Lectura 1 Sociologia

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En su libro El hechicero y su magia, Claude Levi-Strauss explica la importancia que tienen las

creencias en la curación chamánica. El éxito de estas curaciones sólo se explica por la existencia de
un reconocimiento, sus enfermos solo sanaban porque se había convertido en un gran hechicero"

En otro libro clásico titulado Teoría y estructuras sociales, Robert Merton explica cómo las
ceremonias indígenas de la lluvia o de la fertilidad no producen lluvia y no aumentan los
nacimientos, pero cumplen con la función de reforzar la identidad del grupo. "Son una fuente
fundamental de unidad del grupo". Así se puede descubrir que "la conducta en apariencia
irracional es positivamente funcional para el grupo"

La eficacia simbólica que aparece en las citas de estos dos célebres autores también puede
encontrarse en el derecho. A veces las normas jurídicas no consiguen lo que se proponen a través
de la implementación de lo que en ellas se contempla, sino a través del impacto que rodea su
promulgación. Otras veces las normas jurídicas consiguen otros objetivos (latentes) que no
estaban previstos y que son los que mejor explican su razón de ser. En estos dos casos la eficacia
del derecho proviene más de lo que este evoca, de lo que inspira, que de lo que ordena o
establece.

Los enunciados del derecho, como los de todo lenguaje, no se limitan a comunicar una
información sobre el deber ser social. El lenguaje jurídico sirve para hacer cosas diferentes de las
que él mismo dice querer hacer. El derecho ordena, forma e informa. En palabras de Marc
Galanter el derecho debe ser entendido “…como un sistema de significados simbólicos y culturales
El derecho nos afecta sobre todo a través de la comunicación de símbolos. La fuerza del derecho
no sólo reside en la violencia que ejerce o en los incentivos que ofrece. También está, y a veces de
manera prioritaria, en el poder propio del discurso jurídico. Ese es el tema de este libro

I. LAS DOS CARAS DEL DERECHO

Las normas jurídicas no siempre se cumplen, eso no necesariamente sucede a pesar del derecho,
sino gracias a él. La ineficacia del derecho no siempre es un fracaso, es decir, no siempre es algo
que va en contravía de la intención de quienes crearon la norma. La falta de efectividad, dicen
Pierre Lascoumes y Evelyne Serverin, debe ser menos considerada "como una disfunción, que
como una práctica concreta, que trata de imponer una legitimidad del control social"

Así pues, la ineficacia del derecho es una práctica que ha sido posible gracias al derecho mismo.
Más allá del asunto jurídico relacionado con el fracaso o el éxito de los propósitos legales, existe
un asunto político que se relaciona con la promoción de ciertas representaciones colectivas
necesarias para el logro de la cohesión social. El problema fundamental es en cuestión de saber en
qué medida dicho fracaso responde mejor a un juego de poder dentro del cual el derecho cumple
una función determinante. el asunto no es solo que el derecho choque con la realidad que se
resiste al cambio y por eso resulta ineficaz; es más bien que la realidad no cambia porque choca
con la resistencia del derecho, el cual persigue por si mismo su ineficacia. Para los juristas la
sociedad es un reflejo del derecho. En eso se funda el llamado “mito de la codificación”, según el
cual es posible regular un ambito de la sociedad de manera que todo lo que allí suceda sea
predecible y tenga su debida regulación.

Pero la realidad del derecho (antes y ahora) es otra. Después de la promulgación de la norma, en
la etapa de aplicación, ocurre una lucha por el sentido del derecho. Hay que abandonar la visión
lineal del derecho que supone una continuidad entre un período político de creación del derecho,
caracterizado por problemas relativos a la manifestación de la voluntad popular y otro período de
ejecución, caracterizado por dificultades relacionadas con la administración pública, la aplicación
judicial y la mecánica gubernamental. La fuerza del derecho también se encuentra en su carácter
de discurso legal y de discurso legítimo; en su capacidad para crear representaciones de las cuales
se deriva un respaldo político; en su aptitud para movilizar a los individuos en beneficio de una
idea o de una imagen. La fuerza social del derecho también proviene de su función de
apaciguamiento. El derecho, a través de su eficacia simbólica, resuelve situaciones problemáticas o
paradójicas. La manifestación más clara de esta función apaciguadora del derecho se encuentra en
la célebre expresión colonial “se obedece, pero no se cumple”, utilizada para desacatar lo
establecido en el derecho indiano. Cuando lo establecido por el derecho es tan importante como
difícil de aplicar, la eficacia simbólica cumple el propósito de conciliar la realidad con los ideales.

II. DERECHO, LENGUAJE Y PODER

El derecho es un saber depositario de una gran tradición en la cultura occidental. La diferencia


entre el derecho y la política, según el profesor tradicional de derecho, radica en la manera como
cada uno de estos ámbitos se relacionan con el poder y con el saber: mientras lo político sería el
mundo de la lucha por el poder entre fuerzas e intereses, el derecho sería una especie de
indagación intelectual plasmada luego en un deber ser sobre el mejor orden social posible. Aquí
me aparto de esta visión dogmática y adopto una perspectiva sociopolítica del derecho. quisiera
referirme a tres elementos teóricos generales que inspiran dicha concepción. Ellos son, en primer
lugar, la relación entre el saber jurídico y el poder político; en segundo lugar, la estructura tanto
simbólica como material del campo jurídico y finalmente, el carácter construido de la realidad
social.

1. Saber jurídico y poder político

Nietszche, y más tarde Foucault, han puesto en evidencia las falacias que encierra la separación
entre un saber liberado de poder y un poder ignorante, o entre un derecho como simple ejercicio
de la razón y una guerra como simple ejercicio de la fuerza. Al conocimiento, dice por su parte
Michel Foucault, no debemos acercarnos como filósofos, sino como políticos. Lo mismo pasa con
el derecho, un fenómeno de poder complejo, a partir del cual se puede explicar parte de las
trasformaciones políticas de una sociedad. el derecho se crea para hacer más (o menos) de lo que
explícitamente se reconoce en sus normas. La eficacia del derecho debe verse por la capacidad
para alcanzar otros objetivos, de tipo político, a través de la representación que el lenguaje
normativo produce entre los receptores de esas normas

El derecho es un conjunto de enunciados y, en consecuencia, algunos de los secretos de su poder


social pueden ser descubiertos en esta condición discursiva. El hecho de que las normas logren
eficacia por medio de las representaciones que crean en los individuos, hace de ellas un
instrumento social necesariamente ligado al mundo de lo simbólico y con él, al mundo de lo
político. Su incidencia social depende, en alguna medida, de la capacidad para determinar las
conductas. Hay que considera que la relación entre lo eficaz y lo ineficaz no siempre trae consigo
el problema técnico implícito en la relación entre lo realizable y lo irrealizable. La ineficacia es, con
cierta frecuencia, algo deliberado, propuesto.
2. La estructura material y simbólica del campo jurídico

las posibilidades de apropiación política del discurso jurídico están limitadas no solo por las
estructuras materiales (económicas) sino también por una autonomía relativa del saber jurídico
dogmático respecto de tales estructuras.

La idea convencional según la cual la cultura jurídica de los países –con sus debates, autores,
escuelas y movimientos internos– es suficiente para explicar el origen, evolución y estado actual
de las prácticas jurídicas encontradas en ellos es, por decir lo menos, problemática. Dicha
explicación ignora los fuertes lazos existentes entre la cultura y las condiciones sociales y
materiales en las cuales ella prospera.

Las conexiones entre el campo político y el campo jurídico son múltiples y mutuamente
constitutivas. Siguiendo a Pierre Bourdieu, aquí sostengo que el derecho es un campo social, en el
cual los participantes se disputan la interpretación correcta, autorizada y legítima de los textos
jurídicos. el derecho se convierte en la forma por excelencia de poder simbólico y de violencia
simbólica. Puesto que el derecho es un campo social en el cual reside un buen número de capital
social y simbólico, no es sorprendente que dentro del campo existan fuertes choques entre sus
miembros por la posesión y distribución de este capital. Con el derecho es importante para
controlar la sociedad. Es por esto que la batalla se da también por fuera del campo.

Una evaluación sociojurídica comparada de los autores, los debates, los movimientos en el campo
del derecho, debe tener en cuenta la relación compleja que hay entre, por una parte, la relativa
autonomía de los discursos jurídicos que luchan por apropiarse del capital simbólico y, por la otra,
el contexto social y político en el cual esos discursos prosperan o fracasan. Sólo así pueden ser
valoradas las razones por las cuales ciertas ideas, autores o movimientos son aceptados o
rechazados. La construcción social La estrechas y complejas relaciones que existen entre el
derecho, el poder político y las estructuras sociales, también pueden ser explicadas a partir de la
teoría constructivista de la realidad social

El instrumentalismo es una perspectiva epistemológica según la cual existe una realidad social
externa e independiente de los sujetos o de las instituciones, la cual puede ser conocida y
manipulada, por los actores sociales o por las instituciones. Pero la realidad es otra. Las
instituciones influyen tanto en el contexto como este en ellas mismas. Ni el sujeto o las
instituciones son externas al objeto y por lo tanto no pueden manipularlo como se manipula una
herramienta, ni el sujeto o las instituciones están simplemente determinados por una realidad que
los determina a su antojo. La alquimia social hace posible que cada combinación, cada cadena de
relaciones, posea un sentido. En consecuencia, el análisis de las estructuras sociales debe ser
complementado con el estudio de la percepción de tales estructuras y de la incidencia de dicha
percepción en las estructuras mismas.

Este libro está dividido en tres partes. En la primera de ellas se sientan las bases teóricas de la
investigación. Allí se intenta allí poner en evidencia, por un lado, la importancia del lenguaje como
espacio de apropiación política a través de su función simbólica y como instrumento de
construcción social y, por el otro, establecer las primeras herramientas conceptuales para el
análisis funcional del derecho, por intermedio de la diferencia entre funciones manifiestas y
funciones latentes.
PRIMERA PARTE

Capítulo 1

EL LENGUAJE Y LA MOVILIDAD DEL SENTIDO

Un mundo perfectamente claro, sin confusión alguna, sería un mundo en el que a cada objeto le
correspondería una palabra. Esta ilusión se encuentra ya plasmada en las primeras frases de la
Biblia: en medio de la confusión y la oscuridad -dice el Génesis- Dios crea la luz y la separa de las
tinieblas; "y a la luz la llamó día y a las tinieblas noche. Nuestra actitud natural frente a la realidad
y frente a la vida está sustentada en esa ilusión; en la idea de que el lenguaje es una especie de
mapa del mundo que nos guía sin pierde por sus vericuetos. Enfrentamos la realidad social como si
hubiese un paralelismo entre lenguaje y realidad. La comunicación que se desenvuelven dentro de
las relaciones sociales están fundados en el olvido de la brecha entre las palabras y las cosas. Sin
esta actitud indulgente la comunicación sería imposible. Una cierta dosis de mentira es necesaria
para hacerse entender. Esta confianza espontánea en el sentido del discurso es lo que Tzvetan
Todorov llama principio de pertinencia. Harry Pross se refiere a la misma actitud en términos de
"confianza originaria", resaltando el apego que las personas tienen por sus signos y la seguridad
que estos proporcionan. Tenemos la impresión de que el sentido del mundo responde a un orden
necesario de tal manera que nos vemos inclinados a pensar que el mundo en que vivimos, con
todas sus relaciones de sobre determinación, es algo natural, objetivo, lo violento no se aprecia.
Las injusticias que tienen lugar durante un largo período y en la extensión de un espacio
inabarcable, no se ven. La confianza natural que depositamos en las palabras hacen del lenguaje
un ámbito depositario de un enorme poder; el poder de nominación; el poder de decir lo que es y
lo que debe ser.

