El Reino Vencido - Rene Aviles Fabila

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El reino vencido es la sexta novela de René Avilés Fabila.

Se trata de
una ambiciosa y aguda obra en donde aparece una multitud de
personajes de toda índole que poco a poco van diluyéndose hasta
quedar en el centro del escenario Emilio Medina Mendoza, eje de la
trama. El reino vencido puede ser indistintamente el país en su
conjunto, la ciudad capital, el barrio donde se mueve o él mismo. Es
un recuento de fracasos y derrotas, un libro de nostalgias y un canto
desesperanzado por el «paraíso perdido».
Las intensas correrías del personaje central por una ciudad que llegó
a su total decadencia sin cruzar por algún periodo de esplendor, son
una búsqueda afanosa por la sobrevivencia; sin embargo, con cada
aventura, Emilio Medina Mendoza sólo consigue regresar más al
pasado, todo por buscar una época o momento en que pueda
sentirse a salvo y feliz. Así retrocede hasta 1519 y se halla con que el
aterrador Distrito Federal, inseguro, brutal, ciudad prostituta, ha
dejado de serlo para convertirse en el paraíso, lo ha recobrado en el
portentoso Imperio Azteca. Pero sólo por unos momentos: pronto
sobrevendrá la destrucción final y su muerte desolada con la caída de
la luminosa Tenochtitlan a manos de los españoles.
Sin duda, El reino vencido es una gran obra de la narrativa
hispanoamericana que muestra la madurez literaria de René Avilés
Fabila y lo consagra, sin duda, como uno de los más importantes
escritores mexicanos.
René Avilés Fabila

El reino vencido
ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: El reino vencido
René Avilés Fabila, 2005
Fotografía del autor: Norma Patiño
Diseño de cubierta: Perla Alejandra López Romo

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
A mi hermana Leonora,
dulce, hermoso y persistente recuerdo.

Para Rosario,
siempre y a la memoria de mi madre.

A Beatriz Espejo,
amiga entrañable, escritora formidable.

Asimismo, para Gastón García Cantú,


hombre sabio y generoso,
historiador intachable y amigo fraternal.
Antes que nos llegue la muerte,
habremos metido toda la vida
en el cerco de la novela.
H. G. Wells

Yo no he vuelto al pasado, vivo en el pasado.


