Nuestro GG en La Habana - Pedro Juan Gutierrez

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El

escritor británico Graham Greene llega a La Habana en 1955 y se sumerge


en un mundo donde confluyen artistas porno, travestis, agentes del FBI y de la
KGB, cazadores de nazis y la mafia italiana de Nueva York. Basada en
hechos reales, esta novela recrea un momento apasionante y hasta ahora
desconocido de la historia cubana más reciente. Y es también un divertimento
y una reflexión sobre el arte de la escritura y los avatares del oficio de
escritor. La fuerza de la palabra escrita es el asunto central del libro: en cada
país y en cada momento surge un abismo entre inquisidores y herejes, ese
dilema apasionante y eterno es desarrollado aquí, en un libro inusual que
preconiza un modo de hacer muy original en la literatura policíaca.

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Pedro Juan Gutiérrez

Nuestro GG en La Habana
ePub r1.0
gertdelpozo 31.07.2019

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Título original: Nuestro GG en La Habana
Pedro Juan Gutiérrez, 2004

Editor digital: gertdelpozo
ePub base r2.1

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Creo que empeñarse en ser un escritor serio es un oficio muy peligroso.
Diarios, 1979,
JOHN CHEEVER

Pensar es un lujo. ¿Crees que el campesino se sienta a pensar en Dios y en la


Democracia cuando regresa a su choza de barro por la noche?
Fowler, en The Quiet American,
GRAHAM GREENE

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Un Clipper cuatrimotor de Pan American, procedente de Chicago, entró al


corredor aéreo que rodea a La Habana por el este y el sur. Descendió
suavemente, centró el eje de la pista principal, y a la una y diez minutos tocó
tierra en el pequeño aeropuerto de Rancho Boyeros. Era un día de verano,
nublado, húmedo y caluroso en exceso.
Un grupo de unos cuarenta turistas norteamericanos, alegres y
despreocupados, algunos vestidos con camisas floreadas y pantalones
blancos, pasaron velozmente por el trámite de emigración. El oficial se detuvo
unos segundos más con un hombre delgado y de baja estatura que portaba un
pasaporte británico. Chequeó su foto, miró el rostro del viajero, comprobó
que eran idénticos, estampó el cuño de entrada, y le dijo amablemente:
«Welcome, míster».
El hombrecito salió del edificio del aeropuerto y varios taxistas le
ofrecieron su servicio. No los miró. Subió al auto más cercano. En un español
rudimentario le dijo al chofer:
—¿Me puede llevar a un hotel en la ciudad?
—¿Prefiere uno de lujo?
—No.
—Alrededor del Parque Central hay hoteles cómodos y muy bien
ubicados.
—No conozco la ciudad.
—¿Usted es norteamericano? Quizás le gustaría…
—No soy norteamericano. Soy británico.
—Ah, lo ideal para usted es el Hotel Inglaterra. Tiene buenos precios y es
muy cómodo.
—Bien.
El taxista siguió parloteando: el calor, la zona del Parque Central, el
baseball de las Grandes Ligas, las comidas típicas que podría probar en los
restaurantes. Saltaba de un tema a otro, sin detenerse un momento. El
visitante no le respondió jamás. El chofer, de todos modos, siguió hablando

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muy alto, casi a gritos, para que lo escucharan por encima de la radio del auto,
sintonizada en una estación que mezclaba anuncios comerciales estridentes
con guarachas, chachachás, rumbas, mambo, rancheras. De todo un poco.
Aquel ruido incesante, el calor y la humedad pegajosa, la luz tropical
excesiva, el tráfico vertiginoso por la Avenida de Boyeros, y la falta de sueño
tras un largo viaje desde Liverpool, hicieron que el visitante se sintiera mal.
Tuvo náuseas. Reaccionó de un modo brusco:
—Por favor, haga silencio.
—¿Apago el radio?
—Sí. Y silencio total. Me siento mal.
—Oh, disculpe.
El hombre se encogió en el asiento trasero y cerró los ojos. Venía en
busca de diversión y cambio radical de ambiente. Quizás, ¿por qué no?,
cambio radical de vida. En Liverpool no lo haría jamás. En otro sitio sí podría
dar un viraje y tomar un nuevo rumbo.
Unos minutos después el taxi se detuvo frente al Hotel Inglaterra. Un
portero con librea le abrió la puerta y lo condujo hasta la recepción. El
empleado le saludó cortésmente en inglés y le ofreció una de las suites de
lujo. El hombre lo miró a los ojos con frialdad y le dijo escuetamente:
—Una habitación simple y económica.
—Muy bien, señor.
El recepcionista abrió el libro de registro y preguntó:
—Su nombre y procedencia, por favor.
—Míster Greene, británico.
Al mismo tiempo le dio el pasaporte. Al empleado se le iluminó el rostro.
Con una sonrisa de oreja a oreja, sacó un libro que tenía bajo el mostrador. Se
lo mostró: The Shipwrecked. Y le dijo:
—Lo estoy leyendo. Me encanta. He leído casi todos sus libros. Su inglés
es delicioso. Aprendo muchísimo.
GG lo miró con una sonrisa sardónica.
—Para la casa es un honor, míster Greene. Le daré la habitación 305, con
un balcón amplio y una vista excelente al Parque Central.
—Muchas gracias.
—Y si lo permite, a modo de bienvenida, le enviaré una botella de…
¿Qué prefiere, gin o scotch?
—Scotch.
—Es un brindis excepcional, señor. Sólo con huéspedes distinguidos. Es
todo un honor tenerlo aquí…, ehh…, no quiero molestarlo, pero ¿me podría

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firmar el libro?
En la primera página escribió: «Para un amigo, GG. 15 de julio, 1955. La
Habana».
El bellboy lo condujo a su habitación en el tercer piso. Era un hotel lujoso,
con losas esmaltadas en las paredes, techos decorados en relieve, bellos
muebles de mimbre, una iluminación suave y agradable y plantas muy verdes
en todos los rincones. Había silencio, tranquilidad y olor a lavanda. GG se
sintió muy bien. Un lugar con clase. El bellboy, un negro flaco y no muy
joven, se movía con lentitud. No había prisa. Le abrió la puerta de la
habitación, colocó su bolsa en el armario. Corrió las cortinas, abrió las puertas
del balcón, y en ese momento comenzó un aguacero torrencial. El negro se
sonrió y le dijo:
—Eso es bueno, pa’ que refresque.
GG metió la mano en el bolsillo y le dio unas monedas. El hombre se fue
inmediatamente. La ciudad bajo la lluvia era más hermosa aún. Miró unos
minutos el panorama. Sintió que la atmósfera refrescaba y se limpiaba.
Tocaron a la puerta. Le traían una bandeja de plata con una botella de scotch,
hielo, soda y vasos. Se sirvió una dosis generosa, con poca soda y dos cubos
de hielo, y sonriendo, parsimoniosamente, brindó por él mismo frente a la
ciudad empapada:
—Bienvenido a La Habana, míster Greene. Es usted nuestro huésped de
honor.

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GG dormita en el asiento del avión, y de pronto siente unas sacudidas


violentas. Mira por la ventanilla a su derecha y ve con horror cómo el ala se
destroza, en medio de una tormenta, con rayos y nubes gruesas y negras. En
un segundo apenas queda la armazón de varillas metálicas retorcidas. El
Clipper se precipita. Todos chillan, aterrados, pero no hay tiempo para nada.
El avión se hunde en el océano. Desciende al infierno en medio de la
oscuridad y el frío. GG es un niño pequeño y el agua le entra por la boca y la
nariz y lo ahoga. Es un niño sin fuerza. Nada puede hacer. Hay una oscuridad
terrible y sabe que se está ahogando. Ya no puede respirar. Se ahoga.
Despertó dando manotazos. No podía respirar. Al fin abrió los ojos y
respiró. Llenó los pulmones. Lloraba. Era el niño. No. Ya no. Se sentó en la
cama. Cerró los ojos y delante de él apareció el avión envuelto en llamas.
Abrió los ojos, aterrado, y fue hasta el balcón a tomar aire. Era de noche. Y
corría un poco de brisa.
Al fin regresó a la realidad. Se sirvió scotch con hielo y soda. Bebió
rápido y sintió hambre. Nueve de la noche. Había dormido lo suficiente. Fue
al baño. Se lavó las manos y la cara y bajó al restaurante del hotel. Era
hermoso, pero demasiado elegante, y caro, seguramente. Debía ser cuidadoso
con sus gastos. Salió a la calle. Había una humedad terrible y se sintió sucio y
pegajoso. Caminó sin rumbo hasta Neptuno. Entró por San Miguel y vio un
anuncio luminoso, demasiado grande para un negocio pequeño: «Bar
Okinawa». Tenía aire acondicionado. Menos mal. Se sentó en la barra y se
tragó dos sandwiches de jamón y queso con una cerveza cubana. Hatuey. Más
suave que la inglesa, pero muy buena.
Miró alrededor. Sólo había una pareja, bebiendo cocktails. Terminó la
cerveza. Cuando pagó, el barman le habló en inglés:
—¿Quiere diversión, señor?
—Uhmm.
—Mire esto. Si le gusta alguna se la llamo. Todas tienen teléfono. Son
mujeres de categoría.

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El barman le extendió un pequeño álbum. Algunas desnudas. Otras
vestidas sólo con ropa interior muy fina. En cada foto habían escrito su
nombre de guerra: Berta, Olga, Lázara, María, Pucha, Coqui, Azucena, Rosi.
Todas eran blancas. Dos mulatas muy claras. Ninguna negra. GG lo revisó un
par de veces. Dudó. El barman presintió que el tipo quería algo especial.
Intentó estimularlo:
—Hay algunas muy hermosas. En las fotos siempre quedan peor, pero en
la realidad…
—No, no, gracias.
—¿Tiene alguna preferencia? ¿Un gusto especial?
—No.
—Dentro de media hora comienza un espectáculo porno como usted no se
imagina. Hay de todo. Para todos los gustos, míster.
El barman era un hombre calvo, maduro, de unos cincuenta años. Muchos
turistas eran maricones y venían a Cuba a buscar negros baratos y con grandes
toletes. El llevaba treinta y cinco años detrás de las barras de los bares, y
conocía al pájaro por la cagá. Se sonrió gentilmente y añadió:
—Si acaba de llegar a La Habana, es mejor que vaya al Shangai. Caliente
los motores poco a poco, míster. Es mejor ir despacio.
—¿Qué es el Shangai?
—Un teatro, en el barrio chino. Hay un show que comienza a las diez,
hasta las tres de la madrugada. Se lo recomiendo.
—¿Es lejos?
—Bastante. Un amigo lo puede llevar por un precio rebajado. Sólo para
usted.
En realidad, el barrio chino está a menos de diez minutos caminando. El
barman llamó a su amigo taxista. Hablaron rápidamente en español. GG no
entendió nada. El taxi le dio vueltas y más vueltas, y al fin lo depositó en
Zanja y Campanario, frente al teatro. Le cobró dos dólares.
Las carteleras aparecían cubiertas por fotos de hombres y mujeres
desnudos, exhibiendo su belleza. Las marquesinas tenían bombillos de
colores. GG cruzó a la acera del frente para mirar el ambiente antes de entrar
a la sala. Había putas baratas y sucias, vendedores de chucherías, puestos de
fritas, gente, ruido, música, luces de colores. Miles de chinos, contaminados
por los cubanos, habían olvidado su tradicional compostura, lenta, silenciosa
y mesurada. Éstos gritaban, vociferaban, pregonaban su mercancía, se movían
rápida e incesantemente. Había un olor empalagoso a frutas podridas y
fritanga de fondas baratas. Dos putas se le acercaron sonriendo. Sudadas y

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sucias, olían mal. Una tenía los dientes destrozados por las caries. Apenas las
miró y escapó rápidamente. Cruzó de nuevo la calle Zanja. Compró un boleto.
Le cobraron un dólar cincuenta, más que el precio real, y entró a la sala.
Preguntó si ya había comenzado el show.
—Dentro de un ratico.
Estaba oscuro y pasaban una película porno. Casi sin ver dónde, se sentó
en una butaca. Parecía una película casera. La cámara temblaba a veces y no
había cortes. Tampoco tenía sonido. Los actores, un hombre bien dotado y
una mujer entrada en carnes y en años, y con los pechos caídos, miraban
continuamente a la cámara, hablaban, exhibían su sexo, y seguían templando
un poco más. GG sintió una mano que le tocaba el muslo y se acercaba
rápidamente a su sexo, apretando. Asustado miró a su derecha y no distinguió
bien quién era. Había mucha oscuridad. Se levantó nervioso, caminó por el
pasillo y fue hasta la puerta de entrada. Esperó allí unos minutos. Al fin la
película terminó y encendieron las luces. Había poca gente en la sala.
Entraron decenas de espectadores y se sentaron.
Sólo hombres. Algunos muy jóvenes. Casi niños, de doce o trece años.
GG escogió una butaca en la tercera fila y se sentó. Quince minutos después
comenzó el show, con una pequeña orquesta que interpretaba rumbas de
baratillo en apoyo a lo que sucedía en el escenario. Un maestro de
ceremonias, vestido con traje azul, camisa roja y corbata amarilla y verde,
anunciaba con seriedad mal fingida cada número:
—Señoras y señores, ladies and gentlemen, bienvenidos al teatro más
espectacular del mundo. El Gran Teatro Shangai, una gloria de Cuba, una
gloria del arte cubano de todos los tiempos, los saluda respetuosamente y les
garantiza que disfrutarán de un show continuo, sin intermedios, hasta las tres
de la madrugada. Aquí no paramos nunca, aunque se la paramos a cualquiera,
jajajá. Y ya sin más preámbulo comienza nuestro desfile de estrellas. Vamos a
recibir, con un gran aplauso, a una artista que ha recorrido el mundo,
cosechando éxitos en el Moulin Rouge, de París, en Roma, New York y otras
grandes ciudades. Recién llegada de México, donde hizo una gira triunfal,
tenemos de nuevo en este escenario, a… Madame Vishnú…, la gran
pajeadora del mundo del espectáculo… ¡¡La gran masturbadoraaaa!!
Madame Vishnú era una señora de casi sesenta años. Un poco ajada y con
rostro perverso. Salió al escenario disfrazada de árabe, envuelta en velos que
se quitó a medida que avanzaba su número. Era simple: acostaba a varios
hombres sobre el escenario y los provocaba con su baile árabe al tiempo que

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se desnudaba totalmente y los masturbaba un poquito a cada uno. La orquesta
tocaba música árabe en tiempo de guaracha. Era un poco aburrido.
Después vino una pareja. Sin hablar, se desnudaron ante el público y
comenzaron a templar sin más, sobre una pequeña tarima. Los anunciaron
como La Reencarnación del Kamasutra, pero ellos sólo emplearon tres
posiciones. Siguió una pequeña troupe de seis bailarinas chinas que se
desnudaban lentamente al ritmo de una música chinocubana muy incoherente.
Cuando quedaban totalmente desnudas, salía un negro con una enorme pinga
erecta y las amenazaba. Ellas corrían fuera de escena, huyendo del peligro y
chillando azoradas. El negro se quedó en el escenario y se pajeó mirando al
público. En primera fila unos veinte maricones gritaban alborozados. Se
pusieron en pie gritándole al tipo: «¡Dale, papi, mójanos, la lluvia láctea!»
Pero el maestro de ceremonias salió de nuevo, interrumpió aquello. Sacó
al hombre de escena empujándolo, y anunció a voz en cuello:
—¡Todavía no tenemos lluvia láctea en el Shangai! La noche es joven y
las sorpresas muchas y variadas. Debemos esperar un poco más.
Los maricones le abuchearon y se sentaron gritándole:
—Loca envidiosa, hijo de puta, singao, locaaaaa.
Tras un redoble de tambores y trompetas chinas que acalló a los
maricones, el maestro de ceremonias anunció:
—Y éste es el momento esperado por todos, señoras y señores. Traído
directamente desde Africa, para su presentación exclusiva en este supershow
gigante del Gran Teatro Shangai, tenemos ya con nosotros al único hombre
del mundo que se viene solo. Sin que nadie toque su gigantesco miembro. Un
arte digno de los más grandes circos del mundo, pero lo tenemos esta noche
aquí, para disfrute de todos…, recibamos con un fuerte aplauso a nuestro
artista estrella, al supermacho, al gran… Supermánnnnn…
Supermán salió a escena envuelto en una gran capa de satén rojo brillante.
Era un negro alto, joven y delgado. Se plantó en medio, abrió la capa y la dejó
caer al suelo. Estaba completamente desnudo. Entre las piernas le colgaba un
animal de proporciones exageradas. Era la imagen del macho perfecto. La
virilidad total. Parecía que miraba al público, pero en realidad enfocaba su
vista hacia la izquierda. Entre bambalinas, fuera del campo visual de los
espectadores, se habían situado dos jóvenes blancos y hermosos que
comenzaron a besarse y fueron calentando poco a poco. Las manos de
Supermán acariciaban sus propios muslos y nalgas. Se hizo un silencio total
en el teatro. Todos tenían la vista fija, hipnotizados por aquella superpinga tan
musculosa y por la belleza perfecta del efebo que la portaba. GG miró a su

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alrededor y observó que la platea tenía un lleno total. La mayoría se
masturbaba a sí mismo o se lo hacía al vecino. Muchos jovencitos —pagados,
evidentemente— se lo hacían con manos y bocas a algunos adultos. GG pensó
que aquello era un antro de maricones. No había mujeres. Volvió a mirar al
escenario. Supermán tenía una erección total y sufría de espasmos y
contracciones. GG calculó que aquel pene podía tener cuarenta centímetros de
largo y ocho de diámetro. Una exageración. Algo impensable, pero cierto.
Unos minutos después comprendió que Supermán hacía truco. Al parecer sólo
se acariciaba las nalgas, pero en realidad se metía varios dedos por el culo,
disimuladamente. De pronto contrajo su rostro en una mueca y eyaculó como
un toro. Se había acercado al borde del escenario. Los maricones, en silencio,
aguardaban aquel momento estelar. Todos tenían la boca abierta y las manos
extendidas, como en un ritual pagano a Príapo. En el instante preciso en que
salió disparado el primer chorro de semen, los maricones empezaron a gritar:
«¡Divina, divina! ¡Bravo, bravo, divina, bravo!» La orquesta rompió con un
redoble de tambores y unos acordes de tensión. Por un extremo del escenario
salió el maestro de ceremonias, entusiasmado:
—¡Cinco, seis, siete! ¡Siete grandes chorros de leche! ¡Único en el
mundo! ¡Supermánnnnn! La lluvia láctea para todos ustedes. Los que tengan
las manos libres que aplaudan. Un gran aplauso, por favor, para despedir a
este artista único. Esta gloria y estrella del arte cubano.
Supermán, exhausto pero sonriente y agradeciendo al público, se exprimió
el tolete y las últimas gotas las lanzó a la platea con la punta de los dedos. Se
envolvió en su capa y salió de escena con un despliegue de masculinidad y
potencia que enervó más aún al respetable público. La euforia duró algunos
minutos más. Los maricones que habían logrado recibir semen en sus caras se
embadurnaban y se untaban aquella crema unos a otros. Era el paroxismo de
la fiesta fálica. Al fin todo se tranquilizó y el show continuó con Los Pinga
Dura, según anunció el maestro de ceremonias. Era un número acrobático de
cuatro hombres forzudos y una ninfa ultradelgada. Los tipos la penetraban al
mismo tiempo por todos sus hoyos, mientras mantenían precarias posturas de
equilibrio. Lo simpático era que ninguno perdía la erección en ningún
momento. A GG no le interesó demasiado. Se movía inquieto en su butaca. Al
fin se decidió. Se levantó y fue hacia un pasillo lateral. Preguntó a un
empleado por los camerinos. El tipo le dijo que no se podía molestar a los
artistas. GG le puso un dólar en la mano. El tipo, solícito, le preguntó a quién
deseaba saludar.
—A Supermán, por supuesto.

