Exiliado en El Ciberespacio

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Daniel Naszewski

Exiliado en el ciberespacio
(De la galaxia Gutemberg
a la galaxia Gates)

Editorial Autores Argentinos


Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las
sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático.

ISBN 978-987-678-170-1

Publisher: Editorial Autores Argentinos y Vi-Da Global S.A.


Copyright: Editorial Autores Argentinos y Vi-Da Global S.A.
Domicilio: Costa Rica 5639 (CABA)
CUIT: 30-70827052-7
A mis hijas Mariana e Irene,
el impulso para seguir adelante.

A Laura Pagani,
que aprendió a crecer y a cambiar
cuando pocos lo hacen.

A mi hermano Marcelo,
que me enseñó a andar
en bicicleta.
Un prólogo políticamente incorrecto
Estoy en un avión, viajando de Buenos Aires a Ciudad de México y me
traje como único material de lectura un libro, aún inédito, escrito por un
viejo amigo. El me lo había enviado en base digital, pero como me cansa
leer tantas páginas de la computadora, antes de salir de viaje le pedí a mi
secretario que lo pusiera en base papel. Me gusta leer mientras estoy en un
avión, porque me puedo concentrar y nadie me interrumpe. Pero cuando el
vuelo es nocturno, suelo leer durante dos horas y luego me derrota el
sueño. Esta vez fue diferente, comencé a leer “Exiliado en el
Ciberespacio” y me atrapó. Dediqué las 10 horas del vuelo a leer sus 42
capítulos y cuando lo terminé, comencé a escribir esta nota. Voy a resumir
lo que siento en dos palabras: me encantó.
Me encantó porque es una apasionante historia de amor escrita por un
economista, ese tipo de hombre al que se lo suele ver como un ser
insensible y nada apasionado que analiza con frialdad números y gráficos
y que, según la interpretación corriente, no piensa en la gente sino sólo en
los números. No soy un gran lector de novelas, pero de la lectura de
“Exiliado en el Ciberespacio” he acentuado la percepción de que las
novelas, aún nacidas de la imaginación del autor, a veces describen de una
manera mucho más elocuente la realidad que estamos viviendo que las
miles de crónicas que leemos en los diarios o escuchamos en la radio y la
televisión. La novela logra conectar la vida cotidiana de los personajes con
eventos que cuando aparecen en los medios escritos o audiovisuales nos
suelen parecer ajenos y distantes. Y, en la medida que el lector logra
identificar a uno o varios de los personajes con seres humanos que conoce
o ha conocido, la historia novelada se transforma en una experiencia
personal difícil de distinguir de las que ha vivido en la realidad.
Estoy seguro que quienes lean “Exiliados en el Ciberespacio”
desarrollarán una suerte de adicción a la lectura semanal de las “Cartas
desde el Ciberespacio” con que Daniel Naszewski nos viene ayudando a
entender los acontecimientos de la economía argentina desde el año 2004.
Yo tuve la suerte de desarrollar la adicción por su lectura desde que
escribió el primer artículo de esta serie. En esa primera carta descubrí que
seguían existiendo pensadores inteligentes y valientes para expresarse en
contra de la corriente, que no se dejaban arrastrar por la maquinaria
propagandística que desde el gobierno de turno procuraba reescribir la
historia. Perseguían demonizar a la década anterior y ensalzar las
supuestas virtudes de un “modelo productivo” que no era otra cosa que la
vieja estafa inflacionaria a ahorristas y trabajadores en beneficio de
quienes no habían respetado los límites de la prudencia en el momento de
endeudarse. Daniel lo advertía y pregonaba con la sinceridad y el candor
del que están inundadas las páginas de “Exiliado en el Ciberespacio”.
Me complace mucho recomendar su lectura y deseo a Daniel
Naszewski mucho éxito, con ésta, su segunda novela.

Domingo Cavallo
Parte I

La vida online
Y cómo huir
cuando no quedan
islas para naufragar
Joaquín Sabina, versión Ana Belén

Quien salva una vida está salvando el mundo.


El Talmud

No pierdas el tiempo. Es de lo que está hecha la vida.


Lo que el viento se llevó

Capítulo I, no busco sexo, sino amor


- ¿Y vos, qué verso me vas a hacer, flaquito gordito? -le preguntó
Mujer Sonrisa, sentada frente a él en aquella confitería llena de mujeres
quejándose de sus maridos y sus ex maridos, y de hombres solitarios
hablando con su teléfono celular porque no tenían a nadie más con quien
hablar-. Sintió pena, pensó que la gente iba metida en su tupperware, todos
aislados, pero diciéndose te quieros y mandándose abrazos.
Habían hablado un rato del tiempo, del clima, de lo loca que estaba la
gente (los demás, claro, ellos no), de algunas frivolidades más, hasta que
les trajeron un café, para ella, y una cocacola, para él. Había pedido una
Guaraná pero no tenían; en un mundo globalizado, la Argentina se estaba
convirtiendo en un país encerrado en sí mismo. Miró su pelo rubio
verídico, sus ojos de colores, sus manos con un sencillo anillito plateado,
su camisa blanca impecable. Vió su buen gusto para vestirse, observó
cómo sus botas hacían juego con su carterita color cuero crudo, pensó
cómo le hubiera gustado alguna vez sacarle esa hebilla que tomaba muy
prolijamente su cabello suavemente ondeado y saber cómo sería abrazarla
muy fuerte, tan sólo abrazarla, que era lo que ella sin duda necesitaba a
gritos, al igual que él mismo, aunque Mujer Sonrisa nunca lo reconocería.
El no dijo nada, no supo responder aquella pregunta. La miró en los ojos.
“¿Y vos, qué verso me vas a hacer?”, le había dicho ella apenas se sentó,
sonriendo, probándolo, provocándolo, en esa época del mundo en que el
amor se había convertido en puro sexo. Por eso, entre otras razones, es que
él se había exiliado años atrás en el ciberespacio, aquel día en que dijo
Basta.
Cuando habían conversado por teléfono, y antes vía mail, ella no se
había mostrado tan inquieta, distante, a la defensiva, al contrario. Se había
mostrado menos temerosa, más humana, diferente, y seductora. Pero claro,
no era lo mismo esconderse detrás de una netbook o una blackberry que
estar allí, en la inquietante realidad. La vida no era siempre como una
película de Hollywood con Meg Ryan y Tom Hanks.
- ¿Es una pregunta para responder? -dijo él, sin quitarle la vista de sus
ojos. Su camisa blanca se abría debajo de su cuello y dejaba mostrar el
inicio de un bonito cuerpo, y él se preguntó si además de aquel bonito
cuerpo tendría alma. Se preguntó si estaría tan anestesiada que ya no
sentía nada y sólo necesitaba raciones crecientes de algo parecido a la
violencia para volver a sentir.
Ella se rió, nerviosa: - Es un chiste, obvio -dijo, tratando de reparar lo
que había hecho porque se dio cuenta que había estado fuera de lugar. Se
imaginó estar en una playa, mirando el mar, los dos recostados en unas
reposeras tomando sol, nada más, nada menos. Se hizo la película. Deseó
tomarle la mano, con sus uñas prolijamente cortas, sin ninguna señal de
post-producción para seducir. Pero no, nada, Mujer Sonrisa ya no estaba
allí, se había convertido de repente en una mujer fashion con cara de
sonrisa Colgate. Parecía un emoticon haciendo smile, con gesto de “tudo
bem, tudo bom”. El se preguntó porqué estaba aterrorizada de repente, y
sin saber que estaba aterrorizada, y menos aún de ser capaz de
reconocerlo, mientras vendía la superseguridad y aquella imagen de “yo
no necesito a nadie”. Cosas de la middle age, pensó él, con ganas de
volverse al ciberespacio, aquel nuevo país del mundo en que se había
exiliado hacia unos años para entenderse y entender qué estaba pasando.
¿Había que decir algo? Ella esperaba que él respondiera, claro. Pero él no
sabía cómo contestar esa pregunta estúpida.
Llamó al mozo. Le pidió la cuenta. Ninguno de los dos hablaba, ni ella
ni él sabían qué decir luego de ese pésimo inicio de conversación.
Finalmente, él se cansó de esperar al mozo, sacó dinero de su billetera
para pagar la cuenta, y lo puso arriba de la mesa, al lado del menú. Habían
pasado varios minutos de silencio.
- Gracias, por haber venido, pero yo no hago versos, a veces ensayo
alguna poesía, pero soy malo en eso, pésimo -dijo al fin, tratando de ser
amable-. Me vuelvo al ciberespacio...
Miró sus ojos azul caribe, le hubiera gustado conocer más a la mujer
que estaba escondida en esa sonrisa smile, descubrirla dulcemente y a
fuego lento, tal vez algún día besarla suavemente en la comisura, al
principio al menos, además de abrazarla y de hacer con ella todas esas
cosas que ella temía y deseaba, como él mismo, claro. Luego que se
conocieron por Internet él la bautizó “mujer sonrisa” porque le había
gustado aquella forma de reír, un poco aniñada y muy femenina, que le
descubrió cuando hablaron por teléfono para conocerse las voces, luego de
algunas semanas de conversación virtual. Habían hablado desde entonces
durante días, durante semanas.
Se levantó de la silla. Volvió a mirar sus ojos. Lamentó mucho
quedarse sin conocerla, pero deseaba irse, estaba cansado de la historia de
la histeria. Ella lo miró, sin saber si ofenderse, pedirle disculpas por lo que
había dicho (aunque ella era de las que no sabían pedir disculpas), darse
cuenta que se había topado con un hombre que no la quería “sólo para eso”
o convencerse que él era un idiota más que no había pasado su test de la
creatividad. El silencio entre ellos, de repente, era ensordecedor. Solía
ocurrir cuando estaba todo por decirse, o todo dicho.
El se dirigió hacia la puerta. Ella no hizo nada. De repente recordó la
frase de una canción, otra canción, “es más fácil llegar al sol que a tu
corazón”, decía, y recordar aquello le dio más deseos de irse de allí.
Estaba cansado de las mujeres encerradas en la armadura oxidada.
Así, así de simple, terminó, o comenzó, otra historia de amor que sí
que no, en un mundo de hombres y mujeres commodities, en donde decir
la palabra amor estaba prohibido, en que comprometerse afectivamente
podía generar un ataque de pánico, en donde todos desnudaban más
fácilmente su cuerpo que su alma, en que todos, hombres y mujeres,
pensaban “sólo en eso”. Era el famoso pos-posmodernismo de los no
sentimientos y la frivolidad, el mundo light de los ensayistas que vendían
millones de libros hablando de las relaciones líquidas, desafectadas,
insensibilizadas, anestesiadas, desapasionadas, descorazonadas,
ensimismadas; la época delivery de la humanidad, el tiempo fastfood en
donde los hombres y las mujeres habían perdido el camino, habían elegido
el pragmatismo y la resignación y se habían convencido que sexo y amor
eran, sencillamente, la misma cosa; el planeta en donde lo que vendía era
ser frívolos, pesimistas y apocalípticos. Para peor, la situación financiera y
económica del mundo parecía empeorar otra vez, en medio de la primera
crisis global de la globalización, apabullándolos a todos y poniéndole
precio a los sentimientos, los principios y los fines, aunque él era del
bando de los optimistas y veía indicios de que el mundo estaba mejorando,
salvo allí, en Buenos Aires, Argentina, un país con su crisis exclusiva,
especial, parecida pero diferente, que enfrentaba sin saberlo la decadencia
misma.
El llegó hasta su auto, estacionado a unos metros. Era otro fracaso de
tantos, quizá éste mucho peor porque ella le había gustado, y hacía mucho
tiempo, siglos, que una mujer no le gustaba así, y sabía además que él le
hubiera gustado a ella si se hubieran dado tiempo para conocerse. Pero no,
ya era tarde. Las barreras estaban cerradas. La gente estaba cerrada. El tren
estaba partiendo y quizá no habría otro. Mujer Sonrisa estaba cerrada y él
mismo empezaba a estarlo, un poco más cada día. Pero no se daría por
vencido, quería volver a enamorarse otra vez, deseaba volver a ser feliz
como antes, cuando Anna vivía y estaba junto a él, cuando las cosas eran
más fáciles, cuando decir te quiero, estoy enamorado, sos mi amor y otras
palabras por el estilo no estaban prohibidas ni provocaban que la gente
escapara corriendo, hombres y mujeres; cuando sentir no era solamente
jugar a “hacer el amor”, sino hacerlo cotidianamente, mirándose en los
ojos, tomándose las manos, compartiendo un desayuno, unas palabras, un
rato en silencio, un chocolate, un roce de la piel (las mejillas, los pies, los
labios, todo), una poesía de Borges leída en voz alta para el otro, las
miradas y lo que había detrás de ellas, una simple caminata, una película,
una bolsa de popcorn, unas lágrimas y, por qué no decirlo, al final
desnudarse y tener sexo con amor y no sólo sexo, aquel deporte que estaba
de moda en esos años en que la mayoría sentía que no podía sentir, en que
muchos empezaban a descubrir la sutil diferencia entre placer y felicidad.
En aquel mundo frívolo, más liviano que el aire, lleno de mujeres y
hombres commodities y pragmáticos, él seguía siendo un optimista
desesperado. Por eso también, porque no era de la manada, porque era
políticamente incorrecto, se levantó y se fue.

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Capítulo II, una banquera atractiva, muy


ocupada, ferozmente sola
Patricia Paltrow no necesitaba a nadie, solía decir, para ser feliz, mujer
cosmo al fin, aunque cuando se dejaba conocer, cosa que no ocurría casi
nunca, era una mujer sólida, aunque disfrazada de líquida. Le gustaba
andar descalza por la vida y amaba “que la vida la despeine”, una frase de
moda para vender desde champú para el cabello hasta libros de autoayuda
para las mujeres de corazones solitarios. Descalza era su forma de ser
transparente e ir peor que desnuda, aunque vistiera lo mejor de la Quinta
Avenida. Prolijamente despeinada era su manera de sugerir que podía ser
salvaje, aunque también una lady, cuando se ponía su uniforme de
banquera. No se parecía demasiado a quien todos creían su prima lejana,
Gwyneth, quien era más linda que ella. Además Patricia era totalmente
incapaz de actuar tan bien como la Julieta de “Shakespeare in Love”, todo
lo contrario, no podía fingir ni siquiera un orgasmo, algo tan común en
estos tiempos de cólera, la enfermedad con los síntomas del amor, según
García Márquez.
Patricia Paltrow también era rubia como su supuesta pariente lejana y
muy famosa, aunque eso era sólo una presunción, ya que uno de los
misterios insondables de estos tiempos es el verdadero color del cabello de
una mujer cosmo. Y usaba el pelo científicamente ondeado, quizá hasta
tenía rulos, o quizá el pelo suave y lacio, ¿junous? Y claro, su piel estaba
siempre apenas tostada, el sol no le interesaba demasiado. El color de sus
ojos era siempre alguno de los siete verde-azules que se ven durante el día
en algunas islas del Caribe. Y cambiaba según la hora. Muchas veces esos
ojos se llenaban de lágrimas, claro, era una lloronita caprichosa y
manipuladora, inestable y cabezadura, como buena princesa judía que era,
aunque sin embargo también podía ser la persona más noble del mundo, o
al menos de Occidente, lo que no era poco decir con tanto progresista
haciéndose el bueno por estos lugares. Pero eso había sido en el pasado, ya
no lo era tanto, la vida le había dejado sus heridas, que era incapaz de
aceptar, y menos aún de mostrar, y ahora la acompañaba un feroz
escepticismo que se mostraba hoy con una actitud irónica ante la vida.
“Así no vas a conseguir novio” le decía en broma, pero no tanto, su amiga
Cecilia, su única verdadera amiga.
- ¿Y quien dijo que yo quiero un boifrend?, le respondía ella por mail,
al borde mismo del sarcasmo que la habitaba en su inglés algo trabado,
que escribía como lo decía más que como se escribía.
Por supuesto, ella lograba un efecto inesperado en los hombres: los
hacía desear ser una mejor persona, cualquier cosa con tal de conquistarla.
Ella generaba todo eso y más, aunque a veces ocurría todo lo contrario,
cuando se ponía “que sí que no”, caprichosa, obsesiva, demasiado
femenina, al borde mismo de la histeria. En esos momentos sacaba lo peor
de ellos Era casi la reencarnación de Scarlet O’Hara (véase “Lo que el
viento se llevó”) cuando jugaba al gato y el ratón con Rhett Butler. Paltrow
no podía dejar de hablar casi en ningún momento, nunca, jamás de los
jamases, hablaba tres idiomas y podía llorar, reír, gritar y hasta insultar
elegantemente, todo al mismo tiempo. No podía tener la boca cerrada, y
menos cuando besaba, como decía ella a veces, sólo para provocar, porque
besar, besaba muy poco pese a que la comisura de sus labios apuntaba
hacia arriba como si fuera la mujer más feliz de la Gran Manzana. Aunque
podía callarse la boca y ser hermética por minutos, horas, días, años. De
las dos formas, provocaba, y cuando le gustaba un hombre, lo tomaba, así,
con la mano, como se toma un sachet de yogurt en el supermercado, o en
el caso de ella como cuando se compraba compulsivamente un discreto
rolex plateado en la Quinta Avenida, un reloj que antes del pos-
posmodernismo era para toda la vida, un sinónimo de buen gusto y
prestigio, aunque ahora los relojes sean objetos de moda y descartables,
como tantas cosas y/o personas. Sí, una mujer cosmo, habitante de la aldea
global. De las que hacen que las cosas pasen. De las que toman el hombre
que les gusta y hasta son capaces de desabrocharles el cinturón y abrirles
su camisa. De las que creen que son plenamente felices y que no necesitan
a nadie y hablan con seguridad y tienen más certezas que incertidumbres e
intuyen que, más allá de las apariencias, existe una sutil diferencia entre
llegar alto y llegar lejos, entre la fama y la gloria.
Pero no era de nadie ni quizá lo sería nunca. Podía hasta querer mucho.
De hecho a su primer marido lo había querido mucho, mientras duró. Pero
no había sido amor, sólo un simulacro de amor que ella misma quiso creer,
claro, pero no un amor de esos con relámpagos y desesperación y
orgasmos silenciosos pero intensos con los ojos abiertos y las “bragas”
mojadas (le gustaba aquella palabreja), y esa mirada, y esa felicidad que
sólo conocen los que la conocieron. Dios había jugado a los dados y ella
había perdido, pese a que parecía la gran ganadora. Cuando salía del banco
de la Calle de la Pared se iba a su apartamento de Park Ave., y al otro día
volvía a su oficina tecnológica de Wall Street. Casi no hacía otra cosa
últimamente, salvo asistir a esas fiestas elegantes de Lexington Avenue, a
algún estreno en el Lincoln Center, al Soho a cenar en los días de
primavera, o a un fin de semana en los Hamptons, o a aquellos
departamentos frente al Central Park de sus amigas las brujas, como si
estuvieran jugando a Sex and the City, su programa de cabecera. Hasta
tenía toda la colección de programas en dividí, obvio.
Y claro, en los días de invierno le gustaba ir a hacer sus dos kilómetros
diarios de caminata recorriendo los museos modernos, el MOMA y el
Guggenheim, su preferido para caminar, aquel museo en la Quinta Avenida
y la 88, allí nomás del Central Park, que ella llamaba cariñosamente “el
Garaje”, porque cuando lo vio por primera vez le recordó a esas espirales
que tienen las rampas de las playas de estacionamiento gigantes. “Vamos
al garaje, me sobra medio kilo”, les decía a veces a sus amigas brujas,
cuando extrañaba ver aquella pintura de Kandinsky que le gustaba tanto y
que nunca había podido comprar para tener en su casa. Al diseñador de
aquel Guggenheim, el arquitecto Frank Lloyd Wright, le hubiera divertido
mucho escucharla a Paltrow hablar así de ese “edificio” que competía en
belleza con las pinturas que allí se exhibían, y que Paltrow utilizaba para
hacer sus caminatas diarias. Por las dudas, ella siempre aclaraba que más
que ir a ver las pinturas le gustaba ir a mirar la gente que andaba por allí.
“Esas son las verdaderas obras de arte”, solía decir en voz no tan baja,
mientras no paraba de caminar. Aunque luego, en la calle, se comía un hot
dog con mucha mostaza y una Coca Cola (nunca light), ya que era una de
esas mujeres que comiera lo que comiera no engordaba. Y obviamente,
nadie sabía cómo pero nunca se manchaba sus impecables trajes suaves y
discretos de banquera. Y si se manchaba tampoco se preocupaba
demasiado. Era Patricia Paltrow, podía hacer lo que quisiera. Hasta podía
darse el lujo de parecer una mujer frívola y light salida esa misma mañana
del canal Fashion (FTV), pero no, jamás, es posible incluso que ella
hubiera sido la creadora y hasta la propietaria de aquella red. La mujer
tenía una personalidad escondida, demasiado escondida, algo que las
mujeres fashion suelen evitar porque les da dolor de cabeza y las obliga a
decir, de vez en cuando, alguna cosa profunda, o comprometerse con algo.
Pero ella no era una mujer commoditie, eso jamás.
Paltrow había estudiado finanzas en Buenos Aires, había pasado por
Chicago y hecho su doctorado viviendo en un edificio de Hyde Park que
ocupara muchas décadas atrás el mismísimo Al Capone. Bueno, ella ocupó
sólo un apartamento de todo lo que había sido una gran mansión. Le gustó
cuando se enteró del detalle y su Daddy lo alquiló inmediatamente. El
premio Nobel Milton Friedman fue su mentor en Chicago, la guió con una
tesis desafiante sobre la importancia de la política monetaria de la Fed
para acelerar o frenar el ciclo económico y controlar la inflación, algo que
luego descubrirían los muchachos de Wall Street cuando Alan Greenspan
primero, y Ben Bernanke después, demostraron adonde estaba
verdaderamente el poder, si en la Reserva Federal o en la Casa Blanca.
Luego, ella ya no volvió a vivir a la Argentina, pese a que allí podría
trabajar en el banquito de su papá. Pero no, no podía. Cecilia y Esteban se
acababan de casar y ella, que sabía sumar y restar demasiado bien, se daba
cuenta que un hombre era poco para dos mujeres como ella y como
Cecilia. “Alguien sobraba y creo que soy yo”, les contaba a las brujas
cuando no podía con su alma, riéndose de ella misma, nerviosa. Pese a lo
caprichosa que era y a que estaba acostumbrada a obtener todo lo que
quería, esa era la batalla que había perdido, la única que realmente le había
importado en su vida. Así que se quedó en Wall Street a hacer su carrera
exitosamente solitaria, rompiendo corazones y rechazando a casi todos los
hombres que se le acercaban. Ninguno le interesaba. Ni si le hubieran
presentado a Richard Gere, ni si la hubiera llamado Hugh Grant en
persona. Sólo Bill Clinton la había conmovido una vez en una cena en
Casablanca, pero claro, quizá porque era parecido a su amado Esteban,
sólo por eso y porque era casado y jamás sería todo para ella, jamás de los
jamases, aunque se atreviera a ser inapropiado por un rato. Obviamente era
de las que se enamoraban siempre de la persona equivocada y enamoraba
siempre a los hombres que no le interesaban, mientras soñaba con
Humphrey Bogart en la otra Casablanca, un second best para soñar cuando
Steve ya no estuvo “aveilble”, como decía ella.
Claro, estuvo también aquel ex marido que tuvo como propiedad
durante 11 años, una vida dentro de su vida, ni el nombre quería recordar
ella (era uno de los tantos y tantos Kennedys de los que nunca serían
presidente). Hasta en eso se parecía a Scarlet, que ya en el siglo pasado
ella también se había casado con un Kennedy, que seguramente no sería
bisabuelito de aquel Senador que moría por Paltrow porque era de ficción.
Ella incluso creyó que era verdadero love, trató de convencerse de ello y
hasta lo logró por algunos años. De hecho el hombre rubio de
Massachusetts duró bastante, el tiempo suficiente como para que darle sus
espermatozoides (los mejores del mercado, como decía ella, que aplicaba
sus teorías económicas a todo) y su compañía amable e interesante (esa
palabra tan fría que no decía nada) que le abría las puertas de las mejores
familias de los Usas. El hombre no era tonto, obvio, todo lo contrario, y
compartió con ella, al menos, el amor a las poesías de Whitman, de Robert
Frost y de Jaques Prévert, un sinónimo francés de la palabra love.
Así que, cuando menos, hubo algún amor allí, podría decirse, que duró
hasta que Paltrow lo echó aquel sábado por la noche en que él le gritó, un
poco pasado por sus típicos martinis con aceitunas de las películas, trivial
el tipo, y hasta amagó con pegarle porque ella bostezaba demasiado en la
cama, pero sólo fue eso, un impulso que no recorrió ni dos centímetros de
espacio-tiempo hasta que la mirada del tipo se encontró con los ojos
azules helados de ella, que lo quemaron. “Nadie le pega a Paltrow -decía la
mirada- salvo que yo desee que alguien lo haga...”.
Y aunque no ocurrió nada, eso fue demasiado para la reina Paltrow, el
Kennedy que no sería nunca presidente dejó de aplicar también para
marido, duró sólo aquella noche en la casa, en uno de los sillones del
living room del lugar, y sólo porque era invierno y a Paltrow le dio un
poco de lástima, y odiaba los escándalos (los propios, claro). Por la
mañana, al tipo K lo esperaba abajo su abogado en una limosina, y eso fue
todo. Eso y algunos millones que ella, prolijamente, le sacó de lo que
quedaba de la parte proporcional de la subdivisión de la división de la
herencia que dejara el padre fundador de la familia (para los hijos, claro).
Es que Paltrow no era reina ni heredera de una fortuna demasiado
escandalosa, ni se había educado en Connecticut, como Jackie Kennedy o
la glamorosa Gloria Vanderbilt, quien en alguno de sus divorcios hasta
tuvo que comprar su libertad, para luego tratar de suicidarse, sin éxito, por
Marlon
Brando (“Si mi marido era Dios, él era Zéus”, dijo hablando
enamorada de The Godfather, para olvidarlo en unos días por su nuevo
amor, Frank Sinatra). Pero Paltrow sí tenía algo en común con la
glamorosa Gloria Vanderbilt: las dos habían nacido un 11 de septiembre, y
esa fecha nunca les sería indiferente, aunque Patricia no era una “pobre
niña rica” con la famosa Gloria. A partir de allí se ocupó de sus hijos
como si fuera Doris Day en persona, o Julie Andrews en The Sound of
Music. Lo dejó todo por ellos. Aquella fue la mejor época de su vida. Sus
hijos recibieron de ella suficiente amor, ni una gota más de lo necesario,
una fuerte y exigente educación, unos pocos principios importantes que
ella había recibido a su vez de sus padres y mucha libertad a la francesa
que los psicoanalistas lacanianos cada tanto reconsideraban en importantes
seminarios parisinos o vieneses, cambiando de opinión sobre a qué
decirles que sí y a qué decirles que no a los hijos. Y hasta dónde debían
llegar los límites, claro, algo que iba y venía desde que Einstein había
descubierto la teoría de la relatividad y algunos idiotas creyeron que la
idea se podía asociar a la vida cotidiana, a la psicología social, a los seres
humanos y hasta la educación.
El tal Kennedy apareció en escena desde entonces sólo para ocuparse
de sus hijos, para llevarlos a esquiar a Aspen y mostrarse en las fotos con
ellos cuando lo eligieron como candidato a senador, aunque no pasó de
allí, y ella jamás usó aquel apellido ilustre, no era su estilo. El tipo K le
“dejó” también aquel pequeño departamento de exactamente 212 metros
en Park Avenue que a ella le gustaba tanto no sabía porqué, quizá por aquel
número tan de Manhattan o de Carolina Herrera. No hace falta decir que el
tipo estaba enamorado de ella perdidamente, que siguió la costumbre
familiar de sobrevivir a escándalos varios y de dedicarse a la política sin
éxito, jamás podría competir con la impronta de JFK, su pariente lejano, ni
menos de Bobby. Su ocupación desde entonces fue seguir enamorado de
ella por toda la eternidad, según lo confesaría en unos poemas malísimos
que no se parecían ni a los de Whitman, ni a los de Frost ni a los de
Prevert. Así eran las cosas con Paltrow. Luego, ella se casó con un buen
hombre 15 años mayor que ella al que secretamente llamaba “Second
Best”, que podía ser su padre, obvio, que la cuidaba, la organizaba y
soportaba con buen humor y bastante sabiduría judía sus caprichos de
princesa, o mejor dicho, de reina judía. El tipo había hecho su dinero (no
demasiado para ser un industrial de Hollywood) produciendo algunas
típicas series cómicas de TV A su manera, ella comenzó a quererlo mucho,
sólo que nunca habría relámpago ni ella ya lo esperaba. Había aprendido a
buscar el placer en su trabajo, pero no era amor al dinero, era por pura
diversión, en todo caso era amor a ganar, a ser la mejor en lo que
emprendía, algo que también le había enseñado Daddy (“en lo que hagas
hay que ser la mejor”, solía decirle aquel banquero que era un regio con el
dinero de los accionistas). Si le preguntaban a quién se parecía ella, todos
pensaban sin dudar que a la famosa Carrie, aunque no, su respuesta sería
que Carrie había inspirado su personaje en ella (sí, su autoestima era más
alta que ella misma). Pero Second Best, como Daddy, había tenido el mal
gusto de morirse y dejarla sola, más sola aún, justo cuando ella tenía todo
organizadito en sus diferentes cajoncitos (trabajo en uno, sueños y secretos
en un tercero, sexo en la ciudad en otro más, viajes por aquí, sus amigas
brujas por allá, y aquel buen señor con quien, a su manera, había sido casi
feliz durante años, guardado en otra carpeta más de Mis Documentos).
Aquello había funcionado muy bien (véase El Arreglo, de Elia Kazán).
Había negociado bien con la vida y todo había estado en su lugar hasta en
que el buen hombre la dejó por la muerte y ella descubrió que quería al
tipo mucho más de lo que ella misma sabía, aunque no se le mojaran las
bragas por él, y que ahora estaba más sola que nunca, aunque rodeada de
gente aburrida y peor aún, que no sentía nada, o que sentía demasiado,
junous. Los chicos eran grandes, hacían su vida. ¿Qué hacer? ¿Más bonos
y stocks?
Paltrow no era una mujer de esas que se quedarían tranquilas viendo
cómo los próximos treinta años de su vida pasaban lujosamente aburridos.
Era transparente para quienes sabían ver lo que había en su mirada.
Radioactiva. Radiante. Discreta. Mucho antes que los progres del
subdesarrollo descubrieran la cultura oriental, la onda budista, el yoga, la
cultura japonesa, el fenshui y el sushi, la meditación trascendental y el
yoga, la reflexología y todas esas cosas bien mezcladas en una coctelera
tan de moda, incluyendo esa nueva historia de hacer el amor sin tocarse
que enseñaban en los canales de cable Infinitos, ella ya había hechizado a
unos cuantos hombres del mundo desarrollado y de los países emergentes
sudamericanos, todos level one, simplemente pasando a su lado descalza
en cualquier playa de aquí o allá, con un viejo y gastado short de jeans y
una de esas camisas blancas sin marca y con pocos botones que solía usar
en aquellos años, antes de la gran catástrofe. Tan sólo se sentaba en la
arena mirando el mar de The Hamptons, por ejemplo, o en el Caribe
holandés, con su sombrerito y sus anteojos oscuros, como si hiciera
Ommm, y los tipos a su alrededor no podían parar de mirarla e imaginar
cosas muy pero muy mojadas. Le bastaba estar sentada en una mesa en una
Starbucks cualquiera, o en el lobby de cualquier hotel en Nueva York o
Londres, sus dos ciudades amadas, y los hombres a su alrededor, siempre
hombres “importantes” (importante era a partir de 100 millones),
comenzaban a espiarla como si fuera una mujer de 32 años con ese gesto
especial que tiene una mujer cuando está embarazada y ya no necesita
nada más (eso, eso los volvía locos). Claro, Paltrow tenía 50 años, pero
lograba que aquellos que soñaban cambiar a una mujer de 50 por dos de 25
cambiaran de idea otra vez y se dieran cuenta que esto de la vida, el amor,
la belleza y la felicidad, no tenía nada que ver con la edad.
En el verano, sus pies jugaban distraídamente descalzos con algunas
sandalias chatas muy simples, de cuero verdadero, de esas compradas en el
Gucci de la Quinta Avenida, al lado de la Trump Tower, con una piedra
azul como sus ojos, o una esmeralda que hasta podría ser verdadera. Si,
además de su sonrisa, sabía manejar sus pies como nadie sabía hacerlo,
descalzos en el parque, con sus sandalias, con el calzado elegante
suavemente inquietante y hasta con sus botas de cabalgar gastadas, aunque
nunca se hubieran subido a ningún caballo (“para qué, prefiero subirme a
un hombre”, bromeaba ella cuando se juntaba con las brujas). Ella
caminaba por los pasillos del banco de inversión hablando por el celular
con bluetooth colgado en la oreja, comprando y vendiendo aire, bonitos,
commodities, futuros, stocks y ETF’s, y ellos la miraban, la espiaban, se
desconcentraban, perdían miles de dólares en un segundo de distracción.
La burbuja inmobiliaria empezaba a explotar en los EE.UU., aunque aún
no la crisis financiera que llegó cuando explotó la burbuja.
Pero lo más increíble, créase o no, es que ella ni siquiera era tan bonita,
no era superalta, no tenía el físico de Kate Moss, ni la cola de Scarlett
Johansen, ni la languidez histérica de las modelos de Fashion TV o del
Cosmo Chanel, ni la naricita de Zeta Jones, ni la belleza engañosa de no
pocas elegantes mujeres argentinas que lo hubieran vuelto loco al
mismísimo Sigmund Freud con sus no que querían decir sí y sus sís que
querían decir tal vez mañana, y sus tal vez mañana que implicaban que
querían que el tipo decidiera por ellas. No, nada por el estilo, ni un gramo
de siliconas se había agregado Paltrow, obvio, todo era suyo. Y su cintura
perfecta, claro. Hasta su supuesta prima lejana Gwyneth era mucho más
linda que ella. ¿Pero entonces por qué los tipos se daban vuelta cuando
pasaba Paltrow con sus trajecitos discretos, apenas apretados, arriba de sus
tacos altos? Porque ella creía en ella, porque estaba convencida que era
una reina, porque su autoestima marcaba 110%. Y, lo más importante y
grave aún, porque no le interesaba ninguno de aquellos tipitos que la
espiaban. Y eso se transmitía mejor que las microondas invisibles de un
teléfono celular. Ese era el truco que la humanidad aún no había entendido,
preocupada por el calentamiento global y el otro, por el agotamiento de los
combustibles fósiles, por el posible hard landing de los Usas, siempre
soñado por los resentidos que querían ser testigos de la decadencia del
imperio americano, por los papelones de Hugo Chávez el socialista,
capitalista o lo que hubiera que ser, por la caída del dólar y la suba del
euro, o viceversa, o por la importancia creciente de China, que según sus
cálculos en el año 2010 se convertiría en la segunda economía del mundo.
Para Paltrow, la verdadera seducción no era un problema de belleza
oficial, sino de creer que se es el mejor, o la mejor, y de tener cero interés
en quién nos mira. Es casi un teorema, un drama, es la vida misma, es el
puro mercado en acción, la oferta y la demanda, fijarse el precio muy alto,
el más alto, y seguir subiendo la apuesta a medida que la demanda trate de
adaptarse a la oferta, glup, puro Chicago Economics. Si el jorobado de
Notre Dame lo hubiera comprendido a tiempo se hubiera puesto de moda
para las mujeres mucho antes, quizá en el siglo XIX. Y hubiera sido
bastante más feliz, seguramente. Todo era, es, será, pura seducción,
autoestima, actitud, seguridad y sólo una pizca de marketing. La belleza
era, es, será, un estado interior, así como la fealdad. Simple, como lo
explicaba en su club de brujas anónimas, contradiciendo la “sabiduría”
pos-posmoderna.
Más. En un tiempo en que la belleza se convertía también en un
commoditie, en que todos confundían sexo con amor (un error que le
costaría la felicidad a miles de millones de personas que vivían
equivocadas, y que mataría silenciosamente a más gente que la suma de
todas las guerras, tsunamis y huracanes con nombre de mujer), Paltrow era
lo más lejano que se conociera a una muñeca Barbie-fashion, a un cuerpo
sin alma.
A ella, obviamente, no le interesaba ninguno de los tipos que se daban
vuelta para verla pasar, ninguno, salvo Esteban, su verdadero amor
imposible que la quería pero no la amaba. Nada nuevo bajo el sol. La
mayoría de los seres humanos se enamoran de la persona equivocada,
hasta las reinas. Marcel Proust se pasó siete tomos de su famoso libro
buscando el tiempo perdido enamorado de aquella mujer “que al final no
valía la pena”. No era seguridad solamente. No era autoestima topten. Era
que hasta allí nunca había pensado ni sentido amorosamente,
perdidamente, nada, nunca, por nadie más que por Esteban y su pelo
cayendo distraídamente sobre su frente. Ella lo tenía todo y no tenía nada.
Vista así, su historia no era muy diferente a la de Scarlet O’Hara, aquella
mujer caprichosa, manipuladora, lloronita e histérica de “Lo que el viento
se llevó”, aunque a ella al menos Rhett Butler la amaba, tanto como el
pelmazo de Florentino Ariza, el héroe enamorado por más de 50 años en
“El amor en los tiempos del cólera”. Pero ya se sabe, en Hollywood el
mundo siempre se dividió entre buenos y malos, villanos y pobres
víctimas, mientras que en la realidad el mundo sólo podía dividirse entre
gente sana o gente enferma. ¿Ella estaba enferma? Meibí, como 5 de cada
10 seres humanos que usan jabón Lux y buscan toda la vida, sin éxito, el
famoso nudo de su neurosis.
Pero luego, llegó el once de septiembre de 2001, y en el día de su
cumpleaños todo cambio para ella y para todos, tanto que sólo unos pocos
comprendieron qué estaba ocurriendo. Qué empezaba a ocurrir.

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Capítulo III, un hombre que dijo Basta


Un día de agosto de 2005 Diego Hartman dijo basta. ¿Quién no sueña a
veces con decir basta?
Mucha gente sueña alguna vez con dejarlo todo e irse. Abandonar. Dar
el portazo. Empezar de nuevo. Desaparecer. Explotar. Respetarse y
recuperar la famosa dignidad. Animarse. Atreverse. Concretar el sueño
que siempre soñaron.
Muchos hombres sueñan con decir basta por diferentes razones.
Muchos sueñan simplemente con escapar, desaparecer de allí, adonde sea
que estén, y vivir otra vida. Otros sueñan con ir detrás de aquella mujer
que ven pasar todos los días sin saber quien es, y decirle algo que las
conmueva para conquistarlas (tontos, no saben que son las mujeres las que
conquistan a los hombres). La mayoría sueña con mandar al diablo al jefe,
aunque temen hacerlo (todos tienen un jefe en este mundo, menos Bill
Gates, claro, un prócer moderno). Casi todos están entrampados en Visa y
Mastercard y sueñan con no depender de nadie, y a eso lo llaman
equivocadamente libertad. Sueñan con ver otro paisaje que los vuelva a
asombrar, como en otros tiempos. Sueñan con tomar los famosos ahorros
guardados para una emergencia, ir al aeropuerto, subir a un avión y viajar
hasta aquel lugar del Caribe donde no hay invierno, sólo verano, y el mar
tiene siete colores. Más de 50% de esos hombres (ya que estamos en
tiempos de estadísticas), además, sueñan con andar descalzos y dormir
largas siestas con los ojos abiertos, abrazados a otra mujer que no sea la
suya y que disfrute del silencio, en un lugar que no sea el de ellos, en otro
clima, en otro país, en otra época, con otra gente que sea diferente a
quienes los rodean. Son hombres frustrados que no saben que allí tampoco
serán felices, porque no saben disfrutar lo que tienen, ni sabrán disfrutar
algo distinto. Son los que hacen siempre listas mentales de todas las cosas
que harían si pudieran elegir otra vida que la que les tocó en “suerte”,
insatisfechos seriales al fin. Y unos pocos, algo más sabios, sueñan con
encontrar su lugar en el mundo y mudarse allí hasta que la vida les diga
basta.
Para algunos puede ser ir a aquella isla del Caribe donde el tiempo va
más despacio, pero puede ser también escapar a caminar por París para ver
si existen aquellas mujeres bellas de las películas francesas, o a Nueva
York, adonde el tiempo va más rápido y las mujeres lo deciden todo, hasta
lo que no debieran decidir. O a aquella montaña escondida en la Patagonia,
adonde no hay nadie, o a aquel lugar al borde mismo del mar, en Escocia,
adonde termina la tierra y las mujeres parecen más fuertes, más duras, más
fieles, más frías y a la vez profundamente calientes. O algún pueblo del
norte de Brasil, en donde la gente sonríe más de lo que está triste y las
mujeres parecen tan fáciles, o mejor dicho, más simples y a la vez
deliciosamente difíciles. O a Australia, o a China, al otro lado del mundo,
a las antípodas geográficas y personales.
Pero ninguna de aquellas era la razón por la que Diego dijo Basta aquel
día.
Había pasado muchos años en aquella redacción de la que estaba a
punto de irse para siempre, demasiado ocupado con sus artículos, sus
reportajes, sus columnas, hablando por teléfono, tomando notas, yendo a
Washington, volviendo de Davos, haciendo el check-in en los airports y el
check-out en los hoteles cinco estrellas, visitando Berlín, Londres y más.
Había pasado años extrañándola a Anna y preguntándose una y otra vez
por qué él había insistido en aquel viaje del que ella nunca volvió. Había
pasado años organizando seminarios de negocios en los hoteles Sheraton o
Marriott, trayendo y llevando académicos, almorzando comida frívola de
gustos suaves en los lugares más caros, con platos grandes, vistosos y
amarretes que lo dejaban siempre con hambre, mientras escuchaba
frivolidades. Y en el medio de todo aquello, ocupándose de sus hijos, solo,
haciendo de madre, padre, todo, seguramente mal, quizá demasiado rígido
en este mundo de padres ausentes que deseducan o maleducan a sus hijos.
Era lo mejor que pudo hacer, claro, uno más de esos pocos tipos que en los
principios del siglo XXI todavía seguían creyendo que a los hijos había
que educarlos en vez de dejarlos hacer cualquier cosa, que hay que decirles
a veces no, a veces sí, y aguantar las consecuencias y la soledad de hacer
del “malo” de la película.
Sí, casi todos los hombres sueñan alguna vez simplemente con irse,
desaparecer como el ilusionista de la película. Escapar, huir, cambiar su
vida. Vivir otra vida distinta. Terminar con esa sensación de incertidumbre
que los acosa, con la inestabilidad, con la vulnerabilidad y la
incertidumbre de la que hablaba el famoso Zygmunt Bauman, el del
mundo líquido, el de las relaciones y las sociedades líquidas.
La diferencia que aquel día de agosto Diego Hartman lo hizo. Se fue.
Dijo Basta. Era su cumpleaños número 50 y su regalo fue respetarse.
Era un tipo alto, flaco, flaquísimo, pelo muy corto, anteojos casi
invisibles, redondos, nunca de moda, siempre con un saco azul, una camisa
blanca o celeste, unos pantalones beige o grises, una corbata suavemente
alegre pero nunca llamativa, mocasines o zapatos náuticos. Era un tipo
discreto, con una sonrisa especial y una mirada con rayos x como la de
Superman, que escaneaba al otro y podía ver el alma de los demás, cuando
la tenían, lo que no es tan frecuente últimamente. No tenía el poder de
desnudar a una mujer con la mirada, ni le interesaba demasiado hacerlo,
pero sí podía ver si tenían alma y comprender qué les pasaba, aunque ese
poder no le sirviera para nada, todo lo contrario.
Ese día él miró a su alrededor. Sonrió a todos saludando sin saludar y
se fue.
Se fue, aunque no lo hizo por ninguna de todas aquellas razones por la
que la mayoría de los hombres se van y lo dejan todo. No lo hizo por ese
cansancio típico que luego se convierte en desánimo y al fin en
desesperación. Ni por frustración, ni por nostalgia por algo que ya pasó, o
que nunca ocurrió. O por no haber logrado sus sueños, o peor, por no haber
ni siquiera tratado de lograrlos. Ni por sentirse infeliz. Ni por tener
pesadillas perturbadoras, ni para perseguir a alguna de aquellas mujeres
soñadas, o por añorar estar en los lugares bellos de las películas
hollywoodenses. No lo hizo para buscar su lugar en el mundo. Tampoco
porque el tiempo se acababa y todavía no había llegado tan alto como lo
había esperado. Nada, esa no era su historia. Ni lo hizo porque tuviera
incertidumbre, inestabilidad o inseguridad a lo Bauman.
Estaba en el medio de la redacción, sentado en su cómodo sillón,
metido en su box de siempre, mirando como hipnotizado aquella pantalla
de HP que esperaba que él apretara Send. Acababa de terminar de escribir
su columna, como casi todos los días, incluso le gustó cómo había
quedado. Claro que al director no le gustaría, pero ya no importaba, ya no
habría más negociaciones en donde él siempre terminaba publicando lo
que quería, luego de un largo y desgastante juego de presiones y veladas
discusiones.
No le iba mal en la vida, nada mal. Era un cabezadura que casi siempre
se había salido con la suya, que siempre había dicho lo que pensaba, pese a
que en general era un provocador y casi todo lo que decía era
políticamente incorrecto. En realidad le iba muy bien. No era ni un
fracasado que no había podído lograr lo que quería, ni un frustrado que ni
siquiera se había atrevido a intentarlo. Era un tipo “importante”, “exitoso”,
había llegado alto y nadie diría que había razones para irse de allí para no
volver, salvo él mismo cuando se miraba al espejo. Era un hombre
respetado, tenía algunos amigos y hasta tenía una gran cantidad de
enemigos (un símbolo más de éxito). Era consultado, escuchado y
criticado por muchos. No era un tipo indiferente, ni gris, ni del famoso
montón, ni de los que siguen a la manada. Pero se sentía endiabladamente
solo allí, rodeado de tanta gente a la que ya no comprendía. “A este mundo
ya no lo entiendo”, murmuraba, hablando consigo mismo y preguntándose
sino estaría un poco loco. “¿En qué momento se jodió todo?”, se
preguntaba siempre, usando aquella frase de Mario Vargas Llosa en
Conversación en la Catedral. ¿Habría ocurrido en un momento preciso? ¿O
era la simple acumulación de decisiones erróneas tomadas por una
sociedad pendular, extremista, cambiante, con todos eligiendo una y otra
vez el camino equivocado hasta que ya no se podía volver atrás? ¿Era el
mundo que estaba jodido o sólo su país? ¿Era una crisis personal, estaba
en medio de una crisis social insoportable o aquello era el inicio, el
anticipo, de la primera crisis global de la globalización?
No lo sabía. Sólo sabía que estaba en medio de la moderna redacción
híper tecnificada de aquel diario de economía y finanzas adonde había
trabajado en los últimos 13 años, que era propiedad de una red global de
diarios especializados y de varias revistas de negocios y tecnología, todo
ello con filiales en varios países de América latina, España, los EE.UU.,
Inglaterra y otros paisajes, aunque en plena globalización nadie tenía
demasiado claro quienes eran los dueños de aquella empresa, sólo se sabía
que todo se manejaba desde una casa matriz radicada en la zona más nueva
de Londres, junto al Río Támesis. Y en Buenos Aires, adonde vivía
Hartman, la compañía tenía dos pisos en un antiguo edificio estilo parisino
remozado, en la exclusiva zona de la plaza San Martín, a cuadras del
sector financiero.
Todos tenían con él una actitud que estaba en esa zona gris entre el
miedo y el respeto, la distancia y la tolerancia a sus travesuras habituales,
algo que con el tiempo lo había alejado un poco de la gente. Era una
persona difícil para ganarle en una discusión, pese a que nunca levantaba
la voz y a que jamás se imponía usando la jerarquía o el poder. De hecho,
casi no tenía poder. ¿Era el famoso dueño de la verdad? Para nada, sólo
que sabía pensar y tenía más ideas que ideologías, algo políticamente
incorrecto en un país en donde reinaban cada día más algunos de los
“ismos” obsoletos de moda nuevamente en el mundo (populismo,
nacionalismo, progresismo con un touch demagógico, un poco de fascismo
de izquierda o de derecha con un obsoleto retorno de Papá Estado, todo eso
disfrazado de una democracia de apariencias, más formal que real). Pero él
no era nada de eso (ese era su problema, su incapacidad de ir con la
manada). Sólo le interesaba comprender, llegar al fondo del asunto,
aunque no le conviniera. Y tenía algunos pocos principios y valores que, a
diferencia de Groucho Marx y de la moda reinante, no eran negociables.
¿Por eso se iba? ¿Quedaba allí, en aquel país crispado, gente que tuviera
unos pocos principios y los defendiera? Pocos. Había que buscarlos con
lupa. La gente en la Argentina había sufrido (o provocado, junous)
demasiadas crisis, demasiadas tragedias como para seguir aferrados a
cosas tan elementales e incómodas como eso de “tener principios”, en un
país en que se imponían los llamados “pragmáticos”, esa forma elegante
del cinismo y la frivolidad modelo siglo XXI. Aquello no era una crisis
más, ni una sucesión de crisis acumuladas, era el rostro mismo de la
decadencia. Tanto era así que en el mundo nadie comprendía a la
Argentina y sus montañas rusas, aquel país rico que se empobrecía, aquel
país culto que se embrutecía, aquel país que se acercaba al peor de los
populismos, ni de izquierda ni de derecha, sólo un país en decadencia por
obra y gracia de los mismos argentinos, dirigentes y dirigidos, que vivían
siempre echándole la culpa de sus problemas a los demás. El lo llamaba
“el enigma argentino”, porque no tenía una sola respuesta. ¿Se iba para
responder esa pregunta? Tampoco. Simplemente no soportaba más aquella
irrealidad irreal y bizarra que pocos percibían, que ni siquiera se parecía al
Macondo soñado, o no tanto, por García Márquez.
Tan diferente era Hartman que ni siquiera tenía un cargo allí adentro,
de hecho tampoco tenía una oficina privada, ni una secretaria bonita, ni
siquiera una fea, ni un grupo de gente trabajando para él, ni esos atributos
del llamado Poder. Sólo una cosa había negociado desde el principio, una
cochera en el subsuelo, que siempre les generaba curiosidad a los
ejecutivos y a los otros periodistas, jefes incluídos. ¿Por qué Hartman
tenía una cochera?, se preguntaban todos, si a la vista casi era un típico
perdedor. El dejaba que pensaran eso, le gustaba hacerse el tontito, prefería
el bajo perfil. Pero tenía poder. Estaba demasiado relacionado con el
Poder. Su teléfono sonaba mucho. El celular también. Los mails no
dejaban de llegar y eso, en estos tiempos del siglo XXI, era un innegable
símbolo de poder. Y casi siempre se trataba de gente “importante”. Pocos
lo sabían, pero desde allí, desde aquel escritorio perdido en medio de una
redacción de gente frívola y un poco snob, él llamaba o lo llamaban
ministros, ex ministros, futuros ministros, todos aquellos funcionarios que
asumían su cargo y creían que estarían para siempre “allí arriba”, esos
hombrecitos grises que contraían rápidamente una severa adicción
peligrosa al auto con chofer, el cargo “importante” y las adulaciones o los
silencios cómplices de periodistas igualmente adictos a la misma
enfermedad. No sabían, había aprendido él, que todo aquello no era ni el
Poder ni la Gloria, sino apenas los famosos 15 minutos de fama que a
veces duraban 30 minutos, en el mejor de los casos. Igual, él hablaba con
todos. Los medios de comunicación eran parte del Poder, una parte
demasiado importante. Y a la mayoría de los señores ABC1 les gustaba
aparecer en aquella columna cotidiana de Hartman o en sus reportajes, que
leían esos cincuenta o cien mil hombres y mujeres de negocios,
“importantes”, que peleaban todos los largos días de sus vidas por
mantenerse allí arriba, surfeando en la ola, disfrutando un poco esos 15
minutos de fama. Claro: costaba seguir allí y tratar de convertirlos en algo
más duradero, como la verdadera gloria. Muy pocos lo lograban. La gran
mayoría ganaban la carrera corta, pero pocos, muy pocos, la carrera de las
4 millas. El lo había aprendido y vivido y ahora se divertía. ¿Sería eso la
vejez? ¿A los 50 años? ¿Aquello que llaman experiencia, y que cuando uno
la tiene ya no sirve para nada? Pero no, no se sentía viejo, al contrario, se
sentía joven y le parecía que vivía rodeado de viejos de 30 años, de 40
años, de 50 años, de hombres y mujeres sin entusiasmo, cansados desde la
mañana, sin capacidad de asombro, sin el impulso vital para cambiar, sin
siquiera el deseo de inventarse una utopía y perseguirla, todos
workoholicos y estresados en estos tiempos de horario extendido, oficina-
hogar y el ridículo sistema de objetivos y resultados, una nueva y rara
enfermedad del nuevo capitalismo que hacía que todos trabajaran más y
más horas, siempre sin límites, sintiéndose inseguros, porque los límites
se corrían todos los días con nuevas metas más ambiciosas, y nuevos
resultados que apenas se alcanzaban.
¿Por qué entonces decir Basta? ¿Por qué lo dejaba todo, si le iba tan
bien?
Diego hizo varias cosas antes de irse. Lo primero fue llamar a su
abogado. Le confirmó por fin que se iba de allí, que no aguantaba más
presiones, así que dejaba en sus manos el tema, para que hablara por
teléfono al otro día con el CEO, o a la gente de recursos humanos, o les
enviara una demanda para negociar una suma de dinero muy importante, el
“ticket” por irse de allí. Ya que no querían que escribiera lo que pensaba y
le pedían que se callara la boca, él se iría pero ellos tendrían que pagar.
Estas cosas se resolvían así, en una mesa de una confitería elegante, sin
estridencias ni insultos. Lo que pedía no era poco, era bastante, asustaría a
los burócratas locales que siempre tenían miedo de este tipo de conflictos
e intentaban esconderlos, taparlos, suavizarlos, para evitar cualquier
escándalo. Muy bien, el costo para evitar ese escándalo sería elevado, pero
la Compañía lo podía pagar y pasarlo a pérdidas, y lo harían con gusto
para sacárselo de encima. Y para él era una cifra suficiente para sumarla a
sus ahorros y terminar de cerrar sus cuentas, para dedicarse a hacer sólo lo
que lo hiciera más feliz, y para encontrar o inventarse un lugar adonde el
gobierno de turno no quisiera dictarle lo que tenía que pensar, escribir,
decir. Tenía una “mala” costumbre desde chico, una compulsión a decir
siempre lo que pensaba, lo que veía, lo que creía, algo grave porque la
Argentina se estaba convirtiendo en una versión del Berlin previo a la
caida del muro, en una remake caricaturesca de aquella inquietante
película “La vida de los otros”. En los últimos meses algún alto
funcionario bigotudo y gris del gobierno había llamado a Londres, al
centro mismo de las decisiones, para presionar a la Compañía, para que a
su vez lo presionaran a él, para no escribiera más aquellas columnas que
no iban con el pensamiento único que empezaba a imponerse en el país, en
una tendencia que se acentuaba día a día. Y los directivos de la Compañía,
a su vez, lo habían presionando a él a través de la burocracia local para que
se callara “un poco”, para que suavizara sus comentarios, para que no
escribiera sus editoriales tan conflictivos, ni sus columnas políticamente
incorrectas e inapropiadas, para que se cuidara de lo que decía cuando lo
llamaban de alguna radio, o en los seminarios topten que él mismo
organizaba para los empresarios y hombres de negocios que todavía
quedaban en ese país que tenía cada día más Estado y menos negocios. Él
se había defendido, explicando una y otra vez que la obligación de un
periodista era no callarse, sino reflejar la realidad, objetivamente, ni con
optimismo ni con pesimismo, y que a él le pagaban para hacer un diario de
negocios en un país tan loco que no creía ni en las ganancias, ni en los
negocios, ni en el capitalismo, tanto que los mismos argentinos (hasta los
mismos empresarios) solían decir que el país se dividia en “empresarios y
trabajadores”, lo que ya era una confesión de que no consideraban que los
empresarios fueran, también, trabajadores. Pero los tipos se habían
asustado, por aquellas llamadas a Londres, o simplemente comenzaban
también a adaptarse al pensamiento único que empezaba a imponerse en
aquella Argentina pendular, cuya sociedad, y sus dirigentes, cambiaban de
ideología cada década, según el humor social, según la marcha de la
economía, según los resultados obtenidos por el gobierno anterior, según
las modas. Pese a ser un tipo muy bien informado, Hartman jamás sabría
del todo qué habría ocurrido repentinamente allí, adonde hasta hacía poco
tiempo era el columnista estrella y ahora empezaban a mandarlo a freezar
con el viejo sistema de aumentarle el sueldo, ofrecerle un cargo que sonara
importante e ignorarlo progresivamente. Aquella compañía comenzaba a
ser otro ministerio que recibía órdenes, o que se replegaba cínicamente
hasta que se gastara aquel “nuevo pensamiento” que se imponía allí y en
unos pocos países más del mundo. Negocios son negocios, pensó él con
sarcasmo. Al final, se dio cuenta de lo obvio: aquello no era el Washington
Post que había confiado y respaldado a sus periodistas Carl Bernstein y
Bob Woodward hasta el final, en una investigación que terminó dos años
después forzando a renunciar nada menos que al Presidente de los Estados
Unidos, Richard Nixon. Pero él, que no sabía ser pragmático, que no sabía
negociar sus principios, que no sabía callarse, vivía en un país y en una
región del mundo en donde otra vez, como en el pasado, algunos pocos
gobernantes delirantes y mesiánicos se creían con el derecho de
entrometerse en “la vida de los otros”, guardar la libertad de expresión
bajo llave y presionar de una u otra forma a los medios y a sus periodistas
para que todos pensaran parecido, o peor, que directamente ni pensaran.
Para peor, allí no funcionaban bien ni el primer poder, ni el segundo, ni
el tercer poder, y ahora tampoco el llamado cuarto poder. Por eso mismo él
estaba diciendo basta. Empezaba a ocurrir en Venezuela, en Bolivia y allí,
en la Argentina, países que se disfrazaban de democráticos pero que día a
día dejaban de serlo, aunque organizaran elecciones legales, pero no
legítimas, cada 2 o 4 años. Y pronto se contagiarían en Honduras, quizá, o
Ecuador, utilizando la palabra democracia para hacer exactamente todo lo
contrario. Era una vieja enfermedad parecida al fantasma de la
Inquisición, que volvía cada tanto a América latina como alguien que se
niega a irse del todo, atrapado en aquella región mágica, surrealista, casi
irreal como el mismo Macondo.
No era nada nuevo, por lo demás. Ya había ocurrido tantas veces en el
pasado, allí y en tantos otros países. Lo que llamaba la atención era que
aquello pudiera volver ocurrir otra vez en los principios del siglo XXI, en
estos tiempos que ofrecen infinitas posibilidades de comunicarse y que
prometen, pronostican y hasta pontifican una época de libertad de
expresión única y maravillosa para la humanidad. De hecho, en el mundo
estaba ocurriendo sencillamente eso en la mayoría de las naciones
genuinamente democráticas, salvo en algunos países que se habían
quedado estancados en el tiempo, o peor, que estaban volviendo al peor de
los pasados. “Pero a mí me tocó estar aquí -se dijo, mascullando, enojado
consigo mismo-, en una de esas repúblicas bananeras, fundamentalistas,
con más ideas que ideologías, con gente que cree que porque votan cada
unos cuantos años ya consideran que eso es democracia”. Pensó que cada
tanto, como ocurría hacía años, siglos, milenios, algunos hombres se
volvían locos, locos de verdad, locos de atar, locos de manicomio, y
empezaban a creerse los dueños de la verdad, como si la verdad fuera una
sola. Y se preguntó si sólo él se daba cuenta de eso o si a los demás no les
interesaba todo aquello, agobiados y angustiados como estaban por sus
propios dilemas personales y existenciales, el estrés y sus propios temores
a la exclusión de aquel frívolo y seductor mundo de los pragmáticos, que
sólo podía comprarse y pagarse con la tarjeta corporativa.
Así que luego de varios meses de negarse a aceptar aquello, de haber
discutido, peleado y defendido lo que pensaba, descubrió que esa batalla
estaba perdida. Para poder seguir mirándose en el espejo debía irse...
La segunda cosa que hizo fue sacar las tres fotos pegadas junto a la PC,
frente mismo a él. Dos eran de sus hijos, una era de ella, Anna, su mujer,
la más linda del mundo, como él la recordaba. Claro que ella ya no estaba
y él trataba de no pensar. ¿Por qué la foto seguía allí? No lo sabía.
Sospechaba que lo hacia para engañarse y creer que no estaba tan solo,
para ser uno más, para sentirse normal.
Lo tercero que hizo fue escribir “sus últimas palabras” en la
computadora de la Compañía. Era una despedida y a la vez un
agradecimiento, porque muchos de los que habían trabajado con él tenían -
como él mismo-principios y dignidad, aunque nunca se atreverían a decir
Basta, ni podrían hacerlo porque estaban atrapados de la tarjeta de
plástico, las cuotas y ese no atreverse a pensar diferente ni ser diferentes...
Amigos y no tan amigos, jodimos tanto al clima, que nos quedamos sin
aire. Jodimos tanto con el sexo, que nos quedamos sin amor. Jodimos tanto
con la comida de plástico que nos destruimos la salud y vamos por la vida
rodando. Jodimos tanto a nuestros hijos que quizá nos quedaremos sin
nietos, mientras ellos nos tratan como si fueran nuestros padres y nos dan
lecciones de vida. Jodimos tanto haciéndonos los buenos que hicimos
todos mal y no ayudamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Jodimos
tanto a desvestirnos con cualquiera, que ahora tenemos miedo de
mostrarnos. Jodimos tanto a transgredir nuestros principios, mentimos
tanto, nos engañamos tanto, nos escondimos tanto, nos callamos tanto, que
ahora ya no sabemos quienes somos, ni como somos ni cómo hay que ser.
Corrimos queriendo llegar tan alto que apenas dimos una vuelta a la
manzana y volvimos al mismo lugar, una y otra vez, como Sísifo, sin
darnos cuenta que el truco era llegar lejos, no alto. Nos creímos los dueños
de la verdad y terminamos siendo unos intolerantes. Buscamos tanto el
placer que terminamos enamorados del dolor. Abusamos tanto de nuestra
sencilla naturaleza que estamos enfermos. Y hasta revivimos las viejas
plagas que ya creíamos superadas, enterradas, olvidadas. Y ya no sabemos
cómo es vivir saludablemente. Me despido de ustedes, su amistad, su
compañía de todos estos años y las cosas que compartimos juntos. Los
quiero y los extrañaré mucho, pero alguna vez hay que decir basta y seguir
nuestro camino. DH
. Aquello lo escribió automáticamente, le gustaba hacer pensar a los
demás. Cuando lo terminó ni lo corrigió, lo copió y pegó en un mail,
escribió “Reflexiones y despedida” en Asunto, buscó en la libreta de
contactos aquel que reenviaba los mails a quienes trabajaban allí, desde
periodistas hasta editores o gerentes de la Compañía, y agregó su dirección
personal para recibirlo él. Entonces, esperó a irse para apretar Send, sería
su última “nota” para la Compañía. Era una despedida, claro, un desafío.
Muchos lo comprenderían, algunos lo envidiarían, y la mayoría pensaría
que “Diego siempre estuvo un poco loco”.
Lo cuarto que hizo fue volver a la window de su artículo y clickear Send
para enviar su última columna de la contratapa al director, a quien le
gustaba hacer por unos minutos “como que” la revisaba, supervisaba,
corregía y hasta mejoraba, antes de despacharla. Pobre inseguro: tenía el
síndrome de la época, creer que mandar era imponerse a los demás y
anular a todos los que tenía alrededor, en vez de estimularlos a ser mejores
y crecer. El tipo al que envió su última columna era un dinosaurio, un
mediocre más de aquellos hombres y mujeres grises que empezaban a
ocupar todas las posiciones importantes en los lugares de poder del país,
de varios países que empezaban a quedar sólo con la cáscara de
democráticos y respetuosos, sólo con el discurso de librepensadores. Ya se
sabe: en el trabajo uno nunca puede superar el nivel de capacidad del jefe
sin arriesgar su cargo. Eran los tiempos en que “estaban ganando los
perdedores”. Era el mundo de la selección darwiniana al revés. De los
premios y castigos invertidos. Esas eran sus frases favoritas. Quizá por eso
se iba, también. Pero, no, no era sólo por eso.
Lo último que hizo fue mirar la compu y buscar la famosa carpeta llamada
Mis documentos, el objetivo número uno de los hackers, y la de Contactos
del Microsoft Outlook, el segundo objetivo, y en cada una de ellas hizo
Click, Flecha, Delete, Enter. Los datos importantes ya estaban en su Palm,
y estacionados en google.com (como buen paranoico, tenía al menos dos
back-up, mínimo). Con unos pocos movimientos de su mano en el mouse,
Diego virtualmente desapareció de allí. Maravilloso Bill Gates. Unos
minutos y ya no había más contactos. No había más documentos privados
o secretos, ni sus enormes estadísticas, ni las montañas de información y
comentarios que recibía de todas las consultoras importantes del mundo.
¿Quién podría ganarle a aquel hombre que en 100 años sería considerado
el primer prócer de la nueva globalización, el creador de la nueva
revolución que estaba ocurriendo allí mismo? No pudo dejar de pensar,
como siempre, que en ese momento miles de millones de personas en todo
el planeta estaban viendo una pantalla similar a la suya y haciendo el amor
o el odio con el señor Windows. Maravilloso, envidiado y odiado Bill
Gates. Lástima no haberlo entrevistado alguna vez, eso no logró hacerlo.
Cuando terminó de hacer todo aquello no sintió nada, de tanto que sentía
en ese momento. En sólo 2 minutos había hecho todo lo necesario para
desaparecer, para irse para siempre de allí. Entonces, miró a su alrededor,
viendo aquella redacción en la que estuviera tantos años, siempre en el
mismo lugar, en el mismo box, pese a que había ido ascendiendo en la
escalera y se merecía hacia tiempo una oficina privada con su secretaria y
todo. Pero no la tenía, nunca la había pedido y no le había importado
demasiado. Le gustaba estar allí, le daba cierto placer, un poco enfermo
quizá, un poco perverso, que todos (gerentes, directores, secretarias, otros
editores, otros periodistas y hasta los visitantes ilustres) terminaran
siempre acercándose a su pequeño lugar para conversar con él, o
simplemente para saludarlo. Le gustaba estar allí, en medio de todos,
como si fuera uno más de la tropa. Era parte de su estilo de perdedor e
inseguro seguir estando allí, haciéndose el Zelig, mimetizado como uno
más del montón, para que no lo vieran, tan seguro estaba de su propia
insignificancia y de la de todos. No practicaba el perfil bajo, más bien
parecía haberlo inventado hacía años, ahora que los asesores de imagen
comenzaban a sugerirlo como la nueva genialidad.
Recién entonces apretó Send y envió aquella carta de despedida a todos, se
levantó, tomó su celular pequeño y liviano, y lo puso en el bolsillo del
pantalón (no lo exhibía como todos, lo escondía), buscó las llaves y la
vieja Palm, se ajustó la corbata que lo diferenciaba del resto (siempre de
desprolijo sport, como son los periodistas), tomó su saco azul y se dirigió
hacia los ascensores. Mientras caminaba saludó como siempre lo hacía a
algunos pocos que quería por allí, quienes a esa hora escribían apurados,
atrasados, corriendo contra el cierre y aún ni habrían visto su despedida.
Miró con tristeza todo aquello en un largo segundo de traveling como si
fuera el héroe de una película hollywoodense que decía The End, apretó
subsuelo para ir a la cochera y se fue para siempre. Había aprendido a
defenderse, pensó, se había diferenciado de su pasado. Eran las 9:45.
Había dedicado demasiados atardeceres a ese lugar, y aunque los había
disfrutado, y mucho, ya era suficiente. Hacía mucho tiempo había
descubierto que desde allí no se podía salvar al mundo, y que no le
interesaba salvar al mundo, o en todo caso que aquella era una tarea de
todos, y no de algún iluminado revolucionario. Cuando apretó el botón del
ascensor para ir al garaje, pensó que al otro día el diario no hablaría de él,
como diría Sabina, pensó que ya nunca escribiría la nota del día siguiente
que la gente leía como si estuviera ocurriendo (pobres, si supieran cómo se
hacen los diarios, solía decir él), y pensó en Kill Bill, aquella película loca
de Tarantino en que alguien quiere matar a otro, aunque recién hasta el
final, luego de decenas de muertos y kilos de ketchup, uno se entera
porqué quería hacerlo, cuando ya es tarde.
Y entonces, allí, la soledad le pegó como pocas veces en la mejilla. Le
sonrió al espejo, le gustaba jugar a ser aquel Humphrey Bogart que le dice
“Here’s looking at you, kid” a la mujer que amaba sin remedio,
encontrándola y perdiéndola una y otra vez en medio de la guerra. Le
gustaba ese tono entre paternal y varonil que ya no se usaba entre los
hombres blandos y desdibujados del pos-posmodernismo light que zafaban
usando sildenafil. Le gustaba tener unos pocos principios y respetarlos,
respetarse. Le gustaba ser un lobo estepario, una piecita fallada, un tipo
diferente en un mundo en que las personas se parecían cada día más a lo
que las encuestas de opinión les decían que fueran, sintieran y pensaran.
No quería ser un commoditie más, un futuro robot, un hombre que pensaba
y actuaba siempre de manera políticamente correcta, un número más con
su código de barras tatuado en la nuca, invisible, claro, pero allí estaba.
No sabía todavía lo caro que le saldría hacerlo esta vez, ser diferente, no ir
con la manada en un mundo en donde más y más gente ahora confundía
sexo por amor, ideas por ideologías, principios por fines, felicidad por
placer y tantas cosas más que se había perdido mientras vivía encerrado en
su propio tupperware, creyendo que era el tipo más informado del mundo.
Sólo sabía que ese día cumplía 50 años y había descubierto que nadie era
eterno aunque todos vivían como si lo fueran, postergando hacer las cosas
felices para el lunes siguiente, para la próxima reencarnación o la próxima
vida. Sólo sabía que el fin de semana anterior había escrito en su Palm
unas dos o tres cosas que quería hacer en su vida antes de que fuera tarde.
Conocía la sutil diferencia entre llegar alto y llegar lejos, ya había llegado
alto y no se había mareado, y decir basta, stop debit, era su personal regalo
de cumpleaños para poder seguir mirándose en el espejo y llegar lejos. Así
que se fue para siempre de allí. Empezaba otra vida dentro de su vida.
Arrancó el auto. Puso un CD y buscó una canción, no cualquier canción. Se
trataba de “A mi manera”. Estaban las dos grandes versiones grabadas, la
de Elvis y la de Sinatra, una detrás de la otra. Escuchando aquella canción
aceleró el auto. Ahora que había dicho Basta todo estaba en orden. Sólo le
faltaba saber que haría, adónde huir, ahora que ya no quedaban islas para
naufragar.

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Capítulo IV, Ricos, famosos, lindos y felices, ¿no


