Dixon Stephen - Calles Y Otros Relatos
Dixon Stephen - Calles Y Otros Relatos
Dixon Stephen - Calles Y Otros Relatos
Con procedimientos que lo emparentan tanto con Thomas Pynchon, como con
Georges Perec o Italo Calvino, y un humor irónico y filoso en la línea de Jerry Seinfeld o
Woody Allen, Dixon construye una prosa de estilo único para explorar, en fin, la vida
emocional de los hombres en tiempos terribles.
Rodrigo Fresán
UNO
Si estas líneas que estoy escribiendo fuesen un cuento de Stephen Dixon –en una
tercera persona de primera, una de esas terceras personas tan personales y que,
enseguida, hacen ver que ahí detrás, bajo ese él hay un yo– todo comenzaría con un
joven escritor.
Si estas líneas que estoy escribiendo fuesen un relato de Stephen Dixon, la trama
podría ir para cualquier parte y terminar en cualquier lado.
Pero todavía no: concentrémonos, mejor, en ese joven escritor y en esa librería y
en esa pila de libros donde, de pronto, destaca uno entre todos. El libro se titula Frog y
lleva ese confiable y tentador sello plateado donde se lee “National Book Award
Finalist”; y viene con frases elogiosas de los decanos Grace Paley e Irving Howe; y el
editor afirma en la solapa que “es el Finnegans Wake de esta generación”; y su autor es
un tal Stephen Dixon, del que el joven escritor no había oído nunca ni sabía nada. Y
permítaseme aclararlo: es muy raro que el joven escritor tal vez argentino jamás haya
oído algo de casi todo escritor norteamericano.
Y así fue el principio de una hermosa amistad, amistad que se mantiene hasta el
día en el que el ya no joven escritor argentino escribe estas líneas que irán al principio o
al final de un libro de Stephen Dixon.
DOS
Todo esto para decir –ahora en primera persona– que durante muchos,
demasiados años, me la pasé recomendando a Stephen Dixon a amigos y a editores.
Libros donde aparecía o reaparecía un tal Gould Bookbinder o donde seguíamos las
idas y vueltas de Hill y de Magna o –en I. y End of I.– asistíamos al modo en que las
ficciones se iban armando dentro de la cabeza de un Stephen Dixon de no-ficción o algo
así.
Y, con esa mezcla de alivio y angustia que provoca todo secreto hecho público,
me alegra que haya sido Eduardo Berti (amigo y editor) quien lo haga re/conocido para
el lector en castellano. Me alegra sobre todo porque Berti (también excelente escritor)
descubrió a Dixon por las suyas (no fue un amigo o un editor de esos a los que le
recomendé Stephen Dixon) y un día me llamó por teléfono y me preguntó si me
interesaba escribir unas palabras de entrada o de salida 4 a una selección de cuentos5 de
Stephen Dixon.6
TRES
Mi obra es insular, pero no creo que sea insular del modo en que lo son otras
obras. Mi obra también tiene estilo.
Supe cuál era mi estilo tres años después de comenzar a escribir. Comencé con
historias realistas que no tenían ninguna energía. Me dije a mí mismo que debía
cambiar, que eran muy estáticas. Todo estaba en su sitio. Y nada más. Se parecían tanto
a las de tantos otros. Así que sentí que tenía que soltarme y dejarme ir. Y lo hice. Y aquí
estoy.
Durante mucho tiempo, mi motivación para escribir pasaba por las chicas que
rompían conmigo. Portazo, me decían que me fuese al infierno, adiós y hasta nunca. Y
yo me quedaba ahí dentro, malhumorado. Entonces me decía: no te pongas mal; mejor
escribe un cuento sobre lo que te pasó. Así que me sentaba y sacaba una primera
versión del asunto. Y me quedaba contento porque había hecho algo bueno con todo
eso.
novia para que lo criticara. Y ella lo destruyó allí, delante de todos, se refirió a su
pene pequeño. Y él se puso de pie llorando y la llamó perra. Fue una locura. Entonces el
nuevo novio de la chica se puso a defenderla y los dos chicos cogieron pupitres para
arrojárselos por la cabeza y tuvimos que ir a mi despacho, todos, para aclarar la
situación.8
Otra de mis constantes es el miedo que uno siente por lo que pueda llegar a
pasarle a los hijos. Soy muy miedoso con eso.9 Soy muy neurótico. Y supongo que la
neurosis le da un cierto filo a todo escritor. Hay cierta verdad en ella. También la hay en
el ser ecuánime.
¿Por qué o para qué escribir? ¿Qué le diría a alguien que comienza en este oficio?
Que se escribe porque da placer. Yo escribo porque amo hacerlo. Siempre he sido
honesto acerca de lo mío. Jamás he pensado en lo que hago más de lo que corresponde
pensar en ello. Pero todos parecen repetir una y otra vez una frase: “Escribe sobre lo
que conoces”. No estoy de acuerdo. Hay que escribir sobre lo que no conoces. Y, de ese
modo, conocerlo.
Yo escribo sobre el acto sexual como es el acto sexual. No lo hago para excitar a
nadie con ello. Escribo sobre cómo sucede. Y es algo importante en mis ficciones. Igual
que el trabajo. Comencé a trabajar a los diez años y continué trabajando por medio
siglo. Escribo mucho sobre rupturas sentimentales porque tuve unas cuantas. También
unas cuantas reconciliaciones. ¿Qué puedo decir? Lo mío es la vida emocional. Y escribo
mucho sobre Nueva York porque es mi territorio. Nací, crecí, me eduqué aquí. También
sobre Baltimore y Maine, sitios en los que he vivido.
Y cada cosa que escribo arriba con su propio idioma y paso distintivos. El paso, el
ritmo, es parte tan importante de un cuento como lo es el argumento. Y el lenguaje es
parte de ese ritmo. Trabajan juntos. Al final, todo se reduce a las palabras. Las palabras
correctas. La unión correcta entre oraciones. El número correcto de sílabas en esas
oraciones. Nada debe destacar ni llamar particularmente la atención. Todo tiene que
trabajar al mismo tiempo, marcando el paso.
¿Enseñar a escribir? Lo que yo enseño pasa por analizar línea a línea, relato a
relato, palabra a palabra. Les digo a mis alumnos que no hay reglas. Pero deben
aprender a autoeditarse, a ser críticos feroces de sí mismos y a no conformarse con la
opción más fácil. Cuando escribes estás solo. Y desde un punto de vista práctico: nunca
permitas que un rechazo de un editor te aleje de la escritura si amas escribir. Y no
cambies ni una palabra de lo que consideras perfecto solo para que te lo publiquen.
No tengo una idea clara en cuanto a la evolución del cuento en el tiempo que
llevo escribiendo. De verdad, no pienso en ello. Yo solo escribo. Mi propia evolución
dentro del género podría ser algo interesante de discutir. Pero no lo haré yo.
¿Qué me gustaría leer en un cuento? Que sea claro y original e interesante. Algo
hecho de una manera que no se haya hecho antes y que esté tan bien hecho que ya no
haya que volver a hacerlo.
Otra vez, de nuevo: lo siento, no soy muy bueno para explicar lo que hago o
cómo lo hice. Me limito a hacerlo una y otra vez hasta que siento que la página está
perfecta o lo más perfecta a lo que yo puedo aspirar. Entonces, paso a la siguiente
página. Me han dicho que me pongo muy triste cuando escribo algo trágico y que me
río mucho cuando escribo algo divertido… A decir verdad, preferiría hablar sobre
música clásica y pintura clásica antes que hablar sobre escribir. A muchos de los
escritores que conozco, y no conozco a muchos, les gustan escritores que a mí no me
gustan… Tampoco me gusta leer en público mis libros… Tengo algunas ideas en cuanto
a mi obra y mi sitio en el canon; pero no revelaré lo que pienso. Tan solo me limito a
escribir lo mejor que puedo e intento no engañarme a mí mismo. Soy bueno con las
estadísticas, con las fechas, con los números. Pero no soy bueno en cuanto a la exégesis
de la obra de Stephen Dixon.
CUATRO
Aquí vamos:
Graduado del City College of New York (en Relaciones Internacionales, nunca
tomó ninguna clase que tenga algo que ver con la literatura).
George “The Paris Review” Plimpton rechazó uno de sus relatos con una carta
donde le informaba que “jamás será usted un escritor” (y, aun así, publicó dos de sus
cuentos).
CINCO
Qué es lo que hace Stephen Dixon, en cambio, es algo más difícil de precisar.
Podría decirse que lo suyo tiene raíces centroeuropeas (inolvidable aquel capítulo
de Frog en el que el protagonista Howard Tetch, de paso por Praga, se propone visitar la
tumba del autor de La metamorfosis).
Podría afirmarse también que conecta con ciertos modales posmodernos o hiper-
maxi-freak-realistas de William Gaddis (a quien Dixon destruye amorosamente en un
tramo de I.), William Gass o John Barth (quien ha manifestado su admiración por Dixon
en más de una ocasión) o Thomas Pynchon.
Se podría considerar a Dixon un pariente más o menos lejano/cercano de Italo
Calvino, Georges Perec, Julio Cortázar o Alain Robbe-Grillet.
O tal vez –como dijo alguien, refiriéndose al modo en que la digresión constante
de sus personajes muta a forma de acción– “una suerte de Bellow hip”.
De acuerdo con todo lo anterior; pero debo sumarle a todo ello un factor
imprescindible y definitivo: Stephen Dixon es, también, un comediante.
Y –sí, digámoslo, claro, por supuesto– ese nombre: Franz Kafka. 15 Franz Kafka
que –dicen los que allí estuvieron– se reía mucho, hasta las lágrimas, cuando leía en voz
alta sus ficciones, sí, kafkianas.
Dijo Stephen Dixon: “Necesito enseñar para poder vivir. Siempre tuve que luchar
a muerte para que me publiquen. Mis libros han sido publicados por doce editoriales
diferentes, si no más. Solo una de ellas hizo dinero conmigo. Y yo tuve que conseguir
todos y cada uno de esos contratos”.
No depende de ustedes que esto vaya a cambiar pero sí que se conviertan –
pronto, enseguida– en eufóricos recomendadores de Stephen Dixon.
SEIS
La isla es el tesoro.
2 Mientras retoco este prólogo, leo el nuevo Stephen Dixon. Novela. Gran título:
His Wife Leaves Him. Y trata exactamente de eso. De una esposa dejando –de muchas
maneras– a un marido. En vida y hasta que la muerte los separa.
3 Me entero que en Francia –¿dónde si no?– Interstate ha sido llevada al cine con
el título de Dissonances. Me entero, también, que hay otras dos películas francesas
basadas en Stephen Dixon con –¿dónde si no?– títulos que no tienen nada que ver con
los originales. En cualquier caso, a no quejarse, once libros de Stephen Dixon están
traducidos al francés. “No es que sea famoso en Francia; es que he sido traducido al
francés”, precisa, por las dudas, Stephen Dixon.
10 Stephen Dixon ha escrito Meyer, una de las mejores novelas sobre el bloqueo
de escritor. Condición que –cabe asegurarlo– no sufre ni sufrirá nunca.
14 J. Robert Lennon definió a Stephen Dixon como “el menos pretencioso escritor
vivo”. Podría decirse, además, que Stephen Dixon es, también, el menos pedante de los
vanguardistas. Es decir: Stephen Dixon es un romántico.
16 Recurso que, se sabe, para que salga bien o resulte señal de genialidad debe ser
más riguroso que libre y su flujo, conscientemente, debe estar perfectamente
delimitado. El caso de los ya mencionados, el caso de Stephen Dixon.
–Es un lindo día, como dices. Y supongo que Jane estará en casa, así que nos
vemos, Mac. Que estés bien.
–Tú también, Ruth, y dale mis saludos a Jane. O, mejor, mi amor. Aquí tienes,
dale mi amor –y escribí en la página de un anotador “mi amor”, arranqué la hoja y se la
di a Ruth y dije–: Dásela a Jane. Dile que se la envío con mi más profundo amor –y
escribí en otra hoja “mi más profundo amor” y se la di a Ruth–. Dile por favor que le
mando estos mensajes con todo mi amor, –y en una tercera hoja escribí “todo mi amor”
y se la di a Ruth–. Que pases un buen fin de semana –dije. Dijo: “Tú también”, y subió
por la escalinata y yo crucé la calle. Miré el departamento de Jane en el tercer piso.
Todas las persianas estaban levantadas. Las ventanas del dormitorio y el baño estaban
abiertas unos cuantos centímetros, la de la sala estaba cerrada. La lámpara de techo del
dormitorio estaba encendida, las de la sala y el baño estaban apagadas. Jane abrió la
ventana de la sala de par en par y se puso a regar las plantas. En eso se dio vuelta para
mirar adentro del departamento. Dejó la regadera entre dos macetas que estaban sobre
el alféizar y se retiró de la ventana. Probablemente fue a abrir la puerta. “Hola”, le diría
a Ruth mientras la invitaba a pasar. Ruth diría “hola” o “qué tal” y se darían un breve
abrazo o un beso en la mejilla o en el aire junto a la mejilla, pero no un beso y un abrazo.
Ruth se quitaría el abrigo y lo dejaría sobre la silla que se halla junto a la puerta, como
hacía siempre o al menos siempre que yo estaba presente, y Jane tomaría el abrigo de la
silla y lo colgaría en el placar que está frente a la puerta como hacía casi siempre que yo
estaba presente cuando Ruth dejaba su abrigo sobre la silla. Ruth le mencionaría que me
había visto y le mostraría a Jane las hojas. Jane las leería, frunciría el ceño, diría que esos
mensajes eran un indicio de lo que consideraba mi locura cada vez mayor en relación
con ella o quizá tan solo mi locura cada vez mayor. Diría que estaba harta de que yo
insistiera con verla cuando ella no quería. Que estaba indignada de que yo le dijera
cuánto la quería cuando ella ya no sentía por mí sino pena, y quizá ni siquiera eso.
Seguirían dale que dale con ese asunto. Ruth diría que yo me había comportado de
manera algo extraña abajo. Jane diría:
–Yo me la tomo de este modo: si viene de nuevo por aquí, voy a llamar a la
policía. No sé cuántas veces le dije en persona y por teléfono y una vez hasta por carta
que me deje tranquila. A esta altura cualquier persona normal y razonable lo habría
entendido. Mac no. No entiende porque no quiere entender. Es como un niño, quiere
tener lo que le han dicho muchísimas veces que no puede tener, incluso aunque le haga
daño. Y esa es una de las cosas por las que dejó de resultarme atractivo. Otra es que con
el tiempo simplemente dejé de tenerle cariño.
–Bueno, desde un principio yo nunca creí que fuera alguien bueno para ti.
Siempre se esforzaba tanto por caerme bien… Había algo muy pero muy raro en su
manera de comportarse –y no es que hablara demasiado o fuera inquieto–, algo que me
daba miedo o a veces me causaba rechazo.
–Quieres decirlo con tacto, aunque entiendo a qué te refieres. Como aquella vez…
–Pero dejemos de hablar de él: estoy harta. Hoy, ayer, la noche anterior. Siempre
llama o se aparece por aquí y la persona a la que menos quiero ver es a él. Hace media
hora, de hecho, llamó para decir que andaba por el barrio y yo dije: “En serio, Mac,
estoy muy ocupada. Estaré ocupada toda esta semana con los ensayos y las grabaciones
y por las noches con las clases de teatro y los ejercicios y esta noche y todo el día de
mañana con una amiga”, aunque no mencioné tu nombre.
–Eso es lo que Mac le dijo mientras subía las escaleras. La señora Roy, del
segundo, abrió la puerta y gritó que le dejara el paquete sobre el felpudo porque no
quería que se le metieran las cucarachas del supermercado en el departamento, pero
Mac dijo: “Disculpe, señora, debo de haberle tocado el timbre por error. Siempre
debería preguntar quién es antes de pulsar el botón del portero eléctrico. Es la mejor
manera que tienen de entrar los ladrones”, dijo, ya sabes, engatusándola, mientras
pasaba por delante de su departamento y seguía disculpándose por la molestia. Y ella
se puso nerviosa por sus buenos modales o vaya uno a saber por qué y dijo que qué
bueno era que la persona a la que ella había dejado entrar por error fuese un hombre
tan amable y educado. Entonces oigo que sube a mi piso y lo primero que me dice al
llegar es que quiere que nos vayamos a la cama”.
–Aquí mismo. Él… ¿Pero qué se supone que debo hacer con estas notas?
–Me parece que haría falta más agua para dos tazas.
–Es cierto. Así que primero lo dejé entrar. Tenía que evitar el escándalo que me
dijo que haría en el pasillo, e inmediatamente me agarra la mano y me dice: “Jane, lo he
estado pensando y he decidido que el remedio perfecto para todas nuestras dificultades
actuales es irnos directa y tranquilamente a la cama”. Dije: “Sí, claro, sí, gracias, lo que
tú digas, Mac”, pero él seguía aferrándome la mano y, cuando me la apretó aún más e
intentó llevarme al dormitorio, le dije: “Estás loco, Mac. Estás completamente chiflado”.
Tuve que sacar mi mano de entre las suyas de un tirón y acercarme a la ventana y
amenazarlo con pedir ayuda a gritos si no se iba. Me dijo que no me creía porque
pensaba que yo no querría tener problemas con el propietario, pero que por gentileza
hacia mí se iría. Pero, no bien sale, empieza a golpear y a tocar el timbre y a patear la
puerta para volver a entrar. Cuando me negué, se largó a llorar. Llanto enloquecido. Le
dije que fuera a llorar abajo, afuera del edificio, en cualquier parte salvo aquí, y dijo que
lo haría. Y, para cuando me quise acordar, tú estabas tocando el portero automático y
creí que era él y por eso no atendí rápido. Pero, cuando hablaste por el altavoz apenas
apreté el botón para escuchar signos de si era él o no, te dejé entrar. ¿Cómo te dio estas
notas?
–En la escalinata donde nos cruzamos. Las escribió una tras otra de un modo que
me pareció casi lógico e inteligente por la secuencia y el orden en que lo hizo. Pero, la
verdad, estar con alguien como él me daría mucho miedo.
–¿Qué harás?
–¿Con la regadera?
–Con él. Que está ahí gritando tu nombre. Que sigue ahí fuera.
–¿Ruth?
–Lo que quisiera decirte es que le digas a la policía que hay un maniático en la
calle diciendo nuestros nombres a viva voz.
–¿Señora Roy?
–No creo.
–¿Jane?
–¿Jane? ¿Podrías decirle a Ruth que le diga a la señora Roy que le diga a Ruth que
te diga que dejaste la regadera sobre el alféizar?
–Voy a llamar a la policía.
–¿Ruth?
–¿Ruth? ¿Podrías decirle a Jane que le diga a la señora Roy que te diga a ti que le
digas a Jane que dejó la regadera sobre el alféizar?
–¿Señora Roy?
–¿Señora Roy?
–¿Podría decirle a Ruth que le diga a Jane que le diga a usted que le diga a Ruth
que le diga a Jane que se dejó la regadera sobre el alféizar?
–Dice que la señora Roy debería decirle a mi amiga que me diga a mí que le diga
a la señora Roy que le diga a mi amiga que me diga a mí que dejé la regadera sobre el
alféizar… Porque yo estaba regando las plantas de afuera cuando sonó el timbre. No era
él esa vez sino mi amiga quien tocaba. Ya he dicho que es inofensivo en ese sentido.
Bueno, se lo dije entonces a mi amiga, pero recuerdo que a usted le dije que creo que el
señor Salm no me haría daño… Bueno, me acuerdo… Ruth. No veo por qué debería
decirle a usted su apellido. Si envía a alguien y ella sigue aquí, como promete, le dará su
nombre completo y su dirección como testigo… Disculpe, pero, ¿va a enviar a un oficial
o no…? Sí, esto es una queja… S-A-L-M. Yo… Gracias. Dijo que vendrá una patrulla
ahora mismo.
–Ahí estás, Jane. Supongo que la señora Roy finalmente le dijo a Ruth que te
dijera que le dijeras a la señora Roy que le dijera a Ruth que te dijera que la regadera
está sobre el alféizar.
