Contenido Complementario. Semana 1
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Desarrollo
sustentable.
Introducción 1
Desarrollo de temas.
Conclusiones 11
Bibliografía 12
Introducción.
La ciudadanía es un tema de alto interés para las reflexiones contemporáneas de las ciencias
sociales y humanas. Su renovada importancia se debe, entre otras cosas, a una pluralidad de
hechos políticos y cambios sociales: la crisis de los Estados modernos, la violencia social, la
emergencia de la migración indiscriminada, el multiculturalismo, la incidencia de la economía de
mercado, el neoliberalismo, y muchas más.
Hoy nos preguntamos, desde diversas disciplinas, si el concepto actual de ciudadanía responde
a las exigencias políticas de un mundo fragmentado y globalizado y, mucho más importante que
eso, si su desarrollo y promoción pueden ser el camino para el fortalecimiento de nuestra propia
democracia.
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Desarrollo.
1. Ciudadanía: aprendizaje de una forma de vida.
Joaquín Arango invita a reconocer el carácter polisémico, cuando no ambiguo, del concepto
ciudadanía. En efecto, este teórico advierte que “su significado no siempre resulta
inequívoco, ni está exento de una cierta bruma conceptual” (2006, p. 1). Otros autores
alegan que el concepto de ciudadanía “remite a diversas tradiciones y realidades que no
resulta fácil integrar” (Etxeberria, 2009).
El Diccionario de la Lengua Española, por una razón similar, define la ciudadanía como
“Cualidad y derecho de ciudadano”. Enseguida hace esta aclaración: “Conjunto de los
ciudadanos de un pueblo o nación” (DRAE, 2003).
Hay otra acepción del término, más moderna, pues incluye a la “sociedad” de la que el
Estado es expresión política. En esta acepción, la ciudadanía “supone y representa ante
todo la plena dotación de derechos que caracteriza al ciudadano en las sociedades
democráticas contemporáneas” (Arango, 2006, p. 1). Es decir, la ciudadanía
contemporánea exige la realización efectiva de los derechos y no solo su promulgación
legal.
Por eso, desde las nuevas concepciones filosóficas y políticas de la modernidad, se insiste
tanto en el “reconocimiento” de la ciudadanía como en la “adhesión” a ella (Cortina 1998,
p.25). En este orden de ideas, Cortina advierte que “son las dos caras de una misma
moneda que, al menos como pretensión, componen ese concepto de ciudadanía que
constituye la razón de ser de la civilidad”.
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llamado el “déficit de ciudadanía” (Moreno, 2003), una situación en la que se tiene el
derecho pero no se alcanzan sus beneficios.
Autores como Jelin (1997) van más lejos y hablan de la ciudadanía como “práctica
conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas acerca de quiénes podrían decidir
cuáles y cómo serán los problemas sociales comunes”.
Aristóteles fue quien primero formuló una tesis completa sobre la idea de ciudadanía. En la
Política, una de sus obras primordiales, señaló que ciudadano es aquel que gobierna y a la
vez es gobernado (Aristóteles, 2000). Para llegar a esta definición, este pensador se refiere
al ser humano como un zoon politikon, es decir, un animal “cívico o político”; eso quiere
decir, para nuestros tiempos, que tiene la capacidad de socializar y relacionarse en
sociedad (Guevara, 1998). De acuerdo con Aristóteles, el hombre es un ser que vive en la
ciudad, la cual estaba conformada por una unidad política (Estado) y un conjunto de
personas que en ella vivían, a quienes se les denominaba polites (un concepto similar al de
ciudadanos) (López, 2013). El fundamento de la ciudadanía era restringido y estaba
sustentado en los lazos consanguíneos.
Para los romanos, la primacía de la noción de “ciudad” (de la civitas) fue notablemente
superior a la de Grecia. Histórica y etimológicamente, desde entonces, la expresión
ciudadanía se vinculó a la relación de un individuo con su ciudad. El término ciudadanía
procede del vocablo latino cives (ciudadano), que designa la posición del individuo en la
civitas (ciudad) (Pérez Luño, 1989). La ciudadanía, claro, fue un privilegio que solamente
estaba permitido a los hombres libres; entendiendo por libres a aquellos que podían y
debían contribuir económica o militarmente al sostenimiento de la ciudad (Arango, 2006).
La ciudadanía, por supuesto, no se extendía a los extranjeros o “metecos”, ni a las mujeres,
ni a los sirvientes, seres considerados como los esclavos; estos últimos ni siquiera
alcanzaban la categoría de personas, sino que eran asimilados como cosas (Parada, 2009).