será mucho?
Por los grandes ventanales del piso 28 de aquel edificio de vidrio y
acero de Catalinas Norte, Esteban Santana, ojos grises, aspecto deportivo,
alguna vez rubio, despeinado irremediablemente con un mechón sobre la
frente que volvía locas a las mujeres, hombre de pocas palabras y una
sonrisa infantil y seductora, vio que ya oscurecía, vio cómo poco a poco se
encendían las luces de Buenos Aires. Y suspiró, cansado de tanto trabajar.
¿Para qué más?, se preguntó. Era el famoso Mister Exito”. Apenas 15 años
atrás, en un viaje a los Estados Unidos, había ido a comprar su primera
laptop a CompUsa, y estando allí tuvo una visión: ese era el futuro, y su
futuro, una cadena de negocios que vendieran desde computadoras
personales de todos los tamaños y formas hasta los primeros teléfonos
celulares, desde televisores hasta equipos de audio, desde las primeras
agendas Casio y Palm hasta aplicaciones, accesorios y periféricos, más
conectores de todo tipo, sin olvidar los diskettes cada vez más chicos,
luego los cd’s con y sin música, las primeras videograbadoras Betamax y
VHS, los fax, las impresoras, luego los dividís con y sin películas y toda lo
que seguiría en aquella Galaxia Gates que estaba tomando forma en el
mundo, mientras Internet y los mails recién comenzaban su tránsito desde
la nada hacia la revolución de las comunicaciones que vino a continuación
de la revolución informática. Santana volvió a Buenos Aires, habló con su
padre y lo convenció de abandonar su tradicional y aburrida cadena de
tiendas de ropa de mujer para iniciar una cadena de sucursales que
vendiera en todo el país los nuevos objetos tecnológicos que la gente
empezaba a conocer, a desear y a consumir casi compulsivamente. Su
padre creyó en el proyecto. Esteban era su hijo menor y su gran orgullo, ya
que el hombre estaba un poco desilusionado porque su hija mayor,
Carolina, vivía defraudándolo siempre, dejando los estudios, saliendo
todas las noches y jugando a sacarse fotos, exhibirse demasiado y tratar de
ser una flaca modelo topten. Y le dijo que sí sin dudarlo, pensando que
vivía en un mundo en que las mujeres empezaban a querer a desvestirse
antes que vestirse, y que su cadena de tiendas no tenía futuro, salvo que la
transformara para vender solo lencería femenina y ropa interior. A esa
nueva empresa, y a sus 23 sucursales del principio, la llamaron “El
Hombre Electrónico”. Sería rápidamente una cadena de megastores, casi
supemercados, que sólo vendían todo tipo de aparatos, mucho antes
incluso de la revolución digital. Aquello fue un éxito inmediato que no
dejó de crecer y avanzar día a día, mientras Windows se superaba, las
computadoras entraban en la vida y las casas de la gente y aparecía el
ciberespacio, ese “lugar” del mundo adonde se mudarían progresivamente
millones y millones de personas en cada país del planeta que querían más
capitalismo, más tecnología, tener todos esos nuevos aparatos y mirar,
participar, vivir online, comprar, aprender, disfrutar, jugar, trabajar,
comunicarse y llevarse todo eso a sus casas, a sus autos, a sus oficinas, a
sus bolsillos.
Un instante, una vida. Esteban miró hacia el Río de la Plata y, más
lejos, la costa uruguaya, un país diferente, con gente más sana que los
polémicos y desmemoriados argentinos, a veces maníacos, a veces
depresivos, siempre “chantas” y prepotentes, creyéndose una raza superior
a la de todos los habitantes del planeta, incluyendo a los soberbios
franceses, a los subestimados alemanes y a los ex nuevos ricos españoles.
Se preguntó por enésima vez por qué no se llevaba a vivir a su familia a
aquel paisito tranquilo y educado adonde ya tenía 7 sucursales de su
empresa y estaba instalando 4 más, o porqué no se iban a cualquier otro
lugar del mundo menos complicado, en vez de seguir viviendo algo
aterrados en aquella ciudad insegura y peligrosa. Pero pensó en la habitual
cara de enojo de Cecilia, su mujer cuando le hablaba del tema,
encaprichada en quedarse allí, pasara lo que pasara, porque era
descendiente de los “padres fundadores” de la Argentina , mientras él le
sonreía y le preguntaba si era cierto que ella era la mismísima tataranieta
de Jose Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Ella se enojaba, claro.
Giró en su cómodo sillón y vio los embarcaderos de Puerto Madero con
sus veleros. Giró un poco más y vio a todos los otros edificios de cristal.
Allí estaba la parte moderna y competitiva del país, la gente “openmind”,
aunque hasta la arquitectura y la altura de los edificios que lo rodeaban
variaba según las recurrentes crisis terminales y recuperaciones
milagrosas de un país que vivía y sufría hacía décadas en una sucesión de
verdaderas montañas rusas. Sí, la Argentina era una nación
incomprensible, enigmática, que los países civilizados y respetuosos del
planeta observaban con curiosidad, como a un ser querido y alguna vez
admirado que prometía mucho, pero que fracasaba una y otra vez de
manera serial, mientras todos -amigos y enemigos- se preguntaban qué les
habría pasado, en qué momento se torcieron, cuándo fue que eligieron
hacerse daño a sí mismos, mientras el resto de la América latina
conquistada -o colonizada, junous- hacía unos cientos de años por el
alguna vez prepotente imperio español poco a poco avanzaba hacia la
normalidad, la seriedad, el crecimiento y hasta un desarrollo social que
incluía a más y más gente. Pero no era así para los adolescentes argentinos
y otros pocos paisitos con aires imperiales, que seguían soñando con la
leyenda del Dorado e ilusionándose con revoluciones que nunca ocurrirían,
poniéndose de enemigos hasta a quienes los querían ayudar.
Y si seguía girando en su sillón se veían los anteriores ciclos de stop
and go de la economía, una larga sucesión de coitos interruptus más o
menos violentos, un poco perversos, dolorosos y obviamente estériles.
Cada ciclo de aquellos había dejado su secuela interrumpida de
edificaciones, con ciclos de entre siete y diez años siempre frustrados
antes de terminar por los deseos fanáticos de cada Presidente de turno de
creerse el próximo líder mesiánico, un nuevo virrey, casi un rey en el
exilio. Y luego de eso (de sus intentos siempre fallidos por eternizarse en
el poder), el país volvía a empezar desde cero, sin haber entendido ni
aprendido la lección, sin saber porqué habían vuelto a chocar con la misma
piedra, una y otra vez. Resultado: varias ciudades en una, pensó, con
“plegamientos geológicos” que se habían ido agregando década a década.
Su secretaria tosió, para avisarle que estaba en la puerta, esperando
para poder irse. Era tarde.
- Avísele a Rami que en un rato bajo, y vaya tranquila. Hasta mañana,
Felicitas. Cuídese.
La mujer asintió, lo saludó y se fue. Él se preguntó por qué ella le
tendría miedo, si trataba bien a todo su personal. A lo mejor sólo era
respeto, pero no, era miedo, era esa distancia con que él trataba a todos,
era ese silencio imperturbable que los ponía a todos incómodos. Y él sabía
que la gente no soporta el silencio. Eso era demoledor y él lo manejaba
como nadie. Miró su notebook y ya no quiso más. Estaba cansado del
señor Excel, de números y reuniones con sus gerentes en la sala híper
tecnológica que tenía a unos metros de allí, cansado de los mails que
llegaban más rápido de lo que él podía contestar. Le divertía su trabajo,
pero ahora deseaba estar más tiempo en casa con su mujer, viendo a sus
hijos ir y venir, acelerados y entusiasmados por la febril actividad de
“grandes” que empezaban a vivir.
Buscó su celular y la llamó a Cecilia, pero respondió la señorita robot.
“En un rato voy para casa, amor, sólo quería saber de qué color es hoy. Un
beso en algún lugar”. Y apretó End. Iban a cumplir 25 años de casados y la
quería cada día más: le estaban ganado a la famosa ley económica de los
rendimientos decrecientes. Con ella, con sus hijos, con la gente que
amaba, era otro hombre. ¿Mala persona? ¿Buena persona? Nadie lo sabría
nunca. Era capaz de gestos de nobleza enormes, aunque cuando tenía que
defenderse podía ser como Bruce Willis en “Duro de Matar”, aunque
jamás sería un caníbal si estuviera en un mundo de caníbales. Sus amigos
lo llamaban El Padrino. Cecilia le decía Bwana. Para Diego era Esteban el
Héroe. Para Paltrow, Stivito, Flaquito, aunque a veces le decía mi amor sin
darse cuenta, pobre reina, lo tenía todo y no tenía nada.
Luego, le dijo a Windows que apagara la computadora, que estaba lenta
(debía pedirle a la gente de sistemas que la revisaran, o que la cambiaran).
Sonrió: al número uno de los stores del “El hombre electrónico” le andaba
mal su propia notebook. Tenía un stock de unas dos mil trescientas
netbooks, notebooks Toshiba, Hewlett Packard, Compaq, Dell y Sony Vaio
en sus 48 sucursales sólo en el país, pero la suya andaba mal. Eso sí no
podía trascender, pensó. Diego se divertiría con esa tontera. “Paren las
rotativas, al hombre electrónico le anda lenta su notebook”, bromearía su
amigo.
Esteban miró a su alrededor. Su gran escritorio estaba casi vacío, claro,
eran los tiempos modernos, sólo estaban la Toshiba y sus otros aparatitos
(su palm que aún se actualizaba por infrarrojos, un celular discreto que
siempre llevaba en el bolsillo del saco, y que sólo servía para hablar por
teléfono (qué antigüedad...), un pen drive que llevaba y traía con los datos
importantes, algunas llaves que casi no necesitaba porque en todos lados le
abrían las puertas. Ni siquiera usaba una blackberry de las primeras,
aunque ya las vendía a quienes creían que ser importante era tener siempre
la última tecnología y no habían descubierto que esa carrera nunca se
podía ganar. De hecho, Apple ya preparaba la primera versión de sus
IPhone.
Lo que no faltaba allí era el teclado friendly de colores de Bloomberg,
mostrando la marcha de los grandes números de la economía mundial. Con
eso, una persona que sabía interpretar los datos era capaz de entender que
estaba pasando en la pequeña aldea global. El, al menos, sabía ver el
futuro en esos pocos datos, era como un astrólogo de la economía y las
finanzas internacionales. Podía pasarse horas hablando de esas cosas con
Paltrow, que vivía a más de 5.000 millas de distancia. De hecho, esa
misma tarde Pato volvió a decirle que no era hora de empezar a vender
stocks y bonitos, sino de seguir comprando, y que la burbuja inmobiliaria
seguiría creciendo, que todavía faltaba para que estallara como una pompa
de jabón. “Dobleiú Bush tiene mínimo dos años más de aire, flaquito, el
boom continuará gracias a Greenspan y su exuberancia irracional”, le dijo
ella, un poco cínicamente, o pragmática, como se usa ahora. Le haría caso:
Paltrow era maníaca y sobre reaccionaba, pero nunca se equivocaba. Y él
era el típico hombre siglo XXI, que vivía on-line hasta cuando dormía.
Sólo Cecilia lograba ponerlo off-line por unas horas.
Pero tenía que bajar. Se levantó para irse de su oficina cálida, clásica y
tradicional, adonde pasaba la mayor parte del día, cuando no iba y venía
por el mundo. Cuando se iba miró por enésima vez aquel cuadro que
mostraba el anochecer en Nueva York. Estaba colgado a propósito frente a
su escritorio, para no olvidar.... Vio las luces de los edificios encendidas,
reflejándose en espejo sobre el río Hudson. Y entre aquellos edificios, vio
las torres gemelas iluminadas, un reflejo de otro tiempo, porque las torres
ya no estaban allí. Muchos hombres habían querido -y seguirían
intentándolo- hacer nuevas torres de Babel más y más altas. Y otros
hombres las habían arrasado porque odiaban y envidiaban el progreso.
Entre esas dos tensiones avanzaba el mundo. Pero siempre se ponía
nervioso al ver ese cuadro, pensando en aquella mañana trágica de
septembereleven, en que Cecilia la visitaba a Paltrow en su oficina de la
Torre 2, piso 45, en Nueva York. El, que parecía no sentir nada, percibía
sin embargo que el pulso se le aceleraba cada vez que pensaba en aquel
día. Lo atrapaba ese cuadro, que mostraba un mundo que ya no estaba,
aquel mundo pacífico en que se creía que el ciclo económico había muerto
luego de la caída del muro de Berlín, ese mundo en que se pensaba que las
ideologías estaban en retirada, siendo sustituidas al fin por ideas,
principios e instituciones que trascenderían a los hombres mesiánicos con
sus caprichos y su supuesta magia, ese planeta que viviría por décadas, se
creía, en una mezcla pujante e indestructible de capitalismo, democracia,
tolerancia, competencia y globalización. Un mundo que muchos
imaginaron para mucho tiempo, aunque la volatilidad creciente de los
mercados y los pronosticadores del Apocalipsis insistieran en la próxima
caída del imperio americano. Sonrió. Aquello era una idiotez, el mundo
avanzaba, el boom de los países emergentes era imparable y estaba
sacando a millones y millones de personas de la miseria. Pero ya no estaba
tan seguro. ¿En qué momento se jodió todo?, se preguntó, como Diego. Le
ocurría cada vez que miraba ese cuadro, que le recordaba a Cecilia antes
del atentado, cuando ella corría todos los días 8 km sin problemas (menos
los domingos porque se dedicaba sólo a mimarlo a él), cuando respiraba
bien, cuando sus ojos brillaban más. Pero la vida para Cecilia ahora era
jugar al tenis en el Wii fit, en su dormitorio, pese a que afuera tenían una
hermosa cancha de tenis que usaban sus hijos y amigos. La vida ahora era
mirar películas y nunca terminar de verlas porque ella se cansaba rápido y
se dormía más rápido aún. Ya no era la mujer topten de los circuitos del
tenis global. Aunque igual le gustaba la vida que llevaban. Nada que ver
con las vidas de tanta gente que los rodeaba, sus amigos y los amigos de
sus amigos, y los que nunca serían amigos de nadie, más preocupados por
llegar alto que por llegar lejos, siempre agobiados, ocupados, presionados
y ausentes para sus hijos, esos adolescentes casi siempre desganados que
parecían haber nacido cansados, aburridos antes de comenzar, casi todos
sin pensar demasiado en el futuro. A veces le parecía que vivían como si
presintieran o temieran que no habría futuro, entre el terrorismo, el
cambio climático y el nuevo, o viejo, capitalismo de metas y resultados
que estaba volviéndolos workoholicos a todos. Vivían aburridos antes de
empezar. ¿Pero acaso el mundo no había estado siempre en peligro?
¿Acaso su generación no se había criado con el miedo a la bomba atómica,
a una guerra terminal, pero la vida había seguido y los desafíos, en el
límite, habían sido superados? ¿Acaso había desaparecido el mundo sin
futuro descripto por Thomás Maltuhs, cuando pronosticaba las hambrunas
sin fin porque la población crecía más rápido que los alimentos? Eso había
ocurrido hacía apenas dos siglos, cuando el mundo tenía menos de 1.000
millones de personas. Pero ahora el mundo albergaba a más de 6.500
millones de seres, y cada vez alimentaba a más y más personas gracias a la
revolución verde que había aumentado la producción de alimentos en una
proporción explosiva. Por eso seguía siendo un optimista, pese a todo.
Llegó el ascensor, lleno de gente que quizá se quedaría allí trabajando
hasta tarde. Saludó, lo saludaron. El siguió hasta a las cocheras y el Audi,
discreto como él mismo, aunque blindado, ya lo esperaba, justo a la salida
del ascensor, con el chofer y con Rami, el custodio, que a esta altura era
como su misma sombra. Era un árabe nacido en lo que fuera Palestina, que
había sido entrenado de joven por los terroristas para atarse al cuerpo unas
granadas, entrar en un mercado en Jerusalén y hacerse explotar, llevándose
al paraíso musulmán a todos los israelíes que pudiera para demostrarles
que Alá era el único Dios, el verdadero. Pero el día que iba a hacerlo,
Rami tuvo una visión. Cuando ya estaba preparado para irse al cielo
musulmán a ser feliz por toda la eternidad, premiado por lo que haría, tuvo
la mala suerte, o la buena suerte, de mirarle los ojos al hombrecito que
estaba atendiendo esa tienda. Se trataba de un hombre de rulitos, canas,
ojos azules y una nariz bíblica que se había salvado del gheto de Varsovia,
y de la muerte en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau
adonde habían sido masacrados más de un millón de judíos y miles de
gitanos. Aquel hombre que no recordaba nada de su pasado porque tenía
amnesia, porque recordar le dolía demasiado, miró a su vez al muchacho
muy joven, casi un chico, que tenía algo raro debajo de su ropa, y supo,
intuyó él también, qué era lo que estaba por ocurrir. Y todo su pasado
volvió en un segundo, con tanto dolor que era peor que la misma muerte.
Y sin saber por qué, le sonrió al hombre-bomba con una sonrisa dulce,
sencilla, resignada y humana, como diciéndole “Nuestro Dios nunca está
cuando lo necesitamos”. Rami llegó al final de la cola para pagar y
explotarse, pero sus miradas se habían cruzado y Rami supo de repente
que no podría tirar del alambrecito que accionaría la bomba humana que
era él mismo. No por miedo, no por cobardía, no porque no quería morir
porque le habían explicado que no se moriría sino que su Dios, el único, el
mejor, lo premiaría llevándolo a un mundo feliz, en donde sería un héroe.
No pudo hacerlo porque en aquella sonrisa, en aquellos ojos, él reconoció
a su misma sonrisa, porque en aquella mirada no vio a un enemigo sino a
otro ser humano como él, pobre como él, sufrido como él, casi un hermano
de la vida. Rami se convirtió entonces en una piecita fallada de la
maquinaria robótica para fabricar terror que lo había programado en los
campos de refugiados de Palestina. Lo habían entrenado para odiar, pero
algo había fallado y no pudo matar a aquella mirada amable que esperaba
cobrarle las frutas que llevaba en sus manos. Luego, Rami se escapó de
Jerusalén, se subió a un barco y sin saber cómo un día se vio vagando por
las calles de Buenos Aires, trabajando en lo que encontraba mientras
aprendía español, hasta que un día el padre de Esteban iba caminando por
un parque y lo vio sentado allí. Y sin saber porqué, se sentó a su lado y se
pusieron a conversar. El hombre lo miró en los ojos con la misma mirada
transparente que heredaría su hijo Esteban, y logró que Rami le contara su
vida, incluyendo aquel día en Jerusalén en que se iba a explotar a sí
mismo. Ese mismo día, por pura intuición, Santana (padre) le ofreció un
trabajo permanente: se lo llevó a trabajar a su empresa y luego le contrató
como “bodyguard” para cuidar siempre a su familia. Desde entonces,
aquel hombre que no se parecía en nada a Kevin Costner, se había hecho
una sombra que estaba pendiente de todos ellos, y con los años siguió
trabajando para Esteban. Rami los protegía a todos. El hombre había
encontrado su lugar en el mundo.
Esteban se sentó atrás en el auto, saludó a los dos hombres con calidez
y se dejó caer en el asiento de cuero, cómodo, apoyándose sobre el
apoyabrazos central. El auto arrancó, subió la rampa, la puerta del edificio
se abrió, un hombre de seguridad les dio la señal de avanzar y salieron a la
calle. En media hora, no menos, estaría en casa, y mientras tanto se
distraería (se amargaría.) mirando pasar por la ventanilla la pobreza, el
desorden, la suciedad y todo lo que la enésima crisis terminal de la
Argentina habían hecho de esa ciudad inmensa de América latina, en
nombre de tantas ideologías siempre opuestas que se turnaban
pendularmente para llegar al poder. Vería dos mundos conviviendo
peligrosamente, el moderno, el del siglo XXI, y el otro, casi el de Charles
Dickens, el de los carruajes sin forma y sin caballos en que los llamados
cartoneros arrastraban todo lo que estaban rescatando ese día de la basura,
con sus chicos de 10, 12 años, ayudándolos en eso que algún idiota había
llamado “trabajo”. Economía blanca y economía negra, mitad y mitad,
gente on-line y gente off-line, siglo XXI versus lo peor del Siglo XX o
XIX. La peor pesadilla para una Argentina que en el pasado fuera el país
más pujante de Sudamérica estaba ocurriendo, ahora era un país más de la
región, polarizado, enfrentado, desigual, lleno de resentimiento y con
todas las plagas de la pobreza retornando desde un pasado que se creía
superado. En América latina había viejos pobres que mejoraban sus vidas
poco a poco, en Chile, en Brasil, en Uruguay, Perú o Colombia, pero en la
Argentina había nuevos pobres que aparecían aquí y allá, a medida que las
sucesivas crisis les arrancaban sus ahorros, les bajaban sus sueldos con
devaluaciones, les incautaban sus esperanzas. “¿Cuándo se jodió todo?”, se
preguntó otra vez. No lo sabía. Sólo sabía que en países así, la envidia
llevaba al resentimiento, el resentimiento al odio, el odio a la crispación y
todo ello generaba una escalada de violencia desesperada y desenfrenada.
Una vieja película que cada tanto tenía su remake en algún lugar del
mundo.
En ese ambiente inquietante, Cecilia y él eran (parecían en realidad) la
pareja fashion, frívola y perfecta para envidiar, como si vivieran filmando
un backstage de modas para el canal FTV Aunque no eran nada de eso,
más bien todo lo contrario. Pero él prefería que la gente siguiera creyendo
eso. Se divertía riéndose de la estupidez humana. Se le cruzó por la cabeza
la imagen de Glenn Ford en “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, o la de
Liam Nielson en “La lista de Schindler”, aquellos hombres que se hacían
los frívolos durante la segunda guerra mundial, mientras trataban de
ayudar y salvar vidas, sin decir demasiado, en un ambiente cargado de
mediocridad, temor, desconfianza, miseria humana de la peor y aquel
nomeimportismo tan de moda en estos días, descendiente del “sálvese
quien pueda” del pasado. El mismo solía mostrarse más frívolo de lo que
era, lo que la enojaba a Cecilia, aunque era su manera de protegerla. Pero
el verdadero Santana era diferente, casi nadie lo conocía. Y como en las
películas, a tiempo, menos mal, sonó el celular. Era Cecilia.
- Despabílate amor, que seguro estás pensando en un mundo infeliz.
¿Ya salieron? -preguntó ella, que lo conocía tanto que hasta sabía lo que
estaba pensando aunque él estuviera en la otra cara de la luna.
- Sí, hace quince minutos -respondió, pensando en sus ojos claros, en
sus manos fuertes de uñas cortas y algo desprolijas porque andaba todo el
día ocupándose de la casa junto a las mucamas, cuidando a sus hijos,
yendo y viniendo, acompañándolos, mimándolos. Y a veces hasta se ponía
a cocinar. Eran manos sin joyas, sin adornos, huesudas, tan sólo llevaba el
anillo de casados, aunque tenía joyas y más joyas que sólo usaba para
aquellas salidas sociales que no podían evitar. Se la imaginó caminando
por la casa en sus viejos mocasines de hombre que le había robado a él,
con su pollera de jean gastada y una vieja remera que la hacían tan linda.
Pensó en su cabello oscuro que siempre usaba corto y suelto y en sus ojos
verdes. “Así no tengo que perder tiempo para peinarme”, decía ella,
aunque la realidad era que se agitaba por todo, cada días más. Pero era de
esas mujeres que no necesitaban cosmética ni producción para verse bien.
El tuvo un flash: aquel día en que aún eran novios y él la visitó en aquel
barrio residencial y exclusivo adonde ella aún vivía con sus padres.
Recordó su vestidito floreado y aquella escalera adonde la había besado, y
no supo cómo ni en que momento, en la semipenumbra, habían hecho el
amor, de pie, apoyados contra una pared. “El zaguán donde te desnudé sin
quitarte la ropa”, quiso cantar, pensando en la canción de Joaquín Sabina.
Así había sido la primera vez, créase o no. Sonrió. Ese recuerdo lo
acompañaba siempre, como Cecilia con su femeneidad apabullante y
segura. Bueno, eso hasta el atentado, ahora se pasaba unas cuantas horas
por día tomando 2 o 3 litros de oxígeno por minuto de un aparato que tenía
en el dormitorio, Arturito lo llamaba cariñosamente, porque se parecía al
robotito de la Guerra de las Galaxias, con rueditas y todo. Su piel estaba
levemente ajada, apergaminada, sus uñas cianóticas, a veces azules, y él,
sin embargo, seguía sintiendo que era la mujer más linda del mundo. Los
terroristas de septembereleven no habían podido con su belleza, ni con su
fuerza interior. En el fondo de sus ojos, pese a su actual fragilidad, seguía
aquel fuego sagrado, y él se preguntaba si los demás la verían tan bonita
como él la veía aún ahora, que vivía con la loca idea que algún día se iba a
cruzar con Bin Laden en algún lugar ridículo del mundo, en un ascensor en
una de las torres de más de 100 pisos de Kuala Lumpur, por ejemplo, y que
lo iba a matar sin pensar nada, ni asco por haberlo hecho. Pero no, no
podría matarlo. El no era un caníbal, era un hombre civilizado del siglo
XXI que creía en la justicia, aunque fuera lenta en llegar. “Nosotros ni
mentimos ni matamos ni engañamos”, les enseñaba a sus hijos.
- ¿Me visto para salir, amor? -preguntó ella, sacándolo de esos
pensamientos-. Tenemos esa cena, nos esperan, no podemos no ir, además
hay desfile de modas, bueno, de modelos desnudas, de tetas y colas.
- No tengo ganas -dijo él, que no quería que ella se agitara, que se
gastara, la quería sólo para él-. ¿Alguna excusa?
- Sí, que nos retuvo un orgasmo, pero no creo que quede muy bien -rió
ella-. O quizá sí, que se mueran de envidia, pero no por tu plata, sino por
una causa noble.
Esteban sonrió allí atrás, embutido en el silencio del auto. Aunque no
podía contestarle porque adelante escuchaban cada palabra que decía y a él
le daba vergüenza. Seguía enamorado, más que 25 años atrás. Alguna vez
ella había estado entre las topten del circuito internacional de tenis, pero
lo había dejado todo por él (“menos mal, porque rompías demasiadas
raquetas en cada torneo”, le decía él, sólo para molestarla). En estos días,
ella era lo único que lo mantenía con entusiasmo, junto a sus hijos y
algunos pocos amigos que le quedaban. Ya no tenía otros sueños que estar
con ella, la felicidad ya no venía como antes. “Las canciones de amor cada
vez son más tristes”, pensó, como también lo decía Sabina, aunque no era
su caso.
- Bueno, preparate, yo me ducho rápido y me cambio. Vamos un rato -
dijo él, sin ganas.
- Ah, no, Santana, si te duchás llegamos tarde, no puedo resistir entrar
a lavarte la espalda y más abajo, me divierte pasarte el jaboncito y
acariciar la punta de tu otro yo -agregó ella sólo para molestarlo, porque
sabía que él no podía responder. Era una manipuladora, aunque le
encantaba, no le molestaba que muchas veces ella decidiera. Al final, era
claro quién era el hombre y quién era la mujer allí. Y Cecilia tomaba casi
siempre las decisiones correctas, mejor que él, claro.
- Bwana, una preguntita más -siguió hablando-. ¿Por qué tantos seres
humanos que conocemos se enamoran casi siempre de la persona
equivocada y se les hace insoportable la levedad del ser? Pensalo amor,
espero tu respuesta hoy mismo, es una encuesta que estoy haciendo. Y no
vamos a la fiesta, se me ocurre algo mejor.
Y le cortó, le cortó como siempre, dejándolo así, sin poder responderle,
sentado en su auto fortaleza que lo llevaba por esa ciudad ambigua. Bueno,
ella, siempre le cortaba. No era falta de amor, sólo eficiencia, era como
toda vieja rica, no le gustaba gastar plata en los carísimos pulsos del
celular. El le decía que no hacía falta exagerar (y realmente no hacía falta),
pero ella le decía que sí, amor, tenés razón, y siempre le colgaba, no sin
antes juguetear un poco con él, aunque era del tipo de mujer que se
metería en una guerra a buscarlo y rescatarlo, y él sólo se sentía en casa
cuando estaba cerca de ella, que era su lugar en el mundo.
El auto ya estaba entrando en la zona Norte, aquel triángulo de la
ciudad donde vivían ellos y el dinero. Era la provincia de Buenos Aires y
allí los dos hombres de adelante se ponían un poco más tensos, era la zona
de más peligro en esos días de secuestros en ascenso. La Argentina
empezaba a parecerse a Colombia. O peor, a Venezuela, porque en realidad
Colombia estaba mejorando, pero la Argentina sólo parecía que lo estaba
haciendo, aunque estaba empeorando sin que nadie quisiera darse por
enterado. La gente estaba peor, aunque creía que estaba mejor, la peor
combinación. América latina estaba cortada en dos: los países que iban al
futuro y los que volvían al pasado. El vivía ahora en este último grupo,
junto a Bolivia y Venezuela y claro, la oxidada Cuba, y algún otro país que
estaba por aparecer. Quizá Ecuador. Junous, como diría Paltrow. Miró la
hora y se preguntó adonde estaría ella ahora. La llamó. Era el número
rápido 2 de su celular, Cecilia el número 1, claro, y ese era el drama de sus
vidas. Pero no podía dejar de llamarla todos los días, desde que la torre 2
del World Trade Center había sido chocada por encima del piso 89 por
aquel vuelo 11 de American Airlines que había sido secuestrado por los
terroristas de Bin Laden para estrellarlo allí. La Torre no duró mucho, pero
Patricia la había rescatado a Cecilia del piso 45, adonde desayunaban
juntas esa mañana. Nadie sabía cómo lo hizo, ni ella misma, porque no
recordaba nada de lo que le había ocurrido desde que aquel avión se
estrelló en el mismo día de su cumpleaños. Amnesia selectiva, le decía él,
falla de la memoria corta, decía el Doc. Pero igual seguía siendo la
banquera estrella de la Calle de la Pared, la mujer que todos querían
conquistar y nadie podía. Y ahora que era una heroína que había
sobrevivido al septembereleven y salvado a su mujer en medio del humo,
del fuego, del asbesto, de los derrumbes, era su prócer. “Me querés casi
tanto como a Bill Gates”, bromeaba ella. “Pero tengo mejores piernas”,
agregaba moviendo sus ojitos azules graciosamente. Pensó en todo aquello
y se le llenaron los ojos de lágrimas, como siempre. ¿Sabría la gente que
“el Padrino” a veces lloraba en silencio? Pensó que ahora Paltrow estaría
volviendo a casa como él, pero sola, demasiado sola. Apretó Send.
-¡¡[Jai Stivito!!! Jauariú...-gritó ella contenta, y el celular se escuchó
tan bien que hasta escuchó la canción que ella oía en el auto, esta semana
era la música de “Closer”, una peli con Julia Roberts, y la pasaba una y
otra vez de manera obsesiva. “Canvt take my eyes of you”. Por suerte, la
catástrofe no había terminado con su estilo delirante, en tres idiomas, que
la había hecho famosa en el norte (hablaba 50% en spanish, 50% en inglés
y 50% en french, todo al mismo tiempo, según Cecilia, un poco dura para
las matemáticas). “Estoy llegando a casa, Stivito, ¿viste que el Nasdaq
sigue recuperándose y las propiedades siguen subiendo a lo loco?, te lo
dije”, esto es una burbuja que sigue creciendo, ayyy, cómo me gusta
cuando explotan, son tan divertidas”, siguió, mientras manejaba su
camioneta Mercedes 4x4. “Otra pobre niña rica”, pensó él, otra princesa
judía que lo tenía todo y nada, aunque ella decía “no, no una princesa, soy
una reina”, moviendo sus ojitos como si se hubiera fumado un porro o
tomado algo de vino de más. Pero ella era cero porro, claro, no lo
necesitaba para salir de adentro suyo cuando hablaba con él, el único. Se la
imaginó manejando y hablando sola, mientras su telefonito bluetooth le
respondía desde la radio del auto, aunque ella no bajó la música.
- Estoy llegando a casa, Princesa Pato, pero vamos a salir y quería ver
cómo estás. Una fiesta aburrida.
- ¿En Baires? ¿Hay fiestas en Baires todavía, beibi? ¿No será muy
intenso? ¿El populismo todavía no las prohibió para redistribuir el pollo
con champiñones entre los pobres? Podrían redistribuir a las modelos, de
paso. A Nicole se la entregan a los pobres de La Matanza, ella sabrá que
hacer, Sofía va para los de la villa de La Cava, de paso es cerca de tu casa
y puede pedirles asilo. A tus amigas Verónica y Dolores no las
distribuimos, te las devuelven a los dos días porque no las soportan.
Bueno, primero les hacen un service, claro, a veces parecen necesitarlo,
fijate adonde apunta la comisura de sus labios. Y de Carolina no digo nada
porque es tu hermanita del alma, aunque sigas medio enojado con ella no
sé porqué.
- Veo que estás de buen humor. Yo estoy cansado de este país bananero
sin bananas, con gente que unos años es de izquierda, otras de derecha, uno
años nacionalistas, otros amantes de la globalización y Miami, unos años
queriendo democracia, otros años pidiendo capitalismo, como si pudieran
ir separados. Y siempre echándole la culpa a los demás por lo que nos
pasa, argentinos bipolares...
- Eniuai, Stivito, está empezando a subir el petróleo, y va a subir
mucho más desde el año que viene, te apuesto lo que quieras (y cuando
ella decía lo que quieras, quería decir eso, lo que quieras), así que compré
y te compré sin preguntarte, y vendí y volví a comprar y volví a venderlo,
hay mucho turbulencia en los mercados. Me estoy divirtiendo con esto que
llaman despectivamente capitalismo salvaje, es mi venganza, me puse a
estudiar teoría de los juegos, está buenísimo, unas cositas que escribió
John Nash antes de volverse loco. Pero cuidado, los chicos están
demasiado comprados, y esto recién empieza. Tu amigo Greenspan le está
dando demasiados estimulantes a la economía, bajando las tasas, digo.
Esto terminará mal.
- ¿Ahora odiás el capitalismo, Paltrow? -preguntó él, pensando qué
hubiera sido si.
- Bueno, ya te dije, tengo el síndrome de Estocolmo, me enamoré de
mis enemigos. Lo agarraría a Bin Laden y lo excitaría, lo excitaría mucho,
aunque no sé si eso será posible, y cuando lo tenga allí, simple, le clavo
abajo el serruchito de mi victorinox, puaj, claro que con huevos y todo, si
es que tiene, eso debe doler, ¿no?, vos que sos hombre, ¿dolerá?
Sí, una Scarlett auténtica, pensó Esteban, recordando al mismísimo
Rhett Butler y sus peleas épicas con ella. Sabía que era su manera de
combatir aquello que la quemaba por dentro, aquel humo y fuego mezcla
de cadáveres, con escombros, cemento, hierros quemados, más todo lo que
no podía recordar, menos mal.
- Sí, eso debe doler, Paltrow, pero ese tipo no creo que sienta nada de
nada, y si existe la reencarnación, en su próxima vida ni siquiera aplica
para cucaracha.
- Ay, gordito, eso es un insulto para las cucarachas, pobres criaturitas
de Dios, a lo mejor hasta son útiles para mantener el ecosistema, ¿no?
Mejor la victorinox con el serruchito, Santana, es lo mejor. Me dijeron que
el truco es que una vez que está bien adentro, hay que girarla 90 grados,
que así duele más, ¿será?
- Paltrow, no te equivoques -dijo él, en su famoso tono Santana que
asustaba un poco-, nosotros no matamos, nosotros podemos odiar, desear
matar, asesinar, degollar, pero no matamos, nosotros tenemos que
mostrarles que somos mejores, que podemos pensar diferente y respetar,
que no somos caníbales. Ellos matan, nosotros juzgamos y respetamos,
aunque nos duela el alma.
- Sí, corazón, ¿pero conocés el chiste del jefe de la tribu al que le
preguntan si son caníbales y el responde que no, que se los comieron a
todos?
Ella contaba el chiste cada vez que hablaban, sin darse cuenta.
- No me pidas que no sienta, padre nuestro, que no odie. -siguió, más
calmada, pero fría como cada vez que hablaban de aquello-. Si me lo
cruzo, lo mato, necesito saber eso, no por mí, no por Cecilia, pero si por el
futuro, por nuestros hijos. Me gusta la ley del Talión. Ojo por ojo, huevo
por huevo.
Así era Paltrow.
- De paso, ¿cuándo venís a Buenos Aires? Qiero presentarte a alguien -
dijo él, para cambiar de tema.
- Pronto flaco, pero no quiero conocer a nadie. Dontuorri, estoy de
buen humor, ¿qué más puedo pedirle a la vida? Que los bonos brasileños
bajen a 90 o 95% antes que los idiotas se den cuenta que pronto serán
Investment Grade, para comprarnos más, a una TIR de 10% o más, pero
eso ya no ocurrirá, es tarde, Brasil va para el desarrollo. Ah, y que General
Motors aguante unos añitos más con sus bonos basura, sin hacer chapter
eleven, me jugué demasiado confiando en esas frases, ‘lo que es bueno
para la General Motors es bueno para los Estados Unidos’ y ‘too big to
fail’, junous...
- No puedo creer que no vieras eso -agregó él, pensando que era raro
que Paltrow se equivocara tanto.
Pero ella cambió de tema, no le gustaba perder: - Eniuai, los espero la
semana que viene, los extraño, podemos ir a comer al River Café, ¿te
acordás corazón?, casi abajo del puente de Brooklin, aquella noche, ¿se
nota que es tarde y tengo hambre?... De paso, vestite bien y no te peines,
que el pelo revuelto te queda cancherísimo cuando te toman los fotógrafos,
gordito, el otro día los ví en una revista Gente que me llegó, qué lindos
que estaban, te salvás de mi porque Cecilia es mi amiga, ¿te lo dije antes?
Y ella se rió en su auto hermético, auto burbuja, auto tupper, como si
hablara sola, mientras lo escuchaba, mientras la imagen barbuda y
perversa, falsamente pacífica y devota, de Bin Laden volvía a aparecerles
a los dos, omnipresente, y él volvía a odiarlo y a preguntarse si ellos, esos
barbudos resentidos lo odiarían con ese mismo odio con que él mismo
había aprendido a odiarlos a ellos desde el 11 de septiembre de 2001,
cuando se dio cuenta que Cecilia y Patricia estaban allí, por culpa suya, en
ese edificio que caía por televisión como en una increíble pero cierta
película catástrofe. Y allí Paltrow, su enamorada perdida, había jugado su
vida para salvarla a Cecilia. Por cosas como esas también tenía fe en la
humanidad y seguía siendo optimista. Todavía quedaban personas que
tenían algunos principios y se jugaban la vida por ellos, pensó. “Quien
salva una vida está salvando al mundo”, como le decía Diego cuando le
daba por el Talmud.
- Stivito, estoy entrando al garaje, esto va a hacer un coito interruptus,
chau, corazón.
Y le apretó End, bruscamente, como siempre. Se preguntó porqué ellas
siempre le colgaban el teléfono, y se rió. Mujeres, todas histéricas, pensó,
complicadas, divinas. Afortunadamente histéricas, pensó, sino que
aburrida sería la vida. Aunque a Paltrow se le había ido la mano con el
gataflorismo.
El Audi estaba llegando a casa y él estaba cansado de lo que veía al
pasar. Ya casi nadie sabía quienes eran los buenos y quienes los malos,
pensó. No era una peli como las de Richard Gere contra Bruce Willis para
salvar el mundo, era la pura realidad. Recordó la pregunta que siempre
hacía Diego: ¿el mundo se divide en buenos y malos, o en sanos y
enfermos? Sin respuesta, claro.
Estaban pensaba en eso cuando el celular le dijo que justamente era su
amigo Diego. La famosa telepatía.
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Capítulo V, el hombre que no quería ser


commoditie
- Hola Esteban, soy yo -le dijo al cablecito que le colgaba de la oreja,
mientras conducía el auto por Buenos Aires, muy rápido, como si una
parte de él quisiera chocar y terminar con el futuro desconocido-. El no
tenía aún un celular con bluetooth para colgarse en la oreja, y menos un
manos libres que le respondiera desde la radio, estaba en un nivel menor
de la evolución darwiniana. Vivía online, pero aún estaba a mitad de
camino entre ser un hombre electrónico y un hombre digital.
- Diego, qué raro a esta hora... ¡Feliz cumpleaños! ¿Cuándo
festejamos?
- Ya lo estoy haciendo. Acabo de irme de la Compañía, para siempre....
Es mi regalo de cumpleaños -Esteban se quedó un momento callado,
sorprendido, pese a que se lo veía venir.
- ¡Al fin!... Era hora... -balbuceó, no muy sorprendido.
- Dije basta, stop debit, apagar, Escape, Delete, me fui -agregó Diego,
casi sin escucharlo-. No vuelvo. Nadie es imprescindible. Que los llamen a
Richard Gere, Ben Afleck o a Bruce Willis para salvar al mundo, yo no,
adiós, chau, The End... Eso de cambiar el mundo no es para mí...
- No creo que los de la Compañía quieran cambiar el mundo, Diego,
vos sí, aunque reniegues de eso... Me alegra, hay que festejar, hay que
declarar otro día de la independencia, paren las rotativas... De paso, ¿los
diarios tienen rotativas todavía o se imprimen con una Epson gigante?
El no respondió la pregunta de su amigo, sólo siguió con su propio
discurso interno en voz alta...
- Me gustaría festejar yéndome unos días al Caribe con una mujer en
serio, pero nada, no conozco a ninguna mujer en serio, estuve tantos años
metido en un tupperware en esa redacción, en los medios, que sólo
conozco a algunas periodistas que se dicen progres, pero que son más
feministas que femeninas, que sueñan con cambiar el mundo y redistribuir
el ingreso a favor de los pobres, todas ecologistas y políticamente
correctas aunque jueguen a la transgresión, todas con ganas de tenerte
como objeto sexual, todas libres e independientes y solitarias como un
perro sin amo, aunque vivan rodeadas de gente igual a ellas. Todas con ese
touch híper seductor que es puro teatro. Y un poco pitómanas, en vez del
ginecólogo deberían visitar al urólogo.
- Qué lástima, te la iba a presentar a Scarlet Johansen, le mostré tu foto
y le gustó, pero a ella no le van los tipos tan machistas, lo prefiere a
Woody Allen, con su toque de perversidad.
Diego hizo como que no lo había escuchado Supuso que estaba
bromeando, aunque con su amigo nunca podía saberse. Así que siguió con
su discurso propio interior, un poco sacado.
- ...Todas confundiendo sexo con amor. Ah, y todas sueñan todavía con
el Che Guevara, pero si lo tuvieran para ellas lo primero que harían es
mandarlo a cortarse la barba, y no lo dejarían irse a exportar la revolución
a la selva boliviana, sino que se lo atarían a la cama, como hacía Antonio
Banderas en la película Atame, ¿te acordás? Todas nostálgicas de
Humphrey Bogart, aunque si tuvieran que elegir volverían a dejarlo por
Laszlo, que era un egoísta que sólo pensaba en salvar al mundo, mientras
que Rick era un looser más capaz de jugarse la vida por cada una de ellas.
Y de paso, Esteban, no soy machista, soy un hombre que dijo Basta. Y eso
incluye que no quiero una mujer de esas que están de moda -seguía
hablando solo-, esas jefas de hogar modernas, casadas con tipos
desdibujados. O divorciadas que se arreglan solas con la casa, los hijos, el
trabajo y se hacen las que no necesitan a nadie, odian a los hombres y sólo
los quieren cama afuera..
- Diego, me estás preocupando -lo interrumpió Esteban, mientras
adelante Rami y el custodio tenían la mirada clavada el camino, sólo
atentos a cualquier cosa sospechosa.
- Estoy bien, no hay motivos para preocuparse. Ahora mi abogado se
ocupará de hacerle un juicio a la Compañía y yo me dedicaré a decir lo que
pienso no sé adónde, y a estar más con mis hijos y a volver a enamorarme,
no sé si podré, claro, luego de Anna no me gustó ninguna mujer.
Al menos, era la primera vez en años que Esteban lo escuchaba hablar
de una mujer que no fuera Anna. En todos estos años parecía no necesitar a
nadie, casi como esas mujeres a quienes él mismo criticaba.
Diego seguía hablando solo. El lo interrumpíó.
- ¿Y vas a soportar no hacer nada? Ya sabés que podés trabajar
conmigo.
-¿No hacer nada? ¿Te parece que encontrar una mujer en serio, no esas
de plástico que te dicen vení, subí, bajá, mete, sacá, lavá las cosas antes de
irte, es no hacer nada? ¿Que describir la aldea loca en que vivimos es no
hacer nada? ¿Que ocuparme de dos hijos adolescentes en este mundo en
que los padres se olvidaron cómo es ser padres es no hacer nada? ¿Que
enfrentarse con lo que ocurrirá en esta Argentina intolerante, autoritaria y
antidemocrática es no hacer nada?...
Y Diego empezó a reírse, con esa risa fácil, de adentro, que
últimamente no lo acompañaba demasiado. Esteban se preguntó si su
amigo podría ser feliz sin sus columnas y sus editoriales frontales en un
país en donde todos eran tibios y se callaban la boca, olvidándose el
célebre poema de Brecht que no había escrito Brecht (“pero ahora vienen
por mí y ya no queda nadie para defenderme”), sin las conferencias, sin las
radios llamándolo a las siete de la mañana para explicar la realidad, sin las
entrevistas en la tele, sin la gente que lo llamaba para insultarlo o invitarlo
y contarle sus secretos?
- Flaco, estoy bien, hacía tiempo que no me sentía así. Hablamos en
otro momento. No te preocupes. Y apretó End. Esteban el héroe se quedó
colgado por tercera vez en media hora, menos mal que el auto ya llegaba a
casa. “Estará borracho”, pensó, aunque Diego sólo se daba con Coca Cola.
Así que él comenzó a planear el futuro de su amigo, hacía semanas que lo
venía pensando porque se veía venir aquello, sabía que su amigo se
deprimiría cuando el teléfono dejara de sonar como antes y algunos de los
que se decían sus amigos desaparecieran y las invitaciones ya no le
llegaran como antes.
Y mientras el Audi se acercaba a su casa, Diego siguió corriendo por la
avenida del Libertador, aunque ya no se sintió tan seguro y pensó que
ahora sí estaba solo en la madrugada. Sus hijos habían crecido y ya no lo
necesitaban tanto; el diario y las radios y la tele nunca más. A partir de ese
día empezaba otra vida dentro de las tantas vidas que entran en una vida.
Pero estaba contento: se había ido con su dignidad y su reputación, nada
más, nada menos. Alguien le había dicho que se callara y él no se había
callado, y eso le hacía bien, se sentía mejor que nunca. Les había mostrado
la diferencia entre tener sangre en las venas o sólo agua mineral. La
diferencia entre ser periodista o un empleado de ministerio.
En el auto, la radio tocaba también “Canvt take my eyes of you”, la
música de Closer. Cosas de la globalización. Todos escuchaban ese día la
misma canción en cada rincón del mundo. La gente era un commoditie,
aunque él se resistía a serlo. Pensó que no conocía a una mujer que lo
hipnotizara como Anna lo hacía antes, que lo esperara para irse a caminar
juntos a pasear el perro aunque nunca tuvieron un perro.
Apagó la radio. ¿Y ahora? Basta, no quería pensar más cosas
complicadas. Sólo sabía lo que no haría nunca en su nueva vida, que era
callarse la boca y mirar para otro lado, como lo hacía mucha gente, como
lo habían educado a él mismo desde chiquito en un hogar judío cuya
familia se había escapado del Holocasuto callandose la boca y negando la
realidad hasta que casi fue demasiado tarde, esa misma realidad que ahora
algunos pocos enfermos enseñaban que ni había existido, al mejor “estilo
Goebbels”. Así que decidió que, como lo decía el Talmud, salvaría a una
persona, en ese caso a él mismo, y trataría de hacer felices a quienes
amaba. No sabía que quizá eso sería más difícil de lo que parecía. Pero se
sentía feliz como hacía mucho tiempo que no le ocurría. Recordó una frase
de una película que viera cuando sus hijos eran chicos: “la nada lo está
invadiendo todo”, decía. Lindo el juego de palabras, pensó, y comenzó a
reírse como cuando era chico, sin saber por qué.
Y fue allí, allí, en ese instante, ni antes ni después, en el momento
menos pensado, cuando el tiempo hubo realizado su trabajo, en que Diego
Hartman, comenzó a trazar el mapa del viaje solitario que empezaría
desde aquel día, un viaje por el tiempo, por el espacio y por el
ciberespacio, por el futuro y por el pasado, un viaje para recuperar la
memoria desmemoriada, un viaje como los de aquellas películas de
Hollywood que tanto le gustaban, en las que siempre hay un auto, hay un
hombre, hay una ruta, y el tipo arranca sin saber hacia adonde va para
recorrer un camino desconocido, buscando su destino. En su caso, para
comprender en qué momento se jodió todo en su vida y en la vida de
tantos, en el mundo y en su país, como si fuera el mismísimo Zavalita de
la Catedral, 40 años después, o el Ulises de la Odisea, o hasta Funes el
memorioso del cuento de Borges, o aquel hombre viejo que si pudiera
volver a vivir viajaría más liviano.
Todo eso pasó por la cabeza de Diego mientras recorría por última vez
el trayecto de la redacción hasta su casa, feliz y a la vez asustado. “Alguna
vez en la vida -se dijo- uno debía ser capaz de decir Basta y empezar de
nuevo como si fuera la primera vez”.

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Capítulo VI, una mujer soporta cualquier cosa,


pero nunca un no
Habían pasado casi cinco años desde aquel día en que dijo Basta y se
fue de la redacción, pero ahora estaba también enojado, otra vez en su
auto. Arrancó. “¿Y vos, qué verso me vas a hacer?”. Aquella frase le
resonaba en su cabeza. Lamentó haber perdido esas largas semanas desde
que se conocieron por Internet, escribiéndole mails y esperando sus
correos con un sentimiento de alegría cada vez que le llegaba la respuesta
de ella, siempre a la noche, tarde, será otra persona más que no podía
dormir, pensó. Además hacía semanas le ocurría una cosa rara, diferente:
cuando la laptop le anunciaba que había un mail de ella, se demoraba en
abrirlo, y en leerlo, era como si no quisiera gastarlo, como si necesitara
postergar el momento de abrir y leer aquellas cartas. Mujer Sonrisa era
graciosa, divertida, la estaba descubriendo, un poco delirante, nunca decía
nada previsible, siempre lo sorprendía. Pero en aquel momento en que
maniobraba para sacar su auto de allí e irse de aquella confitería, aquello
mismo lo hizo sentir más enojado aún. Otra vez se había topado con una
mujer que sí que no, una mujer meibí, pensó, una mujer quizás, quizás.
Una mujer que cuando se le acercaba el amor salía corriendo, aunque si le
miraban el final de la espalda se quejaba que los hombres la querían “sólo
para eso”. Un problema irresoluble. Tenía que irse de allí, ya mismo,
pensó, antes que se arrepintiera de haber dicho, otra vez, su famoso Basta.
Lamentó haber hablado con ella por el skype, haberse mostrado en la
Webcam como un idiota más jugando a “Tienes un e-mail”, lamentó haber
hablado horas y horas con ella, que le prometía que en unos días estaría en
Buenos Aires y se conocerían. Lamentó haberle escrito aquellos correos
electrónicos en que había desnudado su alma, en que había hablado de él,
de sus hijos ya grandes, de sus sueños. Otra vez, un hombre romántico
perdido en el pos-posmodernismo líquido y light. Lamentó aquello porque
había salido de su caracol y vuelto a sentir por una mujer a la que apenas
conocía. Se sentía un idiota. Se dio cuenta que estaba enojado con él
mismo, con nadie más. No valía la pena, era otra mujer incapaz de
enamorarse que se cruzaba por su vida, o capaz de enamorarse, pero no de
comprometerse, entregarse, atreverse.
Puso primera y empezó a salir de allí, metido entre dos autos. Y de
repente, ella apareció y se puso casi delante del auto, como diciéndole “si
querés pisame, pero de aquí no me muevo”. Al menos no era tibia, la
pequeña gran mujer con la autoestima topten, eso le gustó desde que supo
de ella.
- Abrí la ventana, te quiero decir algo -le dijo Mujer Sonrisa,
caminando hasta la puerta y acercando su rostro, su naricita, sus labios sin
pintura (ni la necesitaba), y golpeando el vidrio con su manita sin joyas,
sin adornos, sin nada, sólo el final de una camisa con un encaje perfecto. Y
claro, aquel hombre que sabía decir basta y vivir a su manera apretó el
botón mágico y abrió la ventana. Y ella dijo la única palabra que podría
haberlo convencido de quedarse.
- Perdóname, Ulises -dijo, nada más. La reina le había pedido perdón.
Y no sólo eso. Le pareció ver mojados sus ojos, así, de repente la lluvia, de
repente el otoño, y contra eso no podía. Las lágrimas de una mujer lo
podían. Había sido alumno de Sir Humphrey Bogart.
- Bueno, estás disculpada, pero me quiero ir, ya no tengo ganas de
hablar.
Y de repente ella hizo algo más que él no esperaba. “Por favor, llévame
de aquí, no me gusta este lugar. Hablemos, déjame explicarte”, dijo
aquella mujer que seducía pero no podía amar, que deseaba que la
desearan pero no sabía qué hacer cuando al fin lo lograba. Eso fue
demasiado. Aquella mirada ya no era la de la mujer segura de sí misma de
la confitería. Mujer Sonrisa se había convertido, en un milisegundo, en
bonjour tristesse. El le pidió con un gesto que subiera al auto. Ella lo hizo.
Sin dudar. Caminó unos pocos pasos por delante, y ya no vio en ella nada
de la seducción que había ensayado con él en aquellas semanas, nada de la
femineidad seductora que había mostrado hasta allí. Parecía otra Tweety
que había perdido a su lindo gatito, con lo que su vida ya no tenía sentido
para ella. Parecía la mismísima correcaminos beep beep que se había
quedado sin su señor Coyote para perseguirla. Aunque así, sin poder jugar
el juego, la vida ya no tenía sentido. Abrió la puerta. Subió. Se sentó de
costado, para poder mirarlo. Apoyó sus piernas juntas, en el asiento,
aunque sus botas de montar hombres, o pisarlos, pudieran ensuciar el
tapizado. Ella no pensaba, sólo sentía. El no sentía, sólo pensaba, nunca
podía parar de hacerlo. ¿Qué importaba el tapizado?
- Primero tengo que decirte algo -dijo, mientras el auto empezaba a
andar y él no sabía adonde los llevaría todo aquello-. Te mentí con la edad,
tengo 55 años.
El frenó el auto casi sin mirar atrás. Y empezó a reírse. Las mujeres
siempre mentían con su edad, entre otras cosas, era parte de su encanto.
Pero la miró fijamente, allí sí se atrevió a mirarla de arriba abajo.
- ¿Vos crees que eso me preocupa? -dijo, sonriendo, mientras pensaba
que ella estaba entreabriendo las puertas del fuerte-. Pero pareces una
nena, no te daba más de 40...
Un verdadero caballero, aunque en realidad pensó que ella le
encantaba, tuviera 55, 53 o 48, como le había dicho cuando se presentaron
a través de un mail. Le gustó su tamaño small, le gustó cómo vestía, le
gustaba cuando se aflojaba un poco y dejaba salir su sonrisa. Y algunas
cosas más, empezaban a gustarle, aunque nunca se lo diría. Había sido
bien adiestrado en la Legión Extranjera del siglo XXI y las mujeres que
había conocido en los últimos años, desde que dijo su famoso Basta para
exiliarse en el ciberespacio le habían dado un curso intensivo de no amor.
Ahora, estaba aprendiendo a atarse al mástil como Ulises, y taparse los
ojos y los oídos para no escuchar ni ver los cantos de sirena, ni a las
sirenas modernas, también muy capaces de seducir, pero no de amar. Nada
nuevo bajo el sol. “La vida es un clásico”, pensó, si hasta los Beatles ya
crearon todos los sonidos, todas las canciones, todos los estilos.
- Ya van dos cosas que hice mal, perdoname de nuevo -le dijo ella-, no
sé qué me está pasando.
- Fácil, estás aterrada, como yo, como todos en este siglo cuando
sienten que empiezan una historia que puede ser en serio, que puede no
serlo. Si yo fuera un tipo que sólo te quiere hacer el verso no estarías
preocupada, ni con miedo. Pero vos sabés que no estoy jugando, pase lo
que pase. Por eso me enojé con tu inocente pregunta sobre la poesía,
Tweety.
- Pero es justamente eso, yo no quiero una relación en serio, Ulises, no
estoy preparada para eso, no me interesa. Lo que pasa es que nunca pensé
que te levantarías y te irías ofendido, quería explicarte -confesó.
El frenó el auto, el colectivo que venía detrás casi les pasa por encima.
Se estacionó.
- Es mejor que te bajes aquí, Mujer Sonrisa, todas las relaciones que yo
empiezo son en serio, aunque nos matemos de risa y sólo me quieras como
un objeto sexual.
Ella se quedó mirándolo, odiándolo, intrigada, ese tipo sí que sabía
jugar con las palabras, pensó. ¿Quién se creía que era para decirle que se
bajara del auto? El no dijo nada. Sólo se quedó esperando, mirando sus
bellos ojitos, a que se bajara. Y parecía seguro. Así que ella no tuvo más
remedio que ponerse a llorar.
- ¿No íbamos a conversar? -le preguntó entre lágrimas de cocodrilo
auténtico.
¿Aquellas lágrimas serían autenticidad o puro teatro? ¿Cómo se podía
estar tan jodida en la vida?, se preguntó. ¿Y cómo él mismo se había
jodido tanto que hasta dudaba sobre la calidad de las lágrimas de una
mujer? “Claro -pensó-, la princesa no estaba acostumbrada a que la dejen
hablando sola”.
Así que decidió jugar el juego, hacer de “lindo gatito” y ver adonde
llegaban. Se dedicaría a hacer Research.
- Está bien, te propongo una relación frívola, idiota, no comprometida,
sin futuro, vivamos el momento, vamos a divertirnos y listo, sólo me
interesa tocarte la cola y tener sexo salvaje hasta que no podamos más -
dijo entonces, pensando que eso la enojaría. ¿Te puedo tocar el ombligo,
Hello Goodbye?
Mujer Sonrisa lo miró enojada, no entendió la ironía de la canción de
los Beatles aunque se la sabia de memoria, quizá la habían escrito para
ella. Se preguntó si hablaba en serio, aunque era obvio que había hablado
en broma. Pero ya no estaba segura de nada, salvo que la crisis financiera
internacional avanzaba ferozmente, que estaba cansada de Niúyork,
Niúyork y de trabajar en aquel banquito de inversión de la Calle de la
Pared, y que ese tipo que a cada rato decía basta y amenazaba con
desaparecer, empezaba a divertirla, y le parecía, al fin, alguien sólido,
firme, un hombre, de esos que las mujeres dicen que ya no quedan. Le
encantaba su sonrisa y su forma de hablar y su pelo corto que le recordaba
a Steve McQueen. Así que volvió a sonreír, los ojos no más mojados, hasta
brillaban traviesos, con ganas de aquella travesía.
- Eso fue muy directo, demasiado, aunque al menos no me hiciste el
verso. Pero no te equivoques, no soy una princesa, soy una reina. El seguía
parado allí, junto a la vereda, él no había apagado el motor, esperaba a que
ella se bajara y se fuera de allí, pero no, no se iba.
El también comenzó a reírse sin saber porqué, o sí, porque estaban
jugando un juego que él no conocía, tan aburrido y serio como era, y todo
aquello empezaba a divertirlo. Se preguntó adónde había escuchado antes
aquella frase, “no soy una princesa, soy una reina”. No lo recordaba.
Finalmente arrancó y siguió sin rumbo.
- ¿Cuánto tiempo estarás en Buenos Aires? -le preguntó.
- Una semana, no más, vine a ver a mis amigos, esta vez ellos no
podían ir, así que aproveché las fiestas, me escapé del frío y aquí estoy Y
de paso aproveché para conocerte a vos, para hacerte el famoso test ácido.
Sólo quiero volver para cuando asuma Obama, no me lo quiero perder. -él
la miraba y la dejaba hablar.
- ¿Y ahora qué?, gordito -siguió ella al fin, esperando que hablara y
tratando de hacerlo pisar el palito.
- Ahora vamos a tomar un helado, a mi me gusta marrón glacé con
granizado, ¿y a vos?
- Vas a tener que adivinarlo. Juguemos -volvió a provocarlo, y él sintió
que estaba sobre aguas turbulentas y que debía pasar el largo puente de
Simon & Garfunkel evitando los cantos de sirenas.
- ¿Te hubieras ido y no me hubieras llamado más? -siguió ella,
probándolo.
- Obvio, no sé a qué estarás acostumbrada, pero yo estoy cansado de
jugar ese juego. A este mundo yo no lo entiendo, encuentro demasiados
discapacitados del amor, gente que no se quiere, que no se puede
enamorar, por temor, por no saber cómo era, porque es más fácil sacarse la
ropa que desnudarse en serio, digo, los sentimientos en serio, la almitud.
El tal Zygmunt Bauman se quedó corto con su idea del amor líquido. Ni
hablar del otro Sigmund, también se quedó corto cuando describió la
historia de la histeria. La realidad viene mucho peor que lo que
imaginaron. Vivimos al borde de un ataque de pánico.
Ella dejó de reír y él se preguntó si tendría que frenar el auto de nuevo
para que se bajara. Se preguntó por que había dicho eso, para qué había
usado la palabra amor, la fórmula para alejar a alguien. Más silencio. El
auto iba por Avenida del Libertador, hacia la zona norte. Oscurecía. El
siempre iba hacia la zona norte. Pensó que pasarían por la casa de los
Santana y que Mujer Sonrisa podría divertirse mucho con ellos, pero no
dijo nada. Seguían en el puente sobre aguas turbulentas.
- La vez que me respondiste mi primer mail ya empezamos mal, ¿será
eso lo que nos tiene preparado el destino? -preguntó ella, enojada de
repente, sacándose su camperita y quedándose con aquella camisa blanca
sin marca, sin detalles salvo el encaje en las mangas, sin una arruga,
blanquísima como si se la acabara de poner. Y sus jeans desteñidos, sus
botas de cuero crudo y nada más.
- Yo no creo en los astros, Hello Goodbye, ni en la suerte, ni en la mala
suerte. Creo en la voluntad y en pelear por lo que uno quiere, siempre. Te
respondí aquel mail en broma, firmado por Hollywood Santana, porque me
pareció que ni te interesaba conversar, que hablabas frivolidades y que te
escondías detrás de ese estilo de mujer cosmo y exitosa que tan bien te
queda. Pero no me despedí de vos, sólo te desafié. Y funcionó. Me
respondiste y ya parecías casi un ser humano. Pero había algo más, en tu
foto me recordabas a Catherine Deneuve, con una sonrisa femenina y
melancólica, con un no se qué de nena a la intemperie que lo espera a
papá. Y eso me pudo. Por eso te puse Mujer Sonrisa. ¿Me equivoqué?
¿Aquella era su primera pelea o la última?, se preguntaron los dos de
repente, enojados pero divertidos.
- Pero vos decís que yo estoy aterrorizada, ¿y vos? Vivís diciendo
adiós, yéndote, diciendo Basta, jugando también a ser Hello Goodbye. En
aquella carta me desafiaste, y otra vez cuando hablamos por Skype
cortaste sin saludarme, no recuerdo porqué, ah, sí, porque te dije que nos
conoceríamos pronto y vos aclaraste que ya nunca te enamorarías. Y hoy
te levantaste de la mesa y te ibas. Y recién me quisiste hacer bajar de la
carroza y dejarme perdida en la ciudad desnuda. ¿No serás vos el que tiene
temor?
El desaceleró un poco el auto, estaban llegando a la heladería y en
realidad ya no necesitaba un helado, “¿para qué si la tengo a ella?”, pensó,
riéndose. Deseó sentarse en una confitería tranquila para conversar. La
pregunta era inteligente, le gustaban las mujeres inteligentes. Le había
hecho jaque al rey.
- No, no tengo miedo, a veces tengo ataques de pánico, pero no miedo -
y se rió de la idiotez que dijo-. Pero en realidad estoy cansado de todo
esto, hay veces que me gustaría creer en la suerte y que en cualquier
esquina o ascensor habrá una serendipia, y mientras tanto seguir con mi
vida y resignarme de una vez a esta insoportable levedad del todo, y dejar
que ocurran las cadenas de casualidades cuando tengan que ocurrir. Ya me
cansé de buscarla a Penélope, debe andar por algún lado, perdida como
vos, como yo, disfrazada de Eleanor Rigby. Y su mirada mostró ese
cansancio en toda su intensidad. Y siguió hablando.
- Vamos a una confitería que conozco, una como la de Friends, con un
sillón cómodo y un te con pan tostado y mermeladas de colores y ricos
gustos. Y la ventaja es que no estará Ros haciéndose el idiota.
No había sido una pregunta, en realidad, lo había decidido. Y aunque
ella no dijo ni no, ni sí, le gustó que él decidiera aquello. Y que no frenara
el auto otra vez para hacerla bajar. - ¿Me vas a decir ahora tu verdadero
nombre, Popcorn, o el misterio continúa? -siguió él, apuntando a sus ojos,
que eran la puerta de su almitud.
- Popcorn, Penélope Popcorn -dijo, como si fuera Bond, James Bond-.
¿Vos no crees en el secreto bancario?
- ¿Y el resto?
- El resto no importa, Ulises, quizá en unos años lo sepas, si llegamos a
seguir arriba de este auto dentro de unos años, claro, y yo no me bajé ni
vos me pediste que lo haga otra vez, y en cambio me soportaste así como
soy. Y ella rió con aquella risa que a él lo podía.
Eso fue todo. Diego no agregó nada. En esos años de soledad, de buscar
una “namorada” sin éxito, había aprendido que el tiempo tenía que hacer
su trabajo. Tuvo ganas de tomarle la mano, fue un impulso, pero no, la
espontaneidad estaba prohibida en esos tiempos de cólera, podía acercarse,
tocarle la teta izquierda, besarla mojadamente y llevarla a un hotel y
desvestirla y darle la razón a ella cuando pensaba que “los hombres
piensan sólo en eso”, qué barbaridad, pero un gesto de aquellos, como
tomarle la mano para acercarse al lado oscuro de su corazón, podría
hacerla desaparecer para siempre, como si él fuera un ilusionista que se
había equivocado de truco. Sí, era un puente sobre aguas turbulentas y él
no sabía adonde los llevaba. Ni sabía de la belleza que ese mismo no saber
podría tener. “¿Y vos, qué verso me vas a hacer?”, se seguía preguntando
Mujer Sonrisa, mirándolo desde el asiento de al lado, mientras él
estacionaba para ir a la confitería de Friends. Se le cruzó pensar qué lindo
que era encontrar un hombre que la llevara y la trajera. Empezaba a
cansarla ser una reina sin nadie de quien ocuparse.

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Capítulo VII, las deudas con las mujeres siempre


se pagan
Aquel día de 2004, unos portones altos y blindados se iluminaron y
abrieron en el momento justo que el Audi entró a la residencia, y volvieron
a cerrarse con igual rapidez. El auto siguió dirigiéndose hasta la puerta de
entrada de la casa, luego de recorrer un sendero empedrado rodeado de
flores y plantas. Mientras pasaban, Santana miró como siempre el enorme
ciprés de Arizona que consideraba su árbol, porque lo había plantado él
mismo muchos años atrás. Finalmente, llegaron a la galería de entrada a la
casa, hogar dulce hogar. Esteban abrió la puerta del auto, se bajó y saludó
con un “gracias” sencillo y cálido a esos dos hombres que lo habían traído
hasta su pequeña casa de 600 metros y un parque que tenía casi una
manzana, todo encerrado en un alto paredón de ladrillos rojos y
enredaderas, cámaras de televisión y dos o tres tipos más con anteojos
oscuros que también cuidaban a su familia las 24 horas, siempre a las
órdenes de Rami. Parecía una película de espías pero no, era la insegura
provincia de Buenos Aires. Y ellos vivían casi encerrados, casi presos,
como mucha gente, pobres, medianos y ricos, que vivían atemorizados,
escondidos tras las rejas de sus casas o las puertas de seguridad de sus
departamentos, rodeados de custodias y guardias. Pero como la economía
volaba gracias a una simple y exagerada política keynesiana de acelerar la
demanda, y como el boom de los chinitos y los hindúes empezaba a subir
los precios internacionales de los productos primarios que exportaba la
Argentina, los argies querían creer que eso era mérito de un gobierno
brillante, y si tenían que elegir entre el respeto o la economía, entre la
justicia y la economía, entre el bolsillo y la vida, preferían seguir
disfrutando de un insostenible y artificial boom de consumo y votando al
gobierno populista creador del milagro, hasta que algún día, otra vez, todo
explotara o implotara por los aires de alguna forma inesperada y creativa,
como cada tantos años ocurría en aquel país pendular.
Por suerte, ella abrió la puerta de la casa antes que él alcanzara a
hacerlo y siguiera con sus pensamientos lúgubres. Lo esperaba con sus
ojos verdes, cero cosméticos, un poco despeinada como siempre, con sus
mocasines de cuero crudo casi sin tacos, impecables, con su pollera de
jeans y una camisa blanca. Y no necesitaba nada más. Aquella mujer de 50
años, mucho más linda que cualquier modelo fashion e idiota de 25,
caminó hacía él y lo abrazó, acercando su boca a su oído, y le susurró
que...
- Me debés dos, Bwana, las deudas de amor son de honor -le dijo.
Y casi le mordió la oreja con sus dientes pequeños, casi un collar de
perlas, aunque fue una caricia un poco fuerte. La lengua también había
participado del evento, claro. Ella sonaba agitada.
- Yo siempre pago mis deudas, Tweety -ambos sabían de qué hablaban
y sonrieron-. Pero no te preparaste...
- Es que tengo otra idea, Bwana. ¿Estás cansado, envejeciste mucho
hoy, tenés estrés, escuatro?
- ¿Adónde me vas a llevar? -preguntó él, sospechando adonde
terminarían. No necesitaban mucho para estar bien. Los mellizos están
pegados a sus PC hablando al mismo tiempo con miles de personitas que
se creen grandes, Agustina está con sus compañeros de facultad arriba,
abajo, al costado, tienen una entrega así que tenemos la casa tomada por
varios jóvenes pos-posmodernos que hablan como si supieran de todo, con
esas barbitas de pocos días que dan asco... Y me parece que se quedan a
hacer campamento aquí, puaj, qué duro es ser padres en el siglo XXI, ¿no?
La cena está preparada, pero nos esperan en el Plaza para aquel desfile de
modas que te dije, para juntar fondos para los chicos perdidos no sé
adonde, o para salvar alguna ballena atragantada con un Big Mac gigante
de los que preparan en Africa, esos imperialistas. Y yo no quiero ir, me
niego y basta. Verás que no me vestí. De hecho, prefiero desvestirme. Vos
sos mi chico perdido en la selva que quiero ayudar, Bwana.
- ¿Adónde?, ¿al cine?, ¿me vas a violar? -ella lo miró con esa mirada.
La venía venir y le gustó...
- No, amorcito, hoy cine no, no dan nada de nada, ninguna
hollywoodense que termine bien, sólo más violencia. Opera tampoco,
reunión con cena social menos, sólo quiero que me pagues lo que me
debés. Ponete más cómodo, saludá a tus hijos y presentate en la cocina
para el check in en cuatro minutos. Te preparé la comida que más te gusta,
una vulgar y noble pizza marca Delivery con una Guaraná auténtica. Y
luego, sugiero una caminata por la parte oscura del jardín secreto, si me
prometés jugar al lobo feroz, y luego la camita, puertas cerradas, un Dividí
que no veremos y un service completo que yo, tu esclava, te haré para que
te olvides de todo, absolutamente de todo. Ese es el plan A, ¿de acuerdo
hombre electrónico que quedarás electrocutado y con las piernas
temblando?
El la miró y se rió. Ya la estaba deseando y, créase o no, algo empezó a
mojarse en el héroe rico y famoso que todos imaginaban un play boy. Ella
se fue para la cocina, mientras él pasó por el recibidor, recorrió las salas
de abajo con algunos adolescentes jugando a ser grandes, los saludó y le
dijo a su hija Agustina su “te quiero” habitual, subió las escaleras, pasó
por el dormitorio de los mellizos y besó a cada uno, aunque estaban muy
ocupados conectados con el ciberespacio jugando a hacer casitas y barrios
y ciudades y no le prestaron mucha atención (en esa casa estaban
prohibidos los juegos electrónicos de violencia). Y finalmente caminó
hasta su casa dentro de la casa, el gran apartamento casi aparte para ellos
dos, con su enorme y cálido dormitorio, los dos escritorios, los dos baños,
el enorme balcón con reposeras para mirar la luna o tomar el sol, los dos
enormes vestidores y hasta una sala privada, con la chimenea que nunca
encendían, sillones cómodos y otra pantalla gigante, de los viejos tiempos
del plasma. Todo era simétrico, palladiano, perfectito y sin embargo cálido
gracias a la mano desordenadora y deconstructora de Cecilia, claro.
- Me debés dos orgasmos, Santana -le dijo entonces ella mucho más
tarde, cuando volvieron de una caminata por el parque de aquella casa para
digerir la pizza marca Delivery.
Lo demás fue como una película XXX de la tele, o aquella de Michael
Douglas y Sharon Stone, aunque el picahielos no hacía falta porque se
trataba de amor, no de sexo ni de deporte ni de violencia, y los dos estaban
un poco mojados ya, más ella que él, que la acarició debajo de su pollera
de jean mientras Ceci alias Tweety (porque él era el lindo gatito al que ella
volvería loco) le mordía la oreja otra vez, y le metía la mano en el bolsillo
del pantalón, y entonces se acercaron a la cama king size, Obvio, como si
fueran dos jóvenes que lo único que deseaban era desnudarse, abrazarse,
acariciarse, escuchar música, hacer el amor, enchastrarse de
espermatozoides y sudor en los lugares más inesperados y hacer un poco
de “degeneradeces”, como decía ella siempre, poniéndose un poco
colorada. “Atornillame, Bwana” sólía decirle al fin, cuando no podían
más. No necesitaban otra cosa. Hacía años que hacían lo mismo y a ella
hacía 25 años que se le mojaba la bombacha con sólo estar cerca de él. Ni
la tragedia de las Twin Towers había cambiado eso, ni el avión
estrellándose unos pisos más arriba de donde ella estaba conversando con
Paltrow aquel día. Ella lo desnudaba, lo desnudó aquel día, y se lo comió
en pedazos. El la miraba, la miró, con su ropa interior blanca, y pensó que
nadie había inventado nada mejor en el mundo que esa mujer que le haría
el amor con la boca, las manos, los pies, los deditos, los almohadones, los
dientes, la cola, las tetas, toda ella. Era algo más alta que él. Hubo un
tiempo incluso que era más fuerte que él, gracias a las cuatro horas de
tenis que hacía todos los días de su vida, pero eso ocurrió hasta
septembereleven, aunque pese al atentado las mujeres topten de Buenos
Aires la admiraban, con aquella nariz un poco huesuda que le marcaba aún
más su personalidad y la hacía diferente, especial, nada Barbie por cierto,
y que jamás de los jamases se operaría. Y aunque ella hacía todo lo posible
para pasar desapercibida, nunca lo lograba, aunque lo intentara vistiéndose
con exagerada sobriedad siempre, y menos en aquella habitación. Era una
lady, aunque allí era otra, no una prostituta, no una loca, sólo una mujer
que amaba a su hombre y se dejaba llevar adonde pocos se dejan llevar,
allí donde la vida los despeine. Sin necesitar porros, ni cerveza, ni
champagne, ni nada, ella se aferraba a Esteban y sabía perderse, desatarse,
olvidarse de todo con el único hombre de su vida en que siempre pensaba,
soñaba, alucinaba, con una desesperación mezclada con cierta
adolescencia apresurada. Y pese a que se lo comía en pedacitos,
misteriosamente quedaba allí un hombre más feliz y entero que el que
había entrado.
Aunque ahora ella estaba agitada, tenía disnea, sonaba a
broncoespasmo, pero era otra cosa, era el absesto que había respirado
cuando Paltrow la sacó arrastrándola de la Torre Dos y la había cargado
para alejarla todo lo que podía de aquello que se estaba metiendo muy
adentro de sus pulmones, que ahora parecían los de un fumador
empedernido por 40 años y más. Se creía que la había cargado en sus
hombros, en medio de todo el ruido, el humo, el fuego, las sirenas, los
gritos, y había entrado en un edificio cercano y bajado al sótano, y
esperado horas allí hasta que los Bomberos de Nueva York, esos héroes
cotidianos que aquel día le vieron la cara al mismo mal y conocieron la
versión verdadera de “infierno en la torre”, las encontraron a las dos y las
pusieron en aquella ambulancia y las despacharon hasta el Mount Sinaí
con dos máscaras de oxígeno, inyecciones de corticoides y tantas cosas
más que les hicieron en el endiablado camino hasta el hospital.
Aquella noche no fue diferente. Ella lo desvistió prolijamente y lo dejó
off-line, lo hizo olvidarse de la electrónica, de todos los negocios que
manejaba en el país y en Uruguay (los de él y los que heredó ella), de sus
dolores de cabeza, de los secuestros y los guardaespaldas, de las presiones
crecientes que empezaba a recibir ya entonces para que no opinara en
contra del gobierno cada vez que le ponían un micrófono adelante por
presidir una gran organización de empresarios que sumaba el 40% del PIB,
para que no hablara de la miseria humana y la frivolidad que ya se
respiraba en aquel país Banana Split que parecía tan rico pero comenzaba
a empobrecerse imperceptiblemente aún, mientras se alejaba del mundo
serio y civilizado. Pero él ya estaba afortunadamente offline y no podía
dejar de mirarla y de pensar que su belleza era indestructible y que ella
misma lo era, aunque por algúna razón que jamás comprendería las
mujeres más bellas, incluida Cecilia, se sentían siempre inseguras, gordas
y feas frente al hombre que amaban, así como eran, son y serán capaces de
romper todos los corazones que no les interesan. ¿Cuál era la fórmula?,
¿cuál era la magia para que 25 años después siguieran gustándose? No
sabía decirlo, sólo se le ocurría pensar que cuando estaban juntos ellos
eran mucho más que cuando estaban separados. La matemática era
implacable: uno más uno podía ser infinito. El amor era el mejor médico,
el mejor remedio. Era la única batalla en que los dos siempre ganaban. Y
luego se dormían, cansados, destruidos, reconstruidos, agotados, con la
sonrisa aquella radiante como si hubieran hecho una travesura, con la
comisura de los labios hacía arriba, “biencogidos”, como lo decía ella
misma cuando estaban solos y se permitía decirle sólo a él alguna cosa que
nadie imaginaría en su boca, ella, la famosa lady de las revistas de ricos y
famosos.
Antes de dormirse, ella siempre iba al baño a “arreglarse”, como decía,
y cuando salía, lo miraba con esa mirada, se acercaba a él, tomaba su pene
aunque ya estuviera guardado, y comenzaba a pasarle la lengua, no más de
un minuto, lo suficiente para ponerlo otra vez offline. Ella se reía y le
decía lo de siempre: “para que te quedes con ganas de mí hasta la próxima,
ya inventaré algo nuevo”.
Pero esta vez, mientras se dormía, Esteban llegó aún a contarle que
Diego había dicho Basta, que por fin se había ido de la Compañía.
Ella se alegró: - Seguramente te lo vas a llevar a trabajar a tu empresa -
alcanzó a decirle.
Claro que había adivinado: su idea era llevarse a Diego a trabajar con
él, aunque su amigo eran tan cabezadura que quizá se negara. Lo que él no
podía decirle a su mujer era para hacer qué cosa. Lo que no podía decirle
era que empezaría otra nueva empresa que no sería necesariamente para
ganar dinero, aunque seguramente lo haría, tenía un don especial para eso.
Pero esta vez no importaba la plata. No quería preocupar a su mujer, pero
había decidido que ya no podía ser más neutral, indiferente, casi frívolo,
en un país que estaba cada día más en blanco y negro, un país cuya
decadencia empezaba a ser un enigma y un caso de estudio en Harvard y
otros tantos centros académicos del mundo, una especie de “reino del
revés” cn los premios y castigos invertidos y una sociedad que se estaba
deteriorando psicológica y moralmente, aunque pocos se dieran cuenta y a
pocos les importara mientras hubiera un boom forzado del consumo para
comprar y comprar, sembrando las bases para un retorno peligroso y serial
de la inflación.
Diego era la persona para intentar algo diferente junto a él, usando los
recursos y la infraestructura de su empresa, con la electrónica, con Internet
y las nacientes redes sociales, con la revolución digital, lejos de los
antiguos diarios de papel. El tenía el “hard”, los fierros, y su amigo
pondría el “soft”, su capacidad para comunicar, y el vehículo sería el
ciberespacio, claro. Esteban veía la imparable evolución de la
comunicación electrónica (y aún faltaban Facebook, Twitter y tanto más
que aún no habían nacido en algún otro garage de aquí o allá), y no sólo
quería participar, sino llegar primero, como en todo. Le gustara o no a la
gente, el mundo del papel y de Gutemberg estaba siendo superado por una
simple pantallita fabricada en China, Corea o Malasia. No era sólo un
problema ecológico, ni de costos, sino que la gente no tenía ni el tiempo ni
la paciencia de leer como antes. Hasta el mismo lenguaje estaba
cambiando, tenía vida propia, movimiento, menos palabras y más
imágenes, y la gente lo quería todo y ya. Lo que venía lo apasionaba y él
pensaba usar aquello para “deseducar” a esa gente de tantas cosas idiotas
que les “enseñaban” los medios de “incomunicación” tradicionales. Quería
ofrecerles desde Internet una opción abierta, libre, por ahora demasiado
anárquica como todo lo nuevo, que estaba superando a los controlados,
censurados y autocensurados, poco flexibles y disciplinados medios
tradicionales. Quería desafiar a esa gente aprender a pensar por sí mismos.
Think different, como decía la sencilla propaganda del señor Apple. El se
conformaba con eso, sencillamente. Así se construiría, pensaba, una
democracia real que ningún dictador, ni presidente pseudo democrático
disfrazado de republicano, pudiera frenar. Ni los Chávez que aparecían
aquí y allá en aquel mundo, ni los dictadores coreanos o iraníes. Era un
fenómeno imparable. Internet empezaba a ser el refugio del pensamiento
libre, sin fronteras, y él lo llevaría al siguiente nivel.
Cecilia lo interrumpió, con un beso:
- Amor, de golpe tenés una mirada feliz, sonreíste y todo, como si
estuvieras soñando, como cuando nos conocimos -le dijo ella de repente,
levantándose y dejándose ver en toda su desnudez, algo raro en ella.
El la miró, divertido, “ibamos a cambiar el mundo y el mundo nos
cambió a nosotros”, casi murmuró, semidormido, recordando la vieja frase
de una película italiana.
- ¿Entonces, cuál es el plan? -preguntó ella, mirando la hora, agotada
pero de repente liviana y feliz por haberlo hecho sonreír a Esteban.
- Me conformo con provocar a la gente a pensar por sí misma, a que se
miren en el espejo, a que aprendan a respetarse y tolerarse unos a otros.
Entonces, cada uno cambiará, pacíficamente, sin líderes mesiánicos ni
magia ni tipos populistas disfrazados de populares que te prometen el
paraíso en la tierra. Sólo voy a asegurarle a Diego todo el acceso al
ciberespacio para que llegue a más gente que a la que llegaba desde la
Compañía. Sólo quiero ser de los primeros en pasar desde la Galaxia
Gutenberg a la Galaxia Gates. El resto depende de la gente.
Y empezó a quedarse dormido, sencillamente feliz. Sólo tuvo energía
para hacer su frase de buenas noches...
- Mañana irás a la iglesia a confesarte, espero... -le dijo él, bromeando,
abrazado a ella.
Cecilia Santana, como le gustaba que la llamaran, le sonrió y su mano
le apretó la pierna, muy arriba, muy cerquita, casi una caricia para dejarlo
queriendo más...
- Mañana voy a la iglesia, sí. Pero no a confesarme, sino a agradecer,
como me enseñó mi mami, porque le hice temblar las piernas a mi
hombre, me lo comí todo, me besó toda y hasta casi me mordió, qué
barbaridad, y los dos seguimos queriendo más de lo mismo, qué
degenerados que somos, Bwana... Y siguió hablando, un poco agitada otra
vez: - ¿Cómo crees que mis viejos cumplieron el mes pasado sus bodas de
oro, sino durmiendo la siesta religiosamente?... “En la cama, todo...”, me
aconsejó la vieja, tan seriecita que parecía, la noche anterior a casarme con
vos, “para que no tenga que salir a buscarlas afuera”, me aclaró. Y la
verdad es que me gustó aquel consejo, fue el mejor que me dio en su vida,
no saben lo que se pierden las tilingas que siempre se quejan que “su
marido las molesta dos veces por semana”. Me encanta que me molestes,
Santana, no podría vivir sino me molestaras, nunca dejes de molestarme,
porfi.
El ya dormía, y ella volvió a hablar, sin saber si la escuchaba.
- Van 1.872, Bwana -le dijo, y ya no habló más.
El llegó a escucharla todavía y se río, emocionado. Rió porque Cecilia
llevaba la cuenta de las veces que habían hecho el amor, desde la primera
hasta la última vez. Ella se había olvidado que aquella misma tarde lo
había llamado su socio americano desde EE.UU., para conversar un tema
urgente, pero podía recordar cómo había sido cada una de aquellas 1.872
veces.
“Hasta la Victoria Secret.”, dijo Esteban el héroe entonces, orgulloso,
feliz, dormido. Era su frase de las buenas noches.

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Capítulo VIII, Paltrow, una reina perdida en el


asteroide 613
Años atrás, ella estaba volviendo de West Palm Beach de pasar unos
días en lo de la tía “ocho ceros a la derecha”, como la llamaba bromeando,
cuando conversaba con sus amigas brujas. El avión de American Airlines
dio varias vueltas sobre Niúiork, Niúiork, pero el capitán seguía sin decir
que ya estaban aterrizando en el airport, o al menos que estaban por
aterrizar, o al menos que en 15 minutos aterrizarían o aterrizariola. El
cielo estaba azul, así que no era culpa del clima, aunque había viento
cruzado, o algo así, y el avión cada tanto pegaba unos sube y bajas muy
malos para el estómago de Paltrow. Era un domingo a la mañana, así que
no podía haber mucho tránsito aéreo, apenas una decena de aviones
haciendo cola. Pero ella no pudo sustraerse al miedo que le daba
últimamente cada vez que volvía a home y ocurrían esas demoras. Paltrow
viajaba mucho, demasiado para su gusto ya, y aunque siempre se la veía
radiante, impecable, sonriente, su corazón golpeaba a 100 latidos, o más,
las lágrimas se agolpaban en sus ojos y los anteojitos oscuros apenas las
escondían porque a veces los usaba como vincha para ordenar un poco su
cabello con sus famosas ondas rubias. Esta vez se los puso para cubrir las
lágrimas de cocodrilo auténtico que asomaban de sus ojitos azules.
Al fin, el Capitán América habló: mucho tráfico en el aeropuerto, así
que darían vueltas quince minutos más. Gracias por volar en American. No
se muevan de sus asientos y blablabla. Todo lo dijo en ese inglés
americano que a ella le había costado algunos años de residencia en el
imperio comprender.
¿Y entonces? Entonces tuvo miedo, casi un ataque de pánico. De su
carterita de mano sacó su pastillero, y de su pastillero un Rivotril 0,5
miligramos, para tomarse la mitad. Llamó a la azafata y le pidió agua,
pero las azafatas estaban sentadas y también tenían orden de no levantarse,
así que se dijo a sí misma Eniuai y se tragó la pastillita amarilla entera, y
cerró los ojos, comenzando a hacer la única terapia que le servía en esas
situaciones: pensar en Esteban Santana, la única persona en el mundo que
podría haberla tranquilizado, y la única persona en el mundo, también, que
seguía inquietándola.
A solas en medio de otros solitarios 100 pasajeros, pensó, recordó,
añoró. Estaban en la casona de Belgrano R, en Buenos Aires, un barrio que
hoy estaba lleno de torres y casas bonitas, pero que 35 años atrás todavía
sólo tenía grandes casas con techos de tejas coloniales o francesas,
jardines, arboledas, piscinas y hasta fuentes con angelitos aquí y allá.
Estaban los dos solos. Ambos tenían unos 18 años, more or less. El ya
estaba de boyfriend ‘legal” con Cecilia, y a Pato la perseguían todos los
muchachos de entre 20 y 30 años que vivían en esa exclusiva zona de la
ciudad, desde los nerds hasta los auténticos amos del universo y futuros
decadentes que se hacían los bellos con el coche de papi. La invitaban a
salir. Le mandaban flores. Se le aparecían cuando caminaba por la calle,
así como de casualidad. Surgían de repente, como un monstruo, de la
pileta de la quinta adonde pasaba los fines de semana con papá y mamá.
Le mandaban cajas de marrón glacé. Le enviaban poemas, cuentos,
declaraciones de amor, invitaciones desafiantes para conmoverla. Internet
no existía ni en la imaginación de nadie. Bill Gates todavía era un soñador
que trabajaba en el garaje de su casa y las computadoras eran inmensos
aparatos que ocupaban pisos enteros de las oficinas de algunas grandes
empresas. Pero nada. Paltrow no era de nadie, y menos de quienes querían
conquistarla. Bastaba que un muchacho, un graduado cualquiera estilo
Dustin Hoffman, algún joven, o no tan joven, hasta algún amigo baboso de
su padre, cualquiera, la mirara con ganas de algo para que ella perdiera el
interés, si es que en algún momento se le cruzó la idea de ver ‘cómo era”
eso del amor. Ella era de las que elegía con quien salía, mucha demanda,
cero oferta, y en realidad no le interesaba ninguno, todos le parecían
idiotas, feos, infantiles y adolescentes, o muy viejos.. Y tenían granos,
puaj, y parece que mojaban, glup. Y sólo pensaban en eso y en lo otro y,
por supuesto, en ser el primero en conquistarla para pasar a ser otro Amo
del Universo, otro miembro del salón de la fama.
Esteban era diferente. Se conocían del club. Jugaban tenis y nadaban.
Habían hecho juntos todo el colegio. Ella lo había salvado más de una vez
en algún examen y todo. Se conocían también de Punta del Este. Se
conocían de algún lugar de esquí en Austria, Badgastein, en aquellos años
un lugar de moda para los ricos del subdesarrollo. Se conocían y se
desconocían, porque él estaba de novio con Cecilia desde los 17. Los tres
eran amigos, inseparables. Diferentes. Especiales. Un trío de película
francesa antigua, un poco inocentes para lo que estaba ocurriendo en el
mundo hacia fines de los años 60, cuando ya el Kennedy original, y el
duplicado también, habían sido asesinados y unos tipos en París querían
hacer una nueva revolución francesa, en donde a las palabras liberté,
igualité y fraternité querían agregarle sexo Fastfood por adelante, por
detrás, por los costados, por arriba y por abajo, como una reivindicación
en donde además de las funciones procreación, matrimonio y amor,
pudieran agregarse placer, hedonismo y una porción de existencialismo en
extremo, porque el futuro estaba siempre lejos y el pasado era demasiado
aburrido. Y, finalmente, una pizca de marihuana, para empezar a cruzar la
última cláusula sexual y sentir lo que no eran capaces de sentir sin
aceleradores ni estimulantes que los ayudaran a sentir lo que no podían
sentir. Empezaba un mundo de inseguros disfrazados de seguridad.
Pero aquella tarde ocurrió. Pasa en las películas, pasa en la vida. Los
padres de ella se habían ido. Cecilia tenía un torneo importante y el
mismísimo Guillermo Vilas estaría allí para verla jugar, no podía faltar. Y
Esteban, que sabía lo que quería de su vida de aquí a la eternidad, como
pocos adolescentes, no había ido a navegar porque el velero se estaba
pintando. Y no la acompañó a Cecilia porque ella se ponía nerviosa cuando
sabía que él la estaba mirando. Una especie de tormenta perfecta que los
juntó aquella tarde gris a Paltrow y a él en su casona, los dos solos, sin
mucamas ni parientes ni esas personas que siempre están para interrumpir
en esas situaciones, porque además era un día muy particular en que no
había quedado nadie en la ciudad, todos se habían ido a escuchar el
discurso encendido de algún Mussolini, o al torneo de tenis en que jugaba
Vilas. Sólo ellos dos, como en esas fantasías infantiles en que el
enamorado sueña que todo el mundo desapareció por la implosión de una
bomba neutrónica.
Obviamente estaba por llover pero ellos dos estaban en la piscina
jugando a tirarse y salir, tirarse y salir, un juego de chicos que aquellos
adolescentes sanos seguían jugando, y en realidad ellos eran bastante
chicos, tanto que no sabían nada sobre el mayo del 68 en París, ni nada de
nada, sólo que el lunes tenían el último examen de química del último año
del College, y luego la universidad, ya estaba todo planeado, todito, tenían
sus vidas organizadas hasta los 90 años, mínimo, y a ninguno le disgustaba
su futuro porque ya estaba organizada hasta su felicidad: ellos sí serían los
Amos del Universo, eran tiempos con menos dudas, menos cambio
climático, menos incertidumbres respecto al futuro, con guerras que
quedaban muy lejos, con cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa,
con padres que tenían tiempo para sus hijos y que no solían jugar al amigo
y a vestirse como ellos y hacerse los buenos para no ponerles límites,
fabricando sin saberlo una enorme cantidad de futuros psicópatas sociales.
Pero a Paltrow se le salió el corpiño de la bikini colorada (un color
terracota, en realidad) cuando se tiró otra vez a la piscina. ¿Casualidad?
¿Un nudo mal hecho? ¿Premeditación? ¿Fue consciente o inconsciente?
Junous, como solía decir ella, pero desde aquel segundo en que ella estuvo
en la mitad de la pileta y el corpino había quedado flotando al ladito del
tobogán, nada fue lo mismo para ellos dos.
El avión seguía dando vueltas alrededor de Niúiork, Niúiork, y Patricia
estaba con su corazón a 80 latidos, más tranquila, no se sabe si por aquel
recuerdo de aquel día que le cambió la vida o por el Rivotril, o por ambas
cosas. Las azafatas volvían a levantarse, había menos sube y bajas en el
avión, en ese día de cielo azul pero lleno de vientos cruzados. Esteban se
dio cuenta, nadó, buscó su corpiño y se lo acercó a ella, en vez de dejar
que lo buscara solita y se lo pusiera debajo del agua, para que todo
volviera a la normalidad de fines de los años ‘60.
Pero nada fue normal. Visto desde el siglo XXI, con canales porno y
programas de TV obscenos y de mal gusto, aquello que ocurrió fue una
simpleza, hasta una dulzura. Visto desde las playas de Ibiza o de Europa en
general, o de las competencias de camisetas mojadas de los
nortemericanos de hoy, aque coriño flotando era la misma inocencia. Ella
salió de la pileta con su corpiño en la mano, tapándose, quizá turbada,
junous. El no pudo dejar de mirarla pese a que era Esteban el héroe, el
bueno de la película. Y tampoco pudo dejar de salir del agua y seguirla
escaleras arriba hasta su dormitorio ‘para ver si estaba bien”. Y tampoco
pudo dejar de entrar sin golpear la puerta y encontrarla a ella cambiándose
ese bikini por otro, o sea, desnuda.
Y ella no pudo dejar de mirarlo a Esteban porque moría por él, moría
por él desde los 13 años, desde que se había indispuesto por primera vez y
comenzó a mirar a su alrededor y descubrió que había hombres en la vida.
Moría por él cuando esquiaban en Badgastein, y luego en Gstaad o en
Aspen, o en los cortos viajes al sur argentino cuando no había tiempo de ir
más lejos y jugueteaban todos en el Cerro Catedral, el esquí de moda en
esa época prehistórica. Moría por él cuando lo veía pasar en el club
tomado de la mano de Cecilia, y no podía dejar de odiarla y envidiarla
demasiado y hasta soñar que había un terremoto y se le caían los techos
encima y ella no podía respirar. Moría por él porque no era para ella ni lo
sería nunca. Moría por él porque no le interesaba ninguno de los 200 o 400
tipos y tipitos que se le habían acercado para invitarla a salir, a bailar, a
salir afuera para ir a jugar.
Así que ocurrió lo que tenía que ocurrir. Que no fue planificado por
ella, según lo que se diría a sí misma siempre, cada vez que recordaba
aquel día menos pensado. Ocurrió que él se acercó a la enorme cama de
ella, en una habitación grande y cálida que no parecía la casita de Heidi,
porque ella era una reina, claro está, y lo tenía todo, claro está, hasta lo
que no necesitaba. Que ella lo atrajo hasta él dejando la malla en el piso. Y
que se abrazó torpemente a él porque ninguno de los dos sabía qué estaba
ocurriendo, pero sus labios sí lo sabían y sus manos lo intuían. Ocurrió que
él la miró en los ojos, con sus ojos, con su mechón rubio y mojado que
caía sobre sus ojos, con su malla mojada que ella comenzó a sacarle, todo
tostado él, bastante tostada ella, los dos al lado de la cama, dos
adolescentes desnudos criados en un tupperware, que no sabían nada de la
vida pese a que empezaban a ser casi grandes, queriendo hacer el amor y
sin saber muy bien cómo se hacía el amor y para peor sin saber si eso era
amor, impulso, o qué, pero nada malo, claro, nada perverso ni bizarro,
como las cosas que ocurren hoy en la tele, y quizá en la vida también.
Y juntos, un rato después, arriba de la cama que se estaba mojando un
poco, empezaron a besarse y ya no podían parar, él no podía parar pero
quería parar, ella deseaba parar pero también deseaba seguir porque era
Esteban su héroe, y luego, de repente, él lo consiguió, se detuvo, créase o
no, fue un segundo que duró demasiado, abrió los ojos y pensó que eso que
estaba haciendo no debía hacerlo. Pensó en Cecilia jugando al tenis. Pensó
en que le habían enseñado que no robarás, no mentirás, no engañarás y los
otros 7 mandamientos y que creía en esos principios. Y pensó que eso
sería un desastre. Pensó que no quería pensar porque ella, Paltrow, estaba
debajo de él esperándolo, y todo eso era demasiado fuerte, demasiado
bello, demasiado humano, para resistirse. Pero se resistió. Se detuvo. Se
levantó. La miró a ella con dolor. Y sólo dijo tres palabras: ‘perdoname, no
puedo”. Se levantó del todo mientras ella lo miraba azorada, con las
piernas abiertas, la boca abierta, el alma abierta, los ojos azorados y muy
abiertos, tan desnuda como nunca lo había estado y volvería a estarlo. Se
separó de Patricia y la miró con dolor, con deseos de seguir. Se preguntó si
sería un idiota o si estaba haciendo lo que debía hacer, lo que le habían
enseñado, claro, era la época que los padres educaban a sus hijos, no cómo
ahora que compiten con ellos.
Luego de la confusión, luego del desencanto, luego de aquel instante
salvaje que quizá duró varias horas o un minuto, Paltrow sintió en que
todo su cuerpo, sus sentidos, sus manos, sus piernas, sus labios, se habían
preparado sin saberlo para ese momento, comprendió que si antes estaba
enamorada de él como en las películas, ahora lo quería más, mucho más.
Si antes moría por él, ahora empezó a soñar con vivir para él, con ser su
esclava aunque más no fuera, porque él había obrado bien y ella se sentiría
por el resto de su vida una puta que hubiera sido capaz de hacerlo con el
novio de su mejor amiga.
No lo odió por verlo levantarse de allí, por tomar su traje de baño, por
ponérselo torpemente y no poder mirarla a los ojos, por salir de allí
disculpándose por lo que había hecho y por lo que no se había atrevido a
hacer. Al contrario. Lo admiró más pese a que se quedó sin sentir lo que
más deseaba sentir en su vida, aunque también lo quiso insultar, quiso
seguirlo desnuda para gritarle que era un cobarde, mientras él bajaba la
escalera. De hecho se levantó y se dirigió a la escalera, detrás de él. Pero
no, no avanzó más. Lo admiró más que antes por ser así, como ella
siempre imaginó que sería un príncipe azul, un hombre en serio, y no
todos los que andan por el mundo sólo vestidos de hombres pero actuando
de commodities. Y lo quiso más, mucho más que antes, lo quiso para
siempre aunque no lo tendría nunca. Y conoció, en ese preciso instante,
cuando se dio cuenta que estaba desnuda, allí, parada en la escalera de
madera, descalza, con lágrimas en los ojos, la famosa angustia que la
acompañaría siempre por saber que nunca tendría al único hombre que la
enamoró. Esteban había sido Esteban el héroe, como Marlon Brando había
sido el único que no se rindió a los pies de Gloria Vanderbilt. Esteban
había sido su Zéus y ya no le alcanzaría con ningún Dios de segunda
categoría para reemplazarlo.
Así que la angustia, esa angustia inexplicable, se quedó instalada en
ella desde ese momento. ‘Ya nunca bailaré con otra, desde que la vi parada
allí”, cantó Paltrow, recordando la canción de los Beatles que hacía furor y
que se convirtió en su canción triste de cabecera. Menos mal que el
capitán America avisó en su inglés cerrado que ya estaban aterrizando,
porque Paltrow empezaba a llorar a mares, en silencio, detrás de sus
anteojos, claro, y podría inundar el mismo 767 con sus pobres lagrimitas
de cocodrilo. Menos mal. Y otra vez, otra vez, entendió porqué nunca
había conocido a algún hombre que la enamorara perdidamente como lo
amó a él desde aquel día. Casi una telenovela venezolana increíble pero
cierta, pero no, era la vida misma. Cuando bajaba del avión se dio cuenta
que estaba cantando aquella canción de la Oreja de Van Gogh... “Y es que
empiezo a pensar que el amor verdadero es tan sólo el primero, y es que
empiezo a sospechar que los demás son sólo para olvidar...”. Y las
lágrimas volvieron a salir, y fueron tantas que hasta podrían haber
inundado a todo Niúiork Niúiork como en una película de cine catástrofe.