¿Por qué no me marcho para no volver, como dice ella? Porque creo que, si
persisto con mis declaraciones de amor, ella volverá a quererme. Porque estuvo
enamorada de mí. Una vez me lo dijo. Dijo: “Estuve enamorada de ti, pero ya no”.
Nunca dijo: “Ahora estoy enamorada de ti”. Solo que había estado enamorada de mí.
¿Cuándo estuvo enamorada de mí? Una vez que íbamos en un autobús y se acurrucó en
mis brazos porque tenía sueño y frío y era tarde y no había calefacción en el autobús y
volvíamos de una cena en el norte de la ciudad. Y otra vez cuando queríamos llegar al
cine antes de que empezara la película y le propuse que corriéramos, así que
empezamos a correr, ella a mi lado, corría muy bien para ser una chica y me sonreía.
Estuvo enamorada de mí mientras corríamos, si eso es posible. Y nos tomamos de la
mano durante la película y cada tanto nos mirábamos a los ojos y nos besábamos
suavemente. Estuvo enamorada de mí entonces: al correr, al hacer la fila para la
película, cuando me abrazó, y dentro. Estuvo enamorada de mí en otra oportunidad,
cuando estábamos en el parque. Aquel primer domingo primaveral nos dormimos
sobre la hierba, a la sombra de un cornejo en flor y justo antes de dormirse ella estaba
recostada de espaldas con los brazos levantados y yo estaba medio inclinado sobre ella
y nos miramos sin sonreír y me sentí tan feliz que me brotó una lágrima y en vez de
enjugarla dejé que cayera sobre su cara porque pensé que enjugarla era un acto tan
superfluo como dejarla caer y entonces a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, que se
deslizaron hasta sus orejas y su cuello y la hierba, y nos besamos en los ojos. Estuvo
enamorada de mí entonces, aunque no lo dijo. Y otras veces, pero no ahora. Oigo
sirenas. “Me voy, Jane. Hasta luego, Ruth”. Pero las sirenas van tras otra persona. Los
transeúntes me miran. Me creen loco, borracho o alguna otra cosa. Pero, ¿por qué dejó
de quererme? Eso es lo que debería gritar si vuelvo a gritar algo. Pero ella ya me ha
dicho que no entiende bien por qué dejó de quererme. El sentimiento que le permitía
correr por la calle sonriéndome amorosamente ha desparecido, dijo anoche, cuando se
lo recordé con la esperanza de que volviera a despertársele el sentimiento. El
sentimiento que le permitía recostarse o dormir cómodamente a mi lado ha
desaparecido, dijo cuando le pedí medio en broma que fuera a la cama conmigo. Ese
sentimiento de querer hacer lo que sea conmigo ha desaparecido. El de hablar conmigo
ha desaparecido. El de querer hablar conmigo de por qué no quiere hablar conmigo ha
desaparecido. Todo ha desaparecido. No sabe por qué no ha sido así en mi caso, pero sí
en el suyo, y no hay nada más que hablar, dijo. Todo pasó, dijo. No llores, dijo. Dijo que
detesta verme llorar y que quizá se pondría a llorar si yo lloraba, dijo. Dijo ve a llorar a
otra parte. Dijo que sabe cómo me siento porque, si me ayuda en algo saberlo, una vez
estuvo muy enamorada de un hombre que dejó de amarla y ella sintió algo como lo que
yo debía de estar sintiendo y sabe que es una sensación horrible, pero se recuperó y yo
también lo haré. Lo sabe. “Tienes mucho amor para dar y ojalá lo que tuvimos hubiera
podido seguir su curso e incluso florecer, pero no fue eso lo que sucedió y el amor es lo
único en la vida que no puede forzarse”, dijo. “Al menos en mi caso”, dijo. Quería decir
en su opinión. Se acercaba una patrulla por la calle. “Ya no voy a molestarte”, le grité a
Jane. “Lamento lo ridículo que he sido con lo de la regadera y Ruth y la señora Roy y
has tenido razón todo el tiempo porque dijiste que, cuando los sentimientos
desaparecen, desaparecen, y que las cosas son así, de modo que adiós”, y empecé a
caminar hacia la esquina.
Bajaron dos policías de la patrulla. Uno me pidió que por favor me quedase
quieto, que me apoyara contra el auto con las manos sobre el capó y con las piernas
separadas para poder palparme de armas. Me palpó. Dijo que no tenía nada. Dijo que
alguien llamado Jane Room había presentado una queja en mi contra. Dije que sabía
todo acerca de la queja o, al menos, las razones que la ameritan y que ella tiene toda la
razón. “Sé muy bien que actué de manera muy poco cuerda y muy equivocada. Ya no
voy a molestarla. No sé cómo aclararle más este punto, salvo diciéndole que haré todo
lo que me indique que debo hacer. Iré a la comisaría sin problemas o me marcharé de la
cuadra en paz y nunca volveré a pisarla si no quieren que lo haga o no la pisaré por el
tiempo que me digan. Definitivamente, no la llamaré ni la contactaré de ninguna
manera ni una vez más. Lo juro”.
–Se acabó.
–Si pasa algo, nos veremos obligados a arrestarlo. Eso es, si la señorita Room no
retira la queja o si ella o alguien más se queja de nuevo a la policía en relación con este
asunto.
–Comprendo.
–Bien –dije.
En broma debería volver hasta la casa de Jane y gritar su nombre por última vez
o algo así. Decirle a Jane que le agradezca a la señora Roy por haberle dicho a Ruth que
le dijera a Jane que le dijera a la señora Roy que le dijera a Ruth que le dijera a Jane que
su regadera estaba sobre el alféizar. Al fin y al cabo, podría decir, la regadera hubiera
podido caerse y haber golpeado a alguien en la cabeza. Yo podría gritar que gracias a
nuestro esfuerzo conjunto de decirle a Jane que ahí estaba su regadera quizá le hayamos
salvado la vida a una persona o, al menos, la hayamos salvado de lastimarse, o como
mínimo hayamos salvado a Jane de que perdiera o estropeara su regadera. Yo se la
compré en una tienda de regalos japonesa la semana pasada. Pero, para cuando dejara
de gritar todas esas cosas, la policía habría vuelto, convocada por Jane o quizá por la
señora Roy. Sin duda, Ruth exigiría que Jane llamara a la policía o la llamaría ella
misma desoyendo las protestas de Jane. Me llevarían a la comisaría. Pasaría la noche en
la cárcel. Sería algo distinto. Me siento muy mal. Me duelen la cabeza y el estómago.
Aún no puedo aceptar que ya no estoy con Jane. Pasaré una noche horrenda a menos
que esté con ella o borracho como una cuba o encerrado en una celda en la comisaría y
no haré más que vomitar si me emborracho de nuevo y Jane no me dejará estar con ella
de nuevo. “Una vez que le cierro mi corazón a alguien que amé, se lo cierro para
siempre”, dijo.
Corrí por la avenida hasta la cuadra de Jane. Me aposté frente a su edificio. Todas
las luces de su departamento estaban encendidas. La persiana del baño estaba
levantada. Las ventanas del salón y del dormitorio estaban un poco abiertas. El cielo ya
no estaba claro, sino que oscurecía. “Jane”, grité, “¿le agradecerías a Ruth por decirle a
la señora Roy que le dijera a Ruth que le dijera a la señora Roy que le dijera a Ruth que
te dijera que la regadera estaba sobre el alféizar?”. La patrulla se acercaba por la calle.
Bajaron los mismos dos policías de antes. Parecían enojados. “¿Ruth? ¿Le agradecerías a
la señora Roy por decirte que le dijeras a Jane…?”, pero la policía me cayó encima antes
de que terminara. Uno me tomó por atrás. Me apretó la boca con el centro de su
cachiporra para que no pudiera apartarlo o morderle la mano. Después estuve boca
abajo en el suelo. Herb me apretaba la espalda con la rodilla y me tiraba los brazos hacia
atrás. Me esposaron. Me indicaron que me pusiera de pie cuando creyese que podía
ponerme de pie como un ciudadano pacífico y no antes porque, si lo hacía antes, me
iban a echar al suelo de un cachiporrazo. “Lo decimos en serio”, dijo Herb. “Tenemos
que hacer nuestro trabajo y a esta altura lo sabes”.
Dije que lo sabía y que estaba listo para ponerme de pie tal como querían que lo
hiciese. “¿Tranquila y silenciosamente?”, dijo Herb, y yo dije sí y me quitó la rodilla de
la espalda y me ayudó a pararme. Grité: “¿Jane?”.
El señor Randall gemía en el suelo. Mal tiro, mal tiro, pensó, intentó decir. La
nota que salió por la ventana, ¿cuál era? Ojalá no fuese la que le había escrito a su ex
mujer o a su madre.
–¿Por qué vas tan apurado? –le dijo un vecino al niño, agarrándolo del brazo
cuando pasó corriendo por el descanso del segundo piso.
–Alguien quiso matarme allí arriba: con una bala. Estaba sentado mirando las
palomas, sin meterme con nadie, cuando pum, disparan una bala, a centímetros de mis
ojos. Si hubiera estado sentado donde me siento siempre, ahora estaría muerto, se lo
juro.
–Ahí está –dijo el chico, señalando la bala a los pies de ambos–. No la toque. La
policía la querrá como prueba. –El hombre tomó la bala–. Le dije que no la tocara. Se
meterá en problemas. A la policía no le gusta que la gente meta mano en las pruebas.
–Por aquí, señor –le dijo Anna al detective del hotel cuando él salió del ascensor–.
Estaba en esta parte del pasillo cuando oí el disparo. –El detective dijo que corroboraría
su versión con algunos huéspedes de aquel piso, y llamó a la primera puerta de las
veinte que había en aquella ala del hotel.
–¿Sí? –dijo una voz masculina por la mirilla, y el detective se identificó, le dijo al
hombre que no era para preocuparse, pero que se preguntaba si había oído en los
últimos quince minutos algo que sonara como el disparo de un arma.
–¿Un arma? No, no desde el desayuno. No; para ser exactos, no desde unos pocos
segundos después de que el camarero me trajo el desayuno en su carrito. Le pegué un
tiro por traer tres huevos hervidos dos minutos en vez de dos huevos hervidos durante
tres, como le había pedido explícitamente.
Cabeza, dolor, ayuda, rápido, pensó Randall. Intentó gritar. Intentó arrastrarse.
Intentó alcanzar un pedazo de la lámpara rota para arrojarlo y hacerlo estallar de
manera que alguien oyera el ruido y viniera. Pero sus brazos y dedos se negaban a
moverse. Sus labios lo hicieron, pero de ellos no salió nada salvo sangre y dolor. Mejor
en un hospital. Mejor sedado. Cualquier cosa mejor que aquello, aquel dolor, aquel
dolor mortal.
–¿Quién dijo que no? –Abrió la puerta, la empujó unos centímetros, gritó–: Eh,
ma, ¿estás en casa? –aunque sabía que estaba, leyendo o dormida. Solo salía los viernes,
para hacer compras.
El viento se calmó y la nota flotó un rato sobre una calle transitada antes de
aterrizar en el capó de un auto estacionado. Una chica joven que iba del brazo de un
hombre dijo:
–Mira, Ron, acaba de caer un mensaje del cielo. –Hizo ademán de acercarse al
auto, pero el hombre, manteniendo el brazo trabado a la altura del codo y separando los
pies para afirmarse, la atrajo de nuevo hacia sí–. Déjame agarrarla –dijo ella–. Quizá nos
revele el lugar de una fortuna urbana secreta.
–De por vida: me gusta. –Ella lo besó en la boca–. Aunque también suena
horrible, como una condena. Veamos, por favor, qué dice.
–Bueno… ¿Por qué no vamos los dos hacia allí? –Se movieron de costado,
tomados del brazo, la mujer haciendo de guía, hasta que estuvieron lo bastante cerca
para que ella estirara la mano, pero entonces la nota voló de encima del capó.
–Esto se pone interesante –dijo ella, y esperaron a que pasara el tráfico para
cruzar la calle tras la nota.
–¿Qué pasa, mi amor? –dijo la madre del chico, saliendo del dormitorio–. Oh,
disculpe –y se dio vuelta rápido para abotonarse la bata de baño–. Me hubieras dicho
que tenías compañía, Warren.
El hombre pensaba y yo que siempre pensé que era chata y delgaducha, quién
sabe por qué. La vi en las escaleras quizá tres o cuatro veces en un año y siempre pensé
que tendría un cuerpo de muchacho e incluso parecía uno por su pelo corto y sus
zapatillas y pantalones. Pero, Dios mío, qué cuerpo.
–Algo por el estilo, señora Lang. Yo subía las escaleras cuando Warren bajaba a
las corridas, y le pregunté qué pasaba y me dijo lo mismo que le ha dicho a usted. Aquí
tiene –y abrió el puño y le mostró la bala.
–¿Está seguro de que no puso esa cosa allí a propósito? No habrás hecho eso, ¿no,
Warren?
–Bueno, por el susto que traía al bajar las escaleras, me inclino a creerle. Nadie
podría fingir tanto miedo, ni siquiera un actor. ¿Le parece que tendríamos que llamar a
la policía?
–Por Dios, qué vecindario. Chicos a los que se les dispara en las terrazas.
Comerciantes que alquilan perros de policía. Adictos, esos sucios adictos que hacen que
nos dé miedo volver caminando a nuestros propios hogares. ¿Está seguro de que es una
bala, señor… cómo se llama?
–Ya te lo he dicho, Loey: estamos unidos así para siempre, más allá de las
adversidades que enfrentemos. Déjame ver la carta.
–Te soltaré si me das un beso en la mejilla, otro donde se juntan mis cejas y uno
justo aquí –y se tocó los labios. Ella lo besó en los tres puntos.
–Ahora suéltame.
–No hasta que me des la carta. Porque olvidé mencionar tu peor desventaja: estás
unida de por vida a un mentiroso.
–En ese caso, no la leerá ninguno de los dos –y se metió la carta en el bolsillo del
abrigo.
–¿Hola? He dicho: ¿hola? Habla la señorita Vega, la operadora del hotel, ¿qué se
le ofrece? –Le indicó a la operadora sentada a su lado que se quitara los auriculares–.
¿Qué debo hacer? El de la 1403 respira muy fuerte en el auricular, pero no responde.
–Dile: “aguarde”, nada más. “Aguarde”, y después llama abajo y pregunta quién
está en la 1403. Y pregunta si el huésped tiene un perro o un gato, que también podrían
ser la razón del problema.
–Gracias, Andrea. Ojalá yo pueda serle igual de útil a la chica que me releve
cuando me vaya.
–La chica que te releve será una máquina, querida: una computadora con una
dulce voz grabada y un cerebro perfecto. ¿Por qué crees que dejo la profesión después
de tanto tiempo? No es solo porque, encerrada en esta jaula, una nunca conoce a nadie
más que al conserje, sino también por la sencilla razón de que este trabajo está en vías
de extinción. Para ti está bien porque solo necesitas un sueldo por un par de años, hasta
que tu marido te diga: “Tengamos un bebé”. Pero para mí, una trabajadora de toda la
vida –soy bien consciente de que el futuro no me depara una familia ni un hombre–,
esta profesión está agonizando muy rápido. Como la lapicera fuente. Como la profesión
de ascensorista.
–¿Un teléfono caído? –dijo la huésped del cuarto 1402–. ¿Desde cuándo la
administración tiene que enviar a un detective para que compruebe si a alguien se le ha
caído el teléfono?
–Leonard –gritó la mujer–. ¿Has oído algún ruido parecido a un disparo? ¿Algo
que no fuera el caño de escape de un auto o el efecto de sonido de un programa de
televisión?
–Sí –gritó Leonard a través de la puerta–. Desde aquí mismo, donde estoy
sentado. Pero no sabía qué pensar sobre algo así en esta ciudad, de modo que lo olvidé.
¿Por qué? ¿Alguien resultó herido?
–Vecino.
–Del edificio, aunque no veo qué importancia tiene. Cuando las preguntas son
tan personales, me da la impresión de que no tendría que haberme involucrado.
–Dijo que no tocáramos la bala –le dijo el señor Singerton a la señora Lang,
abriendo el puño y enseñándole la bala–. ¿Qué cree que harán cuando descubran que sí
la toqué?
–¿Con mis huellas encima? Además, si descubren que hice eso, me traerá incluso
más problemas.
–Bueno, no lo hagas, ¿me oyes? Ni lo pruebes. Toma los problemas que tengo con
la policía como un ejemplo de por qué no hacerlo.
–“Mamá querida” –leyó Loey–, “lamento la tristeza que pueda causarte el hecho
de que yo muera de este modo y el deshonor que le traiga a la familia, pero solo te pido
que procures no ponerte muy triste y comprenderme. Llevo más de un año pensando
en suicidarme. Intenté solucionar mis problemas de muchas maneras, pero todo lo que
hice siempre los empeoró, lo que como sabes no resulta muy difícil de creer en mi caso.
Después de que perdí el negocio, Sarah y los chicos se fueron y todo se me hizo
insoportable. Y después, todos los que se decían mis amigos también me abandonaron.
Habrán pensado que les pediría dinero o que me comportaría como un quejoso, ahora
que mi negocio y mi familia y…”. No puedo continuar –dijo Loey. Le dio la nota a Ron,
se echó a llorar. Él le soltó el brazo y dijo:
–¿En serio piensas que a alguien podría ocurrírsele una broma así?
–Sí.
–¿Escribiría una carta como esta y pondría toda esa información sobre una mujer
en el encabezado y después la tiraría por la ventana esperando que alguien a quien
nunca ha visto y a quien nunca verá, a menos que ahora nos esté mirando por esas
ventanas, encuentre la nota y piense que es de un verdadero suicida?
–No dije que estaba seguro de que fuera una broma. Lo único que dije es que
quizá siga pensando que lo es. –Leyó la nota–: “…como un quejoso”, etcétera, “los
niños”, punto. “No lo sé. Ya no soy capaz de explicar nada. Estoy enfermo. La culpa es
de mi enfermedad emocional. Lo siento, mamá. Te quiero. Detesto el dolor que voy a
causarte. Has sido la persona que más quise en mi vida. Por supuesto que quiero a
Greta y Zane, pero están en la otra punta del país y son demasiado chicos para
ayudarme. Esta nota es demasiado larga. Te quiero, mamá. Es una tontería, pero si
pudiera vivir lo haría más que nada para ahorrarte el dolor de mi muerte. Casi digo
‘para ayudarte a soportar el dolor de mi muerte’, y por eso antes dije que era ‘una
tontería’. Y ahora me estoy poniendo muy tonto para ser un suicida que escribe una
nota, además de que es muy larga. Mi amor por siempre. Tu hijo, que te quiere, Gene”.
–La nota es verdadera –dijo Ron–. Me siento muy mal por haber pensado que no
lo era. Creo que deberíamos llamar a la policía, porque la madre debería recibir la nota.
–En la 1403 se aloja un tal señor Eugene A. Randall –le dijo el recepcionista a la
operadora por teléfono–. Es una habitación doble y, aunque la alquila como tal, él está
solo.
–Bueno, siento entrometerme, señor Hire. Pero de la 1403 han estado llamándome
por un buen rato y, cuando digo “hola, ¿qué se le ofrece?”, todo lo que oigo son jadeos.
–Hola, ¿señor Randall? Habla de nuevo la señorita Vega, la operadora del hotel.
¿Ocurre algo? Repito: ¿ocurre algo? –Puso la llamada en espera y dijo–: Sigue ahí, señor
Hire, jadeando como antes. Soy nueva y no pretendo decirle cómo hacer su trabajo,
pero creo que ocurre algo.
El señor Hire discó el interno del detective del hotel, pero nadie respondió.
Consultó su cuaderno de números personales, llamó a la operadora y le dijo que
enviara un mensaje al bíper del detective Feuer diciéndole que contactara al señor Hire
en el interno 78 con motivo de un posible accidente en el hotel.
–¿Hola? –dijo la señorita Vega en su cabeza–. ¿Ocurre algo, 1403? Si ocurre algo,
dígalo. Diga “socorro” si no puede decir nada más. Si es usted el señor Randall y le
ocurre algo, no se preocupe, que alguien va en su ayuda. Estoy segura de que llegarán
de un momento a otro.
Alguien golpeó a la puerta, tocó el timbre.