El pasado en que yo vivo es un pasado anterior
a mi propia existencia…
Juan José Arreola
El principio del fin
¿Cómo y cuándo principió el final? Realmente lo ignoro; supongo que de
muchas maneras fue el aburrimiento o la imposibilidad de continuar con una
vida intensa. Al mismo tiempo inicié automáticamente la vida de nostalgias
que temía y que en efecto resulta estúpida. Añoranzas de hermosas niñas que
se transformaron en brujas y príncipes que concluyeron sus días en calidad de
sapos, casas encantadas que pararon en ruinas y de alegres y optimistas
muchachos que terminaron sus días amargados, gordos y llenos de cerveza,
ante un televisor que insistía en transmitir deportes y espectáculos idiotas, de
soberbios jóvenes capaces de enfrentarse a golpes a dos o más enemigos o
quienes por razones que no supe distinguir bien en la niñez prefirieron
combatir al Estado. Y algo más lamentable que indica deterioro o regresión:
pensar en los juegos y juguetes que tuve en la infancia. Suelo preguntarme,
¿cuál es mi Rosebud? Así como el del ciudadano Kane era un trineo, el mío
podrían ser (son) tres juguetes: un jinete, cosaco de pasta muy bello, sobre un
corcel brioso, perfecto, pintado de negro, la réplica de un Mercedes Benz,
marca Schuco, de metal blanco, de cuerda, cuyo volante giraba para permitir
vueltas a izquierda y derecha y una copia del caza inglés Spitfire; con ellos
jugué y jugué: eran bellísimos. Los añoro porque representaron —quiero
suponerlo— una edad de oro, de intensa felicidad y total despreocupación, de
vislumbrar un futuro promisorio y esto es extraño: ¿qué diablos me hacía
pensar en el éxito o al menos en una vida cómoda y segura si nunca hice algo
por merecerlos? Con el cosaco estuve en Crimea y recorrí las estepas rusas, el
avión me fue útil para evitar que los nazis invadieran Inglaterra, el auto me
condujo por diversas partes de Europa y lo usé en dos carreras
internacionales: ambas, como es de suponer, las gané de punta a punta,
dejando atrás a Juan Manuel Fangio. No puedo precisar en qué momento los
perdí, cómo me deshice de ellos si tanto los apreciaba. Es una tarea imposible
por más esfuerzos que hago. A veces me descubro viendo soldaditos de plomo
y automóviles en miniatura, buscando datos para la reconstrucción inútil de mi
infancia. La recuerdo obsesivamente y me percato de lo absurdo que resulta
envejecer pensando todo el tiempo en el tiempo pasado. Ni siquiera hay
presente o está destinado a suponer que en algún sitio el mundo se detuvo y
esa búsqueda se agudiza ante el espejo que refleja canas y arrugas, en
particular, un gesto de tristeza. Y si existiera futuro para un anciano, sería
justamente hurgar en un costal de desvencijadas memorias.
Debí darme cuenta de que envejecía cuando conocí, en el antiguo bosque
de Chapultepec, a Mariela. Las primeras veces la acompañé a su casa y dejé
que el tiempo corriera, como solía hacer, en pláticas superficiales, a varias
calles del lugar donde corríamos y hacíamos algunos ejercicios; en las
siguientes, preferí dejarla antes. Por último, pese a su hermosura y disposición
para iniciar algún tipo de relación amorosa, me despedía de ella en la entrada
del bosque, a unos pasos de mi coche. Él sólo pensar en el cortejo, en relatar
de nueva cuenta mi vida, repetir mis «hazañas», narrar mis relaciones
amorosas, hablar de mis amigos y sus andanzas que sabía de memoria y que tal
vez había modificado a fuerza de contarlas o simplemente buscar tema de
conversación, me fatigaba. Pensaba en eso y en otras mujeres que dejaron
honda huella justo por la brevedad de los encuentros o por la fatigante
duración. En Valeria. La conocí en Buenos Aires, estuve en esa ciudad dos
semanas y para mi desgracia me la presentaron en los últimos días. En una
cena, me senté junto a ella. La plática estuvo sazonada de encuentros y
afinidades. Era alta, blanca, de ojos verdes, elegante en su forma de vestir. Su
intervención durante las conferencias creo que no fue inteligente, más bien,
grata, amable, el caso es que resultó muy aplaudida y comentada por el
público que asistía a aquel seminario de literatura. La cena oficial concluyó
antes de la medianoche. Poco después yo regresaría a México y ella se iría a
un distante pueblo en la Patagonia, donde su esposo tenía un «próspero hotel»
que recibía europeos y japoneses en busca de soledad. Le propuse tomar una
copa en algún sitio y ella aceptó de inmediato. La penúltima noche recorrimos
tres o cuatro sitios y terminamos en su habitación haciendo el amor. Tengo la
impresión de que ambos hablamos más de nuestros respectivos cónyuges que
de nosotros mismos. En su caso podría ser una expiación, en el mío, la
costumbre de mostrar a una tercera esposa encantadora, relativamente joven, y
quizá resignada a mis infidelidades porque le preocupaba más su carrera de
química. Unas horas antes de despedirnos, me aferré a su cuerpo desnudo y
ella al mío. Nos besamos insistente y pasionalmente sin darle tiempo a la
ternura. Nos contamos de manera atropellada los aspectos relevantes de
nuestras vidas. El recuerdo más claro es que ella me dijo que solía ir cada
tanto a Guadalajara, porque allí su familia tenía intereses. Me pareció
fantástica la posibilidad de verla nuevamente tan cerca de la Ciudad de
México, mi hogar. Cuando desperté estaba en mi cuarto, con su perfume
impregnándome apenas tuve tiempo para hacer las maletas y llegar al
aeropuerto, donde comenzaron las nostalgias. En el avión de regreso no dejé
de pensar un momento en Valeria, cada vez la recordaba más bella, su cuerpo
se quedó tatuado en el mío.
Dos días después, le escribí la primera carta, llena de pasión, de frases
amorosas. Fue una larga misiva, salpicada de promesas y de la fuerte idea de
volverla a ver. Poco después recibí respuesta. Valeria me decía cosas gratas,
como por ejemplo, el día que te conocí y te amé, ese mismo día te perdí. De
nueva cuenta le escribí, ahora tratando de ser hombre de mundo, le pregunté
cómo eran su marido y sus hijos. Le hablaba de mi trabajo en México y le
recordaba su promesa de vernos pronto. Agregué una posdata: tengo la
impresión de que pese a todo, se trata de un amor enorme, todos los días
pienso en ti y te deseo cada vez más. Su respuesta tardó. Volvía a escribirme
cosas agradables, pero casi al final decía: tu recuerdo es borroso, ya no veo tu
cara. Aquello fue una bofetada. Yo, en cambio, sabía de memoria todo su
cuerpo, cada uno de sus cabellos, los que durante las horas de la madrugada
acaricié y conté lleno de admiración y ternura, de pasión y respeto, precisaba
el sitio donde estaba un punto café en el muslo derecho y una pequeña cicatriz
en el brazo. Tenía grabado, incluso, su acento de porteña y algunos giros que
utilizaba cuando hablaba con rapidez que me hacían gracia. No sólo ello,
estaba fotografiada en mi mente con su vestido azul marino y sin prácticamente
nada abajo. Podía cambiarle de ropa, ponerle un vestido de colores, floreado,
o tal vez uno de noche, ceñido, negro para que contrastara con su blancura, o
también una falda corta para que sus piernas lucieran. Valeria apenas me
recordaba, mis rasgos se le habían perdido pese a que conservaba los retratos
que en grupo nos tomaron: ella y yo estábamos juntos y ambos éramos muy
claros gracias al primer plano. Pude insistir, telefonearle, pude, incluso,
buscarla, en otros tiempos así lo hubiera hecho, yo que le di prioridad a la
mujer, al amor. Simplemente dejé de escribirle. Ahora es un recuerdo cometa,
bellísimo y fugaz, que de vez en vez aparece.
Algo parecido me ocurre con el sexo, lo necesito más como una vieja
costumbre que como una exigencia carnal. A diferencia de otras épocas en que
hacía el amor con una frecuencia asombrosa, ahora puedo estar largo tiempo
en abstinencia, sin padecer llamadas de atención matutinas o reaccionando de
inmediato al besar a una mujer. Paso el tiempo sin búsquedas amorosas, sin
beber una copa y sin deseos de salir de casa. En recuerdos estériles. Pero al
respecto, debo añadir que siempre fui un nostálgico que echaba de menos todo
tiempo pasado, que llegué a suponer que no estaba en la época correcta, que
debí ser caballero en el medievo, húsar, soldado de caballería con Napoleón,
general romano con Marco Antonio o quizá minero durante la fiebre del oro en
California. Me vi bailando charleston en Nueva York alrededor de 1920,
tratando de ser personaje de Fitzgerald, y lamenté mucho no haber peleado por
la República Española como Siqueiros. Al parecer nunca estuve de acuerdo
con lo que me tocó en suerte (mala, pensé) ver, oler, tocar, oír. Tal vez ha
llegado el momento de reconstruir mi vida, meditarla para mostrármela a mí
mismo: quisiera saber si tuvo sentido o no esa intensa búsqueda de mujeres
que me convirtió en un fanático, tenaz, obsesivo cazador de amor, actividad
que, efectivamente, no me dejó tiempo para otras cosas. Toda mi atención
estuvo siempre concentrada en las mujeres, no con el éxito de un don Juan
Tenorio ni de un Casanova, pero sí con la idea peregrina de que en algún
momento la búsqueda cesaría. A mis amigos de todas las épocas, curiosamente
todos surgidos en la misma zona, en los mismos barrios de siempre, los de
infancia y juventud, también les dediqué mucho tiempo, los escuché, los
padecí, los apoyé, los admiré, los detesté y los envidié. Hoy pienso haber
perdido miserablemente el tiempo, pero, ¿quién no lo ha perdido? Unos por
hacer fortuna, otros por conquistar una parte del poder, unos más por adquirir
una familia, aquellos por convertirse en santos y estos por transformarse en
criminales.
El espejo humeante
A él, a Emilio Medina Mendoza, le gustaba imaginarse dueño de un largo y
maravilloso linaje que principiaba cuando no existían los dioses ni habitaban
entre nosotros las supersticiones, quizá sólo miedos y temores que siempre
terminaban por ser vencidos, cuando no existía la propiedad privada y todo
era colectivo. No pensaba, como otros, en sus antepasados inmediatos; iba
mucho más lejos; comenzaba en las descomunales planicies indómitas de un
continente que hacia el norte comunicaba a través de un modesto mar con una
zona de clima cambiante que luego llamarían Europa, de allí, hacia tierra
ignota y fría e imaginaba a sus ancestros caminar largamente hacia el este. No
sabía qué buscaban, pero los veía marchar infatigables, con un tesón
admirable. Tanto así que un estrecho (lo sabían pues alcanzaban a distinguir la
otra orilla), no los detuvo. Con paciencia aguardaron a que las aguas se
congelaran y las cruzaron en una especie de milagro semejante al que mucho
más adelante la Biblia llamaría al paso de Moisés por el mar Rojo, sólo que
aquél era producto de la inteligencia humana y no de su imaginería que busca
hechos sobrenaturales con una fe ramplona. Luego comenzaron a bajar hacia el
sur: amplios bosques, enormes montañas, ríos caudalosos, lagos soberbios y
una fauna diferente los recibió. La luna fue tan generosa como el sol: la
primera les dio plata; el segundo, oro. Conforme avanzaban la naturaleza los
recibía con esmeraldas y maíz, con rubíes y papas, con perlas y mamuts, pero
sobre todo con barro para que sus prodigiosas manos artesanales volcaran una
hermosa creatividad en dioses enigmáticos y sacerdotes de lujosas
vestimentas.
Con cautela, aquellos grupos en donde marchaban sus ancestros revisaban
la naturaleza: plantas hermosas y colores soberbios. Algunos se quedaban en
los parajes y valles que les parecían más confortables y acogedores, otros,
entre ellos sus familiares, preferían seguir la larga marcha, incansables,
buscando el paraíso que intuían. De este modo llegaron a una cuenca: rodeada
de montañas sugerentes, de gratas formas humanas (que mucho más adelante
sus contadores de historias les pondrían sexo y hasta les darían anécdotas), un
valle cruzado por casi doscientos ríos y poblado de lagos extraordinarios, les
dio la bienvenida.
Esos eran parte de su genealogía. Los primeros habitantes de ese
continente, sus primeros exploradores, los que al asentarse construirían
civilizaciones notables, que sus antepasados que optaron por quedarse en las
viejas tierras hoy conocidas como África, Asia y Europa, destruirían de modo
implacable. Para él, para Emilio, América no se debía a ningún
descubrimiento o no al menos al que llevó a cabo el navegante genovés
llamado Cristóbal Colón. Fue primero un sueño, un sueño sólo poblado por
animales en diversos climas y paisajes; perfectamente adaptados. Un
continente que nunca produjo temores sino más bien la idea de que alguna
buena vez sería una tierra pródiga para el hombre. Ello significaba que el ser
humano en su eterna búsqueda, para satisfacer su perenne espíritu
conquistador, había vagado muchísimo antes de avanzar decididamente hacia
el país que ahora le daba nacionalidad a Emilio: México. En suma, pues, ni
era un recién llegado ni su familia carecía de tradición y linaje, no importaba
que sus apellidos en apariencia no condujeran hacia ningún punto brillante.
Colón no le merecía mayor respeto que aquél que le provocaban los
aventureros de enjundia, de valor. Lo veía no tanto como un descubridor sino
como a un intruso, una suerte de buen conquistador que anticipaba la
ignorancia y la brutalidad de los grandes capitanes de la Conquista, aquellos
que iniciaron algo que pese a su nombre es una tremenda realidad: la Leyenda
Negra, de la que dejaron inmejorables pruebas las destrucciones de incas y
aztecas, imperios prodigiosos de artistas y guerreros. Pero lo más extraño es
que Emilio pensaba que esa matanza, esa empeñosa y sistemática destrucción
que los españoles llevaron a cabo en América y que apenas dejó vestigios de
piedra y un puñado de códices conteniendo algunas historias y leyendas,
poemas y algunos instrumentos como la chirimía, el caracol y el teponaztle,
que apenas permitían saber cuál fue su música y cuáles sus ritmos, era una
inmensa lucha fratricida. Habían luchado hermanos contra hermanos, los que
se quedaron en Europa y los decididos que cambiaron de continente. Entonces
de nuevo se encontraban sus familiares convertidos en miembros de distintas
tribus, de diferentes razas, con las características físicas peculiares que el
medio ambiente les había dado. Una guerra escuchada una y mil veces durante
su infancia con la finalidad de darle a su existencia un sentido nacionalista,
que ya no le importaba tanto porque al fin se habían reencontrado: sus
antepasados de allá y los de aquí. Como no era creyente, a la antigua religión
la encontraba convertida en literatura y a los dioses transformados en
soberbias esculturas de barro y piedra con incrustaciones de jade y obsidiana,
mientras que a la nueva simplemente la toleraba con la esperanza de que algún
día, por lejano que pareciera, tuviera idéntico fin. Los resultados de aquel
largo peregrinar fueron muy claros, esa época, ese país, esa ciudad, esa
familia, esa colonia en la que iba a pasar más de veinte años y esas calles
donde tomaría una solución radical. Muerta su hermana, desaparecido su
padre y fallecida su madre, sin abuelos ni tíos, sin parientes cercanos, sería el
último de un linaje peculiar. Esta idea le enorgullecía secretamente y le daba
una extraña sensación de triunfo. No cometió ninguna hazaña, no fue gran cosa.
La historia no lo registraría. Pero estaba seguro de ser el último de una larga
cadena de hombres y mujeres que recorrieron el planeta en busca de un final.
El paraíso perdido
El recuerdo más hermoso que me queda es el de la calle donde pasé más de
veinte años, de los tres o cuatro hasta los veinticinco, cuando abandoné esa
casa para siempre. La colonia en tal época era el punto más remoto de una
ciudad poco poblada que crecía con tranquilidad. Era un lugar arbolado, con
jardines y fuentes y con familias que recién comenzaban, de tal forma que viví
rodeado de niños que conmigo crecieron, se hicieron adolescentes y cuando
todos llegamos a ser adultos inició la dispersión y así, quizá, el final de un
lugar que yo vi como una especie de edén y que hoy siento como un paraíso
perdido.
Ciudad Jardín era, en esa época, un sitio distante del centro de la pequeña
urbe. Unos cinco kilómetros que nos parecían mucho por la lentitud del
transporte público. Para llegar a ese lugar, quienes carecían de automóvil,
viajaban en tranvías dobles cuyas terminales, o última estación, se
encontraban en los límites de la capital: una, en Xochimilco, otra, en Tlalpan.
Estaba rodeada de zonas arboladas, llanos, unas tres lagunas y ríos que fueron
caudalosos y venían empequeñeciéndose de forma acelerada como el de La
Piedad y Churubusco. Fue, en consecuencia, un mundo hermético, distante de
otras colonias o zonas pobladas, refractario a ciertas influencias, que aceptaba
con facilidad aquéllas que venían de más lejos y se movían a través de la
radio y el cine. Un lugar que pese a sus reducidas proporciones, tenía dos
jardines, parques, como ya les llamábamos, con soberbias fuentes, parecidas a
las que indicaban la entrada principal y sus límites estaban perfectamente
señalados. Los habitantes tenían, en su mayoría, pretensiones, eran parte de
una clase media próspera; algunos habían surgido merced a la Revolución,
como en mi caso, lo que les permitió a mis padres estudiar y hacerse
profesionistas. Otros venían de España a hacer fortuna y la comenzaban a
conseguir. El día que veía a los mayores juntos era el domingo: la iglesia de
Santa Rita de Casia, donde hice mi primera comunión, me confesé y comulgué
los viernes primero por razones todas sociales, los congregaba a lo largo de la
mañana: una tras otra, las familias acudían al llamado de las campanas. Ese
día el billar no abría. Don Pepe les daba un respiro a sus ayudantes, dos
muchachos de acentuadas facciones indígenas, y él se encerraba en el
pequeñísimo cuarto donde dormía y cocinaba sus alimentos. Don Pepe lo
manejaba a gritos y mentadas y los dos coimes entregaban con rapidez y
precisión las bolas, algunos tacos especiales para los mejores, las fichas de
dominó; desde luego, lo aseaban. El lugar no tenía letrero en la entrada,
parecía clandestino. No obstante su apariencia siniestra, era perfectamente
legal y siempre estaba repleto de jóvenes, de leperadas y a veces de alcohol.
Don Pepe parecía personaje de viejo filme mexicano: un general retirado, de
grandes bigotes canos, con una pierna tullida, de mal humor permanente,
soportando los pleitos a golpes y las borracheras que eran frecuentes en su
establecimiento, su reino, su fortuna, el patrimonio que no pararía en manos de
ningún pariente, pues era un hombre solo, amargado, rencoroso. Era dueño del
único lugar «maligno» de Ciudad Jardín, el punto donde sus asistentes más
asiduos se ganaban el mote de vagos, sitio prohibido, antesala del infierno y
único recinto destinado a la libertad.
Las calles se llamaban orientes y sures. A mí me correspondía Oriente 55
y era la mejor de las calles de la colonia, la más amplia, la de más árboles, la
que tenía más niños semejantes a mí. Frente a mi casa vivía una familia
española, González, asturiana y, lo entendí mucho después, franquista; de allí
salió mi primer gran amigo, Jaime. En las fiestas, sus padres bailaban jotas
que siempre me parecieron ridículas, brindaban por el generalísimo Franco y
reconstruían la batalla por el Alcázar de Toledo como si hubieran estado
dentro o fuera de sus muros, cuando habían llegado a México antes de la
Guerra Civil. Jaime, sin embargo, parecía ajeno a la tradición familiar. Al
lado había una casona de estilo californiano colonial, en boga por ese tiempo;
era de dos niñas insufribles, con diminutivos idiotas, Chiquis y Chocha, cuyos
padres las vestían igual y no toleraban amistad alguna. Y junto a la mía,
habitaban un matrimonio y tres hijos. El padre era dueño de uno de los
mejores cabaretuchos de la ciudad. El Burro. Era una familia extraña, al
menos para mi lógica: el padre era un hombre brutal, soez, de mucho alcohol y
prostitutas, mientras que su esposa pregonaba valores tradicionales, era
rezandera, chismosa y se preocupaba por cuestiones pías. Su hijo menor,
Sergio López Villafañe, sería mi amigo fraterno, inseparable y parte de mis
aventuras y sueños, hasta que a los cuarenta años de edad, alcoholizado, se
mataría conduciendo a velocidad excesiva. Sergio y sus hermanos estudiaron
la primaria, raro en esa época, en escuela de maristas. Allí también habitaban
Rosita, hija única, Alberto y Patricia Vilchis y Gustavo, entre otros. La
primera jamás regaló un saludo; al final, sola, vieja y sin belleza, trató de
organizar reuniones con aquellos vecinos para mitigar su soltería. Creo que
fueron un fracaso, al menos yo jamás asistí. Los hermanos Vilchis estaban
siempre a un paso de entrar en vida al cielo; a su madre, una viuda santurrona,
nada le parecía «decente». Gustavo solía dedicar las tardes al piano; tocaba
Chopin, básicamente piezas de cierta brillantez. No sé mucho de música, pero
era obvio que sus esfuerzos jamás serían exitosos. Antes de salir de Ciudad
Jardín, vi a una mudanza sacar el piano de media cola, mientras que tras las
cortinas se asomaba mi amigo con cara compungida. Imaginé que tuvieron
necesidad de venderlo. Su hermana Yolanda fue mi primera novia y la primera
mujer que besé. Al no existir ningún parecido entre ellos, la gente murmuraba
que era una niña adoptada. En algún momento, el padre de ambos desapareció
sin dejar rastro a las conjeturas y chismes de los vecinos. Lloroso, Gustavo se
quejaba con sus amigos; se llevó a Dumbo, mi dálmata.
Entre otros lujos de esa calle entrañable, estaba una residencia en cuyos
jardines paseaban tres garzas. Era obvio, le pusieron la casa de las garzas y a
la dueña, una mujer sin hijos, nuestras mamás le decían la Joan Crawford por
su notable parecido con la actriz cuya fama en ese momento era excepcional.
Con un esposo malhumorado y poco sociable, en Navidad, solía dar regalos a
los niños pobres. El amplio jardín tenía tres descomunales árboles, uno de
ellos era un pino y en diciembre y enero le ponían luces y esferas: un
espectáculo francamente norteamericano. Una tarde, casi a punto de
convertirse en noche, la calle sufrió extraños trastornos. Un disparo despertó
la agitación colectiva. Mi mamá no me permitió salir, tendría yo unos seis
años y mucho temor por ella y su carácter cambiante. Un tío de Jaime era
estudiante de medicina y salió corriendo de su casa rumbo a la de las garzas.
No supe más. Al día siguiente, en el desayuno, mi mamá comentaba lo
sucedido: el esposo de Joan Crawford le había disparado sin razón aparente;
por fortuna, añadía mi madre muy convencida, el balazo hizo una herida
insignificante. En lo sucesivo los vecinos apenas la verían, su discreción se
convirtió en una manía. Poco más allá, habitaba una familia de actores y
actrices de apellido Guzmán, cuya hermana mayor atraía la presencia de
celebridades cinematográficas. En Sur 118, a cuatro metros de Oriente 53,
habitaban los integrantes de un trío (Los Mexicanos) que fue famoso en aquella
época a causa de un exitoso concierto en Moscú y que en las películas de
charros solían acompañar a Luis Aguilar. A media calle estaba la casa de una
afamada rumbera del cine que llamaban de oro, Lilia Prado, con un montón de
hermanos: tres mujeres y cuatro hombres. Por su belleza, destacaba Mina.
Otra, la Güera, fue famosa por sus intentos de convertirse en estrella de cine y
por la facilidad con la que se iba a la cama con los muchachos mayores de la
colonia. El menor de ellos, Coco, fue mi amigo y amigo de los demás
muchachos hasta que le compraron su primera motocicleta, entonces se
convirtió en corredor y nos dejó de hablar. Lo veíamos pasar en una moto
Triumph, mientras nosotros jugábamos futbol americano en la calle. Luego,
mucho después, haciendo un primer recuento de mi vida, descubrí que
estábamos a medio camino de lo que era el Hollywood mexicano, los Estudios
Churubusco y alguna otra empresa de cine como Clasa Films Mundiales y que
por ello era frecuente ver artistas como Jorge Negrete y Luis Aguilar, el Indio
Fernández, Andrés Soler y Columba Domínguez, que iban a visitar a los
colegas que vivían allí.
Las otras calles eran asimismo importantes, cada una tenía su propio
encanto y sus propios personajes. Alejandro Aguilar parecía muy solitario,
pero estaba satisfecho con su apostura. Nadie sabía gran cosa sobre su familia
y cuando no jugaba con nosotros, lo veíamos pasar rumbo a la escuela sin
mirar a los lados, absorto, caminando muy erguido. Mucho más adelante se
mudó del barrio y nos volvimos a encontrar en Ciencias Políticas y Sociales
de la UNAM. Satanás era simpático y dicharachero, formaba parte —así lo
imaginábamos— de una misteriosa familia, pronto ocuparía el primer lugar
como un peleador formidable. Su cuerpo, saturado de cicatrices, era la mejor
prueba de su fiereza. Solía, ya en la madurez, desnudar el torso para
mostrarlas. Más allá, casi al final, alguna vez pensé que era la frontera entre la
civilización, nosotros, y la barbarie, ejidos, llanos y terrenos que parecían
desolados, moraba un niño de pocos recursos, no sé qué tan pocos,
simplemente no tenía lo que los demás poseíamos y Memo (Guillermo
Moreno) lo hacía notar: Su casa es pequeña, de un piso. Dos hermanos,
Ricardo y Dantón, hijos de un escritor, a su vez, señalaban la actitud
contestataria del muchacho que poco nos frecuentaba. Se llamaba Andrés Alba
y sus padres eran maestros, como los míos, sólo que ellos se mostraban ajenos
al resto de la zona y de sus habitantes que parecían felices de tiempo
completo. Andrés, por cierto, sería el primero en hablarme de la importancia
de la naciente Revolución Cubana. Memo fue un gran amigo mío; si hoy pienso
las cosas, no tendríamos por qué haberlo sido: él simpatizaba con los
alemanes y en particular con los nazis, que para él eran la misma cosa, tal
como le parecían a mi madre quien solía bromear en serio: atrás de cada
alemán, hay dos nazis. Llegó al extremo de coleccionar los restos del Tercer
Reich: armas, condecoraciones, fotografías del alto mando, discos con
discursos de Hitler, al que se refería diciéndole Führer. Me prestó, a iniciativa
suya. Mi lucha y Los prólogos de los sabios de Sión. Yo, al contrario,
admiraba al Ejército Rojo, que hacía muy poco destrozara a las poderosas
divisiones de Hitler en Stalingrado, Leningrado, Moscú y Kursk y capturara
Berlín, pero coincidíamos en la devoción por la música y la literatura. Él me
hizo escuchar por vez primera a Wagner y Paganini, quienes sólo eran nombres
sin música en mi cabeza. En otra calle, cerca del parque principal, y a dos de
María de los Ángeles Aquino y de Atala Sosa, vivía Elsa, en una casa
impresionante, blanca y muy cuidada, también de estilo californiano colonial,
la niña sonriente que jamás nos habló: sus padres, españoles, le impedían
tratar con «gente baja». Su arrogancia los conducía a ni siquiera relacionarse
con la familia de Jaime. Su historia devendría dramática.
Contábamos con una nevería en cuyo interior brillaba una rocola
multicolor con los éxitos del momento: Frank Sinatra. Perry Como, Bill Haley,
Elvis Presley, Pat Boone, The Platters, Little Richard, sin embargo, el sitio
más atractivo era el billar, el lugar sórdido por excelencia. Allí llegaba un
hombre (¿lo sería?, a mí me lo pareció siempre, pero no creo que haya tenido
más de dieciocho años) que todos conocimos como Pelayo. Se distinguía por
su elegancia, por su arrogante manera de actuar. Nadie sabía de dónde venía o
adónde residía, cómo obtenía la muy impresionante suma de dinero que
siempre cargaba, ni nadie se metía con él, ni Satanás ni el Rata, el Colorado o
Roberto el Chuchín, menos Aleco, a quien yo sólo veía en el billar y en un
restaurante de Portales, El Nereidas, lugar de cubas y tequila para cualquiera
que lo solicitara y tuviera dinero para pagar. Muchos internamente aspiraban a
ser sus sucesores, tan temidos como Pelayo, tan respetados como Pelayo. Me
gustaba verlo jugar carambola de tres bandas: era capaz de hilar veinte o más,
se ponía talco en las manos, a la punta del taco la cubría con algo de tiza y
sonriente (así lo recuerdo), con su ropa vistosa, dejaba que los demás
asistentes hiciéramos comentarios de admiración. Yo me limitaba al ah, oh, no
creí que fuera posible esa carambola o al reclamo al tipo de junto porque con
estupidez afirmaba que la jugada de Pelayo era pura buena suerte. No usaba la
fuerza de sus brazos musculosos, se limitaba a pulsar el taco, mirando las dos
bolas con las que tenía que chocar luego de golpear tres veces en las bandas, y
el milagro ocurría con lentitud exasperante. Nadie jugaba en su contra, a
menos que fuera por placer. ¿Para qué arriesgar el dinero? A veces, cuando
iniciaba Pelayo, su rival no tenía la posibilidad de hacer una sola jugada:
lograba las veinte o treinta carambolas seguidas. Cuando estaba solo o de mal
humor, nadie se acercaba y entonces él procuraba hacer carambolas de
fantasía, de salón, le decían otros, como si compitiera ante un público
internacional, numeroso y distinguido.
De Pelayo no se contaban muchas hazañas, en realidad sólo una, pero era
contundente para que se le tratara y obedeciera como jefe. Para llegar a pie a
Ciudad Jardín era necesario cruzar por una zona creada por el gobierno para
los carteros: la Postal, un lugar de casas modestas; parecían viejas, sin
embargo acababan de ser construidas. Sus calles tenían nombres ridículos:
Buzones, Reembolsos, Entrega inmediata… Los hijos de los trabajadores
postales habían acumulado fama de salvajes y aguerridos. De ser posible,
había que dar un rodeo. Pelayo solía pasar por en medio, distraído, con los
pantalones impecables, con el saco sin arrugas, con los zapatos brillantes. Era,
pues, un blanco ideal para cualquier tipo de agresores, ladrones o resentidos
sociales. Pasó una y otra vez hasta que un día se encontró con cuatro tipos
poco mayores, el líder lo atajó. No fue mucho lo que hablaron. Pelayo estaba
decidido a cruzar y los otros a impedírselo. El resultado fue desastroso para
Pelayo. Lo recogió una ambulancia y estuvo varios días en el hospital. Cuando
salió, de nueva cuenta hizo el camino acostumbrado y nadie le obstaculizó el
paso. A la tercera vez, los dueños de esas calles lo consideraron un reto, una
afrenta y de nuevo lo detuvieron. En esta ocasión, uno de ellos sacó una
navaja, amenazante, pero fue incapaz de darse cuenta de una veloz maniobra:
Pelayo se arrojó contra la navaja, haciéndose una herida en un costado;
retrocedió mirando la herida sin sorpresa, sólo calculando la magnitud. Con
una frialdad absoluta sacó un revolver y lo vació sobre sus agresores. Los seis
tiros sirvieron para que dos de ellos murieran, uno quedara lisiado y uno más
sufriera una herida leve, un rasguño. Pelayo sólo fue llamado a declarar: era
obvio que había sido defensa propia. Lo sorprendente es que él nunca contó la
hazaña, acaso se limitaba a sonreír de modo enigmático cuando alguien lo
interrogaba en espera de una confirmación reveladora.
Esos eran algunos de los personajes y los hechos que poblaban mi vida y
cautivaban mi imaginación, mis héroes, los seres legendarios de una epopeya
que me formó. Crecí un poco y de pronto me di cuenta de que Pelayo había
desaparecido con todo y su ropa elegante, sus zapatos impecables. Nada más
dejó de ir al billar. Nadie pareció darse cuenta y sólo yo me preguntaba por él,
quería desentrañar el misterio: lo imaginaba víctima de los herederos de
aquellos a quienes mató en una justa venganza o parte de un pequeño grupo
que asaltó una sucursal bancaria en una avenida repleta de palmeras
descomunales, Xola, cerca de Ciudad Jardín, y el que desapareció ante la
inutilidad de la policía llevándose una enorme suma de dinero.
Cuando el sexo comenzó a inquietarnos, hubo una respuesta veloz: el 227
de la Calzada de Tlalpan, un burdel alegre, festivo, de putas jóvenes y
deseosas de beber y entregarse al sexo, a veces gratis, nada más por placer y
diversión. La primera vez que fui, pretextando en mi casa una fiesta en la
Colonia del Valle, una prostituta llamada Norma y de sobrenombre la
Licuadora (¿quieres saber por qué me dicen así?, nomás vamos a la cama,
amorcito), habló de un amante suyo, Pelayo, sin nombre de pila, sólo un
apellido. No supo qué decirme cuando le pedí más información. Dijo: se fue,
no volvió, se esfumó. Es todo. Pronto, otras figuras lo sustituyeron y también
las hice parte de mi santoral, como por ejemplo, Raúl el Rata, hijo de una
partera que iba a domicilio y a veces improvisaba un pequeño hospital de
ginecología en su consultorio. Tenía unos cuantos meses menos que yo pero se
le veía formidable, imponente: era rubio y de perversos ojos azules, su cara no
era grata, todos le tenían miedo y ninguna de las muchachas se le acercó. Fue
siempre un pillo de poca monta. Lo recuerdo robándole las canicas a otros
niños, despojándolos de sus juguetes, inalterablemente reprobado en la
escuela e incapaz de tener una conversación coherente. Nunca lo enfrenté, no
hubo necesidad. Me limité a verlo pelear cinco veces, una contra Satanás y en
dos luchas colectivas que yo organicé contra pandillas rivales. Con Satanás
(que se llamaba Javier y aspiraba a tener un trabajo como chofer de trailer)
perdió, en las otras, resultó capaz de acabar con muchachos más fuertes. En
cuanto llegó a la mayoría de edad consiguió empleo como agente de tránsito en
el cuerpo de motociclistas y se dedicó a extorsionar conductores hasta que lo
descubrieron, lo expulsaron y no halló más acomodo que en modestos hurtos.
No hace mucho, pasé por los restos del Edén y lo vi sentado en la fuente del
parque, viejo, cabizbajo, tomando el sol y, es probable, repasando sus hazañas
callejeras y sus modestas pillerías. No me detuve, era un naufragio lamentable.
¿Para qué conversar con un recuerdo idiota?
El origen de las leyendas
Siempre me reprochaste no ser cariñoso ni romántico, eres poco tierno, solías
insistir. Ahora puedo decirte por qué soy así. Mis padres no fueron cariñosos,
mostraban su afecto de otra forma, supongo. Mi madre, por ejemplo: no la
recuerdo besándome a su salida o llegada de la casa. Tampoco me acariciaba
ni sus órdenes eran suaves. Pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que
una mujer que me besaba y acariciaba con insistencia terminaba por
empalagarme. Los saludos de beso, ahora frecuentes entre nosotros, antes no
existían. Es posible que haya besado a mi madre, fueron muchos años a su
lado, pero únicamente tengo grabado el que le di antes de morir, para
despedirme. El médico, con tono de compungido profesional, dijo que mamá
agonizaba y yo entré a verla por última vez. Estaba serena y sus facciones
afiladas, su palidez no era extrema, no en ella que era una mujer de tez muy
blanca. Al contrario de la dolorosa obra autobiográfica de Simone de
Beauvoir, Una muerte muy dulce, la de mi madre sí fue muy dulce, discreta.
Se levantó con la vitalidad no usual en una mujer de ochenta años, se sintió
ligeramente mareada, decidió recostarse y de nuevo se durmió: víctima de un
severo derrame cerebral, nunca despertaría. No dictó disposiciones para su
muerte. Sabíamos por sus pláticas que no quería velorio ni amigos y familiares
cerca de su cuerpo, así que del hospital donde estuvo poco más de veinticuatro
horas, la llevamos a incinerar y no tengo la menor idea de dónde quedaron sus
cenizas. Una tía cercana, Esther, dijo que se las llevaría. Fue todo. Yo creo
que por esa relación intensa y distante, no soy un hombre cariñoso. A mi
alrededor (fuera de la reducida familia que tuve), lo que me parecía admirable
en extremo, era una cierta brutalidad, un intento de llegar a la perfecta dureza.
Todo fueron conversaciones rudas, bien apoyadas por vulgaridades.
Frecuentemente el tema principal era la mujer y no creo que a una feminista de
hoy le hubiera hecho gracia escucharnos o, para mayor exactitud, oír a mis
amigos mayores: yo acostumbraba callar, absorto ante sus hazañas
desmesuradas. Beto, el Chaparro, el que era capaz de pegar jonrones que
cruzaban el parque entero, contó alguna vez cómo se acostó en ese mismo
lugar con Marcia, una joven de piernas hermosas, detalle tras detalle: una
tosca desfloración ocurrida al aire libre. Marcia vivió poco, dudo que haya
llegado a los diecisiete años; por alguna razón incomprensible para mí, se
suicidó, luego de haber masturbado a la mitad de los compañeros de Beto y
haber tenido relaciones sexuales con la otra mitad. La masturbación era un rito
extraño. Los muchachos hacían cola, se formaban atrás de un grueso árbol; del
otro lado. Marcia estaba sentada. Había un requisito: llevar pañuelo para
contener el brote de semen. Cuentan las leyendas que una noche puñeteó a
doce jóvenes y que jamás tuvo una sola expresión de placer o un gesto erótico
o el deseo de que alguno de ellos, los más decididos, la penetraran. Marcia
tuvo un final de cinematografía épica: se metió en la tina de agua caliente y allí
se cortó las venas de la muñeca. Se desangró lentamente, mientras muchos
jóvenes, excitados y nerviosos, se preparaban para que los masturbara.
Alejandro
Alejandro Aguilar vivía solo, en un departamento lleno de discos y libros en
completo desorden. Ambos coincidimos en la Escuela de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM. Antes de eso, por unos años había sido habitante de
Ciudad Jardín, donde iniciamos la amistad y presencié su capacidad para los
deportes, especialmente el futbol americano. Para evitar la soledad estudiaba
todo lo imaginable: francés, inglés, guitarra…, pero por encima de aquellas
aficiones ocasionales, perseguía infatigablemente a las mujeres. Tenía un
discreto orgullo por su parecido con Paul Anka, entonces todavía una primera
figura de la música popular internacional. Cuando bebía de más, solía poner
discos como «Crazy love» y «Put your head on my shoulder» y hacer un dúo
ridículo. En su departamento, y en ocasiones con Andrés y Memo, que estuvo
con nosotros alrededor de dos años antes de desertar, preparábamos clases y
exámenes y más de una vez estos sedicentes preparativos culminaron en un
cabaret de mala muerte y excelentes cubas. En efecto, buscaba mujeres de
cualquier edad y condición: lo mismo prostitutas que niñas bobas y con
frecuencia se veía en líos de embarazos y promesas de casamiento
incumplidas. Una tarde bebimos en un edificio de Coyoacán con un grupo
extraño y maligno. Una señora de unos treinta años me hablaba de un
pretendiente «de noble alcurnia» que le había formulado la promesa de
llevarla a Europa a conocer a su familia, mientras luchaba por quitarme los
pantalones y otra menos tonta y carente de espíritu romántico le pedía a
Alejandro que le hiciera el amor; mi amigo se defendía con vigor, cabrona,
acaban de hacerte un legrado y ¿quieres coger? Y qué —decía ella—, hay
otras formas de tener sexo. Puedes darme por atrás o puedo hacerte una
felación. Ah, eso viene de me la felas, ¿verdad?, concluía Alejandro la
sórdida plática y nos incitaba a seguir bebiendo y platicando antes que aceptar
las propuestas de aquellas mujeres que él mismo había llevado a la reunión.
No sé qué tan buen estudiante era o si había en él un gran proyecto académico
o intelectual, únicamente que era inteligente, audaz y apuesto. Gustaba de la
buena ropa y jamás carecía de dinero. La forma en que lo obtenía era un
secreto que llegó a compartir conmigo. De familia sumamente modesta, fue
adoptado por un político homosexual que hizo grandes fortunas durante las
campañas presidenciales de Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Lo
extraño de la situación era que llevaba una relación familiar con aquel hombre
autoritario y grosero que sabía ocultar su jotería en una época difícil para
mostrarla. Todo mundo lo conocía como el Profesor. Cuando se apareció por
las calles de Ciudad Jardín en un coche convertible, un Ford Fairline 1955,
trabó una veloz y estrecha relación con Jaime, al grado de vestirlo de cuero
negro, en una grotesca parodia de Marlon Brando en El salvaje, y comprarle
una motocicleta. Mi mamá me dijo no te acerques a ese hombre, tiene mala
fama. Lo más curioso fue que la familia de Jaime en esa época entró en
decadencia económica y el papá, obligado a vender su zapatería y a
contratarse como empleado, tuvo que trabajar varios años para el Profesor. De
sus padres, Alejandro sólo tenía una opinión: Lo mejor de mi papá fue
acostarse con mi madre porque así nací yo. Era, por añadidura, de una
inteligencia blasfema: ¿Sabes qué tiene la virgen de Guadalupe bajo la ropa?
¿Medias negras con liguero y negligé o un calzón de manta? Sus mejores
conductas eran justamente las irrespetuosas. A mí, me lo parecían. En la
Escuela de Ciencias Políticas se refirió a una mujer que, suponíamos, se
acostaba con varios compañeros: Ésta vive como en el matriarcado, no sabe
quién es el padre de su hijo.
Alejandro fue (cuando la UNAM era reducida y hermosa, con maestros
notables y jardines solitarios, adecuados para las parejas que recién
descubrían el amor) mi mejor amigo por muchos años, mi compañero de farras
aún estando yo casado por primera vez. Terminamos la carrera y ambos
comenzamos a trabajar en la tesis. A él no parecía importarle que yo avanzara
más rápido o que empezara a publicar cuentos y ensayos en periódicos y
revistas. No hacía un solo comentario. Hablaba conmigo como si esta faceta
de mi vida no existiera. Seguía engolosinado con su figura y elegancia,
procuraba pagar cuentas de comidas y parrandas y ayudarme en pequeñas
cosas. Una vez se descompuso mi máquina de escribir; no tiene remedio, me
dijo un técnico. Alejandro lo supo y ese mismo día tenía en mi casa la suya, la
que utilicé por meses hasta que conseguí comprarme una eléctrica. Pero en
general solía mostrar una total frialdad. Jamás se quejaba y nunca le oí elogiar
o criticar algo. Vivía. Era todo y era mucho. Tenía, pienso ahora, una inmensa
capacidad para amar a los demás y hacerlo de manera elegante, sin que fuera
obvio. Lo imaginaba suicida por su estilo de beber o de entregarse a amores
irremediablemente breves y siempre tormentosos con padres o maridos de por
medio. De entre muchas historias, una me quedó grabada profundamente.
Alejandro gustaba liarse a puñetazos con quien fuera. Una vez me salvó de una
golpiza segura en el multifamiliar Miguel Alemán; otra, acudió presuroso a
rescatarme de un grupo de rufianes que querían «romperme la madre» a causa
de una muchacha que sin reparos había hecho el amor conmigo y que era la
belleza de Coyoacán. Ese papel de Robin Hood o de Chucho el Roto parecía
irle bien. En una de esas inolvidables borracheras, Alejandro se quedó
dormido, creo que el olor a gas me afectó —dijo—, permítanme descansar. Y
se quedó allí, en un sofá, mientras que la mayoría nos fuimos y tres tipos que
apenas conocíamos planearon violar a Bolivia, una joven maestra
universitaria que ocasionalmente asistía a nuestras fiestas. Mi amigo despertó
a causa de los toscos preparativos y con rapidez arrastró a la futura víctima a
un baño: por aquí hay una ventana que da a la calle, ¿te importan tu abrigo y el
portafolios?, déjalos. Dos o tres días después, una Bolivia agradecida se
acostó con Alejandro.
Cuando regresé de Francia en 1973, luego de realizar estudios de
posgrado, busqué a mis antiguos amigos. No era fácil recuperarlos, tampoco
era sencillo hacer nuevos. Algunos estaban por convertirse en embajadores y
en políticos afortunados. Pregunté por Alejandro Aguilar y hasta fui en su
busca al departamento de la Colonia del Valle. Nadie pudo darme informes
sobre su paradero. Sin embargo, poco a poco he obtenido datos que me
permiten reconstruir los años que estuvimos separados y en los que no hubo
ninguna respuesta a mis cartas y tarjetas postales. Al poco tiempo de concluida
la tesis, decidió no presentarse más en la UNAM. Desdeñó un título
universitario y el éxito para convertirse en un brutal e inescrupuloso agente
judicial, imagino que motivado por el deseo de buscar aventuras. No tenía el
estilo de los siniestros policías mexicanos. Con rapidez, a causa de su mayor
preparación, su figura distinguida, su fuerza física y un conocimiento que yo
ignoraba de las armas, escaló los cargos y pronto fue responsable de un grupo
de estos agentes. Al parecer (los datos son contradictorios) entre sus hazañas
estuvo la de capturar a un importante narcotraficante y, como en las películas,
se quedó con el botín principal: su mujer. Se trataba de una joven entre
ingenua y aguda, era hermosa y sobreviviente de los barrios bajos de Tijuana.
El rufián estuvo una temporada en prisión antes de escapar de un penal en
Jalisco. Lo primero que hizo, antes de querer recuperar su imperio de drogas,
fue buscar a su mujer, para ello era necesario ir tras mi ex compañero de
estudios. No fue difícil dar con Alejandro, era demasiado vistoso e incapaz de
ocultarse o ser discreto. Algunos me lo describieron como un tipo «carita» al
que le gustaba gastar y traer gruesas cadenas de oro en el cuello y en las
muñecas, poseer automóviles lujosos. Eso sin considerar una inmensa
capacidad para el alcohol y las drogas. Un judicial que trabajó con él me
precisó: No, mi amigo, traía unas viejotas sensacionales, a veces las
madreaba, pero en general era querendón y buena onda. Un hombre de vulgar
exhibicionismo, distante del que yo conocí y admiré por su capacidad para el
aprendizaje académico. A la salida de un restaurante en Insurgentes, el
rencoroso narcotraficante lo acribilló a tiros. Iba con la muchacha en pugna,
quien también falleció en el tiroteo ocurrido cuando mi amigo reaccionó
disparando su pistola. Para desgracia de Alejandro, no tenía familiares, ni
amigos. El homosexual que lo protegiera durante los años escolares, el
Profesor, había desaparecido a fuerza de botellas de ron y tequila. El cadáver
de mi amigo y ex compañero de estudios fue velado en una agencia funeraria
de poca monta; hasta allí pude averiguar. El narcotraficante, al parecer, huyó
de México, jamás dieron con su paradero. Ignoro si el cuerpo fue cremado o
enterrado. Alejandro Aguilar simplemente se esfumó, volvió a la nada, como
antes Pelayo y tantos otros.
Es posible que nadie lo recuerde. Cuando me topo con amigos comunes y
condiscípulos no preguntan por él y responden a mis inquietudes con un
extraño ¿quién? Pareciera que no existió. Yo no sólo lo conocí cuando era un
niño y más adelante pasé cinco años de mi vida en su compañía a veces
intensa, a veces distante, sino que conservo algunos de sus regalos: la edición
de Aguilar de las obras completas de Federico García Lorca, El muro de
Jean-Paul Sartre de la editorial Diana y el primer disco de Edith Piaf que tuve,
la extraña herencia de un policía judicial que terminara sus días baleado por
un narcotraficante. No hay más rastro de su paso por el mundo.
El médico de los guerreros
El Paraíso tenía dos médicos: uno era el doctor Fidel Ábrego, papá de Marcos
y Carmela. En la antesala de su consultorio, frente al enorme palomar que no
existe más, uno solía encontrar a muchos de los habitantes de la zona. El otro
era simplemente el Doctor, un hombre fornido, de pelo grasiento y tez clara,
antipático, dueño de la única farmacia del lugar, cuya madre pasaba el tiempo
en el mostrador mirando revistas enigmáticas. El Doctor tenía una hermana
gorda que mostraba piernas y senos con descaro y su amante en turno fungía
como vendedora. Era un ser de nuestra mitología; la farmacia, por añadidura,
tenía teléfono público y hacíamos cola para utilizarlo en busca de fiestas
sabatinas y citas amorosas. Pero había algo más. En ese sitio hallaban alivio
nuestros héroes y dioses, sus heridas de guerra encontraban inalterablemente
remedio. El Doctor curaba golpes, cabezas lastimadas, manos sangrantes y
alguna puñalada ligera. Sanaba, con mayor frecuencia, gonorreas y sífilis,
contagios que en tiempos en que el sida era una maldición inexistente o
remota, coronaba las hazañas de quienes sin temor se enfrentaban a las putas
del 227 de la Calzada de Tlalpan, vía que entonces servía únicamente para
tomar la carretera a Cuernavaca o para desembocar en un Xochimilco
solitario, útil como escenario de películas cursis y siempre lacrimosas. Los
guerreros llegaban a la farmacia y el Doctor los hacía pasar a un pequeño
cuarto lleno de cajas vacías que despedían olores de medicamentos y con una
cama que servía para inyectarles penicilina y, también, decían los rumores,
para que las jóvenes abortaran. Quizá esto último explicaría, ahora lo pienso,
los automóviles costosos que usaba el Doctor, como el Buick azul 1954 que
condujo borracho hasta el borde del río donde perdió el control y la
balandronada se transformó en la muerte de su hermana, antipática como él,
que nadie echó de menos, sólo la madre, a quien por mucho tiempo vimos
llorar discretamente, con la mirada fija en sus revistas misteriosas.
El espejo humeante
Emilio Medina Mendoza pensaba en sus antepasados, no hacía un simple árbol
genealógico en cuyas ramas estaban personajes ilustres y acartonados. El suyo
tenía asimismo seres vivos, rufianes, hombres que terminaron en el patíbulo y
mujeres que frecuentaron prostíbulos. Ciertamente había gente distinguida,
guerreros, poetas, constructores. Pero esos no le llamaban tanto la atención. Se
veía a sí mismo como descendiente directo de un caballero azteca que
combatió a los españoles en 1521 y murió, dejando hijos, superado por la
tecnología europea: el acero, los caballos y las armas de fuego. ¿Pero por qué
imaginarse heredero de los defensores de la Gran Tenochtitlan y no como parte
de los audaces aventureros españoles? Sus apellidos habían llegado, pues, con
los conquistadores: Medina, como muestra del glorioso paso de los ideales de
Mahoma por una España en pos de gloria, y Mendoza, apellido de una
aristocrática familia de Castilla que arrancara en el siglo XI. Más aún: el
primer virrey de la Nueva España era don Antonio de Mendoza, posiblemente
uno de sus antepasados. Es difícil saberlo. Quizá por la forma en que estudió,
porque en las escuelas mexicanas existía un estado de ánimo de exaltado
nacionalismo. Nunca pudo aceptar la conquista, la gran aberración había sido
esa brutal destrucción. Sus maestros y seguramente sus familiares le dijeron
del saqueo y el arrasamiento de templos y pirámides, de una cultura
asombrosa que podía constatar en el camino a su escuela secundaria, en el
llamado Zócalo, y luego junto al punto donde estudió el bachillerato, a un lado
de los restos del Templo Mayor. A Hernán Cortés no lo veía como semidiós,
más bien como un hombre que manejaba la espada con destreza y gustaba de
pendencias y duelos. Disfrutaba ante un conquistador ridiculizado por el
talento de Diego Rivera: contrahecho y repugnante, mientras que los aztecas,
todos, parecían figuras heroicas y hermosas. Aun así, aquella situación era un
tanto absurda: su nombre y apellidos no eran nahoas, sino típicamente
castellanos. Pero lo común es que los mexicanos no acepten su parte española
y eso es un extraño fenómeno que podría explicar el que se hayan entregado a
la globalización francesa en los siglos XVIII y XIX y ahora se realicen en la
llevada a cabo por el triunfo del capitalismo estadunidense.
Pero de algo estaba seguro y la idea le provenía de una novela de René
Avilés Fabila, Réquiem por un suicida. Uno de los epígrafes precisaba
anticipando el tema central: «Era lo suficientemente joven para hallar el
placer en su tristeza; y en la seguridad de ser el último, un doloroso orgullo».
Lo firmaba el austriaco Joseph Roth y las hermosas líneas pertenecían a La
marcha de Radetzky. En efecto, sus raíces eran remotas, se perdían en los
tiempos iniciales, y era —estaba seguro— el último de una dinastía, de una
larga cadena de hombres y mujeres cuyos embriones surgieron en agua marina:
asustados del prodigio, entraron de lleno en un proceso evolutivo que los hizo
subir a los árboles; finalmente bajaron para recorrer el planeta dejando
constancia de sus hazañas buenas y malas. El último gran accidente que
conducía en línea recta hasta Emilio Medina Mendoza, era un afortunado
encuentro entre una hispana audaz y un azteca derrotado que aún se obstinaba
en no aceptar una nueva religión, una lengua distinta y sobre todo otras
costumbres. Quizá lo peor de todo eran los recuerdos obsesivos de la inmensa
tragedia que le impedían mirar hacia adelante. Sería su mujer, la esposa
española, la que lo ayudaría a mitigar el dolor del recuento de los vencidos, el
momento en que los traicioneros españoles toman la determinación de
masacrar aztecas: Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al
lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron
ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada.
Al momento todos acuchillan, alancean a la gente y les dan tajos, con las
espadas los hieren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente
cayeron por tierra dispersas sus entrañas. A otros les desgarraron la
cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza,
entre otras, la de su padre. El niño era muy pequeño para comprender la
dimensión de lo que acaba de ocurrir en el Patio Sagrado del Imperio Azteca.
Sus familiares restantes, ocultos, discretos, no harían más que rumiar la
derrota sin comprender que el atroz asesinato de una civilización deslumbrante
era también un doloroso parto. Y mientras mudo veía edificar nuevos templos
sobre los antiguos templos construidos por sus mayores, una niña castellana de
la mano de un arrogante conquistador, lo miraba embelesada.
Cuando al fin se unieron, ella no podía sino llorar al escuchar los
momentos finales. No fue, en consecuencia, algo sencillo borrar del alma del
hombre al que amaba los recuerdos de una de las mayores crueldades que
sobre los desventurados mexicanos se han hecho en esta tierra. Era tanto el
llanto de las mujeres y niños que quebraban los corazones de los hombres. O
dicho en el propio lenguaje brutal del conquistador: Cuando la ciudad estuvo
desembarazada de habitantes, Cortés hizo quitar los cadáveres. En el
asedio, aquellos cuitados habían vivido de hierbas y hasta de cortezas de
árbol, sin más bebida que agua salada. Entre las palabras de consuelo, la
dama explicaba, en efecto, hay un Hernán Cortés, pero también un Cid o un
Fernando de Rojas. Existe una España bestial, pero asimismo una de
humanistas y literatos. Para la nueva raza, la mestiza, pasarían varias
generaciones para mitigar el dolor, para los antepasados de Emilio Medina
Mendoza siempre habría una huella de la historia remota, algo que inspiraba
rebeldía y la sensación de ser ajeno a su tiempo.
Introducción al estudio del Derecho Mexicano
No es broma, lo juro. Atala, así sucedieron las cosas, parecería un cuento, una
historia jocosa, pero no, no he omitido ni aumentado una palabra, le decía yo a
ella, esa mujer que aún vivía con su esposo a pesar de que lo detestaba (eso
era un tema recurrente). Las disculpas de siempre: los hijos, las amenazas de
un tipejo despreciable que gustaba de ir al box y a la lucha libre en la Arena
Coliseo. Pero solíamos tener tardes confortables en una agradable habitación
del hotel Casa del Silencio, en la Calzada de Tlalpan, a donde llevábamos
vino y a veces algo de comida. De todos los amigos, Atala, de los años de
infancia y juventud, Dantón, Satanás, Jaime, Aleco o Memo, es a Sergio, que
se hizo abogado y siempre estuvo conmigo, a mi lado o llevándome a las
historias más inverosímiles, a quien más recuerdo. Lo extraño era que ni Atala
ni otras de las muchachas que vivieron en Ciudad Jardín toda su vida, sabían
las hazañas y las aventuras de los hombres. Era, como suele suceder, un mundo
dividido en sexos. En realidad no supe cómo se inició la bronca. Salíamos del
Ku-Kú a eso de las dos o tres de la mañana cuando me detuvo un actor de
teatro que conocí en casa de una cuata cuyo nombre tampoco preciso, vaya
memoria lamentable: me saludó con alcohólica amabilidad y con esa misma
gentileza etílica le correspondí: fue todo lo que alcanzamos a hacer. En ese
momento Dantón y el Satanás le cayeron encima a madrazos y descontones, no
más de onda, y antes de que el suelo lo detuviera, Dantón lo remató con una
tremenda patada en las costillas, una maniobra perfecta, calculada, con
puntería aterradora que de haber estado en la tevé la repetición instantánea y
la cámara lenta hubieran puesto de manifiesto la magnífica forma guerrera de
Dantón. Mi conocido apenas pudo decir ay, jum, pero ay y jum sin
admiraciones, muy velados, como si tuviera un trapo en la boca acostumbrada
a matizar sus parlamentos. Yo no atinaba qué hacer: la sorpresa también me
agarró y ni traté de pararlos ni intenté colaborar en la golpiza gratuita que se
llevó el actorcete. Ni modo. Es usual en las ondas gruesas. Pero la cosa es que
la escena se produjo en la puerta del tugurio y mucha gente alcanzó a ver la
general que Dantón y Satanás le colocaron a un parroquiano inocente. Y ya
está: el mexicano no acepta las injusticias, y la solidaridad de los oprimidos
hizo que cuatro o cinco cabrones se pusieran en pie y trataran de destruirnos:
inútil: a los mencionados se sumó Jorge, el Pulga, que orinaba a unos metros
de distancia y pues ni hablar: yo mismo tuve que intervenir. El primer
parroquiano-generoso se fue de nalgas después de recibir un patín en los
huevos que Dantón le regaló y como Dantón es muy tigre (hasta ruge mientras
lucha), cuando el otro se revolcaba queriendo despojarse del dolor, le pisoteó
la carota: pobre: debió haberle quedado como mapa. El Satanás tupió a dos
casi simultáneamente: con su aspecto de troglodita vestido con casimir inglés
no permitió que el segundo rebotara en el suelo y antes lo pepenó del cuello y
le sorrajó la cabeza dura contra el filo de la puerta: ¡ploc! Un cuais gritaba,
gritaba y pedía pelea sin acercarse al centro de los acontecimientos:
¡Vénganse contra mí, culeros!, y Jorge lo siguió y el machito lamentable corrió
no sin antes aventarle un tarro de cerveza con todo y líquido. El tarro fue
esquivado por Jorge y cayó en mi espalda. Cosas de la vida: uno no puede
estar atento a todas las combinaciones de golpes que caen en una colectiva.
Parecía una película de aventuras, uno de esos westerns donde los muchachos
acaban con los malos en menos que canta un gallo gracias a sus puños
acerados y al abominable libreto que así lo indica, porque francamente yo
pocas veces he visto que los buenos ganen una bronca; casi siempre pierden y
ni las manos meten. Me consta. Palabra. Y en este combate, a decir verdad, los
buenos no éramos precisamente nosotros. De pronto Jorge se desgañitó: Qué
hago con éste. Éste era un tipo ya medio morado a fuerza de estar sujeto por el
cuello. Satanás respondió estréllalo contra la pared, buey, y eso hizo Jorge.
¡Cuas! Hasta a mí me dolió. Yo derribé a uno que no sabía dónde andaba. Y
pronto nos vimos dueños de la situación y los que no estaban en el suelo
revolcándose de dolor corrían para que no los alcanzáramos. Uno que
escapaba cometió la pendejada de caerse: Dantón lo sujetó: ¡Conque huyendo,
cobarde, pues toma! Pobre: los cabronazos le caían y los patines iguanas-
ranas; no más pedía piedad y el Dantón que siempre ha jugado fut americano le
aplicaba unas patadas como para llegarle fácil al punto extra. No estaba
conforme: su espíritu belicoso exigía más. Miró a su alrededor buscando una
piedra o algo para aplanarle el coco. No había más que un bonito piso gris
oscuro un tanto decorado con baches. Cerca estaba un teléfono público:
Dantón corrió hasta el aparato y arrancándolo de cuajo regresó y le hizo
papilla el seso al último de los valientes que nos enfrentó para salvar a un
desvalido de la furia de los villanos.
Alguien por allí (los acontecimientos ocurrieron indistintamente en el antro
y en la calle), entre la clientela inteligente, la que no intervino salvo como
espectadora, dijo pélense compadres, el dueño ya dio el pitazo a la chota.
Bien —hablé yo—, vamos por las naves espaciales y piremos. Pero todos
teníamos ganas de botarnos de risa, de festejar con carcajadas aquella sabrosa
pelea donde apenas lograron tocarnos. Y lo hicimos. Y nos reímos. Y nos
tiramos de risa al suelo. Y Dantón se agarraba de un poste para no caerse de
las carcajadas. Y Jorge, que hacía poco había sido surtido por un vulgar
ruletero, se desquitaba burlándose de los caídos en combate. Yo mismo no
dejaba de reírme. Parecía que nos hubiéramos echado un LSD y que un acceso
de risa colectiva nos alivianara de nuestras múltiples ondas difíciles. Así
estuvimos como pendejos hasta que llegó una patrulla repletita de tiranías que
rápidamente nos cercaron y conminaron a la rendición. Nos entregamos,
estamos desarmados y el parque se acabó, le expliqué al general que
comandaba las huestes policiacas, quien se portó muy derecho sin duda
creyéndonos influyentes o, lo que es lo mismo, diputados priístas, y nos dijo:
Fue no más una riña (cual niña), una disputa (tampoco hay prostitutas, señor
autoridad). Déjense de chistes viejos y váyanse a sus casas, muchachos. Es
tarde y están interrumpiendo la tranquilidad. Perfecto —repuse yo. Pero en
eso, un pinche azul de mierda (carajo, como si hubiera de otros) miró la mano
de Dantón y le avisó al superior: Jefazo, ahí traen un teléfono. El chif vio lo
que quedaba del aparato y sin subir la voz habló: Ya se jodieron: ataques a las
vías generales de comunicación. No, teléfono desconectado. No se haga el
simpático, cometieron un delito federal. Súbanlos. De nada sirvió que
alegáramos que lo traíamos para hacer una llamada, nos metieron en la julia.
Desde adentro, Satanás pidió libertad. Ah, pero había un pequeño problema:
Teresa estaba con nosotros y presenciaba todo desde un rincón. Yo gritaba
¡soy diputado federal, cuando lleguemos a la delegación voy a cesarlos en el
acto, polizontes! Teresa-problema se acercó a preguntar por sus juanes:
¿Adónde los llevan, miserables?, ellos no han hecho nada, ni siquiera el
servicio militar obligatorio. Un poli aclaró: Destrozaron un teléfono público.
Como Teresa no estaba borracha comprendió la terrible acusación que pendía
sobre nuestras cabezas cual cuchilla de guillotina en pleno terror o espada de
Damocles: es justamente el delito que les achacan a los pobres tipos acusados
de comunistas en lugar de calificarlos directamente de rojos; así los
embotellan y la gente queda contenta pues se trata de delincuentes comunes en
lugar de presos políticos. Un policía, que, a leguas se notaba moto, la tomó del
brazo y quiso subirla en la camioneta. Intervine: Por su madrecita santa, jefe
de jefes, deje libre a mi esposa, esnif, esnif, para que pueda cuidar a los
escuincles; tenemos uno de brazos, esnif, y ella tiene que amamantarlo, bu, bu;
la criaturita puede morir si nos acompaña mi vieja. No nos chingue la moronga
(cuide su lenguaje, jovencito), bueno, no permita que un mexicanito pierda la
vida por culpa de sus pecadores padres, malos ciudadanos que no cumplen
con la ley y tampoco votan. Le digo la purita verdad. El tira se ablandó y casi
moqueando dejó a Teresa en libertad. Que Dios se lo pague, es usted un santo,
y el méndigo tira aprovechó la aureola para prender otro charro de mostaza,
que, sin invitar, quemó solapas. El viaje fue divertido. A través de las rejas de
la camioneta pedíamos ayuda a los escasos transeúntes que andaban por las
calles a esas horas. Implorábamos perdón, el fascismo ya llegó y sin golpe de
Estado, nos van a fusilar, salven a estos mártires de la democracia, y cosas por
el estilo. Por fin llegamos a la delegación, a la octava, la que está en Narvarte,
y a la que hemos ido más de una vez. El agente del ministerio público nos
recibió muy serio. Debo advertir que era dama, pues desde hacía unos años
decidieron quitar a los hombres para evitar la corrupción, los malos tratos, el
vicio y las injusticias. Las mujeres sanearán las delegaciones, dijeron los
funcionarios, y yo recordé los titulares periodísticos elogiando la medida. Fue
cuando nos dimos cuenta de que en otra camioneta venían algunos de los
madreados; taciturnos y adoloridos, excepto el chavo hocicón que gritaba y
corría a la hora de la hora. Culero. Igual berreaba pidiendo a su mamá que
decía ser víctima de una agresión; soy menor de edad, yo pasaba por el lugar y
quise poner orden y esos rufianes me golpearon, añadía señalándonos. El
ayudante del agente se acercó a él y lo autorizó a telefonear. Mientras marcaba
y se concentraba ante el disco tomé su suéter, lo hice bolas y lo pasé para
atrás; Satanás lo recibió, lo convirtió en chicharrón y lo desapareció por el
hoyo de una coladera de aquella apestosa delegación. A los diez minutos
decidí tirarme al suelo, ay, ay, me duele todo el cuerpo, un médico, plis, no
quiero morir. Inmediatamente me pasaron a la enfermería. El doctor despertó y
trató de quitarse las chinguiñas de los ojos; apenas pudo; no era tarea sencilla.
—¿Por qué está aquí?
(Uf, qué aliento de dragón.)
—Por nada, doctor.
—Cómo por nada.
—Bueno, me golpearon unos bandoleros y bien duro, temo estar
gravemente herido, necesito radiografías.
—Desvístase.
—¿Totalmente, doc?
—Claro —concluyó mientras tomaba su maltratado estetoscopio.
Al quitarme los pantalones quedó al descubierto una botella de ron. El
médico la vio.
—Ah, el cuerpo del delito.
—No, doctor, una de ron Potosí.
—Perfecto.
Y asomándose por la puerta pidió Coca-colas.
—Para hacer cubetas —explicó lo obvio.
Y de su maletín extrajo una bolsa de papas fritas.
—La botana —dijo sonriendo triunfal.
Después de una hora salí de la enfermería, más borracho pero satisfecho
de haber iniciado amistad con un científico, el doctor de la delegación. La
representante del ministerio público hablaba por teléfono y mis compadres
seguían sin que nadie los pelara. Me sumaron a ellos. Estábamos en una
especie de cuarto que servía como archivo. Señores —dije señalando
expedientes y papeles—, he aquí los documentos de las honorables leyes
mexicanas, las más justas del mundo, puesto que se basan en la Constitución
del 17 que es la mejor del Universo, puesto que la ponen en práctica los
mejores hombres de la Tierra, es decir los mexicanos. Y sin ningún trámite
burocrático me bajé el cierre de la bragueta y comencé a orinar plácidamente,
largamente, echando un ojo a la puerta, no fueran a verme las autoridades.
Dantón y Jorge me imitaron y pronto una buena parte de los documentos estaba
mojada por lo que fueron nuestras cubas y nuestros jaiboles.
Teníamos que esperar la acción jurídica, nuestro castigo por haber
infringido las leyes que la sociedad ha impuesto. Satanás quiso ser culto y dijo
que el hombre nacía libre y que él, igual que Rousseau, lo hallaba encadenado
por todas partes. Jorge aprobó.
Pero si íbamos a caer, había que caer con dignidad y cuando el policía que
nos vigilaba, muy mal gracias a que estaba vendiendo casimires y alhajas
robados, nos llamó para comparecer ante la agente del ministerio, indiqué bien
doctoral: No hablaremos hasta que llegue nuestro abogado. Si en las películas
gringas resulta por qué no en una pestilente y corrupta delegación mexicana.
Efectivamente funcionó y nos permitieron hacer una llamada. Jorge la hizo y
fue para hablarle a Sergio, que en serio es abogado, pero que había salido del
Ku-Kú apenas minutos antes de iniciada la bronconeumonía (estaba
insoportable de borracho y tuvimos que mandarlo a su hogar). Sergio acababa
de llegar a su casa y su cabecita blanca pretendía orientarlo hacia la cama
cuando sonó el teléfono. Mijito, unos clientes. Y el pobre abogado de nueva
ola descubrió aterrado que los clientes éramos sus cuates, a los que hacía unos
momentos dejó platicando sobre la última hazaña del Califa de Portales que
puso morados a dos secretos él solito. No digan nada, ni hagan nada, voy para
allá, ordenó Sergio. Así ocurrió. A los veinte minutos entró como era su
costumbre, cesando policías y diciendo que era influyente y amigo del regente
de la ciudad, el mero mero de los polices. Sólo que ese rollo está gastado, es
el de todanos los que caen en la delegación, así que a nadie impresionó.
Sergio, encabronado, trató de saltar la mesa donde estaba el ayudante del
ministerio público y rodó estrepitosamente por el suelo. Nos aguantamos la
risa y Sergio siguió hablando desde su incómodo lugar: Quedan despedidos,
soy secretario particular de Equis y abogado de Frank Sinatra, llevo los
asuntos de Miguel Alemán. Ya nadie podía tomarlo en serio. Un policía se
acercó y le dijo: Mire, licenciado, mejor váyase, está usted muy borracho y si
no quiere que lo encerremos con sus compañeros, deje de dar lata. Sergio tuvo
un momento de lucidez: Bien, me voy. Ustedes (dirigiéndose a nosotros): no
hagan algo que los comprometa más. Mañana vengo y verán quién soy. Se fue.
Comenzamos a pensar en que pasaríamos la noche en la frialdad lúgubre de
los separos. La mujer que impartía justicia y que no tenía los ojos vendados ni
portaba una balanza dejó el teléfono (¡al fin!) y se acercó a nosotros.
—Y estos cabrones, ¿qué hicieron?
Dirigiéndose al sitio donde esperábamos.
—Ojetes, no me dejaban hablar con tanto ruido.
Un policía le mostró el teléfono, más bien lo que restaba de él: cables y
pedazos metálicos. Ajá, pinches rebeldes, ataques a las vías generales de
comunicación, nos dijo lo supersabido con un lenguaje altamente jurídico. Y
prosiguió: hijos de la chingada, verán lo que es la ley. Estamos hartos de
desmanes juveniles: unos, los estudiantes, andan agitando y queriendo
subvertir el orden para imponer un sistema comunista que nos arrebate la
libertad; otros, ustedes, nada más andan en las calles madreando gente y
causando destrozos para dar una mala imagen de México al extranjero que
viene a turistear y a dejarnos sus dólares que necesitamos para mejorar al
país, país que ustedes están destruyendo, mariguanos, viciosos, hampones, eso
son, hampones de mierda, pero yo los pondré en su lugar. No supimos qué
responder. Nos apendejamos gacho. De veras nos agarró desprevenidos.
Intenté reaccionar:
—Oiga, usted no tiene derecho para insultarnos de esa manera, nosotros
somos unos caballeros atacados por una banda de maleantes.
—Qué caballeros ni qué ocho cuartos, son unos hijos de puta. Yo sé cómo
tratarlos. Hoy me voy a dormir y mañana estudiaré el caso y las acusaciones;
enciérrenme a estos malandrines.
—Pero…
—No hay pero que valga, la jefa ya se fue. Y ustedes a las rejas.
Fuimos conducidos a una amplia celda, con bastante luz, seis o siete ratas
famélicas y un enorme suelo donde dormir. Otro poli nos detuvo con la punta
de su rifle: ¿Algo que declarar? Nada. Bien. Quítense los cinturones, las
agujetas de los zapatos y denme sus pertenencias incluyendo relojes, carteras.
Es para evitar que se suiciden. Las cosas de valor se las regresaremos cuando
la situación esté aclarada. El gordo pidió recibo y casi le dan paredón.
Dantoncito (evitemos la rima) alcanzó a despedirse de su reloj: Adiós mi fiel
Steelco. Jorge, que pasa el tiempo haciendo su número de obrero-literato, no
traía reloj, pero sí le chingaron más de cien pesos. Durante un rato nos
dedicamos a comentar lo sucedido desde el Ku-Kú hasta la celda pasando por
la refinada agente del ministerio público. Al final el cansancio pudo más que
el buen humor y nos jeteamos en pleno cemento, sin más almohadas que las
chamarras y con las ratas brincoteando entre nuestras piernas u olfateándonos
las patucas.
Por la mañana, crudos, adoloridos por la dureza de la cama, con los
zapatos mordisqueados por las roedoras hambrientas, fuimos despertados por
el cuate que hacía la limpieza: desde las rejas aventaba agua helada y punto.
Luego vino un guardia para checar que ninguno se hubiera suicidado; nos
contó. Otro polizonte fue a decirnos ¿quieren desayunar? De boleto pedimos a
la carta. Dantón sólo deseaba jugo de naranja. El Satanás se limitaba a huevos
rancheros con bastante chile y una cerveza bien helada. Jorge pidió bistec a la
mexicana y yo ordené pancita y tortillas de harina. Perfecto, simpáticos
jóvenes; únicamente hay tortas y café negro de calcetín policiaco y cada
tortuga vale quince pesares. ¡Quince pesos! Imposible. No tenemos dinero, nos
lo recogieron. Pues ni modo, no desayunarán. La billetiza decomisada servirá
como prueba de sus hurtos. Sospechamos que ustedes son ladrones de alta
escuela. Tenemos muchos delitos y pocos acusados. En cuanto llegue el
ministerio público se procederá a verificar identidades. Espero que traigan
alguna credencial y, desde luego, la cartilla. Quedamos aterrados. La única
posibilidad de salir era Sergio. Él nos salvaría de la silla eléctrica o de la
cámara de gases, que en esa delegación, seguro era el mingitorio. Claro.
Sergio se levantó y como balazo se dirigió rumbo al alojamiento de sus
cuaises. Antes de vernos y darnos algo de comida y refrescos, habló con las
autoridades correspondientes al turno matutino. Llegó con semblante grave:
por un lado la papalina anterior, por el otro las noticias. Mis leales —dijo—,
la policía se empeña en mandarlos a la grande. Hay un tipo que les agarró
odio y ya está preparando el acta. Recemos. Sólo un milagro los salvará de
unos años en Lecumberri. Bueno —repuse yo—, si no puedes sacarnos, por lo
menos procura que los periodistas crean que somos presos políticos: está duro
pasar como delincuentes vulgares. ¿Sabes? Cuestión de currículum.
Sergio desapareció. A estas horas estábamos desesperados de vivir a la
sombra entre tres paredes y una reja. Nadie pudo llegarle a las tortas: el olor
de los agujeros que servían para orinar y lo demás y que estaban exactamente
ante nuestros ojos y muy cerca de nuestras narices, fueron razones poderosas
para abandonar la comida a la voracidad de las ratas. Mi buen humor había
perdido fuerza y lo noté cuando un policía al pasar se burló: Rebelditos.
Rebeldita tu madre —contesté de inmediato.
Enseguida el guardián se acercó amenazante: No te pongas sabroso,
porque a lo mejor te damos una calentadita, te metemos en una celda de
castigo y ni ganas de hablar te van a quedar.
Guardé silencio, pero el policía fue a acusarme de actitud irrespetuosa. De
pronto, otra visita: Teresa. Quihubo, cómo entraste. Dije que era tu esposa. Ah.
Nada más tengo unos minutos, ¿quieren algo? Sí, salir. Déjate de bromas.
Bueno, asegúrate que nuestras familias estén avisadas. Ya lo están. El
problema es que no desean saber de ustedes. Piensan que si tuvieron
capacidad para llegar a la cárcel, también la tendrán para salir. Qué te parece.
Ni modito. Teresa salió dejándonos más apachurrados aún. Ninguno hablaba.
El Satanás parecía dispuesto a embestir las paredes: bufaba y se acercaba a
las rejas y las tomaba entre sus poderosas garras. Órale, mi King-Kong, no
vayas a destruir la delegación esta, porque entonces sí nos llevan derecho a la
horca. Los demás permanecían silenciosos, sentados en el suelo. No había
cigarros y era algo así como mediodía cuando me descubrí pintando paredes.
Horror de horrores. Jorge estaba descifrando textos carcelarios y en voz alta
para acabarla de chingar: Pinche jues de mierda, me encerró diez días y luego
me acusó de varios delitos. Recabrón. Yo clavé la mirada en otros: Estube
aqui por bender paletas eladas en la calle. La policia me quito mi fruta y se la
trago toda. Vandidos. Y muchísimas protestas más, con escandalosas faltas de
ortografía. Normal, es el pueblo quien recibe tanque, jamás un político ladrón
(disculpen la redundancia) o un español acaparador de cereales. Qué remedio
—le dije a Jorge que se lamentaba en términos sociales—, así es la vida en
Mexicalpando de las Tunas, pura injusticia. Luego por eso los estudiantes y
los campesinos y los obreros se hacen rojillos. La plática subversiva fue
interrumpida por otra dama: ahora una amiga de Sergio; traía un recado; se
dirigió a mí (me había visto en el despacho del jurista desconocido): La
situación es difícil, hay un poli que quiere consignarlos y si llegan a la
Procuraduría no salen, o mejor dicho, salen pero con varios millones de pesos
y amistades poderosas y ustedes no tienen ninguna de las dos cosas. Así es.
Cuando la enviada de Sergio se despedía explicó: Para entrar dije que era tu
esposa. Dios mío, dos mujeres. Espero que no hayan notado lo irregular de mi
vida marital, pensé, pues en esos momentos nadie quería escuchar mis sesudos
comentarios. Me senté tratando de coordinar mis ideas para planear una fuga
sensacional.
Como a las cuatro de la tarde, cuando desfallecíamos de hambre y fatiga,
nos sacaron del pestilente lugar.
—Ora, culeros, a rasurarse, ya llegó lo mero bueno.
Salimos sin entusiasmo. La agente del ministerio público se polveaba; sus
piernas estaban al descubierto; los allegados se permitían algunas confianzas
con su jefa; los policías más modestos se masturbaban mentalmente; los
chistes léperos menudeaban. La vi con odio. Vieja horrenda, ojalá se muera.
Ella no felpó y en cambio se dirigió a nosotros mirando el acta levantada la
noche anterior.
—A ver, robo, ataques y agresiones, destrucción de propiedad federal,
daños a terceros, insultos a las autoridades. Perfecto. Con esto les darán unos
añitos de condena y seremos inflexibles; enemigos de la sociedad, parásitos.
Jorge trató de explicarle que se trataba de un vulgar pleito callejero, como
los que ocurren diariamente en México, donde el machismo es la línea, que las
acusaciones eran exageradas.
—Silencio, rufiancetes. ¿Quieren decirme acaso que la policía miente?
—Claro que no —terció Satanás, que ahora parecía rinoceronte en
cautiverio—, sólo que está equivocada.
—¡No, tampoco nos equivocamos! Muestren sus cartillas, identifíquense
de inmediato.
Y mientras explicábamos que nuestras carteras habían sido decomisadas
por la policía, ella prendió un puro con sorprendente feminidad; le dio el
golpe y ni tosió ni se puso verde.
—A ver, Juancho, traigan las carteras de estos ladrones.
—Sí, licenciada, orita mismo.
Y Juancho fue por las carteras, mismas que en su interior únicamente traían
cosas sin valor.
—Aquí había dinero —dijo Jorge con voz aflautada.
—Ah —repuso la agente del mp, con indignación—, insinúa usted que la
policía les robó.
—No, digo que yo tenía más de cien pesos, pero viéndolo bien, pudieron
haberse caído en la trifulca.
Juancho intervino:
—Crio que se trataba del producto del robo, lic.
Y la jefa dio el asunto por cerrado con un está bueno. Mostramos los
papeles requeridos y luego nos mandaron, otra vez, a la celda. Allí de nuevo,
matador, ya sin ganas de hacer nada que no fuera estar tiradote, sin impedir
que las ratas se acercaran, oliendo el fétido aliento de las cloacas. Los demás
estaban de pie, como robots. A eso de las ocho, calculo, Sergio regresó.
—No hay fijón, ya hablé con la licenciada; los dejarán en libertad hoy
mediante la módica suma de diez grandes, es decir, diez mil pequeños.
Me desmayé. Nadie me atendió porque en la celda todos estaban sin
sentido. Cuando nos recuperamos intercambiamos miradas: la tristeza de las
caras era patética. Sergio siguió.
—Hubiera sido menos, la vieja pedía ocho, pero su ayudante la trae con
ustedes porque son hombres blancos o casi, y él es de raza morena, de bronce,
muy acomplejado el pobre, desde que los vio le cayeron en la madre y subió
la suma. No hay de otra. Si los consignan se joden. Una vez que el trámite
arranca no hay poder divino que lo detenga. Tendríamos que sobornar a
autoridades más altas y ésas cobran el doble o el triple.
Tenía razón. Toda la razón del mundo y cómo íbamos a obtener la cantidad
requerida. Broncón absurdo, empezado porque me detuve a saludar a un
desconocido o apenas conocido.
—Han cometido algo gravísimo —continuó Sergio—; además —me
señaló a mí—, te acusaron de robo y bigamia.
Ya ni siquiera pude indignarme. Estábamos en manos de una maquinaria
inmensa, monstruosa, burocrática, maquinaria corrupta, y no podíamos
controlarla más que con lana.
Dantón dijo:
—Bueno, mi matrimonio tendrá que esperar, tengo unos chuchos
ahorrados, los pongo, creo que hasta sobrará para dos que tres pomos.
Volvimos los ojos hacia Dantón que en ese momento tenía alas, levitaba y
estaba rodeado por un brillo celestial. Problema solucionado.
En la noche, a las once y media, eso sí lo recuerdo bien, llegó el dinero.
Dantón adquiría la calidad de mártir y desde entonces el santoral tiene otro
san Dantón, Dantón el Madreador, protector de quienes caen en el tambo. Nos
devolvieron las agujetas y nuevamente nos sacaron de la celda. Satanás ya
estaba aburrido de sostenerse los pantalones con la mano y pidió su cinturón.
—¿Cuál? A mí no me dieron nada —con carota de asombro dijo un policía
que parecía pepenador.
Satanás brincó: Cabrón ratero, voy a ponerte en tu madre. El otro,
retrocediendo, se salvó y por si las dudas desabrochó la funda del revólver.
Satanás fue contenido por Dantón.
—Si no te parece —habló el cuico—, levanta tu acta, compadre, para eso
están las leyes y los conductos legales.
El argumento que tranquilizó al Satanás fue la pistola: no estaba lejos el
día en que unos tiras mataron a dos cuates que orinaban una alegoría cívica.
Seguimos caminando rumbo al agente del mp y Satanás continuaba
sosteniéndose los pantalones, quién le manda tener un sastre tan maleta. La
dama que representaba la ley tenía mejor humor (quién no, con diez grandes
cualquiera canta y grita de felicidad). A ver, jóvenes, espero que la situación
no se repita. Ustedes son decentes y honorables, a leguas se nota, piensen en
Dios y en la familia. Trabajen infatigables por la patria y la sociedad. La
interrumpí antes de que nos ofreciera credenciales del abominable PRI:
¿Podemos irnos? Tenemos hambre, estamos sucios y cansados. No,
muchachos, aún no, sólo hay que llenar algunas formalidades. Llamó a su
ayudante: Levantemos el acta. También vino un mecanógrafo. Jurídicamente
doctoral, la licenciadeta, asumiendo posturas heroicas, dictó:
—Siendo las tantas horas del día tantos, del año en curso, los jóvenes
fulano, zutano, perengano y bergano, que se divertían sanamente en una
cafetería, fueron agredidos por varios hampones desconocidos, quienes les
robaron sus carteras y los despojaron de sus relojes (oiga, nadie nos atacó…
No me interrumpan, por favor, con voz dulce y persuasiva); los lesionados
trataron de defenderse, pero los rufianes eran el doble y la resistencia fue
inútil.
Las cosas siguieron ese camino. Al finalizar, firmamos. Mientras le tocaba
a Jorge estampar su dizque rúbrica en el papel que ponía en claro que
habíamos sido víctimas de incalificables atentados, Sergio me dijo en voz
baja, qué tal abogado es tu charro; en menos de veinticuatro horas los saqué.
Asentí. Eres un chingón y algún día serás rico y célebre. Conoces qué leyes
hay que utilizar en este país y la forma de usarlas. Él se rió y prosiguió:
¿Sabes cómo quedó el oro? No. Cinco para la pinche vieja, dos para su
ayudante (que es su amasio) y el resto repartido entre los azules. No será
mucho: son como quince. Pero se completarán con la venta de los relojes y lo
que sacaron de las carteras. Ah.
Elsa en el país de las maravillas
Elsa parecía una grata sonrisa distante en una ventana. Nunca nadie de Ciudad
Jardín habló con ella. El autobús escolar la recogía y la regresaba. Cuando
salía a la calle era acompañada por sus hermanos o por toda la familia. Así
iban a misa de doce los domingos y así iban a todas partes. En esos tiempos el
antihispanismo era común, como si todavía tuviéramos encima la Conquista o
la Colonia. La Revolución había avivado el odio por los extranjeros, en
especial por los norteamericanos y los españoles, aunque un primo de Memo
decía que en el norte, en las ciudades fronterizas, también había mucha
aversión contra los chinos y que su abuelo, coronel villista, había matado a
unos cuantos. En general, me llamaba la atención que en la escuela primaria
me hablaran con exaltación de los pueblos indígenas y en las calles los
tildaran como indios sucios y menesterosos, como incapaces de trabajar. Ese
desdén era desconcertante. En las novelas y cuentos que leía no había mucho
al respecto que me lo explicara. Ni siquiera entendía bien el término racista.
Poco a poco lo fui conociendo en la práctica. La familia de Elsa pensaba que
los mexicanos éramos «indios» y en la palabra había desprecio. En Sur 118
vivía una familia judía, los Levy, que ni siquiera saludaban a las señoras que
iban a su cocina económica a comprar comida hecha. Atendían a la clientela
con desprecio, con una especie de asco. Nunca supe qué voz tenían los dos
hijos: Miriam e Isaac. Un día mamá me dio una explicación insatisfactoria:
son ortodoxos. Mi abuela añadiría, eso no elimina la cortesía, que es
universal. Los Levy no dejarían ninguna huella en Ciudad Jardín, acaso los
comentarios irónicos de algunas señoras que se negaban a comprar comida
preparada y menos hecha por judíos: ¿te imaginas la sazón, chiles en nogada,
albóndigas en chipotle, ternera en salsa verde con papas, arroz a la mexicana,
bisteces en chile pasilla, frijoles refritos y mole poblano kosher? Alguna vez
pensé en los Levy: en París, un compañero árabe de la Sorbonne, de semblante
tristón, de ojos abatidos, de nombre Yasser (supuse que en honor a Arafat) se
acercó a conversar conmigo. Comenzó por preguntarme mi nacionalidad.
Mexicano, repuse y, en mi turno, encontré una respuesta desconcertante: No
tengo patria. Soy palestino. Lo entiendo. En México conocemos el problema.
Ah, es que es un país pobre y, en consecuencia, sensible. Y mientras me
hablaba de su familia en una suerte de campo de concentración cerca de Gaza,
bajo la amenaza permanente del ejército israelí, recordé a los Levy. Fue algo
afortunadamente fugaz. Ahora, dentro de mi propia familia estaba el germen
racista. Atrás de mi casa, justo a sus espaldas, se instaló una familia negra. Un
exitoso beisbolista cubano, su esposa y tres hijas. El tipo me impresionaba con
su agilidad y la forma distinguida de usar la manopla de primera base, la
Newman; como bateador era formidable. Su hija mayor tendría mi edad, unos
siete años, y muy pronto me encontré con ella en el parque, a un lado de la
gran fuente, besándola y viendo unos barquitos de madera navegar. Jugando y
besándonos pasó la tarde y al oscurecer, ella me pidió la mano y se la puso
entre las piernas. Me sentí hondamente emocionado y a punto de
desvanecerme. En lo sucesivo le tocaba la vagina sin que ella me lo pidiera.
Comencé a buscarla más y un día mi tía Teté me vio con ella, en el parque,
abrazándola. Pareció indiferente. Más tarde, cuando llegué a la casa, había una
especie de cónclave familiar: escuché una sola voz, la de cualquiera de las
mujeres que lo conformaban: Emilio, no se te ocurra invitar a la niña Bragaña
a la casa. Silencio. Otra voz añadió: Es negra. ¿No te has dado cuenta? Bueno,
tampoco era idiota, lo que no veía era el problema, entre nosotros no había
rubios y sí predominaban los morenos.
Elsa parecía, en efecto, una niña-sonrisa, una invitación a la amistad, a un
cálido romance. Me imaginaba junto a ella, viendo alguna de mis películas
favoritas con Fred Astaire, Ginger Rogers, Donald O’Connors, Gene Kelly,
Burt Lancaster, Kim Novak. Judy Garland o Eleanor Parker. Tomados de la
mano. Me atreví a imaginarme bailando con ella los discos iniciales de Elvis
Presley: «Hound Dog» y «Jailhouse Rock», como swing y «Love me Tender»,
como blues, muy juntos, mejilla con mejilla. Pero no. Imposible. Recuerdo que
alguien dijo que en su casa estaba prohibido escuchar esa música de negros y
locos. Jamás hasta la madurez me dirigiría la palabra, sólo luminosas sonrisas
que yo aceptaba como una promisoria amistad. Escribí un montón de cartas y
jamás me atreví a mandarle alguna. Cuidaba la caligrafía y para no tener
errores ortográficos recurría a mi tía Mimí, sin explicarle para qué quería
saber si felicidades era con c o conservaba la z de feliz. Un día estaba en la
puerta de mi casa y ella pasó sola, algo inconcebible. Me miró con la sonrisa
eterna en su boca finamente trazada y me quedé paralizado, no supe qué hacer,
lo lamentaría el resto de mi vida. Vi desesperado cómo pasaba y seguía de
largo. Cuando estaba decidido a hablarle, a tomar la iniciativa, a enfrentar a
sus padres y hermanos, a la intolerancia española, cuando yo cumplía
diecisiete años y ella tendría uno menos, el padre puso en la fachada de su
casa un ramo blanco anunciando que Elsa se casaba. Por días, semanas, meses,
no logré quitármela de la cabeza. La veía, la imaginaba haciendo el amor con
el marido, un tipo que dejó los estudios de médico para hacerse cargo de los
negocios de carne de la familia. Sólo a Jaime y a Memo les hablé de mi
devoción por nuestra vecina. El primero me dio un consejo paternal: Olvídala,
es insoportable, atrás de esa cara bonita hay una mujer dominante. Memo fue
más razonable: Está hecha para un matrimonio conservador y nosotros no.
Volvería a encontrarme con Elsa, irreconocible para mí, sin la sonrisa que le
amé, unos treinta años después.
Andrés Alba
Los reporteros hicieron pocas preguntas. En cambio los fotógrafos no cesaban
de manipular sus cámaras buscando escenas morbosas. Ninguno podía
acercarse al cadáver: una cadena sostenida por militares impedía el paso y
entonces los periodistas se conformaban con la distancia establecida. Con
esos metros entre el cuerpo y los representantes de la prensa las heridas del
accidente no eran apreciables, únicamente veían al muerto de frente, cubierto
hasta poco más arriba de la cintura, las costuras de la autopsia en el tórax, el
rostro afeitado y el cabello peinado. Según el informe oficial, que los
periodistas tenían y que sería la base de sus artículos, el guerrillero murió a
causa de un accidente automovilístico, algunas horas después de ocurrido éste,
en los momentos en que los cirujanos operaban. No recuperó el sentido ni
pronunció palabra. Le hicieron transfusiones, pero sus heridas eran mortales,
especialmente la que recibió en la nuca. Un médico militar eliminó las escasas
dudas del público sobre la intervención quirúrgica y un coronel explicó que el
guerrillero había ido a Michoacán a establecer contactos en compañía de su
lugarteniente, Andrés Alba, el hombre que manejaba el automóvil y que se dio
a la fuga. Hasta ese momento desconocían su paradero (está armado y es
altamente peligroso). El ejército peinaba la zona del choque: no podrá ir lejos;
va herido y desconoce el estado; la población campesina fue advertida de que
un maleante anda por esos lugares y confiamos que reportará su presencia. Por
razones de seguridad incinerarían el cadáver después de exponerlo a la
prensa. Andrés Alba ya nada podía hacer más que tratar de salvarse siguiendo
las consignas guerrilleras. Inició una penosa huida, con los recuerdos tatuados
en la mente. Iban en automóvil, huyendo de perseguidores implacables;
inquietos: si lograban llegar a la zona montañosa podrían hallar refugio. Sin
embargo, la ventaja que les llevaban a los agentes no era buena. En el interior
el silencio asfixiaba, los hombres no escuchaban los ruidos del motor ni los
chirridos de las llantas frotándose salvajemente contra el asfalto de la
carretera. En el espejo retrovisor aparecieron dos luces, las luces de un coche
más moderno, con máquina especial para alcanzar mayores velocidades, y
poco a poco fueron creciendo. Un carro del gobierno: policías o soldados. El
conductor aceleró hasta el punto máximo, mientras su compañero tomaba una
metralleta. La carretera estaba en mal estado, era vieja y estrecha y el
principal peligro sería toparse un vehículo en sentido contrario, en una de las
múltiples curvas que abrumaban al camino. Un leve error con el volante y el
coche fue a estrellarse, brutalmente, contra el alero de un puente de acero y
concreto. Los hombres se golpearon muchas veces. Andrés Alba no perdió el
sentido o quizá su inconsciencia duró segundos: el dolor en la pierna izquierda
era intenso y sangraba a la altura de la tibia; también el pecho le molestaba;
costillas fracturadas, supuso; intentó mover a su jefe para sacarlo de entre los
hierros retorcidos y no fue posible; arrastrándose se dirigió hacia el bosque,
casi en el momento en que los perseguidores llegaban ruidosamente.
Los ambulantes de la Cruz Roja jugaban dominó cuando uno de los
médicos de guardia interrumpió: un accidente a cuarenta kilómetros, nos
informaron por teléfono. Con los habituales movimientos deportivos treparon
en la ambulancia y pusieron en marcha motor y sirena.
El camino estaba solitario y ningún vehículo se cruzó en el paso de la
ambulancia; pero poco antes de llegar al sitio del accidente, a unos cuatro o
cinco kilómetros, un hombre hizo señales con una lámpara para que frenara.
Cuando esto hubo ocurrido, el que paró a los miembros de la Cruz Roja (unos
veinticinco años, traje oscuro, pelo corto) dijo que por casualidad habían
encontrado a un herido grave (él y su amigo que maniobraba para sacar un
cuerpo inerte de un pequeño automóvil). Desconocían la identidad del
accidentado y ellos no habían hecho la llamada telefónica que alertó a la
institución médica. El doctor se apresuró a reconocer al hombre y a impartirle
los primeros auxilios: efectivamente su estado era delicado, el profundo golpe
en la nuca en forma de V daba a la sangre una posibilidad de fuga; requería
transfusiones y había que operar y para ello era necesario conducirlo al
hospital. Los desconocidos no dieron datos sobre sus personas y sí entregaron
armas, papeles, propaganda política y una enorme cantidad de dinero en
billetes que dijeron haber hallado en la cajuela del automóvil chocado. Iremos
con ustedes para las declaraciones pertinentes, explicaron; los seguiremos,
propusieron. El médico aceptó. Y durante un rato los extraños fueron detrás de
la ambulancia; luego, casi llegando al poblado, su coche se perdió por una
modesta desviación sin pavimento. Los soldados circulaban, arrogantes, con
plena libertad por el edificio de la Cruz Roja y un civil —evidentemente
militar por la energía y el tono de voz, por sus ademanes y el pelo cortado a
rape— daba órdenes. La ambulancia entró y bajaron el cuerpo para conducirlo
a Urgencias. El tipo que dirigía los movimientos en el hospital y dos médicos
se hicieron cargo de él. Hasta aquí la prensa no había dado ninguna noticia al
respecto: se trataba de un accidente más, algo rutinario, común para la nota
roja; además no hubo muertos ni el choque fue lo suficientemente aparatoso
como para distraer a lectores ávidos de noticias sensacionales.
Andrés Alba esperó que amaneciera. A ratos dormitaba. El dolor y los
nervios agitados le impedían descansar. Cualquier ruido lo sobresaltaba y la
figura del jefe herido aparecía ante sus ojos: borrosa, muda, sangrante, entre
los restos del auto. Sus oídos volvían a estremecerse al escuchar el poderoso
encontronazo con el puente, y emprendió la fuga reptando para no ser visto,
caminando cuando era posible. En ocasiones un perro ladraba, eso indicaba la
presencia de gente y avanzaba con mayor rapidez olvidando los dolores o más
bien conteniéndolos. Al principio llevaba la pistola en la mano, lista; más
adelante comprendió que nadie lo seguía y sintió que el arma pesaba cinco,
diez, quince kilos, y la puso en su cintura. Por fortuna la pierna dejó de
sangrar, cubierta como estaba por polvo y sudor. Se acurrucó dentro de
troncos caídos y desde ahí contempló la salida del sol. Necesitaba encontrar
un medio de escape. De sobra conocía las técnicas militares y no ignoraba que
en breve sería cercado y obligado a moverse. También existía la posibilidad
de que los soldados llevasen perros de presa para que rastreando y husmeando
dieran con su pista. Un revólver no es gran defensa, especialmente con una
pierna casi inservible y las costillas lastimadas, pensó. Si al menos hubiera
traído un fusil. Su experiencia y su instinto de conservación lo obligaban a
razonar de manera contradictoria: en momentos desechaba las soluciones
simplistas, en otros se aferraba a cualquier posibilidad salvadora por ingenua
que fuera. Ojalá que el ejército no se percate de que estoy herido, podría creer
que he logrado poner mucha distancia entre él y yo. Lo más grave, sin duda,
serían la sed y el hambre; con el calor ambos darán la impresión de pertenecer
al despiadado bando contrario. No obstante la vegetación abundaba y quizás
lograra refugio en las montañas y por último salvación. El sol apareció de
cuerpo entero y Andrés Alba pudo contemplar la belleza que lo circundaba:
variaciones de verde mezclándose con grises rocosos y los cafés de la tierra.
En algún lugar tenía que haber agua, un riachuelo, un pozo, una laguna.
Mientras tanto, los periodistas obtuvieron las primeras informaciones en
torno al guerrillero más buscado por el régimen: murió a causa de un
encuentro con las fuerzas armadas. Así, escuetas, sin mayores datos ni
comentarios: algunas generalidades que impedían obtener un cuadro exacto de
su muerte y ciertos elementos biográficos sacados a toda prisa de los archivos.
La familia fue entrevistada (y fotografiada: sus rostros mostraban las huellas
indelebles del pavor) y dijo no saber nada; pensaba que era una falsa noticia
para desconcertar a la opinión pública; poseía pequeñas dosis de optimismo
respecto al destino del revolucionario: no en balde llevaba años luchando con
éxito. Y así comenzaron a tejerse y destejerse las historias: una inmensa tela
de Penélope en la que trabajan tanto los periodistas como sus lectores. Horas
después, mientras que el ejército iniciaba una magna operación para localizar
al prófugo, los medios de difusión transmitieron apresuradamente la segunda
muerte del guerrillero, ahora en un terrible accidente automovilístico, viajaba
por Michoacán —ignoraban las razones— cuando chocó con el alero de un
puente. Era extraño e irónico, explicaban esas fuentes, que el hombre muriera
así, luego de enfrentarse muchas veces a grupos numerosos de militares y de
llevar una vida saturada de peligros. Pero los comentarios concluían de
manera subjetiva culpando al destino del accidente. El guerrillero no habló, no
salió del estado de coma producto del golpe que sufrió en la nuca y que
desconcertó a más de una persona atenta al problema; un choque contra un
objeto de cemento a más de cien kilómetros por hora en condiciones normales
hubiera causado una herida brutal en la cara. Pese a todo, no había material ni
elementos para juzgar y sólo quedaban las conjeturas dichas en voz baja o
entre conocidos.
Las siete de la tarde. El día anterior, en la madrugada, ocurrió el
accidente. La primera versión de la muerte del guerrillero fue dada a las once
de la mañana; la segunda (definitiva) apareció en las ediciones vespertinas de
los periódicos y en los boletines informativos que proporcionaban estaciones
radiofónicas y canales de televisión. Después, Andrés Alba cumplió su primer
día como herido y perseguido; veinticuatro horas, mil cuatrocientos cuarenta
minutos, ochenta y seis mil cuatrocientos segundos de pensar buscando salida
al problema, de intentar remediar su situación; sin dormir, sin alimentos, sin
agua. En realidad nunca antes había pasado tales dificultades. En otras
acciones guerrilleras también fue rastreado y herido, pero esas veces iba
acompañado, conocía el territorio, a los habitantes, e iba armado y
pertrechado. Buscó de nuevo, nerviosamente en sus bolsillos: nada, desarrugó
un papel y lo miró para distraerse, para no ver la imagen del jefe y compañero
herido, agonizante. Se trataba del manifiesto que publicaron los diarios a
cambio de liberar a un rico hacendado que tenían secuestrado; un manifiesto
meditado y discutido en muchas reuniones de todos los elementos rebeldes,
redactado con entusiasmo; una explicación de las razones que motivaron la
existencia de la guerrilla, un análisis sobre la situación del país y un llamado a
combatir contra el gobierno. No pudo leer, sus ojos eran inútiles, no le
obedecían. Su mente enfebrecida sólo era capaz de reproducir la escena del
choque, el momento en que se le vino encima una mole de concreto. ¡Imbécil!,
y se maldijo. ¡Un error imperdonable! Con el severo juicio llegó la debilidad:
estaba cansado, horas conduciendo, la persecución me puso nervioso, no fue
mi culpa. Y una vez más el rostro tranquilo, bañado en sangre, de su jefe, con
los párpados cerrados, sin gestos de dolor, lo acosaba desde las
profundidades de su cerebro, en el que se debatían con fuerza los recuerdos y
su deseo de salvarse. Ignorar cómo se encontraba el combatiente herido, al
que abandonó a su suerte, lo torturaba y contribuía a ponerlo en ese estado
febril, agitado. Si por lo menos supiera de él: ¿habrá llegado con vida al
hospital?, ¿lo remataron en el mismo lugar donde lo hallaron o tal vez ya
estaba muerto cuando llegaron los perseguidores? De cualquier forma trataré
de salir de ésta y continuar la lucha, pensaba en momentos de animosidad;
luego decaía, cuando el dolor se intensificaba o cuando el hambre y la sed
contribuían al derrotismo. Su espíritu se debatía entre su situación y la moral
guerrillera adquirida a lo largo de duras luchas, de violentos aprendizajes, a
fuerza de discusiones bajo los elementos, durante las caminatas que
organizaban como parte del entrenamiento primero y enseguida como parte del
mismo combate, a fuerza de lecturas efectuadas en los momentos de descanso
o cuando podían permanecer algún tiempo en un sitio fijo. Incluso pensó
entregarse, pensó que los soldados respetarían su vida, que lo juzgarían y
entonces podría hablar, explicar las causas por las cuales se hizo guerrillero.
Con estos padecimientos físicos y mentales comenzó a buscar un punto más
adecuado para ocultarse. Y poco después de una parada inició la marcha para
localizar frutos silvestres y agua. Caminaba sin rumbo, avanzando y
retrocediendo, tratando de orientarse. Era una penosa jornada arrastrando su
pierna herida y con el llanto a punto de brotar. El jefe de la guerrilla pudo
crear un foco, pero no logró dar el siguiente paso. Y las obvias comparaciones
con el fracaso de Guevara en Bolivia comenzaron a funcionar quizás puestas
en marcha por algún renegado que halló la oportunidad de manifestar su
sabiduría política y la campaña cayó con brutalidad sobre los oídos del
pueblo, martillándolo, aprovechando su escasa preparación, condicionándolo
para rechazar las acciones contra el gobierno. Y la «gran prensa» dio rienda
suelta a su odio y reapareció la injuria babeante. Bandolero comunista,
asesino, vivía como burgués rodeado de mujeres y lujos gracias al dinero que
obtenía de sus robos y sus ingenuos partidarios; y los fotomontajes ocupaban
planas enteras en color y los linotipos arrojaban plomo convertido en
calumnias baratas. Asimismo surgieron los hombres generosos que no
escatimaron elogios al desaparecido, pero señores y señoras, había escogido
el error, la ruta equivocada, porque en nuestro país la Constitución, la más
justa del mundo, garantiza la libertad de expresión, y si quieren cambios ¡pues
ahí están las urnas y los medios legales, repudiemos la violencia, apelemos a
la serenidad! Y en tanto la noticia de la muerte del guerrillero cubría páginas y
páginas de sesudos comentarios y la familia recibía pésames y la viuda, sin
cadáver que velar, recordaba ante los periodistas que en tres o cuatro años no
vio al marido, al hombre equivocado, que a ella la habían arrestado y
presionado para que declarara lo que ignoraba; Andrés Alba pasaba su
segundo día de persecución. Cambiaba de escondite con frecuencia y una vez
escuchó voces de mando, imperiosas, voces militares. Estoy cercado, no
tardarán en buscarme con gente que sí conozca cada palmo de terreno. Y
volvía a caminar, ahora con menos rapidez y sin ningún sentido; sólo gastaba
energías y así lo comprendía en sus momentos de lucidez, en otros retornaba a
sus problemas internos y a la necesidad de escapar, intentaba correr y caía de
bruces, jadeando, y el contacto con la frescura de la hierba lo adormecía unos
segundos tormentosos (en el interior del coche los dos guerrilleros estaban
inquietos. La persecución ya duraba horas y aún no lograban quitarse de
encima al automóvil enemigo, desesperante, en vano el acelerador era
presionado; iban a ciento cincuenta kilómetros por hora y la máquina
desfallecía; el conductor giró el botón del radio creyendo que la música los
tranquilizaría: primero, el tema de una película exitosa, enseguida, noticias:
flash informativo, dijo una voz fastidiosa, de modulaciones melodramáticas:
¡El guerrillero Genaro Vázquez Rojas falleció víctima de un accidente
automovilístico cuando huía de la policía secreta! ¡Lo acompañaba Andrés
Alba, quien logró escapar! El ejército lo busca. Por la sangre encontrada a
varios metros de distancia del coche colisionado, se deduce que va herido. El
conductor apagó el radio, pero su compañero apresuradamente volvió a
prenderlo: quería más datos sobre el sitio exacto y la forma del accidente para
evitarlo, de pronto el alero de un puente de concreto avanzó con velocidad
hacia ellos.) A esas mismas horas, el cadáver de su jefe era identificado
mediante la comparación de las huellas digitales. Se decía que cuando llegó al
hospital nadie conocía su verdadera identidad, los documentos que traía en la
chamarra lo situaban como un hombre de negocios; pero las armas y la
propaganda política entregada por los que encontraron el coche provocaron
las sospechas del Servicio Secreto, y éste avisó a las altas autoridades para
que dispusieran qué hacer. No fue difícil descubrir que se trataba del
guerrillero más peligroso del país, quien había combatido al ejército durante
años y cuyos triunfos eran legendarios entre los pobladores de la sierra donde
operaba: lo protegían y lo ayudaban dándole agua y comida, proporcionándole
informaciones. Y negaban que hubiera muerto en combate; no libró ninguna
lucha en la zona donde chocó, simplemente fue a establecer contactos con
otros grupos y organizaciones de izquierda para que también se levantaran en
armas; ahí su presencia despertó curiosidad y comenzó la persecución cuyo
epílogo fue un puente. No hubo combate, remarcaron con énfasis tanto el
ejército como la presidencia de la República, poco después de que un avión
militar llegó a la capital con el cuerpo del guerrillero. El cadáver sería
incinerado, una vez que fuera visto por la prensa, y las cenizas entregadas a la
viuda, eso evitará problemas, insistió el coronel a los periodistas que
retrataban a un hombre muerto, semiamortajado, de rasgos apacibles, como lo
recordaba Andrés Alba. Y se inició su tercer día como animal acosado, su
tercer y último día. Como a las dos de la tarde escuchó rebuznos y
dirigiéndose a ellos dio con una choza como tantas otras: techo de palma,
muros de varas y barro, piso de tierra, por una ventana salía humo (alguien
cocinaba), las gallinas cacareaban picoteando estúpidamente por aquí y por
allá. Andrés titubeó, razonó sobre los peligros que implicaba el acercarse y
dejarse ver, sin duda el ejército ya había alertado a los habitantes de la
presencia de un perturbador, de un comunista que huía de la justicia; su parte
