Poligénesis y Paralelismo

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Paralelismo y poligénesis de las formas simbólicas


en literatura e iconografía.

Polygenesis and parallelism of symbolic forms in literature and iconography.

Una de las cuestiones más debatidas en Literatura Comparada es el alcance de


conceptos tales como ‘influencia’, ‘paralelismo’ o ‘poligénesis’, cuya aplicación suele
ser motivo de dudas, cuando no de polémica. En relación con estos conceptos, René
Étiemble, por ejemplo, atribuye su aparición en virtud de unas invariantes, que se
mantendrían como universales, entendiendo ‘universal’ en el sentido de unas constantes
históricas, fruto de la naturaleza humana (Étiemble, 1963: 98-100); mientras que otros
comparatistas, como Claudio Guillén, parecen optar por una convención de época en
ámbitos más o menos amplios (Guillén, 1979), por lo que el concepto de ‘influencia’
quedaría reducido a la constatación de la lectura, la aparición de uno o más estilemas y
el uso de motivos literarios esenciales en uno o más autores por parte del autor
influenciado. Si partimos de los tres modelos de situación de contacto supranacional
formulados por Claudio Guillén (2005: 96-97) (contactos genéticos o premisas
culturales comunes; condiciones socio-históricas comunes; o principios compartidos,
derivados de la Teoría de la Literatura), podemos fijar los criterios necesarios para la
relación entre textos, hayan sido estos considerados literarios desde su origen o hayan
venido a desembocar en la literatura tras perder su carácter religioso o histórico. De este
modo encontramos géneros, temas y formas similares en contextos históricos y/o
geográficos muy distintos. Por ello, sería necesario tratar de establecer una metodología
aplicable en literatura comparada que respondiera satisfactoriamente a las razones de los
fenómenos de poligénesis y de paralelismo, tal vez más evidentes en las formas
simbólicas que en otros productos culturales, cuya conexión histórica y social resulta
difícil de establecer.
Por ello, desde la antropología cultural se propuso el concepto de 'poligénesis',
en un contexto de comparación de fenómenos culturales desde la perspectiva
evolucionista, a los que la literatura no es ajena en modo alguno, partiendo, por ejemplo,
de la trayectoria del mito etno-religioso desde su posible origen en el rito hasta
desembocar en lo literario, por la relación entre narraciones procedentes (entre otras
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posibilidades de origen) de ese pensamiento mágico-religioso, aunque una vez


desacralizado. Así, afirma Fabio Dei:
La comparación evolucionista no necesita aplicarse dentro de contextos homogéneos y
bien definidos; al contrario, acercar rasgos culturales provenientes de los más distantes y
heterogéneos contextos garantiza resultados más significativos y de más amplio perfil
teórico […] El evolucionismo […] cree en la posibilidad de la poligénesis, es decir, el
nacimiento independiente de hechos culturales similares, sencillamente en virtud del
principio de uniformidad. (Dei, 2007: 484)
Ciertamente, es posible establecer una conexión necesaria entre antropología y
literatura (entendida esta como producto cultural en un determinado contexto
sociohistórico), lo que, indudablemente, nos viene dado por la concurrencia de diversos
productos lingüísticos (mitos, cuentos, proverbios, adivinanzas…) muy parecidos, pero
que pertenecen al folklore de culturas muy distantes y sin contactos históricos
demostrables, lo que nos sitúa en el contexto de la poligénesis, como ya se deduce del
trabajo de Michel Bréal sobre Edipo, contenido en sus Mélanges de Mythologie et de
Linguistique (1877: 163-185). Estas relaciones nos conducirían a la conexión entre la
literatura y la antropología en torno a los imaginarios, entendiendo 'imaginario' como el
conjunto de imágenes interrelacionadas, compartidas por una comunidad en un lugar y
un momento determinados, según la definición de Joël Thomas (1998: 15). Como un
elemento esencial de esos imaginarios, el mito y otras formas simbólicas de longue
durée (con las respectivas raíces antropológicas) se constituye en un elemento esencial
de estudio que nutre tanto los tratados clásicos como los más recientes estudios de
literatura comparada, no solo como motivos literarios (Pichois y Rousseau, 1969: 167-
171. Chevrel, 1989: 62-66. De Grève, 1995: 25-130. Souiller y Troubetzkoy, 1997: 8-
17. Trocchi, 2002: 129-169. Franco, 2016: 191-219), sino desde la perspectiva de una
mitocrítica que se convierte en un método eficaz del comparatismo actual (Brunel,
1992: 27-86. Pageaux, 1994: 95-112. Gély, 2004 y 2007).
En este sentido, debemos apuntar dos cuestiones: la necesidad de considerar, por
una parte, un componente psicológico de naturaleza cognitiva; y, por otra, unos criterios
necesarios para justificar esos paralelismos o esos fenómenos de poligénesis, empleando
un método interdisciplinar que permita obtener principios de certeza en cuanto a los
posibles contactos e interferencias entre culturas o, al considerar la posibilidad de que se
produzcan formas simbólicas semejantes en contextos culturales distintos, sin que quepa
contacto alguno entre ellos. Desde la literatura comparada, estas posibles conexiones se
pueden establecer tanto en torno al concepto de ‘género’, como a la relación entre la
literatura y las demás artes, por la interrelación entre sistemas de acuerdo con la
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interconexión entre temas y motivos, considerando siempre la universalidad de los


