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Arquitectura

Este artículo analiza cómo se ha estudiado la arquitectura colonial americana y su relación con la iconografía prehispánica desde principios del siglo XX. Se han realizado simplificaciones extremas sobre las imágenes indígenas y se las ha considerado decorativas, subordinadas a la arquitectura cristiana. Los autores se enfocan en las iglesias coloniales tardías del sur de Perú, donde motivos vegetales y animales autóctonos enmarcan elementos cristianos, mostrando un intercambio dinámico. Proponen

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Este artículo analiza cómo se ha estudiado la arquitectura colonial americana y su relación con la iconografía prehispánica desde principios del siglo XX. Se han realizado simplificaciones extremas sobre las imágenes indígenas y se las ha considerado decorativas, subordinadas a la arquitectura cristiana. Los autores se enfocan en las iglesias coloniales tardías del sur de Perú, donde motivos vegetales y animales autóctonos enmarcan elementos cristianos, mostrando un intercambio dinámico. Proponen

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ISSN 0329-8256 (impresa) / ISSN 2362-2482 (en línea) DOSSIER Estudios sociales del noa /17 (2016) 53

Iconografía y arquitectura andina.


Balance historiográfico y posibles
perspectivas de estudio para el
caso de las iglesias coloniales del
Sur peruano
" Carla García
UBA/Conicet [email protected]

Carla Maranguello
UBA, UBACyT
[email protected]

Fecha de recepción: 05/10/2015. Fecha de aceptación: 05/04/2016

Resumen
Se analizan en este artículo los modos en que se ha abordado el estudio de la Palabras clave
arquitectura colonial americana en relación a la presencia de iconografía
prehispánica, subrayando los lugares comunes a los que fue sometido el objeto de Historiografía
estudio desde principios del siglo XX. Se destaca el repertorio iconográfico de los Iconografía andina
templos situados al sur del Perú, realizados entre los siglos XVII y XVIII, con el Arquitectura
objetivo de pensar posibles accesos desde una perspectiva interdisciplinar. colonial
Elementos
naturales

Iconography and Andean Architecture:


A review of the historiography and possibly approaches
to studying the colonial churches of southern Peru

Abstract
This article analyses the ways in which colonial architecture has been approached in
relation to the presence of pre-Hispanic iconography, stressing the common ways it
has been scrutinized from the early 20th century to the present. We emphasize the
iconographic repertoire of the temples located in the south of Peru constructed Key Words

between the seventeenth and eighteenth centuries, with the aim of rethinking
alternative approaches from an interdisciplinary perspective. Historiography
Andean
iconography
Colonial
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architecture
Natural elements
Iconographie et architecture andines.
Bilan historiographique et perspectives d’étude possibles
pour le cas des églises coloniales du sud péruvien

Résumé
Mots clés Dans cet article, nous analysons les façons dont on aborde l’étude de l’architecture
coloniale américaine par rapport à la présence de l’iconographie pré-hispanique, en
Historiographie soulignant les lieux communs auxquels elle a été soumise dès le début du XXe
Iconographie andine siècle. Nous insisterons sur le répertoire iconographique des temples situés au sud
Architecture
du Pérou construits entre le XVIIe et le XVIIIe siècle, dans le but de réfléchir sur
coloniale Éléments
naturels les accès possibles dans une perspective interdisciplinaire.
Desde principios del siglo XX, el estudio del arte colonial americano ha presentado
profundos problemas interpretativos vinculados a la lectura de la imagen
prehispánica, asociada a la arquitectura como principal objeto de estudio del
período colonial. Estos problemas se hallaban relacionados a las extremas
simplificaciones realizadas sobre la imagen indígena y a un esteticismo acrítico que
tendía a considerarla decorativa, a partir de una lectura de conjunto sobre la cual
primaba –como estructura– la arquitectura occidental cristiana.

Uno de los inconvenientes para este abordaje fue de tipo disciplinar y,


particularmente en relación con la región andina, durante la primera mitad del siglo
XX, los avances historiográficos no se encontraron a la altura de la complejidad del
material de estudio (Gutiérrez, 2004: 20). Estos abordajes iniciales fueron
realizados principalmente por arquitectos que buscaron entender la totalidad de los
conjuntos arquitectónicos a partir de la categoría del “arte” o del “arte popular”, al
margen de la complejidad que presentaban los procesos de intercambio.

Si bien desde mediados del siglo XX, a partir de la profesionalización de los


estudios histórico-artísticos, tuvieron lugar replanteos basados en la incorporación
de nuevas fuentes de estudio y en la relación colaborativa entre distintas
disciplinas,1 en general el análisis de la presencia de la iconografía indígena en los
edificios cristianos del área andina no presentó avances significativos en el plano
metodológico. Por ese motivo, la intención de nuestro trabajo es revisar ese
problema, poniendo de relieve momentos clave de la reflexión historiográfica y de
la emergencia de ideas y discusiones fundamentales en torno al tema en cuestión. A
continuación de esto, proponemos un abordaje concreto sobre la ornamentación
arquitectónica de las iglesias tardocoloniales de la provincia de Chucuito en el sur
peruano, en las que los motivos vegetales y animales autóctonos enmarcan
elementos de la simbología cristiana, dando cuenta de un intercambio dinámico
entre los universos indígena y español.

Nuestro trabajo se centrará en las iglesias de Santiago de Pomata (1725-1794)


(Figura 1a), San Pedro de Zepita (1725-1767) (Figura 1b), Santa Cruz de Juli (1712)
(Figura 1c) y San Juan Bautista de Juli (1767) (Figura 1d), que constituyen el grupo
de iglesias con ornamentación más destacada, y sobre las que proponemos
puntualmente el estudio de la iconografía de la ornamentación arquitectónica de sus
portadas de acceso a diferentes espacios de relevancia. Como primer paso,
consideramos la posibilidad de realizar un abordaje más específico de los elementos
fito y zoomorfos que aparecen desarrollados en la iconografía ornamental, teniendo
en cuenta la conexión con la iconografía de la producción artística precolombina del
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área andina, favoreciendo un estudio interdisciplinario para la integración de


trabajos de carácter antropológico y etnobotánico a los estudios de historia del arte.

1a

1b

1c
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1d

Figura 1a) Iglesia de Santiago de


Pomata (1787-1794);
1b) Iglesia de San Pedro de
Zepita (1725-1767); 1c) Iglesia de
Santa Cruz de Juli (1712);
1d) Iglesia de San Juan de Juli
(concluida en 1767). Fuentes:
Fotografías de las autoras y
cortesía del equipo
UBACyT, dirigido por el Dr.
Ricardo González.

Arquitectura e iconografía: problemas metodológicos


Los estudios pioneros en torno a la arquitectura del altiplano peruano se iniciaron
recién a principios del siglo XX y, como mencionamos anteriormente, se
mantuvieron al margen de la complejidad que presentaban las obras de análisis,
abordando las iglesias desde la dicotomía arte hispanoamericano/arte indígena o
popular, debido a la dependencia de los modelos importados. Fueron escasos los
trabajos que prestaron atención particular a la ornamentación, aunque siempre
considerándola desde la sujeción a la estructura arquitectónica y sin profundizar en
el valor de la naturaleza en el mundo andino prehispánico, mucho menos en su
presencia en las formas artísticas. En el terreno de la iconografía se ha buscado la
influencia de los motivos europeos –tanto peninsulares como no ibéricos– y se ha
difundido un repertorio de motivos locales, en general, y salvo excepciones, sin
exceder la descripción de los mismos. Aun los autores que han propuesto formas de
“sincretismo” entre los motivos americanos y los símbolos cristianos raramente han
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llegado a relaciones de significación demasiado precisas con el mundo


precolombino.

Entre los primeros estudios se cuentan los de Ángel Guido (1896-1960) que se
situaron en una escena intelectual caracterizada por la revalorización de “lo
indígena” en tanto elemento de fusión con lo español. La tradición ibérica rescatada
desde principios del siglo XX en la Argentina a la luz del primer Centenario de la
Independencia y como crítica al cosmopolitismo moderno 2 acudió a una
recuperación de “lo propio” tomando como referencia la arquitectura colonial de
México, Perú y Bolivia (Malosetti et al., 1998). El nacionalismo, entendido como
un americanismo en el ámbito literario y artístico, adoptó como base el concepto de
“Eurindia” de Ricardo Rojas, presentado en el libro homónimo de 1924. Allí, Rojas
estableció un neologismo referido al “misterio etnográfico” creado entre Europa y
“las Indias”, basado en la idea de fusión de culturas que se materializaría en la
arquitectura como “la que mejor expresa el carácter de una civilización” (Rojas,
1924: 15).

En relación directa con las ideas de Rojas, Ángel Guido publicó en 1925 Fusión
hispano-indígena en la arquitectura colonial, libro en el cual explicitó la necesidad
de una “rigurosa investigación científica” en el estudio de la arquitectura. Su
análisis partía de una caracterización de los rasgos plásticos de la ornamentación
precolombina, sintetizados en “leyes ornamentales preconcebidas”: técnica
planiforme, simetría, repetición y frontalidad. El tipo de decoración al cual refería,
entendida como “de escaso valor plástico”, se localizaba en imágenes prototípicas
para los historiadores de este período, como la Puerta del Sol de Tiahuanaco.
También recurrió como estrategia comparativa a imágenes en textiles (no solo del
área surandina) con el propósito de extender los patrones de la ornamentación
labrada hacia otros soportes.

