Viajar en El Tiempo - James Gleick

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James

Gleick, el prestigioso autor de La Información y Caos, explora en este


libro las ideas generadas por el anhelo humano de viajar en el tiempo: sus
orígenes subversivos, su evolución en la literatura y la ciencia, y su influencia
en nuestra comprensión del tiempo en sí mismo.
Partiendo de La máquina del tiempo de H.G. Wells, Gleick rastrea las
distintas teorías científicas y relatos de ficción relacionados con la evolución
de la idea de viajar en el tiempo y demuestra que esta idea forma parte ya de
la cultura contemporánea. Para ello acude a todo tipo de fuentes en ámbitos
tan dispares como la física, la filosofía, la literatura, el cine, los cómics o las
series de televisión. De esta manera, en las reflexiones de Viajar en el tiempo
conviven, entre muchos otros, James Clerk Maxwell con Jorge Luis Borges,
Marcel Proust o Woody Allen; Hermann Minkowski con el cyberpunk de
William Gibson; Gottfried Leibniz con David Foster Wallace; San Agustín
con Isaac Asimov y Kurt Gödel o Pierre Laplace con la serie de televisión de
ciencia ficción Doctor Who o con la trilogía de películas de Regreso al futuro.

Página 2
James Gleick

Viajar en el tiempo
ePub r1.0
Budapest 01.05.2020

Página 3
Título original: Time Travel. A history
James Gleick, 2018
Traducción: Yolanda Fontal

Editor digital: Budapest
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta

Viajar en el tiempo

1. Máquina

2. Fin de siècle

3. Filósofos y pulps

4. Antigua luz

5. Por sus propios medios

6. La flecha del tiempo

7. Un río, un sendero, un laberinto

8. Eternidad

9. Tiempo enterrado

10. Hacia atrás

11. Las paradojas

12. ¿Qué es el tiempo?

13. El único barco

14. En el presente

Agradecimientos

Fuentes y referencias bibliográficas


Narrativa
Antologías
Libros sobre viajes en el tiempo y el tiempo

Página 5
Ediciones en castellano de los libros citados

Notas

Sobre el autor

Página 6
Para Beth, Donen y Harry

Página 7
Tu ahora no es mi ahora; y, de nuevo, tu después
no es mi después, pero mi ahora puede ser tu después,
y viceversa. ¿Qué mente está facultada para estas
cosas?

CHARLES LAMB (1817)


El hecho de que ocupamos un sitio cada vez
mayor en el tiempo es algo que todo el mundo siente.

MARCEL PROUST (1927?)

… Y el mañana
Llega. Es un mundo. Es una manera.

W. H. AUDEN (1936)

Página 8
1

Máquina

De joven era escéptico sobre el futuro y lo


consideraba solo una cuestión de potencial, un estado
de cosas que podría surgir o no, y que probablemente
no lo haría.

JOHN BANVILLE (2012)

Página 9
Un hombre está al final de un pasillo donde hay mucha corriente, en el
siglo XIX. A la luz parpadeante de una lámpara de queroseno examina una
máquina hecha de níquel y marfil, con rieles de bronce y bielas de cuarzo, un
armatoste feo y achaparrado, como desenfocado y nada fácil de visualizar
para el pobre lector, pese a la lista de partes y materiales. Nuestro héroe
juguetea con unas cuantas clavijas, añade una gota de aceite y se monta en la
silla. Agarra una palanca con las dos manos. Va a emprender un viaje. Y
nosotros también, por cierto. Cuando acciona la palanca, el tiempo rompe
amarras.
El hombre es anodino, casi carente de rasgos: «ojos grises», «cara pálida»
y poco más. Ni siquiera tiene nombre. Solo es el viajero del tiempo: «pues
será conveniente llamarle así». Tiempo y viaje: a nadie se le había ocurrido
juntar esas dos palabras hasta entonces. ¿Y la máquina? Con su silla y sus
barras, es como una bicicleta de fantasía. Todo ello es un invento de un joven
entusiasta llamado Wells, que firma con sus iniciales, H. G., porque cree que
suenan más serias que Herbert. Su familia le llama Bertie. Está intentando ser
escritor. Es un hombre minuciosamente moderno, que cree en el socialismo,
el amor libre y la bicicleta[1]. Orgulloso miembro del Club Turístico de
Ciclistas, pasea arriba y abajo por el valle del Támesis en una bicicleta de 18
kilos con cuadro tubular y ruedas neumáticas, saboreando la emoción de
montar su máquina: «Una memoria del movimiento persiste en los músculos
de las piernas, que parecen seguir girando y girando solas». En algún
momento ve un cartel publicitario de un armatoste llamado «bicicleta casera
para el aficionado»: una máquina estacionaria con ruedas de goma que
permite al usuario pedalear para ejercitarse sin ir a ninguna parte. Mejor
dicho, a ninguna parte a través del espacio. Las ruedas giran y el tiempo pasa.
El siglo XX se cernía sobre el mundo, un hito del calendario con
resonancias apocalípticas. Albert Einstein era un chaval en una escuela
secundaria de Múnich. Habría que esperar a 1908 para que el matemático
germano-polaco Hermann Minkowski anunciara su idea radical: «De ahora en
adelante, el espacio en sí mismo, y el tiempo en sí mismo, están condenados a
difuminarse como meras sombras y solo una especie de unión de ambos

Página 10
preservará una realidad independiente». H. G. Wells llegó allí antes, pero, a
diferencia de Minkowski, no trataba de explicar el universo. Solo trataba de
urdir una estratagema argumental verosímil para una narración fantástica.
Hoy viajamos en el tiempo sin el menor problema, en nuestros sueños y
en nuestro arte. Viajar en el tiempo nos parece una tradición ancestral,
enraizada en viejas mitologías, tan viejas como los dioses y los dragones. No
lo es. Aunque los antiguos imaginaron la inmortalidad, la reencarnación y el
reino de los muertos, las máquinas del tiempo escapaban a su comprensión. El
viaje en el tiempo es una fantasía de la era moderna. Cuando Wells imaginó
una máquina del tiempo en su habitación iluminada por una lámpara de
aceite, estaba inventando también una nueva forma de pensar.
¿Por qué no antes? ¿Y por qué ahora?

El viajero del tiempo empieza con una lección de ciencia. ¿O no es más que
un sinsentido? Reúne a sus amigos junto a la chimenea del salón para
explicarles que todo lo que saben del tiempo es erróneo. Son personajes
arquetípicos de reparto: el médico, el psicólogo, el director, el periodista, el
hombre silencioso, el muchacho muy joven y el alcalde de provincias, además
del hombre serio favorito de cualquiera, «un personaje discutidor de pelo
rojo» llamado Filby.
«Deberán seguirme con mucha atención —ordena a estos personajes
estáticos el viajero del tiempo—. Tendré que contradecir una o dos ideas que
están casi universalmente admitidas. Por ejemplo, la geometría que les
enseñaron en el colegio está basada en un concepto erróneo». La geometría
del colegio (la geometría euclidiana) tenía tres dimensiones, las tres que
podemos ver: longitud, anchura y altura.
Como es natural, los invitados tienen reservas. El viajero del tiempo
prosigue a la manera socrática. Los bombardea con la lógica. Ellos oponen
poca resistencia.
—Saben, por supuesto, que una línea matemática, una línea matemática de grosor cero, no
tiene existencia real. ¿Les enseñaron eso? Tampoco la tiene un plano matemático. Esas cosas no
son más que puras abstracciones.
—Eso está muy bien —intervino el psicólogo.
—Ni que teniendo solo longitud, anchura y espesor, pueda un cubo tener existencia real.
—A eso me opongo —declaró Filby—. Un cuerpo sólido puede, por supuesto, existir. Todas
las cosas reales…
—Eso cree la mayoría de la gente. Pero espere un momento. ¿Puede existir un cubo
instantáneo?
—No le sigo —dijo Filby [el muy idiota].
—¿Puede poseer existencia real un cubo que no tenga ninguna duración en absoluto?

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Filby se quedó pensativo.
—Evidentemente —prosiguió el viajero del tiempo— todo cuerpo real debe extenderse en
cuatro direcciones: debe tener longitud, anchura, espesor… y duración.

¡Ajá! La cuarta dimensión. Unos pocos matemáticos muy inteligentes de


la Europa continental ya estaban hablando como si las tres dimensiones de
Euclides no lo fueran todo. Estaba August Möbius, cuya famosa «cinta» era
una superficie bidimensional que hacía un giro por la tercera dimensión, y
Felix Klein, cuya «botella» infinita implicaba una cuarta; estaban Gauss,
Riemann y Lobachevsky, que pensaban, por así decirlo, de un modo poco
convencional. Para los geómetras, la cuarta dimensión era una dirección
desconocida perpendicular a todas nuestras direcciones conocidas. ¿Alguien
puede visualizar eso? ¿Qué dirección es esa? Ya en el siglo XVII, el
matemático inglés John Wallis reconoció la posibilidad algebraica de las
dimensiones adicionales y las llamó «un monstruo de la naturaleza, menos
posibles que una quimera o un centauro». Cada vez más, sin embargo, las
matemáticas hallaban una utilidad a conceptos que carecían de significado
físico. Podían interpretar su papel en un mundo abstracto sin necesidad de
describir ninguna propiedad de la realidad.
Bajo la influencia de esos geómetras, un maestro de escuela llamado
Edwin Abbott Abbott publicó en 1884 su novelita fantástica Planilandia: una
novela de muchas dimensiones, en la que unas criaturas de dos dimensiones
intentan hacerse a la idea de una tercera; y en 1888 Charles Howard Hinton,
yerno del lógico George Boole, inventó la palabra «teseracto» para designar
al equivalente tetradimensional del cubo. Al espacio tetradimensional
contenido en este objeto lo llamó hipervolumen. Lo pobló de hiperconos,
hiperpirámides e hiperesferas. Hinton tituló su libro, sin mucha modestia, Una
nueva era del pensamiento. Insinuó que esa cuarta dimensión misteriosa y no
muy visible daría una respuesta al misterio de la consciencia. «Debemos ser
criaturas en cuatro dimensiones o, de otro modo, no podríamos pensar en las
cuatro dimensiones», razonó. Para construir modelos mentales del mundo y
de nosotros mismos, debemos tener unas moléculas especiales en el cerebro:
«Puede que esas moléculas cerebrales tengan el poder del movimiento en
cuatro dimensiones y que puedan seguir movimientos tetradimensionales y
formar estructuras tetradimensionales».
Durante un tiempo, en la Inglaterra victoriana la cuarta dimensión
funcionó como un recurso para todo, un escondrijo de lo misterioso, lo oculto,
lo espiritual, de cualquier cosa que pareciera acechar fuera de la vista. El cielo
podría estar en la cuarta dimensión; al fin y al cabo, los telescopios de los
astrónomos no lo encontraban ahí arriba. La cuarta dimensión era el

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compartimento secreto de los fantasiosos y los ocultistas. «Nos hallamos en el
umbral de la Cuarta Dimensión, ¡eso es lo que es!», declaró en 1893 William
Stead, un periodista sensacionalista que había dirigido la Pall Mall Gazette.
Según explicaba, se podía expresar mediante fórmulas matemáticas y se podía
imaginar («si tiene usted mucha imaginación»), pero no se podía ver
realmente o, al menos, no podía verla «el hombre mortal». Era un lugar «del
que vislumbramos algo de vez en cuando en aquellos fenómenos que son del
todo inexplicables por cualquier ley del espacio tridimensional». La
clarividencia, por ejemplo. Y también la telepatía. Envió su informe a la
Sociedad de Investigación Psíquica para que investigaran más a fondo.
Diecinueve años después embarcó en el Titanic y se hundió en el mar.
Wells, en comparación, es muy sobrio y simple. Para él no hay misticismo
alguno: la cuarta dimensión no es un mundo fantasmal. No es el cielo ni el
infierno. Es el tiempo.
¿Qué es el tiempo? El tiempo no es más que una dirección más, ortogonal
al resto. Así de simple. Lo único que pasa es que nadie ha podido verlo hasta
ahora: hasta el viajero del tiempo. «Pero debido a una flaqueza natural de la
carne… tendemos a pasar por alto ese hecho», explica fríamente. «No hay
ninguna diferencia entre el tiempo y cualquiera de las tres dimensiones del
espacio, salvo que nuestra conciencia se mueve a lo largo de ella».
En un plazo sorprendentemente corto esa noción pasó a formar parte de la
ortodoxia de la física teórica.

¿De dónde provenía esa idea? Había algo en el ambiente. Wells intentaría
recordar mucho después:
En el universo en el que habitaba mi cerebro en 1879 no existía ninguno de esos absurdos de
que el tiempo sea espacio ni nada por el estilo. Había tres dimensiones, arriba y abajo, delante y
atrás, y derecha e izquierda, y jamás oí hablar de una cuarta dimensión hasta alrededor de 1884.
Entonces pensé que se trataba de una simple ocurrencia.

Muy ocurrente. La gente del siglo XIX a veces se preguntaba qué es el


tiempo. La pregunta surge en contextos muy distintos. Digamos que se quiere
explicar la Biblia a los niños. El Educational Magazine publicaba en 1835:
Versículo 1. En el principio Dios creó el cielo y la tierra.

¿Qué quiere decir el principio? El principio del tiempo.
¿Qué es el tiempo? Una porción medida de la eternidad.

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Pero todo el mundo sabe lo que es el tiempo. Se sabía entonces y se sigue
sabiendo ahora. También es verdad que nadie sabe lo que es el tiempo. San
Agustín formuló esta pseudoparadoja en el siglo IV y la gente,
conscientemente o no, ha estado citándola desde entonces:
Entonces ¿qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quiero
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé[2].
Isaac Newton dijo al comienzo de los Principia que todo el mundo sabía
lo que era el tiempo, pero procedió a alterar lo que sabía todo el mundo. Sean
Carroll, un físico actual, ironiza: «Todo el mundo sabe qué es el tiempo. Es lo
que averiguas al mirar el reloj[3]». También dice: «El tiempo es la etiqueta
que ponemos a diferentes momentos de la vida del mundo». A los físicos les
encanta este juego de poner etiquetas. Se supone que John Archibald Wheeler
afirmó en una ocasión: «El tiempo es la manera que tiene la naturaleza de
evitar que todo ocurra a la vez», pero Woody Allen también lo dijo, y
Wheeler reconoció haber visto la frase garabateada en un servicio de
caballeros en Texas[4].
Richard Feynman afirmaba que «el tiempo es lo que pasa cuando no pasa
nada más» y admitía que era una ocurrencia. «Quizá sea lo mejor, si
consideramos el hecho de que el tiempo es probablemente una de las cosas
que no podemos definir (en el sentido del diccionario), decir simplemente que
es lo que ya sabemos que es: es cuánto tenemos que esperar».
Cuando san Agustín contemplaba el tiempo, una de las cosas que sabía era
que es distinto del espacio: «Y sin embargo, Señor, percibimos los intervalos
de tiempo, y los comparamos, y decimos que unos son más cortos y otros más
largos». Medimos el tiempo, decía, pese a que no tenía relojes. «Medimos los
tiempos mientras están pasando, percibiéndolos; pero los pasados, que ya no
son, o los futuros, que no son aún, ¿quién puede medirlos?». San Agustín
creía que no se puede medir lo que aún no existe, ni lo que ya ha pasado.
En muchas culturas, pero no en todas, la gente habla del pasado como si
estuviera detrás, mientras que el futuro queda por delante. También lo
visualizan de esa forma. «Olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo
que está adelante, prosigo», afirma san Pablo. Imaginar el futuro o el pasado
como un «lugar» ya es incurrir en una analogía. ¿Hay «lugares» en el tiempo,
como los hay en el espacio? Decir eso es afirmar que el tiempo es como el
espacio. El pasado es un país extranjero: allí hacen las cosas de forma distinta.
El futuro también lo es. Si el tiempo es una cuarta dimensión, se debe a que es
como las otras tres: imaginables como una línea; mensurables en extensión.

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Pero en otros sentidos el tiempo es distinto del espacio. La cuarta dimensión
difiere de las otras tres. Allí hacen las cosas de forma distinta.
Parece natural percibir el tiempo como algo similar al espacio. Los
accidentes del lenguaje nos animan a hacerlo. Simplemente, tenemos tantas
palabras así; «antes» y «después» tienen que hacer un trabajo doble como
preposiciones de espacio y de tiempo. «El tiempo es un fantasma del
movimiento», dijo Thomas Hobbes en 1655. Para contar el tiempo, para
calcular el tiempo, «hacemos uso de algún tipo de movimiento, como el del
sol, el del reloj o el de la arena en un reloj de arena». Newton consideró que el
tiempo era algo absolutamente diferente del espacio (después de todo, el
espacio «siempre permanece inamovible», mientras que «el tiempo fluye
uniformemente sin ninguna influencia externa y también se le llama
duración»), pero sus matemáticas crearon una analogía inevitable entre el
tiempo y el espacio. Se pueden dibujar como ejes en un gráfico. En el
siglo XIX, los filósofos alemanes, sobre todo, tantearon algún tipo de
amalgama entre el tiempo y el espacio. Arthur Schopenhauer escribió en
1813: «En el mero tiempo, todas las cosas se siguen unas a otras, y en el mero
Espacio todas las cosas están juntas; por tanto, solo mediante la combinación
de tiempo y espacio emerge la representación de la coexistencia». El tiempo
como dimensión empieza a surgir de las brumas. Los matemáticos lo podían
ver. La tecnología ayudó de otra manera. El tiempo se volvió algo vívido,
concreto y espacial para cualquiera que viera al ferrocarril pulverizando las
distancias en un horario coordinado: coordinado por el telégrafo eléctrico, que
estaba venciendo al tiempo en la pelea. «Puede parecer extraño “fundir” el
tiempo y el espacio», explicaba el Dublin Review, pero mira este diagrama del
espacio-tiempo «por completo ordinario»:

De The Dublin Review, enero-junio de 1920, vol. 166.


Cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Stanford.

Así que el viajero del tiempo de Wells puede hablar con convicción: «Los
hombres de ciencia saben muy bien que el tiempo es solo una especie de

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espacio. Aquí tienen un conocido diagrama científico, un registro del tiempo.
Esta línea que sigo con el dedo muestra el movimiento del barómetro… Sin
lugar a dudas el mercurio no trazó esta línea en ninguna de las dimensiones
del espacio… Pero ciertamente la trazó, por tanto hemos de concluir que esa
línea fue trazada a lo largo de la dimensión del tiempo».
En el nuevo siglo todo parecía nuevo; los físicos y los filósofos
empezaron a mirar el Tiempo, tan a menudo escrito con mayúscula, con
nuevos ojos. Veinticinco años después de La máquina del tiempo, el filósofo
«neorrealista» Samuel Alexander lo expresó de esta forma:
Si se me pidiera que mencionara el rasgo más característico del pensamiento de los últimos
veinticinco años, respondería: el descubrimiento del tiempo. No quiero decir que hayamos
esperado hasta nuestros días para familiarizarnos con el tiempo. Quiero decir que no hemos hecho
más que empezar a tomarnos el tiempo en serio en nuestras especulaciones y a darnos cuenta de
que, de alguna manera, el tiempo es un ingrediente esencial de la constitución de las cosas.

¿Qué es el tiempo? Las máquinas del tiempo nos pueden ayudar a


entenderlo.

Wells no leía a Schopenhauer y la introspección filosófica no era su estilo.


Sus ideas sobre el tiempo estaban influidas por Lyell y Darwin, que habían
leído los estratos enterrados que conforman las edades de la Tierra y las
épocas de la vida. Estudió zoología y geología como becario en la Escuela
Normal de Ciencias y el Real Colegio de Minas, y esas materias le animaron a
ver la historia del mundo como si la observara desde una gran altura: sus
épocas perdidas, un panorama en curso, «las pequeñas civilizaciones de
herraduras y fabricación manual que culminaron en los siglos XVII y XVIII, por
el cambio de ritmo y escala debido a los inventos mecánicos». El tiempo
geológico, de tan vasta extensión, perturbó la percepción que se tenía del
tiempo histórico, en el que se consideraba verosímil que el mundo tuviera seis
mil años. Las escalas eran muy diferentes; la historia de la humanidad se
había empequeñecido.
«¡Oh, Tierra, qué cambios has visto! / Las colinas son sombras y cambian
/ de forma una y otra vez, y nada permanece», escribió Tennyson. Desde
hacía poco, también, había una ciencia llamada arqueología: profanadores de
tumbas y buscadores de tesoros al servicio del conocimiento. Los
arqueólogos, con sus excavaciones, estaban exponiendo la historia enterrada.
En Nínive, en Pompeya, en Troya, se abrían cámaras; aparecían civilizaciones
perdidas, congeladas en piedra, pero vívidas. Las excavaciones arqueológicas

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revelaron diagramas definidos, en los que el tiempo era una dimensión
visible.
De manera menos evidente, la gente podía ver estratos del tiempo por
todas partes. Los pasajeros de los trenes con locomotoras de vapor veían por
la ventanilla un paisaje en el que los bueyes araban el campo como en la
época medieval, los caballos seguían tirando y gradando, y sin embargo los
cables del telégrafo rasgaban el cielo. Esto generaba un nuevo tipo de
confusión o disociación. Llamémoslo disonancia temporal.
Por encima de todo, el tiempo moderno era irreversible, inexorable e
irrepetible. El progreso seguía su curso: algo bueno, si se era un optimista
tecnológico. El tiempo cíclico, los vientos cruzados del tiempo, el eterno
retorno, la rueda de la vida, todo eso eran ahora nociones románticas para
poetas y filósofos nostálgicos.
La Escuela Normal, después rebautizada Real Colegio de Ciencias, fue un
lugar afortunado para H. G., el hijo menor de un tendero y de una antigua
criada. De adolescente había pasado tres años infelices trabajando como
aprendiz de mercería. Ahora, en el nuevo edificio de la escuela, con cinco
plantas y ascensor, estudiaba biología elemental con («a la sombra de»)
Thomas Huxley, el famoso darwinista, un poderoso libertador intelectual, en
opinión de Wells, que luchaba valerosamente contra los sacerdotes y los
ignorantes, estableciendo los hechos de la evolución a partir de pruebas
fósiles y de material embriológico reunidos laboriosamente, completando el
«gran rompecabezas», la confirmación del árbol de la vida. Fue el año más
formativo de su vida: «una gramática de las formas y una crítica de los
hechos». No le interesó tanto el curso de física, del que más tarde apenas
recordaría nada salvo su propia ineptitud para montar un barómetro a partir de
unos cuantos trozos de bronce, madera y tubo de vidrio.
Después de terminar en la Escuela Normal, se ganó la vida impartiendo
algunas clases en el colegio antes de «colapsar» (en sus propias palabras) en
el periodismo literario. Allí encontró una salida para el tipo de especulación
científica de altos vuelos de la que había disfrutado en el Círculo de Debates.
En un ensayo para la Fortnightly Review, «The Rediscovery of the Unique»
(El redescubrimiento de lo único), valoraba en tono pomposo «la serie de
puntos de vista disolventes que llamamos el avance del pensamiento
humano». El siguiente, titulado «The Universe Rigid» (El universo rígido),
fue calificado de incomprensible por el temible director de la revista, Frank
Harris, que citó al autor de veinticuatro años a su despacho y arrojó el
manuscrito a la papelera. El universo rígido era una construcción en cuatro

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dimensiones, como un bloque. No cambiaba
con el tiempo porque el tiempo estaba
incorporado.
El marco de cuatro dimensiones
conducía como por una necesidad férrea al
universo rígido. Si uno creía en las leyes de
la física en aquellos días, y los estudiantes
de la Escuela Normal en el país de Newton
lo hacían sin la menor duda, el futuro debía
ser, aparentemente, una consecuencia
estricta del pasado. Wells propuso diseñar
un «diagrama universal» por el cual derivar
todos los fenómenos mediante la lógica. Cortesía de la Biblioteca Pública de
Nueva York.
Se comenzaba con un éter uniformemente
distribuido en el espacio infinito de aquellos días y
luego se desplazaba una partícula. Si hubiera un universo rígido, y hasta entonces uniforme, el
carácter del mundo consiguiente dependería por completo, argumenté desde posiciones
estrictamente materialistas, de la velocidad de su desplazamiento inicial.

¿Y luego? ¡Caos!
El trastorno se extendería hacia el exterior con creciente complicación.

Edgar Allan Poe, inspirado también por la especulación científica,


escribió en 1845: «Así como ningún pensamiento puede perecer, ningún acto
carece de un resultado infinito». En un texto llamado «El poder de las
palabras», publicado en el Broadway Journal, Poe se inventa unos ángeles
que explican:
Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la Tierra y, al hacerlo,
transmitíamos vibraciones a la atmósfera que la rodeaba. Esta vibración se extendía
indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire terrestre, que desde entonces, y para
siempre, era accionado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro
mundo conocían bien este hecho.

El matemático real que Poe tenía en mente era el gran newtoniano


Pierre-Simon, marqués de Laplace, para quien el pasado y el futuro eran nada
menos que estados físicos, conectados rígidamente por la mecánica
inexorable de las leyes de la física. El estado presente del universo (escribió
en 1814) es «el efecto de su pasado y la causa de su futuro». He aquí el
universo rígido:
Dada por un instante una inteligencia que pueda comprender todas las fuerzas por las que se
anima la naturaleza y las posiciones respectivas de los entes que la componen, y si además esta

Página 18
inteligencia fuera lo bastante vasta para someter a análisis esos datos, abarcaría en la misma
fórmula tanto los movimientos de los cuerpos más grandes del universo como los del átomo más
ligero; nada sería incierto para ella, y el futuro y el pasado serían presente a sus ojos.

Algunas personas ya creían en una inteligencia semejante; la llamaban


«Dios». Nada sería incierto ni oculto para Él. La duda es para nosotros, los
mortales. El futuro, como el pasado, serían presente a Sus ojos. (¿O no? Quizá
Dios se contentaría con ver cómo evoluciona la creación; entre las virtudes
celestiales podría figurar la paciencia).
Esta frase de Laplace goza de una vida más duradera que todo el resto de
su trabajo. Resurge una y otra vez en el pensamiento filosófico de los dos
siglos siguientes. En cuanto alguien empieza a hablar del destino, el libre
albedrío o el determinismo, allí reaparece el marqués. Jorge Luis Borges
menciona sus «fantasías»: «que el presente estado del universo es, en teoría,
reducible a una fórmula, de la que alguien podría deducir todo el futuro y todo
el pasado».
El viajero del tiempo inventa «un observador omnisciente»:
Para un observador omnisciente no habría un pasado olvidado —ningún fragmento de tiempo,
por así decir, que se hubiera salido de la existencia— ni un futuro en blanco de cosas que aún
están por revelarse. Percibiendo todo el presente, un observador omnisciente percibiría también
todo el pasado y todo el futuro inevitable al mismo tiempo. De hecho, presente y pasado y futuro
carecerían de significado para tal observador: siempre percibiría exactamente lo mismo. Vería,
como si dijéramos, un universo rígido que llena el espacio y el tiempo: un universo en que las
cosas serían siempre lo mismo[5].

«Si el “pasado” significara algo —concluye—, significaría mirar en cierta


dirección; mientras que el “futuro” significaría mirar en la dirección opuesta».
El universo rígido es una cárcel. Solo el viajero del tiempo puede
considerarse libre.

Página 19
2

Fin de siècle

Tu cuerpo se mueve siempre en el presente, la


línea divisoria entre el pasado y el futuro. Pero tu
mente es más libre. Puede pensar y está en el presente.
Puede recordar y de inmediato está en el pasado.
Puede imaginar y de inmediato está en el futuro, en su
propia elección de todos los posibles futuros. ¡Tu
mente puede viajar en el tiempo!

ERIC FRANK RUSSELL (1941)

Página 20
¿Puedes tú, ciudadano del siglo XXI, recordar la primera vez que oíste hablar
de los viajes en el tiempo? Lo dudo. El viaje en el tiempo está presente en las
canciones pop, los anuncios de la televisión, el papel pintado. De la mañana a
la noche, los tebeos de los niños y las fantasías adultas inventan y reinventan
máquinas, puertas, portales y ventanas del tiempo, por no hablar de los
barcos, armarios especiales, coches DeLorean y cabinas telefónicas del
tiempo. Los dibujos animados llevan viajando en el tiempo desde 1925: en el
episodio «Felix the Cat Trifles with Time» (El gato Félix juega con el
tiempo), el Padre Tiempo acepta enviar al desgraciado Félix a un tiempo
lejano habitado por hombres de las cavernas y dinosaurios. En un episodio de
Looney Tunes de 1944, Elmer sueña que viaja al futuro («cuando oigas el
gong será exactamente el año 2000»), donde el titular de un periódico anuncia
«La olorvisión reemplaza a la televisión». En 1960, la serie Rocky and his
Friends (Rocky y sus amigos) ya enviaba al perro señor Peabody y a su hijo
adoptivo, Sherman, en la máquina WABAC (pronunciado wayback, «camino
de regreso») a enderezar a Guillermo Tell y Calamity Jane, y al año siguiente
el pato Donald hizo su primer viaje a la prehistoria para inventar la rueda. La
expresión «máquina wayback» se volvió popular, de modo que un personaje
de comedia decía: «Dave, no te metas con un hombre que tiene una máquina
wayback; puedo hacer que no hayas nacido».

Página 21
Fotograma del episodio 41 de Rocky & Bullwinkle & Friends, copyright ©
2004 DreamWorks Animation LLC. Reproducida con permiso.

Los niños oyen hablar de «torbellinos de tiempo» y «piedras para viajar


en el tiempo». Homer Simpson convierte sin querer una tostadora en una
máquina del tiempo. No hacen falta explicaciones. Hemos superado la
necesidad de profesores que expongan la cuarta dimensión. ¿Qué es lo que no
se entiende?
En China, la Agencia Estatal de Radio, Cine y Televisión emitió en 2011
una advertencia y denuncia del viaje en el tiempo, preocupada de que esas
historietas pudieran interferir en la historia, «inventando mitos de manera
despreocupada, planteando argumentos extravagantes y monstruosos, usando
tácticas absurdas y hasta promoviendo el feudalismo, la superstición, el
fatalismo y la reencarnación». Muy cierto. La cultura global ha absorbido los
tropos del viaje en el tiempo. En The Onion, una fotografía de un hombre con
un cigarrillo electrónico de aspecto futurista da pie a un artículo sobre el viaje
en el tiempo de un «mercenario con un entrenamiento militar de otro mundo».
La gente puede entender toda la historia solo con mirarle. «A juzgar por su
apariencia tranquila y distante, y por el hecho de que estuviera inhalando lo
que parecía un humo electrónico de algún tipo de cigarrillo negro y brillante,
voy a suponer directamente que este tipo ha viajado aquí desde cientos de
años en el futuro para detener a algún peligroso ciberdelincuente —dice un
espectador—. Imaginen su conocimiento de los acontecimientos futuros. Es
probable que pudiera compartir información sobre muchos secretos

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asombrosos si nos atreviéramos a preguntarle». Otros conjeturan que sus
gafas de sol esconden una cibernética ocular avanzada y que puede atravesar
el continuo del espacio-tiempo armado con un rifle de pulsos o un cañón de
partículas. «Otras fuentes especularon, con una alarma creciente, que la mera
presencia del hombre en el bar podría causar de algún modo algún tipo de
paradoja temporal irreversible».
Pero el viaje en el tiempo no pertenece exclusivamente a la cultura
popular. El meme del viaje en el tiempo es ubicuo. Los neurocientíficos
investigan «el viaje mental en el tiempo», conocido con más solemnidad
como «cronestesia». Los eruditos apenas pueden sacar a colación la
metafísica del cambio y la causalidad sin considerar el viaje en el tiempo y
sus paradojas. El viaje en el tiempo se impone forzosamente en la filosofía e
infecta la física moderna.
¿Hemos pasado el último siglo desarrollando una quimera morbosa?
¿Hemos perdido el contacto con la simple verdad sobre el tiempo? O quizá es
al revés: tal vez se nos han caído las anteojeras y hemos empezado por fin a
desarrollar, como especie, la capacidad de entender el pasado y el futuro tal y
como son. Hemos aprendido mucho sobre el tiempo y solo parte de ello de la
ciencia.

Qué extraño resulta, entonces, darse cuenta de que el viaje en el tiempo, como
concepto, tiene apenas un siglo. El término no aparece en inglés hasta 1914[6];
un anticipo del «viajero del tiempo» de Wells. De alguna manera, la
humanidad se las apañó durante milenios sin preguntarse: ¿Y qué pasaría si
pudiéramos viajar al futuro? ¿Cómo sería el mundo? ¿Si pudiera viajar al
pasado, podría cambiar la historia? Estas preguntas no se formularon.
A estas alturas, La máquina del tiempo es uno de esos libros que te parece
haber leído en algún momento, lo hayas leído o no en realidad. Puedes haber
visto la película de 1960, protagonizada por el galán de la sesión de tarde Rod
Taylor en el papel del viajero del tiempo (necesitaba un nombre, así que le
llamaron George), en la que se mostraba una máquina que no recordaba para
nada a una bicicleta. En The New York Times, Bosley Crowther llamaba a esta
máquina «una versión antigua del platillo volante». A mí me parece más bien
una especie de trineo rococó con una lujosa silla de felpa roja. Y parece que
no soy el único. «Todo el mundo sabe cómo es una máquina del tiempo —
escribe el físico Sean Carroll—: es una especie de trineo de vapor steampunk
con una silla de terciopelo rojo, pilotos intermitentes y una gigantesca rueca

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de hilandera en la parte trasera». La película también incluye a la compañera
anacrónica del viajero del tiempo, Weena, interpretada por Yvette Mimieux
como una lánguida rubia oxigenada del año 802 701.
George pregunta a Weena si su gente piensa mucho en el pasado. «No hay
pasado», le informa ella sin ninguna convicción perceptible. ¿Y se preocupan
por el futuro? «No hay futuro». Vale, ella vive en el presente. También han
olvidado el fuego, pero, por suerte, George se ha llevado unas cerillas. «No
soy más que un mecánico chapucero», dice él con modestia, aunque le
gustaría poner al día a Weena en unas cuantas cosas.
La tecnología cinematográfica, por cierto, acababa de aparecer en el
horizonte cuando Wells escribió su fantasía y el autor tomó nota. (La bicicleta
no fue la única máquina moderna en la que se inspiró). En 1879, el pionero
del stop motion Eadweard Muybridge inventó lo que llamó zoopraxiscopio
para proyectar imágenes sucesivas produciendo la ilusión de movimiento.
Hizo visible un aspecto del tiempo que nunca se había visto antes. Thomas
Edison le siguió con su cinetoscopio y conoció en Francia a Étienne-Jules
Marey, que ya estaba creando la cronofotografía, seguido poco después por
Louis y Auguste Lumière y su cinematógrafo. Para 1894, Londres ya
entretenía a los espectadores en su primera sala de cinetoscopio en Oxford
Street; París también tenía una. De modo que, cuando el viajero del tiempo
inicia su viaje, ocurre esto:
Desplacé la palanca hasta su posición extrema. La noche llegó como se apaga una lámpara, y
al instante vino la mañana. El laboratorio se volvió vago y brumoso, y después cada vez más
borroso. Llegó negra la noche de mañana, después el día del nuevo, otra vez la noche, el día del
nuevo cada vez más deprisa todavía. Un murmullo vertiginoso me zumbaba en los oídos y una
extraña y muda confusión se adueñó de mi mente… La centelleante sucesión de luz y de
oscuridad era excesivamente dolorosa para los ojos. Luego, en las tinieblas intermitentes, vi la
luna girando rápidamente por sus fases desde la nueva hasta la llena, y tuve un débil vislumbre de
las estrellas dando vueltas. Pronto, mientras seguía, todavía ganando velocidad, la palpitación de
la noche y del día se fundió en un gris continuo.

De un modo u otro, las invenciones de H. G. Wells tiñen cualquiera de las


historias subsiguientes sobre viajes en el tiempo. Cuando se escribe sobre el
viaje en el tiempo, o bien se rinde homenaje a La máquina del tiempo o bien
se esquiva su sombra. William Gibson, que reinventaría el viaje en el tiempo
otra vez más en el siglo XXI, era un niño cuando se encontró con la novela de
Wells en un tebeo de quince centavos de la colección Clásicos Ilustrados;
para cuando vio la película, ya sentía poseerla como «parte de una colección
personal y creciente de universos alternativos».
Me había imaginado esto, para mis propios fines, como engranado en forma de esferas dentro
de esferas de una manera terriblemente compleja que nunca podía imaginar en funcionamiento…

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Sospeché, sin llegar a reconocerlo yo mismo, que el viaje en el tiempo podría ser una forma de
magia comparable a poder besar tu propio codo (lo que inicialmente me daba la impresión de ser
posible teóricamente).

A los setenta y siete años de edad, Wells intentó rememorar cómo se le


ocurrió. No pudo. Habría necesitado una máquina del tiempo para su propia
conciencia. Él mismo lo expresó casi de este modo. Su cerebro estaba
atascado en su época. El instrumento que hacía la tarea de recordar era
también el instrumento que debía ser recordado. «Llevo más de un día
tratando de reconstruir mi visión del mundo tal como era en aquellos días,
tratando de recuperar el estado de mi cerebro tal como este era en 1878 o
1879… Me parece imposible desenredar las cosas… Las viejas ideas e
impresiones se fueron rehaciendo de acuerdo con el nuevo material, fueron
usadas para dar forma a la nueva impedimenta». Y, aun así, si alguna vez una
historia pataleó para nacer, esa fue La máquina del tiempo.
Fluyó de su pluma a trompicones a lo largo de varios años, empezando en
1888 como una fantasía llamada «The Chronic Argonauts» (Los argonautas
crónicos), serializada en tres entregas en el Science Schools Journal, una
revista fundada por el propio Wells en la Escuela Normal. Luego la reescribió
y la tiró a la papelera al menos dos veces. Sobreviven unos pocos fragmentos
muy dramáticos: «Imagíneme, al viajero del tiempo, al descubridor del
porvenir [¡el porvenir!], aferrándose sin sentido a su máquina del tiempo,
ahogado en sollozos y con las lágrimas corriendo por la cara, lleno de un
miedo terrible a no volver a ver nunca más a la humanidad».
En 1894 resucitó a «aquel viejo cadáver», como ya le parecía, para una
serie de siete piezas anónimas en el National Observer y después hizo una
versión casi definitiva, por fin titulada La máquina del tiempo, para publicarla
por entregas en la New Review. El héroe se llamaba Moses Nebogipfel, doctor
y miembro de la Royal Society, N. W. R., PAID, «un hombrecillo menudo de
rostro cetrino… nariz aguileña, labios finos, altos arcos alveolares y barbilla
puntiaguda… su extrema delgadez… grandes ojos grises de mirada ansiosa…
una frente fenomenalmente ancha y alta». Nebogipfel se convirtió en el
inventor filosófico y después en el viajero del tiempo. Pero no fue tanto una
evolución como un difuminado. Perdió sus títulos académicos e incluso su
nombre; se despojó de toda aquella vívida caracterización y se volvió anodino
como un espectro gris.
Como es natural, a Bertie le parecía que era él el que se estaba esforzando:
aprendiendo su oficio, haciendo trizas sus borradores, repensando y
reescribiendo hasta altas horas de la noche a la luz de una lámpara de
parafina. Se estaba esforzando, qué duda cabe. Pero podríamos decir más bien

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que era la narración la que estaba al mando. La hora del viaje en el tiempo
había llegado. Donald Barthelme propone que veamos al escritor como «la
manera que tiene la obra de escribirse a sí misma, una especie de pararrayos
para una acumulación de perturbaciones atmosféricas, un san Sebastián que
acoge en su pecho destrozado las flechas del Zeitgeist». Puede que esto suene
a metáfora mística o a falsa modestia, pero muchos escritores hablan de este
modo y parece que lo hacen en serio. Ann Beattie dice que Barthelme está
revelando un secreto del oficio:
Los escritores no les dicen a los no escritores que les ha caído un rayo, que son conductos,
que son vulnerables. Pero a veces hablan así entre ellos. La manera que tiene la obra de escribirse
a sí misma. Creo que es un concepto asombroso que no solo otorga a las palabras (la obra) una
mente y un cuerpo, sino que les confiere el poder de acechar a una persona (el escritor). Es lo que
hacen los relatos.

Los relatos son como parásitos en busca de un huésped. Memes, en otras


palabras. Flechas del Zeitgeist.
«La literatura es revelación —afirmaba Wells—. La literatura moderna es
revelación indecorosa».

El objeto de interés de Wells, casi una obsesión, era el futuro: ese lugar
tenebroso e inaccesible. «Así que, dominado por una especie de locura que
iba en aumento, me lancé a la futuridad», dice el viajero del tiempo. Wells
escribió que la mayoría de la gente («el tipo predominante, el tipo al que
pertenece la mayor parte de la gente viva») nunca piensa en el futuro. O, si lo
hace, lo considera «una especie de no existencia en blanco sobre la que el
avance del presente escribirá dentro de poco los acontecimientos». (El dedo
se mueve y escribe; y, habiendo escrito, sigue adelante). El tipo de persona
más moderno («el tipo creativo, organizador o dominante») ve el futuro como
nuestra verdadera razón de ser: «Las cosas han sido, dice la mente legal, y por
eso estamos aquí. La mente creativa dice que estamos aquí porque las cosas
aún tienen que ser». Wells, por supuesto, esperaba personificar ese tipo
creativo y con miras al futuro. Y cada vez tenía más compañía.
En tiempos pretéritos, la gente apenas tenía la más mínima esperanza de
visitar el futuro o el pasado. Rara vez se le ocurría a nadie. No estaba en el
repertorio. Incluso el viaje a través del espacio era infrecuente, comparado
con la actualidad, y lento antes de la llegada del ferrocarril.
Forzándolo mucho, podemos encontrar ejemplos discutibles de precoces
viajes en el tiempo. Viaje en el tiempo avant la lettre. En el Mahabharata, la
epopeya hindú, Kakudmi asciende a los cielos para reunirse con Brahma y, al

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regresar, descubre que han pasado las épocas y todas las personas a las que
conocía han muerto. Un viejo pescador japonés, Urashima Tarō, sufre un
destino parecido: un salto imprevisto al futuro al viajar lejos de casa. De
modo similar, se podría decir que Rip van Winkle ha conseguido viajar en el
tiempo mientras duerme. También hubo viajes en el tiempo durante el sueño,
viajes en el tiempo mediante un alucinógeno o viajes en el tiempo mediante el
mesmerismo. La literatura del siglo XIX incluye un caso de viaje en el tiempo
mediante el mensaje en una botella: el autor fue nada menos que Poe, quien
describió «un manuscrito de aspecto singular que había encontrado en una
jarra tapada con un corcho» que flotaba en un mar imaginario y llevaba
escrito «A BORDO DEL GLOBO “SKYLARK”, 1 de abril de 2848».
Los aficionados han registrado los desvanes y los sótanos de la historia de
la literatura en busca de otros ejemplos de precursores del viaje en el tiempo.
En 1733, un cura irlandés, Samuel Madden, publicó un libro llamado
Memoirs of the Twentieth Century (Memorias del siglo XX), una diatriba
anticatólica en forma de cartas de funcionarios británicos que vivían
doscientos años más tarde. El siglo XX que imaginó Madden se parecía a su
propio tiempo en todo salvo en que los jesuitas se habían apoderado del
mundo. El libro ya era ilegible en 1733. Se editaron mil ejemplares y el
propio Madden los destruyó casi todos. Quedan unos cuantos. En contraste,
una visión utópica titulada L’an deux mille quatre cent quarante: rêve s’il en
fût jamais (El año 2440: un sueño si alguna vez hubo uno) se convirtió en un
éxito de ventas en la Francia prerrevolucionaria. Era una fantasía utópica
publicada en 1771 por Louis-Sébastien Mercier, con fuertes influencias del
filósofo del momento, Rousseau. (El historiador Robert Darnton sitúa a
Mercier en la categoría de Rousseaus du ruisseau, o «Rousseaus del arroyo»).
El narrador sueña que se ha despertado de un largo sueño y descubre que le
han salido arrugas y le ha crecido la nariz. Tiene setecientos años de edad y
está a punto de descubrir el París del futuro. ¿Qué hay de nuevo? La moda ha
cambiado: la gente lleva ropa holgada, zapatos cómodos y unas extrañas
gorras. También han cambiado las costumbres sociales. Se han abolido las
cárceles y los impuestos. La sociedad abomina de las prostitutas y de los
monjes. La igualdad y la razón prevalecen. Por encima de todo, como subraya
Darnton, una «comunidad de ciudadanos» ha erradicado el despotismo. «Al
imaginar el futuro —dice—, el lector también podía ver cómo sería el
presente cuando se hubiera convertido en pasado». Pero Mercier, que creía
que la Tierra era plana y que el Sol giraba en torno a ella, no estaba mirando

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al año 2440 tanto como al 1789. Cuando llegó la Revolución, se
autoproclamó su profeta.
Otra visión del futuro, también utópica a su modo, se publicó en 1892: un
libro titulado Golf in the Year 2000; or, What we are coming to (El golf en el
año 2000; o adónde nos dirigimos), de un golfista escocés llamado
J. McCullough (el nombre de pila se ha perdido en el tiempo). Al comienzo
de la historia, el narrador, que ha aguantado un día de mal golf y whisky
caliente, cae en trance. Se despierta con una poblada barba. Un hombre le
dice la fecha con solemnidad (y mientras habla señala un almanaque de
bolsillo): «Hoy es el 25 de marzo de 2000». Sí, el año 2000 ha avanzado hasta
tener almanaques de bolsillo. También luz eléctrica. En algunos aspectos, sin
embargo, el golfista de 1892 descubre que el mundo ha evolucionado
mientras dormía. En el año 2000, las mujeres visten como hombres y hacen
todo el trabajo mientras los hombres están libres para jugar al golf todos los
días.
El viaje en el tiempo por hibernación, el largo sueño, le sirvió a
Washington Irving en «Rip van Winkle» y a Woody Allen en su remake de
1973, El dormilón. El héroe de Woody Allen es un Rip van Winkle con un
moderno conjunto de neurosis: «No he visto a mi psicoanalista en doscientos
años. Era un freudiano estricto y si le hubiese visto en todo este tiempo ahora
estaría casi curado». Si abres los ojos y descubres que todos tus
contemporáneos han muerto, ¿es un sueño o una pesadilla?
El propio Wells prescindió de la maquinaria en una novela de 1910, The
Sleeper Awakes (El despertar del durmiente), que también fue la primera
fantasía sobre un viaje en el tiempo que descubrió las ventajas del interés
compuesto. En cualquier caso, viajar al futuro durante el sueño es lo que
hacemos cada noche. Para Marcel Proust, cinco años más joven que Wells y a
320 kilómetros de él, ningún lugar incrementa la conciencia del tiempo como
un dormitorio. El durmiente se libera del tiempo, flota fuera del tiempo y
navega a la deriva entre la percepción profunda y la perplejidad:
Un hombre que duerme tiene en círculo en torno a sí el hilo de las horas, el orden de los años
y de los mundos. Los consulta instintivamente al despertarse y, en un segundo, lee el punto de la
Tierra que ocupa, el tiempo que ha transcurrido mientras dormía; pero sus niveles pueden
confundirse, romperse… En el primer minuto de su vigilia, ya no sabrá qué hora es, pensará que
acaba de acostarse… Entonces la confusión será total en los mundos desorbitados, el sillón
mágico le hará viajar a toda velocidad en el tiempo y el espacio.

Un viaje, desde luego, metafórico. Al final, el durmiente se frota los ojos


y regresa al presente.

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Las máquinas perfeccionaron los sillones mágicos. En los últimos años
del siglo XIX, una tecnología novedosa se estaba imponiendo en la cultura.
Las nuevas industrias estimularon la curiosidad sobre el pasado y también
sobre el futuro. Por eso Mark Twain creó su propia versión del viaje en el
tiempo en 1889, cuando transportó a un yanqui de Connecticut al pasado
medieval. Twain no se preocupó de la racionalidad científica, pero sí contó la
historia con cierta verborrea pomposa: «Habrá oído hablar de la
transmigración de las almas, pero ¿sabe algo de la transposición de las épocas
y de los cuerpos?». En Un yanqui en la corte del rey Arturo, el medio para
viajar en el tiempo es un golpe en la cabeza: Hank Morgan, el yanqui, recibe
un porrazo con una barra de hierro y se despierta en un prado. Ve ante él a un
tipo vestido con una armadura sentado en su caballo, que lleva (el caballo, me
refiero) unos jaeces festivos de seda roja y verde como una colcha de la cama.
El yanqui de Connecticut descubre lo lejos que ha viajado en este diálogo
clásico:
—¿Bridgeport? —pregunté, señalando.
—Camelot —respondió.

Hank es ingeniero en una fábrica. Esto es importante. Es un tipo dinámico


y amante de la tecnología, que está al día de las últimas invenciones: la
pólvora explosiva y los tubos acústicos, el telégrafo y el teléfono. También el
autor. Samuel Clemens instaló en su casa el teléfono de Alexander Graham
Bell en 1876, el mismo año en que fue patentado, y dos años antes había
adquirido una máquina de escribir extraordinaria, la Remington. «Fui la
primera persona del mundo en aplicar la máquina de escribir a la literatura»,
se jactó. El siglo XIX presenció maravillas.

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De Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain. Nueva York,
Charles L. Webster & Co., 1889.

La era del vapor y la era de la máquina estaban en pleno apogeo, el


ferrocarril acortaba las distancias en el planeta, la luz eléctrica convertía la
noche en un día interminable y el telégrafo eléctrico estaba aniquilando el
tiempo y el espacio (o eso decían los periódicos). De esto trataba realmente el
Yanqui de Twain: del contraste entre la tecnología moderna y la vida agraria
que la precedió. La disparidad resulta a la vez cómica y trágica. El
conocimiento previo de la astronomía convierte al yanqui en un mago. (El
mago oficial, Merlín, se revela como un charlatán). Los espejos, el jabón y las
cerillas inspiran pavor y asombro. «Sin que este país atrasado lo sospechara
—dice Hank—, yo había hecho que la civilización del siglo XIX floreciera
delante de sus mismas narices». El invento que sella su triunfo es la pólvora.
¿Qué magia podría traer el siglo XX? ¿Cuán medievales les pareceremos a
los orgullosos ciudadanos de ese futuro? Un siglo antes, el año 1800 había
pasado sin mucha fanfarria; nadie imaginaba lo diferente que podría ser el año
1900[7]. La conciencia del tiempo en general era vaga en comparación con
nuestros sofisticados criterios. No constan celebraciones del «centenario» de
nada hasta 1876. (El Daily News de Londres informó de que «América ha
estado últimamente muy “centenarizada”; esa es la palabra de moda desde la
gran celebración de este año. Han surgido centenarios por todo Estados
Unidos»). La expresión «cambio de siglo» no existió hasta el siglo XX. Ahora,
por fin, el futuro se estaba convirtiendo en un objeto de interés.

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El industrial neoyorkino John Jacob Astor IV publicó una «novela del
futuro» seis años antes del cambio de siglo, titulada A Journey in Other
Worlds (Un viaje a otros mundos). En ella pronostica un sinnúmero de
avances tecnológicos para el año 2000. La electricidad, según predijo,
reemplazaría a la tracción animal en el movimiento de todos los vehículos.
Las bicicletas estarían equipadas con potentes baterías. Unos enormes
«faetones» eléctricos de alta velocidad deambularían por el mundo a
velocidades tan desmesuradas como 55 o 65 kilómetros por hora en las
carreteras comarcales y a «más de 65» por las calles de las ciudades. Para
soportar estos carruajes, el pavimento estaría hecho de láminas de acero de un
centímetro y medio colocadas sobre el asfalto («aunque sería resbaladizo para
los cascos de los caballos, no afectaría gravemente a nuestras ruedas»). La
fotografía habría avanzado de forma maravillosa y ya no estaría restringida al
blanco y negro: «Ahora no hay ningún problema para reproducir exactamente
los colores del objeto fotografiado».
En el año 2000 de Astor, los cables telefónicos rodean el planeta,
instalados bajo tierra para evitar interferencias, y los teléfonos pueden mostrar
la cara del interlocutor. Provocar la lluvia se ha convertido en «una ciencia
absoluta»: se fabrican nubes mediante explosiones en las capas altas de la
atmósfera. La gente puede planear por el espacio para visitar los planetas
Júpiter y Saturno gracias a una fuerza antigravitatoria recién descubierta y
llamada «apergia», «cuya existencia ya sospechaban los antiguos, pero de la
que apenas sabían nada». ¿Suena emocionante? Al crítico de The New York
Times todo eso le parecía «horriblemente monótono»: «Es una novela del
futuro y tan aburrido como una novela de la Edad Media». Astor estaba
destinado, por otro lado, a hundirse con el Titanic.
Como visión de un mundo idealizado, o una especie de utopía, el libro de
Astor estaba en deuda con Mirando atrás de Edward Bellamy, el superventas
estadounidense de 1887, que también estaba ambientado en el año 2000. (De
nuevo el viaje en el tiempo mediante el sueño: nuestro héroe entra en un
trance de 113 años). Bellamy manifestó su frustración por no poder conocer el
futuro. En su relato «The Blindman’s World» (El mundo del ciego)
imaginaba que los terrícolas somos las únicas criaturas inteligentes del
universo que carecemos de «la facultad de adivinar el futuro», como si solo
tuviéramos ojos en la nuca. «Vuestra ignorancia de la fecha de vuestra muerte
nos impresiona por ser uno de los rasgos más tristes de vuestra condición»,
dice un visitante misterioso. Mirando atrás inspiró una oleada de utopías,
seguidas de distopías, y todas ellas son tan invariablemente futuristas que a

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veces olvidamos que la Utopía original, la de Tomás Moro, no estaba
ambientada en el futuro. Utopía no era más que una isla lejana.
A nadie le importaba el futuro en 1516. Era indistinguible del presente.
Sin embargo, los marinos estaban descubriendo lugares remotos y pueblos
desconocidos, de modo que los lugares remotos hacían un buen servicio a los
autores especulativos que tejían fantasías. Lemuel Gulliver no viaja en el
tiempo. Le basta con visitar «Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y
Japón». William Shakespeare, cuya imaginación parecía ilimitada, que viajó
con toda libertad a islas mágicas y bosques encantados, no imaginó (no podía
imaginar) diferentes tiempos. El pasado y el presente son lo mismo para
Shakespeare: relojes mecánicos marcan las horas en la Roma de César y
Cleopatra juega al billar. Le habría asombrado el viaje teatral en el tiempo
que Tom Stoppard crea en Arcadia y en Indian Ink (Tinta china), juntando en
el escenario unas historias que se desarrollan en épocas distintas separadas
por décadas.
«Hay que decir algo sobre esto —escribe Stoppard en una acotación de
Arcadia—. La acción de la obra va y viene entre principios del siglo XIX y el
presente, siempre en esta misma habitación». Los accesorios circulan de aquí
para allá (libros, flores, una taza de té, una lámpara de aceite) como si
atravesaran los siglos por un portal invisible. Al final de la obra acaban
reunidos en una mesa: los sólidos geométricos, el ordenador, el decantador,
las gafas, la taza de té, los libros de investigación de Hannah, los libros de
Septimus, las dos carpetas, el candelabro de Thomasina, la lámpara de aceite,
la dalia, la prensa dominical… En la obra de Stoppard estos objetos son los
viajeros del tiempo.
Hemos alcanzado una conciencia temporal de la que carecían nuestros
ancestros. Tardó en llegarnos. El año 1900 trajo consigo un derroche de
autoconciencia sobre los tiempos y las fechas. El siglo XX se elevaba como un
nuevo sol. «Ningún siglo ha nacido nunca del vientre del tiempo cuyo
advenimiento haya estimulado tanto la gran expectación, la esperanza
universal, como ese que las letanías de la medianoche y las fiestas seculares
nos traerán en apenas ocho días», escribió el editorialista del Philadelphia
Press. El New York Morning Journal, propiedad de Hearst, se autoproclamó
«El diario del siglo XX» y organizó un ardid publicitario eléctrico: «El diario
pide a todos los ciudadanos de Nueva York que iluminen sus casas el lunes a
medianoche a modo de recibimiento del siglo XX». Nueva York engalanó su
ayuntamiento con 2000 bombillas rojas, blancas y azules, y el presidente del
concejo municipal se dirigió a la multitud: «Esta noche, cuando el reloj

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marque las doce, el siglo actual habrá tocado a su fin. Lo contemplamos ya
como un ciclo de tiempo en el que los logros de la ciencia y la civilización
son nada menos que maravillosos». En Londres, la Fortnightly Review invitó
a su ahora famoso futurista, un H. G. Wells de treinta y tres años, a escribir
una serie de ensayos proféticos: «Expectativas del efecto del progreso
científico y mecánico en la vida y el pensamiento humanos». En París ya lo
llamaban fin de siècle, con el énfasis en fin: la decadencia y el hastío eran el
último grito. Pero llegado el momento, también los franceses miraron hacia
delante.
Un escritor inglés no podía aspirar a tener una reputación literaria
internacional hasta que no hubiera publicado en Francia y Wells no tuvo que
esperar mucho. La máquina del tiempo fue traducida por Henry Davray, quien
reconoció en Wells a un heredero del visionario Julio Verne, y el venerable
Mercure de France la publicó en 1898 con un título que perdía algo en la
traducción: La machine à explorer le temps[8]. Como es natural, a la
vanguardia le encantó la idea del viaje en el tiempo: Avant! Alfred Jarry, un
dramaturgo simbolista y bromista, y también un ciclista entusiasta, publicó de
inmediato, con el seudónimo «Doctor Faustroll», un jocoso manual de
construcción, «Commentaire pour servir à la construction pratique de la
machine à explorer le temps». La máquina del tiempo de Jarry es una
bicicleta con cuadro de ébano y tres «girostatos» con volantes de giro veloz,
cadenas de trasmisión y cajas de trinquetes. Una palanca con mango de marfil
controla la velocidad. Y empieza la jerigonza: «Es preciso señalar que la
máquina tiene dos pasados: el pasado anterior a nuestro propio presente, al
que podríamos llamar pasado real; y el pasado creado por la máquina cuando
regresa a nuestro presente y que es, en efecto, la reversibilidad del futuro». El
tiempo es la cuarta dimensión, por supuesto[9]. Jarry dijo después que le
asombraba la «admirable sangre fría» de Wells para hacer que su jerigonza
fuera tan científica.
El fin de siècle estaba a mano. Mientras se preparaba para las festividades
del año 1900 en Lyon, Armand Gervais, un fabricante de juguetes amante de
las novedades y los autómatas, encargó una serie de cincuenta láminas en
color a un artista independiente llamado Jean-Marc Côté. Las imágenes
evocan un mundo de maravillas que podrían existir en l’an 2000: personas
que cazan desde su minúsculo avión personal, pelean en dirigibles o juegan al
croquet en el fondo del mar. Quizá la mejor es la del aula, donde unos niños
vestidos con calzones se sientan en sus pupitres de madera con las manos
juntas mientras el profesor introduce libros en una trituradora a manivela.

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Resulta obvio que los libros se pulverizan produciendo un residuo de pura
información, que luego se transmite por cables en la pared y por el techo hasta
los auriculares que cubren las orejas de los alumnos.

De Wikimedia Commons.

Estas imágenes proféticas tienen su propia historia. Nunca llegaron a ver


la luz en su época. La imprenta del sótano de la fábrica Gervais apenas había
tirado unas cuantas series en 1899 cuando, de pronto, Gervais murió. La
fábrica cerró y los contenidos de aquel sótano permanecieron ocultos durante
los veinticinco años siguientes. Un anticuario parisino se tropezó con el
inventario de Gervais en los años veinte y compró el lote, que incluía un
juego de prueba de las láminas de Côté en perfecto estado. Las conservó
durante cincuenta años, hasta que en 1978 se las vendió a Christopher Hyde,
un escritor canadiense que pasó por su tienda en la rue de
l’Ancienne-Comédie. Hyde, a su vez, se los mostró a Isaac Asimov, un
científico y escritor de ciencia ficción nacido en Rusia, que por entonces
había escrito o editado 343 libros. Asimov convirtió las láminas de En l’an
2000 en su libro 344: El futuro: una visión del año 2000 desde el siglo XIX.
Vio algo extraordinario en ellas: algo genuinamente nuevo en los anales de la
profecía.
La profecía es vieja. La adivinación del futuro ha existido a lo largo de
toda la historia conocida. El presagio y la adivinación, el augurio y el
sortilegio, figuran entre las profesiones más venerables, aunque no siempre

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entre las más fiables. La antigua Chinas tenía el , I Ching, el Libro de los
cambios; las sibilas y los oráculos ejercían su oficio en Grecia; aerománticos,
quirománticos y adivinos leían el futuro en las nubes, las manos y los
cristales, respectivamente. «Aquel siniestro censor romano, Catón el Viejo, lo
dijo muy bien: “Me pregunto cómo puede un augur evitar reírse cuando se
cruza con otro”», escribió Asimov.
Pero el futuro, tal como lo vaticinaban los adivinos, seguía siendo una
cuestión personal. Los augures trazaban sus hexagramas y barajaban sus
cartas del tarot para ver el futuro de los individuos: salud y enfermedad,
felicidad y tristeza, forasteros altos y morenos. En cuanto al mundo en su
conjunto, eso no cambiaba. Durante la mayor parte de la historia, el mundo en
el que la gente imaginaba que vivirían sus hijos era el mundo que ellos habían
heredado de sus padres. Cada generación era igual que la siguiente. Nadie
pedía al oráculo que predijera cómo iba a ser la vida cotidiana en los años
venideros.
«Supongamos que descartamos la adivinación —dice Asimov—.
Supongamos que descartamos también las predicciones apocalípticas de
inspiración divina. ¿Qué nos queda entonces?».
Nos queda el futurismo, como lo redefinió el propio Asimov. H. G. Wells
habló del «futuro» (futurity) en el cambio de siglo y entonces la palabra
«futurismo» fue secuestrada por un grupo de artistas y protofascistas italianos.
Filippo Tommaso Marinetti publicó su «Manifiesto futurista» en el invierno
de 1909 en La Gazzetta dell’Emilia y en Le Figaro, donde se declaró a sí
mismo y a sus amigos libres al fin: libres del pasado.
Un inmenso orgullo henchía nuestro pecho, porque nos sentíamos, en esa hora, los únicos
despiertos y erguidos, como faros orgullosos o centinelas avanzados contra un ejército de estrellas
hostiles… «¡Vamos! —dije—. ¡Vamos, amigos!»… Y como jóvenes leones corrimos tras la
muerte [etc.].

El manifiesto incluía once puntos numerados. Primero: «Queremos cantar


el amor al peligro». El cuarto era sobre coches rápidos: «Afirmamos que la
magnificencia del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza
de la velocidad. Un coche de carreras con el capó adornado con grandes tubos
como serpientes de aliento explosivo». Los futuristas crearon solo uno de los
muchos movimientos del siglo XX que se definieron con orgullo como
vanguardia: los ojos fijos al frente, escapando del pasado, caminando a
grandes pasos hacia el futuro.
Cuando Asimov empleaba esta palabra, quería decir algo más básico: un
sentido del futuro como un lugar hipotético, distinto y quizá profundamente

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distinto, de lo anterior. Durante la mayor parte de la historia, la gente no veía
el futuro de esa forma. Las religiones no dedicaban ningún pensamiento
concreto al futuro; miraban a la reencarnación o a la eternidad, a una vida
nueva después de la muerte, una existencia fuera del tiempo. Luego, al fin, la
humanidad cruzó un umbral de conciencia. La gente empezó a percibir que
había algo nuevo bajo el sol. Asimov explica:
Antes de que podamos tener futurismo, debemos reconocer primero la existencia del futuro en
un estado que es significativamente distinto del presente y del pasado. Nos puede parecer que la
existencia potencial de dicho futuro es evidente, pero esto no fue así hasta una época
relativamente reciente.

¿Y cuándo ocurrió eso? Empezó en serio con la imprenta de Gutenberg, al


preservar nuestra memoria cultural de una forma visible, tangible y
compartible. Alcanzó la velocidad crítica con la revolución industrial y el
auge de las máquinas (telares, fábricas y hornos, carbón, hierro y vapor),
creando, entre otras muchas cosas, una súbita nostalgia del modo de vida
agrario que parecía estar desapareciendo. Los poetas mostraron el camino.
«¡Oíd la voz del Bardo —imploraba William Blake—, que ve presente,
pasado y futuro!». Había gente a la que le gustaba el progreso más que a esas
«oscuras fábricas satánicas», pero, en cualquier caso, antes de que pudiera
nacer el futurismo, la gente tenía que creer en el progreso. El cambio
tecnológico no siempre había parecido un proceso unidireccional. Ahora sí lo
parecía. Los niños de la revolución industrial fueron testigos de grandes
transformaciones a lo largo de su vida. No había vuelta al pasado.
Rodeado de una maquinaria en continuo desarrollo, Blake culpó, más que
a ningún otro, a Isaac Newton (el miope racionalista que imponía su nuevo
orden de cosas[10]), pero Newton ni siquiera había creído en el progreso.
Estudió mucha historia, principalmente bíblica, y en realidad creía que su
propia época representaba una caída en desgracia y era un deslustrado
vestigio de glorias pasadas. Al inventar buena parte de las nuevas
matemáticas, creía estar redescubriendo secretos conocidos por los antiguos y
más tarde olvidados. Su idea de un tiempo absoluto no subvertía su creencia
en una eternidad cristiana. Los historiadores que estudian el concepto
moderno de progreso han observado que comenzó a surgir en el siglo XVIII,
junto con nuestra concepción moderna de la historia. Damos por sentado
nuestro sentido de la historia, nuestro sentido del «tiempo histórico». La
historiadora Dorothy Ross lo define como «la doctrina que postula que todos
los fenómenos históricos se pueden entender históricamente, que todos los
acontecimientos del tiempo histórico pueden explicarse por sucesos anteriores

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en el tiempo histórico». (Lo denomina «un tardío y complejo logro del
Occidente moderno»). Ahora parece obvio: construimos sobre el pasado.
Así, mientras el Renacimiento se desvanecía, varios escritores empezaron
a tratar de imaginar el futuro. Además de Madden con sus Memoirs of the
Twentieth Century y Mercier con su sueño del año 2440, otros intentaron
escribir ficción imaginativa sobre sociedades futuras, a las que, a posteriori,
se puede denominar «futuristas», aunque este término no está documentado
en inglés hasta 1915. Todos ellos estaban desafiando a Aristóteles, quien
escribió: «Nadie puede narrar lo que aún no ha sucedido. Si hay alguna
narración, ha de ser sobre hechos pasados, cuyos recuerdos sirvan al oyente
para hacer mejores planes para el futuro».
El primer futurista de verdad, en el sentido del término de Asimov, fue
Julio Verne. En los años sesenta del siglo XIX, mientras los trenes
traqueteaban por todo el país y los barcos de vela daban paso a los de vapor,
imaginó naves que viajaban bajo el mar, por los cielos, al centro de la Tierra y
a la Luna. Podríamos decir que era un hombre adelantado a su tiempo: tenía
una conciencia, una sensibilidad, propia de una época posterior. Edgar Allan
Poe se adelantó a su tiempo. El matemático victoriano Charles Babbage y su
protegida Ada Lovelace, precursores de la computación moderna, se
adelantaron a su época. Julio Verne se adelantó tanto a su época que nunca
pudo encontrar un editor para su libro más futurista, París en el siglo XX, una
distopía que incluía vehículos a gas, «bulevares tan luminosos que parecían
iluminados por el sol» y la guerra entre las máquinas. El manuscrito, escrito a
mano en un cuaderno amarillo, apareció en 1989, cuando un cerrajero abrió
una caja fuerte familiar que llevaba mucho tiempo cerrada.
El siguiente gran futurista sería el propio Wells.
Ahora todos somos futuristas.

