Ecos

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ECOS

LITERATURA
Atenea Cruz
ECOS

FONDO EDITORIAL TIERRA ADENTRO 561


Esta obra fue escrita con el apoyo del Programa de Estímulos para
la Creación y el Desarrollo Artístico de Zacatecas, en su emisión
2012-2013.

Programa Cultural Tierra Adentro


Fondo Editorial

Primera edición, 2017


© Atenea Cruz
© José Luis Arriaga por ilustración de portada

D. R. © 2017, de la presente edición:

Secretaría de Cultura
Dirección General de Publicaciones
Av. Paseo de la Reforma 175,
Col. Cuauhtémoc, C. P. 06500,
Ciudad de México

ISBN (Edición impresa): 978-607-745-574-5


ISBN (Edición electrónica): 978-607-745-603-2

Todos los derechos reservados.


Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, sin la previa autorización por
escrito de la Dirección General de Publicaciones de la Secretaría de
Cultura.
Hecho en México
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Sobre el autor
Ilustración de portada
Otros títulos de la colección
Colofón
Para Fátima Gusi, Magaly Cascabel y
Marce, con agradecimiento y cariño infinitos
Tócame la mejilla por si encuentras
una humedad antigua y olvidada.
Es del tiempo en que quise ser caballo
para no ser fantasma.

J G

Tú no te irás, mi amor, aunque lo quieras.


Tú no te irás, mi amor, y si te fueras,
aún yéndote, mi amor, jamás te irías.

R A
TERCERA LLAMADA
50

C sus pasos retumban en la casa, se


repiten sobre el mosaico del pasillo que comunica el patio trasero
con el jardín. Camina aprisa, nerviosa, de pronto se detiene como
para recordar lo que anda buscando. Su maldición es no poder
olvidar.
Durante algunos segundos no alcanzo a oírla, aunque sé que
está en el patio o el establo. Luego se dirige a la casa, forcejea con
la chapa antes de conseguir abrir esa puerta demasiado pesada
para unas manos que se desvanecen. Pero tarde o temprano lo
consigue. Prefiero estar atento mientras escucho su recorrido, su
memoria inalterable. Ya ni siquiera me molesto en correr el cerrojo,
el paso de las noches me ha enseñado que es inútil: los vivos
cerramos puertas que los muertos abren.
En el cuarto del fondo otro llanto despierta. Aquel eco la
revigoriza: sabe que es su señal de entrada, su llave, su
permanencia. En la recámara abandonada llora un niño. Me arden
los ojos. La puerta avisa con un rechinido que por fin ha sido abierta.
Todos los días me digo que tengo que aceitar esas bisagras y todos
los días lo olvido, creo que no lo hago para saber el minuto exacto
en que irrumpe. A veces murmura mi nombre.
Una vez dentro, quizá porque es su casa, nada se le resiste:
pone un pocillo sobre la estufa, deja correr el agua. Sus murmullos
se acercan, se hacen comprensibles: ¡Cállate! Ya estoy calentando
tu leche, ya estoy calentando tu leche…
Pasa de largo el comedor, si deja de hablar sé que está
atravesando la sala: el tapete amortigua sus pasos. La casa no es
muy grande, toma pocos minutos recorrerla. Pronto estará frente a
nuestra habitación. El picaporte gira con una lentitud desesperante.
Me vuelvo sobre mi costado derecho para no verla. Alcanzo a oír su
respiración agitada. Se aproxima a la cama. Siento sus ojos
atravesando las cobijas que me cubren. Se queda quieta. Luego
resopla y masculla algo acerca de mí. No estoy seguro de si cree
que estoy dormido, ni siquiera tengo la certeza de que pueda verme.
Me da miedo averiguarlo.
Sale del cuarto y llega a la habitación del fondo, abre de un
portazo. Oigo cómo le ordena al niño que se tome la leche, habla
con fastidio, intenta arrullarlo, los chillidos no cesan. También ella
llora, pero su llanto es como de hastío o cansancio. Regresa a la
sala, abre y cierra los cajones de la máquina de coser hasta que
encuentra lo que busca.
Casi al amanecer abandona la casa. Entonces me levanto de la
cama. Ha traspasado la barandilla del patio, camina hacia el
bosque. Las primeras luces del amanecer me revelan a medias su
silueta: lleva al niño en brazos.
Va hacia el lago, sigo su marcha firme. Hace frío. El llanto del
niño es ahogado. Ella le dice algo, no sé qué, sus palabras se
pierden en la niebla. Avanza con dificultad hasta alcanzar la orilla,
tiembla. Se inclina un poco al frente, como si fuera a tomar una de
las tantas hojas secas que flotan en la superficie, pero en lugar de
eso sumerge al bebé en el lago. Después se aleja hacia el establo.
Sé de memoria lo que sigue y aun así no puedo dejar de verlo. Me
escondo tras un árbol y miro el lago hasta que el sol sale por
completo.
49

E por las noches con la precisión de un


espectáculo cuidadosamente ensayado. Ninguna acción es gratuita:
cada movimiento es ejecutado con pulcritud y esmero. Es posible
experimentar esa opresión en el estómago característica del miedo,
resequedad en la boca, respiración agitada, palpitaciones, vómito e
incluso orina involuntaria.
Cierta clase de apariciones son exclusivas: por ejemplo, esta
mujer que se interna en el bosque, en medio de la niebla, con un
bebé en sus brazos, busca ser contemplada por un hombre en
específico. Nadie más puede verla cuando regresa a su hogar, abre
el rústico establo y monta el espectro de una yegua. Es claro que la
mujer está apurada, puesto que no pone mucho cuidado al apretar
la silla, de ahí que un ligero trote baste para que el suadero se
deslice y caiga sobre la hierba sin que ella lo note. La violencia con
que azota la fusta es su final. Cae la montura, su pie izquierdo
queda atorado en el estribo, los gritos de terror espantan al animal.
En su nerviosa carrera, la yegua arrastra el cuerpo, matorrales y
piedras se encargan de despojarlo de un nombre propio.
Si se llega a ser testigo de esta clase de apariciones, lo mejor es
no interferir en su desarrollo, ni intentar evadirlas. Al igual que
cuando se entra en un circo o un teatro, el público asistente es parte
medular de la obra. Una vez que se ha presenciado un drama
sobrenatural se está condenado a ser partícipe del mismo hasta su
término.
Incluso si la única intervención consiste en contemplar ad libitum
a la propia esposa ahogar a su vástago y, acto seguido, morir con el
cráneo abierto, como una dulce granada madura.
48

M C S y mi mayor talento es mortificar al único


hombre que de verdad me quiso. Es mi venganza. O, mejor dicho,
mi propia versión de lo que mi madre me enseñó a lo largo de los
días que pasamos juntas. Si decidí escapar con Raúl fue para
desquitarme de ella: me cansé de sus manías, de que intentara
controlarme como la muy hipócrita no consiguió controlarse a sí
misma. Cuando supe que murió creí que por fin íbamos a dejar de
padecernos la una a la otra. Qué imbécil fui: eso la dejó
completamente libre para perseguirme.
Por fortuna, con mi muerte llegó la oportunidad para desquitarme
de todo. Obligar a mi marido a ver morir una y otra vez a las dos
personas que más amó me causa un placer infinito. Me sorprende
que él, que siempre fue un pobre diablo, sea capaz de seguir
tolerándolo sin haber enloquecido. La gente es así, aguanta hasta lo
increíble con tal de seguir viva, sin importar que su vida sea una
mierda.
Siento curiosidad de saber cómo va a librarse de mí, si es que se
atreve a hacer algo sin que alguien superior a él se lo ordene. No lo
compadezco. Morir es fácil, lo complicado es vivir rodeado de
fantasmas, esos vapores de odio que se cristalizan con el terror
ajeno. Gracias a este odio soy eterna.
47

U de su familia. No hay manera de averiguar


su paradero. Raúl sigue despierto. Ha perdido el apetito, qué más
da. No se atreve a mover un plato en la cocina, sería como profanar
la voluntad de Celia. Por algún motivo asume que la suciedad del
fregadero es una especie de mensaje cifrado, un “No me tardo, lavo
los trastes al rato”.
Seguro ya no demora, se dice cada mañana. No ha salido de
casa para poder recibir a su mujer y su hijo. Titubea: si Bruno
enfermó entonces quedarse aquí es un error. Quizá en este
momento Celia está sentada en una sala de espera, preguntándose
por su esposo, desvalida, sin un hombro para descansar su
angustia. Debería salir a buscarla, pero ¿dónde? No hay manera, se
repite frente al espejo del baño. La barba oscurece los huecos bajo
sus pómulos, observa con cuidado su reflejo: su cara es casi la de
un cadáver. Abre el grifo, deja correr el agua, se moja el rostro,
tratando de quitarse de encima el mal presagio.
Se mete a la cama. El sueño ha comenzado a convertirse en
mero recuerdo. Dicen que padecer insomnio durante mucho tiempo
conduce a la locura, ¿cómo saber cuando se ha atravesado ese
umbral? Está a punto de averiguarlo. Exhala y levanta las cejas en
un gesto de resignación. Trata de dejar de pensar en ello, hasta que
el agotamiento acaba por vencerlo.
Despierta con el sonido del cerrojo del patio, el sopor le impide
pensar con claridad. Alguien está entrando a la casa. Raúl se frota
los ojos y logra reaccionar, afuera todavía está oscuro, ¿cuánto
tiempo durmió?, ¿qué hora es? Su corazón late con fuerza: Celia.
Se incorpora apresurado, corre descalzo hacia ella. El desconcierto
disipa la sonrisa que el anhelado arribo le había puesto en los
labios.
Ella no repara en la presencia de su marido, ocupada como está
en poner un pocillo con agua en la estufa. El llanto del bebé cimbra
la casa: Bruno está en su cuarto, debió ponerlo en su cuna mientras
estaba dormido. Vaya que tuvo sueño pesado, si no escuchó su
llegada. Ya voy, ¡cállate ya!, ¡cállate!, masculla Celia y se aprieta las
sienes, agotada. Raúl se ofrece a ayudarla, ella lo ignora, igual que
cuando está muy molesta. Él suspira, a últimas fechas suspirar es
su única forma de lenguaje.
Sigue a su esposa a una distancia prudente, ella toma la mamila
llena de leche tibia y se aleja. Los berridos aumentan, Celia tiene
razones de peso para estar tan irritable, Raúl justifica incluso el
portazo que le da en las narices. La casa vuelve a quedar en
silencio. Raúl inhala profundo, toma valor para entrar. Gira el
picaporte. Empuja la puerta con suma delicadeza. A pesar de ello,
no está preparado para lo que ve: la habitación del niño está vacía.
En el piso, junto a un tubo de hilo, las tijeras brillan abiertas.
46

S es el único veneno para el cual el cuerpo


nunca crea resistencia.
Entre otras muchas cualidades propias de una mujer virtuosa,
Celia fue educada en la convicción de que bordar era la mejor
distracción para un corazón acongojado. Sin importar cuánto le
disgustara dicha manualidad, luego de varias semanas sin dormir
debido al llanto del bebé, aquella vieja enseñanza emergió de los
rincones de su memoria.
Celia tomó aguja e hilo para darle a los labios de Bruno la forma
que en secreto siempre pensó correcta. Aunque, considerando el
tipo de puntada que utilizó (de ojal, remachada), es más probable
que su intención fuera únicamente hacerlo callar.
45

¿D ?, ¿dónde está el niño?, se pregunta Raúl,


contemplando con pasmo el lecho marital revuelto. Celia debió tener
prisa cuando salió: ella, una maniática del orden y la limpieza, ni
siquiera se dio la oportunidad de recomponer la colcha. El cuarto del
bebé también está hecho un lío: las blancas cobijas arremolinadas
en la cuna, cual perros ateridos resguardándose de la lluvia.
Raúl regresa a su recámara, revisa el ropero: las maletas, los
ahorros, incluso el monedero de piel que le regaló en su último
cumpleaños, todo está en su lugar. ¿Qué clase de fuga es ésta?,
¿qué pudo haber pasado mientras él no estuvo en casa?
Tras una ojeada más atenta, descubre el costurero de Celia
volteado sobre el sofá. Los rastros que su mujer ha dejado son un
rompecabezas cuya imagen total es indescifrable. Sale al patio
llamándola a gritos, el bosque no le devuelve un eco siquiera. ¿Qué
tal si Bruno se puso mal y Celia debió llevarlo a la ciudad? No puede
ser, necesitaría dinero para el doctor, el transporte, las medicinas.
No pueden irse así como así. Y, sin embargo, se fueron. No falta
nada, pero falta todo.
En el jardín florece el durazno que plantó para ella. Va hasta el
establo, empuja la puerta de madera, un escalofrío le sube por la
nuca: la Paloma tampoco está. La soledad le aprieta la garganta.
Raúl, quien en plena campaña ha atestiguado sin estremecerse el
hambre, la miseria, la muerte de tantos seres humanos, atisba por
primera vez el terror sin saber que va a tornarse algo cotidiano para
él.
44