–No sé –dijo una mujer–, nunca lo he visto. Cuando le traje las toallas, estaba en
el dormitorio. Cuando le traje vasos y hielo para el whisky, estaba en el baño. Eso sí,
dejó una buena propina las dos veces. Y hasta ahora nunca había hecho ningún ruido,
señor. –La puerta se abrió. Muchas piernas y medias y zapatos–. Dios mío –dijo la
mujer–. Ay, Dios mío –y salió gritando por el pasillo. Derribó a su paso el carro de la
limpieza. Se abrieron algunas puertas en el pasillo, algunas cabezas se asomaron a
mirar.
–¿Qué pasa con este hotel? –dijo un huésped–. ¡No podrían hacer más ruido! –y
dio un portazo.
–El doctor llegará en un momento, señor Randall –dijo un hombre que estaba de
rodillas a su lado–. Soy el gerente del hotel. Descanse. No hable.
–Lo sé, pero me puse un poco ansioso. Quería comprobar que el chico decía la
verdad. Ver si la bala estaba tibia, recién disparada.
–El sol, muchas cosas podrían haberla entibiado. Esperemos que no haya otra
oportunidad, pero tenga más cuidado, por favor. Por ahora, voy a hacer un informe y, si
nos enteramos de algo sobre un tiroteo por esta zona a la hora que mencionó Warren,
entonces puede que su llamada sea de utilidad. –Se levantó–. Gracias por el café, señora
Lang.
–No, olvidé que se suponía que no tenía que decir nada en cuanto a que se
suponía que no tenía que decirle que le dije a él que no tocara la bala en la terraza. Que
constituía una prueba.
Ron alcanzó a Loey en un café. Estaba sentada en el mostrador comiendo con una
cucharita la crema de un chocolate caliente. Se sentó al lado de ella, le mostró un
puñado de pedazos de la nota.
–Creo que los atrapé todos. Y sigo pensando que su madre debería recibirla.
–Ni yo ni ella, quizá nadie. No estamos seguros. ¿Tiene un teléfono desde el que
podamos llamar a la policía?
–Pase por la puerta trasera al vestíbulo del hotel. Allí tienen varios, todos
vigilados. Los nuestros han sido destrozados.
–1403. Un hombre de lo más amable. No lo he visto una sola vez en los dos días
que lleva aquí, pero me dejó buenas propinas las dos veces que fui a su habitación. Una
vez, por toallas extra. Me gritó desde el dormitorio que le gustaba mucho darse baños.
Y una segunda vez, por vasos y hielo para el whisky. Y otra vez más, ahora que lo
pienso. ¿Qué fue? Llamó al servicio para pedir dos almohadas de plumas, nada de
gomaespuma, y me dejó una propina también por eso. Dejó el dinero justo donde
estaban los vasos de whisky usados.
–Eso es algo que siempre me ha dado curiosidad. Porque no veo cómo hacen
ustedes mientras limpian para saber con seguridad si el cambio que está por ahí tirado
es para ustedes o ha quedado en ese lugar por descuido.
–No lo sabemos. Pero, si una quiere ganar lo suficiente en este trabajo, tiene que
suponer que el cambio le pertenece, salvo si está en la cama o sobre la cómoda, con las
demás cosas del huésped. Es decir, si hay solo una pila de monedas y no es mucho más
que, digamos, un dólar por día, sino entre cincuenta centavos y un dólar. Pero, si hay
peniques sueltos entre las monedas, entre uno y cuatro, pero no cinco ni diez exactos,
no las agarramos. En ese caso, una piensa que están por descuido porque nadie deja
peniques sueltos de propina.
–¿Tenía algo pensado para la cena esta noche? –dijo el señor Singerton.
–¿Le gustaría salir a cenar? Puede parecerle extraño por cómo comenzó todo,
aunque ya nos hemos cruzado en las escaleras.
–Trabajar en casa y que me paguen bien por ello es lo que más me gustaría hacer.
Pero no sé escribir nada excepto cartas. Y un diario que vengo llevando de a ratos desde
que nació Warren.
–Para mí, lo peor de los diarios íntimos de los demás es que no puedo leerlos. Soy
un curioso nato.
–Probablemente por eso recogió la bala cuando Warren le dijo que no lo hiciera.
–¿Aun así quiere salir a cenar? –dijo el señor Singerton–. Puedo pasar a buscarla a
las seis.
–No hace falta –dijo ella–. Si yo viviera debajo de usted, entendería que viniera a
mi puerta, pero no cuando estoy un piso arriba. Bajaré a tocarle el timbre cuando esté
lista.
–Hasta donde sabemos, estaba vivo –dijo el detective–. Quédese allí y enviaré a
un efectivo a buscar la nota.
–Sigue vivo –le dijo Ron a Loey–. Se disparó en la cabeza. ¿Qué clase de arma
habrá usado?
Ella le arrebató casi todos los pedazos de la nota que Ron había recogido y salió
corriendo del café. Ron la persiguió, gritándole:
–¿Estás loca? ¿Quieres que nos metan presos a los dos? Los policías tienen mi
nombre. Vienen a buscar la nota. Devuélvemela, maldita sea –pero ella subió a un taxi y
arrojó los pedazos por la ventanilla, uno por uno, a medida que el auto se alejaba.
–Lo sabía. La respiración no era normal. No sonaba a sueño o sexo o perros, gatos
o lo que fuere. Sonaba como alguien que se estaba muriendo –e imitó los sonidos que
había oído por teléfono–. Así.
–A mí me sigue sonando a sexo –dijo Andrea. Llamó al servicio del piso catorce y
atendió Anna–. Anna, habla Andrea. El señor Hire quiere que vayas a la habitación 1403
y la limpies. Lamento decirte que hubo allí un suicidio, querida. –Anna colgó. Andrea
volvió a llamar–. Anna, ¿te has puesto mal por lo que te conté? Verás, el señor Hire
quiere que limpien la habitación de inmediato. Trató de hablar contigo, pero no
respondía nadie. Vendrá la policía, así que quiere que hagas lo mejor posible y limpies
donde te indiquen. El catorce es tu piso, ¿no?
Y la carta a su amigo: “Le hice saber a Sarah que puede disponer de todo lo que
poseo como quiera, inclusive del efectivo, las acciones, las pólizas y las posesiones del
departamento. Mi banco es el City Central. No recuerdo los números de mi caja de
ahorro ni de mi cuenta corriente, pero estoy seguro de que un funcionario del banco
será capaz de dárselos sin problema. Los ahorros ascienden a 150 dólares, en la cuenta
corriente puede que haya el doble. He descuidado mis resúmenes de cuenta esta última
semana, pero estoy seguro de que esa suma (300 dólares) se aproxima bastante. El auto
quedó pagado hace dos meses y tiene un valor de 425 dólares. Está en el
estacionamiento del hotel, fila L, espacio 16. El hotel, como probablemente sepas, es el
Continental. Supongo que la presente te convierte en testamentario de mi vasta
herencia. Perdón por el peso de la responsabilidad, Harris. Les deseo lo mejor a ti, a
Whitney y a los niños. Las cosas iban bien y no eran muy complicadas cuando me iba
bien, pero creo que tú eres la última persona que me pediría o incluso desearía una
explicación, ¿cierto? Lo mejor por nuestros muchos años de amistad y mi
arrepentimiento por habernos peleado recientemente. Gene”.
–La habitación es toda suya, señora –dijo uno de los policías, y salieron.
–¿Por qué a mí? –dijo Anna en la habitación vacía–. Justo a mí. ¿Por qué no a la
camarera del doce, por ejemplo? ¿Por qué no podían pedirle que viniera a encargarse
del trabajo en vez de pedírselo a la única camarera que vio a ese pobre hombre? El tonto
ese. ¿Cómo va a dispararse así? Causarles a todos los que vienen después tantos
problemas y penas y trabajo extra. Como el de limpiar lo que hizo. Siempre tengo que
limpiar lo que dejan los que son como él. Nunca antes un suicida. Gracias a Dios, nunca
hubo uno en este piso. Y disparar por la ventana, cosa que no tiene sentido. Es una
locura.
–¿Podría enviar a un vidriero para que instale una ventana nueva en la 1403? Lo
más rápido posible, por favor.
–No.
–Crémenlo.
–Dónenlo a la ciencia.
–Dénmelos.
Llega el ascensor.
–¡Doctora, doctora! –le grita él a una médica que examina unos expedientes en el
puesto de enfermería. La doctora se pone de pie.
–¿Qué pasa, enfermero? –dice. La puerta del ascensor se cierra. Se abre en varios
pisos antes de llegar al hall de entrada. Me dirijo al exterior. Hay un guardia de
seguridad sentado junto a la puerta giratoria. Parece un policía común y corriente, salvo
por el pelo, que le llega hasta debajo de los hombros; además, tiene barba. No es el caso
de la mayoría de los policías, quizá de ninguno. Recibe un llamado en su walkie-talkie
mientras me meto en uno de los cuadrantes de la puerta giratoria.
–Laslo –le dice al aparato. Ya estoy fuera–. Eh, usted –dice. Me doy vuelta. El
hombre asiente y me señala y me indica con gestos que vuelva. Cruzo la avenida en
dirección a la parada de autobuses. Él sale y se mete el walkie-talkie en el bolsillo trasero
y se me acerca mientras espero el autobús.
–Tarde. Está muerta. Estoy solo. Le besé las manos. Que se queden con el cuerpo.
Quiero alejarme de aquí lo más posible.
–No puede. Estamos en la vía pública. Hace falta un policía municipal para
escoltarme de vuelta al hospital y aun en ese caso no estoy seguro de que tenga derecho
a hacerlo.
Llega el autobús. Se abre la puerta. Tengo el importe exacto. Subo y pongo las
monedas en la máquina.
–No lleve a este hombre –le dice el guardia al conductor–. Le han pedido que
vuelva al hospital. Un asunto relacionado con su mujer, que es o era una paciente,
aunque no sé por qué razón exacta lo necesitan.
–No he hecho nada –le digo al conductor, y me siento en el fondo del autobús.
Una mujer sentada delante de mí dice:
–Mire –le dice el conductor al guardia–, si no tiene cargos o una orden judicial
contra este hombre, creo que mejor me voy.
–Sí –digo, impostando la voz para que piensen que no soy yo, sino otro pasajero–,
tengo un compromiso importante y llevo diez minutos de retraso porque usted conduce
como una tortuga y se entretiene por el camino.
–Suba o quédese abajo, compañero, pero, a menos que consiga algún tipo de
autoridad oficial para detener el autobús, tengo que terminar el recorrido.
–Voy a tener que quedarme con usted y reportarme, si no le molesta –me dice.
Toca un botón de su walkie-talkie y dice:
–Aquí Laslo.
–En un autobús.
–Estoy con el hombre que me pidieron que interceptara en la puerta. Es que logró
pasar la puerta. Intenté detenerlo afuera, pero dice que para eso hace falta un oficial de
policía porque está en la vía pública.
–Es lo que pensé. Así que traté de convencerlo de que volviera. Se negó. Dijo que
besó las manos de una mujer y que podemos quedarnos con el cuerpo. No sé a qué se
refiere, pero quería transmitirlo todo antes de alejarme demasiado y que perdamos
contacto por radio. Se subió a este autobús. El conductor entendía mi pedido de no
arrancar, pero dijo que sería ilegal ayudarme a atrapar al hombre y que además él debía
completar el recorrido. Así que subí al autobús y ahora estoy sentado junto al hombre y
bajaré en la próxima parada si eso es lo que quieren que haga. La verdad, no sabía cuál
era la mejor forma de cumplir mis órdenes en esta situación, así que decidí quedarme
con él hasta recibir instrucciones.
–Hiciste lo correcto. Déjame hablar con él.
–Hola –digo.
–No.
–Si cree que será una experiencia emocional muy dura regresar, ¿podríamos
encontrarnos en otro lugar donde pueda firmar?
–Hagan lo que quieran con el cuerpo. No quiero saber nada de ella nunca más.
No volveré a pronunciar su nombre. No regresaré a nuestro departamento. Dejaré que
nuestro auto se pudra en la calle hasta que se lo lleve la grúa. Este reloj. Me lo compró
ella y hasta lo usó unas cuantas veces. –Lo arrojo por la ventana.
–Estas ropas. Ella compró algunas, las remendó todas. –Me quito el saco, la
corbata, la camisa y los pantalones y los tiro por la ventana.
–Estos calzoncillos me los compré ayer –le digo al guardia–. Me hacían falta unos
nuevos. Ella nunca los tocó, así que no me importa dejármelos puestos. Pero los zapatos
no los quiero. Ella incluso les puso los tacos con un aparato de zapatería que compró de
segunda mano.–Me quito los zapatos y los lanzo por la ventana.
–Pero, ¿las compró ella? Creo que me las regaló para mi cumpleaños de hace dos
años, cuando me dio una canasta de picnic que contenía una docena y pico de medias
de colores distintos. Sí, estas son de aquellas –y me las quito y las arrojo por la
ventana–. Por eso intenté y aún tengo que irme de la ciudad lo antes posible.
–¿Has oído? –dice Laslo frente a su walkie-talkie, y el hombre al otro lado dice:
–Verá –digo en el walkie-talkie–, pasamos muchos años juntos aquí mi mujer y yo,
toda nuestra vida de adultos. Estas calles. Aquel puente. Aquellos edificios. –Escupo
por la ventana–. Puede que hasta este autobús. Tomábamos muy a menudo esta línea. –
Trato de arrancar el asiento de adelante, pero no se mueve. Laslo me pone las esposas
en las muñecas–. Esta vida –digo, y me rompo la cabeza contra la ventanilla.
–Si sigue interesado en donar el cuerpo de su mujer –dice–, nos gustaría resolver
el asunto mientras aún haya tiempo para que sus órganos sean usados por algunos de
los pacientes que están arriba.
–No, no quiero que nadie ande caminando por ahí con partes de mi mujer para
que me lo cruce y quizá las reconozca el día menos pensado –digo, pero él me toma la
mano con la que escribo y guía mi firma.
Y uno detrás del otro. Ayer alguien que se tira desde un décimo piso. Un
paciente. No mío, pero ¿por qué habrá saltado? Me enteré de que tenía un cáncer
incurable. ¿Quién se lo dijo? La pregunta es por qué se lo dijeron. Pero lo hicieron.
Bueno, olvidemos el error. Se arrojó al vacío. Se puso una bata para no enfriarse. Muy
metódico el hombre. Dos notas con instrucciones cuidadosamente ordenadas. No hagan
esto, hagan aquello. Es una estupidez decírselo al paciente, por más que ya no pueda
hacerse nada por él y él no tenga adónde ir. Subió del tercero al décimo piso
caminando, así que al menos le quedaban fuerzas para eso. Pero puede que le haya
tomado dos horas, lo que incluso dejaría al hospital peor parado. Un visitante dijo que
lo vio rebotar mientras ponía una ficha en el parquímetro. Se elevó casi un metro en el
aire y después se quedó, por supuesto, quieto. Y ahora otro. Aunque quizá yo haría lo
mismo. ¿Quedarse sin una pierna a la altura de la cadera? Sin grandes probabilidades
de recuperarse de la cirugía, con diabetes, arteriosclerosis, setenta y cinco años y para
colmo con párkinson. Hice cuanto pude con las muñecas. La enfermera estuvo muy
bien. El hombre sonreía todo el tiempo. Quizá fuese un síntoma de su desorden
neurológico. Por fin, repetía sin parar. ¿Por fin qué?, dije al cabo, aunque tal vez la
repetición fuera producto del párkinson. Su esposa se puso tan histérica que tuvimos
que sostenerla por la fuerza para administrarle un sedante. No nos correspondía
hacerlo, dado que ella no es una paciente y naturalmente no ha firmado ninguna
autorización, pero se lo tomó muy bien. Qué día. Qué día. Dios nos libre de la ironía de
que otro paciente intente matarse. Ironía no es lo que quiero decir. Tampoco
coincidencia. Me refiero a la conjunción de hechos azarosos y a que Dios nos libre de
que ocurran de a tres.
Era un hombre muy calmo. Bueno, sigue siéndolo. Ni una vez usó el timbre. Ni
siquiera cuando correspondía. Así que se hacía encima. Al principio me enojaba con él.
Le preguntaba por qué no llamaba para pedir la chata. Decía que sabía que estábamos
ocupadas. Se creía capaz de aguantarse hasta que fuéramos por nuestra cuenta. Así de
atento era. Es terrible. Cuando una trabaja aquí, se endurece frente a esta gente. Porque
es gente común y corriente, pese a todo el dinero que tienen. A la que hay que lavar y
cuidar, pero no tener presentes. Si no, los consideras animales de la peor calaña. Que
ensucian su propio nido. Los he visto hacerlo y jugar con eso en los zoológicos. Gorilas.
Animales que se paran así, con inteligencia. Pero él era diferente. Un hombre muy
bueno. De nuevo hablo de él como si hubiese muerto. Quizá sea el caso. Quizá el oscuro
espíritu de la muerte trate de darme noticias. Que provienen de él o del hospital en
general. Lo llevaron a terapia intensiva. Donde oí decir que no tenía esperanzas. Fue
aquí mismo. Pinchazo tras pinchazo. Bien hondo, para colmo. Nada de amenazas. De
denme esto o haré aquello. Por cierto que no. Odio las escenas como la que se produjo
con su mujer. Llegué justo después de que ella lo descubriera. Cumplo con lo que haga
falta. Limpiar las dentaduras postizas más mugrientas o el cuerpo de los peores
vejestorios. Lidiar con las heridas o los olores más desagradables. Lo que sea. Todo. Que
vomiten los intestinos. Eso es cambio chico para nosotras. Basureras de basura humana.
Pero no soporto el espectáculo de alguien llorando por sus allegados o por los muertos.
Me atraganto yo también. Lo peor es el final. No somos todas duras e insensibles.
Fuman cigarrillos en sus habitaciones. No deberían permitir que los parientes entren en
los hospitales. No, digo tonterías. En realidad, pueden resultar de gran ayuda. Poner
mucho de su parte para hacer lo que nosotras no podemos. ¿Y si hiciera una lista de los
pacientes que mejor me han caído…? Su nombre figuraría entre los diez primeros.
Cuarto. A lo mejor tercero. Los tres primeros me recordaron en sus testamentos. Pero él
estaba de muy buen ánimo hasta que se enteró. Y en parte fue culpa nuestra.
Tendríamos que haber sido más cuidadosas con las vendas. Hasta los broches se le
clavaron en la piel. Pero, si los doctores no tuvieron cuidado, ¿por qué se esperaría que
nosotras lo tuviéramos? Pero nunca nos culpó. Qué más dan los testamentos. Primero.
Ahí, en la cima, segundo o primero. Dijo que así es el destino. No es que haya un plan,
sino accidentes. Me lo dijo en la cara. Y no solo para dejarme contenta. Llamaré a
terapia intensiva para ver cómo anda. Iba a decir que me muero si me dicen que murió.
Así que el viejo fue y lo hizo. Diría que fue casi un acto de coraje. Y no me mires
de esa manera. ¿Sabes lo difícil que es cortarse las venas? No es que no me alegre de
que no lo sepas, aunque una vez intenté matarme. Y de peor manera que cortándome
las venas, creo, aunque no pongas esa cara de miedo. No lo intentaría de nuevo.