física se impuso y cojeando llegó hasta la entrada del jacal: su silueta la
cubrió enteramente y la pareja que estaba dentro no pudo distinguir de quién se
trataba. Durante unos segundos lo miraron y él miró hacia el interior: a la
mujer encinta que estaba en cuclillas ante un comal echando tortillas, al jarro
de café, a la olla donde hervían los frijoles y al hombre que permanecía en pie
como petrificado. Buenos días, dijo Andrés Alba rompiendo el silencio y sus
dos palabras sonaron huecas, sin sentido. Buenos días, repitió con más fuerza.
Al fin el dueño de la choza respondió al saludo, temeroso. Andrés siguió: Sólo
quiero un poco de comida, no voy a hacerles daño, estoy herido, tuve un
accidente, necesito comer cualquier cosa, pagaré, traigo dinero, miren, y
mostró los billetes arrugados. La mujer volvió a su tarea. El campesino tomó
un puñado de tortillas y lo entregó al intruso. En cuanto Andrés tuvo el
alimento en la mano lo dirigió a su boca; al concluir pidió agua y después de
beberla depositó dinero en una especie de repisa que alojaba a varias
imágenes religiosas y dio media vuelta. Tartamudeando muchas gracias,
desanduvo el camino y se internó de nuevo en la arboleda. Ahora era
indispensable cambiar de sitio, alejarse de ahí, el campesino buscará a los
soldados para decirles dónde estoy. Al final del día, antes de que anocheciera,
cuando el sol desaparecía poco a poco arrojando matices dorados al paisaje,
un fuerte grupo del ejército dio con su pista y pronto estuvo a unos cuantos
metros de él, intimidándolo, ¡ríndete, no tienes escapatoria, estás rodeado!, y
una cadena de insultos. Se dio cuenta de que no lo engañaban; estaba cercado,
podía oír los ruidos de las armas al ser despojadas de sus seguros, podía
escuchar pasos toscos. Dijo: Sí, me rindo, ahí va mi pistola. Cuando Andrés
Alba, conducido por los soldados, iba hacia un camión vio a un sargento
hablando con los campesinos que le habían dado las tortillas. Su vaticinio fue
correcto. Lo delataron. Andrés fue tratado con cierta cortesía y no con la
rudeza que esperaba: se sorprendió. Desconocía cuál sería su camino: si lo
llevarían a una prisión o lo asesinarían de inmediato. Recordó los días en que
la ley fuga estaba de moda, pero no, pudieron matarme en el mismo lugar y
decir que presenté resistencia. Tendré otro destino. ¿Cuál? Imposible saberlo.
En esta lucha que se inicia todo son precedentes; no había experiencias o
estaban en gestación. Se sentía mejor. El bamboleo del transporte al correr por
el pésimo camino no molestaba gran cosa sus heridas; sus nervios se
insensibilizaron y el ronroneo del motor lo adormilaba: qué fatiga, más de
setenta y dos horas sin descansar. Unos minutos antes un soldado le regaló una
torta sucia, envuelta en papel grasiento; Andrés agradeció el obsequio y al
hacerlo fijó sus ojos en los de él; nunca había visto a un soldado tan de cerca,
siempre disparó contra siluetas. Ellos, con las armas entre las manos, algunos
cabeceando y otros vigilándole, tampoco habían estado ante un enemigo, ante
un guerrillero, los conocían a través de las tremendas versiones de sus
entrenadores y resultaba que eran como todos. Ahora las siluetas tenían
rostros. La torta desapareció con rapidez y el militar sonrió. La traes atrasada,
manito. Andrés aceptó con un movimiento de cabeza y se sumió en el sopor, un
pesado sopor que lo hacía pensar en lo ocurrido, en los últimos días, en
especial en los últimos tres; intentó reconstruir paso a paso sus actividades y
no pudo: eran una serie de sucesiones fragmentarias y deshilvanadas que
pasaban, no se detenían y la velocidad con que transcurrían le impedía
reflexionar sobre cada una de las imágenes, sobre cada uno de los recuerdos
que irían construyendo la historia hasta llegar al presente, al momento en que
iba rodeado por soldados rumbo a un punto enigmático. Cuando pensaba en su
jefe, lo hacía como si estuviera vivo. Sus preguntas acerca del estado en que
éste se hallaba quedaron sin respuesta y tuvo que conformarse con vagas
suposiciones. Pero ahora, con su enorme fatiga a cuestas, con los ojos
cerrados, sumido en una actitud calenturienta, dudaba de la autenticidad del
accidente. ¿Ocurrió en efecto o fue peleando contra el ejército como ambos
sufrimos las heridas? ¿Soñaría el choque? Y el cansancio, la falta de
alimentación, el tener los huesos machacados, lo imposibilitaban para
imaginar al jefe muerto. O para intentar formular alguna hipótesis respecto a la
forma en que dejó de vivir, respecto a las personas que los perseguían y a la
voz que telefoneó a la Cruz Roja, respecto a los dos tipos que recogieron al
herido y a las contradicciones periodísticas. Serían interrogantes difíciles de
aclarar. De todas maneras, aún estando en pleno uso de sus facultades físicas y
mentales, suponiendo que el accidente hubiese ocurrido, con tiempo y datos
para meditar el asunto, de todas maneras nunca hubiera podido concebir que
su jefe, en lugar de ser llevado a la sala de urgencias para operarlo, fue
conducido a la de autopsias, todavía vivo.
Jaime
A Jaime lo quise como a pocos, como a nadie lo admiré, como a ningún otro lo
detesté. Antes de coincidir en la misma primaria, en la Escuela Carlos A.
Carrillo, en el cuarto año, habíamos perseguido japoneses y alemanes por
todas las calles y él contaba en su lista a más indios pieles rojas muertos que
yo. En la secundaria arrasamos con las niñas y golpeamos a un buen número
de compañeros. Las peleas ocurrían en el baño y se daban por turnos: a veces
yo, otras él. Nuestras travesuras eran temidas y las extendimos por toda
Ciudad Jardín. Embarrábamos mierda de perro en las puertas de casas y
portezuelas de automóviles, rompíamos vidrios en una competencia costosa
para los vecinos y a veces, cuando nos descubrían, para nuestras familias.
Formamos, con otros amigos, algo que llamamos la Banda de la Mano
Guantada que se dedicaba exclusivamente a despojar a las sirvientas de las
bolsas de pan, a fingir en las noches que llevábamos una cuerda para obligar a
las personas mayores a agachar la cabeza y a poner cientos de latas vacías y
bolsas de basura en las puertas de las casas de quienes nos parecían
antipáticos. La Banda llegó a extremos de sofisticación: frente a la puerta de
una casa de Sur 116. donde estaba una familia odiosa para nosotros y cuyo
padre era notario, acumulábamos materiales combustibles impregnados de
gasolina, yo tocaba el timbre mientras que Memo o Luis prendían un cerillo
que desataría un pequeño incendio que aterrorizaría a quien abriera, con
frecuencia la esposa, que una vez llamó a la policía. Una patrulla nos buscó
inútilmente. Con Jaime anduve de pinta, recorrí Chapultepec, visité todos los
museos del centro, fui a los cines Savoy y Estrella, donde exhibían filmes
norteamericanos y al Prado, frente a la Alameda, cuyas funciones se basaban
en filmes europeos, principalmente franceses. Él y yo nos masturbamos por
vez primera en compañía de algunos amigos de la misma edad, Alfonso y
Enrique, bajo la orientación de Roberto: No tan rápido, poco a poco y luego
suben la intensidad más y más, no se lo aprieten mucho, así, así, ahora,
apriétenlo fuerte. Alto, no vayan a terminar, de nuevo, pélenselo hasta abajo y
vénganse plácidamente. Vean cómo lo hago yo. Y recuerden, no se dejen hacer
la circuncisión, quita sensibilidad. Era una especie de taller de puñetas, más
bien un curso intensivo de una semana. Al concluirlo, todos éramos expertos y
lo probamos en un terreno baldío, ya con todos los amigos de nuestra misma
edad, en un concurso de distancia: Ahora veamos quién llega más lejos y todos
arrancábamos un grandioso frenesí de chaquetas, que ganó Jorge con casi un
metro, un satisfactorio chorro de semen, imbatible. Y, al fin, Jaime y yo nos
fugamos de casa para ver hasta dónde llegaba nuestra capacidad aventurera:
nada mal, al puerto de Acapulco. Teníamos catorce años, unos cuantos pesos y
la idea de que allí podríamos sobrevivir y aun ganar dinero. Mi amigo,
proclive a las exageraciones y mentiras, tendremos gringas, añadía: Me han
dicho que artistas como Lana Turner van a beber y a cogerse lancheros.
También que Johnny Weissmuller hace grandes fiestas y suele invitar a cuanta
gente puede y van mujeres a montones. Podemos colarnos y ligar. Ya verás,
nos va a ir de maravilla, concluía contundente, con ese gesto triunfador que
tuvo toda la vida, aun en el momento del fracaso total.
Jaime tenía hermanas, una de ellas, Lourdes, estuvo a punto de casarse con
el Pulga, a quien yo siempre llamé por su nombre, Jorge Núñez. Al contrario
de mi camarada, eran poco dadas a la conversación. Jaime, pese a sus
orígenes, era de una cultura popular nacionalista: le encantaban las canciones
de Pedro Infante y del Piporro, sabía todas las letras de memoria y a la menor
provocación las cantaba. A los once años, casi para ingresar a la secundaria,
sus padres seguían diciéndole que Santa Claus existía y que ellos jamás se
disfrazaban de Reyes Magos para poner regalos en los zapatos. El resultado
era un niño de estúpida fantasía que a esa edad escribía cartas para que le
dejaran un traje de vaquero con una pistola de fulminantes. Lo peor de todo
aquello eran las mujeres que nos rodeaban: por lo menos Moza, Blanca y
María de los Ángeles lo consideraban el más guapo y el mejor jugador de
futbol soccer de entre todos los niños de Ciudad Jardín. Lo cierto es que se
trataba de alguien bien dotado para algunos deportes, asimismo para los
juegos que solíamos practicar: carreras de patines y bicicletas, de automóviles
hechos de madera y beisbol. Sólo había un deporte en el que yo sobresalía: el
futbol americano. Pero allí no estaba la rivalidad entre nosotros, lo estaba en
el aprecio y admiración de los demás niños: en ese aspecto competíamos
Jaime y yo. Inalterablemente él ganaba a causa de su habilidad física. Yo sabía
de libros, en mi casa había muchos, tenía conocimientos de música y, por
último, entendía cosas de política, la única herencia intelectual de mi padre
antes de divorciarse de mi mamá. Jaime, me consta, solía leer los estúpidos y
célebres libros condensados de Selecciones del Reader’s Digest. De esa
revista, despreciada en mi casa, obtenía frases como «es un coleccionista de
agravios», «la vital chispa de la esperanza», «de la abnegación a la felicidad»
y que supiera quién era Charles Lindbergh o lograra discutir con Memo sobre
Adolf Eichmann, cuando en 1960 los judíos lo cazaron, o que cada mes tuviera
su «personaje inolvidable». Mi superioridad intelectual, sin embargo, a nadie
le importaba. Mi cultura era inútil para obtener el afecto de los demás niños y
el amor de las niñas, por lo menos en la infancia y la adolescencia.
Bitácora de Jaime González. Diario de Emilio Medina.
Emilio: Nunca debí aceptar la propuesta de Jaime. No vamos a llegar a
Acapulco y menos de aventón.
Jaime: Si en Acapulco no conseguimos una vieja que nos dé dinero, lo
mejor será robarnos una cámara fotográfica o algo parecido para sobrevivir.
Yo no regreso fracasado. Que valga la pena el regaño o el castigo por haberme
largado.
Emilio: No puedo creerlo. Jaime logró, después de docenas de intentos,
que dos cuates nos dieran aventón en un coche negro, Nash, destartalado, que
pujaba y pujaba en esa carretera calurosa y mal pavimentada. No era
propiamente un apoyo, les ofreció diez pesos y los lentes oscuros que su papá
le regaló de cumpleaños. Faltando unos kilómetros para llegar al puerto, a
media noche, el que manejaba se durmió y nos volteamos. Salimos como
pudimos del accidente que sólo fue aparatoso; entre los cuatro conseguimos
que el coche volviera a quedar sobre sus llantas y así entramos al puerto de
Acapulco, con ruidos en todas partes del viejo Nash.
Jaime: Qué buena suerte, Emilio recuperó los lentes. En pleno relajo,
quedaron a su alcance. Son las seis de la mañana. Habrá que esperar a que
salga el sol, ir a Caleta y ligar gringas. Tengo hambre.
Emilio: No me explico: no nos pasó nada, sólo un rasguño en la mano
cuando empujábamos el coche. Hasta ahora Jaime ha tenido razón, pero
¿obtendremos lana?
Jaime: Dos días y no hemos podido ligar, ni siquiera ver una gringa sola,
todas andan en grupo o con su pareja, pinches bueyes bien fuertes y con cara
de pocos amigos. Lo de robar una cámara fue una broma, todas están
vigiladas.
Emilio: Tercer día. No nos queda un quinto, si antes dormimos en unas
hamacas alquiladas, a partir de hoy nos tocará pasar la noche en la playa de
Hornos, allí la policía deja dormir a los turistas pobres. No sé dónde nos
vamos a bañar. Le recordé a Jaime que en la base naval de Icacos vivía Lilia
Carranza, prima de María de los Ángeles, la que conocimos en misa de nueve
y luego estuvimos con ella en una fiesta. Quizá nos inviten a comer o el padre,
que es capitán de fragata o de corbeta, qué demonios sé yo, nos consiga
trabajo.
Jaime: No pensé que fuera tan difícil sobrevivir en Acapulco. La visita a
Lilia no funcionó: ella y sus padres están en el DF. Pienso decirle a Emilio que
tendremos que conseguir trabajo, a lo mejor como ayudantes de cocina. Espero
no se moleste.
Emilio: La culpa es mía por haber creído en Jaime. Hemos caminado por
todo el pueblo y no hay trabajo ni forma de conseguir dinero. Nunca pensé que
llegaría a detestar tanto al sol. Le propuse a Jaime regresar y me dijo no. Un
no agresivo. Nunca lo había visto así, tan decidido a llevar algo a cabo.
Jaime: Sabía que todo iba a mejorar. En Caletilla conocimos a dos tipos
mayates, son de Narvarte y uno nos propuso ir a cenar y a tomar unos tragos en
El pez que fuma. Ellos pagan.
Emilio: El bar es de putos, no hay mujeres, ni siquiera meseras. Desde que
llegamos nos mandaron unas cubas y los mayates se dedicaron a saludar a
medio mundo. Hay unos tres o cuatro vestidos de mujeres. Por lo pronto,
bebimos varias cubas de Bacardí blanco y Jaime, más decidido, pidió algo de
comer.
Jaime: Debimos haberlo imaginado. Nos invitaron a bailar. Emilio dijo
que la otra pieza, yo de plano les expliqué que nos fuéramos a otro lugar, que
allí estaba muy concurrido y nos daba pena. Ahora estamos en casa de un tal
ingeniero Vela. Se ve muy asoleado y el ruido de la Quebrada es
impresionante. Por lo menos hay comida y trago. Podríamos robarle algo a
este tipo, ¿la rasuradora eléctrica, la cartera?
Emilio: La música es como para estar con las gringas que todo el tiempo
imaginó Jaime. La canción de Nat King Cole, «Answer Me» me encanta.
Nadie ha querido bailar o ligar. Los dos mayates no han dejado de contar sus
broncas en Narvarte. A uno le dicen el Ojos, al otro el Boby. Como era de
esperar, el ingeniero Vela (el Inge) se ha emocionado con Jaime. Por vez
primera debo agradecerle su físico. A media noche, el ingeniero y Jaime
desaparecieron en la habitación, yo me quedé con el Ojos y el Boby, los dos
son muy amigos del ingeniero y por lo visto se acuestan con él. El primero
dice que fue actor de televisión y que tuvo un pequeño papel en una de las
primeras telenovelas, Ángeles de la calle, una verdadera imbecilidad, como
todas. ¿Qué chingaos hará Jaime?
Jaime: No imaginé que tendría que cogerme, en lugar de una gringa, al
Inge. A Emilio le diré que nos limitamos a platicar, que le conté de nuestra
grave situación y me dio cincuenta pesos. Si seguimos así, podremos
quedarnos todo el tiempo que nos dé la gana en Acapulco. Por lo pronto, ya
tenemos para un hotel limpio y comida. Tal vez para ropa. Una semana
después, Emilio regresó a la Ciudad de México. Otra vez de aventón y en esta
ocasión con un amigo de Ciudad Jardín que andaba por el puerto, Alfonso, uno
de los tres hermanos que recibían el mote de los Cochinitos.
Emilio: Compramos unos refrescos, un sándwich de jamón y queso
jalapeño y comenzamos a caminar. Alfonso era de pocas palabras y las usó
para hablar de Lupe, su novia, la hija de la señora libanesa que tenía una
tintorería, la única en el Edén. Yo fingía escucharlo: recordaba cómo había
conseguido dinero para el retorno. No fue tan grave, el tipo se acercó a donde
yo aguardaba a Jaime, una banca en la plaza de armas, preguntó la hora (Mmm,
no trae reloj), se la proporcioné y comenzamos a platicar. Me dijo que si
caminábamos y lo hice, a unas cuantas calles había un terreno baldío, allí me
acarició, me besó el cuello y me la mamó. Se vino antes de que pasara algo
más. Me dio treinta pesos y su dirección en la Ciudad de México. Muy pronto,
por fortuna, un matrimonio muy elegante en un Mercury nuevecito aceptó
llevarnos y en Iguala nos invitaron la comida. Iban con su hija, una chava de
nuestra edad, rubia, bonita, dijo que le gustaría ir al circo Atayde y yo le dije
que podría acompañarla. El circo se pone en diciembre, casi enfrente de
Ciudad Jardín. Alfonso, sin muchas pretensiones, explicó que un tío suyo era
cuidador de coches en la zona y que podría conseguir un lugar muy cerca de la
entrada. Me sentí avergonzado. Al DF entramos por Tlalpan y nos dejaron muy
cerca de Ciudad Jardín. Jaime se quedó en la casa del ingeniero Vela. Cuando
nos encontramos de nuevo, me dijo que le fue a todo dar y que alternaba El pez
que fuma con otro divertido bar de homosexuales, El gato que pesca.
El caso de la Liga de los Comunistas
Cuando aparecieron los primeros brotes guerrilleros, los habitantes de Ciudad
Jardín se estremecieron: corría el rumor de que uno de los guerrilleros era
Andrés Alba, ¿lo recuerdas, Atala? Era más bien callado, tímido, estudioso y,
desde luego, muy comunista en el decir de la gente que lo veía pasar rumbo a
la escuela cargado de libros. Alrededor de 1968, coincidimos en el seminario
de tesis, había ingresado en la Juventud Comunista y supe que participaba
intensamente en el movimiento estudiantil. Desapareció en la plaza de
Tlatelolco. Dada la magnitud de la represión de Díaz Ordaz, lo pensé muerto.
Por eso, al leer su nombre en los diarios, señalado como un dirigente
guerrillero, imaginé su historia reciente: salvó la vida en la masacre, pero
sobrevivió considerando que no había otra alternativa que la guerrilla, la ruta
de Ernesto Guevara, asesinado el año anterior. Como pudo, en compañía de
otros camaradas decididos, hombres y mujeres, llegó a Corea del Norte para
recibir el entrenamiento militar que no halló en Cuba. A mí me conmovía
imaginarlo, frágil y callado, en su nueva tarea que exigía una fortaleza
descomunal y un espíritu poco común.
Era diferente a sus antiguos compañeros de juegos, era diferente a mí. Pero
ese rumor fue suficiente para que sus amigos decidieran, un tanto en broma y
otro tanto en serio, dar un golpe que les permitiera dinero para algunas
semanas o quizá meses, quién sabe, es cosa de suerte, ya no el robo de un
automóvil que jamás podrían vender ni el asalto a un transeúnte borracho que
apenas tenía unos centavos. No, algo más brillante y mejor planeado que el
famoso (famoso por fallido) robo a la casa del Profesor organizado por
Emilio.
Todo, absolutamente todo, hasta donde las capacidades de cada uno de
ellos daban, fue calculado. En apariencia no habían descuidado ningún detalle
e, incluso, estaban previstas cosas que parecían no sólo remotas, sino
imposibles.
A las diez treinta de la noche del viernes, el Pulga, Satanás y Aleco, con
viejas armas en las manos y los rostros cubiertos por pasamontañas, el coche
esperándolos a media cuadra (al volante el Cachuchas, amigo cercano de
Portales, junto a la casa del Califa, pero que solía ir al billar de don Pepe en
busca de tipos afines y algo de afecto), irrumpieron violentamente en el lujoso
motel El Poseidón. Su dueño, un español somnoliento, no pudo reaccionar: una
cuarenta y cinco lo encañonaba a la altura de su nariz agarfiada. El hombre ni
siquiera dijo: ¡Coño, qué sucede!, pues Satanás lo arrojó al fondo de la
administración y con su corpulencia lo obligó a sentarse sobre un montón de
sábanas y toallas sucias. No hables, no digas nada o te carga la chingada,
pinche gachupín, amenazó Satanás y lo amarró perfectamente bien. Aleco,
recordando el plan, pidió al Pulga que pusiera el letrero de completo para que
ningún automóvil más entrara en el lugar. Irían habitación por habitación para
robar a las parejas que hacían el amor. Llevaban suficiente material —lazos y
mordazas hechos de tela muy resistente— para inmovilizar a los sexosos una
vez que perdieran el dinero y los objetos de valor. La maniobra debería estar
completamente terminada a las once treinta de la noche. Ni un minuto después.
Se perderían en la negrura de la ciudad mal iluminada en esa zona y luego a
disfrutar de los beneficios del robo. Nadie los acusaría. Nadie diría una
palabra. ¿Quién de los hombres o de las mujeres correría a la delegación a
levantar un acta y así confesar públicamente que estaba en franco y magnífico
adulterio? Ejecutivos con sus secretarias, compadres con las comadres,
vecinas con vecinos. Cornamentadores y cornamentadoras, infieles,
insatisfechos del virtuosismo del cónyuge. También las ganancias del español
serían tocadas, ganancias obtenidas gracias a las parejas de altos ingresos que
frecuentaban El Poseidón, a cuya puerta rezaban las siguientes palabras:
Cogito, ergo sum, en una amable y calurosa invitación que el dueño supuso
frase sexual sin saber su procedencia ni haber leído nunca a Descartes. Así, el
aragonés (llegó a México huyendo de la República y a su caída, perezoso, no
regresó a España, instalándose para siempre en los negocios de hoteles de
paso y baños de vapor, de la misma manera que amigos suyos se dedicaron a
las panaderías y a las lecherías cuando no a las cantinas, formando un grupo
de adinerados españoles que a distancia admiraban la bravura y la decisión
del general Franco para acabar con los rojos) estaba alarmado: en más de
treinta y cinco años de trabajo productivo jamás le había ocurrido algo igual.
Por otro lado, conociendo a la policía mexicana y sus costumbres rufianescas,
seguro que el baturro no haría acusaciones para conservar lo que los ladrones
sin uniforme le dejaran.
El lujoso motel estaba silencioso. El siguiente paso era aprovechar la
penumbra para acercarse a las personas de limpieza: tres mujeres, maniatadas
y amordazadas. Esto fue más fácil de lo que imaginaron: ninguna de las
muchachas presentó resistencia, menos intentaron gritar, se prestaron de buena
gana a los lazos del Satanás: estaban hartas de ser explotadas y les divertía la
posibilidad de que le hicieran pasar un mal rato al tipo que las trataba con
excesiva dureza, desde las alturas de una tez blanca, una abundante barba que
pugnaba por mostrarse a pocas horas de haber sido rasurada y varios millones
de pesos logrados a base de cambiar cuentas de vidrio por oro. Aquel digno
sucesor de Hernán Cortés, conquistador y triunfador, debía ser castigado por
los herederos de Cuauhtémoc, el águila que descendió para que le incineraran
los pies, y las recamareras casi veían en aquellos asaltantes a seres enviados
por Dios para permitirles descansar cómodamente atadas de manos y piernas,
mientras despojaban a los clientes que en su ansiedad por entrar buscando la
cama ni propina dejaban.
Con la situación bajo control, los nervios dominados, la noche tranquila,
pocos ruidos, las parejas disfrutando de su soledad sin imaginarse que pronto
sería destruida, el Pulga, Satanás y Aleco se dirigieron al primer cuarto, el
marcado con el número uno; seguirían un riguroso orden para evitar
complicaciones. Según la información de las empleadas y los coches adentro
estacionados, nada más había trece habitaciones ocupadas. Y a juzgar por la
calidad de la mayor parte de los automóviles el botín sería cuantioso.
Satanás tenía una voz lamentable, un acento de barrios bajos que
molestaba y un lenguaje popular muy marcado, de ahí que fuera Aleco quien
hablara, pues su escolaridad se remontaba hasta el primer año de preparatoria,
de la que desertó por flojera y estimulado por el ejército y la policía que a
partir de 1968, cuando él todavía era estudiante, se encargaron de eliminar a
cuanto ser pensante o con libros bajo el brazo encontraron. Tocó la puerta,
suavemente, con los nudillos. Después de un rato una voz alarmada, de
hombre, respondió preguntando quién es. Aleco repuso sin modulaciones:
Policía.
Otro silencio.
Pero luego, ahora sí dándole matices a sus palabras, matices de seguridad,
de tranquilidad, Aleco prosiguió: Simple rutina, señor, lamentamos mucho esta
inoportuna interrupción, sólo que perseguimos a unos guerrilleros comunistas
que se ocultaron por aquí. El instinto del hombre de negocios que se hallaba
en el cuarto número uno con su secretaria reaccionó de inmediato: Ah,
comunistas, duro con ellos, se puso una toalla a modo de falda escocesa y le
solicitó a su compañera que se protegiera con las sábanas. Por si las dudas, el
rico volvió a hablar. No, oficial, aquí no hay ningún comunista, se lo juro.
—Lo imagino, señor —contestó Aleco—, pero usted comprenda que es
necesario comprobarlo con nuestros propios ojos. Pierda usted cuidado, lo
haremos con mucha discreción, nada más buscamos a los guerrilleros que
desean subvertir el orden de nuestra patria —recordó la jerga oficial leída en
los periódicos y escuchada en radio y televisión e insistió—: Simple rutina.
Aquello eliminó las resistencias naturales del millonario. Un momento, por
favor, y abrió la puerta. Sus ojos mostraron gran asombro al ver a tres
hombres vestidos de negro, los rostros ocultos y armados con esplendidez.
—Métete al fondo, pinche gordo —dijo con finura y elegancia el Pulga. Y
lo arrastró hasta la cama, donde la mujer ignoraba cómo reaccionar. Y antes de
decidirlo, el mismo asaltante se lo sugirió—, si dices algo, cabrona
calenturienta, te mueres —y le enseñó la pistola.
—¿Qué pretenden?, soy influyente, tengo negocios con el regente de la
ciudad y con el secretario de Hacienda, los perseguirán y los matarán. A quién
creen que están asaltando, ¿a cualquier hijo de vecino?: el jefe de la policía es
mi amigo, se los advierto.
Aleco lo escuchó con paciencia: sabía que todo mundo, tarde o temprano,
usa las mismas palabras, recurre a los mismos argumentos, dice las mismas
imbecilidades nacionales. Todos son poderosos y entonces quién no lo es.
Bueno, él, Satanás y el Pulga, que principiaba a ponerse nervioso a causa del
tiempo perdido en aquel cuarto, pensaron, igual que su compañero, que
estaban retrasados y procedió con energía. Amarra primero al güey éste,
ordenó y luego a la mujer. Yo tomaré la cartera y lo demás.
Así fue: la cartera tenía varios miles de pesos, el reloj era de oro macizo,
igual que las plumas y la medalla de la virgencita de Guadalupe que colgaba
en el pecho de la mujer. El bolso de ella no traía más de ochocientos pesos.
Algo es algo, alcanzó a decir el Satanás cuando metían el dinero y los objetos
en un costalito. Y al amarrarle las manos al tipo aquel, repugnante, bofo, de
carnes colgantes, flácidas, cubierto por una pelambre poco humana, Aleco vio
el anillo, una verdadera joya, oro de veinticuatro kilates, con diamantes. Mira
eso, le dijo al Pulga. Caray, qué anillo; enorme, repuso el compañero de hurtos
y procedió, sin perder un segundo, a despojado de la valiosa alhaja.
—No, eso no, por piedad, es mi anillo de bodas —suplicó el millonario,
que ya había perdido toda su arrogancia y no amenazaba más.
—Quítaselo y ponle la mordaza —ordenó Aleco—, ya me cayó mal este
tipo. De prisa. Vamos al otro cuarto.
Y el orgulloso hombre de negocios quedó tirado en el suelo, desnudo, en
postura poco digna, diciendo mmmf, mmmmmmmmm​ffffff, mmmmm​mmmmm​
mmmmm​mffff​fffff​fff, mmff, con la boca llena de trapos viejos, mientras que su
secreamante lo veía retorcerse, pues la posición en que los bandidos la habían
dejado lo permitía, más bien la obligaba, convirtiendo en una tortura las horas
en que estaría así. No era lo mismo tener a su jefe vestido o en la oscuridad de
la alcoba que con la luz encendida, desnudo, agitándose cual monstruoso
gusano obeso y blancuzco. Cerró los ojos y trató de pensar en cosas amables.
Bueno, al menos los ladrones interrumpieron una sesión amorosa que hallaba
francamente detestable. Sólo esperaba que su jefeamasio le reintegrara sus
ochocientos pesos y la medalla de la Guadalupana bien podría sustituirla por
una de Nuestra Señora del Socorro o de San Judas Tadeo, ya que la anterior no
era muy milagrosa.
En el cuarto siguiente los ladrones variaron la táctica y Alejo se anunció
como el gerente que necesitaba revisar las tuberías del baño con urgencia. La
treta dio resultado. Pero mientras asaltaban esa habitación del motel El
Poseidón, en la veintisiete, el licenciado Rugo Zamora, célebre por su
participación en la campaña presidencial recién pasada, conversaba, después
de una sesión amatoria, con Imelda. Le explicaba que en breve podrían
prescindir de los hoteles de paso. Voy a comprarte un condominio allá por el
Periférico Sur. Es cosa de tiempo. Te lo prometo; tú no estás para andar en
estos lugares que además ponen en peligro mi creciente reputación. Y añadía
cosas como eres maravillosa, lástima que yo me haya casado antes de
conocerte/
En uno de los cuartos (8) la puerta no estaba perfectamente cerrada, un
descuido sin duda. Satanás entró con velocidad y atrás Aleco y el Pulga.
Debajo de las sábanas una pareja se agitaba y en un sillón, el único en la
recámara, una mujer desnuda contemplaba la escena. Al sentir las presencias
ajenas, la nudista volteó sorprendida y a su grito los que estaban en la cama
suspendieron su quehacer sexual. Satanás descubrió la terrible verdad que se
ocultaba en aquel sitio innominado. ¡Dos maricones y una tortillera!, dijo en
voz alta y francamente alarmado. Los hombres del box spring estaban
demudados, qué hacían aquellos horrendos enmascarados interrumpiendo sus
actividades íntimas, ¿acaso serían policías del SS (Servicio Secreto)? Aleco,
por su parte, recordó que en sus clases preparatorianas el maestro de
psicología había enseñado las palabras adecuadas para calificar esas
perversiones y trató de recordarlas: gomorrita, sodomense, gonorreico,
sadoquista, no, buscaba inútilmente el gentilicio de Sodoma y Gomorra, ¿o
eran Sodorra y Dodoma? ¿O quizá Se doma y De gorra? Desechando sus
recuerdos culturales prefirió dirigirse al trío. Los vio detenidamente:
mmmmmm, facha de niños bien. Satanás, dijo en voz baja, busca en sus ropas,
yo les quitaré lo que traigan encima. Y en efecto, uno de los tipos decoraba su
muñeca con una gruesa esclava de oro con su nombre, Puty, en brillantes,
mientras que la mujer traía un finísimo reloj que por alguna razón conservaba
puesto. Satanás gritó victorioso con unos pantalones en la mano. Un fajote de
billetes de mil. Luego los ataron y amordazaron sin escuchar protestas: por
favor, déjenos ir, si la policía llega y descubre lo que hacíamos…
Que se frieguen, dijo el Aleco antes de abandonar el cuarto.
Pero dime, preguntó la compañera del licenciado Zamora, ¿cómo fue que
te metiste a la política? pues verás, en el movimiento estudiantil de 68 yo me
quedé sin clases por la huelga y para no perder tiempo, me dediqué con unos
amigos a publicar manifiestos y desplegados favorables al gobierno en los
periódicos de importancia, así el propio presidente Díaz Ordaz me descubrió
y obtuve mi primer empleo.
Las cosas que uno aprende, pensó Aleco viendo al Pulga y a Satanás
buscar infructuosamente a una mujer en el baño, en el clóset, bajo la cama, en
los cajones del buró izquierdo, en los del derecho. Nada, el tipo aquel, estaba
solo, desnudo, excitándose con libros pornográficos. Los volúmenes estaban
desparramados alrededor de la cama donde el hombre —meditaba el jefe del
grupo— daba rienda suelta a sus bajos instintos.
Aleco lo compadeció: Pobre, creo que las mujeres ni lo pelan y entonces
tiene que estar solapas en un cuarto de hotel.
Pese a la compasión despertada, el degenerado solitario corrió la misma
suerte que sus otros compañeros de lugar.
Zamora, que en la más reciente campaña presidencial había ganado mucho
dinero, sacó un ánfora de plata de su portafolios y luego de beber un trago
largo ofreció a Imelda. Gracias. De nada, preciosa.
Silenciosamente, Zamora la comparó con su esposa: Es mucho más
atractiva, tiene mejor cuerpo/
Zamora mostró habilidad, pues rechazó varias proposiciones de
importancia y a cambio aceptó ser un simple jefe de compras en la Secretaría
del Trabajo Fecundo. Allí, hizo una fortuna, la necesaria para continuar en la
política, la hizo alterando los precios de las facturas de rollos de papel
higiénico, de máquinas de escribir, de mesas y sillas, y gracias a los sobres
con muchos billetes que los proveedores dejaban en su escritorio. Su carrera
realmente comenzó con el movimiento estudiantil del que informó a la policía
y a los militares. Luego, comenzando el nuevo sexenio, el de la apertura
democrática y el liderazgo del tercer mundo, obtuvo una diputación federal y
la oficialía mayor del PRI. A estas alturas no era desconocido ni pobre.
Imelda, con el entusiasmo que producen los tragos: ¡Maravilloso! Eres
todo un hombre.
En tanto:
—Estos miserables no traen lana —dijo el Pulga en la oreja de Aleco.
—¿Buscaste bien?
—Seguro, el tipo nomás tiene cincuenta pesos y ella ni quinto.
—Qué extraño, déjame averiguar.
—Pero rápido.
Y Aleco, flanqueado por Satanás y el Pulga, se dirigió a la pareja que,
semivestida o semidesnuda, aguardaba la decisión del trío de infames. Tanto
él, unos cuarenta años, ropa vieja, un plumón de plástico, como ella, unos
treinta y cinco, vestido confeccionado en casa, ninguna joya más que un anillo
de fantasía, temblaban.
—Así que no traen billetes ni cosas de valor —dijo Aleco empleando un
tono inquisidor.
—Señor, somos pobres, yo soy profesor de secundaria, y para festejar
nuestro aniversario de bodas, hoy cumplimos diez años de casados y Dios no
ha querido darnos hijos y qué hogar puede ser feliz sin esos diablillos
correteando por aquí y por allá. Así que decidimos venir a este motel.
Siempre, cuando pasábamos por enfrente, le decía a mi señora: vieja, un día
he de llevarte a ese lugar, se ve tan elegante, fíjate, entran puros carrazos, y a
lo mejor nos da suerte, si hacemos el acto allí adentro quién quita y te
embarazas. Lo poco que teníamos lo gastamos en una gran comida y luego en
este caro motel. De veras.
Ella: —Sí, también queríamos romper la rutina.
Aleco quedó pensativo y enseguida habló en secreto con sus compañeros.
En segundos tomaron una decisión que Alejo comunicó a la pareja: Está bien,
nosotros venimos aquí a robar a ricos, como ustedes no lo son pueden
quedarse con sus cincuenta pesos y además, como regalo de aniversario,
vamos a darles una milanesa. (¿Una qué?) Un billete de mil pesotes, es decir,
dos quinientones o diez ciegos. En suma, un grande, concluyó Aleco
retornando la tradición de Robin Hood, de Chucho el Roto y de tantos otros
bandidos generosos que por el mundo han ido despojando a los ricos para
ayudar a los necesitados, redistribuyendo la riqueza e impartiendo justicia, y
ante la sorpresa del matrimonio que ya se imaginaba sin quinto a pie rumbo a
su modesta casita. De cualquier modo, continuó Robin el Roto, vamos a
dejarlos atados. Lamentamos mucho que no puedan hacer el acto, pero ojalá
que cuando lo hagan, tengan los resultados que esperan.
Y el Pulga, con sumo cuidado para no lastimarlos, los amarró mientras que
Satanás sacaba del costalito dos billetes de quinientos pesos y los ponía en
uno de los bolsillos del saco raído del profesor.
Los generosos rufianes salieron orgullosos de su obra, de su buena acción
y buscaron en el siguiente cuarto.
De nuevo con Zamora. Uuuggggg.
—Ah, la campaña, eso sí que fue hacer política. Cierto que hubo un solo
candidato, pero igual trabajamos, como si tuviéramos enfrente a varios
opositores. Yo hablé por lo menos cincuenta veces. Recuerdo que en
Guadalajara el candidato me felicitó públicamente cuando pedí una porra para
la economía mixta, qué hombre, Imelda, rompió el protocolo y diciendo
Mexicanos, beso a mi madrecita en la frente cansada de tanto pensar en mí y
en la patria, abrazó a una anciana que luego supimos no era nada suyo. La
gente se emocionó hasta las lágrimas: no sólo era el candidato de la dignidad,
también lo era del amor con las abnegadas madres mexicanas.
—¿Y qué te darán, mi vida? —interroga Imelda con un leve brillo metálico
en los ojos, como ése que aparece en las heroínas de las fotonovelas, con
signos de pesos.
—Creo que una subsecretaría.
Toc, toc, toc.
—Tocaron —dijo ella.
—En efecto —dijo él.
Ambos se desconcertaron.
Y es que los ladrones habían llegado hasta el cuarto donde estaban Zamora
y su amada.
—¿Sí, quién? —preguntó Zamora un tanto enojado por la interrupción.
—De la administración, en este cuarto hay una grave fuga de gas.
—Pues yo no huelo nada.
—Tendrá usted catarro. Abra. De cualquier forma tenemos que entrar a
revisar.
—Lo siento, revisen cuando ya no estemos aquí.
En eso, una patada descomunal proveniente del Satanás abrió la puerta.
—Qué, qué, de qué se trata —balbuceó Zamora mientras buscaba su
pistola—. Maldita sea, la dejé en el coche.
(Sus guardaespaldas tuvieron la noche libre.)
Aleco apuntó su arma y el Pulga hizo lo mismo.
—Tranquilos, no se nos vaya a escapar un tiro —habló el segundo.
—¿Quieren secuestrarme?
—Ni madres, queremos tu dinero y ahorita.
—¿Son… son comunistas?
—No, somos protestantes.
—Por lo visto no saben quién soy.
—Don nadie. Además no nos importa.
—Fui diputado federal, miren, traigo todavía la credencial.
Y tomándola del saco la mostró.
Zamora, al ver que los asaltantes no eran de la Liga Comunista que andaba
por las calles secuestrando funcionarios corruptos, había recuperado el
dominio de sus nervios.
El Pulga le quitó la charola: Siempre he querido tener una, ahora sí, que
me detengan por exceso de velocidad o por orinar en vía pública o por
estacionarme en la banqueta. Soy influyente.
Aleco y Satanás iniciaron un minucioso registro de la ropa.
—Carajo, éste sí que tiene dinero —exclamó Satanás.
—De dónde te lo robaste, manito —preguntó Aleco mientras lo metía en el
costal.
—Efectivamente, es político —dijo el Pulga.
—Lo soy y muy poderoso; esta triste hazaña va a costarles que tengan a
toda la policía encima. Soy amigo personal del presidente…
—Cállate. Amárrenlo bien, pónganle doble ración de trapo en la bocota —
ordenó Aleco—. No estás en la Cámara de Diputados para hablar tantas
tonterías.
Zamora fue despojado hasta de su último centavo, de sus plumas Mont
Blanc obsequio del Líder Obrero Único, Fidel Velázquez, del reloj suizo
comprado en Estados Unidos, de las mancuernillas de oro, en fin, el servidor
de la patria era una fortuna caminante. Imelda también perdió sus pertenencias,
regalos de funcionarios que anduvieron con ella.
Satanás,
el Pulga
y Aleco
salieron del motel El Poseidón. Calmadamente.
Abordaron el coche y la laberíntica gran ciudad se los tragó.
Llevaban una bolsa llena de dinero y joyas.
Además fue divertido, añadió el Pulga y comenzó un recuento (que el
Cachuchas escuchaba atentamente mientras conducía) de lo que vieron en los
cuartos. Parecía una película. Imagínate/
Al día siguiente los periódicos ignoraron el asalto. En efecto, como estaba
previsto, nadie fue con el chisme a la policía. Sin embargo, no en la nota roja,
donde los bandidos buscaron, sino en las primeras secciones, estaban enormes
titulares: prominente funcionario atacado en plena calle por la Liga Comunista,
organización criminal que le robó varios miles de pesos para proseguir sus
actividades delictuosas y subversivas… Al final, el jefe de la policía se
comprometía a no descansar hasta ver acribillados a tiros a todos los
comunistas del país. A Zamora no le fue mal. Su nombre y fotografía
aparecieron en todos los diarios, revistas y noticiarios del país. Lo
presentaron como víctima de la «escalada de violencia comunista». El político
aprovechó la oportunidad para enviar un mensaje pidiendo no más atracos que
los de soldados, policías y funcionarios públicos y abogó por una alianza de
latifundistas y campesinos sin tierra, patrones y obreros explotados, ricos y
pobres, el gran capitalismo que México espera ansioso.
Mis amigos no vieron esto último porque nunca perdían su tiempo leyendo
informaciones sobre política local. En cuanto se dieron cuenta de que nadie
los buscaba, se dedicaron a disfrutar el producto de su trabajo y fueron muy
felices durante las semanas que duró el dinero.
Atala no podía creer la historia, no obstante se reía, quizá no tanto por la
historia sino porque esos momentos de amor y plática la hacían olvidar a su
marido y en general a su familia. Ésa fue nuestra última cita de sexo y buen
humor, de nostalgias y promesas de nuevos encuentros.
Inesperadamente se enfermaría: cáncer en la matriz y este se extendería en
una metástasis pavorosa.
Murió y no pude verla a causa de su familia. Traté de hacerle llegar al
hospital algún mensaje, una nota de aliento, unas palabras de amor. Luego del
aviso de su fallecimiento dado por María de los Ángeles, pasé por la casa
donde Atala había vivido de soltera, cuando fue mi novia. Vi el balcón de su
recámara cerrado. La familia se mudó. Le sobrevivían la madre y dos
hermanos. A uno lo encontré, muchos años después, en el Sep’s de La
Condesa. Aún conservaba la esbeltez, pero ahora se notaba viejo y enfermo y
sin la pasada presunción de una familia dueña de muchas mueblerías. No lo
saludé. Nunca fuimos amigos, el tipo era mayor y solitario por añadidura. Me
gustó verlo: ese viejo ruinoso me trajo a la memoria a su hermana menor, una
niña encantadora que fue la primera novia que besé en la matinée del cine
Álamos, la que me produjo una intensa agitación al permitirme tocarle los
muslos y saber la diferencia entre la piel y las medias, la excitación del
liguero que sirve para no encubrir el objetivo final de toda ronda amorosa, y,
muchos años después, la amante que se dejaba puestas las medias para que yo
saciara mi fetichismo y tuviera largos y profundos estremecimientos, como
ella, que lloró de emoción la primera vez que hicimos el amor. (¿Por qué,
Atala? Porque nunca había sabido lo que era un orgasmo, lo que es el placer a
pesar de veinte años de matrimonio.) Como tantas otras niñas de Ciudad
Jardín, fue mal aconsejada por su madre y los valores imperantes y no supo
escoger esposo. Lo seleccionó en función de su fortuna y era un patán cubierto
por casimir inglés. Pienso que fue una mujer muy importante en mi vida. La
veo, agradecida y luminosa, sosteniendo un ramo de flores que le compré
cuando cumplió quince años, rodeada de afecto. Pienso, asimismo, que la
muerte la salvó de cosas peores que las visitas de su marido a una grotesca
arena de box y conmigo la relación carecía de futuro: yo jamás podría vivir
con una mujer que tiene hijos y que estuvo tanto tiempo casada con un cretino.
Ana
Ana: me dijiste —en el avión que nos llevaba a Nueva York— ¿te has dado
cuenta de que pronto cumpliremos quince años como pareja? Pero, ¿de dónde
sale la cifra? Hace quince años que nos conocemos, lo que es distinto a que
hayamos tenido una relación de esa duración exactamente. Nuestro amor fue a
saltos. Predominó la lujuria, pero en los momentos en que desaparecía o se
mitigaba, tú decidías romper. El pretexto era lo de menos, no te quería, me
encontraste con otra mujer en un restaurante, no soy cariñoso ni tierno, soy
majadero, me vieron tus amigas en un bar, tu ex esposo estaba muy deprimido
y sin dinero, tu prima Nena te recomendaba que buscaras un soltero o viudo
adinerado… Por lo que fuera, terminamos una y otra vez en una cadena
desesperante… Hubo un absurdo intercambio de cartas, llamadas telefónicas
y, finalmente, mensajes electrónicos en lugar de encuentros íntimos, viajes y
palabras de amor. Si sumamos todo el tiempo que pasamos distantes y
apretamos el resto, nos quedarán unos cuatro años juntos, difícilmente.
Pero a qué fuimos a Nueva York. ¿De paseo, a una exposición, al teatro, al
MOMA o a reconstruir mis viajes anteriores con otras mujeres que bien
conocías? Todo hubiera sido perfecto, Ana. Paramos en el Waldorf Astoria, y
después de cenar fuimos al pequeño bar donde se suponía que tocaba Cole
Porter. Ése debe ser el piano, dijiste alborozada señalando uno muy hermoso.
Bebimos a marchas forzadas y comenzaste a relatarme un viaje a esa ciudad
con amigos y tu marido y una extraña escena de celos a causa de algún
devaneo tuyo. En algún momento hablaste con entusiasmo de la belleza física
de tu esposo, de tu enamoramiento inicial y eso me produjo un odio enorme,
quizá por el alcohol o por la forma en que te brillaron los ojos cuando
reconstruiste tu amor. No estallé, pero me guardé el agravio, el insulto, la
ofensa, para sacarlo en otra ocasión en justa venganza. Lo importante, de
cualquier forma, Ana, fueron los momentos de cordialidad, de entrega
amorosa, donde, debo reconocerlo, tú pusiste más que yo. Fuiste, en ese
sentido, generosa conmigo. Yo, en cambio, te hablaba de mi familia en
extinción y de la certeza de que pronto sería el último de una larga genealogía.
Lo hacía porque te gustaba el tema, te gustaba que yo reconstruyera historias
ciertas e imaginarias, para poblar tu niñez, adolescencia y tiempo de casada,
ausentes de hechos. Una vida plana y sin nada sobresaliente salvo las fechas
de matrimonio y de hijos que aparecían sin haberlos deseado. ¿Recuerdas que
acostumbraba narrarte las historias de mi infancia y juventud? Te conté de
Paquita, una señora de unos veinte años, casada con un vendedor de billetes
de lotería. Habitaba en los límites de Ciudad Jardín, en uno de los pocos
edificios que existían. Era vecina de Silvia y su madre, una costurera que nos
aceptaba en su casa fingiendo no darse cuenta de que su hija se desnudaba el
torso para mostrar unos senos descomunales. Todos nos excitábamos ante el
espectáculo y más de uno iba al baño a masturbarse. Yo lo hice por lo menos
dos veces. No sabía por qué Silvia no permitía que la tocaran ni por qué uno
de nosotros, el más audaz, no la obligaba a hacer el amor.
Junto a su departamento vivía Paquita. Tenía un cuerpo magnífico y una
cara poco expresiva que no maquillaba. Durante el día el marido era el gran
ausente. Conmigo la joven señora era más explícita, contaba intimidades.
Recuerdo una. Mi marido me usa por atrás y no me gusta, me duele. Yo
procuraba ser su confidente, no más. Me parecía remota la posibilidad de
acostarme con ella. Pero una vez sucedió algo fuera de lo normal, al menos
para mí. Era de mañana, alrededor de las diez. Silvia y su mamá fueron a
entregar unos vestidos. Emilio, quédate y cuida la casa, ordenó la señora con
discreción. Al poco rato, Paquita tocó la puerta: lloraba y escondía el rostro,
preguntaba por la mamá de Silvia y dejaba que el pelo le cayera sobre la cara.
El marido llegó borracho en la madrugada, la había violado y golpeado. El
cuerpo le dolía y se sentía humillada. No era mucho lo que podía hacer y me
limité a tranquilizarla con palabras bobas o simples, a rozarle con cariño los
moretones de brazos y cara. El milagro ocurrió y dejó de llorar, se acurrucó y
allí estuvo, en mis brazos, mientras llegaban mis amigas. Paquita me lo
agradecería, tres o cuatro días más tarde, con una entrega sexual
incomparable, dejándome recorrer sus prodigiosos muslos, besar sus pechos,
y ella lamiéndome todo el cuerpo. Nuestros encuentros no duraron mucho.
Finalmente yo era (Paquita lo dijo) un muchacho insignificante y ella (fueron
sus palabras) un mujerón. Pero antes de dejarme, me había enseñado a hacer el
amor, me dio instrucciones precisas de dónde tocarla, cómo empezar, en qué
momento penetrarla, de qué forma esperar para que ella terminara antes que yo
para enseguida volcar en su vagina toda mi excitación. No sólo este bagaje
inapreciable, también me regaló un chaleco beige, tejido a mano, que conservé
por lustros y sólo me puse dos veces. No entendí tus reclamos finales, Ana.
Tuve siempre una poderosa necesidad de contar mi vida, en especial las
historias de amor, la forma en que tuve una u otra mujer. Me avergüenza, pero
era (es) inevitable. Por ello, seguramente, me hice novelista, para que todo mi
bagaje quedara dentro de la escritura. No imaginé que esos relatos te crearían
un enorme resentimiento y en consecuencia deseos de venganza. Si el viaje a
Nueva York no fue una solución para mitigar nuestros conflictos, el regreso a
México fue peor. Al día siguiente no me tomaste la llamada y en vano toqué a
tu puerta. La servidumbre decía que no estabas, que habías ido a casa de tu
hermana, de tu hermano, de tu amiga equis… No insistí más. Pasaron varias
semanas cuando de nuevo —tú ponías las reglas del reencuentro— me
telefoneaste para narrar una asombrosa historia. Por recomendación de alguna
amiga, fuiste a una fiesta de solteros (no imaginé que existieran organizaciones
así de idiotas). En ella conociste a José Ángel, recién divorciado, guapo,
según tú, empleado de una agencia publicitaria, atento y persistente. Bailaste
dos o tres piezas y comenzó una rápida y cursi amistad de cine y heladerías, de
caminatas por las viejas calles de la ciudad que bien sabía que te gustaban, no
en vano hicimos muchas. Al cuarto o quinto día (fueron rápidos, tú en especial
que afirmaste siempre ser mujer de dos hombres: tu esposo y luego, ya
divorciada, yo), aceptaste ir a su departamento en la Condesa. Tu relato me
irritó profundamente. Estaba en penumbra. Me desnudó por completo. En la
cama me pidió abrir las piernas y me penetró. No hubo cortejo ni ruegos,
tampoco caricias. Terminó él, no yo. Me sentí sucia, manchada, usada, no
amada. Como una puta.
Es verdad, Ana, tu relato me indignó, pero al mismo tiempo me produjo
una excitación ilimitada, mientras llorosa hablabas con voz entrecortada y
nerviosa, yo me humedecía inexorablemente. Por eso no colgué la bocina, por
ese te escuché con paciencia, por eso, durante muchos meses después,
hacíamos el amor con singular intensidad y hasta llegamos a ciertos niveles de
violencia sexual. Más adelante, en una tarde de vino y bromas, te pusiste seria
y me hiciste una confesión: la historia con José Ángel era falsa, la habías
urdido, fue pura invención para herirme. Me quedaría para siempre la duda, la
conservo aún ahora que hemos dejado atrás el sueño que se hizo pesadilla. Tu
relato, cierto o no, fue magnífico: por algún tiempo pudimos convertir las
relaciones sexuales en paraísos de pasión extrema. Días radiantes (tus ojos
verdes brillaban con mayor fuerza) en que sólo pensaba en verte para sofocar
una excitación inaudita y muy hermosa.
El Abogado
En algunos filmes europeos de posguerra, siempre aparecía el loco del pueblo.
Uno solo que era vejado y permitía bromas pesadas. En Ciudad Jardín le
decíamos Abogado y era un hombre de edad indescifrable, que gustaba
recorrer las calles hablando para sí mismo en voz alta. Era inofensivo y al
mediodía, invariablemente, se ponía a dirigir, apoyado por un silbato, el
tránsito: esperaba a que pasara algún automóvil y le indicaba el paso o lo
detenía si en la calle trasversal venía otro vehículo. Nadie sabía de dónde
obtenía la ropa, los alimentos y lo necesario para sobrevivir. Éste fue su
mayor secreto. A veces recorría toda Ciudad Jardín en busca de eventuales
pillos, en estos casos, el Abogado se hacía acompañar por una especie de
macana policiaca que blandía con vigor. Yo imaginaba que la familia de Lilia
Prado lo mantenía, pues era la única que lo ofendía y daba órdenes con
lenguaje de carretonero.
Todos lo veíamos pasar y lo saludábamos con fingido respeto: qué tal,
Abogado, cómo va la Constitución. De la fregada, manito, todos la violan,
respondía y seguía patrullando. Era curioso, alguna vez lo encontré en el
Centro. Mi mamá me llevó a comprar ropa y él pasó a mi lado. Me apresuré a
saludarlo, no me reconoció. En cambio, en Ciudad Jardín era capaz de
identificarnos por nuestros nombres y apellidos y nuestros apodos. Una vez, en
la peluquería del Pachuco, el Abogado contó una absurda historia sobre cómo
fueron poblando nuestra colonia, cómo poco a poco se edificaron casas y
recitaba los nombres de las familias haciendo un alarde prodigioso de
memoria. En efecto, ése era el orden, pero no las razones de la colonización.
Para él, los González habían asesinado a un poeta republicano en Valencia y
eran prófugos, en realidad su apellido era Pallán. La Joan Crawford era una
prostituta veracruzana que al tener éxito económico había dejado la profesión;
la familia Levy había sobrevivido a los campos de exterminio nazi, juraba que
tenía un número tatuado en los brazos; el papá de Elsa, a pesar de sus
ridículos vuelos de decencia, tenía un burdel, Satanás era prófugo de un
manicomio y eso explicaba su violencia. De mis abuelos maternos contaba que
venían huyendo de los obregonistas; mi abuelo, coronel carrancista, pudo
escapar de Tlaxcalaltongo para regresar a Valle de Bravo, donde encontró su
rancho destruido por fuerzas zapatistas, por lo que emprendió el camino de la
capital. Como lo contaba delante de mí y yo no hacía rectificaciones, la
mayoría de mis compañeros consideraron que la historia era válida. Por regla
general, el Abogado modificaba de una vez a otra sus historias; eso nos
entretenía. El Pachuco le pagaba la diversión con cortes de pelo y afeitadas,
que lo dejaban con aires de respetabilidad. En esos momentos, nos mostraba
un anillo horroroso y nos decía que era de su graduación como licenciado en
Derecho. A mí el Abogado no me parecía gracioso, era un personaje trágico y
a veces le solicitaba a mi madre que lo ayudara con algo de dinero. Me
recordaba a los payasos del circo Atayde que año con año instalaba sus
carpas en las afueras de Ciudad Jardín. Yo iba con muchas reservas: no me
gustaba ver a los caballos, elefantes o leones hacer maniobras antinaturales,
obedeciendo a un látigo sonoro y temible. Los payasos jamás lograron
hacerme reír y la galería de monstruos me provocaba, en cada caso, una
mezcla de asco y compasión. Al circo fui llevado, como a los toros, por mi
abuelo, hombre de escasas palabras y propenso a irritarse. La sangre en el
cuerpo del toro me produjo escalofríos y lloré tanto como lo permiten los seis
o siete años ante un espectáculo brutal y sanguinario. El circo me
desconcertaba más por la cantidad de humillaciones que se llevaban a cabo
para divertir. ¿Por qué hacer que los leones cruzaran círculos de fuego, que un
oso bailara al compás de un pandero o que los elefantes hicieran giros
ridículos y, finalmente, era necesario que los payasos cruzaran bofetadas y se
arrojaran toda clase de objetos para que un público idiota se entretuviera? Por
ello, el Abogado, que para todos era un bufón, me provocaba ternura. Su
locura era inofensiva, era un cronista de personajes imaginarios, en su mundo,
todos los habitantes de Ciudad Jardín tenían una historia fabulosa, de
aventuras inauditas, antes de asentarse como seres tranquilos, monótonos y
aburridos.
Cuando me fui de Ciudad Jardín el Abogado no había desaparecido, seguía
siendo parte del paisaje urbano y una leyenda. Alguna vez, pasados muchos
años, se me ocurrió preguntarle a Luis por él. No sabía mucho: El pobre se
esfumó en el aire. O terminó sus días en un asilo o en un manicomio, añadió
con su acostumbrada frivolidad. Yo pensé que se había hartado con el
creciente deterioro de los rumbos que vigiló con esmero y se acurrucó en
algún rincón y unos seres intangibles se lo llevaron no sé a qué lugar, a un sitio
donde su imaginación demencial pudiese tener cabida y nadie se riera de sus
historias y sus actividades.
El 227
De pronto decidimos que no podíamos masturbarnos todo el tiempo, que había
que dar el paso siguiente, y Jorge Núñez dijo, ceremoniosamente, es hora de ir
al 227. En efecto, juntamos dinero, cada quien como pudo y para darnos valor
bebimos de una botella de mezcal que pude hurtar de mi casa. Fue una reunión
gozosa, bailamos y escuchamos las divertidas vulgaridades de las putas. Jaime
parecía el más excitado y negoció con una mujer joven. Desaparecieron en uno
de los cuartos. Memo optó por contarle a otra una serie de historias sobre
cómo Hitler repudiaba a las mujeres que «vendían su cuerpo». En el
nacionalsocialismo la prostitución no estaba permitida y sólo existían casas de
placer para los altos oficiales de las tropas de asalto, le decía a una mujer que
se aburría con el tema. Yo sin mayores trámites y estimulado por el alcohol
negocié con una morena de facciones correctas y buen cuerpo. Estaba
enfundada en una especie de traje de baño de dos piezas y traía medias negras
y zapatos rojos. A nuestro alrededor el bullicio se hacía descomunal y los
hombres mayores hacían valer su fuerza física y su dinero: tenían a las mejores
putas.
Irma, era el nombre de aquella mujer que se dio cuenta de mi inexperiencia
y fue gentil a pesar del mucho alcohol consumido. Fuimos a un cuarto sórdido,
apenas iluminado, donde reinaba un camastro sucio. El ruido llegaba con
fuerza y los jadeos de las otras habitaciones me incomodaban en lugar de
excitarme. Ésta no era la idea que yo me había formado del sexo, del amor. A
pesar de la amabilidad de Irma, el pito no se me paraba. Ella me ayudaba con
delicadeza y yo inventaba pretextos: hay que bajarnos de la cama, rechina y no
puedo concentrarme. La verdad es que las prostitutas son imponentes, aterra su
seguridad y su dominio, particularmente ante un joven que se inicia. Yo
hubiera querido caminar con Yolanda, Elsa o Atala por una calle solitaria,
desembocar en un jardín arbolado y allí conversar, besarla, tocarla, que ella
me tocara, acariciarnos y así comenzar y enseguida ir a una habitación
silenciosa, ajena a cualquier bullicio y decirle palabras de amor y penetrarla
poco a poco, muy excitado a causa de las modestas resistencias. A cambio, lo
que se me presentaba no era sino un remedo del amor. Como pude se lo metí y
terminé desastrosamente. Mi primera experiencia sexual fue fallida. A Irma no
pareció importarle, de inmediato se puso de pie y con una toalla sucia y
húmeda se quitó el semen que le escurría por los muslos, pidió: Págame una
copa y platicamos. Al final, ya con todo el grupo reunido en el burdel que
comenzaba a mostrar fatiga, me dijo que si no me importaba, le gustaría
invitarme a su casa, en una vecindad de la colonia Doctores, que yo le había
caído bien y le gustaba. Eso me emocionó y me produjo una excitación que se
hizo perfecta e inolvidable. La atraje, la besé y terminé de nuevo, en medio de
oleadas de ternura.
En lo posible, desde entonces, trato de evitar a las putas: más que
sensuales son conmovedoras.
El padre Gabriel y el padre Miguel
—Padre, quiero confesarme.
—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida.
—Dime tus pecados, hijo.
Y yo comenzaba, entusiasmado, gozoso, a contar cosas horribles que
suponía pecados mortales. ¿Podría haber una historia de niños sin la presencia
de los sacerdotes católicos? Parece que no. En mi vida se cruzaron varios
curas. El padre Gabriel era nuestro confesor y al padre Miguel lo evitábamos,
parecía menos accesible y más severo. Mientras supuse creer en Dios, los
viernes primero de cada mes acudí a confesarme con el padre Gabriel. Era
divertido.
—Acúsome de haber pecado. Ayer fumé media cajetilla de Delicados.
—Eso no es pecado, hijo, es atentar contra tu salud.
—Gracias. Besé a Yolanda y le toqué las piernas.
—Eso tampoco lo es, pero todo a su tiempo. Ten cuidado, no vayas más
lejos.
Pero si eso era justamente lo que deseaba hacer: ir más lejos. En las
noches, antes de dormir, la imaginaba desnuda, casi podía acariciar sus
incipientes pezones. No era necesario metérsela, me limitaba a abrazarla y
terminaba. Y entonces despertaba sudando y jadeando, mirando hacia la
recámara de mamá para ver si había escuchado mis ruidos. Fui un niño
morboso, imagino que como la mayoría. Me gustaban las niñas y también sus
mamás. Pero como aquello era general nunca me preocupé ni lo confesé como
pecado venial. Cuando pasaba la mamá de Enrique, el idiota que para
conseguir nuestra amistad todo el tiempo ofrecía su casa (le decíamos El
Refugio) para fiestas y toda clase de encuentros, Sergio decía con un tono en
verdad morboso, qué buenas piernas tiene la señora Loredo.
Pero si el padre Gabriel era bonachón y simpático, especialmente con las
mujeres, el padre Miguel parecía personaje de leyenda colonial en versión
cinematográfica. De perfil era un típico cura pueblerino, visto de frente la
mirada se hacía torva. Era moreno y usaba sombrero. Poco platicaba con
nosotros, en general era hosco. Al contrario del padre Gabriel, que sonreía
siempre para parecer un cura angelical, el otro jamás reía y fuera de la misa y
otros actos litúrgicos, evitaba ser visto en público. Cuando yo andaba por los
diecisiete años, Chuchín me invitó al cine: Creo que es una película europea,
simplificó las cosas. Acepté sin problemas, era en la tarde y así no necesitaba
solicitar permiso en casa. Antes de llegar al cine América, paramos en un café
aledaño:
—Te tengo una sorpresa —advirtió mi amigo, en tono enigmático.
La sorpresa en efecto lo era: el padre Miguel, quien nos recibió con
amabilidad desconcertante. Vestía un traje negro y el sombrero estaba sobre
sus piernas. Sin trámites, luego de pedir una limonada, el padre me hizo una
pregunta que yo consideré extraña:
—¿Conoces algo de Oscar Wilde?
—Sí —repuse con seguridad, sus cuentos y la novela El retrato de Dorian
Grey.
El padre fingió una grata sorpresa y se dirigió a Chuchín:
—Tenías razón, es un muchacho inteligente y sabe cosas. El resto de la
plática se hizo un monólogo del sacerdote, narró su vida en el seminario, sus
estudios en Roma y la manera injusta en que lo tenían confinado en la modesta
iglesia de Santa Rita de Casia. Entramos al cine y me dio la encomienda de
cargar el sombrero. El padre sentó a Chuchín a su lado y a mí me puso junto a
mi amigo. A media película noté que bajo su chamarra larga había
movimientos que provenían de la mano del cura. Traté de concentrarme en la
película, pero no lo conseguí. Al finalizar, ya en la calle, el padre Miguel,
para tranquilizarme (mi silencio era tenaz) dijo una frase idiota que nunca
olvidaré: Ah, la carne es débil. En lo sucesivo, jamás me confesaría con el
padre Miguel.
El padre Gabriel parecía no darse cuenta del homosexualismo de su
colega. O no le importaba. Sus preferencias eran diferentes, pero igualmente
pecaminosas: le atraían las mujeres. Más de una vez lo encontramos en la
sacristía en situación embarazosa con alguna de las mamás de nuestros amigos.
Con toda honestidad, a mí no me preocupó ni una ni otra cosa: allá ellos y su
sentido peculiar del catolicismo. Lo que me molestó profundamente fue que
cuando mi abuelo entró en una larga agonía, y cada noche parecía morir
víctima de un brutal cáncer, hubo una reacción poco piadosa de ambos. Mi
abuelo solicitaba la presencia del sacerdote para recibir la extremaunción. Las
primeras veces vino el padre Gabriel, las otras el padre Miguel. El cuerpo
otrora poderoso de mi abuelo materno se resistía a morir: estaba convertido en
un guiñapo; sin embargo, volvía a pasar la noche y a recaer de nuevo en el
atardecer. Cuando llegó el final: ninguno de los sacerdotes aceptó ir a casa.
Tenían trabajo y al día siguiente misa muy temprano. Mi abuelo falleció con la
preocupación de no tener la bendición final. A partir de ese día, no puse un pie
en Santa Rita. Yo no era creyente, pero fingía serlo para tranquilizar a mis
abuelos y complacer a la sociedad. No tenía más caso hacerme pasar por
católico.
Elsa en el Infierno de todos
Elsa, la niña dorada de Ciudad Jardín, pronto supo lo que eran los
sufrimientos. Su rápido casamiento a los dieciséis años no le permitió ninguna
experiencia, a lo sumo había intercambiado ideas vagas sobre el sexo con sus
primas y fueron un poco más lejos: se mostraron y tocaron las vaginas. El
esposo resultó burdo. La noche de bodas fue un fracaso que ella se negó a
consumar. De tal manera que en la madrugada, su marido, muy ebrio, la golpeó
y la violó. Así Elsa maduró y en unas pocas horas pasó de niña virgen a mujer
brutalmente desflorada.
La vida matrimonial de Elsa fue normal, tediosa y aburrida. A ella no le
gustaba hacerse pasar por una mujer inmensamente feliz. Tampoco su marido
era un seguro de vida, de sobra tenía dinero, la herencia de sus padres. Se
llenó de hijos: cuatro, uno tras otro. Mis últimos recuerdos de Ciudad Jardín,
me permitían ver a Elsa pasar hacia la casa paterna, con un embarazo eterno.
La maternidad se antoja ridícula, es fea, por más que la cursilería nacional
quiera embellecerla. La gordura siempre será desagradable, en particular si
sólo se da en una zona, en el vientre. Alejandro Aguilar me hizo un comentario
contundente al respecto, mientras Elsa pasaba ya sin la sonrisa luminosa,
arrastrando a sus hijos y dándoles órdenes a gritos: Está asquerosa.
Cuando volví a encontrarme con ella, las cosas habían cambiado. Otra vez
estaba radiante, tenía muy hermoso cuerpo y había recuperado la sonrisa. No
la reconocí. Ella me dijo, no te acuerdas de mí, soy Elsa. De inmediato
regresó su imagen de niña y adolescente. Al fin hablábamos, ahora sabía cómo
era su voz. Me contó que se había divorciado y se dedicaba a los negocios de
terrenos. Sus hijos habían seguido su misma ruta y ya todos estaban casados,
así que disfrutaba mucho la vida. Pero mentía, su historia no era así de simple.
El esposo, Ramiro, había defraudado a una empresa paraestatal. Al ser
descubierto, huyó sin despedirse, el tipo buscaba ponerse a salvo sin
importarle la esposa ni los hijos. Por años, nadie supo de él, dos o tres
conjeturas de entre las que destacaba la siguiente: estaba en San Diego,
California, donde sobrevivía, con nombre falso, vendiendo automóviles
usados. En la fuga no iba solo, lo acompañaba su secretaria, con quien tenía
una hija. Luego de diez años, cuando el crimen había prescrito, regresó como
si nada para encontrarse con que Elsa había gestionado el divorcio al afirmar
lo obvio: abandono de hogar, con tal de salvar las propiedades
mancomunadas. Elsa tenía, para ese momento, un amante, un pintor. Ramiro no
podía exigir mucho, así que suplicó le permitiera el regreso a casa.
Descuidado, derrotado, imploraba ayuda. Elsa se conmovió y para ello tuvo
que deshacerse en explicaciones con su pareja. Rompieron y ella se vio de
nueva cuenta ligada al esposo, quien poco a poco recuperó su anterior
conducta. Elsa le había dicho que no tendrían relaciones sexuales, pero cómo
garantizarlo si iban a dormir en la misma cama. Un mes después, de nueva
cuenta fue violada por el que formalmente era su ex marido, en el mismo lugar
donde el autor de cuadros y grabados había conseguido provocarle un
orgasmo. La rutina volvió: sólo que ahora Elsa trabajaba doble: en la venta de
terrenos y luego como ama de casa para que Ramiro viera cumplidas sus
exigencias. En realidad la mujer no se explicaba cómo volvió a lo mismo,
cómo diablos había recuperado la detestable rutina matrimonial, hasta que un
día vino la salvación, milagrosamente. Elsa se resistió, no quería ser
penetrada con violencia y gritó, y a los gritos acudieron los hijos y Ramiro,
irritado, salió de la casa para ir a tomar unos tragos al bar de un hotel
afamado. Allí conoció a una joven y juntos pidieron una habitación. Fue una
magnífica juerga que terminó en una placentera relación sexual. Al día
siguiente la muchacha resultó menor de edad y sus familiares lo acusaron, por
añadidura, de violación. Ramiro fue a la cárcel y allí estuvo prácticamente un
año. Al salir, desaparecería para siempre. Elsa y yo no tardamos en hacernos
amigos; en la siguiente cita, en una cena, le dije que siempre me había gustado,
que la quería desde siempre. Hagamos el amor, rogué. Desde sus ojos cafés de
brillos tenues y la ligera sonrisa en que había degenerado su eterna y luminosa
sonrisa, me dijo preguntando: ¿No es demasiado pronto? ¿Pronto, Elsa? Hace
años que te deseo, que te amo, más de treinta años en espera de conversar
contigo, besarte, acariciarte, repuse con cierta indignación. Tienes razón. Me
invitó a su casa, a comer al día siguiente. Fui y pronto descubrí a una mujer
que había tenido una larga fila de amantes: políticos encumbrados, hombres de
empresa, banqueros. Su madre acababa de fallecer; el padre conservaba la
casa donde nació Elsa. Su tono, al narrar sus amoríos, era perverso, se
regodeaba contando cómo había seducido a un funcionario o cómo había
vendido unos terrenos en Toluca gracias a un anciano perdidamente enamorado
de ella. Conmigo, el tono sufría modificaciones. La primera vez que la besé
con pasión y le confesé mi largo amor, me dijo: No, Emilio, no me amas, estás
enamorado de un recuerdo. Era posible, me recordaba la época de las
despreocupaciones y de los descubrimientos, de los amores platónicos y de la
imaginación de un futuro inalterablemente fantástico. Esa tarde, luego de
comer, bebimos un par de copas de coñac, casi sin transición me arrastró a la
recámara y me permitió admirar su cuerpo, besarla en todos y cada uno de sus
puntos, lamerle toda la piel y, por último, penetrarla más con ternura que
pasión. Jamás olvidaré ese orgasmo contenido desde la adolescencia: fue
largo, eterno, sublime. Ninguno jadeó, fue un silencio muy hermoso donde sólo
escuchábamos nuestros pensamientos amorosos. En los momentos finales, miré
su rostro: era de una belleza serena, tenía los ojos cerrados y se mordía
ligeramente los labios. Quise decirle algo, te amo, te amaré siempre, gracias,
fue maravilloso, lo que fuera, preferí callar, hacer ese momento inolvidable,
llevarlo conmigo hasta la muerte.
El espejo humeante
Su estirpe, la de Emilio, nunca fue común, aunque él haya terminado siéndolo.
No era frecuente que una dama castellana se casara, perdiendo todas sus
prerrogativas y ganando el desprecio de los suyos, con un descendiente de los
guerreros aztecas, con un hombre que recordaba bien la brutal derrota y cuyo
padre había muerto en la defensa de la Gran Tenochtitlan. El nuevo Dios que
sustituía a muchos, era, si se juzgaban las acciones de los portadores, bestial e
indigno de reinar entre civilizaciones refinadas, cuyas deidades hacía tiempo
no exigían sacrificios humanos ni los tormentos y asesinatos colectivos que de
España habían llegado y que con frecuencia se disfrazaba de Santa
Inquisición. Pese a las diferencias abismales, ella lo amaba y admiraba su
arrogante apostura: aunque su mundo se había derrumbado, no era un vencido,
a él y a sus descendientes mestizos les esperaba un largo periodo colonial,
unos trescientos años en los que lo azteca fue diluyéndose para dar comienzo a
un mestizaje perfecto, no sin resistencias, reacios a la religión ajena, al idioma
español y a la cultura intrusa, como un poema de la época señala: Dos mil
indios (oh extraña maravilla)/ bailan por un compás a un tamborino,/ sin
mudar voz, aunque es cansado ama;/ en sus cantos endechan el destino/ de
Moctezuma, la prisión y la muerte,/ maldiciendo a Malinche y su camino:/
al gran Marqués del Valle llaman fuerte,/ que los venció; llorando desto,
cuentan/ toda la guerra y su contraria suerte. Perdieron el linaje y nunca
hubo para ellos títulos y reconocimientos, riqueza y notoriedad, pero sí, a
cambio, ayudaron a construir una nacionalidad, siempre con los recuerdos de
la poesía de los antiguos: Perdura entre nenúfares de esmeralda la ciudad,/
perdura bajo la irradiación de un verde sol México:/ al retornar al hogar
los príncipes, niebla florida se tiende sobre ellos. Los descendientes fueron
arrieros en los caminos reales, peones en las haciendas españolas, asaltantes
de residencias, enemigos de la ridícula corte del virrey, mártires de la Santa
Inquisición, bebedores empedernidos, violadores de damas aristocratizantes,
mujeres atrevidas, osadas, lo mismo en la cama que en las luchas sociales,
vivos personajes de historias y leyendas coloniales; más adelante, con la
Independencia, arquetipos de Fernández de Lizardi, soldados al servicio de la
lucha de Hidalgo y Morelos, y en la Revolución no de Mariano Azuela y
Martín Luis Guzmán, tampoco de Rafael F. Muñoz, lo fueron de los corridos
anónimos y de los poemas populares. El coronel Mendoza, por ejemplo, que
obtuvo su grado batalla tras batalla disparando un viejo Winchester, no
aparece en los libros de historia ni en la literatura, sí en cambio se conservó
en la memoria popular por la tenacidad de la resistencia al poder que fue más
allá del asesinato vil de Emiliano Zapata. A su vez, el padre del coronel
Mendoza había peleado con las tropas liberales contra los conservadores y
contra el Imperio de Maximiliano y un joven primo suyo siguió infatigable a la
carroza negra de Benito Juárez en su larguísimo peregrinar hasta Chihuahua y
en el regreso triunfal.
Felices fiestas
Nada era mejor en Ciudad Jardín que los momentos festivos como Navidad,
posadas y los días que incipientes medios de comunicación consagraban como
memorables, el día de la amistad y los novios, el de la madre, etcétera.
Celebraciones que variaban de intensidad y de categoría. Las que yo buscaba
eran aquéllas que tenían alcohol y a las cuales asistían mujeres. Memo, Sergio
y Jaime, los cuates del billar, Satanás, Aleco, el Rata, Yolanda, María de los
Ángeles, Atala, las familias almibaradas, los de ascendencia española, las
estrellas de cine, todos se preparaban y celebraban con esmerada cursilería y
ya con la influencia norteamericana que en mi casa rechazaban mis abuelos.
Especial entusiasmo mostraba un grupo de cinco o seis jóvenes, mayores que
nosotros y en consecuencia cercanos a quienes reinaban en el billar, gente de
unos veinte años. Estos formaron un trío y solían utilizarlo para festejar el 10
de mayo o el día de los novios o para amenizar las posadas de algunas
familias. En consecuencia, el trío recorría las casas de sus amigos cantando
boleros infames (como si hubiera de otros), música ramplona y letras
infinitamente idiotas. Pero era imprescindible, lo comandaba Zavala, quien
pese a su poco peso era capaz de jugar de quarter back en el mejor equipo de
fut americano que logramos formar en Ciudad Jardín, un equipo capaz de
competir con aquellos que estaban en liga intermedia. Zavala tenía un hermano
detestable al que le decíamos Zavalita y una novia eterna, Lena, con quien
terminó casándose para formar un «hogar feliz» (tres hijos y un departamento
en Narvarte) y perfectamente olvidable.
Una euforia parecida se desataba cuando ocurría algo fuera de lo normal.
La única vez que la familia de Elsa dio una fiesta opulenta y a ella llegaron en
lujosos automóviles Cadillacs y Lincolns, Mercedes Benz y hasta un MG
1953, artistas, en general personajes de la farándula y uno que otro intelectual:
yo reconocí a Martín Luis Guzmán, Jaime a Luis Spota, quien acababa de
publicar una novela que mi mamá puso a mi alcance: El coronel fue echado al
mar, todo el mundo se congregaba para curiosear; los más recatados fingían la
obligación de cruzar frente a la residencia con paso muy lento para observar el
glamour de los más ricos de Ciudad Jardín. Durante dos días se dieron cientos
de comentarios acerca del festejo de la familia Franco, a la que, por cierto,
ningún habitante de Ciudad Jardín fue invitado, ni siquiera sus luminarias
cinematográficas y teatrales. La fiesta quedó, a pesar de toda la ignorancia
sobre ella, en la memoria colectiva del lugar. El Abogado intentó solucionar
los problemas de tránsito que los invitados ocasionaban, pero el padre de Elsa
lo corrió con ostentosa majadería. Zavala (creo que jamás supe su nombre) era
un tipo de buen humor, festivo, ingenioso y aunque nunca lo vi pelear, era un
entusiasta de todo aquello que reuniera más de diez personas: lo mismo fiestas
que desgracias o aquello que rompiera la monotonía. Nos hicimos amigos en
la casa de Enrique, en El Refugio, durante una fiesta en la que bebí una botella
de tequila en tres largos tragos para ganar el respeto de Satanás. De tal suerte
que cuando cité en la peluquería del Pachuco a mis más cercanos amigos,
Jaime, Memo, Luis, Vicente y Sergio, Aleco y Jorge el Pulga para darles la
noticia del pleito que se avecinaba, Zavala la hizo circular por el barrio y en
el billar le dijo a la concurrencia: Emilio se bronqueó con la banda de las
motos de Narvarte. Dijo que no entrarían a la 53 ni a ninguna otra calle de
Ciudad Jardín. ¿Y?, preguntó alguien, quizá el Rata. Se aventarán una madriza
colectiva. Fue todo, los vagos dejaron los tacos y las fichas de dominó y
salieron en grupo hacia la peluquería. Allí estaba yo, nervioso, preguntándome
por qué carajos había retado a los de Narvarte. La pugna comenzó de la
siguiente manera. Yolanda, de nuevo mi novia, había cautivado en la escuela
secundaria a un tipejo que resultó ser el Jarocho y el Jarocho gobernaba con
estilo férreo a una banda de unos doce o quince motociclistas, entre otros, uno,
el mejor para los golpes, el más entrón, el Conejo. Juntos siguieron a Yolanda
hasta su casa y le telefoneó a María de los Ángeles y ambas platicaban con
ellos cuando llegué a buscar a mi novia. No tuve más alternativa que
prohibirles la entrada a la colonia. Mi dignidad, mi decoro, estaba en juego.
Los imbéciles aquellos se desconcertaron, pero antes de irse muy obedientes,
como el general McArthur, me advirtieron: Volveremos y lo haremos con toda
la flota.
No supe qué hacer, por lo pronto había rescatado mi prestigio. No era la
primera vez que peleaba por Yolanda, ya lo había hecho con Adrián, un
estudiante de la preparatoria 5. Antes de que nos separaran, con mi rival
sangrando de la nariz y yo con un severo raspón en la frente, pude ver la honda
emoción de Yolanda. Su vanidad satisfecha. Era Natalie Wood en Rebelde sin
causa al ver que Jimmy Stark y Buzz la disputaban. La historia estaba, pues,
por repetirse y era una pendejada: los de Narvarte tenían una bien ganada fama
de duros. Pero las cosas estaban hechas y punto. Sólo había que preparar a mis
más cercanos amigos. En vano busqué como apoyo al temible Califa de
Portales, estaba fuera del DF, había ido a Michoacán con una putilla a la que
padroteaba.
Yolanda estaba frente a su casa junto con Martha Aldana, María de los
Ángeles, Atala, Moza y alguien más que no recuerdo. Permanecían
expectantes, nerviosas. Yo estaba peor: tenía miedo, miedo de perder, de hacer
el ridículo. El ruido de las motos comenzó a ser escuchado. Los que
platicaban en la peluquería salieron y Memo, Jaime, Vicente, Jorge, Aleco,
Luis y Sergio se alistaron. Jaime traía una cadena y el último una navaja de
resorte. No era gran cosa, pero ante la superioridad numérica podrían servir.
Casi simultáneamente a la aparatosa entrada de unas diez motocicletas, dos
tipos en cada una de ellas, llegaron todos los que pasaban la vida en el billar.
Eran, imagino, más de cincuenta. Habría que sumar la curiosidad de los niños
y de algunos adultos. Los de Narvarte cambiaron su actitud y cuando
detuvieron sus máquinas el tono era otro y menos aguerrido. Ustedes son más,
dijo el Jarocho dirigiéndose a mí. Claro, están en mi territorio. El Conejo se
quitó la chamarra de cuero negra y habló al oído de su jefe. No hay entonces
más remedio que echarnos dos tiros limpios. Dos de ustedes contra el Conejo
y yo, dijo un Jarocho bravucón. ¿Al mismo tiempo o primero dos y luego los
otros dos?, repuse para precisar. Los de Narvarte intercambiaron miradas y el
Jarocho decidió: Voy contra ti y que el Conejo vaya contra quien digan
ustedes. Jaime se ofreció con una simple señal de mano, mientras que la
multitud hacía un enorme hueco para dejar el campo libre a los gladiadores.
Jaime dio una brillante pelea. Le permitió tirar golpes y patadas,
esquivándolos, moviéndose por el improvisado ring con agilidad y astucia. El
Conejo atacaba y Jaime se escabullía de los puñetazos. Con la mirada fija en
su enemigo, Jaime lo fatigó, hizo que poco a poco perdiera la iniciativa y, de
pronto, con habilidad de profesional, lo sorprendió con dos ganchos en el
estómago y un recto perfecto en la nariz. La sangre saltó aparatosamente. El
Conejo se dobló despacio, como en cámara lenta y se derrumbó. Las
aclamaciones por la victoria de Ciudad Jardín fueron ruidosas. Seguía yo.
Pero entre el contundente éxito de Jaime y la gritería, el Jarocho estaba
derrotado. No finté, fui directamente hacia mi rival y sin mayores amagos le di
una serie de golpes en la cara, tres, cuatro, velozmente. El Jarocho retrocedió,
cubriéndose, acobardado por mi seguridad y el apoyo que recibía de la
multitud eufórica. En la retirada consiguió darme dos buenos golpes, uno en el
estómago y el otro en la mejilla derecha, este último una especie de
campanazo sonoro, que no me hizo daño alguno. Fui, entonces, brutal,
contundente: le propiné dos patadas, una de ellas en los genitales y enseguida
lo lancé al suelo y mientras lo sostenía con el brazo izquierdo, con el puño
derecho seguí golpeándole el rostro. Zavala me retiró: ya ganaste, Emilio,
déjalo. Me levanté y grité, arrogante, ¿alguien más? Hubo un grave silencio y
las motocicletas comenzaron el penoso retiro. La mayoría nos felicitó, y yo,
sin más temor, me puse a bromear: Las armas de Ciudad Jardín se han cubierto
de gloria. Unos regresaron al billar, otros se quedaron en la peluquería con el
Pachuco comentando los pormenores. Yo fui al parque con Yolanda, quien esta
vez me daría un premio: permitir que besara sus senos en sólida formación.
Jaime se quedó a platicar con María de los Ángeles y Moza. Con el tiempo, la
segunda se acostaría con él; la primera con los dos. Al Jarocho volví a verlo
durante las manifestaciones estudiantiles de 1968. Nos reconocimos y él me
saludó con amabilidad y sin rencor, con expresiones distintas a la palabrería
soez que utilizaba en la adolescencia. Él estudiaba en Artes Plásticas, yo
concluía Ciencias Políticas y Sociales en compañía de Andrés y Alejandro. En
algún momento, aún viviendo en Ciudad Jardín, supe que habían matado al
Conejo: un tipo lo acribilló a puñaladas para robarle la moto. La familia de
Yolanda se mudaría a un rumbo más caro y en menos de dos años regresaría,
derrotada, a la misma casita modesta, de alquiler, donde yo podía verla sin
dificultades. Su hermano Gustavo, siempre al margen de todo, sería uno de los
fantasmas del lugar, el niño invisible que tocaba el piano sin tener uno; jugaba
con un perro imaginario y, por último, tuvo valor para suicidarse. Yolanda, mi
eterna novia, con quien bailé y edifiqué prodigiosos sueños de paja, se casaría
con el primer animal que halló dispuesto, tuvo cinco hijos y —la historia de
siempre—, harta, fastidiada, se convirtió en una amante perfecta, que con
facilidad se entregaba aprovechando el alcoholismo del cónyuge y sus casi
eternas ausencias. La primera vez que hicimos el amor, algo que debió ser
emocionante y sublime por tanto pasado que juntos cargábamos, ordenó:
¡Métemela hasta dentro, muévete, no te detengas, no muy rápido, no te vayas a
venir antes que yo, ahora sí!, ya puedes terminar, dame todo, papito,
inúndame… Creo que las nostalgias siempre embellecidas por el tiempo y la
tosca realidad del presente no se mezclan.
Aquellos tiempos, aquella casa, aquella mujer
Hablaba por teléfono celular en Perisur, cuando una mujer caminó
directamente hacia mí y se detuvo, sonriendo, enfrente. Supe enseguida que la
conocía, pero recibía un mensaje importante y no pude concentrarme. Al
concluir, la observé detenidamente: ¡era Elena! ¿Cómo estás? No recuerdo
cómo iniciamos la plática, con qué palabras. Me puse inquieto, hacía mucho
que no pensaba en ella, pero lo principal es que yo esperaba a Ana, quien
estaba a unos cuantos pasos comprando unos regalos. Qué gusto verte, y la
dejé hablar buscando un tema o cómo empezar la conversación, algo que
tampoco se extendiera mucho tiempo, carecía de sentido que se encontraran
Elena y Ana. Ella también estaba nerviosa, hablando de no sé qué cosas, ya sin
las elegancias del pasado, desconcertada. Vivíamos a unas cuantas calles de
distancia, sólo que en más de doce años jamás nos habíamos topado.
De pronto recordé aquella casa, la casa de Antonio, la vieja Colonia del
Valle. La eterna fiesta que era esa casa cuyo dueño, poeta, la abría los viernes
por la noche y la cerraba los domingos por la tarde. En ese tiempo podía
entrar cualquiera, el que fuera, un novillero que arrancaba, un médico
fracasado, un pintor exitoso, una escritora afamada, un oficinista entusiasta, un
estudiante perezoso… Sergio López Villafañe y yo caminábamos por
Insurgentes sin rumbo. Nos atrajo el ruido de música y voces altas, la música
era de uno de mis cantantes favoritos, Frank Sinatra, y las voces gritaban
poemas, nombres de autores famosos, arengas comunistas y frases
antigobiernistas.
Sergio sólo me miró, yo entendí perfectamente, había que entrar, teníamos
donde seguir la farra, la borrachera que se había acabado en la casa de Laura
con la inesperada llegada de su marido. Era, además, usual, caminar por las
antiguas colonias elegantonas en busca de alguna reunión, preguntar por
cualquier nombre y allí quedarse bailando y bebiendo.
La casa estaba en Torres Adalid. Yo vivía en Avenida Coyoacán y Sergio
en López Cotilla, ya lejos de una Ciudad Jardín que languidecía y sólo
conservaba el brillo en la memoria de sus habitantes primigenios. Una gran
cantidad de personas nos recibió sin vernos. Con facilidad nos sumamos a la
fiesta: todo mundo estaba ebrio y alegre, creo que en ese lugar nunca hubo
sitio para la tristeza, para las pequeñas tragedias. Sergio, más seguro y audaz
que yo, de inmediato obtuvo dos vasos de ron; acomodándose junto a mí, miró
alrededor: Emilio, hay buenas mujeres, mucha bebida, comida y, si te interesa,
hasta intelectuales famosos. Qué suerte. Como a los tres o cuatro tragos más,
Sergio fue por una mujer y le preguntó de quién era la casa, la joven no lo
sabía, estaba con un periodista al que había perdido entre la muchedumbre.
Hay más gente en la biblioteca, por allí, y señaló una pesada puerta de madera
y bronce que contrastaba, sin ser chocante, con los muros y el decorado
modernos, con una sala amplia presidida por una chimenea en cuya parte
superior habían puesto un gran número de búhos. Mi amigo me jaló en esa
dirección. En el centro de la biblioteca un tipo alto, rubio, corpulento, con una
gorra policiaca hacía bromas a costillas del presidente de la República: Es la
prueba de las teorías de Darwin, es el eslabón perdido. Me acerqué para
escuchar mejor, el tipo resultó ser Antonio Castañeda, dueño de aquella casa,
a quien no veía desde el último año de secundaria, era mi condiscípulo más
querido, con el que mantuve mis primeras conversaciones literarias y con
quien hablé de Ezra Pound y de Kafka, de Hemingway y de Rilke. ¡Antonio!,
lo interrumpí, soy Emilio, ¿me recuerdas? Y Antonio movió su pesada mole y
sus ojos azules brillaron: Nunca te he olvidado, mi gran amigo. ¿Cómo
llegaste… o llegaron a mi casa?, corrigió al ver a Sergio. Por el ruido. Rió
largamente y nos pidió que lo siguiéramos, les presentaré a Josefina, mi
esposa. Es pintora, les encantará.
De este modo recuperé la amistad con Antonio. En efecto, se había casado,
me enteré por algún amigo común. Se había casado y comprado aquella casa
en la Colonia del Valle. No era reciente, pero le fue fácil remodelarla. Limpiar
sus muros de un estilo pasado de moda, dedicarle más espacio al jardín y a la
biblioteca. Él mismo había hecho las modificaciones. Josefina, su esposa,
tenía muy buen gusto y le ayudó en la nueva decoración. Pintora, la mayor
parte de los cuadros que colgaban en las paredes era obra suya y de amigos
cercanos.
A la semana siguiente volví con Sergio. Antonio trabajaba de lunes a
viernes en su propio negocio, algunas tardes las dedicaba a mejorar su casa, a
poner libros en orden temático o alfabético, pero los largos fines de semana su
casa se convertía en una fiesta donde cabía todo. Predominaban los borrachos,
no faltaban los marihuanos y algún innovador capaz de conseguir LSD. Iban y
venían mujeres de todo tipo. Y si mal no recuerdo, por lo menos eso puse en
mi autobiografía, allí trabé relación con Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer,
Sergio Galindo y Héctor Xavier, conocí a un pintor que iniciaba su carrera
impetuosa, José Luis Cuevas, y a montones de aspirantes a escritores que
nunca pasaron de las primeras cuartillas.
En la tercera semana me presentaron a Elena. Llegó sola, pero Antonio me
advirtió que más tarde la alcanzaría su esposo. Ah. Debo entonces tomarlo
como una prohibición, ¿no es así? No, claro, puedes hacer lo que quieras.
Pero aquella advertencia me molestó y no conversé con ella pese a que en dos
o tres momentos quedamos juntos o muy cerca. Bailé con Eugenia Peraza y
hacia el final de la madrugada le hice el amor en una de las recámaras, una
suerte de estudio de grandes ventanales, donde se acumulaban los cuadros de
Josefina. Cuando desperté, Eugenia se había ido no sin antes dejarme un
horrendo poema en forma de mariposa y la promesa de telefonearme a mi
oficina. De la cocina salían ruidos y un aroma de café. Antonio, imbatible, ya
estaba preparando el «desayuno para crudos» del domingo, mientras que la
sirvienta eliminaba el desorden y limpiaba baños y habitaciones. Aquello, se
me ocurrió mientras me aseaba y entraba a la cocina en busca de una cerveza,
era una extraña versión de El gran Gatsby, sin que Antonio fuese un hombre
melancólico y dolido ni Josefina una Daisy desencantada. En todo caso, mi
amigo buscaba ser un poeta distinto de los demás y Josefina aspiraba —alguna
buena vez, cuando la fatiga venciera al esposo— a la serenidad de un hogar
con hijos. Al mediodía, ya de nuevo borrachos, pregunté por Elena. Creo que
su marido nunca llegó, dijo Antonio. Es una pareja extraña, ella es de
Guadalajara, pero sin el habitual atraso de los tapatíos, y creo que se trata de
su primer matrimonio, para él es el segundo. Luis, su esposo, trabaja conmigo
y suele venir a ratos. Pocas veces acompañado por ella. Fue todo, no le di
mayor importancia. Ese día iba a venir Margarita y así fue, la tipa llegó
disfrazada de gitana o algo parecido y con una falda hasta los tobillos que no
me permitía verle lo mejor que tenía en esa época: unas piernas regordetas que
con facilidad obsequiaba a los escritores. Me explicó que ensayaba para una
obra de García Lorca.
Para esa época yo había publicado sólo un libro, una novela que fue un
escándalo y que me dio, aparte de notoriedad, el ingreso a determinados
círculos artísticos. Era, como dijo un crítico, un apocalipsis de bolsillo, o una
virulenta broma a la mayor parte de los intelectuales y políticos mexicanos.
Estaba trabajando un libro de cuentos, los escribía sin prisas, entre los ratos
que me dejaba mi tarea como redactor y corrector de una empresa publicitaria.
Decidí, junto con Sergio, hacer de la casona de Antonio, el sitio favorito de
nuestras borracheras y encuentros amorosos, el sitio ideal. Un mes después
apareció Elena. De nueva cuenta estaba sola. Ahora opté por quedarme a su
lado toda la noche, si es que no llegaba el esposo. Fue una conversación
espléndida. La descubrí culta y deseosa de vivir más allá de los estrechos
límites matrimoniales, estaba más cerca de la literatura que de la economía,
profesión del marido. Aquella noche de viernes no había mucha gente y la que
estaba hacía corrillos y platicaba en voz baja en la penumbra, con música de
Mozart en el fondo. Elena y yo nos apoderamos de una botella de whisky y
casi enseguida del tocadiscos para poner alguna música de Glenn Miller o de
los Beatles que recién habían iniciado una carrera excepcional. Bailamos sin
cesar y, para sacudirnos un tanto el calor del verano, salimos al jardín. No me
fue difícil besarla, pero su desconcierto me asombró y consideré que sería
mejor llevarla de regreso a la sala. Ni ella ni yo hablamos más. Aprovechando
la presencia de Antonio, Elena se despidió. Consideré que iba irritada y yo,
por mi parte, me enojé conmigo mismo, no fue el momento más adecuado, debí
aguardar un poco. Me emborraché con Antonio y hablamos, nostálgicos, de los
años de formación en Ciudad Jardín, donde llegó a vivir un par de años, de la
escuela y de algunos maestros que nos simpatizaron. En el fondo yo esperaba
una oportunidad para pedirle información sobre Elena y Luis, sólo que no
pude preguntar. Esa noche no dormí pensando en ella, en cómo sería su
matrimonio, sus hijos…
Al día siguiente volví a la casona. Era sábado y jamás pensé que estaría
Elena. Sergio no me acompañó. Tenía que preparar alguna cosa de tipo
jurídico y deseaba ponerse al tanto con no sé qué código. Cuando entré, ella se
puso de pie automáticamente para saludarme con un beso que hubiera podido
ser calificado como provocativo. Me dio alegría. Te imaginé molesta. ¿Por
qué habría de estarlo?, repuso con un gesto encantador. Por el beso de ayer.
No, desde luego, sólo espero que sepas lo que despertaste y aguantes las
consecuencias, dijo siempre sonriendo, luminosa.
Dos días después, sin una conversación profunda sobre el amor que se
iniciaba, sin conocernos bien, hicimos el amor en un hotel de paso, sin
titubeos, como si anteriormente hubiéramos estado desnudos frente a frente.
Sin embargo, mi inmadurez —ahora lo sé— era bastante. Me suponía
experimentado por la gran cantidad de mujeres que llevaba a cuestas, pero
ninguna era como aquélla, ninguna estaba casada y con hijos, ninguna se haría
parte fundamental de mi vida por sus conocimientos artísticos, ninguna sabía
tanto de sexo. Pero ignoro si haya sido «tanta» experiencia amorosa o si sólo
se trataba de intuición o quizás algo maravilloso que la hacía fantástica en la
cama: sabía qué presión ejercer, cómo besarme todo el cuerpo, en qué
momento culminar sin importar que yo tardara o tuviera un orgasmo prematuro.
Nunca hubo mejor compañera. Las conversaciones sobre literatura eran
profundas e inquietantes; los libros comenzaron a fluir motivados por sus
reflexiones y también por lo que de su vida me contaba. En apariencia, antes
de su marido, sólo tuvo un hombre, un piloto, un aviador que imagino civil y
del que poco supe. En cambio, habló mucho de Luis, su esposo, y eso marcó el
principio del fin, no importa que ese fin haya tardado casi diez años en
sobrevenir como un terrible advenimiento. Me resultó curioso, lo mismo que a
Antonio, que Elena se hiciera cotidiana de aquellas interminables juergas de
largo fin de semana. Para mí era explicable que llegara sola, para Antonio no
tanto. A Sergio le importaba muy poco, creyó que era uno de mis juegos
amorosos habituales. Curiosamente la muerte le impidió ver mi más larga
relación, más larga aún que la que tuve con Ana. Una muerte que ocurrió entre
broma y broma, entre botellas de whisky y la velocidad del auto recién
comprado, algo para mí sumamente doloroso, de lo que nunca conseguí
reponerme: he hecho a Sergio López Villafañe una y otra vez, obsesivamente,
personaje de mis cuentos y novelas, protagonista de historias reales o
imaginarias. De este modo descubrí la intensidad con la que vivimos la
juventud y la necesidad de mi amigo confiable, perfecto, de una lealtad y un
cariño sorprendentes.
En efecto, al principio Elena llegaba sola a casa de Antonio. Los viernes a
eso de las ocho de la noche. Después se hizo costumbre que ella fuera a
recogerme camino de la fiesta. Su casa estaba en Coyoacán y la mía quedaba
entre ambas. Pasaba en su coche y, según nuestros caprichos, el grado de
alcohol y deseos sexuales, íbamos a otro sitio, nos quedábamos allí o
parábamos en un hotel del que nos hicimos asiduos: Casa del Silencio. Los
domingos jamás la veía, los dedicaba a sus hijos y seguramente al marido. Los
viernes y los sábados fueron insuficientes y pronto se extendieron y los lunes,
martes, miércoles y jueves fueron nuestros. Hacíamos el amor furiosa o
dulcemente, bebíamos sin parar y los temas éramos ella y yo, lo que más nos
gustaba, la literatura y la música y hasta comenzamos a asistir a conferencias
de autores que nos llamaban la atención. En ocasiones, íbamos a la ópera. Yo
temía la ruptura, la brutal intervención de su esposo para doblegarla, y le
propuse hacer una alcancía para viajar juntos, no sólo ello, tuvimos proyectos
que no nos separarían jamás como hacer una larga antología de literatura
fantástica, un trabajo que incluyera muestras de todos los tiempos y de todas
las naciones, una quimera que nos ocuparía el resto de nuestras vidas y nos
permitiría envejecer juntos, rodeados de libros. Algo que en caso de
separación nos diera un pretexto para volver a encontrarnos. Y, en efecto,
viajamos y comenzamos el libro. Pero una vez en Madrid, ella hizo una
llamada telefónica para confirmar la cita con unos amigos. Dijo sí, de acuerdo,
nada más que Luis termine de arreglarse. Yo no era Luis, ése era su cónyuge.
La confusión era intolerable, significaba que lo tenía presente, que cuando
hacíamos el amor pensaba en él, significaba, en suma, que seguía amándolo y
que por lo tanto se acostaba con él. Según sus propias informaciones, dormían,
desde que comenzó lo nuestro, en camas separadas, en habitaciones distintas,
apenas se saludaban y hablaban lo estrictamente indispensable, la escuela de
los hijos, algún mueble averiado, la reparación de un automóvil, una
necesidad hogareña, en fin. Pero aquella pequeña confusión fue para mí
terrible, me trajo a la memoria una conversación estúpida, luego de un
orgasmo fulminante, cuando muy ebrio le solicité, le rogué, que Luis no
volviera a tocarla. No lo hará, bobo, te lo juro. Sólo seré tuya. Tendría que
violarme y me haría daño porque su miembro es grande, y tú lo sabrías. La
información me pareció odiosa, por qué debía yo saberla. Los monstruosos
celos aparecieron de cuerpo entero, comprendí que ya nunca me abandonarían,
que siempre estarían allí, agazapados, en espera de algo que los liberara. Y
Elena acababa de abrir la caja de Pandora que en el fondo no guardaba la
esperanza sino los celos, aquélla que Yago le dio a Otelo para coronarlo con
una total infelicidad al convertirlo en asesino. De héroe a criminal. No soy
Luis, Elena. Me llamo Emilio.
Ella, avergonzada, dijo: Perdóname, no sé en qué pensaba.
Yo sí.
Y no volví a tocar el tema. El día fue aborrecible. Comimos en el Barrio
Viejo y poco bebimos con nuestros amigos. De regreso al hotel, caminando
por la Plaza Mayor, me dijo que otra vez quería ser mi gran amor, lo hizo con
un tono casi infantil que nunca había utilizado. Por desgracia, fui implacable.
Mi enemigo, como en el amor cortés, era nuestro principal obstáculo, estaba
presente, dormía con nosotros, visitaba museos con nosotros, comía y bebía
con nosotros… Y luego me seguía a mi trabajo, a mi casa, se entrometía en mi
literatura y rompía el carácter sagrado de la unión adúltera entre Elena y yo.
Ya no fue igual. Durante el vuelo de regreso pensé que, por fortuna, no había
dejado por completo mi vida anterior, seguía teniendo otras amantes
ocasionales, que todas ellas eran mis víctimas, las engañaba y les formulaba
promesas amorosas. Nada aliviaba mi dolor o sofocaba mis celos. En la
Ciudad de México las cosas comenzaron a deteriorarse aceleradamente. No
sirvieron los recuerdos acumulados durante más de siete años. Antonio se
había divorciado y pasaba frecuentes temporadas en clínicas antialcohólicas.
La muerte de Sergio me había mutilado. Las pugnas con Elena se acentuaron, a
grado tal que dos o tres veces, en sorprendentes accesos de furia, la había
golpeado. Ella, pese a todo, era la parte razonable y trató de mantener la
relación. Intentamos revitalizar la famosa antología y reunió un enorme número
de textos, yo escribí un cuento sobre Elena y sus cualidades mágicas; cuando
se lo leí lloró calladamente y me estrechó con suave intensidad.
Transcurrieron varios meses, ignoro cuántos, muchos. Parecía que las
cosas mejorarían, que la relación se mantendría pese a los sucesos, a mis
celos enormes y a los cambios que a nuestro alrededor habían ocurrido. Pero
no, fuimos a una fiesta y Elena bailó con un amigo mío. Se trataba de un viejo,
inofensivo además, pero para mí representaba al esposo, al ser detestado. En
el hotel donde paramos la abofeteé «por puta». Qué lejos había quedado la
casa de Antonio, los primeros bailes y caricias, la excitación inicial y la idea
de que estaba por fin ante el amor de mi vida. Al día siguiente, Elena exigió de
inmediato mi presencia. Quiero que me veas, y sí, la vi: tenía un severo
moretón en la mejilla izquierda. No deseo que esto vuelva a ocurrir, imagínate,
qué explicaciones doy a mi familia y a mis vecinos, ¿la consabida puerta?
Prefiero dar por terminada la relación. Después nunca volví a verla. No la
busqué ni ella a mí, las cuartillas y los libros para la famosa antología de
literatura fantástica se quedaron en una gaveta. Le telefonée cuando murió su
marido, uno de sus hijos me contestó y dijo que no podía tomar la llamada;
antes de colgar, el muchacho, en vista de que había preguntado por ella con su
nombre de soltera, me corrigió: su apellido es Cosío, que era el del esposo.
Dejé mis datos. A mi nueva pareja nada le decía aquel nombre que ocultaba a
una mujer que había sido como Becky, la amiga de Tom Sawyer, una niña
encantadora, o quizá como Ana Karenina, una mujer trágica. Al día siguiente
se comunicó conmigo. Sólo quería decirte, Elena, que me dolió la muerte de
Luis, me dolió por ti, muchas veces quise que falleciera, pero eran celos
tontos. Ella, con voz serena, relató la muerte del esposo de un ataque al
corazón. Fue todo. Yo estaba ocupado con Ana, sentía amarla intensa y
pasionalmente. Había aparecido de pronto, en una reunión de señoras
burguesas y con toda simplicidad me dijo estoy enamorada de usted, sus libros
me encantan y acabo de divorciarme. Sonreí mientras contemplaba su enorme
belleza y distinción y trataba de adivinar cómo serían las piernas que ocultaba
tras un largo vestido y botas marrón. Ana había acumulado el amor hacia mí en
las lecturas de mis novelas, novelas que justamente hablaban de Elena. Por
eso, cuando me preguntó si había existido o no, le conté con todo tipo de
detalles la desdichada historia. No sólo ello, la llevé a la casa donde la
conocí. No era más de Antonio, estaba convertida en un consultorio médico
que había recuperado los detalles de la decoración original. Vamos a entrar
con cualquier pretexto, un dolor de espalda, una migraña. Oye no, que tal si
resulta proctólogo. Oh, vamos, yo invento algo. Pero nada en su interior me
recordaba el antiguo lugar donde pasé largas veladas, donde conocí a tanta
gente y comenzó mi relación con Elena. Ni siquiera escuché, como en las
películas, los ecos de risas, música y conversaciones felices.
Ana salió de la tienda y sin ver a Elena me dijo voy enfrente, a comprar
una blusa y pañuelos. Al darnos la espalda y mostrar sus bellas piernas, Elena
la observó y dijo no la conozco, ¿verdad? Claro que no. Pero yo mentía, en
todo caso no la recordaba. Ana fue a buscarla a su oficina y algo le preguntó y
estuvo conversando con ella durante largo rato y hasta, me parece, tomaron un
café. ¿Por qué lo hiciste?, la interrogué cuando me lo contó. Quería conocerla,
saber por qué razón la amaste intensamente, qué tanto tiene de maravillosa y
mágica. ¿Le preguntaste por mí? No, le dije que se parecía mucho a una
compañera de estudios, fue todo, el resto del tiempo hablamos de hijos, libros
y películas. No es fea, pero es común, terminó con cierta sorna. Eso es lo que
tú supones, alcancé a decirle, molesto, antes de concluir el tema.
Una Elena sonriente, ya sin nervios, dijo veo que sigues siendo promiscuo.
Sí, y no pienso cambiar, ya estoy viejo, las mujeres han sido mi gran obsesión.
Tú lo sabes. No hablamos gran cosa. Todo se atoraba y quedaba atrapado. Ella
parecía no considerar que estaba acompañado y que Ana hacía tiempo para
dejarnos conversar, tal vez porque yo no la llamé para que se saludaran. Cómo
han cambiado las cosas, traté de decirle, en su lugar solté una estupidez: Sé
que estás sola, quiero decir, tus hijos se casaron. Uno, el otro sólo vive con la
compañera. Pero tengo un perro viejo, tres canarios y un gato pequeño… Me
sorprende que no nos hayamos encontrado antes, viviendo tan cerca… Cierto,
balbucé incómodo.
En realidad había mucho de qué hablar, pero no era ese el momento. A mi
lado pasaron de largo dos alumnas mías de la UNAM, una sonrió con malicia.
¿Te gustaría, uno de estos días, tomar un café conmigo?, pregunté y antes de
que me diera una respuesta, le mentí, ya no bebo, me hace daño, trato de
cuidarme… Sí, me encantaría. Ah, no tengo tu número telefónico. Elena
concluyó: Es el mismo, te daré el de mi oficina.
Fue todo, me despedí apresurado e inquieto. Fui en busca de Ana, siempre
tan segura de su belleza, me preguntó, ¿ya se fue tu amiga? Sí. Préstame tu
letra, es mejor que la mía, quiero poner un recado en el regalo que voy a
mandarle a mi prima Nena. Y me extendió una tarjeta en blanco, en la que le
estampé alguna simpleza.
En el camino hacia el restaurante, Ana me preguntó: ¿Quién era esa
señora?
Me pareció una broma: ¿Quién era? ¿La has olvidado? Es Elena.
Ana no pareció sorprenderse más de lo que yo estaba. ¿La buscaste contra
mi voluntad, hablaste con ella por más de dos horas y no la recuerdas?
¿Es un pecado?
No. Simplemente una torpeza.
Está cambiada, ha envejecido, se le notan los años y su ropa está
descuidada…
Comimos y fuimos a hacer el amor. Ana actuaba con sequedad. Era obvio
que le había molestado mi encuentro. Al salir del hotel pidió ir al cine.
Faltaba media hora para que comenzara la función. Caminamos por el centro
comercial que albergaba las salas cinematográficas, mirando aparadores. De
pronto no pudo más: ¡Prométeme que no volverás a verla, que no la llamarás
por teléfono!
El tono era de auténtica ansiedad. Estaba celosa, preocupada o ambas
cosas.
Descuida, doña Inseguridades, no lo haré. ¿Por qué habría de hacerlo?
Aquello jamás resucitará. Pero es probable que mintiera, me gustaría
encontrarme con Elena una vez más, saber qué había sido de su vida luego de
la muerte del marido, si me echaba de menos o si conservaba alguna de las
tantas cosas que compramos y nos juramos conservar el resto de nuestras
vidas. Y quizá, con algo del morbo que caracterizó los últimos años de la
relación amorosa, preguntarle si había tenido otros amantes.
Ana me miró con tristeza. Recordó, estoy seguro, que en una de las
paredes de mi biblioteca, perdida entre docenas de fotografías, estaba una de
Elena, tomada justamente en la casa de Antonio, atrapada con una amplia
sonrisa, llena de juventud y encanto, radiante, con la felicidad que brinda la
pasión del amor.
Laura
con una piel suave y lustrosa, con un pecho rebosante, de
tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban
porque su carne les parecía apetitosa. Su rostro era como
una manzana colorada, como un capullo de amapola en el
momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos,
vetados por grandes pestañas y largas cejas espesas que
proyectaban sombra hacia el interior, y su boca
provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos…

