6nuestra Canibal
6nuestra Canibal
6nuestra Canibal
H
ace ya algunos años vengo planificando un
ensayo sobre María Virginia Estenssoro, escritora boliviana nacida en
La Paz en 1903 y fallecida en Sao Paolo en 1970. Ella, como tantos
otros escritores nuestros, sufre de un olvido imperdonable. Ya algunos
estudiosos de la literatura, como 1 Miriam Quiroga, Virginia Ayllón,
Cecilia Olivares y Eduardo Mitre han escrito valiosos ensayos de recupe-
ración y promoción de su lectura. Pero no es suficiente: Estenssoro no
vive en la conversación académica, en las reediciones masivas, en las
aulas de colegio, sino muy marginalmente. Tengo ganas de iniciar en
este número de Hueso húmero unos primeros acercamientos a esta obra,
la que merecería haber sido considerada, como afirma Mitre –en lo que
hace al libro Memorias de Villa Rosa puntualmente– entre los clásicos de
la literatura latinoamericana. Tal vez esta vez me anime sólo a una invi-
tación a la lectura.
•••••
1
Miriam Quiroga es autora de María Eugenia Virginia Estenssoro. Escritora, periodista y profesora bolivia-
na, que se publicó dentro de la serie Protagonistas de la Historia promocionada por la
Subsecretaría de Asuntos de Género en 1977. Virginia Ayllón y Cecilia Olivares han
aportado con “Las suicidas: Lindaura Anzoátegui de Campero. Adela Zamudio, María
Virginia Estenssoro, Hilda Mundy” en Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia
(La Paz, 2002), habiendo Ayllón publicado antes “Dolor e ironía. Quimeras de María,
Virginia Estensoro e Hilda Mundy” en Diálogos sobre escritura y mujeres (La Paz, 1999),
memoria de un encuentro en el que el poeta y crítico Eduardo Mitre participó con “La
canción de la distancia (notas sobre la obra de María Virginia Estenssoro”.
1
Yo fui libre, libérrima, hija de señores y no de siervos ni de esclavos, y mi
anhelo, terriblemente intenso, es que todos los humanos se sientan hijos de
señores, y libres, libérrimos, para pensar, para decir, para obrar.
[…]
Muchos años me sentí digna de vivir, pero ahora me siento digna de morir.
Al fin, como a Saulo, me han caído las escamas de los ojos, y sé, con absoluta
certeza, que, para llenar mis últimas horas, debo ser, contra toda violencia,
toda tiranía y todo odio, o el lienzo de Verónica, o una caníbal capaz de
devorar las alimañas feroces que son algunos hombres.
2
En el segundo tomo (1971) se publica por primera vez Ego inútil,
una colección de poemas escritos de 1921 a 1970. En él encontramos un
“Preliminar” de la escritora –escrito obviamente poco antes de morir
(“Muchos años me sentí digna de vivir, pero ahora me siento digna de
morir...”) y en previsión de esta futura publicación–, en el que expresa
haber seleccionado “de un enorme fárrago de absurdos, lo [...] menos
malo”. La escritora recupera sobre todo el tercer grupo de poemas, reco-
nociéndolos como escritos en una etapa (de 1957 a 1970) “de auténtico
sentido vital [...] humano, objetivo, irresistible”. Expresa un cambio
radical en ella en la última parte de su vida –vivida por elección propia
en Sao Paolo, Brasil2–, el paso de una vida egoísta a un vida volcada a la
conciencia de los demás. Este sentido auténtico del que ella habla “es el
sentido que me conduce a toda raza, a toda ideología, a todo clamor,
para ayudarlos a su más libre expresión”. Y agrega una de las frases que
creo resume con mayor contundencia su (po)ética: “Yo fui libre,
libérrima, hija de señores y no de siervos ni de esclavos, y mi anhelo,
terriblemente intenso, es que todos los humanos se sientan hijos de
señores, y libres, libérrimos, para pensar, para decir, para obrar”. Los
poemas de esta colección no alcanzan, creo, la calidad de su obra narra-
tiva, pero este ”Preliminar” es una clave esencial para leer el conjunto de
su obra. Confiesa la escritora cercana a la muerte (en este tomo hay un
“Réquiem” fechado el 12 de julio de 1970, en el que, interesantemente,
expresa furia ”por el mundo que gira/podrido y ulcerado”): “como a
Saulo, me han caído las escamas de los ojos, y sé, con absoluta certeza, que, para
llenar mis últimas horas, debo ser, contra toda violencia, toda tiranía y todo odio, o
el lienzo de Verónica, o una caníbal capaz de devorar las alimañas feroces que son
algunos hombres” (mi subrayado). Nadie más lejos que Estenssoro de la
Verónica bíblica –quien lograra en su lienzo una copia de la cara de
Cristo–. Más bien: lúcida caníbal (antropófaga, feroz…).