Aunque no sé por qué digo con tanta seguridad que no, aunque claro que no tengo
planes de hacerlo ahora. Me arrojé bajo un subterráneo. Que estaba en movimiento. Más
que en movimiento, iba casi a la velocidad máxima, por eso mismo lo elegí, aunque no
sé por qué. Lo que quiero decir es que no sé por qué lo intenté. Tenía dieciocho años. Un
joven muy taciturno, muy depresivo. Me parecía que nada andaba bien o solo podía
andar mal, aunque, ¿cómo podía estar tan seguro a esa edad? Además, tenía un caso
incipiente de acné tardío y el primer centímetro de calvicie prematura, pero me sentía
muy decidido. Caí entre los rieles. ¿No me crees? La idea era salirle al paso al tren
cuando apareciera por el túnel al principio del andén, pero debo de haber saltado
demasiado pronto. Nunca lo sabré con seguridad, aunque obviamente nadie me
empujó. Todo lo que conseguí con mi intento fue tener que dar muchas explicaciones
sobre mi ropa rota y esta cicatriz que me hice en la mejilla con el vidrio molido que
había entre los rieles. Y la imagen perdurable de estar debajo de un tren que pasa a
noventa por hora. Estrrrruendo. Poteeeencia. Pero él tendría que haber esperado hasta
la tarde si quería salirse con la suya. ¿Crees que lo hizo a las diez porque sabía que
vendría mi madre? Ella dice que no y por ahora él no puede aclararlo, pero puede que
la haya oído acercarse por el pasillo. Ella es pequeña y siempre lleva tacos y camina
haciéndolos cliquear. ¿Crees que hablo de esta manera para darme coraje ante el hecho
inevitable de ver a mis dos…? Mamá y papá, no identifiquen a su hijo. Pero la pregunta
debería ser: ¿estoy hablando así para armarme de valor ante lo que casi seguro tendré
que enfrentar? Pero mejor me voy porque el avión parte en una hora. Te extrañaré
muchísimo, amor. La llave está en el lugar de siempre. La cama está especialmente
arreglada para desplomarse con cualquier peso de más de cincuenta kilos. Ah, y no les
des demasiados camarones bebés a los hipocampos, ni a los estorninos, las tortugas, los
lagartos y los perros. Las abejas pueden cuidarse solas.
No, no es algo endémico. Son dos casos aislados con veinte horas de diferencia,
en el mismo hospital, pero en distintos pabellones; nada más. Uno por terminal e
inoperable y el otro porque el paciente piensa que no puede vivir sin una pierna que
hay que cortarle. Lo que no tiene precedentes para nosotros es que se hayan dado en
días consecutivos. Lo que no es poco común es que ocurran en hospitales. Administrar
este conglomerado es ya bastante difícil sin que se difundan rumores espantosos que
perturben a pacientes y doctores. Yo aconsejaría olvidar el asunto porque la única
noticia que puede escribirse al respecto es un comentario aburrido y soso sobre el
administrador de un hospital que se empeña en sofocar un escándalo de enormes
proporciones y quizá una columna un poco más movidita sobre un reportero que ha
sido desacreditado o puesto de patitas en la calle por haber insistido en escribir el
primer comentario.
Hola, papá. Me alegro de que te sientas mejor. Oye, no intentes hablar. Aunque
puedas. Dicen que puedes oír. ¿Me oyes? Házmelo saber sonriendo a lo que digo. No es
que vaya a decir nada gracioso, pero me encanta verte sonreír. Mi padre preferido. Se te
ve muy bien. Quise llegar antes, pero el clima en nuestro país ha estado tan mal que los
aviones no podían despegar. Cuando al fin fue posible y los chicos y yo llegamos aquí,
el aeropuerto estaba en huelga y tuvimos que aterrizar a cuatrocientos cincuenta
kilómetros y venir en autobús durante la noche porque nevaba. Entonces, me enteré de
lo que te ocurrió. Pero ahorrémonos los comentarios. Mi marido, Lanny, te manda
saludos y dice que ojalá hubiera podido venir, y los niños te envían su amor. Están aquí
abajo, y tras tanto viajar en tren, avión, autobús, taxi y subterráneo, cuando les falta solo
un viaje en ascensor, les resulta frustrante que no los dejen subir, e injusto. Al más
pequeño lo quería meter de contrabando en mi abrigo porque nunca te ha visto, pero si
lo descubrían podía suceder que no me dejaran volver a verte. Eres el único abuelo que
tienen y solo te conocen por lo que les cuento y por fotos viejas. No sé si... pero ¿estoy
hablando mucho o muy rápido? Relájate. Pero asiente si quieres que vaya más lento o
que me calle. Decía que no sé si sabes que los padres de Lanny murieron en un
accidente de auto cuando él era niño. Él también iba dentro, pero salió despedido y
cayó contra unos arbustos mullidos y de alguna manera sobrevivió. Aunque se rompió
el cuello y todavía hoy le dan dolores de cabeza cuando lo estira mucho. Cuando estira
el cuello. No lo intentes de nuevo. Listo. Ya lo he dicho. Me he descargado. Pero por
favor no me obligues. Quiero decir: por favor no lo hagas. Hazme y hazte a ti mismo
una promesa en silencio de que no volverás a intentarlo. Necesito saberlo antes de irme.
Además, será un estigma para los niños en el futuro. Lo peor de todo es que sin duda
matará a mamá. Y tú y Jay Junior nunca se llevaron muy bien, pero deberías ver cómo
se siente ahora. Hasta pospuso su regreso al trabajo y a su casa junto a sus hijos y a la
nueva chica con la que va a casarse, así que, si necesitas una razón, sal de aquí pronto
para ir a otra boda. Y, cuando mamá está aquí, en casa recibimos llamados de gente de
todas partes que pregunta por ti. Parientes, amigos, y no te preocupes por la pierna.
Pase lo que pase, siempre conservarás tu buen corazón y la cabeza y la vida. Piensa en
las cosas que puedan interesarte de ahora en más. Música. Si yo estuviera en tu lugar,
leería más y dibujaría. Dibujaría a los doctores y a las enfermeras y cómo me hacen
sentir y lo que veo en la habitación y a los ayudantes y también mi pierna. Y también mi
cara en el espejo, con la expresión con la que me veo en este estado. Y en segundo plano
pondría las pastillas y comida y agujas y cortinas e incluso este orinal azul. De hecho,
haría un estudio de eso. Un retrato entero dedicado a eso y a cualquier otra cosa que
estuviera en ese momento sobre la mesa. Lo dibujaría todo. Aprovecharía mi ambición,
tú siempre has sido muy ambicioso, y créeme que cualquiera puede dibujar. Sonríes.
¿Te causa gracia lo que digo o estás de acuerdo? De cualquier modo, me parece bien. Y
sal de aquí. Tu cuerpo aún tiene fuerzas. El internista ya quisiera tener una salud como
la tuya a tu edad de no ser por los otros problemas y dice que deberán atropellarte y
matarte a golpes para que te vayas. Que te vayas de esta vida, quiso decir. Y no le
causes más dolor a mamá. Haz lo que los médicos te indiquen. Así va a estar todo bien.
Estarás bien. No nos iremos de casa de mamá hasta asegurarnos de que te has repuesto
por completo. Ahora saldré a fumar, así que descansa. Y no pellizques, nada más
duerme, nada más descansa.
Vamos. Respire hondo. Respire hondo. Inspire bien hondo. Dije hondo. Más
hondo. Más. Más. Así se hace. Ya está bien. El paciente está bien. Nada más que un
susto.
Es la anestesia. Por la noche no estará tan atontado. Lo que habrá que controlar a
diario es cómo la diabetes afecta la cicatrización del muslo. Hemos interrumpido las
pastillas para el párkinson hasta tanto se haya recuperado. Lo antes que puedo
especular como fecha de alta es dentro de un mes o algo así, probablemente más. Si hay
algo que no me gusta es mandar a mis pacientes a su casa con vendas o fajas o cuando
aún tienen que usar medicamentos, cánulas o pastillas.
¿Te parece que ahora tiene mal aspecto? Deberías haberlo visto cuando lo
entraron en la camilla. Yo era la única persona en la habitación. Tu madre fumaba en el
hall. Dotty estaba en la cafetería comprando café y té para todos. Cuando llegó, tenía la
cara más verde que tu camisa. Estábamos seguros de que iba a ponerse azul. El hombre
que lo trajo no sabía qué hacer. Llamé a la enfermera. Vino el camillero y le dio unas
palmadas en la cara y llamó a los doctores y pidió un tanque de oxígeno. Ahora está de
un color casi normal, pero durante unos minutos creímos que tu padre se nos había ido.
¿Querido? Jay, mi amor. Qué mañana hemos pasado. Me alegro de que hayas
dormido todo el tiempo. Ayer a la noche no pude pegar un ojo. Ahora estoy tan agotada
que casi me duermo de pie. Pero no me iré. Al menos, no hasta que venga la enfermera
de la noche. Llamó para decir que llegaría con una hora de retraso. Un problema con el
auto atascado en el garaje. Pero ¿no es estupendo todo? Estarás de vuelta en casa a fin
de mes, puede que antes. Es muy probable que antes. El doctor dice que ha sido un
éxito rotundo. Pero duerme. Cierra los ojos si puedes. Mañana intentarán darte comida
de verdad.
*
Están muy entusiasmados, Jay. Que pasaste la prueba con las mejores notas, le
digo a la gente que pregunta. Hoy di parte de enfermo. Aunque procuren averiguar la
verdad y quieran descontarme el día, aquí es donde estuve. Veo que han desaparecido
todos los dulces. Tus invitados deben de ser unos buitres. Y no veo la planta y tu mujer
dice que no le entregaron ninguna. Como Betty dijo que dijeron que la enviaron hace un
día, quizá deba llamarla para ver qué ha pasado.
Ahora que vas camino a recuperarte, me iré. Seguro que la persona a la que le
dejé a cargo mis peces y mis animales los atiborró hasta matarlos. Y mi jefe empieza a
preguntar qué me ocurre. Y los niños gritan papi, papi, y mi ex mujer Sondra me
escribe: ah, pero qué padre excelente eres. La próxima vez que venga, será agradable
verte sentado. Así que adiós y mis mejores deseos y llamaré a mamá con frecuencia
para saber cómo estás.
Mi querido del número diez. Quería venir cuando estuviera segura de que ya se
sentía bien. Ahora que lo sé, me he acercado hasta aquí. Todos en el edificio extrañan
verlo en la entrada los días de sol. Usted era un muy buen guardián contra la gente que
no tendría que venir a meterse con lo que no es suyo, lo supiera usted o no, y mi esposo
le manda saludos. No quise decir guardián como cuando se habla de un perro, sino en
el sentido de un guardia humano que nos protege. Puede que ver a alguien allí sea todo
lo que hace falta para que un ladrón pegue la vuelta. A mi marido los hospitales le
gustan menos que a mí, pero le pareció que era nuestro deber. Al principio no me
decidía, pero por suerte lo he hecho y, si quiere usted algo, o que apague la luz, me dice
que se lo diga a su esposa y lo haré.
Te parecerá una soberana tontería. Que te escriba una carta como esta casi
exactamente una semana después de haberte escrito una carta parecida sobre casi lo
mismo. Lo que cambia esta vez es que, en vez de usar bolígrafo, la escribo a máquina.
Una máquina portátil que me regalé hace unos diez años y que casi nunca toqué, lo que
explica que se atasque tanto, aunque probablemente también haga falta limpiarla. De
alguna manera el polvillo debe de haberse metido en el estuche. Te escribo a máquina
por fuerza mayor. No puedo leer y escribir a mano es demasiado lento y juegos como el
solitario y bordar y hablar con extraños aquí simplemente no ayudan. Supongo que
estaré haciendo mucho ruido. No ruido de quejas, sino ruido de máquina de escribir.
Sentada aquí, en la sala de visitas en el piso de Jay, supongo que ha de ser mi
imaginación cuando pienso que me oyen en las habitaciones de los pacientes y en los
pasillos y en el puesto de enfermeras, aunque las enfermeras me han asegurado que no
me oyen. Y las puertas de esta habitación están cerradas y las paredes insonorizadas, y
se supone que la máquina es silenciosa. No le he preguntado a ningún otro paciente,
aunque sé que Jay no me oye porque, cuando eché un vistazo por última vez, estaba
profundamente dormido, con bastantes drogas como para quedarse así un rato largo.
Las únicas visitas de aquí a las que les pregunté dijeron adelante, escriba todo lo que
quiera. Como sabes por tu experiencia con Abe en los hospitales, la gente es aquí mucho
más tolerante y amable. Tengo la máquina sobre el regazo. No pesa más de tres kilos.
Así como está apoyada, puedo tipear sin molestias y con facilidad. Mis hijos, pensando
que lo peor había quedado atrás en relación con su padre, volvieron cada uno a su
hogar. Jay ha vuelto a hacerlo. Esa es la historia. Intentó suicidarse otra vez. Ahora se
está recuperando. Lo intercepté, como la vez anterior. En este caso, tirado en el suelo y
no en la cama, con los tubos enroscados en sus brazos y piernas, y en la mano la aguja
de uno de ellos, con la que logró pincharse. Había tenido un extraño presentimiento,
como la vez anterior. Llamé a su piso. La enfermera dijo que no podía ir a fijarse porque
era la única de turno, pero que, cuando se había fijado una hora antes, durante su
recorrido, todo estaba en orden. Le imploré que se fijara de nuevo. Me dijo de acuerdo,
tal vez lo hiciera. Todo sigue en orden, me informó después, duerme de lo más
tranquilo. Pero, igual que la vez anterior, no me alcanzó con que hubiese vuelto a
fijarse, no ciertamente después de lo que pasó la vez anterior, y me tomé un taxi. Eran
cerca de las cuatro de la mañana. La mujer de la recepción del hospital me preguntó qué
quería. Dije que solo quería esperar en la sala de espera del primer piso hasta la hora de
visitas, que es a las diez. Me dijo haga como quiera, siempre y cuando no suba antes de
hora. Esperé unos cinco minutos. Ella no podía ver nada de lo que ocurría a sus
espaldas salvo a través de un pequeño espejo. Entonces, cuando no me veía, subí los
cinco pisos. Una enfermera me siguió por el pasillo del piso de Jay diciéndome que qué
creía que estaba haciendo al ir a su habitación. Ahí lo encontramos. Entonces, ella supo
a qué había venido yo. Salvado una vez más. Él me miró enojado. Si hubiera sido capaz
de hablar, estoy segura de que me habría insultado y se habría burlado de mí. No por
mucho tiempo, sin embargo, porque enseguida le dieron calmantes para que se
durmiera. La enfermera y yo lo alzamos a la cama. A ella le fue fácil cambiar los tubos y
la aguja y para la herida de la mano solo hizo falta una curita. Llamaron a los médicos,
pero no había necesidad. Todo lo que hicieron fue atarle las muñecas a la barandilla de
la cama y asignar a un camillero para que hiciera guardia en su habitación. Jay se negó a
tomar cualquier calmante por vía oral, así que tuvieron que inyectárselos. Lo que había
hecho fue bajar la barandilla de la cama y echarse al suelo. Entiendo cómo se siente.
Pero los médicos le dijeron ¿qué pasaría con su esposa si lo intentara de nuevo o si
hubiera tenido éxito una de las dos veces anteriores? Creo que ahora lo entendió. Nos
prometió no intentarlo nunca más. Pero ¿quién sabe? ¿Cuál es el valor de una promesa,
hoy por hoy? Cuando le den el alta, me dijeron, tendré que internarlo de por vida. En
un hogar para ancianos o un buen asilo, si existe. El gobierno cubrirá todos los gastos o
casi todos, me dijeron. Los doctores, las enfermeras, mis amigos y sus pocos viejos
amigos y hasta sus propios hijos me instan a hacerlo. Dijeron mamá, no puedes tú sola
con alguien así. Es mucha responsabilidad y se te estropeará la salud. Hay que vigilarlo
en todo momento. Y ahora tienes la autoridad para decidir, me dicen todos, sus dos
intentos previos te la han dado. Pero nunca podría ser tan cruel.
–No.
–Della.
–Tony, no intentes nada. Deja que haga lo que quiera. No pasa nada.
–Levántate –grito.
Ella se abre.
Ella dice: “Ay, duele”. Yo digo: “Déjala en paz. ¿Qué te ha hecho?”. Él dice: “Pues
quédate en el lugar y no te vayas de la habitación o le rebano la garganta y después voy
por ti”.
–No te hagas el héroe, muchachote, que la chica muere si te acercas un paso más.
–Pues vuélvete.
–Mejor tú te das la vuelta –dice él–. Ya me está doliendo el cuello de tener que
vigilarlo mientras lo hago contigo. –Se pone de pie.
–Será estupendo –me dice él–. Y así puedo pasarla bien y mirarlo a él al mismo
tiempo. Ahora métetelo –le dice a ella.
Ella lo intenta.
–Duele –dice.
–No me mientas.
–No vayas a ninguna parte –me dice él. Voy al cuarto de al lado.
–Tony –dice ella–. Vuelve aquí o me mata. –Vuelvo. Miro. Hacen el amor. Él dice:
“Rebota”. Ella rebota. “Más lento”. Ella lo hace. Me tapo los ojos con las manos. Oigo
ruidos de los dos. Jadeos. Después él grita. Ella también. Creo que la ha lastimado.
Miro. La estrecha contra su pecho, dejándola sin aire. Ella sigue encima de él. Él le
apoya el cuchillo en la nuca. Tiene los ojos casi cerrados, pero aun así me mira. “Por
ahora terminamos”, dice. Se sale. Ella dice: “¿Puedo levantarme?”.
–Levántate y límpiate y después volvemos –dice él–. Y tú quédate ahí –me dice–,
o Della cae muerta. –Entran en el baño–. Démonos una ducha –le dice a ella–. Me gusta
ducharme con una chica. Abre la canilla. –Ella abre la canilla–. Tibia. –Ella gira la llave y
dice: –Está tibia. –Él pone la mano debajo del agua.
–¡Más caliente! –dice él. Ella gira la llave del agua caliente.
–Muy bien, metámonos debajo. –Se meten bajo la ducha–. Lávame –dice él–. Y tú
quédate al lado de la puerta –me dice a mí. Me quedo al lado de la puerta. Ella lo lava–.
Ahora ponte detrás de mí y frótame la espalda. –Ella le frota la espalda–. ¿Sin esponja? –
dice él.
–Con tus manos alcanza, entonces –le dice a ella–. Ahora lávame el pelo, pero sin
meterme jabón en los ojos. –Ella le lava el pelo–. ¿Tienes champú?
–Al máximo. –Ella cierra la llave del agua caliente y abre la del agua fría. Está
temblando. A él le encanta. Ella dice: –Está demasiado fría. Ya no la aguanto.
–Si lo hace, muere. Ahora, abre la caliente al máximo después de cerrar del todo
la fría.
–Dije caliente.
–Y yo, la pata de una mesa. –Y tiro la lámpara que está sobre una mesita ahí al
lado, levanto la mesita en el aire y la estrello contra la pared. Se rompe. Un pedazo de
tabla se queda pegado a una de las patas. Las otras tres siguen agarradas a la superficie.
Arranco la tabla y tengo mi pata de mesa–. Puedo partirte la cabeza muy fácilmente,
muy fácilmente.
–No me importa. Quiero decir: me importa, pero al menos voy a estar viva.
–No –dice él–. Nada de agua caliente. Era una broma. De muy poco me servirías
llena de quemaduras. Sal de ahí. –Ella sale de la ducha–. Sécame. –Ella lo hace–. Sobre
todo, el miembro. –Ella lo hace–. Ahora, volvamos a la cama. Y tú quédate a unos
cuantos pasos de distancia –me dice. Lo hago. Vuelven a la cama.
–Tú –me dice–. Tírate al suelo y quédate panza abajo al lado de la cama. Quiero
asegurarme de poder verte cuando esté arriba de ella.
Me quedo en el lugar.
–Hazlo, Tony –dice ella. Me acuesto en paralelo a la cama, del lado derecho.
–Esta vez ponte de espaldas –le dice a ella. Ella lo hace. Él se le sube encima–. Y
tú –me dice– deja los brazos debajo de la cabeza y la vista clavada en el suelo y no te
muevas de ahí. –Miro el suelo–. Ahora, haz que se me ponga dura de nuevo –dice. No
veo nada. Lo oigo excitarse–. Así está bien, sabes lo que haces –dice. Oigo los resortes
del colchón. Oigo que los dos hacen ruidos. Jadeos y gemidos. Él grita. Ella no–.
Muévete un poco más –grita él. Oigo que los resortes traquetean con más fuerza.
Después se detienen. Dice–: Estuvo muy bien. De primera. Eres estupenda. Eres un
bomboncito que quisiera comerme siempre. Ojalá fueras mi chica por mucho tiempo. Lo
haría contigo todo el tiempo y, cuando digo todo, quiere decir todo. No tendrías de qué
quejarte.
Ella no le responde.
–Eh, ¿dónde has puesto ese palo? –dice él–. Mírame. –Lo miro–. Soy un idiota, me
olvidé de tu palo. ¿Dónde está?
