Inmaculada

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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 3 / 5 (Dossier)

Julio-Diciembre 2016, ISSN 2422-779X

ARTE Y DOGMA. LA FABRICACIÓN VISUAL DE LA CAUSA DE LA


INMACULADA CONCEPCIÓN EN LA ESPAÑA
DEL SIGLO XVII

Pablo González Tornel


Universitat Jaume I de Castellón, España

Recibido: 13/11/2016
Aceptado: 15/12/2016

RESUMEN

Entre 1616, año en el que Felipe constituye una Real Junta, y 1661, cuando Felipe IV
obtiene del Papado la constitución Sollicitudo omnium ecclesiarum, la Monarquía
Hispánica desarrolló una intensa labor de promoción del misterio de la Concepción
Inmaculada de la Virgen. Las embajadas a Roma se sucedieron y las principales ciudades
de la Península Ibérica se vincularon, de una u otra manera, con la defensa del honor de
María. El objetivo de este artículo es presentar algunas de las creaciones artísticas que
surgieron en torno a las embajadas y embajadores españoles ante la Santa Sede y
reflexionar sobre el papel de las artes en la promoción de la doctrina.

PALABRAS CLAVE: Inmaculada Concepción; arte; siglo XVII; España; diplomacia.

ART AND DOGMA. THE VISUAL FABRICATION OF THE IMMACULATE


CONCEPTION DOCTRINE IN SEVENTEENTH CENTURY SPAIN

ABSTRACT

Between 1616, when Philip III created the Royal Committee of the Immaculate
Conception, and 1661, when Philip IV obtained the decree Sollicitudo omnium ecclesiarum
from the Papacy, the Spanish Monarchy undertook an intense campaign in order to promote
this belief. During those decades, the crown sent to Rome several embassies and many
Spanish cities got involved with the defense of the Immaculate Conception of Mary. The
“Arte y dogma… Pablo González Tornel

aim of this article is to present some of the artistic constructions linked to those Spanish
embassies and ambassadors to the Holy See and to reflect on the role of the arts in behalf of
the doctrine.

KEY WORDS: Immaculate Conception; art; 17th century; Spain; diplomacy.

Pablo González Tornel (Valencia, 1977), es Doctor en Historia del Arte por la Universidad
Politécnica de Valencia y profesor en la Universitat Jaume I de Castellón. Sus líneas de
investigación abordan, por un lado, la arquitectura española del Barroco y sus conexiones europeas
y, por el otro, el empleo de las artes como factor de construcción de la identidad hispánica
altomoderna. Ha desarrollado su investigación en instituciones como la Università degli Studi di
Firenze, la Universität Wien, la Università degli Studi di Palermo, la Biblioteca Hertziana, la
Università di Roma La Sapienza o el Harvard University Center for the Italian Renaissance Studies,
Villa I Tatti. Los resultados de su trabajo han sido publicados en revistas como Reales Sitios,
Semata, Potestas, Goya o Archivo Español de Arte. Entre sus libros publicados se encuentran: Arte
y arquitectura en la Valencia de 1700 (2005), José Mínguez. Un arquitecto barroco en la Valencia
del siglo XVIII (2010), La Fiesta Barroca. Los Virreinatos Americanos (2012), Los Habsburgo.
Arte y propaganda en la colección de grabados de la Biblioteca Casanatense de Roma (2013),
Cuatro reyes para Sicilia. Proclamaciones y coronaciones en Palermo (1700-1735) (2016) y Roma
Hispánica. Cultura festiva española en la capital del Barroco (2017). Correo electrónico:
[email protected]

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ARTE Y DOGMA. LA FABRICACIÓN VISUAL DE LA CAUSA DE LA


INMACULADA CONCEPCIÓN EN LA
ESPAÑA DEL SIGLO XVII

El ocho de diciembre de 1854 el Papa Pio IX establecía, mediante la bula Innefabilis


Deus, la Concepción Inmaculada de la Virgen como dogma de fe de la Iglesia Católica.
Hasta ese momento, la creencia de que María había sido librada del pecado original había
sido tan solo una doctrina carente de definición Papal, defendida por muchos, tolerada por
algunos y contestada por algunas voces muy autorizadas. Nunca nadie dudo de la
virginidad eterna de la Madre de Dios y de su cualidad, por lo tanto, inmaculada. Pero la
determinación del momento en el cual su Hijo había decidido privarla del pecado que
afectaba al resto de la humanidad se convirtió en una controversia doctrinal. Tanto los
teólogos que se identificaban con la sentencia que afirmaba que la Virgen había sido
concebida en pecado, como aquellos que lo hacían con la negativa, desplegaron una intensa
actividad literaria para fundamentar sus posiciones. Sin embargo, la disputa sobre la pureza
de María permanecería durante siglos restringida al ámbito teológico y su incidencia en la
sociedad europea sería muy limitada.

El veintisiete de febrero de 1477 Sixto IV della Rovere, mediante la constitución Cum


praecelsa, aprobaba y dotaba de indulgencias el oficio y misa del día y la octava de la
Concepción compuesto por Leonardo de Nogaroli (SERICOLI, 1945). El Papa franciscano
iniciaba la Edad Moderna sin emitir ningún dictamen sobre el misterio de la Concepción,
pero aprobaba tácitamente las tesis inmaculistas y daba alas a un movimiento que, a partir
de este momento, crecería de manera exponencial y buscaría una implantación social que
respaldara su doctrina. Pese a que el Concilio de Trento no aclararía ningún punto sobre la
veracidad de la doctrina inmaculista, el siglo XVI presenciaría un progresivo auge de la
controversia. El debate dejaría de limitarse a los teólogos eruditos y la popularización del
misterio de la Concepción daría lugar a un rápido crecimiento de su expresión en las artes
visuales. La imagen, como la letra impresa, resultó fundamental en el afianzamiento y

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difusión de la sentencia que negaba el pecado original de la Virgen, pues sin una
concreción visual difícilmente los fieles podían identificarse y apoyar una doctrina que,
como su contraria, es, aun hoy, de difícil comprensión.

No será hasta el siglo XVII cuando la Monarquía Hispánica decida situarse de manera
decidida del lado de aquellos que propugnaban la Concepción Inmaculada de María
convirtiendo la defensa de esta “pía opinión” en un asunto de estado. La identificación de
los reyes de España con el concepcionismo corresponde al reinado de Felipe III y se inserta
dentro de una más amplia confesionalización de la política española (SARRIÓN MORA,
2008: 246-302). Los problemas que acuciaban a esta monarquía planetaria llevarían a la
elaboración de toda una teología política ideada como soporte teórico de una institución
que se enorgullecía de ser la única cuyos súbditos, desde el primero al último, estaban
sometidos a la fe católica.

