que se prolongaba más allá
de lo debido, entre la pesada moral victoriana que destruyó, entre otros, a
Oscar Wilde, y la alegre fiesta belle époque que produjo artistas como
Toulouse-Lautrec y concluyó cuando el socialismo se derrumbó, cuando el
bloque soviético cayó para abrirle el paso a un capitalismo renovado,
arrogante y sin duda de mayor salvajismo. Fui robado por el tiempo. Un siglo,
el mío, arrancó de hecho en 1918, con el fin de la guerra y el comienzo de la
revolución soviética. Una aberración. En cambio, el anterior, el que dio origen
a tanta grandeza política, a tanto arte innovador, principió desde los soberbios
preparativos para la Revolución Francesa y se fue hasta la violencia del
capitalismo europeo. ¡Un siglo de mucho más de cien años, mientras que el
mío apenas llegó a unos ochenta! En efecto, fui robado por la historia y ni
siquiera estuve en los últimos momentos gloriosos y dignos de México:
cuando los campesinos indignados y hambrientos se alzaron en armas contra la
dictadura de Porfirio Díaz, donde mis abuelos cometerían más de una hazaña
militar y política. En eso pensé durante los festejos formales en Nueva York
para recibir el nuevo milenio. No era un mal momento para matarme,
defraudado, en medio de la ridícula algarabía internacional que se manifestaba
en Times Square del lado opuesto al sitio, la Plaza Roja en Moscú, donde un
ex cargador de portafolios comunistas, bebedor empedernido, Yeltsin,
concluía la tarea de demoler los restos del sueño leninista y los diarios del
mundo occidental repetían, palabras más o palabras menos, lo que venía en
primera plana de The New York Times: «Two thousand years after Christ’s
obscure birth in a dusty town in Judea, the world’s six billion people —most
of them, non-Christian and many of them preoccupied with terrorism,
computers, diets, bank, accounts, politics and the perlis of the future— rode
their turning able planet across time’s invisible line today and, by common
conset, looked into the dawn of a new millennium». Del siglo XXI no esperaba
mucho más de lo que me dio el XX, el que nunca fue esperanzador.
Mi nacimiento estuvo marcado por la decadencia política del país: el final
del periodo presidencial de Lázaro Cárdenas y el principio del triunfo de la
derecha, cuando el sucesor, Manuel Ávila Camacho, se declaró creyente y
borró del mapa las posibilidades de un tránsito pacífico hacia mejores metas
sociales y colectivas. Sin embargo, seguí viviendo en un mundo cada día peor;
no era, no soy, un suicida. Cómo serlo si pese a todo la vida puede ser
divertida o idiota. Vicente suele recordar, al menos cuando bebe, la historia
que nos enfrenta a un suizo que trata de conquistar a un grupo de mujeres en un
bar de la Zona Rosa, cuando era un lugar para intelectuales y no para
oficinistas o rufianes de poca monta en busca de emociones fuertes. El suizo
no sabía una palabra de español, entonces intentaba la cacería en francés
armado de algunas palabras en inglés. Vicente le dijo que necesitaba ayuda y
pronto nos reunimos todos en una mesa. Mientras yo le explicaba al suizo que
el diluvio universal había comenzado en una zona que mucho después
llamaríamos Macondo y en consecuencia el primer continente inundado había
sido el americano, Vicente entabló una entusiasta conversación de literatura
nacional con las jóvenes porque una de ellas dijo que era afecta a las novelas
y a la poesía. Mi amigo, para mejor orientarse, le preguntó por sus autores
mexicanos favoritos y mencionó a tres o cuatro, entre ellos a Emilio Medina
Mendoza. Ah, repuso Vicente con una gran sonrisa. Pues ese escritor
justamente está hablando con nuestro turista europeo y me señaló. Ella, Luisa,
creyéndose víctima de una broma, durante un buen rato batalló con nosotros.
El final fue bueno para todos e inaudito para el suizo: en un hotel de paso nos
encerramos los seis y todos hicimos el amor con su respectiva pareja a los
ojos de los demás. Por cierto, yo mantuve una relación más o menos larga con
Luisa, cómo no hacerlo: era su autor favorito. Si alguna mujer fue amante
memorable fue esa muchacha menuda, de cuerpo bonito, piel morena y rostro
luminoso con cabello y ojos negros, muy negros y extremadamente sensuales:
mirar su mirada y acariciar su pelo eran el mejor preámbulo para una sesión
amatoria siempre inolvidable. Alguna vez le pregunté ¿cómo sabes tanto sobre
el sexo si me dices no tener una gran experiencia? Su respuesta fue simple y
gozosa: leyendo, aprendí miles de lecciones en las páginas de novelas y
cuentos eróticos.
Con ella descubrí, en consecuencia, las dificultades del sexo: no lo hay
perfecto porque imaginas que la siguiente vez será superior. Luisa se hizo
inolvidable por la forma en que la conocí (a través de un suizo que se
nacionalizó mexicano y se hizo un exitoso pastelero) y por su habilidad para
hacer el amor.
¿Tiene, pues, sentido matarse cuando a la vuelta de la esquina hay una
mujer magnífica? ¿O de plano, el interés por la vida concluye cuando el sexo
no responde y la imaginación se distrae con banalidades, cuando uno ha
envejecido suficiente pero no tanto como para resignarse a no acariciar el
cuerpo desnudo de una mujer? Sin amor, sin sexo, la vida no es vida, es un
simulacro, es entonces el momento de apoyar el frío cañón de un revólver en
la sien o ingerir suficientes somníferos para que la muerte sea tranquila y sin
violencia, en un mullido sofá. Creo que en tal sentido, también la vida me
robará tiempo, me quitará momentos maravillosos. Los males comienzan
impetuosos. Sé de personas que han llegado a los cien años de edad y el amor
sigue allí, en un cerebro capaz de darle órdenes al miembro para que se
enhieste y logre dar el supremo placer de la existencia, el sentido pleno de la
existencia: el amor-pasión que tan maravillosamente nos describieron Sade,
D. H. Lawrence, Anaïs Nin y Henry Miller.
Pero esos son los recuerdos de Emilio Medina Mendoza y son recuerdos
selectivos, su memoria ha escogido un puñado entre los miles y miles para
hacerse de una vida cómoda. A veces el amor tuvo espinas. Jasive era una
muchacha de origen libanés que por su propia decisión quiso ser esposa,
madre, ama de casa, profesionista y escritora, en este orden. De respetarlo, tal
vez no hubiera tenido ningún problema, pero también quiso ser amante. Reunir
todo en un solo plato no es sencillo. Más bien es imposible: matrimonio y
libertad son incompatibles: o se tiene una cosa o se consigue la otra.
Fue a una escuela de escritores y sin problemas la admitieron. Allí
conoció a las dos que serían sus mejores amigas. Ambas eran solteras y se
dedicaban exclusivamente a escribir. Compartieron autores e intercambiaron
libros. Las confidencias eran desiguales, Jasive podía contar una vida más
intensa, al contrario de sus nuevas amigas, que platicaban de sueños y
proyectos. Juntas entraron a la materia que daba un joven escritor, Emilio
Medina Mendoza, quien acababa de publicar su primer libro y ya era una
figura importante. Su materia era Novela contemporánea. El primer día fue
brillante, Emilio hizo alarde de conocimientos e ideas novedosas. Fue
permanentemente irónico desde que les advirtió que Cervantes y Shakespeare
jamás habían acudido a un taller literario ni a una escuela de escritores. Las
tres amigas lo abordaron al concluir la clase y abiertamente le declararon su
admiración. Más adelante, una de ellas dijo, es un hombre peligroso, parece
saber lo que quiere con toda precisión. Y es seductor, añadió Jasive.
La siguiente sesión no fue la mejor. Emilio solicitó que los alumnos
leyeran una novela por semana. El malestar se generalizó. Un leve rumor se
extendió por el aula. Un jovencito decidido levantó la mano y dijo que aquella
petición era desmesurada. ¿A qué hora vivirían? Emilio los miró largamente,
no podía entender su renuencia a la lectura, salvo en función de la pereza.
Muchos de ellos serían autores de más libros escritos que leídos. Dijo: Bueno,
terminarán escribiendo malas versiones de Hemingway o de Joyce sin saberlo,
y malhumorado salió del aula. Su estancia en esa escuela había sido fugaz.