–Debajo de mí.
–Arrójalo lejos.
Lo arrojo bajo la cama.
–Ahora levántate y acércate y haz que se me ponga dura y fuerte de nuevo –dice.
–Era una broma una vez más. ¿Crees que querría que un hombre me toque ahí
abajo? Estás loco. Pero, si te digo que tu novia muere si no lo haces, lo harías.
–No.
–¿Ves?, quiere que lo hagas. –Me pongo de pie. Se la agarro. Es como la mía. Sé
qué hacer. Se le queda blanda.
–Métetela en la boca.
–No está mal –dice–. Nunca lo hice con un tipo, pero no está nada mal. Ahora –le
dice a ella–, frótala con la mano hacia arriba y hacia abajo mientras él sigue haciendo lo
suyo. –Ella lo hace. Cada tanto, siento que su mano me roza los labios. Como si tratara
de calmarme con una caricia. Rozándome los labios y la base de la nariz y la nariz.
Conozco su manera de tocar. Me concentro en ello–. Epa, esto es una maravilla –dice
él–. Un privilegio de reyes, sin duda. Algo que todo hombre debería probar al menos
una vez en la vida. Tú también deberías probarlo. Salvo que yo nunca se lo haría a un
hombre. Salvo si amenazaran a mi chica con un cuchillo. A mi chica o a mi bebé.
Únicamente en tal caso. –Acaba–. Mierda, quería guardármelo para ella. Lo has hecho
demasiado bien. Los dos lo han hecho. Felicitaciones, pero ya es suficiente. –La mano de
ella se detiene. Escupo en el suelo.
–Bueno. Te dejo porque tu chica me lo pide. Pero te estoy vigilando, así que no te
pases de listo ahí dentro o ella muere.
–Quítate toda la ropa y sal –dice. Me quito toda la ropa. Salgo del baño y me hace
señas de que me pare al lado de la puerta del baño. Siguen en la cama. El cuchillo contra
su garganta–. Creo que ya es hora de irme –dice. No decimos nada–. Apuesto a que les
gustaría que me fuera. –Nada–. Entonces díganlo, maldita sea.
–No hay razón para que me quede –dice–. Tres veces. ¿En cuántos minutos,
dirían? No es que estemos llevando la cuenta. En cualquier caso, es suficiente. Pero a lo
mejor me caliento de nuevo si los miro a ustedes dos hacerlo. Cuatro veces estaría bien.
Cinco estaría mejor, pero hay que ser realistas. Pero con cuatro podré decir que
realmente valió la pena. Vamos. Háganlo ustedes dos. –Se baja de la cama, se queda
parado ahí al lado con el cuchillo junto al cuello de ella–. Hazlo tú de espaldas –me dice
a mí–. Así contaré con ventaja.
–Dije háganlo.
–No puedo así como así –digo–. No soy como tú. Tengo que tener ganas y ahora
no tengo.
–Yo tampoco. Márchate de una vez –le dice ella–. Por favor.
–Dije que lo hagan –me grita–. Ahora. Esfuérzate. Haz que se te endurezca. Hazlo
con ella. Luego, si se me endurece, sigo por ti.
–Pero no me da ganas.
–Tú haz lo que acabo de hacer –le dice a ella. Se pone de pie, le acerca el cuchillo
al cuello. Ella lo hace. No hay caso. Él me la frota mientras ella hace lo suyo. Nada.
–Tony, te amo. Tony, me encanta. Esto. Lo que estamos haciendo. Lo que te hago.
Vamos. Haz que se te levante. Ya querrás hacerme el amor. Ahora lo voy a intentar de
nuevo, así que haz que se te levante.
–Lo lamento –le digo a él–. No puedo. Pero no hagas nada brusco. Quizá pueda.
Espera un poco.
–No le hagas nada a Tony –dice ella–. Nos hemos portado bien. Hicimos lo que
pediste. No haremos la denuncia en la policía. Ni siquiera los llamaremos.
–Mentiras.
–Tienes razón –dice ella–. Por supuesto que los llamaremos. Pero no hagas nada
ahora. Átanos y márchate.
–Quiero hacerlo una vez más –dice–. El cuatro es mi número de la suerte. No, no
de la suerte, pero un buen número. Y nunca lo he hecho cuatro veces seguidas en tan
poco tiempo. Y me siento estafado. La vez con él no cuenta. Así que ni siquiera tuve tres
veces. Y tres es el mínimo indispensable. Lo absolutamente necesario. Y a mí tampoco
se me levanta. Dame una mano –le dice a ella–. Haz lo que puedas. –Ella lo intenta–.
Todo lo que puedas. –Ella prueba todo lo que probó conmigo. No hay caso–. Inténtenlo
los dos. –Lo intentamos. Cosas que nunca he hecho. El cuchillo contra la garganta de
ella. Igual, no hay caso. Él sigue como antes–. Son los dos unos inútiles –dice. Se pone
de pie–. Tú ven conmigo. –Ella se pone de pie–. Tú quédate ahí –me dice. Me pongo de
pie–. Dije quieto.
–Mentiras –dice.
Lo suelto.
–No lo decías en serio –dice–. Una pena. Hubiera estado bueno clavárselo a ella y
sacarlo rápido y librarme de ti con un par de fintas y movimientos rápidos y después
clavártelo. Quizá no bueno. Pero sí distinto. Y soy capaz de hacerlo. Estoy listo. Créeme.
Claro que me crees. Y manejo muy, pero muy bien este cuchillo. Así que a lo mejor
tendrías que hacer la prueba –me dice–. Vamos. Levanta el palo y trata de darme un
golpe.
No lo hago.
–De todas maneras, no tenía pensado pegarte –digo–. Márchate de una vez.
Déjanos en paz.
–No.
–Quédate ahí y no hagas nada, Tony –dice ella–. Este asunto llegará a su fin muy
pronto. O en una hora. O en un día. Y entonces habrá acabado. Pero estás actuando con
sensatez. Incluso si me acuchilla, no lo ataques y pongas en riesgo tu vida. Atácalo solo
si se te viene encima. Pero ahora déjalo tranquilo. Acabará por irse.
–No estés tan segura –dice–. Vamos, grandote, ven e intenta darme un golpe con
ese palo tuyo.
–Si lo haces, se lo clavarás en el cuello y ella morirá. ¿Qué ganaría con arriesgar
mi vida por ella, como dijo ella?
Me recuesto.
–Ustedes dos son unos aburridos –dice él. Se viste–. No te muevas –le dice a ella–.
Quédate a mi lado. –Se sienta–. Ponme los calcetines y los zapatos y átamelos bien
apretados. –Ella lo hace–. Ahora, dame tu dinero –dice–, y el de él. –Ella lo reúne
mientras él la sigue bien de cerca–. Ahora, acompáñame a la puerta. Y tú quédate en la
cama o intenta atacarme con o sin el palo –me grita.
–Tienes razón. Eres mucho más lista que él. ¿A quién le hace falta un beso?
Dáselo a él. Le hace falta. –Abre la puerta y se va.
–Sal cuando puedas –grito hacia la puerta del baño. Ella sale. La policía hace
muchas preguntas. Le contamos todo. Un policía dice: –Debería ir de inmediato a ver a
un médico. –Ella dice: –No, estoy bien. Sé cuidarme sola. –Vamos a la comisaría y
respondemos más preguntas y miramos fotos. Ninguna es de él. Digo a la policía que
estamos exhaustos. Dicen que claro. Volvemos a casa. Esa noche, la comisaría pega una
circular en el buzón del vestíbulo y la desliza por debajo de la puerta de todos los
inquilinos. Es una advertencia acerca del hombre de hoy, que últimamente ha estado
violando y robando a mujeres del barrio en sus departamentos. Dan una buena
descripción de él, la nuestra combinada con la de otros. Varios atuendos y sombreros
distintos. Figura el atuendo y el sombrero que llevaba hoy. La circular dice que en
general se mete en los departamentos diciéndole a la mujer por el portero eléctrico que
viene a entregar un ramo de flores.
–¿Te dijo por el portero eléctrico que venía a entregar un ramo de flores? –le
pregunto a ella.
–¿No ve?
–Yo voy –dice una niña. No parece tener más de ocho años.
Hay unas veinte personas alrededor del trío. Nadie responde a lo que digo ni
siquiera con un asentimiento de cabeza. Me abro paso entre la multitud. La camisa del
hombre ahora está empapada y él se queja por el dolor. El que tiene el cuchillo clavado
en el pecho parece muerto. A la mujer le sigue sangrando la cabeza.
Meto una mano en los bolsillos del pantalón. Todos me miran buscar monedas en
todos los bolsillos. Miro a los que se encuentran más cerca de la niña.
–No la perderé –dice la niña–. Sé a quién llamar y cómo. Marco. Meto la moneda.
–Yo no vi nada.
–¿Es doctor?
–Corría tras ellos porque vi que el hombre perseguía a la mujer y pensé que
ocurría algo raro.
–No.
–¿Alguien puede hacer lo posible para que la mujer y el hombre estén cómodos
mientras ayudo al de aquí?
–El mejor remedio y tratamiento en situaciones como esta es esperar a que llegue
ayuda profesional –dice un hombre–. Doctores o paramédicos, pero alguien que no sepa
medicina puede causar más daño que alguien que no haga nada.
–He dicho “por ejemplo”. También están los puntos de presión. El cuello. Hay
uno aquí. Están por todo el cuerpo. O se mete el dedo en la herida o en la vena que está
cortada si no se encuentra el punto de presión adecuado. Al menos, déjenme intentarlo.
–Claro. Dejamos que lo intente y vemos cómo los despacha a los tres frente a
nuestros ojos. Mejor no los toque.
–Lo lamento, pero creo que es mejor intentarlo. –Le toco la frente a la mujer.
Acerco mi oreja a su boca–. Respira.
–Lo que creo es que alguien tendría que llamar a la policía. La niña puede
haberse cruzado con un amigo o alguna otra persona y haberse olvidado del asunto.
–Es una niña buena y confiable –dice la mujer que dijo que conocía a la madre de
la niña.
–No digo que sea mala o poco confiable. Pero los pequeños, sobre todo a su edad,
ocho o nueve, se distraen más que los adultos.
–Los niños de diez probablemente se distraigan menos que los de ocho o nueve,
pero igual se distraen mucho.
–También los adultos –dice una mujer.
–Los niños más. Tiene razón. Quizá alguien deba ir, como dice el señor. ¿Por qué
no va usted? –me dice a mí–. Usted da la impresión de estar muy preocupado y de ser
confiable.
–Me parece que los ayudaría más haciendo una llamada que tocándolos –dice un
hombre–. Y, de todos nosotros, usted es el que parece más propenso a causar problemas
si se queda.
–Pues así como lo digo. Es una pena que viva. Él empezó, ¿no?
–Fue la mujer –dice una mujer–. Le robó algo al hombre del cuchillo. Por eso la
persiguió. El otro se metió en el medio. Y ella le quitó el cuchillo, que el otro sacó para
protegerla, y se lo hundió en el pecho al acuchillado.
–Los vi juntos. Estaban parados en una esquina de esta misma avenida, a tres
cuadras de aquí. El hombre entró en una tienda y la mujer se quedó esperándolo fuera.
–No sé. Una joyería. Yo estaba esperando el autobús. Después, el hombre salió y
le dio el paquete, o solamente lo sostuvo en el aire sin intención de dárselo. En fin, ella
lo agarró y se lo metió en la cartera y se echó a correr. El hombre la siguió caminando.
Ella corrió más rápido. Él empezó a trotar y después la persiguió corriendo más rápido.
Al principio, ella corrió más rápido mientras los dos corrían, pero después se ve que,
porque estaba cansada o porque le pesaba la cartera o por alguna otra razón, aminoró la
marcha y él la alcanzó. Aquí mismo. Yo estaba parado ahí. Al lado de la toma de agua.
Donde están los dos perros.
Sigo apoyado en una rodilla y ahora señalo entre las piernas de alguien. Casi
todos se vuelven a mirar la toma de agua y los perros.
–¿No lo vio?
–Acabo de llegar.
–Bueno, había una niña de unos nueve o diez años que mandamos a pedir ayuda.
–De veras creo que uno de nosotros debería llamar a la policía ya mismo –digo–.
Para recordarles, si los llamó la niña, o para informarles, si es que no lo hizo.
–A lo mejor tiene razón –dice la mujer que dijo que confiaba en la niña.
–Iré yo –digo.
–¿A qué se refiere? No me han dejado hacer nada; por eso propongo ir yo.
–Yo diría que nos aseguremos de que él se quede aquí mientras enviamos a otro a
que llame.
–Envíen a quien quieran, pero yo también voy a llamar. –Me abro paso entre la
multitud. Miro atrás. El círculo se ha cerrado nuevamente alrededor de los tres heridos.
Entro en una de las tiendas más cercanas a la multitud y le pido al ferretero que me
permita usar el teléfono.
–Hay un teléfono público a una cuadra hacia el norte –me dice.
–Todos los días viene gente sin monedas con emergencias o cuestiones de vida o
muerte.
–Y yo te digo que esta tienda es tanto mía como tuya, e incluso más, porque está a
mi nombre. Y quiero que él llame a la policía para informarle lo que ha pasado ahí
fuera.
–No, no vaya a ninguna otra parte. Use nuestro teléfono. Es mío –a mi nombre– y
está allí, al fondo de ese pasillo.
–Si usa el teléfono, se las verá negras –dice él, con la mano sobre un muestrario
de llaves inglesas que está en el mostrador.
–No.
–Tipo listo –dice el hombre–. Aquí tienes diez centavos, muchacho. Ahora, vete
de una buena vez. –Me arroja una moneda y la atrapo.
–De acuerdo. Me disculpo. No eres un idiota. –Él deja caer los dos brazos y se
aleja unos metros–. Eres un tremendo imbécil y un estúpido hijo de puta.
Él se le viene encima con la llave inglesa o, al menos, eso es lo que parece. Ella
sale corriendo. Me paralizo. Pero antes me quedé paralizado mirando y ahora hay tres
personas casi muertas afuera. El hombre pasa delante de mí persiguiendo a la mujer. Le
agarro el brazo que sostiene la llave inglesa.
–Ahí dentro. –Soy incapaz de señalar–. La ferretería. Hay dos heridos. Quizá
muertos. El hombre me pegó con una llave inglesa dos veces y después le pegó a la
mujer, pero a ella peor que a mí. Ella lo apuñaló con un cincel para protegerse y
protegerme. Ayúdela. Después, a mí. Al hombre en tercer lugar. O, mejor, llame a la
policía, porque yo no pude. Pida ayuda para los seis. Seguro que la niña no llamó
nunca. Ya habrían llegado.
–Quizá sí. Creí entender que no era un teléfono público, pero tal vez lo sea. Pero
también han de tener una línea comercial común, que no precise monedas.
–Dos –digo.
–¿El de la calle?
–Yo no lo tocaría –dice una mujer–. Puede hacerle más daño aún.
–Por su propio bien, yo no lo tocaría. Parece que tiene el hombro roto. Y algo en
el cuello, por la posición en que está.
–No quiero entrar en la tienda. El tipo de la llave inglesa puede estar de pie y listo
para golpear al primero que entre. Dada la información que tenemos, usted puede
haber sido el que lo provocó y él puede creer que la próxima persona que entre hará lo
mismo.
–Tal vez tiene razón. Un juzgado decidirá, si se llega a esa instancia. Pero yo no
entro. ¿Alguien sabe dónde hay un teléfono público cerca?
–¿Cree que el señor se va a distraer, como la niña de diez años? –dice una mujer–.
Es un adulto.
–Mire, conozco desde hace tiempo al tipo que fue a llamar. Cuando dice que hará
algo, lo hace.
–Yo no lo veo tan así –dice un hombre–. Hace dos años que me debe diez dólares
y siempre me dice que me va a pagar y nunca lo hace. Perdí las esperanzas y ya ni
siquiera le pregunto.
–Entonces, lo mejor sería que usted entre en la ferretería y llame a la policía –le
digo a este hombre.
–¿Sabe a quién envió a la tienda a llamar a la policía? –me dice un hombre. Varias
personas se ríen–. Al peor ladrón de todos. Se robará de esa tienda lo que no esté
atornillado a la pared.
Se oyen sirenas. Parece que llega una ambulancia. Un hombre baja a la calle y le
hace señas de que se detenga. La ambulancia sigue de largo.
–Alguna otra persona debe de estar enferma o en problemas –dice una mujer.
–O llevan la sirena encendida para abrirse paso más rápido entre el tránsito –dice
un hombre–. Tienen una ventaja sobre los demás autos y la usan.
Me recuesto.
–No debería hacer eso –dice un hombre–. Se puede hacer más daño.
Me pongo el brazo sano bajo la cabeza. Me duele todo.
–¿Saben una cosa? Es posible que todos los que fueron a llamar sean poco
confiables –digo–. Creo que alguien debería llamar.
–Tres personas han ido a llamar a la policía para estas cuatro personas que están
en la calle y la pareja que está malherida dentro de la tienda.
–No lo entiende. Ese reloj era de mi padre. Es lo único que me dejó. Lo heredó de
su tío, que lo compró en el extranjero. Es el único objeto de valor que tengo y el único
que tenía mi padre. Para mí, posee un enorme valor sentimental.
–Policía –grito.
No hay ningún policía cerca. Es de noche, estamos en una calle concurrida del
centro y la gente pasa y se detiene como cuando antes discutía con el hombre en la
esquina y ahora paran la oreja y unos a otros se preguntan qué pasa, pero nadie nos
pregunta al hombre o a mí ni nadie intercede.
Unos cuantos se ríen. El hombre ya se alejó de la multitud. Voy tras él. La gente
me sigue. Lo tomo del brazo. Es más bajo que yo y más delgado, mucho más. Parece
puro hueso. Está sucio, además. Su abrigo huele mal. Entonces, veo que tiene puestos
dos abrigos y una chaqueta. Parece que no se ha lavado ni peinado por algunas
semanas el pelo, que le sobresale por debajo de la gorra. También lleva puestos dos
suéteres. La gente nos ha rodeado de nuevo, pero se queda a un metro o dos de
distancia.
–Me pidió dinero. “¿Le sobran veinticinco centavos?”, dijo. Sentí pena y pensé
que le estaba dando medio dólar, pero por error le di mi reloj.
–Eso fue lo que le pedí –les dice a los demás–. Y eso fue lo que me dio, pero no
por error. Quíteme la mano de encima –me dice.
–Entonces no lo haré.
Lo suelto y le digo a la multitud:
–Pronto va a pasar uno –dice alguien–. Siempre andan por aquí. ¿Qué pasó?
¿Dice usted que le dio su reloj por error?
–Es un reloj de bolsillo y perdí la cadena hace unos años, así que lo guardo en el
bolsillo del pantalón. Es muy viejo y tiene mucho valor. Nunca se lo daría a nadie. Es mi
única posesión importante, mi única posesión de cualquier tipo. Soy un pobre diablo.
Mi trabajo está muy mal pago.
–¿Cómo saberlo?
–Por muy pordiosero que sea, y no creo que nos corresponda juzgarlo solo
porque nuestra ropa y nuestro aspecto sean más pulcros, a lo mejor tiene un poco de
razón. El que le dio el reloj cambió de opinión. ¿Hay que castigar al mendigo por eso?
–Tiene derecho en la mayoría de los casos –digo–, pero eso no tiene nada que ver
con la situación en que nos encontramos. En ningún momento fue mi intención darle el
reloj. Y, si ustedes van a quedarse ahí hablando, voy a recuperar el reloj por mi cuenta.
Intento meterle las manos en el bolsillo del pantalón donde puso el reloj. Me las
rechaza y le agarro uno de los brazos y empiezo a retorcérselo tras la espalda.
–Pero algo tengo que hacer –digo soltándolo–. Ese reloj vale por lo menos
quinientos dólares.
–¿En serio? –dice el mendigo–. Entonces apuesto a que me darán al menos cien
por él.
–¿Por qué no le da cien dólares por él? –me dice alguien–. Y así se soluciona todo.
Paga por sus errores, como dijo el señor.