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3

Filósofos y pulps

—¿Viajar en el tiempo? ¿Espera que me crea


semejante tontería?
—Sí, es un concepto difícil, ¿verdad?

DOUGLAS ADAMS
(«The Pirate Planet», Doctor Who, 1978)

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El viaje en el tiempo, tal como lo han descrito Wells y sus muchos herederos,
está ahora presente en todas partes, pero no existe. No puede existir. Al decir
esto, se me ocurre que soy Filby.
—Pero la máquina no es más que una paradoja —dijo el director del diario.
—No puedo discutir esta noche —respondió Filby.

Los críticos de los años noventa del siglo XIX opinaban lo mismo y Wells
sabía que eso iba a ocurrir. Cuando por fin se publicó su libro en la primavera
de 1895, La máquina del tiempo, que vendió en Nueva York Henry Holt (75
centavos) y en Londres William Heinemann (media corona), los críticos lo
elogiaron y consideraron una buena historia: una «historia fantástica»;
«novelita fuera de lo común»; «tour de force de fantasías espantosas»;
«claramente superior a la media de este tipo de obras fantasiosas»; y «merece
la pena leerla si le gusta leer historias imposibles» (esta última en The New
York Times). Señalaron la evidente influencia del romanticismo oscuro, Edgar
Allan Poe y Nathaniel Hawthorne. Uno de ellos lo desdeñó: «Tenemos
dificultades para discernir cuál es la utilidad exacta de estas incursiones en el
futuro».
Solo unos pocos tuvieron la deferencia de analizar lógicamente la idea
fantástica de Wells. Y la encontraron ilógica. «No hay forma de acceder al
futuro, salvo esperando —escribió Israel Zangwill en la Pall Mall Magazine,
apuntando con un dedo acusador—. Solo cabe sentarse a verlo llegar».
Zangwill, él mismo un novelista y humorista esporádico, que pronto sería
también un sionista famoso, creía comprender el tiempo bastante bien. Y
reprendía al autor:
En verdad, no existe un viajero del tiempo, señor Wells, salvo el Padre Tiempo. En lugar de
ser una cuarta dimensión del espacio, el tiempo viaja perpetuamente por el espacio, repitiéndose
en vibraciones cada vez más alejadas del punto de incidencia original; un panorama vocal que se
mueve por el universo a través de las infinitudes, una sucesión de sonidos y visiones que,
habiendo sido, nunca pueden perecer …

(Era evidente que Zangwill había leído a Poe: las vibraciones que se
extienden indefinidamente por la atmósfera («ningún pensamiento puede
perecer») y esta frase, también, prosiguen indefinidamente hacia delante).

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… sino solo seguir y seguir de un punto a otro, permanentemente registrados en la suma de las
cosas, preservados de la aniquilación por la infinitud del espacio, y siempre visibles y audibles
para el ojo o el oído que debe viajar en un movimiento paralelo.

Pese a sus objeciones, Zangwill no podía evitar admirar la «brillante


novelita» de Wells. Observó sagazmente que en Las mil y una noches ya
aparecía una especie de precursora de la máquina del tiempo: una alfombra
mágica que recorre el espacio. Entre tanto, incluso en 1895, Zangwill ya
parecía comprender ciertas implicaciones peculiares del viaje en el tiempo
(las paradojas, diríamos pronto) mejor que el propio Wells.
La máquina del tiempo mira en una dirección: hacia delante.
Aparentemente, la máquina del tiempo de Wells podía viajar al pasado con un
movimiento inverso de la palanca, pero el viajero del tiempo no tenía ningún
interés en ir allí. Y eso es algo bueno, afirma Zangwill. Pensemos en las
dificultades que entrañaría. No había ningún viajero del tiempo
entrometiéndose en nuestro pasado. Un pasado que incluyera a un viajero del
tiempo sería un pasado diferente, un nuevo pasado. No era fácil expresarlo
con palabras:
De haber viajado hacia atrás en el tiempo, habría reproducido un pasado que, en lo que se
refiere a su propia aparición en él con su máquina recién inventada, habría sido inveraz ex
hypothesi.

Además está el problema de encontrarse con uno mismo. Zangwill fue el


primero en darse cuenta y no sería el último en hacerlo:
De haber vuelto a su propia vida anterior, habría tenido que existir en dos formas
simultáneamente, con distintas edades, una proeza que incluso a sir Boyle Roche le habría
resultado complicada.

(Sus lectores reconocerían a Roche como el político irlandés que dijo:


«Señor presidente, es imposible que yo pueda haber estado en dos sitios a la
vez, a menos que sea un pájaro»)[11].
Los críticos literarios llegaron y se fueron, y poco después entrarían en
juego los filósofos. Cuando empezaron a fijarse en los viajes en el tiempo, lo
hicieron con cierta vergüenza, como un director de orquesta incapaz de
apartar la vista de un organillero. «Un ejemplo frívolo extraído de la ficción
contemporánea», escribía en 1914 el profesor Walter Pitkin, de la
Universidad de Columbia, en el Journal of Philosophy. Algo se estaba
incubando en la ciencia (un campo en el que el tiempo era una cantidad
absoluta y cuantificable conocida familiarmente por t) y los filósofos estaban
inquietos. En los primeros años del nuevo siglo, tenían principalmente a un
pensador con el que antagonizar cuando abordaban el tema del tiempo: el

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joven francés Henri Bergson. En Estados Unidos, William James, que de otro
modo podría haberse dormido en los laureles como el «padre de la
psicología», encontró un vigor renovado en Bergson. «La lectura de sus obras
es lo que me ha insuflado valor —afirmaba James en 1909—. De no haber
leído a Bergson, probablemente aún estaría emborronando en privado un
sinfín de páginas de papel con la esperanza de dar con algo que nunca hubiera
pretendido encontrar». (Y añadía: «He de confesar que la originalidad de
Bergson es tan profusa, que muchas de sus ideas me desconciertan por
completo»).
Bergson nos pide que recordemos cuán artificial es el concepto de espacio
definido como un medio homogéneo vacío: el espacio absoluto anunciado por
Newton. Señala que es una creación del intelecto humano: «Podríamos decir
que los humanos tenemos la facultad especial de percibir o de concebir un
espacio sin cualidad». Puede que los científicos encuentren que este espacio
vacío abstracto es útil para calcular, pero no cometamos el error de
confundirlo con la realidad. Y menos aún con el tiempo. Cuando medimos el
tiempo con relojes mecánicos, cuando dibujamos diagramas en los que el
tiempo es un eje en una gráfica, podemos caer en la trampa de imaginar que el
tiempo no es más que otra versión del espacio. Para Bergson, el tiempo t, el
tiempo de los físicos, dividido en horas, minutos y segundos, convertía la
filosofía en una cárcel. Rechazaba lo inmutable, lo absoluto, lo eterno.
Aceptaba el flujo, el proceso, el devenir. Bergson creía que no se podía
disociar el análisis filosófico del tiempo de la experiencia humana del mismo:
el solapamiento de estados mentales, la transición de uno a otro que
experimentamos como duración: la durée.
Diferenciaba el tiempo del espacio en lugar de entremezclarlos: «El
tiempo y el espacio empiezan a entrelazarse solo cuando ambos se vuelven
ficticios». Para Bergson, el tiempo, no el espacio, era la esencia de la
conciencia; y la duración, la heterogénea sucesión de momentos, la clave de
la libertad. Los filósofos estaban a punto de seguir a los físicos por un nuevo
camino y Bergson se quedaría rezagado, pero por entonces era sumamente
popular. Sus conferencias en el Collège de France atraían a multitudes, Proust
asistió a su boda y James le llamaba «mago». «Zambúllanse de nuevo en el
flujo —clamaba James—. Vuelvan sus caras a la sensación, esa cosa unida a
la carne que el racionalismo siempre ha llenado de insultos». En esto difería
de la física.
Lo que realmente existe no son cosas hechas, sino cosas haciéndose. Una vez hechas, están
muertas… La filosofía debe buscar este tipo de comprensión viva del movimiento de la realidad,
no seguir a la ciencia juntando en vano fragmentos de sus resultados muertos.

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Al parecer, Pitkin creyó que necesitaba rescatar a los pobres científicos de
la arremetida de Bergson. La revista Time le describió, en un breve instante de
fama, como «un hombre con muchas ideas, algunas de ellas importantes» y
fue miembro fundador de un efímero movimiento que se autodenominaba
«nuevo realismo». En su ensayo de 1914 declaraba que le gustaban algunas
de las «conclusiones» de Bergson, pero despreciaba «la totalidad de su
método», en especial el rechazo al proceso científico en pro de la
introspección psicológica. Pitkin proponía resolver el enigma del
espacio-tiempo mediante pruebas lógicas. Aceptaría las t y t′ y t′′ de los
físicos y demostraría de una vez por todas que el tiempo es diferente del
espacio. A saber: podemos movernos de aquí para allá en el espacio, pero no
en el tiempo. O más bien, nos movemos en el tiempo, pero no libremente:
«Una cosa se mueve en el tiempo solo moviéndose con otras cosas». Y ¿cómo
iba a probarlo? Del modo más inesperado:
Para que la prueba sea lo más sencilla posible, la presentaré como una crítica sensata de una
de las fantasías más descabelladas que se ha permitido ese especialista en fantasías descabelladas,
H. G. Wells. Me refiero, obviamente, a su divertida parodia La máquina del tiempo.

Fue la primera pero no la última vez que la divertida parodia del señor
Wells captó la atención de esta augusta revista.
«No podemos volver al siglo XIII, ni un hombre de esa época puede saltar
a la nuestra —escribió Pitkin—. El señor Wells querría que imagináramos a
un hombre en reposo en las dimensiones del espacio, pero moviéndose con
respecto al tiempo de ese campo espacial. ¡Muy bien! Hagamos todo lo
posible por seguir las normas. ¿Qué encontramos? Algo muy desconcertante,
sin duda. Algo que, me temo, hará que el viaje en el tiempo sea muy
impopular entre las personas sosegadas».
El viajero no vuela a través del tiempo abstracto (como «espacio puro» del geómetra). Vuela a
través del tiempo real. Pero el tiempo real es historia: y la historia es el curso de los
acontecimientos físicos. Es la secuencia de actividades, físicas, fisiológicas, políticas y de otro
tipo.

¿De verdad queremos seguir por este camino? ¿Debemos buscar errores
de lógica en una obra de ficción fantástica?
Sí, debemos hacerlo. Los profesionales del viaje en el tiempo, incluso en
las revistas pulp, no tardaron en elaborar normas y justificaciones que harían
que un talmudista se sintiera orgulloso. Lo que está permitido, lo que es
posible, lo que es verosímil: las reglas evolucionaban y variaban, pero había
que respetar la lógica. Podríamos empezar con el profesor Pitkin, un hombre

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que tenía muchas ideas, algunas de ellas importantes, en el Journal of
Philosophy.
Su argumentación no le resultaría muy sofisticada a un típico adolescente
aficionado a la ciencia ficción en torno a 1970. A decir verdad, reconoce que
la intuición humana común acerca del mundo a menudo no logra comprender
la extrañeza de la realidad. La ciencia sigue sorprendiéndonos. ¿Qué es
arriba?, por ejemplo. «Se consideraba imposible “por la naturaleza misma de
las cosas” —señala Pitkin— que la Tierra fuera una esfera y la gente en el
otro extremo caminara cabeza abajo». (Podría haber añadido que el sentido
común de Aristóteles revelaba que solo hay tres dimensiones espaciales y ni
una más: «La línea tiene magnitud en una dirección, el plano en dos
direcciones y el sólido en tres direcciones, y más allá de estas no hay otra
magnitud porque las tres son todo»). Y se pregunta: ¿Podría ser que los viajes
en el tiempo nos parezcan imposibles «debido a determinados prejuicios que
albergamos o a determinados hechos y trucos que aún ignoramos por
completo»? Mantengamos la mente abierta. «[La] respuesta, cualquiera que
sea, tiene inmensas consecuencias para la metafísica».
De este modo, Pitkin aplica las herramientas de la lógica. Estos son sus
puntos principales:

A medida que la máquina del tiempo se desplaza a través de los años,


todo envejece rápidamente, por lo que el hombre de la máquina también
debería hacerlo. «Las naciones experimentan ascensos y caídas, estallan
tempestades, destruyen y amainan, se construyen casas con esfuerzo y
arden en medio del furor de una guerra repentina, etc.». En cuanto al
turista, sus ropas están intactas y apenas ha envejecido un día. «¿Cómo
es posible? Si ha pasado por cien mil generaciones, ¿por qué no es cien
mil generaciones más viejo?». He aquí una contradicción evidente: «la
primera contradicción en todo el proceso».
El tiempo pasa a cierta velocidad y esta velocidad debe ser la misma para
todos en todas partes. «Dos objetos o sistemas» no pueden tener
«diferentes velocidades de desplazamiento o cambio en el tiempo»,
obviamente. Pitkin apenas tenía idea de la diablura que Albert Einstein
estaba maquinando en Berlín.
Para viajar a través del tiempo hay que obedecer las reglas de la
aritmética, al igual que para viajar a través del espacio. Hagamos
cuentas: «Atravesar un millón de años en unos pocos días es exactamente
igual que recorrer 1600 kilómetros en 2,5 centímetros». 1600 kilómetros
no equivalen a 2,5 centímetros; luego, un millón de años no puede ser
igual a unos pocos días. «¿Acaso no se trata de una clara contradicción,

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equiparable a la proposición de que usted o yo podemos ir desde Nueva
York hasta Pekín sin alejarnos de nuestra propia puerta?»
El viajero del tiempo sin duda choca con cosas. Por ejemplo: digamos
que abandona su taller para viajar a una fecha en el futuro, el 1 de enero
de 1920. Mientras está fuera, su esposa abandonada vende la casa, que es
demolida. Los ladrillos se amontonan en el lugar que antes ocupaba el
taller. «Pero ¿dónde, dónde está el viajero? Si permanece en el mismo
lugar, lo más seguro es que se encuentre debajo de la tonelada de
ladrillos, al igual que su preciada máquina… Podemos afirmar que esto
es muy desagradable para el turista. Está interpenetrado por los
ladrillos.»
Visto desde una perspectiva astronómica, se ha de considerar también el
movimiento celeste. «El viajero que se desplaza solo en el tiempo y no
en el espacio se encontraría de pronto ahogándose en el éter vacío,
mientras la Tierra se iría alejando debajo de él.»

Imposible, concluye el filósofo. Nadie puede viajar al futuro o al pasado


en la máquina del tiempo del señor Wells. Debemos encontrar otras maneras
de afrontar el pasado y el futuro cada día de nuestras vidas.

No es necesario defender al señor Wells, porque nunca fue su intención


promulgar una nueva teoría de la física. No creía en los viajes en el tiempo.
La máquina del tiempo era el unobtainium, los polvos mágicos que ayudan al
lector bien dispuesto a suspender la incredulidad y terminar de leer la historia.
Era una pura coincidencia que la cháchara del viajero del tiempo concordara
tan bien con la idea revolucionaria del espacio-tiempo que surgiría en la física
una década más tarde, salvo porque, obviamente, no fue en absoluto una
coincidencia.
Wells se esforzó mucho por conseguir que el unobtainium fuera verosímil.
La primera tecnología para viajar en el tiempo acabó siendo bastante robusta.
De hecho, también se anticipaba a las objeciones semicientíficas de Pitkin y
de algunos otros. Por ejemplo, es el médico quien dice que el espacio se
diferencia del tiempo en que nos desplazamos libremente por uno, pero no por
el otro.
«¿Está usted seguro de que podemos movernos libremente en el espacio?
Podemos ir a la derecha y a la izquierda, adelante y atrás con bastante
libertad… Pero ¿qué pasa con arriba y abajo? Ahí la gravitación nos limita»,
replica el viajero del tiempo. Sin duda, esto era más cierto en el siglo XIX que
en el XXI. Ahora estamos habituados a desplazarnos a toda velocidad en las

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tres dimensiones, pero lo que podríamos denominar «viajes espaciales» solían
ser más limitados. Los ferrocarriles y las bicicletas eran nuevos, al igual que
los ascensores y los globos aerostáticos. «Pero antes de los globos, excepto en
los saltos irregulares y en los desniveles de la superficie, el hombre no tenía
libertad para el movimiento vertical», afirma el viajero del tiempo. Lo que
significa el globo para la tercera dimensión, podría significarlo la máquina del
tiempo para la cuarta.
Nuestro héroe presenta el prototipo en miniatura de su máquina del
tiempo como una amalgama de ciencia y magia: «Observarán que parece
especialmente ladeado y que esta barra presenta un aspecto extraño y
rutilante, como si fuera, de alguna manera, irreal». Un giro de la minúscula
palanca lanza al artefacto hacia el vacío con una ráfaga de aire. A
continuación, Wells anticipa la siguiente objeción de los realistas. Si la
máquina del tiempo ha viajado al pasado, ¿por qué no la habían visto en ruta
el jueves pasado, cuando estaban en la habitación? Y si ha viajado al futuro,
¿por qué no es todavía visible, pasando por cada momento sucesivo? La
explicación se ofrece en una especie de jerga psicológica. «Se trata de una
presencia por debajo del umbral —dice el viajero del tiempo, dirigiéndose al
psicólogo—, ya sabe, una presencia imperceptible». Es la misma razón por la
que tampoco se pueden ver los radios de la rueda de una bicicleta dando
vueltas o una bala silbando por el aire. («Por supuesto. Debería haber pensado
en ello», responde el psicólogo).
Wells también preveía la objeción del filósofo de que el viajero corría el
riesgo de estrellarse contra un montón de ladrillos y otras inesperadas
alteraciones del paisaje. «Mientras viajara a gran velocidad por el tiempo eso
apenas importaba. Yo estaba, por decirlo así, atenuado… ¡me deslizaba como
vapor por los intersticios de las sustancias intermedias!». Simple, cuando se
expresa de este modo. Sin embargo, detenerse en el lugar equivocado sería
peligroso. Y emocionante.
Pararme entrañaba el aplastamiento de mí mismo, molécula a molécula, contra lo que se
encontrara en mi camino; significaba poner mis átomos en tan íntimo contacto con los del
obstáculo que se produciría una profunda reacción química —posiblemente una explosión de gran
alcance—, lanzándonos a mí y a mi aparato fuera de todas las dimensiones posibles… a lo
desconocido.

Wells estableció las reglas y, a partir de entonces, todos los viajeros del
tiempo del mundo tendrían que respetarlas. O, en caso de no hacerlo, al
menos explicarlas. Jack Finney lo expresó de este modo en un relato sobre un
viaje en el tiempo que publicó en el Saturday Evening Post en 1962: «Existe
el riesgo de que un hombre pueda aparecer en un tiempo y un lugar ya

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ocupados… Se mezclaría con todas las demás moléculas, lo que sería
desagradable y confinante». Las explosiones siempre son populares. Philip
K. Dick escribió en 1974: «El peligro en la reentrada era estar fuera de fase
espacialmente y colisionar en el nivel molecular con dos objetos tangentes…
Ya saben: “Dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo
tiempo”». Al fin, el corolario perfecto: «Nadie puede estar en dos sitios a la
vez».
Wells nunca justificó considerar la Tierra un punto fijo del cosmos.
Tampoco le preocupaba de dónde obtenía la máquina del tiempo la energía
para sus viajes. También en este caso instauró una tradición. Incluso una
bicicleta necesita que alguien pedalee, pero la máquina del tiempo cuenta con
combustible gratuito e ilimitado por la gracia del universo.

Hemos tenido un siglo para reflexionar sobre ello y aún necesitamos


recordarnos cada cierto tiempo que el viaje en el tiempo no es real. Es
imposible, como sospechaba William Gibson, un mago de la orden de lo
inverosímil. Pero cuando se lo comento a cierto físico teórico famoso, me
mira con cara de lástima y afirma que el viaje en el tiempo no es un problema.
Al menos si lo que se desea es viajar al futuro.
—Bueno, claro, ¿se refiere a que todos viajamos hacia delante en el
tiempo?
—No —me respondió el físico—, no solo eso. ¡Viajar en el tiempo es
fácil! Einstein nos mostró cómo hacerlo. Todo lo que hay que hacer es
acercarse a un agujero negro y acelerar hasta casi alcanzar la velocidad de luz.
Y entonces, bienvenido al futuro.
Lo que quiere decir es que tanto la aceleración como la gravitación
atrasan los relojes, de acuerdo con la relatividad, de forma que uno podría
envejecer un año o dos en una nave espacial y regresar a la Tierra dentro de
cien años para casarse con su sobrina tataranieta (como hace Tom Bartlett en
la novela de 1956 de Robert Heinlein, La hora de las estrellas). Está
demostrado. Los satélites GPS tienen que compensar los efectos de la
relatividad en sus cálculos muy exactos. Sin embargo, no es un viaje en el
tiempo. Es la dilatación del tiempo (para Einstein, Zeitdilatation). Es un
mecanismo antienvejecimiento[12]. Y es un proceso unidireccional. No hay
vuelta atrás al pasado, a menos que puedas encontrar un agujero de gusano.
«Agujero de gusano» es la expresión que utiliza John Archibald Wheeler
como abreviatura del tejido curvo del espacio-tiempo, un «sobrenombre» para

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los espacios multiconectados. Cada pocos años, aparece alguien en los
titulares anunciando la posibilidad de viajar en el tiempo a través de un
agujero de gusano, un agujero de gusano transitable o tal vez incluso un
«agujero de gusano transitable de garganta larga, macroscópico, ultraestático
y esféricamente simétrico». En mi opinión, estos físicos han estado
condicionados inconscientemente por un siglo de ciencia ficción. Han leído
las mismas historias, han crecido en la misma cultura que el resto de nosotros.
Han interiorizado el viaje en el tiempo.
Hemos llegado a un momento de la historia cultural en el que los
escépticos y los negacionistas son los verdaderos especialistas en el viaje en
el tiempo, los propios escritores de ciencia ficción. «Es totalmente imposible
desde el punto de vista teórico», declaraba Isaac Asimov en 1986. Ni siquiera
se molestó en cubrirse las espaldas.
No se puede y no se hará. (Si usted es uno de esos románticos que cree que no hay nada
imposible, no se lo voy a discutir, pero confío en que no decida contener la respiración hasta que
se construya esa máquina).

Kingsley Amis, al examinar la cultura literaria de la ciencia ficción en


1960, creía afirmar cuando decía: «Por ejemplo, el viaje en el tiempo es
inconcebible». Por tanto, los practicantes del género recurren a alguna versión
de la explicación falaz de Wells («un aparato pseudológico») o simplemente
confían en que, con el tiempo, sus lectores suspendan la incredulidad. Lo
mismo ocurre con los escritores de ciencia ficción que siguen dispuestos a
considerar el futuro abierto, mientras a su alrededor los físicos y los filósofos
se entregan al determinismo. «Agradezco que tengamos una forma de
escritura que se interesa por el futuro —afirmaba Amis—, que está dispuesta
a tratar como variables lo que normalmente se consideran constantes».
En cuanto a Wells, continuó decepcionando a sus fieles[13]. «El lector se
hacía una idea confusa de cosas inmensas y diferentes —dijo en 1938—. El
efecto de realidad se produce fácilmente. Uno se saca de la manga uno o dos
pequeños artilugios inesperados o algo así y el truco funciona. Es un truco».
(Acababa de regresar a Londres después de una gira de conferencias por siete
ciudades de Estados Unidos titulada «Organization of the World Brain» y
sintió la necesidad de negar que tuviera poderes futuristas especiales. «No es
una buena idea fingir que soy un profeta. No tengo una bola de cristal ni
clarividencia»).

Veamos una vez más cómo se hizo el truco:

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… el baile de las sombras, cómo le seguíamos todos, perplejos, pero incrédulos, y cómo allí, en el
laboratorio, contemplamos una edición, a mayor escala, del pequeño mecanismo que habíamos
visto desvanecerse ante nuestros ojos. Tenía partes de níquel, partes de marfil y partes sin duda
limadas o aserradas de un cristal de roca. La máquina estaba en general acabada, pero las torcidas
barras de cristal yacían sin terminar sobre una mesa de trabajo junto a unas láminas de dibujos y
cogí una de ellas para examinarla mejor. Parecía ser cuarzo…
—Escuche —exclamó el médico—. ¿Habla usted completamente en serio? ¿O es esto un
truco…?

Para los primeros lectores de Wells, la tecnología tenía un poder de


persuasión especial. Aquella imprecisa máquina exigía que los lectores
creyeran de un modo que la magia nunca podría lograr. La magia podía
incluir porrazos en la cabeza, como en Un yanqui en la corte del rey Arturo,
así como el acto talismán de hacer retroceder las manecillas de un reloj. En el
episodio de dibujos animados «Felix the Cat Trifles with Time» se emplean
ambos recursos: el Padre Tiempo retrasa su reloj hasta el «año 1» y la «Edad
de Piedra», y golpea al pobre Félix con un garrote.

Fotograma de Felix the Cat Trifles with Time, copyright ©


DreamWorks Animation LLC. Reproducida con permiso.

Antes de eso, en 1881, el periodista Edward Page Mitchell publicó de


forma anónima «El reloj que marchaba hacia atrás» en el New York Sun. La
tía Gertrude, espectral con su camisón y su gorro de dormir blancos, mantiene
un misterioso vínculo con su reloj holandés de más de dos metros de altura.
Parece que ya no funciona, hasta que una noche, al darle cuerda iluminada por
la parpadeante luz de una vela, las manecillas comienzan a moverse hacia
atrás y la mujer se desploma muerta. Ello da pie a una disquisición filosófica
de un tal profesor Van Stopp:

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Bueno, y ¿por qué no podría retroceder un reloj? ¿Por qué el propio tiempo no podría ir hacia
atrás e invertir su curso?… Visto desde el punto de vista de lo absoluto, la secuencia según la cual
el futuro sigue al presente y el presente sigue al pasado es puramente arbitraria. Ayer, hoy,
mañana; no existe razón alguna en la naturaleza de las cosas por la cual el orden no deba ser
mañana, hoy, ayer.

Si el futuro es diferente del pasado, ¿qué ocurre si invertimos el espejo o


hacemos retroceder el reloj? ¿Puede el destino llevarnos hacia nuestros
inicios? ¿Puede el efecto influir en la causa?
El recurso del reloj que corre hacia atrás reapareció en un relato de 1919,
«The Runaway Skyscraper» (El rascacielos fugitivo), firmado con el
pseudónimo Murray Leinster. «Todo empezó cuando el reloj de la
Metropolitan Tower comenzó a correr hacia atrás» es su primera frase. La
torre tiembla, los oficinistas oyen siniestros crujidos y gemidos, el cielo se
oscurece, cae la noche, los teléfonos solo crean interferencias y, al poco
tiempo, el sol vuelve a salir, a gran velocidad, en el oeste.
«Grandes bombas y pequeños cañonazos», grita Arthur, un joven
ingeniero preocupado por sus deudas. «Es tremendamente extraño», reconoce
Estelle, su secretaria de veintiún años, a la que preocupa convertirse en «una
solterona». El paisaje se transforma a un ritmo rápido, las manecillas de los
relojes de pulsera giran al revés y Arthur termina por atar cabos: «No sé cómo
explicarlo —expone—. ¿Has leído algo de Wells? ¿La máquina del tiempo,
por ejemplo?».
Estelle niega con la cabeza. «No sé cómo decirlo para que me entiendas
—le explica Arthur resueltamente—, pero el tiempo es una dimensión, como
la longitud y la anchura». Concluye que el edificio se ha «instalado en la
cuarta dimensión. Estamos retrocediendo en el tiempo».
Este tipo de historias se multiplicaban. Otra manera de hacer que el truco
funcione: introducir al diablo. «Un hombre alto, llamativo, más bien
mefistofélico, a quien yo solía ver de vez en cuando en la sala de dominó»
hace su aparición en el relato «Enoch Soames», de Max Beerbohm, publicado
en la revista ilustrada Century en 1916. Enoch Soames es un hombre
«borroso», que camina encorvado y arrastrando los pies, un luchador
fracasado en el Londres literario de los años noventa del siglo XIX. Al igual
que otros escritores, está preocupado por cómo le recordará la posteridad.
«¡Dentro de cien años! ¡Piense en ello! ¡Si yo pudiera volver a la vida
entonces, unas pocas horas!», clama.
Obviamente, aquí hace su entrada el diablo. Le ofrece un trato, un pacto
fáustico actualizado.

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«Parfaitement —dice en francés—. El tiempo es una ilusión. El pasado y
el futuro están siempre tan presentes como el presente o en cualquier caso,
por así decirlo, “a la vuelta de la esquina”. Yo lo sintonizo a usted con
cualquier época. Lo proyecto: ¡puf!».
El diablo está al corriente: ha leído, como todo el mundo, La máquina del
tiempo. «Pero una cosa es escribir acerca de una máquina imposible —dice—
y otra muy distinta ser un poder sobrenatural». El diablo dice ¡puf! y el pobre
Enoch consigue su deseo. Transportado a 1997, se materializa en la sala de
lectura del Museo Británico y se dirige directamente a los volúmenes de la
letra S del catálogo. (¿Qué mejor manera de calibrar la reputación literaria de
uno?). Allí conoce su destino: «Enoch Soames» fue un personaje imaginario
de un cuento escrito en 1916 por un mordaz escritor y caricaturista llamado
Max Beerbohm.

En los años veinte, el futuro parecía llegar cada día. Con la aparición de la
transmisión inalámbrica, las noticias nunca habían viajado tan rápido y nunca
había habido tantas, y para 1927 el propio Wells ya había tenido suficiente.
Creía que la tecnología de las comunicaciones había alcanzado la madurez
con la telegrafía sin hilos, la telefonía inalámbrica «y todo el sector de la
radiodifusión». La radio empezó siendo un sueño glorioso: los mejores frutos
de la cultura, los pensamientos más sabios y la mejor música serían
transmitidos a los hogares de todo el país. «Chaliapin y Melba cantarían para
nosotros, el presidente Coolidge y el señor Baldwin nos hablarían de forma
sencilla, sincera y directa; los más augustos del mundo nos desearían las
buenas noches y nos dedicarían palabras amistosas; en caso de que se
produjera un incendio o un naufragio, íbamos a oír la crepitación de las
llamas y los gritos pidiendo ayuda». A. A. Milne contaría cuentos a los niños
y Albert Einstein acercaría la ciencia a las masas. «Antes de que nos fuéramos
a dormir se incluirían todos los resultados deportivos, el pronóstico del
tiempo, consejos sobre nuestros jardines, el tratamiento de la gripe y la hora
exacta».
Sin embargo, para Wells el sueño se había malogrado. Cuando The New
York Times le pidió que valorara la situación de la radio para sus lectores,
despotricó duramente, desilusionado como un niño al descubrir trozos de
carbón en su calcetín navideño. «En lugar de música de primera, la música es
de tercera, interpretada por la Little Winkle-Beach Pier Band», escribió. En
vez de las voces más sabias, «el tío Rebuznos y la tía Bobadas». Incluso las

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interferencias le molestaban. «La querida Madre Naturaleza lanza
constantemente su red de “interferencias” con un sentido del humor propio».
Disfrutaba escuchando un poco de música de baile tras un largo día, «pero la
música de baile solo se emite durante una pequeña parte de la tarde y en
cualquier momento pueden dar paso al Doctor Flatulento siendo amable y
considerado de una manera no sectaria».
Su valoración fue tan severa, que los editores de The New York Times se
quedaron atónitos. Insistieron en que Wells solo podía hablar de las
transmisiones de radio «como las encuentra en el extranjero». Wells no solo
estaba decepcionado con el estado de la radio en ese momento. Su bola de
cristal le mostraba que el proyecto entero estaba abocado a desaparecer. «El
futuro de la radiodifusión es como el futuro de los crucigramas y los
pantalones Oxford, un futuro muy trivial, sin duda». ¿Por qué iba a escuchar
alguien música en la radio cuando podía tener discos de gramófono? Las
noticias radiofónicas se desvanecen como humo: «La radio brama la
información una vez y no se puede recuperar». Y afirmaba que, para la
reflexión seria, no hay nada que pueda sustituir a los libros.
Wells señalaba que el Gobierno de su Majestad había creado un
«organismo oficial asalariado para presidir la radiodifusión de programas»: la
nueva British Broadcasting Company. «Al final, ese admirable comité podría
acabar organizando planes de entretenimiento para un ejército fantasma de
oyentes a punto de expirar». En caso de mantener alguna audiencia, estaría
formada por «personas ciegas, solitarias y que sufren» o «probablemente
personas muy sedentarias que viven en casas mal iluminadas o no saben leer,
que nunca han sido conscientes de las posibilidades del gramófono y la
pianola y carecen de capacidad para la reflexión o la conversación». Solo
faltaban cinco años para que la BBC emitiera las primeras retransmisiones
experimentales de televisión.
Sin embargo, otros podían jugar al juego del futurismo. David Sarnoff, de
la RCA, respondió tildando a Wells de esnob; el inventor Lee de Forest le dijo
que necesitaba una radio mejor y la réplica más insólita que recibió fue
posiblemente la del editor de Radio News y director de la emisora WRNY, un
emigrante de Luxemburgo llamado Hugo Gernsback. Tras haber llegado a
Nueva York a los diecinueve años, Gernsback había fundado en 1905 la
Electro Importing Company, un negocio de venta por correo de piezas de
radio a ávidos aficionados, que publicaba anuncios tentadores en Scientific
American y otros medios. Al cabo de tres años publicaba su propia revista,
Modern Electrics. En los años veinte era bien conocido por legiones de

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radioaficionados. «Me niego a creer en esa triste y lúgubre desaparición de la
radio —escribió en una carta a The New York Times—. Lo que más me
sorprende es que el profético señor Wells no ha mirado a un futuro cercano en
el que cada aparato de radio estará equipado con su propio accesorio de
televisión, un aparato, por cierto, que ahora está perfeccionando uno de sus
compatriotas». (No era lo único que le asombraba. «Lo que más me sorprende
de los comentarios del señor Wells —afirmaba en la misma carta— es que,
por lo visto, anhela escuchar constantemente a los mejores, cuando bastaría
un simple cálculo matemático para demostrar que es imposible. No hay
suficiente gente maravillosa en el mundo»).
Gernsback fue una persona extraordinaria: un inventor hecho a sí mismo,
un emprendedor y lo que algún tiempo después se denominaría un vendedor
de humo. Se paseaba por la ciudad vestido con trajes caros confeccionados a
medida, utilizaba un monóculo para examinar las cartas de vinos de lujosos
restaurantes y se zafaba hábilmente de los acreedores. Cuando una de sus
revistas quebraba, aparecían otras dos. Radio News no estaba destinada a ser
su revista más influyente, ni tampoco Sexology, la «revista ilustrada de la
ciencia sexual». La creación de Gernsback más importante para la historia
futura fue una revista pulp (llamada así por el papel barato de pulpa de
madera), que se vendía a veinticinco centavos el ejemplar, llamada Amazing
Stories. En sus ásperas páginas había espacio para una gran variedad de
anuncios: «190 kilómetros por litro de gasolina», muestra gratis de Whirlwind
Mfg. Co. de Milwaukee; «Corrije su nariz, da forma a la carne y el cartílago
mientras duerme, oferta de prueba de treinta días, folleto gratuito»; y «Nuevo
prodigio científico: curioso aparato de rayos X, niños, gran diversión, al
parecer se ve a través de la ropa, madera, piedra, cualquier objeto. Vea los
huesos al desnudo, precio 10 centavos». Encontró rápidamente un mercado
para lo que vendía. Gernsback impartía conferencias en Nueva York sobre las
maravillas del futuro y retransmitía en directo sus charlas por la WRNY, y
The New York Times informaba ansiosamente sobre ellas. «La ciencia hallará
la manera de transmitir toneladas de carbón por radio, facilitar el tráfico
peatonal mediante patines propulsados por electricidad, ahorrar corriente
eléctrica gracias a luz fría, y cultivar y recoger las cosechas mediante
electricidad, según una predicción para los cincuenta años siguientes realizada
por Hugo Gernsback», declaraba la publicación en 1926. El control del clima
sería total y la parte superior de todos los rascacielos de la ciudad sería plana
para que aterrizaran los aviones.

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Enormes estructuras de corriente eléctrica de alta frecuencia, colocadas en lo alto de nuestros
edificios más elevados, disiparán la amenaza de lluvia o, si procede, producirán lluvia cuando sea
necesario, durante las olas de calor o durante la noche… Cabe esperar pronto fantásticas torres
que atraviesen el cielo y emitan extraños resplandores morados cuando se activen de noche…
Dentro de cincuenta años podrá ver lo que está sucediendo en su emisora predilecta y encontrarse
cara a cara con su cantante favorito. Podrá ver al Dempsey de dentro de cincuenta años boxear
con su Tunney, tanto si se encuentra a bordo de un dirigible como lejos, en las selvas de África, o
ver dichas selvas tal como son.

Al final de su vida, tenía ochenta patentes a su nombre. Predijo el radar ya


en 1911.
También organizó la que, según afirmaba, fue la primera prueba de
hipnosis por radio «totalmente exitosa»: el hipnotizador, Joseph Dunninger,
que también era jefe del departamento de magia de la revista Science and
Invention de Gernsback, hizo entrar en trance a una mujer llamada Leslie
B. Duncan desde una distancia de 16 kilómetros. El Times también informaba
de que «el cuerpo de Duncan fue colocado sobre dos sillas, formando un
puente humano, y Joseph H. Kraus, redactor de Science and Invention, pudo
sentarse en ese puente improvisado».
Todo ello se incluía dentro de la categoría de hechos. Para la ficción tenía
Amazing Stories.
Amazing Stories, que inició su andadura en abril de 1926, fue la primera
publicación dedicada exclusivamente a un género que, hasta ese momento, no
tenía un nombre. En 1902, Alfred Jarry escribió en París un artículo lleno de
admiración por la «novela científica» o «novela hipotética», la novela que
pregunta «¿Qué ocurriría si…?». Sugería que la novela hipotética podría
acabar siendo futurista, dependiendo del futuro. Maurice Renard, él mismo un
escritor de este tipo de obras, declaró que se trataba de un género totalmente
nuevo, que denominó «novela maravillosa científica» (le roman merveilleux
scientifique). «Veo un género nuevo», escribió en Le Spectateur; a fin de
cuentas, genre era una palabra francesa. Y añadía: «Hasta Wells, uno podría
haber dudado».

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De Science and Invention in Pictures, julio de 1925.

Gernsback lo llamó «scientifiction». «Con “scientifiction” me refiero al


tipo de historias de Jules Verne, H. G. Wells y Edgar Allan Poe, una atractiva
narración en la que se entremezclan hechos científicos y una visión
profética», escribió en el primer número. Ya había publicado varias antes,
también en Radio News, e incluso había escrito una novela por entregas,
Ralph 124C[14] 41+: A Romance of the Year 2660 (Ralph 124C 41+: una
novela del año 2660), publicada en su revista Modern Electrics y descrita por
Martin Gardner mucho más tarde como «sin duda la peor novela de ciencia
ficción jamás escrita[15]». Aún tendrían que pasar algunos para que
«scientifiction» se convirtiera en «ciencia ficción». Gernsback perdió el
control de Amazing Stories durante una de sus bancarrotas, pero la revista se
siguió publicando durante casi ochenta años y contribuyó a definir el género.
El lema de la revista era: «Ficción extravagante hoy, hecho innegable
mañana».
«Se ha de entender —escribió Gernsback en un breve tratado para
aspirantes a escritores— que un relato de ciencia ficción debe ser una
exposición de un tema científico y tiene que ser también un relato… Debe ser
racional y lógico, y se ha de basar en principios científicos conocidos[16]». En
los primeros números de Amazing Stories reeditó a Verne, Wells y Poe,
además del «Runaway Skyscraper» de Murray Leinster. El segundo año

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reeditó La máquina del tiempo íntegra. No le molestaba pagar por estas
nuevas ediciones. Ofrecía a los escritores veinticinco dólares por las historias
originales, pero solían tener problemas para cobrar. Como parte de su
infatigable promoción del género, Gernsback fundó un club de aficionados, la
Asociación de la Ciencia Ficción, con filiales en tres países.
Y así fue como nació la idea de la ciencia ficción como género, distinta de
la ficción literaria y supuestamente inferior, en revistas de mala calidad
apenas distinguibles de las tiras cómicas o la pornografía. Sin embargo
también era una forma cultural, un modo de pensar, que pronto no podría
desestimarse calificándolo de basura. «Me permito sugerir —escribió
Kingsley Amis cuando no había transcurrido mucho tiempo—, que aunque
era muy probable que fueras un chiflado o un escritorzuelo si escribías ciencia
ficción en 1930, en 1940 podías ser un joven normal con una carrera por
delante, pertenecías a la primera generación que había crecido con un medio
ya existente». La teoría y la praxis del viaje en el tiempo empezaron a cobrar
forma en las páginas de los pulps. Además de los relatos en sí, también
publicaban cartas de lectores inquisitivos y notas de los editores. Se
descubrían paradojas y se explicaban con palabras con cierta dificultad.
«¿Qué le parece esto sobre La máquina del tiempo?», escribió «T. J. D.»
en julio de 1927. Pensemos en otras posibilidades. ¿Qué sucede si nuestro
inventor retrocede en el tiempo hasta su época de colegial? «Su reloj corre
hacia adelante pese a que el reloj de la pared del laboratorio lo hace hacia
atrás». ¿Qué ocurre si se encuentra consigo mismo más joven? «¿Debería
levantarse y estrechar la mano de ese “alter ego”? ¿Habrá dos personas
físicamente distintas pero con características idénticas?… ¡Cielos! ¡Llamemos
a Einstein!».
Dos años más tarde Gernsback tenía una nueva revista de scientifiction,
esta vez llamada Science Wonder Stories, una publicación gemela de Air
Wonder Stories, y la portada del número de diciembre de 1929 estaba
dedicada a un relato sobre el viaje en el tiempo titulado «The Time
Oscillator» (El oscilador del tiempo[17]). Una vez más, incluía maquinaria
extraña con cristales y esferas, y alguna disertación profesoral sobre la cuarta
dimensión. («Como ya he explicado con anterioridad, el tiempo no es más
que un término relativo. Literalmente, no significa nada»). En esta ocasión los
viajeros parten hacia el pasado lejano, lo que dio pie a que el editor,
Gernsback, publicara una nota especial en la que preguntaba: «¿Puede un
viajero retroceder en el tiempo, ya sea diez años o diez millones de años,
participar en la vida de esa época y mezclarse con sus gentes; o ha de

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permanecer suspendido en su propio tiempo-dimensión y ser un mero
espectador que observa sin poder hacer nada más?». Surgía una paradoja;
Gernsback lo vio claramente y lo expresó con las siguientes palabras:
Supongamos que puedo retroceder en el tiempo, pongamos que doscientos años, y visito la
casa de mi trastatarabuelo… Eso me permitiría matarlo mientras aún es joven y no se ha casado.
Sobre esto cabe señalar que podría haber impedido mi propio nacimiento, ya que la línea de
propagación se habría interrumpido allí mismo.

A partir de entonces se la conocería como la paradoja del abuelo. Resulta


que la objeción de una persona da pie a la idea de otra. Gernsback invitó a los
lectores a enviar comentarios por correo y recibió bastantes durante varios
años. Un niño de San Francisco le sugirió otra paradoja, «el último revés al
viaje en el tiempo»: ¿Qué sucedería si un hombre viajara al pasado y se casara
con su madre? ¿Podría ser su propio padre?
¡Llamemos a Einstein!

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4

Antigua luz

El tiempo es un concepto mental —dijo Pringle—.


Buscaron el tiempo en todas partes antes de localizarlo
en la mente humana. Creían que era una cuarta
dimensión. Recuerde a Einstein.

CLIFFORD D. SIMAK (1951)

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Antes de tener relojes ya experimentamos que el tiempo es algo fluido,
variable e inconstante. Los prenewtonianos no suponían que el tiempo fuera
universal, fidedigno y absoluto. Era bien sabido que el tiempo era relativo, en
un sentido psicológico del término que no debe confundirse con la acepción
más reciente surgida en torno a 1905. «El tiempo viaja a distintos pasos con
distintas personas[18]». Los relojes reifican el tiempo y Newton, por así
decirlo, lo oficializaría. Lo convirtió en una parte esencial de la ciencia: el
tiempo t, un factor que introducir en las ecuaciones. Newton consideraba el
tiempo parte del «sensorio de Dios». Nos ha transmitido sus opiniones como
si estuvieran grabadas en tablillas de piedra:
El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí mismo y por su propia naturaleza, fluye
uniformemente sin relación a nada externo.

El reloj cósmico corre de manera invisible e inexorable, y por igual en


todas partes. El tiempo absoluto es el tiempo de Dios. Ese era el credo de
Newton. No tenía pruebas de ello y sus relojes eran una birria comparados
con los nuestros.
Es posible que no exista un movimiento uniforme con el cual medir exactamente el tiempo.
Todos los movimientos pueden ser acelerados o retardados, pero el flujo del tiempo absoluto no
puede ser alterado.

Newton, además de por su convicción religiosa, estaba motivado por la


necesidad matemática: necesitaba el tiempo absoluto, al igual que necesitaba
el espacio absoluto, para definir sus términos y expresar sus leyes. El
movimiento se define como el cambio de lugar en el tiempo; la aceleración es
el cambio de velocidad en el tiempo. Con el tiempo absoluto, verdadero y
matemático como trasfondo, podía construir toda una cosmología, un Sistema
del Mundo. Se trataba de una abstracción, de algo conveniente, de un marco
para calcular, pero para Newton también era una declaración acerca del
mundo. Se puede creer en ella o no[19].
Albert Einstein la creyó. Hasta cierto punto.
Creía en un edificio de leyes y cálculos que había pasado de ser una
iglesia de piedra vista a ser una grandiosa catedral ornamentada, sostenida por

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columnatas y arbotantes, cubierta de esculturas y tracería: una obra aún en
curso, con criptas ocultas y capillas en ruinas. En este edificio, el tiempo t
desempeñaba una función indispensable. Nadie podía comprender toda la
estructura, pero Einstein la entendía mejor que la mayoría y había encontrado
un problema. Existía una contradicción interna. El gran logro de la física del
siglo pasado fue la unificación de la electricidad, el magnetismo y la óptica de
James Clerk Maxwell: un logro que estaba conectando de manera muy visible
todo el planeta. Las corrientes eléctricas, los campos magnéticos, las ondas de
radio y las ondas luminosas eran lo mismo. Las ecuaciones de Maxwell
permitieron calcular por primera vez la velocidad de la luz. Sin embargo, no
encajaban a la perfección con las leyes de la mecánica. Las ondas luminosas,
por ejemplo, son claramente ondas según los matemáticos, pero ¿ondas en
qué? El sonido requiere del aire, el agua u otra sustancia para transmitir las
vibraciones. Asimismo, las ondas luminosas suponían la existencia de un
medio invisible, el llamado éter «lumífero». Naturalmente, los
experimentalistas estaban tratando de detectar este éter, aunque sin éxito. A
Albert Michelson y Edward Morley se les ocurrió un ingenioso experimento
en 1887 para medir la diferencia entre la velocidad de la luz en la dirección
del movimiento de la Tierra y la velocidad de la luz perpendicular a ella. No
pudieron encontrar ninguna diferencia. ¿Era necesario el éter? ¿O era posible
pensar simplemente en una electrodinámica de los cuerpos en movimiento a
través del espacio vacío?
Ahora sabemos que la velocidad de la luz en el espacio vacío es constante,
299 792 458 metros por segundo. Ningún cohete espacial puede superar a un
destello de luz o reducir ese número en lo más mínimo. Einstein luchó
(«tensión física»; «toda clase de conflictos nerviosos») para encontrarle
sentido: descartar el éter lumífero y aceptar la velocidad de la luz como
absoluta. Había algo más. En un hermoso día soleado en Berna (según contó
más tarde), habló de ello con su amigo Michele Besso. «Al día siguiente volví
a visitarlo y, sin siquiera saludar, le dije: “Gracias, he resuelto del todo el
problema”. Mi solución fue un análisis del concepto de tiempo». Si la
velocidad de la luz es absoluta, entonces el tiempo no puede serlo. Debemos
abandonar nuestra fe en una simultaneidad perfecta: el supuesto de que se
puede decir que dos fenómenos suceden al mismo tiempo. Múltiples
observadores experimentan sus propios momentos presentes. «El tiempo no
puede definirse de manera absoluta —afirmaba Einstein (se puede definir,
pero no en términos absolutos)— y existe una relación indisoluble entre el
tiempo y la velocidad de la señal».

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La señal transmite información. Supongamos que seis velocistas se
colocan en la línea de salida para participar en una carrera de cien metros, con
las manos y una rodilla en el suelo y los pies en los puestos de salida, a la
espera de que suene el pistoletazo de salida. La velocidad de la señal en este
caso será de aproximadamente varios centenares de metros por segundo, la
velocidad del sonido a través del aire. Hoy en día eso es lento, ya que en las
competiciones olímpicas se ha sustituido el disparo de salida por señales
conectadas (a la velocidad de la luz) a altavoces. Para pensar más
detenidamente en la simultaneidad, también es necesario considerar la
velocidad de la luz de la señal que viaja hasta los ojos de los corredores, los
jueces y los espectadores. Al final, no hay un instante, no hay un «punto en el
tiempo», que pueda ser igual para todos.
Supongamos que caen rayos en un terraplén del ferrocarril (en este tipo de
historias, son más habituales los trenes que los caballos) en dos puntos
distintos alejados entre sí. ¿Puede un físico, con el equipo moderno más
excelente, determinar si los dos relámpagos fueron simultáneos? No puede.
Resulta que un físico subido en el tren no estará de acuerdo con un físico
parado en la estación. Cada observador posee un marco de referencia y cada
marco de referencia tiene su propio reloj. No existe un reloj cósmico, ni un
reloj de Dios o de Newton.
La revelación es que no podemos compartir ningún «ahora», ningún
momento presente universal. Pero ¿acaso era esto una sorpresa? Antes de que
naciera Einstein, John Henry Newman, poeta y sacerdote, escribió que «el
tiempo no es una propiedad común, / sino que lo largo es breve, lo rápido es
lento / y lo cercano, distante, conforme lo recibe y percibe / la mente y por
ello, / y cada uno es baremo de su propia cronología».
«Tu ahora no es mi ahora —escribió en 1817 desde Inglaterra Charles
Lamb a su amigo Barron Field en Australia, en el extremo opuesto del planeta
—, tu después no es mi después; pero mi ahora puede ser tu después, y
viceversa. ¿Qué mente está facultada para estas cosas?».
En la actualidad todos estamos capacitados para estas cosas. Tenemos
husos horarios. Podemos contemplar la línea internacional de cambio de
fecha, en la que una frontera imaginaria separa el martes del miércoles[20].
Incluso cuando padecemos jet lag, la afección por excelencia del viajero en el
tiempo, somos conscientes de nuestro sufrimiento y podemos asentir ante la
descripción que hace William Gibson del «retraso del alma»:
Su alma mortal se encuentra a leguas detrás de ella y está siendo recogida por algún fantasmal
cordón umbilical desde la estela desvanecida del avión que la ha traído aquí, a decenas de miles

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de metros por encima del Atlántico. Las almas no pueden moverse con tanta rapidez, se quedan
rezagadas y hay que esperarlas, al llegar a destino, como maletas perdidas.

Sabemos que la luz de las estrellas es una luz antigua, que las galaxias
lejanas se nos revelan solo como fueron en otro tiempo, no como son ahora.
Como nos recuerda John Banville en su novela con el mismo título, la
«antigua luz» es todo lo que tenemos: «Incluso aquí, en esta mesa, la luz que
es la imagen de mis ojos tarda un tiempo, un tiempo ínfimo, infinitesimal,
pero un tiempo, en llegar a los suyos, y por eso, miremos donde miremos, en
todas partes, estamos mirando el pasado[21]». (¿Podemos, también, escudriñar
el futuro? Esa sagaz viajera en el tiempo que es Joyce Carol Oates afirma en
Twitter: «Como se requieren minutos para que nos llegue la luz del sol,
vivimos siempre en un pasado iluminado por el sol. Justo al revés, leyendo
galeradas encuadernadas»).
Cuando todo lo que llega a nuestros sentidos proviene del pasado, cuando
ningún observador vive en el presente de cualquier otro, la distinción entre
pasado y futuro empieza a difuminarse. Los acontecimientos de nuestro
universo pueden estar conectados, de manera que uno sea la causa de otro,
pero, por otro lado, pueden estar lo suficientemente próximos en el tiempo y
lo suficientemente alejados como para que no puedan estar conectados y
nadie pueda siquiera decir qué fue primero. (Fuera del cono de luz, diría el
físico). Por tanto, estamos más aislados de lo que hayamos podido imaginar,
solos en nuestros confines del espacio-tiempo. Ya sabemos que los adivinos
pretenden conocer el futuro. Resulta que, como dijo Richard Feynman,
ningún adivino puede conocer el presente.
Las poderosas ideas de Einstein fueron difundidas rápidamente tanto en la
prensa oficial como en las revistas de física y perturbaron el plácido curso de
la filosofía. Los filósofos estaban sorprendidos y derrotados. Bergson y
Einstein se enfrentaron en público en París y por correo en privado, y
parecían hablar idiomas diferentes: uno, científico, moderado y práctico; el
otro, psicológico, fluido y poco fiable. «“El tiempo del universo” descubierto
por Einstein y “el tiempo de nuestras vidas” asociado con Bergson se
deslizaron peligrosamente por caminos contrapuestos, dividiendo el siglo en
dos culturas», señala la historiadora de la ciencia Jimena Canales. Somos
einstenianos cuando buscamos la simplicidad y la verdad, y bergsonianos
cuando aceptamos la incertidumbre y la fluidez. Bergson continuó situando la
conciencia humana en el centro del tiempo, mientras que Einstein consideraba
que no había sitio para el espíritu en una ciencia que se basaba en los relojes y
la luz. «El tiempo es para mí lo más real y necesario —escribió Bergson—; es

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la condición necesaria de la acción. ¿Qué digo? Es la acción misma». En abril
de 1922, Einstein se mantuvo firme ante un público de intelectuales en la
Société Française de Philosophie: «El tiempo de los filósofos no existe».
Según parece, ganó Einstein.
¿Qué significa este marco para nuestra comprensión de la verdadera
naturaleza de las cosas? Su biógrafo Jürgen Neffe resume la situación
acertadamente: «Einstein no dio ninguna explicación para estos fenómenos.
Nadie sabe qué son realmente la luz y el tiempo. No se nos dice qué es algo.
La teoría especial de la relatividad se limita a enunciar una norma nueva para
medir el mundo, un constructo perfectamente lógico que supera
contradicciones anteriores».

Hermann Minkowski leyó en 1905 con un interés especial el artículo de


Einstein sobre la relatividad. Había sido su profesor de matemáticas en
Zúrich. Tenía cuarenta y cuatro años y Einstein, veintinueve. Minkowski vio
que Einstein había derribado el concepto de tiempo «de su pedestal», que
había demostrado, en realidad, que no hay un «tiempo», sino «tiempos». Sin
embargo, creía que su antiguo alumno había dejado su gran trabajo
inconcluso: no llegaba a exponer la nueva verdad acerca de la naturaleza de la
realidad. Entonces Minkowski preparó una conferencia que pronunció el 21
de septiembre de 1908 en un encuentro científico celebrado en Colonia y que
es muy famosa.
Se titulaba «Raum und Zeit» (Espacio y tiempo), y su propósito era
declarar ambos conceptos nulos. Comenzó su disertación de manera
grandilocuente: «Las ideas del espacio y el tiempo que deseo exponer ante
ustedes surgieron en el seno de la física experimental y ahí es donde reside su
fuerza. De ahora en adelante el espacio en sí mismo y el tiempo en sí mismo
están condenados a desvanecerse en meras sombras, y solo un tipo de unión
entre ambos preservará una realidad independiente».
Recordó a sus oyentes que el espacio está definido por tres coordenadas
ortogonales, x, y, z (longitud, anchura y espesor). Y que t denota tiempo. Dijo
que con un trozo de tiza podía trazar cuatro ejes en la pizarra: «la abstracción
ligeramente más grande asociada con el número cuatro no perjudica al
matemático». Y así sucesivamente. Estaba entusiasmado. Declaró que se
trataba de «una nueva concepción del espacio y el tiempo»; «la primera de
todas las leyes de la naturaleza». Denominó a este concepto el «principio del
universo absoluto».

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Cuatro números, x, y, z, t, definen un
«punto del universo». Juntos, todos los
puntos del universo que describen la
existencia de un objeto desde el nacimiento
hasta la muerte forman una «línea del
universo». ¿Y cómo llamaremos a todo el
conjunto?
A la multiplicidad de todos los sistemas de
valores x, y, z, t concebibles la denominaremos
«universo».

Die Welt! Buen nombre. Pero ahora


simplemente lo llamamos espacio-tiempo.
(El continuo). Es inútil resistirse («Porque
sé que el tiempo es siempre tiempo / Y el
espacio es siempre solo espacio», decía De Science and Invention in Pictures,
T. S. Eliot). julio de 1925.

Minkowski se desvió un poco al empezar diciendo que su conferencia


estaba basada en la física experimental. El verdadero tema era el poder de las
matemáticas abstractas para reconfigurar nuestra comprensión del universo.
Ante todo era un geómetra. El físico e historiador Peter Galison lo expresa de
este modo: «Mientras Einstein manipulaba relojes, varillas, rayos de luz y
trenes, Minkowski jugueteaba con cuadrículas, superficies, curvas y
proyecciones». Pensaba en términos de la abstracción visual más profunda.
«Meras sombras», afirmaba Minkowski. No era simple poesía. Lo decía
en un sentido casi literal. La realidad que percibimos es una proyección, como
las sombras que proyecta el fuego en la caverna de Platón. Si el mundo, el
mundo absoluto, es un continuo tetradimensional, entonces todo lo que
percibimos en cualquier instante es una parte del todo. Nuestra noción del
tiempo es una ilusión. Nada pasa; nada cambia. El universo, el universo real,
oculto a nuestra miope vista, comprende la totalidad de esas líneas del
universo atemporales, eternas. «Me gustaría anticiparme —declaró
Minkowski en Colonia— diciendo que, en mi opinión, las leyes de la física
podrían encontrar su expresión más perfecta como relaciones recíprocas entre
esas líneas del universo». Tres meses más tarde moría a causa de una
apendicitis.
De este modo se fue deslizando la idea del tiempo como una cuarta
dimensión. No ocurrió de golpe. En 1908, Scientific American «explicó
simplemente» la cuarta dimensión como un espacio hipotético análogo a las

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tres primeras: «Para penetrar en la cuarta dimensión debemos salir de nuestro
mundo presente». Al año siguiente, la publicación patrocinó un concurso de
ensayos sobre el tema de «la cuarta dimensión» y ninguno de los ganadores o
finalistas consideró que esta fuera el tiempo, pese a los físicos alemanes y el
escritor inglés de ficción fantástica. El continuo espacio-tiempo era radical.
Max Wien, un físico experimental, describió su reacción inicial como «una
ligera sacudida cerebral; ahora el espacio y el tiempo parecen combinarse en
un caos gris y miserable[22]». Ofende al sentido común. «La textura del
Espacio no es la del Tiempo —afirma Vladimir Nabokov—, y el anormal y
abigarrado juguete de cuatro dimensiones que han producido los relativistas
es un cuadrúpedo, una de cuyas patas habría sido reemplazada por la sombra
de una pata». Si bien estas críticas sonaban a Filby, ni siquiera Einstein se
adhirió de inmediato a la visión de Minkowski, que calificó de «überflüssige
Gelehrsamkeit» (erudición superflua). No obstante, Einstein acabaría por
cambiar de opinión. Cuando en 1955 murió su amigo Besso, Einstein consoló
a su familia con unas palabras que se han citado en numerosas ocasiones:
Ahora ha partido de este extraño mundo un poco antes que yo. Eso no significa nada. Las
personas como nosotros, que creen en la física, saben que la distinción entre pasado, presente y
futuro no es más que una ilusión obstinadamente persistente.

Einstein murió tres semanas más tarde.

Curiosa ironía, sin duda.


Un siglo después de que Einstein descubriera que la simultaneidad
perfecta es una quimera, la tecnología de nuestro mundo interconectado se
basa más que nunca en la simultaneidad. Cuando los conmutadores de las
redes telefónicas se desincronizan, se interrumpen las llamadas. Aunque
ningún físico «cree en» el tiempo absoluto, la humanidad ha establecido un
horario colectivo oficial, predicado por un coro de relojes atómicos
mantenidos a una temperatura cercana al cero absoluto en las cámaras del
Observatorio Naval de Estados Unidos, en Washington, en la Oficina
Internacional de Pesas y Medidas, ubicada cerca de París, y en otros lugares.
Se envían entre sí sus señales interconectadas a la velocidad de la luz, aplican
las correcciones relativistas necesarias y, de este modo, el mundo pone en
hora su miríada de relojes. No se puede tolerar la confusión sobre el pasado y
el futuro.
Para Newton, tendría mucho sentido. El tiempo atómico internacional
tiene el efecto de codificar el tiempo absoluto que él creó y por la misma

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razón permite que las ecuaciones funcionen y los trenes lleguen a tiempo.
Este avance técnico habría sido casi imposible de concebir un siglo antes de
Einstein. La propia noción de simultaneidad apenas existía. Fue un filósofo
excepcional que examinó la cuestión de qué hora podría ser en un lugar
lejano. El médico y filósofo Thomas Browne afirmaba en 1646 que apenas se
puede aspirar a conocer:
No es un asunto ordinario o del almanaque, sino un problema matemático, averiguar las horas
de diferencia en diferentes lugares; ni tampoco los más sabios están totalmente convencidos, pues
las horas de varios lugares se anticipan según sus longitudes, que no se conocen exactamente de
todos los lugares.

Toda hora era local. La «hora oficial» no tenía ninguna utilidad antes de
que llegara el ferrocarril y no se podía determinar antes del telégrafo.
Inglaterra empezó a «sincronizar sus relojes» (una nueva expresión) con el
horario del ferrocarril a mediados del siglo XIX, cuando se enviaron señales
telegráficas desde el nuevo reloj electromagnético del Real Observatorio de
Greenwich y la Electric Time Company de Londres. También a la recién
creada red de torres del reloj y relojes eléctricos de las calles de Berna[23]. Las
ideas de Einstein, y también las de H. G. Wells, se basaron en estas
tecnologías.
Ahora Estados Unidos mantiene, en la cima de una colina situada cerca
del río Potomac, la Dirección del Tiempo, un subdepartamento de la armada
y, por ley, el cronómetro oficial del país. Asimismo, en París se encuentra la
Oficina Internacional de Pesas y Medidas, que también alberga el prototipo
internacional del kilo. Son los guardianes del temps universel coordonné, o
tiempo universal coordinado (UTC). Creo que podemos admitir que se trata
de una denominación pretenciosa. Llamémoslo simplemente tiempo terrestre.
Toda la parafernalia cronométrica de la modernidad: científica y, al
mismo tiempo, arbitraria. El ferrocarril hizo que los husos horarios fueran
inevitables y, a posteriori, podemos ver que ya implicaban cierta sensación de
viaje en el tiempo. No fueron planificados todos a la vez por mandato. Sus
comienzos fueron muy diferentes. Por ejemplo, el domingo 18 de noviembre
de 1883, conocido a partir de entonces como «el día de los dos mediodías»,
James Hamblet, supervisor general de la Time Telegraph Company de la
ciudad de Nueva York, extendió la mano y detuvo el péndulo del reloj del
Western Union Telegraph Building. Esperó una señal y volvió a ponerlo en
marcha. «Su reloj está ajustado en centésimas de segundo —informaba The
New York Times—, un espacio de tiempo tan infinitesimal que casi escapa a
la percepción humana». En toda la ciudad, los teletipos anunciaron la nueva

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hora y las joyerías cambiaron la hora de sus relojes. El periódico explicaba el
nuevo sistema utilizando términos propios de la ciencia ficción:
Cuando el lector de The Times consulte su periódico a las ocho de la mañana mientras
desayuna, serán las nueve en Saint John, NewBrunswick; las siete en Chicago, o más bien en San
Luis, ya que las autoridades de Chicago se han negado a adoptar la hora oficial, quizá porque no
se eligió el meridiano de Chicago para que se rigieran por él todos los horarios; las seis en
Denver, Col.; y las cinco en San Francisco. Esta es toda la historia, en pocas palabras.