I. EL SENTIDO DE LAS PALABRAS

La confianza en un lenguaje capaz de describir el mundo sin confusión, empezó a perderse desde
hace por lo menos un siglo. La influencia del posmodernismo se debe, quizás, a que el
posmodernismo más que una teoría, es una condición. La palabra condición evoca tanto la idea de
fatalidad como la de actitud. Fatalidad, porque el individuo contemporáneo ha perdido los
grandes referentes teóricos que le daban sentido a sus prácticas y a la sociedad en la cual vivía.
Pero la pérdida del sentido no hace del posmoderno un nostálgico sino un incrédulo. El
posmodernismo es, ante todo, una actitud que descree no sólo del sentido de las palabras sino
también de las grandes narrativas, de las grandes explicaciones del mundo. El relativismo cognitivo
y axiológico de los siguientes autores le ha hecho más mal que bien a las ciencias sociales, son la
última expresión de una constatación que viene desde finales del siglo XIX, con Nietszche y con la
filosofía del lenguaje; en particular con Wittgenstein y el sicoanálisis.

- Nietszche

Las relaciones entre los hombres, dice Nietszche, están determinadas por el disimulo; sólo así, con
esta propiedad del intelecto los más débiles pueden protegerse de los más fuertes. El resultado es
una situación social de pugnacidad y conflicto permanente. Para superar esta situación el hombre,
"que por necesidad y aburrimiento a la vez, quiere vivir en sociedad, se ve obligado a cumplir un
pacto"; un pacto que consiste en crear una designación uniforme y obligatoria de las cosas.
Así..."la legislación de la lengua aporta las primeras leyes de la verdad; nace entonces por primera
vez el contraste entre la verdad y la mentira" (Nietzsche 1974, 91). El lenguaje es la expresión de
un primer acuerdo social; un acuerdo que tiene la ventaja de proporcionar cierta seguridad en la
comunicación, en la convivencia pacífica; pero su correspondencia con los hechos no es necesaria.
La arbitrariedad de la palabra, agrega Nietzsche, proviene de que una vez establecida, se convierte
en concepto. Esta capacidad para transformar impresiones intuitivas en conceptos, le permite al
ser humano "la construcción de un orden piramidal de castas y de grados, la creación de un nuevo
mundo de leyes, de privilegios, de subordinaciones, de delimitaciones”. La paz individual y social
se obtiene con el precio de la mentira. Si las grandes construcciones metafísicas han sido posibles,
dice Nietzsche, ello se debe a este poder multiplicador del lenguaje: la confianza en la capacidad
de los primeros conceptos para transmitir impresiones permite la elaboración de nuevas
abstracciones, las cuales habrán, para entonces, olvidado toda la dimensión de arbitrariedad que
se inició con la emisión de la primera palabra.

- Wittgenstein

En los escritos de Wittgenstein se puede apreciar una evolución que va desde una idea inicial,
según la cual el lenguaje es un conjunto de pensamientos verdaderos que constituyen una "figura
del mundo" hasta una noción de "juegos linguísticos" en la cual se muestra cómo el lenguaje sirve
para ordenar, objetar, especular, jugar, imaginar, y para otra infinidad de juegos y también de
usos. El centro de atención del lenguaje se desplaza, el significado de las palabras ya no se explica
a partir de una idea denotativa o descriptiva, sino a partir de su uso, de la situación en la cual son
expresadas estas pueden ser utilizadas de múltiples maneras y dependen del contexto. En síntesis:
el significado de una palabra se obtiene tomando nota de su uso; conocido éste, se conoce su
significado. Hay algo más allá de la función denotativa del lenguaje, algo que sólo se percibe a
través del estudio del uso. Austin distingue este tipo de expresiones “realizativas” de las
"constativas", en las cuales puede establecerse un juicio de verdad o de falsedad.

El lenguaje, no sirve sólo para comunicar una información, sirve para transmitir consignas para
llevar a cabo toda una serie de actos mudos, no discursivos, que se realizan en la expresión misma.

II. EL LENGUAJE DE LOS VALORES Y LA RETORICA

La polisemia, es decir la movilidad del sentido de las palabras, es pues algo inherente al habla.
Pero no en todas las palabras existe el mismo grado de movilidad e incertidumbre del sentido; en
la misma dificultad para asignar un significado. En el caso de las palabras que se refieren a los
valores la polisemia es mayor que en el caso de las palabras que se refieren a objetos materiales.

"Desde el punto de vista de la estructura de una argumentación la jerarquía de los valores es más
importante que los valores mismos". La movilidad del sentido del habla puede ser la fuente de
muchos malentendidos, de conflictos y de desencuentros en las relaciones sociales, pero también
es la fuente que alimenta actividades humanas tan importantes como el arte, la literatura, la
publicidad y, en buena medida, la política. La indeterminación de los valores y su dificultad para
construir un discurso claro sobre la realidad se convierten así en una herramienta útil para el logro
de ciertos propósitos discursivos, muy comunes en el campo de la política o de las dogmáticas
jurídica y religiosa.
Tratándose de valores, el orden de los factores sí altera el producto; libertad antes que igualdad,
significa que en caso de conflicto -cosa habitual- el criterio de solución será la libertad en
detrimento de la igualdad.

La movilidad del sentido del habla también se puede apreciar cuando la relación entre cosas y
conceptos se mira en sentido inverso al planteado hasta el momento, es decir, ya no a partir de la
generalidad de las palabras sino a partir de un objeto o un hecho que puede ser descrito con
múltiples palabras.

El lenguaje no es simplemente un instrumento de comunicación, es sobre todo un medio de


acción, de persuasión.

III. DELIMITACION DEL CAMPO SIMBOLICO

No existe acuerdo sobre la definición de lo simbólico. Los significados que se le otorgan a esta
palabra suelen aludir a dos cosas: al sentido figurado o indirecto, por un lado, o a la vaguedad e
indeterminación de las representaciones simbólicas, por el otro. Veamos. En primer lugar, el
campo de lo simbólico puede delimitarse a partir del concepto de sentido indirecto o figurado.
Cada enunciado -dice T. Todorovpuede ser utilizado e interpretado de maneras totalmente
diversas; una expresión como "Juan estará aquí dentro de dos horas", puede servir -según el caso-
para informar, en una situación A, que Juan vendrá a tal hora, o para informar, en una situación B,
otra cosa totalmente diferente, como por ejemplo: "debemos irnos antes de que Juan llegue". Si el
"sentido" propio del discurso - continúa Todorov- puede merecer el nombre de directo, este
último, el del caso B, es entonces un sentido discursivo indirecto, que se agrega al anterior
(Todorov 1986, 9). De acuerdo con esto, "un texto o un discurso resulta simbólico en el momento
en el que nosotros, por medio de un trabajo de interpretación, descubrimos que existe un sentido
indirecto" (Todorov 1986, 16). Sin embargo, la idea de interpretación para descubrir el sentido
indirecto de los enunciados no parece ser suficiente para delimitar el campo de lo simbólico.
Umberto Eco prefiere hablar de este campo, no como un modo de producción de significado, sino
más bien como una modalidad de interpretación textual. Para definir esta noción en un sentido
estricto -dice Ecodebe reconocerse "no solo una presunción de analogía entre simbolizante y
simbolizado (...) sino también una vaguedad fundamental del significado" (1984, 225)41. Para que
exista símbolo, según este autor, debe existir analogía - y por lo tanto referencia a varios sentidos-
pero sobre todo debe existir "nebulosidad del contenido" (p. 226) . Una rueda, por ejemplo -dice
Eco-puede crear la representación de ciertas propiedades: la circularidad, la capacidad de
proceder tendencialmente hacia el infinito, la equidistancia, etc; lo simbólico consiste en utilizar
algunas de estas representaciones y excluir otras, dentro de un contexto específico (p. 253). En
esta alusión vaga a uno o varios contenidos se encuentra la clave de lo simbólico. Por eso, "el
símbolo se mantiene fresco cuando es indescifrable", dice Eco (p. 226) . Sabemos hoy mejor que
nunca, por ejemplo, que en el corazón no está la sede del afecto, sin embargo, esto no ha
disminuido en lo más mínimo la fuerza del culto al Sagrado Corazón; ello se debe a que lo que
cuenta en este uso simbólico no es la analogía -débil en el caso del corazónsino precisamente la
vaguedad del contenido (p. 227) . Por eso, lo característico del símbolo es su capacidad para
sugerir, para despertar interpretaciones que no aparecen en el significado literal de las palabras. El
poder de evocación es la fuerza de lo simbólico. En la literatura, por ejemplo, la diferencia de valor
entre dos obras que trasmiten la misma idea, suele estar en la manera como se lleva a cabo esta
trasmisión; la obra buena lo dice a través de símbolos que permanecen abiertos, que pueden ser
reinterpretados continuamente, la otra lo dice claramente, sin misterio, sin encanto. 42 No
expresar, tan solo sugerir, en eso consiste toda la nueva poética, decía Anatole France. Algo de
esto vale también para las ciencias humanas: algunos enunciados del marxismo clásico tales como
"lucha de clases", o "dictadura del proletariado", luego de haber originado tanta interpretación y
tanto comentario, han perdido capacidad para explicar la realidad, suscitando relaciones
desconocidas, haciendo ver una realidad no vista, evocando otro sentido del mundo. "Aquello que
hace valer un pensamiento - dice Vattimo- (...) no es lo que dice, sino más bien aquello que deja no
dicho haciendo venir todo a la luz, quedándose en un modo que no es aquel del enunciar"
(Vattimo 1965, 152) Ahora se puede aclarar mejor la idea de Umberto Eco sobre la insuficiencia de
la noción de sentido indirecto para explicar lo simbólico: la diferencia entre un sentido literal o
directo y un sentido implícito o indirecto, es especialmente clara en ciertas figuras retóricas, como
la metáfora o la metonimia; pero, según Eco, ello no las convierte, en sentido estricto, en
símbolos. Una metáfora, como por ejemplo, "tus cabellos de oro", no puede ser interpretada
literalmente, pues esto sería aceptar una mentira. Con el símbolo, en cambio, no sucede lo mismo:
el sentido literal permanece y la coherencia semántica se mantiene. En relación con el sentido
literal, la evocación suscitada por el símbolo no es una mentira, es más bien un agregado
deformado que convive con el símbolo mismo.43 No estamos, entonces, en presencia de una
relación entre realidad e imaginación (como en el caso de la metáfora) o entre verdad y mentira,
sino entre realidad y sentido. Con independencia de quién tiene la razón en este debate técnico,
mi impresión es que, si bien el concepto de sentido indirecto es insuficiente para proporcionar una
definición estricta de lo simbólico, no es de ninguna manera ajeno a esta definición. Como se verá
en lo que sigue de este libro, vaguedad y sentido indirecto suelen combinarse en la estrategia
simbólica. Incluso el mismo Todorov admite que ambas cosas son relevantes: una de las
diferencias más evidentes entre una secuencia discursiva y una evocación simbólica - dice
Todorov- consiste en la indeterminación e imprecisión de esta última (1986, 73).

