Meditación de La Naturaleza Humana
Meditación de La Naturaleza Humana
Meditación de La Naturaleza Humana
humana
1. LA AVENTURA DEL CONOCIMIENTO
Vivimos en una sociedad que no se caracteriza precisamente por prever las
consecuencias de aquellas actitudes, comportamientos, formas de pensar, etc., que
propicia desde su praxis habitual. Basta prestar atención a cualquier medio de
comunicación, cualquier día: nos escandalizamos por sucesos que acontecen entre
nosotros (la mayoría de ellos dignos de escándalo, por otra parte), sin que se llegue a
plantear de raíz el problema que les subyace.
Surge así a nuestro alrededor una actitud paradójica, cierta incoherencia de vida tanto de
carácter individual como colectivo, que nos enajena entretenidos en reducir nuestra
existencia a una suerte de viaje turístico por la vida, encerrados en una jaula de cristal de
barrotes de instantaneidad y sensiblería, modos encubiertos de hipocresía y
superficialidad.
Una sensación que puede haber experimentado cualquier persona que se dedique a la
filosofía, es la perplejidad que aflora cuando comenta ciertos temas con otras personas
no iniciadas en ella. Por lo general —o, por lo menos, esa es mi experiencia— no
acaban de comprender bien el asunto que se esté tratando —o, cuanto menos, cómo se
está tratando— por decirlo suavemente; quizá sea más exacto decir que te toman por un
poco ido.
¿Por qué digo esto? La cita con la que comienzo este comentario se puede leer
literalmente en la contraportada del libro citado, y creo que se erige en uno de esos
asuntos que, tratados desde fuera, pueden hacer que parezca una locura el ser filósofo.
¿De verdad que sólo somos un animal más? ¿Debemos considerarnos con el mismo
valor que el que pueda tener, no sé, una hormiga, un saltamontes, un atún, un
chimpancé…? ¿Es cierto que no somos nada más que una suerte de mecanismos que
operan en nuestro interior? ¿Todo lo que hacemos es fruto de una causalidad lógico-
matemática, biológica si se quiere?
Los autores parten de nuestra experiencia de libertad —que no puede sino recordarnos al
factum moral kantiano, al que ellos mismos hacen referencia— así como de la
experiencia de nuestra naturaleza.
Los que nos dedicamos a la filosofía somos conscientes de esa situación paradójica que
comentaba: es común que no seamos fácilmente comprendidos desde una perspectiva
cotidiana, ajena a esos debates en los que nosotros nos sentimos cómodos; pero también
es cierto que el quehacer filosófico —creo— no puede ir en contra de ese sano sentido
común que suele acompañar a la vida cotidiana, y al que tan cabalmente pienso que
apelan Alfredo Marcos y Moisés Pérez. Ahí habría que situar su punto de partida: un
sentido común de raigambre aristotélica, abierto al diálogo con otras tradiciones
contemporáneas. Consideración que es preciso matizar —a mi modo de ver— para no
caer en ninguna imprecisión.
Por un lado, no se debe pensar que dicho sentido común sea condición suficiente para
pensar filosóficamente,
entre otras cosas porque habría que definir previamente qué se entiende por él,
definición que hoy en día también es susceptible de debate; sí que estimo, sin embargo,
que por lo menos es condición necesaria.
Por el otro lado, tampoco sería correcto entender el sentido común según su acepción
corriente,
Hoy día, el deber primero y quizá único del filósofo es defender al hombre contra sí
mismo: defender al hombre contra esa extraordinaria tentación hacia la inhumanidad a
que tantos seres humanos han cedido casi sin darse cuenta de ello.
Seguramente Marcel no era consciente (o sí) de lo oportunas que iban a ser sus palabras
unas cuantas décadas después, cuando los peligros que acechan al hombre si bien son de
diverso tipo en su superficie, quizá en lo profundo no respondan sino a una misma
problemática, que tiene que ver con el hecho de que, «desde el punto de vista
intelectual, el ser humano se está enredando en una autocomprensión falaz» tal y como
comentan los autores al comienzo de su introducción.