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Capítulo IX, de la galaxia Gutemberg a la galaxia


Gates
¿Y ahora qué?, se preguntó Diego aquel día que dijo Basta, en el
preciso instante en que se dio cuenta que no soportaba la realidad, aquella
realidad enferma que percibía a su alrededor, y pensó que quizá él
estuviera loco de atar, y no los demás. Empezaba a ser un lobo estepario.
Pero se sentía bien cuando el auto entró en el garaje de aquel edificio
de Palermo adonde vivía, frente a los bosques, un piso alto desde el que
podía ver hasta el amable Uruguay. Si eso era estar loco le gustaba cómo
se sentía. Así que se bajó, subió, entró en home sweet home. Sólo estaba
su hija menor, la que estaba peleada con el mundo en esa rara etapa de la
adolescencia moderna y tardía en que uno tiene la absoluta y definitiva
seguridad de creer que lo sabe todo y que lo demás no entienden nada.
Otra vez recordó una frase que lo atormentaba: “tus fallas como hijo son
mis defectos como padre”. La había dicho César en la película Gladiador,
con Russel Crowe, y aunque no sabía si el verdadero César habría dicho
aquello alguna vez o sería obra de un guionista sabio, la frase sin duda
parecía certera en estos tiempos de cólera, en donde los padres ausentes,
tibios, condescendientes, eran tan demagogos con sus hijos como los
políticos con las sociedades que gobernaban. Diego sentía que él también
estaba fracasando como padre, pese a no haber sido ni ausente, ni tibio, ni
condescendiente ni demagogo con sus hijos. Pero se daba cuenta que él,
solo, no había podido hacer de madre y de padre, demasiado ocupado con
su trabajo. ¿Habría equivocado sus prioridades en la vida? No lo sabía, la
respuesta la vería en unas décadas, al conocer el resultado de sus
decisiones en las vidas de sus hijos, y cuán capaces de ser felices serían
sin dañarse ni dañar a los demás.
Iba a entrar a su cuarto (había que golpear ahora, ella ya era grande),
pero decidió dejar la noticia para luego de la cena. Ella se acercó a él y lo
abrazó con amor y le dijo “te quiero papá” y su “happy birthday” que ya le
había dicho a la tarde cuando lo llamó a su celular. Esperaría que viniera
su hijo mayor, Miguel, aunque todos lo llamaban Mickey y su hermana
solía decirle directamente Ratón, para hacerlo enojar. O Faivel, mucho
peor. Todo sería más fácil con los dos, pensó, aunque sus hijos imaginaban
que eso ocurriría, tarde o temprano. Sabían que papá en cualquier
momento diría Basta, aunque dudaran que lo hiciera, ya en el pasado había
resuelto problemas tan serios como ese. Era un tipo pacífico. No era de los
que explotaban ni cambiaban de dirección dramáticamente sus vidas, más
allá que sus hijos estaban acostumbrados a un padre demasiado ocupado,
ansioso, muy cabezadura, y para peor, muy conocido. ¿No podía él ser un
padre normal, no podían tener una familia normal?, le había preguntado
Zal hace tiempo, en una de sus discusiones, y él respondió que no, que ni
siquiera la normalidad era normal a principios del siglo XXI en el planeta
tierra. El sabía que no era fácil para ellos y ahora trataría de remediarlo.
Lo normal era parecer igual al resto, irse a trabajar a la mañana y volver a
la noche, y que mamá estuviera allí, aunque trabajara fuera de la casa.
Pero los seres humanos cada día se parecían más, unos a otros, aunque se
movieran en sus propios ghetos, usaran disfraces diferentes, siguieran
modas diferentes y pertenecieran a manadas diferentes de ovejitas del
rebaño mundial. El mismo hubiera deseado ser una ovejita más, pero no,
era un lobo estepario solitario al que ni siquiera le atraían las ovejitas ni
tenía instinto asesino.
Fue a la cocina y saludó a la mucama, una especie de Mammy de “Lo
que el viendo se llevó”, pero ni negra ni gorda, claro, aunque tenía todas
las virtudes de la versión original. La mujer volvió a felicitarlo por su
cumpleaños y le preguntó si ya cenarían. “No, lo esperamos a Mickey, así
comemos todos juntos”. Estuvo a punto de contarle a ella que ya no
volvería a la Compañía, pero no quería intranquilizar a la buena mujer y
no había motivos, todo seguiría igual, o mejor, en aquella casa, salvo que
él se exiliaría en el ciberespacio. Se encerraría en su escritorio, su isla, por
horas y, con su notebook, se dedicaría a viajar por el mundo sin moverse
de allí. No lo tenía muy claro, pero hacía años veía que los diarios en papel
ya no iban más porque la gente no leía como antes, porque los
workohólicos no tenía ni tiempo ni paciencia para dar vuelta la hoja y leer
artículos escritos el día anterior con noticias siempre viejas para la
velocidad a la que ahora ocurrían las cosas. Era cuestión de tiempo, las
noticias y los análisis le llegaban a la gente de otra forma, la vida ahora
era estar permanentemente on-line, frente a una pantallita, conectados por
el celular, internet, el satélite, la Palm, el nuevo blackberry, y pronto
Apple lanzaría el IPhone. El placer de leer estaba quedando para los fines
de semanas o las vacaciones. El tiempo iba demasiado rápido, los días
venían demasiado cortos, las horas duraban menos de sesenta minutos y
los segundos se esfumaban como la arena de los relojes de arena. Chau
Compañía, adiós diario, hola ciberespacio, se dijo a sí mismo, hablando
solo, y se rió, se sentía alegre.
Entró en su dormitorio y se sintió en casa, aunque en realidad aquel
dormitorio era casi una réplica de una habitación de un Hotel Sheraton, un
típico capricho suyo del que sus hijos se reían, aunque cuando él no estaba
ellos siempre peleaban por estar allí por la razón contraria, ya que amaban
sentir que viajaban a cualquier lado. Hasta aquel día viajaba tanto y estaba
tan acostumbrado a vivir en las habitaciones de hotel, que se había hecho
decorar su cuarto y su escctirotio de la misma forma, así cuando estaba de
viaje no extrañaba tanto su casa. Era una idea muy loca, pero funcionaba.
Se sentía un poco más en casa de esa manera. Cuando estaba allí -no
demasiado- tenía un televisor muy grande siempre encendido en CNN o en
el canal FTV, en Mute, con el equipo de música puesto siempre en la radio
de FM de la Compañía, adonde hasta aquel día había sido el comentarista
de las noticias económicas. Tenía mucha luz, ya que su departamento daba
al zoológico y desde allí arriba se veían árboles y cielo azul, y sólo más
lejos edificios y la embajada de los EE.UU., lo que a él le divertía,
fanático como era del capitalismo y la democracia.
Su notebook estaba siempre encendida y con todas las ventanas
abiertas (Msn, Outlook, páginas de Internet con informes financieros y los
mercados on line en Bloomberg, y su Yahoo, y el diario La Nación
(Google recién empezaba a popularizarse). Y el Skype para hablar con sus
amigos del mundo, o llamar a cualquier persona a su celular en casi
cualquier lugar del planeta, o al menos del planeta que vivía on-line. Pero
de nuevo la pregunta resonó como si hubiera recibido un nuevo mail y el
señor Windows XP le avisaba con su sonido. ¿Cómo haría lo que quería
hacer? ¿Cuál era el plan B? Miró su notebook y lo supo. Viviría en el
ciberespacio, se mudaría allí, aunque nadie sabía donde quedaba
precisamente (¿abajo?, ¿entre las nubes como un nuevo Dios?, ¿adónde?).
Y llegaría a la gente a través de sus computadoras, sus mails, y pronto a
sus celulares, a todos los que amaban vivir online. Le encantaba el mundo
en que le había tocado vivir.
Era un optimista extremo, que chocaba contra la pesimista moda
generalizada que sostenía que el mundo empeoraba, que la pobreza
aumentaba, que la corrupción y la inmoralidad ya no tenían límites, que el
futuro sería mucho peor que el pasado, que el capitalismo era cruel, que
sólo quedaba vivir al día y ser un existencialista por default, ya que el
cambio climático lo inundaría todo, y los polos se derretirían y el agua
dulce de los témpanos se mezclaría con el agua salada de los océanos, y
que la combinación de todo aquello cambiaría las corrientes y el clima
mundial. Sólo el Titanic se salvaría, si existiera, porque no habría un
iceberg con qué chocar, vaya con la paradoja. Y sobre eso, se decía que la
guerra contra el terrorismo no tendría fin y que el petróleo se acabaría y
que los sustitutos serían tan caros al principio que modificarían todo el
american way, etcétera, etcétera. Y sobre eso, pronosticaban los
apocalípticos, el imperio americano se caería, el dólar se usaría como
papel higiénico, el capitalismo salvaje fracasaría y la Calle del Muro (Wall
Street) se caería como el muro de Berlín, y en 10 años los chinos
mandarían. Y de Goodbye Lenin se pasaría a Hello Mao. Y tantos peligros
más, un festival de paranoia apocalíptica. “El pesimismo siempre vende,
Diego -solían hablar con Esteban en sus días cínicos-, la gente necesita
creer que todo a su alrededor va a explotar así como los chicos creen en
los fantasmas y ven películas de miedo los sábados a la noche”. Tenía
razón: los profetas del Apocalipsis vendían bien, como los maltusianos en
el pasado, pero eran pavadas, pensaba él, esto sólo es otro ciclo más de
destrucción creadora, un nuevo Big-Bang planetario. Sólo el cambio
climático, Gaia que se defendía y un mundo que iba perdiendo sus
principios lo preocupaban y mucho, pero él creía que el planetita sería
cada vez mejor, maravilloso, intercomunicado, que el Siglo XXI será un
nuevo renacimiento pensaba. “Los neomalthusianos son unos perdedores
que proyectan su malestar al resto de la gente”, aseguraba. Se sintió feliz,
liviano, optimista, pese a lo que estaba ocurriendo a su alrededor, en el
país, en la siempre pendular América latina. Miró la notebook sobre su
escritorio y pensó qué tan lejos podía llevarlo. Pensó que tres décadas
atrás escribía con una vieja máquina Olivetti que le destrozaba la espalda
y el cuello, había que usar un incómodo disco para comunicarse por
teléfono y nunca andaban. La sola idea de la pc combinada con la
comunicación electrónica y todas sus aplicaciones eran ciencia ficción
hecha realidad para él, que venía de la galaxia Gutenberg, aunque normal
para sus hijos nacidos en plena galaxia Gates. Pero la ciencia ficción
siempre llegaba y se hacía realidad. Le gustaba vivir en ese momento
particular en que el mundo subía un gran escalón, aunque pocos se daban
cuenta y menos aún lo valoraban. Si algo lamentaba era que no había
llegado nunca a hacerle un buen reportaje a Bill Gates, ni siquiera un mal
reportaje, nada. Se habían cruzado en Davos, en el Foro Mundial
Económico, habían conversado brevemente presentados por un tipo de
Microsoft de la Argentina, y nada más. Lástima. Había sido como cruzarse
con Dios y no preguntarle porqué siempre le iba mejor a los malos.
¿Tendría respuesta?
La gente lo aburría últimamente, impaciente como era. Se preguntó en
qué lugar del planeta encontraría personas como él mismo, aunque no
pensaran como él, sino simplemente que pensaran, gente que no fuera con
la manada, gente que se atreviera a ser políticamente incorrecta. La
buscaría y la encontraría, se prometió. Gente que prefiriera el amor al
sexo, el futuro al pasado, la alegría a la amargura, el vaso medio lleno al
vaso medio vacío, una flor a un cigarrillo, sonreír a quejarse
cotidianamente, una película con final feliz antes que un dramón con litros
de ketchup salpicados por la pantalla. Y la lista seguía. Pensó que le
gustaría irse a alguna isla pequeña del Caribe por unos días (soñaba con un
ciberespacio caribeño para tomar sol, y si alguien quería encontrarlo, que
lo buscara en su celular o en su dirección de mail, en su pc, era un hombre
on-line). Pero no tenía con quien ir. El, un tipo conocido y hasta ese día un
workahólico más, no era nada más que otro “hombre de ningún lugar” de
la canción de los Beatles. Ni una ovejita conocía para que lo acompañara.
¿Cómo había llegado a esa situación?, se preguntó. Viviendo en una
burbuja, en un tupperware, como tanta gente, fue su respuesta.
Esa noche, cuando se fue a dormir luego de apagar sus 50 velitas en
una cena íntima con torta y helado, aceptar que Mickey y Zanahoria (el
nickname de su hija, que le había quedado como nombre, claro) le
organizaran una fiesta para el sábado, se dio cuenta que estaba feliz
(tercera vez en el día), supo que dormiría bien y que quizá hasta soñaría
otra vez. Sus hijos seguían añorando tener un padre normal, aunque ya se
habían resignado a que ello no sería posible. Y en el fondo, lo
comprendían y lo admiraban, aunque todavía no se habían dado cuenta de
ello. Tardarían años en saberlo. Así era la vida. Recién ahora, él mismo
comenzaba a comprender el duro dilema que enfrentó su padre al tener que
elegir entre la dignidad y la vida durante la segunda guerra mundial. Claro,
era fácil tener dignidad con un pasaporte al día con visa a los EE.UU. o a
donde quisiera, como él. Lo que se preguntaba era si, como su padre,
estaba metido en un país adonde quizá en el futuro tendría que enfrentar
dilemas parecidos a los que enfrentara su mismo padre hacía más de 70
años. “Las historias siempre se repiten, la primera vez como tragedia, la
segunda como comedia”, o peor, como caricatura, pensó él, y volvió a
reírse.
Antes de irse a dormir le ocurrieron dos cosas. La primera, tuvo un
feroz deseo de hacer el amor, por primera vez en mucho tiempo. Lo
segundo, se miró en el espejo, se sonrió a si mismo como un idiota y se
sintió bien por lo que veía. Ya no era más Diego Hartman, el analista
económico estrella de la Compañía, ahora sería Diego, aquel tipo que
había dicho Basta y desapareció en el ciberespacio. Con sus 50 años recién
cumplidos, ya no se moriría de un infarto porque acababa de eliminar el
principal causante del estrés, que era la tensión que acababa de dejar, sus
hijos estaban comenzando a hacer su vida propia, ¿y él? Tuvo aquel miedo
a la libertad descripto por Eric Fromm, claro, glup. ¿Soportaría esa vida,
ahora que se mudaría de la galaxia Gutenberg a la galaxia Gates? Su Dell
computer lo esperaba allí, para empezar una nueva vida dentro de su
vida...

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Capítulo X, el día menos pensado


Era un atardecer de aquellos con el cielo limpio, azul, aparecía la
primeras estrella y la vida parecía amable. Esteban y Diego se acaban de
sentar en la galería, rodeados de una tranquilizadora arboledad, incluído el
ciprés de Arizona que plantara el dueño de casa hacía años.
Más lejos se veía la cancha de tenis, cerca de ellos estaba la piscina.
Cecilia los había dejado solos, sabía que Esteban se relajaba conversando
con su amigo. Sabía que Diego estaba en medio de su tormenta del
desierto personal y que su marido haría algo. La emocionó pensar que la
vida ofrecía cosas tan sencillas y profundas como la amistad, la compañía,
todas esas cosas que le hacían tan bien al alma. A ella le ocurría sólo con
Patricia, pero su amiga estaba en Nueva York hacía años y aunque vivían
on line y hablaban todos los días por teléfono, Skype, video y audio,
celular y más, no era lo mismo que estar juntas, como cuando eran chicas,
jóvenes, cuando todo empezaba y se fumaron su primer cigarrillo juntas.
Pero Paltrow había prometido que volvería a la Argentina en unos meses y
para siempre, ¿lo haría? Nadie le creía. Ni ella misma.
- Cuando la veo a Cecilia siento que ella es mi lugar en el mundo -dijo
Esteban, cuando ella los dejó solos.
Se quedó en silencio por un momento, pensativo. Y al rato siguió.
- Te voy a contar algo que nunca dije, ni a mismo -empezó a hablar,
con una cocacola en la mano-. Hace unos cuatro años, cuando me acercaba
a cumplir 50 años, tuve una crisis, todo me parecía ridículo, me aburría.
Tengo una de las empresas más grandes del país, soy lo se llama un
hombre exitoso, pero no me interesaba nada, lo que quisiera lo tenía, todo
y más, y no me entusiasmaba nada, ni me creía que eso era el famoso éxito
ni mucho menos. Me dieron ganas de volver a mis 17 años y empezar de
nuevo. Una mañana me levanté y pensé que quería subirme al velero e
irme solo a dar la vuelta al mundo, como un tipo la tele, cuando éramos
chicos, se llamaba Adam Troy. ¿Te acordás?
- Claro que me acuerdo, vivía en una goleta que se llama Kon Tiki y
andaba de aventuras por la twenty century fox, seguramente en alguna isla
artificial de Hollywood. Aunque vos podrías dejarlo todo como acabo de
hacerlo yo e irte a recorrer el paraíso en serio, te podés comprar más que
una goleta, quizá hasta el Queen Mary, aunque debe gastar mucha nafta.
Cecilia te seguiría hasta el fin del mundo y más.
- Pero yo estaba mal, era una gran crisis, ni entendía lo que me pasaba.
Hasta empecé a aburrirme de Cecilia.
- A todos les ocurre a veces... dicen eso, yo no llegué a vivirlo...
- Claro, me olvidaba que sos un romántico empedernido que está solo
no sé por qué...
- Porque no me quiero como se quieren los psicópatas, porque pienso
en los demás más que en mi mismo, porque no me siento atractivo, porque
tengo la autoestima muy baja, porque llegué alto de puro inseguro, porque
respeto a las mujeres, pero ellas quieren que decidan por ellas y no se
enamoran de los tipos que las respetan tanto, esos “buenudos” tibios,
aunque digan todo lo contrario... ¿Alcanza o querés saber más?
- Pero estuviste casado con una mujer maravillosa que te quería como
ninguna.
- Será por eso que estoy solo. “Diego, me decía jugando Anna, como te
quiero yo no te va a querer nadie”... Era cierto. Nunca volví a hacer el
amor dese entonces, aunque parezca increíble en estos tiempos light. Me
conmovía. Era como Audrey Hepburn desayunando en Tiffany y jugando
con el lindo gatito...
- Sí, flaco, pero hablábamos de mí.... Estábamos con mi crisis, no con
la tuya... Y se rió, pero enojado. En su empresa, por mucho menos, hubiera
echado a un gerente.
- Tenés razón, Bwana Santana... Seguí con tu crisis.
- Me quería ir del planeta, Diego, quería huir, me sentía agobiado con
tantas responsabilidades. La gente cree que tener una empresa como la mía
es fácil, pero nunca descanso, no paro de trabajar, de pensar, de
anticiparme a lo que vendrá. De lunes a lunes. Los empresarios también
son trabajadores, ¿lo sabías?
- Sí, aunque los argentinos creen que ustedes son uns vagos, de hecho
cuando hablan dividen a la sociedad en “empresarios y trabajadores”, que
es un acto fallido para decir que los empresarios nunca trabajan.
Y se rió. Esteban lo miró otra vez con su cara de “dejá de decir pavadas
y escucharme...”.
- La cuestión es que eso, más mis cuatro hijos, con mis padres ya
grandes, con una hermana complicada que algún día te contaré, los casi
2.300 empleados que tenía mi compañía en aquel momento, todo, se me
hacía agobiante. Y me quería escapar. Y empecé a hacer pavadas, y creí
que se trataba de Cecilia, que ya no era como antes, que ya no la quería,
que el matrimonio se gasta, eso que dicen todos los idiotas que cuando
están en crisis le echan la culpa a quien tienen más cerca y lo destruyen
todo...
- Ya sé, te llamó Zeta Jones y te propuso dejarlo a Michael Douglas por
vos... No puedo creerlo, vos con una crisis, ¿no eras perfecto? ¿No sos
como la nueva economía, irrompible?
- No Diego, la vida es más complicada que eso. Y el ciclo económico
no murió. Y no fue Zeta Jones, fue mejor, ya sabés, tengo la mala suerte
que me persiguen las mujeres...
“¿Mala suerte?”, pensó Diego, su amigo se quejaba de algo que la
mayoría de los hombres envidiarían.
- Y no soy tan buen tipo como vos -seguía hablando, como si al fin
algo se hubiera desatado en él y ya no pudiera callarse-. En realidad, soy
todo lo contrario. Ninguna mujer me interesaba, lo que me hace más
seductor según tu teoría sobre las mujeres, el amor y el desamor.
Brindaron con Coca Cola, como dos amigos inocentes, que lo eran. Diego
no sabía si reírse o llorar por aquel drama de su amigo. El sabía que había
habido otra mujer, lo sabía todo. Hasta había salido en las revistas sobre
“ricos y famosos y felices”, fue la única vez que Cecilia y Esteban
aparecieron en público por un escándalo. La típica historia del tipo exitoso
visto por un fotógrafo saliendo o entrando de algún auto con una mujer
misteriosa y atractiva en algún lugar del Caribe holandés. Todo duró nada,
lo que duraban las noticias en la Argentina espasmódica. Luego, ocurrió
septembereleven y aquello arrastró el interés de la gente hacía el desastre,
y nadie más habló de aquello, sino de la tragedia de los Santana.
Oscurecía. Los perrazos de Cecilia ladraban cada tanto, se acercaban
demasiado, y Diego se ponía nervioso, no le gustaba cuando lo olían y le
pasaban la lengua, era fóbico, como todo antihéroe.
- Nosotros no éramos amigos entonces, vos me habías entrevistado, nos
acabábamos de conocer. Me llamó la atención que hubiera un periodista
serio, que no quisiera hacerse amigo mío para pedirme una pauta
publicitaria para su programita de cable.
-Ya no soy periodista, sólo economista -bromeó él, pese a que algunos
de sus amigos importantes (esos nombres que ni podía mencionar) solían
decir que era el mejor periodista del país.
- Pero un día todo esto que te estoy diciendo se me escapó de las manos
y se lo dije a Cecilia.
- La gente suele decir que esas cosas nunca se cuentan, que nunca hay
que cometer un sincericidio con las personas que queremos, que es
innecesario. Yo nunca supe qué es lo mejor, sólo que no sé mentir sobre
esas cosas serias ¿Lo de la Zeta mejorada en el Caribe holandés también lo
supo?
- Me gusta como me estás ayudando, Hartman -le decía así cuando se
enojaba-. Claro. Un psicoanalista diría que me traicioné a mi mismo e hice
que nos descubrieran para que ella se enterara de todo. La cuestión es que
al otro día de lo de la revista llegué a casa y ella se quedó mirándome, se
le empezaron a llenar sus ojos de lágrimas y no decía nada, nada. Y nada
es más demoledor que no te insulten, que no te peguen, que no te griten ni
te tiren un florero que vale 5 mil euros, nada es más desolador que el
silencio y las lágrimas de alguien que querés. Nada, sólo se fue a hablar
por teléfono con nuestra amiga Patricia, se encerró durante una hora, esa
noche durmió en su escritorio, y a la mañana la llamó a mi secretaria y le
pidió un ticket a New York en clase turista, ya sabés que ella es amarreta
como toda vieja rica, y se fue en el primer vuelo. Seguía llorando. En la
noche anterior yo la seguía por el escritorio tratando de hablarle, pero no
me hablaba, me acuerdo que estaba descalza y con una media blanca y otra
azul, ridícula, sólo me miraba y tenía los ojos hinchados y un pañuelo
mojado, daba asco, pero no hablaba. Y al otro día se fue a hablar con
Paltrow, su mejor amiga.
- Nunca la conocí... Sólo escucho que ustedes siempre hablan de ella.. -
dijo, para llenar tanto silencio.
- Era el 10 de setiembre de 2001, a la tarde. Llegó a Nueva York a la
madrugada, la esperaba una limo que le mandó Pato y se fue a la Torre
Dos, al piso 45, a verla. Yo lo sé porque hablé varias veces con Pato
aquella noche y ella me decía de todo, que cómo había podido hacerle algo
así a Cecilia, que era un idiota, pero que la iba a convencer de cómo la
quería, que me quedara tranquilo, que ella se iba ocupar. Estaba más
enojada que
Cecilia y tenía sus propias razones, que no vienen al caso, claro. Y
después ocurrió lo que ocurrió. El que se ocupó fue Bin Laden.
Y entonces Esteban el héroe se puso a llorar. Primero se le mojaron los
ojos. Y de repente le caían lágrimas y no las pudo dominar. El empresario
frío, admirado, lleno de amigos, no tan amigos y hasta unos cuantos
enemigos que lo envidiaban por su frialdad y por ser siempre el mejor, el
que llegaba primero, el que muchos imaginaban ministro, hasta presidente,
el de la sonrisa fácil en las revistas que veían sus propias esposas, el tipo
aquel por el que las mujeres morían cuando lo veían pasar con sus clásicos
trajes azules, ojos azules, camisa blanca, corbata bordeau y mocasines
oscuros y el pelo siempre despeinado cayéndole sobre los ojos, ese,
Esteban, se puso a gemir, a balbucear y a llorar casi silenciosamente. Se
derrumbó al fin.
Oscurecía y Diego no sabía qué decirle a su amigo, a su mejor amigo
de aquellos años, quien de golpe envejeció un poco. Hasta le pareció que
su cabello rubio se convertía repentinamente en blanco.
Diego se quedó en silencio, a su lado. La persona que más admiraba en
el mundo ya no era perfecta. Eso sí fue un golpe para él, que necesitaba
creer en alguien que no le fallara a los demás.
Dos horas después estaban cenando allí mismo. El comedor era cálido.
Tenía el toque clásico y alegre que le daba Cecilia con sus detalles aquí y
allá. Madera, floreros sencillos llenos de flores como si los hubiera puesto
allí el mismo Picasso de las Petit Fleurs, cuadros sencillos y alegres,
surrealismo e impresionismo, bibliotecas llenas de libros aquí y allá.
Diego se preguntó si aquel Van Gogh de la pared sería verdadero, pero
nunca lo preguntaría, prefería no saber, qué importaba. La comida
excelente, diferente, casera, Pero nadie tenía hambre ese día.
-¿Y ahora? -le preguntó Cecilia. Era la pregunta fatal-. ¿Hiciste la lista
de lo que querés para tus próximos 30 años de vida, o como todos pensás
que sos inmortal y seguirás perdiendo el tiempo hasta que sea tarde?
El miró sus ojos, esa mirada cálida. Y de repente se dio cuenta que
Cecilia era más inteligente que lo que él siempre había creído de ella. Le
había disparado directo al alma. Pero al menos él tenía su lista.
- Ante todo tengo tres enigmas que responder. Uno, por qué este país es
un fracaso serial, y repite sus crisis una y otra vez. Dos, por qué la gente se
enamora siempre de la persona equivocada. Tres, por qué a las malas
personas les va mejor que a las buenas en este mundo. Ah, y un deseo, me
voy a volver a casar. Con todo eso ya tengo la agenda ocupada por 25 años
al menos.
Cecilia y Esteban empezaron sonrieron. Agustina no entendía
demasiado a ese amigo de sus padres, tan diferente a sus otros amigos
ricos y famosos. Su papá tenía unas ojeras inmensas y ella se preocupó
¿Qué le pasaría? Los mellizos no estaban, tenían una fiesta con papas
fritas y cocacolas. Agus cenó rápido, se devoró la comida, pidió permiso y
se retiró. Sabía cuando debía levantarse. Eran casi la familia Von Trapp en
persona, aunque nadie cantara allí, salvo Cecilia en la ducha cuando lo
arrastraba a su Esteban.
- No existe la gente mala, Diego -Esteban habló como si pensara en voz
alta, más recompuesto-. No existen los villanos, sólo existe la gente
enferma o la gente sana. Hablo de psicópatas, no de un dolor de muelas...
Diego se quedó pensando. Y se le cruzó una pregunta ridícula: ¿Bin
Laden era, o es, malo o un enfermo, un loco de atar? ¿Había enfermos
buenos y enfermos malos?, preguntó.
- No estoy de acuerdo. Si fuera así, Bin Laden sería inimputable, y vos
sabés que no lo es -dijo, sabiendo que se metía en un tema muy difícil para
esa familia.
Entonces habló Cecilia, a quien no le gustaba hablar de eso, nada de
nada.
- ¿Pero hay una mujer y no nos contaste nada, Diego? -preguntó, para
sacarlos de aquella conversación.
- Nadie, no hay ninguna mujer...
Silencio. Más silencio. Hasta que Esteban volvió a hablar.
- Me parece muy bien lo de querer encontrar una mujer, era hora que lo
dijeras, hace años que estás solo, desde que murió Anna nunca hablaste de
esto.
- Pero tengo un problema -interrumpió Diego-. No me gusta ninguna.
Desde que Anna desapareció, nadie me movió un pelo. Era la mejor
persona que conocí, además de la más linda.
Era un día de confesiones. Nunca lo habían escuchado a Diego hablar
de su anterior vida, cuando estaba casado y feliz, según les habían contado
un amigo en común, ya que él nunca hablaba del tema, jamás. También les
había contado que cuando Anna lo conoció, se enamoró en el primer
segundo de él, y él de ella, y ya no lo dejó más, casi se quedaron pegados.
Lo dejó todo por él.
- Era una de esas mujeres que se hubieran metido en una guerra para
buscarme. Ustedes pueden entenderlo, claro, pero mucha gente no dejaría
hoy ni a su celular Nokia, y menos un Motorola, claro, por un amor, y
menos un mísero Audi A3.
Diego siguió hablando. Nunca había podido hablar de Anna en esos
años, aunque quería, nunca podía. Siete u ocho años después de lo
ocurrido, y no podía hacerlo. Pero aquel día lo dijo todo.
La historia era apabullante. Cecilia y Esteban habían averiguado y
sabían algo de aquello, pero no conocían los detalles. Anna se había ido
por casi tres días, un jueves a la mañana, a un Congreso de médicos en el
Sheraton de Cataratas del Iguazú, Mickey y Zanahoria eran todavía chicos
y aquellos días Diego se tomó tres días enteros para quedarse con sus
hijitos. Le encantaba que su mujer se dedicara a lo que le gustaba. Era una
pediatra que daba su vida por los chicos y sufría por ellos, demasiado
quizá, una vez incluso se vino con un bebé que encontró, abandonado, a la
casa, y lo cuidó hasta que le encontró un lugar adonde estuviera bien. Esos
días Diego pasaba por delante de ella y nada, ni lo veía, era invisible, sólo
abrazaba al bebé porque no paraba de llorar. El no pudo menos que
conmoverse, pero por ver a esa mujer que no hablaba de política, que
nunca se hacía la solidaria, la humana, la progresista, la buena, pero que
hacía, salvaba personas, no se llenaba la boca con palabras y promesas.
Y él trataba de apoyarla como podía, que era otra forma de estar cerca,
otra forma de hacer el amor, de compartir la vida. Entonces Anna sonreía
con aquella dulzura especial, lo miraba con sus ojos grandes de asombro
(“ojos de búho” la llamaba él), y le decía “amor, ya entendí, sos muy
bueno en lo tuyo, pero de esto, no entendés nada”, y se reía, y para que no
le quedaran dudas que valoraba sus intentos ridículos de ayudar, y de paso
meterse y controlarlo todo, se acercaba a él y le daba un beso largo, un
poco mojado y siempre con gusto a chicle de frutillas, pegaba sus labios a
su oído y le decía “Amor, lo que yo quiero es que me hagas el amor dos
veces por día, que me molestes dos veces por día, eso es lo que quiero de
vos, porque eso me hace sentir mujer y una mejor persona”. Y a él le
encantaba escucharla, discutir, sus ideas siempre diferentes y
políticamente incorrectas, como las de él mismo. La admiraba, la soñaba,
la amaba, la abrazaba.
Pero aquella vez ella no quería viajar, le costaba dejar a sus hijos, y él
insistió, “no podés preocuparte por todo, yo me ocupo, ya tengo
programadas visitas al Mc Donald, películas para alquilar, conseguí unos
jueguitos con carreras de autos, el Mario Bros versión 2 ya los aburrió y a
Zanahoria le encantan esas cosas, hasta les compré una Play Station, y
entradas para ir al torneo de tenis en el Buenos Aires. Ya ves, no tenés
excusa...”. Ella sonrió y al final se fue. Antes, aquella mañana, antes de
irse al Aeroparque, se despertó y le hizo el amor a Diego con su manera
especial, siempre mirándolo, con sus ojos de buho bien abiertos, con ese
gesto de abandono total y felicidad siempre igual y siempre diferente. Le
mordió la oreja, le besó la boca con ganas, lo acarició en aquel lugar y se
fue a duchar. El quiso llevarla hasta el aeropuerto, ella no lo dejó, “seguí
durmiendo, con tu trabajo loco que tenés, es como la madrugada, me viene
a buscar un auto”. Y él, feliz, felizmente cansado, siguió durmiendo,
aunque le faltaba algo en la cama. Nunca se habían separado desde que se
casaron.
Cecilia lo miraba a Esteban, no soportaba escuchar esa historia pero no
podía dejar de escucharla. Y su marido, con un rostro avejentado, tenía los
ojos fijos, duros, tan duros, en su amigo. Diego siguió....
“Ella estaba sola en Cataratas -contó-, me llamó varias veces aquella
tarde del viernes desde el hotel, ‘no puedo dormir sin vos, me sobra la
cama’, me dijo. En aquellos tiempos viajar con un teléfono celular no era
usual, así que no sabía nada. Por lo que deduje luego, decidió darnos una
sorpresa y volverse antes, aquel viernes a la noche, apenas terminó el
Congreso y sin esperar el vuelo del sábado. Ella era así, vivía rápido, como
yo, era concretita, impulsiva, decidía algo y lo hacía. Se consiguió un auto
que la llevara hasta Posadas y allí se subió a un vuelo de Austral, el
famoso vuelo 2553 que cayó en medio de una tormenta o explotó en el
aire, nunca quedó claro, y murieron 74 personas, o 75. Fue el accidente
aéreo más grave de la Argentina.
- No puedo creerlo -dijo Cecilia, que empezó a temblar y tomó con su
mano la mano de su marido. Se le escapaban las lágrimas, como siempre,
y empezó a respirar mal.
- Fue una tormenta perfecta, Cecilia: un avión en que un indicador del
tablero funcionó mal, una tormenta que no estaba prevista al salir, una
falla mecánica que la tripulación no podía comprender con la información
disponible. Y no sé que más, Anyway. Sólo quedó un cráter adonde se
estrelló el avión, o lo que quedaba de él. Ni los cuerpos, por eso siempre
tengo la sensación que ella se esfumó, desapareció, y que va a volver.
Estaba en un avión que no era el planeado, un día antes del planeado, sin
avisar, subió a último momento, y todos desaparecieron, se pulverizaron.
Una tormenta perfecta -repitió Diego, otra vez, como un robot. Como si
fuera una mala copia de la novela de Kundera, la insoportable levedad, esa
en que cuando son felices, crash, llega el The End.
Ellos creían que comenzaría a llorar, pero nada, ni una lágrima, ni un
gesto, nada. Apenas sus ojos pestañeaban más rápido. Él era un lloronito,
pero en este caso cero lágrimas. Cecilia estaba aterrada. Se dio cuenta que
su vida había cambiado dramáticamente por un avión que se estrelló, que
fue estrellado en realidad, en la Torre 2 de las Towers, y sabía que pese a
todo, en medio de aquel drama, su amiga Paltrow había estado allí y había
jugado su vida por la de ella, y la había salvado. Pero aquello había sido un
atentado terrorista, fue obra de la mano del hombre, de unos enfermos
desquiciados que habían jugado a ocupar el lugar de Dios. Lo de Anna, la
historia que acababa de contar su amigo, el vuelo 2553 de 1997, había sido
una simple y horrorosa tragedia en donde no había habido nada de maldad
humana, a lo sumo desidia, una suma de errores e inoperancia. Y ese amor
que la hizo volver antes, ella nunca había imaginado que el amor pudiera
generar esas tragedias. Eso era la vida, a veces lo que parecía fortuna
terminaba en tragedia, y viceversa. Eran dos dramas, dos aviones, y sin
embargo todo era tan diferente. No supo qué decir, sólo se preguntó la
diferencia entre un hecho y otro, sin tener respuesta. Esteban, a su lado, no
dijo nada. Ella se puso a rezar en silencio.
Los tres se quedaron callados, cada uno con sus pensamientos. ¿Hacía
falta decir algo más? ¿Había algo que agregar? Nada. Lo que nadie dijo,
pero flotaba, es que ambos, Esteban y Diego, muy en el fondo, se sentían
culpables por lo ocurrido, estaban un poco hermanados en aquel dolor.
Ellos habían desencadenado la tragedia de la mujer que querían. Esteban
por haber tomado el camino incorrecto, había dañado a su mujer, y luego
los hechos se desarrollaron trágicamente. Diego, por amor, había insistido
en que Anna hiciera aquel viaje que la llevaría hasta el vuelo 2553. Dos
gestos tan diferentes habían generado tanto dolor. “Habrá que llamar a
Milán Kundera para que explique todo esto, el destino, las casualidades,
las serendipias, todo aquello que hacía que una vida pudiera cambiar del
éxito al fracaso por un milisegundo de diferencia. “Un segundo, una vida”,
pensó Diego, recordando una película de Gwyneth Paltrow que lo había
fascinado. Se preguntó, por millonésima vez, si Anna realmente habría
subido a ese avión. Durante años mantuvo la loca idea de que no, que a
último momento le dieron ganas de ir al baño, o que no llegó nunca a
Posadas, o que llegó tarde, o que por alguna razón había ocurrido otra
cosa. Ese era un dolor adicional al dolor: no saber qué había ocurrido con
Anna, suponer que estaba en el avión pero no tener la prueba contundente
de que eso había ocurrido realmente. Nada más apabullante que una
muerte sin un cadáver. Y la Argentina, ese país enigmático,
incomprensible, inexplicable, sabía mucho de ese tipo de dolores, pensó.

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Capítulo XI, tostadas de frambuesa con más


lagrimitas
Cinco años después de decir Basta, Diego estaba con Mujer Sonrisa en
una confitería con aire neoyorkino en medio de San Isidro, un vecindario
en donde todos parecían ricos y felices, aunque quizá no fueran ni ricos ni
felices. Penélope y Ulises, ya que así se llamaban en el ciberespacio, se
sentaron juntos en aquel sillón, porque no había otra forma de conversar y
quizá hasta porque deseaban sentarse juntos, incluso más de lo que ellos
mismos sabían. Había una mesita baja frente a ellos para las bebidas, o las
tortas y las tartas. El lugar se llama Seven Eleven y era más
norteamericano que la serie Friends, cosas de los países con una
personalidad prestada. Aunque en realidad los dos estaban sentados sobre
el famoso puente sobre aguas turbulentas, en esos momentos de una date
en que ninguno de los dos sabía qué hacer ni qué decir. En este caso todo
era más complicado, porque ella ya había aclarado que no buscaba amor y
él le había explicado que no le interesaba el sexo, en esa trasposición de
roles, valores, deseos y costumbres entre hombres y mujeres consistente
con el pos-posmodernismo. Era el momento ideal para despedirse y no
verse nunca más, pero ninguno de los dos daba el primer paso, ni para
acercarse ni para alejarse. Era un absoluto empate técnico.
Así que pidieron sus “tea for two” con tostadas y se dedicaron a
hacerse el famoso test de la primera date. Hay que decir que él seguía con
deseos de irse de allí no sabía porqué. Aquella frase, “¿y vos qué verso me
vas a hacer?, resonaba aún en su cabeza. Para peor, ella comenzaba a tener
cierto temor a que él fuera otro de los tantos que se enamorara de ella y,
peor aún, que se lo dijera a quemarropa, sin anestesia, pese a que se sentía
cómoda allí, con ese extraño que cada media hora la amenazaba con irse,
años que no se sentía tan cómoda. Tanto que en algún momento temió que
se abriera una puerta y entrara el mismísimo Esteban, con el corpiño de su
bikini en la mano como lo había hecho aquella vez hacía 37 años, y todo
volviera a empezar.
Así que ella comenzó a contarle su vida. No toda su vida, sino la
versión for export, un poco light, le habló de su marido Kennedy con
delirios de poeta, le habló de su segundo marido que fue un poco como un
padre para ella, le habló de su carrera en Chicago y sus discusiones con
Milton Friedman sobre si la inflación era siempre un fenómeno monetario,
le habló de sus hijos, ya grandes, cada uno estilo iuesei y viviendo lejos de
home sweet home, le habló de su trabajo en el banquito de inversión y de
su preocupación por las burbujas. De lo único que no habló fue de Esteban
con el corpiño de la bikini en la mano, claro. No le dijo que su frase de
cabecera era la de Gloria Vanderbilt (“Si mi marido era Dios, él era
Zéus”), hablando de Marlon Brando Santana.
Ulises la escuchaba. Le hacía tostadas con mermelada y se las daba en
la mano, por un momento deseó ponérselas en la boca pero no, ella era una
mujer cosmo, neoyorkina para peor, un auténtico amo del universo en
versión mujer, a la defensiva para peor, y él no sabía porqué y ella no lo
diría nunca.
Así que empezó a aburrirse de todo aquello, de que ella le contara su
vida como si estuvieran en Hollywood, distante, como si hablara de otra
persona. Le gustaba la mujer, aunque sentía que ella estaba escondida
detrás de su disfraz, como 9 de cada 10 mujeres del pos-posmodernismo
que decían no necesitar a nadie.
Así que decidió desnudarla, pero no a su cuerpo, sino a su alma, que
era lo que ella necesitaba, lo que todos necesitan y lo que él mejor sabía
hacer. Como en sus antiguos reportajes, le pondría el exprimidor y vería
qué encontraba, porque intuía que allí, en esa cabecita con cabello
ondeado, con esos ojos azules casi transparentes, había más, demasiado
más de lo que decía.
- ¿Pero sos feliz? -le preguntó, con su mejor cara de yo no fui.
- Claro que soy feliz, ¿no se me nota?
- No, no se nota, sólo te hacés la mujer feliz.
- ¿Y vos cómo lo sabés? -dijo ella, enojada, preguntándose otra vez
quién se creía que era ese tipo agrandado y soberbio, pero que la atraía
porque no era ni agrandado ni soberbio, sólo seguro de sí mismo.
- Porque si fueras feliz podrías mirarme a los ojos cuando me hablás.
Porque si fueras feliz habría emoción en las cosas que contás y no
parecería que hablás de otra persona, a la que apenas conocés.
Y claro, allí volvieron las lágrimas, los ojitos de colores se
enrojecieron y todo el gesto de ella se transformó, dejó de ser la Carrie de
Sex and the City o la mítica Vivian Leigh, y se convirtió en la Catherine
Deneuve de una película francesa, o peor aún, checa, llena de un dolor
insondable. El pensó que se había excedido, sintió que debía tomarle la
mano y deseó ponerle la próxima tostadita en la boca, pero no, a una reina
no se le toma la mano sin permiso salvo para el besamanos, y menos se
usa una tostada como objeto sensual. Así que decidió esperar que dejara de
llorar, si ello ocurría. Recordó una película adonde una mujer explicaba
que si comenzaba a llorar no terminaría de hacerlo. Había que bajar la
presión por un rato, pero no era el mejor momento para contarle aquella
historia. Así que le puso mermelada a otra tostadita y se la acercó a la
boca, con tan mala suerte que la tostada chocó con su mejilla porque ella
giró un poco. Y con la mejilla con frambuesa quedó más dulce, claro,
ahora parecía una nena traviesa. Tanto que ella volvió a sonreír, una lady, y
la sonrisa que tenía era maravillosa, tanto como sus lágrimas de dos
segundos antes. Pensó en los niños, que cuando son muy chicos pueden
mostrar en su rostro todos los gestos, todos los estados de ánimo, todos los
matices, pasando de la alegría a la tristeza sin escalas. Luego crecemos y
nuestras gestos se endurecen, perdemos aquella frescura, y a nuestros
rostros sólo le quedan un catálogo de 3, 4 o 5 gestos básicos que quedan
cristalizados. Pero ella tenía la capacidad para mostrarse como una niñita,
con todos sus gestos infantiles, sin haberse endurecido.
- ¿Qué vas a hacer cuando seas grande? -volvió a presionar él.
- Feliz -respondió ella, ya sin lágrimas-.
- Me dijiste recién que ya eras feliz, disparó él entonces, ¿o esa era tu
respuesta estándar número 7?
- Pero si vos decís que no soy feliz, quiero ser feliz cuando sea grande,
es lo único que quiero -solo le faltó desafiarlo y preguntarle qué iba a
hacer al respecto, como si ser feliz no dependiera sólo de ella, sino de él.
Y quizá fuera así, quizá la felicidad no dependiera sólo de lo que uno
hiciera, sino con quién lo hacía. El recordó aquel poema de Agustín
Goytisolo, Palabras para Julia, y lo empezó a recitar, era todo un viejazo
aquello.”un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, son como
polvo, no son nada, no son nada. - Ahora sí podrás decir que te hice el
verso -terminó él, haciéndole jaque mate.
Ella tomó la taza de té con las dos manos y se la llevó a los labios,
aunque lo espió por encima. Aquel tipito la estaba poniendo muy nerviosa,
a ella, que no solía ponerse nerviosa ante nada ni nadie. No dijo nada más
por un rato, sólo lo miró con sus grandes ojos fijos y le sonrió, aterrada,
todo al mismo tiempo.
El había comenzado a desnudar su alma, y le gustaba lo que estaba
encontrando. Y quizá a ella le empezaba a gustar que la desnudaran sin
abrirle ni un botón. Tuvo unas irrefrenables ganas de abrazarla sin saber
porqué. Pero no lo hizo. Ella recién empezaba a salir de la armadura y
buscaría cualquier excusa para escapar de allí saltando, como si tuviera un
resorte, para volver debajo de la cama. Oscurecía en San Isidro. Deseó
tomar el celular, llamarlo a Esteban e invitarse a cenar con ella para pasar
una velada sin más profundidades. No era un día para más conversaciones
densas, el alma de esa mujer, pensó, era demasiado frágil, parecía
convalesciente. Y su propia alma, también. Aquella cita tenía pronóstico
reservado y él empezaba a tener la sensación que detrás de Mujer Sonrisa
había también una Mujer Ternura y una Mujer Tsunami. Iba a hacerle la
pregunta número tres de su repertorio, ¿por qué una mujer como ella
estaba sola en la madrugada, existiendo la fórmula de la felicidad llamada
“dormir cucharita”?, pero no, tampoco, había sido demasiado por ahora,
tenía que aprender a nadar mejor antes de tirarse al agua.
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Capítulo XII, la soledad en first class


Patricia Paltrow seguía comprando y vendiendo bonitos en su banquito,
y seguía pensando en Esteban el héroe por las noches, quizá hasta se
autogestionaba pensando en él, pero no, ella no hacía esas cosas, tenía
otros sistemas para engañarse y hacerse trampa, mucho más sutiles.
Un día de septiembre de 2006, un avión de American aterrizó en el JFK
airport, ella era vip así que salió de la primera clase rápido, sin nada de
nada, salvo su cartera Gucci, sus anteojos que usaba para sostenerse el
cabello y domar sus rulos, su vestidito sastre de banquera y noumor,
noumor, noumor. Viajaba así, había ido y vuelto en el día. Afuera no había
una limosina, eso era para las películas y ella, como Cecilia, era una vieja
rica, así que se subió a una yellowcab. Pero el tipo que iba atrás en el
asiento del avión llegó un segundo antes que el taxi arrancara, en un
discreto Audi A4, A6 o A28, vaya uno a saber, al que lo había venido a
buscar su chofer. El hombre, con quien Pato había conversado brevemente
en el pasillo porque era educada y mujer de mundo al fin, abrió la ventana
trasera y le sonrió estilo Richard Gere, y ella, que no tenía ganas de
“gracias, de nada, no se hubiera molestado”, devolvió la sonrisa y nada
más, Obvio. Claro, primero lo escaneó de arriba abajo, era otra de sus
costumbres de reina, observar con delicadeza a sus súbditos. Y sabía
mirar, claro.
Pero el tipo no se dio por vencido. Se bajó del auto y se acercó a la
ventanilla desde donde ella lo miraba. Le habló en francés, claro, el
idioma del amor, y le dijo que le gustaría invitarla a tomar una copa
cualquier día de estos (al menos no le dijo “un trago”, como en las
películas que no lo habían leído a Freud). Ella miró sus ojos, linda mirada
y además firme, el tipo le recodaba a un actor de cine pero no sabía a
quien. Y era altísimo. Era un hombre joven, con esas canas anticipadas de
pelo lacio que vuelven locas a algunas mujeres y las hacen desear meter
sus dedos entre esos cabellos, digamos que maternalmente o no tanto. El
hombre le dio una tarjeta. Ella le agradeció y le dijo que lo llamaría, ¿qué
iba a decir? Y bostezó. Capaz que no era un hombre tan joven, sino un tipo
de esos que vivían por el mundo como ella y envejecían rápido si antes no
se morían de un infarto por llegar en el límite mismo a tomar un vuelo. Y
le gustó que el tipo hiciera que las cosas pasen, eran de los que manejaban
la vida, como ella, no de esos idiotas que parecen libres pero que están
programados desde que nacieron, en una especie de Truman Show
planetario. Pero a Paltrow todo le parecía aburrido y previsible
últimamente, pese a que sonreía y a veces hasta soñaba con alguien que la
abrazara y se quedara con sus lágrimas. Richard Gere, que no era un Viktor
Navorski perdido en un airport, ni se le parecía, volvió a su auto sin poder
salvar al mundo. Y ella le indicó al conductor con cara de terrorista iraní
que arrancara, que iba a su Parkaveniú, no quería pasar por su buró, claro.
El Audi A6 o A32 arrancó más veloz, claro, y ella se dio cuenta que el tipo
le recordaba más bien a Robert Redford, claro, era igualito. Casi como un
Kennedy cualquiera, ese estilo, o un alemán pura sangre como en las
películas de la segunda guerra mundial, de esos que se conmovían más
escuchándolo a Wagner en el Tannháuser que con una mujer, aunque ella
fuera también pura sangre, pero sangre judía.
Y entonces ella abrió la ventanilla, rompió la tarjeta en cuatro pedazos
sin siquiera leerla, y la arrojó por la ventana, algo que enojó al taxista
porque esas cosas no se hacen en Niúyork, Niúyork, pero ella en el fondo
era muy argentina y no había aprendido a cumplir las reglas aún, ninguna
regla. Quizá era Robert Redford, quizá era un clon de algún Kennedy y con
esa familia ella no quería saber nada, ya había tenido demasiado. Quizá
era el Ceo de una automotriz alemana. O, lo más seguro, un vendedor de
armas disfrazado de banquero suizo, jeje, ella sabía de esas cosas, con su
trabajo había desarrollado una intuición especial para reconocer a esos
“inversores” y, elegantemente, los mandaba a comprarse egfunds, como
les decía ella, a algún banquero piramidal que los estafara. El tipo era de
esas de personas que estaban acostumbradas a ganar al tenis, al Don Jones,
a las mujeres que le gustaban, a todo. Pero nada, no le interesaba. Volvió a
sentirse como Scarlet O’Hara en “Gone with the wind”, enamorada de la
persona equivocada desde hacia unos 35 años, desde que lo recordaba,
desde aquel día del colegio secundario en que ambos fumaron un cigarrillo
Camel a escondidas y ella entendió por primera vez el significado de la
frase “muero por él” que cada tanto decían sus amigas del college, pero
ella, ingenua y sobreprotegida como cualquier princesa que sería reina, no
sabía qué significaba. Claro que lo aprendió luego, dolorosamente.
Cerró los ojos y se dijo que a lo mejor el taxista era realmente un
terrorista iraní y la secuestraría. Y más, que eso al menos sería algo
diferente en ese día tan aburrido que tenía por delante. Pero no, no habría
secuestro, sólo aquel tránsito enloquecedor en Manhattan, cada tanto un
camión de bomberos que pasaba con su sirena (¿lo harían para atraer al
turismo o iban a salvar a un lindo gatito?), y el celular comenzó a vibrar
una y otra vez. Ella no atendió, claro, sobre todo porque el ID no detectaba
de quien se trataba el llamado y las reinas no atienden el teléfono sino
saber de qué se trata. Pero se aburrió, acaban de cruzar el gran puente y ya
se acercaban a casa, 10 minutos más del ruido global adrenalínico. Al
final, atendió.
- ¿Patricia Paltrow? -preguntó la voz, que ella no conocía.
- ¿Quién es?
- El hombre del avión, te di una tarjeta hace menos de una hora -su
acento efectivamente era germany.
A ella no le gustó nada, pero al mismo tiempo la impresionó un
hombre tan decidido. Heil Hitler, pensó, con humor negro. “La vida es
como un marido golpeador, cada tanto te trae flores para renovar la
licencia de los golpes”, pensó, sin saber en que novela había leído esa
frase.
- Seguro tiraste la tarjeta, la rompiste en cuatro -agregó, y comenzó a
reírse.
¿Cómo sabía tanto ese tipo?, se preguntó ella. ¿Al final sería de la Cía?
- Soy Edwards, Andrew Edwards.
Lo dijo como quien decía “Bond, James Bond”. Ella se rió. Era un
simple Eduardo Andrés desapellidado.
- Ahora entiendo, también tenés rayos X y tu teléfono celular saca
fotos y dispara misiles de alcance medio -bromeó, aunque ya no se sentía
tan segura como cuando tiró la tarjeta.
- Nada de eso. Tuve deseos de conocerte y conseguí tus datos con la
azafata, no es tan difícil, la vida es en euros, todavía. Y en mi oficina me
consiguieron tu teléfono. “Y yo haré despedir a esa azafata, no tengas
ninguna duda”, pensó Paltrow, y apretó End. Pero el celu volvió a vibrar. Y
ella lo apagó otra vez. Faltaba poco para llegar a casa. Estaba enojada,
halagada, ya se sabe, las mujeres pueden tener muchos sentimientos
contradictorios al mismo tiempo, no hay que comprenderlas. Para
racionales e idiotas están los hombres.
El taxi llegó a casa, conducido por el terrorista iraní malhumorado,
como todos los taxistas de Niúiork. Ella pagó y le dio 20% de tip,
esperando que le abriera la puerta como si fuera Grace Kelly en High
Society. Pero nada, el tipo odiaba el capitalismo y odiaba la vida. Al
menos le abrió la puerta el portero de su edificio, vestido como si fuera un
almirante y la saludo con un amable Jelou Misis Paltrow. Cuando ella
llegaba al ascensor el hombre volvió a hablar: - Trajeron un presente para
usted, un segundo. Y la dejó esperando. Claro que eran flores, dos docenas
de rosas color vino tinto. Sin tarjeta, pero era obvio quien las enviaba.
James Bond, el nazi de la Cía, alias Andrés Eduardo Desapellidado.
- Ah, qué lindas son -sonrió ella, fijándose si les habría agregado
perfume Carolina Herrera, ya que en este mundo ni las flores olían como
antes. Pero no, cero perfume.
- Por favor -dijo ella entrando al ascensor- ¿Las puede tirar?. Y apretó
el 9, aunque si ella creía que el tipo dejaría las cosas así, era obvio que eso
no ocurriría. Así que cuando llegó arriba, entró en su departamento, saludó
a la mucama y a su perro Beagle que empezó a ladrarle como si hubiera
descubierto América, y se metió en su dormitorio, el perrito la seguía, ella
a veces lo llamaba Yeneral Chávez, sólo para embromar, aunque se
llamaba Woody. Se sacó los zapatos, se tiró en la cama, miró la pequeña
montaña de cartas de papel que la esperaban, se acercó a la notebook que
estaba en un escritorcito, al costado, y abrió la tapa. Había adquirido ese
hábito de la gente que está sola (aunque estén rodeados de gente), que es
encender la pc apenas llegan a Home, incluso antes de ir al baño, para ver
los mensajes. Luego, miró su celular, buscó últimas llamadas, encontró el
número del tal Andrew Edwards y apretó Send.
Demoró un rato, no respondió enseguida. Ella colgó. A los treinta
segundos, él volvió a llamarla. Jugaban al ajedrez moderno, que se
llamaba “send and end”, “Hello Goodbye”. Ella ni lo dejó hablar. Siguió
como si siguieran una larga sinfonía inconclusa.
- Mr. Bond, ¿cómo le va? Sólo lo llamo para que me pase a buscar a las
8 de la noche por mi casa, ya debe saber la dirección, hoy mismo, vamos a
cenar, me gusta el River Café, allí en Brooklyn, que su secretaria haga una
reserva, y luego quizá sería bueno una reserva de una habitación en el
Plaza, la mejor, claro, piso 19. A lo mejor la necesitamos, aunque no es
probable. Va a tener que seducirme. ¿Vió la película “Vicky Cristina
Barcelona”? Lo espero...
- Claro, dijo él, 19:59 estaré allí -si el tipo parecía sorprendido no lo
dejó traslucir, era un juego de póker de one millon dólar, algo así como
Propuesta Indecente en donde nadie sabía quién era quien.
Ella apretó End, saludándolo con su voz número 4. Luego lo llamó a
Woody y se puso a jugar con él, mientras comenzaba a mirar sus mails,
que como siempre eran más de los que podía responder. Cuando la
mucama, una latina en Niúiork que hablaba como Desi Arnaz y se parecía
a Jennifer López, le pidió permiso para entrar y le preguntó si almorzaría o
iría a su oficina, ella la miró, divertida. Almuerzo aquí, luego me voy al
banco y trabajaré hasta tarde, tengo demasiadas cosas. Ah, y a las 7 o 7:30
va a venir la señora Denisse, déjela pasar, a las 8 vendrá un señor. Cuando
pregunten por mí, avísele a ella, que irá en mi lugar. Sólo dígale “la señora
ya baja”.
La muchacha se retiró, Woody seguía allí mirándola, casi hablándole,
desde el piso. Ella se rió y buscó el teléfono para llamarla a Denisse, una
amiga con algún parecido a ella misma, que estaba sola y le gustaban esos
enredos y estaría contenta de ir en su lugar. ¿No sería peligroso para su
amiga? Volvió a reír, Denisse sabía defensa personal y manejar hombres
mejor que ella misma. Parecía una de las de sex and the city, la pitomana,
para mayores datos. Le diría que su amiga tuvo que irse de urgencia, él
tipo no se atrevería a desairarla. Y si lo hacía, no importaba, luego se
divertirían con los detalles, con el desconcierto del tal Señor Andrews o
Evans, quien aprendería que con Paltrow no se jugaba. En todo caso ella
decidía con quien jugar, cuándo, cómo y hasta dónde llegar. Pero no la
llamó, lo dejó para después. Apagó el celular y cerró un rato los ojos,
pensando que en unas semanas vendrían Esteban y Cecilia por unos días,
eso la alegraba, había llegado a esa etapa de su vida en que sólo la hacía
feliz tenerlos cerca a sus hijos y a Esteban y Cecilia, y claro, conversar con
él, escucharlo. Ya ni sufría, estaba anestesiada. Tenía tantas cosas que
hacer, tantos viajes, juntas, negocios, y otras cosas que la esperaban, tanta
gente que la llamaba, tantas cosas que decidir, tanto tiempo ocupado con
tantos compromisos que la aburrían, aunque jamás lo admitiría. Antes de
dormirse pensó que tenía que avisarle a Denisse, ella siempre tenía tiempo
cuando la llamaba Paltrow. Se durmió pensando en eso. Y que luego iría al
banco a comprar y vender bonitos y stocks y ver los últimos datos de las
operaciones hechas mientras estuvo de viaje, todo eso al menos le salía
mucho mejor que el amor, algo que ya ni esperaba. Ben Bernanke, el
chairman de la Fed, parecía estar conduciendo bien el mundo y sus bonitos
y sus stocks seguían subiendo todavía, estilo exuberancia irracional, y con
más volatilidad, más compras y más ventas, más compras y más ventas,
igual a 1,0% de comisión sobre cada operación, y a ella le daban un poco
de ese mucho, lo que terminaba siendo bastante, ¿No era maravilloso el
capitalismo? Sí, pero había algo que no le gustaba, Daddy le había
enseñado que cuando los mercados suben demasiado no había que
alegrarse, sino preocuparse. “si ocurre eso se trata de una pompa de
jabón”, terminaba Daddy la frase, pero él ya no estaba y ella sería abuela
en cualquier momento, aunque le había prohibido a su hijo usar esa
palabra. Así que abrió los ojos y pensó otra vez en llamarla a Denisse para
pedirle que hiciera muy feliz al tipo y que, cuando él o ella se dejaran, que
le aclarara al tipo que si lo volvía a llamar hablaría con algún amigo suyo
de la Cía, del FBI, del departamento de bomberos, hasta de la oficina de
impuestos de los EE.UU., para que no la molestara más, nunca más.
¿Tendría tiempo Dobleiú de ocuparse, ahora que estaba empantanado en
Irak, iba por su segundo período y ya se lo veía peor que al pato Lucas?
Entonces se durmió, sin hacer el llamado a su amiga. Eniuai. Pensó en
ir ella a la date para comprobar otra vez que sólo sentía que no sentía. El
jet lag, la soledad del reinado, la letanía, tantos compromisos y no tener
ganas de ninguno. No se engañaba. Todo lo que tenía no le servía para
nada, ganar muchos dólares comprando y vendiendo, aunque fueran
dólares devaluados, no valía la pena porque la vida se le iba, el tiempo
corría y ella se aburría. ¿Eso era la vida? Tenía que hacer algo, cambiar
algo, y no la decoración de su casa ni su peinado, sino ella misma.
Pensando eso fue que se durmió, con los labios apuntando hacia arriba, y
entre sueños le pareció que el tal Andrews o Evans, junous, se parecía un
poco a su Esteban que no era suyo, todo eso mezclado con lo que sentiría
ella al otro día si los Eteefes que había comprado para sus clientes seguían
subiendo, mientras ella estaba comprada varias veces, también, usando su
margen al límite, demasiado apalancada a decir verdad. En el sueño,
también, apareció mezclada la mismísima Catherine Deneuve en Belle de
Jour, la película sórdida y decadente. Ni hablar de lo que habría sentido si
su Esteban, el verdadero, no la imitación, estuviera allí tan sólo
abrazándola, lo que hubiera significado un orgasmo en el alma, de los
difíciles, de los sencillitos, de los perfectitos, de los que ya no existían.

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Capítulo XIII, solo en la madrugada


Cuando Esteban le había preguntado a Diego qué haría, tiempo atrás, él
respondió “dos cosas”. Encontrar una mujer para sus próximos 30 años y
escribir lo que pensaba, como lo había hecho siempre, pero ahora
refugiado, asilado, exiliado en el ciberespacio.
Pero las cosas no fueron tan fáciles. Antes de volver a empezar tenía
que empezar a terminar. Decir Basta no había sido suficiente, ahora sabía
que el tiempo tenía que hacer su trabajo y que el fantasma de Anna seguía
revoloteando por su vida, sin querer despedirse.
Fue allí cuando comenzó a encerrarse en su habitación “like Sheraton”.
A exiliarse en el ciberespacio, a alejarse de la llamada realidad real,
adonde un árbol era un árbol y una mesa era una mesa, la realidad de la
gente, la de todos los días. Empezó a viajar por el mundo, por la historia,
por la geografía a través del Google Earth, por el mundo de las ideas y de
las imágenes, todo a través de su computadora. Todo lo fascinaba en el
ciberespacio y todo lo aburría a su alrededor, no le gustaba lo que veía, no
le gustaba la gente viviendo desesperadamente el momento sin
preocuparse demasiado por lo que ocurría a su alrededor. No le gustaban
las pocas fiestas aburridas, maníacas o depresivas, hechas con mucho
marketing y poco sentimiento. No le gustaban la frivolidad, ni el cinismo
disfrazado de simpatía ni la anomia social que crecían a su alrededor,
aunque pocos parecían ver ese fenómeno nuevo o muy viejo que hacía que
la gente se destruyera “accidentalmente” dentro de las 100 maneras
existentes para autodestruirse.
Lo sorprendía cuando iba con el auto por alguna calle y alguien
cruzaba en la mitad de la manzana, mirando en dirección contraria, como
si fueran londinenses, y él veía que hablaban solos. Otras veces se iban
masturbando con su celular, ensimismados, fragmentados, llaneros
solitarios, más lejos de la realidad real de lo que estaba él mismo cuando
se dedicaba a navegar por el ciberespacio, a viajar por el mundo con la
misma pasión con que su hermano navegaba en su velero los fines de
semana. Pero dudaba, quizás no fuera la gente, toda la gente, quizás
muchas de aquellas personas fueran felices, quizá era él mismo que estaba
mal, que ya no sabía cómo era la felicidad, que había perdido la brújula,
quizá sólo era un argentino más echándole la culpa de sus problemas a los
demás, un argentino al fin. Pero, ¿por qué pensar que los demás vivían
equivocados, para qué pensar que todos se estaban traicionando a sí
mismos, si era él quien se sentía lejos de todo? Un lobo estepario
posmoderno. Pero no, la anomia existía, la inseguridad crecía, la anestesia
se imponía. Las estadísticas, aunque desprolijas, mostraban el elevado
consumo de drogas legales y de las otras que tomaba cada vez más gente
para anestesiarse y no saber, no pensar, no reaccionar, no sentir, o sentir
demasiado. Mostraban la cantidad de suicidios “accidentales” que
aparecían aquí y allá, la violencia en aumento, esa guerra civil de todos
contra todos en que se estaba convirtiendo la Argentina, un país, una
sociedad, incapaz de trabajar en equipo, de respetarse, de salir de una
adolescencia tardía, de ser esclava de la ley, de dejar de chocarse siempre
con la misma piedra sin aprender del error para no volver a cometerlo
como el pobre de Sísifo. “Somos los mismos que aquellos que vinieron de
España buscando El Dorado y conquistaron estas tierras, y sus tataranietos
siguen siendo iguales a sus ancestros y buscando el mismo Tesoro”, solía
decir un amigo suyo, Luis. Y él agregaba, cuando conversaban en su casa
de Palermo, “somos como aquellos que esperaban y siguen esperando un
líder carismático y salvador, sin darnos cuenta que lo único que puede
salvarnos es crecer de una vez, construir premios y castigos y respetarlos,
despedirnos del pasado y empezar a acordar reglas de convivencia y
crecimiento para el futuro”. Pero luego de un rato de esas charlas, Diego
se cansaba, miraba su reloj y volvía a la comodidad de su hogar virtual
instalado en el ciberespacio, ese lugar que no se sabía si estaba en el cielo
o en el infierno, arriba o abajo, lejos o cerca, en una isla del caribe o en el
otro lado del mundo. Lo concreto era que no soportaba la realidad, y
menos aún a los diarios, las radios, la televisión y toda aquella
“comunicación” espasmódica en que una vez por semana cambiaba el
tema de interés, como si alguien fijara la agenda y los medios sólo se
dedicaran a seguir y gastar aquel tema hasta que la gente se saturara y
alguien inventara un nuevo tema, para volver a empezar. Y la gente
hablaba de eso, también, como si alguien tocara una música y los hiciera
bailar la misma canción. Todos bailaban esa canción como si estuvieran en
un Karaoke, todos eran de la misma manada, todos se parecían aunque
parecieran distintos. Todos eran commodities. ‘Tasa en TNT, pasa en la
vida”, decía él.
Pero su nueva loca vida comenzaba a tomar una forma diferente.
Descubrió que a los 50 años un hombre podía volver a empezar desde cero.
Siempre se puede recomenzar, salirse de la manada, volver a ser uno
mismo, romper con el pensamiento único que se imponía con una amable
violencia, para no convertirse en un commoditie humano, para buscarse
hasta encontrarse.
Esteban le envió un técnico de su empresa un día a su casa, sin
avisarle, para que no dijera que no. Le regaló una notebook que volaba en
memoria ram, en capacidad de almacenamiento y de procesamiento, un
juguete “a prueba de hackers”, y le habían armado e instalado también un
listado de mails con las 20.000 personas más influyentes de la Argentina,
todo llave en mano. “Listo -le dijo Esteban aquel día por teléfono-, ahora
tendrás más lectores que los que tenías en el diario, volvé a escribir tu
columna todas las semanas y divertite, si vos te divertís, tus lectores se
van a divertir. Esta es la fase uno del plan, luego veremos. “Mandame
también una secretaria bonita”, agregó Diego, bromeando, pero Esteban se
lo tomó en serio y le mandó una “mujer bonita y angelical” que, entre
otras cosas, podía ser una buena secretaria. El la mandó de vuelta: en su
trabajo solitario no necesitaba una secretaria, le dijo a su amigo, y si se
trataba de una mujer, se la quería conseguir sin ayuda. O más bien dejar
que el tiempo hiciera su trabajo.
Más allá de esa broma, Diego se emocionó. Ya tenía adonde ir, ya vivía
en el ciberespacio, ese “lugar” del mundo llamado www que apenas hacia
2004 había cumplido 15 años de vida, un lugar adonde comenzaba a
refugiarse la gente que no tenía cabida en los medios tradicionales, en
donde la regla era think different, sin censura ni autocensura, el lugar que
pronto reemplazaría a los medios tradicionales con potencia arrolladora.
Lo primero que hizo Diego entonces fue pedirle a Zanahoria un favor
que creyó complicado: que lo ayudara a “bajar” (o subir, junous) desde
www la colección completa de canciones de los Beatles. El pensó que sería
difícil, que ella le diría que no, “paaaaa, estoy muy ocupada con el ingreso
a la facu”, pero nada, a ella le encantó que le pidiera eso y en unas horas
tuvo todos los antiguos y todos los modernos LP de los Beatles, ordenados
y clasificados. A ella no le tomó demasiado encontrar la colección
completa, no más de cinco minutos, y luego demoró unas horas más hasta
que aquellas canciones “bajaban” de www y se almacenaban en un archivo
que ella bautizó “Música Clásica”, con un criterio inteligente. Magia,
pensó él, que había visto cómo su hija hacía todo eso mientras hablaba con
dos docenas de amigos y amigas al mismo tiempo en el Msn, mientras
respondía mensajes de texto en el celular, atendía el teléfono, miraba el
televisor de su dormitorio, comía patitas de pollo del microondas y hasta
se peleaba con su hermano, de habitación a habitación. “Ojalá en la vida
real le vaya tan bien como en el ciberespacio”, se dijo él, dándose cuenta
que en aquella vida virtual los nuevos adolescentes también ponían el
cuerpo y el alma.
Con su notebook a prueba de hackers y con “su” música clásica que
contenía el viaje mágico y misterioso de las últimas décadas, Diego estuvo
preparado para iniciar su propio viaje y alejarse aún más de la cripación
populista “a lo Chavez” que lo rodeaba, y que estaba enfermando a él y al
resto de los argentinos.
Esteban lo conmovió. Se estaba confirmando lo que imaginaba: el
teléfono ya no sonaba como antes, los amigos ya no eran tan amigos y
dejaban de tener tiempo para él, ya que había dejado de ser “importante” y
“famoso”. Menos Esteban, que seguía estando allí. Pero su amigo no sólo
lo llamaba desde el lugar del mundo adonde estuviera, o desde su oficina,
sino que hablaban una hora por día, de economía, de lo que estaba
ocurriendo en el país, de la política, de todo. Diego percibió que aquel
hombre en apariencia frívolo tenía un plan para defender cada día más
débil y líquida democracia, en un país donde la gente se había vuelto
marxista al estilo de Groucho, y tenía principios intercambiables,
cultivaba el nomeimportismo tolerándolo todo, hasta la corrupción, la
inseguridad, la inflación que volvía, mirando para otro lado si a cambio les
ofrecían algo parecido a cierta “estabilidad inestable” y una cuenta con
algo de dinero para pagar la tarjeta de plástico. Esa, pensó él, sería
seguramente la fase dos del plan que mencionara Esteban, que peleaba
aquella batalla personal como si fuera el mismísimo Glenn Ford en Los
cuatro Jinetes del Apocalipsis. A su manera, su amigo también había dicho
Basta, aspiraba con ayudar a que la oposición se uniera y trabajaba para
evitar un posible fraude en las próximas elecciones, hablando con unos,
con otros, utilizando su poder y sus relaciones. Era una tarea peligrosa, e
inútil, porque la mayoría de los políticos argentinos estaban demasiado
preocupados, también, por el poder, como para comprender los riesgos de
aquella situación, y porque también tenían el síndrome “Groucho Marx”,
con más miseria que grandeza, y siempre querían ser los primeros, los
únicos. Eran argentinos, claro, maradonas y fangios incapaces de trabajar
en equipo. Pero a Esteban le gustaban, como a él mismo, las batallas
perdidas. Le gustaba ese juego de enfrentarse a las cuatro plagas que él
mismo ya ni recordaba cuales eran. “Los pueblos tienen los dirigentes que
se les parecen”, se decía, pensando en aquella frase de André Malraux que
repetía Esteban cada tanto. Todo eso mientras América latina se
complicaba, mientras los Chávez avanzaban, mientras el mundo miraba a
otro lado sin recordar que así habían permitido el surgimiento de los
dictadores del siglo XX, mientras la amnesia colectiva avanzaba junto a
quienes negaban que el Holocausto hubiera existido y sostenían que era un
simple invento de Hollywood producido por la “metrogolduinmayer”.
Así que luego de un tiempo de descansar, luego de unas cuantas
conversaciones con Esteban, luego de audiencias con abogados para
cobrarle muy caro a la Compañía que lo hubieran hecho cerrar la boca, se
sentó en su escritorio frente a su súper computadora nueva de El Hombre
Electrónico, a prueba de hackers, policías y ladrones, miró la pantalla y
comenzó a soñar y volvió a escribir como cuando vivía en el espacio.
Escribió un primer mensaje que enviaría como si fuera un papelito
metido en una botella cerrada en un corcho y que tiraría al mar del
ciberespacio. Como Alicia en El país de las Maravillas, cruzaría el espejo
y pasaría del otro lado, y dejaría atrás su pasado (bueno, eso creyó él sin
saber que no le sería tan fácil). El texto le salió rápidamente, como si lo
hubiera venido escribiendo mientras dormía, en cinco minutos, sin
necesidad de una corrección. Quería encontrar una mujer desconocida.
Quería jugar a la suerte, al destino, a la serendipia, a que ocurriera lo que
tuviera que ocurrir. Por años había tratado de manejar su vida. Esta vez fue
por el camino exactamente contrario. Recordó aquella película, Forrest
Gump, con aquella pluma de pájaro que al final se la lleva el viento. “La
vida es como una caja de chocolates”, explicaba Forrest en el asiento
mientras esperaba el bus. Eso, eso quería él por una vez, dejarse llevar por
la sorpresa, por el viento, y ver adónde llegaría, o más bien adonde se
dejaría llevar. Quería ser como una hoja al viento. Quería ser lo que el
viento se llevó... “Busco una mujer que no siga la manada. Capaz de
enamorarse perchelamente, de ser feliz y de empezar de nuevo.
Que para ser linda no tenga necesidad de marcas, ni adornos, ni
joyas, ni plástico. Que sonría de adentro. Que sueñe. Que no deje
pasar los trenes. Feministas, progresistas de la boca para afuera
(políticamente correctas), incapaces de cambiar, frívolas,
fumadoras, gorditas que no se quieren, descuidadas varias y
gatafloras abstenerse. Mi palabra clave es compartir, en las buenas
y en las malas. Con respecto a mi, soy mejor que un príncipe azul
porque soy real y tengo tantos defectos como virtudes. Ya no quiero
llegar alto, sino lejos. No busco sexo, sino amor”. Ulises, perdido en
el siglo XXI
Esa fue la presentación de Diego para encontrar una novia por Internet,
qué antigüedad eso de buscar una novia, pensó, novia, una palabra de dos o
tres décadas atrás, novia en tiempos de amistades amorosas, de amores
amistosos, de parejas desparejas, de aventuras delivery, de comunicación
ciberespácica y de relaciones más imaginarias que reales, de flashes que
terminaban en crashes, de ilusiones y de desilusiones posteriores, de viajes
al Caribe “bed inclusive”, de conversaciones sexuales, de amores
silenciosos nunca confesados por la famosa ecuación del miedo y las
ganas, adonde últimamente estaba ganando el miedo...
Lo leyó una vez, dos veces, no más. Pero no apretó Send, ¿lo haría?, se
preguntó, porque todavía la extrañaba a Anna, hasta tenía un cartel
luminoso en la frente que decía Anna, que se prendía y se apagaba. Todos
podían verlo, salvo él. Ya había pasado demasiados años así, refugiado en
el trabajo y en sus hijos, siendo el mejor allí, y el peor a la hora de vivir.
Lo tenía todo para ser feliz, pero no tenía con quien compartirlo, y peor
aún, había perdido el camino, ya no sabía cómo era ser feliz con otra
persona. Se había olvidado hasta de la palabra compartir. Tenía que
aprender de nuevo. “El tango no es como la vida, si te equivocas puedes
seguir bailando y listo”, le decía Al Pacino desde Perfume de Mujer,
cuando hacía de ciego y sacaba a bailar a una bella mujer, y lo hacía de
manera conmovedora. Pero él no, estaba solo en la madrugada y sin saber
cómo salir de allí. Con Anna todo era fácil, sencillo, feliz, pero su vida se
había quedado congelada aquella mañana en que luego de hacer el amor
ella lo dejó con un beso, y se fue a dar una ducha para no volver. Aquella
vez habían hecho el amor con la desesperación de siempre, y en esos días
ella no se estaba cuidando, querían tener otro hijo, lo deseaban ambos. Por
años, luego, siempre tuvo la loca idea que no había desaparecido ella sola,
sino con un hijo en gestación. Lo imaginaba. Lo sabía. Y cuando pensaba
en ello, todo le dolía aún más. Extrañaba a una mujer que había
desaparecido y a un hijo que ni siquiera había nacido. Era muy loco
aquello, muy argentino, de paso. Era demasiado. Y ahora quería volver a
empezar y no sabía cómo, nada nuevo, sólo quería ser un hombre con una
mujer como desde el principio de la historia, desde Adan y Eva, desde
Penélope y Ulises, o Josefina y Napoleón, o Minnie y el Ratón, o María y
el Capitán Trapp, o Margarita con Gardel, o Gary Grant y Deborah Kerr
yendo a encontrarse en el piso cien del Empire State, o el idiota de Pedro
Picapiedra gritando “Vilma, ábreme la puerta”, hasta de Chandler y
Mónica y su historia de amor de amigos que un día se descubren, hasta
Luisa con Clark Kent, hasta Juana con Tarzán, hasta Gala con Dalí, Julieta
con Romeo, Borges con Kodama, la muy mujer George Sand y el sufrido
Chopin, hasta Jokko Ono y John, hasta Dulcinea y el Quijote, hasta su papá
con su mamá. Estaba frente a su notebook y no dejaba de escuchar “Sin tu
amor”, aquella canción de Fabiana Cantilo. Maravillosa. Triste. Quizá la
habría escrito, sin saberlo, pensando en él mismo. Al final, luego de toda
aquella conversación consigo mismo, se calmó. De su vida con Anna había
aprendido que el amor era de a dos. Que uno no elegía de quien se
enamoraba, afortunadamente, tontamente, ridículamente. Era un misterio.
Era magia. Era estupidez o genialidad humana. Era simplemente dos
almas que se cruzaban en un segundo y por alguna razón se atraían y se
deseaban. Por fin, más tranquilo, llegó a pensar que hasta era bueno que
fuera así, que el amor no pudiera decidirse, que no fuera voluntario, que no
pudiera manejarse, que no fuera una simple decisión estilo “nos
desnudamos, nos acostamos y listo, todo bien”. Se dio cuenta, por último,
que esa era la clave, la broma, la humorada de Dios para los humanos
inhumanos: hacer que el amor no pudiera inventarse, sólo soñarse, sólo
buscarlo, a veces encontrarlo, a veces perderlo. Y entendió el significado
de aquella frasecita, “enamorarse perdidamente”. Era eso, la capacidad de
saber perderse, de dejar de ser uno para ser dos, o más que dos. Bien lejos
del sexo, bien lejos de aquella confusión existente en los inicios del siglo
XXI, en donde la confusión de la gente entre sexo y amor estaba
generando más víctimas y sufrimiento que una verdadera guerra. Casi
nadie se enamoraba perdidamente y las canciones de amor venían más
tristes.
El seguía allí, en su escritorio, sin apretar Send, aquel icono con un
sobrecito, arriba y a la izquierda de la pantalla, no se decidía a enviarlo
(enviarse, en realidad) al ciberespacio. Demoró toda esa noche hasta
hacerlo, pese a que si algo sabía hacer él era escribir algo y apretar Send
sin dudarlo. Antes, miró a las centenas de mujeres que se ofrecían, con
foto y todo, que se decían atractivas, sinceras, honestas, buenas, siempre
deportistas, que hablaban de sus cuerpos atractivos y sus curvas y sus
formas, casi mostrando el producto de tanto gym y esfuerzo agotador, que
sostenían que eran sencillas y que querían sólo un hombre sincero que no
les mintiera ni les hiciera el verso, ah, y que no las quisiera sólo para eso,
y que no tuvieran rollos ni fueran casados ni nada parecido. Ah, y que
fueran altos, sin panza, con pelo, y si fueran menores que ellas no estaría
mal, etcétera. El famoso príncipe azul era un pobre tipo al lado de lo que
buscaban ellas, mujeres commoditie, mujeres estandarizadas, mujeres
tristes y asustadas, mujeres globalizadas acostumbradas a hacer que las
cosas pasen, mujeres ganadoras, mujeres fálicas manipuladoras de
hombres desdibujados y hasta metidos en armaduras oxidadas con un MP4
para escuchar my music, claro, mujeres que creían realmente que se podía
tener una relación libre, sólo para los buenos momentos, para cenar, ir al
cine y luego desvestirse apurada y desprolijamente junto a una chimenea y
con copas de champagne en las manos, como lo enseñaba Hollywood. O
sea, todo lo que le habían criticado a los hombres en el posmodernismo
comenzaban a hacerlo ellas en el pos-posmodernismo. ¿Más claro?:
comenzaban a hacer de hombres, se olvidaban de ser mujeres y femeninas,
así como los hombres estaban comenzando a dejar de ser eso, hombres,
comenzando a ser una caricatura desdibujada de ellos mismos. El reino del
revés. “Ya no quedan más hombres”, decían las mujeres con razón, aunque
sin notar que ellas los estaban horadando, empujando, gastando,
subestimando, esmerilando.
Volvió a leer el texto que había escrito. No era amable, más bien era
políticamente incorrecto, cómo él mismo, ¿a quien se le ocurría
discriminar a una persona porque fumara o no, o porque estuviera pasada
de peso o no? ¿Qué culpa tenía una mujer si los hombres le habían hecho
mal y terminaban siendo un poco histéricas o resentidas o autosuficientes
y autogestionadas, claro, con la autoestima en level One? ¿Qué tenía de
malo que una mujer fuera “moderna” y no quisiera comprometerse y
prefiriera una relación libre, cada uno en su casa, para compartir sólo los
buenos momentos (o sea sexo, bah, porqué no decirlo directamente?).
¿Qué era eso de discriminar a las feministas? “Este tipo es un machista, un
chauvinista, un nacionalista y anda discriminando a las mujeres por su
peso, por su aliento, por sus cuidados, por su deseo de mantenerse libres”,
pensaría más de una mujer progresista, “debe ser neoliberal, derechista, o
sea un fascista”, agregarían, y seguramente hasta escribirían una carta para
quejarse al buzón de quejas del ciberespacio, y quizá hasta haciendo una
denuncia en la comisión de defensa del consumidor de mujeres. Diego se
rió: le gustaba provocar. Se estaba divirtiendo, quizá no encontrara una
mujer, pero al menos moriría en el intento, se dijo. Lo que no se le ocurrió
fue pensar que no encontraría amor, sino muchas mujeres que buscaran un
objeto sexual aunque dijeran todo lo contrario, eso ni lo pensó. ¿Sería esa
la pos-posmodernidad?
Sonrió, mientras The Beatles cantaban “She’s leaving home”.
Y entonces apretó Send. En un minuto, no más que eso, quizá menos,
su “oferta” estaría, estaba, estuvo visible para miles de mujeres (hasta los
verbos comenzaban a ser viejos con tanta velocidad) buscando encontrarse
con la demanda, en un sitio de los tantos que hay en el ciberespacio para
buscar un hombre o una mujer, o dos mujeres, o una mujer casada, una
solterona virgen, o dos divorciadas por el precio de una, o una viuda
melancólica que buscara a alguien igual que el pobre señor muerto,
siempre idealizado, claro, algunas con pechos de plástico tamaño 95 o
más, demasiado, o una deportista amante de escalar montañas, esquiar en
la nieve y pasar hombres por encima, o algunos ojos azules y nada más
que ojos azules, sólo unos ojos azules, y rubias de mentiritas, claro, el
color de los tiempos modernos, y cuerpos estacionados en un garaje
esperando que los vengan a buscar, o almas que habían dejado olvidados a
sus cuerpos por allí, mujeres que se decían atractivas, cosas que se creían
personas y personas que se creían cosas, mujeres objeto que les gustaba
serlo y que creían que eso era todo, y corazones rotos, o fumadoras de mal
aliento, o gordas de incógnito que preferían comerse un chocolate a recibir
un beso de un verdadero hombre y comérselo a él de arriba abajo y de
abajo arriba, o buscadoras de maridos que le mentirían al nuevo tanto
como les había mentido a ellas el anterior, venganza, claro, y lo
perdonarían como al anterior y hasta aceptarían la nueva violencia
pacífica. Y claro, también podría encontrar, o lo encontrarían a él, quizá,
mujeres soñadoras de hombres que no existían ni existirán en la famosa
realidad, o nostálgicas de hombres machistas y golpeadores que luego les
enviarían un ramo de flores para ser perdonados y seguir participando, de
hombres paternales, de hombres fraternales, de hombres abandonadores
seriales, de hombres-bebés buscando afecto y una mamá que los abrazara,
de señores perversos siempre con las uñas impecables (típico de los
obsesivos y psicópatas, de los tipos golpeadores, vaya uno a saber porqué),
o de compañeros setentistas, de camaradas con los que compartir
ideologías más que amores, libros más que abrazos, opiniones más que
miradas en los ojos, teorías más que prácticas, o peor, prácticas sin teorías.
Buscaría y quizá encontraría, o no, parejas desparejas, mujeres inestables
que no hacían nada sin leer primero el horóscopo, o señoras que fueran
alguna vez radiantes y que no se resignaban al paso de los años y hasta no
se arreglaban ya los dientes amarillos y buscaban a jóvenes estilo Gigoló
Americano para que les hicieran todo aquello que nadie les había hecho
antes y que alguien les había dicho que estaba cool, y por todos sus
agujeros, total eran los tiempos del todo está permitido, tiempos de violar
las simples leyes de la naturaleza, de decir que sí a todo, de ser
políticamente correctos, liberados más que libres. El sólo buscaba amor,
aunque como había vivido en un tupperware durante años no se había
enterado que algo tan sencillo como eso había caído en desuso. Y que él
mismo, también, ya no sabía conjugar el verbo amar.
Pero apretó Send y corrió el riesgo, como siempre, así era su vida.
Prefirió viajar un poco por el ciberespacio, exiliarse allí porque ya no
quedaban otras islas donde naufragar, jugar a las escondidas, a la suerte, al
destino, al azar, a empezar de nuevo sin mirar atrás. No sabía que entre
todas aquellas mujeres la buscaba secretamente a Anna, a su Anna
desaparecida en acción, en cada mujer de pelo corto, de mirada de frente y
transparente, de manos chiquitas, prolijas, sin joyas, sin cosmética, sin
nada que no fuera de ella misma.
Sí, estaba jodido el personaje de esta novela que nadie tendrá tiempo
de leer porque en estos tiempos el tiempo no alcanza, todo vuela, va
demasiado rápido, estaba jodido Diego como el Zavalita de Vargas Llosa,
porque la buscaba a Anna, perdida en el espacio, quizá escondida o
arrinconada o desmemoriada o reencarnada en el ciberespacio.
Luego de apretar Send pensó que seguramente allí, en ese lugar
supuestamente frívolo, light, en donde se intercambiaban cuerpos antes
que mostrarse las almas, no estarían ni Anna ni la famosa Penélope de
Ulises, o quizá estuviera esperando, como la cenicienta, para que él llegara
a rescatarla, para rescatarlo ella a él, claro. Tenía que averiguarlo. Tenía
que ver si el exilio en el ciberespacio era posible, antes que exiliarse en
Harvard como algún economista amigo, o en Venezuela, como un
progresista conocido que seguía soñando con cambiar el mundo y con la
revolución socialista, o en París, adonde iban antes los poetas malditos y
los pintores surrealistas, y los reyes, claro, o en Italia, como lo había
hecho Pablo Neruda para hacerse amigo de Il Postino, o en México, como
el mismísimo Trotsky esperando que le pegaran un tiro; o en Madrid como
lo había hecho el famoso General Perón para volver y ser millones, o en
Miami como lo hacían los cubanitos; o en la Argentina, como lo había
hecho su familia, cuando su papá se escapó de deutschland, sacando de allí
a todos sus hermanos antes que fuera demasiado tarde, etcétera, etcétera,
etcétera. La lista de exiliados era interminable y no tenía ideologías en un
mundo que desde el mismo momento en que hubo más de dos seres
humanos sobre la tierra se había vuelto intolerante con quienes no iban
con la manada, con quienes pensaban diferente, tan sólo con quienes se
atrevían a pensar. Exiliados de derecha, de izquierda, pacíficos, violentos,
nacionalistas, internacionalistas, populistas, generales salvadores,
subversivos, terroristas que se creían héroes, “luchadores populares”,
exiliados de oro y exiliados en la pobreza, exiliados con la vida destrozada
y otros que se reconstruyeron a sí mismos. Etcétera, claro, la lista era
interminable.
Anyway. Luego de dar tantas vueltas había cliqueado Send y su
mensaje se fue al océano del ciberespacio buscando una Penélope que
buscara a su Ulises en medio de la guerra de todos los días. No esperaba
demasiado de todo aquello, lo hizo sin saber porqué, porque estaba solo en
la madrugada, y porque sospechaba, necesitaba, deseaba, que en algún
lugar hubiera una mujer igualmente escéptica, optimista, alegre, triste,
aburrida, segura, caliente más que tibia, flexible más que inflexible,
abierta más que cerrada, destruida y con ganas de reconstruirse para volver
a empezar, una mujer de aquellas que le gustara andar descalza y que la
vida la despeine, diferente, global, moderna y old fashion a la vez, atrevida
y clásica y tradicional, con la mente abierta más que sus piernas, especial,
amante de dormir la siesta abrazada, que tuviera clara la diferencia sutil
entre llegar alto y llegar lejos, y que fuera capaz de cambiar.
En el momento que apretó Send, claro, Paul Mc Cartney cantaba “ah,
mira toda esa gente sola”, obvio, qué iba a cantar si eran las 4 de la
mañana y Diego se había escapado de la realidad para buscarla, para
buscarse. En el mundo online en que había vivido hasta ese momento, la
comunicación se había convertido, paradójicamente, en la pared más
difícil de atravesar para llegar a los otros. Quizá fue por eso, también, que
apretó Send. Sabía que en algún lado del planeta encontraría a alguien, a
una Luisa Lane, a una Penélope sin bufanda, a una Julieta anclada en el
balcón, a alguien que lo mirara en los ojos y fuera capaz de enamorarse
perdidamente, como venía ocurriendo desde Adán y Eva hasta aquí, y
seguiría ocurriendo, aunque la gente seguía, siguiera, seguiría sosteniendo
que el amor no existía.
Y fue allí, allí, cuando se dio cuenta que decir Basta era más difícil de
lo que parecía, aunque se sintiera feliz y se pudiera mirar en el espejo. No
sabía mucho de la vida, pero al menos había aprendido que desnudarse era
mucho más complicado que quitarse la ropa.