2
María Virginia vivía en Sao Paolo temporalmente con cargo diplomático. Al enterarse
del encarcelamiento de su hijo a causa de sus ideas políticas, decidió radicarse en
Brasil y allí pasó los últimos 12 años de su vida. Como decidiera terminantemente no
publicar más literatura luego del escándalo de 1937, decidió terminantemente tam-
bién no volver al país luego de la injusticia que ella consideraba se había hecho con su
hijo en Bolivia.
3
El tercer tomo recoge 10 narraciones bajo el título de Memorias
de Villa Rosa. A decir de Eduardo Mitre –quien encuentra un “carácter
fragmentario, misceláneo” en la obra general de la escritora–, se trata
del libro más compacto de Estenssoro: “un clásico de la cuentística
latinoamericana” (“La canción”: 64). El último cuento de esta colec-
ción es “Vocación de reina”, creo que una de las narraciones que con
mayor precisión recoge esa (po)ética de “libérrima” ”hija de señores” y
“caníbal”. Con la audacia y la agudeza características del humor y la
visión crítica que recorre su obra, Estenssoro escribe la siguiente de-
dicatoria: “Dedico este libro a los tontos graves de mi tierra y del extran-
jero: a los asnos solemnes que no consultan el Diccionario por no
encontrar en él la palabra mingitorio; a los idiotas hieráticos que hacen
un rito de calzarse las pantuflas; a los cuerdos abrumados por serias
preocupaciones y a los que jamás hallarán una cuerda suficientemente
cuerda para ahorcarse”.3 La ironía es en Memorias el eje fundador de
las narraciones, estableciendo una de las más cáusticas caricaturas de la
clase privilegiada boliviana que se haya dado en nuestras letras –digo
boliviana porque, si bien se arma desde el inicio una alusión no muy
velada a la sureña ciudad de Tarija y a su pueblerina aristocracia, junto a
la que la escritora viviera algunos años de su niñez, queda claro que se
trata de un retrato feroz de la casta dominante boliviana, que la autora
conocía (y sufría) a profundidad–. Como si la dedicatoria no fuera
suficiente, la escritora describe a esta pusilánime casta de la siguiente
manera: “carente de la verdad de humorismo, pero con el gracejo de la
bufonada, el villarosense no comprendía la sutileza, el subentendido, el
clímax en que se desarrollan los símbolos o los misterios que pesan
sobre los humanos” (OC, T. III: 20).
3
Virginia Ayllón ha subrayado la presencia del humor y la ironía en la obra tanto de
María Virginia como en la de Hilda Mundy (Laura Villanueva), integrándolas a un
importante grupo de escritores del siglo XX que cultivaron el humor –categoría
prácticamente ausente en la mirada austera y solemne de historiadores y críticos
literarios, que sólo muy recientemente han comenzado a explorarla en nuestra litera-
tura.
4
que constituyen material imprescindible para comprender, entre otras
cosas, cómo vivía la escritora el abolengo de su apellido (“soy descen-
diente del hidalgo don Ignacio de Estenssoro…” [“Carta abierta a un
fabricante de linajes”]), cómo percibía el destino de las mujeres inteli-
gentes y cultas en un país tan provinciano, y cómo armó en su escritura
una visión eminentemente cosmopolita. Es importante remarcar que la
gran parte de sus escritos periodísticos, tanto para diversos matutinos
como para la radio (y realizados en tanto “repórter, articulista, cronista,
directora literaria o artística” –como explican sus hijos-editores–, algu-
nos de ellos bajo el pseudónimo de Maud d’Avril) ”duermen definitiva-
mente en las hemerotecas del país” (“Prefacio”).
5
propia existencia, un remoto e indistinto eco entrelazando a la narra-
dora con su personaje” (ídem).
6
2. Caníbal, despojada de las escamas que pudieran nublar su
visión, Estenssoro va a ingerir el caso de otra mujer –Lygia Freitas Valle–
para reflexionar lo que más la preocupara durante una vida vivida al
margen de la norma, y a lo largo de su carrera de escritora periodística y
literaria: la profunda intolerancia social vis-à-vis la inteligencia y la au-
tonomía de la mujer. Como convencida guerrera que fuera toda su vida,
la escritora devoró fragmentos de experiencia y vida ajena para destilar
en su escritura gran fuerza y carga autovalorativa, reivindicativa, pro-
duciendo una escritura irónica y soberbia –sí: orgullosa, altanera, arro-
gante–, que devuelve geométricamente amplificada la inteligencia y la
libertad tan castigadas por la sociedad. Creo que sería un error reducir
esta altanería de la escritora a un gesto de clase, a un rasgo de alcurnia
–el apellido Estenssoro recorre la casta de nuestros más notables gober-
nantes y artistas–: es muy claramente una estrategia de guerra y una
opción ético-estética. Aunque, claro, es evidente que los recursos a los
que Estenssoro pudo echar mano: exquisita educación y lectura, impe-
cable escritura, conocimiento de la música clásica, diversos viajes por el
mundo, gusto refinado, son parte de un mundo de privilegio en un
contexto como el boliviano.