3. LA NATURALEZA HUMANA
Tradicionalmente se ha asumido sin mayor trastorno que entre el ser humano y el resto
de la naturaleza había una diferencia esencial, diferencia que hoy en día está en
entredicho. ¿Podemos establecer un rasgo definitivamente diferenciador entre la especie
humana y el resto de seres que existen en nuestro planeta? Al parecer, tal posición
antropocéntrica fue derrumbada tras las teorías heliocéntrica y de la evolución, a partir
de las cuales —según algunos— el hombre ya no era merecedor del calificativo de
‘centro del universo’, pero… ¿ya está? ¿Ya no tiene importancia plantearse si existe o
no una diferencia cualitativa entre los seres humanos y los animales, tanto inferiores
como superiores? ¿No estaremos siendo injustos al denominar ‘inferiores’ a toda una
serie de animales ‘no humanos’?
Es más, si sólo somos materia evolucionada, ¿somos justos planteando una diferencia
entre los seres humanos y los entes pertenecientes al reino vegetal, e incluso con los
entes inanimados? Pero, ¿acaso importa algo? —se preguntan los autores— ¿le importa
al resto del universo lo que pensemos nosotros?
El universo posee más riqueza con la presencia del ser humano que sin ella.
A mi modo de ver, es razonable pensar —tal y como Alfredo Marcos y Moisés Pérez
sugieren— que el hecho de que el ser humano esté presente en el universo, por lo
menos, hace que éste sea siquiera un poco más rico. Es decir, el universo posee más
riqueza con la presencia del ser humano que sin ella; sin su presencia, el universo se
empobrecería, se oscurecería… siquiera un poco.
Pensar, pues, la posición del ser humano en él, no parece cuestión baladí. No sé si se
podrá argumentar una diferencia esencial entre nosotros y el resto de entes que existen
en el universo, pero, lo que sí parece que se pueda afirmar es que —hasta la fecha—
somos los únicos que nos estamos planteando esta cuestión.
El cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí.
A poco que nos detengamos en ella, nos daremos cuenta de que el filósofo de
Königsberg está hablando de una capacidad que es diferente de otras que también posee
el ser humano. Él distingue esas dos dimensiones en la persona: una dimensión natural y
otra dimensión estrictamente personal.
La primera se rige por leyes de la naturaleza, y puede ser compartida en mayor o menor
medida con otros entes: si nos lanzamos por un precipicio, caemos igual que cae una
piedra; necesitamos agua, igual que la puede necesitar una planta; sentimos miedo, igual
que un antílope huyendo de su depredador.
La segunda ya pertenece a un ámbito diverso, en el que entran en juego otras
capacidades que son ya específicamente humanas, y que él engloba alrededor del
ejercicio de la razón, la cual no se puede leer sino es a la luz de la libertad. ¿Deberíamos
pensar que esta sensibilidad, esta capacidad que posee el ser humano para admirarse,
por ejemplo, es del mismo orden que aquellas que se activan desde la dimensión
fisiológica u orgánica?
Parapetados tras una renuencia a cualquier referencia de carácter más o menos fuerte a
la realidad, se escuchan teorías acera de ‘lo humano’ que propician un resultado que
poco o nada tiene que ver, si lo pensamos bien, con lo que podamos ser ahora, aunque
sea contemplados desde un punto de vista meramente fáctico.
Estas teorías las agrupan Alfredo Marcos y Moisés Pérez en torno a dos claves: la pura
libertad, y la pura materialidad. Según la primera, lo característico de nuestra especie
sería la indeterminación, amparada por una existencia que puede hacer de sí misma lo
que se le antoje; pura voluntad que no tiene por qué atenerse a nada, tan sólo a sí misma.
Más actual me parece que es la segunda clave, o por lo menos su lectura tecnológica,
que hoy en día está tan en boga: según esta perspectiva, el ser humano no es más que
materia y, como tal, no puede sino atenerse a las leyes naturales (físicas, biológicas) que
rigen sus procesos, los cuales pueden ser sometidos a la práctica científica para ser
‘mejorados’ hacia límites insospechados, a lo visto.
