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EDUCACIÓN INTERCULTURAL BILINGÜE

Una educación científica para la interculturalidad

Liliana Valladares Riveroll1

1
Universidad Nacional Autónoma de México. Seminario de Investigación sobre Sociedad del
Conocimiento y Diversidad Cultural. [email protected]
1. INTRODUCCIÓN

De acuerdo con los llamados enfoques socioculturales de la educación2, no hay


un sistema de educación que incida en la transformación de la sociedad de la que
forma parte, que sea ajeno a las características concretas de dicha sociedad. Lo
anterior es así porque los seres humanos vivimos inmersos y formamos parte de una
cultura, a partir de la cual organizamos nuestras vidas, relaciones y prácticas sociales
en términos de un horizonte de sentido y significado que nos dota de una cierta
identidad.

En México, por ejemplo, coexisten distintos horizontes de sentido que hacen


que este país no sea una entidad culturalmente monolítica y homogénea. Al estar
integrado por 32 estados o entidades federativas, que tienen entre sí grandes
diferencias de tamaño, población, desarrollo humano, recursos naturales, clima, entre
otros, la mejora de la educación en general, y de la educación científica en particular,
se enfrenta al reto de diseñar e implementar modelos educativos que sean sensibles y
adecuados a la alta diversidad cultural del país.

Además de las diferencias entre entidades federativas, el pluralismo cultural en


este país se complejiza ante la presencia de más de 7 millones de indígenas,
pertenecientes a alrededor de 62 pueblos, cada uno con su lengua y sus variantes
lingüísticas, con sus propias formas de organizarse, de vestir, comer, hacer producir la
tierra, comunicarse, vivir su espiritualidad.

Para fortalecer el sistema de educación científica, y con ello potenciar las


actividades de ciencia y tecnología en países pluriculturales como México, requerimos
encaminar mayores esfuerzos hacia la comprensión y profundización de lo que
significa educar científicamente a una población tan compleja y culturalmente diversa
como la iberoamericana.

Nos estamos enfrentando no solamente al reto de adecuar toda práctica


educativa a los distintos contextos culturales, cada uno con sus determinados valores,
necesidades y problemas, sino que también tenemos que responder al hecho de que
los saberes derivados de la ciencia y la tecnología no son los únicos legítimos. Las
comunidades indígenas de países como México, Bolivia, Paraguay, Perú, entre otros,
han generado, durante milenios, conocimientos que dentro de sus tradiciones se han
mostrado eficaces para la resolución de problemas específicos… ¿Cómo entender,
entonces, la educación científica en un país multicultural en donde coexisten distintas
formas de conocimiento? A lo largo de la presente exposición propongo aproximarnos
a esta cuestión en tres momentos.

En un primer momento, quiero describir brevemente por qué es importante la


reflexión teórica en torno al significado de la enseñanza de las ciencias en contextos
multiculturales. Dado que siguen prevaleciendo en países como México distintas
prácticas de educación indígena como vía para la gestión de la diversidad cultural,
planteo la posibilidad de reaproximarnos a esta problemática mediante el desarrollo de
nuevos modelos educativos, que fundamentados en distintas perspectivas
epistemológicas y pedagógicas, contribuyan a resolver el rezago educativo de las
poblaciones indígenas mexicanas.

2
Los enfoques socioculturales de la educación, acordes con la enseñanza situada, parten de la premisa
de que el conocimiento es situado y deriva del contexto cultural en que se desarrolla y utiliza por lo que,
tanto las actividades como el contexto son centrales para lograr un aprendizaje significativo (Díaz-Barriga,
2006).

1
En un segundo momento presentaré brevemente los pilares teórico-
metodológicos sobre los cuales se fundamentan las bases para un modelo educativo
que he llamado “Modelo Dialógico Intercultural de Educación Científica”. Estos pilares
son: por un lado, un entendimiento del proceso de diálogo como interacción
comunicativa que da como resultado la transformación identitaria fundamental de
cualquier proceso educativo, y por el otro, el desarrollo de una aproximación pluralista
a los conocimientos tradicionales que permite comprender en dónde radica su
legitimidad.

Posteriormente llevaré la discusión hacia cómo es que mediante un modelo


dialógico intercultural de educación científica es posible contribuir a la comprensión del
proceso educativo de la ciencia en contextos donde hay una fuerte presencia de
comunidades tradicionales3 de pueblos indígenas, como es el caso mexicano.
Básicamente resalto en este punto el papel de la educación científica como una
posibilidad de transformación de las identidades y las prácticas sociales.

Comenzaré, pues, justificando brevemente por qué es necesario hablar de una


educación científica intercultural.

2. LA EDUCACIÓN CIENTÍFICA INTERCULTURAL COMO VÍA PARA SUPERAR


LOS PROBLEMAS DERIVADOS DE LA EDUCACIÓN INDÍGENA

Desde una perspectiva pluralista del conocimiento, la educación científica en


contextos multiculturales exige la transformación y el replanteamiento tanto de las
prácticas de educación indígena como del concepto mismo de educación científica.

Si bien el significado de la educación científica ha dependido de los distintos


contextos históricos en que ha sido abordado y diferentes factores están implicados en
su interpretación (Laugksch, 2000), existe una marcada tendencia en la literatura
especializada en este tópico, que entiende a la educación científica como una labor
integral que no se reduce solamente a la transmisión de los principales conceptos,
leyes y teorías científico-tecnológicas, sino que abarca el desarrollo de habilidades,
actitudes y formas de actuar ante los desafíos planteados por el entorno.

Hoy en día, y más aún con la fuerte influencia del enfoque de la educación por
competencias, entender lo que es la educación científica se ha convertido en un
esfuerzo cada vez más detallado por definir una serie de metas y finalidades que se
aspira desarrollar entre los estudiantes de ciencias. En términos generales, podemos
afirmar que la educación científica es en función de lo que se quiere lograr en el
alumnado.