La caída del Imperio romano acabó en la práctica con la ciudadanía, pues la autocracia
bizantina, las guerras territoriales y el creciente poder de la Iglesia católica diluyeron toda
presencia y consideración de ideas ciudadanas (Horrach, 2009).
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de Independencia de los Estados Unidos (1776) y como Declaración Francesa de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). De estos fenómenos sociales y políticos se
desprendieron, por cierto, dos perspectivas de pensamiento que se convirtieron en las dos
principales tradiciones políticas del hemisferio occidental: el republicanismo y el liberalismo,
dos modos casi opuestos de pensar la sociedad y el poder, y que se han mantenido en
pugna desde entonces.
En el siglo XX, la elevación general de los niveles de vida y la extensión de los derechos
socioeconómicos —incluidos los sindicales—, no solo confiere un nuevo sentido a la idea
de ciudadanía, sino que la extiende a la gran mayoría de la población. Es lo que se
denominó el desarrollo de los Estados de bienestar, a través de los cuales se hizo posible
la universalización de los derechos socioeconómicos y la incorporación de estos al
concepto de ciudadanía.
Marshall (1998) fue precisamente quien definió la ciudadanía como un estatus (estado,
posición, condición) que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad.
Pero para que fuera real, plena, debía integrar tres tipos de ciudadanía: una ciudadanía civil
(que comprende los derechos y las libertades individuales), una ciudadanía política (que
contiene los derechos políticos) y una ciudadanía social (que abarca todos los derechos
económicos, sociales y culturales) (OEA-PNUD, 2009).
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Quesada (2008), plantea que la ciudadanía actual comprende e incluye tres dimensiones:
En las últimas décadas se ha presentado una profunda revisión crítica del concepto de
ciudadanía en respuesta a sus problemáticas fundamentales. Se pretende un ciudadano
que no solamente sea receptor de derechos, sino un actor de la vida comunitaria. Al mismo
tiempo, se busca una ciudadanía más preocupada, basada en valores como la pluralidad y
la diversidad (Guichot, 2004).
Factores como la apertura de los mercados, los tratados de libre comercio, los procesos
tecnológicos cada vez más masivos, la creación de la Corte Penal Internacional, la
globalización de los mercados y de la economía, están dando paso a una clara tendencia
hacia la globalización-mundialización. Por ello es necesaria la adaptación del ciudadano a
esta realidad económica que no puede ser ignorada ni subestimada en el campo de la
ciudadanía (Parada, 2009) La transformación del Estado y la emergencia de nueva
realidades socioculturales representan, al día de hoy, múltiples desafíos y demandan
entonces nuevos enfoques de ciudadanía, con el objeto de pensar fórmulas diferentes y
avanzadas de la vida en común (Velasco, 2006). Veamos algunas de ellas.
La ciudadanía multilateral.
Las nuevas migraciones tienen un efecto positivo en las sociedades globales, pues
incrementan el pluralismo cultural, lingüístico y religioso (Quesada, 2008). Pero también
tienen un lado negativo: sobre ellas se ciernen todas las formas de exclusión humana, social
y política (García Canclini, 2004).
En este sentido, resulta conveniente sustituir la llamada ciudadanía unilateral por una
ciudadanía multilateral (Pérez Luño, 1989). Se denomina ciudadanía multilateral a una
concepción que considera la presencia y la actividad de distintas identidades que surgen
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del intercambio cultural y que demuestran que la participación ciudadana puede llevarse a
cabo más allá de las fronteras nacionales (Santiago, 2010).
Nacionalidad y ciudadanía.
Por otra parte, la nación se ha concebido como una comunidad forjada por vínculos étnicos,
históricos y culturales muy concretos. Es lo que se conoce como “identidad nacional” y que
se considera como elemento indispensable de la democracia (Quesada, 2008). Al respecto,
comenta Horrach (2009) que no se deben confundir los conceptos de nacionalidad y
ciudadanía. La nacionalidad es una especial condición de sometimiento político de una
persona a un Estado determinado (por nacimiento o por vinculación). La ciudadanía, en
cambio, es la calidad que adquiere el que, teniendo una nacionalidad y habiendo cumplido
las condiciones legales requeridas, asume el ejercicio de los derechos y deberes políticos
correspondientes.
Por tanto, está claro que no puede haber ciudadanía sin nacionalidad, puesto que esta es
condición necesaria para aquella, pero sí puede haber nacionalidad sin ciudadanía, “como
en el caso de los menores de edad o de los adultos interdictos por cualquier causa, que
pertenecen al Estado pero que no tienen el uso de los derechos políticos” (Borja, citado por
Lizcano, 2012).