V de un viaje que se le antoja más largo


de lo que en realidad fue. Se le han hinchado las piernas como a un
viejo achacoso. No ha cumplido treinta años y ya la vida es una
cruel abonera que toca a su puerta cada dos o tres días para dejarlo
desposeído.
Le sorprende que la casa huela a comida descompuesta. No es
normal que Celia haya dejado trastes sucios en el fregadero. El tufo
ha atraído moscas, dos cucarachas se pasean con descaro por el
pocillo de peltre. Trata de comprenderla, ser tolerante, eso le ayuda
a creerse un buen esposo, siente que eso compensa un poco sus
prolongadas ausencias.
Ya llegué, su voz retumba. Debieron haber salido a caminar,
piensa. La todavía improbable escena lo hace sonreír con ternura:
atestiguar los primeros pasos de su hijo será un milagro después de
las penurias que han atravesado desde su nacimiento. Llama a su
esposa varias veces, por si estuviera durmiendo o tomando una
ducha. No quiere asustarla: el agotamiento convierte a las madres
primerizas en fieras potenciales.
Revisa cada espacio y comprueba que la casa está sola.
Tampoco es de extrañarse, todo hogar tiene periodos de reposo, de
temporal abandono. No obstante, la atmósfera es plomiza. Tal vez
sea la gruesa capa de polvo en el trastero y la mesa. O quizá esa
quietud amortiguada, como si hubiera pasado bastante tiempo sin
que un par de pies caminara sobre el mosaico azul. Le parecen más
frágiles las vigas, da la impresión de que los muros se sostienen a
duras penas. Su mente divaga por la pesadez enlutada que
experimenta al entrar en una casa en ruinas. Le toma unos minutos
comprenderlo: Celia se ha marchado.
43

C , es cierto. De mucha más relevancia fue


el resto de su existencia, su tránsito y posterior instalación en el
universo de los espectros. Hay quien sostiene que, de acuerdo con
su naturaleza, hay dos tipos principales de fantasmas: los que
sufren y los que odian. Celia pertenecía a la segunda clase: rencor
puro que horadaba la noche, en una suerte de gruñido bastante
similar a los que emitía aquel hijo suyo que siempre detestó.
42

L a casa Raúl sueña con Celia. Habían


acordado encontrarse junto al lago, al atardecer. Camina a través
del bosque, a unos veinte pasos de distancia distingue una mancha
oscura en lo alto de un álamo, sonríe embelesado ante el arrojo de
su mujer, igual que cuando la ve sobre la Paloma. Agita la mano
derecha en un saludo, ella va descolgándose rama a rama, con la
ligereza de las hojas en otoño.
Raúl llega en el momento preciso para extender los brazos y
recibirla sin que ésta alcance a poner un pie en el pasto. Celia lo
envuelve con ambas piernas de modo que su vestido, a rayas
negras y verdes, se levanta dejando al descubierto unas diminutas
pantaletas de encaje carmesí. La atrae para besarla, ella pasa sus
manos por su espalda y lo abraza con demasiada fuerza. Raúl
siente que le falta el aliento, le avergüenza que una mujer tan
menuda pueda hacerle daño, así que le devuelve el apretón y la
toma de la nuca con la mano izquierda, mientras la derecha se
aventura en la humedad al final de aquellos muslos.
Celia lo mira con fijeza, abre la boca, deja que se asome la punta
de la lengua con un chasquido, se enreda en el torso de Raúl. En
definitiva, es una ventaja tener por esposa a una mujer que creció
en el circo. Le desabotona el vestido, lame los pechos de los que
escurre un líquido blancuzco. No es leche: tiene un gusto más bien
amargo, le quema la garganta cuando intenta tragarlo. Siente la
urgencia de escupir, Celia no lo suelta, lo aprieta cada vez más,
retorciéndose de placer.
Las costillas de Raúl crujen, un ardor punzante lo atraviesa. Celia
sonríe, las comisuras de sus labios van extendiéndose hasta
alcanzar las sienes, la lengua vuelve a asomarse, ahora bifurcada;
sus ojos cafés se achican, desaparece la parte blanca, sólo quedan
unas pupilas diminutas que lo asustan. Con parsimonia ella pega los
brazos, que se funden con el vestido y el torso; su piel se vuelve
repulsivamente lisa y brillante.
Las hojas en el piso crujen: Bruno se aproxima gateando,
seducido por el espectáculo de la boa que está a punto de asfixiar a
su padre. Raúl intenta gritar para alejar a su hijo. Es inútil. Celia se
detiene un instante para tomar una decisión. Con un solo
movimiento atrapa a Raúl, se retrae y engulle a Bruno de un
bocado. La lengua, de un rojo idéntico al encaje de sus pantaletas,
recorre las fauces de extremo a extremo, regodeándose en el sabor
de la carne tierna. Es el turno de Raúl, el dolor de los colmillos de
Celia atravesando su carne lo despierta.
Está solo, el veneno todavía en su sangre.
41

R con convertir mis pesadillas en un tedio de


muerte. Me embarazó para que mi cuerpo ignorara mi voluntad y se
rindiera a un hambre tan violenta que me controlaba. Estoy segura
también de que Bruno nunca me quiso: me transformó en un pedazo
de carne fofa, me recluyó en la cama, me sorprendía con sangre a
media ducha, parecía decirme “Aquí estuvo mi hermano, con tu
sangre voy a limpiar la suya”.
Luego nació. Era horroroso. Su cara de animal, el paladar
hendido, los labios bifurcados hasta la nariz. La enfermera me obligó
a amamantarlo, pero mi leche o se escurría entre las fisuras o lo
ahogaba. Desde el primer momento supe que lo detestaba y él
correspondía gruñendo como un cerdo, chillando a toda hora,
exigiendo cuidados que yo no quería darle a semejante engendro.
Una noche soñé que lo asesinaba. Fue la primera vez en varias
semanas que desperté sin rastro de cansancio, tranquila. A partir de
entonces me iba a la cama imaginando las distintas maneras de
matarlo. Noche a noche la salida de aquel laberinto me resultaba un
poco más fácil: había aprendido a sentirme segura, menos culpable,
hasta lo disfrutaba. Lo que para otro hubiera sido una pesadilla, para
mí era el sueño más dulce.
Aquella noche Bruno lloró sin parar. Raúl llevaba fuera tantos
días que perdí la cuenta. Me deslicé a su habitación como una rata.
Lo saqué de la cuna. Guardó silencio durante un instante brevísimo,
no supe si debido al miedo o a mi calor. Luego bramó con más
fuerzas, como si presintiera.
Pensé que ya había tenido suficiente. Así que lo arreglé, le regalé
la sonrisa normal que nunca tuvo. Se le secaron los ojos de tanto
llorar mientras le cosía los labios con el cáñamo. Era impresionante
la limpieza con que la aguja atravesaba su carne. Piel blanda, lista
para ser corregida. Tuve ganas de buscar a los doctores y decirles
que no era tan difícil como nos dijeron. Todo era cuestión de
voluntad. Y yo la tenía.
Lo cargué en mis brazos. Salimos. Me encaminé hacia el lago en
la oscuridad. Estábamos solos. Cuando el agua me llegó a la cintura
me detuve. Lo empujé hacia al fondo tanto como mis brazos me lo
permitieron. Al principio el bosque repitió como un quejido el
chapoteo del agua. Se levantó un barullo de ecos asustados. Luego
todo calló. Tuve frío. Y de pronto supe que ya no estaba soñando.
40

M la peor de sus ideas, pero casi.


Estoy segura de que la música de fondo del infierno está
orquestada por el aleteo de las moscas. Si estuviera enferma, sé
que no me curaría aquí. Raúl es un imbécil, me trajo a la sierra
porque piensa que estoy enloqueciendo, no lo dice, pero yo sé que
sí. Nunca me ha gustado el campo, él lo sabe, seguro no le alcanzó
el dinero para algo mejor. Lo que más me desespera es que no le dé
importancia a las moscas, desde que era niña me resultan
repulsivas, no sé cómo he resistido esta plaga. Me repugna pensar
la inmundicia en la que viven, que vengan y coman de mi plato, que
me piquen.
Jerecina me platicó una vez sobre un hombre al que le picó una
de esas moscas grandes que se ven en los panteones y puso sus
huevecillos bajo el cuero cabelludo. El señor no lo supo sino hasta
que se le reventó la piel con el nacimiento de las larvas. Fue un
caso real. Por eso me asusto. Me molesta que Raúl piense que
estoy exagerando y no pare de repetirme que apenas si hay un par
de moscas en nuestra casa, que es tan acogedora. No soporto ver
las moscas yendo y viniendo a lo largo de su cara, por todo su
cuerpo, por más que me afano en espantarlas.
No puedo negar que, a simple vista, el paisaje es hermoso: las
ramas de los pinos se repiten en el horizonte, como el eco verde de
una canción que se entona por puro gusto, sin otra intención que la
de sostenerse por un momento en el viento. La noche es cerrada,
absoluta y aunque me asusta, también me reconforta. Es bueno
saber que el mundo tiene una orilla, que todo tiene fin. A veces,
cuando llueve, los rayos dividen la tierra y el cielo.
Cualquiera diría que éste es el lugar ideal para volver a empezar.
Pero yo no puedo parar de encontrar cosas que me incomodan. Hoy
por la mañana, por ejemplo, salí a caminar, me senté en una piedra
al lado de la vereda. Un tórtolo se acercó para probar la carne seca
de una rata muerta. Sentí náuseas. Me horrorizó que la naturaleza
me pareciera algo tan sucio y me quedé pensando si era mi propio
lado animal lo que había provocado ese asco. Una no sabe de lo
que puede ser capaz hasta que mata a otra persona.
39

U , baje la niebla, se dice, cuando baje la


niebla voy a matarlo.
Una lluvia finísima e ininterrumpida oculta la mitad del paisaje,
desde la ventana todo lo que Celia distingue es un pino desdibujado
en suaves curvas. El resto del mundo es gris. Sin embargo, está
consciente de que bajo ese cielo de ceniza se encuentra el bosque y
más allá el lago.
¿Cómo es posible odiar tanto algo?, se repite, con las entrañas
corroídas por la bilis. No queda otra alternativa. De la misma manera
que los magos, los asesinos requieren un telón que oculte el
mecanismo de sus actuaciones más notables, los suyos serán la
niebla y la oscuridad. Sólo los fantasmas y los insomnes conocen la
verdadera extensión de la noche.
Raúl no está en casa. Celia podría ahogar al niño sin problemas
en la bañera, en la pila del patio, en el pozo. Hay agua suficiente
para limpiar la escoria que ella misma arrojó a la vida. Aun así,
necesita el cobijo de la niebla, no tanto porque alguien pudiera
observarla, ¿Quién podría?, se dice, En la sierra no existimos. Lo
que en realidad busca es no contemplarse a sí misma.
Las ansias la hacen apretar los puños con tal fuerza que las uñas
hienden la carne de sus palmas. Qué cierto es eso de que la muerte
es liberadora. Ya empieza a recordar la correcta pronunciación de la
palabra “paz”: la lengua se abre paso entre los incisivos, los labios
dejan salir un golpe de aliento que pugna por ser expulsado.
Cuando su esposo la trajo a la sierra le irritó la ausencia casi total
de sonidos humanos, ahora que la casa está penetrada por un llanto
incesante cae en la cuenta de una verdad trascendental: la única
felicidad posible es el silencio.
38

C lo mismo: corro sin parar para


esconderme de un enjambre de moscos, después llego a una casa
vacía, con la pintura vieja y desportillada. Cierro con seguro la
puerta y subo a la segunda planta por una escalera de madera casi
podrida. Huele a humedad, a encierro. Todo está en silencio.
El corredor tiene muchas recámaras, yo entro en la primera del
lado izquierdo. En la penumbra alcanzo a distinguir una cama de
latón, un buró con una jofaina de porcelana, una silla. Me asomo a
la ventana: el cielo está plomizo y eso me pone triste, con ganas de
abrirla y aventarme. En lugar de eso busco el baño, encuentro uno
en el extremo opuesto del pasillo. Los muebles, seguramente
blancos mucho tiempo atrás, amarillean por el sarro y los hongos.
Alrededor del sanitario hay un charco, cuando bajo la palanca el
agua sube hasta desbordarse, mis zapatos se mojan.
Regreso a la habitación, los resortes del colchón rechinan cuando
me siento. Me quito los zapatos y seco mis pies con la bastilla de la
falda. Cuando empiezo a quedarme dormida me despierta el
zumbido de una mosca. Abro los ojos. Descubro que la habitación
está llena de ellas, intento aplastarlas con las manos, pero son
demasiadas. Me pongo a llorar de la desesperación. Mato algunas
de las que estaban en el vidrio. Miro mis manos llenas de sangre.
Luego despierto.
37

N . Quizá porque el trabajo de Raúl


lo alejaba de su hogar durante semanas o meses. Era un soldado
joven, sin privilegios. Un hombre mediocre y endeudado que había
pedido un préstamo para construir su casa en medio de la sierra,
rumbo a su destacamento. Una casucha blanca con un par de
árboles frutales, próxima a un lago y un buen tramo de espacio
abierto donde su esposa podía cabalgar, descansar de los nervios.
Compró la yegua para que Celia tuviera un pasatiempo. No era
un ejemplar fino, sin embargo, la adquisición abultó una deuda que
Raúl (estaba consciente cuando firmó los préstamos a cuenta de su
nómina) arrastraría por años. Lo importante era su familia. Y al ver
la forma en que su mujer sonreía al montar, contemplarla cuando
estiraba sus hermosas piernas para hacer equilibrios a galope,
mirarla sonreír de nueva cuenta hacían que el sacrificio valiera la
pena.
Con todo y a pesar de que no lo externara, Raúl a menudo sentía
celos del gozo que únicamente la Paloma provocaba en su esposa,
aquel regocijo evidente de sus caderas subiendo y bajando al
perfecto unísono con la yegua. Porque eso era lo que sucedía
cuando ella trepaba a la montura: se fundían en un solo cuerpo
blanco.
Pero el nacimiento de Bruno fue la continuación de la mala racha
que Raúl se había negado a aceptar. Celia volvió a torcer los labios
en una mueca que deformaba su rostro haciéndolo semejante al de
su hijo. En cada regreso Raúl encontraba el ambiente más
enrarecido, su hogar se iba hundiendo. Era como si en lugar de aire
respirara agua sucia.
Celia dedicaba horas enteras a cepillar la crin de la Paloma con
fruición, fervorosa le ofrecía un cubo de sal mientras Bruno lloraba,
abandonado en la cuna con los pañales sucios y la piel rozada,
hasta que llegaba Raúl, exasperado, para cambiárselos y darle de
comer.
Aun así, él no se atrevía a reclamar, en parte porque nunca fue
capaz de levantarle la voz a su mujer y en parte por la culpa. Se
decía a sí mismo que era su obligación como cabeza de familia
arreglar las cosas. Pero no era tan sencillo, había que componer
todo de raíz: conseguir contactos que le ayudaran a hablar con el
sargento, solicitar una carta de presentación para que los mejores
médicos pudieran ver a Bruno, averiguar si su condición tenía
remedio, pedir una licencia para ausentarse unos días, viajar en tren
a la capital, tantas cosas para poder ser una familia feliz, una familia
normal...
Al fin, una madrugada, tomó valor y partió sin despertar a Celia.
¿Habría vuelto de saber que todo cuanto amó estaba perdido?
36