Por supuesto, esa no era toda la historia. Las zonas horarias del ferrocarril,
arbitrarias como eran, no complacían a todos y a continuación vendría otra
peculiar novedad: la hora de ahorro de luz diurna, como se conocía en
América del Norte, o el horario de verano, como lo llamaron los europeos.
Incluso ahora, tras un siglo de experiencia, a algunas personas este salto en el
tiempo bianual les resulta molesto e incluso físicamente incómodo. (Y
filosóficamente inquietante. ¿Adónde va esa hora?). Alemania fue el primer
país en imponer el Sommerzeit, durante la primera guerra mundial, con la
esperanza de ahorrar carbón. Poco después lo adoptó Estados Unidos, que
más tarde lo abolió para acabar imponiéndolo de nuevo. En Inglaterra, el rey
Eduardo VII ordenó ajustar los relojes de la residencia real a la «hora de
Sandringham» (con un adelanto de media hora con respecto a la hora de
Greenwich) a fin de poder aprovechar la luz para cazar. Cuando los nazis
ocuparon Francia, ordenaron adelantar una hora todos los relojes para que
coincidieran con la hora de Berlín.
No se trataba solo de minutos y horas. También los días y los años
confundían a un mundo cuyas regiones más alejadas mantenían por entonces
una estrecha comunicación. ¿Cuándo acordaría, por fin, la humanidad un
calendario uniforme? La nueva Sociedad de Naciones abordó la cuestión tras
la primera guerra mundial. Su Comité Internacional de Cooperación
Intelectual nombró presidente al filósofo Bergson, y Einstein fue uno de sus
miembros durante un breve período de tiempo. La Sociedad intentó imponer
el calendario gregoriano, el resultado en sí mismo de siglos de conflictos y
revisiones, a naciones que no estaban tan interesadas en calcular las fechas
apropiadas para las fiestas de Pascua. La posibilidad de adelantar o retrasar el
calendario generó inquietud y estas naciones no se alinearon. Los búlgaros y
los rusos se quejaron de que no se podía hacer que sus ciudadanos
envejecieran de golpe trece días, que renunciaran a trece días de sus vidas en
nombre de la globalización. Y a la inversa, cuando Francia consintió en
adoptar la hora de Greenwich, el astrónomo parisino Charles Nordmann dijo:
«Puede que algunas personas se hayan consolado pensando que rejuvenecer 9

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minutos y 21 segundos, conforme al mandato de la ley, era un placer que
merecía la pena».
¿Se había convertido el tiempo en algo sobre lo que dictadores y reyes
podían ejercer su poder? En 1943, Marcel Aymé, un escritor parisino con un
sentido del humor negro, publicó «El decreto», un nuevo tipo de cuento sobre
el viaje en el tiempo, que versaba sobre un decreto promulgado después de
que los científicos y filósofos descubrieran lo fácil que era adelantar una hora
cada verano y volver a atrasarla cada invierno. «Poco a poco se fue
extendiendo la idea de que los hombres podían controlar el tiempo», afirma el
narrador. Los seres humanos son los amos dinámicos del tiempo: pueden
acelerarlo o ralentizarlo a su antojo. En cualquier caso, «se acabó el viejo
ritmo majestuoso».
Se hablaba mucho del tiempo relativo, del tiempo fisiológico, del tiempo subjetivo e incluso
del tiempo comprimible. Se hizo evidente que la noción del tiempo, tal como la habían
transmitido nuestros antepasados de milenio en milenio, era un disparate bastante risible.

Las autoridades, que aparentemente ahora dominan el tiempo, ven una


manera de escapar de la pesadilla de una guerra que parecía interminable.
Deciden adelantar el calendario diecisiete años: de 1942 se salta a 1959. (En
esa misma línea, los cineastas de Hollywood empezaron a arrancar páginas de
los calendarios y a hacer girar las manecillas de los relojes para mostrar el
paso del tiempo a sus espectadores). Con el decreto, el mundo y todos sus
habitantes envejecen diecisiete años. La guerra ha tocado a su fin. Unos han
muerto, han nacido otros, y todo el mundo se tiene que poner al día. Es
bastante desconcertante.
El narrador de Aymé viaja en tren desde París hasta el campo. Allí le
aguarda una sorpresa. Al parecer, el decreto no ha llegado a todas partes. Una
tormenta, algo de vino, un sueño agitado y se encuentra en un pueblo apartado
con soldados alemanes en activo, y, por supuesto, la imagen del espejo le
muestra con treinta y nueve años, no con los cincuenta y seis que ahora tiene.
Por otra parte, aún conserva los recuerdos recién adquiridos de aquellos
diecisiete años. Es inquietante; imposible, en realidad. «Ser de una época,
pensaba yo, es contemplar el mundo y a uno mismo de una determinada
manera que pertenece a esa época». ¿Está condenado a revivir la misma vida,
acosado por los recuerdos de tiempos aún por venir?
Percibe la existencia de dos mundos paralelos, separados por diecisiete
años pero cuya existencia es simultánea. Y lo que es peor, en vista de estos
«misteriosos saltos y retornos a través del tiempo», ¿por qué solo debería
haber dos?

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Ahora acepto la pesadilla de una infinidad de universos donde el tiempo representaba el
desplazamiento de mi conciencia de un universo a otro y después a otro.

Ahora, y ahora, y después otro ahora.


Las tres: tomo conciencia del mundo en el que figuro sosteniendo un portaplumas. Las tres y
un segundo: tomo conciencia de este otro universo en el que figuro posando mi portaplumas.

Es demasiado para que la mente humana lo comprenda; por suerte, sus


recuerdos se empiezan a desvanecer, como ocurre con todos los recuerdos. Lo
que ha escrito del pasado (el futuro y después el pasado) comienza a parecer
un sueño. «Solo muy de vez en cuando, y cada vez más raramente, tengo la
banal sensación déjà vu».
¿Qué es la memoria para un viajero en el tiempo? Un enigma. Decimos
que la memoria «nos transporta al pasado». Virginia Woolf decía que la
memoria era una costurera «y caprichosa, además». («La memoria mete y
saca su aguja, por arriba y por abajo, aquí y allá. No sabemos lo que viene
enseguida ni lo que vendrá después»).
—No puedo recordar las cosas antes de que sucedan —dice Alicia.
—No tienes muy buena memoria si solo funciona hacia atrás —le responde la reina.

Los recuerdos son y no son nuestro pasado. No están grabados, como


imaginamos a veces; se inventan y reinventan constantemente. Si el viajero
del tiempo se encuentra consigo mismo, ¿quién recuerda qué y cuándo?
En el siglo XXI, las paradojas de la memoria se vuelven más familiares.
Steven Wright comenta: «Justo ahora estoy teniendo amnesia y déjà vu al
mismo tiempo. Creo que ya he olvidado esto antes».

Página 68
5

Por sus propios medios

No quiero hablar de esa mierda de los viajes en el


tiempo, porque si empezamos a hacerlo, estaremos
aquí todo el día hablando de ello y haciendo
diagramas con pajitas.

RIAN JOHNSON (2012)

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Un hombre se encierra en una habitación con cigarrillos, varias cafeteras y
una máquina de escribir. Lo sabe todo sobre el tiempo. Incluso sabe sobre
viajes en el tiempo. Se trata de Bob Wilson, un estudiante de doctorado que
está tratando de terminar su tesis: «Una investigación sobre ciertos aspectos
matemáticos del rigor en la metafísica». Un caso en el que se aplica: «el
concepto de “viaje en el tiempo”». Escribe: «El viaje en el tiempo se puede
imaginar y se pueden llegar a formular sus exigencias con una teoría temporal
determinada o con todas ellas, con fórmulas que resuelvan las paradojas de
cada teoría». Más suposiciones cuasifilosóficas: «La duración es un atributo
de la conciencia y no del plénum. No posee Ding an Sich».
Oye una voz detrás de él: «No hace falta que se moleste. En cualquier
caso, no es más que un montón de sandeces». Bob se gira y ve a «un tipo que
tendría su misma altura y más o menos la misma edad», o tal vez algo más
mayor, con una barba de tres días, un ojo amoratado y el labio superior
hinchado. El tipo ha salido, al parecer, de un agujero suspendido en el aire:
«un gran disco de nada, del color que uno ve cuando cierra con fuerza los
ojos». Abre un armario, encuentra la botella y se sirve un vaso de la ginebra
de Bob. Resulta vagamente familiar y es evidente que sabe lo que hace.
«Llámeme Joe», dice.
Nosotros, la gente del futuro, de un siglo XXI versado en el tiempo,
entendemos lo que está pasando, pero esta historia ocurre en 1941 y el pobre
Bob tarda en darse cuenta.
El visitante le explica a Bob que el agujero suspendido en el aire es una
puerta del tiempo. «El tiempo fluye a cada lado de la puerta… Puede viajar al
futuro con solo atravesar ese círculo». Joe quiere que Bob cruce la puerta
hacia el futuro, pero Bob pone en duda que sea una buena idea. Mientras lo
discuten, pasándose la botella de ginebra, se materializa un tercer hombre.
Guarda cierto parecido familiar con Bob y con Joe. No quiere que Bob
atraviese la puerta. Ahora es un comité. Suena el teléfono: un cuarto hombre
trata de verificar sus progresos.
Los filósofos especulativos y los lectores de pulp ya lo habían predicho.
En un viaje en el tiempo, puedes acabar encontrándote contigo mismo.

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Finalmente está sucediendo, y de todos los modos posibles. Antes de
terminar, tendremos cinco protagonistas y todos ellos son Bob. El autor
también era Bob: Robert Anson Heinlein, que firmaba el relato con uno de
sus seudónimos, Anson MacDonald. El título original era «Bob’s Busy Day»
(El ajetreado día de Bob) y lo publicó en octubre de 1941 la revista pulp
Astounding Science Fiction con el título «By His Bootstraps» (Por sus propios
medios). Se trataba del ejercicio sobre los viajes en el tiempo más enrevesado,
complejo y cuidadosamente urdido que se había escrito hasta la fecha.
No mueren abuelos, no se insemina a
futuras madres, pero sí se intercambian
bromas y se atizan puñetazos. Las escenas
las narra un Bob y después se repiten desde
el punto de vista de un Bob más mayor y
más sabio. Cabría esperar que «Joe»
recordara su primer encuentro con Bob,
pero el cambio de perspectiva le resulta
confuso. El reconocimiento se va
produciendo poco a poco. Los Bob tienen
que ascender por una escalera de creciente
autoconocimiento. Para aclarar la línea de
tiempo, necesitamos un diagrama de
Minkowski. Heinlein dibujó uno mientras Cortesía de Robert A. and Virginia
escribía el relato. Heinlein Archives y el Heinlein Prize
Trust.
En realidad, intervienen múltiples líneas
de tiempo. Además de las líneas de los Bob, está la del lector: el arco
narrativo. Nuestro punto de vista es el que importa. El autor nos va
engatusando sutilmente. Dice de su infeliz héroe: «Sabía que tenía las mismas
posibilidades de comprender estos problemas que un pastor escocés de
entender cómo se mete la comida para perros en latas».
Robert Heinlein nació en Butler, Missouri, en el centro del «cinturón
bíblico», y se trasladó al sur de California cuando se alistó en la armada
estadounidense, en la que sirvió en el período de entreguerras con el rango de
guardiamarina y, en ocasiones, de operador de radio a bordo del Lexington,
uno de los primeros portaaviones. Se consideraba un experto en artillería y
control de fuego, pero después de contraer una neumonía fue dado de baja por
incapacidad. En 1939 escribió su primer relato para un concurso. Astounding
Science Fiction le pagó setenta dólares por él y empezó a teclear sin descanso
en la máquina de escribir; no tardaría en convertirse en unos de los escritores

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de pulp más prolífico y original. «Por sus propios medios» fue uno de los más
de veinte cuentos y novelas cortas que publicó con diversos nombres solo en
los dos años siguientes.
Aquel primer cuento premiado, «La línea de la vida», empezaba de un
modo familiar: un misterioso hombre de ciencia explica a un grupo de
oyentes escépticos que el tiempo es, todavía y siempre, la cuarta dimensión.
«Quizá lo crean o quizá no —afirma—. Se ha dicho tantas veces, que ha
dejado de tener sentido. No es más que un cliché que los charlatanes emplean
para impresionar a los necios». Les pide que no lo tomen en un sentido literal
y visualicen la forma de un ser humano en un espacio-tiempo
tetradimensional. ¿Qué es un ser humano? Una entidad espaciotemporal
mensurable en cuatro ejes.
En el tiempo, se extiende tras de usted más de este fenómeno espaciotemporal, que se
prolonga, tal vez, hasta 1905, del que vemos aquí una sección transversal perpendicular al eje
temporal y del grosor del presente. En el extremo más alejado se encuentra un bebé que huele a
leche agria y babea el desayuno de su biberón. En el otro extremo se encuentra, quizás, un
anciano en algún lugar en los años ochenta. Imaginemos este fenómeno espaciotemporal… como
un largo gusano rosado, continuo a través de los años.

Un largo gusano rosado. Poco a poco y con cautela, la cultura estaba


digiriendo el continuo espacio-tiempo. Los bocados fáciles ya no necesitaban
muchas explicaciones, por lo que se podían revelar algunos matices.
Lo divertido de «Por sus propios medios» son los encuentros cómicos
entre los Bob; es una farsa unipersonal pero multiplicada por cinco, que
incluye sombreros extraviados, una novia desorientada y airada (la expresión
two-timing nunca ha sido más apropiada)[24] y la puerta del tiempo, el
equivalente en la ciencia ficción de las puertas que se abren y se cierran con
efectos cómicos. El sombrero se pierde, aparece y se vuelve a perder hasta
que parece multiplicarse como conejos. Bob se emborracha con Bob. Bob da
un respingo al ver a un Bob ebrio y Bob llama a Bob por algunos nombres de
su elección. Pero Heinlein también se ocupa de la ciencia. O de la filosofía.
Los Bob más viejos y sabios, que viven 30 000 años después, en el futuro, le
dicen a uno de sus yos pasados: «La causalidad en un plénum no tiene por qué
estar limitada, y no lo está, por la percepción que tenga un ser humano de la
duración». El joven Bob piensa en ello y responde: «Un momento. ¿Qué pasa
con la entropía? No puedes soslayar la entropía». Y así sucesivamente.
Cuando se examina detenidamente, este parloteo es tan falso como los
escaparates pintados del decorado de un western.
Al parecer, Heinlein no le dio mucha importancia al relato en un principio
y se sorprendió cuando el influyente director de la revista, John W. Campbell,

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le aseguró que era especial. A su manera, empieza a tratar dos problemas
filosóficos que surgen cuando las personas empiezan a retornar a través del
espacio-tiempo. Uno es el problema de quiénes son: lo que podríamos llamar
la continuidad del ser. Está muy bien hablar del Bob número uno, el Bob
número dos, etc., pero al diligente narrador le parece que el lenguaje no está
preparado para poder identificarlos a todos: «Su yo anterior se enfrentó a él,
ignorando intencionadamente la presencia de la tercera copia». De pronto, el
inglés no posee suficientes pronombres.
Su memoria no le había preparado para la que resultaría ser la tercera persona.

Abrió los ojos para descubrir que su otro yo, el borracho, se estaba dirigiendo a la última
edición.

Bob no solo se contempla a sí mismo. Lo peor es que no le gusta su


aspecto: «Wilson decidió que no le gustaba la cara de aquel tipo». (No
necesitamos viajar en el tiempo para reproducir esta experiencia. Tenemos
espejos).
¿Qué es el yo? Una cuestión sobre la que reflexionar en el siglo XX, desde
Freud hasta Hofstadter y Dennett, pasando por Lacan, y el viaje en el tiempo
proporciona algunas de las variaciones más profundas sobre el tema. Tenemos
personalidades múltiples y alter egos en abundancia. Hemos aprendido a
dudar de si somos nuestros yos más jóvenes, de si seremos la misma persona
cuando volvamos a mirar. La literatura sobre los viajes en el tiempo (aunque,
en 1941, Bob Heinlein jamás habría soñado con llamar a sus obras literatura)
[25] empieza a ofrecer respuestas a cuestiones que podrían incumbir a los

filósofos. Las analiza de manera visceral e ingenua, sin rodeos, por así
decirlo.
Si mantienes una conversación con alguien, ¿puede esa persona ser tú?
¿Cuando extiendes la mano y tocas a alguien, se trata, por definición, de una
persona diferente? ¿Puedes tener recuerdos de una conversación mientras
estás pronunciado las mismas palabras?
A Wilson empezó a dolerle de nuevo la cabeza.
—No hagas eso —suplicó—. No te refieras a ese tipo como si fuera yo. Yo soy este, el que
está aquí.
—Como quieras. Ese es el hombre que eras. Recuerdas lo que le va a suceder, ¿verdad?

Y llega a una conclusión: «El ego era él mismo. El yo es el yo, una


primera afirmación no probada e indemostrable que había experimentado
directamente». Henri Bergson habría apreciado esta historia.

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Pensó en una manera de expresarlo: el ego es el punto de la conciencia, el último término en
una serie que se expande continuamente a lo largo de la línea de la duración de la memoria…
Tendría que intentar formularlo matemáticamente antes de poder confiar en ello. El lenguaje
verbal encerraba muchas trampas extrañas.

Acepta el hecho (porque lo recuerda) de que sus yos anteriores también se


habían sentido un único ser integrado y continuo, Bob Wilson. Pero debe ser
un espejismo. En un continuo tetradimensional, cada fenómeno es individual
y absoluto, con sus propias coordenadas espaciotemporales. «Por pura
necesidad, se vio obligado a ampliar el principio de no identidad (“Nada es
idéntico a las demás cosas, ni siquiera a sí mismo”) para incluir el ego. El Bob
Wilson de ese momento no era el mismo Bob Wilson de diez minutos antes.
Cada uno era una sección independiente de un proceso tetradimensional».
Todos estos Bob eran tan iguales como las rebanadas de una hogaza de pan. Y
sin embargo, su memoria continuaba de uno a otro, «una memoria que pasaba
por todos ellos». Recuerda algo de Descartes. Si sabemos algo de filosofía,
sabemos esto: cogito ergo sum. Todos lo sentimos. Es la ilusión definitoria
del Homo sapiens.
Como lectores, ¿cómo no vamos a entender a Bob como un ser unificado?
Hemos pasado con él por todos los giros de su línea de tiempo. El ser es la
historia que él cuenta.

Llegamos (y no será la última vez) al problema del libre albedrío. Se trataba


del segundo problema filosófico que Heinlein decidía explorar a medida que
avanzaba la narración. O tal vez debería decir que se veía obligado a explorar
inevitablemente. No tenía elección. Cuando se envía a Bob al pasado para
encontrarse con su yo anterior y revivir un episodio desde un punto de vista
más novedoso y juicioso, es inevitable que se pregunte si no puede hacerlo de
otro modo esta vez.
Entonces volvemos a movernos en círculos y ahora Bob Tres, más mayor
y aún más sabio, discrepa de Bob Dos sobre lo que debería hacer Bob Uno.
Supone que él o ellos tienen elección. ¿Hará caso el Bob anterior de la
sabiduría superior de su yo posterior? Difícilmente. Todavía tiene que ponerle
un ojo morado a un yo y hacer que el otro atraviese la puerta del tiempo.
El lector ve la escena completa (desde arriba, por así decirlo) mucho antes
que Bob. Bob trata de utilizar la puerta del tiempo como una ventana hacia el
espacio-tiempo, pero los controles son difíciles de manejar. A veces ve, o
siente, «sombras fugaces que podrían ser seres humanos». Sabemos que son
sus propias sombras parpadeando en la pared de la cueva. Todos los Bob sin

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excepción luchan por cumplir su destino. La paradoja, si es que la hay, es que
tienen que esforzarse mucho, aunque poco a poco se van dando cuenta de que
sus penalidades están predeterminadas. No hay escapatoria. Mientras Bob se
oye a sí mismo recitar palabras que ya ha pronunciado, intenta sin mucha
convicción reescribir el guion. «Eres un ser libre —se dice a sí mismo—.
¿Quieres recitar un poema infantil? Pues adelante, hazlo… y rompe este
círculo vicioso». Sin embargo, en ese momento no puede pensar en ningún
poema infantil. Sus frases ya están escritas. No puede bajarse de la rueda.
—¡Pero eso es imposible! —grita—. Me estás diciendo que hice algo porque iba a hacer algo.
—Bueno, ¿no fue así? Estuviste allí —responde con calma.

Al joven Bob sigue sin gustarle. «¿Quieres hacerme creer que la


causalidad puede ser completamente circular?». Y el viejo Bob, pese a todos
sus conocimientos adquiridos con tanto esfuerzo, nunca deja de luchar para
cumplir su destino. No espera a que sus yos anteriores desempeñen sus
papeles; los manipula insistentemente. El narrador dice: «Todo el mundo hace
planes para asegurarse su futuro. Él estaba a punto de asegurarse su pasado».
En definitiva, esta historia es una serpiente que se muerde la cola mientras
reflexiona sobre si el esfuerzo es necesario.
El autor, al escribir en el sur de California relatos en serie en su máquina
de escribir para pagar sus facturas, y al intentar que sus tramas sean
verosímiles y sus personajes convincentes, también tiene un problema con el
libre albedrío. Convierte a sus personajes en marionetas, cuyos hilos se van
moviendo ante nuestros ojos y fuera de nuestra vista. Su propia visión es
sesgada. Solo el autor omnisciente, con sus diagramas dibujados a lápiz, ve
todo a la vez. Nosotros, los lectores, estamos atrapados en la historia,
recordando el pasado, anticipando el futuro; somos mortales para los que
ahora significa ahora.
No es fácil obviar esto al leer historias o vivir nuestras vidas. Como
señaló Heinlein, debemos hacer «un gran y sutil esfuerzo intelectual para
pensar en una clave distinta a la de la duración, para adoptar un punto de vista
eterno». No se puede descartar tan fácilmente el libre albedrío porque lo
experimentamos directamente. Tomamos decisiones. Ningún filósofo se ha
sentado en un restaurante y le ha dicho al camarero: «Tráigame lo que el
universo ha predestinado». Einstein dijo que podía «querer» encender su pipa
sin sentirse especialmente libre. Le gustaba citar a Schopenhauer: «Der
Mensch kann wohl tun, was er will; aber er kann nicht wollen, was er will»
(El hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere).

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El problema del libre albedrío era un gigante dormido y, sin pretenderlo
especialmente, Einstein y Minkowski lo habían despertado. ¿Hasta qué punto
iban a tomarse literalmente sus seguidores el continuo espacio-tiempo, el
«universo de bloque», fijado para la eternidad, con nuestra estrecha
conciencia tridimensional desplazándose por él? «¿Está el futuro establecido
de antemano y simplemente espera a ser “introducido” en nuestro rango de
conocimientos tridimensional? —se preguntaba en 1920 Oliver Lodge, un
físico británico y pionero de la radio—. ¿No existe ningún elemento de
contingencia? ¿Ni el libre albedrío?». Pedía cierta modestia: «Hablo de
geometría, no de teología, y sería un error estúpido pretender resolver
cuestiones que atañen a una realidad elevada simplemente tanteando
analogías y análisis matemáticos… La raza humana no ha tenido una
existencia muy larga; ha emprendido sus estudios científicos en fecha muy
reciente; aún está raspando la superficie de las cosas, la superficie
tridimensional de las cosas». Se podría decir lo mismo un siglo más tarde.

Los filósofos no necesitaban el continuo espacio-tiempo para decirles que


había problemas con el libre albedrío. En cuanto los antiguos incorporaron las
reglas de la lógica al conjunto de herramientas humanas, fueron capaces de
crear los rompecabezas más entretenidos. El lenguaje humano alterna entre el
pasado y el futuro con un simple cambio de tiempo verbal y esto puede
constituir una trampa para los incautos.
«Así pues, en las cosas que son y en las que fueron es necesario que o la
afirmación o la negación sea verdadera o falsa», decía Aristóteles. En otras
palabras, los enunciados sobre el presente y sobre el pasado son verdaderos o
falsos. Pensemos en la siguiente proposición: «Ayer hubo una batalla naval».
Verdadera o falsa. No hay término medio. Por consiguiente, es normal
considerar si esto se aplica a los enunciados sobre el futuro: «Mañana habrá
una batalla naval». Para el sábado será verdadera o falsa, pero ¿ha de ser o
verdadera o falsa ahora? Expresadas en términos del lenguaje y la lógica,
estas proposiciones parecen idénticas, por lo que deberían aplicarse las
mismas reglas. Mañana habrá una batalla naval. Si no es ni verdadera ni falsa,
¿qué más hay?
Aristóteles seguía sin estar convencido. Estableció una excepción para las
proposiciones sobre el futuro. Creía que, en lo que se refiere al futuro, la
lógica necesitaba espacio para otro estado de las cosas: llamémoslo

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indeterminado, contingente, inestable, desconocido, disponible… El filósofo
moderno lo encuentra impreciso.
Para el fin de semana habrá habido una batalla naval. No todas las lenguas
tienen un futuro perfecto progresivo; cuando una lengua lo tiene, tiende a
percibirse como algo natural. O habrá habido una batalla naval o no. Lo
sabremos cuando llegue el momento. Parecerá haber sido inevitable. De este
modo, el lenguaje y la lógica tienden a sugerir una visión eternalista, el
universo rígido, la visión que ganó solidez con la llegada de las leyes físicas
de la mecánica descritas por Newton y Laplace. El paquete del «universo de
bloque» estaba envuelto y sellado, al parecer, en el continuo espacio-tiempo
tetradimensional. La nueva física influyó profundamente a los filósofos, lo
admitieran o no. Los liberó de la sensación intuitiva común de que el pasado y
el futuro son muy diferentes. Liberó a los filósofos, al tiempo que nos
aprisionaba al resto de nosotros. «Es preciso reconocer que el pasado y el
futuro son tan reales como el presente —escribió Bertrand Russell en 1926—
y para el pensamiento filosófico es fundamental cierta emancipación de la
esclavitud del tiempo[26]». Un fatalista diría: todo lo que sucede tenía que
suceder. QED.
Donald C. Williams, un realista de California, retomó esta cuestión a
mediados de siglo en su artículo «The Sea Fight Tomorrow» (La batalla naval
de mañana). Su realismo era tetradimensional o, dicho de otro modo,
totalmente moderno. Reivindicaba «la visión del mundo o la manera de hablar
de él» (una buena distinción que se olvida fácilmente).
que aborda la totalidad del ser, los hechos o acontecimientos tal como se despliegan eternamente
en la dimensión del tiempo así como en la dimensión del espacio. Los acontecimientos futuros y
los acontecimientos pasados no son en absoluto acontecimientos presentes, pero, en un sentido
claro y relevante, existen, ahora y siempre, como artículos completos y definidos del mobiliario
del mundo.

En los años sesenta, la batalla naval de mañana cobró nueva vida en las
revistas de filosofía. Se avivó la polémica sobre la lógica del fatalismo y el
artículo «Fatalism» (Fatalismo), de Richard Taylor, un metafísico y apicultor
de la Universidad Brown, sería un hito en el debate. «Un fatalista piensa en el
futuro de la manera en que todos pensamos en el pasado», escribió. Los
fatalistas dan por sentado tanto el pasado como el futuro, y por igual. Pueden
tomar esta idea de la religión o, últimamente, de la ciencia:
Sin aludir a Dios, cabría suponer que todo sucede de acuerdo con leyes invariables, que
cualquier cosa que ocurra en el mundo en un momento futuro es lo único que puede suceder en
ese instante, dado que ciertas otras cosas estaban sucediendo justo antes, y que estas, a su vez, son

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las únicas que pueden suceder en ese momento, en vista del estado total del mundo justo antes, y
así sucesivamente, de suerte que, una vez más, no hay nada que podamos hacer.

Taylor se propuso demostrar el fatalismo únicamente a partir del


razonamiento filosófico, «sin recurrir a la teología o a la física». Se sirvió de
la lógica simbólica, representando las diversas afirmaciones de la batalla
naval en términos de P y P′ y Q y Q′. Todo lo que necesitaba eran «ciertos
supuestos casi universalmente presentes en la filosofía contemporánea». Algo
tenía que cambiar: o el fatalismo o las reglas de la lógica. Le seguiría una
batalla filosófica. Uno de los supuestos de Taylor no era tan evidente para los
demás: «Que el tiempo no es “eficaz” por sí mismo; es decir, que el simple
paso del tiempo ni aumenta ni disminuye las capacidades de algo». Por
decirlo de otro modo, el tiempo por sí mismo no es un agente de cambio, sino,
más bien, un espectador inocente. El tiempo no hace nada. («¿Qué es el mero
paso del tiempo? —replicó uno de sus críticos—. ¿Podría pasar el tiempo sin
que algo, en algún lugar, cambiara, sin el tic-tac del reloj, el movimiento de
un planeta, la contracción de un músculo o la visión de un destello?»).
Dos décadas más tarde, en el Amherst College, un estudiante de filosofía
llamado David Foster Wallace, él mismo hijo de un filósofo profesional,
empezó a obsesionarse con este espinoso debate, «el famoso e infame
argumento de Taylor». Le escribió a un amigo: «Si lees la bibliografía de
Taylor, es realmente ulcerante». No obstante, se volcó en ella. Esta obsesión
acabaría convertida en su tesis, que podría haber tomado su título de la tesis
imaginaria de Bob Wilson: «Una investigación sobre ciertos aspectos
matemáticos del rigor en la metafísica». Dibujó diagramas para resolver
«situaciones mundiales» y sus posibles «hijas» y «madres». Sin embargo, por
mucho que a Wallace le atrajera la parte formal y axiomática de la filosofía
(le producían un placer y una satisfacción constantes), nunca la aceptó sin
reservas. Los límites de la lógica y los límites del lenguaje siguieron siendo
para él temas candentes.
Las palabras representan cosas, pero las palabras no son las cosas. Lo
sabemos, pero podemos olvidarlo. El fatalismo es una filosofía construida a
partir de las palabras y, en última instancia, sus conclusiones se aplican a las
palabras, no necesariamente a la realidad. Cuando Taylor sale del trabajo,
llama al ascensor como el resto de nosotros, apretando el botón. No piensa
para sí mismo: «No te preocupes, el ascensor seguirá su destino». Puede que
piense: «Cuando aprieto el botón del ascensor no es una elección libre, estaba
predestinado». Aun así, se toma la molestia de hacerlo, no se queda ahí y
espera.

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Obviamente, el propio Taylor lo sabía perfectamente. No se puede refutar
fácilmente.
Un fatalista, si es que tal cosa existe, cree que no se puede cambiar el futuro. Piensa que no le
corresponde decidir lo que sucederá el próximo año, mañana o justo dentro de un momento.
Piensa que ni siquiera su propio comportamiento está en absoluto dentro de su poder, no más que
los movimientos de los cuerpos celestes, los sucesos de la historia lejana o los acontecimientos
políticos en China. En consecuencia, para él sería absurdo deliberar sobre lo que va a hacer, pues
un hombre delibera únicamente sobre las cosas que cree que puede hacer.

Y añadía: «Y, de hecho, nunca estamos tentados a deliberar sobre lo que


hemos hecho y dejado de hacer».
Me pregunto si Taylor había leído mucha ficción sobre viajes en el tiempo
o incluso, para el caso, si vivió en el mundo que yo vivo, donde el
arrepentimiento no es extraño y a veces las personas especulan sobre lo que
podría haber sido. Miremos donde miremos, las personas presionan los
botones de los ascensores, giran los pomos de las puertas, llaman taxis, se
llevan los alimentos a la boca y piden favores a sus amantes. Actuamos como
si el futuro estuviera, si no bajo nuestro control, aún no establecido. No
obstante, Taylor rechazaba nuestros «sentimientos subjetivos». Nos haríamos
ilusiones de disfrutar de libre albedrío, porque, por casualidad, solemos saber
menos sobre el futuro que sobre el pasado.
En los años siguientes, muchos filósofos intentaron refutar a Taylor, pero
su lógica demostró ser increíblemente sólida. Wallace quería defender la
intuición común «de que las personas en tanto que agentes son capaces de
influir en el curso de los acontecimientos de su mundo». Se sumió en las
profundidades de la lógica simbólica. Un ejemplo: «Puesto que, obviamente,
bajo cualquier análisis, yo tengo que hacer O u O′ (dado que O′ no es O), es
decir, puesto que (O ∨ O′); y puesto que según (I-4) es posible que no haga O
ni que haga O′, (∼◊O ∨ ∼◊O′), que equivale a (∼◊∼∼O ∨ ∼◊∼O), que
equivale a (∼O ∨ O), nos queda (O ∨ ∼O); por lo que es necesario que, haga
lo que haga, O u O′, yo lo haga forzosamente y no pueda hacer otra cosa».
(«¡Obviamente!»). Al final, desmontó el fatalismo de Taylor dando un paso
atrás y considerando no solo las cadenas de símbolos, sino también los niveles
de representación simbólica, considerándolos, por así decirlo, desde arriba.
Wallace diferenciaba entre el campo de la semántica y el campo de la
metafísica. Sostenía que la lógica de Taylor, si se considera estrictamente
como palabras, puede ser intrínsecamente válida, pero hace trampa al saltar de
premisas y argumentos semánticos a una conclusión metafísica.
«En realidad, Taylor nunca afirmó que el fatalismo fuera realmente
“cierto”, solo que se nos impuso presentando pruebas a partir de determinados

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principios lógicos y semánticos básicos», concluía. «Si Taylor y los fatalistas
quieren imponernos una conclusión metafísica, deberían hacer metafísica y no
semántica». En la metafísica encontramos la doctrina del determinismo. Ya la
hemos visto antes, expresada perfectamente por Laplace. El determinismo es
esto (para Wallace):
la idea de que, dado un estado de cosas preciso y total en un instante, y las leyes físicas que rigen
las relaciones causales entre estados de cosas, solo se podría obtener un único estado de cosas
posible en el instante siguiente.

Taylor da esto por sentado. Si X, entonces Y significa una cosa en la


lógica. En el mundo físico, significa algo complicado y siempre (ya
deberíamos saberlo) puesto en duda. En la lógica, es rígido. En la física, hay
desfase. El azar tiene un papel que desempeñar. Pueden ocurrir accidentes. La
incertidumbre es un principio. El mundo es más complejo que cualquier
modelo.
Taylor estaba incurriendo en una petición de principio. Para demostrar el
fatalismo estaba asumiendo el determinismo. Muchos físicos también lo
hacen, incluso ahora. «A los físicos les gusta pensar que todo lo que hay que
hacer es decir: “Estas son las condiciones, ahora lo que sucede a
continuación”», afirmaba Richard Feynman. El determinismo está
incorporado en muchos de sus formalismos, como ocurre en el caso de los
lógicos. Pero los formalismos son solo eso. Las leyes de la física son un
constructo, una conveniencia. No son coextensivas con el universo.
«¿O fue solo posible aquello que llegó a suceder?». Tras pasar años
sumergido en estas turbias aguas, Wallace ya había filosofado bastante por un
tiempo. Tenía un futuro alternativo en mente y lo eligió. «Lo dejé ahí y no he
vuelto», diría más tarde.

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6

La flecha del tiempo

Lo importante del tiempo es que pasa. Pero este es


un aspecto del mismo que a veces los físicos tienden a
olvidar.

ARTHUR EDDINGTON (1927)

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Somos libres de dar un salto en el tiempo (toda esa experiencia que tanto
ha costado adquirir ha de ser buena para algo), pero volvamos a atrasar el
reloj hasta 1941. Dos jóvenes físicos de Princeton conciertan una cita para
acudir a una casa de madera blanca situada en el número 112 de la calle
Mercer, donde los conducen hasta el estudio del profesor Einstein. El gran
hombre viste un jersey sin camisa y zapatos sin calcetines. Escucha
educadamente mientras los jóvenes exponen una teoría que están elaborando
para describir las interacciones entre las partículas. Su teoría es poco
convencional y está plagada de paradojas. Parece que las partículas deben
ejercer su influencia en otras partículas no solo hacia delante en el tiempo,
sino también hacia atrás.
John Archibald («Johnny») Wheeler tenía treinta años y había llegado a
Princeton en 1938, después de haber trabajado con Niels Bohr en
Copenhague, en el bastión de la nueva mecánica cuántica. Bohr había zarpado
hacia el oeste y Wheeler volvía a trabajar con él, esta vez en la fisión nuclear
en el átomo de uranio. Richard («Dick») Feynman tenía veintidós años y era
el alumno de posgrado favorito de Wheeler, un neoyorquino insolente e
inteligentísimo. Johnny y Dick estaban nerviosos y Einstein les brindó su
apoyo y comprensión. No le molestaban las paradojas ocasionales. Él mismo
había pensado algo en este sentido en 1909, según recordaba.
La física se compone de matemáticas y palabras, siempre palabras y
matemáticas. Plantearse si las palabras representan entidades «reales» no
siempre es una pregunta productiva. De hecho, los físicos hacen bien en
ignorarla. ¿Son «reales» las ondas luminosas? ¿Lo es el campo gravitatorio?
¿Y el continuo espacio-tiempo? Dejémoselo a los teólogos. Un día la idea de
los campos es indispensable (uno puede estar prácticamente convencido, ya
que es posible ver cómo las limaduras de hierro se disponen alrededor de un
imán) y al siguiente uno se pregunta si puede desechar los campos y empezar
de nuevo. Eso es lo que estaban haciendo Wheeler y Feynman. El campo
magnético, y también el campo eléctrico, pero en realidad solo el campo
electromagnético, apenas tenía un siglo de antigüedad, un invento (o
descubrimiento) de Faraday y Maxwell. El universo está lleno de campos:

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campos gravitatorios, campos de bosones, campos de Yang-Mills. Un campo
es una cantidad que varía en el espacio y el tiempo. Expresa variaciones de la
fuerza. La Tierra percibe el campo gravitatorio del Sol, que se expande hacia
afuera a través del espacio. La manzana que cuelga del árbol evidencia el
campo gravitatorio de la Tierra. Sin los campos, se ha de creer en lo que
parece magia: una acción a distancia, a través de un vacío, sin resortes ni
cuerdas.
Las ecuaciones de Maxwell para los campos electromagnéticos
funcionaban muy bien, pero en los años treinta y cuarenta los físicos tenían
problemas con el campo cuántico. Comprendían perfectamente las ecuaciones
que conectaban la energía del electrón con su radio, por lo que podían
calcular el tamaño del electrón con bastante precisión. Solo que, en la
mecánica cuántica, parece que el electrón carece de radio: es una partícula
puntual, cero dimensional, que no ocupa espacio. Por desgracia para los
matemáticos, esta situación daba como resultado infinitos: el resultado de
dividir por cero. A Feynman le pareció que muchos de estos infinitos se
debían a un efecto circular del electrón sobre sí mismo, a su «autoenergía».
Para eliminar estos molestos infinitos, se le ocurrió la idea de no permitir que
los electrones actuaran sobre sí mismos. Ello implicaba eliminar el campo.
Solo se permitiría a las partículas interactuar con otras partículas,
directamente, no de forma instantánea: había que respetar la relatividad. Las
interacciones se producían a la velocidad de la luz. Eso es la luz: la
interacción entre electrones.
Feynman lo explicaría más tarde, en Estocolmo, cuando recibió el premio
Nobel:
Ocurría que si se activa una carga, otra se activará más tarde. Había una interacción directa
entre las cargas, aunque con retraso. La ley de la fuerza que conecta el movimiento de una carga
con otra implicaría un retraso. Activa esta y la otra se activará un poco más tarde. Un átomo del
Sol vibra y el electrón de mi ojo vibrará ocho minutos más tarde debido a una interacción directa
entre ellos.

El problema, si es que lo había, era que las reglas de la interacción


funcionaban hacia atrás en el tiempo y también hacia adelante. Eran
simétricas. Este es el tipo de cosas que ocurren en el mundo de Minkowski,
donde el pasado y el futuro son idénticos desde el punto de vista geométrico.
Incluso antes de la relatividad, ya era bien sabido que las ecuaciones del
electromagnetismo de Maxwell y, antes de eso, las de Newton para la
mecánica eran simétricas con respecto al tiempo. Wheeler había acariciado la
idea de que el positrón, la antipartícula del electrón, era un electrón que se
movía hacia atrás en el tiempo. Así, Johnny y Dick presentaron una teoría en

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la que los electrones parecían desplazarse tanto hacia adelante como hacia
atrás en el tiempo. «Para entonces ya tenía lo bastante de físico —prosiguió
Feynman— como para no decir: “Oh, no, ¿cómo es posible?”. Hoy, todos los
físicos saben gracias al estudio de Einstein y Bohr que a veces una idea que al
principio parece totalmente paradójica puede no serlo en realidad si se analiza
hasta el final con todo detalle y en situaciones experimentales».
Al final, las ideas paradójicas resultaron no ser necesarias para la teoría de
la electrodinámica cuántica. Como muy bien entendió Feynman, esta clase de
teorías son modelos: nunca son completas, ni perfectas, ni se deben confundir
con la realidad, que sigue siendo inalcanzable.
Siempre me ha parecido extraño que las leyes fundamentales de la física, cuando se descubre,
puedan aparecer de muchas formas diferentes que no son aparentemente idénticas, al principio,
pero, con un pequeño amaño matemático, se puede mostrar la relación… Siempre hay otra
manera de decir lo mismo que no se parece en nada a como se ha dicho con anterioridad.
Muchas ideas diferentes de la física pueden describir la misma realidad física.

Incidentalmente, planeaba otra cuestión. La termodinámica, la ciencia del


calor, ofrecía una versión diferente del tiempo. Las leyes microscópicas de la
física no dicen nada de que el tiempo tenga una dirección preferente.
(Algunos hablarían de «leyes fundamentales» en lugar de «leyes
microscópicas», pero no es exactamente lo mismo). Las leyes de Newton,
Maxwell y Einstein no varían con respecto al pasado y el futuro. Cambiar la
dirección del tiempo es tan fácil como cambiar un signo de más a menos. Las
leyes microscópicas son reversibles. Si grabamos varias bolas de billar
chocando, o partículas en interacción, podemos proyectar la película al revés
y quedará bien. Pero si grabamos la bola blanca en el momento del saque, las
quince bolas, dentro de un triángulo perfecto, disparadas hacia cada esquina
de la mesa, y reproducimos la película al revés, resulta cómicamente irreal:
las bolas corretean y después se agrupan ordenadamente como por arte de
magia.
En el mundo macroscópico, el mundo que habitamos, el tiempo tiene una
dirección definida. Cuando la tecnología cinematográfica aún era una
novedad, los cineastas descubrieron que podían crear efectos divertidos
invirtiendo el sentido del celuloide. Los hermanos Lumière trucaron su
cortometraje Charcuterie mécanique para mostrar al revés la fabricación de
una salchicha y la matanza de un cerdo. En una película proyectada al revés,
se podía separar una tortilla en la clara y la yema, y podía volver a ser un
huevo al reagruparse los fragmentos de la cáscara. Una piedra sale volando de
una charca turbulenta, un chorro invertido de gotitas se repliegan hasta sellar
el agujero, el humo desciende por una chimenea hasta las llamas mientras las

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brasas se transforman en troncos. Por no mencionar la propia vida, el proceso
irreversible por excelencia. William Thomson, lord Kelvin, se percató del
problema en 1874 y vio que la conciencia y la memoria eran parte problema:
«Los seres vivos regresarían al pasado con un conocimiento consciente del
futuro, pero sin memoria del pasado, y volverían al punto previo a su
nacimiento».
De vez en cuando conviene recordar que la mayoría de los procesos
naturales no son reversibles. Funcionan solo en un sentido, hacia delante en el
tiempo. Para empezar, esta es una pequeña lista recopilada por lord Kelvin:
«fricción de sólidos; fluidez imperfecta de fluidos; elasticidad imperfecta de
sólidos [todas ellas imperfectas]; diferencias de temperatura y la consiguiente
conducción del calor producida por tensiones en sólidos y fluidos; retención
magnética imperfecta; polarización eléctrica residual del dieléctrico;
generación de calor por corrientes eléctricas inducidas por movimiento;
difusión de fluidos, soluciones de sólidos en fluidos y otros cambios
químicos; y absorción de calor radiante y luz». En este último ejemplo es
donde intervinieron Johnny y Dick.
En algún momento tenemos que hablar de la entropía.

Existe una expresión, «flecha del tiempo», que los científicos y los filósofos
usan familiarmente en muchas lenguas (la flèche du temps, Zeitpfeil, zamanın
oku, ось времени) para referirse a un hecho complejo que todo el mundo
conoce: el tiempo tiene un sentido. Esta expresión se extendió ampliamente
en los años cuarenta y cincuenta. Surgió de la pluma de Arthur Eddington, el
astrofísico británico que sería el primero en defender a Einstein. En una serie
de conferencias celebradas en la Universidad de Edimburgo en el invierno de
1927, Eddington intentó comprender los grandes cambios que se estaban
produciendo en la naturaleza del pensamiento científico. Al año siguiente
publicó sus conferencias en un libro popular, La naturaleza del mundo físico.
Se dio cuenta de que en ese momento se denominaba a toda la física
anterior «física clásica», otra expresión nueva. «No estoy seguro de que la
frase “física clásica” se haya definido alguna vez con precisión», les dijo a sus
oyentes. Nadie la denominaba clásica hasta que se vino abajo. (La expresión
«física clásica» es un retrónimo, como guitarra acústica, teléfono de disco y
pañal de tela)[27]. Durante milenios, los científicos no habían necesitado
ninguna abreviatura especial, como «flecha del tiempo», para señalar lo
obvio: «lo importante del tiempo es que pasa». Sin embargo, por entonces ya

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no era algo obvio. Los físicos estaban escribiendo las leyes de la naturaleza de
un modo que hacía que el tiempo careciera de dirección: un simple cambio de
signo separaba +t de −t. Pero hay una ley de la naturaleza diferente: la
segunda ley de la termodinámica. Es la que versa sobre la entropía.
—Las ecuaciones de Newton operan hacia delante y hacia atrás, no
importa el sentido —explica Thomasina, la adolescente prodigio inventada
por Tom Stoppard en Arcadia—. Pero la ecuación del calor es muy
importante, solo opera en un sentido.
El universo tiende inexorablemente hacia el desorden. La energía es
indestructible, pero se disipa. No es una ley microscópica. ¿Es una ley
«fundamental», como F = m·a? Hay quienes sostienen que no. Desde un
punto de vista, las leyes que rigen los componentes individuales del mundo,
partículas individuales o unas pocas, son primarias y se deben derivar las
leyes sobre las multitudes de ellas. Pero para Eddington esta segunda ley de la
termodinámica era la ley fundamental: la que ocupa «la posición suprema
entre las leyes de la naturaleza»; la que nos da el tiempo.
En el mundo pasado y futuro de Minkowski se revelan ante nosotros
como este y oeste. No existen señales unidireccionales, por lo que Eddington
añadió una: «Usaré la frase “flecha del tiempo” para describir esta propiedad
unidireccional del tiempo que no tiene equivalente en el espacio». Señaló tres
aspectos de relevancia filosófica:

1. Es vívidamente reconocida por la conciencia.


2. Es igualmente un empeño de nuestra capacidad racional.
3. No aparece en la ciencia física excepto…

Excepto cuando empezamos a considerar el orden y el caos, la


organización y la aleatoriedad. La segunda ley no solo se aplica a entidades
individuales, sino también a conjuntos. Las moléculas de un caja llena de gas
forman un conjunto. La entropía es una medida de su desorden. Si se ponen
mil millones de átomos de helio en un lado de una caja y mil millones de
átomos de argón en el otro, y se deja que reboten durante un rato, no
permanecerán claramente separados, sino que acabarán formando una mezcla
uniforme, aleatoria. La probabilidad de que el siguiente átomo que uno
encuentre en un lugar determinado sea de helio, en lugar de argón, será del
50%. El proceso de difusión no es instantáneo y opera en una dirección.
Cuando se observa la distribución de los dos elementos, se pueden distinguir
fácilmente el pasado y el futuro. «Un elemento aleatorio —afirmaba

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Eddington— introduce lo irrevocable en el mundo». Sin aleatoriedad, los
relojes podrían correr hacia atrás.
«Los accidentes de la vida» era la expresión que le gustaba usar a
Feynman: «Bueno, uno ve que al final la irreversibilidad es causada por los
accidentes generales de la vida». Si vaciamos un vaso de agua en el mar,
dejamos que pase el tiempo y volvemos a sumergir el vaso, ¿podemos
rellenarlo con la misma agua? Bueno, sí se podría, la probabilidad no es cero,
pero es bajísima. Quince bolas de billar podrían chocar contra las bandas de
una mesa de billar para al final detenerse formando un triángulo perfecto,
pero cuando uno ve que esto sucede, sabe que se ha invertido la reproducción
de la película. La segunda ley es una ley probabilística.
Mezclar es uno de los procesos que siguen la flecha del tiempo. Deshacer
una mezcla requiere trabajo. «No puedes separar las cosas removiendo», dice
la Thomasina de Stoppard: la entropía explicada en seis palabras. (Su tutor,
Septimus, responde: «Por supuesto que no. El tiempo tendría que ir hacia
atrás. Y puesto que esto no ocurre, debemos seguir removiendo y mezclando
la mermelada, añadiendo más desorden al desorden, hasta que todo se torne
rosa, inmutable e invariable, y hayamos acabado para siempre»). El propio
Maxwell escribió:
Moral. La segunda ley de la termodinámica encierra el mismo grado de verdad que la
afirmación de que si se arroja un vaso lleno de agua al mar, no se puede volver a coger el mismo
vaso de agua.

Maxwell se adelantó a Einstein. Para él, el tiempo no necesitaba ninguna


justificación. Él ya «sabía» que el pasado es pasado y el futuro está aún por
venir. Ahora las cosas son muy simples. En 1949, en un ensayo titulado «Life,
Thermodynamics, and Cybernetics» (Vida, termodinámica y cibernética),
Léon Brillouin afirmaba:
El tiempo fluye hacia delante, nunca vuelve. Cuando el físico se enfrenta a este hecho, se
siente muy perturbado.

El físico cree que existe una problemática laguna entre las leyes
microscópicas, donde el tiempo no tiene una dirección preferida porque las
leyes son reversibles, y el mundo macroscópico, donde la flecha del tiempo
señala del pasado al futuro. Algunos se contentan con decir que los procesos
fundamentales son reversibles y los procesos a gran escala son meras
estadísticas. Esta laguna es una desconexión, un lapsus en la explicación.
¿Cómo se llega de un lugar a otro? La laguna incluso tiene un nombre: el
dilema de la flecha del tiempo o la paradoja de Loschmidt.

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Einstein reconocía que el problema le preocupó en su momento de mayor
comprensión, durante la creación de la teoría general de la relatividad, «sin
que haya conseguido aclararlo». Pongamos que, en un diagrama del continuo
espacio-tiempo tetradimensional, P es un «punto del universo» que se
encuentra entre otros dos puntos del universo, A y B. «Tracemos una línea del
universo “tipo temporal” a través de P —sugirió Einstein—. ¿Tiene algún
sentido proveer a la línea del universo de una flecha y afirmar que B es
anterior a P y A posterior a P?». Llegaba a la conclusión de que solo cuando
entra en escena la termodinámica, aunque también afirmaba que cualquier
transferencia de información involucra a la termodinámica. La comunicación
y la memoria son procesos entrópicos. «Si es posible enviar (telegrafiar) una
señal de B a A, pero no de A a B, entonces está garantizado el carácter
unidireccional (asimétrico) del tiempo, es decir, no existe libre elección en la
dirección de la flecha. Lo esencial aquí es el hecho de que el envío de una
señal es, en la termodinámica, un proceso irreversible que está conectado con
el aumento de la entropía».
Al principio, por tanto, el universo debió tener baja entropía. Muy baja
entropía. Debió hallarse en un estado sumamente ordenado, lo que también es
un estado extremadamente improbable. Es un misterio cósmico. Desde
entonces, la entropía ha aumentado. «Este es el camino hacia el futuro», diría
Feynman años más tarde, cuando ya era famoso y recopiló sus conocimientos
de física en un libro de texto.
Este es el origen de toda irreversibilidad, esto es lo que hace los procesos de crecimiento y
decadencia, lo que nos hace recordar el pasado y no el futuro, recordar las cosas más cercanas a
aquel momento en la historia del universo en que el orden era mayor que ahora, y por qué no
podemos recordar cosas donde el desorden es mayor que ahora, a lo que llamamos futuro.

¿Y al final?

El universo tiende hacia la máxima entropía, la condición de desorden


máximo de la que no hay retorno. Todos los huevos se habrán revuelto, los
castillos de arena se habrán derrumbado, y el sol y las estrellas habrán perdido
su brillo. H. G. Wells ya conocía la entropía y la muerte térmica. Ese es el
destino al que se aproxima el viajero del tiempo cuando abandona a Weena,
se aleja del año 802 701, deja atrás a los cavernícolas Morlocks y los bovinos
Eloi, el Palacio de Porcelana Verde en ruinas, su Galería de Paleontología
desierta y una biblioteca que es un yermo de papel podrido, y parte en su
máquina, oscilando y vibrando a través de millones de años de grisura, hasta

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llegar al crepúsculo final que se cierne sobre la Tierra. Cuando uno lee La
máquina del tiempo de niño, esto es, en mi opinión, lo que se graba en la
memoria o en los sueños, este retablo final en el que no sucede nada. En uno
de los borradores, Wells lo llamó «la visión más allá». Si el Edén es el alfa,
esto es el omega. Escatología para ilustrados. Ni infierno, ni apocalipsis. No
con un estallido, sino con un lamento.
Esta playa crepuscular aparece una y otra vez en la ciencia ficción.
Llegamos al fin de la tierra: el «paisaje abandonado» de J. G. Ballard, la playa
terminal, donde el último hombre se despide: «Una despedida semejante
requería que dejara su propia firma en cada una de las partículas del
universo». En las inolvidables páginas finales del libro de Wells, el viajero
del tiempo se sentaba temblando en su silla y contemplaba cómo «la vida de
la vieja Tierra iba decayendo». Nada se mueve. Todo lo que ve está salpicado
de rojo, de rosa, sanguinolento, bajo la tenue luz del Sol moribundo. Cree ver
un objeto negro moviéndose, pero no es más que una roca.
Contemplé horrorizado aquella negrura que iba cubriendo lentamente el día… Un viento frío
comenzó a soplar… ¿Silencioso? Sería difícil describir aquella calma… Las tinieblas se volvieron
más densas… Todo lo demás estaba sumido en tenebrosa oscuridad. El cielo era completamente
negro… Me invadió el horror de aquella gran oscuridad. El frío me helaba hasta los tuétanos.

Así es como se acaba el mundo.

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Un río, un sendero, un laberinto

El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el


río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.

JORGE LUIS BORGES (1946)

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El tiempo es un río. ¿Necesita este lugar común más explicación?
En 1850, sí. Un ejemplo de ello: una novela estadounidense titulada The
Mistake of a Life-Time; or, The Robber of the Rhine Valley. A Story of the
Mysteries of the Shore, and the Vicissitudes of the Sea. El autor, Waldo
Howard, promete «un panorama veraz de los sucesos de un período
perturbador y romántico». Vayamos al capítulo 13, «Lady Gustine and the
Jew».
Lady Gustine es una belleza digna y elegante de dieciocho años
(«veranos») y su acompañante durante la velada (no el judío, obviamente) es
un hombre igual de digno y apuesto de veinte años. Han estado bailando. Ella
está cansada. «Me temo que se ha fatigado», le dice el caballero. «“Oh, no”,
responde la dama, mientras jadea tratando de recobrar el aliento después del
vals».
Oportunamente, el balcón tiene vistas a un río. Lo contemplan durante un
instante y, al rato, mantienen el siguiente diálogo:
—¿Está usted soñando?
—Oh, no, señora. Estaba pensando en lo mucho que el paso de aquella pequeña nave se
asemeja al del barco de nuestra propia vida en la marea del tiempo.
—¿Cómo?
—¿No ve lo sigilosamente que navega su casco por la corriente? [etc., etc.].
—Bueno. [La está aburriendo].
—Así nos movemos ahora, señora, con rapidez, en silencio, pero sin cesar, sin dejar nunca de
movernos en el rápido río del tiempo, que serpentea por el valle de la vida; todos nos deslizamos
inconscientemente, asintiendo como ese timonel, con indiferencia, mientras sostenemos el timón
que guía nuestro propio destino y se aproxima con celeridad al océano de la eternidad.

Y más cosas por el estilo. Poco después «expone con detalle las
maravillas del valle natal de ella», pero no hace falta que le sigamos hasta allí.
La primera metáfora ya es suficientemente mala.
Tiempo = río. Ser = barco. Eternidad = océano.
Cuando el tiempo es un río, el viaje en el tiempo se vuelve verosímil. Se
pueden recorrer arriba o abajo sus orillas.
Se ha comparado el tiempo con un río al menos desde que Platón inició la
larga tradición de citar erróneamente a Heráclito: «No es posible entrar dos
veces en el mismo río». O «Entramos y no entramos en los mismos ríos». O

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«En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos[28]». Nadie
sabe con exactitud lo que dijo Heráclito porque vivió en una época y un lugar
en que no existía la escritura (su obra se ha publicado con el título
Fragmentos completos, y no es una ironía), pero según Platón:
En algún lugar dice Heráclito que todo se mueve y nada permanece, y comparando las cosas
con la corriente de un río, dice que no podrías entrar dos veces en el mismo río.

Heráclito estaba diciendo algo importante: a saber, que las cosas cambian.
El mundo cambia constantemente. Puede parecer una obviedad, pero
Parménides, más o menos coetáneo, tenía un opinión distinta: el cambio es
una ilusión de nuestros sentidos; bajo el mundo transitorio de las apariencias
reside la verdadera realidad: inmutable, atemporal, eterna. Esta fue la idea que
atrajo a Platón.
Nótese que, hasta el momento, nadie ha dicho que el tiempo se parezca a
un río. El universo es como un río. Fluye. (O no, si eres Platón).
Alfred Jarry afirmó mientras construía su máquina del tiempo en 1899 que
se había convertido en «una figura poética banal comparar el tiempo con una
corriente que fluye[29]». La banalidad no detuvo a nadie. «El tiempo, ese río
impalpable y fatal —afirmó el astrónomo parisino Charles Nordmann en 1924
—, cubierto de hojas muertas, nuestras melancólicas horas arrastradas por la
corriente». ¿Dónde nos situamos aquí nosotros, los observadores conscientes?
El escritor del absurdo Jarry afirmaba que no somos más que un bulto en la
viscosidad. El himno cristiano dice: «El tiempo, como una perpetua corriente
en movimiento / arrastra a todos sus hijos». El río nos lleva hacia la eternidad,
es decir, hacia la muerte. «Nocturno el río de las horas fluye», escribió
Miguel de Unamuno, aunque imaginaba que fluía desde el futuro: «el mañana
eterno». Marco Aurelio, el emperador y filósofo estoico, afirmaba que el
tiempo es un río porque todo pasa deprisa mientras observamos: «Tan pronto
como una cosa es vista, ya es pasado, y le sucede otra distinta que acabará
pasando».
Si el tiempo es un río, ¿podemos preguntarnos con qué rapidez fluye?
Parece una pregunta lógica cuando se trata de un río, pero no es una buena
pregunta sobre tiempo. ¿Cómo de rápido fluye el tiempo? ¿Cómo se mide?
Hemos caído en una tautología. ¿No es mejor preguntar a qué velocidad
avanzamos en el tiempo?
El flujo fluvial puede ser complicado. ¿Y el flujo temporal? «Hay una
teoría —explica Spock en un episodio clásico de Star Trek—. Puede que haya
cierta lógica en creer que el tiempo es fluido, como un río, con corrientes,
remolinos, contracorrientes».

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Si el tiempo es un río, ¿tiene afluentes? ¿Dónde nace? ¿En el big bang o
ahora estamos mezclando metáforas? Si el tiempo es un río, ¿dónde están las
orillas que lo contienen? W. G. Sebald formulaba esta pregunta en su última
novela, Austerlitz:
Visto así, ¿cuáles serían las orillas del tiempo? ¿Cuáles serían las cualidades de este río,
parecidas tal vez a las del agua, que es fluida, bastante pesada y transparente?

Sebald también preguntaba: «¿De qué forma se diferencian los objetos


inmersos en el tiempo de aquellos a los que no les afecta?». Era una hermosa
analogía que algunas partes de nuestro mundo, como habitaciones cerradas y
polvorientas, puedan mantenerse al margen del tiempo, puedan ser aisladas
del tiempo, inmunes al flujo.

A decir verdad, el tiempo no es un río. Disponemos de un gran conjunto de


herramientas metafóricas con utensilios para cada ocasión. Decimos que el
tiempo pasa, corre, fluye, y todo eso son metáforas. «El tiempo es un medio
fluido para el cultivo de las metáforas», escribe metafóricamente Nabokov.
También pensamos en el tiempo como un medio en el que existimos. Y como
una cantidad que podemos poseer, malgastar o ahorrar. El tiempo es como el
dinero, como un camino, un sendero, un laberinto (Borges de nuevo, por
supuesto), un hilo, una marea, una escalera y una flecha. Todo a la vez.
«La idea de que el Tiempo “corre” en un sentido tan natural como el de la
caída de una manzana en un jardín, implica que “corre” por y a través de algo
—afirma Nabokov—, y si pensamos que ese “algo” es el Espacio, no nos
queda sino una metáfora que “corre” a lo largo de una cinta métrica».
¿Es posible hablar del tiempo sin usar metáforas? Tal vez:
Tanto el tiempo del presente como el tiempo del pasado
quizá estén presentes en el tiempo del futuro
y el tiempo del futuro dentro del tiempo del pasado.

Aunque, si no es una metáfora, ¿qué figura retórica es? Palabras preñadas:


«presentes en…», «dentro del…». En el mismo poema, T. S. Eliot también
dedicaba algunas palabras a las palabras.

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Se tensan las palabras,
crujen y se rompen a veces, bajo el peso,
en tensión, perecen deslizándose,
decayendo con imprecisión, se dislocan,
se inquietan.

Todo era muy incierto en el tiempo. Los filósofos, los físicos, los poetas y
los escritores de pulp tenían problemas. Utilizaban la misma bolsa de
palabras. Sacaban las fichas y las movían por el tablero. (Deslizarse, perecer,
decaer con imprecisión). Las palabras de los filósofos aludían a las palabras
de filósofos anteriores. Las palabras de los físicos eran especiales, definidas
con más precisión, y, en cualquier caso, la mayoría eran números. Los físicos
no suelen llamar río al tiempo. Normalmente no confían en las metáforas o,
cuando menos, no les gusta admitirlo. Incluso «flecha del tiempo» no es tanto
una metáfora como una muletilla.
En el siglo XX, los físicos tomaron las riendas morales (tenían el poder
para hacerlo) y los filósofos, básicamente, se limitaron a reaccionar o se
opusieron. Después de que calara el mensaje de Einstein, los metafísicos
empezaron a decir sin sonrojarse que el tiempo y el espacio tienen la misma
«categoría ontológica», que existen «del mismo modo». En cuanto a los
poetas, vivían en el mismo mundo, sacaban las mismas fichas de la bolsa y
sabían que no debían confiar en todas las palabras. Proust buscaba el tiempo
perdido. Woolf lo estiraba y distorsionaba. Joyce asimilaba las noticias sobre
el tiempo a medida que llegaba de la frontera de la ciencia. «Temporal o
espacial —dice Stephen en Retrato del artista adolescente—, la imagen
estética es primero percibida lúcidamente como un todo delimitado y
contenido en sí mismo sobre el inconmensurable fondo del espacio o el
tiempo que no es ella misma». No, no lo es. Más tarde llegó el Ulises, el libro
sobre un único día, el éxodo y el retorno: «Una ecuación insatisfactoria entre
un éxodo y un retorno en el tiempo a través del espacio reversible y un éxodo
y un retorno en el espacio a través del tiempo irreversible». A Leopold Bloom
le preocupan el magnetismo y el tiempo, el sol y las estrellas, la Tierra
atrayendo y siendo atraída: «Muy extraño lo de mi reloj. Los relojes de
pulsera siempre funcionan mal». Había malestar.
No a todos les gustaba el largo poema de T. S. Eliot, Cuatro cuartetos,
publicado entre 1936 y 1942. Algunos lo tacharon de hermetismo
autoparódico. Tampoco todos pensaban que fuera un poema sobre el tiempo,
pero lo es. «Ahí es real la unión imposible / de las esferas de la existencia, /
ahí el pasado y el futuro / se conquistan y se reconcilian». ¿Coexiste todo el

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tiempo junto? ¿Está ya el futuro contenido en el pasado? ¿No dijo eso
Einstein?
Al igual que a unos cuantos de sus contemporáneos, a Eliot le influyó un
libro un tanto descabellado, Un experimento con el tiempo, escrito por el
ingeniero aeronáutico irlandés John William Dunne. Dunne era un conocido
de Wells que a principios de siglo empezó a construir modelos de aeronaves,
después planeadores y luego biplanos propulsados, todos ellos sin cola (un
diseño con problemas de estabilidad). En los años veinte, tras haber
abandonado la aeronáutica, se percató de que sus sueños a veces predecían
acontecimientos futuros. Llegó a la conclusión de que eran «sueños
precognitivos». Memoria inversa. Había soñado que un volcán mataba a
cuatro mil personas en una isla francesa y luego, más tarde (o eso recordaba),
se había enterado por el periódico de la erupción del monte Pelée en
Martinica, en la que murieron cuarenta mil personas. Empezó a guardar un
cuaderno y un lápiz debajo de la almohada; entrevistó a sus amigos sobre sus
sueños y ató cabos. Para 1927, tenía una teoría y un libro.
Dunne proponía sustituir los fundamentos de la epistemología por su
nuevo sistema. «Si la previsión es un hecho, es un hecho que destruye toda la
base de nuestras opiniones pasadas acerca del universo». El pasado y el futuro
coexisten en «la dimensión temporal». Escribió que había tropezado por
casualidad con «el primer argumento científico sobre la inmortalidad
humana». Proponía una visión del espacio y el tiempo no tetradimensional,
sino pentadimensional. Para explicarla, mencionaba a Einstein y Minkowski
y, como otra autoridad, a H. G. Wells, quien «por boca de uno de sus
personajes de ficción exponía su teoría con una claridad y concisión que rara
vez, o nunca, ha sido superada».
Wells no estaba de acuerdo. Le aseguró a Dunne que la «previsión» era un
disparate y que el viaje en el tiempo era una fantasía, «que yo [Dunne] me he
tomado en serio algo que él nunca tuvo la intención de que lo fuera… y he
cavilado demasiado sobre ello». Pero Eliot y otros investigadores literarios
absorbieron las provocativas ideas e imágenes de Dunne, incluida la
posibilidad de una especie de inmortalidad. Eliot escribe: «El futuro es una
canción pasada, / y el camino que sube es el camino que baja [otro fragmento
de Heráclito] / ir adelante lo mismo que atrás». Ha intuido que todo el tiempo
es un eterno presente, pero no está seguro[30]. «Si todo el tiempo es un eterno
presente, / todo el tiempo es irredimible».
¿El universo rígido? Eliot no intenta convencernos en Cuatro cuartetos de
un sistema del mundo. Le acechan la paradoja y la duda. «Solo puedo decir

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ahí hemos estado, pero no puedo decir dónde. / Y no puedo decir cuánto, pues
sería localizarlo en el tiempo». Habla a través de máscaras. No solo las
palabras son escurridizas; el problema de utilizar palabras para describir el
tiempo es que las propias palabras están en el tiempo. Una secuencia de
palabras tiene un principio, un medio y un final. «Solo en el tiempo se
mueven / las palabras y la música». ¿Es la eternidad un lugar de movimiento
o de quietud? ¿Movimiento u orden? ¿Pueden coexistir? ¿«En el punto
muerto de la vuelta del mundo»? Cuando dice que «un jarro de porcelana
china quieto se mueve en su quietud sin pausa», sabemos que se trata de una
metonimia. Lo que quieto se mueve en su quietud sin pausa es un poema[31].
«No pensaréis que “el pasado ha terminado” o que “el futuro nos
aguarda”». El tiempo no nos pertenece; no podemos comprenderlo o
definirlo. Apenas podemos contarlo. Eliot nos dice que las notas de la
campana

miden un tiempo que no es nuestro tiempo, tocado


sin prisa por la mar gruesa, un tiempo
más viejo que el de los cronómetros, más viejo
que el tiempo contado por mujeres ansiosas y angustiadas,
insomnes en la cama, prefigurando el futuro,
tratando de descoser, desovillar, desenredar
y reunir el pasado y el futuro,
entre la medianoche y el alba, cuando es una ilusión el pasado,
no hay futuro en el mañana.