Guy de Maupassant: Bola de sebo

Laura era gorda, bebía y le gustaban apasionadamente los hombres. La lista de


jóvenes y viejos que encarnó debió ser descomunal; por desgracia, se la llevó
a la tumba. Si algo amaba aquella mujer de unos cien kilos de peso, con casi
uno ochenta de altura, los ojos más hermosos sobre la tierra y unas facciones
perfectas, era el sexo. El sexo y la poesía, para ser más exacto. Por todo y
para todo los mezclaba. Recuerdo cuando estuvimos desnudos por vez
primera, frente a frente: abrió los ojos desmesuradamente: Pareces un Cristo
del Renacimiento: delgado, doloroso, me gustaría ser la Pita Amor de las
Décimas a Dios para describirte, dijo antes de sofocarme con su peso. Yo, en
cambio, no podía ser igualmente generoso, Laura se me presentaba como la
versión nacional de la célebre Bola de sebo de Maupassant o, peor aún,
personaje de Jardiel Poncela, una que pone en archivo la infinita lista de sus
amantes en contraposición a Pedro de Valdivia en la novela ¿Pero hubo
alguna vez once mil vírgenes?
¿Cómo la conocí? Buena pregunta, Elsa. Yo me había casado por primera
vez, un matrimonio estúpido que apenas duró dos años, y aún no padecía
nostalgia alguna por la zona que albergó mis mejores años, Ciudad Jardín,
cuando Antonio nos presentó. Debes conocerla, me dijo, es una mujer
inverosímil, no, más bien rara, va a gustarte. Y fuimos a su casa en la colonia
Roma, no lejos de Insurgentes. Sólo vi una gorda atractiva, bien distribuida, de
carnes firmes y acinturada; vestía de negro, su voz era de contralto y un
delantal protegía una falda corta que con los movimientos dejaba al
descubierto unos gruesos y cachondos muslos. En la sala amueblada con mal
gusto estaba un hombre, Enrique, su marido, que parecía leer el periódico y
por el departamento corrían dos niñas hermosas, mientras que una más lloraba
desde la cuna. Sentí que me sofocaba en aquel ambiente detestable. Pero Laura
comenzó a hablar del amor y de cómo ciertos matrimonios logran consolidar
su relación merced al engaño de uno de los dos para que la situación mejore y
aun se consolide.
Luego no la volví a ver en meses; cuando parecía olvidada, la encontré en
la galería Edvard Munch donde lo mismo podía uno comprar un mal cuadro,
escuchar poesía que iniciar un romance ocasional. Laura me miró con desdén y
dedicó su tiempo a conversar con un joven escritor, hijo de un viejo escritor,
cuyo apellido era más o menos conocido por un programa de radio
supuestamente cultural. Cuando en el sitio quedaban cinco o seis personas,
Laura se acercó: Pensé equivocadamente que me buscarías. No había más que
decir, tomamos una copa de vino y nos refugiamos para hablar a solas atrás de
unos óleos espantosos. Pude comprobar su altura, con tacones, me
sobrepasaba. Al cerrar la galería, la acompañé a su automóvil. Antes de que
pudiera decirle buenas noches, me jaló al interior y afanosamente me buscó la
bragueta. En pocos minutos yo había sido masturbado por Laura. Sus besos
eran fantásticos y su piel blanca despedía el olor de un perfume extraño. Se
arregló un poco la falda, el escote y se despidió. Fue un encuentro
maravilloso. Pero al telefonearle al día siguiente, fue ajena, estuvo a punto de
ser grosera y al final dijo que tenía cita con un aprendiz de poeta, quien poco
después iniciaría el rumor de que Laura coleccionaba condones: una vez que
su amante lo usaba, ella lo recogía y ponía dentro de las páginas de libros
pornográficos.
Hasta aquí, los recuerdos son imprecisos, vagos. Más adelante comienzan
las certezas. Laura y yo iniciamos la relación amorosa en la embajada de
Cuba. Muchos intelectuales latinoamericanos habían roto con Fidel Castro y
los cubanos hacían esfuerzos por atraer a los demás, buenos y malos, no
importaba. Laura lucía su gruesa figura, la paseaba por los salones de una
casona de los cuarenta. Hablaba con pintores y poetas. En algunos momentos
reanudaba la plática conmigo y me decía alguna frase coqueta. Yo la
observaba pensando en que era irremediablemente erótica, sensual. Pese a sus
muchos kilos sus formas eran correctas, no tenía llantas ni se desparramaban y
el escote era una provocación a la mano. En el mundo de los gordos sería
emperatriz, reina, zarina. De pronto se dirigió hacia mí, cruzó el salón
principal sin dejar de verme y dijo, imperiosa, vámonos. En mi auto se
acurrucó y pidió (quizá la palabra adecuada sea ordenó) ir a un hotel. Jamás
olvidaré esa larga noche y el despertar en la madrugada. La lujuria fue lo
normal. Una y otra vez hicimos el amor, con una pasión poco común. Me
sorprendía mi poder, producto de su sensualidad y su capacidad para
proporcionarle a su pareja una larga erección. Con la luz solar apareció en
ella una ternura extraña que no solía mostrar y nos despedimos entre frases de
amor y la promesa de vernos muy pronto. Durante tres o cuatro meses la
relación amorosa marchó bien. Con regularidad bebíamos y terminábamos en
la cama. Alguna vez, en el Turcos, un cabaret de privados alrededor de la
pista de baile, cubiertos por cortinas, no pude más, Laura era provocativa, y le
demandé que me abriera la bragueta y me masturbara. Ella puso sus grandes
ojos negros, arqueó la ceja derecha, como solía hacerlo cuando se hacía la
interesante, y me dijo estás demasiado lúbrico. Únicamente reacciono a tu
forma de ser. Y fue más allá de lo imaginado. Se arrodilló y metió la cabeza
entre mis piernas. Cerré los ojos para desvanecerme en el placer de su boca.
El resto de la noche fue de alcohol y bromas. Salimos de madrugada para
descubrirnos sin dinero. No te preocupes, dijo juguetona, en mi casa hay
dinero del gasto. Me pareció absurdo y gracioso y la seguí. Sigilosamente
entró y regresó con el rostro radiante mostrando unos billetes.
De pronto no pude encontrarla. En su casa contestaba el marido o la
sirvienta y de sus amigos no obtenía información. El chismoso de Gonzalo
Martré, un pobre diablo fascinado con Laura, y tal vez el único de un amplio
grupo que no logró acostarse con ella, me advirtió: Está enamorada de Xorge.
Pero si el tipejo mide metro y medio y pesa cuarenta kilos, protesté. Así es
Laura, completó su idea. Y poco después supe que la gorda y el flaco habían
estado juntos en una alegre juerga, que Laura hizo bromas estúpidas, lo cargó
en brazos, lo besó y lamió su rostro mal afeitado.
No había mucho qué hacer: o la aceptaba como era y disfrutaba una
relación sexual incomparable, como nunca volvería a encontrar, o de plano
rompía y dejaba de verla. La disyuntiva no era fácil y en consecuencia no opté
por ninguna de las dos posibilidades. Comenzó un juego extraño. Laura me
telefoneaba y yo asistía a los lugares donde me citaba. Se hizo una odiosa
rutina, imposible de frenar. Bebíamos y enseguida íbamos al hotel más cercano
y allí disfrutábamos del sexo. Que recuerde, únicamente tuvimos un encuentro
sin sexo. Una tarde me dijo que la acompañara al centro de Coyoacán. Llegué
con puntualidad y caminamos por una zona aún misteriosa y bella, de calles
arboladas y solitarias que antes de la chusma «intelectual» había conocido los
pasos tímidos de Frida Kahlo y los sonoros de Diego, el caminar elegante de
Novo, el combativo ajetreo de Trotsky y los coqueteos fantásticos de una
Machila Armida disfrazada de Odette. Intempestivamente, miró el reloj como
en Alicia en el país de las maravillas, me dijo ya es la hora y aceleramos el
paso hacia las oficinas del Registro Civil que estaban en la que fuera
residencia de Hernán Cortés. Un hombre de unos cuarenta años y una mujer de
menos de treinta la esperaban. Los saludó con euforia (¡Estamos listos,
entremos!). Descubrí, sin mucho asombro, que Laura le había prometido a ese
señor, su amante ocasional, que seríamos testigos de su matrimonio. Entre
cada encuentro, algún fiel amigo me informaba puntualmente de los distintos
hombres que se acostaban con Laura. Un día sucedió lo irremediable: nos
encontramos en una fiesta ruidosa. Ella iba con un pintor de moda y yo
acompañado de una bailarina, Cristina Gallegos, que ya tenía éxito. Sólo era
mi amiga. Es verdad, tuvimos una única relación amorosa que fue un desastre:
ella pensó que yo era inepto sexual y yo la imaginé frígida, no obstante, el
agrado era mutuo. Laura conocía de sobra esa historia. No se inmutó al verme,
fingió no reconocer a mi compañera, me presentó al «talentoso» artista y
siguió de largo: bailó, bebió y se dejó manosear por el pintorcete aquel. ¿Qué
pretendía Laura? Del amor pasión y del amor admiración solía pasar a la
majadería, al insulto, a la traición visible y mezquina.
Cuando al fin regresé a casa, furioso y con deseos de llorar, tomé una
decisión: jamás volvería a encontrarme con Laura. De este modo pasaron seis
o siete meses, no sé cuántos. Lo que me queda claro es que un viernes hubo
festejo en mi casa. Según algunos amigos, era mi santo y había que brindar.
Gracias al teléfono pronto estaba rodeado de seres extraños: entre otros el
poeta Higinio Santos o yo soy mi casa, en abierta alusión a un libro conocido,
porque el tipo se quedaba a dormir donde podía y en lugar de pluma o lápiz
cargaba su cepillo dental, Elsa Cross, poeta mística que terminara en el
Himalaya, en la meditación trascendente y luego de un ayuno de cuarenta días,
decidiera buscar al yeti para formar una peluda familia, y Olivia, cuya mayor
ilusión era tocar sus propias composiciones en Bellas Artes, vestida con un
smoking de jerga. Dionicio Morales llegó acompañado de Abigael Bohórquez:
me entregaron una bolsa de supermercado. El primero especificó: Traemos
dos botellas, la de whisky es para la gente fina y la de ron es para los
desarrapados patanes. ¿Y quiénes son unos y quiénes los otros?, pregunté.
Dionicio repuso de inmediato: Nosotros mismos, la primera es para
emborracharnos y ya ebrios, con la distinción y la elegancia perdidas,
pasamos a la vulgaridad y a la bajeza. Sonó el timbre y yo pensé faltan más
«intelectuales» sedientos; abrí la puerta y mi sorpresa fue grande: Laura. Hola,
dijo y se fue directamente a un sillón. Era evidente que había bebido. Su voz
de contralto sonaba con fuerza. Hizo bromas y así un buen rato sin tomar en
cuenta que estaba en mi departamento y que yo estaba dentro. A Santos le dijo,
al ver que devoraba un pollo rostizado, que terminaría muerto por una
sobredosis de pozole, y a Gonzalo Martré lo comparó con un «gnomo moto de
Tepito». Me concentré en ella, era obvio que estaba tratando de llamar la
atención. Como respuesta a una pregunta artística, Laura se hizo aguda y al
final añadió, la cultura es como el perfume en una mujer elegante, apenas debe
notarse. Lo más curioso fue su manera de dirigirse a Xorge: Si para Bataille el
hombre es un animal erótico tú eres la antítesis o, lo que es peor, el antídoto.
El escuálido poeta repuso: Debes referirte a nuestro pasado encuentro sexual:
no puedo añadir más: ante tus exigencias, a tu conducta de mujer insaciable, yo
sólo llevaba un condón. Y pensar que poco antes se había acostado con él y tal
vez intercambiaron palabras de amor.
Las botellas siguieron apareciendo. Y la fila de raros se hizo interminable
con la llegada de la Marilyn Monroe del subdesarrollo, cuyo parecido con la
del primer mundo era notable. Como siempre, la seguían diversos actores y
actrices de teatro. Abigael Bohórquez leyó poemas homosexuales. Como suele
ocurrir con las fiestas ruidosas, llega un momento en que el alcohol vence y la
gente conversa sus problemas y aparecen las historias estúpidas y los llantos y
los grupos se reducen. Hasta ese momento, Laura había participado de todas
las conversaciones. Se acercó y tratando de ser sensual me atrajo. Tuvo la
ocurrencia de sentarse en una tabla que sobresalía del librero y la derrumbó.
No pareció preocuparle. Siguió hablando de recuperar «nuestro amor»;
quedamos en el centro de la sala. Como si bailáramos, ella me tenía tomado de
los hombros y yo a ella de la cintura. De pronto su altura se redujo: los
tacones puntiagudos de sus zapatos se habían incrustado en el suelo de madera.
Estuve a punto de reír, pero había algo peor que el ridículo de Laura, mi piso
agujerado. Entre Alelandrino (sic), Olivia y yo logramos sacarla. Para que no
hubiera más desaguisados la conduje a la recámara. No eran tiempos de
condón sino de pastillas anticonceptivas. Ella, metódica, dejó sus cosas sobre
una mesita y colgó su ropa. Del bolso de mano extrajo un sobre y lo colocó en
el buró, de su lado. Apagué la luz luego de cerrar con llave la habitación. Fue
una noche extraña, no como otras veces plena de erotismo, más bien ambos
nos sentíamos obligados a probar que en la cama éramos magníficos y uno
para la otra. Al final, antes de quedarme dormido, escuché su voz de prima
donna: Así se hace el amor, gracias. Cuando desperté estaba solo y de la
cocina surgían ruidos torpes. Alejandrino e Higinio intentaban hacer algo para
el desayuno. ¿Y Laura?, pregunté. El primero explicó que había salido con
prisa, sin despedirse. Hacia el mediodía, solo, trataba de poner orden cuando
descubrí intacto el sobre de las pastillas anticonceptivas. Lo tiré con colillas,
botellas vacías y restos de comida.
No le di importancia a las pastillas anticonceptivas. Por semanas no supe
de Laura ni pregunté sobre su paradero o con quién salía. Una tarde llegó a mi
casa. Sin saludar se introdujo hasta la sala, me hizo saber que estaba
embarazada y que el hijo (eso suponía a juzgar por sus cuentas) era mío. La
inevitable y fastidiosa discusión sobre el hijo deseado o no, por fortuna fue
breve. El caso es que ella tenía tres hijos y un marido con el que jamás se
acostaba, ¿cómo, entonces, explicar el embarazo? Me sentí ridículo y como en
una mala película apareció un flash-back: el buró donde estaban las pastillas
anticonceptivas. Ni siquiera le había dicho que la amaba ni ella a mí, sólo
utilizábamos palabras cálidas para estimular la pasión, frases hechas,
escuchadas o leídas. Era evidente, al menos para mí, que ni la misma Laura
creía que la paternidad era mía; en el fondo buscaba ayuda. Sentí, entonces, la
necesidad de apoyarla si la idea era abortar. No era fácil, en aquellos tiempos,
encontrar un médico que eliminara cigüeñas, pero al fin se me ocurrió pensar
en Ciudad Jardín, allí estaba uno viejo, el Doctor que en la juventud nos había
sido de una enorme utilidad para enfermedades venéreas y abortos; en todo
momento estuve con ella, la acompañé en una habitación desnuda, en el centro
estaba un camastro desvencijado donde Laura durmió un largo rato luego del
legrado. Desde la silla que me dieron, contemplé su hermosa cara: cómo me
hubiera gustado que no fuera promiscua, tampoco madre y menos esposa.
Cuando se repuso, Laura era la Laura de siempre. Se vistió y actuó con una
asombrosa naturalidad. De nuevo la habitaba la frivolidad. No me agradeció
el apoyo, sin embargo se despidió con un beso en la mejilla, rozándome los
labios, una caricia sensual que ella convirtió en una señal de ternura.
Otra vez, al cabo de un par de meses, Laura reapareció en mi vida. Me
saludó cariñosa, como si nada hubiera ocurrido. Me buscaba para invitarme a
una fiesta en la embajada cubana, donde ella leería un poema a la muerte del
Che Guevara. Me imaginé el sitio repleto de intelectuales avanzados ebrios y
las escenas de falso dolor por el crimen cometido en Bolivia. No, Laura, tengo
mucho trabajo y esa noche, por añadidura, un compromiso. Déjalo, pidió con
un ligero tono de súplica. Te recuerdo que en ese lugar comenzó nuestro amor.
«Nuestro amor», pensé indignado, sería el sitio donde arrancaron los
encuentros sexuales entre ella y yo, es todo. Para qué luchar, con Laura uno
siempre salía derrotado. Te hago una contrapropuesta, no vayamos a esa
reunión, te invito a cenar y luego bailamos. Déjame pensarlo, concluyó y
desapareció tan veloz como había llegado.
Dos días después, un chismoso me contaba telefónicamente que estuvo en
la reunión de los cubanos y que allí Laura había hecho alarde de sus
amasiatos, puso especial énfasis en el que tuvo conmigo, bebió en exceso y al
final se retiró con un aprendiz de guerrillero. Escuché la dramática versión sin
malestar de ninguna clase. Me molestaba la conducta de Laura, pero era de
suponer que nada existía entre nosotros. No obstante su vida grotesca, algunos
hechos me hacían gracia. Los afanes literario-sexuales de Laura la llevaron
hasta un campamento petrolero en Campeche para leer poesía amorosa. Iba
con Abigael y entre ambos acabaron por acostarse con todos los trabajadores,
incluidos tres ingenieros. La escena era fácil de imaginar. Laura con su
voluminoso cuerpo vestido de blanco, contrastando con la ropa sucia de los
petroleros, para leer «Muerte sin fin», que nadie entendería y que a lo sumo
serviría de preámbulo para que se revolcaran todos juntos en medio del
petróleo.
Una tarde recibí la visita del esposo de Laura: Enrique. Me desconcertó.
El hombre se notaba abatido. Su voz era patética, el tono también. No aceptó
ni un poco de agua. Iría directo al tema que le importaba: su esposa. Sé que
ella está enamorada de usted, me he encontrado un diario repleto de notas
sobre su relación y más de un poema dedicado. Esto último me duele porque
yo la estimulé a escribir, dejé que se acercara a la literatura y ahora la usa
para escribirle poemas a sus amantes. No sólo ello, asimismo he escuchado
conversaciones telefónicas en las que se refiere a Emilio como su gran pasión.
Era lo que me faltaba oír. No permití que siguieran sus quejas: le dije que
de mi parte todo había concluido, yo desaparecería por completo de su vida.
Enrique me lo agradeció con frialdad. Su conducta de hombre derrotado me
irritaba. Está bien, añadí, lo libero de mi presencia ¿y de los demás, qué hará
usted con los demás amantes?
—No hay mayor problema —concluyó con aires de resignación—, el que
me preocupaba era usted. Nos vamos a vivir al norte, a Tampico, allí tengo un
ofrecimiento de trabajo y amigos, es probable que Laura cambie, deje de
beber, de engañarme y se concentre en nuestros hijos.
—Ojalá.
La historia parece acabarse allí. No volví a verla. Por rumores y vagas
informaciones me enteré de que Laura y Enrique habían rehecho en lo posible
su matrimonio. Ella publicó dos o tres libros de poesía y formó un taller
literario. Un día, en una plática con amigos que venían de aquella época,
alguien comentó la muerte de Laura. ¿Laura Botello? Sí, ella. Ataque al
corazón, una muerte fulminante. Cambiamos de tema, ya pocos recordaban sus
hazañas y su belleza de mujer gorda. Después, quizás tres o cuatro semanas,
Marilyn Monroe surgió del pasado. Estaba muy vieja y trataba de mantener
cierto garbo. Ahora se teñía el cabello de negro y las líneas de expresión eran
ya evidentes arrugas que apenas disimulaba el maquillaje. Por los viejos
tiempos acepté ir a beber una copa que fueron tres y cinco y seis. Recordamos
que una vez nos encerramos en un baño a hacer el amor: yo por despecho, para
vengarme de su amiga Laura, ella porque también era dueña de una
interminable hilera de conquistas. Antes de despedirnos ya entrada la noche,
Marilyn me dijo ¿sabías que Laura te tuvo en una especie de altar? Sí claro,
rodeado de otros santos que se acostaban con ella. No seas duro, repuso,
jamás dejó de hablar de ti, lamentaba no haber podido tener un hijo tuyo. Su
pasión por el sexo era irrefrenable, se necesitaban muchos hombres para
satisfacerla, estaba enferma, padecía una severa ninfomanía que en vano se
trató. Para tu ego, debo añadir que murió pronunciando tu nombre… Por
favor, interrumpí aquella idea cursi, de mala película o de un romanticismo
totalmente trasnochado. Marilyn se irguió, recuperó altivez. Tengo que
despedirme, y le pidió al mesero un taxi. Mientras yo cubría la cuenta la miré
caminar hacia la salida: trataba de no trastabillar.
Salí a la calle, no estaba lejos de mi rumbo y decidí caminar para
despejarme. La plática había resucitado muchas cosas que supuse enterradas.
Al llegar a mi casa la seguridad de haber amado a Laura era total. Aunque ni
siquiera recordaba el apellido de Enrique su marido, me senté a escribirle
tardíamente una larga y adolorida carta de pésame.
Ajolotes y sapos
Cuando regresé de Francia, en 1973, México había cambiado profundamente.
No reconocía la ciudad, ahora masificada y deteriorada de muerte. Pero eso
era normal, tampoco reconocí París, la ciudad que conocía perfectamente
porque mi padre, luego del divorcio, se había instalado allí y para
compensarme, con una soberbia generosidad, me había hecho llegar tarjetas
postales, fotografías, mapas, planos, descripciones. Sólo que yo conocí, a
través de mi papá, el París de 1950: bajo los efectos de la posguerra e
intentando no perder su viejo imperio colonial, con sus antiguas glorias a
cuestas y todavía su indiscutible personalidad antes que Francia, como el resto
de Europa, fuera avasallada por la subcultura de Estados Unidos. Me sentí
defraudado. No estaban más las cuevas existencialistas de Sartre, Beauvoir y
Camus ni quedaban rastros de la presencia de Hemingway o de Joyce, menos
de Oscar Wilde. Edith Piaf fue sustituida por Mireille Mathieu. Ahora era una
ciudad de latinoamericanos célebres, García Márquez había escrito páginas
memorables en los hoteluchos del Quartier Latin, el paso de Mario Vargas
Llosa y Carlos Fuentes era frecuente y Julio Cortázar vivía allí.
Me vinculé a un notable escritor cubano que había conocido en México,
Alejo Carpentier; él me introdujo en un círculo de artistas latinoamericanos,
todos se decían enamorados de la Revolución Cubana, cuyo espíritu aún
emocionaba a intelectuales y a pueblos enteros. De todas formas, no era el
París que yo descubrí en cartas y libros. Picasso había muerto, El Moulin
Rouge, ya sin Lautrec, era un antro para el peor turismo europeo. Poco
quedaba de Victor Hugo y de Zola, de Rimbaud y de Malraux y nada del
surrealismo de Breton y Eluard. Proust y Verne estaban sólo en las librerías y
en los cafés bohemios únicamente bebían vino los extranjeros y algún
estudiante distraído. En lugar de la música de Liszt y Chopin, uno escuchaba
estúpidas canciones latinoamericanas de protesta. Tampoco quedaba mucho
del movimiento estudiantil de mayo, ecos y consignas que se diluían en los
muros vetustos de París. Para mí era un fantástico cementerio o un museo
descomunal (aquí vivió Balzac, acá estuvo Ho Chi-Min, más allá, en el
Procôpe, comían Rousseau y Robespierre, ¿ya viste a los impresionistas?, esa
escultura es de Rodin…), una ciudad que ahora alberga los fantasmas de
dioses y semidioses, cuya grandeza ha quedado sepultada por una modernidad
estúpida y destructiva.
Pero si las nostalgias del París que no conocí me invadieron, las del
México que dejé fueron mucho peores, pensé mirando en la avenida Río
Churubusco a un grupo de niños de siete y ocho años de edad. Entre ellos
estaba yo. No sé de quién fue exactamente la idea: se trataba de ir en bicicleta
al río Churubusco a buscar ajolotes y sapos. Todos aceptamos: Memo, Jaime,
Andrés, Sergio, Vicente, Luis, Ricardo, Jorge… Llegamos al borde del río y
dejamos las bicicletas entre los árboles. Se trataba de llenar unos frascos con
ajolotes y, si era posible, también atrapar sapos y ranas. La tarea era divertida,
luego seguiríamos de largo, atravesaríamos Coyoacán (para Andrés el sitio
trágico donde asesinaron a Trotsky, para Memo un lugar aristocrático en
decadencia y para Jaime el punto donde estaba la mejor heladería, Siberia) y
llegaríamos a la glorieta de donde nacía el camino a Xochimilco y en la que
una escultura de Emiliano Zapata recordaba promesas incumplidas por la
Revolución. La recompensa a nuestra aventura serían fresas con crema en El
Naranjito, el lugar más distante y desolado de la Ciudad de México. Casi
cincuenta kilómetros entre el viaje de ida y el regreso. Una hazaña.
Ahora el río estaba entubado, convertido en vía rápida y el tránsito era
infernal. Los pocos árboles que resistían seguramente sirvieron para recargar
nuestras bicicletas. El último ajolote que vi fue el que tal vez inspiró a Julio
Cortázar su cuento «Axolotl», en el acuario del Jardin des Plantes de París.
Las risas de mis amigos sonaron con mucha fuerza y pude oír a Jaime gritar:
—¡Aquí hay un sapo, aquí hay un sapo, ayúdenme a atraparlo!
María de los Ángeles
Con María de los Ángeles no hubo un encuentro casual. Me llamó por
teléfono. Sabía de mis «éxitos» e incluso compraba mis libros. Me pareció
extraño. La recordaba como inteligente y frívola y no muy interesada en mí. Su
prima Teresa fue mi novia y alguna vez, en su ausencia, nos besamos
apasionadamente en el parque central. En la niñez y la adolescencia, todos nos
referíamos a ella diciéndole María de los Ángeles, ahora, para sus nuevos
amigos, era Marigé y su hija única le decía María en lugar de mamá.
Quedamos en vernos. Supuse que era una cortesía de viejos amigos. Cuando le
avisé que me iba a estudiar a París, me prometió con voz emocionada: Te
alcanzaré, en Roma tengo amigos, juntos recorreremos Europa. Como sabía
que eran frases, ni siquiera le confesé que acababa de contraer matrimonio por
segunda vez.
María de los Ángeles era de facciones finas y tez blanca, hablaba
pausadamente y era la menor de cuatro hijos. Su hermana mayor, Adoración,
había concursado por el título de Miss México que finalmente conquistara Ana
Bertha Lepe; eso hablaba de la belleza de las mujeres en esa familia, cuyo
sostén era un coronel de la policía, hombre adusto, de muy pocas palabras y
dueño de tres coches flamantes, uno convertible. María de los Ángeles pasaba
rumbo a la escuela con uniforme azul marino, mientras nosotros jugábamos
futbol en plena calle. Jaime la ignoraba, Luis y Memo la galanteaban y yo
apenas cruzaba palabra con ella hasta que en una fiesta en El Refugio, María
de los Ángeles me dijo que yo era simpático, en consecuencia me presentaría a
su prima Teresa, como una suerte de premio de consolación. Así fue y yo
terminé siendo amigo suyo y novio de Tere.
Los tres solíamos encontrarnos en esas fiestas de El Refugio, donde unos
padres tolerantes permitían reuniones sociales cada tercer día, a cambio de
que todos fingiéramos amistad con Enrique, el idiota que le escribía
apasionadas cartas de amor a Doris Day. A esa casa iban otros muchachos
como Ramón Makoto, hijo de japoneses que solía vestir como James Dean en
Rebelde sin causa, pantalón vaquero, playera blanca y chamarra de nylon
rojo. El resultado era ridículo. A pesar de sus ínfulas, no era bien visto más
que por aquellos que valorábamos su capacidad para los pleitos a golpes.
Memo, frente a Ramón, no supo nunca qué actitud asumir: de un lado, su país
fue el gran aliado de Alemania e Italia, del otro, sus rasgos eran marcadamente
japoneses y ello le provocaba cierta repulsa natural. Jaime, en cambio, era
desenfadado y pese a sus padres, aceptaba con facilidad lo extraño.
En las fiestas se vivía una transición saludable: de las grandes orquestas
como la de Glenn Miller y Benny Goodman y los crooners como Sinatra y
Perry Como, se pasaba con ímpetu al rock and roll de Elvis Presley, de Little
Richard, Jerry Lee Lewis y Bill Haley. En los pasos se mezclaban el swing y
el nuevo ritmo. De nosotros, Jorge bailaba muy bien. De los mayores Pepito,
Martín y Chuchín. Los torneos de baile eran frecuentes y las muchachas solían
ir con crinolinas y tobilleras, según la moda. Comenzábamos a beber
subrepticiamente y las pláticas eran, por lo regular, frívolas, salvo las de
Andrés, que no bailaba nunca y que se enfrascaba con Memo en discusiones
extrañas a la mayoría: el primero hablaba del valor de los soviéticos en
Leningrado, Stalingrado y Moscú, el segundo prefería el coraje de las tropas
de asalto alemanas. Una vez, Ramón Makoto, que por razones obvias se sentía
protagonista de la Segunda Guerra Mundial, intervino para elogiar por sobre
alemanes y soviéticos, a la infantería japonesa y a los kamikazes. La polémica
terminó a puñetazos y nos echaron de El Refugio. Fuimos al jardín, rumbo a
las diez de la noche, y allí yo recordé, intentado apaciguar los ánimos, una foto
que vi en los diarios: la bomba atómica que el B 29, Enola Gay, dejara caer en
Hiroshima. Teníamos una botella de ron y bebíamos a pico. Hice mal. Memo y
Andrés, en efecto, se tranquilizaron, pero Ramón terminó llorando. Él sí
valoraba la dimensión de la tragedia que todavía no cumplía diez años.
Nuestro amigo japonés desapareció de pronto. Unos dijeron que había
regresado a un Japón transculturizado, otros que la familia se mudó a un
Estados Unidos donde había menguado la aversión por quienes fueran sus
peores enemigos.
En esos tiempos Jaime comenzó un inagotable romance con Moza, iban y
venían, según los humores de la segunda. Tal como narró mi amigo en la
peluquería, alrededor de los diecisiete años, hicieron el amor por vez
primera: Moza no era virgen, insistía Jaime con malestar; no obstante, supe
que la relación se extendió hasta que, a los veinticinco años, ella se mudó, a
nadie le dio su nueva dirección y, poco después, Jaime contraería matrimonio
con una joven fanática del futbol.
Liza Fuentes estuvo sólo una vez en El Refugio, pero fue capaz de atraer
las miradas, unas de admiración y otras de total desacuerdo. Tenía una
hermana guapa y vanidosa llamada Silvia, y sus padres (yucatecos) eran por
completo insoportables, se imaginaban aristócratas por tener unos exitosos
laboratorios para producir alcohol, algodón, gasas y otros productos médicos.
Liza resistió unos minutos antes de salir huyendo de la «vulgaridad y bajeza»
que pudo observar: muchachos bebiendo, niñas bailando ritmos modernos. Sin
embargo, fue suficiente para que Guillermo se enamorara perdidamente (qué le
vería, sigo preguntándome) y comenzara una relación furtiva, a distancia de
los padres de ella, luego fueron novios formalmente e hicieron planes para
casarse, rompieron y terminaron como amantes. (Hace tiempo alguien me dijo,
tal vez Vicente, que tenían un departamento en la Colonia Nápoles y que allí se
encontraban una vez por semana.) La arrogante familia se desintegró: el padre
murió en un accidente automovilístico y en pocos meses, no más de seis, la
madre dilapidó la fortuna (que en rigor no era tanta) y compitió con su hija
Silvia por el amor de un motociclista de tránsito, al final, amante de ambas.
María de los Ángeles llegaba a las fiestas en compañía de Ignacio, el
muchacho gris de la colonia, nadie era capaz de describirlo física e
intelectualmente, pero su padre, oficinista en un juzgado, acababa de sacarse
la lotería, uno de esos milagros que de pronto ocurren. Ignacio cambió su
modo de vestir, se hizo menos inseguro y pronto comenzó a recorrer las calles
en un Dodge Kingsway convertible, 1954. El padre siguió con los golpes de
fortuna y puso una escuela comercial; su hijo fue uno de los primeros
graduados en contabilidad, de tal modo que era todo un prospecto. María de
los Ángeles no llegó a casarse con él, pero mantuvo la amistad toda la vida,
sin percatarse de las historias que Ignacio narraba en la sobremesa de
contadores privados: Sí, me la cogí desde que éramos adolescentes y no sólo
eso, en el cine le jalaba los pelos del mono y la pendeja ni siquiera protestaba.
Pero una cosa era lo que Ignacio contaba soezmente y otra la conducta de
María de los Ángeles. Se casó con un corredor de automóviles, lo que
garantizaba un matrimonio que no sería aburrido ni largo. Se mató en una
carrera y su viudez la hizo una aceptable madre, tenía una hija. No volvió a
contraer matrimonio y se dedicó a clases de yoga. Compró una casa en
Coyoacán y se hizo de una relación estable con un funcionario de medio pelo
que de vez en vez la visitaba para tomar unas copas y hacer el amor. Sólo que
todo esto fue después de Ciudad Jardín. María de los Ángeles, gracias a los
recursos de su padre, que había sido ascendido en la jerarquía policiaca, tuvo
un automóvil y posibilidades de viajar antes que algún otro de esa colonia. No
olvido que una vez, Jaime y yo estábamos a punto de ir a la escuela
secundaria, cuando apareció María de los Ángeles, iba con Atala y dijo que
les tocaba baile regional en la Escuela de Danza Pamela en Oriente 53, pero
antes de llegar quería decirle a Jaime que había soñado con él y que lo quería
mucho. Confieso mi envidia, Jaime no pareció conmoverse, al contrario, se
despidió y sonriendo me apresuró: ya es tarde, vamos a perder la clase de
Biología.
La llamada de María de los Ángeles me devolvió a la niñez y a la
adolescencia. Me imaginé que sería grato encontrarme con ella, no en balde
fue a la única mujer que le escribí tarjetas postales desde Francia y otros
lugares de Europa. La cita ocurrió en un restaurante pequeño y discreto de
Coyoacán. Llegó con un ligero retraso. Estaba mejor que en mis recuerdos,
había subido de peso y eso —para mis gustos— la convertía en una mujer
deseable. Pidió un whisky, luego de saludarme como si hace dos días
acabáramos de vernos. Y comenzó un largo monólogo cuya intención era
narrarme su vida entera. Me permitió, eso sí, intercalar algunas preguntas. Al
concluir su relato, me dijo sin subterfugios: ¿Me invitas a la cama?
Naturalmente, repuse, sólo espera el momento adecuado. Fuimos a un hotel en
la Calzada de Tlalpan, no muy lejos de la fuente común de nuestros recuerdos.
Sin preámbulos y con una enorme naturalidad hicimos el amor.
Intercambiamos elogios prosaicos acerca de nuestros órganos sexuales, fue
todo. Comenzó una especie de amistad amorosa. Yo le telefoneaba y ella me
decía si podíamos o no encontrarnos. La cita dependía de su amante, de sus
actividades políticas, según me explicó María de los Ángeles. Las reuniones
eran en su casa. La primera vez invitó a varios amigos suyos que deseaban
conocerme; la siguiente yo llevé a los míos. Otra ocasión me dijo que no
conocía la cantina La Ópera, la invité a comer y allí mismo cité a Vicente y a
Luis, dizque para recordar viejos tiempos, cuando el primero estaba
enamorado de su bella hermana. Fue un desastre. Vicente se emborrachó sin
piedad para nosotros y Luis encontró una amiga con facha de prostituta que nos
endilgó. Pero nos divertíamos y hacíamos buena pareja, la hacíamos porque no
había ningún amor entre nosotros, sólo recuerdos insanos. ¿Te acostaste con mi
prima Teresa? No, pero me hubiera encantado, tenía unas piernas muy
hermosas, largas, perfectas, estilizadas. Qué bueno que no lo hiciste, ahora es
una gorda borracha a la que todos le meten mano. Y tú, ¿hiciste el amor con
Jaime? Claro, me encantaba.
Poco a poco la rutina se hizo pesada, supongo que para ambos. Yo estaba
enamorado de Elena y María de los Ángeles de un burócrata, cuyo tipo no
parecía encajar con su educación y sus gustos. Solía describirlo como un
«naco», un patán feo y descuidado, a quien la familia desdeñaba. A juzgar por
los comentarios eróticos de mi amiga, ni siquiera debió ser bueno en la cama.
Los momentos en que estábamos juntos, los dos buscábamos la manera de no
tener relaciones sexuales. Pero un día nos excitamos besándonos en una tarde
agradable y de buen jazz. Para mí fue un desastre. Acababa de romper con
Elena, era obvio que definitivamente. Me había reclamado mis celos y mi
conducta violenta y yo no tuve más remedio que darle la razón. Era el
momento de concluir una larga relación que con altas y bajas había durado
muchos años. Durante las caricias iniciales con María de los Ángeles no
pensaba en Elena, pero en el momento de la penetración, su mueca de
indignación al mostrarme los golpes, me asaltó. No pude terminar y María de
los Ángeles trató de ser comprensiva. Durante un largo rato habló de la
impotencia sexual, de la multitud de aparatos para eliminar la disfunción
eréctil y para concluir me dijo, es normal, a cierta edad se requieren mujeres
más jóvenes, más excitantes, ¿te gustaría acostarte con mi hija?
Molesto, fingí no escuchar la pregunta y, en cambio, hice una broma: no
hay mejor viagra que unas hermosas piernas (femeninas, por supuesto)
enfundadas en medias negras. Causan adicción, pero no te detienen el corazón
ni son peligrosas para la salud, a menos que pertenezcan a una mujer casada.
Mi casa
Mi casa no tenía fantasmas, nadie se había muerto allí por una sencilla razón:
nosotros la estrenamos. El matrimonio de mis padres no duró más allá de tres
años. Comenzaron a separarse poco a poco a lo largo de otros tres años,
mientras se convencían de su obra perfecta: el desamor, fuimos de una casa a
otra. Nací en la Roma, en Tonalá, y de allí vagamos por diversos rumbos de la
ciudad: Mixcoac, Polanco, los cuatro, mi hermana, mis padres y yo. Cuando se
consolidó la separación, vivimos con mis abuelos, en la colonia Álamos y casi
enseguida, mi madre hizo la compra venturosa de una casa en Ciudad Jardín:
el 265 de Oriente 55. Dos plantas luminosas, la sala y el comedor tenían piso
de mosaico rojo oscuro donde cada tanto había una escena del Quijote, un
espacioso patio interior que mi abuela llenó de rosales y canarios, mi
recámara daba a la calle y por las mañanas el sol la golpeaba gratamente. El
despertar era hermoso. Mi abuelo poco salía de su habitación, mi abuela lo
acompañaba bordando y tejiendo. Mi hermana ya no llegó ni se quedó con mi
papá, murió de apendicitis en manos de un médico imbécil, en un hospital
desvencijado, de una enfermedad francamente ridícula y en este caso por
completo injusta. He sido capaz de mantener intacto el dolor que su
fallecimiento me produjo: por encima del llanto de mi madre, estaba la certeza
de que nunca más volveríamos a jugar juntos y de que había perdido su actitud
protectora. A la casa, mi madre también trajo dos hermanas menores que
pronto se casaron y salieron de allí. Con toda honestidad puedo decir que no
eché de menos la figura paterna, la recia personalidad de mi abuelo la
sustituyó con creces. Sus acciones durante la Revolución (fue coronel
zapatista) despertaron en mí una enorme gratitud por el movimiento social y
por Zapata en particular: un militar formidable, decía mi abuelo emocionado,
sabía dirigir las tropas, poseía un ideario avanzado y nunca se rindió ni pactó
con los gobiernos federales. ¡Si hubiese tenido el armamento de Villa!,
afirmaba inútilmente esperanzado. Cuando mamá me llevó a ver el filme de
Elia Kazan, ¡Viva Zapata!, entre Marlon Brando y Anthony Quinn, imaginé a
mi abuelo en la pantalla, ello me produjo un orgullo silencioso, no menos
sagrado. Yo sabía, por otro lado, que mi padre estaba a más de diez mil
kilómetros de distancia, inventado otra vida y rehaciendo sus recuerdos, su
memoria. A las preguntas idiotas de dónde está tu papacito, Emilio, yo solía
responder con vanidad: en Europa, es escritor y maestro y trabaja en la
UNESCO, exactamente en París. De esa casa, un lugar me llamaba la atención:
la biblioteca, a la que mi mamá calificaba simplemente como el cuarto de los
libros. En las esquinas del techo, el arquitecto puso una especie de diminutos
balcones, en el interior de ellos, cuatro en total, solía esconder mis tesoros:
canicas ágatas, mis mejores juguetes y cartas que escribía para niñas
imaginarias o reales que jamás hallaron destinatario. Era un sitio fantástico
donde procuraba encerrarme a leer toda clase de novelas y libros de historia.
La verdad es que la familia no me preocupaba gran cosa: mi vida estaba entre
las calles y esa habitación capaz de hacerme olvidar el mundo o, mejor dicho,
que me permitía viajar de un lado a otro y aun anticipar el futuro con autores
como Verne y Bradbury. La literatura policiaca de Dashiel Hammett, Agatha
Christie, Maurice Leblanc y Ellery Queen, la de aventuras de Dumas,
Stevenson, Walter Scott, Verne, Twain, London, Defoe, Kipling, Salgari y
Rider Haggard y la de terror de Poe, Lovecraft y Stocker ocuparon un lugar
especial, luego de aquellas encantadoras sesiones en que mis tías se
alternaban para leerme cuentos de Perrault, Andersen, Wilde y los hermanos
Grimm. Para desgracia mía, la casa donde viví hasta casi los veinticinco años,
no tuvo fantasma alguno. Los adultos ni siquiera trajeron los suyos de otros
lugares, de otras historias. El primero en morir fue mi abuelo y enseguida lo
imitó su esposa, mi abuela, pocos meses después, cuando ella decidió que no
había más razón para existir. Ambos de cáncer. Dos años después me casé y
salí de esa casa sin fantasmas, dejando los míos, los que ahora rescato, y a mi
madre sola, dedicada a la lectura y jamás a los recuerdos. Siempre me
asombró: fue una mujer que no miraba hacia atrás, mi padre fue olvidado con
rapidez y nunca volvió a hablar de él. Yo releía las pocas misivas paternas
que de niño recibí y no contaba cómo estaba, si se había casado de nuevo, si
hablaba bien el francés, si tenía empleo fijo, nada. Las cartas y tarjetas
postales sirvieron para desatar más mi imaginación, para buscar escritores
franceses; cuando de pronto dejaron de llegar, no las eché de menos, habían
cumplido su cometido y una tarde, yo andaba en los veinte años, decidí, en
total soledad, destruirlas, no quedó ningún recuerdo de mi padre. Murió en
París, rodeado por su nueva esposa e hijos. Eso llegué a pensar cuando
comenzaron mis estudios de posgrado en La Sorbonne. Nunca busqué sus
huellas en esa ciudad, aunque debo aceptar que mi amor por París fue una de
sus escasas obras. Contraje matrimonio porque todos mis amigos, siguiendo
una rutina universal, se habían casado, yo era, en consecuencia, un solterón. Lo
hice con una compañera de estudios de Ciencias Políticas y salí a
regañadientes de la casa materna. Fue un desastre, cuando me pidió el
divorcio, afirmó no tolerar más mis excesos, mi tendencia al alcohol y a otros
vicios, la facilidad con la que me enamoraba de cuanta mujer tenía a la mano.
Ahora que lo pienso, fue extraño e irónico: mi tercera esposa adujo lo
contrario: yo resultaba aburrido, alejado del ruido y muy concentrado en los
libros, los míos y los ajenos. La casa de Oriente 55 me daba seguridad. No era
tan grande como la casa de las garzas ni como la de Elsa o Atala, pero
tampoco era una casa cualquiera. Mi madre la había pagado con sus ahorros y
un préstamo gubernamental y mi abuela la mantenía reluciente, con orden y
limpieza y con sus bordados mágicos que aumentaban el brillo de cada
habitación. Pero si esa casa era mi reino, Ciudad Jardín era el imperio que
tenía que conquistar y lo hice. A dos calles, en Oriente 51, había varias niñas,
todas atractivas y una de especial belleza; cuando yo tenía diez años, ella
tendría quince. Traté de conservar su hermosura física, sus delicadas
facciones, en retratos que le hacía a lápiz y luego, cuidadosamente, coloreaba.
El parecido es asombroso, mentía la adolescente al mirarlos. Le decíamos
Cucú y solía sentarse en la puerta de su casa a vernos jugar encantados. Era
mágico estar cerca de ella: era un hada maternal, me abrazaba y me tenía allí,
muy cerca. Pasaba la mamá de Magda Guzmán, Blanca y Chuchín y
preguntaba: ¿Qué placer hallas en apretujar niños? Yo escuchaba y la apretaba
más para evitar que las palabras nos separaran. Me gustaba (eran los inicios
del placer) sentir su cuerpo ya de mujer, rozar sus pechos y los muslos bien
formados y a Cucú le agradaba que le contara historias, de tal manera que le
narré Aventuras de Tom Sawyer y Oliver Twist y «El ruiseñor y la rosa», algo
que, dentro de un grupo numeroso de niños, solamente yo podía hacer. El trato
era simple, le contaba los libros leídos y ella me abrazaba por las tardes,
cuando empezaba a oscurecer. A su vez, Cucú buscaba relatos de miedo y los
leía, frecuentemente de noche, y yo invitaba a los demás amigos a escucharla.
Un día me enfermé de resfriado, tuve fiebre y mi mamá mandó llamar al doctor
Ábrego. La muerte de mi hermana la había hecho cautelosa y me obligaron a
guardar cama una larga, eterna semana. Cuando salí, pálido y con nuevas
lecturas que contar, Cucú había desaparecido. Sus padres se mudaron
intempestivamente y no dejaron dirección. Fue de las pocas veces que lloré.
Regresé al cuarto de los libros y para no pensar en el tibio cuerpo de Cucú,
me empeñé en leer completo a Conan Doyle, la serie de Sherlock Holmes y las
aventuras del profesor Challenger. Pronto encontraría placer en la literatura
amorosa, me liberaría de mis primeras cargas eróticas y sería fundamental en
el aprendizaje teórico del sexo. La calle, mi calle, fue mi primer mundo, donde
gradualmente arrancarían mis exploraciones del universo. En la esquina, del
lado norte, con Sur 116, habitó una niña, le decían o se llamaba Zarzamora y
ella repetía de memoria una canción española en boga cuyo título era idéntico.
Me acercaba con alguna timidez y conversaba lo usual: de dónde venía, qué
hacían sus padres, si ya estaba en la escuela primaria. Una vez me embobé en
la plática y llegué tarde a la comida; mi madre aguardaba furiosa, acaso su
mejor y más acabada conducta. El regaño fue excesivo, brutal. Me amenazó
con llevarme a vivir con mi padre, al que en esos meses veía sólo los
domingos. Me recogía a media calle y solía llevarme a Chapultepec. El placer
que yo hallaba en esos encuentros que pronto desaparecieron consistía en el
juguete que me llevaba como obsequio, por regla general un cochecito. El
resto era aburrido. Aunque a veces alquilaba una lancha y remábamos por el
viejo lago o visitábamos el Castillo, predominaban largas lecciones de
pedagogía y moral, chistes de la Segunda Guerra Mundial que recién había
concluido, en los cuales Hans y Fritz cometían desatinos, alguna modesta
nostalgia sobre mi hermana muerta e indirectas sobre mi madre que no
alcanzaba a comprender. Mi recuerdo más preciso es el de una hermosa
construcción, a un costado de la Alameda, La Pérgola: albergaba una librería y
un restaurante. Entrábamos en el primero y me compraba un libro como las
Fábulas de Lafontaine, ilustradas por Doré, o La vida de los termes de
Maeterlinck, para enseguida ir al segundo a comer, mientras un organista
tocaba piezas de Agustín Lara y mi padre leía el diario o algún libro. Mi
abuela lo detestaba porque era «comunista» y admirador de Stalin; en el fondo
le irritaba el fracaso matrimonial de su hija mayor.
Por lo pronto, afirmó gritando mi mamá, si vuelves a llegar tarde, te vas de
la casa. Me voy ahora, repuse con una extraña decisión, tomé mi triciclo y salí
de la casa. El regaño era injusto, apenas iban en la sopa y el abuelo comía con
lentitud. Cuando di vuelta en la esquina (no me atreví a cruzar la calle) no
supe qué hacer. Pedalée unos minutos más y di vuelta a la manzana; retrocedí y
me metí en un terreno baldío a dejar que el tiempo transcurriera. Mientras
tanto, Sergio había ido por mí, quería mostrarme los primeros números de la
revista El pato Donald. La sirvienta le dijo que me había ido de la casa «para
siempre». Sergio regresó a su casa, dejó los ejemplares de Disney y también
en triciclo, inició mi búsqueda. Era más pequeño que yo y tampoco se atrevió
a cruzar la calle, así que luego de dos vueltas dio conmigo. Hablamos un rato
y me dijo que deseaba mostrarme las revistas que le había dado su tía Lulú. A
media tarde, Sergio me rogó, vámonos, Emilio, debes tener hambre y yo tengo
sueño, acepté y fui directo a la casa. Mamá estaba en su recámara, no insistió
en que me fuera a vivir con mi papá, pero en dos días no me dirigió la palabra.
Las disposiciones me llegaban a través de la delicadeza de mi abuela. Ese
tiempo lo aproveché para acomodar los libros —mis libros que me regalaban
mis dos tías: Esther y Nohemí, en mis recuerdos Teté y Mimí. Para eso y para
mantener impecable mi recámara, que el piso brillara tanto como el resto de la
casa, siempre al cuidado de los abuelos. Ahora me gustaría comprar la casa
que mi madre vendió para habitar, ya sola, en un departamento de la colonia
del Valle. Suelo pasar frente a ella. La calle no se llama Oriente sino José
Vasconcelos, los tres árboles que plantó mi abuelo, tres jacarandas, no existen
más: murieron de vejez o alguna hacha impiadosa los derribó. La casa está
deteriorada y la fachada padece descascaros y otras pruebas del paso del
tiempo. Lalo Schifrin me contó que su mansión en Beverly Hills fue, por allá
de 1939 ó 1940, de Groucho Marx y que una vez el cómico llamó a su puerta,
lleno de nostalgia, para rogarle le permitiera pasar y recorrerla. Yo he
pensado lo mismo: armarme de valor y solicitarle al nuevo dueño me autorice
verla. ¿Tendrá sentido para aplacar mis nostalgias o servirá para aumentarlas
al verme niño cabalgando junto a mi cosaco o volando mi bellísimo Spitfire?
¿Estarán allí ahora los fantasmas de mis abuelos, los ecos de mis tías o los
regaños de mi madre? Creo que no me atrevería a hacerlo, pero no pierdo la
esperanza de que alguna vez pongan el letrero consabido de SE VENDE; podría
comprarla y tenerla como un peculiar museo, en medio de una zona ruinosa,
arrumbada por una ciudad que cambia para empeorar, incapaz de memoria
alguna, una ciudad que fue implacable con todos nosotros.
Sergio
Nunca fui coleccionista de fotografías, sin embargo hay una que con terquedad
fue quedándose entre mis papeles personales: Yo al bat y Sergio de catcher,
frente a mi casa. ¿Qué edad tendríamos? Yo siete, ocho tal vez, él dos menos.
Mi amistad con Sergio fue perfecta. De principio a fin, nada la manchó, lo que
significa que estábamos diseñados para dos cosas: la amistad mutua y el
alcohol. Sergio estudió leyes, mientras yo estaba en Ciencias Políticas, se hizo
abogado y muy pronto tuvo despacho propio y un aceptable número de
clientes. Algún escritor amigo nuestro decía que poseía ángel, que era
inteligente, simpático, generoso, audaz y en fin, dueño de características que lo
harían triunfar plenamente. En efecto, su única debilidad fue la bebida. Sergio
jamás le dio importancia al amor. Las mujeres significaban algo obligatorio,
había que tener una o dos para ser como el resto, su principal interés fue vivir
y lo hizo con una rapidez notable. No sé qué encontraba en mí, en la medida en
que crecíamos nos íbamos por rutas distantes: yo la literatura, él una carrera
para mí despreciable, la abogacía. Su tesis fue brillante y me la dedicó, es
probable que por haberle ayudado en un capítulo sobre Estado y marxismo.
Fue uno de los primeros en tener coche propio y tarjetas de crédito que recién
comenzaban a circular. Las tarjetas las utilizaba para despilfarrar, siempre
invitándome a restaurantes y bares, y el coche para simplemente transportarse.
Ese vehículo, un Renault Dauphine, lo conduje una noche de excesos y en
Insurgentes lo destruí contra un poste. Le avisé a Sergio la terrible nueva.
Respondió preguntando por mí: ¿Te pasó algo? Nada. Ah, qué noche tuve,
Emilio, la pasé con Vanesa, la cantante de tangos. Debes acostarte con ella, es
magnífica. Pero si bien no mostraba interés particular en las mujeres, me
refiero al amor, tenía una extraordinaria habilidad para conquistarlas. Las
pretensiones de sus padres se habían diluido con rapidez al fracasar su cabaret
El Burro. Mi amigo vivió de manera distinta, distinta al resto de su familia y a
todos nosotros, docenas y docenas de niños que crecimos juntos. Con mucha
frecuencia pienso en Sergio. No debió morir prematuramente sino al cabo de
su ciclo. Su muerte, como la de Leny, mi hermana, me dejó un hueco que nunca
fue cubierto por nada ni nadie. La lealtad y el cariño son palabras pobres para
decir lo que mi amigo me profesaba. En alguna ocasión, todos decidimos que
la mejor manera de formar una buena colección de juguetes era robarlos. La
idea fue del santurrón de Beto, no obstante fue el único niño que no se lanzó en
pos de coches de cuerda, soldados de plomo y barcos de plástico. Sergio y yo
decidimos ir al mayor de los almacenes: El Palacio de Hierro, en pleno
centro, en 20 de Noviembre casi esquina con el Zócalo, un Zócalo con fuentes,
palmeras, vegetación, tranvías y escasos transeúntes. Nos vestimos lo mejor
posible y nos dirigimos a la tienda departamental. Sin tener que buscar gran
cosa, dimos con pequeños automóviles norteamericanos de fricción. El Buick
era en verdad hermoso, irresistible, cabía en mi mano: sin mucho pensarlo lo
tomé y lo guardé en la bolsa de mi chamarra. Era obvio, perdí la cautela
necesaria y un empleado me vio. Enseguida llamó al policía y éste me detuvo
con violencia. Sergio contempló la escena con los ojos muy abiertos y corrió
al aparador donde estaban los juguetes y tomó uno, ostentosamente, tan sólo
para que él también fuera detenido. Nos encerraron en una amplia y oscura
bodega. Sin muchos esfuerzos encontramos la luz. Pasamos allí unas cinco o
seis horas, en calidad de detenidos. Debo añadir que el policía nos golpeó con
la mano abierta. Pero la venganza estaba al frente: toda una bodega a nuestra
disposición: no podríamos robar, sí destruir un montón de mercancías y eso
hicimos, hasta que las voces de nuestras respectivas madres sonaron en el
lugar. La de Sergio parecía muy alterada, pronto nos percatamos de que el
pleito era con los administradores de El Palacio de Hierro, les reclamaban
que a unos niños los hubieran encerrado durante tanto tiempo. Ya sabíamos
qué más decir, con voz lacrimosa: Mamá, nos golpearon. A la señora López,
se sumó la indignación de mi madre y al final el regaño por el intento de robo
fue mínimo. Creo que no le di las gracias a Sergio, pero jamás olvidé su
hazaña infantil, su valor. Era de buen soldado: no se dejan camaradas atrás.
La secundaria la hice en la número 1, en la calle Regina. Allí estaban
algunos amigos de Ciudad Jardín como Jaime y Enrique Dávila. Cuando
nosotros estábamos en tercer año, Sergio ingresó al primero. Enrique era
insignificante y tímido; el prestigio y la aceptación le venían de su hermano, al
que le decían Gato a causa del verdor de los ojos; a su vez, la fama le
derivaba de ser un jugador espectacular de futbol americano y de la facilidad
con la que se había ligado a la Chivis y a dos de las cuatro hermanas Ortega
que vivían en Oriente 53. El Gato, además, tocaba la armónica y junto con
otros dos amigos suyos, conformó un trío que interpretaba música de grandes
bandas como «Blue Moon», «Moonligth Serenade», «Who?» y «Tiger Rag».
Eran buenos tiempos, no tanto por los estudios (de los que únicamente
recuerdo la distancia media entre la luna y la tierra, el tamaño del sol, la
distribución ordenada del sistema solar, unos cuantos quebrados y algo de
carpintería), sino por la formación autodidacta que nos impusimos: vámonos
de pinta, y comenzábamos por los aparadores de los almacenes, los que más
tiempo nos entretenían eran los de la juguetería El Jonuco, en Tacuba. Luego
revisábamos el menú: un abanico de sorprendentes posibilidades: el Museo de
Antropología, entonces en Moneda, pasando por los frescos de Palacio
Nacional, donde Rivera nos sometía a un reto descomunal: descifrar las
personalidades de todos aquellos que había pintado en los muros. Ése es
Hidalgo y aquel Morelos, decía Jaime seleccionando a los más fáciles de
reconocer. Yo señalaba a Lenin y Frida Kahlo, a Zapata y Stalin. Enrique
Dávila a un monstruoso Hernán Cortés. Más tarde comprendería que era una
lección de historia, hermosamente coloreada, y no una obra de arte. De allí, a
veces, seguíamos con los murales de la Secretaría de Educación Pública, y si
la aventura era pictórica, terminábamos con La trinchera de Orozco en la
Preparatoria 1, en San Ildefonso, pintarrajeada por los alumnos menos
educados. Me gustaba escuchar las certezas de mis amigos: en esta escuela
estudiaremos el bachillerato. Nunca lo hicieron: Jaime se quedó en tercero de
secundaria y Enrique, como Jorge y otros más, decidieron que era mejor
trabajar que seguir estudiando. Sergio nunca titubeó, sabía, como yo, que era
necesario tener un título académico para mejor enfrentar los desafíos del
camino hacia la muerte. En mi caso, había una razón especial: al temerle al
fracaso como escritor, decidí trabajar en la docencia y en el periodismo para
subsidiar mi literatura. De tal forma, no me atreví a tomar la decisión que al
Che Guevara y a Julio Cortázar los llevó a la fama internacional.
Otros recorridos incluían el pequeño y aterrador Museo de Cera en la
calle Argentina, en cuya entrada estaba Jorge Negrete, recién fallecido, la
escuela de San Carlos (a ver si vemos modelos desnudas), la Alameda tan
llena de árboles y esculturas (¡ésa es de Jesús Contreras y la hizo con una sola
mano, la izquierda, me lo dijo mi padre!) y, al final, el prodigioso cine Savoy
en el pasaje que comunicaba a 16 de Septiembre con San Juan de Letrán,
donde era posible ver King-Kong y Un día en Nueva York y Tres monedas en
la fuente y El mago de Oz y Las minas del rey Salomón y Scaramouche…
Al viejo centro, lleno de escuelas y recuerdos, de museos y librerías, de
cantinas muy concurridas y cafés afamados, de edificios hermosos y
personajes ilustres, mis abuelos, en su caracterización provinciana, le decían
México. Vamos a México de compras, ordenaban, y yo los seguía para
recorrer almacenes como El Puerto de Veracruz, El Palacio de Hierro, El
Puerto de Liverpool y París Londres, donde mi abuelo acompañaba a su
esposa, que iba muy atenta seleccionando hilos, estambres y telas. Las cantinas
serían parte de otra etapa: la del bachillerato, recorrí puntualmente una tras
otra. La puerta del sol, La ópera, El nivel, El gallo de oro, La mundial… A
partir de esta época, quedarían atrás Jaime y Memo, Luis y Jorge, Satanás y el
Rata…, sólo avanzarían Sergio, Andrés y Vicente. Las mujeres de Ciudad
Jardín, las principales como María de los Ángeles, Atala, Elsa y Yolanda,
marcharían por la ruta del matrimonio, los hijos y el divorcio; ellas volverían
a verme una y otra vez, ya en la madurez y antes de que diéramos por
arruinadas nuestras vidas. Comprendí que el sueño se había terminado. Aún
viviría en Ciudad Jardín, pero sus calles ya no eran mi ámbito, mis andanzas
se habían hecho más amplias e incluían la ciudad entera y otras más del país y
de otros países. Mi casa seguía siendo el ombligo del mundo, el centro del
universo. Conmigo permanecían las sirenas, los unicornios, los pegasos, las
gorgonas, Pulgarcito, el capitán Nemo y Gulliver, allí habitaban Alicia y el
hombre invisible, Drácula y Tarzán y hasta esas paredes llegaron los
personajes de Kafka y Borges…
Sergio no era un soñador, podía escuchar buena música o leer literatura,
más bien toleraba las manifestaciones artísticas. Era un hombre de acción,
lejano a sentimientos y tonos melancólicos. En buena medida, un espíritu
aventurero, audaz, un guerrero. Los demás no le concedían muchos méritos.
Jaime y Memo lo veían como un advenedizo y al no dar pruebas de ser
deportista o líder, poco lo llamaban para las fiestas o empresas de cierta
envergadura como incursiones punitivas a Narvarte o Portales. No era guapo,
como Jorge, Jaime y Memo, particularmente el primero, pero con la edad
adquirió una personalidad fuerte y una presencia grata. Igual que yo,
representaba menos años. Desde siempre mantuvimos una amistad grandiosa
que crecería al descubrir nuestro gusto por el alcohol, por los buenos
restaurantes, bares y cantinas. Hay una definición de amistad que puedo
aplicar en este caso: es el amor sin sexo. En la época en que nos titulábamos,
Sergio solía decir, si tú y yo fuéramos filósofos seríamos Marx y Engels, si
escritores, Kafka y Brody o Borges y Bioy Casares. Tenía sentido.
Sergio parecía en efecto un triunfador, la fortuna no lo dejaba, iba con él
como su sombra. Una vez, cuando comenzaba a trabajar profesionalmente,
hacía trámites en la Secretaría de Gobernación para internar a un extranjero;
de esa gestión dependía su futuro. Para esperar una firma, caminó por entre los
pasillos y abrió puertas sin que nadie le obstaculizara el paso. Miraba cuadros
de personajes y escenas históricas y se detenía ante libreros. Alguien le
preguntó: ¿Busca usted a alguien? No, sólo estoy curioseando y volteó hacia la
voz: era el propio secretario de Gobernación, el que poco más adelante
ocuparía la presidencia de la República. Sergio, en lugar de intimidarse,
comenzó una conversación, salpicada de frases ingeniosas, sobre cómo
debería funcionar la dependencia sin tanta burocracia. Al secretario le
simpatizó y para mostrarle su naciente afecto, sin preguntarle cómo diablos
había llegado hasta su privado, sin que secretarias, ujieres, policías y mozos
lo detuvieran, ordenó que de inmediato firmaran los papeles que aguardaba mi
amigo. A partir de ese instante, los asuntos de Sergio, todos vinculados con
internación de extranjeros, marcharon perfectamente. Un día, en octubre de
1969, y sé el año y el mes porque hacía preparativos para irme a Francia,
Sergio me telefoneó: Emilio, tienes que venir de inmediato. No, por piedad, es
domingo, ayer bebí litros de ron y estoy escribiendo. Espérame, alguien te
convencerá. Y una voz femenina, modulada artificialmente, tomó su lugar:
Hola, soy Machila, estamos por iniciar los festejos de un encuentro. ¿Cuál?,
pregunté azorado. El nuestro, el de Sergio y el mío y te necesitamos, eres su
mejor amigo y tenemos una sorpresa para ti. Bien, voy para allá.
En el trayecto pensé: no puede ser, qué hazaña la de Sergio, ¿se tratará de
la misma Machila, de la mujer legendaria que fue modelo de Diego Rivera,
amiga íntima de Frida Kahlo, amante de Alejo Carpentier y del pianista
Vladimir Ashkenazy? La dirección de Coyoacán alimentaba mis sospechas: en
esa calle sólo había residencias magníficas, resabios grandiosos del viejo
barrio que hace quinientos años Hernán Cortés seleccionó para instalar una
casa principal y que por 1936 sus amigos Diego y Frida hicieron suyo dando
origen a una zona de artistas e intelectuales y hasta políticos de talla como
León Trotsky.
Una sirvienta uniformada me abrió las puertas de una casa antigua y
desmesurada y me hizo pasar, el espectáculo era impresionante: en medio de
una sala sutilmente colonial y decorada con figuras prehispánicas, presidida
por un soberbio cuadro de gran formato: Machila (la había visto en
fotografías) pintada por Diego con colores exuberantes, casi tropicales, de
hermosos ojos verdes y unas piernas sugerentes. Sergio estaba semidesnudo y
borracho. Pasa, Emilio, mi prometida no tarda en bajar, me dijo en tono de
broma mientras me ofrecía una copa de whisky.
Sergio había comenzado su carrera amorosa bajo los cuidados de su tía
Lulú, Lourdes seguramente, una mujer madura, divorciada, atractiva, con el
pelo teñido de rubio platino, de muy buen cuerpo. De allí en adelante prefirió
las relaciones no serias, no complicadas, el asunto era ir a la cama y no tener
discusiones de ninguna índole, ésas las padecía en su trabajo como abogado.
Yo diría que Sergio tenía miedo a la profundidad del amor como resultado de
su iniciación sexual con la propia hermana de su madre. Le conocí novias y
amantes, casi todas con fortuna, hijas y hermanas de políticos exitosos. No
duraba mucho con ellas. Concentraba su mayor esfuerzo en el trabajo, su
amistad conmigo y desde luego en el alcohol.
De pronto, majestuosa, Machila descendió por unas escaleras de madera.
Mirando a Sergio me saludó: Al fin apareces, llevo con Sergio el largo amor
de una noche y ya siento conocerte de toda la vida. Sólo alcancé a pensar en
que le llevaba muchos años a mi amigo antes de entregarnos al alcohol y a una
divertida plática. La relación de Sergio y Machila (no sé si decirle amorosa)
duró unos cinco años. Para ambos fue la última. La felicidad a ella le dio más
capacidad para el alcohol, el peyote y la marihuana, y a Sergio lo hizo olvidar
su despacho. Durante tres años supe de ellos a través de las cartas esporádicas
de mi amigo, a las que Machila añadía alguna posdata: Si ves a Alejo, dile
que no lo olvido, no dejes de comer en Le lapin agile, bebe por nosotros un
Bordeaux tierno… A mi regreso, ambos estaban arruinados. Fui a la
residencia de Coyoacán: Sergio había engordado a causa de los excesos, no
ejercía más y sólo litigaba para «mantenerse en forma». Ahora Machila
necesitaba no arreglarse sino reconstruirse. Cada vez descendía por la misma
escalera con mayor fatiga, en espera de que la tarde y la noche cubrieran lo
que el maquillaje excesivo era incapaz de ocultar. Sin embargo, parecían
satisfechos: ella de su último gran amor, él de la forma fantástica en que había
arruinado su vida en tiempo récord.
Lo que no sabía Machila era que Sergio había decidido dejarla y casarse.
Machila, sin amigos ni familiares, moriría en un hospital distante del brillo
acostumbrado. Me pidió que la visitara y que llevara a Sergio. Fui solo. La
habitación estaba en penumbra, el silencio era temible y olía a muerte, aun así,
escuché un último ruego de mi amiga: No me veas, mantente de espalda, estoy
ruinosa, te lo agradeceré eternamente. Seguí sus instrucciones. Durante largos
y angustiosos minutos conversamos mientras yo veía una pared blanca, con un
cuadro de Martha Chapa. Dos días después murió y unas semanas después,
Sergio se casaría en una iglesia de aspecto pueblerino con una muchacha que
parecía la flor más bella del ejido, hija de un líder político de Chalco. No
hubo explicaciones, tampoco las pedí, sin embargo, con discreción le hice
notar su inmensa grosería a una mujer que lo idolatró. Parecía que solamente
deseaba contraer matrimonio y olvidarse de Machila. Lo acompañé con mi
madre. Al salir de la iglesia, Sergio se dirigió a nosotros: Los invito a una
copa en algún buen lugar. Mi mamá le dijo que no era posible, que él debía
atender a su esposa y a sus invitados. A regañadientes aceptó, pero me
advirtió, no te escapas, mañana comemos en Prendes. En efecto, fuimos a tal
restaurante. Como siempre, bebimos hasta caer. ¡Dios mío, consumíamos
alcohol de manera asombrosa! ¿Cuánto más duró Sergio? Lo suficiente para
tener dos hijos, arruinarle la vida a su esposa, convertirse en mitómano
(Emilio, vamos a Las Vegas, mi avión nos recoge en el aeropuerto de Toluca,
llevamos unas putas y apostamos en grande) y, finalmente, estrellar su
automóvil contra un enorme autobús. La fortuna le abandonó: su agonía fue
larga, dolorosa. Permanecí cerca del cuarto donde Sergio luchaba por salir del
pantanoso letargo. Una mañana, su esposa, una bruja que se convirtió en hada
al cuidar los últimos días de mi amigo, compungida, me avisó: acaba de morir.
Sentí un duro golpe en el estómago y luego una sensación de vacío en el
corazón. En esta recapitulación de mi vida, cuando estoy dándole fin o, mejor
dicho, encerrándola en una novela, comprendo mejor su papel de única
persona que me amó sin pedirme algo. Era un personaje de Shakespeare, de
grandeza y dignidad sin par, sin embargo, lo único que consiguió fue quedarse
en todos mis libros, no existe novela o cuento donde no aparezca. Lo echo de
menos. Nunca habrá otro amigo como él.
La peluquería del Pachuco
La visita a la peluquería no era tan grave o aburrida como ir al dentista, por
ejemplo, porque era un sitio de reunión obligatoria. Muchos jóvenes iban
simplemente a conversar o a escuchar del Pachuco una serie de aventuras
amorosas con las sirvientas del rumbo. Sus andanzas en dos salones de baile
legendarios: el Anáhuac y el California Dancing Club, nos mantenía
embobados. Sin dejar de cortar el pelo o afeitar, el Pachuco, de pelo largo y
saturado de brillantina, pantalones abombados y bigote parecido al de
Tin-Tan, contaba cómo conquistó a la muchacha que trabajaba en casa de
Jaime, la llevó a bailar y luego se la tiró en una zona alejada. Tengo montones
de hijos, decía orgulloso, aquí y en Portales. Para cortar el pelo y peinarlo
cuidadosamente con una vaselina inmunda, se apoyaba en un ayudante y un
aprendiz: Paco y el Bongo, muchachos medio tarados que se reían de cualquier
simpleza que contáramos y que mostraban una gran simpatía por mis pleitos a
golpes y mi constante correr detrás de las niñas. Bongo era tranquilo y, en
efecto, tonto. En una ocasión escupió distraídamente y el salivazo cayó en mi
zapato. No me pareció algo grave, pero todos miraron estupefactos el hecho
(accidental) en espera de una brutal respuesta mía. No tuve más remedio que
ordenarle lo limpiara. Bongo, en un arranque de dignidad, fue contundente:
¡no! Lo medí: era de mayor peso y tal vez de más edad. Lo limpiarás afuera,
imbécil, dije enfurecido. Y Bongo me siguió, no sé si decidido a enfrentarme o
sin otra alternativa, como yo. No fue una larga pelea. Se trataba de un rival
lento y poco avezado para los golpes. Evité el encontronazo: allí se impondría
su fortaleza y tamaño y logré derribarlo de un afortunado golpe en la
mandíbula. Dejé que se pusiera de pie, sólo entonces me percaté de que
sangraba de la nariz a causa de un simple rozón con el antebrazo. El Pachuco
lo señaló sorprendido. Imposible no vengar el agravio y me lancé con todo
antes de que Bongo se acabara de poner en posición de combate. Le conecté
dos derechazos seguidos al rostro y traté de patearlo. La rabia me impedía
actuar, fue entonces cuando decidí, ya que se tambaleaba, tirarlo con mi peso.
A duras penas lo conseguí y entonces lo golpée sin misericordia. Bongo sólo
atinó a cubrirse la cara y comenzó a gritar, ¡ya, por favor, ya, ai muere! Me
levanté y con desprecio ostentoso limpié el zapato en su ropa. Todos, incluido
el Pachuco, me felicitaron. A pesar de que moralmente me sentía mal, acepté
los elogios. Al día siguiente, muy temprano, cuando Bongo estaba solo,
barriendo la peluquería, llegué y fingiendo naturalidad, luego de saludarlo de
mano, le pedí una revista y mantuve una calurosa plática con él. Algún tiempo
después, cuando comenzamos a beber y yo condescendía con todos a causa del
alcohol, Bongo me dijo que estaba muy orgulloso de mi amistad: a pesar de
que nos habíamos «roto el hocico», lo seguí tratando como si nada. Tú sí eres
cuate, me cai de madre.
Antes de adentrarme en la literatura erótica, fue en la peluquería donde leí
los primeros textos sexuales. Se trataba de una serie de revistas pornográficas
que venían profusamente ilustradas, una de ellas era formidable: Vea, todos
disputábamos el número de la semana y con frecuencia pasábamos al baño,
cuyas paredes sucias estaban repletas de mujeres desnudas y carteles
descoloridos de artistas anónimos, a masturbarnos. Recuerdo una de las
historias: un enano convenció a una hermosa princesa medieval de verle lo
que tenía abajo del enorme vestido, obviamente no había ninguna prenda
íntima, sólo la vagina maravillosamente protegida por vello púbico. El enano
se introducía bajo la gruesa falda y le lamía los muslos y en la medida en que
su lengua subía y se regodeaba con el clítoris, la princesa se volvía loca de
placer. Por las noches, el enano (bufón de la corte, desde luego), se colaba a
la recámara de la joven y allí, ya sin ropa ambos, se entregaban a escenas en
verdad orgiásticas, que mejoraban en la medida en que las doncellas de la
corte permitían que viviera entre sus piernas y así, protegido por pesadas
telas, transcurrían las horas. La hija del rey, obviamente, tenía orgasmos todo
el día y toda la noche y eso mismo nos provocaba semejante acción. El resto
de la tarde, hablábamos de las historias pornográficas y sus derivaciones.
Raúl decía que él ya había tenido relaciones sexuales varias veces con una
enfermera. Jaime, para no quedarse atrás, se vanagloriaba de haber ido a los
baños de vapor Rocío con Isaura, una joven que pasaba frecuentemente ante
nosotros rumbo a su escuela, y Chuchín, con un cinismo divertido, explicaba
que a él le daba igual: Con tal de venirme de poca madre, hombre o mujer, la
güera Prado o el gato Dávila.
Otro atractivo de perder el tiempo en la peluquería era contemplar el
obligado camino de todo mundo hacia la única salida de Ciudad Jardín: la
Calzada de Tlalpan. Las niñas pasaban por allí. No por la acera opuesta, sino
por el lado donde estábamos nosotros, platicando incipientes vulgaridades,
comentando las revistas pornográficas. Por Sur 118, la calle que podríamos
señalar como principal, dueña de un hermoso camellón con palmeras y
jacarandas y un solo comercio, aparte del negocio del Pachuco, estaba el
pequeño estanquillo de don Aurelio, La famita, donde operaba uno de los dos
teléfonos públicos de la colonia y ante el cual se formaban largas colas de
jóvenes, sirvientas y amas de casa, para usarlo. También la peluquería fue un
sitio de grandes sorpresas y noticias (el Pachuco acostumbraba leer dos
periódicos diarios): ¿Ya viste los trolebuses? Uruchurtu trajo muchos. Son
como tranvías eléctricos, pero con unas llantas enormes, como del tamaño de
Memo. Por último, una especie de cuartel general para nuestras operaciones
como romper vidrios de ventanas, organizar pleitos entre nosotros, dirigir
guerras punitivas (o floridas) contra enemigos imaginarios y molestar a las
santurronas que regresaban de rezar el rosario. En ese recinto sagrado les
conté a Memo, Vicente y Jaime mi primer invento «literario», una extraña y
blasfema justificación sobre la muerte de un antipático Abel a manos de Caín,
a quien yo veía como un ser desprotegido y frágil, de talla heroica,
abandonado por Dios, una víctima impulsada al fratricidio, cuyo final era una
pregunta: ¿por qué ninguna madre le pone a su hijo Caín en lugar de Abel si
éste era incapaz de grandeza alguna? Y en ese mismo sitio el Pachuco me
peinó correcta y ceremoniosamente el día de mi primera comunión y el día que
por vez primera me casé.
—¿Y el Pachuco, sigue con su peluquería? —le preguntaría a Vicente
muchos años después de mi salida de Ciudad Jardín, mientras bebíamos un
vodka repleto de nostalgias.
—¿No sabes, entonces, qué le pasó? Se murió. Durante el cumpleaños de
su hijo menor se subió a la azotea para sostener la piñata y se cayó. Se
desnucó. Una muerte poco digna.
—O digna para un peluquero —añadí con aire de tristeza.
Pobre Pachuco, era otro recuerdo imborrable, con su facha de padrote
trasnochado del Salón México, muy atildado los sábados en la noche,
haciendo esfuerzos para desterrar el mal aliento que atormentaba a sus clientes
e ir a bailar con las sirvientas para el siguiente lunes decirnos, ya llegó el
nuevo número de Vea, quién lo quiere primero y a ti, Emilio, ¿cómo te
peluqueo? Como siempre: casquete corto, ¿verdad? ¿Con quién bailaste en el
California, te la cojiste o no? Cuéntanos, por favor. De cualquier manera no
hubiera podido sobrevivir a la debacle: las peluquerías, esos centros de
aprendizaje sexual, de conversaciones soeces donde los mayores hablaban de
política y hacían críticas demoledoras al poder, estaban irremediablemente
condenadas a su extinción: su lugar lo ocuparían cursis «estéticas unisex»,
donde muchachitas bobaliconas hacen complicados cortes de pelo, dan
manicure y sostienen pláticas aburridas.
Elvis y el Elvis
De Elvis Presley supimos por la revista Life y en esos momentos jamás
imaginé cuánto cambiaría mi vida a causa de su música entonces subversiva y
tan absolutamente lejana de las rancheras y los boleros. Memo llegó hasta mi
casa y desde la puerta ordenó: Baja, tengo noticias importantes. Allí estaba
Elvis, en la portada, el joven que había inventado un nuevo género musical, el
rock and roll, o al menos lo había consolidado y hecho famoso, se trataba de
una revolución musical y de un éxito sin precedentes desde la aparición de
Frank Sinatra. Las fotografías no mentían: el primer Cadillac del cantante
estaba saturado de nombres femeninos y de palabras como te amo, eres
maravilloso… claramente dibujadas con lápiz labial. Dos o tres días después,
en San Juan de Letrán, en el Mercado de Discos, pudimos comprar sus
primeros extended play con «Heartbreak Hotel», «Don’t Be Cruel», «Baby,
Let’s Play House» y «Blue Suede Shoes». Pensamos que el mundo, nuestro
mundo, había sufrido una profunda transformación y no estábamos
equivocados: en lo sucesivo las fiestas, los bailes y el amor tendrían su
música, como antes habíamos tenido la de Glenn Miller o la de Frank Sinatra.
Amamos, acariciamos y soñamos con sus canciones.
Con el tiempo su presencia disminuyó, vencido por la sociedad y sus
peores convencionalismos, Presley terminó en el ejército y luego —gordo,
tedioso, lejos de cualquier actitud contracultural, con una impresionante
filmografía de puras imbecilidades— cantando baladas cursis en Las Vegas.
Cambié su música por la de otros cantantes y otros grupos. Pero en 1970 ó 71,
en París, vi un filme suyo, That’s The Way It Is, anunciado en un cine de Rue
des Prairies. Sin pensarlo me introduje en la sala. Era una sombra, pero la
sombra me trajo recuerdos nostálgicos. Pensé en Yolanda y en Atala. 1955 se
me presentó en pleno Quartier Latin de cuerpo entero: México cambiaba,
cambiaba principalmente Ciudad Jardín: todavía escuchábamos los ecos de
los oficios perdidos: los guajoloteros (a quienes mi abuela y otras señoras les
compraban una de sus aves para engordarla y comerla en Navidad), los
afiladores (que impedían que cuchillos y tijeras incumplieran sus funciones),
las zurcidoras de medias (que tanto dinero les ahorraron a mis tías y a mi
propia madre)…, las costumbres mexicanas mostraban su fragilidad, junto a la
música y la cinematografía norteamericanas: un nuevo mestizaje, ahora
cultural, entre mestizos y las manifestaciones populares de Estados Unidos.
Fue extraño, pero ninguno de nosotros pudo observar que había comenzado la
globalización en torno a la cultura y al sistema económico y político
anglosajón. El socialismo que parecía triunfar y crecer no era más que una
ficción, un coloso tullido que se derrumbaría, un soplido del Destino
Manifiesto de los fundadores del imperio norteamericano.
Yolanda y Marigé pasaron por mí con la idea de tomar un helado con el
hombre de las nieves, el Güero, a un lado del parque. Nos encontramos con
Javier. La primera lo miró y dijo con voz de sorpresa: ¡Un Elvis!
Yo no lo había pensado así, pero era cierto: mi vecino tenía un asombroso
parecido con Elvis Presley.
Pero ¿quién era Javier Benítez, que hasta ayer parecía olvidado por todos
nosotros y que tan poco vive en mi memoria, la de escrupuloso cronista de
Ciudad Jardín? Javier vivía a media calle de mi casa. Sexto hijo de un sastre,
se movía por todo el rumbo con una absoluta discreción. Los demás no lo
toleraban, les parecía un patán y quizá demasiado pobre para alternar con él.
A mí no me importaba su posición económica. Pensaba que si tuviera menos
hermanos, su familia podría contar con una situación semejante a la de todos
nosotros. Lo veíamos poco porque estaba medio interno, salía a las cinco y
llegaba ya tarde a merendar, hacer la tarea y dormirse. Su vida cambiaría a
partir de las palabras de Yolanda: ¡Un Elvis! En ese momento se vio a sí
mismo como un triunfador, dejó en un cajón sus resentimientos y complejos,
aprendió a bailar y a cantar rock and roll y a moverse como Presley. Más aún:
se peinaba de modo semejante y se embadurnaba la melena con vaselina
barata. Se hizo una figura imprescindible en las fiestas y luego de algún
momento, Marigé, Blanca o Memo, le pedían que bailara «Hound Dog» o
cualquier otro de sus mayores éxitos. Si se necesitaba un bravucón, Elvis
cantaba «King Creole», si buscábamos un tipo cursi que nos permitiera bailar
apretando el cuerpo de nuestras parejas, Elvis nos endilgaba «Love Me
Tender», si hacía falta alguien sensual, Elvis entonaba «Heartbreak Hotel».
Nos olvidamos de Javier y Elvis comenzó a vivir entre nosotros, en Ciudad
Jardín, cada día más seguro de sí mismo, más arrogante y peleonero, con una
mirada provocativa y una sonrisa cínica, total, era el mayor vendedor de
discos del mundo, sus hazañas musicales jamás serían superadas y en
consecuencia, los jóvenes de su edad no valían gran cosa.
Años después, durante una tediosa cena sazonada con recuerdos
elementales, yo le preguntaría a Yolanda: ¿te acostaste con Elvis? No, sólo le
permití besarme en una fiesta donde bailó y cantó «(Let Me Be Your) Teddy
Bear».
En París tuve que recordar que el padre de Elvis fue por años mi sastre,
extraño honor, y que la admiración de mi amigo por Presley fue perfecta y leal
y que a la muerte de mi abuela, sus más de doscientos rosales de todos los
colores posibles, fueron a parar a su casa. Al declinar el cantante de rock,
Javier, apoyado por dos de sus hermanos, puso un restaurante-bar en Ciudad
Juárez y lo llamó El refugio de Elvis. Lo atendía personalmente el dueño,
siempre vestido con la extravagante ropa de su última y más patética etapa de
Hawai a Las Vegas. Fue lo último que supe de mi camarada Elvis Presley.
Casa con fantasmas
De los fantasmas supimos por una casa situada enfrente del parque, sobre Sur
114. Tuve la idea de apoderarnos de ella: Esa casa está vacía, podemos
convertirla en un club clandestino o en una guarida para la Banda de la Mano
Guantada. Sergio y Vicente desde el principio mostraron sus reservas, sus
temores.
—¿Saben por qué nadie la habita? —preguntó el segundo con aires
misteriosos. Sin esperar respuesta, nos contó la historia de la gran casona
abandonada—. Fue construida por un viejo alemán, gordo, de cara rojiza,
poco dado a la conversación. Usaba ropa como salida del cine mudo. Vivía
con una mujer menuda, morena, visiblemente mexicana, sumisa, que caminaba
atrás de él cuando iban rumbo a la Calzada de Tlalpan para abordar el tranvía
que los conduciría al centro.
Memo siempre insistió en que era un refugiado de la guerra, un nazi
prófugo, a mí me parecía un soldado prusiano retirado, escrupuloso en el
cuidado de sus patillas y enorme bigote en puntas. Sus argumentos parecían
razonables: la mayoría de los oficiales culpables de genocidio había huido
hacia América Latina, a Buenos Aires, ¿por qué no a México? Estaba seguro
que Hitler no había muerto, que los primeros soldados soviéticos en entrar a
su bunker sólo hallaron cuerpos irreconocibles. El Führer —unos campesinos,
durante una excursión escolar de Memo, le habían confirmado el rumor— se
ocultaba en una vieja hacienda de Morelos, esperando el momento oportuno
para dirigir el renacimiento alemán. El viejo desapareció, nadie vio la
mudanza ni supo del cambio, por ello el Abogado decía que la pareja fue
asesinada por judíos cazadores de nazis. Los vecinos solamente se enteraron
de que el germano vendió la casa a unos libaneses: pusieron un negocio de
ropa y maltrataban a sus operarias. De pronto, una de ellas se quejó y avisó a
la policía que allí había un taller de costura ilegal.
—Mi papá —añadió Vicente—, dice que en venganza, los libaneses la
mataron y la enterraron en el jardín trasero. Luego la compró un militar, ¿lo
recuerdan? El tipo que nos mostraba sus armas y quiso enseñarnos a manejar
la reata. Nos dijo que también era charro. Vivía en esa gran casa atendido por
un asistente, un cabo que apenas se dejaba ver.
Cómo no iba a recordarlo. A mí me regaló el lazo con el que casi todos
practicamos inútilmente las proezas que habíamos visto en el cine: lazar
caballos y vacas, capturar enemigos. Lo dejé de buscar porque una vez a un
perro, el Negro, un animal callejero que se acercaba a jugar con nosotros, le
dio rabia. Las mamás de todos gritaban, alguna corrió al teléfono de la
farmacia a llamar al Antirrábico. El militar, serenamente, fue por su pistola y
sin piedad le disparó no una sino cuatro veces. Me contaron, poco después,
que lo hizo para impresionar a la tía de Sergio, Lulú, con quien sostenía un
romance. Para mí, se trató de una horrible crueldad y cuando se mudó de
aquella casa excesivamente grande para una sola persona, me alegré.
Los habitantes que siguieron al militar eran tampiqueños y así les pusimos.
Poco hablaban con los demás. A nosotros nos sorprendía el número de hijos,
ocho; Sergio tenía tres hermanos y ya nos parecía un exceso. Ellos fueron los
primeros en decir que en la casa había fantasmas, así, en plural, cuando yo y
todos mis amigos de juegos suponíamos que cada casa tendría uno, a menos
que fuera un enorme castillo de cincuenta habitaciones distribuidas a lo largo
de varias alas. Vicente terminó la historia diciendo que la familia que siguió a
la tampiqueña tuvo varios muertos. El abuelo, don Arturo, falleció a causa de
una maldición: un mendigo tuerto y desdentado no soportó sus burlas y lo
maldijo vaticinándole la peor de las muertes. Adquirió una extraña
enfermedad que lo hizo no únicamente perder la memoria sino también la
conciencia. A ello se sumaron terribles dolores y los huesos se le hicieron tan
frágiles como si fueran de vidrio. El final sobrevino con un paro cardiaco. A
los seis o siete meses, una de las hermanas se suicidó con pastillas para
dormir. La encontraron muerta y sin ninguna carta que explicara las razones
que tuvo para tomar casi dos frascos completos de barbitúricos.
Desde entonces la casa permanecía vacía, sin cuidados de ninguna
especie. La habitaron exclusivamente personas enigmáticas, misteriosas,
ajenas a la comunidad. Su torreón parecía el lugar adecuado para observar
Ciudad Jardín entera y saber de dónde vendría un ataque invasor. Lo
manifesté, pero ninguno de mis amigos aprobó mi iniciativa. Está bien, ¿qué
les parece averiguar si hay o no fantasmas? Dudaron unos minutos y al fin
aceptaron el riesgo. Después de todo, hacía mucho tiempo que no teníamos
alguna aventura: desde que el hermano mayor de Memo nos había llevado a
cazar lobos al Ajusco. Pasamos una noche en el distante cerro, armados con
palos y piedras, un cuchillo y un rifle calibre 22 que su padre les había
prestado a los hijos. Fue algo memorable, temblábamos y sentíamos la
cercanía de lobos cuya ferocidad era increíble. Sus aullidos eran cada vez más
amenazantes. Al amanecer, Memo hizo notar las huellas de los animales que
nos habían acechado y nadie pudo convencerlo de que se trataba de marcas
dejadas por perros callejeros. Regresamos a Ciudad Jardín reinventando una y
otra vez aquella noche siniestra en que arriesgamos la vida ante bestias que
estuvieron a punto de destrozarnos con atroces dentelladas.
Para ingresar en la casa misteriosa, poco a poco y con discreción
desprendimos el mastique que sostenía los vidrios de una ventana que estaba
prácticamente a ras del suelo. Entramos; éramos cinco y yo los encabezaba.
No escatimamos precauciones, recorrimos las habitaciones mirando aquí y
allá y no encontramos nada anormal. Lo de siempre: telarañas y polvo, algunas
cajas vacías, periódicos viejos y pedazos de madera. Olía a viejo y a
humedad. Los pisos de madera crujían con suavidad. Al concluir el recorrido
no teníamos prueba alguna de la existencia de fantasmas en aquella casa.
—Es normal —explicó Jaime—, falta mucho para la noche. Propongo que
nos vayamos y volvamos aquí a eso de las nueve o nueve y media.
Para Sergio esa hora era tarde y no podía acompañarnos. Los demás nos
comprometimos a concluir la tarea y correr el riesgo de visitar una casa
embrujada y sin ninguna luz que no fuera la de unos cerillos, una vela y una
lámpara sorda que conseguiría Vicente.
Comenzó la búsqueda silenciosa en espera de encontrar alguna señal que
indicara la presencia de esas almas en pena. Íbamos juntos, los cuatro, ya sin
Sergio. De la calle entraba algún resplandor insuficiente para vislumbrar el
camino de las diferentes habitaciones. Memo dijo en voz baja, casi inaudible,
alguien me tocó, ¿quién fue? Yo no, tampoco yo, ni yo… Volvimos al silencio.
Un silbido fue creciendo de intensidad: es el viento entrando por alguna
ventana rota, dije. Pero no era el viento y el silbido se hizo un murmullo y el
murmullo una voz quejosa. Nos agrupamos en el centro de lo que fuera la sala
defendiéndonos con la luz que brotaba de la lámpara y de la vela. Una figura
borrosa y macabra quedó frente a nosotros, a unos metros. No era posible
saber si era de mujer o de hombre. La aparición se extinguió con velocidad y
el murmullo fue desapareciendo con lentitud hasta que recuperamos el silencio
original. Fue suficiente, como pudimos salimos de la casa.
—Creo que vimos alucinaciones.
—¿Todos juntos?
—Pudo ser el fantasma de la costurera.
—Yo creo que era hombre, don Arturo, a quien maldijo el pordiosero.
—No, era el alemán, por eso los sonidos eran incomprensibles.
—¿O la señora que se suicidó? Es un pecado, Dios castiga a los que se
matan. Regresan todas las noches a suicidarse.
—No seas idiota. Esos son cuentos para asustar niñas.
Puse fin a la discusión:
—Volvamos mañana y si se repite es que los fantasmas existen y aquí
tenemos uno.
Mis amigos dudaron largos minutos, eternos, mientras nos alejábamos de
la casa encantada. A regañadientes aceptaron. Al día siguiente, a la misma
hora, estábamos entrando uno por uno, con más luces, una lámpara y un
crucifijo que a Luis se le ocurrió llevar (por si se trata de un vampiro,
especificó). Ya no recorrimos el lugar, fuimos directos a la sala. Parecía aún
más grande. El ruido nunca volvió y después de media hora el fantasma no se
mostraba.
—¿Qué hacemos? —aventuró Memo.
—Irnos —repuse.
Al llegar a la ventana por donde entramos, el vidrio estaba en su sitio,
como recién instalado y cerrándonos el paso. Nos angustiamos. Supusimos que
era una trampa para quedar a merced de un monstruo aterrador. Ninguno de
nosotros quería morir. Vicente lo hizo añicos a patadas, desesperado, con
pánico en el rostro, y salimos apresuradamente. Corrimos unos cuantos metros
y desde la acera de enfrente, con la respiración agitada, miramos la casona.
Estaba iluminada como si hubiera una fiesta, se escuchaban ruidos de voces,
risas y música.
Nunca más volvimos a entrar ni a pasar cerca de la casa que parecía vieja
desde nueva. Estaba, en efecto, encantada y tenía varios fantasmas, quizá de
quienes murieron allí. Hasta donde sé, sigue en pie, nunca nadie volvió a
habitarla. La dejaron como una herencia de los vivos a los muertos en señal de
respeto.
Carta de amor
Ignoro si estuvo bien o mal, pero le di a Ana copia de la carta. Guárdala, por
si algún día me hago famoso. Pensé que la misiva, estudiada, evitaría los celos
tan frecuentes en ella. Era la historia de un amor fallido, mi propia y repetida
historia. La vida de un don Juan cuya permanente, frenética búsqueda no se
agotaba. Dos hojas que sintetizaban mi larga experiencia: ¿por qué no encontré
el amor? Casado tres veces, con una larguísima, eterna, fila de mujeres y tengo
la sensación de completa soledad y fracaso, ¿dónde estuvo mi error? No lo sé.
Lo único claro es que el regalo fue una torpeza. Mi compañera lo consideró
una agresión y poco más adelante, la destruyó junto con otros papeles y libros
míos con cálidas dedicatorias, en una infantil venganza por no entender que
ella había sido educada como una princesa y yo no le dedicaba tiempo
completo ni me comportaba como un «caballero». Ana jamás supo de Ciudad
Jardín hasta conocerme en 1988, pero yo me encargué de mostrársela, de
hablarle de su antigua grandeza, la llevé una y otra vez, sobrio y borracho, le
señalé calles y casas y le conté de todos mis amigos, los muchachos
«decentes» que hicieron carrera y los patanes que no se educaron y cuyas
escuelas fueron el billar, el 227, El Nereidas, el parque con la gran fuente en
el centro donde se bebía en exceso y la peluquería del Pachuco, las niñas que
terminaron en esposas aburridas o en mujeres infieles y las hazañas de todos y
cada uno de los seres de una mitología que yo, con poca ayuda, edifiqué. Cada
historia fue ordenándose en mi cabeza gracias a que tú, Ana, escuchabas con
atención, sobre todo cuando los personajes eran femeninos. Emilio, qué niñas
tan audaces, yo a esa edad (era del mismo año de Atala, María de los Ángeles
y Elsa y casi tenía la edad de Moza) pasaba el tiempo en la escuela de monjas
y encerrada en casa.
«M: Todavía me pregunto qué ocurrió entre nosotros: ¿amor a primera
vista? El amor se hace sexual rápidamente o todo termina en amistad. Y tú y yo
nos conocimos, nos dijimos cosas amables que encubrían visiblemente
palabras de amor. Muy pronto te dije, no, más bien te escribí, que te quería,
que me gustabas. Leiste la pequeña carta y respondiste: Yo también te amo.
Fue el encuentro perfecto, un arranque soberbio, pero enseguida comenzaron
los desencuentros. ¿Tan difícil es para dos habitantes de mundos distintos
entenderse? ¿Tus valores son tan diferentes de mi moral? No lo sé. Pero
rodeados de gente como nos encontrábamos siempre, te mantenías alejada,
fingiendo un desinterés cercano a la realidad. Yo aceptaba el juego.
Finalmente ambos estábamos casados y como dice una canción popular, no el
uno con la otra, no tú y yo. En algún momento comentaste que el amor no tenía
duración alguna, es decir, que antes de arrancar comienza a deteriorarse. ¿Fue
una premonición o simplemente una frase aguda? El caso es que a partir de
nuestra reunión con un escritor de poemas comenzó a ampliarse la brecha. El
amor pasión sólo dura unos minutos y ni siquiera nos hemos tocado.
»Así siguieron cuatro o cinco días más, todos angustiosos, sin poder
comunicarme contigo, dándome cuenta de que las miradas, contra lo que
supone la literatura, no sirven de gran cosa. Entonces me acordé de unas
palabras de Guy de Maupassant: Qué felicidad sobrehumana debe inundar el
corazón cuando unos labios se encuentran por primera vez con otros labios,
cuando la fusión de cuatro brazos crea, partiendo de dos seres arrebatados
el uno por el otro, un solo ser, un ser soberanamente feliz. Pero nunca logré
un beso, apenas me permitiste tomarte una mano, cuando te dije que tus manos
eran hermosas, perfectas, de marfil.
»Una noche te pedí que te quedaras conmigo. Fue como insultarte. Luego,
otro día, caminamos por un jardín lleno de esculturas antiguas, reyes de
épocas distantes, al final estaba un enorme Buda. Confesamos nuestras
respectivas distancias con las religiones y yo te narré la historia de un pintor
que deja a su amada y al cabo del tiempo, al encontrarse con ella, no la
reconoce.
»No encontré mejor forma de comunicarme contigo que escribirte recados,
no cartas, pequeños recados. En ellos te decía de mi deslumbramiento por tu
belleza, talento y sensibilidad. Sonreías de modo enigmático, era todo, quizá
mucho para ti y hasta placentero; pero yo suelo comunicarme con hechos, con
acciones, no con gestos y miradas furtivas. Al fin tenía que regresar y nunca
odié más el retorno a casa. Me acompañaste al aeropuerto y lloraste. Yo sentía
un nudo en la garganta y de nueva cuenta te tomé la mano (lo más que me
permitiste), algo dije sobre tu belleza y enseguida la retiraste con discreción
elegante para darme un hermoso pañuelo de seda. Hablamos un poco más, de
literatura española, de la generación del 27, de la que —te conté para
impresionar— conocí a Alberti.
»En el aeropuerto, con puntualidad aterradora, miraste el reloj: ya es hora,
musitaste. No sabía qué decirle, qué prometerte, cómo despedirme. Te miré
pensando que en las películas los amantes se besan con pasión y tristeza. Me
ofreciste la misma mano que había elogiado. Alcancé a decir: mañana te
pongo un correo electrónico. Al acercarme más, me ofreciste no tus labios
sino la mejilla. Jamás hablamos de qué íbamos a hacer, si te veía en mi país,
en el tuyo o en un tercero. No supe cómo era tu cuerpo. Sólo he visto tus
manos temblorosas y tus ojos de niña asustada. Me queda tu voz y creo que es
todo. La nuestra es una triste historia de amor. Ambos quedamos impolutos,
limpios, cuando que el amor es pasión, es mancharse, es pecar. ¿Qué clase de
amor nos juramos? ¿Uno donde la pareja no se toca y se limita a los
juramentos de cariño o acaso inauguramos otro en el que bastan las palabras,
las miradas y los orgasmos son espirituales o metafísicos? Tú dime. Yo me
limito a pensar sobre cuándo y dónde seguirá esta relación tortuosa y llena de
dolor. ¿O ésta es la clase de amor que puedes brindarme a mí que no tengo una
larga vida, que no me queda mucho tiempo? ¿O es, por último, la que una
mujer casada y lejana puede brindar sin afectar su ética?
»Antes de llorar, el propio Maupassant me dio la respuesta: Amar es
mejor, pero es terrible.»
Puños y navajas
¿Qué cambió, fui yo, o fueron mis amigos, fue la sociedad o fuimos todos
juntos? Por mi parte, estoy permanentemente triste. Hoy, a diferencia de mi
niñez y juventud, el mundo me acobarda: me descubro heterosexual y macho en
un mundo de homosexuales, lesbianas y feministas, ateo en uno de creyentes,
palestino en cualquier lugar de judíos, comunista en medio de capitalistas,
soñador en medio de realistas.
Veo tan lejanos y borrosos los días de infancia y juventud que me son
difíciles de rehacer. Es posible, entonces, que no esté reconstruyendo esas
épocas sino que me encuentre inventándolas y que mi soledad haya sido
perfecta y antigua. No tuve amigos ni compañeros de escuela, tampoco
familiares, soy una creación literaria y el mundo que me rodeó, por más de
medio siglo, sólo existió en la fantasía de un escritor nostálgico y soñador.
Mis antepasados no fueron héroes, simplemente hombres y mujeres que
aparecían en novelas y poemas y que hice míos para darme un largo origen.
Mis padres desaparecieron dejando apenas alguna huella. Mamá
desaprovechó los tiempos en que el feminismo arrancaba, cuando Ruiz
Cortines le dio el voto a la mujer. Pudo ser algo más que maestra e infatigable
lectora de literatura. Diputada y senadora, tal vez subsecretaria, no sé bien.
Alguna vez le pregunté por qué había desperdiciado las oportunidades que su
talento y cultura le ofrecían. Me contestó: Cada uno debe seguir su vocación y
la mía era de maestra y de amor por la literatura. Alguien tiene que leer los
buenos libros. Y mi papá, ¿no estaba él destinado a la grandeza?, era un
hombre de aguda inteligencia y amplia educación, había seguido una ruta
extraña que lo llevó de regreso a tierras europeas, a lo que él llamaba, con
cierta cursilería, cuna de la cultura occidental. A mis ojos de niño era un
Ulises que retornaba a Ítaca. Cuando supe su final, ya en la adolescencia,
cambié de opinión. Se casó con una francesa y decidió romper sus relaciones
con México. Lo hizo de manera drástica: en cuanto pudo se nacionalizó
francés, modificó nombre y apellidos: dejó de ser Emilio Medina Rojas para
ser Emil Poilet o algo semejante a poulet. Así murió. Fue algo extraño e
inexplicable. No supe o no entendí su aversión por México. ¿Qué ocurrió
realmente, qué lo ofendió de manera tan grave que traicionó su nacionalismo
de viejo estilo? Me parece que comenzó con el odio hacia mi mamá y se
amplió a causa de una sociedad con la que no se entendía. En fin, ignoro las
causas reales para tan absurda venganza, demencial, diría. Sus hijos
carecieron de vínculos mexicanos, no hablaban español ni aceptaban mestizaje
alguno. De este modo me vi solo por completo, el último Mendoza y el último
Medina. ¿Todo ello fue cierto? ¿O soy un personaje de novela, un simple
narrador omnisciente que sirve de vehículo extravagante para que un escritor
cuente una serie de historias, las suyas, las que él vivió y no mi propia
experiencia? Es decir, ¿existo, he existido? ¿Soy de carne y hueso y tuve
juguetes inolvidables como mi cosaco de pasta, un avión Spitfire con insignias
de la RAF y un pequeño y hermoso Mercedes Benz color plata? Finalmente,
¿dónde están las mujeres que he amado? ¿Dónde quedaron esos tres
matrimonios que apenas aparecen en mi memoria? Ignoro las razones, pero
ninguna de las consortes dejó una huella profunda en mí. La primera esposa,
Regina: fuimos los amantes ideales en una época aún escolar. Juntos íbamos a
la UNAM, juntos salíamos para buscar un hotel barato y enfrascarnos en un
amor intenso y mágico que el matrimonio diluyó velozmente al asesinar con
brutalidad la pasión. La segunda, Elizabeth: la relación fue un desastre, ambos
bebíamos mucho y ninguno sabía controlarse. Una y otra vez nos engañamos
mutuamente. Los pleitos y los gritos eran intolerables. El divorcio fue un
alivio para ambos. Lucy fue la tercera. Ya lo dije: necesitaba un amante
juvenil y yo iba rumbo al retiro, quería fiestas y diversión, todo aquello que
tuve años antes. Ahora me dedicaba a la lectura y a escribir un libro sobre un
hombre que escribe sobre mí. Resultaba aburrido verme enfrascado en un
esfuerzo de memoria para meter toda la vida en una novela. Le pedí la
separación antes de que ella buscara lo que en casa no hallaba. Las tres son
apenas siluetas en mi mente, es raro que piense en ellas, recuerdo con mayor
claridad a las amantes. Busco fotografías para convencerme de que estuve
casado, que Regina, Elizabeth y Lucy existieron y no fueron ilusiones, más
bien fueron hermosas quimeras que como tales se perdieron en la nada.
Sin embargo hay cosas que sí parecen reales, como la presencia temible de
César en Ciudad Jardín. Lo vi derrotar con extrema facilidad a Alejandro
Aguilar, retar infructuosamente a Andrés Alba y enfrentar con dignidad al
brutal joven que era Satanás. César cayó dos veces, recibió patadas por todo
el cuerpo, esquivó una enorme piedra con la que trataba de acabarlo y jamás
pidió misericordia. El Rata y Roberto le quitaron de encima a un Satanás
enloquecido de furia. Por alguna razón que no entendía, yo era su enemigo
mortal. No quería disputarme el liderazgo sobre los muchachos de nuestra
edad, sólo quería vencerme y ni siquiera en público, le bastaba probar que era
mejor que yo. Desde que supe su promesa de partirme «el hocico», decidí que
no había forma de enfrentarme a puño limpio, debería armarme si no quería
ser prácticamente demolido. Seleccioné una navaja de empuñadura blanca. La
tenía en la cintura mañana y tarde y la depositaba cuidadosamente debajo de
mis suéteres, en un cajón poco frecuentado por mamá. Pasó el tiempo y no nos
encontrábamos. Al fin, un mediodía, en periodo vacacional, en el parque, junto
a la fuente, yo platicaba con Luis y Vicente cuando vi que César venía hacia
nosotros. Enmudecí ante la decisión con la que caminaba sin dejar de mirarme.
Mis amigos dijeron vámonos. Imposible huir, yo perdería parte de mi prestigio
o tal vez todo. Lo enfrentaría. No hubo palabras, el cuerpo ágil y poderoso de
mi enemigo mortal comenzó a medir el mío. Me limité a esperar la embestida.
No tardó en darse. Retrocedí y saqué la navaja, la sentí más afilada y
peligrosa, larga y capaz de protegerme. A pesar de ello, yo temblaba y sólo
veía la mole que se me echaba encima esquivando mis navajazos. No podía
retroceder más. Sin ser experto en el uso de cuchillos, traté de hacer un swing,
de izquierda a derecha la navaja cortó el viento, César no se detuvo, siguió
avanzando con mayor empuje. El arma hizo el recorrido inverso sin ningún
resultado. Desesperado, la apunté con angustia hacia el cuerpo rival. La clavé
en el centro del estómago, la sangre apareció junto con un rictus de dolor, se
llevó las dos manos a la herida y se detuvo al fin. Era mío. Lo tomé de los
cabellos y le puse la navaja en la garganta. Luis me detuvo y Vicente me quitó
el arma. Los tres echamos a correr, que el imbécil se desangrara o muriera, no
me importaba. Sólo quería alejarme de algo inusitado. Cuando sentimos estar
lejos del parque y del herido, me di cuenta que temblaba y no podía contener
el llanto. Afloraban el miedo y la cobardía: ambos me habían dado fuerza
momentánea. Le pedí a Luis que arrojara la navaja en una alcantarilla y me
despedí con palabras confusas. Por tres días no salí de mi casa ni atendí
llamadas: sentía vergüenza porque el temor estuvo a punto de convertirme en
asesino. Al cuarto día, llegaron Vicente y Luis: la herida que sufrió César no
era grave, pero en vista de tantos problemas como les causaba a sus padres
(varias veces expulsado de la escuela, perezoso, peleonero, desadaptado),
decidieron regresar a su pueblo en Veracruz. El joven nunca dijo qué había
sucedido, cómo recibió la herida. Se limitó a precisar que no era profunda y
apenas le dolía.
El amor por violencia
Si para María de los Ángeles su iniciación sexual había sido placentera, para
Elsa fue brutal y a manos del esposo. A otra menos peculiar la hubiera alejado
para siempre del amor o la hubiera convertido en lesbiana, pero no a Elsa. En
cambio, a Martha, otra mujer violada, le dejó una extraña mezcla de
sensaciones que poco a poco fue aclarándose para convertirse en una sola. La
primera reacción fue de asco y era natural: la brutalidad provino de Raúl el
Rata, durante una fiesta en El Refugio, donde todos habíamos bebido en
exceso aprovechando las vacaciones de los padres de Enrique. Martha se dejó
arrastrar a una recámara. Supuso que todo se limitaría a unos cuantos besos y a
una suma de caricias más o menos atrevidas. Raúl fue más lejos y para acallar
sus protestas la golpeó, a tirones la desvistió y con sus piernas abrió los
muslos femeninos y la penetró una y otra vez, sin importar el dolor de la mujer,
mucho menos la vergüenza. Sin embargo, hay un añadido enigmático: no era
virgen. Su primera relación sexual se había dado en terrenos sagrados: en la
sacristía de Santa Rita de Casia, con el padre Gabriel, luego de una confesión
en la que Martha tuvo la osadía de contar como pecado mortal su imperiosa
necesidad de ser penetrada sexualmente.
La segunda sensación fue de miedo, de temor a quedar embarazada. Quiso
hablar con alguna de sus amigas, con María de los Ángeles o con Yolanda; no
se atrevió, la queja podría llegar hasta sus padres, ¿para qué exponerse a un
ridículo mayor? Más adelante, apenas se dejaba tocar por sus pretendientes o
por el novio en turno. Ésa fue la razón de su desencuentro con Memo. Le
gustaba desde hacía tiempo, pero no soportaba estar a solas con un hombre,
pensaba en la violación y le daba una especie de terror. Finalmente, cuando
decidió tener relaciones sexuales, las cosas se complicaron: no hallaba
disfrute. No podía concluir, era incapaz de tener un orgasmo y eso era
desesperante, angustioso. Gracias a Ricardo, no tardaría en darse cuenta de su
problema.
Con Ricardo la relación comenzó con largas pláticas sobre automóviles y
sus proyectos para estudiar en una Ciudad Universitaria flamante. En las
fiestas, Ricardo resultaba atrevido y a Martha le agradaba. Fue en una de
ellas, casi al compás de un rock de Bill Halley y a la generosa cantidad de ron
que comenzó la excitación. En el fondo de un jardín solitario, cuando ya los
pocos que quedaban estaban realmente ebrios, Ricardo la violó nuevamente.
Pero ¿en realidad se trató de una violación? Martha la propició y alentó a que
su nuevo novio fuera rudo, casi bestial. La arrojó al suelo y en medio de
caricias animales, le hizo el amor. La joven tuvo un largo orgasmo, placentero.
El primero en toda su vida, provocado no por sus manos sino por el agresivo
pene de un varón. Fue una descarga inolvidable. No se casaría con Ricardo,
pero en cada relación sexual, tendría presente, como indicador, aquella
extraña entrega amorosa. En lo sucesivo sólo tendría placer con dolor porque
le gustaban el dolor y la violencia. Gozaría con el sufrimiento. De tal forma
que el matrimonio fue para ella un tormento inaudito que pudo aliviar cuando
se atrevió, poco a poco, ya lejos de Ciudad Jardín, a seleccionar sus amantes.
(Yo no tuve a Martha, fuimos amigos. Su padre era especial: solía traer en
el fondo de su camioneta una larga serie de artículos deportivos y cuando
estábamos sin hacer gran cosa, el capitán retirado de Aeroméxico, Capi, como
le decíamos cariñosamente, proponía un juego de beisbol o un partido de
futbol americano. Y ocurría el prodigio: nos equipaba con manoplas, bates,
pelotas y balones para pasar una mañana grata y al terminar,
ceremoniosamente, el Capi recogía los utensilios deportivos y los ponía de
nueva cuenta en su camioneta. Mi relación con Martha fue de novios: unas
cuantas salidas que terminaban en la nevería Carola o idas al cine Álamos, a
la matinée, luego de ir a misa de nueve de la mañana, la de los jóvenes, en
Santa Rita de Casia. Recuerdo sus manos, los labios que besé a lo sumo tres o
cuatro veces, sus ojos grandes y oscuros que me miraban con admiración y
sorpresa cuando le hablaba de los libros que había leído esa semana. Cuando
comenzaron las fiestas, Martha me enseñó a bailar varios ritmos. Ella y no
otra, me vaticinó un hermoso porvenir literario. Serás escritor, escribirás
novelas y cuentos y yo iré a las librerías a gritar: ¡Ah, un libro de Emilio
Medina Mendoza! El mejor de todos los recuerdos fue el último que tuvimos
como novios. Pasó por mí en la camioneta de su padre y fuimos a dar la
vuelta. Muy osada dijo: Vamos a El Naranjito a tomar fresas con crema. Pero
eso está al final de la Calzada de Tlalpan, protesté. Y qué, repuso decidida. En
el camino me habló de que no sabía qué hacer, si estudiar alguna carrera seria
o casarse con Ricardo lo más pronto posible. Cuando llegamos fue grata y
sensual. Sin ningún trámite, Martha me abrió la bragueta y me masturbó con
una notable habilidad, sabía qué presión ejercer, cómo provocar mayor placer.
Sentí que mi falo era enorme, desmesurado, que estaba a punto de reventar
cuando ella, presintiendo que estaba a punto de terminar, se lo llevó a la boca.
Las fresas con crema quedaron intactas. De regreso, poco habló y yo, sin saber
qué actitud asumir, conversé por primera vez de Madame Bovary. En lo
sucesivo, me evitó y yo lo permití. Nunca supe de su vida íntima ni fuimos
algo más que amigos distantes. Al final, cuando fui notificado de la muerte del
Capi, acudí al velatorio. Allí estaba Martha, convertida en una anciana vestida
de negro, enjuta, insignificante, parecía rezandera de filme nacional de
ambiente rural o quizá plañidera. Me le acerqué recordando aquella tarde
magnífica en El Naranjito, y me limité a decirle lo mucho que sentía la muerte
de su padre. Me dio las gracias y en voz muy queda, mirándome con los ojos
que fueron negros y profundos, añadió con nostalgia: Te dije que serías
escritor. Enseguida volvió a su dolor.)
Elsa nunca tuvo conversaciones con María de los Ángeles, Yolanda,
Martha o Atala, se limitaba a saludarlas desde su imprescindible sonrisa al
encontrarse camino a sus respectivas escuelas. Disuelto su matrimonio, los
hijos se casaron como ella, muy jóvenes, de tal forma que no le quedó más
alternativa que regresar a Ciudad Jardín, a la casa de sus padres, justo a
tiempo para presenciar la agonía y muerte de su madre.
A partir de ese momento, Elsa llevó una doble vida: de un lado tuvo varios
amantes, entre ellos un ex presidente de la República. Una serie de romances
escandalosos. Por el otro, en su casa actuaba como hija de familia, soltera,
tímida. Su padre, ya al margen de toda actividad, se limitaba a vivir de sus
rentas, veía los toros y el futbol de España. Los nietos jamás ponían un pie en
esa casona situada en un rumbo triste, ya sin el bullicio del pasado. No había
más. Permanecía encerrado en una amplia recámara atendido por una criada y
por la hija. Acosado por fantasmas enigmáticos que sólo él conocía y con el
recuerdo de su esposa, con quien tuvo relaciones sexuales hasta prácticamente
antes de su fallecimiento. La señora estaba harta, ya no reaccionaba ante
ningún estímulo, pero servía de recipiente a un hombre de lujuria insaciable y
deseoso de algunas tímidas perversiones. El regreso para Elsa carecía de
significado, retornó sólo para hallar un sitio seguro donde vivir con algún
confort. Los recuerdos de esa casa apenas existían y con Ciudad Jardín nada la
ataba. No fue a sus fiestas, no bailó con nadie, nunca conversó con otros niños
y apenas saludó a Emilio. Inalterablemente dócil a sus padres, no convivió con
sus vecinos. Ahora llegaba sólo a dormir y vigilar la salud de su padre.
Por las noches Elsa escuchaba los pasos inquietos de su papá recorriendo
las habitaciones, revisando muebles y cajones, poniendo orden donde nada
estaba fuera de lugar. De pronto los pasos se detenían ante su puerta y allí