primeros. No obstante, Adrian Marino distingue dos tipos de paralelos: los motivados
por causas históricas idénticas, cuyo máximo grado acabaría desembocando en las
‘influencias’, ‘fuentes’ y/o ‘contactos directos e indirectos’; y, en segundo lugar, unas
coincidencias sincrónicas acausales, de orden psicológico (Marino, 1988: 225-226).
Nosotros aquí vamos a superar los criterios estrictamente literarios para
establecer esos paralelismos o esos fenómenos de poligénesis desde el método
interdisciplinar de una renovada teoría del imaginario, que no solo utilice un método
genealógico, buscando los orígenes de los motivos (literarios e iconográficos) asociados
a un tema en dos (o más) ámbitos culturales diferentes, para lo cual la literatura
comparada (desde la tematología y la relación entre la literatura y las demás artes)
vendrá auxiliada por la antropología y la psicología, junto a otros ámbitos científicos
que puedan ser necesarios para explicar los fenómenos de paralelismo o de poligénesis
estudiados (arqueología, genética, etc.). Para esta metodología de estudio del imaginario
hemos sustituido la psicología de base freudiana o jungiana por los presupuestos de la
psicología cognitiva, cuyas formulaciones sobre la metáfora y la metonimia nos
permiten una explicación científica más ajustada para justificar la construcción de las
formas simbólicas por analogía o por contigüidad respecto de unos referentes, lo que
permite establecer una base interpretativa –por tratarse de mecanismos universales en la
percepción y conceptualización de la realidad (Barcelona, 2002: 211-215)– al compartir
los individuos dichos mecanismos, estén estos situados en culturas cuyas formas
simbólicas sean paralelas (es decir, compartan un mismo origen cultural) respecto de
idénticos referentes o se encuentren en culturas sin ningún tipo de contacto en la
diacronía histórica, al menos hasta tiempos recientes. Tanto el paralelismo como la
poligénesis los estudiaremos a través de un ejemplo que nos sirva para poner en práctica
la metodología propuesta: la muerte y su representación en distintos ámbitos culturales.
Así desembocamos en la línea trazada por una 'antropología simbólica', o
antropología cognitiva (como la propuesta por Dan Sperber), basada en un método
interdisciplinar para el estudio de la naturaleza de la mente, cuyo objeto se centra en el
modo en que los procesos cognitivos afectan a la cultura y, a su vez, la cultura afecta a
los aspectos cognitivos de los individuos situados en un contexto sociohistórico
determinado, lo que nos proporciona las claves para considerar los sistemas de
significación, de naturaleza simbólica, tanto desde el plano de la individualidad como
desde la perspectiva comunitaria (Sperber, 1988: 178).
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Pero no podemos olvidar tampoco las vías de transmisión de las


representaciones culturales y su evolución, partiendo de esa naturaleza cognitiva
(Sperber, 1996). Ello, finalmente, nos conduce a una metodología basada en los
presupuestos no solo de una semiótica cognitiva, sino también desde la consideración
aquí de una perspectiva intersemiótica (Pageaux, 1994: 150-151) para estudiar las
conexiones entre sistemas de representación en el contexto de la literatura comparada,
así como la interacción de sistemas en contacto, en su aplicación a nuestro campo,
procedentes de dos o más imaginarios.
Por tanto, nuestra intención en las siguientes páginas será la de mostrar estos
procesos de paralelismo y poligénesis descritos, como fruto del método propuesto.

1. EL CULTO A LOS MUERTOS EN LAS CULTURAS ANTIGUAS: BASES PARA UN CULTO

UNIVERSAL.

Podemos establecer un antiguo culto a los antepasados desde el Paleolítico


Medio y, sobre todo, desde el Paleolítico Superior, con la constatación arqueológica del
comienzo de una religiosidad ya asociada a los ritos. Entre los más antiguos se
encuentran los ligados al culto a los muertos y la posibilidad de existencia de una vida
de ultratumba, como nos muestra el uso de algún tipo de elemento ritual ya en los
neandertales y la cultura del sapiens en el Musteriense (Trinkaus, 1984; Roebroeks et
al., 2012) y un posible culto posterior más complejo, sin alcanzar una religión tan
estructurada como la concebimos hoy, en cuyo contexto el culto a los muertos ocupa un
lugar central (Anati, 1995: 189. Armstrong, 2005: 25-31). Es cierto que Emmanuel
Anati considera que las trazas de este culto quedarían restringidas a Oriente Próximo y
Europa. No obstante, la extensión de un culto a los antepasados en las culturas
primitivas de los cinco continentes, independiente de contactos comerciales o culturales
justificables, nos situaría en un contexto más amplio y más antiguo para poder situar el
origen de este tipo de culto. Eleazar Meletinski nos habla de un culto a los antepasados
en todas las culturas, como mitificación de unos protoantepasados, o antepasados
míticos de una estirpe, cuyo origen podría situarse ya en las sociedades de cazadores-
recolectores del Paleolítico, puesto que
En la mitología arcaica, a los actos de creación primordial les corresponden héroes que
vivieron en el tiempo mítico y que podemos denominar protoantepasados, demiurgos,
héroes culturales. Estas tres categorías de seres míticos están entrelazadas y son
sincréticamente inseparables. El primer puesto, sin embargo, pertenece al
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protoantepasado de la estirpe, de la fratría, de la tribu, que puede ser imaginado también