7
ellas también, finalmente– para servirlos en platos exuberantes.4 Pero
hay una marca muy característica en esta escritura, que más bien pasa
por la sofisticación extrema, por la cultura, la elegancia y la brillantez
(“como la cumbre, a veces envuelta en el armiño de la nieve, a veces
candente bajo el sol…”) –por la ferocidad que más bien engulle pusila-
nimidad, ignorancia y provincianismo para emanar ingenio, originali-
dad y sofisticado cosmopolitismo–.
3
Me refiero a un Leit motif de la literatura boliviana, vinculado a uno de lo oficios usuales
de las cholas –la venta y preparación de alimento y bebidas alcohólicas-: los desegaños
amorosos le inspiran platillos en que son incluidos pedazos de carne del amante infiel
o del fruto de los amores dolorosos.
8
través de otras miradas y voces, la de la narradora y su “informante”, y,
como veremos, la de los chismosos del lugar, siempre pendientes de las
novedades que exciten su ociosa vida –Rosa, en gran medida, es para
nosotros lo que es para quienes cuentan y narran sobre ella–.
9
a partir de su propia boca. Los ociosos presentes empiezan a adjetivar a
Rosa, admirativamente –mezclando estas exclamaciones con comenta-
rios que revelan la ironía con que Estenssoro construía estos personajes
de caricatura, a ratos de grotesquería–: “Divina […] de arriba para
abajo”, “¡Qué ojos enormes! ¡Qué pestañas!”, “Frente de marfil”, “¡Qué
piernas, qué caderas, qué senos!”, “¡Piel láctea!”. Adviene luego la
infaltable dosis de veneno: “Sólo que para verla hay que madrugar. Úni-
camente en la misa de alba. No va a otra parte. No mira a nadie. ¡Qué
orgullo! No saluda. ¡Idiota!”. Y de entre ellos, milagrosamente, una voz
inteligente y sensible, la del librero Mendieta –uno de los pocos que
conoce un rasgo esencial de Rosa, uno de los pocos que guarda, ecuáni-
me, una imagen respetuosa de Rosa–: “Idiota eres tú, lacrimatorio. Ella
es una mujer inteligentísima. Lee más que todo el pueblo junto. Manda a
buscar libros en paquetes de veinte, treinta volúmenes. César Duayén,
‘Stela’, Vargas Vila, ‘Aura o las violetas’, ‘Ibis’, ‘Los providenciales’. Ha
pedido Balzac:‘La prima Bette’,‘Papá Goriot’, y también, en secreto, Zola:
‘Naná’,‘La taberna’,‘Lourdes’, ‘Germinal’”(136). Así, oscila la percepción
de Rosa entre la admiración de diferente calibre y el desprecio, el que
en este caso viene cargado, además, de la censura sobre la lectura de
mujeres: “Vaya con la sabihonda […] Esas muchachas modernas están
más enteradas que los hombres. En mi casa Vargas Vila está cerrado con
llave.¡No faltaría más que una mujer decente leyera esas porquerías”(137).
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hombres quiere a las mujeres en su lugar: “Qué espíritu ni qué niño muer-
to! Las mujeres se adornan para agradar a los hombres y para dar envidia
a las otras mujeres”. Esta característica de estarse comparando siempre a
las otras mujeres es percibida como no existente en Rosa: “Ella no mira
a nadie. Mis hermanas hasta terror tienen de encontrarla en la calle.
Nunca las saluda. Hace como si no las viera”. Mendieta, ante estos comen-
tarios, sonríe irónico: ve en la conducta de Rosa respecto de las niñas más
ricas y aduladas de la zona un gesto admirable: “esa era una muchacha
hermosa, enclaustrada en su casa, inteligente, la flor de la maravilla”(138).
11
el piano, los canarios, las plantas, el rosario y el bordado, hasta la hora en
que el patriarca elegía al esposo” (140). Sus hermanas mayores han
seguido la tradición, están todas bien casadas por designio del padre.