Dos días más tarde lo buscaron Jasive y sus amigas. Querían que les diera
clase, ellas sí amaban la lectura. Emilio tenía otros planes, pero le pareció una
posibilidad atractiva: mezclar el arte y el amor. Ya no sería una enseñanza
formal sino un taller literario. Leerían los materiales de las jóvenes y para
apoyar los comentarios y las críticas habría una serie de lecturas a fondo. La
primera sesión fue en casa de Emilio. Las tres llegaron muy arregladas y con
un ramo de flores. Le llamó la atención que juntas tocaran la puerta, pero no le
dio importancia.
Poco a poco, las sedes y los días eran cambiables, según podía Emilio,
establecieron una amistad, especialmente entre Jasive y él. Alguna vez se
encontraron antes de lo previsto. Ella le hizo una confesión curiosa: las tres
habían acordado permanecer siempre reunidas ante él para evitar tentaciones
de romper el vínculo entre maestro y alumnos y pasar a un romance de
cualquier tipo. Jasive, más madura y segura de su belleza y cultura (hablaba
con fluidez francés e inglés y había comenzado la traducción de la poesía de
Ezra Pound, cotejando la suya con otras), le dijo abiertamente que comieran
juntos, que Emilio pusiera la fecha y el lugar. Se citaron en El gnomo verde y
comieron más centrados en la conversación que en los alimentos. El vino era
francés y pidieron dos botellas. El final era previsible. A eso de las siete de la
tarde, Emilio y Jasive entraban a un hotel de paso. Jasive era asombrosa y
demandante. Emilio tuvo que recurrir a su mayor esfuerzo para complacerla.
La veía como a una odalisca, como a una figura de las mil y una noches, como
una princesa de Bagdad o como una de las cien esposas del más poderoso de
los califas. En algún momento pensó con envidia del esposo, debe ser feliz
con una mujer así en la cama, junto a él toda la noche. Y es que ella sabía
acariciar, besar, ejercer suave o violentamente la presión adecuada sobre el
miembro, chuparlo, lamerlo, montar o ser montada, una mujer sublime y
erótica.
En algún momento Emilio no pudo más, la ninfa lo había vencido. Ella al
fin miró la hora: Dios mío, ¡las tres de la mañana! Las preocupaciones
comenzaron y se extendieron a lo largo del trayecto a su casa. Se despidieron
con un beso entre pasional y presuroso. Te llamo cuando me sea posible,
concluyó Jasive.
Tres o cuatro días después volvieron a encontrarse en un bar del centro de
la ciudad. Jasive le narró su encuentro con un esposo celoso e indignado, con
el reloj en la mano, que gritaba y echaba espuma por la boca y fuego por los
ojos, humo por las orejas y el cuerpo transpiraba malos humores. Perdóname,
me retrasé, en la agencia (de publicidad) tuve un trabajo urgente, no tuve
tiempo para llamarte, cómo está la niña, qué descuido imperdonable. El
marido se acercó y la olfateó como si fuera un perro adiestrado para detectar
drogas, en este caso amantes y engaños. Jasive se había bañado antes de salir
del hotel y no ofrecía ninguna prueba. Pero faltaba otra más para demostrar
que se había quedado redactando una serie de anuncios comerciales y la
dignidad matrimonial estaba incólume. La condujo a la habitación y antes de
llegar a la cama le desgarró la ropa y la poseyó con violencia. Jasive lo
disfrutó mucho y así se lo confesó a Emilio.
Pero en la medida en que Jasive salía con Emilio, el esposo comenzó a
darle sentido a sus sospechas. Para empezar, era maestro de su esposa,
enseguida venía la fama donjuanesca de Emilio y luego la extrema sensualidad
de Jasive. Poco a poco comenzó a ser víctima de reclamos con nombre. Ella
respondía con negativas y dándole el mayor de los placeres en la cama. El
nombre de Emilio Medina Mendoza comenzó a ser una obsesión para el
marido. Tenía la certeza de que se acostaba con Jasive, pero no se atrevía a
buscar pruebas, en todo caso le bastaba con imaginarla en escenas de hotel o
con hurgar entre la ropa y sus cosas privadas. Prevalecía el morbo y en sus
reclamos lo hacía notar (¿tienes amante, es Emilio, te gusta cómo te lo hace?).
Por fin pudo más la tenacidad de su incertidumbre y Jasive decidió concluir la
relación. Habían transcurrido diez meses y Emilio, fastidiado de México,
estaba a punto de ir a un largo viaje por Europa. La finiquitaron de manera
pacífica y cordial como si fuera una cuestión legal, simplemente poniéndose
de acuerdo, recordando los buenos momentos transcurridos, las dudas de ella
en su traducción de Pound y en general sus conversaciones literarias. En algún
momento ella apeló a los lugares comunes sobre la felicidad convencional:
quiero mantener mi matrimonio y la tutela sobre mi hija, y se separaron luego
de hacer el amor una vez más, intensamente.
Algunos años después se encontraron. Emilio no pudo ser más que irónico:
Hola, ¿y al fin salvaste tu matrimonio? Jasive sintió una punzada y evitó
responder. No merecía la pregunta irónica. Comenzaba la tarde y decidieron
tomar una copa. Durante un rato largo, él habló de su viaje reciente, contó de
las calles intrincadas del Quartier Latin, de sus encuentros con Alejo
Carpentier y Severo Sarduy, en ese momento adversarios políticos, la
revolución y la contrarrevolución. De una plática conmovedora con Rafael
Alberti en Roma, donde el poeta conversó de los dolores del exilio. En La
Sorbonne escuché una conferencia de Sartre sobre las tareas de obreros e
intelectuales para establecer bases revolucionarias. En Madrid, dijo, estuve
con comunistas que trabajan en la clandestinidad y piensan que es posible, a la
muerte de Franco, restablecer la República.
En cierto momento e intempestivamente los recuerdos de Emilio dejaron
de fluir. ¿Y tú, cómo vas, tu esposo sigue muriéndose de celos, concluiste la
traducción de Pound? Jasive se contrajo, se hizo menudita. No dijo gran cosa
sobre su trabajo poético y gradualmente habló de su vida en aquellos dos o
tres años. ¿Recuerdas que mi esposo te odiaba, que sospechaba de ti y no
dejaba de preguntarme sobre tus actividades? Sí, claro, algo me dijiste. Pues
en algún momento, cuando se convenció de que tu estancia en Europa iba a
prolongarse, cesó de molestarme y su trato se hizo más reservado, hacíamos el
amor cada vez menos, hasta que de pronto toda relación sexual concluyó. No
había pretextos, Emilio, sólo un rechazo total y una frialdad desconcertante.
Jasive pidió otra copa y prendió un cigarrillo. Emilio pensó que no
fumaba. Lo hago desde hace meses, recurro al tabaco para entretenerme, para
tranquilizarme.
Una vez, dijo Jasive mirando fijamente a Emilio, arreglando el estudio,
encontré un sobre misterioso. Lo abrí y encontré toda clase de recortes sobre
tu trabajo, críticas, comentarios, chismes de periódicos y revistas y algunas
fotografías tuyas. Al principio pensé que había reunido esos materiales para
saber con quién competía, de quién sospechaba. Pero alguna duda me alcanzó:
fui al librero a buscar tus obras, no sé por qué actué así, sabía que las había
destruido. Después de un rato, atrás de otros libros, de unos pesados
diccionarios Larousse, situados en los anaqueles más altos, estaban una novela
y dos volúmenes de cuentos tuyos. Fueron míos, los recuerdo bien, ciertas
páginas tenían subrayados y acotaciones con mi letra pequeña y casi ilegible.
Los miré con mayor detenimiento: poseían otros comentarios y otras frases
marcadas. La letra era de mi esposo. Estudié todo lo que él había señalado
con plumón azul. ¡Eran las observaciones de una mujer! La monstruosidad fue
cobrando forma completa: mi esposo estaba enamorado de ti, no de mí, los
celos eran porque yo hacía el amor contigo en lugar suyo. Le pedí el divorcio
y jamás le dije que había descubierto el sobre y tus libros. Ni siquiera puso
reparos en la tutela de mi hija. No sé más sobre él. Emilio sonrió con una
mueca. No hizo ningún comentario. Tomaron una copa más y él, como por
obligación, le propuso hacer el amor. Ella aceptó con naturalidad, como si la
semana anterior hubieran estado juntos. Fueron directamente a un hotel en la
Calzada de Tlalpan. Al llegar a la habitación de la Casa del Silencio, ella lo
desvistió lentamente sin mirarlo a los ojos sino a cada parte del cuerpo que
quedaba al descubierto. Siéntate en el borde de la cama, dijo y enseguida se
colocó encima moviéndose, buscando la mejor manera de ser penetrada.
