Poligénesis y Paralelismo
Poligénesis y Paralelismo
Poligénesis y Paralelismo
UNIVERSAL.
(encarnado en Fáfnir1). Estos muertos que salen de la tumba y que deambulan por los
campos en busca de vivos, a veces para arrastrarlos con ellos al trasmundo, poseen su
plasmación iconográfica, por ejemplo, en los frescos de la Totentanz de Lübeck, los de
las iglesias de Kermaria y Kermascleden, la Chapelle Royale de Dreux, las danzas de la
muerte italianas o las españolas del siglo XV, las ilustraciones de los libros de horas, o
la iconografía de la Danse macabre de Guyot Marchant (también del siglo XV), donde
se recogen los frescos del Cementerio de los Santos Inocentes de París (a partir del siglo
XIII) junto a los textos donde aparecen todos los estamentos sociales llamados por la
Muerte. De este modo, resulta ya evidente la hibridación del imaginario celta (de raíz
germánica) y del imaginario cristiano. Tanto en los textos como en las pinturas de ese
dominio celta, la muerte posee el género masculino, propio del imaginario de partida, lo
que aún encontramos en la iconografía alemana del Renacimiento; por ejemplo, en el
tópico iconográfico de “Das Mädchen und der Tod” (la doncella y la muerte), como
forma derivada de las danzas macabras (Wirth, 1979: 20-28); no obstante, en el sur de
Europa su género es el femenino, siguiendo la tradición latina.
Ahora bien, tras la epidemia de peste de 1348 todos estos arquetipos de la
muerte se vieron modificados, apareciendo los esqueletos como única representación.
Se trata de un “triunfo de la muerte”, que adquirió relevancia literaria e iconográfica. En
el terreno de la literatura, con esas danzas macabras que podemos hallar en la literatura
española (la Dança general de la muerte) y en la italiana, con el “Capitolo de la morte”
con que Jacopo Alighieri introdujo el canto séptimo del Infierno en la copia de la
Commedia que realizó para Guido da Polenta (Alighieri, 1852); y en I trionfi de
Petrarca, donde en el “Triumphus mortis” nos narra de manera alegórica la muerte de
Laura (Petrarca, 2003: 207-221). En la iconografía inicial, se sigue el modelo del
Apocalipsis (6, 8), representando la muerte como arquera (en literatura, esta imagen
corresponde a la Dança castellana), que en Italia coincide en el tiempo con la
representación de la muerte como “soberana del mundo”, pero representada por un
esqueleto, configurando así el tópico iconográfico del “Trionfo della Morte”, surgido en
paralelo al texto de Petrarca, pero sin influencia de lo literario sobre lo iconográfico (o
viceversa), pues el poeta italiano caracteriza su arquetipo de la muerte de manera muy
distinta (una mujer pálida, vestida de negro, de acuerdo con la iconografía de varias
iglesias del sur de Francia, al residir el poeta en Avignon). Así, mientras que en el
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Por ejemplo, en “Los dichos de Regin (Reginsmál)”: “Sígurd estaba siempre luego con Regin; éste le
contó a Sígurd que Fáfnir se encontraba en Gnitaheid en la forma de un dragón” (Lerate, 1986: 245).
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La genética se ha aplicado con éxito para el estudio de otros aspectos del estudio del imaginario, como
puede ser la transmisión de cuentos folklóricos (Bortolini et al., 2017).
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americanas, de Norte a Sur, como demuestra que sea rastreable tanto entre las tribus del
norte del Continente, como en Mesoamérica, alcanzando la cultura moche (guerrera,
con la divinización de los protoantepasados) o la cultura nazca, ligada a la agricultura,
ambas en territorio del actual Perú (Ramos Gómez y Blasco Bosqued, 1988: 70 y 86).
Posteriormente, se produjeron movimientos migratorios hacia el interior, poblando el
continente y difundiendo estos cultos originarios. No obstante, es necesario indicar que
el culto practicado en China durante el Paleolítico y transferido a América sufrió varios
cambios por su evolución autónoma, fruto de una transmisión oral de muchas
generaciones y a partir de las experiencias colectivas del grupo completo, lo que
condujo, obviamente, a un alejamiento progresivo de los modelos de origen, lo que
supuso una progresiva complejidad del culto, incluso prolongándolo en el tiempo más
allá de la duración de una práctica cultual concreta y ancestral en el contexto asiático.
Los pueblos mesoamericanos (náhuatl, mexica o azteca, en una sucesión
temporal que irá hibridando y perfeccionando el culto) alcanzaron un alto grado de
complejidad en las prácticas cultuales y en las formas simbólicas que les eran conexas,
estableciendo un cuádruple espacio para el ultramundo: el Mictlan, destinado a los
muertos de muerte natural, lugar presidido por Mitlaltecuhtli (dios de los muertos, que a
veces aparece en los pictogramas aztecas como un esqueleto que devora cadáveres o, en
la gran figura del Templo Mayor, como un muerto recién salido de la tumba), dios
andrógino como representación de la fertilidad (De la Garza y Nájera Coronado, 2002:
107); el Tlalocan, donde alcanzan la paz eterna quienes mueren por ahogamiento o por
un rayo: son los bienaventurados que han muerto tras estar en contacto con
Quetzalcoatl, dios de la fertilidad y deidad suprema del panteón azteca (Johansson,
2003: 168-172); el Tonatiuhichan, paraíso de los guerreros muertos en combate y de las
mujeres muertas en el parto (consideradas también como guerreras), quienes se
transforman posteriormente en diferentes animales, generalmente voladores, como
explica fray Bernardino de Sahagún en su Historia General de las cosas de la Nueva
España (Códice florentino, libro III, cap. 3):
Los que así morían después de cuatro años, se volvían hermosas aves, colibríes, pájaros
sagrados, amarillos con plumas negras, mariposas blancas, mariposas –plumas,
mariposas, jícara– olla. Libaban las flores en todas partes y venían a la tierra a libar todo
tipo de flores: equimitl “hojas de colorín”, tzompancuahuitl “colorines”, xiloxóchitl
“cabello de ángel”, tlazoxiloxóchitl “colliandra”. (Johansson, 2003: 173)
Esta idea de la regeneración tras la muerte aparece asociada en el imaginario
maya a los ciclos naturales, a los que no era ajeno incluso el dios del inframundo, al que
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se presentaban ofrendas como dios ctónico y cíclico, para que permitiera el nacimiento
de una nueva cosecha (De la Garza y Nájera Coronado, 2002: 109). Finalmente, el
último espacio del trasmundo es el Cincalco o lugar de reposo de los niños, que eran
enterrados frente al granero, relacionando su breve ciclo vital con el del maíz
(Johansson, 2003: 174).
