Cuentos para Enseñar

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ESCUELA PARROQUIAL DIVINO

NIÑO
___________________________________
Cuentos para enseñar

Adaptación de la fábula de Jean de la Fontaine

Un asno y un caballo vivían juntos desde su más tierna infancia y, como


buenos amigos que eran, utilizaban el mismo establo, compartían la
bandeja de heno, y se repartían el trabajo equitativamente. Su dueño era
molinero, así que su tarea diaria consistía en transportar la harina de trigo
desde el campo al mercado principal de la ciudad.

La rutina era la misma todas las mañanas: el hombre colocaba un enorme y


pesado saco sobre el lomo del asno, y minutos después, otro igual de
enorme y pesado sobre el lomo del caballo. En cuanto todo estaba
preparado los tres abandonaban el establo y se ponían en marcha. Para los
animales el trayecto era aburrido y bastante duro, pero como su sustento
dependía de cumplir órdenes sin rechistar, ni se les pasaba por la mente
quejarse de su suerte.

Un día, no se sabe por qué razón, el amo decidió poner dos sacos sobre el
lomo de asno y ninguno sobre el lomo del caballo. Lo siguiente que hizo
fue dar la orden de partir.

– ¡Arre, caballo! ¡Vamos, borrico!… ¡Daos prisa o llegaremos tarde!

Se adelantó unos metros y ellos fueron siguiendo sus pasos, como siempre
perfectamente sincronizados. Mientras caminaban, por primera vez desde
que tenía uso de razón, el asno se lamentó:

– ¡Ay, amigo, fíjate en qué estado me encuentro! Nuestro dueño puso todo
el peso sobre mi espalda y creo que es injusto. ¡Apenas puedo sostenerme
en pie y me cuesta mucho respirar!

El pequeño burro tenía toda la razón: soportar esa carga era imposible para
él. El caballo, en cambio, avanzaba a su lado ligero como una pluma y
sintiendo la perfumada brisa de primavera peinando su crin. Se sentía tan
dichoso, le invadía una sensación de libertad tan grande, que ni se paró a
pensar en el sufrimiento de su colega. A decir verdad, hasta se sintió
molesto por el comentario.

– Sí amiguete, ya sé que hoy no es el mejor día de tu vida, pero… ¡¿qué


puedo hacer?!… ¡Yo no tengo la culpa de lo que te pasa!

Al burro le sorprendió la indiferencia y poca sensibilidad de su compañero


de fatigas, pero estaba tan agobiado que se atrevió a pedirle ayuda.
– Te ruego que no me malinterpretes, amigo mío. Por nada del mundo
quiero fastidiarte, pero la verdad es que me vendría de perlas que me
echaras una mano. Me conoces y sabes que no te lo pediría si no fuera
absolutamente necesario.

El caballo dio un respingo y puso cara de sorpresa.

– ¡¿Perdona?!… ¡¿Me lo estás diciendo en serio?!

El asno, ya medio mareado, pensó que estaba en medio de una pesadilla.

– ‘No, esto no puede ser real… ¡Seguro que estoy soñando y pronto
despertaré!’

El sudor empezó a caerle a chorros por el pelaje y notó que sus grandes
ojos almendrados empezaban a girar cada uno hacia un lado,
completamente descontrolados. Segundos después todo se volvió borroso y
se quedó prácticamente sin energía. Tuvo que hacer un esfuerzo
descomunal para seguir pidiendo auxilio.

– Necesito que me ayudes porque yo… yo no puedo, amigo, no puedo


continuar… Yo me… yo… ¡me voy a desmayar!

El caballo resopló con fastidio.

– ¡Bah, venga, no te pongas dramático que tampoco es para tanto! Te


recuerdo que eres más joven que yo y estás en plena forma. Además, para
un día que me libro de cargar no voy a llevar parte de lo tuyo. ¡Sería un
tonto redomado si lo hiciera!

Bajo el sol abrasador al pobre asno se le doblaron las patas como si fueran
de gelatina.
– ¡Ayuda… ayuda… por favor!

Fueron sus últimas palabras antes de derrumbarse sobre la hierba.

¡Blooom!

El dueño, hasta ese momento ajeno a todo lo que ocurría tras de sí, escuchó
el ruido sordo que hizo el animal al caer. Asustado se giró y vio al burro
inmóvil, tirado con la panza hacia arriba y la lengua fuera.

– ¡Oh, no, mi querido burro se ha desplomado!… ¡Pobre animal! Tengo


que llevarlo a la granja y avisar a un veterinario lo antes posible, pero
¿cómo puedo hacerlo?

Hecho un manojo de nervios miró a su alrededor y detuvo la mirada sobre


el caballo.

– ¡Ahora que lo pienso te tengo a ti! Tú serás quien me ayude en esta difícil
situación. ¡Venga, no perdamos tiempo, agáchate!

El desconcertado caballo obedeció y se tumbó en el suelo. Entonces, el


hombre colocó sobre su lomo los dos sacos de harina, y seguidamente
arrastró al burro para acomodarlo también sobre la montura. Cuando tuvo
todo bien atado le dio unas palmaditas cariñosas en el cuello.

– ¡Ya puedes ponerte en pie!

El animal puso cara de pánico ante lo que se avecinaba.

– Sí, ya sé que es muchísimo peso para ti, pero si queremos salvar a nuestro
amigo solo podemos hacerlo de esta manera. ¡Prometo que te
recompensaré con una buena ración de forraje!
El caballo soltó un relincho que sonó a quejido, pero de nada sirvió. Le
gustara o no, debía realizar la ruta de regreso a casa con un cargamento
descomunal sobre la espalda.

Gracias a la rápida decisión del molinero llegaron a tiempo de que el


veterinario pudiera reanimar al burro y dejarlo como nuevo en pocas horas.
El caballo, por el contrario, se quedó tan hecho polvo, tan dolorido y tan
débil, que tardó tres semanas en recuperarse. Un tiempo muy duro en el
que también lo pasó mal a nivel emocional porque se sentía muy culpable.
Tumbado sobre el heno del establo lloriqueaba y repetía sin parar:

– Por mi mal comportamiento casi pierdo al mejor amigo que tengo…


¿Cómo he podido portarme así con él?… ¡Tenía que haberle ayudado!…
¡Tenía que haberle ayudado desde el principio!

Por eso, cuando se reunieron de nuevo, con mucha humildad le pidió


perdón y le prometió que jamás volvería a suceder. El burro, que era un
buenazo y le quería con locura, aceptó las disculpas y lo abrazó más fuerte

que nunca .
El Asno con piel de León

Adaptación del cuento popular de la India

 Érase una vez un comerciante de la India que se ganaba la vida vendiendo


aceitunas en la gran ciudad. El trayecto desde su pueblo hasta el mercado
era largo, así que todas las mañanas colocaba la mercancía sobre el lomo de
su inseparable asno de pelo gris, y cuando estaba listo partían juntos hacia
su destino.
Gracias a que el burro era fuerte, veloz y gozaba de muy buena salud, los
sacos llegaban siempre en perfecto estado al puesto de venta. El mercader
apreciaba el esfuerzo diario del animal y estaba orgulloso de lo bien que
trabajaba,  pero a decir verdad había una cosa de él que le fastidiaba un
montón: ¡comía mucho más que cualquier otro de su misma especie! La
razón era que como cargaba tanto peso gastaba mucha energía, y al gastar
mucha energía necesitaba reponer fuerzas continuamente.  El hombre,
buena persona pero muy tacaño, solía lamentarse ante el resto de los
comerciantes de lo caro que resultaba alimentarlo ocho veces al día.

– Yo no sé cuánto zampan vuestros asnos, pero desde luego este come más
que un elefante… ¡Está engordando muchísimo y cada vez me cuesta más
mantenerlo!

 Una noche se puso a repasar los beneficios del mes y comprobó que no le
salían las cuentas. Enfadado, se echó las manos a la cabeza y empezó a
maldecir.

– ¡Este burro tragón es mi ruina! Engulle tanto que la mitad de lo que gano
se va en comprar sacos de alfalfa para saciar su apetito. ¡Esto no puede
seguir así!

Absolutamente decidido a encontrar una solución, cerró los ojos y se puso a


meditar.

– Ahora que lo pienso  todos los días paso por delante de una finca donde
crece la alfalfa a porrillo y…  ¡Claro, cómo no se me ha ocurrido antes!…
¡Puedo llevar allí a mi  borrico glotón y dejar que se atiborre sin gastarme
ni una sola moneda!

El plan era bastante bueno, pero…


– El único inconveniente es que el terreno tiene dueño. Si cuelo al burro y
el capataz  encargado de vigilar las tierras lo ve llamará a los guardias y…
¡Oh, no, me acusarán de invadir una propiedad privada y acabaré encerrado
en la cárcel como un vulgar ladronzuelo!

Para lograr su propósito sin correr riesgos debía perfeccionar la maniobra.

– ¡Ya sé qué hacer! Compraré una piel de león, se la pondré al burro por
encima, y después lo soltaré dentro de la finca. El capataz pensará que se
trata de una fiera salvaje y no se atreverá a hacerle nada. ¡Ju, ju, ju!

Creyendo que había diseñado un plan magistral se puso manos a la obra, y


en pocas horas consiguió un hermoso y anaranjado pelaje de león que
colocó sobre el animal como si fuera un enorme manto.

– A ver, déjame que te vea bien…

Se alejó de él para observarlo desde distintos ángulos. ¡Quería asegurarse


que daba el pego!

– Visto de cerca se nota que es un borrico disfrazado, pero a distancia


parece tal cual el rey de la selva. ¡Es genial, genial, genial!

Cuando se convenció de que el éxito estaba asegurado lo llevó a la finca y


lo metió dentro del cercado, bien lejos de la entrada para que comiera
tranquilo y a su antojo. Él, mientras tanto, se ocultó tras un árbol para no
ser descubierto.

Cinco minutos  más tarde apareció el capataz y todo salió según lo previsto:
en cuanto el hombre descubrió que un peligroso león se paseaba por sus
dominios se puso a chillar como un loco y escapó huyendo muerto de
miedo. Al comerciante se le escapó una risita.
– ¡Je je je! ¡Se ha tragado la patraña!…  ¡Sí señor, soy un tipo listo!

En vista del triunfo al día siguiente repitió la operación.  El burro, ataviado


con la piel de león, volvió a infiltrarse en la finca para ponerse morado de
alfalfa y también de nuevo, en plena degustación, apareció el capataz.
Sobra decir que al ver al temible león campando a sus anchas en sus tierras
puso pies en polvorosa, completamente aterrorizado. El comerciante, oculto
entre la maleza, se partía de la risa.

– ¡Ja, ja, ja!… ¡Ay, qué divertido!… ¡El muy torpe no se ha dado cuenta de
que esa fiera es más falsa que una moneda de cuero! Si supiera que tan solo
es un pobre asno incapaz de hacerle daño a una mosca… ¡Ja, ja, ja!

La escena se repitió una y otra vez durante una semana, pero el octavo día
la cosa cambió: sí, el capataz volvió a correr como si no hubiera un
mañana, pero en vez de ir a esconderse a su casa decidió actuar con
valentía y pedir ayuda a sus vecinos. En menos que canta un gallo reunió a
más de treinta hombres y mujeres  que, armados con palos de escoba,
estuvieron de acuerdo en ir a dar un escarmiento a la pavorosa fiera. Él, por
supuesto, se puso al frente de la comitiva.