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Capítulo XIV, Mujer Sonrisa y el cambio climático


Unos cinco años después de haber dicho Basta, more or less, el helado
prometido en la primera Date seguía siendo sólo una promesa para ellos
dos. De ese helado tenía ganas Ulises, de un simple helado de granizado y
marrón glacé, y de ella robándole un pedazo con su cucharita, o mejor,
pasándole la lengua al marrón glacé, mordiéndolo suavemente con una
sonrisa.
Pero seguían en la confitería de San Isidro anclados hacia dos horas, de
a ratos acercándose, de a ratos alejándose. Ahora estaban hablando
frivolidades técnicas como la crisis financiera mundial, las diferencias
entre la actual crisis y la crisis de los años treinta del siglo pasado (que
muchos temían que se repitiera de una u otra manera), lo loca y sola que
estaba la gente en este planeta (ellos no, claro), la próxima asunción de
Barak Obama como Presidente a la que ella pensaba asistir en Washington
en unas semanas, a la que había sido invitada porque había contribuido a
su campaña, y la enorme decadencia que ella veía en el país cada vez que
llegaba a Buenos Aires, y los hijos de él y los de ella, y blablabla.
El “ti for tu” ya había pasado. Seguían juntos en aquel sillón. Ella ya
había dicho que era feliz y él ya había intentado desnudarle el alma
demostrándole que no lo era, y ella había soltado sus lagrimitas, quizá
enojada con él por hacerla llorar aún sabiendo que no, que era cierto. Pero
no se había ido corriendo, seguía allí, sin querer irse. La chimenea que
nadie encendía hacía mucho tiempo seguía apagada, como ellos. El deseó
que aquello fuera un hogar en serio, encender la chimenea y sentarse en un
piso de madera, dejarla descalza y quedarse allí “toda una vida”,
haciéndole su masaje número 4 en sus piecitos impecables hasta que
ninguno de los dos lo soportara más. Pero no lo haría, sabía que con eso la
alejaría porque ella, como él mismo, ya no creía en el amor, o le temía, o
le escapaba, aunque sin duda lo deseaba, lo extrañaba, lo necesitaba para
volver a ser feliz, o para empezar a ser feliz. Tampoco lo haría porque
tenía un ataque de pánico, no sabía qué decir ahora. Pero luego de las
lagrimitas, ella estaba distinta, distante, no sabían que decir, revolvían el
azúcar en unos cafés, para hacer tiempo. La palabra clave era silencio. Era
el maldito empate técnico. Era la incapacidad de salir del tupperware, una
ridiculez para dos personas como ellos acostumbradas al llamado éxito
social. Pero esto era diferente. Se habían cruzado por fin en una tarde
cualquiera, luego de intercambiar unos mails muy lindos, luego de hablar,
luego de contarse secretos atómicos y sentimientos que sólo se “decían”
por Internet, por el messenger, por skype, ya que la otra persona estaba
pero no estaba, existía pero no existía, vivía a un click del mouse pero eso
quedaba en las antípodas, aunque viviera en la otra manzana. Ellos no lo
sabían aún, pero se habían cruzado muchas veces en el pasado, sin
conocerse ni reconocerse, apenas intuyéndose, o tan sólo necesitándose. A
simple vista aquella era una casualidad que no llegaría a destino. A lo
sumo era suerte, un evento inesperado más, junous, como decía ella en su
inglés atravesado.
- Tengo hambre -le dijo al fin a Mujer Sonrisa, que en Internet se hacía
llamar Penélope Popcorn, aunque en su foto se parecía demasiado a la
mismísima Catherine Deneuve, sonriendo melancólica y femenina desde
el ciberespacio. Pero ahora que la conocía vio que no, que era diferente,
algo más pequeña, aunque tenía sus ojos, tenía su cabello rubio, tenía su
encanto, su seducción, su autoestima topten y eso se le notaba.
- Era hora que lo dijeras, Ulises, muero por comer algo muy rico, con
una copa de buen vino, te voy a emborrachar para que dejes de
abandonarme. Eso no se hace con una reina. ¿Tu mamá te deja salir de
noche?
El la miró, ella empezaba otra vez aquel jueguito que tanto le gustaba a
él y con el que se habían divertido cuando aún vivían en el ciberespacio y
jugaban a conocerse virtualmente. Podría haber respondido una trivialidad,
trató de decir algo inteligente pero no se le ocurrió nada. Y se preguntó
otra vez, medio idiota, qué hacer con aquella mujer Ni. Si le decía
“vamos”, era jugar el juego, y Mujer Sonrisa no quería jugar, pero si le
mostraba sus verdaderas intenciones (pasarse los próximos 30 años con
aquella sonrisa, escuchando su voz susurrándole cosas en los oídos), ella
saldría como un resorte. La historia de la histeria, claro. Además, no sabía
adonde ir con una mujer así, una auténtica banquera de la Calle de la Pared
seguramente acostumbrada a ir a los mejores lugares del mundo, estuviera
en París, en Nueva York o donde fuera, incluso en la desvalorizada y triste
Buenos Aires. Tantos años de vivir en una redacción y tener sólo
compromisos profesionales lo habían hecho conocer los mejores lugares
del mundo para comer, viajar, ir y venir y también se había aburrido de
todos ellos. Pero no, pensó él, quería domesticarla, quería colonizarla, no
conquistarla.
Y lo haría a su manera. No le interesaba invitarla a los mejores lugares
para mostrarle que había llegado alto.
- Tengo un antojo -dijo entonces él-. Quiero comer un sándwich de
chorizo, un choripán, puede ser con una cerveza o una coca cola, y
comerlo en el auto escuchando música, claro, mirando el río por ejemplo,
ya que no tenemos ningún mar cerca.
Mujer Sonrisa sonrió, y aquella sonrisa comenzó a mostrarla más
humana otra vez, esa, esa era la mujer que le gustaba, necesitaba saber
cómo hacer para sacarla de su armadura oxidada y que aquel momento
extraordinario se convirtiera en algo de todos los días.
- Dale, salgamos de aquí, gordito, este lugar es simpático, verynais,
pero alcanza para unas horas, no más, y la realidad es que adivinaste:
desde que llegué muero por comer un choripán con una Stella Artois, en
Niúiork no se consigue. Y lo del auto me gustó, siempre son más cómodos
que cualquier silla de un restaurant, con una buena conversación, claro.
Salvo que tengas una limosina escondida.
El no la tenía, claro.
Así que pagó, se levantaron, salieron de allí, subieron al auto, y él
manejó hacía el puerto de Olivos, adonde había una vieja parrilla en que
podrían pedir esa comida primitiva y colesterólica, estacionar enfrente con
la vista en los veleros de aquel lugar balanceándose en el amarradero y
comer en el auto, manchándose y llenándose de migas de pan, claro. Pero
esa era la idea, casi volver a ser chicos, salir a jugar. Era el programa
perfecto. Y Penélope Popcorn parecía ser de aquellas mujeres que no
engordaban, pese a lo que comiera.
Hicieron aquel plan. Disfrutaron de los choripanes. Ella le puso al suyo
una cuchara entera de chimichurri, una salsa picante que le impediría
besar por dos o tres días salvo que él hiciera lo mismo, pero no lo hizo.
¿Sería un test? Miraron el río, había viento del este, así que casi parecía un
mar subdesarrollado. Escucharon un Cd de él con las mejores canciones de
los Beatles que se había grabado. El buscó, sin saber por qué, Eleanor
Rigby.
Y trató como siempre de desentrañar su letra, “ah, mira toda esa gente
sola”.
Ella le preguntó porqué había dicho Basta, por qué no se había quedado
en el diario y había peleado por lo que creía. El le respondió que sí había
peleado hasta que llegó a la conclusión, seis meses después, que era una
batalla perdida, y que en la vida había que saber ganar y perder. Que no
podría “cambiar el mundo”, ni le interesaba hacerlo, y menos aún salvarlo
como si fuera un Bond, James Bond, del subdesarrollo. No quería ser
como el padre Mc Kenzie de la canción, que escribe un sermón que nadie
va a escuchar... - ¿De paso, qué hacía Eleonor Rigby en la iglesia? -le
preguntó a Popcorn.
- Recoge el arroz de una boda y lo guarda en su jarrón -respondió ella,
que también se había preguntado de qué se trataba la letra de aquella
canción alguna vez. Y se puso a cantarla, en su mezcla de idiomas.
- Toda la gente solitaria... ¿De dónde viene? Toda la gente solitaria...
¿A dónde pertenece? -cantó, bastante mal, pero a él le gustó, claro, se dio
cuenta que cualquier cosa que ella hiciera la gustaría, un síntoma claro del
cólera que lo estaba atrapando sin remedio. Otra vez silencio. Más
silencio. El sintió otra vez que le gustaría tomarle la mano. Hacía años que
no tenía esa sensación. Y sintió algo más. Pero nada, no hizo nada. Ella
estaba empezando de vuelta a tomarle examen para saber qué verso le iba
a hacer. Así que decidió hablar, ponerle el exprimidor famoso, escanearla,
desnudar su mente, qué inocente que era para sus 55 años.
- ¿Ya hiciste tu lista de deseos urgentes para tus próximos 30 años? -le
preguntó.
Ella lo miró, extrañada. No entendía a qué se refería.
- Hace poco vi. una película con Jack Nicholson y Morgan Freeman,
dos tipos a los que les diagnostican 6 meses de vida. Así que hacen una
lista con todas las cosas que hubieran querido hacer en el pasado y no
hicieron, y se ponen a concretar su lista. ¿O vos también crees que vas a
vivir eternamente, como la mayoría de la gente que gasta su fin de semana
y posterga lo importante para el lunes, como si la vida fuera una dieta que
hay que empezar mañana, nunca hoy?
- Ulises flaquito, yo siempre hice lo que quiero -lo interrumpió ella-.
Mi lista la hice en la adolescencia y la estoy cumpliendo religiosamente.
Cuando quiero algo, hago que las cosas pasen. Siempre fui así.
- ¿Y porqué estás sola entonces? -insistió él, algo cruel-. Y no me
vuelvas a decir que sos feliz así.
La pregunta quizá fue demasiado directa. A él le pareció que otra vez
le iban a Salir Las Lágrimas a la tal Penélope Popcorn. No agregó nada,
allí venía una de ellas. Quiso tocar esa lágrima con sus dedos, evitar que
cayera sobre su rostro, llevársela de allí y guardarla en su pañuelo. Pero
no, pero sí, pero no, hasta que al final lo hizo, trató de llevarse sus dos
lágrimas a punto de rodar por la mejilla, y se acordó de Clark Gable alias
Rhett Butler en “Gone to the wind”, llevándose siempre las lágrimas de
Vivian Leigh -o Scarlet O’Hara- con su pañuelo. Ella se sorprendió, quizá
se preguntó por enésima vez cuál sería el verso que él quería hacerle, y
movió su rostro hacia atrás, alejándose de su mano. Así que el gesto de él
quedó a mitad de camino, congelado, y entonces recordó otra vez la letra
de la canción mexicana, una de Maná: “es más fácil llegar al sol que a tu
corazón”. Pero no dijo nada, qué decir, para qué. Estuvieron un rato
callados otra vez, mientras los Beatles cantaban. De repente, él recordó la
letra de una bella canción que cantaban Frank Sinatra con su hija Nancy y
tuvo ganas de decir lo que decía la letra de la canción, algo tan simple
como “something stupid like I’love you”. Claro, en el pos-posmodernismo
eso no se usaba más. Se tomaba a la mujer de la mano, de la cintura, se
comenzaba con la rodilla y se seguía con el evento si había luz verde,
incluso si había luz amarilla, algunos enfermos decían incluso que lo
mejor, lo más divertido, era con luz roja. Pero no lo dijo, claro, aunque
ella, que era bruja, seguramente lo percibió... ¿Debía seguir con su estilo
My Way, sabiendo que la asustaría y la perdería?, se preguntó. ¿Y si ella
quería que él le hiciera el verso y él era un idiota que no sabía entender el
significado de los semáforos del mundo moderno? Ella debió escuchar sus
pensamientos, claro, era mujer.
- Ulises -le dijo, se repitió-, yo no busco amor, busco compañía, pasar
una tarde verynais como esta, como hacía tiempo que no pasaba,
escuchando cosas inteligentes como las que vos decís, escuchándote hablar
sobre esa vida tan loca que vivías hasta que dijiste Basta, pensando, en ver
una película de amor que nos haga llorar. El la interrumpió, haciéndose el
Humphrey Bogart que no era.
- No te preocupes, yo no me enamoro más, aunque lo desee -volvió a
decir Ulises, y ella quiso creer que eso le había salido del alma, para
tranquilizarse y seguir con la Date, aunque la entristeció también, sin
saber por qué. Y él confirmó que empezaba a engañarse a sí mismo,
alevosamente.
Esa mujer le gustaba demasiado, aunque fuera más fácil llegar al sol
que a su corazón. Arrancó. Le preguntó adonde la llevaba, era tarde y
estaba cansado, le dijo, aunque en realidad pensó lo complicada que era la
vida y lo simple que podía ser. Ella le pidió que la dejara en el centro de
San Isidro, que desde allí se tomaría un taxi hasta lo de la amiga en donde
estaba parando en ese viaje. “No quiero que me acompañes a mi reino, a
las doce me convierto en reina”, quizá le quiso decir, junous. Y entonces él
recordó aquella vieja historia de la película Cinema Paradiso, sobre el
soldadito enamorado y la princesa que no quería vivir. Pero él no era el
soldadito que se había pasado 99 días con sus noches debajo del balcón de
la princesa. Así que apuntó la proa de su nave para llevarla hacia la
catedral de San Isidro, le gustaba ese lugar. Por ahora era obediente.
Mientras, el cd ya había dado toda la vuelta y los Beatles volvían a
cantar “Ah, look at all the lonely people”. No supo si era una serendipia o
una advertencia. O ambas cosas.

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Capítulo XV, un país con el síndrome de Groucho


Marx
“Amigos, ya no trabajo en los medios de comunicación
tradicionales, me mudé al ciberespacio por un tiempo largo, y por
aquí el clima es muy agradable. Desde este lugar en donde estoy
exiliado les escribiré siempre que tenga deseos de hacerlo, o algo
importante o divertido que decirles, o alguna idea que crea que
merezca conocerse. Como siempre lo hice, diré lo que pienso. Sigo
siendo políticamente incorrecto. En eso nada cambió, sólo el medio
en que llegaré hasta ustedes. Gracias por confiar en mi en todos
estos años”.

Así comenzó la primera carta del ciberespacio que envió por internet
para aquella lista inicial de 20.000 personas ABC1 que le preparó el
soporte técnico de la empresa de Esteban, a los pocos meses de decir Basta
y unos años antes que las burbujas económicas empezaran a explotar en el
mundo, como es el destino habitual de cualquier burbuja. A continuación
de aquel saludo, seguía un análisis económico de los que Diego estaba
acostumbrado a escribir antes, explicando por qué aquella recuperación de
la Argentina podría ser poco sustentable y, sino se hacían las correcciones
necesarias a tiempo, terminaría mal, como la mayoría de las expansiones
económicas de las últimas décadas. Claro que se tomó una cantidad de
licencias de lenguaje y de forma para que aquello fuera ameno, seductor,
divertido, porque sino la gente no lo leería. El trauma vivido por los
argentinos en los años 2001 y 2002 (una crisis que terminó en una
explosión económica y una implosión social) había sido demasiado grave
y profundo y la gente sólo quería olvidar, volver a empezar y creer que
todo podía ser distinto y mejor. El problema es que algo parecido les
ocurría a los argentinos cada 6 o 7 años, en un ciclo pendular maníaco-
depresivo que llamaba la atención a los estudiosos del planeta, que
intentaban entender el enigma y la decadencia de aquel país carnívoro y
caníbal, que hasta tenía forma de bife. La exuberancia irracional de Alan
Greenspan y la excelente situación internacional estaban ayudando a que
la Argentina se hubiera recuperado rápidamente, en un escenario de
precios internacionales espectacular, en medio de un crecimiento de la
economía mundial que parecía no tener límites. Parecía un milagro, y
aunque no lo era, todos quisieron creer que lo era. La gente y sus
dirigentes. “Los pueblos tienen los dirigentes que se les parecen”, pensó
Diego, recordando aquella frase de Malraux.
Luego de unos minutos, y sin releer lo que había escrito apretó Send,
esta vez sin dudar, y envió por e-mail aquella primera carta desde el
ciberespacio. No se trataba de nada nuevo, de ningún invento original, sólo
era seguir con lo que antes escribía en el diario habitualmente, en su
columna de la contratapa, pero más flexible, con más alegría y pasión, más
con sangre que tinta, y sin las reglas y el estilo duro y esquemático que
definían todavía la personalidad de los medios gráficos, que empezaban a
ser historia ante el avance de Internet. Además, veía Diego, el lenguaje
mismo estaba vivo. La gente online vivía estresada y quería leer cosas
cortas, tipo delivery, que no les ocuparan tiempo. El mundo vivía ya en la
época de los mensajes de texto, los mails rápidos, y pronto vendrían desde
las redes sociales frívolas hasta los diálogos planetarios de Twitter, que
aún ni había sido inventado.
Transgresor como era, siempre había llevado hasta el límite su
desenfado, incluso cuando en los últimos meses previos a aquel día que
dijo Basta escribía los editoriales, la tarea más aburrida e inútil que había
en cualquier diario y que le habían asignado como si fuera un premio, un
ascenso, hasta mejorando su sueldo para tratar de sobornarlo, callarlo,
freezarlo. “Sólo les faltó nombrame ViPi”, bromeaba.
El intuía que el país se deterioría en algunos años otra vez, como
siempre ocurría en cualquier sociedad que repite sus errores de manera
serial, sin aprender de ellos ni cambiar para evitar repetirlos. Pero había
un problema: lo que él estaba describiendo allí era la contracara de lo que
la gente quería leer y creer. Y a nadie parecía importarle el futuro, o
estaban demasiado agobiados por el presente. Ni los principios, ni la
corrupción, ni vivir dentro de la ley, ni nada. El temía que poco a poco la
democracia ya no fuera una democracia, como ocurría en Venezuela, como
en algún otro país de América latina, y que sólo quedara una cáscara con
formas democráticas y elecciones poco claras, legales pero no legítimas. Y
como era políticamente incorrecto, sostenía que los argentinos ni siquiera
eran muy democráticos, y si tenían que elegir, preferían un provisorio
bienestar económico a cualquier cosa. “Los pueblos tienen los dirigentes
que se les parecen”, pensó otra vez, aunque no se daban cuenta que una
economía no podía crecer en una sociedad que no respetaba las reglas, los
pactos, la palabra, las leyes, las promesas, las instituciones. La frase
parecía hecha para la Argentina, una sociedad un poco autista, incapaz de
reconocer leyes y límites, y menos de cumplirlos, acostumbrada cada vez
más a vivir al margen del planeta porque, como él no dejaba de decirlo,
“los argentinos se sienten seres superiores que se las saben todas, han
creado una sociedad con los premios y los castigos invertidos, y siempre
terminan ganando los perdedores, los que menos se esfuerzan, los que
menos lo merecen”. Eso, más una prepotencia en ascenso disfrazada del
viejo populismo demagógico del siglo XX (al que denominaban
pomposamente como progresismo) era lo que percibía y describía Diego,
que cada día se sentía más incómodo allí. Por eso también había dicho
Basta y se había ido al ciberespacio.
Y eso empeoraría más, sostuvo aquel día en que comenzó con sus
cartas y se mudó al ciberespacio, ese “lugar” que nadie sabía adonde
quedaba, porque muchos argentinos -no todos claro- no eran ni tolerantes
ni democráticos ni respetuosos, aunque creyeran ser todo eso y más, casi
perfectos, conduciendo el auto como si fueran Fangio, creyéndose
seductores como Gardel y buenos y nobles como el mismísimo Che
Guevara, que quería cambiar el mundo por la razón o por la fuerza,
confundiendo siempre víctimas con victimarios. Todo eso terminaba
siendo un cocktail que generaba una especie de personalidad adolescente
como la de Maradona, el otro ídolo argentino, capaz de hacer un gol y
salvar un Mundial de futbol con la ayuda del mismísimo Dios, que sin
duda era argentino. La impronta de la doble moral y la ambigüedad,
heredadas de la conquista española (llamada benévolamente
“colonización”), estaba en la Argentina más viva que nunca. Los
argentinos eran volátiles, “ingeniosos” (la famosa viveza criolla),
soberbios, machistas (no sólo los hombres, las mujeres también). Podían
ser educados cuando viajaban por el mundo y hasta capaces de adaptarse,
de sobrevivir y de triunfar cuando se encontraban en países con reglas y
con leyes razonables, con premios y castigos diferentes. Pero en su país
eran pendencieros, irrespetuosos, siempre dueños de “la verdad” (así
empezaban sus frases) como sus casi siempre transgresores presidentes de
turno, algunos mejores, otros peores, pero siempre con delirios
mesiánicos, vaya la casualidad (aunque para Diego las casualidades no
existían). Tanto que a los pocos buenos presidentes que habían elegido
esos mismos argentinos, a los normales, a los serios, terminaban no
soportándolos al cabo de un tiempo. Por eso no dudó en apretar Send para
enviar al océano del ciberespacio una nueva botellita cerrada con su nuevo
mensaje, su primera carta, su provocación, su desafío. No sabía callarse,
tenía la costumbre de analizarlo todo y de querer explicar lo que veía
venir, de anticiparse, como lo suelen hacer los pesimistas, mientras los
optimistas ignoran las señales y disfrutan de la fiesta hasta que es
demasiado tarde.
Estaba bien. Se había jurado que no pisaría más una redacción hasta
que los periodistas volvieran a escribir lo que veían, y no lo que les decían
que vieran, o lo que les sugerían qué debían ver, más bien, en un sutil
juego de presiones y favores. Y sabía que en el futuro le ocurriría lo
mismo a más y más periodistas, como si regresara lo peor el siglo XX, o
más, como si la Santa Inquisición nunca se hubiera ido de aquel país
enigmático.
¿Era censura lo que comenzaba a ocurrir en la Argentina? ¿Era censura
lo que le había ocurrido a él mismo? No, era mucho más sutil, más sucio,
era peor, era hipocresía, era un temor a expresarse y a “pensar diferente”
que estaba creciendo. No era ni siquiera miedo, ni siquiera terror, era una
zona gris de cadenas de favores y presiones entre el poder, algunas
empresas y empresarios y no pocos periodistas, eran reglas no escritas,
mediocridad, una dosis de corrupción, mirar para otro lado, frivolidad,
comodidad, pensar sólo en uno. Era una presión sutil, decadencia
disfrazada de brillo, eran compromisos mutuos, era el síndrome de
Groucho Marx, el de los principios negociables, intercambiables, que tanto
le gustaba a quienes se justificaban con la palabra mágica de esos tiempos
donde todo era relativo: “pragmatismo”. Era ablandarse por un poco de
prestigio, por los 15 minutos de fama. Era comodidad, mirar para otro
lado, aceptar por no arriesgar nada, no pensar, chatura, cero autocrítica y
hacerse el bueno, el progresista, el que pensaba en los demás. Era una
nueva forma resucitada del viejo populismo de siempre: darle a la gente lo
que la gente quería. Así comenzaban los dramas, pensó.
Y entonces recordó “think different”, la frase publicitaria de Apple. Le
pareció una buena forma de provocar, y al final de sus cartas siempre
copiaba y pegaba alguna de las fotos de aquella campaña publicitaria
global, con personajes como Einstein, John Lennon, Picasso y tantos otros
tipos que no siguieron a la manada. Con eso se conformaba Diego, con
hacer que cada uno pensara, a favor o en contra, no importaba, pero que
pensaran, buscando la famosa verdad de la que todos se creían propietarios
exclusivos en aquel país-enigma. Había empezado otra batalla de su
pequeña batalla personal que consistía en vivir de acuerdo a lo que creía,
utilizando el recurso más democrático y potente que el hombre tuviera
memoria: el ciberespacio.
Y mientras su dulce Anna comenzaba a ser un recuerdo que aún se le
presentaba todas las mañanas, desnuda, escondiéndose en una almohada,
besándolo y yendo a ducharse para desaparecer para siempre jamás, él
llegó a una conclusión inquietante. Un país no cambia hasta que la
sociedad no cambia y crece. Entonces comprendió el plan de Esteban. Uno
no podía cambiar ni salvar el mundo, ni era bueno que eso fuera así porque
la verdad no era propiedad de nadie. Lo que sí podía hacer era iluminar el
lado oscuro de los demás, hacerlos pensar, desafiarlos, para que ellos, cada
uno, decidiera qué hacer. Ese era el mensaje. Y el medio sería la nueva
Galaxia Gates, que llegaría más rápido, más lejos, más claro, más sencillo.
Se había cansado de vivir en un país de pragmáticos sin principios, con el
síndrome de Groucho Marx.

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Capítulo XVI, la historia del soldadito y la


princesa
Manejó desde el puerto de Olivos hasta la catedral de San Isidro,
adonde imaginó que habría algún taxi seguro que llevara a Mujer Sonrisa a
su misterioso lugar, antes de convertirse otra vez en una reina solitaria. En
el trayecto no dijo demasiado. Paul Mc Cartney ya no cantaba Eleanor
Rigby, sino Déjalo Ser. ¿Qué decir, si todo iba a ser usado en su contra?
Mujer Sonrisa le gustaba, cada vez más, años, décadas, siglos que no le
gustaba una mujer, pero si se lo decía ella saldría corriendo porque
finalmente buscaba “sólo amistad”, pese a los mails que habían ido y
venido y que sugerían que había más que amistad en lo que intuía de ella,
y si él aceptaba la famosa “cláusula de amistad”, aquello terminaría en una
relación asexuada que se derretiría con el tiempo más rápido que un
helado, y lo mancharía mucho más. Era un callejón sin salida, típico.
Aquella mujer a lo mejor sólo deseaba que él decidiera por ella, al viejo
estilo del pasado, o peor, quizá ya estaba todo decidido desde antes, por
razones y sentimientos mucho más profundos que la razón y la sinrazón de
un hombre y una mujer perdidos en el espacio y en el ciberespacio.
Todo eso pensó camino a San Isidro, lo que a esa hora de la noche los
hizo casi llegar en no más de diez minutos. Pero entonces, sin pedir
permiso, él dobló unas cuadras antes a la derecha. Allí había un hermoso
mirador elevado desde donde podía verse a lo lejos, a veces, el enorme Río
de la Plata, luego de una vista hacia abajo que comenzaba con un largo y
sinuoso camino rodeado de árboles, y luego de calles, de una vía de tren,
de casas, confiterías, playitas, una estación y hasta un shopping al que él
mismo iba en el pasado a pasear con sus hijos, para llevarlos a comer una
mágica hamburguesa. Claro que de noche no se vería nada, pensó, pero sí,
estaba la luna. Alguien había puesto allí una luna llena que lo iluminaba
todo. Menos mal. Aquello quizá fuera una tragedia griega que él estaba
dispuesto a enfrentar. Ella no decía nada. Se dejaba llevar, divertida y
aterrada, inconquistable y quizá deseosa que alguien de una vez encontrara
la palabra mágica para abrir las puertas del reino. Aunque no se había dado
cuenta, claro.
¿Cómo conquistar a una mujer que no quiere ser conquistada, pero
necesita ser colonizada porque ya no cree en el amor, o porque creyó
demasiado, que le teme pero lo extraña y lo necesita, que lo desea pero le
escapa, o que cree que puede vivir sin amor pero muere por encontrar un
amor?, se preguntó él entonces, en uno de sus típicos trabalenguas, luego
de una noche que estaba durando un minuto o una eternidad (él ya tenía
dudas hasta de eso). La palabra “conquista” en sí ya no le gustaba, prefería
otras como domesticar, colonizar, enamorar. Aunque a esta altura de su
vida había aprendido que la felicidad y el amor se construían con tiempo
entre dos personas que se gustaban y que deseaban hacerlo, a fuego lento,
con gestos, con hechos, con admiración, con respeto, con tolerancia, eran
una suma de momentos, sólo eso, nada menos que eso, como los ladrillos
que uno va apilando uno al lado del otro para comenzar la bella
construcción de un hogar.
- ¿Qué es la felicidad para vos, Flaquito- le preguntó ella, entonces,
una vez que él estacionó el auto apuntando al mirador aquel con la luz de
la luna iluminando el río inmenso, y todo lo que venía antes.
El se bajó del auto. No hacía frío, y ella lo siguió, para apoyarse en la
baranda, en aquel balcón de Romeo y Julieta. No necesitó demasiado
tiempo para empezar a soñar, finalmente era un romántico empedernido.
- .. .Una sencilla caminata por un lugar con árboles y casas lindas, para
mirar, mirarse, rozarse sin querer queriendo... Visitar templos e iglesias
antiguos para escuchar el silencio y no pedir ningún deseo. Ir juntos al
cine a ver muchas películas y chocar los codos en los asientos, de
casualidad, claro, finalmente vos no buscás amor ni yo busco sexo...
Disfrutar juntos frente al misterio de la pantalla, compartiendo la bolsa de
popcorn. Entrar en una librería y mirar mucho y no comprar nada, o sí,
quizá regalarse un libro, y sentarse en una confitería a leerlo juntos en voa
alta, podría escribir los versos más alegres esta noche, por ejemplo, cómo
olvidar tus grandes ojos fijos...
Había empezado a hablar y posiblemente jamás acabaría, y sus
palabras lo inundarían todo, incluso a ella, pero era tarde, ya no podía
detenerse. Aunque Mujer Sonrisa, inesperadamente, empezó a disfrutar del
monólogo del flaquito aquel... Tanto que ella siguió con la lista...
- Conversar por horas de pavadas o de cosas importantes, de las que
nadie habla y de los sueños que no nos atrevemos a mirar a la cara, comer
en lugares sencillos y cálidos comidas sin delirios de nouvelle cuisine,
como el choripán que cominos hace un instante o dos siglos, no lo
recuerdo... Que me hablen el la oreja izquierda, demasiado cerquita, sin
que se te escape una mordida, claro, te veo venir, gordito. Hablar horas y
horas como nosotros hoy, para encontrar la verdad y no el simple punto
medio, sin aceptar nunca la palabra imposible, aunque hoy todo nos
parezca imposible... ¿Sabés por qué? Porque me gusta hablar, flaquito, y
que me escuchen, y que me entiendas. Ustedes los hombres no son buenos
en eso de escuchar, y menos en eso de entender nuestros maravillosos
caprichos... -y ella se rió por lo que acababa de decir, y él se rió con ella.
Le gustó eso. “Tragaría por ser tu psicoanalista full time”, pensó,
divertido. Pero no lo dijo, claro.
-Y tener una chimenea y encenderla juntos, con la pinocha y las piñas
que hay en Cariló, ¿conocés Cariló?
- Conozco Cariló gordito, pero eso de la chimenea y las hojitas de piña
me suena a película de Hollywood clase B, no va con tu nivel, ¿o me estás
empezando a hacer el verso? -respondió ella, corriendo el riesgo de
empezar otra vez con el “Hello Goodbye” y hacer que él suspendiera la
Date y la abandonara otra vez.
Pero Ulises no dijo Basta ni se defendió, por una vez. Estaba
aprendiendo a escucharla y a domesticarla.
- Me preguntaste qué es la felicidad -dijo, y siguió soñando en voz
alta-. Tomar un licor de café (otro viejazo) o un chocolate en una copa
compartida, mientras se cuentan historias de alegría o de tristezas, con
sentimientos, lo que salga de la almitud. Jugar con las palabras y las
miradas. Ir a una fiesta en donde no se hablen frivolidades y, si es así,
escaparse, para luego reírse de la gente como si uno fuera perfecto y los
demás estuvieran del tomate, jeje. Sentarse en algún lugar al sol a mirar
pasar la gente y jugar a inventarse historias sobre cada uno que pasa, de
acuerdo a su modo de caminar, de vestir, de ir y venir, de acuerdo a la
dirección de la comisura de los labios o la tristeza o la alegría de la
mirada.
- .contarnos cosas sobre nuestros hijos, sobre su infancia. -dijo ella, de
repente-, y recordar la primera vez que dijeron mamá, la primera vez del
primer paso, la primera vez que dijeron algo y cómo nos pusimos a llorar.
Y las preguntas que nos hacíamos sobre cómo sería cuando crecieran,
cuando tuviéramos Sixty Four.
- .pensar en los nietos que vendrán y cómo será la vida entonces -siguió
él, sin saber que a ella la palabra “abuela” la ponía nerviosa-. Llevarlos a
tomar su primer helado y verlos mancharse y hasta mancharnos nosotros
también, yo siempre me mancho, claro. Y compartir el silencio, como
recién, y sentarnos en el auto y recorrer kilómetros con una buena música,
sin decir nadita de nada porque no hace falta.
- Y caminar descalza, con medias blancas, en un piso de madera, y que
un hombre de los que no existen más nos haga una caricia, un masaje en
los pies, y que sus manos se dejen llevar de abajo hacia arriba. Junous, a lo
mejor eso lleva a una amistad más profunda -siguió ella, que era una
provocadora profesional, y a él le encantaba eso.
- Hacer panqueques de dulce de leche calientes con unas gotas de licor,
un poco de canela y mucho enchastre en los dedos, ¿te dije que los hago
muy ricos y que los doy vuelta en el aire con la sartén?
- Eso quisiera verlo -dijo ella, sin darse cuenta que estaban hablando
del futuro, ¿habría futuro o el cambio climático les llegaría antes?
- Esa es la vida, Popcorn, eso y dormir cucharita todas las noches, nada
más, nada menos, y si te dicen que la felicidad es otra cosa, no les creas. Y
contarse historias con la luz apagada, puestos offline, sólo hasta dormirse,
claro. ¿Viste Cinema Paradiso, de paso? -le preguntó, allí, en el balcón de
la luna, aunque no esperó la respuesta y empezó a contársela-...
- No la vi, flaquito gordito, dale, contame la historia -lo cortó ella, y
pareció que le dijo “Dale, flaquito, háceme el verso”. Estaban solos en
medio de aquel lugar mágico, aunque no era muy seguro estar allí, y
Ulises lo sabía.
- ...Un joven se enamora perdidamente de una muchacha que se le
cruza por alguna esquina de la vida. El joven, Totó, es un sencillo operador
de proyección en un cine de un pueblito pobre y perdido del sur de Italia.
Ella, Elena, era la hija del señor Importante del pueblo. Y la historia es la
de siempre, otra historia de amor como tantas, todas diferentes, todas
iguales, todas conmovedoras aunque ya el amor no se usa ahora, y las
canciones de amor son más tristes. También había allí un viejo operador
del cine, un viejo sabio que había conducido por la vida al muchacho
desde pequeño, a falta de un padre verdadero. El viejo, que veía demasiado
como el mismo Borges porque se había quedado ciego cuando se incendió
el antiguo Cinema Paradiso, se dio cuenta de lo que le pasaba a Totó, supo
que el muchacho tenía los síntomas del cólera y le contó una vieja
historia,.. “Un día... un rey dio una fiesta -le contó el viejo a Totó-. Invitó a
las princesas más bellas del reino. Un soldado de la guardia vio pasar a la
hija del rey. Era la más bella de todas. El se enamoró, pero. qué haría un
pobre soldado ante la hija del rey. Finalmente un día logró encontrarla, y le
dijo que no podía vivir más sin ella, quien se quedó tan impresionada por
ese fuerte sentimiento, que ella le respondió al soldado... ‘Si sabes esperar
cien días con sus cien noches bajo mi balcón, entonces yo seré tuya’.
¡Caramba!, el soldado fue allí y esperó un día, dos, diez días, veinte días...
Todas las noches ella lo controlaba por la ventana. ¡El no salía de allí! Con
lluvia, nieve y viento, él continuaba allí. Los pajaritos lo ensuciaban, las
abejas le comían vivo, pero él no se movía. Después de 90 noches, con la
piel reseca y blanca, le caían lágrimas en los ojos y no podía controlarlas,
porque no tenía ya fuerzas ni para dormir. Y la princesa continuaba
mirándole. Cuando llegó la noche 99 el soldado se levantó, agarro su silla
y se fue de allí... ‘Tero cómo, ¿al final de todo?”, le preguntó Totó al
viejo.... “Sí, respondió el viejo, y no me preguntes el significado porque yo
no lo sé”.
- ¿Porqué él soldadito abandonó en el día 99, flaquito, era un idiota? -le
preguntó al fin Mujer Sonrisa. Tenía sus ojos clavados en él, en medio de
la noche, los dos colgados de la luna.
- Nunca lo entendí -respondió-. Puedo entender las causas de la
inflación mejor que nadie, puedo comprender porqué vivo en un país que
se destruye a sí mismo, puedo entender muchas cosas, Popcorn, pero
nunca entendí porqué el soldadito de la historia abandonó un día antes del
final. Y el mismo muchacho de la película, enamorado de la tal Elena,
tampoco lo entendió, porque entonces hizo lo mismo que hiciera el
soldadito de la historia que le contó el viejo. Se pasó 99 días debajo del
balcón de su amada Elena... Y también abandonó en el día 99... Y tampoco
sé por qué se fue. Yo estuve por hacer la prueba de quedarme 100 días con
sus 100 noches debajo de un balcón, pero no conocí ninguna Julieta que
tuviera un balcón.
- No te creo, vos lo sabes todo, gordito, es que no me querés decir
porqué todos se van en el día 99. No vale, no juego más -rió ella, sin decir
“aquí hay un balcón, dale, atrevete, el premio soy yo”, aunque los dos lo
pensaron.
Eran las dos de la mañana, o más. Ninguno sabía qué decir pero se
sentían bien allí, juntos. Era otro empate técnico en una batalla típica entre
un hombre y una mujer desde que el mundo es mundo. Podrían haber sido
el muchacho de Dreamworks que cruza la luna en su bicicleta llevándolo a
ET a su hogar en la canastita. Podrían ser ella y él aprendiendo a ser
felices. Podrían salir corriendo de allí porque a veces la felicidad aterra y
no es para cobardes, aunque ellos, ninguno de los dos, lo era. El se apoyó
sobre la baranda, dándole la espalda el lejano río. Era uno de esos
momentos mágicos en donde en el mundo no había nadie más.
El miró sus ojos ensimismados. Hubo más silencio Ella mantuvo su
mirada en él como si fuera la mismísima mujer del poema de Neruda que
se preguntaba cómo olvidar aquellos grandes ojos fijos. Y entonces, luego
de ese momento mágico, él la tomó del brazo y la guió suavemente hasta
el auto. Le abrió la puerta como un caballero de los de antes, ella subió, él
dio la vuelta y subió. Arrancó. Y en aquel silencio ensordecedor de aquel
momento mágico, la llevó hasta la Catedral de San Isidro, allí nomás,
adonde había una fila con unos pocos taxis esperando. En el camino ella le
preguntó otra vez cuál era el final del soldadito, y de Totó, y de la historia,
y porqué ellos habían abandonado a los 99 días, tan cerca del final. Le dijo
que sino lo sabía no podría dormir esa noche. Pero él no sabía la respuesta.
Cuando llegaron, él se bajó, le abrió la puerta y la acompañó hasta el taxi,
y le abrió la puerta para que subiera. Ella se acercó a él y le dijo “gracias,
gordito”, y lo besó suavemente a tres milímetros de la comisura de sus
labios, la batalla continúa, pensó él, pensó ella, pensaron los dos aunque
no lo dijeron. Pero esta vez, al menos, él no le había dicho a ella que se
bajara, ni se fue hasta que el taxi arrancó y él vio cómo Mujer Sonrisa, por
la ventanilla, le hacía adiós con su mano. Entonces se subió al auto,
arrancó y se fue. Atrás había quedado Mujer Sonrisa luego de una tarde y
una noche inesperadas. Se habían despedido para siempre o hasta mañana,
junous, claro, empezaba a ser su modo de querer quererse, o todo lo
contrario. El temió que aquella fuera otra tragedia griega, aunque aún no
sabía cuál de todas. En el Cd Paul Mc Cartney cantaba “For No One”, otra
bella historia de amor que terminaba mal. “And in her eyes you see
nothing”, cantó él, siguiendo la letra. Y mientras corría por la Avenida del
Libertador rumbo a Palermo, no pudo dejar de pensar en los ojos celestes
de Mujer Sonrisa y en el secreto que escondían ¿Cómo olvidarlos?, se
preguntó, mientras Mc Cartney repetía por segunda vez “and in her eyes
you see nothing”.

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Capítulo XVII, una revolución pacífica y silenciosa


Vivir en el ciberespacio le gustó, demasiado, se le hizo adictivo. No
soportaba la realidad real. Aquel exilio era, de alguna forma, su propio
rechazo a esa realidad compleja. El, en el fondo, no era muy diferente al
resto de la gente, salvo que no miraba para otro lado.
Casi inmediatamente algunas mujeres respondieron su mensaje y
comenzó a conversar con ellas vía el mítico messenger, el teléfono
moderno. En el mundo también ocurrían cosas maravillosas que él
comenzó a descubrir y lo fascinaron. En su escritorio, durante las tardes
(seguía durmiendo hasta casi el mediodía, cuando la mucama le traía el
desayuno a la cama y él encendía el canal Fashion para comenzar el día
lejos de la realidad), tenía abiertas al mismo tiempo muchas ventanas de
su Toshiba ultraliviana que iba y venía con él a todos lados, ya que su vida
se había mudado allí. Tenía abierto el messenger para hablar con las
penélopes que buscaban a sus ulises. Tenía abiertas Bloomberg y Yahoo
Finance, para estar al tanto al minuto de los grandes números de la
economía mundial, que apuntaban para arriba mientras las burbujas ya
amenazaban con explotar. Y el Google Earth para viajar por el planeta y
descubrir, por ejemplo, adonde quedaba la isla Lanzarote, un paraíso
volcánico adonde tenía ganas de viajar. Otra ventana para navegar y
responderse preguntas que se le iban ocurriendo, lo que casi siempre lo
llevaba a la Wikipedia y desde allí a otro lado. Su computadora volaba y él
volaba con ella. La ley de Moore se había cumplido en las últimas décadas
y la capacidad de memoria y procesamiento de las computadoras se seguía
duplicando cada dos años, more or less. Algunos decían que si la industria
de la aviación se hubiera modernizado a esa misma velocidad hoy un
avión tendría que llegar hasta New York en minutos. ¿No sería demasiado
estrés?, se preguntó. ¿Para qué?, si él llegaba a cualquier parte con sus
cartas del ciberespacio en menos de medio minuto, no importaba adonde
fueran.
Así pasaba sus tardes. Cada día tenía su historia, cada día era diferente
ahora, escribiendo sus cartas, jugando al “tenis” electrónico recibiendo y
respondiendo mails de gente que ni conocía o a viejos amigos o lectores
que iba recuperando, o conversando con una mujer que quizá algún día
conocería en el mundo real, o yendo de Lanzarote (Canarias) a la isla de
San Andrés (Colombia), viajando con el satélite Google, planificando
viajes que quizá haría realidad, quizá no, y todo eso mientras veía los
grandes números del mundo y leía los diarios online cada hora para saber
qué estaba ocurriendo en el planeta, en esos tiempos de una comunicación
espasmódica que bombardeaba y saturaba al mundo con una noticia por
semana (que tenía su inicio, su apoteosis, su mantenimiento por unos días
en el centro de la escena y su agotamiento final cuando la reemplazaba
otra noticia de quien sabía fijar una nueva agenda para distraer a la gente
de la realidad real).
Para sus cartas desde el ciberespacio se había inventado un personaje
femenino llamado Pennylane, una mujer global, bonita, seductora, en
apariencia fashion y frívola, pero capaz de dejarlo todo por sus
convicciones o sus sentimientos. Flaca, inteligente, diferente, era su mujer
ideal, el resumen de sus sueños, claro, que obviamente vivía en Niúiork,
Niúiork (adónde sino) y entendía de finanzas, con lo cual el personaje le
servía para describir o analizar de manera divertida y amena lo que ocurría
en el planetita. El personaje ya lo había comenzado a usar, junto a otros,
en sus columnas de la contratapa del diario, pero en sus cartas Pennylane
tomó vida propia y comenzó a opacarlo a él mismo, como la mismísima
Galatea, aquella escultura de Pigmalión que los dioses convirtieran en una
mujer de carne y hueso, o como la Eliza Doolittle de la película My Fair
Lady, hasta el punto que mucha gente comenzó a preguntarle a Diego por
ella, como si existiera, incluso considerándola su mujer. De repente, él se
convirtió en un Pigmalión moderno que inventa una mujer ideal, quizá
mejor que cualquier mujer que se le cruzara en la realidad.
Tanto fue así que ese fin de año, algunas tarjetas para saludarlo por las
fiestas llegaron dirigidas a él y a “su mujer” Penny, tan creíble que sus
amigos comenzaron a preguntarle por ella cuando se cruzaban, y hasta a
hacerse la cabeza e imaginarla como el paradigma de una mujer cosmo,
sofisticada, inteligente, demasiado bonita, para volverse locos, y para
colmo experta en finanzas. Era demasiado, sobre todo para quienes tenían
a su lado una mujer real, de carne y hueso, “a veces con más carne que
hueso”, como le dijo un amigo una vez hablando de su bruja particular y
envidiándole su Pennylane imaginaria.
¿Por qué tuvo tanto éxito aquel personaje imaginado por Diego y por
qué la gente comenzó a preguntarle por ella de manera tan natural? No lo
sabía, de hecho no había conocido a muchas más mujeres que a Anna en su
vida, pero pensó que quizá Penny era creíble porque él había conocido
realmente el amor con su Anna y habían sido muy felices hasta aquella
madrugada en que ella lo besó y se fue a duchar para no volver. Porque él
hablaba de lo que había conocido y eso le daba credibilidad al personaje.
Porque él era un soñador, un romántico empedernido, y eso también le
daba credibilidad. Porque a lo largo de su vida se había detenido a
observar a otras mujeres enamoradas, había visto sus ojos, sus gestos, sus
miradas, sus sonrisas, sus formas de seducir a los hombres que amaban y
sus formas de amarlos. Porque había aprendido que los hombres deseaban
a una mujer, pero las mujeres además deseaban ser deseadas, por lo que se
inventó a una Penny con una dosis de seducción, alegría de vivir y un
resumen de aquella femeneidad que sólo tenían las mujeres que sabían
hacerse desear. Y quizá también porque escribía con el corazón, no con su
cabeza, y la gente necesitaba soñar en un momento en que ya nadie
soñaba, y menos con el amor, en plena época de individualismo extremo,
de relaciones líquidas y frívolas, en la ahora llamada “era del vacío” en
que mucha gente sentía que apenas podía sentir. Y porque su personaje
inventado no hablaba de sexo, sino de amor.
Por eso, quizá, Pennylane empezó a tener vida propia, por eso aquel
personaje ideado para hacer más divertida a aquella newsletter económica
de lenguaje sencillo, con un touch de frivolidad y no sólo con gráficos y
cuadros de estadísticas, le pareció creíble a la gente. Por eso y porque
Diego comenzó a intercalar en sus cartas fotos que dijeran más que mil
palabras, fotos metáforas, fotos seducción, fotos impacto, fotos belleza,
fotos sorpresa. Por eso y porque comenzaban a aparecer más parejas de
hombres y mujeres viviendo en diferentes lugares del planeta, conectados
a veces con sus notebook y a veces haciendo citas reales en algún lugar de
la aldea global. Así Penny tomó vida propia, y a divertirlo también a él
mismo dándole vida, con su mezcla promedio de su Anna desaparecida en
acción y con unas muy pocas mujeres más que había conocido en su vida y
que le habían dejado secuelas y efectos secundarios varios.
Esteban, uno de los pocos amigos a quien seguía viendo, sonreía
cuando leía aquellas cartas, y le preguntaba a él hasta dónde llegaría él con
su “muñeca inflable”, como la llamaba sólo para molestarlo. Cecilia se
reía y le quería presentar a sus amigas reales, ya que todas querían ahora
conocer al tipo que tenía su novia Penny tan lejos. Ya se sabe, las mujeres
tienen una necesidad enorme de seducir, sobre todo cuando un hombre
desea a otra mujer. De hecho, Cecilia tenía una lista completa de amigas
que deseaban ser deseadas y hasta seducidas por un hombre supuestamente
tan deseado. Para ella, que lo quería realmente a Diego a medida que lo
conocía, a medida que pasaban tardes de tés y noches de cena en su casa y
que veía lo bien que le hacía a Esteban aquella amistad, Penny no era una
muñeca inflable, y hasta empezaba a inquietarse: “Estás empezando a
despegarte del planeta tierra Dieguillo, y a vivir más en la ficción que en
la realidad, me preocupás.”, le dijo una noche que cenaron en la casa de
San Isidro. Empezás a parecerte a mi hija Agus, que también se mudó al
ciberespacio y allí tiene un millón de “amigos” entre el hotmail, el
facebook y todas esas cosas de la nueva tribu global. Diego pensó que su
propia hija era como Agus, y de hecho se estaban haciendo amigas. Pero lo
de él era diferente.
- No te preocupes, Cecilia, tengo clarísima la diferencia entre realidad
y ficción, Penny es sólo la mujer que inventé para hacer más seductoras
mis cartas del ciberespacio, por eso también las fotos que les agrego. La
gente no soporta la realidad, como yo mismo, y necesita soñar un poco,
fantasear, viajar, imaginar. Claro que me gustaría encontrar en la vida real
una mujer así, para pasarme los próximos treinta años -le dijo finalmente,
lo cual confundió más a su amiga, que temía que él se quedara a vivir en
su Isla de la Fantasía inventada. ¿Ocurriría eso? ¿Se quedaría viviendo allí
para siempre? No lo sabía, aunque él cada día se sentía mejor así, exiliado
en el ciberespacio. Y seguía siendo un optimista empedernido, salvo
cuando se hablaba de la Argentina, de Venezuela, o de Bolivia, adonde lo
peor del populismo estaba reviviendo otra vez. El resto del mundo le
parecía mejor, pese a tanto sufrimiento aquí y allá, pese a la guerra y a la
moda en ascenso de pronosticar el Apocalipsis, una moda que cada día
vendía más, casualmente o no tanto.
En 1989, ayer nomás, había nacido la web, la teleraña, la www
inventada por Tim Berners-Lee, mientras el envidiado, odiado y admirado
Bill Gates desarrollaba el soft necesario para popularizar la red a nivel
planetario, con Microsoft y sus Windows y sus mails y sus iconitos que
comunicarían a miles de millones de personas que hablaban decenas de
idiomas diferentes en el mundo, pero que se lograban comunicar gracias a
ese lenguaje común. Por eso era optimista, entre otras razones. Lo
fascinaba la potencia de la revolución pacífica y silenciosa que estaba
viviendo. En cualquier lugar del mundo, en una oficina productora de
películas en Hollywood, en un cibercafé en la isla de San Andrés, en una
empresa que fabricaba autos Ford en Brasil, en un hotel cinco estrellas en
Cancún, en un cibercafé de Madrid, en medio de la selva colombiana, en
una enorme fábrica de juguetes en Shangai, en el medio de la ciudad de
Sidney, en ese mismo momento, millones y millones de personas se
conectaban unas con otras por un sinnúmero de motivos, sanos y no tan
sanos. Una prostituta de Costa Rica le escribía a su amante que acababa de
llegar a Miami, utilizando el Outlook, para enviarle un simple mail
diciéndole te extraño. Una estudiante de Rochester Minnesota que
trabajaba de enfermera en la Clínica Mayo utilizaba una pantalla similar y
el mismo entorno gráfico del mail del Outlook que ya se usaba en todo el
mundo para escribirle a su mamá que estaba en Montevideo, Uruguay,
avisándole que estaba bien, y que le había depositado la mitad de su
primer pay-check para que ella lo retirara ya mismo. Esteban Santana, en
Buenos Aires, le enviaba a Paul Davies, su socio americano que vivía en
West Palm Beach, los últimos números de ventas de sus sucursales en la
Argentina, obviamente encriptados por seguridad, aunque la pantalla era la
misma y el Windows que utilizaba y veía en la pantalla era el mismo
también, aunque en la versión XP profesional, en una notebook con las
mismas teclas y los mismos íconos que veía también la prostituta de Costa
Rica mientras escribía su carta, y luego, quizá al mismo tiempo, ambos
apretaban el ícono de Send en el borde superior izquierdo, aquel sobrecito
que no dejaba dudas, para enviar aquel documento o aquella carta de amor
desesperada, no muy diferente a las que escribiera Neruda, aunque quizá
con menor poesía y metáfora, con un simple y feroz “te extraño”. Mientras
ello ocurría, una adolescente tardía y dulce que trabajaba como mesera en
Lanzarote, Canarias, hablaba con su papá en Buenos Aires y le decía que
estaba bien, que era feliz y que lo quería, mientras el tipo se emocionaba y
se ponía a llorar, tratando de entender por qué ella se había ido tan lejos
como en la canción “she is leaving home” de los Beatles, o en la canción
“qué va a ser de ti lejos de casa” de Joan Manuel Serrat. Y mientras, en la
que fuera Alemania Oriental, en una ciudad llamada Dresden, un ingeniero
civil enviaba en ese momento las conclusiones de su investigación sobre la
estructura de acero y cemento de un puente que estaban construyendo allí
a un colega de la Universidad de Montreal, en Canadá, para que chequeara
los cálculos, por las dudas. Y desde Venezuela salía otro mail común y
silvestre que decía “todo en orden, llego a Miami día 21 marzo,
confirmado en vuelo de las 12 horas”, y que no hacía otra cosa que dar el
okey para un atentado que dos estudiantes suicidas del medio oriente
realizarían en el pacífico ámbito académico de Boston, en Harvard, en el
centro mismo de la inteligencia de los Estados Unidos. Obviamente,
Venezuela se estaba convirtiendo en un país amigo de los fanáticos
terroristas de medio oriente, ya que odiaban al mismo país. Etcétera. Entre
los millones de mails, aquel era sólo uno más que llevaba vida o muerte,
tristeza o alegría.
El mismo, Diego, acababa de enviar sus primeras 20.000 cartas desde
el ciberespacio a 20.000 lectores que las recibieron en menos de un minuto
en diferentes lugares del mundo, y hasta se las reenviaron a sus amigos.
Así, en el ciberespacio, millones más de mails iban y venían, entre Wall
Street, Santiago de Chile, entre la isla de Hawai y un pequeño pueblo
ganadero del centro de Australia, entre Caracas y Boston, y otros tantos
lugares del pequeño planeta. Muchos de ellos habían comprado acciones
de Microsoft, vendido bonos basura de General Motors (que seguían
bajando de precio) y comprado títulos de la deuda brasileña, que pronto
serían Investment Grade. Y mientras ello ocurría, mientras el mundo
giraba, mientras el Satélite de Google mostraba el mundo desde arriba y
asombraba a mucha gente que trataba de ubicar en la pantalla Samsung de
su PC su propio edificio en su ciudad, unos cuantos adolescentes estaban
en un cibercafé en Ecuador, en una mansión de Buenos Aires, en pleno
Palermo Chico, en un pueblito de Polonia llamado Okuniev, todos mirando
on line y al mismo tiempo cómo una mujer desnuda, rubia teñida of
course, y mojada, le besaba online un pene bastante grande a un tipo sin
rostro, ambos en Los Angeles California, mientras millones de teenagers
en todo el planeta se comunicaban por el messenger o de Hotmail. Y
aquello era sólo la prehistoria, pronto llegaría el facebook, haciendo sus
primeras incursiones en la comunidad planetaria de jóvenes y no tan
jóvenes que se conocerían en todos los idiomas y países. Alguna, incluso,
se encontraría un día en alguna isla del pacífico para surfear, tomar
cerveza y perder la virginidad de mala o de buena manera, embarazándose
o contagiándose de Sida. Otros no se atreverían nunca a nada y sólo
usarían la red para esconderse y soñar con tener una vida como las que
mostraban en las series de televisión. Todo eso y mucho más estaba
ocurriendo en aquel mundo interconectado que vivía on line las 24 horas,
día y noche, todos viajando, yendo y viniendo sin moverse de sus sillones
cómodos o sus sillas incómodas, o una cama con la notebook, o en algún
aeropuerto del mundo que tuviera WiFi para poder hacer Send, todos
frente a una pantallita parecida, todos transitando por ese lugar llamado
ciberespacio, ese “lugar” que por alguna razón religiosa la mayoría
ubicaba mirando hacia arriba sin darse cuenta, como si estuviera en el
cielo, sobre las nubes, como un nuevo Dios, llevando y trayendo de
manera invisible tantas centenas de millones de mensajes importantes e
intrascendentes, graves y livianos, sexuales o amorosos, peligrosos o
inofensivos, comerciales o privados, financieros o medicinales, profundos
o telegramáticos, pesados o livianos, perversos o angelicales e inocentes,
anunciando compras, ventas, transferencias de millones, fallecimientos,
peleas y reconciliaciones, historias de amor o clases de danza, noticias
sobre el clima, diálogos frívolos o confirmaciones de tickets de avión.
Fue así, así comenzó, en un día cualquiera, con su primera carta desde
el ciberespacio, y empezó a llegar a más y más gente, sorprendiéndose día
a día de lo que le estaba ocurriendo. Pronto tuvo más lectores que los que
cotidianamente lo leían en el diario, tiempo atrás. Era uno más de aquellos
millones de personas que tenían algo que decir, que comunicar, que
anticipar, que pedir, que vender, que enseñar.
Sentado en su sillón cómodo, en su escritorio, con una simple Toshiba
que volaba, empezó el viaje más largo, mágico y misterioso, inesperado y
maravilloso de su vida. Empezó a estar en el mundo online, estar y no
estar, estar aquí y allá, estar en todos los lugares al mismo tiempo, ya que
el ciberespacio estaba eliminando las distancias, mientras se producía
aquella revolución pacífica mientras la mariposa seguía aleteando en
Pekin y alimentando los huracanes que llegarían a Elei, California.
Por esos mismos meses, un joven norteamericano poco conocido fuera
de los Estados Unidos llamado Barack Obama se preparaba, él también
con la cabeza abierta para ser el primer presidente negro de los Estados
Unidos. Pero esa no sería su única peculiaridad, intrascendente y no tan
intrascendente porque demostró que en el mundo había gente que crecía,
que no juzgaba por el color de la piel ni nada por el estilo. Aquel hombre
que algún día sería Presidente, tuvo otra peculiaridad más: como nadie,
empezó a aprovechar y potenciar aquello que había desarrollado Bill Gates
en el garaje de su casa, para llegar a sus futuros votantes, uno a uno y
todos al mismo tiempo, desde aquel nuevo país llamado ciberespacio que
podría unir o desunir aún más al mundo. Esa, esa era la revolución pacífica
y silenciosa que estaba pasando por delante de las narices de todos y que
Diego, de repente, descubrió aquel día en que se encerró en su escritorio a
arrojar mensajes a aquel océano que los conectaba a todos. Era como la
vieja botellita con el mensaje de un náufrago, claro. El náufrago era él, y
eran muchos más, Obvio.

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Capítulo XVIII, también la incomunicación en


pleno mundo online
El texto que había escrito para describirse, y el nombre de Ulises,
provocaron algo que no esperaba: decenas de mujeres quisieron aplicar
para ser una Penélope moderna. La frase del éxito fue escribir aquello de
“no busco sexo, sino amor”, una frase tranquilizadora para todas las
mujeres que temían (aunque lo deseaban, claro) que todos los hombres las
quisieran “sólo para eso”, como si estuviera mal. Pero él lo había escrito
genuinamente. También recibió decenas de insultos de fumadoras
empedernidas que le echaban la culpa a las tabacaleras, feministas que lo
acusaban de machista sin darse cuenta que ellas mismas eran sólo un
machista sin pene, gorditas orgullosas de serlo y que se dedicaban a decir
que no pensaban cambiar, que eran felices así y que buscaban un hombre
que las aceptara como eran, y las gatafloras, claro, aquellas mujeres que
querían pero no se atrevían, que seducían y se escapaban, en un juego
habitual que las llevaba a sostener que ya no había hombres en el mundo.
Todos aquellos mensajes lo acusaban de ser un machista discriminador y
tantas cosas más. Y algunas, luego de todo aquello, lo invitaban a tomar un
café, claro. Total, el tipo era inofensivo, no buscaba sexo, que era lo que
todos los hombres buscan según el prejuicio habitual, sólo buscaba amor.
¿Sería un idiota perdido en el pos-posmodernismo?
Algunas mujeres aclaraban que no sabían tejer como Penélope y le
preguntaban si eso sería grave, otras le enviaron mensajes largos y
conmovedores simplemente felicitándolo por aquel mensaje tan breve que
había escrito. Aquella frase del final que decía “no busco sexo, sino
amor”, demostró además que en el mundo, y en la red, quedaba alguna
gente que había entendido muy bien de que se trataba la vida.
Pero le costaba mostrarse, y la parajoda es que cuando menos se
mostraba él, cuando más cortos eran sus mails, o sus frases, o sus
mensajes, más largos eran los mails o las frases que le llegaban del otro
lado como respuesta. La historia de la histeria funcionaba también allí, o
sobre todo allí, en donde todos jugaban a las escondidas aprovechando el
anonimato. A su favor estaba el hecho que él escribía bien, y que le
gustaba conversar y escuchar historias, y que hablaba con el corazón.
Comenzó así a conversar con algunas Penélopes, no tenía tantas cosas que
hacer ahora que había dicho Basta. Sus hijos lo veían encerrado en su
escritorio y comenzaban a preocuparse como Cecilia, era la famosa
adicción, era el síndrome de la red, era viajar sin moverse del sillón.
Aunque cuando las Penélopes le hablaban de conocerlo, él tomaba
distancia, ninguna de aquellas mujeres lo sacudía, y siempre terminaba
recordándola a Anna, a su belleza de afuera y de adentro, a sus palabras, a
aquella frase que siempre le decía:”Diego, nadie te va a querer como yo te
quiero”, y así había sido, hasta que se fue más lejos que el ciberespacio.
Diego podía engañar a los demás, aunque no podía engañarse a sí
mismo. Su exilio empezaba a preocuparlo a él también. Aunque se sentía
feliz en esa vida nueva dentro de su vida, y se sentía pleno, por la noche
dormía solo y necesitaba y deseaba tanto a una mujer para dormir
abrazado como el mismísimo Al Pacino en “Frankie y Johnny”. Así que
empezó a conocer a esas mujeres con quienes hablaba por el Messenger.
No fueron muchas, fueron dos. De una se enamoró y durante unos
meses inesperados dio y recibió sexo con amor, él mismo no podía creer
que hubiera podido voler a enamorarse y que aquella simple frase llamada
“sexo con amor” pudiera ser posible. Quizá por eso, exactamente por eso,
porque aquello era la felicidad, porque podía ser para toda la vida, para
siempre, porque parecía amor sólido, porque era demasiado bueno, es que
ella, a la vuelta de un viaje a Cariló que compartieron con amor, sexo,
alegría y felicidad (en ese orden), no soportó la palabra “amor” que tanto
le gustaba a él y se inventó cualquier pavada, cualquier excusa
inconsistente, para desaparecer para siempre de su vida, créase o no. Se
hacía llamar Artemisa, curiosamente o no tanto, como la diosa griega que
andaba por la vida con un arco y una flecha (¿cazando hombres o
animales?). El flash terminó en un crash definitivo e inexplicable. ¿Qué le
habría pasado? ¿Ella era una sexópata serial? ¿Una amadora serial? ¿Una
abandonadora serial? ¿Una mujer que se entrenaba para la materia
Felicidad, fracasando siempre en el momento del examen final, como el
famoso Sísifo que nunca aprendió que allí venía la piedra y volvía a
tropezar como siempre?
El no lo sabría nunca. En la despedida, sintió que ella, la que había
conocido, ya no estaba allí. “And in her eyes you see nothing”, le pareció
que cantaban los Beatles entonces, en aquella canción llamada “For no
one” que parecía escrita para el pos-posmodernismo. Pero no vio allí
“ninguna señal de amor detrás de las lágrimas derramadas por nadie”. Sólo
vio en cámara lenta como Artemisa se iba caminando, subirse a su auto y
desaparecer para siempre.
Finalmente, luego que se sobrepuso a su tristeza, Diego entendió. Y le
escribió un último y corto mail de agradecimiento, porque gracias a ella
había descubierto que a sus 52 años era muy capaz de volver a ser feliz, y
eso no había sido poco para él. “Iluminaste el lado oscuro de mi corazón.
¿Porqué decidiste permanecer pobre, dejándome a mi tan rico?, le
escribió, con una frase de una película llamada justamente “El lado oscuro
del corazón” que lo había conmovido años atrás Y un agradecimiento de
despedida final, todo un caballero, para perder y para ganar. Ella no le
respondió, claro, pero él comenzó a entender un poco mejor cómo estaba
el mundo, no el de los números, no el de la economía, sino el de los seres
humanos. Fue en aquel momento en que empezó a observar que la gente,
mucha gente, demasiada gente, estaba sola porque temía fracasar otra vez
y volver a sufrir. Algunas y algunos probaban una y otra vez, y fracasaban,
por que no eran capaces de disfrutar lo que estaban viviendo, y lo
terminaban destruyendo. Otras veces, los romances ni siquiera
comenzaban porque la gente hacía todo lo posible para no agradar, para
alejar a la otra persona, para arruinarlo todo aún antes de empezar. Fue en
aquel momento en que descubrió que en aquel mundo hipercomunicado la
gente comenzaba a tener miedo a sentir, aunque pareciera todo lo
contrario, y de una u otra forma se boicoteaba con alguna de las tantas
formas que hay para hacerlo. Fue allí en que aprendió que la gente de su
generación tenía miedo a entregarse, y cada vez que salían de debajo de la
cama terminaban volviendo a ella rápido. Fue en aquel momento cuando
entendió que los trenes pasaban cada tanto, pero había más y más gente
que prefería no subirse, por las dudas. Allí conoció la idea de el amor
líquido, aquella teoría de Zygmunt Bauman. Y supo de un nuevo
comportamiento serial del siglo XXI, una especie de efecto secundario del
medicamento Internet: creer que había una oferta de parejas totalmente
elástica e infinita, con lo cual uno siempre podría encontrar a alguien
mejor al anterior, con lo que muchos vivían empezando y terminando, una
y otra vez, para sufrir lo menos posible y evitar el dolor de una pérdida,
volviendo a aquella anestesia electrónica. La pura realidad, dedujo él, es
que la mujer no había soportado la felicidad, luego de cincuenta años de
vivir sufriendo y esperando a un Príncipe Azul llamado Ulises. El
problema fue que cuando él llegó a ella, ella ya estaba tan jodida, ya había
vivido y sufrido tanto, y la habrían defraudado tanto y había defraudado
tanto a los demás, que la simple posibilidad de estar bien se le hacía
intolerable. “Miedo a sufrir”, lo llamó Diego. “Hay gente que elige el
displacer”, hubiera dicho Freud, aferrado a su pipa, si él se hubiera
acostado en su diván famoso, para preguntarle qué estaba pasando. El beso
del príncipe la despertó por un rato, pero el conjuro no pudo vencerlo.
Cuando Diego comprendió todo aquello, estuvo en paz. Se dio cuenta
que cuando menos había logrado su objetivo: no buscaba sexo, sino amor,
y eso fue lo que había encontrado y ofrecido. Nunca se habían dicho te
quiero, pero lo habían hecho de la mejor manera. Se tranquilizó: había
sido capaz de volver a enamorarse como la primera vez, dejando el pasado
en el pasado, y pudo disfrutarlo. El fantasma de Anna había desaparecido y
se había convertido en un dulce recuerdo. Empezaba a comprender su
pregunta del millón: ¿por qué la gente siempre se enamora de la persona
equivocada? El miedo era la respuesta. No era feliz quien quería serlo,
sino quien sabía, quien podía, quien se atrevía. Pero tenía que saber más.
Tan idiota no podía ser la raza humana, se dijo, sin entender qué le estaba
pasando a la gente.
Diego supo entonces que el ciberespacio podía ser maravilloso, aunque
también muy peligroso. Aprendió que escondidas detrás del anonimato
había personas de carne y hueso a las que les costaba salir, mostrarse,
entregarse a los demás. Era una enorme cantidad de gente enferma que se
creía feliz, que tenía el deseo de ser feliz, pero con una incapacidad
pavorosa para serlo, para construir esa felicidad junto a otra persona, para
compartirla. Y para poder sostenerla por más de tres meses, dos días y
cuatro horas.
El los empezó a llamar “discapacitados emocionales”, gente capaz de
tener el mejor sexo, pero con cero amor, cero compromiso, cero sentir;
cero entrega, o tanta entrega que los asustaba. Todo aquello era demasiado
doloroso. Estaba empezando la era del vacío, del “yo no necesito a nadie”,
del narcisismo extremo disfrazado de hedonismo, del “self service”, de
renunciar al amor. “To love myself enough so that I do not need another to
make me happy”, había escrito alguien llamado J. Rubin en una frase que
encontró en Internet. Era el tiempo de amarse todo lo posible a uno
mismo, como si ya no hubiera nadie mejor que pudiera hacer feliz a cada
persona, pensó él. Y supo que el ciberespacio también era un lugar
peligroso, como todo invento del hombre, como la energía atómica, como
el arco y la flecha de Artemisa, como el fuego, como las palabras. Todo
podía servir para construir o para destruir. De la gente dependía.

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Capítulo XIX, cero mujeres y retiro espiritual


Luego de Artemisa, sabía que era capaz de enamorarse y hasta de ser
feliz, bingo, 9 de cada 10 personas en este mundo decían ser felices, pero a
él le parecía que esa estadística era de mentiritas, como si la hubiera
realizado algún encuestador argentino.
El tiempo pasaba rápido, demasiado rápido, y él no sabía explicar
porqué. Meses después conoció a una mujer llamada Victoria, una rubia
quizá auténtica, quizá no, junous, con la que salió por unas semanas, y allí
confirmó que la confusión reinante entre amor y sexo era un dato objetivo
de las relaciones inhumanas modernas, pocas palabras, quizá algo de cine,
pocos gestos, poco tomarse de las manos y mirarse en los ojos, y
demasiada cama, ducha, sillones, música electrónica monótona sonando
como un lavarropa cuando va y viene. Había confirmado que, también, era
mucho más fácil desnudar el cuerpo que el alma. Fue la primera vez en su
vida que intentó tener sexo con una mujer a la que no amaba, pero que
deseaba amar, y aunque aquello no le gustó nada, supo que era un ser
humano y que su cuerpo necesitaba un abrazo como cualquier simple
persona, con los mismos deseos y apetitos que el resto de los seres del
planeta tierra. Ella era linda, o más bien bonita, y aunque no era su estilo
él se sintió cómodo y, lo más importante, deseaba volver a enamorarse,
tanto que empezó a comportarse como el mismísimo Ulises y a dejarse
engañar por los cantos de sirena, sabiendo que se estaba engañando a sí
mismo. Pero los cantos de Sirena cantaban mal, menos mal, y él se dio
cuenta que “tu no eres quien yo espero”. Pero hubo algo que lo inquietó
más, un poco ridículo: se dio cuenta que ella lo quería como a un simple
objeto sexual, amoroso, divertido, prestigioso, un poco famoso, ingenioso
al hablar. El hombre perfecto para tener atado a la cama en estos tiempos
modernos. El mundo estaba al revés, antes las mujeres se quejaban que las
querían sólo para eso, y de repente él se dio cuenta que a él le estaba
ocurriendo lo mismo. Así que al poco tiempo se alejó de ella, claro,
aquello no era amor y nunca lo sería, porqué engañarse y engañar, claro, si
a él ya no le interesaban ni la Victoria ni la Derrota, los dos eternos
farsantes, como había dicho algún poeta. Se fue discretamente a las pocas
semanas, obvio. Su Peugeot lo esperaba en la puerta, en pleno Palermo
Soho de Buenos Aires, dónde sino podía vivir una mujer así.
“Todo esto es ridículo”, se dijo, preocupado, mientras en su escritorio
like Sheraton respondía más y más mails por sus cartas del ciberespacio,
hasta comenzaba a pensar y a actuar como pensaban y actuaban las
mujeres del pasado, en el preciso momento que las mujeres empezaban a
pensar y actuar como si fueran hombres. ¿Qué le había ocurrido al mundo?
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Cuándo? ¿Tan distraído había estado él desde la
caída del Nasdaq y del muro de Berlín que ni se había enterado de aquello?
Mujeres pitómanas haciendo de hombres, feministas que competían con
los machistas, hombres desdibujados, pasivos, obedientes, y al final,
obvio, impotentes compradores de viagra.
¿Por qué se fue? Porque no le gustaba una mujer de 45 que se vestía
como una de 22,5 años, que era infantil, que no quería crecer. ¿Sería eso?
¿Sería que sus besos tenían olor a cigarrillo y eso era un asco, además de
una clara señal de estar con una mujer que no se quería a sí misma? ¿Sería
que la tal Victoria también pensaba como una persona de 22,5 años y creía
que eso era ser joven, eternamente joven, aunque en su mente fuera una
vieja sin remedio que se negaba a cambiar? ¿Por qué tanta gente que se
decía abierta y moderna era incapaz de cambiar, de crecer, de mejorarse a
sí misma?, se preguntó ¿No era esa costumbre moderna de respetar a la
gente como era, sin intentar cambiarla, ni cambiar uno mismo, un feroz
retroceso en la cadena de la evolución? Le hubiera gustado tenerlo allí a
Charles Darwin para preguntarle cómo era posible que la gente de estos
tiempos pudiera haberse convencido que no había que cambiar, ni crecer,
ni evolucionar, ni tener utopías, ni tratar de ser mejores hasta el último
aliento de la vida, hasta el momento final.
Sólo Zanahoria, su hija, lo pudo ayudar en aquellos días en que, para
colmo, la Argentina empezaba a deteriorarse mostrando un retorno
inquietante de la inflación, aunque nadie se quería dar cuenta de ello,
porque la economía estaba lanzada a toda máquina, alimentando a la vieja
locomotora de vapor que arrastraba el tren con la madera de los mismos
vagones, como en la demencial película de los hermanos Marx, “Go
West”.
Pobre Zal, ella trataba de consolarlo luego de aquellos primeros
intentos de volver al mundo del amor. “Papá, olvidate -le dijo una tarde,
creyendo que Diego todavía pensaba en Artemisa-. Ella estaba crazy, no
busques más razones, loca de atar, no hay explicación para lo que hizo”. Y
siguió: “Además yo te lo dije una vez: las mujeres somos unas histéricas”,
agregó, para hacerle una terapia de shock. Y lo abrazó como cuando era
más chica y no existía ese enorme abismo entre ambos llamado
adolescencia. “Papá, vámonos a la playa una semana, a Cariló, a Uruguay,
a donde tengas ganas”. Eso fue bueno, y lo mejor es que lo hicieron,
Mickey alias Faivel no fue, no podía acompañarlos ya que trabajaba
mucho, se había recibido de ingeniero y ya estaba trabajando en la
empresa de Esteban, a los 25 años ya manejaba la sucursal más grande de
los stores del Hombre Electrónico, y su amigo comenzaba a confiar más y
más cosas en él, aquel muchacho retraído y buenazo, pragmático e híper
realista como todos estos chicos modernos, sin utopías, con cero
romanticismo y más ideas que ideologías, que como él mismo, nunca
hablaba de su madre, quizá porque si empezaba a hacerlo nunca terminaría
de llorar.
Aquella semana fueron a Cariló. Esteban el Héroe le ofreció la casa a
su amigo el antihéroee, y le insistió que tenía que ir, justamente para
romper el hechizo por haber estado en aquella misma playa con Artemisa
hacía tan poco tiempo. Al final él aceptó, aquel lugar era mágico y estar
con su hija, mucho más. Le encantó reencontrarse con Zanahoria, Zal, pese
a ver que ella comenzaba a pasar por aquella etapa omnipotente de la vida
en donde no existen los límites y aquellos muchachos y chicas creen que
pueden hacer cualquier cosa. Y a ella le encantó aquella casa de los
amigos de su papá que apenas conocía, aunque cada tanto los veía en las
idiotas revistas fashion que leía cuando iba al dentista. Empezaba a estar
más inquieta, volcánica, y a parecerse poco a poco a su mamá perdida, que
comenzó a faltarle cuando acababa de cumplir 14 años. Y nada necesitaba
ella más que una madre como la que era aquella mujer especial
desaparecida en el espacio. Pero él se tranquilizó. En esa semana
caminaron al borde del mar. Corrieron por los médanos en los dos
cuatriciclos de la casa. El se resfrió y empezó a toser, obvio, y a tomar
antibióticos, obvio. Pero pese a todo, volvió mejor que cuando se había
ido. Además, Zanahoria le había prohibido llevar su notebook, él protestó,
pero nada, ella se impuso. Allí percibió que empezaba la etapa de la vida
en donde los hijos comienzan a proteger a los padres de las idioteces que
ellos cometen cotidianamente, los sabelotodos adultos.
Zanahoria, que había nacido sabiendo, como cualquier adolescente, un
día de aquellos le dio una lección. Eran los tiempos en que los padres
comenzaban a aprender de sus hijos tanto como sus hijos intentaban con
éxito relativo aprender de sus padres. Lo había dicho un día que fueron al
supermercado, lugar de conversaciones serias si los hay. Ella lo miró con
su mirada dulce, un poco triste últimamente, y él no podía descubrir por
qué y se angustió. Ella habló, entre el pasillo de las carnes y el de las
verduras, mientras empujaba el carrito y tomaba cosas de las góndolas,
todo al mismo tiempo, hiperkinética como era. Fue un paseo raro, en su
casa las compras se hacían por computadora y él hacía años que no pisaba
un supermarket. Odiaba hacer compras, hacer la cola de la caja para pagar,
ver a la gente con cara enojada con sus carritos chocadores...
- Papá, estás jodido -le dijo Zal-, a tu edad las mujeres que no están
bien, en pareja, están mal, están jugadas, agotadas, engañadas,
desengañadas, odian a los hombres, o se odian a ellas mismas por no haber
encontrado alguno, o ya tienen tanto miedo de empezar de nuevo que
tienen histeria galopante, aunque se convenzan de lo felices que son. Si
llegaron a esa edad solitas es porque vienen haciendo las cosas mal,
muchos fracasos, son fracasadoras seriales. Tendrías que probar con
mujeres viudas, a lo mejor ellas están más sanitas porque no eligieron esa
situación”.
Impecable, Zanahoria. Lo dejó helado.
Y siguió hablando, entre la góndola de las pastas y de las conservas.
Eran los momentos en que su hija se convertía en un obsesivo ingeniero
alemán, como el que su padre hubiera querido que fuera él mismo.
- Primero -le dijo, sin poder llorar al recordarla a su propia mamá-
están los que enviudaron porque a su otra mitad se les cayó una maceta del
cielo, o se equivocaron de avión, como mami, o las pisó un colectivo, o el
11 de septiembre de 2001 estaban en las torres gemelas de Nueva York. Es
lo que podemos llamar una muerte fortuita, trágica pero accidental. No son
los que decidieron morirse mediante alguno de los 20 tipos de sistemas
que tiene el ser humano para abandonar la vida (desde el suicidio hasta
forzar la máquina y morirse del corazón, de cáncer o de una cortadurita en
el dedo gordo del pie derecho a la que no le dan bola, y luego ya es
demasiado tarde por no atenderse a tiempo). Por eso, las auténticas
personas viudas, las que eran realmente felices y comían perdices, son las
que están en condiciones para volver a formar otra pareja feliz, saben
cómo, tienen esa capacidad, tiene el “know how”. Diego empezó a reírse, y
a ella no le hizo gracia...
¿Estaría su hija hablando de él mismo?, se preguntó Diego, mientras
agarraba dos latas de palmitos. ¿Le estaría confirmando que él estaba en el
“club de los que al final volverían a ser felices”?
- Luego están las mujeres que se autodestruyen de muchas manera,
papá. Son las que se matan suavemente con la sonrisa, o sea, fuman como
un escuerzo y se mueren de cáncer a los 53 años. O se olvidan de lavarse
los dientes justo antes de la Date en que van a ser besadas, para producir
un rechazo y garantizarse poder seguir estando solas, quejándose porque
ya no quedan más hombres.
El la seguía escuchando divertido. ¿Y si los adolescentes modernos
realmente nacían sabiendo y él no se había dado cuenta?, se preguntó,
mientras volvió sobre sus pasos y buscó un frasco de pepinos agridulces.
- .. .Son las que engordan -siguió ella, con su clasificación- y se ponen
feas, para que todos los tipos que les gustan las rechacen amablemente o
no tanto. Son las que cuando tienen una Date se ponen las sandalias
doradas con un vestido plateado y anillos verdes metalizados y un reloj
brillante y llamativo, y todas esas cosas ridículas que no hacen juego, lo
que hace que no parezcan una mujer buscando novio, sino un arbolito de
navidad tipo mariposa multicolor. Todas esas son las mujeres que han
inventado la maravillosa frase “ya no quedan más hombres en este
planeta”.
Ellos seguían caminando, ahora le tocaba al pastrami, al menos de esa
conversación saldría un hombre con pancita, pensó él, ya que estaba
comprando todas las cosas que a ella y a él le gustaban y que la mucama
de los Santana cocinaría maravillosamente. Zal, obsesiva como él, seguía
con su descripción del género femenino.
- Claro, papá, y si llega a darse el caso en que un tipo, de casualidad o
porque está muy necesitado, le gustan igual, o no les molesta demasiado el
olor a cigarrillo, ni el mal aliento, o aman una gordita en invierno que los
aplaste y cobije, o prefieren a la más fea porque son unos inseguros que
tienen miedo que les soplen la mujer si está demasiado buena, las cosas
funcionan hasta que el tipo las engaña con una de 30 años que quiere
hacerlo abuelo teniendo un hijo con él.
- ¿Qué más, chiquita, hasta ahora sólo estás por lograr que me vuelva
al ciberespacio y no salga de allí nunca más?.. .-agregó él, que iba por los
paquetes de salchichas alemanas verdaderas, no las plastificadas.
- Y también están las mujeres que siempre sienten química,
enamoramiento, calentura, encantamiento, con la persona equivocada. Eso
para responder tu pregunta habitual.
- ¿Vos también te haces esa preguntita? -se inquietó él.
- Si, yo no quisiera equivocarme. Ni enamorarme del más idiota sólo
porque es el más lindo, del millonario de bolsillo pero pobre de espíritu,
del que parece mejor y es el peor, del machista que ayuda a todo el mundo,
antes o después de pegarte de muchas formas, y luego te regala flores.
Quisiera tener la lucidez de darme cuenta a tiempo si me cruzo con uno de
esos tipos que conocen alguna de las 10 o 15 maneras diferentes de
maltratar mujeres, subestimarlas, someterlas, usarlas, ignorarlas, para
descargar sus propias frustraciones, aplastarles la creatividad y la
autoestima o simplemente ignorarlas. Son aquellas mujeres que siempre
repiten las famosas dos frases históricas que me vienen a la memoria:
“Todos los hombres son una porquería”, y tienen razón, claro, si eligen a
un idiota y luego se quedan solas y terminan formando un club de brujas
para salir los sábados a la noche a hablar mal de todos los hombres.
Diego la escuchaba y no sabía si reírse o asustarse. ¿Cómo podía decir
esas cosas su pequeña hija? ¿Cuándo había crecido? La respuesta la tenía
frente suyo: ya no era pequeña, y mientras caminaban por el supermarket
algunos muchachos y señores de la middle age se cruzaron y se dieron
vuelta para espiarla. Ya era una mujer.
- ¿Hay más, Zal, porque estamos con el carrito lleno y nos vamos a
quedar sólo una semana en Cariló?
- No, daddy, ya está. Me queda sólo el grupo de mujeres que tienen
pánico de ser felices, que están programados para vivir en la infelicidad,
que es donde se sienten más cómodas. Es el placer del dolor. ¿Mal
educadas? ¿Infancia infeliz? No lo sé. Sólo sé que la felicidad les duele,
les da infelicidad, aman el dolor, sufren, temen, les da culpa, les da asco,
les parece que no se la merecen, les está prohibido disfrutar y creen que
más tarde o más temprano les llegará una elevada factura que tendrán que
pagar.
Habían llegado a la caja, menos mal, él ya no quería volverse al
ciberespacio, sino suicidarse de una vez, ya que la homosexualidad no le
iba ni le venía y no se le ocurría otra opción.
-¿Y vos, chiquita, en cual de todos esos grupos de brujas estás? -le
preguntó, pensando qué dura habría sido para ella una adolescencia sin su
mamá.
Ella se quedó pensativa, duró poco el silencio, además ya tenían que
sacar las cosas del carrito y la cajera podía escucharlos. - Definitivamente
no me gustan las mujeres, sobre todo luego de lo que te acabo de decir. Me
gustan los hombres, claro. Pero no de los que dicen Basta y se exilian en el
ciberespacio para no sufrir.
Y a la que se le llenaron entonces los ojos de lágrimas fue a ella, que
había encontrado finalmente su manera de ayudarlo a decir otra vez Basta,
basta de ciberespacio, basta de escaparse de la terrible y temible pero
maravillosa realidad. ¿Quién lo creería en una adolescente de la era
digital?, pensó. Eso fue todo Luego volvieron a la bella y enorme casa de
los Santana, que estaba junto al mar y parecía un faro que iluminaba a los
Ulises y las Penélopes perdidas en alta mar, una casa que en esos días fue
sólo para ellos, con un matrimonio de caseros viejitos que los atendió en
esos días como si fueran los mismísimos Santana, todo con la típica
calidez e impronta de Cecilia, obvio. Volvieron y ya casi no salieron de
allí, para descansar, tomar sol (que no había mucho) caminar, ver
películas, quedarse a la noche hipnotizados ante el fuego de una chimenea,
correr por los médanos en unos cuatriciclos que había y reconstruir esa
relación entre padre e hija, que volvió a ser como cuando ella era chica y
él la cuidaba, porque la mamá ya no estaba allí.
El pasó los mejores siete días en mucho tiempo. Aquella mujercita lo
hizo sentirse orgulloso y feliz. Todo el tiempo que había dedicado a sus
hijos en los años pasados empezaba de repente a volverle a él mismo, con
dósis crecientes de un amor inesperado y feliz que él había sembrado
trabajosamente, con la ayuda de una Anna que seguramente lo había
acompañado desde el país del nunca jamás.