permanecían un rato; no les daba importancia, había sido una larga estúpida
costumbre para cerciorarse de lo obvio: que su hija estaba sola, durmiendo o a
punto de entrar en los dulces sueños sin sexo que toda niña bien educada
debería tener.
Una vez, a medianoche, el padre de Elsa tocó la puerta. Carmen, Carmen,
¿estás dormida? A Elsa le llamó la atención que llamara a su mamá. Contestó
modificando la voz: No, Hernán, pero ya casi, vete a descansar. Hasta mañana.
Dos noches después, Hernán no se detuvo, no tocó, entró directamente
hacia la cama donde Elsa dormitaba. Cuando reaccionó, su padre estaba
encima, besándola, despojándola del camisón, apretándole los muslos y los
senos. Te necesito, Carmen, te deseo, ¿por qué te has alelado, por qué te
ocultas en la recámara de nuestra hija?
Elsa sintió un miembro duro, rígido y sólo pensó en su noche de bodas y en
la forma brutal en que su esposo la había poseído. Hernán dejó de ser su padre
para convertirse en su amante, un amante que, pese a su aparente decrepitud,
estuvo largo rato sobre su cuerpo, gozando, antes de descargar un inaudito
chorro de semen. El viejo se levantó y sin decir palabra salió de la habitación,
dejándola absolutamente descontrolada e incapaz de llorar: ¿para qué? (Yo sí
tuve, en cambio, varias veces a Elsa. El último encuentro fue desconcertante.
Conversamos en un restaurante y le pedí que hiciéramos el amor. Asintió sin
decir palabra y al salir del restaurante me advirtió lo que ya sabía, que no iría
a un hotel. Me disgustan. Vayamos a mi casa, añadió. Acepté, también en
silencio, pensando en su padre. Cuando entramos a Ciudad Jardín, de nueva
cuenta los recuerdos se agolparon en cada calle que recorríamos. Los árboles
viejos, las casas despintadas, la peluquería del Pachuco, el billar de don Pepe,
la casa de los Prado, la de Memo y la de Luis, la mía, la casa de los
fantasmas, el caminar arrogante de Alejandro Aguilar, las ideas
revolucionarias de Andrés, la violencia de Satanás, Jaime y sus eternas
exageraciones, rodeado de Moza, Martha, Blanca y Yolanda, mi novia de
siempre, Sergio recorriendo la manzana en su triciclo, el parque central ahora
convertido en punto de concentración de los basureros de la zona, rodeado de
vendedores ambulantes. Únicamente la casa de Elsa se mantenía impecable,
para ella el tiempo no había sido demoledor. Estaba como en los años de mi
niñez y, en consecuencia, brillaba en un punto decadente. Yo sabía de la
muerte de su madre, ¿y tu padre? No te preocupes, está en su habitación, no
sale. En efecto, don Hernán miraba televisión, una corrida en Madrid. No lo
había vuelto a ver, sabía que estaba en esos interiores cuidadosamente
alfombrados, pero no dónde ni cómo. Me gustaría saludarlo, ¿me recordará?
Lo dudo, pero vamos a verlo. Lo saludé, sólo lo noté menos vigoroso; allí
estaba el hombre que durante más de veinte años se había negado a
intercambiar palabra con los habitantes de Ciudad Jardín. Papá, mira, es
Emilio, vivió mucho tiempo a media calle, en Oriente 55. El señor me echó un
vistazo, me saludó con fingida amabilidad y de nuevo concentró su atención en
un toro estúpido que inútilmente embestía a un matador sin encontrar blanco.
Le dije alguna gentileza y salimos. Elsa me tomó de la mano y me condujo a su
recámara. Como otras veces, me desvistió con suavidad y permitió que yo
hiciera lo mismo con su cuerpo. Fue un acto sereno, dulce, largo, muy largo;
mientras la penetraba, la recordaba en el balcón, con su radiante cara, tratando
de hablarme. Al terminar, le dije en voz muy baja te amo; no hallé respuesta.
Cuando salí, prometiéndole llamar al día siguiente para a al cine, me di cuenta
de que la casa estaba dividida por una reja metálica y que el padre había
quedado del lado opuesto a la recámara de Elsa, donde habíamos hecho el
amor. No hubo más encuentros sexuales. Una semana después, de nuevo le
pedí que hiciéramos el amor. Despreocupadamente me preguntó: ¿Traes
condones? No y tampoco ganas de comprarlos. No te preocupes, yo tengo,
concluyó mi amiga mostrando su bolso de mano. Terminó el romance, los
sueños poéticos se desvanecieron, la sonrisa de Elsa se hizo una mueca
inquietante. En efecto, yo estaba enamorado de un recuerdo.)
La vida secreta de Emilio Medina Mendoza
Unas líneas de Apollinaire en Las hazañas de un joven don Juan se me
grabaron de manera indeleble, tal vez porque me recordaban mi primer
encuentro con el sexo, en plena infancia: «Durante mis primeros años tuve una
vieja aya que, cuando yo no podía dormir, me hacía cosquillas en la colita y
los cojones, o incluso me chupaba suavemente el pito. Recuerdo incluso que
un día me colocó encima de su vientre desnudo y me dejó allí largo rato. Pero
como esto ocurrió en una época muy lejana, sólo me acuerdo vagamente». En
mi caso, y a diferencia del pequeño don Juan, fue una precisión, una certeza,
una realidad mágica que siempre me acompañó.
¿Qué edad tendría yo? ¿Tres o cuatro años? Cinco, no más. De ese tiempo,
de esa casa alquilada donde vivíamos con mis abuelos maternos en la Colonia
Álamos, tengo recuerdos precisos: mi tía Esther, una noche, llevó un conejo y
lo puso en el baño; me despertaron para que fuera a verlo: era un animal muy
gracioso, inquieto y con mucha hambre. Durante varios días pude acariciarlo,
mirar su pelaje blanco y sus ojos desconcertados por aquel mundo de mosaico
azul claro y darle un poco de alfalfa. No sé más, ignoro su fin, pero mi abuela
jamás hizo estofado de conejo y eso me tranquiliza. Más adelante, recién
llegados a Ciudad Jardín, me regalaron un pato apenas salido del cascarón,
por meses fue mi mascota, jugamos y él aprendió a seguirme por toda la casa.
Doni era mi mejor amigo: llegó a dormir en mi recámara y uno de mis
primeros cuentos fue justamente una fábula sobre un pato doméstico
inconforme, deseoso de volar en plena libertad. Una vez, al regresar de la
escuela, el pato no estaba, había sido asesinado (ésa es la palabra adecuada) y
puesto en la mesa. No lo probé y desde entonces nunca he podido comer pato.
Sigue pareciéndome un acto de canibalismo.
Debió ser en 1945 porque un día mi abuelo nos mostró la primera página
del periódico: Es la bomba atómica, la que hace unos días dejaron caer en
Japón, añadió alarmado. A mí me pareció enorme y pude comprobar que en
efecto lo era cuando, muchos años después, visité el Museo de Aviación en
Washington. Eso quiere decir que yo tenía cuatro años, sí, exactamente cuatro
y que la guerra acababa de concluir con la rendición de los japoneses. A los
tres o cuatro meses de Hiroshima y Nagasaki, mi mamá me llevó a La
Lagunilla, entonces era pequeña, limpia, confiable y llena de tesoros. Mientras
ella buscaba libros antiguos, yo me fasciné con productos excedentes de la
guerra: máscaras antigás, cantimploras, navajas, brújulas y cascos abollados.
Imaginé grandes batallas, héroes disparando sus armas contra los japoneses y
los alemanes y le rogué a mamá que me comprara algo. Lo hizo y por años
mostré a mis amigos una máscara, un cinturón con el escudo de Estados
Unidos en la hebilla y una cantimplora del ejército norteamericano.
Otros recuerdos son musicales: mis tías estudiaban opera y solían poner
discos de Verdi y Puccini. La música clásica siempre me hizo pensar en mi
padre. Tal vez porque, como solía contar mi mamá, él era melómano y cuando
yo estaba en el vientre materno, ponía música de Debussy y Ravel para que
fuera acostumbrándome. Por esas habitaciones de Álamos solía correr y
patinar en un piso refulgente que mi abuela enceraba una y otra vez hasta que
una mañana me resbalé golpeándome en la ceja izquierda; sangré profusamente
y hubo alarma familiar. No pasó a mayores y sólo me quedó una cicatriz a la
que di múltiples orígenes: uno de ellos era una buena pelea con otro niño del
segundo año de primaria, uno más indicaba que la obtuve durante un reñido
juego de futbol americano, el primero donde me puse equipo completo.
Finalmente, porque debo haber sido un niño estúpido, estuve a punto de
quemar la casa. Una de mis canicas se cayó y rodó hasta quedar debajo del
sillón de la sala. A pesar de la luz, abajo del sillón había una oscuridad muy
severa y no se me ocurrió otra cosa que prender una vela para ahuyentarla. La
llama incendió por completo el sillón y sólo gracias a la intervención de la
familia y de los vecinos el fuego no se propagó al resto de la casa. De aquella
época, y de esa casa alquilada, proviene mi gusto por los pleitos a puñetazos.
Ese día (algo extraño), nadie estaba en casa, ni las sirvientas. Decidí salir y en
la puerta, Paco, el hijo de los vecinos, un muchacho ligeramente mayor que yo,
me ofendió: dijo que yo tenía manos de niña. Sólo se me ocurrió calificarlo
con una palabra prohibida por mi abuela: pendejo. Eso bastó para que Paco
me golpeara, el puñetazo hizo que mi nariz sangrara. Con naturalidad se
marchó. Poco después llegó mi hermana y trató de consolarme. La escena fue
descubierta por mi madre.
—¿Qué te pasó?
—Paco me pegó.
—¿Qué hiciste?
—Nada.
Mi madre se puso furiosa, pocas veces la vi así de indignada: tomándome
de la mano exclamó:
—Deja de gimotear. Vamos a buscar a Paco y le rompes el hocico o yo te
lo rompo a ti.
Y fuimos a la caza de Paco. Francamente mi enemigo era aterrador. Todos
los niños de la calle le temían. No sabía qué iba a hacer cuando lo tuviera
enfrente. No lo hallamos en la tienda, estaba en la panadería, conversando con
uno de los panaderos. Entramos y Paco nos miró desconcertado, retrocedió
buscando una salida, pero la única puerta estaba copada por nosotros. Con
violencia mi madre me azuzó y no tuve más remedio que obedecer: caminé
hacia él y sin más trámites le descargué todo mi miedo en la cara. Paco no se
defendía, miraba alternativamente a mi mamá y a mi cara que aún sangraba.
Pronto mi rival lloraba y se cubría el rostro.
Mi madre me jaló nuevamente, ahora de regreso.
—Ya lo comprobaste, no es tan difícil defenderse.
Caminé a su lado, seguro y orgulloso, ahora me sabía capaz de enfrentar a
cualquier niño. Más todavía: me sentí un hombre poderoso, un gran guerrero.
Sería soldado o boxeador, quizá jugador profesional de futbol americano.
Discretamente observé mis manos: eran toscas, fuertes, las de alguien muy
rudo.
Sin embargo, mamá no era una mujer siempre dura. Una vez mi abuelo
entró, luego de una caminata, con algo entre las manos y dijo:
—Encontré un chichicuilote, está lastimado.
Mi abuela lo observó y le hizo algunas curaciones. Pronto el pájaro estuvo
bien, agitaba las alas, pero no volaba, había encontrado un cómodo asilo. Le
dábamos alpiste y moscos y podía deambular por toda la casa. Nos hicimos
amigos y le puse por nombre Pichi. Según explicó mi abuelo, era una ave
vieja, cansada de buscar alimento y refugio en la lluvia. Meses después murió.
Lloré largo rato y puse a Pichi en una caja de zapatos. Al día siguiente, el
pájaro estaba inflado y comenzaba a oler mal. Mi madre me dijo cariñosa,
dulce:
—Emilio: por respeto a tu amigo Pichi, ya debes enterrarlo en el jardín.
Mi mamá iniciaba sus trámites de separación matrimonial y además
trabajaba, como mis tías. Mi hermana iba a la escuela y enseguida a sus clases
de ballet, así que me quedaba largo tiempo no solo, sí ignorado, porque mis
abuelos se enfrascaban en sus tareas: mi abuelo cuidaba el pequeño jardín y
mi abuela bordaba preciosidades con hilos de todos colores que me encantaba
ver juntos, ordenados por tonos: verdes, azules, naranjas, cafés…, de tal
suerte que solía conversar con una de las dos sirvientas, Carlota, aquella
joven (menos de veinte años) que tenía la responsabilidad de cuidarme. La
otra se llamaba Obdulia y le decían Yuya y era bastante mayor y malencarada.
Carlota jugaba conmigo y permitía ciertos atrevimientos como tocarle los
pechos. Los juegos nos condujeron a la azotea, al cuarto de servicio, donde
ella se desvistió por completo y pidió que la imitara. Pronto ambos quedamos
desnudos: me puso encima de su vientre y dejó que le tocara sus senos duros y
puntiagudos. Me lamió alrededor de un miembro insignificante y terminó en un
intento de masturbación en el que se limitaba a usar dos dedos, el gordo y el
índice. Para producirme mayor excitación, me mostró con detalles su vagina y
yo le pedí que me enseñara las nalgas para explorarlas. Esto ocurrió tres o
cuatro veces, ya teníamos muy organizados nuestros encuentros y los
llevábamos a cabo de modo muy natural y eso nos perdió: Yuya se dio cuenta
de nuestra relación, nos espió y fue a acusarnos con mi abuela. Qué escándalo:
mi abuela llamó a mi madre y ella a mis tías y alguien dijo que yo empezaba
mi vida como la de mi padre, buscando mujeres; nunca más volví a ver a
Carlota ni a sentir sus pechos tibios ni a admirar su vagina roja y húmeda.
Como herencia de esa hermosa mujer, para mí lo era, pronto fui un niño
morboso y todo lo relacionaba con el sexo. Cuando mi tía Mimí me leyó El
hombre invisible de Wells, yo imaginé tener esa cualidad para ver mujeres
desnudas. Nadie en mi casa volvió a tocar el tema, pero Carlota ha
sobrevivido en mi memoria y en mi piel y su cuerpo desnudo, soberbio,
perfecto, moreno, me ha acompañado toda mi vida; aún ahora, al final, me
reconforta y le da sentido a mi existencia. Fui afortunado en tenerte, en
disfrutarte. Gracias.
Mi tío Orlando
Sabía que era mi tío Orlando. Lo observé una o dos veces en reuniones
familiares, cuando yo era muy pequeño, y ahora lo veía en aquella sórdida
cantina, La Puerta del Sol, donde me reunía con amigos escritores,
puntualmente, todos los sábados al mediodía. Mi tío (siempre distante de mi
padre, su hermano) estaba en la barra; infatigable, bebía y leía página tras
página de libros misteriosos. Era como aquellas veces que lo vi mientras mi
hermana y yo jugábamos con las primas Luz María y Rosalinda: solitario,
apartado y taciturno, aferrado a una novela o a un volumen de cuentos. No creo
haber escuchado su voz. Nadie hablaba con él y nadie hablaba de él. Hasta
donde sé, había estudiado abogacía, escrito un par de libros de literatura y un
puñado de artículos en periódicos importantes. En la cantina jamás me atreví a
interrumpir su solitaria lectura con una estúpida intromisión, tío, soy Emilio
chico. Una vez interrogué al mesero. ¿Y ese señor que está en la barra,
leyendo? Ah, siempre permanece en ese mismo lugar. Llega, no saluda, pide
mezcal y lee libros y más libros y cuando está ebrio paga y se retira sin
despedirse ni dar las gracias. Una vez llegué a La Puerta del Sol y mi tío no
estaba. Me llamó la atención, pero rápidamente me sumergí en una bulliciosa
conversación con Alfredo Cardona Peña y Otto-Raúl González. Una o dos
semanas después, supe que había muerto en su departamento, una vecina se
percató de una rutina interrumpida y dio aviso a la policía. Poco pienso en él,
no tengo elementos suyos en la memoria. No obstante, poseo una certeza: fue
el perfecto misántropo, una especie de anacoreta o ermitaño en una gran urbe,
un extraño penitente o simplemente un ser anacrónico que carecía de vínculos
con sus contemporáneos y, en cambio, hallaba placer en el diálogo con
personajes y sucesos de otras épocas. Tuvo una intensa y rica conversación
con la literatura y quizá con el alcohol. Debió haber muerto feliz, con su
gozosa soledad a cuestas.
Dátil
Emilio tuvo una infancia rodeada de mascotas: perros, gatos, aves y tortugas.
A su lado, casi siempre había un pastor alemán, pero en esa ocasión, una de
sus tías, Mimí, le obsequió su propio perro: se casaba y no tenía lugar para el
dálmata. ¿Por qué se llamaba Dátil? No sabía ni le importaba; como todos los
dálmatas, era blanco con hermosas manchas negras y tenía los ojos azules.
Emilio lo recibió gustoso y decidió cuidarlo con esmero. Todos los días lo
llevaba al parque a jugar y, pese a las protestas de su madre, dormía en su
cama. Cuando Emilio regresaba de la escuela, Dátil lo esperaba en la puerta
moviendo la cola, sabiendo la hora exacta en que su dueño y amigo entraría
para dejar la mochila llena de libros y cuadernos en la sala y antes de comer
(siempre puntualmente a las dos de la tarde, mientras vivieron los abuelos),
jugar un rato, revolcándose juntos en el patio.
Pero aquel día Dátil no estaba. La falta de ladridos alertó a Emilio:
¿dónde está mi perro? La sirvienta dijo no lo he visto, probablemente estará
debajo de la cama o en la azotea, asoleándose. Una búsqueda cuidadosa arrojó
el temible resultado: el animal no estaba en casa. Cuando llegaron su mamá y
abuela, Emilio lloraba. Toda la familia salió a las calles en busca del dálmata.
Nada, no estaba, era obvio que se había perdido o se lo habían robado. ¿Por
qué dejaron la puerta abierta?, protestaba el niño una y otra vez, inconsolable.
Durante una semana la casa fue un lugar triste y solitario, el silencio
apenas era roto por las órdenes de la abuela. Emilio, con sus amigos, puso
carteles en toda Ciudad Jardín, ofreciendo una recompensa a quien lo hubiera
visto. En esos momentos, poco salía de su habitación. La siguiente semana se
sintió mejor y una noche soñó con Dátil: estaba en una casa de la Colonia
Portales, en la calle Victor Hugo 284. El sueño la mostraba con toda claridad:
azul claro, con una amplia reja negra y dos grandes árboles al frente. Allí
aullaba un perro cuya tristeza era visible. Al siguiente sábado, Emilio tomó su
bicicleta y le pidió a Sergio que lo acompañara a Portales. Su mamá sonrió
ante la advertencia de que iría por Dátil. Pobre de mi hijo, pensó, cree en los
sueños y nunca acabará por distinguir la realidad de la fantasía.
Luego de una afanosa búsqueda de los niños, la casa del sueño fue hallada.
Era exactamente como Emilio la soñó. En la medida en que se acercaban a la
reja negra, un perro saltó una y otra vez. Los ladridos revelaban la agitación
canina. Seguro es Dátil, me olió. Pero no, no era, se trataba de un animal
enorme, de un san Bernardo que padecía el calor de la Ciudad de México.
Emilio metió la mano y lo acarició, el perro dejó de ladrar y la lamió
afectuosamente.
Sergio, mirando la pena de su mejor amigo, le dijo: No te preocupes, lo
encontraremos. Abruptamente apareció la dueña de la casa y preguntó qué
deseaban. Buscamos a mi perro, señora, un dálmata que se llama Dátil,
respondió Emilio, apoyado por los gestos de Sergio. Ah, quizá sea el que mi
esposo encontró vagando por las calles hace unas semanas, y entró a la casa
para salir un minuto después con un dálmata sucio. ¡Era Dátil! La señora abrió
las puertas y Emilio se encontró con su mascota. Gracias, señora, muchas
gracias por haberlo salvado, es muy tonto y no sabe esquivar los coches.
En el camino de regreso a Ciudad Jardín, conduciendo muy despacio las
bicicletas para que el perro no se alejara, Sergio preguntó cómo supo dónde
encontrarlo.
Emilio pensó detenidamente la respuesta. Un compañero de la escuela me
avisó que podría estar en Portales y me dio la calle y el número.
Boggie woogie
De todos los grandes ritmos populares, más que el swing y el blues, el boggie
woogie pareciera el más monótono desde Pinetop Smith, allá por 1928, hasta
nuestros días. Sin embargo, cuando la orquesta de Tommy Dorsey lo tocó diez
años después, fue capaz de darle una dimensión tan alta que ahora muchos
suponen que fue el inventor. Dentro de mis recuerdos como bailarín destaca
este ritmo. Solía bailarlo con Yolanda, Martha o María de los Ángeles en las
maravillosas tardeadas dominicales de los salones Riviera y Maxims en una
adolescencia llena de sueños que comenzaban con las grandes orquestas
mexicanas y concluían de modo abrupto al tener que obedecer la orden
materna de llegar temprano a casa.
Los héroes de mi niñez
Hace algunos años, en Juchitán, un querido amigo pintor, Alfredo Cardona
Chacón, emocionado recordaba la historia de sus héroes oaxaqueños. En
especial hablaba del general Heliodoro Charis Castro. Yo escuchaba y miraba
el contoneo de una hermosa mesera de nombre Yadira. Iba de mesa en mesa
sirviendo mezcal y hablando indistintamente en castellano y en zapoteca.
Tendría unos veinte años. Más atentamente lo oían Carlos Bracho y Dionicio
Morales. ¿Cuáles fueron los héroes que poblaron mi niñez? No aquellos que
los libros de historia me enseñaron sino los que conocí en una Ciudad de
México feliz, pequeña, modesta, sin tantos seres comunes.
Alfredo, estimulado por su propia voz, contaba las hazañas del general
Charis, un indígena juchiteco que había peleado a las órdenes del general
Obregón. Como todo buen militar revolucionario era infalible con las armas y
duro con la tropa. Recordé, de pronto, a un personaje más modesto, que
seguramente no estuvo en la Revolución porque ya era un héroe y sus batallas
habían sido otras. El sargento De la Rosa, el único veterano de la intervención
francesa. Un hombre venerable de más de cien años, con una larga barba
blanca, delgado, que solía tomar el sol en el atrio de la Catedral
Metropolitana, con su viejo uniforme bien planchado y la guerrera cubierta de
medallas, muchas de ellas recibidas de manos de los generales Zaragoza y
Díaz. Algunos hombres mayores contaban que el sargento había cubierto la
retirada de don Benito Juárez rumbo a Paso del Norte; asimismo que estuvo
entre los soldados que recibieron al hombre que restauró la República. A
veces caminaba lenta y parsimoniosamente a la Plaza de Armas y se sentaba
en los bordes de alguna de las fuentes, mirando siempre hacia la esquina del
Palacio Nacional y Moneda donde Juárez había muerto en medio de
sufrimientos atroces. Con frecuencia, padres y familiares llevaban a sus
pequeños a saludar al sargento De la Rosa. Él, con un severo estilo marcial y
pomposo, les acariciaba la cabeza y les decía algo sobre sus acciones
guerreras contra el Imperio de Maximiliano. Cuando hablaba de la patria, de
la república y de sus enemigos, los generales conservadores, su tono se
exaltaba ligeramente.
Mi padre fue quien me contó de él y un día, al pasar por el Zócalo, lo
señaló y me habló de la importancia de respetar lo que representaba, las
luchas que dio, las causas que amó. Pasamos de largo y lo miré con atención.
Mi padre concluyó. Pronto vendremos a saludar al sargento De la Rosa. ¿Eres
su amigo? No, pero el militar se deja saludar por todos.
Alfredo seguía hablando del general Charis. Era un hombre brutal,
desalmado, pero útil a las razones de la Revolución. Pudo conocerlo ya viejo
y él mismo le narró varias historias. Alfredo se regocijó contando algunas.
Cuando el gobierno lo envió a combatir a los cristeros, el general arengó a sus
tropas: ¡Soldados de la Revolución: vamos a vencer, chingue a su madre
Cristo Rey y viva san Vicente Ferrer! No hubo muchos prisioneros, la mayoría
de los vencidos fueron pasados a cuchillo y rematados a tiros de pistola.
Relatos semejantes los había escuchado en Torreón y en Tlaxcala, en
Zacatecas y en Aguascalientes. Eran las típicas historias de hombres rudos,
ignorantes, brutales, que le permitieron a Martín Luis Guzmán y a Rafael F.
Muñoz escribir historias formidables donde en el centro del remolino estaban
personajes duros de verdad, ingeniosos e iletrados, llenos de coraje y dueños
de un valor asesino producto del resentimiento y el rencor acumulados. Pero el
sargento De la Rosa era un hombre dulce. ¿Se habría pacificado con la edad y
en sus tiempos de combatiente también fue salvaje?, pensé mientras bebía un
largo trago de mezcal y seguía con la vista a Yadira, sus piernas blancas y
lustrosas y sus caderas incitantes, su mirada atenta y su voz suave. Las
palabras del sargento De la Rosa resonaron en la cantina juchiteca: ¿Qué
estudias? Y enseguida oí mi propia voz: Primer año de primaria, sargento. Me
dijo mi papá que usted conoció a don Benito Juárez, que lo escoltó cuando
salió de la ciudad, derrotó a los franceses en Puebla y estuvo en el
fusilamiento de Maximiliano, dije muy velozmente, casi sin respirar,
confundiendo los tramos de historia patria que me platicaron en el trayecto, en
tranvía, de la casa hacia el Zócalo donde estaba el sargento De la Rosa. No,
no, te contaron mal. No me correspondió estar en el piquete de fusilamiento.
Me quedé en el Castillo de Chapultepec para evitar mayores saqueos y
destrozos. La conversación siguió así por un momento; cuando me di cuenta de
que otro padre con su hijo esperaban turno para conversar con el legendario
militar, me molestó y me despedí. Sólo volví a verlo durante un desfile militar.
Alfredo y Carlos se enfrascaron en otros recuerdos y yo pedí más mezcal,
sólo para ver de cerca a la mesera. A distancia parecía más hermosa, de
contoneo gracioso y sensual. ¿Tuve algún otro héroe? Sí, otro hombre viejo,
muy viejo, le decían el Hombre del Corbatón. Era un abogado que defendía a
los pobres y que mi padre solía saludar cuando pasábamos frente a los
Tribunales rumbo a la Secretaría de Educación Pública, donde Diego Rivera,
entonces acompañado por Frida Kahlo, retocaba los frescos que tanto admiré
en la niñez. Aquel abogado vestía de riguroso negro y usaba una enorme
corbata, como las que había visto en cuadros y fotografías antiguas. Se
coronaba con un sombrero de ala ancha. Era alto y caminaba erguido siempre
acompañado por hombres y mujeres de arruinados ropajes. Una vez se detuvo
a conversar con mi padre. Dijo que los tiempos eran cada vez peores, que no
podía creer más en la Revolución. Mire usted, profesor, vea a los que me
siguen, no tienen protección, las leyes no son para ellos, son miserables, la
corrupción es cada día peor… La plática era casi críptica para mí. En algún
momento me vio y dijo, acariciándome la cabeza: No olvides a los pobres de
México. Y se despidió, en su tez clara y en sus facciones de hermoso hombre
viejo había una tristeza que para mí, en ese momento, no era fácil describir.
Sólo sé que me ensombreció.
No sé qué sucedió con mi padre, él era mi mayor héroe, pudo haber sido
fundamental y yo no hubiera escrito esta novela, mucho menos hubiera
permitido que algún narrador me utilizara para que la contara. Alguien
complementó los datos de su salida de México: luego de pelearse brutalmente
con mi madre, decidió irse a Francia, allá estaba un amigo suyo, el poeta
Jaime Torres Bodet. Don Jaime regresaría a crear los libros de texto gratuito,
algo en lo que mi papá insistía siempre: para que la educación sea en efecto
gratuita, hay que darle a los niños los libros. Pero él jamás volvería. ¿Qué
sucedió? ¿Dónde quedaron el sargento De la Rosa, los fuertes de Loreto y
Guadalupe en Puebla, el Hombre del Corbatón, los libros gratuitos…? Yo
mismo, ¿dónde quedé? ¿La pugna de mi padre con su esposa fue tan
determinante como para que, saturado de rencor, dejara a su historia, a su hijo,
a mi hermana muerta enterrada en una modestísima fosa en el Panteón de
Dolores y a su país?
Esa noche no hubo más héroes, ni del pasado ni del presente. Sólo mezcal
y la presencia magnífica de Yadira en la habitación de hotel tenebroso. No
estuvo con un guerrero, sino con sus despojos. En vano traté de amarla, de
poseerla. Pretexté el mucho alcohol, ella sonrió apenas y me abrazó con
ternura. El fin había llegado y era patético.
Los héroes intelectuales
En Ciudad Jardín no hubo héroes intelectuales, todos eran guerreros, unos se
ponían del lado del bien, caballeros de la tabla redonda, otros del mal,
villanos como Atila o Hitler, pero todos eran fieros combatientes. Por ello, a
muchos de mis amigos les desconcertó que yo anticipara que sería escritor.
Con Memo podía hablar de literatura, Vicente era un lector de poesía y Jaime
se interesaba en novelas policiacas, pero eso no significaba que desearan ser
escritores. En realidad, cuando yo dije que sería novelista, ninguno de mis
amigos había pensado en su futuro, salvo niños como el Rata y el Satanás que
aspiraban a ser vagos de tiempo completo o rufianes, ladrones de bancos o
infiltrarse en la policía para extorsionar gente. Por eso me llamó la atención
que Alejandro Aguilar conociera a Carlos Pellicer. Más bien fue su alumno en
la Secundaria 4 y una vez nos dijo a todos que había una fiesta en un lugar
distante, cerca de la recién construida Ciudad Universitaria, una especie de
restaurante privado, Cocoricos. No sabía qué tipo de reunión era porque había
sido invitado por un compañero de escuela. Hasta allá fuimos: el festejo era
en medio de una zona deshabitada. A un lado, cruzaba un pequeño río que
venía de los Dinamos en la Magdalena Contreras para alimentar al río
Churubusco. Al frente, la pequeña iglesia de Panzacola protegía una de las
mejores entradas a Coyoacán. Más adelante, los árboles se hacían majestuosos
abriendo una especie de gran avenida apenas transitada hacia Chimalistac,
donde Federico Gamboa había escrito Santa.
Cuando llegamos Luis, Vicente, Jorge y yo, sólo se escuchaba una voz. Nos
miramos descontrolados pues ya era tarde: Alejandro salió a recibirnos. Nos
dijo con orgullo: el poeta Carlos Pellicer, mi maestro, está leyendo fragmentos
de su poesía. El poeta, al vernos entrar, se irguió para mirarnos y dejarse
admirar. Nos saludó. Nosotros, con timidez o más bien desconcertados, nos
acomodamos donde pudimos. Un mesero nos atendió: ron con Cocacola.
Pellicer siguió leyendo. Cuando terminaba un poema, una tenaz ovación
sustituía su hermosa y varonil voz.
Casi una hora después, dio por concluida la sesión poética y se formaron
los grupos. Seríamos unos veinte jóvenes y tres personas mayores, el poeta
incluido. Vicente y yo nos acercamos para externarle a Pellicer nuestra buena
impresión. ¿Cómo decirle que nunca antes habíamos escuchado una lectura
poética y que su nombre, aunque conocido entre nosotros, nunca nos obligó a
indagar sobre su obra? Él pareció adivinar nuestros titubeos, sonriendo con
elegancia se dirigió a mí, que había pronunciado mi nombre y apellidos: Ah,
estimado amigo, su abuelo don Gildardo fue mi maestro y uno de sus hijos,
Orlando Medina, mi alumno. A pesar de la cercanía del tema, no pude opinar.
Me cohibió. Lo dejamos hablar.
Luis se había quedado platicando con alguien que Alejandro le presentó, al
parecer un profesor de literatura o de filosofía de una universidad privada
recién abierta, la Iberoamericana. No recuerdo el nombre, sí el apellido:
Maya. Visiblemente era homosexual, pero a un descontrolado Luis trataba de
probarle la existencia de Dios con datos tomados de santo Tomás de Aquino.
Jorge escuchaba sin oír, mirando a su alrededor.
La reunión fue para nosotros extraña y se lo confesamos a Alejandro.
También para mí, dijo. Fue un festejo aburrido y sin mujeres, concluimos en
conjunto. Estuve a punto de romperle la madre a un puto medio místico,
explicó Luis sin pensarlo mucho. No regresamos a Cocoricos. Pero yo volví a
ver a Carlos Pellicer, lo encontré en el Palacio de las Bellas Artes, durante la
presentación de Tamara Toumanova; intercambiamos palabras afectuosas y
más adelante lo visité en Cuernavaca y en su casa de Las Lomas, ya haciendo
mis primeros esfuerzos literarios por lograr una historia bien contada, con el
objeto de ver el nacimiento que año con año ponía en el mes de diciembre.
Conservo una fotografía autografiada del poeta y la pena por no haber iniciado
antes mis relaciones con escritores. Pero aquellos no eran los mejores
momentos para tratarlos. En esos tiempos, la atención de todos nosotros se
centraba en las fiestas y las mujeres, en los automóviles y las motocicletas, en
las peleas a puñetazos y en el rock and roll. Vicente parecía muy enamorado
de la hermana de María de los Ángeles, la que acababa de obtener un lugar
importante en el torneo de belleza Miss México; Jaime vivía obsesionado con
los coches, por lo pronto conducía por las calles de Ciudad Jardín el Buick de
su padre y otros como el Rata y Satanás recorrían las calles de colonias
aledañas buscando fiestas donde introducirse a beber y, de ser posible,
robarse algún objeto susceptible de empeñar o vender.
Dentro de ese contexto divertido y excitante, algunos como Ricardo
trataban de impresionar a las mujeres hablando de temas intelectuales. A
Martha la desconcertó explicándole que estaba decidido a ser existencialista y
disfrutar la libertad implícita no tanto en Kierkegard sino más bien en Sartre.
Por eso les pedí a mis padres que me compren una motocicleta Harley,
Triumph o Indian, le decía. Imagínate, recorrer ciudades y carreteras en
completa soledad, cortando el viento. El caso es que Ricardo tuvo que
aguardar la poderosa moto y conformarse con una motoneta alemana. Yo, por
mi parte, leía libros y el diario Excélsior que mi abuelo compraba
puntualmente a un lado de la panadería México. Centraba, sin embargo, mi
atención en los coches y, como Jaime, era capaz de distinguir cualquier marca,
modelo y año, pero yo iba más lejos: coleccionaba aviones a escala de
plástico y madera balsa. El aeromodelismo fue una pasión que logré satisfacer
plenamente. Cuando supe que dos grandes escritores franceses habían sido
pilotos, me emocioné: Saint-Exupéry y Malraux. Para extender el feliz
panorama, había reestablecido el noviazgo con Yolanda y gozaba con ella mis
primeras excitaciones formales. En Chapultepec la besé y le toqué los senos
de una manera casi brutal. Ella —lo pensé muchas veces— sería mi esposa o
al menos tendríamos relaciones sexuales. No obstante, su madre presentaría
una tenaz resistencia a nuestro noviazgo. No me veía futuro promisorio,
afirmaba la señora. Por ello, fuimos novios una y otra vez y siempre
concluíamos presionados por su mamá. Al final se casó con un tipo que acabó
en el antialcohólico y con quien tuvo cinco hijos y una multitud de nietos. Poco
antes de su divorcio, hicimos el amor. Yo salía del segundo fracaso
matrimonial y ella era de una exasperante lentitud sexual estúpidamente
sazonada con preguntas como ¿sientes lo que yo, ves estrellitas, escuchas
música del Cielo? o vulgaridades parecidas a métemela hasta adentro. Lo peor
venía al concluir en medio de gritos que amenazaban con atraer la atención del
dueño del hotel: comenzaba una serie de alegatos sobre su fracaso cultural, lo
que llevaba consigo las razones que tuvo para llenarse de hijos con un
borracho. Afirmaba que tuvo vocación para la pintura o para la danza, pero
jamás la vi pintar algún cuadro o acudir a la Escuela de Danza Pamela en
busca del arranque. Gradualmente fuimos separándonos. Al final, telefoneaba
para preguntar si alguno de mis personajes estaba inspirado en ella o en Jaime
o para, en el mejor de los casos, recordarme que ella había conocido a mi
madre y que fue alumna de mi padre poco antes de que él dejara México.
Invariablemente le tomé la llamada, sería incapaz de olvidar que en 1955
bailamos los primeros éxitos del rock and roll y que durante una noche de
1957 en el Salón Riviera, oyendo cantar a «Silhouetts», emocionado la besé y
le dije que la amaría para siempre y ambos lo creímos. Yolanda conservó la
belleza y el brillo en sus ojos verdes hasta prácticamente su muerte de un
infarto. Nunca habló del suicidio de su hermano Gustavo.
La fortaleza dorada
Las casas comenzaban a surgir en Ciudad Jardín en medio de fuentes, parques
y árboles. Pero aún existían muchos terrenos baldíos, predios no bardeados:
pertenecían a los niños en una especie de comunismo primitivo infantil. Los de
Oriente 55 entre Sur 118 y Sur 116, a una calle de la casa de Emilio, eran
parte de un amplio proyecto defensivo. Allí se edificaría una fortaleza para
proteger el Club y, en caso de invasión, también construirían un largo túnel
para comunicar ambos puntos. Jaime había organizado a las muchachas
(Gloria, Moza, Blanca, Atala, Yolanda y María de los Ángeles) con la
promesa de que formarían parte. No es el club de Tobi, las niñas pueden
entrar. Emilio, Paco, Memo, Luis, Vicente, Andrés, Jorge, Poncho, Sergio y
todos los demás estuvieron de acuerdo. Para hacer congruente la mezcla de
sexos, algo insólito, le pusieron Club Deportivo Terpsícore. Deportivo por los
varones, Terpsícore, diosa de la danza, por las muchachas, explicaron Emilio
y Jaime orgullosos de la obra. Vamos a hacer fiestas —dijo Memo— y con el
dinero compraremos balones de futbol soccer. Emilio, para no quedarse atrás
ni ser apabullado por la inventiva de Memo, propuso dar funciones de cine en
el Club a beneficio de la nueva organización.
El Club Deportivo Terpsícore, que servía también para guardar todos los
implementos que poseían los muchachos de la cuadra y algunas cosas
aportadas por las niñas, estaba en el garage de Sergio. Con cierto orden,
habían depositado manoplas, pelotas y bats de beisbol, balones de futbol
americano, redes para volibol y algunas fotografías que mostraban a los
integrantes jugando o practicando algún deporte. Los patines se quedaban en la
casa de cada uno de ellos, esos no podían ser un bien común pues tenían
diferentes medidas. No era un club desdeñable, tenía material de buena
manufactura comprado en Pinedo Deportes y era utilizado según la época. El
beisbol, por ejemplo, coincidía con la serie mundial, donde el equipo favorito
de todos los niños era los Yanquis de Nueva York, salvo para Jaime que sentía
devoción por los Dodgers aún en Brooklyn. Finalmente, los papás de Sergio
les prestaron una mesa que, aunque cuadrada, serviría para que los caballeros
de la Tabla Redonda sesionaran. En ese sitio también estaban los arcos y
flechas, las lanzas y escudos que formarían parte del armamento que tendría
cada uno.
Y los niños fueron ingenieros y artesanos, militares y artistas. Para edificar
la fortaleza habían llevado materiales de todas las casas en construcción que
lo permitían. De la que sería de Raúl Hernández y sus muchos hermanos, hijos
de un afortunado cantinero del centro de la ciudad, casi junto a la Plaza de
Santo Domingo, La castellana, los muchachos hurtaron ladrillos y algo de
cemento destinado a la parte frontal: un muro sólido para resistir la embestida
de los caballeros negros y el fuego de los dragones. De la futura casa de
Martín, Emilio y Sergio robaron una pala, una cubeta y pintura. Con más
dedicación que implementos, hicieron una especie de cabaña techada con
madera traída de muy lejos, del río de La Piedad. A un lado, a la altura de
Niño Perdido, estaba una pequeña empresa maderera que descuidaba sus
tablones. Las torres y las almenas fueron hechas con cartones sustraídos de una
fábrica de medias que estaba instalada desde hacía algún tiempo en la vecina
Colonia Moderna y apuntaladas con piedras y pedazos de hojas de aluminio
encontrados por los jóvenes caballeros en sus andanzas y correrías.
En efecto, una fortaleza no estaba completa sin un foso y un puente. Era
indispensable proteger a las damas de la corte. Los caballeros hicieron el
primero e iniciaron el segundo. Pero construir un túnel de unos cincuenta
metros de largo, probablemente más, no era empresa de niños. La tierra negra
extraída era depositada en los alrededores de la fortaleza con el objeto de, a
la larga, tener allí un hermoso jardín inglés para pasear con Moza, Atala,
Yolanda o Blanca, que regresaban los domingos de misa de nueve de la
mañana. En algún momento, hartos de sacar tierra y depositarla en los futuros
jardines de la fortaleza, cuando habían avanzado apenas unos cinco metros,
Luis protestó.
—No somos mineros, es algo muy difícil y cansado.
—Claro —añadió Sergio—, somos guerreros, debemos combatir,
tomemos prisioneros y que ellos hagan el trabajo.
Las verdaderas dificultades comenzarían pronto: quiénes serían el rey
Arturo y los integrantes de la Mesa Redonda y quiénes los escuderos y los
servidores. Dicho de otra forma, ¿quiénes seguirían excavando el túnel y
quiénes darían las órdenes desde la fortaleza y el Club? Jaime sugirió que se
dejara a la suerte, un simple volado: águila o sol, los dividiría por vez
primera en clases sociales. A su vez, Andrés y Emilio insistieron: si ya entre
todos hemos construido una fortaleza y un club, ¿por qué no todos juntos
terminamos el túnel? Los demás aceptaron a regañadientes y en forma gradual
la obra avanzó unos metros.
Un día, Memo llegó enfadado.
—Lo he pensado mucho: si no soy el rey Arturo, no trabajaré más. Mi
mamá me regaña porque regreso con la ropa sucia y las uñas llenas de tierra.
El nutrido grupo intercambió miradas. En el fondo, sus integrantes
coincidían con él. Sin embargo, Luis defendió la necesidad de concluir antes
de que empezaran las lluvias o de que, algo peor, arrancara la temporada de
futbol soccer: tenían planeado pedirle al papá del Oso que los entrenara y les
ayudara a conseguir equipos y balones nuevos. Memo fue implacable. No se
movería hasta saber la decisión del grupo.
—Si vamos a construir un reino, yo quiero ser el rey. Los que tengan
bicicleta serán caballeros, los demás escuderos. A ustedes les conviene, así
pueden seleccionar sus nombres, quiénes van a ser Gwain, Percival, Galahad,
Lancelot, el hechicero Merlín, pero yo debo ser el dueño de Excálibur, la
espada mágica, y monarca de Camelot —explicitaba señalando con
movimientos majestuosos los terrenos baldíos en donde todos habían
trabajado para edificar un castillo. A Sergio le resultaba igual siempre y
cuando fuera un noble caballero y no el asesino Mordred.
—Mi caballo se llamará Agua y será blanco, casi transparente, para que el
enemigo no me vea —concluyó orgulloso de su capacidad inventiva.
A Emilio no le importaba ser el rey Arturo, desde hacía ya muchos meses
soñaba con ser el Ivanhoe que leyera en un libro de Walter Scott. En
consecuencia, propuso que fueran al Club y allí discutieran, a puerta cerrada,
el asunto. En el camino le explicó a Jaime:
—Memo se pasa de listo, quiere ser como Tom Sawyer y ponernos a
pintar, mientras él se va tras Polly.
Por otra parte, los niños estaban encantados con la idea de formar la
Orden de la Mesa Redonda; no era fácil encontrar cosas divertidas. Jugar a la
guerra era complicado porque en la misma zona vivían un niño japonés. Memo
que simpatizaba abiertamente con los nazis, Luis con los norteamericanos y
Andrés y Emilio con los soviéticos. Como si fuera poco, la guerra de Corea no
había creado partidarios y adversarios, sólo los impulsó al aeromodelismo:
compraban en Modelandia toda clase de aviones de la Segunda Guerra
Mundial y de la actual donde ya combatían cazas a chorro estadunidenses
como el Thunderjet y el F-86 Sabre contra aviones Mig 15 de origen soviético
y que cualquiera podía ver en los noticiarios que invariablemente pasaban en
los cines antes de las películas. Era una guerra incomprensible para ellos y no
resultaba clara la tradicional lucha entre el bien y el mal. Ninguno tenía la
certeza de en qué lado peleaban los buenos muchachos y dónde estaban los
malos. Como resultado del descontrol, cada uno se llevó sus soldaditos,
cañones y tanques a sus casas, donde ganaría el bando favorito sin temor a una
discusión que los distanciara o una riña a puñetazos.
(Mi mamá, en ese momento, pudo comprarme El libro de oro de los niños,
El tesoro de la juventud y el más hermoso de los juguetes de la naciente
década de 1950: un tren Lyonel que echaba humo y pitaba en cada estación por
la que pasaba velozmente. A diferencia de mis amigos, cuyos padres seguían
diciéndoles que escribieran sus cartas a Santa Claus y a los Reyes Magos, mi
madre jamás me habló de su existencia: ésa era mi ventaja: podía saber con
anticipación qué regalo recibiría o, mejor aún, seleccionar mi propio
obsequio, tal y como lo hice durante años y años.)
La otra opción era jugar a policías y ladrones. Pero todos querían ser
policías, como sucedía en el caso de indios contra vaqueros: a nadie le
gustaba ser piel roja porque inalterablemente tenía que morirse, salvo que la
decisión fuera repetir en el parque central de Ciudad Jardín la batalla del
general Custer contra Toro Sentado.
La discusión por salvar Camelot fue amarga, difícil, y no participaron las
niñas: ellas optaron por retirarse discretamente, ninguna tenía ambiciones
personales. A Memo se le sumó Luis y el Club naufragó. Sólo Andrés,
preocupado, defendió la idea de mantener al grupo unido para salvarlo de las
pandillas que nacían alrededor de Ciudad Jardín y que querían adueñarse de
Camelot. Después de todo, habitaban en la misma colonia, juntos habían hecho
una pequeña sala de cine con el proyector de Beto Vilchis y lograron un buen
negocio vendiendo dulces, palomitas y refrescos durante las funciones con
películas (alquiladas en Calpini) de Chaplin, el Gordo y el Flaco, Flash
Gordon, Tarzán, Buster Keaton; como resultado, tenían dinero guardado en
casa de Yolanda, la tesorera, a quien le prometieron ser la reina Ginebra.
Las discusiones concluyeron abruptamente cuando Vicente llegó al Club
corriendo:
—¡El túnel se ha derrumbado y la fortaleza está a punto de hundirse!
Emilio quiso ser maduro y solemne y dijo:
—Fue el castigo por envidiosos, ambiciosos y egoístas. Eso se llama «La
caída de la casa de Usher», el cuento de Edgar Allan Poe que Cucú nos leyó la
pasada noche de Muertos.
Todos fueron a ver los daños: en realidad eran graves: el túnel, al carecer
de soportes, se derrumbó. La fortaleza, el futuro castillo de Camelot estaba
inestable, particularmente la fachada que era de ladrillos. Sólo tenían dos
posibilidades: reconstruir todo aquel desastre o de plano no edificarlo de
nueva cuenta y, en consecuencia, aprovechar el momento para no formar una
corte. Memo no sería rey ni Luis sir Galahad. En esos mismos terrenos podían
hacer una cancha de básquetbol.
El Club, por lo pronto, sería transformado en un organismo destinado a
fomentar el automovilismo de carreras en Ciudad Jardín. El presidente Ruiz
Cortines, quien acababa de terminar la carretera Panamericana, anunció que
cada año México tendría una justa internacional con invitados de la talla de
Taruffi, Fangio, el Che Estrada Menocal y otros grandes pilotos. Era el
momento de hacer autos deportivos de madera y prepararse para competir. No
serían caballeros de la Mesa Redonda, sino audaces conductores de
Mercedes, Ferraris, Lancias, Buicks, Fords y Lincolns.
La primera carrera ocurrió en Ciudad Jardín, se trataba de un largo
circuito de más de doce calles que formaban una especie de círculo. Como
todo era plano, se requería de un copiloto que empujara el coche. Lo más
adecuado era que a media pista, el piloto fuera copiloto. Mi carro estaba
construido sobre una mesa de madera cuidadosamente barnizada que antes
había sido utilizada para planchar la ropa y se llamaba Moon Rocket. Las
ruedas eran de baleros, fueron un regalo de Poncho. Enrique Dávila fue mi
copiloto y la verdad es que no tuvo la fuerza para aguantar el circuito a la
misma velocidad. Arrancamos bien, pero mi amigo pronto se fatigó y, antes de
lo previsto, tuve que ser yo quien empujara, mientras que Jaime, fuertemente
impulsado por Luis, ganaba. En segundo lugar quedaron Memo y Sergio. Para
nosotros fue el tercero. La siguiente carrera fue organizada por las autoridades
del DF, con una amplia publicidad que atrajo a muchachos de otras colonias y
se dio en la bajada del Castillo de Chapultepec. Para esa competencia de
mayor envergadura, hicimos un solo equipo: Jaime conduciría, yo le daría el
empujón de impulso para arrancar y los demás serían su apoyo.
El domingo destinado a la carrera había mucha gente, incluso estaban
fotógrafos de los periódicos más importantes. La salida, a un lado de la puerta
principal del Castillo, se había llenado de niñas preciosas. Teníamos que
ganar. Jaime se vistió casi a la usanza de un piloto de aquella época: llevaba
un casco prestado por un aviador de guerra español que sirvió a la Falange y
ahora trabajaba con su padre. El momento del arranque fue espectacular y muy
emotivo para nosotros. Para saber quién era el triunfador era necesario bajar
atrás del último coche o, de plano, esperar en la meta. Los familiares de Jaime
y Vicente decidieron aguardar abajo, mientras que todos los nuestros
estuvieron en la salida. Memo, Luis, Sergio, Andrés, Poncho, Enrique y yo
corrimos a toda velocidad para ver cómo nuestro coche, hábilmente conducido
por Jaime, llegaba en segundo lugar. Como premio nos dieron una copa
plateada que pondríamos en el Club y cincuenta pesos que usamos para
pintarlo y comprar pelotas de beisbol. Por semanas, Jaime disfrutó del éxito y
no se quitó el casco hasta que su dueño se lo exigió, justo cuando los padres
de alguno de mis camaradas dijeron que deberíamos hacernos niños
exploradores: una excelente disciplina y una forma de ser útiles a la sociedad.
Entonces varios de mis amigos se convirtieron en boy-scouts. No era gran
cosa lo que hacían: iban de excursión no lejos de la capital, algunas veces
llegaban a Morelos y otras más iban rumbo a Toluca. Me acuerdo vagamente
que Luis y Jaime un día nos mostraron sus uniformes. Andrés les preguntó con
cierta ingenuidad:
—¿Y qué van a explorar?
Luis no tenía idea. A mí me intrigaba la agrupación de procedencia
anglosajona que recién entraba a México, integrada por jóvenes que vestían de
modo ridículo y decía beneficiar a los niños evitando que se dedicaran a los
vicios. Le pregunté a mi madre:
—Mamá, ¿para qué sirven los boy-scouts? ¿Puedo ser uno de ellos, junto
con Jaime, Luis y Raúl?
Mi madre no dijo gran cosa. Eran tiempos de un profundo nacionalismo.
—Si en verdad te gusta ir al bosque o de excursión, voy a inscribirte en
una organización más adecuada.
Y me habló de lo que en México equivalía a los boy-scouts, los Caballeros
Aztecas, una organización que había fundado la Secretaría de Hacienda y
Crédito Público para que los niños y los jóvenes no participaran en
asociaciones extranjeras. La vestimenta y los cantos y las reuniones y las
salidas a «explorar» de los Caballeros Aztecas no distaban mucho de los boy-
scouts. Vistas las cosas a distancia, éramos una parodia de algo ya bastante
grotesco que nos permitía ver a los mayores con pantalones cortos y con el
pecho lleno de insignias que decían algo así como lobato, castores. Solamente
salí una vez de excursión, mi madre me llenó la mochila de alimentos
enlatados, carne seca y refrescos. La caminata se me hizo eterna por aburrida.
Cuando regresé a casa, le rogué a mi mamá que me sacara de aquella
organización y no me metiera a ninguna otra. El campo me había fastidiado.
Pero si bien el Club había quedado de un impecable azul cielo, al terreno
destinado a la fortaleza le colocaron una barda exageradamente alta. Unas
señoras que pasaban por allí descubrieron a un tipo, un vagabundo,
masturbándose de manera frenética. El hombre, absorto en su intensa actividad
sexual, no escuchó los gritos histéricos de las mujeres: ¡Viejo asqueroso,
puerco, qué hace! Vicente estaba cerca y corrió a ayudarlas junto con los hijos
del dueño de la tlapalería El trébol, Pepe y Chavo, pero nada consiguieron. El
tipo persistía aferrado a su descomunal miembro y no sintió las piedras que
mis amigos le lanzaron. Dos o tres días después, tapiaron esos terrenos y
meses más adelante un ingeniero los compró para construir dos casas. Una de
ellas, a la larga, se convertiría en El Refugio. A mí, honestamente, no me
importó gran cosa: toda mi atención estaba concentrada en Atala, la niña más
radiante y arreglada de Ciudad Jardín. Tenía que ser mi novia.
Al fin el Club desapareció porque el papá de Sergio, cuyo cabaret, El
Burro, lo estaba haciendo rico, compró un automóvil más, ahora un Studebaker
de dos puertas color chicle. La última actividad que permitió el garage era, en
un radio prestado, escuchar por las noches programas de Carlos Lacroix, La
Sombra y las historias del Monje Loco. Atrás habían quedado Cri-Cri y el
Hada Alegría. Estábamos creciendo. Pronto también vendrían a menos las
series radiofónicas de misterio y aventuras: la televisión estaba por aparecer y
con ella una nueva actividad deportiva: la lucha libre en la arena Coliseo y en
Televicentro. Así surgiría una primera generación de luchadores
espectaculares, cada uno con su estilo y sus propias llaves: el Santo, creador
de un mito perdurable, Black Shadow y Blue Demon, una pareja demoniaca, la
elegancia de Tarzán López, la corpulencia de la Tonina Jackson, Gardenia
Davis y el refinamiento, los mil trucos científicos del Médico Asesino, a
veces secundado por el Enfermero, quienes solían llevar cloroformo entre las
ropas para adormecer a los rivales, el Cavernario Galindo y su desmesura,
Enrique Llanes y la cerrajera, la habilidad de Wolf Ruvinsky, Fernando Osés y
su caballerosidad, los topes voladores del Gorila Flores, los machetazos de
Sugui Sito y docenas de figuras más que los muchachos del Club vieron luchar
y a quienes siguieron tenazmente para conseguir sus firmas.
A principios de 1952, Sergio y su hermano recibieron de su padre una
motoneta Vespa. Eso los convirtió en el centro de atención del rumbo y en los
niños más satisfechos y felices de la capital. Todos sabíamos el origen del
vehículo: había nacido en Italia, poco después de la Segunda Guerra Mundial,
según leímos en Selecciones del Reader’s Digest.
La envidia, causada por la Vespa, fue un descubrimiento para muchos de
nosotros. Como consecuencia, Memo, Luis y yo desaparecimos de las calles
de Ciudad Jardín por unos días. Yo tenía un pretexto: mi mamá quería que
conociera el mar y me llevó en tren a Veracruz. El viaje fue por tren, un largo,
eterno viaje desde que salió el sol en el Distrito Federal hasta que la noche
oscureció el puerto de Veracruz. Nunca dejé de observar el paisaje cambiante
en tonos de verde. Al respecto, no tengo más recuerdos que la playa solitaria y
precaria. No me gustó el mar, rechazo que conservaría el resto de mi vida.
Imposible que a Memo, a Luis o a mí pudieran comprarnos una motoneta.
Conocí de cerca la envidia y el resentimiento, quizá el rencor. Por vez primera
vi mi situación económica: carecíamos de automóvil, mi abuela jamás quiso
un televisor en casa y el primer teléfono llegó mucho después de su muerte,
mientras que en las casas de mis amigos esos aparatos y el coche eran
comunes. Infructuosamente quise escribirle a mi padre para preguntar cómo se
curaban esos males, pero su dirección era un misterio. Fue ya en la juventud
cuando entendí que también eran cuestiones positivas: muchos grandes
movimientos fueron producto de esos sentimientos negativos. Mi madre dijo
alguna vez, como si hablara en clase de historia: Miguel Hidalgo padecía una
hermosa enfermedad, gracias al rencor que el héroe sentía por los peninsulares
y los criollos, pudo iniciar la guerra de Independencia y hacer de México una
nación libre. Esto me llevó a pensar en los obreros que Marx imaginó y Lenin
trató de llevar al poder en Rusia: harapientos, miserables, famélicos,
encadenados, feroces en su odio contra los poderosos, capaces de cometer
hazañas notables. Las utopías nacen merced al resentimiento y al rencor, de lo
contrario se es complaciente con el sistema de valores y con los modelos y
paradigmas existentes. Una vez en Segovia, durante un encuentro de la
Sociedad Europea de Cultura critiqué la política agresiva de Estados Unidos y
un historiador italiano, conservador para más señas, me refutó con un
argumento sin argumentos: el escritor Medina Mendoza sólo ha mostrado el
rencor de los mexicanos contra «América». Europa occidental está en deuda
con los «americanos», ellos nos liberaron del fascismo de Hitler y Mussolini.
Para cambiar al mundo se requieren siempre dosis de malestar e incomodidad
con lo que nos rodea. Muy joven, entonces, me vinculé, como Andrés, a la
Juventud Comunista y decidí ser escritor para mostrar los males de la vida.
Aceptaba la consigna surrealista de Breton, escrita en 1933: Transformemos el
mundo, dijo Marx; cambiemos la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros, estas dos
consignas se funden en una. Ahora veo, desencantado, mi lucha como algo
inútil, alcancé la notoriedad, pero no pude hacer una mínima contribución para
que apareciera lo que Ernesto Guevara insistía en llamar el hombre nuevo, tal
vez pensando en el Marx que dijo que vivíamos en la prehistoria. El hombre
siempre será el hombre, a secas, sin adjetivos: lleno de envidias y temores, de
rencores y desafectos. Si llegara a cambiar, ello ocurrirá dentro de muchos
siglos.
La fortaleza de los caballeros negros
Si yo pasé inútilmente parte de mi infancia y adolescencia tratando de formar
una orden semejante a la de los caballeros del rey Arturo, el billar de don
Pepe con toda facilidad se hizo el reino de los caballeros malvados. En su
interior se jugaba carambola, pull y dominó, se blasfemaba, bebía y apostaba.
Don Pepe nunca fue el monarca, sino una especie de primer ministro del rey en
turno: Pelayo, Satanás o Chuchín. Yo acudía a jugar carambola. Nunca fui de
los mejores aunque llegué a hacer unas diez o doce carambolas sencillas y una
vez logré siete de tres bandas. Había tipos como César que hilaban tiro
perfecto tras tiro perfecto con asombrosa habilidad o que eran capaces de
anticipar las jugadas de sus contrarios en el dominó. Los viernes por la tarde
el lugar estaba repleto. De otros rumbos, jóvenes guerreros llegaban a probar
suerte contra los habitantes de Ciudad Jardín.
El billar era una fortaleza. Tenía una sola entrada y desde sus ventanas se
podía hacer una defensa formidable. Cien veces sitiado, el castillo de don
Pepe jamás fue conquistado. La palabra rendición no existió en el vocabulario
común de Ciudad Jardín. Vi a Satanás y Aleco enfrentar solos a cinco tipos de
Portales y derrotarlos de manera escandalosa. Don Pepe se limitaba a poner
en la cuenta de mis amigos los gastos de tacos destruidos y mesas averiadas.
El billar era una escuela donde uno podía cursar con método toda clase de
vicios. No aprendí a fumar o a beber allí, sin embargo, en los torneos de
alcohol y tabaco siempre pude ocupar un lugar distinguido. No obstante mis
limitaciones físicas, estuve entre los mejores para los madrazos: tenía
habilidad, entereza y una capacidad poco común para enfrentar a mis peores
enemigos de modo inteligente. Fui el astuto Ulises y otras veces me vi
obligado a ser Sigfrido, usé el valor de Lancelot, recurrí a la fuerza de
Ivanhoe y a la terquedad del Cid Campeador y nunca quedé mal ni ante
propios ni extraños. No llegué a ser el monarca de Ciudad Jardín, pero
conquisté un distinguido título nobiliario que me permitió estar junto a sus más
fieros guerreros. Quizá mi gran papel sería el de cronista de sus hazañas.
A los dieciséis años entré —con pie firme, arrogante— por primera
ocasión al billar, el reino del mal. La última fue a los veintitrés, poco antes de
casarme con Regina, cuando concluía los estudios de Ciencias Políticas en la
UNAM y publicaba mis primeros cuentos. A don Pepe lo encontraron muerto
una mañana de otoño. Falleció de un infarto, durante la noche. Nadie supo
cómo fue su agonía. El lugar no existe más. Fue sustituido por un modesto y
feo edificio de departamentos, pintado de amarillo, con ventanas pequeñas y
descuidadas. Sus habitantes se quejan: los viernes por la tarde el ruido de las
mesas de billar, de las fichas de dominó y las alegres voces de jóvenes que
beben, gritan majaderías y disputan son casi insoportables.
El último monarca del imperio
Cuando dejé de ir al billar, continuaba el reinado de Aleco. De origen
modesto se elevó, a fuerza de golpes, hasta el punto más alto. Yo lo tenía en un
alto concepto. Sin muchos estudios, era capaz de conversar con otros
muchachos de mayor educación. Su familia era numerosa y vivía en lo que
podríamos llamar barrios bajos de Ciudad Jardín. De su padre nunca supimos
nada; para no dar mayores explicaciones, decía que era el escritor Agustín
Yánez. No fue una confesión materna, pero entre las cosas familiares, mi
amigo encontró dos libros del narrador dedicados amorosamente a su mamá.
Nadie le creyó. Cuando le di algunos datos sobre el escritor, mostró interés en
memorizarlos. El otro asunto era el apellido. Aleco era Alejandro Yánez.
Pero Aleco no parecía poseer alguna de las cualidades del escritor. Antes
de gobernar en el billar y, en consecuencia, ejercer una poderosa influencia en
toda la colonia, había frecuentado a todos los grupos. En especial tenía
relaciones con dos jóvenes «extraños», con su tocayo Alejandro Aguilar y con
Andrés Alba, quien en vano trató de hacerlo que simpatizara con la izquierda a
la que desde muy joven se sentía pertenecer. La Revolución Cubana, como es
natural, nos dividió: Memo la detestaba tanto como odiaba los filmes
soviéticos que llegaban a México. Jaime contaba que había conocido a
Ernesto Guevara en San Juan de Letrán, a la altura de la Alameda y Bellas
Artes. El revolucionario entonces era fotógrafo callejero y retrató a Jaime y a
Moza que paseaban por allí. Según mi amigo, habían conversado largamente
de todo menos de política. Aleco, por último, no sentía nada en común con el
fenómeno político que asombraba al continente, a lo sumo creía que Fidel
Castro y el Che Guevara merecían ser, por su bravura, de Ciudad Jardín.
Para gobernar, Aleco demolió el mito Satanás. El encuentro no fue en el
billar sino en Oriente 65, en los quince años de Martina, una niña de origen
cubano, cuya familia sentía verdadero horror por el comunismo de Castro.
Allí, Satanás golpeó al Pinocho, un muchacho que solía llegar a nuestras
fiestas y que era un bebedor inofensivo y simpático. Yo lo defendí y en medio
de las palabras exaltadas, lo reté. Salimos a la calle, tendría que enfrentar al
más despiadado de todos, pues todos habían contemplado la escena. Mientras
me quitaba el saco y la corbata, Chuchín intervino. Simplemente dijo va
conmigo y me apartó. Yo ignoraba cómo haría el Flaco Guzmán para vencer a
Satanás. Quizá confiaba en su agilidad y en su pasmosa habilidad para patear.
Así lo recibió: con una patada que golpeó primero al estómago y enseguida,
sin poner el pie en tierra, la cara. Satanás se transformó en Atila y se lanzó
sobre Chuchín. Antes de que llegara, apareció de entre las sombras Aleco, ya
en mangas de camisa, gritándole ya basta de tus pinches abusos, cabrón. La
pelea que parecía desigual, pronto fue adversa a Satanás, quien se batía en
retirada.
Yo pensaba intervenir para enfrentar satisfactoriamente a Satanás, pero su
derrota era cuestión de segundos y me quedé con los demás, apoyando con
gritos a Chuchín. El final fue sangriento y hubo necesidad de llevar a Satanás
con el Doctor: necesitaba unas puntadas y que le detuvieran la hemorragia de
la nariz. Marchó lastimosamente, solo, acompañado por el Rata. El resto de la
noche fue de festejo en el parque. El nuevo rey gobernaría con mayor justicia.
Con Aleco mantuve una amistad que se hizo larga. Conmigo no tenía
problemas a pesar de que nuestra relación nació de un pleito a golpes, yo
fingía aceptar que su padre había sido el novelista jalisciense. Más bien, me
importaba poco la mentira o la ingenuidad. Conmigo fue caballeroso. En los
inicios, tuve un altercado con uno de sus primos y para vengar el honor de la
familia se vio obligado a retarme. Llegó con una pequeña comitiva y me dijo
que tendríamos que partirnos la madre: ¿quieres que la pelea sea limpia o no?
Limpia, repuse. Nos fuimos a un callejón cercano al mercado de la Colonia
Postal. Me acompañaban Vicente, Luis y Jorge. Con él iban Andrés y
Alejandro, todos inútilmente trataban de que la pelea no se diera. Fue un
combate breve. Retrocedí en la primera parte, luego decidí que no era la
mejor táctica, que en corto, en el cuerpo a cuerpo, yo podría sacar ventaja, dos
golpes largos en la cara me convencieron. Era más fuerte pero menos flexible,
podría escabullirme de sus puñetazos si no le dejaba espacio. Así estuvimos
un rato más. De pronto, cuando yo pensaba rendirme, cuando sentí que iba a
perder la pelea con un enemigo por el que no sentía odio, Aleco dio por
satisfecha la dignidad familiar y, en consecuencia, terminada la lucha. No nos
despedimos, caminamos rumbo a Carola, la nevería, allí pedimos vasos y
coca-colas. Alejandro y Vicente, en el camino, habían conseguido una botella
de ron. Judith y Saula (primas) atendían el negocio. Brindamos e hicimos
proyectos para asaltar la casa del homosexual que Jaime y yo conocimos en
Acapulco. El ingeniero Vela vive solo en Narvarte: entramos por la azotea
saltándonos por el edificio contiguo, a los perros hay que dormirlos, al puto lo
madreamos y no dejamos que nos vea, unos buscan el dinero, los demás, joyas
y objetos de valor… Con dos copas, llamé a Judith y le pedí que entrara al
baño conmigo, cerraremos la puerta con llave, descuida. Adentro, la besé y la
obligué suavemente a que me masturbara: la pelea a puñetazos me había
provocado una enorme excitación sexual y debía calmarla.
Así comenzó una amistad que sólo concluyó cuando los recuerdos
perdieron vigor. Mi amigo se casó para siempre con Judith (porque sabía
cocinar «guisados muy sabrosos» y hacer salsas «bien picositas»), tuvo tres
hijos y sin darse cuenta dejó el billar, el alcohol, la afición por las raterías,
abandonó Ciudad Jardín y se hizo vendedor de productos de piel de marca
falsificada. No habló más del novelista que fue su padre y, al parecer, tampoco
volvió a ponerse la indumentaria del gladiador nato que era. Ignoro en manos
de quién quedó el cetro. Ya no tenía importancia, se trataba de un reino que se
extinguía, de un imperio que se desmoronaba. Lenta, seguramente. Unos
emigraban, otros morían y unos más se esfumaban, desaparecían en el aire
contaminado de una ciudad monstruosa y detestable, amada y odiada, pero al
fin distinta de la que conocimos en la niñez.
Georgina, Gina o Coquis
Georgina pasó por Ciudad Jardín. ¿Por cuánto tiempo? ¿Dos años, tres? El
suyo fue un caso extraño. Nadie la recordaba, ni siquiera Jorge, quien había
salido conmigo y con ella. A Georgina le decían Coquis y era una niña de
bonito cuerpo, provocativo para su edad, ligeramente menor, que asistía, como
yo, a sexto año de primaria cuando la conocí. Al parecer se enamoró de mí y
decidió enviarme una carta; se la regresé con correcciones ortográficas. Tuvo
que enamorarse de mí, yo era un héroe, al menos para la escuela: sufrí una
aparatosa caída al tratar de subirme sin pagar a un tranvía atestado para llegar
al plantel. Un señor joven y vigoroso me cargó las calles que faltaban y me
puso frente al director. Allí me vieron la rodilla, sangraba profusamente. Una
especie de enfermera hizo las curaciones adecuadas; a pesar de toda la sangre,
no era grave, pero para sentirse profesional dijo, pudo ser muy peligroso si
llega al hueso. Me enviaron a casa y en la tarde muchos compañeros, Coquis
entre ellos, me visitaron. Al día siguiente, cojeando, llegué a la escuela. El
director pidió un aplauso para mí y en su perorata habitual, antes de entrar a
los salones de clase, me comparó con los niños héroes que defendieron
Chapultepec de la invasión norteamericana en 1847. Todos aplaudieron la
hazaña de presentarme sin importar la herida en la rodilla ni los raspones en
los brazos. Jaime y Memo lo hicieron a regañadientes, Coquis con entusiasmo.
En realidad, mientras escuchaba la ovación solicitada por el director, pensaba
en que yo no era un niño héroe, simplemente era un exhibicionista.
Exhibicionista y tal vez cruel. Fui hijo y nieto mayor. El primer sobrino. Atrás
vinieron otros más, cinco primos. Pero la casa era mía y para mí. Como a los
seis o siete años de edad, hubo una reunión familiar. Ignoro la razón. Si fuera
hoy en día, sería Thanksgiving day o Halloween, pero era otro México y debió
ser día de muertos o de Reyes, por los regalos. Mis cinco primos hurgaban con
morbo por la casa, mientras sus padres departían en el comedor junto a la
figura aún imponente de mi abuelo. Los monstruos dieron con el cuarto donde
guardaba mis juguetes y mis balones y manoplas. De inmediato comenzaron a
tocarlos. Sentí una rabia ilimitada, una feroz necesidad de responder
brutalmente a su envidia porque ellos tenían menos cosas que yo, corrí y
comencé a golpearlos y a gritar como enloquecido. Cuando mi madre y mi
abuela llegaron todos llorábamos, yo de odio, los demás de miedo y dolor. Mi
abuela reprendió con dureza a los intrusos, a mis primos. Era en efecto el
favorito, el consentido, el primero y extrañamente el último: mis primos
murieron antes que yo, uno se suicidó, otro pereció en un accidente
automovilístico, los restantes padecieron enfermedades crueles. Fui el primero
y el último, el destinado a poner en una novela toda una vida o a dictársela a
Emilio Medina Mendoza para que él, a su vez, la pusiera en el papel, con sus
puntos de vista y sus observaciones.
Con frecuencia, veía pasar a Coquis por Sur 118 en busca de un teléfono
público, en ese entonces, en pequeñas tiendas o farmacias. Los días siempre
eran luminosos en Ciudad Jardín, el sol tenía un brillo peculiar y de noche era
posible ver un cielo estrellado y una luna deslumbrante. No es que lo bucólico
me llamara la atención, lo que ocurrió fue que una tarde de enero, alrededor
del día de Reyes, en el tranvía que nos regresaba de una larga exploración al
Zócalo a Jaime, Luis, Vicente, Yolanda y a mí, un viejo español dijo, ante la
total indiferencia de mis amigos, que se sentía un hombre afortunado al haber
llegado a México. Era un refugiado, un combatiente anarquista (de Madrid,
remarcó) que hizo la guerra de principio a fin, según explicó, con un fusil
mexicano enviado por la solidaridad del general Cárdenas; llegaba al exilio
definitivo derrotado y sin ganas de luchar más, se conformaba con ese sol
radiante de invierno de un país conquistado por sus antepasados. Sé que
estábamos en 1950 porque los titulares de los periódicos hablaban de la
guerra de Corea. Miré hacia lo alto y en efecto, nos rodeaba una luminosidad
magnífica. El madrileño siguió elogiando las bellezas de México; yo,
francamente, no las había notado ni tenía puntos de comparación, aquél era mi
universo, donde me formé, adquirí vicios, defectos y virtudes, me hice lector y
poco después escritor. Del confortable mundo de Ciudad Jardín salí para
casarme y titularme y luego estuve largo tiempo en Francia, de Francia fui a
España en ferrocarril para llenarme de tristeza con la dolorosa derrota
republicana y saber de las hazañas de poetas guerreros como Miguel
Hernández y de allí a Italia, país que me permitió notar toda la grandeza de
Verdi y de Miguel Ángel y crucé Alemania tratando de explicarme la inaudita
coexistencia de Goethe, Hegel, Beethoven y Thomas Mann con Hitler y sus
nacionalsocialistas y recorrí puntualmente Bélgica, Holanda, Suiza, regresé a
Francia y viajé por tierras portuguesas para dar una conferencia en Coimbra y
salté en un Comet destartalado a Inglaterra para buscar la casa de Sherlock
Holmes en Baker Street, la de Wells, la zona de Whitechapel donde actuaba
Jack the Ripper, Abbey Road y la tumba de Marx y estuve en la escuela de
Cuadros del Partido Comunista en la Unión Soviética en Moscú, donde con
asombro vi tres veces la momia de Lenin y los nichos donde reposan Stalin y
John Reed y en Leningrado me enamoré de una rusita rubia e ingenua, Luba, en
Buenos Aires visité a un Borges que había conocido a los mexicanos en la
figura grandiosa de Reyes y en La Habana me encontré con Carpentier y su
esposa Lilia y escuché el sentido del humor de Nicolás Guillén y siempre
hablé y escribí como habitante de la Ciudad de México, justamente de Ciudad
Jardín, hablé y escribí de sus pobladores y sus sueños, sus fracasos y sus
misterios, con el español que allí aprendí, con las ideas que asumí, con las
ambiciones que esas calles y parques me despertaron, haciendo el amor con
sus mujeres y luchando contra los mejores gladiadores de la capital. No tenía
sentido vivir de otro modo.
Yo era de Ciudad Jardín, no de la Ciudad de México. Mi cultura íntegra,
mi formación intelectual, mis sueños y pesadillas se dieron en ese sitio. El
resto de la capital y del país eran ciudades ajenas: Narvarte, Roma, Polanco,
Las Lomas, Del Valle, Álamos, Guadalajara, Morelia, Monterrey, Acapulco,
Veracruz… De niño, en bicicleta y en tranvía, solo y acompañado, llegué a
explorar con obstinada curiosidad antropológica y artística zonas como
Tlalpan, Xochimilco, San Ángel y Coyoacán. Miraba sus casonas y la
vegetación, escuchaba la manera de hablar de sus habitantes y su situación
económica cambiante. Como todos, nací y viví en una ciudad de ciudades, de
barrios, de colonias y nunca cuestioné mi pertenencia a la pequeña patria.
Sabía que todos mis antepasados venían de muy lejos, pero poseía una
conciencia o un espíritu colectivo que allí se fundió en uno. Poseíamos una
peculiar idiosincrasia y una manera de hablar y expresarnos, de ver a los
demás y al resto del mundo.
Ser de Ciudad Jardín me indicaba que mi formación venía de lejos y que
mi linaje era antiguo e infinito: yo descendía de hombres y mujeres que
caminaron por todo el planeta buscando las mejores tierras, los más hermosos
paisajes, las más soberbias aventuras. Yo era africano, asiático y europeo y si
deseaba hacer más precisas y recientes las ramas de mi genealogía, allí
estaban los guerreros aztecas y los conquistadores españoles creando, a partir
de la derrota de los primeros y con el triunfo de los segundos, una nueva raza
que entusiasmaría a José Vasconcelos, la mía, la mestiza, una mezcla de
mezclas, de peninsulares y árabes y de estos con habitantes de tierras
americanas. Por lo que siglos después sería la Calzada de Tlalpan (y me
gustaba sentarme en una de las fuentes que colocaron a un lado a imaginar el
pasado, a verlo, a escucharlo y a veces tocarlo) caminaron cautelosos los
primeros habitantes del valle siguiendo asombrosos ríos que alimentaban un
lago portentoso. Por esa misma ruta pasaron los conquistadores rumbo a
Cuernavaca, donde estaría una de las casas de Cortés y en la que Diego Rivera
exaltaría las virtudes de los revolucionarios de Morelos, indígenas y mestizos.
Esa misma avenida sería el escenario de dramática perfección para que la
caballería de Zapata marchara silenciosamente hacia su encuentro histórico
con Francisco Villa en Palacio Nacional. Mi abuelo materno cabalgaba no
lejos de Eufemio, hermano de Emiliano. Sé que en eso pensaba en enero de
1950 cuando Mao Tsé-tung acababa de triunfar en China y en Corea los
comunistas luchaban contra las fuerzas combinadas de Estados Unidos y sus
aliados, cuando Coquis iba a hablar por teléfono a quién sabe quién y yo la
veía pasar con sus piernas bien formadas y sus pezones apenas dibujados. Y lo
sé porque en ese enero de 1950, Joan Crawford inició la costumbre de regalar
juguetes a los niños pobres. Ignoro de dónde llegaban docenas de niños en
harapos, infantes sin pasado y sin futuro, sólo con un presente para mí
incomprensible. El día de Reyes, iban hasta la casa de las garzas y allí se
formaban y poco a poco las sirvientas los iban pasando y salían radiantes con
pelotas, muñecas y patines. Satanás, a sus diez u once años de edad, veía el
espectáculo con desprecio y señalaba irónico: Algún día esos cabrones nos
quitarán todo, serán los dueños de Ciudad Jardín, y yo sólo pensaba de dónde
vendrán tantos niños pobres, jamás imaginé que los demás no fueran como
nosotros, los orgullosos habitantes de esa zona.
Más adelante, ya en la secundaria, convencí a Coquis para que se fuera
con nosotros de pinta. Nosotros éramos Jorge y yo. Iríamos toda la mañana a
Los Dinamos y allí, le dije a mi amigo, le haríamos el amor. Lo pensé como
una especie de violación. Caminamos, en efecto, por aquellos parajes
solitarios. De pronto le pedí a Coquis descansar, hacer un alto y ella accedió.
La besé y cuando comencé a hurgar entre sus muslos, puso una resistencia
feroz. Jorge nada hizo y yo me alarmé ante la actitud defensiva de la
muchacha. Nos dimos la media vuelta dejándola en esa zona boscosa. Cuando
íbamos a perderla de vista, Jorge tuvo una idea sucia: Nos abrimos la bragueta
y le mostramos a Coquis nuestras vergas. Desandamos el camino y así lo
hicimos. Ella nos echó una mirada furiosa y mis reminiscencias más intensas
concluyen. Algún tiempo después, no mucho, Coquis se mudó y la encontré en
un restaurante típico vestida de china poblana cantando música ranchera y
boleros. En el escenario lucía hermosa, parecía una mujer y yo aún era un
adolescente. Salí del lugar.
Los recuerdos no estaban clasificados en mi mente, regresaron y se
acomodaron porque un día cuando yo andaba por los cincuenta años, mi
secretaria me dijo, señor, le llama Gina Scarlet. ¿Quién? Ése era el nombre
estúpido de una actriz de teatro que había comenzado como nudista hasta
llegar a una fama aceptable. Al parecer, era una mujer soberbia. Había visto
sus fotografías. Por puro morbo, tomé la llamada. Hola, me dijo una voz con
mucha familiaridad, cómo estás. Ante mi descontrol, dio algunos datos, soy
Georgina, Coquis, para que me reconozcas. El otro, es mi nombre artístico. La
historia, su historia, aquella que había vivido entre los doce o trece años y los
cuarenta en que me telefoneaba, era la que uno supone normal en el medio. A
pesar de ser una aceptable cantante de música popular, había sido vedette
largo tiempo, su estupendo cuerpo la había sostenido y ahora estaba a punto de
hacer teatro serio. Debutaría como actriz principal en una obra de Emilio
Carballido, Rosa de dos aromas. Me invitaba a verla en el teatro Rafael
Solana. Acepté, pero por una serie de conferencias en Estados Unidos no pude
ir ni al estreno ni a las funciones subsecuentes. Cuando regresé, la pieza de
Carballido se había convertido en un rotundo éxito. Gina al fin dejaba de
mostrar el cuerpo para probarse a sí misma, probarle a muchos, que podía ser
una excelente actriz. Estaba feliz cuando me habló largamente de su éxito.
Tienes que venir a verme, por favor. Y fui, una noche llegué al Rafael Solana y
vi la obra; en realidad Coquis era una estupenda actriz. Cuando iba a salir del
teatro, una acomodadora me alcanzó: Doctor Mendoza, la señora Scarlet
quiere que la vea en el camerino. Bueno, era lo que me faltaba, ir a un
camerino, como en las películas. Lucía más bella que en las fotografías, se
despojaba de la indumentaria dramática y pude verle las piernas morenas
perfectas. Estaba radiante, feliz. Mantenía la sonrisa infantil que le recordaba
de la escuela y de Ciudad Jardín. Platicamos y fuimos a cenar. El final era más
que previsible: hicimos el amor. Fue normal, como si lo hubiéramos hecho por
mucho tiempo, como si fuésemos esposos. Un solo detalle rompió la
monotonía de un acto celebrado por vez primera: ¿Qué quieres que haga?, me
pidió Coquis, Georgina o Gina, preguntando en el tono de una profesional del
sexo. Luego de terminar, pensé que mi amiga, seguramente había tenido que
someterse a los caprichos y bajezas de una buena cantidad de hombres que —
ella así lo imaginaba— le ayudarían a triunfar en su carrera.
¿Cuántas veces más nos vimos? ¿Cuántas veces más hicimos el amor?
¿Cuántas veces más hablamos de los años escolares o de Ciudad Jardín? No
lo sé. Gina era parte importante de mi nueva vida de recuerdos y nostalgias,
pero en ese presente de pasados, poco contaba su actual situación. Pasaba por
ella al teatro, íbamos a cenar y me hablaba de sus ambiciones de poner tal o
cual obra, de que la dirigieran los directores más famosos, y de convertir
alguna novela mía en guión cinematográfico para que ella actuara. Más que
proyectos eran aspiraciones vagas. Después de una larga temporada de más de
mil representaciones con Rosa de dos aromas, Gina hizo televisión. Le dieron
papeles más o menos destacados, quizá con la condición de que saliera con
poca ropa, medias negras y liguero. Dejé de saber de ella a no ser por algunas
notas periodísticas perdidas en las secciones de espectáculos de los diarios.
Georgina, Gina o Coquis, al decaer física y mentalmente, cuando ya sólo
hacía modestos papeles para la televisión como esposa malvada, madre
avejentada o, peor aún, abuela cursi, regresó a Ciudad Jardín que para
entonces y para ella era una suerte de Ítaca vieja y desdentada en la cual no
estaba Ulises y los pretendientes en vano buscaban a Penélope. Encontró un
departamento modesto y allí se instaló, sintiéndose protegida, como dentro de
un falso vientre materno. Sin familiares, sin hijos. Hasta ese departamento
llegué a depositar una carta, la respuesta a la que me envió cuando estábamos
concluyendo la primaria, cincuenta años después, donde le decía que la
amaba, que siempre contaría conmigo. La pasé por debajo de la puerta y nunca
volví a saber su opinión. ¿Tenía sentido? Mucho me queda de Coquis: su
presencia es persistente en pequeños e intrascendentes momentos de Ciudad
Jardín o en la escuela primaria; de Gina, muy poco.
Las tres esposas de Emilio
La primera, Regina.
La segunda, Elizabeth.
La tercera, Lucy.
Con cada una tuve una historia, pero antes, después y al mismo tiempo,
amé a muchas mujeres, cientos y cientos de mujeres. La lista sería infinita. Mi
carrera empezó desde muy niño. Con algunas duré meses, con otras, años. Las
tuve de un día y de horas. Hay rostros borrosos, a otros los veo con claridad.
He olvidado cómo fue el sexo con más de una y en cambio otras permanecen
junto a mí, como si hubiéramos concluido el amor hace unos minutos. Sé que
me acosté con Mayra, Meche y Luz María, pero no he sido capaz de mantener
algún recuerdo acerca de nuestra pasión sexual. Algunos amigos morbosos me
han pedido que haga la lista, que me ayudarían a establecerla, que debe ser un
récord de Guinness, que es importante para redactar la biografía de un
amoroso y me piden mis archivos, una interminable colección de cartas
escritas por mujeres. No creo haber sido un don Juan, fui un hombre en busca
del amor. Con mayor exactitud, soy un hombre que no merece admiración ni
odio, sólo piedad, pues nunca lo encontré. Nadie nunca me cantó el «Hymne à
l’amour» como la Piaf lo hizo con otros hombres, en consecuencia, ninguna
mujer renunció por mí a su patria y a su familia, nunca nadie me escribió como
Mariana, una carta portuguesa: Perdóname y disculpa a una pobre loca que
—¡bien lo sabes!— no lo era antes de apasionarse de ti. Adiós. Me parece
que insisto demasiado en el insoportable estado en que me hallo. Te
agradezco, en el fondo de mi corazón, todas las mortificaciones que me
causas y aborrezco la tranquilidad en que vivía antes de conocerte. Adiós.
Mi pasión crece por instantes. ¡Ay, cuántas cosas tengo que decirte aún! Las
mujeres que me quisieron siempre estuvieron profundamente cuerdas. El amor
y el sexo fueron sombras iluminadas que un monstruoso horno incineró junto
con mi cadáver.
Las expediciones de El Rata
Raúl desaparecía por días. Nadie lo echaba de menos, ni siquiera sus más
cercanos familiares como su madre. El tipo tomaba su bicicleta y recorría
grandes zonas al sur de la ciudad. Llegaba a donde comenzaba a formarse la
Colonia del Valle, a un lado de Insurgentes a la altura de lo que pomposamente
se llamaba Ciudad de los Deportes y que sólo poseía, en medio de grandes
llanos, una descomunal plaza de toros y un estadio de futbol. Cruzaba, para
ello, lo que pronto sería Narvarte. Emilio sabía de esos rumbos porque su
mamá le platicaba que por los llanos y potreros en proceso de urbanización,
caminaba con su padre hasta la residencia de su tío abuelo, Gilberto Mendoza,
quien era un senador adicto al Jefe Máximo, el general Plutarco Elías Calles,
cuyo poder pronto desaparecería con la llegada a la presidencia de Lázaro
Cárdenas, un militar de poca monta que supo convertirse en el mejor político
mexicano del siglo XX. Lo buscaban pidiéndole ayuda económica para comer y
pagar los estudios de su madre en la Normal.
Raúl el Rata llegaba hasta esos lugares y exploraba. A veces robaba algún
juguete, canicas, patines o un objeto de cierto valor. En una de esas
expediciones conoció a un pequeño grupo de muchachos mayores que él. Uno
de ellos, Arturo, al que le decían el Negro, lo tiró de la bicicleta. Raúl lo
enfrentó delante de otros dos: Luis y José. Las palabras dejaron de tener
sentido. El Negro lo descontó y Raúl, al verse tirado en el asfalto, reaccionó
con rabia. La pelea fue feroz. Nadie la detuvo, hasta que el Negro, asustado
del valor de su oponente, dijo estuvo bueno, ya basta, estamos a mano. Y se
dieron un abrazo con los amigos de Arturo como testigos. A partir de ese
momento, el Rata, cada vez que podía, iba a esas calles de la Del Valle y con
el Negro recorría otras zonas y juntos llegaban a la Colonia Roma. Con el
tiempo, los nuevos amigos de Raúl adquirieron apellidos y poder político.
Luis resultó Echeverría, José, López Portillo y Arturo, Durazo. Cuando el
segundo fue presidente de la República, el Negro, un ladrón y vicioso íntegro,
perfecto iletrado, hombre brutal e inescrupuloso, consiguió el grado de general
y fue jefe de la policía. Ya antes había ocupado cargos menores en el servicio
secreto y siempre se había llevado consigo al Rata. Primero lo hizo parte del
cuerpo de motociclistas, luego agente de la PGR y en todos mostró fidelidad y
ser una persona dispuesta a encubrirlo en sus peores negocios y, algo peor, a
matar por órdenes superiores o por simple placer.
El Rata podía ser un caso poco frecuente en Ciudad Jardín, pero más allá
de esas fronteras celosas, el mundo estaba lleno de Raúles, de tipos corruptos.
El pesimismo de Andrés Alba lo había hecho notar entre sus amigos: Este país
apenas ha tenido unos meses de libertad y democracia: unos pocos con
Madero y otros más con Cárdenas. Es el resultado de dos autocracias que en
trescientos años se funden y confunden para dar lugar a mi país imperfecto.
Pero había para él algo más: los aztecas representaban la espiritualidad, tenían
una religión y un arte donde reinaban los valores del alma. Sus dioses les
concedieron los metales preciosos y las joyas para el culto religioso, no para
atesorar, medrar y privar de la libertad a los demás. De España llegó el más
brutal y pendenciero materialismo disfrazado de religión católica, la
desesperada búsqueda de oro, plata y piedras valiosas, el saqueo y las
grandes matanzas. Una vez, de La Habana, en 1622, salió un barco: Nuestra
Señora de Atocha; esta nave, que llevaba muchas toneladas de oro y joyas, se
hundió y en pleno siglo XX un grupo de aventureros anglosajones pudieron
rescatar del naufragio más de cincuenta toneladas de riquezas. Llama la
atención uno de sus relatos que habla de una lluvia de esmeraldas provocada
por los instrumentos de succión. O el galeón llamado Nuestra Señora de la
Concepción, cuyo enorme peso en piedras y metales preciosos causó su
hundimiento. De allí, de los españoles, nos llega la triste herencia de
corrupción y necedad de atesorar dinero. El Rata representaba ese espíritu
aventurero y pervertidor, cruel, ansioso de riquezas de los españoles. La
espiritualidad desapareció entre los escombros del Templo Mayor en 1521.
Andrés concluía: la avidez por los tesoros en la conquista, el afán por las
propiedades manchó para siempre a la nueva raza, legado más español que
indígena. Encontraba profundas, abismales diferencias entre el México
Antiguo y el Nuevo Mundo: las páginas más poéticas y hermosas en el pasado,
las más abominables y execrables en el presente.
Tal vez Andrés exageraba en sus apreciaciones; coincidía con Eulalia
Guzmán, quien se había hecho famosa al afirmar que había dado con los restos
de Cuauhtémoc: los españoles, al llegar a México, jamás vieron sacrificios
humanos, estos quedaron en el antiguo culto a Huitzilopochtli, y sí a cambio
ellos, en el nombre de Jesús y su madre la Virgen María, inmolaron a miles y
miles de inocentes aprovechando su alta tecnología: el acero, las armas de
fuego y los caballos. Insistía con frecuencia: el mayor genocidio de la historia
no fue el nazi, fue el español: durante trescientos años eliminaron por millones
a tlaxcaltecas, aztecas, mayas, incas. Deberían ser juzgados por crímenes
monstruosos y, además, condenados a pagar indemnizaciones, como hicieron
los aliados con Alemania. Para consolidar sus argumentos, hacía una cita
extraña de Los bandidos de Río Frío: donde Payno trataba de probar la
cobardía humana, Andrés veía bondad, generosidad, respeto por el prójimo:
«Hernán Cortés se presentaba ante miles de indígenas valientes y aguerridos, y
en vez de aniquilarlo, como pudieron haberlo hecho mil veces, caían a sus
pies de rodillas.» Los aztecas, pensaba con vehemencia el joven, tenían un
orden superior que escribía su historia y su literatura con flores; con la derrota
vino la sumisión y allí prendieron los deplorables valores europeos. En todo
caso, el alegato de Andrés era parte de la conducta antihispanista que en esos
tiempos prevalecía en las escuelas públicas y en consecuencia por todo el
país.
En el mejor momento de sus vidas, en plena juventud, Raúl era un policía
ladrón, un extorsionador, un torturador, un asesino que participó con disparos
certeros en la matanza de Tlatelolco, mientras que Andrés estaba exactamente
del otro lado, inerme; primero fue un valioso dirigente estudiantil que pudo
escapar de la trampa mortal del 2 de octubre de 1968; enseguida de la
represión, iría a Corea del Norte en busca del entrenamiento militar que La
Habana no le quiso dar (No tendremos un Granma al revés, le dijeron los
cubanos sin capacidad para vislumbrar el futuro) y acabaría sus días como
guerrillero, siguiendo el ejemplo lleno de valor y coraje de Ernesto Guevara,
acribillado por militares y policías secretos, en compañía de otros cuatro
jóvenes, en la casa en que los combatientes imprimían propaganda, en la
recién construida Colonia Marte, no lejos del lugar donde nació y creció. En
la presidencia de la república estaba Luis Echeverría. Eran los primeros
meses de 1972. Alguien le hizo llegar a Emilio la atroz versión de que entre
los policías que dispararon contra Andrés Alba, estaba Raúl el Rata. El
guerrillero permanecía en la última habitación no tomada de la casa. Aún le
quedaba un cargador completo. Escuchó quejidos, súplicas, insultos y gritos
indefinidos. Desde muy pequeño había anticipado un final trágico y se
protegió tras de unos muebles desvencijados para recibirlo. Después de un
tiroteo que le pareció eterno, inacabable, comenzó a ser rodeado por una
mezcla extraña de militares de civil y de civiles uniformados. Estaba en el
suelo, ligeramente herido del hombro derecho. Iba a cerrar los ojos en espera
de la descarga mortal, pero un rostro muy familiar hizo que los abriera más:
era Raúl el Rata, quien dijo escupiendo las palabras: Sí, es uno de los jefes
guerrilleros, lo conozco bien e hizo el primer disparo. Lo siguieron muchos
más, con saña y odio. El cuerpo de Andrés quedó irreconocible, contrahecho,
cubierto de sangre.
Lo que sí fue un hecho probado, es que ambos estuvieron muy cerca uno
del otro en la Plaza de las Tres Culturas, en bandos opuestos, pero fuera de
Ciudad Jardín (después de 1966, año en que comenzó el éxodo, la diáspora,
solía decir Vicente) nunca volvieron a encontrarse, sin embargo, quedó un
sólido rumor: que el Rata disparó fríamente contra el cuerpo indefenso de
Andrés.
La extraña soledad de Jorge Núñez
Jorge Núñez no era un solitario, al menos sabía cómo defenderse de la
soledad. Vivía lejos de Ciudad Jardín, en el multifamiliar de Coyoacán, pero
nadie lo hubiera creído: todos los días, después de clases, jugaba en las calles
de Ciudad Jardín. Era respetado y si le decían Pulga era justamente por su
tamaño. Compensaba su poca estatura con belleza física. Sin duda era el más
apuesto de los jóvenes de su edad. Tenía un talento especial para los deportes.
Con el tiempo, Emilio descubriría su secreto: era tenacidad, deseos de ganar.
Si Jaime era capaz de sostener un balón de futbol por más de media hora o
hasta que nos aburríamos de verlo mantener en el aire con pies, hombros y
cabeza, Jorge era invencible en las carreras o en el futbol americano. En algún
momento, mientras un Emilio envejecido recordaba la juventud y se detenía en
las carreras de cien y doscientos metros contra Jorge, se decía era imposible
que me venciera: mis zancadas eran largas, soy alto, casi uno ochenta. Sí, sólo
que mirando al frente, jamás observó el rostro de su amigo: refleja una enorme
perseverancia, ganas de ser mejor. Con el tiempo lo fue. Para Memo, Luis,
Emilio o Vicente, aquello no era triunfar, pero dentro de los valores
convencionales, lo era. Jorge llegó, luego de una larga lucha en una empresa
de seguros, a ser el gerente general, sin haber concluido la secundaria y con
algunos estudios de contabilidad. Nadie de Ciudad Jardín lo vio más después
de 1966. Ni siquiera Jaime, cuya hermana Lourdes fue su primera y más
querida novia (de los quince a los casi dieciocho años de edad). Jorge
desapareció. Sabían de él por comentarios inciertos. Y eso era normal, pensó
más de una vez Emilio: su mundo nada tenía que ver con el de los demás: era
de empresarios. Jorge, por último, había encontrado en el éxito material, un
escape a la soledad.
El Pulga no supo gran cosa de su papá y nosotros apenas de su mamá. A
veces yo iba por él, sobre todo los sábados en la tarde: su departamento
estaba cerca de la casa de Gloria y Margarita Perales, con quienes salimos
una larga temporada; íbamos a bares o a buscar algún lugar donde bailar. A
Jorge le correspondía la segunda, a mí la primera. Gloria era de mi edad, pero
en la adolescencia las diferencias de edad son notables: parecía mayor, más
segura, fumaba con elegancia y solía vestir de negro, con medias y zapatos del
mismo color. Estudiaba el primer año de preparatoria en la 5, en Coapa, y era
una mujer asediada. Me encantaba tomarla del talle y besarla, sentir, todavía
con música de Glenn Miller, sus muslos y sus pechos firmes. Jorge y
Margarita, a su vez, disfrutaban bailando los primeros éxitos de Bill Halley.
Jorge tenía un extraño sentido de la lealtad. Al menos yo nunca pude
reprocharle algo: su amistad era perfecta. Si había acompañado a Satanás y al
Aleco a robar un motel, qué podía decir yo que no solía pedirles a mis amigos
llevar a cabo algún atraco. Los cometí, pero quienes me acompañaron fueron
por su propia voluntad, porque les pareció una buena diversión o una manera
de romper la monotonía o quizá como arriesgada experiencia. Alguna vez vi a
su madre, era una señora guapa, rubia natural, que fumaba incesantemente. Era
sábado por la tarde y solamente nos deseó buena suerte con las mujeres. En
realidad, no la tuvimos. Comenzamos a tomar unos tragos en casa de Vicente,
sus padres habían ido a Michoacán. De allí a una fiesta en la Colonia Nápoles,
en las calles de Dakota. Se trataba de una reunión de sobrecargos de Mexicana
de Aviación, todas jóvenes, todas hermosas. Hasta allá llegaron Ricardo y
Jaime. El departamento era amplio y para nosotros se trataba de un paraíso.
Cada uno se fue a platicar con quien pudo. Jorge y yo quedamos con dos
mujeres espectaculares: Alicia y Myrna. Bebíamos whisky y fumábamos
cigarrillos norteamericanos, más no podíamos pedir. Pero de pronto llegó un
capitán y vio que la fiesta se había poblado de jóvenes. El tipo, todavía
pretenciosamente uniformado, se sirvió un trago y, echando una mirada de
desdén, comentó que aquello parecía un kínder. Lo miré a cierta distancia y le
dije a Myrna: Oye, ¿no es el capitán Centellas? La sobrecargo se rió. Como si
me hubiera escuchado, el piloto caminó hacia nosotros y trató de llevarse a
Alicia. Lo detuve, está acompañada. El tipejo espetó: Ah, resulta que un
pinche existencialista va a decirme qué hacer con mis viejas. Mira, repuse
encarándolo, ni puta idea tienes de lo que significa ser existencialista, sólo
sabes volar, así que alza el vuelo y vete a chingar a tu madre. El capitán
Centellas me arrojó el vaso a la cara, con poca fortuna: se estrelló en la pared,
sobre mi cabeza. De inmediato reaccioné y me le fui encima, tratando de darle
un golpe definitivo; pero el piloto era más fuerte y pronto la pelea se
estabilizó en un departamento donde todas las mujeres gritaban y todos los
hombres festejaban el pleito. Antes de que la lucha se pusiera del lado del
capitán, Jorge le había dado un golpe perfecto, en el mentón, un gancho
envidiable, a una velocidad pasmosa y con una fuerza definitiva: el hombre
cayó al suelo y tras unos segundos de inconsciencia fue a gatas hacia su abrigo
donde, dijo, traía una pistola. Te voy a matar, me alcanzó a gritar en medio del
ajetreo y el desorden. Jorge me tomó del brazo y ordenó camina aprisa, pero
sin correr, voy atrás de ti, cuidándote. Lo hicimos y ya en la calle, vagamos sin
rumbo. Se quedaron Vicente y Luis. No te preocupes, repuso, se salvarán, la
bronca es contigo.
Durante una época, un tío mío que trabajaba en una importante
dependencia gubernamental, solía hacer una posada. Cada 16 de diciembre la
celebraba en el salón Riviera, me invitaba y me permitía invitar a dos o tres
amigos. Acostumbrábamos ir Jaime, su hermana, Jorge y yo. Bebíamos un
poco de whisky, no más y seguíamos el ejemplo de mis tías y tíos: bailábamos.
Los tres nos turnábamos con Lourdes. Al final, siempre sucedía lo mismo: mi
tío decía vamos a Xochimilco. En efecto, hasta allá íbamos, al Club de Remo
México, donde poseía una lancha india metálica, pintada de blanco con filos
rojos y el nombre con pesadas letras negras: La incógnita. Recorríamos los
canales de belleza fantasmal, solitarios y llenos de ruidos nocturnos,
misteriosos para nosotros los más jóvenes. Era un Xochimilco semejante al
que habíamos visto en una película del Indio Fernández cuya fotografía se
debía a Gabriel Figueroa: María Candelaria. Lourdes era diferente a sus
hermanos, era discreta, inteligente y, como Jaime, no parecía vinculada al
franquismo de la familia. Todos pensamos que ella y Jorge terminarían
casándose, era una relación respetuosa, casi pueblerina. No. Se separaron con
discreción y ella inició un romance con un argentino, el primero que conocí en
mi vida, que pronto terminó en matrimonio. Ignoro qué clase de matrimonio
fue. No tuvieron hijos y ella se metió a cuanta universidad pudo y se llenó de
licenciaturas, maestrías y doctorados sin ejercer nunca. Alguna vez, durante el
sepelio de la mamá de Luis, la encontré, conservaba la belleza y sus facciones
finas se habían acentuado; pensé que parecía personaje de Modigliani. Al
verla, recordé a Jorge y lo eché de menos, podría buscarlo, dar con él, ¿para
qué? Estábamos en sitios en verdad opuestos, no tenía sentido iniciar un
auténtico diálogo de sordos, a esas alturas yo era un hombre que me
consideraba de izquierda, un escritor de fábulas y fantasías y él un empresario
que seguramente carecía de mis nostalgias, cuya realidad era de números y
propiedades. Yo únicamente tenía pasado y el raquítico presente lo utilizaba
para escribir sobre nuestros años de juventud, él no tenía recuerdos, en algún
momento extravió la memoria, buscaba un futuro y un patrimonio que se
convirtiera en sólida herencia.
Mientras enterraban a la mamá de Luis, Vicente consolaba a Martha y los
pocos sobrevivientes de aquel grupo rezaban y hacían uso de los insoportables
lugares comunes que sobre la muerte se formulan en todo sepelio nacional, yo
hacía recuentos. Nadie vivía en Ciudad Jardín y los que se quedaron o
regresaron no estaban allí, ni siquiera tenían por qué estar: desde hacía años
rompieron con el pasado para esperar mansamente la muerte. Vi rostros
envejecidos, los cuerpos encorvados de las escasas mujeres que fueron
deseables atentas a su nueva situación de madres y abuelas y recordé la larga
hilera de personas fallecidas que habían quedado a mi paso: desde mis
abuelos, mi hermana, mis padres y demás familiares, hasta mis más cercanos
amigos y camaradas. Discretamente, sin despedirme, dejé el Panteón Francés,
caminé buscando la salida; el sol brillaba, pero yo sentía la tarde triste y
lluviosa. Debía apresurarme a escribir mi novela.
De todos, el primero en trabajar fue Jorge. Entró como contador en una
enorme empresa aseguradora. Sus amigos se preguntaban dónde había
estudiado, era un misterio. Pero el caso es que fue avanzando y pronto,
diariamente, a eso de las seis de la tarde, Jorge se aparecía en el billar de don
Pepe para jugar dominó. Vestía impecables trajes bien combinados con las
corbatas y su modo de hablar había sufrido modificaciones, si bien antes no
era un joven mal hablado, ahora utilizaba un lenguaje más sofisticado y más
parco, escuchaba y nos miraba con desatención, en ocasiones, creí descubrir
algún desdén en sus ojos. Los sábados no cambiaron. Jorge aparecía en las
mañanas para un partido de futbol americano o beisbol y en las noches (solía
mudarse de ropa en casa de Emilio) a buscar juerga, fuera en una casa
particular o en algún tugurio de mala muerte y pésima reputación como Casa
Blanca, Siglo XX, Denver, La Bola, Tío Sam, Azteca o El Infiernito. Jorge
solía aportar la mayor cantidad de dinero, trabajaba y no tenía más gastos que
vestirse bien. Sin embargo, Jorge empezó a disminuir la frecuencia de sus
visitas a Ciudad Jardín; si antes estaba de la mañana a la noche y solía
quedarse a dormir en casa de Emilio o de Memo, ahora iba sólo por momentos
y a veces no se le veía en días y luego en semanas, hasta que desapareció.
Eran los meses finales de 1965 cuando Ciudad Jardín comenzó su decadencia.
La Joan Crawford dejó de regalar juguetes, apenas la veíamos, decrépita,
asomar por un balcón en busca de un poco de sol. Una tarde unos cuantos
familiares sacaron el ataúd gris acero y las garzas volaron y ningún niño pobre
fue a despedir su cadáver. Los artistas de cine desaparecieron, en especial las
mujeres más jóvenes, aquéllas que nacieron allí como Patricia Conde y Fany
Cano, estrellas del más deleznable cine mexicano, y las familias de mejor
posición económica se mudaron a Narvarte, a la Del Valle o más lejos. Yo
estaba ya casado y tenía un departamentito en Avenida Coyoacán, lejos de
Oriente 55. Las calles de Ciudad Jardín habían enmudecido y nadie las
utilizaba para jugar encantados o futbol, el Abogado no estaba más para dirigir
el tránsito ni el billar de don Pepe recibía a jóvenes ávidos de peleas, juegos
de carambola y dominó, de alcohol y pláticas soeces. La peluquería del
Pachuco se esfumó en el aire. El burdel 227 fue clausurado y lugares aledaños
para bailar danzón y ritmos tropicales como el Salón Anáhuac, el California
Dancing Club y El Nereidas desaparecieron o se hicieron sitios para una
ridícula clientela de «intelectuales progresistas» y personas que buscaban
inútilmente las emociones que sólo esos tugurios brindaron en el pasado, entre
putas y padrotes, en medio del alcohol y la marihuana. Pese a la proximidad
del 68, con la música de los Rolling Stones, los Beatles, Procol Harum y Bob
Dylan, las drogas y la liberación femenina, la guerra de Vietnam y Cuba aún
como posibilidad revolucionaria, una nueva generación surgía entre los
escombros de la anterior, anodina, sin ningún interés. Memo, Vicente, Luis,
Jaime y los demás se habían convertido en adultos y Atala, Martha, Yolanda,
Elsa y las demás eran señoras con hijos. La imaginación dejó de ser
imaginada. Era natural que Jorge desapareciera. No sería más el Pulga, sino un
hombre poderoso. Su soledad, la que evitaba yendo todos los días a Ciudad
Jardín, tenía nuevos obstáculos: su oficina era asediada por empresarios e
industriales en busca de negocios en cuya compañía se sentía a gusto.
Ciudad Jardín se hizo un placentero lugar para nostalgias.
Adiós a Dios
Sartre dejó de creer en Dios a los once años de edad, yo a los quince. En mi
caso todo ocurrió de modo muy natural y casi literario. Al principio me
fastidiaba ir a misa, iba simplemente por cumplir con un rito social que
alrededor predominaba, lo hacía por acompañar a Yolanda, Atala o a
cualquiera otra de las mujeres que rodearon mi niñez. Que yo recuerde, mis
mayores nunca me obligaron a ir a Santa Rita de Casia. Mis abuelos maternos
veían con agrado que yo me confesara y comulgara el viernes primero de cada
mes, pero si me ausentaba de tales hábitos religiosos, apenas externaban
alguna opinión o comentario. Un día, Sergio me leyó en el Novedades (diario
que recibían puntualmente en su casa porque a la familia le gustaba la columna
de sociales «Ensalada popof» de Agustín Barrios Gómez) una noticia que
advertía de la sobrepoblación en el planeta: ya tenía casi dos mil millones de
habitantes y seguía creciendo con desmesura. La única respuesta que se me
ocurrió fue una broma: Imagínate la producción celestial de ángeles de la
guarda. Si cada uno de nosotros tiene un ángel protector, el Cielo debe crear
millones de ellos. Pronto habrá sobre población lo mismo en el Cielo que en
la Tierra. Me reí de aquello y Sergio compartió la ocurrencia ingenua.
Pero en realidad era una forma incipiente de manifestar mi incredulidad y
escepticismo. Había leído ya El origen de las especies de Darwin que mi
mamá me regaló en una colección llamada Grandes pensadores y dos libros
que me parecieron fundamentales: Origen de la vida de Oparin y un libro de
Jean Rostand que recuerdo con especial afecto: El hombre y la vida. Una de
sus frases se me grabó: «Los que creen en un Dios ¿piensan tan
apasionadamente en su presencia como pensamos en su ausencia nosotros, los
que no creemos en Él?»
Dios se fue de mi vida rápidamente. No ocurrió ningún hecho violento,
nada me sacudió, simplemente me resultaba imposible seguir creyendo en la
existencia de un ser sobrenatural y todopoderoso al que responsabilizamos por
nuestros males y por los golpes de fortuna y felicidad. Sí, Dios desapareció de
mi vida. En silencio. En mis memorias traté de explicar casi científicamente su
extinción. No me sentí mejor ni peor. En todo caso, me hice racional. Nunca,
que yo recuerde, lo he lamentado: mi madre murió sin acudir a la religión; al
contrario, agónica, rechazó el auxilio espiritual que le ofrecieron unas monjas
en el hospital y sé que mi padre, más bien deduzco por relatos inciertos,
falleció al margen de Dios. Un solo hecho me produce alguna pena: mi abuelo
materno, antes de morir víctima de un brutal cáncer en el rostro, tratando de
controlar el dolor, ayudado por drogas, me pidió con voz apenas audible que
volviera a Dios, que no lo rechazara. Le respondí afirmativamente, pero en
medio del llanto, sabía yo que Dios se había marchado para siempre de mi
lado y lo consideraba un hecho afortunado. Las férreas creencias del resistente
viejo no dejaron de sorprenderme: como cada semana, a lo largo de varios
meses, pareció morir, lo primero que mi abuela hacía era llamar al sacerdote.
Las dos últimas veces, los curas, fastidiados de tanto viaje, decidieron no ir a
proporcionarle la extremaunción. Debió ser terrible para él, sentir que la
muerte lo envolvía sin que Dios se hiciera presente en la imagen del padre
Gabriel o del padre Miguel. Desde entonces he vivido sin ataduras, en plena
libertad. Algo semejante a lo que me ocurriría mucho más tarde: cuando decidí
no volverme a casar o tener pareja permanente: sentí tranquilidad, paz interna,
un enorme alivio.
«Sentar cabeza»
Creo que no sólo mi madre sino también amigos y familiares, cuando yo
andaba cercano a los cuarenta años de edad, me demandaron entre broma y
broma un hecho de aparente sencillez e imposible de llevar a cabo en algún
caso, el mío entre otros, «sentar cabeza», madurar, no hacer cosas locas, no
romperse la cara en plena calle, no crear escándalos en las reuniones y no
criticar al Estado y en general a la parte de la humanidad con la que he estado
en pugna permanente y tal vez definitiva. Imposible. Sin embargo, se puede
llegar a la madurez, a la serenidad y a la amplia reflexión casi filosófica con
la edad, cuando se han cumplido muchos años y el cuerpo exige algún reposo y
un par de copas es suficiente y las drogas te afectan más de lo debido y los
males aparecen impetuosos y arrogantes ante médicos inútiles, frívolos y
enamorados del dinero. Entonces sí, es el momento de sentar cabeza.
Mi mamá me lo pidió cuando era una tarea complicada y seguramente me
haría un pelmazo. Había nacido guerreando y así moriría, pensé, y también
pensé en las mujeres y en el alcohol. Lo más curioso es que poco después mi
madre entraría en una larga y definitiva inmadurez. Qué extraño: pasó de la
madurez al estado contrario con una asombrosa facilidad. Fue a fiestas, se hizo
de amigos jóvenes y despreció a los restos de su familia por convencional y
anodina. Sus años dejaron de ser tediosos y empezaron a ser fantásticos:
aprovechaba su cultura, inteligencia e ingenio para burlarse de sus semejantes,
para zaherir a la sociedad, para ironizar a todos los que se encontraban a
mano. Era un gusto beber con ella, visitarla con mi esposa o llevarle a mi
compañera en turno, a todas las recibía y las dejaba profundamente
impresionadas con su vitalidad recién adquirida. Bebíamos, bailábamos,
íbamos a restaurantes, festejos y cabarets y ella se apoderaba de la reunión y
actuaba de manera irreflexiva. Total, ya no tenía hijos que cuidar, disponía de
una buena cantidad de dinero, casa propia y un chofer, no necesitaba sino
hacer lo que no pudo hacer en su juventud. Su pareja, un hombre físicamente
poderoso y que llegó a ser longevo, apenas era capaz de seguirle el paso, y
llegó el día en que el pobre hombre no fue más aceptado en su casa. Yo le
pregunté las razones del rechazo. Mi madre repuso mirándome con fijeza en
una tarde de lluvia: Ya es un ancianito aburrido, me lleva más de veinte años,
no puede beber más, comienza a tener achaques y enfermedades, camina con
dificultades, no le gusta ir a restaurantes porque se fatiga… Que sus hijos
cuiden su vejez, no yo. Tenía razón, si aquel hombre nunca tuvo la osadía de
vivir con mi mamá a causa de su eterno y único matrimonio, no había razón
para soportar su tardía madurez producto de sus noventa años.
Yo recordaba a ese hombre hoy desdeñado: fue un digno político menor, un
hombre que había hecho la Revolución de 1910 y que creía en sus principios
y, lo más grave, en sus resultados. Era bueno y sencillo, excelente bebedor y
tenía algún sentido del humor rústico que contrastaba con el de mi madre, tan
apoyado en lecturas y grandes autores. Pero se quisieron. Lo que me llamaba
la atención es que aquel hombre había entrado en la etapa de reflexión que la
gente llama madurez, sólo vencido por la edad. Dentro de tales parámetros
edificados por una sociedad imbécil, lo contrastante fue que mi mamá murió
en plena etapa de inmadurez, luego de una divertida fiesta en donde hizo
espléndidas bromas.
¿Habría llegado al fin mi momento de madurez? Si uno observaba las
frutas, éstas pasan con una rapidez desconcertante de la madurez a la
podredumbre. ¿No sería mejor acabar la vida en medio de actos y acciones
irreflexivas, de hechos desconcertantes para la mayoría, incomprensibles para
la axiología de grandes y jóvenes, todos absortos en triunfar en lo que fuera y
por triunfo siempre se entiende una tonta familia y un patrimonio que asegure
la vejez?
¿Maduraría al fin, entraría en una época que me asegurara el respeto de los
demás o seguiría teniendo al frente una sociedad abigarrada y torpe,
uniformada por la estupidez, me vencerían los males de toda clase, o en mis
días finales la gente continuaría mirándome como un ser raro, moriría
dignamente intentando un orgasmo, insultando al presidente de la república,
lejos de toda esta mierda, peleando quizá por alguna causa remota y ajena a
mis creencias?
El largo viaje de Patricia Vilchis
Los Vilchis no sólo tenían un apellido extraño, eran asimismo raros por su
capacidad para ser santurrones. Como sus vecinas de enfrente, las cursis
Chiquis y Chocha, la familia Vilchis pasaba buena parte del tiempo en Santa
Rita de Casia. Alberto siempre fue Beto y Patricia no se casó jamás. Mi
abuela apenas los saludaba y, pese a la vecindad, nunca se detuvo para una