Cuando Borges, el poeta filósofo, escribía que el tiempo es un río, quería


decir más o menos lo contrario. El tiempo no es un río, ni un tigre, ni un
fuego. Borges, el crítico, hacía menos uso de la paradoja, de la distracción. Su
lenguaje al hablar del tiempo es en apariencia sencillo. En 1940 también
escribió sobre Dunne y Un experimento con el tiempo, al que tildó de
absurdo. Parte del razonamiento de Dunne era una reflexión sobre la
conciencia, en cómo no se puede contemplar sin caer en bucles repetitivos
(«un sujeto consciente no solo es consciente de lo que observa, sino de un
sujeto A que observa y, por lo tanto, de otro sujeto B que es consciente de A
y, por lo tanto, de otro sujeto C consciente de B…»). Había dado con algo
importante, la repetición como una característica esencial de la conciencia,
pero después llegó a la conclusión de que «esos innumerables sujetos íntimos
no caben en las tres dimensiones del espacio, pero sí en las no menos

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innumerables dimensiones del tiempo». Borges sabía que esto era un
sinsentido, pero era su tipo de sinsentido. Veía algo en él, una manera de
pensar en cómo la percepción del tiempo debe basarse en la memoria:
«estados sucesivos (o imaginarios) del sujeto inicial». Recordaba una
observación de Gottfried Wilhelm Leibniz: «Si el espíritu tuviera que
repensar lo pensado, bastaría percibir un sentimiento para pensar en él y para
pensar luego en el pensamiento y luego en el pensamiento del pensamiento, y
así hasta lo infinito». Creamos recuerdos o nuestros recuerdos se crean a sí
mismos. La evocación de un recuerdo lo convierte en el recuerdo de un
recuerdo. Los recuerdos de los recuerdos, los pensamientos de los
pensamientos, se entremezclan hasta que no podemos separarlos. La memoria
es repetitiva y autorreferencial. Espejos. Laberintos[32].
Los sueños precognitivos y la lógica involutiva de Dunne le indujeron a
creer en un futuro preexistente, en una eternidad al alcance del hombre.
Borges afirmaba que Dunne estaba cometiendo un error parecido al de «los
distraídos poetas» cuando empezaron a creer sus propias metáforas. Al
parecer, con poetas distraídos se refiere a los físicos. En 1940, la nueva física
consideraba que la cuarta dimensión y el continuo espacio-tiempo eran reales,
pero Borges no estaba en absoluto de acuerdo:
Dunne es una víctima ilustre de esa mala costumbre intelectual que Bergson denunció:
concebir el tiempo como una cuarta dimensión del espacio. Postula que ya existe el porvenir y
que debemos trasladarnos a él (que también es concebido en forma espacial, en forma de línea o
de río[33]).

Borges tenía algo más que decir que la mayoría acerca del problema del
tiempo en el siglo XX. Para él, la paradoja no era un problema, sino una
estrategia. Creía en el tiempo, en su realidad, su centralidad, pero, sin
embargo, tituló su ensayo crucial «Nueva refutación del tiempo». Tampoco le
agradaba mucho la eternidad. En otro ensayo, «Historia de la eternidad»,
afirmaba: «El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente
problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una
fatigada esperanza». Todo el mundo «sabe» (afirma Borges) que la eternidad
es un arquetipo y nuestro tiempo su mera imagen móvil. Proponía lo
contrario: el tiempo viene primero; la eternidad se crea en nuestras mentes. El
tiempo es la sustancia; la eternidad, la efigie. Al contrario que para Platón, al
contrario que para la Iglesia, la eternidad es «más pobre que el mundo». Si
eres un científico, puedes sustituir el infinito. Al fin y al cabo, es tu creación.
En cuanto a su nueva refutación del tiempo, su esencia es un argumento
que ha «divisado» o «presentido» y en el que él mismo no cree. ¿O sí? Le

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visita durante la noche. En las horas proustianas. En ese momento en el que,
despierto entre sueños, uno registra los susurros, las paredes sombrías. O
digamos que es Huckleberry Finn, navegando río abajo:
Abre con negligencia los ojos; ve un vago número de estrellas, ve una raya indistinta que son
los árboles; luego, se hunde en el sueño inmemorable como en un agua oscura.

Borges señala que es un ejemplo «literario, no histórico». Al lector que


duda se le invita a sustituir un recuerdo. Piense en un incidente de su pasado.
¿De cuándo es ese recuerdo? No de cualquier momento, no de cualquier
preciso momento. Es un instante en sí mismo, suspendido, fuera de todo
supuesto continuo espacio-tiempo. ¿Espacio-tiempo? «Tiendo siempre a
pensar en el tiempo, no en el espacio —escribe Borges—. Cuando oigo las
palabras “tiempo” y “espacio” mencionadas juntas, siento lo mismo que
Nietzsche cuando oyó a la gente hablar de Goethe y Schiller, una especie de
blasfemia».
Niega la simultaneidad, al igual que Einstein, pero a Borges no le importa
la velocidad de la señal (la velocidad de la luz) porque nuestro estado natural
es de soledad y autonomía, nuestras señales son menos numerosas y menos
fiables que las del físico.
El amante que piensa «Mientras yo estaba tan feliz, pensando en la fidelidad de mi amor, ella
me engañaba», se engaña: si cada estado que vivimos es absoluto, esa felicidad no fue
contemporánea de esa traición.

El conocimiento del amante no puede modificar el pasado, aunque puede


modificar el recuerdo. Tras haber rechazado la simultaneidad, Borges también
niega la sucesión. La continuidad del tiempo, la totalidad del tiempo, es otra
ilusión. Además, esta ilusión, o este problema, el incesante esfuerzo de
ensamblar un todo a partir de una sucesión de instantes, es también un
problema de identidad. ¿Eres la misma persona que solías ser? ¿Cómo lo
sabes? Los hechos son independientes; la totalidad de los hechos es una
idealización tan falsa como la suma de todos los caballos: «El universo, la
suma de todos los hechos, es una colección no menos ideal que la de todos los
caballos con que Shakespeare soñó —¿uno, muchos, ninguno?— entre 1592 y
1594». Ay, marqués de Laplace.
Tenemos tendencia a tomarnos nuestras palabras demasiado en serio, lo
que (paradójicamente) sucede cuando no somos conscientes de ellas.
Lamentablemente, la lengua solo nos ofrece una escasa serie de opciones para
expresar lo que necesitamos expresar. Consideremos esta frase: «[?] tiempo
sin verte». ¿Ha de ser la palabra que falta long (“largo[34]”)? Entonces el

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tiempo es como una línea o una distancia, un espacio mensurable. No los
impone la lengua. ¿Quién fue la primera persona en decir que el tiempo
«pasa» o que el tiempo «fluye»? Rara vez somos conscientes del efecto del
lenguaje en nuestra elección de las metáforas, del efecto de nuestras
metáforas en nuestra percepción de la realidad. Normalmente no prestamos
ninguna atención a las palabras. Cuando lo hacemos, bien podrían
preguntarnos qué estamos diciendo en realidad. «Me aterroriza la idea de que
el tiempo pase (signifique lo que signifique esta frase) “haga” algo o no», le
escribió Philip Larkin a su amante Monica Jones. Las palabras nos guían en
una dirección determinada.
En inglés, y en la mayoría de las lenguas occidentales, el futuro queda por
delante. Delante de nosotros. Delante. El pasado queda atrás y cuando
llegamos tarde, decimos que nos hemos atrasado. Sin embargo, esta
orientación «adelante-atrás» no es ni obvia ni universal. El martes, tenemos el
miércoles por delante, aunque el martes va antes que el miércoles. Nuestras
culturas tienen diferentes geometrías. Los hablantes de la lengua aymara, en
los Andes, señalan hacia delante (a donde pueden ver) cuando hablan del
pasado y a su espalda cuando hablan del futuro. En otras lenguas, también,
ayer es el día siguiente y mañana es el día anterior. La científica cognitiva
Lera Boroditsky, una estudiosa de las metáforas espaciotemporales y los
esquemas conceptuales, señala que algunas comunidades de aborígenes
australianos se orientan por los puntos cardinales (norte, sur, este, oeste) en
lugar de por la dirección relativa (izquierda, derecha) y creen que el tiempo
discurre de este a oeste. (Poseen un sentido de la orientación muy
desarrollado comparado con el de culturas más urbanas y más de interiores).
Los hablantes de mandarín suelen utilizar metáforas temporales para el
tiempo: 上 (shàng) significa tanto arriba como antes; 下 (xià) significa abajo
y después. El mes de «arriba» es el que acaba de terminar. El mes de «abajo»
es el que está en camino.
¿O somos nosotros los que estamos en camino? Boroditsky y otros hablan
de metáforas «de movimiento del ego» frente a metáforas de «movimiento del
tiempo». Una persona puede creer que se aproxima el plazo límite. Otra
puede creer que es ella la que se acerca al plazo límite. Podrían ser la misma
persona. Puedes nadar o puedes dejarte arrastrar por el río.
Si el tiempo es un río, ¿estamos quietos en la orilla o nos movemos?
«Decir que el tiempo pasa más rápidamente, o que el tiempo fluye, es
imaginar que algo fluye», escribió Wittgenstein.

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Extendemos entonces la comparación y hablamos de la dirección del tiempo. Cuando los
hombres hablan de la dirección del tiempo, es precisamente la analogía con un río lo que tienen
en mente. Es evidente que la dirección del curso de un río puede cambiar, pero se tiene una
sensación de vértigo cuando se habla de una inversión de la dirección del tiempo.

Ese es el vértigo del viajero en el tiempo, como mirar una escalera de


Escher. El tiempo pasa, «las horas pasan lentamente», «las horas pasan
rápidamente». Y sin contradecirnos a nosotros mismos, pasamos el tiempo.
Pronunciamos estas palabras y las comprendemos perfectamente.
El tiempo no es un río. ¿Dónde deja eso el viaje en el tiempo?

Un hombre yace tumbado en una cama de hierro en una habitación cerrada


con llave, reflexionando sobre su muerte inminente. A través de la ventana
puede ver los tejados y el sol ensombrecido por las nubes. Es consciente del
tiempo: es un «sol de las seis». Su nombre puede ser o no Yu Tsun. Creemos
que es un espía alemán. Está en posesión de un secreto. El secreto es una sola
palabra, un nombre, «el nombre del preciso lugar del nuevo parque de
artillería británico sobre el Ancre». Pero le han descubierto y está marcado
para morir. Resulta ser una especie de filósofo.
Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte
implacable… Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente,
precisamente ahora. Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables
hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí.

Se trata de un relato de ficción de Borges, «El jardín de senderos que se


bifurcan», que da título a su primera recopilación (ocho cuentos, sesenta
páginas), publicada en 1941 en la revista modernista Sur de Buenos Aires.
Borges, que de joven leyó con emoción La máquina del tiempo, había
publicado algo de poesía y crítica. Era un prolífico traductor de inglés, francés
y alemán, de autores como Poe, Kafka, Whitman y Woolf. Para ganarse el
sustento trabajaba de ayudante en una pequeña y destartalada biblioteca
municipal, catalogando y limpiando los libros.
Siete años más tarde, «El jardín de senderos que se bifurcan» sería el
primer relato de Borges traducido al inglés. Su editor estadounidense no fue
una editorial o una revista literaria, sino la Ellery Queen’s Mystery Magazine,
en agosto de 1948. Borges apreciaba el misterio. Ahora goza de una gran
reputación, pero en los países de habla inglesa no disfrutó de mucha fama
hasta los años sesenta, cuando compartió el primer Premio Internacional con
Samuel Beckett. Para entonces era un anciano y estaba ciego.

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Ellery Queen (el pseudónimo conjunto de dos primos de Brooklyn) estaba
dispuesta a publicar un relato que difícilmente se podía calificar de historia
detectivesca. No hay ningún detective, pero sí una lucha entre espías, una
persecución, un revólver cargado con una sola bala, un enfrentamiento y un
homicidio. No solo encierra un misterio, sino que se nos dice que se trata de
un misterio filosófico. Se informa a Yu Tsun: «La controversia filosófica
usurpa buena parte de su novela». ¿De qué trata la controversia?
Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del
tiempo. Ahora bien, ese es el único problema que no figura en las páginas del «Jardín» …
«El jardín de senderos que se bifurcan» es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el
tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre.

La historia se pliega sobre sí misma: «El jardín de senderos que se


bifurcan» es un libro dentro de un libro. (Y ahora dentro de una revista pulp).
Es una novela llena de meandros del «oblicuo Ts’ui Pên». Es un libro que
también es un laberinto. Es una serie de manuscritos caóticos, «un acervo
indeciso de borradores contradictorios». Es un laberinto de símbolos. Es un
laberinto del tiempo. Es infinito, pero ¿cómo puede ser un libro o un laberinto
infinito? El libro dice: «Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de
senderos que se bifurcan».
Los senderos se bifurcan en el tiempo, no en el espacio.
«El jardín de senderos que se bifurcan» es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no
creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y
vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se
aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.

En esto, como en tantas cosas, Borges parecía estar mirando más allá del
horizonte[35]. Posteriormente, la literatura sobre viajes en el tiempo se fue
ampliando para abarcar ucronías, universos paralelos y líneas del tiempo que
se bifurcan. En la física, se emprendía una aventura paralela. Los físicos, tras
haber escudriñado a fondo en el interior del átomo, hasta un lugar en el que
las partículas son inconcebiblemente pequeñas y unas veces se comportan
como partículas y otras como ondas, encontraron lo que parece ser una
aleatoriedad ineludible en el corazón de las cosas. Proseguían con el proyecto
de calcular estados futuros a partir de condiciones iniciales específicas en el
tiempo t = 0, solo que ahora estaban utilizando funciones de onda. Estaban
resolviendo la ecuación de Schrödinger. Los cálculos de las funciones de
onda con la ecuación de Schrödinger no arrojan resultados concretos, sino
distribuciones de probabilidad. Quizás se recuerde al gato de Schrödinger:

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vivo o muerto, o ni vivo ni muerto, o, si se prefiere (es cuestión de gustos),
vivo y muerto al mismo tiempo. Su destino es una distribución de
probabilidad.
Mientras Borges escribía a los cuarenta años «El jardín de senderos que se
bifurcan», un niño llamado Hugh Everett III crecía en Washington, D. C.,
donde leía ávidamente ciencia ficción en Astounding Science Fiction y otras
revistas. Quince años más tarde estudiaba física en Princeton y trabajaba con
un nuevo director de tesis: el mismísimo John Archibald Wheeler, quien
reaparece continuamente, como Zelig, en la historia de los viajes en el tiempo.
Es 1955. Everett no se siente cómodo con la idea de que el mero hecho de
realizar una medición deba alterar el destino de un sistema físico. Toma nota
de una conferencia en Princeton en la que Einstein afirma que «no podía creer
que un ratón pudiera provocar cambios drásticos en el universo solo con
mirarlo[36]». También está escuchando toda clase de discrepancias con las
diferentes interpretaciones de la teoría cuántica. Cree que la de Niels Bohr es
«excesivamente cautelosa». Funciona, pero no responde las preguntas
complicadas. «No creemos que el propósito principal de la física teórica sea
elaborar teorías “cautas”».
¿Qué ocurre —se pregunta, animado por Wheeler, quien, como de
costumbre, está abierto a lo extraño y paradójico— si cada medición es en
realidad una ramificación? Si un estado cuántico puede ser A o B, entonces
ninguna de las dos posibilidades es la privilegiada: ahora hay dos copias del
universo, cada una con sus propios observadores. El mundo es realmente un
jardín con senderos que se bifurcan. En lugar de un universo, tenemos un
conjunto de universos múltiples. En un universo, el gato está definitivamente
vivo. En otro, el gato está muerto. «Desde el punto de vista teórico —escribe
—, todos los elementos de una superposición (todas las “ramas”) son “reales”,
ninguno es más “real” que el resto». Proliferan las comillas de cautela. Para
Everett, el mundo real es una capa de hielo muy fina sobre un estanque
oscuro:
Cuando se usa una teoría, se pretende de forma natural que los constructos de la teoría son
«reales» o «existen». Si la teoría tiene mucho éxito (es decir, predice correctamente las
percepciones sensoriales del usuario de la teoría), entonces se consolida la confianza en la misma
y se tienden a identificar sus constructos con «elementos del mundo físico real». Sin embargo, es
una cuestión puramente psicológica.

No obstante, Everett tenía una teoría, y la teoría afirmaba que todo lo que
puede suceder, sucede, en un universo o en otro. Se crean nuevos universos a
voluntad, por así decirlo. Cuando una partícula radioactiva puede
desintegrarse o no, cuando el contador Geiger puede registrar un clic o no, el

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universo se bifurca de nuevo. Su propia tesis doctoral recorrió un camino
difícil. Existen varias versiones. Un borrador fue a parar a Copenhague y a
Bohr no le gustó nada. Otro, abreviado y revisado con la ayuda de Wheeler,
se convirtió en un artículo académico que publicó Reviews of Modern
Physics, pese a las objeciones obvias. Everett escribió en una nota final que
«algunos corresponsales» se han quejado de que «nuestra experiencia
demuestra» que la bifurcación no existe, porque solo existe una realidad. «El
argumento no funciona cuando se demuestra que la teoría en sí predice que
nuestra experiencia será la que en realidad es», afirmaba; a saber, que en
nuestro propio y pequeño universo seguimos sin conocer ninguna bifurcación.
Cuando Copérnico teorizó que la Tierra se mueve, los críticos objetaron que
no sentimos ese movimiento y se equivocaban precisamente por la misma
razón.
Por otra parte, una teoría que propone una infinidad de universos es un
insulto a la navaja de Occam: «No se deben multiplicar las entidades
innecesariamente».
El artículo de Everett no suscitó mucho interés en aquel momento y fue el
último que publicó. No prosiguió una carrera como físico. Fumador
empedernido y alcohólico, murió a los cincuenta y un años, pero tal vez solo
en este universo. En cualquier caso, su teoría le ha sobrevivido y ha
conseguido un nombre, la interpretación de los mundos múltiples de la
mecánica cuántica, un acrónimo (MWI, por sus siglas en inglés) y un
considerable grupo de adeptos. En su forma más extrema, esta interpretación
obvia por completo el tiempo. «El tiempo no fluye —afirma el físico teórico
David Deutsch—. Otros tiempos son simplemente casos especiales de otros
universos». Hoy en día, cuando los mundos paralelos o los universos infinitos
se usan como metáforas, obtienen un respaldo semioficial. Cuando se habla
de historias alternativas, podría tratarse de literatura o de física. «El sendero
no elegido» y «el camino no elegido» pasaron a ser expresiones comunes en
inglés a partir de los años cincuenta y sesenta, no antes, pese al poema más
famoso de Robert Frost. Ahora se puede introducir cualquier escenario
hipotético con una frase familiar: «En un mundo donde…». Cada vez resulta
más difícil recordar que se trata de una simple figura retórica.
Si solo tenemos un único universo, si el universo es todo lo que existe,
entonces el tiempo mata la posibilidad. Borra las vidas que podríamos haber
tenido. Borges sabía que estaba incurriendo en una fantasía. Cuando Hugh
Everett no era más que un muchacho de diez años, Borges ya anticipó la

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interpretación de los mundos múltiples con ocho palabras precisas: «El
tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros».

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Eternidad

San Pedro habla con moderación cuando dice que


mil años no son para Dios más que un día, porque,
asumiendo la voz de un filósofo, esos continuos
instantes del tiempo que fluyen hasta sumar mil años
no suponen para Él ni un momento: lo que para
nosotros está por venir es presente para Su Eternidad.

THOMAS BROWNE (1642)

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¿Y si el tiempo no existe? ¿Qué sucede entonces?
Normalmente, los viajes en el tiempo no van acompañados de síntomas
físicos, de malestar o enfermedad. En eso se diferencian de los viajes en
avión, que a menudo provocan jet lag. El viaje en el tiempo original de Wells
también incluía cierta sensación de mareo:
Me temo que no puedo transmitir las peculiares sensaciones de viajar por el tiempo. Son
excesivamente desagradables. Se tiene exactamente la misma sensación que en una montaña
rusa… ¡un movimiento irresitible de caerse de bruces! Sentí también la misma horrible
premonición de un choque inminente.

Esto halla su eco en la literatura. Quizá no queramos una magia tan


profunda y trascendente que esté exenta de tensión física.
Ursula K. Le Guin va un paso más allá en «Un pescador del mar interior».
En este relato, los viajeros obedecen las leyes de la física tal y como las
conocemos nosotros, los newtonianos y einsteinianos. Sus naves espaciales se
desplazan prácticamente a la velocidad de la luz. Un viaje de cuatro años luz
solo dura algo más de cuatro años. Los viajeros apenas envejecen en
comparación con las personas que dejan atrás. Si emprenden un viaje de ida y
vuelta inmediato, al regresar a su hogar parecerá que han saltado ocho años al
futuro. ¿Y cómo le hace sentir eso a uno?
«Del viaje en sí mismo —escribe Hideo tras su primera experiencia— no
tengo ningún recuerdo en absoluto. Creo que recuerdo entrar en la nave, pero
no me viene ningún detalle a la mente, ya sea visual o cinético. No puedo
recordar estar en la nave. Mi único recuerdo de la partida es una apabullante
sensación física, de mareo. Me tambaleé y enfermé».
Pero el segundo viaje de Hideo es diferente. En su segundo viaje tiene la
experiencia más «habitual». Es como si el tiempo se detuviera, como si no
hubiera tiempo. El viaje es un momento (¿un período?, ¿un intervalo?) en el
que el tiempo no existe:
… un desconcertante interludio en el que no se puede pensar correlativamente, leer la esfera de un
reloj o seguir una historia. Hablar y moverse se torna difícil o imposible. Los demás parecen
presencias inacabadas, irreales, inexplicablemente presentes o ausentes. No tenía alucinaciones,
pero todo parecía una alucinación. Es como una fiebre alta: confusa, tristemente aburrida,

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aparentemente interminable, pero, no obstante, muy difícil de recordar cuando ha terminado;
como si se tratase de un episodio externo a la propia vida, encapsulado.

Hemos dejado a un lado el realismo científico. Según la teoría de la


relatividad, las personas que se desplazaran a una velocidad cercana a la de la
luz percibirían el tiempo de una forma normal (si es que hay una forma
normal de percibir el tiempo). Le Guin buscaba otra cosa, algo inimaginable:
la ausencia de tiempo. Cuando Richard Feynman se reunió con un grupo de
escolares y uno de ellos le preguntó qué era el tiempo, él respondió con otra
pregunta: ¿Y si no existiera el tiempo? ¿Qué sucedería entonces?
Dios sabe. Se supone que Él se halla fuera del tiempo. Él es eterno.

Un hombre entra en una máquina del tiempo, ya no hacen falta más


prolegómenos. La máquina tiene mandos, controles y una palanca de
arranque. Recibe el nombre de «la cabina» y se asemeja más a un ascensor
que a una bicicleta. El hombre percibe una luz temblorosa, una «neblina
invisible», «un vacío grisáceo que era sólido al tacto, pero inmaterial». Siente
una ligera náusea, «una leve opresión en el estómago, la leve sensación de
mareo (quizá psicosomática)». La cabina se desplaza en un eje vertical. ¿Está
ascendiendo? Por supuesto que no. «Ni arriba ni abajo, a derecha o izquierda,
ni adelante ni atrás». Se está desplazando hacia el hipertiempo.
Por cierto, ¿un hombre otra vez? ¿Nunca es una mujer? Una regla: los
viajeros en el tiempo pertenecen a la época de su autor. Cuando nuestro héroe,
un técnico llamado Andrew Harlan, entra en la cabina, cree ser un nativo del
siglo XCV, pero nosotros le reconocemos como un hombre del año 1955,
cuando Isaac Asimov publicó su duodécima novela (de cuarenta), El fin de la
eternidad. Si leemos el libro ahora, podemos inferir algunos hechos del año
1955:

Pese al legado de H. G. Wells y tres decenios de revistas pulp, el viaje en


el tiempo continúa siendo un concepto extraño y desconocido para el
público mayoritario. (The New York Times se equivocó al titular la reseña
del libro «In the Realm of the Spaceman» [En el mundo del cosmonauta].
El concepto de cosmonauta era más conocido. El crítico Villiers Gerson
planteó la que creía que era una pregunta original: «Si un viajero en el
tiempo pudiese retroceder hasta 1915 y hacer que una bala matara a
Adolf Hitler en la primera guerra mundial, ¿cambiaría nuestra realidad
presente?». No sería ni el primero ni el último en preguntárselo.)

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Un «computador» es una persona que calcula. Un «calculador» es un
aritmético. Una máquina que realiza cálculos matemáticos recibe el
nombre de «máquina computadora» (en este relato, es una
«Computaplex», capaz de realizar «una suma de miles de miles de
variables»). La Computaplex emplea láminas metálicas perforadas para
introducir y transmitir datos.
Las mujeres están para dar a luz niños. También para servir como
tentación sexual[37].

Asimov había comenzado su carrera de escritor de ciencia ficción hacía


solo unos pocos años. Su primera novela, Un guijarro en el cielo, fue
publicada en 1950, cuando era profesor adjunto de bioquímica en la Facultad
de Medicina de la Universidad de Boston. Comienza con un sastre jubilado de
Chicago que camina inocentemente por la calle, recitando un poema en voz
baja, cuando, ¡bum!, un accidente nuclear en un laboratorio cercano le
transporta cincuenta mil años en el futuro, a una época en que la Tierra es un
planeta insignificante del Imperio Galáctico Trantoriano. Para entonces (es
decir, en 1950) Asimov había vendido decenas de relatos a Astounding
Science Fiction. Había estado leyendo revistas pulp desde que las descubrió
de niño en la tienda de golosinas que tenía su padre en Brooklyn. Sus propios
orígenes eran confusos; sabía que su nombre original había sido Исаак
Юдович Озимов, pero nunca supo su fecha de nacimiento.
Mientras estudiaba en la universidad, aburrido de la tesina que
supuestamente debía preparar, inventó un artículo de química titulado «The
Endochronic Properties of Resublimated Thiotimoline» (Las propiedades
endocrónicas de la tiotimolina resublimada), repleto de tablas, gráficos y citas
de revistas académicas inexistentes[38]. El artículo describe una sustancia
inventada, la tiotimolina, derivada de la corteza imaginaria de un arbusto
ficticio, que posee una propiedad alucinante denominada «endocronicidad»:
al introducirla en agua, se disuelve antes de que sus cristales toquen el
líquido. En vista de los derroteros que estaba tomando la mecánica cuántica,
solo era ligeramente absurdo. Asimov lo explicaba atribuyendo a la molécula
una peculiar estructura geométrica en el espaciotiempo: mientras que algunos
de sus enlaces químicos se hallan en las dimensiones espaciales habituales,
uno de ellos se proyecta hacia el futuro y otro hacia el pasado. Cabe imaginar
las posibilidades de este peculiar cristal. Posteriormente, Asimov publicó otro
artículo sobre sus aplicaciones micropsiquiátricas[39].
Poco después, Asimov escribía un promedio de tres o cuatro libros al año,
pero aparte de la explosión que desencadenaba la trama y que enviaba al

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protagonista al futuro en Un guijarro en el cielo, no había probado con el
viaje en el tiempo. La idea que dio lugar a El fin de la eternidad se le ocurrió
en 1953, cuando encontró una serie de números encuadernados de la revista
Time en las estanterías de la biblioteca de la Universidad de Boston y
comenzó a leerlos, de manera sistemática a partir de 1928. Le sorprendió
encontrar en uno de esos primeros números un anuncio que mostraba un
dibujo de la inconfundible nube en forma de hongo de una explosión nuclear,
una imagen que tenían muy presente en sus mentes las personas de los años
cincuenta, pero no las de los años veinte o treinta. Cuando miró de nuevo, se
dio cuenta de que, en realidad, estaba mirando un dibujo del géiser del Viejo
Fiel, pero para entonces su mente había saltado a la única otra posibilidad: el
viaje en el tiempo. Imaginemos que la anacrónica nube en forma de hongo
fuera algún tipo de mensaje enviado por un desesperado viajero en el tiempo.
Cuando Asimov concibió su primera novela de viajes en el tiempo dio al
género un rumbo nuevo. En este caso no se trata del héroe habitual que
emprende una aventura, lanzándose hacia el futuro o regresando al pasado, se
trata de todo un universo reestructurado.
El fin de la eternidad comienza con un juego de palabras, ya que lo único
que todo el mundo sabe de la eternidad es que no tiene fin. La eternidad es
imperecedera. Tradicionalmente, la eternidad es Dios. O la jurisdicción de
Dios. (Al menos en las tradiciones judeocristiana e islámica, en las que Él no
solo es eterno, sino también singular, masculino y su nombre se escribe con
mayúscula). «¿Qué tiempos existirían si no los crearas Tú? —preguntaba san
Agustín a Dios en sus Confesiones—. En la sublimidad de una eternidad que
siempre se halla en el presente, Tú precedes todas las cosas pasadas y
trasciendes todas las cosas futuras, porque aún están por llegar». Nosotros los
mortales vivimos en el tiempo, pero Dios está más allá del mismo. La
atemporalidad es uno de Sus mayores poderes.
El tiempo es una característica de la creación y el creador se mantiene
fuera de él, transcendiéndolo. ¿Significa eso que todo nuestro tiempo y
nuestra historia mortales son para Dios un mero instante, completo y entero?
Para Dios, fuera del tiempo, en la eternidad, el tiempo no pasa; los
acontecimientos no ocurren de forma gradual; causa y efecto carecen de
sentido. Él no es «una cosa detrás de otra», sino «todo al mismo tiempo». Su
«ahora» comprende todo el tiempo. La creación es un tapiz o un universo de
bloque einsteiniano. En cualquier caso, uno puede creer que Dios lo ve en su
totalidad. Para Él, la historia no tiene un principio, un nudo y un final.

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Pero si uno cree en un dios intervencionista, ¿qué puede hacer? A
nosotros los mortales nos resulta difícil imaginar un ser inmutable. ¿Actúa?
¿Piensa incluso? Sin el tiempo secuencial, el pensamiento (un proceso) es
difícil de imaginar. Parece que la conciencia necesita del tiempo, exige estar
en el tiempo. Cuando pensamos, parece que lo hacemos consecutivamente,
que un pensamiento lleva a otro, de una forma temporal, formando recuerdos
mientras tanto. Un dios situado fuera del tiempo no tendría recuerdos. La
omnisciencia no los necesita.
Quizá, en lugar de eso, una deidad inmortal está presente con nosotros en
el tiempo, disfrutando de la experiencia, cumpliendo su voluntad. Envía
plagas al faraón y fuertes vientos al mar y, cuando es necesario, envía ángeles
o avispones. Los judíos y los cristianos dicen: «Aconteció que después de
muchos días murió el rey de Egipto, y los hijos de Israel gemían a causa de la
servidumbre… Oyó Dios sus gemidos y se acordó Dios de su pacto con
Abraham». Algunos teólogos dirían que, cuando san Agustín confesaba, Dios
escuchaba y ahora recuerda. Dirían que el pasado es pasado, tanto para
nosotros como para Dios. Si Dios interactúa con nuestro mundo, podría
hacerlo de tal manera que respetara nuestros recuerdos del pasado y
expectativas de futuro. Quizá, cuando nosotros descubrimos el viaje en el
tiempo, Él lo encontró divertido.
Nos adentramos en aguas profundas. Los teólogos han encontrado, incluso
en el seno de las regiones abrahámicas, muchas formas divergentes de hablar
del tiempo o de la atemporalidad de Dios. Todas las religiones, de una forma
u otra, conciben entes cuya relación con el tiempo transciende la nuestra.
«Hay dos formas de brahmán, temporal y atemporal», dice uno de los
upanisads, aunque el budismo se siente más cómodo que la mayoría con la
idea de que la permanencia es una ilusión:
El tiempo consume a todos los seres
incluyendo a sí mismo;
el ser que consume el tiempo
cocina al cocinador de los seres.

La palabra «eternidad» se remonta, hasta donde sabemos, a los principios


de la memoria de nuestra especie, a los comienzos del lenguaje escrito.
Aeternus, en latín; los griegos escribían αἰών, que también se convirtió en
«eón». La gente necesitaba una palabra para la permanencia o para la
infinitud. A veces estas palabras parecen haber denotado una duración sin
principio ni final, o quizás solo sin un principio ni final conocidos.

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No resulta sorprendente que los filósofos modernos, al adaptarse a un
mundo científico, continúen atormentándose con esas preguntas. Las
complejidades se multiplican. Quizá la eternidad es una suerte de marco de
referencia diferente, en el sentido popularizado por la teoría de la relatividad.
Nosotros tenemos nuestro momento presente y Dios tiene una escala temporal
diferente a la nuestra que, de hecho, es inimaginable para nosotros. Boecio
pareció decir algo por el estilo en el siglo VI: «Nuestro “ahora”, puesto que se
extiende en el tiempo, produce una sempiternidad, pero el “ahora” divino, al
ser fijo, al no moverse y ser perdurable, produce la eternidad». La
sempiternidad es meramente infinita, una duración sin fin. Para salir del
tiempo totalmente es necesaria la eternidad real. «La eternidad no es un
tiempo prolongado —explicó el mitólogo Joseph Campbell—, la eternidad no
tiene nada que ver con el tiempo… La experiencia de la eternidad aquí y
ahora es la función de la vida». O como se decía en el libro del Apocalipsis:
«El tiempo no será más».
Podemos decidir que las palabras «fuera del tiempo» son un truco del
lenguaje. ¿Es el tiempo algo de lo que se pueda «salir», como una caja, una
habitación o un país, un lugar invisible para nosotros, los mortales? En la
Epístola a los Corintios está escrito: «Porque las cosas que se ven son
temporales, pero las que no se ven son eternas».
Esta última es, en líneas generales, la premisa de El fin de la eternidad de
Asimov. Por un lado, está toda la humanidad, que vive en el tiempo. Por otro,
hay un lugar desconocido llamado Eternidad, con mayúscula. En lugar de
pertenecer solo a Dios, esta versión de la eternidad pertenece a un grupo de
hombres que se seleccionan a sí mismos. (De nuevo, las mujeres no pueden
unirse al club. Las mujeres están para procrear y este no es esa clase de lugar).
Estos hombres se denominan a sí mismos «los Eternos», aunque no lo sean en
absoluto. También descubrimos que no son muy sabios. Se dedican a las
murmuraciones y las intrigas de oficina, fuman cigarrillos y mueren, pero
actúan como dioses en un sentido: tienen el poder de alterar el curso de la
historia y lo emplean una y otra vez. Son remodeladores compulsivos.
Los Eternos forman una sociedad jerárquica cerrada, meritocrática pero
autoritaria. Están estratificados en castas: computadores, técnicos, sociólogos
y estadísticos, entre otros. Los recién llegados a la Eternidad, arrancados del
Tiempo ordinario cuando son jóvenes, son los Aprendices. Si fracasan
durante el entrenamiento acaban en Mantenimiento, donde visten uniformes
grises y se encargan de importar comida y agua desde el Tiempo (por lo visto,
hasta un Eterno tiene que comer), y también de la eliminación de residuos. En

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otras palabras, los hombres de Mantenimiento son los intocables. ¿Y cómo
hemos de visualizar este lugar, este dominio, este ámbito que existe fuera del
tiempo? Parece que, tristemente, se asemeja a un edificio de oficinas: pasillos,
pisos y techos, rampas y antesalas. Las oficinas están decoradas al gusto de
sus ocupantes. Un anticuario puede tener una estantería con libros («¡Libros
auténticos! —dijo riendo—. ¿Páginas de celulosa también?»). En la mayoría
de los siglos se prefiere una tecnología más innovadora para almacenar la
información: «librofilms» o «microfilms» que pueden insertar en un práctico
lector de bolsillo.
La Eternidad está dividida en secciones y cada una de ellas se asocia a un
siglo concreto de la historia de la humanidad. Para ir de una sección a otra, el
Eterno se monta en la cabina: el sistema se parece a los pisos apilados unos
encima de otros de un rascacielos elevado. Mejor no examinar su
funcionamiento con demasiado detalle. «¡Las leyes del universo ordinario no
se aplican a los conductos de la cabina!». Entre el Tiempo y la Eternidad hay
una frontera o barrera, un tabique «inmaterial» que también es mejor no
examinar demasiado detenidamente: «Se detuvo de nuevo frente a la cortina
infinitamente delgada de no-Espacio y no-Tiempo que le separaba en un
sentido de la Eternidad y en el otro del Tiempo ordinario». La Eternidad
parece colindar con el universo «real» en cualquier lugar y en todos los
lugares. En cualquier caso, el traslado de un lugar al otro nunca parece
suponer un problema. ¿Está la Eternidad en la cuarta dimensión? A Asimov
no le preocupa la cuarta dimensión. Eso ya es historia. Él se inclina ante el
principio de incertidumbre de la mecánica cuántica:
La barrera que separaba la Eternidad del Tiempo era oscura, con la oscuridad del caos
primigenio, y su no-luz aterciopelada estaba típicamente salpicada de fugaces puntos de luz que
reflejaban las imperfecciones submicroscópicas del tejido que no se podían erradicar mientras
existiera el principio de incertidumbre.

Al igual que Wells, que no llegó a describir del todo su máquina del
tiempo, Asimov emplea artimañas literarias para ayudar a los lectores a creer
que están visualizando algo que no se puede visualizar porque, al fin y al
cabo, es absurdo. «No-luz aterciopelada», un ardid ingenioso[40]. Y un bonito
detalle: el principio de incertidumbre adornando la oscuridad primigenia con
puntos de luz.
Entonces surge un problema en la narración. Las personas viven en la
Eternidad y hacen cosas, una tras otra, para dotar a la historia de una trama, y,
al poco tiempo, la línea narrativa hace que nos podamos evitar percatarnos de
que ellos (los Eternos) también actúan en el tiempo. Recuerdan el pasado y se

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preocupan por el futuro, como cualquier otra persona. No saben qué va a
suceder a continuación. Sea lo que sea estar fuera del tiempo, parece que este
estado mágico no favorece a la narración. Aquí el tiempo también pasa. «Los
cuerpos de los hombres envejecían y esta era la inevitable medida del
Tiempo». Llaman a los años «fisioaños» y a las horas «fisiohoras». Se dicen
unos a otros «hasta mañana». Incluso en la Eternidad llevan relojes de
pulsera. Es inevitable.
Puesto que esta Eternidad no es creada por teólogos, sino por tecnócratas,
tiene un principio y un fin. Comienza en el siglo XXVII, después de que se
inventara la maquinaria necesaria («campos temporales» y cosas así), y
finaliza en la «insondable muerte de la entropía que está por venir». Mientras
tanto, ¡lo que se están divirtiendo jugando a ser dios! Los sociólogos realizan
perfiles de las sociedades y proponen «cambios de la realidad» para bifurcar
su historia. Los trazadores de vidas elaboran diagramas de las vidas afectadas.
Los computadores calculan las «psicomatemáticas». Los observadores entran
en el Tiempo para recopilar datos y los técnicos hacen el trabajo sucio; por
ejemplo, bloquean el embrague de un vehículo y desencadenan una sucesión
de acontecimientos que evita una guerra. Cuando un técnico pasa a la acción,
una nueva rama de posibilidades se hace real. Entonces la antigua rama nunca
ha sucedido y se convierte en una alternativa cuyo recuerdo queda confinado
a los archivos de la Eternidad.
Creen que son benefactores.
Trabajamos para analizar todos los detalles del tiempo [explica el técnico Harlan], desde el
principio de la Eternidad hasta el momento en que la Tierra esté vacía, tratamos de analizar las
infinitas posibilidades de todos los «pudo ser» y escoger un «pudo ser» mejor que lo que existe y
decidir en qué punto del Tiempo podemos introducir un pequeño cambio para pasar del «es» al
«pudo ser», y entonces tenemos un nuevo «es» y buscamos un nuevo «pudo ser», y así una y otra
vez.

Por ejemplo, Harlan sale de la cabina, entra en el Tiempo y mueve una


caja de una estantería a otra (al parecer ha encontrado los suministros de la
oficina). Como consecuencia, un hombre no encuentra algo que necesita, se
enfurece, toma una decisión equivocada, se cancela una reunión, se pospone
una muerte… El cambio tiene un efecto de bola de nieve y, algunos años más
tarde, lo que habría sido un concurrido puerto espacial ha desaparecido de la
existencia. Misión cumplida. Si algunas personas han de morir para que otras
puedan vivir, que así sea. Los Eternos han aprendido que no se puede hacer
una tortilla sin romper los huevos. No es fácil ser responsable de «la felicidad
de todos los seres humanos que han existido o podrían existir».

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¿Qué es lo que valoran estos amos del universo? ¿Cómo sopesan una
posible realidad frente a otra? No siempre está claro. La guerra nuclear es
mala, la adicción a las drogas es mala, la felicidad es buena, ¿pero cómo lo
valoran? A los Eternos parecen no gustarles los extremos. Un siglo adolece de
un exceso de hedonismo y Harlan sopesa una mejora: «Una rama de
posibilidad diferente se volvería real, una rama en la que millones de mujeres
dedicadas a la búsqueda del placer se transformarían en madres verdaderas
con un corazón puro». (No olvidemos que son estadounidenses de los años
cincuenta). Por lo general, se encuentran manipulando constantemente la
realidad para eliminar la «tecnología nuclear», una medida antibelicista que
tiene como efecto secundario impedir que la humanidad desarrolle los viajes
espaciales interestelares. El lector puede suponer que el auténtico amo de este
universo, Isaac Asimov, elegirá los viajes espaciales.
Sin haber leído a Borges, Asimov creó un jardín de senderos que se
bifurcan gobernado por burócratas y contables. Un sendero eliminado puede
significar retroactivamente que Shakespeare o Bach no lleguen a nacer, pero a
los técnicos no les importa, extraen las obras o la música del tiempo y las
almacenan en los archivos.
Ahora Harlan estaba ante las estanterías dedicadas a las novelas de Eric Linkollew, al que se
solía describir como el escritor más importante del [siglo] DLXXV y estaba asombrado. Contó
quince colecciones diferentes de «Obras completas», cada una de ellas extraída, sin duda, de una
realidad diferente. Estaba seguro de que todas eran en cierto modo diferentes.

Todo ello es, en cierto modo, enormemente fútil. Los burócratas tienen su
propia versión de la Biblioteca de Babel de Borges y es un almacén.
Con el panorama de la historia desplegado ante ellos, los Eternos tienen
pocas razones para reflexionar sobre el pasado. Todo es futuro, ¿o es
presente? ¿Qué significa hablar del «presente» en este lugar? Nunca llegamos
a saberlo realmente. La manipulación de la realidad simplemente continúa. Es
un proceso en curso.
Sin embargo, unos pocos bichos raros (y nuestro héroe, Harlan, es uno de
ellos) muestran un interés de aficionados por los siglos previos a la invención
de los «campos temporales» y a la creación de la Eternidad. Llaman a estos
siglos antiguos la «Era Primitiva». Ningún siglo les fascina más que el XX.
Harlan colecciona «libros primitivos»,
casi todos ellos impresos en papel. Había un ejemplar de un tal H. G. Wells, otro de un hombre
llamado W. Shakespeare, algunos libros de historia destrozados. Lo mejor era una colección
completa de volúmenes encuadernados de una revista semanal primitiva que ocupaba un espacio
excesivo, pero que, por puro sentimentalismo, no pudo soportar reducirla a un microfilm.

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La historia primitiva está fija en su lugar, los Eternos no pueden introducir
cambios en ella. «¡Es como contemplar la historia detenida, congelada!»
Harlan atesora el fragmento de un poema sobre un «dedo que se mueve», que
escribe una vez y luego sigue adelante. La batalla de Waterloo solo tiene un
desenlace y no se puede alterar. «Ahí estriba su belleza. No importa lo que
nosotros hagamos, existe precisamente como siempre ha existido». Es muy
pintoresco. La tecnología también: «En la Era Primitiva, los derivados del
petróleo natural eran la fuente de energía y el caucho natural amortiguaba las
ruedas». Lo más interesante, e hilarante, eran las opiniones de los antiguos
sobre el propio tiempo. ¿Cómo podían sus filósofos esperar comprender? Un
computador de rango superior debate sobre filosofía con Harlan:
—Ahora a nosotros, en la Eternidad, nos influye al considerar de tales cosas comprender la
naturaleza del viaje en el tiempo. Sin embargo, tus seres de la Era Primitiva no sabían nada del
viaje en el tiempo.
—Los primitivos prácticamente no pensaban en el viaje en el tiempo, computador.
—No lo juzgaban posible, ¿eh?

¡Imaginen, gente que carece del concepto del viaje en el tiempo!


Realmente primitivos. Las excepciones, poco comunes, se manifestaban en
forma de «especulaciones», y no de pensadores o artistas serios, sino solo «en
ciertos tipos de literatura escapista», explica Harlan. «No estoy muy
familiarizado con ellos, pero creo que un tema recurrente era el del hombre
que regresa al pasado para matar a su abuelo cuando este aún era un niño». Sí,
otra vez este tema.
Los Eternos lo saben todo sobre las paradojas. Tienen un dicho: «No
existen paradojas en el Tiempo, pero solo porque el Tiempo evita
intencionadamente las paradojas». El problema del abuelo surge cuando se es
lo bastante ingenuo como para presuponer «una realidad invariable» y se trata
de añadir el viaje en el tiempo como una ocurrencia tardía. «Ahora bien, tus
primitivos —dice el computador— nunca llegaron a imaginar algo distinto a
una realidad invariable, ¿tengo razón?».
Harlan no está tan seguro. Está la literatura escapista. «No sé lo suficiente
para responderle con certeza, señor. Creo que pudieron llegar a especular
sobre caminos temporales o planos de existencia alternativos».
Bah, dice el computador, eso es imposible. «No, sin una experiencia real
del viaje en el tiempo, la mente humana no podría llegar a comprender las
complejidades filosóficas de la realidad».
Tiene algo de razón, pero nos menosprecia a nosotros, los primitivos.
Hemos adquirido una rica experiencia en lo que respecta a los viajes en el
tiempo, la experiencia de un siglo. El viaje en el tiempo nos abre los ojos.

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Quizás Asimov comenzó a escribir su relato con optimismo, imaginando que
una fraternidad de supervisores sabios podría empujar a la humanidad a tomar
un camino mejor aquí y allá, y así alejarnos del peligro nuclear que estaba en
la mente de todo el mundo en los años cincuenta. Asimov, como Wells, era un
racionalista y un lector de historia, y creía en el progreso social. Parece
compartir la satisfacción que siente su héroe, el técnico Harlan, en «un
universo en el que la realidad era algo flexible y evanescente, algo que
hombres como él podían sostener en la palma de sus manos y convertir en
algo mejor». Si ese es el caso, Asimov no pudo mantener su optimismo. La
historia da un giro oscuro y comenzamos a ver a los Eternos no solo como
filisteos, sino como monstruos.
Hay una mujer, después de todo. Al igual que el viajero del tiempo de
Wells tenía a su chica del futuro, Weena, Harlan encuentra a Noÿs, «la chica
del CDLXXXII». («No es que Harlan nunca hubiera visto antes a una chica en la
Eternidad. “Nunca” es una palabra demasiado fuerte. Pocas veces, sí… ¡Pero
una chica como esa!»). Tiene el cabello brillante, «curvas glúteas», la piel
muy blanca y algunas joyas tintineantes que desviaban la atención a su «grácil
pecho». La habían destinado a la Eternidad como una especie de trabajadora
temporal para realizar labores de secretaria. Parece que no es demasiado
brillante. Harlan descubre que tiene que explicarle algunos de los conceptos
más sencillos del tiempo. A cambio, ella consigue educarle sobre el sexo, un
tema en el que es inexperto, ya que él mismo es un estereotipo.
Durante un tiempo, Noÿs constituye una trama menor, el motivo de
algunos conflictos y maniobras entre los Eternos. Harlan, enamorado, se
rebela y la mete en la cabina. Se alejan juntos. «Vamos al hipertiempo,
Noÿs». «Eso significa el futuro, ¿no?». La esconde en uno de los nidos de
amor más extraños de la literatura, una habitación desnuda en un pasillo vacío
del año 111 394, donde él pasa el tiempo extendiéndose en más explicaciones.
Tiene que explicar los cambios de la realidad, los computadores, el
«fisiotiempo» en oposición al tiempo real. Ella le escucha con atención. «No
creo que nunca llegue a entenderlo todo», suspira Noÿs mientras sus ojos
brillan con «sincera admiración».
Finalmente, Harlan le explica su intención de llevarla consigo atrás en el
tiempo, a un momento anterior a la creación de la Eternidad, a la Era
Primitiva, donde se hallarán en un territorio poco poblado del suroeste de
Estados Unidos. «Un mundo escarpado y solitario iluminado por el esplendor

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del sol vespertino. Soplaba una suave brisa con un aire fresco y, sobre todo,
reinaba el silencio… rocas desnudas… con los colores de un arcoíris
apagado… en un entorno sin presencia humana y sin apenas vida».
Harlan cree que se ha embarcado en una misión para proteger la
Eternidad, para cerrar un círculo, para asegurar su creación. Le aguarda una
sorpresa: Noÿs tiene su propia misión. No es Weena. Es una agente enviada
desde un futuro más allá de la imaginación incluso de los Eternos, de un
tiempo que no han logrado penetrar, los llamados Siglos Ocultos.
Es el turno de Noÿs de explicarse. Su pueblo, el pueblo de los Siglos
Ocultos, ve la historia de la humanidad en su totalidad y aún más que eso, la
ve como un tapiz de posibilidades combinadas. Ve las realidades alternativas
como si fueran reales: «Una especie de país de nunca jamás fantasmal donde
los “pudo ser” se combinan con los “y si”». Sobre los Eternos, a los que
Harlan reverencia, ella señala que esos entrometidos no son más que una
panda de psicópatas.
—¡Psicópatas! —estalló Harlan.
—¿Es que no lo son? Tú los conoces. ¡Piensa!

Sus pequeñas y continuas manipulaciones lo han arruinado todo, según el


sabio pueblo futuro de los Siglos Ocultos. Han «extirpado lo inusual». Al
prevenir los desastres, no han dejado espacio para los triunfos que solo
pueden surgir del peligro y la inseguridad. En concreto, los Eternos han
impedido obstinadamente el desarrollo del armamento nuclear a expensas de
cualquier posibilidad de realizar viajes interestelares.
Por tanto, Noÿs es la viajera en el tiempo embarcada en una misión para
cambiar la historia y Harlan es su peón involuntario. Le ha llevado en un viaje
sin retorno a la Era Primitiva para llevar a cabo un cambio de la realidad que
ponga fin a todos los cambios de la realidad. Ella permitirá a la humanidad
crear su primera explosión nuclear en el siglo «19,45» e impedir así la
creación de la Eternidad.
Sin embargo, hay un final feliz para el técnico Harlan: aunque Noÿs no es
la chica ingenua que fingía ser, le quiere de verdad. Vivirán felices a partir de
entonces, «tendrán hijos y nietos y la humanidad permanecerá para llegar
hasta las Estrellas». Nos queda un solo enigma: por qué la supermujer de los
Siglos Ocultos, tras haber cumplido su misión de situar a la humanidad en el
camino hacia la grandeza interestelar, desea quedarse con el desdichado
Andrew Harlan.
Hasta ahí llega la eternidad. Era un concepto sagrado, un estado de gracia
fuera del tiempo. A lo largo de varios centenares de páginas, Asimov lo

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convierte en un mero lugar, fuera del «Tiempo», pero provisto de ascensores
y almacenes, con un personal de servicio uniformado, nuevos hombres que
solo llegan con invitación. Es bastante decepcionante. Sin embargo, para el
ateo, ¿qué más cosas existen? ¿Quién tiene este poder sobre el tiempo? El
diablo.

Con nosotros, los actos están exentos del tiempo y


podemos llenar la eternidad en una hora
o estirar una hora hasta la eternidad.

Según lord Byron, así habla Lucifer, y lo hace basándose en una


autoridad. Lucas 4:5: «Y le llevó el diablo a un elevado monte y le mostró
todos los reinos de la tierra en un solo instante». Kurt Vonnegut debe haberlo
recordado cuando creó sus tralfamadorianos, unos adorables alienígenas
verdes que experimentan la realidad en cuatro dimensiones: «Todos los
momentos, pasado, presente y futuro, han existido siempre y siempre
existirán. Los tralfamadorianos pueden ver todos los momentos diferentes del
mismo modo que nosotros podemos ver un tramo de las Montañas Rocosas,
por ejemplo». La eternidad no es para nosotros. Podemos aspirar a ella,
podemos imaginarla, pero no podemos poseerla.
Si hemos de hablar en un sentido literal, nada está fuera del tiempo.
Asimov finaliza su historia anulándola. ¿Quién tiene el privilegio de cambiar
la historia? No lo tienen los técnicos, sino el autor. En la última página, todo
el relato precedente (los personajes a los que hemos conocido, las historias
que hemos visto desarrollarse ante nuestros ojos) es borrado de un plumazo.
Quienes reescribían la historia acaban siendo eliminados.

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9

Tiempo enterrado

En el futuro, la hermana del pasado, podré verme


como ahora estoy sentado aquí, pero por reflexión de
lo que entonces seré.

JAMES JOYCE (1922)

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En su número de noviembre de 1936, Scientific American transportaba a los
lectores al futuro:
La fecha es el año 8113 d. C. Se han despejado los canales de comunicación de los sistemas
mundiales de radio, periódicos y televisión para emitir un anuncio importante… una historia de
relevancia y trascendencia internacional.

(Por lo visto, parecía verosímil que los canales de comunicación del


mundo pudieran ser «despejados» a voluntad).
Los receptores de televisión con imagen y sonido de todos los hogares del mundo
retransmiten la historia. En los montes Apalaches, cerca de la costa este del subcontinente
norteamericano, existe una cripta que ha permanecido sellada desde el año 1936 d. C. Su
contenido ha estado cuidadosamente guardado desde esa fecha y hoy es el día de su apertura.
Hombres prominentes de todo el mundo se han congregado en el lugar para presenciar la ruptura
del precinto que revelará a un mundo expectante la civilización de un pueblo antiguo y casi
olvidado.

Es decir, el pueblo antiguo y casi olvidado de Estados Unidos en 1936.


Esta loa se tituló «Hoy-Mañana» y lo escribió Thornwell Jacobs, un expastor
presbiteriano y publicista, por entonces rector de la Universidad Oglethorpe,
una institución presbiteriana de Atlanta, Georgia. Oglethorpe había estado
cerrada desde la guerra civil y Jacobs volvió a ponerla en marcha en
colaboración con un promotor inmobiliario. Estaba promoviendo su idea,
«encarecidamente respaldada» por Scientific American, de crear una Cripta de
la Civilización, hidrófuga y herméticamente sellada, en el sótano del edificio
administrativo del campus. Jacobs también era profesor: su curso de historia
cósmica era obligatorio para los alumnos de último año de Oglethorpe. Al
suponer que la Universidad Oglethorpe no iba a durar para siempre, propuso
que la cripta fuese «cedida en fideicomiso al gobierno federal, sus herederos,
cesionarios y sucesores». ¿Su contenido? Un completo registro de «la ciencia
y la civilización» de la época: algunos libros, sobre todo enciclopedias, y
periódicos conservados al vacío, en un gas inerte o en microfilm
(«preservados en miniatura en película cinematográfica»); productos
cotidianos como alimentos e «incluso nuestro chicle»; modelos en miniatura
de automóviles; y «también debería incluirse una maqueta completa del

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Capitolio de Estados Unidos, ya que es probable que, dentro de media docena
de siglos, haya desaparecido del todo».
Las revistas Time y Reader’s Digest se hicieron eco de la noticia y Walter
Winchell la anunció en uno de sus programas de radio. La construcción de la
cripta concluyó con una ceremonia celebrada en mayo de 1940. Había algo en
la idea de «enterrar» que atraía a la gente. David Sarnoff, de la Radio
Corporation of America, declaró: «El mundo se dedica a enterrar nuestra
civilización para siempre y aquí, en esta cripta, lo dejamos para usted».
United Press publicaba:
ATLANTA, Ga., 25 de mayo
Hoy se ha enterrado aquí el siglo XX.
Mickey Mouse y una botella de cerveza, una enciclopedia y una revista para los amantes del
cine fueron sepultados junto con otros miles de objetos que describen la vida como se conoce en
la actualidad.

¿Enterrar nuestra civilización? ¿Enterrar el siglo XX? El siglo siguió su


curso, creando cosas nuevas, incluso después de 1940. Lo que Jacobs enterró
era en realidad una colección de objetos curiosos. Incluía una serie de
juguetes infantiles Lincoln Logs, una hoja de papel de aluminio, medias de
mujer, maquetas de trenes, un tostador eléctrico y discos fonográficos con las
voces de Franklin Roosevelt, Adolf Hitler, el rey Eduardo VIII y otros líderes
mundiales. Con algunos objetos se pretendía causar perplejidad: «una tapa de
un distribuidor»; «una muestra de catlinita»; «un molde del pecho de una
dama». Todos estos objetos se almacenaron cuidadosamente, tras una puerta
de acero inoxidable soldada, y ahí siguen, en una silenciosa cámara situada en
el sótano del ahora llamado Phoebe Hearst Memorial Hall[41].
Imaginemos lo emocionado que estará el mundo cuando por fin llegue el
28 de mayo de 8113[42].

Entretanto, el acontecimiento de Georgia se vio eclipsado por otro que tuvo


lugar más al norte. Un relaciones públicas de la Westinghouse Electric and
Manufacturing Corporation llamado G. Edward Pendray, un apasionado de
los cohetes y un ocasional escritor de ciencia ficción, superó a la cripta con un
envío más veloz y lustroso para la posteridad que se depositaría bajo tierra
durante la Exposición Internacional de Nueva York (el «Mundo del
Mañana»), celebrada en 1939 en Flushing, Queens. En lugar de toda una
cámara, Westinghouse diseñó un brillante torpedo de media tonelada y dos
metros de longitud, con un tubo de cristal interior y una cubierta exterior de

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cupaloy, una nueva aleación especial de cobre endurecido resistente a la
corrosión. Al principio, Pendray quería llamar a este artefacto «bomba del
tiempo», pero esta expresión significaba algo diferente.
Así que, tras pensarlo mejor, se le
ocurrió «cápsula del tiempo». El tiempo
encapsulado. El tiempo en una cápsula. Una
cápsula para todo el tiempo.
Los periódicos rezumaban entusiasmo.
«La famosa “cápsula del tiempo” —
publicaba The New York Times días después
de que fuera anunciada en el verano de
1938—. No cabe duda de que su contenido
les resultará muy pintoresco a los científicos
del año 6939 A. D.[43], tan extraño,
probablemente, como nos pareció a
nosotros el ajuar funerario de la tumba de
Tutankamón». La referencia a Tutankamón
era muy oportuna. En 1922 se había
descubierto la cámara funeraria del faraón
perteneciente a la dinastía XVIII, causando
una gran sensación: el sarcófago real estaba
intacto; los arqueólogos británicos
encontraron piedras preciosas (turquesas,
alabastro, lapislázuli) y flores que se
desintegraron al tocarlas. En las salas
interiores encontraron estatuillas, carros,
barcos en miniatura y vasijas de vino. La De The Story of the Westinghouse Time
máscara funeraria del faraón, de oro macizo Capsule. East Pittsburgh, Penn.,
Westinghouse Electric & Manufacturing
y con franjas de cristal azul, se convirtió en Company, 1938.
un icono. Y también la idea de un pasado
enterrado.
La arqueología ayudaba a pensar tanto en el futuro como en el pasado. En
las arenas del desierto se habían encontrado tablillas cuneiformes que
encerraban secretos. En el Museo Británico se exponía la piedra de Rosetta,
otro icono, cuyo mensaje nadie pudo descifrar durante una década. Se decía
que era un mensaje enviado a la posteridad, pero esa no había sido su
intención. Se trataba de un mensaje para ser difundido de inmediato: un
decreto del rey a sus súbditos; indultos y devolución de impuestos.

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Recordemos que los antiguos no tenían porvenir. Al parecer, se preocupaban
menos por nosotros que nosotros por las personas del año 8113. Los egipcios
preservaban sus tesoros y sus restos para su pasaje al más allá, pero no
estaban esperando al futuro. Tenían en mente un lugar diferente.
Independientemente de cuáles fueran sus intenciones, sus legatarios
acabarían siendo los arqueólogos. Por eso cuando en los años treinta los
estadounidenses empezaron a enterrar sus propios tesoros, creían de forma
bastante consciente estar practicando la arqueología a la inversa. «Somos la
primera generación preparada para cumplir nuestro deber arqueológico para
con el futuro», afirmaba Thornwell Jacobs.
En la Exposición Internacional, Westinghouse ahorró espacio adjuntando
diez millones de palabras en microfilm. (Incluían instrucciones para construir
un lector de microfilm. En la cápsula del tiempo no cabía uno, por lo que se
incluyó un pequeño microscopio). «El sobre con un mensaje para el futuro
comienza su épico viaje», afirmaba el Book of Record of the Time Capsule of
Cupaloy (El libro de registro de la cápsula del tiempo de cupaloy[44]), el libro
oficial que publicó Westinghouse y que se distribuyó a bibliotecas y
monasterios para su conservación. El libro, escrito en una extraña prosa que
imitaba a la de la Biblia, como si se dirigiera a los monjes de la Edad Media
en lugar de a los historiadores del futuro, publicitaba los avances de la
tecnología moderna:
Por los cables se vierten cataratas de energía eléctrica invisible, controlada y aprovechada
para iluminar nuestros hogares, cocinar nuestros alimentos y purificar el aire, manejar las
máquinas de nuestras casas y fábricas, aligerar la carga de nuestro trabajo diario, llegar a captar
las voces y la música del aire y obrar gran parte de toda la compleja magia de nuestra época.
Hemos convertido los metales en nuestros esclavos y aprendido a cambiar sus características
para que se adapten a nuestras necesidades. Hablamos entre nosotros por una red de cables y
radiaciones que se extiende por todo el planeta, y nos oímos a miles de kilómetros de distancia
con la misma claridad que si la distancia fuera de solo unos pocos metros …
En la cápsula del tiempo se podrán encontrar todas estas cosas, además de los secretos de las
mismas, y algo sobre los genios de nuestro tiempo y de épocas anteriores que contribuyeron a
crearlas.

La cápsula solo podía albergar unos pocos objetos cuidadosamente


seleccionados, entre los que figuraban una regla de cálculo, monedas por
valor de un dólar estadounidense y un paquete de cigarrillos Camel. Y
también una prenda de vestir:
Al creer, como las personas de todas épocas, que nuestras mujeres son las más hermosas, las
más inteligentes y las mejor ataviadas de todas las épocas, hemos guardado en la cápsula del
tiempo muestras de cosméticos modernos y una de las singulares creaciones de moda de nuestra
época, un sombrero de mujer.

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También incluía metraje cinematográfico o, como explicaba útilmente el
Book of Record, «imágenes que se mueven y hablan, apresadas en tiras de
celulosa bañadas en plata».
Invitaron a varios dignatarios a escribir directamente a las personas del
futuro, quienesquiera que fueran. Los dignatarios estaban malhumorados.
Thomas Mann informó a sus descendientes lejanos: «Ahora sabemos que la
idea del futuro como un “mundo mejor” era una falacia de la doctrina del
progreso». En su mensaje, Albert Einstein optó por describir a la humanidad
del siglo XX como sigue: «Personas que viven en países diferentes se matan
entre sí a intervalos de tiempo irregulares, de manera que también por esta
causa cualquiera que piense en el futuro debe vivir con miedo y terror». Y
añadía esperanzado: «Confío en que la posteridad lea esta declaración con un
sentimiento de orgullo y justificada superioridad».
Obviamente, la primera denominada «cápsula del tiempo» no fue la
primera vez que alguien pensó en esconder algunos objetos de recuerdo. Las
personas, como las ardillas, tienden por naturaleza a guardar, acumular y
enterrar. A finales del siglo XIX, en medio de una creciente conciencia del
futuro, las exposiciones «centenarias» inspiraron iniciativas como las cápsulas
del tiempo. En 1876, Anna Diehm, una acaudalada editora neoyorquina y
viuda de la guerra civil, distribuyó álbumes encuadernados en cuero en la
Exposición del Centenario de Filadelfia para que miles de visitantes firmaran
y después los guardó en una caja fuerte de hierro, junto con una pluma de oro
utilizada para firmarlos y fotografías de ella y de otras personas, y escribió un
mensaje para la posteridad: «Es el deseo de la señora Diehm que esta caja
fuerte permanezca cerrada hasta el 4 de julio de 1976, fecha en la que será
abierta por el jefe del Estado de Estados Unidos[45]». Sin embargo, la cápsula
del tiempo de Westinghouse y la cripta de Oglethorpe fueron las primeras
tentativas conscientes de conservación cultural a gran escala pensando en un
hipotético futuro: arqueología inversa. Marcan el inicio de lo que los expertos
han denominado la «edad dorada» de las cápsulas del tiempo: la época en la
que personas de todo el mundo, y cada vez en mayor número, han enterrado
en la tierra miles de paquetes, supuestamente con el propósito de informar y
educar a seres desconocidos del futuro. En su ensayo Time Capsules: A
Cultural History (Las cápsulas del tiempo: una historia cultural), William
E. Jarvis las denominó «experiencias de transferencia de
tiempo-información». Representan una versión especial del viaje en el
tiempo. También constituyen un tipo especial de tontería.

