Los Organizadores Del Desarrollo Chokler

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Los Organizadores del Desarrollo

Dra. Myrtha H. Chokler

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Los Organizadores del Desarrollo

Un enfoque desde la neuropsicosociología para la comprensión transdisciplinaria del


desarrollo infantil temprano

El desarrollo de la persona a lo largo de su vida, muy particularmente desde la


primerísima infancia - la protoinfancia- implica un proceso de organización
progresiva y de complejización creciente de las funciones biológicas y psicosociales.

Comprendemos el desarrollo como el conjunto de transformaciones internas que


permiten al sujeto la adquisición de las competencias necesarias para ejercer
progresivamente actitudes cada vez más autónomas.

El desarrollo constituye también el camino que parte de una sensorialidad, una


sensibilidad y una motricidad predominantemente dispersas, disgregadas,
fragmentadas en su inicio, a la construcción del sentimiento de unidad, de
continuidad y de cohesión de sí mismo, la constitución del Yo y las raíces de la
identidad.

La ciencia ha demostrado cuáles son las necesidades esenciales para el


crecimiento y la maduración, sus períodos críticos, sensibles, y las condiciones
materiales, afectivas, culturales y sociales imprescindibles para que esas
potencialidades se expresen en la realidad cotidiana desde los primeros años de la
vida de un niño.

También se fue develando cuáles son las consecuencias, las secuelas a corto y a
largo plazo de la carencia, cuando las múltiples necesidades no son esencialmente
satisfechas durante las etapas críticas.

Basándonos en el concepto de E. Pichon Rivière sobre el sujeto como emergente


de sus condiciones concretas de existencia y, a su vez, como productor activo de
transformaciones en el medio, sostenemos que:

El proceso de constitución del sujeto humano es producto de una compleja


transformación evolutiva. Lo biológico, entre ello lo neurológico, constituye la base
material para las relaciones adaptativas con el mundo externo. Aun dependiente en
gran parte de lo genético y de lo congénito, lo biológico está a su vez entramado en
la urdimbre social que realmente genera a la persona.

Persona que desde el nacimiento es comprendida como un ser completo,


constructor activo, aquí y ahora, de sus relaciones en cada uno de sus estadios y no
sólo un proyecto futuro a devenir, a construir o a destruir.

También sabemos que las sociedades, y dentro de ellas las capas dominantes, van
modelando sus sujetos funcionales a través de pautas de crianza, de programas de
educación, de medios de información, de la formación académica de los
profesionales, del auspicio a algunos desarrollos científicos y no otros, de la difusión
de creencias, de mitos, de ciertos valores sociales, que constituyen, en su conjunto,
de manera compleja y heterogénea, lo que denominamos las Representaciones
Sociales del Orden Simbólico.

En cada práctica de crianza y/o de educación subyacen respuestas implícitas, más


o menos conscientes, a estas dos cuestiones:

1 - ¿Qué hombre, y por lo tanto qué niño queremos ayudar a ser y a crecer? ¿Un
sujeto autónomo, libre, con confianza en sí mismo y en su entorno, en sus propias
competencias para pensar y elaborar estrategias para la resolución de problemas y
conflictos, un ser abierto y sensible, comunicado y solidario?

¿O un ser sometido, obediente, dependiente de la autoridad y del reconocimiento


permanente del otro, temeroso al castigo y anhelante del premio, un ser competitivo,
exitista, desconfiado de sí y de los otros, rivalizando para ser el primero?

2 - Entonces, ya conscientes de nuestra elección nos planteamos ¿cuál es el rol del


adulto, de la sociedad, de los profesionales para salvaguardar el respeto por la
persona desde la niñez más temprana y su derecho a ser reconocida en su
singularidad, como quien es, tal como es, más allá de la diferencia o de la
discapacidad?

Frecuentemente comprobamos que algunas propuestas de crianza y educación


temprana, en particular en las situaciones de alto riesgo psicosocial que vive
actualmente el conjunto de la población, facilitan, por desconocimiento o por
desborde emocional, la reiteración de prácticas no respetuosas de las
características madurativas y psicológicas de cada niño en su originalidad como
sujeto. Estas prácticas fomentan la dependencia excesiva, o una seudoautonomía,
la masificación de los vínculos, la anomia, a veces la hostilidad, la humillación o el
no reconocimiento elemental del niño que es, quien se ve abrumado por el que
debería ser, presente en el imaginario de los adultos.