conversación. Tenían una pianola que pocas veces utilizaron, a diferencia de
Gustavo, que por años usó su piano.
Beto era pelirrojo y pecoso. A veces platicaba con Jaime y Sergio, pero
con el tiempo, ambos lo dejaron por aburrido, por su incapacidad para los
deportes y para las travesuras. El señor Vilchis tenía un Ford anterior a la
Segunda Guerra Mundial, probablemente 1937 ó 38. Los sábados salían a
pasear en el desvencijado vehículo, todos, incluida la solterona de la familia,
la tía Jose, una dama elegante y excesivamente pintada que trabajaba en un
banco como secretaria ejecutiva. Un sábado en la noche hubo agitación en la
casa de los Vilchis. La tranquilidad de Oriente 55 fue rota y llantos y berridos
se escucharon hasta mi habitación. Me asomé por la ventana y supe que el
señor Vilchis había muerto de un infarto. La preocupación no era el desamparo
de la familia sino que el hombre falleció sin recibir la extremaunción.
A partir de entonces los Vilchis se hicieron más discretos. En el garage
pusieron una tienda donde preferentemente vendían dulces y golosinas y en el
patio edificaron dos pequeños departamentos para rentarlos y vivir de ello.
Poco a poco la familia fue perdiéndose más y más en la oscuridad. No tengo
mayores recuerdos y nadie en Ciudad Jardín podría decir algo sobre Beto,
Patricia, su madre y la solterona. En 1970, cuando yo comenzaba a
familiarizarme con la vida de estudiante en París, en la Cité Université hubo
un mitin para dar un distante apoyo a los estudiantes que eran reprimidos ahora
por Luis Echeverría. Los mexicanos convocamos a los demás estudiantes y en
la Casa de Portugal gritamos contra la dictadura priísta. En el ambiente
sobrevivían los aires del 68 y Sartre era respetado no sólo por sus obras de
teatro, sus novelas y su pensamiento existencialista, también lo era por su
incorporación decisiva a los movimientos revolucionarios juveniles y sobre
todo por el coraje de rechazar el premio Nobel de Literatura. Hablé del 68
mexicano, de la masacre de Tlatelolco y en general de la situación opresiva de
mi país. Enseguida de mí, subió un joven que a primera vista parecía viejo por
el pelo cano. Se llamaba Rey. Mientras invocaba a Marx y a Lenin
equivocadamente y en un francés horrible, pensé en lo distante que estábamos
del pensamiento más avanzado. Tal como decía el propio Marx, vivíamos en
la prehistoria. Al concluir su aburrida perorata, se dirigió hacia donde estaba
yo con un grupo de latinoamericanos y franceses. Me saludó efusivamente y
me dijo que su compañera me conocía. Nos alcanzaría en unos minutos. Ellos
vivían en la Casa de México.
Su compañera resultó ser Patricia Vilchis. Realmente me sorprendí, en mis
recuerdos estaba sepultada en alguna oficina del DF o tal vez había seguido
los pasos de su tía Jose. Pero no, estaba en París, frente a mí, había perdido el
aire de beata y mostraba unas piernas bien moldeadas y un escote provocativo.
Rey dijo ser escritor de novelas, que estaba preparando una de ambiente
griego. Por eso vamos a Grecia, añadió mi amiga de la infancia con una voz
desconocida para mí. ¿Y Beto?, alcancé a preguntar antes de darme cuenta de
su embarazo. ¿No supiste? No. Ah, continuó con desenfado, se vio envuelto en
un lío de faldas y lo mataron.
Cómo cambian las cosas, pensé mientras recordaba aquel niño pecoso
incapaz de decir palabrotas o de cometer un acto violento. Lo vi de nuevo
enfundado en su traje azul marino saliendo o entrando a la iglesia, a punto de
levitar. Es devoto del Sagrado Corazón, es un ángel, quizá debería inscribirlo
en un seminario, oí alguna vez decir a la madre. Y ahora Beto, como dicen los
corridos, le rendía cuentas al Creador y su hermana estaba en París, en un
mitin político de jóvenes izquierdistas, embarazada por un charlatán que
viajaba siguiendo «la ruta de Hemingway y de Cortázar para terminar con la
de Durrell».
—¿Y por qué a Grecia? —volví a interrogar incapaz de platicar con la
pareja.
Rey me repuso con un tono pedante:
—La Grecia de Pericles y Homero, la de lord Byron…
—La de Melina Mercuri —añadí tratando de romper la pomposa
conversación.
Y antes de despedirnos, me enteré de que allá, cerca de la Acrópolis,
«bajo el manto de los mismos dioses que protegieron a Ulises y a Aquiles»,
nacería su hijo.
Cuando llegué a Grecia, durante unas vacaciones, Pericles no estaba,
tampoco Byron ni Homero platicaba con Platón y Sócrates, pero vi un país
saqueado por los grandes museos de Europa y Estados Unidos, con largas filas
de nuevos griegos en espera de ingresar a las iglesias y con una dictadura
brutal. Rey y Patricia no aparecían en ninguna isla. Tampoco los vi en México.
Supe por amigos comunes que el hijo griego de Patricia y Rey había nacido
con síndrome de Down y que al verlo, su padre había huido a Italia y allí
conoció a una romana dispuesta a seguirlo hasta La Paz, Baja California,
donde la pobre, que supuso seguir al Moravia del norte de México, tuvo que
trabajar de mesera. Patricia Vilchis regresó como pudo a México, vendió la
casa de Ciudad Jardín y vivió como una viuda resignada con su hijo al que
inútilmente intentó que aprendiera de memoria el padre nuestro y el ave maría
en latín.
La vida secreta de Aleco
El alcohol se hizo para dos cosas: para manifestar una grosera alegría y para
realizar atroces confesiones que anticipan el psicoanálisis.
Alguna vez, Aleco, mucho antes de casarse, cuando estaba a punto de ser
vendedor de productos farmacéuticos, me confesó, derrotado, que no aspiraba
a otra cosa. Yo traté de animarlo. Tu inteligencia da para más. Pero ésa fue una
noche de tequila y confesiones de su parte, de la mía, yo sólo utilicé mi vida
oscura para escribir cuentos y novelas, no para entretener amigos o despertar
el interés seudocientífico de charlatanes. No sabía cómo demonios comenzar.
Por el principio, lo estimulé con rudeza.
Su historia, para él, era compleja y atroz. Para mí, indigna de una pena de
tantos años. Durante un viaje con sus primos a Ciudad Juárez, en un bar
sórdido de mexicanos y gringos, se había visto envuelto en una riña. Un
mexicano violento, para impresionar a las putas, lo retó. Aleco lo midió de
arriba abajo, con frialdad, pero no se puso de pie, siguió bebiendo con sus
primos. El tipo hizo alarde de su machismo y fuerza ante un público ebrio y
deseoso de violencia, en especial de gringos cabrones que acuden por docenas
a las ciudades fronterizas a romper el orden que en Estados Unidos es
sancionado. En algún momento, mi amigo les explicó a sus familiares: Este
ojete ya me calentó, y se dirigió al bravucón para asestarle primero un
botellazo en la cabeza y enseguida, sin transición, una serie de brutales y
demoledores golpes a la cara. El tipo perdió el sentido y Aleco decidió
abandonar el sitio llevándose a la puta y a sus primos. A medio camino, fue
alcanzado por un tipo que gritaba y clamaba por un pleito mayor, cabrón, me
descontaste, vamos a darnos en la madre derecho.
Aleco, desesperado, furioso, tomó del cinturón de uno de sus primos una
38 y le descerrajó dos tiros en el pecho a su perseguidor. La muerte fue
instantánea. Los disparos alertaron a los amigos del pendenciero. Aleco y sus
parientes corrieron hasta sentirse a salvo. La puta seguía con ellos. Aleco,
ahora descontrolado, no supo qué hacer y antes que ocurriera otra muerte le
dijo ¡vete! Y no digas nada porque te mato, hija de la chingada.
Todo eso, la borrachera que acabó con un crimen, sucedió en minutos.
Aleco se despidió de sus primos, a quienes les hizo jurar silencio. Pero con el
tiempo la preocupación había crecido. El arma, los testigos de la pelea, sus
primos y la prostituta. En cualquier momento la policía vendría por él. Lo
dudo, ha pasado mucho tiempo, traté de tranquilizarlo. Estábamos en el
parque, solos, y eran alrededor de las once de la noche. Entre nosotros, la
botella de tequila cambiaba constantemente de dueño y la luna llena iluminaba
satisfactoriamente a Ciudad Jardín. Aleco pasó del temor al patetismo. Dime,
Emilio, tú eres mi mejor amigo, ahora que sabes de mi asesinato, que soy un
criminal, ¿seguirás siendo mi cuate?
—Por supuesto, Aleco, me vale madre que hayas matado, en todo caso fue
en defensa propia.
En efecto, la historia del crimen no me impresionó mucho, quizá no supo
narrarla, en cuentos y novelas había leído peores asesinatos bestialmente
contados y entre nosotros, el Rata había relatado la historia de un rufián al que
tuvo que matar a golpes para confirmar lealtad a uno de sus jefes policiacos de
apodo el Negro. Conmigo su secreto estaría a salvo. Y lo estuvo, porque
olvidé la atrocidad. Ahora reaparece dentro de mis recuerdos, creo que es
posible señalarla: Aleco, según me han dicho, ha muerto de un ataque al
corazón. Como dicen las notas necrológicas, le sobreviven Judith y sus hijos.
Sus primos y la prostituta fronteriza cumplieron el juramento de guardar
silencio. Nadie buscó al autor del asesinato. Imagino que pocos echaron de
menos al bravucón. Aleco cometió uno más de los miles de crímenes perfectos
que se llevan a cabo en el mundo. Fue la mejor prueba de que hay crimen sin
castigo y de que el asesino nunca vuelve al lugar del crimen. Aleco no regresó
jamás a Ciudad Juárez.
La triple vida de Liza
No, no miento: me encontré a Chiquis y a Chocha, no han cambiado, siguen
siendo casi gemelas, se visten igual y, me imagino, piensan igual. Caminaban
tomadas de la mano.
—No puede ser, deben tener ya más de treinta años, muchos más, las
recuerdo menores que yo. Tendrían que haber madurado.
—Oye, si Jaime se vestía de vaquero a los quince años y al año siguiente
se creía Fangio, por qué estas tipas no tendrían derecho a seguir siendo idiotas
toda la vida. ¿Recuerdas a los padres? Apenas, ¿verdad? Eran invisibles, pero
qué tal sus hijas, siempre con enormes monos, vestidas como muñecas de
trapo, ambas chapeadas, incapaces de platicar o al menos saludar a los
vecinos. Deben ser vírgenes a menos que alguien se haya acostado al mismo
tiempo con las dos.
Emilio se resistía a creer que aquellas antipáticas niñas ahora fueran dos
antipáticas mujeres maduras solteras. Por años las miró caminar por las calles
de Ciudad Jardín; desde su ventana podía verlas arreglándose una a la otra,
acicalándose como gatas en un balcón morbosamente lleno de juguetes de
peluche, que se mostraban a la curiosidad de los vecinos con impudicia.
Durante la adolescencia, Luis hizo notar que tenían buenas piernas y que
deberían intentar hablar con ellas para ir a una fiesta o al menos a la nevería.
Fue un experimento que fracasó ruidosamente. Las jóvenes siguieron de largo,
con total indiferencia ante las palabras amigables de Luis y Memo. Chiquis y
Chocha no estaban educadas sino amaestradas. Emilio dijo que sus padres las
preparaban para terminar sus días en un convento; en una época hasta les
decían las novicias voladoras en alusión a un cursi programa televisivo.
Pero fuera de esos encuentros, las dos mujeres no tenían historia, de qué
podían hablar entre ellas, sólo criticar a los demás, ver como algo
escandaloso la vida de cada uno de los vecinos: Emilio no tenía padre,
Vicente bebía desde joven, Memo sería calvo, Jaime era un flojo y bueno para
nada, el Rata terminaría en la cárcel, Andrés era un rojo repugnante, Martha
una loca, Atala tenía las piernas chuecas, el Flaco Guzmán era un pervertido,
Liza una hipócrita… Nada se les escapaba. Desde su balcón miraban con
discretísima atención lo que a su alrededor pasaba. Y lo mismo ocurría en las
calles cuando caminaban hacia la escuela o a la iglesia. Jamás pasaron frente
al billar o la peluquería del Pachuco, el Abogado les daba miedo y ante su
posible encuentro, corrían gritando las palabras que Emilio sólo escuchó en
las películas: ¡socorro, auxilio! Siempre tomadas de la mano, ¿así dormirán?,
se preguntaban muchos, ¿de tal forma irán al baño? Siempre criticando,
chismoseando.
Pero si en algunos casos la vida nunca existió o fue evitada por ser
pecaminosa, en otros, la gente se entregaba a sus peligros con tal de
aprovechar los pocos años lúcidos que la naturaleza concede. En la primera
calle de Oriente 55, en una esquina de grandes árboles, jacarandas y truenos,
estaba el enorme caserón de la familia Fuentes. Liza parecía destinada a
Memo. Al menos eso suponían todos los amigos, en particular cuando pasaron
los años y ella y él seguían viéndose a pesar de que ambos estaban casados y
fingían matrimonios virtuosos. Sin embargo, cuando Memo fue a vivir a
Jalapa, Liza conoció a un ingeniero capaz de beber litros de alcohol sin
tambalearse, era un hombre simpático, mujeriego, frívolo y brutal. Los
presentaron durante un momento en que el esposo estaba de viaje. Como en las
novelas baratas, fue un encuentro accidental en un restaurante. Ambos
esperaban mesa para comer solos, mientras aguardaban las indicaciones del
capitán de meseros, iniciaron una conversación sin mayor trascendencia y
concluyeron en la cama. Cómo fue eso: Liza estaba enamorada de su marido y,
obviamente, de Guillermo. Con dos o tres copas, se sintió feliz, distante de su
esposo y de su amante. El hombre era atractivo y «muy varonil», pensó. Los
temas fueron haciéndose provocativos y ella no los rehuyó. No le pareció
extraño que le rozaran la mano y luego sus piernas se encontraran con las de
él, más bien que aceptaran el contacto casi sexual. Los postres nunca llegaron,
ambos estaban excitados. La cama muy pronto fue buscada por Liza. Y el
hallazgo de una relación sexual tan distante de lo que Memo y su esposo
podían darle, fue una auténtica locura. Se revolcaron desnudos, se besaron y
lamieron cada parte del cuerpo, terminaron una y otra vez y ella permitió que
le hiciera cosas que apenas intuía. Fue una noche memorable. Descubrió que
ni Memo ni su marido sabían hacer el amor, que hasta ese momento había
gozado de simulacros eróticos. No dejaría que eso desapareciera, pero
tampoco abandonaría a sus dos primeros amores, cada uno, a su manera,
representaba algo muy importante. Guillermo era guapo, casi elegante, de
buenas maneras y le gustaba la música clásica. Su esposo era un hombre
gentil, delicado, atento a sus deseos, «buen proveedor». José Luis la
«enloquecía», sí, ése era el término adecuado: desde que lo veía y a veces
antes, sólo pensando en él, Liza comenzaba a excitarse, se humedecía de
manera asombrosa y cuando la tocaba y la acariciaba antes de penetrarla, ella
se entregaba plenamente, podía hacer cualquier cosa por brutal o indigna que
fuera. José Luis, a pesar de ser un hombre acostumbrado a las relaciones
sexuales con distintas mujeres, encontraba a su nueva compañera
sencillamente asombrosa. Le gustaba verla perder la calma, la educación, la
fineza con la que se comportaba cotidianamente y usaba términos ordinarios
como deja que te la mame, métemela hasta adentro, pégame, dame por atrás,
embárrame toda de semen. Y José Luis gozaba aquella pasión, soez, magnífica,
completa. Pero lo que más le llamaba la atención eran las despedidas: Liza
recuperaba su porte de dama antigua y volvía a un lenguaje de cierta
sofisticación, el que tanto le apreciaban Guillermo y su marido. Ni uno ni otro
podrían darle la pasión sexual que le brindaba aquel hombre cuyos apellidos
apenas conoció. Puntualmente, cada semana, se reunían en el estacionamiento
de Perisur, Liza dejaba su automóvil y se subía al de José Luis. Desde el
coche ella comenzaba a masturbarlo e, impúdica, le mostraba los muslos
enfundados en medias negras y le hacía notar que no traía pantaletas y tampoco
sostén. Liza era un prodigio, parecía haber descubierto el sexo. Atrás
quedaron el marido y los hijos, las primeras relaciones sexuales con Memo.
Todo era insignificante comparado con aquellos encuentros sexuales. Se venía
una y otra vez, ostentosamente y sin fin. Cómo he podido vivir sin sentir el
erotismo a plenitud, se preguntaba en tanto comía con su familia o se arreglaba
para un encuentro con Guillermo.
En casa, su esposo la notó embellecida, sus ojos eran más radiantes y
cuando hacían el amor, la sentía más fogosa. Algo semejante le pasaba a
Guillermo. Ninguno supo nunca que alguien la había mejorado para goce de
ellos, dos seres inferiores en el amor y tal vez en otras cosas.
El espejo humeante
Alguna vez, Emilio buscó la parte más alta de la Ciudad de México. ¿Cuál
sería?, se preguntaba desde la torre Latinoamericana, ¿el Castillo de
Chapultepec, el Cerro de la Estrella, la carretera vieja a Cuernavaca o el
volcán Xitle, en Tlalpan? Trataba de ver sus dimensiones e imaginar cómo fue
el Valle de México antes de la llegada de cualquier ser humano. Lleno de
lagos y ríos, de asombrosa vegetación y una fauna que lo mismo tenía
chapulines y ardillas que águilas, venados, conejos y mamuts. Hasta ese punto
paradisiaco llegaron sus antepasados más directos: unos caminando y luego
otros en barcos y cabalgando, los que edificaron y los que destruyeron, los que
adoraban a Huitzilopochtli y los que adoraban a Jesús. Una vez, en la pirámide
circular de Cuicuilco, Emilio dormitó bajo tenues rayos solares. Siguió
pensando dormido, eso que llamamos soñar. El pensamiento es racional, el
sueño, mágico. Va y viene, mezcla, separa, según el antojo de una parte
misteriosa del cerebro. Huitzilopochtli, el arrogante dios de la guerra, estaba
allí, abrumado, bajo la mirada compasiva de su madre, Coatlicue. Aún
protegía a la Gran Tenochtitlan, pero la pólvora y el acero de los españoles
diezmaba a sus guerreros y los sacerdotes cedían ante el empuje de la nueva
religión.
Huitzilopochtli era el dios-sol, deidad principal de una religión sincera,
que solía hablar con verdades. En los orígenes, le demandó a sus guerreros,
caballeros águila y caballeros tigre, que conquistaran el altiplano. Dijo
Huitzilopochtli: Mi misión y mi tarea es la guerra… sin piedad. Los ejércitos
aztecas vencieron a sus enemigos y los sacrificaron en el altar donde estaban
sus primeras representaciones y se hicieron poderosos e invencibles. Gracias
a este dios formidable y bravo, una tribu nómada pudo asentarse para
convertirse en una gran nación; el largo camino terminó y la búsqueda
concluyó. Primero se establecieron en Chapultepec y desde allí miraban el
bellísimo paisaje. El dios de la guerra, entonces demandó: Idos rápidamente
a ver el tenochtli en el que veréis se posa alegremente el águila. Allí
esperaremos, dominaremos, nos encontraremos con las diversas gentes,
pecho y cabeza nuestros; con nuestra flecha y escudo nos veremos con
quienes nos rodean, a todos a quienes conquistaremos… pues ahí estará
nuestro poblado, México-Tenochtitlan, el lugar en que grita el águila, se
despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en que es desgarrada
la serpiente, México-Tenochtitlan, y acaecerán muchas cosas. En este lugar
del tunal está nuestra bienaventuranza, quietud y descanso, aquí ha de ser
engrandecido, ensalzado el nombre de la nación mexicana, desde este lugar
ha de ser conocida la fuerza de nuestro brazo y el ánimo de nuestro valeroso
corazón con que hemos de rendir a todas las naciones y comarcas…
Y allí estaba el águila sobre un nopal, devorando a la serpiente. En la
ribera oeste del magnífico lago, rodeado de hermosas flores y enormes
árboles, alimentado por caudalosos ríos que bajaban de las montañas y cerros
circundantes, una región límpida y transparente, nació la más bella ciudad de
lo que hoy llamamos América. Era 1325 y antes de Huitzilopochtli existía otra
deidad, una que primero fue humana, un rey sabio, Quetzalcóatl. Ambos se
detestaban y trataban de eliminarse mutuamente: el primero usaba la fuerza de
las armas, su lenguaje de flechas y flores; el segundo, su astucia.
Quetzalcóatl, serpiente emplumada, generoso dios constructor: le concedió
a la humanidad el maíz y la forma de cultivarlo, luego le enseñó a pulir
piedras preciosas y a hilar telas y bordarlas con fineza y colorido. Algo
enigmático sucedió y Quetzalcóatl y su pueblo, los toltecas, abandonaron
Tollan. Los toltecas se perdieron dejando detrás de ellos pruebas de una
asombrosa escultórica. Su rey logró sobrevivir entre los aztecas, su poder
radicaba en el intelecto: había inventado el calendario y se convirtió así en un
prodigioso mito. Para fray Bernardino de Sahagún, el monarca era una especie
de rey Arturo, cuya memoria ha sobrevivido por siglos, entrañable para su
pueblo: como hombre, fue un ser de innegables virtudes morales, como
divinidad, poseía una enorme voluntad y acabó por imponerse a todas las
demás.
Pero si Quetzalcóatl pudo sobrevivir a los toltecas y a los mayas (entre
estos fue Kukulcán), no fue igual con los aztecas. En un pueblo combativo,
tenazmente guerrero, el peso de Huitzilopochtli era brutal y pocos aceptaban la
prédica de un hombre-dios pasivo. Códices engavetados en museos distantes,
crónicas prehispánicas relatan su salida de tierras americanas, solitario, triste,
ensimismado y con la promesa de regresar para vengarse de los aztecas. Fue
visto frente a las inmensidades marinas y enseguida caminando sobre el oleaje
impetuoso hasta perderse en el infinito azul.
Regresaría para vengarse. Quetzalcóatl vagó por otras tierras y conoció el
cristianismo y le pareció el vehículo ideal para cumplir su rencoroso
juramento. Muchos años después, cuando Moctezuma recibió en su hermoso
palacio a Hernán Cortés, en el encuentro más sorprendente de la historia, tras
su coraza creyó descubrir el cuerpo y el rostro barbado de Quetzalcóatl. Los
aztecas estaban perdidos, las profecías se cumplían inexorablemente. En
efecto, los feroces ojos de Cortés eran los de la deidad tolteca. Quetzalcóatl
había logrado penetrar a Cristo y usarlo en la venganza. Al catolicismo, con
sus tremendos afanes de ser credo universal y absoluto, lo convirtieron en
instrumento de tortura y muerte ideal. Los aztecas eran un pueblo sumamente
místico y guerrero. Valerosos en la tierra, el cielo les infundía temor, las
catástrofes naturales eran para ellos señales, augurios de malos tiempos por
venir y los sacerdotes sacrificaban víctimas para aplacar la ira de dioses que
deseaban ofrendas. En consecuencia, se trataba de un universo frágil. Los
presagios que vaticinaban la llegada de los españoles o, mejor dicho, el
regreso de Quetzalcóatl, no pudieron ser contrarrestados por sacerdotes y
hechiceros. La matanza de aztecas sería espantosa. Huitzilopochtli derramaba
lágrimas de pena y dolor, mientras que Quetzalcóatl se erguía arrogante y lleno
de sangre en una cruz. El dios-sol, el que diariamente vencía a la luna y las
estrellas y que de noche permitía que se recuperaran, sufría una aplastante
derrota. Ni todas las almas de los guerreros, cuidadas con esmero por
Tonatiuh, que invocó en su ayuda, en la ayuda del pueblo azteca, lograron
evitar la terrible carnicería. Era 1521 y Tláloc se deshizo en llanto. Quinientos
años después, cualquiera podía entrar en el Museo de Antropología y allí, en
las vitrinas, atrapadas por cercas de cristal, ver la humillada efigie de
Huitzilopochtli. Con más percepción, notaría en la piedra un tosco llanto. No
lejos, su madre Coatlicue vivía eternamente atormentada por la desaparición
de la Gran Tenochtitlan, al mismo tiempo que pensaba en las veleidades del
tiempo: Quetzalcóatl, un hombre-dios justo, bondadoso, creador, había dejado
sus virtudes y atributos para transformarse en un nuevo dios de la guerra, la ira
y la destrucción; bajo el amparo de otro dios, el de los cristianos, aquél que
hablaba de paz y amor, pudo asesinar a Huitzilopochtli, a él y a los suyos.
Como Jesús, había nacido del vientre de una mujer virgen. La efigie de
Coyolxauhqui, su hermana, recién descubierta por unos trabajadores que
excavaban a un lado de los restos del Templo Mayor, por donde Emilio
cruzaba para ir a la preparatoria, dejaba oír lamentos e invocaciones extraños.
En Egipto, en Grecia y en Roma, otras deidades, convertidas en tan sólo
figuras de bronce y piedra, asimismo lamentaban el fracaso en sobrevivir,
pero en ninguna situación la incapacidad de un dios y la bestialidad de otro se
habían ensañado tanto con un pueblo. Es posible ver a los restos del orgulloso
imperio azteca un millón de veces humillado, diariamente degradado,
vendiendo chicles y golosinas baratos, pidiendo limosna en un castellano lleno
de imperfecciones y adorando a un dios ajeno, pese a quinientos años de feroz
adoctrinamiento y tremenda sujeción, exótico. Un dios hipócrita y falso. La
luna y el sol fueron deidades degradadas, puestas en el panteón de la
astronomía muy lejos de la poesía. Las otras, simplemente rebajadas al
carácter mitológico, como las griegas, las germanas, las egipcias, las vikingas
y las romanas. Anáhuac nunca más fue la región más transparente ni de noche
ni de día. Una santísima dualidad, Jesús-Quetzalcóatl, desde entonces impera
con dureza y sangre. La gran historia siempre es extraña. Quinientos años
después, el poeta Carlos Pellicer tuvo una horripilante visión que de
inmediato convirtió en el poema llamado «13 de agosto, ruina de
Tenochtitlan»: Me da tristeza,/ no por mexicano,/ sino sólo por hombre./
Estoy mirando la ciudad destruida,/ por aplastada por un pie sombrío./
Estoy mirando el agua en los canales,/ vacía, ciega de tanto ver/ lo que
jamás debió haber visto./ Es la enorme catástrofe florida./ La garganta del
canto estrangulada./ Los colibríes desaparecidos/ a unos cuantos milímetros
del Sol./ El destino escondido entre las ruinas/parece más presente en todas
partes./ Hay un hedor de gritos/ entre la sangre heroica de la fecha./ La
fecha funeral. Los funerales/ de todo un día inmenso y destronado/ a
puntapiés y sin por qué se sepa. Venganza terrible. Cuando Emilio reaccionó,
creyó oír voces en nahoa, voces tristes. Él mismo, por completo incapacitado
para creer en dioses, se entristeció. Si pudiera, imploraría al cielo por un
poco de piedad para el alma del pueblo azteca.
El primer libro
Cuando publicó su primer libro, una novela, Emilio festejó, con el ejemplar en
la mano, con sus amigos más cercanos: Vicente, Sergio, Luis, Memo y Jaime.
Todavía estaba casado con Regina, pero ya el matrimonio daba muestras de
fatiga, de hartazgo por ambas partes. Fueron al Casa Blanca. En una mesa
bebía Mantequilla Nápoles. Emilio comentó mientras ordenaban la primera
botella de ron: lo vi pelear varias veces, era felino, ágil, inteligente, duro, un
gran campeón mundial a la altura de los mejores. Su final llegó con Carlos
Monzón, un peso medio natural, quien medio lo mató. Vicente se metió: Es que
Mantequilla era welter y, además, en lugar de entrenar, se pasó el tiempo
bebiendo con pirujas de Pigalle. Tienes razón, concluyeron ante la indiferencia
de Memo, a quien no le llamaban la atención los deportes. Revisaba
cuidadosamente a las jóvenes prostitutas, tratando de hacer una selección para
esa noche. Sergio concentraba su atención en la lista de precios y en las
marcas de ron. Vicente estaba desatado, como si ya hubiera bebido de más, fue
a la mesa del antiguo boxeador y arrodillándose le dijo, campeón,
intelectuales y artistas te saludan con admiración. No chingues, hermano,
repuso el cubano, esos están salados y me traen mala suerte y yo estoy
apostando fuerte. En efecto, en la mesa del ex boxeador jugaban naipes.
Vicente regresó con sus amigos, riendo. Pendejo, en su vida ha leído un
libro. Se corrigió: Y nosotros jamás hemos boxeado. Estamos a mano. Pronto
la reunión se extendió con la presencia de varias prostitutas. Sergio les dijo,
no vayan a fichar, no traemos mucha lana, beban de nuestra botella y luego nos
arreglamos, mientras Jaime ya contaba sus hazañas en el mundo de la
prostitución: fui padrote, afirmaba con seriedad y con el dinero ganado
mantuve a mi familia y estudié ingeniería, pero no me gustó. Era un mentiroso
nato, un asombroso inventor de tonterías, capaz de crear un desaforado mundo
personal de fantasías baratas. Una especie de barón de Münchausen. Las
mujeres aceptaron y se acomodaron entre los amigos. A Emilio le tocó, por
puro azar, Hilda. ¿En verdad es tu nombre o es un seudónimo de batalla? La
mujer sonrió. Era joven, menos de veinte años, con poco maquillaje y un
vestido no tan provocativo como el de sus compañeras. Para evitar el fastidio
de escuchar las mismas historias, Luis dijo que la suya tenía un cuerpazo.
Dirigiéndose a sus amigos les recordó: ¿Verdad que se parece a Lilia Prado?
Ante ellos apareció la figura de la actriz, cuando triunfaba y era considerada
una belleza nacional.
Todos nosotros esperábamos la noche y veíamos a Lilia Prado pasar
rumbo a Oriente 57, donde vivía en una casa no muy aparatosa. Regresaba de
alguna filmación en un Cadillac 1954, dos puertas, imponente. El Abogado la
ayudaba a entrar al garage. Más adelante, a la izquierda, no, no, un poco a la
derecha, indicaba, mirando que el automóvil no rozara las paredes. El morbo
nos hacía espiarla; en cuanto entraba y las luces de lo que imaginábamos su
recámara se encendían nos subíamos a los árboles más cercanos a tratar de
verla desnuda. A veces alguno decía ¡la vi, allí está, se quitó las medias! Está
buenísima. Pero otro replicaba: no, es su hermana la Güera, y alguien más
terciaba, no importa, también es muy guapa y tiene piernas preciosas. Eran
más de las nueve de la noche. La tranquilidad en Ciudad Jardín era casi
perfecta, apenas rota por nuestros susurros. El Flaco Guzmán solía presumir
sus conquistas, entre ellas estaba la Güera. ¿Y se lo metiste? No, no se dejó,
dijo que guardaría la virginidad para su marido. ¡Ah!, exclamábamos en
conjunto, con una erección colectiva. Pero finalmente permitió que se lo
pusiera entre los muslos. ¿Se imaginan la escena? Sus piernas blancas, bien
torneadas, sus ojos azules y el pelo revuelto, recostada en la cama de su
hermana. No aguanté mucho y me vine. El Flaco sonreía entre libidinoso y
actoral y nosotros corríamos a la peluquería del Pachuco a que nos prestara el
baño para hacernos unas rápidas puñetas gracias a las confesiones soeces de
nuestro amigo: era mayor y quizá por eso tenía más experiencia y capacidad
para las mujeres.
Vean, vean, de pronto decía Vicente con voz angustiada. Mirábamos a
través de las ramas hacia la ventana, una silueta femenina que parecía
desnuda. Tratábamos de traspasar la delgada cortina que estorbaba. No
recuerdo quién fue el primero, tal vez Sergio, pero en menos de un minuto,
todos nos masturbábamos, colgados de los árboles, como monos lujuriosos.
Hilda era una grata compañía que sólo al final, cuando el alcohol los
vencía, le habló a Emilio de su único hijo. Era la historia de siempre: un novio
le prometió matrimonio si ella «le daba una prueba de amor». Emilio pensaba,
en tanto la otra contaba su «tragedia», un día escribiré sobre putas gozosas,
que no sufran y se sientan orgullosas de su profesión, que se entreguen para
pagarse los estudios profesionales, como en Estados Unidos, y no para
comprar leche y pan para sus hijos. Lawrence tiene razón: putas, las esposas
que tienen la obligación de coger con abominables maridos (seguros de vida),
tan sólo porque las mantienen. Mujeres que nunca tienen un auténtico orgasmo
ni saben del gozo sexual: hacen el amor para reproducirse, no para disfrutar.
Vicente, Sergio y Jaime bebían siguiendo el ritmo de Emilio. A Memo le
bastaba con dos o tres copas, a lo sumo. Luis, por su parte, siempre tenía una
medida y sólo dos veces en la vida la rompió. Pero si estos dos últimos
apenas bebían, no dejaban de bailar y acariciar a sus compañeras de juerga.
Realmente a los únicos que les importaba la razón del festejo eran a Vicente y
Sergio: ambos tenían una fuerte admiración y un cariño especial por su amigo
escritor. Luis no era un lector ni sabía para qué demonios servía la literatura.
Jaime y Guillermo tampoco, pero miraban el hecho creador con alguna envidia
no del todo explicable.
En algún momento, Emilio extrajo su novela para verla, cerciorarse de que
ahora era un escritor publicado y la mostró a la prostituta. Mira, es mío, acabo
de publicarlo en una editorial importante, es una historia de amor. La mujer
miró el libro con asombro e incredulidad. ¿En serio, tú lo escribiste? Lo
tocaba, abría sus páginas, sus dudas continuaban. Jamás había leído un libro,
pero los miraba con respeto. Entonces tú eres Emilio Medina Mendoza, leyó
en voz alta, con lentitud. Claro. Pruébalo. Le pareció una estupidez el que una
puta dudara de su autoría, pero creyó necesario hacerla: en un país de
iletrados, por qué demonios en un cabaret barato debieran reconocerlo. Tuvo
necesidad de mostrarle su licencia de manejo.
El Casa Blanca había sido propuesto por Vicente, quien se bebía su propia
vida, como Sergio. Todos aceptaron y de hecho arrastraron a Guillermo, quien
no era asiduo a cabarets y ostentosamente prefería la música clásica, a grado
tal que cuando cumplió catorce años, invitó a todos sus amigos varones a
escuchar música. Puso un disco tras otro: fragmentos de El lago de los cisnes,
desde luego Beethoven y Mozart; no podía faltar Wagner, el autor favorito de
Hitler, explicaba; puso en la lista a Chopin y Brahms, Paganini y Ravel… La
fiesta musical y sin niñas, fue para casi todos un desastre, sólo Emilio,
acostumbrado a escuchar buena música, la disfrutó. Sin saberlo, aquella
reunión para festejar el primer libro publicado de Emilio, era un retrato
perfecto del futuro y la última vez que se encontrarían todos ellos, los que en
apariencia tenían mayor afinidad. Sergio moriría borracho en un accidente,
Luis sería un ejecutivo ejemplar y fastidioso, incapaz de alterar el orden
establecido por la sociedad en su conjunto, casado con una mujer dominante y
carente de pasiones, calculadora, lo haría tener «éxito»; Guillermo con su
esposa conseguiría la típica relación de amor acartonado que hace
matrimonios satisfechos ante el mundo, mientras que se refugiaría en una
relación erótica con Liza; había tenido que dejar la carrera de Ciencias
Políticas porque detestaba llegar a la Ciudad Universitaria, entonces con
alumnos de clase media y alta, en autobús: necesitaba automóvil y sus padres
no tenían dinero para comprárselo, apenas para educar cinco hermanos. Jaime
olvidaría por completo a sus padres, el pasado franquista y sería un típico
mexicano, con valores y actitudes de habitante de colonia popular, siempre
protegido de la sensación de fracaso por su larga y renovada capacidad para
fantasear. Vicente se haría alcohólico y sobreviviría con el apoyo económico
de Luis. En efecto, juntos tenían un pasado, el presente era esa noche de
viernes en el Casa Blanca y el futuro era inexistente. Ninguno volvería a
Ciudad Jardín, salvo Emilio para mitigar sus nostalgias y recordar que las
tuvo desde niño: allí había recordado un pasado ilusorio y vivió convencido
de que todo tiempo pasado fue mejor, aunque no lo hubiera conocido. Todos,
menos él, convirtieron Ciudad Jardín en un cementerio para recuerdos. En esa
colonia quedaron sepultados. Cuando Emilio comenzó a redactar su última
novela, se percató de algo asombroso: nadie recordaba la vida en ese sitio
utópico; a lo sumo, se encontró algunos que tenían evocaciones fragmentarias.
La mayoría insistía en no conocer Ciudad Jardín, mucho menos haber vivido
en esa zona. Él era la memoria que los demás olvidaron. Fiestas, juegos,
hazañas deportivas, noviazgos, dudas religiosas, encuentros a golpes, primeras
borracheras, el principio de posturas políticas, travesuras, sueños, el
descubrimiento del sexo… ¿Cómo pudieron olvidar las tragedias de nuestra
colonia, las hazañas de sus guerreros, las invasiones a territorios dominados
por pandillas de la talla de Los Gatunos de San José Insurgentes o de Los
Nazis de Portales? El grupo infantil que Emilio denominó La Banda de la
Mano Guantada, pudo convertirse, ya con la compañía de los demás jóvenes
habitantes de Ciudad Jardín, en un ejército temible, capaz de ir a los confines
de la capital, capturar ciudades, tomar prisioneros y regresar batallando contra
sus enemigos y las inclemencias del tiempo. En una ocasión, llegaron hasta
Chapultepec para buscar a unos cadetes del Colegio Militar y romperles «la
madre». Es decir, sus guerras floridas se dieron prácticamente por una ciudad
que a partir de esa generación se hizo inmensa, absurda e ilógica, perdió sus
misterios y encantos, se masificó de manera estúpida y supo perder sus aires
románticos y su profunda personalidad. No era más el sitio que recorrió
Salvador Novo para escribir su Nueva grandeza mexicana y Coyoacán, sino
un nuevo círculo de Dante. Urbe de aspecto gris y hosco, poblada hasta
excesos anormales, enfermizos, célebre por su clima de inseguridad, por sus
toneladas de basura y desperdicios en plena calle, por la contaminación, por
legiones de vendedores ambulantes y por la facilidad para destruir su pasado y
a cambio no crear ninguna nueva obra digna para el futuro.
En Ciudad Jardín todo tenía una lápida y a veces hasta un epitafio. Él
sería, en consecuencia, el cronista de todas esas vidas inútiles, la suya
incluida. O tal vez el cronista de un lugar que no existió más que en su mente.
El cabaret comenzaba a ser más íntimo. Las voces bajaban de intensidad y
los bailes eran más lujuriosos, cachondos. Mantequilla Nápoles y sus amigos
se habían retirado. Los más borrachos comenzaban a salir trastabillando. Las
parejas se besaban y acariciaban, los muslos se rozaban provocativamente.
Emilio le dijo a Hilda: quédate con el libro, te lo regalo. La prostituta,
visiblemente conmovida, le repuso, escríbele algo, pon para mi querida amiga
Muñeca, así me dicen mis papás. Si no, van a pensar que me lo robé.
Hilda había dejado momentáneamente su historia, se sentía cómoda con un
desconocido que resultaba ser escritor de novelas y que era afectuoso, gentil
con ella. Lo besó en la boca. No era una demostración comercial, ni siquiera
lo era de pasión, sentía ternura y quiso expresarla con ese largo beso.
¿Quieres ir a la cama?, interrogó. No, dijo Emilio, ya estoy borracho y
cansado.
La Muñeca hizo de lado la profesión, lo trataba como si fuera un aspirante
al matrimonio o al noviazgo. Mañana es sábado, no trabajo, dijo en voz baja,
dulce, ¿te gustaría comer en mi casa, es un departamento chiquito en la
Álamos? Nada más está mi hijo, pero si quieres lo puedo encargar a la vecina,
es mi amiga, trabaja en el Bombay y también descansa, te hago de comer y la
pasamos bien. No te cobraré, papacito, y haré lo que quieras, lo que me pidas.
Emilio la miró con tristeza. El alcohol, la penumbra y la fatiga la habían
embellecido notablemente, su tez blanca lucía más pálida y sus ojos miraban
con dulzura. Sintió quererla y vinieron hasta ese sórdido lugar unos versos de
Baudelaire: Estaba linda todavía/ ¡Aunque muy fatigada! Y yo/ La amaba
tanto, que le dije:/ ¡Esto para ti se acabó! Qué ridículos sonaron en aquella
reunión de escándalos, palabras soeces y vulgaridades, confesiones atroces y
mentiras grotescas; la prostituta se reiría si los decía, y Emilio se explicaba a
sí mismo: su padrote (si lo tiene) me mataría no por cursi sino por pendejo. La
poesía no es cercana a los tugurios nacionales, quizá los que pisaba Pedro
Garfias, no en los nuestros, aunque era frecuente escuchar en bares y cantinas a
Vicente declamar versos aprendidos en la infancia, algunos de Díaz Mirón y
otros de López Velarde y siempre la «Marcha triunfal» de Rubén Darío. De
cualquier manera, ese poema era como un evidente vaticinio para él: Esta
crápula invulnerable,/ Como las máquinas de acero,/ Jamás, en invierno o
verano,/ Conoció el amor verdadero. Claro, mañana estaré en tu casa. La
invitó a bailar. Cantaba Bienvenido Granda (mis ojos no se cansan de mirarte
y mis labios de besarte y así lo espero de ti…), ya era un hombre viejo,
fatigado, sus mejores días los había dejado en Cuba y ahora deambulaba por
cabaretuchos mexicanos. Su voz carecía de la fuerza de otros tiempos, cuando
cantaba con la Sonora Matancera, pero a Emilio le pareció música
maravillosa, estrechó a la Muñeca y suavemente le dijo, déjame quererte, sólo
eso.
En la mesa, sus amigos negociaban precios con las putas que
seleccionaron.
El fin del fin del Flaco Guzmán
La noticia no ocupó mucho espacio en los diarios. Las secciones de
espectáculos notificaron que el actor conocido como Flaco Guzmán había
tenido un brutal infarto cerebral. Su hermana menor, la que había sido mi
novia, declaró que la familia no tenía recursos para someterlo a terapia
intensiva. Dos o tres días después mi amigo aparecía, quizá por última vez, en
los periódicos. Murió y un breve currículum sin mayores comentarios. Al
parecer en su velorio, con muchos artistas más o menos famosos cuyo punto en
común era la ausencia de talento y sensibilidad, tocaron la música favorita de
Guzmán: tres o cuatro canciones de los Beatles, entre ellas «Imagine» y
«Yesterday». Fue un discutible actor mexicano y como tal recibió honores y
ganó mucho dinero que desperdició en toda clase de vicios: alcohol,
marihuana, coca y otras drogas; un donjuán empeñoso que se hundió en un
universo por completo sexual de mujeres y hombres. Alguna vez, en una
ruidosa borrachera, uno de los compañeros de Ciudad Jardín dijo que el Flaco
era puto, otro de inmediato aclaró: No, es bisexual. Para el caso es lo mismo,
concluyeron los demás en una muestra de respeto al viejo machismo. Yo, en
verdad, lo recordaba por su capacidad para los pleitos a golpes y por sus
cualidades para bailar. Nadie como él para el rock and roll que arrancaba
impetuoso y contestatario con Elvis Presley y Bill Halley, con Litttle Richard y
Gene Vincent, con Jerry Lee Lewis y Chuck Berry. Nadie, en esa época, más
influenciado por James Dean y Marlon Brando, alternativamente se ponía una
chamarra roja y una de cuero negro. Más adelante, cuando estrenaron West
Side Story, el Flaco la vio cinco, seis veces y en las fiestas pedía la música de
Leonard Bernstein e imitaba con absoluta habilidad los pasos de los Jets y los
Sharks. Sin embargo, yo recordaba un número irrepetible en los anales
dancísticos de Ciudad Jardín: el Flaco bailando «La boa» de la Sonora
Santanera. Había sido algo espectacular: en una fiesta, donde un hermano de
Memo, Carlos, había invitado a un amigo de California, surgió la competencia.
Comenzó cuando el mexicano bailó «Be-Bop-A-Lula» de Gene Vincent and
his Blue Caps: lo hizo con el cuerpo pegado al suelo, moviendo sólo los
brazos y luego las piernas y al final, de pie, todo el cuerpo. El californiano
respondió con «Shake, Rattle and Roll» de Bill Haley y sin transición
comenzó a mover los hombros para seguir la voz cadenciosa de Elvis en
«Fever». Le aplaudimos más a nuestro amigo: con toda justicia, había estado
novedoso y audaz. Pero de pronto todo cambió y Guzmán pidió «La boa».
Muchos mostraron sorpresa. Entre nosotros, al menos en esa época, muy poco
se escuchaba música tropical, a veces danzones y eso, más bien, en los
tugurios, en los cabarets y en los burdeles. El Flaco estuvo perfecto, era una
coreografía cinematográfica. Un esbelto y ágil bailarín de clásico, dueño de
aptitudes poco comunes, improvisando con música popular. Para él hubo una
larguísima ovación.
Lo encontré en un bar, el Chip’s, y me saludó cariñoso: era una ruina,
envejecido, más delgado, encorvado, arrugado y con el pelo cano. La voz era
la de un espectro. Sus mejores días como hombre pervertido y pervertidor
habían sido superados por una etapa en la que pretendía ser reflexivo. Lo vi en
sus inicios, hizo un modesto papel en Hamlet, cuyo director había sido el
sonetista y dramaturgo Fernando Sánchez Mayans. Pensé que ésa sería su
vocación, el buen teatro, pero no, alcanzó la fama y el dinero con películas en
verdad patéticas y su éxito lo compartió con hombres y mujeres de poco
mérito estético. Vivió, según las columnas de chismes cinematográficos, una
vida escandalosa. Le correspondí con cariño y lo invité a sentarse en mi mesa,
la que compartía con Vicente y dos prostitutas de la Zona Rosa. Dijo sólo
estaré un rato, espero a unos amigos y sin trámite se adueñó de la situación, la
plática y la botella de ron. No era simpático sino cínico, sabía sacarle
provecho a su incultura. Alguna vez me invitó, alrededor de 1961 ó 62, al bar
Eco, donde cantaba Chavela Vargas. A su alrededor había varias lesbianas,
dos o tres homosexuales que saludaron al Flaco. Ven por acá, me orientó y lo
seguí. Allí estaba yo, junto a Chavela, una mujer con capacidad para
seleccionar su música, canciones bravías, campiranas, de amores fallidos y
lloriqueantes; jamás imaginé que alcanzaría tardíamente el éxito internacional
en España, gracias a Almodóvar; anciana, ya sin voz, un nuevo mundo la
reconocería como una mujer excepcional. A mí no me lo parecía, pero cuando
estaba borracho me gustaba oírla cantar, vestida a la usanza folklórica,
acompañándose con una guitarra. Llegué, incluso, a comprar sus discos y a
memorizar algunas letras. Chavela me preguntó, sin dejar de rasguear la
guitarra, ¿no eres muy joven para estar aquí? Repuse entre estúpido y bebido,
es que represento menos edad. Junto a ella, el Flaco hizo alarde de ingenio
barato y un largo y fallido elogio del idioma francés que no hablaba, sólo
sabía algunas palabras que le parecían más bellas que sus equivalentes en
inglés (oui es más bonita que yes). En otro momento fue más afortunado o por
lo menos le arrancó una carcajada a Chavela Vargas: ¿Sabes qué complejo
padecen las lesbianas para los psiquiatras? Ah, pues en lugar de Electra,
tienen Edipa porque están enamoradas de su mamá y añoran el pecho materno.
Un escritor homosexual que ya había logrado fama por su ingenio punzante y
sus colaboraciones periodísticas críticas, le pidió al Flaco que nos presentara
y durante más de media hora, el tipo estuvo convenciéndome de la grandeza de
los maricones. La lista de personajes de la historia universal era infinita.
Desde artistas como Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci hasta guerreros como
Alejandro Magno y Napoleón, pasando por actores (Cary Grant y Humprey
Bogart, Clark Gable y Kirk Douglas) y filósofos de la talla de Sócrates y
Platón. No había grandeza sin desviaciones sexuales. Presidentes mexicanos,
militares revolucionarios, poetas y narradores que en vida tuvieron fama de
mujeriegos, Hitler, Stalin, Churchill… En momentos era puntual: Frida Kahlo
fue amante de María Félix. Para ser exitoso y conseguir un sitio en la historia
había que ser homosexual. Los heterosexuales éramos unos pendejos.
El Flaco Guzmán llegó hasta mí con una copa rebosante de ron:
—Te he visto en los periódicos, finalmente lo conseguiste, te convertiste
en escritor.
—Y tú en actor, ahora eres rico y el más famoso de los nacidos en Ciudad
Jardín.
—Emilio, pudiste ser el último rey de Ciudad Jardín y no lo fuiste, ¿qué te
sucedió? No tenías la fortaleza de Satanás o de Aleco, menos la de Pelayo,
pero todo lo sustituías con astucia, podías mandar, organizar, tenías coraje
para enfrentar al enemigo. Hubieras sido como Nezahualcóyotl, un poeta y un
gobernante sabio, un guerrero y un literato.
Me descontroló la idea. Primero que me comparara con el rey texcocano,
segundo que hiciera una cita que bien hubiera pasado por culta. Supuse que era
el resultado de la lectura de muchos guiones cinematográficos y de su trato con
directores de cine y teatro.
—Siéntate con nosotros —y lo presenté con las mujeres; ninguna mostró
mayor interés en él; algo extraño: era un hombre famoso en los medios
populares por sus películas de narcotraficantes, de gángsters subdesarrollados
y callejeras guapas. No sólo ello, su largo y escandaloso romance con Lola la
Grande, la más famosa cantante de música ranchera, a la que golpeó
públicamente en dos ocasiones, había contribuido a que su nombre apareciera
en los diarios. Para mí el Flaco era un hombre pendenciero y patán, pero de
evidente lealtad a las jacarandas, los truenos y las grandes palmeras de
Ciudad Jardín. Ante los recuerdos de infancia y juventud, no era insensible.
Cuando todos nos habíamos marchado, él no permitía que sus calles se
convirtieran en fantasmales. Regresaba una y otra vez, en lujosos automóviles,
a buscar inútilmente a sus amigos, bebía con quien podía y en los parques,
cuando la luna brillaba como antes, entablaba largos diálogos con los espíritus
que se quedaron atrapados. Lo recordaba todo: que la familia de Jaime vino a
menos muy rápido, que los Prado nos despreciaban, que Atala era una mujer
tímida o que mi abuela tenía canarios y cultivaba rosales. Hablaba con respeto
del Abogado y del Pachuco, de don Pepe y de las putas del 227. La
luminosidad de Ciudad Jardín estaba presente en sus historias, no dejaba de
pensar en que desde el parque del centro, observábamos los dos volcanes: el
Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl, los que Andrés siempre citaba cuando tomaba
una o dos copas: me encanta la leyenda de los volcanes: el Popocatépetl como
eterno vigía de su mujer que duerme: Ixtaccíhuatl. Me gusta imaginarlos antes
de su conversión a enormes montañas y ver, como en los calendarios de Galas,
a un guerrero, un caballero tigre o águila y a una hermosa doncella que duerme
como princesa encantada. Alguna vez el Flaco me dijo, cuando comenzaba su
carrera cinematográfica: Sabes bien que no terminé la escuela primaria.
Ciudad Jardín fue mi universidad. Gracias a ello pude conquistar el mundo.
Comenzamos, como era natural, con algunos recuerdos. Habló del padre
Gabriel y de casi todos nosotros. Pronto se hizo una suerte de torneo donde
ambos preguntábamos por todos los que se nos ocurrían. Era una plática
generalizada, donde a las invitadas les decíamos quién era cada uno de los
mencionados.
En algún momento, el Flaco ignoró a Vicente y a las mujeres y se dirigió a
mí en voz baja, inaudible para los demás:
—Quiero decirte algo, algo que nunca he contado. Recordarás que les hice
algunas confesiones, como aquélla de que le ponía la verga entre las piernas a
la Güera. Fue mentira, quería impresionarlos, pero a cambio, más adelante,
hice el amor con casi todas las mujeres de Ciudad Jardín.
—No puede ser, eran muchas y distintas, algunas llegaron vírgenes al
matrimonio o fueron asexuadas o simplemente no les gustaba ninguno de
nosotros, buscaban un mejor porvenir económico.
El Flaco volvió a servirse ron. Vestía de negro y llevaba una capa
francamente ridícula. Pareces Drácula, le dije al saludarlo e hizo una mueca.
Vivo de noche, soy un vampiro, no estamos en México sino en Transilvania.
Ahora parecía abatido, noté que el cabello comenzaba a ser escaso, el bigote
estaba mal recortado y las arrugas se convertían en auténticos surcos. Los
dientes estaban amarillentos a causa del tabaco y la marihuana. Su decadencia
era observable a pesar de que todavía tenía algún éxito y conseguía papeles
principales en el cine y ocasionalmente en televisión. Sus mejores momentos
los tuvo de joven con obras de Luis G. Basurto y Rafael Solana. Pasó del
teatro frívolo a la cinematografía barata, y ese tránsito fue su mayor fortuna y
su peor desgracia.
—Puedes creerme o no, Emilio, a ti no podría mentirte: me cogí a casi
todas las mujeres de Ciudad Jardín.
—Dame nombres y datos —repuse retador, sintiéndome en la época del
amor caballeroso o galante.
La lista resultó asombrosa. Estaban allí Martha y Atala, Liza y Moza,
Marigé y Elsa. Había sorpresas mayores: Chiquis y Chocha, una hermana de
Luis y la mamá del Rata, una señora rubia natural que cruzaba las calles sin
saludar a nadie. Y antes de que una de las mujeres que nos acompañaban
interrumpiera, el Flaco alcanzó a decirme algo peor:
—También me llevé a los baños de vapor a varios amigos tuyos, Jaime
entre otros.
De todas las confesiones, o acusaciones, la que más me sorprendía era la
que se relacionaba con Chiquis y Chocha. Le pedí mayores detalles, con
morbo, aprovechando que Vicente estaba absorto con las prostitutas. Parecía
una monstruosa calumnia o una hazaña inalcanzable. Pregunté si a las dos, fue
brutal en su respuesta:
—No, buey, una por una.
En efecto, según sus confesiones atroces, el joven actor se había
encontrado a las hermanas en Santa Rita, platicaban con el padre Miguel.
Luego de un rato de conversación religiosa, el cura se acercó al oído del
Flaco: Las dos están deseosas de sexo. Llévate al presbiterio a una, a la que
sea, yo me quedo con la otra. No fue algo difícil. Mi amigo arrastró a Chiquis
y sin mayores trámites, con tosquedad, le hizo el amor, mientras que el padre
Miguel se lo hacía a Chocha en la sobria sacristía.
—El padre Miguel desvirgó a las dos y cada semana, muy puntuales, las
novicias voladoras iban por su ración de sexo. Fui afortunado ya que por
meses las compartí en la iglesia y curiosamente en la calle no me saludaban, ni
siquiera me veían. Eran unas puercas en la cama —añadió el Flaco.
Comprobé que inalterablemente había una vida secreta. De tal manera que
cuando las historias del Flaco llegaron a Moza, la eterna novia de Jaime, no
me sorprendí: vivía exactamente enfrente de los Guzmán y según los relatos de
mi más cercano amigo, era una muchacha fogosa y ávida de sexo.
—A ella la embaracé y se empeñó en tener al hijo. Me explicó que Jaime
creería que era suyo. Será nuestro secreto. Pero no me arriesgué y la presioné
mucho para que abortara. Fuimos con el Doctor y asunto arreglado. Moza
estuvo triste durante unos días, le regalé un suéter y en lo sucesivo tomé
precauciones al acostarme con ella.
—Flaco, ¿cómo fue que hiciste el amor con Moza? Siempre estuvo
enamorada de Jaime. ¿No estarás mintiéndome?
—Claro que no, Emilio, no acostumbro a mentir más que en las películas.
Una vez fue a mi casa a buscar a Blanca. Yo estaba solo y nos sentamos en la
sala a platicar. Hablábamos de escenas cinematográficas eróticas y en algún
momento le dije que tenía ropa interior muy bonita y se la mostré. Ella la tocó
y le dije póntela. Me miró largamente, pensé que me la aventaría a la cara,
pero no, se quitó la ropa, quedó desnuda y se puso el sostén y la pantaleta que
le ofrecía como regalo. Lo demás fue sencillo. Fingí ajustarle las prendas, le
acaricié los senos y le toqué suavemente la vagina y el resto ya lo sabes.
El listado no pudo seguir. Las prostitutas se desesperaron y exigieron que
fuéramos a otro lugar, que el Chip’s era aburrido. El Flaco se disculpó, no
iría, seguiría esperando a sus amigos y, como suele suceder, nos prometimos
un próximo encuentro. En el camino, Vicente quiso saber «de qué tanto
hablaban». Le dije que más adelante le contaría. Sin embargo, nada le narré,
optamos por una juerga que terminó en un hotel en la colonia Roma. Nunca, ni
él ni yo, pudimos imaginar que el Flaco sería uno de los primeros muertos de
Ciudad Jardín. De intuirlo, hubiera sido más afectuoso, tal vez hasta cariñoso:
era parte de mis más entrañables recuerdos. Cuando estábamos en el Veranda,
una de las mujeres, la que estaba con Vicente, me preguntó:
—Oye, el Flaco es puto, ¿verdad?
—No, es bisexual —repuse quedando como idiota.
La prodigiosa Reba
Reba surgió de pronto, como venida de la nada. Ninguno la conocía o
recordaba, ni a ella ni a sus tres hermanas gordas y feas, pero al mismo tiempo
todos la tratábamos como si fuera la enigmática fundadora de Ciudad Jardín.
En cierta forma lo era. Por lo menos cuatro casas llevaban el nombre de su
padre en una placa: Luis Pimentel del Valle, constructor, 1943.
Reba era guapa, de ojos profundos y oscuros, a los diecisiete años fumaba
y usaba faldas ajustadas y cortas. El padre había muerto y ella regresaba al
lugar donde nació, no a las casas edificadas por su papá sino a buscar un
departamento de alquiler. Creo que entonces no había de otros. Reba se
encontró conmigo y preguntó con una sonrisa abierta: ¿Eres Emilio, verdad?
No has cambiado. ¿Y tu bicicleta americana, aún la tienes? Me sentí ofendido,
eso quería decir que yo me mantenía como niño cuando era casi de su edad. En
pocas palabras me narró la muerte de su padre y el desamparo de su madre y
hermanas. La verdad es que todas, menos ella, parecían tontas, atrasadas. Le
expresé mi entusiasmo porque había regresado a Ciudad Jardín, pero la
verdad es que no lograba recordarla. Ella quiso ayudarme. Fui contigo al
cinito de Oriente 49, el Maru, a ver varios capítulos de las aventuras de Flash
Gordon. Con tu domingo me compraste unos chocolates y me tomaste la mano.
El recuerdo de ese hecho estaba presente, sólo que carecía de rostro y de
nombre. Ella, entonces, pasó a lo importante. Tenía problemas para conseguir
la fianza. Yo la consigo, afirmé con una gran seguridad y fui a hablar con mi
mamá: Tienes que ayudar a la familia Pimentel, ¿recuerdas a Reba? Es de mi
edad y muy bonita. Mi madre me miró para adivinar mis intenciones. ¿Te
gusta, verdad? Sí y mucho.
Cuando Reba regresó al día siguiente, el asunto estaba arreglado, mamá
pondría la fianza. De esta manera los restos de la familia Pimentel (a la que la
mamá de Sergio recordaba como «un clan muy arrogante») se instaló en un
pequeño y descuidado edificio, el único de Oriente 55. Fui a buscar a Memo y
a Luis, a Vicente y a Jaime, a Jorge y a Andrés, y les comuniqué la noticia.
¡Reba está de nuevo en la colonia! Ninguno la identificaba, pero sí habían
visto mil veces la placa del papá, una de las casas estaba justamente a un lado
de la de Sergio.
Eran los mejores tiempos de Ciudad Jardín. La República vivía
plácidamente. El Distrito Federal (México, le llamaban mis abuelos) apenas
crecía y guardaba con celo sus tesoros y enigmas. El mundo cultural lo
integraban personajes de la talla de Diego Rivera, su eterna Frida y Siqueiros,
Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, Salvador Novo y Martín Luis Guzmán.
La familia de Jaime había adquirido un Ford Edsel y el hermano de Atala un
Thunderbird hermosísimo. En las grandes ligas de Estados Unidos el pelotero
mexicano Beto Ávila había conquistado el campeonato de bateo y el Ratón
Macías mostraba una elegancia insólita en el box, nunca un peso gallo propinó
tantos nocauts como él. El rock and roll barría con el mambo, el chachachá y
la música de tríos. Hasta en la vida nocturna, el nuevo ritmo conseguía triunfos
y alteraba a la sociedad con sus aires contestatarios. En El Burro, por
ejemplo, Gloria Ríos cantaba y bailaba los primeros rocks ante una
concurrencia desconcertada. Mis tías se casaron y en consecuencia la casa
creció y yo podía invitar a mis amigos a fiestas y reuniones. Atala y Memo
fueron los primeros, les mostré mi tocadiscos alta fidelidad RCA Victor y puse
«La pequeña serenata nocturna» de Mozart, que entusiasmó al segundo y
aburrió a mi novia.
Comencé el asedio a Reba al invitarla a una tardeada en casa de Herbert,
un muchacho tímido que poco nos hablaba y cuyo perro pastor alemán, Jerson,
era muy parecido a él. No puedo, repuso Reba fingiendo inocencia. Mi mamá
no me deja salir de noche, tengo que ayudarla a cuidar a mis hermanas. No
insistí, pude decirle no es de noche sino de tarde, pero pensé que la mejor
táctica era mostrarme como un joven «extrañamente maduro». En la fiesta,
todos la esperaban. No pudo venir, está muy enferma, mentí. Al sábado
siguiente, teníamos otra fiesta. Ahora sí Reba aceptó. Me puse mi mejor traje y
le pedí a mi tío José Luis que me prestara una de sus más elegantes corbatas.
Como ella fumaba, compré Raleigh con filtro y practiqué diversas formas de
encenderlos para verme elegante. La reunión era en casa de Luis y le rogué
que no pusiera discos de rock, puro blues, piezas suavecitas para bailar cheek
to cheek. Así fue. Pero Reba no sólo bailó conmigo, lo hizo con todos los
demás. Lamenté la idea, mis amigos dejaban a Moza, a Blanca, a Atala, a
Marigé por bailar con ella. Fue un éxito. Reba fue la atracción de los hombres
y la envidia de todas las muchachas. Cuando la fui a dejar a su casa, las dos
calles que nos separaban se me hicieron eternas y aun así no pude hacerle
ningún reclamo. ¿Por qué razón tendría que hacérselo?
Pasaron días y semanas y meses. Reba salía con uno y con otro de mis
amigos. Finalmente, condescendiente, me tocó el turno. Fuimos al cine Álamos
y más tarde al parque y allí, al amparo de la gran fuente, la besé y le acaricié
los senos y los muslos. En respuesta, bajó suavemente sus manos y me apretó
el miembro erecto. La emoción fue mucha y terminé con suspiros
entrecortados. Ella fingió no percatarse y yo traté de ocultar la ridícula
mancha del pantalón haciéndola más evidente. A partir de ese momento, su
superioridad sería manifiesta y siempre evitaría una nueva salida conmigo. No
tuve otra oportunidad para besarla y tocarla. Una vez, la mamá de Enrique, en
El Refugio, me dijo cómo es posible que te hayas ido con Reba, todos lo han
hecho. Yo te pensé distinto y fuiste uno más. Ella tuvo el cinismo de contarme
sus aventuras desde que llegó a Ciudad Jardín y todas concluyen en la cama.
Aquel regaño me llamaba la atención. En principio, qué entendía la señora por
haberme «ido», en segunda qué era «todos lo han hecho». Con cierta
ingenuidad interrogué antes de responder: Ajá, así que todos han estado con
Reba. Por supuesto, todos, lo que se llaman todos y tú, Emilio, no finjas,
también te acostaste con esa loca que fuma tanto.
Me sentí abrumado. Señora, dije, fuma mucho porque es una forma de
adelgazar y tiende a engordar, como sus hermanas. Necesitaba darme tiempo
para pensar, para reflexionar. ¡Reba se había acostado con todos mis amigos
menos conmigo! ¿Por qué, si yo la había ayudado, si mi mamá había
depositado un mes de renta para que ella pudiera vivir sin sobresaltos?
La mamá de Enrique siguió con su crítica, es increíble, tan joven y ya una
prostituta. Menos mal que Jaime tuvo la voluntad de resistírsele. Emilio: ella
misma me lo confesó: Señora, me acosté con todos, salvo con Jaime.
Desolado, llegué a mi casa. No me importó. Estaba muy triste. Al poco
rato llegó Andrés, ensimismado. Decidí acompañarlo y que me hiciera
compañía. A él poco le importaban los deportes y no se entusiasmaba con la
música. Más que en las mujeres, se interesaba por los asuntos políticos. Yo
sólo veía a Reba haciendo el amor con mis camaradas o me avergonzaba con
el recuerdo de un orgasmo prematuro. Andrés manifestó sus preocupaciones.
En Cuba había una guerrilla encabezada por Fidel Castro, Camilo Cienfuegos
y Ernesto Guevara. ¡Es antiimperialista y socialista!, afirmaba con pasión. Al
año siguiente triunfaría y con ello, la Revolución Cubana provocaría la
primera división en Ciudad Jardín, un cisma. Muchos años atrás, el fin de la
guerra crearía futuras polémicas: para Memo la derrota alemana fue una eterna
tragedia, una pena que concluiría con su muerte. Para mí, fue un éxito del
Ejército Rojo. Pero no produjo rivalidades ni pugnas entre nosotros. Era como
simpatizar con un equipo de futbol o con otro. Motivo de modestas
discusiones, listo. Aquello era algo diferente y más profundo. El padre
Gabriel le dedicó un sermón estúpido, la familia de Martín, de origen cubano,
satanizó a los que hablaban con respeto de Fidel. En síntesis, provocaría
reflexiones y pugnas y a la larga, causarían la muerte de Andrés Alba.
Eran vacaciones y no tenía que ir a la escuela, comenzaba la temporada de
patines; los míos estaban en buen estado, no obstante, les avisé a mis amigos
de que sufrían un desperfecto, no iría a patinar. Tres días después, teníamos un
juego de futbol americano contra el equipo de Álamos. Jugué lo mejor que
pude, con rabia, tratando de dañar a los rivales, y anoté doce puntos. En algún
momento, mientras el entrenador me ajustaba el casco, me pareció ver entre el
público a Reba: estaba con un desconocido. En la última jugada, Jorge había
abierto un gran espacio, apoyado por la fuerza y el empuje del Satanás,
Alejandro y Raúl, el Cochinito, corrió unas veinte yardas, faltando menos de
un minuto para concluir el partido. Jaime intentaría un gol de campo. Toda la
atención de la gente y de los jugadores estaba concentrada en él. Aproveché el
momento para mirar hacia donde estaba Reba: sin importarle la jugada, se
alejó del improvisado campo de futbol del brazo del tipo que la acompañaba.
Jaime hizo una patada perfecta, anotó y comenzamos el festejo. A diferencia
del año anterior, ganamos, pero yo me sentía triste. Cuando fui a la casa para
cambiarme y seguir la fiesta en casa de Atala, mi mamá me detuvo: Emilio, tu
amiga Reba Pimentel y su familia se fueron del departamento sin pagar el
último mes de renta. No voy a pagarlo yo, así que te lo descontaré del dinero
que semanalmente te doy.
Me dijeron que mi padre había muerto
Mucho antes que mi madre, falleció mi padre. Estábamos en una reunión
festiva, algún libro mío acababa de aparecer. Le dije: Mamá, me han dicho
que mi padre murió. Ella, me miró fijamente y repuso: Una buena razón para
brindar. Comprendí que mi mamá lo odiaba, odiaba su recuerdo y odiaba todo
lo relacionado con él, sus amigos, sus libros. De él, yo era lo único que
apreciaba. Su odio era auténtico. Mi madre, por desgracia, no sabía fingir.
Tenía razón, no existía un motivo por el cual suspender el festejo. Al
contrario. Había muerto lejos del país, lejos de aquello que dijo haber amado,
nosotros incluidos. Como si fuera poco, su mundo mexicano se había
derrumbado estrepitosamente. Nada quedaba en pie. Familiares y amigos
habían muerto o algo peor, habían desaparecido en una total mediocridad. El
país que abandonó y el mío se extinguieron, a lo sumo quedaban restos y era
patético observarlos. En un homenaje a un amigo fallecido, dije como
corolario a los excesos que lo condujeron a la muerte: Vivió a plenitud su
tiempo y su época, conoció a todos y todos le conocimos. Hoy el país y el
mundo se han poblado con nuevas generaciones norteamericanas. Se beben
refrescos light y cervezas light sin alcohol, se escribe prosa narrativa y
periodismo light, la cocina es light, el agua ¡es light! El sexo asimismo es
ligth; los cariños y admiraciones han disminuido de intensidad y las pasiones
son ridículas. Las cantinas han cedido su lugar al salón familiar y en los bares
se toma una copa por obligación. Los excesos han terminado o apenas se
defienden entre los amigos y herederos del talento y la riqueza sensual de otras
épocas. Hombres y mujeres de severas limitaciones sustituyeron a quienes
todo lo hacían con desmesura, aquellos que nunca pretendieron ser muertos
sanos.
Dentro de una serie de desencuentros, sólo una vez busqué a mi padre. Yo
tendría unos cinco años. A media calle, vivía un niño cuyos padres poco se
dejaban ver: Daniel. Supongo que lo invité a acompañarme y que a él le
pareció una formidable aventura, el caso es que los dos caminamos hasta la
colonia Roma, a la calle Tonalá. Una excursión de muchos kilómetros en una
ciudad poco habitada salvo en la parte céntrica. Mi sentido de la orientación
me llevó a ese edificio donde vivimos unos pocos meses todos juntos, mis
padres, mi hermana y yo. Imagino que estaríamos tocando la puerta del
departamento a eso del mediodía. Teníamos sed y hambre. Me cuesta trabajo
recordar la actitud de Daniel, cuya familia, poco después, vendió la casa para
mudarse a un barrio más modesto.
Mi padre abrió la puerta del departamento: alto, delgado, con un rostro
inexpresivo, salvo cuando conseguía reírse de su propio y peculiar sentido del
humor, de bromas para mí intelectualizadas y tediosas. Imposible reconstruir
la conversación. No dejó de llamarme la atención el escaso mobiliario: un
sillón desvencijado donde nos sentamos Daniel y yo, una mesa de comedor
con las sillas incompletas. Libros amontonados en el suelo. De un tocadiscos
de setenta y ocho revoluciones salía música. Para arrancar la conversación y
quizá justificar la audacia de mi presencia donde no fui requerido, dije que me
gustaría ser escritor, lo dije con vergüenza y dirigiéndome a Daniel. Al
respecto me echó una fría mirada y no repuso una sola palabra, ni siquiera
obtuve un gesto aprobatorio o de simpatía. Nada nos ofreció, hizo dos o tres
papirolas, mientras decía algo sobre la incomprensión de las mujeres y el mal
carácter de mi mamá; sin dejar el tema, nos condujo a una esquina. Nos dio los
veinte centavos del camión que nos pondría cerca de Ciudad Jardín, la ruta
Colonias Urbanas y se despidió sólo diciendo hasta pronto. Mucho después,
cuando yo competía, estimulado por mi madre, en la adolescencia contra él
para hacerme escritor, me di cuenta de la realidad al leer La carta al padre
del adolorido y siempre atormentado Franz Kafka, cobré conciencia de la
rivalidad distante: «Esto fue entonces tan sólo un leve comienzo, pero esa
sensación de nulidad que a menudo me domina (una sensación en otro sentido
también noble y fértil por cierto), deriva en forma múltiple de tu influjo. Yo
habría necesitado un poco de tu aliento, un poco de amabilidad que mantuviera
ligeramente abierto mi camino, y tú en cambio me lo obstruías, con la buena
intención de que eligiese otro camino.»
Mamá se enteró de ese largo viaje porque le llamó la atención ver las
papirolas. Tomó una paloma en sus manos y con sumo cuidado la deshizo:
reconoció de inmediato la letra de mi padre, estaba hecha con una hoja donde
apareció el borrador de un poema. Su reacción fue brutal, excesiva. Sin darme
tiempo a nada comenzó a sacar mi ropa de los cajones de cómodas y del clóset
y a ponerla en una maleta. Buscaste a tu papá, eso significa que lo quieres más,
lo necesitas. Vas a vivir con él. Comprendí que aquello era absurdo, que mi
padre no tenía ningún interés en mí y lloré para convencerla de lo obvio:
estaba exagerando: era injusta, no era el trato para un niño. Mi madre logró su
objetivo: hundir a mi padre, enviarlo lejos a morir, con una nueva familia, sí,
pero sin pasado, sin historia. Yo era escritor, algo que a él jamás le hizo
gracia. Un escritor impulsado desde el principio por su mamá. Jamás escatimó
recursos para libros, para la primera máquina de escribir, para diccionarios.
Pero atrás de esa intención de apariencia generosa, estaba agazapado el odio.
Sí, mi padre quería ser el único escritor de la familia, había peleado por ello,
había hundido a sus tíos y primos, que intentaron redactar libros, ahora
resultaba que su hijo mayor se convertía en un autor de novelas y ensayos. En
alguna ocasión, un anciano amigo de mi papá trató de explicarme con sutileza
lo mucho que mi padre había sufrido al saberme escritor afortunado. Según esa
misma persona, mi padre se defendió: De todas formas, yo soy el más grande.
No, le replicó en son de broma su amigo, eres el más alto. Al aparecer mi
primera novela, las ventas, el éxito inmediato, la crítica, le produjeron a mi
madre un gozo extraordinario: no le importaba el libro sino el que su salida
hubiera sido afortunada: ello borraba del mapa literario nacional a su ex
esposo. La venganza estaba completa.
Los recuerdos sobre mi padre eran realmente muy pocos e incapaces de
hacerme sentir amor o alguna simpatía, salvo el debido respeto por algunas de
sus tareas. Había sitios que me hacían pensar en él, lugares en los que nunca
estuvimos juntos. Pero yo los vinculaba a su figura y trabajo artístico.
Chapultepec era el primero: un bosque enigmático y lleno de solitaria poesía,
donde, frente al lago de aguas verdosas, mi padre conversaba con mi madre
mientras mi hermana Leny y yo correteábamos entre altos ahuehuetes y fresas
silvestres, para enseguida demandar: ¡Queremos subir al castillo! Otro punto
eran las primorosas colonias Condesa y Roma. En la primera mi mamá iba a
buscar el consejo de sus dos únicas amigas, maestras también: Esther
Miranda, que impartía geografía, y Teresa Landa, que daba historia de México.
Ellas hablaban y Leny y yo jugábamos escondidillas en las inmensidades del
parque España o del parque México, donde algunas personas paseaban con la
elegante y distinguida parsimonia de otros tiempos, no lejos de sus casonas
señoriales recién construidas. Al atardecer, papá llegaba por nosotros y nos
llevaba a merendar a La flor de lis. En la segunda vivimos juntos meses
inolvidables, caminando para admirar su arquitectura afrancesada y ver cómo
Leny se trepaba en las panteras de bronce que adornaban algunas calles.
Finalmente, el Palacio de Bellas Artes y la Alameda tan repleta de árboles,
fuentes y estatuas ante las que mi hermana se inclinaba reverente y les hablaba
de sus proyectos artísticos, y la Pérgola, la librería con un restaurante al lado,
en el que a veces comíamos todos y nos compraban algún libro. Leny pedía
obras sobre ballet y yo aventuras de piratas.
Como si fuera poco, había muerto lejos de México, rodeado de una familia
que no hablaba español, en un país cuya historia podía ser grandiosa y
admirable, pero que no era la suya, la que asimiló desde pequeño, lejos de los
amigos que amó: estridentistas, comunistas, socialistas, trotsquistas, pintores y
grabadores de evidente compromiso político… Mi madre lo veía
inalterablemente falso. Recuerdo que lo definía como un liberal juarista, un
trasnochado políticamente, a lo sumo un cardenista, cuando aparecían naciones
comunistas y el pensamiento de Marx se desarrollaba, imperfecto, pero se
desarrollaba. Entiendo que con ello trataba de señalar su poca consistencia o
tal vez que era un intelectual decimonónico. En el fondo, lo que trataba de
hacer evidente era su desprecio. Nunca vi un libro de mi padre, de su padre o
de sus hermanos en casa. Si alguno llegó, fue directo al basurero. Una vez, en
la Secretaría de Educación Pública, a donde mi madre había ido a concluir
algún papeleo administrativo, nos cruzamos en el patio principal con un
hombre alto y delgado, mamá permaneció impasible y ni siquiera aceleró el
paso. Al llegar al segundo piso. Mi mamá me dijo con voz muy pausada, ¿lo
recuerdas, era tu padre? Como te diste cuenta, no hizo ningún esfuerzo por
saludarte, ni siquiera te miró. Tu madre y tu padre soy yo. Cuando debas
hablar de los temas que consideres masculinos, me los tratas a mí, de mí
dependes y yo resolveré dudas y problemas que te aquejen.
Realmente no tuve tiempo para pensar en la figura elegante de ridícula y
fingida distracción que pasó a nuestro lado. Me impresionaron los ojos y la
expresión de mamá. Nunca la vi tan dura y tan hermosa, tan altiva y fría a la
vez.
Pero cuáles fueron las últimas palabras de mi padre, cuáles sus
pensamientos postreros. Imposible saber de ello. Yo había perdido toda
relación con él y cuando iba a Francia, jamás me tomaba la molestia de
conocer algo sobre su nueva vida: esposa, hijos, trabajo; en otras palabras, de
buscarlo. ¿Para qué? Sospechaba con ironía que me haría dos o tres papirolas
y luego me acompañaría hasta la estación de metro más cercana. Simplemente
dejé de lado su existencia. Mamá lo había matado mucho antes de que
ocurriera su fallecimiento. Su muerte física sólo fue una formalidad.
Moza, la de Jaime
Vicente llegó a ser un destacado ejecutivo de empresa trasnacional. Eso no le
impidió seguir bebiendo. Al contrario, apoyado por un elevado ingreso
mensual, intentó acabarse la producción de alcohol. Yo solía verlo cada una o
dos semanas. Siempre tenía algún nuevo sitio al que acudir en busca de
diversión. Una tarde de viernes me dijo, acabo de conocer un bar muy
atractivo y de buen precio. Hay putas jóvenes y guapas. Fuimos al sitio, se
llamaba El Paraíso y en verdad lo era. Bullicioso, la juerga era permanente y
la concurrencia se concentraba en lo suyo: beber, bailar y conversar. Cuando
Vicente y yo llegamos ya nos esperaban Sergio y Luis. Pedimos una botella y
enseguida otra. Nos acompañaban tres prostitutas agradables y dispuestas a
seguir la farra. Vicente hizo los arreglos para pagar la salida de las
muchachas. En el camino, una de ellas, Marisela, cambió el plan: ¿Por qué no
vamos a casa de una buena amiga? Todo lo que tenemos que hacer es llevar
botellas y si quieren algo de comida. Sergio aceptó por el grupo: eso nos daba
una mujer más, ya seríamos cuatro parejas. Pero si no estaba la amiga, bueno,
todos bailaríamos con todas y una de ellas tendría que acostarse con dos de
nosotros.
No era un departamento como yo esperaba, sino una casa en Narvarte, en
la calle Palenque. Una sirvienta nos abrió y nos condujo a una sala
escasamente iluminada, con alfombrado rojo. Marisela comenzó a platicar
simplezas mientras su amiga servía los tragos. Después de una hora, Vicente
preguntó por la dueña de la casa. Al parecer estaba con un cliente, haciendo el
amor. Ya bajará, no se apuren, es una mujer muy atractiva y dispuesta a todo.
Marisela, que había bebido mucho, fue más explícita: se las puede mamar y
volverlos locos a los cuatro.
Al poco rato, cuando ya se nos había olvidado la dueña del lugar, apareció
acompañada de un hombre con apariencia de empresario. Descendió las
escaleras con falsa majestuosidad y desde la mitad de los escalones saludó
con voz aflautada: Buenas noches, espero se estén divirtiendo, pero la fiesta
apenas comienza. Verán lo que es bueno. Nada más acompaño a mi amigo a la
puerta.
La voz, pese a ser fingida, me fue familiar. Cuando la silueta tuvo rostro,
me sorprendí. ¡Era Moza, la eterna novia de Jaime! No supe si cuando nos vio
palideció o se sonrojó, la oscuridad impedía apreciar los detalles de su
reacción. Sin embargo tuvo el suficiente aplomo para decir que le
resultábamos conocidos (han estado antes en mi casa o nos hemos visto en
algún bar de la Zona Rosa, mi rumbo habitual). Guardé silencio y Vicente fue
caballeroso: al tiempo que le servía una copa, le preguntó su nombre. Moza
dijo Hortensia, pero mis amigos me dicen Tencha. Sergio y Luis, luego de ver
a nuestra antigua compañera de juegos, ajenos a sentimentalismos, añoranzas y
complicaciones memoriosas, prefirieron asegurar su relación con Marisela y
Tina. Parecían no reconocerla o fingir espléndidamente no haberla visto nunca
o saber de ella por sus correrías como prostituta. Por mi parte, no supe cómo
reaccionar y acepté su nueva vida sin acudir al pasado, cuando jugábamos
encantados y escondidillas y formamos el Club Terpsicore e íbamos juntos a
misa dominical y luego a la matinée. Lo último que supe es que al fin había
tenido relaciones sexuales con Jaime y que era una mujer demandante, «ávida
de placer», según contaba mi amigo. Fue en los tiempos en que concluíamos
secundaria. Una mañana él y yo, Jorge y Enrique optamos por irnos de pinta y
no asistir a clases. Recorrimos el centro de la ciudad y enseguida nos
encaminamos por el Paseo de la Reforma hasta dar con el Lago de
Chapultepec. Allí Jorge y Enrique se entretuvieron con unas muchachas que
paseaban. Jaime aprovechó el momento para contarme su tránsito del noviazgo
al amasiato. Acompañó a Moza a Tlaxcala, en el camino de regreso, una tarde
lluviosa, Jaime detuvo el coche en la carretera y se besaron furiosa,
rabiosamente. Moza fue más lejos y le acarició el pene y abrió las piernas
para permitir que Jaime le metiera los dedos. Hicieron el amor en el
automóvil. Pero la pasión no había concluido y casi al llegar a la ciudad de
México, se detuvieron en un hotel. No era virgen, concluyó en tono sombrío mi
amigo. ¿Te importa?, pregunté. Claro, repuso un Jaime convencional, pensé
que sería mi esposa, la madre de mis hijos. Bueno, tú tampoco eras virgen. No
hubo respuesta. En ese momento Enrique y Jorge se acercaron a presentarnos a
sus nuevas amigas, alumnas de la Universidad Femenina, escuela que estaba
frente al Bosque de Chapultepec, del lado de Constituyentes.
Después no supe más. Moza tenía mamá y tres hermanas insoportables
(una, Marlene, patinaba sobre hielo), pero jamás supimos algo de su padre. La
familia de mujeres había llegado de Mérida a Ciudad Jardín. Ninguna de las
cuatro hermanas parecía estudiar y Moza, en cambio, hablaba mucho de
música popular: le gustaban por ejemplo los tríos y, desde luego, los boleros;
por Nat King Cole decía tener una «pasión sensual» y por Perry Como
admiración (fue peluquero y ahora vende millones de discos). Desde que llegó
a nuestro mundo, se hizo novia de Jaime, de nadie más. Su mayor ligereza
pública fue decir, en una fiesta en casa del Flaco Guzmán, que para ella el
hombre perfecto tendría los ojos de Jaime y mi boca. Al decirlo. Moza se
ruborizó.
La noche fue larga, muy larga, y todos bebimos con cierta desesperación.
En algún momento Vicente y los demás se fueron a la cama con las prostitutas.
Antes de abandonar la sala, uno de ellos, no sé quién, me dijo al oído con
brutalidad: Es una oportunidad histórica, cógete a Moza, como si yo hubiera
estado obsesionado con aquella adolescente esbelta y pálida, de grandes ojos
y un acento particular, que solía patinar sobre hielo con una elegancia perfecta.
Y momentáneamente nos quedamos solos. Ella siguió la plática como si nada
hubiera ocurrido. Parecía que acabáramos de conocernos y comenzara la
amistad a través de lugares comunes: el clima, los restaurantes de moda,
alguna acción política escandalosa. Serví más whisky y luego de agotar varias
copas más, ella me dijo, si quieres subir a la recámara, no te costará.
Preferiría que me cobraras, contesté. Bien, lo haré, y me jaló de la mano hacia
la parte superior, donde acababa de hacer el amor con el tipo de apariencia
empresarial. La cama estaba revuelta, pero no me dio asco, al contrario, la
sentí cálida. Ella se desvistió con sumo cuidado y contemplé su cuerpo
delgado. Poco a poco comenzó a besarme, acariciarme y a despojarme de la
ropa. Contra lo que esperaba de una profesional, fue dulce y suave, cariñosa,
no dijo una sola palabra, no hubo expresiones pasionales, únicamente leves
quejidos de satisfacción. Terminamos al mismo tiempo (ambos lo supimos por
el intento siempre inútil de fundirse en el abrazo) y luego, sin decir palabra, se
vistió y me propuso seguir bebiendo en la sala, donde ya estaban los demás.
Comenzaba a amanecer. Los ruidos urbanos despertaban y la tranquilidad
desaparecía. Nos despedimos prometiendo volver a esa casa. Hortensia me
dijo con voz serena, de nuevo con un ligero acento yucateco: Para ti soy Moza,
como siempre. ¿Sabes algo de Jaime? No mucho. Sólo que se casó y tiene
hijos. Es todo, ya no lo veo. Con un gesto de amistad y desolado cariño, ella
concluyó: Lo dejé al encontrarlo en la cama con un hombre.
Lodos y polvos de aquella casa
De la casa de Antonio poco, en efecto, quedó: paredes descascaradas y sin
cuadros, puertas cerradas, habitaciones sin música ni conversaciones
ingeniosas ni fiestas interminables. Hace unos días, un domingo, para ser
exacto, tuve la ocurrencia de leer las notas necrológicas, el obituario, de un
diario: la noticia de la muerte de Antonio me provocó un gran descontrol.
Había fallecido de un infarto. Fue fulminante. Vivía solo y el cuerpo lo halló
la señora responsable del aseo. Unos pocos familiares y ningún amigo
estuvieron en el sepelio. Yo no tenía a quién darle el pésame y escribí una
página para mis memorias. Sentí profundamente su muerte. Era un poeta de
valía y un amigo infatigable. Meses después de su muerte, una amiga común
me dijo:
—Antonio estaba seguro de que te acostaste con su esposa Josefina. No le
importó, tenía una gran admiración por ti.
—Elsa, jamás me acosté con Josefina. Fue Sergio. Lo que ocurrió es una
historia que jamás escribí o conté. Muertos Josefina, Antonio y Sergio, no
encubro más la verdad. En alguna ocasión de tragos y música, recorrimos la
ciudad en busca de mayor actividad. Infatigables fuimos de la Roma a la Del
Valle, de Ciudad Jardín a Narvarte y de San José Insurgentes a la Condesa.
Allí, en uno de los bellos y antiguos edificios hechos hacía varias décadas
para las familias inglesas, Antonio y Josefina tejían su separación definitiva.
Por alguna razón enigmática, habían dejado la casona de Romero de Terreros.
Tocamos en su departamento y abrió una Josefina desconcertada. Sergio y yo
íbamos con Karol. Al poco rato los visitantes seguíamos bebiendo y la esposa
de Antonio trataba de igualarnos con alguna desesperación. A medianoche,
Sergio, con naturalidad, atrajo a Josefina a otra habitación y luego supe que
hicieron el amor y tuvieron una relación más o menos consistente que tal vez
consolidó el divorcio. A mí me tocó hacer el amor con Karol justo en la
recámara del matrimonio. La lucha fue infatigable, dejamos huellas visibles de
sexo y sábanas sucias, a causa de algo entre gracioso y estúpido: tuve
dificultades para penetrarla. Con ingenuidad le pregunté si era virgen, no, me
dijo Karol: olvidé quitarme el tampax. A eso de las ocho de la mañana, todos
decidimos ir en busca de un desayuno a la mexicana y de cervezas para seguir
la larga farra. Antonio llegó a su departamento al mediodía y lo halló
desordenado, con botellas vacías y vasos con lápiz labial. Estaba, entre las
cosas dejadas por mí, la cigarrera (con mis iniciales) y el libro dedicado que
andaba cargando para dárselo justamente a él. Al mirar la cama concluyó que
yo había hecho el amor con Josefina o eso al menos supongo. Es todo. Me
duele que Antonio haya supuesto que yo, uno de sus mejores y más leales
amigos, lo hubiera traicionado y con tal certeza falleciera. No me acosté con
Josefina, porque sencilla y fatalmente estaba destinada a Sergio, quien desde
el principio pudo envolverla en sus fantásticas mentiras y chantajes.
Sobre cómo empezó el éxodo
A partir del rock and roll, la cinematografía norteamericana y tal vez algunos
filmes franceses (de la llamada Nouvelle vague), la vida de Ciudad Jardín fue
transformándose. Al principio la música hizo que todos los jóvenes
bailáramos entusiasmados. Con rapidez abandonamos a Frank Sinatra, Perry
Como, Doris Day, Nat King Cole y los ecos de las grandes orquestas (Glenn
Miller, Les Elgart, Artie Shaw y Benny Goodman…) desaparecieron. En unos
tres años, neverías y cafeterías toleraban que se bailara al compás de la nueva
música de Elvis Presley, Bill Halley, Little Richard y Jerry Lee Lewis. De ese
momento tengo un recuerdo tenaz, como una fotografía en blanco y negro ya
amarillenta: Yolanda y yo en Carola moviéndonos con suavidad bajo los
compases de una canción de largo alcance: «Sea of Love» de Phil Phillips.
Era 1959 y los preludios de lo que han dado en llamar la década prodigiosa.
En Inglaterra, los jóvenes se preparaban para recibir a los Beatles y los
Rolling Stones y yo había sido sorprendido por una francesa de diecinueve
años de edad que escribió Bonjour, tristesse: Françoise Sagan, novela que mi
mamá me regaló en francés. Aunque —debo confesarlo— más me impactó la
lectura de Lolita de Vladimir Nabokov. Qué extraño, la ninfeta me excitó al
grado de la masturbación, pero Humbert Humbert, al parecerme premonitorio,
me conmovió: ¿yo sería así en mi vejez: un patético fauno lujurioso enamorado
de una adolescente pervertida?
No recuerdo qué dijimos o hicimos en la taquilla del cine Roma para ver
(todos éramos menores de edad) La dolce vita de Fellini. Memo, Sergio,
Vicente, Luis, Jaime y yo salimos desconcertados ante la triste soledad de
aquellos que deseaban ir más allá de lo habitual.
Pronto el cambio se extendió hacia otras esferas. La cinematografía fue
distinta y surgieron nuevas figuras acordes con los gustos de los muchachos de
Ciudad Jardín. El cine francés tuvo una última presencia antes de que en
Latinoamérica se estableciera la máxima de América para los
hollywoodenses. Los primos, Los cuatrocientos golpes, Escupiré sobre sus
tumbas (que mostraba a un hombre peculiar y de genio, a Boris Vian) y otras
películas fueron capaces de hacer reflexionar a una generación que ya había
sentido la presencia poderosa de Tennessee Williams, Marlon Brando, James
Dean. Todo ello nos llevaba a una pregunta que formulara Jaime cuando yo
hablaba con entusiasmo de películas soviéticas como Cuando pasan las
cigüeñas o francesas como Hiroshima mon amour o de canciones de Chuck
Berry y Buddy Holly y Fats Domino o cuando Memo lo hacía de libros como
los de Dashiell Hammett, Agata Christie y Jean Cocteau o cuando asombrados
oíamos a Mozart.
—¿Adónde chingaos vamos si poco o nada nos gusta lo mexicano o qué
putas madres, si los domingos nos morimos por ir al cine Álamos o al Estrella
a ver a Gregory Peck, Humphrey Bogart, Fred Astaire, Alan Lad, Chaplin,
Marlon Brando, James Dean, William Holden y Kirk Douglas, en lugar de ver
a la abnegada Sara García, al siempre serio de Arturo de Córdoba, a
Cantinflas, a Pedro Armendáriz o a los charros cantores como Jorge Negrete,
Luis Aguilar y Pedro Infante? ¿Cuántas veces hemos visto Rebelde sin causa y
cuántas Enamorada o Los tres García? ¿Por qué cuando hablamos de mujeres
maravillosas citamos a Kim Novack, Marina Vlady, Ava Gardner, Monica
Vitti, Ginger Rogers, Lana Turner, Marilyn Monroe y Cid Charisse y nunca a
Dolores del Río, María Félix, María Elena Márquez y a la propia Lilia Prado?
En efecto, el viejo nacionalismo presente en los discursos oficiales nos
irritaba y, entonces, veíamos una salida en otras cinematografías, otra música y
otra literatura.
—Estamos en una época de cambio y somos muy afortunados, nos tocó
vivirla en plena adolescencia —dijo, entre filósofo y ridículo, Luis.
—No —repuso Jaime olvidando por completo sus orígenes españoles—,
somos malinchistas por naturaleza, venimos de una traición.
—No mames —intervino Sergio—, la pendeja Malinche nada significa en
la historia, era, como dice Emilio, una simple traductora. El problema es
mayor.
—En todo caso, sí nos gusta lo valioso de México —dijo Vicente siempre
en tono conciliador—, a todos nosotros nos encanta la pintura mural de
Rivera, Orozco y Siqueiros, la música de Chávez y Revueltas y Emilio se
fascina con Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Juan José
Arreola y otros escritores. Bueno, ¿no hasta fuimos a ver a Carlos Fuentes a la
librería El Caballito cuando firmó ejemplares de La región más transparente?
Pero los cambios de trascendencia no fueron para todos. Martín, Pepito, el
Chantal, Alegre, Pasos, el Buzz, y otros, buscando hacer algo, ganar dinero,
salir de Ciudad Jardín a «sentar cabeza», establecieron primero un café en la
colonia Narvarte: La fusa, donde un grupo de estudiantes del Conservatorio
tocaba jazz. Fue un éxito, pero se bebieron las ganancias. Luego pusieron otro
en Coyoacán, El coyote flaco y, al quebrar, uno más, también en Narvarte, A
plein soleil, en un evidente homenaje al filme francés. Los promotores de tales
cafeterías (bares apenas disfrazados) eran parte de una generación mayor que
la nuestra y muy distante de valores culturales que nosotros sí poseíamos. Les
decían los Vagos y en efecto pasaban el tiempo jugando carambola y dominó
en el billar de don Pepe y, desde luego, bebiendo; sus fiestas eran
escandalosas y llegaban mujeres de toda la ciudad capital. Martín podía beber
días enteros sin mayores problemas. En alguna época, para cuidarse un tanto,
bebía seis meses y luego descansaba los otros seis. Sus hazañas no eran
memorables, pero dentro de ellos estaba el Pasos que se jactaba de ser el gran
conquistador de Ciudad Jardín, y Pepito que bailaba como pocos el swing.
También estaban Romero y Lalo Mariscal, ambos jugadores de futbol
americano en la UNAM; su mayor éxito, lo presumían infatigables, fueron dos
de las derrotas que los pumas de la Universidad les propinaron a los burros
blancos del Politécnico, una muy célebre en 1951 de 43-0, donde uno, el
primero, fue un corredor fantástico, difícil de atrapar, y el segundo uno de los
grandes quarterbacks de México. Nunca supe más de esos dos personajes que
yo veía como seres legendarios. Tal vez se fueron de México, o tal vez
prefirieron hacer vidas muy hogareñas, lejos del alcohol, las mujeres y las
peleas formidables de Ciudad Jardín.
Iban, como es natural, adelante: cuando nosotros fuimos por vez primera a
ver los hermosos títeres de Rosete Aranda, en Zacahuizco y Tlalpan, los Vagos
ya sentían las famosas representaciones como algo sólo para niñitos y cuando
nos hicimos asiduos del circo Atayde (yo no tanto), ya en su sede de la
Calzada de Tlalpan, justo frente a Ciudad Jardín, a ellos, los trapecistas, los
payasos y la mujer gorda con pelos en la cara les parecían seres ridículos. De
tal forma que cuando nos adueñamos del billar de don Pepe, ellos ya se
planteaban otros proyectos.
De todo ese grupo de entrañables y festivos amigos, sólo Romero y Lalo
Mariscal terminarían una carrera universitaria. Satanás, aunque de menos
edad, solía reunirse con ellos y, apelando a muchas fiestas, a muchas botellas
de ron y tequila agotadas, a muchos golpes con pandillas de colonias aledañas,
en vano trató de ser socio del grupo o al menos que le dieran trabajo —el
primer trabajo que tendría—, como capitán de meseros o como sacaborrachos.
La verdad es que Satanás admiraba el ingenio de los Vagos, la capacidad para
festejar bebiendo eternamente y su facilidad para conseguir fiestas y mujeres,
en especial Martín y el Pasos, ambos bien parecidos y con un nivel educativo
superior al del Satanás.
Pero había llegado el momento de «madurar». Los Vagos andaban por los
veinticinco años y comenzaron a casarse: Al Pasos lo escuché decir: Mi novia
es una maravilla, si me aguanta otra infidelidad, me caso con ella. Martín fue
práctico al referirse a su futura esposa: Es una mujer formidable, sabe cocinar
y le gustan los niños y no le molesta que beba seis meses y descanse y trabaje
otros tantos.
De todos, el Satanás tuvo mayor permanencia en mi vida.
Una vez, muchos años más tarde, en una reunión de escritores, me atreví a
invitar a Satanás. Impresionables y aburridos como suelen ser aquellos, a
todos les llamó la atención la corpulencia de mi amigo, pero sobre todo, su
plática, llena de hazañas violentas, de infatigables pleitos a puñetazos,
sazonada con toda clase de vulgaridades. En algún momento, entusiasmado por
una poeta macilenta y deslavada, con un organismo repleto de anfetaminas, que
le acariciaba los brazos, se despojó de la camisa para mostrar un torso
marcado por músculos poderosos y cicatrices.
Conmigo, asustada por el ambiente donde se usaban términos sofisticados
y se hablaba de libros, permanecía la Coneja, una muchacha que había llegado
a Ciudad Jardín casi al momento en que comenzaba la decadencia de la zona y
arrancaba el éxodo. Era hija de un modesto funcionario de juzgado y nunca
supe si era ingenua o estúpida o si utilizaba ambas caracterizaciones para
sobrevivir. Sin prácticamente escolaridad, se refugiaba en una linda piel
rosada y en unos ojos verdes muy inquietos. Martín y el Pasos la violaron.
Después de la indignación y el miedo a quedar embarazada, se hizo rutinario
verla cerca del billar de don Pepe, en espera de sus violadores para repetir la
sesión o para que alguno de los asiduos a ese lugar la invitara a una fiesta o a
beber unas copas. De este modo fue acostándose con buena parte de los
muchachos de Ciudad Jardín hasta (siempre en descenso) llegar a Satanás. Él
tomó en serio la relación. Honestamente, ninguno sabía de su vida familiar y
amorosa, nadie se preocupaba más que por su fuerza y capacidad para la
violencia. En efecto, Satanás había carecido de afecto, de amor y de
relaciones sexuales normales. Solía ir todos los sábados al 227 a beber y a
buscar putas, mientras nosotros íbamos a fiestas típicas de clase media. Las
mujeres de Ciudad Jardín lo evitaban y, en caso de toparse con él, apenas lo
saludaban. Él, a su vez, las despreciaba por santurronas y mojigatas.
Pero con la Coneja fue distinto. No sólo le dijo a Satanás ¡hola!, sino que
conversó largamente con él y antes de terminar en la cama, tenía una propuesta
matrimonial, algo sorpresivo para ella, acostumbrada a ser utilizada como
desahogo sexual, como puta. Nadie supo del matrimonio. Ni siquiera los
padres de la Coneja, a quienes los recuerdo aliñados y resentidos, con nadie
hablaban, a nadie saludaban en su paso diario hacia la Calzada de Tlalpan,
para tomar el tranvía Xochimilco-Zócalo. Sin embargo, ahora que lo pienso,
jamás supimos quiénes eran ios padres de Satanás ni dónde vivían
exactamente. Estaba en el billar, en el 227, en el Anáhuac, en el California
Dancing Club o en El Nereidas, en los pleitos callejeros y en algunos partidos
de futbol americano, eso es todo. Aunque lo quiso, jamás pudo ser el digno
sucesor de Pelayo.
Para él las calles y las casas de amigos compasivos eran su hogar. La
Coneja tendría que esperar a que su marido decidiera tener dónde vivir. Nos
sorprendió el segundo cambio intempestivo de nuestra conocida: primero se
hizo casi una profesional del sexo, luego se puso a trabajar en un hospital
como enfermera. Dejó de buscar con quién acostarse y divertirse y sólo la
veíamos pasar de regreso del trabajo. Era una figura menor dentro de las
historias de Ciudad Jardín. Jamás tuvo la amistad de las demás. Quizá un
saludo ocasional. Satanás, en cambio, era un joven que haría historia, una
historia pequeña, de reducidos alcances, hasta donde sus puños lo permitieran.
No hubo sitio en la capital mexicana que no supiera de su coraje y brutalidad.
Pero ¿dónde había estado durante la época en que Memo, Luis, Sergio,
Vicente, Jaime y muchos más competíamos por efectuar las más elaboradas
travesuras, dónde y con quién jugaba cuando formamos la Banda de la Mano
Guantada y la usamos para asaltar sirvientas que salían de la Panadería
México y robarles la bolsa con bolillos, conchas, orejas, ladrillos, rejas,
polvorones, teleras, chilindrinas, cocoles, cemitas, bigotes, novias, corbatas,
cuernos, piedras, banderillas, hojaldras, campechanas, churros, sí, dónde?
¿Dónde? No con nosotros. Como el Rata, Satanás carecía de apellidos, de
padres y hermanos, de amigos, y como Pelayo, el respeto o admiración los
había conquistado salvajemente a puñetazos y patadas. ¿Tan grande era Ciudad
Jardín, tantas diferencias existían entre todos nosotros? Satanás era muy
distinto a los demás, era un guerrero feroz y patán, un troglodita, un
cavernario, acaso un gladiador, un hombre perfectamente diseñado para pelear
que al menos sobreviviría en mis tristes crónicas del pasado. Los otros como
Memo, Luis y Vicente, Jaime o Luis fueron educados o nacieron para no dejar
huella alguna de su paso.
¿Recordarán Memo, Luis, Sergio o Jaime las reñidas competencias para
destruir vidrios? Hay que romper por lo menos cincuenta cada uno y
establecer un récord, decía el primero. Comenzaremos con la casa de la
insoportable Elsa. Después de un largo recorrido, aún con las bolsas llenas de
piedras, Memo gritaba triunfal, ¡ya casi llegamos a los cincuenta por persona!
¡Ánimo, valientes guerreros! Y señalaba la tintorería Center, llena de cristales.
La Banda de la Mano Guantada dirigía con mortal precisión la puntería y los
vidrios saltaban a pedazos. Un guardián salió tras nosotros con una macana
policiaca en la mano. Jaime dijo con calma, pobre idiota, jamás nos alcanzará.
Y corrimos más de seis kilómetros, hasta que lo vimos desfallecer. Era fácil
calcular las distancias porque entonces la Calzada de Tlalpan tenía postes que
marcaban cada kilómetro iniciando la cuenta desde el Zócalo. Ciudad Jardín
se desplegaba exactamente frente al número cinco; a la altura del Circo
Atayde, estábamos, pues, distantes de aquel ingenuo velador.
Aunque yo fui el fundador de aquella orden de caballeros malos, Memo
era el que inalterablemente proponía nuevas misiones o cruzadas. Apedrear y
pintarrajear las casas de los españoles (menos la de Jaime) durante las fiestas
patrias del 15 de septiembre, ir al cine Pathé, al segundo nivel (gayola), y
desde allí arrojar globos llenos de agua sobre los espectadores o, a veces, en
lugar de globos, restos de comida. En ese mismo cine, Memo solía
desconectar la máquina automática que hacía palomitas, aguardaba a que
llegara algún ingenuo que infructuosamente echaba una moneda y al rato mi
camarada volvía a conectarla y nosotros recibíamos una dotación de
golosinas.
Con el tiempo, la Banda se convirtió en algo más agresivo y decidimos
robar automóviles. Luego de recorrer las calles de Álamos buscando uno
abierto, dimos con un Ford, era un modelo viejo y destartalado, quizá 1949,
pero allí estaba con las llaves puestas, como en toda película norteamericana
que se respete. Lo conduje yo. A la Banda estaban incorporados Andrés y
Óscar el Tamal. Fue un desastre, no había forma de desvalijarlo y en caso de
conseguirlo, ¿dónde venderíamos las piezas, a quién? Decidimos pasearnos
por media ciudad, pasamos por el Zócalo y por 5 de mayo, Avenida Juárez y
Paseo de la Reforma, llegamos a Chapultepec para recorrer sus senderos en
busca de muchachas, allí bebimos cervezas y al fin, aburridos, regresamos a
Ciudad Jardín. Antes de llegar, sobre Xola, una patrulla nos interceptó. Sin
pensarlo, todos salimos del automóvil y corrimos en distintas direcciones
conforme a ideas establecidas. Un policía trató de detenerme y me tiró un
golpe de macana cuyo camino hacia la cara detuve con el brazo: sentí que se
me fracturaba y todavía alcanzó a rozarme la boca. Lo patée con furia y
avancé, atrás el Tamal y Jorge intercambiaban golpes con los agentes. Todos
saldríamos luchando. Me tocó hacerlo con Luis, que no era tan rápido ni tan
resistente para las carreras de fondo. Pero unas veces jalándolo y otras
abriéndole paso, llegamos a nuestro territorio y allí nos escondimos.
Al día siguiente, en el billar, nos reunimos para hacer un recuento: todos
estábamos ilesos, unos cuantos golpes y ya. El miedo comenzó en Memo, creo
que no debemos intentar algo semejante. Estuvimos de acuerdo, al menos en lo
referente a los coches. En esos tiempos no había pandillas de secuestradores
ni ladrones de automóviles organizados.
La Banda de la Mano Guantada era, en el fondo, una mezcla de Humphrey
Bogart y Edward G. Robinson con Abott y Costello. Algunos de sus
integrantes solían ir armados con rifles Daisy de municiones de cobre, otros
asumían las actitudes que veían en las películas de gangsters.
Alguna vez la Banda decidió recorrer las calles de las colonias aledañas
en busca de algo valioso, algo que hurtar. Los golpes anteriores no habían
dejado gran cosa: de un autobús mal estacionado, de la línea General Anaya,
unos cuantos boletos, algo de dinero y la corneta del claxon que Jaime arrancó
brutalmente para decir orgulloso: Ya tenemos fanfarria. Durante días todo el
grupo registró en vano grandes extensiones urbanas, mirando cuidadosamente
aquí y allá, a ver qué encontraba. Iban, por razones determinadas en el plan
original, de tres en tres. En algún momento Emilio, Vicente y Luis vieron dos
autos lujosos: un Ford Crown Victoria y un Mercury. Este último tenía las
ventanillas abiertas. Emilio miró cautelosamente a su alrededor. Nadie estaba
en la zona. Era una tarde tranquila y Narvarte parecía adormecida. Con
rapidez y advirtiéndole a sus amigos que lo cuidaran, se introdujo por el
espacio abierto. No había mucho, el encendedor, tres o cuatro pesos en
monedas y una chequera a nombre del ingeniero Luis Bracamontes Gonzaga.
Los tres corrieron de regreso a Ciudad Jardín. A eso de las seis de la tarde
se reunirían con el resto para mostrar los resultados y repartir el botín. Casi
para llegar al punto de reunión en la nevería Carola, Emilio tuvo una idea:
entregar las monedas y el encendedor y guardarse para ellos la chequera en
espera de algún uso de mayor relevancia. Todos estuvieron de acuerdo. Con lo
reunido por los muchachos alcanzó para helados y refrescos y varios discos de
rock and roll en la sinfonola.
Una semana después, Emilio fue a casa de Luis acompañado por Vicente.
Miren, dijo el primero, mandé hacer tarjetas de presentación y una credencial
a nombre del tipo de la chequera. Luis y Vicente mostraron desconcierto,
ninguno sabía a dónde quería llegar Emilio. Es simple, nos vestimos de traje y
el sábado en la noche recorremos bares y centros nocturnos, bebemos,
cenamos, invitamos mujeres y yo pago con cheque.
Vicente intervino al señalar que era riesgoso, que no olvidáramos la
experiencia del robo del coche. Luis guardó un silencio aprobatorio, le
brillaban los ojos pensando en las posibilidades de ir a sitios inimaginables.
Por último, los tres estuvieron de acuerdo, era jueves, la gran aventura
comenzaría el sábado siguiente.
Sábado 15 de noviembre de 1959. 20:00 horas. Los tres vistieron con sus
mejores trajes y más vistosas corbatas. Emilio se puso una bufanda blanca.
Detuvieron un taxi y le ordenaron ir al Rigus, en Avenida de los Insurgentes,
frente al Parque Hundido, allí probarían fortuna. Entraron con seguridad,
disfrazados de hombres mundanos y mayores de edad. Pidieron jaiboles y
escucharon el jazz del baterista Tino Contreras, del pianista Alex Pedroza y
del contrabajista Max Cooper. Luego de un rato, entusiasmado por la música y
el solo de batería de «El hombre del brazo de oro», Vicente abordó a dos
mujeres. Una se llamaba o le decían Mome, la otra era simplemente Eva. Las
invitaron y el grupo decidió ir a bailar al Roo, un lugar al borde de la
carretera a Toluca, justo donde principiaba y desde donde podía apreciarse la
ciudad. Allí una orquesta tocaba música suave, cachonda, dijo Vicente
entusiasmado por el principio de la noche, mientras Luis le susurraba a
Emilio: No lejos, a unos cuantos metros, está el motel Palo Alto.
Emilio, sin nerviosismo, solicitó la cuenta; el whisky lo estimulaba y le
daba seguridad a cada uno de sus actos. Cuando se la dieron, le explicó al
mesero, perdone, no traigo efectivo, ¿podría darle un cheque? No lo sé,
déjeme preguntarle al dueño.
El dueño resultó ser Max Cooper, quien se acercó a la mesa. ¿Podrían
ustedes identificarse? Claro, se defendió Emilio al tiempo que mostraba la
credencial y le daba una tarjeta de presentación.
Max, que hablaba el español con un marcado acento yanqui, vio con
desconfianza los documentos, los palpó y miró fijamente a Emilio. Pero
ninguno de los tres amigos parecía digno de desconfianza. Miren, dijo con voz
grave, soy jugador y el jueves pasado gané mucho dinero en el hipódromo, les
acepto el cheque con una condición: que lo hagan por el doble, de otra manera
no me corro el riesgo.
Emilio le devolvió la mirada, largamente lo barrió, observó su rostro de
charol negro y detuvo la mirada en las manos fuertes del contrabajista, en un
silencio que a nadie le incomodó. No, Max, yo también soy jugador, lo hago
por el triple, así usted me da cambio en efectivo.
Max rió larga y ruidosamente y dio órdenes para que le trajeran el cambio.
Luego, cuando ya Tino, Alex y el propio Max interpretaban «Take five», el
mesero le entregó la cantidad de doscientos pesos a Emilio y los tres amigos,
acompañados de Mome y Eva salieron del Rigus.
En el taxi, Vicente iba en el asiento delantero, Luis y Emilio comenzaron a
acariciar a las mujeres, a meter las manos entre sus muslos y las medias de
seda. En el Roo siguió la juerga, no hubo necesidad de entregar otro cheque.
Por último, los cinco se introdujeron en una amplia y antigua habitación del
motel Palo Alto, junto a una carretera silenciosa, apenas transitada y oscura.
Cuando Luis, Emilio y Vicente regresaron a Ciudad Jardín, era de
madrugada. Ninguno habló más que para despedirse. A los tres les preocupaba
despertar a sus padres y pasar el domingo entre regaños y caras largas. Iban
con una certeza: la Banda de la Mano Guantada había desaparecido, sus
integrantes, al menos ellos tres, habían dejado de ser adolescentes y
comenzaban a ser adultos.
Así ocurrió, a partir de ese sábado y hasta que se agotaron los veinticinco
cheques, Emilio, Vicente y Luis recorrieron bares, centros nocturnos y toda
clase de antros en «busca de placeres ocultos». De los antiguos juegos
infantiles, ninguno de ellos volvió a ocuparse. Sin saber qué había ocurrido,
Memo, Jaime, el Pulga y los demás, también modificaron sus conductas. Se
dio la metamorfosis.
De cualquier forma, la Banda, pensé, no tenía más sentido: su tiempo había
concluido. Pronto entraríamos a estudiar en la recién terminada Ciudad
Universitaria.
Cuando comenzaron los matrimonios de mi generación, Ciudad Jardín se
fue despoblando de jóvenes y los niños no parecían querer ocupar nuestros
sitios, sustituirnos y repetir vidas que aun ellos consideraban épicas. Se
casaron los personajes principales: Memo, Marigé, Atala, el Flaco Guzmán,
Luis, Jaime, Liza y Ricardo. Otros, como Jorge, Alejandro y Andrés
desaparecieron. Me resultaba curioso que los matrimonios arrancaran tan
pronto (las niñas se convirtieron en mujeres que deseaban ser esposas y
enseguida madres y mis camaradas fingían ser hombres maduros y exitosos, la
mayoría buscaba trabajo sin haber concluido estudios serios), a los veintidós
años, yo me sentía como un viejo solterón. Me fui tarde, alrededor de 1966 ó
67 y no me percaté del inminente deterioro de mi colonia. Muy al sur, nacían
zonas residenciales para ricos de verdad como el Pedregal de San Ángel, lo
que probaba que surgía impetuosa una nueva burguesía, corrupta y anodina y
en general la ciudad perdía sus monumentos y sus joyas naturales, se extendía,
se convertía en una fábrica de clones y se hacía intolerable. Pensé que debía
irme. Nada o muy poco quedaba del mundo que edifiqué durante la niñez y la
adolescencia. En mi casa, sólo permanecían mi mamá, un montón de recuerdos
y paredes llenas de sueños y pesadillas. La colonia era una especie de
cascarón aún hermoso, mi casa toleró bien temblores y terremotos como el de
1957 y yo había olvidado que en las pequeñas almenas de la sala estaban
escondidos juguetes, canicas y cartas de amor que nunca le mandé a Blanca ni
a Marigé, menos a Atala. Allí se quedarían. Los mayores, abuelos y padres,
comenzarían a morir casi en cascada y los hijos y nietos buscarían mejores
destinos fuera de Ciudad Jardín.
Y mientras Satanás platicaba cómo le rompió la madre a cuatro tipos al
mismo tiempo únicamente para ganar una apuesta, la Coneja me dijo muy
dulce. ¿Crees que no estamos casados? Me llamó la atención su pregunta. En
realidad, no me importaba su estado civil ni tenía interés en conservar la
amistad de Satanás. Yo estaba a punto de irme a estudiar a Francia, así que si
eran solteros o casados, carecía de importancia. Pero mi amiga estaba
decidida a convencerme y de su bolsa sacó un papel maltrecho; desdoblándolo
con sumo cuidado y acusando un nerviosismo perceptible, lo puso ante mis
ojos: era el acta que daba fe del matrimonio entre ella y Satanás. Como ves, no
se trata de un amasiato, algún día Javier dejará de pelear y tendremos hijos y
viviremos aunque sea en un departamento pequeño.
Sus modestísimas ilusiones me conmovieron. Miré hacia el centro de la
fiesta: Satanás explicaba cicatriz por cicatriz: ésta fue una cabrona puñalada,
aquí, entre dos ojetes me clavaron un picahielo, en este brazo tengo un pinche
recuerdo policiaco: una bala treinta y ocho me atravesó, ésta me la hizo el
Yucateco, trató de matarme con una piedra, afortunadamente pude esquivarla y
sólo me rozó la cabeza… Su cuerpo ya no era tan poderoso, sus músculos
estaban fatigados, en el rostro las arrugas competían con las huellas de mil
combates, comenzaba a encanecer. La Coneja pronto vería sus sueños
realizados cuando alguien más joven y fuerte lo medio matara a golpes para
frenar sus eternas bravatas y la necesidad de probarle al mundo que existía,
que era alguien y no un tipo más.
Ése fue el último encuentro que tuve con Satanás, luego mi pasado
comenzó a ser nebuloso y me introduje en un presente lleno de personajes
fantásticos y elementos literarios que auguraba un futuro promisorio.
La memoria y la desmemoria del amor
¿Qué se ficieron las damas, sus tocados
y vestidos, sus olores?
¿Qué se ficieron las llamas
de los fuegos encendidos de amadores?
¿Qué se fizo aquel trovar,
las músicas acordadas que tañían?
¿Qué se fizo aquel danzar
y aquellas ropas chapadas
que traían?

