Relato Posmoderno Versus Moderno

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Universitat Autònoma de Barcelona

Departamento de Filología Española


Doctorado en Filología Hispánica

Análisis textual y discursivo de dos


relatos del posmodernismo mexicano
en la segunda mitad del siglo XX

Nuevas fronteras del género a través de la


experimentación intertextual y metaficcional

Mauricio Zabalgoitia Herrera

Trabajo de investigación dirigido por:


Dra. Amparo Tusón Valls y
Dra. Helena Usandizaga Lleonart

Barcelona, 2008
1
Índice

Introducción..............................................................................................................3

1. Posmodernidad, posmodernismo y “lo posmoderno”..........................................7

1.1. Definición y delimitación de los términos........................................................7


1.2. De la modernidad a la posmodernidad............................................................15
1.3. Modernidad, posmodernidad y posmodernismo en Latinoamérica y su
literatura............................................................................................................25

2. Fredric Jameson: de la parodia al pastiche.........................................................42

3. Resumen de las categorías del posmodernismo.................................................52

4. Lauro Zavala y la arqueología del relato posmoderno.......................................57

4.1. El relato clásico, premoderno, realista............................................................60


4.2. El relato moderno, anti-realista.......................................................................63
4.3. El relato del posmodernismo y la presentación de realidades textuales..........67

5. La intertextualidad y la metaficción: dos prácticas discursivas privilegiadas en


el posmodernismo.............................................................................................71

5.1. De la generalidad al relato mexicano..............................................................71


5.2. Hacia un modelo de análisis de la intertextualidad propuesto por Lauro
Zavala...............................................................................................................85

6. Análisis del relato “Vals de Mefisto” de Sergio Pitol........................................92

7. Análisis del relato “Anticipación” de Juan García Ponce................................105

8. Conclusiones. La experimentación intertextual y metaficcional: nuevas


fronteras del género relato..............................................................................122

9. Bibliografía.......................................................................................................133

2
Introducción

“¿Fracasaron nuestros pueblos? Más exacto


sería decir que las ideas filosóficas y
políticas que han constituido la civilización
occidental moderna han fracasado entre
nosotros”.
Octavio Paz, Fundación y disidencia.

El presente trabajo de investigación nace a partir de una serie de inquietudes teóricas


y temáticas que en principio, y de manera general, se desprenden de la noción de
“posmodernidad” en la realidad histórica, sociocultural y discursiva del mundo
contemporáneo. Es evidente que desde hace ya varios años la idea de que las artes,
como formas privilegiadas de comunicación (y entre ellas la literatura), han
“superado” o “transgredido” una “modernidad” o un “periodo moderno”, es una
preocupación que ha interesado a multitud de críticos, teóricos y académicos. Ahora
bien, tras décadas de definiciones, estudios preliminares y discusiones
interdisciplinarias, la “posmodernidad”, ligada a una serie de realidades humanas y en
casi todas sus manifestaciones discursivas y de comunicación, ha venido a convertirse
en un tema, un modo y hasta en una determinada forma de comprender aquello que
acontece en el mundo real y, por ende, en los mundos ficcionales.

De este modo, en el ahora, es posible hablar de una “época posmoderna” en la


que se distingue una “posmodernidad” –de carácter político y económico— y un
“posmodernismo” –con practicas nuevas o simplemente distintas en todos los
procesos de comunicación artísticos y en muchos de los procesos que involucran la
noción de textualidad—. Así como la discusión y cuestionamiento de todo lo anterior
a partir de un universo teórico cada día más “interdisciplinario” que se ocupa
(mediante variadas perspectivas y heterogéneos métodos) de “lo posmoderno”. Ahora
bien, si existe un “término” (“enfoque”, “perspectiva”, “visión”) que sea capaz de
“englobar” toda esta serie de preocupaciones, prácticas y realidades, éste sería, sin
duda, el de discurso. Y aquí es donde aparece otra de las motivaciones, que bajo la
forma de un “eje” semiótico, sustenta los objetivos y objetos de este trabajo de
investigación: el “discurso” se presenta como la “finalidad” y el “medio” de cualquier
labor de “interpretación de sentido” relacionado con aquellos artefactos que

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utilizamos para definirnos, comprendernos y comunicarnos. Así, en un amplio
sentido, y con todo lo que conlleva en cuanto a realidades lingüísticas, semánticas,
pragmáticas; pero también culturales, históricas filosóficas; como “sistema de formas
de pensamiento”, de redes de “significados” que alcanzan la dimensión de una serie
de “estrategias” (de “superestructuras”) que representan la manera en la que
“narramos”, “pensamos”, “argumentamos” y “representamos” el mundo, el estudio de
la cualquier forma de literatura “posmoderna” es un estudio de formas de “discurso”.

Por ello, la idea inicial de una aproximación a fenómenos de “lo posmoderno”


siempre tuvo implicaciones (o motivaciones) “discursivas” y más allá de la
generalidad (todas las manifestaciones textuales de un probable periodo
“posmoderno” en México), en esta primera parte decidí abocarme a un “código” de
comunicación privilegiado (el literario) y al que considero uno de sus géneros
narrativos más alegóricos, simbólicos y connotativos, en esa suerte de significación
por omisión y brevedad: el relato. Ya aquí puede verse “una” forma de
posmodernidad y a través de “una” manifestación humana específica. Pero incluso
teniendo esto “claro”, el proceso para llegar a la identificación de esa serie de rasgos
“discursivos” y “textuales” que resultaron ser los “temas” y “motivos” del presente
trabajo (estoy hablando de la “intertextualidad” como marco general de la
“metaficción” y otra serie de fenómenos textuales destacados como “lo
intergenérico”, el uso del “pastiche” y la “superposición de códigos literarios”) me
llevó a un gran número de posturas, propuestas y puntos de vista que en las siguientes
páginas he intentado sintetizar, comprender, organizar e interpretar. Como es lógico,
muchos aspectos –todos de gran valor teórico o descriptivo—se han quedado “ahí”
para un “uso” posterior en lo que será la segunda parte de este trabajo: el de un
análisis de formas textuales de comunicación y de “discursos” de la posmodernidad
mexicana, más allá de los lindes de la ficción.

Pero por el momento lo importante es mencionar que la labor ya realizada ha


permitido la propuesta de un “modo” de aproximación a un tipo determinado de
literatura –el del género relato posterior al moderno en México— que combina
enfoques y visiones de gran valor (desde la generalidad de autores dedicados a
desentrañar la realidad discursiva, pasando por los “precursores” del estructuralismo,
la narratología y la semiótica literaria, hasta llegar a propuestas específicas, novedosas

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y recientes, como las de Lauro Zavala). En este sentido, espero que la “lectura”,
“uso”, “combinación” e “interpretación” que he realizado de una serie de
herramientas y definiciones pueda utilizarse en análisis y labores críticas posteriores,
ya sea de esta clase de relatos o, lo que considero todavía más necesario, de textos
más recientes. Viéndolo así, creo que este tipo de “aproximaciones” formales debe
funcionar como precedente para que una posmodernidad (la mexicana) muy distinta a
la del resto del mundo (y a la del resto de relatos del mundo, a pesar de una poderosa
intertextualidad), altamente experimental y cada vez más escéptica e irónica, sea
debidamente interpretada y comprendida. Finalmente, cuando nos acercamos a la
comprensión de las formas más complejas de comunicación de nuestra sociedad, nos
acercamos un poco más a la comprensión de nosotros mismos y de lo que nos
acontece.

Hasta aquí: “posmodernismos mexicanos”, “relatos” y “fenómenos de


discurso”; pero no todos. Ya sea desde el eje temático “modernidad / posmodernidad”
en Latinoamérica (y todos los aspectos que esto conlleva, como se verá); desde
perspectivas más bien literarias –de estilo, retóricas, semióticas—; desde aspectos de
“discursividad” ligados a fenómenos filosóficos, psicológicos y cognitivos de la
realidad mexicana o hispanoamericana o desde aspectos teóricos de lo que se podría
llegar a denominar una “ciencia del texto posmoderno” (producto de la lingüística del
texto, el análisis del discurso, la narratología, etc.), la perspectiva de análisis de
muchos más fenómenos textuales y discursivos se presenta como una labor
interesantísima que será llevada a cabo como complemento a este primer
acercamiento.

Por el momento, sólo creo conveniente el agregar que dentro de los “terrenos”
que aquí se fueron centrando como temáticos “de primer orden” y “centrales”, todavía
muchos más aspectos, prácticas, recursos y nociones pudieron haberse profundizado.
Como se podrá apreciar, una lectura interdisciplinaria y dedicada a interpretar y
comentar factores de un tipo de relato que es siempre yuxtaposición, hibridación,
juego y superación textual “abre” un montón de senderos que podrían llegar a ser
temas de trabajos de investigación en sí mismos. Tomemos lo que viene a
continuación como una visión “panorámica”; aunque clara, estructurada y con la
capacidad de revelación de algunas verdades, claro está, de la “discursividad

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literaria”.

Entonces, puedo decir que a la cuestión principal que me preocupaba: la de la


existencia de una literatura posmoderna mexicana con formas, rasgos y practicas
específicas, puedo responder que en lo relativo al género relato, sus fronteras se han
visto “superadas” y “renovadas” a partir de la práctica de dos rasgos de gran valor
experimental: la intertextualidad y la metaficción, que como bases discursivas de
toda otra serie de procesos que en la lectura global de este trabajo podrán apreciarse,
destacan en las creaciones, acaso representativas y prefigurativas, de dos grandes
autores: Sergio Pitol y Juan García Ponce, en los inicios de los años 1980.

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1. Posmodernidad, posmodernismo y “lo posmoderno”.

1.1. Definición y delimitación de los términos.

Ya desde la segunda mitad del siglo XX el término “postmodernidad”, y todos sus


derivados, con o sin la “t”, en referencia a un periodo histórico, a prácticas discursivas
o artísticas, a cuestiones económicas o sociológicas, a giros en la filosofía o en la
crítica y teorías de la literatura, se encontraba agotado, vacío y había ido perdiendo
sentido, significación. En pocas palabras, era un término nada o poco convincente.
Aun así, en el ahora, faltando poco para que finalice la primera década del nuevo
siglo, el término “posmodernidad” y sus variantes semánticas, sigue utilizándose para
nombrar obras, pensamientos, realidades, prácticas y comportamientos de la
humanidad.

Ahora, al tratarse de un término francamente polémico, con significados varios


e intencionalidades que cambian de una disciplina a otra y entre los distintos autores,
considero conveniente el partir de una breve explicación en la que se manifieste de
qué manera y bajo qué reglas semánticas utilizaré los términos ligados a la
“posmodernidad” de aquí en adelante y a lo largo del presente trabajo de
investigación y análisis. Para lograr este cometido, es necesario partir de definiciones
generales que luego irán siendo acotadas a través de las propuestas teóricas de
distintos autores, con el objetivo y finalidad de aproximarme al fenómeno que aquí
interesa: manifestaciones literarias y ficcionales del posmodernismo mexicano. De
este modo, partiré de la generalidad, la posmodernidad como marco histórico y
discursivo occidental, para llegar a la particularidad de prácticas textuales que poseen
en su estructura procedimientos de posmodernismo.

Steven Connor, en la entrada destinada al “posmodernismo” incluida en el


Diccionario de teoría crítica y estudios culturales, lleva a cabo una delimitación de
los términos que resulta bastante clarificadora. Para este autor, el “posmodernismo”
designa una serie de aportaciones al arte, la cultura y la literatura en la segunda mitad
del siglo XX, cuyo punto de referencia y de partida serían las diversas formas de

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Modernism 1 que florecieron en las artes y la cultura de Europa en la primera mitad del
mismo siglo. Como veremos más adelante, este enfoque se enmarca dentro de la
noción del posmodernismo como una cierta forma de “superación” del Modernism.
Para Connor, los distintos diagnósticos del posmodernismo se han extendido a casi
todas las formas artísticas y todas las áreas de las disciplinas humanas y sociales; sin
embargo, “… la idea de la emergencia de una reacción posmodernista frente a un
movimiento moderno anterior ha tendido a tener su forma más nítida y fuerte en
aquellas áreas en las que el Modernism ha sido claramente definido: arquitectura,
artes visuales y literatura” (Connor, 1996: 528). En el caso de la literatura, habla de
cómo teorías como la de Ihab Hassan se centran en la idea de que la energía
revolucionaria de las formas previas al Modernism se habían “esclerosado” durante el
siglo XX en procedimientos artísticos convencionales y formas institucionales
respetables. Hassan ofrece, según Connor, descripciones de los modos en los que el
posmodernismo literario “emerge” y “supera” ese Modernism ahora
institucionalizado. Esta idea será profundamente explorada a lo largo del presente
trabajo.

Ahora, si el posmodernismo es la suma de una serie de aportaciones y


prácticas artísticas, la posmodernidad, en cambio, es concebida como un marco
discursivo en el que se estudian distintos aspectos de dicha transformación en cultura,
economía y política, principalmente. “Posmodernidad significa el corte o
transformación radical de los modos de la modernidad social, económica y política
que han predominado en la mayor parte de las naciones industriales de Occidente
desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX”. (Connor, 1996: 529).
Aquí, encontramos tesis y teorías destacadas que se sitúan como reacción,
continuación o “contra”. Por ejemplo, Daniel Bell y Las contradicciones culturales
del capitalismo (1976); Baudrillard y su serie de escritos desde 1960, enfocados a
criticar el concepto de economía como articulador de diferentes teorías sociales;
David Harley y La condición de la posmodernidad (1989), en donde concibe a ésta
como resultado de la intensificación de distintas fuerzas de transformación; Fredric
Jameson y su crítica de la posmodernidad como renovación o superación, entre otros
tantos. (Connor, 1996: 529). Como se podrá observar, las aportaciones de Jameson

1
Utilizo el término “Modernism” para diferenciarlo del movimiento literario hipanoamericano llamado
“Modernismo” y encabezado por Rubén Dario.

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resultarán bastante adecuadas para la realización del trabajo de interpretación y
análisis de textos literarios que aquí se pretende llevar a cabo.

Para Connor, entonces, la serie de reflexiones interdisciplinarias que conllevan


un tipo de “escritura” teórica especifica, y que, principalmente, dentro de la llamada
teoría literaria tienen esa “escritura” misma como objeto, se agrupan bajo “lo
posmoderno”. Así, “escritura” y “reflexión” son vistos como procedimientos que
abordan la posmodernidad o el posmodernismo como objeto. (Connor, 1996: 529). En
este nivel, podemos situar la crítica del posmodernismo, de la posmodernidad y de lo
posmoderno (como una forma determinada de metacrítica). A grandes rasgos,
tenemos los trabajos del Barthes postestructuralista; las aportaciones de Foucault en
cuanto a la construcción de un discurso teórico sin límites académicos y
particularmente interdisciplinario, así como su noción de discurso no como un fin,
sino como un medio para analizar lo social/cultural; las ideas de Derrida –sobre todo a
partir de la publicación de De la gramatología (1967)—y la llamada
“Deconstrucción”; la aplicación de esta última al sistema de conocimiento
norteamericano por parte de De Man; Lyotard y la publicación del célebre “La
condición postmoderna” (1979), o Terry Eagleton y sus textos especialmente críticos
con todo lo relacionado con la posmodernidad y el postestructuralismo y un largo
etcétera de discursos de autores que en las próximas líneas serán comentados en
cuanto a su importancia en lo que aquí me preocupa .

Tras establecer esta delimitación de los términos que servirá como punto de
partida, es pertinente agregar que es común dividir la posmodernidad en tres marcadas
nociones, dependiendo de su área de influencia: como un periodo histórico
(difícilmente delimitable), como una actitud filosófica, y como una serie de prácticas
artísticas, a veces bajo la forma de movimientos artísticos, lugar en el que entrarían el
uso de determinados recursos retóricos, narrativos, estructurales, estilísticos,
ficcionales, textuales y lingüísticos, en cierta producción literaria de la segunda mitad
del siglo XX. Y más allá de los límites de la enunciación literaria misma, este
“posmodernismo” narrativo en muchas ocasiones mantendrá relaciones directas con
ese periodo histórico –la posmodernidad—y con la visión del mundo, la historia
misma y el sistema del conocimiento humano occidental –lo posmoderno—.

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Para matizar esta división, que para muchos autores resultaría ciertamente
arbitraria, pero que aquí destacamos por una finalidad práctica, recurriré a algunas
definiciones y reflexiones acerca del término, y sobre todo, de su uso. Alfonso De
Toro, académico muy prolífico en fenómenos textuales de la posmodernidad
hispanoamericana, expresa esa confusión y falta de solidez en cuanto a lo que denota
el término “postmodernidad” y sus características como sistema. Para él, a pesar de un
diluvio de publicaciones, altamente discutido, tanto dentro de una disciplina
determinada como en la semiótica general de la cultura, existen tan variadas tesis
como autores que se han manifestado al respecto. De este modo, el término se ha
convertido con el tiempo en una “… metáfora poco convincente, en una idea fija, que
se encuentra en todos los campos” (De Toro, 1991: 460). Esto ha causado lo que De
Toro llama una “Babilonia” que en cierto sentido impide una discusión seria, y ha
conducido a que autores pertenecientes a siglos tan lejanos (haciendo referencia a
Jameson y Eco, por ejemplo) se les califique de postmodernos “… tales como
Aristóteles y Rabelais, Cervantes y Gracián, Sterne y Baudelaire, Artaud y Joyce,
Beckett y Borges, Heiβenbüttel y Norman Mailer, Vonnegut y A. Robbe- Grillet,
como así últimamente también la novela hispanoamericana en su totalidad, y no
olvidemos a Nietzsche y Heidegger, Lyotard y Vattimo, U. Eco y muchos otros” (De
Toro, 1991: 463). Ante esta aparente “confusión”, y en referencia a un marco
histórico en el que la noción “posmodernista” parece tener varios principios y
definiciones que van desde posturas sociológicas hasta económicas, De Toro
establece que se puede hablar de una posmodernidad histórica que comienza
desarrollare durante los años 70 con los movimientos pacifistas, con el movimiento
político-ecológico, la perestroika, hasta llegar a la desintegración de los sistemas
estalinistas de Europa del este (De Toro, 1991: 463). Sin duda esta delimitación
resulta interesante, ya que establece varios puntos de partida y con un carácter más
bien discursivo. Bastante claro queda que la idea de una “posmodernidad” está fijada,
aquí, en la transformación de las realidades modernas. Ahora bien, y para aterrizar
más esta propuesta, De Toro, en un intento más por llevar a cabo una periodización,
ahora del posmodernismo, menciona que se puede fijar el comienzo en 1960 con
trabajos y obras de Sontag, Fiedler, Barth, Warhol, Sukenick, Mailer, Klinkowitz,
Riesman, Gehlen, Etzioni, Touraine, Foucault, Derrida, Pevsner, Venturi, etc. En una
segunda etapa, propuestas e ideas de autores entre 1970 y 1979 como Baudrillard,
Bell o Jencks. Y hasta una posible tercer etapa, que daría inicio a partir de 1979, y que

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estaría aún vigente, la cual incluiría textos de Robbe-Grillet, Duras, Eco, J. Marías,
Montalbán, Azúa, Lyotard, Vattimo, Baudrillard, Bell y Klotz. (De Toro, 1991: 464).
No tengo como finalidad en este trabajo el desglosar cada una de estas teorías,
discursos y obras, además, como puede observarse, se refieren a disciplinas, campos y
artes bastante heterogéneos. Muchos de los nombres aquí mencionados volverán a
aparecer en las siguientes líneas en el caso específico de que se relacionen con el
objetivo principal de este trabajo, es decir, el rastrear, identificar, comentar e
interpretar procedimientos y mecanismos del posmodernismo literario, en relatos
enunciados en la segunda mitad del siglo XX, en México, así como establecer
relaciones entre los elementos textuales de los mismos con la posmodernidad como
marco contextual.

Por el momento seguiré “delimitando” los términos. Para Mauro –y con una
dirigida reflexión hacia la literatura latinoamericana—, el posmodernismo, como
fenómeno histórico, surge en condiciones específicas con el advenimiento de la
sociedad postindustrial y en paralelo a la globalización económica, así, se constituye
en un rasgo pertinente de la cultura, y por ello, tanto Baudrillard, como Lyotard y
Jameson sostienen que dicho discurso posmoderno es una reflexión que intenta pensar
la cultura contemporánea a partir de la II Guerra Mundial, y dentro del marco de la
llamada “crisis de las humanidades” (Mauro, 2007: 56). Sin embargo es en las
aportaciones de Fredric Jameson y en una introducción realizada por Josep Picó en
donde he podido encontrar pistas mucho más concisas, así como aportaciones
específicas para la posterior realización de la labor de análisis e interpretación textual.

Fredic Jameson, al inicio del artículo “Posmodernismo y sociedad de


consumo”, incluido en la compilación de textos relacionados con la posmodernidad
que Hal Foster encargó a distintos autores en 1983, ofrece una serie de nombres de
artistas y escritores, más allá del marco académico, teórico o filosófico, que en el
inicio de la década de los ochenta, según él, podían ser considerados como creadores
posmodernos, sobre todo, por poseer en sus prácticas artísticas lo que Jameson llama
“pastiche” y “parodia”, los dos recursos o fenómenos bajo los que articula su texto.
Esto resulta bastante clarificador, ya que está presentando una serie de trabajos reales,
enunciados, publicados y “recibidos” por un público.

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Entonces, Jameson parte de la idea de que el rechazo que recibe el concepto de
“posmodernismo” radica en gran parte en el hecho de que en realidad se
“desconocen” las obras reales que este concepto “cubre”. De este modo, nombra
como primer ejemplo la poesía de John Ashbery, así como la poesía “conversacional”
que surge en los años setenta en contra de la poesía del Modernism. En la
arquitectura, las distintas reacciones en contra de los monumentales edificios del
llamado “Estilo Internacional”: los edificios “pop” y los “cobertizos” decorados y
celebrados por Robert Venturi en su manifiesto “Learning from Las Vegas” (1977,
controvertida publicación que celebraba la arquitectura ordinaria y común de Las
Vegas Strip). La lista continúa con Warhol y el “fotorrealismo” en el arte. En cuanto a
la música, hace referencia al trabajo experimental de John Cage y a la síntesis de
modelos clásicos y modernos en Philip Glas (aquí podemos destacar Akhnaten de
1983) y Terry Riley. Incluso incluye el punk y el rock de la “nueva ola”,
mencionando a los Clash, los Talking Heads y The Gang of Four. En cuanto al cine,
incluye “todas” las producciones de Godard al igual que “toda una serie de películas
comerciales o de ficción, que tienen su equivalente en novelas contemporáneas”,
obras como las de William Burroughs, Thomas Pynchon e Ishmael Reed, o la “nueva
novela francesa”. (Jameson, 1983: 168). Los autores aquí mencionados, entonces,
sirven como ejemplos para ilustrar, de manera no formal, lo que Jameson considera
obras que llevan a cabo prácticas de recursos de un determinado “posmodernismo”.

De la lista anterior Jameson saca algunas conclusiones interesantes, como la


aseveración de que la obra de la mayor parte de los “posmodernistas” que él
menciona, aparece como una forma de “reacción específica” contra las formas
establecidas del Modernism superior, “... contra este o aquel modernismo superior
dominante que conquistó la universidad, el museo, la red de galerías de artes y las
fundaciones”. (Jameson, 1983: 169). Esto lo incluye directamente en la serie de
autores que conciben la posmodernidad como un proceso que “reacciona” ante un
estado anterior: el del Modernism. Un apunte que hace Jameson resulta bastante
aleccionador en cuanto a la caducidad de los discursos artísticos: habla de aquellos
estilos “anteriormente subversivos y polémicos”, como el expresionismo abstracto, la
“gran” poesía moderna de Pound, Eliot o Wallece Stevens, el ya mencionado Estilo
Internacional, representado por Le Corbusier, Frank Lloyd Wrigt y Mies Van Der
Rohe, la música de Stravinsky o la literatura de Joyce, Proust y Mann. La obra de

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estos personajes, que “... nuestros abuelos consideraron escandalosos o chocantes,
para la generación que llega a las puertas de los años sesenta constituyeron lo
establecido, el enemigo; muertos, asfixiantes, canónicos, reificados monumentos que
uno ha de destruir para hacer algo nuevo”. (Jameson, 1983: 169). Lo anterior
establece una conclusión bastante significativa: habrá tantas formas diferentes de
posmodernismo así como “modernismos superiores” existieron, en el sentido de que
los primeros son reacciones específicas en “contra” de los segundos. Ahora, un
aspecto también observado por Jameson es el hecho de que estas “diferencias” no
facilitan la tarea de definir –o describir—el posmodernismo como un todo coherente,
dado que “... la unidad de este nuevo impulso –si es que la tiene—no se da en sí
misma, sino en el mismo modernismo que trata de desplazar” (Jameson, 1983: 170).

Un aspecto importante que Jameson introduce en este punto es el relativo a


una erosión de la antigua distinción entre cultura superior y cultura popular o de
masas, lo que él define como el segundo rasgo de esta lista de posmodernismo. Esta
“erosión” se da cuando se difuminan algunos límites o separaciones clave entre un
tipo de cultura y otra. Aspecto, que como bien hace ver Jameson, resulta ciertamente
alarmante o “perturbador” desde el punto de vista académico, ya que con la aparición
de estos posmodernismos, se cuestionan los intereses creados por parte de élites
universitarias y académicas de preservar un ámbito de alta cultura que se contrapone
al “medio circundante” de gusto prosaico, por decir: “... lo ostentosamente vulgar y el
kitsch, de las series de televisión y la cultura del Reader´s Digest”, por ejemplo.
(Jameson, 1983: 170). Y es que precisamente muchos de los rasgos de esa cultura
popular es lo que ha fascinado a “estos” posmodernos. Jameson habla de “... ese
paisaje de publicidad y moteles, los desnudos de Las Vegas, los programas de
variedades y las películas hollywoodenses de la serie B, de la llamada paraliteratura”
(Jameson, 1983: 170). Ahora, un aspecto inequívoco, y que marca un clarísimo modo
de cambio o transformación entre lo moderno y los posmodernismos es el hecho de
que ya no “citen” dichos “textos”, como lo hicieron Joyce o Mahler, sino que los
autores los incorporan como parte sustancial de la obra hasta el grado de que ya no es
tan sencillo trazar una línea entre el arte superior y las formas comerciales.

Este ejemplo es también traslado al campo de la llamada “teoría


contemporánea”. Jameson habla de cómo hasta hace unos años (antes de la década de

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los ochenta), aún se podía hablar de discursos específicos, como sistemas, dentro del
saber filosófico del tipo: los sistemas de Sartre, la fenomenología, la obra de
Wittgensein, la filosofía analítica, etc. Además, estos discursos, podían diferenciarse
claramente de otras disciplinas académicas, por decir: la ciencia política, la
sociología. En el ahora, apunta Jameson, se da “una clase de escritura”, llamada
vagamente “teoría” “... que es toda o ninguna de esas cosas a la vez” y “… esta nueva
clase de discurso, generalmente asociado a Francia y la llamada teoría francesa, se
está extendiendo y señala el final de la filosofía como tal. Por ejemplo, ¿hay que
llamar a la obra de Michel Foucault filosofía, historia, teoría social o ciencia
política?” (Jameson, 1983: 170). Este tipo de “escritura” es lo que aquí denominamos
“lo posmoderno”. Además, introduce una distinción importante en cuanto a la manera
en la que utilizará el término “posmodernismo”. Este “uso apropiado” conlleva el
hecho de que no es “… sólo otra palabra para la descripción de un estilo particular. Es
también, al menos tal como yo la utilizo, un concepto periodizador cuya función es la
de correlacionar la emergencia de nuevos rasgos formales en la cultura con la
emergencia de un nuevo tipo de vida social y un nuevo orden económico, lo que a
menudo se llama eufemísticamente modernización, sociedad postindustrial o de
consumo, la sociedad de los medios de comunicación o el espectáculo, o el
capitalismo multinacional”. (Jameson, 1983: 170).

Jameson sitúa el inicio de este “periodo” posmoderno, enmarcado dentro de la


historia del capitalismo, desde el boom en EUA a finales de los años cuarenta y
principios de los cincuenta. En Francia, por otro lado, tras el establecimiento de la
llamada “Quinta República” en 1958. Y de manera más general, habla de cómo los
años sesenta se distinguen como un periodo “trasnacional” clave, dentro del cual el
“nuevo orden internacional” (neocolonialismo, la revolución verde, la información
electrónica y los ordenadores) se manifiesta en un juego de contradicciones internas y
resistencias externas. Ahora, antes de adentrarnos en las reflexiones que el mismo
Jameson lleva a cabo en cuanto al posmodernismo y la literatura –así como las de
otros autores que he seleccionado—, tal vez sea pertinente el detenernos un poco y
retornar ideas más generales que servirán para comprender mejor el paso de la
modernidad a la posmodernidad dentro de un marco discursivo más amplio.

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1.1. De la modernidad a la posmodernidad.

Carlos García-Bedoya, en su artículo “Posmodernidad y narrativa en América


Latina”, habla de que es posible englobar dos grupos en el conjunto de enfoques
propuestos en torno a la posmodernidad (lo que él prefiere ligar con el término en
inglés Postmodernism). En el primero se pueden incluir aquellos que la conciben
como un periodo, mientras que en el segundo a aquellos que la definen como una
corriente. Para él, están los que verían la posmodernidad como una manifestación
cultural del “fin de la historia” o del “fin de las ideologías”, actitud que para él sólo
pretende “echar una cortina de humo” sobre la conflictividad que “signa a nuestra
época”, algo que sin duda es bastante discutible; pero veamos lo que este autor
considera como elementos claros de posturas que perciben la posmodernidad como un
periodo, es decir, como “... el gran quiebre que marca el fin del proyecto de la
Modernidad”, en la línea de Habermas.

En este enfoque se trata de concebir la historia como un proceso lineal


progresivo que se dirige hacia la realización de determinados objetivos de naturaleza
social, política, ideológica, etc. Algunos de los cuales identifican el fin de la
modernidad con el capitalismo y la consiguiente afirmación de una determinada
“sociedad postindustrial”, dentro de la cual las luchas sociales no son el resultado de
la oposición entre trabajo y capital, sino que son conflictos de orden cultural, religioso
y psíquico (aquí está citando a Octavio Paz, quien en la teorización de temas del
posmodernismo resulta bastante polémico para otros autores). Entonces, para
determinar su aceptación de la idea del posmodernismo como un fenómeno
estrechamente ligado al capitalismo, recurre a la idea de Jameson que define el
Postmodernism como la lógica cultural dominante de lo que será un “capitalismo
tardío”.

Por otra parte, están aquellos discursos que conciben la posmodernidad como
una cierta “corriente”, es decir, el discurso de “aquellos” que comprenden el
posmodernismo como una forma de pensamiento vinculada a lo que se ha dado en
llamar el “fin de las metanarrativas” características de la modernidad, y con el
rechazo de aquellos discursos heredados del racionalismo. Aquí entran los

15
denominados “postestructuralistas” como Barthes, Foucault, Derrida y Lyotard,
(García-Bedoya) “aquellos” que se han aproximado a “lo posmoderno” como
“escritura”, como “reflexión”.

Dentro de este mismo enfoque, García-Bedoya distingue a los que definen el


posmodernismo como una corriente “estética”, que no es otra cosa que una
prolongación del “vanguardismo”. Para él, Lyotard, por ejemplo; pero también otros
autores que lo conciben como una corriente estética “diferente” a la del Modernism y
sus vanguardias, como John Barth, escritor de ficción que hizo las veces de “crítico”.
Citando a Eco, expresa una tercera variante que ve en este Postmodernism una
“constante artística suprahistórica”, que no se puede delimitar cronológicamente, y
que es más bien un tipo de “categoría espiritual”. Aquello de que cada época puede
tener su posmodernismo / posvanguardismo.

Volviendo un poco atrás, a la definición de modernidad, de las opciones,


tendencias y variantes citadas, García-Bedoya parece decantarse por la idea de
“modernidad” en Habermas, es decir, como la “lógica cultural” que se “impone” tras
consolidarse el modo de producción capitalista como hegemónico en los países más
avanzados de occidente. Ahora, siguiendo aún a Habermas, la modernidad es todavía
un proyecto inconcluso: “... sus promesas liberadoras se han visto frustradas por la
vigencia de una razón instrumental, que ha impuesto una lógica de opresión,
explotación, alineación, deshumanización y destrucción” (García-Bedoya: 1993: 5)
(Habermas, con su teoría de la “razón comunicativa” propone el rescate de este
proyecto). Y en este punto, con ayuda de Jameson, establece una interesante relación
de conceptos: “Desde este punto de vista, el Postmodernism no sería otra cosa que la
lógica cultural del capitalismo tardío, es decir, una dominante cultural que no excluye
la presencia de otras vertientes de distinta naturaleza, pero en condición subordinada.
El Modernism, entonces, sería la lógica cultural de la fase previa del capitalismo, la
imperialista”. (García-Bedoya: 1993: 6).

La idea final, tras estas reflexiones, en García-Bedoya, es que el


“postmodernism” o “postvanguardia” no es ni una escuela artística, ni una corriente
del pensamiento, sino un “espacio cultural” en tensión, históricamente determinado,
dentro del que actúan diversas “fuerzas culturales” que están “subordinadas a la

16
hegemonía de una dominante cultural”. Aunque como es evidente, una conclusión de
esta índole puede resultar ciertamente incómoda, para fines prácticos, esta noción
resulta bastante funcional ya que se relaciona directamente con una idea que más
adelante exploraré: aquella de que no hay literaturas posmodernas, sino lecturas
posmodernas de las mismas.

Por su parte, Josep Picó en su introducción a la serie de textos de finales de los


ochenta y compilados por él mismo en el libro Modernidad y Postmodernidad,
expresa “… que si la década de los sesenta nos deparó la polémica sobre el
Positivismo en la confrontación Popper-Adorno, y la de los setenta la de la Teoría
Crítica y la Hermenéutica, esta vez encabezadas por Habermas y Gadamer, en los
ochenta se estaba asistiendo a un nuevo debate teórico en torno a la condición
posmoderna” (Picó, 1988: 13), lo que para él era sinónimo de una crítica de la
modernidad. Y es que para este autor, y tras una minuciosa revisión de los textos de
David Frisby, Habermas, Andreas Huyssen, Hal Foster, entre otros compilados, el
ámbito de este debate se enmarca en una conciencia generalizada del agotamiento de
la razón, ya sea por su incapacidad para abrir nuevas vías de progreso humano como
por su debilidad teórica para otear lo que se avecina. Así, “... en política asistimos al
final del Estado del Bienestar y a la vuelta a posiciones conservadoras de economía
monetarista, en ciencia presenciamos el boom de las tecnologías... en arte se ha
llegado a la imposibilidad de establecer normas estéticas válidas y se difunde el
eclecticismo que, en el campo de la moral, se traduce en la secularización sin
fronteras de los valores...”. (Picó, 1988: 14).

En este punto, Picó busca los “ejes geográficos” de este nuevo territorio del
pensamiento que resulta altamente especulativo e interdisciplinar. Dichos ejes son la
suma de procedimientos e ideas del postestructuralismo francés, la teoría crítica
alemana y la literatura artística americana. En lo personal creo que esta última tendrá
que ser descrita con mucho mayor profundidad en el marco teórico del presente
trabajo, ya que sin duda, tanto ideas filosóficas y culturales de algunos autores de la
segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos, como procedimientos específicos
aplicados por estos en textos de carácter ficcional, resultan bastante clarificadores de
lo que podríamos concebir como un posmodernismo literario. Siguiendo con las
reflexiones de Picó, es necesario agregar su preocupación, la cual comparto, en cuanto

17
a que no es fácil reflexionar sobre un tema que se desarrolla tanto en el campo del arte
y la literatura como en el de la comunicación y la filosofía (Picó, 1998: 14). La razón
de esta “aparente” mezcla de discursos, fines, problemas y temas, Picó la encuentra en
el punto en el que los lenguajes en las ciencias sociales, después de la II Guerra
Mundial, se multiplicaron y escaparon cada vez más a un denominador común,
volviéndose las posibilidades formales en el arte infinitas, complicando entonces su
teorización.

Según Picó, en la década de los ochenta se entra en un “terreno oscuro” en el que


las seguridades se pierden y los conceptos se hacen “resbaladizos”; con esto quiere
decir que se llega a una cierta “unanimidad del rechazo”, a la negación del camino
dejado atrás y surge la imposibilidad de ponerse de acuerdo en el futuro, puesto que
todo es ya presente. La posmodernidad se presenta así como un discurso de “varias
lecturas”, por ejemplo: “la secularización de toda norma”, sea estética, científica o
moral, el cambio en las categorías espacio-temporales, o el politeísmo de los
lenguajes. Entonces, para él, la primera tarea ambiciosa de este nuevo panorama
teórico-discursivo es el lograr un determinado “consenso unitario” (Picó, 1988: 14).

Pero, ahora, ¿qué es la modernidad para Picó? ¿Cómo la define un autor que
percibe lo posmoderno como un cierto “terreno oscuro”? Para Picó, la modernidad (o
“proceso histórico de modernización”), se presentó desde sus inicios como el
“proceso emancipador” de la sociedad, ya sea desde la vertiente burguesa como desde
su aparentemente contraría crítica marxista. De este modo, la primera se “nutrió” de
los postulados de la revolución francesa, las doctrinas sociales del liberalismo inglés y
del idealismo alemán, y la segunda nace con la economía política de Marx y se
extiende por todo el neomarxismo hasta la teoría crítica alemana (punto en el que
coincide ampliamente con Terry Eagleton, como veremos más adelante). Entonces,
para la “razón ilustrada burguesa”, la modernidad es la salida del hombre a su
“madurez”, la llegada a su mayoría de edad, y es también un tipo de filosofía que
reclama la “libertad individual” y el derecho a la igualdad ante la ley contra la
opresión estamental. Para esta razón ilustrada, la tarea de la modernidad es la
construcción de un mundo inteligible en el que la razón institucionalice el juego de las
fuerzas políticas, económicas y sociales en base a un supuesto "libre contrato" entre
seres iguales. Aquí, el estado sólo tendrá un papel de árbitro conciliador entre el

18
interés particular y universal (Picó, 1988: 15).