A partir de la asunción de la causa de la defensa del “honor de María” en la segunda


década del siglo XVII, se crean en España los mecanismos destinados a promocionar el
misterio, a fortalecer la doctrina que lo sustenta y, sobre todo, a defenderlo ante la única
persona capaz de su definición dogmática. La acción de la Corona se catalizó a través de la
creación de una Real Junta y la representación ante la Santa Sede mediante el envío a Roma
de embajadores o agentes extraordinarios. La presión española acabaría obteniendo de los
Papas Pablo V (1617), Gregorio XV (1622) y Alejandro VII (1661) la expedición de
decretos o constituciones favorables a los defensores del misterio. El contenido de estos
avances puede parecer mínimo con respecto al objetivo final de la definición dogmática,
pero no fue percibido así por la España del siglo XVII. Cada paso dado en el camino hacia
la definición estuvo rodeado de publicaciones eruditas y populares, fiestas memorables y,
también, de artes visuales. Las maneras en las que las embajadas inmaculistas españolas del
Seiscientos se manifestaron a través de la imagen son incontables y muy distintas, por ello
intentaré mostrar en las siguientes páginas solo algunos de los ejemplos que considero
capaces de transmitir su importancia en la larga batalla emprendida por los defensores de la
Concepción Inmaculada de la Virgen.

Reyes, juntas, embajadas y embajadores

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La invocación a María como protectora de los reinos católicos de Europa durante el


siglo XVII no es un hecho privativo de la Monarquía Hispánica. Así, por ejemplo, Irlanda
la proclamaba como protectora en 1647 y Polonia hacía lo propio en 1656 (GWYNN, 1949:
579-590 y WINOWSKA, 1949: 683-710). Estos y otros casos europeos mostraron de
manera genérica su inclinación a sustentar la pía opinión, pero el papel de España en torno
al misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen fue mucho más activo. Pese a que el
clímax inmaculista hispánico se producirá durante el siglo XVII, esta estrecha relación
entre el misterio de la pura Concepción de María y las dinastías reinantes en la Península
Ibérica hunde sus raíces en la más profunda Edad Media.
Una tradición castellana vincula la institución de la fiesta de Concepción con la figura
de san Ildefonso, arzobispo de Toledo y patrón de la capital visigoda (CORTÉS PEÑA,
2001: 106-107). En 1218 san Pedro Nolasco fundaría en Barcelona la orden militar de
Nuestra Señora de la Merced bajo la protección directa del rey de la Corona de Aragón y
tomaba el blanco como color para su hábito en honor a la pureza de la Virgen. Poco
después de la fundación de la orden, el mercedario valenciano san Pedro Pascual
reafirmaba por escrito su vocación inmaculista precediendo al propio Duns Scoto, y
después, Ramón Llull dotaba de un autorizado soporte literario a la doctrina de la
preservación de María del pecado original en su Liber principiorum Theologicae (GUIX,
1954: 193-326). Por otro lado, si bien la ciudad de Lyon fue pionera en la institución de la
fiesta litúrgica de la Concepción de la Virgen (WARNER 1991: 312-314), en España hay
constancia de su celebración en Santiago desde 1273 y en Barcelona desde 1281 (FRÍAS,
1955: 81-156).

Como puede apreciarse, el espaldarazo ibérico a la doctrina concepcionista


correspondió a los siglos XIV y XV y tuvo como protagonista a la Corona de Aragón y a
los distintos reinos que la conformaban. Pese a que en estos momentos la reconquista del
este de la península ya había sido concluida, la Corona aragonesa hizo suyo el estandarte
del honor de María como garante de sus victorias, y así, el mismo Alfonso IV creaba en
1333 en Zaragoza una cofradía dedicada a la Inmaculada Concepción (GUIX, 1954: 193-
326). Sin embargo, el engarce definitivo entre el misterio y la monarquía se producirá unos
años más tarde de la mano de Juan I. Este rey decretaba en 1391 que la fiesta de la

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Inmaculada Concepción se celebrase en la Capilla Real y, todavía más importante, en 1394


firmaba en Valencia un decreto que obligaba a todos sus reinos a celebrar la fiesta de la
Concepción al tiempo que prohibía cualquier expresión contraria a la doctrina inmaculista. 1

Tras la unión de coronas, en 1511 recibía aprobación Papal la orden femenina de la


Concepción, fundada por voluntad y empeño de santa Beatriz de Silva en 1484
(SÁNCHEZ-ALARCOS DÍAZ, 2005: 669-690). Pese a que en estos momentos el asunto
de la definición del dogma no era todavía un asunto de estado, resulta significativo que los
Reyes Católicos se vinculen a una orden decididamente inmaculista. No solo el nombre de
la orden y las ideas de Beatriz de Silva apuntan en este sentido, sino que el propio hábito de
las monjas concepcionistas, blanco y azul, constituyó una verdadera declaración de
intenciones. A partir de este momento, y con el sostén de la constitución favorable de Sixto
IV, los Reyes Católicos incluyeron la Concepción entre las fiestas marianas principales de
los reinos de España y las fundaciones, capillas y conventos en su honor se extendieron por
toda la península (STRATTON, 1989: 9-13).

Ya hace más de un siglo fue señalado el papel angular del tercer Felipe en la
vinculación de la Monarquía Hispánica y sus súbditos con el misterio de la Concepción
Inmaculada de la Virgen (FRÍAS, 1904: 21-33). El empuje inicial surge en la ciudad de
Sevilla durante los años 1614 y 1615 gracias a la acción conjunta de fray Francisco de
Santiago, Mateo Vázquez de Leca y Bernardo de Toro (SERRANO Y ORTEGA, 1893:
251-255). Sin embargo, la directa vinculación del monarca con la defensa del misterio
corresponde a la presión ejercida sobre la Corona por el arzobispo de Sevilla Pedro de
Castro y Quiñones. El prelado, ante los escándalos que se estaban produciendo en
Andalucía entre maculistas e inmaculistas, envió a presentar el problema ante Felipe III a
los prebendados Mateo Vázquez de Leca y Bernardo de Toro. En torno a 1615 y 1616, la
disputa inmaculista entre dominicos, por un lado, y franciscanos y jesuitas, por el otro, se
convirtió en un conflicto social que la Corona no podía ignorar. Sin duda, la fuerte
problemática social desatada en Sevilla con respecto a la Inmaculada Concepción y el
continuo recurso a la corte despertaron el interés de Felipe III. Pero, además, como señala

1
Este antiguo privilegio será impreso en Sevilla en 1615 en plena eclosión de la controversia en torno a la
Inmaculada para sustentar la antigüedad de la vinculación regia con la pía opinión. Traslado de un privilegio
del Rey Don Ioan El Primero de Aragon, en favor de la Inmaculada Concepcion de la Virgen Maria, Madre
de Dios, Señora nuestra. 1615. Sevilla. Alonso Rodríguez Gamarra.