Estos enfoques actuales pueden ser entendidos como reacción al planteamiento clásico
que tantos siglos ha estado vigente, y que a menudo ha sido caracterizado como
dogmático. Como es sabido, en él prima el enfoque ‘natural’ para dar fundamento ya no
sólo del ser humano, sino de todo lo que existe, de todo lo cual el ser humano formaría
también parte, con su especificidad propia (social, racional,…), pero al que le son
imputables de alguna manera las categorías universales de lo real.
por mucho que queramos extender sus respectivos ámbitos. Es pertinente entonces
añadir la riqueza de las matizaciones que han aportado las críticas y reflexiones tanto de
la modernidad como de la contemporaneidad, tarea que Alfredo Marcos y Moisés Pérez
han realizado, partiendo de un marco aristotélico-tomista, en diálogo con autores como
MacIntyre, Jonas, Ricoeur o Marías, con quienes dan entrada a categorías relacionadas
con nuestra dimensión corpórea o vital.
Pero una configuración que no pende únicamente de sí misma, sino de unas estructuras
constitutivas que son las que en definitiva propician su modo de ser (humano), y que
hay que considerar; porque no es que tengamos esas estructuras (físicas, fisiológicas,
etc.) sino que tales estructuras también forman parte de nuestra esencia.
Precisamente, para dar razón del modo de ser específicamente humano, el filósofo vasco
estimará oportuno añadir un modo de causación diverso, que denominará ‘causalidad
personal’, con la que pretende dar explicación a la funcionalidad propia de las
relaciones humanas que, a su juicio, no puede caber en el ámbito establecido por las
causas aristotélicas. Causalidad personal que —según pienso— muy bien puede ser
equiparada o extendida a una razón experiencial: «la razón no debe ser entendida como
una instancia desencarnada, sino como la sensatez y la prudencia que nace de la
experiencia vital» (p. 69).
(Infografía)
No todo vale, no todo da igual en lo que tiene que ver con nosotros —como muy claro
dejan los autores desde el principio—; no podemos hacer con nuestra especie lo que se
nos antoje, por mucho que se nos quiera agradar con un futuro prometeico, al cual, hoy
por hoy, y hasta donde un servidor sabe, nadie ha podido decir con cierto margen de
fiabilidad ni cómo va a ser, ni cuándo se alcanzará de modo efectivo; sí, se nos ha dicho
que ya queda poco, y que va a ser algo fantástico, un futuro sin enfermedades en el que
alcanzaremos la inmortalidad… y en el que seremos todos muy felices.
Quizá lo que ocurra sea todo lo contrario, y esa quimérica razón tecnológica se convierta
a la postre en una ‘razón cruel’ —tal y como nos comenta José Sanmartín en el volumen
de SCIO dedicado a su persona—, que lejos de buscar lo mejor para la humanidad, lo
que busque no sea sino la ¿salvación? de unos pocos; ¿quiénes?, no es difícil de
averiguar.
Quisiera destacar esta última invitación, para nada irrelevante. Porque la temática del
libro no es de aquellas a las que uno se pueda acercar desde la mera curiosidad
intelectual; su importancia —a mi juicio— no lo permite, más bien al contrario: exige
de cada uno involucrarse hasta el fondo, ahondar en lo que es su propia esencia, en
saber qué significa y qué repercusiones tiene ser humanos, el hecho de que seamos
como somos, identificando nuestra especificidad respecto a otros seres. No se trata de
un viaje turístico, sino de una aventura existencial en la que está en juego nuestra auto-
comprensión como individuos y como especie. Ésta y no otra es la oferta que se nos
hace desde las páginas de Meditación de la naturaleza humana: una reflexión sobre
nosotros, sobre nuestra naturaleza.
Pues bien, Alfredo Marcos y Moisés Pérez han dividido esta aventura en cinco grandes
etapas, denominadas como sigue: ‘humanos’, ‘entorno’, ‘animales’, ‘tecnociencia’ y
‘sentido’; cinco aspectos diferentes pero no inconexos, con los cuales intentan recoger la
amplia problemática abordada.
1ª etapa: ‘Humanos’
(Infografía)
En el primer bloque se analiza ese concepto el cual, si bien cuenta con una larga
tradición filosófica, hoy en día está en entredicho por no pocos pensadores: me refiero al
concepto de naturaleza humana. Alrededor de él los autores esbozan distintas teorías,
bien destacando nuestra especificidad, bien dialogando con las corrientes
contemporáneas que tratan de disolverla (Sloterdijk, Singer).
