Resumen Del Delirio

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RESUMEN DEL DELIRIO

Aguilar, que se apoya sobre el mostrador de la recepción del hotel


Wellington, suda del remordimiento cuando se percata de la brusquedad con
que le censura a Agustina sus amaneramientos de niña rica, Qué
desagradable soy con ella a veces, reconoce con dolor; afortunadamente
Agustina se pasa por la faja mis comentarios agrios y sigue en lo suyo como si
nada, y no sólo vuelve a pronunciar manicure otras diez veces sino que
además asegura con la mayor naturalidad que la barrita para hacer que
asome la luna de la uña debe ser de palo de naranjo, qué típico de Agustina
decir hacer que asome la luna de la uña en vez de removerse la cutícula,
como dice todo el mundo; mi mujer es capaz de vivir en una casa de pobres
como la mía, donde sólo comemos costillas porque para lomo no nos alcanza,
y al mismo tiempo considerar imprescindibles objetos tan rebuscados como
las tales barritas de naranjo, hace justamente un año, cuando Aguilar viajó
invitado por una universidad alemana a un simposio sobre el poeta León de
Greiff, se gastó casi todo el dinero extra que llevaba comprando en un duty-
free del aeropuerto de Francfort las cremas de belleza marca Clinique que
Agustina le había encargado, Porque Marta Elena, mi primera mujer, siempre
se las arregló con las cremas Ponds que se consiguen en cualquier droguería,
pero no, Agustina, como toda su gente, tiene esa maña horrible de desdeñar
sistemáticamente los productos nacionales y de estar dispuesta a pagar lo
que sea por vainas de afuera que aquí no se consiguen, y los pensamientos se
detienen ahora en la cara de ella, que siempre le ha parecido
asombrosamente hermosa, y en sus ojos oscuros que ya no lo miran, Por eso
me he vuelto invisible, desde que Agustina no me ve, me he vuelto el hombre
invisible, especula Aguilar hasta que se percata de que la Desparpajada le
está hablando, Pero si quiere le puedo mostrar la 416 que es prácticamente
la misma cosa, la voz lo hace regresar abruptamente y le cuesta entender
dónde está y quién le dirige la palabra, ¿Señor?, insiste ella, le digo que si
quiere le puedo mostrar la 416. Ella caminaba delante de mí y aunque yo
llevaba una especie de muerte entre pecho y espalda, no pude dejar de
mirarle las piernas; era realmente bonita esta trigueña que me iba
enumerando las ventajas del hotel, los méritos que lo hacían acreedor a cada
una de las cinco estrellas que alumbran su logo, si esta señorita supiera que
me voy muriendo, pensaba Aguilar mientras ella seguía elogiando el
restaurante italiano, las habitaciones recién remodeladas, el gimnasio con
servicio de entrenadores profesionales, el bar del último piso abierto las
veinticuatro horas, y yo rebobinando mi agonía, fue por este mismo corredor
que parece interminable, este mismo tapete que amortigua mis pisadas, la
puerta que se abrió entonces se vuelve a abrir ahora, el hombre alto y
moreno que ese día me recibió en la 413 parecía más trasnochado que
preocupado, retengo clara noción de su estatura y de su color de piel pero no
logro detallar el resto de su figura, se me desdibuja en la memoria o quizá
nunca llegué a mirarle la cara, tampoco oí su voz porque cuando le pregunté
por Agustina se limitó a dejarme entrar sin decir una palabra, así que no pude
comprobar si era suya la voz masculina que encontré grabada en el
contestador de mi casa al regresar de Ibagué, esa voz que me advertía que
debía recoger a Agustina en este hotel. Aguilar recalca lo de la coraza porque
antes del episodio oscuro lo que hacían en la mañana del domingo era el
amor, y según él lo hacían con un fervor admirable, como si se desquitaran
del sexo a la carrera que entre semana le imponían a él los madrugones al
empezar el día y el agotamiento al terminarlo, Los domingos hacíamos el
amor desde que nos despertábamos hasta que nos arrinconaba el hambre,
entonces bajábamos a comer lo que encontráramos en la nevera y volvíamos
a subir para seguir en lo mismo, luego dormíamos o leíamos un rato y nos
abrazábamos de nuevo, a veces ella quería que bailáramos y lo hacíamos
cada vez más lenta y estrechamente hasta que terminábamos de nuevo en la
cama, no sé, dice Aguilar, era como si el domingo realmente fuera un día
bendito y ningún mal pudiera permearlo, por eso me levanté esa mañana
lleno de esperanza, y en efecto Agustina volvió a recurrir a mí, después de
días de indiferencia glacial volvió a buscar mi compañía aunque por lo pronto
no fuera para besarme sino para que le dijera qué provincia española
empieza por Gui, termina en a y tiene nueve letras, de todas maneras eso fue
