Cuentos para Enseñar
Cuentos para Enseñar
Cuentos para Enseñar
NIÑO
___________________________________
Cuentos para enseñar
Un día, no se sabe por qué razón, el amo decidió poner dos sacos sobre el
lomo de asno y ninguno sobre el lomo del caballo. Lo siguiente que hizo
fue dar la orden de partir.
Se adelantó unos metros y ellos fueron siguiendo sus pasos, como siempre
perfectamente sincronizados. Mientras caminaban, por primera vez desde
que tenía uso de razón, el asno se lamentó:
– ¡Ay, amigo, fíjate en qué estado me encuentro! Nuestro dueño puso todo
el peso sobre mi espalda y creo que es injusto. ¡Apenas puedo sostenerme
en pie y me cuesta mucho respirar!
El pequeño burro tenía toda la razón: soportar esa carga era imposible para
él. El caballo, en cambio, avanzaba a su lado ligero como una pluma y
sintiendo la perfumada brisa de primavera peinando su crin. Se sentía tan
dichoso, le invadía una sensación de libertad tan grande, que ni se paró a
pensar en el sufrimiento de su colega. A decir verdad, hasta se sintió
molesto por el comentario.
– ‘No, esto no puede ser real… ¡Seguro que estoy soñando y pronto
despertaré!’
El sudor empezó a caerle a chorros por el pelaje y notó que sus grandes
ojos almendrados empezaban a girar cada uno hacia un lado,
completamente descontrolados. Segundos después todo se volvió borroso y
se quedó prácticamente sin energía. Tuvo que hacer un esfuerzo
descomunal para seguir pidiendo auxilio.
Bajo el sol abrasador al pobre asno se le doblaron las patas como si fueran
de gelatina.
– ¡Ayuda… ayuda… por favor!
¡Blooom!
El dueño, hasta ese momento ajeno a todo lo que ocurría tras de sí, escuchó
el ruido sordo que hizo el animal al caer. Asustado se giró y vio al burro
inmóvil, tirado con la panza hacia arriba y la lengua fuera.
– ¡Ahora que lo pienso te tengo a ti! Tú serás quien me ayude en esta difícil
situación. ¡Venga, no perdamos tiempo, agáchate!
– Sí, ya sé que es muchísimo peso para ti, pero si queremos salvar a nuestro
amigo solo podemos hacerlo de esta manera. ¡Prometo que te
recompensaré con una buena ración de forraje!
El caballo soltó un relincho que sonó a quejido, pero de nada sirvió. Le
gustara o no, debía realizar la ruta de regreso a casa con un cargamento
descomunal sobre la espalda.
que nunca .
El Asno con piel de León
– Yo no sé cuánto zampan vuestros asnos, pero desde luego este come más
que un elefante… ¡Está engordando muchísimo y cada vez me cuesta más
mantenerlo!
Una noche se puso a repasar los beneficios del mes y comprobó que no le
salían las cuentas. Enfadado, se echó las manos a la cabeza y empezó a
maldecir.
– ¡Este burro tragón es mi ruina! Engulle tanto que la mitad de lo que gano
se va en comprar sacos de alfalfa para saciar su apetito. ¡Esto no puede
seguir así!
– Ahora que lo pienso todos los días paso por delante de una finca donde
crece la alfalfa a porrillo y… ¡Claro, cómo no se me ha ocurrido antes!…
¡Puedo llevar allí a mi borrico glotón y dejar que se atiborre sin gastarme
ni una sola moneda!
– ¡Ya sé qué hacer! Compraré una piel de león, se la pondré al burro por
encima, y después lo soltaré dentro de la finca. El capataz pensará que se
trata de una fiera salvaje y no se atreverá a hacerle nada. ¡Ju, ju, ju!
Cinco minutos más tarde apareció el capataz y todo salió según lo previsto:
en cuanto el hombre descubrió que un peligroso león se paseaba por sus
dominios se puso a chillar como un loco y escapó huyendo muerto de
miedo. Al comerciante se le escapó una risita.