La tesis de Guido sobre la decoración, sostenía que esta presentaba dos tipos de
influencias sobre la arquitectura hispana: una de carácter objetivo, a través de la
cual podemos reconocer “detalles indígenas” concretos en elementos zoomorfos
(pumas, llamas, serpientes, sapos); fitomorfos (tallos, hojas, mazorcas de maíz);
antropomorfos (figuras de indiecillas con atavíos indígenas); simbólicos (estrellas,
luna, sol); geométricos (ajedrezados, dentellados, triangulados, con meandros, con
signos escalonados) y del “folklore indígena” (penachos, plumas, brazaletes,
flechas). La otra influencia, que denomina de carácter subjetivo, se vincula con la
distribución de los elementos en la superficie de la arquitectura hispana, mediante
un “ritmo de espacio o movimiento indígena” por el cual el “espíritu indio”
imprimía su carácter en la obra, es decir, la estructura arquitectónica hispana sufría
un trastrocamiento por una ley distributiva que exteriorizaba “un sabor
genuinamente americano”.

Esta interpretación, cercana a los ideales del indigenismo a partir de la lectura que
Guido hacía de intelectuales como Uriel García, va a ser desarrollada con mayor
especificidad en su concepto de “estilo mestizo”. Su interés por la iconografía
disminuyó a partir de su adhesión a los postulados formalistas del alemán Heinrich
Wölfflin, perspectiva viable para el contexto americano carente de “grandes
nombres” y estilos sujetos a un estricto devenir histórico (Penhos, en prensa).
Wölfflin desarrolló, tomando como eje su concepto de “arte clásico” (elaborado en
1899), cinco “pares polares” orientados a explicitar las diferencias entre el arte del
Renacimiento y el arte del Barroco: “la evolución de lo lineal a lo pictórico, de la
forma superficial a la forma profunda, de la forma cerrada a la abierta, de lo
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múltiple a lo unitario, de la claridad absoluta a la relativa” (Wölfflin, 1915). Esta


teoría, apropiada para el modelo dual ya consolidado en Guido (arquitectura
hispana/decoración indígena) se trasladó en forma directa al estudio de las
construcciones americanas, lo que lo llevó a plantear en principio “la diversidad
barroca” existente en la arquitectura hispanoamericana, visible en las diferencias
entre el barroquismo del arte colonial del norte (México) y la persistencia de “la
concepción incaica de la forma” del área surandina, en la cual se manifiesta su
“idiosincrasia estética”.

Dichas reflexiones condujeron a Guido a una simplificación significativa por la cual


los templos andinos del siglo XVIII, atravesados por el linealismo rígido y por las
“leyes ornamentales” antes mencionadas, serán asociados a las características del
Renacimiento, en contraposición al “dinamismo caprichoso” del Barroco español
(Guido, 1927). La condición de posibilidad del Barroco americano fue entendida
por Guido como una “primera reconquista americana” (posterior a la primera
conquista europea de los siglos XVI y XVII) o “reacción criolla” del siglo XVIII,
en la cual se exteriorizan, como mencionamos más arriba, las influencias objetivas
y subjetivas de la cultura prehispánica (Guido, 1930). En este último punto, tendrán
especial influencia sus lecturas de Wilhelm Worringer (1908) y su concepto de
“voluntad de forma” (a diferencia de “capacidad artística”) como resultado de
necesidades históricohumanas. Esta perspectiva, como la de Alois Riegl, encontró
en la ornamentación, en tanto momento primario de toda creación artística, una
“claridad de expresión de la voluntad de un pueblo y sus particularidades
específicas”.

Superando el concepto inicial de fusión, el punto conclusivo de su trabajo fue la


postulación, en 1937, de la primera escuela americana circunscripta al período
comprendido entre los siglos XVI y XVIII: el estilo mestizo. En tanto herramienta
historiográfica que le permitió el ingreso del arte colonial sudamericano en la
historia del arte universal, Guido reforzó los planteos preliminares para dar lugar a
una fórmula matemática: arte español + arte indígena = arte criollo o mestizo. La
consideración de la iconografía en el estilo mestizo redundó en la mención de
“elementos propios” desde un discurso vehemente –“el Sol y la Luna, imagen
cumbre adorada por el indio en América”– que no consiguió identificar con
exactitud la relación de esas imágenes con su contexto de realización, ni tampoco
cuestionar los límites de la ejecución de las mismas al interior de la evangelización.
El exhaustivo esquema dual de arquitectura-ornamentación resultó la principal
restricción teórica por la cual Guido pensó en una obra arquitectónica acabada que
no evidencia su complejidad. La necesidad de reflexionar sobre los conceptos de
“obra” y de “artífice” –refiriéndose a un indio ideal que se revela contra las
opresiones culturales del conquistador– y en particular al concepto de “escuela”, lo
ubicó en los lineamientos propios del arte occidental, insuficientes para el análisis
del arte colonial americano.

Respecto de la ornamentación, su pensamiento entró en estrecha relación con el


Silabario de la decoración americana de Ricardo Rojas (1930), clave para la
valorización estética de la decoración prehispánica y orientado a la recuperación de
la imagen indígena en el contexto industrial moderno, a partir de la descripción de
temas, materiales y esquemas compositivos de las expresiones artísticas de América
desde Mesoamérica hasta el Noroeste argentino. Su propuesta, en consonancia con
Guido y su lectura de Wölfflin, reclamó explícitamente la aplicación de categorías
estéticas europeas para el análisis de las imágenes prehispánicas (ver Bovisio,
1999), al tiempo que exaltó la necesidad de una “estética propia” basada en el arte
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indígena. Dichas contradicciones se materializaron en un catálogo de imágenes


reduccionista y descriptivo. No obstante sus limitaciones, los estudios de Guido
resultan decididamente pioneros por la intención de discriminar, dentro de una
historia del arte americano de larga duración (es decir, previa al siglo XIX e
incluyendo los aportes de la arqueología), una iconografía que se distingue y que
profiere un discurso propio diferente al de la arquitectura que la sustenta, razón por
la que merece una mención destacada.

A partir del impulso de Guido, las propuestas de otros investigadores como Mario
Buschiazzo, fundador del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas
de la Universidad de Buenos Aires en 1946, buscaron encarar el problema a partir
de una mayor rigurosidad científica y validez documental, aunque la relación entre
arquitectura e iconografía siguió estudiándose desde las implicaciones teóricas de
los paradigmas tradicionales. En Historia de la Arquitectura Colonial en
Iberoamérica, Buschiazzo dedicó un capítulo a “la fusión hispano-indígena” y
discriminó varios elementos posibles de ser vinculados con imágenes prehispánicas
afirmando que “aunque concentrándose en los aspectos epidérmicos, los artistas de
esta parte del Virreinato del Perú consiguieron dar un acentuado carácter hasta
formar una auténtica escuela regional de arquitectura hispano-indígena”
(Buschiazzo, 1961: 106). No obstante, va a reconsiderar su punto de vista en su
artículo “El problema del arte mestizo” (1969), donde cuestiona las principales
interpretaciones en torno al concepto, discutiendo la sobredimensión otorgada a la
decoración de motivos del repertorio fito y zoomorfo en la arquitectura, y la
especificidad dada a la técnica de talla en tanto propia del continente, por la
susceptibilidad de ser localizada en otras culturas. Particularmente, cuestiona la
lectura política proveniente del indigenismo peruano que encontró en la profusa
ornamentación americana una manifestación de insurrección nativa, lectura que
había abrazado años antes Ángel Guido. Al margen del carácter conservador de su
interpretación, el autor se desprende del discurso euríndico y debate el tópico de la
fusión que hasta el momento había resultado incuestionable. Por otro lado, deja
abierta una puerta de análisis vinculada a la realización de inventarios gráficos
regionales que, en rigor pensándolo desde el presente, no han sido lo
suficientemente logrados y que podrían permitir a partir del análisis interdisciplinar,
otra vía de estudio sobre la iconografía del área del Titicaca.

Aportando una mirada diferencial, Ramón Gutiérrez se replanteó el asunto de los


préstamos culturales, ofreciendo un panorama desde los estudios que adjudicaron a
la decoración influencias sevillanas y andaluzas –por un lado– y las de algunos
centros del territorio andino como Cuzco y Arequipa, por el otro. Ante este
panorama, insistió en la imposibilidad de soslayar el aporte regional, realizando
además un estudio completo de las tipologías de los conjuntos y, pese a que incluyó
algunas relaciones con la cosmovisión andina, no se explayó en la ornamentación
(Gutiérrez, 1978). Esto se debe a que su perspectiva pretendió traspasar el concepto
de barroco en tanto característica íntimamente ligada a la dimensión decorativa,
superando la dicotomía “arquitectura española/decoración americana” planteada por
Ángel Guido, e incluyendo una perspectiva interdisciplinaria para encarar el estudio
de las iglesias. El autor postuló el uso del espacio abierto como un elemento propio
del indígena y como una de las principales formas de coincidencia entre la
cosmovisión andina y la evangelización en ámbitos y funciones urbanas propios del
Barroco europeo de la Contrarreforma. Esta pervivencia de la ritualización
americana de los espacios externos sería evidente para Gutiérrez en las estructuras
al aire libre propias de la arquitectura religiosa reduccional, tales como los atrios,
las capillas posas, las capillas miserere y las fachadas retablo, siendo estructuras
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que nacieron por la necesidad de catequizar a gran cantidad de indígenas en


espacios abiertos, y que luego adquirieron un valor autónomo como formas.