Pero en el otro extremo, se encuentra la crítica marxista que ve en la razón


burguesa un fracaso que se pone de manifiesto a lo largo de los siglos XIX y XX en
todos los aspectos “deshumanizadores” y “alienantes” de la sociedad capitalista (lo
que da pie a la economía política de Marx). Picó hace ver cómo para Marx la visión
hegeliana del Estado moderno, definido como la “manifestación más alta de la razón”,
es una formulación ideológica, una reconciliación entre el universal y el particular,
pensada, pero no real. (Picó, 1988: 15). Desde esta perspectiva marxista, dicha “razón
burguesa” estaba plagada de contradicciones y era portadora por igual de progreso y
destrucción. Así, la tarea del marxismo era hacer visibles estas contradicciones para
después “hacerlas explotar” para reconstruir entonces la futura emancipación de la
sociedad. (Picó, 1988: 15).

Fue así como muchos autores comenzaron a sospechar acerca de ambas


emancipaciones. Por poner un ejemplo: Weber, dentro de la construcción del estado
alemán, a pesar de que continúa concibiendo el proceso histórico de modernización
como un proceso progresivo de “racionalización”. Y es que para Weber, por una
parte, el crecimiento de la razón instrumental no conduce a una realización concreta
de la libertad universal sino a la creación de una “jaula de hierro” de racionalidad
burocrática de la cual nadie puede escapar. Es necesario agregar que Weber no
consideró el socialismo como una alternativa viable a la sociedad capitalista, ya que
para él escondía la misma “semilla”. (Picó, 1988: 16). Por su parte, los miembros de
la Escuela de Frankfurt “afrontan”, por un lado, la crítica de la razón ilustrada, cuya
última expresión es el “Estado fascista” y, por el otro, el fracaso del sujeto histórico,
la revolución de octubre, haciendo ver que el esfuerzo de Kant por fundar la ética
solamente en la racionalidad práctica era tan erróneo como el énfasis excesivo que
Marx otorga al trabajo como la fuerza de autorrealización humana. (Picó, 1988: 16).
Tras este panorama discursivo / teórico, Adorno (en conjunto con Horkheimer) lleva a
cabo un esfuerzo analítico conceptual en contra de ambas tendencias “reificadoras”,
en un intento por superar la dicotomía idealismo-materialismo. Para Picó, la
incapacidad de “praxis” de esta teoría llevó a Adorno a refugiarse en lo estético (único
discurso en el que se presenta un conocimiento no “reificado”, ya que ahí se “revela”
la irracionalidad y el carácter falso de la realidad existente) (Picó, 1988: 16).

19
Un ejemplo mucho más influyente que se sitúa frente al “proyecto de la
emancipación humana”, como bien podríamos entender la “modernidad” y que emana
como una clara consecuencia del optimismo de las filosofías iluministas de la historia,
es el de la “decadencia”, “vitalismo” y “nihilismo” en las ideas de Nietzsche. Picó se
centra en lo que llama un segundo periodo del discurso de Nietzsche, mismo que va
desde Humano, demasiado humano hasta La gaya ciencia. Según él, es ahí en donde
este filósofo mejor expresa cómo lo que “nosotros” llamamos “mundo” es el resultado
de una enorme cantidad de errores y fantasías, surgidas poco a poco en la historia de
la evolución de los seres orgánicos. Y agrega, citando textualmente al autor: “De este
mundo de la representación la ciencia sólo puede en realidad liberarnos en pequeña
medida en cuanto que no puede quebrantar esencialmente el poder de antiquísimos
hábitos de la sensación”. A lo que Picó agrega que no puede, en realidad, conducirnos
más allá de la apariencia, a “la cosa en sí”, que ante todo es “... digna de una carcajada
homérica” (Picó, 1988: 17). Entonces, esta cantidad de errores y fantasías constituyen
un universo de “prejuicios morales” que Nietzsche intenta deconstruir,
comprendiendo la moralidad, en un sentido globlal, como el sometimiento de la vida a
valores “pretendidamente trascendentales que tienen raíz en la vida misma” (Picó,
1988: 17). Ahora, el primer, y más fundamental y representativo de estos errores de la
moral, consiste en creer que puedan existir “acciones morales”. Es decir, las acciones
que en las sociedades primitivas fueron el resultado de una “utilidad común”
sufrieron un tipo determinado de transformación en las sociedades siguientes, por
otros motivos: “... por miedo o por respeto a quienes las exigían o recomendaban, o
por costumbre, ya que desde la infancia las habían visto a su alrededor, o por
benevolencia, ya que cumplirlas creaba por todas partes alegría y rostros de
asentimiento, o por vanidad, ya que eran elogiadas. Tales acciones, en las que el
motivo principal, el de la utilidad, se ha olvidado, se llaman luego morales: no, tal
vez, porque se cumplen por esos otros motivos, sino porque no se cumplen por
utilidad consciente” (Picó, 1988: 17). Esta crítica de los errores de la metafísica ha
conducido a Nietzsche, agrega el autor, a desconfiar de las visiones globales del
mundo y a negar el reconocimiento de una racionalidad histórica. ¿No es esta una
lectura posmoderna de la historia y su discurso?

Así, podemos resumir la “tarea” de Nietzsche como un “desmenuzamiento” y

20
análisis de la genealogía moral que conlleva un cierto proceso de “deconstrucción”,
adelantándonos al término, que busca dejar al descubierto lo que Picó llama “una
concha vacía”. Así, lo que puede entenderse como el “fenómeno del hombre
moderno” ha llegado a ser “una apariencia” por completo y “... no se hace visible en
lo que representa, sino que más bien se oculta tras esta representación” y “En la tarea
de deconstrucción de los resultados de la moral, la metafísica y la religión, se erosiona
también ese lugar de posible seguridad que es la interioridad del yo. El «mundo
verdadero» acaba convirtiéndose en una fábula” (Picó, 1988: 18). Ese concepto de
“fabulación” de lo real, en muchos textos literarios se convierte en un tema central, en
un elemento articulador de la trama.

Como un pequeño esbozo, que servirá sólo de guía o punto de partida para la
posterior reflexión acerca de los procedimientos posmodernos que en la práctica
literaria se materializan, se pueden incluir a tres autores, que según Picó, reflejan las
contradicciones entre la “razón ilustrada” y la “crisis de la modernidad” como
discurso unificador y globalizante: Baudelaire, Simmel y Benjamín, bajo algunos
“puntos en común”, a pesar de pertenecer a líneas diferentes del pensamiento y el arte.
Entonces, Picó expresa que “su” centro de atención fue la experiencia discontinua del
espacio, el tiempo y la causalidad, vistos como transitorios, fugaces y fortuitos o
arbitrarios para la experiencia humana, experiencia tal que se refleja en la
“inmediatez” de las relaciones sociales, incluidas aquellas que se establecen con el
ambiente social y físico de la metrópolis y con el pasado.

En Baudelaire, si se parte de su noción de modernidad de “--«modernité, c´est le


transitoire, le fugitif, le contingent, la moitie de l´art, dont l ´autre moité est l´eternel
et l´inmuable»--“ , “…entonces el objeto de estudio no está determinado meramente
por una forma particular de ver la vida moderna, sino por el modo nuevo de
experimentar una realidad social nueva”. (Picó, 1988). En Baudelaire, lo “eterno” se
manifiesta en lo “transitorio”, en lo temporal, ya que “toda” nuestra originalidad es
fruto de las huellas que “el tiempo” imprime en nuestras sensaciones. Picó agrega que
esta dialéctica entre lo “transitorio” y lo “eterno”, que puede sustraerse de la estética
de Budelaire, fue trasladada por algunos teóricos sociales de la modernidad a las
dimensiones de la misma vida social: “El pintor de la vida moderna concentra su
visión y energía sobre el momento pasajero y fugaz, y sobre la sugestión que contiene

21
la moda, la moral y las emociones de la vida. La vida aparece como un fascinante
show, como un sistema de brillantes apariencias, el gran escaparate de la moda, el
triunfo de la decoración y el diseño. El héroe, el protagonista de todas esas pompas se
encarna en la figura del dandy” (Picó, 1988: 19); sin embargo, es importante recalcar
una dialéctica que en la figura histórica y discursiva que Baudelaire encarna, enfrenta
dos corrientes: por un lado esa visión “utópica” que establece una afinidad natural
entre la modernización material y la espiritual, contra “otra” que se opone, negando
de este modo el progreso.

Por otra parte, los “fragmentos fortuitos de la realidad” son el motivo del análisis
de Simmel. Para él, los “hilos invisibles” de la realidad son la clave del análisis
contemporáneo de la misma. Dichos “hilos” se manifiestan en diversas “imágenes
momentáneas” o fotos instantáneas (a la manera de una teoría cortaziana del relato) de
la vida social moderna. Aquí, “...la unidad de estas investigaciones descansa en la
posibilidad de encontrar en cada uno de los detalles de la vida la totalidad de su
significado” (Picó, 1988: 20). “La vida como un show”, la “negación del progreso”,
los “hilos invisibles” que manejan la realidad: ¿No son estos temas recuperados por el
aliento posmoderno?

Por otro lado, entre los logros teóricos que se le reconocen a Benjamin, ese
polémico filósofo alemán, es el de haber “descifrado los significados del espacio
social”, ya que su análisis de la modernidad se enfocó sobre el “... intento ambicioso
de reconstruir la prehistoria de la modernidad en su Passagenwerk”, obra póstuma de
W. Benjamin a la que él no dio ni título ni estructura, “... a base de imágenes
dialécticas que tomaban como punto de partida los fragmentos de esa realidad”. (Picó,
1988: 20). La obra mencionada por Picó es un intento de reconstruir, bajo los
principios de un método que recuerda al de ciertas vanguardias artísticas, un
determinado “objeto histórico” cuando es captado en el espejo de una ciudad, París.
Misma que es “investigada” a partir de los que podrían considerarse como sus
elementos más secundarios: la moda, el juego, el coleccionismo, las galerías, etc. Es
decir, los “fragmentos” de la cultura europea del siglo XIX. Pensemos en la labor
“semiológica” que posteriormente llevó a Cabo el Barthes de Mytologhies que en su
etapa de “estructuralista conservador”, como lo ha llamado Terry Eagleton, analiza el
significado de ciertos sistemas sociales. Este “afán” semiológico de un Benjamin

22
vanguardista es retomado, como “tradición”, por un discurso posmoderno.

Waldo Ross define la modernidad como una época que “erige un panorama de
verdad a la razón superadora, explicadora y progresista (o progresionista). Se trata de
una razón irreligada o desimplicada, bien representada por el mito del héroe liberal /
liberado que, desligándose de toda atadura, asciende olímpicamente a un presunto
final feliz”. (Ross, 1992: 102). Para él, un peligro de abstracción acecha a este tipo de
“razón moderna”, cuya crisis es la posmodernidad. Aquí la «jaula férrea» de la
racionalidad clásica se reconvierte en una «jaula gomoide» de una posracionalidad
difusa. (Ross, 1992: 102). En este nivel, la posmodernidad encarna esa «crisis» de la
razón moderna “superada de toda atadura” y “…frente a dicha razón explicadora,
ahora se preconiza posmodernamente una razón «simplificadora», implicativa o
implicacional” (Ross, 1992: 103). Para él, el intento moderno por superar todo
ligamen o vínculo se muestra como ilusorio y contraproducente y la posmodernidad
ya no intenta “superar” nada, sino coimplicarlo. “Ahora el héroe no se yergue por
sobre el propio destino común en un acto de individualidad prometeica: ahora emerge
el mito del antihéroe y, con él, una nueva razón implicada que ya no busca la
«verdad» pura o puritana sino el «sentido» plural, cómplice, diseminado”. (Ross,
1992: 103). Ahora, más allá de otra serie de reflexiones de Ross, que resultan bastante
polémicas, rescato su muy libre clasificación de la posmodernidad en tres tipos:

a. Unas “posmodernidad light”, flácida o flotante, encargada de mostrar la


fragmentariedad, la vivencia de la inmediatez y la laicización como
“lightización” de todo fundamento que antes fue dogmático. Aquí se
refiere a textos del “pensamiento débil” italiano, por ejemplo.

b. Una “posmodernidad neoconservadora”, representada por D. Bell y


estudiada en Mardones. Para él se trata más bien de una postura
“premoderna”, ya que intenta volver a traer a escena un
“neofundamentalismo” de signo ritual con el que exorcizar el proceso de
secularización moderno.

c. Por último, una “posmodernidad crítica, representada por Derrida y su


deconstruccionismo o desleimiento de una realidad y su montaje para su

23
remontaje o releimiento crítico” (Ross, 1992: 104).

Sin embargo, lo que aquí interesa no es tanto el identificar distintas posturas


posmodernas, sino encontrar prácticas de posmodernismo y sus causas; por ello, creo
importante rescatar propuestas y reflexiones de distintos autores acerca del
posmodernismo artístico y literario, como las de aquellos que han destacado una
cierta “fascinación”, por parte de autores posmodernos de finales de los 70, hacia el
vanguardismo de las primeras décadas del siglo XX. Dentro de este tema, Andreas
Huyssen establece cómo los intereses de Walter Benjamin de principios de siglo, se
“manifestaron” como “paradigmáticos” en el Berlín y el París de los 70, ciudades en
las que durante esos años se celebraron acontecimientos destinados a mostrar las
“maravillas” de las vanguardias: la exposición dedicada a la vanguardia internacional
Tendenzen der zwanziger Jahre en la Nationalgalerie de Mies van der Rohe en la
capital alemana y la exposición multimedia del Centro Georges Pompidou llamada
“París-Berlín 1900-1933”. La observación y análisis de esta clase de eventos, y de
unas vanguardias que ya en ese punto eran formas de “historia”, llevaron a Benjamin
a decir: “«En todas las épocas se debe intentar salvaguardar a la tradición del
conformismo que está a punto de dominarla»” (Huyssen, 1983: 141). Una consigna
que parece ser rescatada por la mayoría de artistas y escritores que, aunque
deslindados de la modernidad, rescataban en los 70 y 80 ese espíritu vanguardista de
antitradición, a pesar de que ya tuviera la forma de un discurso digerido y fijado: “De
esta manera podría llegar a percibir [Benjamin] no sólo que la vanguardia –
encarnación de la antitradición—se ha convertido ella misma en tradición, sino que,
además, sus invenciones e imaginaciones se han convertido en parte constitutiva
incluso de las manifestaciones más oficiales de la cultura occidental” (Huyssen, 1983:
142). ¿Pero entonces, cuál es el significado de este retorno, en la postmodernidad—
del dadaísmo, el constructivismo, el futurismo, el surrealismo, etc.? se pregunta
Huyssen. Una de las respuestas posibles, y sustentada por más autores, es la
“apropiación” de los posmodernos no tanto de las inquietudes y temas de los
vanguardistas, sino más bien de una actitud y esa posición “contra”, una similitud al
nivel de la “experimentación formal” y de crítica del arte institucionalizado. Así, para
Huyssen, el posmodernismo “… debe ser visto como la jugada final del vanguardismo
y no como la ruptura radical que a menudo reivindicaba ser” (Huyssen, 1983: 142).

24
En arte, por ejemplo, los artistas pop de Nueva York que llevaron a cabo su
“ataque” contra el expresionismo abstracto, se enfrentaban constantemente a la figura
y sombra de Marcel Duchamp, quien ya había buscado inspiración en la vida
cotidiana y el consumismo. En literatura, por otra parte, es verdad que la mayoría de
los autores buscaron “romper” con una forma ya tradicional de modernidad,
encarnada sobre todo en la triada Proust-Joyce-Mann; pero, sin embargo, estos
autores “posmodernos” también conservaron –y tal vez no de forma explícita,
anunciada—una determinada “tradición” establecida por aquellos autores. Y aquí es
donde Huyssen introduce esa idea de “ambigüedad” posmoderna que otros muchos
autores han manifestado y rescatado. Ambigüedad que se muestra como paradoja
entre un posmodernismo que quiere ser “futuro”; pero que mira a lo más innovador de
las vanguardias: “… la paradoja de un arte que simultáneamente quiere ser arte y
antiarte y de una crítica que prende ser crítica y anticrítica” (Huyssen, 1983: 143).
Como se podrá ver más adelante, muchos de los autores que reflexionan en cuanto a
los procedimientos estilísticos, estructuralres, temáticos y narrativos de lo que podría
concebirse como un texto literario posmoderno (Lauro Zavala, en el caso del relato),
encuentran esa paradoja de una práctica que finalmente busca rescatar una tradición
modernista, estableciendo continuidad cultural; pero a través de formas que simulan
ruptura y discontinuidad. Regreso, finalmente, a una tradición “… que
fundamentalmente y por principio despreciaba y negaba todas las tradiciones”
(Huyssen, 1983: 143).

Hasta aquí he planteado una serie de propuestas, definiciones, acotaciones y


reflexiones relacionadas con la posmodernidad y el posmodernismo de manera más o
menos general, aunque ya se han dejado entrever muchos aspectos que resultarán
clave para el posterior trabajo de análisis. Ahora, considero pertinente el aterrizar la
idea de posmodernidad y el posmodernismo en el contexto específico de
Latinoamérica, México y su literatura.

1.2. Modernidad, posmodernidad y posmodernismo en Latinoamérica y su


literatura.

Frente al panorama histórico y discursivo general de la posmodernidad histórica en


occidente encontramos el caso particular de América Latina. Para esto, partimos de la

25
realidad de que muchos críticos y autores no consideran pertinente hablar de una
relación posmodernidad/posmodernismo en el contexto latinoamericano,
argumentando que en sociedades que presentan tan acentuados rasgos “premodernos”,
no se puede hablar de la incorporación de procesos característicos de las sociedades
metropolitanas (García-Bedoya, 1993: 13). Y es que se presenta, de entrada, una
“falta de equilibrio” que está aún más marcada en el campo del debate de la
posmodernidad. “Se puede dar como razón que esta discusión en Latinoamérica
comenzó tarde y en forma fragmentaria, que hubo un gran rechazo frente a este
fenómeno - que se ubicó una vez más en los países «hegemónicos» -, y las tempranas
manifestaciones postmodernas latinoamericanas - evidentes en el teatro y en la novela
- fueran o no eran conocidas en el extranjero y, finalmente, que este fenómeno no
nace en Latinoamérica como problema global, si dejamos sin considerar la excepción
del complejo caso de J. L. Borges”, como argumenta Alfonso de Toro. Por su parte,
García-Bedoya habla de una América Latina que está integrada, de modo periférico, a
un sistema que tiene como uno de sus rasgos centrales una globalización que va más
allá de la vida económica, hasta abarcar la cultural. Para él, el eje de la lógica cultural
del Postmodernism es la omnipresencia de los massmedia, insistiendo en que en
América Latina es notorio el impacto de este fenómeno, que modela la vida cultural
de la inmensa mayoría de sus habitantes, cuyo imaginario está poblado por los
productos de una industria cultural que tiene su eje en Estados Unidos, pero que tiene
también sus manifestaciones locales, como las telenovelas (García-Bedoya, 1993: 13),
un aspecto que se manifiesta claramente en sus textos literarios, al principio como una
“cita” a un discurso influyente de la realidad, después como una práctica literaria
posmoderna latinoamericana de primer orden.

Y lo que pasa es que en Latinoamérica, con su historia particular de vivir el


proyecto de la modernidad, sus conflictos étnicos, raciales y culturales, propios de la
colonia y el postcolonialismo, la posmodernidad como tal no puede equipararse a la
europea o norteamericana y, consecuentemente, la posmodernidad –aquí referida a
temas de economía, desarrollo y sociedad—no es igual que en las llamadas
sociedades “desarrolladas”; aún así, y frente a conflictos propios del siglo XX, y que
persisten hasta nuestros días, como el de “centro y periferia”, sí puede hablarse de una
posmodernidad hispanoamericana y de un posmodernismo artístico y literario que en
estas tierras adquirió procedimientos y formas más o menos únicas. Para Mauro, por

26
ejemplo: “Las transformaciones paradigmáticas que han venido dándose, en el
contexto latinoamericano, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, se deben a dos
fenómenos concatenados: la globalización y el postmodernismo, cada uno con
características propias, pero dependientes uno del otro” (Mauro, 2007: 59). En cuanto
a la globalización “… pese a su discurso homogeneizador y propiamente económico,
las diferencias en los niveles histórico y locales persisten, debido a que las estrategias
de poder globalizantes son insuficientes para abarcar todo y a todos, y porque su
modo de reproducirse y expandirse necesita que existan diferencias entre la
circulación mundial de las mercancías y la distribución desigual de la capacidad
política de usarlas: en otras palabras, que el centro no esté en todas partes” (Mauro,
2007: 59). En cuanto al posmodernismo, como fenómeno artístico y cultural, éste
identifica diversas alternativas de resistencia que “… vehiculan la materialización de
nuevas posibilidades en las artes y por ende en la literatura, tanto en los géneros
literarios (literatura testimonial, poesía conversacional, etc.), así como su
planteamiento desde distintas perspectivas entre ellas la étnica y la de género. Esto
por cuanto al ser un movimiento de ruptura, desaparecen las antiguas fronteras
establecidas por la modernidad, que aparecen ahora difuminadas en nuevos tipos de
escritura, con otras formas, categorías y contenidos” (Mauro, 2007: 60).

Lo anterior, además, incluido dentro de en un marco ideológico / discursivo en


el que, para De Toro, encontramos por una parte el pensamiento y saber posmodernos
“… como se ha constituido a partir de los años 70 en la filosofía, sociología y ciencias
culturales y literarias y por otra el pensamiento y saber postcoloniales como parte
inherente del fenómeno postmoderno como se ha ido discutiendo en EEUU a base del
post-estructuralismo a partir de los años 70, en el Commonwealth en el mismo
período bajo un punto de vista histórico, y en los estudios latinoamericanos en
particular en Latinoamérica y EEUU en las últimas dos décadas” (De toro, 1999: 34).

Pero antes de realizar una exposición de ideas y una serie de reflexiones en


cuanto al posmodernismo literario latinoamericano, creo conveniente el establecer una
definición de la modernidad, y el paso de ésta a la posmodernidad, en el continente
hispanoamericano. Pratt en su artículo “La modernidad desde las Américas” lleva a
cabo una serie de reflexiones interesantes en cuanto a este fenómeno, y ya desde el
inicio del mismo establece un cierto “tono” que parece reflejar esa “incredulidad” de

27
que en dicho continente se pudiera vivir algo llamado “posmodernidad”:

Cuando el término «posmoderno» empezó a circular por el planeta


en la década de 1980, dos reacciones, ambas irónicas, se escuchaban
entre los colegas latinoamericanos. Una fue: “¡Carajo!, apenas
vislumbramos la modernidad y ellos ya la dan por terminada”, y la
otra: “Fragmentación, descentramiento, coexistencia de realidades
inconmesurables. Si de eso se trata, nosotros siempre hemos sido
posmodernos. Somos el modelo” (Pratt, 2000: 831).

Este par de citas, además de ser cómicas, resultan bastante reveladoras de lo que
significó el planteamiento de la posmodernidad en Latinoamérica en el ámbito
académico e intelectual y es que después de que Habermas “invitara” a la comunidad
mundial de “pensadores” a percibir la modernidad como un “proyecto incompleto”,
Pratt reflexiona cómo esta invitación causó una sensación general en Hispanoamérica
de que también el entendimiento de “su” modernidad era “incompleto”. Para Pratt y
otros autores, la llegada de una idea de posmodernidad lo que realmente causó en
Latinoamérica fue una invitación a la reflexión y definición de la modernidad. De este
modo, la autora explica cómo desde finales del siglo XX hasta los inicios del nuevo
siglo, distintos hispanistas han estado analizando la modernidad desde una perspectiva
más global y mucho más clara que en décadas anteriores. Así, menciona el libro
“pionero” de Beatriz Sarlo, “Una modernidad periférica”, publicado en 1988, y
después otros tantos, como “La encrucijada posmoderna”, también de 1988, del
brasileño Schwarz. Ahora, lo importante en este artículo es lo que Pratt propone como
el verdadero “objetivo” de los “intelectuales de hoy en día”: “… crear un análisis
genuinamente global y relacional de la modernidad” (Pratt, 2000: 831). Este no es el
objetivo central del presente trabajo; sin embargo, del posterior estudio que realiza
Pratt de las reflexiones de algunos hispanistas en cuanto a la modernidad
Latinoamérica, puedo extraer una serie de ideas y descripciones que permiten ver de
forma más clara el marco moderno y posmoderno en el que se inscriben los textos que
analizaré.

Pratt parte de la “desilusión” posterior al fallo de las promesas de desarrollo


latinoamericano en los años 70. Un fenómeno que creo es aplicable a casi cada país de
este continente. A esto hay que sumar “otras” promesas, menos tangibles, de una
modernidad europea que en principio decía que algún día “todos” alcanzarán el

28
mismo punto de desarrollo y que “… las diferencias y desigualdades entre centro y
periferia son efectos temporales y transitorios. Esta narrativa positivista y progresista
permite sostener la universalidad de los valores y metas de la modernidad frente a las
desigualdades que ésta produce: en algún momento, todos seremos plena e igualmente
modernos” (Pratt, 2000: 832). Frente a esta “utopía” discursiva, se presenta una
“realidad”, ya que en los últimos veinte años, menciona Pratt, ese “telos de atraso-
adelanto” se ha ido mostrando como una mera ficción, dejando ver con mayor crudeza
la relación entre el “mundo atrasado” y el “mundo adelantado”, fomentada por el
sistema. Esto lleva a que la modernidad latinoamericana haya sido descrita a través de
adjetivos del tipo: “truncada”, “parcial”, “incompleta”, “fragmentada” (Pratt, 2000:
832). A esto hay que sumar un aspecto que no siempre es tomado en cuenta: el
escritor o el intelectual latinoamericano no sólo ha de enfrentarse a tesis y paradigmas
que no coinciden con su realidad, sino que además ha de enfrentarse a “modas” y
“vocabularios” –aquí Pratt está citando a Schwarz—que llegan desde el extranjero,
producidos en referencia a contextos sociales y culturales y a cuestiones
epistemológicas foráneas. Aquí el discurso ya no es didáctico, sino que adquiere una
cierta forma de poder por sobre los discursos oriundos. El escritor o el intelectual
“tiene que” recibir y adaptar nociones que más de una vez están “fuera de lugar” de su
“realidad”:

Schwarz habla elocuentemente del costo síquico, humano y social


de esta condición de receptividad impuesta que priva a las
sociedades latinoamericanas de la oportunidad de crear formas de
autoentendimiento auténticas, basadas en su propia realidad
histórica. Él pone de relieve la autoealienación que resulta cuando el
aceptar un diagnóstico de atraso y parcialidad es la cuota de
admisión en un club en el cual la membresía es obligatoria. En la
periferia, de acuerdo con Schwarz y otros, el precio de vivir en la
modernidad ha sido el de vivir en la realidad de uno mismo en
términos de carencia e insatisfacción, mientras la plenitud y la
integridad son vistas como propiedad del centro (Pratt, 2000: 832-
833).

Ahora, ¿tiene esto reflejo en la realidad textual de los textos literarios de la segunda
mitad del siglo XX en Latinoamérica? Esa es una de las tesis que aquí manejo y que
más adelante exploraré. Por lo pronto, resulta primordial la reflexión que lleva a cabo
Pratt en cuanto a cómo han vivido los pensadores hispanistas esta oposición entre

29
“centro” y “periferia” 2 . Así, algunos conciben una “violencia epistemológica” del
centro mientras que otros resaltan un determinado “privilegio epistemológico” de la
periferia: “…un sitio privilegiado desde el cual es posible reflejar de vuelta al centro
imágenes de sí mismo que el centro nunca podría generar, pero de las que le toca
aprender mucho” (Pratt, 2000: 833). Entonces, el trabajo intelectual, desde la
periferia, se encarga de “ironizar” e iluminar el centro. Este “poder” de la periferia ha
sido descrito e identificado desde los años 70, según Pratt, ofreciendo alternativas
empíricas y conceptuales al imaginario centrista de retraso y carencia. El resultado de
esto: “… una rica y sugestiva literatura, a la cual los pensadores latinoamericanos han
hecho aportes fundamentales” (Pratt, 2000: 833). En este punto, la autora plantea tres
perspectivas de análisis en cuanto a las relaciones de la modernidad con el marco
centro / periferia:

1. Una relación de “contradicción”, la cual parte de la idea de que la estructura


de poder entre centro y periferia está en abierta contradicción con el proyecto
emancipatorio y democratizante de la modernidad, lo que es: “la modernidad
está en contradicción consigo misma”. Idea que se complementa con una cita
del crítico poscolonial Homi Bhaha: “¿Qué es la modernidad en esas
condiciones coloniales donde su imposición es en sí misma la negación de la
libertad histórica, la autonomía cívica, y la elección ética de la
autodeterminación?” (Pratt, 2000: 833). Según este autor, la historia de la
periferia “genera” una narrativa alternativa a la emancipación, dentro de la
cual la libertad y la capacidad de actuar, no son dadas por la modernidad, sino
que “deben ser” ganadas al interior de ella. De este modo, la modernidad no es
ya un proceso que otorgue libertad, sino un proceso que “pone en
movimiento” ciertos conflictos y que se constituye a su vez por éstos (Pratt,
2000). Ahora, lo interesante en la labor analítica que aquí se llevará a cabo
consistirá en determinar cómo se reflejan en las realidades textuales de los
textos narrativos seleccionados estos “conflictos” y relaciones, mismos que se
manifiestan de manera mucho más evidente en la novela moderna de la

2
Es importante recordar que la dualidad “centro-periferia”, como modelo para describir las realidades
políticas de los países tras la segunda guerra mundial, ha resultado bastante adecuada para describir
desigualdades sociales y económicas, de manera “espacial”, por parte de los estudios latinoamericanos.

30
“Revolución” y en la llamada literatura “del campo”; pero que también pueden
ser rastreados en textos “urbanos” de transición al posmodernismo y de
carácter plenamente posmoderno.

2. Una relación de “complementariedad”, dentro de la cual el pensamiento


moderno europeo genera “narrativas de difusión”, las cuales son esenciales
para su “autoentendimiento” como centro y de manera paralela, el contenido
específico de la difusión resulta “casi” irrelevante en el centro, ya que sus
consecuencias no se viven allí. De manera “complementaria”, en la periferia
“… la difusión se traduce en procesos de recepción, cuyos contenidos no son
nada irrelevantes sino que constituyen la realidad misma” (Pratt, 2000: 833).
En este punto, Pratt introduce un ejemplo bastante claro, al referirse al cómo
los fenómenos de esclavitud africana y de emigración europea no aparecen
como elementos constituyente de las narrativas de la modernidad: “Los
campesinados emigrantes europeos –desplazados precisamente por la
modernización—desaparecen de la historia europea en el momento en que
suben al barco, mientras que los africanos, cuya labor produce la base material
de la labor europea, no aparecen en absoluto. Pero en las Américas, ambos
grupos son centrales, y la historia de nuestras modernidades no puede ser
contada sin su actuar histórico ” (Pratt, 2000: 834). En este nivel, considero
que una labor analítica pertinente, interesante y necesaria, sería aquella que se
dedicara a rastrear aquellas narrativas “desaparecidas”, “evitadas” e
“ignoradas” en los textos literarios hispanoamericanos, tanto modernos, de
transición o posmodernos. Al mismo tiempo ¿dentro de la oposición
centro/periferia, como un fenómeno reflejado en el mundo creado por la
literatura, qué “narrativas” son “privilegiadas” o “sobreestimadas”? Esa es una
labor de análisis discursivo muy rica.

3. Una relación de “diferenciación”, bajo la cual se establecen significados


distintos a los términos que se relacionan con la modernidad, ya se trate de la
periferia o del centro: “Si en el centro, por ejemplo, «progreso» tiene el
sentido de «mejorar la condición humana» o «avanzar hacia una mayor
plenitud», en la periferia adquiere el sentido muy diferente de «ponerse al día»
o «alcanzar a reproducir lo que ya ha ocurrido en otro lado»” (Pratt, 2000:

31
834), aspecto altamente problemático que impone una crisis permanente de
identidad. Pratt continúa argumentando que bajo la misma lógica en la
metrópoli –centro—la “modernidad” y la “modernización” coinciden como
dimensiones de un mismo proceso; pero en la periferia esa misma relación
deja de ser “natural”, volviéndose problemática, lo que ha llevado a que
muchos autores a considerar la “modernización” como algo radicalmente
distinto a la “modernidad” (Pratt, 2000: 834). En resumidas cuentas, se trata
de observar una “modernización”, o un intento de la misma, sin “modernidad”,
y si nos concentramos en lo que Alain Touraine, citado por la misma Pratt
aporta en este tema, la situación resultante es bastante grave: “Lo que está en
juego, sostiene Touraine, es la manera en que cada formación social combine
«la modernidad» con « una modernización»” (Pratt, 2000: 834), términos a los
que Norbert Lechner agrega unos significados muy específicos: “racionalidad
instrumental”, en el caso del primero y “autonomía” y “auto-determinación”,
en el segundo. Así, en la mayoría de los países lo que se ha negado dentro de
un proyecto general de “modernidad” sería la capacidad de “ser” por sí mismo
y de tomar sus propias determinaciones.

Estas tres relaciones, pensadas para el periodo de la modernidad, se han venido


reflejando, sin duda, de una manera u otra, dentro de los mundos ficcionales creados
por la inmensa mayoría de autores latinoamericanos. Basta con pensar en todas las
“contradicciones”, a veces irónicas y otras implícitas, que subyacen en los
acontecimientos históricos y ficcionales de novelas o relatos que reflejan esa
“modernidad” que para muchos –o los pobres o los “del campo”—nunca es ni
libertad, ni autonomía cívica, ni auto-determinación. O ejemplos de
“complementariedad” narrativa en las que un sinfín de autores han intentado “sacar” a
la superficie o poner a la luz de toda una serie de narrativas –contraculturales—que
bajo la “presión” moderna estadounidense o europea han sido deliberadamente
ignoradas o borradas. Del mismo modo, en textos literarios posmodernos, se han
llevado a cabo labores irónicas y de burla de las “narrativas” modernizantes europeas
y estadounidenses. Y en cuanto a la “diferenciación”, narraciones que muestran, otra
vez, a veces de forma dramática –en la modernidad misma—, y otras de forma irónica
–en la posmodernidad—esa forma particular y contradictoria en la que se viven los
procesos de modernización en esos polos “opuestos” ya mencionados: casa rica / casa

32
pobre; ciudad / campo; centro / periferia. Ahora, es importante recordar que hasta aquí
seguimos situados en un “periodo moderno”. Como se verá, en “lo posmoderno” esos
polos opuestos ya no serán siempre tan claros; sin embargo la preocupación por estas
relaciones se mantiene y hasta se hace más explícita, creo.

Antes de pasar a lo que sería el paso de la modernidad –periférica—a la


posmodernidad, creo importante reseñar dos condiciones formales que para Pratt
determinan la trayectoria de la modernidad en América Latina. Por una parte está la
“receptividad impuesta”, algo así como un “recibir” sin “dar”, el ser el “polo
receptor” de una “relación asimétrica” (Pratt, 2000: 834). Un ejemplo muy
clarificador es dado por Pratt: “El Macondo de García Márquez se lee a menudo como
un intento de captar esa dinámica. En Macondo, las cosas, la gente, los libros y las
ideas llegan siempre de afuera de manera inexplicable, imprevisible, pero continua”
(Pratt, 2000: 834). Por otra parte, encontramos lo que Pratt llama la “co-presencia del
yo y sus otros”, la cual se refiere al hecho de que, a diferencia de Europa, en
Latinoamérica, y mediante el mundo excolonial, el “yo” moderno (o modernizante)
“… comparte el espacio social y nacional con los que la modernidad define como sus
«otros», grupos sociales formados por otras trayectorias históricas: pueblos indígenas,
campesinados o ex-esclavos, cualquier grupo que viva a base de la subsistencia”
(Pratt, 2000: 834). En esa “heterogeneidad” latinoamericana el “yo” moderno no sólo
co-existe con sus “otros”, sino que “convive” con ellos. Ni que decir que la narrativa
latinoamericana y mexicana cuenta con variados ejemplos de esta problemática, a la
par que funcional, “convivencia”. Ahora ¿qué pasa con estos modernismos periféricos
con la llegada de una posmodernidad? Esto sin duda lo veremos en el análisis textual
y extra-textual de los textos escogidos. Por ahora me centraré en algunas reflexiones,
definiciones e ideas de lo que podría ser una “literatura del posmodernismo
latinoamericano”.