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—Sígame, caballero, por favor.
Caminaron por un pasillo oscuro y maloliente. El hombre tocó en una
puerta y llamó:
—¡Caridad! Te buscan.
De adentro gritaron:
—¿Qué cojones pasa?
—Un admirador, un extranjero. Quiere saludarte.
Abrieron la puerta. Supermán en persona se asomó. GG extendió la mano,
sonriendo, y le dijo:
—Sólo quería felicitarlo. Nunca pensé ver algo así. Usted es un genio.
Supermán se sintió halagado. Era un negro tan alto como un basketbolista
profesional. Abrió la puerta y lo invitó a pasar.
—Siéntese y espéreme un momento. Termino enseguida.
GG queda sorprendido por lo que ve. Supermán se viste de mujer, con un
hermoso vestido amarillo, y se maquilla. Se coloca una peluca rubia. Coge los
collares de Ochún y Changó, colgados de un clavo en la pared, los besa, y se
los coloca en el cuello. Finalmente se da unos delicados toques de perfume
con la punta de los dedos. Delante de los ojos de GG se transforma en una
negra bellísima, provocativa y lujuriosa. Sólo entonces mira al visitante
pícaramente y le dice:
—¿Me invitas a una cerveza, americanito?
GG, completamente turbado, no sabe qué decir y balbucea:
—Sí.
—Pues vamos, mi cielo. La noche es nuestra… si tienes con qué.
—Quiero decir… soy británico.
—Da iguá. Como si me dices que eres miope. Vamos.
Fueron a un bar cercano, lleno de putas, marineros, delincuentes.
Bebieron unas cervezas mientras los interrumpían continuamente para saludar
a Caridad. Era muy popular, y la invitaban a copas. O para ofrecerles hierba,
coca, opio, a precios muy bajos. Hablaron poco. GG intentó ser cortés y
educado. Era la única arma que tenía para superar a sus rivales. En aquel
ambiente se sintió tan indefenso como un bebé recién nacido. No entendía
nada y al mismo tiempo le gustaba. El y el travesti tenían poco de que hablar.
Ella se le acercó y le dijo al oído:
—¿Te gusto?
—Sí.
—¡Yo, la mujer fálica! Jajajá.

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GG hubiera querido tener una erección, pero no. Quería ser poseído por
aquel negro, aquella negra, Caridad, Supermán. ¿Qué era? Deseaba estar en
sus brazos y que lo penetrara. Nunca había sentido ese deseo. Al menos nunca
con tanta intensidad como entonces.
—¿Quieres ir a un lugar más íntimo?
—¿Podemos ir?
—Claro. ¿Puedes pagar?
—Sí.
Caridad lo cogió por la mano y dulcemente lo llevó, paseando por
Campanario, hasta Trocadero 264. Las callejuelas oscuras, apenas iluminadas
por alguna bombilla. El barrio de Colón, la gran zona de putas de la ciudad.
Había pequeños bares abiertos toda la noche en cada esquina y lamparillas
rojas encima de muchas puertas. Caridad tenía una habitación arruinada y
pequeñísima en aquel solar de Trocadero.
Entraron. Caridad cerró la puerta. Un calor sofocante, húmedo y pegajoso.
Ella se desnudó en dos minutos y lo obligó a él a arrodillarse y metérsela en la
boca. Con las rodillas temblando de emoción, GG tocó aquel enorme animal y
comenzó una tarea que jamás pensó podía ser tan agradable. De pronto,
Caridad se alejó y le dijo, autoritaria y amenazante:
—¡Yo soy una puta! ¡Está claro!
—Sí, sí.
—Paga. Son veinte dólares.
GG sacó el dinero y se lo dio.
—Así no. Déjalo sobre la cama. Me gusta ver el dinero. Mira cómo se me
pone la tranca.
Sólo de mirar el billete sobre la cama, Caridad tuvo una erección máxima.
—¿Ves? Soy una puta. Me arrebato cuando veo el dinero. Me excita.
Quítate la ropa y vírate de espaldas.
GG obedeció. Supermán se embadurnó con vaselina, lo colocó en
posición y trató de penetrarlo. El dolor fue tan intenso que GG chilló como un
demonio.
—Jajajá, lo suponía. Eres una virgencita americanita…
—Oh, no, no, británico.
—Da iguá, virgencita. ¡Con mi tranca no hay quien pueda! Clávame tú a
mí. Aunque ese bebé está muy pequeñito para mi gusto.
Así jugaron un poco más. Para Caridad fue una tontería de media hora por
veinte dólares. La rutina diaria con estos americanos. Blancusos estúpidos que
no se imaginan cómo es la vida y cómo hay que luchar para no morirse de

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hambre. Para GG fue la experiencia más fuerte de su vida. Jamás imaginó que
algo tan extraordinario podría sucederle. Cuando se despidió, ya en la puerta,
intentó besar a Caridad. Ella ladeó la cara. La besó en la mejilla. Balbuciendo,
nervioso aún, le dijo:
—Creo que…, creo que te amo.
—¿Me amas? Jajajá. Picú. Eres un ridículo y un comemierda.
GG no entendió aquellas palabras. Su español disponía de un vocabulario
reducido, pero le encantó la risa sarcástica del negro y su voz grave. Le dijo:
—Gracias por esta noche. ¿Nos veremos de nuevo?
—Cada vez que desees. Estoy a tu disposición, cosita rica. Ya sabes ir a
mi camerino…, eres muy listo y muy seductor con esta pobre negra infeliz,
jajajá.
Y le dio un beso. En la frente.

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GG salió a la calle y la ciudad le pareció otra.


¿Se había enamorado? Caminó tranquilamente por las callejuelas oscuras.
Las putas lo llamaban desde todas las ventanas y puertas. Con su cara
impasible de extranjero debilucho e indefenso, era un blanco perfecto para las
putas, los vendedores de droga y los ladronzuelos. Pero iba tan animado que
le parecía flotar por encima del asfalto. Y no se enteró de nada.
Llegó al hotel en diez minutos. Bebió un trago de scotch y se acostó. Soñó
que caminaba por París. A veces era París y por momentos se transformaba en
Liverpool. A su lado iba Caridad. Pero él iba vestido de mujer y el negro era
un tipo poderoso que lo besaba y lo acariciaba y mimaba delante de todos.
París era una balsa de agua. O pequeñas balsas. Y ellos flotaban. El negro se
desnudó delante de miles de personas. Y había flores y la gente aplaudía.
Caminaban por unos bosques, desnudos, y él tenía un pene hermoso, con
buenos músculos, y las venas bien marcadas, y unos huevos grandes,
hinchados y oscuros. El sueño fue cambiando y complicándose. De pronto era
un niño y el negro desaparecía. Cuando despertó era la una del día. Se sentía
cansado y aún tenía sueño, pero también tenía hambre. Decidió tomar una
ducha. Una vez fresco y limpio salió al balcón. Admiró la ciudad. Ahora le
parecía encantadora. Podría aprender un poco más de español, pedir un
préstamo bancario e instalarse, con alguna pequeña tienda. Podía cambiar de
nombre y olvidar su pasado. Este era el momento. En esta ciudad todo era
posible. Quizás compraba un pasaporte norteamericano. No. Los detestaba.
Un pasaporte canadiense. Quizás. Otro nombre, otra nacionalidad, otra vida,
otro oficio. En La Habana. ¿Por qué no?
Se puso una camisa limpia. Bajó al restaurante del hotel y almorzó un
pargo al horno con legumbres. Los precios eran bajos. Aquí se podía vivir con
mucho menos dinero que en Liverpool. Y se podía vivir mejor. Le gustó eso.
Mientras esperaba que le sirvieran revisó una pequeña guía turística que le
habían regalado en la carpeta del hotel. Debía hacer tiempo hasta la noche.
Intentaría encontrarse de nuevo con Caridad. Sólo de pensarlo se sintió feliz.

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Evaluó las ofertas turísticas que aparecían en la guía: excursiones, alquiler de
yates para pescar, casinos de lujo, teatros. Todo muy caro para su bolsillo. En
el hipódromo se podían hacer apuestas a partir de un dólar. Las carreras
comenzaban a las cuatro de la tarde.
Almorzó lentamente. Tomó un taxi. Fue al hipódromo. El Oriental Park.
Jugó un dólar en cada una de las tres primeras carreras. Le gustaron dos
caballos americanos, de Kentucky: Baby y Sweet Johnny. Y una yegua traída
de Miami: Big Rose. Todos perdieron. Se puso de mal humor. Siempre había
sido mal perdedor. Regresó a la ciudad. Fue directamente al Sloppy Joe’s Bar.
Era grande y hermoso, a unos pasos de su hotel. La barra de madera dura y
oscura, las banquetas, el ambiente sosegado, invitaban a quedarse y beber.
Pidió scotch. Uno tras otro. Hasta que se sintió un poco borracho. Entonces
comió un sandwiche de salmón y pepinillos. Eran las nueve y la ansiedad
provocada por la espera lo mataba. Ya no podía más. Averiguó si podía ir
caminando al barrio chino. El barman le indicó cómo. En diez minutos estaba
frente al Shangai. Pensó que aprendía muy rápido: «Los habaneros son
demasiado picaros. Plasta los más serios sólo desean meterme la mano en el
bolsillo y quedarse con unos cuantos dólares.»
Era muy temprano. Las nueve y media. Dio la vuelta al teatro y entró por
una puerta de servicio, en la parte trasera del edificio. Ya se consideraba un
experto. Caminó por un pasillo y chocó con un viejo gordo, que lo paró en
seco:
—¿Qué desea, señor? ¿Adonde va?
Le puso un dólar en la mano y le dijo:
—Soy amigo de Supermán…, de Caridad.
—Adelante, caballero, está en su casa. Puede venir todas las noches. Mi
nombre es Alfonso, para servirle. Si desea beber algo, sólo tiene que
llamarme…
Era un viejo empalagoso y pesado. Lo dejó con la palabra en la boca y
siguió hasta el camerino de Supermán. La puerta estaba pintada de azul y rojo
brillante, y en la parte superior habían pegado recortes de los cómics: la
palabra Supermán y las figuras del héroe. En el centro, arriba de la puerta, las
imágenes de la Virgen de la Caridad del Cobre y Santa Bárbara. Colgado de
dos clavos había un racimo de corojo y un muñequito de madera que
representaba a un hombre con una gran pinga y una sola pierna. La noche
anterior no se había fijado en esos detalles. Era una puerta muy extraña. Todo
era extraño allí.

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Tocó con los nudillos. Nadie respondió, pero la puerta estaba abierta. La
empujó y entró. Encendió la luz y se sentó en una silla. Caridad debía llegar
de un momento a otro. El camerino era pequeño, caluroso, sucio y atestado
con todo tipo de tarecos inútiles. Se acercó a la pequeña cómoda donde
Caridad se maquillaba y pensó que era el antiartista: Supermán salía a escena
sin maquillaje y sin vestuario, y hacía el papel de supermacho. Después se
disfrazaba de mujer y asumía otra personalidad para su vida cotidiana. «Debe
ser paranoico vivir así. Un poco hombre y un poco mujer…, o quizás…,
quizás es lo perfecto… Vivir a mitad de camino», pensó. Distraídamente
cogió un lápiz de labios rojo y se pintó mirándose en el espejo. Sintió el sabor
grasiento y perfumado en la lengua. En ese momento entró Caridad y lo
interrumpió con una gran carcajada:
—Ay, niño, qué mal te queda. Ni lo intentes porque pareces una vieja del
campo. ¡Ni lo intentes, mi amoll! ¡Aquí, para puta yo, la vedette del Shangai,
la mujer fálica!, jajajá.
—Buenas noches.
—Ay, niño, qué patiseco eres. Se ve que eres virgen.
—Sí, quería verte y…
—Ven acá, mi amolll, ¿y cómo tú entraste? Porque la única llave de esa
puerta la tengo yo. ¿Tú eres cerrajero o qué?
—La puerta estaba abierta. Acabo de entrar hace un minuto. Y… déjame
besarte, por favor. Estoy ansioso por verte…
—¡Ayy, qué horror! ¿¡Qué es eso, por tu madre!?
Supermán miraba hacia el piso. En un rincón, bajo unas cajas, había un
charco de sangre. GG se quedó helado.
—¡Me han echao brujería! Aquí hay mucha envidia y mucha mala vista.
No soportan que yo sea la vedette…
Diciendo esto, Caridad fue hasta las cajas y las apartó enérgicamente.
Suponía que le habían tirado una gallina negra degollada, con brujería y
maleficio, para que se le cayera el tolete y no se le parara jamás. Sería el fin
de Supermán. La kriptonita mortal. Otras veces lo habían intentado. Pero lo
de él era muy fuerte.
—Suerte que mi padrino me cuida como si yo fuera una niña… Ayyy,
¿qué es esto?
Cuando apartó las cajas, se aterró. Descubrió el cadáver de un hombre,
con el cuello cortado en profundidad. La sangre ya había coagulado. Tenía
una terrible mueca de dolor en el rostro. La sangre en el piso era pegajosa y

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estaba casi seca. En ese momento se asomó por la puerta el ayudante de
escena, un chinito enano:
—¿Supermán listo? Hoy no vino Madame Vishnú y tú sales en veinte
minu… Ayyyy, ¿qué es eso? ¡Un muerto! Chinito no sabe na’, un muerto, ay,
mi madre qué salación…
Y salió corriendo por el pasillo, gritando:
—¡Un muerto con Supermán, un muerto con Supermán! ¡Policía, ataja,
policía! Yo no sé na’. ¡Un muerto con. Supermán!
GG y Caridad se miraron asustados. De pronto GG comprendió que él no
tenía que estar en aquel lugar y fue a salir precipitadamente al pasillo para
alcanzar la puerta trasera. Era un problema de Supermán, no de él. Pero chocó
de frente con un policía alto y barrigón que venía sudoroso y jadeante. GG
estuvo a punto de caer al piso.
—¿Adonde va, señor? Tranquilo.
El policía lo agarró por la muñeca, miró al cadáver, y dijo:
—Ahhh, ustedes están embarcaos. Quedan detenidos.
Media hora después GG y Caridad prestaban declaraciones en la estación
de policía de Zanja y Escobar. El cabo de guardia leyó en voz alta: «…
sospechosos ambos de asesinato del señor Thomas Gerhardt, ciudadano
alemán, residente en Cuba, con carné de extranjero número 84522, y vecino
de Malecón 654, segundo piso, apartamento B. Los sospechosos fueron
sorprendidos…».
Supermán se asustó tanto que permanecía encogido y sin hablar. Pero GG,
muy nervioso, insistió mil veces en que era súbdito británico y que era
inocente y tenían que dejarle hablar con el cónsul británico. El cabo de
guardia lo miraba y se sonreía burlonamente, al tiempo que le repetía:
—Ustedes están embarcaos, y no lo saben. Ya tienen la cabeza en la
guillotina, jejejé.
Al fin aceptó llamar al jefe de la estación a su casa porque las amenazas
de GG iban en aumento:
—Yo soy un escritor famoso en el mundo entero. Usted no lo sabe porque
es un analfabeto, pero este atropello le costará el puesto. Lo veo en la calle
pidiendo limosna.
A esa hora quedaba un solo repórter en la estación de policía. Sentado en
un banco, aburrido y medio adormilado, comenzó a prestar atención. Tomó
algunos apuntes en su bloc y salió sigilosamente hacia la redacción de su
periódico. Al día siguiente, un suelto en primera plana de The Havana Post, el
único diario en inglés de la ciudad: «Famoso escritor británico encarcelado en

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La Habana. Graham Greene sospechoso de asesinato». En las oficinas de la
AP, UPI, Reuter, France Press y otras agencias reproducen la noticia. Unos
minutos después los ruidosos teletipos la envían a las redacciones de
periódicos y estaciones de radio de todo el mundo.

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4

Entre La Habana y la isla de Capri, frente a Nápoles, hay seis horas de


diferencia. Graham Greene miró su reloj. Las tres de la tarde. Estaba solo en
casa y se despejaba después de una breve siesta de una hora. Adoraba vivir
solo. Su familia, mucho más sedentaria, ocupaba ahora los apartamentos de
Antibes y París. Se había levantado a las siete de la mañana, como siempre.
Desayunó tostadas, té y confitura y miró largamente el mar azul y tranquilo.
Le gustaba observar a los pescadores, que se movían en el golfo de Nápoles,
en sus barcas, y los pequeños yates de recreo, y la actividad de la gente en el
atracadero. Desde su casa se veía todo. Ahora esperaría a las seis, cuando el
buque blanco regresara a Nápoles con los turistas. Todo volvería a la
normalidad y él iría a la Piazza, a beber una copa en una mesa al aire libre. Le
gustaba vivir allí porque se respiraba cierto aire de familiaridad, pero nadie le
molestaba. Suponía que nadie sabía quién era. Y eso es perfecto para un
escritor. La única molestia era la avalancha de turistas que llegaba a las diez
de la mañana y se retiraba a las seis de la tarde. Todos los días. De lunes a
domingo. Al alcalde de Capri le gustaba repetir que el mejor gobierno es el
que gobierna lo menos posible. Le encantaba ese axioma de libertad, sólo
aplicable en la pequeña isla de seis mil habitantes. En otros sitios sería difícil
o imposible gobernar de un modo tan liberal.
Hacía unas semanas que había terminado The Quiet American y aún se
sentía cansado y confundído. Recordaba su largo romance de cinco años en
Saigón, con Fuong, y cómo su esposo lo sabía y toleraba. El los mantenía a
ambos como sirvientes en su casa. Al escribir eliminó este detalle y situó a
Fuong como una joven soltera y simple. El esposo ambicioso —o chulo— de
la realidad, lo sustituyó por la hermana de Fuong en la novela.
Sentía culpabilidad. Su sentido cristiano de la vida, y al mismo tiempo su
honradez innata, le hacían sentirse culpable continuamente. Elizabeth, su
secretaria, le había preguntado unos días atrás, mientras terminaba de
mecanografiar la novela:
—¿Cómo puedes conciliar tu fe con el infierno?

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—Tengo mis maneras.
En realidad poco podía hacer para conciliar sus luces y sombras. Ahora
miraba el mar azul, brillante bajo el sol, y recordaba la pequeña orgía de tres
días que tuvo en Roma con su novia norteamericana Catherine Waltson.
Adoraba a Cathy porque no tenía inhibiciones. Era depravada. No sabía ser de
otro modo. La había bautizado. A pedido de ella era su padrino ante la Iglesia
católica, pero hacían el amor detrás de los altares de pequeñas iglesias de
pueblos. Ahora, en Roma, a ella se le antojó ir de nuevo a un burdel. Se
disfrazó de hombre y fueron como dos amigos de parranda. Lo hacían cada
cierto tiempo. Era traviesa y hacía años que disfrutaban esta relación
sadomaso y loca. El marido de Catherine, un Lord inglés mucho mayor, era
un tipo aburrido y paciente. Ella era joven, delgada, guapa, y no sabía qué
hacer con tanto tiempo, dinero y energía.
GG suponía que a todos los escritores un poco viriles les sucedía igual:
aparecían mujeres aburridas en todas partes, leían sus libros, quedaban
fascinadas, y salían a cazar al escritor para divertirse un poco. Por eso se
refugiaba en Capri siempre que podía, y cambiaba su número telefónico cada
pocos meses. Le molestaba la gente frívola y superficial. Y cuanto más viejo
se ponía, más gente frívola y superficial aparecía a su alrededor. ¿O sería él,
que se ponía más denso y perdía ligereza y sentido del humor?
«La cuestión esencial es la mesura. Evitar el exceso. Tres días de orgía en
Roma fue perfecto. Una semana hubiera sido engorroso y aburrido. Hay que
dejar siempre un poquito de deseo en la punta de los dedos», pensó GG. Fue
al tocadiscos y puso la «Serenata Notturna», de Mozart. Se sentó en su butaca
preferida y escuchó con los ojos cerrados. De nuevo pensó en la pregunta que
le hiciera su secretaria, y se contestó a sí mismo: «El equilibrio, mi querida
Elizabeth. Un poquito de infierno y un poquito de paraíso. La fórmula es
simple. Y funciona.»
Dos días antes había despachado rápidamente a un periodista francés de la
revista Lire. Llegó a las diez de la mañana y pretendía quedarse todo el día y
hacer preguntas privadas. GG tenía cincuenta y un años, pero a veces se sentía
mucho más viejo. Había vivido con intensidad y rapidez. Con el pie en el
acelerador todo el tiempo. Cada día se sentía más agotado y exhausto
emocionalmente. Fue hasta la mesa de trabajo y de nuevo tomó en sus manos
el manuscrito de The Quiet American. Había marcado algunos párrafos un
poco filosóficos y quería revisarlos de nuevo. Tenía que tachar hasta dejar
esos párrafos solo en la esencia, una o dos líneas. «La filosofía en las novelas
es como el bitter en los cocktails. Dos gotas. Tres gotas es una exageración.»