Por su parte, los estudios interpretativos sobre la decoración arquitectónica de los


templos del Titicaca constituyen casos aislados y, salvo pocas excepciones, fueron
perfilándose hacia el último cuarto del siglo. Una de las autoras más destacadas fue
Teresa Gisbert quien, junto con José de Mesa, abordó la arquitectura virreinal
andina (1985), destacando los elementos indígenas en la decoración y la aparición
de estructuras al aire libre que vinculó con el mundo prehispánico al igual que
Ramón Gutiérrez. La arquitectura “mestiza” se diferenciaría del Barroco europeo
por presentar mayores coincidencias con las formas renacentistas, especialmente en
la composición de las portadas y la decoración, reduciendo el estilo a la aplicación
de una decoración americana dentro de una estructura rígida y arcaica de tradición
renacentista. En estudios posteriores, Gisbert avanzó en el plano interpretativo,
señalando que los elementos naturales de la iconografía estarían en relación con la
significación del paraíso en el mundo cristiano y su adecuación al mundo andino en
referencia al Antisuyu (el oriente dentro del Tawantinsuyu). El Antisuyu, en
oposición al frío y desolado Collasuyu, era la tierra caliente, lugar de abundancia
vegetal donde habría estado ubicado el paraíso al que aludía León Pinelo (1656), a
quien Gisbert tomó como referencia. La autora estableció también una relación con
la importancia de los huertos, comunes en las escuelas pictóricas andinas,
representados como jardines con carácter de florestas pobladas de pájaros y, –a su
juicio– al imaginar el edén como huerto, se asentó la idea del paraíso como vergel
que se materializaría en algunos templos del Collasuyu (Gisbert, 1999). Esta
afirmación brinda una interpretación comprensiva de la decoración vegetal de las
fachadas collavinas, al mismo tiempo que plantea la existencia de una ideología
común que toca tanto a la arquitectura “barroca mestiza” como a la pintura
cuzqueña, integrando los mitos indígenas y los valores provenientes del universo
cristiano, pero en una amplia perspectiva sobre el mundo andino.

Finalmente, Alexander Gauvin Bailey ha establecido una relación directa entre el


“barroco híbrido andino” y la iconografía y la estructura de la producción textil.
Mediante un estudio pormenorizado de las iglesias, el autor buscó en Arequipa –al
igual que sus predecesores– el origen de muchos motivos, para señalar que los
patrones de composición podrían asimilarse a los de las prendas textiles trabajadas
durante la época colonial, tales como las llicllas (prendas femeninas cuyas
decoraciones se organizan de forma horizontal y simétricamente en torno a un
centro y que utilizan como base simbolismos binarios). Estas prendas dividen las
zonas en pallai (formas geométricas) y pampas (formas más variadas y libres que
incluyen flora y fauna) constituyendo una oposición caos/orden. El autor rescató
estas opciones de las partes pallai y pampas y las trasladó a la lógica decorativa de
las fachadas, observando una organización similar, aunque sin avanzar más allá de
dichas menciones. Por otra parte, ha propuesto nombres de determinadas especies
de aves que tenían relevancia para los habitantes del área durante la época de la
colonia, como los tordos chiguancos del altiplano que aparecerían en las iglesias de
la zona, y especialmente en San Juan de Juli, destacando la importancia crucial de
este ave en los ritos agrícolas durante la colonia (Bailey, 2010).

Así, un objeto de estudio tan complejo dentro la producción artística colonial


presenta un abordaje que, si bien permite conocer diversos aspectos históricos y
estéticos, no abre paso a una comprensión en relación con su contexto de origen y
de uso, es decir, una lectura acorde a las claves de interpretación dadas por sus
propios códigos. Solo las investigaciones de Gisbert y posteriormente las de Bailey
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habilitan un camino para considerar la importancia del espacio circundante, tanto en


los mitos andinos como en la economía, siendo necesario ampliar la perspectiva de
aquellos elementos naturales que participaban en el discurso plástico y que a su vez
tenían importancia para la vida comunitaria y ritual.

La naturaleza en el mundo andino

Consideraciones generales y observación de elementos naturales


Uno de los principales aspectos que llama la atención al observar la ornamentación
arquitectónica de los templos estudiados es el papel destacado de la naturaleza
desde el punto de vista cuantitativo y en relación a los elementos de la simbología
cristiana. En este sentido, no puede soslayarse la importancia vital que cobró el
mundo natural para el hombre andino prehispánico, aspecto que se revela en la
mayor parte de la iconografía de sus producciones artísticas que se extienden desde
antes de la cultura Chavín hasta la conformación del Tawantinsuyu.

Como ha sido señalado desde los estudios antropológicos e históricos sobre la vida
social y económica en los Andes centrales, en el duro ambiente del altiplano la
preocupación principal del hombre fue su supervivencia orgánica. Tanto la
producción agraria como los beneficios del clima debieron garantizarse para
asegurar la existencia misma de la comunidad. A pesar de los esfuerzos adaptativos
que incluyeron la domesticación de especies a grandes alturas, la manipulación
hídrica, o la producción en pisos ecológicos que permitía la diversificación, según
se desprende de los estudios de John Murra (1974), los resultados siempre fueron
relativos. Por ello, fue necesario contar con los beneficios de la naturaleza para
subsistir ante un clima hostil, caracterizado por sequías, heladas, terremotos y
tormentas que en algunos casos comprometían su existencia vital. Es así que la
representación de la flora y de la fauna se convirtió en parte fundamental de la
iconografía de las producciones artísticas, expresando la percepción del medio
ambiente como una relación que ligaba el orden social con el orden cósmico y
donde el hombre operaba como el mediador ante los poderes gobernantes de la
naturaleza imprevisible, con el fin último de contener la amenaza del caos.

En las decoraciones de las portadas de las iglesias, tanto frontales como laterales e
interiores, los diversos motivos y tratamientos presentan analogías que permiten
reconocer en algunos casos la predilección por ciertos elementos naturales del
entorno o de zonas aledañas. No obstante, la familiarización de dichos elementos
contínuamente repetidos, la tendencia decorativa y la posibilidad de combinaciones
entre distintas especies vegetales, definen en ocasiones una estilización, que se
resuelve en la abstracción de lo natural hacia un conjunto de rasgos admitidos como
sustanciales.

Entre los elementos presentes en la iconografía, destaca la recurrencia de diferentes


tipos de valvas marinas y volutas asociadas al agua, junto con la inclusión de
estilizaciones de mazorcas de maíz y vegetales que brotan de cabezas cortadas. Por
otra parte, son recurrentes diversos tipos de flores, junto con la aparición de
iconografía de plantas pertenecientes a las zonas selváticas, tales como el cacao o la
zarzaparrilla y de animales como monos y felinos. Esta iconografía se superpone a
diferentes elementos de la simbología cristiana, como monogramas de María y de
Cristo, símbolos de las órdenes religiosas, elementos de la Pasión y diferentes tipos
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de ángeles. En cuanto a la organización de los mismos, es común a todas las


portadas la división de la fachada en calles y cuerpos, reproduciendo la tipología
fachada-retablo con remate, típica de las iglesias de la última etapa. La mayoría
presenta las calles y cuerpos separados por cornisas y columnas de diferente tipo en
cada caso. Destacan las columnas rodeadas de frutas, al estilo salomónico, con
predominancia de uvas o zarzaparrilla, a excepción de Zepita donde las columnas
están decoradas al tercio con algunos pequeños detalles. En las iglesias de San Juan
de Juli y Santiago de Pomata, al igual que en el bautisterio de Santa Cruz de Juli,
las frutas son variadas, el cacao o el pepino están generalmente acompañados de
diferentes animales (pájaros, monos, felinos) que se disponen en los cuerpos
inferiores, más cerca de la vista del feligrés. En la mayoría de los casos, los arcos de
medio punto y las pilastras que flanquean la entrada al espacio sagrado poseen
flores locales de variados tipos, que muchas veces están combinadas con valvas.
Estas siempre ocupan lugares centrales, tanto en los pisos inferiores como
superiores; incluso en ocasiones aparecen los nichos principales en forma de valvas.
Las cornisas que separan y organizan los pisos están decoradas con helechos,
volutas u hojas, junto con flores y pájaros que también se distribuyen por toda la
fachada, sin determinar una ubicación jerárquica específica. Finalmente, aparecen
tipos de floreros que cumplen la función de remate y en la mayor parte de los casos
cierran la composición.

Para esta instancia, hemos seleccionado algunos de dichos elementos para


examinarlos desde el punto de vista de la importancia en su contexto de uso, a
través del relato de algunos cronistas, estudios sobre casos particulares de
iconografía andina y los aportes del manual de plantas económicas de Cárdenas
(1969).