– ¡Ese león tiene los días contados!… ¡Le obligaremos a irse! ¡Vamos,
amigos!

Atravesaron el campo en fila india y enseguida llegaron a la finca. Al


detenerse junto a la valla  comprobaron con sus propios ojos que se trataba
de un león de patas larguísimas y altura descomunal.  Para qué mentir:
¡todos sintieron auténtico pavor y deseos de tirar la toalla!

– Os advertí que se trataba de una bestia gigantesca, pero tenemos que


echarla de aquí como sea. Estos días ha estado en las tierras a mi cargo,
pero mañana podría invadir las vuestras para comerse el pasto, o lo que es
peor, atacar al ganado. Aparquemos el miedo y acabemos con este
peligroso ser. ¡Unidos venceremos!

Los vecinos, entendiendo que tenía  toda la razón, levantaron los palos a
modo de espadas y, como si fueran parte de un pequeño ejército, se
prepararon para el asalto. En ese mismo  momento el asno escuchó voces, 
levantó la cabeza, y vio que una tropa armada hasta las cejas le miraba
amenazante. Ante semejante visión, tuvo tres reacciones en cadena: la
primera, quedarse petrificado; la segunda, poner cara de pánico; la tercera,
empezar  a gritar como loco.

¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Los vecinos se callaron de golpe y se miraron desconcertados.

¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Sí, habían escuchado bien: no eran rugidos… ¡eran rebuznos! Como te


puedes imaginar se quedaron atónitos, pero la gran sorpresa se produjo
cuando de repente, el animal echó a correr en dirección contraria y la piel
de león cayó sobre la hierba seca. El capataz, alucinado, gritó:

– ¡El león era un borrico!… ¡Un simple e inofensivo borrico!

¡¿Un borrico?! Los miembros del grupo lanzaron los palos de escoba al aire
y se tiraron al suelo muertos de risa. De todos, el que más carcajadas
soltaba era el capataz.

– ¡Un borrico!… ¡Ja, ja, ja! Esto sí que es un final feliz… ¡y divertido!

Sí, ciertamente fue un final  feliz y divertido para los vecinos, pero no para
el comerciante que, desde su escondite, vio impotente cómo el burro corría
despavorido, saltaba la valla y desaparecía para siempre por culpa de su
avaricia

El deseo del pajarito azul

Érase una vez un hermoso pajarito azul que vivía en un árbol que crecía
altivo en la cima de una montaña. Desde ese privilegiado lugar se veía el
mar y se podía escuchar el sonido de las olas batiendo contra las rocas,
disfrutar de la penetrante brisa marina, y contemplar cada noche un enorme
sol naranja sumergiéndose en las aguas hasta la llegada del nuevo
amanecer.

Además de esas impresionantes vistas, el pajarito azul disfrutaba de las


ventajas de ser ave. La mayor de todas era que podía ensayar un montón de
acrobacias en el aire, pero también hacer cosas muy chulas como atrapar
bichitos al vuelo o, en los meses de verano, revolotear entre las esponjosas
y húmedas nubes para quitarse el calor y volver fresquito al nido.

Curiosamente, aunque su vida parecía envidiable, el pajarito azul no se


sentía plenamente feliz. Él tenía un sueño, y ese sueño, como suele suceder,
tenía que ver con algo inalcanzable para él. Lo que más anhelaba, lo que
más deseaba en el mundo el pajarito azul, era aprender a nadar. Por esta
razón, mientras sus amigos disfrutaban picoteando cerezas o haciendo
carreras en las praderas cercanas, él se pasaba horas viendo las cabriolas
que a lo lejos, hacían los delfines.

Completamente pasmado, se repetía una y otra vez:

– ‘¡Cuánto me gustaría haber nacido pez!… Si pudiera cambiar mis alas


por aletas no me lo pensaría dos veces.’

Tanto se obsesionó con la idea que llegó un momento en que perdió interés
por todo lo que le rodeaba. El pajarito azul dejó de comer y poco a poco se
fue quedando  pálido, flacucho, sin fuerzas. Su madre,  preocupadísima,  le
advirtió:

– Hijo mío, no puedes seguir así. Deberías estar pasándotelo bien con tu
pandilla y no todo el día metido en casa sin hacer otra cosa que mirar el
mar. Tú eres un pequeño pájaro y nunca podrás nadar ¿Es que no te das
cuenta?… ¡Anda, ve a dar una vuelta que hace un día espléndido!

Aunque estas palabras tenían la intención de animarlo no sirvieron de


mucho; al contrario, el joven pajarillo se sintió todavía más deprimido y, en
cuanto su mamá se alejó, se puso a llorar amargamente sintiendo que nadie
en el mundo le comprendía.
En eso estaba cuando una gaviota de pecho blanco que pasaba por allí se
posó a su lado y le dio unas palmaditas en el lomo con una de sus robustas
patas amarillas.

– ¿Se puede saber qué te pasa, pequeñajo? Por tu tristeza deduzco que estás
metido en un problema bien gordo.

El pajarito azul la miró de reojo un poco avergonzado.

– No sé si es un problema, pero lo cierto es que me siento fatal.

La gaviota se sentó, dispuesta a escuchar la historia.

– No tengo nada mejor que hacer así que soy toda oídos. Si compartes
conmigo eso que tanto te agobia quizás pueda ayudarte.

El pajarito seguía sin apartar los ojillos encharcados en lágrimas del infinito
mar azul. Por fin, fue capaz de soltar todo lo que llevaba dentro.

– ¿Ves lo increíble que es el océano?  ¿Y ves lo cerquita que está?… 


Desde que nací mi gran ilusión es aprender a nadar.

– ¿Ah, sí?… ¿Y por qué?

– Para saltar las olas, para comprobar si el agua es tan salada como
cuentan, para flotar boca arriba como un tronco a la deriva… ¡y para
explorar el fondo en busca de corales!

La gaviota sintió mucha lástima por él y se mantuvo en silencio durante


unos segundos. ¡No pedía poca cosa el muchachito! Finalmente, decidió
opinar.
– Aunque no me creas, te aseguro que puedo entender tu frustración: eres
un pájaro que quiere nadar y no puede nadar… ¿No es así?

– Sí, y por eso yo…

– Escúchame bien lo que te voy a decir: todos los seres del mundo, del más
pequeño al más grande, tenemos un montón de virtudes, pero también
algunas limitaciones que debemos aceptar con naturalidad.  ¿Es que nunca
te has parado a pensar sobre ese tema?

El pajarito azul se sintió bastante apurado.

– La verdad es que no mucho.

– Pues no tienes más que fijarte en los demás.  Por ejemplo… ¡mira hacia
ahí! ¿Ves esos humanos que pasean descalzos por la playa? ¡Dicen que son
los seres más inteligentes del planeta Tierra! Poseen un cerebro tan
desarrollado que son capaces de construir sofisticados cohetes que
atraviesan el espacio y se posan en la Luna, pero ¿sabes una cosa? ¡Jamás
podrán volar por sí mismos como nosotras las aves, ni correr a la velocidad
de los guepardos, ni saltar de rama en rama al estilo de los gorilas!

El pajarito azul se relajó un poco, fascinado por la explicación de la sabia


gaviota.

– ¿Y qué me dices de nosotros los animales? ¡Todos tenemos capacidades


diferentes! Los peces saben mejor que nadie cómo es el mar, pero nunca
conocerán el placer de saborear un arándano. Los topos pueden excavar los
más largos túneles, pero están condenados a vivir en la oscuridad cubiertos
de polvo. ¡Por no hablar de los elefantes, siempre arrastrando toneladas de
peso allá donde van!…  En cambio tú puedes comer  fruta fresca, disfrutar
del  aroma de las flores, bailar sobre la brisa porque eres ligero como un
pedacito de algodón…

El pajarito empezaba a comprender lo que su nueva amiga quería


transmitirle.

– Sin ir más lejos ¡fíjate en ti y en mí! Es cierto que como nací gaviota me
lo paso bomba pescando en ese mar que tanto miras, pero soy tan grande
que no puedo jugar al escondite entre los matorrales porque me destrozaría
las alas. ¡Ah!,  y mejor no hablar de los terribles graznidos que suelto cada
vez que muevo el pico… ¡No todos hemos nacido con esa voz melodiosa
que tenéis los de tu especie, querido mío!

Las palabras de la gaviota calaron hondo en el corazón del pajarillo que,


por primera vez en mucho tiempo, empezó a sentirse afortunado de ser
quién era.

– ¡Tienes razón! La naturaleza ha sido generosa conmigo  y por culpa de


mi cabezonería me estoy perdiendo muchas cosas.

La gaviota no pudo evitar inflar el pecho de satisfacción.

– ¡Me alegra que hayas captado la idea! Estaría genial que te centraras en
lo que se te da bien,  en lo que puedes hacer. Todos tenemos talento para
algo y las aves azuladas sois unas cantoras excepcionales.

La gaviota no mentía: a excepción de los jilgueros y los ruiseñores, ningún


ave en muchos kilómetros a la redonda podía presumir de un trino tan
suave y afinado.
– En la escuela de música que hay junto a la cascada imparten clase los
mejores profesores de la zona. Se me ocurre que podrías recibir lecciones
de canto un par de días por semana  y entrar a formar parte de un coro.

En la cabecita del joven pájaro empezaron a surgir nuevos planes de futuro.

– No es mala idea… ¡Quizá pueda perfeccionar mi técnica vocal para llegar


a ser un gran tenor!

La gaviota se alegró al ver que el pajarito azul iba recobrando  la ilusión.

– ¡Bravo, amigo, esa es la actitud! De todas maneras, hay una cosilla más
que debes aprender hoy.

El pajarito azul la miró intrigado.

– ¿El qué, amiga gaviota? ¿A qué te refieres?

– Has entendido que debes aceptar tus limitaciones ¿verdad?

– Sí, gracias a ti, ahora lo sé.

– Y ves claro que nunca podrás bañarte en el océano ¿no es cierto?

– ¡Con una claridad meridiana!

– Muy bien, veo que eres un chico listo, pero…

– ¡¿Pero qué?!…

– Pues que  yo me refería a que no podrás hacerlo tú solito.

– ¿Cómo?… ¿Qué insinúas?…


– ¡¿Para qué están los amigos?!  ¡Venga, súbete a  mi lomo que nos vamos
de aventura!

¡El pajarito azul se volvió loco de contento! Sin pensarlo saltó sobre la
gaviota y se agarró lo más fuerte que pudo a las plumas de su nuca. Casi no
le dio tiempo ni a tragar saliva antes de escuchar el aviso de salida:

– ¡Tres!… ¡Dos!…  ¡Uno!… ¡Despegue!

Cuando su amiga cogió velocidad y empezó a volar montaña  abajo como


si fuera un torpedo, el pajarito azul empezó a gritar entusiasmado:

– ¡Ahhhhh!… ¡Uhhhhhh! … ¡Esto es alucinante!

Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba ahí, sobrevolando el ancho


mar, respirando el fuerte aroma a sal, y notando el corazón galopando
dentro del pecho como un caballo desbocado.