Jasive estiró las piernas sujetándose con fuerza del cuello de Emilio, quien de
modo natural la detuvo por las nalgas y la ayudó a moverse. No termines, rogó
ella con voz suave, entrecortada y excitada, aún con los ojos cerrados: quiero
que te vengas en mi ano.
Pese a la novedad sexual, fue una larga sesión amatoria más basada en los
recuerdos que en el deseo actual.
Se despidieron prometiéndose lo que no cumplirían: verse otra vez.
He aquí la otra infamia: la ausencia de amor en la vida de Emilio Medina
Mendoza. Fue una y otra vez asaltada por amoríos, nunca por amores.
Paco el Calaca
Emilio, te faltó recordar a Paco Jiménez, sólo lo has mencionado. Un
muchacho flaco, alto, huesudo, desgarbado, feo, por añadidura, por ello le
decían, a causa de una perversa propuesta de Jaime, Calaca. Es cierto, no era
importante en Ciudad Jardín y menos lo fue en Coyoacán, donde su familia se
mudó. En Ciudad Jardín su casa estaba junto a la de Moza y fue confidente de
muchas de las jovencitas: al verlo feo y desgarbado, con eternos lentes para
compensar su naciente ceguera, quedaba muy lejos de un posible romance. Él
lo sabía y en consecuencia aceptaba ser consejero y a veces corre-ve-y-dile
de las niñas. A ti, por ejemplo, y deberías recordarlo con gratitud, te llevó dos
recados de Atala y una carta de Yolanda. Pero algo en él lo hacía importante,
era un lector fanático, obsesivo, de literatura policiaca. No olvides que te
prestó libros, te mostró autores, en una palabra, te orientó por ese camino, a ti
y a Andrés, a quien le dijo, enfadado por una crítica simplona, que no se
trataba de un género de evasión, que era un arte sublime y comprometido. Pese
a su extrema juventud, parecía saberlo todo respecto a Edgar Allan Poe,
Arthur Conan Doyle, Hadley Chase, Ellery Queen, Raymond Chandler, Carter
Dickson y de Dashiell Hammett y el duro Sam Spade, Georges Simenon y el
comisario Maigret, Maurice Leblanc y Arsenio Lupin… Hay otros que apenas
merecieron un lugar en tu memoria o que de pronto saltan por alguna razón no
destacada. Paco sí merecería ser citado más ampliamente. ¿Por qué razón no
ocupa un lugar distinguido en tus recuerdos? Nunca consiguió una novia y
mucho menos una esposa. Se casó con la literatura policiaca y se hizo
vendedor de lo que fuera, del producto de moda, de lavadoras, televisores,
automóviles… No le importaba más que una cosa: dinero para comprar libros
policiacos. Los leía en francés, inglés y español. Por desgracia, no escribía ni
tenía a persona alguna que sorprender con sus conocimientos asombrosos. No
fue hijo único, lo rodearon cuatro hermanos y una hermana. Ni siquiera con
ellos podía conversar de su tema favorito. Los aburría y fatigaba. Así que se
hizo de un mundo especial, muy peculiar, y se encerró herméticamente en él.
En un viejo y amplio departamento de Narvarte, en la calle Uxmal, fue
adquiriendo libros y más libros, sus habitaciones se hicieron intransitables,
eran una suerte de pequeño laberinto donde las pilas literarias apenas
permitían el paso. Esto, por desgracia, ya no lo viste, Emilio, tus recuerdos
sobre Paco, se quedaron estancados en Ciudad Jardín y alguno proviene de
Coyoacán, a media calle de la casona de León Trotski y enfrente del río
Churubusco que pronto sería entubado, donde lo visitaste solamente dos veces.
Nadie lo supo, pero era una delicia verlo sumergirse en sus libros
favoritos. Comía poco, trabajaba lo necesario para pagar sus gastos mínimos y
adquirir más y más libros, todas las novedades posibles y aquellos pocos que
se le habían escapado en más de cincuenta años como lector. Estableció,
entonces, un diálogo con la soledad que también sabe de literatura negra y de
otras artes. Se preguntaba en voz alta cuál sería el desenlace de una obra,
quién era el asesino de otra, cómo habían cometido un espantable crimen.
Analizaba estructuras y observaba la metodología, aguda e inteligente, de los
criminales en lugares cerrados o abiertos, en serie, por venganza o por simple
ocurrencia y, por supuesto, de aquellos que fungían como detectives. Se
respondía con lucidez y llegó el momento en que sus respuestas eran aciertos
perfectos. Su salud, Emilio, la salud de Paco, se hizo frágil; a él no le interesó
su organismo, absorto ante su gran pasión. Murieron sus padres y dos de sus
hermanos y ninguna muerte le dolió más que la pérdida de Agatha Christie:
podía recitar de memoria Asesinato en el Oriente Express. Su único viaje
había sido a Londres para ver la obra de teatro La ratonera. Al fin,
prematuramente, falleció solitario, sin dolores. Una mañana no se levantó. Su
delicado organismo no soportó un infarto. No se dio cuenta que moría. No tuvo
un sueño inquieto, pues con seguridad estaba soñando plácidamente con sus
personajes favoritos, con interminables luchas entre el bien y el mal, con
fantásticos detectives, ingeniosos asesinos y tramas complicadas con las que
disfrutaban hasta los profanos. Es una pena que no hayas podido mantener tu
amistad con Paco, eso hubiera enriquecido tu memoria y, desde luego, tu
novela. Cuando murió, tú ya eras un escritor afamado, él lo sabía y pensaba
orgulloso que habían sido amigos, que alguna vez jugaron a los encantados y a
las escondidillas con Moza, Yolanda, Atala y Blanca y que solía recomendarte
libros policiacos. Mantuvo el cariño y la admiración por el muchacho que lo
mismo era capaz de liarse a puñetazos con sus enemigos que meditar
profundamente sobre una novela, un poema amoroso, una película de conflicto
psicológico, una de vaqueros o una teoría en boga. Estaba satisfecho de tu
historia y destino, aunque te hubiera preferido autor de novela negra. Por
desgracia nunca tuvo a quién decírselo, mucho menos a ti. Mantuviste una
distancia absurda e innecesaria: Paco hubiera podido ser el mejor amigo que
nunca tuviste.
Ah, Emilio, la familia que le restaba jamás reclamó los libros, su
portentoso legado. Basureros por encargo los apilaron sin orden en un par de
camiones de carga: remataron unos, otros pararon en los tiraderos de basura y
otros más en el fuego, según las predicciones de Ray Bradbury.
La metamorfosis infatigable
Hay algo que conservo como un recuerdo asombroso: ver cómo los niños se
transformaban en seres monstruo sos. A ellos de pronto les salía bigote y
barba y las facciones se les endurecían y a ellas les aparecían nuevas formas
en las caderas y el busto y el cuerpo adquiría una gran resonancia, se
maquillaban, usaban medias y vestidos ajustados y comenzaban a buscar
marido con el objetivo de ser madres. Las niñas y los niños se convertían sin
ninguna transición ni aviso en mujeres y hombres. Las conductas de inmediato
eran otras y se reflejaban en las conversaciones y en las actitudes. Ana María,
por ejemplo, una pequeña tímida, apocada más bien, de pronto apareció en una
reunión maquillada, con tacones y una falda que permitía ver unas piernas
torneadas, con medias y fumando. Fue turbador. Al mes tenía novio (Rafita, un
joven mayor que todos nosotros, alguien que no estudió más allá de la
primaria porque pronto trabajó en un taller mecánico de la Ford) y en un año
se habían casado. Ana María modificó su caminar incierto por uno muy
seguro, arrogante, y pasaba frente a nosotros contoneándose y ya con un
notorio embarazo.