Elementos marinos
Uno de los elementos más recurrentes en la decoración arquitectónica es la valva
marina, que se manifiesta en diversas ocasiones y con variantes en sus tratamientos,
ubicándose en los accesos y en espacios elevados (Figuras 2b y 2c). Cabe recordar
que si bien estos elementos aparecen en la iconografía cristiana como asociados a
los peregrinos por ser atributos de Santiago el Mayor (Ferguson, 1956), en el
mundo andino se consideraban especialmente por la importancia que tenían como
ofrendas acuáticas, apareciendo ya desde Chavín las conchas Spondylus como
contrapartida femenina de los strombus masculinos en el obelisco Tello y en la
plaza circular de Chavín de Huantar (Figura 2a). En los Andes era común la
creencia de que el agua circulaba por debajo de la tierra hasta llegar a las montañas
desde su fuente, el océano, pasando al cielo por la Vía Láctea y regresando a los
campos en forma de lluvia. Por esta razón, se utilizaban las conchas como ofrendas
marinas para dar alimento a los dioses y atraer a las fuerzas naturales a una relación
recíproca con la sociedad humana (Burger, 1993).

2a
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(2016)

2b

2c

Figura 2a) Personaje portando valva


spondylus. Chavín de Huantar; 2b) Detalle de
valva en la fachada lateral, San
Pedro de Zepita;
2c) Detalle de valva en Santa Cruz de
Juli. Fuentes:
a) Internet: https://lamula.
pe/media/uploads/72f8995a82a8-4649-a0e4-
86d43d3cbf48.
jpg; b) y c) Fotografías de las autoras y
cortesía del equipo UBACyT dirigido por el Dr.
Ricardo González.
Por su parte, los cronistas
también dan cuenta de esta
situación en la que el agua constituía un factor primordial del proceso y, si bien
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había gran variedad de rituales relacionados con ella, los objetos más comunes para
los sacrificios asociables al agua eran las valvas marinas que los cronistas llaman
mullu o mollo (Arriaga, 1922 [1621]; Polo de Ondegardo, 1872 [1559]). Se las
menciona constantemente, tanto enteras, como partidas o en polvo, en calidad de
ofrendas a las fuentes, los pozos, los ríos y otros santuarios acuáticos cuando se
pedía clima propicio y salud, como ajuar de huaca y con fines adivinatorios:

(…) sacrificaban ó ofrecían conchas de la mar que llaman Mollo. Y ofrecíanlas á las
fuentes y manantiales, (…) Tienen diferentes nombres según la color, y así sirven á
diferentes efectos, usaban de estas conchas casi en todas las maneras de
sacrificios, y aún el día de hoy echan algunos el mollo molido en la chicha por
superstición. (...) (Polo de Ondegardo, 1872 [1559])

Por otra parte, aparecen en las portadas diferentes tipos de volutas que, puestas en
relación, podrían ser abstracciones del agua o del viento que genera las condiciones
para la lluvia, según se desprende del estudio de Piña Chan en el que relaciona
motivos de la glífica olmeca con los Andes peruanos a través de la tradición de
Valdivia.3 El autor realiza una sistematización de motivos y en ella el viento y la
lluvia aparecen en formas circulares y de volutas, motivos que se repiten en
diferentes representaciones andinas prehispánicas, desde los jaguares en la plaza
circular de Chavín hasta las líneas de Nazca, entre otros ejemplos (Piña Chan,
1994). Esto es coherente si se considera su relación con las valvas que, como
mencionamos, aparecen casi siempre en relación a ofrendas acuáticas (Figuras 3a y
3b).

3a 3b
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(2016)

Figura 3a) San Pedro de Zepita


(fachada lateral) y
3b) Volutas que representarían el agua o el viento que evoca la lluvia. Fuentes: a) Fotografía de las autoras y cortesía del equipo UBACyT,
dirigido por el Dr. Ricardo González; b) Redibujado de Piña Chan (1994: 42).

Cabe destacar que estos moluscos pertenecen a las aguas más templadas de la costa,
alejadas de la sierra en el caso de Chavín, o de las áridas pampas de San José en el
caso de Nazca, lo mismo que de la zona del altiplano peruano donde se hallan las
iglesias en cuestión. Sin embargo, la importancia material de estos elementos
naturales, tanto para la vida útil como para la subsistencia religiosa, justificaría su
instalación en un plano ideacional y su consecuente aparición en la iconografía
estudiada, probablemente en alusión –además– a las redes de intercambio con la
costa.

Elementos rituales de fertilidad


En la iconografía de las iglesias, el maíz se presenta generalmente sintetizado en sus
rasgos esenciales, o representado en pequeñas mazorcas (Figura 4a). Ya en
producciones precolombinas podemos ver la representación del maíz con patrones
similares a los de las iglesias y relacionada con la creencia de que la tierra hacía
brotar sus frutos solo si era fecundada por el agua, inscribiéndose así en el principio
básico de la tierra que es dar y quitar vida (Piña Chan, 1994). Lo mismo sucede con
la deidad felínica cuya boca a veces es representada como el ingreso al interior de la
tierra o acostada en referencia al cultivo, sufriendo una suerte de metamorfosis con
la panocha de maíz con sus hojas entreabiertas (Curatola, 1991) (Figura 4b).

Figura 4a) Bautisterio de Santa


Cruz de Juli. Fuente: Fotografía de las autoras y cortesía
del equipo UBACyT dirigido por el Dr. Ricardo
González.
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Figura 4b) Representación con disposición en U


acostada en referencia al cultivo, donde las fauces
del felino simbo-
lizarían la panocha de maíz con sus hojas
entreabiertas. Fuente: Curatola (1991: 213).

En ocasiones, el
felino tiene en su cuerpo –como sucede en Chavín– los símbolos de la fertilidad,
como por ejemplo el agua representada en volutas para asociarla a la buena cosecha.
Además del reconocido valor que tenía el maíz en la economía andina, según los
cronistas, al comenzar la siembra de acuerdo con el calendario ritual, se rendía
también culto a los ancestros sacrificando y echando maíz blanco que luego de unos
días se volvía a sacar para sembrarlo, además de su utilidad contra algunas
enfermedades:

(…) cuando quieren sembrar hacen sacrificio a los puquios y echan en ellos maíz
blanco, y de allí lo vuelven a sacar al cabo de algunos días, y lo siembran y dicen
que con ello salen buenas las sementeras. Cuando están enfermos, los hechiceros
les mandan echar maíz blanco en el camino real, para que los pasajeros le lleven
la enfermedad. (Arriaga, 1922 [1621]: 51)

Según Bernabé Cobo, el maíz tenía también valor medicinal contra muchos tipos de
afecciones, especialmente de los riñones. Asimismo, en las chacras y estanques se
ofrecía molido, entero, mezclado con hojas de coca o sangre de llama junto con
chicha (Cobo, 1892 [1653]). Esta era la principal ofrenda en sacrificios y, al igual
que las hierbas de uso alucinógeno, sus sustancias embriagantes se relacionaban
con la asignación de valor de médium a través de estados alterados de conciencia,
ya que podía producir desajustes emocionales en grado ascendente, desde la euforia
inocua hasta la enajenación completa (Cárdenas, 1969). A su vez, es sugestiva la
relación del maíz con el agua, fundamental para la buena cosecha y en estrecha
relación con las valvas que, como dijimos, constituían la principal ofrenda acuática.
Estos elementos naturales se relacionan con la importancia de la regeneración de la
vida, inscribiéndose en el principio básico de la “ideología de fertilidad”.

De la muerte de los seres humanos surgían las condiciones para la existencia de los
mismos seres y, como sustento de esta creencia, es recurrente en la iconografía
andina prehispánica la aparición de cabezas cortadas, las llamadas “cabezas trofeo”
(Frame, 2001; Arnold, 2007; Proulx, 2007). En la iglesia de Santa Cruz de Juli,
estas cabezas aparecen en el interior y portada del bautisterio y presentan los ojos
cerrados o carentes de expresión vital, pero están constantemente rodeadas de
elementos vegetales y especies de penachos por donde brotan flores. En
determinados casos, como los reservados a las portadas más visibles, las cabezas
aparecen con alas como si fuesen seres celestiales cristianos, actuando de marco
para el símbolo de la orden de Jesús y diferenciándose de los motivos que aparecen
en el interior de la misma iglesia, velando quizás el verdadero sentido que se ve
más claramente en los otros ejemplos que son recurrentes. Los autores que han
trabajado con la ornamentación no han reparado en la presencia de estas cabezas, a
excepción de Gauvin Bailey (2010) quien menciona algunos ejemplos de cuyas
bocas surgen vegetales como raras ocurrencias –se refiere a Juli– pero no elabora
ninguna interpretación al respecto (Figuras 5a, 5b y 5c).
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(2016)

5a

5b

5c

Figura 5a, 5b y 5c. Interior de la iglesia de Santa


Cruz de
Juli. Las cabezas aparecen con los ojos cerrados o
cegados, rodeadas de vegetales y especies de
penachos de
donde brotan flores o vegetales. Fuentes:
fotografías de las autoras y cortesía del equipo
UBACyT dirigido por el Dr. Ricardo González.
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Estas cabezas cortadas, de cuyas bocas o cabellos surgen vegetales, develan que la
muerte es un puente para asegurar la continuidad de la vida social. En el mundo
precolombino, en algunos casos aparecen personajes con atuendos vegetales que
portan las cabezas, así como estas pueden constituir motivos en sí mismas. Proulx
(ibíd.) analiza la iconografía de las distintas fases de la cerámica nazca donde los
seres míticos siempre se asocian a cabezas trofeo: la orca que lleva en sus brazos la
cabeza, el ser antropomorfo de cuyo atuendo cuelgan cabezas, el pájaro horrible
(que es mezcla de cóndor y halcón) con una cabeza en su pico y la arpía. Otro de los
personajes que menciona Proulx es el cosechador, que muchas veces presenta
conchas spondylus colgadas que –como dijimos antes– aluden a la fertilidad,
inscribiéndose en esta relación cíclica vida/muerte. Muchas veces aparecen
guerreros rodeados de cabezas cortadas, las que incluso a veces constituyen un
marco para la figura, aludiendo al carácter bélico que es necesario para conseguir el
triunfo sobre la muerte y por lo tanto asegurar la regeneración, el renacimiento y
fertilidad agrícola, en un claro nexo muerte-decapitación-sangre (Proulx, 2007)
(Figuras 6a y 6b).