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Sonrió al recordar la cara de asco del periodista cuando le dijo: «Escribo
por necesidad. Un libro es como un forúnculo que se debe apretar cuando está
maduro. Un libro es tan epidérmico como un abceso.» Evidentemente, el
periodista era un tipo pulcro y correcto, como son siempre los críticos de arte
y literatura. Demasiado limpios, ordenados, aburridos. Les aterra el desorden,
la suciedad y lo imprevisto. Les asusta lo que se les puede escapar. Lo
incomprensible. Lo que no pueden etiquetar y archivar.
Dejó el manuscrito de la novela. Cogió el Daily Telegraph. Sólo revisó
los titulares de primera plana y lo abandonó. Volvió a cerrar los ojos y
escuchó con atención a Mozart. Necesitaba recuperar su coherencia mental,
su aplomo habitual.
Sentía desasosiego, ansiedad, inquietud, y un poco de amargura, tristeza,
soledad. Siempre le sucedía cuando terminaba un libro. El lo llamaba la
convalecencia. Todos sus personajes los extraía de la realidad circundante
aunque, para evitar reclamaciones posteriores, repetía machaconamente que
todos salían de su imaginación. Lo cierto es que se sentía culpable y traidor
cada vez que terminaba un libro. Se quedó amodorrado escuchando a Mozart.
Lo despertó el timbre del teléfono. Era su editor de Panther Books, desde
Londres:
—¿Graham?
—¿Sí?
—Sólo quería comprobar que estabas ahí, tranquilo.
—¿Me cuidas o me controlas?
—Acaban de dar una noticia por la BBC. Creo que es una broma de mal
gusto.
—¿De qué se trata?
—Pasaste la noche en una celda en La Habana. Eres sospechoso del
asesinato de un alemán. Y peor aún: hay otro sospechoso. Un artista porno de
dudosa reputación, amigo tuyo. Al parecer estabais juntos en el momento del
crimen.
—Es un error.
—Supongo.
—No entiendo cómo…
—No hay nada que entender, Graham. Debemos esperar tranquilamente.
Te mantendré informado.
—Muchas gracias. Adiós.
La intranquilidad de GG aumentó. Fue al portal y miró hacia el mar.
Quizás debía llamar a la embajada británica en La Habana, pedir información

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y decirles que él vivía tranquilamente en Capri y que exigía una nota oficial
aclarando aquella situación equívoca y desagradable.
Sonó el teléfono de nuevo. El subgerente de publicidad y prensa de
Panther Books:
—Hello, Mr. Greene. Estoy al tanto de todo. Acabo de hablar con el editor
jefe y se me ha ocurrido una idea. ¿Le puedo pedir algo?
—Usted dirá.
—Por favor, no haga nada. ¿Ha llamado a La Habana?
—No. Lo haré en cuanto termine de hablar con usted.
—No, por favor. No lo haga. Todo lo contrario. Desaparezca. No conteste
al teléfono. Viaje de incógnito a algún pequeño pueblo italiano. A una aldea
sin teléfono.
—No entiendo.
—La idea es que efectivamente usted se encuentra en La Habana,
implicado en ese feo asunto.
—Imposible. ¿Usted está loco?
—La venta de sus libros ascenderá en flecha. Yo me ocupo de todo.
—Yo soy un hombre de honor. No puedo…
—Disculpe. No le pido que haga algo que le mancille, Mr. Greene. Sólo
tiene que desaparecer. Ningún periodista lo puede encontrar. Queremos lanzar
una campaña urgente de publicidad. Ahora mismo. Dentro de una semana lo
presentamos aquí ante la prensa y explicamos que ha sido un equívoco
lamentable.
—Eso no tiene sentido.
—Tiene un sentido comercial, querido. Estoy trabajando para usted. Y
para mí es un placer porque adoro sus libros y…
—¡Por favor, por favor!
—Muy bien. Le explico: ya estoy redactando una nota para la prensa.
Informo que Panther Books contratará al mejor abogado criminalista de
Londres para que viaje inmediatamente a La Habana a organizar su defensa
en el juicio. También solicitaremos a Scotland Yard que envíe a uno de sus
mejores detectives a La Habana, porque estamos seguros de que usted es
inocente. ¿Qué le parece?
—Ohhh, pero…
—Es apasionante, Mr. Greene. Disfruto mucho con esta campaña urgente.
Por favor, desaparezca con mucho cuidado. Piérdase de Capri cuanto antes. Y
mantenga el contacto conmigo. Debe llamarme todos los días. Mantendré en
secreto el sitio en que se encuentra.

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GG lo pensó unos pocos segundos y lanzó un fuerte suspiro:
—Muy bien. Cuente conmigo.
—Perfecto. Celebraremos con champagne. Good bye, Mr. Greene.

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5

A las cinco y treinta de la tarde GG cerró cuidadosamente todas las puertas y


ventanas de su casa. Agarró una pequeña bolsa con algunos objetos
personales y una copia al carbón del manuscrito de The Quiet American. Se
ajustó un sombrero panameño y unas gafas de sol. Cerró bien la puerta
principal, pasó la doble cerradura y bajó la cuesta hacia el atracadero. Se
entretuvo oliendo el delicado aroma de las flores en los jardines que bordean
la estrecha carretera. Subió al buque justo a tiempo. Una hora después, a las
siete de la tarde, bajó al muelle en Nápoles. Ahora se sentía mucho mejor. La
inactividad lo ponía ansioso y lo hacía pensar estupideces. Cuando viajaba
recuperaba su seguridad en sí mismo y echaba a un lado esas cavilaciones sin
solución posible: la culpabilidad, el miedo a la vejez y a la soledad, la
sensación de sentirse aplastado por la rutina y la monotonía diaria. A bordo
había bebido un par de copas de cognac. Así que todo bien. Adelante.
Se dirigió a la estación de ferrocarriles. El tren nocturno a Roma saldría a
las nueve de la noche. Reservó una litera. Cenó algo ligero en una trattoria
cercana y a las nueve en punto se puso en marcha. Llegó a Roma a las seis de
la mañana del lunes. Había dormido mal y poco. Le sucedía siempre. El
traqueteo del tren le impedía descansar. Fue al aeropuerto y averiguó los
mejores itinerarios para llegar a New York, Chicago o Miami. La única
combinación posible era salir una hora después hacia París, esperar cuatro
horas y tomar un Super G Constellation, muy moderno, un turbohélice de
cuatro motores, que le haría cruzar el Atlántico en sólo once horas hasta New
York. Una vez allí combinó a Miami y al fin aterrizó en La Habana el martes
19 de julio a las tres de la tarde. Sacó cuentas. En total, treinta y siete horas
desde que dejó su casa en Capri.
Cuando salió del avión, un golpe de calor, humedad y olor a tierra mojada
y frutas podridas le azotó el rostro. Capri, el Mediterráneo en general, era
mucho más agradable. El clima y los olores más delicados. Esto era excesivo
y desbordaba los límites habituales.

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Al salir del aeropuerto, un mulato sonriente casi lo obligó a entrar en su
flamante taxi: un Buick del 48, donde sonaba a todo volumen la canción de
moda en la CMQ: «Domitila, dónde va, con mantón de Manila, dónde va.»
—¿El señor es de Estados Unidos?
—Británico.
—Ah, pues si busca hotel le puedo llevar al Inglaterra.
—¿Es un buen hotel?
—Excelente. Se lo recomiendo.
Se pusieron en marcha. GG necesitaba una cama cómoda, oscuridad,
silencio y tranquilidad. Dormir unas horas y recuperarse. Ya tenía dolor de
cabeza por la falta de sueño. Había venido otras veces al Caribe y siempre le
tomaba un par de días adaptarse al ruido, a la luz, a las comidas, a la gente, y
al calor y la humedad. Tenía una larga historia familiar muy vinculada al
Caribe. Concretamente a la isla de Saint Kitts. Cuando su abuelo tenía quince
años lo enviaron a Saint Kitts a reunirse con su hermano, para ayudarlo en la
administración de la plantación familiar de caña de azúcar. Unos meses
después, su hermano murió de fiebre amarilla. Sólo tenía diecinueve años y
dejaba tras de sí trece hijos. Un tiempo después el abuelo de GG regresó a la
casa familiar en Bedfordshire, pero jamás pudo olvidar la pequeña isla del
Caribe. Finalmente, ya viejo, dejó a su mujer e hijos, para regresar y morir
allí. Años atrás GG había visitado el cementerio, las dos tumbas, una junto a
la otra, y había orado por el alma de los dos hermanos en la iglesia que
semejaba una vieja parroquia inglesa. A él también le atraía el Caribe y
Centroamérica.
En la recepción del hotel no sucedió nada. Eran tres empleados y cada uno
cubría un turno de ocho horas. Este quizás era más inculto. El nombre de GG
lo dejó indiferente.
—Tenemos una excelente suite disponible, si el caballero desea…
—No, gracias. Me basta con una habitación sencilla pero cómoda, limpia
y bien ventilada.
—¿Con vistas a la calle, al Parque Central?
—Sí.
El bellboy lo condujo a un cuarto en el segundo piso. Cuando se quedó
solo colocó sus pocos objetos personales sobre la cómoda. Vio de nuevo el
pequeño ejemplar, en edición de bolsillo, de Creatures of Circumstances, de
W. Somerset Maugham. Una colección de cuentos. Se caían mal mutuamente.
No se soportaban, pero se leían en secreto. GG admiraba la amenidad y
ligereza en las tramas de Maugham y detestaba su frivolidad, y a éste le

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fascinaba la perfección sicológica de los personajes de GG y le molestaban
sus tramas tan complicadas, engranadas como un mecanismo de relojería.
GG no pensaba hacerle publicidad gratuitamente. Era mejor ignorarlo. Así
que escondió de nuevo el libro en la bolsa y la tiró dentro de una gaveta.
Nadie tenía que verlo, ni siquiera la sirvienta. De todos modos, no leería el
libro completamente. Ya había leído tanto en su vida que ahora era
excesivamente selectivo. Ni siquiera podía releer sus libros una vez
publicados. Algunos los olvidaba totalmente. Prefería leer periódicos y
revistas. Tomó una ducha muy fresca, se tragó una aspirina con un vaso de
agua, cepilló sus dientes, corrió las cortinas, conectó el aire acondicionado y
se acostó, dispuesto a recuperarse. No tenía la menor idea de qué haría en La
Habana. Había tomado la decisión de este viaje sin meditar. A veces tenía la
impresión de que se pasaba la vida huyendo de sí mismo. Huyendo siempre.
De cualquier lugar donde estuviera.
Durmió muy poco. Le despertaron unos golpes en la puerta. Se levantó
mareado. Abrió. Dos policías vestidos de azul y otro gordo y barrigón con un
traje de dril blanco, zapatos de dos tonos —blanco y negro— y una corbata
ancha y ridícula, con flores de todos los colores. Los tres sudaban
copiosamente y tenían una cara de seriedad etrusca. Evidentemente se
aprestaban a realizar un arresto. Sólo habló el gordo de la corbata, tras
mostrar fugazmente un carné:
—¿Señor Graham Greene?
—Sí.
—¿Entiende español?
—Sí.
—Vístase y acompáñenos.
—Se puede saber…
—Ya lo sabrá.
Entraron a la habitación, encendieron la luz y se quedaron de pie junto a la
puerta. GG fue al baño. Se enjuagó la cara y se vistió. Sabía que era inútil
pedir explicaciones en estos casos. Cuando estuvo listo, el gordo habló de
nuevo:
—Recuerde traer su pasaporte y cualquier otro documento de identidad. A
partir de este momento usted se encuentra bajo arresto del Servicio de
Inteligencia Militar de la República de Cuba.

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6

GG miró su reloj. Seis y treinta de la tarde. Había dormido apenas un par de


horas. Se encontraba en una pequeña oficina, en un edificio que suponía era
del SIM. No comprendía nada y decidió esperar tranquilamente. El gordo
permanecía de pie, junto al buró. Los dos policías montaban guardia fuera. El
gordo lo invitó a tomar asiento en un sofá y le preguntó:
—¿Y bien, señor Greene, qué puede explicarnos?
—No tengo nada que explicar. Es usted quien tiene que explicarme qué
hago aquí y por qué me molesta.
—¿Ha leído el New York Times de hoy?
—No se me ha ocurrido. Estoy muerto de sueño.
—Lea.
Le muestra una noticia en la sección de internacionales. Reproduce la nota
de Panther Books. Aseguran que han contratado al mejor abogado
criminalista de Londres y que además dos detectives de Scotland Yard
partirán hacia La Habana para ayudar a las autoridades a esclarecer el asunto.
Insistía en la inocencia de GG en el asesinato y calificaba todo como «una
situación escandalosa, imprevista y que mantiene desconcertados a todos los
amigos de GG». Una pequeña obra maestra para crear incertidumbre y llamar
la atención. Finalizaba anunciando que, a pesar de todo, en breve saldría a las
librerías «una de las mejores novelas escritas por GG, cuya trama se
desarrolla en Indochina». Y recordaba algunos títulos de sus últimos libros,
editados por Panther Books: The Confidential Agent, The Power and the
Glory, The End of the Ajfair, etc.
GG meditó un instante después de leer y dijo:
—Mi editor no me ha consultado para…
—No se preocupe. Ya sabemos que otro señor se ha hecho pasar por
usted. Sabemos que usted llegó hoy a las tres de la tarde a Boyeros,
procedente de Miami. Y también sabemos que el otro señor se aloja en el
Hotel Inglaterra, igual que usted. Siempre estamos muy bien informados,
señor Greene.

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GG pensó que la información de que disponía era un poco estúpida e
inútil pero guardó silencio. El gordo era socarrón y tenía todo el aspecto de un
verdugo brutal, muy alejado de un oficial profesional de inteligencia. El gordo
le dijo:
—Bien. Le voy a presentar a una persona que tiene mucho interés en
conocerle, señor Greene.
Abrió la puerta y llamó a alguien que esperaba fuera. Entró un hombre
alto, de mediana edad, con un traje de buen corte pero nada elegante. Le
extendió la mano, con una sonrisa cortés, y se presentó. Al mismo tiempo
mostró un carné oficial:
—Robert Tripp, agente especial del FBI.
—Mucho gusto.
—Vamos a ahorrar tiempo. Estamos al tanto de todo. Queríamos hablar
con usted en un lugar discreto…
—Y desagradable.
—Eso no tiene importancia. Su visita a La Habana nos ha sorprendido.
Por eso quiero pedirle que se mantenga con la mayor discreción posible. Al
margen de todo, quiero decir.
—Que no me entrometa, para decirlo más claro.
—El asesinato de ese alemán es algo mucho más complicado de lo que
usted se imagina, Mr. Greene. Necesitamos tiempo para investigar.
—¿Quién era el muerto?
—¿Puedo confiar en que hablo con un caballero de honor?
—Absolutamente.
—Su nombre verdadero era Rudolph Schreiber. Un submarino lo dejó en
la costa de Yucatán en octubre de 1945, cerca de una playa que se llama
Progreso. Cuatro días después entró a La Habana con el nombre falso de
Thomas Gerhardt, en el ferry procedente de New Orleans. El tipo se movía
rápido y bien. Era un profesional. Su pasaporte tenía cuños de aduanas
fechados desde 1934 en Buenos Aires, Bogotá, Quito, Río de Janeiro y
Caracas. Traía fachada de vendedor de aspiradoras y se fabricó una leyenda,
muy creíble, de aventurero liberal, apolítico y sin rumbo, que abandonó
Alemania cuando el nazismo comenzó a apretar las tuercas. En realidad fue
un alto oficial de las SS en Berlín, y estuvo dirigiendo el campo de
concentración de Buchenwald durante dos años. En La Habana puso una
tienda de aspiradoras y alquiló un apartamento con vista al mar, en lo alto de
un edificio, en el Malecón. En fin, hace diez años que lo tenemos bajo
observación. Sabemos que es, era, un profesional. Podía tener contactos aquí

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y en otros países. Fue en vano. No hemos podido comprobar nada. Lo
teníamos todo preparado para detenerlo, llevarlo en secreto a Washington y
procesarlo como criminal de guerra. Ya teníamos decidido que la semana
próxima haríamos la operación, con discreción total. Aún no habíamos
informado a las autoridades cubanas. Sólo tres personas conocíamos los
detalles de este asunto. ¿Qué ha sucedido? El caso puede ser grave. Quizás,
yo diría seguramente, tenemos espías infiltrados en nuestra oficina central.
¿Comprende la gravedad del asunto?
—¿Y por qué me explica todo esto si es tan delicado?
—Porque hemos solicitado la colaboración del Servicio Secreto británico.
Este caso es mucho más amplio y complejo de lo que usted supone.
—Y de lo que usted me ha dicho.
—Por supuesto. Sólo le he hablado de una fracción muy pequeña de todo
el asunto.
—Es lógico y se lo agradezco. No me interesa poseer información caliente
y convertirme en una diana.
—Los servicios de su país nos han pedido que le protejamos porque su
vida puede peligrar mientras esté en La Habana.
—Aquí nosotros podemos hacer muy poco o nada. Es preferible que usted
conozca la situación. Al menos la parte que le incumbe en lo personal. Quien
mejor puede cuidar sus espaldas es usted mismo.
—¿Tiene alguna recomendación en especial?
—Esta es una ciudad caótica y pecadora, Mr. Greene. Muy pecadora. Una
ciudad que arde en el fuego del demonio. Le repito que podemos hacer muy
poco para protegerlo. En la práctica no podemos hacer nada. Mi sugerencia es
que regrese a Europa hoy mismo. Será lo mejor.
—No, Mr. Tripp. Prefiero permanecer unos días aquí. He realizado un
viaje terrible, de treinta y siete horas. Estoy muerto de sueño. No entiendo
nada de lo que sucede a mi alrededor, y usted pretende que me desentienda y
regrese a casa.
—Es sólo un consejo. Por su seguridad.
—Gracias, pero no. Haremos otra cosa.
—Usted dirá.
—Ante todo necesito que mi estancia se mantenga bajo discreción. Nadie
debe saberlo. Y además me gustaría mucho encontrarme con ese señor que se
hace pasar por mí y hacerle un par de preguntas.
—Ya veo por qué en el MI5 y el MI6 lo aprecian tanto. Nos pidieron con
mucho interés que le cuidáramos.

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—Desconocía ese aprecio.
Robert Tripp lo miró con una sonrisa cómplice y le dijo:
—No se preocupe por la discreción. Aquí los periodistas corren como
niños. Tras el dinero. Pero son poco profesionales y no le crean problemas a
nadie. En cuanto a lo segundo, ya veremos. Yo también necesito localizar al
artista porno y al otro señor. Han desaparecido.
—¿Cómo? ¿No están detenidos?
—No. Los soltaron. Por falta de pruebas. Al menos es la explicación
oficial. Aparecieron unas huellas digitales en la escena del crimen que no se
correspondían con los sospechosos.
—¿Sólo eso?
—Ujummmm.
—Muy extraño. No creo que la policía aquí sea tan inocente.
—Yo tampoco lo creo. Pero aquí se dice que por dinero baila el mono.
Los liberaron bajo fianza y debían estar localizables, pero han desaparecido.
GG sentía mucho sueño y pensaba con torpeza. Creía que ya era suficiente
por ese día. Pero, a pesar de su agotamiento, pensó fugazmente que podía
matar dos pájaros de un tiro: todos le pedían que se ocultara y a él le gustaba
vivir oculto, así que eso haría. Le vendría muy bien multiplicar las ventas de
sus libros en unos pocos días. «Además, aquí está surgiendo el argumento
para otra novela. Después de todo, Capri es muy aburrido. Europa cada día se
pone más y más tediosa. Antes de la guerra no era así. Había menos dinero y
más vida.»
—Si me permite una sugerencia, Mr. Greene: cambie de hotel. Puede
mudarse a uno más discreto. El Bristol, por ejemplo. Más sencillo que el
Inglaterra, pero podrá pasar como un fantasma. En el Inglaterra se expone
demasiado.
Salieron del cuartel del SIM. Por suerte, el gordo antipático había
desaparecido. El agente del FBI tenía un Cadillac con aire acondicionado,
cristales oscuros, placa diplomática y chofer. Fueron directamente al Hotel
Bristol, en Amistad y San Rafael. A tres cuadras del Inglaterra. Tenían
habitaciones libres. Se registró. Tripp le propuso que cenaran juntos, y le
esperó mientras iba al Inglaterra a recoger sus objetos personales y regresaba.
—Estoy muy cansado, Mr. Tripp, pero tengo hambre. Así que será un
placer cenar con usted.
—¿Prefiere comida internacional o china?
—Hace tiempo que no pruebo la comida china.
—Vamos al barrio chino.

