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Las Rosas - Malturian

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Las rosas de Tsu-Ling

Pablo de Santis

El sabio Feng, acostumbraba visitar el jardín de Tsu- Ling, quien todos los años ganaba el
premio del emperador. Las rosas de Tsu- Ling tenían fama de ser las más hermosas, y sólo
rivalizaban con ellas las de Pao, un jardinero que vivía muy cerca de su casa. Tsu-Ling y Pao se
odiaban desde largo tiempo atrás.

¿Qué ha pasado con tus rosales, jardinero Tsu-Ling?-preguntó Feng en una de sus visitas. –
Parecen quemados por la helada.

-Alguien echó sal sobre la tierra, sabio Feng. No necesito de tus habilidades para saber quién
fue.

-Sé que tu enemistad con Pao es muy larga, y sin embargo Pao jamás hizo nada fuera de las
reglas. Vive para sus rosas.

-No tengo otros enemigos, Feng. ¿Quién más querría atacarme? Soy un hombre desgraciado:
en el otoño mi esposa me abandonó, y ahora las rosas han muerto.

Feng decidió visitar a Pao.

-Alguien echó sal en las rosas de Tsu- Ling. ¿Quién puede odiarlo así?

Odio a Tsu- Ling, pero no odio a sus rosas. Consigo buenos resultados gracias a procedimientos
laboriosos: invento máquinas de riego, protejo a mis plantas de la helada a través de cien
métodos diferentes, escarbo en la tierra en busca de respuestas. Pero Tsu-Ling no necesita
nada de eso. Él se entiende con las rosas, como si leyera un mensaje escrito en sus pétalos. Lo
odio, es verdad; pero lo considero un jardinero superior.

Feng prefería la mañana para dar sus largas caminatas. A veces pensaba en los casos que se le
presentaban. Otras dejaba su cabeza sin ninguna ocupación, y era así, con la mente en blanco,
como venían las respuestas a él. Pasear de noche no le gustaba, pero esa vez confiaba en
descubrir, bajo la luz de la luna, al visitante secreto que regaba las rosas con sal.

El sabio Feng caminó toda la noche


alrededor del jardín de Tsu- Ling sin ver a
nadie. Luego regresó a su casa. Cuando al
atardecer, luego de algunas horas de
sueño, fue a saludar a Tsu-Ling notó que
habían volcado una nueva bolsa de sal
sobre la tierra. El jardinero, abatido, dijo a
Feng:

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-No plantaré más rosales aquí. Me retiraré a la colina para dedicarme al cerezo y al jazmín.
Este año, el vil Pao se llevará el premio del emperador. Deberían dar monedas de sal y no de
oro a quien trabaja con sal.

Mientras Tsu-Ling hablaba, el sabio Feng había hundido una pala en la tierra, entre las raíces
de los rosales muertos.

-¿Qué haces, sabio Feng? Este no es un asunto digno de tus habilidades. Sabemos cuál es el
crimen, sabemos cuál es el arma, y cuál es culpable.

-Sé cuál es el crimen y cuál es el culpable, pero no conozco el arma, jardinero Tsu-Ling-. El
sabio Feng dio otra palada de tierra.- Si me dices la verdad, este hoyo que cavo será
innecesario; de otro modo seguiré trabajando. Será bueno aprender un poco de jardinería.

Quedaron los dos en silencio, mientras las abejas zumbaban a su alrededor, impacientes por
una respuesta. Al final Tsu-Ling habló:

-Mi esposa sólo tenía ojos para el vil jardinero Pao. La maté con mis armas de jardinero y la
planté aquí. Las rosas que crecieron desde entonces heredaron su belleza. Yo quería ocultar mi
crimen, pero ella quería mostrarse. Por eso aniquilé esas rosas: porque eran las más hermosas
que nadie vio jamás.

El jardinero Tsu-Ling deshizo entre sus dedos una rosa marchita.

-Es hora de que des aviso, sabio Feng. Esperaré aquí a la policía imperial.