IV. PRAGMÁTICA Y VIOLENCIA SIMBÓLICA

Una perspectiva pragmática del lenguaje es entonces también una perspectiva política. La lengua
no es un instrumento de comunicación que se encuentra disponible de la misma manera y bajo las
mismas implicaciones para todos los habitantes de una sociedad. "Fuera de los usos literarios -dice
Pierre Bourdieu- es raro que, dentro de la existencia ordinaria, la lengua funcione como un puro
instrumento de comunicación. La práctica lingüística comunica inevitablemente, más que la
información declarada, una información sobre la manera (diferenciada) de comunicar (...) la cual
(...) recibe un valor social y una eficacia simbólica” (Bourdieu 1982, 60). Las distintas maneras de
hablar producen y reproducen las diferencias sociales. La competencia para hablar "con
propiedad" proviene de una determinada posición en la sociedad: la técnica deriva del estatus y
no el estatus de la técnica, o mejor dicho, como dice Bourdieu, no se pertenece a una posición
social porque se habla bien, se habla bien porque se pertenece a una posición social (Bourdieu
1982, 64). De esta manera, la comunicación funciona como una especie de eufemismo del poder.
La lengua sirve para permitir el ejercicio de un poder que de otra manera aparecería como algo
insoportable. La imprecisión de las palabras, la incapacidad de los enunciados para reflejar la
realidad, no son una limitación contra la cual se está en lucha permanente, sino más bien una
facultad que hace posible el ejercicio de las relaciones de poder, sin que ello implique el recurso a
la violencia física. Según esto, la cuestión no consiste en comprender cómo las relaciones entre los
miembros de la sociedad son posibles a pesar de las imperfecciones que presenta el lenguaje; más
bien se trata de entender cómo estas imperfecciones son una condición de posibilidad de aquellas
relaciones. Lo simbólico, entonces, no es algo que viene a menoscabar un lenguaje cuyo fin -o
cuyo deber ser- responde a una especie de imperativo comunicacional regido por criterios de
verdad; lo simbólico no es una fatalidad que eventualmente viene a contaminar un lenguaje puro;
lo simbólico es una condición inherente al lenguaje. "El Hombre -dice Ernest Cassirer- no puede
enfrentarse ya con la realidad de un modo inmediato; no puede verla, como si dijéramos, cara a
cara. La realidad física parece retroceder en la misma proporción que avanza su actividad
simbólica. En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido conversa constantemente
consigo mismo" (Cassirer 1987, 47 y 48), y en otro de sus libros, el mismo Cassirer escribe: "más
que una estrecha relación entre lenguaje y mito, lo que existe es una implicación recíproca
(Cassirer 1993, 35). El valor de lo simbólico está en la capacidad que tiene para producir sentido y
significación en lo que designa. Los símbolos, como los valores, obran en conjunto; forman
cadenas de relaciones que construyen un sistema complejo para la comprensión del mundo. Harry
Pross sostiene que cada orden político tiene su propia "teoría del conocimiento" (1980, 149). Cada
sociedad adquiere sentido, coherencia y seguridad en sus prácticas sociales y en sus relaciones,
con la adopción de todo un sistema simbólico, que hace ver la realidad de cierta manera (por lo
general, aquella manera en que los súbditos están dispuestos a percibir la dominación y el empleo
de la fuerza, como algo distinto a la pura dominación o al empleo de la fuerza). Hoy más que
nunca, se sabe que el debilitamiento de un poder no siempre proviene de la falta de fortaleza para
imponer sanciones, o de la incapacidad para utilizar la fuerza física contra sus detractores. El
debilitamiento se origina, con frecuencia, en el desgaste de sus símbolos; en su incapacidad para
ejercer la dominación de tal manera que los individuos sometidos perciban el ejercicio del poder
como algo necesario y justificable, y no simplemente como una dominación descarnada. El
aforismo según el cual todo poder viene de los fusiles, no vale más allá de los límites específicos de
algunas circunstancias revolucionarias. "Ni siquiera la situación de fuerza bruta militar - dice Harri
Pross- que reduce el lenguaje a la orden, sale bien parada sin una fuerte simbología presentativa"
(1980, 91). Aún los Estados más consolidados necesitan dirigir esfuerzos hacia el afianzamiento
cotidiano de sus símbolos. Todos los regímenes políticos utilizan medios que se debaten entre la
cruda aplicación de la fuerza física y la persuasión por medio de símbolos ideológicos u otros.
Ambos mecanismos no son excluyentes: generalmente la decisión de recurrir a la fuerza física
requiere de otra batalla, que se libra al mismo tiempo que aquella, a través de los medios de
comunicación. Más aún, el desgaste de la capacidad de persuasión simbólica se traduce, por lo
general, en un aumento del empleo de la violencia y viceversa. Aquellos que dominan en una
sociedad no alcanzan esa posición sólo a través de la posesión de capital económico. También lo
consiguen a través del capital cultural y de una cercana conexión entre las dos formas de capital
(Swartz 1997, 136–137). Esta articulación funciona de tal forma que los sistemas simbólicos –por
medio de los cuales establecemos clasificaciones y determinamos las categorías esenciales de
inclusión y exclusión social– no tienen solamente una función cognitiva, sino también una función
política de dominación. Lo simbólico es también una práctica violenta en la medida en que impone
un significado al mundo y a las relaciones sociales, de tal manera que el poder económico y
político pierde su arbitrariedad y desafuero originales y aparece como algo normal y aceptable.
Aquí es importante la idea de “desconocimiento” (méconnaissance) elaborada por Bourdieu.
Actividades y recursos ganan en poder simbólico en la medida en que resultan separados de los
intereses materiales y por lo tanto se desconocen, se disfrazan como formas desinteresadas de
actividades y recursos. No solo todas las acciones son interesadas sino que el éxito de la acción
depende en buena parte de que sea llevada a cabo de manera tal que su carácter interesado no
sea reconocido. El poder simbólico no es solamente un poder discursivo y caprichoso, como suelen
dar a entender ciertas teorías posmodernas, sino también un poder que está claramente
conectado con la estructura económica de la sociedad. La eficacia del capital simbólico, en
términos de diferenciación social y jerarquía, radica en su correspondencia con otras formas de
capital, entre las cuales el poder económico es fundamental. En palabras de Bourdieu, “dado que
el capital simbólico no es otro que el capital económico o cultural cuando éste es conocido y
reconocido de acuerdo con las categorías de percepción que él mismo impone, las relaciones de
poder simbólico tienden a reproducir y a reforzar las relaciones de poder que constituyen la
estructura del espacio social” (1987, 160). Por esta razón, los esquemas para percibir el mundo no
son simplemente sistemas de conocimiento, sino también sistemas de dominación social que
demuestran la importancia de la división objetiva entre las clases sociales.44. La cultura, dice
Bourdieu, no puede entenderse por fuera de las condiciones económicas y culturales en las cuales
actúan los sujetos. Las preferencias culturales nunca son desinteresadas y solamente pueden
comprenderse partiendo de una teoría del poder simbólico. La cultura es un conjunto de
disposiciones internalizadas por los individuos a través de un proceso de socialización que
constituye esquemas de percepción y de comprensión del mundo. Éstas funcionan solo en la
medida en que haya cierta correspondencia con el orden jer|rquico que representan. “Existe una
correspondencia entre las estructuras sociales y mentales, entre la división objetiva del mundo
social –particularmente entre dominadores y dominados en los diferentes espacios– y los
principios y las clasificaciones de las visiones del mundo que los agentes aplican a ese
mundo"(Bourdieu 1989, 7). Esta correspondencia cumple funciones políticas esenciales en la
sociedad. Los sistemas simbólicos no son solamente herramientas de conocimiento sino que,
primero y sobre todo, son instrumentos de dominación. El capital cultural funciona de la misma
manera que el capital económico, y por supuesto, está íntimamente relacionado con él. Toda la
producción cultural está orientada a la producción de dividendos, esto es, de recompensas.45
Pero no solo las instituciones, enraizadas en el poder económico, detentan poder simbólico. Los
subordinados también juegan en la lucha por obtener capital simbólico; y en esa lucha, a veces
ganan. Las batallas de los grupos y movimientos sociales por los derechos y por la justicia también
son disputas simbólicas que pone en tela de juicio la visión imperante, normal y legítima de la
sociedad. En esas disputas, los actores que detentan el poder económico y político llevan ventaja,
pero esa ventaja no elimina la lucha, ni da por descontada la victoria de los poderosos. Por eso la
violencia simbólica no solo suele ser un instrumento de dominación política en las manos de
quienes detentan el poder económico y político. También puede ser un espacio propicio para la
emancipación social y para liberar a los grupos oprimidos. Las normas progresistas, que garantizan
derechos y contemplan una organización participativa y democrática del poder son armas de
doble filo: pueden servir tanto para normalizar y reificar una realidad social que parece a todas
luces injusta, como para empoderar a los titulares de esos derechos para hacer de esa realidad
social otra cosa de la que es.

V. EFICACIA SIMBÓLICA DEL LENGUAJE E INSTITUCIONES


Para finalizar este capítulo quisiera referirme a dos implicaciones importantes que se derivan de la
visión del lenguaje que he venido explicando en los apartados anteriores de este capítulo, es decir
del lenguaje como elemento constitutivo de la realidad social. Ellas son, en primer lugar, la
superación de la dicotomía entre subjetivismo y objetivismo en la teoría social y segundo, la
relación de recíproca incidencia que existe entre las instituciones y los contextos sociales.