6a

6b
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(2016)

Figura 6a) Personaje mítico


(orca) llevando cabezas trofeo; 6b) Dibujo sobre cerámica, una cabeza cortada con vegetales. Fuentes: a) Proulx (2007: 7, Figura 8);
b) Cornejo et al. (1996: 23), basado en Blasco y Ramos (1985, Figura 342).

De la misma manera, Mary Frame ha trabajado con textiles pertenecientes a fardos


funerarios de Paracas Necrópolis (estableciendo además relaciones con la cerámica
nazca), considerando los vínculos entre las figuras y los temas subyacentes en el
estilo bloque de color, donde se combinan referencias a la sangre, a la fertilidad y a
la transformación. La autora analiza los cambios en las secuencias de las
representaciones, estableciendo asociaciones entre las figuras, las que presentan
desde posturas de decapitación con cuchillos o elementos cortantes, hasta
serpentinas vegetales que surgen de sus bocas, mientras que algunas llevan cabezas
cortadas y otro tipo de adornos en sus manos (Frame, 2001). Estas figuras irán
manifestando cambios en el tratamiento del cabello, la ropa y la postura, y
adquieren además adornos, armas y cabezas, hasta transformarse en homólogos de
origen animal, muchas veces mediante la presencia de determinados rasgos
animales: pies con garras, rasgos de máscara en la boca, túnicas con una cola, entre
otros. Para Frame, la presencia de los animales remitiría a su importancia para el
pasado ancestral. A su vez, establecería relaciones con la depredación como modelo
subyacente de las relaciones entre los humanos, que despedazan como los animales,
pero con armas, resultando en carne desgarrada y flujo de sangre abundante, a la
par que establecen un nexo entre la sangre y los líquidos corporales que funcionan
como metáforas rituales y míticas (ibíd., 2001).

Asimismo, aparecen representaciones de animales con semillas esparcidas por todo


el cuerpo, que a veces son cabezas cortadas como análogas y, otras, figuras que
presentan heridas de donde crecen vegetales. La metáfora de la fertilidad en relación
a las heridas, la sangre y los fluidos corporales, como asociación con el agua y el
crecimiento de plantas, residiría en la asociación de estos elementos necesarios para
la regeneración de los ciclos agrícolas y míticos.

Considerando las interpretaciones previas y actualizando un trabajo anterior sobre


textiles de posguerra en el actual ayllu boliviano de Qaqachaka, Arnold (2007) ha
tomado la iconografía textil de los Andes como un lenguaje documental y de
reflexión sobre la esfera productiva (ver también Arnold, 2014). Ella establece
vínculos con análisis precedentes, en especial de Anne Paul, quien ha trabajado con
la función de los bordes trenzados del textil de la cultura paracas topará, en relación
a la captura de espíritus benevolentes y expulsión de los malevolentes. Para Arnold,
el acto textil puede compararse con el acto agrícola de determinar los surcos del
borde de la chacra para que los animales no puedan invadirla. Las tejedoras
aprovechan los esfuerzos que revivifican los espíritus ancestrales atrapados en el
textil, cuyo origen se relacionaría al manejo de los cabellos de una cabeza trofeo a
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modo de urdimbre, remitiendo a la apropiación de fuerzas de un guerrero enemigo


atrapado en los bordes. Así, las cabezas trofeo se transformarían en wawa (lo
naciente) como medio de energía para la regeneración (Arnold, 2007). En este
punto, la autora establece además relaciones con las interpretaciones de Proulx y
Frame analizadas, puesto que la idea de la cabeza trofeo se centraría aquí también
en la idea de la fertilidad agrícola y en la necesidad constante de agua y buen clima.
Para esta autora, la importancia yacería en la comparación de los sesos con las
semillas y en la creencia de un espíritu morador en la cabeza, que sería propicio
para regenerar la tierra y ayudar a la producción agrícola de los vencedores (ibíd.).

Elementos florales
Las flores se manifiestan en diversos ejemplares e invaden la decoración de la
mayor parte de los sectores de muchas de las iglesias. Entre los motivos recurrentes,
destacan las flores campaniformes, que son de muchas variedades en todas las
iglesias y entre ellas hemos identificado especialmente la flor de isaño o mashua y
la de chamico o datura, además de la kantuta que ha sido señalada desde los
estudios de Ángel Guido (1930). Las flores, además de ser apreciadas por su valor
ornamental, aparecen en las crónicas en relación con los sacrificios, en donde tanto
humanos como llamas eran ornamentados con ellas junto con mantones colorados.

La flor de isaño o mashua es uno de los tubérculos andinos más importantes, al


igual que la papa y la oca, e incluso de mayor rendimiento que estas. Esta flor
aparece representada en el bautisterio de Santa Cruz de Juli –según la descripción
de Cárdenas– con sus tallos aéreos cilíndricos y flores zigomorfas cuyas corolas se
componen de pétalos cortamente unguiculados y estambres desiguales entre sí
(Cárdenas, 1969). En las crónicas de Garcilaso de la Vega (1609) y Cobo (1892
[1653]), esta planta aparece dotada de poderes anafrodisiacos. Por otra parte, su flor
aparece en motivos prehispánicos, como se ve en la pintura tiwanaquense que
Yacovleff y Herrera (1935) han reproducido de la cerámica de Pacheco con sus
flores y tubérculos característicos, y tanto allí como en el bautisterio aparece
sintetizada o vista de perfil (Figuras 7a y 7b).

7a
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(2016)

7b

Figura 7a) Portada del


bautisterio de Santa
Cruz de Juli y 7b)
Pintura tiwanaquense,
de mashua o isaño
con raíz. Fuentes: a)
Fotografía de las
autoras y cortesía del
equipo UBACyT
dirigido por el Dr.
Ricardo González;
b) Yacovleff y Herrera (1935: 65).

Por otra parte el chamico o datura, que tiene también flores con pétalos largos y
dentados en forma de campanilla, aparece visto desde distintos ángulos,
especialmente de frente, y puede apreciarse en un kero incaico también reproducido
en Yacovleff y Herrera (ibíd.). Según estos autores, en sus flores y hojas, el
chamico posee tres alcaloides con propiedades terapéuticas. Sus hojas chamuscadas
al fuego se aplican sobre las partes doloridas en los casos de reumatismo o
contusiones y, al ser fumadas, producen una acción antiasmática. Con la semilla se
prepara un extracto que goza de propiedades narcóticas, ya que adormece los
sentidos hasta llegar a estados de locura temporales, designándose a una persona
con estos síntomas “chamicada”, por lo que se la utilizaba también para
embriagarse (Cobo, 1892 [1653]). Por otra parte, los cirujanos precolombinos
empleaban las semillas como anestésicas para realizar sus operaciones admirables,
incluso las trepanaciones craneanas (Yacovleff y Herrera, 1935).

Otro tipo de flores relevantes son las de cactus compuestas y variadas, señaladas
por varios autores, y que aparecen en la mayor parte de las iglesias con
manifestaciones especialmente sofisticadas en Santiago de Pomata y San Pedro de
Zepita, destacando algunas muy similares a las del achuma, que según Cárdenas
abunda en La Paz y en la Isla del Sol, y que pueden relacionarse con los mismos
cardones que las contienen (Figuras 8a y 8b).
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Figura 8. Flores compuestas asociadas a las


flores de cactus en las iglesias de San Pedro de
Zepita. Fuente: fotografías de las autoras y cortesía
del equipo UBACyT dirigido por el Dr. Ricardo
González.

Del cactus existen muchas especies por lo que varían en algunas de sus
características, si bien la mayoría son medicinales según Bernabé Cobo, y se las usa
en especial para disminuir la fiebre alta y soldar fracturas. En Pomata aparecen
estos elementos sintetizados en cactus columnares, pero que podemos identificar
por su similitud con representaciones de escenas de alfarería moche que transcurren
en despoblados donde se visualizan diferentes tipos de cactus. Uno de los cardones
más importantes en los Andes es el ya mencionado contenedor de la achuma, puesto
que contiene mezcalina en sus tallos, cuyas propiedades narcóticas se conocen por
la valoración de la pérdida del estado de conciencia. Cobo dice al respecto:

Es esta una planta con que el demonio tenía engañados a los indios del Perú,
porque bebido su zumo, saca de sentido de manera que quedan los que lo beben
como muertos, transportados con esta bebida los indios, soñaban mil disparates y
los creían como si fueran verdades. (Cobo, 1892 [1653]: 450 y 452)

Esta especie de cardón es conocida también como cactus de San Pedro, y su uso
como alucinógeno es registrado desde la cultura Chavín de Huantar, apareciendo en
la iconografía de la plaza circular del centro ceremonial.