Otro caso para mí inolvidable fue el de Leoncio: era un muchacho
despreciable, sucio, feo, blancuzco, obeso y de escasas entendederas. Vivía en
uno de los pocos edificios de Ciudad Jardín, ignorábamos dónde estudiaba y
no era amigo de nadie. Un día nos dimos cuenta de su corpulencia porque al
pasar frente a la peluquería del Pachuco, donde conversábamos, nos echó una
mirada provocativa y sin ninguna razón, sólo para probar que había crecido,
nos retó a golpes, con quien sea o de dos en dos, todos ustedes son pendejos y
ojetes. Realmente nos desconcertó y no supimos qué demonios hacer. Optamos
por seguir la plática ignorando la grotesca provocación. A partir de ese
momento, Leoncio fue un patán que recorría las calles con enorme seguridad,
usaba traje y se ponía corbata de colores escandalosos, mostraba un bigote
desordenado y mucha vaselina en el cabello. Nunca volvió a insultarnos, nos
miraba con discreto desdén. Caminaba de su edificio hacia la Calzada de
Tlalpan con la certeza de que se había convertido en un verdadero hombre:
desquitó sus resentimientos al descubrirse poderoso. Alguna vez lo vi en el
tranvía de Xochimilco al Zócalo, hablaba con una mujer mayor que él, no pude
escuchar la conversación completa, pero sí palabras como macho, valor,
hombría y huevos, que repetía con voz engolada.
Ramiro Heredia era otro niño pobre diablo, carecía de dones, era el
muchachito invisible, si alguna vez jugó algún deporte, nadie lo recuerda. Sé
que acudía, con cara de beato, a la misma misa que todos nosotros, a las nueve
de la mañana, pero tampoco estaba en los registros espirituales de Ciudad
Jardín. En la secundaria nos avisó que leía a Freud. ¿Y lo entiendes?, lo
interrogó Memo sin esperar respuesta. En una fiesta de disfraces, descubrimos
su vocación: fue vestido como torero y en una oportunidad cantó boleros antes
de quedarse solo. Finalmente se volvió un periodista corrupto y gris Oxford,
como lo calificaba Luis, escribió a cambio de dinero la biografía de un líder
petrolero de mucho poder, alardeaba su facilidad para conquistar mujeres y
sólo hablaba de su especialidad: los toros.
Realmente esos cambios me asombraban. Ver la forma en que de la niñez
se pasaba a la adolescencia y de allí abruptamente a una madurez infundada,
por completo artificial. Pero Memo o Luis, Jaime, Vicente o Sergio, Atala y
Blanca, Moza o Marigé, mis amigos más cercanos y queridos, nunca
cambiaron, siempre conservaron en mi memoria los doce años, los trece y tal
vez los dieciséis. La última vez que me encontré con Jaime fue en su propio
departamento, en un edificio descuidado. Lo rodeaban su esposa y cuatro
hijos, estaba calvo y platicó sus «recuerdos» de niñez, cuando sus padres lo
llevaron de Nueva York a Londres en el Queen Mary y allí, en ese legendario
barco, pude ver a Fred Astaire y a Clark Gable, no sé cómo demonios no les
pedí sus autógrafos, hoy valdrían una fortuna. La orquesta de Tommy Dorsey
tocó «I’ll Be Seeing You» especialmente para mi mamá. Terminó hablando de
grandes proyectos para hacerse multimillonario con una cadena de restaurantes
en Estados Unidos. Después de varios tragos, ante mí estaba nuevamente mi
amigo de primaria y secundaria, sin canas ni arrugas, con sus habituales
exageraciones y mentiras y su milagrosa capacidad para no dejar caer el balón
al suelo y pasarlo de una pierna a la otra y de ambas a la cabeza y de la cabeza
a los pies. Más que deportivo, un número circense que Moza solía festejarle
con entusiasmo y que a la mayoría nos fastidiaba.
Como ellos, había otros: el Alce y Olga, la Pirinola, su hermana Lisa y
Richard, el Glenn (por su parecido con Glenn Ford), únicamente los recuerdo
por la prodigiosa transformación que sufrieron de una semana para otra, por su
veloz transición: con celeridad desconcertante dejaron de ser mariposas para
convertirse en repugnantes gusanos que contribuyeron a envilecer a Ciudad
Jardín y, seguramente, al país al multiplicarse de forma escandalosa: ¿tiene
caso hablar de ellos?
Bajeza de amor
Blanca parecía tímida, no lo era. Blanca parecía muy hermosa, no lo era.
Blanca sabía lucir sus cualidades; desde muy joven había usado tacones altos
para verse mayor. Lo mejor en su rostro eran sus finos labios, cuidadosamente
configurados. No necesitaban lápiz labial, pero siempre usaba un poco. Sus
ojos, y en consecuencia, toda su expresión, podían mirar con ternura y
suavidad y otras veces con malestar y odio. No tenía una tercera forma de ver
a los demás.
Emilio fue su novio en una época en que no existía la costumbre de hacer
el amor sino después de una larga y tenaz lucha de convencimiento y la
promesa de matrimonio.
Una tarde, en casa de Blanca, luego de acariciarse cada vez con más
pasión, Emilio le pidió que se desnudara.
—Blanca, te quiero, hagamos el amor.
Ella lo miró con ternura, pero casi de inmediato modificó su expresión.
—No, imposible. Si lo deseas, puedo masturbarte o puedo chuparte o si lo
prefieres te permito que entres por atrás. Pero la virginidad la conservaré para
mi esposo, para alguien que me ame y yo a él.
—Yo te amo, Blanca. Te lo ruego…
La joven lo observó con cuidado, revisándolo como si fuera un cliente o
un empleado menor que suplica por un préstamo o un aumento salarial. Fue
inflexible. Emilio tuvo que conformarse con la primera propuesta. La tuvo una
y otra vez y Blanca jamás accedió a las peticiones de Emilio.
Diez o doce años después, Emilio y Blanca se encontraron. Con la edad,
Blanca lucía muy atractiva. Luego de algunos recuerdos y de las consabidas
preguntas por los amigos de Ciudad Jardín, Emilio observó que ella mantenía
inalteradas sus dos formas de mirar, aunque usaba más frecuentemente la
severa. La otra, la dulce, se había quedado del otro lado de la luna.
Emilio le propuso a Blanca tomar una copa, algo que aceptó sin titubeos y
en el bar de un hotel céntrico, Emilio supo del fracaso amoroso de su ex novia,
casada por cinco años con un ex compañero de estudios. Lo hizo con detalles
de toda índole, explicó cómo perdió la virginidad y todo aquello que se hacían
para complacerse sexualmente. Antes de divorciarse, la mujer tuvo relación
erótica tras relación erótica. Al encontrarse con Emilio, Blanca venía de tener
sexo con un amante fastidioso, «por última vez».
—Por cierto, nunca encontré el amor que imaginé, en vano guardé tanto
tiempo mi virginidad —le dijo Blanca en voz baja.
La conversación y las bebidas los condujeron a una habitación de hotel.
Allí, bajo otras copas y la influencia de una música nostálgica y suave, una
Blanca pasional le ofreció su cuerpo a Emilio.
—No, Blanca. No podría hacerte el amor. Cuando esté sobre tu cuerpo
desnudo, no seré yo, será tu esposo o cualquiera otro de los amantes que me
has contado. Yo sólo los miraré, los veré amarse, recordando nuestra juventud
perdida.
Emilio llevó a Blanca a su casa y de regreso a la suya condujo lentamente
bajo una lluvia fina y triste que aletargaba más la noche urbana.
El fin o la fotografía amarillenta en el armario de
los abuelos
El detestable coleccionista de fotografías, el que las toma sin saber por qué,
no intenta perpetuar la memoria ni atrapar un instante básico, fundamental, por
su concepción estética o por su importancia histórica, a menos que sea un
fotógrafo profesional o un artista. ¿Por qué guardar imágenes de matrimonios
sonrientes de felicidad ficticia o de niños que gatean y miran idiotizados la
cámara? Es una manera de perpetuar lo que ya, según ha dicho Borges, la
cópula y el espejo han reproducido: la imagen inalterablemente imperfecta del
ser humano.
Para Emilio una fotografía era recordarle la juventud perdida o los sueños
que se convirtieron en pesadillas y las promesas que jamás se cumplieron. Por
eso cuando Luis le mostró la fotografía donde podía ser observado un grupo
de muchachos de quince años en una deslumbrante fiesta primeriza, no le
agradó, al contrario, lo irritó profundamente. No preguntó cómo la obtuvo ni
por qué la guardó. Era un documento maltratado de una época fantástica y
reapareció —melancólica y odiosa— cuando la mayoría de aquellos jóvenes
estaban desdentados, calvos, enfermos o muertos. Las pláticas eran nostálgicas
y sazonadas con recetas para disminuir la inflamación de la próstata,
recomendaciones para bajar la presión arterial alta o para mitigar los dolores
de la gota.