En este contexto es donde cabe situar el culto a los antepasados, que reposan o
en el Mitlan o en el Tonatiuhichan. La divinización de los ancestros fue una práctica
común en los pueblos mesoamericanos, sobre todo por su carácter comunitario, como
fundamento de la cohesión social:
La idea de un ancestro divinizado, que aparece como el vértice de un grupo territorial, no
era en efecto ajena a las antiguas representaciones prehispánicas que confluían en las
antiguas tradiciones nahua, maya y zapoteca. En esta última, el culto a los ancestros de la
nobleza era sumamente generalizado durante los primeros años de la Colonia, al grado
que los cronistas de la época confundieron las imágenes de los difuntos venerados con
“ídolos” de “dioses”. (Mendoza, 2005: 33)
Este proceso de divinización de los ancestros fue progresivo y, en el periodo
maya, alcanzó su culminación en el siglo V , recibiendo este antepasado mitificado el
nombre de k'uhulajaw, “señor sagrado” del territorio de una comunidad (De la Garza y
Nájera Coronado, 2002: 203). La fiesta más importante dedicada a los muertos estaba
unida al ciclo agrícola y estaba dividida en dos fases: entre los meses de Toxcatl y el de
Izcalli (de febrero a abril), y una segunda en el mes de Quecholli (entre el 20 de octubre
y el 8 de noviembre). Se trataba, respectivamente, de la “Fiesta grande de los muertos”
(Huey Miccailhuitl) y la “Fiesta de los muertecitos” (Miccailhuitontli), dedicada a los
niños muertos, en la que, en ambos casos, se les presentaban ofrendas tales como
tamales, flores e incienso y nopal (para los sahumerios), y se prolongaban, respecto de
los familiares difuntos, durante los cuatro años que tardaban en blanquear los huesos,
que era el periodo que duraba el viaje del espíritu hasta el más allá (Johansson, 2003:
189. Mendoza, 2005: 34). Este lugar del inframundo forma parte del imaginario
mesoamericano precolombino hasta el punto de ser citado en un poema transcrito por
los españoles:
¡Águilas y tigres!
Uno por uno iremos pereciendo,
ninguno quedará.
Meditadlo, oh príncipe de Huexotzinco,
aunque sea jade,
aunque sea oro,
también tendrá que ir
al lugar de los descarnados. (León-Portilla, 2005: 199)
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“Por otra parte, como ocurre en muchos países y a lo largo de todos los tiempos, no se podía evitar el
temor a los muertos, a los que se imputaban numerosas fechorías tristes, dolorosas o desesperantes;
digamos, de pasada, que en Mesopotamia se atribuía a su intervención un cierto número de
«enfermedades mentales»“ (Bottéro, 2001: 135).
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3. CONCLUSIONES.
A lo largo de las páginas anteriores hemos ido estableciendo las bases del
imaginario etno-religioso y su proyección en la literatura a través de las formas
simbólicas (asumiendo el ‘mito’ como un símbolo complejo, marcado por su
narratividad, lo que permite su fácil trasferencia a los textos literarios [Huet-Brichard,
2008: 42-44]), tanto en las culturas antiguas como en la Europa medieval, la China
arcaica y la América precolombina en torno al concepto de 'paralelismo' y el de
'poligénesis'. En el caso del paralelismo, y dejando a un lado los elementos
diferenciadores de ambos ámbitos geográficos, que suponen una evidente adaptación al
medio, podemos definir una serie de rasgos comunes, partiendo de las sociedades
agrarias del Paleolítico Superior y del Neolítico, que les servirían de sustrato a esta
tradición del culto a los muertos. En primer lugar, los procedimientos cognitivos por
analogía que permiten identificar los ciclos existenciales con los ciclos naturales, lo que
supondría una comprensión de la muerte a partir de experiencias cotidianas. En todos
los casos estudiados, se trata de sociedades eminentemente agrícolas, por lo que el
paralelismo simbólico nos vendría dado por tratarse de unas condiciones sociohistóricas
parecidas, con las diferencias etnológicas marcadas por los diferentes hábitats y por las
evoluciones históricas. En segundo, el culto a los antepasados (divinizados, mitificados)
se nos muestra como elemento de cohesión social en las distintas comunidades, sea en
un contexto guerrero, sea en el agrícola, pues esos protoantepasados fueron quienes
proporcionaron el poder o los medios de producción, dando lugar a diferentes relatos
transformados e integrados posteriormente en textos literarios. En tercer lugar, los
procedimientos de metonimia (el efecto por la causa) ha sido el mecanismo cognitivo
para la representación de esos antepasados o de esos muertos que permanecen, de un
modo u otro, ligados a la comunidad.
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