– ¡Je je je! ¡Se ha tragado la patraña!… ¡Sí señor, soy un tipo listo!
– ¡Ja, ja, ja!… ¡Ay, qué divertido!… ¡El muy torpe no se ha dado cuenta de
que esa fiera es más falsa que una moneda de cuero! Si supiera que tan solo
es un pobre asno incapaz de hacerle daño a una mosca… ¡Ja, ja, ja!
La escena se repitió una y otra vez durante una semana, pero el octavo día
la cosa cambió: sí, el capataz volvió a correr como si no hubiera un
mañana, pero en vez de ir a esconderse a su casa decidió actuar con
valentía y pedir ayuda a sus vecinos. En menos que canta un gallo reunió a
más de treinta hombres y mujeres que, armados con palos de escoba,
estuvieron de acuerdo en ir a dar un escarmiento a la pavorosa fiera. Él, por
supuesto, se puso al frente de la comitiva.
– ¡Ese león tiene los días contados!… ¡Le obligaremos a irse! ¡Vamos,
amigos!
Los vecinos, entendiendo que tenía toda la razón, levantaron los palos a
modo de espadas y, como si fueran parte de un pequeño ejército, se
prepararon para el asalto. En ese mismo momento el asno escuchó voces,
levantó la cabeza, y vio que una tropa armada hasta las cejas le miraba
amenazante. Ante semejante visión, tuvo tres reacciones en cadena: la
primera, quedarse petrificado; la segunda, poner cara de pánico; la tercera,
empezar a gritar como loco.
¡¿Un borrico?! Los miembros del grupo lanzaron los palos de escoba al aire
y se tiraron al suelo muertos de risa. De todos, el que más carcajadas
soltaba era el capataz.
– ¡Un borrico!… ¡Ja, ja, ja! Esto sí que es un final feliz… ¡y divertido!
Sí, ciertamente fue un final feliz y divertido para los vecinos, pero no para
el comerciante que, desde su escondite, vio impotente cómo el burro corría
despavorido, saltaba la valla y desaparecía para siempre por culpa de su
avaricia
Érase una vez un hermoso pajarito azul que vivía en un árbol que crecía
altivo en la cima de una montaña. Desde ese privilegiado lugar se veía el
mar y se podía escuchar el sonido de las olas batiendo contra las rocas,
disfrutar de la penetrante brisa marina, y contemplar cada noche un enorme
sol naranja sumergiéndose en las aguas hasta la llegada del nuevo
amanecer.
Tanto se obsesionó con la idea que llegó un momento en que perdió interés
por todo lo que le rodeaba. El pajarito azul dejó de comer y poco a poco se
fue quedando pálido, flacucho, sin fuerzas. Su madre, preocupadísima, le
advirtió:
– Hijo mío, no puedes seguir así. Deberías estar pasándotelo bien con tu
pandilla y no todo el día metido en casa sin hacer otra cosa que mirar el
mar. Tú eres un pequeño pájaro y nunca podrás nadar ¿Es que no te das
cuenta?… ¡Anda, ve a dar una vuelta que hace un día espléndido!
– ¿Se puede saber qué te pasa, pequeñajo? Por tu tristeza deduzco que estás
metido en un problema bien gordo.
– No tengo nada mejor que hacer así que soy toda oídos. Si compartes
conmigo eso que tanto te agobia quizás pueda ayudarte.
El pajarito seguía sin apartar los ojillos encharcados en lágrimas del infinito
mar azul. Por fin, fue capaz de soltar todo lo que llevaba dentro.
– Para saltar las olas, para comprobar si el agua es tan salada como
cuentan, para flotar boca arriba como un tronco a la deriva… ¡y para
explorar el fondo en busca de corales!
– Escúchame bien lo que te voy a decir: todos los seres del mundo, del más
pequeño al más grande, tenemos un montón de virtudes, pero también
algunas limitaciones que debemos aceptar con naturalidad. ¿Es que nunca
te has parado a pensar sobre ese tema?