Feng miró un pequeño tallo que crecía con determinación, a pesar de la sal.

-Otra será tu condena, jardinero Tsu-Ling. Ya tendrás bastante pena con cultivar el jardín y con
dar vida a estas rosas.

Cuatro días más tarde Feng volvió a pasar, vio que el jardinero Tsu-Ling había cumplido su
promesa. Por encima de las otras plantas se levantaban las rosas, del color de la sangre.
Viajeros venían de puertos lejanos a mirar las rosas de Tsu-Ling.

Cierta tarde, el sabio Feng visitó al jardinero Pao.

-¿Qué pasa que no encuentro a Tsu-Ling?- le preguntó.

-Sus rosas están tan hermosas como


siempre, pero las rodea la maleza.

-A principios de la primavera Tsu-Ling


se hirió con una espina. Le produjo
una herida profunda. Murió al tercer
día. Pensé que era mi responsabilidad
cuidar su jardín, pero no me atrevo a
tocar sus rosas. Su belleza me
confunde.

2
El sabio Feng miró las rosas amarillas de Pao. No eran tan hermosas como las de Tsu-Ling, ni
tan afiladas sus espinas.

-Hizo bien en no acercarse, amigo Pao. Las rosas de Tsu-Ling ya no necesitan jardinero.

Malturian
Pablo de Santis

En 1912 visitó la ciudad por primera vez el célebre


mago Malturian. Se hospedó en el hotel Ancona, en la
Avenida de Mayo, y comenzó a dar funciones los
viernes y los sábados a la tarde en el teatro Gloria. Al
mes de su llegada, cuando notó que empezaban a abundar las butacas vacías, citó al
periodismo y al público en la costanera con la promesa de un truco jamás visto. Allí, en una
mañana de invierno, se hizo atar con cadenas. Sonrió y habló interminablemente, sentado en
el interior del baúl, antes de que lo cerraran. Había contratado a dos Cantadores de pesas para
que cumplieran con la ceremonia. Después de cerrar los enormes candados de hierro, los dos
forzudos levantaron el baúl y lo arrojaron a las aguas agitadas.

El silencio de la espera duró diez minutos. Los espectadores pidieron una respuesta a los
asistentes del mago, que prefirieron alejarse del lugar antes de que llegara la policía. La
multitud se fue desgranando de a poco; cada uno que se iba le daba una última mirada al río
vacío.

A la mañana siguiente un buzo, con una escafandra de bronce, se sumergió en las aguas
oscuras sin encontrar ni a Malturian ni al baúl. En los diarios, prolijas necrológicas recordaron
la trayectoria del mago, sus giras por el mundo, su expulsión de París por haber dejado suelta
una pantera por las calles después de haberla hecho desaparecer del escenario.

3
A los quince días Malturian apareció sano y salvo y retomó sus funciones en el teatro Gloria. El
público aplaudió su resurrección; los periodistas pidieron en vano que explicara su truco. Había
ganado nuevos admiradores, pero los más fieles desconfiaron. Lo encontraban distinto. Un
poco más alto, y más delgado. Malturian anunció que se quedaría a vivir en la ciudad.

Después de unos días, los periodistas dejaron en paz a Malturian, excepto Jorge Reinz. Había
entrado a trabajar en el principal diario de la ciudad pocos meses atrás, y su primera nota
había sido la llegada de Malturian al país. Reinz convenció al jefe de redacción, Artemio Prater,
de que lo dejara viajar a Europa, con la promesa de conseguir pruebas de una verdad
escandalosa sobre la identidad de Malturian. Prater había sido un periodista aventurero en su
juventud, pero ahora prefería permanecer en el diario, renunciando a los viajes; había
descubierto que en las intrigas internas de un periódico se desarrollan aventuras que
prescinden de escenarios exóticos, pero que son un símbolo más depurado de la experiencia
humana. Aceptó que Reinz viajara, quizá porque se reconocía en la ciega determinación del
otro, en la fe que ponía en buscar la verdad, como si no fuera un trabajo arduo e incierto, sino
el descubrimiento de una palabra mágica que una vez obtenida quedaba así para siempre.