– ¿No querías sentir el océano?… ¡Pues vamos a verlo todavía más cerca!

La gaviota dio un giro sorprendente y batió las alas como una loca.
Seguidamente, y con una destreza digna de una deportista de élite,  se situó
a ras de agua, puso las alas en forma de cruz, y empezó a deslizarse con las
patas sobre la superficie como si estuviera haciendo esquí acuático.

¡El pajarito azul estaba completamente fascinado!

– ¡Yupi!… ¡Yupi!…  ¡Esto es genial!

Por fin, cuando parecía que la emoción había llegado al límite, hubo una
última sorpresa: la gaviota se zambulló sin avisar dentro del agua y buceó
unos segundos para que su pequeño amigo pudiera disfrutar del silencioso e
increíble mundo natural que escondía el fondo del mar.
Nadie puede imaginar lo que esa increíble experiencia supuso para el
pequeño pájaro azul. Había cumplido su sueño gracias a la bondad de una
desconocida gaviota blanca de patas amarillas que se cruzó en su vida en el
momento que más lo necesitaba ¡No podía sentirse más dichoso!

De vuelta en el nido, la abrazó muy fuerte.

– ¡Tanto tiempo esperando este momento!… No existen palabras


suficientes para agradecerte lo que acabas de hacer por mí. ¡Has convertido
mi día más triste en el más feliz de mi vida!

– ¡Paparruchas, no hay nada que agradecer! Fue un placer compartir un


momento tan mágico contigo, pero espero que a partir de ahora te aceptes
tal y como eres. La vida está para disfrutarla, nunca lo olvides.

– Lo haré, amiga, lo haré.

– En fin, debo irme. Si algún día te apetece bajar hasta el mar y pasar un
buen rato, silba fuerte y vendré pitando ¿de acuerdo, pajarillo marinero?

– ¡Eso está hecho!

Sin decir nada más, la gaviota le guiñó un ojo y emprendió el vuelo.


Mientras se alejaba, el pajarito azul notó cómo una lágrima de felicidad
resbalaba por su mejilla. Se la secó con su alita, suspiró profundamente, y
abandonó el nido. ¡La escuela de música le estaba esperando!
¿Quién es el más hermoso?

Adaptación de una antigua fábula de China

 Hace cientos de años vivía en China un caballero llamado Zou Ji. Este
hombre sabía que era muy guapo y se pasaba el día contemplándose en el 
espejo para disfrutar de su propia belleza.

– ¡Ay, qué suerte tengo! Tengo un rostro delicado, un cuerpo esbelto y una
gracia natural que llama la atención ¡La naturaleza ha sido muy generosa
conmigo!

Su estilo y elegancia eran famosos en todo el reino, pero corrían rumores


de que había otro hombre que podía competir con él en hermosura: un tal
señor Xu, que vivía en otra ciudad al norte del país.

 Una mañana una de las sirvientas llamó a la habitación de Zou Ji.


– Señor,  le recuerdo dentro de una hora tiene una cita en su despacho con
un importante hombre de negocios.

– ¡Es cierto! Me arreglo y bajo a recibirlo.

Zou Ji se aseó, se vistió con sus mejores ropas, y como siempre, se


encontró guapísimo.

Mientras  se repasaba de arriba abajo frente al espejo, preguntó a su mujer:

– Querida esposa, yo no conozco a ese señor Xu del que tanto hablan pero
tú sí. Dime  ¿quién es más hermoso de los dos?

Su esposa le contestó inmediatamente:

– Tú, querido, por supuesto ¡El señor Xu es guapo pero ni en broma se


acerca a tu belleza!

A Zou Ji le agradó mucho la respuesta, pero no se quedó conforme y


decidió pedir una segunda opinión. Salió de su alcoba, bajó la escalinata de
mármol que llevaba al despacho  y se cruzó con el ama de llaves, una mujer
de confianza que llevaba más de veinte años trabajando en el hogar
familiar.

El ama le deseó los buenos días con un movimiento de cabeza, sin


detenerse.

– ¡Buenos días, señor!

– ¡Un momento, espera! Quiero hacerte una pregunta y por favor sé sincera
conmigo.

– Usted dirá.
– Sé que tú también conoces al famoso señor Xu y necesito que me digas si
él es más hermoso que yo.

La respuesta fue rotunda:

– Señor, no tenga dudas de ningún tipo ¡Usted es muchísimo más bello y


atractivo que él!

Zou Ji agradeció el cumplido pero la duda siguió rondando por su cabeza


mientras se dirigía a su despacho personal.

Al poco rato llamaron a la puerta. De nuevo, era la sirvienta.

– Señor, su invitado acaba de llegar.

– ¡Gracias, dígale que pase!

Zou Ji recibió al hombre de negocios con sonrisa afable y le invitó a


sentarse en un cómodo sillón.

– Si no le importa, antes de meternos en temas profesionales quiero hacerle


una pregunta muy personal.

– ¡Claro que no me importa! ¿Qué quiere saber?

– Sé que usted vive al norte del país como el señor Xu y que son amigos de
la infancia.

– No se equivoca, así es.

– ¿Y según su opinión él es más hermoso que yo?

El caballero puso cara de sorpresa ante la estrambótica pregunta  pero


contestó con seguridad.
– Por favor, no se preocupe por eso ¡Usted es muy hermoso, mucho más
hermoso que él sin punto de comparación!

– Muchas gracias, me deja usted tranquilo. Ahora, si quiere, cuénteme qué


le trae por aquí.

Pasaron tres días y la casualidad quiso que el señor Xu visitara la ciudad.


La noticia corrió como la pólvora,  Zou Ji se enteró, y rápidamente corrió a
contárselo a su esposa.

– ¡Querida, el señor Xu estará una temporada en la ciudad y quiero


conocerlo! Le mandé  un aviso para que viniera hoy a comer a nuestra casa
y ha aceptado gustoso la invitación.

– ¡Qué buena noticia, amor mío! Avisaré al servicio para que todo esté
listo a la una en punto.

– ¡Estupendo! Me voy arriba a emperifollarme un poco. Tengo que pensar


bien lo que me voy a poner…  ¡Al fin voy a comprobar con mis propios
ojos si yo soy más guapo que él!

El señor Xu se presentó muy puntual y el matrimonio salió a recibirlo. En


cuanto Zou Ji lo vio ¡se quedó de piedra!

Se trataba de un muchacho guapísimo que derrochaba una elegancia innata


imposible de superar. Sus dientes eran perfectos, tenía los ojos grandes de
color verde esmeralda  y su piel parecía más suave que la mismísima seda
¡Por no hablar de que se movía de manera exquisita  como si sus pies
flotaran sobre el suelo!

Zou Ji se sintió hundido en la miseria ¡Era evidente que el señor Xu era un


tipo mucho más guapo y seductor que él!
Esa noche la decepción y la tristeza no le dejaron dormir.  Lo peor para él
no fue comprobar que no era tan guapo como el señor Xu,  sino darse
cuenta de algo mucho más importante y  en lo que nunca había pensado.

– “Mi mujer me dijo que yo era más hermoso que el señor Xu porque me
quiere y se desvive por  agradarme; mi ama de llaves me dijo lo mismo
porque tiene miedo de que la despida de su trabajo; el hombre de negocios
que me visitó también me aseguró que yo era más bello porque me necesita
para ganar dinero…

Zou Yi, entristecido, suspiró:

– ¡Qué difícil es conocer lo que realmente piensan los demás!

El sapo y el ratón
Adaptación del cuento popular de España

Había una vez un sapo al que le encantaba tocar la flauta. Por las noches
se subía a una piedra del campo y, bañado por la luz de la luna,
arrancaba hermosas notas a su pequeño instrumento.

Allí cerquita vivía un ratón al que le molestaba mucho la música. Estaba


tan harto, que una cálida noche de verano decidió poner fin a la
situación. Fue en busca del sapo y le amenazó.

– ¡Oiga, señor sapo! No quiero parecerle maleducado, pero es que me


aturde con esas melodías todas las noches ¡No consigo dormir! ¿Por qué
no se va a otro sitio a tocar la flauta? –  dijo gruñendo y con gesto
enfadado.

– ¡Usted es un envidioso! – respondió el sapo – ¡Ya le gustaría tocar tan


bien como yo!

– ¡De envidia nada! – El ratón empezaba a enfadarse más de la cuenta –


Yo no sé nada de música, pero tengo otras virtudes: corro rapidísimo y
me muevo con mucha agilidad por todas partes, algo que usted, con esas
patas tan cortas y la barriga tan inflada, no puede hacer.

Al sapo le pareció fatal lo que le dijo el ratón y  decidió darle un


escarmiento.

– Así que se cree mejor que yo ¿eh?… Muy bien, pues si quiere
hacemos una apuesta. Le reto a correr, pero para que sea más
emocionante, lo haremos bajo tierra. Si gana usted, le entregaré mi
flauta, pero si gano yo, tendrá que regalarme su casa, que según he oído
por ahí, es bastante confortable.
El ratón se echó a reír pensando  que el sapo era un ser bastante tonto e
inconsciente.

– ¡Acepto, acepto! Ganarle es pan comido y cuando tenga esa


insoportable flauta en mi poder, la destrozaré hasta hacerla polvillo. Nos
vemos mañana aquí, en cuanto salga el sol.

El sapo se despidió, volvió a su casa y le contó la historia a su mujer.


Después, le explicó que había urdido un plan para ganar al insolente
roedor.

– Te diré qué haremos, pero escucha con atención. El ratón y yo


saldremos corriendo bajo tierra desde la roca hasta la meta, situada en el
gran árbol que crece junto al trigal.

Tomó aire y continuó.

– Tú te esconderás en un agujero bajo el árbol y cuando veas que el ratón


está llegando, sacarás la cabeza y gritarás “¡He ganado! Todos los sapos
somos muy parecidos y el ratón no se dará cuenta de que, en realidad,
eres tú y no yo quien estará en la meta.

– Está bien, querido. Así lo haré – respondió la señora sapo.

Al día siguiente, se reunieron en la roca el sapo y el ratón. Cuando sonó


la señal de salida, ambos se metieron bajo tierra y empezaron a correr.
Bueno, no exactamente… El ratón corrió y corrió a toda velocidad sin
mirar atrás, mientras que el sapo simuló que avanzaba  un poquito pero
en realidad regresó al punto de partida. Cuando el ratón estaba a punto
de llegar al árbol, la señora sapo sacó la cabeza y gritó:

– ¡Ya estoy aquí! ¡He ganado!

Al ratón se le desencajó la cara ¿Cómo era posible que el sapo hubiera


llegado antes?
– ¿Es usted mago o algo así? ¡Si no lo veo, no lo creo! Está bien:
haremos una nueva carrera, esta vez el camino contrario, de aquí a la
roca.

El sapo, que en realidad era la mujer, asintió con la cabeza. Se


prepararon para salir, dieron la señal y el ratón puso todas sus ganas en
llegar el primero. Se metió bajo tierra y corrió como un loco mientras la
mujer del sapo se quedaba quieta sin que el ratón, con las prisas, se diera
cuenta de que iba corriendo solo. Cuando faltaba muy poquito para
llegar, oyó una voz proveniente de una cabeza que asomaba junto a la
roca.