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Capítulo XX, la mujer escondida en un password


Mientras, a más de 5.000 millas de distancia, había una mujer que
hacía mucho se había cansado del sexo sin amor y tampoco creía en nada,
lo que la llevaba a un callejón sin salida (pero quizá nunca te lo confesarás
a vos misma, ya lo sé, mujer aburrida de dormir sola o mal acompañada,
sin el abrazo de un hombre, nada más ni nada menos, sin miguitas de
galletitas dulces que se te pegan a la piel, sin tus pies mezclados con mis
pies).
Ella le temía al amor más que nadie, o igual que tantos, tenía miedo a
entregarse, a mostrarse, a sentir demasiado. Y como muchos y muchas, se
había dedicado a rodearse de miles, y millones de actividades exitosas y
cancherísimas, de amigos y amigas cool, de compromisos excitantes, de
vidas apasionantes en viajes, aviones, cruceros y hasta portaaviones, y si
hubiera, también hasta en los viejos zeppelines con forma de habano, más
los compromisos sociales, las dates sugestivas y casi siempre aburridas o
fracasadas y claro, las obligaciones importantes. Pero muy pocas tenían el
coraje de aceptar que estaban fracasando en la materia más difícil,
Felicidad I y Felicidad II, y que temían salir de debajo de la cama, que no
tenían ya más ganas de soñar, de desear, de necesitar, su dosis merecida de
amor, esa adicción a la vida que no todos tienen en este mundo lleno de
muertos que caminan por las calles y sonríen y dicen “Hello Goodbye”,
optando a lo sumo por un poco de sexo más bien fuerte que intenso, y ya
está, por un tiempo. O ni siquiera eso. Jugar apenas, fantasear un poco.
Todo, todito, con tal de no aterrizar.
Pero en algo ella era distinta. No le gustaba engañarse, como lo hace la
mayoría de la gente, ni conformarse. Estaba fracasando y al menos sabía
que eso le estaba ocurriendo a ella, no a otra, aunque no sabía cómo
resolverlo, y el tiempo, ese maldito tiempo que iba cada vez más rápido,
seguía adelante como el reloj de un taxi demasiado caro. Había
descubierto, quizá muy tarde, que uno no es eterno y que el tiempo iba
demasiado rápido como para desperdiciarlo en pavadas disfrazadas de
cosas importantes.
Había estado tratando de convencerse, como tantas mujeres en los Usas
y las Europas, de Sudamérica y hasta de otras sociedades del planetita
también, que la vida era así, que la felicidad era eso, llegar alto, ganar un
bonus a fin de año, comprar y vender, jugar al apalancamiento con el
dinero de los demás, tener a los 50 y pico de años más dinero que el que
podría gastar, criar los hijos, tener alguna aventura sexcitante cada tanto,
compensar la insatisfacción con llegar alto, más insatisfacción, más alto
aún, muchos viajes en Business o First, haciendo escalas aburridas en el
salón Vip, obvio, y resignarse, y aceptar que el famoso love no era más
para ellas, salvo alguna aventura complicada en los días de San Valetín,
tan de moda de repente porque cuando menos la gente cree en algo, más lo
celebra. Y claro, la vida para ella, la exitosa mujer de las finanzas y los
negocios y el cargo de ViPi, y quizá pronto hasta una CEO, también
consistía en envidiar secretamente a quienes llegaban a casa a la noche,
cansadas, ahora que las mujeres también eran jefas de hogar y ya no
trabajaban en casa como antes, como sus madres y abuelas, sino afuera, en
el mundo de todos los días, a la par de ellos, igualmente workohólicas en
la desenfrenada carrera competitiva. Envidiar la simpleza de llegar a home
sweet home, con ganas de andar descalzas y algo despeinadas por la vida,
y encontrarse de repente con alguien que la esperara, un él, un simple
hombre nada más ni nada menos, nada maravilloso sino mucho mejor,
siempre complicado, a veces bonito y feliz, cariñoso y cariñudo, otras
veces insoportable, pero siempre con un “Hola, amor, ¿estás bien?, ¿te dije
que te quiero?”. ¿Era mucho pedir eso, tan sólo eso, nada menos que eso?
Sí, era mucho pedir, eso, simplemente, no tenía precio, para eso no había
mercado, ni oferta ni demanda, a lo sumo un mercado secundario muy
complicado en estos tiempos en que la esperanza de vida se estiraba día a
día y las personas vivían muchas vidas en una vida. Pero Paltrow tampoco
quería comprarse la idea escéptica de la vida que estaba cada día más de
moda, esa idea que sostenía que el ser humano siempre está solo y
desolado, siempre solo al principio y al final, que así nacía y que así
moriría, y que todo lo demás es Hollywood, telenovela, otro engaño más
de la tuenticenturifox o la metrogoldwinmaier. Debatiéndose en esos
dilemas, la desolación le iba ganando el partido, aunque ella, Paltrow, era
de las que no se engañaban, al menos podía mirarse al espejo. Para peor,
en los últimos dos años había salido con el tal señor Andrews, que así se
llamaba el tipo aquel del aeropuerto. Aquella noche finalmente él la había
pasado a buscar por su apartamento en Park Avenue y ella no la había
llamado a Dennisse, su amiga, sino que se había convencido que no le
costaba nada darle una oportunidad a ese señor desenvuelto, ganador, un
pujante CEO de una multinacional alemana al que previsiblemente le
gustaría escuchar a Wagner mientras tenía sexo disfrazado de amor, en
eso, al menos, tenía buen gusto. La relación duró casi dos años, créase o
no, a veces hay hombres duros que son suavemente maltratadores, y a
veces hay mujeres que necesitan que alguien decida por ellas, necesitan
vacaciones de sí mismas, necesitan un descanso, una temporada en que
pueden confundir ser deseadas con ser manipuladas, como si pudieran
volver por un rato a esa época anterior de la vida en que no tenían que ser
jefas de hogar, ni siquiera jefas de ellas mismas. Sólo que las quieran un
poco, que las adopten, que les digan adónde ir y cuándo y cómo, que las
desvistan rápido y hagan que después no les duela la cabeza, que las
entretengan y que las hagan sentirse necesarias. ¿Era mucho pedir?
Aquello “funcionó”, por la fuerza pero funcionó. El tipo tenía alguna dosis
de suave perversidad disfrazada de dulzura que ella, en aquel momento de
su vida en que no discriminaba el placer del dolor, necesitaba. Hasta
disfrutaba con ello, porque estaba demasiado cansada de no saber qué
hacer y le era más fácil decir que sí a cualquier cosa, y cerrar los ojos e
ilusionarse con que aquello era amor, que usarla como una muñequita de
lujo para lucirse socialmente podía ser amor, que desnudarla y hacerla
doler en estos tiempos de cultura oral y anal seguramente podía ser amor.
Si ocurría en las películas, si ocurría en TNT, si ocurría en los canales
disfrazados de suavemente eróticos, debía ocurrir en la vida también,
pensó ella, queriendo convencerse que sentir aquello era mucho mejor a no
sentir nada de nada.
Definitivamente, Paltrow sabía de finanzas, sabía seducir, sabía tener
al mundo a los pies, sabía ser reina, pero no sabía elegir a los hombres a
quien querer, entraba en esa clasificación de Zanahoria. La impronta de
Daddy, que la había educado como una princesa, como una topten, como
una ganadora, como una reina, casi como una novia que lo acompañaba a
los eventos sociales reemplazando a su mamá, era muy fuerte. Y ella, que
parecía saberlo todo, no había comprendido los riesgos de una vida con un
papá que no supo dejarla crecer, irse, y volar, aunque pareciera la mujer
más independiente del planetita.
Dos años. Lo soportó dos años a Herr Andrews, aquel alemán
americanizado, mimetizado, lo logró gracias al laboratorio Roche que la
ayudó con el Rivotril y gracias a cosas más fuertes para tolerar las otras
cosas fuertes. Se sentía como el mundo, pobre Paltrow, estaba metida en
una guerra sin salida, en la era del vacío que la llenaba. La vida cotidiana
era una guerra sin salida. El banco y la burbuja inmobiliaria a punto de
estallar eran una burbuja sin salida. Viajar era una guerra sin salida.
Subirse a un avión y dar vueltas en Niúiork, Niúiork, era una pesadilla sin
salida. Hasta subirse en un ascensor representaba un ataque de pánico
incomprensible, claro, porque su cabecita trabajaba en aquel día que no
podía recordar, aquel día en que los ascensores no funcionaron, que la
gente gritaba, que el fuego y el humo la rodeaban y ella, solita, tuvo que
cargarla a Cecilia y casi arrastrarla hacia abajo los 45 pisos, justo a tiempo
para que la Torre 2 se derrumbara y ellas, sin poder respirar, se refugiaron
en la entrada de algún edificio a no más de 200 metros de la enorme
implosión que derrumbó al mundo y marcó un antes y un después en el
planeta, un límite pasado el cual la seguridad había muerto en aquel país
que quedó herido en su autoestima, y sin querer recordar, claro, recordar
todo aquello que dolía demasiado.
Los dos años parecieron fáciles. Cuando salía del buró la esperaba en
un auto discreto que la llevaba y la traía. Andrews trabajaba hasta tarde,
pero le encantaba que cuando terminaba a las ocho de la noche, ella llegara
a la oficina y se fueran juntos a cenar, solos, siempre solos, ninguno de los
dos quería ver gente. Las oficinas del penthouse de aquella multinacional
quedaban vacías a esa hora, los hombres de la seguridad custodiaban
aquellos dos pisos silenciosamente, y no entraban en las oficinas del
superjefe, a no ser que el superjefe los llamara. La primera vez que ella
llegó allí, no supo por qué, se preguntó si así sería Esteban cuando
terminaba de trabajar y todos se iban. Siempre pensaba en Esteban. Y
Andrews, se le ocurría a ella, era algo así como un second best, un
comodín, alguien que ella esperaba que lo reemplazara o que le acercara al
menos aquella sensación que había tenido en su adolescencia, el día que
Esteban y ella estuvieron por cruzar esa raya que nunca sabrían adonde los
habría llevado si la hubieran cruzado. Ella imaginaba que el hombre sería
algo así como las madalenas de Proust, y que al acercarse a ella, al tomarle
la mano, al abrazarla, ella reviviría la sensación de aquel día de la piscina.
El día de la cena el hombre había sido un caballero. Fueron al River
Café. Cenaron con un excelente vino que ni ella ni él probaron y comieron
un pescado delicioso, claro, algo liviano, lo que ella eligió para divertirse,
o mejor, para que él la divirtiera. Y luego se subieron en aquel auto
silencioso, y el chofer los llevó hasta el Plaza a conocerse mejor, como le
propuso Herr Andrews con seguridad, sin vueltas. Y ella aceptó, claro.
Necesitaba anestesiarse luego del avión, los ascensores que le provocaban
ataques de pánico, el banco que la aburría porque ya no soportaba a esos
bancarios de lujo que se creían banqueros y los Amos del Universo, y
andaban en beemes o en mercedes y ya habían perdido absolutamente la
noción del dinero y su valor, confundiendo la cantidad de ceros a la
derecha y viviendo y gastando lujuriosamente sus bonus monumentales.
No, no soportaba a esos chicos de trajes de 2.000 dólares o más que creían
que sabían finanzas y economía y en realidad no entendían nada de nada,
sólo se quedaban extasiados frente a los gráficos de barras y las pantallitas
de bloomberg y hasta parecía que se estaban masturbando con aquellas
curvas inhumanas que empezaban a descontrolarse con aquello de la
exuberancia irracional que ni Alan Greenspan comprendía, aunque la había
inventado. Los compromisos sociales también la espantaban, su futuro
como abuela también, así que dijo que sí. Dijo que sí a todo lo que él quiso
hacerle aquel día, porque ella había decidido que aquel hombre debía ser
todo un latín Lover del superdesarrollo y que quería que la anestesiara con
el sencillo y paradojal sistema de sentir fuerte y demasiado adentro. Si
Herr Andrews o Evans creyó que la estaba seduciendo, se equivocó, no
había comprendido todavía que en el pos-modernismo las mujeres,
algunas mujeres, utilizan a algunos hombres como un perfecto objeto
sexual, aquella frase de las que antes, en el pasado, utilizaban las mujeres
para quejarse de los hombres que las querían molestar dos veces por
semana, o tres. El sistema fue sencillo: cuando ingresaron en el
departamento del hotel que él había reservado, ella simplemente se quejó
que le dolían los pies, de los tacos tan altos. El hombre, un caballero, no
pudo así dejar de proponerle que le podía quitar los zapatos y hacerle un
educado deustchesmasajen. Paltrow, con sus ojos de yo no fui, le dijo
entonces algo sencillito, bien en su estilo: “el problema es que cuando yo
me saco los zapatos me tengo que sacar todo”, dijo ella, que realmente
quería sacarse de encima el jet lag, las twin towers que le pesaban como si
las estuviera cargando ella solita, el pánico que le quedó desde entonces a
los ascensores, la crisis financiera que ya estaba comenzando y tantas
cosas más que la angustiaban y desvelaban.
El tipo tenía sus sutilezas. Se las había arreglado para que en aquellas
habitaciones del Plaza de Niúiork, Niúiork, estuvieran esperando los Cd de
Wagner con su Danza de las Valquirias, el Tannháuser y las partes más
románticas de Tristán e Isolda, ejecutadas por Von Karajan, claro, aquel
director famoso del que nunca se sabría si había sido nazi, o sólo se había
hecho el nazi, para sobrevivir desde su provinciana Salzburgo hasta llegar
a dirigir las grandes orquestas filarmónicas del mundo, empezando por la
de Berlín, claro, hasta que Hitler lo echó porque era un caprichoso, y el
aún no tan famoso Karajan se había equivocado la primera vez que dirigió
ante ¿su? Führer.
Y así “Evans”, porque así se acostumbró a llamarlo Paltrow (era
mucho más fácil que Andrews), creería por el resto de su vida que él fue
quien la conquistó y sedujo a ella en aquella cama un poco recargada y
demasiado grande del Plaza, aunque cálida y suave como ninguna, para
hacerle a partir de allí el amor (así llamaba él a aquel deporte) dos o tres
veces por semana, con Von Karajan dirigiendo la batuta de fondo. “El arte
de dirigir consiste en saber cuándo abandonar la batuta para no molestar a
la orquesta”, se vanagloriaba de decir Evans-Andrews-Karajan luego de
terminar, siempre “después de usted”, utilizando una famosa frase del
mismísimo Von Karajan, que seguramente jamás en su vida habría sabido
quien había sido el Profesor Sigmund Freud, aquel experto en batutas,
habanos y otros objetos masculinos, quien casualmente había vivido por
años no muy lejos de Karajan, en la mismísima ciudad de Viena, claro,
hasta que una amiga enamorada, la princesa Marie Bonaparte, lo
convenció de que debía escaparse de allí antes que lo atraparan los nazis, y
se lo llevó a Londres just in time.
Evans tenía una esposa, y unos hijos, claro, que seguían viviendo en la
maravillosa ciudad de Wiesbaden, y muy de vez en cuando la mujer se
aparecía a visitarlo a su marido en las Usas, pero él encontró en Paltrow a
la persona ideal para seguir trabajando en la noche así como durante el día
era el Ceo de su empresa alemana. De día conducía a la automotriz, de
noche, creía que la dirigía a Paltrow como si fuera Von Karajan, y quizá
hasta se imaginaba que era el mismísimo director. Al menos, pensaba ella,
no necesitaba usar Sildenafil, como todos los hombres desdibujados que
había conocido últimamente, aunque nunca lo confesaran. Y ese era,
también, el “efecto Paltrow”, seducir a cada hombre que se le cruzaba,
cuando le interesaba, y hacerlo sentir más hombre. Nada que ver con
aquellas mujeres que soñaban con encontrar un hombre que las hiciera
sentir mujer, eso había quedado en el pasado, para las películas de Doris
Day.
Aquello duró dos años. El jamás entró en su casa de Park Avenue. Ella
se divirtió haciéndolo rentar un discreto y carísimo apartamento enfrente
al Central Park, decorándolo con sus caprichosos y caros gustos, y él se
divirtió jugando con ella juegos cada día más fuertes, últimamente
demasiado fuertes, que le provocaban a ella una sensación terrible de
culpa, de tristeza por ella misma y, al mismo tiempo, de peligrosa adicción
que no estaba en sus planes porque descubrió que ahora le gustaba
castigarse a sí misma dejando que el tipo la sometiera, y que violara hasta
la última cláusula sexual. Se había convertido en la Belle de Jour un poco
sórdida de su admirada Catherine Deneuve. Y lo que había empezado
como un deporte, comenzó a ser una relación entre un hombre y una mujer
que utilizaban la cama no para hacer el amor, sino para acercarse más, día
a día más, a hacer el odio y a pelear por el poder. Ella creía que manejaba
al tal Evans. Y él, en algún momento, comenzó a manejarla a ella, algo
increíble tratándose de Paltrow. Así de débil e insegura y dolorida la había
dejado Bin Laden aquel septembereleven que cambió el mundo. Al final
de aquellos dos años de jugar en el cuadrilátero, ella, que creía que lo iba a
poder manejar (pero ya se sabe, las adicciones nunca se pueden manejar,
por eso son adicciones), descubrió que Evans-Andrews se había metido en
su vida bastante más a fondo de lo que ella esperaba. Y que no sabía cómo
sacárselo de encima, literalmente hablando.
Hasta que un día dijo basta, ella también. Encontró el coraje para
decirle basta a ese señor Herr Andrews, o Evans, que empezaba a decidir
por ella. Se atrevió a enfrentar lo que viniera, sola, de una vez por todas,
aunque su ex marido paternal no estuviera más, aunque el Kennedy amante
de las poesías no estuviera más. Aunque Daddy no estuviera más para
explicarle que no se preocupara, que estaba todo bien. Aunque Esteban el
héroe estuviera siempre a su lado como un amigo, como un hermano, pero
nunca como aquel hombre al que ella admiraba por su entereza y odiaba
por su misma entereza de aquel día adolescente en que tuvo la maldita
voluntad de levantarse, salir de arriba suyo e irse dejándola para siempre
con una sensación de culpa, de suciedad, de inferioridad, que nunca había
superado, ni aún cuando en septembereleven ella le había salvado la vida a
Cecilia.
Pero las cosas ocurren por algo, y ocurren siempre a la hora señalada,
ni antes ni después, sino cuando el tiempo hizo su trabajo. Por eso, pese a
su confusión, pese a su cansancio, pese a que el derrumbe de la Torre 2 le
seguía doliendo en cada lugar del cuerpo y de la memoria desmemoriada,
algo la hizo enviar ese día, y no otro, aquella botellita cerrada con su
mensaje de auxilio casi frívolo al mar del ciberespacio, disfrazado de “yo
no necesito a nadie”, todo perfecto, hijos perfectos que ya son grandes y
no te necesitan, vida perfecta, pasado pluscuamperfecto, todos los logros.
¿Qué falló, entonces, que estaba pavorosamente tan sola como Eleanor
Rigby, que ya ni Esteban la tranquilizaba en su rol de hermano mayor-
padre-amigo pero nunca el amor de su vida que ella deseaba? No sabía que
había fallado, pero no quería más hombres que decidieran por ella, que la
maltrataran suavemente con su sonrisa, y menos con el Tanháuser como
música de fondo.
Ocurrió entonces. De repente. Curioseando por Internet como quien
mira una revista en el consultorio. Vio el perfil de aquel tipo delirante que
vivía justo en la Argentina y que decía “no busco sexo, sino amor”, y que
decía llamarse Ulises y que seguramente buscaba a una Penélope perdida
en el ciberespacio. Y ella quería ser una Penélope, aplicaba para ser una
Penélope, soñaba con ser una sencilla Penélope, hacía años que tejía y
destejía, que compraba y vendía, que esperaba ya no sabía qué, perdida en
la Calle de la Pared jugando al juego que mejor sabía, que era el “Don
Jones”, como le decía a aquel juego que no era un juego.
Así que hizo lo que estaba acostumbrada a hacer muy bien: le escribió
aquel mensaje breve, de los suyos, a ese señor misterioso que decía
llamarse Ulises, claro, ella era de las que hacían que las cosas pasaran, no
se quedaba esperando que el azar se decidiera a venir, que alguien le
fabricara una serendipia personalizada. Pero por alguna razón aquella fue
una de las pocas veces en su vida en que sintió vergüenza, raro en ella,
aunque igual no dudó, lo hizo, apretó Send y mandó su mensaje buscando
en el océano del ciberespacio a alguien que, simplemente, decía que
buscaba amor, no sexo, y que fuera capaz de abrazarla cuando ella lo
necesitaba, algo tan pavorosamente sencillito como eso. Quizá fue
aburrimiento, quizá desesperación, no lo sabía, estaba tratando de
comprender ella misma qué le estaba pasando que una reina decidía
mezclarse con sus súbditos.
Sabía que los príncipes azules se habían agotado. Siempre, cuando los
conocía, se le derretían ante sus ojos, se pulverizaban en poco tiempo y
ella se quedaba con la sensación, siempre, que pensaban sólo con su
batuta. Los hombres ideales tampoco existían, ¿hace falta decirlo? Y los
hombres reales ya no le interesaban demasiado, ya había probado unos
cuantos, se había aburrido con algunos, había tenido sexo fuerte con otros,
sexo más que amor, sexo sin amor, y también alguien la había amado a su
manera, más bien querido y protegido, y eso había sido sin duda amor del
mejor, pero ella ya se había cansado de todo aquello.
Había roto algunos corazones, demasiados, sin duda, sin
premeditación, sin maldad. Pero su amor, su verdadero amor, no estaba
available ni lo estaría nunca. Se dio cuenta de repente que en su vida había
conocido el sexo sin amor y el amor sin sexo, pera apenas había
vislumbrado cómo sería el sexo con amor. Y a lo mejor ni siquiera era lo
que ella pensaba, lo que deseaba, lo que necesitaba, a lo mejor era sólo una
ilusión enorme que, como todas las ilusiones, terminaría siempre en una
desilusión. ¿Junous?
De repente, ella sintió que quería decir Basta, que estaba cansada de ser
aquella banquera exitosa y solitaria cansada de vivir sin amor. El tal Evans
le había enseñado, al menos, que el sexo sin amor no alcanzaba, y que era
peligroso, además. Y, sin saber porqué, deseó estar un tiempo en Buenos
Aires, adonde había pasado su infancia, así como los mejores años de su
vida. Estaba cansada de la 5° Avenida y de aterrizar siempre con un ataque
de pánico en el Kennedy airport. Cada tanto recordaba la famosa frase de
Marcel Proust en alguno de los siete tomos de En Busca del Tiempo
Perdido: “me pasé la vida enamorado de una mujer que ni siquiera valía la
pena”. ¿Y sí aquel hombre que ella soñaba hacía décadas tampoco valía la
pena?, se preguntó, aunque se respondió solita: no, ella no era Proust y él,
Esteban, era realmente el hombre de su vida, aunque no sería para su vida,
por nunca jamás.

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Parte II

El coleccionista de besos
Tuve una pelea de enamorados con el mundo
Robert Frost

En Macondo comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver
Joaquín Sabina, versión Ana Belén

¿Por qué estamos en la tierra si no es para crecer?


Robert Browning

Capítulo I, esa foto que dice más que mil palabras


Aquella misma semana, cuando volvió a Buenos Aires luego del
viajecito con Zal, Diego había decidido decir basta del Basta anterior, ya
era hora, y llamarla a Cecilia y pedirle que le presentara a alguna mujer
real de entre sus tantas amigas que querían conocer al hombre exiliado en
el ciberespacio, quien se estaba convirtiendo en un penoso lobo estepario,
pese a haber salido con mujeres reales e imaginarias tan maravillosas
como Artemisa, Victoria o incluso la mítica Pennylane, que se había
puesto de moda como modelo de mujer cosmo y globalizada, aunque no
existía. Su “muñeca inflable”, como le decía Esteban para enojarlo, había
sido capaz de convertirse en una profesional exitosa con miles de millas
acumuladas en sus viajes de negocios y, al mismo tiempo, en una
“namorada” perfecta, siempre seductora y siempre lista para hacer una cita
con su hombre en cualquier lugar del mundo. Tanto era así que Diego
describía a Penny en sus cartas con unos pocos trazos para que la
imaginación entre sus fanáticos lectores hiciera el resto: Penny tenía los
ojos color del tiempo, era una compradora compulsiva en la 5° Avenida, y
tenía el cabello rubio, o castaño, o más oscuro aún (¿quién conoce hoy el
verdadero color del cabello de una mujer?), siempre ondeado y siempre
con un despeinado justo (“dejá que la vida te despeine”, como decía la
publicidad). Casi siempre iba descalza o casi descalza por la vida, claro.
En la oficina, mientras trabajaba, con su colección de medias
llamativamente sencillitas (nunca las repetía, claro). En la playa, y a veces
en la cama, a lo sumo con unas sandalias chatas Prüne o unas viejas All
Star deshilacliadas científicamente. Para el invierno, con unos zapatos
clásicos o unas botas Gucci, negras o color suela sin taco, todo siempre
sobrio y clásico, y sino se les veía la marca, mejor. Y siempre iba vestida
por el ciberespacio con vestiditos sencillos, suavemente atrevidos, o con
una simple bermuda de jean agujereada estratégicamente y una camisa
blanca cientificamente desabrochada y anudada, que nunca mostraba nada
de lo que importaba. El se reía. La verdadera seducción, decía, como si
fuera un experto, no era la desnudez, sino ocultarla discretamente,
haciendo que lo esencial fuera siempre invisible a los ojos. Esa era
Pennylanne, además de su lenguaje trabado y sus conocimientos de
finanzas internacionales que eran los de él mismo, claro. Pero cuando
volvió de su viaje con Zanahoria, Diego había aprendido demasiado de la
lección de su hija. Sabía que estaba cansado de la ficción y también de la
muñeca inflable, y quería conocer una mujer real de una vez. Estaban casi
a fines del año 2008, en el mundo había una nueva esperanza porque
pronto comenzaría la era Obama (que acababa de ganar las elecciones y
prometia, aunque prometía demasiado...). El se había pasado casi cuatro
años exiliado en el ciberespacio y apenas había conocido a unas pocas
mujeres. ¿Había ganado o perdido el tiempo desde que dijera Basta?, no
dejaba de preguntarse.
Sus cartas iban y venían por el mundo, en eso sí que no había perdido
el tiempo. Junto a Esteban estaban demostrando que los medios de
comunicación tradicionales no podían competir con el mundo digital, con
su velocidad, su potencia, su repercusión, su llegada y sus costos, pero no
sólo por elección de la gente, sino porque www era sinónimo de libertad
de pensamiento, tolerancia, creatividad y frescura, mientras la realidad se
había complicado y se seguiría complicando, en la Argentina y en varios
países más de América latina. La gerencia de publicidad de la empresa de
Esteban, además, le había vendido varios espacios publicitarios para
auspiciar sus cartas, con avisos que iban insertados en ellas junto a las
fotos que él siempre elegía para publicar. No había sido fácil hacerlo: las
cosas que él escribía eran políticamente incorrectas y el pensamiento
único estaba “de moda” en la Argentina, como tantas y tantas veces en el
pasado, allí y en el mundo, pero el equipo de la empresa lo había hecho,
presionados por superjefe, cuyas órdenes no se discutían.
Su hija Zal le había demostrado, en un viaje trivial al supermercado,
que ya era suficiente de aquel exilio y que tenía que volver al mundo de
todos los días, a la dolorosa, intolerable aunque siempre maravillosa
realidad. Eso le había pegado fuerte, demasiado fuerte, y le había
demostrado que si seguía así, iba camino a ser el mismísimo “nowhere
man” de los Beatles, o peor, “el tonto de la colina”.
Pero ni antes ni después, sino aquella noche luego de volver de
Pinamar, mientras miraba y contestaba los mails que le habían llegado en
aquella semana en que estuvo offline, descubrió un mensaje en el hotmail
que le enviaba una mujer complicada que le decía algo sencillito:

“Hola Ulises, vi tu perfil en la celestina electrónica y me gustó,


aunque yo no busco amor, ni sexo, sólo una amistad profunda y
amable. Me gustó lo que escribiste y cómo te describís. Me
encantaría un mensaje tuyo para conocernos un poco, finalmente
estamos a un touch, aunque a miles de Km., en Nueva York. Podes
buscar mi perfil en el mismo lugar, yo me llamo Penélope Popcorn,
omaigad, qué casualidad, y vos sos el flaquito Ulises. ¿Le
ganaremos a los cantos de sirena? Penélope Popcorn”

A Diego le llamó la atención el mensaje. Le divirtió aquello de


Penélope Popcorn y buscó su descripción allí, adonde le indicó ella, en
aquel sitio de Internet que se ocupaba de relacionar a hombres y mujeres
de todas las edades en todo el mundo y planetas vecinos, y que
efectivamente era una celestina electrónica inventada para gente muy
ocupada, o tímida, o loca, o solitaria, o desolada, o perversa, o
simplemente perdida en el ciberespacio como él mismo. Allí había una
foto de la tal Penélope que buscaba a su Ulises, aunque se escondiera en su
“no busco sexo ni amor”. La imagen le hizo recordar a Catherine Deneuve,
aquella actriz que enamoró a muchos hombres de su generación cuando
aún eran muchachos, con su sonrisa femenina y melancólica, con un gesto
infantil de estar a la intemperie y necesitar a alguien. El perfil era sencillo,
rápido, típico de una mujer moderna, ocupada y concreta, pero le hizo
click entre el estómago y el corazón. Le hizo click también su estilo de
“no necesito a nadie”. Y le hizo click cuando mencionó que buscaba un
hombre sin rollos, como si no tuviera un pasado. Era ridículo, pensó él, a
los 54 años ninguna persona venía sin rollos, a lo sumo habría alguien que
escondiera sus complicaciones, su pasado, alguien que las reconociera
pero quizá las manejaba bien o malamente. Tan ensimismado estaba que ni
notó que aquel perfil se parecía demasiado al de su Pennylane inventada.
Pero había más. En ese tiempo de despersonalización en que muchas
mujeres empezaban a parecerse todas, a ser como un commodittie, a
pertenecer a la misma manada, a hacer y decir las mismas cosas, aquella
mujer de la foto tenía un sencillo aspecto de ser humano, y no se engañaba
a sí misma, por eso quizá le hizo click. No necesitó, para definirse a sí
misma, decir que era una exitosa mujer a la que le interesaba navegar en
Saint Tomas, ni esquiar en Aspen, ni encontrar un hombre que la llevara a
la luna y regalársela. Sólo necesitó un texto sencillito que hablaba apenas
de ella y una mirada que sonreía, y que pese a eso, vendía desolación,
profundidad, humanidad, una materia algo escasa últimamente. No
buscaba ni amor ni sexo, en principio, sólo buscaba un hombre que sepa
abrir la puerta para ir a jugar, como decían de chicos.
Decidió escribirle un mensaje para saber algo más de ella, para
comprender el por qué de esa desolación escondida detrás de una sencilla
sonrisa, por qué una mujer tan bonita estaba sola en el ciberespacio. Pero
le gustó todo aquello, le gustó que tuviera el humor de haberse rebautizado
como Penélope Popcorn, le gustaba la gente que tenía humor, y más las
personas que se reían de sí mismas. Quiso creer, de repente, que quizá
quedaran en algún lugar del planetita unos pocos hombres y mujeres con
alguna sabiduría, que habían aprendido a vivir, a disfrutar y a ser felices
conviviendo con las complicaciones, mirando al futuro en vez de quedarse
enganchados en el pasado. Que habrían aprendido que la vida es
complicada, difícil, divertida, apasionante, angustiante, a veces alegre y a
veces triste, pero siempre la mejor aventura, el único camino posible, la
única opción contra la cobardía de quedarse escondidos debajo de la cama
para no sentir, para fracasar aún antes de haberlo intentado, para
disimularse como un Zelig moderno para que nadie se diera cuenta de su
existencia inexistente.
Penélope Popcorn, de repente, se convirtió en una mariposa que le hizo
cosquillas en el alma.
Y sus dedos comenzaron a escribir como si alguien les dictara, como si
el destino existiera, como si se hubiera cruzado de repente con una
serendipia, como si Dios, o alguien, estuviera jugando a los dados con él y
con ella. No fue un mail común, ni fue una respuesta tradicional, ese no
era su estilo, más bien fue un desafío, fue el principio de un juego de
ajedrez, fue la manera de sorprender a una mujer a la que, pensó él, ya
nada la sorprendía. Puso flechita, Send, y apretó.
Entonces se acostó y se durmió, sabiendo que su exilio en el
ciberespacio empezaba a terminar. Su propia computadora Toshiba hizo
“Apagar”, como si también supiera decir Basta como él.

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Capítulo II, jugando al tenis por Internet


Si Paltrow esperaba una respuesta común y corriente de aquel Ulises
que vivía en algún lugar desconocido del ciberespacio, no la encontró.
Encontró en cambio una larga carta desde el ciberespacio como aquellas
que Diego escribía todas las semanas para sus lectores electrónicos, pero
no se trataba de un análisis económico de los que escribía habitualmente
para aquellas 25.000 direcciones de mail que se multiplicaban día a día
con los reenvios “de mail en mail”, tampoco se asemejaba a un mensaje, a
un email corto, común y corriente, o a una respuesta atenta a su propio
mensaje. Encontró, en cambio, un artículo periodístico escrito por el tal
Ulises para divertirla un rato y hacerla pensar, de paso. Es que Diego no
tenía ganas de comenzar otra conversación por mail con una extraña un
poco frívola y liviana que buscaba a “un hombre sin rollos” y a “una
relación sin complicaciones”, una misión imposible para dos personas de
más de 50 años. Así que, luego del regreso desde aquel viaje maravilloso
que había hecho con su hija a Cariló, se dedicó a dejarse llevar un poco por
lo que sentía, y a delirar un poco escribiéndole “a su manera”. Aquella
Penélope no encontraría una respuesta fácil, aquello podría ser un juego de
tenis, o una cacería del tesoro, pero lo que seguramente no sería era una
nueva versión de Tienes un E-mail.
Se quedó hasta las tres de la mañana escribiendo aquella carta
disfrazada de crónica periodística. Zanahoria había querido manejar el
auto a la vuelta, así que él estaba descansado, había tenido un paseo
adicional en aquella vuelta a Buenos Aires: mirar el campo, las aburridas
vacas, el mar alejándose, los bosques, mientras escuchaba la música que
su hija iba poniendo y sacando desde la radio del auto, música realmente
intolerable, digamos que era el simple ruido de un lavarropa
centrifugando, para un lado y para el otro.
Escribió aquello como cuando escribía sus editoriales en el diario. Se
divirtió al leerlo. Se preguntó cómo sería aquella Penélope que decía
llamarse Popcorn. Y sospechó que cuando leyera aquel mail simplemente
diría “esto es ridículo”, y apretaría Delete. Eniuai. Sin dudarlo, él apretó
Send para enviar su botellita al mar del ciberespacio... Cada día confiaba
más y más en las serendipias y otras supuestas casualidades…

Un antropólogo uruguayo revela una controversial tendencia del


mundo cosmo.

“La gente confunde sexo con amor...”

Esta es la historia de Hollywood Santana. Con ese nombre, el hombre tenía


que ser uruguayo, ya que sin duda proviene de un país sin restricciones a la
hora de elegir el nombre de los hijos. Por eso hay allí tantos hombres
llamados Washington, Berlín, París y otras ciudades del mundo. Se sabe
que los uruguayos, gente pacífica y amable si los hay, tienen una curiosa
costumbre, a la hora de elegirles el nombre a sus bebés: cierran los ojos y
con un dedo apuntan hacia un globo terráqueo del National Geográfic -los
mejores- y lo hacen girar. Y allí adonde apunte el dedo, eligen el nombre.
Es un sistema como cualquier otro para buscar y decidir, quizá hasta sea
mejor que las costumbres de ciertos padres de elegir el nombre de sus
hijos distraídamente (consciente o inconscientemente), sin reparar en los
efectos que ello podría tener en su vida futura. Algunos ejemplos son
famosos, como el de Susana Oria, Angel Perversi o Franco Stein, casos
verídicos que podrían haber generado profecías autocumplidas, dramas
pasionales y otros eventos que marcaron para siempre la vida de esas
personas, desde el momento mismo en que fueron a la escuela y la maestra
leyó la lista de asistencia. Así que el sistema del mapa de National
Geographic no terminaba siendo tan malo, finalmente, y en el caso de
Hollywood Santana fue premonitorio, como se verá...
Santana, un antropólogo graduado en la Sorbona, pese a su nombre más
bien optimista y romántico, se hizo famoso con un libro-ensayo llamado
“Sexo por amor”, en donde desarrolló una tesis desafiante: que en el
mundo de principios del siglo XXI la gente comenzaba a confundir los
sentimientos del alma con los del cuerpo. El investigador sostuvo que “la
misma idea del amor está siendo sustituida, confundida, reemplazada, por
el simple ejercicio deportivo del sexo”, y avanzó más: “en estos tiempos
de cólera, de supuesta independencia, de libertad absoluta y relativa, y de
alienación, en esta era de relaciones líquidas, de narcisos hedonistas que
dicen no necesitar a nadie, con el auge de los workohólicos, el hombre y la
mujer ya no saben qué es amar, y empiezan a creer que aquello consiste en
acostarse dos o tres veces por semana a practicar esa actividad con una
persona atractiva que sepa decir ‘te quiero’ (aunque querer no es amar) y
desnudar el cuerpo, dejando el alma estacionada en algún parking lejano”,
decía Mister Hollywood en las reuniones académicas de las que
participaba. Y buscaba desesperadamente, sin éxito, a alguien que
entendiera lo que estaba diciendo y apadrinara su tesis doctoral. Lo
miraban como si estuviera loco, claro. En su línea argumental, Santana
siguió las ideas de Erich Fromm en su célebre libro “El arte de Amar”.
Algunas ideas centrales del libro lo habían impactado y determinaron el
camino de sus investigaciones.
Fromm sostenía, preocupado, que para el hombre/mujer modernos (¿o
pos-posmodernos?) la felicidad pasa sólo por divertirse, y esto implica
consumir, agregando que “los autómatas no pueden amar”. Explicaba que
el grave error de “estos tiempos” (desarrolló sus ideas en la segunda mitad
del siglo veinte, siendo casi un profeta de lo que vendría) era creer que el
éxito en el amor tan sólo radicaba en la satisfacción recíproca en el
aspecto sexual, cuando en realidad el problema (y la solución, claro) era el
amor, o la falta de él, más bien, o el miedo a sentir. Tanto fue así que
escribió otro gran libro, llamado “El miedo a la libertad”. Y fue más lejos:
los problemas sexuales más frecuentes tendrían su causa en las
inhibiciones que impiden amar, sostuvo Herr Profesor. Pero hubo un
concepto más que fue el que decidió el futuro de las investigaciones de
Hollywood Santana, “el deseo sexual sin amor no conduce a la unión de
dos personas -dijo el pensador de Frankfurt-, salvo en el sentido orgiástico
transitorio”. Realmente, “El arte de Amar” le pareció a Santana una obra
de arte, diría años más tarde, cuando ya era famoso, millonario y vivía
felizmente enamorado de una “bella mujel japonesa que lo tlataba como
una geisha”, solía decir él, bromeando, en su cabaña de Ilhabela, Brasil,
adonde se habían ido a vivir Hollywood y Tokio (así la llamaba él luego de
haber visto la película “Perdidos en Tokio”, uruguayo al fin). A su manera,
ellos dos eran una bonita coproducción japonesa-norteamericana al estilo
Clint Eastwood.
Pero además de los escritos de Fromm, hubo varios hechos más que
marcarían las investigaciones de este antropólogo. Ante todo, hubo dos
películas que cambiaron su vida. Una de ellas fue Gigoló Americano, la
historia de un escort que se dedica a acompañar a mujeres mayores -y
ricas- a la cama, para darles un poco de placer, pobres niñas ricas. El tipo
era casi una basura (Richard Gere), pero se consolaba creyendo que darles
placer a esas buenas señoras era una forma de hacer el bien y hasta de
redimirse. Todo termina cuando finalmente descubre el amor en una mujer
bella y aburrida de la vida (Lauren Hutton), que trabajaba de esposa de un
Senador Exitoso hasta que el prostituto idealista y la mujer que bostezaba
se encontraron, y todo fue diferente. Hollywood Santana explicaría, años
después, que gracias a esa película había aprendido que el amor podía
encontrarse en el lugar menos pensado y entre las personas más
inesperadas, lo que lo hizo reflexionar sobre una frase que luego se
convertiría en una canción exitosa: “El amor está en todas partes”. Santana
siempre sostuvo que la canción “Love is all around” la había compuesto
él, pero nadie se lo creyó, si era un uruguayo y esa gente sólo sabía de
canciones tristes.
La otra película que conmovió a Hollywood fue un film muy famoso con
Michelle Pfeiffer y Al Pacino, llamada Frankie y Johnny. Al Pacino, un
romántico que no seguía a la manada, sale de la cárcel (seguramente por
un crimen que no cometió) y tenía tal necesidad de amor que aquella
misma noche, una vez ubicado en un hotel de mala muerte, contrata a una
prostituta con cara de persona agradable y sonrisa humana. Cuando ella se
va a desvestir para cumplir con su trabajo, él la frena y le pide que lo
abrace “cucharita”, los dos vestidos, sólo descalzos, claro, y que se quede
a dormir con él abrazándolo, nada más. Aquella noche Al Pacino
finalmente durmió en paz. Lo concreto es que luego de eso, Pacino entra a
trabajar en una cafetería-restó neoyorquino y la conoce a Michelle
Pfeiffer, una de las meseras, quien le tiene miedo a enamorarse por sus
experiencias pasadas (era otra mujer golpeada metida en una armadura
oxidada, que se hacía la segura de sí misma y decía que no necesitaba a
nadie, claro). Todo el resto de la película transcurría en los esfuerzos
heroicos realizados por Al Pacino, quien con más dulzura que en The
Godfather, trata sin rendirse de conquistar a Frankie. Finalmente lo logra
en los últimos cinco minutos de la película, ayudado por un programa de
radio que repite a pedido suyo el “Claro de luna’’ de Debussy, dedicada a
ellos dos, aunque no quedara claro si ella se enamoró de él o de la
melodía.
Pero sin duda fue la famosa escena “cucharita” la que terminó de definir el
futuro del antropólogo Santana, quien a partir de allí ya no pudo dormir
porque no encontraba la mujer de sus sueños, para que lo abrazara. Así fue
que se puso a investigar las vicisitudes del hombre y de la mujer cosmo,
online, libres o muertas, pero jamás comprometidas.
Su trabajo apuntó en varias direcciones. La primera, analizar las formas de
vinculación de las parejas en la modernidad. Para ello ingresó en varios
sitios de Internet cuyo servicio era “matchear”, juntar, unir, a hombres y
mujeres que se buscaban. Algo ya le llamó la atención, el nombre, porque
“matchear” es un término financiero que utilizan los brokers de Wall
Street a la hora de transferir bonos, títulos, acciones, cash, de un banco al
otro del mundo, de manera electrónica. Se dice que la transferencia
matcheó justamente cuando los datos de la entidad emisora concuerdan
exactamente con los del banco que espera los fondos. Los yuppies de Wall
Street, esos chicos de BMW, Blackberry y trajes caros de mal gusto, usan
esta palabra con autosuficiencia, habiendo ya matado de infartos sucesivos
a muchísimos de sus clientes con una frase muy simple “la transfer no
llegó, debe estar trabada en euroclear por algún dato incorrecto y por eso
no matchearon, llamame la semana que viene”. La metáfora era
apabullante, sostuvo Hollywood Santana: el amor había llegado también al
mercado (o el mercado estaba invadiendo las relaciones humanas) y todo
empezaba a reducirse a un problema de oferta y de demanda, de precios y
cantidades. Fue allí cuando pensó en un título provisorio para su tesis, “El
amor-mercado”, pero los académicos le dijeron que aquel no era un título
marketinero y le dijeron que exageraba. Fue allí que él aumentó a 0,75 mg
su dosis diaria de Rivotril y, como el mismismo Lobo Estepario de
Herman Hesse, desoyó a los académicos, como lo hacen aquellos que
eligen la soledad antes que ir detrás de la manada, y siguió adelante con su
research. Le llamaban la atención las descripciones que hacían hombres y
mujeres de sí mismos, de acuerdo a lo que “la celestina electrónica” les
pedía. Observó que cuando “el sistema” (un programa de computación
realizado por algún genio de la UCLA que se había vuelto millonario
creando y vendiendo una “punto.com“ antes del derrumbe del Nasdaq en el
año 2001) le pedía a la gente que describiera su perfil, cómo eran, cómo se
veían, qué buscaban, casi todos describían su cuerpo, nunca su alma. Las
mujeres siempre se decían atractivas por su cola, los pechos, los ojos, los
labios, el color de su cabello, pero siempre “atractivas”, esa era la palabra
para describirse, y de hecho vivían siempre en el gym y comenzaban a
parecerse todas a una muñeca Barbie para tener la llamada belleza oficial.
Todos -hombres y mujeres- eran deportistas en ese mundo de cuerpos casi
perfectos y sonrisa Colgate, de pantalla solar y anteojos oscuros, de ropa
de marca original, replicada o directamente copiada. Todos eran expertos
en degustación de vinos, habían viajado por el mundo y aledaños, a todos
les gustaba navegar a vela, cenar a la luz de las velas, bañarse juntos para
que sus bacterias confraternizaran, bailar, esquiar y subir montañas. Las
mujeres se decían siempre inteligentes, sinceras y sensibles y sólo
buscaban transparencia (aterradas porque decían que los hombres siempre
les mentían). Y quizá tuvieran razón: así como ellas mentían
sistemáticamente con la edad, los hombres decían siempre estar solos y
divorciados y aseguraban que querían rehacer su vida para toda esta
eternidad. Claro que siempre eran buenos padres y pagaban la cuota
alimentaria, aunque ya en confianza, decían buscar mujeres que
comprendieran su sufrimiento por lo que les había hecho la bruja anterior
(para una mujer no hay nada peor que otra mujer). El sistema funcionaba
de manera perversa, descubrió Hollywood Santana. Por diferentes razones,
todos mentían y se mentían (lo que era mucho peor), y ahora muchas
mujeres querían ser algo parecido a los hombres, o complementario,
aunque sin saberlo. Ellas no buscaban amor, a pesar de lo que dijeran, sino
un amante cómodo, cama afuera, que las dejara seguir creyendo que eran
finalmente libres. Y ellos, no en pocas ocasiones, solían ser tipos casados
que deseaban aventuras en los horarios más insólitos o tipos divorciados
que podían salir sólo fines de semana por medio, cuando no les tocaba
ocuparse de sus hijos del matrimonio anterior. Unos estaban demasiado
comprometidos, otros tenían cero compromiso y querían seguir así porque
venían de “la cárcel del matrimonio” y querían hacer turismo sexual y
encontrar alguna mujer que los cuidara como lo hacía su mamá cuando
eran chicos. El “matcheo” se producía finalmente cuando coincidían los
fines de semana en que la mujer y el hombre estaban sin sus hijos o sin
compromisos, lo que producía la oportunidad de encuentros en donde
comenzaba a gestarse, según Santana, una primera confusión entre el amor
y el sexo. De hecho, a aquel ejercicio, al principio gratificante, lo
empezaban a denominar “hacer el amor”. ¿Casualidad?, preguntaba HS,
jugando a la novela psicológica.
Pero afortunadamente, de vez en cuando, algo fallaba en el sistema,
ocurría una serendipia y surgía el amor en serio, inesperadamente, aunque
no era lo más usual. Y Santana descubrió, luego de cruzar información y
recoger testimonios aquí y allá, que era difícil esperar que dos personas
matchearan de manera permanente, para toda la vida, con ese esquema de
cruzamiento de mercado. El antropólogo empezaba a ser demasiado
suspicaz (por no decir paranoico) y llegó a pensar que el sistema en
cuestión estaba deliberadamente diseñado para el fracaso serial, de manera
que las mujeres y los hombres interesados en encontrar al amor de su vida
terminaran a los dos o tres meses solos otra vez, sintiéndose siempre
insatisfechos o fóbicos, aunque el Gran Hermano (el robot que manejaba
todo aquel sistema en donde hasta las quejas estaban manejadas por una
computadora) les recordaba puntualmente que había millones de otras
personas entre las que podría estar su media naranja, con lo que los
invitaba a “seguir participando”, y de paso a seguir pagando la membresía
mensual desde una credit card que se renovaba automáticamente, cuya
forma de desactivarla pocos habían descubierto. Hay que decir que había
otros elementos que funcionaban para crear la ilusión del amor. Los
hombres posmo sabían cocinar, corazones solitarios al fin, mientras que
las mujeres estaban cansadas de hacerlo, por lo que amaban más una
velada a la luz de las velas que a la misma persona que tuvieran enfrente,
en tiempos en que los hombres comenzaban a ser y a sentirse meros
objetos sexuales. Ello era también una demostración más sobre cómo
estaban desdibujados los roles de los hombres y las mujeres en este mundo
en que los ex jefes de hogar ya no lo eran, y las mujeres reemplazaban a
los hombres en la creación del Producto Bruto. Todos, hombres y mujeres,
decían buscar parejas sin rollos, como si pretendieran que a los 45 a 55
años a nadie le hubiera ocurrido nada, y si les había ocurrido, que lo
tuvieran todo resuelto, lo que demostraba, adicionalmente cierta confusión
de roles que se estaba acentuando a medida que el “hombre commoditie”
avanzaba en el mundo. Ambos, hombres y mujeres, mentían y se mentían.
Todos decían repetidamente que les encantaba viajar, lo que fue
interpretado por Hollywood Santana como una compulsión a irse de la
casa y de la realidad, aunque una revisión posterior de sus teorías reveló
que se trataba de una manera elegante de decir “busco sexo cama afuera
adonde nadie pueda reconocerme”. Una frase muy común, también,
empezaba a ser “me gustaría dormir con vos”, que significaba
exactamente otra cosa: para las mujeres, sexo seguro sin tener que decir
aquella palabra políticamente incorrecta, y para los hombres significaba la
oportunidad de dormir con una mujer y volver a su más tierna infancia,
cuando eran bebés y dormían sobre el pecho de la madre y los arrullaban
los latidos del corazón de ella, una necesidad inconsciente que estaba en
las mismas bases de las teorías de Freud sobre “la libido”.
Hubo un detalle más que le llamó la atención a HS: pocos utilizaban la
palabra amor para referirse a estas relaciones, salvo cuando tenían sexo.
Hablaban de pareja, compañeros de ruta (...), compañía, más-que-amigos,
demasiado-amigos, súper-amigos, boyfriends and girlfriends y otras
palabras por el estilo, incluso comenzaban a presentar a sus
“acompañantes” como sus nuevos o nuevas Dates. Pero todos eludían
religiosamente utilizar palabras como amor, noviazgo, compromiso y
otras aún peores. Hollywood Santana llegó a descubrir una recurrente
regularidad, él la llamaba “correlación”, entre el fracaso persistente de
estos proyectos de matcheo y la mención frecuente de estas palabras por
parte de alguna de las dos partes de la futura ex relación. Las rupturas o
desapariciones sin explicación se producían en el transcurso de la semana
posterior al momento en que él, o ella, habían utilizado demasiado alguna
de aquellas palabras clave (novio, novia, compromiso, amor, o peor,
matrimonio), el tiempo necesario para devolverse las cosas que se habían
intercambiado para seducirse en los pocos días anteriores de esas
relaciones existencialistas que siempre insistían con aquella frase “el
tiempo pasa, hay que vivir el momento”. Todo terminaba, en el 87,45% de
los casos según los datos relevados por Santana, cuando se producía la
previsible desilusión que deviene siempre que alguien se ilusiona, aunque
en el código moderno solía decirse otra palabra, Flash, “me flasheó”, para
describir una situación de posible enamoramiento o ilusión. El o ella
terminaban con unas frases clásicas de la posmodernidad: “el tipo nunca
va a cambiar”, decían ellas y, sin percibir que se contradecían, agregaban
“él no me acepta como soy y quiere que deje de fumar y adelgace 20
kilos”. Los hombres, en cambio, se despedían explicando que “estaban en
una época de su vida en que no se sentían capaces de comprometerse,
luego de años de matrimonio doloroso, y que ellas eran maravillosas y se
merecían a alguien mejor”. En realidad huían a los dos o tres meses,
demostraba el antropólogo.
Lo tercero que le llamó la atención a HS eran las fotos con que se
presentaban ellos o ellas. Nunca unos ojos, un rostro, una mirada, menos
una sonrisa. Las mujeres se mostraban como si fueran mercadería, un
commoditie, la mayoría eran rubias oficiales o no tanto, y se habían
preocupado por lucir seductoras en las fotos, resaltando los detalles que
creían que gustarían a los hombres, “que sólo piensan en eso”, como
decían ellas siempre. Ni hace falta decir cuales, claro. Los hombres,
obviamente, solían mostrarse de cuerpo entero, vestidos deportivamente,
mostrando músculos si los había y algunos detalles de status social, como
un cocodrilo gigante en las remeras, para que no quedaran dudas de su
potencia, aunque luego se descubría en 9 de cada 10 de los casos que a
esos hombres cuando se los ponía boca abajo no se les caía ni una moneda.
Y siempre las fotos tenían como fondo bellos paisajes de algún
maravilloso e identificable viaje que los solitarios habían realizado,
aunque fuera hacía 30 años, o de un auto importado. Había también
mujeres más decididas, o ingenuas, que quizá desconocían que un tal
Sigmund Freud había “inventado” en las primeras décadas del siglo
pasado algo llamado “el inconsciente”. En este caso, se mostraban en la
foto sentadas en una cama, y no siempre con las piernas cruzadas
femeninamente, sin darse cuenta que así llamaban a gritos a los hombres
que decían rechazar, a ese hombre para el deporte de la cama, a quienes
“sólo pensaban en eso”.
Mientras todo esto ocurría, Richard Gere seguía seduciendo viejitas y
Lauren Hutton lo seducía a él con el más simple de los sistemas: la
sinceridad, la verdad, la transparencia, hablarle con el corazón: “necesito
saber qué es volver a sentir”, le dio a entender ella el día que se
conocieron, cuando ambos tomaban una copa (seguramente un Martini,
como en todas las películas) y él se acercó a ella creyendo que era la
persona que lo había contratado para ese día. Pero algo les pasó a él y a
ella, diferente, especial. Tanto que días después ella lo visitó a él en su
departamento e intentó comprarse a Richard Gere para tenerlo en el
placard y que le hiciera lo mismo que le hacía a las pobres mujeres
viejitas, ricas y abandonadas que lo contrataban. Pero algo ocurrió. Fue un
impulso. El la llevó a la cama, y ella, que sólo deseaba un “hombre
objeto”, volvió a descubrir el amor en el lugar menos pensado. Y algo más
ocurrió: él, que ya no sentía con el corazón, ni con el alma, volvió a sentir
su corazón y su alma y comenzó a enamorarse -sin saberlo aún- de aquella
mujer bella que también lo quería comprar, aunque seguramente no
necesitaba comprar a nadie, dada su belleza que la llevaría en la vida real a
ser una de las modelos más famosas de aquellos tiempos. Quizá fue el
desamparo de ella, otra mujer que vivía a la intemperie pese a tenerlo
todo. Quizá fue que eran diferentes, parecidos, soñadores, románticos, sin
saberlo. ¿Junous? Lo concreto es que en aquella primera noche en que
durmieron juntos, misteriosamente, no tuvieron sexo, sino que hicieron el
amor. Eran dos extraños amantes que redescubrieron la palabra
innombrable, sin buscarla. Hollywood Santana, mientras hacía su research,
utilizó aquellas imágenes de la película como una prueba más de su teoría
sobre las confusiones crecientes entre sexo y amor, ya que esa noche ellos,
sin duda, habían dormido abrazados cucharita. Y llegó más lejos,
desarrollando su teoría que el verdadero amor ocurría cuando dos personas
necesitaban dormir juntas sin necesidad de tener sexo, sino sólo de estar
abrazados, los pies jugando, dándose un beso espontáneo, casual, quizá
“no viendo” una película en la tele encendida para que llegue el sueño más
rápido, quizá conversando con la luz apagada, y nada más. “Eso, eso es el
verdadero amor”, solía decir Santana a quien quisiera escucharlo,
monotemático, insoportable. Y agregaba, que posiblemente ella o él
roncaran y que al otro eso no le molestaría, sino que le causaría ternura.
“Y si les dicen que la felicidad es otra cosa no les crean”, agregaba, seguro
de lo que decía. Pero había más research, claro, finalmente Hollywood
Santana era un antropólogo que debía describir la esencia de una sociedad
a través de sus gestos, su cultura, sus palabras, sus vestimentas, su manera
de vestirse y de desvestirse, sus diversiones, sus costumbres habituales
para relacionarse, educar a sus hijos, todo, todito. Un antropólogo, ya se
sabe, es lo más parecido a un detective: con indicios aquí y allá, tiene
descubrir, rearmar de atrás para adelante, la historia de un crimen,
haciendo una verdadera autopsia del “cuerpo del delito”, solía explicar.
Santana no se privó de nada (la universidad al fin lo había becado
ampliamente). Mandó a hacer también una encuesta de campo entre 800
personas seleccionadas en dos segmentos de edad, de 25 a 35 años y de 45
a 55 años, con una serie de preguntas indirectas que apuntaban sutilmente
a averiguar si efectivamente se estaba confundiendo al sexo con el amor.
Una de las preguntas fue “Si usted conoce a una persona para formar una
pareja y le gusta en su primera salida, defina en qué número de salidas
tendría sexo con ella (o él)”. Los resultados que obtuvo HS en esta
encuesta fueron apabullantes. Además que a todos, hombres y mujeres, les
parecían la tercera salida la “conveniente” para subir al siguiente nivel, él
creyó demostrar con aquellas encuestas que la gente comenzaba a mostrar
comportamientos de manada notables, y que en la medida que el amor
dejaba de ser espontáneo para convertirse en una actividad
institucionalizada y planificada, dejaba de ser amor para convertirse
simplemente en un deporte sexual. La trampa de la pregunta -uno de los
tantos trucos que tienen los buenos encuestadores para sacar de mentira
verdad- no estaba en lo que se preguntaba, sino en el hecho de utilizar
intencionada y distraídamente la palabra sexo, y no amor, claro está, algo
que ninguno de los encuestados había ni percibido ni corregido. Etcétera.

Epílogo
Hollywood Santana se enamoró perdidamente de la encuestadora, la
japonesita llamada Tokio, y ella se enamoró perdidamente de él una noche
en que leyó los borradores de su libro y descubrió la profundidad de los
sentimientos de ese hombre que había construido sus ideas a partir de
aquellos gestos tan elementales y a la vez profundos como soñar con
dormir cucharita, leer unas frases de un célebre pensador ya desaparecido
como Fromm o enamorarse de una película que demostraba que el amor
está en todas partes. Vale aclarar que en la cultura oriental el amor es
bastante más que sexo.
El libro que escribió Santana se convirtió en un best seller y con el dinero
que ganó, se casó con Tokio y se fue a vivir a Ilhabela con ella. Las ideas
de Santana tuvieron un repentino auge en el planeta. No logró revertir la
mal llamada revolución sexual iniciada en mayo del ‘68 en París, ni el
destape español, ni siquiera reducir el consumo de cerveza, pero logró al
menos que más y más personas al menos se hicieran la pregunta: ¿sexo =
amor?, y hasta intentaran salir de debajo de la cama y probar de nuevo,
sabiendo que podrían sufrir, que podrían fracasar, que podría haber
lágrimas y sonrisas, pero que todo aquello siempre sería mejor a un mundo
de commodities incapaces de usar su corazón por miedo a volver a sufrir.
Por lo demás, cuando a partir del año 2008 la economía global entró en
una crisis rápida y profunda, el capitalismo salvaje dejó las metas
empresarias de objetivos y resultados que hacían que la gente se quedara
en la oficina hasta las 10 de la noche, con lo que la enfermedad del
workoholismo se atenuó, la gente trabajó menos horas, la moda del happy
hour disminuyó y para sorpresa de las oficinas de recursos humanos, la
productividad no disminuyó, sino que aumentó, mientras había más
tiempo para quererse y volver a amar y desestresarse. Y una consecuencia
secundaria de esto fue que la industria farmacéutica -y el precio de sus
acciones- cayó en picada al bajar monumentalmente las ventas de Viagra y
Rivotril. Y Hollywood Santana ganó una batalla ideológica contra los
euroescleróticos europeos, demostrando que sexo y amor no eran
necesariamente objetivos opuestos, sino complementarios, para vencer la
ley de los rendimientos decrecientes y hacer más feliz a la gente. Y claro,
ahora Hollywood Santana fue contratado por Hollywood para escribir una
película romántica que se llamará, obviamente, Sexo por Amor.
Ulises

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Capítulo III, la mujer que volvió a sonreír por un


rato
Penélope Popcorn recibió aquel mail y su primer impulso fue,
efectivamente, deletearlo. ¿Quién se creía que era ese tipo Ulises para
darle una no tan sutil clase de amor? A ella la enojó. Y lo que más la irritó
fue que en todo momento aquel tipo, en su mail, parecía estar hablando de
ella, radiografiándola, escaneándola, como si la conociera. Tuvo el dedito
acariciando la tecla de Del un rato largo. ¿Lo borro o no lo borro?, se
preguntó varias veces. Estaba en su departamento, ya era muy tarde,
acababa de recibir aquel mail ridículo que hablaba del tal Hollywood
Santana, un tipo inexistente sin duda. Definitivamente, pensó, el tal Ulises
estaba bromeando, se estaba riendo de ella en su propia cara. ¿Qué sabía
de ella? ¿Cómo podía conocer tan bien lo que le estaba pasando a tanta
gente, el tedio, el aburrimiento, el temor a enamorarse, la costumbre casi
deportiva de tener sexo sin amor dos o tres veces por semana y confundir
aquella sensación con el amor? No sabía con quién se había metido, el
muy estúpido, por la mañana llamaría a un amigo que tenía en el efbiai y
le pediría saberlo todo sobre ese tipo, joder, qué enojada que estaba ahora.
En aquel momento tuvo una idea: ese mail lo había escrito Evans, o
Andrews, que estaba enojado porque ella lo había dejado y el tipo no
estaba acostumbrado a que lo dejara un ser inferior y no saber qué hacer
con su batuta. Sí, habría sido él. Pero no, no era él, Evans era incapaz de
pensar esas cosas, él sabía mucho de los sistemas de seguridad
desarrollados por los alemanes para equilibrar el auto en una curva cuando
van a 230 km por hora en alguna autobhan alemana, entendía mucho de
productividad, metas y resultados, market share y stocks, sabía manejar
muy bien tanto bien una reunión de directorio como de accionistas
enojados, en aquellos tiempos de crisis financiera internacional en ciernes,
y también imponerse amable pero firmemente en una reunión con sus
gerentes. Evans sabía de autos, pero de mujeres no entendía nada, pensó
Paltrow, enojándose más y más a medida que releía aquel mail ridículo y
se preguntaba quién estaba detrás de esa broma. Pero Evans, pensó ella,
sólo pensaba en tener la batuta y utilizarla de diversas formas,
considerándose un experto en dirigir orquestas, mujeres y empresas, pero
jamás podría exhibir la ternura de aquella historia inocente e ingenua entre
Hollywood Santana y su enamorada Tokio. Para Evans, dormir abrazado
con una mujer era insufrible, sólo sabía entrar y salir, a lo sumo quedarse
un rato jugando a hacerse el hombre que-no-necesitaba-viagra-para-
sostener-su-hombría, pero jamás, en aquellos dos años, había soportado
dormir abrazado a ella, y menos toda una noche. No lo resistiría. Su fobia
a todo lo que tuviera que ver con expresar afecto era bastante más grande
que su propio ego. Y tuvo que reconocer de repente que ella no era muy
diferente a él. No, definitivamente Evans no había escrito esa ridícula
carta.
¿Sería Esteban, su amado Esteban Santana, que estaba jugando a ser un
Ulises en el anonimato? Tampoco. Pero era raro que justamente aquel tipo
de llamara Santana, como su gran amigo-amado. El tipo ese que decía
llamarse Ulises, pensó, debía conocerla muy bien a ella, sin duda sabía de
sus discapacidades emocionales, conocía sus temores y podía entenderla a
ella mejor que nadie, pero no era Esteban, su amado Steve, su hermano del
alma, todo. Jamás él habría escrito aquel mail, jamás habría hecho algo
así, y menos se reiría de ella. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Para sacudirla?
¿Para ayudarla? ¿Para que se diera cuenta lo sola que estaba pese a todo su
circo de aldea global y mujer cosmo exitosa? No, Esteban no haría eso, y
si lo hubiera hecho el personaje aquel no se llamaría justamente Santana.
Ridículo.
Pensó por un momento que el hombre que acababa de enviarle aquel
mail debía ser alguien que no entendía nada de la vida, parecía un soñador
que no sabía cómo funcionaba el mundo. Sí, era eso, pensó Paltrow, era un
idealista, quizá un psicoanalista con delirios de sociólogo global, se dijo,
quizá un tipo sensible, medio infantil, o adolescente, que se sentía solo e
incomprendido y creía que las películas de Hollywood eran en serio en los
iúesei, que el amor era posible y que los franceses eran unos escleróticos
pesimistas que no entendían nada del amor. Pero le molestaba aquella
carta y seguía con su dedo jugando con la teclita de Delete, sin decidirse a
hacerlo. Además estaba molesta porque el tipo ridiculizaba su deseo de
encontrar a alguien con la vida resuelta, sin cosas del pasado presionando
por salir, sin rollos. ¿Qué quería?, ¿que ella se buscara alguien lleno de
problemas para agregarse a los suyos y así iniciar una relación imposible
desde el principio? ¿Creía que el amor era un flash como en las novelas?
¿No sabía que eso siempre terminaba en un crash? Era sólo un romántico
empedernido más, un tipito que creía que el amor era un instante, una
vida, que enamorarse era fácil como si la vida fuera una película mágica
de Claude Lelouch. No se daba cuenta que el amor se construía todos los
días, que no había personas mágicas, que no existían las medias naranjas
ni las almas gemelas. El mundo estaba lleno de gente inmadura, pensó,
que nunca crecía, pensó, que seguía esperando a alguien que les resolviera
sus problemas, pensó, y ella no quería encontrar a alguien así, quería un
hombre en serio, con su vida resuelta, sin traer a cuestas una pesada
mochila desde el pasado, como la que arrastraba la mayoría de la gente.
Quería soluciones, no más problemas, pensó, como si estuviera en su
banquito dándole instrucciones a sus yuppies para que salieran a vender y
comprar y vender y comprar bonos y acciones, porque ese era el negocio,
el 0,7% de fee, que ahora subiría a 1%.
Eran las dos de la mañana y ella seguía en su cama, piesdescalzos, con
sus bermudas agujereadas científicamente por Ralph Lauren y una remera
blanca desordenada y un pulóver en los hombros, con la notebook en sus
rodillas. La batería se estaba acabando y ella seguía enojada. Ya había
leído aquel “panfleto” tres veces y no podía creer que hubiera alguien en el
mundo que le hubiera enviado “eso” como respuesta a su carta adulta,
seria y amable, que lo invitaba a conversar y conocerse. Habría que regular
Internet, sin duda.
Y de repente, sin darse cuenta, le dio un ataque de risa, allí, solita,
mientras la mucama dormía en su dormitorio y su perro Beagle la miraba
sin entender, desde el piso, al lado de la cama. Toda esa historia tonta de
Hollywood Santana le pareció de repente una manera ingeniosa de decirle
a ella “mujer, deja ya de joder con la pelota”, casi aconsejándola con
humor a que saliera de debajo de la cama, diciéndole que “la vida está en
otra parte”. Empezó a tararear aquella vieja canción de Joan Manuel
Serrat. Se reía y no podía parar de reírse. Además, se dio cuenta que el
tipito aquel que se hacía llamar Ulises se estaba haciendo el tonto, pero
quizá no tuviera un pelo de tonto, todo lo contrario. Además, se dio cuenta
que sabía economía, porque ella misma venía pensando hacía tiempo que
el esfuerzo de las empresas por poner a las ganancias y los dividendos de
los accionistas por encima de otros objetivos empezaba a ser demasiado
costoso y salvaje, sometiendo a las empresas, a sus trabajadores y al
sistema a demasiada inseguridad y presión competitiva, y ello, en vez de
mejorar la productividad, la estaba deteriorando. Sí, el tipo sabía
economía, y quizá hasta tenía razón cuando hablaba del sexo como de una
actividad deportiva en donde uno llevaba el cuerpo, lo dejaba unas horas
en el hotel, y luego lo iba a buscar, sin haber sentido nada de nada ni haber
comprometido su alma, sus sentimientos, su corazón prestado. Ella
misma, en su relación con Evans, no había hecho otra cosa que aquel
deporte que la gente confundía con el amor, y cada vez que terminaba, que
él acababa, se sentía más vacía que cuando había empezado, mientras el
muy idiota le preguntaba “si lo había disfrutado”.
Paltrow se preguntó quién sería el tal Ulises, seguramente la conocía, y
demasiado bien, o conocía bien la mente femenina, y la estaba tratando de
provocar, de desafiar, quizá hasta estaba jugando con ella como Tweety y
el lindo gatito. Pero no sabía con quien se había metido, pensó la reina
Paltrow.
Aunque aquel mail, de repente, le inspiró confianza y ella supo que se
estaba equivocando, que aquel ataque era demasiada paranoia, que toda
aquella idiotez seguramente estaba escrita por un hombre transparente que
le había respondido a su invitación a conocerse con una mezcla de humor e
inteligencia, aunque no sabía si su respuesta había sido un sí o un no. Eso
sí la puso loca. ¿Aquello era escribime o no me interesás? ¿Quién se creía
que era para dejarla así? Sí, llamaría al efbiei mañana para averiguar sobre
el tipito, sí.
Finalmente, estuvo a punto de ponerse a llorar cuando la computadora
le avisó que le quedaban 10% de su batería y que sino la enchufaba pronto
el equipo entraría en suspensión. Aquel Ulises del que nada sabía la había
descubierto, sin darse cuenta o sabiendo demasiado. Había descubierto que
ella sabía de amor sin sexo, sabía de sexo sin amor, pero nunca había
practicado, o conocido, una relación en donde dos almas pudieran dormir
toda una noche juntas en una misma cama, cucharita, sin necesidad de
nada más que estar juntos, sintiendo que aquello era una pequeña nave
perdida en un océano de la vida. Y entonces sintió que tenía frío, allí, en
pleno Niúiork, Niúiork, en su piso bonito de reina solitaria, y que daría su
reino por dormirse aquella noche abrazada a un tipo como el tal Ulises,
alias Hollywood Santana. Y por quedarse conversando, sólo eso, nada
menos que eso. ¿En qué momento se jodió todo?, se preguntó, como a
veces decía Esteban.
Así que se levantó de la cama, descalza, casi desnuda, fue a su
escritorio -pese al frío- a buscar el cargador de su Vaío y la enchufó. Y se
puso a tratar de responderle a aquel Ulises que sabía de lo que estaba
hablando, y que buscaba a una Penélope perdida en el ciberespacio,
perdida como él mismo lo estaría.
Desde allí, y durante semanas, ellos dos intercambiaron mails que
fueron y que vinieron, y en cada viaje de esos mails, ella comenzó por
primera vez en demasiados años a confiar en otra persona.
Se sentía tan mal aquella noche, y tan bien, y tan confundida, que sólo
alcanzó a pensar que daría su reino por una simple cucharita. Pero como
estaba sola, y supo que estaba sola, tan sola como nunca lo había estado, se
puso a llorar como cuando era una princesita y Daddy estaba allí para
tranquilizarla.

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Capítulo IV, conociendo una mujer cosmo


Inédito. Paren las rotativas (que pronto ya no se usarán, de paso).
Patricia Paltrow alias Penélope Popcorn se quedó aquella noche de
noviembre de 2008 hasta las 5:16 de la madrugada respondiéndole a Diego
alias Ulises. Demoró tanto porque empezaba a escribir y no le gustaba lo
que había escrito, y borraba todo y empezaba de nuevo. No sabía si
responderle a Hollywood Santana o al señor que se escondía detrás de
Ulises. Sólo sabía que cuando terminara con él se habría arrepentido por
aquel mail ridículo y por haberse metido en su vida.
Finalmente, Paltrow encontró el camino. Comprendió que estaba ante
alguien que no era frívolo, aunque conocía muy bien las reglas del juego
de la modernidad y podía hacerse el frívolo tanto como ella.
El camino fue hablarle con el corazón, dejar su propia frivolidad de
lado, su cabecita que funcionaba a mil por hora, y usar su lenguaje
habitual de tres idiomas mezclados en un cuarto idioma que era un lío de
lo más divertido, pero así era ella, una princesa que quería ser reina
aunque no sabía para qué. Escribió sin filtrar lo que escribían sus dedos,
decidiendo incluso que por una vez confiaría en alguien y le contaría
algunas cosas sobre su vida (las que se podían contar, claro). Le habló un
poco de su pasado, de las tantas vidas que entraban en su vida, le contó
sobre qué hacía en Niúiork Niúiork y sobre su trabajo en el banco (sin dar
demasiados detalles, por seguridad), y le comentó sobre Buenos Aires, su
infancia y su adolescencia allí, cuando ya era una mujer cosmo pese a que
todavía no existía la globalización. Le dijo que había días que extrañaba
todo aquello, y porqué. Le aclaró (otra vez...) que ella no creía en el amor
como el de las novelas, y que además no estaba buscando una pareja, sino
una amistad profunda, a la que había aprendido a valorar más que a las
relaciones modernas. Le explicó que le había encantado su mail, pese a
que al principio estuvo por deletearlo varias veces, porque le pareció un
poco delirante, aunque luego de releerlo la había divertido y hecho pensar
en cosas que ni se le habían ocurrido sobre la vida, su vida, claro.
Quizá fue que Hollywood-Ulises-Santana le parecía muy lejano, quizá
fue que le daba tranquilidad conversar con una persona que vivía en un
“lugar” tan raro como el ciberespacio, o quizá justamente fue por todas
esas razones, y por sentirse “escuchada” por primera vez en mucho tiempo
(‘la gente necesita una oveja, alguien que la escuche”, solía bromear
Diego, pronunciando la erre como un v), lo cierto es que de repente pudo
hablar de sí misma como hacía años que no le ocurría con nadie, salvo con
su Stivito. Aquella noche ocurrió, estuvo hasta las 5:16 de la mañana
escribiendo y hablando de ella como hacía años no lo hacía, lloraba, se
reía, se emocionaba, y seguía tipeando, como si alguien muy dentro de ella
estuviera dictándole. Y cuando hizo Send, cuando vio irse a su mail por el
ciberespacio, se quedó más tranquila. Recién entonces se pudo ir a
descansar, y durmió como hacía años no lo hacía, sin la ayuda del señor
RR, como le decía ella al Rivotril de Roche.
Y luego ocurrió lo inesperado. Una vez que comenzó a escribirle a
Ulises-Hollywood-Santana, el-hombre-misterioso-del-ciberespacio, ya no
pudo dejar de hacerlo. Los mails iban y volvían.
Que el tipito aquel de la historia se llamara justamente Santana le daba
tranquilidad, pese a ese enojo que iba y venía porque ella estaba
acostumbrada a elegir, no a que la eligieran. Pero esta vez tuvo la
sensación que allí, en ese mail, no podía esconderse nada malo. ¿Sería
pariente de Esteban?, se preguntó al otro día, otra vez, mientras iba en el
auto que la fue a buscar para llevarla a su buró, como todos los días. No lo
creía, Esteban sólo tenía una hermana muy menor a él, con la que estaba
peleado hacía años. Era una modelo muy exitosa que seducía a todos los
hombres a los que todavía les funcionaba el radar entre sus piernas,
vendiendo ropa interior desde los carteles de las autopistas, desde las
revistas de moda o las propagandas de la tele. Se hacía llamar Carolina
Nash. No, pensó, Esteban no tenía nada que ver con esto, aunque
igualmente ella decidió llamarlo para ver si percibía alguna cosa, pero sin
contarle nada. Ella era muy reservada y no quería agregarle problemas ni
inquietudes a su príncipe azul, que últimamente vivía demasiado ocupado
con sus negocios, con la política, con sus hijos, cuidándola a Cecilia que
respiraba un día mejor y otro peor, saliendo en las revistas de ricos y
famosos, incluso a veces en las revistas políticas con algunos miembros
del gobierno, cumpliendo su rol del empresario que hablaba poco y se
ocupaba de sus temas, aunque cuando hablaba nunca se callaba la boca, ni
cuando le preguntaban, y por eso era respetado por todos y al mismo
tiempo daba aquella sensación que no estaba con nadie, ni con los unos ni
con los otros. Pero ella sospechaba que no era así. Sospechaba que su
querido Stivito jugaba una batalla personal para defender lo que quedaba
de la democracia en la Argentina, un país en donde ni el gobierno ni buena
parte de la sociedad se caracterizaban por amar el respeto a las
instituciones y las reglas del juego establecidos.
Pero Paltrow más bien intuía todas esas cosas, porque Esteban no
hablaba, y menos por teléfono. Él podía sentarse en una protocolar cena
con cualquier persona, desde presidentes de países hasta CEOs de
empresas, escucharlos, y hasta responderles respetuosamente, pero ella
sabía que todo eso era puro teatro, ya que el verdadero Santana era un
misterio que nadie, ni ella misma conocería alguna vez. Oficialista,
opositor, amigo, enemigo, frívolo, profundo, exitista, materialista, bueno,
malo, confiable, mentiroso, todo, nada, era un enigma al que ella a veces,
sólo a veces, creía intuir, aunque confiara ciegamente en él y sería capaz
de hacer cualquier cosa que le pidiera. Pero Esteban, a partir de allí, ya no
sería el mismo. Lo vio en sus ojos en un viaje corto que él hizo a
Washington y en que pasó a verla por unas horas por su banquito, para
comer juntos y hablar de sus hijos, sus vidas, sus preocupaciones y
ocupaciones. Fue en ese momento en que ella se dio cuenta que él nunca se
había callado y que nunca lo haría, costara lo que costase. Y pensó que eso
era demasiado riesgoso en la Argentina. Y volvió a admirarlo, porque si
alguien lo conocía era ella, que sabía cómo era el verdadero Santana
escondido detrás del personaje. Eniuai, ¿qué tenía que ver eso con su
preocupación de aquella semana final de noviembre de 2008, en que
apenas había dormido un rato por responderle su mail a ese idiota de
Ulises-Hollywood-Santana que se estaba riendo de ella, o con ella?
Mientras iba sentada atrás, en su Mercedes, mientras nevaba un poco
en la City, mientras la recesión avanzaba en el mundo y los gurúes
apostaban a que se avecinaba otra crisis como la de los años ‘30 luego de
la caída de Lehman Brothers y los mercados de todo el mundo, ella sólo
estaba ansiosa esperando la respuesta a su mail de las 5:16 de la
madrugada, ni el Don Jones le preocupaba aquel día, ni el precio del
petróleo Brent, ni si el desempleo cruzaría la raya de 7% hacia arriba, ni
las dudas sobre si el euro seguiría cayendo frente al dólar o viceversa, ni si
el idiota de Jean-
Claude Trichet (el titular del Banco Central Europeo) se atrevería a
seguir bajando las tasas de interés para estimular a la economía, ya que el
tipito seguía obsesionado por defender el valor de la moneda europea
mientras el eurocontinente se pulverizaba ante sus ojos. Nada. Mientras
iba en su auto, mientras el chofer del banquito la llevaba, ella sólo se
preguntaba si aquella noche habría un mail de Ulises a Penélope. La
realidad la agobiaba y sólo deseaba pasar una temporadita en el
ciberespacio con él.
El juego de tenis entre ella y el tal Ulises comenzó aquel mismo día.
Los mails comenzaron a ir y a volver con nuevos mensajes igualmente
desafiantes, y aquellas respuestas le planteaban nuevas preguntas que la
provocaban con cuestiones que antes hubiera considerado ridículas, y que
ahora le hacían algún chisporroteo en la panza, o más arriba, entre el
estómago y el corazón. “¿Porqué la gente, hombres y mujeres, se
enamoran siempre de la persona equivocada, Penny?”, le preguntó Ulises
en uno de aquellos mails, con su pregunta típica número tres. ¿Porqué las
mujeres se enamoran siempre de Rick, el Humphrey Bogart de
Casablanca, pero al final se quedan con Laszlo, el soñador?, siguió él, con
su listita. “¿Cómo hacen los productores de dentífrico para que del tubito
salga una pastita con rayas prolijas de varios colores?, ¿acaso hay un
enano en los tubos que separa las rayitas de cada color? ¿O adentro los
tubos vienen subdivididos con la pastita de cada color?”. Cuando Paltrow
leyó aquella pregunta empezó a reírse sola en medio de su oficina, justo
cuando se estaba preguntando si hacía comprar a un cliente de 7 ceros
acciones del Citigroup apostando a un salvataje masivo del gobierno que
se iba, o a una fusión parcial de aquel súper banco, llamado cariñosamente
“Too big to fail” con otro “banquito”. Ella casi se equivoca en la
operación, porque mientras se reía de la pavada de Ulises casi hizo que el
tipo comprara acciones de Goldman Sachs, ya que siempre se confundía
con los nombres de todos aquellos bancos, y la realidad es que en los
últimos meses el sistema bancario de los Estados Unidos había cambiado
tanto y tan profundamente que daba para hacerse un embrollo. Tanto era
así que si se hubiera equivocado con la compra de aquellas acciones
preferidas, el tipo se lo hubiera agradecido y todo. Finalmente, ansiosa
pese a ser una banquera que nunca perdía la cabeza y siempre tenía pegada
su sonrisa número 3 o 4 (según los ceros que tuviera la cuenta), lo único
que le preocupaba aquel día era el tubito del dentífrico, tanto que mandó a
un chico a comprar al drugstore un Colgate Full Acción, y cuando lo tuvo
se metió en el baño y cortó el tubo para ver si había un enano o si el tubo
tenía subdivisiones interiores para cada color de la pastita para los dientes.
Pero nada, no supo responder la respuesta del tal Hollywood Ulises y se
quedó hasta la noche, ansiosa de conversar con él por el Messenger para
que le explicara cuál era el truco del dentífrico.
Sí, se estaba divirtiendo y estaba inesperadamente alegre, miedosa pero
alegre, temblorosa pero alegre, ella, que vivía comprando y vendiendo
millones de dólares en acciones, bonitos e instrumentos estructurados de
los que habían caído 40% en los últimos meses, estaba con la cabeza en la
luna que colgaba del cielo. Ella, que día por medio tenía videoconferencias
con representantes del banco en diferentes puntos del mundo para definir
la estrategia de operación de aquellos días tan estresantes, se ponía
nerviosa por no saber cómo era el interior de un tubito de dentífrico.
Junous, la vida te da sorpresas. El mundo se estaba cayendo a pedazos,
hacía un frío de locos en Niúiork Niúiork, y a ella sólo le preocupaba que
se hicieran las seis de la tarde, pero no para irse como el resto de los
norteamericanos a su happy hour para hablar del desempleo creciente,
decir fakiu y quejarse de dobleiú bush, sino para volver a casa para ver si
había un mail de Santana-Ulises o como se llamara el tipito, y leerlo y
releerlo lentamente, para disfrutarlo. Eso no le ocurría hacía años,
décadas. Sólo la próxima asunción de Barack Obama a la presidencia de
los iúesei la tenía igualmente maravillada, porque se ilusionaba en que
comenzaría una nueva época en ese mundo con los mercados locos, con el
clima loco y con viejas y nuevas plagas volviendo, como si aquello fuera
una remake de “los cuatro jinetes del Apocalipsis”. De hecho, con Santana
Ulises hablaron mucho de ello a partir de aquella noche, en que
inauguraron su “etapa Messenger”, adonde ahora se quedaban conversando
unas horas todas las noches, hasta que ella no aguantaba más y, aunque
quería seguir sabiendo de él y sus ideas locas, y de sus ideas demasiado
cuerdas, empezaba a escribir con los ojos cerrados del cansancio y sin ver
qué teclas apretaba. Eso duró pocos días. A principios de diciembre
Paltrow se cansó y le dijo “Basta, flaquito gordito (empezó a llamarlo así
porque apenas había visto una foto de él y de su sonrisa), buscate un
micrófono que quiero que hablemos y que me escuches y escucharte, así te
aterrorizarás con mi voz rara con tres idiomas mezclados y saldrás
corriendo. Estoy cansada de usar mis deditos todo el día con el teclado,
habiendo tantas cosas que pueden hacer”.
¿Ella lo estaba desafiando?, se preguntó Diego, divertido. Obviamente
dijo que sí, hasta tuvo ganas de proponerle usar la webcam también para
verla y saber cuán parecida era a la Catherine Deneuve verdadera, la de la
sonrisa melancólica y femenina, aunque percibía que estaba ante una
mujer aterrada, o doblemente aterrada si se pensaba que era una mujer
cosmo que no solía tenerle miedo a nada. Así que prefirió esperar, se hizo
el tonto (algo que le salía tan bien), dejó pasar los días diciendo no saber
cómo hacer funcionar el micrófono (una idiotez tratándose de un hombre
electrónico), y decidió que ella insistiera y propusiera los pasos siguientes.
Sabía de las mujeres que tomaban la iniciativa, la costumbre típica de una
mujer cosmo.
Así que siguieron así un tiempo más, en esos días se escribieron
mucho, a él le encantaba cómo ella lo hacía en su inglés argentinizado. Al
fin, ella le comentó que iría a Buenos Aires para las fiestas de Navidad, la
iba a pasar con unos amigos, ya que su familia allí era muy chica y tenía
planeada una cena discreta en su departamento con sus hijos y sus
respectivas parejas y su nieto, que esperaba turno para llegar desde París,
más alguna amiga bruja que estaba sola, perdida en el mundo desarrollado.
Hablaban mucho de películas, también. Ella acababa de ver Babel,
llamada por muchos “la primera película sobre la globalización”, y estaba
fascinada (fascinada, uanderful, encantada, fantástica, maravillosa,
idontbiliviu, ella usaba esas palabras, su vida toda era una exageración). El
acababa de ver la película de Al Gore (“Una verdad incómoda”), y se
pasaron tres horas discutiendo sobre las dos películas al mismo tiempo.
Ulises Hollywood tenía siempre visiones diferentes sobre todo, observó
ella. Todos decían que Babel era excelente porque pintaba muy bien los
dramas de la globalización, y él, que siempre decía cosas políticamente
incorrectas, le respondió que le hubiera gustado más una película que
mostrara también las maravillas de la globalización, por ejemplo, que
ellos dos estuvieran hablando allí hace días y, sin conocerse, y que
hubieran podido establecer una relación tan profunda (de amistad, claro,
no se olvidó de aclararlo), y agregó que le hubiera gustado también una
película que mostrara que, pese a la actual crisis, en el último ciclo
económico la China y la India habían incorporado al mercado a centenas
de millones de chinitos e hindúes que hasta hace tan sólo diez años se
morían literalmente de hambre. Le habló del milagro de la comunicación
electrónica instantánea del que disfrutaban ellos mismos, y cómo hoy la
gente podía viajar no sólo por el espacio real, sino por el ciberespacio, sin
moverse de su casa, conociendo gente de otros lugares, ampliando sus
conocimientos y abriendo sus cabezas. “Como nosotros”, que de repente
seremos amigos hasta que la muerte nos separe”, bromeó él, que se
divertía riéndose de ella, mientras Popcorn repentinamente comenzó a
divertirse de las ironías inocentes y agudas de “gorditoflaquito”, ese señor
que se hacía llamar Ulises y que, como el original, vivía navegando por la
vida.
Y ella le contestaba con el amor líquido y Zygmunt Baumann. Y él le
respondía preguntándole en qué otro país del mundo Bill Gates hubiera
podido desarrollar Windows en el garaje de su casa. Y ella le decía que las
canciones de amor venían más tristes. Y él le respondía que un sexo con
amor valía por cinco relaciones sin amor. Y ella le decía que sólo quería
que fueran amigos, profundos amigos. Y él le respondía que dejara que la
vida la despeine y le prometía un masaje en sus pies. Y ella le decía que la
crisis financiera no terminaría como la crisis del treinta, porque los iúesei
habían aprendido de sus errores y Ben Bernanke salvaría al mundo como si
fuera el mismísimo Bond, James Bond. Y él le decía que compartía ese
optimismo. Y así todas las noches desde aquel día posterior al
“faifuansix”, como ella bautizó a aquel día en que se quedó sin dormir por
un hombre, algo que nunca había hecho en el pasado.
Hasta que un día pasaron a la etapa teléfono vía Skype.
- Sos demasiado optimista, Uli -le dijo ella, con los auriculares
bluetooth, mientras iba y venía por su departamento porque nunca se podía
quedar quieta.
- Soy demasiado optimista -asintió él, con unos auriculares con
micrófono y cablecito, subdesarrollados-, y me encanta cómo soy.
Tenemos la suerte de vivir en un momento del mundo en que se está
produciendo una revolución pacífica sin precedentes. Ahora sólo falta que
Obama ataque seriamente el problema del cambio climático, y si lo hace,
no sólo ayudará a recuperar la economía mundial sino que quizá salvará el
planeta y les dará una oportunidad a mis nietos que ni nacieron, y al tuyo,
que está a punto de llegar desde París, ya que todos ellos enfrentan la
posibilidad de un planeta que se está destruyendo, con los mares que suben
su nivel, con el coeficiente huracán/año creciendo y con el riesgo de otro
invierno polar en todo el mundo. ¿No es bueno que haya ganado Obama? -
le preguntaba Ulises Santana, cuya frase predilecta contra los pesimistas
crónicos era decir que “el capitalismo tiene los siglos contados”, lo que
provocó en ella un respeto que hacía mucho que no tenía con nadie, en un
mundo en donde la moda era vender malas noticias y pronosticar el
Apocalipsis.
Ella se divertía. El se divertía. Adonde ella se movía estaba de moda el
pesimismo, vender malas noticias era el boom de los negocios, el amor era
un desastre tan peligroso como el cambio climático ahora o el Sida en la
década anterior, y la crisis financiera ponía en serio riesgo al imperio
americano, según decían los pronosticadores de moda. Y de repente, aquel
hombre que estaba a miles de millas de distancia le salía con una visión
alegre, optimista, alentadora, adonde el mundo podría tener un final feliz,
como en Hollywood.
Fue entonces que Popcorn se animó a comentarle que, luego de estar en
Buenos Aires, volvería en unas semanas a los Usas, porque quería estar
presente en Washington cuando asumiera Obama, el 20 de enero. Estaba
entusiasmada. Y estaba invitada por una amiga y no pensaba perderse ese
show que era parte de la Obamamanía en ascenso.
Y Ulises le respondió con un ... “Adivina quién viene a cenar...”,
riéndose por msn desde su Toshiba, y le recordó una película con el actor
negro Sidney Poitier, que se ponía de novio con una chica universitaria,
blanca y seguramente wasp, y el lío que se armó a partir de allí. Así que
los dos se pusieron a jugar una carrera por Internet para recordar como
había sido aquella película, para descubrir que aquel escándalo había
ocurrido hacía sólo cuatro décadas, cuando Obama apenas tenía 8 años.
“Hace menos de medio pixel en la historia de la humanidad”, le dijo
Ulises, recordando la frasecita de Al Gore para darle una perspectiva
diferente a los problemas del mundo. Y luego se pusieron a jugar, o
siguieron jugando. Al gordito se le ocurrió hacerlo. Propuso jugar al
scrabble, amaba jugar con las palabras. A ella le gustó la idea y, para
mejor, descubrieron que ella lo hacía mucho mejor que él, ya que siempre
inventaba palabras con letras de más puntaje, y encima las ubicaba en los
cuadraditos de triplica puntos palabra. El sólo lamentaba no estar allí para
verla cuando ella se ponía a gritar de contenta cuando le ganaba, en su
departamento solitario de Park Avenue.
Era eso. Popcorn, como empezó a decirle él, había encontrado a
alguien que la desafiaba y le proponía salir de la chatura ambiente y
probar llegar más lejos en un mundo en que no mucha gente se atrevía a la
aventura de cambiar. Le encantó una vez en que Ulises le explicó aquella
frase suya sobre “llegar lejos versus llegar alto”. Ella lo entendió bien,
demasiado bien, finalmente jugaba a ser una reina hacía años, desde que
Daddy la trató como una princesa y le alimentó la autoestima quizá
demasiado, alejándola de la gente y haciéndola sentir un poco superior al
resto. Con los años desarrolló cierta actitud de soberbia, aunque no era por
creerse superior a nadie, sino porque después de su infancia, después de su
adolescencia, después de su vida un tanto glamorosa, después de Esteban,
después del tal Kennedy, y de haber estado aquel día en las Torres
Gemelas, todo le parecía un poco aburrido, trivial, insignificante, con
gusto a poco. “Vean, somos sólo un pixel en la vida del universo”, como
decía Al Gore en la película. La frase le había encantado, y quizá fue eso
lo que le gustó del tal Ulises y de su frase de presentación hablando sobre
llegar lejos y llegar alto. “Ya llegué alto, ahora quiero llegar lejos”, decía
Ulises, y ella deseaba responderle “entiendo, si apenas somos un pixel en
una foto del universo”.
Pero lo que más le gustó de Ulises fueron sus metáforas, sus
adivinanzas, sus preguntas que parecían inocentes y que sin embargo,
mostraban a una persona que había pateado el tablero de la vida y se había
dedicado a ser lo que tenía deseos de hacer. A ella le gustó ese hombre que
decía que había dicho Basta cuando llegó a los cincuenta años. La fascinó
que alguien pudiera cerrar las puertas tras de sí, e irse, simplemente irse a
tratar de empezar de nuevo con todo lo que había aprendido. Y de repente,
allí, pensando en eso, se dio cuenta que el tal Ulises estaba logrando en
ella algo inesperado: la estaba desafiando a romper con su pasado, a
cambiar y volver a crecer. Y aquello, darse cuenta de eso, la conmovió y la
aterró, hacía años sentía que estaba estancada en el tiempo, como tanta
gente, sólo moviéndose por el espacio, y aquel tipo desde el ciberespacio
le acababa de regalar el deseo de ser y estar mejor, de cambiar, de llegar
más lejos. La ayudaba con sus provocaciones.
Pero lo que más disfrutó, entre todas aquellas cosas que comenzaron a
ocurrirle en esos días, fue aquel día en que Ulises le contó en otro mail que
el verdadero héroe de la Odisea regresó al fin a Home Sweet Home, luego
de guerrear, de luchar contra los cantos de Sirena y tantas cosas más, sólo
para reencontrarse con su amada Penélope (aquella que tejía y destejía, o
compraba y vendía bonitos y stocks, sólo para estirar el tiempo y escapar
así al momento en que debería “elegir” a otro hombre). Claro que ella no
quería a otro hombre, no quería olvidarse de su amado, y de repente él se
presentó en el reino, vestido de mendigo, y ella finalmente terminó de
reconocerlo cuando él le explicó que la cama en la que habían dormido
juntos y se habían amado en el pasado la había construido él mismo con la
madera de un olivo, algo que sólo ellos dos sabían, nadie más. Eso
funcionó como un password para el reencuentro.
Claro que a Penélope Popcorn le molestaba un poco que Ulises siempre
hablara del amor, que todas las historias que se iban contando hablaran de
eso. Ella se defendía, le aclaraba una y otra vez que buscaba amistad. Y él
que entendía lo que le estaba ocurriendo, hasta que un día se cansó y le
dijo que sí, que serían buenos amigos, que no habría problema, que él ni
sabía si se enamoraría de ella ni de ninguna otra mujer, que para él volver
a enamorarse era tan difícil como para ella misma. Fue el día que le contó
toda su dolorosa historia con Anna, desaparecida en acción, el día que le
habló de sus hijos Zal y Mickey, que le explicó que lo único que esperaba
él de cualquier persona era que se comprometiera en serio, ya fueran a ser
amigos, novios o lo que ocurriera finalmente. “No soporto las relaciones
frívolas, light, líquidas. Seamos amigos, es lo mejor”, terminó de decirle,
casi yéndose a dormir apurado. Aquella noche, por primera vez, Paltrow se
sintió enojada con él, en vez de sentirse más tranquila, y no supo
explicarse porqué estaba enojada. Sólo se dio cuenta que empezaba a
esperar ansiosa sus mails todas las noches, cuando llegaba del banco,
luego de cenar, cuando los dos se encerraban en sus escritorios o en la
cama y empezaban a jugar ese juego que ya no sabían jugar, como tanta
gente en el planeta.
Un día ella le confesó que le encantaba en un hombre decidiera por
ella, aunque le aclaró que en el mundo en que se movía ella eran las
mujeres las que decidían y los hombres, un poco desdibujados, los que
terminaban diciendo que sí. Aquellos días fueron especiales, diferentes, o
como le dijo “gorditoflaquito”, fueron supercalifragilísticos expialidosos,
una palabra que a ella la conmovió porque no la escuchaba desde que era
chiquita, cuando Daddy la llevó al cine a ver Mary Poppins y nunca pudo
olvidar aquel día maravilloso en que ella jugó a que su papá era sólo de
ella. Jamás usaron la webcam, ella insistió un día en usarla, para conocerse
aunque fuera por ese medio, ya que al otro día viajaría a Buenos Aires y se
encontrarían a tomar el famoso helado de marrón glacé y granizado de
chocolate en la heladería Volta.
- No, Popcorn, nada de webcam, que sea una sorpresa, nos vemos en
Buenos Aires cuando llegues, si es que yo no huyo a los Estados Unidos
sólo para pedirle un autógrafo a Obama.
Ella aceptó. Le gustó aquello del misterio. Además también tenía un
panic attack, ella, la banquera de la Calle de la Pared a la que no se le
movía un rulo cuando decidía invertir un portafolio de algún cliente 8
ceros comprándole tips con vencimiento en el 2013 y un cupón de 3% más
CPI, sin consultarlo ni con la almohada, de puro intuitiva que era, ella, la
mujer que hacía que las cosas pasen, la que hacía que los hombres se
dieran vuelta para mirarla cuando caminaba por los pasillos del banquito,
ella, estaba aterrada y no sabía porqué.
- Me parece bien que no usemos la cámara, gordito -le dijo al fin-, que
sea una sorpresa, pasado mañana a la tarde nos encontraremos en aquella
confitería de Belgrano, no me acuerdo como se llama, y listo, que sea lo
que Bill Gates quiera, ¿dale?
- Bueno -aceptó él-, que tampoco quiso ilusionarse con lo que vendría,
aunque ya lo estaba, claro.
Eso fue todo. Nada más, nada menos, hasta que dos días después ellos
se encontraron en aquella confitería Nucha y ella le preguntó, apenas se
sentó, su famosa frase “¿y vos, qué verso me vas a hacer?