B la noche. Tengo que levantarme de la


cama casi cada diez minutos para calmarlo. Me fastidia que cuando
Raúl está en casa se dedique a representar el papel de padre
modelo, claro, como él nada más se aparece unos días al mes. Yo,
en cambio, paso las noches sin poder pegar ojo, aguantando los
gruñidos de la bestia al final del pasillo. Muchas veces he deseado
no volver a dormir nunca, con tal de no tener las pesadillas que me
provoca.
Ni siquiera de día puedo descansar. No sé si es insomnio o la
presencia de Bruno. Envidio tanto a Raúl: apenas pone la cabeza en
la almohada y no despierta hasta la mañana siguiente. Detesto tanto
que duerma como si tuviera la conciencia tan tranquila, que ya no
tolero ni tocarlo. Tengo que ingeniármelas cada noche para huir de
su abrazo, de sus ganas, de su aliento.
No me gusta iluminar por completo la habitación: la luz altera al
engendro. No quiero que su cara se me quede grabada en los ojos.
Prefiero la penumbra. Hoy ha llorado tanto que es de madrugada y
sigo a su lado, no va a dejarme en paz ni un segundo. Me rindo y lo
agarro sin mirarlo. No puedo seguir así. Me siento en la mecedora
con él en brazos, escucho sus ronquidos, también me desagradan
pero son lo más parecido que tengo al silencio desde que nació. Veo
el reloj sobre la cómoda: las cinco.
Descanso los ojos un instante. La luz del amanecer entra de lleno
por la ventana. Me despierta el chillido de Bruno retorciéndose: tiene
la cabeza, el cuello, las manos, cubiertos de gusanos pequeños y
blancos. Brotan con dificultad a través de sus poros. Es una
pesadilla, me digo, Despierta, Celia, despierta. Los gusanos reptan,
extendiéndose como espuma sobre su cuerpo. Me muerdo los
labios hasta sangrar, lo único en lo que puedo pensar es en quitarle
la manta y sacudirlo.
Es inútil: la mayor parte de los gusanos están atorados, vuelven a
esconderse bajo la piel. Tengo que arrancárselos: comienzo a
jalarlos, son tan pequeños que debo usar las uñas. Bruno llora más
fuerte, lo estoy lastimando. No puedo dejarlo así. Algunos se pegan
a mi camisón, mis antebrazos, mi pecho. Grito.
Escucho a Raúl llamándome, entra corriendo. Tarda unos
segundos en reponerse e intenta arrancar a Bruno de mis brazos.
Yo lo aprieto con fuerza. Me lo quita. Me empuja. Tropiezo con la
silla, tengo que meter las manos para que mi rostro no golpee el
suelo. Raúl se dirige a la puerta, antes de salir se detiene. Quiero
explicarle, pero las palabras se me enredan en la garganta, trepan
hasta mi boca, se retuercen. Saco la lengua, la rasco para que todos
los gusanos se caigan.
Él me mira como a un perro rabioso que va a ser sacrificado. No
dice nada. Enciende la luz del pasillo y alcanzo a ver que cubre con
cuidado el cráneo desnudo de Bruno, tiene el cuello rasguñado,
gime. La carne debajo de las uñas me arde. Estoy mareada. Vuelvo
a sentarme en la mecedora. Descubro a mis pies mechones del
cabello del bebé. Mi vestido está manchado de sangre. Un humor
tibio y viscoso flota en la habitación.
Por fin silencio.
35

Q puede irse al diablo con semejante


rapidez. Cuando la conoció, Celia era lo único que resplandecía en
aquella carpa apestosa a mugre y estiércol, el contraste con la
miseria a su alrededor la embellecía más. Era esa clase de mujer
por la que un hombre aguanta un desplante tras otro. Al principio,
Raúl quedó fascinado por el sexo: Celia no hacía gran cosa, pero
que le permitiera satisfacer todos sus antojos en aquel cuerpo
flexible era más que suficiente.
Eso era antes. El hartazgo arribó pronto, sin disimulo. ¿Será que
esta Celia quisquillosa e imposible de complacer está pasando por
un momento complicado o es la versión definitiva de su mujer? En el
camino tendrá que averiguarlo. Se conocen tan poco y, sin embargo,
ya se han unido para siempre. ¿Será cierto lo que dicen algunos
sobre el matrimonio: que el amor más firme se forja con los años, a
través de las adversidades? Ya no sabe qué inventar para
devolverle la alegría de las primeras semanas juntos. A ella le
enfada que el trabajo de Raúl lo obligue a dejarla sola por periodos
prolongados, pero a su regreso la situación es peor: no disimula
cuánto le incomoda tenerlo en casa, su cercanía constante. No hay
forma de darle gusto.
Raúl se ha convencido de que es el único culpable de la
desgracia de su mujer, aunque por su propia seguridad no se lo
confiese. Nada peor que otorgarle la razón a una esposa enojada.
Eso significaría darle carta abierta para que le recrimine todos y
cada uno de los errores, pasados y futuros. Celia ha demostrado en
varias ocasiones que la memoria y el rencor son dos de sus
mayores talentos naturales.
Hay que ver lo necia que se pone. Si hay algo que exaspera a
Raúl es que su esposa sea tan bella que hasta encaprichada le
resulte adorable. De cualquier modo, no tiene caso llevarle la
contraria. Piensa comprarle un caballo, a sabiendas de que sólo un
idiota cede ante una mujer que se comporta como una niña
malcriada. Celia es su mayor debilidad, la más terrible.
La esperanza lo motiva, para qué negarlo: quizá esto es la
distracción que ella necesita. Les hace falta un descanso, el bebé
les está destrozando los nervios, pese a que Raúl trate de
disimularlo a fin de contagiar esa falsa tranquilidad a su mujer.
Está determinado a reconquistarla, cueste lo que cueste. ¿Es su
esposa porque la ama o la ama porque es su esposa?, se pregunta
a veces, mientras hace guardia en el destacamento. La respuesta
es la misma: Qué más da. Qué más da. Amargada, insoportable,
loca, es su mujer. Ella y el pequeño son lo único que tiene.
34

R de la cama contempla el sueño de


su esposa, su respiración profunda, pacífica. Sin embargo, Raúl
está consciente de que dentro de ese cuerpo ligeramente ondulante
se libra una batalla descarnada: Celia se ahoga en sí misma, el
sueño es una marea roja que intoxica su descanso. Ya comienza de
nuevo aquel balbuceo tristemente conocido, ya vuelve ella a
devanar ese hilo de llanto con el que entrelaza todas las noches,
desde hace más de un año.
Raúl susurra palabras de consuelo, convierte sus manos en un
faro para atraerla. ¿Qué tan profundas son las raíces del miedo?, se
pregunta mientras reacomoda la sábana que ha caído al piso. Con
sumo cuidado posa la cabeza de Celia sobre la almohada húmeda
de sudor. Es imposible acabar con un árbol cuya raíz se desconoce,
no importa cuántas veces lo tale a ras del suelo, incluso si lo quema,
quedará un brote oculto en los pliegues de la tierra.
Se levanta por un vaso de agua. De forma automática mete
ambos pies en las pantuflas. Recapacita antes de dar el primer
paso: no quiere arriesgarse a que el sonido de las suelas rompa la
calma de su mujer. Avanza de puntillas hasta el umbral de la
habitación, entorna la puerta y siente el mosaico helado.
Enciende la luz de la cocina, toma un vaso de vidrio de la repisa y
lo llena de agua, el líquido frío le provoca dolor de estómago: no se
acostumbra a vivir con las vísceras hechas nudo por la
preocupación. Voltea a ver el reloj de pie al centro de la sala, la luz
es débil, así que debe dar algunos pasos para aproximarse: las
cuatro de la madrugada. Se truena el cuello con un movimiento
semicircular.
Levanta una silla del comedor, se sienta junto a la tarja del
fregadero, descansa su mentón sobre los puños cerrados. Recuerda
la primera vez que vio a Celia: subiendo y bajando de un caballo a
galope, entonces ella era casi un ave. ¿En qué se ha convertido
ahora? ¿Es ésta, que se arquea de asco ante regimientos de
moscas inexistentes, la misma que alguna vez lo albergó con
dulzura entre sus pechos?
Raúl regresa a la habitación, los hombros oprimidos por un
cansancio que se anuncia interminable. Lo primero que ve al abrir la
puerta es la luz de la luna sobre un cuerpo semidesnudo: la sábana
ha caído de nuevo a un costado de la cama, el inquieto revolverse
de su mujer le ha levantado el camisón hasta la cintura. La carne
refulge, como invitando a los labios a comprobar su tersura, un
remolino de diminutos rizos negros oculta el pubis. Más arriba un
pezón se asoma, endurecido por el fresco de la noche. La cabeza
descansa ladeada sobre la cuenca de la mano derecha, el rostro
cubierto por la melena alborotada.
Reconoce algo ínfimo de la antigua Celia. Raúl se arrodilla al final
de la cama, abre su boca e introduce en ella los pequeños dedos del
pie izquierdo de su mujer, un temblor sobresaltado los encoge, él
deja que se acostumbren a la humedad de su lengua, los paladea,
los muerde con delicia. Su lengua abre camino hasta la corva, sus
manos se alejan rumbo a las pantorrillas. Se incorpora para poder
acariciar los muslos, las caderas, los senos agitados. ¿Qué nombre
puede ser el de esta otra mujer zozobrante, ajena al universo donde
él la penetra sin aviso, con la familiaridad de lo que sigue siendo
suyo aunque hace mucho que lo haya abandonado?
Raúl exhala agradecido por ese breve remanso de paz parecido
al sueño. Maniobra con dificultad para rehacer la cama sin
despertarla. Acomoda el camisón de su mujer, le descubre la frente
con el gesto piadoso que provocan los enfermos, pese a no estar
seguro de quién de los dos es más digno de lástima.
33

E . Sí, eso debe ser.


Me sacudo una mosca de la mejilla, otra insiste en picarme en el
brazo derecho. Tantos años de soldado ya convirtieron a Raúl en un
indio del monte, lo de él es andar entre las nopaleras. En esta casa
no cabe un hombre tan tosco, al que le daría igual que le sirva el
pollo en mole o crudo, con la sangre todavía tibia, como se los
comen los del ejército cuando andan en lo más profundo de la
sierra. Él mismo me lo contó. Estúpido, después de eso no le quedó
cara para quejarse de cómo guiso, ¡ja! Yo no soy mujer de casa,
bien lo sabía cuando me pidió matrimonio.
Me recuesto en el sillón con el matamoscas a un lado. Una
mosca camina por el borde de mi vaso de agua de limón. Raúl se
sienta a la mesa para comer solo. Los insectos hacen que se me
quite el hambre. No tolero ver las moscas yendo y viniendo por los
caminos que las gotas de sudor van trazando por la frente de Raúl.
Él, tan tranquilo, diciendo que apenas si hay una o dos en la casa.
Como si yo no viera que estamos infestados. Qué va a saber él, si
soy yo la que paso los días y las noches encerrada aquí, enjaulada
entre el zumbido de las moscas.
Raúl me ha platicado de compañeros suyos que en plena
campaña se volvieron locos de hambre y cansancio. A lo mejor es
su caso y ni cuenta se ha dado todavía. Yo sí. Yo me doy cuenta de
todo. Por desgracia.
32

A prometido a su mujer dejarlo


definitivamente, Raúl volvió a fumar esa mañana. Le fue imposible
contenerse. Como hombre de la casa debía ser fuerte, o por lo
menos disimular el miedo que lo consumía. Sólo detrás del humo se
atrevía a dar por cierto que iban a solucionarlo. Pero no. Cuando
regresaron del hospital Celia se veía tan desvalida, caminaba tan
lento, que le recordó las liebres atropelladas a media carretera.
Pero ella no había muerto, así que su marido tuvo que tratarla
como al resto de los vivos. No sabía qué hacer, pensó que actuar
con normalidad era lo más adecuado. No quería que su mujer se
hundiera. Se empeñó en repetirle que todo estaría bien, que no
pasaba nada. Incluso, con el tiempo, él mismo se lo creyó. Ingenuo.
SEGUNDA LLAMADA
31