1. Subjetivismo y objetivismo

En los estudios de ciencias humanas es frecuente la disyuntiva entre una visión del mundo cuyo
principio impulsor proviene de lo real, y que se impone como algo contra lo cual no se puede
resistir, y una visión que deposita en los seres humanos toda la carga de la dinámica y de la
evolución social. Así, objetivismo y subjetivismo perciben dos mundos sin conciliación posible: de
un lado, un sujeto racional y libre que continúa la obra creadora original, haciendo cada día el
mundo que desea; del otro, un sujeto anclado en un devenir histórico, que define su posición en la
sociedad, su pensamiento y su suerte. "De todas las oposiciones que dividen artificialmente la
ciencia social -dice Pierre Bourdieu- la más fundamental de todas, y la más ruinosa, es la que se
establece entre subjetivismo y objetivismo" (1980, 43). Ni la realidad social es anterior a los
sujetos que la constituyen, ni los sujetos pueden postular anterioridad en relación con la realidad
social que los constituye. Es necesario, entonces, romper con un subjetivismo radical que deposita
una confianza injustificada en la interacción entre los sujetos, para hacer del saber el objeto de
una opción libre y racional que avanza hacia la realización de una sociedad mejor. Pero esta
ruptura tampoco exige una adhesión incondicional al objetivismo, ya que la representación de lo
social crea lo social mismo; las visiones del mundo contribuyen ellas mismas a la construcción del
mundo; cuando se trata de inventar lo social tener la palabra es, con frecuencia, tener la cosa, dice
Bourdieu (Bourdieu 2012). Si el mundo puede ser reinventado con las palabras y las
construcciones simbólicas, ello no puede conducir a un subjetivismo ciego frente a las condiciones
materiales en las cuales esa invención tiene lugar. Michel Foucault decía que cada situación
histórica permite sólo aquellos enunciados que son posibles. Lo que se dice en un momento
específico es sólo aquello que se puede decir, y esto no porque exista una instancia represora que
actúa como filtro de lo debido (aunque claro, esto también ocurre) sino porque hay una
correspondencia entre los discursos que aparecen en el saber y las condiciones limitadas que
dieron lugar al surgimiento de dichos discursos. En otras palabras, sólo se dice lo que se puede
decir, no porque lo "no decible" esté prohibido, sino porque este "no decible", es un "no posible",
en la medida en que sólo se dice algo necesario que corresponde a unas condiciones materiales
específicas. Aquello que parece una locura, un desafuero, un disparate, lo es en cuanto que su
manifestación dentro de una visión específica del mundo, no se adecúa a los parámetros de
racionalidad considerados como válidos dentro de una comunidad. 46 Así pues, ni subjetividad
total, ni objetividad total, ni siquiera punto intermedio; otra cosa: relación de influencia recíproca
entre un mundo subjetivizado y un sujeto mundanizado. No existe entonces, separación posible, ni
diferenciación temporal, entre la percepción del mundo y la construcción del mundo. Así pues, no
existe una realidad de un lado y un lenguaje del otro. Ambos elementos se integran en una
relación que determina a los sujetos y a los objetos involucrados de una manera recíproca. Las
cosas y las palabras, lo que se ve y lo que se dice, lo visible y lo enunciable, no hacen parte de una
categoría aleatoria o exterior que se suma a la sociedad; son algo substancial que define y
constituye la sociedad misma. De todo esto se desprende, a mi juicio, la siguiente consigna
epistemológica: las ciencias sociales debería evitar el cinismo de ciertos posmodernos que creen
que todo el sentido de los discursos es arbitrario, de lo cual se desprende una crítica voraz y sin
norte contra todo lo que se dice y el dogmatismo de ciertas visiones materialistas de la realidad
social (desde el neoliberalismo hasta el marxismo) que suponen que todo lo que se dice está ya
explicado por los incentivos o por las relaciones económicas de dominación.

2. Las instituciones y los contextos

Así como entre el lenguaje y la realidad social hay un fenómeno constructivo de incidencia
recíproca, lo mismo sucede entre las instituciones y los contextos sociales. La omisión de esta
relación (desde los tiempos de la independencia) ha creado una visión idealizada de las
instituciones y en particular del derecho. Se estima que basta con crear normas para cambiar la
realidad social. Esto ha hecho que la historia política e institucional de América Latina sea, en
buena parte, la historia de la recepción infructuosa de instituciones foráneas que funcionan y
producen buenos resultados en sus países de origen pero que una vez implantadas en nuestras
sociedades, o bien no sirven para nada, o bien producen otros efectos diferentes a los esperados.
Lo más desalentador es que esta idea de la mutua dependencia entre contextos e instituciones no
es una idea nueva en el continente; ya en la primera mitad del siglo XIX Juan Bautista Alberdi y sus
colegas argentinos – los miembros de la llamada Generación del 30: Esteban Echeverría y Domingo
Faustino Sarmiento, entre otros – sostenían la imperiosa necesidad de conocer las condiciones
sociales y culturales antes de importar instituciones desde Europa. ¿Cómo es posible entonces que
esta idea no haya suscitado más atención entre los políticos y diseñadores de instituciones de
América Latina? Quizás esto se deba a que el desconocimiento de las condiciones fácticas en las
que operan las instituciones no sólo se explica como un fracaso, el de quienes están encargados de
la recepción o de la importación de instituciones foráneas, sino también como una estrategia
política. Una estrategia que consiste en crear instituciones para obtener los beneficios de
legitimación provenientes de la institución importada, sin que ello implique aceptar los efectos
prácticos de su puesta en funcionamiento. Otra explicación posible proviene simplemente de que
lo más fácil - lo más eficaz en el corto plazo político- es copiar instituciones y traducirlas en
reformas legales. Sea lo que fuere de las causas de este menosprecio por los contextos, el hecho
es que esta práctica institucional se ha acentuado en los últimos años con el predominio del
institucionalismo.47 Desde hace por lo menos dos décadas existe un consenso sobre la
importancia que tienen las instituciones en el desarrollo económico y en el fortalecimiento de la
democracia. “Hoy todos somos institucionalistas” dice Gerard Roland (2004). Según Hoff y Stiglitz,
“el desarrollo ya no se concibe como un proceso de acumulación de capital sino como un proceso
de cambio organizado” (2001). No obstante, como lo advierten Evans y Portes, los sociólogos y
algunos economistas heterodoxos vienen diciendo lo mismo desde hace mucho más tiempo sin
que sus ideas tuvieran eco (Evans 2007)(Portes 2005); solo cuando algunos economistas brillantes,
ungidos por el premio Nobel, empezaron a decirlo, todos los estudiosos del tema empezaron a
reparar en ello. El hecho es que este consenso ha dado lugar, dice Peter Evans, a la imposición de
“proyectos basados en versiones idealizadas de las instituciones angloamericanas bajo la
presunción de que su aplicación trasciende las circunstancias nacionales y las culturas” (Evans
2004, 30). Esto fenómeno es denominado por Evans “monocultivo institucional” (Institutional
monocropping) haciendo alusión a la metáfora de las plantas evocada más atrás.48 Gerard Roland
distingue entre “instituciones de movimiento lento” (slow moving institutions) –tales como la
cultura– e instituciones de movimiento rápido (fast moving institutions) -como las normas y los
proyectos organizacionales. En su opinión, la razón por la cual los trasplantes de proyectos
institucionales fracasan en buena parte de los países del Tercer Mundo es que ellos chocan con las
instituciones de movimiento lento, tales como normas y estructuras de poder atrincheradas
(Roland 2004). Las teorías propuestas por economistas institucionalistas conciben las instituciones
como si fueran herramientas que operan en una realidad que les es externa (como un taladro que
perfora una tabla). Pero esta visión instrumental ha sido muy cuestionada por la teoría social de
las últimas décadas, sobre todo por los sociólogos, los cuales suelen tener una visión más compleja
y sofisticada de las instituciones y de la manera como funcionan (Rodríguez, Cesar y Portes,
Alejandro 2012). Siguiendo la metáfora de Evans sobre los cultivos, la manera como las
instituciones operan en la realidad social es algo que parece estar más cerca de una planta que de
una herramienta. Eso se debe a que la realidad social en la cual intervienen las instituciones no es
una realidad externa a ellas mismas. Por el contrario, es algo integrado a la planta misma, como el
terreno, la altitud, la humedad y la luminosidad. Por eso el trasplante de un árbol es tan delicado
como el de una institución. No basta con abonar el terreno. Si no se dan condiciones similares a las
que originalmente tenía ese árbol, simplemente no crece o no produce frutos. Lo mismo pasa con
el trasplante de instituciones. Al leer a estos economistas neo-institucionales uno tiene la
impresión de que la suerte de los países solo depende de las instituciones que prevalecen en una
determinada sociedad y que ese hecho, es decir la presencia de esas instituciones, es el producto
de una decisión libre o casi libre de las élites políticas dominantes. Así por ejemplo, en la
comparación entre el desarrollo entre los Estados Unidos y América Latina, algunos autores dan la
impresión de que todo se originó en el tipo de reglas que se adoptaron en cada una de estas
regiones: inclusivas y abiertas en un lado excluyentes y cerradas en el otro49. Sin embargo, esta
explicación no tiene en cuenta los factores profundos, culturales y estructurales, que incidieron en
la adopción de estas instituciones. ¿Hasta qué punto era posible que la corona española hubiese
adoptado la libertad económica cuando dependía del oro para sobrevivir? ¿Qué habría pasado si
los ingleses hubiesen encontrado grandes cantidades de oro en Norteamérica y grandes
civilizaciones indígenas que trabajaran para ellos? ¿Habrían optado por el liberalismo económico?
¿Qué importancia tuvieron, en este destino diferenciado, las visiones del mundo ligadas a las dos
concepciones religiosas que predominaron en cada uno de esos espacios? Posiblemente, como lo
dice John H. Elliott, si la conquista de lo que hoy llamamos América hispánica hubiese sido una
empresa inglesa, los resultados institucionales habrían sido similares a los que conocemos hoy en
América Latina (2006, 596).

Las instituciones, sin duda, son importantes para el desarrollo. Pero no son varitas mágicas que
resuelven todos los problemas. Su capacidad para producir cambios depende de muchas cosas,
entre ellas de las estructuras profundas –de poder y de cultura– que operan en el contexto social
que recibe a la institución. De ahí el llamado que hace Alejandro Portes a favor de lo que el
denomina un “institucionalismo denso”, es decir un institucionalismo que tenga en cuenta las
condiciones económicas y culturales profundas en las que opera y sin las cuales no tiene
posibilidades de éxito (Portes 2005). Este institucionalismo denso también se opone a una
concepción materialista de la realidad social en la cual las instituciones no importan, bien sea
porque son meros reflejos de realidades económicas que sustentan de manera ineluctable la
dominación social, como en el caso de las teorías marxistas, o bien sea porque encarnan
propósitos ilusorios, que carecen de la fuerza necesaria para modificar los contextos y las prácticas
sociales en América Latina, como en el caso de algunas visiones sociológicas del derecho y las
instituciones. 50 Estas visiones escépticas, por lo general defendidas por cierta izquierda en
América Latina, sobre la capacidad de las instituciones para incidir en los cambios sociales, parece
tan inadecuada como la visión ingenua de la derecha económica según la cual todo depende de la
decisión voluntaria de acoger instituciones que producen incentivos positivos favorables al
desarrollo económico

El marco teórico delimitado en este capítulo será útil para el análisis de las funciones sociales del
derecho que se hace a continuación. El estudio pragmático del discurso jurídico, apoyado en la
idea de estrategia, servirá para mostrar cómo las normas funcionan como herramientas que
pueden ser utilizadas de diversas maneras en diferentes ocasiones y espacios. En estas
posibilidades se encuentra la clave de la capacidad del derecho para articular prácticas y para
contribuir a la cohesión social.