– Pues no tienes más que fijarte en los demás. Por ejemplo… ¡mira hacia
ahí! ¿Ves esos humanos que pasean descalzos por la playa? ¡Dicen que son
los seres más inteligentes del planeta Tierra! Poseen un cerebro tan
desarrollado que son capaces de construir sofisticados cohetes que
atraviesan el espacio y se posan en la Luna, pero ¿sabes una cosa? ¡Jamás
podrán volar por sí mismos como nosotras las aves, ni correr a la velocidad
de los guepardos, ni saltar de rama en rama al estilo de los gorilas!
– Sin ir más lejos ¡fíjate en ti y en mí! Es cierto que como nací gaviota me
lo paso bomba pescando en ese mar que tanto miras, pero soy tan grande
que no puedo jugar al escondite entre los matorrales porque me destrozaría
las alas. ¡Ah!, y mejor no hablar de los terribles graznidos que suelto cada
vez que muevo el pico… ¡No todos hemos nacido con esa voz melodiosa
que tenéis los de tu especie, querido mío!
– ¡Me alegra que hayas captado la idea! Estaría genial que te centraras en
lo que se te da bien, en lo que puedes hacer. Todos tenemos talento para
algo y las aves azuladas sois unas cantoras excepcionales.
– ¡Bravo, amigo, esa es la actitud! De todas maneras, hay una cosilla más
que debes aprender hoy.
– ¡¿Pero qué?!…
¡El pajarito azul se volvió loco de contento! Sin pensarlo saltó sobre la
gaviota y se agarró lo más fuerte que pudo a las plumas de su nuca. Casi no
le dio tiempo ni a tragar saliva antes de escuchar el aviso de salida:
– ¿No querías sentir el océano?… ¡Pues vamos a verlo todavía más cerca!
La gaviota dio un giro sorprendente y batió las alas como una loca.
Seguidamente, y con una destreza digna de una deportista de élite, se situó
a ras de agua, puso las alas en forma de cruz, y empezó a deslizarse con las
patas sobre la superficie como si estuviera haciendo esquí acuático.
Por fin, cuando parecía que la emoción había llegado al límite, hubo una
última sorpresa: la gaviota se zambulló sin avisar dentro del agua y buceó
unos segundos para que su pequeño amigo pudiera disfrutar del silencioso e
increíble mundo natural que escondía el fondo del mar.
Nadie puede imaginar lo que esa increíble experiencia supuso para el
pequeño pájaro azul. Había cumplido su sueño gracias a la bondad de una
desconocida gaviota blanca de patas amarillas que se cruzó en su vida en el
momento que más lo necesitaba ¡No podía sentirse más dichoso!
– En fin, debo irme. Si algún día te apetece bajar hasta el mar y pasar un
buen rato, silba fuerte y vendré pitando ¿de acuerdo, pajarillo marinero?
Hace cientos de años vivía en China un caballero llamado Zou Ji. Este
hombre sabía que era muy guapo y se pasaba el día contemplándose en el
espejo para disfrutar de su propia belleza.
– ¡Ay, qué suerte tengo! Tengo un rostro delicado, un cuerpo esbelto y una
gracia natural que llama la atención ¡La naturaleza ha sido muy generosa
conmigo!
– Querida esposa, yo no conozco a ese señor Xu del que tanto hablan pero
tú sí. Dime ¿quién es más hermoso de los dos?
– ¡Un momento, espera! Quiero hacerte una pregunta y por favor sé sincera
conmigo.
– Usted dirá.
– Sé que tú también conoces al famoso señor Xu y necesito que me digas si
él es más hermoso que yo.
– Sé que usted vive al norte del país como el señor Xu y que son amigos de
la infancia.
– ¡Qué buena noticia, amor mío! Avisaré al servicio para que todo esté
listo a la una en punto.
