Horror Vacui

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Horror Vacui[1]

Sujeto moderno y disgregador


 
Pablo Daniel Guerrero,
Lic. en Filosofía.
Julio de 2001.
 
Introducción.
 
La vehemente frase de Nietzsche: horror vacui,[2] es la que nos ha inspirado la tesis que a
continuación exponemos: “El hombre vive en una inseguridad radical respecto de sí mismo, de la
vida, e intenta, de algún modo, asegurarse”. Teniendo en cuenta que ese “...de algún modo”, se refiere
a la invención del mejor dogma, o quizá, a la escisión que el hombre ha hecho del hombre, la
multitud de dualidades y contraposiciones en las que hoy se ve envuelto. Esa “...inseguridad radical...”
se transformó y precisó en el horror vacui, en el horror del vacío. Por eso el título de este ensayo.
 
El extracto al que me refiero más arriba es el siguiente, tomado del primer ensayo de la “Genealogía
de la Moral”:
 
“El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la
tierra el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los
mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime
autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-
así como mérito.”[3]
 
Sujeto, alma, libertad, debilidad, justificación, mérito. Todas palabras que tienen un mismo comienzo
(¿o un mismo fin?): asegurarse en la “vida”. La pregunta es ¿por qué la necesidad de catalogar, de
encarcelar al hombre en conceptos, y no dejarlo hacer? Si el hombre está lanzado en la existencia (por
utilizar vocabulario heideggeriano). Si es pura posibilidad, radical poder-hacer. ¿Qué necesidad hay
de asegurarlo? Lo que está abierto para el hombre hacia adelante es puro misterio. Vivimos en una
inseguridad respecto nuestra existencia que nos sobrepasa; si estamos ante el enigma: ¿para qué
inventar realidad desde la lógica, amoldar la vida misma, ponerla bajo la estructura a priori de la
razón? Alguien contesta: “necesitamos lugares desde donde aferrarnos para no ser absorbidos por el
horror vacui. Creamos sentidos a nuestra vida y nos creemos la afirmación que el llevarlos a cabo está
en nuestras manos. La existencia, mejor dicho, la vida, se nos presenta cada vez más vacía aún,
porque al querer dominarla, domarla, no nos damos cuenta de que apagamos ese fuego que ella
misma posee”. Pero detengámonos un poco, de qué es de lo que estamos hablando: justamente del
hombre, de nosotros, de cómo nos enfrentamos a nosotros mismos. No de que haya una vida que
tenga que ser vivida, no, sino del hombre que vive. ¡Cómo va a haber una vida que se viva! El
hombre es esa vida, no hay dos cosas, sólo una: el hombre que es fuerza. No se mal entienda,
cuando se habla de vida se habla de hombre, no hay un hombre que vive una vida, la vida se
despliega en el hombre, el hombre[4] mismo se despliega.
 
Sujeto moderno....
 
Qué consecuencias ha traído la terrible escisión en que el hombre se vio vinculado. Porque en
definitiva lo que indican las dualidades incontables con que nos encontramos es la división interna
del hombre, el cansancio respecto del hombre, la pérdida del miedo, la domesticación de los
instintos que nos llevan a lugares insospechados, en definitiva, el escape al horror vacui.
 
- Oiga, permítame... ¿De qué me está hablando? Si el hombre es integrado en sus diversas partes; a
ver, nómbreme siquiera una de esas “dualidades”.
 
- Para empezar podría hablarle de la más tremenda: el ser y el hacer, el sujeto (agente) que realiza
acciones ‘libremente’, escogiendo cómo llevarlas a cabo, sin dejarse llevar por las pasiones o instintos
más profundos del hombre. Le explico. Hay dos tipos de hombres, los fuertes y los débiles. Los
primeros son como el águila, que simplemente devoran los corderos, sin ningún remordimiento; son
los despreocupados, irónicos y violentos; son aquellos que aman la vida, que aman desplegarse, o
que se despliegan ellos mismos en un hacer que les es propio; no pueden hacer otra cosa más que lo
que realizan, están en la realidad (no les es extraño el mundo): expresan esa fuerza, ellos son fuerza y
poder. Los segundos, los débiles, son los impotentes, los vengadores, aquellos que están llenos de
resentimiento porque sencillamente nada pueden hacer frente al dominio de los otros, en resumen,
los reactivos. Pero aquí comienza el dilema. Estos han llegado a establecer una estrategia para ellos
justificar su debilidad, dejando de manifiesto el odio a sí mismos, incapaces de vivir la vida que se les
abre. Es mediante la seducción del lenguaje que se ha inventado y escindido la vida: el hombre y el
mundo, el ser y el hacer, sujeto y objeto, buenos y malos, la digna razón y el aborrecido cuerpo. Los
débiles en su afán por no ser más dominados han hecho del hombre un sujeto, sujetado, atado, ¡qué
paradoja: un sujeto libre!, una consciencia, un compuesto de cuerpo y alma. Este sujeto que se ha
creado es un “híbrido”, un alma que en su interioridad puede tomar decisiones autónomas, que
puede escuchar esa ley trascendental que “habita” en su interior.
 