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Adriano Prosperi, el intercambio epistolar del que en 1615 era arzobispo de Granada, Pedro
González de Mendoza, señala una vinculación más profunda de la monarquía con el
misterio (PROSPERI, 2006: 500). En una carta dirigida al Consejo de Castilla el prelado
recordaba a la Corona su secular fidelidad a la Virgen y advertía, o amenazaba, de que si
esta lealtad flaqueaba la Monarquía Hispánica entraría en crisis.

La misión sevillana en Madrid sería el detonante de la creación, en 1616, de la Real


Junta de la Inmaculada, que centralizaría las acciones de la Monarquía para promocionar el
misterio mariano durante los dos siglos siguientes. El desarrollo de la Real Junta de la
Inmaculada Concepción fue documentado concienzudamente por Juan Meseguer, quien,
desde su origen en 1616 y hasta su desaparición en 1779, detectó tres fases en su desarrollo
con cesuras en 1652 y 1770 (MESEGUER, 1955: 621-866). La creación de una comisión
de prelados por parte de Felipe III respondió a la petición directa que, en nombre del
arzobispo de Sevilla, Bernardo de Toro y Mateo Vázquez de Leca presentaron a Felipe III
en 1616. El rey decretaría la constitución de una Real Junta formada por el Nuncio
Apostólico, el arzobispo de Santiago y los obispos de Cuenca y Valladolid el dos de junio
de ese mismo año y, a partir de ese momento, el asunto quedaría directamente vinculado a
la acción política de la Corona. Inmediatamente después, el padre Plácido Tosantos era
designado como enviado oficial a Roma para dirimir el asunto de la Concepción
Inmaculada de la Virgen con el Papa (FRÍAS, 1904: 148-149).

Tras el éxito de la primera misión inmaculista en Roma y la obtención del decreto


Sanctissimus Dominus noster en 1617 (TOMASSETTI, 1867: 396), el trabajo de la Junta
de la Inmaculada seguiría siendo muy activo. La situación del misterio apenas cambiaba,
pero sus partidarios obtenían una leve ventaja. Se les permitía expresar públicamente la pía
opinión siempre que no atacaran la contraria, mientras que a los detractores se les prohibía
cualquier expresión pública. Por ello, y buscando afianzar la doctrina, en 1618 Felipe III
designaba como nuevo embajador en Roma para la defensa del misterio de la Inmaculada
Concepción a Antonio Trejo, recién nombrado obispo de Cartagena (POU Y MARTÍ,
1931: 76-166 y PASCUAL MARTÍNEZ, 1974: 21-42). Con el nombramiento de Trejo,
obispo y embajador oficial, se esperaba situar en Roma a una persona con mayor autoridad
de la que había tenido Plácido Tosantos al tiempo que se procuraba que el religioso
dispusiera de las rentas del obispado para llevar a cabo su misión. Además, junto al obispo,

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marchaba como agente de Felipe III para este asunto el franciscano Luke Wadding, quien
permanecería en Roma realizando notables servicios a la causa de la Inmaculada
Concepción y convirtiéndose en el cronista oficial de la empresa (WADDING, 1624).

Antonio Trejo abandonaba Roma en 1619 sin haber obtenido ningún éxito
significativo. La vuelta de Trejo a España y la muerte de Felipe III y Pablo V dejarían,
momentáneamente, el asunto de la promoción del misterio en suspenso, pero el cuatro de
junio de 1622 Gregorio XV Ludovisi publicaba el decreto Sanctissimus ((TOMASSETTI,
1867: 688). Gracias a este nuevo decreto la expresión de la opinión contraria quedaba
prohibida también en el ámbito privado y se establecía el empleo exclusivo de la palabra
Concepción para el culto a la infusión del alma a la Virgen.

Tras más de veinte años de inactividad, la Real Junta y la acción diplomática española
reemprenderían su labor en la sexta década del siglo XVII. El detonante fue el
conocimiento de que el Santo Oficio romano había promulgado el veinte de enero de 1644
un decreto por el que se prohibía aplicar el título de Inmaculada a la Concepción de la
Virgen (SERICOLI, 1954: 396-397). Felipe IV encargaría a una comisión de teólogos la
redacción de una fundamentada respuesta a la prohibición inquisitorial que se concretaría
en el Armamentarium Seraphicum elaborado por Pedro de Alva y Astorga, Gaspar de la
Fuente, Pedro de Balbas, Juan Gutiérrez y José Maldonado y publicado en Madrid en 1649
(AA. VV., 1649). Además, el veintiuno de abril de 1652 Felipe IV firmaba el decreto de
constitución de la Real Junta y ponía de nuevo en marcha el engranaje diplomático de la
Monarquía Hispánica (MESEGUER, 1955: 660-667).

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Figura 1

El embajador ordinario en Roma, el duque de Terranova, conseguía en 1655 el


levantamiento de la prohibición que pesaba sobre la publicación de textos que unieran las
palabras Inmaculada y Concepción y publicaba en Roma, de manera inmediata, los textos
de Martín de Esparza y Luke Wadding en defensa de la Inmaculada Concepción de la
Virgen María (ESPARZA ARTIEDA, 1655 y WADDING, 1656). Sin embargo, la

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percepción de una coyuntura favorable y la puesta en marcha de la Junta darían como


resultado la preparación de una nueva embajada extraordinaria (ABAD, 1953: 25-63).