12
agrado”– enfatiza el deseo de Rosa de no ser singularizada, es decir, de
no ser objeto de atención, de no sobresalir: “deseaba vivir rodeada
de niebla”. Existe, pues, en esta figura que se erige en el cuento median-
te diversas percepciones y mediante sólo algunas pocas expresiones que
emanan de sus propios labios, una exigencia de privacidad –obviamente
imposible en Villa Rosa–. Rosa está destinada al asedio (Rosa transcurre
siempre “arrullada por la chismografía”), y es precisamente el asedio lo
que construye formalmente el relato sobre ella: el cuento se arma a
partir del narrar de una niña –que no es más que otra “curiosa”, admi-
rativa, sí, que merodea la vida y figura de la Errázuriz–, que a su vez
recoge las voces de ese asedio para armar la figura de la esfinge. Siempre
agregándose al dato de la belleza y dignidad –llevados por la narradora
al extremo de la perfección–, ese elemento “excesivo” que va a poner en
todo momento a Rosa fuera de la esfera de la normalidad: nunca llora,
nunca se enferma. Así, cuanto más invisible quiere ella hacerse, más
relevante se hace para la comidilla de los demás. Se va creando como un
aura (“quedaba siempre ante todos como un enigma indescifrable”) en
torno a ella que la hace más vulnerable a la atención ajena; una aten-
ción admirativa, envidiosa y censuradora. Porque, si una mujer que lee
ya resulta inadmisible, una mujer que no se interesa por los hombres
se constituye ya en una anomalía (“loca”, “rara”) –de ahí que el aura
cargue también con los epítetos de “fría”, inservible para el amor– (142).
Y de ahí, asimismo, que la historia que narra el cuento después de esta
introducción más bien descriptiva, una historia de amor, sea, necesaria-
mente, una muy extraña y dislocada historia de amor.
13
cortejo de Eduardo, pero resulta que luego de un breve noviazgo (“sin
paseos vespertinos, sin salidas a compras”, “únicamente las visitas del
novio al atardecer, espiado por toda la vecindad”, 146), la pareja se casa
y se va a residir a Urze. Interesantemente, la figura ya delineada de
Rosa va a encontrarse en el desarrollo de la historia con la figura de doña
Carolina, caricaturescamente (y lindando en el grotesco, como en mu-
chas otras caricaturas del libro) descrita como quien se precia de (por lo
tanto, no necesariamente es) “culta e intelectual”, como altanera, “au-
toritaria hasta la tiranía”, teniendo a su familia y servidumbre a sus pies
y habiendo convertido a su marido en “una especie de ama de llaves
forense” (143). Los hijos, como lo aconseja la costumbre de las familias
de alcurnia son, por disposición de ella: abogado, militar, sacerdote y
doctor. Doña Carolina es una especie de figura en negativo de Rosa: fuerte
y determinada, cuenta sin embargo con características que contrastan
esencialmente con las ya descritas de Rosa –siendo la rimbombancia, el
sobreénfasis y la formalidad más que el contenido de su oficio literario
lo que sobresale, además de una tiranía exhibicionista–. No puede ha-
ber sino un choque brutal entre las dos. A la noticia de que Rosa se casa
con el menor de doña Carolina –“un joven modelo, distinguido, con
profesión”–, hay quien comenta: “con la suegra que va a tener y en una
ciudad nueva, se le van a bajar los humos a esa altanera” (144).5
5
No puedo dejar de ver un comentario irónico sobre la literatura de fines del XIX y
principio del XX de parte de Estensoro en las caricaturas del vate del pueblo y de la
mujer de letras, además de la incorporación de un poema de Octavio Campero Echazú,
patriarca de las letras bolivarianas de la primera mitad del siglo XX. Estensoro, que en
1937 publicara “El occiso”, un cuento a todas luces vanguardia y de ruptura con los
discursos tradicionales imperantes, obviamente incluye en su despiadada mirada sobre la
sociedad un juicio lapidario sobre las letras como ejercicio romántico y sonoro –el
poema de Campero Echazú-, como vinculado necesariamente al renombre y a los
premios –la figura de doña Carolina alude obviamente a Carolina Anzoátegui de Cam-
pero, dama de letras del siglo XIX-, y al ejercicio de una pose. Aquí también podría
decirse que la “aristocracia” de la escritura pasa, en el caso de Estensoro, por la calidad y
el trabajo cuidado, y no por la rima fácil y la pose pseudointelectual. Dice la narradora:
“El pulcro poeta juvenil tomará el lugar del vate oficial de Villa Rosa. No hacía más
poemas a las muchachas bonitas ni cantaba sus amores. Era ahora la tierra su musa
inspiradora: los viñeros, el romancero campesino, el aroma del agro, la vega espléndi-
da. No era , más el fauno pasional, era el fauno rural enamorado del terruño” . Telúrica,
amorosa, costumbrista, esta literatura le inspira a la escritora evidentes dosis de sorna.