Un ejemplo de lo anterior se encuentra en el trabajo de Acevedo (2004, p. 6) y


Vázquez, Acevedo y Manassero (2005, p. 14), quienes clasifican en siete finalidades
no jerárquicas4 el quehacer de la ciencia escolar. Esta clasificación comprende una

3
Por comunidad cultural tradicional se puede entender, como propone Linares (2008, p. 173): “…un grupo
social minoritario cohesionado por el origen étnico, la lengua, el arraigo en un territorio, las costumbres,
tradiciones, prácticas, religiones o saberes específicos que lo distinguen de otros grupos culturales,
fundamentalmente, de la cultura mayoritaria nacional. “Tradicional” sólo se refiere a que el vínculo
esencial en este grupo procede de relaciones de parentesco y de una fuente histórica añeja, a menudo
anterior a la constitución misma de la nación o del grupo mayoritario y dominante. Tal es el caso de las
comunidades indígenas…”
4
Estas son: 1. Ciencia para proseguir estudios científicos (enfoque propedéutico); 2. Ciencia para trabajar
en las empresas (enfoque funcional); 3. Ciencia para seducir al alumnado (enfoque emotivo); 4. Ciencia
útil para la vida cotidiana (enfoque doméstico); 5. Ciencia para satisfacer curiosidades personales

2
gradación que va de la enseñanza tradicional de conceptos científicos como principal
finalidad de enseñar ciencia, hacia la capacitación para la responsabilidad ciudadana y
la toma de decisiones sobre asuntos tecnocientíficos de interés público; pasando por
los matices de educar en ciencias por fines humanísticos y culturales (historia, filosofía
y sociología de la ciencia), funcionales (vida cotidiana y bienestar público y personal),
y afectivos y emotivos (actitudes hacia la ciencia).

Para autores como Macedo y Katzkowicz (2005), la educación en ciencias


debe ser un medio para el desarrollo y la adquisición de ciertas habilidades y
conocimientos que permitan el empoderamiento5 de la gente en el grupo social en el
que se desenvuelve y que es día con día cada vez más tecnológico y científico.

De hecho este empoderamiento es visto por algunos como una de las


estrategias de reducción de las desigualdades sociales y económicas características
de nuestros tiempos, las cuales mantienen al margen de la ciencia y la tecnología a
una gran parte de la población mundial (Fensham, 2008).

Esta búsqueda por configurar una práctica educativa de la ciencia con una
orientación integral, ha llevado a desarrollar un enfoque integrador de la enseñanza-
aprendizaje de las ciencias que comprende cuatro aspectos fundamentales en su
definición (Macedo y Katzkowicz, 2005, p. 7):

a) El saber, en el sentido de construir y comprender los conceptos básicos de la


ciencia y la tecnología.
b) El saber hacer, en cuanto a aplicar tales conceptos y teorías para la resolución
de situaciones problemáticas de la vida cotidiana.
c) El saber valorar, como una forma de reconocer las aportaciones de la ciencia
para el cambio de las condiciones de vida de las personas, y como forma de
lograr incidir en el desarrollo de una sociedad que está cada más influenciada
por las manifestaciones científico-tecnológicas.
d) El saber convivir y vivir juntos, en cuanto a poder apropiarse de las habilidades
para trabajar en grupo, enriquecerse con la diversidad de opiniones y puntos
de vista, saber escuchar y ser capaces de construir con otros una opinión
fundamentada sobre temas de interés común.6

Desde este enfoque integrador es evidente que en la actualidad, la tarea de


educar en ciencias debería tratarse de aprender conceptos, leyes y teorías, pero
también y sobre todo, modos de actuar.

Es precisamente hacia esta dirección integradora que se han dirigido las


reformas de la educación científica en los últimos años y alrededor de casi todo el

(enfoque afectivo); 6. Ciencia como cultura (enfoque humanístico); y 7. Ciencia para tomar decisiones
tecnocientíficas (enfoque social).
5
Para Burguete y Torres (2007), el “empoderamiento” busca dar cuenta de procesos que suponen la
transformación de las relaciones de poder a favor de aquellos que con anterioridad tenían escasa
autoridad sobre sus propias vidas; se trata de un conjunto de acciones para ganar control y poder, lo que
se traduce en la capacidad de decidir sobre el control de sus recursos, de su entorno, de sus propios
proyectos, de su propia vida y de hacerse cargo de sí mismos. Si bien el empoderamiento no es transferir
el poder de una esfera a otra, sí pretende limitar y controlar el poder existente rompiendo el círculo de
dominación y violencia.
6
Estos cuatro ejes están inspirados, a su vez, en los pilares de la educación desarrollados por Delors en
el Informe que realizó en 1994 para la UNESCO. En este texto, conocido como "La educación encierra un
tesoro", Delors presentó como los cuatro pilares de la educación para el siglo XXI: 1) Aprender a conocer;
2) Aprender a hacer; 3) Aprender a vivir juntos; y, 4) Aprender a ser.

3
mundo, no obstante, en el caso mexicano difícilmente se podría garantizar un mayor
éxito a los cambios educativos emprendidos si no se toman en consideración las
implicaciones adicionales derivadas de la pluralidad cultural que nos caracteriza.

Aunque en México, durante los últimos cincuenta años, se ha buscado atender


a la diversidad cultural dentro del sector educativo a través de la educación indígena,
estos esfuerzos han dado como resultado una mayor exclusión de estas poblaciones,
las que continúan entre los niveles más bajos de educación y de desarrollo económico
y social7, según se muestra en el reporte 2008 de la UNESCO sobre los pueblos
indígenas en México (Stavenhagen, 2008) 8.