– “Mi mujer me dijo que yo era más hermoso que el señor Xu porque me
quiere y se desvive por agradarme; mi ama de llaves me dijo lo mismo
porque tiene miedo de que la despida de su trabajo; el hombre de negocios
que me visitó también me aseguró que yo era más bello porque me necesita
para ganar dinero…
El sapo y el ratón
Adaptación del cuento popular de España
Había una vez un sapo al que le encantaba tocar la flauta. Por las noches
se subía a una piedra del campo y, bañado por la luz de la luna,
arrancaba hermosas notas a su pequeño instrumento.
– Así que se cree mejor que yo ¿eh?… Muy bien, pues si quiere
hacemos una apuesta. Le reto a correr, pero para que sea más
emocionante, lo haremos bajo tierra. Si gana usted, le entregaré mi
flauta, pero si gano yo, tendrá que regalarme su casa, que según he oído
por ahí, es bastante confortable.
El ratón se echó a reír pensando que el sapo era un ser bastante tonto e
inconsciente.
El ratón tuvo que asumir que había perdido. Cabizbajo, le dio las llaves
y se alejó en busca de un nuevo hogar. El exceso de confianza en sí
mismo le había jugado una mala pasada. Se prometió que, a partir de
entonces, sería más humilde y no despreciaría a aquellos que, en
principio, parecen más débiles.
Los dos amigos y el oso
-¡Amigo, qué susto he pasado! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algún daño ese
oso entrometido? – preguntó sofocado.
Y así fue cómo un susto tan grande sirvió para demostrar que no siempre
las amistades son lo que parecen.
– Por lo visto está coladita por los dos, y como no sabía a cuál elegir,
anoche declaró que se casaría con el más forzudo. El resto de la historia
os la podéis imaginar: los carneros se enteraron, quedaron para retarse
antes del amanecer y… bueno, ahí tenéis a los amigos, ahora rivales,
enzarzados en un combate.
Esta era la situación cuando un gallo de colores al que nadie había visto
antes se coló entre los asistentes y se sentó en primera fila como si fuera
un invitado de honor. Jamás había sido testigo de una riña entre
carneros, pero como se creía el tipo más inteligente del mundo y adoraba
ser el centro de atención, se puso a opinar a voz en grito demostrando
muy mala educación.
– ¡Ay madre, vaya birria de batalla!… ¡Estos carneros son más torpes
que una manada de elefantes dentro de una cacharrería!
El jefe intentó no perder los nervios. Por nada del mundo quería que se
calentaran los ánimos y se montara una bronca descomunal.
– Sí, soy forastero, estoy de viaje. Venía por el camino de tierra que
rodea el trigal y al pasar por delante de la valla escuché jaleo y me metí a
curiosear.
– Vale, eso está muy bien y por supuesto es respetable, pero antes de dar
tu opinión deberías saber cómo somos y cuál es nuestra forma de
relacionarnos.
– Pero…
– ¡No hay pero que valga! Debes comprender que para nosotros estas
conductas son completamente normales. ¡No podemos luchar contra
miles de años de evolución y eso hay que respetarlo!
El gallo tuvo que admitir que se había pasado de listillo y sobre todo, de
grosero, así que si no quería salir mal parado debía largarse cuanto
antes. Echó un último vistazo a los carneros, que ahí seguían a lo suyo,
peleándose por el amor de la misma hembra, y sin ni siquiera decir adiós
se fue para nunca más volver.
El envidioso
Adaptación de la fábula de Juan Eugenio
Hartzenbusch
El huerto de Alfonso estaba delimitado por un muro de piedra tras el
cual vivía Manuel, su vecino y amigo de toda la vida. Él también tenía
una casa muy coqueta y un terreno donde cultivaba un montón de
productos del campo. Podría decirse que ambas propiedades eran muy
parecidas salvo por un ‘pequeño detalle’: Manuel tenía un hermosísimo
ejemplar de manzano que despertaba en Alfonso feos sentimientos de
rabia y celos.