En el cuarto volumen de su Historia de la literatura hispanoamericana, José


Miguel Oviedo expone la difusión del término “post-boom” para catalogar la
narrativa producida tras la década de los 60. Esto bajo lo que podría verse como un
binomio modernismo / posmodernismo que señala la transición estética a comienzos
del siglo XX. Para él, la posmodernidad, en cambio, es un término “angloeuropeo”
que define el fin de la “modernity”, equivalente a “nuestra” “vanguardia”. También

33
entra dentro de su definición todo “aquello” posterior a la expansión económica y
cultural del mundo postindustrial que contribuiría al “colapso” de los sistemas
comunistas, mencionando que ni el proceso de “nuestra” vanguardia, ni de lo que
podría considerarse como “nuestro” desarrollo económico y social coinciden
cabalmente con los parámetros originales, mostrándose, más bien, como “una serie de
relativas excepciones al modo original” (Oviedo, 2004: 233). Aún así, reconoce que
muchas de las características –mismas que yo además nombraría como
“procedimientos”—que generalmente se adscriben al espíritu “posmoderno”,
aparecen en las expresiones literarias de “este” tiempo: “… escepticismo, desaliento,
sarcasmo, incertidumbre espiritual, anti-realismo, visión apocalíptica de la historia,
gusto por las formas paródicas y auto-reflexivas, tendencia al caos, desconfianza en el
lenguaje como creación de sentido, etc.” (Oviedo, 2004: 233), tal vez sin quererlo,
este autor está otorgando una buena definición de lo que podría ser ese
“posmodernismo” literario. Esto hace que Oviedo acepte que el término
“posmodernidad” puede ser utilizado, a pesar de venir de la teoría cultural europea
(¿en una relación de “receptividad impuesta”?), y aplicarlo a “nuestra” literatura, “…
pero concientes de que es un mero instrumento de aproximación, que no explica
plenamente todo lo que está pasando en nuestra cultura y organización social: algunos
han propuesto que hablemos de «postmodernidad periférica», con sus propios
problemas y perspectivas” Oviedo, 2004: 234). Y es que, para Oviedo, se trata de una
cuestión de “actitud” en los autores y del “contexto” cultural en el que se insertan –
visión que en gran medida comparto—. Él, en este “marco” teórico y dentro de las
distintas teorías críticas lingüísticas y literarias que intervienen, destaca a Umberto
Eco y su noción de “Obra abierta” (1962) y la “Literature of exhaustion” de John
Barth, retomada después por John Stark y aplicada a Borges, Nabokov y al propio
Barth. (Oviedo, 2004: 234), siendo este último particularmente interesante por
situarse tanto en la esfera de la creación como de la crítica y la teoría (aunque de
manera bastante poco académica).

Otro aspecto que para Oviedo interviene dentro de lo que podría definirse
como una “lectura posmoderna” de la literatura latinoamericana del “post-boom” es la
noción de la obra literaria como “producto de mercado”, además, una determinada
“ambivalencia moral” y la “voluntaria intrascendencia” estética. Para este autor, la
primera es tal vez una consecuencia de un periodo que asistió a un “colapso de las

34
ideologías” que acompañaron el surgimiento de las vanguardias, la segunda es el
resultado de un consecuente reemplazo por el vertiginoso vacío dejado por el
“esfuerzo utópico” que animaba la creación artística concebida como reacción contra
la banalización y el pragmatismo de la vida humana (Oviedo, 2004: 234). Aunque
este autor no es precisamente profundo y explicativo a la hora de abordar estos
términos, continúa otorgando pistas interesantes relacionadas con realidades
practicadas en los textos literarios de la segunda mitad del siglo XX en
Latinoamérica: la práctica –deliberada o no, se verá—de una “ambivalencia moral” y
la consciente y deliberada práctica de una ”estética” que no desea trascender. Esta
última es sin duda mucho más polémica y ¿es realmente un recurso, un procedimiento
del posmodernismo? Es posible que Oviedo se refiera a lo que Mauro expone citando
a Welmer: se define un “nuevo realismo” –defendido por otros autores, como Joan
Oleza— o subjetivismo en la literatura, en la que sin embargo, se conserva una lógica
interna. Así, el escritor se sitúa en la misma posición que el filósofo y el texto que
escribe no está gobernado por algo ya existente y tampoco puede ser juzgado con
categorías válidas hasta ese momento. Tales reglas son más bien las que el texto
busca, así, los escritores trabajan –aparentemente—sin reglas. Esto es lo que niega las
categorías o reglas establecidas por el movimiento anterior (Mauro, 2007: 60).

Siguiendo con reflexiones dirigidas a la idea de un posmodernismo literario


latinoamericano, y aunque se refiere a transformaciones temáticas y discursivas en la
novela de la segunda mitad del siglo XX, y específicamente a las obras del “post-
boom”, en la siguiente cita de pueden verse aspectos que en el relato también se
cumplen:

En lo referente al tema, se pasa del concepto de «ficción» como


reinterpretación de la historia nacional y continental, tópico característico de
la novela del "Boom" (i.e. Cien años de Soledad), al concepto de «ficción»
como metaforización de una microhistoria local y psico-social relativa a un
grupo reducido de personajes, a menudo, marginales. Es decir,
temáticamente, se pasa de la narración de un «ethos» histórico, colectivo,
continental y nacional a la narración de un «pathos» intrahistórico,
individual, urbano y hasta doméstico” (Gonzáles, 1999: 4).

Este autor también reflexiona acerca de un hecho que se relaciona directamente con
aquel binomio centro / periferia que antes se ha visto y que en la literatura del

35
posmodernismo –o de transición--, este es:

El hecho sociohistórico adicional que tendrá importantes repercusiones en


la configuración de la novelística latinoamericana de los últimos treinta
años, es la intensa migración masiva del campo a las ciudades dentro de
cada país y la emigración-inmigración de trabajadores latinoamericanos a
las zonas rurales y urbanas de los Estados Unidos. El hecho
socioeconómico de la emigración y la consecuente hibridación
sociocultural que ésta produce en la vida psíquica y social de los
inmigrantes, se manifiesta literariamente tanto en la marcada presencia de
los espacios novelísticos de la ciudad y de las zonas de frontera como en
el recurrente lenguaje urbano empleado en las novelas contemporáneas”.
(Gonzáles-Ortega, 1999).

Estos procesos de “emigración-inmigración”, ocurridos a fines del siglo XX en


Latinoamérica, se relacionan, en la década de los sesenta, con el auge de la cultura
popular urbana (el rock y el arte pop, por ejemplo), y en la década de los setenta con
la aparición de la sociedad de consumo (hay que recordar a Jameson). En la década de
los ochenta, además, se relacionan con la internacionalización de la economía y de los
medios de comunicación masiva que influyeron directamente en las actitudes de
consumo cultural y comercial. Ahora más, según este autor, en la década de los
noventa, se relacionan con la llegada y el creciente establecimiento en las grandes
ciudades latinoamericanas de la realidad virtual y de la nueva era de la información
cibernética (Gonzáles, 1999: 3). Aspectos que, aunque resultan generalistas, es
evidente que se manifiestan en la textualidad, ya sea como temas, como contextos o
como meros procedimientos de “situar” el texto literario en un periodo determinado.

Carlos García-Bedoya, por su parte, y volviendo a partir de la generalidad –esa


necesidad de cada autor de volver a apoderarse de un término que no termina por
fraguar—opta por el nombre Postmodernism, ya que considera que éste despeja
algunas ambigüedades nominalistas, dentro del complejo debate “modernidad /
posmodernidad”. Siendo para él la finalidad principal el definir un “nuevo código
literario” que en el campo de la narrativa puede ubicarse dentro de la etiqueta
Postmodernism, y que se aparta del paradigma del modernism. Para igualar estos
términos, el autor propone “vanguardia” y “posvanguardia”. Todo esto, en
Latinoamérica, dentro de la que se conoce como “posboom”.

36
Este autor parte de la problemática para “aprehender lo posmoderno”, ya que
es un fenómeno que se encuentra aún muy cercano a “nosotros”, de hecho, nos
encontramos aún inmersos en él. Dentro de la discusión internacional acerca de la
“narrativa posmoderna” –lo que yo llamo “literatura del posmodernismo, como
práctica artística, cultural y discursiva—, García-Bedoya habla de la falta de consenso
que se da entre los diferentes críticos en cuanto al nacimiento / inicio de una
“narrativa posmodernista” –o de un “narrador” del posmodernismo: categoría, acaso,
más complicada pero interesante, ya que sitúa la condición posmoderna
intratextualmente—. Menciona, además, el hecho de que para muchos críticos Borges
sea el “candidato” para el título de “fundador” del posmodernismo narrativo
latinoamericano, e incluso internacional –otros candidatos: Robbe-Grillet, Nabokov,
Beckett y la Noveau Roman francesa—. En este punto introduce un comentario
interesante, y en referencia a otro de los autores aquí citados: “Alfonso de Toro, por
ejemplo, considera Rayuela y Yo el Supremo como paradigmas de la narrativa
posmoderna. Desde nuestro punto de vista, estas novelas, y los autores antes
mencionados, son más bien representantes del Modernism o Vanguardismo” (García-
Bedoya, 1993: 7). A lo que agrega que dichos críticos “se mueven” dentro de
paradigmas que conciben el posmodernismo más como continuidad que como ruptura
con el modernismo.

Ahora se le presenta otro problema: la dificultad de distinguir a los narradores


vanguardistas y postvanguardistas. Para esto dice que es verdad que resulta difícil
distinguir entre los “epígonos” del “vanguardismo” y los que encabezan la corriente
“posvanguardista”, “… entre otras razones porque con frecuencia los mismos autores
se desplazan de la una a la otra, e incluso en una misma obra no es inusual apreciar la
coexistencia de rasgos propios de lenguajes narrativos supuestamente excluyentes”,
aspecto importantísimo para esa idea de que la práctica de un posmodernismo literario
es una forma de “combinación” de recursos tanto modernos como clásicos –y en este
caso tanto vanguardistas como posvanguardistas—. Esto, además, “… sirve para
recordarnos una vez más que en el campo del arte las fronteras son poco claras, y que
las clasificaciones, periodizaciones, escuelas, corrientes o secuencias no son más que
instrumentos que tienen por finalidad ayudarnos a entender y a reflexionar sobre
fenómenos concretos”. (García-Bedoya, 1993: 8).

37
Más allá de reflexiones en cuanto al uso de los términos, García-Bedoya, cita a
Barth para tratar la idea de que existe una “narrativa posmoderna” que se presenta
como un “nuevo lenguaje narrativo”. La pregunta es: ¿Qué trae de nuevo la
posvanguardia?: “Un programa adecuado para la narrrativa posmodernista
[posvanguardista], creo, es la síntesis o superación de estas antítesis, que cabe
sumarizar como modos de escritura premodernista [prevanguardista] y modernista
[vanguardista]. Mi autor posmodernista [posvanguardista] ideal ni meramente repudia
ni meramente imita, ya sea a sus padres modernistas [vanguardistas] del siglo XX, ya
sea a sus abuelos premodernistas [prevanguardistas] del siglo XIX. (Barth, 1979)”.
(García-Bedoya, 1993: 9). Como puede verse nuevamente encontramos la idea de un
“posmodernismo” que se constituye como yuxtaposición de elementos clásicos
(realistas) y modernos (vanguardistas). Esta noción del posmodernismo como síntesis
de lo clásico y lo moderno podremos verla aterrizada en las aportaciones de Lauro
Zavala dedicadas al estudio del relato. Siguiendo con García-Bedoya, se puede ver
que bajo estas apreciaciones, se establece un “juego” de relaciones, ya que si el
vanguardismo establece una relación de “ruptura y continuidad” con el realismo
decimonónico, algo parecido sucede entre el posvanguardismo y el vanguardismo, ahí
la noción de síntesis, así:

Sostenemos que el rumbo general del Posvanguardismo implica una


reivindicación de ciertos rasgos del código narrativo realista, sin por ello
abandonar algunas de las conquistas vanguardistas. En otras palabras: el
rescate de aportes realistas se hace sobre la base de la crítica vanguardista a
éste. La linealidad, el narrador omnisciente ya no pueden ser entendidos
como la opción natural para contar racionalmente una historia, sino como
opciones seleccionadas entre otras posibles e igualmente válidas”. (García-
Bedoya, 1993: 9).

Ahora bien, veamos lo que García-Bedoya considera “rasgos” de la “opción


narrativa posvanguardista” cuando el autor “escoge” entre las opciones del realismo y
la vanguardia. El primer rasgo es la “legibilidad”, como un tipo de renuncia al
experimentalismo “exacerbado” y comprendido “casi como un fin en sí mismo” y que
caracterizó a los autores más “duros” del vanguardismo. Esta búsqueda de la
“legibilidad” establece, según Barth, una nueva “comunicación literaria con el
público”. La “lógica” posvanguardista ya no es la de experimentar, sino la de
“contar”, así, se da una “renuncia” a procedimientos vanguardistas, pero no del todo.

38
Aquí la trama vuelve a tener relevancia, otorgándose, en ocasiones, cierto privilegio a
la “linealidad narrativa”. Sin embargo, esto no parece ser un elemento característico,
ya que muchos autores claramente “posmodernos” continúan situándose dentro de los
límites de una narración experimental en cuanto a la estructura, no siempre lineal y no
apoyada, de inicio, en la trama en sí.

Un segundo rasgo o característica que García-Bedoya identifica es la “actitud”


de la narrativa posmoderna ante la “cultura de masas”, en contraposición con la
actitud vanguardista que “... fiel a un elitismo contestatario del sistema y a un
permanente afán de demolición de estereotipos y procedimientos literarios
automatizados, relegaba tales manifestaciones al infierno de la subcultura” (García-
Bedoya, 1993: 10). Entonces, para este autor, el posvanguardismo narrativo establece
un diálogo con la cultura de masas, incorporando sus códigos en los propios textos, y
no como un objeto de parodia, sino como un constructo cultural destacado de la
época. Esta idea se relaciona directamente con la idea del “pastiche” propuesta por
Jameson, misma que desarrollaré más adelante, relacionada además con la manera en
la que estos autores “incorporan” y “usan” los elementos de la cultura popular. El
mismo García-Bedoya lo cita:

Un rasgo fundamental de todos los posmodernismos [posvanguardismos]


enumerados arriba: concretamente, la difuminación en ellos de la antigua
(esencialmente alto-modernista) frontera entre la alta cultura y la así
llamada cultura de masas o comercial, y la emergencia de nuevas clases
de textos imbuidos de las formas, categorías y contenidos de esa misma
industria cultural tan apasionadamente denunciada por todos los ideólogos
de lo moderno ... materiales que ellos ya no simplemente “citan” como lo
habría hecho un Joyce o un Mahler, sino que incorporan en su propia
sustancia (García-Bedoya: 1993: 10-11).

Esta idea lleva a García-Bedoya a concentrarse en “dos caminos” por los que avanza
la narrativa posvanguardista: El “resurgimiento” de la novela histórica (del cual “El
general en su laberinto” de García Márquez es un claro ejemplo) y la incorporación de
algunos aspectos de la llamada literatura de masas o “para-literatura”, dentro de los
que destaca el “componente melodramático” y algunos otros como “lo policial” o
ciertos recursos de la “ciencia ficción”. Es importante agregar que en ese “retorno de
la trama”, en la nueva novela histórica, se da con un cierto distanciamiento irónico
frente al discurso histórico mismo. Un ejemplo claro sería “El nombre de la rosa” de

39
U. Eco: “Tenemos aquí un ejemplo paradigmático de novela posvanguardista:
reivindica el placer de relatar, incorpora en su textura los códigos de la cultura de
masas (es también una novela policial), enlaza con la tradición decimonónica, sin
renunciar a las conquistas del vanguardismo (a pesar de su aparente priorización de la
trama, es una obra abierta a multiplicidad de lecturas, desde las más superficiales a las
más profundas, todas ellas legítimas).

Llegados a este punto, el autor introduce la propuesta de John Barth de


“seleccionar” a García Márquez como representante arquetípico de la narrativa del
posmodernismo. Argumentando que, indudablemente, esta elección se apoya en la
importancia del “contar” en Cien años de soledad y en la vasta recepción de la obra, a
pesar de que dicha obra presente una gran variedad de recursos y elementos
“vanguardistas”. Aún así, creo también que es un buen ejemplo para ilustrar aquello
de la “yuxtaposición” de elementos vanguardista –aún dominante—y
“posvanguardista”, para decirlo en términos de García-Bedoya.

Como un pequeño apunte, sobre el término “posboom”, García-Bedoya


explica el cómo resulta ser un término de “implicancias” puramente cronológicas, un
útil “cajón de sastre” para designar la producción narrativa hispanoamericana
posterior al “boom”. Es decir, estamos hablando de “una categoría de tipo
nominalista”. Aún así, este autor decide situar el “posboom” entre 1960 y 1975, y
para mostrar ese carácter posmoderno que es la utilización de recursos y prácticas
tanto del modernismo como del clasismo literarios, establece el ejemplo de “Palinuro
de México”, una novela claramente “vanguardista” –de la cual yo diría que es más
bien posmoderna--y a continuación se decide a presentar ejemplos de obras que
podrían considerarse de “posvanguardia”. Sin profundizar demasiado, menciona que
los caminos por los que se procesa la renovación narrativa en Hispanoamérica son los
mismos que ha detectado en general en la literatura occidental, evitando los antes
mencionados temas conflictivos acerca de la modernidad hispanoamericana. Ahora
bien, para comenzar con los ejemplos de prácticas “posvanguardistas”, inicia
mencionando el cómo la “opción del diálogo con la cultura de masas” parece ser la
más extendida, evidente y característica, poniendo a Manuel Puig como ejemplo más
representativo. Para el otro “rasgo” destacado, el “código del posvanguardismo” que
se podría nombrar: “Incorporación de la cultura de masas”, propone al Vargas

40
Llosa de “La tía Julia y el escribidor”: “En efecto, no sólo está tematizada mediante la
figura del escribidor y su consagración al melodrama popular, sino incorporada al
texto con los desmesurados productos de su imaginación, cargados de
sentimentalismo exacerbado y de sensacionalismo en el mejor estilo del periodismo
amarillo”. Un aspecto más, que ya no desarrolla es el de “la lógica telenovelesca del
sentimentalismo”.

En cuanto a las reflexiones que se desprenden de la “Novela histórica” del


posvanguardismo latinoamericano, encuentro una que me parece muy reveladora y
que describe un tipo de “recurso” posmoderno más allá de los límites de este
subgénero: “«La guerra del fin del mundo» es sin duda el exponente más relevante en
América Latina de esa opción por la novela histórica. Sabiamente estructurada en su
arquitectura narrativa, y alcanzando cimas inusuales de intensidad épica, el texto
incorpora mecanismos distanciadores y procedimientos de reticencia muy
característicos de su opción posvanguardista” (García-Bedoya, 1993: 16). Estos
“mecanismos distanciadores”, estos “mecanismo de reticencia” encontrados por el
autor me parece que aparecen como un determinado tipo de uso discursivo, en cuanto
a la manera en la que se presenta la “voz autentificadora” de los hechos y
acontecimientos narrativos. Un último “recurso”, muy interesante, además, es lo que
García-Bedoya llama el uso del “remake”, siendo para él un ejemplo destacado El
general en su laberinto, de García Márquez.

41
2. Fredric Jameson: De la parodia al pastiche.

Dentro de las sociedades occidentales fue en la estadounidense en la que más


rápidamente, y de forma más generalizada, aunque conflictiva, comenzó a practicarse,
nombrarse, identificarse, discutirse y estudiarse una forma específica de literatura del
“posmodernismo”. Y dentro de ese campo “reciente” y “novedoso”, en la década de
los años ochenta, Fredric Jameson fue uno de los primeros teóricos que se abocó al
estudio de las particularidades de esta “posible” clase de obras. Dentro del ya citado
artículo “Posmodernismo y sociedad de consumo”, este autor menciona su particular
interés por describir dos rasgos destacados de la experiencia posmodernista en el
espacio y el tiempo de las obras (no sólo literarias, como se verá): el pastiche y la
esquizofrenia. Tras la lectura de este brillante texto, creo que el “pastiche”, visto
como una práctica discursiva y estilística, puede ser también rastreado en el
posmodernismo latinoamericano y mexicano, por ello a continuación llevo a cabo un
comentario de las propuestas de Jameson en cuanto a estos “fenómenos”
posvanguardistas.

El pastiche es un término que de manera general, y en literatura, se utiliza para


designar una imitación intencionada de algún recurso, estilo de un autor determinado
o de un periodo, escuela o corriente literaria especifica. Esta imitación deliberada
posee finalidades de parodia o de sátira. Como recurso, el pastiche adquiere la forma
de un plagio más o menos lícito ya que posee como finalidad la creación de una obra
“nueva”. En este sentido, el pastiche sería la forma más abrupta y directa de la
intertextualidad; sin embargo, para Jameson, en el posmodernismo, esta práctica
adquiere un carácter importante, así como determinadas características distintivas.

Jameson inicia diciendo que existe una tendencia a confundirlo con el


fenómeno verbal llamado “parodia” porque ambos recurren a la imitación “… o,
mejor aún, a la mímica de otros estilos y en particular de los amaneramientos y
retorcimientos estilísticos de otros estilos” (Jameson, 1983: 168). Ni que decir que
tanto en la literatura de tradición clásica como en la del Modernism existen numerosos
ejemplos de parodia, siendo las más comunes y aceptadas aquellas que parten de la
“mímica” de determinados estilos únicos en la configuración y producción de un autor
dado. Ahora, este fenómeno se intensifica en las formas tardías del Modernism ya que

42
cada autor puede y “debe” ser “definido” a partir de su estilo único:

… pensemos en la larga frase faulkeriana o en la característica


imaginería natural de D. H. Lawrence; en la peculiar manera de Wallace
Stevens de usar abstracciones; pensemos también en los amaneramientos
de los filósofos, de Heidegger por ejemplo, o de Sartre; en los estilos
musicales de Mahler o Prokofiev. Todos estos estilos, por diferentes que
sean entre sí, tienen un punto de comparación: cada uno de ellos es
absolutamente inequívoco; una vez se le conoce, ya no es probable que
se le confunda con otro (Jameson, 1983).

Y para “contextualizar” en lo que aquí nos preocupa: el “relato mexicano”, yo


hablaría de la necesidad “cosmogónica” de Fuentes a través de una constante
“reescritura” de la historia de “lo mexicano”; de la “soledad”, el “aislamiento” y el
“escepticismo” que conforman la “existencia” de los personajes en los cuentos
modernos del primer García Ponce; la visión “trágica” y “dramática” de las vidas
predestinadas a la pobreza y la incertidumbre en todo relato (clásico o moderno) que
tenga como “marco temático” el mundo rural y la Revolución Mexicana, etc.

De este modo, la parodia moderna se aprovecha del “carácter único” de un


determinado estilo, se apodera, además, de sus “idiosincrasias” y “excentricidades”
para producir un nuevo original que se “burla” del anterior, pudiendo hacerse con
benevolencia, con simpatía o con malicia. De cualquier forma, la parodia, como
práctica moderna, tiene la clara finalidad e intencionalidad discursiva de “poner en
ridículo” al objeto textual que imita y recrea; de igual forma a la “… naturaleza
privada de esos amaneramientos estilísticos, sus excesos y su excentricidad con
respecto a la manera en que la gente normalmente habla o escribe” (Jameson, 1983:
169), de ahí a que este autor mencione que en “algún lugar detrás” de la parodia
queda una cierta sensación de “norma”, de “ley” bajo la cual no resulta “adecuado”
burlarse de los grandes modernistas.

Ahora bien, para Jameson, la enorme fragmentación e individualización que


sufrió la literatura moderna, “… --su explosión en una multitud de estilos y
amaneramientos privados— prefigura unas tendencias más profundas y generales en
el conjunto de la vida social” (Jameson, 1983: 169). Sin embargo, el ser posmoderno
ya no “cree” en un lenguaje “normal”, en un discurso “ordinario” proveniente de la
norma lingüística, ¿por qué? Pues es que tanto el arte moderno como las literaturas

43
del Modernism anticiparon un cierto tipo de “avance” cultural hacia ese punto en el
que la sociedad se ha fragmentado de tal manera que cada grupo ha llegado a hablar
con un “… curioso lenguaje privado, cada profesión ha desarrollado su propio código
de ideología o modo de hablar particular, y finalmente cada individuo ha llegado a ser
una especie de isla lingüística, separada de todas las demás” (Jameson,1983:169), y
ahí, en ese punto de fragmentación y separación –probablemente aún dentro de los
límites de una misma lengua, de una misma “nación”—la posibilidad de cualquier
tipo de norma estilística o lingüística con la que se pudieran ridiculizar los lenguajes
privados y los estilos idiosincráticos desvanecería en una impresionante
heterogeneidad y diversidad estilística. Según Jameson, aquí es donde la parodia se
hace imposible y lo que queda es el pastiche:

El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo peculiar o único,


llevar una máscara estilística, hablar un lenguaje muerto: pero es una
práctica neutral de esa mímica, sin el motivo ulterior de la parodia, sin el
impulso satírico, sin risa, sin ese sentimiento todavía latente de que existe
algo normal en comparación con lo cual aquello que se imita es bastante
cómico. El pastiche es parodia neutra, parodia que ha perdido su sentido
del humor… (Jameson, 1983).

En este punto Jameson justifica esta interesante propuesta haciendo ver que el
llamado Modernism clásico es algo del pasado y hay un posmodernismo que ha
venido a ocupar su lugar, introduciendo un nuevo componente: la “muerte del sujeto”
–o lo que es lo mismo: el fin del individualismo—. Como ya lo había dicho antes, los
grandes modernismos se basan, en un sentido muy amplio, en la creación de estilos
personales, únicos, individuales y reconocibles, lo cual expresa que “… la estética
modernista está de algún modo vinculada orgánicamente a la concepción de un yo y
una identidad privada únicos, una sola personalidad e individualidad, de la que puede
esperarse que genere su visión única del mundo y forje su estilo único, inconfundible”
(Jameson, 1983: 170); sin embargo, en el “ahora” (la década de los 80); pero, creo, y
de manera ciertamente amplificada, hasta nuestros días:

… desde distintas perspectivas, los teóricos sociales, los psicoanalistas e


incluso los lingüistas, por no hablar de aquellos de nosotros que
trabajamos en el área de la cultura y el cambio cultural y formal,
exploramos todos la noción de que esa clase de individualismo e identidad
personal es una cosa del pasado; que el antiguo individualismo o sujeto
individualista ha «muerto»; y que incluso podríamos describir el concepto

44
del individuo único y la base teórica del individuo como ideológicos
(Jameson, 1983: 170).

En este punto Jameson introduce dos posturas relacionadas con este fenómeno. La
primera, acaso más comedida, establece que en otro tiempo, el de la “era clásica del
capitalismo”, con el surgimiento e institucionalización de la familia nuclear y la
llegada de la burguesía como base social hegemónica, se planteó, existió y hasta se
normalizó la existencia de sujetos individuales y del individualismo como una
práctica social, cultural, económica y artística; pero, con la llegada del capitalismo de
las grandes empresas, del llamado “hombre organizativo” de los sistemas burocráticos
estatales y comerciales, el individuo burgués ya no existe, ni es capaz de hacerlo. Una
segunda postura, mucho más radical –y postestructuralista—, establece que el sujeto
burgués no sólo es “cosa del pasado, sino que también es un mito. En primer lugar,
nunca ha existido realmente; jamás ha habido sujetos autónomos de ese tipo. Más
bien se trata de una mera mistificación filosófica y cultural que trataba de disuadir a la
gente de que «tenían» sujetos individuales y poseían esa identidad personal única”
(Jameson, 1983: 171).

Más allá de la discusión teórica y filosófica que plantean estas dos posturas,
creo que la importancia de este fenómeno radica en el cuestionamiento del “yo”
individual en los tiempos que corren, así como la manifestación de esta realidad en las
obras de arte y las literaturas. Creo que muchas variantes de este “conflicto” se
pueden rastrear en los temas y discursos de muchas obras de la segunda mitad del
siglo XX; reflexiones, ideas, mensajes del tipo: “sólo creo que en lo que yo soy”, “me
han hecho creer que soy un individuo”, “descubro que no soy único”, etc. ¿Hasta
dónde es una preocupación del posmodernismo la pérdida de este individuo? ¿Es un
tema del posmodernismo literario este conflicto? ¿Y el de la negación del “yo”
burgués, ese que pudo no haber existido nunca? Sin lugar a dudas, una lectura
“dirigida” por estas cuestiones de los textos que he seleccionado posee ya una rica
intencionalidad interpretativa.

Volviendo a las reflexiones acerca del pastiche, Jameson cree que lo que debe
retenerse es lo que éste tiene de “dilema estético”: “porque si la experiencia y la
ideología del yo único… que informaron la práctica estilística del modernismo
clásico, está terminada y agotada, entonces ya no está claro lo que se supone que

45
hacen los artistas y escritores del presente periodo. Lo que está claro es que los
antiguos modelos –Picasso, Proust, T.S. Eliot—ya no funcionan (o son positivamente
perjudiciales), puesto que nadie tiene ya esa clase de mundo y estilos únicos,
privados, que expresar” (Jameson, 1983: 171). A esta terrible, y más o menos fatalista
realidad descrita, hay que agregar otra: los artistas y escritores del posmodernismo ya
no pueden crear nuevos mundos posibles; ya no pueden inaugurar estilos porque sólo
un número limitado de combinaciones es posible, por eso recurren al pastiche:

… todo lo que queda es imitar estilos muertos, hablar a través de máscaras


y con las voces de los estilos en el museo imaginario. Pero esto significa
que el arte contemporáneo o posmodernista [igualación de términos que
resulta interesante] va a ser arte de una nueva manera; aún más, significa
que uno de sus mensajes esenciales implicará el necesario fracaso del arte
y la estética, el fracaso de lo nuevo, el encarcelamiento en el pasado.

De este modo, ¿podría ser que esta falta de un mundo único, privado –maravilloso y
poetizado, en muchos sentidos—, del sujeto artístico del Modernism clásico se
presente como uno de los elementos fatídicos, trágicos y dramáticos en la literatura
del posmodernismo? Creo que existe una gran diferencia entre los “héroes”
planteados por Fuentes en sus novelas modernas, por ejemplo, y aquellos “héroes
destronados” de las ficciones posteriores a los años 1970. El sujeto posmoderno ya no
posee esa individualidad heroica, mítica, literaria y una cierta fascinación por “lo
retro”, por el pastiche, por la imitación de estilos muertos se presenta como una
intencionalidad artística de primer orden. Yo imito, pero no ya con la finalidad de la
burla, de la risa. Imito con seriedad, con la triste certeza de que ya no hay
posibilidades nuevas de creación y de que está ya todo narrado; además, no existe más
la posibilidad de crear un estilo único. Así, imito con solemnidad, con nostalgia. Aquí
lo posmoderno no es ni “superación”, ni “hartazgo” de lo moderno, es un cierto tipo
de “homenaje”, pero sin grandilocuencias.

Los ejemplos que Jameson incluye en este punto, para ejemplificar la práctica
del pastiche dentro del posmodernismo de la segunda mitad del siglo XX, resultan
bastante ilustrativos. Como antecedente, menciona el cómo este “uso” del pastiche se
encuentra más bien inmerso en prácticas de la cultura de masas (o popular) –hay que
recordar que uno de los aspectos teóricos de este periodo es que se borran los límites

46
entre la llamada alta cultura y la de masas—. Así, un uso claro de este recurso se
presenta en lo que se conoce a grandes rasgos como la “moda retro”. En este nivel,
apunta el autor, la película American Graffiti (1973) de George Lucas es un claro
ejemplo, ya que “… trató de captar de nuevo toda la atmósfera y las peculiaridades
estilísticas de Estados Unidos en los años 1950, los Estados Unidos de la era de
Eisenhower”. De modo similar, Chinatown de Polanski (1974) con respecto a los años
treinta y otras más; pero, “… ¿por qué llamarlas pastiche? ¿No son más bien obras del
género más tradicional conocido como cine histórico?” (Jameson, 1983: 172). La
respuesta a esto se encuentra en una imitación que busca satisfacer anhelos y deseos
de volver de nuevo a aquellas épocas y experimentar sus “viejos artefactos estéticos”.
En este nivel, muy cercano al bestseller, están los “pastiches” de Isabel Allende que
buscan crear un mundo de haciendas mágicas y “cacicazgos” melodramáticos eternos,
como si Latinoamérica se hubiera quedado estancada por siempre en la primera mitad
del siglo XX. Ahora, la exageración de este recurso se da cuando las películas –o
historias literarias—son “ambientadas” en el tiempo “actual”, pero que mediante
préstamos evidentes de aspectos estéticos –los títulos de crédito, los carteles, la moda-
-, citas a personajes anteriores –las múltiples reinvenciones del caballero estereotípico
de un Clark Gable, por ejemplo—, o plagios alusivos de tramas que en otro tiempo
resultaron paradigmáticas (policíacas, detectivescas), recrean un tiempo anterior, lo
“resucitan”, por así decirlo. En esta clase de relatos todo “conspira” para hacer
desaparecer las referencias a la contemporaneidad y así crear “… un relato
ambientado en algún pasado nostálgico indefinible, digamos unos años 1930 eternos,
más allá de la historia” (Jameson, 1983: 172). Las reflexiones que Jameson desprende
de este fenómeno –que además sigue siendo ampliamente utilizado en el cine, la
paraliteratura y cierta literatura contemporánea— de narración posmoderno resultan
muy interesantes en un nivel interpretativo:

… como si, por alguna razón, hoy fuésemos incapaces de concentrarnos


en nuestro propio presente, como si nos hubiéramos vuelto incapaces de
conseguir representaciones estéticas de nuestra propia experiencia
actual. Pero si esto es así, es una terrible acusación del mismo
capitalismo de consumo, o por lo menos un síntoma alarmante y
patológico de una sociedad que se ha vuelto incapaz de enfrentarse al
tiempo y la historia (Jameson, 1983: 174-175).

En el caso de obras literarias, puedo mencionar el género posmoderno

47
latinoamericano que se ha dado en llamar “nueva novela histórica”, en cuyo realidad
textual, además, confluyen los aspectos propios de la historia colonial y postcolonial,
de los conflictos étnicos, raciales, sociales, religiosos, etc. que en el hacer
posmoderno volvieron a ser retomados por estos novelistas encargados de
“reconstruir” el discurso histórico de sus países. Jameson, por su parte, habla de un
cierto tipo de novelas históricas que lo son sólo en apariencia, como Ragtime de E.L.
Doctorow, con su atmósfera de principios de siglo pero que no resulta ser
estrictamente histórica: “… no representan nuestro pasado histórico tanto como
representan nuestras ideas o estereotipos culturales acerca del pasado” (Jameson,
1983: 175). Según Jameson, este sujeto –perdido otra vez, confundido—, ya no puede
mirar la realidad, buscar el referente y lo que queda en él es un “realismo” que surge
de la “conmoción”, de un intentar reconstruir el pasado histórico “… a través de
nuestras propias imágenes pop y estereotipos acerca del pasado, el cual permanece
para siempre fuera de nuestro alcance” (Jameson, 1983: 175); y sin embargo, es
necesario, imperante, volver “recuperarlo”, volver a hacerlo vivir en el presente. Creo
que ejemplos claros de este tipo los podemos encontrar en novelas cono La casa de
los espíritus de Isabel Allende. Pero, ¿en el género relato, no se dan estos
procedimientos en relación a códigos literarios anteriores, como los de ese
“costumbrismo” que en algún momento intentó “construir” una identidad simbólica
mexicana afincada en “sus” castas sociales?

Dentro de la metodología crítica y analítica que propondré más adelante,


muchos de los recursos irán destinados a identificar los rasgos, huellas y formas de
pastiche posmoderno. Además, esa muerte del sujeto, y ese agotamiento temático y
estilístico también serán rastreados e interpretados.

Dejando atrás el pastiche, Jameson lleva a cabo una honda y profunda


explicación de lo que él considera otro recurso –o práctica—muy característica del
posmodernismo, la “esquizofrenia”. Esta práctica la define como un concepto
“prestado” del estructuralismo de Lacan en el que al igual que el enfermo mental, el
autor posmoderno “aísla” los signos lingüísticos de sus referentes –del pasado como
un aspecto del lenguaje—y éstos al ser “extraídos” y separados de la cadena –
sintagmática y paradigmática; pero también pragmática y diacrónica—de
significación, adquieren un sentido único, mucho más poderoso y un carácter de

48
fragmentación de “presente perpetuo”. Aunque resulta interesantísimo el análisis de
este fenómeno, los ejemplos que Jameson busca para ejemplificar este recurso están
más orientados a la poesía y a la música, por lo cual no me detendré a explicarlo; sin
embargo, para cerrar lo relativo a las aportaciones e ideas de este autor, me gustaría
comentar algunas de las reflexiones finales del artículo con el que he venido
trabajando.

Jameson expresa que los dos aspectos del posmodernismo que ha resaltado –el
del pastiche, relacionado con el “espacio” en una transformación de la realidad en
imágenes, y el de la “esquizofrenia”, en cuanto al tiempo—, pueden también ser
rastreados e identificados en obras modernistas (e incluso clásicas), ya que las
rupturas radicales entre periodos no suelen conllevar cambios completos de contenido
“… sino más bien la reestructuración de un cierto número de elementos ya dados:
rasgos que en un periodo o sistema anterior estaban subordinados, se vuelven ahora
dominantes, y rasgos que habían sido dominantes se hacen de nuevo secundarios”
(Jameson, 1983: 183). De este modo, la idea del posmodernismo como una
combinación de elementos clásicos y modernos, en una suerte de yuxtaposición de los
mismos y de un ”juego” con la combinación de opciones, adquiere mucho más fuerza.
Ahora, lo importante es cómo Jameson liga este fenómeno con la realidad cultural y
económica de la sociedad de la posmodernidad, al hacer ver cómo el Modernism
clásico era un arte de “oposición” que surgió dentro de una sociedad comercial de la
“era dorada” de manera escandalosa y ofensiva para los miembros de la clase media:

… feo, disonante, bohemio, sexualmente chocante. Era algo destinado a


ser objeto de burla (cuando no llamaban a la policía para que retirase los
libros y cerrara las exposiciones): una ofensa al buen gusto y al sentido
común, o, como habrían dicho Freud y Marcuse, un desafío provocador a
los principios reinantes de la realidad y la representación de la sociedad de
clase media de principios del siglo XX (Jameson, 1983: 183-184).