En el centro posaban Jaime, Memo, Jorge y Emilio, sonrientes, la mesa
desbordaba copas y vasos, todos ellos con una excepcional y poética belleza
juvenil. La fotografía le produjo un torbellino de recuerdos que trató de
capotear con el presente. Yo ni estaba calvo ni enfermo, pensó. Permanecía
milagrosamente conservado pese a los excesos y al fatigante trabajo literario,
a los viajes y al desmedido afán de seguir mujeres. Emilio se preguntó y,
desde luego, se respondió con la vanidad que sus esfuerzos le habían hecho
conquistar: dónde están todos aquellos alegres camaradas, muchos de ellos
desmesuradas promesas, dónde. En el basurero de la felicidad hogareña,
llenos de hijos y nietos igualmente inútiles: los sábados, «sabadito alegre»,
vamos, vieja, te invito a cenar y a echar unos tragos, los domingos, hoy hay fut,
juegan las chivas, invita al compadre Juancho y compra cervezas y carnitas.
En cambio, Emilio había logrado una aceptable posición internacional, sus
libros traducidos a diversas lenguas y premiados en varios países, sus
esfuerzos por ser diferente a sus amigos de Ciudad Jardín habían sido
recompensados.
Pero esa fotografía estuvo en sus manos por lo menos hacía cinco años y
en ese tiempo las enfermedades, producto de los excesos, no lo habían
atrapado. Ya era otro Emilio, comenzaban las amarguras, los arrepentimientos
y, sobre todo, el dolor. Sabía que la solución, antes de que todo se hiciera
irremediable (No soporto este simulacro de vida, dijo el poeta Jaime Torres
Bodet antes de pegarse un tiro), sería el suicidio. A su alrededor, el país, los
países se transformaban en situaciones alejadas de aquello que imaginó y soñó
en la niñez y en la juventud. Tampoco pasaría la vida entre médicos, recetas y
hospitales. Mi madre, recordó Emilio, prácticamente no buscó doctores ni
visitó sanatorios, murió, por fortuna, sin mayores achaques, sin darse cuenta,
de un fulminante derrame cerebral.
Vivir de recuerdos. La sola idea de vivir de ellos atemorizaba a Emilio.
Era algo más espantable que vivir de la pensión, de una miserable jubilación
que el Estado o una empresa privada te da después de que te rompiste el alma
para que otros se llevaran la mejor parte. Lo grave es que comenzaba a vivir
de recuerdos. O a morir de recuerdos. A su memoria venían por oleadas, uno
tras otro y se agolpaban y se acumulaban y casi no lo dejaban respirar. Allí
estaban, podía tocarlos, verlos, olerlos. En ese mismo instante se le aparecía a
Emilio el recuerdo de una joven mujer española, agitanada, de ojos grandes y
cabello negro, Alida, hija de republicanos asesinados por el franquismo; la
vio por primera ocasión en Granada. Había estudiado en Praga, donde conoció
a un ruso. El tipo la sedujo en el peor estilo cinematográfico mediante varias
copas de vino y una serie de historias sobre las tareas de espionaje que
realizaba para la Unión Soviética. Ella se lo contó detenidamente a Emilio,
con los detalles que recordaba y con otros que inventaba y con un exceso de
impudor: el dolor, los gritos, la sangre, la sorpresa. El encuentro fue extraño y
produjo como resultado una relación estable, duradera, juntos viajaron por
muchos países y ella lo acompañó a México. Pensaron casarse, pero murió en
un accidente automovilístico. Emilio, metido en un simposio organizado por
una universidad norteamericana en Nueva York, lo supo dos días después,
cuando ya era imposible volar a España para participar en el velorio y
entierro. A su peculiar manera, estuvo triste y en actitud luctuosa. Le quedó la
idea de que Alida pudo ser el amor que tan afanosamente buscaba y aunque
eran puras ilusiones, prefirió conservarla como si fuera la mujer de su vida.
Eso era ridículo: en menos de un mes, Emilio estaba enamorado de Amelia
Duque y lo estaba porque soportó actos de inusitada cursilería y más de un
engaño durante sus cada vez más frecuentes viajes al exterior.
Su lugar, el lugar de Emilio Medina Mendoza, no estaba ya entre los vivos.
Quizá nunca lo estuvo. Sus nostalgias nacieron con él. A los cinco o seis años
de edad sentía tristeza porque no fue un caballero medieval o un héroe de la
antigua Grecia, mucho menos un guerrero azteca. Vivió una serie de sucesiones
nostálgicas que lo obligaban a hurgar en el pasado. Realmente debió ser
historiador y no cuentista y novelista. Lo más irritante no eran las nostalgias
sino el malestar que su tiempo le provocaba: su tendencia al liderazgo fue un
pecado, sus éxitos académicos en la universidad y los triunfos literarios no
provocaron admiración sino envidia y un deseo en el prójimo de destruirlo a
toda costa. Vivió acosado por enemigos sin rostro, evitando cornadas y
puñaladas invisibles, a veces no tanto pues aparecían en periódicos y revistas.
Al final de su vida prefirió pasar largas temporadas en el extranjero porque
regresar a México era hallar agresiones veladas, insultos cobardes y rencores
de personas a las que en su vida había visto. Lo mismo le sucedió a Reyes, le
dijo alguien. Pero a él no le importaba que el odio al éxito fuera parte de la
idiosincrasia nacional, él sólo deseaba escribir su obra.
Una vez volvió a Ciudad Jardín, ¿a buscar qué? Dejó el automóvil y
caminó por donde lo había hecho sesenta años antes. Era un día luminoso, casi
tanto como lo fueron sus días de niñez. Después de un rato largo, caminando
entre las mismas casas, los mismos árboles y palmeras que ya agonizaban,
llegó al parque principal y se sentó en el borde de la fuente. A su alrededor
estaban Jaime, Memo, Luis, Vicente, Jorge, Atala, Moza, Cucú, Raúl, Paco,
Marigé, todos sus compañeros, jugando y conversando, pero ninguno lo veía ni
lo escuchaba cuando se dirigió a ellos.
A ese jardín solía ir cuando su madre, irritada porque no había sacado
buenas calificaciones o porque había hecho algo más allá de la simple
travesura, lo echaba de la casa y allí imaginaba historias, exactamente las
mismas que mucho más adelante poblaron sus libros. En esa fuente había
notado su soledad por ser diferente. Sus temores de que aquel extraño
sentimiento aumentaría de tamaño eran ya una realidad plena. Estaba solo. No
había mujeres a su alrededor, no le quedaban familiares y estaba seguro de no
tener un amigo, sólo recuerdos y más recuerdos, recuerdos de lo vivido y lo
soñado, recuerdos de otras épocas que no vivió y recuerdos de mujeres que
tuvo en sus brazos mucho después de que habían muerto. Sin amor, su vida era
ya de libros y viejos filmes, aquellos en blanco y negro o en «glorioso
cinemascope» o en tercera dimensión que lo ayudaron a desatar la
imaginación.
En las pesadillas, Emilio se veía en una perfecta soledad y realmente no la
disfrutaba sólo por una razón: también lo envolvía una extraña sensación de
inseguridad, carecía de lo más elemental y se sentía cercado por la
incomprensión y por una misteriosa aversión tal vez surgida de la envidia y
del ninguneo, esa conducta tan feroz en los mexicanos, arma de muchos filos
porque se repite y se vuelve contra quienes la practicaron. ¿Y todo lo que
había reunido, libros raros, cuadros valiosos, propiedades en la Ciudad de
México, en Estados Unidos y en Europa, qué demonios haría con todo eso sin
hijos a quienes heredar? La verdad es que no le preocupaba. Un viejo
extranjero que conoció, rico y dueño de un palacio en Mixcoac, lujosamente
amueblado, decidió heredar, seguro en un arranque de cordura y maligno
sentido del humor, a sus cuatro perros. Familiares y amigos distantes
demandaron a los pobres animales y la propiedad quedó en litigio. Por lo
pronto, los perros estaban posesionados de la mansión y alegremente
jugueteaban por el sitio que un austriaco edificó con planes y proyectos
grandiosos y que en sus últimos días únicamente encontró placer y cariño en
cuatro soberbios ejemplares de pastor alemán. Emilio recordaba bien la casa,
sólo estuvo dos veces en ella, pero la recorrió bajo las explicaciones del
constructor y propietario. Recordaba que le mostró un cuadro del siglo XVII y
le dijo, no es una obra muy bella, pero atrás está la caja fuerte y allí tengo
joyas que no le obsequié a ninguna mujer y los centenarios que compré por
alguna eventual crisis económica durante los primeros años de la Segunda
Guerra Mundial. No olvide usted que soy austriaco.