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Capítulo V, I’m a Looser


Luego de aquella primera salida, se dio cuenta que la única forma de
comunicarse con Mujer Sonrisa era un número de celular, o el viejo y
confiable sistema del “tienes un e-mail”. Ella no le había dicho adonde
viviría en la semana en que estaría en Buenos Aires, y él comprendió que
fuera así, finalmente ellos dos se habían conocido en la red y se vieron por
primera vez en aquella salida que duró un minuto o una eternidad, no lo
sabía con certeza, y en los tiempos modernos había algunas medidas de
seguridad que la gente seguía cuando no conocía a la persona. Finalmente,
él podía ser un asesino serial, o un jackeldestripador serial, o un hombre
insoportable serial, o un enamorado del amor serial, peor aún, por lo que
habían llegado a esa situación ridícula en que él sabía que ella estaba en
Buenos Aires pero él no sabía adonde, sólo sabía que lo hacía en lo de
unos amigos de toda la vida e intuyó que ellos vivirían por la zona Norte,
ya que allí fue adonde ella le pidió que la dejara cuando se dijeron hasta
siempre o hasta nunca. ¿Quería volver a verla?, se preguntó él a sí mismo
al mediodía siguiente, cuando la mucama le trajo a la cama el desayuno y
ni siquiera encendió el televisor para despertarse mirando el canal
Fashion, un indicador líder de que algo le estaba pasando.
La respuesta fue que sí, claro, pero no, aquello era muy complejo, con
lo del día anterior había sido suficiente. Una mujer que no quería
enamorarse, que no creía en el amor, que sólo buscaba amistad, que vivía
en New York y se creía reina, y que estaba acostumbrada a vivir como en
las películas y a preguntarle a un hombre que acababa de conocer “.y vos,
¿qué verso me vas a hacer?” no era lo aconsejable para dejar su exilio en
el ciberespacio y volver de manera tan drástica a la llamada realidad. Así
que luego de desayunar se levantó de la cama, se vistió, se sentó en su
escritorio, abrió la tapa de su Toshiba, esperó el saludo de Windows Vista,
y empezó a escribirle un último mail, sin dudar.

...Dear Popcorn
Te quiero agradecer por la linda tarde y noche que pasamos
juntos, la conversación fue profunda, inteligente, divertida, emotiva y
más. No es frecuente encontrar una mujer con esa calidad humana
que hay en vos, escondida detrás de tu postura light y mundana.
Con todo, pensé largamente durante la noche (esta vez el insomnio
me tocó a mi), y llegué a la conclusión de que podría enamorarme
irremediablemente de vos si volvemos a vernos. Y me parece mejor
decirlo ya mismo e irme, decir Basta, como es mi costumbre tan
criticada. Creo que fue Shakespeare quien dijo que el amor es
ciego, y tuvo razón, paradójicamente, al defender cierta
irracionalidad en estos sentimientos. Creo que es bueno que sea
así, que uno no pueda controlar esas sensaciones que nos vienen
del alma, del corazón. Cuando uno se enamora, la otra persona nos
parece la más linda, la más divertida, la mejor del mundo y
aledaños, aunque pueda no serlo, no importa, pero eso es lo que
nos hace la magia del amor, la capacidad de enamorarnos. Y con
una pizca de sabiduría, otro poco de paciencia puede llevarnos a
tener una vida hermosa, llena de dificultades, alegrías, momentos
sencillos y complicados, pero compartidos. No tengo ninguna razón
para explicarte esto que escapa a la lógica, apenas nos vimos una
vez, aunque hablamos tanto y tan lindo antes, por el ciberespacio
que creo que nos conocemos hace largo tiempo. Por eso quiero
decirte que prefiero que no nos veamos más. Aprendí a escuchar a
los otros, te escuché, y claramente vos no sos de las mujeres que
se enamoran, ni siquiera te interesa, según lo decís a cada rato.
Pero a mí no me interesa tu amistad, ni para intentar tratar de
conquistarte ni colonizarte, ni especular con seducirte poco a poco,
no sirvo para eso ni me pararía debajo de tu balcón por 99 días, y
menos por 100 días. Sé que nos divertiríamos como ayer si
volviéramos a vernos, estando al lado o a más de 5000 millas de
distancia. Pero siento que el amor es otra cosa y yo, que siempre
sé expresarme, en este caso no encuentro la manera de hacerlo. Y
no quiero sufrir.
Sólo creo en aquella idea, o sentimiento más bien, que nos
“hace” enamorarnos a veces contra nuestra propia voluntad. Es un
sentimiento que nace no sé adonde, que nos hace ciegos, como
dice la frase, y nos hacer ver en el otro a la mejor persona, la más
bella, aquella por la cual nos meteríamos en una guerra por salvarla
si fuera necesario, y nos hace intuirla, percibirla, pensar y sentir en
la misma frecuencia, emocionarnos, necesitar y extrañar y desear.
Pero vos buscas amistad y yo busco amor, con lo cual lo nuestro no
es negociable, ni posible. Ya vés, en este mundo frivolo te cruzaste
con alguien que dice las cosas sin vueltas. Me alegra haberte
conocido, y espero que sepas que podés contar conmigo en caso
de una emergencia, sino prefiero dejar las cosas así. Y espero que
tu estadía en Buenos Aires sea feliz. Te lo mereces, y si te animas a
salir de la armadura oxidada, quiza lo logres alguna vez. Nada mas,
preferí decirte esto cuanto antes por respeto a vos y a mí mismo,
porque en estas semanas pasadas tuvimos conversaciones
profundas y ambos hablamos con transparencia, con el corazón
mas que con la cabeza. Imagino que ya habrás sospechado lo que
me esta pasando, ya que no tenés un pelo de tonta. Seguiré mi
camino, sin buscar sexo, sino amor. Lo mejor para vos,
Ulises

Terminó de escribir aquel mail y ni siquiera lo releyó. Sabía que le


dolería hacerlo. Le pidió a su libreta de contactos la dirección de mail de
Popcorn, la agregó y apretó Send con el touchpad, sin dudar. Se levantó y
fue al baño a mirarse en el espejo, en los ojos, a afeitarse, a tratar de
olvidar el maravilloso y especial día que había pasado con ella hace tan
sólo unas horas. Acababa de hacer la “gran Hernán Cortéz”, como él
llamaba al gesto de quemar “las naves”, de manera de no poder volver
atrás con lo que había hecho (se conocía un poco, claro, y sabía que se
arrepentiría de lo que había hecho dentro de 30 minutos). Pero al mismo
tiempo sabía que estaba cuidando su corazón, aquella mujer jamás se
enamoraría, ni de él ni de nadie, era inconquistable, y él no estaba para
dejar que el tiempo se le escurriera de los dedos como la arena. Con todo,
se preguntó si no habría sido demasiado exigente, viendo a la vida en
blanco y negro, sin dejar que los maravillosos colores y matices que
podían existir, y de hecho existían, le mostraran el camino. Tanto evitar
los cantos de sirena en su viaje que ya no sabía discriminar a los buenos de
los malos.
De hecho, no pasaron 30 minutos, ni 15 minutos, cuando él comenzó a
arrepentirse de haber enviado aquel mail. Pensó que en el siglo XX,
cuando uno enviaba una carta y luego se arrepentía, quedaba la esperanza
que la misma se tomara unos días hasta llegar, o meses si uno seguía
retrocediendo en el tiempo. A veces algunas hasta se perdían en el camino.
Ahora lo que uno pensaba llegaba a destino en menos de un minuto. Ya
estaba allí, pensó. De repente se preguntó si su costumbre de decir Basta
no sería demasiado. Supo que en este caso el que se estaba escapando era
él. Sabía que extrañaría a aquella mujer y a sus ojos color del tiempo, que
extrañaría a su voz hablando en tres idiomas que por momentos le costaba
entender, que le había gustado sus manos y que hubiera dado su Toshiba
voladora por un paseo al cine con ella compartiendo el pochoclo, o por
tener la oportunidad de pasarse una semana, un mes, una vida, con una
mujer como ella, que vivía escondida en su disfraz de mujer commoditie-
mujer cosmo-mujer light. Imposible. La vida no regalaba segundas
oportunidades. Los trenes pasaban sólo una vez, quiso pensar. Extrañaría
incluso todas las cosas que casi se atrevió a soñar de ella y que no había
siquiera conocido.
Si, a los veinte minutos exactos tuvo que reconocer que por primera
vez en mucho tiempo, desde que Anna se fuera a duchar para no volver,
una mujer le había pegado fuerte en aquel lugar entre el estómago y el
corazón, sabía que le hubiera encantado seguir hablando con ella,
escuchándola, durante las 23 horas que tenían sus días. Y también sabía
que aquella era la famosa mujer imposible de los cuentos, las novelas y las
leyendas. Recordó una frase de un cuento de un tal Alejandro Dolina, un
escribidor más argentino que el tango, que había dicho que “mientras los
jóvenes de otros barrios se enamoran de muchachas groseramente
posibles, los hombres de Flores parecen condenados a amar -casi siempre
en secreto- a mujeres que no serán para ellos”. Hasta se sabía de memoria
ese párrafo, porque siempre se había hecho la pregunta sobre porqué los
seres humanos, hombres y mujeres, solían enamorarse de la persona
equivocada. Aunque intuía que él y Popcorn eran muy parecidos, casi
como si se pertenecieran, como Penélope y Ulises, y eso lo enojó más
todavía, porque él, como ella misma se lo había insinuado, había huido
despavorido de la escena del crimen, y ni siquiera habría una autopsia para
explicar qué había sucedido allí.
Así que salió de allí y decidió que más tarde la llamaría a Cecilia para
que le presentara a alguna de las 10 mujeres que ella le quería presentar
hacía tiempo al famoso hombre que siempre decía Basta, y que hasta aquel
día había estado exiliado en el ciberespacio. Por no querer ilusionarse,
prefirió sufrir por una sola vez una gran desilusión.
No se dio cuenta, pero estaba cantando “I’m a looser”, aquella canción
de los Beatles.
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Capítulo VI, como si fuera la mismísima Scarlet


O’Hara
Paltrow se despertó y por un momento no supo adonde estaba, hasta
que miró bien a su alrededor y vio las vigas de madera y la caída a dos
aguas del techo de aquella sólida y acogedora casa que tanto quería y tanto
la angustiaba. Claro que estaba en lo de Cecilia y Esteban, Esteban y
Cecilia, inseparables hasta que la muerte los separe y quizá ni allí.
Había descansado bien, hacía tiempo que no descansaba así,
profundamente, casi en paz. Además por la ventana los famosos pajaritos
cantaban y ella, que no era una vieja y de hecho se sentía más joven,
estaba refugiada en aquella maravillosa cueva que daba al jardín, a una
bella arboleda. Amaba Niúiork Niúiork, pensó, amaba su departamento de
212 metros en Park Ave., pero aquello no podía compararse con esto. Sólo
la casa de su tía en The Hamptons, junto al mar, o su otra casa en West
Palm Beach, podía compararse con la belleza de aquel lugar, aunque había
una diferencia: aquella casa era un hogar, y por eso, sólo por eso, no podía
compararse con cualquier casa o castillo de los tantos que había visitado.
Aquel era lo más parecido que conocía a “su lugar en el mundo” desde que
fue grande y Daddy se fue por siempre jamás.
Se desperezó, miró la valija aún cerrada porque ni había tenido tiempo
de ordenar sus cosas, buscó su computadora Vaio y descubrió que alguien
la había puesto muy cerca, en la parte de abajo de su mesa de luz, en un
lugar casi pensado para ese fin. Pensó en encenderla casi por esa
costumbre de la gente sola que ha incorporado el gesto compulsivo de
apretar el botón de encendido para sentirse menos sola. Ella conocía de
eso, ella había estado allí muchas veces, era una más del club de
“ciberespácicos anónimos”.
Pero no, no necesitó hacerlo, allí no hacía falta su oreja electrónica.
Pensó en levantarse e ir a las habitaciones de Cecilia y Esteban, él
seguramente ya estaría en su oficina desde las 8:30 de la mañana y Cecilia
estaría allí, en su escritorio-gimnasio haciendo sus ejercicios habituales,
ayudada por la máquina de fabricar oxígeno, aquel arbolito personal que
tenía desde el día de las torres gemelas, cuando perdió la mitad de su
capacidad respiratoria, así como el tenis, su salud de hierro y, lo peor,
parte de su alegría. Era una persona que no sabía odiar, pero ahora odiaba
y eso la hacía sentir culpable porque no había sido hecha para odiar a
nadie.
¿Me levanto o no me levanto?, se preguntó, demasiado cómoda y feliz
porque no estaba en el banco sino aprovechando esas pequeñas vacaciones,
y porque la noche anterior había vislumbrado por primera vez en muchos
años una sensación que creía que ya no existía en ella: la capacidad de
estar con alguien que le provocaba alegría, la hacía sentir acompañada y
que, de repente, extrañó. Sí, era eso, extrañó a “gordito flaquito”, a sus
ridiculeces como la fábula de Hollywood Santana, a sus habituales charlas
monotemáticas y aburridas sobre el amor y las rayitas del dentífrico, y lo
más curioso, a ese estilo que tenía de no poder parar de hablar y de
preguntar, hasta extrañó a sus chistes malos, o más bien inocentes, créase
o no. Le gustó eso de él, su capacidad de asombrarse, su necesidad de
dudar de todo y replantearse todo. Su capacidad para vivir desafiándola a
ella, provocándola. Y su estilo clásico, casi aburrido, para vestirse, con un
pantalón beige, una camisa celeste con botoncitos en el cuello, un cinturón
de cuero crudo que hacía juego con sus mocasines del mismo color, su
reloj viejo, sus anteojitos antiguos, y su pelo corto a lo Steve Mc Queen,
aunque no se parecía nada aquel actor, y más que tener el cabello rubio,
era algo canoso. Ni siquiera tenía una nariz judía, pensó, riéndose de ese
señor que parecía un sencillo ciudadano del mundo. Pero el estilo Mc
Queen estaba allí, sin duda. Y su sonrisa, claro. Hacia tiempo que no
conocía a alguien que sonreía como él. Eso, eso le había podido a ella. Por
un momento hasta no le molestó ser abuela en unos meses y hasta quiso
imaginarse cómo sería estar con él y visitar a su nieto para cuidarlo.
Delirante, estaba alucinando. Se desconoció. En eso, Cecilia hizo toc toc y
entró con lo que le quedaba de su alegría de vivir. Eso, Bin Laden no había
podido quitárselo.
Ella se levantó de la cama un poco, se apoyó en el respaldo, ubicó los
almohadones para estar erguida y le dejó lugar a ella para que su amiga se
sentara allí. Era la hora de convertirse en dos brujas y de ponerse al día
con los chismes de mujeres. Eso también era parte de estar en casa.
- Ya pedí que te traigan el desayuno, ahora viene, de paso me tomo un
jugo de naranja con vos -dijo Cecilia, con esa sonrisa pacífica al estilo de
Olivia de Havilland en “Gone whith the Wind”-. ¿Cómo lo pasaste
anoche con tu hombre misterioso? -siguió, yendo directamente al asunto,
como era ella. Iba a responderle que se sentía como Scarlet O’Hara en la
mañana en que finalmente Rhett Butler la había amado, pero no, prefirió
callar, aunque había que reconocer que aquella relación con gordito
flaquito venía tan tormentosa como la de Scarlett y Butler. En las cosas del
amor y del banco sabía ser una tumba. Además, se dijo, aquello no era ni
sería amor. El amor era una palabra que ya no estaba en su diccionario
Word. - No comments, ya sabés que yo no hablo de los hombres con
quienes salgo, es una estricta regulación bancaria de la Fed -respondió
ella, con su sonrisa número 4, igual a la que tenía cuando era chica y no
estaba dispuesta a decir nadita de nada.
- ¿Nada? Jeje, no importa, en una hora Rami me va a dar un informe
completo de situación. ¿Vos crees que Bwana te iba a dejar salir sola, sin
nadie para cuidarte en una cita a ciegas? No, en una hora sabremos hasta
su grupo sanguíneo, hasta el nombre de sus abuelos y el largo de su pene.
Cecilia se sonrojó al decir aquello, no era su estilo de revista Hola o
Caras, al menos no públicamente.
- ¿Estás bromeando? Seguro que es una broma de las tuyas...
¿Pero sería una broma?, se preguntó Paltrow, dudando. Esteban era
muy capaz de hacer eso y más, hasta de intervenir en el destino de los
demás.
Cecilia sonrió con su sonrisa número 6, la enigmática, aunque sabía
que no podría sostenerla más de 25 segundos y que luego empezaría a
reírse a carcajadas porque no sabía mentir, ni guardar un secreto.
- Lo que me gustaría saber, Popcorn -siguió Cecilia, que de nuevo tuvo
un ataque de risa que terminó con uno de sus típicos ataques de tos- es
cómo se te pudo ocurrir un seudónimo como Penélope Popcorn...
- I don’t know, honey, ocurre que Penélope Glamour ya estaba
registrado, así que se me ocurrió ese, amo el pochoclo y hoy lo voy a
invitar al tipo al cine precisamente a comer popcorn. Luego iremos juntos
al dentista.
Ella misma se quedó sorprendida de lo que acababa de decir. ¿De
dónde había salido ese plan?
Cecilia se quedo mirándola, esta vez muy intrigada. Esa no era la
Paltrow que conocía, la miedosa disfrazada de reina de belleza, la que le
escapaba a los hombres hacía mil años, especialmente a los que la
invitaban a cualquier lado, salvo directamente a un Sheraton, sin vueltas,
aunque aquello no ocurría casi nunca porque ningún hombre le hacía Guau
hacía años, siglos, milenios, desde los tiempos de la Odisea, justamente.
- ¿Viste la película Cinema Paradiso? -preguntó Paltrow, distraída, así
como al pasar-. El tipito me contó una historia sobre un soldadito que se
enamora de una princesa y se pasa 99 días a la intemperie para
demostrarle que está enamorado, pero cuando ya está cerca de cumplirse
el plazo y tener a la princesita, se levanta y se va. Quiero saber porqué se
va. Vos tenés que saberlo. Es urgente. Es más importante que la crisis
financiera.
- Vimos la película, pero no lo sé, puedo llamar al videoclub y pedir
que traigan el dividí y lo vemos más tarde, es más, seguramente en las
sucursales de la empresa la venden, ahora llamo a la secretaria de Esteban
y le pido que nos mande una copia.
- Va a ser más rápido alquilarla, Cecilia -sonrió Pato-. No seas amarre-
ta.
- ¿Para qué vas a alquilar algo que tenemos, seguramente hay decenas
de copias? -preguntó Cecilia, que era una vieja rica y no iba a alquilar algo
que ya tenía, iba contra sus principios, y claro que no era como Groucho,
capaz de negociarlos. Por suerte, trajeron el desayuno con unas madalenas
como las de Proust, unos jugos de naranjas y un té negro para Patricia. Lo
de las madalenas era un viejo truco de Cecilia para provocarle un dejavú y
transportar a su niñez a la gente, a veces le funcionaba. Pero con Paltrow
no lo había logrado nunca.
- Ceci, te voy a decir algo. El tipo me fascinó, no me preguntes por qué
porque no lo sé, pero te aseguro que él y yo vamos a ser muy buenos
amigos. Estoy segura de eso. Tiene una conversación y dice unas cosas que
hacía tiempo que no escuchaba, admiro la inteligencia en un hombre, más
que el tamaño de su batuta.
Y se empezó a reír, mientras Cecilia se sonrojaba. Nunca la había
escuchado a Pato hablar así, ni de un hombre, de nadie. Así que no
hablaron más del tema mientras desayunaban en aquel dormitorio en que
el sol entraba por ventana que daba al jardín y Paltrow disfrutaba estar en
el hemisferio sur y que fuera casi verano. Odiaba el frío.
Cecilia buscó el teléfono y llamó a la oficina de Esteban, saludó a la
secretaria de Esteban y le preguntó, le ordenó, si podría conseguirle
aquella película Cinema Paradiso. La empleada no se sorprendió. Muchas
mujeres creían que la secretaria de su marido era, por carácter transitivo,
también secretaria de ellas.
Las dos hablaron entonces de los hijos, del país, de la crisis financiera
y de las pérdidas de la empresa, y del banco, y de toda la gente que
conocían. Era una crisis que los afectaba a todos, ricos y pobres, hasta que
finalmente terminaron, como siempre, hablando sobre Esteban el héroe.
Paltrow le confesó que estaba muy preocupada por él, que lo veía irritable,
inquieto, aunque su habitual “cara de nada” que sabía usar escondiera eso
muy bien. Pero para ella Steve no tenía secretos. Algo lo tenía muy mal.
- Es el país, Pato. Pero no sé mucho más, vos sabés que él no le cuenta
a nadie. Se reúne con demasiada gente últimamente. A veces lo llama
gente del gobierno y va a alguna reunión y no me cuenta, con su aire
frívolo y su sonrisa de “yo no fui”. A veces lo llaman sus amigos
economistas o políticos, vos los conocés de alguna reunión aquí, y Bwana
también pone cara de “yo no fui” y va a otra reunión. Lo llaman los
peronistas, los de un lado y los del otro. Y va. Eso es todo lo que sé, pero
no entiendo porqué se reúne con todos. Es como si esperara que pase algo
grave.
- Eso sí que es estrés -la interrumpió Paltrow-. En este año, con las
primarias y las elecciones, cuando hablamos me dijo como envidiaba a los
iúesei, con su democracia y su respeto. ¿Pero no habla con nadie?
- Con Diego, su amigo, un periodista -respondió Cecilia, tratando de
entender por qué Esteban estaba así-. El debe saber, o quizá ni él, Esteban
no cuenta nada. Pero si, Diego lo debe saber, tienen proyectos, trabajan
juntos no sé en qué.
- Nunca me habló de Diego -interrumpió Patricia, un poco celosa sin
darse cuenta-. ¿Es un amigo nuevo?
- Es su mejor amigo hace cinco años, o más, él le hizo una entrevista
una vez, y a Esteban le gustó tanto como trabajaba que lo invitó a
conversar, y poco a poco se hicieron grandes amigos. Y la realidad que es
un tipo especial, distinto, un hombre solitario. ¿Nunca recibiste su carta
semanal por internet? Es una Newsletter económica que escribe todas las
semanas. Trabajan juntos, se reúnen aquí algunos fines de semana y hablan
por horas. Pero nada, se encierran en su escritorio. A veces bromeo y le
digo que me está engañando con su amigo, él se ríe y no dice nada, pero a
Bwana le hace muy bien esta nueva amistad tan diferente a las relaciones
sociales que lo aburren.
A Patricia todo aquel asunto le hacía ruido, pero no sabía porqué.
- Eniuai, no lo sé, quizá me llegan sus mails como Spam y los guarda
mi computadora sin mostrármelos. Ese es el peligro con los Spam, a veces
te perdés la carta de tu vida y ni siquiera te enterás.
Pero le seguía haciendo ruido aquel Diego del que nunca Esteban le
había hablado. ¿Cómo Esteban tenía un amigo del que no le había hablado,
si hablaba de todo con ella cuando iba a Niúiork Niúiork o cuando la
llamaba de regreso de la oficina, todos los días?
- Entonces me engaña a mi también, Ceci, yo nunca escuché hablar de
ese tipo -agregó ella, riéndose-. Y me llama todos los días para saludarme,
sobre todo desde el septembereleven. Es su manera de agradecerme.
Pero esta vez fue diferente para ella. Se quedó pensando si sería cierto
que la habían estado cuidando los hombres de seguridad de Rami, o era
una broma de Cecilia para hacerla hablar de su salida de anoche. Y
preguntándose si llamarlo a Hollywood Ulises para invitarse al cine,
temiendo que le diga Basta otra vez. Pero al final decidió que lo haría, ella
era de las que hacían que las cosas pasen.
- Ah, bueno, entonces no lo llamo al Diego, el amigo de Bwana,
pensaba invitarlo a cenar si te quedabas, podría ser lindo que se conozcan.
Esteban me lo propuso antes de irse a la oficina, de hecho. Yo me
aburriría, con ustedes hablando de economía, de Obama y cómo salvar el
mundo. Las dos terminaron el desayuno, mientras organizaban irse a
Cariló para pasar la navidad en familia. Luego, Paltrow se fue a duchar,
Cecilia salió a buscar a los mellizos al colegio, siempre con su custodia, y
la computadora quedó allí, off line, abandonada como nunca lo había
estado.

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Capítulo VII, lo esencial es invisible a los ojos


Diego estaba en el banco cuando vibró su celular, en el fondo de un
jean con bolsillo apretado, así que hasta que atendió, Popcorn estuvo por
hacer End, y cuando atendió ese llamado no identificado, el guardia del
banco lo miró severamente y empezó a acercarse a él: no se podía usar el
celular dentro del banco. Así que sólo atendió y le dijo eso, que estaba en
el banco, que en un rato la llamaba.
Le sorprendió el llamado, claro, lo alegró y le dolió el alma, todo a la
vez. Seguramente había leído el mail que le envió y lo llamaba para
pelearse un rato, seguramente ese sería el estilo de su relación, o de
aquella falta de una relación. Había aprendido que los seres humanos,
cuando no pueden hacer el amor, se complican la vida haciendo el odio.
Por eso también había enviado aquel mail, no quería saber nada con una
mujer que no quisiera estar con él, que no fuera capaz de amar y de
amarlo. Y las tibiedades no le gustaban. Por lo demás, si se sentía tan bien
cuando se peleaban, ¿cómo sería si se llevaran bien? O quizá eso era
llevarse bien en el pos-posmodernismo, pensó. Así que terminó su trámite,
que no era otra cosa que quejarse y preguntar porqué no funcionaba el
Home Banking. Odiaba ir al banco y nunca lo hacía, salvo para hacer una
extracción o un depósito de cash en un cajero electrónico. El resto lo hacía
por Internet, todo.
Cuando salió del banco se subió al auto y se preparó mentalmente para
una nueva conversación ríspida, aunque ella, sin duda, no lloraría por él.
Esos tiempos en que las mujeres o los hombres lloraban por amor ya
habían pasado. Aunque él, no supo porqué, tuvo ganas de hacerlo, pero los
hombres no lloran, se dijo, como un idiota. Buscó su celular del bolsillo de
aquel jean muy ajustado, lo que no le fue fácil estando sentado en el auto,
buscó la última llamada y apretó Send, últimamente su vida consistía en
apretar send en los diferentes aparatos que lo mantenían online. Ella
respondió enseguida con un “Hola” muy alegre, y a él le gustó escuchar su
voz, le gustó demasiado, tuvo que reconocer, y se sintió más triste aún.
- Disculpame que no podía hablar, aquí en los bancos no se pueden usar
los teléfonos, no sé cómo será en tu Niúiork Niúiork.
- Ah, yo tampoco lo sé, nunca hablo por teléfono en el banco -bromeó
ella, que vivía con su celular con bluetooth colgado en la oreja, que a su
vez estaba conectado al sistema de comunicaciones del banco para tenerla
siempre online para el superjefe, su secretaria y los clientes.
Y siguió riendo. Estaba de buen humor, pensó él, ¿qué estaba pasando
allí?
- Eniuai, vayamos al cine esta noche, okey, yo pongo el popcorn -
propuso ella-. Tengo una fábrica, claro.
Diego se quedó en silencio por unos segundos, preguntándose si le
preguntaba por la carta. ¿Aquello era un curso rápido para torturarlo en
venganza por decirle siempre Basta? ¿Qué le haría a la noche?, ¿le metería
el pochoclo por los agujeros de la nariz? Dudó. Su compulsión a decir
basta chocó con su deseo de ver sus ojos.
- Me gusta la idea, pero no sé que dan en el cine -dijo al fin, sabiendo
que se estaba traicionando a sí mismo-. me parece que nada, están
esperando los anuncios de los Oscar para estrenar las películas buenas. Le
voy a preguntar a mi amigo Hollywood. O mejor, nos escapamos a Cariló
por unos días -bromeó él, pensando que daría su computadora Toshiba
regalada, su auto y hasta su celular nuevo por estar con ella mirando el
mar.
- Dale, me encanta que decidan por mí, ¿te lo dije? -respondió ella, sin
dudar.
En el parabrisas del auto se encendió y se apagó varias veces un cartel
luminoso que decía “Danger”, como los que le aparecían al Coyote cuando
estaba por ser masacrado por el correcaminos. Sí, pensó él, Popcorn quería
matarlo suavemente con su sonrisa, en venganza por aquel mail que le
había enviado él horas atrás.
- Pero dormimos en cuartos separados, gordito flaquito, Obvio, y yo
pago mi habitación. Ya te dije que vas a ser mi mejor amigo, te estoy
esperando desde hace veinte años... -claramente ella había vuelto a la
carga y él pensó otra vez en levantarse de la mesa e irse como en la salida
anterior. Pero ella siguió hablando, como si no hubiera entendido nada, o
como si lo estuviera provocando...
- Además, en unos días pensaba ir allí con mis amigos para pasar la
navidad, es un rito casi familiar. Hasta puedo combinar y me quedo allí.
¿Te animarías a vestirte de Papá Noel y bajar por una chimenea, ya que sos
flaquito?, ¿te animás gordito?
Allí estaba ella, la mujer sonrisa que había comenzado a meterle el
pochoclo, pero directamente por las orejas, uno a uno, y luego lo cortaría
en rodajas y por fin terminaría castrándolo, como ya lo había intentado
hacer su rabino hacía 54 años, sin éxito.
Pensó que no podía permitir eso, para amigas estaban las mujeres feas
que no sabían seducir, ni vestirse ni desvestirse con gracia. Ni sabían que
la belleza es un estado interior que se refleja en el rostro, en la mirada, en
la sonrisa y, sobre todo, en la famosa comisura de los labios. Y que todo
era, finalmente, un problema de autoestima, de quererse o no quererse. El
verdadero arte, para él, era la seducción de una mujer como Paltrow.
- Hagamos esto, te paso a buscar por donde me digas y empezamos con
una cena, creo que tenemos que hablar -dijo él, rezando para que ella no
notara que era un cobarde que no podía mantener su palabra. Me gusta
conversar con vos, lo disfruto, especialmente cuando no sos como el mar
tratando de horadar el peñasco.
Ella no entendió de qué hablaba él, ya se lo preguntaría. Y siguió
jugando con el bisturí.
- Bueno, veo que ya te echaste atrás, no sos tan valiente como lo
parecías -dijo-. Y de paso, me tenés que contar por qué el soldadito se fue
de debajo del balcón de la princesa en el día 99, justo cuando estaba por
tener a la princesita. ¿No sería un tipo al que sólo le interesaba tener
Poder, más poder, todo el poder, para vengarse por algún trauma de su
niñez por alguna travesura que no cometió?
- Corazón, ¿adonde te voy a buscar? ¿O sigue el misterio con tu
nombre y tu verdadera personalidad?
- A las nueve, flaquito, ¿nos vemos otra vez en el Seven Eleven de La
Horqueta, allí adonde me llevaste ayer para-no-hacerme-el-verso? -dijo
ella demostrando que había entendido que él no bromeaba cuando decía
Basta, aunque no pudo con su genio y lo llevó al borde mismo del eterno
juego de la histeria entre hombres y mujeres-. Dale, gordito, nos
encontramos allí, es cerca de donde estoy, de paso. Y después tengo antojo
de una pizza argentina, sin ese pepperoni asqueroso que les ponen en los
iúesei y que llaman queso, ni el chicle de la masa. ¿Me llevarías?
¿Otra vez el Seven Eleven?, pensó él, y se dio cuenta de repente que
siempre iba allí con Esteban a tomar algo. “Cuantas casualidades”, se dijo,
preguntándose si aquello sería una serendipia o Milán Kundera en la
insoportable levedad del ser, historia triste si las había.
- Listo, a las nueve estoy allí, pero no me gusta que vayas sola. Espero
que te lleve alguien de confianza, a esa hora ya está muy oscuro y te
recuerdo que estamos en la Argentina. Tu vida aquí no vale más de 500
pesos, 120 dólares, durante la noche.
- No temas, no sabés cómo me cuidan, si me llegaras a tocar la cola te
saltarían tres tipos al mismo tiempo en la yugular. Y alguno de ellos te
pondría una palmera en algún lugar, eso debe doler, ¿no flaquito?
- ¿Y si te toco uno de los dos pechos, o los dos? -preguntó él, siguiendo
el juego y dándose cuenta que se estaba dejando llevar a un juego que no
sabía jugar.
- Eso no va a ocurrir, Dieguillo, a vos no te interesa el sexo, según
decís, sólo buscás amor.
Y le colgó, claro, como ella hacía siempre. Diego se quedó pensando
que todo esto iba mal, demasiado mal. Ella seguramente había leído el
mail y se lo había tomado muy a pecho, justamente. Y ahora estaba en la
etapa uno de la tortura para hacerlo confesar que él era un hombre como
todos, que le quería hacer el verso, aunque disfrazado de persona diferente.
“El objetivo último de cualquier hombre siempre es desnudar a una
mujer”, solía decir la leyenda urbana. Para eso los hombres llegaban alto,
llegaban lejos, ganaban el premio Nobel, peleaban por eso que llamaban el
Poder, trataban de llegar a la luna y las estrellas, o de cambiar al mundo, o
simplemente regalaban flores y se ponían su mejor camisa. Y él, tuvo que
reconocerlo, no podía dejar de pensar en eso, también, porque Penélope
Popcorn le había gustado en cuerpo y alma, como se decía. “Bienvenido a
la condición humana”, pensó, y se empezó a reír de sí mismo, pese al
panic attack.

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Capítulo VIII, la felicidad en los tiempos del cólera


Pero a las 9:00 PM en punto él estuvo allí, claro, para su segunda Date,
aunque durante la tarde había estado escribiendo su newsletter semanal y
se olvidó de pensar en ella, bueno, hizo todo lo posible para no hacerlo,
pero mientras escribía sobre el deterioro económico y social de la
Argentina y lo diferenciaba de la situación mundial, que iban mal pero que
tarde o temprano mejoraría, se le aparecía el personaje imaginario de
Pennylane, desde Niúiork Niúiork, comprando y vendiendo bonitos,
explicando la crisis financiera norteamericana, y él volvió a pensar que
Penélope Popcorn y Pennylane eran demasiado parecidas, primas
hermanas, gemelas o mellizas o algo así. Aquello lo perturbó, y no lo dejó
hacer un buen trabajo. Siempre se había reído cuando algunos lectores le
preguntaban por Pennylane y él les tenía que explicar que era un personaje
imaginario que le servía para hacer más entretenidas las malas noticias
que generaba la siempre insoportable realidad, y de paso observaba que él
“aún” tenía muy clara la diferencia entre la ficción y la realidad. Pero
cuando estaba estacionando su auto en el Seven Eleven de San Isidro, sin
embargo, se dio cuenta que la realidad le había “traído” un personaje
demasiado parecido a su “muñeca inflable”, como la llamaba Esteban.
¿Qué estaba ocurriendo?, se preguntó otra vez. Recordó una frase de
Cecilia: “cuidado cuando pedís un deseo, a veces se hacen realidad”.
Sí, pensó cuando bajó de su auto, Popcorn, el personaje real con quién
se iba a encontrar en unos minutos, era demasiado parecido a Pennylane,
el personaje soñado por él y no pocos de sus lectores. Y aquello comenzó a
inquietarlo, demasiado. ¿Alguien le estaría haciendo una broma? ¿La
mujer soñada iba a entrar por la puerta de aquella confitería y le iba a
decir Jelou con su voz ronca y sus palabras en tres idiomas mezclados?
¿Estaba alucinando? ¿Los sueños podían hacerse realidad? ¿Acaso él era el
mismísimo Pigmalión, aquel rey de Chipre, sacerdote y escultor que había
hecho a la bella estatua Galatea y se había enamorado de ella, de su obra, y
la deseó tanto que Galatea empezó a hacerse realidad, como en la
mitología griega? ¿O sencillamente estaba loco y también era incapaz de
discriminar la realidad de sus deseos? ¿Era una enfermedad colectiva de
los argentinos, que se inventaban una realidad irreal, y él mismo se estaba
contagiando también? ¿Se habría convertido en el mismísimo John Nash y
alucinaba como él? ¿Aquella era una realidad inventada, como la que le
inventan a la mujer de la película “Good Bye Lenin”, para protegerla de la
inquietante realidad “real”?
- Jelou flaquito gordito -le dijo ella a las 9:07 de aquella noche de la
segunda Date, de pie junto a la mesa en que él la esperaba, sentado, con
sus aburridos pantalones beige, sus mocasines, y esta vez una camisa
blanca y un suéter colgado sobre los hombros como toda variación. La
miró, no había más remedio y no deseaba otra cosa: ella tenía un vestido
negro de verano, muy discreto y sencillo, con una falda apenas por encima
de las rodillas, su cabello rubio impecablemente despeinado, sus ojos
azules mezcla de algunos de los 7 colores del mar caribe, dos aritos color
idem y unas simples sandalias, con una piedrita del mismo color que esos
ojos en cada pie, que dejaban a sus piecitos peor que desnudos que
parecían mirarlo desde abajo-. Me demoré porque a las ocho me puse a ver
mis mails y leí el tuyo, tan amable como siempre... -dijo ella al final, con
un gesto que él no supo descifrar, pero que no parecía del todo feliz.
El no la había visto llegar porque estaba tratando de dilucidar adonde
estaba la ficción y adónde la realidad, un clarísimo primer síntoma de la
locura que empezaba a afectarlo, ni había visto tampoco que descendiera
de algún auto. Simplemente apareció allí, como en aquella canción de los
Beatles, “I saw her standing there”. ¿Llegó en una carroza?, se preguntó.
No lo sabía. ¿Era Pennylane, Popcorn o la mismísima Galatea? ¿Había
alguna diferencia entre ambas? Pero de lo que estuvo seguro es que
aquello era como en la canción de los Beatles, “ya nunca bailaré con otra,
desde que la vi. parada allí”, pensó, sintió, deseó, casi cantó. Le gustó,
aquellos rulos, unos ojos celestes, unas sandalias y un vestidito negro, y
nada más, cero make up, lo podían, el maquillaje era para las feas, pensó,
un poco cruel. Definitivamente estaba teniendo los síntomas del amor que
describía tan bien García Márquez en su novela sobre el cólera, con su
Fermina Dazza y su Florentino Ariza. Ni qué decir de Goethe, cuyo
personaje Werther se enamora también perdidamente de una tal Lotte,
aunque aquel fue un amor no correspondido y el joven Werther terminó
quitándose de la vida.
Pero mientras Diego seguía navegando como si fuera Ulises, ella
seguía standing there, mirándolo, esperando que él reaccionara, que
hiciera algo, quizá hasta preguntándose si él era un caballero o un caballo,
pero nada, habían pasado como 50 segundos y él no sabía si levantarse,
seguir sentado, decir algo, nada, seguir siendo un nerd o tirarse por el
balcón, pese a que la confitería estaba en la planta baja, nada. Ya todo
estaba perdido, antes de empezar. Finalmente se levantó, le sonrió y se
acercó a darle un beso en la mejilla, eso no podía ser riesgoso, se dijo,
pero no, fue como en el Titánic, porque ella giró la cabeza justo en sentido
contrario a las agujas del reloj, como el mismísimo reloj de Benjamin
Button, y aquel beso inocente terminó siendo un confuso beso mojado en
los labios que sólo su inconsciente -y el de ella- planearon, más allá de
ellos mismos, anticipando la serendipia que se les venía encima y estaba
por atropellarlos.
Los dos se sentaron, primero ella, claro, era una lady, una dama, una
reina. Estaban en una mesa esta vez. Los sillones junto a la chimenea
estaban ocupados esa noche por otra pareja fashion, quizá se preparaban
para protagonizar otra telenovela con final incierto, ya que los finales
felices eran políticamente incorrectos. Ulises miró sus ojos y no supo, otra
vez, qué decir. Pero no fue un problema, ella lo dijo todo.
- Me encantó ese mail, Beibi, al principio me enojó un poco, no, me
enojó mucho tu rechazo, yo temía que en algunos años, luego de
conocernos más, pudiera enamorarme de vos, o no, junous, pero no, tenías
que jugar tu papel de “hombre transparente” que dice todo lo que siente en
vez de dejar que el tiempo haga su trabajo, una frase que escuché en una
película de Lelouch Antes de vernos de nuevo ya me habías dicho Basta;
otra vez, como siempre, me echaste flit. ¿En qué universidad aprendiste a
alejarte de la gente? -terminó ella, que tenía un master en culpología en la
universidad de Tel Aviv.
Diego se preguntó si estaba totalmente enojada y lo disimulaba, o
simplemente muy tranquila, porque ya lo tenía a sus pies, como debía ser
su costumbre de reina. De repente pensó en su Victorinox, la que tenía
guardada en su mesa de luz y llevaba en la guantera del auto cuando
viajaba. Pensó sin saber porqué en una de esas navajitas suizas que tenían
los bordes aserrados, como si fuera un serruchito. Pensó, sin saber por qué,
que ella acababa de clavársela en la pierna derecha, en el muslo casi, y que
cuando estuviera bien adentro, la giraría en 90 grados, para que le doliera
y lo lastimara más. ¿De donde había sacado esa idea?, se preguntó,
mientras ella esperaba que él le dijera algo, que se quejara, gritara, se
levantara otra vez y se fuera de allí, como siempre, o quizá esperaba que la
besara otra vez casi en los labios para demostrarle victoriosa que todos los
hombres son iguales, como ya lo dijera el mismísimo Carlos Marx y lo
ratificara su primo Groucho. Lo concreto es que ella había venido, pese al
mail de despedida. ¿Lo hizo para clavarle la Victorinox?
Así que decidió preguntarle si deseaba tomar algo o ir ya a comer la
famosa pizza sin pepperoni, aunque ella estaba vestida para que la llevara
a la Bourgogne, el restaurante más caro y aburrido de Buenos Aires, allí, al
lado del Alvear Plaza, adonde él llevaba en el pasado, cuando había
llegado Alto en la Compañía, a sus entrevistados o a sus invitados del
exterior. Llamó a una de las chicas que atendían ese lugar, que se parecían
demasiado a sus propias clientas.
- ¿Qué tomás?, Chiquita.
Eso le salió de adentro, como si fuera el mismísimo Mr. Big de Carrie,
o el famosísimo Rick de Casablanca cuando le hablaba con dulzura a
Ingrid Bergman, pero se acaba a de dar cuenta que ella era realmente
chiquita, el tamaño justo para bailar abrazados, aunque hacía años y años
que él no sentía deseos de bailar, hasta aquel momento en que esos deseos
acumulados se le vinieron encima.
- ¿Y si nos vamos a comer la pizza sin pepperoni, muero por una
comida en serio, en lo de mis amigos sólo comen cosas sanas, you know,
lomo sin una gota de grasa, salmón rosado al estilo Sushi con salsa de
soja, alguna ensalada primavera sin gusto a nada, creo que hasta milanesas
de soja, puaj, esas cosas. A veces me meto en la cocina y abro una lata de
palmitos y me los devoro, la salsa golf al menos siempre está en la puerta
de la heladera y siempre hay varios tubos para jugar al golf.
El no pudo dejar de pensar en la casa de Cecilia, allí también comían
sólo cosas sanas, qué aburridos. Pero ni se le ocurrió relacionar las dos
cosas, claro.
La mesera seguía esperando con su mirada aburrida número 1 (la única
que tenía en stock) que ellos decidieran qué hacer. Al final, él pagó la
aburrida cocacola que ni había tocado, se levantó y miró los ojos de ella,
de
Chiquita, y se le cruzó otra vez la canción, “cómo podría bailar con
otra, cuando la vi parada ahí”. Los Beatles parecían decir esa noche lo que
él no se atrevía a decir, estaban casi dictándole los sentimientos que no se
animaba a sentir. “Es el amor, tendré que ocultarme o huir”, recordó, como
si fuera el mismísimo Jorge Luis Borges, pero los dos ya estaban
caminando hacia su Peugeot y él no tenía ganas de conducir, sólo de irse
de allí antes que fuera demasiado tarde y ya no pudiera hacerlo como no
pudo hacerlo tampoco el joven Werther. Ya lo era irremediablemente, de
hecho.
- ¿No tenés ganas de manejar vos?, estuve trabajando toda la tarde -le
dijo a ella, a punto de subirse, aunque imaginó la respuesta, “sólo
conduzco autos automáticos”. Pero ella le dijo que sí, definitivamente le
gustaba manejar, autos, bancos, hombres, crisis financieras, todo, pensó él,
aunque ella le puso una condición inesperada y sonriente, como si hubiera
almorzado comida mexicana con mucha pimienta: “sino no me vas a tocar
de la rodilla hacia arriba.”. El comenzó a reírse, no sabía si le estaba
pidiendo que hiciera exactamente eso o dándole luz verde para acariciar su
rodilla hacia abajo, o si estaba con su Victorinox preparada en la cartera
para clavársela si su mano se le acercaba demasiado. Iba a responder como
un idiota que él no tenía deseos de tocar su rodilla, estuvo a punto de
decirlo, pero no, quién se lo iba a creer, ni él mismo lo creería. Tenía
enormes e insoportables deseos de hacerlo, pero ni siquiera se los podía
confesar a sí mismo, finalmente, él “sólo” buscaba amor, nunca sexo, jeje,
le gustaba mentirse a sí mismo como lo hacían nueve de cada diez
personas en el planeta tierra. “Bienvenido a la condición humana”, pensó
otra vez, recordando que era de una bella película sobre un robot que se
convertía en ser humano, como si fuera en contra de lo que estaba
ocurriendo en el mundo, en que la gente se iba convirtiendo en un
commoditie programado.
No fue una buena idea que ella conduzca, claro. Estaba acostumbrada a
hacerlo en los Estados Unidos, adonde la gente respeta las reglas de
tránsito y era cuidadosa, pero ya era tarde. Ya estaba hecho, it’s done, y
ella arrancó y salieron de allí, sin saber hacia adonde iban.
- Vamos a Belgrano R -dijo él-, hay una confitería chiquita frente a la
plaza que se llama Croxi, la pizza es rica y nos podemos sentar en la
vereda y yo tengo ganas de tomar una piña colada o una guaraná, aunque
seguro no habrá nada de eso.
- Bárbaro, gordito, así estás más cerca del auto para cuando te dé por
escaparte otra vez.
Pero no, él no se escaparía más, acababa de descubrir que ya era
definitivamente tarde para hacerlo. ¿Sería cierto que ella había leído el
mail hacía un rato? O lo había leído a la mañana, antes de llamarlo, para
seguir con el operativo Victorinox.
- ¿Sabés llegar? -preguntó él, antes de ajustarse el cinturón y buscar su
Cd número 1 de los topten que tenía sus 20 mejores canciones, preparado
para un juego de preguntas y respuestas en su estilo. Claro que sabía.
- Pasé mi infancia allí, vivíamos con Daddy y Mami en una casa
maravillosa con un enorme jardín que para mi era un bosque encantado. La
casa tenía los ladrillos con musgo, tejas normandas, una chimenea en
donde tostábamos castañas en invierno y un enorme altillo para ensayar
para cuando asumiera como reina, podemos pasar y te la muestro, aunque
no, mejor no, me va a dar un dejavú feo. Lo extraño a Daddy, y hace años
que no ando por allí. Ya con una vez que me viste llorar alcanza por este
año.
Pero ella estaba haciendo trampa, el año estaba por terminar así que
podría comenzar de nuevo apenas en unos días, pero no se lo dijo, claro.
De repente ella manejaba rápido y furioso, como si fuera argentina, como
si fuera Fangio, rumbo a la escena en donde volvería a matarlo
suavemente con su sonrisa, él apretó On en la radio del auto, y puso sus
canciones. Eran las dos versiones más famosas de My Way, la canción
creada por un egipcio-francés poco conocido llamado Claude Francois,
que luego tradujo al inglés Paul Anka, aunque quien la cantó primero en
aquel idioma fue Frank Sinatra. Las ventanas del auto estaban cerradas, él
encendió el aire acondicionado suavecito y ambos se sintieron como en
una burbuja, o un tapper, o una nave espacial, mientras él pasó una y otra
vez las versiones de Sinatra y de Elvis. ¿Obsesivo?
- ¿Cuál te gusta más? -le preguntó Uli, que siempre se emocionaba
cuando escuchaba aquella canción sin saber por qué. Mientras ellos se
deslizaban por una dimensión diferente del espacio-tiempo, escuchando la
música desde San Isidro hasta Belgrano, no necesitaron hablar, al menos
ella ya no necesitó matarlo suavemente con su sonrisa para ver si podía
seducirlo y abandonarlo, ni él temer que le clavara su Victorinox. Sin
embargo, su mano tuvo que contenerse para no tocarle la rodilla, ni
siquiera el vestido que cubría apenas su pierna porque estaba
científicamente levantado cómo sólo las mujeres saben hacerlo cuando
quieren hacerse desear por alguien, aunque jurarían que jamás tuvieron esa
intención. Maravillosas mujeres, pensó él, que necesitaban sentirse
deseadas, y que seducían especialmente a los hombres, les interesaran o
no, para volver a enamorarse especialmente de aquellos que no les
prestasen su atención.
Ella no había contestado. Escuchaba emocionada las dos versiones de
My Way, y él le preguntó por qué.
- Ay, flaquito, hace unos 35 años escuchaba esta canción y me parecía
que me hablaba especialmente a mí de un hombre que yo amé mucho...
Cada vez que escucho la versión de Sinatra me emociono desde entonces y
me hace recordar aquella historia. Pero un día escuché la versión de Elvis
en una película con Kevin Costner, que creía ser el único hijo verdadero de
Presley, y me volví a emocionar, así que tenemos eso en común, nos gusta
la misma canción, y nos emocionan las dos versiones. Vamos progresando.
Ya sé, se me ocurrió una frase célebre: “están tocando nuestra canción”. El
vio que el témpano empezaba a deshelarse, al menos. Hubiera jurado que
las lagrimitas volvían a salir y a hacer el recorrido lógico de la ley de
gravedad, pasando de allí a la mejilla, rodando por la nariz y terminando
en sus labios. Y entonces hizo lo que un hombre a veces no puede, ni debe,
evitar, aunque en ello le vaya la vida. Simplemente, tomó su mano,
aquella, la que hacía los cambios del auto. Y la apretó con fuerza.
Silencio. Más silencio. Las lagrimitas arreciaron y ni ella amagó con
retirar la mano, ni tampoco con apretarla a la de él. Simplemente se
quedaron así, empatados en esa guerra nuclear entre un hombre y una
mujer.
Obviamente, ocurrió lo que ocurre siempre en estos casos: vibró un
celular, como si el director de la película no supiera qué hacer con una
escena demasiado larga e intensa y tuviera la compulsión de interrumpirla.
Era el celular de él. Era Zanahoria, su hija, que llamaba para
preguntarle si lo esperaba para cenar con él. Era su manera de cuidarlo
cuando Papá no llegaba a la noche y ella sabía que estaba trabajando de
Ulises, tratando de encontrar el camino a casa. Tuvieron una conversación
breve, cariñosa, en que él dijo tres veces te quiero, una vez más te
requiero, y buenas noches, mañana hablamos. Y colgó, aunque sus manos,
la de él, la de ella, ya no estaban tomadas y él descubrió, como en otras
ocasiones, qué huérfana podía sentirse una mano que estuviera sola por la
vida. Sinatra seguía cantando a su manera, como un hombre que está al
final de su vida y hace un balance de lo que hizo y lo que dejó de hacer, y
se siente satisfecho por el resultado, luego de haber seguido por los
caminos que eligió y de haber llegado siempre hasta el final.
Penélope Popcorn alias Pennylane alias Galatea ya parecía haberse
tranquilizado. El iba a tomar su mano de nuevo, acababa de descubrir que
no sabía si toleraría no sentir esa mano en la suya, pero se le cruzó que ella
podría tomar la Victorinox y clavársela en la pierna y girársela en 90
grados con una frase estilo “Y vos, Ulises, ¿qué verso me vas a hacer?”.
Pero supo que una mano de ella valía correr ese riesgo.
Pero ocurrió algo que ocurre habitualmente en las películas, pero muy
de vez en cuando en la vida real. Ella fue la que buscó la mano de él, la
tomó y se la quedó, con lo que los dos siguieron haciendo los cambios del
auto juntos. Ahora el que cantaba My Way era el mismísimo Elvis. Y ella
de repente dijo que aquella versión le gustaba más que la de Sinatra,
definitivamente. Y claro, él estuvo de acuerdo, en aquel momento podría
haber estado de acuerdo con George Bush y la guerra de Irak si le hubieran
preguntado, con tal de que aquellas dos manos, que eran como dos
extraños amantes, no se separaran hasta que llegaran hasta el final de la
historia. Pero allí había una conspiración del director de la película, y
ahora sonó el celular de ella, que estaba colgado en su orejita sin que él se
hubiera dado cuenta.
- Jalou -dijo ella, ya que podían llamarla desde la Calle de la Pared, la
CIA, la Casablanca, el ex Kremlin o quien sabía de donde más.
Ella escuchó la voz, soltó su mano, volvió a conducir con cuidado, casi
como si fuera una ciudadana norteamericana wasp, y respondió que sí, que
estaba bien, que gracias por llamarme corazón, está todo bien, quedate
tranquilo. Fue una conversación más breve aún que la que tuvo él con su
hija. En menos de un minuto ella hizo End, no para ahorrar, no lo
necesitaba, sino porque aquella llamada la perturbó un poco, como pocas
veces la había inquietado en su vida un llamado de Esteban. En algún lugar
de su cabecita científicamente despeinada, se preguntó qué le estaba
ocurriendo que casi le cortó el teléfono a Stivito, nada menos que a su
Esteban, como si se sintiera culpable, como si lo estuviera engañanado. Y
eso, eso sí fue un cambio que nunca imaginó que pudiera ocurrirle en su
vida. Alguien debería llamar al nainuanuan para esa emergencia, pero
nadie lo hizo.
Pero las manos ya no volvieron a juntarse por el momento, claro, todo
aquello era demasiado perturbador y el Cd topten de Diego estaba tocando
la canción Lily Marlene, versión Marlen Dietrich, y ese sonido, en aquella
nave espacial en que estaban metidos en aquel viaje que no sabían adonde
los llevaba, fue demasiado. Ella hasta se puso a tararear la música y, como
era previsible, lo hacía bien, como cualquier reina, claro, hasta tenía la voz
áspera como la de Marlene Dietrich y hasta parecía saber la versión
deutschland. Para Diego eso fue fuerte: toda su infancia con su papá
recordando a la guerra y a los alemanes apareció de repente en el auto y ya
no lo dejó pensar.
Finalmente, luego de las lágrimas, luego de aquella mano inesperada
que no tocó su pierna, ni su rodilla, ni nada de la zona xxx, sino que
sencillamente tomó su mano para que se acompañaran, luego de casi
cortarle a Stevito, luego de cantar Lili Marlene, Popcorn casi volvió a las
lágrimas. Pero Ulises, un genio para romper los momentos de gracia, dijo
alguna pavada de las suyas para romper el clima... Era de los tipos que no
soportaba un momento feliz y tenía la compulsión a arruinarlo, claro.
- ...”Popcorn, esto es una película bella sobre la globalización -dijo-,
mucho más bella que Babel... En un auto francés, una mujer casi
norteamericana que conduce por el bello barrio de Belgrano Erre, en plena
Argentina, se emociona al escuchar la canción de Lilí Marlene grabada en
un Cd chino, aquella canción famosa que cantaba una alemana antinazi
para millones de soldados arios que creían ser la raza superior y que
estaban emocionados por escuchar esa canción enviada desde Radio
Berlín, para darles ánimo para seguir matando polacos y rumanos mientras
se morían de frío en el frente ruso, y allí hasta los tanques Panzer paraban
unos minutos la guerra y la destrucción del enemigo, y hasta los aliados
detenían también por cinco minutos los bombardeos, todos conmovidos
por aquella canción, que por un pequeño pixel en la historia de la
humanidad los había hermanado a todos en el planetita”.
Ella acaba de frenar en la plaza de Belgrano Erre, frente a la confitería-
pizzería Croxi. Y se estaba preguntando si aquel tipo que tenía a su lado
estaba totalmente loco o absolutamente cuerdo con lo que acababa de
decir, y cómo acababa de decirlo, sin pensarlo demasiado. Sólo supo que
todo aquello, junto, la acababa de emocionar como no le ocurría desde su
infancia, cuando a unos pocas cuadras de allí jugaba en el altillo de su casa
(al que ahora todos llaman play room), cuando era apenas una princesa
adolescente que sería reina, y todos los muchachos del colegio morían por
ella mientras ella moría por Esteban, claro, que moría por Cecilia.
Estacionó en la vereda de enfrente, sobre la plaza. Era posible que
lloviera, pensó ella. Era posible que él tuviera un paraguas en el asiento
trasero, pensó él, que estaba en silencio, dándose cuenta que estaba
perdidamente enamorado de aquella mujer desde el primer segundo en que
supo de ella, y sin saber porqué ello le ocurría porqué el amor era ciego, y
pensando que lo único que deseaba decirle a Popcorn en aquel momento
era eso, que era exactamente lo único que no podía decirle si quería
conquistarla, colonizarla y domesticarla para que se convirtiera en la
mismísima Galatea auténtica de carne y hueso.
Aquello, sin duda, era la famosa serendipia que él estaba esperando
para volver a ser feliz, desde que Anna, su Anna, la mamá de Zal y
Mickey, desapareciera sin decirle adonde iba. Mientras bajaban del auto,
en silencio, él pensó que ahora comerían una pizza mientras le explicaba
qué era una serendipia y trataba de comprender el enigma. Ella,
simplemente, bajó del auto deseando que él le tomara otra vez su linda
mano y que la apretara con un poco más de fuerza. Pero no, él no lo hizo.
Se había quedado pensando, porque ya no podía parar de hacerlo, que el
amor, muchas veces, era como un campo minado, que era una bomba de
tiempo que, como en las películas de Hollywood, había que desarmar hasta
un segundo antes que la cuenta regresiva llegara a 00.00.03 segundos para
no destruir la ciudad de Niúiork Niúiork. Por eso no notó que la mano de
ella esperaba a su mano, inocentemente. Ellas, las manos, sabían cosas que
ellos ni sabían comprender, menos mal.
Pero al menos hizo otra cosa: le dijo, simplemente, mientras
caminaban, que “estaba contento, y la felicidad es esto, Chiquita, sólo
esto, y si te dicen que es otra cosa no les creas, es este pequeño pixel en la
foto del universo en que estamos metidos en este preciso momento”.
Y se quedó en silencio, menos mal, mientras buscaban una mesa para
dos en la vereda de aquel bello y sencillo lugar, sin duda mucho más
bonito que el mejor restaurant de Buenos Aires. Ella se adelantó unos
pasos y él no pudo dejar de tararear en su patético inglés, otra vez, en voz
muy baja, “ya nunca podré bailar con otra, desde que la vi. parada allí”,
como decía la canción de los cuatro monstruos de Liverpool.

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Capítulo IX, sobre el soldadito, la serendipia y/o el


destino
Había una mesa, claro, había varias, eran los finales de 2008 y la crisis
económica también afectaba a la Argentina, no sólo por el impacto de la
crisis económica global, sino porque el gobierno había hecho todo mal,
aunque no se notaba porque tuvo la suerte de recibir el espectacular ciclo
expansivo de los años previos y el imparable auge de China, India y el
resto de los países emergentes exitosos, que trajeron precios
internacionales en alza y un rebote de la economía interna que los
confundió a todos e hizo creer al mismo gobierno que todo aquel milagro
era mérito de su política económica.
Pasó un rato con un misterioso silencio, hasta que trajeron la comida.
- Qué rica que es esta pizza, Gordito Flaquito, en los iúesei no se
consigue, ¿me crees, Beibi alias Ulises?
El escuchó ese “¿me crees?” y creyó que ella preguntaba “¿me
querés?”. Hubiera jurado que ella decía eso, que se había confundido con
la pregunta, que aquello había sido un acto fallido, o la continuación de la
serendipia que los estaba atacando más allá de ellos y que quería contarle.
Pero no, a lo mejor era su propio oído que había escuchado lo que
empezaba a desear escuchar, y decir, y no lo que ella había dicho.
La mesa era sencilla, el mantelito tenía un agujero que era la
quemadura de un cigarrillo. No necesitaron tomar una copa de vino para
sentirse alegres y con ganas de hablar, con dos cocacolas que le trajo una
camarera realmente antipática les alcanzó. Y ella se devoró media pizza en
10 minutos, con la muzzarella colgando entre el plato y su boca,
estirándose, mientras él comía despacio, a su manera, como si fuera
Sinatra y Elvis al mismo tiempo, mientras pensaba que Pennylane Popcorn
era de aquellas mujeres que no tenían que cuidarse para no engordar. Le
gustó lo que veía, una mujer vestida para la Bourgogne comiendo pizza en
una placita de Belgrano Erre, hasta robándole una aceituna con la mano. Y
fue más lejos: en un rato ella se cansó y dejó los cubiertos, tomó una
servilleta de papel y terminó de comer con las manos, ensuciándose un
poco aquellos deditos infantiles, colocados en las manos de una pura
mujer. Por alguna razón que no supo explicarse, nada le hubiera gustado
más que tomarle otra vez esa mano, así, un poco pegajosa por la pizza, y
compartir el enchastre. “¿Estaré muy loco?”, se preguntó, respondiéndose
a sí mismo que no, que al contrario, que empezaba a curarse luego de los
años de soledad extrañando el fantasmita de Anna, y luego de sus 4 o 5
años de exilio en el ciberespacio. “Enchastrarse su mano con su mano de
ella sería lo más sano que podría ocurrirle”, claro, pensó mientras se le
cruzaban otras ideas prohibidas para menores de 18 años. Pero Penny
pensaba en otra cosa.
- Quiero la explicación, Beibi -le dijo, interrumpiendo sus
pensamientos-, quiero saber porqué el soldadito se levantó a los 99 días y
se fue, faltando tan poco para que ella, la princesita, fuera suya. Quiero
que me digas por qué aguantó la lluvia y el viento que eran dos hermanos,
el frío, la noche, la nieve, el hambre, ver cómo se entreabría y se cerraba la
cortina de aquella ventana de aquel balcón, que lo vigilaba todas las
noches, quizá deseando que él estuviera allí deseándola a ella y que no
abandonara aquella guerra por amor. El le explicó que siempre se había
preguntado lo mismo. Y si tenía sentido esperar a una mujer que ponía
condiciones para el amor. Hasta que una vez, cansado de aquella duda,
luego de mirar por enésima vez Cinema Paradiso en su computadora, en la
cama, se le ocurrió que si alguien sabría la verdadera explicación del
soldadito ese sería su amigo Luis, un tipo de esos que había leído todo, de
Freud a Nietzsche, de Keynes a Marx pasando por los griegos, de Spinoza
hasta los poemas del boom latinoamericano de los años 60 y 70. Y los
griegos, claro. Lo llamó y le preguntó a su amigo de dónde había salido
aquella historia. Por supuesto su amigo Luis sabía aquello también, “es un
cuento chino”, le dijo, lo tengo en algún folder de la computadora. Lo
buscó, tardó 34 segundos en hacerlo. “Aquí está la historia verdadera, te la
mando por mail, contá hasta 15 y estará en tu pantalla. El hizo shazamm,
Send, y efectivamente llegó, pero no en 15 segundos, sino en 13 segundos,
obvio, la ley de Moore seguía avanzando. Era, por lo demás, el mejor
número para recibir aquella historia...
Mujer sonrisa, que ya había terminado su media pizza y estaba punto
de decir quiero más y de robarle una porción a Diego, lo miraba con esos
ojos de asombro que a él le recordaron a una nena de 6 años que está
esperando que Daddy le traiga un chupetín, esperando que él le contara el
desenlace.
- Fue sencillo, Penny -comenzó a hablar Diego-. El soldadito seguía
allí, todas las noches, tanto fue así que al llegar el día noventa y nueve los
pobladores de la zona habían salido a animar al próximo monarca, al
próximo marido de la princesa. Todo era alegría y festejos, hasta que de
pronto, cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, y ante la mirada
atónita de los asistentes y la perplejidad de la infanta, el joven se levantó y
sin dar explicación alguna, se alejó lentamente del lugar. Unas semanas
después, mientras deambulaba por un solitario camino, un niño de la
comarca lo alcanzó y le preguntó a quemarropa: ‘¿Qué fue lo que te
ocurrió?... Estabas a un paso de lograr la meta... ¿Por qué perdiste esa
oportunidad?... ¿Por qué te retiraste?...’ Y con profunda consternación y
algunas lágrimas mal disimuladas, el soldadito contestó en voz baja: “No
me ahorró ni un día de sufrimiento... Ni siquiera una hora......... No
merecía mi amor...”. Ella se quedó en silencio. Dijo Guau. Dejó su porción
de pizza que acababa de robarle a él en el plato, sin terminar.
Lo miró a Ulises con tristeza y él registró que aquella vez lo había
mirado como nunca lo había mirado antes.
- ¡Ay!, flaquito, el soldadito no entendió nada, era otro flaquito gordito
que decía siempre Basta como vos, no sabía nada de conquistar a una
mujer asustada que no creía en el amor, nada de colonizarla, de
comprender sus temores, sus miedos, no sabía que para una mujer un no
puede ser un sí, un sí puede ser un tal vez, y que eso, eso, es lo mágico de
toda la historia, el juego de la seducción. No, la mujer no lo hizo sufrir,
sólo le dijo lo que deseaba que hiciera para ella empezar a desearlo, para
saber que el tipito la merecía, que valía la pena, que no era un hombre que
simplemente la quería sólo para eso y le haría cualquier verso para
conseguirla.
El la escuchaba e iba entendiendo la lógica de aquella mujer encerrada
en una armadura oxidada. Mujer Sonrisa tenía nada menos que un ataque
de pánico, estaba herida por el amor, como tantos seres humanos que
abrieron su alma y fueron defraudados, abandonados, dejados solos justo
en el momento en que salían de la coraza, de debajo de la cama, decididos
a subirse otra vez a un tren que no sabían hacia adonde iba.
- Ella no fue quien lo hizo sufrir -siguió hablando Penny-Penélope-
Popcorn, sólo le mostró el camino para llegar a ella, nada menos, y él, al
final, tuvo un idiota ataque de dignidad. ¿Pero sabés una cosa?, Uli, en el
amor no cuenta la dignidad, Beibi, en el amor lo único que cuenta es el
amor, la confianza en el otro, la confianza ciega en que si te prometen
algo, lo que sea, lo harán, lo que cuenta es que no te defraudarán, que no te
dejarán esperando, el amor es muy frágil, flaquito. El tipito creía que la
conquista de una mujer era simplemente pasarse 100 días con sus 100
noches esperando debajo de un balcón a que pase el tiempo, como si se
tratara de un viaje a un All Inclusive. Pero no, gordito, una mujer es más
complicada que eso. Necesita ser deseada, desea ser deseada para empezar
a amar, necesita confiar, necesita confiar para volver a creer cuando ya no
cree en nadie.
Cuando ella dijo esa última frase, Ulises comprendió el enigma. Para
querer había que creer. Y para poder creer había que construir un largo
puente de confianza. Quizá por eso fue que un rato antes, cuando ella dijo
‘creer’ el escuchó ‘querer’. Así que, allí mismo, mientras pedían frutillas
con crema de postre (“es un antojo Beibi, cuando estoy en Baires todo me
parece tan rico”), él decidió que comenzaría a construir ese largo puente
sobre aguas turbulentas para que ella pudiera volver a creer, ya que por
alguna razón que desconocía, ya no creía, y hasta que no lograra volver a
hacerlo, no podría volver a amar. Así que empezó confiando en ella, claro.
Y allí comenzó la verdadera historia de Mujer Sonrisa y Flaquito
Gordito, allí comenzaban sus 100 días con sus 100 noches de intemperie,
debajo de un balcón colgado de una luna de un cielo en una de las tantas
galaxias que iban y venían en el big bang que hacía que ellos fueran nada
más ni nada menos que medio pixel en la ecuación espacio-tiempo.

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Capítulo X, el amor en los tiempos de Hollywood


Flaquito gordito, ¿Cómo es tu vida cotidiana? -le preguntó ella, que
sabía comer una frutilla con crema y preguntar al mismo tiempo y darle a
todo aquello un clima de seducción que casi vuelve loco a Diego y a su
estúpida idea de escribir “no busco sexo, sino amor”, como si ambas cosas
pudieran ir por carriles diferentes.
- Te vas a reír, pero tengo menos tiempo que antes, cuando trabajaba en
la Compañía, era mister éxito en persona y soñaba con tener tiempo,
aunque disfrutaba enormemente lo que hacía.
- Pero yo le pregunté en qué usa su tiempo, alumno, no me respondió,
le voy a poner aplazado -siguió ella, frutilla en boca. La noche era
perfecta, con una suave brisa y las ramas de los árboles bailando. El resto
era la conversación alegre entre dos personas que venían de la soledad
disfrazada del llamado éxito.
Había muchas cosas que Diego no podía contarle, como lo que estaban
haciendo él y su amigo Esteban para evitar que en las próximas elecciones,
otra vez, ganara alguna forma de fraude, una costumbre que se iba
arraigando en algunas democracias latinoamericanas en donde los
políticos populistas querían eternizarse en el poder, por las buenas o por
las malas. Aquella misma tarde Esteban había pasado por su casa y habían
ido a tomarse unas cocacolas a Palermo, caminando solos por allí ante la
mirada enojada de Rami y el chofer, que se ponían nerviosos cuando su
jefe andaba sin protección. Pero aquello era un tema delicado que sólo su
amigo y él compartían, y él no quería hablar de política esa noche, ni de
economía, ni aburrirla con su newsletter y todo eso en esa noche sencillita.
Tampoco quiso explicarle que les dedicaba mucho más tiempo a sus dos
hijos. Si había algo que odiaba era hacerse el buen padre, una costumbre
típica de estos tiempos posmodernos en que cuanto más agobiados y
ausentes estaban los padres, más se dedicaban a malcriar a sus hijos
diciéndoles a todo que sí, haciéndose los amigos, algo mucho más cómodo
que acompañarlos, sostenerlos y educarlos con límites y ejemplos. De
nada de todas aquellas cosas que tenían que ver con su vida cotidiana real
deseaba hablar con Popcorn aquella noche. Quería seguir así, allí, en aquel
microclima mágico, con una realidad en apariencia irreal que estaban
construyendo entre ambos. Era como estar en una película, adentro mismo
de esas pantallas planas High Definition que empezaban a invadir el
mundo. Y pronto vendrían el 3D y el Blue Ray, con imágenes que
mostrarían una realidad “mejor” que la realidad misma. Aquello era el
colmo de una película Hollywoodense y le estaba pasando a él.
- Soy un coleccionista de besos -dijo al fin, entonces-, a eso me dedico
full time. Un trabajo agotador.
- Ah, qué lindo trabajo. ¿Y dónde los coleccionas? ¿En la boca? -dijo
ella, que estuvo a punto de decirle “dale, Diego, me estás haciendo el
verso otra vez”, pero decidió no iniciar otra guerrita atómica.
Se preguntó si hacer la locura de subirse al auto e irse a Cariló
manejando juntos toda la noche, aunque seguramente si él se lo proponía
en concreto ella diría que no, finalmente era “Hello Goodbye”. Pensó que
hacía años, demasiados, que no hacía una locura, y había aprendido que
hacer locuras de ese tipo podía ser lo más sano que había. Se preguntó
adónde ir, adónde habría un lugar con sillones cómodos y una música
suave para poder conversar de todo aquello, luego de las frutillas con
crema, claro. Hizo un rápido viaje mental y descubrió que no conocía un
lugar así, salvo la habitación de algún hotel, pero no, eso era lo último que
debía hacer con Popcorn, jamás la convencería que su intención sólo era
conversar en un lugar cómodo, con música y sin zapatos, aunque le
prometiera hacerle sus famosos masajes en los pies. Es más, ni él mismo
lo creería. Pensó en varias confiterías adonde tomar algo, pero todas
ponían la música muy fuerte, la luz muy oscura (valga la paradoja) y
siempre en las otras mesas lo que cada pareja discutía sutilmente, o no
tanto, era si se iban a la cama, juntos o separados. Pensó hasta en el Lobby
de un lindo hotel francés llamado Sofitel, con pianista y todo. Cariló no,
confiterías no, quedarse allí sí, hasta que los echaran, y luego se le ocurrió
el plan Zeta: irse a navegar en su auto por alguna ruta sin fin, como lo
hicieran Fermina Daza y Florentino Ariza, yendo y viniendo para siempre
jamás en el auto Nueva Fidelidad hasta que se les gastara la nafta, para
volver a llenar el tanque y seguir yendo y viniendo una y otra vez, con los
Beatles cantando su Magic Mistery Tour. ¿Por qué no?
- Beibi, ¿qué es eso de coleccionar besos? -insistió ella, que necesitaba
jugar con fuego porque era como un escorpión y no podía con su
naturaleza-. Me lo vas a tener que explicar con mucho cuidado, sin
hacerme el verso ni tratar de robarme un beso con esa historia tan
bonitiña...
El dejó de pensar y planificar, y siguió con aquello, preguntándose si
ella deseaba el famoso beso o sólo coqueteaba para probarlo.
- Esto empieza otra vez con “Cinema Paradiso”, Penny, la historia del
hombre que opera el proyector del cine del pueblito italiano y del chico
que se acerca a ese hombre buscando un amigo y un padre que reemplace
al real, que no volvió de la guerra. La historia del soldadito y la princesa
ya te la conté. Pero había más. El chico, ya adolescente y enamorado del
cine, porque era de los que se enamoran de la mujer equivocada, se había
ido del pueblo, empujado por el viejo operador del Cinema Paradiso, que
lo alejó de allí para ayudarlo a crecer y obligarlo a hacer su vida, a
construir sus sueños.
Popcorn había visto la película aquella misma tarde con Cecilia, y
habían llorado juntas de emoción, pero ella no quiso interrumpir, le
gustaba cómo él contaba las cosas, como si ella fuera la persona más
importante del universo y nada más existiera, salvo la luna que colgaba del
cielo. Empezaba a entender aquello del coleccionista de besos. El siguió
adelante, mirando sus ojos que a su vez miraban sus ojos. Le contó que
cuando el viejo murió, muchos años después, aquel muchacho ya era un
hombre que había llegado alto y lejos con sus películas, aunque seguía
siendo un poco triste, un poco nostálgico, un poco lobo estepario, y volvió
al pueblito de Cinema Paradiso para despedirse de aquel hombre que tanto
había hecho por él .
- Como vos, Ulises -interrumpió ella, que lo miraba de repente con esa
mirada que le salía del alma, ese lugar de una persona cuya existencia
sigue siendo negada por los científicos de Harvard y del MIT,
minimizando el hecho con la loca idea que un alma pesa sólo 21 gramos, o
sea nada.
En ese momento, quizá sin querer queriendo, ella chocó su rodilla
desnuda con la de él por debajo de la mesa, en una avanzada más -
inconsciente, claro- para hacerse desear y probarlo, probarlo como lo hacía
una y otra vez, como suelen hacerlo las mujeres para saber si ya son las
felices o infelices poseedoras de un hombre y pueden llevárselo a la cama
a darle la teta, y todo el resto, claro, quizá.
Diego no corrió la rodilla de aquel lugar maravilloso y perfeccionó el
sistema, de modo de impedir que aquella pierna pudiera escaparse solita a
caminar por la plaza Y siguió con la historia.
- El viejo, antes de morir, le dejó un regalo que le había ido preparando
en sus últimos años de vida. Se trataba de los besos robados al cura del
pueblo, un hombrecito sin importancia que se creía el dueño de la verdad,
la moral y los sentimientos de los demás, que se instalaba en la sala vacía
del Cinema Paradiso para controlar que las escenas de las películas que
verían los vecinos no fueran inconvenientes ni pudieran “trastornarlos”. El
curita se sentaba en la fila uno del cine vacío, y le daba órdenes al
proyectista (cuando todavía ese papel lo cumplía el viejo Alfredo, antes
del incendio del viejo cinema) para que pusiera una película tras otra de
las que se estrenarían. Y con una campana le señalaba que tal o cual
escena había que cortarla y censurarla, porque su “rebaño” de fieles no
debía ver ciertas escenas, era peligroso, podía inculcarles riesgosas o
demoníacas ideas. El viejo cortaba esas escenas, besos, abrazos, gestos de
amor, las escenas a veces más felices y célebres del cine, y de la vida
misma, claro, y las tiraba en un tachito que tenía junto al proyector. A
Totó, que ya de chico siempre estaba dando vueltas por ahí, le encantaba
robar esas escenas y mirarlas, espiar cada cuadradito del celuloide, uno
por uno, a espaldas del Viejo, y por supuesto del cura. Era un juego de
niños, era curiosidad, era asombro, era descubrir la vida sin saber de qué
se trataba para ese chico que comenzaba a amar al cine tanto como al
amor, o más.
Ya no quedaban más frutillas ni más crema, pero Diego seguía
contándole aquella historia a Mujer Sonrisa.
-. el Viejo siempre se enojaba con Totó, o se hacía el enojado, pero en
el fondo se divertía con la pasión del chico por espiar esas escenas, la
misma pasión de todos quizá, incluso del curita. Así que un día comenzó a
guardar y a empalmar una detrás de otra aquellas escenas robadas,
censuradas, prohibidas, esos pedazos de celuloide que podían esconder
tanto un beso de Vittorio Gassman con Sophía Loren como pedazos de
maravillosas películas con Carlos Chaplin, Marcelo Mastroiani y hasta
Clark Gable o John Wayne, la suma de las escenas que al curita del pueblo
le habían parecido indecentes o demasiado peligrosas para sus fieles, todas
montadas como si fueran una película hecha de todas las películas. Y ese,
ese fue el regalo que le dejó el Viejo.
Las rodillas seguían juntas, haciéndose las tontas mientras se
mimaban, como antes las manos de los dos.
- Ya vuelto a Roma -siguió hablando Diego-, un poco triste, Totó fue a
su estudio, le dio el rollo a un joven operador como él mismo lo había sido
de chico, y se sentó a para mirar, en una solitaria sala de proyección, qué
era aquello que le había dejado el Viejo como regalo. Allí estaban todos
los besos, todos los abrazos, todos los sentimientos que el cura había
ordenado quitar durante años de las películas.
- Los besos robados, claro -murmuró ella, pensando de repente en
aquel beso que se les había escapado a los dos horas antes, una eternidad
antes, cuando se encontraron en el Seven Eleven y sus labios se saludaron
sin pedirles permiso.
- Sí, ese fue el legado del viejito, los besos robados al cura, y con ellos
todos los sentimientos que habían sido también robados por el curita del
pueblo a su rebaño.
- Qué bien puesta la palabra, “rebaño” -interrumpió ella otra vez, que
lo miró peor que antes, o sea mejor, con una mirada que parecía decirle
“¿no quisieras que sea tu ovejita?”-. ¿De allí viene el coleccionista de
besos?
- Es más complicado, soy un romántico empedernido y estoy juntando
las películas de amor que me gustan, y el paso siguiente es tomar las
mejores escenas y hacer una película con las escenas de amor que más me
gustaron. Sólo para divertirme, sólo para tenerla, sólo para compartir esas
escenas alguna vez con una mujer que no busque sexo, sino amor...
A Popcorn-Penny-Penélope no le alcanzó con la rodilla, y ya ninguno
de los dos sabía quien había iniciado ese juego. Pero lo del “coleccionista
de besos” la conmovió sin saber explicar porqué, y se preguntó de repente
si un hombre enamorado del amor como Ulises sería capaz, también, de
amar a una mujer real, a una Galatea cualquiera que se le cruzara por las
calles de Niúiork o de Buenos Aires. Y tuvo deseos de averiguarlo, claro.
Su femeneidad histérica no podía resistirse a un hombre que le había dicho
un rotundo No en un mail, apenas unas horas atrás. Aquello estaba en su
naturaleza, finalmente una mujer es lo más parecido a un escorpión que se
inventó en el planeta tierra. Por último, pensó que Ulises le había dicho No
porque temía enamorarse, no por desinterés. Además, ella era Paltrow,
además de Popcorn, de Pennylane y de Penélope y de Galatea y de Mujer
Sonrisa, así que no dudó en tomarle la mano, la extrañaba demasiado,
se justificó a sí misma. “Diego, ya me cansé de la liune que colg du ciel,
llevame de aquí y contame alguna de esas películas de amor que estás
coleccionando”, le dijo, en su mezcla habitual de idiomas, sabores y
sonidos.
El se sorprendió por lo que dijo y cómo lo dijo, así que pidió y pagó la
cuenta, para lo cual tuvo que dejar aquella mano por unos segundos. En
ese momento se dio cuenta que era el momento ideal para salir corriendo,
como en El Amenazado, aquel poema de Borges (“es el amor, tendré que
ocultarme o huir”), o arriesgarse a sufrir de una felicidad tan provisoria,
incierta y maravillosa como lo era la vida misma. El amor, ese amor que
lo estaba atacando, le dio miedo, a él, que cada vez que podía aclaraba que
nunca más volvería a enamorarse...