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El cuento formula este enfrentamiento para mejor calibrar el
temple de Rosa, quien, como ya debe sospecharse, no va a entrar en
la esfera de influencia de la suegra, quien, como marca del inicio de la
guerra dirá: “Demasiado linda…”. Impertérrita por el cambio de estado
civil y residencia geográfica, Rosa elude, como siempre, todo contacto,
incluida la suegra. Inteligente y lacónica, rechaza todas las invitaciones
sin posibilidad de reconsideración: “Seguía siendo la reina de un pala-
cio construido sobre la montaña de hielo. La suegra resbalaba en las
laderas sin poder alcanzar la cumbre” (146). En sus respuestas a
preguntas y comentarios se percibe la voluntad de no ceder un ápice a la
curiosidad e indiscreción de la gente. El deseo de vivir rodeada de niebla
se constituye en un derecho que ella vive sin concesiones: “era inaltera-
ble: leía, leía, leía, leía. Cuidaba sus claveles. Se peinaba maravillosa-
mente. Se perfumaba. No tenía amigos” –deslumbrando con su belleza
a los residentes de la ciudad–. Pero algún día tenía que estallar la bomba
de tiempo: “estalló el impacto de dos fuerzas opuestas” (147). Una
escena de supuesta indiscreción desencadena la furia contenida de
la suegra: Rosa se atreve a arreglarse la media levantando levemente la
falda en el atrio de la iglesia, a la salida de misa.
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[…], esbelta, elegante, más linda que nunca, fue a la mansión de la
suegra”.Ante los bramidos y la furia de tigresa de la suegra (“Yo mando en
mis hijos…”), Rosa, serena, segura, tranquila, convoca a su marido: “con
su trino burlón, tranquilamente: –Eduardo, ¿vamos?” (148). En la cima
del patatuz (“Alaridos, gemidos, arrancarse el moño postizo, pedir vinagre,
agua de Colonia, cafeína./–Pasarás por sobre mi cadáver…”), doña Caroli-
na ve cómo el hijo, con miedo, sí, se va con Rosa. Rosa anuncia a Eduardo
que vuelven a Villa Rosa y, al hacerlo, “nunca más nombró, ni para bien,
ni para mal, a doña Carolina […] ni a la ciudad de Urze. Urze fue borrado
del mapa, doña Carolina cubierta con una lápida de silencio” (149).
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excitados de los chismosos la frialdad, insensibilidad y orgullo de Rosa:
“era completamente loca y anormal” –aludiéndose nuevamente al daño
que causan los libros a las mujeres, las que deberían “dedicarse a las
labores propias de su sexo” (151). Felices del dolor de la que envidian,
las mujeres de Villa Rosa, justifican el supuesto amorío ilícito –nunca
sabemos los lectores detalle alguno sobre el tema– de Eduardo: “tenía
que suceder. Un hombre joven y guapo al lado de ese hielo”. Una de ellas,
hábil investigadora de las intimidades ajenas como la mayoría, consigue
el dato de que Rosa ha pedido a su sobrino iniciar el juicio de divorcio.
Se da en el pueblo una de sus fiestas favoritas: la del asedio en la intimi-
dad ajena. Rosa, que efectivamente le había pedido al sobrino iniciar
trámites de divorcio, ante la pregunta por las causales, contesta:
“Cualesquiera, incompatibilidad. Todo amigablemente, con absoluto
decoro, en la más completa discreción y lo más rápido posible. ¿Cuándo
podrá dictarse sentencia?” (152). Eduardo, anoticiado formalmente del
requerimiento de divorcio, parte para Urze. Ante la inquisición de
propios y extraños sobre la intempestiva partida de Eduardo y las noti-
cias de divorcio, Rosa evade todo comentario, todo dato que pudiera
saciar la curiosidad. Los hermanos la interrogan: “¿qué locura te ha
dado? ¿Por qué no nos consultas antes de tomar una decisión tan
grave?”, y ante la evasión de toda respuesta, le reclaman: “Eres la mujer
más excéntrica que existe y nos vas a volver locos. Estamos hablando de
tu divorcio. Todo el mundo está comentando el caso”. Rosa niega que
se esté tramitando tal divorcio.
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pródigo”. El desenfreno del primer momento da lugar a “una especie de
atonía, una mudez extraña” en Eduardo; “no hablaba, no reía, no res-
pondía a las bromas […]. Parecía hechizado, una especie de autómata”
(154). Finalmente los lectores tenemos acceso más pleno al sentido que
emerge de la intimidad con Rosa: “Fuiste para mí tierra incógnita, tan
rara, tan extraña que nunca pude conocer completamente. Fuiste la
conquista inacabada, yo el conquistador vacío. Fuiste la eterna esquiva
Rosa que mientras más próxima estaba más lejana. Mía fue tu belleza,
mía fuiste, y sin embargo, nunca pude tenerte. Tan cerca, tan lejos…
Ilusión y milagro. Verdad y mentira ¿Qué soy yo sin ti?” (154-155).
Estas frases, robadas a la atonía y mudez de Eduardo por la narradora,
revelan finalmente que Rosa no desea sólo en público estar rodeada de
una niebla, sino también en la intimidad. Ni la persona más cercana
puede disipar esa nube por la que ella opta en protección de su privacidad.