– ¡He vuelto a ganar! – gritó el sapo, a punto de reventar de felicidad


porque había conseguido engañar al ratón – ¡Celebraré mi victoria
tocando una melodía triunfal!

El sapo comenzó a tocar la flauta dando saltitos de alegría. El ratón se


sintió furioso y humillado. La ira le reconcomía y encima tenía que
soportar esa  insidiosa música que le sacaba de quicio. Pronto pasó de la
rabia a la tristeza, pues el sapo se apresuró a reclamarle lo que le debía.

– He ganado la apuesta – comentó el batracio sacudiéndose la tierra de la


panza – ¡Me quedo con tu casa!

El ratón tuvo que asumir que había perdido. Cabizbajo,  le dio las llaves
y se alejó en busca de un nuevo hogar.  El exceso de confianza en sí
mismo le había jugado una mala pasada. Se prometió que, a partir de
entonces, sería más humilde y no despreciaría a aquellos que, en
principio, parecen más débiles.
Los dos amigos y el oso

Adaptación de la fábula de Samaniego 


 
Dos hombres que se consideraban buenos amigos paseaban un día por la
montaña. Iban charlando tan animadamente que no se dieron cuenta de
que un gran oso se les acercaba. Antes de que pudieran reaccionar, se
plantó frente a ellos, a menos de tres metros.

Horrorizado, uno de los hombres corrió al árbol más cercano y, de un


brinco, alcanzó una rama bastante resistente por la que trepó a toda
velocidad hasta ponerse a salvo. Al otro no le dio tiempo a escapar y se
tumbó en el suelo haciéndose el muerto. Era su única opción y, si salía
mal, estaba acabado.

El hombre subido al árbol observaba a su amigo quieto como una estatua


y no se atrevía a bajar a ayudarle. Confiaba en que tuviera buena suerte y
el plan le saliera bien.

El oso se acercó al pobre infeliz que estaba tirado en la hierba y


comenzó a olfatearle. Le dio con la pata en un costado y vio que no se
movía. Tampoco abría los ojos y su respiración era muy débil. El animal
le escudriñó minuciosamente durante un buen rato y al final,
desilusionado, pensó que estaba  más muerto que vivo y se alejó de allí
con aire indiferente.

Cuando el amigo cobarde comprobó que ya no había peligro alguno,


bajó del árbol y corrió a abrazar a su amigo.

-¡Amigo, qué susto he pasado! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algún daño ese
oso entrometido? – preguntó sofocado.

El hombre, sudoroso y aun temblando por el miedo que había pasado, le


respondió con claridad.
– Por suerte, estoy bien. Y digo por suerte porque he estado a punto de
morir a causa de ese oso. Pensé que eras mi amigo, pero en cuanto viste
el peligro saliste corriendo a salvarte tú y a mí me abandonaste a mi
suerte. A partir de ahora, cada uno irá por su lado, porque yo ya no
confío en ti.

Y así fue cómo un susto tan grande sirvió para demostrar que no siempre
las amistades son lo que parecen.

Los carneros y el gallo


Adaptación de la fábula de Godofredo Daireaux

Una mañana de primavera todos los miembros de un rebaño se


despertaron sobresaltados a causa de unos sonidos fuertes y secos que
provenían del exterior del establo. Salieron en tropel a ver qué sucedía y
se toparon con una pelea en la que dos carneros situados frente a frente
estaban haciendo chocar sus duras cornamentas.

Un gracioso corderito muy fanático de los chismes fue el primero en


enterarse de los motivos y corrió a informar al grupo. Según sus fuentes,
que eran totalmente fiables, se estaban disputando el amor de una oveja
muy linda que les había robado el corazón.

– Por lo visto está coladita por los dos, y como no sabía a cuál elegir,
anoche declaró que se casaría con el más forzudo. El resto de la historia
os la podéis imaginar: los carneros se enteraron, quedaron para retarse
antes del amanecer y… bueno, ahí tenéis a los amigos, ahora rivales,
enzarzados en un combate.

El jefe del rebaño, un carnero maduro e inteligente al que nadie se


atrevía a cuestionar, exclamó:

– ¡Serenaos! No es más que una de las muchas peloteras románticas que


se forman todos los años en esta granja. Sí, se pelean por una chica, pero
ya sabemos que no se hacen daño y que gane quien gane seguirán siendo
colegas. ¡Nos quedaremos a ver el desenlace!

Los presentes respiraron tranquilos al saber que solo se trataba de un par


de jóvenes enamorados compitiendo por una blanquísima ovejita; una
ovejita que, por cierto, lo estaba presenciando todo con el corazón
encogido y conteniendo la respiración. ¿Quién se alzaría con la victoria?
¿Quién se convertiría en su futuro marido?… ¡La suerte estaba echada!

Esta era la situación cuando un gallo de colores al que nadie había visto
antes se coló entre los asistentes y se sentó en primera fila como si fuera
un invitado de honor. Jamás había sido testigo de una riña entre
carneros, pero como se creía el tipo más inteligente del mundo y adoraba
ser el centro de atención,  se puso a opinar a voz en grito demostrando
muy mala educación.

– ¡Ay madre, vaya birria de batalla!… ¡Estos carneros son más torpes
que una manada de elefantes dentro de una cacharrería!

Inmediatamente se oyeron murmullos de desagrado entre el público,


pero él se hizo el sordo y continuó soltando comentarios fastidiosos e
inoportunos.

– ¡Dicen por aquí que se trata de un duelo entre caballeros, pero la


verdad es que yo solo veo dos payasos haciendo bobadas!… ¡Eh,
espabilad chavales, que ya sois mayorcitos para hacer el ridículo!

Los murmullos subieron de volumen y algunos le miraron de reojo para


ver si se daba por aludido y cerraba el pico; de nuevo, hizo caso omiso y
siguió con su crítica feroz.

– Aunque el carnero de la derecha es un poco más ágil, el de la izquierda


tiene los cuernos más grandes… ¡Creo que la oveja debería casarse con
ese para que sus hijos nazcan fuertes y robustos!

Los espectadores le miraron alucinados. ¿Cómo se podía ser tan


desconsiderado?

– Aunque para ser honesto, no entiendo ese empeño en casarse con la


misma. ¡A mí me parece que la oveja en cuestión no es para tanto!
Los carneros, ovejas y corderos enmudecieron y se hizo un silencio
sobrecogedor. Sus caras de indignación hablaban por sí solas. El jefe de
clan pensó que, definitivamente, se había pasado de la raya. En nombre
de la comunidad, tomó la palabra.

– ¡Un poco de respeto, por favor!… ¡¿Acaso no sabes comportarte?!

– ¿Yo?  ¿Qué si sé comportarme yo?… ¡Solo estoy diciendo la verdad!


Esa oveja es idéntica a las demás, ni más fea, ni más guapa, ni más
blanca… ¡No sé por qué pierden el tiempo luchando por ella habiendo
tantas para escoger!

– ¡Cállate mentecato, ya está bien de decir tonterías!

El gallo puso cara de sorpresa y respondió con chulería:

– ¡¿Qué me calle?!… ¡Porque tú lo digas!

El jefe intentó no perder los nervios. Por nada del mundo quería que se
calentaran los ánimos y se montara una bronca descomunal.

– A ver, vamos a calmarnos un poco los dos. Tú vienes de lejos,


¿verdad?

– Sí, soy forastero, estoy de viaje. Venía por el camino de tierra que
rodea el trigal y al pasar por delante de la valla escuché jaleo y me metí a
curiosear.

– Entiendo entonces que como vives en otras tierras es la primera vez


que estás en compañía de individuos de nuestra especie…  ¿Me
equivoco?

El gallo, desconcertado, respondió:

– No, no te equivocas, pero… ¿eso qué tiene que ver?


– Te lo explicaré con claridad: tú no tienes ningún derecho a
entrometerte en nuestra comunidad y burlarte de nuestro
comportamiento por la sencilla razón de que no nos conoces.

– ¡Pero es que a mí me gusta decir lo que pienso!

– Vale, eso está muy bien y por supuesto es respetable, pero antes de dar
tu opinión deberías saber cómo somos y cuál es nuestra forma de
relacionarnos.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es, si se puede saber?

– Bueno, pues un ejemplo es lo que acabas de presenciar.  En nuestra


especie, al igual que en muchas otras, las peleas entre machos de un
mismo rebaño son habituales en época de celo porque es cuando toca
elegir pareja. Somos animales pacíficos y de muy buen carácter, pero ese
ritual forma parte de nuestra forma de ser, de nuestra naturaleza.

– Pero…

– ¡No hay pero que valga! Debes comprender que para nosotros estas
conductas son completamente normales. ¡No podemos luchar contra
miles de años de evolución y eso hay que respetarlo!

El gallo empezó a sentir el calor que la vergüenza producía en su rostro.


Para que nadie se diera cuenta del sonrojo, bajó la cabeza y clavó la
mirada en el suelo.

– Tú sabrás mucho sobre gallos, gallinas, polluelos, nidos y huevos, pero


del resto no tienes ni idea ¡Vete con los tuyos y deja que resolvamos las
cosas a nuestra manera!

El gallo tuvo que admitir que se había pasado de listillo y sobre todo, de
grosero, así que si no quería salir mal parado debía largarse cuanto
antes.  Echó un último vistazo a los carneros, que ahí seguían a lo suyo,
peleándose por el amor de la misma hembra, y sin ni siquiera decir adiós
se fue para nunca más volver.

El envidioso
Adaptación de la fábula de Juan Eugenio
Hartzenbusch
 

Un joven llamado Alfonso vivía en una bonita casa de paredes blancas y


tejado colorado, situada en las afueras de la ciudad. La vivienda estaba
rodeada de jardines floridos, sonoras fuentes de agua, y un enorme
huerto gracias al cual disfrutaba todo el año de verduras y hortalizas de
excelente calidad.

Alfonso era un tipo privilegiado que lo tenía todo, pero curiosamente se


sentía frustrado por no haber podido cumplir uno de sus grandes sueños:
llenar su propiedad de árboles frutales. Durante meses había intentado
cultivar distintas especies empleando todas las técnicas posibles, pero
por alguna extraña razón las semillas no germinaban, y si lo hacían, a las
pocas semanas las plantas se secaban. Con el paso del tiempo el hecho
de no tener un simple limonero le produjo una  sensación de fracaso que
no podía controlar

 
El huerto de Alfonso estaba delimitado por un muro de piedra tras el
cual vivía Manuel, su vecino y amigo de toda la vida. Él también tenía
una casa muy coqueta y un terreno donde cultivaba un montón de
productos del campo. Podría decirse que ambas propiedades eran muy
parecidas salvo por un ‘pequeño detalle’: Manuel tenía un hermosísimo
ejemplar de manzano que despertaba en Alfonso feos sentimientos de
rabia y celos.

– ¡Qué fastidio! Manuel tiene el manzano más impresionante que he


visto en mi vida. Si la calidad de nuestra tierra es igual y regamos con
agua del mismo pozo, ¿por qué en mi huerto no prosperan las semillas y
en el suyo sí?… ¡Es injusto!

