Patris Corde
Patris Corde
Patris Corde
Padre amado
La grandeza de san José consiste en el hecho de que fue el esposo de María y el padre de Jesús. En cuanto
tal, «entró en el servicio de toda la economía de la encarnación», como dice san Juan Crisóstomo[7].
San Pablo VI observa que su paternidad se manifestó concretamente «al haber hecho de su vida un servicio,
un sacrificio al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al haber utilizado la
autoridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia, para hacer de ella un don total de sí mismo, de su
vida, de su trabajo; al haber convertido su vocación humana de amor doméstico en la oblación sobrehumana
de sí mismo, de su corazón y de toda capacidad en el amor puesto al servicio del Mesías nacido en su
casa»[8].
Por su papel en la historia de la salvación, san José es un padre que siempre ha sido amado por el pueblo
cristiano, como lo demuestra el hecho de que se le han dedicado numerosas iglesias en todo el mundo; que
muchos institutos religiosos, hermandades y grupos eclesiales se inspiran en su espiritualidad y llevan su
nombre; y que desde hace siglos se celebran en su honor diversas representaciones sagradas. Muchos santos
y santas le tuvieron una gran devoción, entre ellos Teresa de Ávila, quien lo tomó como abogado e intercesor,
encomendándose mucho a él y recibiendo todas las gracias que le pedía. Alentada por su experiencia, la santa
persuadía a otros para que le fueran devotos[9].
En todos los libros de oraciones se encuentra alguna oración a san José. Invocaciones particulares que le son
dirigidas todos los miércoles y especialmente durante todo el mes de marzo, tradicionalmente dedicado a
él[10].
La confianza del pueblo en san José se resume en la expresión “Ite ad Ioseph”, que hace referencia al tiempo
de hambruna en Egipto, cuando la gente le pedía pan al faraón y él les respondía: «Vayan donde José y hagan
lo que él les diga» (Gn 41,55). Se trataba de José el hijo de Jacob, a quien sus hermanos vendieron por
envidia (cf. Gn 37,11-28) y que —siguiendo el relato bíblico— se convirtió posteriormente en virrey de Egipto
(cf. Gn 41,41-44).
Como descendiente de David (cf. Mt 1,16.20), de cuya raíz debía brotar Jesús según la promesa hecha a David
por el profeta Natán (cf. 2 Sam 7), y como esposo de María de Nazaret, san José es la pieza que une el
Antiguo y el Nuevo Testamento.
2. Padre en la ternura
José vio a Jesús progresar día tras día «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres»
(Lc 2,52). Como hizo el Señor con Israel, así él “le enseñó a caminar, y lo tomaba en sus brazos: era para él
como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y se inclina hacia él para darle de comer” (cf. Os 11,3-4).
Jesús vio la ternura de Dios en José: «Como un padre siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternura
por quienes lo temen» (Sal 103,13).
En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel
es un Dios de ternura[11], que es bueno para todos y «su ternura alcanza a todas las criaturas» (Sal 145,9).
La historia de la salvación se cumple creyendo «contra toda esperanza» ( Rm 4,18) a través de nuestras
debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros,
cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo
que hace que san Pablo diga: «Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de
Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me
ha dicho: “¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad”» ( 2 Co 12,7-9).
Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con
intensa ternura[12].
El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con
ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que
hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad,
nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es
importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación,
teniendo una experiencia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad,
pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos
condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La Verdad siempre se nos presenta
como el Padre misericordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32): viene a nuestro encuentro, nos devuelve la
dignidad, nos pone nuevamente de pie, celebra con nosotros, porque «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la
vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 24).
También a través de la angustia de José pasa la voluntad de Dios, su historia, su proyecto. Así, José nos
enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de
nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no
debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo
bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia.
3. Padre en la obediencia
Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su plan de salvación, también a José le reveló sus designios
y lo hizo a través de sueños que, en la Biblia, como en todos los pueblos antiguos, eran considerados uno de
los medios por los que Dios manifestaba su voluntad[13].
José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María; no quería «denunciarla
públicamente»[14], pero decidió «romper su compromiso en secreto» (Mt 1,19). En el primer sueño el ángel lo
ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella
proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta fue inmediata: «Cuando José despertó del sueño, hizo lo
que el ángel del Señor le había mandado» ( Mt 1,24). Con la obediencia superó su drama y salvó a María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto;
quédate allí hasta que te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» ( Mt 2,13). José no dudó en
obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: «Se levantó, tomó de noche al niño
y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes» ( Mt 2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país. Y
cuando en un tercer sueño el mensajero divino, después de haberle informado que los que intentaban matar
al niño habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su madre y que volviera a
la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre
y entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21).