Comienza a intentar retornar a Rosa: sus cartas, sin embargo, no
obtienen respuesta. Comienza a entrarle la desesperación, acosando a
cualquier villarosense que llegara a Urze, “pidiéndole su ayuda para
reconciliarse con la esposa”, acosando al interlocutor lo que se torna en
obsesión: “Rosa de misterio. Sortilegio y engaño. Visión de caleidoscopio
que se transforma y no dura. Nieve que se derrite, se evapora, sube y
desciende en lluvia. Tierra incógnita que no supe conquistar” (155).
Eduardo toca fondo: está “cada día más magro, en un estado mórbido
creciente, no toleraba más el snobismo de su madre. Las bromas de sus
amigos lo ponían frenético. El benévolo afecto paterno lo irritaba”.
Empieza el fin de Eduardo.
Rosa, que ha inoculado la marca del monstruo –de la loca, de
la rara, de la anormal– en Eduardo al incorporarlo a su mundo, al no
dejarlo, sin embargo, entrar, y al expulsarlo de él, inicia la práctica
antropófaga mucho antes de lo imaginado y este estado de devastación
en Eduardo no es más que un síntoma avanzado… Rosa ya lleva gran
parte de su entraña devorada. A manera de un orate, ya desprecia-
tivamente desprendido de la tutela de la madre (“¡Vaya usted al diablo,
señora!”), repite su cháchara: “Rosa, rara rosa de enigma, mariposa
rauda, intangible que al tocarte dejas sólo un polvo dorado entre los
dedos. Rosa incognoscible”. No puede sino emerger la imagen de Rosa la
bruja (“parecía hechizado, una especie de autómata”). Doña Carolina se
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devana los sesos tratando de entender “qué filtro diabólico le había
hecho beber Rosa Errázuriz” –qué “bebedizos de amor”, qué “filtros de
locura”–. Mientras tanto, Eduardo ya habita otra órbita, entre vapores
de morfina: “Tu corola de pétalos diabólicos, Rosa, te cubre como los
siete velos de la leyenda. Nunca podré rasgar el último. Siempre serás
la incógnita. Quiero aprehenderte, sujetarte, huyes, escapas como un
vapor que se esfuma” (156) –adquiriendo, hay que admitirlo, el hermo-
so lenguaje poético de los enfermos de amor–. Los doctores recomien-
dan que no se le contraríe, que se lo deje hacer lo que desee y doña
Carolina, en un arranque de generosidad, dice, dejando que el hijo
retorne a Villa Rosa, una frase que encierra a manera de una cápsula
encriptada, creo yo, el secreto de este cuento: “Esa loba quiere devorar-
lo, sorberle la sangre […]. Doy mi hijo, lo más bello que tengo a una
desalmada”… Doña Carolina, de algún modo, está hablando de esa “ca-
níbal capaz de devorar las alimañas feroces que son algunos hombres” de la que
hablaba Estenssoro cuando explicaba su opción (po)ética… No Verónica:
lúcida y caníbal…
Y Rosa acepta a Eduardo en la casa: “Nunca se sabrá cómo trans-
currió la primera entrevista…”. Eduardo vuelve a la casa de la amada
para morir. Curiosamente, este retorno de la presa semidevorada tiene
un efecto vitalizante en la caníbal: “Rosa se cerró más que nunca. En las
rarísimas ocasiones en las que se la veía en sus visitas a los hermanos,
parecía más erguida, más lozana, más fina”. Eduardo no retorna a sus
actividades regulares: “en el pueblo crecía el rumor de que el vicio lo
había dominado” (157). Eduardo se inyecta una sobredosis de morfina
en la casa de un cuñado; éste, viene corriendo a casa de Rosa, a buscarla:
“–Tu marido está muriéndose en mi casa. Creo que quiso suicidarse.
Se ha inyectado una enorme cantidad de morfina. Ven conmigo de
inmediato./Y Rosa tranquilamente, con su voz melódica: /–Yo no tengo
para qué estar en idas y venidas. Él salió, él que vuelva”. El hermano,
“violentamente”: “–¿Estás loca? Tu marido se muere, ¿sabes? Los
médicos están haciendo lo imposible […]. Vamos, de prisa […]. La pobre
de mi mujer está atendiéndolo…/–Él salió de casa, él que vuelva, vivo o
muerto” (157-158). Es de subrayar cómo en esta situación la cuñada y
las hermanas cuidan a Eduardo y lloran por él, es decir, se conducen con
cordura: aquello de lo que Rosa carece (“¿Estás loca?”). A los ojos de los
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miembros de la familia, la ausencia de llanto, de instinto de protección
y cuidado, la firmeza y la tranquilidad, son locura. Dice la narradora: “sin
perder ni por un momento su aplomo, resistió firme y tranquilamente”.