De este modo, los “temas” y “contenidos” de estas obras siempre resultaron


“peligrosos”, “explosivos” y “subversivos” para el sistema establecido; sin embargo,
y eso es uno de los aspectos que más claramente puede sustentar la idea de que existe
un tiempo posmoderno y en clara diferenciación del moderno, a partir de la década de
los 60, ni Picasso, ni Joyce, y ni siquiera los dadaístas, los surrealistas o los

49
vanguardistas más polémicos como Artaud son ya raros o repulsivos: “… sino que se
han vuelto clásicos y ahora nos parecen bastante realistas” (Jameson, 1983: 184). Y
de hecho, apunta este autor, ya son muy pocas cosas, en el contenido (o temas) del
llamado arte contemporáneo –o de la literatura “actual”—, las que puedan resultar
escandalosas o “chocantes”. Tanto el rock, como el “punk” y todas las formas de
música popular del “ahora”, el uso de material sexualmente explícito en el arte, la
inclusión de temas eróticos o pornográficos en la literatura, el uso de imágenes ultra-
violentas en el cine, son prácticas y formas más o menos “aceptadas” sin esfuerzo, e
incluso tienen éxito comercial: “… esto significa que aun cuando el arte
contemporáneo tenga todos los rasgos formales del modernismo anterior, ha
cambiado su posición fundamentalmente en el interior de nuestra cultura” (Jameson,
1983: 184).

Y es que en los 60 el Modernism clásico y el superior se “academiza”, se hace


institucional, adquiere la forma de un patrimonio histórico y cultural, de un discurso
fijado dentro de una sociedad que tras la superación de la Segunda Guerra Mundial
emerge con “… nuevos tipos de consumo; desuso planificado de los objetos, un ritmo
cada vez más rápido de cambios en las modas y los estilos; la penetración de la
publicidad, la televisión y los demás medios de comunicación de masas…” (Jameson,
1983: 185). A todo esto hay que sumar nuevas formas de tensión social –Jameson cita
las ciudades frente a los suburbios—, y en el caso de Latinoamérica yo agregaría la ya
mencionada tensión entre “centro y periferia”; la cada vez más evidente diferencia
entre la ciudad y el campo; la cada vez más fuerte diferenciación entre criollos e
indígenas; entre ilustrados e iletrados y un largo etcétera en el que en este nuevo
periodo del capitalismo surge un posmodernismo con rasgos formales, prácticas
estéticas y usos de mecanismos que expresan la lógica de ese nuevo sistema social.
Con estrecha relación a esta cuestión, Jameson introduce la idea de la” desaparición
de la historia” y la manera en la que las sociedades contemporáneas han ido perdiendo
la capacidad de “retener” su propio pasado y han comenzado a vivir un “… presente
perpetuo y en un perpetuo cambio que arrasa tradiciones de la clase que todas las
anteriores formaciones sociales han tenido que preservar de un modo u otro”
(Jameson, 1983: 185). La cuestión final que Jameson lanza es imprescindible, ya que
al concluir que si una de las actividades que el posmodernismo lleva a cabo es replicar
y reproducir, incluso reforzar, la lógica del capitalismo de consumo, lo interesante

50
sería estudiar si existen también –en el arte, en la literatura, en las teorías del
posmodernismo—, maneras y propuestas para “resistir” esa lógica. ¿Hay un
“comprimiso ético” en los relatos del posmodernismo mexicano?

51
3. Resumen de las categorías del posmodernismo.

Hasta este punto, mediante el comentario y síntesis de las teorías y aportaciones de los
distintos autores en cuanto a la posmodernidad, se han podido observar varias
características, rasgos, códigos, prácticas y recursos asociados al posmodernismo
literario. Por ello, considero importante el elaborar un resumen para su mejor
comprensión y posterior utilización en los textos narrativos seleccionados. 3

• Tomo como punto de partida la idea de que el posmodernismo literario es una


práctica que “emerge” para “superar” al modernismo institucionalizado. Es
decir, como práctica artística y textual que “reacciona” de manera específica
“en contra” de las formas establecidas del modernismo superior.
• Bajo la misma lógica, hay tantos “posmodernismos” así como “modernismos
superiores” existieron.
• El posmodernismo no es un todo coherente.
• Dentro del posmodernismo se lleva a cabo una erosión y una pérdida de
límites entre la “cultura superior” y la “cultura popular o de masas”. Esto hace
que se borren las fronteras entre el “arte superior” y las “formas comerciales”.
• Dentro de los textos del posmodernismo literario hay rasgos formales –
retóricos, pragmáticos, estilísticos, textuales, etc.—relacionados con la
“cultura” y con un “nuevo tipo de vida social” y un “nuevo orden económico”:
el de la “posmodernidad”.
• Las “luchas sociales”, reflejadas como temas, motivos, trasfondos o simples
contextos en las obras del posmodernismo, ya no son el resultado de la
oposición entre “trabajo y capital”, sino que son de orden “religioso”,
“cultural” y “psíquico”.
• Si la “modernidad” era un tipo de “lógica cultural” que se impuso al modo de
vida capitalista, la “posmodernidad” es un tipo de “lógica cultural” que
reacciona ante el proyecto inconcluso de aquella imposición. Así, en los textos
del posmodernismo se manifiestan la “desilusión” y el “engaño” de dicho

3
Es importante mencionar que en este resumen no todos los puntos contendrán categorías o rasgos que
podrán ser directamente aplicables o rastreables. Muchas de las ideas resumidas tienen la función, más
bien, de crear un marco discursivo y contextual bajo el que se “leerán” los textos seleccionados para el
análisis.

52
proyecto fallido. Además, en los mundos creados por el posmodernismo se
manifiestan sentimientos y realidades de “opresión”, “explotación”,
“alienación”, “deshumanización” y “destrucción”, como respuesta al fallo en
las promesas de desarrollo y libertad de la modernidad.
• El posmodernismo es un “espacio cultural”, un discurso, más que una escuela
o corriente artística.
• En la posmodernidad se presenta un “agotamiento de la razón” que se
manifiesta en las texturas del posmodernismo.
• En las prácticas artísticas del posmodernismo se presenta una “imposibilidad
de establecimiento de reglas artísticas válidas”, lo cual manifiesta
“eclecticismo” y “secularización de los valores”.
• Como consecuencia del conflicto “modernidad / posmodernidad”, en la
práctica del posmodernismo se refleja una “negación del camino dejado atrás”,
una sensación de que “ya no hay futuro y todo es presente”, así como un
“cambio en las categorías espacio-temporales”.
• Tras el descubrimiento de que el fenómeno del hombre moderno era sólo una
“apariencia”, el mundo “verdadero” que presentó la modernidad se percibe
ahora como una “fábula”.
• El posmodernismo “mantiene”, “retoma” y “promueve” nociones, prácticas,
principios y actitudes de la vanguardia. Bajo este fenómeno, se recuperan
ideas de Baudelaire, por ejemplo –como la necesidad de experimentar una
realidad social nueva y la concepción de la vida como un “show” fascinante y
transitorio— o de Benjamin –como la noción de que se debe llevar a cabo una
construcción del “espacio social” a partir de los fragmentos más
representativos de la cultura-. Del mismo modo, y dentro de “lo literario”, un
afán “experimental” es retomado por muchos autores en cuanto a elementos
estilísticos, estéticos, retóricos y discursivos.
• El mito del “héroe liberal” que tiene un final feliz (o no) –que “aprende” una
lección, que “transforma” su existencia—y que se encuentra supeditado a los
“hilos invisibles” de la realidad es echado abajo. Nace un anti-héroe que ya no
busca “sentido”, ya no busca “superar” nada; sin embargo, dentro de los
posmodernismos, se da una recuperación del espíritu vanguardista de “anti-
tradición”. Esto es: siempre hay una “tradición” que hay que “superar”. Los

53
posmodernismos se rigen, muchas veces, bajo la lógica de una aparente
contradicción.
• El posmodernismo puede verse como “la jugada final del vanguardismo”, pero
bajo un principio de “ambigüedad”: quiere ser futuro, pero mira hacia las
vanguardias. Quiere ser arte y anti-arte; crítica y para-crítica.
• Dentro de las texturas del posmodernismo los “massmedia” desempeñan un
papel estructural y temático primordial, ya no son simplemente “citados”
como en el Modernism.
• Algunos posmodernismos adquieren la forma de “discursos de resistencia”. En
el caso de Latinoamérica contra la injusticia, las dictaduras, la globalización,
el atraso económico, etc.
• La llegada de ideas, tesis y definiciones ligadas a la posmodernidad y el
posmodernismo descubren en lo latinoamericano una necesidad de
“cuestionar”, “comprender” y “observar” su propia modernidad. Aquí no es
simple “superación”, sino “retorno crítico” –y de ahí vienen conceptos del tipo
“modernidad periférica” y “centro y periferia”—.
• En el contexto específico de América Latina, al fallo de la modernidad se
suma el fallo en las promesas de “desarrollo” experimentadas en la década de
los años 1970.
• Dentro del posmodernismo latinoamericano se da un cierto “privilegio
epistemológico” de la periferia que se encarga –a través de sus textos—de
“ironizar” al centro.
• Dentro del fenómeno de “retorno” y “análisis” de la modernidad
latinoamericana tres relaciones se manifiestan en los textos: 1. De
“contradicción”, en cuanto a que los presupuestos de la modernidad en
América Latina se dan de manera contradictoria: negación de la libertad, falta
de autonomía cívica y falta de auto-determinación. 2. De
“complementariedad”, en una suerte de actividad discursiva bajo la cual
dentro de las “narrativas de difusión” de la modernidad hay ciertas realidades
que son “ignoradas”, “evitadas” o “desaparecidas”, del centro hacia la
periferia, y de modo complementario hay otras que son “privilegiadas” o
“reforzadas”. 3. De “diferenciación” en cuanto a que se establecen

54
significados distintos relacionados con la modernidad en la periferia, por
ejemplo, “el progreso”.
• En Latinoamérica se presenta una “modernización sin modernidad”. Esto es
que en la modernidad de la periferia, a los actantes, se les ha negado la
capacidad de “ser por sí mismos” y de tomar sus propias determinaciones.
• Además, se da un fenómeno de “receptividad impuesta”, es decir, se “recibe”
sin poder “dar” a cambio. Desde el centro se imponen “términos” y
“prácticas”.
• El “yo” moderno periférico convive y coexiste con esos “otros” descritos por
la modernidad del centro: indígenas, campesinos, ex -esclavos, etc.
• Dentro del posmodernismo literario se practican rasgos y recursos estilísticos
y discursivos que provienen del “escepticismo”, el “desaliento”, el
“sarcasmo”, la “incertidumbre espiritual”, el “anti-realismo”, una “visión
apocalíptica de la historia”, un “gusto por las formas paródicas y auto-
reflexivas”, una “tendencia al caos” y una creciente “desconfianza en el
lenguaje como creador de sentido”.
• La obra (el texto) del posmodernismo ya no se rige por las reglas existentes y
en el momento de su enunciación no existen categorías válidas para su
análisis.
• Dentro de las novelas y relatos del posmodernismo latinoamericano se lleva a
cabo una “ficción” como “metaforización” de una “microhistoria” local y
psico-social relativa a un personaje o un grupo reducido de personajes, muchas
veces “marginales”. Esto en contraposición a la “ficción” moderna que es
colectiva, de historias “nacionales” y hasta “continentales”. Ahora se narra lo
“doméstico”, lo “urbano”, lo “individual”.
• Más que la existencia de una “narrativa posmoderna”, existe un “autor
posmoderno”.
• En la práctica literaria “posmodernista” se da una “síntesis” (yuxtaposición)
entre los “modos” de escritura clásica y moderna. Hay un “juego” ambivalente
de “ruptura” y “continuidad” con el realismo decimonónico. Al mismo
tiempo, se reivindican algunos “rasgos” del código realista, pero bajo la óptica
crítica que ejerció la vanguardia sobre éste. Así, el uso de un narrador

55
omnisciente o la linealidad narrativa ya no son “funciones naturales”, sino
“escogidas”.
• En la literatura del posmodernismo el autor posee determinadas opciones al
poder escoger entre rasgos del realismo o de la vanguardia (elementos clásicos
y modernos). Uno de estos rasgos es la “legibilidad” como forma de renuncia
al experimentalismo. La finalidad principal de este tipo de textos es “contar” y
no ya “experimentar”.
• Entonces, la trama vuelve a tener relevancia y se otorga nuevamente cierto
privilegio a la “linealidad narrativa” (aunque mediante la “apariencia” y el
“simulacro”).
• Otra opción del posmodernismo literario se refleja en la “actitud” ante la
“cultura de masas”, incorporando sus signos y códigos en la textura y no como
forma de parodia, sino como elemento sustancial de la trama y el sentido,
como “pastiche”.
• La literatura del posmodernismo toma prestados recursos, técnicas y prácticas
de la llamada “paraliteratura”. Así, se puede destacar en muchos textos
posmodernistas un “componente melodramático” –que en más de una ocasión
adquiere la forma de una “lógica telenovelesca del sentimentalismo”—, o
elementos del subgénero “policial” y hasta recursos de la “ciencia ficción”.
• Como otra forma de “pastiche”, el “remake” aparece en muchos textos del
posmodernismo, ya sea como mecanismo de nostalgia o como recurso de
revisión histórica.
• Con la “muerte del sujeto”, el “fin de los individualismos”, la “fragmentación”
y la “pérdida” de los estilos únicos aparece el pastiche como un recurso del
posmodernismo.
• El artista posmoderno se cuestiona ante la incapacidad de desarrollar un
“código único” de comunicación; un “yo” novedoso, innovador o
paradigmático. El arte posmoderno observa el fracaso de la estética
modernista.

56
4. Lauro Zavala y la arqueología del relato posmoderno.

Mucho más allá de las nociones y procedimientos que he podido rastrear y sintetizar
de las distintas teorías antes reseñadas, las propuestas metodológicas del profesor e
investigador mexicano Lauro Zavala se presentan como una serie de acertadas
aproximaciones a distintos aspectos discursivos, retóricos, temáticos y estructurales
del relato, a partir de una inteligente base comparativa entre tres “modelos” de este
género: el relato clásico, el relato moderno y el posmoderno.

En textos sencillos y directos, este autor se propone establecer las


características y procedimientos del llamado relato posmoderno bajo el método
comparativo que he mencionado y a través de cinco aspectos comunes en todo relato
–y de carácter general en toda teoría descriptiva y analítica—: el tiempo, el espacio,
los personajes, la instancia narrativa y el final. A primera vista, estas categorías
estructurales de la textualidad ficcional podrían resultar demasiado simples o comunes
para un análisis de verdadera profundidad 4 ; sin embargo, como podrá apreciarse, la
combinación de estos cinco elementos con una acertada comparación entre
paradigmas tipológicos de “tipos” de relato, otorga descripciones y visualización de
procedimientos literarios de gran valor para la correcta definición del relato del
posmodernismo como constructo tipológico discursivo que refleja no sólo una
“forma” de escribir, sino una “manera” más general de representar un determinado
tipo de “cultura”, sea clásica, moderna o posmoderna.

Para llevar a cabo esta labor, Zavala propone partir de dos “señalamientos”
básicos. El primero tiene que ver con la finalidad más general de este modelo, que
posee la intención de ofrecer un sistema de ficciones teóricas “coherente” y
“sistemático”, en cuanto a que pueda ser utilizado como una herramienta
metodológica de apoyo a la “interpretación” de los textos de ficción llamados
“relato”. 5 En segundo lugar, este autor establece una premisa importantísima como

4
En todo caso, el término “instancia narrativa” es el que posee mayor complejidad discursiva por todas
las cuestiones pragmáticas de uso y comunicación literaria que conlleva.
5
Aunque L. Zavala utiliza el término “cuento”, yo, como he venido haciendo a lo largo del presente

57
antecedente a sus propuestas:

…no existen textos a los que podamos llamar necesariamente


posmodernos sino tan sólo lecturas posmodernas de textos en los que
coexisten simultáneamente elementos de naturaleza clásica (es decir,
característicos del cuento más convencional) y elementos de naturaleza
moderna, partiendo del supuesto de que estos últimos se definen por
oposición a los clásicos (Zavala, 2006: 26).

Esta reveladora idea, que parece “cancelar”, de modo no prescriptivo, la idea de que
puedan existir “relatos posmodernos”, resulta de vital importancia como punto de
partida para cualquier tipo de aproximación académica a esta clase de textos ya que
toma en cuenta un elemento del proceso de comunicación literario que en teorías
estructuralistas, y anteriores, fue casi ignorado: el lector, elemento privilegiado en la
mayoría de teorías sobre el posmodernismo literario y la posmodernidad textual.

Continuando con una “introducción” a lo que se puede considerar como su


“método”, Zavala establece algunos puntos importantes o determinativos en la
historia de una “teoría” de este género literario –mismos que ayudan a sustentar su
noción taxonómica del relato clásico, moderno y posmoderno—. De este modo,
Zavala considera que los trabajos llevados a cabo por Edgar Allan Poe sobre los
cuentos de Nathaniel Hawthorne y sobre el proceso de escritura de su propio poema
“El cuervo” (cerca del 1842), pueden considerarse como el inicio de una teoría
general del relato. En contraposición, para Zavala, el otro extremo estaría fijado en el
testimonio de Robert Coover sobre su taller de elaboración de hipertextos en soportes
electrónicos (1992). En este lapso de 150 años, Zavala distingue cuatro momentos
determinantes en la configuración de dicha teoría: Cuando en 1842 “… se establece el
principio de unidad de impresión y la existencia del final sorpresivo (en los textos de
Poe)” (Zavala, 2006, 27). Poco después, cuando en 1892 Chejov –en cartas a sus
amigos en las que reflexiona sobre la escritura del cuento—identifica y nombra el
concepto de “principio de compasión”, así como las reflexiones en cuanto a las
posibilidades narrativas del “final abierto”. Ya en el siglo XX, y dentro de la
modernidad, cuando en 1944 J. L. Borges publica Ficciones, una serie de textos del
tipo “relato” en las que se puede observar un aspecto novedoso y casi revolucionario

trabajo, utilizaré el término “relato” aceptando que este significante designa con mayor claridad las
prácticas literarias de tipo “cuento” a partir de la modernidad y principalmente en el posmodernismo.

58
en la historia de este género: cada una de estas “ficciones” posee “…a su vez rasgos
estructurales del cuento clásico y elementos narrativos del cuento moderno, de manera
simultánea y por lo tanto, paradójica” (Zavala, 2006: 27). Esto es la posible
“inauguración” del recurso principal del posmodernismo literario. El último de los
hechos determinativos se produce cuando en 1992 –mediante la iniciativa de
Coover—se comienzan a publicar los testimonios de autores que reflexionan sobre las
posibilidades de “reescritura” de las “tradiciones” literarias establecidas hasta ese
punto de la historia, como una forma de “relectura” irónica mediante la cual es
posible “jugar” (hasta de forma colectiva o anónima) con “…los fragmentos de las
convenciones de la escritura existente hasta el momento” (Zavala, 2006: 27) 6 .

Tras esta breve construcción de una línea diacrónica sobre las reflexiones
teóricas del relato, Zavala menciona un aspecto muy interesante –mismo que,
finalmente, funciona como punto de vista cohesionador de toda su teoría--. Dicho
aspecto, o “apunte”, expresa cómo desde los orígenes del relato ya puede encontrarse
una serie de aspectos básicos e inherentes de este género y que según los periodos,
modas, necesidades discursivas o usos determinados del relato, serán más o menos
notorios, privilegiados o dejados en segundo o tercer plano. Así, recursos y prácticas
del tipo: la “literalidad”, el “distanciamiento” del autor, el uso de la “ironía”, la
“fragmentación” del tiempo o el espacio textuales, etc., no son exclusivos de un tipo
de relato específico, aunque en el del posmodernismo, como una perspectiva de
escritura, a veces resulten imprescindibles. Aquí puedo observar otra idea básica: la
estipulación de si un texto es moderno, clásico o posmoderno tiene que ver con una
“perspectiva”, misma que es, evidentemente, una forma discursiva, una práctica de
comunicación que ya Bajtín observaba en esa unión entre los “usos” lingüísticos del
texto literario, a través de la vida social, la ideología y la historia (Casalmiglia y
Tusón, 1999: 257); sólo que en este caso se trata de ir más allá del concepto de
“género” para partir a una noción más amplia, misma que en todo caso “agrupa”

6
Se refiere al artículo: “Ficciones de hipertexto: escritura y combinatoria” de Coover, publicado en el
periódico mexicano La Jornada. Aunque de vital importancia en la actualidad –y de carácter
definitivamente posmoderno—, el “hipertexto” (o la “escritura hipertextal”) no es mi objeto de estudio;
sin embargo, lo que se debe rescatar en esta idea de Zavala es el “salto” que dan determinados aspectos
textuales, genéricos y estructurales del relato hacia el hipertexto (en la definición de Ted Nelson de
1965: "un cuerpo de material escrito o pictórico interconectado en una forma compleja que no puede
ser representado en forma conveniente haciendo uso de papel").

59
géneros situándolos en una línea histórica discursiva. De este modo, Zavala hace notar
que el relato fantástico suele tener una estructura clásica en cuanto al uso del narrador
omnisciente y la conclusión epifánica, a pesar de que la construcción del tiempo y el
espacio suelen ser claramente modernos. Por otro lado, también expresa que el cuento
policíaco es altamente epifánico, ya que concluye con la revelación de una verdad
narrativa; pero, “… el suspenso que lo caracteriza suele llevar a la necesidad de
contar con un narrador de naturaleza contradictoria y claramente moderna” (Zavala,
2006: 26). La siguiente cita expresa de manera muy clara este “principio” de
conocimiento literario de Zavala:

Y es que en los orígenes se encuentra anunciado, por cierto, el programa


narrativo que aún no termina de agotarse. Ya en Poe encontramos
desarrollados numerosos subgéneros del cuento clásico, como el
policiaco, el humorístico, el satírico, el fantástico, el de horror y el
alegórico. Pero además, muchos de sus cuentos tienen elementos
narrativos igualmente modernos, especialmente en el empleo del tiempo y
en el final abierto (Zavala, 2006: 26).

Entonces, para poder comprender mejor esa “perspectiva” tipológica de los tipos de
relato, sigo a Zavala en una breve descripción de las formas y prácticas llevadas a
cabo en cada tipo de estos textos.

4.1. El relato clásico, premoderno, realista.

En primer lugar, tenemos al cuento clásico –ese que algunas veces es llamado
“realista” y que el mismo Zavala define a grandes rasgos en el subtítulo del apartado
como: “una representación convencional de la realidad” (pongo en negritas ese
término ya que me parece “clave” para un acercamiento a los relatos de esta clase: de
algún modo, la definición de “lo convencional” es un práctica moralizante que posee
finalidades discursivas específicas que definen a estos relatos y los contraponen a sus
predecesores)—. Ahora bien, el punto de partida para la definición de este tipo de
relato es tomado del que es considerado por algunos críticos como el iniciador de la
literatura del posmodernismo: J. L. Borges, del cual Zavala toma prestada la idea –
después retomada por Piglia—de que en todo relato se cuentan dos historias y en el
caso del “clásico” la segunda historia se mantiene “recesiva” a largo de todo el
movimiento argumental y sólo se explicita en el desenlace tomando la forma, ya en la

60
superficie textual, de una epifanía “sorpresiva” y “concluyente”. Esta realidad de la
arquitectura del relato clásico nos muestra la importancia que se le otorga al final de
los relatos, esa categoría estructural que según Yuri Lotman cumple la imprescindible
función semiótica de corroborar los códigos –literarios, narrativos, estéticos,
culturales, sociales, etc.—estipulados por el principio del relato (Lotman, 1970: 269).
De este modo:

…lo interesante de este modelo es que la tensión entre estas dos historias
mantiene el suspenso, de tal manera que aunque el lector conoce de
antemano la regla genérica que sostiene la historia, sin embargo ignora las
vicisitudes que esta regla genérica habrá de sufrir en cada historia
particular (Zavala, 2006: 28).

Entonces, podemos concebir este “recurso” del relato del pre-modernismo como un
elemento que lo define y además como un aspecto mediante el cual es posible
determinar aquello que de “único” tiene este género, sobre todo en relación con las
fabulas clásicas o las tradiciones orales breves, predecesoras, en modo alguno, de este
tipo de texto. En cuanto a esta “distinción”, Zavala explica que “…si bien cada cuento
clásico (o cada película hollywoodense) respeta las reglas genéricas que lo sostienen,
lo que mantiene la atención del lector son las vicisitudes que ocurren a la historia
recesiva en su búsqueda de un centro discursivo” (Zavala, 2006: 28).

Lo que viene a continuación es la útil definición que Zavala plantea del relato
de maneras clásicas, a partir de los cinco elementos inherentes en todo cuento ya
mencionados. De este modo, el manejo del tiempo en la estructura se presenta como
una sucesión de acontecimientos “organizados” en un orden secuencial que va “… del
inicio lógico a la sensación de inevitabilidad retrospectiva” (Zavala, 2006: 28). Esta
noción, tomada de Rust Hills, define esa sensación que se produce en el lector de que
lo acontecido era inevitable, cuando al llegar al desenlace del relato mira “hacia atrás”
y se remonta, retrospectivamente, hacia el principio de la narración.

El espacio, por otra parte, en este tipo de relatos es descrito de manera


“verosímil” –ya Barthes le otorgaba a la categoría estructural del “espacio” la función
de crear un “efecto de realidad” en el tejido textual del relato ficcional (Barthes,
1966: 22)—. Bajo esta tradición narrativa, la construcción de un espacio ficcional
persigue un efecto de referencialidad, “… presentándose con los atributos y la

61
minuciosidad del espacio existencial, concreto… el espacio literario por excelencia”
(Garrido, 1996: 213), esto, además, apunta Zavala, en función y relación con las
necesidades del género específico y bajo un discurso más general, y tradicional, de la
literatura al que se podría denominar “efecto de realidad” (también designado por
Barthes), práctica típicamente realista, y por tanto, “clásica”.

Los personajes de este tipo de mundos ficcionales premodernos poseen rasgos


convencionales y, dice Zavala, son “… generalmente construidos desde el exterior, a
la manera de un arquetipo, es decir, como la metonimia de un tipo genérico
establecido por una ideología particular” (Zavala, 2006: 28), en clara referencia a la
distinción realizada E. M. Forster, en su célebre Aspects of the Novel, entre personajes
“chatos” –planos—y personajes “densos”. Ducrot y Todorov lo citan literalmente:
“El criterio para juzgar si un personaje es `denso´ reside en su actitud para
sorprendernos de manera convincente. Si nunca nos sorprende es `chato´”, y después
apuntan que dicha definición se refiere a las posibles opiniones del lector acerca de lo
que podría definirse como una psicología humana normal, y es que bajo esta lógica un
lector con mayor grado de “sofisticación” puede ser “sorprendido” con mucha mayor
dificultad, por ello, para estos autores, lo que echan de menos los personajes “planos”
sería más bien la “coexistencia de atributos contradictorios” (propios del personaje
moderno) (Ducrot y Torodov, 1972: 263).

Por otro lado, el narrador posee un alto grado de “confiabilidad” y no tiene


“contradicciones” en una postura que parece haber ido conquistando a lo largo de la
historia de la literatura clásica hasta llegar a un punto en el que la “credibilidad” del
relato ya no descansa en “el peso de la tradición” sino en la autoridad del narrador
(Garrido, 1996: 113). Este tipo de narrador es el que se ha dado en llamar, según la
tradición teórica, omnisciente: “…sabe todo lo que el lector requiere saber para seguir
el orden de la historia… su objetivo es ofrecer una representación de la realidad”
(Zavala, 2006: 28). La omnisciencia es, sin duda, un concepto poco valorado en
ciertos textos del Modernism y un elemento de exploración lúdica en el
posmodernismo.

Por último, en lo relativo a los relatos clásicos, el final lleva a cabo la función
de hacer explícita una “revelación” con la forma de una “verdad narrativa”, como la

62
“identidad del criminal” o cualquier otra clase de “… verdad personal, alegórica o de
otra naturaleza” (Zavala, 2006: 28) y por ello es un final “epifánico” que forma parte
de una historia “organizada” en función de dicha revelación en las últimas líneas. Ya
he mencionado el poder que le otorga Lotman al final en su estructura del texto
ficcional –poder que directamente se relacionan con textos de carácter clásico—; pero
aquí lo novedoso es la noción de “epifanía” (extraído de la teoría de Rust Hills en
Epiphany as a Literary Term), misma que adquiere una importancia vital en la
tipología de Zavala y que se presenta como una categoría interesantísima en el
análisis e interpretación de cualquier tipo de relato por funcionar como un categoría
textual que establece relaciones discursivas con constructos mucho más amplios de
carácter ideológico, moral, religioso, cultural e histórico. El uso pragmático de lo
epifánico revela realidades que van más allá de los límites del mundo ficcional,
otorgando una perspectiva de intencionalidad en la emisión del texto ficcional en
clara dependencia del proceso de interpretación del receptor. De hecho Zavala
menciona, de forma acertada, que estas “reglas genéricas” de este tipo de relatos son
“responsabilidad” del autor –es decir, se encuentran en el nivel de los fines
discursivos—el cual se “ajusta” a una “tradición genérica” ya establecida a priori y
que los lectores son capaces de reconocer –como una fórmula tipológica, puedo
decir—. En resumen:

… el cuento clásico es circular (porque tiene una verdad única y


central), epifánico (porque está organizado alrededor de una sorpresa
final), secuencial (porque está estructurado de principio a fin), paratáctico
(porque a cada fragmento le debe seguir el subsecuente y ningún otro) y
realista (porque está sostenido por un conjunto de convenciones
genéricas). El objetivo último de esta clase de narración es la
representación de una realidad narrativa (Zavala, 2006: 28).

4.2. El relato moderno, anti-realista.

Para la definición de esta clase de mundo posible ficcional, el punto de partida sigue
siendo el modelo de “las dos historias” –Borges y Piglia—sólo que en este caso la
primera historia que se narra puede ser “convencional”; pero la segunda puede
adoptar un carácter “alegórico”, a la manera de un recurso retórico-discursivo de
complejidad metafórica y simbólica, “…o bien puede consistir en un género distinto
al narrativo, o simplemente no surgir nunca a la superficie del texto (al menos no de

63
manera explícita en el final del relato)” (Zavala, 2006: 28). Como puede observarse,
ya de entrada esta clase de relatos ofrece un mayor número de posibilidades,
intencionalidades y recursos de narración. Para ejemplificar este primer acercamiento,
Zavala expone el caso de los relatos “anti-dramáticos” de Chéjov –“La dama del
perrito”— o los de Conan Doyle –específicamente en los que utiliza a Sherlock
Holmes como protagonista—; pero, además, este rasgo moderno se encuentra en los
relatos de naturaleza “intimista”, dice Zavala, cuyo “palimpsesto” suele ser una
alegoría implícita, apenas sugerida en el desenlace.

Pero veamos de qué manera funcionan los cinco elementos que este autor ha
decidido rastrear en este modelo de texto ficcional. Entonces, El tiempo está
reorganizado desde la perspectiva subjetiva del narrador o del protagonista, “… por lo
cual el diálogo interior adquiere mayor peso que lo que ocurre en el mundo
fenoménico. A esta estrategia se le ha llamado espacialización del tiempo” (Zavala,
2006: 28), ya que el tiempo narrativo se organiza y se presenta con la lógica
simultánea del espacio y no con la lógica del tiempo lineal. Esta forma moderna de
organización del tiempo es exhaustivamente analizada por Genette –Figuras III— en
relación con la estructura de En busca del tiempo perdido de Proust, y a través de un
complejo modelo de análisis que distingue el uso de determinadas figuras (de orden,
duración o frecuencia) temporales que describen un manejo del tiempo no lineal en el
discurso literario moderno, en clara relación con un discurso organizado a partir del
tiempo del relato –es decir, más allá de la mímesis (existentica real) y de la fábula—.
En los relatos latinoamericanos de la modernidad y del Boom abundan ejemplos de
complicados manejos del tiempo, de estructuras que rompen la linealidad y
abandonan la intención de reflejar el paso de un tiempo real, y esto, claro, porque
abundan narradores-personaje, testigos, narradores protagonistas –pero también, y de
manera notable, narradores desconocidos, desde las sombras— que focalizan el relato
mediante arquitecturas retrospectivas, circulares, zigzagueantes, al organizar los
acontecimientos a partir de una tremenda subjetividad. Ni que decir que esta clase de
estructuras se presentan como las más complejas e interesantes dentro de la literatura
del siglo XX latinoamericano, mediante memorables relatos como los primeros de
Cortázar, el “Chac Mool” de Fuentes, los paradigmáticos relatos de El llano en
llamas y Confabulario, y hasta el Borges de “Emma Zunz”.

64
Todo esto, relativo al manejo moderno del tiempo, guarda una estrecha
relación con lo relativo al espacio, mismo que, dice Zavala, es presentado desde la
perspectiva “distorsionada” del narrador o protagonista, el cual dirige su atención a
determinados elementos específicos del mundo exterior. Se trata de descripciones
“anti-realistas”, que se oponen a la tradición clásica.

Esto hace que los personajes resulten ser “poco convencionales”, ya que están
configurados desde el interior de sus conflictos personales. De este modo, los
acontecimientos, acciones y procesos vividos por los protagonistas adquieren un
carácter metafórico, a la manera de una alegórica “visión del mundo” del protagonista
o de la “voz narrativa”. Creo que la introducción de este último término, por parte de
Zavala, resulta bastante acertada ya que la noción de “voz narrativa” nace para
designar un tipo específico de focalización del relato, mismo que va más allá de los
lindes de la estructura clásica, es decir, en discursos ficcionales en los que la
percepción del universo representado –o punto de vista—ya no coincide con la
función narrativa de un locutor, protagonista o no, que habla en primera persona,
desde el yo. Creo que ese narrador-protagonista escondido en la segunda persona del
universo ficcional de Aura, de Fuentes, es un ejemplo clarísimo.

Evidente es entonces que el narrador “… suele llegar a adoptar distintos


niveles narrativos, todos ellos en contradicción entre sí. La escritura del relato es
resultado de las dudas acerca de una única forma de mirar las cosas para representar la
realidad” (Zavala, 2006: 29). Zavala insiste en esa “anti-representación”, mediante la
cual, el “objetivo” –cada vez aparecen más recursos retóricos que otorgan un enorme
valor a la intencionalidad discursiva dentro de esta clase de literatura, ¿no está aquí
esa búsqueda de un lenguaje privado, de un estilo único, de la configuración de una
voz individual de la que hablaba Jameson?—consiste en reconocer la existencia de
“más de una verdad” surgida a partir de la historia. “Es ésta una lógica arbórea
(ramificada como los brazos de un árbol). La voz narrativa puede ser poco confiable,
contradictoria o, con mayor frecuencia, simplemente irónica” (Zavala, 2006: 29).

Por último, el final es “abierto”; pues no concluye con una epifanía, o bien las
epifanías se presentan de manera sucesiva e implícita a lo largo del tejido de las “dos
historias”, lo que hace que el lector –un signo inequívoco de modernidad: tomar en

65
cuenta a quien recibe el texto—, tenga que “releer” irónicamente el relato. Aquí
Zavala está haciendo referencia a esas historias que parecen no tener moraleja –“La
dama y el perrito” vuelve a ser un ejemplo clave, por aquellos comentarios que
Nabokov llevó a cabo del mismo—, pero que sin embargo poseen cierto mensaje que
es (o pretende) ser aleccionador, tal vez en conjunto; sólo que ya, probablemente,
desde un nivel de comunicación literaria que tiene que ver con un uso determinado de
la modalización, como fenómeno bajo el cual se establece una relación entre el
enunciador y sus propios enunciados y que “… pone de manifiesto la posibilidad que
tiene el hablante de introducir sus propias actitudes y su propia perspectiva en el
enunciado, tanto en el dominio intelectual como en el dominio emocional”
(Calsamiglia y Tusón, 1999: 136). Sobre aspectos de la modalización del relato
volveré a insistir en el análisis de los textos.

Siguiendo con Zavala, y a manera de resumen, todos los elementos


identificados forman parte de una tradición de “ruptura” con los modelos clásicos, lo
que hace que sean considerados dentro de una forma anti-realista. “La intención de
estos textos es un cuestionamiento de las formas convencionales de representación de
la realidad, y por ello cada texto es irrepetible en la medida en que se apoya en la
experimentación y el juego” (Zavala, 2006: 29). Y Entonces, el relato moderno “…
tiene una estructura arbórea (porque admite muchas posibles interpretaciones), se
apoya en la espacialización del tiempo (porque trata al tiempo con la simultaneidad
subjetiva que tiene el espacio), tiene una estructura hipotáctica (cada fragmento del
texto puede ser autónomo), tiene epifanías implícitas o sucesivas (en lugar de una
epifanía sorpresiva al final) y es anti-realista (adopta una distancia crítica ante las
convenciones genéricas)” (Zavala, 2006: 29). Como puede observase, muchos de
estos rasgos y principios provienen de reflexiones y resultados de distintas teorías y
metodologías narratológicas, semióticas y estructurales, por ello, ya en el análisis de
los textos se recurrirá a explicaciones mucho más hondas de estos fenómenos
temporales, espaciales, retóricos, discursivos y narrativos cuando sea necesario –y de
forma directa a las ideas de los autores convenientes—, es decir, cuando sean
francamente representativos y vitales para la correcta interpretación del relato en
cuestión.