–No tengo cien dólares. ¿Quién lleva cien dólares encima en estos días? Quizá
haya gente que sí, pero yo solo tengo veinte, o ni siquiera.
–No me voy a contentar con veinte si puedo conseguir cien –dice el mendigo.
–No tengo cincuenta –digo–. Tengo veinticinco y unas monedas y ni siquiera creí
que tuviera tanto.
–¿Hay alguien aquí que le pueda prestar veinte o veinticinco? –dice el policía.
–¿Por qué habrían de hacerlo? Lo que ofrezco es más que justo. Y no conozco a
nadie por aquí. No es mi barrio. Vine al cine de esta zona porque es barato, pero vivo en
las afueras.
–Entonces, no sé qué decir. Acepte los veinticinco –le dice al mendigo–. Estoy
ocupado. Este señor quiere recuperar su reloj y volver a casa.
–Yo pienso que tendría que negociar cincuenta –dice el mismo hombre de antes.
–Conozco mis derechos. Puedo abrir la boca cuando quiera, salvo para gritar
“fuego” en un cine si sé que no hay ningún incendio.
–En ese caso, tendré que llevarlos a los dos a la comisaría para que este hombre
presente una denuncia por el reloj y usted, si lo desea, presente otra por
incumplimiento de limosna o comoquiera que se llame.
–Por mí no hay problema –dice el mendigo–. No tengo mucho que hacer esta
noche y el reloj vale la pena.
–No hay nada más que hacer –digo–, y, al menos, el reloj estará seguro.
–Ah, no –digo.
–Claro. Pero creía que no el bolsillo donde puse el reloj. Que es donde tenía las
monedas. Así que también perdí todas mis monedas. –Se palpa de nuevo el bolsillo–. Sí,
está agujereado. Se debe haber venido gastando desde hace mucho tiempo hasta que se
desgarró.
–Si alguien encuentra un reloj –grito–, avíseme. Por favor, dígamelo. Un reloj de
bolsillo. Sin cadena. Un reloj de plata, con números romanos en la faz, sin grabado ni
marca en el envés, y está suelto, no en una caja.
–No miento –dice el mendigo–. Están agujereados. –Se da vuelta los bolsillos.
Están agujereados. Hace lo mismo con los bolsillos del abrigo que lleva encima de todo.
Agujereados.
–Por favor, regístrelo –digo–. Puede que lo tenga escondido. Puede haberlo
metido por el agujero del bolsillo en un sitio más profundo, dentro del abrigo.
–Sí, me importa.
–Deje que el policía lo registre –dice alguien de la multitud–. Así se sabrá que no
tiene nada que ocultar.
–Escuche, le doy diez dólares si se deja registrar –le digo al mendigo–. Si no lleva
el reloj, entonces sabré que se perdió y quizá pueda hacer algo al respecto.
–¿Diez dólares? Esta noche perdí todo lo que tenía, así que no tengo nada que
perder. De acuerdo.
El policía lo registra.
–No hay ningún reloj –dice–, a menos que tenga un escondite entre la ropa que
no pude encontrar.
–Ahora se ha quedado sin reloj y sin diez dólares –me dice alguien–. No se quede
ahí. Dele al vagabundo otros diez y después los cinco restantes.
–Disculpe –me dice el policía–. A menos que quiera denunciar a este hombre,
aunque no veo qué ganaría con ello, tengo que irme.
–¿Y yo? –dice el mendigo–. ¿Por qué no me pregunta lo mismo a mí?
–No. Nomás decía. Era como si usted pensara que yo no tenía de qué quejarme.
–A menos que quiera probarme algo, o probárselo a usted mismo, cosa que
ignoro, supongo que es cierto.
–Bueno, ¿por qué no? Cuatro ojos ven más que dos, pero entienda que no voy a
pagarle por buscar, aunque le daré diez más si lo encuentra.
–No lo encontrarás.
–Ey, Gene –dice Tom. Tiene un billete de diez en la mano–. No me parece justo
quedármelo. Tendría que haberme dejado registrar por nada. Tenías razón. No debería
haberme quedado con el reloj, para empezar. Si era necesario quedármelo unos
minutos, no debería habérmelo metido en el bolsillo. Sabía que tenía la mayoría de los
bolsillos agujereados. No veo por qué no tendría agujeros en los otros o al menos en
uno más. Lamento haberte traído tantos problemas porque nadie sabe mejor que yo
cómo te sientes. Una vez, mi padre me regaló una cigarrera de oro y tuve que
empeñarla cuando necesitaba dinero. Esperé demasiado y, cuando fui a recuperarla, ya
la habían vendido y hasta el día de hoy me duele haberla perdido.
Me voy a casa. Llamo al periódico por la mañana y encargo un aviso para el día
siguiente. Llaman varias personas que han hallado un reloj de bolsillo, pero ninguno es
el mío. Pongo un segundo aviso en el periódico unos días más tarde. Esta vez, nadie
llama.
–Vi tu anuncio. Dijiste que ibas a poner uno, así que lo busqué. ¿Tuviste suerte?
–No.
–No te hagas el listo conmigo, Gene. Puede que no parezca, pero créeme si te
digo que, viviendo como vivo, sé cuidarme bien. Así que no vengas con ningún policía.
Si lo haces, arrojaré el reloj al otro lado de la calle a escondidas o diré que lo encontré
después de que dejaras de buscar aquella noche y que te llamé hoy para pedirte la
recompensa que anunciaste en el diario. No vas a negar que seguí buscando.
Me encuentro con él en una calle transitada. Me dice: “El dinero”. Digo: “El
reloj”. Dice: “Los dos al mismo tiempo”. Le muestro el sobre con el dinero. Me dice:
“Ábrelo”. Lo abro. Ve el dinero. Se mete la mano en el bolsillo y palpa el interior. “Dios
mío”, dice.
–Déjate de tonterías.
Sonríe.
No fue eso lo que pasó, por supuesto. Pasó lo siguiente. Le llevé un regalo, no era
su cumpleaños, había un tal Mike sentado en el salón, aunque pensé que estaría sola,
ella dijo que era un buen amigo, “de hecho, el hombre con el que me estoy acostando”.
“Caramba”, dije. “Bueno, aquí está el regalo, así que mejor te lo quedas”. Ella dijo: “La
verdad, no sería justo”. Mike se acercó al recibidor, se presentó. “Mike Ivory”, dijo.
“Jules Dorsey”, dije. “Mejor me voy”. “No, Jules, quédate y bebe algo. ¿Qué quieres?”.
“¿Qué tienes?”, dije. “No sé. ¿Qué tenemos?”, le preguntó a Arlene. Ella dijo: “Cerveza
rubia y negra, vino blanco y tinto, whisky escocés y de centeno, bourbon, vodka, gin,
brandy y creo que un poco de ese coñac que quedaba y todos los aditivos para hacer
tragos, además de algunas bebidas sin alcohol, si de pronto quieres algo así”. “Bueno,
Jules ha de beber bastante”, dijo Mike, “o al menos lo hará con nosotros”. “Sí, me gusta
beber”, dije, “aunque no es para tanto. Pero hoy quisiera un coñac doble de ese que
dices que te queda, si alcanza para uno doble”. “¿Por qué no? ¿No, Arlene? ¿Lo
busco?”. “Deja, yo lo traigo”, dijo ella. “¿Cuánto es un doble?”. “El doble de lo que
pones habitualmente”, dijo. “Si no queda suficiente en la botella como para duplicar lo
que pones habitualmente, vacía la botella en su vaso”. “En general, sirvo y listo, no sé
cuánto”, dijo ella. “Hazlo de esa manera”, dijo él, “pero ponle el doble”. “Llena la mitad
de un vaso común de jugo”, dije, “y después ponle un cubito, si no te importa”. “¿Hielo
en uno de los mejores coñacs que tenemos?”, dijo él. “No, señor, no. Lo lamento”.
“Entonces, sírveme del peor coñac”, dije, “pero ponle hielo, por favor. Tengo ganas de
tomarme un coñac y tengo ganas de tomarme un coñac doble y tengo ganas de que esté
helado”. “Perdón, de veras”, dijo él. “Solo tenemos un tipo de coñac y es uno de los más
finos que existen. Al gin, al vodka, al bourbon, al whisky, incluso a la cerveza, rubia o
negra, le echaré un cubito, y al vino, cualquiera de los dos, también. Pero no al coñac ni
al brandy. Los dos son demasiado buenos. No te miento si te digo que no dormiría
tranquilo si supiera que ayudé o fui responsable o permití de alguna manera que pasara
algo así, que no hice nada y dejé que se le pusiera hielo al coñac o al brandy sabiendo
que con decir algo podría haberlo impedido”. “Escúchame bien”, dije, y lo agarré del
cuello con una mano. Intentó golpearme. Me agaché y le pegué en el estómago, se dobló
en dos y le asesté un puñetazo en la espalda. Se desplomó. Le metí el pie bajo el pecho y
lo volteé suavemente y quedó acostado de espaldas. Miré a Arlene. Se había cubierto los
ojos con las manos, pero parecía espiar por entre los dedos. Le dije a Mike: “Puede que
lo que voy a decirte no le guste a Arlene, pero voy a contar hasta diez para que tomes tu
sombrero y tu abrigo y…”. “No traje sombrero ni abrigo”, dijo. “Entonces, para que te
largues de una buena vez”. “Jules, esto es un espanto”, dijo Arlene, aunque no se veía
preocupada ni asustada ni molesta ni nada por el estilo. “No me importa. De repente
me vinieron ganas de hacer esto, así que lo hice y punto, aunque hacerlo no me haya
hecho sentir muy bien que digamos. Ahora, arriba, amigo”, le dije a Mike. “Uno, dos,
tres…”. Se levantó, se agarró el estómago mientras se dirigía a la puerta. Para cuando
conté hasta ocho, estaba fuera. Ella dijo: “Detesto cuando alguien le hace algo así a otra
persona, pero creo que en el fondo me encantó que se lo hicieras a él. No porque sea
Mike. Es alguien muy agradable. Lo que pasa es que, bueno, nunca te vi actuar así. No
entiendo qué me provoca, pero ven aquí, canalla”. Me le acerqué. Me revolvió el pelo,
con la otra mano se quitó un zapato y después el otro. “¿Lo hacemos aquí o en el
dormitorio?”. “Aquí”, dije, “al menos el comienzo, pero antes déjame echarle llave a la
puerta”.
Eso es ridículo y tampoco pasó. ¿Por qué no contar lo que pasó de una vez y ya?
Sucedió todo de manera muy rápida y sencilla. Estábamos cenando cuando me dijo que
iba a dejarme por un hombre llamado Mike. No teníamos hijos, llevábamos ocho años
casados. Le dije que no intentaría detenerla. Me daba cuenta de que no había caso y lo
único que quería era que fuese feliz. Si no podía ser feliz conmigo, me alegraba que
pudiera serlo con otro. Dijo que me agradecía que me lo tomase tan bien y de una
manera tan civilizada. Le pregunté quién era él. Me dijo que trabajaba en un bufete de
abogados que estaba en el mismo piso que el de ella. Se veían desde hacía seis meses. Él
estaba divorciado, tenía dos hijos. Esa noche, Arlene y yo dormimos en cuartos
separados por primera vez desde que estábamos casados, o por primera vez sin que
uno de nosotros estuviera enojado con el otro o tan enfermo que necesitara dormir solo.
Decidimos que lo mejor sería dormir separados hasta que ella se mudara. Alquilaron un
departamento al mes siguiente. La ayudé a empacar y a llevar sus pertenencias a la
camioneta que había alquilado y conduciría ella misma. Le dije que no me importaba si
Mike venía y le daba una mano porque tenía varias cargas de cosas que mudar. Ella dijo
que no le parecía bien que lo conociera sino hasta más adelante: cuando estuviesen
casados, quizá; tal vez un año después de casados, cuando podría visitarlos con mi
nueva mujer, que para entonces, sabía ella, yo tendría. “Estarás tan enamorado de otra
persona dentro de unos meses como yo lo estoy ahora de Mike”. Dije: “Ojalá tengas
razón. Sin duda, es lo que querría”. Y se fue. Pensé que me lo estaba tomando bien, pero
no era así. De hecho, no lo soportaba. Todas las noches me emborrachaba pensando en
ella. Leía viejas notas y cartas de amor que me había mandado y miraba fotos de ella y
golpeaba la pared con los puños y gritaba y lloraba. No soportaba pensar que estaba
con otro hombre, que lo besaba, le susurraba cosas, le hacía el amor, todas esas cosas
íntimas, le contaba secretos, le hablaba de lo que le había pasado ese día en una tienda,
le preguntaba si quería ver tal o cual película u obra de teatro esa semana, se encontraba
con él para almorzar, se iba con él de viaje por el fin de semana, visitaban amigos, quizá
hasta planeaban tener un hijo. También me hacía daño el hecho de que se dedicaran a lo
mismo. Sabía que eso los volvería más unidos, dadas todas las cuestiones laborales de
las que podrían hablar y que podrían analizar y compartir. Un mes después de que me
dejara, me aparecí frente al edificio donde trabajaban cerca del final de la jornada.
Salieron a los quince minutos, de la mano, charlando animadamente. Yo tenía una llave
inglesa. La saqué de debajo de mi chaqueta, corrí hacia él y grité: “Cabrón, te presento a
Jules, su marido”, y le golpeé la mano que había levantado para protegerse la cabeza. Se
agarró la mano, se dio vuelta para escapar y le di en la cabeza con la llave. Cayó
redondo. Yo seguía gritando: “Nunca le permitiré que esté con otro, bastardo, nunca. La
amo demasiado. La amaré siempre”, y levanté la llave sobre su cara, pero no volví a
golpearlo. Vino la policía. No intenté escapar. No sé qué hacía Arlene en ese momento.
Me arrestaron. A Mike se lo llevaron en una ambulancia. Después, presentó cargos en
mi contra. Me declaré culpable y me sentenciaron a cinco años. O sea que tendré que
cumplir tres años y medio si no causo problemas en prisión. Arlene me visita tantos
días como se lo permiten y siempre se queda el máximo de tiempo posible. Son seis
horas de autobús de ida y vuelta, pero dice que no le importa. En dos oportunidades
durante mis primeros seis meses, nos permitieron dar un paseo de una hora por el
jardín de la prisión. Arlene dejó a Mike y él ya está viviendo con otra mujer. “Hasta ahí
llegó su supuesta devoción eterna”, dijo Arlene, “aunque no es que ahora yo la quiera”.
Varias veces me ha dicho que nunca estará con nadie más que conmigo. Odió el hecho
de que yo golpeara a Mike con la llave, pero ahora entiende que probablemente era la
única manera que tenía de demostrarle cuánto la amaba y cuánto quería recuperarla.
“Por extraño que parezca”, dijo, “aquello hizo que me enamorara de ti nuevamente. Tal
vez también porque lo que hice y la manera en que lo hice te obligó a perder el control y
a querer matarlo y estoy tratando de recompensarte por ello. Pero, de ahora en más,
todo será distinto. Estoy ansiosa de que estemos juntos de nuevo en casa, abrazados, en
la cama, muy ansiosa”. En ciertos lugares del jardín, nos dejaban abrazarnos y besarnos
por medio minuto, cosa que siempre hicimos pasándonos del límite, hasta que uno de
los guardias nos ordenaba que nos detuviéramos.
No fue así. Fue de la siguiente manera. No hubo ninguna llave inglesa. Hay un
Mike. Mi mujer se enamoró de él y me lo dijo durante el desayuno, no durante la cena.
Dijo que no quería contármelo a la noche porque quería darme tiempo para absorber la
idea antes de ir a acostarme y también darse tiempo para llevarse sus cosas del
departamento y mudarse a casa de una amiga. No tenemos hijos. Lo intentamos por un
tiempo, pero sin éxito. Después me hicieron una operación correctiva y entonces
podíamos tenerlos, pero ella dijo que el matrimonio no iba tan bien como antes y quería
asegurarse de que fuese un matrimonio muy sólido antes de tener un hijo. De eso hace
ya tres años. Desde entonces, ella tuvo varias aventuras. Me lo contaba mientras las
tenía. No me gustaba que las tuviera, pero lo toleré porque no quería que me dejara. No
sé por qué inventé el asunto del regalo. Quizá porque su cumpleaños es dentro de dos
semanas y últimamente estuve pensando en qué comprarle. Se me ocurría una pulsera.
Pero ya no. Esta mañana me dijo que se da cuenta de que la actual es la tercera o cuarta
aventura seria que ha tenido en tres años. Tuvo una o dos más, pero fueron fugaces y
no muy serias. No quiere seguir teniendo aventuras mientras esté casada o, al menos,
mientras sigamos viviendo juntos. No es justo conmigo, me dijo. También dijo que yo
no tengo por qué soportarlo y que no debería haberlo hecho antes. No es que habría
parado si se lo hubiese pedido, dijo. Pero yo debería decirle que se fuera de la casa de
una buena vez y debería habérselo dicho hace dos o tres años. Como no estoy dispuesto
a hacerlo, tendrá que dejarme. Lo cual implica un divorcio, dijo. Nuestro matrimonio no
funciona. ¿Que de qué habla?, dijo. El matrimonio anda tan mal que no cree que alguna
vez funcione: nunca funcionará, se acabó, nunca. Y, como ella quiere tener hijos, quizá
dos, quizá tres, pero con alguien de quien esté muy enamorada, tendrá que ponerle fin a
nuestro matrimonio y en algún momento casarse con otra persona. Tal vez con Mike,
pero lo duda. Está casado, aunque a punto de separarse de su mujer, y ha dado a
entender que no quiere volver a casarse. Tiene además dos hijos de un matrimonio
anterior y no ha manifestado ningún interés en tener más. Como sea, dijo ella, lo más
justo es que yo me quede y ella se vaya, porque ella es la que rompe el matrimonio. Por
supuesto, si yo quiero irme, dijo, en ese caso se quedará con mucho gusto porque el
departamento es fabuloso y puede costearlo y nunca conseguirá algo así, ni siquiera por
el doble de alquiler. “Si no te importa”, dije, “creo que quisiera quedarme con el
departamento. Puede que perderte y tener que buscar un lugar donde vivir me resulte
demasiado difícil”. “No me importa”, dijo, “¿por qué habría de importarme? Ya te dije
que puedes quedártelo, si quieres. Así que, ¿te importa si empiezo a empacar para
irme?”. “No, adelante. Me encantaría que te quedaras para siempre, claro, pero, ¿qué
puedo hacer para evitar que te vayas? Nada, supongo, ¿no es cierto?”. “Es cierto”. Entró
en la habitación. Llevé los platos a la cocina, los lavé, me senté a la mesa y me puse a
mirar el río. Ella volvió a la sala una hora después llevando dos valijas y un bolso. “Con
esto me arreglaré por ahora”, dijo. “Si estás de acuerdo, coordinaré con alguna amiga
para venir a buscar el resto en otro momento”. “Claro”, dije. “¿Te mudas a casa de
Mike?”. “No, te he dicho que es casado, vive con su mujer. Por ahora, me quedaré en la
casa de Elena. Si quieres hablar conmigo por algo, puedes llamarme allí o al trabajo.
¿Tienes su número?”. “Puedo buscarlo”. “Pero no me llamarás a ninguno de los dos
lugares por motivos muy personales, ¿de acuerdo? Como para decirme que me extrañas
y que quieres que vuelva o cosas por el estilo. Porque estoy decidida, Jules. El
matrimonio se acabó”. “Lo entiendo. Quiero decir, no entiendo por qué se acabó tan
definitivamente, pero entiendo que sientas que definitivamente es así. En todo caso, ¿no
puedo intentar nada más? ¿No hay nada que pueda decir o hacer o prometer que te
haga cambiar de opinión?”. “Nada”. “Pues, entonces, adiós”, dije. “Te extrañaré
terriblemente. Te amo muchísimo. Estaré todo lo triste que se puede estar por algo
como esto por no sé cuánto tiempo. Pero es problema mío, no tuyo, supongo, y a la
larga se solucionará”. “Me alegra que lo veas de esa manera. No que estés triste –no
quiero que estés así–, pero sí que veas el problema con claridad y sepas que al fin y al
cabo podrás manejarlo. Porque eso nos hará mucho más fáciles las cosas –ya lo son– a
los dos. Ya verás. Para cuando quieras darte cuenta, lo habrás superado”. “Te juro que
no”, dije. “Claro que sí”. “Te lo digo. Nunca”. “No, sé que lo harás. Adiós”. Abrió la
puerta, puso las valijas afuera, dijo: “Vuelvo a buscarlas en dos minutos”, y cargó el
bolso escaleras abajo. “Te ayudo con las valijas”, grité por las escaleras. “No hace falta”,
dijo. “Sería mejor que cerraras la puerta para que no tengamos que decir adiós de
nuevo”. Cerré la puerta.