Aferrado excesivamente a Dios (o al Dios que le presentaban), el hombre modulaba su acción
dominado por una fuerza eterna capaz de condenarlo para siempre, dominado por la culpa de haber
cometido un error imposible de saldar. El hombre moderno, inteligente y emancipado de todas las
prácticas supersticiosas, y ayudado por el progreso técnico que fue logrando, se aferró ya no más en
dios sino en la técnica y, simplemente, camufló su miedo al vacío, su “necesidad” (creada por las
imágenes de sí mismo) de un fundamento para la vida.
 
¿Por qué esa inseguridad? ¿Cómo me doy cuenta de ella? Primero por la necesidad aparente del
hombre por buscar siempre un fundamento a su vida, ya sea en Dios, el imperativo categórico, la
técnica o el manejo genético. Lo importante es tener la sensación de dominar la vida, de tenerla en
las propias manos (de estar sujeto). El hombre se ha encandilado por su propio éxito, por el dominio
que experimenta en el campo del progreso tecnológico y científico. Casi todo es posible hacerlo,
mejorarlo o sanarlo, y lo que se ha emprendido es una lucha sin descanso contra la vida, contra el
mundo en que estamos.
 
Si debemos recordar a alguien es a Kant, a su hijo el imperativo categórico, capaz de explicar el
actuar humano y escindirlo definitivamente, una razón pura que tiene que luchar constantemente
con el cuerpo y las pasiones, porque llevan al hombre a su perdición. He aquí al hombre moderno:
razón versus sentir. La libertad es aquí ensalzada, esta voluntad es ya libre de los instintos para obrar
de acuerdo a lo trascendental, al deber que se alza por encima de la naturaleza.
 
Kant se enfrenta a la fractura que está viviendo su época, la fractura en la razón (empirismo y
racionalismo), la fractura en lo religioso (empezando bastante antes con la reforma protestante y
continuando con la irracionalidad de la fe), la crisis de la razón respecto de la metafísica (el corte con
ella), en resumen, la crisis del saber que se traduce en crisis del hacer (crisis moral). Al enfrentar estas
dificultades, Kant intenta dar (y la da, según Kant) una respuesta y solución de peso, tratando de
integrar nuevamente los aspectos humanos que han sido disgregados, a saber: metafísica y razón.
Quiere volver a la unidad, pero ahora fundado pura y exclusivamente en la razón para asegurar las
bases morales de la sociedad. Queda claro, es ahora mucho más sutil el modo como asegurarse en el
mundo. La sociedad será ordenada de esta manera y se institucionalizará el sujeto libre capaz de
realizar contratos, de responder por sus actos y tomar en sus manos la propia vida. El absoluto
categórico, el incondicionado, al mismo tiempo que constata la libertad (autonomía) del hombre
respecto de una revelación o tradición que le ofrece la ley a acatar, le da la certeza de dirigir su propia
vida y lo opone (al hombre) con sus instintos. Kant ante el abismo que pudo abrírsele (o que
efectivamente se abrió ante él) huye también del horror vacui. Vivimos, respecto de nosotros mismos,
en una inseguridad radical porque no sabemos cuáles son las posibilidades que nos abrirá la
existencia.
 
... y disgregador.
 
¿Por qué esa manía del hombre de dividir, de catalogar todo entre dos polos? Al nacimiento del
sujeto libre que podría estar más allá de lo instintivo, Nietzsche lo ubica en la debilidad del hombre
(específicamente en el cristianismo), es por esta (por la debilidad), o mejor por el odio a esta y
resentimiento al fuerte, y por qué no por una aversión al cuerpo (en definitiva la vida misma) que se
inventa el “mejor dogma”: el alma. Por el nacimiento de esta se crea también el mundo interior y al
mismo tiempo el mundo suprasensible; qué más da, estaríamos frente a la invención de un sentido
para la vida. Es decir, el resentimiento llevó al hombre débil a realizar una estrategia para poder
invertir la situación de dominación, y la mejor y más efectiva fue la de dividir al mismo hombre.
Enfrentar al hombre consigo mismo, con un alma o imperativo que le dicta las leyes universales, lo
que debe y no debe hacer, un “hombrecito” interno que se pelea con el hombre. Son estrategias muy
seductoras, que tienen una música atrayente que no deja de sonar, nos da una falsa sensación de
poder, de dominio propio (autodominio), de triunfo como cuando decimos: “estuve por encima de
mis pasiones”; esa conciencia que nos anima cuando no podemos con algo o cuando nos
enfrentamos con el fracaso o la enfermedad y nos dice: “vamos, esto es por algo”. Sí, nos muestra la
“finalidad” de la vida, la bienaventuranza futura, porque pareciera que ahora lo que nos toca es sufrir
los embates de la vida.
 