En lo de que era impresionante Alfonso tenía toda la razón. El árbol


superaba los quince metros de altura y era tan frondoso que sus verdes
hojas ovaladas daban en verano una sombra magnífica. Ahora bien, lo
más bonito era verlo cubierto de flores en primavera y cargadito de
frutos los meses de verano. Si todas las manzanas de la comarca eran
fantásticas, las de ese manzano no tenían parangón: una vez maduras
eran tan grandes, tan amarillas, y tan dulces, que todo aquel que las
probaba las consideraba un auténtico manjar de los dioses.

Por fortuna Manuel era dueño de una obra de arte de la naturaleza, pero
su amigo Alfonso, en vez de alegrarse por él, empezó a sentir que una
profunda amargura se instalaba en lo más hondo de su corazón. Tan
fuerte y corrosiva era esa emoción, que en un arrebato de envidia decidió
destruir el maravilloso árbol.

– ¡Hasta aquí hemos llegado! Contaminaré la tierra donde crece ese


maldito manzano. Sí, eso haré: echaré tanta porquería sobre ella que las
raíces se debilitarán y eso provocará que el tronco se vaya destruyendo
lentamente hasta desplomarse. ¡Manuel es tan inocente que jamás sabrá
que fui yo quien se lo cargó!

Así pues, una noche de verano en la que salvo los grillos cantarines todo
el mundo dormía, se deslizó entre las sombras, trepó por el muro
cargado con un saco lleno de basura, avanzó sigilosamente hasta el árbol
y vació todo el contenido en su base. Cometida la fechoría regresó a
casa, se metió en la cama y durmió a pierna suelta sin sentir ningún tipo
de remordimiento.

A partir de ese momento la vida de Alfonso se centró en una sola cosa:


conseguir derribar el esplendoroso árbol de su amigo. El plan era
mezquino, miserable a más no poder, pero él se lo tomó como algo que
debía hacer a toda costa y no le dio más vueltas. Cada atardecer recogía
deshechos como  las pieles de las patatas, las raspas de los pescados que
guisaba, las cacas que las gallinas desperdigaban por todas partes… ¡Todo
acababa en el saco! Al llegar la noche, como si fuera un ritual, saltaba el
muro y lanzaba el apestoso despojos a los pies del árbol.

– ¡Hala, aquí tienes, todo esto es para ti!

De regreso  a su hogar se acostaba con una sonrisa dibujada en el rostro.


En ocasiones los nervios le impedían dormir y permanecía despierto
durante horas, regodeándose en su maquiavélico objetivo:

– La muerte de ese detestable manzano está muy cerca.  Será genial ver
cómo se pudre y acaba devorado por las termitas ¡Je, je, je!

¡Qué equivocado estaba el envidioso Alfonso! Al concebir su macabro


proyecto se le pasó por alto que cada vez que echaba restos de comida o
excrementos sobre la tierra la estaba abonando,  así que el resultado de
su acción fue que el árbol ni se pudrió ni se secó, sino que al contrario,
creció todavía más sano, más fuerte, más altivo. En pocas semanas
alcanzó un tamaño nunca visto para un ejemplar de su especie, sus ramas
se volvieron extremadamente  robustas, y lo más increíble, empezó a dar
manzanas gigantescas como sandías. Su dueño, consciente de que eran
únicas en el mundo, pudo venderlas a precio de oro y se hizo rico.

Durante años y a pesar de la evidencia, Alfonso siguió cometiendo la


torpeza de echar desperdicios sobre las raíces del manzano. ¡El muy
mentecato seguía convencido de que algún día lo vería desparecer!
Como te puedes imaginar nunca logró su propósito y su amigo Manuel
vivió cada vez mejor.

El Cordero envidioso
El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un
rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja.
Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y
carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía
a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los
granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y
concedían todos los caprichos.

Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo


para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que
mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante
tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y
acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si
al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas
gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una
amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su
comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a
base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su
propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por
lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a
base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa
vida.

 Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero


favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en
cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común,
echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir
la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba
estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el
planeta.

Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado:

– ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de
quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo
tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza!

– Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo!

– ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de


manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes
suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para
nosotros!

El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo


tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.

– La verdad es que como hasta reventar y este pienso está malísimo


comparado con las delicias que me dan, pero lo siento… ¡no soporto que
los demás disfruten de algo que yo no poseo!
La oveja se quedó de piedra pómez.

– ¿Me estás diciendo que te comes nuestra humilde comida por envidia?

El cordero se encogió de hombros y puso cara de indiferencia.

– Si quieres llamarlo envidia, me parece bien.

Ahora sí, la oveja entró en cólera.

– ¡Muy bien, pues tú te lo has buscado!

Sin decir nada más pegó un silbido que resonó en toda la granja.
Segundos después, treinta y tres ovejas y nueve carneros acudieron a su
llamada. Entre todos rodearon al desconsiderado cordero.

– ¡Escuchadme atentamente! Como ya sabéis, este cordero repeinado e


inflado a pasteles se come todos los días parte de nuestro pienso, pero lo
peor de todo es que no lo hace por hambre, no… ¡lo hace por envidia!
¿No es abominable?

El malestar empezó a palparse entre la audiencia y la oveja continuó con


su alegato.

– En un rebaño no se permiten ni la codicia ni el abuso de poder, así que,


en mi opinión, ya no hay sitio para él en esta granja. ¡Que levante la pata
quien esté de acuerdo con que se largue de aquí para siempre!

No hizo falta hacer recuento: todos sin excepción alzaron sus pezuñas.
Ante un resultado tan aplastante, la jefa del clan determinó su expulsión.

– Amigo, esto te lo has ganado tú solito por tu mal comportamiento.


¡Coge tus pertenencias y vete!

Eran todos contra uno, así que el cordero no se atrevió a rechistar. Se


llevó su cojín de seda oriental como único recuerdo de la opulenta vida
que dejaba atrás y atravesó la campiña a toda velocidad. Hay que decir
que una vez más la fortuna le acompañó, pues antes del anochecer llegó
a un enorme rancho que a partir de ese día se convirtió en su nuevo
hogar. Eso sí, en ese lugar no encontró niñas que le cepillaran el pelo, le
dieran agua con limón o le regalaran las sobras del asado. Allí fue,
simplemente, uno más en el establo.
La Bolsa de monedas

Adaptación del cuento popular judío


 

Hace mucho tiempo, en una ciudad de Oriente, vivía un hombre muy


avaro que odiaba compartir sus bienes con nadie y no sabía lo que era la
generosidad.

En una ocasión, paseando por la plaza principal, perdió una bolsa en la


que llevaba quinientas monedas de oro. Cuando reparó en ello se puso
muy nervioso y quiso recuperarla a toda costa.

¿Sabes qué hizo? Decidió llenar la plaza de carteles en los que había
escrito que quien encontrara su bolsa y se la devolviera, recibiría una
buena recompensa.

 
Quiso la casualidad que quien se tropezó con ella no fue un ladrón, sino
un joven vecino del barrio que leyó el anuncio, anotó la dirección y se
dirigió a casa del avaro.

Al llegar llamó a la puerta y muy sonriente le dijo:

– ¡Buenos días! Encontré su bolsa tirada una esquina de la plaza ayer por
la tarde  ¡Tenga, aquí la tiene!

El avaro, que también era muy desconfiado,  la observó por fuera y vio
que era igualita a la suya.

– Pasa, pasa al comedor. Comprobaré que está intacta.

Echó las monedas sobre la mesa y, pacientemente, las contó.  Allí


estaban todas, de la primera a la última.

El chico respiró aliviado y le miró esperando recibir la recompensa


prometida, pero el tacaño, en uno de sus muchos ataques de avaricia,
decidió que no le daría nada de nada. El muy caradura encontró una
excusa para no pagarle.

– Sí, es mi bolsa, no cabe duda, pero siento decirte que en ella había mil
monedas de oro, no quinientas.

– Señor ¡eso no es posible! Yo sería incapaz de robarle y presentarme


aquí con la mitad de sus monedas ¡Tiene que tratarse de un
malentendido!

– ¿Malentendido? ¡Aquí había mil monedas de oro así que lo siento pero
no te daré ninguna recompensa! ¡Ahora vete, te acompaño a la puerta!

¡El pobre muchacho se quedó helado! No había robado nada, pero no


podía demostrarlo. Se puso su sombrero y se alejó  triste y
desconcertado. El avaro, desde la puerta, vio cómo desaparecía entre la
niebla y después regresó al comedor con aire de chulería.
El muy fanfarrón le dijo a su esposa:

– ¡A listo no me gana nadie! He recuperado la bolsa y encima he dejado


a ese desgraciado sin el premio.

La mujer, que era buena persona, le contestó indignada.

– ¡Eso no se hace! A nosotros nos sobra el dinero y él merecía la


gratificación que habías prometido ¡Podía haberse quedado con el dinero
y no lo hizo! Id juntos a ver al rabino para que os dé su opinión sobre
todo esto.

Al avaro no le quedó más remedio que obedecer a su mujer  ¡Estaba tan


enfadada que cualquiera le decía que no!

Buscó al chico y acudieron a pedir ayuda al rabino, el hombre más sabio


de la región y el que solía poner fin a situaciones complicadas entre las
personas. Aunque ya era muy anciano, los recibió con los brazos
abiertos; Seguidamente, se sentó en un cómodo asiento a escuchar lo que
tenían que contarle.

El avaro relató su versión y cuando acabó, el rabino le miró a los ojos.

– Dime con sinceridad cuántas monedas de oro había en la bolsa que


perdiste.

El avaro era tan avaro que se atrevió a mentir descaradamente.

– Mil monedas de oro, señor.

El rabino le hizo una segunda pregunta muy clara.

– ¿Y cuántas monedas de oro había en la bolsa que te entregó este


vecino?

El tacaño respondió:

– ¡Sólo había quinientas, señor!


Entonces el rabino se levantó y alzando su voz profunda, sentenció:

– ¡No hay más que hablar! Si tú perdiste una bolsa con mil monedas y
ésta tiene sólo quinientas, significa que no es tu bolsa. Dásela a él, pues
no tiene dueño y es quien la ha encontrado.

– Pero yo me quedaré sin nada!

– Sí, así es. Tu única opción es esperar a que un día de estos aparezca la
tuya.

Y así fue cómo, gracias a la sabiduría del rabino, el avaro pagó sus
mentiras y sus calumnias quedándose sin su propia bolsa.

 
El rey prudente

Había una vez un rey que vivía en un lejano país asiático. Era un hombre
muy querido por todos. No era ambicioso y estaba convencido de que las
guerras no servían para nada. Su lema era que su pueblo fuera feliz,
tuviera trabajo y viviera en paz. Todos le consideraban un monarca justo
y trabajador. Vivía con a su familia en un palacio bastante sencillo y sin
grandes lujos, pues no quería suscitar envidias entre sus súbditos.

Cierto día, el mayordomo entró en sus aposentos para comunicarle que


la mesa estaba servida, así que bajó hasta el comedor dispuesto a devorar
un delicioso plato de arroz con brotes de soja ¡Qué bien preparaban la
comida en las cocinas de palacio! Se sentó en su silla de siempre y,
cuando se disponía a coger los palillos para comer, se quedó
observándolos y llamó a su consejero.

– Dígame, señor… ¿En qué puedo ayudarle?

 
– Llevo años utilizando estos palillos. La madera ya está muy desgastada
y necesito que me traigáis otros. Quiero que habléis con el orfebre y le
encarguéis unos palillos de marfil y esmeraldas para mí.