66
4.3. El relato del posmodernismo y la presentación de realidades textuales

En este tercer caso, el punto de partida vuelve a ser el modelo general de las “dos
historias”, sólo que aquí “suele” haber una “yuxtaposición” y una “errancia”, apunta
Zavala, de dos o más reglas del discurso, sean éstas de carácter literario o
extraliterario. Como no queda suficientemente claro qué tipo de reglas discursivas
pueden yuxtaponerse, el autor pone como ejemplo la forma en que algunos relatos de
Borges, en cuanto a reglas genéricas clásicas, contienen reflexiones filosóficas de
naturaleza alegórica y sus cuentos policíacos poseen un trasfondo político y
metafísico al mismo tiempo. Además, algunos de sus relatos tienen la estructura de
una reseña biográfica o bibliográfica “… sin por ello dejar de ser parodias de géneros
más tradicionales, como la parábola bíblica o la subliteratura dramática” (Zavala,
2006: 29). Ahora, una cuestión importante es el hecho de que cuando Zavala está
señalando esa “naturaleza errática e intertextual”, se está refiriendo a una especie de
“simulacros posmodernos” que carecen de un “original” al cual “imitar”. Esta noción,
la de simulacro, en la textualidad del posmodernismo resulta básica para la
comprensión de muchos de los sentidos de estos textos y además refleja, de manera
más general, una postura ante la realidad y la manera en la que ésta es representada –
como bien explica Zavala, la idea ha sido expresada por Baudrillard cuando dice: “El
momento crucial se da en la transición desde unos signos que disimulan algo a unos
signos que disimulan que no hay nada” (Baudrillard, 1978: 14)—. Como puede verse,
aquí nos volvemos a enfrentar a prácticas de intertextualidad (cuestión que
desarrollaré en el siguiente capítulo por tratarse de un procedimiento destacado en el
posmodernismo), a relaciones entre originales y copias; entre discursos primigenios y
lecturas posteriores a través de pastiches y palimpsestos; sólo que en un juego de
simulación.

En este punto, Zavala menciona que dentro de la literatura mexicana de la


segunda mitad del siglo XX, existen numerosos ejemplos de autores que yuxtaponen
aspectos de estructuras clásicas y modernas, en un proceso textual de hibridación
genérica. Así, para él, Martha Cerda, Francisco Hinojosa, Dante Medina, Guillermo
Samperio y Augusto Monterroso, son claros ejemplos. Pero, ahora, ¿cómo funcionan
esos cinco elementos estructurales del relato dentro del paradigma posmoderno? En

67
primer lugar:

El tiempo puede respetar aparentemente el orden cronológico de los


acontecimientos, mientras juega con el mero simulacro de contar una
historia. Se trata de simulacros carentes de un original al cual imitar, pues
borran las reglas de sus antecedentes en la medida en que avanza el texto
hacia una conclusión inexistente (Zavala, 2006: 29).

Creo que con esta reflexión acerca del cómo se usa el manejo del tiempo del relato
como una apariencia, una ilusión de que se está contando una historia, queda mucho
más clara en la relación de este tipo de estructuras narrativas con sus predecesoras
modernas y clásicas, aspecto que se confirma con un espacio que se construye de
forma tal que muestra “realidades virtuales”, “… es decir, realidades que sólo existen
en el espacio de las página a través de mecanismos de invocación” (Zavala, 2006: 30).
“Realidades”, además, que adquieren forma sólo a través del “proceso de lectura” y
mediante la “intercontextualidad” que cada lector “articula” imaginariamente. El
proceso intercontextual se da por una superposición de contextos provenientes de
distintos textos y discursos, conocidos por el lector, aún de manera no consciente.

La suma de las estrategias espacio-temporales del relato, confluyen en


personajes que “aparentan” ser convencionales, “… pero en el fondo tienen un perfil
paródico, metaficcional e intertextual” (Zavala, 2006: 30). En un juego similar, el
narrador suele ser extremadamente evidente, incluso solemne, para ser tomado en
serio, practica la auto-ironía y en ocasiones llega a ocultarse del todo (como en los
cuentos ultracortos). Bajo esta ironía y falsa seriedad se esconde una “intención”
discursiva: “… la voz narrativa suele ser irrelevante, en el sentido de que la
interpretación del cuento es responsabilidad exclusiva de cada lector(a)” (Zavala,
2006: 30).

De este modo, y como una práctica del posmodernismo que resulta ser clave
para la interpretación y muy rica para un análisis, el final, dice Zavala, es
“aparentemente” epifánico, aunque irónico. Esto porque las epifanías, sucesivas o
finales, son “estrictamente intertextuales”, a la manera de un juego constante que
recrea mensajes epifánicos de textos modélicos, sea de la modernidad o de la
literatura clásica. Así, la combinación de estos elementos, apunta Zavala, parecen
formar parte de una obra en permanente construcción (ese work-in-progress del

68
último Joyce), aparentando ser piezas de un “meccano”, que poseen la capacidad de
ser articuladas de manera diferente en cada lectura, “… incluso por un mismo lector,
que interpreta cada fragmento desde perspectivas distintas en diferentes contextos de
lectura” (Zavala, 2006: 30). A manera de resumen general:

El cuento posmoderno es rizomático (porque en que en su interior se


superponen distintas estrategias de epifanías genéricas), intertextual
(porque está construido con la superposición de textos que podrán ser
reconocidos o proyectados sobre la página por el lector), itinerante
(porque oscila entre lo paródico, lo metaficcional y lo convencional), y es
anti-representacional (porque en lugar de tener como supuesto la
posibilidad de representar la realidad o de cuestionar las convenciones de
la representación genérica, se apoya en el presupuesto de que todo texto
constituye una realidad autónoma, distinta de la cotidiana y sin embargo
tal vez más real que aquélla) (Zavala, 2006: 30).

Lo “metaficcional”, como práctica favorecida en los relatos posmodernos, también


será comentada en un apartado posterior. Ahora bien, para concluir con esta parte, el
autor menciona que esta clase de textos, en vez de ofrecer una representación o una
anti-representación de la realidad (a la manera clásica o moderna), ofrecen la
“presentación de una realidad textual”, ya que, la autoridad –otro aspecto que será
retomado en la metodología de análisis desde la perspectiva pragmática de Doležel—
en vez de estar en el autor o en el texto, se desplaza hacia las competencias del lector,
haciendo que cada lectura sea única, en un complejo proceso que combina la lógica
“dramática” del texto clásico y la “compasiva” del moderno, en ocasiones, en cada
fragmento del texto. Por último: “El sentido de cada elemento narrativo no es sólo
paratáctico o hipotáctico sino itinerante. Esto significa que la naturaleza del texto se
desplaza constantemente de una lógica secuencial o aleatoria a una lógica
intertextual” (Zavala, 2006: 30).

Antes de seguir hacia algunas reflexiones hacer acerca de la intertextualidad


posmoderna y del uso que en los relatos del posmodernismo se da de la
metatextualidad, me parece importante señalar que todas las prácticas y todos los
rasgos, en cada clase de relato, que señala Lauro Zavala, describen, en conjunto, un
tipo de texto acaso ideal, modélico y no siempre se podrán identificar y rastrear en
comjunto en un mismo relato. De hecho, y aún más en el caso del texto posmoderno,
un relato que reuniera todas estas características sería casi imposible. Tal vez existan

69
relatos clásicos que puedan coincidir en la totalidad con la tipología; pero tanto en los
modernos, como en los posmodernos, sólo algunos procedimientos serán validos,
utilizados y privilegiados dentro de la realidad textual. En este nivel, lo que se rescata,
es un modelo bastante aceptable para el estudio de los relatos de la contemporaneidad.

70
5. La intertextualidad y la metaficción: dos prácticas discursivas privilegiadas en
el posmodernismo.

5.1. De la generalidad al relato mexicano.

La gran mayoría de autores y críticos que se han dedicado al estudio, comentario e


interpretación de manifestaciones literarias de la época posmoderna coinciden en que
la intertextualidad es una práctica discursiva inequívoca y una característica
inherente en toda la producción literaria de la segunda mitad del siglo XX –sin querer
decir con esto que antes no se hubiera ya presentado en otras obras—. De hecho, se
cree que este rasgo (con múltiples usos distintos y variantes varias) podría definir en
sí mismo el discurso de lo posmoderno como forma general de creación textual; pero
iré por partes. “Todo texto es absorción y transformación de una multiplicidad de
otros textos” (Ducrot y Todorov, 1974: 400). La ya famosa afirmación de Julia
Kristeva en su intento, aún dentro de los lindes del estructuralismo, por definir el
fenómeno bajo el cual todo texto se construye como un tipo de rompecabezas de citas
a otros textos, es apenas el punto de partida para una noción que hasta nuestros días
ha ido ganando terreno e importancia tanto en la creación como en la crítica y que
tienen su base principal en ese “carácter heterológico” que Bajtín identifico en el
discurso literario: “Para él, éste se presenta como una realidad pluriestilística,
plurilingüe y plurivocal, en cuyo contenido conviven elementos de muy diversa
índole: literarios y no literarios, orales o escritos” (Garrido, 1996: 244).

Por otro lado, es a Gérad Genette al que acaso se le debe un estudio mucho más
formalizado de la intertextualidad –y otras funciones textuales afines—. En su
Palimpsestes de 1962, definía este término como “… una relación de copresencia
entre dos o más textos, es decir, eidéticamente [en la esencia] y frecuentemente, como
la presencia efectiva de un texto en otro” (Genette, 1962: 10). A esta visión general,
Genette agrega tres formas de intertextualidad:

Su forma más explícita y literal es la práctica tradicional de la cita (con


comillas o, con o sin referencia precisa); en una forma menos explícita y
menos literal, el plagio (en Lautréaumont, por ejemplo), que es una copia
no declarada pero literal; en forma todavía menos explícita, la alusión, es

71
decir, un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su
relación con otro enunciado al que remite necesariamente tal o cual sus
inflexiones, no perceptibles de otro modo (Genette, 1962: 10).

Sin embargo el tipo de intertextualidad que acaso ahora más interesa, como un
“campo de estudio privilegiado”, es el que Michael Riffarterre ya trabajaba a finales
de los años setenta (aunque el texto de Genette es original de 1969, el texto
introductorio posee la función de “revisión” a finales de los años 1980) y el mismo
Genette cita:

«El intertexto es la percepción, por el lector, de las relaciones entre una


obra y otras que le han precedido o seguido», llegando a identificar la
intertextualidad (como yo la transtextualidad) con la literariedad: «La
intertextualidad es […] el mecanismo propio de la lectura literaria. En
efecto, sólo ella produce la significancia, mientras que la lectura lineal,
común a los textos literarios y no literarios, no produce más que el
sentido»” (Genette, 1969: 11).

Sin embargo, como bien expresa Genette, los estudios de Riffaterre son más bien de
carácter microestructural y enfocados a particularidades estilísticas. Para él, entonces,
más completos resultan los trabajos de H. Bloom sobre “mecanismos de influencia”
(En The Anxiety of Influence de 1973) desde una perspectiva más general y de
carácter interdiscursivo, lo que Genette aborda desde otro concepto, el de la
“hipertextualidad” –mencionada por Lauro Zavala—y que es entendida por el teórico
francés como toda relación que une un texto B (el hipertexto) con un texto anterior (el
hipotexto) en la que se “injerta” pero ya no como una “cita” o un “comentario”, sino
como un ejercicio de “transformación” discursiva.

El mismo Zavala se ha encargado de definir la intertextualidad posmoderna en


el capítulo “Elementos de análisis intertextual” de su libro dedicado al estudio del
relato y cine posmodernos, partiendo de la idea de que todo “producto cultural” que
pueda ser considerado un “texto” –es decir, ese “tejido” de elementos significativos
que están relacionados entre sí—, por lo que los límites se abren a prácticas de
comunicación más allá de los textos literarios como una película, una conversación
telefónica, un recado, un mensaje, un anuncio publicitario –y lo que es más, dice
Zavala, “una mirada”, “un acto amoroso”—, “… entonces todo producto cultural
puede ser estudiado en términos de esas redes. Las reglas que determinan la

72
naturaleza de este tejido son lo que llamamos intertextualidad” (Zavala, 2003: 1). A
grades rasgos, bajo esta definición totalizadora, todo acto cultural y humano es
susceptible de ser estudiado en términos de la red de significación a la que se
adscribe, por lo cual, apunta Zavala, posee un carácter “transdisciplinario”. En las
líneas siguientes haré una síntesis crítica de lo que este autor propone como una
“guía” y “punto de partida” para el análisis de “cualquier” producto cultural textual.

Como bien indica Zavala, “… desde una perspectiva lingüística, restringida, la


intertextualidad es sólo una de las dimensiones posibles del enunciado, y desde esta
perspectiva la intertextualidad se reduce sólo a recursos como la citación, la mención
y la alusión” (Zavala, 2003: 2). Sin embargo, desde un horizonte más amplio, “todo”
puede ser considerado como intertextual, desde la privilegiada posición de
interpretación del lector y en la actualidad –a partir de obras de creación artística y
literaria—, el análisis de los “procesos intertextuales” se presenta como el más serio y
el más “lúdico” de los estudios literarios posible. “De hecho, el estudio de la
intertextualidad ofrece un perspectiva inclusiva para el estudio de la comunicación, es
decir, una perspectiva que permite incorporar en su interior a cualquier otra
perspectiva particular, proveniente de cualquier modelo para el estudio de la
literatura” (Zavala, 2003: 2). Esta última cita hace mención a lo que se ha dado en
llamar Social semiotics.

Entrando ya en materia, más allá de las múltiples definiciones que esta noción
ha recibido, y en un paradigma muy cercano al de Genette, Zavala estipula que “… el
concepto de intertextualidad presupone que todo texto está relacionado con otros
textos, como producto de una red de significación. A esa red la llamamos intertexto.
El intertexto, entonces, es el conjunto de textos con los que un texto cualquiera está
relacionado” (Zavala, 2003: 2). Ahora bien, la cuestión imprescindible que este autor
incluye tiene que ver, nuevamente, con ese elemento textual privilegiado en la
contemporaneidad: el lector. Así, lo que puede definirse como una “asociación
intertextual” que se da entre un texto y su intertexto, depende del sujeto que “observa”
el texto o que, pragmáticamente, lo “utiliza” con determinados fines comunicativos.
La intertextualidad, vista de esta manera: “… es, en gran medida, el producto de la
mirada [de la lectura] que la descubre. O más exactamente, la intertextualidad es el
resultado de la mirada que la construye” (Zavala, 2003: 2). Desde este enfoque, más

73
bien postestructuralista –bajo esta perspectiva teórica, la intertextualidad desplaza a la
“intersubjetividad”—, el fenómeno intertextual se inscribe dentro de una realidad
global en el que la significación y el sentido de un texto ya no dependen de la relación
entre éste y su autor, sino de quien lo lee y recibe en el marco de una “red de
relaciones” que lo “posibilitan” como “materia significativa”, desde la perspectiva del
que recibe la textualidad, y lo que es más, la noción de “lectura” es la que se da bajo
la “realización” por el autor y el lector de una multitud de “escrituras” que
“atraviesan” e “interactúan” en el texto (Heath, 1996: 406). Aquí, y gracias, sobre
todo, a los principios de la moderna teoría de la recepción, el lector es “el verdadero
creador de la significación” dentro de un sistema literario de comunicación. Como
puede verse, y más aún dentro del estudio de textos del posmodernismo, el lector ya
no puede ser considerado como un agente “pasivo”:

“… cuyas habilidades y conocimientos (competencias y enciclopedia)


como decodificador de mensajes pueden ser reducidas a un conjunto de
diversos procesos de distinción social. El receptor (o receptora, pues la
condición genérica produce también sus propias diferencias específicas)
es un elemento productivo, activo y generador de interpretaciones. La
intertextualidad existe según el color del cristal intertextual con el que se
mira” (Zavala, 2003: 3).

Además, se debe incluir un concepto básico y determinativo para el estudio y


comprensión de cualquier fenómeno de comunicación literario enmarcado en la
posmodernidad, el de horizonte de expectativas, el cual es, sin lugar a dudas, el
concepto más importante de la teoría hermenéutica de recepción literaria de Jauss. A
grades rasgos, este concepto implica que en cada época los textos literarios son leídos
de maneras distintas y siempre a través de las normas y criterios –históricos, sociales,
culturales, de “modas”…—de los lectores. Esta enorme aportación supone que el
significado global de una obra no es definitivo, depende del contexto temporal en el
que se recibe y se modifica a través de las expectativas que otorgan numerosos
contextos discursivos en épocas determinadas. Así, una teoría estética de la recepción
histórica de un texto dado, se abocaría al estudio de las formas y maneras en las que
un mismo texto ha sido interpretado a lo largo de la historia de la humanidad; sin
embargo, para lo que aquí interesa, la idea de ese “horizonte de expectativas” –
contextual—apoya la idea de que el posmodernismo –o la práctica de recursos
posmodernos dentro de las realidades ficcionales—tiene que ver más con un

74
determinado tipo de lectura que con el ejercicio deliberado de determinados rasgos
estilísticos y estructurales. Y es que para Zavala, precisamente, son los horizontes de
experiencias y expectativas del receptor “… los elementos que determinan la
construcción intertextual de sentido, y determinan los compromisos ético, estético y
social que serán puestos en evidencia durante la interpretación” (Zavala, 2003: 3).

En este punto, Zavala plante otra idea interesante, la que expresa que la
naturaleza de todo texto es la de funcionar como una especie de “pre-texto” para el
inicio de las asociaciones intertextuales de cada lector virtual y “… evidentemente,
los procesos de interpretación, apropiación de sentido y producción de asociaciones
significativas que dan lugar a la existencia de la intertextualidad sólo pueden ocurrir
en el ámbito de la cultura contemporánea” (Zavala, 2003: 3) ya que la
intertextualidad, comprendida de esta manera, es un proceso característico de la
cultura moderna (y posmoderna), como es el caso específico de la parodia, la
metaficción o el pastiche. Y es que se plantea la idea de que sólo puede haber
imitación, reflexión o asociación entre diversos elementos cuando existe ya una
tradición establecida, esta es: “la tradición de lo clásico”; sin embargo, esa “tradición”
es de gran complejidad –histórica, cultural, social y hasta política—por ser una
“tradición” de ruptura, de discontinuidad de intento de superación, ya sea de la época
clásica a la moderna, como de esta última y su conflictivo paso a la posmodernidad, y,
agrega este autor:

Y ante la coexistencia, en la mente de todo receptor de signos, de


elementos propios de ambas tradiciones contradictorias entre sí –la
tradición clásica y la tradición moderna—nos encontramos sumergidos en
lo que llamamos, a falta de un mejor nombre para hablar de lo paradójico,
el espacio cultural de la posmodernidad.

Y es este punto en el que se plantea la relación intrínseca, indiscutible y directa entre


lo posmoderno y la intertextualidad (y el papel activo de ese receptor cuya
“responsabilidad” última es la de ser “generador de significación”) como práctica
discursiva, cultural y como principio de comunicación artístico y literario. Todo texto
–y todo productor y receptor de los mismos—forma parte, en voz de Zavala, de lo
que, y en analogía con lo que Charles S. Pierce llamó “semiosis ilimitada”—, hoy
puede conocerse como una “intertextualidad ilimitada”: “Todo texto remite a otro
texto o a las reglas genéricas (archi-textuales) que lo hicieron posible” (Zavala, 2003:

75
4).

Ahora bien, aquí es donde este aspecto no debe caer en fatalismos o


nihilismos. Sí, es cierto, pareciera que no hay “nada nuevo en el espacio de la
significación” y que todo texto “está en deuda” con otros textos –o recursos, o estilos,
o lenguajes—precedentes; pero, de forma paralela, cada texto enunciado forma parte
de ese “conjunto de reglas” general, del “discurso”, por lo que la intertextualidad,
como fenómeno bajo el cual dichas reglas se combinan, se superponen, se relacionan
bajo nuevas perspectivas, finalidades, técnicas, mensajes, propósitos de comunicación
y representación, es también una “relación entre contextos de significación” que
produce y comunica. De este modo, estudiar los mecanismos de la intertextualidad en
la literatura contemporánea es llevar a cabo reflexiones sobre la interdiscursividad y la
intercontextualidad, es decir, es, también, estudiar nuevos y diferentes “contextos de
significación”.

Lo que Zavala presenta a continuación de estas reflexiones introductorias es


una interesante “guía” de tipos y formas de la intertextualidad dentro de la cultura
posmoderna, desde la “especificidad” que otorga la “discursividad” propia de
distintos análisis textuales –labor que para este autor, ya sea de carácter lingüístico,
retórico o estilístico—representa sólo “una parte” de lo que debería ser un estudio más
general de todos los contextos a los que un texto puede pertenecer –algo así como la
intertextualidad total—. Más allá de propuestas tan totalizadoras o generalizantes
(que incluso pueden llegar a resultar utópicas) en este punto rescato la idea de Zavala
de que la “reflexividad” o “metaficción” es la forma más compleja de la
intertextualidad posmoderna, por lo cual merece una reflexión distinguida. La
reflexión final de este apartado resulta ser interesante a la par que reveladora de esa
constante ambigüedad que rodea a todo concepto (creativo o teórico) ligado a lo
posmoderno: “… debido a la naturaleza misma de la intertextualidad, no existe una
forma única y definitiva de hacer un análisis intertextual, pues puede haber tantas
lecturas intertextuales como textos y lectores que establecen sus propias asociaciones
inter(con)textuales” (Zavala, 2003: 4), “diversidad” que, además, funciona como el
“denominador común” a todo ejercicio contemporáneo de análisis intertextual. La
propuesta final de Zavala es que cada lector, al enfrentarse a esta guía, rastree,
distinga, encuentre y promueva sus “propias” asociaciones intertextuales. Ese es, dice,

76
“el espíritu de todo estudio intertextual”. De acuerdo.

Pero antes de pasar a la explicación de esta “guía” de estudio intertextual


propuesta por Zavala, me parece importante el reflexionar acerca de la
metatextualidad como forma reconocida y privilegiada en las prácticas textuales del
posmodernismo. Esta característica de la comunicación en general –cada vez son más
los autores que buscan deslindarla de los estudios específicos de la ficción y de los
textos escritos—es definida ya por Genette en Palimpsestes como: “… la relación –
generalmente denominada «comentario»—que une un texto a otro texto que habla de
él sin citarlo (convocarlo), e incluso, en el límite, sin nombrarlo” (Genette, 1962: 13),
asegurando, además, que este rasgo de intertextualidad posee la característica de
establecer, siempre, una “relación crítica”, aspecto que sin duda proviene de la noción
de “metalenguaje” establecida desde el estructuralismo por Jakobson y bajo la cual
éste es un lenguaje crítico que constituye un método analítico científicamente objetivo
–y cada enunciado, cada discurso, comporta, de manera implícita o explícita, una
referencia a su propio código—, a lo cual Barthes, ya en su segundo momento
postestructuralista, agrega que una relación metacrítica entre lenguajes se establece a
partir de un sistema de signos que se refiere a otro sistema de signos, en una cadena
que puede llegar a ser infinita, y de este modo “… el DISCURSO crítico es
metalingüístico en su relación con los textos literarios…[y] lo que produce el
«significado» del texto es la relación entre ambos, y no alguna de las cualidades
inherentes al texto mismo” (Innes, 1996: 472) y aquí, creo, es dónde la reflexión
acerca de este tipo de fenómenos se convierte en una forma de aproximación teórica
del texto, en cuanto a que la labor del metalenguaje crítico debe ser la de descubrir la
manera en que el texto se relaciona con otros sistemas de signos, incluidos aquellos
que nombran los procesos bajo los cuales el texto mismo de ficción es construido, sea
en relación consigo mismo, en nivel intratextual, o con otros textos, en un nivel
intertextual. Visto de este modo, en el ahora, las reflexiones metacríticas en los textos
literarios, en relación con las manifestaciones metatextuales de los mismos, deben
poder resolver aspectos que fueron “ignorados” por el estructuralismo como las
relaciones contextuales, los momentos de producción histórica y la noción de “lectura
posterior” (Innes, 1996: 472) y es que ¿no es, en muchas ocasiones, la reflexión
metatextual dentro de los universos ficcionales una manera de abordar estos aspectos
no desde la crítica, sino desde la creación?

77
Sin lugar a dudas, la práctica de una noción metatextual desde la literatura
moderna, y su elevación a elemento temático, estructural y discursivo de primer orden
en los primeros posmodernismos –Cortázar, Borges, Monterroso en México—tiene
por finalidad, por intencionalidad comunicativa, el establecer reflexiones acerca de
cómo funciona el texto literario; pero, también, qué es lo que significa a partir de esa
manera de funcionar en relación con contextos –constructos más amplios—fuera y
dentro del texto mismo. Visto así, el autor de relatos que reflexiona en cuanto a cómo
ficcionaliza, reflexiona además en cuanto a las prácticas, puntos de vista, ideologías y
maneras de concebir el mundo de la realidad cultural e histórica en la que se inscribe
como persona discursiva.

Ahora bien, más allá de generalidades sobre el concepto de metaficción (como


categoría de estudio discursivo o como práctica de creación literaria) en un breve
artículo y en un capítulo del libro Paseo por el cuento mexicano contemporáneo,
Lauro Zavala, este hábil investigador de cuestiones posmodernas, sitúa de manera
adecuada esta noción a lo que aquí me preocupa: relatos de carácter posmoderno en
México. Por ello, realizo a continuación una rápida lectura crítica de ambos textos.

A manera de definición general, Zavala entiende que la metaficción “puede”


ser entendida como un “… conjunto de estrategias retóricas cuya finalidad estética
consiste en poner en evidencia las condiciones de posibilidad de toda ficción, es
decir, de toda construcción de sentido y de toda textualidad como articulación de
signos en un contexto cualquiera” (Zavala, 1995: 1), en este caso, lógicamente, ese
“contexto” dado adquiere la forma más general de un periodo histórico –el de la
posmodernidad mexicana, por no irme demasiado lejos—; pero, a su vez, la de otros
sub-contextos muy específicos de carácter espacio-temporal, situacional, sociocultural
y cognitivo, bajo una aproximación del término a “lo discursivo”, que en voz de las
aportaciones pragmáticas de S. Levinson en los años 1980, adquiere un amplio y
completo sentido, ya que para eso que generalmente se llama contexto, “…debe
considerarse el mundo social y psicológico en el cual actúa el usuario del lenguaje
en cualquier momento dado... [e] …incluye como mínimo las creencias y
suposiciones de los usuarios del lenguaje acerca del marco temporal, espacial y
social…” (Calsamiglia y Tusón, 1999: 108). De este modo, ahora se ve qué alcance

78
tiene esa dimensión contextual que interviene en cuestiones de inter y
metatextualidad, bajo las realidades de un tipo específico de comunicación
discursivo-literaria que adquiere las proporciones de un contexto intertextual que
funciona como “… el conocimiento que las personas tienen de ese «río» de textos
producidos a largo de la historia que nos permite reconocer aquellas maneras de
hablar y de escribir apropiadas en cada situación” (Tusón y Calsamiglia, 1999: 109), y
yo agregaría: privilegiadas y estimadas a lo largo de periodos histórico-discursivos
identificables, esto es: un clasicismo, unos tiempos modernos, una época de
experimentación y vanguardias y un momento de carácter posmoderno.

Con esto se puede observar la radical importancia que adquiere el estudio de la


metaficción como forma distinguida de la intertextualidad, y no sólo como un rico
recurso retórico que establece en los autores la capacidad de “reflexionar” sobre su
propio “uso” del lenguaje (Zavala, 1995: 1); sino como un recurso discursivo, de
mucho mayor alcance que el del nivel de sentido de la frase, y que más allá de los
lindes del texto, otorga la capacidad en determinados autores para reflexionar sobre la
práctica y sentido del quehacer literario en relación con un contexto real. Y por ello,
seguramente, expresa Zavala que la importancia del estudio de la metaficción
“rebasa” los dominios de la narrativa y se “inscribe” en la “vida cotidiana”, en la
medida en que “toda verdad es una ficción” 7 y en la época contemporánea los
sistemas de comunicación tienden a ser cada vez más “reflexivos”, más “auto-
referenciales”. Así, una preocupación vital dentro de la comunicación artística
contemporánea es la exploración casi obsesiva acerca del cómo se construyen los
mundos artísticos y de ficción, y, agregando una acertada aseveración de Zavala, en la
redefinición constante de la cotidianeidad a partir de una reflexión acerca de sus
condiciones de posibilidad. Por todo esto, el estudio de la metaficción narrativa se
presenta como una necesidad de primer orden en los tiempos que corren.

En este punto considero importante introducir una distinción que el mismo


Zavala reconoce. Se trata de ese estudio acerca de la metaficción que en contextos
literarios norteamericanos se enfoca, casi únicamente, a un tipo de discurso literario
historiográfico, muy practicado en ficciones estadounidenses de la segunda mitad del

7
Esta noción Zavala la toma del “constructivismo epistemológico” de Ervin Goffman, desde la reciente
disciplina conocida como “psicología social” y de la “terapia paradójica” de P. Watzlawick.

79
siglo XX. Dentro de la realidad creativa y de enunciación literaria en México, esta
moda no se importa, por lo que ciertos modelos tipológicos de estudios
metaficcionales –como los de Linda Hutcheon en los años 1980—carecen de validez
metodológica. Esto es lo que lleva a Lauro Zavala a establecer un principio de
tipología de estudio de lo metaficcional en el posmodernismo hispanoamericano (y,
sobre todo, mexicano). Es así que este autor lleva a cabo la labor de “agrupar” una
serie de categorías válidas, de las tipologías ya existentes –G. Genette, J. Ricardou, L.
Dällenbach, entre otros—en dos clases de “estrategias retóricas” y en una tercera
“yuxtaposición” llamada “puesta en abismo” (esa mise en abyme que involucra
procesos narrativos de imbricación de una historia dentro de otra).

De esta manera, y tomando como armazón el modelo de Jakobson, Zavala


propone tres tipos de estrategias metaficcionales: 1. Las metonímicas, que consisten
en el empleo de diversos procesos de iteración con diferencia. 2. Las metafóricas,
que conllevan el empleo de diversos procesos de interpretación subtextual y 3. Las de
puesta en abismo, bajo las cuales se yuxtaponen diversas estrategias metafóricas y
metonímicas en relación con una “auto-referencialidad” tematizada, mismas que son
definidas por este autor tras un breve repaso crítico sobre los modelos tipológicos ya
existentes . No me detengo demasiado en esta última cuestión, ya que, aunque posee
un carácter teórico muy rico, no es la finalidad del presente trabajo. En todo caso,
resulta importante el mencionar cómo Zavala reflexiona, en su recorrido por las
distintas metodologías, acerca de que es posible encontrar en un mismo texto diversos
mecanismos metaficcionales y que bajo los criterios de muchos de estos “modelos
taxonómicos” es posible “pensar” que:

… toda ficción literaria puede ser considerada como metaficcional, en la


medida en que, por su naturaleza creativa, todo texto narrativo
necesariamente trasciende las convenciones lingüísticas, genéricas,
ideológicas o incluso lógicas en las que sin embargo se apoya para poner
en juego la posibilidad de construir un espacio narrativo (Zavala, 1995: 3).

Es decir, ese tejido de descripción y narración que a la manera de secuencias


textuales constituyen el discurso narrativo.

El modelo propuesto por Zavala, entonces, parte de la identificación de las


“estrategias ficcionales” ya mencionadas –metonímicas y metafóricas—y ese “tercer”

80
caso especial de narración de “puesta en abismo”.

De este modo, la metaficción metonímica funciona como una “retórica del


fragmento y la combinación”, bajo la cual se lleva a cabo la “iteración” de fragmentos
en el interior de la narración, lo cual “produce” un mecanismo de “enmarcación”
(framing) dentro del cual cada fragmento permite “explicar” la totalidad en función
del resto de fragmentos. Zavala asegura que con esta clase de estrategias metonímicas
el receptor del texto es capaz de “reconstruir” la articulación entre “totalidad” y
“fragmento”. Esta clase de mecanismos metaficcionales se apoyan en el “principio de
iteración” y se podrían agrupar en: Iteración circular (final como inicio): Esa historia
que termina en el punto en el que un personaje-narrador decide contar la historia que
acaba de ser contada –En busca del tiempo perdido es el ejemplo más célebre,
acaso—y el lector del relato se descubre a sí mismo como un “testigo” privilegiado de
esa transformación del protagonista en narrador.

Zavala identifica también la Iteración diferida (comprendida como una suerte


de “reciclaje de nudos”), tipo de narración que está constituida por una estructura que
funciona como una “constante repetición diferida de acontecimientos” y en la que “…
cada repetición crea una diferencia, pues emplaza a un contexto distinto”. El autor
pone como ejemplos India Song de M. Duras y El hombre que miente de Robbe-
Grillet. En este tipo de narraciones el lector “recibe numerosas versiones
contradictorias y fragmentarias de una historia que a su vez es muchas historias,
parcialmente imaginadas, soñadas, inventadas o simplemente inexistentes” (Zavala,
1995: 5).

La iteración con variantes, una suerte de “re-enmarcación”, se lleva a cabo


cuando el enmarcamiento es repetitivo (reframing) y con base en un modelo inicial y
por último, la iteración narrativa, a la manera de un “narrador explícito” que se
“sale” de la “diégesis” y se dirige, por ejemplo, directamente al lector. Este
“observador” externo de los acontecimientos de las trama conoce el “final epifánico”
y su función sería la de establecer una suerte de “suspenso” y un “ritmo regular” al
relato. Esto permite al lector “tomar cierta distancia”.

Por otra parte, la metaficción metafórica, funciona como una “retórica de la

81
selección y la sustitución” y es, según Zavala, la lógica en “esencia” de la
intertextualidad y gracias a ésta es posible decir que toda metaficción es una
“estrategia intertextual”. Entonces, esta clase de metaficción, de mecanismos de
selección y sustitución, se apoyan en la lógica de las epifanías, lo que es, es la
revelación de alguna verdad narrativa frente a la cual el lector se encuentra “inerme”,
desarmado, sin defensa, a “disposición” de la realidad narrativa; sin embargo, en este
texto, los tipos de metaficciones metafóricas identificadas por Zavala están más
dirigidas a la narrativa cinematográfica. Aun así, hago un breve comentario de las
mismas, el cual se verá complementado con el apartado posterior, destinado a explicar
otra de las tipologías de este autor: la de procesos intertextuales de carácter más
general.

De este modo, se puede identificar el distanciamiento brechtiano, que resulta


ser el mecanismo retórico más característico de la narrativa moderna y que tiende a
“romper” las reglas de verosimilitud y para el cual Zavala sólo aporta ejemplos del
cine; pero que, creo, en textos escritos estaría dado en el momento en el que la trama
da un salto discursivo (de narración a descripción, por ejemplo), un cambio en el
manejo del tiempo, el paso de una persona gramatical a otra o ciertos cambios en la
modalización del relato, puntos de inflexión que aparecen para mostrar un espacio-
tiempo más allá del de el relato: en “Continuidad de los parques” el famoso sillón
verde es el indicador para marcar ese salto. Una segunda variante de este
“distanciamiento” estaría dada cuando el “autor” del texto hace su aparición textual –
no el narrador ni el protagonista—, sino el “autor” como categoría textual (muchas
teorías semióticas posteriores al estructuralismo, y tras la aparición de esta clase de
fenómenos narrativos modernos, identifican al autor como un elemento textual que no
es la persona real que crea la obra, pero que, sin embargo, adopta el nombre, apellidos
y toda una serie de características y aspectos de éste. De hecho toma su voz en un
juego discursivo de ficción). Como ejemplo de esta variante se me ocurre el Cortázar
textual que le escribe esa carta altamente ficcionalizada a la Glenda Jackson real, tras
la publicación del relato Queremos tanto a Glenda.

Una forma metaficcional que resulta muy interesante es la que se define como
ficción detrás de la realidad (como una suerte de metalepsis). Ahí se lleva a cabo
una yuxtaposición de planos: el de la ficción y el de la referencia. En el cine Zavala

82
encuentra muchos ejemplos (La rosa púrpura del Cairo es el más célebre). Ahora,
creo que en narrativa latinoamericana Cortázar vuelve a ser el paradigma. El ya
nombrado “Continuidad de los parques” es un relato en el que un personaje
perteneciente a un plano de ficción sale al plano de ficción referencial que enmarca al
relato. Pero, estos últimos ejemplos de metaficciones son demasiado experimentales y
arriesgados para ejercer la función de signos de un determinado tipo de Modernism o
posmodernismo (ejemplos los hay, en relato o novela; pero en México no podrían
formar parte de un movimiento o tendencia, a pesar de que Cortázar esté detrás de
muchos textos a lo largo del continente). Ahora, lo que aportan a la idea general del
discurso metaficcional como práctica posmoderna, es que al ser presentadas como
realidades textuales, como hechos narrativos, lo que proponen en el proceso de
comunicación literario es la llamada “suspensión de la credulidad” por parte de aquel
que lee a partir de ese pacto de lectura identificado por los teóricos de la recepción y
que en voz de Coleridge se trata de un “pacto ficcional” que se establece incluso antes
de iniciarse la lectura y del cual depende el “éxito” de todo mundo ficcional.

