Jane Austen - Orgullo y Prejuicio
Jane Austen - Orgullo y Prejuicio
Jane Austen - Orgullo y Prejuicio
Orgullo y Prejuicio
CAPÍTULO I
Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna,
necesita una esposa.
Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones
cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las
familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas.
––Mi querido señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado
Netherfield Park?
El señor Bennet respondió que no.
––Pues así es ––insistió ella––; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha
contado todo.
El señor Bennet no hizo ademán de contestar.
––¿No quieres saber quién lo ha alquilado? ––se impacientó su esposa.
––Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.
Esta sugerencia le fue suficiente.
––Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven
muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que
se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San
Comment: Fiesta que se celebra el 29
Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana que viene. de septiembre, que en Inglaterra
representa el primer día oficial del cuarto
––¿Cómo se llama?
trimestre, en el que vencen cienos pagos
––Bingley. y comienzan o terminan los
arrendamientos de propiedades.
––¿Está casado o soltero?
––¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil
libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas!
––¿Y qué? ¿En qué puede afectarles?
––Mi querido señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber
que estoy pensando en casarlo con una de ellas.
––¿Es ese el motivo que le ha traído?
––¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y
por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue.
––No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez
sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere a ti.
––Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo
pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar
en su propia belleza.
––En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar.
––Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale en el
vecindario.
––No te lo garantizo.
––Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady
Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos
vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.
CAPÍTULO II
El señor Bennet fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Bingley. Siempre tuvo
la intención de visitarlo, aunque, al final, siempre le aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta la tarde
después de su visita, su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la siguiente manera:
observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:
––Espero que al señor Bingley le guste, Lizzy.
––¿Cómo podemos saber qué le gusta al señor Bingley ––dijo su esposa resentida–– si todavía no
hemos ido a visitarlo?
––Olvidas, mamá ––dijo Elizabeth–– que lo veremos en las fiestas, y que la señora Long ha
prometido presentárnoslo.
––No creo que la señora Long haga semejante cosa. Ella tiene dos sobrinas en quienes pensar; es
egoísta e hipócrita y no merece mi confianza.
––Ni la mía tampoco ––dijo el señor Bennet–– y me alegro de saber que no dependes de sus
servicios. La señora Bennet no se dignó contestar; pero incapaz de contenerse empezó a reprender a una de
sus hijas.
––¡Por el amor de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás Comment: Kitty: Diminutivo de
destrozando. Catherine.
––Kitty no es nada discreta tosiendo ––dijo su padre––. Siempre lo hace en momento inoportuno.
––A mí no me divierte toser ––replicó Kitty quejándose.
––¿Cuándo es tu próximo baile, Lizzy?
CAPÍTULO III
Por más que la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el tema, no conseguía
sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Le atacaron de varias maneras: con
preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las
CAPÍTULO IV
Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido cautelosa a la hora de
elogiar al señor Bingley, expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba.
––Es todo lo que un hombre joven debería ser ––dijo ella––, sensato, alegre, con sentido del
humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta.
––Y también es guapo ––replicó Elizabeth––, lo cual nunca está de más en un joven. De modo que
es un hombre completo.
––Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante
cumplido.
––¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre
te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo
pasarle inadvertido que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No
agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han
gustado muchas personas estúpidas.
––¡Lizzy, querida!
––¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca ves un
defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser
humano en mi vida.
––No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.
––Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los
demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante corriente, se ve en todas partes. Pero
ser cándido sin ostentación ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir
nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se
parecen en nada a los de él.
––Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita
Bingley va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura
de que encontraremos en ella una vecina encantadora.
Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas
de Bingley no había sido a propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un
temperamento menos flexible y un juicio menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth estaba
poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, en efecto, unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no
se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero orgullosas y engreídas. Eran bastante
bonitas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte
mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que
se creían con el derecho de tener una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás.
Pertenecían a una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más profundamente
grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido hecha en el
Comment: tanto su fortuna como la de
comercio. su hermano había sido hecha en el
comercio: Las hermanas Bingley, como
El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de
otra gente rica de la época, se
comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma forma y a veces avergonzaban de saber que la fortuna de
parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y la familia procedía de los beneficios del
de la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el comercio. Pertenecían a una clase social
que creía que era humillante trabajar para
resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera.
ganarse la vida y hubieran preferido que
Sus hermanas estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en la su dinero se derivase de los intereses de
inversiones o de rentas de fincas.
actualidad no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de estar deseosa de presidir
CAPÍTULO V
A poca distancia de Longbourn vivía una familia con la que los Bennet tenían especial amistad. Sir
William Lucas había tenido con anterioridad negocios en Meryton, donde había hecho una regular fortuna
y se había elevado a la categoría de caballero por petición al rey durante su alcaldía. Esta distinción se le Comment: ... se había elevado a la
había subido un poco a la cabeza y empezó a no soportar tener que dedicarse a los negocios y vivir en una categoría de caballero por petición al
pequeña ciudad comercial; así que dejando ambos se mudó con su familia a una casa a una milla de Rey durante su alcaldía...: El alcalde
(elegido anualmente) presentaba un
Meryton, denominada desde entonces Lucas Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en su propia saludo de lealtad al Rey cuando éste
importancia, y desvinculado de sus negocios, ocuparse solamente de ser amable con todo el mundo. Porque visitaba la ciudad o se lo enviaba a
aunque estaba orgulloso de su rango, no se había vuelto engreído; por el contrario, era todo atenciones para Londres con motivo de una celebración
con todo el mundo. De naturaleza inofensivo, sociable y servicial, su presentación en St. James le había real o nacional. El señor Lucas, como
alcalde de Meryton, había expresado
hecho además, cortés. dicho saludo en nombre de sus
conciudadanos y, en recompensa, el Rey
La señora Lucas era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para que la señora Bennet le otorgó el título de caballero, por lo que
la considerase una vecina valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven inteligente y sensata de unos pasó a llamarse sir William Lucas.
veinte años, era la amiga íntima de Elizabeth.
Comment: ... su presentación en St.
Que las Lucas y las Bennet se reuniesen para charlar después de un baile, era algo absolutamente James...: Significa su presentación en la
Corte Real del palacio de St. James, en
necesario, y la mañana después de la fiesta, las Lucas fueron a Longbourn para cambiar impresiones. Londres, para ser nombrado caballero
personalmente por el Rey. En la
––Tú empezaste bien la noche, Charlotte ––dijo la señora Bennet fingiendo toda amabilidad
actualidad, tales ceremonias se llevan a
posible hacia la señorita Lucas––. Fuiste la primera que eligió el señor Bingley. cabo en el palacio de Buckingham, pero
se sigue utilizando la expresión «Corte de
––Sí, pero pareció gustarle más la segunda. St. James» desde los tiempos en los que
el palacio de St. James era la residencia
––¡Oh! Te refieres a Jane, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí, parece que le gustó; sí, oficial de los Reyes.
creo que sí. Oí algo, no sé, algo sobre el señor Robinson.
––Quizá se refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson, ¿no se lo he contado? El señor
Robinson le preguntó si le gustaban las fiestas de Meryton, si no creía que había muchachas muy hermosas
en el salón y cuál le parecía la más bonita de todas. Su respuesta a esta última pregunta fue inmediata: «La
mayor de las Bennet, sin duda. No puede haber más que una opinión sobre ese particular.»
CAPÍTULO VI
Las señoras de Longbourn no tardaron en ir a visitar a las de Netherfield, y éstas devolvieron la
visita como es costumbre. El encanto de la señorita Bennet aumentó la estima que la señora Hurst y la
señorita Bingley sentían por ella; y aunque encontraron que la madre era intolerable y que no valía la pena
dirigir la palabra a las hermanas menores, expresaron el deseo de profundizar las relaciones con ellas en
atención a las dos mayores. Esta atención fue recibida por Jane con agrado, pero Elizabeth seguía viendo
arrogancia en su trato con todo el mundo, exceptuando, con reparos, a su hermana; no podían gustarle.
Aunque valoraba su amabilidad con Jane, sabía que probablemente se debía a la influencia de la admiración
que el hermano sentía por ella. Era evidente, dondequiera que se encontrasen, que Bingley admiraba a Jane;
Mary no tenía ni talento ni gusto; y aunque la vanidad la había hecho aplicada, también le había
dado un aire pedante y modales afectados que deslucirían cualquier brillantez superior a la que ella había
alcanzado. A Elizabeth, aunque había tocado la mitad de bien, la habían escuchado con más agrado por su
soltura y sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no obtuvo más que unos cuantos elogios por las
melodías escocesas e irlandesas que había tocado a ruegos de sus hermanas menores que, con alguna de las
Lucas y dos o tres oficiales, bailaban alegremente en un extremo del salón.
Darcy, a quien indignaba aquel modo de pasar la velada, estaba callado y sin humor para hablar; se
hallaba tan embebido en sus propios pensamientos que no se fijó en que sir William Lucas estaba a su lado,
hasta que éste se dirigió a él.
––¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! Mirándolo bien, no hay nada como el
baile. Lo considero como uno de los mejores refinamientos de las sociedades más distinguidas.
––
Ciertamente, señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos
distinguidas del mundo; todos los salvajes bailan.
Sir William esbozó una sonrisa.
––Su amigo baila maravillosamente ––continuó después de una pausa al ver a Bingley unirse al
grupo–– y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.
CAPÍTULO VII
La propiedad del señor Bennet consistía casi enteramente en una hacienda de dos mil libras al año,
la cual, desafortunadamente para sus hijas, estaba destinada, por falta de herederos varones, a un pariente
lejano; y la fortuna de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podía suplir a la de su Comment: Una hacienda... destinada,
marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había dejado cuatro mil libras. por falta de herederos varones, a un
pariente lejano: Para evitar que la
La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips que había sido empleado de propiedad pasase a otras familias, sólo
su padre y le había sucedido en los negocios, y un hermano en Londres que ocupaba un respetable lugar en ciertas personas (normalmente, como
aquí, varones) podían heredar dicha
el comercio. propiedad. Si a las hijas se les permitía
heredar, la propiedad pasaría a las
El pueblo de Longbourn estaba sólo a una milla de Meryton, distancia muy conveniente para las
familias de sus maridos o a parientes más
señoritas, que normalmente tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro veces a la semana para visitar a su lejanos que ellas mismas podían nombrar
tía y, de paso, detenerse en una sombrerería que había cerca de su casa. Las que más frecuentaban Meryton a su voluntad en caso de permanecer
eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar más ociosas que sus hermanas, y cuando no se les solteras. Pero si el propietario había
establecido que los herederos fuesen
ofrecía nada mejor, decidían que un paseíto a la ciudad era necesario para pasar bien la mañana y así tener varones, y no tenía hijos, como en el caso
conversación para la tarde; porque, aunque las noticias no solían abundar en el campo, su tía siempre tenía del señor Bennet, las hijas resultaban
algo que contar. De momento estaban bien provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un perjudicadas, puesto que la propiedad
regimiento militar que iba a quedarse todo el invierno y tenía en Meryton su cuartel general. pasaba a manos del heredero varón más
próximo, que en esta circunstancia
Ahora las visitas a la señora Phillips proporcionaban una información de lo más interesante. Cada resultaba ser un pariente lejano, el señor
día añadían algo más a lo que ya sabían acerca de los nombres y las familias de los oficiales. El lugar donde Collins.
se alojaban ya no era un secreto y pronto empezaron a conocer a los oficiales en persona. Comment: Un regimiento militar:
Traducción de a militia regiment. En el
El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinas una fuente de satisfacción ejército británico estos regimientos
insospechada. No hablaba de otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, de la estaban formados por soldados
que tanto le gustaba hablar a su madre, ya no valía la pena comparada con el uniforme de un alférez. voluntarios que sólo se entrenaban en
ocasiones en tiempo de paz, pero podían
Después de oír una mañana el entusiasmo con el que sus hijas hablaban del tema, el señor Bennet ser movilizados para la defensa de la
patria en tiempos de guerra. En la época
observó fríamente: en la que fue escrita Orgullo y prejuicio,
––Por todo lo que puedo sacar en limpio de vuestra manera de hablar debéis de ser las muchachas el ejército regular británico estaba
luchando contra Napoleón en el
más tontas de todo el país. Ya había tenido mis sospechas algunas veces, pero ahora estoy convencido. continente, por lo que estos regimientos
fueron movilizados y enviados a diversos
Catherine se quedó desconcertada y no contestó. Lydia, con absoluta indiferencia, siguió acuartelamientos estratégicos en el país,
expresando su admiración por el capitán Carter, y dijo que esperaba verle aquel mismo día, pues a la entre los cuales figuraba Meryton.
mañana siguiente se marchaba a Londres.
––Me deja pasmada, querido ––dijo la señora Bennet––, lo dispuesto que siempre estás a creer que
tus hijas son tontas. Si yo despreciase a alguien, sería a las hijas de los demás, no a las mías.
––Si mis hijas son tontas, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.
––Sí, pero ya ves, resulta que son muy listas.
––Presumo que ese es el único punto en el que no estamos de acuerdo. Siempre deseé coincidir
contigo en todo, pero en esto difiero, porque nuestras dos hijas menores son tontas de remate.
Mi querido señor Bennet, no esperarás que estas niñas .tengan tanto sentido como sus padres.
Cuando tengan nuestra edad apostaría a que piensan en oficiales tanto como nosotros. Me acuerdo de una
Caroline Bingley.»
––¡Con los oficiales! ––exclamó Lydia––. ¡Qué raro que la tía no nos lo haya dicho!
––¡Cenar fuera! ––dijo la señora Bennet––. ¡Qué mala suerte!
––¿Puedo llevar el carruaje? ––preguntó Jane.
––No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover y así tendrás que
quedarte a pasar la noche.
––Sería un buen plan ––dijo Elizabeth––, si estuvieras segura de que no se van a ofrecer para
traerla a casa.
––Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos
propios.
––Preferiría ir en el carruaje.
––Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. Me consta. Se necesitan en la granja. ¿No
es así, señor Bennet?
––Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo ofrecerlos.
––Si puedes ofrecerlos hoy ––dijo Elizabeth––, los deseos de mi madre se verán cumplidos.
Al final animó al padre para que admitiese que los caballos estaban ocupados. Y, por fin, Jane se
vio obligada a ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta pronosticando muy contenta un día
pésimo.
Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había ido Jane, cuando empezó a llover a
cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba encantada. No paró de
llover en toda la tarde; era obvio que Jane no podría volver...
––Verdaderamente, tuve una idea muy acertada ––repetía la señora Bennet.
Sin embargo, hasta la mañana siguiente no supo nada del resultado de su oportuna estratagema.
Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth:
«Mi querida Lizzy:
CAPÍTULO VIII
A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que
bajara a cenar. Ésta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales
tuvo la satisfacción de distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al
oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal
resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su
indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth la antipatía que en
principio había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su preocupación por Jane
era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa,
que era como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley
estaba absorta con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que
estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre indolente que no vivía más que para comer, beber y
jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué Comment: Ragout: Asado de carne con
hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane. Nada más salir del verduras, de sabor fuerte.
comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, pésimos, una mezcla de
orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo
mismo y añadió:
––En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente caminante. Jamás
olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.
En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué
necesidad había de que corriese por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo traía los
cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!
––Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se
había puesto para taparlas, desde luego, no cumplía su cometido.
––Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa ––dijo Bingley––, pero todo eso a mí me pasó
inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta
mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias.
––Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy ––dijo la señorita Bingley––; y me figuro
que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.
––Claro que no.
––¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola,
completamente sola! ¿Qué querría dar a entender? Para mí, eso demuestra una abominable independencia y
presunción, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.
––Lo que demuestra es un apreciable cariño por su hermana ––dijo Bingley.
CAPÍTULO IX
Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo el
placer de poder enviar una respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas que ya muy temprano venía
recibiendo, a través de una sirvienta de Bingley; y también a las que más tarde recibía de las dos elegantes
damas de compañía de las hermanas. A pesar de la mejoría, Elizabeth pidió que se mandase una nota a
Longbourn, pues quería que su madre viniese a visitar a Jane para que ella misma juzgase la situación. La
nota fue despachada inmediatamente y la respuesta a su contenido fue cumplimentada con la misma
rapidez. La señora Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco después del
desayuno de la familia.
Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señora Bennet se habría disgustado mucho;
pero quedándose satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no tenía ningún deseo de que se
recobrase pronto, ya que su cura significaría marcharse de Netherfield. Por este motivo se negó a atender la
petición de su hija de que se la llevase a casa, cosa que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo,
tampoco juzgó prudente. Después de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señorita Bingley y las
invitó a pasar al comedor. La madre y las tres hijas la siguieron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane
con la esperanza de que la señora Bennet no hubiese encontrado a su hija peor de lo que esperaba.
––Pues verdaderamente, la he encontrado muy mal ––respondió la señora Bennet––. Tan mal que
no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla. Tendremos que
abusar un poco más de su amabilidad.
––¡Trasladarla! ––exclamó Bingley––. ¡Ni pensarlo! Estoy seguro de que mi hermana también se
opondrá a que se vaya a casa.
––Puede usted confiar, señora ––repuso la señorita Bingley con fría cortesía––, en que a la señorita
Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros.
––Estoy segura ––añadió–– de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué habría sido de ella,
porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace
siempre, porque tiene el carácter más dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no
valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es ésta, señor Bingley, y qué encantadora vista tiene a los
senderos de jardín! Nunca he visto un lugar en todo el país comparable a Netherfield. Espero que no
pensará dejarlo repentinamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo.
––Yo todo lo hago repentinamente ––respondió Bingley––. Así que si decidiese dejar Netherfield,
probablemente me iría en cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro bien aquí.
CAPÍTULO X
El día pasó lo mismo que el anterior. La señora Hurst y la señorita Bingley habían estado por la
mañana unas horas al lado de la enferma, que seguía mejorando, aunque lentamente. Por la tarde Elizabeth
se reunió con ellas en el salón. Pero no se dispuso la mesa de juego acostumbrada. Darcy escribía y la
señorita Bingley, sentada a su lado, seguía el curso de la carta, interrumpiéndole repetidas veces con
mensajes para su hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet y la señora Hurst contemplaba la Comment: Piquet: Juego de cartas,
partida. para dos personas, de 32 naipes.
CAPÍTULO XI
Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió a visitar a su
hermana y al ver que estaba bien abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron la bienvenida
con grandes demostraciones de contento. Elizabeth nunca las había visto tan amables como en la hora que
transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo. Describieron la fiesta con todo detalle,
contaron anécdotas con mucha gracia y se burlaron de sus conocidos con humor.
Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de atención. Los ojos de la
señorita Bingley se volvieron instantáneamente hacia Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía
algo que decirle. El se dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También el señor
Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor
quedaron reservados para el saludo de Bingley, que estaba muy contento y lleno de atenciones para con
ella. La primera media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el cambio de un
habitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos posible de la puerta. Luego
se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la
escena con satisfacción.
Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero fue
en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y el señor Hurst vio su petición rechazada
inmediatamente. Le aseguró que nadie tenía ganas de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció
corroborarla. Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer que tumbarse en un sofá y
dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señora Hurst, ocupada principalmente en
jugar con sus pulseras y sortijas, se unía, de vez en cuando, a la conversación de su hermano con la señorita
Bennet.
La señorita Bingley prestaba más atención a la lectura de Darcy que a la suya propia. No paraba de
hacerle preguntas o mirar la página que él tenía delante. Sin embargo, no consiguió sacarle ninguna
conversación; se limitaba a contestar y seguía leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener que
entretenerse con su libro que había elegido solamente porque era el segundo tomo del que leía Darcy,
bostezó largamente y exclamó:
––¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no hay nada tan divertido como
leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un libro, nunca. Cuando tenga––una casa propia seré
desgraciadísima si no tengo una gran biblioteca.
Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista alrededor de la
habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a su hermano mencionarle un baile a la señorita
Bennet, se volvió de repente hacia él y dijo:
––¿Piensas seriamente en dar un baile en Netherfield, Charles? Antes de decidirte te aconsejaría
que consultases con los presentes, pues o mucho me engaño o hay entre nosotros alguien a quien un baile le
parecería, más que una diversión, un castigo.
––Si te refieres a Darcy ––le contestó su hermano––, puede irse a la cama antes de que empiece, si
lo prefiere; pero en cuanto al baile, es cosa hecha, y tan pronto como Nicholls lo haya dispuesto todo,
enviaré las invitaciones.
CAPÍTULO XII
De acuerdo con su hermana, Elizabeth escribió a su madre a la mañana siguiente, pidiéndole que
les mandase el coche aquel mismo día. Pero la señora Bennet había calculado que sus hijas estarían en
Netherfield hasta el martes en que haría una semana justa que Jane había llegado allí, y no estaba dispuesta
a que regresara antes de la fecha citada. Así, pues, su respuesta no fue muy favorable o, por lo menos, no
fue la respuesta que Elizabeth hubiera deseado, pues estaba impaciente por volver a su casa. La señora
Bennet les contestó que no le era posible enviarles el coche antes del martes; en la posdata añadía que si el
señor Bingley y su hermana les insistían para que se quedasen más tiempo, no lo dudasen, pues podía pasar
muy bien sin ellas. Sin embargo, Elizabeth estaba dispuesta a no seguir allí por mucho que se lo pidieran;
temiendo, al contrario, resultar molestas por quedarse más tiempo innecesariamente, rogó a Jane que le
pidiese el coche a Bingley en seguida; y, por último, decidieron exponer su proyecto de salir de Netherfield
aquella misma mañana y pedir que les prestasen el coche.
La noticia provocó muchas manifestaciones de preocupación; les expresaron reiteradamente su
deseo de que se quedasen por los menos hasta el día siguiente, y no hubo más remedio que demorar la
marcha hasta entonces. A la señorita Bingley le pesó después haber propuesto la demora, porque los celos y
la antipatía que sentía por una de las hermanas era muy superior al afecto que sentía por la otra.
Al señor de la casa le causó mucha tristeza el saber que se iban a ir tan pronto, e intentó
insistentemente convencer a Jane de que no sería bueno para ella, porque todavía no estaba totalmente
recuperada; pero Jane era firme cuando sabía que obraba como debía.
A Darcy le pareció bien la noticia. Elizabeth había estado ya bastante tiempo en Netherfield. Le
atraía más de lo que él quería y la señorita Bingley era descortés con ella, y con él más molesta que nunca.
Se propuso tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna señal de admiración ni nada que
pudiera hacer creer a Elizabeth que tuviera ninguna influencia en su felicidad. Consciente de que podía
CAPÍTULO XIII
Espero, querida ––dijo el señor Bennet a su esposa; mientras desayunaban a la mañana siguiente–,
que hayas preparado una buena comida, porque tengo motivos para pensar que hoy se sumará uno más a
nuestra mesa.
––¿A quién te refieres, querido? No tengo noticia de que venga nadie, a no ser que a Charlotte
Lucas se le ocurra visitarnos, y me parece que mis comidas son lo bastante buenas para ella. No creo que en
su casa sean mejores.
––La persona de la que hablo es un caballero, y forastero.
Los ojos de la señora Bennet relucían como chispas.
––¿Un caballero y forastero? Es el señor Bingley, no hay duda. ¿Por qué nunca dices ni palabra de
estas cosas, Jane? ¡Qué cuca eres! Bien, me alegraré mucho de verlo. Pero, ¡Dios mío, qué mala suerte!
Hoy no se puede conseguir ni un poco de pescado. Lydia, cariño, toca la campanilla; tengo que hablar con
Hill al instante.
––No es el señor Bingley ––dijo su esposo––; se trata de una persona que no he visto en mi vida.
Estas palabras despertaron el asombro general; y él tuvo el placer de ser interrogado ansiosamente por su
mujer y sus cinco hijas a la vez.
Después de divertirse un rato, excitando su curiosidad, les explicó:
––Hace un mes recibí esta carta, y la contesté hace unos quince días, porque pensé que se trataba
de un tema muy delicado y necesitaba tiempo para reflexionar. Es de mi primo, el señor Collins, el que,
cuando yo me muera, puede echaros de esta casa en cuanto le apetezca.
––¡Oh, querido! ––se lamentó su esposa––. No puedo soportar oír hablar del tema. No menciones
a ese hombre tan odioso. Es lo peor que te puede pasar en el mundo, que tus bienes no los puedan heredar
tus hijas. De haber sido tú, hace mucho tiempo que yo habría hecho algo al respecto.
––Por lo tanto, a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador ––dijo el señor
Bennet mientras doblaba la carta––. Parece ser un joven educado y atento; no dudo de que su amistad nos
será valiosa, especialmente si lady Catherine es tan indulgente como para dejarlo venir a visitarnos.
––Ya ves, parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está dispuesto a
enmendarse, no seré yo la que lo desanime.
––Aunque es difícil ––observó Jane–– adivinar qué entiende él por esa reparación que cree que
nos merecemos, debemos dar crédito a sus deseos.
A Elizabeth le impresionó mucho aquella extraordinaria deferencia hacia lady Catherine y aquella
sana intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses siempre que fuese preciso.
––Debe ser un poco raro ––dijo––. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo pomposo. ¿Y qué
querrá decir con eso de disculparse por ser el heredero de Longbourn? Supongo que no trataría de evitarlo,
si pudiese. Papá, ¿será un hombre astuto?
––No, querida, no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que sea lo contrario. Hay en su carta una
mezcla de servilismo y presunción que lo afirma. Estoy impaciente por verle.
CAPÍTULO XIV
El señor Bennet apenas habló durante la cena; pero cuando ya se habían retirado los criados, creyó
que había llegado el momento oportuno para conversar con su huésped. Comenzó con un tema que creía
sería de su agrado, y le dijo que había tenido mucha suerte con su patrona. La atención de lady Catherine de
Bourgh a sus deseos y su preocupación por su bienestar eran extraordinarios. El señor Bennet no pudo
haber elegido nada mejor. El señor Collins hizo el elogio de lady Catherine con gran elocuencia. El tema
elevó la solemnidad usual de sus maneras, y, dándose mucha importancia, afirmó que nunca había visto un
comportamiento como el suyo en una persona de su alcurnia ni tal afabilidad y condescendencia. Se había
dignado dar su aprobación a los dos sermones que ya había tenido el honor de pronunciar en su presencia;
le había invitado a comer dos veces en Rosings, y el mismo sábado anterior mandó a buscarle para que
completase su partida de cuatrillo durante la velada. Conocía a muchas personas que tenían a lady
Catherine por orgullosa, pero él no había visto nunca en ella más que afabilidad. Siempre le habló como lo
haría a cualquier otro caballero; no se oponía a que frecuentase a las personas de la vecindad, ni a que
abandonase por una o dos semanas la parroquia a fin de ir a ver a sus parientes. Siempre tuvo a bien
––¿Sabes, mamá, que el tío Phillips habla de despedir a Richard? Y si lo hace, lo contratará el Comment: Los sermones de Fordyce:
Se refiere a —los sermones del reverendo
coronel Forster. Me lo dijo la tía el sábado. Iré mañana a Meryton para enterarme de más y para preguntar James Fordyce (1720––1796), un
cuándo viene de la ciudad el señor Denny. predicador escocés muy conocido que
sirvió como ministro en una iglesia de
Londres desde 1760 a 1782.
CAPÍTULO XV
El señor Collins no era un hombre inteligente, y a las deficiencias de su naturaleza no las había
ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un
padre inculto y avaro; y aunque fue a la universidad, sólo permaneció en ella los cursos meramente
necesarios y no adquirió ningún conocimiento verdaderamente útil. La sujeción con que le había educado
su padre, le había dado, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una
vanidad obtenida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a una
repentina e inesperada prosperidad. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady
Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto rango de la señora
y la veneración que le inspiraba por ser su patrona, unidos a un gran concepto de sí mismo, a su autoridad
de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de
presunción y modestia.
Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba
pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar
su proyecto, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan hermosas y
agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o reparación, por heredar las propiedades del
padre, plan que le parecía excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y
desinteresado por su parte.
Su plan no varió en nada al verlas. El rostro encantador de Jane le confirmó sus propósitos y
corroboró todas sus estrictas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así,
durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que
hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la
señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus
esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre
complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: «En
cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque
no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al
fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse.»
Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, hizo el
cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata.
La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El
hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se convirtió de pronto en el objeto de su más alta
estimación.
El proyecto de Lydia de ir a Meryton seguía en pie. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron
a ir con ella. El señor Collins iba a acompañarlas a petición del señor Bennet, que tenía ganas de deshacerse
de su pariente y tener la biblioteca sólo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del
desayuno y allí continuaría, aparentemente ocupado con uno de los mayores folios de la colección, aunque,
CAPÍTULO XVI
Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del
señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola velada durante su visita fueron firmemente
rechazados, a la hora adecuada el coche partió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el
salón de los Philips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham había aceptado la
invitación de su tío y de que estaba en la casa.
Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo observar
todo a sus anchas; las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal admiración, que confesó haber
creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún
entusiasmo al principio; pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién
era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que sólo la
chimenea había costado ochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría Comment: ...sólo la chimenea había
molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh. cortado Soo libras: Se refiere a la pieza
exterior de la chimenea, que desde el
Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de lady Catherine y de su siglo XVI hasta el XVIII solían ser
mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humilde casa y de las mejoras que estaba efectuando en esculpidas por expertos artesanos; las más
antiguas, en madera, y las del siglo
ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta cuya buena XVIII, en mármol. Muchas de estas
opinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y ya estaba pensando en chimeneas se conservan ahora como anti-
contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no güedades valiosas en museos o en
tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones de colecciones particulares.
china de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Pero por fin
aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había
fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del
condado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy apuestos y los mejores se hallaban
ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan
superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón apestando a
oporto.
El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos; y
Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de
un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente
llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más
triviales y más manidos, pueden resultar interesantes si se dicen con destreza.
Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas,
Collins parecía hundirse en su insignificancia. Para las muchachas él no representaba nada. Pero la señora
Philips todavía le escuchaba de vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas.