De acuerdo con Ramírez (2006) y con Bello (2007), con la educación indígena
mexicana se ha pretendido acortar las distancias entre la cultura mayoritaria y los
pueblos indígenas, lo que ha implicado la renuncia de los indígenas a su cultura para
adoptar la dominante, con la consecuente desaparición o, en el mejor casos,
marginación de las culturas indígenas. En gran medida, esta visión sigue
prevaleciendo en el sistema educativo mexicano, aún cuando existen programas y
legislaciones que plantean objetivos distintos.

En este sentido, la educación formal que ha impartido históricamente el estado


mexicano ha sido un arma de dos filos para los pueblos indígenas, pues por una parte,
ha significado la posibilidad de que miembros de estas comunidades adquieran
conocimientos y capacidades que les permitan transformar sus condiciones de vida y
aprender a relacionarse con otras culturas; pero, por otra parte, esta misma educación
formal, sobre todo cuando sus programas y métodos provienen de otras culturas
ajenas a las indígenas, como sucede en la mayoría de los casos, ha sido también un
mecanismo para la transformación impositiva y autoritaria de estas comunidades
culturales (Stavenhagen, 2008).

Más recientemente, la mayoría de los programas de educación desarrollados


para atender a las poblaciones indígenas mexicanas han buscado responder a los
principales problemas derivados de la educación indígena, entre ellos:

a) haberse convertido en un modelo asimilacionista o integracionista de la


educación, que busca homogeneizar a las culturas mediante la
castellanización de los pueblos indígenas;

7
El grado de analfabetismo, de bajos niveles educativos y de baja asistencia a centros escolares, sobre
todo a nivel medio y superior, tiende a ser más elevado entre comunidades indígenas que en el resto de
la población mexicana. Del total de la población indígena en este país, sólo 0.05% son estudiantes, y casi
todos viven en condiciones de marginación y pobreza (Stavenhagen, 2008).
8
Dicha marginación también se refleja en los resultados desagregados de las evaluaciones PISA 2006,
en los cuales se registraron notables diferencias en el desempeño de los estudiantes por entidades
federativas al interior de México. Así, entidades como Querétaro, Distrito Federal, Aguascalientes,
Morelos o Nuevo León, calificaron con un puntaje mayor al promedio nacional, mientras que estados
como Guerrero, Tabasco, Oaxaca, Tlaxcala o Puebla, calificaron por debajo de la media nacional. De
acuerdo con el análisis realizado por Díaz, Flores y Martínez (2007), los estados con menor puntaje
fueron aquellos en donde se reportó también un menor índice de estatus socioeconómico y cultural; no
sorprende que una característica compartida por las entidades federativas que peor calificaron sea la alta
presencia de población indígena dentro de los mismos. Con lo anterior, más que apuntar a establecer una
correlación directa entre el desempeño en materia científica dentro de las evaluaciones PISA y el nivel de
desarrollo socioeconómico y cultural, puesto que son muchas más las variables que intervienen en este
aspecto, quiero hacer hincapié en señalar la importancia que tiene aproximarse al estudio reflexivo sobre
la educación científica desde la perspectiva pluralista que considera a la diversidad cultural.

4
b) concentrar los esfuerzos y recursos en solamente los niveles básicos de
educación (primaria y secundaria);
c) suponer que la educación indígena como vía para la interculturalidad debe
estar dirigida solamente a poblaciones indígenas en comunidades rurales o
campesinas (como si la población indígena en la actualidad solo estuviera
presente en ambientes aislados, cuando sabemos que está presente en
todo el territorio nacional, tanto en el ámbito rural como en el urbano);
d) pretender resolver el problema de la discriminación cultural y la
desaparición de lenguas y cosmovisiones indígenas, implementando en los
programas educativos una sola asignatura dedicada al estudio y
revaloración de los saberes y lenguas locales, como el caso, por ejemplo,
de la asignatura de Lengua y Cultura Indígena que se incorporó a la
reforma de la educación secundaria en México en 2007, y que incluye la
enseñanza de la lengua y cultura indígena más importante de cada región.
Ante este panorama es preciso replantearnos la enseñanza-aprendizaje de las
ciencias en contextos multiculturales atendiendo y resolviendo en la medida de lo
posible a esta serie de deficiencias.

Es aquí donde aparece la posibilidad de desarrollar una educación científica


para la interculturalidad que busque ir más allá de la multiculturalidad9, es decir, que
no sólo aluda a la coexistencia de diversas culturas en un determinado territorio, sino
que implique su interacción y el enriquecimiento cultural mutuo (Schmelkes, 2004;
2006; Hernández, 2007).

Según Schmelkes (2004; 2006), la educación intercultural debería estar dirigida


a todas aquellas poblaciones nacionales, constitutivamente multiculturales, para con
ello sustituir los modelos de asimilación cultural que menosprecian el valor de los
sistemas tradicionales de conocimiento, y principalmente en aquellas asignaturas que
se refieren a la ciencia y a la tecnología (ver también Feyerabend, 1975).

La interculturalidad es una reflexión transversal a toda la práctica de la


educación, desde los niveles más básicos hasta los superiores, incluyendo la
enseñanza-aprendizaje de las ciencias. No se limita a las poblaciones indígenas,
porque la interacción cultural requiere de la participación de todos los miembros de las
distintas comunidades culturales.