Por fortuna Manuel era dueño de una obra de arte de la naturaleza, pero
su amigo Alfonso, en vez de alegrarse por él, empezó a sentir que una
profunda amargura se instalaba en lo más hondo de su corazón. Tan
fuerte y corrosiva era esa emoción, que en un arrebato de envidia decidió
destruir el maravilloso árbol.
Así pues, una noche de verano en la que salvo los grillos cantarines todo
el mundo dormía, se deslizó entre las sombras, trepó por el muro
cargado con un saco lleno de basura, avanzó sigilosamente hasta el árbol
y vació todo el contenido en su base. Cometida la fechoría regresó a
casa, se metió en la cama y durmió a pierna suelta sin sentir ningún tipo
de remordimiento.
– La muerte de ese detestable manzano está muy cerca. Será genial ver
cómo se pudre y acaba devorado por las termitas ¡Je, je, je!
El Cordero envidioso
El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un
rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja.
Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y
carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía
a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los
granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y
concedían todos los caprichos.
Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado:
– ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de
quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo
tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza!
– ¿Me estás diciendo que te comes nuestra humilde comida por envidia?
Sin decir nada más pegó un silbido que resonó en toda la granja.
Segundos después, treinta y tres ovejas y nueve carneros acudieron a su
llamada. Entre todos rodearon al desconsiderado cordero.
No hizo falta hacer recuento: todos sin excepción alzaron sus pezuñas.
Ante un resultado tan aplastante, la jefa del clan determinó su expulsión.
¿Sabes qué hizo? Decidió llenar la plaza de carteles en los que había
escrito que quien encontrara su bolsa y se la devolviera, recibiría una
buena recompensa.
Quiso la casualidad que quien se tropezó con ella no fue un ladrón, sino
un joven vecino del barrio que leyó el anuncio, anotó la dirección y se
dirigió a casa del avaro.
– ¡Buenos días! Encontré su bolsa tirada una esquina de la plaza ayer por
la tarde ¡Tenga, aquí la tiene!
El avaro, que también era muy desconfiado, la observó por fuera y vio
que era igualita a la suya.
– Sí, es mi bolsa, no cabe duda, pero siento decirte que en ella había mil
monedas de oro, no quinientas.
– ¿Malentendido? ¡Aquí había mil monedas de oro así que lo siento pero
no te daré ninguna recompensa! ¡Ahora vete, te acompaño a la puerta!
El tacaño respondió:
– ¡No hay más que hablar! Si tú perdiste una bolsa con mil monedas y
ésta tiene sólo quinientas, significa que no es tu bolsa. Dásela a él, pues
no tiene dueño y es quien la ha encontrado.
– Sí, así es. Tu única opción es esperar a que un día de estos aparezca la
tuya.
Y así fue cómo, gracias a la sabiduría del rabino, el avaro pagó sus
mentiras y sus calumnias quedándose sin su propia bolsa.
El rey prudente
Había una vez un rey que vivía en un lejano país asiático. Era un hombre
muy querido por todos. No era ambicioso y estaba convencido de que las
guerras no servían para nada. Su lema era que su pueblo fuera feliz,
tuviera trabajo y viviera en paz. Todos le consideraban un monarca justo
y trabajador. Vivía con a su familia en un palacio bastante sencillo y sin
grandes lujos, pues no quería suscitar envidias entre sus súbditos.
– Llevo años utilizando estos palillos. La madera ya está muy desgastada
y necesito que me traigáis otros. Quiero que habléis con el orfebre y le
encarguéis unos palillos de marfil y esmeraldas para mí.
El rey se quedó de piedra ¿Por qué le decía eso? ¿Sólo porque le había
pedido unos nuevos palillos? No entendía nada.
– Usted me pide que cambie sus modestos palillos de madera por otros
de marfil y esmeraldas. Estoy seguro de que una vez que los tengáis,
querréis que el orfebre os haga una vajilla de oro. Cuando os veáis
rodeado de semejante lujo, diréis que vuestras ropas no son las
adecuadas para sentarse a una mesa tan elegante y encargaréis a vuestro
sastre que os haga capas de seda y zapatos de terciopelo.