¿Qué es lo que “resiste” Rosa? En todo caso, exige siempre lo mismo:
“Nada de ambulancias […] la gente no tiene por qué enterarse si
vivimos o agonizamos”. Una vez devuelto Eduardo a la casa, “la casa
Villar-Errázuriz se cerró casi por completo”: “Fue como un castillo medioeval
donde sólo eran acogidos los de la propia sangre o de sangres afines. Y se abrió un
camino de sombra en que no se podía retroceder. La identidad de Eduardo del
Villar iba desapareciendo. Nadie lo veía” (158; mi subrayado). A pesar del
correr del tiempo y el sucederse de la historia –“Rompió una nueva era
en la humanidad. La sociedad quebraba los antiguos moldes…”– Rosa
“era siempre la misma”: “seguía en su trono de sombra, en su palacio de hielo,
inaccesible, inalcanzable. Su belleza era la misma también; su piel no se alteraba
[…] era la estatua de la eterna belleza, la imperecedera juventud” (158-159;
mi subrayado). Un poco de la Clarimonda de Gautier (“ni los versos del
poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea”, se dice en el cuento de la
muerta enamorada), un poco de la Aura de Fuentes (“sus ojos parecían
más grandes, casi inmensos, verdinegros”, dice de Rosa nuestra narra-
dora), un poco de la Condesa Sangrienta de Pizarnik (“y se abrió un
camino de sombra…”) se infiltra en el personaje.
Pero sólo un poco, pues los hermanos y cuñados, “que presen-
tían algún acontecimiento infeliz” –¿una repetición del intento suici-
da o alguna acción de “la loca”?–, visitan asiduos a Rosa. Alejada de
aquellos personajes que muy subterráneamente el cuento parece
intertextualizar en los últimos rasgos de Rosa, ella anda muy enterada
de los ires y venires de la historia, opinando entre parientes sobre los
sucesos del mundo: “Los norteamericanos, unos patanes sin educación
que creen que la cultura se compra; país sin delicadeza, sin distinción,
todo muy grande […]. Los rusos, unos campesinos y unos obreros
ignorantes que quieren hacer el mundo de nuevo y no saben vestirse,
ni comer, ni sospechan la elegancia de la vida. Las Naciones Unidas, una
feria, un circo”. Los parientes, que parecen no tener idea del registro en
que transcurre Rosa, le dicen: “Pero, ¿qué quieres tú? […] Todos viven
para algo, mejorar, crecer, dignificarse, buscar la perfección”. Ella
”no quiere nada”; burlonamente agrega: “Yo he nacido dignísima. No
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quiero crecer, ni busco nada. No quiere ser más ni menos que los demás.
La normalidad es lo único necesario. ¿Crecer? ¡Absurdo! ¿Para qué?
Lo preciso es el equilibrio y la armonía del agua que es clara e incolora”.
A lo que le contestan: “Mejor es no discutir contigo. ¿No ves que el
agua forma trombas, tempestades, cataratas?”: “Pero sigue una ley
–dice ella–, busca su nivel y es cristalina a no ser que se la contamine”
(159). Locura de Rosa: “¡Ay, hija! […] tú no andas bien de la cabeza”;
su respuesta: “Pero sé perfectamente dónde asiento los pies”.
Eduardo desaparece de la vista de la gente. Rosa rechaza hablar
de él y cuando finalmente se la interroga, niega la enfermedad y todas
las especulaciones. Hay un “enclaustramiento” de dos años, en los que
“atendió a su marido con una fuerza de voluntad y un valor increíbles”
–pero, ¿de qué lo atiende?–. Hay, parece, una enfermedad incurable:
“Él sabía –nos relata la narradora– que su dolencia era incurable y él
mismo prescribía la recetas, los calmantes. Ella cumplía severamente las
indicaciones”. Nunca sabemos de qué “enfermedad” se trata. Y aquí
sí surge la imagen de la esposa devota: “Pasaba las noches al lado
del marido con un libro en la mano, y ya desinfectaba las jeringas
hipodérmicas, ya aplicaba las inyecciones…” (160-161). Y en este trajín,
estaba siempre “divinamente vestida y peinada”. Su dedicación es ejem-
plar: “¿Quieres algo más? ¿No deseas comer?…”. Un ritmo de cuidado
que “hubiera agotado a una enfermera profesional, no la doblegó […]
ni siquiera la rozó”, siempre hermosa, “flexible, serena” –a decir de la
prima Neva, que tiene acceso a la casa, “igual que siempre: amable,
discreta, encantadoramente irónica”. Porque, no hay que olvidar, el es-
caso habla de Rosa va frecuentemente timbrado de burla e ironía…
Mientras tanto, la población permanece en capilla, atenta a los sucesos
que puedan desencadenarse –“la desaparición de Eduardo del Villar
constituyó un suceso de enormes proporciones…” (161): “el eclipse de
Eduardo del Villar fue analizado, disecado, estudiado, como si de ello
dependiera el equilibrio universal”. Los ocupados chismosos de la
farmacia especulan sobre la enfermedad: ¿cáncer?, ¿adicción? En todo
caso, para alguno, lo esencial es que “la mujer lo tiene secuestrado […]
orgullosa […] no quiere que lo vean con su cara de viciado”. Y truena
el librero, constante defensor de la difamada: “es una santa cuidando a
semejante degenerado” (162).