La iconografía de las tierras calientes


Entre las flores que se señalan en la ornamentación de las iglesias de Santiago de
Pomata y San Pedro de Zepita, se encuentra la apincoya o granadilla que, a
diferencia del resto de los elementos, ha sido mencionada por más de una autor e
identificada con la flor de la pasión (passiflorae), de cuyas características ya nos
hablan los cronistas y que abunda en la hoya amazónica (Cárdenas, 1969) (Figuras
9a y 9b, 10a y 10b). Es del género de las plantas volubles que se enredan y enlazan
en otras como las parras. Su hoja es grande y su flor es de forma tan extraña y
maravillosa que “quien con efecto pío y devoto la contempla, halla en ellas
figuradas muchas de las insignias de la pasión de Cristo” (Cobo, 1892 [1653]: 456).
Si bien es difícil determinar exactamente todos los rasgos de esta flor, su apariencia
múltiple podría responder a diferentes ángulos, síntesis y sofisticaciones de la
misma. Sus frutos son esféricos o ligeramente alargados con el pericarpio
apergaminado y su pulpa es de sabor dulce aromático. Según Gisbert y Yacovleff y
Herrera, esta fruta aparece para la fiesta del Corpus Christi, además de utilizarse
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(2016)

para ulceraciones y otras afecciones intestinales. En Santa Cruz de Juli no aparece


la flor pero destaca una representación que se asemeja al fruto de la granada. No
obstante, podría tratarse de una síntesis entre ambas, ya que la flor pertenece a la
apincoya pero el extremo abierto del pericarpio a modo de campanilla resulta típico
de la granada.

9a

9b

Figura 9a) Flor de la


pasión, detalle del
interior en la iglesia de
Santiago de Pomata y
9b) Especie de
passiflorae. Fuentes: a)
Fotografías de las
autoras y cortesía del
equipo UBACyT
dirigido por el Dr.
Ricardo González; b)

https://www.academia. edu/8335791/Passiflora_
Raf._m%C3%A1s_all%C3%A1_ de_la_pasi%C3%B3n
10a
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10b

10c

Figura 10a) Santa Cruz de


Juli, portada del bautisterio;
10b) Fruto de granado y 10c) Interior
del fruto de la granadilla. Fuentes: a) Foto-
grafía de las autoras y cortesía del equipo
UBACyT dirigido por el Dr. Ricardo
González;
b) http://dpvm.umh.es/docs/
publicaciones/i%20 jornadas%20nacionales
%20
sobre%20el%20granado.pdf;
c) http://www.huila.gov.co/
documentos/M/manual%20 tecnico%20del
%20cultivo%20de%20granadilla%20 en
%20el%20Huila.pdf
En cuanto a la fauna, destacan
los monos (Figuras 11a, 11b y
11c) que en el arte cristiano parecían tener connotaciones negativas, asociándose en
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(2016)

ocasiones al mismo Satán (Ferguson, 1956) y que para las áridas tierras del Collao,
serían animales exóticos de las zonas calientes junto con el resto de los elementos
naturales que pertenecen a otros pisos ecológicos. Teresa Gisbert menciona al mono
como deidad sustentante de edificios en base a un relato del cronista José de
Arriaga (1922 [1621]) quien recuerda la visión de los padres Ávila y Cuevas en
Huarochirí sobre dos monos de madera labrados en las ventanas de una iglesia y
que habrían sido quemados por ser considerados como dicha deidad. Asimismo, los
autores refuerzan esta teoría por la presencia en un vaso chimú de la temática del
mono abrazando columnas de un edificio, razón por la que destacan su existencia
en las bases de las columnas de las iglesias, como en el bautisterio de Santa Cruz de
Juli, entre otros ejemplos (Gisbert y Mesa, 1985).

Por otra parte, para Bailey, los monos de la Santa Cruz, al igual que los que él
identifica como titi –por su pequeño tamaño con melena de león y grandes garras–
en San Juan en Juli, se explicarían por el paso por Juli de los jesuitas y misioneros
de las selváticas misiones de la Amazonía a intervalos regulares (Bailey, 2010). Sin
embargo, estos animales exóticos ya podemos verlos instalados en el imaginario de
los pobladores de las áridas pampas de San José y Palpa en los geoglifos de Nazca,
así como en la cerámica y textilería moche y chimú. Esto no ha de sorprender, ya
que desde épocas incluso más tempranas como la correspondiente a Chavín puede
verse la representación de lagartos, jaguares y águilas, que son animales
pertenecientes a las tierras calientes, alejados de la zona serrana y que responderían
–según Richard Burger (1993)– a la necesidad de superar los límites de los hábitos
cotidianos.

11a
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11b

11c

Figura 11. Monos: 11a) en Santa


Cruz; 11b) en San Juan de Juli; y 11c) en las líneas de
Nazca. Fuentes: a) y b) Fotografías de las autoras y
cortesía del equipo UBACyT dirigido por el
Dr. Ricardo González;
c) Bovisio et al. (2008: 36).

Al respecto son interesantes los


estudios de Dimitri Karadimas (2014) quien vincula ciertas representaciones
iconográficas de monos a través de mitos contemporáneos de las tierras bajas con
los Andes, proponiendo una interpretación de escenas andinas prehispánicas a partir
de una mitología aún vigente en el noroeste amazónico, en la búsqueda de una
trama común, desde una perspectiva analogista, y basándose en una combinación
bastante específica de monos o formas estelares, de rayas y personajes del tipo
avispas. Son de nuestro interés particular las representaciones de monos en números
pares que analiza el autor y que son identificados con modelos difundidos en varias
áreas culturales de distintas épocas. Una de las primeras expresiones gráficas
aparece en la región de Carchi Pasto, donde las culturas de Capuli y Tuza usan
figuras de monos (en número de cuatro) asociadas a estrellas (Figura 12); estos se
vinculan con el mito de origen del chontaduro y el antagonismo entre los seres
celestes, entre los cuales Orión es identificado con los monos e interactúa con la
Luna (Karadimas, 2014).

Figura 12. Variación combinatoria entre


cuatro monos y estrellas en la
iconografía Carchi-Nariño. Fuente:
Karadimas (2014: 206).

En la orfebrería de la zona, los monos están ligados a imágenes con racimos y frutas
de palmas que vinculan los pisos de las tierras bajas. Muchas veces estos animales
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(2016)

flanquean a un ser con características de abeja, algo que aparece también en las
culturas de los Andes –en especial en telas funerarias chimú y huari–, donde se
disponen alrededor de una avispa a la manera de estrellas de la constelación de
Orión, como sucedía en el mito amazónico. Otros espacios donde aparecen estos
animales son las vasijas moche, como variantes de elementos bélicos en escenas de
embarcaciones nocturnas, disponiéndose en las asas los cuatro monos en relieve.
Orión aquí actuaba como psicopompo o acompañante de los muertos, y en su
condición de constelación llevaba el alma del difunto. Los monos, entonces,
representarían en su número nuevamente a Orión (las estrellas). Para el autor, estas
coincidencias serían el resultado de un modelo ideológico suramericano, que
permite la metamorfosis de distintos motivos de acuerdo con cada cultura, pero
siempre en relación a los cuerpos celestes y a la muerte, en una continuidad cíclica
que trascendería las diferencias entre la Amazonía o el área andina (ibíd.).

Algo similar sucede con el felino, que es el animal más relevante en el pensamiento,
el mito, el ritual y el chamanismo de muchas culturas americanas. Principalmente,
la imagen de este animal se vincula al consumo de alucinógenos aludiendo a la
conexión del chamán con estos seres poderosos, puesto que el jaguar es la ausencia
de normas y encarna a las fuerzas extremas de la naturaleza, es aquello que hay que
dominar para subsistir (Reichel-Dolmatoff, 1977). Para Piña Chan (1994), el jaguar
se asocia con la tierra puesto que, al igual que esta, es una deidad benévola pero a la
vez maléfica, puede dar y quitar la vida haciendo brotar sus frutos que dan alimento
o negándoselo cuando no es fecundada por el agua. Por ello es común encontrar en
su cuerpo algunos símbolos que remiten al agua, como las volutas o círculos
concéntricos que mencionamos anteriormente (Piña Chan, ibíd.). En las iglesias del
Titicaca, por ejemplo en San Juan de Juli, encontramos casos aislados de felinos
(Figura 13a). En Santiago de Pomata (Figura 13b) aparecen cabezas felinas a modo
de ménsulas que nos recuerdan a las cabezas clavas de Chavín que mostraban el
proceso de metamorfosis sufrido por el chamán al transformarse en el poderoso
animal (Burger, 1993). Más interesante es el caso de la Iglesia de Puno, que se halla
más al norte de la provincia de Chucuito (Figura 13c), donde encontramos un
ejemplo de felino de cuerpo entero de perfil de cuya boca emergen volutas
vegetales, al igual que sucedía con las cabezas trofeo, que aluden a la reproducción
de la vida después de la muerte. El modo de representación nos recuerda a los
felinos de las placas del patio circular de Chavín, aunque el motivo de los vegetales
que emergen podría tener mayor similitud con la temática presente en el obelisco
Tello, a modo de ejemplo. Estas representaciones felinas de cuerpo entero son más
comunes en los Andes y llegan a aparecer hasta en las culturas más tardías.

