Ejercicio 2

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LOS NIÑOS COMO PERSONAJES DE LA LITERATURA PERUANA

La aparición de ¿Qué tengo de malo?, el nuevo libro de relatos de María José


Caro, invita a recordar a los narradores peruanos que abordaron la infancia.

Por Gabriel Meseth

Ilustración 1 De Arguedas a Caro, un recuento de narradores peruanos que abordaron la niñez como tema.

¿Existe la infancia feliz? La escritora María José Caro cree que no. Al menos, no en la ficción. No es
el mejor lugar donde se ha estado, ni el tiempo pasado que fue mejor y al que muchos añoran volver.
“La infancia es la etapa que te marca para toda la vida. La infancia son los pequeños fracasos, esas
imágenes que permanecen sin ser del todo comprendidas. Los psicólogos llaman a ello asimetría
hedónica: la felicidad dura poco; lo que duele es más difícil de borrar”, explica.

Desde el arriesgado ejercicio de introspección que implica un libro de memorias, o la sumersión en


los recuerdos más íntimos a partir de la (auto)ficción, la evocación de la infancia en la narrativa
peruana ha revelado aquellos puntos de inflexión que despertaron la vocación creativa. Además, ha
supuesto una oportunidad de redimir traumas personales o fantasmas familiares que advierten las
fracturas de un país.

—Recuerdos de provincia—

Durante el Primer Encuentro de Narradores Peruanos, celebrado en Arequipa en 1965, José María
Arguedas inauguró su ponencia con un recuerdo de su infancia. Una confesión en la que se identifica
el origen de sus esfuerzos por dar a conocer el mundo andino en su obra, y a la que se asoman los
demonios interiores que alimentarían su depresión suicida. “Yo soy hechura de mi madrastra —
pronunció—. Como a mí me tenía tanto desprecio y tanto rencor como a los indios, decidió que yo
había de vivir con ellos en la cocina, comer y dormir allí”.
El maltrato que sufrió en sus primeros años lo convertiría en testigo privilegiado de la vida indígena.
Arguedas conoció el Perú a través de la vida, en una niñez que “pasó quemada entre el fuego y el
amor”. Durmiendo en una batea para amasar harina, sobre pellejos y arropado con una frazada
sucia, fue adoptado por los sirvientes con quienes “pasaba las noches conversando y viviendo tan
bien que si mi madrastra lo hubiera sabido me habría llevado a su lado, donde sí me hubiera
atormentado”.

Estas vivencias le permitirían descubrir “la incontenible, la infinita fuerza de las comunidades de
indios”, como también la crueldad de los terratenientes. Aprendería el amor y el odio al visitar la
estancia de Viseca, en la provincia de Lucanas, para luego viajar por todos el Perú, donde
atestiguaría tanto la esclavitud todavía imperante como la nobleza de la cultura
andina.

La hacienda de Lucanas es el telón de fondo de un cuento


devastador, “Warma Kuyay”, que relata el primer amor de
Ernesto, sobrino de un hacendado, también protagonista
de la novela cumbre de Arguedas, la elegíaca Los ríos
profundos. El niño contempla desde lejos a la bella
Justina, que cuando canta hechiza a los sirvientes de la
estancia. El cariño de Ernesto rivaliza con el del
novillero Kutu, a quien Justina corresponde. Pero hay
una amenaza mayor: don Froylán, el patrón, violenta a
la muchacha. El abuso confronta a Ernesto con dos
sentimientos desconocidos, el odio y la venganza. Tras
incitar a Kutu a desquitarse a latigazos con los becerros
de don Froylán, Ernesto es vencido por un
arrepentimiento que lo lleva a correr hasta el establo
para recuperar su inocencia. “Ahí estaba Zarinacha, la
víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con
el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su
cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en
sus ojos negros y grandes. […] Y una ternura sin igual, pura, dulce,
como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida”.

“Warma Kuyay” pertenece a una tradición de la ficción breve Ilustración 2. El tema de la infancia ha servido para
peruana, en estrecha relación con los retratos de la infancia revivir traumas familiares, para saldar cuentas con el
padre o para recordar las diferencias sociales en Lima
en provincia. A partir de un lenguaje barroco propio del y en diversos lugares del país.
modernismo, “El caballero Carmelo” revive el álbum familiar
durante esos años felices que pasó Abraham Valdelomar en
su natal Pisco, e identifica la aparición de la tristeza con el último combate de su héroe: un viejo
gallo de pelea.