Según recoge la Instrucción elaborada por la Junta para el embajador que debía
enviarse a Roma, la finalidad de la monarquía seguía siendo obtener del Papa la definición
del dogma.2 Sin embargo, el nuevo objetivo de la Junta y de la diplomacia española
aparecía claramente acotado: conseguir que el pontífice determinara que el ocho de
diciembre la Iglesia celebraba la Concepción Inmaculada de María. Tras la sucesiva e
infructuosa designación como embajadores extraordinarios del arzobispo de Valencia y del
obispo de Cádiz, en 1658 Felipe IV, por mediación de la Real Junta, nombraba para la
misión a Luis Crespí de Borja, obispo de Orihuela (GUTIÉRREZ, 1955: 7-480). La
obtención de la constitución Sollicitudo ómnium ecclesiarum de Alejandro VII, que definía
la festividad del ocho de diciembre como dedicada a la Inmaculada Concepción, se
convertía en el último gran éxito de la diplomacia de Felipe IV en Roma (TOMASSETTI,
1869: 739).

Durante el reinado de Carlos II (1665-1700), aunque de forma menos consistente, los


agentes españoles en Roma continuaron ejerciendo presiones sobre el Papado para obtener
avances en la definición del dogma. El cardenal jesuita Juan Everardo Nithard, que ya había
formado parte en España de la Junta de la Inmaculada, gestionó el negocio inmaculista
entre 1669 y 1681 (VÁZQUEZ, 1957: 35-62). Su actividad romana se centró en primer
lugar en la imposición del juramento de adhesión al misterio de la Inmaculada Concepción
a toda la Universidad de Nápoles, incluidas las cátedras ocupadas por dominicos. Tras el
escaso éxito en la obtención del apoyo Papal para este asunto, sus esfuerzos se orientaron a
conseguir que se levantara la prohibición que pesaba sobre el Oficio Parvo de la
Inmaculada Concepción, lo que se obtendría en 1679 (CEYSSENS, 1957: 41-124).

2
Instrucción para fray Pedro de Urbina, embajador extraordinario en Roma, sobre el negocio de la
Concepción Inmaculada de la Virgen, Archivo General de Simancas, Estado, Legajo 3110, Documento 74.

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Figura 2

Los avances en la definición del misterio de la Concepción Inmaculada durante el


reinado de Carlos II fueron mucho más lentos que los emanados de las bulas y decretos
anteriores. El embajador marqués de Cogolludo y el cardenal José Sáenz de Aguirre
primero y, más tarde, el cardenal Pedro de Salazar y los religiosos Tirso González y
Jerónimo de Sosa promoverían sin éxito la extensión del oficio doble con octava a toda la

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Iglesia (VÁZQUEZ, 1957: 79-101). Esta victoria no se obtendría hasta la promulgación del
breve In excelsa el siete de septiembre de 1696 gracias a las gestiones del padre Francisco
Díaz y del embajador duque de Medinaceli y con dicho breve la fiesta de la Concepción se
ponía al mismo nivel que la Natividad y la Asunción (VÁZQUEZ, 1970: 98-144).

Una mujer vestida de sol: la representación figurativa de la Concepción Inmaculada


de María

Las artes, y en concreto la imagen, son un elemento fundamental para dar forma
visible a conceptos e ideas de otra manera difícilmente tangibles. Pocos contenidos de la
Europa altomoderna plantean una dificultad mayor para su representación plástica que la
doctrina de la Concepción Inmaculada de la Virgen. El misterio, a groso modo, expone que
María, en el instante mismo de su Concepción, fue librada del pecado original que afecta,
sin embargo, a todo el resto de la humanidad. Esta creencia, que en el siglo XIX se
convertirá en dogma católico, es, por lo tanto, conceptual y carece de cualquier contenido
narrativo que facilite su expresión directa en imágenes. Sin embargo, debido a la
controversia doctrinal generada en torno al misterio, durante la Contrarreforma, la
propaganda visual se convertirá en una prioridad para los defensores de la pía opinión.

El proceso de fijación iconográfica del misterio de la Inmaculada Concepción padeció


muchos vaivenes desde la Edad Media y no será hasta el siglo XVI cuando se cree una
iconografía fácil de identificar en todo el orbe católico. La indefinición Papal frente a las
demandas de un sector de la iglesia había generado que, hasta los albores de la Edad
Moderna, la representación icónica del misterio quedara limitada, en la mayoría de las
ocasiones, a su imbricación con imágenes como el árbol de Jessé o el abrazo ante la puerta
dorada. Estos tipos iconográficos, planteados como simbólicos, eran claramente ambiguos
y su interpretación podía dar lugar a equívocos doctrinales. Así, el abrazo ante la puerta
dorada de los padres de la Virgen, podía inducir a los fieles a creer que María, como Cristo,
había sido concebida sin necesidad de contacto carnal entre san Joaquín y santa Ana,
argumento que nunca formó parte de la base doctrinal de la pía opinión.

La iconografía del abrazo de santa Ana y san Joaquín ante la Puerta Dorada forma
parte de los ciclos medievales sobre la vida de la Virgen como representación de la

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Concepción de la Madre de Dios. A finales de la Edad Media, con el despuntar de la


controversia inmaculista, esta escena se extrae del ciclo vital de María como símbolo de su
pureza, haciendo ver que el casto beso de sus padres había bastado para que santa Ana
engendrase a la Virgen. Se asociaban, de este modo, dos realidades distintas. Por un lado, la
concepción activa o carnal y, por otro, la concepción pasiva o espiritual (STRATTON,
1989: 19-22). Sin embargo, la pía opinión, en su configuración madura del siglo XVII, no
entraría a valorar la cualidad de la concepción carnal de María, sino tan solo la cronología
de su concepción espiritual, es decir, el momento en el que su alma fue tocada por la gracia
de Dios.

La segunda de las tradiciones tardomedievales más extendidas para representar la


Concepción de María y su carácter inmaculado es la iconografía del árbol de Jessé, imagen
arboriforme de la genealogía terrenal de Cristo (STRATTON, 1989: 14-18). El árbol
incluía la figura de la Virgen dentro de los antecesores de Jesús, pero será a finales del siglo
XV cuando se dote a la Virga Jessé con connotaciones concepcionistas. A veces completo
y otras truncado, el árbol genealógico de la salvación incluirá, en la mayor parte de las
ocasiones, a los padres de la Virgen y se convertirá en una imagen intelectualizada de su
Concepción Inmaculada. Prueba del éxito de esta creación visual es que, cuando en el siglo
XVI se asiente la imagen de la Virgen Tota Pulchra, la Virga Jessé pasará a ser uno de los
símbolos del misterio concepcionista.