13a
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13b

13c

Figura 13. Representaciones felínicas: 13a) Iglesia de


San Juan de Juli; 13b) Iglesia de Santiago de Pomata y
13c) Catedral de
Puno. Fuentes: fotografías de las autoras y
cortesía del equipo UBACyT dirigido por el Dr.
Ricardo González.

En resumen, y tal como hemos


observado, es posible reconocer un repertorio iconográfico que vincula elementos
propios del área andina presentes desde el Horizonte Temprano, desplegado en
diferentes soportes como los textiles y la cerámica. Los mismos recuperan su
protagonismo en las fachadas collavinas, ya que destacan cuantitativamente frente
al elemento cristiano, siendo colocados además en lugares estratégicos de acceso al
espacio sacro. Las identificaciones y observaciones realizadas sobre los elementos
de la naturaleza, si bien se encuentran en una etapa inicial, nos dan la pauta de la
necesaria conexión de estas imágenes con prácticas culturales asociadas al consumo
medicinal y con la utilización económica de algunas de estas plantas, así como con
la persistencia de sentidos rituales y religiosos de imágenes como el felino o el
mono, entre otros (Figuras 14a y 14b).

14a
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14b

Figuras 14a) Portada del bautisterio de


Santa Cruz de
Juli y 14b) Portada lateral de la iglesia de San
Juan Bautista de Juli. Fuente: fotografías de las
autoras y cortesía del equipo UBACyT dirigido por
el Dr. Ricardo González.
Propuestas para un
abordaje
interdisciplinario
Ante la iconografía presentada, resulta fundamental detenerse en la importancia de
los elementos fito y zoomorfos en relación a la dimensión sustancial que
adquirieron en la zona, siendo utilizados con fines prácticos, religiosos y
medicinales, según se desprende de los estudios de casos que hemos seleccionado,
los relatos de los cronistas más destacados y la bibliografía específica sobre la
historia, la sociedad y la economía de dichos pueblos antes y después de la invasión
española. A partir de aquí, nos interesa examinar los motivos iconográficos
atribuyéndoles a ellos mismos un valor documental, considerando la integración
entre lo material y lo ideal, puesto que para explicar cada producto social y cultural
es necesario tener en cuenta tanto el contexto histórico como la práctica de la vida
cotidiana.

Ramón Gutiérrez (1978) avanzó en el estudio documental relativo a la construcción


de las iglesias y, tras el relevamiento de los libros de fábrica del Archivo de
Prelatura de Juli, donde se encontraba la doctrina principal de los jesuitas, ha dado
cuenta de la importancia que adquirieron con el tiempo los artífices indígenas en la
construcción de las iglesias reduccionales de toda la provincia de Chucuito. Si en
los conjuntos de la primera etapa, desarrollados a lo largo del siglo XVI y hasta
mediados del siglo XVII, la participación local se limitaba casi exclusivamente a la
obtención de materiales y a la mano de obra, con el correr del tiempo y
coincidiendo con el desarrollo de la ornamentación de las iglesias de la segunda faz,
desarrolladas desde mediados del siglo XVII hasta mediados del XVIII, se ha
demostrado que los nativos han tenido una participación sustancial en la
elaboración directa y en la dirección de los programas ornamentales (Gutiérrez,
1978).

El autor analiza detenidamente el proceso, indicando que para fines del siglo XVI el
diez por ciento de los indios tributarios en Chucuito constituía la mano de obra de
los templos, aunque para esta época no encuentra documentación que avale otro rol
por parte de los indígenas que el exclusivo de mano de obra. La tendencia al
reemplazo de los antiguos maestros españoles por indígenas y en menor grado
mestizos –que aparece tímidamente con la participación del maestro indígena
Bartolomé Zapana Huaylicolla en la iglesia de San Jerónimo de Asillo (1590)–
quedará fuertemente marcada hacia fines del XVII y principios del XVIII con la
creciente presencia del artesanado indígena que “modificará, unido a circunstancias
contextuales, las características arquitectónicas de la región, y producirá el
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fenómeno que se ha definido como ‘arquitectura mestiza’” (ibíd.: 91). Para el autor,
una de las características más importante radicaba en el espíritu corporativo a nivel
grupal, gracias al cual se formaban grupos de indígenas canteros, como es el caso
de Santiago de Pupuja, entre los que se encontraban familias indígenas que
transmitían los conocimientos artesanales en las mismas comunidades. Finalmente,
el arquitecto destaca la transferencia paulatina a las generaciones subsiguientes de
los roles de diseño y dirección, en los que el indígena aplicaría la tradición empírica
de los maestros indígenas precedentes. Otros autores utilizarán la misma
documentación, entre ellos Antonio San Cristóbal (2000) y Alexander Gauvin
Bailey (2010); ellos coincidirán en gran parte con las hipótesis de Gutiérrez,
afirmando una participación cada vez más activa de los artífices indígenas durante
el siglo XVIII, especialmente en el área del Collao y otras zonas alejadas de los
principales centros como Lima y Cuzco.

A partir de aquí, creemos pertinente abordar el objeto de estudio considerando los


lazos entre los actores y los procesos involucrados, poniendo de relieve la
dimensión ontológica en relación con la iconografía ornamental, en estrecha
relación con la intencionalidad del agente, en tanto la producción y recepción del
objeto artístico es siempre sostenida por determinado proceso social en relación al
momento de circulación.

Desde principios del siglo XX en el terreno de la historia del arte, los estudios
iconológicos y la creación del Instituto Warburg, así como la renovación de las
perspectivas históricas producidas por la escuela francesa de los Annales y los
aportes de la historia social, desarrollaron diversas formas de historia cultural que
influyeron también en los estilos de la historia del arte. Erwin Panofsky, retomando
el tradicional planteo de Ernst Cassirer en torno a la forma simbólica como
herramienta mediatizadora de la acción humana, aplicó el concepto a las formas
artísticas y las vinculó al de habitus o concepción intelectual de una época. Esta
perspectiva, relacionada en la tradición sociológica a la idea de representación
social, pretendió hallar interpretaciones sobre la manera en que el aparato simbólico
–y dentro de él en especial el universo de las formas artísticas– pone a la vista las
concepciones del contexto de emergencia y las premisas que lo sustentan.

Sistematizando algunos de los procedimientos de su predecesor Aby Warburg,


Panofsky partió del supuesto de que los datos de fondo y forma se hallan unidos de
manera inextricable en una obra, condicionados a su vez por ciertos
convencionalismos de época, lo que impulsó un método que, a través del estudio de
determinados tipos o categorías para el análisis iconográfico e iconológico,
proporcionaba una explicación del sentido de la historia del arte fuertemente
influenciada por la historia de los síntomas de Cassirer (1979). Panofsky propuso
tres tipos básicos de análisis: preiconográfico o significación primaria o natural, en
tanto refiere a la identificación de formas puras; iconográfico o significación
secundaria o convencional, en tanto remite al universo de costumbres y tradiciones
de una civilización a través de historias y alegorías, entre otros; y finalmente,
iconológico o significación intrínseca o contenido, aludiendo a aquellos principios
que ponen de relieve la mentalidad básica de una nación o época (Panofsky, 1977).
En definitiva, el autor consideraba que ciertas modalidades formales eran
características de un medio dado y que en un lugar y tiempos determinados todas las
obras de arte tenían ciertos rasgos en común a pesar de las variantes individuales y
locales. Cabe destacar que, aunque dichas categorías fueron utilizadas
abundantemente en la historia del arte, la antropología, e incluso la arqueología,
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presentan grandes limitaciones para el estudio de determinadas formas artísticas, en


especial para el arte americano, donde las fuentes escritas suelen ser escasas o nulas.

No obstante, entre los investigadores de la escuela de Warburg, resultan


significativos los aportes de Ernest Gombrich, quien se desempeñó como director
del Instituto entre 1964 y 1976. Gombrich amplió el horizonte en relación al
enfoque de Panofsky, criticó el abordaje universalista para el estudio iconográfico y
se acercó a consideraciones del arte como medio de negociación y construcción de
identidades e ideas en un momento y lugar determinado, en que la conciencia del
artista ocuparía un sitio primordial. En una conferencia titulada “Sobre la
interpretación de la obra de arte, el qué, el por qué y el cómo”, Gombrich revisa
algunos argumentos que –desde diferentes disciplinas– pretendieron alcanzar una
explicación total de la obra, apelando también a sus escritos precedentes, entre los
que destaca Arte e ilusión, de fines de la década de 1980. Allí el autor señalaba los
caracteres principales del fenómeno del estilo, que se volvía problemático a la hora
de determinar con qué disciplina abordarlo analíticamente, proponiendo entonces
enfatizar la dimensión temporal y colectiva, en la búsqueda, dentro de la producción
artística, de la expresión de mecanismos fundamentales de la mente y de la
naturaleza humana (Gombrich, 1979).

En este punto, el autor hace un recorrido histórico por las nociones de estilo y
explica cómo se vincula la historia del arte con la psicología de la percepción visual.
La importancia de una obra consistiría principalmente en ser expresión de una
forma de vida, teniendo la representación visual una historia, puesto que la creación
y la percepción responderían a convenciones y aprehensiones, donde los objetos
significantes se constituyen en parte de nuestra experiencia (ibíd.).