Capítulo 2

DELIMITACIÓN DEL USO SIMBÓLICO DEL DERECHO

Anteriormente, cuando las leyes se establecían para ser aplicadas en pequeñas comunidades, la
promulgación se hacía por medio del bando, el cual consistía en una lectura a viva voz del texto
jurídico en la plaza pública, acompañada por el contundente sonido de un tambor o de una
trompeta. Este ritual tenía la función de informar a los habitantes del poblado sobre la vigencia de
una nueva regla. Pero además, y esto era lo mas importante, cumplía un papel simbólico
fundamental al representar, con la voz y el sonido del tambor, la existencia de una norma y del
poder legítimo que estaba detrás de ella. La relación entre el contenido jurídico y sus formas,
entre la ley y el bando, sigue siendo una de las mayores dificultades para comprender el sentido y
la realidad del discurso jurídico. El problema radica en que la fuerza reguladora del derecho puede
provenir de la imagen que produce la norma o de su implementación, sin que necesariamente
estos dos elementos se encuentren en la relación de complementariedad y unidad que la
dogmática jurídica supone. Formalizar una idea, publicarla, codificarla, grabarla, ponerla en una
placa o simplemente por escrito, es algo que agrega un elemento importante, a veces
fundamental, a la idea misma. No es lo mismo decir algo en una conversación que plasmarlo en
una constitución. Alejandro López un autor colombiano de mediados del siglo XX que se
interesaba por temas económicos y sobre todo por el tema de la tierra decía que en su país el
“papel sellado” (papel con un sello oficial) lo podía todo, con lo cual daba cuenta del poder que
detentaban aquellas personas que se apoderaban de la tierra de los campesinos a partir de
documentos falsos pero con la apariencia de verdaderos por el hecho de estar plasmados en este
tipo de papel. Así pues, codificar es algo que permite obtener los beneficios simbólicos de la
forma, es decir, de su puesta en escena. Al respecto dice Bourdieu: “Existe una eficacia
propiamente simbólica de la forma. La violencia simbólica, cuya mejor expresión es sin duda el
derecho, es una violencia que se ejerce, si se puede decir, en las formas, poniendo formas. Poner
formas, es dar a una acción o a un discurso la forma que se reconoce como conveniente, legítima,
aprobada.....la fuerza de la forma.....es esta fuerza propiamente simbólica que permite a la fuerza
ejercerse plenamente, haciéndose desconocida como fuerza y haciéndose reconocer, aprobar,
aceptar, por el hecho de presentarse bajo las apariencias de la universalidad – aquella de la razón
o de la moral” (Bourdieu, 1987:103). La forma no debe ser entendida simplemente como una
parte bien delimitada del proceso de comunicación, en la que se estudia un vínculo entre los
productores de un discurso y los receptores; la forma no se sobrepone al contenido -como lo hace
un empaque con la materia que contiene- para protegerlo, para hacerlo más viable, más accesible,
más "él mismo". La forma se integra al contenido para moldearlo, para ordenarlo, para hacer de él
algo nuevo, algo comunicable. La forma- en palabras de Harry Pross- determina el tiempo, el
ritmo, las fluctuaciones, densidad y sutileza, dureza y suavidad de esta vida. Es la que empuja las
cosas a un primer plano o las deja en último plano (...) Sociológicamente, "no deciden los
contenidos sino las formas" (Pross 1980, 76). Este capítulo se refiere a este tipo de eficacia y está
dividido en dos partes. En la primera me refiero a la eficacia simbólica del derecho y a sus
dificultades conceptuales. En la segunda explico tres puntos de vista sobre este tipo de eficacia

I. EL CONCEPTO DE EFICACIA SIMBÓLICA

Según lo dicho, la incidencia social del derecho puede provenir de la capacidad impositiva o
reguladora de los contenidos jurídicos o de la capacidad vinculadora de los símbolos que evoca.
Estos dos tipos de incidencia corresponden a la diferencia entre lo instrumental y lo simbólico. La
transformación de la realidad a través de medios caracteriza la acción instrumental, mientras que
las acciones orientadas a la producción de significado en el contexto de comunicación e
interpretación caracterizan las Así pues, la eficacia del derecho opera en dos terrenos. Veamos.

- Las normas jurídicas pueden ser instrumentos prácticos dirigidos a la acción.52 En este caso la
existencia de una norma no se explica simplemente por su validez formal sino por su capacidad
para producir un cierto comportamiento en los individuos destinatarios de la norma.53 Este es el
poder de regulación propiamente jurídico, el mismo que ha sido atribuido por antonomasia al
derecho en las obras de innumerables filósofos y sociólogos. En lo que sigue me referirá a este
poder del derecho como eficacia instrumental.

- Las normas jurídicas también pueden ser símbolos dirigidos a la representación. En este caso, su
fuerza radica en el impacto mental que produce el discurso legal, con capacidad para establecer la
diferencia entre lo lícito y lo ilícito, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso y entendido como
parte fundamental de instituciones político-jurídicas legítimas. Aquí el texto jurídico, como el texto
recitado por el chamán al curar a sus enfermos (ver introducción), crea una mediación puramente
psicológica (Levi-Strauss, C. 1984):173) y, de esta manera, consigue el efecto que persigue.54 Así
como en la curación chamánica la forma mítica prevalece sobre el contenido del relato, en el
derecho puede suceder que la forma simbólica prevalezca sobre el contenido instrumental de la
norma. En lo que sigue me referiré a este poder del derecho como eficacia simbólica.

Ahora bien, esta dicotomía presenta dos dificultades prácticas: en primer lugar, los dos conceptos
no están completamente separados: hay algo de eficacia simbólica en la eficacia instrumental y
viceversa. En segundo lugar, el tema de la implementación y de los objetivos a partir de los cuales
se establece la eficacia, es un tema complejo y difícil.

1. La eficacia simbólica de la eficacia instrumental (y viceversa).

Estos dos tipos de fuerza normativa son tipos ideales (55), herramientas analíticas, no
descripciones de la realidad. En la práctica, lo instrumental y lo simbólico se presentan como
grados, como dimensiones que no siempre se pueden diferenciar. Ello es así, entre otras cosas
porque hay algo simbólico en lo instrumental y algo instrumental en lo simbólico. La eficacia
instrumental que se logra con el acatamiento del derecho, con su obediencia, implica una cierta
representación del derecho como legítimo o al menos como válido. La representación del derecho
como legítimo es una condición de su eficacia instrumental. Toda norma jurídica, en cuanto
discurso institucional depositario del poder de nominación y de delimitación de lo legal y de lo
justo, tiene una dimensión simbólica. Este sentido genérico de lo simbólico está vinculado de
manera estrecha al concepto de "aceptación del derecho desde el punto de vista interno" descrito
por H. L. Hart. En toda sociedad, explica Hart, hay personas que aceptan las reglas y
voluntariamente cooperan en su mantenimiento; así como también hay personas que rechazan las
reglas y las consideran únicamente desde un punto de vista externo como signos de un posible
castigo (1961, 113). La aceptación del derecho y su cumplimiento independiente de la posibilidad
de la sanción, al menos en los funcionarios públicos, es un fenómeno necesario para predicar la
existencia de un ordenamiento jurídico (1961, 125). Así pues, la eficacia instrumental de una
norma está sustentada en la representación del derecho como legítimo (y como eficaz), es decir,
en una especie de eficacia simbólica del ordenamiento jurídico. De otra parte la eficacia simbólica
no siempre se reduce a una eficacia mental, limitada a las representaciones. Ella puede también
estar dirigida a la acción en el sentido de que toda modificación de la visión del mundo implica, o
por lo menos puede implicar, modificaciones en el comportamiento. Así, la eficacia simbólica
puede estar destinada a producir ciertos comportamientos que el creador de la norma persigue;
por ejemplo, la promulgación de un estatuto antiterrorista con efectos meramente simbólicos
puede incrementar la aceptación de un gobernante y conducir a que la gente vote por él.