Como antes mencioné, Zavala propone un tercer tipo de realidad metaficcional


que escapa a la metonimia y a la metáfora puras: la puesta en abismo. Este autor lo
define como un mecanismo de “reflexividad” que yuxtapone estrategias metonímicas
y metafóricas, en un proceso de narración totalizador que tiene como “objeto último”
su propia existencia. Helena Beristáin define esta práctica metatextual como “relato
interno”, “estructura en abismo”, “narración en primero y segundo grado” y
“estructura abismada”. Bajo su concepción, este tipo de estructura se presenta al lector
como una suerte de laberinto lleno de engaños, salidas falsas y sólo con el proceso
total de lectura, y con cierta participación del lector, se “encuentra” la salida
(Beristáin, 1994: 37) –la forma más exagerada sería la de la interacción del lector en
aquellos experimentos de narraciones para adolescentes en los que éstos al final de
cada capítulo debían tomar decisiones y con esto llegar a un desenlace afortunado o
no—. A manera de cierre de este subapartado es importante mencionar una
apreciación que Zavala lleva a cabo: “… la distinción entre ficción y metaficción
depende de un sistema de convenciones de lectura que pueden ser puestas en
evidencia debido a la naturaleza reflexiva de los textos ficcionales” (Zavala, 1995: 7).

De forma menos teórica y más didáctica y divulgativa, Zavala, en el capítulo

83
“Metaficción posmoderna en el cuento mexicano” del libro que ya mencioné Paseo
por el cuento…, expresa cómo la metaficción referida al relato mexicano e
hispanoamericano no ha sido demasiado desarrollada y en relación con aquella
metaficción historiográfica relacionada con el modelo de L. Hutcheon, la mayoría de
estudios se concentran en ejemplos de novela (me parece que El general en su
laberinto es un buen ejemplo y en México una novela como Noticias del imperio, en
las que la historia reciente es interpretada y re-escrita en un juego intertextual y
metafictivo). Y bueno, con un carácter metaficcional no dirigido a abordar la historia
como tema, otras tantas novelas mexicanas de la segunda mitad del siglo XX aparecen
como propuestas discursivas de experimentación. Zavala menciona El hipogeo
secreto (1968) de Salvador Elizondo, Obsesivos días circulares (1969) de Gustavo
Sáinz, Palinuro de México (1977) de Del Paso, entre otras. ¿Pero qué sucede con el
relato? Parece que esta clase de texto, en el extremo norte de Latinoamérica, no es
demasiado practicado –acaso “La fiesta Brava” de José E. Pacheco es un claro
ejemplo (de hecho, más adelante este texto es calificado por Zavala como el
“paradigma” del relato metaficcional completo)—, o no ha sido lo suficientemente
estudiado. Zavala propone relatos de Carlos Valdés en los sesenta y en los años 1970
ejemplos del mismo S. Elizondo, otros de Alejandro Rossi y el relato que aquí se ha
seleccionado de Sergio Pitol: “Vals de Mefisto” publicado en 1979 (un tiempo
interesante, sin duda, para el discurso de este género en México). A manera de una
rápida conclusión relacionada con los comentarios de Zavala en este tema, pareciera
que lo metaficcional, como preocupación primordial en la narrativa mexicana
adquiere mayor importancia hacia finales de siglo: Dante Medina, Guillermo
Samperio, Martha Cerda, etc.

Ahora, frente a la generalidad de las definiciones ya presentadas en cuanto a la


práctica metaficcional, Zavala se encarga de acotar el significado, referencia y
alcance del término para referirse a los territorios literarios de la mexicanidad.
Advierte, entonces, que para él la metaficción (y citando a P. Waugh) en estos relatos
es “… una estrategia (y lectura) de un texto cualquiera en la que se ponen en
evidencia, de manera implícita o explícita, las condiciones de posibilidad de la misma
escritura” (Zavala, 2004: 120) y aún más, y simplificando, “metaficción” que
“aparece” en aquellos relatos en los que el tema principal o secundario es el “acto”
mismo de escribir una novela o un relato. Y para referirse específicamente a la

84
metaficción posmoderna, en contraposición a la moderna, y exclusivamente dentro del
género relato, este autor habla de un periodo específico, de 1967 a 1971, en el que se
“inicia” un cambio en la forma de escribir relato en México, ya que aparecen el
“humor” y la “ironía” como prácticas discursivas importantes. La ley de Herodes
(1967) de Jorge Ibargüengoitia; La oveja negra (1967) de Monterroso; Inventando
que sueño (1968) de José Agustín; Álbum de familia (1971) de Rosario Castellanos y
El principio del placer (1971) de José E. Pacheco, son todos ejemplos de colecciones
de cuentos en el que se yuxtaponen elementos que provienen de las tradiciones clásica
y moderna, y en los que aparecen categorías, recursos, códigos y rasgos que en
conjunto conforman un “posmodernismo mexicano”: son narraciones irónicas,
carnavalescas, híbridas, altamente intertextuales, ejercicios que “juegan” con las
“fronteras canónicas” del género (tanto hacia lo “ultracorto” como hacia los lindes de
la novela breve) y en más de una ocasión representan ejercicios de reflexión
metaficcional, de auto-reflexión narrativa (misma que aunque no es de carácter
“historiográfico”, lo es de “intertextualidad itinerante” –una especie de “errancia
intergenérica”, dice Zavala—cuyo “reconocimiento” es siempre responsabilidad del
lector). Esta responsabilidad, esta identificación de una lectura “subtextual” (no
siempre evidente), propone que el lector de los relatos de la segunda mitad del siglo
XX sea un tipo específico de sujeto capaz de desentrañar niveles “alegóricos” que no
están al alcance de cualquiera. En este sentido, mucho se ha criticado la enorme
intelectualización del género en Hispanoamérica, pero eso, creo, es otro asunto.

5. .2. Hacia un modelo de análisis de la intertextualidad propuesto por Lauro


Zavala.

Dicho lo anterior, veamos cómo propone Zavala el acercamiento formal a los


textos, mediante lo que consideraré una fuente más del marco metodológico usado en
el presente trabajo. Así, para el rastreo, comprensión, interpretación y análisis de
mecanismos de intertextualidad y metaficcionalidad se puede llevar a cabo el
recorrido analítico que se siguiere a continuación, separado en momentos clave. 8 :

8
Estos elementos de análisis son tomados íntegramente del artículo ya mencionado: “Elementos de
análisis intertextual”. Es importante remarcar dos aspectos. El primero es el que plantea la
imposibilidad de que todos los elementos sean aplicados a un mismo texto. Como en todo análisis,
habrá elementos más o menos adecuados; más o menos pertinentes. El segundo es que esta guía de
análisis está construida a partir de términos, acepciones y aportaciones de varias disciplinas del

85
a. Identificación de contexto de interpretación (framings). Para ello:

⎯ Identificar en qué condiciones se produce aquello que es


interpretado en relación con un contexto histórico de producción,
distribución y enunciación.

⎯ Indentificar, además, en qué condiciones se produce la


interpretación en cuanto a:

• El horizonte de expectativas.

• La enciclopedia y competencias de lectura.

• La finalidad de la interpretación.

• Las hipótesis de lectura.

• Los co-textos de lectura (ausencia o presencia).

b. Análisis textual (elementos discursivos): Para ello:

⎯ Identificar qué elementos son específicos del texto, a la manera de


códigos específicos del tipo de discurso interpretado. Anclajes
sintácticos y semánticos internos y externos al texto (nombre,
título, referencia contextual; fragmentos, capítulos o secuencias)

⎯ Lógica secuencial del análisis (inicio/final; causas/efectos;


actos/huellas; hechos/evidencias; sorpresa/suspenso).

⎯ Organización textual general: gradación y combinación de


estrategias de representación y evocación (descripción) y/o de
demostración y revelación (reconstrucción).

lenguaje. Así, se podrán encontrar categorías de la lingüística del texto, el análisis del discurso, la
pragmática, la narratología y la semiótica, principalmente.

86
⎯ Estrategias textuales específicas: casuísticas, narrativas, analógicas
o dialógicas (estrategias dialógicas: parataxis, paradoja,
heteroglosia, elipsis, conjetura, mitología, polifonía).

⎯ Conclusión del análisis: compromiso ético, estético y social del


texto.

c. Reflexiones acerca de la tradición textual.

⎯ Identificar a qué tradición discursiva pertenece el texto, mediante


el análisis, comentario y rastreo de los siguientes aspectos:

• La determinación de la evolución histórica de las convenciones


discursivas (modalidades tradicional, subversiva, paradójica /
contextos clásico, moderno, posmoderno / arte como
representación, anti-representación, presentación de
9
realidades) .

• Articulación lógica de las convenciones discursivas


(razonamiento deductivo, inductivo, abductivo / laberinto
circular, arbóreo, rizomático / discursividad metonímica,
metafórica, itinerante / verdad monológica, dialéctica, dialógica
o multilógica).

d. Arqueología textual (Relación con otros textos o con otros códigos).

⎯ Identificar si el texto está relacionado con otros textos, en cuanto a


una “arqueología pretextual” de tradición moderna, mediante
alguna de las siguientes formas (o prácticas): Alegoría, alusión,
atribución, citación, copia, ecfrasis, facsímil, falsificación, glosa,
huella, interrupción, mención, montaje, parodia, pastiche, plagio,

9
Este punto se apoya en aquellos comentarios y resultados obtenidos de la aplicación del modelo
“comparativo” que el mismo Zavala propone a partir de los 5 elementos estructurales inherentes a cada
relato.

87
precuela, préstamo, remake, retake, pseudocita, secuela, silepsis,
simulacro.

⎯ O mediante alguna forma posmoderna de “arqueología


architextual”: Anamorfosis, anomalía genérica, carnavalización,
collage, correspondencia, déja lu, hibridación, homenaje,
influencia, metaparodia, revival, reproducción, saprófito, serie,
simulacro posmoderno (sin original), variación.

e. Palimpsestos (Subtextos implícitos).

⎯ Observar y determinar si existen sentidos implícitos en el texto, a


la manera de:

• Connotaciones alegóricas, parabólicas o arquetípicas

• Mercados simbólicos y lectores implícitos

• Versiones preliminares (borradores, fragmentos, avances)

• Versiones alternativas (censura estética, semiótica,


ideológica)

• Co-textos virtuales (actualizados o no en cada contexto de


lectura)

⎯ Identificar cómo son las relaciones con los otros textos o códigos,
a partir de:

• Texto o código dominante y texto o código recesivo.

• Relación polémica y agonística o integrativa y dialógica.

• Gradación de la presencia del discurso referido Marcadores


de intertextualidad: explícitos (comillas, notas al pie) o
implícitos (interrupciones, espacios en blanco, cambio de
formato).

88
• Consonancia, disonancia o resonancia (formal o ideológica)
entre textos y códigos.

f. Intertextualidad reflexiva (Metaficción).

f.1. Metaficción tematizada.

⎯ Aquí se busca responder a si ¿se tematizan las condiciones que


hacen posible el texto? Mediante la identificación de:

• Tematización de las condiciones semióticas de posibilidad


del texto: Códigos de verosimilitud (reglas de causalidad
lógica, códigos de género discursivo, convenciones de
sentido común, presupuestos ideológicos o estrategias
irónicas).

• Tematización de las condiciones materiales de posibilidad


del texto: Proceso de producción (creación, soporte,
formato), distribución, recepción, interpretación,
reconocimiento.

• Texto que se contiene a sí mismo como referente: Objeto


que contiene una imagen del mismo objeto. Imagen que
contiene una imagen de sí misma. Narración que trata
acerca de la misma narración. Ejemplos: Narración cuyo
protagonista es un creador/a/es/as (narrador, director, actor,
compositor, diseñador, etc.), productor, distribuidor o lector
(espectador, consumidor, traductor, visitante) o narración
cuyo tema es la creación, producción, distribución o lectura
de una narración o una creación de cualquier naturaleza.

f.2. Metaficción actualizada.

⎯ Responder a la cuestión: ¿Se juega con los códigos del texto? ¿Cómo?:

89
• Yuxtaposición de planos referenciales (metalepsis):
Ejemplos: autor o director que se enamora de la
protagonista; personaje que sale de la página o actor que
sale de la pantalla de proyección; lector o espectador que se
convierte en personaje de la narración, etc.

• Experimentación retórica con elementos formales en el


texto o en serie de textos: Distorsión, iteración, alteración,
hiperbolización, minimización, eliminación de reglas de
género, código, soporte o formato.

• Evolución de la estructura ternaria (en textos narrativos):


transformación, en el transcurso del relato, de los roles
implícitos de director, actor y espectador de la acción.

g. Intertextualidad neobarroca 10 (Simultaneidad de códigos excluyentes).

⎯ Responder si el texto pertenece a alguna de las siguientes categorías:

• Asimétrico: Simultaneidad de lo marginal y lo central.

• Carnavalesco: Simultaneidad de norma social y su


transgresión.

• Fractal: Simultaneidad de escalas distintas con efectos


similares.

• Laberíntico: Simultaneidad de una verdad y múltiples


verdades.

• Liminal: Simultaneidad de la frontera y su disolución.

• Lúdico: Simultaneidad de lo ritual y lo familiar.

10
Algunos autores consideran que la estética posmoderna puede ser considerada como una estética
“neobarroca”, sobre todo en algunos fenómenos artísticos y literarios de América Latina. En este punto
analizarse algunos aspectos comentados al inicio de este trabajo sobre la relación entre modernidad y
posmodernidad; entre centro y periferia, entre lo “carnavalesco” de la historia y geografía mexicanas,
lo ambiguo, etc.

90
• Monstruoso: Simultaneidad de norma estética y su ruptura.

h. Reflexión final acerca del compromiso ético, estético y social del


hipertexto (texto analizado), el intertexto (textos relacionados) y de las
relaciones intertextuales establecidas entre éstos.

91
6. Análisis del relato “Vals de Mefisto” 11 de Sergio Pitol

Inicio este análisis con el comentario de la información “cotextual” que de algún


modo “anuncia” la mezcla de lo irónico, lo romántico y lo artificioso que prevalecerá
como un recurso en el relato: la cita de José Donoso que viene justo después del
título: “No le gusta Liszt porque no comprende que el amor es toda retórica y sólo así
tiene una hondura no vegetativa” (Pitol, 1998: 254). En un primer sentido, este
cotexto “enmarca” las condiciones en las que se enuncia el relato, ligándolo a
contextos específicos: el de la música de Liszt –ya el título se compone de las
palabras “Vals” y “Mefisto”— (y con la aparición del nombre del compositor se lleva
a cabo la primera relación intertextual a la manera de una cita “directa” al Vals de
Mefisto); pero también con otros importantes y representativos contextos: el del
“amor” (como un código, un tema); el de la “retórica” (como un discurso, una
herramienta del lenguaje y además una forma de organización de la realidad); y el de
lo “poético”, al hacer uso de una figura metafórica, acaso como manera de relación
con el mundo. La suma de todo esto “adelanta” y “previene” al lector en cuanto a lo
que se avecina, como bien podrá apreciarse. Otra cosa: la inclusión de esta cita
también “anuncia” una clara estrategia: la de un “juego” meta e intertextual constante.

Pero he de ir por partes. Probablemente, el aspecto estructural que más destaca


en este relato, a la manera de una estrategia general de ordenación del discurso
ficcional, es el relativo al manejo del tiempo. Por esto, y tomando en cuenta que es
uno de los cinco elementos “inherentes” a cualquier clase de relato que Zavala
propone observar en su breve modelo, comienzo por mostrar y reflexionar acerca de
este aspecto en el “Vals de Mefisto”, el cual, además, otorga el nivel de comentario e
interpretación más rico de este relato: el de su carácter abiertamente metaficcional.

11
Escrito en 1979, tiempo en el que el escritor veracruzano se encontraba viviendo en Barcelona tras
distintas estancias como agregado y consejero cultural en distintas ciudades europeas como Varsovia,
Roma o Budapest, “Mephisto-Waltzer” pertenece al libro de relatos Nocturno a Bujara (1981) y es,
probablemente, el relato más reconocido y emblemático del autor mexicano. Por dicha publicación fue
galardonado con el premio Xavier Villaurrutia. Posteriormente, el relato fue revisado por el autor y
vuelto a publicar en la colección de cuentos Vals de Mefisto, en 1989, edición que recibe su nombre de
un “Mephisto-Waltzer” reescrito y en el que acaso se resuelve un aspecto medianamente “conflictivo”
en relación con el carácter metaficcional del relato: el “metarrelato” que aparece en la trama se titula
también “Mephisto-Waltzer”. Diez años después Pitol “diferenció” el relato “real” –traduciendo el
título a la lengua castellana—del “metatextual”, mismo que conservó su nombre original. Aquí he
trabajado con el “Vals de Mefisto”.

92
De este modo, puedo decir que en cuanto al tiempo, este relato posee una
complicada estructura de “puesta en abismo” que funciona como un mecanismo que
inserta un “relato” dentro de otro “relato”, yuxtaponiendo estrategias metafóricas y
metonímicas (ahora insistiré en ello) y haciendo que la reflexión metatextual se
convierta en la manera de articular el relato, pero además en el tema –o reflexión—
del mismo. En una breve explicación de este fenómeno, la trama de este relato narra
la historia de una mujer, que viaja desde Veracruz a la Ciudad de México, y que antes
de acostarse en la litera de su compartimento del tren, en lo que en el tiempo del
relato 12 , el de la diégesis, sería un lapso más o menos breve: menos de una hora, lee
en una revista un relato llamado “Mephisto-Waltzer”, escrito por su marido, mismo
que se encuentra viviendo un año “sabático” en Viena. Si recordamos la noción de las
dos historias (Borges y Piglia), ésta sería esa primera historia “explícita”, evidente
para el lector (aunque no tanto, como se verá, este relato posee una estructura lo
suficientemente complicada como para que el lector se dé cuenta de esta realidad
textual hasta el final de la lectura; y lo que es más, en una muy probable “relectura”).
Historia “primera” que sólo adquiere algo cercano al “sentido” pleno en clara
dependencia del desarrollo de la segunda historia: la narración de un relato –aquí el
significado es literal—, metadiegético, ese que escribe y publica el marido de esta
mujer (Guillermo), y en el que un hombre nombrado por este autor como “Manuel
Torres”, escritor de profesión (como su alter ego “diegético” y éste a su vez como su
alter ego “real” ), asiste a un concierto en el que en la primera parte se ejecuta el Vals
de Mefisto de Franz Liszt (pieza que da nombre al metarrelato y al relato). Ya desde
aquí se puede observar ese juego de triplicación de tiempos, niveles y universos. Pero
ahora, dentro de la realidad del tiempo metadiegético –el que transcurre a lo largo del
concierto—aparecen nada más que tres nuevos “relatos” (o “esbozos” de los mismos)
ideados por ese escritor “de ficción” que se dedica a “crear ficción”. Aquí es donde el
proceso metaficcional alcanza el nivel de esa mise en abysm, y el manejo del tiempo
(o de los tiempos) es el recurso general que organiza la “coexistencia” textual de estos

12
Por fines prácticos, y al no ser el estudio del “tiempo” la prioridad central de estos análisis, me
basaré en la tipología de Todorov por ser clara y funcional. Así, para él, el tiempo del relato es el
tiempo que transcurre en la diégesis de los personajes (ahí donde suceden los acontecimientos de lo que
se narra). El tiempo de escritura (el de la narración) es el que está relacionado con la enunciación del
texto y el tiempo de lectura, por su parte, con el de la recepción del mismo (Garrido, 1996: 164).
Ahora, al tratarse este relato de un texto metaficcional en el que claramente se distingue un texto dentro
de otro, propongo hablar de un tiempo del relato y de un tiempo metadiegético (mismo que acontece en

93
relatos inmersos unos dentro de otros, con una particularidad: de ese tiempo “menor a
una hora” de la diégesis, pasamos a un lapso mucho mayor –la duración de un
concierto con sus dos tiempos y descanso incluido— en el metarrelato, y, lo que es
más, a distintos lapsos temporales, mucho más extensos, de años, aunque ya no tan
definidos, en las dimensiones meta-metaficcionales. Si a esto agregamos que el
tiempo de lectura es más o menos de media hora, lo que aquí se tiene es un curioso
“juego” de realidades ficcionales en las que el tiempo parece “dilatarse” conforme se
va pasando de una dimensión textual a otra. Y esto ¿dice algo acerca de las
características genéricas, discursivas e históricas del relato? Como se verá, sí.

Volviendo a lo de las “dos historias”, pareciera que esa “segunda” trama es


más compleja que la primera –el tiempo metadiegético es mayor y lo que sucede
dentro de la misma: la creación de tres esbozos de relato con su principio, nudo o
clímax y desenlace (a la manera clásica) manifiesta una espesura textual mucho
mayor a las “divagaciones” y recuerdos aislados que la mujer va intercalando en la
diégesis, en cuanto a la relación con su marido—, por lo que nos encontramos ante
esa “variante fundamental”, introducida por Borges, en la que la “historia 2” se
convierte en una “construcción cifrada” de la que el “tema” del relato depende
directamente mediante una técnica que consiste en “… transformar en anécdota los
problemas de narrar” (Piglia, 2006: 23). Estrategia tal que supera esa “tensión” no
resuelta entre las dos historias de la “versión moderna” y que por tanto estaría dentro
de una práctica posmodernista. Si se recuerda lo estipulado por Zavala en cuanto a
este elemento, el tiempo, o los tiempos, están claramente organizados desde la
perspectiva “subjetiva” del narrador, la protagonista, el metanarrador, etc., en esa
suerte de “espacialización” de lo temporal, de carácter moderno. De este modo, en la
“historia 1” encontramos un manejo del tiempo claramente moderno: regresiones,
anticipaciones, etc., a la manera de En busca del tiempo perdido. Sin embargo, en la
“historia 2” el tiempo parece respetar un orden cronológico, pero “jugando” con ese
“simulacro de contar historias” mencionado por Zavala, sin un “original al cual
imitar” y creando “realidades virtuales” que sólo existen metatextualmente a través de
mecanismos de invocación o de evocación (la lectura) –y de creación “in situ”—. Y
aun más, si nos adentramos en el tiempo de esos “esbozos” de relato virtuales

el relato inmerso) en clara referencia al “nivel metadiegético” de narración estipulado por Genette.

94
(podrían ser en conjunto “las historias 3”), el orden cronológico ahí es respetado y los
elementos del relato clásico hacen una evidente aparición con epifanía revelada
incluida. En este sentido, si el relato posmoderno se encarga de “yuxtaponer”
mecanismos de lo clásico y lo moderno, aquí encontramos una “vuelta de tuerca
más”: un relato que aparenta ser “moderno” contiene dentro otro relato de carácter
“posmoderno” y este a su vez “esbozos” de narraciones “clásicas”. Como puede
verse, con reflexiones ligadas solamente al manejo tiempo se está ya revelando la
tremenda importancia, originalidad y riqueza de este relato del posmodernismo. Pero
aún queda mucho más.

Antes mencioné que aparentemente, en comparación, la metadiégesis era “más


compleja” que la diégesis. Ahora digo “aparentemente” porque la historia 1 posee una
estrategia –elementos de un tipo de relato—que se emparenta con ese “flujo de
conciencia” muy practicado por Joyce o Virginia Wolf, bajo el cual “… la lógica de
las acciones pierde su interés en beneficio de otros factores que jalonan la
discontinuidad narrativa, entre los que destaca la diversidad de planos de conciencia”
(De la Mora, 2008: 1). Este aspecto en la diégesis resulta ser muy rico, ya que estas
“divagaciones”, este “flujo de conciencia”, van revelando un “problema” –el de esa
relación que ya se ha terminado— que podría ser si no el “tema central”, sí una pista
para su identificación; pero, como bien descubre De la Mora, estas “asociaciones de
conciencia” resultan ser un “motivo” (a la manera formalista) “causal e
insignificante” que contrasta con la “riqueza” de los “episodios interiores” (De la
Mora “toma” esta reflexión de Auerbach en relación a un análisis de Al faro de
Woolf), los cuales se desencadenan por esas situaciones casi “inconscientes” (la caída
de la revista, por ejemplo) y hacen avanzar un relato diegético plagado de
retrospecciones que sin embargo no resultan ser lo suficientemente reveladoras. Lo
verdaderamente revelador está en el metarrelato, cuyo interior posee la explicitación
de un proceso que resulta ser más “poderoso” que el del recuerdo: el proceso de
creación ficcional como elemento referencial del sentido general del relato. Este
“juego” a mí me lleva de nuevo a ese “simulacro” posmoderno.

Por su parte, el espacio, categoría encargada en las ficciones premodernas de


crear ese “efecto de realidad”, de “verosimilitud”, muy buscado en los relatos
realistas, aquí más bien adquiere la forma “distorsionada”, “subjetiva”, del punto de

95
vista de ese narrador omnisciente –moderno—que parece observarlo todo desde la
perspectiva de la protagonista. Y aquí entra otro recurso interesante que domina la
totalidad textual: al ser la mujer la protagonista, en la diégesis, la visión subjetiva del
espacio no incluye demasiadas descripciones (no estamos en una narración clásica);
sino que, al construirse ese discurso de “divagaciones”, ese “fluir de conciencia”,
apenas algunos detalles del “mundo real” son mencionados: la bata, las pantuflas, la
revista… sin que casi ninguna información particular sea revelada (la bata es acaso el
objeto más descrito: es azul, de seda y su hermana Beatriz se la compró en la India) y
es que, insisto, en este tipo de narración los objetos del espacio aparecen en la
diégesis para cumplir una función específica: la de servir como “pretextos” para
ahondar en un “flujo de conciencia”, en un “recuerdo determinado” o en la realidad
metatextual misma. La caída de la revista, sin ir más lejos, desencadena el
movimiento argumental. Las cartas –como objeto, pero también como elementos de
textualidad “referida”—, por ejemplo, son mencionadas con una finalidad específica:
la construcción de un discurso en el que se narra esa relación ya muerta, agotada.
Discurso que adquiere forma a lo largo de la diégesis (sobre todo en la primera parte
ya que el final del relato está consagrado a la tercera de esas microhistorias, la más
importante), mediante recuerdos precisos que a su vez poseen la función de “crear”
una imagen negativa del marido: ella construye esa imagen hurgando en la memoria,
buscando “aquello” que quince años antes la había “enamorado” y ahora la
“exaspera”. Búsqueda tal que la lleva constantemente a insistir en una idea –que es
también elemento cohesionador del sentido del relato—: “… había descubierto que la
exaltación permanente en que él pretendía vivir la amedrentaba y fatigaba, que a su
lado no podía dedicarse a su trabajo con la pasión que la soledad le producía…”
(Pitol, : ). En este punto, además, se presenta un paralelismo interesante con la labor
que ella desempeña en relación con la literatura de Guillermo y la imagen que éste
adquiere en el tiempo “presente” de la diégesis: “Nada de lo que Guillermo ha escrito
la ha dejado satisfecha en una primera lectura. Hay en ella una necesidad de
convertirse, frente a su marido, en abogado del diablo, de buscar errores, detectar
inconsecuencias, determinar blanduras y adiposidades en su prosa” (Pitol, 1998: 256).
Otra vez un juego entre lo “real” y lo “ficcional”; entre el acto de “ser” y el de
“escribir”. Ahora, en la construcción de ese “discurso” que busca “argumentar” con
“hechos” la relación terminada, acaso encontramos una forma de “verosimilitud” más
compleja y rica que la obtenida por la descripción del espacio. Una “verosimilitud”

96
formada por la “posibilidad”, por las “dudas”, por las “contradicciones” internas de la
protagonista: (refiriéndose a “eso” que ella “ya sabe”: que la relación se ha agotado):
“Una cosa era hablar con su hermana sobre esa posibilidad, otra enfrentarse a la
evidencia” (Pitol, 1998: 254). Ese “hablar” siguiere largas e insistidas conversaciones
sobre el tema (¿el del relato?) de la relación y otorga al lector la sensación –muy
humana, verosímil—de que la mujer ha ido “construyendo” ese discurso por un
tiempo mucho más largo que el de la diégesis.

Volviendo a lo del espacio, éste nunca es definido con abundancia, ni en la


diégesis ni en los metarrelatos; sólo en la tercera microhistoria se describe un
“espacioso departamento”, “lámparas con pantallas de cretonas espesas”, “el estuco
rosado de los muros”, etc. Esto es en el relato “acertado”, el de los engaños,
fingimientos, pasiones, crímenes y muerte, ese en el que el “Vals” aparece una vez
más como pretexto referencial de la trama (sobre este microhistoria volveré otra vez).
Es entonces que en la mayor parte del relato el espacio acaso funciona sólo como un
“marco” que en su función mínima “contiene” al texto y subtextos. Y es que este
relato se apoya en un espacio no físico, más bien discursivo. Espacio tal que se
construye a partir de citas a códigos (históricos y culturales) de la realidad: Viena,
Roma, Barcelona (con ciertos significados “típicos”: la música clásica, lo imperial, el
Modernismo catalán). En la tercera de esas microhistorias metadiegéticas asistimos a
la explicitación de este recurso: “La acción transcurría en Barcelona, porque es un
lugar que conoce bien, y que para nada necesita el exterior de la ciudad, la atmósfera
paralela de ciertos cuadros, de cierto sentido ornamental, las ligas entre el
Sezessionstil de Viena y el Modernismo catalán le proporcionaban el tono de
interiores que requiere” (Pitol, 1998: 259); pero también a códigos de mayor
amplitud: la creación literaria, la cultura, el sistema social de las relaciones humanas,
etc. Esta realidad “distorsionada” por los pensamientos, ideas y juicios de la
protagonista “domina” casi la totalidad del relato e incluso la metaficción del mismo:
hay que recordar que a lo largo de la trama asistimos a un proceso importante y
determinante: el de la lectura del relato, proceso personal y subjetivo donde los haya.
En este sentido, acaso en algunos fragmentos –como en los que las “anécdotas”
creadas por Manuel Torres son nombradas—la lectura de esta mujer parece entregarse
a la voz de ese narrador metadiegético –su marido—. Cabe agregar que aun en las
“historias 3” la descripción de los espacios no constituye una estrategia principal: ahí

97
lo que interesa son las pasiones, sentimientos y acontecimientos dramáticos; pero del
tipo de esas “realidades virtuales” que Zavala mencionaba en relación con el espacio
del relato posmoderno, mismas que sólo adquieren forma a partir del “proceso de
lectura”, a través de la “invocación” y de la “intercontextualidad” que cada lector
“articula” imaginariamente –incluida esa lectora virtual—. Las constantes citas a esos
“códigos” culturales mencionados refuerzan esta construcción intercontextual del
sentido del relato: se trata de códigos –formas de “discurso”—y en ocasiones “textos”
que pertenecen a un bagaje general, a un conocimiento del mundo.

Entonces, los personajes, que en esta clase de ficciones ya no pueden ser


arquetípicos, es decir, “planos”, resultan serlo en las microhistorias metaficcionales:
el abuelo militar con ideas conservadoras, el maestro de piano con una enfermedad
terminal, el biólogo carcomido por los celos; pero no así en la diégesis, en ésta
encontramos a una protagonista que es “construida” desde “el interior de sus
conflictos personales”, con un carácter altamente “metafórico” –y aquí se descubre
una de esas “estrategias metafóricas” de la estructura “en abismo”, en oposición a la
forma “convencional” de los caracteres de las microhistorias—y adquiriendo la forma
de una “alegoría”, de una determinada “visión del mundo”: el de una mujer
profesional, autónoma, libre de códigos tradicionales, que desea realizarse a través de
su trabajo como profesora de arte y escritora (¿No se encuentra aquí toda una
propuesta social que va más allá de los límites de la textualidad?). Hasta aquí se
observa esa forma del personaje moderno. En cambio el personaje del marido, el
escritor que se encuentra en su estancia sabática, es construido desde la perspectiva
subjetiva de ella –y en función de la conformación de ese “discurso” de ruptura—. De
este modo, ella alude a sus “incongruencias”, a sus “pretensiones” en relación con la
música, por ejemplo, a su falta de practicidad, a la “ubicación” de él en ese espacio de
“ficción” tan contrario a las ansias de ella de “realidad”. ¿Y en la metaficción? Ahí la
cosa cambia y se puede observar esa “apariencia” de convencionalidad de los
personajes (Manuel Torres y sus creaciones), pero con ese “fondo paródico” de
carácter posmoderno que se ubica en las metaficciones intertextuales con la forma de
una parodia sin “humor”, de un “pastiche” que recrea formas de vida a través de la
práctica metaficcional de “géneros” pasados de moda, artificiosos e “irreales” que a
ella le “chocan”:

98
Algo que existía en el trasfondo del relato, la meditación final en torno a
una serie de pequeños núcleos dramáticos que habían estado a punto de
cristalizar, de desarrollar sus propias leyes, de convertirse al fin en forma:
mínimas historias nutridas en los más rampantes lugares comunes de un
decadentismo de fin de siglo, sedientas de ripios y oropeles (las torneadas
formas de una mujer a quien sus desórdenes conducen a la muerte, el
ritual suministro del veneno, el atractivo criminal de la música, por
ejemplo), sí, esa meditación que, como posfacio de un auténtico drama
vislumbrado al azar, no era sino la evidencia del desinterés de Guillermo
por la realidad en la que ella se afirmaba… (Pitol, 1998: 254).

En este fragmento, ubicado muy cerca del principio de la diégesis, el autor está ya
revelando el problema y el tema del relato (aunque la identificación de estas verdades
narrativas sólo podrá apreciarse en la lectura global), a través de una reflexión que
muestra el motivo principal para que ella desee terminar con la relación, ese
“desinterés de Guillermo por la realidad en la que ella se afirmaba…” y, además, este
fragmento “desvela” el carácter metaficcional del relato a través de una opinión
“metatextual” de la protagonista al referirse a esos pastiches de un “decadentismo de
fin de siglo” –romántico—. Pastiches que son construidos por una serie de
estereotipos y lugares comunes: el veneno, el crimen y el engaño como “motivos”
literarios y también como citas a un discurso antiguo, muerto, pasado de moda.
Incluso la referencia a esa “mujer de formas torneadas” del relato confirma los deseos
de “modernidad” en la protagonista: ella no es sólo un cuerpo voluptuoso, sólo deseo
o sujeto/objeto de placer. Si recordamos las reflexiones de Jameson, aquí el autor real
del texto, no el metadiegético, no está “construyendo” pastiches como una práctica,
sino que los está utilizando para construir el sentido del relato; pero además como
forma de invocación de un determinado discurso literario, de una serie de códigos de
creación ficcional que desempeñan la función de contraponer “lo real” frente a “lo
fantasioso”. Incluso puede haber una crítica hacia formas de ver la realidad, el mundo,
la vida, y hasta la manifestación de un reflejo de la contemporaneidad, es decir, una
época que ya no “cree” o ya no quiere “creer” en los relatos. ¿Muerte del relato o
incluso de esos metarrelatos totalizadores y absolutos de las grandes pasiones
humanas?

Por último, en relación con los personajes metaficcionales, y sobre todo en los
de las “historias 3”, su perfil altamente convencional y “plano” corrobora la idea de
que en estos metapastiches se “juega” a la narración clásica; sólo que, y esto me lleva

99
a la siguiente categoría por analizar, el narrador es “tan solemne”, se toma su labor
de manera “tan seria” y sus reflexiones creativas, metaficcionales, son tan “evidentes”
(se corrige, vuelve a empezar, aporta nuevos atributos), que es difícil tomarle en serio,
es decir, aquí lo importante no es “creerse” el mundo ficcional construido, sino
“observar” el proceso y sentido del mismo, a la manera de una parodia del acto de
escribir ficciones. Antes hablé de un “alter ego” dentro de otro y así sucesivamente, y
¿no va aumentando la ironía de nivel en nivel? Recordemos que la auto-ironía es otra
práctica del posmodernismo. Aun así, hay que recordar que detrás de esa ironía se
esconde una “intención” discursiva, misma que aquí, me parece, es la de observar
desde un espacio textual posmoderno, lleno de yuxtaposiciones, las “formas
humanas”, arquetípicas, que se contradicen unas con las otras.

Volviendo al narrador, en la diégesis se presenta nuevamente la práctica


moderna de esa voz confiable, omnisciente y con la autoridad suficiente para mostrar
al lector los hechos del relato: los pensamientos, afirmaciones, dudas y
comprobaciones de la protagonista son una “realidad”; sin embargo, el hecho mismo
de que esta “realidad” innegable que la protagonista “experimenta” sea confrontada a
una serie de interpretaciones de una “realidad metatextual” (ella aquí es esa crítica-
lectora que siempre cumplió con la función de “detectar” errores, incongruencias y
fallos en la literatura de su marido) muestra la práctica de un “juego” en esa
omnisciencia del narrador: ¿hasta dónde es capaz de autentificar unos hechos no
acontecidos, sino construidos bajo la forma de pensamientos y presentimientos
semióticos, provenientes de la interpretación de un metatexto?