La eclosión del arte de la Contrarreforma no sería ajeno a la problemática visual que


planteaba la plasmación y exposición pública de un asunto doctrinal delicado y de compleja
representación. Así, Adriano Prosperi señala como, en la Florencia de 1540, Giorgio Vasari
fue consciente de enfrentarse a un trabajo difícil cuando recibió el encargo de una pintura
sobre el misterio para la capilla Altoviti en los Santos Apóstoles. Igualmente, Prosperi
documenta los problemas generados por la exposición en 1566 del altar de la Inmaculada
de Carlo Portelli en la iglesia de Ognissanti, que acabaría siendo repintado y, finalmente,
retirado del templo (PROSPERI, 2006: 489-490). Ante las dificultades para plasmar en
imágenes la victoria de María sobre el pecado original, durante el Quinientos, y gracias a la
intensa defensa de las tesis inmaculistas por parte de franciscanos, carmelitas y jesuitas, se
fijará una iconografía propia para el deseado dogma de la Inmaculada Concepción, la
llamada Virgen Tota Pulchra.

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La imagen Tota Pulchra de María, con algunos elementos variables, implica la


presencia de la Virgen aislada y rodeada de una serie de símbolos de su pureza inmaculada
muchas veces acompañados de cartelas explicativas. Así aparece tipificada en el tratado
sobre las imágenes sagradas de Molanus de 1570, aunque la tradición contaba ya entonces
con casi un siglo de existencia (MOLANUS, 1570). Stratton retrotrae la fecha de la inicial
aparición de la imagen de la Tota Pulchra en el mundo del grabado a 1503 y su primera
plasmación artística, en el medio francés, a 1484 (STRATTON, 1989: 34-39). Los
símbolos que rodean a la Virgen tienen un origen literario. La mayoría de ellos, Sol, Stella,
Luna, Porta Coeli, Lilium inter spinas, Speculum sine macula, Hortus conclusus, Fons
signatius y Civitas Dei, según Molanus, provienen del Cantar de los Cantares, aunque su
número no es el mismo en todas las representaciones artísticas y a los citadas por Molanus
se añadirán con frecuencia otros como Virga Jessé, Oliva speciosa, Turris David, Scala
caeli, Templum Dei o Quasi cypressun in Sion. La fijación literaria de la simbología
mariana que rodea a la Inmaculada procede de la letanía lauretana, compuesta hacia 1500,
aunque también se ha señalado la importancia de los textos de las revelaciones medievales
de Santa Brígida y, en particular, de sus ediciones altomodernas acompañadas de imágenes
en la acotación de la imagen Tota Pulchra de María (MORETTI, 2005: 79-89).

Una procedencia distinta tiene la configuración de la propia figura de María en su


representación como Tota Pulchra, en la que suele aparecer tomando la forma de la mujer
apocalíptica caracterizada por la luna creciente bajo sus pies, los rayos de sol que salen de
ella y la Corona de doce estrellas (VETTER, 1958-59: 32-71). Esta mulier amicta sole no
es privativa de las representaciones inmaculistas, aunque sería en estas donde alcanzaría
mayor desarrollo, y así, en fechas anteriores a la fijación del tipo de la Tota Pulchra, se
asocia con frecuencia a la representación de la Virgen del Rosario, frecuente en el arte
vinculado con los dominicos (RINGBOM, 1962: 326-330). Pese a que la representación de
la Madre de Dios como la mulier amicta sole de la visión apocalíptica de San Juan incluirá
en alguna ocasión la figura del Niño, en el siglo XVII se tenderá a primar su aparición
como figura aislada.

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Figura 3

La fusión de la mujer apocalíptica con los atributos emblemáticos de la Tota Pulchra


descritos por Molanus se fija como iconografía de la Inmaculada Concepción a partir del
Concilio de Trento y la tipología se difundió con rapidez gracias a los grabadores
flamencos como Martin de Vos o los hermanos Wierix y a la actividad de jesuitas como
Jerónimo Nadal (BUSER, 1976: 424-433). Desde este momento, las pinturas, esculturas,

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grabados y monedas con la imagen de la Tota Pulchra se multiplicarían de manera


exponencial, convirtiendo la imagen Inmaculada de María en un tipo fácilmente
reconocible que pasaría a formar parte del acervo visual de la Europa altomoderna. Durante
el siglo XVII la imagen de María como mujer apocalíptica permanecerá, pero los símbolos
de la Tota Pulchra se volverán innecesarios para identificar la plasmación visual del
misterio. La Inmaculada Concepción había pasado a formar parte de la cultura visual
occidental y, aunque a veces pueda confundirse con iconografías como las de la Asunción,
las pinturas y esculturas de la Virgen vestida de blanco y azul ya no necesitarían nada más
para ser comprendidas como materialización del misterio.

Las artes, la diplomacia española y la promoción del misterio

La imagen, como la palabra escrita, se convierte durante los primeros años de la


“guerra mariana” en un campo de batalla sobre el que se enfrentan los defensores de las
doctrinas favorable y desfavorable a la Concepción Inmaculada de la Virgen (VRANIK,
1966: 59-70). Pese a que puede tratarse de una exageración, la documentación recoge que,
en Sevilla, en 1616, a los insultos de “idiotas, bárbaros y herejes” proferidos por los
defensores de la opinión afirmativa, se unió la quema de una imagen de la Inmaculada
Concepción durante una procesión (POU Y MARTÍ, 1931: 10).

Los enfrentamientos icónicos más llamativos durante estos primeros años de eclosión
inmaculista tuvieron lugar en Sevilla, pero la lucha de imágenes afectó también a otras
ciudades de la monarquía. Así, en 1615, la Real Chancillería de Granada, para evitar los
tumultos callejeros, retiraba las imágenes y altares de la Concepción de la vía pública, lo
que desataba la airada respuesta del arzobispo Pedro González de Mendoza (BERMÚDEZ
DE PEDRAZA, 1638: 289). Mientras tanto, en Valencia, durante la procesión del Corpus
Christi de 1619, no solo la multitud interpeló al arzobispo dominico Isidoro Aliaga, sino
que se puso en la calle una imagen en la que junto a la figura de la Inmaculada Concepción
se situó a Cristo amenazando de muerte a quien dudara de la pureza de su madre
(CALLADO ESTELA, 2000: 39-59). Contemporáneamente, en Roma, los agentes
españoles para la causa de la Concepción, encabezados por Antonio Trejo, Luke Wadding y
Bernardo de Toro, ponían en circulación medallas con una clara intención de promocionar

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el culto a la Inmaculada Concepción. En una de sus caras se mostraban el cáliz y la hostia


acompañados por las palabras “Alabado sea el Santísimo Sacramanto” y en la otra a la
Virgen Inmaculada acompañada de la leyenda “Concebida sin pecado original”. Pese al
decreto favorable de Pablo V de 1617, la acuñación de estas monedas desató una agria
polémica y los metales inmaculistas fueron confiscados (POU Y MARTÍ, 1931: 166-178).