L con el gesto que se recoge el cadáver de


un animal infecto. El temblor en sus manos y la mirada torva del
médico evidenciaron que se trataba de su primer caso de ese tipo;
con un hilillo de voz casi adolescente le ofreció una explicación
larga, plagada de tecnicismos incomprensibles. Al término de ésta,
tras un suspiro de lástima, la enfermera resumió la situación en una
frase: Su hijo nació con una deformidad, señora, tiene labio leporino
y paladar hendido.
El discurso llevaba tono de pésame: habría que hacerle estudios,
operaciones que en aquella modesta clínica eran impensables, no
contaban con el instrumental requerido para una intervención
quirúrgica tan delicada. En resumen, en cuanto la dieran de alta, la
única opción era volver a casa con ese remedo de niño en brazos.
Celia sintió arder su cara, le ofendió la piedad de ese par de
extraños que intentaba suavizar una realidad monstruosa.
Quiso voltear hacia otro lado, no pudo hacerlo sin posar los ojos
en el amasijo de carne al que llamaban “su hijo” con desagradable
insistencia, como para que lo aceptara. Escuchó a la enfermera
recomendándole dejar pasar un tiempo para observar la evolución
del niño, aguardar a que el doctor Molina regresara de sus
vacaciones para que diera un diagnóstico más preciso e indicara los
procedimientos a seguir. Lo más importante por ahora es aprender a
alimentarlo, al principio va a ser difícil, porque los niñitos que están
así no pueden succionar, pero ya verá que con la práctica…
Celia quería aullar de rabia, maldecirlos, abofetear a esa mujer
para que dejara de hablar. Se contuvo: no quiso darle ese gusto al
fantasma de su madre, que se burlaba de ella desde el pequeño
sillón en la esquina del cuarto, con una sonrisa negra en su rostro
carcomido por la podre.
30

E en sí mismo: una mujer con las piernas


abiertas, la sangre escurriendo. Pero también se alcanza a percibir
que hay esperanza. Sobre todo, esperanza. El parto lleva horas.
Muchas. Se complica. En la austera sala, el médico intenta disimular
su angustia. La puerta se entreabre: una mujer bajita se asoma,
miles de finísimas víboras azules suben desde los tobillos. ¡No, no la
dejen entrar!, grita la parturienta. El médico ignora la petición, la
enfermera echa una ojeada a la puerta y, puesto que se encuentra
cerrada, asume que el dolor hace delirar a la mujer sudorosa. Quién
podría intuir que una muerta ha venido a presenciar este
alumbramiento.
Todo es confuso, el mundo queda lejos, muy, muy lejos. La mujer
cae en una penumbra algodonosa sin saber que se trata del último
momento de paz que tendrá en vida. Por fin emerge el niño, rojo de
asfixia, el cordón umbilical es una culebra alrededor del cuello. Celia
parpadea un par de veces antes de abrir los ojos por completo, la
despiertan murmullos preocupados, pide que le traigan a su hijo, en
su lugar le dan un mar de explicaciones que oye a medias.
No entiende qué pasa hasta que lo ve. Estira los brazos,
aproxima a su pecho ese pequeño bulto que emana la tibieza de las
cosas vivas. El vientre le da un salto. Este adefesio no puede ser un
bebé: ni siquiera tiene boca. Hay que amamantarlo ya, señora,
comenta la enfermera, ¿Cómo?, replica Celia en un tono que deja
claro que si pudiera ni siquiera lo tocaría. La enfermera le ayuda a
acomodarlo. Celia acerca a su pezón esas fauces ansiosas y la piel
se le eriza, la leche se desborda. Un acto que debería ser tierno,
natural, los ensucia a ambos. El bebé tose, casi ahogado por
segunda ocasión en apenas sus primeros minutos de vida.
La enfermera se aleja, Raúl pregunta cómo salió todo y Celia
alcanza a escuchar que le responden con tres mentiras
monumentales:
—Se complicó un poco, pero los dos están bien. Fue niño.
29

H .
El odio hacia Raúl me recuece en un caldo negro. La rabia me
hunde el paladar. Encima, el ruido de los juegos mecánicos me pone
nerviosa, pero como a él le encantan…
Últimamente le ha dado por olvidarse de todo lo que detesto,
pareciera que volvimos a ser novios y comienza a conocerme a
base de silencios y equivocaciones. Hace tanto calor. Necesito
escapar de él, refrescarme la cara, respirar lejos de este aire
contaminado por organilleros, niños desagradables y todas esas
parejitas de enamorados que disfrutan el sudor pegajoso de sus
manos entrelazadas. Ya no lo soporto. Le digo a Raúl que voy al
baño, él asiente mientras paga por un rifle de postas: Voy a
ganarme ese tigre para ti, sonríe.
Asiento con desgano y me voy. Como en todos los baños de feria,
hay que sacar el agua de un tambo. Abro la llave, dejo correr ese
líquido turbio y lleno de microbios al que no sé cómo se han
acostumbrado los trabajadores del lugar. Normalmente me
molestaría, pero hoy lo tolero. Suspiro. A veces extraño la carpa.
Otros días, como éste, en el que sé que más tarde podré volver a
casa y sumergirme en la tina, pienso que de algún modo estoy
mejor así: bajo un techo que no se desploma con la lluvia del
verano. Incluso tengo un jardín con un pedazo de cielo propio y no
una lona vieja con las estrellas pintadas.
Mojo mis manos, mi cabello. Me froto los ojos y me olvido del
rímel, que se corre, arde. Durante unos segundos veo borroso.
Alguien se acerca, me hago a un lado para franquearle el paso. Se
detiene en el charco del tambo. Chapotea, primero con timidez,
después patea el agua. Se divierte empapándome.
—¡Oiga! ¿Qué le pasa?, ¡me está mojando!
No entiendo por qué una señora hace algo así. Ella ríe y sigue
salpicando. Vieja estúpida. Me irritan su burla, el calor, Raúl y sus
distracciones baratas. El chapotear de la mujer no se detiene, siento
que me va a explotar la cabeza. Me aproximo a ella con la intención
de tomarla por el brazo. Entonces mi mirada se aclara por completo.
—¿Mamá?
Mi falda está empapada. Pero allí no hay nada más que agua.
Vuelvo al lado de Raúl, que trae un algodón de azúcar. Me mira
sorprendido.
—¿Por qué estás mojada?
—Un niño se metió al baño de mujeres a molestar…
—¿Al baño?
—Sí, ¿qué no me entiendes?
—¿Todavía está ahí?
—No, se fue corriendo. Vámonos, estoy cansada.
Raúl me observa con detenimiento, está claro que no me creyó.
Va a decir algo, abre la boca, pero acaba por apretar los labios sin
emitir palabra alguna. Debe estar fastidiado. No me importa, yo
también lo estoy. Reparo en sus manos.
—¿Y el tigre que ibas a cazar para mí?
—Ah, eso. Estaba arreglado. Te compré un algodón.
Siempre es lo mismo con Raúl: promesas que se convierten en
algo amorfo y decepcionante.
28

H en la sierra para llegar hasta acá.


Nunca he comprendido a los que construyen casas en medio de la
nada, han de pensar que si no se quedan vigilando sus dichosos
árboles, algún listo les va a robar toda la madera del bosque en una
noche.
Aquí no existe el sonido. Todo está inmóvil, fijo, negro.
Ni la muerte puede ser tan silenciosa como la sierra.
27

D que Raúl pasó para hacerse de la


casita, ni los ahorros invertidos en reparaciones y abastecer la
despensa. A los pocos días de haberse mudado, Celia emitió su
veredicto: Aquí no voy a poder hacer otra cosa aparte de pudrirme
de aburrimiento.
Raúl tartamudeó sin conseguir exclamar una frase coherente.
Tras un par de segundos tensos, apretó los labios, compungido. A
pesar de todo, tenía la corazonada de que el penetrante olor a
resina de los pinos calmaría el desasosiego de su esposa. Estaba
seguro de que una vez que conocieran los alrededores lo suficiente
como para pasear sin extraviarse, podrían tener su luna de miel tal
cual se debe.
Pero en cuanto Celia vio las paredes blancas —encaladas por
Luis, a fin de disimular las cicatrices del viejo enjarrado que dejaban
expuestos los adobes— le recriminó la apariencia de su hogar: Qué
lugar más horrible. Parece un dispensario de pueblo. Un manicomio.
No sé para qué me trajiste aquí.
Distraído como era, tardó más de lo debido en notar el extraño
comportamiento de su esposa, hasta que reparó en que rehuía de
los espejos, los cubrió con sábanas y toallas, todos, incluso el del
baño. Él trató de ser considerado y respetar esa manía, destapando
el espejo sólo para rasurarse.
Sin embargo, había ocasiones en que las prisas lo hacían
olvidarse de las nuevas leyes del hogar, lo cual le acarreaba
reproches por parte de Celia, quien lo acusaba de divertirse a sus
costillas con alevosía y mala fe. Fue paciente con ella porque ya
estaba harto de estar solo. Después de tantos años, finalmente
había alcanzado su sueño de tener una casa y una mujer para
formar una familia.
Celia, mientras tanto, se obsesionaba con la higiene: pasaba la
franela húmeda por la mesa con insistencia para retirar migajas
inexistentes, fregaba los pisos con un cepillo de ixtle y tal fervor que
terminaba con las rodillas heridas, desinfectaba la ropa como si
fueran leprosos o estuvieran infestados de piojos. La consecuencia
de semejantes hábitos fue que la casa despidiera permanentemente
el desagradable olor a cloro de los hospitales. Una atmósfera tan
aséptica que Raúl nunca logró sentirse cómodo en su propio hogar.
26

M cuenta. Pero hace mucho que la


descubrí. Sabe bien que no puedo escapar de mi reflejo, que es
inevitable revisar el dobladillo de un vestido o las anchoas de mi
peinado. Ya está aquí de nuevo. Brinca con su boca de víbora
abierta. Se vuelve el eco de mis movimientos. Me repite. Ya no sé
bien si soy yo o es ella la que me observa desde el espejo.
Escarbando dentro mío. Buscando. Buscando.
25

E de la regadera se interrumpe. Raúl deja de


leer el periódico, vuelve la cabeza hacia la puerta de madera. Celia
ha terminado de bañarse, pero no sale de inmediato: con la
devoción que se ofrenda a lo sagrado, entrega su cuerpo a las
promesas de juventud y belleza eterna que ostentan los frascos de
vidrio guardados en el botiquín; su cuerpo entra en comunión con
las fragancias dulces que suele escoger. Celia, como los sabores,
es primero un aroma, un ramo invisible de gardenias y rosas que le
revela el camino de regreso a casa. Raúl piensa, de pronto, que
tiene a su mujer grabada en el paladar, antes incluso que en la
memoria.
De una nube de vapor surgen los hombros mojados: una toalla
color salmón alrededor del torso, otra blanca simula un turbante. Se
encamina al tocador sin mirar a Raúl, en su rostro todavía el sopor
de la bañera. Él paladea aquella humedad, se imagina a sí mismo
recorriendo las piernas de Celia, sus rodillas; disfruta por anticipado
el desconcierto de su lengua al probar esa piel que huele a
almendras dulces, pero tiene gusto a sal, agua, a veces sangre.
Ella se acomoda en el banquito del tocador, retira la toalla de su
cabeza, la habitación se llena de flores repentinas. Toma el cepillo,
se concentra en desenredar su cabello. Raúl se endereza, se
aproxima sin prisa, aprovechando que gracias al triple espejo del
tocador puede contemplar el cuerpo de su mujer desde todos los
ángulos; toca los hombros suaves, los acaricia, le quita el cepillo y
posa sus manos alrededor de la cintura. Ella lo abraza. Frente al
espejo los besos se replican en forma de susurros, jadeos, gemidos.
Él la desnuda, besa sus pechos, la curva mortal del cuello. Ella
entorna los ojos, atenta a la trayectoria de esa lengua que va
subiendo hasta su oreja para curiosear la cuenca de su oído. Acaso
por accidente o por morbo, Celia voltea a hacia el tocador, su piel se
eriza, la respiración se entrecorta, se libera de Raúl para correr a
cubrir el espejo con las toallas.
Raúl sonríe, sorprendido por el súbito pudor de su esposa, apaga
la lámpara del buró, sus ojos tardan en acostumbrarse a la
penumbra, intuye su cuerpo a tientas, está tensa, su cuerpo, antes
abierto y dulce, en cuestión de segundos se ha convertido en algo
ajeno. Parece otra mujer. ¿Qué tienes?, le pregunta. Celia calla, no
está molesta o triste, más bien parece ida. Raúl no está seguro de
cómo reaccionar, así que se limita a abrazarla fuerte, hasta que sus
músculos van cediendo y la pequeña figura se desmadeja sobre la
cama, los ojos cerrados, la boca apretada en una línea temblorosa.
Raúl la besa para que reconozca esta habitación tibia que todavía
huele a Celia recién salida de la ducha, tranquila, como una flor que
amanece. La ayuda a poner los pies en el viejo tapete marrón —que
es también un pedazo de la Tierra—, para que regrese a su lado.
Celia responde finalmente, recupera el aliento, cierra los ojos y se
abandona a esa clase de olvido que sólo el cuerpo puede brindar.
Pero desde esa noche ya no habrá descanso: mamá ha empezado
a acecharla desde el espejo.
24