para mí como un regalo, el solo hecho de que me reconociera y me dirigiera
la palabra ya era un cambio de la tierra al cielo, Dime, Aguilar, cómo se llama
la glándula salival situada detrás del maxilar inferior, me hacía preguntas por
el estilo que me obligaban a rebuscar en mi cabeza y en el diccionario
enciclopédico esa respuesta acertada que me significara la aprobación por
parte suya, la sonrisa que por un instante borrara de su cara esa expresión
sin afecto que ahora la marca como una cicatriz, y me permitiera confirmar
que alguna vez amé, que seguía amando, que podré volver a amar a esa
persona apertrechada entre su sudadera que se metió en mi cama a resolver
un crucigrama y que estuvo todo el día en ésas con un fanatismo obsesivo
que fue minando mi esperanza, ya por la tarde Aguilar había comprobado
que si le preguntaba ¿Cómo me llamo?, ella no sabía responderle, pero que
en cambio se mostraba rápida para adivinar cuál tribu del antiguo Yucatán
tiene seis letras y empieza por It. He visto cómo el papá de Maricrís Cortés la
sienta sobre sus rodillas y me arrimo al mío esperando que haga lo mismo
pero no lo hace, tal vez si se lo pido pero no me atrevo porque no es muy el
estilo de mi padre eso de estar sentándose a los hijos en las rodillas o andar
repartiendo besos y abrazos, pero toco el paño gris de su pantalón, que es así
de suave por ser puro cashmere según dice mi www.lectulandia.com - Página
49 madre, y que en realidad no es gris sino charcoal porque los colores con
que viste mi padre sólo en inglés tienen nombre, y yo lo idolatro aunque a mí
mucha atención no me presta porque sus favoritos son Joaco, para mimarlo,
y el Bichi para atormentarlo, y porque tiene que trabajar todo el día y cuando
está aquí se ocupa de su filatelia, pero Agustina, que poco a poco ha ido
aprendiendo a tener paciencia, espera a que le llegue el turno, que siempre
le llega a las nueve en punto, a la hora que ella llama de nona, o sea el
momento de prepararnos para pasar la noche protegidos contra los ladrones
cerrando todas las puertas y todas las ventanas y mi padre me dice, Tina,
¿vamos a echar llave?, es la única vez que me llama Tina y no Agustina y ésa
es para mí la señal, a partir de ese instante y por un rato todo cambia porque
él y yo nos metemos en un mundo que no compartimos con nadie, me da su
llavero pesado que va sonando como un cencerro, me toma de la mano y
vamos recorriendo los dos pisos de la casa empezando por el de arriba,
entramos a los cuartos aunque estén a oscuras y como estoy con él no me da
miedo, la luz que despide mi padre llega hasta los rincones y dispersa el
miedo, él y yo vamos callados, no nos gusta hablar mientras desempeñamos
el sagrado oficio de ajustar con tranca los postigos de las ventanas y de echar
en las puertas cerrojo y candado, me refiero a mi casa de antes, la del barrio
Teusaquillo, porque después vendría la de La Cabrera, donde nunca hubo
hora de nona porque es una construcción moderna que se cierra sola y
porque ya por entonces mi padre no me llamaba Tina ni me daba su llavero,
porque su cabeza andaba totalmente en otra cosa. Pero ésta es la casa de la
Avenida Caracas en el barrio Teusaquillo y Agustina se sabe de memoria qué
llave es de dónde, la Yale dorada con la muesca arriba para la puerta que da
de la cocina al patio, la que tiene grabado un conejo para la verja de atrás, la
cuadradita que dice Flexon para el otro candado, para el portón que da a la
calle las dos más largas, Agustina, que no necesita mirarlas porque con el solo
tacto las sabe reconocer, las tiene listas para pasárselas al padre antes de
que se las pida, tan pronto estire la mano, y siente que la felicidad la inunda
cuando él le dice Bravo, Tina, ésa es, no te confundes nunca, ni yo mismo soy
tan ducho; Cuando me celebra así pienso que a lo mejor sí me admira
aunque no me lo esté diciendo todo el tiempo, y vuelvo a saber que valió
esperar hasta la hora de nona, que pase lo que pase durante esa noche y el
día siguiente yo sólo tengo que esperar a que vuelvan a ser las nueve, cuando
mi padre dice Vamos Tina y la niebla se despeja, porque también esta noche
le dará a Agustina su mano morena y grande de venas bien marcadas, la
argolla de matrimonio en el dedo anular y en la muñeca ese Rolex que
cuando él murió le entregaron a ella y que ella empezó a usar en su propia
muñeca aunque le quedaba enorme y le colgaba como una pulsera, adónde
habrá ido a parar ese reloj que fue del padre y ahora es de ella, perdido el
reloj, perdida la mano, demasiado vivo el recuerdo y metido siempre entre
las narices el olor, el idolatrado olor a limpio del padre.

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