En cambio, “Paco Yunque”, una denuncia social de Vallejo (según su esposa Georgette, se publicó
de manera póstuma por el rechazo de su editor por considerarlo “demasiado triste”), encierra toda
la inequidad y el racismo del Perú en un aula. El miedo del protagonista por “la primera vez que
venía a un colegio y porque nunca había visto a tantos niños juntos” es azuzado por las matonerías
de Humberto Grieve, hijo del gerente de la compañía ferroviaria, para quien los padres de Paco
trabajan. Sirviéndose del silencio encubridor de las autoridades escolares, Grieve aprovecha sus
ventajas para humillar al niño pobre. Pese a los intentos de su compañero de carpeta por hacerlo
reaccionar, Paco Yunque asume su inferioridad como lo natural.

Esta visión de la infancia en el Perú suele conectar con una realidad histórica. Ocurre en “El niño de
junto al cielo”, de Enrique Congrains, sobre las promesas y desilusiones que depara la ciudad, vistas
a través de un niño provinciano que se encuentra un billete de diez soles tirado en la calle. El
contexto es recurrente en la narrativa de la generación del 50: el desborde popular en una capital
industrializada. Esa “bestia de un millón de cabezas” que, cínica y corrupta, mata la ilusión.

—El mundo de ayer—

Quizá ningún autor peruano ha logrado asir la infancia como Alfredo Bryce Echenique con su primera
novela, Un mundo para Julius (1970). Espejo de la familia de banqueros a la que pertenecía el autor,
el libro fue concebido en el París de mayo del 68. La distancia oceánica permitiría a Bryce retratar el
Perú desde una perspectiva innovadora: la sensibilidad de un niño que va descubriendo las brechas
abismales que separan a su estirpe de los olvidados.

La mirada fascinada de un chico para


quien el mundo entero se halla dentro
del palacio de la avenida Salaverry
donde nació cubre con una pátina de
ternura el irreverente comentario
social en torno a los privilegios de la
aristocracia más rancia. En medio de
los correteos por los jardines y los
juegos al interior de la carroza del
bisabuelo presidente de la República,
Julius transita entre la opulencia de su
familia y los cuarteles de la
servidumbre, que eran “como un
lunar de carne en el rostro más
Ilustración 3 El tema de la infancia ha servido para revivir traumas
bello”. El amor de Julius se divide
familiares, para saldar cuentas con el padre o para recordar las diferencias
entre Susan Linda, la mamá frívola, sociales en Lima y en diversos lugares del país.
que escapa de la realidad circundante
bajo el efecto de los somníferos; y Nilda, la nana que maravilla al niño con sus historias de la selva,
convertida en una segunda madre por el cariño incondicional que le profesa.

A pesar del humor con el que va desvelándose ese universo escindido, un espíritu melancólico, de
aislamiento y orfandad, atraviesa la novela. No solo por la temprana asimilación de la enfermedad
y la muerte, tragedias que se esconden bajo la plácida ignorancia en la que vive la familia oligárquica,
sino también por la repentina aparición de esa realidad periférica a la que pertenece el vasallaje. Un
mundo que, aparecido en los viajes al colegio o las clases de piano, resulta a ojos de Julius cada vez
más incomprensible, injusto y alejado de las gollerías que disfrutan los suyos en el palacete o el club.
Una bildungsroman acerca de la destrucción de la pureza, cuya vigencia se mantiene intacta. Como
señala Julio Ortega, se trata del retrato más fiel de la realidad peruana circunscrita a una época y, si
se complementa Un mundo para Julius con las demás obras de su autor, se lograría la reconstrucción
del país así este dejara de existir.

La novela de Bryce Echenique comparte el espíritu nostálgico de los cuentos que Julio Ramón
Ribeyro dedicó a la infancia. Destaca “Por las azoteas”, que aborda la improbable amistad que surge
durante unas vacaciones entre un niño autoproclamado monarca de los tejados en su vecindario, y
un anciano excéntrico que se instala en su feudo. Lo que nace como una amenaza a ese reino de
objetos expirados, convertidos en un tesoro a través del juego, se va transformando
progresivamente en una rutina de cada tarde, una relación de complicidad entre ambos donde vuela
la imaginación. Hasta que ese reducto soleado se ensombrece con la ausencia del viejo.