M soñaba con caballos casi todas las


noches. Era una mujer con herraduras en lugar de labios, no habría
soportado presenciar mis sueños, en los que yo besaba los hocicos
de los caballos, cubiertos de espuma, reventando. A ella no le
gustaba la carne. No sé si alguna vez conoció algo más que la
hierba.
Después de su muerte, mamá convirtió en su morada todos los
espejos del mundo. Al principio se asomaba de vez en cuando,
como si se tratara de un descuido. Hace un par de meses que atisba
desde el rabillo de mi ojo. Tapo los espejos de la casa, pero Raúl los
descubre para afeitarse y se le olvida volver a cubrirlos. A veces
creo que lo hace para herirme. Luego me tranquilizo y me digo que
no, es sólo que él no sabe. O no entiende. Cuando se va vuelvo a
echar las mantas encima. No quiero que mamá se dé cuenta de que
mi casa tiene ancas de caballos en lugar de columnas.
Los caballos viven hasta veinticinco años, sus tobillos son frágiles
y cuando se lastiman a veces hay que matarlos. A pesar de eso, yo
creo que veinticinco años es una edad perfecta para morir. Si se
puede antes, mejor. Una vez leí una novela en la que un personaje
decía que los caballos mueren con las mareas altas: no toleran la
redondez de la luna y echan espumarajos de baba hasta morir de
furia. Después supe que era cierto.
Toda mi vida me ha gustado contemplar a los caballos, sobre
todo cuando duermen, porque lo hacen de pie. De niña, cuando
vivía en el circo, iba a mirarlos cada noche. Aquellos animales
ajetreados y viejos eran una extensión de mis sueños: corrían sin
descanso sobre la pradera cobriza, en busca de un precipicio para
dejarse caer.
En el suelo de mis noches había nidos de alondras,que
reventaban como nueces bajo los cascos de sus patas. Cuando don
Chucho descansaba, me acercaba a tocar el pelaje blanco del
caballo que yo montaba durante mi número, creía que dormía de pie
para poder correr apenas abriera los ojos y me preguntaba qué
había detrás de estos. Luego regresaba a la cama: soñaba que mis
párpados eran de agua y un caballo, a lo lejos, cerraba los ojos y
comenzaba a soñarme, tenso, preparadas las recias ancas para la
carrera.
Cada noche soñaba con caballos. A veces sólo uno, que me
soñaba, soñándolo, despertaba y corría enloquecido, mientras yo
seguía con los ojos cansados de no tener párpados. Nunca se lo
confesé a mi madre, que cada mañana insistía en que le contara
mis sueños para descubrir qué le escondía detrás de la mirada.
Mamá siempre estaba hablando de irnos a vivir a la costa cuando
dejáramos de trabajar en el circo, ambas sabíamos que difícilmente
sería posible, pero nos seguíamos el juego. Ella había nacido para
observar cómo los demás disfrutaban del espectáculo, mientras
perforaba cientos, miles, millones de boletos. La mirada llena de
agujeros que atestiguaban el deleite ajeno.
Yo le temía al mar. Me gustaba la arena, sí, pero la del desierto,
esa tierra que es el recuerdo de aguas antiguas, ya desaparecidas.
Así que procuraba no pensar en la playa ni una vez durante el día.
Qué tal si con mi pensamiento y el de ella, amarrados a su deseo,
terminábamos corriendo en esa dirección. Entonces yo no podría
pretender que el eco de los abismos estaba demasiado distante
como para escucharlo. Me asustaba entender la locura de los
caballos y esa luna que los intoxicaba de desasosiego. Tenía miedo
de encontrar un aviso en la arena, de averiguar por qué la marea
olía a monturas podridas.
Mamá nunca comprendió el origen de esa baba que humedecía
mi almohada y el cuello de mi camisón todas las mañanas. Estaba
convencida de que yo tenía lombrices e invirtió buena parte de su
mísero salario en tabletas que se me atoraban en la garganta, por
más vasos de agua que bebiera después de cada dosis, y en
aceites viscosos que prometían milagros.
Mientras los demás trabajadores del circo saciaban su sed en
cualquier pozo que encontráramos en el camino, mamá me hacía
esperar casi una hora a que el agua estuviera purificada según su
idea. Así tuviera la boca blanca, de tan reseca, cada gota que
llegara a mi lengua debía haber pasado antes por el escrutinio feroz
de sus ojos, un filtro de carbón, otro de cantera y al final reposar
durante quince minutos los efectos y bondades del cloro.
Yo no quise contarle de los caballos que apisonaban mis sesos
cada noche. No fuera a ser que se le ocurriera darme algún jarabe
asqueroso para curarme de las pesadillas o, peor aún, que tratara
de exterminarlas de mi cabeza con algún filtro que me ayudara a
soñar únicamente con lo que a las niñas buenas les está permitido.
Cuando mamá murió no quiso quedarse en la tumba, fue
siguiéndome muy despacio, a una distancia que no percibí hasta
que era demasiado tarde. Después descubrió mi afición a los
espejos y se escondió en ellos, asomándose de cuando en cuando,
para que yo no consiguiera olvidarme de que tarde o temprano nos
convertiremos en una misma tierra. Entonces me encerrará entre
sus costillas y no podré abandonarla de nuevo.
23

L a Celia le gustó todavía más por ese aire


como de niña perdida. Se toparon en la tiendita de abarrotes del
pueblo, ella traía puesto un abrigo que le quedaba flojo y dudaba a
cada paso, como si se sintiera incómoda en el suelo. Fue el tendero
quien le dijo que la muchacha trabajaba en la carpa. Raúl la observó
con detenimiento, reconoció la curvatura de aquel cuerpo cuya
evocación había humedecido sus sueños la noche de la función.
Aprovechó para presentarse, le tendió la mano y al estrecharla notó
que tenía la palma casi tan callosa como la suya. Fuera de ello, era
bellísima, incluso lucía mejor sin lentejuelas ni adornos. La invitó a
tomar una soda. Ella volteó hacia la puerta con desazón, se mordió
el labio inferior y aceptó. Raúl, que nunca antes había sentido una
urgencia tan punzante por poseer a una mujer, supuso que eso
debía ser amor.
Camino a la fuente de sodas se puso muy nervioso, no logró
calmarse hasta que se dio cuenta de que él también le gustaba, ¿si
no por qué a Celia le llevó más de una hora terminar su soda? Ella
habló poco: nunca había ido a la escuela, aunque sí le gustaba leer
todo cuanto encontraba. Había nacido en el circo. Su madre y ella ni
siquiera tenían casa, su vida entera cabía en un carromato, un baúl
y algunos velices. A Raúl le maravilló que tuvieran en común aquel
rasgo que siempre lo había hecho sentir distinto: él tampoco tenía
un hogar, se enlistó en el ejército cuando quedó huérfano, todavía
siendo un muchachito.
Pese a que siempre había considerado una cursilería la idea del
amor a primera vista, desde ese momento supo que quería estar
sólo con ella. Quizá hubiera sido mejor no insistir en su invitación.
Dejar que el circo siguiera su camino. Pero, ¿quién intuye su propio
destino?, ¿quién conoce el rostro de la tragedia cuando ésta apenas
nace? Entonces lo único que sabía era que ella le gustaba. Y luego,
para su infortunio, la amó profundamente.
22

A , Celia descubrió que Luis la había embarazado.


Lo que en otro momento la hubiera llenado de emoción y ternura era
hoy una maldición, una carcajada del enano a la distancia. Dejó
pasar otro mes entre ascos que le quitaban el hambre y jaquecas
que hacían lento su aprendizaje del trapecio, con la consecuente
molestia de don Martín, a quien le urgía rellenar el hueco del acto de
equilibrismo ecuestre.
En medio del caos que supone para un circo con tan pocos
números la pérdida de uno de los espectáculos principales, la
preocupación de Celia no alcanzó a pasar desapercibida por su
madre. Epifania notaba aquella tristeza, los inconfundibles rastros
del sufrimiento sofocado que ella misma había experimentado en el
pasado. Advertía en su hija algo lúgubre cuyo origen no acertaba a
definir. Había también odio en los ojos de Celia. A veces, cuando la
enviaba a algún mandado, la encontraba parada a mitad del camino,
como trabada, observando un punto en el horizonte con una fijeza
que hacía que Epifania sintiera escalofríos.
Intentó hablar con ella, pero Celia no soltaba prenda e,
invariablemente, la charla se volvía forzada, como si en lugar de
madre e hija fueran dos desconocidos en la antesala de un
consultorio que, para no revelar demasiado de sí mismos, acaban
por platicar del clima.
21

¿Q espantando cristianos? Nada. No se


gana nada, ésa es la verdad.
Luego no faltan los habladores que dicen que los aparecidos no
ascienden a la gloria porque tienen muchos pecados pendientes por
pagar. Puras suposiciones que ni a verdades a medias llegan, ¿qué
van a saber si no se han muerto?
Porque una cosa sí es cierta: de que hay quienes no pueden
descansar en santa paz, pues los hay. Pero eso no es cosa de mi
padre Dios, es cosa de ellos, que ya ni fallecidos se pueden meter al
redil.
Los aparecidos son puras gentes malosas, vengativas; están
como enyerbados de odio, pues. Nada les costaría quedarse allí, en
su tumba, dejando que la tierra y los gusanos se encarguen de
hacer lo que les toca. Pero no. A fuerzas quieren estar amargándole
la existencia a los desdichados que les sobreviven. A fuerzas
quieren recordarles todos los días los muchos o pocos agravios que
les hayan hecho. Hasta parece que se asustan nomás de pensar
que los vivos se olviden de ellos.
Hay de ánimas a ánimas. Yo, por ejemplo, me quedé de este lado
porque se me figuró que le iba a hacer un bien a Epifania
manifestándole que su vida no llegaría a buen término si seguía de
aferrada a hacer las cosas a su modo. Me preocupé de balde. Ni
hablar, yo perdí.
En aquel entonces yo creía que mi hija todavía estaba a tiempo
de arrepentirse y volver al buen camino. Mas no contaba con que
Epifania ya estaba muy echada a perder. Pobre de su criatura,
¿cómo no iba resultar Celia con los pensamientos tan torcidos con
semejante madre?
Me dejaron las dos con el Jesús en la boca, nomás mirando sus
despropósitos, uno tras otro, sin que yo pudiera meter mi cuchara y
sin poder retirarme a reposar tranquila. Mejor así, no fuera a acabar
embarrada de las porquerías que hicieron con sus vidas y sus
muertes.
Le doy gracias al Altísimo por hacernos mortales, no nada más es
justo, también es necesario. Yo veo que mi padre Dios, en su infinita
sabiduría, tuvo razón en sacarnos del polvo: así es más fácil
sacudirnos de la Tierra en cuanto lo hacemos pasar corajes y
empezamos a darle vergüenza.
20

N ande por la vida sin temerle a nada. El


miedo es la brújula del alma. Mi abuela regañaba con un: Tú no
tienes temor de Dios. A mamá, en cambio, Dios le importaba de
dientes para afuera, de preferencia únicamente cuando rezar
involucraba un plato de asado con arroz, al final del rosario. Para mí
la religión se resumía en persignarme antes de cada función para no
caerme de la montura.
No estuve segura de que Dios existiera hasta que aborté. Vivía
asustada, esperando el castigo. Cuando me embaracé por segunda
vez tuve una pequeña esperanza, quizá si en esta ocasión hacía
todo bien me perdonaría. Y Dios no me falló: palpé su furia blanca,
afilada, en la boca de Bruno.
19

N hecho para que Dios me castigara con


una familia así. Ojalá Epifania también se hubiera muerto a poquito
de nacer. Me hubiera vuelto loca, pero al menos no traería el cargo
de conciencia de haber echado al mundo a la madre de una
asesina.
Pudieron estar bien, Celia. Pudieron ser felices en esa casa
blanca, con tejas, un árbol de duraznos en el jardín, macetas de
geranios debajo de las ventanas. Era sencilla, sí, pero bonita y
mucho más de lo que te merecías. Pudiste haber dejado atrás tu
vida de pecado. Mas tú siempre fuiste una díscola, no me hizo falta
tratarte mucho, a leguas se veía. En lugar de ser una buena esposa,
te pasabas las horas quejándote; en vez de aprender a cocinar
conservas, hacer algo de provecho, perdías el tiempo tratando de
limpiar esa mugre que no existía más que en tu alma podrida.
Te creías tanto, en eso saliste igualita a tu madre. Nomás que se
te olvidó que ya no estabas en la carpa, aunque le hayas bordado
estrellitas a la colcha y las fundas. ¿Para qué moliste tanto con que
querías llevar una vida tranquila, si en cuanto la tuviste no hiciste
otra cosa más que estar jodiendo?
Pobre muchacho, su cruz fue quererte de a de veras, darte tu
lugar. Hay mujeres que no nacieron para ser decentes, tú eres la
prueba de eso. Raúl te dio una casa, te dio cobijo para no tener que
estar aprendiéndote el nombre de cada rancho por el que pasabas.
Él quiso que tuvieras un jardín a donde pudieran llegar los pájaros.
Y nada te llenaba el ojo, cabrona. Cuando no era una fuga en la
llave de la regadera, era los postigos por los que se filtraba la lluvia,
o la humedad en la pared del cuarto. Puros pretextos. Si lo sabré yo.
No sé cómo le hizo tu marido para aguantarte. Tan inocente era
que sintió que se llevaba un premio casándose contigo: se le
hinchaba el pecho, igualito que un gallo, del orgullo que le daba
sacarte a dar la vuelta, que te vieran los otros soldados. Ni falta
hacía que te arreglaras mucho, con que te pintaras los labios era
suficiente. Bien que sabías que eras guapa. Lástima que no hubiera
día en que no anduvieras con la cara larga.
Su error fue no averiguar primero si tú también estabas
enamorada de él. Y es que los hombres son muy cabezones: creen
que con que les guste una mujer basta para que ella les
corresponda. Por feos, viejos o jodidos que estén, todos piensan
así, en el fondo sienten que están haciéndole el favor a una de no
quedarse para vestir santos.
Es verdad que se lo repetiste muchas veces, Celia: nadie
comprendía tu sufrimiento. Pero cómo iba a entenderlo alguien, si ni
tú misma te atrevías a nombrarlo, del miedo que te daba aceptar lo
que hiciste.
18