El asunto de las medallas de la Inmaculada, ocurrido durante la presencia en Roma de


Antonio Trejo y el duque de Alburquerque, puso de manifiesto una problemática con
respecto a la propaganda inmaculista que volvería a despuntar a lo largo del siglo: la
diferente consideración de imagen y texto. La retirada de los metales afectó a ambos, pues
anuló tanto la plasmación visual del misterio como su enunciado escrito. Sin embargo,
ambos medios de comunicación no fueron tratados de la misma manera en el proceso de
asentamiento de la doctrina concepcionista. En algunos casos, los detractores de la pía
opinión emplearon la imagen o el ataque a la imagen como medio de expresión de sus
creencias, pero la jerarquía de la Iglesia católica nunca se planteó prohibir las esculturas,
pinturas o relieves que representaban a la Concepción Inmaculada de María. La letra
impresa, por el contrario, se vio sujeta a dudas, suspensos y prohibiciones y se ejerció sobre
ella, desde ambos bandos, un férreo control.

Pese a que las primeras décadas de eclosión de la guerra mariana y su vinculación con
la Corona española tienen como protagonista el entorno sevillano del arzobispo Pedro de
Castro, también Plácido Tosantos, enviado a Roma por cuenta de la Real Junta de la
Inmaculada Concepción, empleó las artes plásticas como apoyo visual al misterio. El
agente español, que había obtenido de Pablo V un notable avance en la promoción de la pía
opinión, donaba en 1619 una Alegoría de la Inmaculada Concepción al priorato riojano de
Santa María de Cañas (GUTIÉRREZ PASTOR, 2007: 268-276). El cuadro había sido
adquirido en Roma y en él el registro superior lo ocupa María rodeada por los símbolos de
la Virgen Tota Pulchra y el inferior la representación del Infierno y el pecado original.

También Antonio Trajo empleó las artes para promocionar la pía opinión tras su
vuelta a la diócesis de Cartagena. En Murcia, hizo pronunciar el voto de defensa de la pía
opinión a todo el sínodo diocesano reunido en la sede episcopal el veintiocho de mayo de
1623 (MOLINERO, 1955: 1057-1071). En este sínodo se imponía, además, la prohibición
de detentar cualquier cargo eclesiástico a aquellos que no hubieran jurado la defensa de la

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Inmaculada Concepción, asegurándose de esta manera la fidelidad de toda la diócesis. La


ciudad de Murcia se adhirió inmediatamente al voto inmaculista y decretó la celebración de
solemnes fiestas para extender el fervor a toda la ciudad. Sin embargo, la inmersión en la
proclamación de la doctrina pía no se limitaría a los juramentos, sino que al poco tiempo se
solicitaría el patronazgo de la Inmaculada Concepción para la catedral de Murcia y para
todo el reino (LÓPEZ GARCÍA, 2005: 119-138). Trejo patrocinaría, así mismo, el
magnífico trascoro marmóreo de la catedral que es, en realidad, una formidable capilla
dedicada a la Inmaculada Concepción con la imagen apocalíptica de María en el centro
(SÁNCHEZ ROJAS-FENOLL, 1987: 1535-1545).

La vinculación de los principales defensores de la Inmaculada Concepción con la


representación plástica del misterio se produce de manera temprana y tiene como
protagonista, nuevamente, a la ciudad de Sevilla. De hecho, como expondré, las principales
manifestaciones visuales de la defensa militante del misterio durante las primeras décadas
del Seiscientos no corresponden a iniciativas de los enviados oficiales de Felipe III a Roma,
Plácido Tosantos y Antonio Trejo, sino al entorno del arzobispo de Sevilla Pedro de Castro.

En Sevilla, durante la segunda década del siglo XVII, Francisco Pacheco retrató de
manera individual a los tres campeones locales de la pía doctrina, Miguel Cid, Bernardo de
Toro y Mateo Vázquez de Leca, adorando la imagen de María como mujer apocalíptica.
González Polvillo vincula estas declaraciones figurativas de adhesión al misterio con la
Compañía de Jesús de Granada, congregación decididamente inmaculista, y con su
particular visión de la espiritualidad de la Contrarreforma (GONZÁLEZ POLVILLO,
2009: 47-72). Bernardo de Toro sería, asimismo, el nexo que explica la reiteración
iconográfica de las dos apoteosis de la Inmaculada Concepción pintadas en Sevilla en 1616
y en Roma en 1633 y de las que hablaré más adelante.

La serie de pinturas que vinculan a los principales inmaculistas andaluces con la


representación apocalíptica de María se inicia con el cuadro que la representa con
Hernando de la Mata pintado en 1612 por Juan de Roelas (Gemäldegalerie, Berlín). Esta
imagen es el modelo de las tres composiciones de Pacheco que retratan a los protagonistas
del primer estallido concepcionista del siglo XVII. Los tres andaluces estaban unidos por
algo más que por su fe en una doctrina compartida, ya que, además del periplo romano de
Vázquez de Leca y Toro, todos ellos habían colaborado en la eclosión sevillana de

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devoción popular durante la segunda década del siglo. Así, Miguel Cid había ideado la letra
de la copla “Todo el mundo en general”, mientras que Toro había compuesto la música y
Vázquez de Leca había costeado la impresión de la misma (ORTIZ DE ZÚÑIGA, 1797:
247 y VRANICH, 1973:185-207).

La Inmaculada con Miguel Cid sería pintada por Francisco Pacheco en 1619,
probablemente para la sepultura del retratado (VALDIVIESO GONZÁLEZ, 1999: 80). La
imagen de María acompañada de Mateo Vázquez de Leca, en colección privada, se fecha
en 1621 (SERRANO ORTEGA, 1914: 220-227). El tercero de los lienzos de Pacheco,
también en colección particular, representaría Bernardo de Toro, retratado durante su
estancia en Roma (BASSEGODA I HUGAS, 1988: 151-176). Este grupo de potentes
imágenes de la Inmaculada Concepción, probablemente llevado a cabo sin intervención
directa de los retratados, es un verdadero manifiesto de los campeones de la pía opinión en
su primera configuración hispánica.