La interculturalidad en la educación de la ciencia significa que la diversidad


cultural de cada país debe verse reflejada en los planes de estudio, en los enfoques y
en los métodos educativos, en la formación docente y en los materiales didácticos.
Más allá de considerar esta revaloración de la pluralidad como un deber moral, en los
siguientes apartados quiero proponer que también hay razones epistemológicas y
políticas que la justifican. Tomando como base una perspectiva pluralista del
conocimiento, es posible desarrollar un modelo educativo alternativo para la

9
Hernández (2007) discute la relación entre los términos de “multiculturalismo” e “interculturalidad”. De
acuerdo con esta autora, no hay una distinción radical entre multiculturalismo e interculturalidad; ambos
son términos normativos, que abarcan y suponen la multiculturalidad. La interculturalidad asume que se
dan encuentros entre culturas, por lo tanto, el énfasis es puesto en el encuentro, la interacción y la
relación entre ellas. El “inter” es el espacio del encuentro y de la comunicación, que por ser un “en medio
de” y un “entre” no es ninguna de las culturas, pero es circunstancia de ellas; el inter como relación y
como situación requiere de lo “multi”, es decir, de más de un elemento, de una diversidad. El
interculturalismo puede ser entendido como un proyecto político, en tanto proyecto intercultural; en este
caso es que se habla de políticas interculturales, de normas interculturales o de una ética intercultural.

5
enseñanza de las ciencias que fomente la interculturalidad tomando como eje el
ejercicio del diálogo. Veamos.

3. UNA PROPUESTA ALTERNATIVA PARA LA EDUCACIÓN CIENTÍFICA


INTERCULTURAL: MODELO DIALÓGICO INTERCULTURAL DE EDUCACIÓN
CIENTÍFICA.

Un Modelo Dialógico Intercultural de Educación Científica, entendido como una


propuesta alternativa para la educación científica intercultural, se basa en dos pilares
fundamentales: 1. En una perspectiva pluralista del conocimiento que permite validar
los sistemas de conocimientos tradicionales generados por las comunidades
indígenas, campesinas o rurales; y 2. En una aproximación al proceso de diálogo,
como ejercicio de interacción comunicativa que busca la transformación de identidades
y prácticas.

Mi propuesta es que sosteniendo estos dos pilares es posible contribuir a la


constitución de un sistema de enseñanza-aprendizaje de la ciencia sensible al
pluralismo cultural.

3.1. LOS CONOCIMIENTOS TRADICIONALES DESDE LA PERSPECTIVA


PLURALISTA DEL CONOCIMIENTO

Desde la perspectiva pluralista del conocimiento existen distintas formas


legítimas de obtener conocimientos confiables. La ciencia no se considera como la
única representación de la realidad con criterios epistemológicos universales y
superiores. Su validez no es absoluta ni se da en abstracto, sino que depende de su
relación con los intereses, necesidades y valores de los que la crean, recrean y utilizan
(Dascal, 1993).

Tanto en la generación de los saberes tradicionales como en la producción del


conocimiento científico subyacen procesos y elementos comunes que dan como
resultado la existencia de fronteras difusas en su definición. Ambos sistemas son
producto y al mismo tiempo son fuente de la capacidad creativa e innovadora de los
sujetos; y ambos pueden complementarse para responder de manera eficaz, eficiente
y novedosa a los problemas humanos10 (esto es, permiten a los distintos grupos
humanos “habérselas con su medio”).

Sin embargo, la separación entre conocimiento tradicional y científico lleva


implícito un acto de valoración de una parte y de devaluación de la otra, lo que ha
generado desigualdades profundas entre ellos. De acuerdo con Carrillo (2006), las
prácticas y conocimientos generados dentro de comunidades culturales tradicionales
suelen analizarse fuera de su ámbito y con los parámetros de la ciencia, desligando
los saberes de su contexto cultural y de la cosmovisión en que se insertan, de los
valores que conllevan y de las dimensiones sociales inherentes a toda forma de
conocimiento.

10
Por ejemplo, orientan las acciones sobre la caza, la pesca y la colecta, la agricultura, la preparación,
distribución y conservación de alimentos, la interpretación de fenómenos meteorológicos, entre otros.

6
No se puede ofrecer, por lo tanto, una caracterización de lo que son los
conocimientos tradicionales y contrastarla simplemente con los conocimientos
científicos sin que ello implique una carga valorativa y una serie de consecuencias
sobre el realismo, la racionalidad y la concepción de verdad. Las caracterizaciones de
lo que son los distintos tipos de saberes son históricas y no están dadas de una vez y
para siempre. De manera que lo que es aceptable o no como conocimiento, así como
lo que cuenta como racional, confiable o legítimo variará a lo largo del tiempo y del
espacio y dependerá de la orientación evaluativa que se tome.

A lo largo de la historia han cambiado las concepciones acerca de lo que se


considera un hecho relevante, un criterio de racionalidad, un valor, un método
confiable. Lo que parece inteligible y aceptable para uno mismo puede ser
incomprensible e inaceptable para otros. Las distintas creencias no están sujetas a la
evaluación desde un criterio último, fijo y absoluto, porque ello cerraría las
oportunidades de encontrarse con nuevas maneras de entender el mundo y de
expandir el terreno de lo posible.

Las comunidades indígenas al igual que las científicas constituyen una parte de
la realidad social que abarca actividades, creencias, saberes, intereses, valores y
normas que dan lugar a diversos conocimientos que tienen sentido y son confiables
dentro de ese contexto para el que fueron creados. Es por ello que para distinguir
entre un conocimiento confiable (sea científico o tradicional), trabajos como el de Peter
Winch (1987) con la comunidad de los azande en África, nos han mostrado la
importancia de apelar a las tradiciones11 para entender el sentido que dentro de ellas
tiene sostener tal o cual creencia.