Emilio lo observaba preguntándose la razón de aquella extraña invitación
a comer. En el amplio jardín, descuidado y de grandes árboles, bebieron un
par de copas. El extraño millonario no dejaba de hablar con una elocuencia
fingida. Fui amigo de D. H. Lawrence, conservo sus cartas, se las mostraré,
pero nunca lo hizo. Tuve una larga amistad con B. Traven. No fue sencillo, al
principio me rehuía, me imaginaba simpatizante de los nazis, no, Emilio, no lo
fui, no lo soy, tampoco simpatizo con los judíos. Déjeme decirle un secreto,
me encantan los perros, los cuido, los protejo, pienso fundar una suerte de
asilo para ellos y evitarles sufrimientos.
Emilio lo escuchaba con cierto fastidio. Ni siquiera tenía perros o gatos,
ninguna mascota a la que heredar. Pero con todo rigor, tampoco se había
puesto a pensar en quién o quiénes serían sus beneficiarios.
Miró larga y tristemente el panorama, los restos de la esplendorosa Ciudad
Jardín. Llamó al chofer y le dijo lléveme dos o tres calles adelante. La tienda
de abarrotes y ultramarinos de un español, donde solían comprar las botellas
de alcohol no existía más. La fama había sido sustituida por una desdentada
verdulería con jitomates y cebollas en pésimo estado. Buscó y al fin encontró
el lugar requerido, compró una botella de whisky y le pidió al chofer que
parara en la siguiente calle, en la tlapalería El trébol, allí bebería, como antes,
unos tragos a la salud del pasado, allí, donde más de una vez se brindó por el
presente y el futuro. Alex, el dueño, era una sombra irreconocible, encorvado
casi hasta el mostrador, apenas pudo levantar los ojos y preguntar qué se le
ofrece. Era obvio, no lo reconocería. Dijo cualquier tontería y salió para
aposentarse nuevamente en la fuente. Recargado en ella, luego de decirle al
chofer que dejara el carro y se fuera, bebió tragos largos. Pensó en que su
único amor, había sido una ideología y que también lo había abandonado, no
quedaba gran cosa de la izquierda marxista, sólo vagos recuerdos. El hueco
que dejó en su vida, Emilio quiso cubrirlo con la amistad, pero no funcionó:
todas sus amistades fueron inalterablemente efímeras, tal y como las
relaciones que sostuvo con las mujeres.
Pero por qué demonios no tuvo como Borges un Adolfo Bioy Casares o
como Kafka un Max Brod o como Marx un Engels. Tal vez sí los tuvo, sólo
que todos murieron antes de que Emilio necesitara pruebas de cariño y lealtad.
Oscurecía. Los días invernales siempre son cortos y era diciembre. A
diferencia del pasado. Ciudad Jardín carecía de un ambiente festivo. Con la
oscuridad, los recuerdos se hicieron menos claros. Bebió de nuevo, como lo
hizo una y otra vez en su juventud, en ese sitio lleno de voces ingeniosas y
bravuconas.
Al día siguiente, como de costumbre el chofer llegó a casa de Emilio: no
estaba ni la servidumbre tenía alguna idea de su paradero. Decidió aguardar.
Como a eso del mediodía, comenzaron a preocuparse y llamaron a la policía.
Lo primero que se les ocurrió fue ir a Ciudad Jardín, al sitio donde el chofer
lo había dejado. Al lado del parque estaba el automóvil y el sitio donde
Emilio estuvo recargado mostraba una botella vacía y un montón de recuerdos
pisoteados como si fueran colillas.
Por meses fue buscado, los medios se hicieron preguntas y seguramente las
ventas de sus libros aumentaron en función de su misteriosa desaparición,
hasta que la policía se aburrió de buscar. Tampoco los lectores y los críticos
siguieron conjeturando largo tiempo sobre su desaparición, nuevos autores y
otros libros ocupaban su atención efímera. Nunca más volvieron a verlo ni a
saber algo sobre él. Entre sus papeles se quedaron docenas de cartas sin
responder, proyectos de viajes y la copia de una novela incompleta (le
faltaban, al parecer, las páginas finales y el título era borroso, indeciso): El
reino vencido.
El espejo humeante
… pero ni con escudos pudo ser sostenida su soledad.
Los terrenos que ocupó más adelante Ciudad Jardín fueron tierras salvajes,
donde los habitantes prehispánicos podían encontrar ardillas, venados, lobos,
tigres, conejos y guajolotes y por sus arterias, los ríos más claros del orbe,
nadaba con placidez una enorme variedad de peces observados por ranas y
sapos. Cuentan los antiguos relatos que los primeros pobladores del Valle de
México, pudieron ver manadas de enormes mastodontes llamados mamuts y
asimismo a tigres dientes de sable acechándolos. Algo de todo aquel pasado
pudieron imaginar los niños que por allí exploraron alrededor de 1940: fue el
recipiente de tribus que, esperanzadas, buscaban dónde establecerse a salvo
de feroces enemigos y animales salvajes y de un modesto grupo, el pueblo
azteca, que caminaba del este al oeste y del norte al sur buscando la tierra
prometida, fue asimismo el paso de ejércitos victoriosos y derrotados, camino
de promesas y fracasos. No fue, a cambio, la ruta de la Independencia. En
México-Tenochtitlan y en la Colonia, ya existía la línea recta que iba del
convento de Churubusco a la Catedral y que se llamaría Calzada de Tlalpan,
por la que muchos años después ruidosamente recorrían los tranvías que iban
del Zócalo a Xochimilco y al centro del viejo barrio de Tlalpan, donde estaba
la terminal junto a la Quinta Ramón, un antiguo restaurante al que en sus
orígenes iban políticos a conspirar y parejas a decirse palabras de amor y a
provocarse la excitación necesaria para enseguida buscar un hotel de paso en
la carretera de Cuernavaca. Fueron campos feraces por los que marcharon una
y otra vez los gloriosos ejércitos aztecas, también fue el camino de la
victoriosa caballería norteamericana en pos del Castillo de Chapultepec,
donde un ejército patético se defendió como pudo para luego ser borrado por
el recuerdo ridículo de seis niños héroes más producto de la imaginería que de
los hechos históricos. Pareciera que ellos solos detuvieron por momentos el
empuje de la soldadesca norteamericana. Ciudad Jardín, hace casi doscientos
años, fue una zona por la que los integrantes del Batallón de San Patricio
trataron de sustraerse a la orden criminal del general Scott de matar a los
soldados mexicanos, heridos o capturados.
Esos parajes donde se levantó Ciudad Jardín asimismo vieron pasar a los
aztecas, a los aventureros españoles, a los soñadores independentistas, a dos
ridículos emperadores, Agustín de Iturbide y Maximiliano de Habsburgo, a la
carroza negra y severa de Benito Juárez seguida por sus escasas y
desarrapadas tropas liberales, a los revolucionarios maderistas, zapatistas,
villistas y carrancistas que iban y venían en trágicas oleadas y por último, fue
el escenario de las hazañas de un niño que fue sucesivamente caballero
andante inglés, pirata en el barco de Morgan del almirante dorado, Drake,
capitán en el de Walter Raleigh, cow-boy, con mayor exactitud, pistolero,
gunfigther, como Billy The Kid, asesinado por Pat Garrett, a quien la literatura
de Borges, la cinematografía y la música de Copland hicieron inmortal,
navegante con Nemo en el Nautilus, compañero de correrías de Gulliver,
enemigo mortal de Drácula, mosquetero al servicio de Francia, amigo de
Tarzán, admirador del pobre King-Kong, miembro de la tripulación de Ulises,
detective como Sherlock Holmes, cosaco al servicio del zar y más adelante
militar del Ejército Rojo, piloto de Spitfire y corredor de autos Ferrari,
Emilio Medina Mendoza quien, antes de desaparecer misteriosamente, alcanzó
notoriedad como escritor de novelas y cuentos.