D C estuvo adolorida durante mucho


tiempo. Como alguna vez ella le comentó que su estación favorita
era el verano, Raúl creyó —con su candidez característica— que el
arribo del calor obraría alguna clase de milagro. Albergaba una sola
esperanza, la misma que cada mañana Celia echaba por los suelos:
que ella despertara curada de dolores y espanto.
Por sobre todas las cosas, lo que más preocupaba a Raúl era
que el desconsuelo de su mujer, aunque evidente, fuera silencioso:
tras la recuperación, no quiso hablar del tema. El doctor le había
comentado a éste que, salvo porque la presión sanguínea se había
disparado durante el procedimiento, todo se había realizado sin
contratiempos, Celia sanaría pronto.
Sin embargo, Raúl percibía cierta chispa negra en los ojos de su
esposa que lo ponía nervioso, una rabia que brotaba en los
momentos más inesperados, por ejemplo, cuando él le contaba
alguna anécdota graciosa de sus compañeros o cuando descansaba
en el sofá, leyendo el periódico. En una ocasión, una pesadilla
despertó a Raúl de madrugada. En la penumbra de la recámara
logró distinguir a Celia, recargada en la cabecera de la cama,
observándolo de una manera que lo hizo estremecerse: como si
todo el odio de la humanidad estuviera contenido en esa mirada.
Tuvo miedo durante unos segundos, antes de que ella volviera a ser
la mujer taciturna con quien compartía el lado izquierdo de la cama.
De pronto se dio cuenta de que les hacía falta dejar atrás todo
eso, en especial a ella. Hacer de la vida algo menos pesado. La
primera intentona fue la feria. Un fracaso total. En el cine Celia se
dormía, las bolsas con palomitas y confituras resbalaban de sus
manos exangües hasta cubrir el piso como una alfombra crujiente y
pegajosa. Tampoco podían pasear, Celia no toleraba andar sin
rumbo fijo, le recordaba la carpa.
Se le ocurrió entonces llevarla a la sierra. O más bien, lo sugirió
su médico de cabecera, el día que fue a escondidas a consultarle si
la conducta de su esposa mejoraría. “Es normal, todavía está
recuperándose. Se le llama duelo. No puede hacer nada para
acelerarlo. Lo que sí puede hacer es distraerla, cambiar de aires
siempre es bueno.”
Por experiencia, Raúl sabía que el trabajo físico ayuda a olvidar:
entre sacar agua del pozo, conseguir leña y demás labores, ambos
tendrían suficiente para caer rendidos antes del atardecer, lejos de
aquella melancolía.
Extrañaba a su esposa, la muchacha esbelta de carita redonda y
labios rojos. No quería vivir con esta mujer de ceño fruncido, el labio
superior ligeramente arqueado en perpetuo mohín de disgusto,
peleando por cualquier cosa, amargada.
Fue inútil. A Celia le mortificaba todo lo inherente al campo: la
proliferación de vida en todas sus formas posibles, el borboteo del
agua llenando el pozo, la algarabía de los pájaros ante el
crepúsculo, los insectos —lo mismo si se trataba de mariposas que
de hormigas—; todo era angustia. Al paso de los meses Raúl debió
aceptar, con no poca desilusión, que más que ayudarla, había traído
a su mujer a convivir con quién sabe qué clase de pensamientos
oscuros.
17

E mi nieta y yo era la forma de la


nariz. Yo siempre supe que Celia iba a traer desgracias a la familia.
Nada bueno puede venir de una criatura que nació y creció en una
carpa, entre locos, sin una casa como Dios manda: con paredes de
adobe y un fogón para enseñarle a hacer tortillas, en lugar de andar
pegando de brincos en el aire como una changa, enseñando los
calzones en cuanto pueblo pisaba. Se lo dije muy claro a Epifania
cuando vino a presentárnosla. Pero cuándo iba a hacerme caso, era
aferrada como ella sola.
—Mira, hija, eso que estás haciendo no está bien. Ahorita la niña
se ve muy mona con sus falditas de tul, haciendo sus pantomimas,
trepada en el caballo, pero es peligroso, no vaya a ser que un mal
día…
—Usted no se apure, Celia no se va a caer, hasta parece que
nació para eso. En el circo la enseñaron bien, la cuidan bastante, ¿a
poco piensa que la voy a dejar aventarse así nomás?
—No me interrumpas cuando hablo, Epifania. Aunque te hayas
ido de la casa, aquí la madre sigo siendo yo, igualada. A lo mejor tu
hija no se cae nunca. Pero va a crecer y aunque ahora esté flaquita
va a entrar en carnes, se parece a ti. Si para entonces sigue en la
mentada carpa y empieza a usar los mismos disfraces que esas
mujeres se va a volver muy desvergonzada. Los hombres van a
pensar cosas. Y a la gente le gustan mucho las habladurías.
—Mamá, está exagerando.
—¿Tú crees? A ti con una vez que fuimos a la carpa te bastó
para alocarte. A ver, ¿por qué viniste sola?, ¿dónde está el papá de
la criatura? Ahora sí no me contestas, ¿verdad? Tu padre te
perdonó rápido porque te echaba mucho en falta, pero a mí no se
me olvidan las cosas tan fácil. Te voy a dar un consejo y más vale
que no se te olvide: ve bien, pisa y no resbales, porque al resbalón
te puedes dar un sentón. ¿Me oíste, Epifania?
—Sí, mamá.
Eso me dijo, la muy sinvergüenza. Nomás cruzó la puerta, volvió a
hacer lo que le dio la gana, ¿y yo qué hacía? Nos visitaba cada
venida de obispo, más por compromiso que por cariño. Le agarró el
gustito a andar como el Judío Errante. Malcrió a la niña. Y ahí están
los resultados, por mucho que hayan querido esconderlos.
Los muertos lo vemos todo. Bien que sabía mi nieta lo que estaba
haciendo cuando mató a su primer hijo. Y cuando ahogó al segundo
también.
16

T , Epifania se vio obligada a recuperar


su verdadero nombre. Le dio mil recomendaciones a Celia y se fue
al pueblo a arreglar el entierro. No imaginaba que su turno en la fosa
era el siguiente. Volvió al hogar derruido, igual que ella; se le figuró
que las enredaderas secas que habían invadido la fachada eran una
extensión de sus propias várices, la sangre inmóvil que acaba por
consumir la vida.
Rodeó la casa antes de entrar, la maleza había sepultado las
piedras encaladas que delimitaban el patio, la brizna refulgía al pie
de los cerros. Ahí estaba el campo, resucitado gracias a la lluvia,
henchido de un verdor indiferente. Epifania sintió rabia, se descubrió
humillada en su pequeña humanidad incapaz de regenerarse. No
era siquiera como el arroyo seco que guarda en las piedras el rumor
del agua. Ella no tenía nada. El mismo hartazgo que la empujó lejos
del pueblo seguía poseyéndola, lo único distinto eran su fealdad y
vejez ineludibles.
Caminó hacia la entrada congratulándose por haber enseñado a
su hija a aborrecer el campo: algo de su rencor alcanzaría estos
prados, del mismo modo que la amargura de sus padres había
acabado con pájaros y parcelas. Mientras tanto, Celia preparaba sus
cosas para escapar con Raúl. En el carromato ya sólo aguardaba
por Epifania un vacío que haría hervir su sangre hasta matarla.
15

Q P pura casualidad mi hija viniera a


verme cuando estaba yo a punto de morir. Siempre era lo mismo
con Epifania: Es que pasó tal cosa, por eso no hemos tenido
oportunidad de visitarla, mamá.
Cómo se le llenaba la boca cuando hablaba del mentado circo,
orgullosa de malvivir yendo y viniendo de la Ceca a la Meca, igual
que un ánima en pena. Como si yo no supiera que su mugroso circo
no eran más que tres o cuatro carromatos de madera vieja, con una
bola de artistuchos muertos de hambre apiñonados dentro.
Mi hija era vendedora de cacahuates y boletos en una vil carpa,
ni más ni menos, aunque le gustara pararse el cuello delante de mi
marido. Ha de haber pensado que no teníamos los ojos buenos para
mirar su vestido vuelto del revés y cosido de nuevo, para que
pareciera menos gastado. Ha de haber pensado que entre tanta
várice no íbamos a notar los hilos corridos de sus medias.
Llegó muy oronda una tarde, con una cajita de fruta cubierta
envuelta en celofán rojo. No se esperaba encontrarme así, cubierta
de llagas por tanto estar acostada. Los hijos creen que las madres
somos eternas. Y sí. Nomás que después de muertas ya no les
resulta tan conveniente.
—¿Cómo se siente, mamá?
—Mal, llevo mucho enferma, Epifania. Ahorita ya nomás me estoy
muriendo.
—No me diga así, mamá, acuérdese de que ahora me llamo
Celia.
—A mi casa no vas a venir a darme órdenes, majadera. Yo te he
de llamar Epifania, que es como te bautizamos. ¿No te da
vergüenza darle el mal ejemplo a tu niña?, ¿no te basta traerla
rodando? ¿También la vas a enseñar a andar cambiando de
nombre, como una perdida? Se me hace que nomás regresas para
ver si me matas de un coraje, pero no he de darte ese gusto.
Sentí una bola en la garganta cuando me trajo a Celia: si la niña
era bonita, los ojos grandes, de cuerpo asiluetado pero macizo. Mas
por muy emperifolladas que vinieran, hay mentiras que una madre
echa por los suelos con una pura ojeada:
—Esta criatura está muy panzona. A ver, niña, daca el brazo. Tu
hija tiene lombrices, cochina, ¿crees que con remojarle el pelo y
llenárselo de moños da el gatazo? Pues no, acuérdate de que la
mugre también se huele. En la cocina hay un canasto grande,
colgado del garabato, saca unos seis tomatillos, pélalos, pon las
cáscaras a cocer en dos tazas de agua y luego dáselo de beber.
Ándale.
La verdad es que mandé a Epifania a la cocina para poder
platicar a solas con mi nieta.
—Mira, criatura, voy a darte un consejo porque no tengo otra
cosa para dejarte. Y aunque tuviera, esto te va a servir más. Ya
tienes edad para entender que tu mamá acabó mal, no seas como
ella. De aquí para adelante lo que hagas tendrá consecuencias.
Aunque sea a escondidas o digas mentiras para taparte, todo se
sabe. Y si obras mal, te ha de llegar tu castigo. Ponme atención,
criatura: es mejor que aprendas a tener temor de Dios para
congraciarte con él, porque acá en la tierra nomás hay vivos y
muertos. Y los muertos no perdonan.
14

A hija, la única alegría de mi abuela


eran sus pájaros, tenía cientos. Dicen los que estuvieron en el
pueblo lo suficiente para ver caerse las vigas de las casas,
apolilladas por el abandono, que su voz se quedó encaprichada en
los cimientos, hablándole a sus aves como si de niños se tratara.
Todos los días se levantaba muy temprano a destapar las jaulas
que, de tan espaciosas, se antojaban jardines. Pasaba varias horas
del día en medio de ese bosque de plumas con su otoño formado
por aleteos y canto.
Cuando mamá se fue, mi abuela adoptó a los pájaros como sus
hijos. Iba y venía de las jaulas con el alpiste en la mano,
refunfuñando que cómo era posible que un animalito con tan pocos
sesos fuera más agradecido y más fácil de educar que una criatura,
si se supone que las personas son personas porque entienden
razones. Murió mi abuela sin habernos perdonado, ni a mi madre, ni
a mí. Su casa penetrada por el tufo agrio de kilos y kilos de
cagarrutas de pájaros.
PRIMERA LLAMADA
13

L , un mero trámite: para Raúl


significaba que por fin poseería a la mujer que lo volvía loco, para
Celia se trataba de un pase urgente a la libertad. Pagaron a las
secretarias del registro civil para que hicieran las veces de testigos
en el protocolo demandado por la ley. Durante la perorata del juez
acerca de sus obligaciones y derechos maritales, la verdadera
preocupación de Celia fue resistir las náuseas provocadas por el
aroma agridulce de la loción barata que Raúl usó para tan insigne
ocasión.
Ni siquiera el agradecimiento, que se suponía debía sentir por
haber sido rescatada de un problema que se convertiría en una bola
de nieve, logró que ella dejara de notar los hilos corridos en aquel
traje de poliéster que no ajustaba bien en los hombros de su nuevo
marido y que contrastaba lastimosamente con sus pelos crespos y
la tez oscura. Raúl era un hombre demasiado común y corriente.
Al terminar fueron a un restaurante en el centro de la ciudad,
pidieron dos bistecs con papas y una botella de vino tinto que él,
pese a sus intentos por disimularlo, escogió al azar porque nunca
antes lo había probado. Celia lo barrió con una mirada de desprecio
que el mesero percibió con claridad, pero Raúl no, concentrado
como estaba en hacer gala de los buenos modales que en el ejército
le habían enseñado a punta de tablazos.
Camino al destacamento, Celia vomitó en el minúsculo baño del
tren varias veces, la acidez del olor se fijó en el vagón con todo y
que los incómodos pasajeros abrieron las ventanillas. A Raúl le
pareció curioso que su mujer, acostumbrada al vértigo de hacer toda
clase de suertes sobre la resbaladiza montura de un caballo, no
fuera capaz de tolerar el traqueteo inofensivo del tren; ni por asomo
consideró la posibilidad de un embarazo, a diferencia del par de
señoras mayores que intercambiaron miradas de circunstancia cada
vez que Celia se dirigió al servicio.
Celia cayó rendida apenas tocó la cama, su semblante
amarillento y sudoroso persuadió a Raúl de consumar el matrimonio
hasta la noche siguiente. No obstante, Celia tuvo que esperar unas
semanas más para poder fingir un aborto espontáneo mientras su
esposo estaba fuera, en una encomienda. El médico de la zona se
encargó de terminar el trabajo que ella había comenzado a base de
infusiones y tés que las yerberas del mercado le habían vendido con
amabilidad cómplice.
Raúl, que supo a un tiempo su presunta paternidad y la
desafortunada interrupción de ésta, recibió con tristeza las noticias,
resistiendo las ganas de llorar. Celia, mientras tanto, luchaba con el
sopor de la anestesia local, sin comprender cómo un feto de un par
de meses se aferraba con semejante fiereza a las paredes de su
útero, haciendo que una intervención de rutina como el legrado se
complicara y la partiera en dos pedazos imposibles de volver a unir.
12