El consejero, un anciano bajito y huesudo, clavó su mirada profunda en


el rey, quien al momento  comprendió que tenía algo muy importante
que decirle.

– Majestad… Le comunico que dejo mi cargo de consejero. Si es


posible, busque a alguien que me sustituya antes del anochecer.

El rey se quedó de piedra ¿Por qué le decía eso? ¿Sólo porque le había
pedido unos nuevos palillos? No entendía nada.

– ¿Qué te sucede? ¿Por qué ya no quieres seguir trabajando para mí? –


preguntó el rey extrañadísimo.

– Verá, majestad… No puedo atender a vuestra petición.

El rey no salía de su asombro y el fiel consejero continuó su explicación.

– Usted me pide que cambie sus modestos palillos de madera por otros
de marfil y esmeraldas. Estoy seguro de que una vez que los tengáis,
querréis que el orfebre os haga una vajilla de oro. Cuando os veáis
rodeado de semejante lujo, diréis que vuestras ropas no son las
adecuadas para sentarse a una mesa tan elegante y encargaréis a vuestro
sastre que os haga capas de seda y zapatos de terciopelo.

El consejero paró para tomar aliento. Su voz llenaba el salón y el


silencio entre los asistentes era absoluto. Sólo se rompió cuando el rey le
pidió que continuara hablando.

– Siga, por favor…

– Señor, uno no debe dejarse llevar por la ambición. Cuanta más riqueza
tenga, más querrá. Llegará un momento en que sus caprichos no tendrán
límite. Otros reyes, en el pasado, pecaron de avaricia: siempre querían
más y más y acabaron convirtiéndose en tiranos con su pueblo. Yo no
quiero que esto le suceda a vos, pues le aprecio como rey y como amigo.
Y si es así, yo no quiero estar aquí para verlo.

El rey comenzó a llorar emocionado. Las lágrimas resbalaban


lentamente por sus redondas mejillas. Los consejos que acababa de
escuchar le habían llegado al corazón.

– Tienes toda la razón – dijo con voz serena – No necesito nada. Gracias
por ser tan sincero conmigo.

El rey cogió los viejos palillos de madera y con una sonrisa dibujada en
su cara, comenzó a degustar la comida, que ese día le supo más rica que
nunca.

La historia corrió de boca en boca por todo el reino y desde ese día, sus
súbditos le bautizaron como “El Rey Prudente”.
El labrador y el árbol

Adaptación de la fábula de Esopo

Había una vez un campesino que se pasaba el día cuidando sus tierras.
En ellas crecían muchos productos de la huerta y decenas de árboles
frutales. Con mucho esmero cultivaba hortalizas con las que después
elaboraba deliciosos guisos y sopas. En cuanto a los árboles,  le
proporcionaban ricas manzanas, naranjas jugosas  y otras frutas
maduradas al sol.

Arrinconado, en una esquina de la finca, había  un arbolito que nunca


daba frutos. Era pequeño y ni siquiera en primavera nacía de él una sola
flor. Era un árbol tan feo que la mayoría de los animales le ignoraban,
pues sólo tenían ojos para los frondosos y floridos árboles que
abundaban por allí. Parecía que su única misión en la vida era servir de
refugio a los gorriones y a una familia de cigarras de esas que no paran
cantar a todas horas.

Un día, el labrador se hartó de verlo y decidió deshacerse de él.

– ¡Ahora mismo voy a acabar con ese árbol! No me sirve para nada, afea
mi finca y sólo está ahí para incordiar.

Abrió la caja de herramientas, se puso unos guantes y empuñó un hacha


afiladísima. Atravesó  sus ricas tierras y se acercó al árbol, dispuesto a
talarlo. Justo antes del primer impacto sobre el tronco, los gorriones
comenzaron a suplicar.

– ¡No, por favor, no lo hagas!

– ¡Claro que lo haré! La vida de este árbol ha llegado a su fin.

– ¡No, no! Este arbolito es nuestro hogar. Sus hojas, aunque son
pequeñas, nos protegen del sol y aquí construimos nuestros nidos.

– ¡Y a mí qué me importa! Es un árbol horrible e inútil.

Sin atender a las súplicas de los pajaritos, asestó su primer hachazo. El


árbol se tambaleó un poco y el ruido despertó a  las cigarras que se
escondían en la corteza del tronco. Un poco mareadas, se encararon con
el campesino.

– ¿Pero qué hace? – ¡No mate este árbol, por favor!

– ¿Quién me habla?

– ¡Somos nosotras, las cigarras! Estamos frente a usted, en el árbol. Si lo


destruye, no sabremos a dónde ir. Es nuestra casa desde hace años y
somos felices viviendo aquí.
– ¡Paparruchas! ¡No me vais a convencer! Usaré la madera para
encender la chimenea en invierno ¡Vuestra vida y vuestros problemas
me dan igual!

Atizó otro golpe al árbol y todos los animalillos tuvieron que aferrarse a
él con fuerza para no rodar al suelo ¡Todo parecía perdido! Cuando dio
el tercer golpe, el hacha impactó en una rama donde había un panal. Sin
querer lo rozó y abrió en él una fina grieta. Gotitas de miel comenzaron a
caer sobre su cara y resbalaron por sus labios.

¡Qué rica estaba! ¡Quién le iba a decir que escondido entre las ramas
había un panal de rica miel! Tiró la herramienta y saboreó el néctar de
oro hasta el empacho. No, pensándolo mejor, no podía talarlo. Miró a los
animales, y les dijo:

– ¡Está bien! ¡Este árbol se queda aquí! A partir de ahora, lo mimaré


para que las abejas vivan a gusto y fabriquen miel para mí.

Los animales respiraron tranquilos pero, en el fondo,  se sintieron muy


tristes al darse cuenta  del egoísmo del labrador. No preservó el árbol por
afecto a la naturaleza ni por respeto a quienes  vivían en él, sino porque
al descubrir el panal, vio que podía sacarle provecho.
La gallinita roja

Adaptación del cuento popular de Byron Barton

 Había una vez una granja donde todos los animales vivían felices. Los
dueños cuidaban de ellos con mimo y no les faltaba de nada. En cuanto
el gallo anunciaba la salida del sol, todos se ponían en marcha y
realizaban sus funciones con agrado. Siempre tenían a su disposición
alimentos para comer y un lecho caliente sobre el que descansar.

El terreno que rodeaba la casa principal era muy amplio y con suficiente
espacio para que los caballos pudieran trotar, los cerdos revolcarse en el
barro y, las vacas, pastar a gusto mientras hacían sonar sus cencerros de
latón. Entre las patas de los grandes animales siempre correteaba algún
pollito que se esmeraba en aprender a volar bajo la mirada atenta de las
gallinas.

Una de esas gallinitas era roja y se llamaba Marcelina. Un día que estaba
muy atareada  escarbando entre unas piedras, encontró un grano de trigo.
Lo cogió con el pico y se quedó pensando en qué hacer con él. Como era
una gallina muy lista y hacendosa, tuvo una idea fabulosa. 

– ¡Ya lo tengo! Sembraré este grano e invitaré a todos mis amigos a


comer pan.

Contentísima, fue en busca de aquellos a los que más quería.

– ¡Eh, amigos! ¡Mirad lo que acabo de encontrar! Es un hermoso grano


de trigo dorado ¿Me ayudáis a plantarlo?

– Yo no – dijo el pato.

– Yo no – dijo el gato.

– Yo no – dijo el perro.

– Está bien – suspiró la gallinita roja – Yo lo haré.

Marcelina se alejó un poco apesadumbrada y buscó el lugar idóneo para


plantarlo. Durante días y días regó el terreno y vigiló que ningún pájaro
merodeara por allí. El trabajo bien hecho dio un gran resultado. Feliz,
comprobó cómo nacieron unas plantitas que se convirtieron en espigas
repletas de semillas.

 ¡La gallina estaba tan contenta!…  Buscó a sus amigos e hizo una
reunión de urgencia.

– Queridos amigos… Mi semilla es ahora una preciosa planta. Debo


segarla para recoger el fruto ¿Me ayudáis?

– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.

– Yo no – dijo el perro.

– En fin… Si no queréis echarme una mano, tendré que hacerlo yo solita.

La pobre Marcelina se armó de paciencia y se puso manos a la obra. La


tarea de segar era muy dura para una gallina tan pequeña como ella, pero
con tesón consiguió su objetivo y cortó una a una todas las espigas.

Agotada y sudorosa recorrió la granja para reunir de nuevo a sus amigos.

– Chicos… Ya he segado y ahora tengo que separar el grano de la paja.


Es un trabajo complicado y me gustaría contar con vosotros para
terminarlo cuanto antes ¿Quién de vosotros me ayudará?

– Yo no – dijo el pato.

– Yo no – dijo el gato.

– Yo no – dijo el perro.

– ¡Vale, vale! Yo me encargo de todo.

¡La gallina no se lo podía creer! ¡Nadie quería echarle una mano! Se


sentó y con su piquito, separó con mucho esmero los granos de trigo de
la planta. Cuando terminó era tan tarde que sólo pudo dormir unos
minutos antes del canto del gallo.

Durante el desayuno los ojillos se le cerraban y casi no tenía fuerzas para


hablar. Era tanto su agotamiento que apenas sentía hambre.  Además,
estaba enfadada por la actitud de sus amigos, pero aun así decidió
intentarlo una vez más.

– Ya he sembrado, segado y trillado. Ahora necesito que me ayudéis a


llevar los granos de trigo al molino para hacer harina ¿Quién se viene
conmigo?
– Yo no – dijo el pato.

– Yo no – dijo el gato.

– Yo no – dijo el perro.

– ¡Muy bien! Yo llevaré los sacos de trigo al molino y me encargaré de


todo.

¡La gallina estaba harta! Nunca les pedía favores y, para un día que
necesitaba su colaboración, escurrían el bulto. Se sentía traicionada.
Suspiró hondo y dedicó el día entero a transportar y moler el trigo, con el
que elaboró una finísima harina blanca.

Al día siguiente se levantó más animada. El trabajo duro ya había pasado


y ahora tocaba la parte más divertida y apetecible. Con harina, agua y sal
hizo una masa y elaboró deliciosas barras de pan. El maravilloso olor a
hogazas calientes se extendió por toda la granja. Cómo no, los primeros
en seguir el rastro fueron sus supuestos tres mejores amigos, que
corrieron  en su busca con la esperanza de zamparse un buen trozo.

En cuanto les vio aparecer, la gallinita roja les miró fijamente y con voz
suave les preguntó:

– ¿Quién quiere probar este apetitoso pan?

– ¡Yo sí! – dijo el pato.

– ¡Yo sí! – dijo el gato.

– ¡Yo sí! – dijo el perro.

La gallina miró a sus amigos y les gritó.

– ¡Pues os quedáis con las ganas! No pienso compartir ni un pedazo con


vosotros. Los buenos amigos están para lo bueno y para lo malo. Si no
supisteis estar a mi lado cuando os necesité, ahora tenéis que asumir las
consecuencias. Ya podéis largaros porque este pan será sólo para mí.

El pato, el gato y el perro se alejaron cabizbajos mientras la gallina daba


buena cuenta del riquísimo pan recién horneado. Y colorín colorado, este
cuento se ha acabado.

