El Pajaro de Oro Hermanos Grin

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Hermanos Grimm

El pájaro de oro
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ISBN 978-987-678-137-4

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El pajaro de oro
En tiempos muy remotos vivió un rey que tenía alrededor de su palacio
un hermoso jardín, donde crecía un árbol que daba manzanas de oro. Era
costumbre contar las manzanas todos los días; pero ocurrió que, cierta
mañana, faltó una. Se dio parte al rey, y éste ordenó que todas las noches
se montase una guardia al pie del árbol.
Tenía el rey tres hijos, y en cuanto oscureció, dispuso que el mayor
hiciera en el jardín la primera guardia. Pero al llegar la medianoche, el
príncipe no pudo evitarlo y se quedó dormido, y, al despuntar el sol,
faltaba otra manzana.
La noche siguiente correspondió la guardia al segundo hijo. No le fue
mejor que al primero: en cuanto dieron las doce se quedó dormido y, al
amanecer, faltaba de nuevo otra manzana.
Llegó después el turno del hijo más pequeño, que estaba muy dispuesto
a cumplir con su deber; y el rey, luego de algunas vacilaciones porque no
le tenía mucha confianza y pensaba que sería aún más inútil que sus
hermanos, le dio por fin permiso para hacer la guardia.
Se acostó el muchacho al pie del árbol con los ojos bien abiertos,
decidido a no dejarse vencer por el sueño. Al dar las doce oyó un rumor en
el aire y, al resplandor de la luna, vio que se acercaba volando un pájaro
cuyo plumaje resplandecía como una ascua de oro.
El ave se posó en el árbol y, en el instante en que arrancaba una
manzana, el joven le disparó una flecha. El pájaro remontó el vuelo; pero
la saeta lo había rozado y cayó a tierra una pluma de oro. La recogió
muchacho y, a la mañana siguiente, la entregó al rey, contándole lo que
había ocurrido durante la noche.
Convocó el rey a su consejo, y todos los cortesanos estuvieron de
acuerdo en que una pluma como aquélla valía más que todo el reino.

—Si tanto vale una sola pluma —dijo el rey—, no puedo


contentarme con ella: es preciso que tenga al pájaro entero.

El hijo mayor se puso en camino. Confiando en su astucia, pensaba que


le sería muy fácil encontrar al pájaro de oro. Había andado cierto trecho,
cuando vio a un zorro sentado a la orilla del bosque. Descolgó la escopeta
del hombre y se dispuso a disparar.

—¡No me tires! —exclamó el zorro—. A cambio te daré un buen


consejo. Sé que vas en busca del pájaro de oro. Esta noche llegarás a
un pueblo donde hay dos hosterías, una frente a otra. Una de ellas está
brillantemente iluminada, y dentro todo es alegría y diversión, pero
guárdate de entrar en ella: ve mejor a la otra, aunque tenga un pobre
aspecto.

«¡Quién se creerá que es esta bestia tonta para darme consejos!», pensó
el hijo del rey, y apretó el gatillo. Pero erró el tiro, y el zorro, con la cola
estirada, se perdió rápido en el bosque.
El joven prosiguió su camino y, al caer la tarde, llegó al pueblo de las
dos hosterías: en una estaban cantando y bailando, mientras que la otra
aparecía miserable y triste.
«Tendría que ser ciertamente un idiota», se dijo, «para hospedarme en
esa fonda destartalada en vez de hacerlo en esta otra, que es tan hermosa y
alegre.»
Y entró en ella, se entregó a las diversiones y al baile, y se olvidó del
pájaro de oro y de su padre y de todo buen consejo.
Transcurridos muchos meses sin que regresara el hijo mayor, se puso el
segundo en camino con el deseo de encontrar al pájaro de oro. Como su
hermano, también él tropezó con el zorro, y éste le dio el mismo buen
consejo, sin que tampoco él lo atendiera.
Llegó también a las dos hosterías, y su hermano, que estaba asomado a
la ventana, lo llamó e invitó a que entrara. No pudo resistir el joven, y
pasando al interior, se entregó también a los placeres y las diversiones.
Pasó algún tiempo más y el hijo menor quiso salir a probar fortuna;
pero el rey no se lo permitía.

—Es inútil —decía—. Éste es aún más incapaz de encontrar al


pájaro de oro que sus hermanos. Si le ocurriera alguna desgracia, no
sabría cómo arreglárselas, pues nunca ha sido muy listo.
No obstante, como el muchacho no lo dejaba tranquilo, le dio por fin su
consentimiento.
A la orilla del bosque encontró a su vez al zorro, quien le suplicó que le
perdonase la vida y le ofreció su consejo. El joven, que era de buen
corazón, le dijo: —No temas, zorrito, no te haré ningún daño.

—No lo lamentarás —respondió el zorro—. Y para que viajes más


rápido móntate en mi cola.