como antepasado universal, en tanto que, en la conciencia de los miembros de la
comunidad primitiva, los límites de su tribu coinciden con los de la humanidad entera.
(Meletinski, 2001: 169)
Este tipo de culto acabó por situarse como base también para el culto a los
antepasados familiares, cuyos rituales se practicaban en privado. Así lo hallamos en las
culturas occidentales tanto de Oriente Próximo como de Europa, tal vez, como señala
Pierre Levêque (1997: 27-28), como culto principal (junto al dispensado a la tierra) en
las sociedades de cazadores-recolectores del Neolítico, con un carácter benéfico para el
grupo. Podemos determinar con certeza el arraigo de este culto en los sumerios y los
antiguos hebreos (Del Olmo, 1995: 297-305), los hititas (García Trabazo, 2002: 47), los
griegos (Levêque, 1997: 163), los romanos (Dumézil, 2000: 369-374) o en el mundo
babilónico, donde alcanzaba solo hasta la tercera generación (Sanmartín, 1993: 473-
487). Estos cultos destinados a los antepasados familiares alcanzan el culto comunitario
a los protectores de la comunidad entera, antepasados mitificados que deben proteger a
la comunidad en el aspecto de la abundancia agrícola y, en ocasiones, incluso en el
guerrero. Así, utilizando un arquetipo griego, podemos indicar que Deméter se
constituyó en un elemento aglutinador de ambas esferas: la de la cosecha y la humana,
la de la vida y la muerte, siempre con el trasfondo de la trasformación y regeneración de
la tierra (en paralelo con la existencia humana y su regeneración final en otra vida), lo
que se simbolizaba en el cultivo del grano sobre las tumbas, aparte de ser la responsable
del matrimonio y de las leyes, como base de la construcción social (Burkert, 2007: 218
y 328). La procedencia de estas funciones primitivas de Deméter (regeneración de la
tierra / regeneración de la vida) se halla en la diosa micénica Potnia, cuyas funciones
coinciden con varias diosas de los panteones próximo-orientales (Astarté, Inanna, Ištar,
Kybele...) (Laffineur y Hägg, 2001), cuyo origen cabe situar en el Paleolítico (las
“venus” agrarias).
Sin embargo, en el contexto del imaginario germano-nórdico, en el mundo celta
(que abarca diversas regiones de Europa y Oriente Próximo) los arqueólogos atestiguan
la conservación de cráneos (De Vries, 1984: 261-262), que, aun teniendo una posible
relación con otros depósitos de cráneos que podemos hallar en diferentes yacimientos
arqueológicos de Eurasia y de África, en ninguno de los casos (en un periodo que
comprende desde el Paleolítico hasta el Bronce) es posible considerar por su carácter
sacralizado, como señalan tanto Leroi-Gourhan como Ina Wunn (Leroi-Gourhan, 2008:
41-45. Wunn, 2012: 117-127). No obstante, en este mismo imaginario, los antiguos
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escandinavos sí parecen mantener en su religión una relación entre el mundo de los


vivos y el mundo de los muertos, al menos en las sociedades rurales (Boyer, 1994: 65).
Como veremos, en ese imaginario germano-nórdico (rastreable en la cultura celta),
resulta muy habitual el retorno de algunos individuos desde el más allá, para arrastrar
consigo a los vivos al mundo de ultratumba.
En cuanto a las culturas de Extremo Oriente, vamos a tomar la religión china
arcaica como modelo. En las dos principales culturas arcaicas chinas, la de la dinastía
Shang (desde el siglo XVI al X a.C.) y la de la dinastía Zhou (desde el siglo X al III
a.C.) aparece atestiguado el culto a los antepasados, aunque con algunas diferencias.
Mientras que la dinastía Shang inserta este culto entre las prácticas cultuales dedicadas a
las potencias naturales (el río Amarillo, la tierra, algunas montañas, los vientos, etc.),
aunque considerando el culto a los ancestros como una práctica religiosa central
(Cheng, 1997: 51), la dinastía Zhou parece haber primado el culto a los
protoantepasados guerreros, como reyes que protegen e inspiran en sus decisiones al
cabeza de familia (Gernet, 1970: 55. Cheng, 1997: 53). No obstante, el culto a los
ancestros se sitúa en una línea de continuidad a lo largo del tiempo que abarca ambas
dinastías, por encontrar sus raíces en ese culto prehistórico a los muertos, también
atestiguado en China. De este modo,
En tanto incluso que fenómeno religioso, el culto a los ancestros manifiesta el grupo de
parentesco como paradigma de organización social, y es sin duda por esta razón que, más
allá de su función propiamente religiosa, ha contribuido a la elaboración de una cierta
concepción del orden sociopolítico en China. (Cheng, 1997: 52)
Esta misma concepción de los ancestros la hallamos también en los pueblos
paleoasiáticos en Kamchatka y Siberia, por lo que la identidad de este culto arcaico
queda suficientemente justificado tanto en el ámbito europeo como en el asiático desde
las sociedades de cazadores-recolectores, del mismo modo que lo cultivaron los pueblos
de América tras las migraciones emprendidas desde Asia.