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Bajaron del Cadillac en Zanja y Campanario, frente al Shangai. Se
acercaron a mirar las carteleras. Supermán no aparecía en el show.
Preguntaron en la taquilla.
—Hace días que Supermán no trabaja, señor. No sé nada más.
De allí fueron al Fo Luong, con una comida deliciosa, aire acondicionado,
y dos pequeñas camareras, bellísimas. GG lo comentó porque le gustaron
muchísimo.
—No son exactamente chinas, pero tampoco son exactamente negras.
—En Cuba nada es exacto. Ahí radica el encanto.
—Ohh.
—Son hermanas, Mr. Greene. El padre es el dueño de este restaurante. Un
chino puro. Y la madre es una negra bellísima. El resultado es muy atractivo.
—Usted no pierde tiempo en La Habana. Lo sabe todo.
—Vengo aquí con frecuencia. Por razones de trabajo.
—Son más hermosas que las tailandesas. ¿Cómo es posible?
—No piense mucho en ellas porque son inalcanzables. En La Habana hay
miles como estas dos. Un mestizaje precioso. Chinos y negros. Pero tienen
una educación familiar rígida y cerrada. No hay nada que hacer, ni que
esperar.
—En los burdeles habrá alguna.
—No. En los burdeles puede encontrar de todo. Hasta francesas e
italianas. Pero jamás encontrará una mulata china.
Después de cenar caminaron unos minutos por la calle. El Cadillac los
esperaba en Zanja, a un par de cuadras. Pasaba inadvertido. La Habana tenía
ochocientos mil habitantes y unos seiscientos mil automóviles.
—Me gustaría que me acompañara al Hotel Inglaterra, Mr. Greene.
Quiero revisar la habitación que ocupaba su doble. La policía cubana la tiene
sellada. Le puede interesar.
—Hago un esfuerzo sobrehumano. Llevo dos días sin dormir.
—Merece la pena.
Fueron al hotel. Mr. Tripp mostró un carné del SIM y pidió que le
abrieran la habitación 305 para un registro. Subieron en el ascensor. En el
trayecto, GG le preguntó:
—¿Usted posee un carné del servicio cubano de inteligencia?
—Colaboramos estrechamente.
—Pero ninguno de ellos tiene un carné del FBI.
Robert Tripp no contestó. Entraron a la habitación, acompañados por el
bellboy, quien permaneció en silencio junto a la puerta. Discretamente miraba

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hacia el pasillo. No quería ver. Era un negro. Y los negros ya tenían
suficientes problemas sin buscarlos. Era mejor que no viera nada. GG caminó
de un lado a otro, mirando pero con las manos cogidas atrás. Sabía que no
podía tocar. Tripp se afanó buscando en todas las gavetas. No había nada. En
el armario encontró una pequeña bolsa, una camisa y unos calcetines sucios.
En el fondo había un álbum con bellísimas fotos porno antiguas. Las vendían
muy cerca, en los puestos de la calle Neptuno. También había una cartera con
un pasaporte británico a nombre de George Greene, periodista, residente en
Liverpool. Tripp se quedó con todo y bajaron. Mostró la foto del pasaporte al
hombre de la carpeta:
—Sí, es él. Le pedí un autógrafo y me lo puso en este libro.
Les enseñó la primera página de la novela.
—Pero en este pasaporte no dice Graham, sino George, ¿cómo es posible?
—Creo que la confusión fue mía. Un minuto antes leía esta novela, y el
señor llegó en busca de habitación. Le pregunté su nombre y me dijo: «Mr.
Greene, británico.» Yo me entusiasmé. Pensé que era el escritor. Cogí su
pasaporte pero se lo devolví sin mirarlo. Inmediatamente le pedí un autógrafo
y lo invité a una botella de scotch, por cuenta de la casa.
—¿Y él qué hizo?
—Aceptó. Ahora recuerdo que lo noté turbado.
—Turbado, pero aceptó el whiskey, le firmó el libro y se hizo pasar por
alguien que no es.
—Bueno, visto así.
Tripp tomó los datos del joven y le indicó que en algún momento podían
solicitarle una declaración oficial ante la policía. Dio unas monedas de
propina al bellboy y salieron a la acera.
—Muy bien, Mr. Greene, al menos ya sabemos que no es un profesional.
Está huyendo sin identificación y quizás sin dinero. Al parecer, todo fue una
casualidad y él la aprovechó para beber whiskey sin pagar, y de paso sentirse
alguien importante y famoso. Ahora anda por ahí, huyendo y asustado como
una rata de cloaca. Ahí es donde tengo que buscarlo. En las cloacas.
—Un imbécil más en este valle de lágrimas.
—De todos modos, necesito capturarlo. Mañana temprano solicitaré la
ayuda de las autoridades cubanas.
—Yo me voy a dormir. Le ruego que no me despierte mañana. Mi cerebro
no resiste más.
—Que descanse, Mr. Greene.

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7

Al día siguiente, GG despertó a una hora inhabitual: diez y treinta de la


mañana. Corrió las cortinas. El paisaje disponible era un muro sucio a un
metro de distancia. Prefería las cortinas. Levantó el teléfono y pidió que le
subieran un desayuno continental.
—No tenemos servicio de habitaciones, señor. Lo siento.
Bajó al restaurante. Había cerrado a las diez. Abriría a las doce para el
almuerzo, hasta las tres de la tarde. «Inconvenientes de alojarme en un hotel
de tercera categoría», pensó tranquilamente. Era un viajero experimentado.
Sabía que le llevaría dos o tres días conocer los horarios y las costumbres
elementales de la ciudad. Salió a la calle en busca de una cafetería con buen
aspecto. Cerca, en la esquina de San Rafael y Galiano, había tiendas grandes,
de varios pisos. Todas tenían cafeterías en la planta baja. Desayunó en El
Encanto. Aún era temprano y había poca gente curioseando en la tienda.
Mientras bebía el café con leche, echó una ojeada a un periódico habanero
que había comprado en la esquina. Con el viaje se le trastornó la noción de la
fecha. Era el miércoles 20 de julio de 1955. Los titulares en primera plana
aludían a chismes nacionales que no le interesaban y que no entendía. Lo
apartó sin abrirlo.
Un hombre se sentó a su lado. Colocó un sobre en el mostrador, junto a su
taza, lo miró a los ojos y le dijo amablemente:
—Léalo, por favor.
GG tomó el sobre y lo abrió. El hombre se levantó de la banqueta y se
despidió:
—Hasta luego. Espero que nos veamos.
Era una nota escrita a máquina: «Lo invitamos a encontrarnos esta noche
a las 8 pm en la puerta principal del Coney Island Park. No comunique nada a
la policía ni al FBI. Le puede interesar mucho. Queme este mensaje.»
GG lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. ¿Por qué quemarlo? Pagó y
dio un paseo por los alrededores. Compró una camisa y una guayabera
blancas. Muy frescas. Sería suficiente para unos días. En el hotel había

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servicio de lavandería. Después de una hora de paseo se sintió agotado. El
calor y la humedad en julio son insoportables. Regresó a su habitación y se
refugió de nuevo en el aire acondicionado. Buscó el manuscrito de The Quiet
American. Siempre le sucedía. Cuando tenía un libro a punto para entregar al
editor, no se decidía. Lo revisaba una y otra vez. Y encontraba pequeños
detalles que corregía continuamente. Leyó: «Desde la infancia jamás creí en
la permanencia, y, sin embargo, la anhelaba. Siempre temí perder la felicidad.
Un mes después, un año después, Fuong me dejaría. Si no era un año, sería
dos o tres años después. La muerte es el único valor absoluto en el mundo.»
Recordó cuando Fuong dormía a su lado algunas noches. ¿Fuong quería a
los dos? ¿A su marido y a él? ¿O no quería a ninguno? La novela habría
quedado mucho mejor si se hubiera atrevido a escribir la realidad cruda y
dura. Había sido un triángulo. Días de amor, sexo, opio, ensueño, desencanto,
ilusión. Muchas veces deseó que el marido de Fuong se alejara
definitivamente. Pero no. El tipo prefería prestarle a su mujer durante algunas
horas cada día y cobrar tranquilamente por su trabajo como jardinero-
recadero-mayordomo-sirviente. Al tiempo que hacía la vista gorda. Trató
siempre a GG con un respeto excesivo. El perfecto subordinado. De ese modo
marcaba las distancias y aparentaba que no sabía nada. Pero lo sabía todo. Es
imposible mantener un secreto de ese tipo durante cinco años. Muchas noches
Fuong se quedaba con él, le preparaba dos o tres pipas de opio, hacían el amor
dulcemente y después dormían despreocupados hasta la mañana siguiente.
¿Qué hacía el marido de Fuong durante esas noches? GG intentaba apartar de
su mente la idea de que utilizaba a ambos a cambio de dinero. Varias veces
Fuong le aseguró que le amaba y que sería capaz de dejar Saigón y marcharse
con él. ¿Sería cierto? El final fue doloroso. Cinco años con una sola mujer es
mucho tiempo. Demasiado. Ya desde entonces existía Catherine Waltson en
su vida. Pero Cathy era sólo una travesura. Un divertimento y nada más.
Fuong sí era un pajarillo delicado. Una mujer a la que se podía amar
dulcemente. Era inocente y al mismo tiempo aplicaba con toda naturalidad la
filosofía budista: «Yo, aquí, ahora.» Eso la convertía en un ser invulnerable.
La filosofía cristiana es demasiado imperfecta. Ha sido manipulada y
tergiversada hasta la saciedad y ahora sólo sirve para introducir
remordimientos en los espíritus de sus seguidores.
Cuando hacían el amor, a GG le parecía que Fuong gorjeaba de placer.
Cantaba suavemente. Sin excesos, sin alzar la voz. Pero el dinero lo jodía
todo y creaba incertidumbre: ¿lo amaba a él o sólo necesitaba su dinero? A
veces sentía que pagaba a una puta particular y a su chulo. Y que eso era todo.

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Finalmente, cuando se decidió a escribir la novela, ya había dejado Saigón
hacía un año. Es decir, había tomado distancia. Podía ver todo con más
claridad. Entonces decidió situar a Fuong como una mujer encantadora pero
pragmática, amante de la seguridad y la tranquilidad. Nada romántica.
También decidió eliminar la presencia constante y perturbadora de su marido
en la casa. No quería escribir una novela compleja, sicológica, con
retorcimientos y enredos escabrosos. Sería muy difícil de escribir y de leer.
Prefería hacer algo más sencillo. La realidad siempre es demasiado
complicada. Por eso es inatrapable. La literatura nunca pasa de ser una verdad
simplificada, una verdad a medias. No se puede ser pretencioso. No se puede
aspirar a más. En la página ochenta de la novela había reflexionado
brevemente sobre esto. Lo había corregido hasta que la idea quedó como un
corte tangencial en el texto. Apenas una herida superficial en el cuerpo del
libro: «¿No haríamos mucho mejor si no tratáramos de comprender, si
aceptáramos el hecho de que ningún ser humano comprenderá jamás a otro, ni
una mujer a su marido, ni un amante a su amante, ni un padre a su hijo?
Quizás por eso los hombres inventaron a Dios, un ser capaz de comprender.
Quizás, si quisiera ser comprendido o comprender, me atontaría hasta tener
una religión; pero soy un reportero, y Dios sólo existe para los que escriben
editoriales.»
GG revisó todas las reflexiones que había colocado en el libro. Una
novela es como un edificio. No se pueden colgar puertas y ventanas en
cualquier sitio. Hay que saber cuál es el lugar exacto donde van. Y cuál es el
tamaño, el estilo, el color que se les dará. Al igual que los edificios, algunas
novelas son singulares y perduran y las visitan millones de personas. Otras
son anodinas y vulgares y no atraen a nadie, hasta que se desmoronan con el
paso del tiempo. Sólo los espíritus locos, los atrevidos, los provocadores,
corren el riesgo de edificar novelas perdurables, conmovedoras, que
trastornan y estremecen a sus visitantes. La locura es decisiva.
Más adelante volvió a leer un párrafo que le complacía mucho: «Sé hasta
qué punto puedo ser cruel y malvado. Ahora, me parece, he mejorado un
poco; se lo debo al Oriente; no soy más dulce, pero sí más tranquilo. Quizá
sea sencillamente que tengo cinco años más.»
Sonrió, muy satisfecho. Había quedado perfecto. Mejor imposible. Era un
guiño al lector inteligente. A veces le gustaba entregarse así, desnudarse un
poquito ante el lector que conocía sus libros anteriores. Había ideas que las
repetía por aquí y por allá.

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Almorzó a las dos, durmió una siesta prolongada y tranquila, escuchó un
poco la radio en la habitación. Quería entrenar su oído con el español.
Presentía que por la noche podía suceder algo interesante, aunque no se
imaginaba qué podía ser. A las seis buscó un bar. La hora de las libaciones.
Había muchos bares. Uno en cada esquina. Era el centro de la ciudad, la zona
comercial. Bullía de actividad, mucho tráfico y ruido. A eso de las siete las
tiendas comenzaron a cerrar y las calles se tranquilizaron. Los cubanos habían
adoptado los horarios y las costumbres norteamericanas: se levantaban
temprano, a las ocho ya todo funcionaba, y entre seis y siete de la tarde la
ciudad languidecía. El almuerzo a las doce del día, la cena a las ocho de la
noche. Era una ciudad hermosa, pero al mismo tiempo se respiraba
pragmatismo, eficiencia, competitividad. Estados Unidos era un vecino
demasiado poderoso, influyente y cercano. Esa vecindad tenía, como todo,
ventajas y desventajas. Se podían hacer dos listas, igualmente amplias, en un
sentido y otro.
GG bebía un gin-tónic mientras escuchaba el español rápido, chapucero,
ininteligible, que hablaban a su alrededor. Cuba es el lugar menos indicado
del mundo para aprender español. Los cubanos cuando hablan expresan su
modo de ser: rápidos, alegres, impulsivos y descuidados, y, la mayor parte de
las veces, ingenuos y caóticos.
A las siete y media buscó un taxi, que lo llevó por el Malecón hacia el
oeste. Siguieron por la Quinta Avenida. A las ocho menos diez se acercó a la
puerta del Coney Island. Mucha gente, música, ruido, movimiento. Era un
parque de diversiones gigantesco. Al frente, al otro lado de la avenida, había
muchos bares pequeños, chiringuitos de todo tipo, músicos callejeros, putas.
Le gustó aquel ambiente. Alguien se le acercó sonriendo y, familiarmente, le
pasó un brazo sobre los hombros. Era el tipo que le entregó el sobre en la
cafetería. Saludó como si se conocieran desde siempre, con una amplia
sonrisa:
—Graham, ¿qué tal? Vamos, es aquí cerca.
Vestía un traje claro y corbata. Se situó a su izquierda y suavemente, le
condujo hacia el interior del parque de diversiones y se mezclaron con la
multitud. A su derecha se situó otro hombre, también vestido correctamente.
Dieron vueltas y más vueltas. Se detuvieron ante algunos equipos. GG
comprendió que se tomaban su tiempo para hacer un contrachequeo, por si
alguien los seguía.
GG los dejó hacer, pero se puso nervioso. Apretó los labios, preocupado.
No. Sonrió levemente. No debían ver que estaba ansioso y que tenía miedo.

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Eran profesionales y sabían lo que hacían. Al menos, eso parecía.
Fueron al Túnel del Amor, al fondo del parque. Dieron unos boletos al
tipo que cuidaba la puerta y entraron, pero no abordaron un bote. Caminaron
sobre la plataforma, entraron al túnel y esperaron un instante en el primer
recodo. El que recogió los boletos venía tras ellos y, sin decir una palabra, les
abrió una pequeña compuerta en el piso. Por allí salieron. De nuevo estaban
fuera. La hierba alta y la gran fachada de atrezzo del túnel les cubría de
miradas indiscretas. GG miró su reloj: las ocho y veinte. Se hacía de noche
lentamente. Todavía había mucha luz. A las nueve se ocultaría el sol
completamente. Caminaron hacia la cerca, al fondo. Otros dos tipos los
esperaban. Uno vestía con guayabera blanca, impecable. El otro con una
simple camisa de mangas cortas. El de la guayabera llevaba la voz cantante y
dirigía todo con precisión militar:
—¿Está adentro? —preguntó a los que llegaban con GG.
—Sí.
—¿La criada ya se fue?
—Hace media hora.
—¿Está sola?
—Seguro.
—Vamos.
El de la camisa llevaba unas tijeras para cortar metales en una bolsa de
carpintero, donde tenía otras herramientas. Dio unos cortes y alzó la cerca un
poco. Cruzaron al otro lado y se encontraron en el patio de una mansión de
dos plantas. Era un bello edificio neoclásico, de piedra, con hermosos vitrales
en las ventanas. Dos perros pastor alemán vinieron a su encuentro
velozmente. Parecían lobos al ataque. El de la camisa sacó unos trozos de
carne de la bolsa y se los lanzó. Los perros no los vieron. Iban a atacar. El de
la guayabera ya tenía una pistola con silenciador en la mano. Los mató con
dos tiros. Era muy rápido y tenía una puntería perfecta. Metió las balas en el
cerebro de los animales. No tuvieron tiempo ni para chillar. Cayeron
fulminados al suelo.
Rápidamente se acercaron a la puerta trasera. Estaba abierta. Alguien la
había dejado apenas entrejunta. Entraron. Cada uno tenía una pistola con
silenciador en la mano. Sigilosamente tomaron rumbos diferentes. El de la
guayabera blanca subió las escaleras. Los otros registraron las habitaciones de
la planta baja.
El jefe bajó unos minutos después y preguntó:
—¿Hay alguien más?

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—No.
—Suban.
Llevaron a GG con ellos. El jefe le dijo, cortesmente:
—Por favor, usted primero.
Entraron a un dormitorio en la planta alta. Una mujer rubia, muy blanca,
de unos cincuenta años, estaba atada a una silla. Tenía unos trozos de
esparadrapo sobre la boca y los miraba aterrada. El de la guayabera blanca le
dijo:
—Le voy a quitar la mordaza. No intente gritar porque nadie la oye, y será
inútil. Además, no quiero escuchar sus gritos.
El tipo era frío y eficaz. Le quitó la mordaza de un tirón. La mujer habló
en español con un fuerte acento:
—Por favor, tengan compasión.
—¿Usted la tuvo? ¿A cuántos judíos usted mató?
—A ninguno. Soy inocente. No tengo sangre en mis manos.
—¡No sea estúpida y mentirosa! Tenemos su historial completo.
—Puedo decirles quiénes son los otros nazis que viven en La Habana. Si
me sueltan…
—Nosotros tenemos la lista completa de los nazis que viven en La
Habana y en toda América. Bueno, seré humilde: la lista casi completa. Y
comenzamos a ejecutarlos. Usted es la segunda. Y no hay apelación. Ojo por
ojo y diente por diente.
La mujer cerró los ojos con fuerza porque el tipo de la guayabera alzó la
pistola rápidamente, la colocó a diez centímetros de su sien y disparó. La
cabeza se estremeció y se desmadejó. El golpe sordo del balazo. Una pequeña
mancha de sangre cubrió el cuello de la mujer, chorreó y manchó su bata de
encajes. La bala no salió por el otro lado de la cabeza. Quedó incrustada en el
cerebro. El hombre miró su guayabera cuidadosamente. No había
salpicaduras. Se alejó unos pasos y observó bien su obra. Hizo un gesto de
aprobación reflexivamente, como si mirara una escultura recién terminada.
Guardó la pistola y se dirigió a los otros tres:
—Busquen el material mientras hablo con nuestro invitado especial,
jejejé. ¿Está nervioso, Mr. Greene?
—No.
—¿Ha matado alguna vez?
—No.
—Es muy fácil. ¿Quiere aprender? Un escritor debe saber de todo un
poco.