Aquellos ritos de pasaje, como la realización de la finitud de la vida, caracterizan la infancia en la


obra de Ribeyro. En su último libro de cuentos, Relatos santacrucinos (1992), volvería al barrio
miraflorino de Santa Cruz, escenario de sus primeros recuerdos. Compuestos de anécdotas y
personajes difuminados por la bruma de la memoria, los relatos poseen un tono crepuscular. Escribe
sobre los amigos del barrio que partieron antes de tiempo: “Presente y pasado parecen fundirse en
mí, al punto que miro a mi alrededor turbado, como si de pronto fuesen a surgir de la sombra las
sombras de los otros. Pero es solo una ilusión. Los otros ya no están. Los otros se fueron
definitivamente de aquí y de la memoria de todos, salvo quizás de mi memoria y de las páginas de
este relato, donde emprenderán tal vez una nueva vida, pero tan precaria como la primera, pues los
libros y lo que ellos contienen se irán también de aquí, como los otros”.

—En el nombre del padre—

Escrito desde el exilio que siguió a la derrota electoral, El pez


en el agua (1993) es un libro desolador. Mario Vargas Llosa
alterna dos periodos de inocencia perdida. La infancia
envenenada por la relación con su padre, origen de su
vocación literaria; y su descenso al infierno de la política,
una iniciativa emprendida con las mejores intenciones para
salvar al Perú del despeñadero, que lo haría codearse con la
corrupción y la podredumbre moral.

El pez en el agua se inicia con una revelación intempestiva y


brutal, cuando Vargas Llosa tenía diez años de edad y vivía
protegido por la familia materna, aquella tribu nómade que
criaba entre mujeres a “un niño travieso y llorón, pero
inocente como lirio”, quien viajaba de su natal Arequipa a
una Cochabamba edénica, donde se aventuraba con el
Capitán Nemo y luchaba junto a los Cuatro Mosqueteros
tras aprender a leer, la cosa más importante que le ha
pasado en la vida según su discurso de aceptación del Nobel.
El autor recuerda la candidez que implicaba desconocer la
Ilustración 4. El tema de la infancia ha
servido para revivir traumas familiares, historia truculenta de Dora Llosa Ureta, su madre. Su idilio
para saldar cuentas con el padre o para con el radioperador de Panagra Ernesto Vargas devendría
recordar las diferencias sociales en Lima y en un matrimonio desdichado a causa de los celos y el
en diversos lugares del país.
complejo de quien “pese a su blanca piel, sus ojos claros y
su apuesta figura, pertenecía —o sintió siempre que pertenecía, lo que es lo mismo— a una familia
socialmente inferior a la de su mujer”. El divorcio de Dora con un hijo en brazos y la desaparición de
Ernesto, secretos a voces estigmatizados por el pueblo chico que era Arequipa en aquel entonces,
motivarían las mudanzas del clan Llosa. Para el niño, la figura paterna no sería más que el retrato en
sepia de un hombre en uniforme de marino.

“—Tú ya lo sabes, por supuesto —dijo mi madre, sin que le temblara la voz—. ¿No es cierto?

—¿Qué cosa?

—Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?

—Por supuesto. Por supuesto.

Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de


sorpresa. ¿Mi papá, vivo?”.

El descubrimiento se trae abajo un mundo que lucía más simple, inocente y


provinciano. Vargas Llosa recuerda el desconcierto, la sonrisa congelada al
saludar por primera vez a ese señor que era su papá, cuya apariencia nada
tenía que ver con el marino de la foto en su velador. “Tenía como el
sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía
muerto”, escribe sobre la pantomima del encuentro, la calma fingida
para que la familia reformada diera una vuelta en el auto por una
calurosa plaza de Piura. Paseo que se convierte en un viaje por la carretera
en dirección a Lima, un secuestro a partir de engaños narrado desde el
miedo y la incertidumbre de un menor frente a la turbiedad de las
decisiones adultas: “Hablaban de algo y se hacían los que no. Pero yo me
daba cuenta muy bien, porque no era ningún tonto. ¿De qué me daba
cuenta? ¿Qué me escondían?”.
Ilustración 5. El tema de la infancia ha
El infierno doméstico no tardó en asomarse, con la violencia y la
servido para revivir traumas familiares,
tortura psicológica infligida por Ernesto Vargas como válvula de para saldar cuentas con el padre o para
escape de su propia frustración. Los reproches a la madre por recordar las diferencias sociales en Lima y
criar a un niño caprichoso desembocan en insultos y palizas en diversos lugares del país.

salvajes. “Quería volverme chiquito, desaparecer. […] Yo quería


morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía”, relata
acerca del pavor y el odio inspirado por ese padre autoritario y retrógrado que “no iba a permitir
que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa”.