2. PARALELISMO Y POLIGÉNESIS EN LA REPRESENTACIÓN DE LA MUERTE EN LA

CULTURA CHINA ANTIGUA, LA AMÉRICA PRECOLOMBINA Y LA EUROPA MEDIEVAL.

Tras la cristianización de Europa, la cultura popular europea mantuvo restos de


ese culto ancestral a los muertos, junto a diferentes tradiciones donde los difuntos
desempeñaron un papel fundamental, sobre todo en el contexto del imaginario celta,
tanto en la Península Ibérica (Galicia) y en el norte de Italia, como en el norte de
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Francia y el dominio del imaginario germano-nórdico. En estos dominios de la antigua


cultura celta, convivieron elementos de la tradición prerromana junto a otros
procedentes de la doctrina cristiana, asimilada desde las lecturas litúrgicas y desde la
homilética. Pero esta doble fuente, la doctrinal y la popular, la docta procedente de los
teólogos y la folklórica que ocupaba el imaginario de los campesinos, acabó por
desembocar en una hibridación de imaginarios, lo que permitió que en un contexto ya
exclusivamente cristiano afloraran constantemente a lo largo y ancho de Europa
manifestaciones de la antigua cultura, por transmisión familiar y comunitaria. De este
modo, en el sistema simbólico de una comunidad cualquiera convivía la religión
cristiana con una concepción mágica de la realidad, con la visión de la sociedad como
una “comunidad de vivos y de muertos”, causada por la inexistencia de una separación
entre el hombre y la naturaleza (Gourevich, 1983: 13), tan habitual en las sociedades
agrícolas, como hemos visto. En el trasfondo de esa convivencia entre vivos y muertos
quizá se encuentre tanto el culto a los antepasados como esa dualidad de mundos
simétricos, donde la sociedad de los vivos se refleja en la de los muertos.
Buena muestra de esta concepción del mundo es la danza de los muertos (o de la
muerte) a lo largo de Europa, en cuya configuración medieval participaron tanto
actantes de procedencia cristiana como otros con un origen anterior al Cristianismo
(Martínez-Falero, 2012: 183-191). En determinadas festividades destinadas a los
muertos (en los funerales y en el día de los difuntos principalmente), en diferentes
lugares de Europa, se danzaba en el exterior de las iglesias, en donde se hallaba el
cementerio. En esa visión paralela de los dos mundos, las danzas de la superficie se
corresponderían con otras bajo tierra, como nos muestra la iconografía de esos
“esqueletos danzantes”, recogidos, por ejemplo, en el Liber Chronicarum (Schedel,
1493: 264-rº). La extensión de este tipo de danzas en los cementerios se tradujo en su
prohibición expresa en el primer texto doctrinal sobre el culto divino, el Rationale
divinorum officiorum de Guillaume Durand, en el siglo XIII (Durand, 1494: 7-rº/vº).
No obstante, existen en el imaginario celta y nórdico otros arquetipos de la
muerte: el Ankou en Normandía (muerto que sale de su tumba para arrastrar a los vivos
que encuentre a su paso) (Desfontaines, 2002), la Santa Compaña en Galicia (Lisón
Tolosana, 2004), la Caza Salvaje en varias regiones francesas (Lecouteux, 2012) o el
draugr islandés, ser corporal, cuyo “aspecto es horrible, su mirada es, especialmente,
devastadora” (Boyer, 1994: 25) y que encontramos en las sagas contenidas en las Eddas
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(encarnado en Fáfnir1). Estos muertos que salen de la tumba y que deambulan por los
campos en busca de vivos, a veces para arrastrarlos con ellos al trasmundo, poseen su
plasmación iconográfica, por ejemplo, en los frescos de la Totentanz de Lübeck, los de
las iglesias de Kermaria y Kermascleden, la Chapelle Royale de Dreux, las danzas de la
muerte italianas o las españolas del siglo XV, las ilustraciones de los libros de horas, o
la iconografía de la Danse macabre de Guyot Marchant (también del siglo XV), donde
se recogen los frescos del Cementerio de los Santos Inocentes de París (a partir del siglo
XIII) junto a los textos donde aparecen todos los estamentos sociales llamados por la
Muerte. De este modo, resulta ya evidente la hibridación del imaginario celta (de raíz
germánica) y del imaginario cristiano. Tanto en los textos como en las pinturas de ese
dominio celta, la muerte posee el género masculino, propio del imaginario de partida, lo
que aún encontramos en la iconografía alemana del Renacimiento; por ejemplo, en el
tópico iconográfico de “Das Mädchen und der Tod” (la doncella y la muerte), como
forma derivada de las danzas macabras (Wirth, 1979: 20-28); no obstante, en el sur de
Europa su género es el femenino, siguiendo la tradición latina.
Ahora bien, tras la epidemia de peste de 1348 todos estos arquetipos de la
muerte se vieron modificados, apareciendo los esqueletos como única representación.
Se trata de un “triunfo de la muerte”, que adquirió relevancia literaria e iconográfica. En
el terreno de la literatura, con esas danzas macabras que podemos hallar en la literatura
española (la Dança general de la muerte) y en la italiana, con el “Capitolo de la morte”
con que Jacopo Alighieri introdujo el canto séptimo del Infierno en la copia de la
Commedia que realizó para Guido da Polenta (Alighieri, 1852); y en I trionfi de
Petrarca, donde en el “Triumphus mortis” nos narra de manera alegórica la muerte de
Laura (Petrarca, 2003: 207-221). En la iconografía inicial, se sigue el modelo del
Apocalipsis (6, 8), representando la muerte como arquera (en literatura, esta imagen
corresponde a la Dança castellana), que en Italia coincide en el tiempo con la
representación de la muerte como “soberana del mundo”, pero representada por un
esqueleto, configurando así el tópico iconográfico del “Trionfo della Morte”, surgido en
paralelo al texto de Petrarca, pero sin influencia de lo literario sobre lo iconográfico (o
viceversa), pues el poeta italiano caracteriza su arquetipo de la muerte de manera muy
distinta (una mujer pálida, vestida de negro, de acuerdo con la iconografía de varias
iglesias del sur de Francia, al residir el poeta en Avignon). Así, mientras que en el