2. El problema de los objetivos normativos

La segunda dificultad se relaciona con el concepto de implementación.56 Esto puede ser definido
como la sucesión de acciones sociales y secuencias sobrevinientes luego de la adopción formal de
la decisión normativa. Los estudios sobre implementación de las normas suelen dividirse en dos
tipos: el primero abarca todos aquellos análisis de política pública que evalúan los mecanismos
que deben ser utilizados por el Estado para el logro de sus propósitos. 57 El segundo, desde la
perspectiva de la sociología jurídica, comprende aquellos estudios que se refieren al impacto social
de las normas. En ellos se trata el tema de las relaciones entre la conducta prevista en la norma y
el comportamiento logrado. Es aquí que se utiliza el término de eficacia del derecho. El tema de la
eficacia es un tema difícil. ¿Cuándo podemos decir que una norma afecta una conducta? ¿Es
posible distinguir entre efectos legales y otros efectos? ¿Cuál es el impacto del sistema jurídico en
el comportamiento de personas cuya conducta está igualmente determinada por otros sistemas
de normas como la moral o la costumbre? Estas son preguntas complejas que no alcanzo a
responder en este texto.58 Me concentraré en la primera de ellas. Para empezar hay que señalar
que existen casos fáciles y casos difíciles de resolver. Así por ejemplo, cuando un militar ordena
dar un paso al frente a una fila de soldados, apreciar el cumplimiento de esta orden es algo
relativamente sencillo (Friedman, Lawrence 1975, 47). De la misma manera, es fácil constatar la
eficacia de ciertas normas de tránsito o incluso de algunas normas penales como el homicidio.
Mientras más generales sean los términos de una norma, más será posible una interpretación
amplia de la norma y por lo tanto más difícil será establecer criterios de eficacia. Pero incluso las
normas más precisas son susceptibles de interpretaciones diferentes al momento de ser aplicadas.
En el ejemplo de la fila de soldados, un paso corto o un salto, pueden ser percibidos por el
superior como una desobediencia. De otra parte, es más fácil apreciar la eficacia de normas que
distinguen entre conducta permitida y conducta prohibida, que la eficacia de normas simplemente
permisivas (idem). Con base en esta idea, Jean Carbonnier introduce una separación entre leyes
que establecen proposiciones, como aquellas normas generales que regulan los contratos; leyes
que reconocen derechos y libertades, como por ejemplo aquellas que permiten el recurso de los
trabajadores a la huelga; y por último, leyes prohibitivas, como las del código penal (Carbonnier
1978). Más conocida es la distinción que puede hacerse entre las reglas y los principios. Las
primeras son normas específicas que contemplan los presupuestos fácticos en los cuales se
aplican, mientras que las segundas son normas generales que consagran valores o derechos. Las
primeras se aplican o no (todo o nada) mientras que las segundas se ponderan con otras normas
de su misma naturaleza, en casos específicos y se aplican en mayor o menor medida. En este
sentido es más fácil constatar la eficacia de una ley que, por ejemplo, ordena la construcción de un
muro en un sitio determinado, que determinar la eficacia de una norma que protege el derecho a
la libertad de expresión en contextos en los cuales este derecho choca, por ejemplo, con la
protección del derecho a la intimidad.59 Todo el trabajo de implementación normativa consiste en
una adaptación de propósitos a una realidad que no siempre es fácil de manejar. Incluso las
normas más contundentes y precisas del derecho penal, tales como la prohibición de matar o de
robar, poseen sanciones cuya eficacia depende en gran medida no sólo de la participación de la
ciudadanía y de los recursos materiales necesarios para la persecución de los delincuentes, sino
también de la orientación que los aparatos policivos dan a sus actividades, de acuerdo con una
apreciación de la noción de gravedad o de alarma social: la decisión de perseguir un tipo de
delincuentes en detrimento de otros, en unos lugares y no en otros, a ciertas horas, con ciertas
armas, etc., moldea, la eficacia de dichas normas y muestra cómo el espacio de lo discrecional no
termina con la promulgación y cómo la realidad del derecho no se reduce a la constatación de
normas sancionadas y promulgadas (Lemaitre, Julieta 2009) Los abogados suelen suponer que los
objetivos normativos son claros, lo cual no siempre es cierto. A veces el objetivo perseguido por la
norma puede ser percibido a través de su lectura, o del análisis de su proceso de creación. Aún en
los casos en los que esto es posible, puede suceder que tal objetivo no sea claro, o su realización
sea imposible. Hay que desconfiar de la posibilidad de deducir el objetivo de una ley de los
titulares que la encabezan o incluso de sus mismos considerandos. Se debe tener en cuenta que
los objetivos pueden variar temporal y espacialmente; que no siempre están explícitos, que a
veces incluso no existen, o que son inventados durante la implementación de la norma.60 Una
estrategia utilizada por las instancias gubernamentales consiste en producir normas sin objetivos o
cuyos objetivos no son claros desde el inicio, o que conducen a la realización de alternativas
contradictorias. Otro problema es que la eficacia tiene conceptos muy cercanos que no siempre,
en la práctica, se pueden diferenciar. Así, se suele establecer la diferencia que éste término tiene
con otros dos términos emparentados: la efectividad y la eficiencia. Veamos. Se habla de normas
efectivas (o de eficacia en sentido amplio) cuando estas logran la realización de la conducta
prevista en ellas, sin que ello implique el logro de los objetivos establecidos en el texto jurídico.61
Una reforma tributaria, por ejemplo, es efectiva cuando logra que las personas paguen los
impuestos contemplados en la norma, sin que de ello se derive que los objetivos de la reforma se
cumplieron. Se habla de eficacia (eficacia en sentido estricto) cuando una norma, además de
conseguir que se cumpla la conducta prevista, logra que se cumplan los objetivos previstos en ella.
Así, la señalada reforma tributaria será efectiva si no sólo se logró el pago de los impuestos sino
también se logró recaudar el dinero que se pretendía. Por último se habla eficiencia cuando se
logran los objetivos previstos a través de la utilización de los mejores medios posibles. En el
ejemplo planteado, los objetivos tributarios logrados se consiguieron con el menor costo posible.
Hechas estas aclaraciones es posible ahora definir la eficacia simbólica del derecho como una
estrategia de los operadores jurídicos (instancias creadoras o aplicadoras del derecho) o de los
receptores del derecho (ciudadanos, grupos sociales, etc.) que consiste en utilizar aquello que el
lenguaje jurídico evoca y con el propósito de conseguir fines políticos diferentes de los plasmados
en la norma misma y a partir del efecto que dichas evocaciones causen en los receptores de la
norma. 62 Mientras la eficacia instrumental logra el cumplimiento de la conducta a través de la
difusión de la idea de obligatoriedad -o de castigo, según el caso- la eficacia simbólica logra sus
objetivos por medio de la difusión de una idea de legitimidad o de autoridad.

III. LAS VISIONES DE LA EFICACIA SIMBÓLICA DEL DERECHO.

El reconocimiento de la dimensión simbólica no es algo inusual en los estudios del derecho. No lo


es, en primer lugar, en el ámbito técnico de la doctrina jurídica; así, lo simbólico ha tenido cierta
importancia en el ámbito del derecho constitucional,63 en el derecho penal,64 laboral65 y
ambiental.66 Lo simbólico tampoco es extraño en las reflexiones teóricas, sociales, o políticas que
se hacen sobre el derecho.67 Sin embargo, a pesar de todos estos desarrollos, no existe una visión
unificada, ni en la doctrina ni en las ciencias sociales, sobre el significado de la dimensión simbólica
de lo jurídico. Las concepciones varían con los autores, los países y las épocas. Para intentar
clarificar este panorama amplio y disperso de la dimensión simbólica del derecho, en lo que sigue
diferencio tres maneras de abordar dicha dimensión.

1. Visión liberal

Quizás la virtud más importante del derecho sea su capacidad para convertir el uso de la fuerza en
un ejercicio de poder legítimo; es decir, para transformar el poder desnudo en autoridad. La
diferencia entre una banda de ladrones, organizada según un poder que impone conductas a
través de órdenes que son obedecidas y un Estado que hace lo mismo, está en que sólo en este
último caso, en el Estado, el poder y las órdenes que se derivan de él, se consideran legítimos
(Bobbio 2005, 254). De ahí la célebre definición de Estado propuesta por Max Weber como “el
monopolio de la fuerza legítima”. En el estado moderno esa legitimidad viene de la legalidad, es
decir del derecho. “El m|s fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor si no
transforma su fuerza en derecho y la obediencia en un deber”, decía J.J. Rousseau (Rousseau
1993). Por eso la célebre afirmación inglesa de que no es el rey el que hace la ley, sino la ley la que
hace al rey. Igualmente, la preferencia histórica por el gobierno de las leyes en detrimento del
gobierno de los hombres (según la célebre distinción griega), es un reflejo de la importancia
legitimadora que tiene el derecho (Bobbio, 257). En el discurso jurídico hay pues una fuerza,
inherente, indispensable para que el poder sea obedecido. Sin su concurso, sin la bendición que
otorga al ejercicio crudo del poder, la dominación política sería imposible. El derecho es el
lenguaje autorizado del Estado a través del cual su legitimidad se produce y se reproduce. Así
pues, en la concepción liberal del Estado, el poder y el derecho existen en un estado de simbiosis:
las acciones estatales se justifican a través de normas jurídicas, y las normas jurídicas son eficaces
cuando están respaldadas por el poder del Estado. El poder legitimador (simbólico) del derecho se
apoya en el poder efectivo (material) del poder y viceversa. Esta es la visión liberal y jurídica de la
eficacia simbólica que ha sido desarrollada por autores tan diversos como J.J. Rousseau, J. Locke,
Max Weber, H.L. Hart, Hans Kelsen y Habermas, entre muchos otros. Así por ejemplo, Para Max
Weber, como ya dije, la legitimidad del uso de la fuerza se consigue a través del derecho y de su
capacidad para racionalizar y justificar el uso de la fuerza (1986). Lo simbólico también está
íntimamente relacionado con aquello que H. L. Hart llama “la aceptación del derecho desde el
punto de vista interno”. Es decir su acatamiento por el simple hecho de ser un conjunto de reglas
jurídicas, con toda la carga simbólica que ello implica (Hart, 1963).

2. La visión marxista

La visión marxista del derecho, como la visión liberal, supone que las normas jurídicas encarnan un
poder simbólico, el cual consiste en inculcar la majestad del poder, su carácter tanto legal como
justo y en derivar de allí el deber de obediencia. Sin embargo, a diferencia de la concepción liberal,
la visión marxista sostiene que ese es un poder de adoctrinamiento; un poder que se practica de
manera engañosa; escondiendo la realidad que existe detrás de los conceptos jurídicos.68 El
derecho es un aparato institucional que crea una conciencia alienada, o falsa, de la realidad social.
Lo que es arbitrario y producto de la dominación política aparece entonces como algo natural,
como algo no construido, algo que viene desde siempre y por eso debe ser acatado. Instituciones
sociales como el derecho o la religión son vistas aquí como instrumentos de la burguesía
destinados a proteger sus intereses económicos, lo cual se logra a través de “reificación” o
“cosificación” de las normas previstas en esas instituciones. Eso significa que dichas normas son
percibidas (no solo por los obreros sino también por la burguesía) como parte del orden natural
existente y, por lo tanto, como cosas sólidas y no simplemente como palabas amañadas. Según
Engels, el sistema legal “aparece como un elemento independiente, que se justifica por su mera
existencia… por su fundaciones intrínsecas… de tal manera que la gente olvida que éste (el
derecho) viene de las condiciones económicas de la vida” 69 Las versiones más refinadas de esta
concepción marxista del derecho se encuentran en algunos autores del movimiento Critical Legal
Studies (en los Estados Unidos), en buena parte del grupo de los Critique du droit (en Francia) y en
algunos críticos del derecho latinoamericano.70 Según estos, el derecho es un instrumento de
dominación destinado a legitimar, a través de símbolos de unidad, justicia, igualdad, generalidad,
etc., una sociedad injusta dominada por unos pocos. Esta es, digamos, la versión crítica radical (y
con frecuencia marxista) de la eficacia simbólica. Ahora bien, en los años 70’s, hubo un intenso
debate al interior del marxismo sobre la posible autonomía del Estado y de sus aparatos
ideológicos (el derecho entre ellos) con respecto a la economía. En dicho debate había una
inevitable tensión entre quienes ponían el acento en la dimensión cultural de la legitimación
política y quienes, en cambio, lo ponían en la visión estructural de la economía.71 Esta tensión
dividió a los críticos. Algunos adhirieron a la posición de Poulantzas, según la cual la autonomía del
Estado –y del derecho– es solamente relativa, y por lo tanto, el orden jurídico est| determinado
“en última instancia” por la estructura del modelo capitalista de producción. Según esta visión –
presente, por ejemplo en (Balbus 1996) – las posibilidades de emancipación social a través de
reformas jurídicas progresistas son prácticamente inexistentes. Otros, sin embargo, basados en un
análisis marxista con un énfasis cultural (Hunt, 1985), han argumentado que el derecho ofrece a
los movimientos sociales una maniobrabilidad genuina, la cual se deriva de las necesidades que el
aparato estatal tiene para hacer concesiones en aras de mantener o incrementar su legitimidad.
Mientras que la primera postura hacía énfasis en el carácter determinante de la estructura
económica, la segunda resaltaba la necesidad de legitimación del Estado. Al inicio de este debate
el estructuralismo económico era una tendencia dominante; pero cuando terminó, la dimensión
subjetiva y cultural se impuso (Boyle 1985). La mayoría de los críticos del derecho en los años
setentas (en los Estados Unidos y en Francia) consideraba que los efectos simbólicos del derecho
funcionaban solamente en beneficio de las instituciones del Estado y de sus objetivos de
manipulación política (Tushnet 1984) (Kairys 1998)(Roelofs 1982)(David Kennedy 1995). No
obstante, el excesivo énfasis en el carácter unitario de la dominación estatal llevó a estos críticos a
adoptar una imagen más bien simplista del derecho, entendido este como un mecanismo
institucional de control social. Según esta visión, la fuerza de la dominación jurídica estatal debilita
la posibilidad de emancipación de las estructuras hegemónicas a través de la expedición de
normas progresistas, de las cuales solo se pueden esperar efectos simbólicos. Otros críticos menos
radicales, sobre todo en la década de los ochentas, más dispuestos a aceptar cierta autonomía
cultural en el uso simbólico del derecho, consideraron que, si bien puede existir una ventaja
institucional relativa respecto de las posibilidades de apropiación y manipulación política de los
significados jurídicos, los individuos y los movimientos sociales también pueden usar dichos
significados para fortalecer sus luchas. 72