La legitimidad de los conocimientos tradicionales, lo mismo que de los


científicos depende así, de tener razones que los validen. El número de razones que
se consideren suficientes para sostener una creencia variará en cada caso, según el
grado en que se busca asegurar una orientación acertada en nuestra acción en
circunstancias variadas o situaciones duraderas, esto es (Villoro, 1982, p. 168-170):

“… de acuerdo con el interés en que nuestra acción esté más o menos


firmemente “encadenada” a la realidad… En cualesquiera circunstancias, los
fines prácticos determinan si nos contentamos con creencias razonables o
exigimos saber para asegurar el éxito de nuestra acción…” 12.

11
De acuerdo con Olivé (2000), las tradiciones establecen estándares con respecto a: 1. Los problemas
que se quieren resolver por considerarlos legítimos; 2. Los recursos conceptuales necesarios para
entender los problemas que se aceptan como legítimos y; 3. Las técnicas, métodos y fines mediante los
cuales se pretende solucionar tales problemas. La legitimidad de estos tres aspectos es evaluada por los
miembros de esa tradición que puede ser o no científica; son ellos quienes deciden sobre la aceptabilidad
de un cuerpo de conocimientos y de prácticas; son ellos quienes deciden en qué momento se consideran
suficientes las razones que los sostienen, de acuerdo con los fines elegidos.
12
Villoro argumenta cómo es que la práctica determina el grado de justificación requerido para calificar a
una creencia de conocimiento, pues de otro modo: “…Si tuviera que comprobar la veracidad de mi
percepción cada vez que observo algo, mi acción sería torpe e ineficaz, si en mis relaciones con los otros
precisara poner a prueba las credenciales con que se presentan, comprobar lo bien fundado de sus
testimonios o someter a escrutinio sus acciones, la desconfianza universal volvería imposible la
convivencia. El acierto de mi acción exige que dé por objetivamente suficientes, aunque en verdad no lo
sean, las escasas y apresuradas razones en que se basan las creencias que guían mi práctica. Entonces,
no dudamos en calificar de “saberes” a las creencias razonables que bastan para lograr una acción
exitosa en las circunstancias particulares de la vida diaria…” (Villoro, 1982, p. 168, énfasis mío)

7
Los conocimientos tradicionales no son científicos porque no han surgido, ni
pertenecen a ninguna tradición que, desde el punto de vista sociológico, histórico y
epistemológico, se reconozca como científica, pero no por ello, como lo intenta mostrar
el trabajo de Winch, son irracionales o ilegítimos; pues con estos saberes muchas
comunidades tradicionales cumplen sus fines prácticos y resuelven muchos de sus
problemas. Su legitimidad debe evaluarse según los estándares que se establezcan
en torno a su aceptabilidad para satisfacer ciertos fines dentro de cierto contexto13.

Si las prácticas que conducen a un conocimiento son aceptables y confiables


de acuerdo con un conjunto de criterios reconocido por una comunidad, entonces ese
conocimiento resultará confiable para esa comunidad. No se necesita recurrir a la
tradición de las ciencias para reconocer la justificación de un saber: si éste funciona en
la realidad, asegurando el éxito de nuestra acción, eso es una razón para sostener su
validez y poder calificarlo como conocimiento. Ahora bien, si lo que queremos es
evaluar el estatus de cientificidad de dicho conocimiento, entonces se requiere el
reconocimiento de otras comunidades establecidas y ya aceptadas como científicas; y
como señala Olivé (2000), el hecho de que una comunidad no logre el reconocimiento
social de científica, no le impide desempeñar un importante papel social y cultural,
como generadora de otras formas de conocimiento que puede resultar provechoso
para el desarrollo de la ciencia misma.

La discusión en torno a la legitimidad de los conocimientos tradicionales nos


coloca frente a otras posibilidades de entender la racionalidad como la confianza
depositada en los procedimientos mediante los cuales se ponen a prueba las hipótesis
y mediante los cuales se aceptan y rechazan propuestas y teorías (Olivé, 2000), en
lugar de entenderla como aquella evaluación algorítmica dada en función de la
correspondencia objetiva entre una creencia con una realidad independiente de
nuestros esquemas conceptuales.

El trabajo de Villoro (1982) insiste en mostrar que entre creencias justificadas y


saber no puede establecerse una frontera precisa. El saber, dentro de su esquema de
reflexión, por estar basado en razones, es el límite al que tiende toda creencia que
pretenda justificación, pero puede haber muchos grados de fundamentación:

“…El cientificismo alimenta el prejuicio de considerar a la ciencia como una


forma de conocimiento cualitativamente diferente a los otros saberes que rigen
nuestra vida. Pero no hay tal… Al establecer una demarcación estricta entre
saber científico y creencias que no son del todo incontrovertibles, corremos el
riesgo de rechazar la mayoría de las creencias que necesitamos… que nos
permiten orientar nuestra vida… ” (Villoro, 1982, p. 293).

La historia de la ciencia muestra que la distinción científico/no-científico, más


que recurrir a una base valorativa absoluta y neutral (que resultaría incongruente si
pensamos en la variabilidad de criterios de demarcación que han existido), se
encuentra apelando a las tradiciones como puntos de referencia para marcar lo que es

13
La razón es una vía que nos orienta a hacer eficaz y exitosa nuestra acción y alcanzar así nuestros
propósitos. La racionalidad es múltiple para Villoro, porque existen distintos modos razonables de lograr
nuestros fines en una situación determinada, así como diversos fines también. El saber proviene de la
inevitable pluralidad de formas de acceder al mundo y tener éxito en la acción.

8
o no confiable. La evaluación de lo racional debe acompañarse de cuestiones tales
como ¿para quién? o ¿para qué?