También al clímax de la exaltación inmaculista en Sevilla corresponde la primera


ubicación de una imagen de la Inmaculada Concepción en la vía pública, declaración clara
de las inclinaciones de la catedral metropolitana. Se trata de la pintura de Francisco de
Herrera el Viejo realizada en 1616 y que aún orna la fachada de las gradas del templo
metropolitano (VALDIVIESO GONZÁLEZ, 1991: 415-416). Sin embargo, la más
elaborada exaltación de la Inmaculada fue la pintada por Juan de Roelas en la que se
reflejan las fiestas celebradas en Sevilla en 1615 entremezcladas con los símbolos
inmaculistas tradicionales y el apuntalamiento teológico de la pía opinión y que se conserva
en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. El cuadro, temprano compendio de la
argumentación en favor de la doctrina de la Limpia Concepción de la Virgen, parece que
fue pintado para Felipe III (VALDIVIESO GONZÁLEZ, 1978: 55-59 y 91), y el inventario
del alcázar de Madrid de 1636 ya lo recoge entre los que ornan el palacio (MARTÍNEZ
LEIVA y RODRÍGUEZ REBOLLO, 2007: 76 y 134).

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Figura 4

La monumental obra de Roelas muestra a María como mujer apocalíptica, todavía vestida
de rojo y azul, rodeada por los símbolos de la Tota Pulchra y los profetas, santos y
miembros de órdenes religiosas que sustentaban la pía opinión. Toda esta esfera celeste
apoya en un árbol presidido por el escudo de la Monarquía Hispánica cuya corona está
guarnecida con la cartela “Concebida sin pecado original”. En último lugar, el registro

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inferior de la pintura retrata a toda la sociedad sevillana ocupando las calles de la ciudad
para demostrar su apoyo al misterio (VALDIVIESO GONZÁLEZ y SERRERA
CONTRERAS, 1985: 127-128 y 146, HERRERO SANZ, 2004: 41-59 y ANDRÉS
GONZÁLEZ, 2013: 257-264).

Un mensaje similar al planteado en la apoteosis de la Inmaculada Concepción de


1616 es el que anima el cuadro homónimo pintado por Louis Cousin en 1633 para la capilla
de la Concepción en el templo de Santiago de los Españoles de Roma (CACHO, 2003: 415-
426). Pese a que la pintura del altar fue costeada por el cardenal Baltasar de Moscoso y
Sandoval, el responsable de la empresa fue Bernardo de Toro, lo que explica las semejanzas
con el lienzo de Roelas. María aparece, de nuevo, rodeada de los símbolos de la Tota
Pulchra y apoyada sobre un árbol. Bajo ella, se retratan las órdenes, pontífices y cardenales
que defendían su Concepción Inmaculada agitando estandartes con la imagen de María.

Los casos expuestos en torno a 1620 corresponden a la primera fase de actividad


diplomática de la Monarquía Hispánica en favor del misterio de la Concepción y tienen una
impronta fuertemente sevillana debido a la implicación de los agentes del arzobispo Pedro
de Castro. Tras cuatro décadas de tibia actividad, la constitución Sollicitudo ómnium
ecclesiarum de Alejandro VII Chigi, promulgada en 1661, tuvo también consecuencias
directas en las artes. Como es lógico, una de las ciudades que celebraron de manera más
espectacular el éxito de Luis Crespí fue Valencia. El obispo de Plasencia, tras el éxito
romano, llegaría a la ciudad y sería recibido por la masa enfervorecida con el virrey
marqués de Camarasa y el arzobispo Martín López de Hontiveros a la cabeza (DE LA
RESURRECCIÓN, 1676: 524-527).

Valencia ya había participado de las manifestaciones públicas por el decreto de


Gregorio XV en 1622 (CREUHADES, 1623), pero la Sollicitudo ómnium ecclesiarum dio
lugar a las fiestas más deslumbrantes orquestadas en la ciudad en todo el siglo XVII
(VALDA, 1663 y TORRE Y SEBIL, 1665). En las celebraciones de 1662 participaron
todos los oficios, cofradías y corporaciones y se generó una enorme cantidad de iconografía
efímera en torno al misterio de la Inmaculada Concepción (PEDRAZA, 1982). El pintor
Jerónimo Jacinto de Espinosa participó en la decoración pictórica de estas fiestas que
invadieron las calles de Valencia y, aunque no pueden vincularse directamente con ninguna
de las imágenes descritas en los libros de fiestas, se conservan dos grandes lienzos que

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fueron, sin ninguna duda, pintados en 1662 para demostrar la adhesión del pueblo
valenciano al misterio de la Concepción (PEDRAZA, 1982: 340).

La más espectacular de las creaciones de Espinosa en 1662 es el monumental cuadro


conservado en el Ayuntamiento de Valencia, firmado y fechado, que representa a la
Inmaculada con los Jurados de la ciudad. Este lienzo es, junto a la pintura de Pedro
Valpuesta en el Museo Municipal de Madrid en que aparece Felipe IV jurando defender a
la Inmaculada Concepción, una infrecuente visualización del voto inmaculista. Los Jurados
aparecen arrodillados frente a una imagen escultórica de María y la cartela confirma que el
cuadro conmemora la renovación del juramento realizado en 1624. Por su parte, la
Inmaculada conservada en el paraninfo de la Universidad, también fechada en 1662, parece
corresponder también a la renovación del voto inmaculista de una universidad que había
sido la primera de España en jurar la defensa de la Concepción en 1530 (MORENO, 1582:
365-366). Sin embargo, la concreción artística del deseado dogma de la Concepción
Inmaculada de la Virgen adquirió con la Sollicitudo obtenida por Luis Crespí una nueva
dimensión.

Una de las consecuencias más llamativas del avance de los defensores de la pía
opinión se concretó en Roma, en el del templo agustino de los Santos Ildefonso y Tomás de
Villanueva. La edificación de su iglesia comenzaba en 1655 e inmediatamente Ippolito
Marracci publicaba un libro para exaltar la imagen que presidiría su altar, la Virgen de
Copacabana (MARRACCI, 1656). Sin embargo, el templo, concluido antes de 1672, se
caracteriza por la omnipresencia de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Esta aparece
en la segunda capilla del lado de la Epístola entre los santos Mónica y Agustín, pero,
además, impregna todo el interior, cuyo friso y paredes están cuajados de los símbolos de la
imagen Tota Pulchra de María (GONZÁLEZ TORNEL, 2015: 71-86). La orientación
innmaculista del programa decorativo, además de con la tradición propia de los Agustinos
recoletos, se vincula con la trayectoria del nombrado Ippolito Marracci, cuya presencia,
además, conecta la fundación con la embajada española de Luis Crespí.