La almohada maravillosa

Hace muchísimos años un anciano muy sabio paseaba despacito por un


sendero que conducía a la pequeña aldea donde vivía. Iba cargado con
un saco, y entre el peso y tanto andar, empezó a notar que sus piernas
estaban cansadas y necesitaba reponer fuerzas.

Descubrió una arboleda donde daba la sombra y decidió que ese era el
lugar adecuado para hacer un alto en el camino. Buscó el árbol más
frondoso, puso una esterilla a sus pies, se sentó en ella, y para estar más
cómodo apoyó la espalda en el tronco ¡Descansar un rato le vendría muy
bien!

Casualmente pasó por allí un joven campesino.


 

– ¡Buenas tardes, señor!

El anciano le dedicó una sonrisa e hizo un gesto con la mano derecha


para que se sentase a su lado.

– Si quieres descansar tú también, compartiremos la esterilla y nos


haremos compañía.

El chico aceptó la invitación y los dos se pusieron a charlar. Después de


una hora de animada conversación, el joven, de forma inesperada, le
confesó una pena que llevaba muy dentro del corazón.

– Estamos aquí, riendo y pasando un rato agradable… Seguro que usted


piensa que soy un hombre feliz, pero las apariencias engañan: mi vida es
un desastre y me siento muy desdichado.

El anciano le miró fijamente.

– ¿Y por qué no eres feliz? Eres un chico guapo, estás sano, y gracias a
tu trabajo en el campo siempre tienes comida que llevarte a la boca ¿No
te parecen suficientes motivos para sentirte dichoso?

El campesino, con los ojos llorosos, se sinceró.

– ¡Mire qué pinta tengo! Mi ropa es vieja y a pesar de que trabajo quince
horas diarias sólo puedo permitirme comer pan, sopa y con suerte, carne
un par de veces al mes ¡Mi sueño es convertirme en un hombre rico para
disfrutar de las cosas buenas de la vida!

El viejo le preguntó con curiosidad.

– ¿Y cuáles son para ti las cosas buenas de la vida?

Al joven se le iluminó la cara.


– ¡Pues está muy claro! Tener dinero para vestir como un señor,
comprarme una bonita casa y comer lo que me apetezca, pero por
desgracia, los sueños nunca se hacen realidad.

Nada más pronunciar estas palabras, el campesino, como por arte de


magia, se quedó profundamente dormido. El anciano, sin hacer ruido,
sacó una almohada de su saco y se la colocó bajo la cabeza para que
estuviera más cómodo.

Mientras escuchaba los ronquidos,  susurró:

– ¡Esta almohada hará realidad todos tus deseos!

¡Y es que la almohada no era una almohada normal! No era blanda ni


estaba cosida por los lados como todas, sino que era de porcelana y tenía
forma de tubo abierto por los lados.

El chico, apoyado plácidamente sobre ella, comenzó a tener un sueño


maravilloso.

¿Quieres saber qué soñó?…

Soñó que era el propietario de una elegante casa por la que pululaban un
montón de sirvientes, todos a su disposición; por supuesto, iba ataviado
con ropa elegante porque ya no era un simple campesino sino un hombre
sabio experto en leyes ¡Tenía una vida maravillosa, la que siempre había
querido!

El sueño fue muy largo y lo vivió como si fuera absolutamente real. Tan
largo fue que hasta pasó el tiempo y conoció a una mujer bellísima de la
que se enamoró perdidamente. Por suerte fue correspondido, se casaron
y tuvieron cuatro hijos.

Su vida era increíble, pero se convirtió en perfecta cuando el rey en


persona le nombró su consejero principal. Empezó a rodearse de gente
importante que se pasaba el día haciéndole la pelota y obsequiándole con
fabulosos regalos  ¡Ahora sí que había conseguido todo y se consideraba
el tipo más afortunado de la tierra!

Así fue hasta que un día las cosas se torcieron. Sucedió algo terrible: un
ministro del rey, que le tenía mucha envidia, le acusó de ser un traidor.
No era cierto, pero no pudo demostrarlo y  fue llevado ante un tribunal.

Con las manos atadas, tuvo que escuchar el veredicto del juez.

– ¡Este tribunal le declara culpable de traición al soberano! El castigo


será el destierro. A partir de hoy, deberá abandonar el país y se le
quitarán todos sus bienes.

– ¡Pero si yo no he hecho nada, soy inocente!

– ¡Silencio en la sala! Como acabo de decir, el estado se quedará con


todo lo que tiene. Nadie podrá darle trabajo y sólo se le permitirá pedir
limosna por las calles ¡Vivirá sin nada el resto de su vida! ¡Dicho esto,
que se cumpla la sentencia!

El pánico le invadió y dio un grito de terror que le despertó. Estaba


empapado en sudor y le temblaban las manos. Desconcertado, abrió los
ojos y vio que a su lado estaba el anciano acariciándole la frente para
que se calmara ¡El sueño maravilloso se había convertido en una horrible
pesadilla!

– ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Has dormido un buen rato!

El chico contestó con la voz entrecortada:

– He tenido un sueño… ¡un sueño espantoso! Bueno, al principio fue


bonito porque yo era un hombre rico e importante,  pero alguien me
traicionó y me acusó de algo que no había hecho ¡y me condenaron a
vivir en la miseria!
– ¡Vaya!… ¿Y qué piensas ahora?

El chico se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones, y le dijo sin


dudar:

– ¡Pues que ya no quiero ser un hombre importante! Prefiero seguir con


mi vida sencilla y tranquila donde no hay gente envidiosa ni falsos
amigos. Pensándolo bien, tampoco me va tan mal ¿verdad?

El anciano le guiñó un ojo y le tendió la mano para despedirse.

– Hasta siempre, joven. Espero que a partir de ahora disfrutes de lo que


tienes y sepas apreciar que la felicidad no siempre está en tenerlo todo,
sino en apreciar las pequeñas cosas que nos rodean.

– Así lo haré, señor. Estoy encantado de haberle conocido y espero que


nos veamos en otra ocasión.

– ¡Seguro que sí!

El muchacho se alejó silbando de alegría rumbo a su modesta casa; el


octogenario, con mucho mimo, guardó su valiosa y extraña almohada en
el saco, por si volvía a necesitarla en otra ocasión.
Las arañas de Navidad

Adaptación de una leyenda alemana

La Navidad había llegado a Alemania y cómo no, también a un


pueblecito escondido entre las nevadas montañas. Como cada año, todos
sus habitantes se disponían a celebrar las fiestas en familia. Eran días
especiales y las casas tenían que estar relucientes, así que se
preocupaban por limpiar sus hogares y alegrarlos con la preciosa
decoración navideña.
Sucedió que en una de esas casas habitaba un grupo de arañas de patas
largas y cuerpo delgado, de esas feúchas pero totalmente inofensivas.
Siempre permanecían escondidas en una esquina del comedor, ocultas
tras un aparador de madera con tiradores de bronce. Llevaban allí varias
semanas y el sitio escogido parecía seguro. Habían tejido sus resistentes
telarañas y hasta el momento habían permanecido intactas.

No contaban con que la dueña, dispuesta a que su casa fuera la más


limpia de todas, aparecería con la escoba de un momento a otro.
Desgraciadamente, eso fue lo que sucedió. La mujer corrió las mesas y
las sillas, las estanterías y los muebles, para barrer hasta la última mota
de polvo. Las arañas, por suerte, se dieron cuenta a tiempo de que se
acercaba a su esquinita y salieron despavoridas antes de ser arrasadas por
el implacable cepillo de la escoba. Se ocultaron en una viga del techo y
vieron cómo la señora hacía desaparecer  las telarañas  que tanto trabajo
les había costado fabricar.

Llegó el día 24 de diciembre y desde su escondite,  vieron a la familia


reunida en el salón para montar un precioso árbol de Navidad, lleno de
lazos y muñequitos de madera. Cuando terminaron, padres e hijos
disfrutaron de una opípara cena y cantaron villancicos hasta bien entrada
la noche. Sobre las dos de la mañana, todos se fueron a dormir.

Las arañitas estaban deseando  ver ese precioso árbol más de cerca, así
que cuando  en toda la casa reinó el silencio, bajaron por la pared y
treparon ágilmente por las ramas del abeto. Disfrutaron muchísimo
recorriendo el arbolito navideño, deslizándose por sus adornos y
sintiendo las cosquillas de las piñas en sus tripas. Iban de aquí para allá
soltando hilos de seda y al final, tanto se movieron, que el árbol quedó
cubierto por una enorme telaraña.
Ni se enteraron de que por la chimenea apareció Santa Claus, que venía
a dejar los regalos a los niños. Al acercarse al árbol, vio que estaba lleno
de arañitas y que no se veían los adornos porque estaban cubiertos por
una grande y tupida tela de araña gris. Sintió ternura por esos bichitos
que tan bien se lo estaban pasando ¡Al fin y al cabo, para ellas también
era Navidad!

Sonriendo les preguntó si querían quedarse para siempre viviendo en ese


árbol. Las arañitas contestaron que sí, entusiasmadas. Santa Claus tocó
el árbol y se hizo la magia: las arañitas se convirtieron en preciosos
adornos dorados y las telarañas, en brillantes guirnaldas e hilos de plata
que embellecieron y dieron luz al árbol de Navidad.

Desde entonces muchos alemanes decoran con largas cintas sus árboles
y no se olvidan de comprar un adorno con forma de arañita, en recuerdo
a esta hermosa leyenda.
El lobo y el perro dormido

Adaptación de la fábula de Esopo


 
Había una vez un perro que solía pasar las horas muertas en el portal de
la casa de sus dueños. Le encantaba estar allí durante horas pues era un
sitio fresco y disfrutaba viendo pasar a la gente que iba y venía del
mercado. La tarde era su momento favorito porque se tumbaba encima
de una esterilla, apoyaba la cabeza sobre las patas y gozaba de una
plácida y merecida siesta.

En cierta ocasión dormía profundamente cuando un lobo salió de la


oscuridad y se abalanzó sobre él, dispuesto a propinarle un buen
mordisco. El perro se despertó a tiempo y asustadísimo, le rogó que no
lo hiciera.

– ¡Un momento, amigo lobo! – gritó dando un salto hacia atrás – ¿Me
has visto bien?

El lobo frenó en seco y le miró de arriba abajo sin comprender nada.

– Sí… ¿Qué pasa?

– ¡Mírame con atención! Como ves, estoy en los huesos, así que poco
alimento soy para ti.

– ¡Me da igual! ¡Pienso comerte ahora mismo! – amenazó el lobo


frunciendo el hocico y enseñando a la pobre víctima sus puntiagudos
colmillos.

– ¡Espera, te propongo un trato! Mis dueños están a punto de casarse y


celebrarán un gran banquete. Por supuesto yo estoy invitado y
aprovecharé para comer y beber hasta reventar.

– ¿Y eso a mí que me importa? ¡Tu vida termina aquí y ahora!

– ¡Claro que importa! Comeré tantos manjares que engordaré y luego tú


podrás comerme ¿O es que sólo quieres zamparte mi pellejo?
El lobo pensó  que no era mala idea y que además, el perro parecía muy
sincero. Llevado por la gula, se dejó convencer  y aceptó el trato.