Las dificultades a nivel de la motricidad y de la actividad en niños, en particular la


hiperkinesia, el déficit atencional, la abulia, la falta de iniciativa, el abandono de sí y
la agresividad son muchas veces gestados o facilitados desde modelos de crianza,
de atención y de educación donde el permanente hacer y tener aparece como un
valor sustitutivo del ser. La persistencia de esta modalidad va delineando
personalidades del tipo performante, exitoso, en las cuales la actividad compulsiva,
que brinda finalmente escasa satisfacción, es seguida de una sensación de vacío
que se intenta colmar desde la hiperactividad frenética, la agresión, el aislamiento o
las adicciones.(J.M. Hoffmann, 1994)

Nuestra concepción de sujeto - que se apoya evidentemente en una elección ética y


epistemológica - reconoce al bebé como un ser activo, abierto al mundo y al
entorno social del cual depende, capaz de iniciativas, sujeto de acción y no sólo de
reacción, como ser pleno de emociones, de sensaciones, de afectos, de
movimientos, de miedos y ansiedades, de pensamientos lógicos con una lógica a su
nivel, capaz de establecer vínculos, intensamente vividos en el cuerpo, porque el
bebé es todo cuerpo.

El protoinfante es un ser que se desarrolla como sujeto a partir de otros, con otros y
en oposición a otros, mientras va otorgando sentido y significación a su entorno con
el que establece intercambios recíprocos. Pequeño, fuertemente dependiente, pero
persona entera siempre, más allá de la normalidad o de la patología, más allá de lo
que tenga o de lo que le falte. Inevitablemente en interacción con un medio que lo
anida, éste facilita u obstaculiza, modela las matrices de aprendizaje para que
produzca en sí mismo la serie de transformaciones sucesivas que constituyen su
proceso singular, original, de crecimiento y de desarrollo en tanto individuo, ser y
devenir sujeto histórico y cultural, en el pasaje progresivo del predominio de la
dependencia al predominio de la autonomía (M. Chokler, 1998).

Los Organizadores del Desarrollo

Este proceso complejo se produce por la interrelación dialéctica de factores


estructurantes que, operando como Organizadores del Desarrollo (M. Chokler,
1988) facilitan, ordenan u obstaculizan las interacciones del sujeto - en este caso el
recién nacido y el niño pequeño - con su medio, esencialmente humano, pero
también material y cultural.

De la calidad con la que se imbrincan y operan estos factores organizadores, a partir


de la estructuración biológica originaria, depende el curso del desarrollo.

Primer Organizador: Vínculo de apego

El niño desde el nacimiento es competente para establecer relaciones afectivas con


el entorno. Los lazos primordiales con los adultos que lo cuidan, constituyen el
vínculo de apego (J. Bowlby,1976). Su función es proteger, contener, sostener y
tranquilizar al niño en su contacto con el mundo, que, por ser nuevo y renovado
permanentemente, le despierta curiosidad, interés y también inquietud, alarma y
ansiedad.

Aunque el niño tiene una tendencia genética a promover la proximidad o el contacto


con una persona y apegarse a ella también hay un aprendizaje de la función y es
evidente que ésta se va desarrollando hacia aquéllas con las que tiene
más interacción o que le brinden las respuestas específicas más cálidas y
adecuadas (J. Bowlby, op. cit.).

Los avatares de dicha interacción con las personas significativas, la calidad


predominante de gratificación o de frustración que le aporten: sensación de sostén,
de seguridad, de apaciguamiento, filtrando los estímulos invasores, o por el
contrario, las vivencias de temor o de ansiedad, están en la base de la construcción
de las matrices afectivas, relacionales y sociales que permiten al sujeto sentirse
mejor acompañado, confiando en su entorno y seguro de sí mismo o precariamente
sostenido y hasta, a veces, perversamente sometido. La constitución del vínculo de
apego, con sus cualidades de mayor o menor firmeza, estabilidad y solidez, se
realiza cuerpo a cuerpo desde las primerísmas impresiones a través del olfato, del
tacto, el contacto, la tibieza, la suavidad, los movimientos, los mecimientos, la
mirada, los arrullos, la sonrisa y la voz, que quedan ligadas al placer por la
satisfacción de las necesidades biológicas y afectivas.