No obstante, no debemos olvidar que la identidad política es una identidad construida y, por
tanto, contingente y flexible. La integración política, como sostienen muchos estudiosos, no
necesita basarse en una homogeneidad cultural, sino en la participación en los procesos
políticos.
Ciudadanía posnacional.
Muchos autores contemporáneos entienden que hay que romper con la unión entre
ciudadanía y nacionalidad para pasar a las identidades posnacionales. Retomando una
ciudadanía republicana más racional y menos pasional, Habermas (citado por Etxeberría,
2011) propone que la única identidad pública que debe compartirse en un Estado debe ser
la que remite a la cultura política común.
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Ciudadanía cosmopolita (o global).
Las condiciones del mundo actual impulsan una ciudadanía cosmopolita. La ciudadanía
cosmopolita o global, al incluir además la ciudadanía nacional (soy ciudadano del mundo y
ciudadano de mi país), se propone como una ciudadanía abierta y universal.
El cosmopolitismo cívico es un modelo defendido por autores como David Held o Adela
Cortina. La idea consiste en defender un sistema global de derechos y deberes de alcance
universal. Para ello es necesario aceptar el pluralismo y tolerar la pluralidad de
cosmovisiones (Escobar, 2007).
No se pueden tratar como iguales a grupos que son, por naturaleza, desiguales. El punto
de vista tradicional de que la ciudadanía hace iguales a los hombres es falso. Por el
contrario, es una condición que incluye solo a algunos y excluye a otros. Se necesita, por
tanto, sustituir la noción convencional de ciudadanía única por la noción de ciudadanías
diferenciadas o de ciudadanía multicultural (Guevara, 1998). Estas formas de ciudadanía
se conforman o constituyen a partir de “las acciones promovidas por grupos particulares
que buscan oponerse al marginamiento y a la exclusión en que los mantiene la sociedad
tradicional” (Castillo, 2006).
Otros autores la denominan “ciudadanía diferenciada” (Young, 2000, citada por Franco,
2008). Esto significa que las minorías culturales, étnicas y sexuales necesitan un trato
diferenciado para poderse desarrollar libremente y lograr integrarse a la sociedad. Por ello,
se pretende la aplicación de políticas diferenciales, es decir modelos de discriminación
positiva (políticas de cuotas).
Will Kymlicka (1997) representa el intento más sobresaliente por desarrollar el concepto de
empoderamiento, combinando una teoría de la justicia con una teoría sobre la opresión de
las mujeres y demás colectivos en desventaja.
Ciudadanía y género.
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En el caso de las mujeres hallamos una triple injusticia: la falta de igualdad y la
discriminación social y laboral.
Quesada (2008) enfatiza en el hecho, muy lamentable, de que la esfera pública está
construida sobre categorías específicamente masculinas, y la esfera doméstica (privada)
se usa para confinar a las mujeres. El mundo público está basado en la igualdad y el
doméstico en la subordinación.
Ciudadanías juveniles.
El modelo que se ha impuesto en los últimos años en las sociedades desarrolladas está
provocando que “cada vez les sea más difícil a los jóvenes acceder a su condición de
ciudadanos, la cual sigue estando estrechamente vinculada a la autonomía que proporciona
la independencia económica y la emancipación familiar” (Benedicto y Morán, 2002, p. 20).
Esto no quiere decir que los jóvenes no ejerzan ciudadanía, sino que la ejercen en otros
escenarios y de otras maneras. Por eso es que la participación juvenil no solo requiere ser
entendida desde su relación de empoderamiento respecto de los adultos, sino que deben
reconocerse sus propias formas de construcción social y las transformaciones y
expresiones en que basan sus identidades, orientaciones y modos de actuar.
Nuestros jóvenes, por cierto, participan de la vida política a través de intereses muy
concretos (como festivales de arte, movimientos populares, manifestaciones culturales o
artísticas) y es en estos escenarios donde desarrollan concertaciones, sientan posiciones,
generan alianzas y, en últimas, construyen el mundo (Acosta y Barbosa, 2005).
Ciudadanía y democracia.
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Esto muestra ya las complejas diferencias democráticas entre una ciudadanía
comprometida y una ciudadanía de papel. Como asegura Gamio (2009, p. 1), “sin agentes
políticos que cultiven el respeto por el otro y estén dispuestos a movilizarse por ello y
presionar democráticamente por ello, la Declaración Universal de los Derechos Humanos
puede convertirse en un saludo más a la bandera”.