[Título original: “Goodbye to Goodbye”. Del libro Time to Go, 1984].
HORA DE IRSE
Mi padre me sigue por la calle. Dice: “No entres en esa tienda y tampoco en la
próxima en la que quieras entrar. No entres en ninguna, te digo”. Pero me detengo en la
puerta de la joyería que, según me han dicho, es la mejor de la ciudad. Me abren. Mi
padre entra a mi lado y saludo con la cabeza al guardia y le digo a la vendedora,
después de que me dice “¿Lo ayudo?”, “Sí, estoy buscando un collar de ámbar; quiero
decir, de jade. Siempre los confundo. Pero lo quiero de jade: duradero, para siempre, es
símbolo de eso, ¿no? Puede sonarle raro, pero quisiera darle el collar a mi futura esposa
como regalo prematrimonial”.
“No me suena raro y está en el lugar indicado”. Saca una bandeja de collares.
Todos tienen oro alrededor o dentro y, cuando pregunto el precio de dos de ellos,
resultan ser muy caros.
“No estoy buscando nada que lleve oro, salvo quizá en el broche, y estos son muy
caros para mí”.
“Estos son algo más oscuros que lo que buscaba; quiero decir, por sus ojos azules
y su piel pálida. ¿Cuánto cuesta este?”.
“El precio, nada más”, dice mi padre. “Pero anda, tómalo. Verás que el jade es tan
frío al tacto como a la vista”.
Lo tomo. “Tiene una buen textura, el peso justo y parece”, lo sostengo frente a mí,
“del tamaño adecuado para su cuello”.
Mira la etiqueta, que parecería estar cifrada: 412xT+. “El precio de lista es
trescientos cincuenta, pero se lo dejo a doscientos setenta y cinco”.
“Tengo que regalarle algo, ¿no?”, le digo. “Y tengo ganas de hacerlo porque ella
quiere algo que pueda ponerse siempre, algo para atesorar, que la haga pensar en mí.
Eso fue lo que me dijo”.
“¿Cómo saberlo? Espero que nada. No quiero nada. Eso fue lo que le dije”.
“Ella me hará pensar en ella. La tengo a ella, con eso me alcanza, y además no me
gustan las joyas”.
“Imbécil”, dice. “Todos mis hijos son unos imbéciles. Ninguno salió a mí”.
“La gente estúpida lo diría, del mismo modo que la gente estúpida haría chistes
como el que acabas de hacer. Si hubieses salido a mí, te habrías casado antes, ya
tendrías hijos casi adultos, un empleo mucho mejor, un sueldo tres veces más alto y
habrías sido mucho más feliz porque tu felicidad habría durado más tiempo”.
“Mire este lote”, dice la vendedora poniendo otra bandeja de collares de jade
sobre el mostrador. Veo uno que me gusta. Verde claro, de cuentas más pequeñas,
hilvanadas con hilo, sin oro salvo en el broche. Lo agarro. “Me gusta este”.
“Ciento diez”.
“No se preocupe”, dice la mujer de más edad. “Hasta ahí la dejo llegar por este
precio”.
Janine se lleva el collar al cuello y la otra mujer se lo abrocha por detrás. “La
sensación es maravillosa”, dice Janine tocando las cuentas con los dedos. “Es el que
hubiera elegido yo de esta caja, quizá de todas las otras cajas, aunque los otros sean más
caros”.
“No te dejes engatusar por tanta cháchara”, dice mi padre. “Sesenta y cinco: ni un
centavo más. Si te dice setenta y cinco, le dices: ‘Mire, estoy un poco corto de dinero con
los gastos de la boda, ¿no puede dejármelo a sesenta y cinco, setenta como mucho?’.
Pero tienes que darles una excusa para que acepten tu oferta, nada de lloriqueos”.
“Muy bien. Mi intención no era regatear, pero, si dice cien nada más, de acuerdo,
lo llevo”.
“¿Aceptan cheques?”.
“Janine, no conozco a este hombre, así que controla sus referencias. Si están en
regla, déjale pagar con cheque. Gracias, señor. ¿Qué tal si llamamos a Michaels ahora?”,
le dice a un hombre que está al final del mostrador, y se retiran a la trastienda. Tomo mi
billetera.
Mi padre se sienta en una silla, junto al guardia. “Mi hijo”, le dice. “No es como
yo. Nunca aprendió nada de lo que le enseñé, e hice todo lo que pude. Le habría ido
mucho mejor si hubiese escuchado. Pero era terco. Todos mis hijos fueron tercos.
Ninguna de mis hijas heredó la belleza de su madre y ninguno de los varones la
inteligencia de su padre. Era de esperar que al menos tuviesen buena salud, pero ni
siquiera eso. Ah, este sí, este está bastante sano: es fuerte como un toro. Pero perdí a
otros dos, un varón y una muchacha, por enfermedades, los dos a los veintipico, y fue
muy duro sobrellevarlo para mi mujer y para mí, antes de que me llegara la hora. Qué
va uno a hacer. Y espero que a la novia le guste el regalo. Bastante caro cuesta. Aunque
por qué él no insiste en que ella le dé algo a cambio –o lo sugiere, si no quiere insistir, o
al menos sugiere que la familia de ella pague la boda– para mí es un misterio, como
para usted. A todos, incluida la novia, a quien admiro –no crea que antes me iba de
lengua–, les dice que ya está bastante grande como para que alguien más pague la boda
y ella empeora las cosas elogiando lo que llama su integridad. ¿Le ve algún sentido? Yo
no. Porque para mí la integridad está muy bien en teoría, pero es mejor cuando paga en
la práctica. Por eso lo acoso como lo hago, para beneficio de él y de nadie más. En fin.
¿Cree que el tiempo seguirá agradable, como ahora? Bueno, qué más da”.
Bajo del tren de Baltimore, subo al subte que va a Upper Broadway, de pronto mi
padre está en el vagón, de pie, a mi lado. “Bienvenido”, dice. “¿Sigues con la idea de
darle el regalo y pagar la boda sin ayuda de nadie? Como quieras. No voy a
entrometerme. Solo puedo decírtelo una vez, quizá tres, después tienes que terminar de
cavar tu propia tumba”.
“Si se trata de la última vez, estoy de acuerdo”, y continúo leyendo el libro que
llevo.
“Igual que cuando eras niño. No te gustaba lo que te decía, hacías de cuenta que
yo no existía. Pero aquí estoy. Y lo cierto es que, a pesar de todos los errores que has
cometido y sigues cometiendo, te deseo lo mejor. Al final, te portaste bien conmigo, no
voy a negarlo. Me sería imposible –¿quién lo negaría?– por cómo te ocupaste de mí
cuando enfermé, así que supongo que debería tratarte un poco mejor. ¿Tengo razón?
¿Quieres que seamos no solo familia, sino además amigos? Si es así, démonos la mano
como amigos. Nos dábamos muchos besos cuando eras pequeño –de hecho, hasta que
me llegó la hora y, pocos segundos después, me diste uno, algo que no creo que, si las
cosas hubiesen sido al revés, te habría dado yo a ti–, pero, por primera vez, démonos
simplemente la mano”.
El vagón está lleno. Los que hacen sus compras de navidad por la tarde regresan
a casa, aunque todavía no es la hora pico. Voy apretado contra mi padre. “Muy bien”, le
digo. “Hablemos, pero no me recuerdes cuán enfermo estuviste. No quiero pensar en
eso ahora. Te diré que muchas cosas que hiciste a lo largo de tu vida merecen mi
respeto; en especial, cómo sobrellevaste las molestias y el dolor en aquel momento, algo
que te dije varias veces, aunque, me parece, estabas demasiado atontado como para
entender. Pero también tienes que darte cuenta, y puede que esto no te lo haya dicho,
de cuánto daño me hiciste, y yo te lo permití, más allá de cuáles fueran las causas o la
combinación de causas. He resuelto muchas de esas cuestiones e intentaré resolver el
resto, pero ahora no me quejo de nada porque estoy pasando por el mejor momento de
mi vida”.
“Eh, espera”, y sale por la puerta detrás de mí, me arrebata el bolso del hombro y
corre escaleras arriba. El bolso contiene el collar, exámenes de mis estudiantes, un
dibujo enmarcado que le compré a Magna, algo de ropa. El chico ha desaparecido.
Arriba grito: “Policía, policía, agarren al muchacho que se llevó mi bolso. De lona”,
mientras lo busco. En la acera le pregunto a una mujer: “¿Vio pasar corriendo a un
muchacho?”, y ella dice: “¿A quién?”, pero él no está por ningún lado. Enfrente hay una
patrulla de policía y me dirijo allí a la carrera. Los policías están en una tienda de
comidas esperando que les entreguen el pedido. Entro, digo: “Lo que voy a decir no
sonará sensato, pero me acaban de robar, créanme, un muchacho, un chico de unos
dieciséis años con un gorro gris de esquí en la cabeza y la palabra ‘esquí’ bordada, a la
salida del subterráneo, me arrebató el bolso que tenía con algunos objetos de valor y
salió corriendo. Seguro que si…”. “Venga con nosotros”, dice uno de ellos, y salimos
apurados y nos subimos al auto al mismo tiempo que el hombre de la tienda golpea en
la ventana y muestra la bolsa de comida. “Después”, grita el policía, y arrancamos.
Damos vueltas por la zona sin encontrar al chico. El policía dice: “Hay muchos
ladronzuelos jóvenes que llevan el atuendo que usted describió. Parka, zapatillas
vistosas, gorro grande y arrugado arriba, a veces con un pompón, a veces sin. Una pena
por el collar y el cuadro”.
“Tendría que habértelo dicho”, dice mi padre, sentado a mi lado. “De hecho, te lo
dije, mil veces te dije que hay que tener cuidado en Nueva York, pero siempre has
tenido tus propias ideas. ¿Crees que alguna vez yo hubiese salido por una puerta
giratoria si no había una cabina de vigilancia, incluso en lo que llaman los buenos
tiempos? Allí es donde te agarran, te atrapan contra la puerta de un lado o del otro o en
las escaleras. Pero tú nunca quieres tomar precauciones. Ahora lo has perdido todo. En
fin, sigues con vida y no es que no te compadezca por lo que pasó, pero es casi como si
lo hubieras hecho a propósito de tan fácil que era evitarlo”.
“Déjame tranquilo, ¿sí? Ya bastante mal me siento”. Me bajo del auto frente al
edificio de Magna. “Gracias, oficiales”.
“Digo”, dice mi padre al entrar conmigo, “entiendo cómo te sientes. Pero esta
vez, dado que tu vida depende de ello, espero que hayas aprendido algo de tus
errores”.
Subo y le cuento a Magna del robo. Mi padre se sienta en la cama que ella usa de
sofá. “Con cada semana que la boda se acerca, está más radiante”, dice mi padre. “Te
has conseguido un muy buen partido. Es inteligente, amable, tiene padres maravillosos
y además es hermosa. No sé qué hiciste para merecerlo, pero me alegra que lo hayas
hecho”.
“Claro que no”, dice mi padre. “Porque te hubieras hecho matar, esos chicos
siempre trabajan con alguien más o tienen amigos que los vengan. Por eso es que te
digo y espero que lo recuerdes bien: no te metas en los asuntos ajenos y, si te ocurre
algo como un robo, cierra el pico y entrega todo lo que tengas. Dos veces me asaltaron a
mano armada en mi consultorio odontológico y las dos veces lo que te estoy diciendo
dio resultado. No solo no me lastimaron, sino que hasta me devolvieron la billetera
vacía”.
“Parece la cola en donde reparten vales de comida”, le dice la mujer que está
antes de nosotros a su pareja.
“Ahí va de nuevo con su pureza. Mira, nunca alenté a mis hijos a que tomaran lo
que no les correspondía. Bueno, quizá con algunos de mis actos, pero nunca los alenté
personalmente a aprovecharse de nada. Pero, con lo del seguro, no hubo caso. Tuvimos
discusiones encarnizadas. Por supuesto, nunca hubiera tenido que rechazar o aceptar
un seguro de desempleo si hubiese estudiado para dentista, como yo quería que hiciera.
Se lo rogué a cada uno de mis hijos varones y cada uno me desilusionó. Pero él, más que
los otros dos, tenía la cabeza y la personalidad que hacían falta y hubiera podido
trabajar conmigo unos años y después comprarme el consultorio. Le hubiera dejado el
consultorio por nada con tal de que se convirtiera en dentista, quizá le hubiera pedido
que aportara algo para mi manutención todos los meses, para la mía y la de su madre”.
“No tenía talento para la ciencia”, le digo. “Te lo dije y te mostré mis notas como
prueba una y otra vez. Por poco regurgitaba cada vez que entraba en el laboratorio de
química y biología. Lo intenté. Estudié para dentista más de dos años”.
“Regurgitar. ¿Oyes las palabras que usa? No, no quisiste ser dentista porque yo lo
era. Quisiste dedicarte a las humanidades. Ser un artista. Querías pertenecer a la
intelectualidad. Bueno, ahora te ganas más o menos bien la vida enseñando, pero,
¿durante cuántos años por poco no pasaste hambre? Casi se me partió el corazón, al
verte luchar y luchar. Pero aún estás a tiempo de rendir los exámenes. Hoy en día, los
dentistas ganan en promedio más dinero que los médicos”.
“¿Por qué no hay dos filas, como se supone que tiene que haber? ¿Por qué está
cerrada la otra ventanilla?”.
“Hay tres personas escribiendo a máquina allí atrás y dos archivando cosas. ¿Por
qué no le pide a una que ayude en la otra ventanilla hasta que la fila se alivie un poco?”.
“Shh, no causes problemas”, dice mi padre. “No hay nada que hacer en esta
situación, acéptalo. Es la ciudad”.
Magna me tironea del brazo. “Siempre puedo contar contigo”, dice, “para que
hagas más fáciles las cosas”.
“Siempre ha sido así”, dice mi padre. “Un contestatario, un rebelde. Nada era
bastante bueno para él. Veía una obra de teatro en Broadway que a todo el mundo le
parecía genial y que ganaba todos los premios y decía que hubiera podido ser mucho
mejor. Libros, política, la escuela a la que iba, los bancos, lo que fuera, siempre lo
mismo. Le dije mil veces que se postulara para alcalde de la ciudad, después para
gobernador, después para presidente. Nunca me tomó en serio. Supongo que lo que eso
quiere decir es que es un ser pensante o de buen corazón, pero a veces puede parecerles
grosero a los demás, con todos los cambios que quiere. No es capaz de desentenderse de
las cosas, como yo. Quizá sea un rasgo positivo. Yo no podría vivir de esa manera. Te
traerá problemas, jovencita”.
“Vimos todas las tiendas y no sabíamos cuál elegir”, digo. “Así que le pregunté a
un hombre que tenía pinta de trabajar por aquí: ‘¿Hay algún lugar donde solo vendan
alianzas de oro?’. Dijo: ‘Nat Sister’s’, que, supongo por la foto, debe de ser usted.
‘Cuatro, sector oeste, por el pasillo central del lado derecho. Hay otros cuarenta puestos
allí, pero no pueden perderse el suyo. Tiene el cartel más grande de todos’”.
“Una pena que no sepa cómo se llamaba aquel hombre”, dice Nat. “Siempre nos
gusta agradecerles a quienes nos mandan clientes. Pero el hombre estaba en lo cierto.
Tenemos mil novecientos anillos distintos, así que le prometo que no se irá de aquí sin
haber hallado uno que le guste. ¿Está buscando algo en particular?”.
Levanta su dedo anular. “Ninguno más simple y cómodo que este. Lo llevo
puesto desde hace cuarenta años y no me lo he quitado ni una sola vez”.
“Más cháchara”, dice mi padre. “Y, cuando bajas la guardia, te dan con el precio
por la cabeza. Pero recuerda: estás en el Diamond Center. El precio tiene en cuenta el
regateo. Aquí les parece casi un crimen no regatear, así que esta vez, no importa qué
precio te dé, ofrece la mitad”.
“Mejor aún”, dice mi padre. “Si van a llevar dos anillos, pueden regatear aún
más. Ofrécele menos de la mitad”.
Nat saca una bandeja de anillos. “¿A qué se dedica?”, me pregunta. “Tiene
aspecto de doctor”.
“Enseño en la universidad”.
“Así que es doctor, pero en humanidades”.
“Apaga los oídos”, dice mi padre. “Ahora te dirá qué buena pareja hacen, lo
fabuloso que es el matrimonio, les deseará toda la suerte y el éxito del mundo, cosa que
les hará falta… todo ese asunto. Aunque aquí les encanta bajar el precio, más les gusta
ganar dinero, así que ponte serio. Pregúntale desde el principio cuál es el precio de este
y después de aquel. Dile que te parece caro, aunque no sea el caso. Dile que eres un
profesor de la categoría más baja. Dile que casi no ganas nada con lo que escribes y que
ella no enseñará el año que viene, así que tendrás que mantenerla. Dile que en cualquier
otro momento podrías pagarle el dinero que pide, pero que ahora, incluso en vistas de
algo tan sagrado como el matrimonio, tendrás que pedirle que baje el precio a la mitad.
Y, como compras dos anillos…”.
“Su dedo es muy grande”, dice Nat sosteniendo mi anular. Prueba con varios
anillos, hasta que uno me entra. “Diez y medio. Tendremos que hacerlo a medida.
¿Cuándo es la boda?”.
“El catorce”, dice Magna. “Pero me parece que estos cuestan mucho más de lo
que teníamos pensado gastar”.
“Ey”, digo. “Lo usarás todos los días de tu vida, como dices siempre, así que
compra lo que quieras. A mí también me gusta”.
Él los pone en una balanza. “Setenta y dos dólares. Digamos setenta. El del
profesor, como es más grande, ochenta y cinco. Y quiero que sepan que los dos son de
una pieza, así que no van a romperse inesperadamente, y es el mejor trabajo que van a
conseguir”.
“Bueno”, dice el rabino cuando llegan las bebidas, “a su salud, por una larga vida
y, sobre todo, por su matrimonio”, y chocamos las copas y bebemos. Nos muestra el
certificado que nos dará cuando termine la ceremonia. “En la cubierta –no sé si saben
leerlo–, dice ‘matrimonio’ en hebreo”.
“Me resulta un poco chillón”, digo. “¿No tendrá uno con menos adornos. Oh,
supongo que no importa”.
“Claro que importa”, dice mi padre. “A la larga, ese certificado significará para ti
más que la licencia de matrimonio del registro civil. Y el diseño es muy bonito –como
para enmarcarlo y colgarlo–, aunque por supuesto que a ti no te parece lo
suficientemente bueno”.
“Deberán traer las copas para la ceremonia”, dice el rabino. “Una con el vino
tinto del que beberán los dos”.
“Un rabino moderno”, dice mi padre. “En fin, mejor que un juez moderno.
Pregúntale a qué sinagoga representa”.
“A propósito”, digo, “¿tiene usted una congregación? George dijo que creía que
ya no se dedicaba a eso”.
“En este momento”, dice, “estoy promoviendo un magnífico aparatito que podría
ahorrarle al país unos quinientos mil barriles de petróleo al mes, si el público lo acepta.
Me cansé de predicar, pero volveré a hacerlo algún día”.
“Lo que no les cuenta”, dice su mujer, “es que el aparato costará solo tres dólares
con cincuenta, más un pequeño gasto de instalación, y le ahorrará a cada departamento
y a cada hogar unos cincuenta dólares por mes en invierno. De ahí que las petroleras lo
odien”.
“Espera a que vuelva para que te diga el costo de la ceremonia”, dice mi padre.
“La otra copa”, digo, una vez que observamos el aparato. “¿Es la que se supone
que tengo que romper de un pisotón?”.