A partir de esta pesadilla filial, Vargas Llosa forjaría su vocación. La literatura no solo se convirtió en
el único instrumento de salvación. Leer fue una válvula de escape; escribir, un acto de rebeldía. La
amargura sería aliciente de novelas como La ciudad y los perros o Conversación en La Catedral,
escritas con fuego en las entrañas y una pulsión parricida. El pez en el agua, uno de los testimonios
más sobrecogedores sobre la crueldad en la infancia, destaca dentro de una rama en la narrativa
peruana que aborda con honestidad y valentía la herencia del maltrato.
—Casa de muñecas—

¿Qué tengo de malo? (2017) trae una propuesta muy poco explorada en la literatura peruana: la
infancia vista por una niña. “Cuando envié mi primer libro —La primaria— a una editorial, me
respondieron que les parecía interesante, pero creían que, al tener a una niña de protagonista, los
niños no iban a sentir empatía”, recuerda María José Caro. “Casi no se publica por eso”.

En este nuevo libro, que comprende algunos relatos aparecidos en el primero y otros recientes, la
autora retoma la perspectiva de Macarena, su antiheroína. “No es autoficción, no me gusta el
término. No estoy escribiendo una autobiografía, sino fantaseando con vidas paralelas, con lo que
podría haberme pasado a mí”, aclara. Un hilo conductor los emparenta: la educación sentimental
de esta niña tímida, casi invisible —en el primer cuento viste un pijama de Gasparín—, que el lector
ve crecer a través de viñetas de cotidianidad. Son golpes invisibles de impacto monumental. El hogar
roto en una época en la cual el divorcio es moneda corriente, la secreta admiración hacia el hermano
mayor, el refugio en las mascotas y las vicisitudes del colegio y las primeras fiestas aparecen en esta
versión femenina de Boyhood (2014), película de Richard Linklater filmada durante doce años que
sería una de las principales referencias de la autora.

Hay una atmósfera artificial y triste en los lugares donde transcurren las historias de Macarena. La
soledad del hotel donde pasa la noche de Año Nuevo luego de la separación de sus padres,
observando tras la ventana los fuegos artificiales que iluminan la ciudad. O el Pizza Hut donde se
celebran los almuerzos dominicales, junto al padre divorciado y su nueva novia. Espacios poblados
de homenajes a lo que fue crecer en los noventa. Los Simpson, el proto-Messenger, la conductora
argentina de MTV, el póster de Batistuta. “Mi generación es la primera en haber socializado a través
del Internet”, recuerda Caro. En este entorno aparecen las lecciones de vida. La revelación de que
somos una proyección de nuestros progenitores, una consecuencia de cada una de sus decisiones.
“Mis lágrimas se convirtieron en una prolongación inevitable de las suyas”, recuerda Macarena
luego de ver a su padre llorar.

A pesar de que puedan situarse en una época y espacio determinados, los relatos de infancia se
encuentran protegidos por una atemporalidad y un valor universal. Es propio de la empatía, de
reconocer que el descubrimiento del mundo ha sido igual para todos, cuando se vivía sin los
prejuicios ni las caretas de la vida adulta.

Leyendas:

Foto 1: De Arguedas a Caro, un recuento de los narradores peruanos que abordaron la niñez como
tema. [Ilustración: Giovanni Tazza]

Foto 2: El tema de la infancia ha servido para revivir traumas familiares, para saldar cuentas con el
padre o para recordar las diferencias sociales en Lima y en diversos lugares del país. [Foto: Elías del
Águila. Archivo histórico del Centro de la Imagen]

Foto 3: María José Caro es comunicadora social por la Universidad de Lima y tiene un máster en
Comunicología Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid. [Foto: Rolly Reyna]
Foto 4: La infancia fue una de las temáticas que abordó José María Arguedas en sus obras, quien
aparece en la foto junto a su padre, Víctor Manuel Arguedas. [Foto: archivo familiar]

Foto 5: Otro autor narrativo reconocido es Alfredo Bryce Echenique, quien parece vestido de
marinero en la fotografía. [Foto: archivo familiar]

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