Apenas lo hubo hecho, se lanzó el zorro a correr a campo traviesa, con


tal rapidez, que los cabellos del joven silbaban azotados por el viento.
Cuando llegaron al pueblo de las dos hosterías, desmontó el muchacho,
y siguiendo el buen consejo del zorro, sin echar siquiera una mirada a su
alrededor, fue a hospedarse en la fonda pequeña, donde pasó una noche
muy tranquila.
A la mañana siguiente, tan pronto salió al campo abierto, encontró al
zorro esperándolo.

—Ahora te diré lo que debes hacer. Sigue siempre en línea recta —


le dijo— hasta que llegues a un castillo delante del cual verás
tumbado a todo un regimiento; pero no te preocupes por eso, ya que
no habrá un solo soldado que no esté durmiendo y roncando. Cruza
derecho por en medio de ellos, entra en el castillo y recorre todos los
aposentos hasta que llegues a una estancia más pequeña donde está el
pájaro de oro, encerrado en una jaula de madera. Muy cerca verás otra
jaula que es de oro y está vacía, pues sólo sirve de adorno. Guárdate
mucho de cambiar el pájaro de la jaula ordinaria a la de lujo, pues lo
pasarías muy mal.

Dichas estas palabras, el zorro volvió a estirar la cola y el príncipe a


montar en ella. Y otra vez empezó la carrera a campo traviesa, tan rápida
que los cabellos le silbaban al viento.
Cuando llegó al castillo, lo encontró todo tal como lo había dicho el
zorro. Entró el príncipe en el aposento donde estaba el pájaro de oro
encerrado en su jaula de madera, con otra de oro muy cerca y las tres
manzanas de su jardín desperdigadas por el suelo.
«¡Sería una lástima», se dijo, «dejar a un pájaro tan bello en una jaula
tan ordinaria y fea!»
Y abriendo la jaula, atrapó al animal y lo pasó a la jaula de oro. En el
mismo momento el pájaro lanzó un agudo grito: se despertaron los
soldados, irrumpieron en el castillo y se llevaron al príncipe a un calabozo.
A la mañana siguiente lo condujeron ante un tribunal, y como confesó su
propósito, fue condenado a muerte.
El rey, sin embargo, dijo que le perdonaría la vida a condición de que le
trajese el caballo de oro que corría más que el viento: en tal caso recibiría
también como premio el pájaro de oro.
Partió, pues, el príncipe; pero iba triste y suspirando a cada paso porque
no sabía cómo arreglárselas para hallar el caballo de oro. De pronto, vio a
su viejo amigo el zorro sentado en medio del camino.

—Mira —le dijo el zorro—, todo esto ha sucedido por no hacerme


caso. Sin embargo, no te desanimes. Voy a decirte lo que tienes que
hacer. Sigue derecho tu camino hasta que encuentres el castillo en
cuyo establo está el caballo de oro. Delante del establo verás a los
caballerizos tendidos por el suelo; pero estarán durmiendo y
roncando, y podrás sacar y llevarte al caballo sin hacer ruido. Pero de
una cosa debes cuidarte: ponle la montura corriente de cuero y no la
de oro que cuelga a su lado, pues de otro modo lo pasarías muy mal.

Seguidamente el zorro estiró la cola y el príncipe montó en ella. Y otra


vez empezó la carrera a campo traviesa, tan rápida que los cabellos le
silbaban al viento.
Todo sucedió como el zorro había dicho. El príncipe llegó al establo
donde estaba el caballo de oro, pero cuando se disponía a ensillarlo, se
dijo: «No ponerle a este magnífico animal la buena montura que le
corresponde sería humillarlo.»
Mas, apenas tocó la montura de oro, comenzó a relinchar el caballo.
Despertaron los caballerizos, se apoderaron del joven y lo arrojaron a un
calabozo. A la mañana siguiente un tribunal lo condenó a muerte; pero el
rey le ofreció perdonarle la vida y entregarle como premio el caballo de
oro, si le traía a la bellísima princesa del castillo de oro.
El joven se puso en camino con el corazón pesaroso; pero, por fortuna,
encontró muy pronto al fiel zorro.

—Debería abandonarte a tu suerte —le dijo el zorro—; pero te


tengo lástima y te ayudaré una vez más. Este camino te llevará
derecho hasta el castillo de oro, al que llegarás cuando esté cayendo
la tarde. Por la noche, tan pronto quede todo en silencio y tranquilo,
la bella princesa irá a la casa de baños. Al entrar, te le acercas
corriendo y le das un beso: entonces la princesa te seguirá y podrás
llevártela; pero cuídate mucho de permitirle que se despida de sus
padres, o la pasarías muy mal.