– Señor, uno no debe dejarse llevar por la ambición. Cuanta más riqueza
tenga, más querrá. Llegará un momento en que sus caprichos no tendrán
límite. Otros reyes, en el pasado, pecaron de avaricia: siempre querían
más y más y acabaron convirtiéndose en tiranos con su pueblo. Yo no
quiero que esto le suceda a vos, pues le aprecio como rey y como amigo.
Y si es así, yo no quiero estar aquí para verlo.
– Tienes toda la razón – dijo con voz serena – No necesito nada. Gracias
por ser tan sincero conmigo.
El rey cogió los viejos palillos de madera y con una sonrisa dibujada en
su cara, comenzó a degustar la comida, que ese día le supo más rica que
nunca.
La historia corrió de boca en boca por todo el reino y desde ese día, sus
súbditos le bautizaron como “El Rey Prudente”.
El labrador y el árbol
Había una vez un campesino que se pasaba el día cuidando sus tierras.
En ellas crecían muchos productos de la huerta y decenas de árboles
frutales. Con mucho esmero cultivaba hortalizas con las que después
elaboraba deliciosos guisos y sopas. En cuanto a los árboles, le
proporcionaban ricas manzanas, naranjas jugosas y otras frutas
maduradas al sol.
– ¡Ahora mismo voy a acabar con ese árbol! No me sirve para nada, afea
mi finca y sólo está ahí para incordiar.
– ¡No, no! Este arbolito es nuestro hogar. Sus hojas, aunque son
pequeñas, nos protegen del sol y aquí construimos nuestros nidos.
– ¿Quién me habla?
Atizó otro golpe al árbol y todos los animalillos tuvieron que aferrarse a
él con fuerza para no rodar al suelo ¡Todo parecía perdido! Cuando dio
el tercer golpe, el hacha impactó en una rama donde había un panal. Sin
querer lo rozó y abrió en él una fina grieta. Gotitas de miel comenzaron a
caer sobre su cara y resbalaron por sus labios.
¡Qué rica estaba! ¡Quién le iba a decir que escondido entre las ramas
había un panal de rica miel! Tiró la herramienta y saboreó el néctar de
oro hasta el empacho. No, pensándolo mejor, no podía talarlo. Miró a los
animales, y les dijo:
Había una vez una granja donde todos los animales vivían felices. Los
dueños cuidaban de ellos con mimo y no les faltaba de nada. En cuanto
el gallo anunciaba la salida del sol, todos se ponían en marcha y
realizaban sus funciones con agrado. Siempre tenían a su disposición
alimentos para comer y un lecho caliente sobre el que descansar.
El terreno que rodeaba la casa principal era muy amplio y con suficiente
espacio para que los caballos pudieran trotar, los cerdos revolcarse en el
barro y, las vacas, pastar a gusto mientras hacían sonar sus cencerros de
latón. Entre las patas de los grandes animales siempre correteaba algún
pollito que se esmeraba en aprender a volar bajo la mirada atenta de las
gallinas.
Una de esas gallinitas era roja y se llamaba Marcelina. Un día que estaba
muy atareada escarbando entre unas piedras, encontró un grano de trigo.
Lo cogió con el pico y se quedó pensando en qué hacer con él. Como era
una gallina muy lista y hacendosa, tuvo una idea fabulosa.
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
¡La gallina estaba tan contenta!… Buscó a sus amigos e hizo una
reunión de urgencia.
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
¡La gallina estaba harta! Nunca les pedía favores y, para un día que
necesitaba su colaboración, escurrían el bulto. Se sentía traicionada.
Suspiró hondo y dedicó el día entero a transportar y moler el trigo, con el
que elaboró una finísima harina blanca.