3. Visiones constructivistas

Las dos visiones anteriores (liberal y marxista) ven al derecho como un instrumento, como algo
que opera en una realidad que le es externa. En el primer caso, para lograr orden y desarrollo y, en
el segundo, para consolidar un modelo de dominación política. Por eso, no obstante todo lo que
las separa en términos ideológicos, ambas visiones comparten una misma concepción
instrumentalista del derecho, centrada en los aspectos formales, positivos y behavioristas de las
normas jurídicas, lo cual es objeto de una crítica cuyas líneas generales expuse al final del capítulo
primero de este libro. En la década de los ochentas, tanto en los Estados Unidos como en Europa,
surgieron nuevas visiones del derecho, nutridas por teorías sociales constructivistas opuestas al
instrumentalismo según las cuales tanto los sujetos y los objetos como las instituciones y las
realidades sociales se encuentran en una relación de recíproca incidencia, marcada por la
comunicación y la cultura, de tal manera que no hay objetividad o subjetividad puras, por fuera de
esta relación (P. Berger y Luckmann 1966). A partir de esta concepción, el derecho aparece como
un espacio de construcción simbólica entre distintas posiciones e intereses que luchan por fijar el
sentido de los textos jurídicos. El énfasis ya no se pone en la relación de determinación entre
normas y comportamientos, sino en la capacidad del derecho para producir significados en las
relaciones sociales; ya no es el derecho como norma del Estado sino como recurso, como enjeu
politique 73 Esta lucha es, por lo general, desigual (a favor del Estado y de los grupos económicos
de poder); algunos están en mejores condiciones de ganar que otros; sin embargo, el resultado de
la confrontación no está dado de antemano. Así, la perspectiva constructivista muestra un espacio
intermedio entre, por un lado, el optimismo de las visiones liberales según las cuales la sociedad es
un reflejo del “deber ser” plasmado en el derecho por el legislador y los grandes juristas y, por el
otro, el pesimismo marxista según el cual, el derecho es un simple reflejo de las condiciones
económicas que existen en la sociedad y que por lo tanto, las constituciones, las leyes, los
derechos, los debates jurídicos y los grandes juristas no introducen ningún cambio significativo en
la realidad social. La teoría constructivista del derecho, como casi todas las teorías jurídicas, es un
reflejo de cambios importantes ocurridos en la realidad del derecho. Esos cambios, ocurridos en
los últimos treinta años, están relacionados con la pérdida de la centralidad de la ley (código), con
el protagonismo de los jueces (sobre todo de los jueces constitucionales) en la vida política de los
países, con la creciente importancia del derecho internacional de los derechos humanos con el
efecto limitador sobre las legislaciones nacionales que ello tiene, con la transnacionalización del
derecho y de los movimientos sociales que hacen uso de los tribunales para defender sus causas,
etc. Todos estos fenómenos han hecho más borrosa la idea tradicional de una doctrina jurídica
concebida como saber sistemático, racional y valorativamente neutro, en manos de una élite
dominante, lo cual ha fortalecido la dimensión política y litigiosa del derecho y sobre todo de los
derechos. La visión constructivista del derecho es también un tributo a estos cambios ocurridos en
la realidad social. De otra parte, con la teoría social constructivista se produce un cambio de
acento desde los textos legales, hacia las prácticas jurídicas. La realidad del derecho no se limita a
las palabras del derecho sino que se extiende a la suerte que dichas palabras corren en la palestra
jurídica. La posición privilegiada que antes tenía el legislador como creador del Código, es ocupada
hoy, en muchos países, por la justicia, encargada de la interpretación jurídica, por la
administración pública, encargada de la aplicación del derecho y por los movimientos y actores
sociales que luchan ante los tribunales y demás instancias oficiales, por los derechos. Más de un
siglo después de lo dicho por los Realistas en los Estados Unidos y por la escuela del Derecho Libre
en Europa, renace la idea de que el verdadero derecho es como decía Ehrlich, el “derecho
viviente” (Ehrlich 1922). Dada la importancia que tiene esta perspectiva constructivista y su íntima
conexión con la dimensión simbólica del derecho, en el apartado siguiente ilustro esta perspectiva
con lo dicho por dos autores de finales del siglo XX. En lo que sigue muestro el contenido de dos
textos clásicos escritos bajo esta perspectiva constructivista. El primero, europeo y titulado La
force du droit (Bourdieu 1986) pertenece a Pierre Bourdieu y es en uno de los pocos escritos de
fondo que este socio logo france s dedico al estudio del derecho; el segundo, estadounidense,
pertenece a Stuart Scheingold y consiste en un pequen o libro escrito en 1974 y titulado The
Politics of Rights. (Scheingold 1974b). A pesar de sus diferencias teo ricas, ambos textos reconocen
que el derecho es un campo de confrontacio n entre posiciones y poderes y que el resultado de
esas confrontaciones no esta resuelto de antemano. Por eso, si bien, una de ellas pone énfasis en
la dominacio n y la otra en la emancipacio n, ambas reconocen que, en la práctica el derecho
puede servir para ambas cosas.

a. La force du droit, de Pierre Bourdieu.

Bourdieu escribio poco sobre el derecho; sin embargo lo que escribio es de una gran importancia.
En su opinio n, el derecho tiene una gran fuerza social y polí tica. Eso se debe a la capacidad que
tienen los abogados (entre otros protagonistas del campo jurídico) para dominar un saber en el
cual se combina el conocimiento te cnico y sofisticado, por un lado, con la fuerza simbólica para
normalizar y legitimar la realidad social. Esta combinacio n de ciencia y sí mbolo, de verdad y
justicia es lo que le da un enorme poder a los actores que participan en el campo jurídico. Los
abogados, los legisladores, los jueces y los profesores de derecho, y de manera particular estos u
ltimos, son los grandes protagonistas de este campo jurídico. 74 Para Bourdieu el derecho es un
campo social, es decir un conjunto de relaciones objetivas e histo ricas entre actores que ocupan
determinadas posiciones y que luchan por un poder o un capital, el cual en el caso del derecho,
consiste en la apropiacio n del poder simbólico que esta implí cito en los textos jurídicos (Bourdieu
1986) 1986:817-818). De esta manera, explica Pierre Bourdieu, el derecho se convierte en la forma
por excelencia de poder simbólico, dadas las posibilidades que tienen sus practicantes para crear
instituciones, y con ellas, realidades histo ricas y polí ticas a trave s del simple ejercicio de poner
nombres (nombres como va lido, soberano, indebido, delito, inconstitucional, etc.) depositarios de
una fuerte connotacio n e tica y polí tica (Bourdieu 1986:839). La dina mica interna de este campo
jurídico esta asociada con la cuestio n de la dominacio n. El potencial del derecho para establecer
clasificaciones que son esenciales en el orden social –legal/ilegal, justo/injusto, verdadero/falso–
implica un enorme poder polí tico. La autoridad legal es la forma privilegiada del poder,
especialmente en términos de violencia simbólica legí tima, producida y monopolizada por el
Estado. El uso de lo simbólico, dice Bourdieu, es una práctica inherentemente violenta, en cuanto
es capaz de imponer significados en el mundo y en las relaciones sociales a partir de las cuales el
poder econo mico y el poder polí tico pierden su arbitrariedad original y su connotacio n exclusiva,
y aparecen como algo normal y aceptable Puesto que el derecho es un campo social en el cual
reside una gran cantidad de capital social y simbólico, no es sorprendente que en su interior haya
enfrentamientos entre sus miembros por la posesio n y la distribucio n de este capital. Desde este
punto de vista, los debates teo ricos en la academia jurídica – por ejemplo, entre formalistas y
anti-formalistas a principios del siglo XX en Estados Unidos, o entre iuspositivismo y iusnaturalismo
en la Europa del siglo XX – buscan consolidar un posesio n-posicio n-distribucio n especí fica del
capital simbólico que esta en juego tanto adentro como afuera del campo. Al interior del campo
jurídico, los actores situados en diferentes posiciones y dotados con diferentes disposiciones,
luchan por decir la u ltima palabra acerca del significado y el alcance u ltimo del derecho. Tal lucha
no es solamente intelectual (te cnica), sino también polí tica, dado que la mayorí a del debate
jurídico tiene implicaciones directas en la distribucio n de poder y de bienes que ocurre en el
campo polí tico. Controlar el derecho es algo importante para lograr el control social75. Es por eso
que la lucha también tiene lugar afuera del campo jurídico. No obstante, el derecho no puede ser
reducido a una herramienta de dominacio n polí tica. Al entender la fuerza simbólica del derecho o
su efecto legitimante, debemos evitar, dice Bourdieu, tanto aquellas explicaciones materialistas
que solamente ven en lo jurídico relaciones de poder, como aquellas visiones idealistas que so lo
ven allí los valores universales que esta n consagrados en sus normas. “Ya no podemos
preguntarnos si el poder viene de arriba o de abajo” dice Bourdieu, con respecto al debate entre
las explicaciones crí ticas y doctrinales del derecho (Bourdieu, 1986). Bourdieu se opone a las
explicaciones materialistas y por eso reconoce la existencia de un universo social auto nomo capaz
de reproducirse mediante la lo gica de su funcionamiento especí fico, es decir de un cuerpo
conceptual (la doctrina jurídica) relativamente independiente de las limitaciones externas
(Bourdieu 1986). Sin embargo, también reconoce que el campo jurídico tiene un menor grado de
autonomí a frente a la economí a que otros campos sociales, tales como el artí stico o el literario,
dado el rol esencial que el derecho juega en la reproduccio n social. La idea convencional según la
cual la cultura jurídica de los paí ses, con sus debates, sus autores, sus universidades y
movimientos internos, es suficiente para explicar el origen, la evolucio n y el estado actual de las
tradiciones y las prácticas jurídicas presentes allí , ignora las fuertes conexiones que existen entre
la cultura y las condiciones sociales y materiales en las cuales esta prospera. No es exagerado decir
que el derecho hace el mundo social, pero siempre y cuando se acepte que e l esta hecho por el
mismo mundo" (Bourdieu 1986). Las estructuras limitan y moldean las percepciones, los discursos
y las prácticas a partir de las cuales se construye la realidad social. En pocas palabras, la lucha
interna entre los actores jurídicos por la apropiacio n de poder simbólico no ha sido independiente
del contexto polí tico en el que dicha lucha ha tenido lugar. Las conexiones entre el campo polí tico
y el jurídico son mu ltiples y mutuamente constitutivas. Esto no significa, como algunas teorí as del
derecho nos han llevado a creer, que conocer las condiciones materiales en las cuales la discusio n
jurídica tiene lugar es suficiente para explicar el resultado de tales discusiones. El campo jurídico,
en su majestuosidad, sus ritos y sus santuarios, no es susceptible de ser reducido a las fuerzas
econo micas existentes. El derecho no so lo es un reflejo del mundo material (como lo afirma, por
ejemplo (Pashukanis 1978). Tampoco es pura erudicio n que pueda ser desprendida de las
condiciones sociales en las que se produce. Estos extremos ignoran la existencia del derecho
entendido como un campo social que es relativamente independiente de las demandas externas.
Como se observa en estos pocos pa rrafos, Bourdieu tení a una visión ma s bien crí tica del papel
jugado por el derecho y por los juristas en relacio n con la dominacio n polí tica. En sus escritos, la
fuerza simbólica del derecho esta ma s destinada a la dominacio n y a la normalizacio n del poder
polí tico que a otra cosa. Este énfasis no excluye, desde luego, los debates al interior del campo
jurídico entre posiciones ma s o menos conservadoras o progresistas y, en consecuencia, no
excluye el uso emancipatorio del derecho. Sin embargo, esa posibilidad es, a los ojos de Bourdieu,
menor en relacio n con el uso dominador del derecho.