Seguidamente el zorro estiró la cola y el príncipe se montó en ella. Y


otra vez empezó la carrera a campo traviesa, tan rápido que los cabellos le
silbaban al viento.
Cuando llegó al castillo de oro, lo encontró tal como le había dicho el
zorro. Esperó has ta la medianoche, y cuando todo estuvo en silencio y
tranquilo, vio a la bella princesa dirigirse a la casa de baños. El príncipe se
le acercó de pronto y le dio un beso. Ella le dijo que lo acompañaría con
gusto, pero le suplicó lastimeramente, hasta con lágrimas en los ojos, que
le permitiera despedirse antes de sus padres.
Al principio el joven resistió a sus ruegos; pero al ver que la muchacha
seguía llorando y se arrodillaba a sus pies, acabó por ceder. Y apenas llegó
la princesa junto al lecho de su padre, éste se despertó, y con él, todos los
guerreros del castillo se apoderaron del joven, y lo metieron en un
calabozo.
A la mañana siguiente le dijo el rey:

—Tu vida me pertenece y sólo puedes esperar clemencia si allanas


el monte que se levanta delante de mis ventanas y me impide ver lo
que hay más allá; y esto tendrá que estar concluido antes de ocho
días. Si logras hacerlo, te entregaré la mano de mi hija como
recompensa.

El príncipe comenzó de inmediato a manejar sin descanso el pico y la


pala; mas, cuando al cabo de siete días, vio lo poco que había hecho y que
su esfuerzo apenas se notaba, cayó en un gran abatimiento y perdió toda
esperanza. Pero al atardecer del séptimo día se apareció el zorro y le dijo:

—No mereces que me ocupe de ti; pero vete a descansar, que yo te


haré el trabajo.

Cuando, a la mañana siguiente, despertó y miró por la ventana, el monte


había desaparecido. El joven corrió lleno de alegría a presencia del rey y le
dijo que la obra estaba terminada; de modo que el rey, aunque a
regañadientes, tuvo que cumplir su promesa y entregarle la mano de su
hija.
Se pusieron los dos en camino, y no pasó mucho tiempo, sin que el fiel
zorro se reuniese con ellos.

—Te llevas ciertamente lo me-jor —le dijo al príncipe—; pero la


doncella del castillo merece también el caballo de oro.
—¿Y qué haré para ganármelo? —preguntó el joven.
—Voy a decírtelo —contestó el zorro—. Primero llevas a la
hermosa doncella y la presentas al rey que te envió al castillo de oro y
a su corte. La alegría con que te recibirán será mucha, y te darán
gustosos el caballo de oro y hasta te lo traerán a la puerta. Móntalo
tan pronto como puedas. Para despedirte le tiendes la mano a todo el
mundo, dejando para el último lugar a la princesa. En cuanto tengas
su mano en la tuya, álzala de un tirón a la grupa y lánzate al galope;
nadie podrá alcanzarte, pues el caballo es más veloz que el viento.

Todo sucedió felizmente, y el príncipe se alejó con la doncella sobre el


caballo de oro.
No se quedó atrás el zorro, que dijo al joven:

—Ahora te ayudaré a conquistar al pájaro de oro. Cuando llegues a


las cercanías del castillo donde se encuentra encerrado, haz que la
doncella desmonte, que yo me ocuparé de ella. Entonces, sigue tú
cabalgando y entra en el patio del castillo, donde se alegrarán tanto de
ver al caballo de oro que enseguida te traerán al pájaro de oro. Tan
pronto tengas la jaula en la mano, pica espuelas y galopa hasta
reunirte con nosotros y recoger a la princesa.

Las cosas sucedieron tal como había dicho el zorro, y el príncipe, con la
doncella a la grupa del caballo y en la mano la jaula con el pájaro de oro,
se encontraba ya tan cerca de su propio castillo, que sobre las murallas
podía verse la copa del famoso árbol y entre las hojas los dorados
relumbres de las manzanas. Pero, de repente, apareció el fiel zorro y se
sentó en el medio del camino. El príncipe se alegró mucho de encontrarlo
otra vez y sofrenó el caballo.

—Ahora debes recompensar mis servicios —dijo el zorro.


—Pídeme lo que quieras —respondió el joven.
—Quiero que me mates de un tiro y me cortes la cabeza y las
patas.
—¡Bonita recompensa sería ésa! —exclamó el príncipe—. ¡Eso sí
que no puedo hacerlo!
—Sin embargo, ésa sería mi salvación —insistió el zorro.
—Pero no puedo hacerlo —repitió el príncipe.
—Tú posees ya cuanto puedes ambicionar; en cambio, para mi
desgracia no habrá fin, a menos que hagas lo que te pido; en tus
manos está el salvarme —dijo el zorro, muy afligido porque el
príncipe se negaba a complacerlo.

Y con las orejas gachas y la cola por el suelo, ya se iba, con un aire tan
lastimero, que el príncipe desmontó de un salto e hizo lo que le pedía. En
el mismo instante el zorro se convirtió en un gallardo joven, que no era
otro sino el hermano de la bella princesa, el cual, de este modo, quedó
libre del hechizo que sobre él pesaba. Se dice que, mientras vivieron, nada
faltó a la felicidad de todos.

FIN

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