“Scott hace la interpretación más brillante que puedan imaginarse de esa parte de
la ceremonia”, dice su mujer. “La he oído una docena de veces y cada vez me deja
absorta. De hecho, salvo por el momento de los votos, lo llamaría el punto culminante
de la ceremonia”.
“Es solo una interpretación”, dice él, “y no la que yo hago. La mía es sobre la
destrucción del templo y otras cosas. Uso citas bíblicas”.
“A ver, a ver, a ver”, dice mi padre. “¿Acabo de oír que no quieren romper la
copa?”.
“Es que es algo un poco teatral para mi gusto”, le digo al rabino. “No es mi
estilo”.
“¿No es tu estilo?”, dice mi padre. “Se remonta a hace dos mil años, quizá tres
mil. Tienes que romper la copa. Lo hice con tu madre, y su padre y el mío lo hicieron
con nuestras madres y sus padres con nuestras abuelas y así sucesivamente. Una boda
no es una boda sin eso. Es lo único que tienes que hacer por mí de todo lo que te pido”.
“Puedo envolver una bombilla en papel de periódico si le preocupa lastimarse el
pie”, dice el rabino. “Pero, si no lo desea…”.
“Ah, no”, dice mi padre. “Ahora sí me has hecho enojar. Que ella esté de tu
lado… Bueno, debes de haberla obligado. O puede que no. De cualquier manera, estoy
harto de quejarme. Desde el punto de vista masculino, te perderás de lo mejor de la
ceremonia, no lo segundo mejor. No pienso darte el menor consejo en cuanto a la tarifa
del rabino”.
“Sé lo que me aconsejarás”, le digo. “Y no quiero regatear con él, ¿está tan mal?
Porque, ¿cuánto puede cobrar? ¿Ciento cincuenta? ¿Doscientos? ¿Así que cuánto puedo
ahorrarme: cincuenta, setenta y cinco? ¿Y qué son cincuenta dólares, en cualquier caso?
¿Qué son cien? Y él es un profesional. Un profesional no solo tiene que hacer bien su
trabajo, sino también saber cuánto cobrar. ¿Tú les dejabas a tus pacientes pagarte la
mitad?”.
“Si creía que se irían a otra parte, claro. Porque, si no los atendía, durante ese
tiempo me habría quedado cruzado de brazos, sin hacer nada. ¿Y si el rabino te pide
cuatrocientos?”.
“No es la mejor manera de hacerlo, pero haz lo que quieras. Te lo he dicho cientos
de veces y te lo diré una última. Haz lo que quieras porque lo harás de cualquier
manera. Pero te diré otra cosa. Tu madre no te dio tres mil dólares de mi póliza de
seguro para que los tiraras al techo”.
“Hace nueve años que recibí ese dinero. No le pedí ni un centavo, pero ella pensó
que me lo merecía por los cuatro años que la ayudé a ocuparse de ti. Y le di buen uso.
Me mantuve un año entero y pude trabajar con ahínco en algo en lo quería trabajar”.
La hace un bollo, la arroja lejos, se pone de pie, patea el suelo, patea de nuevo, se
dirige a la ventana para hacer otra cosa en vez de pensar en la carta. Su pie patea la
carta cuando va hacia la ventana. La mira, la recoge, se sienta en el sofá, enciende la
lámpara de la mesa de al lado, lee la carta. “Querido Stanley: ¿Tenías que decirlo?
¿Tenías que comportarte así? ¿Y yo? ¿Se pueden contestar estas preguntas? Más aún,
¿hace falta? Olvídalo. Ni siquiera sé por qué intento dar explicaciones. Solo digo cosas
que tú no puedes decir. Nos vemos. Louisa”.
Sostiene una esquina de la carta con los dientes y la rompe en dos. Se pone de pie
y toma una mitad con cada mano y las arroja hacia arriba y mira cómo caen flotando.
Patea una de las mitades justo antes de que toque el suelo y esta se da vuelta y queda
por poco encima de la otra. Apoya el pie sobre ambas y las pisotea. Va al armario,
golpea con el puño una fila de ropa colgada. Varios pantalones se sueltan de las perchas
y caen al suelo. Se quita la chaqueta y la cuelga, se lleva una de las mangas a la cara y se
frota los ojos cerrados. Vuelve corriendo al centro de la habitación, recoge las dos
mitades de la carta, alisa las arrugas lo mejor que puede, junta las dos mitades y lee.
“Querido Stanley: Hasta mi madre lo dijo. Hasta mi padre lo dijo. Primero los tuyos y
después los míos. Hasta Jack y Babs y Albert y Treat. Todos lo dijeron. Todos lo
presintieron. Todos tenían esperanzas, pero sabían. Aun así, la cosa siguió. ¿Nunca
aprenderemos? Puede que te suene trillado, pero procura por un momento decirlo de
otra manera. Sobre ese tema me sentaré a pensar más tarde: por qué parecería que
nunca aprendemos, no necesariamente nosotros, sino la gente en general. Discúlpame.
Porque, como dijo alguien una vez: ‘Se sigue’. O: ‘Se puede seguir’. Pero ahora saldré.
Estoy completamente agotada de escribir. Tengo que parar. Lo haré y ya. Querido
Stanley, adiós. Louisa”.
Rompe las mitades en dos. Abre la ventana y saca la mano que sostiene los
pedazos de la carta. Pasan un auto, un autobús, otros más. Varios vehículos –autos,
camiones, un autobús, una motocicleta– esperan en la esquina a que cambie el
semáforo. Oye un avión a hélice, mira el cielo. Nubes y detrás, el sol, pero ningún avión.
Mete la mano, cierra la ventana dejando dos centímetros entre esta y el alféizar, se
sienta en el suelo bajo la ventana, junta los pedazos de la carta y lee. “Querido Stanley:
Llamó alguien. Ya sabes quién. Eran”, él da vuelta cada uno de los pedazos y lee, “casi
las cuatro. Pero de la mañana. No sabía qué hora era cuando el teléfono empezó a sonar.
Sabía que era tarde. O temprano. Me había acostado a eso de las doce. El teléfono no
paraba de sonar. No paraba. Quería responder. No quería. Me obligué a responder. Me
obligué a no hacerlo. Puse la mano en el auricular. Lo levanté. Lo dejé en su lugar. Lo
dejé descolgado. No paraba de sonar y sonar. ¿Qué? ¡El teléfono! ¿Cuarenta, cincuenta
veces? ¿Quizá sesenta? Después, dejó de sonar. Esa fue la única llamada que recibí
anoche. O esta madrugada. Al menos, la única llamada mientras estaba despierta o la
única que me despertó. Ambos sabemos quién llamaba. Ambos sabemos quién deja que
suene así y quién tiene la costumbre de llamar muy tarde por las noches, aunque nunca
a semejante hora. Ambos sabemos también por qué. Por qué esa persona llamó así y tan
tarde. Por qué, por qué: puras preguntas. Ring, ring: puros rings. Carta, carta: puras
palabras. Adiós, adiós: puros adioses. Louisa”.
Acerca la boca a la base de la carta, inspira hondo y sopla. Los pedazos se
desparraman a unos treinta o sesenta centímetros. Acerca la boca a los dos pedazos que
están más próximos entre sí y sopla, esta vez con más fuerza. Se distancian treinta o
sesenta centímetros. Lleva la boca al pedazo que ha volado más lejos del lugar original,
inspira hondo y sopla. Se levanta unos centímetros en el aire. Intenta agarrarlo al vuelo,
pero se le escapa. Moviéndose a rastras, recoge todos los pedazos, se pone de pie, los
rompe en pedacitos y los arroja al aire. Algunos caen encima de su cabeza. Uno se le
queda pegado. Lo siente. Justo en el medio de la cabeza, livianísimo. Lo agarra y lo lee:
“Llamó alguien”. Lo da vuelta. En blanco. Lo hace un bollo entre los dedos, lo deja caer,
recoge otro pedacito y lee. “Mi amor por”. Lee. “Mi amor por”. Lo da vuelta y lee.
“Recuerdas cuando”. Lo da vuelta y lee. “Mi amor por”. Recoge todos los pedacitos,
intenta armar el reverso de la carta en el suelo. Tiene que alisar la mayoría de los
pedacitos. Algunos vuelven a arrugarse después de que los alisa y tiene que aplastarlos
varias veces. Le toma un rato armar la carta, pero lo logra. Lee. “Querido Stanley: No es
el momento. Mi amor por la vida es enorme. Perdóname por la impresión confusa que
esto puede dar. Esta será la última de todas, lo prometo. Adieu, Louisa”.
Se levanta, patea el sofá, lo patea varias veces, hasta que le duele el pie, lo patea
con el otro pie hasta que se le sale el zapato, estrella el sofá contra la pared con tal
fuerza que la pared se raja, levanta el zapato y lo arroja por el aire. Por poco no se
estrella contra un grabado que cuelga de la pared. Agarra un almohadón, lo tira contra
el grabado. Erra. Agarra el otro almohadón, lo arroja contra el grabado. Acierta. El
grabado se suelta del clavo y cae al suelo. Se rompe el vidrio, se quiebra el marco.
Atraviesa la habitación con pasos pesados, levanta el pedazo más grande de vidrio y lo
arroja contra el sofá. El vidrio se estrella contra la pared, sobre el sofá. Estalla y rebota
hacia donde está él, un pedacito le corta la mejilla; otro, la pierna. Se limpia la sangre de
la mejilla con la pantalla de la lámpara de pie. Se lleva la mano de nuevo a la mejilla,
pero parece que ya no sangra. Se deja caer, se levanta la pernera del pantalón, pasa la
mano por la sangre que hay ahí, le da una palmada con la mano ensangrentada a la
carta que está en el suelo. Levanta la mano. Algunos pedacitos se le han adherido. Mira
el reverso de la carta y lee al pie. “Querido Stanley: ¿Qué más? No se me ocurre nada.
No se me ocurre nada de nada, salvo que no puedo. No puedo, no puedo. Habrá que
terminar aquí, en ese caso, habrá que terminar aquí. Aquí se termina. Porque no hay
nada más. No puede haberlo. No lo hay. De veras que no. Sigo repitiéndolo de varias
maneras, pero, ¿lo digo en serio? ¿Lo sé? Querido Stanley: Lo digo en serio y lo sé y eso
creo. Querido Stanley: No lo hay. Verás también que no lo hay porque no habrá nada
más después de mi último ‘Louisa’. Bajo mi último ‘Adiós, hasta pronto, nos vemos,
adieu, Louisa’. Adiós. Louisa”.
No hay nada más después de eso. Recoge todos los pedazos de la carta y los pone
en la parrilla de la chimenea. Varios pedazos caen por la rejilla. Otros siguen adheridos
a su mano. Toma un periódico del estante que está a la derecha de la chimenea, lo
enrolla fuerte, se lo pone bajo el brazo, toma una caja de fósforos del mismo estante,
enciende uno, enciende el periódico enrollado, pone el rollo de periódico bajo la rejilla,
arroja el fósforo encendido y la caja de fósforos encima, mira cómo se queman los
pedazos de la carta. Es probable que los que están bajo el rollo de periódico también se
quemen. Despega los pedacitos que tiene adheridos a la mano y los arroja al fuego. Uno
de ellos cae en la losa que se halla frente a la chimenea. Está rojo de sangre. Lo da vuelta
y mira el reverso. Rojo. Lo deja frente a la chimenea, orienta el sillón hacia la chimenea,
se sienta en él y observa el fuego.
Empieza a contar. Alguien grita: “Séptimo”. Alguien más grita: “Chiquito, vuelve
atrás. Ve con mamá. Bájate de la silla. Sal del balcón y regresa adentro en este instante”.
Henry corre hacia el hall del edificio. La multitud grita. Henry se detiene. El niño
está subido a las rejas y parece a punto de caer. Parece que es un niño y no una niña.
Henry está justo debajo. Tengo que agarrarlo. Quizá me mate, pero tengo que
amortiguar su caída. El bebé cae de las rejas y cae en picada, primero de lado, después
con los pies hacia adelante. Henry trata de ponerse debajo, pero el niño se estrella
contra el suelo más o menos un metro a su derecha.
No lo mira. Se tapa las orejas con las manos para ahuyentar el sonido que acaba
de oír. Se pone de rodillas y se echa a llorar con las manos sobre los oídos. Se recuesta
boca abajo en la vereda y araña el suelo. Retrae las piernas y se cubre la cabeza con las
manos. Le dan una palmada en la espalda. Oye una sirena. Alguien le acaricia la cabeza.
Oye una sirena distinta, después el motor de un camión de bomberos que estaciona
cerca. Alguien aparta el brazo de Henry de una de sus orejas y dice: “Señor, tiene que
levantarse. No me gusta decirle esto, pero está en el medio”. Tiene los ojos bien
cerrados. Dice: “Déjeme quedarme aquí un poco más. ¿El niño ya no está?”.
–Todavía no. Están tomando medidas. Hay cuestiones técnicas, policiales, que
tienen que cumplir antes de llevársela.
–¿Era una niña? Creí que era un chico. ¿Estaba sola en el departamento?
–Su hermano mayor estaba con ella, pero estaba jugando en su habitación.
–Cinco o seis años. ¿Por qué no se pone de pie? Si no quiere mirar, está bien. De
hecho, mejor no mire. Nadie debería mirar si no tiene que hacerlo. Lo llevaré adonde
quiera. Soy policía. Lo llevaré al hospital, si cree que lo necesita, pero, si no, lo llevaré a
su casa. Uno de nosotros lo hará.
Henry se queda en el suelo, con los ojos cerrados. No quiere ver nada. Ni el
balcón ni la calle, ni siquiera el edificio. Quiere dormir. Piensa: Intenta dormir. Te verán
dormido y te llevarán a alguna otra parte. O, si sigues aquí, al despertar quizá la niña ya
no esté. El edificio seguirá estando, pero habrá pasado el tiempo y entonces podrás irte
a casa. Te habrás repuesto, o algo así. En fin, que caminen a mi alrededor, por ahora. Me
lo merezco.
–¿No hay nadie en su casa? –dice otro hombre. Henry se hace el dormido–. Señor
–dice el hombre, hablándole directo al oído–. Le pregunté si no hay nadie en su casa.
–Mi esposa y mi hijo. –Sigue con los ojos cerrados–. Pero él es un bebé, quizá dos
años menor que la que se cayó.
–Tenía dos años y medio. Aún no hemos podido comunicarnos con los padres. El
padre está en un avión, la madre salió de compras, dice el hijo. ¿Alguna vez oyó algo
parecido?
–Mi hijo es un año más chico. Más: acaba de cumplir dieciséis meses. Cuando vi a
la niña ahí arriba, me imaginé al mío. No es que mi niño pueda subirse a una silla, pero
puede bajarse, hacia atrás, como hizo la chiquilla. Dudo que pueda acercarse con una
silla a las rejas y estoy seguro de que no tiene fuerza para empujarla. Pero quizá me
equivoque. Tal vez una silla muy liviana. Y, cuando digo que al ver a esa niña vi al mío,
no quisiera que me malinterprete. Si esa niña hubiera tenido cinco años, diez, veinte, si
no hubiese sido una niña, sino un adulto, una mujer vieja, al borde de la muerte, incluso
un hombre de noventa años, me sentiría igual, pero puede que no hubiese intentado
salvarlo. Creí que podría atajar a un niño pequeño o amortiguar su caída. Uno de cinco
o seis años probablemente me hubiera matado al caer desde esa altura.
–La de dos y medio, también. Uno de los expertos dijo que bajaba a cien
kilómetros por hora. A una velocidad así.
–Se veía rápido. Sigo pensando que podría haberla salvado si el viento no la
hubiera desviado a último momento. La tenía casi en los brazos, se lo juro, cuando
ffffum, se fue para un lado. Lo único que quisiera, en este momento, es haberla salvado.
Incluso si los dos hubiésemos salido muy heridos, pero con una herida de la que ella se
curara pronto y yo también, claro. Y mucho mejor si la niña hubiera podido bajarse de
mis brazos y salir caminando y yo hubiera podido seguirla. Pero no quiero seguir
hablando. Déjeme dormir. O intentarlo. Por favor.
–Qué caída –dice una de las dos personas que lo sostienen–. Y qué bien hizo al
tratar de amortiguar la caída con su cuerpo. Pero pensó rápido al hacerse a un lado a
último momento. Sé que no era su intención, pero la pequeña no tenía ninguna
posibilidad de sobrevivir y usted se jugaba la vida. ¿Sabe lo que le haría un guijarro si
cayera desde esa altura y usted tratara de pararlo? Un hueco de cinco o diez centímetros
en el cráneo, si le cayera en la cabeza, y le atravesaría la mano si intentara agarrarlo.
Nada sobrevive en caída libre desde esa altura y lo mismo si un objeto que viene en
caída libre lo golpea a uno en una parte vital. ¿Puede mantenerse en pie? –Han cruzado
la calle.
–¿Cómo? Hace mucho calor para tenerlas todas cerradas, más cuando el único
aire acondicionado que tenemos está en nuestro cuarto. La parte de arriba de las
ventanas está abierta, como todos los veranos.
–Puede que de pronto sea capaz de subirse a una silla y estirarse para empujar la
ventana y abrirla.
–Lo haré.
–Llámala ahora.
Henry sabe que no lo hará. Se levanta de la cama para llamar y para ir a su casa y
asegurarse de que las ventanas estén cerradas y las sillas estén al otro lado de la
habitación. Busca su ropa con la mirada.
–Puedes caminar.
–Sí. Dijeron que iba a ser pasajero. ¿Mi ropa está en el baño?
–Bertha, traba todas las ventanas y aleja de las ventanas todos los objetos a los
que Timothy pueda subirse: bien lejos. Regresamos a casa ahora mismo. ¿Cómo está?
De hecho, no lo pierdas de vista hasta que lleguemos porque bien puede arrimar una
silla a la ventana o hacer una pila de libros al lado de la ventana y subirse a ella.
–Tenemos que mudarnos al campo –dice–. No a los suburbios, sino lejos, a las
afueras, donde no haya ningún edificio de más de dos pisos. –Entonces imagina a un
chico que cae desde una azotea a diez pisos de altura. Cierra los ojos, chilla, cae al suelo
de rodillas. Su mujer lo ayuda a subir a un taxi y él llora durante todo el trayecto hasta
su casa.
Esa noche duerme en el suelo, al lado de la cuna de su hijo. Al día siguiente pone
la cama del cuarto de invitados en el de su hijo, así puede dormir a su lado todas las
noches. No se separa de su hijo por unos cuantos días. Al cabo, su esposa dice que
Timothy necesita descansar de él y él de Timothy. “Quédate en la cama –nuestra cama–
e intenta dormir un poco”. Ella lleva a Timothy a la casa de su madre, al otro lado de la
ciudad.
Durante las dos semanas siguientes, él intenta ir a la oficina, pero día tras día no
hace más que pasar frente a edificios altos viendo si hay niños en las terrazas o en los
balcones o colgados de las ventanas. Si llega a ver a alguno, hará cuanto pueda para que
no se caiga. Si uno se cae, no importa de qué altura, esta vez intentará amortiguar la
caída con su cuerpo.
Una mañana, tras andar un par de horas en busca de niños, ve que uno se asoma
por la ventana de un sexto piso. Grita: “Detente. Ey. Ve adentro, adentro, o subiré y te
daré una paliza”. Un adulto agarra al niño y lo mete adentro. Henry sigue con la vista la
trayectoria que hubiese descripto el niño y mira el lugar donde se hubiese estrellado y
ve una enorme mancha de sangre en el suelo. Empieza a llover y ve que niños
diminutos caen del cielo y corren por su cara. De pronto, grita cuando un niño aterriza a
unos pocos metros, en la calle, para desaparecer en el hoyo que ha provocado al hacer
impacto. Mira adentro del hoyo. Es tan profundo que no se ve el fondo. A continuación,
ve líquido. Es sangre, la huele cuando está a unos tres metros de él. Se zambulle en el
hoyo para rescatar al niño. Descubre que se ha arrojado desde el puente que une la
ciudad con la que está al otro lado del río. Cierra los ojos y espera que la imagen se
transforme en otra, pero no ocurre eso. Trata de imaginar que lo atajan los brazos de su
hijo.