En cuanto les vio aparecer, la gallinita roja les miró fijamente y con voz
suave les preguntó:
La almohada maravillosa
Descubrió una arboleda donde daba la sombra y decidió que ese era el
lugar adecuado para hacer un alto en el camino. Buscó el árbol más
frondoso, puso una esterilla a sus pies, se sentó en ella, y para estar más
cómodo apoyó la espalda en el tronco ¡Descansar un rato le vendría muy
bien!
– ¿Y por qué no eres feliz? Eres un chico guapo, estás sano, y gracias a
tu trabajo en el campo siempre tienes comida que llevarte a la boca ¿No
te parecen suficientes motivos para sentirte dichoso?
– ¡Mire qué pinta tengo! Mi ropa es vieja y a pesar de que trabajo quince
horas diarias sólo puedo permitirme comer pan, sopa y con suerte, carne
un par de veces al mes ¡Mi sueño es convertirme en un hombre rico para
disfrutar de las cosas buenas de la vida!
Soñó que era el propietario de una elegante casa por la que pululaban un
montón de sirvientes, todos a su disposición; por supuesto, iba ataviado
con ropa elegante porque ya no era un simple campesino sino un hombre
sabio experto en leyes ¡Tenía una vida maravillosa, la que siempre había
querido!
El sueño fue muy largo y lo vivió como si fuera absolutamente real. Tan
largo fue que hasta pasó el tiempo y conoció a una mujer bellísima de la
que se enamoró perdidamente. Por suerte fue correspondido, se casaron
y tuvieron cuatro hijos.
Así fue hasta que un día las cosas se torcieron. Sucedió algo terrible: un
ministro del rey, que le tenía mucha envidia, le acusó de ser un traidor.
No era cierto, pero no pudo demostrarlo y fue llevado ante un tribunal.
Con las manos atadas, tuvo que escuchar el veredicto del juez.
Las arañitas estaban deseando ver ese precioso árbol más de cerca, así
que cuando en toda la casa reinó el silencio, bajaron por la pared y
treparon ágilmente por las ramas del abeto. Disfrutaron muchísimo
recorriendo el arbolito navideño, deslizándose por sus adornos y
sintiendo las cosquillas de las piñas en sus tripas. Iban de aquí para allá
soltando hilos de seda y al final, tanto se movieron, que el árbol quedó
cubierto por una enorme telaraña.
Ni se enteraron de que por la chimenea apareció Santa Claus, que venía
a dejar los regalos a los niños. Al acercarse al árbol, vio que estaba lleno
de arañitas y que no se veían los adornos porque estaban cubiertos por
una grande y tupida tela de araña gris. Sintió ternura por esos bichitos
que tan bien se lo estaban pasando ¡Al fin y al cabo, para ellas también
era Navidad!
Desde entonces muchos alemanes decoran con largas cintas sus árboles
y no se olvidan de comprar un adorno con forma de arañita, en recuerdo
a esta hermosa leyenda.
El lobo y el perro dormido
– ¡Un momento, amigo lobo! – gritó dando un salto hacia atrás – ¿Me
has visto bien?
– ¡Mírame con atención! Como ves, estoy en los huesos, así que poco
alimento soy para ti.
– ¡Está bien! Esperaré a que pase el día de la boda y por la tarde a esta
hora vendré a por ti.
El perro vio marcharse al lobo mientras por su cara caían gotas de sudor
gordas como avellanas ¡Se había salvado por los pelos!
Llegó el día de la fiesta y por supuesto el perro, muy querido por toda la
familia, participó en el comida nupcial. Comió, bebió y bailó hasta que
se fue el último invitado. Cuando el convite terminó, estaba tan agotado
que no tenía fuerzas más que para dormir un rato y descansar, pero
sabiendo que el lobo aparecería por allí, decidió no bajar al portal sino
dormir al fresco en el alfeizar de la ventana. Desde lo alto, vio llegar al
lobo.
– ¡Eh, perro flaco! ¿Qué haces ahí arriba? ¡Baja para cumplir lo
convenido!