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Por ejemplo, en “Los dichos de Regin (Reginsmál)”: “Sígurd estaba siempre luego con Regin; éste le
contó a Sígurd que Fáfnir se encontraba en Gnitaheid en la forma de un dragón” (Lerate, 1986: 245).
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fresco de la iglesia de San Francesco (Lucignano), atribuido a Bartolo di Fredi, “Trionfo


della morte” (siglo XIV), podemos considerar esa fuente bíblica, en el Oratorio dei
Disciplini de Clusone (Bérgamo) son los esqueletos quienes adquieren todo el
protagonismo, lo que literariamente coincide con la Danse de Guyot Marchant. La
aparición de los esqueletos también se produjo en los monumentos funerarios franceses
a mediados del siglo XIV, evolucionando este arquetipo simbólico del siguiente modo:
el esqueleto yacente dio paso al esqueleto armado (de arco o de cerbatana o de espada)
en los triunfos de la muerte italianos, para restringir sus instrumentos característicos a la
lanza, la pala y la guadaña (Cementerio de los Santos Inocentes) y, a lo largo del siglo
XV, convertir solo la guadaña en su atributo específico, junto al carro tirado por bueyes,
cargado de cadáveres (para la representación en el siglo XV: Huizinga, 1988: 194-212).
Esta imagen, ya fijada en el imaginario occidental, pasará a los libros, los tratados de
emblemas o las iconologías. En el proceso cognitivo para representar la muerte de este
modo, ha primado la metonimia (el efecto por la causa), así como a través de la
metáfora se ha ido dotando a la muerte de unos instrumentos tradicionales de la tareas
agrarias, hasta desembocar en la guadaña como motivo iconográfico principal: la siega
metafórica de las vidas requiere del mismo instrumento que la siega del grano o el
forraje para el ganado, en un evidente procedimiento de traslación. Y junto a la
presencia del arquetipo, la danza como elemento consustancial al culto a los
antepasados, a los que se ofrecía comida, libaciones o en cuya memoria se practicaban
determinadas danzas.
Por su parte, como es sabido, los habitantes del continente americano proceden
de una serie de oleadas migratorias que comenzaron durante la última glaciación (hasta
hace unos 12.000 años), a través del Estrecho de Bering. Los estudios genéticos han
demostrado tres genotipos distintos en América, lo que nos indica una triple oleada,
procedente tanto de Siberia como, en dos periodos distintos, desde China; la última de
ellas una vez acabado el periodo glacial (Williams et al., 1985; Moreno-Mayar et al.,
2018)2. Por tanto, desde el Paleolítico Superior se produjo una transferencia simbólica
de un continente a otro, como parece deducirse del estudio de Eleazar Meletinski, al
comparar la simbología del cuervo entre la cultura asiática oriental y la americana
(Meletinski, 2001: 176-179). Este sistema simbólico de partida, unido a unos rituales
entre los que destaca el culto a los antepasados, se difundió a lo largo de las costas

