Comprension 7
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Comprension 7
Responde las preguntas en base a la obra: “crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García Márquez
2. En la mañana del crimen Santiago vistió de 8. Se puede inferir que los hermanos Vicario le
blanco porque: avisan a todo el pueblo de lo que piensan
a) Tenía la piel delicada y el blanco lo protegía hacer porque:
del sol a) En realidad no querían cometer el crimen
b) Era la llegada del obispo y quería besar su b) Sabían que mucha gente conocía a Nasar y
anillo lo alertarían
c) Había un funeral en el pueblo c) Buscaban que alguien impidiera el crimen
d) Quería impresionar a Ángela Vicario d) Todas las anteriores
4. Al morir Santiago Nasar su cuerpo: 10. ¿Por qué se afirma en la novela que es
a) Lo despedazan los perros de la plaza como si a Santiago lo hubieran matado dos
b) Lo guardan en un congelador hasta que veces
llegue un medico a) Porque todo el mundo estaba convencido
c) Lo ponen sobre una mesa y le ponen las de que iba a morir antes de que eso
entrañas en el cuerpo otra vez ocurriera.
d) Los hermanos Vicario arrastran el cuerpo b) Por la cantidad de puñaladas que son
por todo el pueblo necesarias para matarlo.
c) Por el encarnizamiento y torpeza de la
5. Con que adjetivo podríamos describir la autopsia.
autopsia de Santiago Nasar: d) Porque nadie avisó a Santiago de lo que
a) Ordinaria le esperaba.
b) Superflua
c) Tajante 11. ¿A quién se considera en el pueblo la
d) Colérica “víctima” más evidente (aparte del muerto)
en todo el asunto del crimen?
6. Santiago Nasar sentía una pasión a) A Pablo Vicario
desquiciada por: b) A Pedro Vicario.
a) Ángela Vicario c) A Bayardo San Román
b) Flora Miguel d) Al narrador.
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Los hombres traen el ataúd y bajan el cadáver. Entonces recuerdo el día de hace veinticinco años en que llegó a
mi casa y me entregó la carta de recomendación. Fechada en Panamá y dirigida a mí por el intendente General
del Litoral Atlántico a fines de la guerra grande, el coronel Aureliano Buendía. Busco en la oscuridad de aquel
baúl sin fondo sus baratijas dispersas.
Está sin llave, en el otro rincón, con las mismas cosas que trajo hace veinticinco años. Yo recuerdo: Tenía dos
camisas ordinarias, una caja de dientes, un retrato y ese viejo formulario empastado. Y voy recogiendo estas
cosas antes de que cierren el ataúd y las echo dentro de él. El retrato está todavía en el fondo del baúl, casi en el
mismo sitio en que estuvo aquella vez. Es el daguerrotipo de un militar condecorado. Echo el retrato en la caja.
Echo la dentadura postiza y finalmente el formulario.
Cuando he concluido hago una señal a los hombres para que cierren el ataúd. Pienso: “Ahora está de viaje otra
vez. Lo más natural es que en el último se lleve las cosas que le acompañaron en el penúltimo. Por lo menos,
eso es lo más natural”. Y entonces me parece verlo, por primera vez, cómodamente muerto.
Examino la habitación y veo que se ha olvidado un zapato en la cama. Hago una nueva seña a mis hombres, con
el zapato en la mano, y ellos vuelven a levantar la tapa en el preciso instante en que pita el tren, perdiéndose en
la última vuelta del pueblo. “Son las dos y media”, pienso. Las dos y media del 12 de septiembre de 1928; casi la
misma hora de ese día de 1903 en que este hombre se sentó por primera vez a nuestra mesa y pidió hierba para
comer. Adelaida le dijo aquella vez: “¿Qué clase de hierba, doctor?” Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante,
todavía perturbada por la nasalidad: “Hierba común, señora. De esa que comen los burros”.