La presencia indispensable del otro unifica la sensualidad dispersa y el espejo


expresivo que el rostro y el cuerpo todo del adulto devuelve al niño va otorgando
sentido y significación a la sensorialidad y a la motricidad desordenada. Éstas, aun
así abiertas al mundo, están al servicio de construir y mantener en lo posible un
sentimiento íntimo de integración, de reunificación, aunque fuere precario, frente a la
súbita invasión de fuertes estímulos externos y también internos. Así vemos un bebé
de pocos días crispar su cuello y sus hombros cuando se lo levanta de las axilas,
intentando no desparramarse, no dislocarse ante la falta de apoyatura. Lo vemos
aferrarse a su entorno, sin el cual toda vivencia de unicidad, de cohesión resulta
frágil.

La falta de sostén físico y emocional, de contención, ataca su frágil estado de


integración, de unificación, provocando sensaciones caóticas de desborde y de
disgregación de sí con una activación excesiva de las ansiedades primitivas que han
sido descritas, entre otros, por D.W. Winnicott (1958). Toda experiencia vivida como
invasora, nociva, desagradable el hambre intensa, por ejemplo- o toda vivencia
inesperada, dolorosa o brusca, como la hiperestimulación sensorial y/o laberíntica
de los giros, los desequilibrios, las sacudidas, la inestabilidad de apoyos suficientes,
los cambios rápidos de posición, en los que pierde los referentes espaciales,
propioceptivos y visuales, sin alcanzar a prepararse para su secuencia ni pudiendo
captar su sentido, puede angustiar y desorganizar al bebé, dejando huellas de
sufrimiento en el cuerpo, sin imágenes ni representaciones todavía por la
precariedad del sistema nervioso y del psiquismo. Este sufrimiento que provoca una
desestabilización neuropsicológica del sistema general de adaptación y que puede
actualizarse más adelante en trastornos del sueño, de la alimentación, de la
conexión con el ambiente y/o en somatizaciones va consolidando una estructura a
veces extremadamente vulnerable que pone en riesgo el desarrollo del niño.

Al principio de la vida el protoinfante necesita por ello mucha proximidad con los
adultos significativos, calma y comprensión. A partir de la sensación de seguridad,
de contención y confianza que ellos le proveen va a poder abrirse y volcarse de más
en más hacia del mundo circundante o encerrarse intentando defenderse de él..

Pero para garantizar el crecimiento y desarrollo de un niño hay que cuidar


fundamentalmente a los adultos que se ocupan de ese niño, porque finalmente
nadie puede dar lo que no tiene. No se puede brindar sostén, respeto, continencia,
afecto, si uno no se siente querido, sostenido, contenido, reconocido y respetado.

El vínculo de apego tiene también como función esencial neutralizar las ansiedades,
los temores, el exceso de tensión provocados por el contacto con lo desconocido.

Progresivamente, en virtud de la maduración neuropsicológica y de la calidad de la


interacción con su medio, el sujeto va a ir transformando sus conductas de apego a
través de dos procesos importantes:
En primer lugar: la interiorización paulatina de las características de
acompañamiento y consuelo de las figuras primarias significativas, y
simultáneamente la distanciación progresiva de ellas. Así aparecen en escena el
objeto y el espacio transicional. D.W. Winnicott (1972) ha desarrollado el concepto
de fenómeno transicional para referirse a un espacio de creación ilusoria entre la
madre y el niño. El objeto familiar, cálido, investido con las características maternas,
es utilizado por el niño como defensa contra la ansiedad de ausencia y separación.
Objeto insustituible, siempre único y singular (el muñeco de peluche, un pañuelo,
una punta de la sábana, su dedo pulgar) que el adulto reconoce y respeta porque
simboliza para el niño su primera posesión. Cuanto más marcado por los signos
sensoriales que lo tranquilizan, olor, temperatura, textura, más propio lo sentirá el
niño. Nadie más que él puede cambiarlo. Posesión que le permite la experiencia de
continuidad de su propia existencia al tiempo que se separa del campo materno.