Jorge Manrique

De Mariana sólo tengo un recuerdo formidable, una relación sexual inaudita:


literalmente nos revolcamos durante horas por toda la enorme casa que ella
utilizaba como estudio para pintar, llenando alfombras y sábanas, cortinas y
muebles de semen, sudor y saliva. Se sucedieron los destellos de una hermosa
luminosidad. De esta guapa y menuda mujer, nunca supe gran cosa, me parece
que estudió pintura en San Carlos o en La Esmeralda, estuvo casada y tenía
uno o dos hijos; después de esa noche memorable, surgió abruptamente el
tedio y el olvido en ambas partes. Cuando se reía o bromeaba, tenía la
expresión ingenua de Debbie Reynolds en Cantando bajo la lluvia.
De Josefina, una larga relación, según ella casi veinte años de pleitos y
diferencias entre sus ojos azules y los míos oscuros, entre su mucho dinero y
mis intentos de ser comunista y un escritor «comprometido», entre sus deseos
de posesión y los míos de completa libertad. Según yo, nuestro amor tenía
mucho menos tiempo: si lo compactábamos y quitábamos las separaciones por
pugnas casi diarias, quedaba en meses, unos cuantos meses. Me recordaba que
el cuerpo humano, por grande y poderoso que sea, si uno lo comprime, queda
reducido al tamaño de una pelota de tenis. Sin embargo, el tanto tiempo podía
ser explicado en función de nuestros eternos encuentros sexuales en los que
sus piernas doradas y su semejanza con la Kim Novak de Picnic, sensual y
distinguida, hierática y acogedora, jugaron un papel intenso. Únicamente uno
de los muchos viajes que juntos realizamos me quedó grabado y eso fue
porque en Broadway vimos El fantasma de la ópera y la música de Andrew
Lloyd Webber nos entusiasmó tanto que durante la cena, frente al teatro, fue el
tema único y al día siguiente compramos el disco y un cartel alusivo. El último
día de esa semana que pudo ser perfecta, en la que noche tras noche nos
amamos con una pasión e intensidad ajenas a las posibilidades humanas,
Josefina lo arruinó exigiéndome —no recuerdo el orden— hijos y casamiento.
El retorno a México fue incómodo y silencioso. A ella le tocaron algunas de
las más formidables fiestas y reuniones que abundaron en los años de
juventud, donde el alcohol, el sexo, la música, las drogas y el ingenio se
desplegaban durante largas horas. Pero Josefina fue quien destruyó una
soberbia colección de fotos que me mostraban frecuentemente desnudo, con
diversas mujeres y, en una de las muchas rupturas, aquéllas donde ambos
festejábamos los fantásticos reencuentros amorosos o la aparición de algún
libro mío.
De Claudia, mis evocaciones son idiotas, no merecen la pena el lugar que
ocupan dentro de mi cerebro. Fui de sus muchos amantes, tal vez el más
amado, el más buscado, el más consistente en sus relaciones sexuales, pero
uno más dentro de una lista interminable. Hacía el amor como si fuera la
primera vez, ruidosa y violentamente, sin inhibiciones. Mostraba y pedía que
le mostraran. No dejaba punto de la piel o hueco sin tocar para a su vez
ofrecer los suyos. Su libertad asustaba. En vista de tantos escritores como se
llevó a la cama, de ella se hacía un buen chiste: cuando una editorial
preparaba el directorio de narradores y poetas, el investigador, para ahorrarse
tiempo y esfuerzo, se limitaba a pedirle a Claudia su agenda. Era, por
añadidura, el personaje ideal de varios prosistas que la ponían en cuentos y
novelas de las peores maneras imaginables. A mí me conmovía su rudeza y
claridad, su extrañísimo respeto por los intelectuales, en particular cuando me
regaló varios libros en francés robados de la biblioteca del amante anterior,
uno cuyo apellido comenzaba con A. Por cierto, Claudia se parecía
enormidades a Lauren Bacall cuando era esposa de Humphrey Bogart y en la
pantalla inclinaba la cabeza y elevaba la mirada para depositarla en alguien,
fijamente.
De Cristina, prima ballerina, coreógrafa, por añadidura: era inexpresiva
como máscara japonesa. La vi bailar docenas de ocasiones y jamás hizo un
gesto o una mueca. En la cama era peor: permanecía inmóvil con los ojos
abiertos, mientras yo tenazmente me aferraba a su cuerpo delicado y perfecto,
flexible y blanco. Ella me miraba sin parpadear y yo me preguntaba, ¿sentirá
placer o hace el amor para cumplir con un rito o una obligación? Sus
contribuciones sexuales a mi vida y mi literatura fueron mínimas, a cambio, sin
protestas, permitía cualquier cosa. Un día me habló con cierto orgullo de su
frigidez. Como siempre fue parca, nada más me dijo que aunque no tenía
orgasmos, le gustaba escuchar jadeos, suspiros y, en mi caso, los esfuerzos
denodados y estériles para provocarle alguna reacción. Sus esbeltos miembros
me hacían pensar en Galina Ulanova, a quien vi bailar Giselle en el Teatro
Bolshoi de Moscú y El lago de los cisnes en el Palais des Sports de París. Si
no tuve una relación memorable con ella, al menos sí la oportunidad de hacer
bastante ejercicio físico. Sin embargo, muchos años después supe que había
hecho una coreografía basada en un cuento mío. El asunto me conmovió y me
hizo recordar a Lydia: vivía entre Madrid y El Escorial y era una pintora a
quien conocí durante la Feria del Libro de El Retiro. Nos presentó un joven
escritor catalán. Luego de la firma de libros fuimos a cenar y allí se inició una
larga y magnífica farra. Juntos, Lidia y yo, fuimos a Barcelona, juntos
estuvimos en Granada y en Sevilla y finalmente, de regreso en Madrid, me
acompañó a recibir un premio importante. Al año siguiente, aprovechando un
viaje a Francia, fui a verla. Por coincidencia tenía una exposición a la que me
invitó. Fue sorprendente encontrar una obra apenas figurativa (adquirida por
un coleccionista francés), de colores fuertes, tropicales, donde una extraña
silueta femenina parecía leer un libro. Miré su título: «Leyendo Luna sin fin»
(una novela mía). Esa noche hicimos el amor con la misma dulzura de
siempre: con besos y caricias suaves y, como entre ambos era costumbre,
terminamos al mismo tiempo, sin que yo la sofocara con mi peso ni ella
estuviera encima de mí, con movimientos delicados, cercanos a la ternura del
amor-pasión. Más adelante me regaló, durante una fiesta, un retrato mío de
gran formato. Me pintó de memoria. Por último, antes de perderla para
siempre (se casaba), recibí un hermoso catálogo suyo dedicado, donde
estaban, aparte de las obras mencionadas, otro retrato mío. Leí las
indicaciones técnicas: acuarela sobre papel, 1 x 1.50, algo enorme. Lamenté
mucho su ausencia de rubia estilizada, sus ojos castaño claro y su cuerpo
elegante y firme de un notable encanto sensual; no sé por qué razones me
recordaba a dos de mis actrices favoritas, Jacqueline Bisset y Catherine
Deneuve.
Y de Aurora, tan asombrosamente natural en sus infidelidades, tan
lúcidamente promiscua, cuya puntualidad para buscarme cada cinco o seis
años no dejaba de llamarme la atención y corría hacia ella a que me lamiera
cuidadosamente el cuerpo estremeciéndose con cada orgasmo antes de que yo
pudiera introducirme en ella para concluir maravillado por su extrema
sensibilidad. Su parecido con la Shirley McLaine joven era divertido y su
frívolo sentido del humor impedía la aparición de los celos o de cualquiera
otra pasión o sentimiento. Nos gustamos hasta casi el final, cuando ya no era
posible mirarnos los cuerpos con agrado.
Ysabel no era común: morena, de piernas y busto excitantes, llena de
talento literario que desperdició en clases de secundaria. Fue una especie de
amor a primera vista. Me la presentó alguien que la deseaba. Esa tarde yo
carecía de pareja y rehusé acompañarlos a comer y beber unas copas. Mi
amigo insistió. No debió hacerlo: poco después, en plena comida, ya era
obvio que nos gustábamos. El resto fue rápido y curioso. Mi amigo nos
condujo a la casa de su amante y allí cada uno se dedicó a su pareja. Ysabel y
yo nos amamos toda la noche y en la madrugada salimos del departamento. No
recuerdo cómo llegué a mi casa, me queda claro que jamás pasamos por la
suya. Al día siguiente empezó una hermosa relación que concluiría
abruptamente. Un tipo me habló telefónicamente para reclamarme mi cercanía
con Ysabel, me advirtió que la amaba y que tenían una larga relación. A veces,
insistió con torpeza, vivo en su casa por largos periodos. Colgué, aquello era
inusual en mi vida, parecía asunto de telecomedia o de novelita rosa. Pero en
el siguiente encuentro le reclamé a Ysabel. Por supuesto, ella negó toda
acusación y con desinterés abandonó el tema. Yo le creí, pensé que se trataba
de una antigua relación amorosa, pero una tarde después le telefonée y me
contestó una voz masculina muy conocida: era la del tipo que me había
llamado para pedirme que la abandonara. Nunca volví a verla y poco más
adelante leí en una revista literaria un poema dedicado a ella, firmado por
aquél que la reclamaba como suya. No se parecía a ninguna estrella
cinematográfica ni me recordaba a Lana Turner o a Janet Leigh, pero sus
conocimientos sobre el tema eran sorprendentes.
Mireya. Como muchas otras mujeres que conocí, su primer acto sexual fue
una violación. En la secundaria la violó su maestro de educación física, con
exceso de brutalidad. Nada dijo a sus padres ni puso acusaciones en la
dirección de la escuela y menos en la policía. Por razones comprensibles en
México, se tragó la afrenta. Eso la convirtió en enemiga del orgasmo y de la
vida escolar, pero no de las relaciones sexuales, las que llevó a cabo con
muchos de sus amigos y compañeros. Una vez, incluso, estuvo a punto de
casarse con un pintor de Sonora. Pese a las protestas familiares, fue a buscarlo
hasta Hermosillo. Al parecer (nunca fue clara al respecto) aquella relación fue
un fracaso. Un médico le advirtió que no podría tener hijos y eso hizo que el
tipo desistiera de casarse. Nos hicimos amigos y, en vista de las coincidencias
artísticas, un día de vino tinto, excesos culinarios y bromas, me pidió con
timidez ir a un hotel. Durante largo rato intenté hacerla gozar. Finalmente
desistí, pero iniciamos la costumbre de cada tanto hacer el amor en su casa, en
la mía, en un hotel o en un bosque. Antes de venirme, procuraba que ella
disfrutara lo más posible a través de caricias mutuas de toda índole, ternura,
rabia, dulzura, palabras de amor. Una noche de pronto inició un llanto largo.
¿Qué sucede, te hice daño? —pregunté sorprendido. No, Emilio, he tenido un
orgasmo y es maravilloso. Gracias. Mucho más adelante encontré la respuesta
en una conversación de amigos con la escritora María Luisa Mendoza y era
favorable a mi tarea como hombre amoroso que por todos los medios intenta
satisfacer a la mujer que quiere. Dijo tajante para concluir un tema erótico:
Los mexicanos no hacen el amor, cogen. Son unos patanes.
Ése es uno de mis mejores recuerdos de amor y el único grato que me
queda de Mireya quien a partir de ese momento se empeñó en ser madre y ante
mis negativas optó por embarazarse sin que yo lo supiera. Convencerla para
que abortara fue amargo, condujo a un total fracaso de pareja y al perenne
odio de Mireya por mí. Era risueña y una extraña mezcla de ingenuidad y
sensualidad, como la Marilyn Monroe de El príncipe y la corista.
Para mí el amor y la amistad fueron juntos. En algún momento de la
relación, antes o después del sexo, sentí oleadas de cálida amistad con todas
las mujeres que me aceptaron. Mi amigo Alejandro insistía en que la amistad
era el amor sin sexo. Me vi siempre más cercano a las mujeres: madre, abuela,
tías, hermana, amigas cercanas, compañeras de clase, esposas, novias y
amantes. De pronto, un cretino oriental declaró el fin de la historia y el de las
ideologías y esta tesis descabellada, aunada a la caída del socialismo «real»,
me dejó huérfano. Tuve que refugiarme en el amor y en la amistad. Pero los
amigos se fueron o murieron, me cambiaron por otras amistades, por sus
familias, por otros valores. Unos más, al final, mostraron el rostro verdadero y
así su capacidad para la bajeza y la vulgaridad. Confié entonces en las
mujeres y las amé con intensidad unas horas, unos días, unas semanas, unos
meses. También fueron desapareciendo, me vieron infiel, viejo o ya incapaz de
grandes pasiones y mi vida se fue quedando sólo con recuerdos reales e
imaginarios, con sombras desnudas jadeando de placer.
La última pasión
La donna é mobile
Qual piuma al vento,
Muta d’accento
E di pensiero.
Sempre un amabile
Leggiadro viso,
In pianto o in risa,
É menzognero.