Y dicho esto, se acurrucó tranquilo y el lobo se fue con la cabeza gacha
por haber sido tan estúpido y confiado.
Moraleja: como nos enseña esta fábula, hay que aprender de los errores
que muchas veces cometemos. Incluso de las cosas negativas que
vivimos podemos extraer enseñanzas positivas y útiles para el futuro.
El hombre que quería ver el mar
Sólo había algo que deseaba con todas sus fuerzas: ver el mar. Desde
pequeño se preguntaba si sería tan espectacular como algunos ancianos,
que en otro tiempo habían sido pescadores, le habían contado. Le
fascinaba escuchar sus historias, plagadas de anécdotas sobre enormes
peces y tremendos oleajes que derribaban barcos de una sola embestida.
Sí… Ver el mar era su único deseo antes de morir.
Durante años, guardó cada semana una moneda con el fin de ahorrar y
algún día poder emprender ese deseado viaje que le llevaría a la costa.
Una mañana, por fin, el hombre sintió que ya había trabajado bastante y
que el gran momento de cumplir su sueño había llegado. Cogió la
oxidada cajita de metal donde puntualmente guardaba el poco dinero
que le sobraba y contó unas decenas de rupias ¡Tenía ahorros suficientes
para poder permitirse ser un viajero libre como el viento durante una
semana!
Se quitó las sandalias y sintió la fina arena bajo sus pies. Muy despacio,
caminó hasta la orilla dejando que la brisa del atardecer bañara su cara.
Después, en silencio, contempló las olas, escuchó su increíble sonido y,
entonces, se agachó para probar el agua. Juntó sus manos, dejó que se
inundaran y bebió un poco. De repente, su cara reflejó un inesperado
gesto de desagrado; frunció los labios e inmediatamente, escupió el
líquido de su boca. Un poco abatido, suspiró:
Moraleja: A veces nos ilusionamos tanto con algo que queremos tener
que lo imaginamos perfecto y más grandioso de lo que es en realidad;
por eso, cuando por fin lo conseguimos, siempre hay algo que nos
decepciona. No pasa nada si las cosas no son o no suceden exactamente
tal y como deseamos. Lo mejor es ser positivos y ver siempre la parte
buena de todo lo que nos ofrece la vida.
Las dos vasijas
– ¡El aguador tiene que estar muy orgulloso de mí! – presumía ante su
compañera.
– ¿Te has fijado en las flores que hay por la senda que recorremos cada
día?
– ¿A mí, señor?…
– Sí… ¡Fíjate bien! Las flores sólo están a tu lado del camino. Siempre
he sabido que no eras perfecta y que el agua se escurría por tus grietas,
así que planté semillas por debajo de donde tú pasabas cada día para que
las fueras regando durante el trayecto. Aunque no te hayas dado cuenta,
todo este tiempo has hecho un trabajo maravilloso y has conseguido
crear mucha belleza a tu alrededor.
Lectura con adivinanzas
El roer es mi trabajo,
el queso mi aperitivo
y el gato ha sido siempre
mi más temido enemigo---------------------------------
Cuenta una vieja leyenda de África que hace cientos de años, por
aquellas tierras, los monos se pasaban horas contemplando la Luna. Se
reunían por las noches cuando el cielo estaba despejado y se quedaban
pasmados ante su hermosura. Podían estar horas sin pestañear,
fascinados por tanta belleza. A menudo comentaban que si vista desde
lejos era tan bonita, de cerca habría de ser aún más espectacular.
La pálida Luna se echó a reír. Le parecía muy gracioso ver a ese monito
tan simpático colgado boca abajo agitando los brazos. Le ayudó a
ponerse en pie y, para darle las gracias por tan improvisada visita, le
regaló un tambor ¡El mono se puso muy contento! Nunca había visto
ninguno porque en la tierra los tambores todavía no existían. La Luna se
convirtió en su maestra y le enseñó a tocarlo ¡Quería que se convirtiera
en un buen músico!