En segundo lugar: recíprocamente, el proceso de separación permite el


investimiento afectivo y la distribución de las funciones del apego en otros adultos
con los que se familiariza, luego en algunos de sus pares, cargando de significación
a los espacios y alas cosas. Este proceso le permite transitar instancias de
socialización ampliada con un sentimiento de seguridad y de continuidad de sí
mismo y del otro, a pesar de los cambios de espacios y de las transformaciones
propias y del entorno.

Segundo Organizador: Comunicación

La comunicación con los demás se inicia con el contacto y la conexión que


promueven un diálogo tónico-corporal de miradas, gestos, mímica, voces,
movimientos, distancias, con las figuras primordiales vivenciados con placer o
displacer. Las percepciones integradas son inmediatamente significadas,
semiotizadas: se convierten en señales y signos de bienestar o de malestar por las
impresiones tónico-emocionales que producen. Al mismo tiempo los actos y
reacciones tónico- emocionales, al ser captadas por el entorno atento, se
transforman en expresiones emocionales. Dan así origen a un intercambio de
señales que va construyendo códigos afectivizados de comunicación no verbal.
Éstos constituyen las raíces indispensables del desarrollo del pensamiento
simbólico y por lo tanto del lenguaje verbal.

Así, para convertirse en un locutor de su lengua es decir, para dominar


progresivamente los aspectos pragmáticos, sintácticos y semánticos, el niño no va a
entrar de golpe en el código lingüístico sino que, a través de su cuerpo y su
conducta relacional, va a descubrir el placer del diálogo con el otro y el placer de
darle sentido.

Esto para volver a decir el aspecto primario del cuerpo inclusive si, ulteriormente, el
objetivo de la simbolización es acceder y volver manejables los símbolos más o
menos abstractos, es decir, de alguna manera, liberados del peso del cuerpo y de
su concretud.

Pero esta es otra historia y mucho más tardía (B. Golse, 1995)
Tercer organizador: Exploración

El niño utiliza su motricidad no sólo para moverse, para desplazarse o para tomar
los objetos, sino, fundamentalmente para ser y para aprender a pensar.

El contacto, la exploración y la experimentación del entorno humano y de los


objetos, le permiten en cada momento, a su nivel, vivenciar y apropiarse
progresivamente del medio, construyendo simultáneamente sus matrices de
aprendizaje, su lugar en el proceso de conocer, a partir del despliegue de sus
actitudes, aptitudes y competencias cognitivas. El origen de este proceso, desde la
vivencia al conocimiento, está en la necesidad de adaptación activa al medio,
inherente a todo ser vivo y su fuerza es el impulso cognoscente, pulsión epistémica
que lo lleva al descubrimiento, con el intento no sólo de conocer sino sobre todo de
comprender el mundo.

Cuarto Organizador: Seguridad postural

La sensación de equilibrio, de desequilibrio o de equilibrio precario es


absolutamente íntima y fuertemente ligada a las emociones, a los afectos, a la
seguridad en sí mismo y a la continuidad del yo. Su base está en el tono muscular y
su funcionamiento influye en la estructuración del psiquismo.

La autoconstrucción de las funciones de equilibrio, de las posturas y de los


desplazamientos, la apropiación y dominio progresivos del propio cuerpo permiten
que el niño, en cada momento de la vida, a su nivel, pueda organizar sus
movimientos manteniendo el íntimo sentimiento de seguridad postural. Este
sentimiento es esencial para la armonía del gesto y la eficacia de las acciones,
aporta sustancia básica a la constitución de la imagen del cuerpo, integrando la
organización y representación del espacio. Evidentemente tiene repercusiones
importantes en la personalidad en su conjunto.

Esta concepción se apoya científica, neurofisiológica y psicológicamente en la


continuidad genética del desarrollo motor descubierta por la Dra. Emmi Pikler.