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La muerte de Eduardo, como es de esperarse, es asumida por
Rosa con extrema discreción.6 Manda al jardinero para que avise a algún
hermano, consternando a toda la familia. Perturbados, los familiares
van a casa de Rosa, sólo para encontrarla de severo luto, “sentada muy
erguida en la poltrona”: “El cabello recogido en lo alto de la cabeza
parecía recién peinado. Sus enormes ojos luminosos miraban más allá
de la ventana, las nubes que el sol teñía de un rosa violento”. Eduardo
ya había sido pulcra y sobriamente preparado para el velatorio: “impeca-
blemente vestido, con el rostro limpio de barba…”. “¿Cómo has tenido
el valor de vestirlo y arreglar todo”, pregunta algún pariente consterna-
do. Ella responde: “Como cualquier otra persona”. Rosa permanece
ajena a la perturbación que producen las visitas: “ajena a esta catarata de
exclamaciones, de sollozos, de palabras de pesar…” (163). Sin gesto de
consternación alguna, se retira a su alcoba por algunos días, dejando
que los parientes entierren a Eduardo. La narradora, tal vez expresando
las interrogantes que todos los chismosos del pueblo se interrogaran,
exclama: “¿Selló un dolor que quizá la penetraba hasta la médula?
¿Quiso, tal vez, recuperarse del cansancio que la larga enfermedad
del marido seguramente le dejara? ¿Buscó, quién sabe, nuevas reservas,
nuevas fuentes de energía para seguir viviendo? ¿O procuró el reposo,
para no perder su frescura, su elasticidad, su belleza?” No queda sino
un cúmulo de preguntas ante la actuación hermética de Rosa durante
la “enfermedad”, la muerte y el luto –el que no dibujó rictus alguno en la
cara, sombra alguna en los párpados, algún color apagado en la faz–. La
vida, luego del luto, volvió a la normalidad: “El caserón de los Errázuriz
empezó a remozarse […]. Aquella mansión […] se modernizaba”. Los
escasos empleados de la casa sólo tenían acceso al primer piso; el segundo
“era el reino inalcanzable donde ella ejercía un dominio absoluto” (164).
Eran raras las personas que podían acceder a ese reino, que tenían “el
privilegio” de hacerlo. Rosa recibe, por ejemplo, a la prima Neva, en un
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No deja de venírseme a la mente el famoso cuento “La Miskki-simi” (1921) de Adolfo
Costa de Rels, que elabora la historia del señorito literalmente consumido por su amor
a la hermosa chola Claudina. Es como si Estensoro retomara estos elementos que
recorren la figuración de lo femenino sobre todo en la primera mitad del siglo XX y los
rearticulara para armar el contorno de la reina, ejerciendo un singular acercamiento,
a través de las clases sociales, entre mujeres altivas, hermosas y desalmadas.
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elegantísimo boudoir. La prima Neva cuenta –y la narradora repite–
que “nunca viera tanta elegancia y tanta severidad unidas”, ni tan poca
presunción en las palabras que hablaban de artículos de valor y elegancia
extremos. La vida elegante, fina, distinguida es para Rosa lo natural, una
verdad que ella menciona sin arrogancia alguna.
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patíbulo donde esperaba de pie y dominando el terror, el castigo que
la mezquindad vulgar inflige a toda superioridad. No tuvo vocación
de amante, de amiga, no pudo ser madre. ¿Se habrá realizado…?”
(166-167) –especulaciones imposibles de comprobar, ante las cuales el
vate, inspirado, exclama: “Cumplió su vocación, aquella para la que
naciera […]: ¡Vocación de reina!” (167)–.
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[1937] 1971 Obras completas. Tomo I: El occiso. Los Amigos del Libro: La Paz.
1971 Obras completas. Tomo II: Ego inútil. Los Amigos del Libro: La Paz.
1976 Obras completas. Tomo III: Memoria de Villa Rosa. Los Amigos del Libro: La Paz.
1988 Obras completas. Tomo IV: Cuentos y otras páginas. Los Amigos del Libro: La Paz.
1996 Obras completas. Tomo V: Criptograma del escándalo y de la rosa (Fantasía biográfica de Lygia
Freitas Valle). Los Amigos del Libro: La Paz.
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