En cuanto al final, la categoría que para Lotman posee la función de


corroborar o “echar abajo” los códigos planteados por el “principio”, encontramos
códigos tanto estilísticos y estructurales –volvemos al espacio y tiempo del inicio—
como temáticos: el último párrafo del texto insiste en esa diferencia irreconciliable:
“Siente hasta dónde ella debe defraudarlo con el sentido de realidad que ha deseado
impartir a su vida y hasta dónde la edad ya no le permite a él construir el tinglado
necesario para vivir creativamente” (Pitol, 1998: 261), sólo que con una cierta
novedad, probablemente a la manera de una cierta “revelación” de una “verdad
narrativa”: ella “lo defrauda” con su búsqueda y sentido de la realidad, pero él está
viejo para vivir en la fantasía, ya no es un joven creativo, capaz de crear mundos

100
paralelos, “tinglados” los llama ella (con un término ciertamente peyorativo). La
introducción de este par de apreciaciones confirma la idea de que el núcleo temático
del relato tiene que ver con esos “polos opuestos” en los que ella y él se encuentran, y
si me aventuro más, con la conclusión (subjetiva) de la protagonista de que él sigue
atado a una cierta vida juvenil, (algo parecido a eso que en la sociedad llaman
“madurez” y que resulta ser un término con un significado altamente mítico; pero
“utilizable”, es decir, “pensable”). Él se le presenta, ahora con más “argumentos”,
mucho más obsoleto, indeseable. Ella, por su parte, no se “siente mal” y poco después
lo dice: “¿Por qué, siendo a fin de cuentas lo que fuera, a ella no le resultaba
insatisfactoria y a él, en cambio, lo va transformando en un hombre seco, esquinado y
amargo?” (Pitol, 1998: 261), y aunque sí se encuentra confundida, con cierto
aturdimiento mental por esa información que ha encontrado (o cree haber
encontrado) en ese relato, sobre él y sobre ella misma, proyectada sobre la
metatextualidad. Ese “flujo de conciencia” vuelve, se intensifica con el somnífero: los
suprematistas, la litera del tren, los perros, alguna “frase musical” de Liszt que no
logra recordar y “Fatigada, sumida en una torpeza que no deja de serle agradable, va
quedándose poco a poco dormida” (Pitol, 1998: 261). Ahí se detiene por completo el
movimiento argumental. Pero ahora, ¿es suficiente la revelación de esa leve “verdad
narrativa” que más que una revelación es la confirmación velada de una actitud, de
una posición y de un sentimiento? A la manera del relato clásico esto no es un
desenlace epifánico y a la manera moderna ¿nos encontramos ante un final “abierto”,
sin desenlace, anti-epifánico? Creo que en este sentido este relato invita
definitivamente a una “relectura”, misma que puede ser “irónica”, algo así como:
¡Mira lo que ha descubierto en el relato de su marido, qué ironía! o ¡Mira lo que
interpretó con su lectura, yo –lector real—no habría visto eso! Y aquí es donde, al
establecerse las posibilidades que tienen que ver con el lector (su enciclopedia, su
visión del mundo, su personalidad e incluso con sus “competencias”), el final del
relato adquiere una lectura posmoderna: es “aparentemente” epifánico (depende de si
el lector ve o no esa verdad); pero respetando aún cierta tradición moderna de no
“revelar” nada demasiado obvio o espectacular, y lo que es más, en fuerte
contraposición de esa epifanía abierta, explícita, textual y poderosa del metarrelato.
Epifanía en la que reside la fuerza impresionante del relato y que incluso conlleva
una reflexión acerca de las “moralejas fáciles” (con un doble sentido: el de la
reflexión metaficcional, literaria y el de la cavilación vivencial), la percepción de un

101
mundo que es demasiado real: “La realidad, por lo visto, se dice, es rica en golpes
bajos, no en grandes hazañas” y además una enseñanza, un mensaje aleccionador en
forma de un aprendizaje de vida, de reflexión filosófica: “El cuerpo, es cierto, puede
volverlo todo lamentable” (Pitol, 1998: 261). Creo que la “estrategia” que aquí el
autor utiliza se relaciona con ese “work in progress” que va presentando epifanías
textuales –de diversas formas y alcances (incluso las otras metahistorias poseen sus
epifanías garabateadas y burdas y la relación intertextual que se establece entre el
metarrelato y el “código” de un determinado lenguaje literario, el del Romanticismo,
conlleva una forma de “epifanía” de género) y que luego, tras la lectura general y la
“relectura” dan forma a lo que sería una especie de rompecabezas de sentido que
adquiere más o menos referencialidad dependiendo de los contextos de lectura y de
las competencias del lector.

Hasta aquí, pareciera que ya se ha perfilado, a partir del análisis, comentario e


interpretación de los cinco elementos propuestos por Zavala, una cierta
correspondencia entre las realidades textuales del relato y el modelo de relato
posmoderno que antes fue descrito, es decir, se puede argumentar su carácter
“rizomático” porque en su interior se contraponen una serie de epifanías genéricas, es
abiertamente “intertextual” y su estructura se conforma a partir de textos reconocibles
de la realidad, como el Vals de Mefisto de Liszt, y metatextos constituidos con
estrategias ficcionales también reconocibles –las reglas mismas del relato—, posee
esa yuxtaposición de elementos clásicos y modernos y más que intentar “representar”
la realidad o “subvertirla”, presenta, a través de una lógica intertextual, jugando con el
“drama” y la “compasividad”, una realidad textual.

Pero intentaré ahora complementar estas aseveraciones con algunos


comentarios referidos a ciertos mecanismos de intertextualidad que en este relato se
ven privilegiados. Ni que decir que la metaficcionalidad sería el principal de éstos,
como se ha visto, ya que no sólo es el recurso central del relato, sino que el sentido
primordial del mismo, la fuerza referencial, se encuentra cifrada en ese tercer meta-
metarrelato que resulta ser el encargado de revelar “la verdad” del texto.

Ahora bien, ya se ha visto que el texto se inscribe en una determinada


tradición textual a partir del uso y práctica de una serie de “convenciones

102
discursivas” propias de lo que podría llamarse un modelo posmoderno de narración:
es paradójico, presenta realidades textuales, es abductivo –no lineal—, rizomático,
itinerante y presenta una serie de verdades dialógicas (contextuales). De este modo,
presenta una determinada arqueología architextual porque es híbrido (ese juego
constante del tiempo y el espacio entre lo clásico y lo moderno) y lleva a cabo un
“simulacro” textual de sentido. Este último rasgo es acaso el que con mayor
intensidad muestra ese carácter posmoderno de “juego” con las posibilidades de lo
“real” y lo “ficcional”: a lo largo del desarrollo de una historia clásica en la
metadiégesis (la del hombre que envenena a su mujer) la aparición de núcleos
temáticos como el “engaño” cometido por el hombre despechado y el “fingimiento”
cuando éste aparenta no saber el porqué de la muerte de su mujer, lo llevan hacia el
final de su microhistoria a reflexionar sobre el “simulacro” que ha sido su vida al
pasar los años. Término que acaso dice más de lo que parece decir, ya que la
construcción misma de esa historia es un “simulacro” de un cuento real, inmerso
dentro de otro relato, también virtual y así sucesivamente hasta llegar al nivel real de
lectura. Todo esto dentro de un proceso global de metaficción tematizada que
establece unos códigos de verosimilitud determinados –aquí el “pacto de suspensión
de credibilidad” se ve constantemente “renovado”—que se sostienen a partir del hilo
que une dos actos: el de la creación de ficciones y la lectura de las mismas. Una
constante “metalepsis” contrapone constantemente planos referenciales, crea un rico
universo de sentido metaficcional que encierra, más allá del significado del relato, una
inteligente y compleja “experimentación retórica” con los elementos formales del
texto: hay una “iteración” –la del acto de crear ficciones—y una “hiperbolización” del
sentido de las mismas: la “verdad narrativa” que “transforma” o “mantiene” a la
protagonista en su idea original, en su sensación primigenia se ve “exagerada” no por
acontecimientos factibles o sucedidos, ni siquiera por un diálogo real con su marido,
sino por una serie de “verdades escondidas” en una serie de metaficciones de alto
valor connotativo.

Ahora bien, en un plano extratextual, la riqueza intertextual del relato es muy


amplia. Ese juego de citas a otros textos, paralelo a su estructura “en abismo” tiende
un hilo de intertextos que va desde el punto más lejano (cuando el Vals de Mefisto es
interpretado en la microhistoria 3) hasta el Vals de Mefisto “real” –la pieza de Liszt—,
pasando por todas las ocasiones en que éste es citado en lo que yo llamaría un eje

103
sintagmático de relación intertextual. Pero, en otro eje, el de una significación acaso
paradigmática, la pieza real de Liszt, citada en la textualidad y sus metacomponentes,
alude además, como bien expresa De Mora, a un poema de Lenau, que a su vez se
inspira en el Fausto de Goethe y “Tales asociaciones literarias y musicales, al igual
que otras contenidas en el relato, sirven para dilatar su campo de significaciones e
insértalo en la tradición” (De Mora, 2008: 9); pero ¿en cuál tradición? Pues en esa
tradición “romántica” llena de “barroquismos”, de “veronesería” en la que la
protagonista ve “artificio”, “decadencia”, misma que autor del “Vals de Mefisto”
metaficcional descubre “vencida” por la aplastante realidad, incapaz, ya, de producir
“grandes hazañas”. ¿Y no es, finalmente, esta tensión contraria la metáfora de la
relación entre ellos pero también una alegoría de muchas más cosas? Parece entonces
que en este relato de Pitol lo intertextual y lo metaficcional están no sólo al servicio
de la trama, sino en función de un universo de referencialidad mucho más amplio,
universo que se construye de vivencias ancladas en el pasado, de sueños rotos, de
citas a otros tiempos más simbólicos, de realidades irreconciliables y de la manera en
que la se contraponen “verdad” y “deseo”, “arte” y “realidad”.

104
7. Análisis del relato “Anticipación” de Juan García Ponce.

El título de este texto, aunque esté constituido por una sola palabra, lleva a cabo a la
perfección aquella premisa de funcionar como una metáfora del relato, misma que
sólo adquiere sentido pleno tras la lectura completa del relato y en dos niveles: en
relación con el tejido de la diégesis y bajo la forma de una reflexión metatextual, en
cuanto a un recurso de manejo del tiempo a la manera del relato moderno.

Y es que tras una lectura inicial, parece que en este relato un recurso
privilegiado vuelve a ser el relacionado con la forma en la que el tiempo es articulado
y su función como elemento organizador de una serie de anécdotas, de mayor o
menor amplitud, de mayor o menor importancia, que como acontecimientos
conforman una construcción narrativa que presenta una serie de “pequeños relatos”,
distribuidos a lo largo de la “vida” de uno de los personajes (el que adquiere la
función de protagonista), relatos que, intertextualmente, adquieren la forma de
“metaficciones” más o menos explícitas. Y es que a diferencia del relato de Sergio
Pitol, esta “Anticipación” de García Ponce no posee como uno de sus temas y
mecanismos la creación literaria como tal; pero sí el uso, narración y descripción de
hechos y acontecimientos como elementos reveladores de verdades y sentido a lo
largo de la trama.

Así, parece ser que de entrada nos encontramos ante un texto con un elevado
carácter experimental, que busca romper la linealidad contando sucesos de duraciones
variadas en espacios diferentes, a través, claro está, de la única voz capaz de focalizar
el relato desde su perspectiva, adquiriendo la función de un “director de orquesta”: el
narrador omnisciente, el cual, en este texto, parece “cumplir” a la perfección, sus
dominios: conocer el pasado, presente y futuro de sus personajes (y aquí ese futuro
adquiere bastante importancia); poseer la capacidad de manifestar los sentimientos,
ideas y pensamientos de los personajes; tener un control (“casi” absoluto) de la
manera en la que se construye la totalidad del relato, e incluso (y aquí ya nos
encontramos con otra particularidad interesante de este texto) ejercer la “autoridad”
suficiente para dejar entrever sus opiniones y visiones de la realidad y del mundo.

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Sobre todos estos aspectos volveré a lo largo del análisis; por ahora, creo conveniente
el iniciar con una categoría que aunque no es tomada en cuenta por Zavala entre esas
cinco “destacadas”, en este relato adquiere gran importancia: el principio.

Para Lotman, en su completa definición de la “estructura” de los “textos


artísticos”, el principio, ligado a una “modernidad” literaria, lleva a cabo la función
de “codificar” la generalidad de la narración. Y es que cuando el lector “inicia” la
lectura de cualquier obra “… puede no estar informado hasta el final o no del todo
acerca del sistema en que se halla codificado el texto en cuestión” (Lotman, 1975:
269) y así, mediante esta categoría inicial del texto, es capaz de conocer –o intuir—a
qué género pertenece; a qué estilo se adscribe; a qué periodo, escuela, corriente; pero
además, puede también obtener información en relación con el sistema discursivo del
texto en cuanto a los “… códigos artísticos tipo que debe activar en su conciencia para
poder percibir el texto” (Lotman, 1975: 269). Para este autor ruso, tan importante
resulta el principio de una obra narrativa como el final (aunque a este último siempre
se le haya dado mucho mayor importancia), ya que uno depende directamente del
otro: son los límites del “marco” espacio-temporal de la obra y el segundo “es” sólo
en relación con el primero: el final puede ser un “desenlace” en toda regla, pero
también una suerte de “anti-principio” cuando “echa abajo” los códigos presentados al
inicio del relato (lo cual también aporta información acerca del sistema general de
tipo de escritura en el que el texto se inscribe).

Pues en “Anticipación” el principio –un párrafo relativamente largo—muestra


una serie de realidades estilísticas, genéricas y estructurales que sitúan al texto en
cuestión (imaginemos que el “yo” lector desconoce que se trata de un relato incluido
en una colección) dentro de los lindes de la narrativa y de los textos ficcionales:

A-1 y A-2 se conocían desde la infancia. Nunca habían llegado a ser


amigos. Algunas diferencias imperceptibles para los demás, pero, aun sin
que advirtieran, insalvables para ellos, mantuvieron desde el principio una
tenue separación entre los dos que, por su misma delicadeza, resultaban
invencibles. Pero este tipo de obstáculos, que ni siquiera pueden llegar a
considerarse como tales, son los que en verdad deciden la forma de las
relaciones. Cuando nada parece impedir un acercamiento que cabría
suponer natural, nunca se produce. Precisar los motivos resultaría una
tarea vana pues éstos no existen en el campo de las definiciones posibles.
Sin embargo, el largo conocimiento entre A-1 y A-2 había propiciado que

106
en muchas ocasiones el azar los acercara hasta un punto en el que
pareciera cierto afirmar que sus vidas avanzaban paralelas. (García Ponce,
1982: 207).

Así, la mención de dos personajes, nombrados impersonalmente A-1 y A-2 (como si


más allá de su humanidad fueran “sujetos de estudio”), da inicio a una frase que
expresa un límite temporal diegético, “la infancia” de los mismos, la cual posee un
marcado carácter narrativo en relación con otra temporalidad de carácter mucho más
general: la “infancia” es inicio, principio lógico de cualquier vida. Además, adquiere
la forma de un código de estilo narrativo que se podría definir como “clásico”: las
historias dan comienzo en la infancia de los personajes y culminan con su muerte.
Esta especie de tradición narrativa aparecerá frecuentemente en este relato como se
irá viendo. Ahora, el tiempo verbal de esta primera frase (y las siguientes), sitúa la
narración de los acontecimientos desde la perspectiva de un narrador que no es
protagonista de la historia, pero sin embargo conoce la biografía de los sujetos
presentados. Aun más, ese “se conocían” (en pretérito imperfecto) revela que el
presente de la historia que se está narrando acontece en un tiempo posterior al lapso
de la infancia nombrada. “Nunca habían llegado a ser amigos” es la segunda frase que
apoya los códigos temporales de la primera y refuerza ese discurso que nos está
narrado una historia. Ahora bien, lo que viene a continuación, y que también funciona
como el adelanto de una particularidad repetitiva en el relato (y que mediante la
iteración adquiere la forma de un recurso determinado) es un larga frase en la que se
está haciendo algo más que aportar información anecdótica de los personajes. Ahí
encontramos la primera aparición de una voz narrativa que no sólo conoce a “A-1” y
“A-2”, sino que de algún modo contrasta y sitúa las vidas de éstos con un sistema de
códigos culturales y sociales; con una serie de aspectos que tienen que ver con el
destino, el azar; con algunas realidades que en conjunto conforman una determinada
visión del mundo. De este modo, este narrador “omnisciente” es capaz de observar
“algunas diferencias imperceptibles” e “insalvables”, una “tenue separación entre los
dos”, un “tipo de obstáculos” que “deciden la forma de las relaciones”, etc., lo que
nos muestra que nos encontramos ante una voz poderosa que es capaz de percibir
hasta los detalles más mínimos de la vida de estos dos caracteres y es capaz, también,
de ubicar estos detalles en un panorama mucho más amplio: el de un sistema general,
el de la realidad. Este narrador conoce el funcionamiento del mundo de los hombres,
conoce las particularidades del destino, los mecanismos del azar y hasta las

107
limitaciones de la ciencia: conoce todo eso que se oculta “al campo de las
definiciones posibles”. Todo esto nos ofrece la explicitación de un código artístico
determinado: el de un lenguaje altamente “novelesco”, bajo la forma paradigmática de
una voz narradora confiable y sabia, que es capaz de ver hasta lo oculto, que es capaz
de representar la realidad, el mundo del conocimiento y mediante una serie de
afirmaciones y puntos de vista que se presentan de manera innegable, con autoridad.
Esto, al igual que lo relacionado con lo temporal, siguiere que nos encontramos ante
una de esas historias narradas a la manera moderna. Ya veremos. Por el momento, se
puede agregar que este principio muestra un marcado carácter “epifánico”, mismo
que se mantendrá a lo largo del movimiento argumental de la diégesis y sus
metacomponentes.

La continuación de este inicio altamente cargado de información codificada


(tanto literaria como discursiva), muestra cómo este tono narrativo se mantendrá,
intercalando secuencias narrativas, mediante la introducción de acontecimientos
clave en las vidas de A-1 y A-2 (poco a poco se irá viendo cómo aquellos
relacionados con A-1 adquieren mayor número e importancia y que A-2, acaso, posee
la función de ser un ejemplo de vida común dentro de ese recurso general del relato
que es el paralelismo y la contraposición de sus vidas); secuencias descriptivas que
en el caso de este relato sí poseen representatividad (también como un recurso que
luego se irá revelando) y esa serie de pasajes epifánicos bajo la forma de verdades,
apreciaciones y puntos de vista que en voz del narrador conforman un discurso que a
veces se aproxima a lo aleccionador –bajo la apariencia de citas a conocimientos
incluso científicos, como podrían ser los relacionados con la psicología o la
sociología—y que otras se aproxima al terreno de la predestinación, creando así un
discurso sólido, pero ambiguo. De hecho, creo que esta última cuestión podría ser por
sí sola un tema de análisis del relato y si esta serie de “pasajes epifánicos” se
separaran de la diégesis, más allá de las secuencias narrativas y descriptivas, y se
unieran sintagmáticamente como si conformaran un texto cohesionado (autónomo), el
resultado sería algo cercano a una serie de lecciones en un tipo de texto entre
filosófico y educativo, bajo ese tono que da inicio con la primera de estas
revelaciones: “Cuando nada parece impedir un acercamiento que cabría suponer
natural, nunca se produce. Precisar los motivos resultaría una tarea vana pues éstos no
existen en el campo de las definiciones posibles” (García Ponce, 1982: 207).

108
Hasta aquí apenas se han dejado ver algunas cuestiones generales del relato
cifradas en el principio, pero que ya muestran la gran riqueza y espesura del mismo.
Continúo ahora con el comentario y análisis de las categorías ya “iniciadas”, como el
tiempo, los personajes y el narrador, hasta llegar al final del mismo. A lo largo de
este recorrido habrá cierta direccionalidad hacia la identificación de recursos y
realidades “intra” y “metaficcionales” ya que, no debe olvidarse, se está llevando a
cabo una lectura posmoderna de “Anticipación” (perspectiva que en este relato
resultará “clave”).

Antes he mencionado que aquí el tiempo vuelve a ser un recurso privilegiado y


que desde una lectura global sus particularidades emparentan al relato con la forma
moderna de narrar, veámoslo ahora de forma más concisa –y más allá de ese principio
que ya nos reveló una serie de realidades temporales—. Zavala afirma que el tiempo
en el relato moderno está “reorganizado” desde esa perspectiva “subjetiva” del
narrador. Esto ya lo hemos visto en el comentario del “principio” y es un factor que se
cumple a lo largo del movimiento argumental; pero veamos ahora cómo esta
“espacializado” el tiempo en “Anticipación”: un periodo de tiempo bastante extenso,
casi 50 años de vida de los personajes, es narrado con una aparente linealidad desde
la “infancia” hasta el tiempo “presente”: el encuentro de A-1 y A-2 en su ciudad natal
de provincias. Pero ahora, esta linealidad marcada por la mención de dicha infancia
en la primera frase del relato y cerrada en el punto en el que se detiene el movimiento
argumental (el fin de la conversación entre los personajes en el ahora), funciona
como un marco que nos muestra dos extremos de una línea de vida (en el “tiempo de
la historia”), como un marco que además coincide con las categorías de principio y
final; sin embargo, conforme la trama va avanzando, nos encontramos con el poder
de ese narrador que organiza el mundo ficcional avanzando y retrocediendo a través
de la mención de distintos sucesos en la vida de estos caracteres, con distinta
duración. El estudio de este fenómeno, a la manera del llevado a cabo por Genette en
relación con En busca del tiempo perdido para ejemplificar sus “figuras” temporales,
sería minucioso y rico. Aquí, creo, funciona sólo como un indicador de una forma
moderna de narrar, ya que la particularidad de este relato radica no en el ejercicio de
un manejo temporal que en cierto sentido es ya para la época de enunciación
(principio de los años 1980) un estilo –una de esas opciones del bagaje literario que

109
el autor puede seleccionar y experimentar—. En todo caso, creo importante
mencionar que esas numerosas figuras de “duración” (pausas, escenas, sumarios y
elipsis), crean una sensación de recorrido panorámico bajo la cual se seleccionan
momentos determinativos (que a veces adquieren la forma de meta-microrrelatos) de
la infancia, adolescencia y juventud, principalmente, hasta que el “tempo” o “ritmo”
del relato es suspendido por la metaficción oral que A-1 comete ya en su vida adulta
(la cual, de todas las etapas, es la que posee una duración diegética mucho menor, a
la manera de un “resumen”: son esos 30 años mencionados por A-1 en su
metanarración). Entre estas “figuras” que ordenan el “ritmo” del relato, encontramos
aquellas que resultan más significativas (siempre en relación, claro, con la
información que revelan: la infancia en la ciudad de provincias, el paso por la escuela
primaria, la vida de los personajes en esa ciudad, la situación de cada uno de éstos
frente al mundo familiar, social, educativo… la revelación de algún hecho
significativo marca la forma de vida de A-1 y A-2, siempre bajo ese juego
“comparativo” que en muchas ocasiones llega a ser muy evidente (casi como si se
tratara de esas “fichas clínicas” que los psiquiatras elaboran en relación con las vidas
de sus pacientes):

A-1 pasó por la escuela primaria como un excelente estudiante, querido y


hasta en algunas ocasiones consentido por sus maestros, un tanto solitario
pero con una secreta admiración por algunos de sus compañeros que no
lograba convertir en voluntad de acercamiento sino que se mantenía
distante, tal vez porque esa admiración estaba provocada la mayor parte
de las veces por el particular reconocimiento de una cierta forma de
belleza física. Al contrario, A-2 nunca fue un buen estudiante. Los
maestros no lo distinguían con su afecto, pero fue siempre
extremadamente popular entre sus compañeros y su capacidad en las
competencias deportivas resultaba excepcional. Al verlo podía pensarse
muchas veces que la fortaleza de A-2 era como la de una fiera que se
contempla en el zoológico. Lo acompañaba de una manera natural y a
veces lo sobrepasaba como si fuera algo que le llegaba desde fuera, del
mismo modo que la incierta nostalgia encerrada en A-1. (García Ponce,
1982: 208).

Este párrafo constituye un excelente ejemplo de la técnica empleada por este narrador
omnisciente: un poco de información sobre uno, otro tanto de datos sobre el otro,
separados por frases adverbiales que contraponen esas vidas aparentemente
parecidas, paralelas, pero radicalmente opuestas y distintas, y que en relación con el
sentido del relato llevan a cabo la función de mostrar la “transformación” de los

110
personajes, pero principalmente de A-1, quien por su complejidad, su rareza, va
adquiriendo mayor importancia. Este recurso se mantiene hasta el encuentro de A-1 y
A-2, ya en la vida adulta, en el espacio de origen: la ciudad natal de provincias y
hasta antes de esa curiosa conversación de los personajes, otorga la ilusión de que el
lector está asistiendo a una narración tradicional del tipo: “La vida X”.

Pero ahora, dentro del movimiento argumental de la diégesis, también se pueden


encontrar otro tipo de “pausas”, las “descriptivas”, mismas que ayudan a conformar
un tipo recurso subyacente en el relato que en una relación intertextual, con la forma
de esa arqueología architextual posmoderna que Zavala mencionaba, emparentan al
relato con lo que podría definirse como un “código” de tipo “realista” y hasta
“costumbrista”:

… recibiendo la misma educación religiosa que daba más importancia a la


moral y a la historia sagrada que a las materias laicas, en una escuela
alojada en una antigua casona con múltiples habitaciones de techos altos y
puertas y ventanas con marcos de madera habilitadas como salones de
clase, rodeada por un amplio portal con una hermosa balaustrada, dueña
de unos vastos sótanos que estaba prohibido visitar y que levantaban la
casa del piso de manera que a su entrada principal se llegaba por una
lujosa escalera, con un gran número de árboles frutales a su alrededor,
cuyas ramas podían verse desde la mayor parte de los salones de clase y
cuyas copas vencían la altura de la casona (García Ponce, 1982: 208-209).

En lo que veremos, se convierte en una estrategía narrativa que juega con códigos
discursivos de la tradición literaria clásica (el del Romanticismo hará su aparición en
la metaficción “oral” de A-1) y que en el nivel del tiempo del relato sirven para
ilustrar esos momentos clave, por ejemplo, el fragmento anterior se encuentra justo
antes de la narración de aquel suceso relacionado con la escuela y el árbol: los
alumnos más arriesgados trepaban a uno de los árboles y desde ahí saltaban al techo
de la escuela en una “temeraria” acción ritual de “valentía” y “fortaleza”. Acción que
A-2 nunca logró cometer y que sin embargo A-1, nuestro protagonista, cometió en
solitario, sin que nunca nadie lo supiera; sólo A-2, al que este hecho le es revelado por
A-1 en ese encuentro años más tarde, ya adultos. Pero volviendo al espacio, la
aparición de estás pausas descriptivas (a veces más largas y detalladas, otras menos)
también muestra ese carácter “hibrido” de un relato que cada vez “juega” más con los
convencionalismos, seleccionando entre aspectos de uno u otro código literario y es

111
que estás descripciones buscan otorgar esa verosimilitud, esa referencialidad
“realista” que busca crear un “efecto de realidad”. “Efecto” que, como se verá a
continuación, es constantemente cuestionado con otro tipo de pausas que tienen que
ver con el “modo” en el que la historia es focalizada por el narrador, transformando
por lapsos breves el relato de “acontecimientos” en un relato de “palabras”. Así, el
tejido textual que mezcla estrategias narrativas y descriptivas, que avanza o detiene el
tiempo en función de determinados acontecimientos y que aparenta seguir una “línea
recta” en la biografía de los personajes, ve “truncada” su “forma tradicional” por una
serie de intromisiones (por parte de la voz narrativa) que no sólo detienen el “ritmo”
del relato, sino que introducen una serie de apreciaciones, puntos de vista y
simulacros de enseñanzas (ya en el comentario del principio del relato comenté este
fenómeno) y que aquí he nombrado como “pasajes epifánicos”. En un rápido vistazo,
estos “pasajes” tienen distintas “amplitudes”, a veces son largas digresiones y en otras
ocasiones son sólo pequeñas frases, pero casi siempre con un tema en común: “No era
otra vida; era otra forma de vida; sin embargo, ese cambio en la forma cambiaba la
vida” (García Ponce, 1982: 209), “La vida de algunas personas avanza en línea recta;
la de otras parece carecer de dirección” (García Ponce, 1982: 211), “… por una de
esas hermosas y raras casualidades mediante las que la vida hace que coincidan dos
puntos que no tienen ninguna relación” (García Ponce, 1982: 212). Y con esto se
revela uno de los puntos temáticos del relato y si éste no tuviera esa particular y
ciertamente extraña metaficción, el cuento podría titularse “La vida de x” (lo digo
otra vez). Este recurso no desaparece con la llegada de la metaficción de A-1, sino
que, “pasa de una voz a otra” –este narrador posee algo más que autoridad—.

Pero ahora, estos “pasajes epifánicos”, como ya he ido adelantando, hacen


mucho más que mostrar un punto “temático” del relato intercalándose en el tejido
tradicional “narración / descripción”, también, expresan una reflexión metaficcional
que establece paralelismos entre las “historias de vida” de A-1 y A-2 y el “acto”
mismo de creación de historias, estableciendo una correspondencia intertextual
(dentro de esa “arqueología architextual” ya mencionada) entre el texto y los códigos
de la ficción. De este modo, cuando el narrador menciona que: “… la separación
señaló el principio de una inversión que no era posible relacionar concretamente con
el hecho mismo de la separación, pero que, de alguna manera, la hacía tal vez
evidente si alguien hubiera podido observarla desde afuera con un interés y una

112
perspicacia que nadie tenía por qué poseer” (García Ponce, 1982: 208), sin duda está
haciendo referencia al único acto que da “vida” –aquí la metáfora casi no lo es—a la
ficción: la lectura. Y de alguna manera esta intromisión reflexiva del narrador puede
verse como una aparición solapada del autor en una “invitación” cifrada al lector:
¿no lo está invitando a involucrarse? ¿No es este un avanzado recurso de
comunicación que va más allá de los lindes de lo clásico e incluso lo moderno? En
este sentido, este relato posee una gran riqueza a través de juegos “meta” e
“intertextuales” que, como siempre, funcionarán o no, dependiendo de las
capacidades del ente más importante del proceso: el lector. Cuando el narrador se
“apodera” (ahora puedo decirlo) de la voz de A-1 y narra esa larga, detallada y
altamente codificada metaficción, continúa e intensifica esos recursos, ahora, incluso,
con mucho más autoridad, finalmente, se encuentra ya “dentro” de la trama.

Pero antes de adentrarme en los lindes de la metaficción, continúo con las


categorías propuestas por Zavala. Entonces, los personajes de la diégesis, “A-1” y
“A-2”, corroboran aquello que viene presentándose como un recurso general de
configuración del universo ficcional: la hibridación de elementos clásicos y
modernos. De este modo, ante la presencia de este narrador con tal grado de
omnisciencia, éstos caracteres son descritos aparentemente (la “apariencia” va
convirtiéndose en otro rasgo repetitivo), desde esa voz focalizadora y narrativa, y
mediante varios “trozos” del texto, es decir: a partir de sus acontecimientos, mediante
directas y explícitas descripciones –minuciosas, completas, profundas—que como ya
mencioné, emparentan el discurso del narrador con el de un psiquiatra o psicólogo
que tanto conoce sus rasgos de personalidad, como los motivos que han ido
prefigurando a los mismos. Esto, obviamente, crea personajes “densos”, recordando a
Forster; sin embargo, al mismo tiempo, y aquí vuelve esa “contradicción”, la
“hibridación” de códigos, no dejan de ser ciertamente “arquetípicos”, sobre todo A-2
(A-1, a pesar de su aparente rareza, oscuridad, termina siendo mucho más
transparente y logra mostrarse con mucho mayor profundidad) y es que el mismo
Forster creía que el paso de lo “plano” a lo “hondo”, en los personajes, radica en la
capacidad que tuvieran éstos para “sorprender” al lector y ¿no resulta sorprendente y
hasta inquietante esa ruptura con el silencio llevada a cabo por parte de A-1? ¿No
trasciende a “sí mismo” al hablar, por fin, después de años? Recordando aquel
“paralelismo” inicial del relato, mientras A-1 gana en profundidad psicológica, A-2 va

113
afianzándose como un elemento funcional de menor complejidad: finalmente es un
“pretexto” para contraponer la vida de A-1, con toda su normalidad y vulgaridad.
Así, ¿qué hace que A-1 sea “poco convencional”? Pues que desde el inicio de la
trama, hasta el final, pasando por su larga “intervención oral”, es configurado desde
sus “conflictos personales” con un alto “carácter metafórico” –su vida es mucho más
que sólo eso: es la vida en general y es también la ficcionalización de la misma—.

En cuanto a ese “metarrelato” que A-1 construye, narrando el suceso más


importante de su vida, se puede decir que aunque este relato no posee esa clase de
experimentación posmoderna metaficcional en la que distintos planos o dimensiones
se ven yuxtapuestos (de manera evidente, a la manera de planos ficcionales que se
superponen); sin embargo, si hay un nivel “metadiegético” que aparece como un
“relato inserto” dentro de la diégesis. No se trata, esta vez, de un “cuento” escrito,
pero si de una “narración oral” que como podrá verse posee muchas de las
características genéricas de esta clase de historias clásicas: es narrada en voz de un
personaje que es el protagonista de la misma, tiene un principio marcado por “guion
de inicio” que ortográficamente la sitúa dentro de una forma de diálogo que luego
adquiere la apariencia de una reflexión personal, de un ejercicio dialógico individual
en el que el receptor parece ser un pretexto para oralizar un monólogo interno; un
desarrollo bastante extenso que en la superficie del texto alcanza 8 páginas de las 15
totales y que al carecer de “puntos y aparte”, de “pausas”, se convierte en un largo
aliento; un punto climático en el que el tono de la narración aumenta y una serie de
recursos metafóricos y alegóricos que se intensifican mediante el uso de una de esas
formas epifánicas y una suerte de desenlace que revela, en una pequeña frase, un tipo
de verdad narrativa vivencial, pero no a la manera del relato clásico; sino, veremos,
bajo esa forma de cierre en la que aquello que se concluye no es un acontecimiento
“altamente revelador”, “contundente”, sino apenas un instante, tal vez minúsculo, que
lo que muestra es un estado interior del protagonista, un sentimiento resucitado a
través del poder evocador de la narración: “fui feliz”, dice, y esta pequeña frase
sostiene el sentido del relato entero, bajo la forma de una verdad (un “prodigio” dice
A-1); sólo que dejada ahí, no de forma evidente y en clara función de que el lector
“sea capaz” de reconocerla. Y ahora, este “metadesenlace” no está exento de cierta
ironía, de determinada “autoindulgencia”, es intertextual y además sólo adquiere un
sentido pleno en suma con el desenlace real del relato –en una relación intratextual—.

114
Aquí es donde encuentro un cierto afán posmoderno que no busca “representar” la
realidad, ni “subvertirla”. Intentaré explicar por qué. Hasta aquí ya he mostrado en
dónde radica la fuerza y el motivo principal de este relato y si se relaciona con aquel
punto temático identificado a través de las digresiones epifánicas, encontramos ya
algo parecido al tema de “Anticipiación”: la posibilidad de “ser feliz” en la “vida”.
Noción, que a pesar de parecer estereotípica, en este caso no es nada común. Ahora
bien, aún queda por descubrir un importante recurso en este relato, mismo que otorga
el sentido del título y representa la “aportación” más inteligente de esta construcción
textual ficcional.

Así, uno de los elementos que otorga particularidad al género relato, y que lo
hace ser, frente a la novela, un tipo de narración única es la “tensión” y ¿en dónde
radica la enorme tensión de este relato? Pues en la confluencia de varios recursos. Por
un lado, en un “juego” llevado a cabo por el narrador en el que a partir de las
secuencias narrativas –mediante acontecimientos representativos—, a través de las
“pausas” descriptivas y, sobre todo, mediante el uso deliberado de esos “fragmentos
epifánicos”, va mostrando “pistas” sobre la personalidad y el universo personal de A-
1: la incapacidad de comunicación, esa “rareza”, la falta de “normalidad” en su vida,
la “extrañeza” que emana, etc. Es decir, toda una serie de definiciones, descripciones
y calificaciones que en realidad no siempre están cumpliendo su función, sino que se
van sumando a un discurso más o menos “cifrado” que sólo adquirirá sentido y
significado con “esa otra historia”, subyacente, escondida y subterránea que se “va
contando” paralelamente y que sale a la luz en esa larga narración de la vida de A-1,
cuando joven, en el pueblo del norte de España en el que nació su padre. Aquellas
“pistas”, todo eso que parecían caprichos del “azar”, signos cerrados del destino,
sigue manifestándose, cada vez con mayor intensidad, ahora desde la primera persona,
aumentado esa “tensión” que hace que el lector, con cada vez más ansiedad se
pregunte: ¿qué va a suceder aquí? ¿Qué clase de acontecimiento se aproxima? ¿Qué
justifica este enorme misterio? “Sucesos”, “acontecimientos” que ya no poseen la
forma de un crimen o de un engaño, como en los cuentos clásicos y un “misterio” que
al parecer ya no va a “revelarse” en la dimensión de “lo real”, sino en el intrincado
mundo de la “condición humana” –enorme preocupación en los tiempos modernos—.

De este modo, esa tensión se va acumulando y sólo puede ser resuelta por

115
aquel que la posee: A-1, y que al parecer, en el momento de la diégesis en el que
“vuelve a chocar” con su “paralelo”, A-2, va a “revelarla”. Ahora bien, aquel “recurso
narrativo” inaugurado por el narrador del relato (mezcla de narración de
acontecimientos “clave”, pausas descriptivas de aliento más o menos largas e
intromisión de “pasajes epifánicos”) es “heredada” por A-1, como una forma de
“cohesión” con la totalidad del relato; pero también como una forma de “coherencia”
con esa visión subjetiva que antes lo ha dibujado. Este “recurso narrativo”, incluso, se
ve exagerado y amplificado, después de todo, nos encontramos ante una narración
“personal” que es la “reconstrucción” de unos hechos no materiales, en primera
persona, todavía más subjetiva. Esto último puede resumirse en la explicitación y
práctica de un recurso que ahora puede ser llevado a cabo bajo los auspicios de la
primera persona: la “autoconciencia narrativa”, que como forma de
“autorreflexividad” discursiva adquiere usos y maneras determinadas que permiten el
establecimiento de muchas más formas de intertextualidad, al ser un tipo muy
especifico de práctica metaficcional.