Réinz viajó; a los dos meses volvió con recortes de diarios, con una caja llena de fotografías y
con una hipótesis.

«Malturian no es un
hombre. Quizás en un
principio lo fue, pero
ya no. Es una sociedad
internacional de magos
suicidas. Cuando uno
de ellos muere en uno
de sus trucos, otro lo
reemplaza. Así
perpetuaron en todo el
mundo el nombre del
mago».

La hipótesis de Reinz fue publicada en el diario, pero Malturian, que desde hacía un tiempo se
negaba a salir de su cuarto en el hotel Ancona, no respondió a las acusaciones. Solo reapareció
cuando se incendió el teatro Gloria.

El fuego comenzó en la sala de máquinas y se extendió a las butacas. Los bomberos no podían
entrar por temor a un derrumbe. Malturian, con su capa y su bastón, llegó hasta el cerco de los
bomberos y trató de cruzarlo, pero los policías lo alejaron. Media hora más tarde la multitud lo
vio, asomado a una ventana del teatro. Los bomberos acercaron una lona y le pidieron que
saltara. Malturian mostró una galera, sacó de ella tres conejos y los dejó caer sobre la lona. El
humo rodeó al mago. Unos minutos después el frente del teatro se derrumbó.

Los diarios comentaron con brevedad, cautela y verbos condicionales la muerte de Malturian.
Entre las cenizas se encontró un cuerpo irreconocible.

En los días siguientes no se habló de otra cosa que de la nueva muerte del mago, y corrían las
apuestas sobre su desaparición definitiva o su regreso triunfal. A la semana, otros temas
ocupaban la imaginación de la gente, porque siempre hay nuevos personajes que suben a
escena y que empujan a los viejos al depósito de utilería. Solo Reinz no olvidó. Cuando leyó un

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pequeño artículo publicado en Milán sobre la actuación de Malturian, le pidió a Prater que le
permitiera viajar a Italia. Prater hizo que le entregaran el dinero para el pasaje y para un mes
de comidas y hotel.

Cuando el plazo venció, llegó a la redacción un cablegrama en el que Reinz anunciaba que
seguiría la investigación por sus medios. En el año siguiente, Prater comenzó a recibir las
pruebas reunidas por Reinz: notas en distintos idiomas, declaraciones de testigos, fotos en las
que Malturian aparecía demasiado delgado, o gordo, o con aspecto de árabe… En una
fotografía tomada a la salida de un teatro su silueta parecía la de una mujer. Prater publicó
todos los artículos de Reinz (y que eran, en esencia, un solo artículo escrito en el recurrente
idioma de la obsesión). Si Prater publicó ese material, fue porque sabía que Reinz necesitaba el
dinero, pero en realidad al público habían dejado de interesarle hacía mucho tiempo las
hazañas de Malturian. Después la correspondencia se interrumpió.

Cada tanto algún colega se acercaba al escritorio de Prater a preguntar si tenía noticias de
Reinz. El jefe de redacción respondía que había encontrado otro trabajo y que había
abandonado hacía mucho la investigación. No le dijo a nadie que estaba seguro de que la
investigación, llegaran o no informes, proseguía.

Pasó casi un año hasta que llegó al diario un nuevo envío. Era un sobre sin remitente; adentro
solo había un aviso de un diario editado en alguna ciudad norteamericana. Malturian asomaba
la cabeza de un barril, junto a las cataratas del Niágara. Prater leyó con dificultad el texto,
saturado de adjetivos («sorprendente», «aterrador», «vertiginoso») y precisiones sobre la
altura del salto y la velocidad de la caída. Aunque en la foto la cara de Malturian era borrosa,
Prater adivinó en su expresión de inútil desafío los rasgos de Reinz.

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