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La genética se ha aplicado con éxito para el estudio de otros aspectos del estudio del imaginario, como
puede ser la transmisión de cuentos folklóricos (Bortolini et al., 2017).
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americanas, de Norte a Sur, como demuestra que sea rastreable tanto entre las tribus del
norte del Continente, como en Mesoamérica, alcanzando la cultura moche (guerrera,
con la divinización de los protoantepasados) o la cultura nazca, ligada a la agricultura,
ambas en territorio del actual Perú (Ramos Gómez y Blasco Bosqued, 1988: 70 y 86).
Posteriormente, se produjeron movimientos migratorios hacia el interior, poblando el
continente y difundiendo estos cultos originarios. No obstante, es necesario indicar que
el culto practicado en China durante el Paleolítico y transferido a América sufrió varios
cambios por su evolución autónoma, fruto de una transmisión oral de muchas
generaciones y a partir de las experiencias colectivas del grupo completo, lo que
condujo, obviamente, a un alejamiento progresivo de los modelos de origen, lo que
supuso una progresiva complejidad del culto, incluso prolongándolo en el tiempo más
allá de la duración de una práctica cultual concreta y ancestral en el contexto asiático.
Los pueblos mesoamericanos (náhuatl, mexica o azteca, en una sucesión
temporal que irá hibridando y perfeccionando el culto) alcanzaron un alto grado de
complejidad en las prácticas cultuales y en las formas simbólicas que les eran conexas,
estableciendo un cuádruple espacio para el ultramundo: el Mictlan, destinado a los
muertos de muerte natural, lugar presidido por Mitlaltecuhtli (dios de los muertos, que a
veces aparece en los pictogramas aztecas como un esqueleto que devora cadáveres o, en
la gran figura del Templo Mayor, como un muerto recién salido de la tumba), dios
andrógino como representación de la fertilidad (De la Garza y Nájera Coronado, 2002:
107); el Tlalocan, donde alcanzan la paz eterna quienes mueren por ahogamiento o por
un rayo: son los bienaventurados que han muerto tras estar en contacto con
Quetzalcoatl, dios de la fertilidad y deidad suprema del panteón azteca (Johansson,
2003: 168-172); el Tonatiuhichan, paraíso de los guerreros muertos en combate y de las
mujeres muertas en el parto (consideradas también como guerreras), quienes se
transforman posteriormente en diferentes animales, generalmente voladores, como
explica fray Bernardino de Sahagún en su Historia General de las cosas de la Nueva
España (Códice florentino, libro III, cap. 3):
Los que así morían después de cuatro años, se volvían hermosas aves, colibríes, pájaros
sagrados, amarillos con plumas negras, mariposas blancas, mariposas –plumas,
mariposas, jícara– olla. Libaban las flores en todas partes y venían a la tierra a libar todo
tipo de flores: equimitl “hojas de colorín”, tzompancuahuitl “colorines”, xiloxóchitl
“cabello de ángel”, tlazoxiloxóchitl “colliandra”. (Johansson, 2003: 173)
Esta idea de la regeneración tras la muerte aparece asociada en el imaginario
maya a los ciclos naturales, a los que no era ajeno incluso el dios del inframundo, al que
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se presentaban ofrendas como dios ctónico y cíclico, para que permitiera el nacimiento
de una nueva cosecha (De la Garza y Nájera Coronado, 2002: 109). Finalmente, el
último espacio del trasmundo es el Cincalco o lugar de reposo de los niños, que eran
enterrados frente al granero, relacionando su breve ciclo vital con el del maíz
(Johansson, 2003: 174).
En este contexto es donde cabe situar el culto a los antepasados, que reposan o
en el Mitlan o en el Tonatiuhichan. La divinización de los ancestros fue una práctica
común en los pueblos mesoamericanos, sobre todo por su carácter comunitario, como
fundamento de la cohesión social:
La idea de un ancestro divinizado, que aparece como el vértice de un grupo territorial, no
era en efecto ajena a las antiguas representaciones prehispánicas que confluían en las
antiguas tradiciones nahua, maya y zapoteca. En esta última, el culto a los ancestros de la
nobleza era sumamente generalizado durante los primeros años de la Colonia, al grado
que los cronistas de la época confundieron las imágenes de los difuntos venerados con
“ídolos” de “dioses”. (Mendoza, 2005: 33)
Este proceso de divinización de los ancestros fue progresivo y, en el periodo
maya, alcanzó su culminación en el siglo V , recibiendo este antepasado mitificado el
nombre de k'uhulajaw, “señor sagrado” del territorio de una comunidad (De la Garza y
Nájera Coronado, 2002: 203). La fiesta más importante dedicada a los muertos estaba
unida al ciclo agrícola y estaba dividida en dos fases: entre los meses de Toxcatl y el de
Izcalli (de febrero a abril), y una segunda en el mes de Quecholli (entre el 20 de octubre
y el 8 de noviembre). Se trataba, respectivamente, de la “Fiesta grande de los muertos”
(Huey Miccailhuitl) y la “Fiesta de los muertecitos” (Miccailhuitontli), dedicada a los
niños muertos, en la que, en ambos casos, se les presentaban ofrendas tales como
tamales, flores e incienso y nopal (para los sahumerios), y se prolongaban, respecto de
los familiares difuntos, durante los cuatro años que tardaban en blanquear los huesos,
que era el periodo que duraba el viaje del espíritu hasta el más allá (Johansson, 2003:
189. Mendoza, 2005: 34). Este lugar del inframundo forma parte del imaginario
mesoamericano precolombino hasta el punto de ser citado en un poema transcrito por
los españoles:
¡Águilas y tigres!
Uno por uno iremos pereciendo,
ninguno quedará.
Meditadlo, oh príncipe de Huexotzinco,
aunque sea jade,
aunque sea oro,
también tendrá que ir
al lugar de los descarnados. (León-Portilla, 2005: 199)
12