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La cápsula del tiempo es un invento característico del siglo XX, una máquina
del tiempo tragicómica. Carece de motor, no va a ninguna parte, permanece
inmóvil y espera. Envía nuestros cachivaches culturales al futuro a paso de
tortuga. Es decir, a nuestro ritmo. Viajan a través del tiempo en paralelo con
el resto de nosotros, a nuestra velocidad estándar de un segundo por segundo,
un día al día. Mientras nosotros cumplimos nuestra función de vivir y perecer,
las cápsulas del tiempo intentan, como avestruces, eludir la entropía.
Los creadores de cápsulas del tiempo proyectan algo hacia el futuro, pero
más que nada se trata de su propia imaginación. Al igual que quienes
compran boletos de lotería movidos por un deseo momentáneo de ser ricos,
sueñan con un tiempo venidero en el que, aunque lleven mucho tiempo
muertos, sean el centro de todas miradas. «Una historia de relevancia y
trascendencia internacional». «Hombres prominentes de todo el mundo se han
congregado». Despejemos las ondas: el doctor Thornwell Jacobs, Universidad
Oglethorpe, 1936 d. C., tiene algo que decir.
Al mirar atrás, malinterpretan las intenciones de sus antepasados. Tienen
la desventaja de analizarlas retrospectivamente. Desde hace mucho tiempo se
han depositado en las piedras angulares de los edificios nuevos inscripciones,
monedas y reliquias, y ahora, cuando lo equipos de demolición tropiezan con
este tipo de objetos, los confunden con cápsulas del tiempo y llaman a los
periodistas y los conservadores de museos. Por ejemplo, en enero de 2015,
muchas agencias de noticias de Estados Unidos y Gran Bretaña informaron de
la «apertura» de «la cápsula del tiempo más antigua de Estados Unidos», que
supuestamente nos dejaron Paul Revere y Sam Adams. En realidad se trataba
de la piedra angular de la Casa del Estado de Massachusetts, inaugurada en
1795 en una ceremonia a la que asistieron Adams, el gobernador en ese
momento, junto con Revere y William Scollay, un promotor inmobiliario. Los
objetos de la piedra fueron envueltos en cuero, que, naturalmente, se
deterioró. En 1855 los encontraron mientras reparaban los cimientos y
volvieron a enterrarlos, esta vez en una caja de latón del tamaño de un libro
pequeño, y añadieron algunas monedas nuevas como amuleto de la buena
suerte. En 2014 los trabajadores de la Casa del Estado descubrieron la caja
mientras intentaban buscar la causa de unos daños ocasionados por el agua.
Esta vez se pensó que era una cápsula del tiempo. No se despejaron los
«canales de comunicación de los sistemas mundiales de radio, periódicos y
televisión», pero acudieron varios reporteros y las cámaras de vídeo grabaron
mientras los conservadores de los museos examinaban el contenido: cinco
periódicos, un puñado de monedas, el sello de la Commonwealth of

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Massachusetts y una placa conmemorativa. ¿Qué se podía inferir de aquellos
objetos? Así lo interpretó Associated Press:
Los primeros habitantes de Boston valoraban una prensa sólida tanto como su historia y su
moneda, como demuestra el contenido de una cápsula del tiempo que se remonta a los años
inmediatamente posteriores a la guerra de independencia.

Se mencionaba que un archivero había dicho: «¿No es genial?». No


mucho. El corresponsal de Boston.com, Luke O’Neil, introducía cierto
escepticismo nada habitual: «“¡Contemplemos estas grandes maravillas del
pasado!”, proclamaba hoy la prensa: una hoja impresa de un periódico y una
moneda de metal». Estos objetos no pueden decirnos nada sobre Paul Revere
o Sam Adams, ni sobre la vida ni el mobiliario del Boston posrevolucionario;
tampoco fue esa nunca la intención. Los conservadores decidieron sellarlos
con yeso una vez más.
Los depósitos en piedras angulares son casi tan viejos como las piedras
angulares mismas. No eran mensajes para los pueblos del futuro, sino
ofrendas votivas, un tipo de ritual mágico o sagrado. Las monedas arrojadas a
fuentes y pozos de los deseos son ofrendas votivas. Los pobladores del
neolítico enterraron tesoros compuestos por hachas y figurillas de arcilla, los
mesopotámicos escondieron amuletos en los cimientos del palacio de Sargón
y los primeros cristianos arrojaron objetos simbólicos y talismanes a los ríos y
los enterraron en los muros de las iglesias. Creían en la magia. Así que,
evidentemente, nosotros también.
¿Cuando la eternidad, o el cielo (la otra vida fuera del tiempo), cedieron el
paso al futuro? No ocurrió de una vez. Durante algún tiempo coexistieron. En
1897, el año del Jubileo de Diamante de la reina Victoria, cinco yeseros que
terminaron la nueva Galería Nacional de Arte Británico en el lugar donde
antes se encontraba la prisión de Millbank dejaron un mensaje en el interior
de un muro:
Fue colocado aquí el 4 de junio de 1897, año del Jubileo, por los yeseros que trabajan en la
obra con la esperanza de que cuando lo encuentren el Gremio de Yeseros aún sea floreciente. Por
favor, cuando lo encuentren, hágannoslo saber en el otro mundo para que podamos beber a su
salud.

Lo encontraron en 1985, cuando la Tate Britain (como pasaría a llamarse)


realizó algunas reformas. El mensaje se guarda, conservado en una filmación,
en el archivo de la galería.
Los creadores de cápsulas del tiempo no solo practican la arqueología
inversa, también incurren en la nostalgia inversa. Ese sentimiento de dulce
añoranza por un tiempo pasado podemos sentirlo, con un poco de reajuste

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mental, por nuestra propia época, sin tener que esperar. Podemos crear
automóviles antiguos, por ejemplo. En 1957, el año del cincuentenario de la
fundación del estado de Oklahoma, fue enterrado un Plymouth Belvedere
nuevo con unos relucientes guardabarros en una cámara de hormigón cerca de
la sede del gobierno estatal en Tulsa, junto con un bidón de gasolina de 18
litros, unas cervezas Schlitz y algunas baratijas en la guantera. Debía ser
exhumado cincuenta años más tarde y adjudicado al ganador de un concurso.
Y eso fue lo que sucedió. No obstante, había mejores maneras de guardar un
vehículo antiguo. Se había filtrado el agua y lo que recibieron Catherine
Johnson, de noventa y tres años, y su hermana Levada Carney, de ochenta y
ocho, fue un chasis oxidado. Tulsa no se dio por vencida. En 1998 la ciudad
enterró un Plymouth Prowler para que permaneciera ahí otros cincuenta años.
La moda se ha convertido en un negocio, la industria del «embalaje del
futuro». Las empresas ofrecen cápsulas del tiempo en toda una gama de
estilos, colores, materiales y precios, igual que las funerarias comercializan
féretros. El grabado y la soldadura tienen un coste adicional. La empresa
Future Packaging and Preservation promociona los cilindros Personal Sally,
Personal Arnold, Mr. Future y Mrs. Future. «¿Tiene un presupuesto ajustado?
Nuestros modelos de cápsula del tiempo cilíndrica podrían ser la opción más
práctica. Estas capsulas, siempre disponibles, están hechas de acero
inoxidable, están pulidas y llevan en la base la frase “cápsula del tiempo”».
La Smithsonian Institution ofrece una lista de fabricantes y consejos
profesionales: el gas argón y el gel de sílice son buenos, el PVC y la
soldadura blanda son malos, y en cuanto a los aparatos electrónicos, «son un
problema». Naturalmente, la Smithsonian tiene un modelo de negocio
relacionado. Los museos conservan y preservan nuestros objetos de valor y
nuestras baratijas para el futuro, pero con una diferencia obvia: los museos
están vivos en la cultura. No esconden lo mejor bajo tierra.
Se entierran muchas más cápsulas del tiempo de las que se recuperan. Al
ser iniciativas herméticas, no existen datos «oficiales», pero en 1990 un grupo
de aficionados a las cápsulas del tiempo creó la llamada Sociedad
Internacional de las Cápsulas del Tiempo con la intención de crear un
registro. La dirección de correo y la página web están alojadas en la
Universidad Oglethorpe. En 1999 calculó que se habían enterrado diez mil
cápsulas en todo el mundo y que nueve mil de ellas ya se habían «perdido»,
pero ¿perdido para quién? Inevitablemente, la información es anecdótica. La
sociedad menciona un depósito de fundación que, según se cree, se encuentra
debajo de la Blackpool Tower de Lancashire, en Inglaterra, y afirma que ni

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los «equipos de teledetección» ni «un clarividente» han logrado encontrarlo.
La ciudad de Lyndon, en Vermont, enterró, supuestamente, una caja de hierro
durante la celebración de su centenario en 1891. Un siglo más tarde, las
autoridades de Lyndon la han buscado en la cámara acorazada de la ciudad y
en otros lugares, pero sin éxito. Cuando terminaron de rodar la serie de
televisión M*A*S*H, los miembros del reparto intentaron enterrar varios
accesorios y algunas piezas de vestuario en una «cápsula del tiempo» en el
aparcamiento de la 20th Century Fox, en Hollywood. Un trabajador de la
construcción la encontró casi de inmediato e intentó devolvérsela a Alan
Alda. Los creadores de cápsulas del tiempo tratan de utilizar el planeta, sus
sótanos, cementerios y pantanos, como si fuera un gran archivador
desorganizado, pero no han aprendido la primera ley de la archivística: la
mayor parte de lo que se archiva nunca vuelve a ver la luz del día.

Un habitante de la ciudad de Nueva York que retrocediera mil años en el


tiempo no entendería una sola palabra pronunciada por las personas que se
encontrara. Tampoco un habitante de Londres. ¿Cómo podemos esperar que
nos entiendan las personas del año 6939? Los creadores de cápsulas del
tiempo suelen preocuparse por los cambios lingüísticos tan poco como los
escritores de ciencia ficción. Pero, dicho sea a su favor, al equipo de
Westinghouse sí le preocupaba que su cápsula del tiempo fuera inteligible
para los receptores apenas imaginables de su mensaje. Sería exagerado decir
que resolvieron el problema, pero al menos pensaron en él. Sabían que los
arqueólogos aún trataban de descifrar antiguos jeroglíficos egipcios cien años
después del afortunado hallazgo de la piedra de Rosetta. Aún siguen
apareciendo tablillas de arcilla y piedras grabadas con textos escritos en
lenguas muertas que no se han podido descifrar, como el «protoelamita», el
«rongorongo» y otros sistemas de escritura que ni siquiera tienen nombre.
Por esta razón, los autores del Book of Record of the Time Capsule of
Cupaloy adjuntaron «Una clave para la lengua inglesa», del doctor John
P. Harrington, etnólogo, Departamento de Etnología, Smithsonian Institution,
Washington, D. C. Contenía un mapa de la boca (o «Mauth Maep») para
ayudar con la pronunciación de los «33 sonidos del inglés de 1938», un
listado de las mil palabras inglesas más comunes y diagramas para dar a
conocer elementos de la gramática.

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De The Book of Record of the Time Capsule of Cupaloy, Feria
Mundial de Nueva York, 1939. Nueva York, Westinghouse
Electric & Manufacturing Company, 1938.

También incluía una enigmática historia de un párrafo, «La fábula de


Bóreas y Helios», que se repetía en veinticinco lenguas diferentes, una
pequeña piedra de Rosetta para ayudar a los arqueólogos del año 6939. Un
dibujo explicativo titulado «tiempos verbales» mostraba un barco de vapor
con la leyenda «presente» que se dirigía desde la ciudad de la izquierda
(pasado) hacia la ciudad de la derecha (futuro).

De The Book of Record of the Time Capsule of Cupaloy, Feria Mundial de


Nueva York, 1939. Nueva York, Westinghouse Electric & Manufacturing
Company, 1938.

Cualquier iniciativa de este tipo se enfrenta a un problema de partida. La


«Clave para la lengua inglesa» está escrita, por fuerza, en inglés. Utiliza

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palabras impresas. Especifica los sonidos desde el punto de vista de la
anatomía humana. ¿Qué van a hacer con esto las personas de nuestro
hipotético futuro: «El inglés tiene ocho vocales (o sonidos cuya vocalización
equivale a una mera resonancia en la cavidad)»? O con esto: «La vocal con la
parte trasera de la lengua más elevada, es decir, más próxima a la posición de
la consonante k es u; la vocal con la parte central de la lengua más elevada, es
decir, más próxima a la posición de la consonante y es i». De todos modos,
¿quién sabe dónde tendrán sus glotis por entonces o si habrán corrido la
misma suerte que las branquias?
Los autores de Westinghouse también supusieron que los bibliotecarios
podrían volver a traducir continuamente el libro para adaptarlo a la evolución
lingüística. Y ¿por qué no? Aún leemos el Beowulf. Y suplicaban: «Rogamos
a cualquiera que lea este libro que lo valore y preserve a través de los siglos, y
lo traduzca de cuando en cuando a las lenguas nuevas que puedan surgir
después de nosotros para que el conocimiento de la Cápsula del Tiempo de
Cupaloy pueda ser transmitido a sus destinatarios». Les alegraría saber que,
en siglo XXI, el libro se ha vuelto a editar y los derechos de autor han
prescrito: está disponible impreso por encargo por unos diez dólares, por
noventa y nueve céntimos en una versión de Amazon Kindle y gratis en
internet. Además, las bibliotecas, donde siempre escasea el espacio, han
estado «cediendo» sus ejemplares. El mío perteneció a la Universidad de
Columbia y más tarde acabó en una tienda de libros usados de Cleveland,
Ohio. ¿Están los bibliotecarios descuidando su deber para con el futuro? No,
están cumpliendo con él, eligiendo continuamente qué conservar y de qué
desprenderse. «Vamos arrojando cosas mientras recogemos, como viajeros
que deben llevarlo todo en brazos —dice Septimus en Arcadia de Tom
Stoppard—, y lo que dejemos caer lo recogerán los que vengan detrás. La
procesión es muy larga y la vida muy corta. Morimos en la marcha. Pero no
hay nada fuera de la marcha, por lo que nada se puede perder. Las obras
perdidas de Sófocles aparecerán fragmento a fragmento o volverán a ser
escritas en otra lengua».
Los estudiosos siguen prestando atención al problema de cómo
comunicarse con criaturas lejanas, con fisionomías y lengua desconocidas.
Volvió a plantearse cuando se empezaron a enviar mensajes al espacio
exterior en cápsulas como las de las Voyager 1 y 2, lanzadas desde Cabo
Cañaveral en 1977. Estos vehículos también son viajeros en el espacio y en el
tiempo, y su avance se mide en años luz. Cada una lleva una copia del Golden
Record, un disco de doce pulgadas con datos analógicos grabados con la

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tecnología ahora obsoleta del «fonógrafo» (1877-c. 1987). Incluye varias
decenas de fotografías codificadas, así como sonidos de la Tierra
seleccionados por Carl Sagan y su equipo, que se han de reproducir a 16 ⅔
rpm. Al igual que en la cápsula del tiempo de Westinghouse no había espacio
para un lector de microfilms, la sonda espacial Voyager no podía llevar un
fonógrafo, pero se incluyó una aguja y en el disco hay grabados diagramas
con instrucciones. El mismo dilema se plantea en relación con los residuos
nucleares: ¿podemos diseñar mensajes de alerta que se entiendan dentro de
miles de años? Peter C. van Wyck, un experto en comunicaciones de Canadá,
describió el problema como sigue: «Existe siempre una especie de asunción
tácita de que se puede crear un signo que contenga instrucciones para su
propia interpretación, una película que muestre cómo utilizar un proyector de
cine, un mapa de la boca para mostrar la pronunciación, instrucciones
grabadas sobre cómo montar y usar una aguja y un plato giratorio». Si logran
entender todo esto (descodificar la información grabada como ondas
microscópicas en una única y larga ranura en espiral en un disco metálico de
medio milímetro de grosor), encontrarán diagramas de la estructura del ADN
y de la división celular, fotografías de anatomía numeradas del 1 al 8 de The
World Book Encyclopedia, los órganos sexuales humanos y un diagrama de la
concepción, y una fotografía de Ansel Adams del río Snake en Wyoming, y
podrán «oír» saludos en cincuenta y cinco lenguas («shalom»; «bonjour tout
le monde»; «namaste»), sonidos de grillos y truenos, una muestra del código
Morse y selecciones musicales como el preludio de Bach interpretado por
Glenn Gould y una canción folclórica búlgara[46] cantada por Valya
Balkanska. En cualquier caso, se trata de un mensaje enviado al espacio
exterior y a un futuro lejano.

Cuando la gente crea cápsulas del tiempo, está haciendo caso omiso de un
hecho esencial en la historia de la humanidad. Durante milenios, poco a poco
al principio y con mayor rapidez después, hemos elaborado una metodología
colectiva para guardar información sobre nuestras vidas y épocas y transmitir
esa información al futuro. La llamamos, para abreviar, cultura.
Primero fueron las canciones, las vasijas de barro y los dibujos en las
paredes de las cuevas. Después las tablillas y los pergaminos, las pinturas y
los libros. Los nudos en tapices de alpaca con los datos del calendario inca y
la recaudación de impuestos. Son recuerdos externos, extensiones de nuestros
yos biológicos. Prótesis mentales. Después vinieron los depósitos para

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conservar estos objetos: bibliotecas, monasterios y museos; también las
compañías de teatro y las orquestas. Puede que se considere que su misión es
el entretenimiento, la práctica espiritual o la celebración de la belleza, pero
mientras tanto transmiten nuestra memoria simbólica de generación en
generación. Podemos considerar estas instituciones culturales como sistemas
de almacenamiento y recuperación distribuidos. La maquinaria es poco fiable,
desorganizada y discontinua, proclive a los fallos y a las omisiones. Emplean
códigos, que hay que descifrar. Por otra parte, ya se trate de piedra, papel o
silicona, la tecnología de la cultura tiene un durabilidad con la que los
originales biológicos solo pueden soñar. Así es como les contamos a nuestros
descendientes quiénes somos. En cambio, la reciente diseminación de
cápsulas del tiempo es un espectáculo excéntrico.
Para los creadores de cápsulas, es ingenuo confiar en instituciones
humanas tan peligrosas y efímeras como los museos y las bibliotecas,
especialmente en esta época de chips y nubes. ¿De qué servirá la Wikipedia, o
incluso el Museo Metropolitano de Arte, cuando se apaguen las luces? Creen
estar adoptando una perspectiva a largo plazo. Las civilizaciones prosperan y
decaen, con el énfasis en «decaen». Desde las culturas de la edad de bronce
de los minoicos y los micénicos hasta la civilización moderna en la que
vivimos, no ha habido ninguna influencia directa: ni continuidad ni memoria
colectiva. Son islas en el océano del tiempo. Por eso dependemos de las
puntas de flecha, los huesos y las vasijas rotas halladas en sepulturas.
Construyeron palacios, pintaron frescos y se desvanecieron en el olvido. La
oscuridad cae de nuevo. Desenterramos sus restos, pero los objetos
descubiertos por los arqueólogos son accidentales. En Pompeya, hizo falta
que un cataclismo congelara retablos vivos trágicos de la vida cotidiana para
que pudiéramos apreciarlos en el futuro. Los creadores de cápsulas del tiempo
prefieren no esperar a que del cielo lluevan cenizas y piedra pómez.
No obstante, con el paso del tiempo, los seres humanos han evolucionado
y se han convertido en algo diferente a las amnésicas criaturas que crearon
aquellos asentamientos dispersos que desconocían la escritura. Somos
acumuladores compulsivos de información bien conectados. Se conservan
muchos más recuerdos en los museos que en las piedras angulares. Y aún son
más los que custodian los coleccionistas de monedas y de otro tipo. Los
garajes de los coleccionistas de automóviles antiguos son más eficaces a la
hora de conservar coches antiguos que los depósitos de hormigón enterrados.
¿Juguetes? ¿Botellas de cerveza antigua? Para eso ya hay museos
especializados.

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En cuanto al conocimiento en sí, es nuestra especialidad. La Biblioteca de
Alejandría era única en su género cuando ardió. Ahora hay centenares de
miles y están llenas a rebosar. Hemos desarrollado una memoria de la especie.
Dejamos nuestra impronta por todas partes. Tal vez llegue el apocalipsis (el
hundimiento de nuestra autocomplaciente tecnocracia en medio de una
pandemia, un holocausto nuclear o la devastación autoinfligida del ecosistema
mundial) y cuando lo haga, nuestras ruinas serán prodigiosas.
Al rellenar las cápsulas del tiempo se intenta parar el reloj, hacer balance,
congelar el presente, detener la incesante estampida hacia el futuro. El pasado
parece inmutable, pero la memoria, el hecho o el proceso, siempre está en
movimiento. Esto se aplica a nuestra memoria global protésica y también a la
versión biológica. Cuando la Biblioteca del Congreso promete que archivará
cada tweet, ¿crea una paradoja borgiana en tiempo real o una gigantesca
cámara mortuoria en curso?

«Pero una historia dura tan solo en las cenizas. Nada persiste salvo lo
extinto», escribió el poeta genovés Eugenio Montale. Cuando los arqueólogos
del futuro acudan a leer nuestro legado en las proverbiales cenizas de la
historia, no mirarán en la cripta del sótano de la Universidad Oglethorpe o en
la cápsula del tiempo enterrada en el barro en Flushing, Queens. En cualquier
caso, seguiremos reescribiendo ese legado hasta el final. Stanisław Lem lo
imaginó vívidamente en su novela cómica posapocalíptica Memorias
encontradas en una bañera, publicada en Polonia en 1961. La bañera actúa
como una cápsula del tiempo. Es de mármol, «como un sarcófago», y se
encuentra en una intricada red de corredores (diseñada por Kafka,
evidentemente) situada bajo tierra[47]. Está enterrada, más o menos
apocalípticamente, y al cabo de un milenio aproximadamente la excavan los
arqueólogos del futuro. En ella encuentran un par de esqueletos humanos y un
manuscrito: «Una voz que nos habla a través del abismo de los siglos, la voz
de uno de los últimos habitantes de la tierra perdida de Ammer-Ka».
Una introducción pseudoacadémica de estos arqueólogos del futuro (o
«histognostores») explica la situación. Todos están al tanto de aquel momento
decisivo en la historia de la Tierra denominado el Gran Derrumbamiento:
«Aquel suceso catastrófico que, en cuestión de semanas, destruyó por
completo los logros culturales de siglos». Lo que desencadenó este Gran
Derrumbamiento fue una reacción química en cadena que causó la
desintegración casi instantánea, y en todo el planeta, de un material peculiar,

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«un derivado de la celulosa blancuzco, flácido, desplegado en cilindros y
cortado en láminas rectangulares», llamado «papyr». El papyr era
prácticamente el único medio utilizado para registrar el conocimiento: «en él
se imprimía con tinta oscura toda clase de información». Actualmente
(recuerdan los histognostores a sus lectores) tenemos la metamnéstica y la
cristalización de datos, pero aquella civilización primitiva desconocía estas
técnicas modernas.
Es cierto que eran los primeros tiempos de la memoria artificial, pero se trataba de unas
máquinas grandes y voluminosas, difíciles de manejar y de mantener, y solo se usaban de un
modo muy limitado. Se llamaban «cerebros electrónicos», una exageración solo comprensible
desde una perspectiva histórica.

Los sistemas económicos mundiales dependían por completo del papyr


para su regulación y el control. La educación, el trabajo, los viajes y las
finanzas se sumieron en el caos cuando el papyr se convirtió en cenizas. «El
pánico se apoderó de las ciudades; la gente, privada de su identidad, perdía la
razón». Al Gran Derrumbamiento le sucedió la larga y oscura época llamada
Caótica. Hordas errantes abandonaban las ciudades. Se detuvo la construcción
(nada de proyectos). Se generalizaron el analfabetismo y la superstición. Los
arqueólogos señalan que «cuanto más compleja es una civilización, más vital
es para su existencia el mantenimiento del flujo de información; de ahí que se
vuelva más vulnerable a cualquier perturbación de ese flujo». A partir de
entonces, y durante siglos, reinó la anarquía.
Esta perspectiva arqueológica y cósmica del futuro lejano enmarca la
narración del futuro inmediato y debemos entender que fue escrita en los
últimos días del papyr. El narrador mismo parece ser un civil desconcertado
que sortea una burocracia militar paranoica. Nosotros los lectores, sabiendo lo
que sabemos del triste destino que aguarda a la palabra escrita, podemos
sonreír tristemente mientras los oficinistas estampan en fichas el sello de
«secreto», caen documentos de los tubos del correo, los sobres recorren los
tubos neumáticos, las manoseadas carpetas desaparecen dentro de cajas
fuertes de metal y la cinta de papel sale de los computadores. Obviamente,
también reconocemos nuestro propio mundo.
El narrador se adentra cada vez más en el laberinto y tropieza con una sala
repleta de libros «grisáceos, carcomidos», colocados en estanterías
polvorientas y combadas. Es la Biblioteca. Un anciano calvo, renqueante,
bizco y con gafas parece estar al mando. Tiene a su cargo un catálogo de
fichas verdes, rosadas y blancas «sin un orden aparente», almacenadas en una
«fila de cajones con placas de latón». El narrador encuentra sobre un

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escritorio los pesados tomos negros de una enciclopedia y uno de ellos está
abierto en «PECADO ORIGINAL: el mundo dividido en información y
desinformación». El narrador se tambalea, mareado en medio de aquella
oscuridad solo interrumpida por unas pocas bombillas desnudas. Se siente
abrumado por el hedor a moho de los libros: «Esta pesada y nauseabunda
inhalación de una putrefacción de siglos». El viejo bibliotecario le sigue
ofreciendo volúmenes polvorientos: Criptología básica; Autoinmolación
automatizada; «Esa es Homo sapiens como corpus delicti…, una obra muy
buena, buenísima». Cuando por fin escapa de esta pesadilla paranoica de
biblioteca, se siente como si hubiera salido de un matadero.
Vaga sin rumbo y está exhausto. Sigue buscando órdenes o instrucciones.
No llegan. «Y así, mi futuro seguía siendo un misterio —cavila—, casi como
si no estuviera escrito en ningún registro». Pero sabemos que su bañera
terminal aguarda. Está a punto de convertirse en una cápsula del tiempo.

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10

Hacia atrás

No hay brújulas para viajar en el tiempo. En lo que


respecta a nuestro sentido de la orientación en esta
dimensión imposible de cartografiar, somos como
viajeros perdidos en un desierto.

GRAHAM SWIFT (1983)

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Si pudieras viajar en una máquina del tiempo, ¿qué dirección elegirías?
¿El futuro o el pasado? ¿Ir o volver? («Muy bien, Rose Tyler, dime
adónde quieres ir —dice el médico—, hacia atrás o hacia delante en el
tiempo. Tú decides. ¿Qué va a ser?»). ¿Prefieres el desfile de disfraces de la
historia o las maravillas tecnológicas por venir? Al parecer, existen dos tipos
de personas. En ambos bandos hay optimistas y también pesimistas. La
enfermedad es motivo de preocupación. El viaje en el tiempo si eres una
persona negra o una mujer entraña riesgos especiales. Por otra parte, algunas
personas lo ven como una manera de ganar dinero en la lotería, la bolsa y las
carreras de caballos. Otras solo quieren revivir amores del pasado. A muchos
viajeros al pasado les mueve el arrepentimiento: los errores cometidos o las
oportunidades perdidas.
Puede que te preguntes cuáles son las reglas de este juego. ¿Está
garantizada la seguridad? ¿Puedes llevar a alguien contigo[48]? Como mínimo,
es de suponer que te llevas tu conciencia y tus recuerdos, si no una muda de
ropa. ¿Serás un observador pasivo o podrás cambiar el curso de la historia? Si
cambias la historia, ¿te cambia, a su vez, ella a ti? «La historia te convierte en
quien eres —dice un filósofo de sillón en la novela publicada por Dexter
Palmer en 2016, Version Control—. Y si retrocedieras en el tiempo, ya nunca
llegarías a ser tú. Tendrías una historia diferente y te convertirías en otra
persona». Las reglas siguen cambiando, al parecer.
Wells, aunque posteriormente publicó no una, sino dos historias del
mundo, no tenía ningún interés en enviar al pasado a su viajero del tiempo. Se
lanzó hacia el futuro y luego de nuevo hacia el futuro, hasta el fin de los
tiempos. Pero no pasó mucho tiempo antes de que otros escritores vieran que
había nuevas posibilidades. Edith Nesbit, una amiga de Wells, socialista como
él, progresista y librepensadora, eligió cuando tuvo la oportunidad el pasado.
Firmaba con un nombre sin connotaciones de género, E. Nesbit, y se la solía
considerar una autora de libros infantiles. Varias generaciones más tarde,
Gore Vidal expresó su desacuerdo con esta categorización; dijo que los niños
eran los héroes de sus libros, pero que no hay que dejarse engañar: no son sus
lectores ideales. La comparó con Lewis Carroll: «Al igual que Carroll, fue

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capaz de crear un mundo de magia y lógica inversa totalmente propio». Creía
que merecía ser más famosa.
Wells solía visitar el hogar que
regentaba con su marido, Hubert Bland. «La
caprichosa esposa», así es como la percibía,
junto con «el marido, más común,
argumentativo, rígido». Creía que Hubert
era una especie de farsante, no tan brillante
como Edith, incapaz de mantener a la
familia (lo hacía ella con la escritura) y un
«seductor»: «El asombrado visitante llegaba
a darse cuenta de que la mayoría de los
niños de la casa no eran de E. Nesbit, sino
el resultado de las conquistas de
Bland…»[49]. E. Nesbit se convirtió en uno De E. Nesbit: A Biography, de Doris
de los primeros escritores ingleses que Langley Moore. Filadelfia, Chilton
exploró las nuevas posibilidades del viaje Company, 1966.
en el tiempo. No le interesaba la ciencia. No
hay máquinas, solo magia. Y mientras Wells miraba al futuro, ella miraba al
pasado.
Su extraño cuento Historia de un amuleto, escrito en 1906, comienza con
cuatro niños, Cyril, Robert, Anthea y Jane, que están tristes durante unas
largas vacaciones estivales. Se han quedado solos en Londres con una anciana
niñera. El padre está en Manchuria y la madre, en Madeira. Privados de
libertad, están listos para la aventura.
Su casa se encuentra en Bloomsbury, «felizmente situada entre una
cantera de arena y un cantera de caliza», lo que significa que pueden ir a pie
hasta el Museo Británico[50]. En el Londres de principios de siglo, se trataba
de una institución sin parangón en el mundo: un tesoro de antigüedades de
todos los lugares a los que Inglaterra había enviado por mar a sus
colonizadores y saqueadores. Albergaba los Mármoles de Elgin, así llamados
por el conde escocés que se los llevó de la Acrópolis de Atenas, y el único
original que se conserva del Beowulf. Los visitantes podían entrar en una sala
y contemplar la piedra de Rosetta encima de una peana. El museo era un
portal al pasado, una puerta temporal a través de la cual los objetos antiguos,
con sus superficies desgastadas por el tiempo, se asomaban a la modernidad:
una cabeza de bronce de Esmirna, sarcófagos de Egipto, esfinges aladas de

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piedra arenisca, vasos saqueados de tumbas asirias y jeroglíficos que
preservan secretos en una lengua desconocida.
Cyril, Robert, Anthea y Jane estaban aprendiendo sobre las complejidades
del tiempo (el pasado y el presente se mezclaban de maneras extrañas, las
culturas se malinterpretaban mutuamente a lo largo del tiempo), y también
sobre los adultos de Inglaterra. Además de museos, también había tiendas que
comerciaban con reliquias del pasado, «objetos curiosos» y «antigüedades»,
principalmente en las calles Wardour, Monmouth, Old Bond y New Bond.
Estos objetos físicos, desgastados o rotos debido al paso de los años, eran
como botellas que contenían mensajes escritos por nuestros antepasados para
explicarnos quiénes eran. «Las antigüedades son historia desfigurada, o
algunos vestigios de la historia, que fortuitamente han escapado al naufragio
del tiempo», escribió Francis Bacon. En 1900, Londres había superado a
París, Roma, Venecia y Ámsterdam como centro mundial del comercio de
antigüedades. La pandilla de niños de Nesbit pasa junto a una tienda de
antigüedades cerca de Charing Cross y allí descubre un pequeño talismán
rojo, un amuleto de piedra brillante. Trata de decirles algo. Posee poderes
mágicos. Antes de que se den cuenta, ya están de camino a ese otro país, el
pasado.
En primer lugar, unas cuantas palabras con resonancias científicas para
ayudarles:
—¿No lo entendéis? Esto existía en el pasado. Si vosotros también estuvierais en el pasado,
podríais encontrarlo. Es muy difícil haceros entender las cosas. El tiempo y el espacio solo son
formas de pensamiento.

Obviamente, Nesbit había leído La máquina del tiempo. Más adelante en


el relato, sus héroes se adentran brevemente en el futuro (utilizando como
portal el Museo Británico). Descubren una especie de utopía socialista (donde
todo es limpieza, felicidad, seguridad y orden, quizás en exceso) y encuentran
a un niño que se llama Wells «por el gran reformista. Seguro que habéis oído
hablar de él. Vivió en la edad oscura». Salvo en este caso, sus aventuras los
llevan al Pasado (siempre escrito con reverencia en mayúsculas). Aparecen en
Egipto, donde los niños apenas llevan ropa y las herramientas son de sílex
porque nadie ha oído hablar del hierro. Viajan a Babilonia y conocen a la
reina en su palacio de oro y plata, con escaleras de mármol, bellas fuentes y
un trono con almohadones bordados, quien suspende momentáneamente los
encarcelamientos para agasajar a los viajeros del tiempo con bebidas frías:
«Me muero de ganas de hablar con vosotros, de saberlo todo sobre vuestro
maravilloso país y sobre cómo habéis llegado hasta aquí, todo, pero tengo que

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hacer justicia cada mañana. Un aburrimiento, ¿no?». A continuación parten
hacia otra tierra antigua, la Atlántida: «Un gran continente que desapareció en
el mar. Se puede leer sobre él en Platón». Allí se encuentran con un mar azul
que centellea bajo el sol y olas con blancas crestas que rompen con suavidad
en espigones de mármol, y la gente va montada en grandes mamuts velludos y
no tan inofensivos como los elefantes que estaban acostumbrados a ver en el
zoo de Londres.
La arqueología catalizó la literatura imaginativa. La intención de Nesbit
no era inventar un subgénero del viaje en el tiempo porque no podía ver el
futuro, pero eso fue lo que hizo. Entretanto, también en 1906, Rudyard
Kipling publicó un libro de fantasía histórica titulado Puck de la colina de
Pook, con espadas, tesoros y niños transportados a través del tiempo por la
magia de los cuentos. C. S. Lewis leyó de niño Historia de un amuleto de
Nesbit en Irlanda: «Me abrió los ojos a la antigüedad, al “pasado oscuro y el
abismo del tiempo”». El camino iniciado aquí desembocó cincuenta años más
tarde en Peabody’s Improbable History, la serie de dibujos animados para
televisión que se empezó a emitir en The Rocky and Bullwinkle Show. El
señor Peabody, un sabueso que viaja en el tiempo, y su hijo humano,
Sherman, utilizan la máquina WABAC para retroceder en el tiempo hasta la
construcción de las pirámides de Giza y también visitan a Cleopatra, el rey
Arturo, el emperador Nerón, Cristóbal Colón e Isaac Newton, al pie de su
manzano. Proliferan los anacronismos y la pedagogía es gozosamente
imperfecta[51]. Más adelante se estrenaría la película de culto Las alucinantes
aventuras de Bill y Ted: la historia «reescrita por dos tipos que no saben
escribir correctamente». Unos viajan en el tiempo para observar fijamente;
otros, para estudiar historia.
Todos estos niños (Cyril, Robert, Anthea, Jane y el niño Sherman) quieren
viajar al pasado y ver a los personajes célebres representar sus famosas
historias. Actúan como sustitutos de nuestro deseo de conocer lo que en
realidad sucedió. Ese deseo parece arder con más intensidad cuando se
satisface en parte. Cuanto mejor consigue la tecnología captar y representar
nuestra experiencia del presente, mayor es el velo de la ignorancia que nos
separa de épocas perdidas. Los avances en la visualización nos muestran lo
que nos hemos perdido. En la época de Nesbit, las estatuas y los retratos
pintados estaban dando paso a las fotografías. Había algo mágico en la
manera en que congelaban un instante del tiempo. Más tarde, el perro señor
Peabody sería un experto en el nuevo medio televisivo. En la actualidad,
todos los historiadores y biógrafos modernos han sentido el deseo de enviar

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una cámara de vídeo al pasado, al jardín de Newton o a la corte del rey
Arturo, a falta de disponer de una auténtica máquina del tiempo.
«Siempre he sentido gran curiosidad por las fotografías antiguas», dice
Simon Morley.
Se trata de un dibujante que trabaja en publicidad en Nueva York y es el
narrador de Ahora y siempre, una novela de 1970, ilustrada con dibujos y
fotografías antiguas, de Jack Finney, él mismo un expublicista
neoyorquino[52]. Simon percibe intensamente la inaccesibilidad del pasado,
antes vivo y ahora perdido, que se burla de nosotros con los pocos objetos e
imágenes que han sobrevivido.
Si bien es posible que no necesite explicarlo, que ustedes comprendan qué quiero decir… Me
refiero a esa sensación de arrobamiento que se experimenta al contemplar esas extrañas prendas,
esos fondos difuminados, mientras uno es perfectamente consciente de que lo que está viendo fue
realidad en el pasado. Que esa luz se reflejó en una lente desde unas caras y unos objetos que ya
han desaparecido. Que una vez esas personas estuvieron verdaderamente ahí, sonriendo a la
cámara. Que en aquel tiempo, uno habría podido entrar en esa escena, tocar a esa gente y hablar
con ella. Que habría podido entrar en ese edificio extraño y anticuado y ver lo que ya no podría
ver, lo que había justo al otro lado de la puerta.

No se trata solo de fotografías. Una persona debidamente sensibilizada,


como Simon, puede ver cómo los dedos del pasado recorren las grietas de
toda su existencia. En una ciudad antigua y densamente poblada como Nueva
York, el pasado reposa en las piedras y los ladrillos. La reliquia que
desencadena el deseo de Simon de viajar en el tiempo resulta ser un edificio
residencial, no cualquier bloque de apartamentos, sino el famoso edificio
Dakota: «Como una ciudad en miniatura… aguilones, torrecillas, pirámides,
torres y picos… superficies inclinadas cubiertas de pizarra, guarnecidas con
placas de cobre envejecido por el tiempo, salpicadas de innumerables
ventanas, tanto abuhardilladas como a ras, cuadradas, redondas y
rectangulares, pequeñas y grandes, anchas y estrechas como troneras». Este
sería su portal.
El concepto de Ahora y siempre es que se puede lograr el viaje al pasado
sin máquinas ni magia, simplemente con un truco de la mente, con un poco de
autohipnosis. Si el sujeto adecuado, una persona sensible como Simon, es
capaz de borrar sus recuerdos y eliminar de su entorno cualquier rastro del
siglo pasado, puede trasladarse mediante un acto de voluntad a, por ejemplo,
el año 1882. Primero debe entrar en situación: «No existen cosas como los
automóviles… No hay aviones, ni ordenadores, ni televisión, ni un mundo en
el cual esto sea posible. Términos como “nuclear” o “electrónica” no constan
en ningún diccionario de la Tierra. Nunca has oído el nombre de Richard

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Nixon…, ni el de Eisenhower, o el de Adenauer… Stalin… Franco… general
Patton».
A Simon (y al lector) también se les inculca la pseudológica wellsiana,
ahora habitual, para contrarrestar la idea basada en el sentido común de que el
viaje en el tiempo es imposible. Una vez más, todo lo que creemos saber
acerca del tiempo es erróneo. En 1970, la jerga se ha actualizado para respetar
la autoridad de Einstein. «Ahora quiero que me diga qué sabe acerca de
Albert Einstein», dijo el doctor E. E. Danziger, el director del proyecto, en el
papel de caballero instruido. «La lista de descubrimientos de Einstein es
considerable. Pero me limitaré a este: al cabo de un tiempo afirmó que nuestra
idea sobre el tiempo era en gran medida equivocada». Y explica:
—Lo que quiso decir es que nuestra concepción del pasado, el presente y el futuro es errónea.
Creemos que el pasado ya es algo extinguido, que el futuro todavía no ha ocurrido y que solo
existe el presente, dado que el presente es todo cuanto podemos ver.
—Bueno, si quiere conocer mi opinión, debo admitir que así es como lo veo yo [dice Simon].
Danziger sonrió.
—Por supuesto, y yo también. Es natural, como el mismo Einstein señaló… Decía que somos
como personas a la deriva, en un bote sin remos y arrastrados por la corriente en un río
zigzagueante. Alrededor, solo tenemos el presente. No podemos ver el pasado, que ha quedado en
los recodos y curvas que hemos dejado atrás. Pero está allí.
—¿Quería decir eso, realmente, o…?

Buena pregunta. ¿Lo decía en un sentido literal o simplemente estaba


creando un modelo matemático eficaz? No importa. Ahora nos movemos con
rapidez, porque Danziger ha superado a Einstein y ha inventado una manera
de bajarse del bote y regresar a pie.

El lector descubrirá que lo que impulsa este libro es el amor del autor por la
historia, por un lugar y una época especiales, el Nueva York de los años
ochenta del siglo XIX. Ahora y siempre tiene una trama llena de giros que
incluye el chantaje y el asesinato, así como un triángulo amoroso que viaja en
el tiempo, pero da la impresión de que lo que de verdad le interesaba a Jack
Finney, expresado de manera tan meticulosa mediante palabras y dibujos, era
la textura del tiempo: la piedra tallada de Central Park, un traje de noche de
terciopelo color rojo vino, el New York Evening Sun y el Frank Leslie’s
Illustrated Newspaper, amarraderos para atar a los caballos, mecheros de gas
y carruajes con faroles, hombres con sombreros de seda y mujeres que llevan
manguitos y calzan zapatos con botones, la asombrosa profusión de hilos
telegráficos enmarañados que oscurecían el cielo en el centro de la ciudad.

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«Aquella era la más grande aventura posible», piensa Simon, y uno sabe que
Finney piensa lo mismo.
Era como un hombre encima de un trampolín mucho más alto que cualquier otro desde el cual
se hubiese atrevido a saltar… Aunque fuese de forma precavida, a modo de tanteo, estaba a punto
de participar en la vida de aquellos tiempos.

La añoranza del pasado se parece al sentimiento (o trastorno) que


denominamos nostalgia. Originalmente, antes de nuestro reciente y elevado
sentido del pasado y del futuro, nostalgia significaba añoranza: «La añoranza
del hogar que los médicos han llegado incluso a considerar una enfermedad
que recibe el nombre de nostalgia» (Joseph Banks, 1770, según el Oxford
English Dictionary). Hasta finales del siglo XIX esta palabra no tuvo nada que
ver con el tiempo. Pero Finney y otros escritores no solo son nostálgicos.
Están recorriendo con los dedos el tejido de la historia. Se están comunicando
con sus fantasmas. Están reanimando a los muertos. Mucho antes que Finney,
Henry James también se sirvió de una casa antigua y evocadora como portal.
A principios del nuevo siglo, mientras su hermano William, el psicólogo,
estaba fascinado con Proust y Bergson, Henry se enfrascó con una novela que
nunca llegó a terminar y que fue publicada tras su muerte con el título de El
sentido del pasado: un joven historiador huérfano, una casa londinense
heredada («de una antigüedad definida y evocadora») y una puerta. El héroe
de James, Ralph Pendrel, tiene algo especial. Es una «víctima del sentido del
pasado».
«Toda mi vida he estado atormentado —dice— por el deseo de cultivar un
mejor sentido del pasado del que ha parecido suficiente incluso a aquellas
personas que más se han dedicado a cultivarlo». James nos dice que se
detiene en la fatídica puerta,
tal vez con la pausa suprema de un buzo decidido, a punto de sumergirse, marcada en él antes de
que el cierre de la puerta vuelva a situarle en el lado correcto y al mundo entero, tal como lo había
conocido, en el equivocado.

Ralph se ve inmerso en otro de esos triángulos amorosos biseculares, la


prometida del presente y una mujer más inocente del pasado. No se le llama
viajero del tiempo, no en 1917, pero ahora sabemos que lo es.
Las casas antiguas eran buenas para el tipo de inspiración que envía
misteriosamente a una persona a otras épocas. Tienen desvanes y sótanos, en
los que las reliquias permanecen intactas durante muchísimo tiempo. Tienen
puertas, y cuando una puerta se abre, ¿quién sabe lo que hay detrás? T. S.
Eliot, que admiraba especialmente El sentido del pasado, lo veía así: «Soy la
vieja casa / con el nocivo olor y la tristeza antes de la mañana, / en la que todo

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pasado es presente». En la novela Perdido en el tiempo de Daphne du
Maurier, la casa por sí sola no basta. Para viajar en el tiempo es necesaria una
droga, una poción compuesta a partes iguales de jerigonza y fórmulas
mágicas: «Tiene que ver con el ADN, catalizadores de enzimas, equilibrios
moleculares y cosas por el estilo; demasiado complicado, querido amigo, no
me explayaré». Cuando escribió la historia, Du Maurier se acababa de mudar
a una casa llamada Kilmarth, situada en lo alto de una colina cercana a la
costa de Cornualles, y permaneció allí, casi siempre sola, hasta el final de su
vida. Kilmarth es la casa en la playa. En la novela se dice que sus cimientos
son del siglo XIV y este siglo será el destino de su héroe de ficción, un editor
de libros infeliz en su matrimonio que se llama Dick Young. Su viaje a través
del tiempo (náuseas, vértigo) le traslada hasta un páramo cubierto de
matorrales, con un suelo duro y joven. Está sorprendido de la claridad. Hay
labriegos con capuchones, damas con tocas, monjes con hábitos y caballeros a
caballo, y Dick se ve envuelto en una sangrienta aventura: adulterio, traición
y asesinato. No solo eso, sino que sabe, porque ha consultado la Enciclopedia
Británica, que está a punto de sobrevenir la peste negra. Sin embargo, nunca
se ha sentido tan vivo como en el pasado.
Perdido en el tiempo fue publicada en 1969, un año antes que Ahora y
siempre, y Dick describe el sentimiento de los narradores de ambos libros
cuando dice: «Había caminado por aquel otro mundo con la libertad de un
hombre que sueña, pero con la percepción de un hombre despierto». Son
intrusos en la historia. Pueden ser testigos, pero luchan por averiguar si
pueden formar parte, intervenir o alterar el orden cronológico de los
acontecimientos. «¿Podría ser el tiempo multidimensional —cavila Dick—,
de modo que el ayer, el hoy y el mañana transcurran simultáneamente en una
perpetua repetición?». No importa lo que eso signifique. Es un editor de
libros, no un físico.
«¿No podría ser —pregunta W. G. Sebald en Austerlitz— que también
tuviéramos citas en el pasado, en lo que ya ha sido y en gran parte se ha
extinguido, y tuviéramos que viajar allí en busca de lugares y personas que,
en el otro extremo del tiempo, por así decirlo, tienen alguna relación con
nosotros?». Este pasado, al que tantos viajeros se lanzan, es un lugar
nebuloso, tal vez más aún que el futuro. Como apenas se puede recordar, ha
de ser imaginado. Sin embargo, en nuestro presente abundante en
información, parece que el pasado está aquí con nosotros más que nunca.
Cuanto más vívido se vuelve, más real parece y mayor es el anhelo. Los
documentales de Ken Burnsian, las ferias del Renacimiento, las recreaciones

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de episodios de la guerra civil, los canales por cable de historia y las
aplicaciones de realidad aumentada alimentan la adicción. Cualquier cosa que
«reviva el pasado». Dadas las circunstancias, podría parecer que las máquinas
del tiempo son innecesarias, pero los creadores de viajes en el tiempo no
parecen detenerse, ni en la ficción literaria ni en el cine. Woody Allen ha
explorado varias veces el viaje en el tiempo, al futuro en El dormilón (1973) y
posteriormente, en 2011, accionó la palanca hacia el pasado en Midnight in
Paris.
Su héroe, Gil Pender, es un californiano rubio y el arquetipo de una
persona obsesionada con el pasado. Sus amigos se burlan de su nostalgia, su
«negación del presente doloroso», su «obsesión por les temps perdus». Está
escribiendo una novela y en las primeras líneas celebra y parodia el propio
género al que esta película se suma tan intencionadamente:
«Retorno al pasado» era el nombre de la tienda y sus productos consistían en recuerdos. Lo
que era prosaico y hasta vulgar para una generación ha sido transmutado por el paso de los años
en un estatus a la vez mágico y afectado.

Su portal para deslizarse en el tiempo no es una máquina o una casa, sino


París, la ciudad entera, con su pasado tan expuesto en cada esquina y
mercadillo. Viaja a 1920 y allí los modernistas comprenden su sensación de
dislocación. «Vengo de una época distinta, de otra era, del futuro —explica
—. Me desplazo por el tiempo». El surrealista Man Ray responde:
«Exactamente correcto. Usted habita dos mundos. Por ahora no veo nada
extraño». La broma central de la película se va revelando poco a poco y es
recurrente, el tiempo se desliza dentro del tiempo que se desliza. La nostalgia
es eterna. Si el siglo XXI añora la época del jazz, la época del jazz añora la
Belle Époque: cada época lamenta la pérdida de otra época. Woody Allen no
es ni el primero ni el último en verlo de este modo. «El presente siempre va a
parecer insatisfactorio —aprende Gil—, porque la propia vida es algo
insatisfactorio».
El viaje al pasado comienza siendo turismo llevado al extremo. No tardan
en surgir complicaciones. Los turistas empiezan a hacer retoques. En cuanto
aprendemos a leer historia, ya queremos reescribirla. Ahí surgen las
paradojas: la causa y el efecto giran en círculos. Incluso los héroes infantiles
de Nesbit lo ven. Cuando encuentran a Julio César en su tienda en la Galia,
mirando a través del canal de la Mancha a Gran Bretaña, no pueden evitar
tratar de convencerlo para que no envíe sus legiones: «Queremos pedirle que
no se moleste en conquistar Gran Bretaña; es un lugar pobre del que no vale
la pena preocuparse». Naturalmente, no les sale bien y acaban por contárselo,

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porque no se puede cambiar la historia, y nosotros acabamos de presenciar el
nacimiento de una broma sobre el viaje en el tiempo que evolucionará hacia
formas cada vez más elevadas. Así, un siglo después de Nesbit, el viajero en
el tiempo de Woody Allen en Midnight in Paris se encuentra con el joven
Luis Buñuel y no puede evitar intentar inspirar al director su propia película
futura.
GIL: Eh, señor Buñuel, tengo una buena idea para una película suya.
BUÑUEL: ¿Sí?
GIL: Sí. Un grupo de gente asiste a una cena muy elegante y al final de la cena intentan salir del
salón y no pueden.
BUÑUEL: ¿Por qué no?
GIL: Parece que no son capaces de salir de allí.
BUÑUEL: Pero ¿por qué?
GIL: Cuando se ven obligados a permanecer juntos, el barniz de la civilización desaparece y
ellos quedan como lo que son: animales.
BUÑUEL: No lo entiendo. ¿Por qué no se levantan y se van?

Cuando el futuro y el pasado se encuentran, el futuro cuenta con ventaja


en cuanto a conocimiento. Sin embargo, el pasado no se deja dominar
fácilmente. Claro que estamos hablando de nuestras imaginaciones, sobre
todo de las imaginaciones de imaginadores profesionales. «El tiempo no es
necesariamente como es, pues nadie lo sabe, sino que como es percibido por
el pensamiento, niega obsesivamente las segundas oportunidades», escribió el
novelista Ian McEwan al principio de su carrera. Las reglas del viaje en el
tiempo no las han escrito científicos, sino narradores.

Cuando empezaron a intentar cambiar la historia, a muchos de ellos se les


ocurrió un plan perfecto. Trataron de matar a Hitler. Y siguen haciéndolo
hasta la fecha. Es fácil entender por qué. Hay otros personajes que han
causado mucho daño y un enorme sufrimiento (Stalin, Mao…), pero hay un
hombre que destaca entre los demás por su combinación de monstruosidad y
carisma. «Adolf Hitler. Hitler, Hitler, Hitler», dice Stephen Fry en su novela
sobre viajes en el tiempo Haciendo historia. Si tan solo se pudiera anular a
Hitler. Todo el siglo XX conseguiría una segunda oportunidad. La idea surgió
incluso antes de que Estados Unidos entrara en la guerra: el número de julio
de 1941 de Weird Tales publicó el relato titulado «I Killed Hitler» (Yo maté a
Hitler) de Ralph Milne Farley, el pseudónimo de Roger Sherman Hoar, un
político y escritor de pulp de Massachusetts. Un pintor estadounidense odia al
dictador alemán por varias razones y viaja al pasado para romperle el cuello a
Adolf cuando este tiene diez años. (Sorpresa: cuando regresa al presente, el

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resultado no es el esperado). A finales de los años cuarenta, la muerte de
Hitler a manos de viajeros del tiempo ya se había convertido en un meme. Se
da por sentado en «Brooklyn Project» (Proyecto Brooklyn), un cuento que
Philip Klass publicó en 1948 con el seudónimo de William Tenn. El Proyecto
Brooklyn es un experimento gubernamental secreto sobre viajes en el tiempo.
«Como saben —explica un funcionario—, uno de los temores sobre los viajes
al pasado era que los actos aparentemente más inocentes pudieran provocar
cambios cataclísmicos en el presente. Es probable que estén familiarizados
con la fantasía en su forma más popular: si hubieran matado a Hitler en
1930». Imposible, explica. Los científicos han demostrado más allá de toda
duda que el tiempo es «algo rígido —pasado, presente y futuro— y no se
puede alterar». Y continúa diciéndolo, incluso mientras el «cronar» para
viajar en el tiempo del proyecto se abre paso hasta la prehistoria, y él y sus
oyentes no se percatan de que ahora son criaturas viscosas y abultadas que
agitan pseudópodos morados.
Stephen Dedalus afirma de manera memorable en el Ulises que la historia
es una pesadilla de la que está intentando despertar. ¿No hay escapatoria? ¿Y
si a Julio César no le hubieran asesinado en la escalinata del Senado o a Pirro
en Argos? «El tiempo los ha marcado —piensa Stephen— y, encadenados, se
alojan en la habitación de las posibilidades infinitas que ellos han expulsado.
Pero ¿pueden aquellas haber sido posibles sabiendo que nunca existieron? ¿O
fue solo posible aquello que llegó a suceder? Teje, tejedor del viento».
¿Pueden estos fervorosos asesinos cambiar la historia o no? Durante algún
tiempo, cada nuevo relato parecía proponer una teoría nueva. Alfred Bester,
un relaciones públicas de Nueva York convertido en escritor de ciencia
ficción, inventó su propia versión del «no se puede cambiar la historia» en su
relato de 1958, «Los hombres que asesinaron a Mahoma». El desdichado
protagonista, Henry Hassel, furioso tras descubrir a su mujer «en brazos de»
otro hombre, emprende una cacería cada vez más mortífera por la historia,
armado con su máquina del tiempo y una pistola del calibre 45. Mata a sus
padres, a sus abuelos y a personajes históricos cercanos y lejanos, a Colón,
Napoleón, Mahoma (a todos salvo a Hitler), y nada parece funcionar. La
esposa prosigue con su vida. ¿Por qué? Otro afligido viajero en el tiempo por
fin se lo explica:
—Amigo, el tiempo es completamente subjetivo. Es una cuestión privada… Viajamos a
nuestro propio pasado y no al de otra persona. No existe un continuo universal, Henry. Solo hay
miles de millones de individuos, cada uno con su propio continuo; y un continuo no puede afectar
al otro. Somos como millones de espaguetis en la misma cazuela… Cada uno de nosotros debe
viajar solo por su espagueti.

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De los senderos que se bifurcan a los espaguetis.
En la versión de Stephen Fry, el héroe es un estudiante de historia llamado
Michael Young. (Uno se pregunta por qué nuestros imaginativos creadores de
viajes en el tiempo siguen llamando a sus personajes Young). En esta variante
de la historia, Young no espera cambiar la historia asesinando a Hitler, sino
esterilizando al padre de este: «El historiador como Dios. Sé tanto sobre
usted, señor llamado Hitler, que puedo impedir que nazca». ¿Y después?
¿Viviremos felices para siempre en el siglo XX? («Fue una locura, claro está.
Lo sabía. No podía salir bien. No se puede cambiar el pasado. No se puede
rediseñar el presente»). Todo lo que se puede hacer es preguntar qué ocurriría
si… El novelista crea el mundo. Una y otra vez, la novela de 2013 de Kate
Atkinson, vuelve a cambiar las reglas. El asesinato de Hitler se produce en la
primera escena: nuestra heroína, Ursula Todd (su apellido significa «muerte»
esta vez) dispara con el viejo revólver reglamentario de su padre al Führer en
1930 mientras está sentado en un mesa de un café de Múnich. Después muere
y sigue muriendo una y otra vez en diferentes épocas y de distintas maneras,
empezando de nuevo una y otra vez y tratando siempre de hacer lo correcto.
Sus vidas alternativas son como espaguetis en una cazuela. «La historia tiene
que ver con “qué pasaría si”», le dice alguien, como si ella no lo supiera. Otro
personaje la anima: «Tenemos que dar testimonio… debemos recordar a esa
gente cuando estemos a salvo en el futuro». Atkinson, la autora, diría más
tarde: «Ahora estoy en ese futuro y supongo que mi libro es mi testimonio del
pasado».
Una consecuencia de que Hitler sea la víctima predilecta de los viajeros
en el tiempo homicidas es que sigue volviendo a la vida. Ahí está, viviendo en
la selva del Amazonas, con noventa años, en la novela El traslado de AH a
San Cristóbal de George Steiner. O sano y salvo en Berlín, siendo aún el
führer del Gran Reich Alemán tras haber vencido en la segunda guerra
mundial, en Patria de Robert Harris. O sifilítico y senil en El hombre en el
castillo de Philip K. Dick: Alemania ha ganado la guerra porque, en esta
novela, el joven Franklin D. Roosevelt muere asesinado antes de poder sujetar
con su mano firme el timón de la historia. Las variaciones sobre este tema se
multiplican. Estas narraciones hipotéticas, que constituyen un género literario
propio, reciben el nombre de historias alternativas o ucronías, uchronies, etc.
Aunque estas etiquetas surgieron entre mediados y finales del siglo XX,
cuando el género empezó a triunfar alimentado por los viajes en el tiempo y
los universos que se bifurcan, James Thurber ya lo satirizó proféticamente en
1930 en la revista New Yorker, en su relato «If Grant Had Been Drinking at

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Appomattox» (Si Grant hubiera estado bebiendo en Appomattox), una secuela
de «If Booth Had Missed Lincoln» (Si Booth hubiera fallado el disparo a
Lincoln), «If Lee Had Won the Battle of Gettysburg» (Si Lee hubiera ganado
la batalla de Gettysburg) y «If Napoleon Had Escaped to America» (Si
Napoleón hubiera escapado a Estados Unidos). Hoy en día, los especialistas
se plantean preguntas similares. El humor penetra en la historiografía
académica. Es posible obsesionarse bastante con la contingencia histórica.
Gavriel D. Rosenfeld analizó en un estudio exhaustivo, The World Hitler
Never Made (El mundo que Hitler nunca creó), todas las variaciones sobre los
nazis que pudo encontrar y vio que muchas acababan haciendo que la historia
fuera «la misma o peor sin Hitler en lugar de ser mejor[53]». Descubrió que
había pocos finales felices. Son los escritores de ciencia ficción o de «ficción
especulativa» quienes a menudo nos ofrecen los planteamientos sobre el
funcionamiento de la historia no solo más extraños, sino también los
planteamientos analizados con más rigor.
Todo podría haber sido diferente. «Por la falta de un clavo, se perdió el
reino». «Podría haber sido un contendiente». El arrepentimiento es la barrita
energética del viajero en el tiempo. ¡Ojalá…! Todos los escritores actuales
conocen el efecto mariposa. El más mínimo aleteo puede alterar el curso de
grandes acontecimientos. Una década antes de que el meteorólogo y teórico
del caos Edward Lorenz eligiera la mariposa con fines ilustrativos, Ray
Bradbury introdujo una mariposa que cambiaba la historia en «El ruido de un
trueno», un relato de 1952. En él, la máquina del tiempo (la Máquina, una
confusa maraña de «metal plateado» y «luz estridente») transporta a los
turistas a safaris en la época de los dinosaurios. Salvo por la incorporación de
cascos de oxígeno e intercomunicadores, el viaje en el tiempo es puro Wells:
«La Máquina aulló. El tiempo era una película proyectada al revés. Los soles
huían y diez millones de lunas huían tras ellos… La Máquina desaceleró; su
chirrido se redujo a un murmullo». No obstante, los operadores del safari
intentan ser cuidadosos y no alterar nada, ya que les preocupa la historia.
Un pequeño error aquí se multiplicaría en sesenta millones de años, sin ningún control… Un
ratón muerto aquí crea un desequilibro entre los insectos allí, una desproporción de la población
luego, una mala cosecha más tarde, una crisis, hambrunas… Tal vez solo una suave pausa, un
susurro, un cabello, polen en el aire, un cambio tan tan leve que nadie lo percibiría a menos que
mire detenidamente. ¿Quién lo sabe?

Al final, un turista del tiempo irresponsable pisa una mariposa: «una cosa
exquisita, una cosa pequeñita que podía romper los equilibrios y derribar
primero una fila de un pequeño dominó, luego de un gran dominó y después
de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del Tiempo».

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El efecto mariposa, sin embargo, es solo potencial. No todos los aleteos en
el aire dejan su huella en el tiempo. La mayoría se desvanecen en la nada,
amortiguados por la viscosidad. Esa era la premisa de Asimov en El fin de la
eternidad: que los efectos de manipular la historia tienden a desaparecer a
medida que pasan los siglos y las perturbaciones se extinguen por fricción o
disipación. Su técnico explica con seguridad: «La realidad tiende a volver a su
posición original». Sin embargo, Bradbury tenía razón y Asimov se
equivocaba. Si la historia es un sistema dinámico, seguramente es no lineal, y
el efecto mariposa debe prevalecer. En algunos lugares, en algunos
momentos, una ligera desviación puede transformar la historia. Hay
momentos decisivos, puntos nodales. Son aquellos en los que uno quiere
influir. La historia, es decir, nuestra verdadera historia, debe estar llena de
esta clase de momentos o personas, si pudiéramos identificarlos. Imaginamos
que podemos hacerlo. Nacimientos y asesinatos, victorias y derrotas militares.
Nos centramos en individuos, en héroes y villanos con una influencia enorme.
De ahí la fascinación por Hitler. «Si pudiera matar solo a una persona…». Por
lo general, los creadores de estas fantasías han sido lo suficientemente astutos
como para burlarse de la hibris que sugieren. «¿Puede alguien alterar el
destino? —pregunta Philip K. Dick en El hombre en el castillo—. Todos
nosotros juntos, o un gran personaje, o alguien en una posición estratégica
que casualmente se encuentre en el lugar adecuado. Azar. Accidente. Y
nuestras vidas, nuestro mundo, dependiendo de ello». No cabe duda de que
algunas personas, algunos acontecimientos y algunas decisiones son más
importantes que otros. Los puntos nodales deben existir y no necesariamente
donde creemos nosotros.
Atrapados como estamos en nuestro propio tiempo, la mayoría de
nosotros no intentamos hacer historia, y menos aún cambiarla. Vivimos al día
y la historia sucede. Clive James afirma que los grandes poetas aspiran no
solo a cambiar la historia de la literatura, sino también a enriquecerla. Otra de
las razones de la fascinación especial por Hitler es que juega a ser Dios. «El
Führer era distinto —piensa la Ursula Todd de Kate Atkinson—, estaba
creando, de manera consciente, la historia para el futuro. Solo un verdadero
narcisista podría hacer eso». Cuidado con el político que aspira a hacer
historia. Ursula vive sus muchos momentos, una línea del tiempo tras otra:
«El futuro tan misterioso como el pasado».
No podemos escapar a las realidades alternativas, a las variaciones
ilimitadas. El Oxford English Dictionary nos informa meticulosamente de que
el término «multiverso» era «orig. Ciencia ficción», pero ahora también

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«Física»: «la gran colección de universos en la interpretación de los mundos
múltiples de la mecánica cuántica… en los que ocurre cada uno de los
diferentes resultados posibles». Al mismo tiempo, y totalmente al margen de
la teoría cuántica, hemos descubierto el placer y el dolor de los mundos
virtuales, dentro del ordenador o de matrix, lo que nos obliga a contemplar la
posibilidad de que nosotros mismos seamos personajes en la realidad
simulada de otro. O de la nuestra. Cuando en la actualidad se habla del
«mundo real», es difícil no usar comillas irónicas. Habitamos mundos
virtuales con tanta familiaridad y avidez como el mundo real. En los mundos
virtuales, viajar en el tiempo no puede ser más fácil.
Síganme por la madriguera del conejo hasta los intrincados túneles.
William Gibson será nuestro Virgilio. Está leyendo The Alteration, una
ucronía de 1976 de Kingsley Amis, más conocido por sus tiras cómicas sobre
la Gran Bretaña contemporánea. En ese mundo, Europa ha sucumbido al
autoritarismo, pero no pensemos en Hitler: al mando está el papado. La
Reforma nunca tuvo lugar y la Iglesia católica impone un yugo teocrático en
gran parte del mundo. Obviamente, Amis está investigando de soslayo su
propio mundo sumamente real, como Philip Roth en La conjura contra
América y Fry en Haciendo historia. La historia de Amis comienza en la
basílica catedral de San Jorge en Coverley, «la madre iglesia de toda
Inglaterra y del Imperio inglés de ultramar». De paso, observamos cierta
distorsión de la historia del arte: Turner ha pintado el techo «en
conmemoración de la Santa Victoria», Blake ha decorado una pared con
frescos sagrados y el coro canta el segundo Réquiem de Mozart, «la
coronación de su madurez». Y se ha suprimido la ciencia. Aunque estamos en
1976, hay carretas y lámparas de aceite, pero «las cosas eléctricas no gozaban
de ninguna estima». Y era más complicado de lo que parecía.
Al no existir la ciencia, en el mundo de The Alteration no ha surgido la
ciencia ficción en la literatura, pero el joven héroe de la novela disfruta
leyendo un género que goza de muy mala reputación al que se conoce como
novela del tiempo o NT. La NT «atraía a un tipo de mente». Era ilegal, pero
imposible de suprimir del todo. Dentro de este género ha surgido un
subgénero conocido como mundo ficticio, MF. En este subgénero, en los
libros se imaginan historias que nunca sucedieron, historias alternativas.
Gibson nos explicará:
Amis consigue en el desván de su novela, por así decirlo, un sublime efecto de galería de los
espejos. En nuestro mundo, Philip K. Dick escribió El hombre en el castillo, en el que el Eje
triunfaba en la segunda guerra mundial. Dentro del libro de Dick hay otro libro imaginario, La
langosta se ha posado, que imagina un mundo en el que ganan los Aliados, aunque no cabe duda

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de que ese mundo no es el nuestro. En el mundo hipotético de Amis, alguien llamado Philip
K. Dick ha escrito una novela, El hombre en el castillo, imaginando un mundo no católico, que no
es el nuestro.