N C había escapado, Epifania se puso como


loca, el rostro desfigurado de tan hinchadas las venas de su frente.
Los del circo se alejaron del carromato, que se balanceaba a
merced de la furia de aquella mujer que rompía espejos y azotaba
su única silla contra la puerta, entre gruñidos y maldiciones. Nadie
intervino hasta que la escucharon vomitar y toser sofocadamente,
después de un inesperado silencio. Como creyeron que su vómito
era bilis, intentaron tranquilizarla con té de tila. Nadie pensó en un
derrame hasta que se desvaneció, el flácido cuerpo semejante a la
piel que las serpientes abandonan. La rabia fue su mortaja.
11

L : era manía de Celia creer que los tranvías


iban a esperar hasta que ella se trepara de un brinco igual a los
saltitos rápidos y coquetos con que subía al caballo en su vida
anterior. A lo mejor tenía razón, porque en verdad el mundo entero
la observaba al cruzar las calles de prisa, casi corriendo, para luego
detenerse frente a cualquier aparador y acicalarse el fleco.
Cuando por fin abordaba el tranvía, comenzaba a sacar cosas de
aquel bolso como de mago, sin fondo, para maquillarse ante la vista
desconcertada de los demás pasajeros. Pensaba entonces en su
abuela diciéndole que era una descarada y reía sola, con esa risa
que ponía nerviosos a los viejos e irritaba a las señoras. Las
mujeres más bellas florecen sin hacer caso de la estación o los
años. Durante un buen tiempo Celia fue así.
¿Y qué otra alternativa les quedaba a los que la rodeaban, sino
esperarla? Al menos Raúl estaba convencido, o más bien resignado,
a que no podía ser de otro modo. Bastante suerte había tenido de
que una mujer como ella le hubiera hecho caso, como para
atreverse a reprocharle su impuntualidad. Si revisaba a fondo su
memoria, la única ocasión que Celia llegó a tiempo a una cita fue la
primera soda que Raúl le invitó y eso porque iban juntos. Después,
cuando ya eran novios, lo hacía padecer la espera. ¡Cómo lo hizo
renegar de la formalidad que le inculcaron en el ejército! En una
ocasión, ya harto, hizo el propósito de no volver a llegar a tiempo.
Fue en vano: a veces Celia ni siquiera aparecía. Tenía que ir a
buscarla.
Enojado, camino al terreno donde estuviera la carpa, planeaba
largos reclamos. Pero bastaba con que ella asomara por la ventana
del carromato, secándose las manos en su viejo mandil verde,
falsamente apenada por su olvido, para que supiera que no tenía
caso emprender una batalla que siempre perdería.
De nada servía el gesto serio con que tocaba la puerta cuando la
carita de Celia se acercaba para besarlo por encima de la mirada
celosa de su madre. Rozaba apenas sus brazos y se esfumaban las
groserías cotidianas. Raúl tenía ganas de que el cabello de su novia
fuera larguísimo, para poder acariciarlo toda la tarde y luego
echarse a dormir sobre él, cobijarse con su olor a hierbas, vivir en la
tersa oscuridad de su cabeza.
Qué le importaban aquellas demoras que provocaban que los
chocolates se derritieran bajo la presión de sus dedos y que nunca
les permitieron ver una película desde el principio. Ya llegaría el
momento de vivir juntos, Raúl imaginaba que entonces todo
cambiaría y, de paso, por fin, iban a terminar las incómodas
antesalas mientras Celia acababa de acicalarse, con su madre
bordando vestuarios y repitiendo entre dientes (aunque no tan
quedo como para que no la oyera) que el amor era una pérdida de
tiempo.
Raúl, retraído y de poca experiencia con las mujeres, nada sabía
de la extraña vocación que tienen éstas por entretenerse en
minucias, pero Celia se encargó de enseñarle eso mejor que nadie.
Una vez casados, cayó en cuenta de lo tonto que había sido al creer
que ella iba a cambiar sus hábitos. Aprendió a esperarla, ahora en el
sillón de su propia casa, mientras ella hacía una y otra vez
inventario de los pocos vestidos que poseía, como si sus quejas
fueran palabras mágicas para hacer surgir nuevas prendas en el
ropero. Debió reajustar sus horas de apetito porque ella jamás hacía
la comida a tiempo y siguió planchando su propia ropa, como si
todavía viviera en el cuartel.
Con el paso de los meses aprendió a amar los rituales cotidianos
de su esposa: sus baños en tina que duraban por lo menos una
hora, pero la devolvían al mundo húmeda y ligera; sus peinados que
se derrumbaban en cuanto recargaba su cabeza en el sofá; su
indiferencia ante el apuro ajeno, los movimientos pausados.
¿Qué es el tiempo cuando se es feliz?, ¿para qué sirve?
Entonces sólo era un pretexto para no abandonarse al gozo. Para
no olvidarse de que, por más que lo deseara, no podía quedarse en
la cama con Celia toda la mañana.
10

S . Fue imposible. Todo empezó


como mera diversión, una oportunidad de fastidiar a su madre que
no quiso desaprovechar. Celia se engolosinó con la libertad de los
cuerpos desnudos y el modo en que Luis le jalaba el cabello justo
antes de venirse. Por encima de todo, disfrutaba el aroma a sexo
que no se podía esconder con perfume comprado en la botica.
En el carromato su madre la tironeaba del brazo, le preguntaba
con morbosa ira cómo, cuándo, dónde; la llenaba de insultos,
hablaba de traición y abandono como si fueran una misma palabra.
Celia se limitaba a sonreír, como diciendo: A mi cuerpo va a entrar
quien se me antoje, cuando me dé la gana. Entonces ni medio
frasco de chochos para la presión arterial neutralizaban el veneno
que recorría los muslos maternos, celosos, ignorados por cada
hombre en el mundo.
El embarazo fue sorpresa, Celia había confiado en que bastaba
con que él se saliera antes de terminar para evitarlo. A decir verdad,
fantaseaba a menudo con tener hijos de Luis, ¿Serán los hijos de un
enano enanos también? No se atrevía a preguntárselo. De cualquier
manera, la idea le parecía linda, por rara que pudiera sonar. Qué
mejor lugar que un circo para dar a luz un montón de enanitos. Y se
imaginaba un acto donde ella fuera Blancanieves.
Luego vino el aborto. Raúl atravesaba sus sueños como un
espectro, sin conseguir alejar el recuerdo: alguien gritaba a través
de su cuerpo recostado en la mesa metálica. Alguien que no era ella
apretaba la mano de la enfermera asistente. Alguien que no era ella.
Una voz negra.
Celia, que había estado segura de que nada iba a superar el
rencor que sentía hacia una madre asfixiante, vio emerger de entre
su propia sangre el rostro del único hombre que quiso y comprendió
que la muerte los había encadenado. Por su parte, la vida se
encargó de demostrarle que el amor es la puesta en escena más
absurda y humillante jamás concebida por cirquero alguno.
Despreció profundamente a Raúl por interponerse entre ella y el
odio purísimo y perfecto que era sólo de Luis, por Luis y para Luis.
Odió a los hombres porque la abandonaron desde antes de su
nacimiento, porque sabía que nunca veían su número con
verdadera atención, sino para poder mirarle las nalgas desde las
gradas; porque entraron en ella, porque concibió a dos en su propio
seno y le devoraron las entrañas. Odió a los hombres porque la
amaron cuando ella no quería más que venganza.
9

—P , ¿cómo no lo vi antes? Si ni a
hombre completo llegas, no debería de haberme sorprendido,
¿verdad?
—Ya estuvo bueno, Celia, contrólate —dijo Luis, aproximándose
para abrazarla.
—No te me acerques, maricón de mierda —de la boca de Celia
voló un escupitajo reivindicador de la honra directo a los ojos del
enano, que se alejó enfurecido.
Luis y Aniceto abandonaron la caravana antes del amanecer, sin
avisarle a nadie. En respuesta a la saliva de Celia y sabiendo cómo
lastimarla, Luis gestó una broma postrera, la más cruel: ensillaron el
caballo y se largaron. Dejaron a Celia sin acto circense. Inútil. Vacía.
8

C L se descubre. La cobija maltratada es


hecha a un lado con sigilo. Van los pies sin zapatos por la tierra o el
pasto. La mayoría duerme adentro de la carpa. Ante la
condensación de los humores comunes, los agujeros en la lona no
son una molestia, sino una bendición.
Quitando las carretas que transportan utilería, herramientas,
víveres y la carpa, sólo hay cuatro carromatos privados: don Martín,
el patrón, posee el más aceptable, que no lujoso; el de las Celias es
más acogedor, hay quien dice que es una verdadera casa con
ruedas; don Chucho ha acondicionado el suyo para que haga las
veces de bodega rodante de libros, botellas y demás tiliches cuyo
valor es puramente sentimental; el cuarto es el de la familia Codina:
los hermanos Aniceto y Servando, además de Andrea, esposa de
éste, todos payasos.
Del último carromato escapa casi todas las noches un cuerpo
delgado, moreno, de piernas largas y atléticas: el menor de los
Codina, para encontrarse con el enano. Por lo general, la cita es en
un lugar apartado, encubierto por árboles o arbustos.
Esa noche Celia fue una espectadora casual, involuntaria. En su
retina quedó como una cicatriz la silueta de dos hombres fundidos.
Durante un instante se negó a creer lo que ojos y oídos
confirmaban. Ése no podía ser Luis, no eran sus labios, esos labios
carnosos de sonrisa ladeada, los que imploraban más, más, más, en
medio del jadeo, con cada embestida. No podía ser Aniceto quien se
inclinó sobre él, tomándolo por la nuca, nunca hubo un indicio, ni un
matiz en su voz delató la sangre endurecida ante los hombres.
Del enano se podía esperar cualquier cosa… pero esto era
demasiado, incluso para él y sus antojos retorcidos… él se lo
hubiera dicho, él le hubiera contado. Porque se amaban y el amor,
en esencia, es ser cómplice, aceptar las partes más sucias del otro
con piedad y abnegación.
Como los frutos de un árbol que a ninguna hambre interesan, el
corazón de Celia cayó también y empezó a descomponerse. Desde
esa noche no volvió a creer en la dulzura.
7

E carpa sabiendo nomás un


pinchurriento acto para desquitar su salario: andar en monociclo.
Aparte de eso le hacía al malabarista, aunque ni para aprendiz daba
el ancho, ya no digamos el alto. Lo que sí es que era simpático. Y
cabrón, muy cabrón. Tenía unos ojotes claros y la miradilla de “no
rompo un plato” bien aprendida.
A don Martín le cayó en gracia porque era puro verbo, lo que le
faltaba de estatura le sobraba de cuentero; ha de haber pensado
que bien entrenado serviría de patiño, o para decir chistes y
declamar poesías de las que las señoritas les mandan a sus novios
en papel perfumado, junto con un rizo de pelo.
Quién sabe qué talentos le habrá visto el patrón. El caso es que
dejó que Luis se uniera a la caravana y maldita la hora en que ese
pinche pedazo de hombre vino a colarse en nuestro circo. Él fue la
perdición de mi hija, también la mía. Por su culpa andamos penando
cuatro.
Ahí está que como mi Celia nunca pudo volver a encontrarlo, se
desquitó con el otro pobre, que se le acercó sin deberla ni temerla.
Fue tal cual el dicho: pagan justos por pecadores. Raúl ni vela tenía
en el entierro. Fue Luis quien nos dejó hechas cenizas. Y yo no
pude prevenir nada, porque no me di cuenta a tiempo de que me
estaban viendo la cara.
6

D cantidad: que Dios los marcó para que


los demás sepamos que son gente mala, del diablo; que son hijos
de padres con la sangre podrida y por eso no crecieron, que son
igual de mensos que un niño; que lo que mejor les sale es hacer el
ridículo cuando tratan de actuar como personas normales, porque a
leguas se ve que no lo son.
También se dice que todos son viciosos y pervertidos. En eso la
gente tiene razón. O bueno, al menos Luis sí era un mañoso hecho
y derecho. Me consta por todas las cosas que me hizo y las que me
pidió que le hiciera yo a él. No me quejo: si yo no las hubiera
disfrutado, no las habría hecho y ya. Ni queriendo hubiera podido
obligarme: Luis no era más que un enano patizambo, de espaldas
anchas, pero con los chamorros flacos, desnalgado, narizón.
Parecía un aluche.
Pero qué bien sabía usar cada parte de su cuerpecillo. En
especial la lengua. Antes de conocer a Luis, el mayor placer que yo
había experimentado era montar a caballo. Aunque ése es un placer
muy diferente, es otra forma de estar completa: más pura, perfecta.
Tenía Luis unos ojos que de tan grandes casi hablaban. Una
mirada suya era suficiente para que yo supiera que era hora de ir a
buscar agua al pozo más cercano. Regresaba al carromato con las
cubetas llenas y las manos desolladas a causa de las mordidas que
yo misma me daba para ahogar mis gemidos y que mi madre no
alcanzara a escucharnos.
En varias ocasiones estuve a punto de caerme al principio de mi
número porque daba la función sin poder contener los temblores:
Luis, fingiendo que ajustaba la montura desde abajo, se aproximaba
a mi vientre para dejar su aliento húmedo. La punta de su lengua
dibujaba un triángulo, pegaba su boca como si quisiera traspasar la
tela. Yo entraba en la pista como no se debe: distraída, ansiosa por
encontrarnos de nuevo y abrir mis piernas a una felicidad que no
conocí antes ni después de él.
5