Pero si el México posterior a la llegada de los conquistadores, en
conjunto, ha sido incapaz de hazañas, su capital, la macro-urbe, el centro de
los poderes, el ombligo del país, ha sido una lacra. Ciudad de México, ciudad
corrupta, ciudad victimada, ciudad traicionada, ciudad grotesca, ciudad
viciosa, ciudad cobarde, ciudad puta. Bastaría ver el filme Memorias de un
mexicano para comprobarlo: ciudad que ovacionó sucesivamente y sin
transición a Díaz, Madero, Huerta, Zapata, Villa, Carranza, Obregón, para
luego quedar en las peores manos. Ciudad mestiza, criolla, racista, indigna,
miserable, innoble, espectacular y al mismo tiempo sin grandeza,
autodestructiva, incapaz de cuidar sus tesoros y presta a quedar en las manos
de cualquiera, sí, ciudad puta. No obstante, dentro de esa ciudad hubo otra
ciudad, Ciudad Jardín: un sitio invicto que nunca cayó en manos de sus
enemigos ni se rindió, fue tras grandes victorias y las consiguió doblegando
todo lo que sus tropas encontraron al paso.
¿Y qué quedaba de Ciudad Jardín? No mucho. Más bien nada. Sus calles
estaban prácticamente desiertas, el silencio era espectral y apenas roto por
algún automóvil destartalado que se aventuraba por allí, donde hubo niños en
cada calle y al principio chocaron entre sí y luego se unieron para crear un
formidable ejército invencible.
Emilio sintió un placentero mareo que le atribuyó al alcohol. Cerró los
ojos y se dejó llevar por los escasos ruidos de la noche que comenzaba. Si la
máquina del tiempo de Wells se movía en busca del sitio y la época deseada,
ahora Emilio sentía que a su alrededor las cosas cambiaban, sufrían profundas
modificaciones y el tiempo se movía: abrió muy lentamente los ojos: el parque
de Ciudad Jardín había desaparecido y pronto comenzó a ver otros escenarios,
a menos gente cada vez y a esa gente con ropas diferentes, reconocibles
porque las había visto en viejos libros de historia. Pronto quedó solo. Los
ruidos eran provocados por el viento y por las voces de los animales. Caminó
hacia el norte, al lado de uno de los ríos que comunicaban Xochimilco con la
Gran Tenochtitlan. El agua hacía hermosos sonidos y cuando las nubes lo
permitían la luna iluminaba plata líquida.
Cuando Emilio anduvo unos cinco kilómetros, quizá menos, se dio cuenta
de que caminaba por calzadas sobre el agua y que no lejos estaba el hermoso
Templo Mayor, rodeado de jardines y otras construcciones. Su ropa ya no era
la del año 2000, pertenecía a la usanza azteca y notó que podía entender todo
aquello que escuchaba en su caminar por la soberbia ciudad. El milagro había
ocurrido y por alguna razón poderosa que ignoraba, le había sido concedido
escaparse de su tiempo, evadirse de una realidad que visiblemente lo
asfixiaba y al fin hallar el paraíso perdido, un edén incapaz de producir los
dolorosos malestares que sentía a causa de su imposibilidad para vivir dentro
de su propia época. No sabía quién y por qué misteriosas razones le asignaron
el México prehispánico.
Sin que nadie lo detuviera, viéndolo como a uno de los suyos, siguió su
caminata. Pensó que ahora estaba donde su infatigable nostalgia le había
exigido por tantos años, fuera del alcance del mundo que siempre rechazó y
que tantos obstáculos le puso al frente. Sus sueños se hacían realidad, ¿no
había soñado una y otra vez con el México anterior a la llegada de los
españoles y ésa era una de sus más placenteras ensoñaciones? Pues ahora su
deseo fue cumplido por algo o por alguien sobrenatural. Aquí —él tan distante
de nacionalismos o de creencias religiosas y mágicas— sería feliz.
Durante los días siguientes, Emilio exploró su nuevo mundo. Era como en
sus sueños y no tan distante de aquél que vislumbrara Diego Rivera y pintara
en los frescos de Palacio Nacional que tanto admiró de niño. Era una ciudad
más hermosa aún, el paraíso recobrado, superior a todo lo que había visto y
por encima de las maravillas existentes, limpia, donde los aromas de las flores
predominaban y el agua se movía cadenciosamente, con un ritmo placentero y
tranquilo y desde luego musical. Nada le era comparable a México-
Tenochtitlan, pensó Emilio Medina Mendoza, que había visto prácticamente
todas las ciudades de su siglo y desde esa misma época pudo conocer las
grandes culturas de la historia, ni París, Viena, Brujas, Praga o Venecia, tal vez
solamente Atenas en la época de Pericles, el Egipto de Ramses II o la Roma
de Julio César, pero ninguna había alcanzado tal esplendor en menos de cien
años, sus arquitectos, ingenieros y artistas habían necesitado muchísimo más
tiempo para edificarlas. El imperio azteca se había extendido hasta Guatemala
y tenía el control de ambas costas. Su población andaba cerca del millón de
almas. ¡Qué impresión debió producir la perspectiva de esta plaza central de
Tenochtitlan (lo que hoy llamamos Zócalo), bajo el reinado de Moctezuma!
En ella todo contribuía a dar sensación de grandeza del Estado y de la
religión que conjugaban en ese lugar sus recursos supremos: las fachadas
blancas de los palacios con terrazas coronadas de jardines, la multitud de
vestidos tornasolados que entraban y salían incesantemente por las grandes
puertas, la muralla almenada del teocalli, y, escalonándose en la distancia
como un pueblo de gigantes inmóviles, las torres, las pirámides de los
dioses, cubiertas de santuarios multicolores, de donde se elevaban las nubes
de incienso entre los estandartes de plumas preciosas. El impulso vertical de
los templos se combinaba con la horizontalidad serena de los palacios como
para hacer que concurrieran, en la estabilidad de los poderes, las
aspiraciones de los hombres y la protección divina.
Un día Emilio se encaminó decididamente hacia el palacio del rey. Cruzó
populosos mercados y barrios de artistas, cruzó frente al templo mayor y el
palacio que había sido de Axayácatl. En su camino encontraba calzadas y
canales muy bien diseñados; por ellos se movía una muchedumbre festiva y
despreocupada. La ciudad, colosal y armoniosa, estaba llena de monumentos
como el Calendario y la Piedra de Tízoc, enormes serpientes, bajorrelieves y
representaciones en piedra de los dioses. Asombrado veía pirámides
circulares, semejantes a aquella que en Cuicuilco sepultara la lava del Xitle y
un trazo urbano tan perfecto, ordenado e inteligente como el que dejaran en su
fantástica ciudad los teotihuacanos. El doble templo de Tláloc y
Huitzilopochtli poseía una altura majestuosa, estaba pintado de blanco y desde
allí la ciudad podía ser vista en su cabal extensión, una ciudad cubierta de
pirámides, templos y edificios religiosos, el lugar donde los prisioneros
tomados en combate eran sacrificados, las escuelas (calmecac y cuicacalli,
monasterios y colegios), a las que acudían los nobles, los jóvenes guerreros,
los aspirantes a sacerdotes y a cantores, destacaban por su luminosidad: unas
eran rojas, otras azules, y los sitios donde moraban las principales deidades
de un complejo panteón religioso como Tezcatlipoca, Ehécatl, Yáotl,
Telpochtli y el temido Quetzalcóatl, quien pronto encarnaría en la figura del
conquistador y de su único dios, Cristo. Las fuentes eran cantarinas y en ellas
jugaban docenas y docenas de aves multicolores y casi en el centro concluía el
acueducto que traía agua dulce y pura de Chapultepec. Cerca de la muralla
principal, donde enormes serpientes defendían la ciudad, estaba la hermosa
estatua de Xochipilli, príncipe de las flores, dios de la juventud, la música y
los juegos de pelota, herencia esta última de los toltecas.
En la entrada del palacio imperial los poderosos guardias con tocados de
vistosas plumas de quetzal, águila, guacamaya y canario, collares de jade,
cuchillos de pedernal al cinto, lanzas en cuya punta brillaban el ónix y la
obsidiana y en el mango la pedrería preciosa estaba engarzada en oro y plata,
no lo detuvieron, sino que le indicaron el camino exacto hacia el soberano y
con voz suave le dieron su nombre: Moctezuma. Emilio se estremeció. Pronto
se hallaría frente al último monarca azteca. Sus sueños sólo le fueron
concedidos a medias, el imperio azteca, el Paraíso, estaba amenazado de
muerte, pero él llegaba a tiempo para advertirles a los aztecas las desgracias
que les esperaban y quizá de este modo violentar el curso de la trágica historia
y salvar de la virtual extinción al pueblo del Sol. Con toda seguridad entró a
los aposentos del emperador. Allí estaba Moctezuma, rodeado por un
impresionante séquito de hermosas doncellas, príncipes distinguidos,
sacerdotes reflexivos y valientes guerreros. Las miradas del grupo real se
centraban con espanto en una mujer que los asombraba con una advertencia.