Ni el suyo. No es fácil seguir el hilo. Al héroe de Amis, que vive en un


mundo sin ciencia, le asombra leer sobre un mundo hipotético en el que «usan
electricidad… envían mensajes por toda la Tierra con ella», Mozart murió en
1799 y Beethoven escribió veinte sinfonías, y otro famoso libro explica que
los humanos evolucionaron a partir de algo parecido a un simio. «Me parece
que este asunto de la NT y el MF —afirma Gibson— se aborda de manera
muy hábil en el libro, posiblemente el mejor relato de Jorge Luis Borges que
Jorge Luis Borges nunca escribió».
Las estanterías se siguen llenado de mundos hipotéticos. El futuro se
vuelve presente y cada fantasía futurista se transforma en una ucronía.
Cuando llegó el año 1984, el particular estado de vigilancia orwelliano inició
la transición de NT a MF. Después vino y se fue 2001 sin que hubiera
ninguna odisea espacial reseñable. El futurista meticuloso aprende a no
especificar fechas. Sin embargo, nuestra literatura y nuestro cine siguen
engendrando nuevos pasados, junto con todos los hipotéticos futuros. Y lo
mismo hacemos todos cada día, cada noche, despertando y soñando en
subjuntivo, sopesando las opciones, lamentando los «pudo ser».

«Pistas temporales duales, universos alternativos —se mofa una abogada


escéptica en La rueda celeste, la novela de Ursula K. Le Guin de 1971—. ¿Ve
usted muchos programas de televisión nocturnos?».
Su atribulado cliente se llama George Orr. (Un homenaje a George
Orwell, cuyo año especial, 1984, se acercaba cuando Le Guin, a sus más de
cuarenta años, se apartó de su estilo anterior para escribir este extraño libro)
[54]. Cuando llegan los extraterrestres, pronuncian su nombre Jor Jor.

Es un hombre corriente, un oficinista aparentemente apacible, tímido,


convencional. Pero George tiene sueños. A los dieciséis años soñó que su tía
Ethel había muerto en un accidente automovilístico y cuando se despertó se
dio cuenta de que había muerto en un accidente de coche, semanas antes. Su
sueño cambió la realidad retroactivamente. Tiene «sueños efectivos», un
tropo de la ciencia ficción inventado aquí. Se podría decir que alberga en su
interior universos paralelos. ¿Quién más? La autora, por ejemplo.
Es demasiada responsabilidad y George no la quiere. Su control sobre los
sueños no es mayor que el tuyo o el mío y, en cualquier caso, no es un control
consciente. (Teme haber estado molesto por las insinuaciones sexuales de

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Ethel). Cada vez más desesperado, toma barbitúricos y dextroanfetamina con
la esperanza de suprimir por completo sus sueños y acaba en manos de un
psicólogo, un especialista en sueños que se llama William Haber. Haber cree
en el esfuerzo y el control; cree en el poder de la razón y de la ciencia. Está
plastificado, como el mobiliario de su consultorio. Hipnotiza al pobre George
para intentar guiar sus sueños efectivos y alterar la realidad, paso a paso. La
decoración del consultorio del psicólogo parece haber mejorado. Por alguna
razón, se ha convertido en director del Instituto.
Para el resto del universo, influido también por los sueños de George, el
progreso no es tan simple. Los teóricos cuánticos pueden tener dificultades
para encontrar vías razonables a través de una plétora ilimitada de universos,
y lo mismo puede ocurrirle a un novelista concienzudo. Le Guin no se lo pone
fácil al lector. No nos muestra diagramas[55]. Tenemos que dejarnos llevar y
escuchar atentamente. La música cambia. El tiempo cambia. Portland es una
ciudad donde llueve incesantemente, «un perpetuo chaparrón de sopa tibia».
Portland disfruta de aire puro y de luz solar. ¿Había un sueño sobre el
presidente John F. Kennedy y un paraguas? El doctor Haber anima a George a
centrarse en su pavor a la superpoblación: Portland es una metrópoli
masificada con tres millones de habitantes. O la población de Portland se ha
reducido a cien mil habitantes desde los Años de la Plaga. Todo el mundo lo
recuerda: los contaminantes de la atmósfera «que se combinaban para formar
virulentos carcinógenos», la primera epidemia, «los disturbios y las peleas, la
Banda del Día del Juicio Final y los Vigilantes». Solo George, y ahora
también el doctor Haber, recuerdan múltiples realidades. «Se encargaron del
problema de la superpoblación, ¿verdad? —dice George con sarcasmo—.
Realmente lo hicimos». ¿Cuándo somos menos dueños de nuestros
pensamientos que cuando soñamos?
No es un viajero del tiempo. No viaja a través del tiempo. Lo cambia: el
pasado y el futuro, a un tiempo. Mucho más tarde, la ciencia ficción inventó
una terminología para estas convenciones o la tomó prestada de la física: las
historias alternativas pueden recibir el nombre de «líneas temporales» o, para
William Gibson, «stubs». En cualquier stub, la gente piensa que su historia es
la única que sucedió. No es que el sueño de Orr desencadene una nueva plaga;
se trata de que, cuando lo ha soñado, la plaga ya se había producido.
Comienza a entender la paradoja. «Pensó: en esa vida, ayer, tuve un sueño
efectivo que eliminó seis mil millones de vidas y cambió toda la historia de la
humanidad durante el último cuarto de siglo. Pero en esta vida, que creé
después, no tuve un sueño efectivo». Siempre hubo una plaga. No es

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casualidad que suene como el «Siempre hemos estado en guerra con Asia
Oriental» de George Orwell. Los gobiernos totalitarios también suministran
historias alternativas[56].
La rueda celeste es una crítica a cierto tipo de hibris que todos los seres
obstinados comparten en cierta medida. Es la hibris de los políticos y los
ingenieros sociales: paladines del progreso que creen que podemos rehacer el
mundo. «¿No es ese el verdadero propósito del hombre en la Tierra, hacer
cosas, cambiar cosas, manejar cosas, crear un mundo mejor?», dice Haber, el
científico, cuando Orr expresa sus dudas. El cambio es bueno: «Nada
permanece igual de un momento a otro, no se puede entrar dos veces en el
mismo río».
George lo ve de otro modo: «Estamos en el mundo, no contra él. No
funciona tratar de mantenerse al margen de las cosas y manejarlas de esa
manera. No funciona, va contra la vida». Evidentemente, es un taoísta por
naturaleza: «Hay un camino y hay que seguirlo. El mundo es, sin importar
cómo pensemos que debería ser».
Tras haber resuelto el problema de la superpoblación, Haber intenta
utilizar a George para lograr la paz en la Tierra. ¿Qué podría salir mal? Una
invasión extraterrestre. Sirenas, accidentes, naves espaciales plateadas. La
erupción del monte Hood. Orr sueña el fin de los conflictos raciales, del
«problema del color». Ahora todo es gris.
Unas palabras de Zhuangzi: «Quien sueña con un banquete se despierta
con lágrimas».
Parece que no hay ninguna manera de salir de este lío, ninguna manera
basada en la intención o control, pero aparece una inesperada fuente de
sabiduría: los extraterrestres. Se asemejan a grandes tortugas verdes y creen
que Jor Jor es un alma gemela, lo que no sería de sorprender, ya que cabe
suponer que este ha soñado su existencia. Hablan con acertijos:
Nosotros también hemos sufrido diferentes perturbaciones. Los conceptos se pierden en la
bruma. La percepción es difícil. Los volcanes vomitan fuego. Se ofrece ayuda: rechazable. No se
prescribe a todos el suero antiofídico. Antes de seguir indicaciones que lleven en direcciones
equivocadas, se puede convocar a fuerzas auxiliares.

Suenan vagamente taoístas: «El yo es el universo. Por favor, disculpen la


interrupción, se pierden en la bruma».
La realidad compite con la irrealidad. George duda de su cordura. Duda
de su libre albedrío. Sueña con mares profundos y contracorrientes. ¿Es el
soñador o es el sueño?

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«II descend, réveillé, l’autre côté du rêve». Le Guin está citando a Victor
Hugo. Desciende, despierto, al otro lado del sueño.
El extraterrestre dice: «Hay tiempo. Hay regresos. Ir es regresar».

«Esto de que el tiempo sea solo una cosa de la mente es muy confuso —decía
uno de los sabios niños de E. Nesbit, tras haber sido iniciado en los nuevos
misterios del tiempo—. Si todo sucede al mismo tiempo…».
—¡No es posible! —dijo Anthea con firmeza—. El presente es el presente y el pasado, el
pasado.
—No siempre —dijo Cyril—. Cuando estábamos en el pasado, el presente era el futuro.
¡Déjalo! —añadió triunfalmente.
Y Anthea no pudo negarlo.

Tenemos que formularnos estas preguntas, ¿no? ¿Es el mundo que


tenemos el único mundo posible? ¿Podría haber sido todo diferente? ¿Y si no
solo se pudiera matar a Hitler y ver qué sucede, sino también volver una y
otra vez al pasado, introducir mejoras, manipular la línea del tiempo, como el
meteorólogo Phil (Bill Murray) en una de las mejores películas de viajes en el
tiempo, que revive el día de la marmota hasta que finalmente lo consigue?
¿Es este el mejor de todos los mundos posibles? Si tuvieras una máquina
del tiempo, ¿matarías a Hitler?

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11

Las paradojas

Esto parece una paradoja. Pero no se debe pensar


mal de la paradoja, porque la paradoja es la pasión del
pensamiento y un pensador sin paradoja es como un
amante sin pasión: un tipo mediocre.

SØREN KIERKEGAARD (1844)

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Proposición: el viaje en el tiempo es imposible porque podrías viajar al
pasado y matar a tu abuelo, en cuyo caso tú, el asesino, nunca habrías llegado
a nacer; y así sucesivamente.
Ya hemos estado aquí antes. Nos hallamos en el terreno de la lógica, que
no hay que olvidar que es distinto al terreno de la realidad. Sus habitantes
hablan un dialecto propio, que se parece al lenguaje natural y a menudo se
entiende bastante bien, pero está lleno de trampas. Una misma cosa puede ser
«lógicamente posible», pero «empíricamente imposible». Aunque los lógicos
nos den permiso para construir una máquina del tiempo, tal vez no seamos
capaces de hacerlo.
Dudo que cualquier otro fenómeno, real o imaginario, haya inspirado más
análisis filosóficos desconcertantes, enrevesados y, en última instancia,
inútiles que el viaje en el tiempo. (De todos modos, algunos aspirantes, como
el determinismo y el libre albedrío, forman parte del debate sobre el viaje en
el tiempo). La discusión ya estaba bastante avanzada en vida de H. G. Wells
como para que le desconcertara. John Hospers aborda la cuestión en su libro
de texto clásico, Introducción al análisis filosófico: «¿Es lógicamente posible
retroceder en el tiempo, por ejemplo hasta el año 3000 a. C., y ayudar a los
egipcios a construir las pirámides? Debemos ser muy prudentes con esto».
Esta posibilidad es fácil de expresar (normalmente utilizamos las mismas
palabras para hablar del tiempo que del espacio) y es fácil de imaginar. «De
hecho, H. G. Wells la imaginó en La máquina del tiempo y cada lector la
imagina con él». (Hospers recuerda mal La máquina del tiempo: «Una
persona en 1900 tira de la palanca de una máquina y, súbitamente, se ve
rodeado por el mundo de muchos siglos antes»). Hospers era un tanto
excéntrico y logró la distinción, inusual para un filósofo, de obtener un voto
electoral para ser presidente de Estados Unidos[57]. Su libro, publicado por
primera vez en 1953, siguió siendo un clásico, con cuatro ediciones a lo largo
de cuarenta años.
Su respuesta a esta pregunta retórica es un rotundo no. El viaje en el
tiempo al estilo de Wells no solo es imposible, sino que es «lógicamente»

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imposible. Es una contradicción en sí mismo. Hospers lo demuestra con un
razonamiento que se extiende a lo largo de cuatro densas páginas.
«¿Cómo puede estar en el siglo XX d. C. y el siglo XXX a. C. al mismo
tiempo? Aquí ya existe una contradicción… No es lógicamente posible estar
en un siglo y en otro al mismo tiempo». Uno podría preguntarse (aunque
Hospers no lo hace) si acecha alguna trampa en la expresión engañosamente
común «al mismo tiempo». El presente y el pasado son tiempos diferentes,
por tanto no son ni el mismo tiempo ni al mismo tiempo. QED.
Sospechosamente fácil. No obstante, lo fundamental de la fantasía del
viaje en el tiempo es que los afortunados viajeros tienen sus propios relojes.
Su tiempo puede seguir corriendo hacia delante mientras retroceden hasta una
época diferente registrada por el universo en general. Hospers lo ve, pero se
resiste. «Las personas pueden ir hacia atrás en el espacio, pero ¿qué significa
literalmente “retroceder en el tiempo”?», pregunta.
Y si continúa viviendo, ¿qué puede hacer sino envejecer cada día? ¿No es «rejuvenecer cada
día» una contradicción en los términos, a menos que, obviamente, tenga un sentido figurado,
como en «cariño, estás cada día más joven», donde se da por supuesto que la persona, aunque
parece cada día más joven, aún envejece cada día?

(No hay indicios de que conociera el relato de F. Scott Fitzgerald en el


que a Benjamin Button le ocurre justamente eso. Benjamin, que nace con
setenta años, va rejuveneciendo hasta llegar a la infancia y perderse en el
olvido. Fitzgerald admitía que se trataba de una imposibilidad lógica. La
historia tiene mucha descendencia).
El tiempo es simple para Hospers. Si uno imagina que un día se encuentra
en el siglo XX y al día siguiente su máquina del tiempo le transporta hasta el
antiguo Egipto, «¿no hay aquí otra contradicción? Porque el día siguiente al 1
de enero de 1969 es el 2 de enero de 1969. El día que sigue al martes es el
miércoles (es analítico: el “miércoles” se define como el día que sigue al
martes)», etc. Y tiene un último argumento, el golpe de gracia a la lógica del
viaje en el tiempo. Las pirámides fueron construidas antes de que naciera. No
ayudó a construirlas. Ni siquiera fue un observador. «Es un hecho inmutable»,
afirma Hospers y añade: «No se puede cambiar el pasado. Esa es la cuestión
fundamental: el pasado es lo que sucedió y no se puede hacer que no haya
sucedido lo que sucedió». Sigue siendo un libro de filosofía analítica, pero
casi se puede oír al autor clamando:
Ni todos los caballos del rey, ni todos los hombres del rey podrían conseguir que no haya
sucedido lo que ha sucedido porque es una imposibilidad lógica. Cuando uno dice que es
lógicamente posible (literalmente) retroceder en el tiempo hasta el año 3000 a. C. y ayudar a
construir las pirámides, se enfrenta a una pregunta: ¿les ayudó a construir las pirámides o no? La

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primera vez que sucedió, no lo hizo: no estaba allí, ni siquiera había nacido, todo había terminado
antes de que llegara.

Admítalo: usted no ayudó a construir las pirámides. Eso es un hecho, pero


¿es lógico? No todos los lógicos consideran estos silogismos evidentes. Hay
cosas que la lógica no puede demostrar o refutar. Las palabras que utiliza
Hospers son más resbaladizas de lo que él parece advertir, empezando por la
palabra «tiempo». Y, a fin de cuentas, está asumiendo abiertamente aquello
que trata de demostrar. «Toda esta hipotética situación está plagada de
contradicciones —concluye—. Cuando decimos que podemos imaginarla,
solo estamos pronunciando palabras, pero en realidad no hay nada
lógicamente posible que las palabras puedan describir».
Kurt Gödel no estaba de acuerdo. Era el lógico por excelencia del siglo,
cuyos descubrimientos hicieron que no se volviera a pensar en la lógica de la
misma manera. Y se desenvolvía bien con las paradojas.
Mientras que una aserción lógica de Hospers sonaba así: «Es lógicamente
imposible pasar del 1 de enero a cualquier otro día salvo al 2 de enero del
mismo año», el tono de Gödel, que empleaba un libro de tácticas diferente,
era más o menos este:
La afirmación de que no existe un sistema uniparamétrico de triespacios ortogonal a las
líneas-x0 se sigue inmediatamente de la condición necesaria y suficiente que debe satisfacer
cualquier espacio vectorial v en un tetraespacio si se quiere que exista un sistema de triespacios en
todos los puntos ortogonal a los vectores del espacio.

Estaba hablando de las líneas del universo del continuo espacio-tiempo de


Einstein. Era el año 1949. Gödel había publicado su obra más importante
dieciocho años antes, cuando tenía veinticinco años y vivía en Viena: la
prueba matemática que destruiría de una vez por todas la esperanza en que la
lógica o las matemáticas puedan ensamblar un sistema de axiomas completo y
coherente, lo suficientemente convincente como para describir la aritmética
natural y que fuera o probablemente cierto o probablemente falso. Los
teoremas de incompletitud de Gödel se basaban en una paradoja y nos dejan
con una paradoja aún mayor[58]. Sabemos que nunca podemos tener la certeza
absoluta. Lo sabemos con seguridad.
Por entonces Gödel estaba pensando en el tiempo, «ese ente misterioso y
contradictorio que, por otra parte, parece constituir la base de la existencia del
mundo y de nuestra propia existencia». Tras haber huido de Viena después
del Anschluss en el Transiberiano, empezó a trabajar en el Instituto de
Estudios Avanzados de Princeton, donde él y Einstein estrecharon una
amistad que había comenzado a principios de los años treinta. Sus paseos

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juntos, desde Fuld Hall hasta Olden Farm, que sus colegas contemplan con
envidia, llegarían a ser legendarios. En sus últimos años, Einstein le dijo a
alguien que aún seguía yendo al Instituto más que nada um das Privileg zu
haben, mit Gödel zu Fuss nach Hause gehen zu dürfen, (para tener el
privilegio de regresar a casa caminando con Gödel). En el septuagésimo
cumpleaños de Einstein, en 1949, su amigo le regaló un cálculo sorprendente:
que sus ecuaciones de campo de la relatividad general permiten la posibilidad
de que existan «universos» en los que el tiempo es cíclico o, para ser más
precisos, universos en los que algunas líneas del universo se curvan sobre sí
mismas. Se trata de «líneas cerradas de tipo tiempo» o, como las
denominarían hoy los físicos, curvas cerradas de tipo tiempo (CTC, por su
abreviatura en inglés). Son autopistas circulares que carecen de carriles de
entrada o de salida. Una curva cerrada de tipo tiempo se curva sobre sí misma
y con ello desafía las nociones comunes de causa y efecto: los
acontecimientos son su propia causa. (El universo mismo, entero, rotaría, algo
para lo que los astrónomos no han encontrado pruebas, y según los cálculos
de Gödel una CTC tendría que ser extremadamente grande, miles de millones
de años luz, pero rara vez se mencionan estos detalles)[59].
Stephen Hawking sabe por qué la atención prestada a las CTC es
desproporcionada con respecto a su importancia o verosimilitud: «Los
científicos que trabajan en este campo tienen que ocultar su verdadero interés
utilizando términos técnicos como “curvas cerradas de tipo tiempo” que son
un nombre en clave para el viaje en el tiempo». Y el viaje en el tiempo es
sexy, incluso para un lógico austriaco patológicamente tímido y casi
paranoico. Gödel incluía, prácticamente escondidas en el ramillete de
cálculos, algunas palabras en un inglés casi llano:
En particular, si P y Q son dos puntos cualesquiera de una línea-universo de materia, y P
precede a Q sobre esta línea, existe una línea tipo tiempo que conecta P y Q y sobre la cual Q
precede a P; es decir, en estos universos es teóricamente posible viajar al pasado o influirlo de
algún modo.

Nótese, por cierto, con qué facilidad hablaban ya los físicos y los
matemáticos de universos alternativos. «En estos universos…», escribe
Gödel. El título de su artículo, cuando lo publicó en Reviews of Modern
Physics, era «Soluciones a las ecuaciones del campo gravitatorio de
Einstein», y una «solución» es nada menos que un posible universo. «Todas
las soluciones cosmológicas con densidad no nula de materia», escribe, lo que
significa: todos los posibles universos que no están vacíos. «En este artículo

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propongo una solución». (He aquí un posible universo para usted). Pero
¿existe en realidad este posible universo? ¿Es el universo en el que vivimos?
A Gödel le gustaba pensar que sí. Freeman Dyson, por entonces un joven
físico que trabaja en el Instituto, me contó muchos años más tarde que Gödel
le había preguntado: «¿Han demostrado ya mi teoría?». Hay físicos hoy en día
que dirán que si se ha demostrado que un universo no contradice las leyes de
la física, entonces sí, es real. A priori. El viaje en el tiempo es posible.
Eso era poner el listón muy bajo. Einstein era más cauto. Sí, admitía que
«esas soluciones cosmológicas a las ecuaciones del campo gravitatorio… las
ha descubierto el señor Gödel», pero añadía benignamente: «Será interesante
sopesar si van a ser excluidas o no sobre la base de la física». En otras
palabras, no nos tomemos las matemáticas al pie de la letra[60]. La cautela de
Einstein no sirvió para restar popularidad a las curvas cerradas de tipo tiempo
de Gödel entre los fans del viaje en el tiempo y, entre ellos se contaban
lógicos, filósofos y físicos. No tardaron mucho en lanzar los hipotéticos
cohetes espaciales de Gödel.
«Supongamos que nuestro viajero en el espacio-tiempo gödeliano decide
visitar su propio pasado y hablar con su yo más joven», escribió Larry Dwyer
en 1973. Y especifica:
en t1, T habla con su yo más joven
en t2, T entra en el cohete para emprender el viaje al pasado.
Digamos que t1 = 1950; t2 = 1974

No es el comienzo más original, pero Dwyer es un filósofo que escribe en


Philosophical Studies: An International Journal for Philosophy in the
Analytic Tradition, nada que ver con Astounding Stories. Dwyer se ha
documentado:
La ciencia ficción está llena de historias en las que la trama se centra en determinados
individuos que, tras accionar aparatos mecánicos complejos, se ven transportados al pasado.

Además de leer narrativa, lee literatura filosófica, empezando por la


prueba de la imposibilidad del viaje en el tiempo de Hospers. Cree que
Hospers está confundido. Reichenbach también lo está (nos referimos a Hans
Reichenbach, autor de The Direction of Time [La dirección del tiempo]) y
Čapek (Milič Čapek, «Time in Relativity Theory: Arguments for a
Philosophy of Becoming» [El tiempo en la teoría de la relatividad:
argumentos para una filosofía del devenir]). Reichenbach defendía la
posibilidad de «encuentros con uno mismo»: «el ego más joven» se encuentra
con el «ego mayor», para quien «el mismo suceso tiene lugar una segunda

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vez», y aunque pueda parecer paradójico, no resulta ilógico. Dwyer no está de
acuerdo: «Este tipo de discurso es el que ha generado tanta confusión en la
literatura». Čapek dibuja diagramas con líneas del universo gödelianas
«imposibles». Y también Swinburne, Whitrow, Stein, Gorovitz («los
problemas de Gorovitz, obviamente, los ha creado él») y el propio Gödel, que
malinterpreta su propia teoría.
Según Dwyer todos ellos cometen el mismo error. Imaginan que un
viajero en el tiempo podría cambiar el pasado y eso no puede ocurrir. Dwyer
puede aceptar otros problemas que crea el viaje en el tiempo: la
retrocausalidad (efectos que preceden a sus causas) y la multiplicación de
entidades (los viajeros del tiempo y las máquinas del tiempo se cruzan con sus
dobles). Pero no este. «Independientemente de lo que pueda suponer el viaje
en el tiempo, no entraña alterar el pasado», afirma. Pensemos en el T mayor,
que usa el bucle espaciotemporal gödeliano para viajar de 1974 a 1950,
cuando se encuentra con el T joven.
Obviamente, el encuentro se registra dos veces en la historia mental del viajero en el tiempo;
mientras que la reacción del T joven a su encuentro con T puede ser de temor, escepticismo,
alegría, etc., T, por su parte, puede recordar o no sus sentimientos cuando, en su juventud, se
encontró con una persona que afirmaba ser su yo de más edad. Obviamente, ahora sería
contradictorio decir que T hace algo al T joven que, según su memoria, sabe que no le sucede a él.

Obviamente.
¿Por qué T no puede retroceder en el tiempo y matar a su abuelo? Porque
nunca lo hizo. Así de sencillo.

Salvo que, por supuesto, nunca es así de sencillo.


Robert Heinlein, tras crear sus múltiples Bob Wilson en 1939, que se
golpean entre sí antes de autoexplicarse los misterios del viaje en el tiempo,
volvió a examinar las posibilidades de la paradoja veinte años más tarde en un
relato que superó a todos sus predecesores. Se titulaba «Todos vosotros
zombis» y lo publicó en Fantasy and Science Fiction después de que un
editor de Playboy lo rechazara porque el sexo le provocaba náuseas (era
1959[61]). La trama incluye un componente transgénero, un tanto adelantado
para su época, pero necesario para lograr el equivalente en el viaje en el
tiempo a un cuádruple axel: el protagonista es su madre, su padre, su hijo y su
hija. El título también es un chiste: «Yo sé de dónde vengo, pero ¿de dónde
vinisteis todos vosotros los zombis?».
¿Puede superar alguien esto? Desde un punto de vista puramente
numérico, sin duda. En 1973, David Gerrold, un joven guionista de televisión

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de la breve (y posteriormente longeva) Star Trek, publicó una novela, The
Man Who Folded Himself (El hombre que se doblaba sobre sí mismo),
protagonizada por un estudiante universitario llamado Daniel que recibe de un
misterioso «tío Jim» un Cinturón del Tiempo, junto con las instrucciones. El
tío Jim le anima a escribir un diario, algo muy bueno porque la vida se
complica rápidamente. Enseguida tenemos que hacer un esfuerzo para poder
seguir el hilo, ya que el elenco de personajes se expande como un acordeón
para incluir a Don, Diane, Danny, Donna, ultra-Don y la tía Jane, que son
todos ellos (como si no lo supiéramos) la misma persona subida en una
montaña rusa temporal.
Existen muchísimas variaciones sobre este tema. Las paradojas se
multiplican casi con la misma rapidez que los viajeros en el tiempo, pero al
examinarlas con atención, acaban siendo todas la misma. Solo hay una
paradoja que viste ropajes diferentes dependiendo de la ocasión. A veces se la
denomina la paradoja bootstrap, en homenaje a Heinlein, cuyo Bob Wilson es
enviado por sus propios medios (bootstrap) a su propio futuro. O la paradoja
ontológica, el enigma de ser y devenir, también conocido como «¿Quién es tu
papá?». Las personas y los objetos (relojes de bolsillo, cuadernos) existen sin
tener ni origen ni motivo. Jane, de «Todos vosotros zombis», es su madre y su
padre, lo que lleva a preguntarse de dónde proceden sus genes. O: en 1935 un
corredor de bolsa estadounidense encuentra una máquina del tiempo wellsiana
(«marfil pulido y metal reluciente») oculta entre las hojas de palma en la selva
de Camboya («la tierra del misterio»); tira de la palanca y retrocede al año
1925, cuando están puliendo la máquina y ocultándola entre las hojas[62]. Ese
es su ciclo vital: una curva cerrada de tipo tiempo de diez años. «Pero ¿de
dónde provenía originalmente?», le pregunta el corredor de bolsa a un budista
con una túnica amarilla. El sabio le explica como si fuera un zoquete: «Nunca
hubo un “originalmente”[63]».
Algunos de los bucles más ingeniosos contienen pura información. «Señor
Buñuel, tengo una idea genial para una película». Un libro sobre cómo
construir una máquina del tiempo llega del futuro. Véase también la paradoja
de la predestinación. El intentar alterar lo que tiene que suceder contribuye de
algún modo a que suceda. En Terminator (1984), un ciborg asesino
(interpretado con un característico acento austriaco por un culturista de treinta
y siete años, Arnold Schwarzenegger) viaja al pasado para matar a una mujer
antes de que pueda dar a luz al hombre que está destinado a liderar un
movimiento de resistencia en el futuro; el fracaso del ciborg deja detritos que
hacen posible su propia creación; etc.

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En cierto sentido, la paradoja de la predestinación es anterior al viaje en el
tiempo en varios milenios. Layo, con la esperanza de que no pudiera cumplir
la profecía de su propio asesinato, abandona a Edipo en el monte para que
muera. Lamentablemente, su plan fracasa. La idea de la profecía
autocumplida es antigua, aunque se trate de una denominación nueva acuñada
por el sociólogo Robert Merton en 1948 para describir un fenómeno muy real:
«Una definición falsa de la situación que provoca un nuevo comportamiento
que hace que la falsa concepción original de la situación se vuelva
verdadera». (Por ejemplo, una alerta de escasez de gasolina provoca un
pánico que induce a comprar, lo que provoca escasez de gasolina). Las
personas siempre se han preguntado si pueden escapar al destino. Solo ahora,
en la época de los viajes en el tiempo, nos preguntamos si podemos cambiar
el pasado.
Todas las paradojas son bucles temporales. Todas nos obligan a pensar en
la causalidad. ¿Puede un efecto preceder a su causa? Por supuesto que no. Es
evidente, por definición. «Una causa es un objeto seguido por otro», repetía
David Hume. Si un niño recibe la vacuna contra el sarampión y después sufre
una convulsión, puede que la vacuna haya causado o no la convulsión, pero lo
que sí sabemos con certeza es que la convulsión no ha causado la vacuna.
No obstante, no se nos da muy bien entender las causas. El primero del
que se tiene constancia que intentó analizar la causa y el efecto mediante el
raciocinio fue Aristóteles, quien creó niveles de complejidad que han causado
confusión desde entonces. Distinguía cuatro tipos diferentes de causas, que
podríamos denominar (teniendo en cuenta las dificultades que plantea la
traducción después de milenios) la eficiente, la formal, la material y la final.
A nosotros nos cuesta reconocer algunas de ellas como causas. La causa
eficiente de una escultura es el escultor, pero la causa material es el mármol.
Ambas son necesarias para que la escultura pueda existir. La causa final es el
propósito para el que se ha creado: su belleza, por ejemplo. Consideradas
desde un punto de vista cronológico, las causas finales parecen llegar más
tarde. ¿Cuál es la causa de una explosión? ¿La dinamita? ¿La chispa? ¿El
atracador del banco? ¿La apertura de la caja fuerte? A las personas de hoy
esta línea de pensamiento les suele parecer trivial. (Por otra parte, algunos
especialistas encuentran el vocabulario de Aristóteles lamentablemente
primitivo y no querrían debatir sobre las relaciones causales sin mencionar la
inmanencia, la trascendencia, la individuación, la aridad, las causas híbridas,
las causas probabilísticas y las cadenas causales). En cualquier caso, conviene

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recordar que, si se analiza detenidamente, no hay nada que tenga una causa
única inequívoca e incontrovertible.
¿Aceptaríamos la afirmación de que la causa de una roca es la misma roca
un instante antes?
«Todos los razonamientos que se refieren a los hechos parecen fundarse
en la relación de causa y efecto», afirmaba Hume, pero descubrió que los
razonamientos nunca eran fáciles ni seguros. ¿Es el sol la causa del
calentamiento de una roca? ¿Es un insulto la causa del enfado de una
persona? Lo único que se podía afirmar con certeza: «Una causa es un objeto
seguido por otro». Si un efecto no deriva necesariamente de una causa, ¿es
una causa? Estos argumentos se repetían en los círculos filosóficos y seguiría
siendo así pese al intento de Bertrand Russell de zanjar la cuestión de una vez
por todas en 1913 apelando a la ciencia moderna. «Curiosamente, en las
ciencias avanzadas como la astronomía gravitacional, la palabra “causa”
nunca aparece», escribió. Era hora de que los filósofos se pusieran al día. «La
razón por la que la física ha dejado de buscar las causas es porque en realidad
no existen. Creo que la ley de la causalidad, como mucho de lo que dan por
bueno los filósofos, es una reliquia de una época pasada que sobrevive, como
la monarquía, solo porque se supone erróneamente que no hace ningún daño».
Russell tenía en mente la visión hipernewtoniana de la ciencia descrita un
siglo antes por Laplace, el universo rígido, en el que todo lo que existe está
acoplado en la maquinaria de las leyes físicas. Laplace hablaba del pasado
como la causa del futuro, pero si toda la máquina avanza al unísono, ¿por qué
habríamos de imaginar que un mecanismo o una palanca concretos son más
causales que cualquier otra pieza? Puede que consideremos que el caballo es
la causa del movimiento del carruaje, pero no es más que un prejuicio. Nos
guste o no, el caballo, también, está totalmente determinado. Russell se había
percatado de que cuando los físicos escriben sus leyes en el lenguaje
matemático, el tiempo no posee una direccionalidad inherente. «La ley no
diferencia el pasado del futuro —escribió—. El futuro “determina” el pasado
de la misma forma exactamente que el pasado “determina” el futuro».
«Pero —se nos dice— no podemos alterar el pasado mientras que sí podemos alterar hasta
cierto punto el futuro». Me parece que esta opinión se basa justamente en aquellos errores sobre
la causalidad que he pretendido eliminar. Es cierto que no se puede hacer que el pasado sea
distinto de lo que fue… Si ya se sabe lo que fue el pasado, obviamente es inútil desear que
hubiera sido diferente. Pero tampoco se puede conseguir que el futuro sea distinto de lo que
será… Si resulta que se conoce el futuro, por ejemplo en el caso de un próximo eclipse, es tan
inútil desear que sea diferente como desearlo del pasado.

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Y sin embargo, pese a Russell, los científicos no pueden renunciar a la
causalidad más que cualquier otro. Fumar provoca cáncer,
independientemente de que unos cigarrillos concretos puedan causar o no un
cáncer concreto. La quema de petróleo y carbón causa el cambio climático.
Una mutación en un único gen causa fenilcetonuria. El colapso de una estrella
muerta causa una supernova. Hume tenía razón: «Todos los razonamientos
que se refieren a los hechos parecen fundarse en la relación de causa y
efecto». A veces es de lo único que hablamos. Las líneas de la causalidad
están por todas partes, unas son cortas y otras largas, unas firmes y otras
débiles, invisibles, entrelazadas e ineludibles. Todos ellas discurren en una
dirección, del pasado al futuro.
Pongamos que un día de 1811, en la población de Teplice, en el noroeste
de Bohemia, un hombre llamado Ludwig dibuja una nota en un pentagrama
de su cuaderno. Una tarde de 2011 una mujer llamada Rachel toca la trompa
en el Boston Symphony Hall con un efecto cuantificable: el aire de esa sala
vibra con una longitud de onda predominante de 444 ciclos por segundo.
¿Quién puede negar que, al menos en parte, la nota del pentagrama causó dos
siglos más tarde las vibraciones atmosféricas? Con las leyes de la física, la vía
de influencia de las moléculas de Bohemia a las moléculas de Boston sería
complicada de calcular, incluso teniendo en cuenta la mítica «inteligencia que
podía comprender todas la fuerzas» de Laplace. Sin embargo, podemos
apreciar una cadena causal ininterrumpida. Una cadena de información, si se
quiere.
Russell no puso fin a la conversación cuando declaró que las nociones de
causalidad eran reliquias de una época pasada. Los filósofos y los físicos no
solo siguen discutiendo sobre la causa y el efecto, sino que añaden nuevas
posibilidades a la combinación. La retrocausalidad es ahora un tópico. Al
parecer, Michael Dummett, un eminente lógico y filósofo inglés (y lector de
ciencia ficción), inició esta vertiente con su artículo académico de 1954 «Can
an Effect Precede Its Cause?» (¿Puede un efecto preceder a su causa?), al que
seguiría diez años más tarde otro más concluyente «Bringing About the Past»
(Traer el pasado). Entre las cuestiones que planteaba figura la siguiente.
Supongamos que oye en la radio que el barco de su hijo se ha hundido en el
Atlántico y le reza a Dios para que su hijo sea uno de los supervivientes. ¿Ha
blasfemado al pedirle a Dios que deshaga lo hecho? ¿O esta oración es
idéntica desde un punto de vista funcional a rezar por anticipado para que el
viaje de su hijo sea seguro?

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¿Qué podría inspirar a los filósofos modernos, contra todo precedente y en
contra de la tradición, a considerar la posibilitad de que los efectos pudieran
preceder a las causas? La Stanford Encyclopedia of Philosophy ofrece esta
respuesta: «El viaje en el tiempo». En realidad, todas las paradojas del viaje
del tiempo, nacimientos y asesinatos por igual, derivan de la retrocausalidad.
Los efectos anulan sus causas.
El principal argumento en contra de que el orden causal sea el orden temporal es que la
causalidad hacia atrás en el tiempo es posible en casos como el viaje en el tiempo. Parece
metafísicamente posible que un viajero en el tiempo entre en una máquina del tiempo en el
tiempo t1 y salga de la máquina del tiempo en algún tiempo anterior t0. Ciertamente, parece que
es posible desde un punto de vista nomológico, ya que Gödel ha demostrado que existen
soluciones a las ecuaciones de campo de Einstein que permiten los bucles.

No es que el viaje en el tiempo resuelva el problema. «Se podrían aducir


aquí varias incoherencias —advierte la enciclopedia—, como la incoherencia
de cambiar lo que ya es fijo (causando el pasado), de ser tanto capaz como
incapaz de matar a los propios antepasados o generar un bucle causal». Los
escritores valientes están dispuestos a arriesgarse a cometer una incoherencia
o dos. Philip K. Dick hace correr los relojes hacia atrás (por así decirlo) en El
mundo contrarreloj y lo mismo hizo Martin Amis en La flecha del tiempo.
Parece que viajamos en círculos.

«El renacimiento reciente de la física de los agujeros de gusano ha dado pie a


una observación muy preocupante», escribió en 1994 Matt Visser, un
matemático y cosmólogo de Nueva Zelanda, en Nuclear Physics B (el sendero
que se bifurca de Nuclear Physics, dedicada a la «física de altas energías
teórica, fenomenológica y experimental, la teoría cuántica de campos y los
sistemas estadísticos»). Evidentemente, el «renacimiento» de la física de los
agujeros de gusano ya estaba bien consolidado, aunque estos supuestos
túneles a través del espacio-tiempo seguían (y siguen) siendo totalmente
hipotéticos. La observación preocupante era la siguiente: «Si existen los
agujeros de gusano transitables, entonces parece ser bastante fácil transformar
esos agujeros de gusano en máquinas del tiempo». No solo era preocupante.
Era extremadamente preocupante: «Esta situación extremadamente
preocupante ha llevado a Hawking a promulgar su conjetura de la protección
de la cronología».
Hawking es, obviamente, Stephen Hawking, el físico de Cambridge que
por entonces se había convertido en el científico vivo más famoso del mundo,
en parte debido a su dramática lucha durante años contra la esclerosis lateral

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amiotrófica, que causa una parálisis progresiva, y en parte por su talento para
popularizar los problemas más intrincados de la cosmología. No es de
sorprender que le atrajeran los viajes en el tiempo.
«La conjetura de la protección de la cronología» es el título de un artículo
académico que escribió en 1991 para Physical Review D. En él explicaba sus
motivaciones como sigue: «Se ha sugerido que una civilización avanzada
podría disponer de la tecnología para curvar el espacio-tiempo de forma que
aparecieran curvas cerradas de tipo tiempo, lo que permitiría viajar al
pasado». ¿Sugerido por quién? Por multitud de escritores de ciencia ficción,
por supuesto, pero Hawking citaba al físico Kip Thorne (otro protegido de
Wheeler), del Instituto de Tecnología de California, quien había estado
trabajando con sus alumnos en «agujeros de gusano y máquinas del tiempo».
En cierto momento, la expresión «civilización suficientemente avanzada»
se convirtió en un tropo. Por ejemplo, en frases como «aunque nosotros los
humanos no podemos hacerlo, ¿podría una civilización suficientemente
avanzada?». Es muy útil no solo para los escritores de ciencia ficción, sino
también para los físicos. Thorne, Mike Morris y Ulvi Yurtsever escribieron en
Physical Review Letters en 1988: «Empezamos preguntando si las leyes de la
física permiten a una civilización arbitrariamente avanzada construir y
mantener agujeros de gusano para realizar viajes interestelares». No es una
casualidad que veintiséis años después, en 2014, Thorne fuera productor
ejecutivo y asesor científico de la película de gran presupuesto Interstellar.
«Cabe imaginar una civilización avanzada que separe un agujero de gusano
de la espuma cuántica», escribieron en el artículo de 1988, e incluyeron una
ilustración con la leyenda «Diagrama del espacio-tiempo para la conversión
de un agujero de gusano en una máquina del tiempo». Estaban pensando en
agujeros de gusano con bocas en movimiento: una nave espacial podría entrar
por una boca y salir por otra en el pasado. Lógicamente, terminaban
planteando una paradoja, solo que esta vez no es el abuelo el que muere:
¿Puede un ser avanzado determinar que el gato de Schrödinger está vivo en un evento P (de
este modo «colapsando su función de onda» a un estado «vivo»), retroceder después en el tiempo
a través del agujero de gusano y matar al gato (colapsar su función de onda a un estado «muerto»)
antes de que llegue a P?

Esta pregunta quedaba sin respuesta.


Hawking intervino. Analizó la física de los agujeros de gusano así como
las paradojas («toda clase de problemas lógicos, si fuera posible cambiar la
historia»). Contempló la posibilidad de eludir las paradojas «mediante alguna
modificación del concepto de libre albedrío», pero el libre albedrío no es un

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tema que entusiasme a los físicos y Hawking encontró una solución mejor,
que propuso denominar la conjetura de la protección de la cronología. Hacían
falta muchos cálculos y, una vez realizados, Hawking estaba convencido: las
leyes de la física protegerían la historia de los supuestos viajeros en el tiempo.
Pese a Kurt Gödel, deben prohibir la aparición de curvas cerradas de tipo
tiempo. «Parece que existe una agencia de protección de la cronología —
escribió en un tono propio de la ciencia ficción— que impide la aparición de
curvas cerradas de tipo tiempo y, con ello, hace seguro el universo para los
historiadores». Y concluía con una floritura de las que se le permitían a
Hawking en el Physical Review. Tenía algo más que una teoría. Tenía una
«prueba»:
La prueba experimental más sólida a favor de la conjetura es que no nos hayan invadido
hordas de turistas del futuro.

Hawking es uno de esos físicos que sabe que el viaje en el tiempo es


imposible, pero también sabe que es divertido hablar de él. Señala que todos
viajamos a través del tiempo, segundo a segundo. Describe los agujeros
negros como máquinas del tiempo y nos recuerda que la gravedad ralentiza el
paso del tiempo. Y a menudo cuenta la historia de la fiesta que organizó para
viajeros en el tiempo, para la que envió las invitaciones una vez celebrada:
«Estuve esperando un buen rato, pero no vino nadie».
En realidad, la conjetura de la protección de la cronología ya había estado
circulando mucho antes de que Stephen Hawking le pusiera un nombre. Ray
Bradbury, por ejemplo, afirmaba en su relato de 1952 sobre cazadores de
dinosaurios que viajan en el tiempo: «El tiempo no permite esta clase de
confusiones, que un hombre se encuentre consigo mismo. Cuando amenazan
con producirse situaciones como esta, el Tiempo se aparta, como un avión al
encontrarse con una bolsa de aire». Nótese que aquí el tiempo posee agencia:
el tiempo «no permite» y el tiempo «se aparta». Douglas Adams proponía su
propia versión: «Las paradojas no son más que cicatrices. El tiempo y el
espacio se curan a sí mismos y la gente simplemente recuerda una versión de
los acontecimientos que tenga tanto sentido como necesitan que tenga».
Puede que parezca un tanto mágico. Los científicos prefieren creer en las
leyes de la física. Gödel pensaba que un universo robusto, libre de paradojas,
era una pura cuestión de lógica. «El viaje en el tiempo es posible, pero
ninguna persona conseguirá nunca matar a su propio yo pasado —le dijo a un
joven visitante en 1972—.[64] Se ignora en gran medida el a priori. La lógica
es muy poderosa». En cierto momento, la protección de la cronología pasó a
formar parte de las reglas básicas. Incluso se convirtió en un cliché. En su

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relato de 2008 «The Region of Unlikeness» (La región de la desemejanza),
Rivka Galchen puede dar por supuesto todo este viejo problema:
Los escritores de ciencia ficción han encontrado soluciones análogas a la paradoja del abuelo:
a los nietos homicidas los detiene inevitablemente algo (pistolas defectuosas, pieles de plátano
resbaladizas, sus propias conciencias) antes de que puedan cometer el acto imposible.

La expresión «región de la desemejanza» procede de san Agustín:


«Advertí que me hallaba lejos de Ti, en la región de la desemejanza» (in
regione dissimilitudinis). No está plenamente realizado. Tampoco ninguno de
nosotros, confinados como estamos en el tiempo y el espacio. «Y miré las
demás cosas que están por debajo de Ti y vi que ni son en absoluto ni
absolutamente no son». Recordemos que Dios es la eternidad y nosotros no,
para nuestra desgracia.
La narradora de Galchen entabla una amistad con dos hombres más
mayores, tal vez filósofos, o científicos, es un tanto imprecisa. Las relaciones
no están bien definidas. La narradora cree que ella misma no está del todo
definida. Los hombres hablan de un modo enigmático. «Oh, el tiempo dirá»,
dice uno de ellos. Y: «El tiempo es nuestra tragedia, la sustancia por la que
tenemos que avanzar mientras tratamos de acercarnos a Dios». Durante un
tiempo desaparecen de su vida. Ella mira las páginas de necrológicas. Un
sobre aparece misteriosamente en su buzón; un diagrama, bolas de billar,
ecuaciones. Cree que se trata de un viejo chiste: «El tiempo vuela como una
flecha y a las moscas de la fruta les gustan los plátanos». Una cosa queda
clara: todos los personajes de esta historia saben mucho sobre los viajes en el
tiempo. De las sombras comienza a surgir un bucle fatídico: la misma
paradoja de siempre. Se explican algunas reglas: que «a diferencia de en las
películas populares, el viaje al pasado no alteraba el futuro, o, más bien, que
el futuro ya estaba alterado, o, más bien, que era mucho más complicado que
todo eso». El destino parece estar tirando de ella con suavidad. ¿Puede
alguien eludir el destino? Recordemos lo que le sucedió a Layo. Todo lo que
puede decir es: «No cabe duda de que nuestro mundo obedece reglas aún
extrañas para nuestra imaginación».

Comenzamos de nuevo. Una mujer está de pie al final de un «muelle», la


plataforma de observación al aire libre del aeropuerto de Orly (la grande jetée
d’Orly), con vistas a un mar de hormigón en el que reposan grandes aviones
de metal que señalan como flechas hacia el futuro. El sol palidece en un cielo
de color carbón. Oímos los estridentes motores de los aviones, un coro

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fantasmagórico, voces que murmuran. La mujer casi sonríe mientras el viento
alborota su cabello. Un niño se agarra a la barandilla mientras contempla los
aviones un caluroso domingo. Ve a la mujer llevarse las manos a la cara,
horrorizada, y también ve por el rabillo del ojo cómo cae al suelo una figura
borrosa. «Más tarde supo que había visto morir a un hombre», entona el
narrador. No mucho después, empieza la tercera guerra mundial. Un
holocausto nuclear destruye París, y también el resto de mundo.
Se trata de La jetée (El muelle), un película de 1962 de Chris Marker, el
pseudónimo de Christian François Bouche-Villeneuve, nacido en 1921,
estudiante de filosofía, combatiente de la Resistencia con el Maquis y,
posteriormente, periodista y fotógrafo itinerante[65]. Pocas veces fue
fotografiado sin una máscara y vivió hasta los noventa y un años. En los años
cincuenta, tras haber trabajado con Alain Resnais en su documental sobre el
Holocausto, Noche y niebla, Resnais dijo de él: «Circula la teoría, y no sin
razón, de que Marker podría ser un extraterrestre. Parece humano, pero podría
ser del futuro o de otro planeta». Marker llamaba a La jetée una «fotonovela»:
se compone de fotografías, que se funden y encadenan cambiando el punto de
vista, para crear, como observó un crítico, la «ilusión de un continuo
espacio-tiempo». Nos dicen que es la historia de un hombre marcado por un
recuerdo de su niñez. «El súbito estruendo, el gesto de la mujer, el cuerpo que
se desploma y los gritos de la multitud en el muelle, turbada por el miedo». El
recuerdo, y la marca, le convierten en un candidato para viajar en el tiempo.
Ahora el mundo ha muerto y es radioactivo. Iglesias en ruinas, calles
sembradas de cráteres. Los supervivientes viven bajo Chaillot, en la red de
galerías subterráneas; unos cuantos hombres dirigen a los prisioneros de un
campo. Están desesperados. Su única esperanza estriba en encontrar un
emisario para enviarlo de vuelta al pasado. «El espacio estaba vedado. El
único vínculo con los medios de subsistencia pasaba por el Tiempo. Un
agujero en el Tiempo y quizá a través de él se podría conseguir comida,
medicamentos, fuentes de energía». Los científicos del campo van
sometiendo a crueles experimentos a un prisionero tras otro, empujándolos a
la locura o la muerte, hasta que finalmente recurren al hombre anónimo «cuya
historia estamos contando». Lo que diferencia a este hombre de los demás es
su obsesión por el pasado, por una imagen concreta del pasado. «Si pudieran
imaginar o soñar con otro tiempo, tal vez fueran capaces de habitarlo. La
policía del campo espiaba incluso los sueños». El mensaje es que el viaje en
el tiempo es para las personas imaginativas: una idea que se repite en la
literatura, por ejemplo en Ahora y siempre de Jack Finney. El viaje en el

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tiempo comienza en la mente. En La jetée no se trata solo de transportarse,
sino de supervivencia. «El espíritu humano se resistía. Despertarse en otro
tiempo significaba volver a nacer, como adulto. El impacto sería demasiado
fuerte».
Está tumbado en una hamaca. Una máscara, con electrodos, le cubre los
ojos. Una larga aguja hipodérmica le inyecta drogas en las venas, mientras de
fondo se oyen voces que susurran en alemán. «Sufre. Ellos continúan. El
décimo día, las imágenes empiezan a brotar, como confesiones. Una mañana
en tiempos de paz. Una habitación en tiempos de paz, una habitación de
verdad. Niños de verdad. Pájaros de verdad. Gatos de verdad. Tumbas de
verdad. El decimosexto día, está en el muelle de Orly. Vacío».

Fotograma de La Jetée de Chris Marker, copyright © 1963 Argos Films.

A veces ve a una mujer, que podría ser la mujer a la que busca. Está en el
muelle, o sonriendo mientras conduce un coche. Un cuerpo decapitado tallado
en piedra. Son imágenes de un mundo atemporal. Se recupera del trance, pero
los científicos que realizan el experimento le envían de vuelta.
«Esta vez él está a su lado y le habla. Ella le recibe sin sorprenderse. No
tienen recuerdos ni proyectos. El tiempo simplemente se construye a su
alrededor, sus únicos límites son el placer del momento y las inscripciones en
los muros». Exploran un museo de historia natural, lleno de animales de otras
épocas. Para ella, él es un hombre misterioso que desaparece periódicamente,
lleva un curioso collar, una placa de identificación de la guerra que vendrá.
«Ella le llama su espectro». Se le ocurre que en su mundo, en su tiempo, ella
ya está muerta.

Página 172
Muchas personas, al ver La jetée sin tener un conocimiento previo, no son
conscientes de estar viendo una serie de imágenes fijas. Después, al cabo de
veinte minutos, la mujer dormida, con el cabello esparcido sobre la almohada,
abre los ojos, mira directamente al espectador, respira y parpadea. El tiempo
se estremece y se vuelve momentáneamente real. Las imágenes congeladas
han sido atemporales, recuerdos cristalizados. Tal vez la memoria sea el
objeto del viajero en el tiempo. Marker dijo en una ocasión: «Me he pasado la
vida tratando de entender la función de recordar, que no es lo contrario de
olvidar, sino su otra cara». Y le gustaba citar a George Steiner: «No es el
pasado el que nos gobierna, es la imagen del pasado». El término «jetée» es
un juego de palabras y, también, j’étais, «yo era».
El héroe (si es que lo es) lleva a cabo una misión que no ha elegido. Sus
amos le envían no solo al pasado, sino también al futuro. Los humanos han
sobrevivido y él, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol de estilo militar,
les suplica que hagan lo que sea necesario para permitir su propia existencia.
Les dice que deben ayudarle. Deben hacerlo: su propia supervivencia está en
juego. He aquí de nuevo la paradoja; el narrador dice: «Este sofisma fue
aceptado como un disfraz del destino». Cuando regresa al pasado, como
sabemos que ha de ser («en algún lugar en su interior, el recuerdo de un
instante vivido dos veces»), su destino es el aeropuerto de Orly. Es domingo.
Sabe que la mujer estará al final del muelle. El viento la despeina. Casi sonríe.
Mientras él corre hacia ella, se le ocurre que también estará, en algún lugar,
agarrado a la barandilla, el niño que fue. Y entonces: «No se podía escapar
del Tiempo». Y lo entiende. On ne s’évadait pas du Temps. El futuro le ha
seguido hasta allí. Solo en el último instante se da cuenta de qué muerte había
presenciado de niño.

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12

¿Qué es el tiempo?

¿Por qué es tan difícil —tan vergonzosamente


difícil— fijar en la mente el concepto de Tiempo y
conservarlo allí para su examen? ¡Qué esfuerzos, qué
tanteos, qué irritante fatiga!

VLADIMIR NABOKOV (1969)

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La gente sigue preguntándose qué es el tiempo, como si la combinación
adecuada de palabras pudiera deslizar el cerrojo y dejar entrar la luz.
Queremos una definición de galleta de la fortuna, un epigrama perfecto. El
tiempo es «el paisaje de la experiencia», afirma Daniel Boorstin. «El tiempo
no es sino el origen del recuerdo», dice Nabokov. «El tiempo es lo que pasa
cuando no pasa nada», afirma Dick Feynman. «El tiempo es el modo que
tiene la naturaleza de evitar que todo suceda a la vez», afirman Johnny
Wheeler o Woody Allen. Martin Heidegger dice: «No hay tiempo[66]».
¿Qué es el tiempo? «Tiempo» es una palabra. La palabra se refiere a algo,
o a varias cosas, pero con sorprendente frecuencia la conversación se desvía
cuando la gente se olvida de si está discutiendo acerca de la palabra o de la(s)
cosa(s). Tras cinco siglos de diccionarios, asumimos que toda palabra debe
tener una definición, así que ¿qué es el tiempo? «Un continuo no espacial
[nonspatial] en el que los acontecimientos ocurren en una sucesión
aparentemente irreversible desde el pasado, a través del presente, hasta el
futuro» (American Heritage Dictionary of the English Language, quinta
edición). Un comité de lexicógrafos trabajó con estas palabras y debió discutir
prácticamente cada una de ellas. ¿Nonspatial? La palabra ni siquiera figura en
ese mismo diccionario, pero, de acuerdo, el tiempo no es el espacio.
¿Continuo? Supuestamente, el tiempo es un continuo, pero ¿se sabe con
certeza? «Aparentemente irreversible» parece un sofisma. Se tiene la
impresión de que tratan de decirnos algo que se espera que ya sepamos. El
reto no es tanto informarnos como ofrecer disciplina y atención.
Otras autoridades proponen interpretaciones totalmente diferentes.
Ninguna de ellas es errónea. ¿Qué es el tiempo? «El término general para la
experiencia de la duración», según la Enciclopedia Británica (muchas
ediciones). El primer diccionario de inglés, el de Robert Cawdrey, de 1604,
eludía el problema y saltaba de thwite («afeitar») a timerous («asustado,
avergonzado»). Samuel Johnson decía que «la medida de la duración». (¿Y la
duración? «Continuación, extensión del tiempo»). Un libro para niños de
1960 reducía la definición a una única palabra: «El tiempo es “cuando”[67]».

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Quienes elaboran las definiciones de los diccionarios intentan evitar la
circularidad que se produce cuando usan la misma palabra que están
definiendo. Con el tiempo es inevitable. Los lexicógrafos del Oxford English
Dictionary se rindieron. Dividen el «tiempo» (solo el nombre, no la
interjección[68] o la poco conocida conjunción) en treinta y cinco acepciones
distintas y casi un centenar de subacepciones, entre las que figuran: un punto
en el tiempo; una extensión de tiempo; un período concreto de tiempo; el
tiempo disponible; la cantidad de tiempo requerido por algo; y el tiempo visto
como un medio a través del cual se hipotetiza o imagina que es posible viajar
al pasado o el futuro. («Cf. viaje en el tiempo»). Abarcan todas las
posibilidades. Quizás el mejor intento es la acepción número diez: «La
cantidad fundamental de que se concibe que constan períodos o intervalos de
existencia y que se usa para cuantificar su duración». Incluso en esta
definición se pospone la circularidad. «Duración», «período» e «intervalo» se
definen en función del tiempo. Los lexicógrafos saben muy bien qué es el
tiempo hasta que intentan definirlo.
Como todas las palabras, el término «tiempo» tiene límites, y no me
refiero a corazas duras e impenetrables, sino a bordes porosos. Tiene una
extraña correlación en diferentes lenguas. Un londinense podría decir «He did
it fifty times, at the very least» («Lo hizo al menos cincuenta veces»),
mientras que en París, donde la palabra para tiempo es temps, cincuenta veces
es cinquante fois. Cuando hace un buen día, el parisino dice C’est beau temps.
Un neoyorquino cree que el tiempo y la meteorología son cosas diferentes[69].
Y eso solo es el principio. Muchas lenguas usan una palabra diferente para
preguntar «What is the time?» («¿Qué hora es?») y «What is time?» («¿Qué es
el tiempo?»).
En 1880, Reino Unido promulgó una definición legislativa del tiempo, la
Ley del Estatuto (de Definición del Tiempo), que proclamaba ser «una ley
para disipar las dudas sobre el significado de expresiones relacionadas con el
tiempo en las leyes del Parlamento, actuaciones y otros instrumentos legales».
Fue promulgada «por su Excelentísima Majestad la Reina, previo dictamen y
aprobación de los Lores Espirituales y Temporales [¡los Señores del
Tiempo!], y los Comunes». Ojalá estos hombres y mujeres sabios hubieran
resuelto el problema por decreto. Disipar dudas sobre el significado del
tiempo es un objetivo ambicioso. Sin embargo, resulta que no estaban
dirimiendo sobre «¿Qué es el tiempo?», sino sobre «¿Qué hora es?». El
tiempo en Gran Bretaña, según la definición de la ley, es la hora de
Greenwich[70].

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¿Qué es el tiempo? Platón ya abordó la cuestión en los albores de la
palabra escrita. «Una imagen móvil de la eternidad», dijo. Podía nombrar las
partes del tiempo: «días y noches, meses y años». Además,
cuando decimos que lo que ha devenido es devenido, lo que deviene está deviniendo, lo que
devendrá es lo que devendrá y el no ser es no ser; nada de esto está expresado con propiedad.
Pero ahora, quizá, no es el momento oportuno para buscar exactitud.

También Aristóteles topó con dificultades. «Para empezar, entonces: las


siguientes consideraciones harían sospechar que no es totalmente o apenas es
pero de una manera oscura. Una parte del mismo ha sido y no es, mientras
que la otra está por venir y aún no es». El pasado ya no existe, el futuro aún
no ha nacido, y el tiempo se compone de estas «cosas que no existen». Por
otra parte, decía, viéndolo de una manera diferente, que el tiempo parece ser
una consecuencia del cambio, o movimiento. Es «la medida» del cambio.
«Antes» y «después», más «rápido» y más «lento», son palabras que están
«definidas por» el tiempo. «Rápido» es mucho movimiento en poco tiempo;
«lento» es poco movimiento en mucho tiempo. En cuanto al tiempo en sí
mismo: «el tiempo no está definido por el tiempo».
Posteriormente, san Agustín, al igual que Platón, comparó el tiempo con
la eternidad. A diferencia de Platón, no dejaba de pensar en el tiempo. Le
obsesionaba. Su manera de explicarlo consistía en decir que entendía el
tiempo muy bien hasta el momento en que intentaba explicarlo. Invirtamos el
proceso de san Agustín: dejar de intentar explicarlo y, en su lugar, evaluar lo
que sabemos. El tiempo no es definido por el tiempo; eso no tiene que
paralizarnos. Cuando dejamos de lado la búsqueda de epigramas y
definiciones, resulta que sabemos mucho[71].

Sabemos que el tiempo es imperceptible. Es inmaterial. No podemos verlo, ni


oírlo ni tocarlo. Cuando la gente dice que percibe el paso del tiempo, no se
trata más que de una forma de hablar. Perciben otra cosa (el reloj haciendo
tictac en la repisa de la chimenea, el latido de su propio corazón u otras
manifestaciones de los muchos ritmos biológicos que actúan por debajo del
nivel de la conciencia), pero sea lo que sea el tiempo, se halla fuera del
alcance de nuestros sentidos. Robert Hooke planteó esta cuestión en la Royal
Society en 1682:
Quisiera saber por qué Sentido llegamos a recibir información sobre el Tiempo; ya que toda la
información que tenemos de los sentidos es momentánea y solo dura durante las impresiones

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causadas por el objeto. Por tanto, aún necesitamos un Sentido que aprehenda el Tiempo; porque la
Noción ya la tenemos[72].

Sin embargo, experimentamos el tiempo de un modo que no


experimentamos el espacio. Si cerramos los ojos, el espacio desaparece:
podemos estar en cualquier lugar; podemos ser grandes o pequeños, pero el
tiempo continúa. «No escucho al Tiempo mismo, sino la sangre que circula en
mi cerebro, y, desde mi cerebro, a través de las venas del cuello, se dirige
hacia el corazón, asiento de males particulares que nada tienen que ver con el
Tiempo», escribe Nabokov. Aislados del mundo, sin percepción sensorial,
todavía podemos contar el tiempo. De hecho, acostumbramos a cuantificar el
tiempo («… y sin embargo lo concebimos como una cantidad», decía Hooke).
Esto nos lleva a una definición posible: «El tiempo es lo que miden los
relojes».
Pero ¿qué es un reloj? «Un instrumento para medir el tiempo[73]». La
pescadilla vuelve a morderse la cola.
Una vez que concebimos el tiempo como una cantidad, al parecer
podemos almacenarlo. Lo ahorramos, lo gastamos y lo acumulamos. Hoy en
día hacemos todo esto de manera bastante obsesiva, pero la idea tiene al
menos cuatrocientos años. Francis Bacon, 1612: «Escoger el tiempo es
ahorrar tiempo». Lo contrario de ahorrar tiempo es malgastarlo. Bacon de
nuevo: «Las arengas prolijas y floridas… y otros discursos personales son
grandes malgastadores de tiempo». Nadie que no estuviera familiarizado con
el dinero habría empezado a pensar en el tiempo como un bien rentable. «El
tiempo lleva, mi señor, un morral a la espalda, / donde echa limosnas al
olvido». Pero ¿es realmente el tiempo un bien? ¿O se trata de otra trillada
analogía, como la del tiempo y el río?
Alternamos entre ser el amo del tiempo y ser su víctima. El tiempo está a
nuestra disposición para usarlo y después estamos a su merced. «Perdí el
tiempo, y ahora el tiempo me pierde a mí —dice Ricardo II—; pues ahora el
tiempo me ha convertido en su reloj». Cuando se dice que una actividad
«consume» tiempo, dando a entender que es una sustancia finita, y después se
dice que «ocupa» tiempo, dando a entender que es una especie de recipiente,
¿se contradice uno? ¿Está confuso? ¿Se está cometiendo un error de lógica?
Nada de eso. Al contrario, cuando se trata del tiempo, eres un ser inteligente y
puedes retener más de una idea en la cabeza. La lengua es imperfecta; la
poesía, perfectamente imperfecta. Podemos ocupar el tiempo y pasar el
tiempo al mismo tiempo. Podemos devorar el tiempo o languidecer
lentamente entre sus fauces.