CAPÍTULO XVII
Al día siguiente Elizabeth le contó a Jane todo lo que habían hablado Wickham y ella. Jane
escuchó con asombro e interés. No podía creer que Darcy fuese tan indigno de la estimación de Bingley; y,
CAPÍTULO XVIII
Hasta que Elizabeth entró en el salón de Netherfield y buscó en vano entre el grupo de casacas
rojas allí reunidas a Wickham, no se le ocurrió pensar que podía no hallarse entre los invitados. La certeza
de encontrarlo le había hecho olvidarse de lo que con razón la habría alarmado. Se había acicalado con más
esmero que de costumbre y estaba preparada con el espíritu muy alto para conquistar todo lo que
permaneciese indómito en su corazón, confiando que era el mejor galardón que podría conseguir en el
curso de la velada. Pero en un instante le sobrevino la horrible sospecha de que Wickham podía haber sido
omitido de la lista de oficiales invitados de Bingley para complacer a Darcy. Ése no era exactamente el
caso. Su ausencia fue definitivamente confirmada por el señor Denny, a quien Lydia se dirigió
ansiosamente, y quien les contó que el señor Wickham se había visto obligado a ir a la capital para resolver
unos asuntos el día antes y no había regresado todavía. Y con una sonrisa significativa añadió:
––No creo que esos asuntos le hubiesen retenido precisamente hoy, si no hubiese querido evitar
encontrarse aquí con cierto caballero.
Lydia no oyó estas palabras, pero Elizabeth sí; aunque su primera sospecha no había sido cierta,
Darcy era igualmente responsable de la ausencia de Wickham, su antipatía hacia el primero se exasperó de
tal modo que apenas pudo contestar con cortesía a las amables preguntas que Darcy le hizo al acercarse a
ella poco después. Cualquier atención o tolerancia hacia Darcy significaba una injuria para Wickham.
Decidió no tener ninguna conversación con Darcy y se puso de un humor que ni siquiera pudo disimular al
hablar con Bingley, pues su ciega parcialidad la irritaba.
Pero el mal humor no estaba hecho para Elizabeth, y a pesar de que estropearon todos sus planes
para la noche, se le pasó pronto. Después de contarle sus penas a Charlotte Lucas, a quien hacía una
semana que no veía, pronto se encontró con ánimo para transigir con todas las rarezas de su primo y se
dirigió a él. Sin embargo, los dos primeros bailes le devolvieron la angustia, fueron como una penitencia. El
señor Collins, torpe y solemne, disculpándose en vez de atender al compás, y perdiendo el paso sin darse
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
A Collins no lo dejaron mucho tiempo meditar en silencio el éxito de su amor; porque la señora
Bennet que se había quedado en el vestíbulo esperando el final de la conversación, en cuanto vio que
Elizabeth abría la puerta y se dirigía con paso veloz a la escalera, entró en el comedor y felicitó a Collins,
congratulándose por el venturoso proyecto de la cercana unión. Después de aceptar y devolver esas
felicitaciones con el mismo alborozo, Collins procedió a explicar los detalles de la entrevista, de cuyo
resultado estaba satisfecho, pues la firme negativa de su prima no podía provenir, naturalmente, más que de
su tímida modestia y de la delicadeza de su carácter.
Pero sus noticias sobresaltaron a la señora Bennet. También ella hubiese querido creer que su hija
había tratado únicamente de animar a Collins al rechazar sus proposiciones; pero no se atrevía a admitirlo,
y así se lo manifestó a Collins.
––Lo importante ––añadió–– es que Lizzy entre en razón. Hablaré personalmente con ella de este
asunto. Es una chica muy terca y muy loca y no sabe lo que le conviene, pero ya se lo haré saber yo.
––Perdóneme que la interrumpa ––exclamó Collins––, pero si en realidad es terca y loca, no sé si,
en conjunto, es una esposa deseable para un hombre en mi situación, que naturalmente busca felicidad en el
matrimonio. Por consiguiente, si insiste en rechazar mi petición, acaso sea mejor no forzarla a que me
acepte, porque si tiene esos defectos, no contribuiría mucho que digamos a mi ventura.
––Me ha entendido mal ––dijo la señora Bennet alarmada––. Lizzy es terca sólo en estos asuntos.
En todo lo demás es la muchacha más razonable del mundo. Acudiré directamente al señor Bennet y no
dudo de que pronto nos habremos puesto de acuerdo con ella.
Sin darle tiempo a contestar, voló al encuentro de su marido y al entrar en la biblioteca exclamó:
–¡Oh, señor Bennet! Te necesitamos urgentemente. Estamos en un aprieto. Es preciso que vayas y
convenzas a Elizabeth de que se case con Collins, pues ella ha jurado que no lo hará y si no te das prisa,
Collins cambiará de idea y ya no la querrá.
Al entrar su mujer, el señor Bennet levantó los ojos del libro y los fijó en su rostro con una
calmosa indiferencia que la noticia no alteró en absoluto. ––No he tenido el placer de entenderte ––dijo
CAPÍTULO XXI
Las discusiones sobre el ofrecimiento de Collins tocaban a su fin; Elizabeth ya no tenía que
soportar más que esa sensación incómoda, que inevitablemente se deriva de tales situaciones, y, de vez en
cuando algunas alusiones puntillosas de su madre. En cuanto al caballero, no demostraba estar turbado, ni
abatido, ni trataba de evitar a Elizabeth, sino que expresaba sus sentimientos con una actitud de rigidez y
con un resentido silencio. Casi no le hablaba; y aquellas asiduas atenciones tan de apreciar por su parte, las
dedicó todo el día a la señorita Lucas que le escuchaba amablemente, proporcionando a todos y en especial
a su amiga Elizabeth un gran alivio.
A la mañana siguiente, el mal humor y el mal estado de salud de la señora Bennet no habían
amainado. El señor Collins también sufría la herida de su orgullo. Elizabeth creyó que su resentimiento
acortaría su visita; pero los planes del señor Collins no parecieron alterarse en lo más mínimo. Había
pensado desde un principio marcharse el sábado y hasta el sábado pensaba quedarse.
Después del almuerzo las muchachas fueron a Meryton para averiguar si Wickham había
regresado, y lamentar su ausencia en el baile de Netherfield. Le encontraron al entrar en el pueblo y las
acompañó a casa de su tía, donde se charló largo y tendido sobre su ausencia y su desgracia y la
CAPÍTULO XXII
Los Bennet fueron invitados a comer con los Lucas, y de nuevo la señorita Lucas tuvo la
amabilidad de escuchar a Collins durante la mayor parte del día. Elizabeth aprovechó la primera
oportunidad para darle las gracias.
––Esto le pone de buen humor. Te estoy más agradecida de lo que puedas imaginar ––le dijo.
Charlotte le aseguró que se alegraba de poder hacer algo por ella, y que eso le compensaba el
pequeño sacrificio que le suponía dedicarle su tiempo. Era muy amable de su parte, pero la amabilidad de
Charlotte iba más lejos de lo que Elizabeth podía sospechar: su objetivo no era otro que evitar que Collins
le volviese a dirigir sus cumplidos a su amiga, atrayéndolos para sí misma. Éste era el plan de Charlotte, y
las apariencias le fueron tan favorables que al separarse por la noche casi habría podido dar por descontado
el éxito, si Collins no tuviese que irse tan pronto de Hertfordshire. Pero al concebir esta duda, no hacía
justicia al fogoso e independiente carácter de Collins; a la mañana siguiente se escapó de Longbourn con
admirable sigilo y corrió a casa de los Lucas para rendirse a sus pies. Quiso ocultar su salida a sus primas
porque si le hubiesen visto habrían descubierto su intención, y no quería publicarlo hasta estar seguro del
éxito; aunque se sentía casi seguro del mismo, pues Charlotte le había animado lo bastante, pero desde su
aventura del miércoles estaba un poco falto de confianza. No obstante, recibió una acogida muy halagüeña.
La señorita Lucas le vio llegar desde una ventana, y al instante salió al camino para encontrarse con él
como de casualidad. Pero poco podía ella imaginarse cuánto amor y cuánta elocuencia le esperaban.
En el corto espacio de tiempo que dejaron los interminables discursos de Collins, todo quedó
arreglado entre ambos con mutua satisfacción. Al entrar en la casa, Collins le suplicó con el corazón que
señalase el día en que iba a hacerle el más feliz de los hombres; y aunque semejante solicitud debía ser
aplazada de momento, la dama no deseaba jugar con su felicidad. La estupidez con que la naturaleza la
había dotado privaba a su cortejo de los encantos que pueden inclinar a una mujer a prolongarlo; a la
señorita Lucas, que lo había aceptado solamente por el puro y desinteresado deseo de casarse, no le
importaba lo pronto que este acontecimiento habría de realizarse.
Se lo comunicaron rápidamente a sir William y a lady Lucas para que les dieran su
consentimiento, que fue otorgado con la mayor presteza y alegría. La situación de Collins le convertía en
un partido muy apetecible para su hija, a quien no podían legar más que una escasa fortuna, y las
perspectivas de un futuro bienestar eran demasiado tentadoras. Lady Lucas se puso a calcular seguidamente
y con más interés que nunca cuántos años más podría vivir el señor Bennet, y sir William expresó su
opinión de que cuando Collins fuese dueño de Longbourn sería muy conveniente que él y su mujer hiciesen
su aparición en St. James. Total que toda la familia se regocijó muchísimo por la noticia. Las hijas menores
tenían la esperanza de ser presentadas en sociedad un año o dos antes de lo que lo habrían hecho de no ser Comment: ...Presentadas en
por esta circunstancia. Los hijos se vieron libres del temor de que Charlotte se quedase soltera. Charlotte sociedad.–– Normalmente la presentación
estaba tranquila. Había ganado la partida y tenía tiempo para considerarlo. Sus reflexiones eran en general en sociedad de las jóvenes damas se
efectuaba en la Corte en el transcurso de
satisfactorias. A decir verdad, Collins no era ni inteligente ni simpático, su compañía era pesada y su cariño una recepción real a cargo de una señora
por ella debía de ser imaginario. Pero, al fin y al cabo, sería su marido. A pesar de que Charlotte no tenía casada que a su vez ya había sido
una gran opinión de los hombres ni del matrimonio, siempre lo había ambicionado porque era la única presentada en la Corte. La reina Isabel II
colocación honrosa para una joven bien educada y de fortuna escasa, y, aunque no se pudiese asegurar que abolió esta costumbre.
fuese una fuente de felicidad, siempre sería el más grato recurso contra la necesidad. Este recurso era lo que
CAPÍTULO XXIII
Elizabeth estaba sentada con su madre y sus hermanas meditando sobre lo que había escuchado y
sin saber si debía o no contarlo, cuando apareció el propio Sir William Lucas, enviado por su hija, para
anunciar el compromiso a la familia. Entre muchos cumplidos y congratulándose de la unión de las dos
casas, reveló el asunto a una audiencia no sólo estupefacta, sino también incrédula, pues la señora Bennet,
con más obstinación que cortesía, afirmó que debía de estar completamente equivocado, y Lydia, siempre
indiscreta y a menudo mal educada, exclamó alborotadamente:
––¡Santo Dios! ¿Qué está usted diciendo, sir William? ¿No sabe que el señor Collins quiere
casarse con Elizabeth?
Sólo la condescendencia de un cortesano podía haber soportado, sin enfurecerse, aquel
comportamiento; pero la buena educación de sir William estaba por encima de todo. Rogó que le
permitieran garantizar la verdad de lo que decía, pero escuchó todas aquellas impertinencias con la más
absoluta corrección.
Elizabeth se sintió obligada a ayudarle a salir de tan enojosa situación, y confirmó sus palabras,
revelando lo que ella sabía por la propia Charlotte. Trató de poner fin a las exclamaciones de su madre y de
sus hermanas felicitando calurosamente a sir William, en lo que pronto fue secundada por Jane, y
comentando la felicidad que se podía esperar del acontecimiento, dado el excelente carácter del señor
Collins y la conveniente distancia de Hunsford a Londres.
La señora Bennet estaba ciertamente demasiado sobrecogida para hablar mucho mientras sir
William permaneció en la casa; pero, en cuanto se fue, se desahogó rápidamente. Primero, insistía en no
creer ni una palabra; segundo, estaba segura de que a Collins lo habían engañado; tercero, confiaba en que
nunca serían felices juntos; y cuarto, la boda no se llevaría a cabo. Sin embargo, de todo ello se desprendían
claramente dos cosas: que Elizabeth era la verdadera causa de toda la desgracia, y que ella, la señora
Bennet, había sido tratada de un modo bárbaro por todos. El resto del día lo pasó despotricando, y no hubo
nada que pudiese consolarla o calmarla. Tuvo que pasar una semana antes de que pudiese ver a Elizabeth
sin reprenderla; un mes, antes de que dirigiera la palabra a sir William o a lady Lucas sin ser grosera; y
mucho, antes de que perdonara a Charlotte.
CAPÍTULO XXIV
La carta de la señorita Bingley llegó, y puso fin a todas las dudas. La primera frase ya comunicaba
que todos se habían establecido en Londres para pasar el invierno, y al final expresaba el pesar del hermano
por no haber tenido tiempo, antes de abandonar el campo, de pasar a presentar sus respetos a sus amigos de
Hertfordshire.
No había esperanza, se había desvanecido por completo. Jane siguió leyendo, pero encontró pocas
cosas, aparte de las expresiones de afecto de su autora, que pudieran servirle de alivio. El resto de la carta
estaba casi por entero dedicado a elogiar a la señorita Darcy. Insistía de nuevo sobre sus múltiples
atractivos, y Caroline presumía muy contenta de su creciente intimidad con ella, aventurándose a predecir
el cumplimiento de los deseos que ya manifestaba en la primera carta. También 1e contaba con regocijo
que su hermano era íntimo de la familia Darcy, y mencionaba con entusiasmo ciertos planes de este último,
relativos al nuevo mobiliario.
Elizabeth, a quien Jane comunicó en seguida lo más importante de aquellas noticias, la escuchó en
silencio y muy indignada. Su corazón fluctuaba entre la preocupación por su hermana y el odio a todos los
demás. No daba crédito a la afirmación de Caroline de que su hermano estaba interesado por la señorita
Darcy. No dudaba, como no lo había dudado jamás, que Bingley estaba enamorado de Jane; pero Elizabeth,
que siempre le tuvo tanta simpatía, no pudo pensar sin rabia, e incluso sin desprecio, en aquella debilidad
de carácter y en su falta de decisión, que le hacían esclavo de sus intrigantes amigos y le arrastraban a
sacrificar su propia felicidad al capricho de los deseos de aquellos. Si no sacrificase más que su felicidad,
CAPÍTULO XXV
Después de una semana, pasada entre promesas de amor y planes de felicidad, Collins tuvo que
despedirse de su amada Charlotte para llegar el sábado a Hunsford. Pero la pena de la separación se
aliviaba por parte de Collins con los preparativos que tenía que hacer para la recepción de su novia; pues
tenía sus razones para creer que a poco de su próximo regreso a Hertfordshire se fijaría el día que habría de
hacerle el más feliz de los hombres. Se despidió de sus parientes de Longbourn con la misma solemnidad
que la otra vez; deseó de nuevo a sus bellas primas salud y venturas, y prometió al padre otra carta de
agradecimiento.
El lunes siguiente, la señora Bennet tuvo el placer de recibir a su hermano y a la esposa de éste,
que venían, como de costumbre, a pasar las Navidades en Longbourn. El señor Gardiner era un hombre
inteligente y caballeroso, muy superior a su hermana por naturaleza y por educación. A las damas de
Netherfield se les hubiese hecho difícil creer que aquel hombre que vivía del comercio y se hallaba siempre
metido en su almacén, pudiera estar tan bien educado y resultar tan agradable. La señora Gardiner, bastante
más joven que la señora Bennet y que la señora Philips, era una mujer encantadora y elegante, a la que sus
sobrinas de Longbourn adoraban. Especialmente las dos mayores, con las que tenía una particular amistad.