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GG guardó silencio. No tenía interés en hablar tonterías con aquel tipo
mientras el cadáver se desangraba a un metro de ellos. La sangre ahora salía a
borbotones. Litros y más litros de sangre. GG calculó que demoraría algunos
minutos en coagular y sellar el agujero. Intentó mirar a otro sitio, pero sus
ojos volvían una y otra vez al pequeño hueco de donde manaba el líquido.
Como una ráfaga pasaron por su mente muchos muertos que había visto
durante la guerra en Indochina. La mayoría de las veces ya se pudrían y
apestaban. Nunca había visto matar a nadie. Al parecer era algo muy simple.
Destruir siempre es fácil.
El tipo lo miraba con una sonrisa burlona, y aguardaba. Sabía que GG
estaba impresionado. Un escritor nunca es un hombre de acción. El tipo sabía
que molestaba. Y disfrutaba haciéndolo. Repitió la pregunta:
—¿Quiere aprender, Mr. Greene? Puedo darle un par de lecciones. Gratis.
—No he venido aquí a hablar tonterías.
—Usted ni se imagina por qué le invitamos, señor mío. Primero me voy a
presentar. Soy El Capitán. Y mi grupo se denomina Habash. Es mucho más
grande que este simple comando que usted ve en acción. Habash está en todas
partes.
—¿Y qué tengo yo que ver con ustedes?
—No habíamos previsto que un escritor famoso apareciera en el camerino
de un artista porno tan vulgar. Tengo que reconocer que fue un error de
cálculo. Queríamos llamar la atención de la prensa con ese ajusticiamiento. Y
nos pareció bien hacer algo escandaloso. Pero la prensa cubana ignora
totalmente lo que sucede en esos barrios de mala muerte. Para ellos sólo
existe el gobierno y la alta sociedad.
—No era yo quien estaba allí.
—Salió publicado en The Havana Post.
—Es un error.
—Ya no hay más errores. Preste atención porque le voy a decir algo que
le interesa: ajusticiaremos a los nazis que huyeron. Son criminales de guerra.
Ha sido un trabajo lento, pero no se va a escapar ni uno. No importa dónde se
escondan. Habash tiene un brazo muy largo. Habash abarca a todo el mundo,
y no hay perdón. Creemos que usted nos puede ayudar. Yo quiero que sufran
mientras nos esperan. Que se caguen de miedo.
—¿Puede precisar un poco más?
—Escriba un artículo, un libro, lo que sea. Nosotros le daremos toda la
información que usted necesite. Hemos trabajado durante diez años.
Meticulosamente.

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—Ehhh…
—Piénselo. Confío en que usted sabe cuidar sus fuentes de información,
es decir, que sabe muy bien lo que debe guardarse para usted mismo.
—Seguro.
—Volveremos a contactar con usted. Recuerde que somos muchos. Para
nosotros es fácil mantenerlo bajo observación. No interprete esto como una
amenaza, pero somos muy precavidos.
Mientras tanto, los otros tres habían corrido un pesado armario y dejaron
al descubierto una caja fuerte empotrada en la pared. Trabajaron
cuidadosamente hasta que la abrieron. GG miró varias veces con el rabillo del
ojo. La vaciaron. Llenaron dos bolsas con joyas y dinero. La cerraron y
volvieron a colocar el armario en su sitio. Realmente, eran muy meticulosos.
Y actuaban con frialdad. «Muy peligrosos estos tipos», pensó.
Unos minutos después lo dejaron junto al Túnel del Amor y
desaparecieron. GG quedó noqueado en medio del gentío. Le gustaba pensar
que era un tipo duro, pero lo cierto es que aún no se reponía. Miró su reloj.
Las ocho y cincuenta y cinco de la noche. Todo fue muy rápido. Se encaminó
hacia la puerta principal del parque, cruzó la Quinta Avenida y fue a parar a
los barcitos. Entró en un antro pequeño, oscuro, con olor a fritanga y orina. Se
acercó a la barra y pidió whiskey.
—Sólo tengo ron, aguardiente y cerveza fría.
—Déme un ron.
Le sirvieron una línea, la bebió de un golpe, y pidió otra. Poca gente en
las mesas. En una esquina había un negro haciendo payasadas: tocaba con
botellas, un silbato, unas latas, hacía ruidos y muecas de todo tipo con la
boca, imitaba trompetas y tumbadoras. Primero le pareció que era un loco o
un imbécil. Después de la segunda línea de ron se fijó mejor. El tipo sabía lo
que hacía y le gustaba hacerlo a su modo. El barman se le acercó para hablar.
Había pocos clientes:
—Es El Chori. Hace años que toca aquí.
—¿Sí?
—Y viene gente importante a verlo. Es un artista internacional.
—Ahh.
El barman le gritó:
—Chori, canta algo para que el señor te oiga. Es la primera vez que viene.
El negro lanzó una gran carcajada y los miró fijamente. El mismo sonido
de la risa lo fue transformando en música. Improvisó una guaracha con una
sola frase: «La noche es joven…, la noche es joven.» Después una pareja le

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pidió un bolero y él los complació. GG fue hasta el músico y le puso un dólar
en una de las latas donde había monedas. En ese momento alguien lo agarró
por el brazo, amablemente:
—¿Se divierte mucho, Mr. Greene?
Era Robert Tripp. Impecable. Olía a colonia. No parecía un policía, sino
un gentleman muy elegante. Y, sobre todo, se veía fuera de lugar.
—Buenas noches, Mr. Tripp. Qué sorpresa. ¿Usted me sigue?
Se sentaron a una mesa. Pidieron ron. Tripp se tomó su tiempo para
contestar.
—Bien, le diré la verdad. Tengo un agente tras usted. No creo que quieran
eliminarlo, pero presentí que intentarían contactarle.
—¿Por qué ese presentimiento?
—Ellos buscan publicidad. Quieren formar un escándalo internacional con
los nazis que asesinan.
—Y ustedes quieren taparles la boca. Poco podrá hacer con un agente tan
ineficaz.
—Usted y dos tipos se le perdieron entre el gentío del Coney Island. Mi
agente es muy joven e inexperto. ¿Ha sucedido algo?
—No, no.
—Jajajá. Poco convincente. Usted es un pésimo actor.
—Sólo querían hablar conmigo. En efecto, quieren que yo escriba algo
sobre ellos. Hablaron un par de minutos. Fue muy rápido.
—¿Le dieron alguna información?
—No.
—Me da la impresión de que usted no quiere colaborar con nosotros, Mr.
Greene.
—Hace muchos años que adopté la filosofía de no inmiscuirme, Mr.
Tripp. No inmiscuirme. Aquí soy el invitado de piedra.
—Muy cómodo para usted.
—Lo siento. Tampoco quiero discutir de ética. Prefiero escuchar a El
Chori. Es más entretenido.
—Este es un lugar asqueroso. Huele mal. Y ese negro está loco. Le invito
a un casino de lujo, en el Hotel Nacional. ¿Le gusta el juego?
—La ruleta sobre todo.
—¿Vamos? No se preocupe. El tipo de gente que visita ese casino tiene
mucho dinero y poco tiempo para leer. No lo reconocerán.
El Cadillac esperaba a una cuadra. Una vez dentro respiraron mejor el
fresco del aire acondicionado y el olor a spray de rosas. Era mucho más

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agradable que permanecer en aquel bar sucio, caluroso y sin ventilación.
Tripp respiró profundamente, y dijo:
—Voy a explicarle algo y después no hablaremos más del asunto por esta
noche. Yo también necesito divertirme un poco.
—Adelante.
—Usted sabe, Mr. Greene, que todos estos grupos que asesinan con
pretextos patrióticos o ideológicos siempre terminan convirtiéndose en
pandillas de mafiosos, terroristas y asesinos a sueldo. Matar es un vicio para
ellos. Tan simple como encender un cigarrillo. Además, nos interesa poner
orden en la isla. Somos vecinos muy cercanos. El desorden puede descalabrar
la economía y la tranquilidad en este país. No se puede permitir ningún
desorden. Para nosotros, México y Cuba son muy importantes. Y por si fuera
poco, los nazis deben ser juzgados con todas las garantías de la ley. Si los
podemos juzgar en mi país, o extraditarlos a Europa, será de un efecto político
muy valioso en la comunidad internacional.
—Usted es un gran patriota, un gran americano.
—Para eso me pagan.
—Al menos es cínico. Ya tiene ventaja sobre muchos de sus compatriotas
que habitualmente son pueriles.
—Soy un hombre de cincuenta años, Mr. Greene. Dentro de poco
cumpliré treinta años como policía. Sólo un cínico puede seguir adelante sin
desplomarse.
—Estamos de acuerdo. Vamos, la ruleta espera por nosotros.

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8

Al día siguiente GG se levantó a las ocho y treinta de la mañana, con resaca.


Bebió bastante en el casino, perdió ciento cincuenta dólares en la ruleta y
Tripp lo había traído en el Cadillac hasta su hotel. Ahora tomó una ducha, se
rasuró, y trató de alejar el miedo de su espíritu. El grupo Habash le ofrecía
una posibilidad perfecta para escribir un libro excepcional y —hasta ahora—
no pedía nada a cambio. Pero el FBI lo vigilaba. GG sabía muy bien que los
servicios secretos siempre juegan sucio y dan golpes bajos sin pensarlo dos
veces. No al fair play, parece ser la consigna de todos los servicios de
inteligencia y contrainteligencia del mundo.
Sonó el teléfono. Robert Tripp. Le esperaba para desayunar y se
encontraba en el lobby del hotel.
—¿No lo recuerda, Mr. Greene? Creo que anoche estaba un poco
mareado.
—Anoche estaba borracho. No me gustan los eufemismos. ¿Quedamos en
que desayunaríamos juntos?
—Le hablé del American Club y le dije que hoy le invitaría.
—Bajo en un minuto.
Cuando se saludaron, Tripp le dijo:
—Además, le tengo una pequeña sorpresa para después del desayuno. Un
regalo.
—Usted no parece muy generoso.
—En realidad, lo vamos a repartir. Es un regalo para los dos. Debemos
desayunar rápidamente.
Fueron caminando hasta Prado y Virtudes. El American Club era un
edificio sólido, de piedra, con dos bares, restaurante, billar, biblioteca y
salones bien ventilados, cómodos, elegantes. Desayunaron en veinte minutos,
casi sin hablar, y salieron de nuevo al Paseo del Prado. El Cadillac los
esperaba. Se acomodaron en el asiento trasero y Tripp le indicó al chofer que
se dirigiera a Trocadero.

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Llegaron al solar de Trocadero 264. Estaban en el barrio de Colón, la zona
de putas de la ciudad, y apenas eran las nueve y media de la mañana. Todos
dormían, por supuesto. Muy pocas personas caminaban por las calles a esa
hora. El Cadillac se retiró. Siempre esperaba a cierta distancia, con discreción.
En el bar de la esquina, dos tipos vestidos de civil miraban la operación. Uno
de ellos hizo una leve inclinación de cabeza a Tripp. Un gesto afirmativo
apenas perceptible. Tripp le dijo a GG:
—Camine detrás de mí, con los ojos bien abiertos.
Entraron al solar. Sólo había una negra muy vieja y casi ciega sentada en
un pequeño banco, junto a la puerta de su habitación. Aquello fue un
espléndido caserón señorial en tiempos de la colonia. Tenía en el centro un
patio enorme, y en dos plantas alrededor, pequeñas habitaciones donde vivían
apiñadas decenas de personas. Tripp se detuvo ante la tercera puerta a la
izquierda y la examinó. La empujó levemente y vio que era endeble. No lo
pensó. Dio una patada con el tacón del zapato. Abrió la puerta de par en par y
entró. Ya tenía una pistola en la mano. El interior era muy oscuro, caluroso y
húmedo. No tenía ventanas. Parecía una celda. GG se asomó cuidadosamente.
Una voz de hombre, muy afeminada, gritó:
—¡Ayyy, qué es esto! ¡Me violan, me violan!
Era Supermán. Estaba acostado en un camastro, desnudo y abrazado a
otro hombre. Despertaron asustados. Supermán se sentó en la cama, con cara
de terror. El hombre se levantó de un salto y fue hacia su ropa. Tripp se
interpuso y le apuntó con la pistola:
—Siéntese en la cama y tranquilo. Los dos tranquilos. —Y dirigiéndose a
GG—: Por favor, entre y cierre la puerta. Tenemos que hablar con estos
caballeros.
Sin dejar de apuntar hacia la cama, Tripp se acercó a una bombilla que
colgaba del techo. Haló una cadenita y la encendió. El lugar era más bien
tétrico, las paredes desconchadas y húmedas. La cama era un revoltijo de
sábanas sucias. El tipo que estaba con Supermán era muy blanco, delgado y
de baja estatura. Tendría cuarenta años. Tripp y GG lo reconocieron de
inmediato. Era George Greene.
Tripp se tomó su tiempo, como siempre, para adaptar la vista a la
penumbra y para que todos supieran que era él quien controlaba la situación.
Buscó una silla. No había. Sólo aquel camastro, y en un rincón unas cajas de
cartón y un cordel tendido entre dos clavos. De allí colgaban unas perchas con
alguna ropa. Eso era todo. George Greene guardaba silencio y se mordía los
labios. Supermán temblaba de miedo y se atrevió:

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—Ay, yo no hice nada, por amor de Dios. No me maten. Yo no hice nada.
—Cállese.
El silencio volvió al cuartico. Tripp sacó su chapa del FBI y la mostró.
—Ustedes son sospechosos de asesinato y están en un lío muy gordo.
George Greene dijo:
—Estamos en libertad bajo fianza.
—Cállese. No me interesa. Vamos a empezar con usted. Quiero que me
responda sin rodeos a tres preguntas: ¿quién es usted realmente? ¿Por qué se
hizo pasar por Graham Greene? Y ¿qué sucedió la noche del dieciséis de julio
en el camerino de este señor, en el teatro Shangai? Comience. Y sin rodeos.
Tengo poco tiempo.
—¿Puede bajar la pistola?
—No.
—Ehh…, bien. Mi nombre es George Greene, soy periodista. Mejor
dicho, fui periodista del Liverpool Star Weekly hasta hace unos días. Vine a
La Habana sólo a divertirme un poco y…, bueno…, pensé que podría
encontrar un trabajo por aquí y quedarme un tiempo. Necesito un cambio en
mi vida porque…
—¡Stop! No me interesa. ¿Por qué se hizo pasar por Graham Greene?
—No fue intencional. En realidad, llegué al hotel, pedí una habitación, le
di mi pasaporte al empleado y cuando oyó mi apellido se entusiasmó, me
habló en un inglés perfecto y me dijo que se había leído todos mis libros. No
me dio tiempo a reaccionar. Me hizo que le firmara una novela que leía y me
repetía que yo era su escritor preferido. Se confundió.
—¿Y por qué usted aceptó la situación?
—Me sentí halagado. Hasta me ofreció una habitación especial.
—Y una botella de scotch por cuenta de la casa.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Yo soy el que pregunta aquí.
—Muy bien.
—¿Qué sucedió en aquel camerino? ¿Cómo fue todo?
—Nada. Yo llegué a buscar a Caridad…, eh, a Supermán. Entré por la
puerta trasera. Hay un portero allí. Un viejo gordo que habla sin parar.
Recuerdo que le di un dólar de propina y me dejó pasar. La puerta del
camerino estaba abierta. Entré. Encendí la luz y esperé unos minutos.
Supermán llegó enseguida y casi no hablamos porque él vio un charco de
sangre debajo de unas cajas, en un rincón. Las quitó, pensando que sería

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brujería, y descubrió el cadáver. Nosotros no hemos hecho nada. Yo casi no
vi el cadáver. Me dan miedo los muertos.
Supermán guardaba silencio, pero no podía contenerse. Temblaba de
miedo. Gimió:
—Ay, Dios mío, si nosotros no hicimos nada. Yo no hice nada, y él
tampoco.
Tripp cortó los gemidos y lamentos de un modo brusco:
—¡Cállese, estúpido! —Y se dirigió a GG—: ¿Tiene alguna pregunta que
hacer?
—Sí. Mr. George Greene, quisiera saber, ¿qué hacía usted en ese
semanario de Liverpool?
—Ehh…, periodismo.
—¿De qué tipo?
—Ehh…, en realidad, yo trabajaba en la redacción.
—¿Qué hacía en la redacción?
—Ehh… ¿Son necesarios esos detalles?
—Sí. Conteste.
—Escribía respuestas a las cartas de los lectores, el horóscopo, recetas de
cocina, y una sección de consejos para las amas de casa.
—¿Y renunció a ese trabajo tan interesante?
—No se burle de mí.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Siempre he querido ser marinero, escribir libros de viajes, novelas de
aventuras, quizás aquí, en el puerto…
—Pero usted no tiene documentación, ni dinero.
—Creo que lo perdí. Pagué la fianza con todo mi dinero.
Tripp sacó un sobre del bolsillo interior del saco y se lo dio:
—Le devuelvo su pasaporte. Con el FBI no tiene deudas. Con la policía
cubana, usted sabrá.
Tripp se dirigió a la puerta, la abrió y se marchó sin mirar atrás, seguido
por GG. Una vez en la calle, le dijo:
—El mundo está lleno de imbéciles.
—Todos somos un poco imbéciles. ¿Usted nunca intenta comprender a los
demás?
—Comprenderme a mí mismo ya es muy difícil, Mr. Greene. Y casi
siempre es imposible. ¿Desea que lo lleve a algún sitio? Dispongo de tiempo
y de un Cadillac.
—No, gracias. Le agradezco por el regalito. Y por el desayuno.

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—Okey. Nos vemos.
—Adiós, Mr. Tripp.
GG salió caminando por Trocadero hacia Prado. Las putas y los chulos
dormían. Muchos bares aún permanecían cerrados. Por un momento le
pareció que estaba en un país de locos adonde iba a parar el resto de los locos
del mundo. Sin embargo, a simple vista, Cuba parecía un país normal.

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GG paseó un poco por la zona. Había muchas tiendas, teatros, cines, librerías,
negocios de todo tipo, edificios en construcción. La ciudad bullía de
actividad. Recordó aquellas hermosas fotos porno antiguas que la policía
había incautado en la habitación de George Greene. Fue hasta Neptuno. Había
al menos veinte pequeñas librerías de ocasión. Una junto a la otra. Vendían
barato, y de todo: libros antiguos, monedas, billetes y sellos de correo para
coleccionistas, pornografía de todo tipo. Se tomó su tiempo para escoger bien.
Finalmente compró dos pequeños álbumes con postales de principios de siglo.
Eran fotos bellísimas de hombres y mujeres desnudos.
Regresó al American Club. Las once de la mañana y ya era insoportable el
calor. GG era un hombre más bien débil, no apto para el esfuerzo físico. Fue
al bar, pidió un gin-tónic y se dispuso a leer el Times. Sólo pudo leer algunos
titulares. No se concentraba. Le atraía la idea de escribir el libro con la
información que le daría el grupo Habash. Cazadores de nazis sería un título
de impacto. Pero ellos seguramente presionarían para que él los ensalzara y
los elevara a la categoría de héroes. GG detestaba escribir sobre héroes y
sobre actitudes heroicas. Ese concepto es falso. Nunca han existido los héroes
en la historia de la humanidad. Es una idea concebida para manipular a los
incautos, a las masas. Un concepto distorsionante, adorado por los políticos y
los militares. Sobre todo los más egocéntricos y petulantes aman esa idea, los
que aspiran a pasar a la historia y quedar inmortalizados en estatuas y en el
reverso de las monedas.
Los miembros del grupo Habash actuaban gracias a una mezcla de
motivos: dinero, sed de venganza y justicia, el placer de matar. Y quién sabe
cuántos otros, igualmente mezquinos, tendría cada uno en particular. GG
sabía que lo presionarían para que ofreciera una visión monolítica de ellos:
los grandes héroes vengadores, los justicieros perfectos, fabricados en una
sola pieza de acero.
Pidió otro gin-tónic. En una mesilla junto a su butaca había un folleto con
el programa semanal del hipódromo. El Oriental Park. Necesitaba distraerse

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un poco. Había tenido unos días intensos. Pero varias ideas daban vueltas en
su cabeza. A menudo tomaba notas de ese tipo. A veces alguna universidad le
invitaba a impartir conferencias y era preferible tener apuntes a mano.
Escribió en su pequeña libreta de notas:

Elogio a la deslealtad
La deslealtad es un privilegio del escritor. Mi rol en tanto
que escritor es convertirme en abogado del diablo para las
víctimas y los individuos fuera de los límites, aquellos que
están al margen del Estado y de las instituciones, porque ellos
son maltratados o pueden serlo. Mi deber y el sentido de mi
compromiso es ser el grano de arena que traba la mecánica del
Estado. Yo prefiero un enemigo político a un indiferente. La
política forma parte del aire que respiramos. Lo que me interesa
en los hombres políticos no son sus ideas políticas, sino por qué
las aplican. Es el «factor humano» lo que me interesa.