– ¡Está bien! Esperaré a que pase el día de la boda y por la tarde a esta
hora vendré a por ti.

– ¡Descuida, amigo lobo! ¡Aquí en el portal me encontrarás!

El perro vio marcharse al lobo mientras por su cara caían gotas de sudor
gordas como avellanas ¡Se había salvado por los pelos!

Llegó el día de la fiesta y por supuesto el  perro, muy querido por toda la
familia, participó en el comida nupcial. Comió, bebió y bailó hasta que
se fue el último invitado. Cuando el convite terminó, estaba tan agotado
que no tenía fuerzas más que para dormir un rato y descansar, pero
sabiendo que el lobo aparecería por allí, decidió no bajar al portal sino
dormir al fresco en el alfeizar de la ventana. Desde lo alto, vio llegar al
lobo.

– ¡Eh, perro flaco! ¿Qué haces ahí arriba? ¡Baja para cumplir lo
convenido!

– ¡Ay, lobo, perdiste tu oportunidad! No seré yo quien vuelva a disfrutar


de mis largas siestas en el portal. A partir de ahora, pasaré las tardes
tumbado en la ventana, contemplando las copas de los árboles y
escuchando el canto de los pajarillos. ¡Aprender de los errores es de
sabios!

Y dicho esto,  se acurrucó tranquilo y el lobo se fue con la cabeza gacha
por haber sido tan estúpido y confiado.

Moraleja: como nos enseña esta fábula, hay que aprender de los errores
que muchas veces cometemos. Incluso de las cosas negativas que
vivimos podemos extraer enseñanzas positivas  y útiles para el futuro.
El hombre que quería ver el mar

Adaptación de la antigua fábula de la India 

Había una vez un hombre que vivía en un pueblecito del interior de la


India. Toda su vida se  había dedicado a trabajar duramente para poder
sobrevivir. Jamás se había permitido lujo alguno  y todo lo que ganaba lo
destinaba a mantener su casa y comprar unos pocos  alimentos.
Su día a día carecía de emociones y entretenimientos, pero nunca se
quejaba de su suerte. Pensaba que era lo que le había tocado vivir y se
conformaba sin rechistar.

Sólo había algo que deseaba con todas sus fuerzas: ver el mar. Desde
pequeño se preguntaba si sería tan espectacular como algunos ancianos,
que en otro tiempo habían sido pescadores, le habían contado.  Le
fascinaba escuchar sus historias, plagadas de anécdotas sobre enormes
peces y tremendos oleajes que derribaban barcos de una sola embestida.
Sí… Ver el mar era su único deseo antes de morir.

Durante años, guardó cada semana una moneda con el fin de ahorrar y
algún día poder emprender ese deseado viaje que le llevaría a la costa.

Una mañana, por fin, el hombre sintió que ya había trabajado bastante y
que el gran  momento de cumplir su sueño había llegado. Cogió la
oxidada cajita de metal  donde puntualmente guardaba el poco dinero
que le sobraba y contó unas decenas de rupias ¡Tenía ahorros suficientes
para poder permitirse ser un viajero libre como el viento durante una
semana!

La ilusión le desbordaba y preparó todo con mucho esmero: la ropa, el


calzado, las provisiones que debía llevar… En cuanto tuvo todo listo,
tomó el primer tren hacia la costa y, una vez instalado, se quedó dormido
a pesar del ruido de la gente y de los animales que iban en los  vagones
de carga.

El aviso de que había llegado a su destino le despertó. Cogió el petate y,


emocionado, corrió a ver el mar. Cuando sus ojos se abrieron frente a él,
se llenaron de lágrimas de felicidad.
– ¡Oh, qué hermoso es! Mucho más grande y azul de lo que me había
imaginado….

Se quitó las sandalias y sintió la fina arena bajo sus pies. Muy despacio,
caminó hasta la orilla dejando que la brisa del atardecer bañara su cara.
Después, en silencio, contempló las olas, escuchó su increíble sonido y,
entonces, se agachó para probar el agua. Juntó sus manos, dejó que se
inundaran y bebió un poco. De repente, su cara reflejó un inesperado
gesto de desagrado; frunció los labios e inmediatamente, escupió el
líquido de su boca. Un poco abatido, suspiró:

– ¡Qué pena!… ¡Con lo maravilloso que es el mar y lo mal que sabe!

Moraleja: A veces nos ilusionamos tanto con algo que queremos tener
que lo imaginamos perfecto y más grandioso de lo que es en realidad;
por eso, cuando por fin lo conseguimos, siempre hay algo que nos
decepciona. No pasa nada si las cosas no son o no suceden exactamente
tal y como deseamos. Lo mejor es ser positivos y ver siempre la parte
buena de todo lo que nos ofrece la vida.
Las dos vasijas

Adaptación del cuento anónimo de la India

 Había una vez un aguador que vivía en la India. Su trabajo consistía en


recoger agua para después venderla y ganar unas monedas. No tenía
burro de carga, así que la única manera que tenía para transportarla era
en dos vasijas colocadas una a cada extremo de un largo palo que
colocaba sobre sus hombros.
El hombre caminaba largos trayectos cargando las vasijas, primero
llenas y vacías a la vuelta. Una de ellas era muy antigua y tenía varias
grietas por las que se escapaba el agua. En cambio la otra estaba en
perfecto estado y guardaba bien el agua, que llegaba intacta e incluso
muy fresca a su destino.

La vasija que no tenía grietas se sentía maravillosamente. Había sido


fabricada para realizar la función de transportar agua y cumplía su
cometido sin problemas.

 – ¡El aguador tiene que estar muy orgulloso de mí! – presumía ante su
compañera.

En cambio, la vasija agrietada se sentía fatal. Se veía a sí misma


defectuosa y torpe porque iba derramando lo que había en su interior. Un
día, cuando tocaba regresar a casa, le dijo al hombre unas sinceras
palabras.

– Lo siento muchísimo… Es vergonzoso para mí no poder cumplir mi


obligación como es debido. Con cada movimiento se escapa el líquido
que llevo dentro porque soy imperfecta. Cuando – llegamos al mercado,
la mitad de mi agua ha desaparecido por el camino.

El aguador, que era bueno y sensible, miró con cariño a la apenada


vasija y le habló serenamente.

– ¿Te has fijado en las flores que hay por la senda que recorremos cada
día?

– No, señor… Lo cierto es que no.

– Pues ahora las verás ¡Son increíblemente hermosas!

Emprendieron la vuelta al hogar y la vasija, bajando la mirada, vio cómo


los pétalos de cientos de flores de todos los colores se abrían a su paso.
– ¡Ahí las tienes! Son una preciosidad ¿verdad? Quiero que sepas que
esas hermosas flores están ahí gracias a ti.

– ¿A mí, señor?…

La vasija le miró con incredulidad. No entendía nada y sólo sentía pena


por su dueño y por ella misma.

– Sí… ¡Fíjate bien! Las flores sólo están a tu lado del camino. Siempre
he sabido que no eras perfecta y que el agua se escurría por tus grietas,
así que planté semillas por debajo de donde tú pasabas cada día para que
las fueras regando durante el trayecto. Aunque no te hayas dado cuenta,
todo este tiempo has hecho un trabajo maravilloso y has conseguido
crear mucha belleza a tu alrededor.

La vasija se sintió muy bien contemplando lo florido y lleno de color


que estaba todo bajo sus pies ¡Y lo había conseguido ella solita!

Comprendió lo que el aguador quería transmitirle: todos en esta vida


tenemos capacidades para hacer cosas maravillosas aunque no seamos
perfectos. En realidad, nadie lo es. Hay que pensar que, incluso de
nuestros defectos, podemos sacar cosas buenas para nosotros mismos y
para el bien de los demás.

 
Lectura con adivinanzas

Para ser más elegante no usa guante ni chaqué, solo cambia en


un instante por una "efe" la "ge".
------------------------------

El roer es mi trabajo,
el queso mi aperitivo
y el gato ha sido siempre
mi más temido enemigo---------------------------------

Vuelo de noche, duermo de día y nunca verás plumas


mías--------------------------------.

Cuando nada en los ríos parece


un tronco flotante,
pero si muestra sus dientes
todos huyen al instante-----------------------------------.
Me divierto leyendo refranes.
Poemas para leer
Lectura y aventuras
La Leyenda del Tambor

Adaptación de la leyenda de África


 

Cuenta una vieja leyenda de África que hace cientos de años, por
aquellas tierras, los monos se pasaban horas contemplando la Luna. Se
reunían por las noches cuando el cielo estaba despejado y se quedaban
pasmados ante su hermosura. Podían estar horas sin pestañear,
fascinados por tanta belleza. A menudo comentaban que si vista desde
lejos era tan bonita, de cerca habría de ser aún más espectacular.

Un día decidieron  por consenso que,  para comprobarlo, viajarían hasta


la ella. Como los monos no tienen alas, su única opción era subirse unos
encima de otros formando una larga torre. Los más fuertes se quedaron
en los puestos de abajo y los más flacos fueron trepando con agilidad,
hasta formar una inmensa columna de monos. La torre parecía sólida,
pero  resultó no ser así. Era demasiado alta y a los que estaban en la base
les fallaron las fuerzas. El resultado fue que empezó a tambalearse y se
derrumbó. Miles de monos cayeron al suelo. Para ser más exactos,
cayeron todos menos uno, pues el que estaba arriba del todo logró
engancharse con la cola al cuerno de la Luna.

La pálida Luna se echó a reír. Le parecía muy  gracioso ver a ese monito
tan simpático colgado boca abajo agitando los brazos. Le ayudó a
ponerse en pie y, para darle las gracias por tan improvisada visita, le
regaló un tambor ¡El mono se puso muy contento! Nunca había visto
ninguno porque en la tierra los tambores todavía no existían. La Luna se
convirtió en su maestra y le enseñó a tocarlo ¡Quería que se convirtiera
en un buen músico!

Pero como siempre, todo lo bueno se acaba y llegó el momento de


regresar a casa. La Luna se despidió con ternura del mono y preparó una
larga cuerda para que se deslizase por ella. Sólo le hizo una advertencia:
no debía tocar el tambor hasta que llegara a la tierra. Si desobedecía,
cortaría la soga.

El mono prometió que así sería, pero durante el trayecto de bajada no


pudo resistir la tentación y, a mitad de camino, comenzó a golpear su
tambor. El sonido  resonó en el espacio y llegó a oídos de la Luna, que
muy enojada, cortó la cuerda. El mono atravesó las nubes y el arco iris a
toda velocidad, cayendo en picado sobre la tierra.

¡El golpe fue morrocotudo! Le dolía hasta el último hueso y se hizo


heridas importantes. Por suerte, una muchacha de una tribu cercana le
encontró tirado junto a su tambor y, apiadándose de él,  le cuidó en su
cabaña hasta que consiguió recuperarse.
Según dice la leyenda, ese fue el primer tambor que se conoció en
África. A los indígenas les gustó tanto cómo sonaba  que comenzaron a
fabricar tambores muy parecidos. Con el tiempo, este instrumento se
hizo muy popular y se extendió por todo el continente. Hoy en día, de
norte a sur, resuenan tantos tambores, que se dice que la Luna escucha sus
tañidos y se siente complacida

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