Elizabeth y Jane habían estado muchas veces en su casa de la capital. Lo primero que hizo la señora
Gardiner al llegar fue distribuir sus regalos y describir las nuevas modas. Una vez hecho esto, dejó de llevar
la voz cantante de la conversación; ahora le tocaba escuchar. La señora Bennet tenía que contarle sus
muchas desdichas y sus muchas quejas. Había sufrido muchas humillaciones desde la última vez que vio a
su cuñada. Dos de sus hijas habían estado a punto de casarse, pero luego todo había quedado en nada.
––No culpo a Jane continuó––, porque se habría casado con el señor Bingley, si hubiese podido;
pero Elizabeth... ¡Ah, hermana mía!, es muy duro pensar que a estas horas podría ser la mujer de Collins si
no hubiese sido por su testarudez. Le hizo una proposición de matrimonio en esta misma habitación y lo
rechazó. A consecuencia de ello lady Lucas tendrá una hija casada antes que yo, y la herencia de
Longbourn pasará a sus manos. Los Lucas son muy astutos, siempre se aprovechan de lo que pueden.
Siento tener que hablar de ellos de esta forma pero es la verdad. Me pone muy nerviosa y enferma que mi
propia familia me contraríe de este modo, y tener vecinos que no piensan más que en sí mismos. Menos
mal que tenerte a ti aquí en estos precisos momentos, me consuela enormemente; me encanta lo que nos
cuentas de las mangas largas.
La señora Gardiner, que ya había tenido noticias del tema por la correspondencia que mantenía
con Jane y Elizabeth, dio una respuesta breve, y por compasión a sus sobrinas, cambió de conversación.
Cuando estuvo a solas luego con Elizabeth, volvió a hablar del asunto:
––Parece ser que habría sido un buen partido para Jane ––dijo––. Siento que se haya estropeado.
¡Pero estas cosas ocurren tan a menudo! Un joven como Bingley, tal y como tú me lo describes, se enamora
con facilidad de una chica bonita por unas cuantas semanas y, si por casualidad se separan, la olvida con la
misma facilidad. Esas inconstancias son muy frecuentes.
––Si hubiera sido así, sería un gran consuelo ––dijo Elizabeth––, pero lo nuestro es diferente. Lo
que nos ha pasado no ha sido casualidad. No es tan frecuente que unos amigos se interpongan y convenzan
CAPÍTULO XXVI
Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos
a Meryton, unas veces con lodo y otras con frío, transcurrieron los meses de enero y febrero. Marzo era el
mes en el que Elizabeth iría a Hunsford. Al principio no pensaba en serio ir. Pero vio que Charlotte lo daba
por descontado, y poco a poco fue haciéndose gustosamente a la idea hasta decidirse. Con la ausencia, sus
deseos de ver a Charlotte se habían acrecentado y la manía que le tenía a Collins había disminuido. El
proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas, su casa no le
resultaba un lugar muy agradable, no podía menospreciar ese cambio de aires. El viaje le proporcionaba,
además, el placer de ir a dar un abrazo a Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese sentido
tener que aplazarla.
Pero todo fue sobre ruedas y el viaje se llevó a efecto según las previsiones de Charlotte. Elizabeth
acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para colmo, decidieron pasar una noche en Londres; el
plan quedó tan perfecto que ya no se podía pedir más.
Lo único que le daba pena a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía que la iba a echar de
menos, y cuando llegó el momento de la partida se entristeció tanto que le encargó a su hija que le
escribiese e incluso prometió contestar a su carta.
La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy cordial, aún más por parte de Wickham.
Aunque en estos momentos estaba ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la primera que
excitó y mereció su atención, la primera en escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en su
manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien, recordándole lo que le parecía lady Catherine de
Bourgh y repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre todos los demás coincidirían siempre, hubo
tal solicitud y tal interés, que Elizabeth se sintió llena del más sincero afecto hacia él y partió convencida de
que siempre consideraría a Wickham, soltero o casado, como un modelo de simpatía y sencillez.
Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más indicados para que Elizabeth se
acordase de Wickham con menos agrado. Sir William y su hija María, una muchacha alegre pero de cabeza
tan hueca como la de su padre, no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de modo que oírles a ellos era
para Elizabeth lo mismo que oír el traqueteo del carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero
hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía decirle nada nuevo acerca de las
maravillas de su presentación en la corte y de su título de «Sir>, y sus cortesías eran tan rancias como sus
noticias.
El viaje era sólo de veinticuatro millas y lo emprendieron tan temprano que a mediodía estaban ya
en la calle Gracechurch. Cuando se dirigían a la puerta de los Gardiner, Jane estaba en la ventana del salón
contemplando su llegada; cuando entraron en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida.
Elizabeth la examinó con ansiedad y se alegró de encontrarla tan sana y encantadora como siempre. En las
escaleras había un tropel de niñas y niños demasiado impacientes por ver a su prima como para esperarla en
el salón, pero su timidez no les dejaba acabar de bajar e ir a su encuentro, pues hacía más de un año que no
la veían. Todo era alegría y atenciones. El día transcurrió agradablemente; por la tarde callejearon y
recorrieron las tiendas, y por la noche fueron a un teatro.
Elizabeth logró entonces sentarse al lado de su tía. El primer tema de conversación fue Jane;
después de oír las respuestas a las minuciosas preguntas que le hizo sobre su hermana, Elizabeth se quedó
más triste que sorprendida al saber que Jane, aunque se esforzaba siempre por mantener alto el ánimo,
pasaba por momentos de gran abatimiento. No obstante, era razonable esperar que no durasen mucho
tiempo. La señora Gardiner también le contó detalles de la visita de la señorita Bingley a Gracechurch, y le
repitió algunas conversaciones que había tenido después con Jane que demostraban que esta última había
dado por terminada su amistad.
La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de Wickham y la felicitó por lo bien que lo
había tomado.
––Pero dime, querida Elizabeth ––añadió––, ¿qué clase de muchacha es la señorita King? Sentiría
mucho tener que pensar que nuestro amigo es un cazador de dotes.
CAPÍTULO XXVIII
Al día siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta a pasarlo bien y muy
animada, pues había encontrado a su hermana con muy buen aspecto y todos los temores que su salud le
inspiraba se hablan desvanecido. Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella una
constante fuente de dicha.
CAPÍTULO XXIX
La satisfacción de Collins por esta invitación era completa. No había cosa que le hiciese más
ilusión que poder mostrar la grandeza de su patrona a sus admirados invitados y hacerles ver la cortesía con
la que esta dama les trataba a él y a su mujer; y el que se le diese ocasión para ello tan pronto era un
ejemplo de la condescendencia de lady Catherine que no sabría cómo agradecer.
––Confieso ––dijo–– que no me habría sorprendido que Su Señoría nos invitase el domingo a
tomar el té y a pasar la tarde en Rosings. Más bien me lo esperaba, porque conozco su afabilidad. Pero,
¿quién habría podido imaginarse una atención como ésta? ¿Quién podría haber imaginado que recibiríamos
una invitación para cenar; invitación, además, extensiva a todos los de la casa, tan poquísimo tiempo
después de que llegasen ustedes?
CAPÍTULO XXX
Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para convencerse de que
su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquélla no se encontraban a
menudo. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para mostrarle la Comment: Calesín: Coche de dos
campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth agradeció que con ruedas tirado por un solo caballo.
el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que
mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en
mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían quedarse las señoras daba
a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el
comedor, que era una pieza más grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía
excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su aposento,
indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud
de Charlotte.
Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el que le daba cuenta de
los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón,
cosa que jamás dejaba de comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en
la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla de que bajase del carruaje.
Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer creía a menudo un
deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía haber otras familias dispuestas a hacer lo
mismo, no comprendió el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el
transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba en lo que
hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de
los muebles o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más
que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos.
Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba encomendada a aquella
gran señora, era una activa magistrada en su propia parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y
siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady
Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo la
armonía o procurando la abundancia.
La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir
William, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre el mismo.
No tenían muchos otros compromisos, porque el estilo de vida del resto de los vecinos estaba por debajo
del de los Collins. A Elizabeth no le importaba, estaba a gusto así, pasaba largos ratos charlando
amenamente con Charlotte; y como el tiempo era estupendo, a pesar de la época del año, se distraía
saliendo a caminar. Su paseo favorito, que a menudo recorría mientras los otros visitaban a lady Catherine,
era la alameda que bordeaba un lado de la finca donde había un sendero muy bonito y abrigado que nadie
más que ella parecía apreciar, y en el cual se hallaba fuera del alcance de la curiosidad de lady Catherine.
Con esta tranquilidad pasó rápidamente la primera quincena de su estancia en Hunsford. Se
acercaba la Pascua y la semana anterior a ésta iba a traer un aditamento a la familia de Rosings, lo cual, en
aquel círculo tan reducido, tenía que resultar muy importante. Poco después de su llegada, Elizabeth oyó
decir que Darcy iba a llegar dentro de unas semanas, y aunque hubiese preferido a cualquier otra de sus
amistades, lo cierto era que su presencia podía aportar un poco de variedad a las veladas de Rosings y que
podría divertirse viendo el poco fundamento de las esperanzas de la señorita Bingley mientras observaba la
actitud de Darcy con la señorita de Bourgh, a quien, evidentemente, le destinaba lady Catherine. Su Señoría
hablaba de su venida con enorme satisfacción, y de él, en términos de la más elevada admiración; y parecía
que le molestaba que la señorita Lucas y Elizabeth ya le hubiesen visto antes con frecuencia.
CAPÍTULO XXXI
El coronel Fitzwilliam fue muy elogiado y todas las señoras consideraron que su presencia sería un
encanto más de las reuniones de Rosings. Pero pasaron unos días sin recibir invitación alguna, como si, al
haber huéspedes en la casa, los Collins no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una semana
después de la llegada de los dos caballeros, no fueron honrados con dicha atención y aun, al salir de la
iglesia, se les advirtió que no fueran hasta última hora de la tarde.
Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Catherine y a su hija. El coronel Fitzwilliam
visitó más de una vez la casa de los Collins, pero a Darcy sólo le vieron en la iglesia.
La invitación, naturalmente, fue aceptada, y a la hora conveniente los Collins se presentaron en el
salón de lady Catherine. Su Señoría les recibió atentamente, pero se veía bien claro que su compañía ya no
le era tan grata como cuando estaba sola; en efecto, estuvo pendiente de sus sobrinos y habló con ellos
especialmente con Darcy–– mucho más que con cualquier otra persona del salón.
El coronel Fitzwilliam parecía alegrarse de veras al verles; en Rosings cualquier cosa le parecía un
alivio, y además, la linda amiga de la señora Collins le tenía cautivado. Se sentó al lado de Elizabeth y
charlaron tan agradablemente de Kent y de Hertfordshire, de sus viajes y del tiempo que pasaba en casa, de
libros nuevos y de música, que Elizabeth jamás lo había pasado tan bien en aquel salón; hablaban con tanta
soltura y animación que atrajeron la atención de lady Catherine y de Darcy. Este último les había mirado ya
varias veces con curiosidad. Su Señoría participó al poco rato del mismo sentimiento, y se vio claramente,
porque no vaciló en preguntar:
CAPÍTULO XXXII
A la mañana siguiente estaba Elizabeth sola escribiendo a Jane, mientras la señora Collins y María
habían ido de compras al pueblo, cuando se sobresaltó al sonar la campanilla de la puerta, señal inequívoca
de alguna visita. Aunque no había oído ningún carruaje, pensó que a lo mejor era lady Catherine, y se
apresuró a esconder la carta que tenía a medio escribir a fin de evitar preguntas impertinentes. Pero con
gran sorpresa suya se abrió la puerta y entró en la habitación el señor Darcy. Darcy solo.
Pareció asombrarse al hallarla sola y pidió disculpas por su intromisión diciéndole que creía que
estaban en la casa todas las señoras.
Se sentaron los dos y, después de las preguntas de rigor sobre Rosings, pareció que se iban a
quedar callados. Por lo tanto, era absolutamente necesario pensar en algo, y Elizabeth, ante esta necesidad,
recordó la última vez que se habían visto en Hertfordshire y sintió curiosidad por ver lo que diría acerca de
su precipitada partida.
––¿Qué significa esto? ––preguntó Charlotte en cuanto se fue––. Querida Elizabeth, debe de estar
enamorado de ti, pues si no, nunca habría venido a vernos con esta familiaridad.
Pero cuando Elizabeth contó lo callado que había estado, no pareció muy probable, a pesar de los
buenos deseos de Charlotte; y después de varias conjeturas se limitaron a suponer que su visita había
obedecido a la dificultad de encontrar algo que hacer, cosa muy natural en aquella época del año. Todos los
deportes se habían terminado. En casa de lady Catherine había libros y una mesa de billar, pero a los Comment: Todos los deportes se
caballeros les desesperaba estar siempre metidos en casa, y sea por lo cerca que estaba la residencia de los habían terminado: Se refiere a los
Collins, sea por lo placentero del paseo, o sea por la gente que vivía allí, los dos primos sentían la tentación deportes al aire libre. La caza era el más
importante en la época.
de visitarles todos los días. Se presentaban en distintas horas de la mañana, unas veces separados y otras
veces juntos, y algunas acompañados de su tía. Era evidente que el coronel Fitzwilliam venía porque se
encontraba a gusto con ellos, cosa que, naturalmente, le hacía aún más agradable. El placer que le causaba a
Elizabeth su compañía y la manifiesta admiración de Fitzwilliam por ella, le hacían acordarse de su primer
favorito George Wickham. Comparándolos, Elizabeth encontraba que los modales del coronel eran menos
atractivos y dulces que los de Wickham, pero Fitzwilliam le parecía un hombre más culto.
Pero comprender por qué Darcy venía tan a menudo a la casa, ya era más difícil. No debía ser por
buscar compañía, pues se estaba sentado diez minutos sin abrir la boca, y cuando hablaba más bien parecía
que lo hacía por fuerza que por gusto, como si más que un placer fuese aquello un sacrificio. Pocas veces
estaba realmente animado. La señora Collins no sabía qué pensar de él. Como el coronel Fitzwilliam se reía
a veces de aquella estupidez de Darcy, Charlotte entendía que éste no debía de estar siempre así, cosa que
su escaso conocimiento del caballero no le habría permitido adivinar; y como deseaba creer que aquel
cambio era obra del amor y el objeto de aquel amor era Elizabeth, se empeñó en descubrirlo. Cuando
estaban en Rosings y siempre que Darcy venía a su casa, Charlotte le observaba atentamente, pero no
sacaba nada en limpio. Verdad es que miraba mucho a su amiga, pero la expresión de tales miradas era
equívoca. Era un modo de mirar fijo y profundo, pero Charlotte dudaba a veces de que fuese entusiasta, y
en ocasiones parecía sencillamente que estaba distraído.
Dos o tres veces le dijo a Elizabeth que tal vez estaba enamorado de ella, pero Elizabeth se echaba
a reír, y la señora Collins creyó más prudente no insistir en ello para evitar el peligro de engendrar
esperanzas imposibles, pues no dudaba que toda la manía que Elizabeth le tenía a Darcy se disiparía con la
creencia de que él la quería.