P otra cosa: inciertos rostros de


ceniza que recuperaban las facciones después de haber pasado por
el chorro de agua que don Martín racionaba de forma miserable.
Nada tenía el brillo incitante de la magia, ninguno de los actos
ejecutados a esa hora invitaban al pasmo o la fascinación: mujeres
ojerosas que intentaban que sus vestidos lucieran lo mejor posible
sin tener que lavarlos, hombres sin afeitar, bestias enjutas, cigarrillos
que hacían las veces de desayuno. Cansancio a contra turno del
resto del mundo. Limpiar las jaulas, alimentar los animales, repasar
las rutas establecidas en su memoria por gracia y obra de la fusta.
Celia peinaba las crines de los caballos, les quitaba las pulgas y
garrapatas recogidas a su paso por la hierba. Luis se las ingenió
para que el patrón lo asignara como ayudante en esos menesteres.
Se apersonaba junto a ella y, luego de traer los cubos llenos de
agua, se dedicaban a cepillar los cuerpos con movimientos tan
elongados como sus brazos lo permitían; lentos,
desesperantemente lentos.
Empezaba al costado de Celia, pasando las cerdas del viejo
cepillo de madera por la frente de la bestia, luego se deslizaba por
debajo del cuello, buscando alcanzar la quijada maciza. No hacía
falta que Luis se agachara para llegar al pecho del caballo, dejaba
que su aliento ácido, su resollar caliente chocara con la parte de
atrás de la oreja de Celia, quien pretendía estar absorta en el
arreglo de las crines. Algo en los gestos de Luis hacía que ella se
sintiera como poseída por un sofoco que no le desagrada. Se
imaginaba a sí misma paseando su lengua acalorada sobre un
enorme trozo de hielo.
Al llegar a la grupa, el enano se detenía un instante brevísimo,
acaso tres segundos, para posar su mirada en Celia. Después
continuaba la labor, pero sólo con las manos, porque su vista ya no
se despegaba de ella. Sus ojos se clavaban poco a poco en sus
muslos, su espalda, las nalgas; mientras sus dedos toscos y chatos
se adentraban entre las ancas del animal.
Sólo el roce del cepillo era perceptible. Las manos pequeñas de
Celia titubeaban a la hora de trenzar la crin, enredaban los gajos y
era urgente desbaratarlos, recomenzar una y otra vez mientras
aquellos ojos pesados, llenos, extrañas almendras oscuras, la
observaban.
4

C bastante para llegar a cualquier lugar


poblado. Era julio. Los gritos de dolor de mamá hacían que la
caravana pareciera más una procesión de penitentes que un circo.
Jerecina, que creía saberlo todo sólo porque ella sí había terminado
la secundaria, insistió en ayudar con el parto. Los resultados fueron
pésimos: mamá se puso muy delicada, debido a un fragmento de
placenta que se quedó en la matriz, pero se dio cuenta hasta la
noche, cuando comenzó a sentir unas punzadas tan intensas que
pedía a gritos que le abrieran el vientre con lo que fuera. Los del
circo platicaban que se le puso como una sandía. Para atenderla
sólo contaban con un par de botiquines muy modestos, uno era el
de los animales. Nadie se atrevía a moverla, tenían miedo de que el
polvo le provocara una infección. Todos estaban seguros de que
mamá iba a morir. No la conocían lo suficiente.
Al fin la caravana se decidió a avanzar, entonces don Martín notó
que se habían perdido. Ahí fue cuando me cambiaron el nombre.
Antes de eso, mi madre les comentó que iba a llamarme Alondra,
porque don Chucho le había comentado que la alondra es un ave
que cuanto más cerca del cielo se encuentra, más hermoso canta.
Un pájaro que mi abuela no habría podido enjaular.
A don Martín, encabronado por todas las dificultades que mi
llegada al mundo estaba causando, le pareció mala idea: Tu hija
tiene nombre de pájaro, pero de mal agüero. Cámbiaselo, o la mala
suerte va a seguir detrás de nosotros, ordenó.
Mamá se sintió muy ofendida. Pero por si las dudas, volvió a
consultar a don Chucho, quien aconsejó no hacer caso a las
necedades de un supersticioso; una mujer siempre era un regalo
que caía del cielo, eso significa Celia: caída del cielo. En adelante le
dio por presumir que yo era la brújula del circo, dizque porque en
cuanto me cambiaron de nombre, recuperaron el rumbo. O casi: se
toparon con El Huizache, un pueblito con muy pocas casas y
todavía menos gente en el que vivía un viejo que era de esos
médicos que curaban con plantas. En lugar de pagar la consulta y la
curación, don Martín, mezquino como él solo, ofreció una función en
el kiosco de la plaza y, como no queriendo la cosa, pasó el
sombrero entre el público. Él nunca perdía.
En el circo todos tenían anécdotas sobre mí, incluso más de las
que yo me podía acordar. Hubo ocasiones en que me corregían
cuando estaba contando mis propios recuerdos, tan expertos en el
tema se sentían. Cada uno pensaba que sin su ayuda mi nacimiento
no hubiera podido ser o, por lo menos, que había aportado algo
importante durante mi infancia. Parecía que mi vida les perteneciera.
A veces me daba la impresión de que a don Martín le molestaba que
mi madre y yo no le agradeciéramos a diario por aquella ocasión en
que nos arrebató de las garras de la muerte.
Gracias a don Chucho agarré el gusto por leer: él trabajaba sólo
para emborracharse y comprar libros. Se creía poeta. En cada
ciudad o pueblo con calles definidas buscaba una librería y un
depósito donde vender las botellas vacías. En lugar de usar un
silabario, me enseñó a leer con cuentos y tomos sueltos de
enciclopedia.
Se encariñó conmigo porque yo era la única que lo escuchaba
con atención. A mí me extrañaba que los demás no comprendieran
que la voz de don Chucho era mi antídoto para el tedio. La gente
cree que la vida en el circo es una fiesta sin fin, lo cierto es que los
caminos son largos, muy largos y nuestras estancias demasiado
cortas. En tres o cuatro días no se puede conocer nada que valga la
pena. Crecí a campo abierto, pero nunca tuve tiempo de apreciarlo.
3

L . Despertar poco a poco los


músculos, las fibras más secretas de la carne. Hacer que el cuerpo
se reconozca cuerpo. Los poros se abrirán, faltos de oxígeno. Al
principio habrá gemidos, quizás algo de llanto. Es normal. Basta con
respirar profundo, aguantar el dolor. Porque duele en serio. Más
adelante vendrá el goce.
Hay que tener confianza. Abrir las piernas cuanto sea posible.
Pensar en algo muy lejano. A mí me relajaba recordar el desierto,
los ojos cerrados bajo la sombra de unos pocos árboles, el polvo de
los siglos entre las piedras. Hay que inhalar de nuevo, soltar el aire
lento, muy, muy lento, hasta que el dolor se convierta en un
recordatorio de que sigues viva.
Luego hay que extender las manos, tocar la espalda, la cadera.
Hacer visible el rincón más vulnerable. Todo debe ser natural, con
alegría. Si se hace con vergüenza o con miedo el gusto desaparece.
La parte más difícil comienza con el sudor. Hay que tomarse el
tiempo necesario para que los dedos se acostumbren a esa rigidez
desconocida. Cada articulación debe de estar bloqueada, pero
también ligera, como los troncos que arrastra la corriente de un río.
Todo pasa en un segundo: el impulso. Las ansias. El vértigo del
trote.
Dicen que se siente lo mismo al hacer amor. No sé. Yo sólo me
siento así cuando monto a caballo.
2

M que yo: Celia Santana. Ella fue la que


me robó el nombre. Sentadas en las sillas de tule, mientras
esperábamos que la gente llegara a comprar su boleto, mamá me
contó infinidad de veces por qué nos llamábamos así: antes de que
ella naciera, mi abuela, madre primeriza de un pueblucho norteño,
dio a luz a una niña que falleció a los tres meses. Una niña
lindísima, de carácter tan manso que mi abuela tardó un buen rato
en darse cuenta de que había dejado de respirar: la creyó dormida.
El abuelo estaba como mareado por la impresión, para colmo, su
hija era tan chiquita que no había cajas de su tamaño, como tuvo
que hacer una se olvidó de la lápida. La enterraron muy lejos, en
San Elías, un poblado vecino. Salieron de la casa tarde porque la
abuela no quería soltar a la niña. No hubo quién ayudara a cavar la
fosa. Pusieron una piedra en el lugar donde la habían enterrado,
cuando regresaron ya no estaba. Nunca tuvieron dónde ir a llorarle.
La abuela no comía, no salía de su cuarto, dejó de regar las
plantas y ocuparse de la casa. El abuelo liberó los pájaros cuando
vio que empezaban a matarse unos a otros por el alpiste, nadie se
animó a llevárselos porque decían que traían mal de ojo. Y sí.
Dos años después nació la segunda hija, los del pueblo
aseguraban que luego de aliviarse su mujer volvería a ser la de
antes. Pero cuándo se ha visto que los niños curen la demencia. Mi
abuela creyó que su primogénita había resucitado. El abuelo no
supo qué hacer, así que la bautizaron con el mismo el nombre.
Todos pico de cera. La única alegría de mi abuela era el milagro de
la hija resucitada, por eso nunca le perdonó que se fugara.
Desde pequeña a mi madre le enseñaron que el mundo era
aquella larga casa de adobe. Mamá siempre fue mamá: de mi
abuela, de mi abuelo, de los enfermos, de las chivas, los puercos y
los nuevos pájaros. Algo del humo del fogón se le fue impregnando
en los ojos, la mirada perdida en la ceniza.
Veintitrés años más tarde, una noche que mi abuelo estaba
contento porque logró rescatar la cosecha, sacó dinero del ahorro,
ordenó a sus mujeres que se arreglaran y las llevó a la feria, donde
estaba instalada la carpa de un circo más bien modesto. Fue el
acabose. Entre malabaristas y vendedores de pepitorias, mamá
creyó descubrir su destino, se prendó del sonido metálico de las
pelotas de caucho, de esas mujeres que resplandecían con las
lentejuelas de sus vestuarios. Admiró los penachos de los caballos,
volteó a ver sus propias trenzas, aquellas trenzas sedosas y limpias
de las que solía sentirse orgullosa, y le parecieron miserables.
Decidió que no quería morir en un pueblo que, de tan chico, ni
siquiera tenía panteón.
El día que escogió para escaparse, mientras buscaba dinero,
mamá encontró un acta de defunción con su nombre. La explicación
del abuelo no apaciguó el coraje de su hija ni el desconcierto de su
esposa. De nuevo, lo único que pudo ofrecer para remediar las
cosas fue su silencio avergonzado. Mamá se fue en calidad de
ofendida, en el camino llegó a la conclusión que su nombre tenía
que encontrarla y llamarla claramente, del mismo modo que el circo.
Creyó que una palabra la haría libre, no sabía que sólo se mudaba
de una tumba a otra.
Lo malo fue que su cuerpo no dio de sí: lo más cerca que estuvo
de la pista fue cuando le tocó vender dulces y cigarros. Años más
tarde, ya con las piernas varicosas, la condenaron a la taquilla. Fue
don Chucho quien me contó que una vez mi madre conoció a un
estudiante de medicina, de lentes redondos y bigote bien cuidado,
que le llevó flores un par de veces, hizo como que le interesaba su
plática, se preocupó por sus várices y las examinó tan de cerca que
nueve meses después nací yo.
1

E las carpas, sólo el hombre. Un hombre


que encontró en la admiración y el asombro del resto el sentido
primordial de su existencia. Un hombre que inventó el fino arte de
hacer estallar la risa. Y también el miedo. El azoro de los débiles de
espíritu, todos aquellos que encontraban deleite en contemplar a un
hombre —ese primer hombre, todos los hombres— poner la vida a
merced de la cuerda floja.
En el principio no hubo clavas ni pelotas, sino pequeños sacos
rellenos de arena cosidos burdamente, botellas vacías, barajas,
flautas y fuego. Cantos itinerantes, hermosas mujeres cuya
cadencia al danzar estaba determinada por el tintineo de las
monedas al caer en el envés del pandero.
Uno a uno los trucos se volvieron más sofisticados, más
riesgosos, más insólitos. El aplauso fue creciendo hasta tornarse
trueno revelador. Fue necesario un lugar para contener las
maravillas, un lugar donde ni el sol ni la lluvia pudieran impedir que
lo imposible se llevara a cabo. Un lugar exclusivo para aquellos que
estaban dispuestos a pagar por ser testigos de lo extraordinario.
Así nació la primera carpa.
SOBRE EL AUTOR

Atenea Cruz (Durango, 1984). Estudió la Licenciatura en Letras en


la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha publicado los libros de
cuentos Crónicas de la desolación (IMAC, 2002) y La soledad es
una puta (ICED, 2005), así como los poemarios Diario de una mujer
de ojos grises (ICED, 2009), Suite de las fieras (IMAC, Premio
Beatriz Quiñones 2012) y Apuntes al reverso de papeles diversos
(La Ceibita, 2015). Premio de cuento “María Elvira Bermúdez” 2002.
Fue becaria del PECDA (Durango) y del PECDAZ (Zacatecas) en
narrativa y poesía. Ha colaborado en revistas como Tierra
Adentro, Crítica, Frontal y Vice. Twitter: @ateneacruz /
Facebook: @AteneaCruzEscritora / Blogspot: Lettera 32.
ILUSTRACIÓN DE PORTADA

José Luis Arriaga (Camargo, Chihuahua, 1978). Artista visual y


cinefotógrafo. Realizó estudios en la Escuela de Cine y Televisión de
la Academia de Artes Escénicas en Praga. Parte de su trabajo ha
sido expuesto en galerías de Nuevo León y Ciudad de México.

En portada: Ilustración de José Luis Arriaga.


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Edición impresa: 2017


Edición electrónica: 2017

El cuidado de edición estuvo a cargo


del Programa Cultural Tierra Adentro

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