Era Papatzin, la hermana muerta que había vuelto de su tumba para recordarle
al emperador la amenaza de Quetzalcóatl: el imperio azteca desaparecería de
la faz de la tierra.
Escuchad atentamente lo que os voy a contar —dijo Papatzin con voz
grave. Me habéis visto muerta, incinerada y ahora me veis viva de nuevo.
Por la autoridad de nuestros ancestros, mi hermano, yo he vuelto de la
muerte para predeciros ciertas cosas de primera importancia.
Emilio se acercó más a la hermosa princesa rediviva, quien seguía
precisando la atroz profecía:
Girando hacia el este del espacio, contemplé sobre las aguas del río un
amplio número de barcos tripulados por una gran multitud de hombres
vestidos de forma diferente a nosotros. Sus ojos eran de color gris claro, sus
complexiones rudas; portaban estandartes y enseñas en sus manos y
llevaban cascos en sus cabezas…
Papatzin lloraba porque estaba condenada a morir de nuevo y se escondía
tras el largo cabello negro. Moctezuma y los suyos no salían del estupor.
Había palabras incomprensibles y atemorizantes como cruz, tez rubia, ojos
claros, dios único y verdadera religión… El banquete que esperaba al rey
azteca y a los suyos se enfriaba: los chapulines y los hongos, los jumiles y los
zapotes, las tortillas de maíz y los tamales, los chiles y los ciruelos, el
pescado cubierto de verdolagas, las jicamas y la carne de venado y guajolotes
eran olvidados en los comales, en ollas de fino barro y en vasijas polícromas,
mientras los jarros con aguamiel se quedaban olvidados sobre las telas de
algodón bordadas con hilos de oro. En los altares el fuego y el incienso se
extinguían y el espíritu de Huitzilopochtli perdía el ímpetu que inflamó a los
ejércitos aztecas que partieron de un islote menudo a conquistar una enorme
extensión territorial.
Ahora los presagios anteriores tenían una clara explicación, ninguno era
esperanzador y sí todos eran negativos, anticipaban desastres o uno solo y
mayúsculo desastre: la espiga de fuego en el cielo, un cometa, las fumarolas
del altivo Popocatépetl, el helado llanto de Iztaccíhuatl, el agua del lago
hirviendo, gritos de dolor provenientes de la nada. Ante tales advertencias
infortunadas, los sabios sacerdotes, los guerreros intrépidos y el propio
Moctezuma, de exacerbado misticismo, en lugar de aprestar las armas y los
escudos, incendiar el patriotismo azteca y lanzar una amplia convocatoria a
defender su tierra y su agua, sus frutos y sus flores, su poesía y sus esculturas,
sus dioses, en suma, su cultura y civilización, no habían encontrado otra
posibilidad de enfrentarlos que meditar y entregarse a la oración y toda la
población sentía miedo. Formaban pequeños grupos y lloraban, y trataban
de consolar a los niños. El temor era contagiado a los perros escuincles que
temblaban buscando en vano la protección de sus amos. De antemano, estaban
derrotados, el resto sería sólo una formalidad guerrera.
Cuando la princesa concluyó su pavorosa profecía, Emilio se acercó más
aún y abrazó al desdichado monarca. Afuera, Tláloc lloraba bajo la tímida
protección de una luna pálida y desencajada y entonces una lluvia muy fina y
callada golpeaba el espejo bruñido del gran lago azteca. Moctezuma salió
silenciosamente y se encaminó con pasos lentos hacia sus aposentos, para
hundirse en pensamientos tristes y melancólicos que ya jamás lo abandonarían.
Hasta ese momento, para el pueblo azteca el pasado nunca había sido mejor
que el presente y el futuro, en lo sucesivo y hasta su extinción viviría
diariamente en el miedo al porvenir. La fragilidad de su religión, de sus dioses
y en consecuencia del propio monarca, ahora estaba a la vista, y los palacios
soberbios y las pirámides espléndidas que los aztecas habían construido sobre
el agua, pronto desaparecerían de la faz del orbe para quedar, incómodos, en
la mala memoria de cronistas españoles y en la visión trágica y dolida de los
vencidos. A partir de esos momentos, las danzas festivas desaparecieron y la
música azteca se hizo lúgubre y se hizo triste, los teponaztles, los caracoles y
las chirimías dejaron su habitual marcialidad y alegría para desparramar notas
como lágrimas. El magnífico Valle de México ahora tenía un bello lago
moribundo, era un espejo humeante.
El miedo de Moctezuma se volvió pánico. Terminaba 1518 y ya muchos
aztecas sospechaban la tragedia que se avecinaba: hombres que descendían de
barcos tan grandes como montañas, ávidos de oro y piedras preciosas,
escupiendo fuego y blandiendo espadas de hierro, montando una especie de
enorme venado, amenazaban al imperio. Por más que Moctezuma trató de
evitar la llegada de los españoles a México-Tenochtitlan, estos entraron el 8
de noviembre de 1519, dejando una nutrida retaguardia de tlaxcaltecas cuya
mente estaba fija en la venganza. De ese día memorable para la España
cristiana, trágica para los aztecas, el conquistador Bernal Díaz del Castillo
escribiría: Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos
camino de Iztapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas
en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan
derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y
decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro
de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el
agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si
aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo lo
escriba aquí, de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que
no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas ni vistas ni aún soñadas, como
veíamos…
Moctezuma y Cortés se encontraron en un punto de México-Tenochtitlan no
distante del lugar donde los aztecas habían encontrado la clave prometida: el
águila devorando a la serpiente sobre un nopal. Pero en realidad no fue un
encuentro sino un desencuentro: ambos grupos se miraban con recelo: los
españoles añadían a sus ojos la codicia y el afán destructivo: la maravillosa
civilización azteca era el botín más grandioso imaginable, una conquista que
superaba la caída de Troya; en su turno, los habitantes de México-Tenochtitlan
veían con pavor los yelmos, los escudos, las espadas, las lanzas y las corazas
de acero, creían que jinetes y caballos formaban una sola unidad y el mal olor
que despedían los europeos ofendía el delicado gusto de los mexicanos.
Moctezuma se cubría boca y nariz con pétalos de flores perfumadas. Hernán
Cortés no se percató de la discreta maniobra, absorto como estaba pensando
en el oro, la plata y la pedrería preciosa que se ocultaban en las habitaciones
de todos aquellos asombrosos palacios y pirámides.
¿Qué clase de dioses abandonarían a los aztecas en su tenaz intento por
salvarse de la destrucción y conservar su esplendorosa civilización y qué
clase de dioses protegerían al invasor? ¿O eran demonios los que permitían la
extrema crueldad de los españoles y la inaudita ingenuidad mística de los
aztecas? La agresión y la defensa fueron hechas en nombre de los dioses. Y es
normal. Bien decía Jean Genet: «El asesino mismo no se atrevería a rezar al
diablo.» En todo caso, hubo dioses cobardes o simplemente ineficaces y
dioses malvados en cuyo interior coexistían el bien y el mal. El bien es la
apariencia, la pura formalidad, en tanto que el mal es un triunfador nato.
Todo es cuestión de unos cuantos meses de feroz e inútil resistencia ante
Quetzalcóatl-Jesucristo, la fatalidad, el hierro, el caballo y la pólvora, se dijo
Emilio casi en voz alta, y como Moctezuma también lloró, ambos tenían
apretado el corazón: el monarca no sólo anticipaba su muerte sino la extinción
del imperio; para Emilio carecía de sentido mirar hacia el pasado más remoto,
tampoco lo tenía regresar a su detestada época. Una vez más fue traicionado.
Ahora estaba irremisiblemente perdido, ni el portento recién ocurrido pudo
darle la felicidad que buscó afanosamente. No tenía más camino que recorrer,
se hundiría con sus antepasados aztecas, víctima de sus antepasados
españoles.
No lejos de Emilio, al pie del Templo Mayor, entre grandes esculturas de
caballeros águila que protegían la efigie temible de Huitzilopochtli, un
sacerdote recordaba un poema teñido de tristeza: lo escuchaban azorados
guerreros y doncellas asustadas, con la melancolía propia de una religión y
una cultura pesimista y en el fondo autodestructiva: