La Sorpresa Del Jardinero

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La Sorpresa del jardinero

H ace un tiempo, en una lejana ciudad, vivía Andrés, un mecánico que


reparaba viejos trenes de mercancías.

Andrés no era solo mecánico. También era jardinero a medias. Una de esas
personas que cuidan las plantas, se maravillan con los colores y las formas de
las flores y conocen de memoria nombres y especies.

Era un jardinero a medias porque


vivía en un departamento pequeño, en
un cuarto piso, y no tenía balcón ni
terraza. Por eso le resultaba bastante
complicado eso de hacer surcos en la
tierra, colocar las semillas y regarlas
hasta que nacieran los primeros
brotes.

Aun así, cada día dedicaba unas


horas a cuidar de las flores que crecían
en unas macetas cuidadosamente
colocadas en el pequeño salón de su casa. Bueno, no solo en el salón...

Y soñaba. A menudo soñaba con amplias extensiones de tierra fértil. Tierra


negra y húmeda que miraba al cielo esperando una lluvia de semillas.

Las plantas no solo hablan invadido el salón de aquella pequeña casa.


También se hablan instalado en la cocina, en el pasillo, en las habitaciones, en
los cajones abiertos.

A
lguna noche, Andrés y su familia habían cenado en compañía de un
grupo de tulipanes amarillos.

Su mujer y sus hijos también soñaban con amplias extensiones de


tierra fértil. Resultaba un tanto incómodo eso de lavarse los dientes con un
rosal de la China amenazando en el baño.

S
us jefes solían decir que Andrés era un mecánico capaz de resucitar
cualquier locomotora destinada a convertirse en chatarra.

Los trenes le daban mucho trabajo y el sueldo era escaso. Mientras


reparaba las piezas averiadas, imaginaba que esos trenes viajaban cargados de
lirios y azucenas. O buscaba cómicos significados a los nombres científicos.
«Caléndula officinalis, o caléndula
oficinista» pensaba y sonreía imaginando una
brillante caléndula detrás de un escritorio.

Entre destornilladores y motores, Andrés


repasaba mentalmente su colección de semillas
y se preguntaba:

«¿Cómo será un Dianthus barbatus? ¿Un


clavel con barba? ¿Y un Dianthus plumarius?
¿Un clavel con plumas? ¿Podrá volar la Strelitzia
o flor de pájaro?»

U n día, su jefe le contó que una gran empresa buscaba a los mejores
mecánicos de la zona. Andrés era uno de ellos. Le ofrecieron, además
de un buen sueldo, una casa con un gran jardín... Y aceptó.

Mientras juntaba sus cosas en la vieja estación, se imaginaba regando las


preciosas plantas exóticas que iban a crecer en aquel terreno.

L
a primera sorpresa no tardó en llegar. Ya no entregaría sus horas a
viejos trenes y esqueletos de locomotoras. Ahora las dedicaría a los
aviones.
Esta nueva situación lo asustó un poco, pero se dijo: «En realidad son
conjuntos de tornillos, hierro y paciencia. No importa demasiado la forma». Y
Andrés empezó a imaginar que el taller se llenaba de azucenas, lirios y
caléndulas. Caléndulas oficinistas, claveles barbudos, claveles con plumas.

L a segunda sorpresa fue aún mayor. No solo iba a reparar aviones, sino
aviones de guerra. Andrés fue contratado para colocar bombas en los
aviones que partían a la guerra. Una guerra que se había declarado entre varios
países lejanos. Unos países cuyos nombres apenas podía pronunciar. Entonces,
se suponía que sus manos debían preparar los aviones para que lanzaran
bombas sobre campos y bosques. Pero también sobre ciudades, edificios,
escuelas, personas, vidas.

Andrés ya no podía cambiar de idea. Durante varias noches apenas durmió.


No quería hacer ese trabajo. Ni siquiera a cambio de una casa con un extenso
jardín en el que poder plantar y hacer crecer su preciada colección de semillas.

Estaba triste y hasta parecía que había envejecido.

Pensaba en esas bombas que arrasarían con todo. Imaginaba esas amplias
extensiones de tierra muerta en las que ya nunca volverían a nacer brotes
nuevos.
L a tercera sorpresa decidió darla él. De repente empezó a mostrarse
alegre y entusiasta. Se esmeraba en aprender cada paso del proceso
de montaje, cada circuito eléctrico
que daba la orden al lanzamiento.
Trabajaba día y noche, noche y día,
sin apenas descansar.

Casi no tenía tiempo para


dedicarse a sus plantas y flores. Y
aunque podía haberse mudado a la
casa con jardín, seguía viviendo en
el pequeño departamento del cuarto
piso. Cuando su esposa le
preguntaba sobre la casa nueva, él le
respondía que antes debía entregar
la primera tanda de aviones.

A sí pasaron dos meses. Hasta que los aviones de Andrés estuvieron


listos y partieron hacia su destino: uno de esos países lejanos que se
habían declarado en guerra. Un país cuyo nombre apenas podía pronunciar.
Entonces comunicó a sus jefes que se tomaría unas vacaciones para
mudarse a la casa con jardín. Aunque él sabía que ya no volvería a trabajar en
ese sitio. Y que nunca viviría en la casa nueva.

En aquellos aviones, en lugar de bombas, había colocado semillas de las


flores más variadas: su colección de semillas, aquellas que guardaba para
plantar en el jardín que soñaba.

Andrés había encontrado un jardín aún más grande. Una amplia extensión
de tierra fértil. Tierra negra y húmeda que miraba al cielo esperando una lluvia
de semillas.

Y pensó que sería mejor sembrarla de tulipanes, lirios, azucenas,


caléndulas...

Caléndulas oficinistas, claveles barbudos, claveles con plumas.

Carla Balzaretti
La sorpresa del jardinero
New York, Cuento de Luz, 2014

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