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Newton, que inventó la idea de masa, sabía que el tiempo carecía de la
misma, que no es una sustancia y, sin embargo, decía que el tiempo «fluye».
Escribió en latín «tempus fluit». Los romanos decían tempus fugit, el tiempo
huye, o, al menos, este lema empezó a aparecer en los relojes de sol ingleses
en la Edad Media. Newton seguro que los vio. Lo cierto es que las horas
pasan volando y se escapan cuando aprendemos a medirlas, pero ¿cómo
puede huir el tiempo? Es otra metáfora. ¿Y cómo puede fluir el tiempo si
carece de sustancia?
Newton puso mucho empeño en diferenciar dos tipos de tiempo.
Podríamos denominarlos el tiempo físico y el tiempo psicológico, pero él no
disponía de estas palabras y tuvo que sufrir un poco. Al primer tipo lo llamó,
con unos cuantos adjetivos, «tiempo absoluto verdadero y matemático»
(tempus absolutum verum et mathematicum). El otro era el tiempo tal como lo
concibe la gente común, el vulgus, y lo llamó «relativo» y «aparente». El
tiempo verdadero, el tiempo matemático, lo infirió de una peculiaridad
tecnológica de su mundo, la coherencia de los relojes. Tanto él como los
relojeros se basaron en Galileo: fue Galileo quien llegó a la conclusión de que
un péndulo de una longitud determinada divide el tiempo en fracciones
regulares. Midió el tiempo usando su propio pulso. Poco después, los médicos
empezaron a utilizar relojes para medir las pulsaciones. Los antiguos miraban
al cielo para medir el tiempo: el sol, las estrellas, la luna. Eran fiables. Nos
dieron los días, los meses y los años. (Cuando Josué necesitó más tiempo para
derrotar a los amorreos, le pidió a Dios que detuviera el Sol y la Luna: «Sol,
detente en Gabaón; y tú, Luna, en el valle de Ajalón». ¿Quién no ha querido
detener el tiempo?). Ahora las máquinas se ocupan de los cálculos.
Surge otra circularidad, otro problema de la gallina y el huevo. El tiempo
es cómo medimos el movimiento. El movimiento es cómo medimos el
tiempo. Newton intentó escapar de ello por mandato. Convirtió el tiempo
absoluto en un axioma. Necesitaba un pilar fiable para sus leyes del
movimiento. La primera ley: un objeto se mueve a una velocidad constante a
menos que actúe sobre él una fuerza externa. Pero ¿qué es la velocidad? La
distancia recorrida por unidad de tiempo. Cuando Newton declaró que el
tiempo fluye uniformemente, aequabiliter fluit, se refería a que podemos
contar en unidades de tiempo. Las horas, los días, los meses, los años, son los
mismos en todas partes y siempre. En realidad, imaginó el universo como su
propio reloj, el reloj cósmico, perfecto y matemático. Quería decir que cuando
dos de nuestros relojes terrestres difieren, se debe a un fallo de los relojes, no
a que el universo acelere y desacelere aquí y allá.

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Ahora está de moda entre los físicos y filósofos preguntar si el tiempo es
siquiera «real», si «existe». Esta cuestión se debate en conferencias y
simposios y se analiza en libros. He puesto estas palabras entre comillas
porque son problemáticas en sí mismas. La naturaleza de la realidad tampoco
ha sido determinada. Sabemos qué significa decir que los unicornios no son
reales. Y lo mismo sirve en el caso de Santa Claus. Pero cuando los expertos
dicen que el tiempo no es real, piensan en algo diferente. No han perdido la fe
en sus relojes de pulsera ni en sus calendarios. Usan «real» para referirse a
otra cosa: absoluto, especial o fundamental.
No todo el mundo está de acuerdo en que a los físicos les gusta debatir
sobre la realidad del tiempo. Sean Carroll escribe: «Puede que sorprenda que
a los físicos no les interese demasiado decidir sobre qué conceptos concretos
son “reales” o no». Creo que lo que quiere decir es que se lo dejemos a los
filósofos. «En el caso de conceptos como el de “tiempo”, que de un modo
inequívoco forman parte del vocabulario útil de que disponemos para
describir el mundo, hablar de “realidad” no es más que un poco parloteo
inofensivo». La actividad de los físicos consiste en construir modelos teóricos
y confrontarlos con datos empíricos. Los modelos son eficaces y sólidos, pero
siguen siendo artificiales. Son en sí mismos un tipo de lenguaje. Sin embargo,
los físicos se obsesionan con debatir sobre la naturaleza de la realidad. ¿Cómo
no iba a ser así? «La naturaleza del tiempo» fue el tema de un concurso de
ensayos internacional organizado en 2008 por FQXi, un instituto que se
dedica a apoyar la investigación de cuestiones fundamentales de la física y la
cosmología. Uno de los ensayos ganadores, elegido de entre más de un
centenar, fue el de Carroll: «What If Time Really Exists?» (¿Y si el tiempo en
realidad existe?). Se trataba de un ejercicio intencionadamente inverso.
«Existe una venerable tendencia en la historia intelectual que proclama que el
tiempo no existe —señalaba—. La tentación de rendirse y proclamar que todo
es una ilusión es grande».
Un hito en este camino es un ensayo publicado en 1908 por la revista
Mind, «The Unreality of Time» (La irrealidad del tiempo), de John
McTaggart Ellis McTaggart, un filósofo inglés que por entonces era una
institución en el Trinity College, Cambridge[74]. Norbert Wiener contaba que
McTaggart había realizado un cameo en Las aventuras de Alicia en el País de
las Maravillas interpretando al Lirón, «con sus manos regordetas, su aire
somnoliento y sus andares ladeados». Había defendido durante años que
nuestra visión general del tiempo es una ilusión y ahora exponía sus

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argumentos. «Sin duda, parece sumamente paradójico afirmar que el tiempo
es irreal», empezaba. Pero consideremos…
McTaggart confronta dos maneras diferentes de hablar acerca de las
«posiciones en el tiempo» (o «eventos»). Podemos hablar de ellas en relación
con el presente, el presente de quien habla. La muerte de la reina Ana (su
ejemplo) se sitúa en el pasado para nosotros, pero en cierto momento se situó
en el futuro y después volvió al presente. «Cada posición es pasada, presente
o futura», escribe McTaggart. A esta lo denomina, por conveniencia, la
serie A.
Por otra parte, podemos hablar de las posiciones en el tiempo en función
de su relación entre ellas. «Cada posición es anterior a otra y posterior a
alguna de las otras posiciones». La muerte de la reina Ana es posterior a la
muerte del último dinosaurio, pero anterior a la publicación de «The Unreality
of Time». Esta es la serie B. La serie B es fija, es permanente. El orden no
puede cambiar nunca. La serie A es variable: «Un evento, que es ahora
presente, fue futuro y será pasado».
Muchas personas encuentran esta distinción entre la serie A y la serie B
convincente y perdura sólidamente en la literatura filosófica. McTaggart la
usa, en una cadena de razonamientos, para demostrar que el tiempo no existe.
La serie A es esencial para el tiempo, porque este depende del cambio y solo
la serie A permite cambios. Por otra parte, la serie A contradice sus propias
premisas, porque los mismos eventos poseen las propiedades de pasado y
futuro. Su conclusión aparentemente inevitable es la siguiente: «Ni el tiempo
como un todo, ni la serie A ni la serie B, existen en realidad». (Podría decir
«fue» porque el artículo fue publicado en 1908, pero también puedo decir
«es» porque el artículo está disponible en las bibliotecas y online y, de un
modo más abstracto aún, en el entramado de ideas y hechos en expansión que
llamamos nuestra cultura).
Puede que te hayas dado cuenta, y si es así, eres más observador que la
mayoría de sus lectores, que McTaggart empieza asumiendo lo que intenta
demostrar. Consideraba todas las posiciones en el tiempo, todos los posibles
eventos, como si ya estuvieran dispuestos en una secuencia, como puntos en
la línea de un geómetra, M, N, O, P, organizados desde el punto de vista de
Dios o el lógico. Lo llamamos eternalismo. El futuro es como el pasado: se
puede ver en la mente, perfectamente representado gráficamente. Nuestra
experiencia de lo contrario no es más que el resultado de estados mentales:
recuerdos, percepciones y expectaciones, que experimentamos como

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«pasado», «presente» y «futuro». Para un eternalista, la realidad es eterna. Por
tanto, el tiempo es irreal.
De hecho, esta es una de las perspectivas más extendidas en la física
moderna. No diré que la más extendida porque, en estos tiempos
tempestuosos, nadie puede decir con seguridad cuál es. Muchos de los físicos
más respetados y reconocidos defienden lo siguiente:

Las ecuaciones de la física no contienen ninguna prueba de que exista el


flujo del tiempo.
Las leyes de la ciencia no diferencian entre el pasado y el futuro.
Por consiguiente, ¿estamos ante un silogismo?
El tiempo no es real.

El observador, físico o filósofo, se mantiene al margen y mira. La


experiencia humana del tiempo queda interrumpida por la observación
abstracta. Pasado, presente y futuro están «encerrados en una cáscara de
nuez».
¿Y qué ocurre con nuestras persistentes impresiones de lo contrario?
Experimentamos el tiempo en nuestro interior. Recordamos el pasado,
aguardamos el futuro. Pero el físico señala que somos organismos falibles, a
los que se engaña fácilmente y en los que no se puede confiar. Nuestros
antepasados precientíficos tenían la impresión de que la tierra era plana y el
sol giraba a su alrededor. ¿Podría ser nuestra experiencia del tiempo igual de
ingenua? Tal vez, pero, al final, los científicos tienen que volver a la
evidencia de nuestros sentidos. Deben contrastar sus modelos con la
experiencia.
«Las personas como nosotros, que creemos en la física, sabemos que la
distinción entre pasado, presente y futuro no es otra cosa que una persistente
ilusión», escribió Einstein. ¿Quién cree en la física? Detecto cierta melancolía
en esta frase. «En la física —repite Freeman Dyson—, la división del
espacio-tiempo en pasado, presente y futuro es una ilusión». Estas
formulaciones contienen una pizca de humildad que a veces se pierde al
citarlas. Einstein estaba consolando a una hermana y un hijo afligidos y quizá
pensando también en su propia muerte inminente. Dyson hablaba de
esperanzadores vínculos de afinidad con personas del pasado y del futuro:
«Son nuestros vecinos en el universo». Son pensamientos hermosos, pero no
tenían por objeto ser declaraciones definitivas sobre la naturaleza de la
realidad. Como el propio Einstein dijo en una ocasión anterior, «el tiempo y el

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espacio son modos en los que pensamos y no condiciones en las que
vivimos».
Tiene algo de perverso que un científico crea que el futuro ya está
completo, totalmente cerrado, y no es diferente del pasado. La motivación
primera de la actividad científica, el objetivo principal, es lograr cierto control
sobre nuestra desenfrenada precipitación hacia un futuro desconocido. Para
los astrónomos antiguos, pronosticar los movimientos de los cuerpos celestes
era una reivindicación y un triunfo; predecir un eclipse era despojarlo del
terror que infundía; la ciencia médica ha trabajado durante siglos para
erradicar enfermedades y prolongar las vidas que los fatalistas llaman
determinadas; la primera aplicación eficaz de las leyes de la mecánica
terrestre de Newton fue cuando los expertos en artillería calcularon las
trayectorias parabólicas de las balas de cañón para que alcanzaran mejor sus
objetivos; los físicos del siglo XX no solo consiguieron cambiar el curso de la
guerra, sino que después soñaron con utilizar sus nuevas computadoras para
predecir e incluso controlar el clima de la Tierra. ¿Y por qué no? Somos
máquinas de reconocimiento de patrones y el proyecto de la ciencia es
formalizar nuestras intuiciones, hacer los cálculos, con la esperanza no solo
de comprender, un placer académico pasivo, sino de someter a la naturaleza,
en la limitada medida de lo posible, a nuestra voluntad.
Recordemos la inteligencia perfecta de Laplace, lo suficientemente vasta
como para abarcar todas las fuerzas y posiciones y someterlas a análisis.
«Nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado se presentarían
ante sus ojos». Es así como el futuro se vuelve indistinguible del pasado. Tom
Stoppard se suma al desfile de filósofos que le parafrasean ingeniosamente:
«Si pudieras detener cada átomo en su posición y dirección, y si tu mente
fuera capaz de abarcar todas las acciones que quedarían suspendidas, y si
además fueras muy muy bueno en álgebra, podrías escribir la fórmula del
futuro; y aunque nadie puede ser tan inteligente como para hacerlo, la fórmula
tiene que existir igual que si alguien pudiese». Ya que muchos físicos
modernos aún creen en algo así, cabe preguntar por qué. Si ninguna
inteligencia puede ser tan amplia, si ningún ordenador puede hacer tantos
cálculos, ¿por qué hemos de considerar el futuro como si fuera predecible?
La respuesta implícita, y a veces explícita, es que el universo es su propio
ordenador. Computa su propio destino, paso a paso, bit a bit (o qubit a qubit).
Los ordenadores que conocemos en el siglo XXI, sin contar la seductora
versión cuántica, funcionan de manera determinista. Un input (datos de
entrada) determinado siempre produce el mismo output (datos de salida).

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Nuestro input es, una vez más, la totalidad de las condiciones iniciales y
nuestro programa son las leyes de la naturaleza. Ese es todo el asunto: todo el
futuro ya está ahí. No es necesario añadir ninguna información, no queda
nada por descubrir. No habrá ninguna novedad ni sorpresa. Solo queda el
chirrido de los engranajes de la lógica: una mera formalidad.
Sin embargo, hemos aprendido que en el mundo real las cosas siempre
son un poco más complicadas. Las medidas son aproximadas. El
conocimiento es imperfecto. «Las partes tienen un cierto margen de juego —
decía William James—, de modo que la determinación de una no supone
necesariamente la determinación de las demás». Es posible que a James le
hubieran sorprendido gratamente las revelaciones de la física cuántica: nunca
se pueden conocer del todo los estados exactos de las partículas; reina la
incertidumbre; la distribución de probabilidades sustituye al reloj perfecto
soñado por Laplace. «Admite que las posibilidades pueden exceder a las
actualidades», podría haber dicho James (es decir, lo dijo, pero adelantándose
a la ciencia actual), «y que las cosas aún por revelar a nuestro conocimiento
pueden ser realmente ambiguas en sí mismas». Un físico con un contador
Geiger no puede adivinar cuándo se producirá el próximo clic. Uno podría
pensar que los teóricos cuánticos modernos se unirían a James para aclamar el
indeterminismo.
Los ordenadores de nuestros experimentos mentales, aunque no siempre
los ordenadores que poseemos, son deterministas porque se han diseñado así.
Asimismo, las leyes de la ciencia son deterministas porque se han escrito de
este modo. Poseen una perfección ideal que se puede alcanzar en la mente o
en el ámbito platónico, pero no en el mundo real. La ecuación de Schrödinger,
el destornillador de la física moderna, maneja las incertidumbres agrupando
las probabilidades en una unidad, una función de onda. Esta función de onda
es un objeto fantasmal abstracto. Un físico puede escribirla como ψ y no
preocuparse demasiado del contenido. «¿De dónde la obtenemos? —decía
Richard Feynman—. De ninguna parte. No es posible derivarla de nada que
conozcamos. Salió de la mente de Schrödinger». Era, y es, increíblemente
eficaz. Y una vez que la tienes, la ecuación de Schrödinger reincorpora el
determinismo al proceso. Los cálculos son deterministas. Con el input
adecuado, los buenos físicos cuánticos pueden calcular el output con precisión
y seguir calculando. El único problema se plantea al volver de las ecuaciones
idealizadas al mundo real que pretenden describir. Por último, tenemos que
saltar de las matemáticas abstractas platónicas al material sublunar de las
mesas de laboratorio. En ese punto, cuando se requiere un acto de medición,

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la función de onda «colapsa», como dicen los físicos. El gato de Schrödinger
está vivo o muerto. Según una copla humorística:

Es una sorpresa total


que lo que aprendemos de la ψ
no es el destino del gato
sino algo relacionado:
lo mejor que podemos conjeturar.
Este colapso de la función de onda es el desencadenante de un tipo
especial de argumentación en la física cuántica, no sobre las matemáticas,
sino sobre los fundamentos filosóficos. El problema básico es qué puede
significar eso y a los diferentes enfoques se los denomina interpretaciones.
Está la interpretación de Copenhague, que es la primera de muchas. El
enfoque de Copenhague consiste en tratar el colapso de la función de onda
como si fuera una engorrosa necesidad, un simple parche al que
acostumbrarse[75]. El lema de esta interpretación es «calla y calcula». Está la
interpretación de Bohm, la bayesiana cuántica, la del colapso objetivo y, la
última pero no menos importante, la de los mundos múltiples. «Ir a un
congreso es como estar en una tumultuosa ciudad santa —dice el físico
Christopher Fuchs—. Encuentras allí todas las religiones con todos sus
sacerdotes enfrentados en una guerra santa».
La interpretación de los mundos múltiples (MWI, por sus siglas en inglés,
para los entendidos) es una fantasía que defienden algunos de los físicos más
inteligentes de nuestro tiempo. Son los herederos intelectuales de Hugh
Everett, si no de Borges. «La MWI es la única con todo el glamour y toda la
publicidad —escribió Philip Ball, el escritor científico (exfísico) inglés, en
2015—. Nos dice que tenemos yos múltiples, que viven otras vidas en otros
universos, muy posiblemente haciendo todas las cosas con las que soñamos
pero nunca conseguiremos (o no nos atrevemos a hacer). ¿Quién podría
resistirse a semejante idea?». (Él, por ejemplo). Los defensores de los mundos
múltiples se parecen a los coleccionistas: son incapaces de tirar nada. No
existe un sendero no recorrido. Todo lo que puede suceder, sucede. Todas las
posibilidades suceden, si no en este, en otro universo. En la cosmología
también abundan los universos. Brian Greene ha identificado nueve tipos
diferentes de universos paralelos: «mosaico», «inflacionario», «brana»,
«cíclico», «paisaje», «cuántico», «holográfico», «simulado» y «final». La
MWI no se puede desarmar utilizando la lógica. Es demasiado atractiva: sus

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distinguidos partidarios ya han considerado y refutado (en sus mentes)
cualquier argumento en contra que uno pueda plantear.
Para mí, los físicos más eficaces son los que mantienen cierta modestia
sobre su programa. Bohr dijo: «En nuestra descripción de la naturaleza, el
propósito no es revelar la verdadera esencia de los fenómenos, sino
únicamente descubrir, en la medida de lo posible, las relaciones entre los
múltiples aspectos de nuestra experiencia». Feynman dijo: «Tengo respuestas
aproximadas, posibles creencias y diferentes grados de certeza sobre
diferentes cosas, pero no estoy completamente seguro de nada». Los físicos
crean modelos matemáticos, que son generalizaciones y simplificaciones,
incompletos por definición y despojados de la cornucopia de la realidad. Los
modelos exponen los patrones en medio del desorden y los aprovechan. Los
propios modelos son atemporales; son in. Una gráfica cartesiana que muestre
el tiempo y la distancia contiene su propio pasado y futuro. La imagen del
espacio-tiempo de Minkowski es atemporal. La función de onda es atemporal.
Estos modelos son ideales y fijos. Podemos comprenderlos en nuestras
mentes o nuestros ordenadores. El mundo, en cambio, sigue estando lleno de
sorpresas.
William Faulkner dijo: «La finalidad de todo artista es detener por medios
artificiales el movimiento, que es la vida, y mantenerlo fijo». Los científicos
también lo hacen y a veces se olvidan de que están empleando medios
artificiales. Se puede decir que Einstein descubrió que el universo es un
continuo espacio-tiempo tetradimensional, pero es mejor decir, más
modestamente, que Einstein descubrió que podemos describir el universo
como un continuo espacio-tiempo tetradimensional y que ese modelo permite
a los físicos calcular prácticamente todo, con una asombrosa exactitud, en
ciertos ámbitos limitados. Llamémoslo espacio-tiempo para facilitar el
razonamiento. Y añadamos espacio-tiempo al repertorio de metáforas.
Se puede decir que las ecuaciones de la física no establecen ninguna
distinción entre el pasado y el futuro, entre adelante y atrás en el tiempo, pero,
al hacerlo, se aparta la mirada de fenómenos más importantes[76]. Se dejan
para otro día o para otro departamento los enigmas de la evolución, la
memoria, la conciencia, la propia vida. Los procesos elementales pueden ser
reversibles; los procesos complejos no lo son. En el mundo de las cosas, la
flecha del tiempo siempre vuela.
Un teórico del siglo XXI que empezó a cuestionar la idea predominante del
universo de bloque fue Lee Smolin, nacido en Nueva York en 1955, experto
en la gravedad cuántica y fundador del Instituto Perimeter de Física Teórica

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de Canadá. Durante gran parte de su carrera defendió puntos de vista sobre el
tiempo convencionales (para un físico) antes de, en su opinión, retractarse.
«Ya no creo que el tiempo sea irreal —declaró en 2013—. De hecho, ahora
defiendo justo la postura contraria: no solo el tiempo es real, sino que nada
que conozcamos o experimentemos se acercaría más al corazón de la
naturaleza que la realidad del tiempo». El rechazo del tiempo es en sí mismo
arrogancia. Es una broma que los físicos se han gastado a sí mismos.
«El hecho de que siempre sea un instante en nuestra percepción, y de que
nosotros experimentemos ese instante como uno entre un flujo de instantes,
no es una ilusión», escribió Smolin. La atemporalidad, la eternidad, la barra
de pan espaciotemporal tetradimensional, todos ellos son ilusiones. Las leyes
de la naturaleza son como triángulos equiláteros perfectos. Es innegable que
existen, pero solo en nuestras mentes.
Todo lo que experimentamos, cada pensamiento, cada impresión, cada intención, forma parte
de un instante. El mundo se nos presenta como una serie de instantes. No tenemos elección. No
podemos elegir qué momento habitar ahora, ni si avanzar o retroceder en el tiempo. No podemos
elegir dar un salto adelante. No podemos elegir la velocidad del flujo de instantes. En este
sentido, el tiempo es radicalmente diferente del espacio. Alguien podría objetar que todos los
fenómenos tienen lugar también en un lugar particular, pero podemos elegir a dónde desplazarnos
en el espacio. No es una diferencia menor; determina toda nuestra experiencia.

Obviamente, los deterministas creen que la elección es una ilusión.


Smolin estaba dispuesto a considerar la persistencia de la ilusión como una
prueba que no se podía tomar a la ligera y exige una explicación.
Para Smolin, la clave para rescatar el tiempo acaba siendo reconsiderar la
idea misma de espacio. ¿De dónde proviene? En un universo vacío de
materia, ¿existiría el espacio? Sostiene que el tiempo es una propiedad
fundamental de la naturaleza, pero el espacio es una propiedad emergente. En
otras palabras, es el mismo tipo de abstracción que la «temperatura»:
evidente, mensurable, pero en realidad una consecuencia de algo más
profundo e invisible. En el caso de la temperatura, la base es el movimiento
microscópico de conjuntos de moléculas. Lo que percibimos como
temperatura representa un promedio de la energía de esas moléculas en
movimiento. Y lo mismo sucede con el espacio: «El espacio, en el campo de
la mecánica cuántica, no es en absoluto fundamental, sino que surge de un
orden más profundo». (Asimismo, cree que la mecánica cuántica, con todos
sus enigmas y paradojas, «gatos que están vivos y muertos, una infinidad de
universos que existen simultáneamente», acabará siendo una aproximación a
una teoría más profunda).

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En cuanto al espacio, la realidad más profunda es la red de relaciones
entre todas las entidades que lo llenan. Las cosas se relacionan entre sí; están
conectadas; son las relaciones las que definen el espacio y no a la inversa. No
es una perspectiva nueva. Se remonta, como mínimo, al gran rival de Newton,
Leibniz, que se negó a aceptar la visión del tiempo y el espacio como
recipientes en los que se ubica todo, un marco de referencia absoluto para el
universo. Prefería tratarlos como relaciones entre objetos: «El espacio no es
sino orden o relación; y no es nada en absoluto sin los cuerpos más que la
posibilidad de situarlos». El espacio vacío no es espacio, diría Leibniz, ni
tampoco existiría el tiempo en un universo vacío, porque el tiempo es la
medida del cambio. «Sostengo que el espacio es algo meramente relativo, lo
mismo que el tiempo —escribió Leibniz—. No hay instantes aparte de las
cosas». Con el triunfo del programa newtoniano, la visión de Leibniz
prácticamente desapareció de escena.
Para apreciar la concepción del espacio relacional, solo tenemos que mirar
el mundo conectado, digital. Se suele decir que internet, como un siglo antes
el telégrafo, «aniquila» el espacio. Lo hace al convertir en vecinos a los nodos
más alejados de una red que trasciende la dimensión física. En lugar de seis
grados de separación, tenemos miles de millones de grados de conexión.
Smolin lo expresa como sigue:
Vivimos en un mundo en el que la tecnología ha superado las limitaciones inherentes al hecho
de que vivimos en un espacio con baja dimensionalidad… Desde la perspectiva del teléfono
móvil, vivimos en un espacio con 2500 millones de dimensiones, en el que casi todos nuestros
congéneres humanos son nuestros vecinos más cercanos. Internet, obviamente, ha conseguido lo
mismo. Una red de conexiones ha disuelto el espacio que nos separa.

Así pues, quizás ahora nos resulte más fácil ver cómo son realmente las
cosas. Esto es lo que cree Smolin, que el tiempo es fundamental, pero el
espacio es una ilusión; «que las verdaderas relaciones que forman el mundo
son una red dinámica»; y que la propia red, junto con todo lo que hay en ella,
puede y debe evolucionar con el tiempo.
Propone un programa para su posterior estudio, basado en la idea del
«tiempo global privilegiado», que se extiende por todo el universo y fija un
límite entre el pasado y el futuro. Imagina a una familia de observadores,
diseminada por todo el universo, y un estado de reposo privilegiado que sirva
como referencia para medir el movimiento. Aunque «ahora» no tiene por qué
ser lo mismo para diferentes observadores, mantiene su significado para el
cosmos. Estos observadores, con su persistente sentido del momento presente,
son un problema que se debe investigar en lugar de dejar de lado.

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El universo hace lo que hace. Percibimos el cambio, percibimos el
movimiento, e intentamos dar sentido a la confusión que abunda y aumenta.
El problema difícil, en otras palabras, es la conciencia. Volvemos al punto de
partida, al viajero del tiempo de Wells insistiendo en que la única diferencia
entre el tiempo y el espacio es que «nuestra conciencia se mueve a lo largo de
ella» justo antes de que Einstein y Minkowski dijeran lo mismo. Los físicos
han entablado una relación de amor-odio con el problema del yo. Por una
parte, no es asunto suyo: dejémoselo a los (simples) psicólogos. Por otra,
intentar liberar al observador —el medidor, el acumulador de información—
de la fría descripción de la naturaleza se ha demostrado imposible. Nuestra
conciencia no es ningún espectador mágico; es una parte del universo que
intenta contemplar.
La mente es lo que experimentamos de forma más inmediata y lo que crea
experiencias. Está sometida a la flecha del tiempo. Crea recuerdos sobre la
marcha. Crea modelos del mundo y compara constantemente estos modelos
con sus predecesores. Sea lo que sea la conciencia, no es una linterna en
movimiento que ilumina secciones sucesivas del continuo espacio-tiempo
tetradimensional. Es un sistema dinámico, que ocurre en el tiempo,
evoluciona en el tiempo, y es capaz de absorber bits de información del
pasado y procesarlos, y también de crear expectativas para el futuro.
San Agustín tenía razón desde un principio. El filósofo moderno J. R.
Lucas, en su Treatise on Time and Space (Tratado sobre el tiempo y el
espacio), está de acuerdo: «No podemos decir qué es el tiempo porque ya lo
sabemos, y lo que digamos nunca podría estar a la altura de todo lo que ya
sabemos». Y también Buda (traducido por Borges): «El hombre de un
momento pretérito ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un
momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento
presente vive, pero no ha vivido ni vivirá». Sabemos que el pasado se ha ido:
terminado, firmado, sellado y entregado. Nuestro acceso a él está
comprometido, limitado por los recuerdos y las pruebas físicas: fósiles,
cuadros en desvanes y viejos libros de registros. Sabemos que los testigos no
son fiables y los registros se pueden manipular o malinterpretar. El pasado no
registrado ya no existe. Sin embargo, la experiencia nos convence de que el
pasado sucedió y sigue sucediendo. El futuro es diferente. El futuro todavía
está por venir; es abierto; no puede ocurrir cualquier cosa, pero sí muchas. El
mundo aún está en construcción.
¿Qué es el tiempo? Las cosas cambian y el tiempo es la manera de
mantenemos al corriente.

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El único barco

La narrativa es el único barco que nos permite


navegar por el río del tiempo.

URSULA K. LE GUIN (1994)

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Tu ahora no es mi ahora. Estás leyendo un libro. Estoy escribiendo un libro.
Tú estás en mi futuro, aunque yo sé lo que viene después, parte de ello, y tú
no[77].
Por otra parte, puedes ser un viajero en el tiempo en tu propio libro. Si
eres impaciente, puedes saltar directamente hasta el final. Cuando te falla la
memoria, puedes volver a una página anterior. Está todo ahí por escrito. Estás
muy familiarizado con viajar en el tiempo pasando páginas y, en realidad,
también los personajes de tus libros. «No sé bien cómo explicarlo —dice
Aomame en 1Q84 de Haruki Murakami—, pero tengo la sensación de que,
cuando intento progresar en la lectura, el tiempo transcurre de forma irregular.
Como si no importase que lo de delante esté atrás y lo de atrás, delante».
Parece que pronto estará cambiando su propia realidad, pero tú, el lector, no
puedes cambiar la historia, ni puedes alterar el futuro. Qué será, será. Estás
fuera de todo. Estás fuera del tiempo.
Parece un poco «meta» y en realidad lo es. En una época en que proliferan
los viajes en el tiempo, narrar una historia se ha vuelto más complicado.
La literatura crea su propio tiempo. Imita el tiempo. Hasta el siglo XX, lo
hacía principalmente de una manera lógica, directa, lineal. Las historias de los
libros solían empezar al principio y terminar al final. Podían pasar un día o
muchos años, pero normalmente seguían un orden. La mayoría de las veces,
el tiempo era invisible, aunque, en alguna ocasión, adquiría protagonismo.
Desde los inicios de la narrativa han existido las historias contadas dentro de
otras historias, y estas alteran el tiempo así como el espacio: flashbacks y
flashforwards. Somos tan conscientes de la narración que a veces un
personaje de una historia nos parecerá un personaje de una historia, «un pobre
actor que se pavonea y agita en su hora en escena», a merced del tiempo:
«Mañana, y mañana, y mañana…». O tal vez aquí, en la vida real,
concebimos la inquietante sospecha de que somos meros personajes en la
realidad virtual de algún otro. Actores que representamos un guion.
Rosencrantz y Guildenstern imaginan ser dueños de su destino y ¿quiénes
somos nosotros para saberlo mejor? El narrador omnisciente de Skios, la
novela de 2012 de Michael Frayn, dice acerca de los personajes que viven en

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su historia: «De haber estado viviendo en una historia, podrían haber
imaginado que alguien, en algún lugar, tenía el resto del libro en sus manos, y
que lo que estaba a punto de suceder, ya estaba ahí, en las páginas impresas,
inmutable, inalterable, sólidamente existente. No les habría servido de mucho,
porque nadie en una historia sabe nunca que lo está».
En una narración, a una cosa le sigue otra. Esa es su característica
distintiva. La historia es una relación de acontecimientos. Queremos saber
qué va a suceder a continuación. Seguimos escuchando, seguimos leyendo y,
con suerte, el rey permite a Scheherezade vivir una noche más. Al menos, esta
era la visión tradicional de la narrativa: «Los sucesos se ordenan en una
secuencia temporal —como dijo E. M. Forster en 1927—. La comida va
después del desayuno, el martes después del lunes, la descomposición
después de la muerte, y así sucesivamente». En la vida real disfrutamos de
una libertad de la que el narrador carece. Perdemos la noción del tiempo,
divagamos y soñamos. Nuestros recuerdos del pasado se van acumulando o se
inmiscuyen espontáneamente en nuestros pensamientos, nuestras expectativas
para el futuro circulan libremente, pero ni los recuerdos ni las esperanzas se
organizan en una línea temporal. «Para usted o para mí siempre es posible
negar en la vida cotidiana que existe el tiempo y actuar en consecuencia,
aunque nos volvamos ininteligibles y nuestros conciudadanos nos envíen a lo
que han dado en llamar casas de locos —escribe Forster—. Sin embargo, para
un novelista nunca es posible negar el tiempo dentro de la estructura de su
novela». Puede que en la vida escuchemos el tictac de un reloj o puede que
no, «mientras que en una novela siempre hay un reloj», afirmaba.
Ya no. Hemos desarrollado un sentido del tiempo más avanzado, más
libre y más complejo. En una novela pueden aparecer múltiples relojes o
ninguno, relojes contradictorios y relojes poco fiables, relojes que corren
hacia atrás y relojes que giran sin rumbo. «La dimensión del tiempo se ha
hecho pedazos —escribió Italo Calvino en 1979—; no podemos vivir o pensar
sino fragmentos del tiempo que se alejan cada uno a lo largo de su propia
trayectoria y desaparecen en el acto. Solo podemos reencontrar la continuidad
del tiempo en las novelas de aquella época en la que el tiempo ya no parecía
detenido y aún no parecía haber estallado, una época que no duró más de cien
años». No dice cuándo terminaron exactamente esos cien años.
Tal vez Forster supiera que estaba simplificando en exceso: estaban
surgiendo movimientos modernistas por todas partes. Había leído a Emily
Brontë, que se rebeló contra el tiempo cronológico en Cumbres borrascosas.
Había leído a Laurence Sterne, cuyo Tristram Shandy tenía «un centenar de

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problemas que he prometido resolver y un millar de adversidades y
calamidades domésticas que se me amontonan y triplican», y se libraba de los
grilletes del tiempo verbal («Una vaca penetró [mañana por la mañana] en las
fortificaciones de mi tío Toby») e incluso trazó un diagrama de su divagación
temporal con una línea temporal garabateada.

De Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de


Laurence Sterne, capítulo XXXVIII.

Forster también había leído a Proust. Pero no estoy seguro de que captara
el mensaje: que el tiempo se escapa.
Parecía que el espacio era nuestra dimensión natural: aquella en la que nos
desplazamos, la que percibimos directamente. Para Proust, nos convertimos
en moradores de la dimensión temporal: «lo primero que haría sería describir
en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello
hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido
que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin
límite… como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con
épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días[78]».
Marcel Proust y H. G. Wells fueron contemporáneos y mientras Wells
inventaba el viaje en el tiempo en una máquina, Proust inventó una suerte de
viaje en el tiempo sin ella. Podríamos llamarlo viaje en el tiempo mental.
Entretanto, los psicólogos se han apropiado de esta expresión para sus propios
fines.
Bob Wilson, el viajero del tiempo de Robert Heinlein, visita a sus yos
pasados, conversando con ellos y modificando su propia biografía, y, a su
manera, el narrador de En busca del tiempo perdido, al que a veces se llama

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Marcel, también lo hace. Proust, o Marcel, tiene una sospecha sobre su
existencia, quizás una sospecha de mortalidad: «Que yo no estaba situado
aparte de las contingencias del Tiempo, sino sometido a sus leyes,
exactamente como esos personajes de novela que, cabalmente por ello, me
inspiraban tal melancolía cuando en Combray, en mi garita de mimbre, leía
yo sus vidas».
«Proust subvierte toda la lógica de la representación narrativa», afirma
Gérard Genette, uno de los expertos en teoría literaria que intentó abordarla
creando un campo de estudio totalmente nuevo llamado narratología. En los
años treinta del siglo XX, un crítico y semiótico ruso, Mijaíl Bajtín, ideó el
concepto de «cronotopo» («tiempo-espacio», que claramente tomó prestado
del espacio-tiempo einsteiniano) para designar la inseparabilidad de ambos en
la literatura: la influencia mutua que ejercen el uno en el otro. «El tiempo, por
así decirlo, se condensa, se comprime, se vuelve visible desde el punto de
vista artístico; a su vez, el espacio se sobrecarga y se vuelve sensible a los
movimientos del tiempo, el argumento y la historia», escribió. La diferencia
es que el espacio-tiempo es lo que es, mientras que los cronotopos admiten
tantas posibilidades como permita la imaginación. Un universo puede ser
fatalista y otro libre. En uno, el tiempo es lineal; en el otro, el tiempo es un
círculo, con todos nuestros fracasos y todos nuestros descubrimientos
condenados a repetirse. En uno, un hombre conserva su belleza juvenil
mientras su imagen envejece en el desván; en el otro, nuestro héroe pasa de la
senectud a la infancia. En una historia puede dominar el tiempo de la máquina
y, en otra, el tiempo psicológico. ¿Qué tiempo es el verdadero? ¿Todos o
ninguno?
Borges nos recuerda que Schopenhauer afirmaba que la vida y los sueños
son páginas del mismo libro. Leerlas en el orden adecuado es vivir, pero
hojearlas es soñar.
El siglo XX confirió a la narrativa una turbulenta complejidad temporal
nunca antes vista. No tenemos tiempos verbales suficientes. O más bien no
tenemos nombres para todos los tiempos verbales que creamos[79]. «En lo que
tendría que haber sido el futuro»: con esta cláusula simple comienza la novela
Certezas de Madeleine Thien. Proust llena un sendero temporal de espejos:
A veces, al pasar por delante del hotel, se acordaba de los días lluviosos en los que solía llevar
a su niñera tan lejos, en peregrinación. Pero los recordaba sin la melancolía que por entonces
pensaba que saborearía algún día al sentir que ya no la amaba. Porque esa melancolía, que
proyectaba previendo la indiferencia por venir, provenía de su amor. Y ese amor ya no existía.

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Recuerdos de anticipación, anticipación de recuerdos. Para encontrarle
sentido a los bucles temporales, los narratólogos dibujan diagramas
simbólicos. Podemos dejar los detalles a los técnicos y saborear las nuevas
posibilidades. «Mezclar memoria y deseo». El caso es que, tanto para los
novelistas como para los físicos, el cronopaisaje comenzó a sustituir al
paisaje. La iglesia de la infancia de Marcel es, para él, «un edificio que
ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro dimensiones —la cuarta era la
del Tiempo— y que al desplegar a través de los siglos su nave, de bóveda en
bóveda y de capilla en capilla, parecía vencer y franquear no solo unos
cuantos metros, sino épocas sucesivas, de las que iba saliendo triunfante».
Los otros grandes modernistas, sobre todo Joyce y Woolf, también
convirtieron el tiempo en su lienzo y en su tema. Phyllis Rose ha observado
que, en todos ellos, «la prosa deambulaba por el tiempo y el espacio, y
cualquier instante del presente actuaba como una suerte de trampolín que
permitía el acceso a un lago de recuerdos, anticipación y asociación». La
narración no es cronológica. Es anacrónica. Si eres Proust, la narrativa de la
vida se funde con la vida: «la vida no es cronológica, es tan anacrónica en el
sucederse de los días». La narración es la máquina del tiempo y la memoria,
el combustible.
Al igual que H. G. Wells, Proust asimiló la nueva geología. Excava en sus
propios estratos enterrados: «Todos esos recuerdos, añadidos unos a otros, no
formaban más que una masa, pero podían distinguirse entre ellos —entre los
más antiguos y los más recientes, nacidos de un perfume, y otros que eran los
recuerdos de una persona que me los comunicó a mí— ya que no fisuras y
grietas de verdad, por lo menos ese veteado, esa mezcolanza de coloración
que en algunas rocas y mármoles indican diferencias de origen, de edad y de
“formación”». Podríamos reprocharle a la visión proustiana de la memoria ser
meramente poética si nuestros modernos neurocientíficos hubieran
establecido un modelo más fidedigno de cómo funciona la memoria, pero no
es el caso. Pese al ejemplo del almacenamiento informático, o a nuestras
minuciosas neuroanatomías del hipocampo y la amígdala, nadie puede
explicar cómo se forman y recuperan los recuerdos. Tampoco nadie puede
explicar convincentemente el paradójico argumento de Proust: que el pasado
no se puede recuperar buscando en nuestros recuerdos, interrogándolos,
rebobinando la película o rebuscando en un cajón; más bien, la esencia del
pasado, cuando nos llega, lo hace de forma espontánea.
Inventó para ello la expresión «recuerdo involuntario». Y advertía: «Es
trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra

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inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto
material». Podríamos pensar, escudriñando ingenuamente nuestras mentes,
que hemos fabricado nuestros recuerdos y ahora podemos evocarlos para
inspeccionarlos pausadamente, pero no, el recuerdo que buscamos, el
recuerdo de la voluntad consciente, es una ilusión. «Los datos que da respecto
al pasado no conservan de él nada». Nuestra inteligencia reescribe una y otra
vez la historia que intenta recordar. «El alma se siente superada por sí misma,
cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de
buscar». El recuerdo involuntario es el grial que tal vez no buscamos. No lo
encontramos; nos encuentra él. Puede estar oculto en un objeto material («en
la sensación que ese objeto material nos produciría»), por ejemplo, ay, el
sabor de una petite madeleine mojada en tila. Puede llegar en el espacio
liminal entre el sueño y la vigilia. «Entonces un trastorno profundo se
introducirá en los mundos desorbitados, la butaca mágica le hará recorrer a
toda velocidad los caminos del tiempo y del espacio».
Teniendo esto en cuenta, puede parecer sorprendente que los psicólogos
tardaran más de sesenta años en definir este fenómeno y denominarlo «viaje
mental en el tiempo», pero lo han hecho ahora. Endel Tulving, un
neurocientífico canadiense, acuñó en los años setenta y ochenta la frase
«memoria episódica». «Recordar, para el que recuerda, es un viaje mental en
el tiempo —escribió—, revivir en cierto modo algo que sucedió en el
pasado». O en el futuro, naturalmente. (La memoria que solo funciona hacia
atrás, recordando, es una mala memoria). Sus siglas son VMT y los
investigadores debaten si se trata de una capacidad exclusivamente humana o
si los monos y las aves también pueden revivir sus pasados y proyectarse
hacia el futuro. Una definición más reciente elaborada por científicos
cognitivos: «El viaje mental en el tiempo es la capacidad de proyectarse
mentalmente hacia atrás en el tiempo para revivir experiencias del pasado y
hacia delante para previvir posibles experiencias futuras. Los trabajos
anteriores se han centrado en el VMT en su forma voluntaria. Aquí
introducimos la noción de VMT involuntario». En otras palabras, «el viaje
mental en el tiempo involuntario (espontáneo) al pasado y el futuro». Ninguna
mención de las magdalenas, sin embargo.
Todo el mundo parece estar de acuerdo en que nuestra imaginación nos
libera en la dimensión temporal, aunque no podamos disponer de una
máquina del tiempo wellsiana. No es el caso de Samuel Beckett. El joven
dublinés, que aún no había escrito ninguna de sus novelas ni de sus obras
teatrales, estudió a Proust en el verano de 1930, mientras estaba en la École

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Normale de París, para «examinar en primer lugar a ese monstruo bicéfalo de
condena y salvación: el Tiempo». No fue libertad lo que vio. En el mundo de
Proust solo encontró víctimas y prisioneros. Ni tampoco estaba de acuerdo
Sam con «nuestro pernicioso e incurable optimismo», «nuestra ufana
voluntad de vivir», que desvía nuestra mirada del amargo destino que nos
espera. Sugiere que somos como organismos de dos dimensiones, como los
habitantes de Planilandia, que de repente descubren una tercera dimensión, la
altura. El descubrimiento no sirve para nada. No pueden desplazarse en su
nueva dimensión. Tampoco nosotros. Beckett dice:
No hay manera de escapar de las horas y los días. Tampoco del mañana ni del ayer. No hay
modo de escapar del ayer porque el ayer nos ha deformado o ha sido deformado por nosotros…
El ayer no es un hito del pasado, sino una piedra en trillado camino de los años, que
irremediablemente forma parte de nosotros, pesado y peligroso.

Beckett dejará para otros los placeres del viaje en el tiempo. Para él, el
tiempo es un veneno. Es un cáncer.
En el mejor de los casos, todo lo realizado en el Tiempo (todo lo que el Tiempo produce), ya
sea en el arte o en la vida, solo se puede poseer sucesivamente, mediante una serie de anexiones
parciales, y nunca del todo y a la vez.

Al menos es coherente. No podemos esperar, eso es todo.


VLADIMIR: Pero dijiste que estuvimos aquí ayer.
ESTRAGÓN: Tal vez me haya equivocado.

Todo libro encuadernado y cosido, con un principio, un nudo y un desenlace,


se parece al universo rígido. Tiene una finalidad de la que carece en la vida
real, donde podemos esperar que todas las tramas se hayan resuelto cuando lo
terminemos. La novelista Ali Smith dice que los libros son «fragmentos de
tiempo tangibles en nuestras manos». Puedes sostenerlos, puedes
experimentarlos, pero no los pueden cambiar. Salvo que sí se puede y se hace:
un libro, inerte y a la espera, no es nada, hasta que alguien lo lee y, entonces,
el lector también se convierte en un personaje de la historia. La lectura de
Proust entrelaza tus recuerdos, tus deseos, con los de Marcel. Smith retraduce
a Heráclito: «No puedes entrar dos veces en la misma historia». Dondequiera
que esté el lector, cualquiera que sea la página, la historia tiene un pasado,
que se ha ido, y un futuro que aún está por llegar.
Pero sin duda el lector tiene la capacidad y posee una memoria lo
suficientemente amplia y fiable como para asimilar un libro entero. (Al fin y
al cabo, un libro no es más que unos cuantos megabytes). ¿Podemos retenerlo

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todo en la mente a la vez, poseer todo el pasado, el presente y el futuro? Al
parecer, Vladimir Nabokov creía que ese era el ideal de la lectura: poseer un
libro entero, en la memoria, en lugar de encontrarse con él en un estado de
ignorancia o inocencia, experimentarlo página a página, palabra a palabra.
«Un buen lector, un gran lector, un lector activo y creativo es un relector»,
afirma Nabokov en Curso de literatura europea.
Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover
laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que
supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y
en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística.

Idealmente, un libro debería ser como un cuadro, que apreciamos (decía


Nabokov) de golpe, fuera del tiempo. «Cuando miramos un cuadro, no
movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del
libro, el cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El
factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro».
Pero ¿se puede abarcar realmente un libro en su totalidad, de golpe, fuera
del tiempo? Es evidente que un cuadro no se asimila de golpe. Los ojos lo
recorren, el espectador ve primero esto y luego aquello. En cuanto a los
libros, juegan con el tiempo, igual que la música. Se basan en la anticipación,
coquetean con la expectación. Ni siquiera cuando se conoce bien un libro,
cuando se puede recitar entero, como el poeta homérico, se puede
experimentar como un objeto atemporal. Puedes apreciar el eco de los
recuerdos, el truco de los presagios, pero cuando lees un libro eres un ser que
vive en el tiempo. El novelista y traductor Tim Parks señala el papel esencial
del olvido. «Nabokov no menciona el olvido —escribe—, pero está claro que
es de lo que está hablando principalmente». Recordemos: la memoria no es
una grabadora. Ni «un estereotipo o una hoja voladora». Los recuerdos, como
dice Parks,
son básicamente invenciones, reelaboraciones, narraciones cambiantes, simplificaciones,
distorsiones, fotos que sustituyen a rostros, etcétera; es más, no hay razón para suponer que la
impresión original está intacta en algún lugar de nuestra mente. No poseemos el pasado, ni
siquiera el más inmediato, y no hay motivo para lamentarse, ya que hacerlo obstaculizaría
seriamente nuestra experiencia del presente.

También está el anverso de olvidar, que es «no saber aún». Incluso el


relector omnisciente recuerda «no saber aún» o ¿cuál es la gracia? No importa
las veces que releamos un libro, queremos ignorar el pasado, dudar sobre el
futuro, o lo leemos sin expectación, decepción, suspense, sorpresa, todo el
abanico de emociones humanas que dependen del tiempo y el olvido. En Ada

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de Nabokov, alguien (el autor omnisciente o su olvidadizo narrador) dice de
sus héroes: «El tiempo los mistificaba, hacía que uno hiciese una pregunta
memorable a la cual daba el otro una respuesta olvidada». Se esfuerzan por
«expresar algo que, antes de ser expresado, solo poseía una existencia
crepuscular (o ninguna clase de existencia, a no ser la ilusión de la sombra
retrospectiva de su inminente expresión)». El tiempo nos mistifica a todos,
incluso a los relectores quisquillosos con máquinas del tiempo.
Por consiguiente, incluso en un libro, como en la vida, el final es un
artificio. Alguien tiene que crearlo. Es el autor quien asume la tarea de Dios y,
a medida que las opciones narrativas se vuelven más enrevesadas, también se
complica el reto de construir mundos. «Acto dificilísimo es el de escribir —
afirma José Saramago—, responsabilidad de las mayores, basta pensar en el
trabajo agotador que supone disponer por orden temporal los acontecimientos,
primero este, luego aquel, o, si conviene a las exigencias del efecto buscado,
el suceso de hoy colocado antes del episodio de ayer, y otras no menos
arriesgadas acrobacias, el pasado como si hubiera sido ahora, el presente
como un continuo sin principio ni fin». A su vez, los lectores, y los
espectadores de cine, se vuelven cada vez más conscientes y aprenden las
metáforas y los trucos. Aprendemos de todos los viajeros en el tiempo que
nos precedieron.
He aquí un hombre con una máquina del tiempo. Tal vez debería decir un
hombre en una máquina del tiempo. Se llama Charles Yu. Nos dice que
trabaja en el sector de los viajes en el tiempo. Repara máquinas del tiempo
para ganarse la vida. No es un científico, sino un técnico. «Más
concretamente —afirma—, soy un técnico acreditado en redes de vehículos
cronogramaticales para uso personal de la clase T.». Por ahora (una palabra
problemática en este libro), vive dentro de uno: el dispositivo de viaje
temporal de recreo TM-31,
que dispone de una arquitectura lingüístico-temporal aplicada que permite la libre navegación
dentro de un entorno renderizado, como, por ejemplo, el espacio de un relato y, en concreto, un
universo de ciencia ficción.

En otras palabras, estamos en un libro. Es el espacio de un relato, un


universo. «Entras dentro y aprietas algunos botones. Te lleva a otros lugares,
a tiempos diferentes. Activa este interruptor para el pasado, levanta esa
palanca para el futuro. Sales y esperas que el mundo haya cambiado». Sí, a
estas alturas, lo sabemos todo al respecto. También cabe esperar algunas
paradojas.

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Charles es un poco patético. Sus principales compañeros son un ordenador
UI con un skin personalizado que se llama TAMMY (software sexy con
problemas de autoestima) y una «especie de» perro que se llama Ed. El perro
fue «“retrocontinuado” de algún western espacial». «Retrocontinuidad» es un
término narrativo posposmoderno, una forma abreviada de «continuidad
retroactiva»: la reescritura a posteriori del trasfondo de un mundo ficticio. En
realidad Ed no existe, aunque tiene un olor fuerte y lame la cara de Charles.
«Ed no es más que esta extraña entidad ontológica… Debe violar alguna ley
de conservación. Algo surgido de la nada: toda esta saliva». Evidentemente,
tenemos que aceptarlo. Charles lo hace. Es un trabajo solitario: «Mucha gente
que trabaja reparando máquinas del tiempo escribe novelas en secreto».
Casualmente, el libro que estamos leyendo es la primera novela del escritor
Charles Yu, titulada How to Live Safely in a Science Fictional Universe
(Cómo vivir seguro en un universo de ciencia ficción).
El hecho de vivir en una máquina del tiempo brinda a Charles una
perspectiva poco común. A veces cree que existe en un tiempo verbal: el
presente indefinido. Es una especie de limbo. Es diferente del ahora. «De
todos modos, ¿para qué quiero el ahora? Creo que el ahora está
sobrevalorado. El ahora no me ha funcionado muy bien». Vivir
cronológicamente (todo el mundo siguiendo hacia delante y mirando hacia
atrás) es algo del ayer. «Una especie de mentira. Por eso ya no lo hago».
Así que duerme solo, en «un día tranquilo, sin nombre ni fecha… metido
en un oculto callejón sin salida del espacio-tiempo», allí se siente seguro.
Tiene su propio generador de miniagujeros de gusano que puede utilizar para
espiar otros universos. A veces tiene que explicar las cosas de la vida a sus
clientes, personas que alquilan máquinas del tiempo con la esperanza de
viajar al pasado y cambiar la historia o personas que alquilan máquinas del
tiempo pero les preocupa cambiar la historia accidentalmente: «¡Dios mío! —
dicen—. ¿Y si viajo al pasado y una mariposa aletea de un modo diferente, y
esto y lo otro, y la guerra mundial y yo nunca he existido, y así
sucesivamente?». Las reglas dicen que no se puede. La gente nunca quiere
oírlo, pero no se puede cambiar el pasado.
El universo no tolera eso. No somos lo suficientemente importantes… Hay demasiados
factores, demasiadas variables. El tiempo no es una corriente ordenada. El tiempo no es un lago
plácido que registra cada una de nuestras ondas. El tiempo es viscoso. El tiempo es un flujo
masivo. Es una sustancia que se autocura, lo que quiere decir que casi todo se habrá perdido.

Charles ha aprendido algunas reglas más. Si alguna vez te encuentras


contigo mismo saliendo de una máquina del tiempo, corre en la dirección

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contraria lo más rápido que puedas. No puede salir nada bueno de encontrarse
con uno mismo. Intenta no mantener relaciones sexuales con alguien que
podría ser un pariente. («Un tipo que conozco acabó con su propia hermana»).
Así es la metanarrativa del siglo XXI: llena de bucles, recursiva y
autorreferencial hasta el extremo. La ciencia verdadera (la ciencia «real») se
mezcla con la ciencia de la ciencia ficción, que es tanto una parodia de la
ciencia verdadera como una ciencia verdadera de la ciencia ficción, si es que
se entiende lo que quiero decir. Un ejemplo: «Un personaje de una historia, o
incluso un narrador, por lo general no tiene modo de saber si se halla en la
narración en tiempo pasado de una historia o en el tiempo presente (o en
alguna otra situación) y simplemente reflexiona sobre el pasado».
Sobre todo echa de menos a su padre, el padre que le enseñó todo sobre el
viaje en el tiempo, quien solía decir cosas como «hoy viajaremos al espacio
de Minkowski», a quien venera y ama en sus recuerdos. Cuando se piensa en
ello, se descubre que muchos viajes en el tiempo tienen que ver con la
búsqueda de los padres. En las películas de Regreso al futuro, Marty McFly
necesita descubrir el pasado de sus padres. Su destino se encuentra allí. En
este mismo sentido, las películas de Terminator tratan sobre encontrar (matar,
proteger) a la madre, aunque los personajes no hablan mucho de sus
sentimientos. «¿Quién no querría retroceder en el tiempo para encontrar a sus
padres antes de que llegaran a ser sus padres —pregunta William Boyd en su
novela de 2015 Sweet Caress—, antes de que “madre” y “padre” los
conviertan en mitos domésticos?». Percibimos la infancia de un modo cuando
la vivimos y de otro cuando la rememoramos. Y puede que, cuando nos
convertimos en padres, redescubramos a nuestros propios padres y nuestras
infancias como si fuese la primera vez. Esto es lo más cerca que llegamos a
estar de tener una máquina del tiempo.
«¿Cómo podemos distinguir el presente del pasado?». El padre de Charles
afirma que esta es la cuestión fundamental del viaje en el tiempo. «¿Cómo
movemos la ventana infinitesimal del presente a través del visor a una
velocidad tan constante?». También podría ser la cuestión fundamental de la
conciencia. ¿Cómo construimos el yo? ¿Puede existir la memoria sin
conciencia? Obviamente, no. U obviamente, sí. Depende de lo que se entienda
por memoria. Una rata aprende a recorrer un laberinto: ¿recuerda el laberinto?
Si la memoria es la perpetuación de información, entonces la posee incluso el
organismo menos consciente. Es el caso de los ordenadores, cuya memoria
medimos en bytes. Y de una lápida. Pero si la memoria es la acción de
recordar, el acto de rememorar, entonces implica una capacidad para retener

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en la mente dos constructos, uno que representa el presente y otro que
representa el pasado, y compararlos entre sí. ¿Cómo aprendemos a distinguir
la memoria de la experiencia? Cuando algo falla y experimentamos el
presente como si fuera un recuerdo, lo llamamos déjà vu. Al pensar en el déjà
vu (una ilusión o una patología), quizá nos maravillemos de la tarea ordinaria
de recordar.
¿Puede existir conciencia sin memoria? «Somos nuestra memoria», dijo
Borges,

somos ese quimérico museo de formas inconstantes,


ese montón de espejos rotos.

Nuestros cerebros conscientes inventan el concepto de tiempo una y otra


vez, infiriéndolo de la memoria y extrapolándolo del cambio. Y el tiempo es
indispensable para nuestra conciencia de nosotros mismos. Al igual que un
escritor, construimos nuestra propia narración, organizamos las escenas en un
orden verosímil, extraemos conclusiones sobre la causa y el efecto. El
software de Charles dice: «El libro, como el concepto de “presente”, es una
ficción. Lo que no quiere decir que no sea real. Es tan real como cualquier
otra cosa en este universo de ciencia ficción. Tan real como tú. Es una
escalera en una casa construida por la empresa de construcción Escher e
Hijos».
Ordenas los fragmentos de tu vida, editas la película incluso mientras la
ruedas. «Tu cerebro tiene que engañarse a sí mismo para vivir en el tiempo»,
dice ella. El viaje en el tiempo añade una mejora explosiva al proceso normal
de crear conciencia.
Cien años antes, cuando narrar historias parecía más sencillo y E. M.
Forster pensaba que dentro de cada novela hay un reloj, inventó un relato
sobre el futuro. «Imagine, si puede —escribió en 1909—, una habitación
pequeña con forma hexagonal». En el centro hay un sillón. En el sillón está
sentada una mujer, «un bulto de carne envuelto en ropa… con la cara pálida
como un hongo». Está felizmente encarcelada, con todas las comodidades
modernas:
Había botones e interruptores por todas partes, botones para pedir comida, música, ropa.
Había un botón para pedir un baño caliente que, al presionarlo, hacía surgir del suelo una bañera
de mármol rosáceo (de imitación), llena hasta el borde con un líquido tibio desodorizado. Estaba
el botón para el baño frío. Estaba el botón que generaba literatura y estaban, por supuesto, los
botones con los que se comunicaba con sus amigos. La habitación, pese a no contener nada,
estaba en contacto con todo lo que a ella le importaba en el mundo.

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La mayoría de sus contemporáneos todavía eran optimistas con la
tecnología y lo seguirían siendo durante otra generación, pero Forster, en su
extraña novela La máquina se para, crea una visión sombría, «una reacción
—admitiría más tarde— a uno de los paraísos anteriores de H. G. Wells». Un
apocalipsis no especificado, probablemente autoinfligido, ha expulsado a la
humanidad bajo tierra, donde la gente vive sola en celdas. Han trascendido a
la naturaleza y la han abandonado. Todas sus necesidades y todos sus deseos
los satisface un aparato global llamado la Máquina, que es su cuidadora y,
aunque no lo saben, su carcelera.
Sobre ella, debajo de ella y a su alrededor, la Máquina zumbaba sin cesar; ella no se percataba
del ruido porque había nacido con él dentro de sus oídos. La tierra que la soportaba zumbaba
como si surcara el silencio, volviéndola ya hacia el sol invisible, ya hacia las estrellas invisibles.

Se avecina un segundo apocalipsis (ya lo revela el título), pero la mayoría


lo ignora. Solo una persona ve su encarcelamiento como lo que es. «Sabe que
hemos perdido el sentido del espacio y el tiempo —dice—. Decimos que el
“espacio ha sido aniquilado”, pero no hemos aniquilado el espacio, sino el
sentido del mismo. Hemos perdido una parte de nosotros mismos».
La «época de la literatura» ya ha pasado. Solo se conserva un libro, el
Libro de la Máquina. La Máquina es un sistema de comunicaciones. Tiene
«centros neurálgicos». Es descentralizada y omnipotente. La humanidad la
venera. «A través de ella hablamos entre nosotros, a través de ella nos vemos
los unos a los otros, en ella se manifiesta nuestro ser».
¿No recuerda a algo?

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14

En el presente

Ya hemos dejado atrás el fin del siglo en el que el


tiempo, por primera vez, se curvó, se deslizó,
experimentó anticipaciones y regresiones y, sin
embargo, siguió avanzando. Ahora lo sabemos todo,
con nuestros pensamientos viajando a la velocidad de
un tweet y nuestros 140 caracteres en busca de un
párrafo. Somos poshistoria. Somos posmisterio.

ALI SMITH (2012)

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¿Necesitamos el viaje en el tiempo cuando ya viajamos por el espacio a tanta
distancia y tan rápido? Sí. Por la historia. Por el misterio. Por la nostalgia. Por
la esperanza. Para examinar nuestro potencial y explorar nuestros recuerdos.
Para luchar contra el arrepentimiento por la vida que hemos vivido, una única
vida, una dimensión, de principio a fin.
La máquina del tiempo de Wells revelaba un desvío en el camino, una
alteración de la relación humana con el tiempo. Las nuevas tecnologías e
ideas se reforzaban mutuamente: el telégrafo eléctrico, el ferrocarril a vapor,
la ciencia de la Tierra de Lyell y la ciencia de la vida de Darwin, el auge de la
arqueología gracias a la afición por las antigüedades y la perfección de los
relojes. Cuando el siglo XIX dio paso al XX, los científicos y los filósofos se
prepararon para entender el tiempo de una manera nueva. Y también todos los
demás. El viaje en el tiempo floreció en la cultura, con sus bucles, giros y
paradojas. Somos expertos, somos aficionados. El tiempo vuela, para
nosotros. Ahora lo sabemos muy bien, como afirma medio irónicamente Ali
Smith, mientras nuestros pensamientos viajan a la velocidad de un tweet.
Somos viajeros en el tiempo que nos dirigimos hacia nuestro propio futuro.
Somos Señores del Tiempo.
Ha comenzado una nueva alteración temporal, escondida a plena vista.
Las personas más inmersas en las tecnologías de la comunicación más
avanzadas dan por sentada una conexión constante con los demás: llevan
habitualmente teléfonos móviles e inundan los canales de informaciones sobre
su estado, rumores, falsedades. Ellos, nosotros, ocupamos o habitamos un
lugar nuevo, o un medio (no hay manera de escapar a la engorrosa
terminología). Por una parte está el mundo virtual, conectado y muy veloz
que llamamos ciberespacio, internet o mundo online, o simplemente «la red».
Por otra está todo lo demás, el viejo lugar, el «mundo real». Se podría decir
que vivimos simultáneamente en dos formas contrapuestas de sociedad y de
experiencia[80]. El ciberespacio es otro país. ¿Y el tiempo? El tiempo allí es
diferente.
Antes, la comunicación se producía ineludiblemente en el presente. Tú
hablas y yo escucho. Tu ahora es mi ahora. Aunque Einstein demostró que la

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simultaneidad era una ilusión, la velocidad de la señal es importante y la luz
tarda en viajar de la sonrisa de una persona a los ojos de otra, aun así, en
general, las relaciones humanas eran una fusión de tiempos presentes.
Después, la palabra escrita dividió el tiempo: tu presente se convertía en mi
pasado o mi futuro en tu presente. Incluso un trazo de pintura en la pared de
una caverna conseguía una comunicación asincrónica. Los teléfonos ofrecían
una nueva simultaneidad, extendiendo el presente más allá de la brecha
espacial. El buzón de voz creó nuevas posibilidades de manipular el tiempo.
La mensajería responde al instante. Y continúa. Los dispositivos por cable e
inalámbricos están siempre enviando y escuchando. Con una conectividad
continua, el tiempo se enmaraña. No se pueden distinguir las recapitulaciones
de las precuelas. Escudriñamos las marcas temporales como las hojas de té. El
podcast de los auriculares parece más apremiante que las voces ambientales
que se filtran. Una cascada de mensajes es un timeline (estás en mi timeline;
lo he visto en mi timeline), pero la secuencia es arbitraria. No se puede
confiar mucho en el orden temporal. El pasado, el presente y el futuro giran y
colisionan, como autos de choque en una sucesión de distracciones. Cuando la
distancia separa al trueno del rayo, el ciberespacio vuelve a unirlos.

Una noche oscura y tormentosa. Una joven irrumpe en una casa abandonada y
toma fotografías. No hace caso del letrero de aviso: «Peligro. No entrar.
Edificio peligroso». Un trozo de papel pintado despegado deja al descubierto
unas letras garabateadas en la pared: «Cuidado». Sally arranca más papel.
«¡Ah, y agáchate!», lee.
«¡Agáchate!».
«Sally Sparrow, agáchate, ahora».
Sally Sparrow (porque ese es su nombre) se agacha justo a tiempo para
esquivar un objeto arrojado que rompe el cristal de la ventana que tiene
detrás. Al parecer, se está produciendo un ejercicio de comunicación
asincrónica.
Estamos en Londres, en el año 2007, y la nota de la pared está firmada:
«Con amor, del Doctor (1969)». El espectador sabe que el Doctor es el
protagonista de Doctor Who, una serie de televisión que lleva muchos años en
antena y se ha reencarnado múltiples veces. El programa se emitió por
primera vez en la BBC en 1963, inspirado en parte por La máquina del
tiempo, no tanto por el libro como por la película de George Pal, estrenada
tres años antes. El Doctor es un superviviente de la antigua raza alienígena de

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los Señores del Tiempo. Viaja a través del tiempo y del espacio en una nave
llamada TARDIS, que, por razones que solo conocen los aficionados más
incondicionales, por fuera es como una cabina telefónica azul de la policía
británica en el siglo XX. Aunque el Doctor es un alienígena que ha venido de
lejos, de muy lejos, y tiene todo el universo a su disposición, sus viajes se
centran principalmente en la Tierra y en sus aventuras viajando en el tiempo
se decanta por el turismo histórico al estilo del amuleto mágico de E. Nesbit y
la máquina WABAC del señor Peabody. Se encuentra con Napoleón,
Shakespeare, Lincoln, Kublai Kan, Marco Polo y muchos reyes y reinas
ingleses. Intercambia tácticas con Einstein. Descubre a un polizón que viaja
en el tiempo llamado Herbert, en cuya tarjeta de visita se lee H. G. Wells. Los
viajes en el tiempo en Doctor Who siempre son buenos para las bromas. Sin
embargo, de vez en cuando, los problemas y las paradojas pasan a primer
plano, y nunca con más intensidad e ingenio que en la historia de Sally
Sparrow, en el episodio titulado «Parpadeo», escrito por Steven Moffat y
emitido en 2007.
Sally, todavía desconcertada por la nota que ha encontrado en la pared,
regresa a la casa abandonada con su amiga Kathy Nightingale. Sally dice que
le gustan las cosas antiguas[81]. Ya sabemos que las casas antiguas evocan el
viaje en el tiempo. Kathy deambula fuera de la pantalla. Suena el timbre.
Sally responde. Un joven le entrega una carta escrita por su difunta abuela,
Kathy Nightingale: «Mi querida Sally Sparrow, si mi nieto ha hecho lo que
me prometió, mientras lees esta carta han pasado unos minutos desde la
última vez que hablamos. Para ti. Para mí han sido más de sesenta años».
Tenemos un enigma que resolver, nosotros los espectadores y también
Sally. Nos dan pistas. Hay monstruos por ahí. Es probable que sus víctimas
sean transportadas al pasado, inevitablemente, sin que exista un camino de
vuelta.
Si estuvieras atrapado en el pasado, ¿cómo te comunicarías con el futuro?
En general, todos estamos atrapados en el pasado y todos nos comunicamos
con el futuro, a través de los libros, los epitafios, las cápsulas del tiempo y
demás, pero rara vez necesitamos enviar un mensaje a personas concretas del
futuro en una época futura concreta. Una carta para entregar en mano por un
mensajero de confianza podría funcionar, o escribir en la pared de una vieja
casa. En la película de 1995 de Terry Gilliam Doce monos (un complicado
remake de La jetée), el involuntario viajero en el tiempo que interpreta Bruce
Willis marca un misterioso número de teléfono y deja un mensaje de voz. Son
mensajes sin retorno. ¿Hay alguien capaz de mejorarlo?