Pero durante el viaje de regreso, «al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre
Herodes, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es la cuarta vez que sucedió—, se retiró a la región de
Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret» ( Mt 2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató que José afrontó el largo e incómodo viaje de Nazaret a Belén, según
la ley del censo del emperador César Augusto, para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue precisamente
en esta circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el censo del Imperio, como todos los demás niños
(cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de resaltar que los padres de Jesús observaban todas las prescripciones
de la ley: los ritos de la circuncisión de Jesús, de la purificación de María después del parto, de la presentación
del primogénito a Dios (cf. 2,21-24)[15].
En cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en
Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia, enseñó a Jesús a ser sumiso a sus padres, según el mandamiento de
Dios (cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Jesús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha
voluntad se transformó en su alimento diario (cf. Jn 4,34). Incluso en el momento más difícil de su vida, que
fue en Getsemaní, prefirió hacer la voluntad del Padre y no la suya propia[16] y se hizo «obediente hasta la
muerte […] de cruz» (Flp 2,8). Por ello, el autor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús «aprendió
sufriendo a obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que José «ha sido llamado por Dios para servir directamente a la
persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud
de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente “ministro de la salvación”»[17].
4. Padre en la acogida
José acogió a María sin poner condiciones previas. Confió en las palabras del ángel. «La nobleza de su corazón
le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal
y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no
teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo
mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio»[18].
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a
menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por
más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no
nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos
prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta
acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo.
Parecen hacerse eco las ardientes palabras de Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse contra todo
el mal que le sucedía, respondió: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?»
(Jb 2,10).
La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la
carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo de David, no temas» ( Mt 1,20), parece repetirnos también a
nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado nuestra ira y decepción, y hacer espacio —sin
ninguna resignación mundana y con una fortaleza llena de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero está
allí. Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros
puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el
Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son
irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos
reprocha algo, Él «es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo» ( 1 Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa
irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace
que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» ( Rm 8,28). Y san
Agustín añade: «Aun lo que llamamos mal ( etiam illud quod malum dicitur)»[19]. En esta perspectiva general,
la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que
Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los
ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la responsabilidad en primera persona.
La acogida de José nos invita a acoger a los demás, sin exclusiones, tal como son, con preferencia por los
débiles, porque Dios elige lo que es débil (cf. 1 Co 1,27), es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas»
(Sal 68,6) y nos ordena amar al extranjero[20]. Deseo imaginar que Jesús tomó de las actitudes de José el
ejemplo para la parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).
Si la primera etapa de toda verdadera curación interior es acoger la propia historia, es decir, hacer espacio
dentro de nosotros mismos incluso para lo que no hemos elegido en nuestra vida, necesitamos añadir otra
característica importante: la valentía creativa. Esta surge especialmente cuando encontramos dificultades. De
hecho, cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos
ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en
cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener.
Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y
claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se
ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al
Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre, que cuando llegó a
Belén y no encontró un lugar donde María pudiera dar a luz, se instaló en un establo y lo arregló hasta
convertirlo en un lugar lo más acogedor posible para el Hijo de Dios que venía al mundo (cf. Lc 2,6-7). Ante el
peligro inminente de Herodes, que quería matar al Niño, José fue alertado una vez más en un sueño para
protegerlo, y en medio de la noche organizó la huida a Egipto (cf. Mt 2,13-14).
De una lectura superficial de estos relatos se tiene siempre la impresión de que el mundo esté a merced de los
fuertes y de los poderosos, pero la “buena noticia” del Evangelio consiste en mostrar cómo, a pesar de la
arrogancia y la violencia de los gobernantes terrenales, Dios siempre encuentra un camino para cumplir su
plan de salvación. Incluso nuestra vida parece a veces que está en manos de fuerzas superiores, pero el
Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante, con la condición de que tengamos la
misma valentía creativa del carpintero de Nazaret, que sabía transformar un problema en una oportunidad,
anteponiendo siempre la confianza en la Providencia.
Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino que confía en
nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar.
Es la misma valentía creativa que mostraron los amigos del paralítico que, para presentarlo a Jesús, lo bajaron
del techo (cf. Lc 5,17-26). La dificultad no detuvo la audacia y la obstinación de esos amigos. Ellos estaban
convencidos de que Jesús podía curar al enfermo y «como no pudieron introducirlo por causa de la multitud,
subieron a lo alto de la casa y lo hicieron bajar en la camilla a través de las tejas, y lo colocaron en medio de
la gente frente a Jesús. Jesús, al ver la fe de ellos, le dijo al paralítico: “¡Hombre, tus pecados quedan
perdonados!”» (vv. 19-20). Jesús reconoció la fe creativa con la que esos hombres trataron de traerle a su
amigo enfermo.
El Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto.
Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo.
No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo
que afrontar problemas concretos como todas las demás familias, como muchos de nuestros hermanos y
hermanas migrantes que incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el hambre. A este
respecto, creo que san José sea realmente un santo patrono especial para todos aquellos que tienen que dejar
su tierra a causa de la guerra, el odio, la persecución y la miseria.