El desarrollo postural sigue las leyes de la física de los sólidos: Un cuerpo se


encuentra en equilibrio tanto más estable cuanto mayor es la base de sustentación y
más cerca de ella se encuentra su centro de gravedad. El niño construye a partir
del proceso de maduración neuropsicológica y de las experiencias que realiza
sistemas de equilibración, de estabilidad y dinámica postural cada vez más
sofisticados que le permiten sostener posturas con una disminución progresiva de la
base de sustentación y una elevación también progresiva del centro de gravedad de
manera particularmente notable durante los dos primeros años de vida pasando de
la horizontalidad a la verticalidad.

Los protoinfantes acostados boca arriba desde su nacimiento y durante los primeros
meses, fuera de los momentos de interacción con los adultos, se mantienen en esa
posición, durmiendo o no, giran libremente la cabeza ciento ochenta grados, sin
obstáculos provocados por el peso de la misma, mueven las piernas y los brazos
con toda la amplitud que les permiten sus articulaciones. Luego, por su propia
maduración e iniciativa, ellos mismos logran girar de costado. De tal manera,
girando hacia un lado y volviéndose boca arriba, juegan con gran movilidad.

Más tarde aprenden a girar boca abajo, pasando de decúbito dorsal a decúbito
lateral y luego a ventral y sólo después aprenden a pasar de decúbito ventral a
decúbito dorsal. Durante estos meses todos los bebés sanos juegan cada vez más
tiempo con mayor seguridad y soltura pasando por las tres posturas: boca arriba, de
costado y boca abajo.

Comienzan a desplazarse, primero involuntariamente y luego de manera intencional,


pivoteando, después con giros repetidos, sucesivamente rolan, reptan,
propulsándose hacia atrás o hacia delante; ulteriormente se desplazan en
cuadrupedia y trepan.

Progresivamente, a través de distintas modalidades, pasan por posturas


intermedias: a la posición semisentada acodada, a semisentada apoyada en una
mano para luego llegar a la posición sentada. La postura de las piernas flexionadas
hacia atrás, permite una verticalidad del tronco estable sobre una amplia base de
sustentación con el centro de gravedad muy bajo, lo cual garantiza la disponibilidad
de la cintura escapular, posibles rotaciones o cambios de frente, sin peligro de
pérdida de equilibrio.

Pronto se arrodillan sosteniéndose, luego sin sostén, se desplazan de rodillas, se


ponen de pie sosteniéndose; se mantienen de pie sin sostén, aprendiendo más
tarde a ponerse de pie con soltura desde el suelo, sin sostenerse. Así llegan a
realizar los primeros pasos por su propia iniciativa para adquirir más adelante una
marcha segura.

El orden de aparición de las posturas y desplazamientos es el mismo en todos los


niños hasta el momento de reptar, luego depende de variaciones individuales. En
ocasiones puede suceder que el reptado dure muy poco tiempo, o,
excepcionalmente, que un niño no lo ejercite nunca.

Todas estas posturas adquiridas según las leyes del equilibrio antes mencionadas,
son intermediarias entre la horizontalidad y la verticalidad, asegurando la soltura,
armonía, riqueza de los matices, la plasticidad y funcionalidad de las posturas y
desplazamientos.

A partir de las primeras posibilidades de movimiento del recién nacido, las nuevas
posturas y desplazamientos aparecen regularmente unos después de otros, se
estructuran en una unidad orgánica y funcional, integrándose a los precedentes y
evolucionando progresivamente en secuencias encadenadas, siempre y cuando las
conductas del adulto y las condiciones del medio no interfieran en esta evolución,
sino que la favorezcan.

La edad de adquisición de cada una de las etapas, el tiempo de experimentación de


cada movimiento y el momento de su abandono o integración en pos de una
próxima etapa, varía dentro de límites muy amplios entre un niño y otro.

Estas posturas intermedias aseguran los pasajes armónicos de una a otra,


percibiendo el niño todas las partes activas de su cuerpo y su propia capacidad para
hacerlas funcionar en el momento más adecuado con una permanente
autorregulación. Esta percepción y autorregulación son esenciales en la
construcción del esquema corporal y para la eficacia de sus actos.