¡Cómo nos han dominado, con la más efectiva estratagema!: volver la voluntad de poder (de poder
desplegarnos) hacia uno mismo, que el despliegue de la vida ya no sea un desplegar sino un cobarde
replegarse, nivelarse (democratizarse), vivir mediocremente, vivir en la culpabilidad constante,
porque “...tú misma eres la culpable de esto, - ¡tú misma eres la culpable de ti!...”[5] “tú mismo eres el
culpable de cómo te encuentras, de que te encuentras sin sabor, de sufrir de este modo, tu eres el
responsable de no tener éxito; es justo, puesto que tu no te has esforzado lo suficiente y no
conseguirás nada si no lo haces”.
 
Hagamos un ejercicio. Pensemos en que no hay tal vida eterna, que todo acaba en la muerte, que no
hay tal Dios ni dios, que efectivamente estamos lanzados en el mundo sin otra misión más particular
que vivir, sin restricciones, sin escalas de valores ni de otra cosa más que lo que uno hace (que es lo
mismo que decir: “que lo que uno es”). ¿Qué pasaría entonces? ¿Nos toparíamos con un abismo?
¿Encontraríamos el vacío de la vida? ¿El horror vacui sería terriblemente insoportable? o ¿La vida
igualmente se desplegaría despreocupada de todo sentido y dolor, violenta, apasionada (llena de
pasión), creadora?
 
Si contestamos afirmativamente a las primeras preguntas claro está que la vida vivida hasta ahora se
entiende un poco más, el escape a la radical inseguridad es obvio. Pero en referencia a la última
pregunta, es interesante poder pensar a la vida misma como fundamento de sí misma, y no en un
sentido que nos dé todo resuelto, los misterios revelados o el futuro divisado, sino más bien
aceptarla tal como es, vida en despliegue, incontenible, arraigada en su dinamismo. Es verla como
algo alejado del sosiego, más bien como una llama en un bosque que puede prender por cualquier
lado, con la cuota de peligro que esto tiene.
 
¡Qué modo de envenenar la vida! El sujeto capaz de “encerrar” la realidad en si mismo, de “crear”
realidad, de sobrepasar los instintos y elevarse hacia el cielo de la conciencia. ¡¿Qué conciencia, qué
“yo”?! Poco a poco con el afán de poderío nos hemos alejado de la vida misma, de nosotros
mismos.
 
“Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos
somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos
hemos buscado nunca...”[6]
 
Es más ¡nos hemos alejado de nosotros mismos! Cada vez más. No sólo que no nos hemos buscado sino
que nos hemos perdido buscando el fundamento, buscando la seguridad y estabilidad, no nos hemos
dedicado a vivir. Justamente ese ha sido el error, que haya un “alguien” que busca, separado de lo
real, un sujeto que conoce los objetos, que maneja la vida a su gusto y placer porque es “libre”, que
le pone nombres seductores a las cosas que lo hacen sentir dueño de las mismas. Si hasta él mismo (el
sujeto o agente) es una invención de una historia perversa, de aquellos que en realidad odian la vida.
“Pero reconozcámoslo”, dicen algunos, “nos hemos hecho dueños y señores del mundo y de
nosotros mismos: determinamos nuestros propios comportamientos, somos autónomos”. Cada vez
más lejos de la vida, hemos dividido al hombre y lo hemos despojado de sí mismo.
 
El abismo, el enigma propio de la vida no es fácil de enfrentar, mejor dicho, de vivir. Estamos
abiertos, somos posibilidad, poder-hacer. No queremos soltar amarras (y en este sentido somos
verdaderamente sujetos), vivimos atrapados en las redes de una conciencia que nos apunta con el
dedo, que nos dicta las leyes que debemos seguir, que está llena de conocimientos y es dueña del
mundo (como si ella no fuese parte del mismo); que aborrece su cuerpo y lo domina, lo castiga
estoicamente. Ya muchas veces nos hemos planteado ante el dilema en que Nietzsche nos pone:
como estamos no podemos seguir viviendo, aunque indefectiblemente seguiremos; y como
Nietzsche propone se nos hace imposible asumirlo. ¿Entonces? Podría decirse que la vida hay que
vivirla, de todas maneras, enfrentarla, enfrentar el sufrimiento, dolor, fracaso, opresiones y
dominaciones. No importa el sabor que tenga, hay que degustarlo por más amargo que este sea.
Pero, ¿hay algo más que hacer?
 
Parece que nosotros mismos minamos el propio fundamento de la existencia, de nuestra vida, es
decir, de el hecho que lo único que cuenta es vivir ligado a lo pleno (no lo pleno en cuanto algo
lleno, sino de cara al abismo, al misterio, al enigma, a la inseguridad radical) de cada uno. Quizá el
“superhombre” logre enfrentarla, logre vivir así.
1
 

[1] Es importante tener en cuenta que para mejor entender de lo que se está hablando es bueno leer la Genealogía de la
moral de F. Nietzsche.
[2] Nietzsche, F. Genealogía de la moral, tratado I. (1996) Alianza Editorial. Madrid.
[3] Ibid. Página 53 parágrafo 13.
[4] Permítase que ponga solamente hombre en genérico, no está la mujer dejada de lado por esto.
[5] Tratado III de la genealogía de la moral, pagina 149, parágrafo 15.
[6] Nietzsche, F. Genealogía de la moral. Tratado III. (1996). Alianza Editorial. Madrid. Página 17.

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