En este sentido, nos interesa vincular las ideas de Gombrich desde la historia del
arte, con las del antropólogo Alfred Gell (1998) quien define el arte según la
función que cumple en el desarrollo de las interacciones sociales, es decir, las
proposiciones simbólicas en torno al objeto artístico partiendo del agente y las redes
creadas por él, en tanto se desarrollan en el intercambio permanente entre las
dimensiones histórica, política, religiosa y los vínculos entre otros agentes. La
iconografía para estos dos autores se constituye en un espacio de diálogo y
negociación entre los recursos disponibles para los productores de un momento
dado, por lo que sus posibilidades expresivas dependen de los estilos regionales en
boga. En nuestro caso, partir de dichas concepciones sería propicio para superar los
análisis de tipo panofskianos de un conjunto estático de atributos. Gell desarrolla el
concepto de agencia (agency), a partir de revisar teorías antropológicas que han
establecido su vínculo con los diferentes estudios de la historia del arte, incluyendo
los de filiación semiótica que han puesto énfasis en la significación cultural y los
símbolos, y que llevaron adelante diferentes propuestas interpretativas. En lugar de
hacer referencia a la comunicación simbólica, Gell pondrá énfasis en la
agencialidad, en tanto este concepto involucra la intención, la causalidad, el
resultado y la transformación que intervienen en torno al objeto, viendo el arte
como un sistema de acción permanente. Para este autor, los objetos de arte
funcionan como extensión de la agencialidad del productor, siendo aquellos
dependientes de las redes sociales en las que están inmersos los que se relacionan
directamente con el universo del agente, y que permiten ampliar la concepción en
que determinados artefactos se relacionan con las personas, así como las mismas
personas se relacionan con otras a través de las cosas que producen:
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The concept of agency I employ here is exclusively relational: for any agent there
is a patient, and conversely, for any patient, there is an agent. This considerably
reduces the ontological havoc apparently, caused by attributing agency freely to
non living things… (Gell, 1998: 22)

Destaca el rol sustancial que Gell le otorga también al receptor, siendo que en
nuestro caso particular, las imágenes pretendían funcionar como medio de
adoctrinamiento. Resulta sugestivo que las imágenes significativas para la cultura y
el ritual prehispánicos se superpongan de manera jerárquica a los elementos
relativos a la doctrina cristiana, ubicándose además en lugares estratégicos de las
iglesias, especialmente en los accesos a los sitios sagrados. Según el autor, las
luchas por el control se reproducen y, en tanto patients, intervienen en el
encadenamiento, intermedian con agentes productores y determinan diferentes tipos
de jerarquías en el curso de la interacción social: “Performers of social actions are
agents and they act on patients (who are social agents in the patient position vis a
vis an agentin-action)” (ibíd.: 27).

Vinculamos esto también con la dimensión colectiva y comunicacional de las


imágenes prehispánicas desde una “socialización específica de las percepciones”
(Golte, 2008) operante en el contexto de la colonia a través de mundos de
reciprocidad pautados por los cuales un grupo humano vive e interpreta un
ambiente. Este aspecto adquiere importancia fundamental para nuestro estudio en lo
relativo a los elementos naturales labrados en las iglesias cristianas: ¿por qué se
seleccionan ciertas imágenes en desmedro de otras?, ¿en qué sentido esas imágenes
comunican la cosmovisión de determinada cultura? Consideramos que los
elementos aportados por la cultura hispana, como por ejemplo los que presentan
iconografía relativa a los relatos cristianos, devendrían en una realidad perceptible
en la medida en que son traducibles al lenguaje interno, apareciendo a la vista como
elementos significativos para la cultura andina, y lejos de destruir el espacio
semiótico ya configurado, contribuirían a dinamizarlo. Considerar la cultura como
un espacio dinámico al interior del cual los lenguajes interactúan pero también se
interfieren y autoorganizan por la afluencia de elementos foráneos a través de la
agency del productor y actores implicados, es interesante para la interpretación de
las formas artísticas en contextos históricos de conquista donde, a través de los
contactos culturales, determinadas sociedades han conformado una nueva lógica en
el conjunto de relaciones o flujos.

Conclusiones
A lo largo del recorrido del presente trabajo intentamos poner a consideración un
objeto de estudio complejo. En primer lugar, las diferentes teorías a partir de las
cuales ha sido abordado por nuestra disciplina pusieron en evidencia dificultades
básicas, como el entender la iconografía a modo de subsidiaria de la arquitectura
española, o desde un análisis que la considera como discurso autónomo pero que no
logra relacionarla con la densidad de su contexto cultural o lo hace de forma
superficial. El “arte indígena”, al ser convocado desde la historia del arte, fue
concebido casi exclusivamente desde la categoría de copia o mestizaje, evitando
entender “diversidades que coexisten e interactúan en contextos de conflicto entre lo
hegemónico y lo subalterno” (Bovisio y Penhos, 2010: 14).
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Nuestra hipótesis de investigación sostiene que aunque estas imágenes fueron


producidas en un espacio de adoctrinamiento sostenido por los frailes, no pueden
ser aisladas del universo visual andino y debe profundizarse su puesta en relación
con otros registros visuales, tanto arqueológicos (textiles, cerámicas, metales) como
naturales, considerando el repertorio de especies botánicas propias de la zona y sus
diferentes usos medicinales y rituales. Desde la práctica de la historia del arte, la
posición interdisciplinar favorecería una mayor complejidad del objeto de estudio y
contribuiría a explicar las transiciones de tipo antropológico de las imágenes en
tanto “relación viva”, como forma de transitar y entender el mundo (Belting, 2007),
con el aporte de una perspectiva abierta que coloque entre paréntesis la recurrente
filiación con la historia de los estilos europeos, como el Renacimiento y el Barroco.
En este sentido, consideramos que un abordaje interdisciplinario resultaría
pertinente para seguir avanzando en el estudio de las formas simbólicas en
contextos indígenas en la América colonial, donde distintos universos de
interpretación se superponen y conviven gracias a constantes resemantizaciones.

Por otro lado, consideramos que, a pesar de las revisiones historiográficas, las bases
teóricas de denominaciones tales como “estilo mestizo” permanecen en algunas
investigaciones sobre arte colonial, como es el caso del término “híbrido” al que
acude Bailey. En este punto, podemos considerar otras alternativas conceptuales
como etnogénesis de Guillermo Boccara, en tanto proporciona una perspectiva
multicultural que evita la dicotomía persistente entre resistencia y aculturación en
relación a lo indígena y lo español. El autor propone resolver dicha dicotomía,
destacando la capacidad de creación y adaptación de las entidades indígenas en
contextos de contactos culturales, donde se ha continuado desarrollando la
especificidad a través del elemento exógeno, sin que ello implique una desaparición
de las tradiciones locales (Boccara, 2005). Particularmente y en relación a los
templos de Chucuito colonial donde la mayor parte de la decoración arquitectónica
es fito y zoomorfa y se encuentra en estrecha relación con la iconografía de las
producciones artísticas precolombinas andinas, esta perspectiva favorece la
integración más exhaustiva de trabajos etnobotánicos, lo que resulta imprescindible
para examinar tanto las formas simbólicas del universo étnico implicado, como las
razones de las elecciones de los elementos naturales en el plano narrativo y estético.

Agradecimientos
Este artículo sintetiza las ideas principales presentadas en el seminario sobre
iconografía andina dictado en 2014 en el Instituto Interdisciplinario Tilcara por la
Dra. Denise Arnold, a quien agradecemos sus aportes e indicaciones bibliográficas.
Carla García

Licenciada y Profesora en Artes por la Facultad de Filosofía y Letras de la


Universidad de Buenos Aires, donde también realiza sus estudios de posgrado en el
área de Teoría e Historia de las Artes. Becaria doctoral del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Participa de equipos de
investigación sobre historiografía artística en la Universidad de Buenos Aires y en
la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
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Carla Maranguello
Licenciada y Profesora en Historia del Arte por la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Buenos Aires, donde se encuentra realizando el Doctorado en
Teoría e Historia del Arte con una beca de investigación otorgada por la misma
universidad. Participa en proyectos de investigación interdisciplinarios vinculados
al arte, la arquitectura y la cultura colonial del Collao (UBACyT). Actualmente se
desempeña como docente de nivel superior en ISFA Lola Mora y en la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA).

a Notas

1. Al respecto, en los estudios más contemporáneos dirigidos por Gabriela


Siracusano y Marta Maier, aunque dedicados a la pintura y a la escultura
colonial, se asocian en el análisis de pigmentos profesionales del área de las
humanidades y de las ciencias exactas.

2. Traemos brevemente este contexto a nuestro recorrido teórico, dado que un


punto importante para resaltar en paralelo a la cuestión teórica, es el
movimiento “neocolonial”, representado por Martín Noel y Ángel Guido –entre
otros arquitectos–, destinado a la construcción de edificios inspirados en la
arquitectura colonial americana, que toman elementos del área peruano-
boliviana (en particular arequipeña) y rasgos hispánicos (platerescos y
barrocos). Esta corriente se presentó como reacción americanista frente a la
preeminencia del eclecticismo europeizante presente en la arquitectura urbana
moderna de los primeros años del siglo XX. Ver Gutman (1995).

3. La cultura Valdivia, correspondiente al período formativo, se desarrolló en la


costa occidental ecuatoriana desde aproximadamente 3500 a. C.

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