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Figura 5

Ippolito Marracci, miembro de la congregación de Clérigos Regulares de la Madre de


Dios, escribió ciento quince obras de exaltación mariana entre las que destaca la
enciclopedia recopilación bibliográfica en torno a María publicada en 1648 (MARRACCI,
1648). Recientemente, además, se ha demostrado su importantísima contribución a la
consolidación de la teología pro inmaculista en el tercio central del siglo XVII
(PETRILLO, 1992 y CARBONARO, 20016). Igualmente importante para valorar su
implicación en el programa de los Santi Ildefonso e Tomaso di Vilanova es su papel como
investigador de la simbología mariana, asunto sobre el que publicaría un erudito tratado
póstumo en 1683 (MARRACCI, 1683). Además, Marracci no solo participaría de la
consolidación impresa de la doctrina favorable al misterio concepcionista, sino que
entendería el valor de la imagen artística para promocionarlo. Así, en torno a 1642,

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encargaría a Raffaello Vanni un cuadro de la Inmaculada Concepción para la sede romana


de su congregación, Santa Maria in Campitelli (NEGRO, 1989: 109-121).

La prueba más directa de la implicación de Ippolito Marracci, vinculado con el


templo agustino desde 1655, con el inmaculismo de la Monarquía Hispánica es la
publicación en 1660 de su tratado inmaculista Trutina mariana por la imprenta de
Bernardino Nogués en Plasencia (MARRACCI, 1660). Como se ha señalado, el embajador
de Felipe IV en Roma para la causa de la Inmaculada Concepción en 1660 era Luis Crespí
de Borja, obispo de Plasencia, sin cuya intervención directa difícilmente se explica la
publicación placentina de Marracci. La relación entre el teólogo, el obispo embajador y una
orden declaradamente favorable a la pía opinión es, sin duda, la que explica que la
plasmación visual del misterio adquiera una dimensión arquitectónica.

En Sevilla, las repercusiones artísticas de la constitución Papal de 1661 superaron


también el mero encargo de cuadros o imágenes escultóricas. Aquí, el cabildo catedralicio
celebró la noticia de manera exuberante (TORRE FARFÁN, 1663). Sin embargo, la
consecuencia visual más importante del éxito de la embajada de Luis Crespí en la ciudad
fue la reedificación de Santa María la Blanca, iglesia en la que las celebraciones
inmaculistas se retrasaron hasta 1665 para hacerlas coincidir con las de la inauguración del
edificio (TORRE FARFÁN, 1666). El templo comenzaba su transformación en 1662 por
voluntad del canónigo Justino de Neve y en solo tres años se concluía un ambicioso
programa decorativo protagonizado por estucos de Pedro Roldán y los hermanos Borja y
grandes telas de Murillo (FALCÓN MÁRQUEZ, 2012: 61-71). El programa iconográfico
de la iglesia, dedicada a Santa María de las Nieves, es, en realidad, un alegato a la doctrina
de la Inmaculada Concepción, reflejada, además de en los lienzos de Murillo, en los
símbolos de la Tota Pulchra esparcidos por los muros del templo y la inscripción “sin
pecado original en el primer instante de su ser” bajo el coro (RECIO MIR, 2015: 185-
2009). En Sevilla, como en Roma, la constitución Sollicitudo ómnium ecclesiarum de 1661
obtenida gracias a la mediación del obispo Luis Crespí, marcaba un nuevo hito en la
fabricación visual de la doctrina de la Inmaculada Concepción. Ahora los defensores de la
pía opinión daban un paso más en la visibilización de sus creencias y ya no se conformaban
con el encargo de un cuadro o una escultura de María, sino que edificios enteros se
dedicaban al misterio.

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Figura 6

Coda: una historia en imágenes

Desde principios del siglo XVII hasta el gran éxito de la diplomacia en 1661, España
vivió un creciente proceso de popularización de la doctrina de la Concepción Inmaculada
de la Virgen. Este proceso fue promovido por algunos sectores del clero y auspiciado con
energía por la Corona, que se vinculó de manera indisoluble a la pía opinión. La Real Junta
y los embajadores reales, sin embargo, no bastan para explicar el fervor popular ni la
creciente adhesión concepcionista que se produjo en muchas ciudades españolas. Las

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acciones que, desde arriba, se emprendieron en favor del misterio tuvieron, para llegar a la
sociedad, que canalizarse a través de medios de comunicación que pudieran ser entendidos
por todos. Los impresos populares, mucho más que las doctas disertaciones en latín, fueron
una manera de trasladar la creencia a la sociedad y la celebración de la fiesta de la
Concepción, en la que se implicó a ciudades enteras, cumplió el mismo objetivo. Una
función similar desempeñaron las imágenes.
La preservación del pecado original en María no fue un asunto religioso fácil de
traducir a una imagen. Sin embargo, cuando el gran siglo de la acción diplomática
concepcionista comenzó, tanto la María apocalíptica como la Tota Pulchra ya se habían
consolidado como manifestación visible del deseado dogma. Estos fueron los dos símbolos
empleados de manera asidua por los simpatizantes de la pía opinión para promover,
conmemorar o simplemente recordar a las embajadas y embajadores que Felipe III y Felipe
IV enviaron a Roma para defender ante el Papa sus creencias. Las obras tratadas en este
ensayo son tan solo algunas de las que surgieron en torno a las misiones concepcionistas de
la Corona, pero son más que suficientes para demostrar que las artes fueron una parte
integrante de la acción diplomática. Sin embargo, su valor principal fue el de ser capaces de
trasladar a toda la sociedad que las acogió las vicisitudes de la defensa de la doctrina y
conseguir que se identificara con ella.
La definición del dogma todavía tardaría siglos en llegar, pero su concreción visual
ya formaba parte de la vida cotidiana de los súbditos de la Monarquía Hispánica y las
imágenes de la Virgen concebida sin mancha del pecado original ya no generaban en, 1661,
las mismas controversias que a principios del siglo. La Corona, la Real Junta y los
embajadores enviados a Roma para defender la veracidad de la opinión más pía habían
dado lugar a una abundante propaganda visual que, junto con otros medios de persuasión,
influyeron de manera decisiva en la popularización de la doctrina. Las artes figurativas
convirtieron en visible lo indefinible y contribuyeron, sin duda, al éxito de la defensa del
honor de María.

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