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Capítulo XI, una preguntita inocente


- Popcorn... ¿Crees en el amor a primera vista? -ellos iban en el auto
por la ruta Panamericana hacia el norte, sin rumbo fijo, manejaba Diego y
sentía que lo hacía en un pavimento imaginariamente congelado, patinoso
peligroso, aunque en realidad navegaban, como si se hubieran contagiado
la cólera del mismísimo García Márquez. Ella dijo que no, claro, ¿qué iba
a decir? Obviamente Mujer Sonrisa no creía en el amor a primera vista ni
a segunda vista, pensó él, mientras los Beatles cantaban otra vez Hello
Goodbye. “You say yes, I say no, you say stop and I say go, go, go...”.
El pensó, mientras la música los acompañaba por la ruta en aquella
noche tridimensional, o más, que ella era como tantas otras personas que
no creen en ello, hasta que les ocurre. Había aprendido a veces que la vida
cambia en un segundo, en un instante, si estamos abiertos y dispuestos a
dejar que nuestra vida cambie, que algo nuevo nos ocurra, a decir basta, a
terminar de salir del pasado, a dejarlo atrás, a no manejar más mirando el
pasado, siempre por el espejo retrovisor, sino adelante, por el parabrisas,
hacia el futuro. Diego-Ulises sí creía en todas esas cosas, claro, era un
romántico empedernido, aunque de alguna forma las convicciones de
ambos coincidían. Sabía, como ella, que no era suficiente encontrarse y
sentir aquel flash que les ocurre a quienes confían sólo en sus sentimientos
e intuiciones. Había aprendido que el amor, también, se construye
cotidianamente, duramente, esforzadamente, divertidamente,
gozosamente, y porqué no, sacrificadamente a veces. “El amor fácil
termina siendo muy difícil”, solía decir él, enemigo del amor light y de las
relaciones humanas líquidas que prevalecían aquí y allá. Le gustaba la
palabra compartir.
El sabía de la felicidad, pensó, pero no terminaba de entender en qué
momento se jodió todo, ni porqué ambos andaban solos por la vida y nada
ni nadie les venía bien. Enamorarse en estos tiempos de cólera no era fácil,
más bien todo lo contrario. Las canciones de amor venían cada día más
tristes, como lo dijo el célebre pensador español Joaquín Sabina. El había
perdido el amor en una curva de la vida. Ella nunca lo había encontrado, o
sí, pero el amor no la había encontrado a ella.
- Gordito Hollywood, coleccionista de besos, dejá de pensar de una vez
y contame una de tus películas maravillosas. ¿Que te hace ser tan
optimista? -lo interrumpió ella, menos mal, lo hizo aterrizar. Además,
estaba preocupado porque tenía toda la sensación que 100 metros más
atrás, more or less, los seguía un auto.
Pero no se inquietó demasiado, no creía en las conspiraciones. Pensó
que sería su paranoia apocalíptica.
- ...Un hombre y una mujer se conocen en un Bloogmingdale’s de
Nueva York un día cualquiera de diciembre -empezó él a contarle a
Popcorn- buscando regalitos de navidad. De repente ambos toman sin
darse cuenta el mismo par de guantes de lana, el último que quedaba (ella
iba para un lado y él en sentido contrario, como suele ocurrir). Cada uno
toma una de las manos del par, sin darse cuenta, y se cruzan, digamos que
chocaron, se dieron la mano, quedando tomados por eso que llamamos
destino y los antiguos llamaban fatum, fatalidad, palabra fea si las hay,
aunque hay destinos maravillosos, si los dejamos nacer.
Ella se sacó sus sandalias, se puso casi de costado en su asiento,
mirándolo con aquella mirada, cruzó sus piernas femeninamente, rodillas
muy juntas, pies muy juntos, y quiso tomar su mano, pero ellos estaban
muy lejos uno del otro, qué lástima, pensó, además se interponía el
apoyabrazos en el medio. El siguió con aquella historia. Le gustaba que
ella lo escuchara, admiraba su rapidez y su inteligencia. Y así como ella
deseó tomar su mano, él deseó tomarle aquel piecito y hacerle una
combinación de cosquillas con masaje. Era irresistible, claro. Pero el
piecito también estaba lejos, casi escondido por allí.
- Pero para que aquel primer hecho azaroso, fortuito, accidental,
supuestamente casual, llegara a convertirse en un evento que podría
cambiar para siempre la vida de ambos faltaba tiempo, faltaban años,
cadenas de casualidades, montones de circunstancias que se sumarían de
manera aparentemente desorganizada para que ellos pudieran convertir
aquel encuentro casual en una bella historia de amor.
- Esto me recuerda a la insoportable levedad del ser y sus cadenas de
casualidades que ocurren para que él y ella se encuentren, interrumpió
Galatea, que empezaba a ser demasiado real y de tonta no tenía ni un rulo.
- El hombre era un caballero, claro, y luego de un rato de discutir los
dos para cederle el par de guantes al otro, acordaron que ella, Sara, se
llamaba, o Zara, azar, que era una psicóloga conocedora de las trampas del
inconsciente, también una mujer insegura vestida de seguridad, se los
quedaría. Zara/azar, como muestra de amabilidad, lo invitó a él a tomar
algo a una confitería que le gustaba mucho, Serendipity se llamaba, era su
confitería preferida. No sé si existirá en Niúiork Niúiork esa confitería...
- Idontknou -dijo ella, tratando de hacer memoria-. Ya no sé cuál es la
ciudad real y la inventada por Hollywood Santana...
- El se llamaba Jonathan, era un amante del cine, un Hollywood
Santana cualquiera. Y le preguntó qué era una serendipia. Zarazar le
respondió que era algo así como un accidente afortunado, explicándole que
aunque ella no creía en los accidentes, que el destino estaba detrás de todo.
Popcorn lo interrumpió con un gritito. - Ah, no, no vale, yo no creo en
esas cosas, el horóscopo, los astros, el destino. Yo soy de las que hacen que
las cosas pasen.
Y para que no quedaran dudas de eso, se soltó el cinturón de seguridad,
se acercó a él casi apoyada en sus rodillas y en sus brazos, y le dio un beso
en la mejilla, digamos que en la comisura, más mojado que el anterior, el
accidental. Fue un impulso que ella no pudo evitar pese a que no estaba
agendado en su Blackberry. A él aquel beso le dolió. ¿Puede doler el amor?
Sí, podía doler, porque él estaba manejando a 130 km por hora sin saber
adónde los llevaba el destino, y no pudo devolverle aquel beso. Eso sí le
dolió. La felicidad a veces le dolía a Flaquito Gordito, que repentinamente
comenzó a tener los síntomas del mal de Parkinson. ¿Podría resistir
aquello? No, no podría, así que siguió con la historia.
- Creo que tomamos nuestras propias decisiones, siguió Zarazar, pero
el destino nos envía señales, y según como las leamos somos felices o no -
continuó él, al borde mismo del borde.
Estaba manejando muy rápido y no podía hacer otra cosa. Y temía
hacerlo, temía tomar una decisión como frenar el auto y devolverle aquel
beso y rendirse, darse por vencido, y ser feliz con una mujer que quizá, en
el preciso momento en que él dijera que sí, ella dijera que no, como en la
canción Hello Goodbye. Paul Mc Cartney le decía en una oreja que
siguiera con su historia y que recordara Let It Be, pero John Lennon, en su
otra oreja, le decía Imagine. El decidió seguir con la historia, aquello era
tumach, como diría ella misma, que se hacía la tranquila sólo porque era la
mujer, la que tenía el sí, el no, o el ni.
- Los protagonistas de la peli conversaron durante horas, como
nosotros. El tiempo en las películas no funciona como los relojes. Se
miraron. Ella estaba de novia y él estaba de novio. Pero todo aquello era
diferente, podría transformarse en inmanejable, quizá fuera una serendipia
inesperada, un accidente fortuito o no tan fortuito (¿junous?), una
auténtica travesura del hacedor de travesuras global. El señor destino
escondido detrás de una aparente casualidad. Un test celestial. No sabían
decir porqué, pero aquello era especial. El lo supo en seguida, y sin
nombrarlo (ya se sabe, las palabras suelen ser muy pesadas y estar
cargadas de significados demasiado fuertes) percibió que aquello podía ser
el síndrome del amor a primera vista. Ella también lo supo, aunque no
quiso saberlo, claro, mejor evitarse problemas. Tanto que trató de eludirlo
jugando esos juegos que nos hacemos los seres humanos a nosotros
mismos cuando no queremos ver lo que tenemos delante de nuestras
narices. En este caso, jugó al azar en contra de ella misma. No podía
permitir que él llegara a su alma. Se cruzaron, se conocieron y ahora ella
quería frenar, pero no podía frenar. Todo aquello era desaconsejable,
maravillosamente seductor, le daba miedo y ganas, la hacia querer decir
basta y también acelerar a fondo. En eso se debatía Zarazar.
- Gordito flaquito, me estás haciendo trampas, estás induciendo la
respuesta del testigo, o sea yo. Estás mezclando la isla de la fantasía con la
realidad -dijo Popcorn, riéndose sin saber de qué, deseando de repente que
él fuera menos complicado y en vez de “no hacerle el verso”, simplemente
frenara el auto, se sacara el cinturón de seguridad que tenía en la cabeza y
le diera el beso que ella necesitaba como si fuera la última vez, o como si
fuera la primera vez. El ni se dio cuenta, claro. No había comprendido,
porque tenía tanto miedo como ella, que Galatea ya había pasado la
barrera del no, y del ni, y deseaba ser domesticada y decirle que sí, si él
encontraba la clave, el password, la palabra mágica para que ella se diera
felizmente por vencida de una vez. El había logrado que el verso al que
ella le temía se hubiera convertido en pura poesía, aunque no fue capaz de
darse cuenta. Y como no sabía si había ganado o perdido, ni qué hacer,
siguió con su historia sin fin...
- Luego de tomar algo en Serendipity -continuó él, con la frecuencia
cardíaca a 107 y el velocímetro en 140-, Zarazar y Jonathan terminaron
patinando cerca del Central Park adonde está la pista de patinaje más
famosa de las películas de Hollywood, que se ubica en medio de Niúiork
Niúiork. Es la famosa pista de los enamorados que no saben que están
enamorados, o de los que están a punto de descubrirlo, o de los que
empiezan a conquistarse, o mejor, a colonizarse. Galatea lo miraba a
menos de cincuenta centímetros de distancia, había vuelto a su posición 4
para “volver loco al flaquito” desde su butaca. No quería hacerlo, pero no
podía dejar de hacerlo. En eso, también, era una artista nominada al Oscar.
¿Qué le estaría pasando, se preguntó?, dándose cuenta lo poco que se
conocía a sí misma.
- ¿Posición sexual preferida? -dijo él entonces, con premeditación y
alevosía, demostrando que era un idiota.
-¿Cómo decís, Beibi? Si a vos no te interesa el sexo, sólo el amor -dijo
ella, de nuevo a la defensiva.
El se rió con tristeza, él no había encontrado el password, ni siquiera
sabía si estaba ganando o perdiendo.
- No, me entendiste mal, eso fue lo que Zarazar le preguntó a él
mientras los dos patinaban por Niúiork Niúiork y ella se caía de cola. Y
esa será la primera escena que tendrá mi película, el coleccionista de
besos.
- Quiero verla, ¿cuando empezamosa hacer la peli, flaquito? -preguntó
ella, siempre con triplesentidos.
- Ellos debían separarse, Popcorn. Ella quería irse, desaparecer, aquello
era demasiado. El quería quedarse y saber su nombre, todo eso que les
estaba ocurriendo le sabía a poco y quería más. Ella volvió a sus juegos, a
explicarle que el destino quizá no quería que se conocieran, y buscó
señales en esa dirección, o se las inventó, ya sabés, no hay nada peor que
engañarse a uno mismo. Si aquello era amor, ella no quería darse por
enterada. Y si no lo era aún, mejor irse antes que la rozara la gran duda. El
insistía y cuanto más lo hacía, más la alejaba a ella, que finalmente le
escribió sus datos en un papelito, pero era pleno invierno, había viento y el
papelito se le voló de las manos a él, que se quedó desolado. Ella vio en
aquello, quiso ver, una señal de que el destino les decía que no. El insistió,
hasta que ella tuvo una idea para probar al destino. Le pidió que escribiera
en un billete de cinco dólares su nombre y su teléfono, y entonces cruzó a
un kiosco neoyorquino adonde lo dio en pago y lo envió, así nomás, al
universo, al mercado, al mundo, para que diera vueltas y más vueltas. “Si
el destino quiere que nos encontremos, el billetito volverá a mí”, dijo
Zarazar. Y luego escribió sus propios datos en la primera página de un
libro sugestivo, “El amor en los tiempos del cólera”, y le prometió que
luego lo llevaría a un puesto de libros usados y lo vendería allí. “Si el
destino quiere que nos volvamos a encontrar, ocurrirá, yo encontraré el
billete de cinco dólares con tu teléfono o vos el libro con mis datos en
alguna librería”, le dijo, y nos encontraremos otra vez. Esa será otra
escena de mi película sobre las películas. El se quejó, no quería dejarla ir,
pero no, ella no quería saber nada, ni reconocer que aquello podía ser una
auténtica serendipia, que hasta podía ser un tren de aquellos que pasan
muy de vez en cuando en la vida y que la mayoría de la gente deja ir sin
saber que allí se les puede ir lo mejor que se les cruzó y se les cruzará. En
el fondo, ella prefirió pensar que aquello era una casualidad, y no algo más
profundo, como aquel famoso amor a primera vista en el que no creía,
pese a que le estaba sucediendo delante de su linda naricita.
- Ulises, no te equivoques -lo interrumpió Penélope/Popcorn de
repente-, que tenía absolutamente claro que aquella historia que le estaba
contando él era la historia de ellos mismos, en tiempo real-. Yo no le temo
al amor. Le temo a la falta de amor que encontré a lo largo de mi vida, o a
los distintos disfraces del amor que me probé en mi vida buscando el amor
verdadero. No sé si te habrá ocurrido, pero no hay nada más triste que
amar a alguien que te abandona, que te deja, que quiere pero no quiere, que
te quiere pero no te puede querer. Nunca más seré de las abandonadas del
amor, terminó. Y dejó de ser Galatea y volvió a ser una Penélope que tejía
y destejía. Pero no podía con ella misma, menos mal, y una vez que había
sido descongelada ya no podía volver al freezer.
Por alguna razón que la razón no conocía, ella estaba a punto de
ponerse a llorar de nuevo en ese momento, y de hecho comenzó a hacerlo
y al mismo tiempo ocurrió algo más grave aún en aquel auto que iba sin
saber adonde, como ellos mismos, claro. Volvió a ser Galatea, se hizo real,
y de repente tuvo el loco impulso que trataba de evitar, volvió a sacarse el
cinturón de seguridad y se acercó a él y sin saber porqué, lo besó en la
boca, jugando con su lengua y todo, y todo mezclado con sus lagrimas, y
aquel beso fue al mismo tiempo dulce y salado, y suave, como una canción
que él escuchaba cuando era chico. El ya no sintió dolor esta vez, sino una
necesidad profunda de abrazar a esa mujer que lo estaba matando
suavemente con su sonrisa y que mezclaba sufrimiento con pasión, como
quien está en el supermarket y tiene que decidir si usa la MasterCard o la
American Express. Claro que ellos pudieron tener un accidente de autos
allí mismo, en la Panamericana por el ramal que los llevaba a Pilar, de
hecho, él se preguntó si no lo tuvieron porque los salvó el azar o porque el
destino les tenía planeada otra cosa, otra muerte mucho peor, o mucho
mejor.
El estuvo a punto de decir la palabra mágica, “te amo”, que lo estaba
quemando y que quería salir de su boca, junto con su lengua, pero se pudo
contener, menos mal, eso hubiera sido peor que el choque, se trataba de la
palabra prohibida del pos-posmodernismo líquido y light.
El mal de Parkinson avanzaba y él notó que el volante temblaba
ligeramente, y desaceleró el auto, preguntándose si habría algún problema
de alineación en la dirección, o si las ruedas estarían desbalanceadas. Pero
no, no era nada de eso, era su pulso que temblaba ligeramente, era él que
estaba desbalanceado o desalineado, junous. El pensó que debía, podía,
quería, necesitaba, frenar lentamente, para acercarse al costado de la ruta,
parar, encender las balizas, desatarse su cinturón y decidirse entre besarla
en aquella boca que empezaba a ser como de la familia, abrazarla
incómodamente, decirle “te quiero” de una vez por todas y que fuera lo
que Dios quiera o proponerle matrimonio para que ella se bajara del auto,
descalza y todo, y se alejara rápidamente de allí, corriendo como si fuera
el correcaminos beepbeep. O tal vez no hacer nada, y seguir manejando
hasta más allá del famoso arco iris, como si ella fuera la mismísima Judy
Garland cantando “Over the rainbow”. Pero él miró por el espejo
retrovisor y vio que el auto seguía a 100 metros de ellos y que ahora iba
más despacio, también, y eso ahora sí lo empezó a preocupar. Así que
aceleró hasta 150 km para ver si el otro auto también aceleraba.
Miró un cartel y vio que estaban en el kilómetro 22, y que para llegar a
Pilar faltaban unos 25 kilómetros, o más. - ¿Estás bien Uli? -le preguntó
ella con una voz que no le conocía, como si le estuviera susurrando en el
oído que ella era el paraíso y que sólo tenía que dejarse llevar por esa
mujer que había estado aguardando desde Adan y Eva para salir del tapper
y empezar a ser felices los 20 o 30 años que les quedaban de vida.
Sí, dijo él, estaba demasiado bien. Y para demostrárselo estiró su
mano, y ya que no encontró a sus pies para acariciar, ni a su mano para
tomarse de ella, apoyó su mano en su pierna, debajo de su rodilla, a una
distancia muy lejana del lugar que ellas querían que ellos desearan, aunque
ni los unos ni los otros lo reconocerían. Apoyó su mano allí, y empezó
hacerle su sencillo tratamiento que consistía en acariciar esa pierna, sin
permitir que el deseo le ganara y que su mano se dejara llevar como si
tuviera vida propia hacia su destino, serendipia o como se llamara aquello
que estaba ocurriendo entre ellos. ¿Quién mandaba allí?, se preguntó él.
¿Su mano o su inteligencia emocionada? Aunque la respuesta no se hizo
esperar: él era el mismísimo Doctor No, y su mano estaba a punto de
desobedecer a su cerebro.
Pero ella no emitió ningún ruido, ni un gemido, ni un Basta, ni un
“¿viste que me estabas haciendo el verso, que sos un hombre como todos
los hombres?”. No ocurrió nada de eso, ella se dejó acariciar y, más
todavía, puso su mano sobre la de él para acariciar a su caricia. Quizá
estaba viviendo el mismo dilema que él, seguramente, porque todo era
posible en aquella dimensión desconocida en que se habían metido sin
querer queriendo. El decidió seguir contando la película, mirando cada
tanto por el espejo retrovisor sin alarmar a Penélope. Era lo mejor.
“Finalmente, él, Jonathan, volvió a convencerla a Zarazar para que
siguieran adelante con aquello que no sabían que era, y ella le propuso un
juego más en el hotel Plaza de Nueva York, o el Ensalada Waldorf, no
recuerdo: se subieron a dos ascensores diferentes al mismo tiempo, y ella
dijo que si marcaban el mismo piso, se reencontrarían, y sino, aquella
sería otra señal del destino, de la fatalidad, de que no era el momento, ni el
lugar, ni el día, ni el año, ni la vida para estar juntos. Allí fue que
finalmente se perdieron. Aquel día el destino no quería que ellos
estuvieran juntos, claro. Ella se fue, no lo esperó, casi huyó, aunque sin
comprender por qué entonces se sentía tan triste y desolada. ¿Era The
End? ¿El destino o ellos mismos? Y luego pasó el tiempo, el famoso
tiempo, durante algunos años no supieron nada uno del otro. Pero no se
olvidaban, sólo que el tiempo debía hacer su trabajo”.
- Gordito flaquito, me está ocurriendo algo raro -lo interrumpió ella,
sin dejarle su mano, claro-. Me siento como cuando era chiquita y mi
Daddy me contaba un cuento y yo me quedaba dormida tranquila,
finalmente, porque sabía que él esperaría a que yo me durmiera, y cuando
eso ocurriera se levantaría, me taparía bien con la frazada, me daría un
beso en la mejilla y diría buenas noches, sabiendo que yo lo estaba
escuchando, y de hecho lo estaba escuchando, y yo sabía que él estaría
siempre allí para cuidarme y para contarme más cuentos. ¿Será grave lo
que me pasa? ¿Sabés muchos cuentos más?, me gusta eso del coleccionista
de besos. ¿Se pondría a llorar de nuevo Popcorn? ¿Adonde había hecho ese
curso de pura femineidad que tenía? Estuvo a punto de preguntárselo, pero
no, seguramente ella le diría que el curso lo daba ella, en la happy hour,
cuando salía de su oficina de ViPi de su banquito que se debatía en si sería
semiestatizado cuando asumiera Obama o seguría siendo privado.
- Chiquita, esa era exactamente la idea del coleccionista de besos,
contarte una historia que te gustara y que te ayudara a descansar de una
vez por todas. Y planear esa película con todas las escenar de amor, una
detrás de otra -dijo, al final, sintiendo que la vida podía ser maravillosa,
con crisis financiera internacional y todo.
- ¿Cómo sabías que no descanso bien? -preguntó ella, asombrada por la
respuesta-. Hace años y años que no descanso sin el señor Rivotril.
- Porque la comisura de tus labios a veces apunta para abajo -respondió
él, mientras seguía observando cómo el auto aquel los seguía, como si
ellos mismos estuvieran metidos en una película francesa-. Y porque esa
es exactamente una de las diferencias entre el sexo y el amor, dormir
versus descansar.
Pero ella casi no lo escuchó. Créase o no, acababa de quedarse dormida
mientras el auto avanzaba en la noche, mientras a 100 metros o más los
seguían, mientras en el cd Frank Sinatra cantaba con Nancy Sinatra
aquella canción que explicaba exactamente lo que él estuvo a punto de
decirle a ella, corriendo el riesgo de perderla, de perderse y de tener que
volver exiliarse en el ciberespacio. La canción se llamaba “something
stupid like I love you”, claro, menos mal, pero ella se había dormido con
la mano de él entre las suyas, que estaban apoyadas deliciosamente sobre
sus piernas sin saber cómo había ocurrido todo aquello y cómo todas esas
manos habrían llegado allí sin avisar ni agendar una cita previa. Ulises
siguió manejando, solo en la madrugada, sin saber bien hacia adonde los
llevaba aquel camino que parecía no tener retorno, como esas autopistas
rápidas en que si uno se pierde la salida puede tener que recorrer toda una
vida para volver a encontrar otra salida. A veces la vida nos atrapa como
una autopista, pensó él, por fin en paz.
Pero él, un hombre de los que ya no se consiguen, soltó su mano y la
acercó para ver si ella tenía bien puesto el cinturón de seguridad. Aquel
gesto fue para ella como el beso de las buenas noches que Daddy le daba,
luego del cuento, luego de taparla bien, luego de decirle te quiero y besarla
en la mejilla. Claro, eran los tiempos en los que los padres no eran amigos
de sus hijos, sino sus padres, y los acompañaban y los protegían hasta que
pudieran caminar solos. El hizo algo más. Buscó atrás una campera sin
dejar de mirar adelante, y la usó para cubrirle sus piesdescalzos, porque su
abuela le había enseñado que el frío siempre entraba por allí. Ese gesto,
sin duda, lo hizo merecedor del premio Nobel de la Felicidad. Y ella, sin
darse cuenta, semidormida o semidespierta, le dijo “gracias
gorditoflaquito”, y le tomó la mano derecha y la volvió a su lugar en el
mundo, que de repente era ella misma.

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Capítulo XII, una película de amor francesa
Esteban llegó a casa, aunque esta vez él iba adelante, al lado de un
chofer con la misma cara de bulldog que tenía siempre Rami. Eran las
9:15 de la noche, aunque recién estaba oscureciendo por el cambio de
horario del verano. El portón eléctrico se abrió y el auto entró por el
sendero que llevaba a aquella casa escondida entre los árboles. El auto
llegó por un camino breve hasta la mismísima puerta de entrada. Cecilia
estaba allí esperando a su hombre, quien siempre le avisaba un rato antes
que estaba por llegar, porque necesitaba verla allí, con su sonrisa, con un
abrazo, nada más ni nada menos que eso.
- Se te perdió Rami en el camino, Bwana, no te quiero preocupar -le
dijo Cecilia riendo, luego del beso igual y diferente a todos los besos que
ella le daba a él hacía 25 años y que él le devolvía con la misma fuerza y
que por alguna misteriosa razón casi no los había aburrido y hecho desear
otra boca adonde estacionarse. Todo aquel tema de la seguridad le causaba
gracia a ella, solía decir que no servía para nada tener 3, 6 o 10 personas
que los cuidaran, con su particular creencia fatalista que el destino se
ocupaba de ellos, para bien o para mal.
- Lo mandé con un auto de la empresa y un chofer a llevarla a Paltrow,
que iba a salir de nuevo con su príncipe azul. ¿No la viste irse?
- Si, los vi., ella estaba contenta, hacia años que no la veía de tan buen
humor, aunque no quería que Rami la llevara, pero ya sabemos que él que
manda en esta casa es él... Ella bromea y lo llama “su Kevin Costner
privado”, aunque ya sabés, Rami nunca sonríe. Ni debe saber qué quiere
decir eso de Bodyguard.
El le agradeció al chofer, que arrancó de allí llevándose el auto hacia
las cocheras, y ellos entraron a la casa, tomados de la mano como lo
hacían siempre. Pese a la crisis financiera, pese a los dictadores populistas
del sub-desarrollo sudamericano (el grupo musical “Los que se hacen los
buenos”, como los llamaba Esteban cuando estaba de buen humor), aquella
casa seguía siendo una sucursal de Hollywood.
- ¿Pero la iba a llevar a su date y nada más o también los mandaste
para vigilarla?, como si fueras el padre de la patria -Cecilia seguía
riéndose, conocía a su marido y sabía que Patricia era como otra hermanita
menor a la que él tenía la misión de cuidar. Un típico hermano mayor,
claro.
- No, le pedí que la cuide hasta que sepamos quién es el lucky man.
- Bueno, pero ella está muy contenta con el lucky guy, nunca la vi así.
Pensaba invitarlo a Diego esta noche a cenar, pero ella decidió salir con
Mister Moonlight, así que no le hablé. A este paso nunca se conocerán.
- Ah, igual yo estuve a la tarde con él, pasé por su casa a conversar un
rato, temprano. También lo vi muy contento, hoy estamos todos contentos.
Vivir en Disney tiene sus privilegios -dijo Esteban, que también estaba
aquel día de muy pero muy buen humor.
- ¿Vos también Bwana? -le preguntó ella apretando su mano-. ¿Acaso
también tenés una date con una mujer desatada esta noche?
- Sí, tenemos una cena a la que no iremos, claro, te iba a invitar a salir
solos, vos y yo, para festejar. ¿Te gustaría?
Ella se puso radiante, de un segundo a otro. Hasta pareció que respiraba
mejor. Para ellos no existía la ley de los rendimientos decrecientes de la
que hablaban los economistas neoclásicos y los pesimistas
existencialistas, dionisíacos o simples economistas. Ellos siempre querían
más, no menos.
- Claro que me gustaría Bwana, pero no sé qué celebramos, y para peor
no tengo qué ponerme, ayayay, ¿será grave lo mío? Le presté a Pato mi
único vestidito negro, no tengo otro.
El sonrió, pensando en la habitación entera que ella tenía como
guardarropa. Cada vez que entraba allí se perdía por tres horas hasta que
elegía qué ponerse.
- Gravísimo, pero a mi me gusta cómo te quedan los jeans más viejos y
gastados que tengas, con una remera azul, y nada más. Bueno, tampoco
vendrás descalza, supongo.
- ¿Nada más? -rió ella, preguntándose porqué su Bwana estaba tan feliz
y no se lo decía.
- Nada más. Si querés en diez minutos vamos, me saco el uniforme de
Ceo de nuestra gran empresa imperialista y nos vamos, como si fuéramos
gente común y silvestre. Avisale al chofer que traiga mi auto de nuevo y lo
deje en la entrada, iremos sin chofer, por favor. Reservé en un restaurant
tranquilo, para seducirte, aquí cerca.
Ella lo miró, divertida. Sí, algo le estaba pasando a su hombre que lo
tenía de tan buen humor. El ya se lo contaría después, como siempre.
- Pero Bwana, somos gente común y silvestre, no te equivoques, sólo
que tenemos algunos ceros más la derecha.
El se quedó pensando en aquella respuesta. Podría haberle dicho que
gracias a la crisis financiera global casi tenían un cero menos a la derecha
que hace tan sólo dos meses atrás, pese a que Paltrow había amortiguado
las pérdidas con su experiencia en comprar y vender bonitos y acciones,
pero para qué preocuparla, se dijo, esperaba que el mundo mejoraría
cuando asumiera Obama, aunque sabía que la Argentina seguiría
empeorando luego de las próximas elecciones. Pero no quería pensar en
eso y amargarse.
- Una cosa más, amor -lo frenó Cecilia-. Dame tu celular, está
incautado hasta mañana.
El esperaba aquello, claro, y se lo dio, obediente, aunque le pidió que
no lo apagara, por si llamaba Rami. Y se fue a sacar su uniforme de Ceo de
un “gran grupo económico”, cómo calificaban en el gobierno a cualquier
empresa que tuviera mucha plata. Resentidos como eran, no soportaban el
éxito de los demás.
¿Cómo hizo Cecilia para cambiarse tan rápido? ¿Estuvo ensayando
toda la tarde? No, no necesitaba hacerlo, no le gustaba hacerse desear
como a la mayoría de las mujeres. Tenía mejores formas de hacerse desear.
En dos minutos estuvo lista, aunque quedó agitadísima.
Al rato, el portón volvió a abrirse y ellos salieron en el Audi de perfil
no tan bajo. Esteban conducía, raro en él. Adentro quedaban tres guardias,
cuidando a Agustina y su noviecito nuevo, que a su vez la cuidaría a ella,
que a su vez cuidaría a los mellizos. A él le gustaba el chico aquel llamado
Johnny, aunque estaba un poco celoso, como todo padre guardabosques
con su hija, eso era la vida, también. De hecho, cuando Agustina no estaba
él bromeaba y llamaba “Johnylotrago” a aquel muchacho que seguramente
le tocaría más que la manito a su querida hijita, y eso pese a que empezaba
a confiar en él.
Subieron al Audi, los portones se abrieron, salieron y él manejó hasta
una vieja hamburguesería que hay en San Isidro que se llama The Embers,
a la que iban desde la adolescencia. Tenían las mejores hamburguesas a la
americana (casi quemadas por fuera, un poco crudas por dentro). Eso, con
aros de cebolla frita, con cocacolas y una torta de manzana caliente con un
helado arriba para ella y un panqueque para él eran su menú de siempre, y
no se aburrían, lo disfrutaban. Esta vez, pidió dos botellas chicas de Stella
Artois para emborrachar a su mujer y hacerle cuando volvieran cosas muy
pero muy malas. Por supuesto, cuando estaban llegando allí sonó el celular
de Esteban, aquel que le había incautado Cecilia y que estaba en su cartera.
Ella miró quien era, era Rami, así que se lo devolvió a Bwana.
- Te lo doy porque es Rami, pero luego lo apago.
- Hola Rami, ¿cómo va a todo? -le preguntó al hombre que nunca
hablaba demasiado.
El hombre estaba divertido, ¿estaría borracho? - Jefe, puede estar
tranquilo -le dijo-. Acaban de salir de una pizzería en Belgrano R, y ahora
vamos por la panamericana, imagino que rumbo a Pilar (Rami se sentía
parte del paseo).
-¿Y porqué tengo que estar tranquilo entonces? -insistió el Grande
Jefe.
- Porque el auto es un Peugeot FMI 212.
- ¿Y eso qué significa? Aquello parecía más bien el código de un ETF,
un fondo de acciones chinas. ¿Averiguaste quién es el dueño?
- No necesito hacerlo, me lo sé de memoria. Es de su amigo Diego, está
todo bien.
Esteban se quedó mudo. ¿Cómo había ocurrido eso? ¿De dónde se
conocían? ¿Qué hacía Pato con un hombre como Diego, sino tenían nada
que ver ellos dos?
Y de repente lo entendió todo. Cualquier hombre la hubiera llevado a
Paltrow al mejor restaurant de Buenos Aires, sólo a Diego se le podía
ocurrir invitarla a comer una pizza, eso era lo que ella necesitaba, por lo
demás, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Sólo faltaba descubrir cómo
se conocieron, ya lo averiguaría. Y de repente se emocionó, le alegró
pensar que eso estaba ocurriendo, aunque sin saber cómo se le había
escapado, a él, que no se le escapaba nada y que a la hora de saber de los
demás era diez veces más eficiente que el MI5. Paltrow y Diego eran las
dos personas que más quería, más allá de su familia.
- Gracias Rami, si está con él está todo bien. Igual, no los dejes solos,
estamos en el triángulo de las Bermudas. Cuidalos, esto es rarísimo.
Rami seguía riéndose, era la primera vez en años que Esteban lo
escuchaba reirse, ni en Hollywood se les ocurrían cosas tan ridículas. Lo
saludó y colgó. Cecilia lo estaba mirando, intrigada. El seguía
emocionado, sin saber por qué, algo que le ocurría bastante más a menudo
que lo que la gente creía cuando hablaban del robot Santana, el hombre
electrónico. Mientras bajaban del auto, ella seguía mirándolo, más y más
intrigada.
- ¿Y Bwana? ¿Me vas a decir que está pasando o voy a tener que
hacerte mi tratamiento número 3 para que confieses?
- Nada, jeje, sólo que tenías razón, como siempre. El destino sabe lo
que hace. Y el tiempo hizo su trabajo.
Luego que pidieron las hamburguesas y todo lo demás, Esteban habló:
- El hombre con quien salió hoy Paltrow es Diego, nuestro Diego.
Aquella fue la primera vez que ella perdió la compostura en años, y
dijo varias malas palabras que él no supo ni de dónde habían salido. “¡puta
madre, no puedo creerlo, la concha de la lora!”, gritó ella, increíble pero
cierto. Pero estaba feliz también, divertida.
- ¿Y cómo ocurrió?
- No tengo la menor idea -dijo, y ella lo miró con cierta picardía, con
esa sonrisa que él no podía nunca resistir y que era capaz de hacerlo
confesar hasta las cosas que nunca habían ocurrido.
- Fuiste vos, claro, Bwana, vos los presentaste de alguna manera,
moviste los hilos para que se conocieran sin saberlo, sí, fuiste vos, yo sé
que fuiste vos, confesá, aclarame todo o cuando volvamos te voy a hacer
mi tratamiento número 8, ese que duele bastante.
Le brillaban los ojitos, claro.
- Juro que soy inocente, señora jueza, yo no tuve nada que ver -dijo él,
con una cara que realmente le demostró a ella que no había nada por aquí,
nada por allá, aunque no podía resistir de reirse y eso le quitaba toda
credibilidad a sus palabras- .Ya ves, estaba escrito que se tenían que
conocer, que algún día se iban a cruzar. Y sino, hubiera ocurrido, esta
misma noche se hubieran conocido en casa, ¿no ibas a invitarlo? Es el
destino, vos que sos bruja tendrías que entenderlo.
Ella lo entendió. Era el destino, claro. Y le dio un temblor inexplicable,
tuvo frío, tuvo miedo, se sintió frágil, pensó que insignificantes que eran
ante la fuerza del destino, de Dios, de la suerte o de la desgracia, como se
decía desde los tiempos de las mil y una noches hasta llegar a Kundera y la
insoportable levedad del ser.
Se quedó pensando en todo ello. En silencio.
- Bwana, quiere decir que nadie es libre de nada, ¿somos esclavos de la
suerte, del azar, de las casualidades?
- Esas preguntas son para Diego, no para mí, mañana se la podrás
hacer, si ellos no se escaparon juntos al Caribe seguidos por Rami -y
empezó a reirse, mientras terminaba su panqueque y llama al mozo para
pagarle.
Cuando salieron de allí, ella se abrazó a él y le tocó la cola, como
hacen las mujeres pos-posmodernas con sus hombres. Y lo amenzó
dulcemente: “Bwana, ahora vamos a casa y te voy a hacer el amor como
nunca, será la vez 2.382. ¿Lo sabías?
Se subieron al auto, aún abrazados, y él pensó que eso, sencillamente
eso, era la verdadera felicidad.

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Capítulo XIII, otra hamburguesa, pero sin final


feliz
El auto estaba llegando a Pilar, un pequeño pueblo de moda
simplemente porque quedaba lejos de la gran ciudad, al norte de Buenos
Aires, salpicado de countries de verdad, casas de fin de semana, árboles y
piscinas, y hasta un complejo moderno con algunos cines, restaurantes
caros, negocios de ropa femenina o masculina y otros objetitos para
consumir. Era algo así como una sucursal subdesarrollada del capitalismo,
un shopping al aire libre en donde el deporte era caminar y comprar cosas,
mirando las vitrinas de los negocios y también a las otras personas que
caminaban y también miraban las vidrieras y jugaban a comprarse algo,
creyendo que adquirían un pedazo de felicidad. Era un lugar para irse a
mirar los unos a los otros, claro. Un poco antes, en la mano izquierda,
había un hotel Sheraton medianamente grande, que él conocía muy bien
porque algunas veces, pocas, se había escapado allí con Anna, cuando ella
todavía no se había ido para siempre y ellos necesitaban estar una noche o
un fin de semana solos, sencillamente para jugar el juego. Claro que Anna
y él no necesitaban comprarse algo para ser felices, sólo les alcanzaba con
tenerse uno al otro.
El Peugeot pasó por allí, él miró aquel lugar y se dijo que le gustaría
bajar de la autopista, atravesar el puente y entrar allí, para quedarse con
Popcorn a dormir, simplemente dormir. Pero ella ya no dormía. Se estaba
despertando, había dicho “hola flaquito gordito, no sé que me pasó pero
me dormí una siestita, debe ser el jet lag emocional que me da cuando me
relajo”. En el auto sonaba una vieja canción de Joan Manuel Serrat en
catalán, llamada ‘Talabras de Amor”, eso fue lo que la despertó a Galatea
Popcorn en medio de aquella noche de Brujas que ellos estaban transitando
sin saber adonde los llevaría la escoba mágica en que estaban los dos
subidos. “Esta canción siempre me emociona”, dijo ella, recordando
aquella tarde de domingo con Esteban, cuando se le perdió el corpiño del
bikini y ocurrió todo, o sea, cuando no ocurrió nada. Aquel día Joan
Manuel Serrat también cantaba esa canción y ella nunca pudo olvidar ese
detalle, o no tan detalle. De hecho, cada vez que escuchaba esa canción le
hacía deja vú y se emocionaba. Pero esta vez no se emocionó de la misma
manera. Sin saber porqué, sintió que el pasado se había quedado en el
pasado, y que ella estaba en el presente, en otra vida dentro de su vida,
yendo junto a su Ulises personal por una ruta sin saber adonde iban, y feliz
de estar allí. ¿Qué había cambiado? No lo sabía, es más, ni quería
averiguarlo. Esteban de repente era como su hermano mayor, y sintió que
de repente ya no le importaba pensar en él, y ni siquiera lo odiaba por eso,
en todo caso se odió a ella misma por haberse pasado tantos años pensando
en él para no pensar en nadie más, salvo en aquellos dos maridos a quienes
quiso, pero no amó perdidamente. Si, estaba enojada con ella misma y no
quería dejar que el tiempo se le escapara un segundo más. “El tiempo se
acaba”, le decía su relojito interno.
Mientras ella pensaba, sentía, recordaba todo aquello, y casi volvía a
nacer de nuevo, Diego se dio cuenta que el auto que los había seguido
desde el principio ya no estaba más en el espejo retrovisor, se había ido en
alguna salida anterior, los habían dejado solos con sus almas vaya uno a
saber porqué. Cuando pasaron por el Sheraton ella lo miró y no dijo nada,
nadita de nada, viendo como el auto no bajaba de velocidad, ni se salía de
la autopista ni doblaba a la izquierda. Entonces levantó el apoyabrazos que
separaba las dos butacas del auto, casi se pegó a él y le sopló al oído un
sencillo “gracias”, con un beso en el cuello, al borde mismo de la oreja,
que a él lo emocionó por la simpleza del gesto. Aquella mujer cosmo,
globalizada, bancarizada, computarizada y online, en el fondo era una
romántica como él, aunque no se atrevería a confesarlo jamás de los
jamases. De hecho, durante todo el trayecto había sospechado que Ulises
estuviera tomando ese camino para llevarla a aquel hotel porque “sólo
pensaba en eso”, como ella, claro, como todos los seres humanos, claro,
algo que no tenía nada de malo si antes de desnudar el cuerpo previamente
se habían desnudado las almas. A los dos minutos, el auto llegó aquel
pueblo-shopping de Pilar.
- Hace tanto que no vengo por aquí dijo, no sabía que habían construido
todo este mundito de plástico, casi como una Disneylandia del
subdesarrollo.
- Pero yo necesito parar, Popcorn, necesito hacer una escala técnica,
sabrás que soy un ser humano como vos que vive en la quinta década de su
vida.
Ella empezó a reise, divertida. Y dijo “yo también, Beibi, no te creas,
mejor vayamos a Disney a hacer un descansito y de paso tomamos una
coca cola, la pizza me dejó con unas terribles ganas de tomarme una
embotelladora entera de esa empresa de la que te aconsejo comprar stocks,
que están muy baratos, de paso”. Y se volvió a su asiento, aunque tuvo
unas tremendas ganas de quedarse allí, apretada a ese hombre que estaba
con ella, y que le gustaba porque creía en el amor en un mundo en donde
pocos creían en esas cosas maravillosamente ridículas.
El salió de la autopista, se perdió, volvió a subir, dio la vuelta, volvió a
bajar y al final encontró la entrada a Disneylandia, y cuando ingresaron a
aquel lugar de plástico vieron un Burguer King, o un Mc Donald, junous,
una simple hamburguesería que estaba en la entrada misma de aquel lugar.
Por suerte no había casi teenangers jugando a que eran grandes, ni padres
que los llevaban jugando a que eran chicos. El estacionó, ellos se bajaron
del auto y cuando entraron al lugar fueron directamente, casi sin saludarse,
a los respectivos baños. Pero sus ojos se cruzaron y se dijeron, sin hablar,
“por favor, esperame”.
Cuando ella salió, cinco minutos después, él ya estaba sentado junto a
una ventana, mirando las lucecitas de afuera y de adentro, un poco
cansado, aunque feliz. Ella lo vio y se acercó caminando hacia él, y vio
que había una silla en frente -pegada al piso- y una a su lado, también
pegada al piso. Allí se sentó, lo más cerca que pudo de él, con ganas de
apretar su cuerpo al de él sin pedirle permiso, claro, pero la arquitectura
Fast Food no había sido pensada para el amor entre las personas, sólo para
el amor del hombre con la hamburguesa. Ella nunca pedía permiso, así que
le tomó la mano, mientras odiaba a ese capitalismo salvaje que no le
permitió pegarse a él. Ya no era la Paltrow que era cuando trabajaba de
reina, estaba descendiendo a la categoría de ser humano, y lo mejor era
que le gustaba.
- Flaquito, me debés el final de la serendipia, ¿no me la contás ahora?,
dale, dale, porfi -le dijo, y él en ese momento pensó en su hija, Zanahoria
cuando era chica y decía las mismas cosas y con la misma insistencia, y
quizá hasta en aquel mismo lugar. Si ahora la llevara a un lugar así, Zal lo
miraría con autosuficiencia, enojada, como diciendo “papá, no ves que ya
soy grande para este lugar”. Pero Popcorn estaba contenta de estar allí,
aunque tenía, como él, un cansancio feroz, más el jet lag del viaje, así
como deseos de seguir jugando a que eran chicos y estaban haciendo una
travesura grande.
Ulises se debatía, otra vez, en decirle o no decirle que empezó a
enamorarse de ella desde desde que vio su foto en la celestina electrónica
de Internet, y más cuando empezaron a cruzarse sus mails tímidos, y más
cuando hablaron por el skype y se escucharon sus voces y aquello les
gustó, y más cuando tuvieron las conversaciones profundas y se pasaron
días y días, o noches y más noches, así, contándose sus historias entre
Niúiork Niúiork y Buenos Aires, conociéndose poco a poco,
intercambiando sus almas, desnudando sus almas sin haberse cruzado
nunca ni siquiera una mejilla con un beso ni haberse tocado un milímetro
de su piel, y más le gustó aquel día, ayer nomás, en que ella se le puso
frente a su auto para pedirle disculpas, llorando, por haberle preguntado
“qué verso me vas a hacer”, cuando apenas se vieron por primera vez y él
no pudo quitar sus ojos de sus ojos, de sus manos y de aquella camisa
blanca que se abría en su cuello con una sencillez seductora que sugería
que ella no tenía un gramo de plástico, ni en la cabeza ni en su cuerpo.
El amor le dolía en ese momento a flaquito gordito, y le seguiría
doliendo hasta que se lo dijera a ella, aunque temía arruinarlo todo, porque
de lo único que mujer pochoclo no quería escuchar hablar, como 9 de cada
10 mujeres que usaban jabón Lux, era del amor, aunque lo desearan, lo
necesitaran, lo soñaran, lo odiaran y lo alucinaran en las pocas ocasiones
en que se les cruzaba en la vida un hombre de esos que ya no quedaban,
según ellas, y que las miraba en los ojos con transparencia, y no pensaba
en ellas y en “sólo en eso”.
Pero no cayó en su propia trampa, menos mal, había decidido que el
verdadero amor no se decía, no se proclamaba, no se prometía, sólo se
hacía cotidianamente sin hacer una campaña publicitaria para demostrarlo.
Así que cuando les trajeron las cocacolas, y una hamburguesa súper de
luxe para ella con papas fritas y mayonesa y mostaza y queso y tocino y
una doble ración de carne, él volvió a la historia de la serendipia. Sólo
deseó, en aquel momento, estar en “la vida offline”, en la casa de sus
amigos en Cariló, mirando el mar junto a ella, o mirando el mar en sus
ojos, mientras ella lo escuchaba a su lado contarle sus historias del
coleccionista de besos. Pero aquella hamburguesería estaba bien, con ella
detrás de una súper hamburguesa de plástico, y reirse simplemente con lo
grande que podía abrir su boca. No pudo, aunque trató, dejar de pensar en
cosas muy sensuales, sexuales e inusuales.
Por suerte, el coleccionista de besos volvió con la historia...
- Dos años después, ellos, Zarazar y Jonathan, estaban por casarse, cada
uno con su novio y novia de siempre, pero a medida que se acerca el
momento no podían dejar de extrañarse el uno al otro. Apenas se conocían
pero se extrañaban. ¿Aquello habría sido una serendipia? Comenzaron a
soñarse, a buscarse, sin darse cuenta primero, y luego dándose cuenta, y al
final desesperadamente, recorriendo todo Niúiork Niúiork al mejor estilo
Hollywood, claro, era una carrera contra el tiempo, pero algo, alguito, un
cosquilleo, una sensación de almitud, no sabían qué, los atraía, los
llamaba. Aquello sí había sido una serendipia. De ellos dependía ahora -
siguió hablando flaquito gordito, mientras ella no decía ni mu- lo que
ocurriera. Aquella ‘casualidad’ podía quedarse allí o ser el principio de
algo que nunca podrían explicar pese a que lo habían tenido delante de sus
narices. Pero para ello hay que creer en dos palabras más que van más allá
del azar y los eventos fortuitos: destino y fatalidad. Los dos, al menos,
habían llegado a la conclusión que tenían que saber qué les estaba
pasando, antes de seguir con sus vidas. Ocurre que cada uno se había
quedado, digamos que casualmente, con uno de los guantes de lana que los
había juntado aquel día en que se conocieron. ¿Volverían ahora a juntarse
esos dos guantes que a cada uno por su lado no le servía a ninguno de los
dos?... Hubo en la desesperada búsqueda final por Niúiork Niúiork varios
hechos más que demuestran que ella tenía razón, que a veces dos personas
no se encuentran ni antes ni después de lo que tienen que encontrarse, ni
un segundo antes ni un segundo después.”
- Ya lo sé, hasta que el tiempo haga su trabajo -dijo ella, con un poco
de ketchup en la punta de la nariz, que él hubiera limpiado con su propia
nariz, al estilo esquimal, o mejor, con la mismísima lengua-. A veces me
parece que estás hablando de nosotros mismos, gordito.
El la miró sorprendido. - Esa frase siempre la digo yo. Es de “Un
hombre y una mujer 2”, la película francesa -la interrumpió él, sin saber
que ella también era cazadora de frases y aquella estaba en su colección,
también.
“Cuantas casualidades”, volvió a pensar ella, mientras él trataba de
explicarle que las casualidades no existen.
- Lo primero que pasó -siguió él-, mientras se buscaban como si
trataran de encontrar una bomba atómica que explotaría en 2 horas, 30
minutos y 27 segundos en la ciudad desnuda, es que ellos empezaron a
cruzarse cada vez más y más cerca por la ciudad, como si se percibieran,
como si realmente Dios estuviera jugando con ellos. Hasta que al final él
encontró “casualmente” el libro del amor en los tiempos del cólera, con su
teléfono y su bello nombre Zara en la primera página. ¿Cómo le llegó el
libro a sus manos? Te vas a reír: se lo regaló su novia un día antes del
casamiento, porque había notado que él siempre entraba a las librerías de
usados y buscaba en la primera página de aquella novela. ¿Cómo
explicarías aquello, Popcorn?
- Fácil -dijo ella, que acababa de terminarse la súper hamburguesa y
seguía con el ketchup en la nariz-: las mujeres intuimos, el inconsciente no
es un invento de Freud, él sólo descubrió que estaba allí, en cada uno. Y la
pobrecita novia del tipito quizá supo entender, más allá de sus deseos, que
allí estaba ocurriendo algo que se le escapaba de las manos y los pies. Y
quizá no le gustaba engañarse. Aunque debo decirte, flaquito, para que
quede asentado, que yo no le hubiera regalado aquel libro si lo quería. Le
hubiera hecho el amor y lo hubiera vuelto tan loco que el tipo no se me
habría escapado jamás... Le hubiera dejado el pulso en 100, la presión en
9/14 y las dos piernas temblando.
El la miró. Le divirtió esa explicación posesiva y femenina. ¿Le habría
querido insinuar algo? Obvio, sólo que él no sabía que las mujeres no
entendían las luces de los semáforos como los hombres.
- Y finalmente ella -siguió hablando Ulises-, una hora antes del
casamiento de él, cuando ella también ya estaba por abandonar y volverse
a las calles de San Francisco, se cruzó “casualmente” con el billetito de 5
dólares en que estaba escrito el teléfono de él, y allí consiguió su dirección
y se tomó un yellowcab para buscarlo antes que él se casara.
Popcorn no resistió a ese tipito que sabría mucho de contar historias
pero era cero sensibilidad, de tanto vivir en un tupperware. Así que le
tomó la mano. Fue su propia serendipia. Y lo volvió a interrumpir.-
Siempre quise subirme a un taxi en Niúiork Niúiork y decirle al terrorista
iraní que lo maneja que “siga a ese coche”, como en las películas. ¿No te
gustaría jugar ese juego alguna vez cuando me visites en my home,
gordito? Además me tenés que explicar lo de las rayitas de colores del
dentífrico, eso no me deja vivir, Beibi.
Aquella frase sobre visitarla en Niúiork Niúiork fue para él como
encontrar el libro sobre el amor en los tiempos del cólera, ella acababa de
hablar por primera vez sobre el futuro, y acababa de incluirlo a él. Eso fue
un golpe de estado al corazón.
- Kid, chiquita, Penny, Popcorn, Galatea, me estás resultando una
romántica -le dijo.
- Jamás te dije que no lo fuera, sólo dije que no buscaba amor, sino
amistad con sexo salvaje -respondió ella, para provocarlo más. Y él no
supo si lo amaría salvajemente en medio del Burguer King o si esperaría
que él se atreviera a atreverse. Con su mano le limpió la nariz, un gesto de
dulce y puro sexo xxx.
- ¿Y ella llegó a tiempo a evitar que se case, Flaquitogordito? -
preguntó, acercándose a él más de lo recomendable en un lugar público, y
apoyando como quien no quiere la cosa su sandalia, o su pie descalzo,
junous, en su mocasín, con premeditación y alevosía. Era Paltrow, claro, y
como estaba enamorada, aunque ni lo sabía aún, triplicaba puntos palabra.
- No, llegó tarde, pero el casamiento se había suspendido. El tal
Jonathan le dijo a su novia que no podía casarse con ella, como en las
películas de Hollywood, cuando el cura dice “si hay alguna persona que
tenga algo que decir, que hable ahora o calle para siempre”. El tipo había
hablado, claro. “Mi corazón pertenece a otra cardióloga”, habrá dicho, o
algo así.
De pronto a ella se le cruzó pensar que el mismísimo Esteban no la
había elegido a ella, casi como el tipito de la película, y se sintió molesta
como nunca le había ocurrido, como si durante años y años hubiera estado
tan enojada con él que ni se lo podía confesar a ella misma. “Que se
jodiera Esteban”, pensó por primera vez en su vida, y le apretó la mano
con fuerza al flaquito tímido coleccionista de besos, un poco insoportable
porque estaba llevando demasiado lejos aquella loca idea de “no busco
sexo, sino amor” pero que le gustaba, cómo le gustaba, y ni sabía decir por
qué.
- Ay flaquito gordito alias Ulises Hollywood -le dijo entonces-,
terminemos con esto, quiero llegar al final. ¿Cómo termina la historia?
¿Duermen al derecho o al revés? ¿Comen hamburguesas de perdiz en la
cama? -le preguntó, sin soltarle ni la mano ni el pie. ¿Hacen el amor
desnudos o vestidos?
- Como es obvio: el camina por el Central Park, yendo sin saberlo hasta
la famosa pista de patinaje, y descubre el significado de todo aquello, llega
allí y se encuentran, se besan, se descubren, se muerden, se apasionan, se
mueren de frío porque empieza a nevar, y comparten los dos guantes
reencontrados, y no quedan dudas que eso era el destino porque los dos
guantes ya no podían vivir separados, porque la vida de ellos dos juntos
sería mucho más que dos. Esa escena también irá en el dividí del
coleccionista de besos. Ella seguía pegada a él todo lo que las sillas
separadas la dejaban. Pero como él no le decía el “te quiero” que ella
necesitaba escuchar, y temía escuchar, ni se levantaba, ni la tomaba y se la
llevaba lejos, o muy cerca, se puso su sandalia erótica, se levantó y cambio
de silla. El se quedó a la intemperie, y ella sintió también que estaba a la
intemperie. Allí supo que moría por flaquitogordito y que no soportaría
tenerlo lejos, ni su cuerpo ni su alma. ¿Paltrow enamorada perdidamente?
Paren las rotativas.
- Sí, flaquito, no hay dudas, me estás haciendo el verso -dijo ella, al
fin, feliz-. Pero lo hacés tan bien que me estás domesticando, ¿lo sabías?
Así que por favor no me hables más de amor, beibi, sólo llevame a un
lugar adonde me puedas abrazar y te pueda abrazar, no sabés cómo
necesito eso, un simple abrazo tuyo, humano, de alguien que cree en el
amor como vos, y que me ayude a volver a creer en eso en que ya no creo,
corazón.
Popcorn lo había dicho clarito, y en ese momento él supo que ella
había cruzado por fin su océano personal de pánico, del miedo, de la
soledad, de la intemperie, de la armadura oxidada, del vacío. Se preguntó
como un idiota sí podía decirle lo que deseaba decirle hace días, semanas,
su “something stupid like I love you”, pensando que ella ya no saldría
corriendo de allí gritando socorro. Pero no, en aquel mundo cosmo las
palabras asustaban y podían sobrar. Así que sencillamente no hizo nada.
- ¿El azar es simplemente aquello que no sabemos explicar?, Ulises -
preguntó ella entonces, por decir algo- mientras él seguía coleccionando
besos imaginarios cuando frente a él tenía millones de besos reales que
esperaban llegar a sus labios, su cuello y sus etcéteras. Ella ya no sabía
qué hacer con ese hombre que se había pasado años viviendo en un
tuperware y que no sabía cómo salir de allí. Vilma ya le había abierto la
puerta, pero Pedro Picapiedra no sabía entrar, se le ocurrió pensar.
El siguió sin responder. Estaba atrapado entre las sirenas y sus
pensamientos. Ella deseó que tuviera la lucidez de decir su famoso Basta y
le apretara la mano, o mejor, la rodilla y un poco más arriba, en vez de
perderse en el camino otra vez, pero él seguía dudando, tenía el síndrome
de “¿vos que verso me vas a hacer?”, mientras ella estaba esperando,
necesitando como nunca le había ocurrido, un sencillo abrazo de gordito-
flaquito, sin saber qué le estaba pasando a él por esa cabecita que pensaba
demasiado. Y él estaba teniendo otro ataque de Parkinson que le sobrevino
desde el preciso momento en que ella mencionó la palabra abrazo. Estaba
hecho un idiota serial, paralizado, freezado y perdido en el espacio. Así
que ella no aguantó más, estaba acostumbrada a hacer que las cosas pasen
y aquello era demasiado. - ¿Qué hacemos ahora con el destino que nos
acaba de juntar, flaquitogordito? -le preguntó, sin saber si era Popcorn o
Galatea, pensando que quizá aquel romántico empedernido sólo estaría
enamorado del amor, pero que no era capaz de enamorarse de ninguna
mujer real, tan bien que parecía estar exiliado en el ciberespacio.
Finalmente Ulises se convirtió en Diego de repente, se dijo a sí mismo
Basta, se levantó y tomó su mano con dulzura. Ella se levantó detrás de él,
menos mal, al fin solos, pensó Pennylane. El ya había pagado la cuenta.
Popcorn ya no estaba allí, y aquella mujer triple A se puso repentinamente
radiante, sin saber porqué, quizá porque se estaba convirtiendo en Galatea
mientras él se convertía en Mister Basta, tanto que la tomó de la cintura
suavemente, para llevársela de allí de una vez, derecho al abrazo, ocurriera
lo que ocurriera. Hasta le iba a decir “something stupid like I love you” ya
mismo. Era el momento menos pensado, al fin. Pero ya era tarde, porque
justo en ese momento a ella le cambió la cara, el gesto, era su celular que
estaba sonando en su cartera. Como en las peores telenovelas venezolanas,
sonó un teléfono. Y lo más notable es que el celular de él también empezó
a vibrar en el bolsillo izquierdo de su camisa, y cada vez que eso ocurría a
él le parecía que le estaba dando un infarto al sentir ese cosquilleo en su
pecho. Pero no era un infarto. Ella respondió su celular. El respondió el
suyo. Y el destino, otra vez, volvió a mostrarles que alguien estaba
jugando a los dados con ellos, pero no era Dios. Ella se puso pálida. El se
puso pálido también. ¿Habrían perdido el tren?

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Capítulo XIV, exuberancia irracional al derecho y


al revés
El ex presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos hasta
hace unos años se llamaba Alan Greenspan. Era un viejito amable, con
algún parecido a Woody Allen, y todos creían que era un sabio que había
manejado al mundo durante cerca de dos décadas desde su “sencillo”
cargo de titular de la Fed. Había sido, casi, el verdadero presidente de los
iúesei, como llamaba Paltrow a los Usas, ya que sencillamente subiendo y
bajando las tasas de interés, o amenazando que lo haría en algún discurso
académico, o en una conversación en el Congreso, podía acelerar o frenar
a la economía, estimularla o anestesiarla por un ratito. Cuando Paltrow le
explicaba esto a sus alumnos de la Universidad de Columbia, los
muchachos y las chicas que iban interesados por su Ph.D se reían, se
apasionaban y casi la aplaudían. Algunos alumnos hasta se enamoraban de
ella perdidamente (en un tiempo que las mujeres maduras están de moda,
claro), cuando usaba sus trajecitos sastre que ella siempre lograba hacer
que mostraran sus piernas al estilo Sharon Stone en alguna película
famosa, sólo para poner nerviosos a aquellos muchachos y celosas a
aquellas chicas que estaban allí para aplicar al famoso éxito. Se
enamoraban de ella cuando, así como sin darse cuenta, se sentaba al frente
de la clase y jugaba distraídamente con su piecito y su zapatito Gucci Fifth
Ave., adelante de todos aquellos alumnos que miraban casi fanáticamente
a sus ojitos de colores, a sus anteojitos clásicos, pero no retro, más bien
redonditos, finitos, absoluta y totalmente fuera de moda, que usaba para
tomarse femeninamente los rulos, mientras aquel piecito con vida propia
los distraía y los perdía cuando ella hablaba sabiamente de Greenspan.
Eso ocurría una vez por semana, los viernes, cuando ella iba a dar su
clase de Política Monetaria que dictaba hacía años y años en su querida
ciudad de Níúiork Niúiork. Enseñar era lo que más le gustaba hacer en la
vida, además de soñarlo perdida e inútilmente a Esteban el héroe. Y recién
después, en orden de importancia, venían el sexo sin amor, el poder, y
ganar muchos dólares para ella y para los clientes que asesoraba en el
banquito adonde ya era una VP level one, comprando y vendiendo bonitos
y acciones y operando en los tan cuestionados ahora mercados de futuro, a
lo que ella llamaba un poco cínicamente como “su aporte al cambio
climático”, explicando que no se trataba de otra cosa que de fabricar aire.
Greenspan (quien posiblemente hasta fuera un primo lejano, pero más
serio, de Woody Allen, un tipo inseguro al que las mujeres lo perdían,
fueran rubias o morochas, coreanas o españolas, hijas adoptivas o primas
lejanas) bautizó como exuberancia irracional a todo aquello que estaba
ocurriendo en la última década en el mundo, adonde se estaban
produciendo hechos que él, uno de los más importantes economistas del
mundo y los planetas vecinos, no sabía ni siquiera explicar. Algunos otros
expertos y gurúes varios hablaban de “comportamientos de manada”, otros
hablaban de un mundo gobernado por las expectativas racionales, y hasta
el mismo Greenspan había encontrado una palabra para definir lo que no
sabía explicar: llamó “conundrum” a aquel misterio que, sencillamente, no
podía comprender, pese a que tenía que operar sobre sus consecuencias
económicas como chairman de la Fed.
Muchas veces en que Diego y Esteban se sentaban en el jardín de su
casa a conversar, de hecho, él las rebautizaba como “expectativas
irracionales”, su manera elegante de decir que el mundo se estaba
volviendo loco por las actitudes que se veían aquí y allá, no sólo en la
economía y en las finanzas, sino en todas partes, con la gente conviviendo
malamente en un planeta que hacía años crecía y crecía sin parar y sin
preocuparse demasiado por el cambio climático, priorizando el presente
sobre el futuro, la coyuntura sobre el largo plazo, el placer por sobre la
felicidad, mientras el resto de las actividades y las relaciones humanas se
deterioraban y se descomponían y se volvían distantes y distintas,
agresivas e inhumanas.
Y Diego le leía a su amigo, entonces, su larga lista de hechos -a la que
le iba agregando todos los días cosas nuevas que observaba y anotaba en
su vieja Palm- para tratar de explicar aquella exuberancia irracional.
- Diego, no me vengas hoy con tu discurso pesimista -trataba de
frenarlo Esteban, que lo veía venir y conocía muy bien esos días en que su
amigo estaba con un “ataque de paranoia apocalíptica”, una enfermedad
superior aún a los modernos y científicos “ataques de pánico” de uso tan
común en los tiempos modernos.
- ¿Yo pesimista? -le respondía Diego, y buscaba su Palm y buscaba su
lista del paranoico extremo de domingo por la noche, y se la leía a su
amigo, torturándolo: “estamos en un mundo en donde la gente confunde
sexo con amor; Bwana -empezaba su amigo, como una letanía-, en un
planeta en que hay un grupo de tipos muy locos que se creen que tienen
verdad absoluta y fueron capaces de estrellar unos aviones contra las
torres gemelas. Con algunos dictadores sudamericanos que se hacen los
democráticos pero sueñan con que los reelijan de aquí a la eternidad, para
quedarse en el poder. Con unos idiotas que creen realmente que el
holocausto no existió y quieren fabricar otro holocausto para quienes no
piensan como ellos Con unos adolescentes que viven on line creyendo que
el futuro no existe y están creando un nuevo existencialismo sin ideas, sin
sueños ni ambiciones más allá que vivir sólo el momento, en un exceso de
hedonismo basado en satisfacer casi deportivamente los deseos del cuerpo.
Con unos padres que creen, o quieren creer porque les es más cómodo, que
a los hijos hay que dejarlos hacer su vida, expresarse y permitirles que
crezcan sin ninguna dirección ni orientación ni amor ni sentido ni
principios ni límites. Con un sistema capitalista un poco enfermo,
gobernado por el sistema de metas y resultados que está generando que la
competencia entre empresas no tenga límites, ni códigos, ni principios, ni
regulaciones, lo que está llevando a que la gente viva estresada trabajando
12 horas por día por temor a no cumplir con las expectativas del Dios 10%
anual de ganancias, o más, y que venga un tipo al estilo de Donald Tramp
y les diga con soberbia “you’re fired” sino cumplieron con los resultados
esperados. Con otros adolescentes con padres inexistentes, sin ejemplos,
que viven offline, excluidos, en las calles, sin posibilidades de estudiar y
capacitarse, lo que los deja a la intemperie, indocumentados, fuera del
sistema, envidiosos y resentidos, y con una violencia en ascenso.
Y cuando Diego llegaba a estaba a esa altura, Esteban ya estaba al
borde del suicidio, cansado y también con ganas de decir Basta,
amablemente pero basta.
- Vamos, yo creía que eras un romántico empedernido, un optimista
que creías en un mundo mejor, y me salís con este discurso aterrador.
- Yo sólo te estaba explicando la idea de la exuberancia irracional -
decía entonces Diego, sin parar de hablar-. Claro que soy optimista, pero
me preocupan tantas luces amarillas. Ahora todo va bien, los mercados y
las economías vuelan, el mundo crece al 5% anual en el mundo, Greenspan
habla de la exuberancia irracional para intentar explicar la parte buena del
momento financiero que estamos viviendo adonde todo sube sin parar,
aunque temo que alguna vez tendremos una exuberancia irracional al
revés, en donde todo empezará a caer y la gente entrará en pánico por las
mismas razones que hoy celebra y sigue comprando...
Aquella conversación había ocurrido a mediados de 2007. El llamaba a
aquella exuberancia irracional un “círculo vicioso maníaco depresivo”
aunque de psicoanálisis no entendía nada, obviamente. Aunque aquella
noche especial de diciembre de 2008, Esteban volvió a recordar toda esa
charla junto a su ciprés de Arizona del jardín de su casa, como quien ve
pasar la vida antes sus ojos. Lo había atacado la exuberancia irracional.

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Capítulo XV, el “efecto resentimiento”


Acababan de subirse al auto, Esteban arrancó, ella buscó música en
algún CD y salieron de allí sin apuro, mientras Esteban miraba para todos
lados, por todos los espejitos, con su obsesión habitual.
Demoraron nueve minutos y medio hasta que el Audi llegó desde allí
hasta su casa en las lomas de San Isidro. El corrió, miró por el espejo y se
fijó si lo seguía, como siempre, el auto que los cuidaba a larga distancia.
El auto estaba allí, le hizo una señal con las luces y él se quedó tranquilo.
Todo estaba en orden y no había síntomas de la exuberancia irracional que
siempre lo inquietaba a Diego.
Cuando llegaron a la entrada de la casa, pasados esos nueve minutos y
medio, mientras Cecilia le tenía tomada la mano, entrelazados sus dedos a
los de él aprovechando que el auto tenía una caja automática, en silencio,
un poco agitada, vieron que de venía otro auto en dirección contraria, que
no frenó hasta que se puso justo enfrente del Audi, bloqueando el paso. Era
un auto viejo, o quizá una camioneta. Se escuchaba una música muy
fuerte, que salía de aquella camioneta. El vio que eran dos o tres
muchachos y una chica que venían sentados, cantando estruendosamente, y
fumando, y divertidos, y quizá borrachos, o quizá drogados.
Los dos autos quedaron enfrentados en la puerta de la casa, aunque el
portón no se había abierto y Esteban pensó por no más de 15 segundos qué
debía hacer. Pensó que adentro estarían su hija Agustina, durmiendo, y los
mellizos, durmiendo, y la custodia que había dejado allí para cuidar de
ellos, durmiendo distraídos. Había poca luz, sólo se escuchaba el frenético
ruido de aquella música enloquecida que podría ser una cumbia villera, o
una canción rapera del subdesarrollo, se le ocurrió pensar a él. Aquellos
muchachos, que debían haber robado esa camioneta y estaban jugando a
que eran grandes, y fuertes, y superados y omnipotentes, comenzaron a
tocar la bocina, sin parar, desencajados, histéricos, nerviosos, borrachos,
alucinados, sacados de la realidad, o viviendo en otra dimensión diferente,
en otra realidad. Había pasado menos de un minuto, nada más, lo supo
porque estaba mirando sin saber porqué las lucecitas del tablero, que
mostraban el paso del tiempo. Nunca imaginó que un minuto pudiera durar
tanto. El seguía pensando qué hacer. Una posibilidad era poner directa y
acelerar y empujar de frente a aquel auto, pero eso los enfurecería más a
aquellos chicos que jugaban a ser grandes, a ser poderosos, a ser
invencibles, a ser los protagonistas de una película violenta de Hollywood
de esas que a él siempre le inquietaban tanto porque eran “deseducativas”,
como decía su mujer. Ellos querían que diera marcha atrás, quizá sólo
querían que hiciera eso y que se corriera de alli, pero aquello no era fácil
porque en aquella calle angosta había dos cunetas, una de cada lado de la
calle, y no era fácil ni correrse, ni dar marcha atrás, ni nada, no había
lugar. Se preguntó adonde estaría el auto de la custodia que siempre lo
seguía a distancia prudencial. Pensó que él había corrido tanto desde
Martinez que quizá estaban demorados. Miró en la casilla de custodia de
la esquina, la de la calle, pero el guardia tampoco estaba. Era un instante,
una vida, se le ocurrió pensar. Recordó que cuando estaba construyendo
aquella casa, hacía años ya, su padre había observado que aquella calle era
demasiado angosta, y que él trató de ensancharla, pero en la municipalidad
no le aprobaron la obra, aunque él estaba dispuesto a pagarla, cosas de los
urbanistas, dijeron, para preservar el estilo del barrio, agregaron. Pensó,
todo en esos milisegundos, que podría apretar el botón que activaba la
apertura del portón y mientras tanto dar marcha atrás, quizá ellos no se
dieran cuenta de aquello, y se fueran sin molestarlos más, y él pudiera
ingresar rápidamente. Pero no, no quiso hacer eso, adentro estaban sus
hijos y no quiso ni siquiera tomar el riesgo. Sólo trató de confiar que
adentro de la casa los custodios que habían quedado se dieran cuenta de lo
que estaba pasando afuera y salieran de allí por la puerta lateral, o se
acercaran para protegerlos sin dejar entrar a nadie. Pero nada, no
aparecían.
Había pasado otro minuto, quizá, y desde la camioneta los estaban
insultando, eso escuchaban él y Cecilia, lejanamente, o más bien veían sus
gestos violentos, atemorizantes, pese a que tenían las ventanillas cerradas.
De repente, la camioneta empezó a avanzar y se le pegó al Audi, frente
contra frente, comenzando a empujar su auto, sin importarle que le
estuviera rompiendo todo el frente. Claro que a él eso fue lo que menos le
importó. Cecilia miraba todo aquello y no decía nada, confiaba en Esteban
y sabía que tendría sangre fría. Sólo le pidió que les hiciera caso, a lo
mejor tenían suerte y se corrían.
A ese mismo razonamiento llegó Esteban, así que accedió a dar marcha
atrás, y sin avisarle a su mujer, acercó su mano a un compartimento que
había entre los dos asientos, en donde había un revolver escondido que
Rami le había enseñado a manejar meses atrás, preocupado por todo lo que
estaba pasando. Esteban recordó una frase de Rami que lo había
impresionado: “jefe, si alguna vez decide sacar el arma, es para usarla,
sino ni la muestre, y si la saca es para empezar a disparar”.
El sintió que aquella frase era pavorosamente cierta, y volvió a
preguntarse si lo hacía o no, mientras Cecilia estaba como hipnotizada a su
lado, callada, aterrada, y empezando a respirar mal, como si tuviera un
repentino broncoespasmo que se le aceleraba con cada golpe que les daba
aquella camioneta llena de dementes que empujaba el auto para atrás cada
vez con más fuerza.
Así que Esteban hizo dos cosas, la primera poner la reversa. La
segunda, no decirle nada a Cecilia, sacar el arma y tenerla escondida en su
mano derecha mientras hacía como que dejaba que aquellos chicos
creyeran que estaban empujando el auto con la camioneta, que eran ellos
los que los empujaban y los hacían retroceder. El decidió que eso era lo
mejor, ir hacia atrás, que los dos autos se alejaran de la casa, que ni
supieran que aquel gran portón era la entrada de su propia casa. Cuando
hizo las dos cosas, cuando tuvo puesta la reversa y el revolver en su mano,
miró en el espejo retrovisor y de repente aceleró dando marcha atrás todo
lo rápido que pudo, pero el auto no siguió del todo derecho, sino que poco
a poco se metió en una de las cunetas, que estaba embarrada, y empezó a
quedar allí, con las ruedas girando en el vacío, sin salida. Para peor, había
un viejo árbol que había plantado hacía años él mismo, con su hijo mayor
que ahora estaba estudiando en Chicago, y que lo frenó. En su cabeza la
palabra “conundrum” sonaba una y otra vez, como un eco. Todo ocurría en
cámara lenta. Pensó que los vidrios de su auto eran a prueba de balas, así
que lo que se le ocurrió entonces fue que si aquellos chicos (porque eran
sólo unos adolescentes como los que vagaban por las calles de ese país de
nuevos pobres) llegaban a bajarse y estaban armados, que era lo más
probable, entonces él mismo se bajaría de su auto, cerraría la puerta tras
de sí y empezaría a dispararles como le había enseñado Rami. La miró a
Cecilia, y pensó en la noche feliz que habían pasado con unas simples
hamburguesas, no supo cómo pero vio el número 2.387 impreso en algún
lado, titilando, el número de orgasmos que élla le había prometido apenas
un rato antes.
Todo eso ocurrió en cama lenta. Pudo haber durado quince segundos o
cinco minutos, junous.
El Audi seguía allí, de lado, inclinado, con la parte trasera chocada
contra el árbol. La camioneta estaba a unos diez metros, o menos,
acercándose otra vez, cómo para cortarle el paso. Todo estaba oscuro,
salvo las luces de los autos, que se cruzaban. El miró la mirada de Cecilia
y ella miró su mirada. Por un segundo volvió a pensar en cerrar los ojos,
poner directa y acelerar a fondo y ponerse a la ofensiva, pero no quiso
hacerlo, tenía miedo por ella y no sabía si las ruedas no girarían en falso.
Así que se soltó el cinturón de seguridad, abrió su puerta, le ordenó a ella
que trabajara las puertas cuando se bajara y no la saludó, no se despidió,
no la besó, no la acarició, no le dijo gracias por el fuego, ni te amo, ni
hasta la victoria secret, sólo se bajó con el revolver escondido aún,
apuntando hacia abajo como le había enseñado Rami. Y empezó a caminar
hacia la camioneta, sin levantar ni mostrar el revolver, para no asustarlos,
aunque preparado por si necesitaba defenderse si era necesario. Hizo eso, o
quiso hacer eso, pero nada, él no sabía de esas cosas, él no era Rami, ni era
Alain Delón, menos Bruce Willis en Duro de Matar, menos aún Bond,
James Bond, aunque las mujeres lo quisieran seducir siempre como si
fuera el mismísimo Pierce Brosnam, pero no, sólo era Santana, Esteban
Santana, que no sabía nada de todo eso, que pese a que podía ser un tipo
frío no estaba preparado emocionalmente para la violencia ni para el
resentimiento ni para la exuberancia irracional que también había llegado
a la Argentina. Fue en ese momento que ocurrieron dos cosas. A lo lejos,
por adelante, en la otra esquina, vio venir un auto con las luces largas
corriendo hacia allí, y directo hacia la camioneta, desde detrás. De la otra
punta, detrás suyo, apareció otro auto casi al mismo tiempo, como si
hubieran estado sincronizados. Ambos iban hacia su auto. Lo segundo que
ocurrió es que cuando se acercó caminando a esos chicos que jugaban a ser
grandes, ellos abrieron las puertas y no se bajaron de la camioneta, sino
que se escondieron detrás de ellas y comenzaron a dispararle, aunque él ni
siquiera había mostrado el revólver y seguramente ni se atrevería a usarlo
pese a las instrucciones de Rami. Ni siquiera esperaron, claro, ellos sí
sabían que si alguien saca un arma es para usarla primero, y lo hicieron, no
esperaron. Y le dieron, sí, le dieron, y él sintió un gusto raro en la boca, y
sintió que algo le dolía en el pecho, o en el estómago, o en el corazón, era
algo que no toleraba porque lo estaba quemando. Siguió escuchando ruidos
de balas, o eso le pareció, pero no sabía de donde venían, sólo entonces
pensó en levantar su mano con el revolver para defenderse, pero no,
recordó el chiste que siempre le contaba Paltrow, sobre el, caníbal al que le
preguntan si es caníbal y él contesta que no, que ya se los comieron a
todos, y entonces ni siquiera quiso disparar ni supo disparar ni tuvo fuerza
para disparar, sólo dijo Basta como Diego y eligió vivir o morir con la
dignidad de sus principios, solo pensando que lo que no soportaba más era
ese dolor que lo quemaba en algún lugar, ni el ruido de esa cumbia villera
o salsa Caribeña o rap sudaca o vaya a saber qué era aquella música, ni
soportaba a cada uno de esos chicos que jugaban a ser grandes, y hasta se
le cruzó por la cabeza que uno de ellos era el mismísimo Pedro Navaja que
se le acercaba, aunque en vez de un diente de oro que iluminaba la calle
como en la canción tenía una dentadura con varios agujeros que lo
oscurecían todo, pero sí, llevaba las manos en los bolsillos de su gabán,
“pa que no sepan en cual de ellas lleva el puñal”, hasta le pareció escuchar
la canción, y hasta creyó ver que el chico, como Pedro Navaja, también
usaba “los anteojos oscuros pa que nadie supiera adonde miraba”, mientras
se le acercaba como en una pesadilla la misma muerte, en cámara lenta,
para clavarle sus balas.
Esteban el Héroe sintió entonces, mientras seguía cayendo en la cuneta
en cámara lenta, que sólo hubiera querido matar a la radio con esa música
ensordecedora y enloquecedora que no soportaba, y eso le pareció hasta
inocente, frente a la dureza de aquella realidad que tantas veces había
imaginado cuando iba en su auto con chofer y paraban en un semáforo, y
chicos o muchachos como esos se le acercaban para limpiarle el vidrio del
parabrisas de manera prepotente.
Todo eso imaginó en ese reality show que duró un instante, una vida,
mientras el auto que venía de lejos, desde atrás, empezó a dispararle a la
camioneta, y el que venia del otro lado hizo lo mismo, y aquellos chicos se
vieron entre dos fuegos, se sintieron como un oso herido, y siguieron
disparando contra el auto, saliendo de la camioneta sin dudar como había
dudado Esteban, que ya estaba tirado en el suelo húmedo, en la cuneta
mojada por la lluvia, a unos pocos metros de su querido hogar. Sólo tuvo
tiempo para desear que Cecilia tuviera la frialdad de hacerle caso y de no
bajarse del auto y de no correr hacia él como en las películas de amor. Pero
imaginó, supo, que no le haría caso, claro, si ella era de las mujeres que se
meterían en medio de una guerra para salvar a su hombre, y aquella era
una guerra cotidiana no declarada, claro, si estaban en la Argentina, la
Argentina salvaje, de todos contra todos, inexplicable, claro.
Y luego terminó de caer, también en cámara lenta, como si hubiera un
abismo, como si aquello fuera una película violenta de Hoolywood, en
medio de un revoltijo, los gritos y los disparos. Pero antes de perder el
conocimiento, con el revolver apretado en la mano, escondido, apuntando
hacia abajo, llegó a escuchar aún que Cecilia gritaba con la puerta del auto
abierta, sin hacerle caso, claro, y él no podía hacer nada, si estaba casi
inconciente, y entonces escuchó la ridícula música de aquella vieja
canción de Rubén Blades, Pedro Navaja, mientras su cuerpo terminaba de
caer en la cuneta, mientras una voz, dentro de su cabeza, cantaba “la vida
te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!”, y miró a esos chicos
con sus armas y pensó que ya no habría un orgasmo 2.837 por culpa de
esos idiotas jugando a la película Hollywoodense que seguramente habrían
visto la semana anterior en un Dvd trucho comprado por 5 pesos. Era la
exuberancia irracional global.
Y cayó, cayó silenciosamente, se hundió, se mojó en el barro, y se
quedo tirado en la calle de la puerta de su casa, mientras alguien cantaba
una y otra vez “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!

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Capítulo XVI, Pedro Navaja en Buenos Aires


Ni tiempo tuvieron ella y él de asombrarse porque él era el famoso
Diego, el gran amigo de Esteban, y ella era Paltrow, la famosa reina
Patricia Paltrow, la mujer cosmo amiga de Cecilia y Esteban. Casi no
dijeron nada porque no tenían del todo claro lo que estaba pasando allí y
menos lo que podía pasar, y todo aquello en ese momento pasó a ser lo
único importante para ellos, mucho más que aquella Date tan particular
que estaban viviendo. Ahora no sabían qué hacer, sólo sabían que tenían
que ir hacia allá y la historia de amor o de sexo o de verso entre Popcorn
alias Paltrow y Diego alias Ulises podía esperar, quedó momentáneamente
suspendida, freezada, congelada por razones de fuerza mayor, así como
sus sentimientos. O eso creyeron.
Cecilia la había llamado llorando a Patricia desde un hospital de San
Isidro adonde lo estaban internado Esteban, en muy grave estado, y le
pidió que fueran para allí. Para Paltrow aquel pedido de que “fueran para
allá” no pasó desapercibido, obviamente ella sabía que estaba con Diego y
dijo que los necesitaba a los dos.
Agustina era la que la había llamado a Zanahoria cuando no supo qué
hacer, desde su casa, pidiéndole el número de celular de Diego, porque lo
necesitaban y no sabía adonde encontrarlo, y lo buscaban y no sabían qué
hacer, y su papá estaba internado y también estaba la policía y estaba ya la
televisión y ella se había quedado a cuidar a los mellizos, y tampoco la
encontraba a su tía Carolina, y no sabía qué hacer, y se había puesto a
llorar y a llorar mientras hablaba. Y Zanahoria, que no era una amiga de
toda la vida de ella, sino de los últimos tiempos, y que siempre lo
escuchaba a su papá hablar con tanto cariño de los Santana y de Cecilia y
de Esteban y de Agustina y de todos, y que sólo la escuchaba llorar, no
tuvo ninguna duda, la trató de tranquilizar y le explicó que ella lo llamaría
ya a su papá y que apenas supiera algo le devolvería el llamado, y lo llamó
a su hermano y le dijo un “tenemos que ir” que le salió del alma, con lo
que Zal y Micki habían salido juntos en su autito nuevo hacia lo de
Agustina y ya estaban llegando, y finalmente cuando Diego atendió su
celular luego de insistir varias veces ella se enojó porque siempre lo tenía
en vibra y no lo escuchaba y era un sordo y “¡dale Paaa!, vení corriendo
que estamos llegando a lo de Esteban y está la policía y está la tele y hay
ambulancias”, y entonces Zanahoria también se había puesto a llorar y ella
le pasó con su hermano, que iba manejando mientras ella hablaba con su
papá y le repitió que fuera para lo de Esteban, y que se apurara, y su hijo le
cortó porque le habían enseñado que no se habla por celular y se maneja y
era casi un alemán ingeniero al cuadrado a la hora de tomar decisiones, y
para colmo ahora la policía no los quería dejar pasar y los movileros le
preguntaban quiénes eran y, claro, ellos no eran nadie, sólo venían a
ayudar entre tanta confusión.
Ellos salieron de la hamburguesería en no menos de 60 segundos, de
hecho ya estaban saliendo rumbo al abrazo, como ocurre sólo en las
películas, y la hamburguesa doble de Paltrow ya no estaba mientras ellos
salían, corrían hacia el coche, se subían, él arrancaba, salía de allí adentro
menos mal que no había tránsito porque era tardísimo y ella no se puso a
llorar ni necesitó decirle a él que se apurara, porque él nunca había
manejado más rápido en su vida pensando en lo que temía, y con la poca
información que sus hijos le habían dado trataba de adivinar qué había
pasado y no necesitaba saber más para ir sólo a 182 km por hora por la
autopista panamericana, que era lo máximo a lo que su Peugeot podía
correr.
- Ponete el cinturón de seguridad, Penny -le dijo él, sin saber ya cómo
llamarla, y le pareció que lloraba pero no, o sí, era raro, porque ella no
tenía lágrimas, no gritaba, no emitía un solo sonido, él sólo sintió que por
su nariz le salían mocos y que tosía, así que tomó la cajita de pañuelos de
papel que siempre llevaba en la puerta de su auto y se la dio, y trató de
concentrarse en el pavimento, en la ruta.
A él se le ocurrió pensar que esta vez ella estaba llorando con el alma,
con el cuerpo, y al mismo tiempo la sintió pasmosamente tranquila, fría,
como si tuviera miedo de sentir, o como si ella estuviera en el Banco en
plena crisis financiera, comprando y vendiendo y tomando decisiones
mientras todos a su alrededor se volvían locos y entraban en pánico. Claro,
se dijo, obviamente ella era ese tipo de personas que en las momentos de
más presión se convertían en una máquina concreta de decidir y de
ocuparse fríamente de lo que hubiera que ocuparse, dejando sus
sentimientos para más tarde. En eso eran iguales, él se prohibió sentir, así
que hizo lo mismo, hizo lo que mejor sabía hacer, que era convertirse en
robot, no sentir, y acelerar, como cuando trabajaba en la Compañía y tenía
que entrevistar a ministros, empresarios y tanta gente importante, en vivo,
sin red, con un micrófono, una cámara, un teléfono o un simple grabador.
Y sólo era una máquina de pensar, sin tenerle miedo a nadie ni a nada.
Desde Pilar a San Isidro tardaron no más de 15 minutos. Ella, en todo
ese tiempo, y seguramente sin darse cuenta, le tomó la mano a él y la
apretó casi hasta lastimarla, pero no la soltó, ni él se quejó. Sólo se la
mojó con los mocos y la tos, pero a él eso no le molestó, hasta le gustó.
- ¿Cecilia dijo que fuéramos al hospital de San Isidro? -preguntó al fin.
- Eso dijo, ¿sabés adonde es? -preguntó ella, yo no tengo idea de nada
en este momento.
- Imagino que sé cual es, pero llamala a Agustina y preguntale, va a ser
más rápido.
Mientras el auto volaba, ella se las arregló para llamar a la casa, pero
daba ocupado, había tres líneas de teléfono allí, más los celulares, pero las
tres daban ocupado y el celular de Agustina también estaba ocupado, y
atendía el contestador. El le pasó su celular y le pidió que la llamara a su
hija y que le pasara. También daba ocupado. En el teléfono de Mickey
respondía el contestador, y a él se le ocurrió llamarla a Caro, la hermana
de Esteban, pero no, sin saber qué estaba ocurriendo no quiso hacerlo, de
hecho ni sabían cómo estaba Esteban y ella podía estar en cualquier lugar
del mundo, quizá en la Isla de Caras sacándose fotos, quizá filmando para
FTV “Un día con Carolina Nash en la Polinesia” o lugares así, no, no era
una buena idea, así que siguieron tratando con Agustina y con Zanahoria,
una y otra vez, hasta que finalmente Paltrow se comunicó con Agus y ella
llorando le dijo que los habían llevado al hospital público de San Isidro,
que estaba cerca del Hipódromo, y que fueran a la guardia. El le pidió el
teléfono a Patricia, pasmosamente tranquilo como solía estarlo ante esas
situaciones:
- Agustina, ya estamos llegando, la dejo a Patricia y voy para tu casa a
estar con vos -le dijo-, y ella empezó a llorar más fuerte y le dijo que no
hacía falta, que acababan de llegar Zal y Mickey y que su novio Johnny se
estaba ocupando de todo, pero que afuera de la casa escuchaban sirenas y
hasta había helicópteros y tocaban el timbre y llamaba la gente, y ella
tenía miedo.
- Por eso, Agus, en diez minutos más estoy allá. No hagas nada, no
digas nada, no atiendas a nadie, ahora voy para allá y Patricia se queda con
tu mamá. Sólo te pido que la llames a la secretaría de Esteban y le pidas
que me llame ahora mismo, ella tiene mi número. Y que me des con mi
hijo.
Ella se tranquilizó un poco, finalmente, nada como una tarea concreta
en esos casos, y le pasó con Mickey, mientras él pagaba el peaje y
aceleraba de nuevo para llegar a la avenida Márquez, a no más de cinco
minutos de aquella clínica a esa hora sin tránsito. Conocía toda aquella
zona perfectamente.
- Sí papá, ¿qué pasa? -atendió su hijo, eficiente, alemán, frío.
- Micki, le dije a Agus pero está muy alterada, ocupate que no entre
nadie a la casa, no atiendan a nadie, sólo a la policía, y que me esperen.
¿Sabés adonde está Rami?
- No, ni sé quién es Rami.
- ¿Pero no hay unos guardias de la custodia allí?
- Sí, son tres o cuatro, no lo sé, uno está con nosotros y la mucama, y
los otros están afuera, en el jardín y fuera de la casa, no te preocupes, el
novio de Agus se está ocupando de todo eso muy bien.
Diego sonrió por un segundo. Esteban siempre criticaba a ese
muchacho, y ahora era el que se estaba ocupando de todo, menos mal.
Así que lo saludó y colgó, estaban por llegar a la clínica. En las radios
no decían nada. El de repente la miró a Popcorn y se dio cuenta... “Vos la
salvaste a Cecilia cuando volaron las torres gemelas, la cargaste y la
sacaste antes que se cayera la torre dos. ¿Quién dijo que eras una persona
frívola?”.
Ella lo miró, aferrada a su mano sin saber por qué.
- Ay, flaquito, cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi lugar -dijo,
como ensimismada en aquello que no podía recordar-. Ahora sólo me falta
encontrarlo a Bin Laden y clavarle mi Victorinox en la entrepierna, la del
serruchito, y girarla 90 grados hacia la izquierda... ¿Eso debe dolerle a un
hombre, no?... Pero Stivito siempre me dice que tengo que sacarme eso de
la cabeza, que nosotros no matamos, que nosotros no somos caníbales, y
yo lo dejo hablar, pero cuando me acuerdo, aunque mucho no me acuerdo,
siempre me sale la misma frase, “ojo por ojo, huevo por huevo”. Y se puso
a llorar otra vez, y a reirse por lo que había dicho, sin saber si lo hacía por
aquel día del 2001, por lo que no recordaba de aquel día y cómo ella la
sacó a Cecilia de allí sin saber de dónde sacó la fuerza para bajarla en sus
hombros los 45 pisos, o porque estaban llegando al hospital y quizá lo
vería a Esteban sin saber con qué se encontraría.
El auto ingresó allí. Diego llegó tan rápido que casi choca en la entrada
con una ambulancia que estaba saliendo, como esas personas que manejan
muy rápido y de repente no se dan cuenta que ya entraron en la ciudad y
deben bajar la velocidad. Ella no trató de bajarse corriendo, simplemente
lo esperó y cuando estacionaron se aferró a su brazo mientras caminaban
hacia la entrada, como si Diego fuera una tabla de salvación. Aquella no
era una mujer cosmo, mejor, era nada menos que una mujer llorando, ¿hay
algo más femenino que eso?