Ya era suficiente. Cuando regresara a Capri podría meditar un poco más,


redondear y ampliar esas notas, y escribir un ensayo de varias páginas. Fue al
restaurante. Almorzó ternera guisada con legumbres hervidas, y dos copas de
vino tinto. Consultó de nuevo el folleto del hipódromo. Había carreras a partir
de las cinco de la tarde. Fue al Bristol. Durmió una siesta de una hora y
descansó bien. Se sentía mucho más sereno. Escribir, reflexionar, le asentaba.
El día que no escribía algo, lo que fuera, le parecía perdido.
A las cinco en punto entró al Oriental Park. Le dejaron pasar a dar un
vistazo, de lejos, en las caballerizas. Un dólar abría muchas puertas en esta
ciudad. El portero se mantuvo a su lado y sólo le permitió mirar unos pocos
minutos. Le gustó Dolores, una yegua mexicana que ensillaban para la
segunda carrera. A veces creía en sus instintos telepáticos. Apostó cincuenta
dólares. La yegua llegó en quinto lugar. Para la tercera carrera pensó en Ol
Black, un caballo muy joven, recién llegado de New Orleans, y con buen
historial. Apostó cincuenta dólares. Ol Black corrió a la cabeza en la primera
vuelta. Se cansó y quedó atrás. Entró en el seis. GG se desanimó. Fue al bar.
Pidió una Miller bien fría. Era una cerveza norteamericana. Muy ligera. No le
gustó. La tarde no iba como debía ser. Un tipo se le acercó. Era un negro
flaco, desnutrido, de baja estatura, mal vestido. Hablaba una mezcla de inglés
y español, y era alegre y relamido:
—Hey, míster, good morning.

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—Good evening.
—Oh, yes, eso, evening, jejejé. ¿Quiere apostar a ganador en la próxima?
—Todos queremos. Siempre.
—Por dos dólares le doy el nombre.
—Oh, no, lo que me faltaba.
—Es seguro, míster. Está arreglada y tengo buenas conexiones. Déme dos
dólares y si gana me da otros diez.
—¿Y si pierdo?
—No puede perder. Es seguro.
—¿Aquí lo arreglan todo de ese modo?
—Aquí y en todas partes, míster. Todo está arreglado en este mundo de
mierda. No crea en la suerte, no crea en la honradez, no crea en nada.
—¡Hey, hey, stop, stop!
—Le doy un consejo: métase entre los ganadores y que no lo boten ni a
patadas por el culo. Los que están arriba son los que mandan.
—A usted lo echaron hace algún tiempo de ese grupo.
—Yes, míster. A veces uno tiene momentos malos en la vida. Pero si
usted me ve hace unos años, en el Madison Square Grden. ¿Usted sabe quién
soy yo?
—No.
—Yo fui campeón del mundo en peso ligero.
—Oh, por favor.
—¿No lo cree? ¿Me veo tan mal?
—Sí, bastante.
—¿Me invita a una cerveza?
—¿Por qué no?
—Pida Hatuey. Esa cerveza americana es una mierda.
—¿Usted es patriota?
—No, borracho, jajajajá.
Cuando tuvieron delante las dos cervezas brindaron:
—Salud, míster.
—Salud, boxeador.
—Míster, no pierda tiempo. Van a cerrar las taquillas de apuestas. Es más,
para que confíe en mí, le voy a decir quién soy. Yo nací en Los Sitios. ¿Usted
sabe qué son Los Sitios?
—No.
—Uno de los mejores barrios de La Habana. De allí ha salido gente muy
famosa, músicos, boxeadores, peloteros. Yo soy El Niño Loco, Crazy Boy me

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decían en el Madison y en la prensa. ¿Nunca ha oído hablar de mí?
—No me interesa el deporte. El boxeo mucho menos.
—Debiera interesarle, míster. El boxeo es la vida. O al revés. La vida es
un boxeo: uno golpea, lo golpean a uno. Y gana el que pega más duro, más
rápido y con mayor capacidad de asimilación. Eso es la vida, míster. Nada
complicado. Es sencillito. Déme dos dólares y vaya a su apuesta. Se puede
hacer rico en cinco minutos.
GG sacó dos dólares y se los dio.
—Puede apostar fuerte. Todo lo que quiera. Apúrese. El ganador es un
caballo mexicano muy hermoso. Se llama Centella.
GG buscó en el programa. Aparecía el nombre de Centella en el carril
tres, pero ni una palabra sobre el animal. Sólo decía que era mexicano y que
tenía tres años.
—¿Usted está seguro, boxeador?
—Es seguro, míster. Corra, antes de que cierren las taquillas. Usted es
muy lento. Así no se puede ir por la vida.
—Precavido.
—En el boxeo sería cobarde, agachao y lento. El entrenador lo botaría del
gimnasio el primer día. O peor, lo cogen para putching bag.
—Bueno, okey. Ya voy.
—Nos vamos haciendo amigos. Déme cuarenta centavos. Compro dos
cervezas más y vamos a ver la carrera.
Cinco minutos después, GG tenía en la mano diez boletos de diez dólares
cada uno. Centella llegó primero por una cabeza. Fue perfecto. No pareció
una carrera arreglada. Pagaban cinco a uno. GG cobró quinientos dólares.
Crazy Boy no se despegaba de él. GG lo miró. El tipo no parecía boxeador y
mucho menos campeón del mundo. Pero tenía brillo en los ojos, caminaba y
se movía como un resorte. Parecía que esperaba la campana para saltar sobre
el contrario. Aquel negro había nacido para ganar. Una ola de ternura abrasó a
GG. Contó cien dólares y se los dio a Crazy Boy.
—Hey, míster, eso es mucho…, eh, bueno, okey, déme acá. ¿Vamos a
beber? Yo invito.
—Hay unos bares frente al Coney Island…
—¿Quiere ir? Vámonos, míster. Somos millonarios.
—Hace un par de noches vi unas putas allí…
—¿Le gustaron?
—Sí. Vi dos o tres que eran hermosas.

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—Somos millonarios, míster. Vamos a buscar un par de blancas bonitas.
Negras no. Las negras traen mala suerte a los negros. Tienen que ser dos
blancas. Una pa’ usted y otra pa’ mí. El cuerpo me lo pide hace días, pero un
hombre sin dinero es un trapo de culo.

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Fue una noche espléndida. Crazy Boy se fue con una blanca bonita y culona.
GG se llevó dos mujeres a su habitación. Clara y Mima. Una mulata y una
negra, jóvenes y elásticas, que hicieron el amor delante de él, fumaron
mariguana, se emborracharon, estimularon a GG para que las poseyera a las
dos con todos los medios imaginables. A las tres de la mañana, Clara salió
media hora y trajo a su marido —no quería decir «mi chulo»— y le ofrecieron
un pequeño show. GG ya se había cansado y no podía seguir. Eran máquinas
sexuales, indetenibles. Se divertían y además cobraban.
GG regresó a su hotel en un taxi. El día comenzaba a clarear. Le pidió al
taxista que lo dejara en el Malecón.
—Estamos un poco lejos. Si no conoce la ciudad…
—No se preocupe. Gracias.
Le pagó y se sentó en el muro del Malecón. Quería ver el amanecer, tomar
un café en uno de aquellos chiringuitos, y sentirse joven y aventurero de
nuevo. El mar —muy tranquilo— pasó a gris y después a azul. Ahora el aire
era fresco y transparente, y la ciudad silenciosa. Nunca había tenido una
noche de sexo tan loca y frenética. Había sido una prueba. Sí. El sexo es
estímulo. Un negro pescador se lo había dicho en Saint Kitts. El hombre
vendía como afrodisiacos los penes secos de carey, un tipo de tortuga
pequeña. El le compró uno. Sólo tenía que rasparlo con una cuchilla. El
polvillo lo mezclaba con ron o café y se tomaba una hora antes del sexo.
«Pero el mejor afrodisiaco del mundo es una mujer que le guste a uno», le
dijo el pescador ya cuando se despedía. Era cierto. Aquella mulata y aquella
negra se entregaron y disfrutaron de tal modo que le hicieron olvidar que eran
putas y que cobraban por todo aquello. Además eran hermosas y jóvenes. Y
por tanto insaciables. Deseaban más y más. Cuando vieron que ya no podían
contar con él, fueron a buscar a otro hombre porque ellas aún querían más.
GG tomó un par de tazas de café en un kiosco y decidió regresar a pie a su
hotel. Preguntó, le indicaron, y emprendió la marcha. Quería ver la ciudad
que despertaba. Mezclarse con la gente. Se sentía fuerte, macho,

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conquistador. «Si viviera en La Habana sería diferente. Quizás pensaba sobre
temas más alegres y me angustiaba menos. Este es un buen lugar.»
Se preocupaba mucho por no dejar huellas de sus tropelías. Sobre todo de
las sexuales. Tenía un sentido muy arraigado de la culpabilidad cristiana.
«Vivir aquí un tiempo sería una buena terapia contra la idea del pecado. Es un
concepto obsoleto, pero no logro desprenderme de él», pensaba sonriendo
mientras subía la cuesta de la calle G y olía las adelfas, mezcladas con el
hollín de los motores diésel de las primeras guaguas del día, que ya iban
atestadas.
Después de tomar una ducha y vestirse de limpio, sintió hambre. Fue al
American Club a desayunar. Eran las nueve de la mañana. Quería revisar los
periódicos del día y pensar en el regreso. Dos o tres días de descanso aquí no
le vendrían mal. Quizás podría visitar las playas, al este de la ciudad. Y, por
supuesto, repetir la fiesta con Clara y Mima. Comenzaba a gustarle la ciudad.
Un poco excesiva y caótica, pero el desequilibrio estimula. El equilibrio
totalmente previsible de su vida en Capri le aburría y deprimía.
Pensaba en todo esto mientras tomaba su desayuno. Fue interrumpido por
una señora alta, delgada y atractiva, de unos cuarenta años. Hablaba un inglés
perfecto:
—Oh, ¿Mr. Greene?
—Sí.
—Disculpe que interrumpa sus pensamientos.
—Interrumpe mi desayuno.
—Y sus pensamientos, que son más importantes. Usted viaja por otro sitio
muy lejos de esta mesa. Me presento: soy Loretta Kent, de New York,
profesora de la Universidad Comercial de La Habana.
—Un placer. ¿Aceptaría un té? Siéntese, por favor.
—Prefiero un café.
Pidieron café para Loretta.
—Como ya supondrá, Mr. Greene, leo siempre sus libros. Creo que los
tengo todos. Usted es mi escritor preferido… de los vivos, se entiende.
—Gracias. ¿Y de los muertos?
—Es una lista larga. Creo que cambia según mi estado de ánimo, pero me
encantaría invitarle a un almuerzo en mi casa. Así podríamos conversar con
más tranquilidad. Este lugar…
—El American Club es perfecto. Parece un trozo de Boston trasplantado
al Caribe.

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—Mi casa es mucho mejor. ¿Le gusta la langosta al apio, borracha en
salsa de ostras? ¿O prefiere camarones en jugo de piña sobre una cama de
manzanas? Son dos de mis especialidades. Será un placer cocinar para usted.
—Usted me halaga en exceso.
—Esta es mi tarjeta. ¿Le parece bien hoy a las doce del día?
—Muy bien. Acepto.
—Entonces, le dejo continuar su desayuno y sus pensamientos. Hasta
luego.
GG no le dio importancia. Estaba acostumbrado a estos encuentros.
Usualmente no aceptaba invitaciones de admiradores. Tenía un repertorio
amplio de excusas para negarse y al mismo tiempo ser cortés. Pero a veces era
agradable dejarse atrapar o por lo menos conversar un poco. Enterarse de las
vidas ajenas. En definitiva, ése era su oficio: averiguar cómo vivían los
demás, qué les sucedía, mezclarlo todo, poner unas gotas de su propia
cosecha, y escribir novelas. Un oficio extraño. Un escritor es como un
sacerdote. Ambos basan el éxito de su trabajo en la credibilidad de los demás.
Tienen que esforzarse para ser convincentes. Quienes los visitan tienen que
creerlo todo. Absolutamente todo. Sin resquicios para la duda. Por imposible
que sea lo que ellos cuentan.
Invirtió el resto de la mañana en pasear por la calle. Compró desodorante,
agua de colonia y jabones olorosos, para ponerse a tono con el folklore
tropical. En los trópicos tienen manía con la higiene y los perfumes para
combatir los olores del sudor y de la pudrición.
A las doce en punto fue al encuentro de Loretta: un penthouse en el
edificio Royal Palm, en el Malecón. El ascensor impecable, con bronces y
espejos. Subió algunos escalones, de mármol blanco, todo brillaba y parecía
acabado de hacer. Loretta lo esperaba. Ahora lucía más atractiva aún. Tenía
discos de música americana de moda: Frank Sinatra, Paul Amka, Gershwin,
Stanley Black. Bebieron unos martinis y miraron al mar. Loretta disponía de
una terraza muy amplia, a buena altura sobre la calle. Tenía un panorama
perfecto de la ciudad, el Caribe, y la entrada al puerto. Hablaron de temas
simples: el trabajo de ella en la universidad, sus autores preferidos, los libros
de GG. El evitaba hablar de sí mismo. Quizás era sólo timidez, pero le
molestaba que elogiaran sus libros en su presencia. Ella lo percibió y, después
de dos martinis, le preguntó:
—¿Le gusta la fotografía, Mr. Greene?
—No específicamente.
—Ese es mi hobby. ¿Quiere ver algo?

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—Bueno.
Le mostró un álbum con más de doscientas fotos en blanco y negro. No
muy artísticas. Todas eran de hombres negros, completamente desnudos. La
mayoría tenían el sexo en erección. GG no lo esperaba, y se asombró. Loretta,
traviesa y coqueta, se rió:
—En La Habana se pueden cometer todos los pecados posibles. Y soy
partidaria de cometerlos. Uno tras otro. Incesantemente.
—Ya lo sé.
—Me parece que usted no disfruta mucho. Debe relajarse y disfrutar de
La Habana. Así se puede enamorar de la ciudad y tendrá que regresar
siempre. Esta ciudad es femenina, mi querido Graham. ¿Puedo llamarle
Graham?
—Sí.
Esta ciudad es una gran puta. Seduce, hipnotiza, lo envuelve. Y si usted
no opone resistencia se queda para siempre.
—¿A usted le sucedió?
—Mi historia es larga y complicada. Mejor la dejamos para otra ocasión.
Además, Graham, no dispongo de tiempo. Detesto precipitar las cosas, pero…
GG se puso tenso y la miró asombrado.
—Ohh, jajajá, no es lo que usted se imagina…, jajajá. Además, disculpe,
pero desde que probé a los negros, no soporto a los hombres blancos en la
cama. Al menos los de mi país son completamente previsibles y…
—Usted no parece muy anglosajona.
—Hace años que vivo aquí. Quizás me he contaminado de los cubanos.
Además soy del sur. Nací en Tampa. Mi familia aún vive allí. Creo que sí soy
anglosajona, y por tanto muy pragmática, Graham. Pragmatismo total.
—Yo también. La gente romántica vive en desventaja.
—Estoy de acuerdo. ¿Desea otro martini? ¿Un whiskey?
—No, gracias, ya está bien.
—Antes de almorzar, quisiera explicarle algo. Seré breve.
—Adelante.
—Yo trabajo para la Internacional Comunista.
—Ahhh…
—¿Le sorprende? Pues sí. Como usted comprenderá, le revelo un secreto
que me puede costar la vida. Quiero decir, soy una profesional.
GG esperaba cualquier cosa menos aquello. Guardó silencio.
—Usted fue miembro del Partido Comunista Británico.
—Sólo durante cuatro semanas. En 1923. Hace mucho.

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—Hace treinta y dos años exactamente. Sabemos que usted es lo que se
llama un «simpatizante crítico». Término ambiguo. De todos modos, usted es
el naipe que tenemos en la mano, y lo vamos a tirar sobre la mesa.
—Yo no soy naipe de nadie.
—La KGB dispone de un excelente dossier con algunos detalles de su
vida. ¿Lo sabía?
—También el M16 y el FBI. No me preocupan en absoluto.
—Sólo se lo decía como información general. No se enfade. Dejemos esa
cuestión a un lado. Queremos su colaboración desinteresada. Le ofrecemos
algunas ventajas…
—Vaya al grano, por favor.
—La KGB le puede suministrar material secreto suficiente para que usted
escriba un libro que sería una bomba incendiaria en medio de la guerra fría
actual.
—¿Qué quieren de mí?
—Sabemos que el grupo Habash ha contactado con usted. Necesitamos
que usted se infiltre entre ellos y trabaje para nosotros.
—¿Doble agente?
—Exacto.
—Esa es la posición más peligrosa que existe en su oficio, señorita Kent.
¿Por qué me lo pide?
—No nos conviene que continúen ajusticiando a los nazis fugados y
residentes en América.
—¿Por qué?
—Usted pregunta demasiado, mi querido Graham, pero le puedo
responder: nosotros los tenemos bajo control. Cuando decidamos los podemos
embarcar para la URSS y hacerles juicios como criminales de guerra. Sería
una acción de gran efecto político.
GG no habló pero pensó: «Lo mismo que pretende Estados Unidos. Dios
los cría y el diablo los junta»
.
—Le voy a explicar algo más: hemos intentado dialogar con el grupo
Habash, pero no aceptan. Están frenéticos. Desgraciadamente aquí no
tenemos fuerzas suficientes para eliminarlos. Quiero decir, neutralizarlos. Ni
siquiera sabemos cuántos son ni dónde tienen su base principal. Necesitamos
un hombre de confianza dentro de ellos. ¿Comprende ahora por qué le digo
que usted es el único naipe que tenemos en la mano?
—Entiendo…

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—Le repito que el pago será suculento. Voy a violar las órdenes que he
recibido y le daré un adelanto. Confío en que hablo con un hombre que sabe
callar cuando es necesario. En cuanto usted dé el primer paso, yo pondré en
sus manos un grueso dossier con copias fotostáticas de la Operación Paper
Clip. Usted escribirá un libro apasionante. Un bestseller mundial. Todos los
documentos permanecen inéditos y clasificados como Top Secret, por ambas
partes, desde 1945.
—¿Puede explicar un poco más?
—En mayo de 1945 las tropas norteamericanas ocuparon Peenemunde, y
otras instalaciones de investigación, fabricación y lanzamiento de las bombas
nazis. Los famosos V-2, con los que bombardearon Londres. Esos eran los
bebés. Había mucho más. El director de todo el proyecto coheteril de Hitler
era Werner von Braum. Pues bien, el gobierno de Estados Unidos lo
desmanteló todo y se llevó hasta el último tornillo y, por supuesto, a todos los
científicos y obreros especializados. Fue una operación perfecta y muy
secreta. Ellos gastan millones de dólares cada mes para dominar el espacio
exterior, y se cree que podrán alunizar dentro de poco. Si instalan una
lanzadera de cohetes en la Luna… En fin, a la URSS le urge que un escritor
como usted descubra al mundo esta historia con un libro. Con una falta de
ética increíble utilizan a los científicos nazis y…
—Por favor, señorita Kent, fue un botín de guerra. Es lo que han hecho
siempre los guerreros: llevarse todo lo que pueden, y el resto lo queman y
destruyen. Somos seres civilizados.
—Ohh…
—La URSS habría hecho lo mismo si llega primero a Peenemunde.
—Muy bien. Aceptado. La ética no es nuestra especialidad, Graham. Al
menos no la mía. Le repito: si acepta colaborar con nosotros, recibirá todos
los dossiers de esta operación.
GG comprendió que estaba cogido entre tres fuegos de calibre grueso: el
FBI, Habash y la KGB. Decidió ganar tiempo.
—Uhmmm…, debo pensarlo.
—Le ruego se apresure a tomar una decisión. Le voy a mostrar la copia de
un documento confidencial que recibió hace unos días el presidente de la
República:

AGENCIA CENTRAL DE INTELIGENCIA WASHINGTON


D.C.
OFICINA DEL DIRECTOR 15 de julio de 1955

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Su Excelencia Gral. Fulgencio Batista Zaldívar Presidente de la
República de Cuba Habana, Cuba
Estimado señor Presidente:
Recuerdo con gran placer nuestra reunión celebrada durante
mi viaje a La Habana el pasado abril. Para mí fue un gran honor
el haber tenido la experiencia de tan placentera e interesante
visita a Ud.
La creación por el Gobierno cubano del «Buró de Represión
de Actividades Comunistas» es un gran paso adelante en la
causa de la Libertad. Me siento honrado en que su gobierno
haya acordado el permitir a esta Agencia, la asistencia en el
adiestramiento de algunos oficiales de esta importante
organización.
Como Ud. podrá recordar, en nuestras conversaciones del
pasado abril, yo establecí que esta Agencia se sentiría honrada
en ayudar en el adiestramiento del personal que Ud. enviaría
como lo deseara. Tengo entendido que el general Martín Díaz
Tamayo dirigirá las actividades del BRAC y será responsable
de su organización. En este caso me gustaría sugerir que
pudiera ser conveniente al General Díaz Tamayo venir a
Washington en un futuro cercano, de tal manera que nosotros
pudiéramos discutir con él algunas de las técnicas usadas para
combatir las actividades del Comunismo Internacional. Estoy
seguro que sería útil intercambiar opiniones con el General
Díaz Tamayo, como un adelanto al grupo de sus subordinados,
que vendrán aquí para entrenarse. El material que ofreceremos
al General puede ser una considerable ayuda en su tarea de
organizar el BRAC, y para indicarle el tipo de oficial que él
debe preferir al seleccionarlos para el entrenamiento.
En vista del interés que el Ministro de Estado, Dr. Carlos
Saladrigas, expresó por este asunto, me estoy tomando la
libertad de escribirle hoy, resaltándole las ideas contenidas en
esta carta. Yo le sugeriré, si le es aceptable a Ud. y a su
gobierno, que extienda una invitación en mi nombre al General
Díaz Tamayo para venir a Washington por aproximadamente
dos semanas, preferiblemente comenzando el primero de
agosto. Confío que esto será con su aprobación.