Junto a estas ofrendas, el ritual constaba de comida y libaciones y de unas


danzas y juegos, que cruzaban el continente en este contexto del culto a los muertos.
Christian Feest lo sitúa también en el Norte de América, con danzas y juegos (entre los
iroqueses, los algonquinos y otros grupos tribales) en una celebración que duraba diez
días y en la que se establecía una jerarquía de muertos muy similar a la de los náhuatl o
los mayas, pues también se distingue un culto a los guerreros y a las mujeres muertas
durante el parto respecto del resto de difuntos (Feest, 1986: 31-32).
Estas danzas, en el caso de los grupos mesoamericanos, poseen un marcado
carácter alegórico, que no ha perdido hoy, pues los danzantes se cubren con
indumentarias que sugieren los esqueletos, lo que también hallamos en el imaginario
chino y en el europeo (a partir del siglo XVI, en determinadas conmemoraciones
religiosas o profanas) (Massip y Kovács, 2004: 148). Estos danzantes, que, en la
religión china arcaica y en la americana precolombina, representan a los antepasados
que vuelven en un retorno benéfico para la comunidad (visitando las casas del poblado
para traer la abundancia), suponen, tanto en lo cultual como en lo textual, un evidente
caso de paralelismo.
Frente a esta presencia benéfica de los muertos, representados por danzantes
vestidos de esqueletos en China y América, en la Europa medieval su aparición o bien
proviene de un temor ancestral a los muertos (como sucedía también en Mesopotamia 3)
o bien sirve de vehículo, ya cristianizado, para la doctrina, como podemos encontrar en
la Edad Media en la Leyenda de los tres vivos y los tres muertos, difundida inicialmente
por el norte de Italia y Francia y con manuscritos a partir de 1280 (según el texto
recogido por Baudoin de Condé) (Infantes, 1997: 92-97); o, ya en el siglo XV, en
diversos Ars bene moriendi, como por ejemplo el Aye mémoire de la mort de Guyot
Marchant, con ese esqueleto que sale de su tumba para invitar a seguir los
mandamientos (1495: aii-rº).
Esta diferencia entre el sentido de la representación de los muertos que vuelven
desde el más allá (simbolizados en todos los casos por los esqueletos) en la Europa
medieval frente al sentido de esta representación en la China arcaica y la América
precolombina supone un ejemplo de poligénesis, ya que se trata de una coincidencia
formal (los esqueletos) pero no existe una relación semántica entre esta representación

3
“Por otra parte, como ocurre en muchos países y a lo largo de todos los tiempos, no se podía evitar el
temor a los muertos, a los que se imputaban numerosas fechorías tristes, dolorosas o desesperantes;
digamos, de pasada, que en Mesopotamia se atribuía a su intervención un cierto número de
«enfermedades mentales»“ (Bottéro, 2001: 135).
13

simbólica perteneciente al imaginario europeo (un muerto cualquiera que trae la


desgracia; luego, que trae la doctrina al conocer los secretos de la vida eterna) respecto
de las formas simbólicas empleadas en la China arcaica y su paralelo americano (el
antepasado benefactor). No cabe suponer que el culto a los antepasados (fijado desde el
Paleolítico y rastreable en todas las culturas) conllevara el símbolo del esqueleto, pues
no aparece este símbolo en otras culturas, ni en el ámbito indoeuropeo ni en el semita,
donde hemos indicado la concurrencia de ese culto.