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Capítulo XVII, en Hollywood los buenos casi


siempre se salvan
Cuando se produjo aquel tiroteo en la puerta de los Santana, hubo dos
héroes. Uno fue Rami, que era quien conducía el auto que llegó desde atrás
hacia la camioneta y se clavó exactamente a su lado, frenando
ruidosamente en el momento mismo en que Esteban, luego de recibir dos
balas en su cuerpo y de no disparar como le habían enseñado, siguió
caminando un poco, como si fuera el mismísimo Bruce Willis, aunque a
los tres segundos no resistió más y cayó, casi perdiéndose en la cuneta, lo
que fue una suerte porque inesperadamente eso lo protegió. Rami se había
bajado del auto, con el hombre que lo acompañaba, y los dos habían
empezado a disparar hacia aquellos chicos que habían perdido su infancia,
luego de cumplir con el reglamentario “arriba las manos, dejen sus armas
y blablabla”, sin éxito porque en aquellos tiempos los chicos que jugaban a
ser grandes ya no vivían en la realidad, ni tampoco en el ciberespacio. Del
otro lado llegó el auto que siempre la protegía a Cecilia sin que ella lo
supiera. El hombre y la mujer que se ocupaban de aquel trabajo de tiempo
completo tenían el objetivo de sacarla de allí al costo que fuera, y así lo
hicieron, porque pusieron el auto justo al lado de la puerta abierta del Audi
y casi la cargaron por la fuerza, mientras Rami y su ayudante seguían
disparando. Fue la primera y la última vez en que Rami había
desobedecido a su jefe, cuando le dijo que se quedara cuidándolos a
Paltrow y Diego. El hombre había intuido que debía volverse a casa, que lo
necesitarían, y era de los que solía seguir sus impulsos, como aquella vez
en el supermercado de Jersualem.
Cecilia empezó a gritar, sin entender qué estaba ocurriendo, hasta que
la mujer le dijo la palabra clave, “estamos para cuidarla, Bwana”, y ella
entendió allí quienes eran los buenos, quienes los malos, aunque
igualmente no quiso irse de allí pese al broncoespasmo que apenas la
dejaba respirar.
A ella la sacaron de allí cargándola en el auto, casi por la fuerza, en
medio de un ataque de histeria y gritando que no se iría de allí sin Esteban,
mientras Rami seguía disparando hacia la camioneta y sus alrededores,
mientras lo buscaba a Esteban sin encontrarlo, pese a estar a sólo dos
metros de él. Pero aquellos muchachos estaban heridos, resentidos,
alucinados, y tenían simples ganas de matar, de disparar, de apretar el
gatillo y de vengarse por todo el odio que cargaban, y comenzaron a
entretenerse con Rami, sin percibir que aquello no era un juego, que el
hombre era un profesional que sabía vivir y morir por una causa, y que no
le tenía miedo ni siquiera al miedo, sin necesidad de drogarse ni
emborracharse para necesitar apretar el gatillo y discriminar adonde
estaban los buenos y adonde los malos, las víctimas y los victimarios.
Hubo nuevamente un silencio de segundos, mientras la sacaban a Cecilia
de allí, marcha atrás, en línea recta. Y luego comenzó el tiroteo
nuevamente, mientras Rami se desesperaba más y más porque no lo
encontraba a Esteban. Dos de los muchachos ya habían caído heridos, la
chica estaba adentro de la camioneta, gritándole a Rami que era un
asesino, y un cuarto chico que no tendría más de 15 años se había bajado
de la camioneta por el otro lado y se estaba acercando, buscándolo a
Esteban para terminarlo, jugando a que era justamente Billy the Kid
protagonizando una película de Quentin Tarantino, aunque todo el ketchup
que empezaba a ensuciar la calle no era ketchup.
Fue en ese momento en que se entreabrió por un segundo el portón
electrónico de la casa y salió corriendo Johnny, el novio de Agustina, que
llegó sorpresivamente, casi volando, al lado de Rami, para señalarle
adonde había quedado Esteban tirado, justo a tiempo para que aquel
hombre que se había escapado de Palestina y de las máquinas de matar, y
que había hecho un enorme recorrido geográfico y emocional para llegar
hasta allí ese día, saltara casi por encima de la camioneta y de todos y lo
protegiera a Esteban con su cuerpo, mientras le disparaba al niño
disfrazado de pistolero. Allí se escucharon dos últimas disparos, y luego
llegó el silencio. Rami le había disparado, sin fallar en medio de su
carrera, a aquel chico que iba a darle el golpe de gracia a Esteban, justo
cuando lo acababa de ver tirado en la cuneta. No pudo llegar a hacerlo,
pero le disparó a Rami y le dio directo en el pecho, y la sangre, que no era
ketchup, empezó a brotar, mientras Rami miraba hacia aquel muchacho y
pensó que al menos él había hecho algo bueno con su vida, y de tener casi
el mismo destino que aquel pobre chico idiota, había llegado a hacer algo
mejor de una vida que había empezado, también, sin un destino. En aquel
momento, mientras se desangraba, Rami, que no era un intelectual pero
tampoco un tonto, entendió a su manera que en toda su vida había
realizado un recorrido largo, sinuoso e inesperado para llegar al fin a
morirse en una zanja protegiendo con su cuerpo a su jefe, por una causa
que él creía mucho más justa y más cercana a su Dios que la que le habían
enseñado cuando empezó su vida en la Franja de Gaza. No dijo sus últimas
palabras, eso pasaba sólo en Hollywood, pero las pensó: en vez de explotar
con unas granadas y llevarse a la muerte a mucha gente que ni conocía,
acababa de salvar al hombre que en todos aquellos años lo había respetado
y le había dado una educación, una casa, y nada menos que la
responsabilidad de cuidar a su familia, que lo había tratado como a uno de
los suyos.
Ese había sido, para Rami, el mejor regalo que le dio la vida. Había
llegado, muchos años después, a tener una familia adoptiva que confiaba
en él, a la que había aprendido a querer sin siquiera haberlo sabido hasta
aquel momento, en que pensó que quizá le había salvado la vida al papá de
Agustina, aquella chica que todas las mañanas lo saludaba con un beso en
la mejilla y le ofrecía un jugo de naranjas y le compartía siempre sus
galletitas preferidas, que les amarreteaba a todos los demás.
Cuando empezaron a sonar las sirenas de la policía y las ambulancias
que Agustina había llamado un rato antes, manteniendo hasta allí una
pavorosa sangre fría, cuando la chica de la camioneta se bajó de allí y se
escapó corriendo, cuando se hizo un silencio angustiante, cuando se
encendieron los reflectores de la casa, cuando volvió el otro auto con
Cecilia histérica y ella vio que Johnny estaba al lado del otro custodio, y
los dos junto a Esteban, tirado en la calle, con Rami a su lado, y vio que su
hombre apenas respiraba y que la sangre le salía por la boca y que lo
asfixiaba, recién entonces quedó claro que aquella había sido una
carnicería y que la exuberancia irracional que se estaba instalando en todo
el mundo también podía afectar a esas pocas cuadras de Lomas de San
Isidro en donde vivían los ricos y famosos y lindos y felices Santana.
Hasta allí había llegado ese día lo peor de la globalización, que había
desencadenado una Babel del subdesarrollo simplemente por la suma de
tantas casualidades combinándose en una tormenta perfecta, inútil e
incomprensible, cargada de resentimiento, en aquella guerra de todos
contra todos en que se estaba convirtiendo la Argentina, aquel país que lo
tenía todo y que por alguna razón nadie sabía hacer funcionar.
Los médicos llegaron rápido, menos mal, los sistemas funcionaron, lo
revisaron a Esteban y vieron que tenía sangre en los pulmones y que estaba
respirando mal, muy mal, lo subieron a una camilla, lo metieron en la
ambulancia y se lo llevaron a la ER del hospital público de San Isidro para
tratar de salvarlo, aunque su situación era desesperante. Lo que no
pudieron fue evitar que Cecilia quisiera meterse en la ambulancia con él,
sin escuchar a nadie, con su querido Bwana. Ni siquiera pudieron sacarla
de allí arriba, aquello era una carrera contra el tiempo, así que finalmente
la sentaron, la ataron y arrancaron con la sirena terminando de sacudir a
todo aquel barrio de cuento de hadas hollywoodense.
Por eso Rami, que no tenía que estar allí aquella noche, y Johnny, que
parecía un chico al que sólo le importaba vestirse a la moda y saber cuál
era la última canción, fueron esa noche los dos héroes inesperados de otra
historia idiota más en la ciudad desnuda.
En la calle, quedaron tirados los primos lejanos, y mucho más
enfermos, de Pedro Navaja y sus amigos de la calle, aunque no hubo nadie
que les cantara “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡Ay Dios!”.
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Capítulo XVIII, mirando E.R. en vivo y en directo


Obviamente a Cecilia Santana no la dejaron entrar en la terapia
intensiva de aquella guardia junto a su marido. Obviamente estaba
manchada de sangre verdadera aunque no era Jackie Kennedy ni se le
parecía. Obviamente estaba acompañada de los dos custodios que durante
los últimos años la habían protegido a larga distancia, a control remoto, y
lo seguían haciendo. Y claro, toda ella era una mezcla de lágrimas con
pintura corrida con sangre y con dolor y agitación. Alguien de E.R. que no
era George Clooney, pero que se había dado cuenta que ella tampoco podía
respirar, le había conseguido un broncodilatador, aunque lo que ella
necesitaba era su fabrica de oxigeno personal, su Arturito, y aquello se le
veía en las uñas cada vez más azules.
Pero nada de aquello le importaba, sólo podía rezar por Esteban y
esperar, y es lo que hizo..
Por suerte, al fin llegaron Paltrow con Diego, eso sí fue tranquilizador,
aunque verlos juntos se le hizo tan raro e inexplicable a ella que no supo
qué pensar. Sin embargo, cuando los vio entrar se dio cuenta que Patricia
estaba tomada de su brazo, y aquel sencillo gesto la emocionó y le provocó
a Cecilia una nueva inundación de lágrimas, aquello era toda una salsa
agridulce. Nunca, desde que ella había enviudado, o antes, cuando estaba
casada con el Kennedy auténtico, la había visto tomada de alguien tan
fuerte, como un abrojo, aunque cuando le miró sus ojos aquello comenzó a
parecerse a una competencia de dos fabricantes de lágrimas para ver quién
producía más. Se abrazaron y las dos siguieron llorando, en silencio,
comprendiendo lo profunda y especial que era aquella relación que las
unía, pese a todo. Eran Olivia de Havilland y Vivian Leigh en “Gone with
the wind”, claro. Le gente las miraba. ¿Sería aquella mujer agotada y
ojerosa la famosa Cecilia Santana que salía siempre en las revistas Caras y
Gente?, se preguntaban en vos baja. ¿En un hospital municipal?
Ella se abrazó con Diego, luego de la inundación de lágrimas, y sintió
de repente qué bien que le hacía que él estuviera allí en ese momento.
- Le dije a Agustina que iba para allá -le explicó él, una vez que ella se
tranquilizó y les comentó lo poco que le había dicho aquel “George
Clooney del subdesarrollo” sobre la salud de su esposo y los riesgos que
había, ya que uno de sus pulmones había sido perforado por la bala y tenía
aquel pulmón aún lleno de sangre, y estaban tratando de estabilizarlo e
iban a empezar a operarlo rápidamente, o ya lo estaban haciendo, para
tratar de aspirar aquella sangre que no lo dejaba respirar y ver si tenía un
hemotórax, algo que ninguno sabía que era.
- Aquí no puedo hacer nada -dijo entonces Diego- y le prometí a tu hija
que iría ya mismo, aunque ya deben estar mis hijos, ayudándola. Pero está
asustada, yo voy y vos quedate aquí con Paltrow (no supo si decir Popcorn,
Mujer Sonrisa, Galatea, Patricia o qué), que es donde tenés que estar -le
dijo a Cecilia.
Ella no entendió. ¿Qué estaba pasando en su casa?
- Nada para preocuparte ahora.-respondió Diego haciéndose el tonto,
que siempre le salía muy bien.
No le dijo que estaban la policía y la televisión, y que ellos, aunque se
creían grandes, eran muy chicos y no sabían manejar esas cosas. Ni él
sabía. Nadie estaba preparado para una guerra de todos los días, claro.
A Cecilia la conmovió que él se ocupara de todo aquello, en aquella
madrugada todo la conmovía. Así que él decidió irse ya mismo, allí no
podía ayudar ni hacer nada y tampoco sabía demasiado sobre aquella
tragedia, pero intuía que había sido muy grave. La tomó del brazo a
Paltrow y la llevó un momento a unos metros.
- Fijate que está muy ciánótica, no está respirando bien, pedile a un
médico que le den oxígeno y que vean si necesitará algún antibiótico por
las dudas, y si podés tratá de localizar a su hermana Carolina, ella tiene
que saber todo esto y venir, ¿la conocés? (Sí, la conocía, asintió ella,
preguntándose por qué él la conocía, otro síntoma del cólera que la estaba
atacando). Yo voy a tratar de encontrar al médico de Cecilia, que de paso
es neumonólogo y puede ayudar con lo de Esteban, igual ahora no se los
puede trasladar a ningún lado.
- ¿Pero estarán bien atendidos aquí? -preguntó ella.
- Claro, los médicos de emergencias son lo más indicado ahora, hasta
que sepamos que está pasando.
Galatea-Paltrow lo miró diferente, ya no se preguntaba qué verso le iba
a hacer, acababa de encontrarse con un hombre que no imaginaba,
decidido, de pocas palabras, diferente al que hacía menos de una hora no
sabía si abrazarla o decir su habitual Basta. Y lo que vio le gustó. De
repente no le importó que Cecilia los estuviera allí mirando. Se acercó a
él, se puso de puntas de pie (él le pareció más alto) y lo besó como hacía
tiempo que no besaba, y pensó que en realidad nunca había besado así a
nadie, salvo a Esteban, en aquella tarde de adolescencia apresurada de
hacía tres décadas o más.
Ella no sabía que el alma pudiera besar tan bien, se le ocurrió pensar,
mirándolo a Ulises-Diego-flaquito.
- ¿También sos médico? -le preguntó ella, tratando de hacer una broma.
- La madre de mis hijos lo era, siempre se reía de mí y me acusaba de
hacer práctica ilegal de la medicina, porque opinaba de todo. Pero la
realidad es que luego de vivir con alguien así aprendí un poco.
Paltrow, sin darse cuenta, se sintió celosa de esa mujer que ya no
estaba, era la segunda vez en la vida que eso le pasaba, ni siquiera con
Cecilia se había sentido así. La palabra celos nunca había entrado en su
diccionario hasta aquel día. Como tantas otras palabras nuevas que
empezaban a “ocurrirle”.
Pero él encontró la palabra justa antes de irse de allí: - Nunca, pero
nunca, me olvidaré del beso de recién -le dijo, y se fue caminando por los
largos, tristes y desprolijos pasillos de aquel hospital público en que
muchos médicos solían dejar sus vidas, trabajando en condiciones límite,
sin recursos, sin nada de nada, sólo con la ayuda de su buena voluntad y el
amor a su profesión. El sabía de eso, demasiado: su Anna desaparecida en
acción había dedicado su vida a la medicina entendida de esa forma.
Mientras se subía en el auto sonrió como un idiota, ni siquiera en un
momento podía olvidarse de analizarlo todo.
En ese momento vibró el celular. Atendió, mientras arrancaba y
mientras veía cómo empezaban a llegar al hospital las inconfundibles
camionetas de los canales de la televisión, con sus antenas parabólicas en
el techo y sus letras llamativas. ¿Debería haberse quedado allí?, se
preguntó. Paltrow y Cecilia estaban solas, pero pensó que Patricia podría
lidiar con todo ese barullo y más.
- Lic. Hartman, soy la secretaria de Esteban, me dijo Agustina que lo
llame.
- Hola, Felicitas, estoy saliendo del hospital -respondió él, eficiente,
educado, respetuoso-. No sé si Agus le dijo algo pero Esteban está muy
grave, y en la casa están la policía y los medios, busque al gerente de
relaciones institucionales y digale por favor si puede venir ya mismo al
hospital de San Isidro, el de la avenida Centenario, es necesario que
alguien se ocupe de todo esto porque Cecilia está sola, con una amiga y
una custodia chica, y no se siente nada bien. Yo en cinco minutos estaré en
la casa de Santana.
La mujer, que habitualmente hablaba con él para comunicarlo con
superjefe, y hablaban varias veces por día, no tuvo ninguna duda y asintió.
Le quiso preguntar cuán grave estaba su jefe, qué había pasado, pero no,
no era el momento. - Ya lo llamo y le prometo que estará allá lo antes que
pueda, Diego.
El le agradeció y le pidió algo más: que ella también viniera cuanto
antes a la casa, que seguramente la necesitaría, ¿podía ella venir por
favor?, le preguntó.
Ella dijo que sí, claro, que su marido la llevaría enseguida. El le
agradeció, apretó Send y siguió manejando, no estaba muy lejos, y de
repente se puso a llorar mientras conducía por la ruta que iba desde el
hospital hasta la casa de Esteban, el lugar más exclusivo de las Lomas,
casi paralelo al hipódromo. Ni siquiera sabía porqué estaba llorando en ese
momento, pero motivos no le faltaban y él necesitaba encontrarle una
explicación a todo, pero no, no era eso, no, era el beso de Popcorn-Galatea,
que se le había quedado pegado en la boca, en los labios, en el corazón, y
su amigo estaba muy grave, y él, de repente, estaba en medio de todo
aquello que era demasiado. Con todo, pensó que le gustaba más la realidad
que seguir exiliado en el ciberespacio. Y se sintió optimista sin tener
ningún motivo para estarlo en ese momento.
Aceleró el auto y en exactamente cuatro minutos estuvo en la casa, o
mejor dicho, a una cuadra de la casa, pero nadie lo conocía y la policía no
lo dejaba pasar y estaba todo bloqueado por las camionetas de las radios y
los canales de la tele que no sabían aún adonde estaba la noticia y él ya no
tenía en su auto la credencial de prensa que tenía antes y le abría todas las
puertas. Pensó en llamarlo a Rami, tenía el número de su celular, pero no,
en ese momento se dio cuenta que estaba pasando algo más: Rami no
había estado en el Sanatorio, tampoco Agus le había hablado de él.
Aquello no le gustó nada de nada. Así que la llamó a su hija y le dijo que
hiciera algo para que lo dejaran pasar, aunque todo aquello demoró diez
minutos más. Eso era la realidad, no una película de Hollywood en donde
todo siempre funcionaba bien, el antihéroe llega y lo dejan pasar, la
policía le abre el paso, los periodistas le hacen tragar los micrófonos
preguntándole cualquier idiotez y todo está rodeado de curiosos que saben
comportarse como curiosos educados, claro, finalmente son sólo extras.
“Bienvenido a la realidad”, pensó.
Él no quería que ni Agus ni nadie saliera de la casa hasta saber qué
había pasado allí. Finalmente, llegó su hijo, acompañado de Johny, el
héroe de la noche, para que lo dejaran pasar y poder llegar a la casa, y para
poder entrar allí. Pero nada, no había forma de pasar con el auto, estaba
todo bloqueado y desorganizado en los alrededores, así que dejaron su auto
allí y tuvieron que caminar los 100 metros que los separaban del portón de
entrada. Fue allí, a las apuradas, en medio de la histeria, que se fue
enterando de la inmensidad de lo que había pasado allí. Y se quedó mudo.
Era la peor pesadilla de Esteban, que lo había alcanzado personalmente.
Unos chicos jugando a lo que veían en la tele eran los que habían atacado,
herido y causado aquella tragedia.
Ya adentro de la casa, en el jardín, le pareció como siempre que había
salido del infierno y llegado al paraíso, pero esta vez era sólo una
sensación. Adentro todo era peor que afuera. Así que se dedicó a
abrazarlas a Agustina y su hija Zal, mirar a los mellizos -que ya estaban
descansando-como lo hubiera hecho Esteban cuando llegaba de la oficina,
enterarse bien de todo aquel desastre y sentarse con ellos en la enorme sala
de estar de la planta baja, cálida como todo lo que tocaba Cecilia, para
esperar alguna noticia del Hospital. Pero no, nada, la policía quería hablar
con él, los tipos de la custodia lo necesitaban porque estaban rebalsados
por toda la situación, los teléfonos no dejaban de sonar, había que pensar
en protegerla a Cecilia porque los medios iban para el hospital, etcétera,
etcétera. Y tenía que encontrar al médico de Cecilia, y hacer que fuera ya
mismo para verlos a los dos y decirle qué hacer. Carolina no aparecía por
ningún lado.
Así que se dedicó a tranquilizarla a Agustina, a acompañarla junto a
todos esos adolescentes que le habían visto la cara a la muerte. Esperó que
llegara la secretaria de Esteban para hacer muchos llamados, y esperó que
se comunicara con él el tipo de la empresa para que tuviera lejos a Cecilia
de los periodistas y se hiciera cargo de todo aquel desastre que,
finalmente, no era lo importante. Lo único importante, pensó Diego, era
ocuparse de Agustina y sus hermanos y ver cómo la protegía a Cecilia de
aquella locura mediática e insignificante. Su amigo, en cambio, sólo
dependía de Dios, y allí supo que lo que ocurriera con él decidiría si
seguría siendo un creyente dudoso o un escéptico más por el resto de su
vida. “¿Dónde está Dios cuando lo necesitamos”, se preguntó.
Sabía cómo trabajaban los periodistas, y peor, los movileros de las
radios y los canales. Si la veían a Cecilia le harían tragar los micrófonos y
le preguntarían a qué hora había ocurrido todo, y cómo estaba su marido, y
si ya lo estaban operando, y cuántos muertos eran, y cómo había ocurrido
todo, y si ella se sentía bien, y si la había llamado alguien del gobierno y
blablabla. Esa era otra de las razones por las que había dicho Basta hacía
unos años: el periodismo moderno consistía en comentar los hechos, los
detalles intrascendentes, preguntar las obviedades y pelear por obtener la
información más insustancial e idiota. La realidad estaba en otra parte.
Así que intentó llamarla a Paltrow al hospital, pero obviamente su
celular se quedó sin batería, esas cosas siempre ocurrían en el peor
momento, y lo necesitaba por si lo llegaban a necesitar. Como siempre, Zal
se lo resolvió en dos segundos: tomó el de ella, que tenía una batería llena,
tomó el de él, los abrió y les cambió los chip. Como si fuera una
transfusión. Magia. Ya estaba todo resuelto. El no pudo dejar de sonreír y
admirar a su hijita, que en toda esa noche también se había comportado
con tranquilidad y había tomado las decisiones correctas sin dudarlo.
En el momento en que tuvo el celular de ella con su propio chip, el
telefonito empezó a sonar. Era Patricia-Galatea-Popcorn desde el hospital.
Sólo lo llamaba para decirle si podía ir hacia allá, ahora Cecilia también se
había descompuesto y no podía sola con todo aquello, y los periodistas
empezaban a asediarla a ella. Era el tema del día, o de la semana, claro,
bingo, una noticia ideal para esconder lo que estaba ocurriendo en el país
real en plena decadencia. Aquello era ideal para entretener a la gente
haciéndole ver morbosamente aquella historia sobre los ricos y famosos y
lindos y felices que se debatían entre la vida y la muerte luego del ataque
de unos chicos menores de edad, drogados, enloquecidos, que habían
salido aquella noche desde su Villa Miseria de La Cava a tomar cerveza y
jugar a que eran la versión siglo XXI del pobre de Pedro Navaja, una
carmelita descalza comparado con aquellos chicos.
- No hagas nada, nada de nada -le dijo a Paltrow, espérame, voy para
allá y la llevo a Agustina, de paso, que quiere estar allí con sus papis.
- Flaquito gordito -dijo entonces Paltrow, más tranquila-, ¿te diste
cuenta que esta noche, si o sí, nos íbamos a conocer? ¿Esto es el destino?
¿Será una serendipia? ¿Me vas a contar más historias del coleccionista de
besos?
Y le colgó, algo a lo que él tendría que acostumbrarse porque ese era el
estilo Paltrow de volver locos a los hombres.
Y así, en medio de aquella locura, siguió aquella noche, y todo el otro
día, y la otra noche, él yendo y viniendo desde el hospital hasta la casa de
Esteban, una y otra vez, hablando con la policía, escapando de los
periodistas y desviándolos al RRII de la empresa, tranquilizando a todos
los adolescentes que acababan de crecer de golpe, ocupándose de la
organización de esa casa desorganizada, buscándola a Caro que no
respondía el celular, llamando abogados porque a Esteban lo querían meter
preso -mientras se debatía entre la vida y la muerte- por estar armado en el
momento de la tragedia, y porque su custodia había matado a los menores
de edad que los habían atacado, y tantas cosas más.
¿Cómo resistió todo aquello? Apoyándose en sus dos hijos, en
Agustina y en Johny, que demostró ser el más centrado y eficaz de todos
ellos, también en la secretaria de Esteban que casi se terminó instalando
en aquella casa, y en uno de los gerentes de la empresa de Esteban, un
hombre de 35 años que se ocupaba de la publicidad y las relaciones
institucionales de las empresas del Hombre Electrónico, y que tuvo la
calma y el sentido común para manejar una crisis de ese estilo.
Y hablando a cada rato con Galatea-Paltrow, que no se movió del
hospital en todo aquel tiempo y cuando Esteban estuvo estabilizado,
aunque su vida seguía al borde de la muerte, y Cecilia empezó a respirar
un poco mejor, se los llevó a una clínica privada para que los siguieran
atendiendo, bajo su responsabilidad total, ya que Carolina estaba viniendo
de Nueva Zelandia, de filmar una campaña de Reef, y demoraría unas 30
horas en llegar. Ella habló con los médicos y tomó las decisiones, junto a
Diego, cargando con la responsabilidad de todo aquello, ella la cuidó a
Cecilia, ella estuvo al lado de Esteban cuando recuperó el conocimiento y
sus ojos empezaron a lagrimear pese a que no sabía todo lo que estaba
pasando a su alrededor, y de hecho era mucho mejor que no lo supiera por
ahora. Ella casi los echó al ministro del Interior y al Gobernador de
Buenos Aires, cuando trataron de visitar a los pacientes ilustres, queriendo
hacer de todo aquello un evento político para las próximas elecciones. Ella
la cuidó a Agustina, ayudada por Zanahoria, cuando la angustia le ganaba
y empezaba a llorar por su papá y su mamá. Ella habló con el Santana
junior, que estaba en Chicago, y lo tranquilizó y lo hizo venir cuanto antes
sin asustarlo. Ella, aún con su vestidito negro y sin tiempo ni fuerza para
cambiarse, fue la que en todas esas horas siguientes, los cuidó a todos y
poco a poco, los sacó adelante. Fue aquella una manera extraña de
conocerse con él, en medio de una tormenta en donde no había lugar para
decirse cosas ni para jugar al romance.
Sin embargo, aquellas 48 horas que siguieron a aquel desastre que los
diarios olvidarían en una semana, ocupándose de otra noticia, les sirvieron
a ellos dos para saber más del otro, muchísimo más que si hubieran tenido
30 dates. Hubo en esas horas tantos gestos de amor de ambos, con ellos y
con esa familia que había sufrido un tsunami del que no sabían si podría
recuperarse, otra vez, que todo aquello que ocurrió entonces fue una forma
inesperada de conocerse, de seducirse, de conquistarse, de domesticarse,
de empezar a construir no sabían qué, ni les importaba demasiado. De
repente, se dieron cuenta que se conocían hace mil años y que se hacían
bien uno al otro. Y de repente ella tuvo el previsible ataque de pánico de
su vida. Para enamorarse de Diego, tenía que desenamorarse de Esteban,
pero no estaba preparada para aquello, obviamente, ni sabía qué le estaba
ocurriendo: se dio cuenta que podía pronosticar acertadamente cada
mañana si los mercados terminarían la tarde arriba o abajo, pero que no
comprendía que estaba pasando con ella misma.
Diego, en cambio, se había enamorado perdidamente de aquella mujer
desde el primer día en que la vio, claro, y aunque Agustina y Zal se dieron
cuenta al segundo, estuvo demasiado preocupado ocupándose de todo,
como para no tener que pensar en sus sentimientos.

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Capítulo XIX, a la deriva, mientras empezaba la


era Obama
- El capitalismo tiene los siglos contados, Galatea -le dijo Diego a
Paltrow unos días después-, aunque los gurúes pronostican el Apocalipsis
a la vuelta de la esquina, como tantas veces antes, o te anuncian la caída
del dólar, del sistema y de los EE.UU., por la crisis financiera y económica
global, que es gravísima, pero que no es terminal ni mucho menos.
La frase aquella sobre “los siglos contados” la había leído él en un
artículo en El País, de España, y la había hecho propia. Y la repetía cada
vez que se encontraba con un europesimista esclerótico. Paltrow lo
escuchaba a su lado. Pies descalzos chiquitos, con vida propia. Malla
enteriza negra. Sin anteojos. Sin make up. Ojos color caribe. Piel
suavemente tostada. Un poco dormida. Con su mano estratégicamente
apoyada en la pierna de él, jugando hacia arriba y hacia abajo con sus
deditos. Agotada de los días pasados. Y feliz de estar con él, aunque Diego
no paraba de hablar, como le ocurría cada tanto.
- Pero esta no será una crisis como la del treinta, gordito, no te
preocupes, te apuesto dos orgasmos a que tengo razón -lo interrumpió ella,
que necesitaba descansar y él no dejaba de hablar-. Asumirá Obama y
empieza una nueva era, confiá en mí. En unos trimestres el ataque de
pánico se irá y estaré comprando bonitos y stocks.
Estaban ellos dos solos en el jardín de los Santana, y Diego de repente
se había espiralizado, debía ser la angustia, los juegos de Paltrow que sí
que no, los días que estaban viviendo, todo lo que estaba ocurriendo.
Agustina estaba en el sanatorio cuidando a sus papis, con su tía Carolina.
Los mellizos jugaban, cerca de ellos, en la piscina. Y ellos habían decidido
descansar un rato por primera vez en una semana. Pero aquello era cero
descanso, porque Diego no podía dejar de hablar. Tanto que ella pensó que
su Date se había vuelto loquito, se cansó de la perorata, se levantó de la
reposera, se acercó más a él y lo calló con un beso de los suyos, bien
mojado, que empezaba distraídamente en la comisura de los labios y podía
terminar casi comiéndole la lengua. Quedó claro que lo que él necesitaba
era unas sesiones desaforadas de sexo con ella, y viceversa, pero él sólo
creía en el amor, claro, y ella estaba jugando a Tweety y el lindo gatito,
porque ya sabía que estaba enamorada de él, pero aún no se había
desenamorado de Esteban y ni siquiera se lo podía confesar al ingeniero
Hartman, alias flaquitogordito, qué complicadez. Así que ellos seguían
como dos adolescentes que no habían pasado de la etapa de los besos y los
abrazos, créase o no. Seguían empatados, acelerados, sin poder dormir, y
alterados y nerviosos por todo aquello.
Habían pasado la navidad en una clínica con Esteban entre la vida y la
muerte, y con Cecilia un poco menos gris, pero repentinamente con la piel
más frágil, como sus pulmones. La exuberancia irracional no perdonaba a
nadie, ni a ellos. Habían pasado año nuevo en la clínica, con la familia de
Esteban, y Zal y Mickey, que de repente habían sido casi “adoptados” por
Agustina, e incluso por Carolina, la hermana de Esteban,, quien había
vuelto y se pasaba todo el día al lado de su hermano, cuidándolo y
recuperando el tiempo perdido en aquella difícil relación. Esteban había
perdido buena parte de un pulmón, habían tenido que operarlo y sacarlo, y
ahora enfrentaba una feroz infección, que era el nuevo peligro que lo
seguía teniendo entre la vida y la muerte. Si vivía, quedaría como Cecilia,
con un 50% de su capacidad respiratoria, entre los dos harían uno sola
persona a la hora de respirar, bromeaba Cecilia cuando estaba de buen
humor en aquella montaña rusa anímica en que se había convertido su
vida. Pero con un solo pulmón se podía vivir, le explicó el médico, para
tranquilzarla, y la medicina avanzaba. “Sólo que no podrán tener sexo más
de siete veces por semana”, le dijo el hombre, para darle ánimo, riéndose,
a lo que ella le respondió que “así iba a perder su millaje acumulado en los
primeros 25 años de casada”. El Doc la conocía, y se reía con ella, o de
ella.
Los medios ya se estaban olvidando de aquella telenovela dramática y
de alto rating sobre aquella familia de ricos, famosos, felices y lindos, que
ya no eran ni tan ricos ni tan lindos y quizá no tan felices, aunque seguían
siendo famosos y apostaban a que volverían a ser felices. El último
escándalo se produjo cuando Caro Nash, al volver de Nueva Zelanda, entró
en el sanatorio y se metió en la habitación de Esteban, con lo que los
movileros que hacían guardia y esperaban los partes médicos comenzaron
a hacer lo que llamaban “periodismo de investigación” y a fabular con otro
escándalo familiar. Creían haber descubierto a una nueva amante de
Esteban Santana, y empezaron entonces a elaborar complejas teorías sobre
si la tragedia ocurrida aquella noche de diciembre no habría sido
provocada por alguien que había contratado por poco dinero a cada uno de
esos chicos marginales para matarlo a Esteban como parte de ese drama
pasional. Cecilia empezó a reírse a carcajadas por primera vez desde la
tragedia cuando escuchó en el horario central de la tele esa teoría dicha
por un periodista de temas policiales, y eso le hizo respirar mejor. Paltrow
dijo “Omaigad, este país no tiene remedio”. Alguien incluso sugirió que
aquella podría haber sido una operación del gobierno, de los aledaños del
poder, para desprestigiar a Esteban y sacarlo del medio, porque estaba
usando toda su reputación para unir a la oposición (con poco éxito, claro,
ya que ellos no eran capaces de tener la grandeza de reunirse para acordar
y defender algunos grandes temas que podían poner en peligro a la misma
democracia). Aunque aquella era sólo una idea más de esas que nunca se
podrían demostrar, en aquel país en donde ni la justicia ni el Congreso ni
la policía ni la realidad funcionaban bien, tanto que hasta las estadísticas
eran manipuladas para que pareciera que todos vivían en Disneylandia, y
no en Macondo.
Así que Diego tuvo una idea sencilla. Se le ocurrió que Carolina, que
era la que mejor sabía comunicarse con los medios (acostumbrada a
comprarse a todos con las fotos y los spots televisivos de sus sonrisas en
ropa interior), apareciera a las seis de la tarde del otro día (para asegurarse
que las noticias salieran en los noticieros de la noche y las tapas de los
diarios a la mañana siguiente) y mostrara su documento de identidad,
explicando que simplemente era la hermana menor de Esteban Santana,
con lo que todas aquellas teorías conspirativas se murieron en nueve
segundos, y los medios se aburrieron poco a poco de aquella historia, que
fue tapada por un nueva frase escandalosa y polémica dicha
oportunamente por Diego Maradona.
- Gordito flaquito, no me voy a Estados Unidos la semana que viene,
prefiero quedarme aquí. Obama puede jurar como Presidente sin que yo
esté allí -le dijo Paltrow a Diego un sábado a la tarde, un día antes de
tomarse el avión de vuelta a su casa-. No puedo irme de Buenos Aires
ahora, con Esteban tan delicado, Cecilia tan débil y todo lo que está
pasando. Y con vos aquí, tan cerca mío. (Y con Carolina tan cerca tuyo, le
faltó decir, aunque quizá se lo había pensado y todo, en esa etapa de su
vida en que hasta sentía celos por su “namorado”).
Y lo miró directamente en los ojos, con una dulzura que era nueva en
ella y que le decía “muero por vos”.
- ¿Y tu banquito querido?, le preguntó él, aliviado porque ya no sabía
qué hacer con sus sentimientos, mientras los dos tomaban sol junto a la
piscina.
- Mi banquito será salvado por la Fed y el tío Sam, beibi, si llegara a
ser necesario, algo que ocurrirá en todos los banquitos gigantes que corran
peligro. Saldrá todo bien, ¿cómo? It’s a Mistery, como le gusta decir a mi
supuesta prima lejana. Luego de la caída de Lehman Brothers nadie en los
iúesei se atreverá a mandar otro banco a chapter eleven por años, flaquito,
sobre todo con el diagnóstico que ésta es una crisis sistémica y que sin
bancos no habrá recuperación económica. Así que seguiré ocupándome
desde aquí, a tu lado, para eso soy una mujer online.
El la miró, tenía una camisa suavemente turquesa como sus ojos en ese
día, con las mangas remangadas, el cuello muy desabrochado, los rulos
rubios muy despeinados tomados por sus viejos anteojos oscuros y sus
famosas bermudas que habían salido de un jean viejo y estratégicamente
agujereado aquí y allá. Estaba descalza, su estado habitual, y se había
recostado otra vez en aquella reposera que estaba junto a la de él,
demasiado cerca, porque últimamente no dejaba su mano lejos de la de
Diego. Había descubierto que ambas manos se llevaban bien y que aquella
era una forma inesperada de hacer el amor.
- Paltrow -le dijo Diego entonces-. Quiero dormir con vos, esta noche a
las 23:15 horas, ya que no estarás de guardia.
Ella lo miró con esa mirada y sus ojitos mar caribe, y le respondió con
un ataque de pánico, otro síntoma claro del amor en los tiempos del
cólera: -Yo sabía que me querías hacer el verso, pero no, nada, perdiste
conmigo Ulises, ya no busco sexo, sino amor. Así que sigamos así, ya te lo
dije, hombre electrónico, yo puedo ser tu mejor amiga, pero no más que
eso. Y le apretó su mano más que cariñosamente, femeninamente,
comenzando su habitual tratamiento de “seducción exuberante e
irracional”, preguntándose por qué estaba haciendo eso, por qué tenía
miedo, por qué, quizá, por qué.
El estuvo por decir Basta, estuvo por levantarse e irse de allí para
siempre. Sino lo hizo fue porque estaba cansado de decir Basta, aunque no
soportaba que ella jugara a ser una Tweety que lo estaba adoptando a él
como al lindo gatito, para hacerlo sufrir, volverlo loco y luego hacerlo
feliz, mujer al fin. O todo lo contrario.
Pero de repente ella leyó todo aquel pensamiento en la mirada de
Diego y, por primera vez en su vida, se dijo que nunca más jugaría con
aquel hombre que sabía que amaba, aunque no sabía amarlo, y que era
muy capaz de irse y dejarla para siempre jamás. En todo caso jugarían
juntos, pensó, o más bien lo imaginó, o más bien deseó atreverse a ganarle
de una vez a la vieja y solitaria versión de ella misma. Pero no hizo nada,
no supo qué hacer, más que besarlo desaforadamente, volverlo un poco
loco y no dejarse llevar, como si temiera que lo ocurrido con Estaban
décadas atrás volviera a repetirse. Por eso, claro, él estaba espiralizado y
no podía dejar de hablar y hablar y decir pavadas, ya que el humor era su
forma de defenderse de sus propias angustias.

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Capítulo XX, Esteban el manipulador


El día 20 de enero fue la primera vez que el médico lo dejó a Esteban
mirar televisión, ya que asumía Obama y él no quería perderse aquel
momento que lo emocionaba especialmente. Trajeron a la habitación una
gran pantalla plana de su empresa, y él pudo ver aquella ceremonia con sus
hijos, con sus amigos, con su hermana y con su mujer. Fue el principio de
su larga recuperación. Ya no había infección, ya no había dos pulmones,
tampoco, y Rami ya no estaba allí y hacía muy pocos días que Paltrow
había entrado en la habitación, había cerrado la puerta y le había contado a
Esteban lo que había ocurrido con aquel hombre.
Ese día él la escuchó y cerró los ojos por unos segundos, no podía
llorar porque le dolía hasta respirar, así que tenía que aguantar esos gestos
de humanidad. Pero sus ojos empezaron a lagrimear, y luego aquellas
lágrimas, que eran más y más comenzaron a mojarle las mejillas y a caer,
y se mezclaban con el tubito que tenía en la nariz por el que le daban
oxígeno, ¿bigotera se llamaba?, junous, y empezaban a rodar por allí,
siguiendo las leyes de la gravedad. Aquello duró diez minutos. Patricia
buscó una toallita y comenzó a limpiarle las lágrimas. Él apenas podía
hablar, aunque con sus ojos expresaba todo lo que pensaba y sentía. Luego,
Patricia le tomó la mano como cuando eran adolescentes y la tuvo tomada
a las suya hasta que él, lentamente, se calmó, y las lágrimas dejaron de
caer. Era el atardecer de un día agitado, aquellas escenas ocurren en la vida
cuando el sol estaba bajando y la habitación se va oscureciendo y nadie
atina a encender una luz. Pero ella no lo soltó, siguió allí, teniendo su
mano para tratar de calmarlo y porque le gustaba tener esa mano entre las
suyas.
El silencio fue creciendo, la habitación siguió oscureciéndose y los dos
quedaron en la penumbra. El quería hablar, pero apenas podía, así que
pensó un largo rato lo que le iba a decir para ahorrar sus fuerzas.
- Quiero que a Rami le organices un homenaje y que invites a los
principales líderes católicos, judíos y musulmanes del país, que les
expliques quién era Rami y cómo se había elevado desde su infancia
desgraciada hasta lo que llegó a ser, la persona que salvó a mi familia, un
hombre querido por todos nosotros, un hombre que siempre eligió por la
vida. Y quiero que su historia sea conocida, que salga en todos los diarios,
Diego se puede ocupar de eso.
Ella asintió, mientras veía cómo las lágrimas volvían a caer por las
mejillas. El se había emocionado, agitado, entristecido, pero el camino que
había elegido para despedirse de aquel hombre que había cubierto su
cuerpo con el de él para salvarlo, con aquel homenaje que había pensado,
le dio la tranquilidad de una deuda de honor que él cumpliría
puntualmente, intuyendo que en algún lugar del universo Rami sabría que
aquella deuda de honor había sido pagada. Ya estaba muy oscuro en
aquella habitación. Paltrow no quería encender la luz.
Esteban pensaba otra vez. Ella no sabía en qué, hasta que vio que haría
un nuevo esfuerzo para volver hablar...
- Ahora quiero que te dejes de pensar en mí, necesito que
definitivamente te olvides de aquella tarde en la piscina, aquello no fue
amor, fue un deseo adolescente, vital, maravilloso, y vos sos la mujer más
hermosa que se me cruzó en la vida, seguramente tan buena como Cecilia,
pero el amor es así, yo estaba enamorado de ella y lo sigo estando, cada
vez más.
- ¿Qué me querés decir, Stivito? -preguntó ella, perturbada.
- Que termines con aquella historia, que cierres aquella puerta del
pasado y que sigas adelante con tu vida y que empieces a ser feliz de una
vez, te lo merecés más que muchos.
Ella pensó que le iba a hablar de Diego, que iba a decirle que él era la
persona que necesitaba y todo aquello. Pero Esteban, dolorido, agotado,
triste por todo lo que había ocurrido, aún conservaba su inteligencia y su
capacidad de percibir a los demás. No le habló de Diego, era exactamente
lo último que debía hacer con una mujer como ella, que nunca hacía lo que
le aconsejaban, como si siguiera peleándose con Daddy, como si siguiera
pensando que sólo él era su hombre. Esperó que ella dijera algo, sino, no
habría nada que decir.
- Esteban, ¿decís todo esto por Diego? ¿A eso te referís? -preguntó al
fin.
Pero él la conocía y no quiso caer en aquella trampa, hasta que
finalmente encontró la manera de hacerlo.
Lo digo porque te quiero mucho, más de lo que crees, y no quiero que
pierdas a la mejor persona que se te cruzó después de mí en toda tu vida.
Si lo dejás ir, si seguís jugando a los fantasmas conmigo, no te hablaré
nunca más, ya ni tu amigo seré, ni jugaré a ser tu hermano, porque mi
conclusión será que sos una tonta sin remedio.
- ¿Es una orden? ¿Me pedís que me enamore de Diego por decreto? -
siguió ella, que no quería despedirse de aquella Paltrow famosa, histérica,
solitaria, que vivía seduciendo a los hombres que no le importaban.
Y allí él, exhausto, le dio el golpe de gracia: - ¿No te das cuenta que
estás enamorada perdidamente de él, Paltrow?, ¿tan necia sos? Si es tan
obvio... -le dijo Esteban entonces, casi enojado, hablándole como si fuera
un padre-. Dejá de ser reina, bajá y mezclate con los seres humanos,
olvidate de tu amor imposible. Te prometo muchos años de felicidad,
confiá en mi una vez más.
Y para, terminar le pidió que la llamara a su hermana Caro, que estaba
en la sala de espera de la clínica, y le dijera que fuera con él. De repente,
la compañía de su hermana se le había vuelto necesaria y agradable. Los
dos habían descubierto todos los años que habían perdido por estar
peleados, casi ignorándose, lejos uno del otro, separados por cosas que no
habían sido responsabilidad de ellos, sino de la diferente educación que
habían recibido. El un empresario serio, ella una modelo siempre de moda,
frívola, escandalosa y solitaria.
Y él ya no dijo nada más. Aquello había sido un esfuerzo enorme para
él y quedó agotado. Sintió que estaba reparando sus cuentas con el pasado.
Cuando ella salió, más repuesta, la vio a Carolina, esperando sentada
allí, tan bonita como siempre, una auténtica Diosa admirada por millones
de argentinos frustrados que cuando la veían en alguna publicidad
“desvestida de Victoria Secret”, en la tele, en las revistas, soñaban con
ella, y se hacían la cabeza. Y volvió a preguntarse si sería cierto aquello
que Cecilia le había comentado el día anterior, así como al pasar, que ella
había estado muy enamorada de Diego, que ellos los habían presentado.
¿Sería cierto o su amiga la había querido provocar?, se preguntó. No lo
sabía, pero de repente tuvo otra vez esa sensación que no conocía en ella:
estaba celosa, se había puesto roja cuando se saludaron y se dieron un beso
de amigas de tantos años, un poco brujas, ya se sabe como son las mujeres
cuando se trata de otras mujeres.
Ella salió de allí. Repentinamente, se dio cuenta que estaba llorando,
pero por primera vez en su vida, no lo hacía para seducir, no por capricho,
no para manejar a los demás, no porque la habían dejado solita, sino
porque necesitaba llorar y despedirse de una vez de su amor imposible. La
realidad la esperaba

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Capítulo XXI, un viaje mágico y misterioso


Al otro día Diego estaba en aquella habitación, hablándole a su amigo,
poniéndolo al tanto de algunos asuntos de la política y de su empresa.
Esteban lo miraba con un profundo gesto de agradecimiento. Y deseaba
hablar, conversar con él como antes, pero no podía. Diego le contó que
organizarían el homenaje para Rami, que le había gustado la idea y que
esperaba hacerlo para dentro de un mes, necesitaba tiempo para organizar
un evento de ese tipo, aunque tenía la infraestructura de la empresa a su
disposición. Pero Esteban lo interrumpió.
- Ahora necesito que me hagas otro favor -le dijo.
- Lo que necesites, claro, lo que sea.
- Es algo que sólo vos podes hacer porque sabés de qué se trata. La
semana anterior al “accidente” había estado en Cariló, y guardé unos
documentos muy importantes, los escondí en una bolsa de plástico, entre
el techo y las tejas de la casa, en mi habitación. Quiero que vayas y los
guardes en un lugar seguro, quizá los necesitaremos. Sos la única persona
que puede hacerlo. No quiero pedirle a mi hijo, ya tiene demasiado.
- ¿Es sobre el gobierno?, ¿sobre el acuerdo que preparamos para que
firme toda la oposición antes de las elecciones?, ¿hay algo que no me
hayas contado? -preguntó Diego, bajando la voz, acostumbrado a hablar
como si hubiera micrófonos en todos lados.
Esteban asintió, el aire le faltaba, pero siguió hablando: - Quiero que
vayas cuanto antes, mañana si podés, esos papeles no se pueden perder,
pero además quiero que te quedes a descansar unos días, de paso, estás
mucho más agotado que yo -y su amigo sonrió por una típica broma de las
que solía hacer Diego.
- Llévate mi Audi, ya lo arreglaron y creo que esta semana no lo
necesitaré -bromeó otra vez, y su amigo se alegró porque escucharlo de
buen humor era un excelente síntoma de mejoría-. Y quiero que vayas con
Paltrow, claro -agregó, así como al pasar-. Cecilia ya le pidió que te
acompañara. Y le explicará luego adonde tienen que empezar con la
búsqueda del Tesoro, no les será fácil encontrar esos documentos. Sólo en
ustedes dos puedo confiar.
- ¿Patricia? ¿Por qué ella? ¿No querrá quedarse para cuidarlos a vos y
Cecilia? -preguntó él, intrigado.
- No creo que ella vuelva rápido a su país.Y necesito también que
hagas algo por ella, de paso.
- ¿Qué?
- Lo que creas conveniente, sino se te ocurre nada alquilate “Lo que el
viento se llevó” y aprendé de Rhett Butler, vos encontrarás el camino, yo
ya no sé que hacer con esa mujer que se cree una reina. Y ahora dejame
solo, yo no puedo hablar más hoy, no tengo aire.
Y no dijo nada más.
Pero Diego no se fue, se quedó allí, pensativo, acompañando a su
amigo una hora más, hasta que viniera Agustina a quedarse a dormir con
su papi en el sanatorio. Puso CNN internacional y los dos se quedaron allí,
mirándolo a Obama en su primer día de trabajo como Presidente de los
EE.UU., mientras les daba a ambos un ataque de envidia. En un momento
se cruzaron sus miradas y no necesitaron hablar: ambos lo estaban
comparando con la versión presidencial doméstica y se rieron, cómplices,
pensando exactamente lo mismo. Ni hacía falta agregar nada. Un rato
después, Esteban se había quedado dormido, y él la espero a Agus, para
irse de allí tranquilo y organizar un viaje mágico y misterioso a aquella
casa que tanto le había gustado cuando fue con su hija. Y aunque nada le
gustaría más que hacer ese viaje con Paltrow, y todos los viajes que
vinieran, pensó que seguía sin encontrar el camino para llegar a ella, a su
corazón, seguía sin encontrar la palabra mágica, el password, y se estaba
cansando de todo aquel juego de sí, no, ni, y le empezaba a doler
demasiado seguir con aquella historia. Se dio cuenta que ya no estaba
dispuesto a insistirle a una mujer que sólo se ponía de acuerdo con el
espejo. Había aprendido que el amor no se pide, no se ruega, no se
mendiga. Se declara, y se espera que la otra persona sienta lo mismo. “Y
sino, lo mejor es irse”, pensó, tratando de recordar aquella película y qué
habría hecho Butler para conquistarla de una vez a Scarlet O’Hara.
Así que aquella noche se fue por primera vez a dormir a su casa. En
todos los días anteriores, desde la madrugada en que se produjo aquella
tragedia, se había repartido entre la casa de los Santana y el hospital, y
luego el sanatorio, e incluso más de una vez había tenido que ir a las
oficinas de la empresa de Esteban a ocuparse de los temas personales de la
familia, casi en representación de su amigo, mientras la Compañía era otro
desastre. Allí fue que descubrió que aquella era otra típica empresa
familiar que descansaba en los hombros del superjefe, y cuando ocurría
que éste no estaba por alguna razón, nadie sabía qué hacer.
Fue así que luego de la charla con Esteban, salió para ir a su casa, para
estar con sus hijos al menos por esa noche, para buscar un mínimo de ropa
para ir al otro día a Cariló a hacer la que su amigo le había pedido. Más
tarde, Paltrow lo vio salir de la casa de San Isidro, con el auto de Esteban,
sin saludarla, y lo llamó al celular.
- Flaquito, ¿te vas sin mí?, justo cuando te iba a llenar de besos -le
preguntó ella, provocándolo como siempre.
Pero él no sabía la conversación que había tenido Esteban con ella, no
pensó que algo nuevo podía estar pasando, no sabía que a lo mejor esta vez
no lo estaba provocando, y que ella deseaba realmente hacer ese viaje con
él al planeta Cariló, como le había “ordenado”, o sugerido, su querido
Esteban, para abdicar de una vez por todas su aburrido y solitario reinado,
tan parecido al del Principito, que quizá todavía estuviera anclado en el
asteroide 612, con sus tres volcanes y una rosa para cuidar, mientras
quitaba los árboles baobab que, de permitirles crecer, partirían su pequeño
planeta en pedazos.
Tampoco sabía que Paltrow-Popcorn-Pennylane, como el Principito,
había decidido abandonar de una vez aquel planeta solitario en donde
apenas reinaba sobre los baobabs y la rosa, para convertirse en la Penélope
de que Ulíses estaba buscando hacía años, devenida de repente en una
radiante Galatea de carne y hueso y alma y sentimientos.
- Mañana te paso a buscar a las 8 de la mañana, Mujer Sonrisa, si te
parece -le dijo Diego entonces, distante, distinto, temiendo otra vez que
ella le preguntara qué verso le iba a hacer, cansado de tantos juegos
estériles, casi preparándose para decir un Basta definitivo. Como una
telenovela colombiana, todo aquello se estaba haciendo un enredo difícil
de desatar.
Ella le dijo que sí, te espero preparada, aunque de repente sintió cómo
estaba él de lejos y comprendió otra vez todo el daño que podía hacerse a
ella misma y a la gente que quería, y supo cómo quería a ese hombre,
mientras seguía jugando a la canción de los Beatles, Hello Goodbye, casi
por costumbre.
Ella le dijo que “sí, flaquito gordito, a las 8 de la mañana te espero y
nos vamos a descansar, porque quiero que tomemos sol y sombra juntos,
¿dale?”.
El le dijo que sí, claro, qué le iba a decir, pero se lo sentía cansado. Se
despidieron hasta el otro día.
Colgaron con un beso frío, temeroso, defensivo, y él encendió la radio
del auto, adonde Frank Sinatra cantaba “Extraños en la noche”. Obvio.
¿Qué iba a cantar?
Y mientras manejaba hacia su casa a descansar, ella se fue a su
habitación, como una teenanger a la que su reloj le funcionaba al revés que
a los demás, como si fuera el mismísimo Benjamín Button de la película
de moda con Brad Pitt. Allí buscó su Vaio, encendió el Windows Vista, que
le dijo hola, abrió Internet y buscó la letra de la canción, “Hello Goodbye”,
y la encontró, y leyó la letra, y se dio cuenta que Lennon y Mc Cartney
habían escrito aquella canción seguramente pensando en ella y en los
tantos seres humanos escondidos en una armadura oxidada, metidos en los
tiempos del amor líquido y las relaciones Light.
Y se puso a escuchar la canción original, una y otra vez, obsesiva como
era, para entender qué le estaba pasando. “You say yes, I say no., You say
stop, I say go go go., You say goodbye, and I say hello hello hello., I don’t
know why you say goodbye..., I say high, you say low, You say why, and I
say I don’t know...
I don’t know why you say goodbye I say hello, hello, hello...”
Y seguía así, que sí, que no, que vamos, que volvemos. Y mientras ella
escuchaba la canción, otra vez sus lagrimitas se le volvieron a escapar,
pero no eran las mismas de la lloronita del pasado, eran diferentes, eran de
las lágrimas que suelen salir de ese impreciso lugar de una persona
llamado el alma, cuya existencia la mayoría de la gente intenta negar,
porque creen que la vida es más cómoda tomada como un deporte frívolo,
como una dieta que se hace llevando al cuerpo a un gym para dejarlo allí
una hora por día, para que le hagan un service, mientras el alma se queda
esperando afuera, a la intemperie.
Y así, Popcorn que deseaba transformarse en una Penélope Galatea
verdadera, se quedó con los ojos abiertos, hasta que se durmió, a las tres
de la mañana, escuchando una y otra vez aquella canción, sin parar de
llorar. Como siempre, Esteban tenía razón, pensó mientras se dormía.

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Capítulo XXII, 10 formas de decir te quiero, o “mi


reino por una cucharita”
A la hora señalada, ocho de la mañana en punto, ella estaba
esperándolo en la galería de la casa, sentada como cuando era una nena y
se iba de excursión. El portón se abrió, los guardias miraron tres veces
cómo el auto ingresaba y se acercaba hasta allí. Patricia se levantó y
caminó hasta el auto, con una pequeña mochila adolescente que tenía un
poco de ropa. Llevaba unos jeans azules comunes y silvestres, que le
quedaban perfectos, obvio, era Paltrow, y una remera a rayas blancas y
rojas con un corazoncito bien ubicado, con vista al penthouse, y un
sombrerito azul para cuidarse del sol, y unos anteojitos oscuros tipo
Rayban que le habrían quedado de su abuela. Y unas zapatillas All Star
viejas. Y la Vaio, claro, dentro de la mochila, porque Paltrow era una
mujer online, una mujer electrónica como él era un hombre electrónico.
Ellos ya no viajaban con libros de papel ni nada de eso, habían dejado
atrás la Galaxia Gutemberg y vívían en la Galaxia Gates. El ciberespacio
era un lugar más, un país más, del hípercomunicado mundo moderno,
aunque estuvieran en Niúiork, la China o escondidos y exiliados en la isla
más bella y remota del oceano, siempre a un click de todo.
Subió al auto, besó amorosamente a Diego pese a que él casi cerró sus
labios, pero ella le tomó la mano como siempre lo hacía y le dijo “Vamos,
flaquito gordito, no quiero otra cosa que ver el mar y caminar descalza con
vos por la playa”. ¿Hacía falta? Sí, hacía falta porque él parecía haber
dicho Basta interiormente, otra vez, y de repente ellos eran dos extraños
amantes que no sabían amarse, ni odiarse, ni sentir, de tanto que sentían.
Tendrían que aprenderlo todo de nuevo, lo que sabían y lo que aún
desconocían, aunque la de ellos fuera la historia más vieja del mundo.
“You say yes, I say no.”, pensó ella, que estaba aprendiendo por primera
vez que aquel juego la había cansado, y quería demostrarle a él que había
entendido que no los llevaba a ningún lado aquel estilo “stop and go” que
los economistas entendían tan bien. ¿La gente puede cambiar?, se preguntó
a sí misma, y deseó explicarle a él que sí, que ella podría hacerlo a su lado.
El portón volvió a abrirse, el auto salió de aquella casa casi vacía y
triste, y él pensó que ya no estaban allí “los ricos y famosos, lindos y
felices” Santana, aunque confiaba que pronto volverían a su lugar en el
mundo. El auto salió luego que el tipo de la custodia le dio el Ok. Diego lo
saludó, y arrancó rápido, aquella cuadra le daba escalofríos, ese auto le
daba escalofríos, y estaba arrepentido de no haber usado su querido
Peugeot.
El puso un cd para escuchar sus canciones topten que en realidad eran
21, ya se sabe, con el inglés era un bruto. Ella no le soltaba la mano ni
pensaba hacerlo. Se estaba aprovechando que el auto era automático y esa
mano estaba desocupada, hasta en eso había pensado Stivito, y entonces
ella le pidió un deseo con esa carita que ponen las mujeres cuando piden
un deseo, pedidos que son imposibles de rechazar, claro.
- Quiero que me cuentes más historias del Coleccionista de Besos,
Ulises, corazón. Me gusta escucharte. El no supo qué hacer, como siempre,
claro. Se dio cuenta enseguida que no podría con ella, que ya le había
ganado de nuevo aunque apenas se habían encontrado hacía 5 minutos, que
le era imposible decirle Basta, y que tampoco tenía sentido ni lo deseaba.
Y de repente recordó la vieja frase de Robert Frost, “tuve una pelea de
enamorados con el mundo”, y se dio cuenta que había una sola forma de
vivir para tipos como él, que no sabían ni querían callarse nunca, ni
guardar sus sentimientos, ni mentir ni dejar de soñar. Así que decidió que
no diría Basta, sino Hola. Los Beatles, lejanamente, los estaban ayudando.
Pero antes de comenzar con sus historias que estaba guardando para
hacer un día una película con las escenas de amor del cine que más lo
habían conmovido, le pidió que le hablara justamente de ella, que le
contara si alguna vez había estado perdidamente enamorada. Una
preguntita inocente, así como al pasar, que nunca le había hecho, y si la
respuesta era un sí, si sería capaz de volver a enamorarse perdidamente
por segunda vez.
El la estaba mirando, mientras manejaba, pero sus ojitos miraron para
otro lado, se le escaparon, se fueron al pasado. Y se quedó en silencio,
pensando. El le había metido el dedo en el ombliguito, claro. Qué pesado
era.
Así que ella se empezó a sacar sus All Star que hacían juego con el
color de la remera rayada con su corazoncito estratégico y se sentó estilo
indio, jugando con esos pies que manejaba mejor que Schumacher un
Fórmula
1, y volvió a tomarle su mano, intuyendo que él fantaseaba con hacerle
una caricia disfrazada de cosquilla. El se preguntó por qué los pies de esa
mujer lo atraían tanto y se respondió que en sus piecitos quizá estuviera
resumido todo el cuerpo de esa mujer, y quizá hasta su alma, sí, debía ser
eso.
- Estuve enamorada perdidamente, una vez, sí, cuando tenía 17 años.
Absolutamente perdida en el espacio y en el ciberespacio también -dijo al
fin.
- Contame, si podés, si querés. -le dijo él, haciendo práctica ilegal del
psicoanálisis.
- Flaquito, era un hombre, suficiente con esa información... Ya sabés,
es secreto bancario.
- Podría haber sido una mujer, junous.
- Me gustan los hombres, con todas sus partes que les sobran y que les
faltan -y su mano se soltó de la de él y se fue a su cuello, como si tuviera
vida propia. Empezó a acariciarlo con sus deditos, suavemente, para que
no quedaran dudas.
- Entonces aquello no fue recíproco.
- ¿Cómo lo sabés? -preguntó ella, a punto de enojarse y de castigarlo
quitándole la mano del cuello, que ya lo estaba acariciando para que no se
estresara manejando, aunque no era por eso que lo hacía: Paltrow iba
rápido a la hora de tomar el fuerte apache.
- Porque sino ahora vos estarías con él y yo estaría yendo solo a Cariló,
o seguiría exiliado en el ciberespacio. Tal vez ni nos hubiéramos conocido
en lo de Santana’s place...
Ella volvió al silencio por unos segundos. Se le escapó una lágrima y
dio vuelta la cara para que él no la viera. Y habló.
- Pero nos hubiéramos conocido igual gordito, allí mismo quizá -dijo,
vagamente, intentando contarle su secreto mejor guardado por primera
vez, pero no pudo seguir-. Quizá vos estarías con Carolina Nash y todo -
prefirió atacar, para defenderse. Aquello salió del alma de una mujer
celosa, algo que le estaba ocurriendo demasiado seguido a Galatea Paltrow
últimamente, y que no podía manejar, pese a ser una mujer cosmo.
- ¿Qué tiene que ver Carolina en todo esto?, preguntó él, sorprendido
por esa idea increíble.
- ¿Acaso no fue tu novia? ¿No estaba o está enamorada de vos? -y dio
vuelta su cara y lo miró fijamente.
Diego se sorprendió de aquello. ¿La mujer más deseada de la Argentina
enamorada de él? Se empezó a reír, sin saber qué decir. Hasta que se dio
cuenta de todo: seguramente Cecilia le había dicho eso a propósito a su
amiga sólo para ponerla celosa. Esteban y su mujer estarían jugando a los
dados a control remoto, desde la cama del sanatorio, con su habitual estilo
hard, y Penny y Ulises eran simples instrumentos de aquella estrategia
para desafiarlos a que se dejaran de embromar e hicieran lo que deseaban
hacer y temían hacer.
Silencio. Más silencio. ¿Habría sido Esteban el amor imposible de
Paltrow?, se preguntó Diego de repente. y supo que sí, claro, sus
intuiciones rara vez fallaban. Y entonces terminó de entender a aquella
mujer, fiel por décadas a un amor no correspondido. Eso nunca lo hubiera
imaginado. Sintió una mezcla de respeto y a la vez de tristeza por toda esa
historia que empezaba a conocer.
Así que ya no preguntó más, aquello era demasiado, era una historia
muy personal que los involucraba a todos. Entonces ella volvió a sonreir,
como si se hubiera sacado de encima mil toneladas de angustia. Su mano
siguió con las caricias en el cuello, haciendo práctica ilegal de la
kinesiología, por suerte para él. A veces eso era un cosquilleo que le ponía
la piel de gallina y lo empezaba a excitar, pero no, se dijo, él no buscaba
sexo, sino amor, y ella lo estaba provocando alevosamente para que
cambiara sus principios como si fuera el mismísimo Groucho Marx.
“And in her eyes you see nothing”, cantaba Paul Mc Cartney en una de
sus 21 canciones topten, un poco inoportuno esta vez, como si lo hiciera a
propósito para desafiarlo a pensar en la enorme diferencia que había entre
una serendipia afortunada y una casualidad casual.
El miró sus ojos, que ahora estaban radiantes. El auto ya estaba
saliendo de Buenos Aires y entrando hacia la ruta que iba hacia la playa.
Era el momento de la verdad, él lo supo y no quiso demorar más aquello.
Y empezó, mientras el auto avanzaba veloz por la ruta 2, a contarle
más historias del Coleccionista de Besos. Si iba a perderla, lo haría a lo
grande, pero cuando fuera más viejo (“when I’m sixty four”, como en la
canción), al menos podría mirarse en el espejo y saber que había tratado,
que no se había metido debajo de la cama, que la había invitado a ella a
bailar como cuando Mc Cartney “la vio parada allí”, que se había atrevido
a ganar o a perder en aquella “pelea de enamorados con el mundo”, a todo
o nada.
Que no se había dejado ganar por la indiferencia, por las tibiedades de
moda, por aquellla nada que le iba ganando al todo en aquel mundo pos-
posmodernista.
Iban por el km 53 de la ruta 2. Frank Sinatra cantaba con su hija Nancy
aquella canción que estaba prohibida en cualquier diccionario
pos.posmoderno. Había cosas que no se decían, ya que cuando se lo hacía
la gente empezaba a gritar socorro y salía corriendo en dirección contraria.
Pero él ya no le tenía temor a sus sentimientos, más, necesitaba decirlo
de una vez. Y cantó como en un Karaoke junto a Frank y Nancy, en la parte
que ellos dicen “something stupid like I love you”. El auto volaba, y él
también. Ella sacó su mano de los famosos cervicales y abandonó el
tratamiento, como diciéndole “flaquito, yo quería que fuéramos amigos”.
Pero no lo dijo, se contuvo, sólo sacó la mano de allí porque tenía pánico,
ella, la mujer cosmo, estaba asustada porque comprendió que aquello iba
en serio y eso, eso era lo que deseaba y la atemorizaba. Y entonces él
comenzó su monólogo de dos horas y media o 300 kilómetros. Estuvo por
decirle el hollywoodense “I love you for eveready”, pero se contuvo, se le
ocurrió que sus historias del coleccionista de besos eran una mejor forma
de decirle te quiero.
“Una vez estaba mirando por enésima vez Dr. Zhivago, ¿te acordás?”.
Ella asintió, con su cabecita, sabía que cualquier palabra que dijera
podría ser usada en su contra.
- Esa película sí es vieja, flaquito. ¿Es cierto que tenés sólo 55 años?
- Yo no miento con la edad -respondió él, rápido como un diálogo del
Canal Sony, y de paso le demostró a Popcorn, que se parecía a Pennylane y
aplicaba para convertirse en Galatea, que esta vez iban en serio, que no la
dejaría escapar de allí, que era lo que ella pedía sin darse cuenta, de hecho.
Así que él siguió con la historia.
“El tipo quería a dos mujeres que lo amaban. Una era Geraldine
Chaplin, su mujer, y la otra era Julie Chirstie, su posible amante. El estaba
entre dos amores, y yo ese día me di cuenta lo que es un dilema: tener que
elegir entre dos mujeres maravillosas. Aquello era un trabajo insalubre,
¿cómo renunciar a Geraldine para estar con Julie?, o viceversa, era una
elección en la que sólo se podía perder, las dos eran maravillosas,
perfectas, lo amaban profundamente, y las dos se meterían en una guerra
por salvar a su hombre, y de hecho lo hicieron. ¿Cuál era la solución del
dilema, si las dos lo amaban, eran perfectas, convenientes y todo lo
demás?”.
- No lo sé -reconoció Paltrow.
- Fácil, sólo tenía que elegir a la que más amaba, tan sencillo como
eso.
- Ay, beibi, como si fuera tan fácil. Me estás haciendo trampa.
- Es fácil, sobre todo cuando uno sabe que sino le hará daño a las
personas que más quiere.
- Sigue sin ser fácil -dijo ella, intuyendo que estaba en una trampa, y
que esta vez quería perder. Ganar nunca le había servido para nada,
acababa de descubrir.
- Uno íntimamente lo sabe, dulce Galatea -siguió él, metiendo el
bisturí.
- Ulises, eso lo sabe un hombre que siente con el corazón, pero a veces
se interpone el pene y allí ustedes no saben discriminar entre una cosa o la
otra (jaque, pensó ella).
- Los hombres sí, los verdaderos hombres saben (¿sabemos?, se
preguntó) discriminar, aunque sea doloroso, aunque uno demore en saber
hasta que el tiempo haga su trabajo. Además, las mujeres pos-
posmodernas jefas de hogar también se dejan llevar por su pene invisible,
ese, ese que quisieran tener en estos tiempos de cólera (quiero retruco,
pensó él).
- ¿Porqué me contás todo esto, Diego? -le preguntó ella, que de repente
se había puesto seria, ya no le gustaba más jugar esos juegos.
- Porque Esteban te quiere más que a nadie en el mundo y eso nunca
cambiará, lo sé, lo ví, lo conozco, ahora lo entiendo todo, pero estaba
enamorado de Cecilia, así que hizo lo correcto. Aunque duela escucharlo.
- ¿Vos conocías esta historia? -le preguntó ella, sorprendida, hablando
del secreto mejor guardado desde la supuesta o real llegada del hombre a
la Luna, more or less.
- Hasta hace un rato no, pero de repente lo entendí todo.
Sinatra y Nancy habían terminado de cantar “Something stupid like I
love you”. El puso de nuevo la canción.
- Kid, chiquita, Penny Galatea Paltrow. Uno no elige de quien se
enamora, eso es lo bueno de este juego, aunque parezca que no lo es. Nos
guste o no, el amor es ciego.
- Ya sé, me vas a hablar de la media naranja y todo eso, me vas a decir
que uno tiene a su par en algún lugar del planeta y que sólo hay que
encontrarlo, como en las comedias griegas. A veces parecés la revista
Hola.
Los dos estaban suspicaces, nerviosos, un poco irritables, lo que era
una señal inequívoca que necesitaban besarse desaforadamente.
- Nada de eso, sólo dije que uno no elige de quien se enamora en la
vida, sino sería todo tan fácil. El truco es que no elegimos, menos mal. Y
hay más: mucha gente se enamora en el momento menos pensado de la
persona menos indicada, o que le hace daño. El trabajo es aprender a
discriminar qué nos hace bien y qué no.
- Uia, flaquitogordito, ahora me vas a dar un curso de amor por
correspondencia...
Sí, pensó él, eran las señales indisimulables del amor.
Así que puso la baliza, se acercó a la derecha, redujo la velocidad, se
estacionó en la banquina, se acercó a ella y le dio un beso que le salió del
alma, aunque también participaron, además de los labios, la lengua, los
dientes, las amígdalas, la nariz, todo, todo muy mojado. No fue un beso
hollywoodense de los años ‘50 estilo Doris Day y Gary Granito, no. Y
luego, sin decir nada, arrancó y aceleró nuevamente hasta 130 km por
hora, no quería que le hicieran una multa. Acababa de jugarse sus
próximos 37,5 años de vida, y lo sabía. Rhett Butler lo estaba aplaudiendo
desde algún lugar de Hollywood.
Pero no, la mano de ella no volvió a tomar la mano de él, claro, así que
decidió salir de aquella historia triste del coleccionista de besos, prefería
una historia alegre.
“Secuencia uno: en la película Una Mente Brillante, el economista
John Nash -no confundir con Johnny Cash- está enfermo y confunde la
realidad de la ficción hasta niveles riesgosos que hacen que lo internen,
casi como si fuera algún argentino típico que no soporta la realidad y se
inventa otra. Pero finalmente es ayudado y apoyado por su mujer, y con
los años aprende dolorosamente a discriminar entra la realidad y sus
propios fantasmas, que nunca lo abandonarán, pero que al menos aprende a
mantener a raya. Cuando le entregan el Premio Nobel de Economía, en
1994, le dedica el discurso a su mujer, diciendo algo hermoso: .. “Siempre
he creído en los números. En las ecuaciones y la lógica que llevan a la
razón. Pero, después de una vida de búsqueda me digo, ¿Qué es la lógica?
¿Quién decide la razón? He buscado a través de lo físico, lo metafísico, lo
delirante... y vuelta a empezar. Y he hecho el descubrimiento más
importante de mi carrera, el más importante de mi vida. Sólo en las
misteriosas ecuaciones del amor puede encontrarse alguna lógica. Estoy
aquí esta noche gracias a ti. Tú eres mi única razón de ser. Eres todas mis
razones. ¡Gracias!”.
- ¿No es maravilloso, corazón? -le preguntó él.
- Lo es -y ella se acercó a él y lo beso, le mojó la oreja, como se dice, y
casi lo hace chocar al auto con ellos adentro. Aquel era el premio por la
primera historia-. Pero, ¿te sabías de memoria el discurso de John Nash o
te lo inventaste?
Él no necesitó responderle, claro que se lo sabía de memoria. Tenía un
disco rígido de 120 jigas y además siempre llevaba un pen drive de 8 jigas,
finalmente era otro hombre electrónico.
Iban por el km 98, escena dos.
- “John y June”, la historia de Jhony Cash, el músico que alguna vez
vendió más discos que Elvis. El tipo era un inseguro que no estaba
preparado para el éxito, tanto que finalmente empieza a drogarse con algo
más que cocacola, no sé qué, un cocktail. Ya estaba enamorado de June
Carter, ¿viste la película?
- La vi, con vos, flaquito, ¿no te acordás? El la miró sin entender.
La vamos a ver juntos, todas estas películas las veremos juntos y
vamos a pegar las escenas de amor que nos gusten en una gran historia,
quiero hacerlo con vos para que no exageres, sino van a ser escenas muy
largas y a veces aburridas. Es una promesa, una amenaza, un deseo...
Ella acababa de decirle “te amo” a su manera, como Sinatra o Presley.
Y aquello le gustó, claro, le gustaba que le gustaran a ella las cosas que le
gustaban a él y que ahora le gustarían el doble.
- Hay una escena conmovedora cuando él, luego de pelearse con su
padre en el Día de Acción de Gracias, trata de hacer andar un tractor y se
va hacía atrás, cayendo al lago con tractor y todo. Y ella corre detrás de él,
lo saca del lago, lo lleva a su cama, y durante semanas y semanas lo cuida
amorosamente, y no lo deja solo, ayudándolo, junto a sus propios padres, a
echar a balazos a los dealers que vienen a venderle drogas, hasta que él
supera el síndrome de abstinencia. Toda esa parte es conmovedora, cuando
una mujer lo deja todo y lo arriesga por el hombre que ama. Luego, ya
curado, él le pide casamiento adelante del público, mientras están
cantando, porque ella no quiere saber nada con eso pese a que muere por
él, aunque le dice que no una y otra vez, hasta que aquel día le dice que sí
delante de todo su público, y allí te enteras que ellos dos, íconos de los
EE.UU., vivieron hasta el año 2003 o algo así, hasta viejitos. Ella se muere
y a los pocos meses se muere él, o al revés, luego de más de 30 años de
estar juntos, no podía vivir sin ella, claro, la vida ya no tenía sentido.
- Flaquito, ¿vos te vas a morir y me vas a dejar sola? -preguntó ella,
con esa carita de yo no fui.
- Sólo puedo decirte something stupid like I love you -le respondió él,
quien al fin había dicho lo que soñaba decirle mirándola en los ojos desde
que empezó esta novela-. O te puedo contar otra escena de otra película.
“El hombre bicentenario”, la historia de un robot que se convierte en ser
humano porque está enamorado de una mujer de carne y hueso, y no de
transistores y chips. Pero resulta que el tipo es inmortal, entonces elige la
posibilidad de morirse para poder ser como ella, porque la vida empezaba
a no tener sentido sin tener sus manos tomadas, casi como si le hubiera
dicho “no te mueras sin decirme donde vas”.
Iban por el km 170. Escena tres.
- Dieguillo, quiero ver esa película con vos Y las otras, quiero verlas a
todas con vos en mi cama kingsize de Niúiork Niúiork, haciéndote cosas
muy mojadas. ¿Aquella era una invitación? El ni había pensado en esos
pequeños detalles como que vivían a más de 5000 millas uno del otro,
more or less.
Eniuai. El siguió contándole aquellas bellas historias de amor con
finales felices en tantos desiertos, islas, ciudades reales o imaginarias,
puentes y aeropuertos, historias que había ido almacenando en su cabecita,
mientras el auto avanzaba por la ruta 2 hasta pasar un poco el kilómetro
200, en donde tenían que doblar a la izquierda para tomar una ruta que los
llevaría a las playas, y dentro de las playas a la de Cariló.
Le contó entonces aquella película de Jack Nicholson y Diane Keaton,
en donde un hombre idiota y frívolo de más de 63 años se dedica a seducir
mujeres de 30 años, siempre con cero compromiso, hasta que se cruza con
Keaton, que tiene una edad parecida a la de él, con las arrugas de la vida,
del alma, con sus sueños y frustraciones y hasta complicaciones, temores y
rollos y rollitos.
- Al fin el tipo se enamora de ella, pero es un idiota y no sabe lo que es
el amor, hasta que luego de varios infartos reales e inventados y otros
avatares empieza a entender de qué se trata. Hay una escena muy linda en
donde ellos se quedan dormidos en la misma cama hasta el otro día, Penny,
el tipo no era capaz de dormir con una mujer toda una noche, estaba tan
acostumbrado a tener sexo deportivo y luego irse, o que la mujer se fuera,
que no conocía el verdadero placer de dormir, simplemente dormir, y
descansar con la persona amada.
Ella lo miró, queriendo hacer todas esas escenas con él, ya mismo.
Pensó en pedirle que detuviera el auto, que se metiera por un camino
lateral en donde no hubiera nadie, y en tener sexo salvaje con él para
demostrarle lo bien que dormiría después, pero no, quería escuchar más.
- La mañana siguiente ellos dos se quedaron dormidos -siguió Diego,
sin parar de hablar mientras el auto ya iba por la ruta hacia la playa-
porque ninguno de los dos se había dado cuenta de la diferencia entre
dormir y descansar. Dormir es simplemente acostarse y cerrar los ojos y
desmayarse por el cansancio del día, Paltrow, mientras que descansar es
estar en paz y dormirse abrazado a la persona que querés, que te abraza,
que te cuida, que está con vos en las buenas y en las malas, que cuando vos
te das vuelta en la cama se da vuelta al mismo tiempo sin darse cuenta,
dormida y toda, que te protege y te acompaña siempre que la necesitás. Se
trata de una actividad que debe realizarse con los pies descalzos y juntos,
acariciándose sin querer queriendo y con una sonrisa Colgate, claro está.
- Pero gordito -le dijo ella, poniéndole su mano en la pierna, sin
vueltas-. ¿Vos no roncarás? Si es así, frená que me bajo aquí...
- Galatea, no sé si ronco, para eso tendría que dormir con vos y si es
así, me mordés la oreja y me doy vuelta. Definitivamente Ulises estaba
espiralizado, pensó ella, aunque le gustaba ese tipo de locura, pese a que
por momentos la cansaban tantas palabras. ¿Para que le habría pedido que
le contara todas sus películas del coleccionista de besos? Siempre
hablando de amor. El amor era para hacerlo, no para contarlo. Pero no le
importó, se dio cuenta que más allá de todo eso, y sin saber porqué, le
gustaba ese tipito que no paraba de pensar, ni de hablar, ni de mirarla con
aquella sonrisa que se le estaba haciendo tan necesaria como respirar.
- Hasta que al final de la película ellos dos, Nicholson y Diane Keaton
se encuentran en París -siguió hablando Diego, solito, ya que ella no podía
más- y él le explica lo que le pasaba: “resulta que me fue fácil reponer del
infarto, pero de ti no me pude reponer”, la dice, y agrega “tengo 63 años y
estoy enamorado”, le dice al final de la película. Y llega el beso en el
puente, sobre el cielo de París, mientras la luna colgaba del cielo.
El auto seguía avanzando. Ella ya no quería más. Sólo quería abrazarlo
y que la abrazara porque aquel hombre que hablaba demasiado le estaba
gustando tumach, pese a que por momentos se le hacía insoportable. Así
que otra vez le tomó la mano, aprovechando que Audi había desarrollado
una eficiente caja automática y muy buenos sistemas de seguridad para
cuando uno doblaba rápido en una ruta insegura y anómica, como lo eran
las rutas argentinas, y él tenía su mano libre, en el apoyabrazos del medio,
aburrida, seguramente extrañando a la mano de ella, ya que la piel, la piel
de él se llevaba tan bien con la piel de ella.
Pero Diego tenía una historia más y ella tenía sed y quería una simple
coca cola, pero no veía ninguna estación de servicio en la ruta, que
porquería esa ruta en que había que pasar kilómetros y más kilómetros
para cargar una simple coca cola en el tanque.
- La historia más linda del coleccionista de besos es sencillita, Paltrow.
Es una mujer que se vive escapando, como vos, claro, de cualquier hombre
que se enamora de ella. Se trata de “La vida secreta de las palabras”, una
mujer torturada en la guerra y un hombre incendiado en una torre petrolera
en alta mar. Ella lo va a cuidar como enfermera, él nunca puede verla
porque está ciego, como el amor, y ella, que es muy linda pese a las
cicatrices reales e imaginarias que tiene, se siente tranquila justamente
porque el tipo no puede verla. Y lo cuida amorosamente, hasta que él está
bien y empieza a recuperar la vista. Por eso ella desaparece, no quiere que
la vea, se siente fea, como nueve de cada diez mujeres que se sienten
gordas aunque se las lleve el viento.
- Será porque ella no puede enamorarse, o porque todos le quieren
hacer el verso. -lo cortó ella, que ya no sabía si decir Hello o Goodbye con
aquel hombre que hacía 270 km que le hablaba y hablaba de amor, y
apenas le había dado un beso en serio, y ni siquiera le había acariciado la
rodilla, ni la pierna, ni nada más arriba, justo cuando ella lo único que
quería, necesitaba, era que él, sólo él, le acariciara la rodilla, y arriba de la
rodilla también. Quería sexo y amor, y los dos juntos, y supo que no
negociaría otra cosa, que nunca más aceptaría menos que eso. Chau
Esteban, Chau el Kennedy amante de la poesía, chau padres que hacían de
maridos, chau Evans y su batuta. Hello Good Bye.
Pero Diego Ulises Flaquito ni veía las señalas que le enviaba Paltrow
Seguía hablando sólo: “La cuestión es que al final de la historia, cuando él
la encuentra luego de buscarla en el espacio y el ciberespacio, le dice que
quiere estar con ella, le explica lo amorosa que había sido ella cuando lo
cuidó y lo salvó, en los meses anteriores. Pero ella era de hielo. “No creo
que sea posible -responde la mujer-, porque creo que si vamos a algún lado
juntos, me temo que un día, quizá no hoy, quizá tampoco mañana, pero un
día, de pronto, yo comience a llorar tanto que nada ni nadie podrá
detenerme, y no podré respirar, y nos ahogaremos los dos.”.
- ¿Y qué le responde él, flaquito gordito?
- Simple: sólo le dice, con el alma, una frasecita: “aprenderé a nadar”,
nada más, nada menos, y allí se besan y termina la película, y termina el
coleccionista de besos.
Afortunadamente llegaron a un pueblo llamado General Madariaga,
adonde él pudo parar, y ella pudo tomarse una coca cola, y mientras él iba
al baño, ella empezó a lagrimear, tímidamente, suavemente, tratando de
contenerse, preguntándose por qué estaba llorando y sin tener una
respuesta. Pero siguió lagrimeando cuando él volvió. Y le siguieron
saliendo lágrimas cuando ella volvió al auto. Y siguió así hasta Cariló, sin
decir nada, ni tener nada que decir. El, en esos kilómetros que quedaban, le
contó una película más, “Las flores de Harrison”, la historia de una mujer
cuyo marido fue como corresponsal a la guerra de Kosovo, y desaparece
en acción. Ella se mete en la guerra sola, para buscarlo, hasta encontrarlo,
hasta traerlo de vuelta a casa. Le preguntan cómo sabía ella que él estaría
vivo. Y ella responde “algo en mí se hubiera roto si él se hubiera muerto”.
The End. Paltrow seguía llorando, claro, sin saber por qué, o quizá porque
acababa de saber todo lo que nunca había querido comprender. Diego le
tomó la mano y la apretó fuerte, mientras seguía manejando. Ella de
repente se dio cuenta porqué estaba llorando sin poder parar. No sabía
decir te amo, y era lo que deseaba decirle a ese hombre insoportable y
demasiado hablador que por alguna razón inexplicable estaba comenzando
a amar perdida y encontradamente.
Ya en Cariló, luego de vueltas y más vueltas, el auto entró al jardín de
la casa, junto al mar, y otra vez lo recibió aquel matrimonio dulce que
cuidaba de la casa y de sus visitantes discretamente, pero esta vez no había
casi valijas para llevar. La mujer la miró a Paltrow y la abrazó
afectuosamente, como si aquella fuera su casa, como si la conociera de
siempre, se emocionó, y quiso preguntarle por el Dr. Santana y por Cecilia,
pero prefirió callar, pensó que ella tendría esas ojeras por lo que había
ocurrido con sus patrones. Al final, las dos mujeres terminaron también
llorando juntas, hasta que todo pasó y la señora los acompañó hasta arriba,
al primer piso, adonde estaban todos los dormitorios. Lo miró a Diego,
como preguntándole si dormirían juntos o separados. Diego no dudó:
“juntos”, dijo, aconsejado por Rhett Butler en persona, sin preguntarle a la
ex Popcorn, que pese a sus lágrimas era lo que quería y no se atrevía a
decirle al coleccionista de besos que eso, sólo eso, era lo que quería, nada
menos que eso, “si hay alguien que quiera otra cosa que hable ahora o
calle para siempre”, pensó, aunque no hubo nadie que se opusiera. Ya no
quería jugar con él, ya no quería preguntarse y preguntarle “¿y vos, que
verso me vas a hacer?”, ya no quería hablar de las diferencias entre sexo y
amor, sólo quería descansar y se acababa de dar cuenta que, como Diane
Keaton en la película, sólo descansaría bien con aquel hombre que hablaba
mucho pero le decía siempre cosas que le pegaban en el corazón, o en el
alma, eniuai, sin escalas. Ella la miró a la mujer, y asintió, sonriendo
mientras sus lágrimas seguían cayendo.
Pero Diego fue más lejos. (Butler estaba haciendo un buen trabajo). Le
dijo a la mujer que iban a dormir en el cuarto de Cecilia y Esteban, que
obviamente era él más lindo y cómodo. “¿Se los podría preparar ahora?”,
preguntó. La mujer la miró a Patricia y ella, sin sorprenderse, asintió y
volvió a sonreír.
- La señora Cecilia me dijo ayer que ocuparían su cuarto, cuando me
llamó para avisarme que vendrían. Así que ya está preparado, Señor
Hartman -dijo, asintiendo, y con una mirada imperceptible de aprobación a
aquella decisión de Diego-. Si quieren descansar ahora, luego les aviso
para la cena. Se los ve cansados Sólo déjenme traerles una tarta de
manzana que les preparé, y té, o café, lo que deseen.
Diego la miró, agradecido, aquella mujer parecía entender, con su
sencillez, lo que estaba ocurriendo allí.
Cuando los dejó solos, en aquel dormitorio hermoso desde cuyas
ventanas se veía el mar a no más de 100 metros, Diego comenzó a sacarse
los zapatos. Cuando terminó, se acercó a ella y le sacó sus All Star y le
acarició sus famosos los pies, suavemente, no porque ella lo necesitara,
sino porque él deseó hacerlo dulcemente. Aquellos pies que habían
seducido a millones de superhéroes fracasados empezarían de repente a
hacerse amigos de sus propios pies.
Luego, abrió la colcha y la frazada, cerró un poco la cortina de la
ventana porque entraba demasiada luz, aunque le encantaba aquella
habitación, y se acercó a Patricia Paltrow, y la besó y la abrazó, y ella se
dejó abrazar y besar, claro. Ya no lloraba. O sí, le salían lágrimas, pero no
eran sus viejas lágrimas de cocodrilo, sino un llanto que le salía del
corazón y que al mismo tiempo la hacía sonreír.
El la ayudó a acostarse, amorosamente, y la tapó con la frazada. Y la
volvió a besar. El estuvo por decir algo, pero ella le tapó la boca con su
mano, dulcemente. “Las palabras sobran, flaquito gordito”, pareció
decirle. Ella acababa de conocer al famoso amor, del que se decía que no
existe. Tenía todos los síntomas descriptos por el célebre pensador García
Márquez. Ella, que no creía en el amor, no podía evitar desear dormir con
Diego y abrazarlo y que la abrazara, ni siquiera le importaba si el sexo
sería bueno, regular o malo, de hecho, supo que sería maravilloso sin saber
por qué. Sólo imaginó pasarse toda la noche hablando entre sueños,
pegados.
El se quedó sin decir la frase que le tenía preparada, por si hacía falta:
“tendrás que elegir entre quedarte sola juntando arroz en las iglesias, como
Eleanor Rigby, o atreverte a salir de tu exilio, ya sea en el ciberespacio o
en tu piso solitario de Park Avenue, y decidirte a ser feliz los próximos 30
años de tu vida”.
Pero no hizo falta, él se metió en la cama junto a ella, vestido. Sus pies
jugaron. Se besaron, primero con timidez, y luego se dejaron llevar. Y allí
se quedaron, abrazados. Sin que hubiera un centímetro entre los dos.
- ¿Será cierto que hay que buscar unos documentos que escondió
Esteban?, preguntó ella al rato de estar allí, simplemente juntos,
bostezando y agotada, mirándolo enamorada sin tener la menor idea sobre
cómo era mirar a alguien enamorada, y como si fuera a inundar el planeta
con sueños que hacía años que ya no soñaba.
- No lo creo. Se lo inventó todo, deben estar en el sanatorio riéndose
con Cecilia en su misma cama, mirándolo a Obama en CNN, mientras
tosen y se asfixian un poco.
Ella se dio vuelta y se puso de espaldas, pegada con fuerza a él, que la
abrazó a ella, para que no quedara ningún centímetro entre los dos. Y
pensó dos cosas, mientras se dormía. La primera, que había dejado su
reino para dormir cucharita con aquel hombre que a veces hablaba
demasiado y que había que frenar con un beso cada tanto, menos mal que
eso funcionaba. La segunda, que esa misma noche, o en cinco minutos,
junous, se desnudarían y tendrían su orgasmo número 1. Había aprendido
de Cecilia que había que llevar la cuenta de las veces que hacía el amor, y
deseaba empezar de una vez a acumular millas con aquel hombre que, sin
duda, no buscaba sexo. Tenía 55 años y se preguntó, de repente, cómo sería
hacer el amor con mucho amor. No era una mala edad para perder la
virginidad, pensó, y se rió de aquella idea loca.
De repente, el equipo de sonido de aquella habitación se encendió,
solo, como si alguien lo hubiera programado. Primero los Sinatra
cantaron, despacito, “something stupid like I’love you”. Luego, los Beatles
comenzaron a cantar “When I’m sixty four”. Pero ellos ya se habían
dormido cucharita, semivestidos o semidesnudos. Ella se había convertido
definitivamente en Galatea y él en Flaquitogordito, esos serían sus nuevos
password a partir de aquel día.

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