Siguiendo a Olivé (2000), la actividad científica es el mejor ejemplo de actividad


racional que tenemos porque nos enseña que debemos examinar críticamente las
pretensiones de conocimiento y evaluar las formas mediante las cuales han sido
aceptadas, pues sería irracional aceptar a la ciencia sólo por autoridad. La ciencia nos
exige mantener un espíritu crítico frente a cualquier pretensión de conocimiento, lleve
ésta o no, la etiqueta de “científico”.

Por tal motivo es que abrir un espacio a los conocimientos tradicionales dentro
de la educación científica es una manera de garantizar el espíritu crítico que ha
caracterizado a la tradición científica suprimiendo toda ideología cientificista. El
cientificismo en la educación da como resultado que los estudiantes duden de la
interpretación cultural del mundo que sus padres y abuelos les transmiten fuera del
contexto escolar (ICSU-UNESCO, 2002; Okere, Njoku y Devisch, 2005):

“…Cuando se les enseña en clase de ciencias a los niños indígenas que el


mundo está ordenado como lo han hecho los científicos, y que funciona como
los científicos proponen, la validez y autoridad del conocimiento tradicional de
los padres y abuelos es negada. Mientras que sus padres pueden poseer un
gran entendimiento sofisticado de su ambiente local, la educación les informa
implícitamente que la ciencia es la autoridad última para interpretar la ‘realidad’
y que el conocimiento indígena local está en segundo plano y resulta
obsoleto…” (ICSU-UNESCO, 2002, p. 16, énfasis mío).

Es importante, por lo tanto, poder articular las distintas formas de conocimiento


y hacer que los contenidos educativos sean consonantes con las circunstancias
culturales de los estudiantes.

Lo anterior puede lograrse haciendo de la educación científica un espacio


propicio para el diálogo intercultural ¿Cómo entender el diálogo desde esta
perspectiva?

3.2. EL DIÁLOGO CRÍTICO PARA EL APRENDIZAJE INTERCULTURAL

Las raíces griegas de la palabra “diálogo” lo describen como aquel acto


comunicativo que usa la palabra para transmitir significados (“a través del significado
de la palabra”):

“…El prefijo diá- en griego es un prefijo procesual y relacional que se refiere a


una acción que se piensa en devenir, como un proceso; y por otra parte se
refiere a una acción que se realiza siempre como intermediación, como
estableciendo un vínculo entre dos o más elementos. Si… lógos suele significar
saber, el diálogo (que significa conversación) puede comprenderse como el
acceso al saber mediante un proceso que se lleva a cabo entre partes, entre
dos o más interlocutores... [De la relación entre diálogo y dialéctica] se destaca
la acción conjunta, la unión de fuerzas para arribar a un saber…” (Aguilar,
2005, p. 52-53, corchetes míos).

Para Swilder (1983), el diálogo es una conversación sobre un tema común


entre dos o más personas con diferentes visiones, y cuyo propósito principal es

9
aprender uno del otro para generar un cambio de visión y de actitudes que sirva para
transformar los modos de actuar. La conversación, dice Gadamer (2002), posee una
fuerza transformadora.

La dialogicidad se inscribe, como señala Aguilar (2005), en la perspectiva de la


cuestión de la alteridad, del encuentro con lo otro, con lo diferente de mí o de mi propia
palabra. El que toma en cuenta la alteridad debe estar dispuesto a escuchar, pero a
escuchar en un sentido fuerte, lo que significa estar dispuesto a dejarse transformar
por las implicaciones prácticas de lo que el otro dice. Saber escuchar supone saber
preguntar, y preguntar, dice Aguilar, quiere decir abrir14, dejar “un abierto” sin
respuesta predeterminada:

“…preguntamos cuando somos conscientes de que no sabemos…” (Aguilar,


2005, p. 52).

Así en el diálogo se reúnen el habla y la escucha; el preguntar y el responder.


El diálogo es un proceso de interacción genuina a través del cual los seres humanos
se escuchan unos a otros para transformarse con lo aprendido, y en donde no se trata
de dar por vencida una identidad a favor de otra, sino de que cada quien reconozca la
validez de los juicios de los otros. En el diálogo la intención es explorar y construir,
pero no convencer.

A través del diálogo se construye, entonces, nuevo conocimiento y se amplía


con ello, la visión de la realidad, creando nuevas posibilidades y diferentes direcciones
para la acción concreta. El conocimiento que resulta del diálogo no es una amalgama
que deriva del sincretismo o la síntesis de varios elementos tomados de diferentes
perspectivas, sino una reconstrucción y reinvención de cada una de las perspectivas
de los agentes en diálogo, a partir de los elementos de los otros.

Swidler (1983) señala que el cambio que se produce mediante el aprendizaje a


través del diálogo opera tanto en la dimensión práctica como en la cognitiva a través
de tres fases: en la primera, cada parte reconoce los prejuicios que tenía sobre la otra,
explicitando sus propios compromisos epistemológicos, metodológicos, metafísicos,
axiológicos, implícitos en sus posturas iniciales; en la segunda fase, cada parte se
apropia de algunos elementos que aprendió de la otra parte para ampliar su propia
visión y, finalmente, luego del aprendizaje, cada parte crea nuevas concepciones y
modifica sus maneras de interactuar con el mundo y de mirarse frente al mismo.

El diálogo es una interacción multidireccional en la que el ir y venir de las ideas


las va transformando, dotándolas de nuevos sentidos15. En la interacción, el que
escucha debe poder hacerlo sin resistencias e imposiciones, respetando la integridad
de la posición diferente a la suya. El diálogo existe, por lo tanto, en los cambios
fundamentales que va teniendo la conversación y no solamente en el simple
intercambio de ideas.