En los buenos y afectuosos proyectos que Charlotte formaba con respecto a Elizabeth, entraba a
veces el casarla con el coronel Fitzwilliam. Era, sin comparación, el más agradable de todos. Sentía
verdadera admiración por Elizabeth y su posición era estupenda. Pero Darcy tenía un considerable Comment: Darcy tenía un
patronato en la Iglesia, y su primo no tenía ninguno. considerable patronato en la iglesia:
Tenía el derecho de nombrar a varios
clérigos para distintas rectorías.
CAPÍTULO XXXIII
En sus paseos por la alameda dentro de la finca más de una vez se había encontrado Elizabeth
inesperadamente con Darcy. La primera vez no le hizo ninguna gracia que la mala fortuna fuese a traerlo
precisamente a él a un sitio donde nadie más solía ir, y para que no volviese a repetirse se cuidó mucho de
indicarle que aquél era su lugar favorito. Por consiguiente, era raro que el encuentro volviese a producirse,
y, sin embargo, se produjo incluso una tercera vez. Parecía que lo hacía con una maldad intencionada o por
penitencia, porque la cosa no se reducía a las preguntas de rigor o a una simple y molesta detención; Darcy
volvía atrás y paseaba con ella. Nunca hablaba mucho ni la importunaba haciéndole hablar o escuchar
CAPÍTULO XXXIV
Cuando todos se habían ido, Elizabeth, como si se propusiera exasperarse más aún contra Darcy,
se dedicó a repasar todas las cartas que había recibido de Jane desde que se hallaba en Kent. No contenían
lamentaciones ni nada que denotase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero
en conjunto y casi en cada línea faltaba la alegría que solía caracterizar el estilo de Jane, alegría que, como
era natural en un carácter tan tranquilo y afectuoso, casi nunca se había eclipsado. Elizabeth se fijaba en
todas las frases reveladoras de desasosiego, con una atención que no había puesto en la primera lectura. El
vergonzoso alarde de Darcy por el daño que había causado le hacía sentir más vivamente el sufrimiento de
su hermana. Le consolaba un poco pensar que dentro de dos días estaría de nuevo al lado de Jane y podría
contribuir a que recobrase el ánimo con los cuidados que sólo el cariño puede dar.
No podía pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel
Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no podía pensar en ella.
Mientras estaba meditando todo esto, la sorprendió la campanilla de la puerta, y abrigó la
esperanza de que fuese el mismo coronel Fitzwilliam que ya una vez las había visitado por la tarde y a lo
mejor iba a preguntarle cómo se encontraba. Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas
cuando, con total sobresalto, vio que Darcy entraba en el salón. Inmediatamente empezó a preguntarle, muy
acelerado, por su salud, atribuyendo la visita a su deseo de saber que se encontraba mejor. Ella le contestó
cortés pero fríamente. Elizabeth estaba asombrada pero no dijo ni una palabra. Después de un silencio de
varios minutos se acercó a ella y muy agitado declaró:
––He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame
que le diga que la admiro y la amo apasionadamente.
El estupor de Elizabeth fue inexpresable. Enrojeció, se quedó mirándole fijamente, indecisa y
muda. El lo interpretó como un signo favorable y siguió manifestándole todo lo que sentía por ella desde
hacía tiempo. Se explicaba bien, pero no sólo de su amor tenía que hablar, y no fue más elocuente en el
tema de la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Elizabeth, la degradación que significaba para
él, los obstáculos de familia que el buen juicio le había hecho anteponer siempre a la estimación. Hablaba
de estas cosas con un ardor que reflejaba todo lo que le herían, pero todo ello no era lo más indicado para
apoyar su demanda.
A pesar de toda la antipatía tan profundamente arraigada que le tenía, Elizabeth no pudo
permanecer insensible a las manifestaciones de afecto de un hombre como Darcy, y aunque su opinión no
CAPÍTULO XXXV
Elizabeth se despertó a la mañana siguiente con los mismos pensamientos y cavilaciones con que
se había dormido. No lograba reponerse de la sorpresa de lo acaecido; le era imposible pensar en otra cosa.
Incapaz de hacer nada, en cuanto desayunó decidió salir a tomar el aire y a hacer ejercicio. Se encaminaba
directamente hacia su paseo favorito, cuando recordó que Darcy iba alguna vez por allí; se detuvo y en
lugar de entrar en la finca tomó otra vereda en dirección contraria a la calle donde estaba la barrera de
portazgo, y que estaba aún limitada por la empalizada de Rosings, y pronto pasó por delante de una de las Comment: Barrera de portazgo:
portillas que daba acceso a la finca. Barrera o portilla en las carreteras en las
que los vehículos tenían que detenerse
Después de pasear dos o tres veces a lo largo de aquella parte del camino, le entró la tentación, en para pagar por el derecho de paso. El
vista de lo deliciosa que estaba la mañana, de pararse en las portillas y contemplar la finca. Las cinco dinero así recaudado se destinaba al
mantenimiento de la carretera. Hoy en día
semanas que llevaba en Kent había transformado mucho la campiña, y cada día verdeaban más los árboles apenas existen en las carreteras inglesas,
tempranos. Se disponía a continuar su paseo, cuando vislumbró a un caballero en la alameda que bordeaba aunque aún pueden encontrarse en
la finca; el caballero caminaba en dirección a ella, y Elizabeth, temiendo que fuese Darcy, retrocedió al algunos puentes.
instante. Pero la persona, que se adelantaba, estaba ya lo suficientemente cerca para verla; siguió andando
de prisa y pronunció su nombre. Ella se había vuelto, pero al oír aquella voz en la que reconoció a Darcy,
continuó en dirección a la puerta. El caballero la alcanzó y, mostrándole una carta que ella tomó
instintivamente, le dijo con una mirada altiva:
––He estado paseando por la alameda durante un rato esperando encontrarla. ¿Me concederá el
honor de leer esta carta?
Y entonces, con una ligera inclinación, se encaminó de nuevo hacia los plantíos y pronto se perdió
de vista.
Sin esperar ningún agrado, pero con gran curiosidad, Elizabeth abrió la carta, y su asombro fue en
aumento al ver que el sobre contenía dos pliegos completamente escritos con una letra muy apretada.
Incluso el sobre estaba escrito. Prosiguiendo su paseo por el camino, la empezó a leer. Estaba fechada en
Rosings a las ocho de la mañana y decía lo siguiente:
«No se alarme, señorita, al recibir esta carta, ni crea que voy a repetir en ella mis sentimientos o a
renovar las proposiciones que tanto le molestaron anoche. Escribo sin ninguna intención de afligirla ni de
humillarme yo insistiendo en unos deseos que, para la felicidad de ambos, no pueden olvidarse tan
fácilmente; el esfuerzo de redactar y de leer esta carta podía haber sido evitado si mi modo de ser no me
obligase a escribirla y a que usted la lea. Por lo tanto, perdóneme que tome la libertad de solicitar su
atención; aunque ya sé que habrá de concedérmela de mala gana, se lo pido en justicia.
»Ayer me acusó usted de dos ofensas de naturaleza muy diversa y de muy distinta magnitud. La
primera fue el haber separado al señor Bingley de su hermana, sin consideración a los sentimientos de
ambos; y el otro que, a pesar de determinados derechos y haciendo caso omiso del honor y de la
humanidad, arruiné la prosperidad inmediata y destruí el futuro del señor Wickham. Haber abandonado
despiadada e intencionadamente al compañero de mi juventud y al favorito de mi padre, a un joven que casi
no tenía más porvenir que el de nuestra rectoría y que había sido educado para su ejercicio, sería una
depravación que no podría compararse con la separación de dos jóvenes cuyo afecto había sido fruto de tan
sólo unas pocas semanas. Pero espero que retire usted la severa censura que tan abiertamente me dirigió
anoche, cuando haya leído la siguiente relación de mis actos con respecto a estas dos circunstancias y sus
motivos. Si en la explicación que no puedo menos que dar, me veo obligado a expresar sentimientos que la
ofendan, sólo puedo decir que lo lamento. Hay que someterse a la necesidad y cualquier disculpa sería
absurda.
»No hacía mucho que estaba en Hertfordshire cuando observé, como todo el mundo, que el señor
Bingley distinguía a su hermana mayor mucho más que a ninguna de las demás muchachas de la localidad;
pero hasta la noche del baile de Netherfield no vi que su cariño fuese formal. Varias veces le había visto
CAPÍTULO XXXVI
No esperaba Elizabeth, cuando Darcy le dio la carta, que en ella repitiese su proposición, pero no
tenía ni idea de qué podía contener. Al descubrirlo, bien se puede suponer con qué rapidez la leyó y cuán
encontradas sensaciones vino a suscitarle. Habría sido difícil definir sus sentimientos. Al principio creyó
con asombro que Darcy querría disculparse lo mejor que pudiese, pero en seguida se convenció firmemente
de que no podría darle ninguna explicación que el más elemental sentido de la dignidad no aconsejara
ocultar. Con gran prejuicio contra todo lo que él pudiera decir, empezó a leer su relato acerca de lo
sucedido en Netherfield. Sus ojos recorrían el papel con tal ansiedad que apenas tenía tiempo de
comprender, y su impaciencia por saber lo que decía la frase siguiente le impedía entender el sentido de la
que estaba leyendo. Al instante dio por hecho que la creencia de Darcy en la indiferencia de su hermana era
falsa, y las peores objeciones que ponía a aquel matrimonio la enojaban demasiado para poder hacerle
justicia. A ella le satisfacía que no expresase ningún arrepentimiento por lo que había hecho; su estilo no
revelaba contrición, sino altanería. En sus líneas no veía más que orgullo e insolencia.
Pero cuando pasó a lo concerniente a Wickham, leyó ya con mayor atención. Ante aquel relato de
los hechos que, de ser auténtico, había de destruir toda su buena opinión del joven, y que guardaba una
alarmante afinidad con lo que el mismo Wickham había contado, sus sentimientos fueron aún más penosos
y más difíciles de definir; el desconcierto, el recelo e incluso el horror la oprimían. Hubiese querido
desmentirlo todo y exclamó repetidas veces: «¡Eso tiene que ser falso, eso no puede ser! ¡Debe de ser el
mayor de los embustes!» Acabó de leer la carta, y sin haberse enterado apenas de la última o las dos
últimas páginas, la guardó rápidamente y quejándose se dijo que no la volvería a mirar, que no quería saber
nada de todo aquello.
En semejante estado de perturbación, asaltada por mil confusos pensamientos, siguió paseando;
pero no sirvió de nada; al cabo de medio minuto sacó de nuevo la carta y sobreponiéndose lo mejor que
pudo, comenzó otra vez la mortificante lectura de lo que a Wickham se refería, dominándose hasta
examinar el sentido de cada frase. Lo de su relación con la familia de Pemberley era exactamente lo mismo
que él había dicho, y la bondad del viejo señor Darcy, a pesar de que Elizabeth no había sabido hasta ahora
hasta dónde había llegado, también coincidían con lo indicado por el propio Wickham. Por lo tanto, un
relato confirmaba el otro, pero cuando llegaba al tema del testamento la cosa era muy distinta. Todo lo que
éste había dicho acerca de su beneficio eclesiástico estaba fresco en la memoria de la joven, y al recordar
sus palabras tuvo que reconocer que había doble intención en uno u otro lado, y por unos instantes creyó
que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó todo lo sucedido a raíz de haber rehusado
Wickham a la rectoría, a cambio de lo cual había recibido una suma tan considerable como tres mil libras,
no pudo menos que volver a dudar. Dobló la carta y pesó todas las circunstancias con su pretendida
imparcialidad, meditando sobre las probabilidades de sinceridad de cada relato, pero no adelantó nada; de
uno y otro lado no encontraba más que afirmaciones. Se puso a leer de nuevo, pero cada línea probaba con
CAPÍTULO XXXVII
Ambos caballeros abandonaron Rosings a la mañana siguiente. Collins estuvo a la espera cerca de
los templetes de la entrada para darles el saludo de despedida, y llevó a casa la grata noticia de que parecían Comment: Templete de la entrada:
estar bien y con ánimo pasable como era de esperar después de la melancólica escena que debió de haber Traducción de la palabra inglesa lodges,
tenido un lugar en Rosings. Collins voló, pues, a Rosings para consolar a lady Catherine y a su hija, y al que además de referirse a las torres que
hay a cada lado de la verja de entrada a
volver trajo con gran satisfacción un mensaje de Su Señoría que se hallaba muy triste y deseaba que todos una finca, incluye la casa de los
fuesen a comer con ella. guardeses.
Elizabeth no pudo ver a lady Catherine sin recordar que, si hubiera querido, habría sido presentada
a ella como su futura sobrina; ni tampoco podía pensar, sin sonreír, en lo que se habría indignado. ¿Qué
habría dicho? ¿Qué habría hecho? Le hacía gracia preguntarse todas estas cosas.
De lo primero que se habló fue de la merma sufrida en las tertulias de Rosings.
CAPÍTULO XXXVIII
El sábado por la mañana Elizabeth y Collins se encontraron a la hora del desayuno unos minutos
antes de que aparecieran los demás; y aprovechó la oportunidad para hacerle los cumplidos de la despedida
que consideraba absolutamente necesarios.
––Ignoro, señorita Elizabeth ––le dijo––, si la señora Collins le ha expresado cuánto agradece su
amabilidad al haber venido; pero estoy seguro de que lo hará antes de que abandone usted esta casa. Hemos
apreciado enormemente el favor de su compañía. Sabemos lo poco tentador que puede ser para nadie el
venir a nuestra humilde morada. Nuestro sencillo modo de vivir, nuestras pequeñas habitaciones, nuestros
pocos criados y nuestro aislamiento, han de hacer de Hunsford un lugar extremadamente triste para una
joven como usted. Pero espero que crea en nuestra gratitud por su condescendencia y en que hemos hecho
todo lo que estaba a nuestro alcance para impedir que se aburriera.
Elizabeth le dio las gracias efusivamente y dijo que estaba muy contenta. Había pasado seis
semanas muy felices; y el placer de estar con Charlotte y las amables atenciones que había recibido, la
habían dejado muy satisfecha. Collins lo celebró y con solemnidad, pero más sonriente, repuso:
––Me proporciona el mayor gusto saber que ha pasado usted el tiempo agradablemente. Se ha
hecho, realmente, todo lo que se ha podido; hemos tenido la suprema suerte de haber podido presentarla a
usted a la más alta sociedad, y los frecuentes medios de variar el humilde escenario doméstico que nos han
facilitado nuestras relaciones con Rosings, nos permiten esperar que su visita le haya sido grata. Nuestro
trato con la familia de lady Catherine es realmente una ventaja extraordinaria y una bendición de la que
pocos pueden alardear. Ha visto en qué situación estamos en Rosings, cuántas veces hemos sido invitados
CAPÍTULO XXXIX
En la segunda semana de mayo, las tres muchachas partieron juntas de Gracechurch Street, en
dirección a la ciudad de X, en Hertfordshire. Al llegar cerca de la posada en donde tenía que esperarlas el
coche del señor Bennet, vieron en seguida, como una prueba de la puntualidad de cochero, a Catherine y a
Con historias parecidas de fiestas y bromas, Lydia trató, con la ayuda de las indicaciones de
Catherine, de entretener a sus hermanas y a María durante todo el camino hasta que llegaron a Longbourn.