Rigoletto, Giuseppe Verdi

Casi a los setenta años, te asaltó un amor, ¿sería el que estabas esperando? Era
una mujer mucho más joven, quizá de la mitad de tu vida. ¿Por qué no
escribiste sobre ella, Emilio? Estoy de acuerdo contigo: llegó excesivamente
entusiasmada, podía cubrirte con elogios y regalos durante horas, días y
semanas. Era violinista como Elizabeth Taylor fue pianista en Rapsodia, por
obligación y para impresionar a un músico verdadero, poco la escuchaste
tocar, apenas algún recital insignificante y una vez en la soledad de su casa.
Otras tareas la ocupaban, todas distantes del arte. Estaba enamorada de tu
literatura y quizá de tu actitud rebelde y en consecuencia distinta al resto de la
sociedad mexicana, había coleccionado tus libros, los sabía de memoria y en
su recámara tenía un grueso fólder saturado de recortes periodísticos que
hablaban de tu trabajo literario. Como tus personajes femeninos, solía usar
medias negras, nunca más volvió a las pantimedias y alguna vez te agradeció
el hecho: me siento más sensual, más femenina, son más cómodas para ir al
baño y (esto último te lo dijo en son de broma, al oído) son más adecuadas
para que me penetres cada vez que quieras y donde quieras, sin mayores
complicaciones. Intercambiaste con ella una desmedida correspondencia, en
unos cuantos meses se habían escrito miles de correos: opiniones políticas y
artísticas, frases hechas y lugares comunes, pero asimismo intimidades.
Muchas de ellas nadie las sabía, como la entrega de su virginidad a
cualquiera, al primero que encontró, tan sólo porque era una buena persona y
porque quería alejarse de sus padres, a quienes encontraba posesivos y
aburridos. Te escribió interminables cartas sobre qué le gustaba en la cama,
por ejemplo el sexo oral; sin embargo —pudiste comprobarlo varias veces—,
a pesar de su tenacidad para lamerte el miembro, no sabía ejercer la presión
adecuada y entonces no se daba aquello que esperaba ansiosa, que te vinieras
en su boca. Tú le contaste tus amores fallidos y trataste de explicarle por qué
ibas de una mujer a otra, por soledad, porque no encontrabas el verdadero
amor. Fuiste más lejos (no había más camino ni remedio) y con sinceridad le
advertiste de tus achaques sexuales; por tal razón, esa mujer extraña y
talentosa, culta y sensible, de finos modales, sería tu último y más grande
amor. Ella agradeció con toda su pasión de mujer joven que —dijo— nunca
había hallado plenamente el placer. Insistió una y otra vez y mil veces que te
amaba y que jamás te dejaría, te acompañaría por siempre. No tenía tiempo
más que para verte, estar contigo, escucharte, acariciarte. Alrededor de cada
media hora hablaba a tu teléfono celular. A las diez de la mañana ya estaba en
tu casa. Leía con paciencia emocionada cada página que escribías, en
particular de tu nueva novela, donde contabas tus recuerdos de infancia y se
filtraba un narrador omnisciente y alguien más dialogaba contigo y los
recuerdos, convertidos en largos flash-backs, iban hasta tus antepasados más
remotos. Por un año fue fanática tuya, atenta a tus más modestos deseos y
peticiones. Sí, Emilio, un amor desmesurado o, peor aún, descabellado. Un
amor loco. Si te gustaba un suéter, ella te regalaba diez, si eran camisas lo que
deseabas, al poco rato, en tu casa, recibías una infinidad de ellas, de manga
larga, otras de manga corta, seis para mancuernillas y otras más de colores
vistosos para los escenarios deportivos a los que jamás acudías. Durante los
primeros tres meses, a diario te mandaba flores, rosas rojas de preferencia,
pero de pronto eran claveles, orquídeas o alcatraces. Sin duda el colmo fue la
tarde que te entregó las escrituras de una casa en el Pedregal de San Ángel y
de un condominio en Acapulco. ¿Y esto, qué es?, preguntaste molesto, irritado,
sintiéndote comprado. Son para ti. He decidido repartir en vida mis
propiedades a las personas que más quiero. Ah, respondiste, ahora ya puedo
dedicarme a la compra-venta de inmuebles; con lo que yo tengo y lo que tú me
das, puedo arrancar un promisorio negocio. Bueno, no es para que te
conviertas en comerciante de bienes-raíces, sino para darte seguridad. Si lo
prefieres, pongo ambas propiedades en mi testamento y a mi fallecimiento las
recibirás. ¿Por Dios, eso significa que yo, un viejo de setenta años, moriré
después de ti que apenas has rebasado los treinta? Eres una mujer absurda. No
te molestes, pero a menos que vayas a suicidarte, es preferible que conserves
tus propiedades.
Era abrumadora, capaz de toda clase de excesos que cumplía con
naturalidad; pero los amorosos no podía controlarlos con esmero: en la cama,
en más de una ocasión, te percataste de su insatisfacción sexual, la que
siempre padecía, según sus correos electrónicos. Cuando eso ocurría no tenías
más alternativa que contarle, en forma de inútil desagravio, tus antiguas
hazañas eróticas, por cierto plasmadas una y otra vez en tus libros.
De pronto todo se acabó y no tuviste el valor de preguntarle las razones de
su abandono, simplemente desapareció dejando cartas, regalos, escenas
amorosas, largas pláticas y sobre todo un enorme desconcierto. Te anticipó un
viaje corto a Buenos Aires, iba con tres amigas y el pianista que —eso te dijo
— solía acompañarla en sus recitales. Tocaría en el teatro Colón. De
inmediato te emocionó y le ofreciste tu compañía: Ha sido mi sueño o fantasía
de todos estos días estar juntos, verte y escucharte en un gran escenario
musical. Pero ella con delicadeza y mucho tacto, rechazó tu propuesta
aduciendo prisas y entrevistas con amistades argentinas. ¿Qué sucedió?
¿Realmente te amó o necesitaba una experiencia distinta, amar de forma
pasional (al mejor estilo freudiano, a lo Electra) a un escritor decrépito, a un
artista hundido en las nostalgias y en el miedo a una muerte física con dolores
y sufrimientos que de alguna manera se vislumbraban o que al menos tú
presentías? ¿Te quiso pasionalmente porque su educación religiosa la obligaba
a ir por el mundo haciendo el bien como la madre Teresa de Calcuta (de
Cal-puta, en este caso)? Te irías sin saberlo, con el decoro de un viejo poeta
romántico, incapaz de preguntarle lo que te cuestionabas íntimamente: ¿Dónde
quedaron tus desmesuradas frases amorosas, la pasión de tus entregas, la
necesidad de estar junto al escritor que reunía piezas y personajes de una
trama lejana, cercana y atenta a mis deseos, preocupada con exageración por
cualquier malestar o deseo mío? En todo caso, no fuiste la joven Péronne
d’Armentièrs de Guillaume de Machault, cuyo amor supo narrar con poética
majestuosidad Juan José Arreola.
La última vez que la viste, Emilio, fue atenta y gentil, te trató con respeto
distante, como al viejo artista que se aprecia y nada más. ¿Habría conocido a
otro hombre? ¿Su amor fue demagogia pura, charlatanería, palabras que
desaparecieron al contacto con la realidad? Te prometió estar junto a ti, atenta
a tus necesidades de anciano, te hizo sin duda inauditas promesas. Creo que
esa mujer fue la más extraña de todas las que conociste o, peor aún, la
venganza femenina de todas las que amaste a veces por un día, porque salías
de viaje a Europa, por seis meses, lo que dura una suscripción al diario, por
cinco años, para cumplir los vaticinios de Denis de Rougemont. Para tu
fortuna, acostumbrado al desamor y más recientemente a la soledad, pronto
dejó de importarte y sólo echabas de menos su blanco cuerpo desnudo
abrazado al tuyo, su voz melodiosa y sensual preguntándote qué más quieres
que te haga o qué quieres hacerme, amor, y su lengua recorriendo todo tu
cuerpo, punto por punto, sin dejar nada al azar, sus jadeos de pasión y sus
invocaciones a Dios cuando terminaba. Sin embargo, poco antes, le escribiste
en la primera página de un libro de Ernest Hemingway que le trajiste de Nueva
York una línea para manifestar tu desconocimiento sobre aquella mujer
diferente a las demás: Tan extraña es la rara avis como el medio en que se
oculta y vive.
Ella fue por poco tiempo (no cumplieron un año) tu amor-pasión, que en su
caso, ahora lo piensas, era amor-compasión, no como quería Juan José
Arreola, un amor-co-pasión, es decir, un amor compartido. Pero ¿cómo
explicarle tu amor a esa mujer, decirle que como en el caso de don Quijote, de
Miguel de Unamuno, de Chaplin o de Pablo Casals, el último amor, el de un
viejo, era el más poderoso, el más aferrado, el de mayor grandeza? No eras
capaz, no fuiste educado para ceder ante el prójimo, nunca pediste, como
tampoco lo hizo tu madre que terminó por quedarse sola, jamás suplicaste ni
demandaste piedad aunque la necesitaras, siempre estuviste reñido con la
posibilidad de hacer el ridículo o de ser cursi: parecías tan fuerte, tan sólido,
te veías a ti mismo como un antiguo ahuehuete, de esos que ya eran árboles
viejos cuando de niño jugabas en un solitario Bosque de Chapultepec,
mientras tus padres trataban inútilmente de zanjar sus notables diferencias.
Esos árboles jamás pidieron un favor, nunca se doblegaron, morirían, como el
título de un libro leído en la juventud, de pie. No te atreviste a pedirle una
explicación sobre su abandono por temor a una respuesta brutal, de joven
insolente y majadera que de pronto te halla viejo y poco talentoso, sin ímpetu
para llevarla a una fiesta, sin deseos por hacerte el simpático e ingenioso de la
reunión o sin ánimo para viajar y presentarle aquellos lugares que tanto
quisiste.
Desapareció, Emilio, se confundió con el aire sucio de la Ciudad de
México, luego de que una vez, gozosa y ligeramente ebria, te obligó a recorrer
las ruinas de Ciudad Jardín para que le contaras con detalles dónde y cómo fue
tu primera pelea a puñetazos y dónde estuvo la fortaleza de los caballeros
dorados, el lugar en que te hiciste escritor, el parque donde por vez primera
besaste a Yolanda, a Atala o a Marigé, cuál era la casa de Sergio y cuál la de
Jaime. Y tú le señalabas una avenida ancha: Aquí está sepultado uno de los
ríos por donde pasaban las barcas y trajineras que transportaban flores y
verduras de Xochimilco al corazón de México-Tenochtitlan. Fueron horas
placenteras que terminaron con una cena italiana de mucho vino y luego en su
casa, donde había acondicionado una amplia habitación con computadora y un
tocadiscos para que, si lo deseabas, escribieras allí, hicieron el amor
dulcemente. Desapareció dejándote sorprendido, desconcertado. Al principio,
antes de darte cuenta que su desaparición era definitiva, le enviaste por correo
electrónico un recado-cuento que tenía por ánimo mostrarle tu soledad y
tristeza, era asimismo una forma metafórica poco común de pedirle que no te
dejara sin su protección, indefenso sin sus caricias, solitario sin sus palabras
de ánimo: Toda la tarde y toda la noche, busqué el cadáver. Recorrí en vano
hospitales y delegaciones policiacas. Por fin, en la morgue de la ciudad, hallé
mi cuerpo destrozado, muerto en un accidente y autopsiado sin misericordia
por estudiantes de medicina.
Te quedaste con las llaves de su casa que nunca usaste, con sus
abrumadores regalos, con su perfume que no te gustaba, con su música que
apenas escuchaste, con sus palabras de amor llenas de sueños y promesas de
eternidad, con una gigantesca caja de alabanzas exageradas y con la aterradora
y cursi posibilidad de que en la hora de tu muerte, contra tus instrucciones,
llevara un sacerdote católico a darte la extremaunción o notificara el
fallecimiento a los diarios, no sin antes gritar: ¡lo he perdido, se nos fue, qué
haré sin él, sin sus libros!
Eso y más te dejó.
No volverías a acostarte con otra mujer, no por razones de fidelidad, la
que no venía al caso, sino porque ya el tiempo, tu tiempo, estaba terminando y
otras cosas te preocupaban, por ejemplo tu muerte. Habría que prepararla, que
fuera lo más digna posible, no como la querías de niño, herido en el combate
glorioso y con las botas puestas, con un funeral vikingo, como habías leído en
Beau geste, sino en tu casa, con uno o dos amigos que cumplieran fielmente tus
instrucciones finales: ser incinerado de inmediato, sin avisarle a persona
alguna.
¿Escribirás sobre ella, sobre esa mujer hermosa y extraña o, como en
muchos otros casos, te limitarás a ponerla en ese desván tan lleno de
recuerdos prodigiosos y juramentos incumplidos, en la lista infinita de tus
fracasos amorosos?
La memoria incompleta
Emilio, ¿en verdad tuvo sentido la confección interminable de una lista de
amores? ¿La afanosa, enfermiza búsqueda dio algún resultado? Lo dudo: estás
tan solo como al principio, cuando tu padre se fue y tu madre no supo qué
hacer, adónde ir y por semanas tu soledad fue completa. Tu hermana muerta,
tus abuelos y demás familiares distantes, sin amigos o compañeros de juegos,
te lanzaron a una prematura vida solitaria, donde las ilustraciones de los libros
y el radio Phillips fueron tus únicas compañías. Y esto te lo pregunto porque
pareciera que la angustiosa búsqueda ha concluido más por fatiga que por
hallazgo. De pronto te has detenido y ya no tocas más puertas. Tu refugio son
los libros, viejos filmes vistos una y otra vez y la música de tu adolescencia. A
pesar de la edad (te consideras un completo anciano), no has perdido las
facultades y tu memoria está intacta. Sólo existen los huecos que
deliberadamente tu mente creó. Por ejemplo: Luzma (¿prima distante, amiga
cercana?) fue borrada por una mano enigmática. No ella, sino el recuerdo
exacto de cómo fueron los momentos sexuales. Te quedó el tonto recuerdo
familiar: ella pudo usar muy pronto los cubiertos para comer, mientras que tú
te hacías líos con el tenedor y el cuchillo y la cuchara la tomabas como si
fuera una daga o una bayoneta. Pasó el tiempo y volvieron a encontrarse y ella,
a los diecisiete años, no era virgen y se acostó con Jaime, Raúl, Memo y
Vicente. No podías creerlo: tan hermosa, de piel dorada, de piernas bien
trazadas que desembocaban en unos pies encantadores, en la cama con tus
mejores amigos. Pronto te acostumbraste y comenzaste a utilizarla para atraer
mujeres; Luzma servía de cebo y como pago le presentabas a los demás
compañeros de andanzas de Ciudad Jardín. Todos iban gustosos a conocerla a
Narvarte y ella, siempre luminosa y audaz, se iba a la cama con cualquiera el
mismo día que los presentabas. Eso era desesperante. Te gustaba y la deseabas
y conservaste el deseo, pero extrañamente no ibas más allá de bailar sintiendo
su perfume y sus formas, sus pechos firmes que nunca necesitaron brasier,
ocultando tu violenta erección.
Con el tiempo, Luzma se embarazó y, como solía suceder, la casaron con el
tipo que tuvo a bien descuidarse. Creo que se llamaba Pedro y algún apellido
común. Tu prima tuvo cinco hijos y no volviste a verla hasta que alguna vez
llegó a tu oficina. Conservaba la belleza de principio a fin, pero había en su
rostro algo de patético. Ya no inspiraba deseo sino compasión. Tras el gesto y
la sonrisa de éxito y felicidad no había otra cosa que un rictus de dolor y
fastidio: con los hijos y el casamiento había arruinado su vida. Te narró una
serie de tragedias, una tras otra, un hijo enfermo, otro expulsado de la escuela,
dos divorcios, diez amantes, la muerte de sus padres, problemas
económicos… Uf, que flojera escuchar tanto lugar común sobre la infelicidad,
pensaste mientras la invitabas a tomar una copa. Para cambiar de tema le
dijiste que siempre la habías amado y ella dijo que ese mismo sentimiento la
acompañaba todo el tiempo. Luego de un pequeño torneo de cursilería y de
varias copas, tuviste la necesidad de decirle que por lo menos tres veces
habías tenido orgasmos con sólo abrazarla. Luzma se ruborizó, sus ojos
brillaron como en el pasado remoto. Tu último recuerdo fue un largo beso
frente a Ciudad Universitaria, tus manos recorriendo tardíamente sus muslos y
sus senos, la excitación recuperada y la petición desfallecida de hagamos el
amor. ¿Y? Haz el esfuerzo, ¿cómo fue la primera sesión amorosa, como las
demás? Tuvieron sexo muchas veces y juntos lamentaron, igual que en una
mala novela, el tiempo desperdiciado, juraron no volver a separarse, ella dejó
de lado la interminable fila de hombres que la hicieron arruinar su carrera
como arquitecta y tú prometiste no buscar otra mujer. Hasta olvidaste los cinco
hijos y el hecho de que ningún amigo tuyo dejó de acostarse con Luzma.
¿Cómo fue el amor, el sexo, cómo fueron los orgasmos, cómo era esa
mujer desnuda, qué tanto placer te produjo, ella gozó contigo, qué te dijo?
Imposible saberlo, desapareció de tu mente, no queda un solo hecho que te
permita reconstruir algo que de ocurrir en la adolescencia hubiera sido
inolvidable y el centro de tu vida amorosa, pero en la madurez… Qué lástima,
de pronto dejaste de ver a Luzma y sólo conservaste un recuerdo inconexo
sobre el reencuentro y el inicio del placer tardío y desde luego olvidable.
El espejo humeante
Pero si a Emilio Medina Mendoza le inquietaban los recuerdos de sus juguetes
y de su infancia perdida, de sus amigos desparecidos por distintas razones,
más le inquietaba una pregunta que jamás antes se hizo. ¿Quiénes fueron los
primeros habitantes americanos, cómo llegaron al Valle de México, de dónde
provenían, cómo cometieron la inaudita hazaña de poblar de punta a punta un
continente inmenso, en suma, quiénes eran sus mayores, aquellos que se
manifestaron en esculturas de héroes y dioses en la isla de Pascua, en la
presencia de imponentes edificios y pirámides mayas, toltecas, teotihuacanas o
incas, en el dominio sobre regiones más cercanas del cielo que de la tierra
como Machu Pichu y Cuzco o de joyas, murales y códices asombrosos? No
hallaba al respecto más que silencio o respuestas descabelladas. Pero de algo
estaba seguro, los aztecas, que descendían de hombres y mujeres de coraje y
audacia, de notable hermosura física, distante del concepto occidental de
belleza, venían de muy lejos, del corazón asiático, y en sus mejores momentos
tuvieron relaciones más allá de los límites posibles. Hubo contacto con los
descendientes de los mayas, con aquellos que habían olvidado sus inmensas
obras arquitectónicas y vivían lejos de sus restos cubiertos por la espesa
vegetación selvática. Asimismo los aztecas enviaron embajadores de buena
voluntad más al sur, hasta el imperio inca. Aztecas e incas casi
simultáneamente alcanzaron sus mejores momentos, era, entonces, normal que
se encontraran luego de haberse conocido a través de las crónicas
deslumbrantes de los viajeros. Hacia el norte no buscaron nada pues nada
había. Anáhuac fue el ombligo del universo, el gran valle que albergaba lagos
y ríos, una hermosa vegetación y poseía un clima cálido y generoso. Dos
grandes volcanes: el guerrero, Popocatépetl, y la doncella, Iztaccíhuatl,
brindaban protección y respaldo al pueblo guerrero de Huitzilopochtli, de los
caballeros tigre y los caballeros águila. Era, ciertamente, el Paraíso y desde el
Ajusco podía ser contemplado. Los dioses aztecas fueron mejores y más
generosos que las deidades de otras civilizaciones. Las grandes culturas se
dan en el centro del inmenso continente: no entre aquellos pueblos que siguen
su larga marcha hasta el cono sur ni entre aquellos que se quedan en el norte.
Pero ¿de qué servían esas palabras de consuelo si todas esas culturas
portentosas, aztecas, incas, mayas, toltecas, desaparecieron bajo la fuerza
bruta de la cruz europea?
El principio era inquietante. ¿De dónde habían llegado aquellos seres
humanos aventureros e intrépidos buscando el Paraíso? ¿Cuál fue su largo
recorrido y cuáles sus peligros y asechanzas? ¿A qué se enfrentaron?
¿Comenzaron en el corazón de Asia o venían de África? ¿Cruzaron por el
estrecho de Bering cuando mostraba un esperanzador pasillo congelado?
¿Utilizaron como magno puente al continente perdido, la Atlántida? ¿O por qué
no pensar que del mismo modo que si en África se dio la evolución de una
sencilla célula a un complicado homo sapiens, no debió existir obstáculo para
que el hombre americano fuera nativo y no el producto de largas jornadas? Sin
embargo, todo se inclina a refutar la tesis de un hombre prehistórico mexicano.
Para algunos la idea no resultaba descabellada: si los antepasados de los
aztecas no habían cruzado del Asia al nuevo continente por el estrecho de
Bering ni se habían formado aquí, en efecto, sólo pudieron llegar a esa tierra a
través del puente que significó la Atlántida y que con claridad explicara el
sabio mexicano don Pablo Martínez del Río: «… había existido en otros
tiempos una tierra hoy sumergida bajo las aguas: la fabulosa Atlántida, que
hubo, según ellos, de facilitar el paso a los primeros pobladores de América
desde el Norte de África o la Europa meridional hasta las costas opuestas, y a
que se hacía referencia en uno de los diálogos platónicos.» Por allí, en
embarcaciones rudimentarias y luego merced a penosas jornadas a pie,
cruzando selvas y cordilleras, llegaron los primeros pobladores del Valle de
México, lo que explicaría adecuadamente la elaboración de esculturas
descomunales en lo que hoy conocemos como el estado de Hidalgo: un
homenaje a sus antepasados. La Atlántida cumplió uno de sus cometidos y
fracasó en otros, pues, como Francis Bacon narra, estaba destinada a ser el
sitio ideal para las ciencias y las artes. Sin embargo, poco tiempo después, en
un día y una noche se hundiría en las profundas aguas del océano Atlántico a
causa de un cataclismo. Platón, siglos antes, había dado ya testimonio de la
tragedia en Critias. Desapareció con aquellos que se mantuvieron firmes, con
aquellos desventurados que no supieron oír el llamado de nuevos dioses, más
perspicaces, que clamaban por el éxodo. En abono de esta teoría fray
Bernardino de Sahagún en el prólogo a sus doce libros, Historia general de
las cosas de Nueva España, sugiere la posibilidad de que los primeros
habitantes hayan llegado por mar buscando el paraíso terrenal.
Sahagún también le concede posibilidades a la segunda hipótesis. En la
época de las mayores glaciaciones, el estrecho de Bering, «prescindiendo del
frío, las dificultades para el tránsito humano, por pequeñas que sean
actualmente, hayan resultado todavía menores desde el momento que ni
siquiera se habrían necesitado embarcaciones de ningún género.» Prosigue el
fraile: «Pasaron, no tanto navegando por mar, como caminando por tierra…»
Es decir, el hielo permitía que seres aparentemente frágiles, cruzaran los 34 ó
36 kilómetros entre Asia y la tierra nueva. Debajo de la milagrosa capa de
hielo había una profundidad de unos veinte metros contra la que actualmente
hoy tenemos que es de unos sesenta metros. Mastodontes, mamuts, osos y
carneros almizcleños habían anticipado el paso del hombre. Fue un viaje
tremendo, acompañados por un frío atroz que sólo fue disminuyendo a medida
que avanzaban hacia el sur. No descendían de las doce tribus de Israel ni de
Adán y Eva, sólo el alma, que los conquistadores españoles primero les
negarían y luego les robarían, los acompañaba. La caza y la pesca fueron su
principal medio de subsistencia. Tampoco hablaban hebreo corrompido, como
afirmaba con ignorancia religiosa Juan de Torquemada, sino que iban
inventando las palabras según los animales y las plantas que se encontraban a
su paso, buscando los mejores términos para una adecuada comunicación entre
ellos. Eran los orígenes de sus propias lenguas, de su propio arte y literatura,
de su propia música y danzas rituales, de su propia y original cultura. Cazaban
y pescaban, oraban y pintaban sus aventuras en oscuras cavernas. Adelante les
aguardaban el maíz y los metales preciosos y así la vida sedentaria que les
permitiría edificar grandes pirámides y maravillosos edificios, esculturas y
murales prodigiosos. Civilizaciones luminosas de las que sólo nos quedan
recuerdos soberbios de piedra y barro, de oro y plata.
Otro cronista del pasado. Arthur Cotterell, coincide en otros términos: «El
hombre penetró en el continente americano en las fases finales del periodo
glaciar, cruzando Siberia sobre un eslabón de tierra temporalmente emergido
del océano Pacífico. Si damos por aceptado que fue en África oriental donde
nuestros antepasados empezaron a diferenciarse de sus primos, los grandes
simios antropomórficos, y ésta parece ser la reconstrucción correcta del árbol
genealógico de la humanidad, la larga migración a pie desde las costas
africanas del océano Índico hasta la Tierra del Fuego se impone a nuestra
imaginación como un viaje de proporciones épicas».
Faltaría hablar del pueblo vikingo. Ahora todos sabemos que esos
impetuosos guerreros llegaron a América antes que cualquier otro europeo,
que visitaron lo que hoy es Canadá y Estados Unidos y colonizaron parte de
Terranova. Alrededor del año 1000 de nuestra era y en los momentos de su
mayor esplendor, con Leif Erikson al mando —formidable navegante como su
padre Eric el Rojo—, los vikingos «descubrieron» las nuevas tierras que con
el tiempo serían llamadas continente americano, pero sus desembarcos,
exploraciones, asentamientos y colonias, se produjeron en el norte: allí no
había civilización o cultura que le interesara al espíritu conquistador vikingo,
aventurero por excelencia. A lo sumo, pueblos rudimentarios que defendían
sus tierras y el derecho a no ser agredidos. Poco a poco, los vikingos
regresaron a sus bases en Groenlandia e Islandia y a los puntos de origen en
Noruega y Suecia. Quedarían únicamente vestigios de su paso por América del
norte: restos de construcciones, vasijas, joyas, utensilios para hilar lana y de
las armas utilizadas en combates con los nativos de las regiones a las que
llegaron los barcos vikingos. No hay mayores contactos con el desmesurado
continente, huellas poco perceptibles de su audacia sin límites y de su
asombrosa capacidad para navegar. ¿Qué hubiera pasado, a veces se
preguntaba Emilio, si los vikingos se hubieran aventurado más al sur y se
hubieran topado con la naciente civilización azteca? Thor contra
Huitzilopochtli, tan espantable y temible uno como el otro, qué extraño
choque, algo para enriquecer con relatos desconcertantes descritos en las
sagas escandinavas y en los códices aztecas. O más razonablemente, hubiera
ocurrido el encuentro entre olmecas y toltecas o mayas y vikingos. Los
olmecas alcanzaron el punto más alto de su desarrollo en el año 400 de nuestra
era. Casi al mismo tiempo, los mayas edificaban ya hermosos edificios de
piedra, pirámides, patios y templos ricamente decorados, seguramente bajo la
influencia de los toltecas que decayeron hacia 980.
Emilio Medina Mendoza, sin mucha claridad de para qué, hurgaba en sus
orígenes. Tal vez por eso en sus sueños, que él suponía literarios, como una
prolongación de su trabajo artístico, de pensar habitualmente en personajes y
escenarios para libros, como una extensión de su vida despierto, se repetían
las imágenes prehispánicas y veía deidades aztecas y en el sueño éstas
derrotaban a las católicas que acompañaban a la soldadesca española. Algo
que, realmente, no aparecía en sus pensamientos e ideas siempre ajenos a las
religiones y a las concepciones idealistas. Emilio recordaba sus lecturas
científicas, cuando el griego Tales, el primero de los Siete Sabios, alumno de
sacerdotes egipcios, más adelante conocido como Tales de Mileto, se
convierte en el primer hombre que se pregunta ¿cómo se hizo el Universo? Y
él mismo se responde: Sin dioses ni demonios.
A veces Emilio precisaba sus inquietudes a través de sus lecturas
primarias, como aquellos párrafos de Alfredo Chavero: «No necesitamos de
esfuerzos de imaginación para figurárnosla en aquellos tiempos primeros.
Mayor calor en la temperatura y mayor extensión en las tierras producían
extensísimos bosques de árboles gigantescos. Sin duda que ya desde entonces
sacudían al viento sus canas cabelleras los colosales ahuehuetes de
Chapultepec, ya se extendían por todo el lomerío los tupidos arbolados de
altísimos cedros, y ya los pinares bordaban las crestas de las elevadas
montañas que rodean nuestro Valle, entre las cuales descollaban ya desde
entonces el Axochco, semejante a un titánico león dormido, que aún no
despertaba para rugir su primera erupción, y el Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl,
que ya cubrían sus frentes de eternas nieves. En un cielo de brillante azul
reverberaba un sol de oro. En la inmensa cuenca se adormecía inmenso y
tranquilo el lago. Poblaban los aires el águila caudal y aves extrañas de
tamaño extraordinario; mientras por las laderas caminaba el pesado elefante,
saltaba el feroz tigre y pastaban tranquilos el buey, el caballo y el cochino al
lado del glyptodon que arrastraba pesado su carapacho, que semejaba un
escudo de gigante». A este paraíso llegarían los aztecas, luego de un largísimo
peregrinar, le decía a Emilio su maestro de sexto año de primaria, don José
Reyes, amigo de la familia materna. Tenochtitlan, ciudad sobre el agua que
llegó a contar con un millón de habitantes, tuvo una existencia efímera: su
grandeza fue cortada de tajo cuando apenas llevaba un siglo de existencia,
cuando Quetzalcóatl regresó a cobrar venganza contra Tonatiuh, Tláloc,
Huitzilopochtli y los demás dioses del cielo mexica. El audaz corsario Walter
Raleigh, que ganara con las armas en la mano sus insignias de almirante y el
título nobiliario de sir, fue uno de los primeros en dar la voz de alarma ante la
masacre de los españoles: «Ellos, pese a lo que alegan, han invadido,
asimismo, los reinos de las Indias y de otras partes para obtener oro y poder,
en lugar de emplearse en reducir a la gente al cristianismo. En una sola isla
llamada La Hispaniola, los españoles han destruido trescientas mil almas,
además de muchos otros millones de gentes en otros lugares de las Indias…»
Pero vistas las cosas con severidad, a la civilización azteca no la acabó la
española, su fin estaba previsto en su propia religiosidad, en su fatalismo, en
la fragilidad de su visión espiritual del cosmos, en su enorme distanciamiento
de lo carnal. Asimismo contribuyó la desunión prevaleciente entre los
distintos pueblos: por toda América, las distintas civilizaciones vivieron
distanciadas de manera irreconciliable, lo mismo entre los pies negros, los
cheyenes y los siuxs que entre los aztecas y los tlaxcaltecas. Al final, esa
misma desunión sería su mayor debilidad ante los ejércitos europeos.
De pronto, sin razones válidas, el pasado ilusorio de Emilio lo asaltó. A
otros podría molestarles saber sus orígenes. Alguna vez, en Nueva York, en un
viaje propiciado por Vicente, se pusieron de acuerdo para una visita al Museo
de Arte Moderno. Vicente trabajaba para Pepsi-Cola y eso explicaba su
presencia en esa ciudad. Emilio tenía que dictar una conferencia en la
Universidad de Columbia. Memo y Luis se limitaban a acompañarlos. Las
diferencias entre ellos ya eran notables e inútiles los esfuerzos de Vicente para
mantener unidos a todos aquellos que habían vivido en Ciudad Jardín.
Guillermo sentía envidia de sus demás amigos y trabajaba con dedicación para
competir desde sus posiciones cada vez de menor envergadura. Luis era
manejado de manera despótica por su esposa, Vicente vivía para la
trasnacional y Emilio no podía permanecer más entre quienes habían perdido
la libertad.
Para llegar al museo, Emilio, Luis y Guillermo irían juntos, Vicente los
alcanzaría luego de una reunión con ejecutivos de la empresa. Los tres
solicitaron un taxi. En el trayecto, Memo dijo en español algo sobre la extrema
negritud del chofer, enseguida irónicamente lo interrogó en inglés:
—¿De dónde es usted?
—Del Bronx.
—No, antes, ¿de dónde viene su familia?
El negro los miró por el espejo retrovisor.
—Mi familia viene de New Orleans.
—¿Y antes, dónde estaba? —insistió Guillermo.
El tipo, fastidiado, guardó silencio. Pero Memo no podía parar y fue
tajante:
—Me refiero a sus orígenes. ¿De qué parte de África llegaron sus
antepasados a América?
El negro frenó y saltó de su asiento. A todos les dijo racistas. Emilio
intervino:
—Era una simple pregunta. No se ofenda. Pura curiosidad de mi amigo. En
este país todos parecen muy preocupados por sus orígenes.
Lo mejor era descender del taxi y seguir a pie. Así fue: mientras atrás se
quedaba el taxista maldiciendo con la típica pobreza idiomática
estadunidense, bull shet, fock, foking…
Después de la visita al museo, Memo se refirió con desdén al taxista:
—A los negros les quedó el complejo de la esclavitud y el racismo.
Emilio trató de ser razonable.
—Los que llegaron en el Mayflower son los felices dueños del Destino
Manifiesto que se ha cumplido puntualmente y que no incluía a los nativos ni a
los esclavos ni a otras nacionalidades que no fueran anglosajonas y
protestantes. Luego todo es distinto. Muchos se hacen norteamericanos contra
su voluntad, como aquellos que se quedaron en la parte sur tras la guerra de
conquista y rapiña contra México en 1847. En el caso de los negros, debió ser
terrible el desgarramiento de África: el viaje hacia América, brutal;
criminales la larga esclavitud y el desprecio de los blancos. El continente que
dio origen al hombre fue saqueado y devastado por los blancos, convertido en
una suerte de rica institución bancaria donde el capital era gratis: la mano de
obra esclava. No olvidemos que muchos llegan a México para evitarle más
sufrimiento a los indios y entonces la brutalidad castellana recae con mayor
peso en los negros.
—No lo dudo —repuso Guillermo—, pero eso no justifica la actual
estúpida arrogancia de hombres sólo capaces para los deportes y buscadores
de mujeres blancas.
Emilio apenas lo escuchó, se decía a sí mismo, yo quisiera saber con toda
exactitud de dónde vengo, saber de mis remotos antepasados. No me ofendería
la pregunta. El problema fue el tono racista e irónico de Memo dicho en el
inglés británico que había aprendido en una escuela privada.
El taxista no tenía razón alguna para sentir orgullo por su pasado, más bien
era ignoto, por completo desconocido. A los negros los atrapaban en masa y
los metían en asquerosos barcos esclavistas, de preferencia ingleses, para
venderlos a los blancos de la naciente potencia norteamericana. Las penas y
los sufrimientos provocaban amnesia y sólo se pensaba en sobrevivir. El caso
azteca fue distinto. En muy pocos años, asombrosamente pocos, el majestuoso
imperio fue borrado del planeta. Del fastuoso y señorial estilo de vida azteca,
nada quedó, a lo sumo, escombros y tristeza. En lugar de pirámides fueron
edificadas iglesias. Destruyeron más de quinientos templos y eliminaron de
golpe las hermosas esculturas de veinte mil deidades aztecas para poner otras
muy distintas y escasas de imaginación, fabricadas a semejanza del ser
humano, copias e imitaciones de hombres y mujeres repletas de dolor y
cubiertas de sangre. Derribaron o destruyeron piezas sorprendentes donde los
aztecas habían trabajado con genio y talento, a veces compitiendo con la
belleza maya, otras con la grandeza de los teotihuacanos. Sobrevivirían unas
cuantas piezas para sorprender al futuro: las representaciones mágicas de
Coyolxauhqui, Tláloc, Coatlicue, Huitzilopochtli, el penacho de Moctezuma,
los distintos códices que alguna mano piadosa salvó de la destrucción hispana,
el Calendario Solar, hermosos cuchillos y la llamada Piedra de los
Sacrificios.
Según algunas crónicas, luego del triunfo español, ordenaron que todos los
sacerdotes fueran despedazados por perros salvajes y que las mujeres y los
niños fueran desfigurados con marcas en el rostro. La conquista y la
evangelización fueron dos pretextos para saquear el oro de un vasto imperio y
eliminar a tajos de espada uno de los pocos paraísos que el hombre pudo
establecer con ayuda de la naturaleza y quizá de otros dioses menos injustos.
La gripe, la sífilis y la viruela, enfermedades inexistentes en las nuevas tierras,
terminaron la obra que tanto enorgullece a la España católica, la que se ha
empeñado en difundir la doctrina de Cristo.
Pese a la estrepitosa derrota, el mundo azteca fue un mundo de dignidad y
coraje. Mientras los españoles torturaban a Cuauhtémoc con odio, saña y
desprecio por carecer, según ellos, de alma, el héroe pensó en que nunca había
visto el mar, esas aguas infinitas por las que había huido Quetzalcóatl y
retomara convertido en Hernán Cortés para consumar la venganza prometida.
Le hubiera gustado verlo, escuchar su oleaje rítmico, juguetear con la espuma,
para comprobar si coincidía con los relatos de los formidables corredores que
traían de Veracruz al Valle de México, la región más transparente del aire, el
pescado para la mesa de Moctezuma. Cuauhtémoc no sabía del tesoro
codiciado por los asesinos castellanos; como era su deber, había peleado
hasta el fin por la libertad de su pueblo. Obligado por los tremendos dolores
de un fuego inagotable que destruía sus pies, solicitó con valor que Cortés
utilizara la daga que portaba en el cinto y que tantas vidas aztecas había
segado para matarlo. Aun así, sin condolerse, fue arrastrado y vejado durante
varios días más y al fin lo asesinaron colgándolo de un árbol que poco
después fue derribado por los propios aztecas que siguieron el último viaje
del príncipe con el objeto de sepultar el cuerpo degradado, humillado y
brutalmente castigado en nombre del dios de los cristianos, el dios de la
piedad y del perdón, el dios que exigía oro y plata para edificar iglesias y un
falso imperio que el viento anglosajón derrumbó de varios soplos. Una deidad
destructiva y cruel, siempre vestida con falsos ropajes de bondad. Ah, si Jorge
Luis Borges hubiera sido menos ciego en cuanto al conocimiento de la historia
azteca, seguramente Hernán Cortés habría quedado dentro de la Historia
Universal de la Infamia y no como el heroico conquistador que le permitió a
España otras tareas de muerte y destrucción por más de media América.
Muchos años después, una España moderna y aún de ramplona monarquía
comenzó a hablar en contra de los genocidios, de los gobiernos ilegítimos y de
la destrucción de civilizaciones, además de condenar la maldad y la violencia,
pero jamás recordó una sola palabra acerca del mayor de los genocidios y el
más atroz de los saqueos: el cometido en su nombre y en el del dios cristiano
en las nuevas tierras que por un desafortunado accidente fueron descubiertas
por Colón.
En realidad, todo aquello eran sueños y pesadillas, el mundo inmediato de
Emilio era otro y acababa de entrar en descomposición. A su alrededor, todo
el nuevo siglo despedía un desagradable olor, una extraña pestilencia difícil
de identificar. Los grandes personajes, las situaciones heroicas, los sucesos
épicos, en suma, los intentos de grandeza se caían a pedazos y una estúpida
masificación rompía con la poesía y el misterio y el héroe cedía su lugar a
pueblos embrutecidos. Y si el pasado no le gustaba, mucho menos le satisfacía
el presente, que le resultaba odioso. El futuro le era incierto: las utopías
(ensueños sociales) de Platón, Campanella, Moro, Bacon y Owen, quizá de
Thoreau, en particular la de Marx y Engels, en las que llegó a depositar todas
sus ilusiones, habían sido ahuyentadas mucho más hacia el futuro o mucho más
hacia el pasado remoto, cuando no existía la propiedad privada y el
comunismo primitivo daba un orden superior. Pero ese pasado idílico
concluyó abruptamente, pensaba Emilio, el día que un listo bardeó un terreno o
tal vez cerró la puerta de una caverna donde muchas generaciones habían
plasmado en pinturas las mejores escenas de caza y donde arrancó la literatura
oral con hombres y mujeres que por las noches, en torno a la fogata que
ahuyentaba el frío, contaban historias reales o inventadas, y uno de ellos dijo
con tono grosero: Esto es mío, y al día siguiente apareció el Estado para
proteger la propiedad privada. El orbe, en consecuencia, seguía en la
prehistoria. En México, la situación estaba peor. Aquí, solía decir el
irreverente Emilio joven, todo es un fraude, también lo son las cajas de
Pandora: las venden sin la esperanza en el fondo.
Transformar al mundo
No estoy seguro de si en algún momento quise transformar al mundo. Me
bastaba con sumergirme en el pasado. Recuerdo, sí, mi seguridad ante los
desafíos que aparecían, pero de eso a cambiar el orden… A Jaime, no sé ya
por qué razón, le dije que siguiéramos estudiando juntos, que yo tendría éxito y
lo apoyaría. Y más adelante se los hice saber a Guillermo, Vicente, Ricardo,
Luis y a otros muchos habitantes de Ciudad Jardín: juntos —insistí—
podríamos triunfar más ampliamente. No me creyeron. Los resultados están a
la vista. Sin embargo, entre 1960 y 1970 conocí, uno tras otro, a jóvenes que sí
aspiraban a cambiar la sociedad, a todo el mundo. En Woodstock traté a un
grupo de muchachos hippies de Kansas: universitarios, bebían cerveza,
ingerían todo el ácido lisérgico que conseguían y fumaban marihuana. Mientras
los grupos preparaban instrumentos, para ser más preciso, luego de que
cantara Joan Báez, en medio de gritos y sesiones amorosas, con gente de pelo
largo y flores en las manos, me aseguraron que ellos, nosotros, todos, esa
generación, la mía, cambiaría el sentido y el rumbo del planeta. Los escuché
dentro de la placidez que proporciona la marihuana, y añadí que era
importante vincularse con grupos negros como el Black Power y el Black
Panther. Hablaba concretamente de Carmichael y de Angela Davis
(encarcelada en ese momento) con entusiasmo. A ellos les parecían
organizaciones y personas violentas. Luego de la feroz campaña del senador
McCarthy en contra de los comunistas, el miedo se había quedado en los
norteamericanos. La guerra fría dejó una huella muy honda, aun entre quienes
apenas supieron de ella en su niñez o a través de los relatos de escritores y
artistas cinematográficos. Proseguimos intercambiando la mota y posibles
utopías e imaginando, bajo sus efectos, cómo sería la nueva sociedad: yo la
imaginaba socialista y atea, ellos no estaban de acuerdo: sería capitalista y
cristiana. Para apabullarme, no me dieron como ejemplo del futuro Un mundo
feliz de Huxley, me dieron el filme de Stanley Kubrick 2001: Odisea del
espacio: allí donde la nueva sociedad es de naves espaciales norteamericanas
y refrescos de cola, donde las grandes transformaciones de la humanidad
provienen de un ser superior. En fin, ni las drogas lograron que nos
pusiéramos de acuerdo. Algunos años después, encontré a dos de ellos en
Nueva York, John y Peter (nombres más comunes no podían tener), vestían con
elegancia y trabajaban en Wall Street. Nos saludamos y juramos que muy
pronto beberíamos un par de tragos. Nunca hablamos de la matanza de
estudiantes en la Universidad de Kent ni de la música distante de Bob Dylan,
The Doors, Rolling Stones, Beatles, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Carlos
Santana. Tampoco ella significaba un cambio o la entrada a una nueva y mejor
sociedad. Dylan recibía premios de las agrupaciones mercantilistas de
Hollywood, Lennon había sido asesinado a tiempo, como Ernesto Guevara:
nunca serían ancianos. Paul McCartney y Mick Jagger, envejecidos y
derrotados por la cursilería, tenían título nobiliario y cantaban para la realeza
británica y para una nueva burguesía juvenil. El rock no era más contestatario
y menos subversivo, era música para complacer a una nueva generación
frívola y sólo deseosa de divertirse, de adolescentes conformistas, apáticos y
ajenos a los problemas sociales.
Pero lo más ridículo fue encontrarme, más adelante, en La Sorbonne, con
un joven ingeniero colombiano. Por razones idiomáticas, fácilmente nos
hicimos amigos. Arturo no dejaba de hablar de García Márquez y, al mismo
tiempo, deseaba hacer la revolución latinoamericana. En la guerrilla estaba la
salvación del continente. La ruta violenta, la violencia como partera de la
historia y una buena serie de lugares comunes de la revolución, eran sus temas
de plática. Cierto, no dejaba de tener razón: América Latina ardía: en Chile,
Allende había llegado al poder a través de un proceso electoral, en Uruguay
estaban luchando los Tupamaros y en Argentina los Montoneros. La
Revolución Cubana aún era un símbolo esperanzador y el recuerdo del Che
Guevara algo ardiente en la memoria de los luchadores políticos. México, en
esos meses, tenía una guerrilla, una que era la herencia de la matanza de
Tlatelolco. Una vez, a la salida de una sesión de jazz del Gato Barbieri en un
barecito del Quartier Latin, Arturo me hizo una confesión: voy a comprar un
tomo y con él haré armas y apoyaré en todo a la guerrilla. Para qué sigo. Años
más tarde me topé con él en un avión que iba a Santiago de Chile. Orgulloso,
me dijo con voz engolada que era un alto funcionario del gobierno
colombiano. No tuve ánimos para preguntarle por el torno, mucho menos por
la guerrilla.
Los surrealistas insistieron en la necesidad de cambiar el arte y la vida.
Aquí estaban los ecos de Marx. Para ello se hicieron militantes políticos. Esos
eran tiempos para vincular el arte con la política: el fascismo ascendía y
ganaba terreno en Europa. Las vanguardias literarias se politizaban y resurgían
el valor y la honradez intelectuales. André Breton pasaba de los manifiestos
surrealistas a los llamamientos de combate con Trotski. Yo —aunque de
manera más modesta— viví un cambio permanente. Al principio aspiraba a
ser uno de los mejores luchadores callejeros, beber más que cualquiera y
conquistar un número escandaloso de mujeres. Después me vi como un simple
vago, un callejero, un hombre que no aceptaba la estrechez de las aulas, mucho
menos de una oficina y al que la sociedad lo irritaba. Pero una vez conocí a
Homero en casa. No estoy seguro de su ceguera, parecía ver bien las cosas de
este mundo y de otros, veía gorgonas, arpías y sirenas, incestos prodigiosos,
dioses inseguros y a veces excesivamente severos. Fue justo mi madre quien
me lo presentó en plena adolescencia. No me dijo mucho: Éste es Homero,
confío en que sea tu mejor amigo, y me entregó La Iliada y La Odisea en
hermosas ediciones argentinas. De inmediato leí ambas obras. Me llenaron de
sueños y desataron la imaginación. Mi mundo se pobló de seres prodigiosos
que jamás me abandonarían. Descubrí asimismo que la idea de que todo era
circular provenía del segundo volumen: Ulises sale de Ítaca y luego de mil
penalidades retorna al punto de origen y así cumple su ciclo, el que los dioses
le asignaron. Todos somos Ulises, concluí. Ítaca es la nada de donde salimos.
Lo importante es lo que hacemos en el corto viaje llamado vida. Esto modificó
mis aspiraciones, ya no pensé más en ser un combatiente callejero o político
sino en convertirme en narrador y mi propia madre fue confirmando la nueva
vocación mediante otras presentaciones. La de Martín Luis Guzmán fue una de
las importantes. Llegué de la escuela completamente adolorido: acababa de
perder el concurso de oratoria. Ni siquiera yo sabía por qué demonios me
había metido en aquel certamen de una materia que me provocaba desprecio y
burla. El discurso preparado con cuidado se me quedó atorado en la garganta y
las ideas se me petrificaron en la cabeza. Fue aterrador. Veía las caras
burlonas de mis compañeros y no hallaba los exaltados párrafos que escribí
sobre la Revolución Mexicana. Había invitado a mi madre a presenciar lo que
sería un éxito escolar. Fui a esconderme a uno de los patios distantes del aula
donde se efectuaba el ruidoso encuentro. Cuando desolado llegué a mi casa,
me aguardaba sobre la cama un libro: El águila y la serpiente. En la primera
página había una dedicatoria llena de palabras hermosas sobre mis intentos de
ser diferente a los demás. Era raro, pero mamá había encontrado la mejor
forma de comunicarse conmigo, mediante cuidadosos regalos literarios donde
escribía consejos y los elogios que jamás se atrevió a decirme.
Infamias y traiciones
Si he de ser franco, de entre todas las traiciones e infamias que he recibido, la
peor es la que me acometió el tiempo. La vida en todo momento fue mezquina,
nunca me dio algo, todo se lo arrebaté, una vez tras otra gané fama, mujeres y
éxito a pesar de los múltiples enemigos que me atacaron desde muchos sitios,
todos ellos ganados a partir de que comencé formalmente a escribir novelas y
cuentos, artículos y ensayos. Si Ciudad Jardín fue una madre protectora y
bienhechora, el resto de la capital y del país fue difícil y capaz de ponerme
cientos de obstáculos. La vida, es verdad, fue generosa con otros, la buena
fortuna caía sobre ellos. En cambio, conmigo fue severa y todo me lo
escatimó: ni siquiera pude habitar plenamente dentro de un siglo completo.
Viví en el más corto de todos: prologado por el asesinato de Sarajevo y una
bestial muestra del salvajismo europeo (la Gran Guerra o la Primera Guerra
Mundial) que al fin rompió el tedio del siglo XIX que se prolongaba más allá
de lo debido, entre la pesada moral victoriana que destruyó, entre otros, a
Oscar Wilde, y la alegre fiesta belle époque que produjo artistas como
Toulouse-Lautrec y concluyó cuando el socialismo se derrumbó, cuando el
bloque soviético cayó para abrirle el paso a un capitalismo renovado,
arrogante y sin duda de mayor salvajismo. Fui robado por el tiempo. Un siglo,
el mío, arrancó de hecho en 1918, con el fin de la guerra y el comienzo de la
revolución soviética. Una aberración. En cambio, el anterior, el que dio origen
a tanta grandeza política, a tanto arte innovador, principió desde los soberbios
preparativos para la Revolución Francesa y se fue hasta la violencia del
capitalismo europeo. ¡Un siglo de mucho más de cien años, mientras que el
mío apenas llegó a unos ochenta! En efecto, fui robado por la historia y ni
siquiera estuve en los últimos momentos gloriosos y dignos de México:
cuando los campesinos indignados y hambrientos se alzaron en armas contra la
dictadura de Porfirio Díaz, donde mis abuelos cometerían más de una hazaña
militar y política. En eso pensé durante los festejos formales en Nueva York
para recibir el nuevo milenio. No era un mal momento para matarme,
defraudado, en medio de la ridícula algarabía internacional que se manifestaba
en Times Square del lado opuesto al sitio, la Plaza Roja en Moscú, donde un
ex cargador de portafolios comunistas, bebedor empedernido, Yeltsin,
concluía la tarea de demoler los restos del sueño leninista y los diarios del
mundo occidental repetían, palabras más o palabras menos, lo que venía en
primera plana de The New York Times: «Two thousand years after Christ’s
obscure birth in a dusty town in Judea, the world’s six billion people —most
of them, non-Christian and many of them preoccupied with terrorism,
computers, diets, bank, accounts, politics and the perlis of the future— rode
their turning able planet across time’s invisible line today and, by common
conset, looked into the dawn of a new millennium». Del siglo XXI no esperaba
mucho más de lo que me dio el XX, el que nunca fue esperanzador.
Mi nacimiento estuvo marcado por la decadencia política del país: el final
del periodo presidencial de Lázaro Cárdenas y el principio del triunfo de la
derecha, cuando el sucesor, Manuel Ávila Camacho, se declaró creyente y
borró del mapa las posibilidades de un tránsito pacífico hacia mejores metas
sociales y colectivas. Sin embargo, seguí viviendo en un mundo cada día peor;
no era, no soy, un suicida. Cómo serlo si pese a todo la vida puede ser
divertida o idiota. Vicente suele recordar, al menos cuando bebe, la historia
que nos enfrenta a un suizo que trata de conquistar a un grupo de mujeres en un
bar de la Zona Rosa, cuando era un lugar para intelectuales y no para
oficinistas o rufianes de poca monta en busca de emociones fuertes. El suizo
no sabía una palabra de español, entonces intentaba la cacería en francés
armado de algunas palabras en inglés. Vicente le dijo que necesitaba ayuda y
pronto nos reunimos todos en una mesa. Mientras yo le explicaba al suizo que
el diluvio universal había comenzado en una zona que mucho después
llamaríamos Macondo y en consecuencia el primer continente inundado había
sido el americano, Vicente entabló una entusiasta conversación de literatura
nacional con las jóvenes porque una de ellas dijo que era afecta a las novelas
y a la poesía. Mi amigo, para mejor orientarse, le preguntó por sus autores
mexicanos favoritos y mencionó a tres o cuatro, entre ellos a Emilio Medina
Mendoza. Ah, repuso Vicente con una gran sonrisa. Pues ese escritor
justamente está hablando con nuestro turista europeo y me señaló. Ella, Luisa,
creyéndose víctima de una broma, durante un buen rato batalló con nosotros.
El final fue bueno para todos e inaudito para el suizo: en un hotel de paso nos
encerramos los seis y todos hicimos el amor con su respectiva pareja a los
ojos de los demás. Por cierto, yo mantuve una relación más o menos larga con
Luisa, cómo no hacerlo: era su autor favorito. Si alguna mujer fue amante
memorable fue esa muchacha menuda, de cuerpo bonito, piel morena y rostro
luminoso con cabello y ojos negros, muy negros y extremadamente sensuales:
mirar su mirada y acariciar su pelo eran el mejor preámbulo para una sesión
amatoria siempre inolvidable. Alguna vez le pregunté ¿cómo sabes tanto sobre
el sexo si me dices no tener una gran experiencia? Su respuesta fue simple y
gozosa: leyendo, aprendí miles de lecciones en las páginas de novelas y
cuentos eróticos.
Con ella descubrí, en consecuencia, las dificultades del sexo: no lo hay
perfecto porque imaginas que la siguiente vez será superior. Luisa se hizo
inolvidable por la forma en que la conocí (a través de un suizo que se
nacionalizó mexicano y se hizo un exitoso pastelero) y por su habilidad para
hacer el amor.
¿Tiene, pues, sentido matarse cuando a la vuelta de la esquina hay una
mujer magnífica? ¿O de plano, el interés por la vida concluye cuando el sexo
no responde y la imaginación se distrae con banalidades, cuando uno ha
envejecido suficiente pero no tanto como para resignarse a no acariciar el
cuerpo desnudo de una mujer? Sin amor, sin sexo, la vida no es vida, es un
simulacro, es entonces el momento de apoyar el frío cañón de un revólver en
la sien o ingerir suficientes somníferos para que la muerte sea tranquila y sin
violencia, en un mullido sofá. Creo que en tal sentido, también la vida me
robará tiempo, me quitará momentos maravillosos. Los males comienzan
impetuosos. Sé de personas que han llegado a los cien años de edad y el amor
sigue allí, en un cerebro capaz de darle órdenes al miembro para que se
enhieste y logre dar el supremo placer de la existencia, el sentido pleno de la
existencia: el amor-pasión que tan maravillosamente nos describieron Sade,
D. H. Lawrence, Anaïs Nin y Henry Miller.
Pero esos son los recuerdos de Emilio Medina Mendoza y son recuerdos
selectivos, su memoria ha escogido un puñado entre los miles y miles para
hacerse de una vida cómoda. A veces el amor tuvo espinas. Jasive era una
muchacha de origen libanés que por su propia decisión quiso ser esposa,
madre, ama de casa, profesionista y escritora, en este orden. De respetarlo, tal
vez no hubiera tenido ningún problema, pero también quiso ser amante. Reunir
todo en un solo plato no es sencillo. Más bien es imposible: matrimonio y
libertad son incompatibles: o se tiene una cosa o se consigue la otra.
Fue a una escuela de escritores y sin problemas la admitieron. Allí
conoció a las dos que serían sus mejores amigas. Ambas eran solteras y se
dedicaban exclusivamente a escribir. Compartieron autores e intercambiaron
libros. Las confidencias eran desiguales, Jasive podía contar una vida más
intensa, al contrario de sus nuevas amigas, que platicaban de sueños y
proyectos. Juntas entraron a la materia que daba un joven escritor, Emilio
Medina Mendoza, quien acababa de publicar su primer libro y ya era una
figura importante. Su materia era Novela contemporánea. El primer día fue
brillante, Emilio hizo alarde de conocimientos e ideas novedosas. Fue
permanentemente irónico desde que les advirtió que Cervantes y Shakespeare
jamás habían acudido a un taller literario ni a una escuela de escritores. Las
tres amigas lo abordaron al concluir la clase y abiertamente le declararon su
admiración. Más adelante, una de ellas dijo, es un hombre peligroso, parece
saber lo que quiere con toda precisión. Y es seductor, añadió Jasive.
La siguiente sesión no fue la mejor. Emilio solicitó que los alumnos
leyeran una novela por semana. El malestar se generalizó. Un leve rumor se
extendió por el aula. Un jovencito decidido levantó la mano y dijo que aquella
petición era desmesurada. ¿A qué hora vivirían? Emilio los miró largamente,
no podía entender su renuencia a la lectura, salvo en función de la pereza.
Muchos de ellos serían autores de más libros escritos que leídos. Dijo: Bueno,
terminarán escribiendo malas versiones de Hemingway o de Joyce sin saberlo,
y malhumorado salió del aula. Su estancia en esa escuela había sido fugaz.
Dos días más tarde lo buscaron Jasive y sus amigas. Querían que les diera
clase, ellas sí amaban la lectura. Emilio tenía otros planes, pero le pareció una
posibilidad atractiva: mezclar el arte y el amor. Ya no sería una enseñanza
formal sino un taller literario. Leerían los materiales de las jóvenes y para
apoyar los comentarios y las críticas habría una serie de lecturas a fondo. La
primera sesión fue en casa de Emilio. Las tres llegaron muy arregladas y con
un ramo de flores. Le llamó la atención que juntas tocaran la puerta, pero no le
dio importancia.
Poco a poco, las sedes y los días eran cambiables, según podía Emilio,
establecieron una amistad, especialmente entre Jasive y él. Alguna vez se
encontraron antes de lo previsto. Ella le hizo una confesión curiosa: las tres
habían acordado permanecer siempre reunidas ante él para evitar tentaciones
de romper el vínculo entre maestro y alumnos y pasar a un romance de
cualquier tipo. Jasive, más madura y segura de su belleza y cultura (hablaba
con fluidez francés e inglés y había comenzado la traducción de la poesía de
Ezra Pound, cotejando la suya con otras), le dijo abiertamente que comieran
juntos, que Emilio pusiera la fecha y el lugar. Se citaron en El gnomo verde y
comieron más centrados en la conversación que en los alimentos. El vino era
francés y pidieron dos botellas. El final era previsible. A eso de las siete de la
tarde, Emilio y Jasive entraban a un hotel de paso. Jasive era asombrosa y
demandante. Emilio tuvo que recurrir a su mayor esfuerzo para complacerla.
La veía como a una odalisca, como a una figura de las mil y una noches, como
una princesa de Bagdad o como una de las cien esposas del más poderoso de
los califas. En algún momento pensó con envidia del esposo, debe ser feliz
con una mujer así en la cama, junto a él toda la noche. Y es que ella sabía
acariciar, besar, ejercer suave o violentamente la presión adecuada sobre el
miembro, chuparlo, lamerlo, montar o ser montada, una mujer sublime y
erótica.
En algún momento Emilio no pudo más, la ninfa lo había vencido. Ella al
fin miró la hora: Dios mío, ¡las tres de la mañana! Las preocupaciones
comenzaron y se extendieron a lo largo del trayecto a su casa. Se despidieron
con un beso entre pasional y presuroso. Te llamo cuando me sea posible,
concluyó Jasive.
Tres o cuatro días después volvieron a encontrarse en un bar del centro de
la ciudad. Jasive le narró su encuentro con un esposo celoso e indignado, con
el reloj en la mano, que gritaba y echaba espuma por la boca y fuego por los
ojos, humo por las orejas y el cuerpo transpiraba malos humores. Perdóname,
me retrasé, en la agencia (de publicidad) tuve un trabajo urgente, no tuve
tiempo para llamarte, cómo está la niña, qué descuido imperdonable. El
marido se acercó y la olfateó como si fuera un perro adiestrado para detectar
drogas, en este caso amantes y engaños. Jasive se había bañado antes de salir
del hotel y no ofrecía ninguna prueba. Pero faltaba otra más para demostrar
que se había quedado redactando una serie de anuncios comerciales y la
dignidad matrimonial estaba incólume. La condujo a la habitación y antes de
llegar a la cama le desgarró la ropa y la poseyó con violencia. Jasive lo
disfrutó mucho y así se lo confesó a Emilio.
Pero en la medida en que Jasive salía con Emilio, el esposo comenzó a
darle sentido a sus sospechas. Para empezar, era maestro de su esposa,
enseguida venía la fama donjuanesca de Emilio y luego la extrema sensualidad
de Jasive. Poco a poco comenzó a ser víctima de reclamos con nombre. Ella
respondía con negativas y dándole el mayor de los placeres en la cama. El
nombre de Emilio Medina Mendoza comenzó a ser una obsesión para el
marido. Tenía la certeza de que se acostaba con Jasive, pero no se atrevía a
buscar pruebas, en todo caso le bastaba con imaginarla en escenas de hotel o
con hurgar entre la ropa y sus cosas privadas. Prevalecía el morbo y en sus
reclamos lo hacía notar (¿tienes amante, es Emilio, te gusta cómo te lo hace?).
Por fin pudo más la tenacidad de su incertidumbre y Jasive decidió concluir la
relación. Habían transcurrido diez meses y Emilio, fastidiado de México,
estaba a punto de ir a un largo viaje por Europa. La finiquitaron de manera
pacífica y cordial como si fuera una cuestión legal, simplemente poniéndose
de acuerdo, recordando los buenos momentos transcurridos, las dudas de ella
en su traducción de Pound y en general sus conversaciones literarias. En algún
momento ella apeló a los lugares comunes sobre la felicidad convencional:
quiero mantener mi matrimonio y la tutela sobre mi hija, y se separaron luego
de hacer el amor una vez más, intensamente.
Algunos años después se encontraron. Emilio no pudo ser más que irónico:
Hola, ¿y al fin salvaste tu matrimonio? Jasive sintió una punzada y evitó
responder. No merecía la pregunta irónica. Comenzaba la tarde y decidieron
tomar una copa. Durante un rato largo, él habló de su viaje reciente, contó de
las calles intrincadas del Quartier Latin, de sus encuentros con Alejo
Carpentier y Severo Sarduy, en ese momento adversarios políticos, la
revolución y la contrarrevolución. De una plática conmovedora con Rafael
Alberti en Roma, donde el poeta conversó de los dolores del exilio. En La
Sorbonne escuché una conferencia de Sartre sobre las tareas de obreros e
intelectuales para establecer bases revolucionarias. En Madrid, dijo, estuve
con comunistas que trabajan en la clandestinidad y piensan que es posible, a la
muerte de Franco, restablecer la República.
En cierto momento e intempestivamente los recuerdos de Emilio dejaron
de fluir. ¿Y tú, cómo vas, tu esposo sigue muriéndose de celos, concluiste la
traducción de Pound? Jasive se contrajo, se hizo menudita. No dijo gran cosa
sobre su trabajo poético y gradualmente habló de su vida en aquellos dos o
tres años. ¿Recuerdas que mi esposo te odiaba, que sospechaba de ti y no
dejaba de preguntarme sobre tus actividades? Sí, claro, algo me dijiste. Pues
en algún momento, cuando se convenció de que tu estancia en Europa iba a
prolongarse, cesó de molestarme y su trato se hizo más reservado, hacíamos el
amor cada vez menos, hasta que de pronto toda relación sexual concluyó. No
había pretextos, Emilio, sólo un rechazo total y una frialdad desconcertante.
Jasive pidió otra copa y prendió un cigarrillo. Emilio pensó que no
fumaba. Lo hago desde hace meses, recurro al tabaco para entretenerme, para
tranquilizarme.
Una vez, dijo Jasive mirando fijamente a Emilio, arreglando el estudio,
encontré un sobre misterioso. Lo abrí y encontré toda clase de recortes sobre
tu trabajo, críticas, comentarios, chismes de periódicos y revistas y algunas
fotografías tuyas. Al principio pensé que había reunido esos materiales para
saber con quién competía, de quién sospechaba. Pero alguna duda me alcanzó:
fui al librero a buscar tus obras, no sé por qué actué así, sabía que las había
destruido. Después de un rato, atrás de otros libros, de unos pesados
diccionarios Larousse, situados en los anaqueles más altos, estaban una novela
y dos volúmenes de cuentos tuyos. Fueron míos, los recuerdo bien, ciertas
páginas tenían subrayados y acotaciones con mi letra pequeña y casi ilegible.
Los miré con mayor detenimiento: poseían otros comentarios y otras frases
marcadas. La letra era de mi esposo. Estudié todo lo que él había señalado
con plumón azul. ¡Eran las observaciones de una mujer! La monstruosidad fue
cobrando forma completa: mi esposo estaba enamorado de ti, no de mí, los
celos eran porque yo hacía el amor contigo en lugar suyo. Le pedí el divorcio
y jamás le dije que había descubierto el sobre y tus libros. Ni siquiera puso
reparos en la tutela de mi hija. No sé más sobre él. Emilio sonrió con una
mueca. No hizo ningún comentario. Tomaron una copa más y él, como por
obligación, le propuso hacer el amor. Ella aceptó con naturalidad, como si la
semana anterior hubieran estado juntos. Fueron directamente a un hotel en la
Calzada de Tlalpan. Al llegar a la habitación de la Casa del Silencio, ella lo
desvistió lentamente sin mirarlo a los ojos sino a cada parte del cuerpo que
quedaba al descubierto. Siéntate en el borde de la cama, dijo y enseguida se
colocó encima moviéndose, buscando la mejor manera de ser penetrada.
Jasive estiró las piernas sujetándose con fuerza del cuello de Emilio, quien de
modo natural la detuvo por las nalgas y la ayudó a moverse. No termines, rogó
ella con voz suave, entrecortada y excitada, aún con los ojos cerrados: quiero
que te vengas en mi ano.
Pese a la novedad sexual, fue una larga sesión amatoria más basada en los
recuerdos que en el deseo actual.
Se despidieron prometiéndose lo que no cumplirían: verse otra vez.
He aquí la otra infamia: la ausencia de amor en la vida de Emilio Medina
Mendoza. Fue una y otra vez asaltada por amoríos, nunca por amores.
Paco el Calaca
Emilio, te faltó recordar a Paco Jiménez, sólo lo has mencionado. Un
muchacho flaco, alto, huesudo, desgarbado, feo, por añadidura, por ello le
decían, a causa de una perversa propuesta de Jaime, Calaca. Es cierto, no era
importante en Ciudad Jardín y menos lo fue en Coyoacán, donde su familia se
mudó. En Ciudad Jardín su casa estaba junto a la de Moza y fue confidente de
muchas de las jovencitas: al verlo feo y desgarbado, con eternos lentes para
compensar su naciente ceguera, quedaba muy lejos de un posible romance. Él
lo sabía y en consecuencia aceptaba ser consejero y a veces corre-ve-y-dile
de las niñas. A ti, por ejemplo, y deberías recordarlo con gratitud, te llevó dos
recados de Atala y una carta de Yolanda. Pero algo en él lo hacía importante,
era un lector fanático, obsesivo, de literatura policiaca. No olvides que te
prestó libros, te mostró autores, en una palabra, te orientó por ese camino, a ti
y a Andrés, a quien le dijo, enfadado por una crítica simplona, que no se
trataba de un género de evasión, que era un arte sublime y comprometido. Pese
a su extrema juventud, parecía saberlo todo respecto a Edgar Allan Poe,
Arthur Conan Doyle, Hadley Chase, Ellery Queen, Raymond Chandler, Carter
Dickson y de Dashiell Hammett y el duro Sam Spade, Georges Simenon y el
comisario Maigret, Maurice Leblanc y Arsenio Lupin… Hay otros que apenas
merecieron un lugar en tu memoria o que de pronto saltan por alguna razón no
destacada. Paco sí merecería ser citado más ampliamente. ¿Por qué razón no
ocupa un lugar distinguido en tus recuerdos? Nunca consiguió una novia y
mucho menos una esposa. Se casó con la literatura policiaca y se hizo
vendedor de lo que fuera, del producto de moda, de lavadoras, televisores,
automóviles… No le importaba más que una cosa: dinero para comprar libros
policiacos. Los leía en francés, inglés y español. Por desgracia, no escribía ni
tenía a persona alguna que sorprender con sus conocimientos asombrosos. No
fue hijo único, lo rodearon cuatro hermanos y una hermana. Ni siquiera con
ellos podía conversar de su tema favorito. Los aburría y fatigaba. Así que se
hizo de un mundo especial, muy peculiar, y se encerró herméticamente en él.
En un viejo y amplio departamento de Narvarte, en la calle Uxmal, fue
adquiriendo libros y más libros, sus habitaciones se hicieron intransitables,
eran una suerte de pequeño laberinto donde las pilas literarias apenas
permitían el paso. Esto, por desgracia, ya no lo viste, Emilio, tus recuerdos
sobre Paco, se quedaron estancados en Ciudad Jardín y alguno proviene de
Coyoacán, a media calle de la casona de León Trotski y enfrente del río
Churubusco que pronto sería entubado, donde lo visitaste solamente dos veces.
Nadie lo supo, pero era una delicia verlo sumergirse en sus libros
favoritos. Comía poco, trabajaba lo necesario para pagar sus gastos mínimos y
adquirir más y más libros, todas las novedades posibles y aquellos pocos que
se le habían escapado en más de cincuenta años como lector. Estableció,
entonces, un diálogo con la soledad que también sabe de literatura negra y de
otras artes. Se preguntaba en voz alta cuál sería el desenlace de una obra,
quién era el asesino de otra, cómo habían cometido un espantable crimen.
Analizaba estructuras y observaba la metodología, aguda e inteligente, de los
criminales en lugares cerrados o abiertos, en serie, por venganza o por simple
ocurrencia y, por supuesto, de aquellos que fungían como detectives. Se
respondía con lucidez y llegó el momento en que sus respuestas eran aciertos
perfectos. Su salud, Emilio, la salud de Paco, se hizo frágil; a él no le interesó
su organismo, absorto ante su gran pasión. Murieron sus padres y dos de sus
hermanos y ninguna muerte le dolió más que la pérdida de Agatha Christie:
podía recitar de memoria Asesinato en el Oriente Express. Su único viaje
había sido a Londres para ver la obra de teatro La ratonera. Al fin,
prematuramente, falleció solitario, sin dolores. Una mañana no se levantó. Su
delicado organismo no soportó un infarto. No se dio cuenta que moría. No tuvo
un sueño inquieto, pues con seguridad estaba soñando plácidamente con sus
personajes favoritos, con interminables luchas entre el bien y el mal, con
fantásticos detectives, ingeniosos asesinos y tramas complicadas con las que
disfrutaban hasta los profanos. Es una pena que no hayas podido mantener tu
amistad con Paco, eso hubiera enriquecido tu memoria y, desde luego, tu
novela. Cuando murió, tú ya eras un escritor afamado, él lo sabía y pensaba
orgulloso que habían sido amigos, que alguna vez jugaron a los encantados y a
las escondidillas con Moza, Yolanda, Atala y Blanca y que solía recomendarte
libros policiacos. Mantuvo el cariño y la admiración por el muchacho que lo
mismo era capaz de liarse a puñetazos con sus enemigos que meditar
profundamente sobre una novela, un poema amoroso, una película de conflicto
psicológico, una de vaqueros o una teoría en boga. Estaba satisfecho de tu
historia y destino, aunque te hubiera preferido autor de novela negra. Por
desgracia nunca tuvo a quién decírselo, mucho menos a ti. Mantuviste una
distancia absurda e innecesaria: Paco hubiera podido ser el mejor amigo que
nunca tuviste.
Ah, Emilio, la familia que le restaba jamás reclamó los libros, su
portentoso legado. Basureros por encargo los apilaron sin orden en un par de
camiones de carga: remataron unos, otros pararon en los tiraderos de basura y
otros más en el fuego, según las predicciones de Ray Bradbury.
La metamorfosis infatigable
Hay algo que conservo como un recuerdo asombroso: ver cómo los niños se
transformaban en seres monstruo sos. A ellos de pronto les salía bigote y
barba y las facciones se les endurecían y a ellas les aparecían nuevas formas
en las caderas y el busto y el cuerpo adquiría una gran resonancia, se
maquillaban, usaban medias y vestidos ajustados y comenzaban a buscar
marido con el objetivo de ser madres. Las niñas y los niños se convertían sin
ninguna transición ni aviso en mujeres y hombres. Las conductas de inmediato
eran otras y se reflejaban en las conversaciones y en las actitudes. Ana María,
por ejemplo, una pequeña tímida, apocada más bien, de pronto apareció en una
reunión maquillada, con tacones y una falda que permitía ver unas piernas
torneadas, con medias y fumando. Fue turbador. Al mes tenía novio (Rafita, un
joven mayor que todos nosotros, alguien que no estudió más allá de la
primaria porque pronto trabajó en un taller mecánico de la Ford) y en un año
se habían casado. Ana María modificó su caminar incierto por uno muy
seguro, arrogante, y pasaba frente a nosotros contoneándose y ya con un
notorio embarazo.
Otro caso para mí inolvidable fue el de Leoncio: era un muchacho
despreciable, sucio, feo, blancuzco, obeso y de escasas entendederas. Vivía en
uno de los pocos edificios de Ciudad Jardín, ignorábamos dónde estudiaba y
no era amigo de nadie. Un día nos dimos cuenta de su corpulencia porque al
pasar frente a la peluquería del Pachuco, donde conversábamos, nos echó una
mirada provocativa y sin ninguna razón, sólo para probar que había crecido,
nos retó a golpes, con quien sea o de dos en dos, todos ustedes son pendejos y
ojetes. Realmente nos desconcertó y no supimos qué demonios hacer. Optamos
por seguir la plática ignorando la grotesca provocación. A partir de ese
momento, Leoncio fue un patán que recorría las calles con enorme seguridad,
usaba traje y se ponía corbata de colores escandalosos, mostraba un bigote
desordenado y mucha vaselina en el cabello. Nunca volvió a insultarnos, nos
miraba con discreto desdén. Caminaba de su edificio hacia la Calzada de
Tlalpan con la certeza de que se había convertido en un verdadero hombre:
desquitó sus resentimientos al descubrirse poderoso. Alguna vez lo vi en el
tranvía de Xochimilco al Zócalo, hablaba con una mujer mayor que él, no pude
escuchar la conversación completa, pero sí palabras como macho, valor,
hombría y huevos, que repetía con voz engolada.
Ramiro Heredia era otro niño pobre diablo, carecía de dones, era el
muchachito invisible, si alguna vez jugó algún deporte, nadie lo recuerda. Sé
que acudía, con cara de beato, a la misma misa que todos nosotros, a las nueve
de la mañana, pero tampoco estaba en los registros espirituales de Ciudad
Jardín. En la secundaria nos avisó que leía a Freud. ¿Y lo entiendes?, lo
interrogó Memo sin esperar respuesta. En una fiesta de disfraces, descubrimos
su vocación: fue vestido como torero y en una oportunidad cantó boleros antes
de quedarse solo. Finalmente se volvió un periodista corrupto y gris Oxford,
como lo calificaba Luis, escribió a cambio de dinero la biografía de un líder
petrolero de mucho poder, alardeaba su facilidad para conquistar mujeres y
sólo hablaba de su especialidad: los toros.
Realmente esos cambios me asombraban. Ver la forma en que de la niñez
se pasaba a la adolescencia y de allí abruptamente a una madurez infundada,
por completo artificial. Pero Memo o Luis, Jaime, Vicente o Sergio, Atala y
Blanca, Moza o Marigé, mis amigos más cercanos y queridos, nunca
cambiaron, siempre conservaron en mi memoria los doce años, los trece y tal
vez los dieciséis. La última vez que me encontré con Jaime fue en su propio
departamento, en un edificio descuidado. Lo rodeaban su esposa y cuatro
hijos, estaba calvo y platicó sus «recuerdos» de niñez, cuando sus padres lo
llevaron de Nueva York a Londres en el Queen Mary y allí, en ese legendario
barco, pude ver a Fred Astaire y a Clark Gable, no sé cómo demonios no les
pedí sus autógrafos, hoy valdrían una fortuna. La orquesta de Tommy Dorsey
tocó «I’ll Be Seeing You» especialmente para mi mamá. Terminó hablando de
grandes proyectos para hacerse multimillonario con una cadena de restaurantes
en Estados Unidos. Después de varios tragos, ante mí estaba nuevamente mi
amigo de primaria y secundaria, sin canas ni arrugas, con sus habituales
exageraciones y mentiras y su milagrosa capacidad para no dejar caer el balón
al suelo y pasarlo de una pierna a la otra y de ambas a la cabeza y de la cabeza
a los pies. Más que deportivo, un número circense que Moza solía festejarle
con entusiasmo y que a la mayoría nos fastidiaba.
Como ellos, había otros: el Alce y Olga, la Pirinola, su hermana Lisa y
Richard, el Glenn (por su parecido con Glenn Ford), únicamente los recuerdo
por la prodigiosa transformación que sufrieron de una semana para otra, por su
veloz transición: con celeridad desconcertante dejaron de ser mariposas para
convertirse en repugnantes gusanos que contribuyeron a envilecer a Ciudad
Jardín y, seguramente, al país al multiplicarse de forma escandalosa: ¿tiene
caso hablar de ellos?
Bajeza de amor
Blanca parecía tímida, no lo era. Blanca parecía muy hermosa, no lo era.
Blanca sabía lucir sus cualidades; desde muy joven había usado tacones altos
para verse mayor. Lo mejor en su rostro eran sus finos labios, cuidadosamente
configurados. No necesitaban lápiz labial, pero siempre usaba un poco. Sus
ojos, y en consecuencia, toda su expresión, podían mirar con ternura y
suavidad y otras veces con malestar y odio. No tenía una tercera forma de ver
a los demás.
Emilio fue su novio en una época en que no existía la costumbre de hacer
el amor sino después de una larga y tenaz lucha de convencimiento y la
promesa de matrimonio.
Una tarde, en casa de Blanca, luego de acariciarse cada vez con más
pasión, Emilio le pidió que se desnudara.
—Blanca, te quiero, hagamos el amor.
Ella lo miró con ternura, pero casi de inmediato modificó su expresión.
—No, imposible. Si lo deseas, puedo masturbarte o puedo chuparte o si lo
prefieres te permito que entres por atrás. Pero la virginidad la conservaré para
mi esposo, para alguien que me ame y yo a él.
—Yo te amo, Blanca. Te lo ruego…
La joven lo observó con cuidado, revisándolo como si fuera un cliente o
un empleado menor que suplica por un préstamo o un aumento salarial. Fue
inflexible. Emilio tuvo que conformarse con la primera propuesta. La tuvo una
y otra vez y Blanca jamás accedió a las peticiones de Emilio.
Diez o doce años después, Emilio y Blanca se encontraron. Con la edad,
Blanca lucía muy atractiva. Luego de algunos recuerdos y de las consabidas
preguntas por los amigos de Ciudad Jardín, Emilio observó que ella mantenía
inalteradas sus dos formas de mirar, aunque usaba más frecuentemente la
severa. La otra, la dulce, se había quedado del otro lado de la luna.
Emilio le propuso a Blanca tomar una copa, algo que aceptó sin titubeos y
en el bar de un hotel céntrico, Emilio supo del fracaso amoroso de su ex novia,
casada por cinco años con un ex compañero de estudios. Lo hizo con detalles
de toda índole, explicó cómo perdió la virginidad y todo aquello que se hacían
para complacerse sexualmente. Antes de divorciarse, la mujer tuvo relación
erótica tras relación erótica. Al encontrarse con Emilio, Blanca venía de tener
sexo con un amante fastidioso, «por última vez».
—Por cierto, nunca encontré el amor que imaginé, en vano guardé tanto
tiempo mi virginidad —le dijo Blanca en voz baja.
La conversación y las bebidas los condujeron a una habitación de hotel.
Allí, bajo otras copas y la influencia de una música nostálgica y suave, una
Blanca pasional le ofreció su cuerpo a Emilio.
—No, Blanca. No podría hacerte el amor. Cuando esté sobre tu cuerpo
desnudo, no seré yo, será tu esposo o cualquiera otro de los amantes que me
has contado. Yo sólo los miraré, los veré amarse, recordando nuestra juventud
perdida.
Emilio llevó a Blanca a su casa y de regreso a la suya condujo lentamente
bajo una lluvia fina y triste que aletargaba más la noche urbana.
El fin o la fotografía amarillenta en el armario de
los abuelos
El detestable coleccionista de fotografías, el que las toma sin saber por qué,
no intenta perpetuar la memoria ni atrapar un instante básico, fundamental, por
su concepción estética o por su importancia histórica, a menos que sea un
fotógrafo profesional o un artista. ¿Por qué guardar imágenes de matrimonios
sonrientes de felicidad ficticia o de niños que gatean y miran idiotizados la
cámara? Es una manera de perpetuar lo que ya, según ha dicho Borges, la
cópula y el espejo han reproducido: la imagen inalterablemente imperfecta del
ser humano.
Para Emilio una fotografía era recordarle la juventud perdida o los sueños
que se convirtieron en pesadillas y las promesas que jamás se cumplieron. Por
eso cuando Luis le mostró la fotografía donde podía ser observado un grupo
de muchachos de quince años en una deslumbrante fiesta primeriza, no le
agradó, al contrario, lo irritó profundamente. No preguntó cómo la obtuvo ni
por qué la guardó. Era un documento maltratado de una época fantástica y
reapareció —melancólica y odiosa— cuando la mayoría de aquellos jóvenes
estaban desdentados, calvos, enfermos o muertos. Las pláticas eran nostálgicas
y sazonadas con recetas para disminuir la inflamación de la próstata,
recomendaciones para bajar la presión arterial alta o para mitigar los dolores
de la gota.
En el centro posaban Jaime, Memo, Jorge y Emilio, sonrientes, la mesa
desbordaba copas y vasos, todos ellos con una excepcional y poética belleza
juvenil. La fotografía le produjo un torbellino de recuerdos que trató de
capotear con el presente. Yo ni estaba calvo ni enfermo, pensó. Permanecía
milagrosamente conservado pese a los excesos y al fatigante trabajo literario,
a los viajes y al desmedido afán de seguir mujeres. Emilio se preguntó y,
desde luego, se respondió con la vanidad que sus esfuerzos le habían hecho
conquistar: dónde están todos aquellos alegres camaradas, muchos de ellos
desmesuradas promesas, dónde. En el basurero de la felicidad hogareña,
llenos de hijos y nietos igualmente inútiles: los sábados, «sabadito alegre»,
vamos, vieja, te invito a cenar y a echar unos tragos, los domingos, hoy hay fut,
juegan las chivas, invita al compadre Juancho y compra cervezas y carnitas.
En cambio, Emilio había logrado una aceptable posición internacional, sus
libros traducidos a diversas lenguas y premiados en varios países, sus
esfuerzos por ser diferente a sus amigos de Ciudad Jardín habían sido
recompensados.
Pero esa fotografía estuvo en sus manos por lo menos hacía cinco años y
en ese tiempo las enfermedades, producto de los excesos, no lo habían
atrapado. Ya era otro Emilio, comenzaban las amarguras, los arrepentimientos
y, sobre todo, el dolor. Sabía que la solución, antes de que todo se hiciera
irremediable (No soporto este simulacro de vida, dijo el poeta Jaime Torres
Bodet antes de pegarse un tiro), sería el suicidio. A su alrededor, el país, los
países se transformaban en situaciones alejadas de aquello que imaginó y soñó
en la niñez y en la juventud. Tampoco pasaría la vida entre médicos, recetas y
hospitales. Mi madre, recordó Emilio, prácticamente no buscó doctores ni
visitó sanatorios, murió, por fortuna, sin mayores achaques, sin darse cuenta,
de un fulminante derrame cerebral.
Vivir de recuerdos. La sola idea de vivir de ellos atemorizaba a Emilio.
Era algo más espantable que vivir de la pensión, de una miserable jubilación
que el Estado o una empresa privada te da después de que te rompiste el alma
para que otros se llevaran la mejor parte. Lo grave es que comenzaba a vivir
de recuerdos. O a morir de recuerdos. A su memoria venían por oleadas, uno
tras otro y se agolpaban y se acumulaban y casi no lo dejaban respirar. Allí
estaban, podía tocarlos, verlos, olerlos. En ese mismo instante se le aparecía a
Emilio el recuerdo de una joven mujer española, agitanada, de ojos grandes y
cabello negro, Alida, hija de republicanos asesinados por el franquismo; la
vio por primera ocasión en Granada. Había estudiado en Praga, donde conoció
a un ruso. El tipo la sedujo en el peor estilo cinematográfico mediante varias
copas de vino y una serie de historias sobre las tareas de espionaje que
realizaba para la Unión Soviética. Ella se lo contó detenidamente a Emilio,
con los detalles que recordaba y con otros que inventaba y con un exceso de
impudor: el dolor, los gritos, la sangre, la sorpresa. El encuentro fue extraño y
produjo como resultado una relación estable, duradera, juntos viajaron por
muchos países y ella lo acompañó a México. Pensaron casarse, pero murió en
un accidente automovilístico. Emilio, metido en un simposio organizado por
una universidad norteamericana en Nueva York, lo supo dos días después,
cuando ya era imposible volar a España para participar en el velorio y
entierro. A su peculiar manera, estuvo triste y en actitud luctuosa. Le quedó la
idea de que Alida pudo ser el amor que tan afanosamente buscaba y aunque
eran puras ilusiones, prefirió conservarla como si fuera la mujer de su vida.
Eso era ridículo: en menos de un mes, Emilio estaba enamorado de Amelia
Duque y lo estaba porque soportó actos de inusitada cursilería y más de un
engaño durante sus cada vez más frecuentes viajes al exterior.
Su lugar, el lugar de Emilio Medina Mendoza, no estaba ya entre los vivos.
Quizá nunca lo estuvo. Sus nostalgias nacieron con él. A los cinco o seis años
de edad sentía tristeza porque no fue un caballero medieval o un héroe de la
antigua Grecia, mucho menos un guerrero azteca. Vivió una serie de sucesiones
nostálgicas que lo obligaban a hurgar en el pasado. Realmente debió ser
historiador y no cuentista y novelista. Lo más irritante no eran las nostalgias
sino el malestar que su tiempo le provocaba: su tendencia al liderazgo fue un
pecado, sus éxitos académicos en la universidad y los triunfos literarios no
provocaron admiración sino envidia y un deseo en el prójimo de destruirlo a
toda costa. Vivió acosado por enemigos sin rostro, evitando cornadas y
puñaladas invisibles, a veces no tanto pues aparecían en periódicos y revistas.
Al final de su vida prefirió pasar largas temporadas en el extranjero porque
regresar a México era hallar agresiones veladas, insultos cobardes y rencores
de personas a las que en su vida había visto. Lo mismo le sucedió a Reyes, le
dijo alguien. Pero a él no le importaba que el odio al éxito fuera parte de la
idiosincrasia nacional, él sólo deseaba escribir su obra.
Una vez volvió a Ciudad Jardín, ¿a buscar qué? Dejó el automóvil y
caminó por donde lo había hecho sesenta años antes. Era un día luminoso, casi
tanto como lo fueron sus días de niñez. Después de un rato largo, caminando
entre las mismas casas, los mismos árboles y palmeras que ya agonizaban,
llegó al parque principal y se sentó en el borde de la fuente. A su alrededor
estaban Jaime, Memo, Luis, Vicente, Jorge, Atala, Moza, Cucú, Raúl, Paco,
Marigé, todos sus compañeros, jugando y conversando, pero ninguno lo veía ni
lo escuchaba cuando se dirigió a ellos.
A ese jardín solía ir cuando su madre, irritada porque no había sacado
buenas calificaciones o porque había hecho algo más allá de la simple
travesura, lo echaba de la casa y allí imaginaba historias, exactamente las
mismas que mucho más adelante poblaron sus libros. En esa fuente había
notado su soledad por ser diferente. Sus temores de que aquel extraño
sentimiento aumentaría de tamaño eran ya una realidad plena. Estaba solo. No
había mujeres a su alrededor, no le quedaban familiares y estaba seguro de no
tener un amigo, sólo recuerdos y más recuerdos, recuerdos de lo vivido y lo
soñado, recuerdos de otras épocas que no vivió y recuerdos de mujeres que
tuvo en sus brazos mucho después de que habían muerto. Sin amor, su vida era
ya de libros y viejos filmes, aquellos en blanco y negro o en «glorioso
cinemascope» o en tercera dimensión que lo ayudaron a desatar la
imaginación.
En las pesadillas, Emilio se veía en una perfecta soledad y realmente no la
disfrutaba sólo por una razón: también lo envolvía una extraña sensación de
inseguridad, carecía de lo más elemental y se sentía cercado por la
incomprensión y por una misteriosa aversión tal vez surgida de la envidia y
del ninguneo, esa conducta tan feroz en los mexicanos, arma de muchos filos
porque se repite y se vuelve contra quienes la practicaron. ¿Y todo lo que
había reunido, libros raros, cuadros valiosos, propiedades en la Ciudad de
México, en Estados Unidos y en Europa, qué demonios haría con todo eso sin
hijos a quienes heredar? La verdad es que no le preocupaba. Un viejo
extranjero que conoció, rico y dueño de un palacio en Mixcoac, lujosamente
amueblado, decidió heredar, seguro en un arranque de cordura y maligno
sentido del humor, a sus cuatro perros. Familiares y amigos distantes
demandaron a los pobres animales y la propiedad quedó en litigio. Por lo
pronto, los perros estaban posesionados de la mansión y alegremente
jugueteaban por el sitio que un austriaco edificó con planes y proyectos
grandiosos y que en sus últimos días únicamente encontró placer y cariño en
cuatro soberbios ejemplares de pastor alemán. Emilio recordaba bien la casa,
sólo estuvo dos veces en ella, pero la recorrió bajo las explicaciones del
constructor y propietario. Recordaba que le mostró un cuadro del siglo XVII y
le dijo, no es una obra muy bella, pero atrás está la caja fuerte y allí tengo
joyas que no le obsequié a ninguna mujer y los centenarios que compré por
alguna eventual crisis económica durante los primeros años de la Segunda
Guerra Mundial. No olvide usted que soy austriaco.
Emilio lo observaba preguntándose la razón de aquella extraña invitación
a comer. En el amplio jardín, descuidado y de grandes árboles, bebieron un
par de copas. El extraño millonario no dejaba de hablar con una elocuencia
fingida. Fui amigo de D. H. Lawrence, conservo sus cartas, se las mostraré,
pero nunca lo hizo. Tuve una larga amistad con B. Traven. No fue sencillo, al
principio me rehuía, me imaginaba simpatizante de los nazis, no, Emilio, no lo
fui, no lo soy, tampoco simpatizo con los judíos. Déjeme decirle un secreto,
me encantan los perros, los cuido, los protejo, pienso fundar una suerte de
asilo para ellos y evitarles sufrimientos.
Emilio lo escuchaba con cierto fastidio. Ni siquiera tenía perros o gatos,
ninguna mascota a la que heredar. Pero con todo rigor, tampoco se había
puesto a pensar en quién o quiénes serían sus beneficiarios.
Miró larga y tristemente el panorama, los restos de la esplendorosa Ciudad
Jardín. Llamó al chofer y le dijo lléveme dos o tres calles adelante. La tienda
de abarrotes y ultramarinos de un español, donde solían comprar las botellas
de alcohol no existía más. La fama había sido sustituida por una desdentada
verdulería con jitomates y cebollas en pésimo estado. Buscó y al fin encontró
el lugar requerido, compró una botella de whisky y le pidió al chofer que
parara en la siguiente calle, en la tlapalería El trébol, allí bebería, como antes,
unos tragos a la salud del pasado, allí, donde más de una vez se brindó por el
presente y el futuro. Alex, el dueño, era una sombra irreconocible, encorvado
casi hasta el mostrador, apenas pudo levantar los ojos y preguntar qué se le
ofrece. Era obvio, no lo reconocería. Dijo cualquier tontería y salió para
aposentarse nuevamente en la fuente. Recargado en ella, luego de decirle al
chofer que dejara el carro y se fuera, bebió tragos largos. Pensó en que su
único amor, había sido una ideología y que también lo había abandonado, no
quedaba gran cosa de la izquierda marxista, sólo vagos recuerdos. El hueco
que dejó en su vida, Emilio quiso cubrirlo con la amistad, pero no funcionó:
todas sus amistades fueron inalterablemente efímeras, tal y como las
relaciones que sostuvo con las mujeres.
Pero por qué demonios no tuvo como Borges un Adolfo Bioy Casares o
como Kafka un Max Brod o como Marx un Engels. Tal vez sí los tuvo, sólo
que todos murieron antes de que Emilio necesitara pruebas de cariño y lealtad.
Oscurecía. Los días invernales siempre son cortos y era diciembre. A
diferencia del pasado. Ciudad Jardín carecía de un ambiente festivo. Con la
oscuridad, los recuerdos se hicieron menos claros. Bebió de nuevo, como lo
hizo una y otra vez en su juventud, en ese sitio lleno de voces ingeniosas y
bravuconas.
Al día siguiente, como de costumbre el chofer llegó a casa de Emilio: no
estaba ni la servidumbre tenía alguna idea de su paradero. Decidió aguardar.
Como a eso del mediodía, comenzaron a preocuparse y llamaron a la policía.
Lo primero que se les ocurrió fue ir a Ciudad Jardín, al sitio donde el chofer
lo había dejado. Al lado del parque estaba el automóvil y el sitio donde
Emilio estuvo recargado mostraba una botella vacía y un montón de recuerdos
pisoteados como si fueran colillas.
Por meses fue buscado, los medios se hicieron preguntas y seguramente las
ventas de sus libros aumentaron en función de su misteriosa desaparición,
hasta que la policía se aburrió de buscar. Tampoco los lectores y los críticos
siguieron conjeturando largo tiempo sobre su desaparición, nuevos autores y
otros libros ocupaban su atención efímera. Nunca más volvieron a verlo ni a
saber algo sobre él. Entre sus papeles se quedaron docenas de cartas sin
responder, proyectos de viajes y la copia de una novela incompleta (le
faltaban, al parecer, las páginas finales y el título era borroso, indeciso): El
reino vencido.
El espejo humeante
… pero ni con escudos pudo ser sostenida su soledad.

Visión de los vencidos, Relaciones Indígenas de la Conquista

En vano nací, en vano vine a brotar en la tierra:


soy un desdichado, aunque nací y broté en la tierra:
digo: «¿Qué harán los hijos que han de sobrevivir?»

«Angustia», canto azteca, versión de Ángel Ma. Garibay y K.

Los terrenos que ocupó más adelante Ciudad Jardín fueron tierras salvajes,
donde los habitantes prehispánicos podían encontrar ardillas, venados, lobos,
tigres, conejos y guajolotes y por sus arterias, los ríos más claros del orbe,
nadaba con placidez una enorme variedad de peces observados por ranas y
sapos. Cuentan los antiguos relatos que los primeros pobladores del Valle de
México, pudieron ver manadas de enormes mastodontes llamados mamuts y
asimismo a tigres dientes de sable acechándolos. Algo de todo aquel pasado
pudieron imaginar los niños que por allí exploraron alrededor de 1940: fue el
recipiente de tribus que, esperanzadas, buscaban dónde establecerse a salvo
de feroces enemigos y animales salvajes y de un modesto grupo, el pueblo
azteca, que caminaba del este al oeste y del norte al sur buscando la tierra
prometida, fue asimismo el paso de ejércitos victoriosos y derrotados, camino
de promesas y fracasos. No fue, a cambio, la ruta de la Independencia. En
México-Tenochtitlan y en la Colonia, ya existía la línea recta que iba del
convento de Churubusco a la Catedral y que se llamaría Calzada de Tlalpan,
por la que muchos años después ruidosamente recorrían los tranvías que iban
del Zócalo a Xochimilco y al centro del viejo barrio de Tlalpan, donde estaba
la terminal junto a la Quinta Ramón, un antiguo restaurante al que en sus
orígenes iban políticos a conspirar y parejas a decirse palabras de amor y a
provocarse la excitación necesaria para enseguida buscar un hotel de paso en
la carretera de Cuernavaca. Fueron campos feraces por los que marcharon una
y otra vez los gloriosos ejércitos aztecas, también fue el camino de la
victoriosa caballería norteamericana en pos del Castillo de Chapultepec,
donde un ejército patético se defendió como pudo para luego ser borrado por
el recuerdo ridículo de seis niños héroes más producto de la imaginería que de
los hechos históricos. Pareciera que ellos solos detuvieron por momentos el
empuje de la soldadesca norteamericana. Ciudad Jardín, hace casi doscientos
años, fue una zona por la que los integrantes del Batallón de San Patricio
trataron de sustraerse a la orden criminal del general Scott de matar a los
soldados mexicanos, heridos o capturados.
Esos parajes donde se levantó Ciudad Jardín asimismo vieron pasar a los
aztecas, a los aventureros españoles, a los soñadores independentistas, a dos
ridículos emperadores, Agustín de Iturbide y Maximiliano de Habsburgo, a la
carroza negra y severa de Benito Juárez seguida por sus escasas y
desarrapadas tropas liberales, a los revolucionarios maderistas, zapatistas,
villistas y carrancistas que iban y venían en trágicas oleadas y por último, fue
el escenario de las hazañas de un niño que fue sucesivamente caballero
andante inglés, pirata en el barco de Morgan del almirante dorado, Drake,
capitán en el de Walter Raleigh, cow-boy, con mayor exactitud, pistolero,
gunfigther, como Billy The Kid, asesinado por Pat Garrett, a quien la literatura
de Borges, la cinematografía y la música de Copland hicieron inmortal,
navegante con Nemo en el Nautilus, compañero de correrías de Gulliver,
enemigo mortal de Drácula, mosquetero al servicio de Francia, amigo de
Tarzán, admirador del pobre King-Kong, miembro de la tripulación de Ulises,
detective como Sherlock Holmes, cosaco al servicio del zar y más adelante
militar del Ejército Rojo, piloto de Spitfire y corredor de autos Ferrari,
Emilio Medina Mendoza quien, antes de desaparecer misteriosamente, alcanzó
notoriedad como escritor de novelas y cuentos.
Pero si el México posterior a la llegada de los conquistadores, en
conjunto, ha sido incapaz de hazañas, su capital, la macro-urbe, el centro de
los poderes, el ombligo del país, ha sido una lacra. Ciudad de México, ciudad
corrupta, ciudad victimada, ciudad traicionada, ciudad grotesca, ciudad
viciosa, ciudad cobarde, ciudad puta. Bastaría ver el filme Memorias de un
mexicano para comprobarlo: ciudad que ovacionó sucesivamente y sin
transición a Díaz, Madero, Huerta, Zapata, Villa, Carranza, Obregón, para
luego quedar en las peores manos. Ciudad mestiza, criolla, racista, indigna,
miserable, innoble, espectacular y al mismo tiempo sin grandeza,
autodestructiva, incapaz de cuidar sus tesoros y presta a quedar en las manos
de cualquiera, sí, ciudad puta. No obstante, dentro de esa ciudad hubo otra
ciudad, Ciudad Jardín: un sitio invicto que nunca cayó en manos de sus
enemigos ni se rindió, fue tras grandes victorias y las consiguió doblegando
todo lo que sus tropas encontraron al paso.
¿Y qué quedaba de Ciudad Jardín? No mucho. Más bien nada. Sus calles
estaban prácticamente desiertas, el silencio era espectral y apenas roto por
algún automóvil destartalado que se aventuraba por allí, donde hubo niños en
cada calle y al principio chocaron entre sí y luego se unieron para crear un
formidable ejército invencible.
Emilio sintió un placentero mareo que le atribuyó al alcohol. Cerró los
ojos y se dejó llevar por los escasos ruidos de la noche que comenzaba. Si la
máquina del tiempo de Wells se movía en busca del sitio y la época deseada,
ahora Emilio sentía que a su alrededor las cosas cambiaban, sufrían profundas
modificaciones y el tiempo se movía: abrió muy lentamente los ojos: el parque
de Ciudad Jardín había desaparecido y pronto comenzó a ver otros escenarios,
a menos gente cada vez y a esa gente con ropas diferentes, reconocibles
porque las había visto en viejos libros de historia. Pronto quedó solo. Los
ruidos eran provocados por el viento y por las voces de los animales. Caminó
hacia el norte, al lado de uno de los ríos que comunicaban Xochimilco con la
Gran Tenochtitlan. El agua hacía hermosos sonidos y cuando las nubes lo
permitían la luna iluminaba plata líquida.
Cuando Emilio anduvo unos cinco kilómetros, quizá menos, se dio cuenta
de que caminaba por calzadas sobre el agua y que no lejos estaba el hermoso
Templo Mayor, rodeado de jardines y otras construcciones. Su ropa ya no era
la del año 2000, pertenecía a la usanza azteca y notó que podía entender todo
aquello que escuchaba en su caminar por la soberbia ciudad. El milagro había
ocurrido y por alguna razón poderosa que ignoraba, le había sido concedido
escaparse de su tiempo, evadirse de una realidad que visiblemente lo
asfixiaba y al fin hallar el paraíso perdido, un edén incapaz de producir los
dolorosos malestares que sentía a causa de su imposibilidad para vivir dentro
de su propia época. No sabía quién y por qué misteriosas razones le asignaron
el México prehispánico.
Sin que nadie lo detuviera, viéndolo como a uno de los suyos, siguió su
caminata. Pensó que ahora estaba donde su infatigable nostalgia le había
exigido por tantos años, fuera del alcance del mundo que siempre rechazó y
que tantos obstáculos le puso al frente. Sus sueños se hacían realidad, ¿no
había soñado una y otra vez con el México anterior a la llegada de los
españoles y ésa era una de sus más placenteras ensoñaciones? Pues ahora su
deseo fue cumplido por algo o por alguien sobrenatural. Aquí —él tan distante
de nacionalismos o de creencias religiosas y mágicas— sería feliz.
Durante los días siguientes, Emilio exploró su nuevo mundo. Era como en
sus sueños y no tan distante de aquél que vislumbrara Diego Rivera y pintara
en los frescos de Palacio Nacional que tanto admiró de niño. Era una ciudad
más hermosa aún, el paraíso recobrado, superior a todo lo que había visto y
por encima de las maravillas existentes, limpia, donde los aromas de las flores
predominaban y el agua se movía cadenciosamente, con un ritmo placentero y
tranquilo y desde luego musical. Nada le era comparable a México-
Tenochtitlan, pensó Emilio Medina Mendoza, que había visto prácticamente
todas las ciudades de su siglo y desde esa misma época pudo conocer las
grandes culturas de la historia, ni París, Viena, Brujas, Praga o Venecia, tal vez
solamente Atenas en la época de Pericles, el Egipto de Ramses II o la Roma
de Julio César, pero ninguna había alcanzado tal esplendor en menos de cien
años, sus arquitectos, ingenieros y artistas habían necesitado muchísimo más
tiempo para edificarlas. El imperio azteca se había extendido hasta Guatemala
y tenía el control de ambas costas. Su población andaba cerca del millón de
almas. ¡Qué impresión debió producir la perspectiva de esta plaza central de
Tenochtitlan (lo que hoy llamamos Zócalo), bajo el reinado de Moctezuma!
En ella todo contribuía a dar sensación de grandeza del Estado y de la
religión que conjugaban en ese lugar sus recursos supremos: las fachadas
blancas de los palacios con terrazas coronadas de jardines, la multitud de
vestidos tornasolados que entraban y salían incesantemente por las grandes
puertas, la muralla almenada del teocalli, y, escalonándose en la distancia
como un pueblo de gigantes inmóviles, las torres, las pirámides de los
dioses, cubiertas de santuarios multicolores, de donde se elevaban las nubes
de incienso entre los estandartes de plumas preciosas. El impulso vertical de
los templos se combinaba con la horizontalidad serena de los palacios como
para hacer que concurrieran, en la estabilidad de los poderes, las
aspiraciones de los hombres y la protección divina.
Un día Emilio se encaminó decididamente hacia el palacio del rey. Cruzó
populosos mercados y barrios de artistas, cruzó frente al templo mayor y el
palacio que había sido de Axayácatl. En su camino encontraba calzadas y
canales muy bien diseñados; por ellos se movía una muchedumbre festiva y
despreocupada. La ciudad, colosal y armoniosa, estaba llena de monumentos
como el Calendario y la Piedra de Tízoc, enormes serpientes, bajorrelieves y
representaciones en piedra de los dioses. Asombrado veía pirámides
circulares, semejantes a aquella que en Cuicuilco sepultara la lava del Xitle y
un trazo urbano tan perfecto, ordenado e inteligente como el que dejaran en su
fantástica ciudad los teotihuacanos. El doble templo de Tláloc y
Huitzilopochtli poseía una altura majestuosa, estaba pintado de blanco y desde
allí la ciudad podía ser vista en su cabal extensión, una ciudad cubierta de
pirámides, templos y edificios religiosos, el lugar donde los prisioneros
tomados en combate eran sacrificados, las escuelas (calmecac y cuicacalli,
monasterios y colegios), a las que acudían los nobles, los jóvenes guerreros,
los aspirantes a sacerdotes y a cantores, destacaban por su luminosidad: unas
eran rojas, otras azules, y los sitios donde moraban las principales deidades
de un complejo panteón religioso como Tezcatlipoca, Ehécatl, Yáotl,
Telpochtli y el temido Quetzalcóatl, quien pronto encarnaría en la figura del
conquistador y de su único dios, Cristo. Las fuentes eran cantarinas y en ellas
jugaban docenas y docenas de aves multicolores y casi en el centro concluía el
acueducto que traía agua dulce y pura de Chapultepec. Cerca de la muralla
principal, donde enormes serpientes defendían la ciudad, estaba la hermosa
estatua de Xochipilli, príncipe de las flores, dios de la juventud, la música y
los juegos de pelota, herencia esta última de los toltecas.
En la entrada del palacio imperial los poderosos guardias con tocados de
vistosas plumas de quetzal, águila, guacamaya y canario, collares de jade,
cuchillos de pedernal al cinto, lanzas en cuya punta brillaban el ónix y la
obsidiana y en el mango la pedrería preciosa estaba engarzada en oro y plata,
no lo detuvieron, sino que le indicaron el camino exacto hacia el soberano y
con voz suave le dieron su nombre: Moctezuma. Emilio se estremeció. Pronto
se hallaría frente al último monarca azteca. Sus sueños sólo le fueron
concedidos a medias, el imperio azteca, el Paraíso, estaba amenazado de
muerte, pero él llegaba a tiempo para advertirles a los aztecas las desgracias
que les esperaban y quizá de este modo violentar el curso de la trágica historia
y salvar de la virtual extinción al pueblo del Sol. Con toda seguridad entró a
los aposentos del emperador. Allí estaba Moctezuma, rodeado por un
impresionante séquito de hermosas doncellas, príncipes distinguidos,
sacerdotes reflexivos y valientes guerreros. Las miradas del grupo real se
centraban con espanto en una mujer que los asombraba con una advertencia.
Era Papatzin, la hermana muerta que había vuelto de su tumba para recordarle
al emperador la amenaza de Quetzalcóatl: el imperio azteca desaparecería de
la faz de la tierra.
Escuchad atentamente lo que os voy a contar —dijo Papatzin con voz
grave. Me habéis visto muerta, incinerada y ahora me veis viva de nuevo.
Por la autoridad de nuestros ancestros, mi hermano, yo he vuelto de la
muerte para predeciros ciertas cosas de primera importancia.
Emilio se acercó más a la hermosa princesa rediviva, quien seguía
precisando la atroz profecía:
Girando hacia el este del espacio, contemplé sobre las aguas del río un
amplio número de barcos tripulados por una gran multitud de hombres
vestidos de forma diferente a nosotros. Sus ojos eran de color gris claro, sus
complexiones rudas; portaban estandartes y enseñas en sus manos y
llevaban cascos en sus cabezas…
Papatzin lloraba porque estaba condenada a morir de nuevo y se escondía
tras el largo cabello negro. Moctezuma y los suyos no salían del estupor.
Había palabras incomprensibles y atemorizantes como cruz, tez rubia, ojos
claros, dios único y verdadera religión… El banquete que esperaba al rey
azteca y a los suyos se enfriaba: los chapulines y los hongos, los jumiles y los
zapotes, las tortillas de maíz y los tamales, los chiles y los ciruelos, el
pescado cubierto de verdolagas, las jicamas y la carne de venado y guajolotes
eran olvidados en los comales, en ollas de fino barro y en vasijas polícromas,
mientras los jarros con aguamiel se quedaban olvidados sobre las telas de
algodón bordadas con hilos de oro. En los altares el fuego y el incienso se
extinguían y el espíritu de Huitzilopochtli perdía el ímpetu que inflamó a los
ejércitos aztecas que partieron de un islote menudo a conquistar una enorme
extensión territorial.
Ahora los presagios anteriores tenían una clara explicación, ninguno era
esperanzador y sí todos eran negativos, anticipaban desastres o uno solo y
mayúsculo desastre: la espiga de fuego en el cielo, un cometa, las fumarolas
del altivo Popocatépetl, el helado llanto de Iztaccíhuatl, el agua del lago
hirviendo, gritos de dolor provenientes de la nada. Ante tales advertencias
infortunadas, los sabios sacerdotes, los guerreros intrépidos y el propio
Moctezuma, de exacerbado misticismo, en lugar de aprestar las armas y los
escudos, incendiar el patriotismo azteca y lanzar una amplia convocatoria a
defender su tierra y su agua, sus frutos y sus flores, su poesía y sus esculturas,
sus dioses, en suma, su cultura y civilización, no habían encontrado otra
posibilidad de enfrentarlos que meditar y entregarse a la oración y toda la
población sentía miedo. Formaban pequeños grupos y lloraban, y trataban
de consolar a los niños. El temor era contagiado a los perros escuincles que
temblaban buscando en vano la protección de sus amos. De antemano, estaban
derrotados, el resto sería sólo una formalidad guerrera.
Cuando la princesa concluyó su pavorosa profecía, Emilio se acercó más
aún y abrazó al desdichado monarca. Afuera, Tláloc lloraba bajo la tímida
protección de una luna pálida y desencajada y entonces una lluvia muy fina y
callada golpeaba el espejo bruñido del gran lago azteca. Moctezuma salió
silenciosamente y se encaminó con pasos lentos hacia sus aposentos, para
hundirse en pensamientos tristes y melancólicos que ya jamás lo abandonarían.
Hasta ese momento, para el pueblo azteca el pasado nunca había sido mejor
que el presente y el futuro, en lo sucesivo y hasta su extinción viviría
diariamente en el miedo al porvenir. La fragilidad de su religión, de sus dioses
y en consecuencia del propio monarca, ahora estaba a la vista, y los palacios
soberbios y las pirámides espléndidas que los aztecas habían construido sobre
el agua, pronto desaparecerían de la faz del orbe para quedar, incómodos, en
la mala memoria de cronistas españoles y en la visión trágica y dolida de los
vencidos. A partir de esos momentos, las danzas festivas desaparecieron y la
música azteca se hizo lúgubre y se hizo triste, los teponaztles, los caracoles y
las chirimías dejaron su habitual marcialidad y alegría para desparramar notas
como lágrimas. El magnífico Valle de México ahora tenía un bello lago
moribundo, era un espejo humeante.
El miedo de Moctezuma se volvió pánico. Terminaba 1518 y ya muchos
aztecas sospechaban la tragedia que se avecinaba: hombres que descendían de
barcos tan grandes como montañas, ávidos de oro y piedras preciosas,
escupiendo fuego y blandiendo espadas de hierro, montando una especie de
enorme venado, amenazaban al imperio. Por más que Moctezuma trató de
evitar la llegada de los españoles a México-Tenochtitlan, estos entraron el 8
de noviembre de 1519, dejando una nutrida retaguardia de tlaxcaltecas cuya
mente estaba fija en la venganza. De ese día memorable para la España
cristiana, trágica para los aztecas, el conquistador Bernal Díaz del Castillo
escribiría: Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos
camino de Iztapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas
en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan
derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y
decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro
de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el
agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si
aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo lo
escriba aquí, de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que
no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas ni vistas ni aún soñadas, como
veíamos…
Moctezuma y Cortés se encontraron en un punto de México-Tenochtitlan no
distante del lugar donde los aztecas habían encontrado la clave prometida: el
águila devorando a la serpiente sobre un nopal. Pero en realidad no fue un
encuentro sino un desencuentro: ambos grupos se miraban con recelo: los
españoles añadían a sus ojos la codicia y el afán destructivo: la maravillosa
civilización azteca era el botín más grandioso imaginable, una conquista que
superaba la caída de Troya; en su turno, los habitantes de México-Tenochtitlan
veían con pavor los yelmos, los escudos, las espadas, las lanzas y las corazas
de acero, creían que jinetes y caballos formaban una sola unidad y el mal olor
que despedían los europeos ofendía el delicado gusto de los mexicanos.
Moctezuma se cubría boca y nariz con pétalos de flores perfumadas. Hernán
Cortés no se percató de la discreta maniobra, absorto como estaba pensando
en el oro, la plata y la pedrería preciosa que se ocultaban en las habitaciones
de todos aquellos asombrosos palacios y pirámides.
¿Qué clase de dioses abandonarían a los aztecas en su tenaz intento por
salvarse de la destrucción y conservar su esplendorosa civilización y qué
clase de dioses protegerían al invasor? ¿O eran demonios los que permitían la
extrema crueldad de los españoles y la inaudita ingenuidad mística de los
aztecas? La agresión y la defensa fueron hechas en nombre de los dioses. Y es
normal. Bien decía Jean Genet: «El asesino mismo no se atrevería a rezar al
diablo.» En todo caso, hubo dioses cobardes o simplemente ineficaces y
dioses malvados en cuyo interior coexistían el bien y el mal. El bien es la
apariencia, la pura formalidad, en tanto que el mal es un triunfador nato.
Todo es cuestión de unos cuantos meses de feroz e inútil resistencia ante
Quetzalcóatl-Jesucristo, la fatalidad, el hierro, el caballo y la pólvora, se dijo
Emilio casi en voz alta, y como Moctezuma también lloró, ambos tenían
apretado el corazón: el monarca no sólo anticipaba su muerte sino la extinción
del imperio; para Emilio carecía de sentido mirar hacia el pasado más remoto,
tampoco lo tenía regresar a su detestada época. Una vez más fue traicionado.
Ahora estaba irremisiblemente perdido, ni el portento recién ocurrido pudo
darle la felicidad que buscó afanosamente. No tenía más camino que recorrer,
se hundiría con sus antepasados aztecas, víctima de sus antepasados
españoles.
No lejos de Emilio, al pie del Templo Mayor, entre grandes esculturas de
caballeros águila que protegían la efigie temible de Huitzilopochtli, un
sacerdote recordaba un poema teñido de tristeza: lo escuchaban azorados
guerreros y doncellas asustadas, con la melancolía propia de una religión y
una cultura pesimista y en el fondo autodestructiva:

Sólo venimos a dormir,


sólo venimos a soñar,
no es verdad, no es verdad
que venimos a vivir en la tierra.
En la hierba de primavera nos convertimos;
llegan a reverdecer,
llegan a abrir sus corolas nuestros corazones;
pero nuestro cuerpo es como un rosal;
da algunas flores y se seca.

La lucha sería tremenda y desigual: la conspiración del dios blanco y barbado


de los toltecas, Quetzalcóatl, y del dios de los castellanos fue evidente: Bernal
Díaz del Castillo narra con detalles infames una de las primeras matanzas de
«indios». Aquí es donde dice Francisco López de Gomara que salió
Francisco de Morla en un caballo rucio picado, antes que llegase Cortés
con los de a caballo, y que eran los santos apóstoles señor Santiago o señor
San Pedro. Digo que todas nuestras obras y victorias son por mano de
Nuestro Señor Jesucristo, y que en aquella batalla había para cada uno de
nosotros tantos indios que a puñados de tierra nos cegaran, salvo que la
gran misericordia de Nuestro Señor en todo nos ayudaba…
Una vez consumada la derrota, los muertos fueron abiertos en canal para
sacarles el «unto» y curar a los caballos heridos. Ésta fue la primera guerra
que tuvimos en compañía de Cortés en la Nueva España. Y esto pasado,
apretamos las heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y se
curaron los caballos con quemarles las heridas con unto de un indio de los
muertos, que abrimos para sacarle el unto; y fuimos a ver los muertos que
había por el campo, y eran más de ochocientos y todos los más de estacadas,
y otros de los tiros de las escopetas y ballestas y muchos estaban medio
muertos y tendidos, pues donde anduvieron los de a caballo había un buen
recaudo de ellos muertos, y otros quejándose de las heridas. Estuvimos en
esta batalla sobre una hora, que no les pudimos hacer perder punto de
buenos guerreros hasta que vinieron los de a caballo. Y prendimos cinco
indios y los dos de ellos eran capitanes, y como era tarde y hartos de pelear,
y no habíamos comido, nos volvimos al real, y luego enterramos dos
soldados que iban heridos por la garganta y otro por el oído, y quemamos
las heridas a los demás y a los caballos, con el unto del indio, y pusimos
buenas velas y escuchas y cenamos y reposamos.
Se cumplían los cien años de gloria azteca. En breve, sobrevivientes de la
masacre escribirían luego de 1521, cuando un fatigado viejo sin nombre, en
harapos, que peleó con valor desconcertante bajo las órdenes de Cuauhtémoc,
desconocido entre los escasos sobrevivientes, caminaba sin rumbo, luego de
un asedio de ochenta días y ochenta noches, la visión de los vencidos: Éste fue
el modo como feneció el Mexicano, el Tlatelolco. Dejó abandonada su
ciudad. Allí en Amáxac fue donde estuvimos todos. Y ya no teníamos
escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada
comimos. Y toda la noche llovió sobre nosotros… Y cuando aquéllos fueron
hechos prisioneros, fue cuando comenzó a salir la gente del pueblo a ver
dónde iba a establecerse. Y al salir iban con andrajos, y las mujercitas
llevaban las carnes de la cadera casi desnudas. Y por todos lados hacen
rebusca los cristianos. Les abren las faldas, por todos lados les pasan la
mano, por sus orejas, por sus senos, por sus cabellos.
Y ésta fue la manera como salió el pueblo: por todos los rumbos se
esparció; por los pueblos vecinos, se fue a meter a los rincones, a las orillas
de las casas de los extraños.
En un año 3-Casa (1521), fue conquistada la ciudad. La fecha en que nos
esparcimos fue en Tlaxochimaco, un día 1-Serpiente…
El que era gran capitán, el que era gran varón sólo por allá va saliendo
y no lleva sino andrajos. De modo igual, las mujeres, solamente llevaban en
sus cabezas trapos viejos, y con piezas de varios colores habían hecho sus
camisas.
Así cayó México-Tenochtitlan. No tuvo la larga agonía de los imperios
griego, egipcio, romano o maya. Fue destruido en forma salvaje, con saña, de
la noche a la mañana.
Los niños aztecas ya no juegan con las estrellas ni llevan a cabo combates
de flores, tampoco aprenden de memoria los poemas de sus mayores. Ahora
aprenden a ser estoicos, a ser sumisos, a ser esclavos, a soportar las torturas
inquisitoriales y a rezarle a un dios de tez blanca y barba, a una virgen morena,
de nombre español, recién inventada por los evangelizadores, pero lo hacen
con fe y pasión porque detrás de esas imágenes están las deidades aztecas: en
Jesucristo están ocultos y luchan entre sí el temido Quetzalcóatl y
Huitzilopochtli, Tezcatlipoca y Tonatiuh, y en la Virgen de Guadalupe
permanecen agazapadas Coatlicue, la vieja diosa de la tierra, madre de la
Luna y las estrellas, y Chalchiuhtlicue, «la de las faldas de jade», diosa del
agua.
«Otros Quetzacóatl/ habrán de venir de Oriente», dice con apagado
entusiasmo el Quetzalcóatl de Miguel León-Portilla en el siglo XX, cuando ya
Moctezuma II, Tláloc, la Malinche, Cuauhtémoc, Huitzilopochtli y todo el
México prehispánico pertenecen a la mitología y el cristianismo se ha aferrado
fanáticamente en el mestizaje, sin imaginar que su mejor aliado para cumplir
su vengativa promesa, el dios de los cristianos, una vez consumada la
atrocidad histórica, lo eliminaría al sepultarlo en el gran cementerio azteca. En
lo sucesivo Quetzalcóatl no será más que un ídolo arrumbado, la serpiente
emplumada cuya textura le provocó horror al tacto de un escritor ciego.
El pueblo del Sol, el que hablaba con poesía y se había hecho rodear de
muros floridos y calles de agua, el pueblo de guerreros místicos y de
sacerdotes guerreros, el dueño de una portentosa historia donde lo real se
mezcló suavemente con la fantasía, de prodigiosa cultura, había desaparecido
para siempre. Los aztecas que sobrevivieron a la matanza, convertidos en
esclavos por el conquistador castellano, fueron obligados a derribar sus
propios templos y a erigir iglesias cristianas con las piedras. Las deidades
mexicanas fueron sustituidas por una larga y desabrida hilera de santos,
vírgenes con hijos, vírgenes morenas, ángeles y arcángeles encabezados por un
exótico dios quien desde los sufrimientos de una cruz miraba con los ojos de
un Quetzalcóatl satisfecho por la destrucción de un pueblo primero y luego por
la de muchos otros pueblos esparcidos por todo el continente. La caída de los
aztecas, fue el comienzo: los españoles, una y otra vez, volverían las armas
contra todos aquellos que los apoyaron en su perverso objetivo de hacer
desaparecer México-Tenochtitlan y sustituirla por una patética ciudad mestiza
y criolla; más adelante, en efecto, las ballestas y los arcabuces, los cañones y
la caballería apuntarían en mil direcciones destructivas. Los «indios»
prácticamente sucumbirían y los pueblos nativos que lograron sobrevivir al
gran holocausto tendrían otros valores, de todos, lo mismo en el norte que en
el extremo sur, quizá únicamente los llamados pieles rojas, tribus que pelearon
con valor legendario casi hasta el fin, mantuvieron sus propias deidades, los
demás serían mestizos culturales. Nada detendría la rapiña de los blancos. Lo
explicó con asombrosa contundencia y brevedad uno de ellos: Henri Michaux:
«El hombre blanco es poseedor de una cualidad que lo ha hecho hacer camino:
el irrespeto. El irrespeto tiene las manos libres y puede fabricar, inventar,
progresar.» El nombre de Cristo y de la nueva religión, la cruzada
evangelizadora, sólo era un pretexto para aniquilar civilizaciones y culturas
sobresalientes. Los despojos aztecas, por último, le rezarían en un idioma
ajeno a la nueva religión impuesta por la brutalidad de la espada en forma de
cruz, eternamente manchada de sangre.
En un prodigio convertido en aberración, sucumbió otro elegido del Sol:
Emilio Medina Mendoza. Al terrible suceso, la tragedia azteca, le
sobrevivirían los dolidos relatos, cantares mexicanos que casi todos han
olvidado y las nostalgias perdidas que de pronto, cada tanto, reaparecen en la
cabeza en algún alma torturada. Emilio Medina Mendoza no tuvo epitafio ni
tumba, sólo el hecho contundente, escrito en el espejo humeante, que siempre
vivió malos tiempos, rodeado por aborrecibles espectros.
RENÉ AVILÉS FABILA nació en la Ciudad de México. Estudió Ciencias
Políticas en la UNAM e hizo un posgrado en la Sorbona en París. Entre otras
distinciones, su obra ha sido reconocida con el Premio Colima a la mejor obra
publicada en 1998 y con el Premio Nacional de Periodismo en 1991. Como
periodista ha colaborado con ensayos de crítica política y literaria en El Día,
El Nacional, Siempre!, unomásuno y como editorialista en Excélsior. Sus
artículos han aparecido también en revistas del extranjero. Fue Director
General de Difusión Cultural de la UNAM. Es profesor en la Universidad
Autónoma Metropolitana (Xochimilco) y en la Facultad de Ciencias Políticas
y Sociales de la UNAM. Es fundador y director de la revista cultural Universo
de El Búho y presidente de la fundación cultural que lleva su nombre.
Nació el 15 de noviembre de 1940 en la ciudad de México. Murió en la
ciudad de México el domingo 9 de octubre de 2016.

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