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Permítame decirle de nuevo, señor Presidente, qué gran
honor y placer ha sido el reunirme y conversar con Ud., y
confío estaremos en una posición para ayudarle a Ud. y a su
país en nuestro mutuo esfuerzo contra los enemigos de la
Libertad.
Acepte, por favor, señor Presidente, la declaración renovada
de mi más alta y distinguida consideración.
Sinceramente,
ALLEN DULLES DIRECTOR

—Usted es muy efectiva, señorita Kent.


—No soy yo. Es la causa. Tenemos amigos en todas partes.
—Ya veo.
—Es evidente que van a desatar una fuerte represión contra los
comunistas. Calculo que tenemos uno o dos meses para actuar. No más.
Estados Unidos avanza rápido para consolidar su posición aquí.
—Pero los cubanos no permitirán…
—Los cubanos lo permiten todo si hay dinero por medio. Aquí el que
manda es el dólar. Pero mañana puede mandar el rublo. Da igual quién sea el
presidente del país. Así que, en dos palabras, nos preparamos para abandonar
esta plaza, y dar un golpe fuerte a modo de despedida. Queremos liquidar a
Habash y trasladar un buen grupo de nazis a la URSS para hacer los juicios en
Moscú.
—¿Y abandonarán tranquilamente esta plaza?
—La marea viene y va. No quiera saber tanto. En este oficio no es
saludable.
—Lo sé.
—De todos modos, le voy a decir algo: ésta es una posición de choque
con Estados Unidos. Tan importante como México. Ahora debemos retirarnos
tácticamente, pero ya la ocuparemos de nuevo. Y de un modo más sólido.
Con una estrategia a largo plazo. Sólo es un asunto de dinero y de encontrar
un político astuto y fiero, que sepa hacer las cosas. Éste es un país pobre y sin
recursos naturales. Siempre necesitará dinero para subsistir. Venga de donde
venga.
—No creo que sea sólo cuestión de dinero, la ideología comunista…
—La ideología y la política son sólo el anestésico en la operación. El
bisturí es el dinero. ¡No sea ingenuo, Graham! Lo que mueve al mundo es el
dinero y la ambición de poder de los políticos. Siempre ha sido así, desde el

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primer líder que surgió en una cueva. Las buenas intenciones no funcionan.
Es el lado oscuro de los seres humanos: la ambición, la vanidad, el
egocentrismo, el ansia de lujo y poder, lo que hace que todo funcione en este
planeta. Los buenos no mueven nada, se retiran a lo alto de una montaña, a
orar a los dioses que se inventan.
—Usted ha aprendido mucho en la KGB.
—En la KGB somos mucho más objetivos que en el PCUS. Y llamamos a
las cosas por su nombre, sin rodeos y directamente. Los políticos, de repetir
tantas mentiras todos los días, llegan a creerlas y se engañan a sí mismos.
—Muy bien, señorita, muchas gracias por sus lecciones. Creo que no las
olvidaré jamás, pero tengo hambre.
—Enseguida almorzamos. ¿Cuándo me puede dar una respuesta?
—Dentro de dos o tres días. Ya vendré a verla.
Almorzaron langosta al apio borracha en salsa de ostras, sentados en la
terraza, frente al Caribe verde y azul. El calor y el sol eran sofocantes. Hacia
el este y el sur unas nubes oscuras anunciaban aguaceros refrescantes para esa
tarde.

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El almuerzo, el alcohol y el calor insoportable de las tres de la tarde


combinaban un soporífero perfecto. GG pensó que le vendría bien caminar
por el Malecón. Decenas de niños harapientos se refrescaban en las pocetas.
Algunos se atrevían a nadar y alejarse de la costa, aunque decían que los
tiburones se acercaban mucho a la orilla, porque era profundo. Increíble lo
que le sucedía. Parecía un sueño. O una pesadilla. En pocos días tenía dos
propuestas muy atractivas para escribir un par de libros. A cuál más peligrosa.
Y el FBI siguiéndole los pasos. Quizás el M16 también lo vigilaba. «No,
Graham, tranquilo. Tienes que evitar la sicosis de persecución. Debes dormir
un poco para ver todo con más lucidez», pensó. En ese momento, un auto se
detuvo a su lado. Un Chevrolet último modelo. Se bajó el mismo hombre que
le había contactado en la cafetería y que después lo recibió en la puerta del
Coney Island. Ahora no le dio tiempo a nada. Se le acercó rápidamente. Le
puso el brazo sobre los hombros, sonriendo. Parecía que saludaba a un viejo
amigo, encontrado casualmente. Muy efusivo y simpático el tipo. Nadie
pensaría que era un asesino vulgar. Sin dejar de sonreír, lo empujó
suavemente hasta hacerlo entrar al auto. Decía tonterías:
—Buenas tardes, Mr. Greene. ¿Qué tal? Vamos con nosotros. Vamos. No
se resista. Queremos dar un paseo por la ciudad. Vamos y no abra la boca.
Sonría y entre al auto.
GG sintió miedo y apenas podía controlar el temblor. Decidió no hablar
para que no se percataran de que la voz también le temblaba. El auto se puso
en marcha lentamente, sin prisas. Sólo iba el chofer, el tipo sonriente, y él.
Todos en silencio. Al fin GG se decidió:
—Quiero que me expliquen…
—No tenemos nada que explicar. No se asuste, no le va a pasar nada.
El tipo empleó ahora una voz persuasiva. Parecía sereno y tranquilo.
Rodaron durante media hora por calles atestadas de tráfico. GG no lo sabía,
pero fueron hacia El Cotorro, al sureste de la ciudad. Entraron por una
callecita humilde, y cambiaron de auto. Con la misma tripulación. Tomaron

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por calles diferentes y enrevesadas dentro del barrio, hasta que de nuevo
salieron a la avenida y regresaron hacia La Virgen del Camino. El tipo que iba
a su lado le dijo que se echara al suelo. Y le vendó los ojos.
—No se preocupe. No le va a pasar nada. Quédese tranquilo.
GG sudaba copiosamente. Hacía mucho calor. Los cristales de las
ventanillas alzados, y él cada vez más nervioso. Sintió un ataque de
claustrofobia y estuvo a punto de comenzar a gritar, pero se contuvo
apretando los dientes y rezando. Se fue tranquilizando poco a poco y siguió
orando sin parar. Sintió que el auto dobló varias veces y entró en un camino
pedregoso, sin asfalto y con baches.
Al fin se detuvo. Oyó voces. Le quitaron la venda y le pidieron que bajara.
Frente a él, plantado como una piedra, El Capitán, con su cara socarrona. Las
piernas abiertas, los brazos cruzados. Usaba gorra de pelotero y gafas de sol y
fumaba un tabaco. Le encantaba el papel de supermacho. Le sonrió
burlonamente y le extendió la mano:
—Bienvenido, Mr. Greene. Disculpe las molestias que le ocasiono.
¿Desea un refresco?
—No.
—Sí, cómo no. Acéptelo porque se puede deshidratar. Está sudando
mucho. ¿Fueron bruscos los muchachos? Espero que no. Les indiqué que lo
invitaran amablemente a reunirse conmigo, jejejé.
GG miró a su alrededor. Era una quinta amplia y fresca, situada en medio
de una arboleda grande de mangos, aguacates, mamey, guayabas, naranjos.
Un lugar bonito, silencioso y solitario, en las afueras de la ciudad. Sólo se
oían algunos pájaros. Intentó mirar bien para encontrar puntos de referencia.
Ya había recuperado el dominio total sobre sí mismo. El Capitán le dijo:
—No se preocupe. Este es un lugar tranquilo y usted está en buenas
manos. Venga.
Una vez dentro, fueron al comedor de la casa. El Capitán abrió un par de
botellas de gaseosa. Una para cada uno. Le dio la botella sin vaso. Bebieron
rápidamente.
—¿Quiere otra? ¿O prefiere agua mineral?
—Agua.
Sacó del refrigerador una botella de agua mineral, la abrió y se la
extendió. Permanecían de pie.
—Lo siento. Aquí no tengo alcohol.
—No es necesario.
—Venga. En esta habitación hay aire acondicionado.

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Pasaron a un cuarto. La casa estaba amueblada, y al parecer allí habitaba
una familia. El Capitán abrió con dos llaves. La puerta, muy sólida, tenía
doble cerradura. Era una habitación amplia, refrigerada, con una mesa grande
y seis sillas. En una esquina había tres archivos metálicos, con cuatro grandes
gavetas cada uno. Al lado, varias cajas de madera. Con armas. El Capitán le
dijo:
—Acérquese. Usted es un hombre privilegiado. Quiero mostrarle todo
esto.
Abrió algunas cajas. Tenían ametralladoras, fusiles, pistolas, granadas,
cajas de proyectiles. Todo nuevo y sin estrenar.
—Este es nuestro arsenal. Quiero decir, parte de nuestro arsenal. Tenemos
varios similares en diferentes puntos del país y de América. Tenemos de todo,
y de primera calidad. Igual que un ejército. Sólo nos falta un batallón de
blindados.
GG guardó silencio. El tipo trataba de impresionarlo.
—Ahora, vea esto otro.
Abrió algunas gavetas de los archivos. Estaban atestadas de files,
ordenados alfabéticamente. Cada uno tenía un nombre propio en alemán.
—Por favor, coja cualquiera de esos files. El que desee.
GG lo hizo. En efecto. Aparecían fotos, copias de documentos de
identidad, direcciones, teléfonos, un historial de la persona, un perfil
sicológico, sus puntos vulnerables, gustos y vicios, cartas familiares. Todo.
GG había trabajado con el M16 durante la Segunda Guerra Mundial, hasta
1944. Sabía que reunir aquella enorme cantidad de información, en secreto,
era labor de profesionales con muchos recursos. Ni eran aficionados, ni
haraganes, ni una pandilla de matones vulgares. El Capitán anhelaba un
elogio:
—¿Qué le parece?
—Muy profesional. Lo felicito.
—¿Sólo eso?
—¿Qué quiere? ¿Que lo proponga para el Nobel de la Paz?
—Es algo perfecto, Mr. Greene. Son años de trabajo. Aquí hay más de
quinientos dossiers, rigurosamente preparados. Son quinientos criminales de
guerra. Exactamente quinientos once, que viven en este continente. Y poco a
poco este archivo crece. Todos los días aumenta un poco. Somos muy
eficaces. Calculo, y esto es un cálculo personal, que varios miles viven
tranquilamente en América. Y no tienen derecho a vivir. Sólo tienen derecho
a morir.

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—Por lo que puedo apreciar, ustedes son tan milimétricos como los nazis.
—Somos rigurosos. No nos compare con esas bestias.
El Capitán se levantó de la silla, y dio unos paseítos en silencio. Quería
darle tiempo a GG para que pensara. Pasó un minuto largo y al fin GG se
decidió:
—Es una tentación ese archivo.
—Por eso lo hemos traído aquí. Vista hace fe. La idea es simple: cada vez
que Elabash liquide a un nazi, de inmediato usted recibirá una copia del
dossier personal de ese criminal. Y del grupo sólo podrá escribir lo que yo le
diga. Sin pasarse ni en una palabra.
—Un reglamento sencillo.
—Es muy sencillo, pero si usted lo viola, pagará con su vida dondequiera
que se esconda. Y ya sabe que el perdón no existe para Elabash.
—Es usted muy directo.
—Soy un hombre pragmático.
—Todos somos pragmáticos por lo que veo. El mundo se ha quedado sin
románticos.
—¿Cuál es su respuesta?
—Debo pensar. Necesito un tiempo…
—¿Es una negativa?
—No. Sólo le pido tiempo.
—Tómese todo el tiempo que necesite, pero si decide no colaborar con
nuestra causa, lo único que puede hacer es olvidarse totalmente y para
siempre de todo lo que ha visto y oído en nuestra compañía. Yo soy un
militar. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Ehh…, bueno…
—Quiero decir que soy inflexible y no conozco la piedad ni la compasión.
—Muy bien.
—Voy a dejarle solo en esta habitación, durante quince minutos. Le
espero fuera. Revise en ese archivo lo que usted quiera. Todo lo que desee.
Eso lo ayudará a decidir. Creo que me estoy pasando de generoso, Mr.
Greene. No me reconozco.
El Capitán salió de la habitación bruscamente, sin esperar respuesta. GG
fue hacia los archivos y revisó algunos dossiers. Con el rabillo del ojo miró
hacia un gran espejo con marco dorado, colocado en la pared opuesta. Por allí
lo observaban seguramente. Todos los dossiers tenían información excesiva.
Era innecesario todo aquel trabajo para al final meterle un balazo en la cabeza
a esa gente. Eran obsesivos. Y por tanto peligrosos. GG se acercó a un gran

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ventanal enrejado que daba a la arboleda. El Capitán se paseaba, meditando
entre los árboles. Miraba al suelo y caminaba lentamente, solo y en silencio.
GG pensó que era una figura condenada a la tragedia. Era valiente,
carismático, inteligente, astuto, obsesivo, ambicioso y enérgico. Tenía todas
las cualidades del personaje trágico. Le hubiera gustado escribir una novela
centrada en ese tipo. Un hombre implacable y peligroso en ese momento. Un
chacal sanguinario, que lentamente perdería fuerza y declinaría hacia la
desilusión y el desengaño. Sus jefes —quienes fueran, siempre hay jefes—
ahora lo utilizaban como cabeza militar de la venganza. Después lo echarían a
un lado y él terminaría huyendo despavorido de un país a otro. Con mucho
dinero, pero solitario, loco, perseguido por los fantasmas de sus muertos, y
rastreado por quienes lo utilizaron. Al final, su tormento acabaría con un
balazo que le meterían en la cabeza. Él era sólo el revólver. No la mano que
lo manejaba.
Abrieron la puerta. Uno de los ayudantes de El Capitán le preguntó:
—¿Listo para regresar?
—Sí.
Salieron al patio. El Capitán se acercó para despedirse:
—No pierdo la esperanza de tenerlo aquí hospedado algún tiempo.
Trabajando. Este es un lugar muy agradable.
—Bueno…, ya veremos.
—¿Desea acompañarnos en nuestro próximo operativo? Ejecutaremos a
un nazi muy connotado. Aquí pasa por un humilde comerciante de agua de
seltz. Será entretenido porque sabemos que se meará y se cagará en los
pantalones antes de morir. Literalmente, jajajá. Me imagino el asco que
tendrán los empleados de la morgue cuando tengan que recoger el cadáver,
jajajá.
—Me parece usted un poco sádico.
—Y usted me parece demasiado intelectual. ¿Qué es peor?
GG guardó silencio, precavidamente. En los ojos de El Capitán se veía la
furia. Era un intolerante total, pero se controló. Sonrió y le extendió la mano a
GG:
—Será un placer recibirlo cuando guste. Estoy a su disposición.
GG le estrechó la mano y subió al auto. Lo acompañaba la misma
tripulación que lo había traído media hora antes. Le vendaron los ojos y
repitieron todo a la inversa. Cuando le quitaron la venda y le ordenaron que se
sentara tranquilamente en el asiento, le dijeron:
—Lo dejaremos aquí. Tome un taxi y regrese a su hotel.

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Lo dejaron junto a la Estación Central de Ferrocarriles. GG tomó un taxi y
se dirigió al Bristol. Tronaba de un modo grotesco y exagerado. De golpe
comenzó un aguacero bíblico, con mucho viento y rayos y truenos en
abundancia. En pocos minutos refrescó. Entonces GG se dio cuenta de que
durante todo el día había sufrido como si estuviera metido en una sauna. Era
un diluvio. Las calles se inundaron en minutos. Tenía dolor de cabeza y una
confusión mental como nunca antes. Ordenó en la recepción que no le
molestaran bajo ningún pretexto. Subió a su habitación. Se acostó y se quedó
dormido al instante.

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Despertó y miró su reloj. Diez y treinta de la noche. Había dormido seis horas
y se sentía despejado. ¿Qué hacer? No lo pensó dos veces. Levantó el
auricular del teléfono y pidió que le comunicaran con el aeropuerto.
—¿En las próximas horas sale algún avión para Miami, New York,
Chicago?
—El avión correo sale a las seis de la mañana para New York y hace
escala en Miami. Sólo lleva veinte pasajeros.
—¿Antes hay alguno?
—No, señor.
—¿Puedo reservar un asiento? ¿Hasta New York?
—¿Su nombre?
—Graham Greene.
—Debe estar media hora antes en el mostrador y pagar su reserva. O
pierde el derecho.
—Muy bien. Gracias.
Colgó el teléfono y sacó cuentas. Tenía siete horas por delante. «Es la
única solución. Alejarme de esta locura cuanto antes porque se puede
complicar más aún», pensó.
Tomó una ducha, se afeitó. Recogió sus pocas pertenencias y las colocó
en la bolsa. En el fondo aún permanecía aquel libro de Somerset Maugham.
Lo dejó sobre la cómoda y pensó: «No voy a cargar con esta porquería
ridícula por medio mundo». Lo cogió de nuevo y lo lanzó al cesto de la
basura. Bajó. Hizo el check out en la recepción. Pagó y pidió un taxi. Le
vendría bien pasar unas horas en los bares de la playa, comer un bocadillo,
beber y mirar la atmósfera de la zona. No le apetecía el sexo esa noche. Al
menos no de manera activa. Era un voyeur casi profesional desde su
adolescencia. Pero esa noche ni eso siquiera. Se sentía extenuado
interiormente. «He llegado a una edad en que el sexo no resulta un problema
tan importante como la vejez y la muerte. Me despierto pensando en ellas, y
no en un cuerpo de mujer», había escrito en The Quiet American. Lo

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recordaba perfectamente porque el Fowler de esa novela tenía demasiado de
él mismo.
Bajó del taxi con el pequeño bolso en la mano. Buscó el cuchitril donde
actuaba El Chori y entró. Se sentó a una mesa, en un rincón bien oscuro.
Como siempre, había calor y olor a humedad, orina y suciedad. Pidió un ron.
Cuando el camarero se alejaba, lo llamó de nuevo:
—¿Cuál es el mejor ron que tiene?
—Matusalén añejo.
—Traiga una botella. Y bastante hielo.
Tenía deseos de beber fuerte esa noche. En ese momento entró Crazy
Boy, vestido con un traje de dril blanco, alegre, riéndose, acompañado por
dos blancas bellísimas, culonas y tetonas. Sobaba a las dos al mismo tiempo y
ellas le sonreían. Le dio un billete a El Chori para que siguiera tocando, y
buscó una mesa vacía. GG alzó el brazo para llamar su atención. Crazy Boy
se acercó, sin soltar a las dos mujeres, abrazadas por la cintura. Era un
hombre feliz. Se reía a carcajadas:
—Hey, míster, de nuevo soy millonario, jajajá.
—¿Cómo?
—Con aquel billete que usted me dio. Hoy me quedaban veinte dólares y
aposté a un ganador, jajajá. Pagó diez a uno. Y aquí estoy, bailando y
gozando. ¿Repetimos mañana?
—Creo que no.
—Mañana hay buenas carreras, míster. Y yo soy la suerte para usted. Yo
soy el Angel Negro del Oriental Park, jajajá.
—Siéntate y bebe. Yo invito.
Se sentaron los tres. Pidieron vasos. Se sirvieron.
—¿Qué le pasa, míster? ¿Está preocupado?
—Creo que me voy esta madrugada.
—Pero no quiere irse.
—No quiero, pero debo. Y cuanto antes, mejor.
—Pues si quiere quedarse, quédese. Podemos ganar mucho dinero juntos,
míster. Es un negocio redondo. Hay que estar con los ganadores.
—Nunca se sabe cuáles ganan y cuáles pierden. No es tan simple la cosa.
—La vida es una pelea de boxeo, sí…
—Ya, ya. Conozco tu filosofía, pero no es así. La vida no es una pelea de
boxeo. Es más complicada.
—Sí lo es. Y no te huyas porque si das la espalda pierdes.
—No te creo, Boy.