Elizabeth intentó escucharla lo menos posible, pero no se le escaparon las frecuentes alusiones a Wickham.
En casa las recibieron con todo el cariño. La señora Bennet se regocijó al ver a Jane tan guapa
como siempre, y el señor Bennet, durante la comida, más de una vez le dijo a Elizabeth de todo corazón:
––Me alegro de que hayas vuelto, Lizzy.
La reunión en el comedor fue numerosa, pues habían ido a recoger a María y a oír las noticias, la
mayoría de los Lucas. Se habló de muchas cosas. Lady Lucas interrogaba a María, desde el otro lado de la
mesa, sobre el bienestar y el corral de su hija mayor; la señora Bennet estaba doblemente ocupada en
averiguar las modas de Londres que su hija Jane le explicaba por un lado, y en transmitir los informes a las
más jóvenes de las Lucas, por el otro. Lydia, chillando más que nadie, detallaba lo que habían disfrutado
por la mañana a todos los que quisieran escucharla.
––¡Oh, Mary! ––exclamó––. ¡Cuánto me hubiese gustado que hubieras venido con nosotras! ¡Nos
hemos divertido de lo lindo! Cuando íbamos Catherine y yo solas, cerramos todas las ventanillas para hacer
ver que el coche iba vacío, y habríamos ido así todo el camino, si Catherine no se hubiese mareado. Al
llegar al «George» ¡fuimos tan generosas!, obsequiamos a las tres con el aperitivo más estupendo del
mundo, y si hubieses venido tú, te habríamos invitado a ti también. ¡Y qué juerga a la vuelta! Pensé que no
íbamos a caber en el coche. Estuve a punto de morirme de risa. Y todo el camino lo pasamos bárbaro;
hablábamos y reíamos tan alto que se nos habría podido oír a diez millas.
Mary replicó gravemente:
––Lejos de mí, querida hermana, está el despreciar esos placeres. Serán propios, sin duda, de la
mayoría de las mujeres. Pero confieso que a mí no me hacen ninguna gracia; habría preferido mil veces
antes un libro.
Pero Lydia no oyó una palabra de su observación. Rara vez escuchaba a nadie más de medio
minuto, y a Mary nunca le hacía ni caso.
Por la tarde Lydia propuso con insistencia que fuesen todas a Meryton para ver cómo estaban
todos; pero Elizabeth se opuso enérgicamente. No quería que se dijera que las señoritas Bennet no podían
estarse en casa medio día sin ir detrás de los oficiales. Tenía otra razón para oponerse: temía volver a ver a
Wickham, cosa que deseaba evitar en todo lo posible. La satisfacción que sentía por la partida del
regimiento era superior a cuanto pueda expresarse. Dentro de quince días ya no estarían allí, y esperaba que
así se libraría de Wickham para siempre.
No llevaba muchas horas en casa, cuando se dio cuenta de que el plan de Brighton de que Lydia
les había informado en la posada era discutido a menudo por sus padres. Elizabeth comprendió que el señor
Bennet no tenía la menor intención de ceder, pero sus contestaciones eran tan vagas y tan equívocas, que la
madre, aunque a veces se descorazonaba, no perdía las esperanzas de salirse al fin con la suya.
CAPÍTULO XLI
Pasó pronto la primera semana del regreso, y entraron en la segunda, que era la última de la
estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de la localidad languidecían; la tristeza era casi general.
Sólo las hijas mayores de los Bennet eran capaces de comer, beber y dormir como si no pasara nada.
Catherine y Lydia les reprochaban a menudo su insensibilidad. Estaban muy abatidas y no podían
comprender tal dureza de corazón en miembros de su propia familia.
––¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer? ––exclamaban desoladas––. ¿Cómo
puedes sonreír de esa manera, Elizabeth?
Su cariñosa madre compartía su pesar y se acordaba de lo que ella misma había sufrido por una
ocasión semejante hacía veinticinco años.
––Recuerdo ––decía–– que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller,
creí que se me iba a partir el corazón.
––El mío también se hará pedazos ––dijo Lydia.
––¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ––suspiró la señora Bennet.
––¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco complaciente!
––Unos baños de mar me dejarían como nueva. ––Y tía Philips asegura que a mí también me Comment: Unos baños de mar me
sentarían muy bien ––añadió Catherine. dejarían como nueva: La moda de
bañarse en el mar comenzaba en aquella
Estas lamentaciones resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Elizabeth trataba de época. Brighton fue uno de los primeros
mantenerse aislada, pero no podía evitar la vergüenza. Reconocía de nuevo la justicia de las observaciones lugares de veraneo de la costa y llegó a
ser muy popular como consecuencia de
de Darcy, y nunca se había sentido tan dispuesta a perdonarle por haberse opuesto a los planes de su amigo. que el príncipe regente (el que sería
después Jorge IV) decidió construir allí
Pero la melancolía de Lydia no tardó en disiparse, pues recibió una invitación de la señora Forster,
«the Pavilion», de estilo arquitectónico
la esposa del coronel del regimiento, para que la acompañase a Brighton. Esta inapreciable amiga de Lydia oriental. Aunque «the Pavilion» fue
era muy joven y hacía poco que se había casado. Como las dos eran igual de alegres y animadas, considerado durante mucho tiempo como
congeniaban perfectamente y a los tres meses de conocerse eran ya íntimas. una fantasía absurda, más tarde fue
reconocido como una obra maestra de la
El entusiasmo de Lydia y la adoración que le entró por la señora Forster, la satisfacción de la época.
señora Bennet, y la mortificación de Catherine, fueron casi indescriptibles. Sin preocuparse lo más mínimo
por el disgusto de su hermana, Lydia corrió por la casa completamente extasiada, pidiendo a todas que la
felicitaran, riendo y hablando con más ímpetu que nunca, mientras la pobre Catherine continuaba en el
salón lamentando su mala suerte en términos poco razonables y con un humor de perros.
––No veo por qué la señora Forster no me invita a mí también ––decía––, aunque Lydia sea su
amiga particular. Tengo el mismo derecho que ella a que me invite, y más aún, porque yo soy mayor.
En vano procuró Elizabeth que entrase en razón y en vano pretendió Jane que se resignase. La
dichosa invitación despertó en Elizabeth sentimientos bien distintos a los de Lydia y su madre; comprendió
claramente que ya no había ninguna esperanza de que la señora Bennet diese alguna prueba de sentido
común. No pudo menos que pedirle a su padre que no dejase a Lydia ir a Brighton, pues semejante paso
podía tener funestas consecuencias. Le hizo ver la inconveniencia de Lydia, las escasas ventajas que podía
reportarle su amistad con la señora Forster, y el peligro de que con aquella compañía redoblase la
imprudencia de Lydia en Brighton, donde las tentaciones serían mayores. El señor Bennet escuchó con
atención a su hija y le dijo:
––Lydia no estará tranquila hasta que haga el ridículo en público en un sitio u otro, y nunca
podremos esperar que lo haga con tan poco gasto y sacrificio para su familia como en esta ocasión.
CAPÍTULO XLIII
Elizabeth divisó los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por fin llegaron a la
puerta, su corazón latía fuertemente.
La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por uno de los puntos más
bajos y pasearon largamente a través de un hermoso bosque que se extendía sobre su amplia superficie.
La mente de Elizabeth estaba demasiado ocupada para poder conversar; pero observaba y
admiraba todos los parajes notables y todas las vistas. Durante media milla subieron una cuesta que les
condujo a una loma considerable donde el bosque se interrumpía y desde donde vieron en seguida la casa
de Pemberley, situada al otro lado del valle por el cual se deslizaba un camino algo abrupto. Era un edificio
de piedra, amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se destacaba delante de una cadena de
elevadas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un arroyo bastante caudaloso que corría cada vez más
potente, completamente natural y salvaje. Sus orillas no eran regulares ni estaban falsamente adornadas con
obras de jardinería. Elizabeth se quedó maravillada. Jamás había visto un lugar más favorecido por la
naturaleza o donde la belleza natural estuviese menos deteriorada por el mal gusto. Todos estaban llenos de
admiración, y Elizabeth comprendió entonces lo que podría significar ser la señora de Pemberley.
Bajaron la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta. Mientras examinaban el aspecto
de la casa de cerca, Elizabeth temió otra vez encontrarse con el dueño. ¿Y si la camarera se hubiese
equivocado? Después de pedir permiso para ver la mansión, les introdujeron en el vestíbulo. Mientras
esperaban al ama de llaves, Elizabeth tuvo tiempo para maravillarse de encontrarse en semejante lugar.
El ama de llaves era una mujer de edad, de aspecto respetable, mucho menos estirada y mucho
más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los llevó al comedor. Era una pieza de buenas
proporciones y elegantemente amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas
para contemplar la vista. La colina coronada de bosque por la que habían descendido, a distancia resultaba
más abrupta y más hermosa. Toda la disposición del terreno era buena; miró con delicia aquel paisaje: el
arroyo, los árboles de las orillas y la curva del valle hasta donde alcanzaba la vista. Al pasar a otras
habitaciones, el paisaje aparecía en ángulos distintos, pero desde todas las ventanas se divisaban panoramas
magníficos. Las piezas eran altas y bellas, y su mobiliario estaba en armonía con la fortuna de su
propietario. Elizabeth notó, admirando el gusto de éste, que no había nada llamativo ni cursi y que había
allí menos pompa pero más elegancia que en Rosings.
«¡Y pensar ––se decía–– que habría podido ser dueña de todo esto! ¡Estas habitaciones podrían
ahora ser las mías! ¡En lugar de visitarlas como una forastera, podría disfrutarlas y recibir en ellas la visita
de mis tíos! Pero no ––repuso recobrándose––, no habría sido posible, hubiese tenido que renunciar a mis
tíos; no se me hubiese permitido invitarlos.»
Esto la reanimó y la salvó de algo parecido al arrepentimiento.
Quería averiguar por el ama de llaves si su amo estaba de veras ausente, pero le faltaba valor. Por
fin fue su tío el que hizo la pregunta y Elizabeth se volvió asustada cuando la señora Reynolds dijo que sí,
añadiendo:
––Pero le esperamos mañana. Va a venir con muchos amigos.
Elizabeth se alegró de que su viaje no se hubiese aplazado un día por cualquier circunstancia.
CAPÍTULO XLIV
Elizabeth había calculado que Darcy llevaría a su hermana a visitarla al día siguiente de su llegada
a Pemberley, y en consecuencia, resolvió no perder de vista la fonda en toda aquella mañana. Pero se
equivocó, pues recibió la visita el mismo día que llegaron. Los Gardiner y Elizabeth habían estado
paseando por el pueblo con algunos de los nuevos amigos, y regresaban en aquel momento a la fonda para
vestirse e ir a comer con ellos, cuando el ruido de un carruaje les hizo asomarse a la ventana y vieron a un
caballero y a una señorita en un cabriolé que subía por la calle. Elizabeth reconoció al instante la librea de Comment: Cabriolé: Carruaje ligero de
los lacayos, adivinó lo que aquello significaba y dejó a sus tíos atónitos al comunicarles el honor que les dos ruedas tirado por dos caballos.
esperaba. Estaban asustados; aquella visita, lo desconcertada que estaba Elizabeth y las circunstancias del
día anterior les hicieron formar una nueva idea del asunto. No había habido nada que lo sugiriese
anteriormente, pero ahora se daban cuenta que no había otro modo de explicar las atenciones de Darcy más
que suponiéndole interesado por su sobrina. Mientras ellos pensaban en todo esto, la turbación de Elizabeth
aumentaba por momentos. Le alarmaba su propio desconcierto, y entre las otras causas de su desasosiego
figuraba la idea de que Darcy, en su entusiasmo, le hubiese hablado de ella a su hermana con demasiado
elogio. Deseaba agradar más que nunca, pero sospechaba que no iba a poder conseguirlo.
Se retiró de la ventana por temor a que la viesen, y, mientras paseaba de un lado a otro de la
habitación, las miradas interrogantes de sus tíos la ponían aún más nerviosa.
Por fin aparecieron la señorita Darcy y su hermano y la gran presentación tuvo lugar. Elizabeth
notó con asombro que su nueva conocida estaba, al menos, tan turbada como ella. Desde que llegó a
Lambton había oído decir que la señorita Darcy era extremadamente orgullosa pero, después de haberla
observado unos minutos, se convenció de que sólo era extremadamente tímida. Difícilmente consiguió
arrancarle una palabra, a no ser unos cuantos monosílabos.
La señorita Darcy era más alta que Elizabeth y, aunque no tenía más que dieciséis años, su cuerpo
estaba ya formado y su aspecto era muy femenino y grácil. No era tan guapa como su hermano, pero su
rostro revelaba inteligencia y buen carácter, y sus modales eran sencillísimos y gentiles. Elizabeth, que
había temido que fuese una observadora tan aguda y desenvuelta como Darcy, experimentó un gran alivio
al ver lo distinta que era.
Poco rato llevaban de conversación, cuando Darcy le dijo a Elizabeth que Bingley vendría también
a visitarla, y apenas había tenido tiempo la joven de expresar su satisfacción y prepararse para recibirle
cuando oyeron los precipitados pasos de Bingley en la escalera, y en seguida entró en la habitación. Toda la
indignación de Elizabeth contra él había desaparecido desde hacía tiempo, pero si todavía le hubiese
quedado algún rencor, no habría podido resistirse a la franca cordialidad que Bingley le demostró al verla
de nuevo. Le preguntó por su familia de manera cariñosa, aunque en general, y se comportó y habló con su
acostumbrado buen humor.
Los señores Gardiner acogieron a Bingley con el mismo interés que Elizabeth. Hacía tiempo que
tenían ganas de conocerle. A decir verdad, todos los presentes les inspiraban la más viva curiosidad. Las
sospechas que acababan de concebir sobre Darcy y su sobrina les llevaron a concentrar su atención en ellos
CAPÍTULO XLV
Al llegar a Lambton, le disgustó a Elizabeth no encontrar carta de Jane; el disgusto se renovó todas
las mañanas, pero a la tercera recibió dos cartas a la vez, en una de las cuales había una nota diciendo que
se había extraviado y había sido desviada a otro lugar, cosa que a Elizabeth no le sorprendió, porque Jane
había puesto muy mal la dirección.
En el momento en que llegaron las dos cartas, se disponían a salir de paseo, y para dejarla que las
disfrutase tranquilamente, sus tíos se marcharon solos. Elizabeth leyó primero la carta extraviada que
llevaba un retraso de cinco días. Al principio relataba las pequeñas tertulias e invitaciones, y daba las pocas
noticias que el campo permitía; pero la última mitad, fechada un día después y escrita con evidente
agitación, decía cosas mucho más importantes:
«Después de haber escrito lo anterior, queridísima Elizabeth, ha ocurrido algo muy serio e
inesperado; pero no te alarmes todos estamos bien. Lo que voy a decirte se refiere a la pobre Lydia. Anoche
a las once, cuando nos íbamos a acostar, llegó un expreso enviado por el coronel Forster para informarnos
de que nuestra hermana se había escapado a Escocia con uno de los oficiales; para no andar con rodeos: con
Wickham. Imagínate nuestra sorpresa. Sin embargo, a Catherine no le pareció nada sorprendente. Estoy
muy triste. ¡Qué imprudencia por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor y que Wickham no sea tan
malo como se ha creído, que no sea más que ligero e indiscreto; pues lo que ha hecho ––alegrémonos de
ello–– no indica mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, porque sabe que nuestro padre
no le puede dar nada a Lydia. Nuestra pobre madre está consternada. Papá lo lleva mejor. ¡Qué bien
hicimos en no decirles lo que supimos de Wickham! Nosotras mismas debemos olvidarlo. Se supone que se
fugaron el sábado a las doce aproximadamente, pero no se les echó de menos hasta ayer a las ocho de la
mañana. Inmediatamente mandaron el expreso. Querida Elizabeth, ¡han debido pasar a menos de diez
millas de vosotros! El coronel Forster dice que vendrá en seguida. Lydia dejó escritas algunas líneas para la
señora Forster comunicándole sus propósitos. Tengo que acabar, pues no puedo extenderme a causa de mi
pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, pues ni siquiera sé lo que he puesto.»