Al final de cada relato en el que José es el protagonista, el Evangelio señala que él se levantó, tomó al Niño y
a su madre e hizo lo que Dios le había mandado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). De hecho, Jesús y María, su madre,
son el tesoro más preciado de nuestra fe[21].
En el plan de salvación no se puede separar al Hijo de la Madre, de aquella que «avanzó en la peregrinación
de la fe y mantuvo fielmente su unión con su Hijo hasta la cruz»[22].
Debemos preguntarnos siempre si estamos protegiendo con todas nuestras fuerzas a Jesús y María, que están
misteriosamente confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra custodia. El Hijo del
Todopoderoso viene al mundo asumiendo una condición de gran debilidad. Necesita de José para ser
defendido, protegido, cuidado, criado. Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María, que
encuentra en José no sólo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre velará por ella y por el Niño. En
este sentido, san José no puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la extensión del
Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en la maternidad de la Iglesia se manifiesta la maternidad
de María[23]. José, a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia, sigue amparando al Niño y a su madre, y
nosotros también, amando a la Iglesia, continuamos amando al Niño y a su madre.
Este Niño es el que dirá: «Les aseguro que siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). Así, cada persona necesitada, cada pobre, cada persona que
sufre, cada moribundo, cada extranjero, cada prisionero, cada enfermo son “el Niño” que José sigue
custodiando. Por eso se invoca a san José como protector de los indigentes, los necesitados, los exiliados, los
afligidos, los pobres, los moribundos. Y es por lo mismo que la Iglesia no puede dejar de amar a los más
pequeños, porque Jesús ha puesto en ellos su preferencia, se identifica personalmente con ellos. De José
debemos aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacramentos y la
caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de estas realidades está siempre el Niño y su madre.
6. Padre trabajador
Un aspecto que caracteriza a san José y que se ha destacado desde la época de la primera Encíclica social,
la Rerum novarum de León XIII, es su relación con el trabajo. San José era un carpintero que trabajaba
honestamente para asegurar el sustento de su familia. De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría
de lo que significa comer el pan que es fruto del propio trabajo.
En nuestra época actual, en la que el trabajo parece haber vuelto a representar una urgente cuestión social y
el desempleo alcanza a veces niveles impresionantes, aun en aquellas naciones en las que durante décadas se
ha experimentado un cierto bienestar, es necesario, con una conciencia renovada, comprender el significado
del trabajo que da dignidad y del que nuestro santo es un patrono ejemplar.
La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en
creador del mundo que nos rodea. La crisis de nuestro tiempo, que es una crisis económica, social, cultural y
espiritual, puede representar para todos un llamado a redescubrir el significado, la importancia y la necesidad
del trabajo para dar lugar a una nueva “normalidad” en la que nadie quede excluido. La obra de san José nos
recuerda que el mismo Dios hecho hombre no desdeñó el trabajo. La pérdida de trabajo que afecta a tantos
hermanos y hermanas, y que ha aumentado en los últimos tiempos debido a la pandemia de Covid-19, debe
ser un llamado a revisar nuestras prioridades. Imploremos a san José obrero para que encontremos caminos
que nos lleven a decir: ¡Ningún joven, ninguna persona, ninguna familia sin trabajo!
7. Padre en la sombra
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su libro La sombra del Padre[24], noveló la vida de san José. Con la
imagen evocadora de la sombra define la figura de José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial en la
tierra: lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos. Pensemos en aquello que
Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, donde viste cómo el Señor, tu Dios, te cuidaba como un padre cuida
a su hijo durante todo el camino» (Dt 1,31). Así José ejercitó la paternidad durante toda su vida[25].
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de
él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto
sentido ejercita la paternidad respecto a él.
En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en
día necesita padres. La amonestación dirigida por san Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán
tener diez mil instructores, pero padres no tienen muchos» ( 1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería
poder decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré para Cristo al anunciarles el Evangelio» ( ibíd.). Y a los
Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en
ustedes» (4,19).
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para
encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la
tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación
meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser
libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero
amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios
mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La
lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera
extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús
en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en
este hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su silencio persistente no contempla quejas, sino gestos
concretos de confianza. El mundo necesita padres, rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren
usar la posesión del otro para llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con autoritarismo,
servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con asistencialismo, fuerza con destrucción. Toda
vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el
sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida
matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica
del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de
expresar infelicidad, tristeza y frustración.
La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios.
Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un
padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que vive
plenamente su paternidad sólo cuando se ha hecho “inútil”, cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y
camina solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo que el Niño
no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado. Después de todo, eso es lo que Jesús
sugiere cuando dice: «No llamen “padre” a ninguno de ustedes en la tierra, pues uno solo es su Padre, el del
cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la condición de ejercer la paternidad, debemos recordar que nunca es un
ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior. En cierto sentido, todos nos
encontramos en la condición de José: sombra del único Padre celestial, que «hace salir el sol sobre malos y
buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» ( Mt 5,45); y sombra que sigue al Hijo.