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—Yo no sé en su país, pero Cuba es un país pa gente valiente. Hay que
dar el frente siempre. Golpeando con los dos puños, esquivando, golpeando
rápido y sin dar una brecha al hijo de puta que tienes al frente. Esto es así. Y
va a seguir así toda la vida.
El Chori se acercó a beber un trago y escuchó lo que decía Crazy Boy:
—La vida es una rumba, Boy. Una guaracha. Y hay que tomarla como
viene. Sin pedirle mucho. Es mejor bailar, beber y reírse. Aprende de mí.
—¿Que aprenda de ti? Tú eres un perdedor, Chori. Tú no tienes na que
enseñar a nadie. Marlon Brando, Tyrone Power, Nat King Cole, todos los
grandes han venido a este tugurio apestoso a escucharte, te han invitado a
Estados Unidos, y tú sigues anclado aquí, en la mierda.
—Ahhh…
—¿Por qué no has ido? Ya podías tener tu negocio propio, tu bar en New
York: La Guaracha de El Chori, con Las Mulatas del Fuego bailando rumba
allí todas las noches. Y tú millonario.
—¿Tú sabes por qué no he ido?
—Por falta de cojones.
—Le tengo miedo a los aviones.
—Le tienes miedo a la vida porque eres un infantil, un cobardón y un
imbécil. No tienes vista larga, como yo. Yo sí soy una fiera. He ido muchas
veces a pelear allá, y no le tengo miedo a na’ en la vida.
—Tú eres más imbécil que yo, Boy. Has sido campeón del mundo dos
veces. Ni tú mismo sabes cuánto dinero ganaste y todo lo botaste y…
—Hey, hey, alto ahí. No he botado na. Lo gasté con las mujeres más
hermosas del mundo, y en la rumba de la vida. Yo no soy como tú, que na’
más juegas con los cinco latinos y bebes ron cuando te lo pagan.
—¿Y ahora qué? Empeñaste hasta los cinturones de campeón mundial.
GG los interrumpió para zanjar la discusión, que parecía interminable:
—Bueno, okey, los dos son ganadores y los dos son perdedores. Fifty
fifty.
—Es verdad, míster —dijo El Chori—, nadie sabe nada en esta vida. Se
vive lo que a uno le toca. Y ya. Risas y lágrimas. Cada cosa en su momento.
—Canta algo y deja la filosofía, Chori. No te hagas el inteligente —le
pidió Crazy Boy.
—¿Qué quieren oír? Una rumbita, pa alegrar la noche.
Siguieron bebiendo. Una hora después Crazy Boy se fue con sus mujeres
para un cuarto que alquiló en los altos. Invitó a GG:

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—Venga con nosotros, míster. Le presto a las dos y yo pago. Voy a pedir
un cuarto con dos camas.
—No, Boy, gracias.
—Que no se diga, míster. ¿Le da pena conmigo? ¿Le gusta en privado?
¿O no le gustan las blancas? Un pastelito entre cuatro es muy divertido.
Vamos.
—Gracias, Boy.
—Bueno, alquile otro cuarto y se lleva la que usted quiera.
—No. Voy a caminar un poco para coger fresco.
—Tenga cuidado. Esta zona es peligrosa y usted no la conoce.
GG salió a la calle y chocó de frente con Mima y Clara, que venían muy
lindas, con unos vestidos ajustados y tacones altos. Casi corrían:
—Ay, papi, ¿ya te ibas? Vinimos corriendo porque nos dijeron que
estabas aquí.
—Ehh, ¿quién se los dijo?
—Las muchachitas. Tú eres un hombre muy distinguido. Todas se
acuerdan de ti. Invítanos a tomar algo y hablamos un poquito.
GG miró el reloj. Doce y media de la noche. Cinco horas por delante. ¿Por
qué no? Sólo de mirarlas se le abrió el apetito. «Creo que estaba demasiado
aburrido y pesimista cuando escribí The Quiet American», pensó sonriendo.
Bebieron unos tragos. Alquiló un cuarto y subieron.
Ahora fue mucho mejor porque ya se conocían. Las dos lo halagaban:
—Lo que nos gusta de ti es que te demoras mucho para venirte. Das pinga
y más pinga y te aguantas. Los jóvenes se vienen enseguida y se acabó. Tú
eres todo un caballero.
La depravación total. Cathy era una adolescente pudorosa frente a esas
mujeres. Y Cathy era la más pervertida que había tenido hasta entonces. Se
contaban sus infidelidades mientras hacían el amor. Con lujo de detalles. Y
eso los calentaba más aún. A ella le gustaba seducir hombres jóvenes,
marineros, sacerdotes. Y todo se lo contaba a él. Mima y Clara eran mucho
más locas y perversas.
GG, precavidamente, bebió poco. Las dos mujeres estaban completamente
borrachas, con ron y mariguana, a las cuatro de la mañana. Se levantó, se
vistió y se despidió de ellas. Le dio un billete de cincuenta dólares a cada una.
Ellas gritaron de alegría. Agarró su pequeño bolso y salió a la calle en busca
de un taxi. Media hora después bajó frente a la entrada del aeropuerto de
Rancho Boyeros. Le sobraba tiempo para pagar su boleto, desayunar y leer
los periódicos de la mañana.

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Dos hombres corpulentos, con traje oscuro y sombrero, lo esperaban. Fueron


hacia él muy serios. Uno le preguntó:
—¿Míster Graham Greene?
—Sí.
—Venga con nosotros.
Hizo un intento de resistirse y de gritar, pero uno de ellos lo abrazó, como
si lo estuviera saludando, sonriéndose. Al mismo tiempo le tapó la boca con
su manaza y lo amenazó:
—No me obligues a darte un pescozón porque te voy a descojonar aquí
mismo. ¡Cállate y camina!
Le puso el brazo sobre los hombros. Los dos sonreían, como si fueran
amigos. GG tenía cara de susto y le dijeron:
—Sonríe, cojones, sonríe.
De todos modos, no había nadie en los alrededores. Eran las cuatro y
cincuenta de la madrugada. Fueron hacia el parqueo, entraron a un auto y se
marcharon. GG se quedó pensativo. ¿De dónde salieron estos tipos tan
brutos? Decidió no abrir la boca. Se veía que eran unos matones sin cerebro.
Durante los cinco años que vivió en Saigón, muchísimas veces deseó que lo
mataran de un balazo. Fuong era una tablita de salvación en medio de su
naufragio emocional. Pero ahora no quería morir. Si todo no estuviera tan
enredado, le gustaría quedarse unos meses aquí. Sin escribir. Sólo iría al
hipódromo, a los bares de la playa con aquellas putas. Le gustaría hacerse
amigo de El Chori y de Crazy Boy, averiguar cómo vivían. Serían unos
personajes muy alegres en cualquier novela. La Habana le había inyectado
adrenalina, y se sentía arriba.
Se puso a mirar por la ventanilla, relajadamente. «Que sea lo que Dios
quiera». El auto atravesó la ciudad y llegó a Cojímar, un pequeño pueblo de
pescadores. Aún era noche cerrada cuando se acercaron a un muelle y
abordaron un yate deportivo. En la popa ostentaba dos grandes cañas para

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pescar peces espada y tiburones. Un tipo sonriente, enorme, gordo, pero muy
fuerte, de dos metros de estatura, le extendió la mano:
—Bienvenido a bordo del Black Sky, Mr. Greene. Disculpe a estos
salvajes, son un poco brutos, jejejé. Espero que disfrute esta pesquería.
Vamos a divertirnos, jajajá.
Hablaba inglés con acento del Bronx, quizás. Mucho slang. Dio órdenes
de soltar amarras y partir. El yate tenía dos motores potentes. Le hicieron
pasar a un camarote, pequeño pero muy lujoso. Uno de los tipos le dijo:
—Si desea beber, ahí hay una nevera y vasos.
GG tenía sed y hambre. Pero no quería comer. Bebió una gaseosa
mientras miraba por una escotilla cómo se alejaban rápidamente de la costa y
se internaban en el mar oscuro. Le pareció que el cielo comenzaba a clarear
levemente.
Navegaron media hora, a toda máquina y con la proa al norte. Ya
amanecía cuando el gordo abrió la puerta del camarote y lo llamó:
—Suba a cubierta, Mr. Greene. Quiero que vea algo.
GG subió. Los dos matones sacaban a un hombre gordo y barrigón del
otro camarote. El tipo estaba amarrado y amordazado. Era un hombre de unos
sesenta años y los ojos se le salían de las órbitas. El piloto del yate seguía
concentrado en su trabajo, como si nada sucediera. El gordo grande le ordenó:
—¡Ponte al pairo!
El yate se detuvo. Los motores ronroneaban en baja. El mar parecía un
espejo gris plata. Corría una brisa muy fresca, pero leve, que no lograba rizar
la superficie. GG miró hacia el este. Era un amanecer bellísimo, con tonos
rosados, naranjas, grises, y el mar que pasaba del gris al plata y al azul,
lentamente.
El gordo grande sacó un puñal de caza. Acercó al tipo a la borda y, con
mucha rapidez, le cortó las amarras y al mismo tiempo le dio un fajazo en el
vientre y lo lanzó al agua. Mientras el hombre caía, le gritó:
—¡Defiéndete, gallego! Quiero verte defendiéndote, jajajá.
El agua se tiñó con la sangre del hombre. Le brotaba del tajazo en la
barriga. Pataleaba y daba manotazos, pero no podía gritar debido a la
mordaza. Todo se resolvió en pocos segundos. Apareció un tiburón negro,
enorme. Se acercó a velocidad. Había olfateado la sangre. Pueden olfatearla a
distancias enormes. Se viró boca arriba, abrió las fauces, y de un mordisco se
llevó un brazo y un pedazo de hombro del cuerpo que pataleaba en el agua.
Otro tiburón apareció en la superficie y atacó también. GG, horrorizado, viró

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la cara hacia otro lado. El gordo lo agarró por los hombros con sus manazas y
lo obligó a mirar:
—Te traje para que vieras esto, baby. ¡Tienes que verlo todo! Y no me
ensucies la cubierta si vas a vomitar.
Ya el hombre era cadáver. Tres tiburones lo despedazaban. Mordían y
zarandeaban para arrancar un trozo. Lo engullían entero y regresaban por
más. GG no sabía que existían tiburones tan grandes y negros. Ejercían una
ferocidad terrible. Había peste a mierda humana. A mierda fresca. Ya en el
agua sólo flotaba un poco de mierda, los intestinos y unos trozos más, en
medio de un leve tinte rojizo, que se disolvía. Uno de los tiburones regresó y
se tragó los intestinos de un solo mordisco. Entonces GG vio que aún tenía
agarrado el bolso con aquellas piezas de ropa sucia. Se sintió ridículo y
disminuido. Abrió el bolso, sacó el manuscrito de The Quiet American, se lo
puso bajo el brazo y lanzó el bolso al agua. Apenas flotó unos segundos. Un
tiburón se le acercó como un torpedo, se viró, abrió las fauces y lo tragó
limpiamente. GG sonrió satisfecho, como si hubiera tirado un hueso a un
perro.
Ya no había peste a mierda. Los tiburones desaparecieron hacia la
profundidad. El agua, muy tranquila, recibió un golpe de luz del sol, que se
asomó en el horizonte; increíblemente a GG le dio por sonreír. Sonrió con
deseos y miró al gordo grande, que también se rió, y le preguntó:
—¿Qué? ¿Te gustó el show?
—Uhmm.
—Tú eres un tipo delicado. Me voy a presentar porque ya es hora de
conocernos, antes de que sigas correteando por La Habana, sin saber lo que
haces ni adonde vas. Y, además, buscando malas compañías y metiéndote en
tugurios baratos y sin categoría. Mi nombre es…, bueno, es un nombre
italiano. No te dirá nada. Todos me conocen por El Mago. Será porque me
gusta desaparecer cosas. Gente sobre todo. El que me molesta y no me quiere
escuchar, lo desaparezco. Nunca encuentran ni un huesito, jejejé. Ven
conmigo, ¿quieres un café?
Fueron a la cubierta superior, se sentaron junto a una mesilla y uno de los
matones les trajo una bandeja con café, leche caliente, panecillos, mantequilla
y mermeladas.
—Come, escritor, come. Desayuna y cuéntame algo de lo que has hecho
en La Habana.
El Mago hablaba con la boca llena. Se tragó todo en dos minutos. GG se
sirvió un café con un chorrito de leche, y lo bebió en silencio.

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—¿No deseas hablar, escritor? ¿Estás asustado? Bueno, pues te diré: lo
que sospechas puede ser cierto. Yo mismo te puedo lanzar a los tiburones. Te
puede suceder lo mismo que a ese gallego hijoputa.
—Yo me iba en el avión de las seis de la mañana. No me interesa…
—¡No me interrumpas! ¡Estoy hablando yo! Además, no me expliques
nada. Yo lo sé todo. ¿Sabes por qué desaparecí a ese gallego? Era el dueño de
cinco casinos grandes, y controlaba los juegos de bolita en unos cuantos
barrios de La Habana. Te aclaro, para que sepas de qué hablo, porque quiero
que lo entiendas todo: la bolita es una lotería clandestina. Bueno, pues el
gallego no quiso negociar conmigo. Yo quiero comprarlo todo. Yo soy el que
controla todos los casinos de La Habana. Todos. Y vamos a seguir. Hasta el
último billar será de la familia. La cosa es en grande, mi querido escritorcito.
En grande.
El Mago se viró hacia la costa, que se veía a lo lejos:
—Mira, escritorcito de mierda, ¿ves esa costa? En tres o cuatro años la
vamos a llenar de hoteles de lujo y de casinos y playas. Desde La Habana
hasta Varadero. Ciento cincuenta kilómetros. Y rápido. Tenemos prisa. Las
Vegas se quedará atrás. La gente de lujo, los millonarios de verdad, vendrán
aquí a soltar su dinero, jajajá. Las Vegas se quedará para los pobretones que
juegan cinco dólares y se lamentan porque los perdieron. Y Miami será sólo
un aeropuerto de tránsito para seguir hasta La Habana. ¡Todo en grande, muy
grande! ¿Ya ves cómo se mueve el mundo, escritorcito? Lo estamos haciendo
muy bien. ¿Me comprendes o no?
—Sí, comprendo perfectamente.
—Por eso no quiero a nadie que se me atraviese. ¡Lunch para los
tiburones! ¡Todo el que se atraviese viene a parar aquí! ¿Eso es correcto o no
es correcto? ¡Hay que eliminar obstáculos!
—¿Por qué me explica todo esto?
—Porque quiero que comprendas cómo funciona esto. La Habana tiene un
mecanismo que la mueve. Un mecanismo oculto. Nadie lo ve. ¡Nosotros
somos los que movemos a La Habana! Así que te estoy alertando: no te
atravieses porque te puedo triturar.
—¿Qué quiere decir? ¿Yo tengo algo que ver?
—¿Tengo que explicarte como si fueras un niñito?
—Sí.
—Jajajá. Sentido del humor muy británico. Pues bien, te lo diré en dos
palabras, para no hablar mucho: un grupito de comunistas que hay aquí habló
contigo, y otro grupito de cazadores de nazis también habló contigo. Los dos

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quieren que tú escribas unos libritos sobre Cuba. Denigrando, ofendiendo a
los cubanos, y jodiendo.
—No exactamente. No se trata de eso.
—No me interrumpas nunca. Cuando yo hablo todos me escuchan. Esos
dos grupitos los voy a borrar yo personalmente. Los estoy cazando, para
traerlos a todos juntos y hacer un gran banquete para los tiburones. Y tú no
puedes escribir ni cojones. ¡Ni cojones! Ni una palabra. Cuba es un paraíso,
un eterno verano, señor mío. Vamos a recibir a turistas millonarios. Todos los
años van a venir millones y millones a dejar aquí su dinero. Y, por tanto, aquí
no sucede nada desagradable. Aquí todo es perfecto, Mr. Greene. La gente es
alegre y divertida, las mujeres son hermosas, las familias son felices, los
pobres viven bien, los políticos aman la democracia y la libertad, no tenemos
ladrones ni carteristas, la gente no se suicida, todos son educados y sanos. Los
cubanos siempre sonríen a la vida porque esto es un paraíso. ¿Me entiendes
ahora?
—Sí.
—Dentro de unos días lanzamos nuestra primera campaña de publicidad.
En grande. Hemos invertido tres millones de dólares. Sólo para Estados
Unidos: «El paraíso te espera en Cuba».
—Ujum.
—¿Qué me dices?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Nada. No tengo nada que decirle. Sólo usted ha hablado.
—Quiero una respuesta concreta por tu parte. ¡Ahora mismo! No me
gusta ser hijo de puta. No quiero ser hijo de puta contigo. ¡No me hagas
lanzarte por la borda ahora mismo!
El Mago se abalanzó sobre GG y lo levantó en peso, agarrándolo por la
camisa. GG se aterró:
—¡Hey, heh, un momento, por favor! No escribiré nada sobre Cuba. Me
regreso a mi casa tranquilamente y no recordaré nada. Ya tenía un asiento
reservado para irme a las seis de la mañana. ¡Por favor!
—Así se habla. Por supuesto que puedes venir cuando quieras. Sobre todo
para que juegues en las ruletas. Hace unas noches te vi en el casino del Hotel
Nacional. ¿Te gusta la ruleta?
—Sí. Y los caballos. He ido un par de veces al Oriental Park.
—Eso está bien. Ven cada vez que quieras, trae mucho dinero, y
diviértete. Pero no escribas ni una palabra. Estás alertado. Después yo no

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hablo. Cuando me canso de hablar, hago mis números de magia, jajajá.
El Mago se levantó de su asiento. Dio órdenes al piloto para regresar. Se
sentó en el asiento de popa y lanzó el sedal para curricanear mientras se
acercaban a la costa. Iban a media máquina, sin prisa.
Cuando GG pisó el muelle sintió que una ola de tranquilidad y sosiego lo
llenaba interiormente. Miró atrás para despedirse cortésmente de sus
anfitriones, pero no le devolvieron el saludo. Ya no le conocían. Junto al
muelle había un bar-restaurante: La Terraza. Tenía una plataforma sobre
pilotes, con mesas, y un techo. Era un lugar agradable y fresco, a esa hora,
además había silencio. GG sintió hambre. Apenas eran las ocho de la mañana.
Se sentó en La Terraza y comió un sandwiche de jamón y queso, un jugo de
naranja y un café con leche. Sabía que en un sitio así era inútil pedir té.
Observó a los cuatro tripulantes del Black Sky, que abandonaban el yate.
GG abrió el manuscrito de The Quiet American y aparentó que leía. Con el
rabillo del ojo vio que se montaron en dos autos y desaparecieron.
GG cerró los ojos y respiró profundamente. Percibió el olor a salitre y a
yodo, y la brisa que venía del mar verdeazul. Miró a su alrededor. Cojímar era
un sitio muy tranquilo y apacible. Sólo vivían pescadores. Un pequeño
paraíso. «El paraíso te espera en Cuba». Se levantó. Pagó su consumición.
Buscó un taxi y se fue al aeropuerto.

La Habana, 2001-2002

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NOTA DEL AUTOR

—Los fragmentos citados de The Quiet American los tomé de la edición en


español, marzo de 1982, de Bruguera, Barcelona.

—La carta del director de la CIA a Fulgencio Batista se encuentra en el


archivo del Museo del Ministerio del Interior de Cuba y la tomé, textual, del
libro El imperio de La Habana, de Enrique Cirules, Letras Cubanas, La
Habana, 1999.

—El fragmento citado de «Elogio a la deslealtad» fue tomado de la


conferencia que con ese título dictó GG en la Universidad de Hamburgo, en
1969, y que él citó en la revista francesa Lire (mayo, 1988). La traducción es
mía.

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