En conjunto, no hay correlación entre la calidad del movimiento y la precocidad de


adquisición de una postura, ni entre esta precocidad y la maduración cognitiva. Esta
última está mucho más ligada al desarrollo de la atención y de la coordinación visual
con la manipulación que a la maduración tónica del eje corporal.

Libre de realizarlos a su propio ritmo, los aprendizajes motores están en función de


la maduración neurológica y de sus capacidades de integración psíquica. El niño
seguro afectivamente va abordando los cambios, afrontando pequeños riesgos con
prudencia, con cuidado y sin colocarse realmente en peligro. El gesto autónomo y la
soltura del movimiento son indicadores importantes a la vez de su maduración
neurológica y psíquica.
#
# Quinto Organizador: Orden Simbólico

El conjunto de valores, creencias, saberes sociales y culturales del entorno, se


expresan y operan desde representaciones mentales de un orden simbólico que
incluye a cada sujeto en la familia y en la cultura. Las estructuras de filiación, de
pertenencia, de raigambre, los mitos, las leyendas, los relatos que hacen a la
historia familiar y comunitaria, la ley, la norma, el lugar, el posicionamiento como
objeto o como sujeto, los mandatos explícitos e implícitos, forman parte de esas
representaciones sociales que se interiorizan desde el inicio con una fuerte carga en
la subjetividad.

En relación con las creencias y saberes acerca de las formas concretas de crianza y
educación infantil, existe todo un corpus de opiniones, conocimientos, mitos,
supersticiones y valores que forman parte de cada cultura, grupo y clase social.

De estos orígenes habitualmente no se tiene conciencia, se consideran


generalmente naturales y no construcciones histórico-sociales, han sido parte de la
propia crianza y están implícitos en los productos e instituciones culturales y
sociales,.

El mundo que le llega al niño, cuando éste llega al mundo, es eminentemente social,
está socializado y es, por lo tanto, socializante.

Asignar un nombre a un recién nacido significa depositar en él imágenes, valores,


expectativas sobre condiciones personales y el destino del niño. Los cuidados, el
espacio y los objetos que se le ofrecen están cargados de representaciones
sociales.

Las diferencias individuales del desarrollo de los niños están sin duda ligadas a las
condiciones propias del sujeto y a su interrelación dialéctica entre todos estos
Organizadores. En una mutua determinación entre los factores, biológicos,
psicológicos, sociales, con el ritmo madurativo de cada sujeto, con el tiempo que
cada uno se toma para el descubrimiento, la ejercitación y la utilización instrumental
de múltiples aprendizajes se teje la trama de la personalidad. Estas diferencias
constituyen justamente la originalidad, la singularidad del proceso personal y por ello
son particularmente estructurantes.

Desde esta perspectiva el hecho de que en todo momento el bebé pueda


mantenerse activo, libre, con iniciativa, permite concebir que él puede resolver con
pertinencia las tareas que a su nivel se plantea, experimentando sus competencias
en la continuidad de su experiencia. Esto le ayuda a construir activa y sólidamente
su imagen corporal, base fundamental de la elaboración de la imagen de sí y del
sentimiento de unidad y consistencia de su Yo.

Existe evidencia de que los cuidados intra y extrauterinos no sólo afectan el número
de células cerebrales y las conexiones neuronales, sino todo el proceso de
maduración cerebral.

Los procesos de maduración se construyen y se concretan por interacción entre las


complejas potencialidades neurobiológicas y psicológicas actuales y las condiciones
del ambiente. No están en lo interno o lo externo sino justamente en la interrelación
entre ambos. Pero como bien sostiene H. Wallon: la maduración precede al
aprendizaje.

Esta concepción se articula perfectamente con las nociones de zona de desarrollo


próximo de L. Vygotsky, de competencias de J. Bruner y de medio de H. Wallon.
Nada puede aprenderse si el equipamiento neurobiológico, emocional, cognitivo y
social no está maduro.

Lo que se adquiere con una infraestructura inmadura son conductas fragmentadas,


deformadas, inseguras, precarias, disociadas, con efectos más o menos
inquietantes en el conjunto de la personalidad. Efectos que están directamente en
relación al nivel de inmadurez y a la tenacidad del forzamiento para desencadenar
una conducta supuestamente esperable, aún cuando la exigencia aparezca con una
gran seducción afectiva.