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La recurrente noción de “apertura” cuando se habla de diálogo opera, como señala Aguilar (2005),
como una postura metodológica que promueve la creatividad incesante de significados y desarrolla la
sensibilidad hacia lo diferente, no buscando sólo similitudes ni relaciones especulares con lo otro para
tratar de confirmar las propias ideas, sino buscando aprender a partir de voces diversas.
15
En el diálogo, los agentes requieren por lo tanto de actitudes tales como: voluntad de poder para el
cambio de las identidades propias, apertura, flexibilidad, respeto y confianza.

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El diálogo puede verse así, como un método para aprender a relativizar las
tradiciones consolidadas como “propias” dentro de cada cultura y agudizar las
tensiones entre lo que se quiere conservar de ella y lo que es necesario transformar.

Como pretende mostrar Bonfil (1987) en su teoría del control cultural, las
nuevas identidades culturales surgen a partir de la apropiación y la transformación de
elementos culturales provenientes de distintas tradiciones, en una lucha por el control
cultural de los mismos que va marcando fronteras difusas y permeables entre las
distintas culturas.

Dentro de una cultura, los elementos propios, esto es, el patrimonio cultural
heredado que cada nueva generación recibe de las anteriores, no es un acervo
inmutable, sino que por el contrario se modifica incesantemente, se restringe o se
amplía y se transforma permanentemente. Muchos elementos del patrimonio heredado
actual de muchas culturas han sido incorporados de otras en el devenir histórico
mediante procesos de apropiación que dotan de un carácter dinámico a las tradiciones
(Bonfil, 1987). La identidad es, por lo tanto, una noción dinámica y en movimiento.

Ahora bien, si sostenemos un modelo educativo que tome como punto de


partida estos dos pilares, es decir, que acepte que los conocimientos científicos y los
tradicionales pueden ser igualmente racionales, legítimos y confiables, y que éstos
pueden interactuar mediante el diálogo intercultural como un ejercicio que permite la
crítica y el enriquecimiento entre culturas ¿qué se puede esperar como resultado de
una educación científica intercultural?

4. EDUCARSE ES TRANSFORMARSE: LA ENSEÑANZA DE LA CIENCIA COMO


TRANSFORMACIÓN DE LAS PRÁCTICAS SOCIALES Y LA RECONSTRUCCIÓN
DE LAS IDENTIDADES

Como resultado de una educación científica intercultural uno esperaría lograr


una comprensión crítica de la ciencia, junto con una transformación de las identidades
y las prácticas de quienes intervienen en el proceso educativo ¿Cómo podemos
entender esto?

En cualquier proceso de diálogo, los interlocutores se ven modificados porque


se lleva a cabo una transformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el
que era. Como propone Aguilar, estar en diálogo es “…salir de sí mismo, pensar con el
otro y volver a sí mismo como otro…” (Aguilar, 2005, p. 78). Trasladado al ámbito
educativo de la ciencia tal y como lo he planteado, de cada intervención educativa se
esperarían cambios identitarios que nos permiten afirmar que hemos aprendido. Estos
cambios identitarios no son radicales ni totalitarios, porque no ser el mismo no significa
ser otro completamente distinto, es decir que el mosaico de la identidad varía
lentamente y por partes.

La transformación identitaria que el diálogo educativo supone tiene lugar en al


menos tres momentos: el primero corresponde a ponerse en el propio lugar, en el
lugar del que partimos, esto es, reconocer quiénes somos, lo que valoramos y
deseamos, lo qué sabemos de la ciencia, lo qué esperamos del proceso educativo
sobre la ciencia para que éste tenga algún sentido en nuestra comunidad. Un segundo
momento se refiere al encuentro con la pluralidad cultural en el aula, que obliga al

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diálogo intercultural y a la elección racional entre alternativas de conocimiento, esto es,
abrirse a la posibilidad de aprender de los otros y de cambiar mediante la enseñanza-
aprendizaje; y el tercer momento, refiere a los resultados alcanzados por cada
intervención educativa de la ciencia entendida como diálogo intercultural y que
suponen la revisión de la propia identidad; aquí, la transformación lograda se mide en
el cambio en las identidades y en las prácticas de aquellos quienes estudian ciencias,
según sus propias elecciones.

La relación del aprendizaje con los cambios identitarios de quien aprende, nos
llevan al tema de la identidad.

La identidad, como propone Villoro (1994, 1998) puede ser individual y


colectiva. Es individual, afirma este autor, si se refiere a una representación que tiene
un sujeto de sí mismo (la representación que el “yo” tiene de su propia persona), y que
le otorga un sentido único a su vida. Mientras que en la identidad colectiva, la mayoría
de los miembros de una comunidad (un “sí mismo colectivo”) comparten una
representación intersubjetiva constituida por un sistema de creencias, actitudes,
comportamientos que dan un sentido de pertenencia a un grupo. Estos modos de
comprender y de actuar en el mundo y que dan identidad, se expresan en sus
actividades sociales y prácticas cotidianas, en sus saberes transmitidos y en sus
valores y normas.

Las identidades colectivas se constituyen a sí mismas mediante al menos dos


vías: la mirada y el apego hacia el pasado de un pueblo (la vía abstracta de la
singularidad), o bien mediante la reconstrucción de una nueva representación de un “sí
mismo” colectivo que integra por un lado, lo que una comunidad ha sido, con aquello
que proyecta y desea ser (esto es, la vía concreta de la autenticidad).

Una identidad es auténtica en la medida en que los comportamientos y saberes


que comparten los miembros de esa comunidad son consistentes con sus intenciones,
deseos y necesidades reales. Tales necesidades y deseos no son fijos a lo largo de la
historia, por lo que cada identidad colectiva evoluciona y toma diversas formas a
través de cambios identitarios que suponen la conservación de lo uno y lo mismo en la
incorporación de lo otro.