b. The Politics of Rights, de Stuart Scheingold

Si para Bourdieu el derecho sirve sobre todo para normalizar y legitimar el poder existente,
aunque eventualmente pude tener efectos contestatarios y cambio social, para Sheingold, con el
derecho ocurre lo contrario: su dimension transformadora y de cambio social parece ma s
importante que su dimension legitimadora. Esta diferencia de optica se explica, en primer lugar
por le hecho de que ambos autores se inscriben en tradiciones jurídicas diferentes cada una con
una relacio n muy distinta con el poder polí tico. Mientras en la tradicion jurídica anglosajona
(sobre todo en los Estados Unidos) existe una practica consolidada de uso polí tico del derecho, en
la tradicio n continental, por ser el derecho una expresion ma s del estado que de la sociedad civil,
el uso polí tico y contestatario del derecho es ma s restringido.76 A esto se agrega el hecho de que
Sheingold tuvo la mira puesta en los avances del movimiento por los derechos civiles, mientras
que Bourdieu se fijaba sobre todo en el poder de los abogados en Paris. The Politics of Rights y fue
escrito durante los convulsionados an os setenta en los Estados Unidos, cuando los estudiantes se
enfrentaban a la policí a en los campos universitarios y la lucha por los derechos civiles estaba en
pleno apogeo. En ese libro pionero, Scheingold se ocupa de la dimensio n simbólica del derecho y
de sus implicaciones sociales y polí ticas. Según Scheingold, “Para entender la importancia polí tica
del derecho en los Estados Unidos, no basta con entender las manifestaciones concretas de las
instituciones legales o con analizar las reacciones inmediatas a favor o en contra de sus normas.
Estas son cosas importantes, sin duda, pero ellas deben ser entendidas en conexio n con las
creencias evocadas por los sí mbolos legales. En su forma simbólica el derecho moldea el contexto
en el cual la polí tica estadounidense se conduce”(1974b, XIL). Estas creencias, alimentadas por los
sí mbolos evocados por los derechos, dan lugar a lo que Scheingold denomina el “Mito de los
derechos” (The Myth of Rights), lo cual define como una ideologí a que “confí a en la eficacia polí
tica y la suficiencia e tica del derecho como principio de gobierno” (p.17). Esta confianza se
sustenta en la idea, compartida por una buena parte de los ciudadanos de los Estados Unidos, de
que los derechos y sobre todo la Constitucio n no so lo son manifestaciones simbólicas de la
justicia, sino que son realidades vivientes. Aquello que dice la Constitucio n, piensa la gente, es
algo que existe en la realidad. La constitucio n y los derechos no solo son justos y necesarios, sino
que, adema s, son eficaces e incuestionables. Semejante confianza en la eficacia de los derechos es
desde luego una esperanza ilusoria, dice Scheingold si bien de esa ilusio n (de esa reificacio n,
como dirí an los crí ticos del derecho) se derivan consecuencias polí ticas reales y muy
importantes. Sin embargo, no todo en los derechos es vací o e inocuo. La presencia de los
derechos abre un espacio polí tico, a trave s del litigio y de la movilizacio n colectiva, en el cual es
posible luchar por su eficacia. El mito de los derechos se puede entonces convertir en la arena polí
tica donde los derechos dejan de ser mitos y se convierten en realidades; es a esto a lo que
Scheingold denomina “la polí tica de los derechos” (The Politics of Rights) que no es otra cosa que
ver la Constitucio n y los derechos como recursos, como agentes para la movilizacio n polí tica77.
El poder de los derechos, dice Scheingold, reside en su atractivo simbólico. Dada la respuesta
favorable de la mayorí a de los estadounidenses hacia los sí mbolos legales, dice, las decisiones de
los jueces tienden a cambiar las percepciones y, a partir de allí , a fortalecer la movilizacio n polí
tica. Mejor dicho, “dado que las decisiones de los jueces pueden legitimar las expectativas
ciudadanas, el litigio puede contribuir al realineamiento de las fuerzas polí ticas y finalmente al
cambio social” (p. 132). Scheingold fue uno de los primeros en preguntarse por la relacio n entre
los derechos y el cambio social. ¿Pueden los derechos, interpretados y aplicados por los jueces,
producir cambios sociales? Una respuesta adecuada a esta pregunta, nos dice, exige tener en
cuenta los dos conceptos antes explicados: el de los derechos como mitos y el de los derechos
como polí tica. Ambos conceptos hacen parte de la realidad de los derechos. El primero (el mito)
nos pone en guardia contra una visión demasiado ingenua sobre la eficacia instrumental del
derecho (las normas que consagran derechos nos hacen ver un mundo ideal que no existe) y el
segundo (la polí tica) pone de presente que el derecho es un campo de lucha en donde la
ingenuidad de los subordinados con respecto a los derechos es la u nica alternativa posible. Las
ideas de Scheingold consignadas en su pequen o libro han tenido una gran influencia en este libro
he denominado una sociologí a polí tica del derecho.78 Quizás la ma s notable de ellas se
encuentre en la obra de Michel McCann, uno de sus discí pulos, quien ha escrito de manera prolí
fica sobre el uso simbólico del derecho. Su libro ma s importante, titulado Rights at Work (McCann
1994), se inspira en la visión del derecho como campo polí tico, propuesta por Scheingold. Allí se
consagra un detallado estudio empí rico sobre el movimiento por la igualdad de salarios entre
hombres y mujeres, un movimiento que utilizo el litigio ante los tribunales de justicia como parte
fundamental de su estrategia. ¿Que tan importante han sido los jueces laborales en esta lucha
contra la discriminacio n?, se pregunta McCann en este libro. En su opinio n, las batallas jurídicas
fortalecieron la conciencia de unidad y de lucha de las mujeres por sus derechos. “Al apoyarse en
el poder simbólico del discurso antidiscriminatorio (…) los activistas fueron capaces de movilizar el
derecho para una serie de propo sitos, incluso antes de entrar en los juzgados”. Los movimientos
sociales, dice McCann, se pueden valer de la indeterminación n de las normas jurídicas para crear
y recrear sus luchas y el derecho mismo. Esta visión constructiva de las luchas jurídicas se enmarca
en un amplio debate, que tuvo lugar a finales del siglo XX en los Estados Unidos, entre quienes,
como Scheingold, McCann y Sarat, comparten un espí ritu moderadamente optimista acerca del
resultado de las luchas de los movimientos sociales ante los tribunales y quienes, por el contrario,
consideran que los jueces no tienen ninguna capacidad para producir verdaderos cambios sociales
y que, en consecuencia, la estrategia polí tica de los lí deres sociales frente a los tribunales no
puede sino traer frustraciones. Esta es la opinio n de Gerald Rosemberg en su ce lebre libro The
Hollow Hope (Rosenberg 1991) y de una parte importante, como ya lo dije, de los autores de la
primera generacio n de Critical Legal Studies, como Marc Tushnet (Tushnet 1984). Otro desarrollo
importante de la visión simbólica del derecho en los Estados Unidos y que se beneficio
ampliamente del libro de Scheingold, sobre todo en lo relativo a la visión constructiva del derecho,
es el llamado grupo de los Estudios de Conciencia Jurídica (Legal Consciousnnes Studies) en su
mayor parte compuesto por antropólogos en los Estados Unidos a finales del siglo XX. Inspirados
en una teorí a constructivista de la realidad social (ver Berger y Luckman 1966) estos estudios
pusieron de relieve el aspecto cultural de la conciencia jurídica de los ciudadanos ordinarios.79 El
feno meno jurídico es visto aquí como un elemento constitutivo de la realidad social y no como un
aparato oficial institucional destinado a intervenir en la misma.80 En consecuencia, la atencio n de
estos investigadores se dirige hacia esas prácticas sociales concretas y cotidianas en las cuales las
normas jurídicas son percibidas como elementos constitutivos de la realidad. Este énfasis en lo
rutinario, en vez de lo excepcional, en lo social, en lugar de lo institucional, y en las
representaciones mentales (visión simbólica del mundo), en vez del sistema jurídico coercitivo (la
visión instrumental), son elementos comunes en esta o ptica (Ewick y Silbey 1992)(Ewick y Silbey
1992:741-42). 81 Lo simbólico caracteriza tanto la percepcio n de la realidad, como las prácticas
que se derivan de la misma. Esta aproximación discursiva o interpretativa a lo simbólico contrasta
con una postura descriptiva o positivista, según la cual existe una realidad externa aparte del
sujeto que la conoce.

Quizás valga la pena terminar este primer apartado señalando que una teoría de la eficacia
simbólica del derecho requiere de los énfasis puestos por los dos textos clásicos aquí explicados.
Dicho en otros términos, la eficacia simbólica del derecho no solo sirve, o mejor, no solo puede
servir (según las circunstancias) para respaldar las estructuras materiales de dominacio n polí tica
sino también para fortalecer las luchas contra el poder polí tico. Esta dualidad hace de la eficacia
simbólica un concepto flexible y amplio, no solo desde el punto de vista polí tico, al abarcar tanto
la defensa como la crí tica al poder, sino también desde el punto de vista teo rico, al ser una
práctica que incluye no solo la estructura sino la agencia, es decir no solo las condiciones
materiales del poder sino también la capacidad de los actores sociales para incidir e incluso
transformar tales estructuras.

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