H. Wallon también explica que estimular una función aislada de la conducta global
en la que adaptativamente debería integrarse en un estadio del desarrollo, en lugar
de facilitarlo lo bloquea, confunde e intefiere en su construcción y autorregulación.
Un ejemplo evidente es la torpeza en la marcha de un niño que aun no tiene
suficiente maduración biológica, emocional, afectiva y/o cognitiva, para ello pero al
cual se lo ha estimulado para hacerlo, debiendo mantener precariamente un
equilibrio dinámico que no domina, con las consecuentes dificultades para regular la
conducta, las caídas, los golpes y los riesgos ante los que se enfrenta sin medios
para controlarlos, lo cual le provoca inseguridad en sí mismo, falta de confianza en
los propios recursos, una imagen de sí como ineficiente y torpe y agravada por la
exigencia de responder a un entorno que le demanda desempeños más allá de sus
posibilidades.

En definitiva toda estimulación tenaz de una función para la que el sujeto todavía no
está maduro implica una sobreexigencia que determina la necesaria utilización de
otros sistemas ya maduros pero no pertinentes para la acción que se quiere
provocar, y por lo tanto la distorsiona.
El placer de la madre por el placer de la acción del niño le devuelve el sentido y el
valor de la experiencia [...] Si el adulto mira al niño total y no sólo a una parte del
niño, el nivel de desarrollo de una aptitud particular, éste podrá actuar, en el camino
del conocimiento, sin experimentar el sentimiento de angustia de fragmentación a
partir de la cual se sentiría una sumatoria de funciones variadas antes que un todo
único. (L. Fatori, G. Benincasa, 1996)

Sin duda la concepción filosófica y ética respecto del hombre, de la sociedad y en


particular del niño como sujeto orienta toda investigacion científica, el marco teórico
y toda praxis. Desde allí planteamos los valores que presiden nuestra acción:
respeto, autonomía y seguridad

Respeto esencial por la persona, en este caso el niño, por su maduración


neuropsicológica, por su singularidad y por su derecho inalienable a ser protagonista
de su propio desarrollo, como ser activo, actor y no solamente actuado por otro.

Autonomía en desarrollo, como sujeto competente a su nivel, con iniciativas,


deseos, aptitudes y proyectos.

Seguridad afectiva, seguridad postural, confianza en sí mismo y en su entorno


humano y material.

Existe una oposición antagónica entre la concepción de desarrollo y de autonomìa


que aquí se sostienen basadas en la seguridad afectiva, en la dinámica del vínculo
de apego y su evolución progresiva, en el respeto por la maduración, la propia
iniciativa y la motricidad libre y otras concepciones que, con el pretexto de exquisitas
y tempranas competencias justifican la hiperestimulación, la manipulación del niño
como objeto entrenable y/o reparable.

La invasión y la sobrexigencia enmascaran, en realidad, a nuestro criterio, formas


sutiles de coacción y/o de abandono del niño, a partir de negarlo como sujeto o
ubicándolo en una relación de dependencia absoluta, sin permitirle que exprese su
potencial autonomía con tranquilidad y seguridad. Reflexión particularmente
importante cuando nos encontramos frente a niños en situación de riesgo
psicosocial o con serias perturbaciones bilógicas que afectan su desarrollo.

Inspirados en estos principios, para la elaboración de estrategias que aseguren las


mejores condiciones para el desarrollo de los niños, tenemos en cuenta que, como
dice Agnès Szanto, el tiempo de los bebés es infinito, el instante de malestar o de
sufrimiento es infinito como así también el de bienestar y el de alegría. Son las
vivencias que dejan huellas, que abren o cierran al mundo. Esto implica para los
adultos, la familia, los profesionales y la sociedad una gran responsabilidad y un
extraordinario desafío porque es en los más pequeños detalles de la vida cotidiana
que se concretan o naufragan las más bellas teorías.

Para quienes puedan acceder a la versión impresa se recomienda la lectura del


texto: La aventura dialógica de la infancia. Chokler, M. (2017). Ediciones Cinco,
Colección Fundari. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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