Las prácticas sociales y sus saberes son una manifestación de las identidades
colectivas; y cuando éstos cambian, por ende, se transforman las identidades. Esta es
la medida del éxito de cada intervención educativa tal y como la he propuesto. De
manera que un modelo dialógico intercultural de educación científica pretende ser así,
un catalizador de estas transformaciones, buscando la constitución de identidades
auténticas, que se configuren dando respuesta a las necesidades colectivas reales de
las comunidades, quienes a través de la educación pueden lograr hacer de su futuro
una elección y no una sujeción.

Una educación científica intercultural, por lo tanto, estaría en contra de la


reproducción impuesta o “imitativa” de elementos de una cultura extraña –como puede
ser la científica-tecnológica-, que no responden a las situaciones concretas de quienes
estudian y que, por lo tanto, no podrían encontrar una manera de integrarlos o
transferirlos a sus actividades sociales. Una educación que fomenta la “imitación” sin
sentido, no tendrá ningún impacto en las propias identidades; no habría, en

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consecuencia, ninguna diferencia concreta entre el antes y el después de cada
intervención educativa.

En contraste, la educación científica intercultural busca constituirse, mediante


el diálogo, en un espacio promotor de la conformación de culturas auténticas en la
medida en que logran evitar el transplante de elementos culturales que no respondan
a las necesidades, deseos y fines de las comunidades que se educan, esto es, la falta
de pertinencia de la educación tan fuertemente criticada. Villoro nos recuerda que la
realidad de una comunidad no está dada de una vez por todas, sino que es una
configuración cambiante con las circunstancias, por lo que la identidad no es
“descubre” sino que se forja. Es nuestro deber, en todo momento, reconstruirla.

En el encuentro con la diversidad epistemológica en el aula, el horizonte de


elecciones de cada estudiante se amplía, multiplicando las oportunidades de
transformarse, abriendo espacios para los conocimientos de la ciencia y/o de las
comunidades indígenas, según convenga a sus propias expectativas y deseos.

Educar en ciencias debería poder repercutir en la transformación de las formas


de vida de los agentes, pues seguramente muchos conocimientos científicos serán
relevantes por su adecuación a las necesidades colectivas y podrán resultar ser los
mejores para el alcance de ciertos valores proyectados por determinadas
colectividades, pero es muy distinto que lo sean por elección que por imposición.
Comprender lo que es la ciencia es una oportunidad para que ésta pueda formar parte
de un proyecto de vida elegido, sin que esto signifique la pérdida de las identidades
propias.

Aprender ciencias no debería implicar la renuncia a la propia cultura para


comprender y adoptar un mundo ajeno; ni tampoco podría ser sinónimo de la negación
de las distintas formas de vida colectivas para ser parte de una sociedad uniforme más
amplia.

Aprender ciencias debería realmente ofrecer al alumnado la oportunidad de


resituarse culturalmente mediante el proceso educativo dialógico, ya sea recuperando
la memoria de tradiciones truncadas u oprimidas en la historia de su universo cultural,
o bien enriqueciendo su horizonte en el encuentro con tradiciones de otras culturas
como las científicas (Fornet, 1997). Cuando con los conocimientos tradicionales no
basta para arreglárselas frente al entorno, entonces es legítimo echar mano de la
ciencia. Tal es la importancia de una educación científica abierta a la pluralidad. Los
conocimientos científicos y tecnológicos podrían ser relevantes ante ciertos problemas
y demandas del contexto cultural que no puedan ser resueltos de manera satisfactoria
con los saberes derivados y transmitidos por la tradición. Lo mismo aplica en la
dirección contraria, y los saberes tradicionales también pueden mostrarse útiles para
innovar dentro del terreno de la ciencia.

En síntesis, una educación científica intercultural permitiría que los individuos


de cualquier grupo cultural, sin abandonar su identidad, puedan transformar su propia
cultura, adoptando lo mejor de la ciencia para resolver una situación específica y
conservando lo mejor de su propia cultura.

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Cada experiencia educativa dentro de este enfoque sería una oportunidad para
resignificar a la ciencia y a los agentes que participan del proceso educativo. Cada
experiencia educativa tendría “su razón de ser” y justificaría su “para qué educar en
ciencias”.

5. REFLEXIONES FINALES

Un Modelo Dialógico Intercultural de Educación Científica se funda en la


contextualización y finalización de las prácticas sociales que dan identidad al
alumnado. Esto mediante el desarrollo de una relación pragmática con el saber, la cual
hace referencia al uso funcional del conocimiento adquirido, propiciando que el alumno
se involucre con los problemas de su región y de su entorno comunitario.

Se trata de una educación científica porque desarrolla la capacidad de


distinguir cuándo un conocimiento derivado de la ciencia resulta ser la opción más
racional y legítima para solucionar un problema y cuándo no; es decir, cuando lo más
racional es aplicar o enfrentar una situación haciendo uso de otras formas de
conocimiento. Actuar de forma científica no sería entonces elegir siempre a la ciencia
como la respuesta a todos los problemas, sino saber cuándo elegirla, esto es saber
evaluar y dar razones que sostengan el procedimiento elegido como base para cada
acción.

Aprender ciencias se convierte, desde esta perspectiva, en una manera de


distinguir cuando un conocimiento o procedimiento científico es la mejor opción para
solucionar un problema específico y cuándo es suficiente con solamente hacer uso del
conocimiento derivado de la tradición.

Saber ciencias es saber hacer uso de los conocimientos y procedimientos


científicos, (del saber qué y del saber cómo); más concretamente saber qué hacer,
cómo y cuándo ante una situación nueva y problemática. En este proceso los alumnos
se transforman en agentes críticos que deciden con base en razones razonables qué
prácticas sociales de la comunidad cultural en la que viven desean transformar y cómo
el conocimiento científico puede resultar útil para dichos fines.

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