Sin tomar tiempo para meditar y sin saber apenas lo que sentía al acabar la lectura de esta carta,
Elizabeth abrió la otra con impaciencia y leyó lo que sigue, escrito un día después:
«A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Ojalá la presente sea
más inteligible; pero, aunque dispongo de tiempo, mi cabeza está tan aturdida que no puedo ser coherente.
Eliza querida, preferiría no escribirte, pero tengo malas noticias que darte y no puedo aplazarlas. Por muy
imprudente que pueda ser la boda de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de saber que ya se
ha realizado, pues hay sobradas razones para temer que no hayan ido a Escocia. El coronel Forster llegó
ayer; salió de Brighton pocas horas después que el propio. A pesar de que la carta de Lydia a la señora
Forster daba a entender que iba a Gretna Green, Denny dijo que él estaba enterado y que Wickham jamás Comment: Gretna Green: Lugar
pensó en ir allí ni casarse con Lydia; el coronel Forster, al saberlo, se alarmó y salió al punto de Brighton situado en Escocia, al lado de la frontera
con la idea de darles alcance. Siguió, en efecto, su rastro con facilidad hasta Clapham, pero no pudo con Inglaterra, donde las parejas fugadas
podían casarse sin las restricciones de la
continuar adelante, porque ellos al llegar a dicho punto tomaron un coche de alquiler dejando la silla de ley inglesa.
postas que los había llevado desde Epsom. Y ya no se sabe nada más sino que se les vio tomar el camino de
Comment: Clapham: Entonces un
Londres. No sé qué pensar. Después de haber hecho todas las investigaciones posibles de allí a Londres, el pueblo (ahora un barrio densamente
coronel Forster vino a Hertfordshire para repetirlas en todos los portazgos y hosterías de Barnet y Hatfield, poblado) al sur del Támesis.
pero sin ningún resultado; nadie ha visto por allí a esas personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn a
Comment: Epson: Una ciudad se
darnos cuenta de todo, de un modo que le honra. Estoy de veras apenada por él y por su esposa; nadie podrá Surrey, famosa entonces por sus
recriminarles. Nuestra aflicción es muy grande. Papá y mamá esperan lo peor, pero yo no puedo creer que balnearios y ahora centro residencial
Wickham sea tan malvado. Muchas circunstancias pueden haberles impulsado a casarse en secreto en la conocido por sus carreras de caballos,
capital en vez de seguir su primer plan; y aun en el caso de que él hubiese tramado la perdición de una como el «Derby».
muchacha de buena familia como Lydia, cosa que no es probable, ¿he de creerla a ella tan perdida? Comment: Barnet y Hatfeld: Se
Imposible. Me desola, no obstante, ver que el coronel Forster no confía en que se hayan casado; cuando yo encuentra en la carretera general del
le dije mis esperanzas, sacudió la cabeza y manifestó su temor de que Wickham no sea de fiar. Mi pobre norte, la principal vía de comunicación
con Escocia.
madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. En cuanto a mi padre, nunca le he visto tan afectado. La
pobre Catherine está desesperada por haber encubierto los amores de Lydia y Wickham, pero no hay que
extrañarse de que las niñas se hiciesen confidencias. Queridísima Lizzy, me alegro sinceramente de que te
CAPÍTULO XLVII
He estado pensándolo otra vez, Elizabeth ––le dijo su tío cuando salían de la ciudad––, y
finalmente, después de serias consideraciones, me siento inclinado a adoptar el parecer de tu hermana
mayor. Me parece poco probable que Wickham quiera hacer daño a una muchacha que no carece de
protección ni de amigos y que estaba viviendo con la familia Forster. No iba a suponer que los amigos de la
chica se quedarían con los brazos cruzados, ni que él volvería a ser admitido en el regimiento tras tamaña
ofensa a su coronel. La tentación no es proporcional al riesgo.
––¿Lo crees así de veras? ––preguntó Elizabeth animándose por un momento.
––Yo también empiezo a ser de la opinión de tu tío ––dijo la señora Gardiner––. Es una violación
demasiado grande de la decencia, del honor y del propio interés, para haber obrado tan a la ligera. No
puedo admitir que Wickham sea tan insensato. Y tú misma, Elizabeth, ¿le tienes en tan mal concepto para
creerle capaz de una locura semejante?
––No lo creo capaz de olvidar su propia conveniencia, pero sí de olvidar todo lo que no se refiera a
ello. ¡Ojalá fuese como vosotros decís! Yo no me atrevo a esperarlo. Y si no, ¿por qué no han ido a
Escocia?
––En primer lugar ––contestó el señor Gardiner––, no hay pruebas de que no hayan ido.
––¿Qué mejor prueba que el haber dejado la silla de postas y haber tomado un coche de alquiler?
Además, no pasaron por el camino de Barnet.
CAPÍTULO XLVIII
Todos esperaban carta del señor Bennet a la mañana siguiente; pero llegó el correo y no trajo ni
una línea suya. Su familia sabía que no era muy aficionado a escribir, pero en aquella ocasión creían que
bien podía hacer una excepción. Se vieron, por tanto, obligados a suponer que no había buenas noticias;
pero incluso en ese caso, preferían tener la certeza. El señor Gardiner esperó sólo a que llegase el correo y
se marchó.
Cuando se fue todos se quedaron con la seguridad de que así, al menos tendrían constante
información de lo que ocurriese. El señor Gardiner les prometió persuadir al señor Bennet de que regresara
a Longbourn cuanto antes para consuelo de su esposa, que consideraba su vuelta como única garantía de
que no moriría en el duelo.
La señora Gardiner y sus hijos permanecerían en Hertfordshire unos días más, pues ésta creía que
su presencia sería útil a sus sobrinas. Las ayudaba a cuidar a la señora Bennet y les servía de gran alivio en
sus horas libres. Su otra tía las visitaba a menudo con el fin, según decía, de darles ánimos; pero como
siempre les contaba algún nuevo ejemplo de los despilfarros y de la falta de escrúpulos de Wickham, rara
vez se marchaba sin dejarlas aún más descorazonadas.
Todo Meryton se empeñaba en desacreditar al hombre que sólo tres meses antes había sido
considerado como un ángel de luz. Se decía que debía dinero en todos los comercios de la ciudad, y sus
intrigas, honradas con el nombre de seducciones, se extendían a todas las familias de los comerciantes.
Todo el mundo afirmaba que era el joven más perverso del mundo, y empezaron a decir que siempre habían
desconfiado de su aparente bondad. Elizabeth, a pesar de no dar crédito ni a la mitad de lo que
murmuraban, creía lo bastante para afianzar su previa creencia en la ruina de su hermana, y hasta Jane
CAPITULO XLIX
Dos días después de la vuelta del señor Bennet, mientras Jane y Elizabeth paseaban juntas por el
plantío de arbustos de detrás de la casa, vieron al ama de llaves que venía hacia ellas. Creyeron que iba a
llamarlas de parte de su madre y corrieron a su encuentro; pero la mujer le dijo a Jane: Dispense que la
interrumpa, señorita; pero he supuesto que tendría usted alguna buena noticia de la capital y por eso me he
tomado la libertad de venir a preguntárselo.
––¿Qué dice usted, Hill? No he sabido nada.
––¡Querida señorita! ––exclamó la señora Hill con gran asombro––. ¿Ignora que ha llegado un
propio para el amo, enviado por el señor Gardiner? Ha estado aquí media hora y el amo ha tenido una carta.
Las dos muchachas se precipitaron hacia la casa, demasiado ansiosas para poder seguir
conversando. Pasaron del vestíbulo al comedor de allí a la biblioteca, pero su padre no estaba en ninguno
de esos sitios; iban a ver si estaba arriba con su madre, cuando se encontraron con el mayordomo que les
dijo:
––Si buscan ustedes a mi amo, señoritas, lo encontrarán paseando por el sotillo.
Jane y Elizabeth volvieron a atravesar el vestíbulo y, cruzando el césped, corrieron detrás de su
padre que se encaminaba hacia un bosquecillo de al lado de la cerca.
Jane, que no era tan ligera ni tenía la costumbre de correr de Elizabeth, se quedó atrás, mientras su
hermana llegaba jadeante hasta su padre y exclamó:
––¿Qué noticias hay, papá? ¿Qué noticias hay? ¿Has sabido algo de mi tío?
––Sí, me ha mandado una carta por un propio.
––¿Y qué nuevas trae, buenas o malas?
––¿Qué se puede esperar de bueno? ––dijo el padre sacando la carta del bolsillo––. Tomad, leed si
queréis.
Elizabeth cogió la carta con impaciencia. Jane llegaba entonces.
––Léela en voz alta ––pidió el señor Bennet––, porque todavía no sé de qué se trata.
«Gracechurch Street, lunes 2 de agosto.
»Mi querido hermano: Por fin puedo enviarte noticias de mi sobrina, y tales, en conjunto, que
espero te satisfagan. Poco después de haberte marchado tú el sábado, tuve la suerte de averiguar en qué
parte de Londres se encontraban. Los detalles me los reservo para cuando nos veamos; bástete saber que ya
están descubiertos; les he visto a los dos.»
Entonces es lo que siempre he esperado exclamó Jane––. ¡Están casados!
Elizabeth siguió leyendo:
«No están casados ni creo que tengan intención de estarlo, pero si quieres cumplir los
compromisos que me he permitido contraer en tu nombre, no pasará mucho sin que lo estén. Todo lo que
tienes que hacer es asegurar a tu hija como dote su parte igual en las cinco mil libras que recibirán tus hijas
a tu muerte y a la de tu esposa, y prometer que le pasarás, mientras vivas, cien libras anuales. Estas son las
condiciones que, bien mirado, no he vacilado en aceptar por ti, pues me creía autorizado para ello. Te
mando la presente por un propio, pues no hay tiempo que perder para que me des una contestación.
CAPÍTULO L
Anteriormente, el señor Bennet había querido muchas veces ahorrar una cierta cantidad anual para
mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer, si ésta le sobrevivía, en vez de gastar todos sus ingresos. Y
ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Esto le habría evitado a Lydia endeudarse con su tío por todo lo
que ahora tenía que hacer por ella tanto en lo referente a la honra como al dinero. Habría podido darse,
además, el gusto de tentar a cualquiera de los más brillantes jóvenes de Gran Bretaña a casarse con ella.
Estaba seriamente consternado de que por un asunto que tan pocas ventajas ofrecía para nadie, su
cuñado tuviese que hacer tantos sacrificios, y quería averiguar el importe de su donativo a fin de
devolvérselo cuando le fuese posible.
En los primeros tiempos del matrimonio del señor Bennet, se consideró que no había ninguna
necesidad de hacer economía, pues se daba por descontado que nacería un hijo varón y que éste heredaría la
hacienda al llegar a la edad conveniente, con lo que la viuda y las hijas quedarían aseguradas. Pero vinieron
al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años después del nacimiento de Lydia, la
señora Bennet creía aún que llegaría el heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado
tarde para ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor de su marido a la
independencia fue lo único que impidió que se excediesen en sus gastos.
En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas para la señora Bennet y sus
hijas; pero la distribución dependía de la voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo
referente a Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos de gratitud por la
bondad de su cuñado, aunque expresados muy concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho
y su deseo de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído que Wickham
consintiese en casarse con Lydia a costa de tan pocos inconvenientes como los que resultaban de aquel
arreglo. Diez libras anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre
los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y los continuos regalos en metálico que le
hacía su madre se iba en Lydia poco menos que aquella suma.
Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con tan insignificante
molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de
ira que le motivó buscar a su hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la
carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles
acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún
mensaje.
Las buenas nuevas se extendieron rápidamente por la casa y con proporcional prontitud, por la
vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que
habría sido mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar
sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes habían expresado las
malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de circunstancias,
pues con semejante marido se daba por segura la desgracia de Lydia.
CAPÍTULO LI
Llegó el día de la boda de Lydia, y Jane y Elizabeth se interesaron por ella probablemente más que
ella misma. Se envió el coche a buscarlos a X, y volvería con ellos a la hora de comer. Jane y Elizabeth
temían su llegada, especialmente Jane, que suponía en Lydia los mismos sentimientos que a ella la habrían
embargado si hubiese sido la culpable, y se atormentaba pensando en lo que Lydia debía sufrir.
CAPÍTULO LII
Elizabeth tuvo la satisfacción de recibir inmediata respuesta a su carta. Corrió con ella al sotillo,
donde había menos probabilidades de que la molestaran, se sentó en un banco y se preparó a ser feliz, pues
la extensión de la carta la convenció de que no contenía una negativa.
«Gracechurch Street, 8 de septiembre.
»Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana a contestarla, pues
creo que en pocas palabras no podré decirte lo mucho que tengo que contarte. Debo confesar que me
sorprendió tu pregunta, pues no la esperaba de ti. No te enfades, sólo deseo que sepas que no creía que tales
aclaraciones fueran necesarias por tu parte. Si no quieres entenderme, perdona mi impertinencia. Tu tío está
tan sorprendido como yo, y sólo por la creencia de que eres parte interesada se ha permitido obrar como lo
ha hecho. Pero por si efectivamente eres inocente y no sabes nada de nada, tendré que ser más explícita.
»El mismo día que llegué de Longbourn, tu tío había tenido una visita muy inesperada. El señor
Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas. Cuando yo regresé, ya estaba todo arreglado; así que mi
curiosidad no padeció tanto como la tuya. Darcy vino para decir a Gardiner que había descubierto el
escondite de Wickham y tu hermana, y que les había visto y hablado a los dos: a Wickham varias veces, a
tu hermana una solamente. Por lo que puedo deducir, Darcy se fue de Derbyshire al día siguiente de
habernos ido nosotros y vino a Londres con la idea de buscarlos. El motivo que dio es que se reconocía
culpable de que la infamia de Wickham no hubiese sido suficientemente conocida para impedir que una
muchacha decente le amase o se confiara a él. Generosamente lo imputó todo a su ciego orgullo, diciendo
que antes había juzgado indigno de él publicar sus asuntos privados. Su conducta hablaría por él. Por lo
tanto creyó su deber intervenir y poner remedio a un mal que él mismo había ocasionado. Si tenía otro
motivo, estoy segura de que no era deshonroso... Había pasado varios días en la capital sin poder dar con
CAPÍTULO LIII
Wickham quedó tan escarmentado con aquella conversación que nunca volvió a exponerse, ni a
provocar a su querida hermana Elizabeth a reanudarla. Y ella se alegró de haber dicho lo suficiente para
que no mencionase el tema más.