3. CONCLUSIONES.

A lo largo de las páginas anteriores hemos ido estableciendo las bases del
imaginario etno-religioso y su proyección en la literatura a través de las formas
simbólicas (asumiendo el ‘mito’ como un símbolo complejo, marcado por su
narratividad, lo que permite su fácil trasferencia a los textos literarios [Huet-Brichard,
2008: 42-44]), tanto en las culturas antiguas como en la Europa medieval, la China
arcaica y la América precolombina en torno al concepto de 'paralelismo' y el de
'poligénesis'. En el caso del paralelismo, y dejando a un lado los elementos
diferenciadores de ambos ámbitos geográficos, que suponen una evidente adaptación al
medio, podemos definir una serie de rasgos comunes, partiendo de las sociedades
agrarias del Paleolítico Superior y del Neolítico, que les servirían de sustrato a esta
tradición del culto a los muertos. En primer lugar, los procedimientos cognitivos por
analogía que permiten identificar los ciclos existenciales con los ciclos naturales, lo que
supondría una comprensión de la muerte a partir de experiencias cotidianas. En todos
los casos estudiados, se trata de sociedades eminentemente agrícolas, por lo que el
paralelismo simbólico nos vendría dado por tratarse de unas condiciones sociohistóricas
parecidas, con las diferencias etnológicas marcadas por los diferentes hábitats y por las
evoluciones históricas. En segundo, el culto a los antepasados (divinizados, mitificados)
se nos muestra como elemento de cohesión social en las distintas comunidades, sea en
un contexto guerrero, sea en el agrícola, pues esos protoantepasados fueron quienes
proporcionaron el poder o los medios de producción, dando lugar a diferentes relatos
transformados e integrados posteriormente en textos literarios. En tercer lugar, los
procedimientos de metonimia (el efecto por la causa) ha sido el mecanismo cognitivo
para la representación de esos antepasados o de esos muertos que permanecen, de un
modo u otro, ligados a la comunidad.
14

Ello nos conduce a considerar unas relaciones constatables semánticas y


sintácticas (formales), aparte de socioculturales, para establecer el 'paralelismo';
mientras que solo se trata de una conexión formal (sintáctica, desde el análisis
semiótico), pero no semántica, en el caso de la 'poligénesis', con una posible relación en
cuanto a coincidencias socioculturales (las sociedades agrarias, por ejemplo), donde
esas formas simbólicas se han producido, recogiéndose en la iconografía y la literatura.
Un caso aparte, al tratar la poligénesis, podría ser la coincidencia formal con
ciertos elementos semánticos. Para este supuesto, podemos citar el mito indonesio de
Hainuwele, que Adolf Jensen recogió en las Molucas en los años 30'. Hainuwele,
doncella sacrificada por la comunidad durante una danza ritual, luego desmembrada y
enterrada, se reencarna cada año, trayendo la cosecha 4 (el fruto del cocotero o los
tubérculos, según las regiones) y los útiles para la supervivencia (machetes, platos, etc.),
ha sido relacionada con Prometeo (Jensen, 1951: 107-112; y 1963), en tanto que dador
del fuego para permitir la supervivencia de ser humano; con Perséfone (Kerényi, 2003:
16-18), en tanto que los frutos de la tierra nacen como resultado de una doncella
sepultada; o incluso –apuntamos nosotros– con el mito de Osiris, si consideramos la
desmembración como origen de la fertilidad, de acuerdo con el relato del culto mistérico
egipcio (Cashford, 2009). Si rechazamos una supuesta conexión migratoria entre Grecia
o Egipto e Indonesia, barajada por Kérenyi (2003: 148), puesto que no hay lugar a
dudas sobre el origen de los habitantes de esta región (proceden del Sureste Asiático, sin
otros genotipos) (Soares et al., 2011), estas coincidencias se reducen a unos mitemas 5
muy concretos en el relato del mito de Hainuwele. Dicho de otro modo, existen algunas
coincidencias formales pero no suficientes como para establecer un paralelismo
evidente, por lo que cabría hablar en este caso de poligénesis, producida en una
sociedad eminentemente agrícola, a causa de haberse generado un relato mítico que
puede tener (por azar) mitemas compartidos con otros mitos de otras sociedades
agrícolas, lo que cabe atribuir, en cualquier caso, a partir de unos procedimientos
cognitivos compartidos.
Sin duda, estos procedimientos cognitivos y su manifestación en las culturas
humanas, con la evolución y la hibridación de sistemas, o las relaciones acausales entre
actantes de sistemas simbólicos de diferentes culturas, nos demuestran que nuestro
mundo actual no es muy distinto de otras culturas que a lo largo de la historia (desde el
4
Para una versión completa de este mito: Jensen y Niggemeyer, 1939: 59-64. Prager, 2005: 113-114.
5
Utilizo aquí ‘mitema’ como cada una de las frases mínimas particulares en que se descompone el relato
de un mito, según la definición de Claude Lévi-Strauss (1974: 241-265).
15

origen de nuestra especie) han obtenido una serie de respuestas a cuestiones


profundamente humanas y las han simbolizado a través de diferentes manifestaciones
culturales. En el fondo no somos distintos: lo realmente distinto es la cobertura cultural
con que intentamos comprender lo profundamente humano o el mundo que nos rodea.

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