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El hermano de Kathy, Larry, trabaja en una tienda de DVD, es decir, es un
especialista en un medio de difusión de información efímero («nuevos, de
segunda mano y raros»). Vemos pantallas de televisión al fondo. Muchas de
ellas muestran el rostro de un hombre, en el que los espectadores habituales
reconocerán nada menos que al Doctor. ¿Por qué sale en la televisión? Parece
que trata de decir algo muy urgente. «¡No parpadees!», por ejemplo.
Pronuncia frases inconexas. Se le puede oír explicar en la tradición clásica del
viajero del tiempo: «La gente no entiende el tiempo. No es lo que creéis que
es».
Larry ha descubierto a este hombre en una pista oculta en diecisiete DVD
diferentes: «Siempre oculto, siempre en secreto —le dice a Sally—. Es como
un extra fantasmal de DVD». A veces Larry tiene la impresión de oír solo la
mitad de una conversación.
La pantalla se reinicia. El Doctor parece estar respondiendo la gran
pregunta. «La gente asume que el tiempo es una progresión estricta de causa a
efecto —explica—, pero, en realidad, desde un punto de vista ni lineal ni
subjetivo es más como una gran pelota que bambolea y trastabillea… cosas
del tiempo».
—Sí que empieza bien la frase —murmura Sally con sarcasmo (¿quién de
nosotros no le ha respondido al televisor?).
El Doctor en la pantalla responde:
—Se me ha escapado, sí.
SALLY: Esto es raro. Es como si pudieras oírme.
EL DOCTOR: Claro que puedo.

La conversación se empieza a complicar. El Doctor tiene que convencer a


Sally (y a nosotros) de que es un viajero en el tiempo al que han separado de
su máquina del tiempo (una cabina telefónica azul) y enviado a 1969, de que
ha estado intentado enviarle mensajes a través de una casa antigua y varios
correos humanos muy longevos, y de que ahora están hablando entre ellos a
través de una grabación que ha ocultado en diecisiete DVD, que casualmente
están en manos de Sally en 2007. Larry ha oído la parte de la conversación
del Doctor muchas veces. Para él, está predeterminada: bits grabados con
láser en un disco de plástico. Por fin está oyendo la versión estereofónica.
Sally le habla a la pantalla, el Doctor responde y Larry lo escribe.
SALLY: Esto lo he visto antes.
EL DOCTOR: Es muy posible.
SALLY: 1969, ¿desde allí estáis hablando?
EL DOCTOR: Eso me temo.
SALLY: Pero me estás contestando. No puedes saber lo que voy a decir cuarenta años antes de

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que lo diga.
EL DOCTOR [CON PEDANTERÍA]: Treinta y ocho.

¿Cómo es posible? Repasemos las reglas del viaje en el tiempo. Sally


tiene razón: él no puede oírla. Es una ilusión. Él le explica que es bastante
simple. Tiene una transcripción de toda la conversación y está leyendo las
frases, como si fuera un actor[82].
SALLY: ¿Cómo vas a tener una copia de la transcripción si aún la está escribiendo?
EL DOCTOR: Ya te lo he dicho. Soy un viajero en el tiempo. La conseguí en el futuro.
SALLY: Vale, a ver si lo entiendo. ¿Estás leyendo en voz alta una transcripción de una
conversación que aún estás manteniendo?
EL DOCTOR: Bambolea, trastabillea, cosas del tiempo.

La TARDIS aún tiene que reunirse con el Doctor. El Doctor todavía tiene
que conseguir la transcripción. Antes de que la compleja maquinaria de esta
trama se detenga, Sally, que ahora entiende toda la historia, tendrá que
reunirse con una versión del Doctor que todavía no ha entendido. Ahora el
pasado de ella es el futuro de él. «Parpadeo» es todas las paradojas enrolladas
juntas en una cinta de Moebius. Es la predestinación y el libre albedrío
conversando en tiempo real, a través de una tecnología nueva para uno y
obsoleta para el otro.
En 2007, internet estaba en pleno auge, pero no desempeña un papel en la
trama. El ciberespacio es una presencia fuera de escena, el perro que no ladra
en la noche. Este atípico episodio de Doctor Who ponía de manifiesto algo
sobre nuestra complicada relación con el tiempo. Hoy en día, en la bandeja de
entrada de Sally Sparrow habría miles de correos electrónicos, mezclando el
pasado y el presente, que podría ver en forma de hilo o sin encadenar, y el
número solo iría en aumento. Sería perfectamente capaz de mantener
múltiples conversaciones, SMS y MMS, emoticonos y vídeos, simultáneas y
asincrónicas, con dos participantes o muchos, y entretanto, con o sin
auriculares, oiría voces y vería pantallas por todas partes, en las salas de
espera y en los letreros de señalización, y si se parara a pensar, podría tener
problemas para ordenar toda la información en la secuencia temporal
adecuada; bambolea, trastabillea, cosas del tiempo, pero ¿quién se para a
pensar?

Cuando los hermanos Louis y Auguste Lumière inventaron el


cinématographe en los años noventa del siglo XIX, no empezaron a filmar a
actores disfrazados. No rodaron películas de ficción. Formaron a operadores

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en la nueva tecnología y enviaron a Clément, Constant, Félix, Gaston y
muchos más por todo el planeta para grabar retazos de la vida real.
Naturalmente, filmaron a los trabajadores saliendo de su propia fábrica
(¿quién podía resistirse a La sortie des ouvriers des usines Lumière à Lyon
Monplaisir? [Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon
Monplaisir]), pero para el año 1900 ya habían filmado una pelea de gallos en
Guadalajara, el tráfico peatonal en Broadway y a unos hombres fumando opio
en lo que ahora es Vietnam. El público acudía en masa a ver estas escenas
reales rodadas en lugares lejanos. La creación de estas imágenes señala un
horizonte de sucesos. Cuando miramos hacia atrás, el pasado anterior a 1900
es menos visible. Es bueno que tengamos libros.
Ahora las pantallas nos muestran gran parte del mundo, y el sonido es tan
realista como la imagen. Las pantallas abarcan más de lo que se podría ver a
simple vista. ¿Quién puede decir que no son portales temporales? La gente
nos «transmite» música y vídeo, el partido de tenis que estamos viendo puede
ser o no «en directo», los espectadores del campo que ven la repetición en la
pantalla del estadio, que nosotros vemos repetida en nuestras pantallas,
podrían haberla visto ayer, en un huso horario diferente. Los políticos graban
sus respuestas a intervenciones que aún no han visto para que se transmitan al
momento. Si confundimos el mundo real con nuestros muchos mundos
virtuales es porque gran parte del mundo real es virtual. Muchas personas no
tienen un recuerdo personal de una época en la que no existían pantallas.
Tantas ventanas, tantos relojes.
La «época de internet» se convirtió en una expresión habitual. Andrew
Grove, jefe ejecutivo de Intel, 1996: «Ahora vivimos en la época de internet».
Muchas veces no era más que la forma que los tipos guays empleaban para
decir «más rápido», pero nuestra relación con el tiempo estaba volviendo a
cambiar, aunque nadie entendiera muy bien en qué o cómo. En la época de
internet, el pasado se filtra en el presente. ¿Y el futuro? Al parecer, existe la
impresión de que el futuro ya está aquí. Parpadea y sucede. Y con ello, el
futuro se desvanece.
«Cada vez más, nuestros conceptos de pasado, presente y futuro necesitan
ser revisados —escribió J. G. Ballard en 1995 (la ciencia ficción, como de
costumbre, es el canario en la mina de carbón)—. El futuro está dejando de
existir, devorado por un presente insaciable. Hemos anexionado el futuro al
presente, reducido a una mera alternativa de las muchas de que disponemos».
También estamos anexionando el pasado. Diferentes publicaciones, desde
Scientific American hasta The Bridge World, abren sus archivos para

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mostrarnos lo que fue noticia hace cincuenta años. La portada digital de The
New York Times recicla su primer reportaje sobre bagels y pizzas. La mente
global rebobina. Justo cuando la obsesión por la novedad parecía más feroz
que nunca, Svetlana Boym, una teórica de la nostalgia, señalaba: «La primera
década del siglo XXI no se caracteriza por la búsqueda de la novedad, sino por
la proliferación de nostalgias que a menudo son antagónicas. Ciberpunks
nostálgicos y hippies nostálgicos, nacionalistas nostálgicos y cosmopolitas
nostálgicos, ecologistas nostálgicos y amantes de las ciudades nostálgicos
intercambian disparos en forma de píxeles en la blogosfera». Podemos dar las
gracias por toda esta floreciente y camaleónica nostalgia a los viajeros del
tiempo. «El objeto de la nostalgia romántica ha de estar más allá del espacio
presente de la experiencia —escribe Boym—, en algún lugar en el crepúsculo
del pasado o en la isla de Utopía, donde el tiempo se ha detenido felizmente,
como en un reloj antiguo».
¡Qué final más extraño para el siglo XX! El nuevo siglo, el nuevo milenio,
para quienes estaban contando, llegó con fuegos artificiales televisados y
bandas tocando (y pánico informático), pero sin apenas un destello del
glorioso optimismo que iluminó el año 1900, cuando todos parecían correr
hasta la proa de una nave y contemplar con esperanza el horizonte, soñando
con un futuro científico: dirigibles, aceras móviles, Schönwettermaschinen,
croquet subacuático, coches voladores, vehículos a gas, personas que vuelan.
Andiamo, amici! Muchos de esos sueños se hicieron realidad. En los albores
del nuevo milenio, ¿cuáles eran los luminosos sueños para el año 3000? ¿O
para el año 2100?

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Tarjeta impresa c. 1900 por la compañía chocolatera Hildebrands. Cortesía de
South West News Service Ltd.

Los periódicos y las páginas web hicieron encuestas a sus lectores para
preguntarles por sus predicciones. Fueron decepcionantes. «Controlaremos el
clima». (Otra vez). «Los desiertos se convertirán en selvas tropicales». O a la
inversa. «Ascensores espaciales». Muy poco sobre viajes espaciales. A pesar
de la curvatura y los agujeros de gusano, parece que hemos renunciado a
poblar la galaxia. «Nanorrobots». «Guerra por control remoto». Internet en las
lentillas o en un implante cerebral. Vehículos sin conductor, una degradación,
en cierto modo, de i futuristi y sus temibles y atronadores coches de carreras.
La estética del futurismo también cambió sin que nadie publicara un
manifiesto: de una estética llamativa, colores primarios chillones y brillos
metálicos a una estética lúgubre y fría, y ruinas. La ingeniería genética y/o la
extinción de especies. ¿Ese es todo el futuro al que tenemos que aspirar?
¿Nanobots y vehículos sin conductor?
A falta de viajes espaciales, tenemos la telepresencia. El «presente» en
este contexto pertenece al espacio, no al tiempo. La telepresencia nació en los
años ochenta, cuando se demostró la utilidad de las cámaras y los micrófonos
por control remoto. Los exploradores de las profundidades marinas y los
artificieros pueden proyectarse a otros lugares, proyectar sus espíritus, sus
ojos y sus oídos mientras el cuerpo se queda atrás. Enviamos robots más allá
de los planetas y los habitamos. En la misma década, el mundo virtual, que
por entonces era un término informático, empezó a hacer referencia a
simulaciones remotas: oficina virtual, comunidades virtuales, sexo virtual. Y,

Página 212
por supuesto, la realidad virtual. Otra manera de ver la telepresencia: las
personas se virtualizan.
Una mujer pilota un cuadrirrotor en la «beta de un juego» un poco
aterrador, como un juego de disparos en primera persona sin «nada a lo que
disparar» y, puesto que se trata de un personaje de una novela de William
Gibson (The Peripheral, 2014) tenemos que preguntarnos qué es virtual y qué
es real. Su nombre es Flynne y parece que vive en algún lugar del sur de
Estados Unidos, en la zona rural, en una caravana junto a un arroyo. Pero ¿en
el presente o en el futuro? Difícil de saber con exactitud. Al menos, las olas
del futuro rompen con suavidad en la costa. Los veteranos del ejército tienen
cicatrices, físicas y mentales, causadas por «hapticos» implantados. En el
espacio de nombres de la época figuran Cronut, Tesla, Roomba, Sushi Barn y
Hefty Mart. Las tiendas al borde de las carreteras ofertan el fabbing,
impresiones en 3D de prácticamente todo. Los drones van en aumento. Cada
insecto que zumba es un espía en potencia.
En cualquier caso, Flynne deja atrás su realidad para pilotar su dron por
una realidad virtual diferente. Una misteriosa entidad corporativa (¿virtual?)
le paga por hacerlo. Planea cerca de un gran edificio oscuro. Mira hacia arriba
y la cámara sube. Mira hacia abajo y la cámara baja. «A su alrededor, todo
eran murmullos, urgentes y débiles, como si se tratara de una nube de
operadores de radio de la policía invisibles». Todo el mundo sabe lo
envolvente que puede llegar a ser un juego de ordenador, pero ¿cuál es su
objetivo? ¿Su finalidad? Al parecer, tienen que ahuyentar a otros drones, que
pululan como libélulas, pero no se parece a ningún otro juego al que haya
jugando antes[83]. Entonces (una ventana, una mujer, un balcón), Flynne es
testigo de un asesinato.
Ya hemos hablado de Gibson antes: el futurista que niega que escriba
sobre el futuro. Fue Gibson quien inventó el término «ciberespacio» en 1982
después de ver jugar a videojuegos a unos chicos en un salón recreativo de
Vancouver, con la mirada fija en sus consolas, girando los mandos y
aporreando botones para manipular un universo que nadie más podía ver.
«Me pareció que lo que querían era estar dentro de los juegos, dentro del
espacio nocional de la máquina —diría más tarde—. El mundo real había
desaparecido para ellos, había perdido por completo su importancia. Estaban
en ese espacio nocional». Por entonces no existía el ciberespacio como
Gibson lo imaginó: «Una alucinación consensual experimentada a diario por
miles de millones de operadores legítimos, en todas las naciones». El espacio
que hay detrás de todos los ordenadores. «Líneas de luz dispuestas en el

Página 213
no-espacio de la mente, grupos y constelaciones de datos». Todos nos
sentimos así a veces.
En algún momento, Gibson pensó que había descrito algo similar al
«Aleph» del cuento de Borges de 1945: un punto en el espacio que contiene
todos los puntos. Para ver el Aleph hay que estar acostado, inmóvil y a
oscuras. También es necesaria «cierta acomodación ocular». Lo que uno ve
entonces no puede estar contenido en las palabras. Borges escribe que
el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En
ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró
como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo
que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es.

El espacio se desvanece en el ciberespacio. Se colapsa una red de


conexiones: como afirmaba Lee Smolin, un espacio con miles de millones de
dimensiones. La interacción lo es todo. ¿Y qué hay del cibertiempo? Cada
hiperenlace es una puerta temporal[84]. Millones de actos, tanto deleitables
como atroces (posts, tweets, comentarios, correos electrónicos, «me gusta»,
deslizamientos, guiños), aparecen de forma simultánea o sucesiva. La
velocidad de la señal es la velocidad de la luz, los husos horarios se solapan y
las marcas temporales cambian como las motas en un rayo del sol. El mundo
virtual se basa en la transtemporalidad.
Gibson, que siempre ha creído que el viaje en el tiempo es magia
inverosímil, lo evitó en las diez novelas que escribió a lo largo de treinta
años[85]. En realidad, a medida que los futuros que imaginaba se iban
agolpando en la cinta transportadora del presente, renunció al futuro.
«Imaginar un futuro completo es cosa de otro tiempo, un tiempo en el que el
“ahora” tenía una duración mayor —afirma Hubertus Bigend en Mundo
espejo, de 2003—. No tenemos futuro porque nuestro presente es demasiado
inestable». El futuro se posa sobre el presente y el presente se convierte en
arenas movedizas.
Sin embargo, en su undécima novela, The Peripheral, Gibson regresa de
nuevo al futuro. Un futuro cercano interactúa con un futuro lejano. El
ciberespacio le proporcionaba una vía de acceso.

Nuevas reglas del viaje en el tiempo: la materia no puede escapar a su tiempo,


pero la información sí. El futuro descubre que puede enviar correos
electrónicos al pasado. Después, telefonea al pasado. La información circula

Página 214
en ambos sentidos. Las instrucciones se envían por impresión en 3D: cascos,
gafas, joysticks. Es un matrimonio del time-shifting y la telepresencia.
Las personas del futuro pueden contratar a los moradores del pasado como
«polts» (de poltergeist, «fantasmas que mueven cosas, supongo»). Se puede
enviar dinero o crearlo (ganar a la lotería, manipular la bolsa). Al fin y al
cabo, las finanzas se han vuelto virtuales. Las corporaciones son empresas
fantasma, una acumulación de documentos y cuentas bancarias. La
subcontratación llevada a una nueva dimensión. ¿Causa quebraderos de
cabeza la manipulación de personas a través del tiempo? «Muchos menos que
la clase de paradojas a las que estamos acostumbrados culturalmente cuando
debatimos sobre cuestiones transtemporales imaginarias. En realidad es
bastante simple». Después de todo, sabemos que el tiempo se bifurca. Somos
aficionados a los universos que se bifurcan. «El acto de conexión produce una
bifurcación en la causalidad, una nueva rama causalmente única. Lo
llamamos stub».
No faltan las paradojas. En cierto momento, una agente de policía del
futuro, la inspectora Ainsley Lowbeer, le explica a un avatar (exosqueleto,
homúnculo, periférico) habitado por Flynne: «Me han dicho que aquí no
constituiría un delito organizar tu muerte, ya que, de acuerdo con el mejor
dictamen jurídico actual, se considera que no eres real». Los nanobots son
reales. El cosplay es real. Los drones son reales. El futuro se ha acabado.

¿Por qué necesitamos viajar en el tiempo? Todas las respuestas se resumen en


una. Para eludir la muerte.
El tiempo es un asesino. Todo el mundo lo sabe. El tiempo nos enterrará.
«Perdí el tiempo, y ahora el tiempo me pierde a mí». El tiempo lo convierte
todo en polvo. El carro alado del tiempo no nos lleva a ningún lugar bueno.
¡Qué nombre más apropiado para el tiempo después de la muerte: el más
allá! El pasado, en el que no existíamos, es soportable, pero el futuro, en el
que no existiremos, nos preocupa más. Sé que en la vasta extensión del
espacio soy una mota infinitesimal. Estupendo. Pero el confinamiento a un
parpadeo del tiempo, un instante que nunca retornará, es más difícil de
aceptar. Naturalmente, antes de que se inventara el viaje en el tiempo, las
culturas humanas hallaron otras maneras de suavizar las situaciones
desagradables. Se puede creer en la inmortalidad del alma, en los ciclos de
transmigración y reencarnación, en un más allá paradisíaco. Los creadores de
cápsulas del tiempo también se están preparando un transporte a la otra vida.

Página 215
La ciencia ofrece un frío consuelo, como dice Nabokov, a «los problemas del
tiempo y el espacio, el espacio contra el tiempo, el espacio distorsionado por
el tiempo, el tiempo como espacio y el espacio como tiempo, y el espacio, en
fin, separándose del tiempo en el triunfo último y trágico de la reflexión
humana: “muero, luego soy”[86]». El viaje en el tiempo al menos libera
nuestra imaginación.
Indicios de inmortalidad. Tal vez sea esto lo único que podemos esperar.
¿Cuál es el destino del viajero del tiempo de Wells? Para sus amigos, se ha
ido, pero tal vez no esté muerto. «Puede incluso estar ahora —si se me
permite la frase— vagando por algún arrecife de coral oolítico, frecuentado
por los plesiosauros, o junto a los solitarios lagos salinos del Triásico». Solo
se puede contener la entropía aquí y allá, de vez en cuando. Toda vida se
sume en el olvido. «El tiempo y la campana han enterrado el día». Einstein
fue explícito sobre la búsqueda de consuelo en la visión del espaciotiempo
(«Ahora ha dejado este extraño mundo un poco antes que yo. Eso no significa
nada»), y también el narrador de Kurt Vonnegut en Matadero Cinco:
Lo más importante que he aprendido en Tralfamadore es que cuando una persona muere, solo
muere aparentemente. Continúa estando muy viva en el pasado, y por lo tanto es muy estúpido
que la gente llore en su funeral… Cuando un tralfamadoriano ve un cadáver, todo lo que se le
ocurre pensar es que la persona muerta se encuentra en malas condiciones en aquel momento
particular; pero sabe que aquella misma persona puede encontrarse estupendamente en muchos
otros momentos.

Un poco de consuelo. Has vivido; siempre habrás vivido. La muerte no


borra tu vida. Es mera puntuación. Si se pudiera ver el tiempo en su totalidad,
entonces podrías ver que el pasado permanece intacto y no desaparece en el
espejo retrovisor. Ahí está tu inmortalidad. Congelada en ámbar.
Para mí, el precio de negar la muerte de este modo es negar la vida.
«Zambúllanse de nuevo en el flujo. Vuelvan sus caras a la sensación, esa cosa
unida a la carne».

Por eso y solo por eso hemos existido


lo que no se hallará en nuestros obituarios
ni en recuerdos velados por la benéfica araña
o en sellos rotos por el flaco notario
en nuestras estancias vacías.

Toda muerte es una obliteración de la memoria. Para contrarrestarlo, el


mundo online promete una memoria colectiva, conectada y, con ello, nos
ofrece un sucedáneo de inmortalidad. En el ciberespacio, se agita el instante
presente y se agregan momentos del pasado. @SamuelPepys, que tuitea su

Página 216
diario, es una de las «diez personas muertas» a las que el Telegraph (Londres)
recomienda seguir, porque «Twitter no es un espacio reservado únicamente
para los seres vivos». Facebook ha anunciado un método para prolongar o
«conmemorar» las cuentas de sus clientes muertos. Una startup llamada Eter9
ha ofrecido «externalizar» (y «eternizar») a los clientes a través de agentes
artificiales. Evidentemente, la muerte física no es una razón para dejar de
postear y comentar: «El clon es su Yo Virtual, que permanecerá en el sistema
e interactuará con el mundo como haría usted si estuviera presente». No es de
extrañar que los escritores de ciencia ficción pierdan la esperanza de inventar
el futuro. La eternidad ya no es lo que solía ser. El cielo era mejor en los
viejos tiempos. Al mirar hacia el más allá, podemos mirar hacia delante y
hacia atrás.
«Cuando miro hacia atrás solo veo un flujo —escribe John Banville— que
no tiene comienzo y discurre hacia el infinito, o hacia un lugar que no
conoceré excepto como un punto final».
¿Qué viene a continuación? Después del punto final, nada. Después de la
modernidad, por supuesto, la posmodernidad. La vanguardia. El futurismo. Se
puede leer sobre todas estas épocas en los libros de historia del mundo
preconectado. ¡Ah, los viejos tiempos!
Cuando el futuro se desvanece en el pasado con tanta rapidez, lo que
queda es una especie de atemporalidad, un tiempo presente en el que el orden
temporal parece tan arbitrario como el orden alfabético. Decimos que el
presente es real, pero se nos escapa entre los dedos como si fuera mercurio.
Se escabulle: ahora, no, ahora; espera, ahora… Los psicólogos intentan medir
la duración del «ahora» tal como lo percibe el cerebro. Cuesta saber qué hay
que medir exactamente. Dos sonidos separados por una milésima de segundo
suelen percibirse como uno solo. Dos destellos de luz parecen simultáneos
incluso cuando los separa una centésima de segundo. Incluso cuando
reconocemos estímulos diferentes, no podemos afirmar fehacientemente cuál
ha sido primero salvo que medie entre ellos al menos una décima de segundo.
Los psicólogos sugieren que lo que llamamos «ahora» es un período de dos o
tres segundos. William James los denominó «presente especioso»: esta ilusión
«cuya duración varía de unos cuantos segundos a quizá no más de un
minuto… es la intuición original del tiempo». Borges tenía sus propias
intuiciones: «Me dicen que el presente, el specious present de los psicólogos,
dura entre unos segundos y una minúscula fracción de segundo; eso dura la
historia del universo. Mejor dicho, no hay esa historia, como no hay la vida de
un hombre, ni siquiera una de sus noches; cada momento que vivimos existe,

Página 217
no su imaginario conjunto». La sensación inmediata se disuelve en la
memoria a corto plazo.
En el mundo conectado, crear el presente se convierte en un proceso
colectivo. El mosaico de cada uno es colaborativo, un fotomontaje con
múltiples perspectivas. Imágenes del pasado, fantasías del futuro,
videocámaras en directo, todo ello desordenado y mezclado. Todo el tiempo y
nada de tiempo. El sendero hacia atrás, a través de la historia, está abarrotado;
el sendero hacia delante es borroso. «Seguid adelante viajeros, pero sin huir
del pasado / a una vida distinta o a un futuro cualquiera», escribió Eliot. Sin el
pasado como referencia, el presente es nebuloso. «¿Dónde está este presente?
—preguntaba James—. Se ha fundido en nuestro entendimiento, ha volado
antes de que pudiéramos tocarlo, se ha ido en el instante de ser». El cerebro
tiene que ensamblar su supuesto presente a partir de un batiburrillo de datos
sensoriales, que comparar y contrastar continuamente con una sucesión de
instantes previos. Se podría decir que todo lo que percibimos es cambio, que
cualquier sensación de inmovilidad es una ilusión creada. Cada instante altera
lo anterior. Recorremos las capas de tiempo en busca de recuerdos de nuestros
recuerdos.
«Vive el ahora», aconsejan algunos sabios. Lo que quieren decir es:
céntrate; sumérgete en tu experiencia sensorial; disfruta de la luz del sol que
entra, sin sombras de arrepentimiento o expectativas. Pero ¿por qué
habríamos de desechar un conocimiento que nos ha costado tanto adquirir
sobre las posibilidades y las paradojas del tiempo? Así nos perdemos a
nosotros mismos. «¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que
este momento es el momento actual? —escribió Virginia Woolf—. La
conmoción no nos destruye, porque el pasado nos ampara de un lado y el
porvenir de otro». Nuestra intromisión en el pasado y en el futuro, por muy
esporádica y fugaz que sea, nos hace humanos.
Compartimos el presente con fantasmas. Un inglés construye una máquina
a la luz de una lámpara, un ingeniero yanqui se despierta en un campo
medieval, un hastiado hombre del tiempo de Pensilvania revive el mismo día
de febrero, una pequeña magdalena evoca el tiempo perdido, un amuleto
mágico transporta a unos escolares a la dorada Babilonia, un trozo de papel
pintado arrancado deja al descubierto un oportuno mensaje, un chico en un
DeLorean busca a sus padres, una mujer en un muelle espera a su amante:
todos ellos son nuestras musas, nuestros guías, en el ahora infinito.

Página 218

Agradecimientos

Por sus sugerencias y debates les estoy muy agradecido a David Albert, Lera
Boroditsky, Billy Collins, Uta Frith, Chris Fuchs, Rivka Galchen, William
Gibson, Janna Levin, Alison Lurie, Daniel Menaker, Maria Popova, Robert
D. Richardson, Phyllis Rose, Siobhan Roberts, Lee Smolin, Craig Townsend
y Grant Wythoff, así como a mi infatigable agente, Michael Carlisle, mi sabio
y paciente editor, Dan Frank, y, siempre, a Cynthia Crossen.

Página 219

Fuentes y referencias bibliográficas

Estas son algunas de las obras en las que se basa este libro.

NARRATIVA

Edwin Abbott Abbott, Planilandia, 1884.


Douglas Adams, «The Pirate Planet» (Doctor Who), 1978.
El restaurante del fin del mundo, 1980.
Woody Allen, El dormilón, 1973.
Midnight in Paris, 2011.
Kingsley Amis, The Alteration, 1976.
Martin Amis, «The Time Disease», 1987.
La flecha del tiempo, 1991.
Isaac Asimov, El fin de la eternidad, 1955.
John Jacob Astor IV, A Journey in Other Worlds, 1894.
Kate Atkinson, Una y otra vez, 2013.
Un dios en ruinas, 2014.
Marcel Aymé, «El decreto», 1943.
John Banville, Los infinitos, 2009.
Antigua luz, 2012.
Max Beerbohm, «Enoch Soames», 1916.
Edward Bellamy, Mirando atrás, 1888.
Alfred Bester, «Los hombres que asesinaron a Mahoma», 1958.
Michael Bishop, Sólo un enemigo: el tiempo, 1982.
Jorge Luis Borges, El jardín de senderos que se bifurcan, 1941.
El aleph, 1945.
Nueva refutación del tiempo, 1947.
Ray Bradbury, «El ruido de un trueno», 1952.
Ted Chiang, «La historia de tu vida», 1998.

Página 220
Ray Cummings, La chica del átomo dorado, 1922.
Philip K. Dick, El hombre en el castillo, 1962.
El Mundo contra reloj, 1967.
«A Little Something for Us Tempunauts», 1974.
Daphne du Maurier, Perdido en el tiempo, 1969.
T. S. Eliot, Cuatro cuartetos, 1943.
Harlan Ellison, «The City on the Edge of Forever» (Star Trek), 1967.
Ralph Milne Farley, «I Killed Hitler», 1941.
Jack Finney, «The Face in the Photo», 1962.
Ahora y siempre, 1970.
F. Scott Fitzgerald, «El curioso caso de Benjamin Button», 1922.
E. M. Forster, La máquina se para, 1909.
Stephen Fry, Haciendo historia, 1997.
Rivka Galchen, «The Region of Unlikeness», 2008.
Hugo Gernsback, Ralph 124C 41+: A Romance of the Year 2660, 1925.
David Gerrold, The Man Who Folded Himself, 1973.
William Gibson, «El continuo de Gernsback», 1981.
The Peripheral, 2014.
Terry Gilliam, Doce monos, 1995.
James E. Gunn, «The Reason Is with Us», 1958.
Robert Harris, Patria, 1992.
Robert Heinlein, «La línea de la vida», 1939.
«Por sus propios medios», 1941.
La hora de las estrellas, 1956.
«Todos vosotros zombis», 1959.
Washington Irving, «Rip Van Winkle», 1819.
Henry James, El sentido del pasado, 1917.
Alfred Jarry, «Commentaire pour servir à la construction pratique de la
machine à explorer le temps», 1899.
Rian Johnson, Looper, 2012.
Ursula K. Le Guin, La rueda celeste, 1971.
«Un pescador del mar interior», 1994.
Muray Leinster (William Fitzgerald Jenkins), «The Runaway Skyscraper»,
1919.
Stanisław Lem, Memorias encontradas en una bañera, 1961.
Congreso de futurología, 1971.
Alan Lightman, Sueños de Einstein, 1992.
Samuel Madden, Memoirs of the Twentieth Century, 1733.

Página 221
Chris Marker, La jetée, 1962.
J. McCullough, Golf in the Year 2000; or, What Are We Coming To, 1892.
Louis-Sébastien Mercier, L’an deux mille quatre cent quarante: rêve s’il en
fût jamais, 1771.
Edward Page Mitchell, «El reloj que marchaba hacia atrás», 1881.
Steven Moffat, «Parpadeo» (Doctor Who), 2007.
Vladimir Nabokov, Ada o el ardor, 1969.
Edith Nesbit, Historia de un amuleto, 1906.
Audrey Niffenegger, La mujer del viajero en el tiempo, 2003.
Dexter Palmer, Version Control, 2016.
Edgar Allan Poe, «El poder de las palabras», 1845.
«Mellonta Tauta: On Board Balloon “Skylark”, April 1, 2848», 1849.
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, 1913-1927.
Harold Ramis y Danny Rubin, Atrapado en el tiempo, 1993.
Philip Roth, La conjura contra América, 2004.
W. G. Sebald, Austerlitz, 2001.
Clifford D. Simak, Time and Again, 1951.
Ali Smith, How to Be Both, 2014.
George Steiner, El traslado de AH a San Cristóbal, 1981.
Tom Stoppard, Arcadia, 1993.
William Tenn, «Brooklyn Project», 1948.
Mark Twain (Samuel Clemens), Un yanqui en la corte del rey Arturo, 1889.
Julio Verne, París en el siglo XX, 1863.
Kurt Vonnegut, Matadero Cinco, 1969.
H. G. Wells, La máquina del tiempo, 1895.
The Sleeper Awakes, 1910.
Connie Willis, El libro del día del Juicio Final, 1992.
Virginia Woolf, Orlando, 1928.
Charles Yu, How to Live Safely in a Science Fictional Universe, 2010.
Robert Zemeckis y Bob Gale, Regreso al futuro, 1985.

ANTOLOGÍAS

Mike Ashley, The Mammoth Book of Time Travel SF, 2013.


Peter Haining, Timescapes, 1997.
Robert Silverberg, Voyagers in Time, 1967.
Harry Turtledove y Martin H. Greenberg, The Best Time Travel Stories of the
Twentieth Century, 2004.

Página 222
Ann y Jeff Vandermeer, The Time Traveler’s Almanac, 2013.

LIBROS SOBRE VIAJES EN EL TIEMPO Y EL TIEMPO

Paul E. Alkon, Origins of Futuristic Fiction, 1987.


Kingsley Amis, New Maps of Hell, 1960.
Isaac Asimov, Futuredays, 1986.
Anthony Aveni, Empires of Time, 1989.
Svetlana Boym, El futuro de la nostalgia, 2001.
Jimena Canales, The Physicist and the Philosopher, 2015.
Sean Carroll, From Eternity to Here, 2010.
Istvan Csicsery-Ronay Jr., The Seven Beauties of Science Fiction, 2008.
Paul Davies, Sobre el tiempo: la revolución inacabada de Einstein, 1995.
Cómo construir una máquina del tiempo, 2001.
John William Dunne, Un experimento con el tiempo, 1927.
Arthur Eddington, La naturaleza del mundo físico, 1928.
J. T. Fraser, ed., The Voices of Time, 1966, 1981.
Peter Galison, Einstein’s Clocks, Poincaré’s Maps: Empires of Time, 2004.
J. Alexander Gunn, The Problem of Time, 1929.
Claudia Hammond, Time Warped, 2013.
Diane Owen Hughes y Thomas R. Trautmann, eds., Time: Histories and
Ethnologies, 1995.
Robin Le Poidevin, Travels in Four Dimensions, 2003.
Wyndham Lewis, Time and Western Man, 1928.
Michael Lockwood, The Labyrinth of Time, 2005.
J. R. Lucas, A Treatise on Time and Space, 1973.
John W. Macvey, Time Travel, 1990.
Paul J. Nahin, Time Machines, 1993.
Charles Nordmann, Notre maître le temps, 1924.
Clifford A. Pickover, Time: A Traveler’s Guide, 1998.
Paul Ricoeur, Tiempo y narración, 1984.
Lee Smolin, Time Reborn, 2014.
Stephen Toulmin y June Goodfield, El descubrimiento del tiempo, 1965.
Roberto Mangabeira Unger y Lee Smolin, The Singular Universe and the
Reality of Time, 2014.
David Foster Wallace, Fate, Time, and Language, 2010.
Gary Westfahl, George Slusser y David Leiby, eds., Worlds Enough and
Time, 2002.

Página 223
David Wittenberg, Time Travel: The Popular Philosophy of Narrative, 2013.

Página 224

Ediciones en castellano de los libros


citados

Douglas Adams, El restaurante del fin del mundo, traducción de Benito


Gómez, Anagrama, 2005

Jorge Luis Borges, Historia de la eternidad, Debolsillo, 2011

Jorge Luis Borges, «El tiempo y J. W. Dunne» y «Nueva refutación del


tiempo» en Otras inquisiciones, Debolsillo, 2011

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos, edición y traducción de Andreu Jaume, Lumen,


2016

T. S. Eliot, «Según dijo el trueno» en La tierra baldía, edición y traducción


de Andreu Jaume, Lumen, 2015

Jack Finney, Ahora y siempre, traducción de Antoni Puigròs, Ediciones B,


1997

William Gibson, Mundo espejo, traducción de Marta Heras, Minotauro, 2004

Kurt Gödel, Obras completas, traducción de Jesús Mosterín, Alianza


Editorial, 2006

Haruki Murakami, 1Q84, traducción de Gabriel Álvarez Martínez, Tusquets,


2012

Vladimir Nabokov, Ada o el ardor, traducción de David Molinet, Anagrama,


1990

Vladimir Nabokov, «Buenos lectores y buenos escritores» en Curso de


literatura europea, traducción de Francisco Torres Oliver, Ediciones B,

Página 225
2016

Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido, traducción de Pedro Salinas,


Alianza, 2011

José Saramago, La balsa de piedra, traducción de Basilio Losada, Alfaguara,


2001

Kurt Vonnegut, Matadero Cinco, traducción de Margarita García de Miró,


Anagrama, 1987

H. G. Wells, Experimento en autobiografía, traducción de Antonio Rivero


Taravillo, Berenice, 2009

H. G. Wells, La máquina del tiempo y otros relatos, traducción de Rafael


Santervás Valdemar, 2007

Virginia Woolf, Orlando, traducción de Jorge Luis Borges, Alianza, 2003

El editor hace constar que ha solicitado los permisos correspondientes a los


titulares de los copyrights de las obras citadas en este libro. Si en algún caso
no se ha logrado, el editor ruega que le sea comunicado.

Página 226
JAMES GLEICK. Escritor, periodista y biógrafo. En sus libros, Gleick
explora las ramificaciones culturales de la ciencia y la tecnología. Tres de
ellos han sido finalistas del «Premio Pulitzer» y el «National Book Award», y
han sido traducidos a más de veinte idiomas.
Nacido en Nueva York el 1 de agosto de 1954, estudió en la Universidad de
Harvard, donde se graduó en 1976 con un grado en inglés y lingüística.
Habiendo trabajado para el Harvard Crimson, y en Boston como freelance, se
mudó a Minneapolis, donde ayudó a fundar el periódico semanal Metropolis.
Tras el cierre del periódico, volvió a Nueva York y se incorporó a la plantilla
del New York Times, donde trabajó durante diez años como editor y
reportero.

Página 227

Notas

Página 228
[1] Definió el amor libre como «la liberación de la conducta sexual individual

de los reproches sociales y los controles y las sanciones legales». Y «lo


practicó incansablemente», como ha escrito David Lodge. <<

Página 229
[2] Quid est ergo tempus? Si nemo ex me quaerat, scio; si quaerenti explicare

velim, nescio. <<

Página 230
[3] En inglés, «what time is», que también significa «qué hora es». Juego de

palabras intraducible. (N. de la T.) <<

Página 231
[4] Anticipándose a ellos varias décadas, el escritor de ciencia ficción Ray

Cummings puso esas palabras en boca de un personaje llamado el Gran


Hombre de Negocios en su novela de 1922, La chica del átomo dorado. Más
tarde, Susan Sontag dijo (citando «un viejo comentario que siempre he
supuesto que inventó algún estudiante de filosofía»): «El tiempo existe para
que no todo ocurra a la vez y el espacio existe para que no todo te ocurra a ti».
<<

Página 232
[5] Este pasaje aparece en una versión inicial serializada en la New Review

(volumen 12, página 100), pero no en el libro definitivo. <<

Página 233
[6] Según el Oxford English Dictionary. Hay un precedente, sin embargo: en

1866, un escritor inglés de viajes que estaba terminando un trayecto en tren


por Transilvania reflexionó en la Cornhill Magazine: «Este viaje encantador
sería perfecto si pudiéramos viajar en el tiempo además de en el espacio…
pasar una quincena en el siglo XV o, todavía mejor, dar un salto ala siglo XXI.
Es posible lograr esto más o menos con la imaginación». <<

Página 234
[7] Por supuesto, el siglo solo estaba cambiado en el calendario cristiano y aun

así, el consenso apenas era firme. Francia, todavía inmersa en su revolución,


seguía un nuevo calendario propio, le calendrier républicain français, según
el cual era el año 9. O 10. Este año republicano tenía 360 días, organizados en
meses con nombres nuevos, de vendémiaire a fructidor. Napoleón prescindió
de él nada más ser coronado emperador el 11 de frimaire del año 13. <<

Página 235
[8] Evidentemente, no era fácil de traducir. La revista Current Literature, de

Nueva York, informaba en 1899: «El Mercure de France está a punto de


empezar a publicar una traducción de La máquina del tiempo del señor Wells.
El traductor cree que es difícil traducir el título al francés. Le chronomoteur,
Le chrono mobile, Quarante siècles à l’heure y La machine à explorer le
temps son algunas de las propuestas». <<

Página 236
[9] Jarry explica: «El presente no existe, una fracción minúscula de un
fenómeno, más pequeño que un átomo. Es sabido que el tamaño físico de un
átomo es 1,5 × 10−8 centímetros de diámetro. Nadie ha medido aún la
fracción de un segundo solar que es igual al presente». <<

Página 237
[10] «¡Dios nos guarde / de la visión única y el sueño Newton!». <<

Página 238
[11] A sir Boyle también se le recuerda por esta frase: «¿Por qué deberíamos

molestarnos en hacer algo por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por


nosotros?», una broma que se entiende de manera diferente ahora que
tenemos viajes en el tiempo. La posteridad hace mucho por nosotros: por
ejemplo, nos envía asesinos y cazadores de recompensas en misiones
encubiertas para cambiar el curso de la historia. <<

Página 239
[12] Cuando el astronauta estadounidense Scott Kelly regresó a la Tierra en

marzo de 2016 después de pasar casi un año en órbita a alta velocidad, se


calculó que era 8,6 milésimas de segundo más joven que su gemelo en tierra,
Mark. (Por otra parte, Mark había vivido solo 340 días mientras que Scott
había visto 10 944 amaneceres y atardeceres). <<

Página 240
[13] J. B. Priestley, a quien le encantaba Wells y le atribuía haber inspirado sus

«Time Plays» (obras de teatro sobre el tiempo), afirmaba: «Aunque nunca fue
grosero al respecto, deploraba que me interesara por el tiempo en los años
treinta. Era como un hombre que, tras haber renunciado equivocadamente a
tocar un instrumento para el que tenía talento, se negara a escuchar a
cualquier otra persona que lo tocara». Otro admirador desilusionado,
W. M. S. Russell, hizo suya la queja de Priestley en un simposio celebrado en
1995 en el que se conmemoraba el centenario: «Más de un siglo después de
su maravilloso logro, recordemos no al anciano desencantado, sino al joven
creador de La máquina del tiempo». <<

Página 241
[14] Pronunciado en voz alta, «One to foresee». <<

Página 242
[15] Kingsley Amis también se tomó la molestia de leer este libro:
«Ralph 124C 41+ trata sobre las maravillas tecnológicas inventadas o
demostradas por su héroe epónimo y ridículamente ingenioso… Tras varios
problemas con un par de pretendientes rivales, uno humano y el otro
marciano, Ralph devuelve a una joven muerta a la vida empleando una
complicada técnica de congelación y transfusión de sangre. Otras de las
maravillas son el hipnobioscopio… y la televisión en color tridimensional,
una denominación cuya invención, si es que esa es la palabra, se atribuye a
Gernsback». <<

Página 243
[16] También propuso varias cosas que no se debían hacer, como «No haga

que su profesor, en caso de que lo haya, hable como un policía militar o un


“poli” de la Octava Avenida. No ponga en su boca chistes de mal gusto. Lea
revistas semitécnicas e informes sobre discursos para hacerse una idea de la
fraseología académica». <<

Página 244
[17] Una nota del editor explicaba: «Las historias sobre viajes en el tiempo son

siempre una lectura sumamente interesante, sobre todo porque es una hazaña
que aún no se ha logrado, aunque nadie puede decir que no se vaya a
conseguir en el futuro, cuando hayamos alcanzado un nivel mucho más
elevado de avances científicos. El viaje en el tiempo, ya sea al pasado o al
futuro, podría muy bien ser una posibilidad». <<

Página 245
[18] Rosalinda añade: «Yo os diré con quién va el tiempo al paso, con quién

trota, con quién galopa y con quién se para». <<

Página 246
[19] En 1883, el filósofo y físico Ernst Mach, un precursor de la relatividad,

puso objeciones al tiempo absoluto: «Está totalmente fuera de nuestro alcance


medir los cambios de las cosas en el tiempo… El tiempo es una abstracción a
partir de los cambios de las cosas». Einstein lo citaría elogiosamente al
escribir el obituario de Mach en 1916, pero no pudo llegar a suprimir la
conveniente abstracción. El tiempo seguía siendo una propiedad esencial de
su universo. <<

Página 247
[20] ¿Viajar en el tiempo mediante circunnavegación? Poe parece haber sido el

primero en hacer un uso literario de esta posibilidad en 1841 («A Succession


of Sundays», Saturday Evening Post), antes de que Julio Verne lo convirtiera
en el sorpresivo final de La vuelta al mundo en ochenta días. <<

Página 248
[21] Israel Zangwill tuvo la misma idea como si fuera una revelación cuando

escribió una reseña de La máquina del tiempo en 1895: «La estrella cuya luz
nos llega esta noche podría haber perecido y haberse extinguido hace mil
años, y sus rayos de luz habrían tenido que viajar muchos millones de
kilómetros antes de incidir en nuestro planeta. Si pudiéramos percibir con
claridad los incidentes en su superficie, contemplaríamos el Pasado en el
Presente, y podríamos viajar a un año determinado viajando a través del
espacio hasta el punto en el que los rayos de ese año alcanzaran por primera
vez nuestra conciencia. Del mismo modo, todo el pasado de la Tierra sigue
sucediendo, para un ojo concebido como estacionado hoy en el espacio, tan
pronto avanzando para alcanzar la Edad Media como retrocediendo para
observar a Nerón tocando la lira mientras arde Roma». <<

Página 249
[22]
Wien fue el inventor de uno de los primeros radiotransmisores, el
Löschfunkensender, que se utilizó, por ejemplo, en el Titanic. <<

Página 250
[23] Peter Galison, una autoridad en la materia, sugiere que cuando Einstein y

Besso conversaron aquel fatídico día de mayo de 1905, debían encontrarse en


una colina situada en el noreste de Berna, desde donde podían ver al mismo
tiempo tanto la torre del reloj de Berna como otra situada más al norte, en la
ciudad de Muri. <<

Página 251
[24] Juego de palabras intraducible. Two-timing significa en inglés «infiel» y

también «doble tiempo». (N. de la T.) <<

Página 252
[25] Cuando Heinlein escribe sobre Bob Wilson («El suyo era un carácter

mixto, mitad buscavidas, mitad filósofo»), se está describiendo


orgullosamente a sí mismo. <<

Página 253
[26] «En cierto sentido, más fácil de apreciar que de precisar, el tiempo es una

característica irrelevante y superficial de la realidad». <<

Página 254
[27] Un retrónimo es una máquina del tiempo léxica. Evoca entidades pasadas

y presentes, y las yuxtapone en la mente. <<

Página 255
[28] En la medida en que se pueden reconstruir y traducir las palabras exactas

de Heráclito, esta sería otra versión: «Para quienes entran en los mismos ríos,
fluyen aguas distintas». <<

Página 256
[29] Nabokov adoptó la misma postura pesimista un siglo más tarde:
«Consideramos al Tiempo como una especie de arroyo, sin gran relación con
un verdadero torrente alpino cuya blancura destaca sobre un fondo de roca
negra, o un gran río de color sucio en un valle ventoso, pero en permanente
fluir a través de nuestros paisajes cronográficos. Estamos tan habituados a ese
espectáculo mítico, tenemos tal necesidad de licuar hasta el menor coágulo de
vida, que acabamos por no poder hablar de Tiempo sin hablar de
movimiento». <<

Página 257
[30] Cuando en 1917 vio un álbum de fotografías, le escribió a su madre: «Uno

tiene la sensación de que el tiempo no es antes y después, sino todo a la vez,


presente y futuro y todos los períodos del pasado, un álbum como este». <<

Página 258
[31] Solo en la forma, en el orden,

pueden las palabras alcanzar, como la música,


la quietud, así un jarro de porcelana china
quieto se mueve en su quietud sin pausa.
Pero no la quietud del violín mientras la nota dura,
no solo eso, sino la coexistencia,
o digamos que el fin precede al comienzo,
y el fin y el comienzo siempre han estado ahí,
antes del comienzo y tras el fin.
Y todo es siempre ya. <<

Página 259
[32] Y corredores: «Al rememorar nuestro pasado nos encontramos siempre

con ese pequeño personaje de larga sombra, visitante incierto y tardío,


detenido en el umbral luminoso, al fondo de un corredor oscuro que va
estrechándose en una perspectiva impecable», Vladimir Nabokov, Ada o el
ardor. <<

Página 260
[33] Por cierto, Borges tampoco sentía un gran aprecio por Eliot: «Siempre se

piensa, al menos es que lo yo siento, que está de acuerdo con algún profesor o
no lo está ligeramente con otro». Le acusó de una especie de sutil impostura:
«El deliberado manejo de anacronismos para forjar una apariencia de
eternidad». <<

Página 261
[34] En inglés, long es casi forzado; en otras lenguas, sonaría raro y se podría

usar big. <<

Página 262
[35] Antes que Borges, un joven de veinte años de Colorado llamado David

Daniels escribió en 1935 un cuento para Wonder Stories titulado «The


Branches of Time» (Las ramas del tiempo): un hombre con una máquina del
tiempo descubre al regresar al pasado que el universo se divide en líneas del
universo paralelas, cada una con su propia historia. Al año siguiente, Daniels
se suicidó de un disparo. <<

Página 263
[36] Por cierto, ¿por qué detenerse en un ratón? ¿No puede una máquina ser un

observador? «Poner el límite en los observadores humanos o animales, es


decir, suponer que todos los aparatos mecánicos obedecen las leyes usuales,
pero que de algún modo no son válidos como observadores vivos, atenta
contra el denominado principio del paralelismo psicofísico», escribe. <<

Página 264
[37] «Harlan había visto a muchas mujeres en sus viajes por el Tiempo, pero

allí, en el Tiempo, no eran más que objetos para él, como las paredes y las
pelotas, las carretillas y los rastrillos, los gatitos y los mitones». <<

Página 265
[38] El Oxford English Dictionary menciona a Asimov como el inventor de

varias palabras, incluida «robótica», pero «endocrónico» no es una de ellas.


Es un término que todavía no se ha popularizado. <<

Página 266
[39] ¿Absurdo? Sin embargo, en el futuro lejano, en 2015, Panasonic
comercializó una cámara que, según decía, grababa imágenes «un segundo
antes y otro después de pulsar el botón del obturador». <<

Página 267
[40] Este párrafo figuraba en la primera versión publicada de El fin de la

eternidad y no aparece en la versión en libro. <<

Página 268
[41] Llamado así para preservar la memoria de la madre de William Randolph

Hearst. <<

Página 269
[42] ¿Por qué 8113? Jacobs hizo algo de numerología. Calculó que habían

transcurrido 6117 años desde el primer año de la historia escrita, que decidió
que era el año 4241 a. C., según el calendario sacerdotal egipcio. Estableció
1936 como un punto medio, hizo los cálculos y obtuvo el año 8113. Es
habitual que los enterradores de cápsulas del tiempo se imaginen en «el punto
medio» de la historia. <<

Página 270
[43] 1939 + 5000. <<

Página 271
[44] El título completo es The Book of Record of the Time Capsule of Cupaloy

Deemed Capable of Resisting the Effects of Time for Five Thousand Years;
Preserving an Account of Universal Achievements, Embedded in the Grounds
of the New York World’s Fair, 1939. <<

Página 272
[45] Su curioso y ambicioso deseo le fue concedido: convenció al Capitolio

para que guardara la caja fuerte en un depósito situado debajo de la escalera


oriental y, en 1976, el jefe de Estado Gerald R. Ford, posó para los fotógrafos
mientras recibía la ofrenda de la señora Diehm. <<

Página 273
[46] «Izlel je Delyo Hagdutin», o «Delyo el haiduque ha salido fuera». <<

Página 274
[47] «Caminaba solo, una vez más, por los interminables corredores, que
continuamente se bifurcaban y convergían, pasillos con paredes
deslumbrantes e hileras de puertas blancas relucientes… Sabía que allí me
esperaba un infinito laberinto blanco y un peregrinaje igual de interminable.
La red de corredores, salas y cámaras insonorizadas, listas todas ellas para
engullirme… La idea me provocó un sudor frío». <<

Página 275
[48] Las opiniones varían. James E. Gunn (1958): «Estás desnudo porque no

puedes llevar nada contigo, al igual que no puedes dejar nada atrás. Estas son
las dos reglas naturales del viaje en el tiempo». <<

Página 276
[49] «… que la amiga y compañera que dirigía la casa era la madre de uno de

aquellos pequeños, que la joven señorita tal y cual, que jugaba al bádminton
con aire preocupado, era la última conquista que había realizado la
desarrollada atracción sexual de Hubert. E. Nesbit no solo no detestaba todo
aquello, lo mitigaba y lo toleraba, sino que… lo encontraba muy interesante».
Por otro lado, el propio Wells tuvo hijos con varias mujeres, además de su
esposa, y puede que tuviera una aventura con una de las hijas ilegítimas de los
Bland. Amor libre, después de todo. <<

Página 277
[50] El libro está dedicado a Wallis Budge, un eminente egiptólogo del Museo

Británico. <<

Página 278
[51] Por ejemplo, el señor Peabody explica solemnemente que Isaac Newton

tenía un hermano, Figby, que inventó una galleta. <<

Página 279
[52] Es posible que el lector recuerde un Ahora y siempre (Time and Again)

totalmente diferente. Ha habido al menos tres. Cuando el tren del viaje en el


tiempo se puso en marcha en la segunda mitad del siglo XX, los editores
debieron caer en la cuenta, aterrados, de que estaban usando todos los títulos
posibles. Vienen juntos a la mente los siguientes: Time and Again, Time After
Time, From Time to Time, Out of Time, A Rebel in Time, Prisoner of Time,
The Depths of Time, The Map of Time, The Corridors of Time, The Masks of
Time, There Will Be Time, Time’s Eye. Al menos cuatro novelas llevan por
título Time After Time. <<

Página 280
[53] Rosenfeld abrió después un blog, The Counterfactual History Review, e

inició una colección que se titularía If Only We Had Died in Egypt!: What Ifs
of Jewish History. <<

Página 281
[54] En una extraña coincidencia, Le Guin se dio cuenta más tarde de que

había ido al instituto con Philip K. Dick. «Nadie conocía a Phil Dick —diría a
The Paris Review—. Era el compañero de clase invisible». <<

Página 282
[55] Le dijo a un entrevistador, Bill Moyers: «El libro está lleno de sueños y

visiones, y uno nunca está seguro de cuál es cuál». <<

Página 283
[56] En realidad, es la esencia del «doblepensar». «Esto exige una continua

alteración del pasado». Recordemos que el trabajo diario de Winston Smith


en el Departamento de Registro del Ministerio de la Verdad consistía en
reescribir la historia. <<

Página 284
[57] En 1972, un elector rebelde de Virginia se negó a votar a los ganadores

del voto popular, Richard Nixon y Spiro Agnew, y en su lugar votó a John
Hospers, del Partido Libertario. <<

Página 285
[58]
La prueba de Gödel «es más que monumental —afirmó John von
Neumann—, es una señal que permanecerá visible lejos en el espacio y en el
tiempo… La naturaleza y las posibilidades de la lógica han cambiado por
completo con el logro de Gödel». <<

Página 286
[59] Asimismo, el universo gödeliano no se expande, aunque la mayoría de los

cosmólogos están bastante seguros de que el nuestro sí. <<

Página 287
[60] Rebecca Goldstein, la biógrafa de Gödel, señalaba: «Einstein, como físico

y hombre dotado de sentido común, habría preferido que sus ecuaciones de


campo excluyeran una posibilidad tan fantasiosa como la de los bucles
temporales». <<

Página 288
[61] El cuento de Heinlein inspiró una película en 2014, Predestination
(Predestinación), con Ethan Hawke y Sarah Snook interpretando a viajeros en
el tiempo. <<

Página 289
[62] Wells podría haber admirado esta descriptiva floritura: «La impresión

general que producía el artilugio era de irrealidad. Los ángulos rectos, en los
que se unían varias barras, no parecían tener noventa grados. Se perdía
claramente la perspectiva, ya que con independencia del lado desde el que se
mirara, el lado más alejado siempre parecía ser el más largo». <<

Página 290
[63] Ralph Milne Farley, «The Man Who Met Himself» (El hombre que se

encontró consigo mismo, 1935). Por supuesto, el hombre se encuentra en un


bucle de diez años y usa el tiempo para ganar dinero en la bolsa. <<

Página 291
[64] Rudy Rucker, matemático y, posteriormente, escritor de ciencia ficción.

<<

Página 292
[65] Acabó decidiéndose por esta descripción de sí mismo: «cineasta,
fotógrafo, viajero». <<

Página 293
[66] «Die Zeit ist nicht», pero añade: «Es gibt Zeit» (Hay tiempo). <<

Página 294
[67] Beth Gleick, Time Is When (Chicago, Rand McNally, 1960). La escritora

es la madre del autor de este libro. <<

Página 295
[68] «¡Tiempo!». <<

Página 296
[69] «Por un curioso capricho —escribió el astrónomo Charles Nordmann en

1924—, la lengua francesa, a diferencia de otras, designa con una sola


palabra, el término temps, dos cosas diferentes: el tiempo que pasa y la
meteorología, o estado de la atmósfera. Esta es una de las peculiaridades que
confieren a nuestra lengua su hermética elegancia, su gran sobriedad, su
elíptico encanto». <<

Página 297
[70] Incluso esta tentativa de definición resultó ser complicada. Un ejemplo de

ello se produjo el 19 de agosto de 1898, a las 8:15 p. m. (hora de Greenwich),


cuando un hombre llamado Gordon fue detenido por la policía en Bristol por
conducir una bicicleta sin llevar la luz encendida. La ley local estipulaba
claramente que cualquier persona que condujera una bicicleta (que se incluía
en la definición de «carruaje») debía llevar una luz, lo suficientemente
encendida como para indicar que se acercaba una bicicleta, durante el período
comprendido entre una hora después de la puesta de sol y una hora antes del
amanecer. La tarde en cuestión, la puesta de sol en Greenwich se había
producido a las 7:13 p. m., por lo que Gordon fue sorprendido conduciendo
sin luz una hora y dos minutos después de la puesta de sol.
El acusado no estaba de acuerdo, porque el sol se pone diez minutos más
tarde en Bristol que en Greenwich: a las 7:23, no a las 7:13. No obstante, los
jueces de la ciudad de Bristol invocaron la Ley del Estatuto (de Definición del
Tiempo) y lo declararon culpable. Al fin y al cabo, según su razonamiento,
todos se beneficiarían al tener «un tiempo de encendido fácil de determinar».
El pobre Gordon apeló con la ayuda de sus abogados, Darley & Cumberland.
La cuestión que debía esclarecer el Tribunal de Apelaciones fue descrita
como «astronómica». El tribunal de apelación tomó una decisión. Falló que la
puesta de sol no es un «período de tiempo», sino un hecho físico. El juez
Channell insistió: «De acuerdo con la decisión de los jueces en su forma
actual, un hombre en una bicicleta sin luz puede estar viendo el sol en el cielo
y, sin embargo, ser culpable del delito de no llevar la luz encendida una hora
después de la puesta del sol». <<

Página 298
[71] «Si os detenéis en la definición de tales palabras, pensando que tienen una

finalidad intelectual, ¿adónde iréis a parar? Permaneceréis estúpidamente en


una presuntuosa falsedad: “Deus est Ens, a se, extra et supra omne genus,
necessarium, unum, infinite perfectum, simplex, immutabile, immensum,
aeternum, intelligens”, etcétera. ¿Qué decir del valor instructivo de esta
definición? No significa nada, a pesar de su pomposo ropaje de adjetivos».
(William James). <<

Página 299
[72] Hooke empezó a meterse en un charco. «Digo que hallaremos la
necesidad de suponer algún otro órgano para aprehender la impresión que
causa el Tiempo». ¿Qué órgano? «Ese que por lo general llamamos memoria,
y yo supongo que la memoria es un órgano tanto como el ojo, la oreja o la
nariz». ¿Dónde está, entonces, este órgano? «En algún lugar cerca de donde
se juntan los nervios de los demás sentidos». <<

Página 300
[73] Lee Smolin intenta eludir la circularidad en Time Reborn redefiniendo lo

que es un «reloj»: «Para nuestros fines, un reloj es cualquier mecanismo que


pueda leer una secuencia de números crecientes». Claro está que una persona
contando de uno a cien no es un reloj. <<

Página 301
[74] El nombre de McTaggart tiene una explicación. Fue bautizado (por sus

padres, los Ellis de Wiltshire) John McTaggart Ellis, como el tío de su padre,
sir John McTaggart, un baronet escocés sin hijos. Sir John legó más tarde una
considerable fortuna a los Ellis con la condición de que adoptaran su apellido.
En el caso del joven John, se tradujo en una redundancia. No parece que la
dosis doble de «McTaggart» le molestara lo más mínimo, y él, no el baronet,
es el McTaggart más recordado en la actualidad. <<

Página 302
[75] ¿De dónde proviene esta idea de la «interpretación de Copenhague»? En

primer lugar, «Copenhague» es la expresión que usan los chicos guays para
referirse a Niels Bohr. Durante varias décadas, Copenhague fue a la teoría
cuántica lo que el Vaticano al catolicismo. En cuanto a la «interpretación»,
parece que surgió en Alemania, solo que el término era Geist, como en
Kopenhagener Geist der Quantentheorie (Werner Heisenberg, 1930). <<

Página 303
[76] «Que hay un lugar para el momento presente en la física se hace evidente

cuando tomo mi experiencia del mismo como la realidad que es claramente


para mí y reconozco que el espacio-tiempo es una abstracción que construyo
para organizar esas experiencias», afirma David Mermin. <<

Página 304
[77] «Nada puede cambiar el final (escrito y archivado) de este capítulo»,

escribió Nabokov hacia la mitad de Ada. Obviamente, no era cierto cuando lo


escribió. <<

Página 305
[78] La traducción de Beckett: Si du moins il m’était laissé assez de temps

pour accomplir mon oeuvre, je ne manquerais pas de la marquer au sceau de


ce Temps dont l’idée s’imposait à moi avec tant de force aujourd’hui, et j’y
décrirais les hommes, cela dût-il les faire ressembler à des êtres monstrueux,
comme occupant dans le Temps une place autrement considérable que celle si
restreinte qui leur est réservée dans l’espace, une place, au contraire,
prolongée sans mesure, puisqu’ils touchent simultanément, comme des
géants, plongés dans les années, à des époques vécues par eux, si distantes —
entre lesquelles tant de jours sont venus se placer— dans le Temps. <<

Página 306
[79] El problema de los tiempos verbales y el viaje en el tiempo provoca una

inagotable fascinación en la cultura popular. Se ha escrito mucho al respecto,


pero la mayor parte es ficción, empezando por una invención de Douglas
Adams en 1980: «Sencillamente, el problema fundamental es de gramática, y
para este tema la principal obra de consulta es la del doctor Dan Callejero,
Manual del viajero del tiempo, con 1001 formaciones verbales. Ese libro
enseña, por ejemplo, a describir algo que está a punto de ocurrirle a uno en el
pasado antes de que se salte dos días con el fin de evitarlo. El suceso se
describirá de manera diferente según con quién esté hablando uno desde el
punto de vista del tiempo natural, desde un momento en el futuro lejano o en
el pasado remoto, y se hace más complejo por la posibilidad de mantener
conversaciones mientras que en realidad uno se dedica a viajar de un tiempo a
otro con intención de convertirse en su propia madre o en su propio padre.
Antes de dejarlo, la mayoría llega hasta el Futuro Semicondicionalmente
Modificado del Subjuntivo Intencional Subinvertido Pasado Plagal». <<

Página 307
[80] Lo dijo Marshall McLuhan en 1962. <<

Página 308
[81] —Me hacen sentir triste.

—¿Qué tiene de bueno lo triste?


—Es alegría para la gente profunda. <<

Página 309
[82] Como David Tennant, para ser exactos. <<

Página 310
[83] —Parece más una tarea de vigilancia que un juego.

—Igual es un juego sobre tareas de vigilancia. <<

Página 311
[84] —Debe ser un hipervínculo espacio-temporal.

—¿Qué es eso?
—Ni idea, lo acabo de inventar. No quería decir «puerta mágica».
STEVEN MOFFAT, «La chica en la chimenea» (Doctor Who), 2006 <<

Página 312
[85] No obstante, los completistas mencionarán su relato de 1981 «El continuo

de Gernsback», un homenaje a Hugo. El relato tiene elementos del viaje en el


tiempo. Fantasmas semióticos. «Mientras caminaba entre aquellas ruinas
secretas se me ocurrió preguntarme qué pensarían los habitantes de ese futuro
perdido del mundo en el que yo vivía». <<

Página 313
[86] Heidegger: «Percibimos el tiempo solo porque sabemos que tenemos que

morir». <<

Página 314
Página 315

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