Contra las utopías transhumanistas, los autores reivindican nuestro carácter vulnerable y
dependiente, fieles a una tradición que trata de recuperar nuestra dimensión corpórea
como una nota más de la unidad psico-física que es nuestra personeidad. No se trata de
demonizar todo aquello que vaya en beneficio de nuestra especie, sino de reflexionar la
oportunidad de aquello que nos lleva más allá de nosotros mismos. «Se nos impone, así,
como filósofos, la tarea de ponderar los nuevos desarrollos tecnológicos, no en forma de
un conglomerado convergente, sino precisamente al contrario, uno por uno, caso por
caso» (p. 38). Porque —continúan— de lo que se trata no es de ejercer cualquier acción
libremente, sino de ponderar si favorece nuestra libertad… «incluso para deshacer
nuestra propia intervención».
2ª etapa: ‘Entorno’
3ª etapa: ‘Animales’
Todo lo que sea reconocimiento del valor de los vivientes y rechazo del sufrimiento es
positivo. Sin embargo, para poner de manifiesto el valor de los seres vivos y para
reducir el sufrimiento que les infringimos no es necesario suscribir las pretensiones
políticojurídicas del PGS [Proyecto Gran Simio], ni mucho menos sus supuestos
filosóficos. (pp. 195-196).
Nuestra proximidad genética con los grandes simios no puede ocultar nuestras grandes
diferencias, ello sin obviar los pasos que ha dado la etología, descubriendo aspectos de
los animales ciertamente asombrosos; el debate se sitúa en si estos aspectos son
suficientes para equipararnos cualitativamente, o no. Y en esto no hay acuerdo unánime
en la comunidad etológica; que los animales tengan un valor —como dice Adela Cortina
— no implica que posean una dignidad como la humana.
4ª etapa: ‘Tecnociencia’
El cuarto bloque gira en torno al diálogo con la tecnociencia, con aquellos que tratan de
reducir la humanidad a procesos mecánicos. Su punto de partida no puede ser más claro
e iluminador: «el ser humano simplemente no es una máquina» (p. XVII). No se trata de
denigrar cualquier avance científico, ni mucho menos, pero tampoco de hacer lo propio
con la especie humana en beneficio de aquél; no se trata ni de aceptar éticamente
cualquier avance científico por el hecho de ser científico, ni de recelar de lo que
provenga de las ciencias naturales.
Los autores se autodefinen como naturalistas moderados, entendiendo por ello que, si
bien es imprescindible para conocer bien al ser humano lo que nos puedan aportar las
ciencias naturales, no nos podemos quedar en ellas, pues hay otros muchos saberes ‘no
científicos’ que nos pueden aportar conocimiento relevante al respecto.
La técnica no sólo no es negativa, sino que puede considerarse como uno de los aspectos
originalmente propios del ser humano, allá en la prehistoria de los tiempos; lo que sí que
puede resultar negativo es un uso indiscriminado de la misma. Frente a esta idolatría de
la técnica, los autores proponen humanizarla, ponerla al servicio de los seres humanos, y
no al revés. ¿Puede esperarse un ejercicio ilimitado de la ciencia o es ésta, como ya
exigía Kant, un ejercicio de la razón que debía estar subordinado al uso práctico de la
misma? No hace falta decir la importancia de este debate en una época como la actual,
en la que el interés por las antropotecnias alcanza niveles nunca vistos; debate que
puede extenderse, por otro lado, hacia los límites de la ciencia en general.
5ª etapa: ‘Sentido’
Y esta singularidad creo que se puede articular cabalmente alrededor de nuestra relación
‘significativa’ con el universo, con la vida, con nosotros mismos. Gracias a ella
podemos ejercer una razón creativa, podemos imaginar, podemos fantasear, podemos
proyectar, podemos idear… y esto en todos los ámbitos: tanto en el científico, como en
el ético o estético, o en el espiritual.
Si se puede hablar del sentido de la vida, idea que articula este quinto bloque, es porque
previamente somos seres comprensivos, seres que se relacionan significativamente tanto
con su entorno como con ellos mismos, gracias a la toma de distancia que propicia el
carácter abierto de nuestra esencia.
Un libro atractivo
Ya para acabar, no quisiera dejar de destacar dos aspectos de este libro, que lo hacen
especialmente atractivo.
Por un lado, el amplio esfuerzo de los autores por exponer honesta y claramente el
marco en el que se sitúan en este complejo debate para, desde él, dialogar abierta y
francamente con otros enfoques y perspectivas, de todos los signos.
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Alfredo Esteve