La metaficción inicia diciendo: “–¿Sabías que cuando yo dejé la Universidad


me fui a Europa y estuve más de año ahí? Fue la experiencia más importante de mi
vida, mejor dicho: ésa ha sido la única experiencia en mi vida. Supongo que diría la
verdad si afirmara que he vivido sólo para eso y por eso soy diferente a casi todo el
mundo” (García Ponce, 1982: 212). Y es que ahora, al presentarse estos “pasajes
epifánicos” en voz de A-1, pareciera que antes, en la diégesis, ya se había manifestado
“esta voz” en “boca” del narrador y esta “metaficción” había estado ahí desde el inicio
–incluso en un “inicio” anterior al de la diégesis—. La predestinación en este
metarrelato también se ve exagerada, a la par que otros códigos, como el fatalismo.
Códigos que en conjunto conforman una relación intertextual que oscila entre el
“pastiche” y el “simulacro” genérico, mediante un discurso que va tomando forma en
una “arqueología” que a veces recuerda al Realismo, otras al Costumbrismo y en
muchas más al Romanticismo literario: “Yo no esperaba ni deseaba nada y lo
encontré todo; pero como no se puede vivir con la totalidad porque no se la reconoce,
la perdí. Sólo que esa pérdida es imposible. Algo de ella permanece, un fragmento
minúsculo que encierra la misma totalidad y yo voy a volver a verlo antes de morir y
a reconocerlo” (García Ponce, 1983: 212-213). Ahora, además, este fragmento,
ubicado casi al principio de la metaficción, más allá de aquello “que dice” (en donde

116
encontramos “temas” de esos códigos mencionados como la “vida”, la “muerte”, la
“totalidad”) y de “cómo lo dice” (aspecto que refuerza lo anterior mediante
construcciones altamente metafóricas y alegóricas), nos adelanta, mediante ese nivel
“referencial” que hace del mensaje literario una “fuerza heurística” capaz de contener
una “alta densidad de información”, el significado total del relato, bajo la forma de un
resumen que de algún modo anticipa el sentido y cierre del metarrelato y de la
diégesis. Y es que al lector ya se le ha sugerido el sentido de la historia; pero, como
sucede en esta clase de narraciones, éste sólo podrá saberlo hacia el final.

La metaficción “oral” va avanzando y los “pasajes epifánicos” van


sucediéndose unos a otros, siempre referidos a ese problema del relato que es la
“vida” de A-1, y ahora con una fuerza determinativa y aleccionadora mucho más
explícita: finalmente son frases referidas al “yo”, enunciados destinados a describir
los recuerdos, sensaciones y vivencias del hablante mismo y aunque a veces parezca
que estos fragmentos detienen el curso de la historia que se está narrando, en realidad
están, en suma, construyendo ese motivo que sostiene a la narración entera. Así, si
antes, en la diégesis informaban acerca de ese núcleo temático (“la vida”) del relato,
aquí, en la metadiégesis su función es mostrar el qué, el cómo y el dónde de dicho
núcleo y de igual manera que en la “historia 1”, algunos resultan ser más reveladores
que otros, unos poseen una extensión mínima y otros se convierten en reflexiones de
gran aliento; pero casi siempre se distinguen por poseer asomos de “auto-conciencia”,
“pistas” que en crescendo van aproximando la develación de ese “prodigio”
largamente anunciado (y que en uno de estos “pasajes” es nombrado literalmente) y
paralelismos con la ficción. Este es un buen ejemplo que viene justo después de un
fragmento “novelesco”, mezcla de narración y descripción de los parientes del pueblo
español, sus particularidades y costumbres: “Pero todo eso no tiene importancia.
Siempre se dan rodeos antes de llegar a lugar que se desea. Siempre se leen libros
inútiles antes de encontrar el que uno necesita” (García Ponce, 1982: 214), en el que
se insiste en ese lenguaje construido a partir de generalidades con una fuerte carga
filosófica del tipo: “todo”, “nada”, “siempre”, “nunca”, se compara la “vida” con un
“libro” y además se expresa ese fatalismo propio de aquellas vidas sumidas en un
destino que ya está escrito. Recordemos aquella propuesta de Zavala que indicaba
cómo una forma de metaficción posmoderna se da en la combinación de estrategias
metonímicas, iterativas y metafóricas.

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Como ya mencioné, estos “fragmentos epifánicos” dan luego paso a “citas” a
códigos bajo la forma de un cierto “pastiche” discursivo. Por ejemplo, este fragmento
recuerda a la novela costumbrista:

Vivir en el pueblo en verano era navegar en una barca de vela por la ría,
llegar hasta el mar, pescar y bañarse en los ríos, emborracharse con un
vino oscuro en la oscura cava de la casa del padre de uno de los amigos de
mis primos, comer calamares, mejillones y toda clase de pescados fritos
en una tasca que estaba en el segundo piso de una casa de madera, ver
desde una montaña el panorama con los techos de pizarra negra del
pueblo, los árboles de la plaza, las huertas… (García Ponce, 1982: 214-
215).

Y como secuencia descriptiva (rica, minuciosa, adjetivada) aporta la verosimilitud que


le haría falta al texto si sólo tuviera esa “otra historia”, la de las cuestiones de la
“vida” de A-1 que van apareciendo una y otra vez, y con mucha mayor frecuencia
cuando en el metarrelato aparece “ella”, la muchacha de diecisiete años que es “la
imagen del amor”. Aquí la narración vuelve a dar un “giro”, aquí ya “todo” se dirige
hacia la existencia de este “personaje” de metaficción que, sin embargo, no es todavía
ese “prodigio”, pero sí el vehículo para llegar a la “revelación” del mismo. Y antes
hablé de la “tensión”, misma que con la introducción de este código (el del amor) va
haciéndose más y más compleja. Ahora los acontecimientos están en función de la
reconstrucción de ese breve periodo, unos meses, que luego culminará en un instante
que cada vez está más cerca. En este punto, la narración se emparenta directamente
con “lo romántico” como un tipo de pastiche: “Dejé mi disponibilidad, dejé de estar
por entero en los lugares entregado a ellos. Sólo era ella, sólo existía ella, sólo vivía
para sentirla vivir” (García Ponce, 1982: 216). Y a este nuevo código se suman los
anteriores: “Nunca lo hice. Nunca he vuelto a verla. Y no logro recuperar la imagen
de nuestra despedida en la estación de ferrocarril. Sólo sé de mi devastadora
necesidad de verla al principio, de mi incredulidad ante el hecho de que no fuera
posible, de la absoluta presencia de su ausencia que no hacía de mí más que una pura
nostalgia” (García Ponce, 1982: 218) en un intrincado juego de códigos temáticos,
genérico, retóricos y narrativos que siguen “jugando” a desvelar ese “algo” que casi
desde el inicio del relato se anuncia y que en las digresiones de A-1, ahora más
intensas y repetitivas, lo cual aumenta la tensión (dentro del paradigma clásico

118
estaríamos en el clímax), se vuelve el objetivo principal: “Luego se produjo el
prodigio, el que no puedo precisar en qué momento al cabo de los años se me ha
revelado como el prodigio” (García Ponce, 1982: 219) y es nombrado ya de forma
directa, explícita (aunque siga sin aparecer), en este punto de la metaficción en el que
ella vuelve al pueblo tras unos días de veraneo con su familia. Lo que viene entonces
es un intenso cierre en el que este fluir de conciencia “oralizado”, bajo la forma de
una metaficción, se hace cada vez más reiterativo y complejo hasta otro punto clave,
el de la “anticipación” del momento en el que volverá a verla, antes de su muerte, e
intentará “resucitar” esa imagen “eterna” que en aquel instante lo hizo, por vez única
en su vida, “ser feliz”.

En esta última parte he resumido el final de la metaficción, expresando el


porqué del título del cuento y también lo que se revela como el verdadero tema y
sentido del relato: la felicidad de un instante. Instante que en la forma en la que es
narrado es casi “esquizofrénico” ya que recuerda esos pasajes clínicos –volvemos a
esa minuciosa observación psiquiátrica— en los que episodios esquizoides sufridos
por personas reales narran cómo un instante que es vivido con esa fuerza única e
inexplicable, casi siniestra: “No era posible y por eso era posible que en algo tan
sencillo, tan común, tan cotidiano se encerraran tantas cosas y yo no lo advirtiera
porque su sola presencia borraba todas esas cosas, las hacía también sencillas y
comunes, las convertía en lo que en verdad son: todo y nada, algo inagotable, sin
término, cuya forma de existencia es una pura inexistencia y que sin embargo no
puede dudarse de que existen porque su presencia las hace manifiestas” (García
Ponce, 1982: 220-221). Ahora, más allá de “citas” a códigos específicos del mundo
real, este último pasaje epifánico antecede el momento en el que por única vez es
nombrado, en primera persona, lo que parece ser el acontecimiento principal, ese que
da sentido al metarrelato y que establece el punto de retorno a la diégesis: “fui feliz”,
dice A-1, en ese punto en el que “debió haber entrado al tiempo”.

Entonces la “narración”, la reconstrucción de ese instante largamente


esperado, intuido desde el inicio de la lectura, actúa como un “exorcismo” que le
permite a A-1 “liberase” de ese momento –el único de felicidad plena—que se le
quedó “atrapado” y que tanto antes de que aconteciera como después, constituye el
sentido de su vida (y el del relato). La “comparación” entre la “vida” y el “relato” se

119
mantiene hasta el final, el cual es ya un rápido desenlace, de vuelta en la diégesis, en
el que ese narrador –ahora descargado, liberado—vuelve a ver “desde fuera” una
serie de cosas que resultan evidentes: la incomodidad, inquietud y extrañeza de A-2,
que sin embargo no importa, ya que, lo verdaderamente importante es esa última frase
con la que A-1 confirma lo que el lector ya sabía, acaso como una hermosa iteración:
“Supongo que para hacer aparecer esa imagen que recuperé una vez y ponerla fuera
antes de que entre en el lugar en el que encontrará para siempre la plenitud que le
corresponde” (García Ponce, 1982: 221): esa muerte “anticipada” de A-1.

En cuanto a la manera en la que funciona este final, pareciera que aquel


recurso de hibridación sigue cumpliéndose. Por una parte, si intertextualmente
consideramos que el relato desenlaza desde el final de la metaficción, podemos
observar la revelación, incluso “explícita” de una epifanía con la apariencia de una
“verdad narrativa” que aunque no transforma al protagonista en el “ahora”, lo hace en
“el pasado”. En este sentido, todo (texto, metatexto, códigos) está orientado hacia el
desenlace. Por otra parte, y tal vez para muchos así sea, el final, tomado como esas
“últimas líneas” de la diégesis, parece ser “abierto”, es decir, ¿Qué concluye
exactamente de lo narrado en la diégesis? Lo que me lleva a asegurar que el desenlace
de “Anticipación” sólo “es” en función del desenlace de la metaficción, esto es, es
“aparentemente epifánico” y su “epifanía” es “estrictamente intertextual” (vamos, una
forma de posmodernismo). Ahora bien, veamos qué otras “características”, tras una
“lectura posmoderna”, parecen cumplirse: es “rizomático” porque en su arqueología
intertextual se superponen “y suceden” una serie de estrategias de epifanías genéricas,
es “itinerante”: oscila entre lo convencional –lo clásico—el pastiche, la metaficción y,
finalmente, “presenta realidades textuales”, más que “representar” la realidad o
“negarla”, que sólo adquieren sentido bajo las competencias de lector. Sin embargo,
en cuanto a esta “clasificación”, considero que aquí, más que en el otro relato, se
aplica esa premisa de que no existen relatos posmodernos sino “lecturas posmodernas
de los mismos” y creo, también, que de todos estos aspectos identificables el más rico
y complejo es aquel que tiene que ver con la configuración híbrida e itinerante del
relato, lo que logra una arqueología textual que hace que el texto, en su totalidad, sea
un complejo tejido de tiempos, códigos (de género, discursivos), recursos, estrategias
y “connotaciones alegóricas y arquetípicas”, a pesar de que en su totalidad, en la
superficie, aparente una extrema convencionalidad. De algún modo, este relato

120
sugiere una cierta forma estética que es resultado de una experimentación temporal,
del uso de la memoria como tema y del juego híbrido entre pastiches y epifanías como
propuesta narrativa contemporánea.

121
8. Conclusiones. La experimentación intertextual y metaficcional: nuevas
fronteras del relato mexicano.

A continuación, me propongo desarrollar algunas ideas y llevar a cabo una serie de


procedimientos y actividades que me permitirán establecer resultados, aseveraciones y
descripciones relacionados con los relatos que he analizado y con el tema general de
este trabajo de investigación. Así, de la generalidad que refleja la noción de unos
relatos ubicados dentro de un “posmodernismo mexicano” de la segunda mitad del
siglo XX, ahora es posible acotar mucho más agregando rasgos que tienen que ver
con la “experimentación”, la “intertextualidad” y la “metaficción” en un plano
general, manifestados en aspectos formales, estilísticos y discursivos como lo
“intergenérico”, la superposición de “códigos” y la “yuxtaposición” de elementos
clásicos y modernos dentro del universo textual de los mundos ficcionales creados por
Sergio Pitol y Juan García Ponce en “Vals de Mefisto” y “Anticipación”,
respectivamente. Con esto quiero decir que la aplicación de determinadas nociones
teóricas y metodológicas a estos relatos ha arrojado una serie de “resultados” y ha
permitido una aproximación formal a los textos seleccionados de ese determinado
contexto de enunciación literaria: el del inicio de los años 1980 en México. Entonces,
en primer lugar, creo conveniente el recapitular aspectos de la realidad “intratextual”
de estos relatos, es decir: formales, genéricos, textuales, estructurales y discursivos,
principalmente, para después realizar un comentario general, “extratextual”, que
relacione dichos relatos con códigos y constructos más amplios de carácter histórico,
sociocultural, ideológico o filosófico; aspectos, ambos, que creo será posible aplicar al
análisis de otros relatos del mismo periodo, o de periodos posteriores, a la manera de
un “modelo” de interpretación textual y discursiva de “relatos posmodernos”.

Así, en primer lugar, parece que los aspectos más destacados en ambos relatos
tienen que ver con el fenómeno textual –y literario—conocido como
“Intertextualidad”, o dicho de manera más precisa: con prácticas y mecanismos que se
incluyen dentro de una realidad discursiva que establece la construcción de un texto
literario a partir de otros textos, bajo ese “dialogismo” identificado por Bajtín que
establece una “... relación necesaria de todo enunciado con otros enunciados” (Heath,
1996: 406), pero mucho más allá de una sencilla relación de “influencia” (de un autor
a otro, de una obra a otra), sino a través de un complejo sistema de relaciones

122
discursivas que se establecen entre un texto determinado (enunciado en un punto de la
“historia” literaria único y en un contexto específico) y producciones textuales
heterogéneas de carácter literario, cultural o discursivo.

De este modo, el estudio de estos relatos como productos culturales adscritos


a una “red” de significación mucho más amplia que la realidad textual misma, ha
revelado que esa práctica general que establece relaciones entre un texto y su
intertexto es un aspecto privilegiado en los relatos seleccionados, bajo una forma
específica de experimentación con los límites y fronteras genéricas tanto del relato
“clásico” como del “moderno”, a la manera de una “intertextualidad” general y
explícita que relaciona obras reales precedentes; dentro de lo lindes del relato mismo,
como un tipo de experimentación “intragenérica” o con otras formas de escritura
(otros “códigos” literarios), mediante una experimentación “intergenérica”. Esta
“experimentación” es identificada por Lauro Zavala y le lleva a determinar un “nuevo
cuento” surgido en los años 1980 (Zavala: 204: 31) y para los fines que el presente
trabajo de investigación propone, establece la identificación de una práctica de
procesos intertextuales concientes que pueden considerarse como “posmodernismos”
literarios.

Y es que si en conjunto, nos detenemos a observar estos procesos discursivos


intertextuales subyacentes en los relatos escogidos, se puede determinar que ambos
comparten un afán de experimentación mediante características formales –narrativas,
retóricas—que de forma más o menos evidente (en “Vals de Mefisto” este recurso es
mucho más explicito; en “Anticipación” todavía predomina una intención de
convencionalidad), buscan situar al relato en un “más allá” de las fronteras genéricas
establecidas bajo los paradigmas anteriores, proponiendo, tal vez, una serie de rasgos,
una escritura, que conforman una tipología posmoderna de creación de mundos
ficcionales, otorgando además, una forma de creación “metaficcional” que se
distingue de la “metaficción historiográfica” practicada por la novela
hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX.

Así, la compleja estructura “en abismo” de “Vals de Mefisto” con la que da

123
forma a un intrincado juego metaficcional; la red de procesos intertextuales que
establece con obras literarias representativas de un determinado código literario (el
del Romanticismo, por ejemplo), así como el uso paródico y de pastiche que hace de
los mismos; la yuxtaposición que lleva a cabo con las formas del relato clásico y las
propuestas del moderno y la constante invitación a “relecturas” para ir descubriendo
un horizonte mucho más profundo cada vez, cargado de referencialidades e ironías,
establece una relación directa con una noción del “género relato” que escapa a
definiciones y modelos de análisis anteriores. Del mismo modo, el juego de
apariencias de convencionalidad que subyace al tejido de significación de
“Anticipación”, sumado al peculiar carácter autentificador de ese narrador que
“juega” a la omnisciencia moderna, pero que sin embargo siempre va un poco “más
allá”; la creación de un “tipo” determinado de “escritura” experimental que combina
secuencias narrativas y descriptivas con pasajes epifánicos constituidos a partir de
pastiches, los cuales a su vez se conforman mediante códigos literarios románticos,
costumbristas o realistas; el marcado carácter “itinerante” que va de lo “clásico” a lo
“moderno”, del pastiche a la epifanía, lo inscribe dentro de una “tradición” que posee
alcances mayores, y distintos, que los de aquellos relatos enunciados en décadas
anteriores (a los cuales, sin embargo, debe su existencia).

De forma general, ambos relatos representan un tipo de “producción simbólica


posmoderna” que adquiere forma bajo “la presencia paradójica, en un mismo texto, de
elementos de la tradición clásica (que siempre es única y estable) y elementos de las
vanguardias y las formas de ruptura frente a esta tradición” (Zavala: 2004; 46).
“Tradición de ruptura” que Octavio Paz identificó como una constante temática y
discursiva en “lo mexicano” y que Zavala observa en esa “yuxtaposición” que genera
textos de “naturaleza estructuralmente paródica” y que constantemente está
combinando tradiciones literarias, mediante la fragmentación del tiempo –en
metaficciones explícitas y “literarias” en el caso de Pitol; bajo la constante presencia
de pausas temporales en García Ponce—; a través de la construcción de espacios
virtuales –relatos, narraciones, anécdotas que sólo pueden materializarse mediante
procesos discursivos: el de la lectura, el de la oralidad—; con la experimentación de
la voz narrativa –ese narrador que se solapa en sus propias creaciones de ficción o
que se toma todas las ventajas de su posición hasta el grado de interrumpir la

124
narración con sus puntos de vista de la historia y del “mundo”—; llevando al límite la
hibridación de convenciones genéricas –de las características mismas del género
relato como una “metaficción”, pero también mediante la creación de fragmentos
codificados según los gustos y preceptos de lenguajes literarios tradicionales—;
recurriendo constantemente a estrategias intertextuales, al grado de que la
estructurara (el tiempo y el espacio del relato) es una suerte de “arquitectura
architextual”; presentando simulacros de epifanías –a través de “verdades
narrativas” que sólo “son” en relación con la textualidad misma y que sólo adquieren
sentido bajo procesos “metaficcionales” o que sólo pueden “ser” si el lector es capaz
de identificarlas— y que se emparentan con una serie de relatos más o menos
contemporáneos (muchos de estos rasgos y prácticas son tomados de relatos muy
anteriores) que en general poseen “diversos planos de verosimilitud narrativa, como
otros tantos juegos con las condiciones de posibilidad del sentido literario” (Zavala,
2004: 59). Ahora bien, en este nivel “clasificatorio”, Zavala propone un “criterio”
aglutinador que resulta bastante interesante y que proviene de un “sistema de
paradojas” (de distintos planos: el lógico, el semántico, el ideológico y el discursivo),
y que a su vez puede ser nombrado como una itinerancia textual, “... ya que está
construido a partir de la pregunta común: ¿existe otro tiempo y otro lugar y puede ser
narrado con otras perspectivas y otras voces?” (Zavala, 2004: 59).

Y es que finalmente, dicho “sistema de paradojas” resulta ser el aspecto más


“rico” en ambos relatos. Por ejemplo, la subversión del sistema lógico en “Vals de
Mefisto” a través de un sistema metaficcional que hace del acto de crear historias un
tema y un elemento generador de sentido mediante el acto de leer y el acto de
escribir (lo que Zavala llama “verosimilitud lógica”) y que en “Anticipación” se da a
través del pastiche genérico y de códigos literarios arquetípicos, en relación con un
plano, paradójico también, que constantemente “entrecruza” fronteras, creando textos
“híbridos”, conformados por más de un sistema o tipo de escritura. Del mismo modo,
la presencia de una o más “verdades narrativas”, con carácter “epifánico” (textual o
virtual), a lo largo de la trama de ambos relatos propone un sistema de “paradojas”
con cierto alcance “ideológico” que de manera general contraponen visiones del
mundo (el arte y la creatividad versus lo práctico, en “Vals de Mefisto”; la vida
“común” en contraposición a una “vida literaria”, por así decirlo, en “Anticipación”)

125
pero siempre bajo esa ambigüedad que al estar “entretejida” con la yuxtaposición de
lo tradicional y lo moderno, resulta ser no la presentación de una verdad, sino la
propuesta de una posibilidad que adquiere la forma de una ironía (estrechamente
relacionada con el contexto ideológico real) bajo la cual, además, “... se radicaliza el
cuestionamiento de todo fundamentalismo, de toda posibilidad de verdad y de todo
sistema de creencias fijo y predeterminado” (Zavala, 2004: 66), siempre, claro está, en
relación con las competencias de ese lector al que se le exige lo contrario a la
suspensión de sus creencias: se le pide esa “cooperación textual”, como argumenta
Eco, bajo la que debe ser capaz de “actualizar” todas las estructuras discursivas,
haciendo uso de códigos y subcódigos de la lengua; pero también de una competencia
enciclopédica y lo que es más, de una avanzada competencia intertextual sin la cual
el texto literario no “puede ser” del todo.

Ahora bien, de entre todos los fenómenos de “intertextualidad”, sin lugar a


dudas la “metaficción” es el más destacado en ambos relatos, otorgando la posibilidad
de abordar los textos en varios niveles y de comentarlos a partir de numerosos frentes
teóricos y discursivos. De este modo, en primer lugar, el marcado carácter
metaficcional de estos relatos los sitúa dentro de esa “Intertextualidad reflexiva” bajo
la cual se “tematizan las condiciones que hacen posible al texto” (Zavala, 2003: 7),
fenómeno explícito en “Vals de Mefisto” (la protagonista lee un relato en el que a su
vez un hombre crea historias de ficción) e indirecto en “Anticipación”: trama
constituida por una linealidad que es interrumpida por microrrelatos y en la que una
metaficción monológica es introducida. En este nivel, la “metaficción” es un tema del
relato, pero también un modo de organización del discurso del mismo; es una manera
de estructurar el tiempo y el espacio. Sin embargo, en segundo lugar, encontramos
que esta “metaficción tematizada” también se encarga de desempeñar otras labores:
crea un universo de códigos provenientes de distintos lenguajes literarios (ya se ha
dicho: el “romántico” para “Vals de Mefisto” y para “Anticipación”, al cual se suman
el “realista” y el “costumbrista”) que hacen “posible” las “condiciones semióticas del
texto” en tanto que lo inscriben en esos “cuadros intertextuales” que para Eco se
definen como una suma de conocimientos y competencias que el autor y el lector
comparten a la manera de constructos (como diría Van Dijk) que provienen del
mundo real. Aquí, el proceso “metaficcional” se convierte en un modo discursivo con

126
un alto nivel comunicativo y pragmático de “cooperación” interpretativa, ya que
propone la existencia conjunta de estrategias metonímicas y metafóricas ligadas a esa
superposición de planos referenciales (en una suerte de “metalepsis”), como el de la
diégesis y las “metahistorias”. En el relato de Pitol, esta relación de “cooperación
interpretativa” inmersa en un intricado mundo metaficcional, exige unas determinadas
“competencias intertexuales”: el conocimiento de Goethe, de la figura de Fausto y de
Mefisto, etc.; pero también de las posibilidades del “género relato” en sí y además, de
las características de ese “código romántico” que posee cierto “estilo” y determinadas
formas temáticas, retóricas y semánticas. Por otra parte, en “Anticipación”, la relación
de “cooperación” autor-lector exige el conocimiento (o debería decir la “activación”)
de códigos literarios extras: el del “realismo” con sus largas pausas descriptivas que
en realidad pretenden funcionar como “códigos de verosimilitud” y los de ese
“costumbrismo” que aporta un poco más de lo mismo, pero incluso propone una serie
de convenciones que anclan históricamente –temporal y espacialmente—a los
mundos metaficcionales: la descripción de las costumbres del pueblo español en el
que nació el padre, por ejemplo, le dicen al lector la ubicación geográfica pero
también el tiempo histórico en el que transcurren esos acontecimientos
metaficcionales. Ahora, en tercer término, la completa dimensión metaficcional que
presentan ambos relatos también aporta una “experimentación retórica con elementos
formales” (Zavala, 2003: 9) del texto mismo y de esos otros textos con los que se
interrelaciona, ya que la “estructura metaficcional” es creada a partir de iteraciones,
hiperbolizaciones y combinación de reglas de género, aspecto más que evidente en
“Anticipación”.

Pero, ¿es esta metaficcioalidad privilegiada una forma de posmodernismo? El


uso de esta forma de escritura no es novedad de las creaciones metaficcionales, por
supuesto, pero, lo que sí podría concebirse como particular en el contexto de
enunciación en el que estamos trabajando, es su carácter de estrategia que refleja y
contribuye (aquí transformo una idea del mismo Zavala) a que los límites “genéricos
tradicionales” se diluyan, y que distintas fronteras entre discursos diversos se rompan.
Y esto es gracias a que posee un altísimo grado de “interpretación particular” bajo la
cual todo texto posee distintos niveles de metaficción (Zavala, 2004: 121), en clara
relación con las competencias del lector. Ahora bien, se “rompen” fronteras de

127
manera contextual (en relación con la realidad) entre lo literario y lo que es posible
en la realidad (ficción y no-ficción); entre las posibilidades del arte y las necesidades
del mundo real; entre los valores de una época (el amor, la poesía, “los sueños) y los
de la contemporaneidad (del texto): la incertidumbre, la imposibilidad de
determinadas prácticas ahora “utópicas” y hasta la caída de aquellos “metarrelatos”
totalizantes cargados de respuestas que hora resultan incrédulos. En este sentido, la
“metaficcionalidad” aquí ejercida va un poco más allá que la “superposición de
dimensiones” y la “experimentación formal” con la estructura narrativa de sus
antecesores “modernos” ya que se convierte en un proceso generador de sentido en el
“plano global” del texto y en la “extratextualidad”, gracias a su marcado carácter
alegórico, a la vez que (y esto es una recapitulación) rizomático, itinerante, híbrido e
intergenérico.

Ahora bien, continuando con aspectos de la relación de estos textos con otros
textos, Zavala distingue una “intertextualidad neobarroca” (Zavala, 2003: 9) en la que
se presenta una suerte de “simultaneidad de códigos excluyentes”con una clara
direccionalidad hacia lo “latinoamericano”. Así, se puede decir que tanto “Vals de
Mefisto” como “Anticipación” se inscriben dentro de una proceso “laberíntico” que
presenta la simultaneidad de una verdad y múltiples verdades tanto en un nivel formal
que interpone esa “historia 1” con una segunda trama (o tramas), como en un nivel de
sentido en el que proponen diversos puntos de vista sobre la sociedad y la cultura (la
vida práctica en contra de la vida creativa del arte; el mundo real en contra de un
mundo “de sueños”; la verdad de la vida cotidiana frente a la verdad de los mundos
de ficción; la vida en provincias en contraposición a las grandes ciudades) y en el caso
del relato de Pitol destaca esa simultaneidad de verdades “de género”: “lo femenino”
visto como necesidad de la protagonista de aterrizar en un mundo real de trabajo
(verdad que funciona como un anclaje a un código a una realidad histórica: la
liberación femenina), compromisos y metas sociales frente a la ensoñación artística,
“inmadura” y utópica de “lo masculino”. Sin embargo, en ninguno de los textos es
posible encontrar el resto de formas de simultaneidad neobarroca propuestas por
Zavala, ya que ni el relato de Pitol ni el de García Ponce pretenden reflejar ese
“conflicto” entre lo “marginal” y lo “central” como forma “asimétrica” de la sociedad
mexicana, así como tampoco es posible identificar rastros que reflejen esa estructura

128
“carnavalesca” que subyace a la simultaneidad entre la norma social y su
transgresión (ese “poder político” corrupto y tiránico no se critica ni se menciona).
Ambos textos se sitúan en un “más allá” de esa realidad de su contexto de
enunciación. Y lo que es más, en ambos, el llamado “primer mundo” Europeo
desempeña un papel estructural y simbólico. Lo anterior puede querer decir dos cosas:
que la “realidad sociopolítica” de México no interesa a estos “autores experimentales”
a los que les preocupan aspectos más universales y humanos. En segundo lugar,
podría haber un mecanismo discursivo de “omisión”, bajo ese fenómeno identificado
por Pratt en el que determinadas narrativas son omitidas y otras, de carácter
“europeizante” son privilegiadas. Ciertamente, en las realidades textuales reflejadas
por los relatos pareciera que existe una época moderna funcional en la que los
posibles conflictos poseen un carácter filosófico: hacia el interior del yo individual.
Aquí habría, tal vez, una pretensión posmoderna más ligada a una crisis de lo
existencial que de lo socioeconómico.

Esto me lleva a preguntar, en un nivel de interpretación y comentario


“extratextual”, qué clase de compromisos adquieren estos relatos como entes
culturales “inscritos” en una red más amplia de significación. El comentario anterior
establece que no parece haber un “compromiso social hipertextual” (acaso sólo en esa
forma de “liberación femenina” que en “Vals de Mefisto” es representada de forma
dinámica, fuerte, posible. Y que en “Anticipación” es más bien convencional: ahí la
mujer, lo femenino es objeto de deseo y receptáculo de pasiones amorosas). Pero, por
otra parte, los dos textos –que a pesar de ciertas diferencias formales y temáticas son
en realidad bastante símiles— manifiestan un marcado “compromiso estético”.
Compromiso que estaría dado por toda esa experimentación “intertextual”,
“metaficcional”, “intergenérica” y de “superposición de códigos” que he venido
exponiendo desde los análisis. Experimentación tal que a través de distintos niveles –
retóricos, estructurales, textuales y discursivos—hace que los relatos seleccionados
funcionen como un tipo de muestra de creaciones ficcionales del género relato que
superan los presupuestos de lo clásico y lo moderno a través de la práctica de una
constante yuxtaposición, una recurrente itinerancia y una rica hibridación. En este
nivel considero importante agregar el marcado uso que ambos relatos llevan a cabo
del “pastiche” como forma intertextual posmoderna. Si recordamos, Jameson lo sitúa

129
como una “experiencia posmodernista” de creación ficcional en el espacio de las
obras de la segunda mitad del siglo XX, que va “más allá” de la parodia, imitando
formas y estilos peculiares, apoderándose de determinadas “idiosincrasias” y
”excentricidades” y que en el caso de “Vals de Mefisto” y “Anticipación”, al ser
incluido dentro de complejos mundos metaficcionales, funciona no sólo como una
“cita” a discursos precedentes, sino como una forma de cuestionamiento –de
compromiso estético—mediante el cual se someten a juicio algunos aspectos muy
interesantes: la incapacidad de creación de “mundos literarios únicos” y la necesidad
de “lo literario” de hacer uso de estos “estilos” pasados, de mezclarlos y
transformarlos, para crear nuevos universos de significación y sentido. De hecho,
Christopher Domínguez Michael, en los ensayos incluidos en su valiosa “Antología
de la literatura mexicana del siglo XX”, sitúa la creación cuentística de estos dos
autores –enmarcados en un contexto histórico que él llama: “suspensión de la
modernidad”—dentro de dos apartados que nada tienen que ver con lo histórico, ni
con lo social y mucho menos con lo político. A Pitol lo incluye dentro de una cierta
“tendencia” de autores preocupados por la “fabulación del tiempo” y a García Ponce
dentro de aquellos a los que les interesa la “invención de creaturas”. Nada más cierto
si pensamos en los relatos aquí escogidos.

Hasta aquí he intentado aportar una serie de ideas concluyentes para ambos
relatos desde la recuperación de distintos aspectos formales que subyacen en la
textura de dichos textos. Ahora, y a manera de una conclusión general que intentará
dar cohesión y coherencia a la labor general del presente texto, intentaré establecer
relaciones de carácter más general, aunque discursivo, entre los relatos y aquellas
características que fui encontrando en las ideas y aportaciones de distintos autores en
la parte inicial de este trabajo.

Así, puede decirse que tanto la creación ficcional de Pitol como la de García
Ponce representan dos “prácticas” literarias que “emergen” como una forma de
“superación” de un paradigma “moderno” –“superación” que paradójicamente
“funciona” recuperando elementos de la tradición moderna y clásica—de creación
literaria y que en México estaría representado por los relatos de un “modernismo

130
superior” del que forman parte Rulfo –en cuanto a la experimentación temporal, por
ejemplo—, Fuentes –en cuanto al concepto de mexicaneidad contemporánea que ni a
Pitol o García Ponce parece preocupar—, Arreola –con toda una propuesta
metaficcional lúdica e irónica—y un largo etcétera de autores centrados en temas
relacionados con “el individuo” con “lo existencial”, con“la soledad del ser
contemporáneo”, “el aislamiento” o “la identidad”. En este sentido, sus creaciones
poseen un “afán” posmoderno que es, como ya lo dije, franco y abierto en Pitol y
menos “vistoso” en García Ponce (de hecho, en cualquier antología, este último es
incluido dentro de la tradición clásica; pero, creo, he demostrado que su relato puede
leerse desde el posmodernismo).

Otro aspecto que puede observarse ya en este punto, es que el


“posmodernismo” no es un todo coherente y como ejemplo se presenta el hecho de
que ni en uno ni en otro de los relatos fue posible encontrar esa “erosión” de los
límites de la cultura superior y la de masas (un “posmodernismo” muy característico,
según afirmaban varios autores) y esto tiene que ver con el contexto de enunciación
de los textos escogidos, inmersos, puedo decirlo, en un “posmodernismo inicial”,
preocupado todavía por encontrar formas sugerentes y novedosas de “narrar historias”
y no por reflejar un tiempo histórico (un “nuevo orden económico o social”). Aquí no
interesa esa “lógica cultural” ante el proyecto “inconcluso” de la “modernidad” y ni la
“desilusión” ni el “engaño” son tematizados; sin embargo, ese “agotamiento de la
razón” sí puede intuirse a través de una cierta negación del “camino dejado atrás”
(esas utopías, esos “relatos” de una humanidad que “vive” para el amor, por ejemplo
o que “vive” para el arte). El pasado es “fábula”, el presente es “realidad”.

Ahora bien, los dos relatos, leídos como “posmodernismos”, cumplen aquello
de “mantener”, “retomar” y “promover” determinadas prácticas y principios de la
“vanguardia”, como puede ser la necesidad artística de “experimentar con la
realidad” bajo formas textuales que “superan” una tradición anterior, aunque “esto”
signifique establecer una “lógica de contradicción” y de “ambigüedad” y es que más
que una “narrativa posmoderna” hay un “autor posmoderno” que sintetiza “modos”
clásicos y modernos en un juego ambivalente de ruptura y continuidad. Tanto Pitol

131
como García Ponce “rompen” con la linealidad y la noción de “verosimilitud”
realista; pero, reivindican rasgos de ese mismo código, sólo que desde otra óptica: la
de un uso intertextual con fines determinados. Aquí el autor ya no “practica”, sino que
“escoge” lenguajes.

De este modo, si se tuviera que definir una forma de relación entre lo ficcional
y lo real en estos universos, esta sería la del “pastiche” como una “actitud” ante las
fábulas, relatos y discursos que constituyen al “mundo de los hombres”, forma que
hace que el autor posmoderno ya no pretenda desarrollar “códigos únicos”, sino
ejercer una práctica intertextual que es capaz de destacar componentes de dicho
mundo que en otro contexto habrían resultado contrarios o imposibles. En este
sentido, el “compromiso ético” que este par de relatos ejerce con la realidad en la que
se inscribe no es la de ser “discursos de resistencia” ante formas de “poder”,
“dictaduras”, o fenómenos relacionados con el “centro” y la “periferia”, ni siquiera
desean ser “reflexiones” de “su propia modernidad” y bajo una lectura teórica más
comprometida –de tipo marxista—hasta podrían ser ubicados dentro de aquellos
relatos que se encargan de ejercer un cierto “privilegio epistemológico”
emparentándose con las formas y prácticas del “centro”, pero “esto”, creo, tendría
que ser argumentado desde otra perspectiva. En cambio, me gustaría cerrar
privilegiando la enorme riqueza discursiva y textual que estas dos manifestaciones
contienen, ligándose más con aspectos formales que buscan transformar las prácticas
artísticas, bajo un sentimiento que busca la renovación “a pesar” de cualquier drama
o fatalismo contemporáneo, histórico. ¿Muerte del sujeto “moderno”? Sí, pero
“nacimiento” del “sujeto posmoderno”.

132
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