La crisis política y social del nuevo milenio se traduce en dificultad de los modelos de
ciudadanía para ponerse fuera del alcance y la afectación de sectores económicos y
mercantilistas. El liberalismo actual, por ejemplo, considera al ciudadano, como “un
consumidor racional de bienes públicos” (Miller, 1997 citado por García, 2001). Esto
significa que el Estado se piensa hoy en día como una empresa gigantesca y los ciudadanos
como sus clientes.
Es claro, como afirman autores del tercer mundo, que la influencia del pensamiento
neoconservador se ha sentido en el diseño de las políticas sociales. La privatización de los
sistemas de protección social, la introducción de criterios selectivistas en el acceso a los
recursos públicos, la sustitución de derechos por criterios de oportunidad y la fragmentación
de los destinatarios de las políticas públicas, se han llevado a cabo bajo criterios de
rentabilidad económica (Raya, 2004).
Por otro lado, fenómenos como la precariedad laboral y la pauperización del empleo, el
desempleo, las huelgas, la explotación y la marginalidad, producen exclusiones y
desigualdades sociales y políticas muy profundas. Y parece claro, desde la perspectiva de
lo social, que allí donde no hay trabajo ni prestaciones sociales, no hay derechos ni
ciudadanía.
Dado que, hoy en día, ya no se distinguen bien los mundos del empleo y del no empleo,
resulta muy difícil separar la ciudadanía social de la ciudadanía laboral. Como aseguran
muchos teóricos y activistas: son el trabajo digno y el ejercicio de los derechos sociales y
económicos, lo que proporciona la ciudadanía plena (Añón, 2002).
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hacia la polarización y la fragmentación: por una parte, una pequeña élite privilegiada, y,
por la otra, una gran masa de excluidos, desempleados, pobres (Jakubowicz, Ramos y
Rodríguez, 2011).
En este sentido, el proceso de democratización estaría dado por una ciudadanía que, al
demandar derechos, constituye al mismo tiempo su propia ciudadanización, ingresando a
un espacio público que hasta entonces la excluía (García y Nosseto, 2004).
Lechner (2000), a su vez, sugiere que una proporción significativa de “ciudadanos activos”
estaría prestando mayor atención al modo de vida social que al sistema político. Podría
estar presentándose, entonces, un desplazamiento del interés ciudadano desde el sistema
político hacia lo social. Y, posiblemente, se estaría gestando una nueva dimensión de lo
político.
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Conclusiones.
Una ciudadanía participativa y transformadora.
Hoy, juristas, economistas y filósofos consideran que el final del Estado social de derecho
y de la condición de la ciudadanía se debe al imperio de las leyes del mercado. Según
Ramonet (citado por García y Nosseto, 2004), hoy el poder se distribuye primero en las
finanzas, luego en lo mediático y, por último, en la política.
El ciudadano es un ser político, pero también está conformado por una dimensión social y
moral. Lo anterior indica que la construcción de la ciudadanía no es el aprendizaje mecánico
de unas normas (jurídicas, legales y políticas), sino la realización efectiva de una forma de
vida y de convivencia entre los seres humanos en sociedad. La ciudadanía, en esta
dirección, implica una tarea activa en su defensa y en la ampliación de sus límites, así como
en el ejercicio mismo de sus atributos. Una ciudadanía que no ejerce su condición de tal
deja de serlo para convertirse en otra cosa.
Hemos dicho que la democracia es una construcción cultural. Por tanto, ejercer la
ciudadanía implica conocer y poner en práctica las denominadas competencias ciudadanas
(Vela et al., 2007). La educación formal debería completarse con otros procesos educativos,
especialmente con procesos que favorezcan la participación y el compromiso.
En este orden de ideas, el ciudadano ideal, como prescribe Lizcano (2012), viene a ser
aquel cuyas actitudes y comportamientos se ajustan a los valores relativos a la interacción
democrática (libertad, igualdad jurídica, pluralidad, tolerancia, respeto, diálogo,
negociación, pluralidad y participación), al cumplimiento de las obligaciones sociales
(responsabilidad familiar, escolar, laboral, etcétera), a la autorrealización (sujeto
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autónomo), a la ayuda al más débil (solidaridad) y a la defensa de un medioambiente
saludable y sostenible.
Bibliografía.
• Zuluaga, G. Amparo, G. (2015). Ciudadanía: aprendizaje de una forma de vida.
Educación y Educadores, vol. 18, núm. 1, enero-abril, 2015, pp. 76-92. Universidad
de La Sabana Cundinamarca, Colombia. Recuperado de.
https://www.redalyc.org/pdf/834/83439194005.pdf
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