Llegó el día de la partida del joven matrimonio, y la señora Bennet se vio forzada a una separación
que al parecer iba a durar un año, por lo menos, ya que de ningún modo entraba en los cálculos del señor
Bennet el que fuesen todos a Newcastle.
––¡Oh, señor! ¡No lo sé! ¡Acaso tardaremos dos o tres años!
––Escríbeme muy a menudo, querida.
––Tan a menudo como pueda. Pero ya sabes que las mujeres casadas no disponemos de mucho
tiempo para escribir. Mis hermanas sí podrán escribirme; no tendrán otra cosa que hacer.
El adiós de Wickham fue mucho más cariñoso que el de su mujer. Sonrió, estuvo muy agradable y
dijo cosas encantadoras.
––Es un joven muy fino ––dijo el señor Bennet en cuanto se habían ido––; no he visto nunca otro
igual. Es una máquina de sonrisas y nos hace la pelota a todos. Estoy orgullosísimo de él. Desafío al mismo
sir William Lucas a que consiga un yerno más valioso.
La pérdida de su hija sumió en la tristeza a la señora Bennet por varios días.
––Muchas veces pienso ––decía–– que no hay nada peor que separarse de las personas queridas.
¡Se queda una tan desamparada sin ellas!
––Pues ya ves, ésa es una consecuencia de casar a las hijas ––observó Elizabeth––. Te hará más
feliz que las otras cuatro sigamos solteras.
No es eso. Lydia no me abandona porque se haya casado, sino porque el regimiento de su marido
está lejos. Si hubiera estado más cerca, no se habría marchado tan pronto.
Pero el desaliento que este suceso le causó se alivió en seguida y su mente empezó a funcionar de
nuevo con gran agitación ante la serie de noticias que circulaban por aquel entonces. El ama de llaves de
Netherfield había recibido órdenes de preparar la llegada de su amo que iba a tener lugar dentro de dos o Comment: ...para dedicarse a la ca.Za
tres días, para dedicarse a la caza durante unas semanas. La señora Bennet estaba nerviosísima. Miraba a durante unas semanas: En Inglaterra la
caza del faisán empieza el z de octubre y
Jane y sonreía y sacudía la cabeza alternativamente. termina a finales de enero. La caza de la
perdiz comienza el i de septiembre.
CAPÍTULO LIV
En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor dicho, para
meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Darcy la tenía asombrada y enojada. ¿Por qué
vino ––se decía–– para estar en silencio, serio e indiferente?»
No podía explicárselo de modo satisfactorio.
«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no conmigo? Si me
temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan callado? ¡Qué hombre más irritante!
No quiero pensar más en él.»
Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo
alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.
––Ahora ––le dijo––, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que
soy fuerte y que ya no me azoraré delante de él. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se
verá que nos tratamos simplemente como amigos indiferentes.
––Sí, muy indiferentes ––contestó Elizabeth riéndose––. ¡Oh, Jane! ¡Ten cuidado!
––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.
––Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre.
No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señora Bennet se entregó a todos los
venturosos planes que la alegría y la constante dulzura del caballero habían hecho revivir en media hora de
visita. El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y los señores que con más ansias
eran esperados llegaron con toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Elizabeth observó
atentamente a Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas al
lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase
asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó
decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.
Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con noble indiferencia,
Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su
felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de éste vueltos también hacia Darcy, con una expresión risueña,
pero de alarma.
La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, y
aunque era más circunspecta que antes, Elizabeth se quedó convencida de que si sólo dependiese de él, su
dicha y la de Jane quedaría pronto asegurada. A pesar de que no se atrevía a confiar en el resultado,
Elizabeth se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía. Darcy estaba
al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y Elizabeth comprendía lo poco grata que les
era a los dos semejante colocación, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante
cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo fríos y ceremoniosos que eran
sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el
recuerdo de lo que todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir
que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.
Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no acabaría la visita sin
poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que
mientras esperaba en el salón la entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la
presencia de Darcy dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.
«Si no se dirige hacia mí ––se decía–– me daré por vencida.»
CAPÍTULO LV
Pocos días después de aquella visita, Bingley volvió a Longbourn, solo. Su amigo se había ido a
Londres por la mañana, pero iba a regresar dentro de diez días. Pasó con ellas una hora, y estuvo de
excelente humor. La señora Bennet le invitó a comer, Bingley dijo que lo sentía, pero que estaba convidado
en otro sitio.
––La próxima vez que venga ––repuso la señora Bennet–– espero que tengamos más suerte.
––Tendré mucho gusto ––respondió Bingley. Y añadió que, si se lo permitían, aprovecharía
cualquier oportunidad para visitarles.
––¿Puede usted venir mañana?
Bingley dijo que sí, pues no tenía ningún compromiso para el día siguiente.
Llegó tan temprano que ninguna de las señoras estaba vestida, La señora Bennet corrió al cuarto
de sus hijas, en bata y a medio peinar, exclamando:
––¡Jane, querida, date prisa y ve abajo! ¡Ha venido el señor Bingley! Es él, sin duda. ¡Ven, Sara!
Anda en seguida a ayudar a vestirse a la señorita Jane. No te preocupes del peinado de la señorita Elizabeth.
––Bajaremos en cuanto podamos ––dijo Jane––, pero me parece que Catherine está más
adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.
––¡Mira con lo que sales! ¿Qué tiene que ver en esto Catherine? Tú eres la que debe bajar en
seguida. ¿Dónde está tu corsé?
Pero cuando su madre había salido, Jane no quiso bajar sin alguna de sus hermanas.
Por la tarde, la madre volvió a intentar que Bingley se quedara a solas con Jane. Después del té, el
señor Bennet se retiró a su biblioteca como de costumbre, y Mary subió a tocar el piano. Habiendo
desaparecido dos de los cinco obstáculos, la señora Bennet se puso a mirar y a hacer señas y guiños a
Elizabeth y a Catherine sin que ellas lo notaran. Catherine lo advirtió antes que Elizabeth y preguntó con
toda inocencia:
––¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me haces señas? ¿Qué quieres que haga?
––Nada, niña, nada. No te hacía ninguna seña.
Siguió sentada cinco minutos más, pero era incapaz de desperdiciar una ocasión tan preciosa. Se
levantó de pronto y le dijo a Catherine:
––Ven, cariño. Tengo que hablar contigo.
Y se la llevó de la habitación. Jane miró al instante a Elizabeth denotando su pesar por aquella
salida tan premeditada y pidiéndole que no se fuera.
CAPÍTULO LVI
Una mañana, aproximadamente una semana después de la declaración de Bingley, mientras éste se
hallaba reunido en el saloncillo con las señoras de Longbourn, fueron atraídos por el ruido de un carruaje y
miraron a la ventana, divisando un landó de cuatro caballos que cruzaba la explanada de césped de delante
de la casa. Era demasiado temprano para visitas y además el equipo del coche no correspondía a ninguno de
los vecinos; los caballos eran de posta y ni el carruaje ni la librea de los lacayos les eran conocidos. Pero
era evidente que alguien venía a la casa. Bingley le propuso a Jane irse a pasear al plantío de arbustos para
evitar que el intruso les separase. Se fueron los dos, y las tres que se quedaron en el comedor continuaron
sus conjeturas, aunque con poca satisfacción, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady
Catherine de Bourgh.
Verdad es que todas esperaban alguna sorpresa, pero ésta fue superior a todas las previsiones.
Aunque la señora Bennet y Catherine no conocían a aquella señora, no se quedaron menos atónitas que
Elizabeth.
Entró en la estancia con aire todavía más antipático que de costumbre; contestó al saludo de
Elizabeth con una simple inclinación de cabeza, y se sentó sin decir palabra. Elizabeth le había dicho su
nombre a la señora Bennet, cuando entró Su Señoría, aunque ésta no había solicitado ninguna presentación.
La señora Bennet, pasmadísima aunque muy ufana al ver en su casa a persona de tanto rango, la
recibió con la mayor cortesía. Estuvieron sentadas todas en silencio durante un rato, hasta que al fin lady
Catherine dijo con empaque a Elizabeth:
––Supongo que estará usted bien, y calculo que esa señora es su madre.
Elizabeth contestó que sí concisamente.
––Y esa otra imagino que será una de sus hermanas.
CAPITULO LVII
No sin dificultad logró vencer Elizabeth la agitación que le causó aquella extraordinaria visita.
Estuvo muchas horas sin poder pensar en otra cosa. Al parecer, lady Catherine se había tomado la molestia
de hacer el viaje desde Rosings a Hertfordshire con el único fin de romper su supuesto compromiso con
Darcy. Aunque lady Catherine era muy capaz de semejante proyecto, Elizabeth no alcanzaba a imaginar de
dónde había sacado la noticia de dicho compromiso, hasta que recordó que el ser él tan amigo de Bingley y
ella hermana de Jane, podía haber dado origen a la idea, ya que la boda de los unos predisponía a suponer la
de los otros. Elizabeth había pensado, efectivamente, que el matrimonio de su hermana les acercaría a ella y
a Darcy. Por eso mismo debió de ser por lo que los Lucas ––por cuya correspondencia con los Collins
presumía Elizabeth que la conjetura había llegado a oídos de lady Catherine dieron por inmediato lo que
ella también había creído posible para más adelante.
Pero al meditar sobre las palabras de lady Catherine, no pudo evitar cierta intranquilidad por las
consecuencias que podía tener su intromisión. De lo que dijo acerca de su resolución de impedir el
casamiento, dedujo Elizabeth que tenía el propósito de interpelar a su sobrino, y no sabía cómo tomaría
Darcy la relación de los peligros que entrañaba su unión con ella. Ignoraba hasta dónde llegaba el afecto de
Darcy por su tía y el caso que hacía de su parecer; pero era lógico suponer que tuviese más consideración a
Su Señoría de la que tenía ella, y estaba segura de que su tía le tocaría el punto flaco al enumerar las
desdichas de un matrimonio con una persona de familia tan desigual a la suya. Dadas las ideas de Darcy
sobre ese particular, Elizabeth creía probable que los argumentos que a ella le habían parecido tan débiles y
ridículos se le antojasen a él llenos de buen sentido y sólido razonamiento.
De modo que si Darcy había vacilado antes sobre lo que tenía que hacer, cosa que a menudo había
aparentado, las advertencias e instancias de un deudo tan allegado disiparían quizá todas sus dudas y le
inclinarían de una vez para siempre a ser todo lo feliz que le permitiese una dignidad inmaculada. En ese
caso, Darcy no volvería a Hertfordshire. Lady Catherine le vería a su paso por Londres, y el joven
rescindiría su compromiso con Bingley de volver a Netherfield.
CAPÍTULO LVIII
Pocos días después de la visita de lady Catherine, Bingley no sólo no recibió ninguna carta de
excusa de su amigo, sino que le llevó a Longbourn en persona. Los caballeros llegaron temprano, y antes de
que la señora Bennet tuviese tiempo de decirle a Darcy que había venido a visitarles su tía, cosa que
Elizabeth temió por un momento, Bingley, que quería estar solo con Jane, propuso que todos salieran de
paseo. Se acordó así, pero la señora Bennet no tenía costumbre de pasear y Mary no podía perder el tiempo.
Así es que salieron los cinco restantes. Bingley y Jane dejaron en seguida que los otros se adelantaran y
ellos se quedaron atrás. Elizabeth, Darcy y Catherine iban juntos, pero hablaban muy poco. Catherine tenía
demasiado miedo a Darcy para poder charlar; Elizabeth tomaba en su fuero interno una decisión
desesperada, y puede que Darcy estuviese haciendo lo mismo.
Se encaminaron hacia la casa de los Lucas, porque Catherine quería ver a María, y como Elizabeth
creyó que esto podía interesarle a ella, cuando Catherine les dejó siguió andando audazmente sola con
Darcy. Llegó entonces el momento de poner en práctica su decisión, y armándose de valor dijo
inmediatamente:
––Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta que no me preocupo más que de mis propios
sentimientos, sin pensar que quizá lastimaría los suyos. Pero ya no puedo pasar más tiempo sin darle a
CAPÍTULO LX
Elizabeth no tardó en recobrar su alegría, y quiso que Darcy le contara cómo se había enamorado
de ella:
––¿Cómo empezó todo? ––le dijo––. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante,
pero ¿cuál fue el primer momento en el que te gusté?
––No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos
de mi amor. Hace bastante tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te quería.
––Pues mi belleza bien poco te conmovió. Y en lo que se refiere a mis modales contigo, lindaban
con la grosería. Nunca te hablaba más que para molestarte. Sé franco: ¿me admiraste por mi impertinencia?
––Por tu vigor y por tu inteligencia.
––Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es que estabas harto de
cortesías, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban las mujeres que hablaban sólo para atraerte. Yo te
irrité y te interesé porque no me parecía a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me
habrías odiado; pero a pesar del trabajo que te tomabas en disimular, tus sentimientos eran nobles y justos,
y desde el fondo de tu corazón despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te cortejaban.
Mira cómo te he ahorrado la molestia de explicármelo. Y, la verdad, al fin y al cabo, empiezo a creer que es
perfectamente razonable. Estoy segura de que ahora no me encuentras ningún mérito, pero nadie repara en
eso cuando se enamora.
––¿No había ningún mérito en tu cariñosa conducta con Jane cuando cayó enferma en Netherfield?
––¡Mi querida Jane! Cualquiera habría hecho lo mismo por ella. Pero interprétalo como virtud, si
quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a
mí me corresponde el encontrar ocasiones de contrariarte y de discutir contigo tan a menudo como pueda.
Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿Por qué tardaste tanto en volverme a hablar de tu cariño? ¿Por qué
estabas tan tímido cuando viniste la primera vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿Por qué,
especialmente, mientras estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?
––Porque te veía seria y silenciosa y no me animabas.
––Estaba muy violenta.
CAPÍTULO LXI
El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran bienaventuranza
para todos sus sentimientos maternales. Puede suponerse con qué delicioso orgullo visitó después a la
señora Bingley y habló de la señora Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el
cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas, surtió el feliz efecto de
convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá fue una suerte para su
marido (que no habría podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese
ocasionalmente nerviosa e invariablemente mentecata.
El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le sacó de casa con una
frecuencia que no habría logrado ninguna otra cosa. Le deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando
menos le esperaban.
Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su madre y de los
parientes de Meryton no era deseable ni aun contando con el fácil carácter de Bingley y con el cariñoso
corazón de Jane. Entonces se realizó el sueño dorado de las hermanas de Bingley; éste compró una
posesión en un condado cercano a Derbyshire, y Jane y Elizabeth, para colmo de su felicidad, no estuvieron
más que a treinta millas de distancia.
Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas
mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la que siempre había conocido, progresó
notablemente. Su temperamento no era tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó,
gracias a una atención y dirección conveniente, a ser menos irritable, menos ignorante y menos insípida.
Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores desventajas de la compañía de Lydia, y
aunque la señora Wickham la invitó muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su
padre nunca consintió que fuese.
Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse de las faldas de la
señora Bennet, que no sabía estar sola. Con tal motivo tuvo que mezclarse más con el mundo, pero pudo
todavía moralizar acerca de todas las visitas de las mañanas, y como ahora no la mortificaban las
comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que había aceptado el cambio sin
disgusto.