La Violación

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La violación

No me muevo, no grito, no tengo voz Hay una radio sonando. Pero la


oigo sólo después de un rato. Sólo después de un rato me doy cuenta
de que hay alguien que canta. Sí, es una radio. Música ligera: amor
cielo estrellas corazón dulce amor... Me han clavado en la espalda
una rodilla, sólo una, como si el que está detrás de mí tuviera la
otra apoyada en el suelo. Con sus manos sujeta fuertemente las mías,
retorciéndome hacia atrás. Sobre todo la izquierda. No sé por qué. De
pronto pienso que puede que sea zurdo. No entiendo nada de lo que me
está pasando. Siento la angustia del que está a punto de perder la
razón. La voz..., la palabra. Tomo consciencia de las cosas, con
increíble lentitud... ¡Dios mío, qué confusión! ¿Cómo he subido a
esta furgoneta? ¿He levantado yo las piernas una tras otra, empujada
por ellos, o me han subido en volandas? No lo sé. El corazón, que me
late con tanta fuerza contra las costillas, me impide razonar. Estoy
obsesionada por estos golpes bestiales en el vientre, y por el dolor
de la mano izquierda, que se está volviendo insoportable. ¿Por qué me
la retuercen tanto? Yo no intento ningún movimiento. Estoy como
congelada. Ahora el que está detrás de mí ya no me clava en la
espalda su rodilla. Se ha puesto más cómodo..., se ha sentado, y me
sujeta entre sus piernas. Por detrás, como hacían antes, cuando les
quitaban las amígdalas a los niños. Esa es la imagen que acude a mi
mente. No me muevo, no grito, estoy sin voz..., no comprendo que me
ocurre. La radio canta, no demasiado fuerte. ¿Por qué la música? ¿Por
qué ahora la han bajado? Quizás porque no grito. Además del que me
sujeta, hay otros tres. Los miro: no hay mucha luz. Ni demasiado
espacio. Quizás por eso me tienen medio tumbada. Los noto tranquilos.
Seguros. Se encienden un pitillo. ¿Qué quiere decir? ¿Fuman? ¿Ahora?
¿Y por qué me sujetan así? Va a ocurrir algo... Respiro a fondo...
dos, tres veces. No, no me despejo. No comprendo. Sólo tengo miedo.
Ahora uno se me acerca, otro se sienta en el lado izquierdo. El
tercero se pone en cuclillas a mi derecha. Veo brillar la brasa de
los cigarrillos. Respiran profundamente. Están muy cerca. Sí, va a
ocurrir algo. Lo siento. El que me sujeta por detrás tensa todos sus
músculos. Los siento alrededor de mi cuerpo. No ha aumentado la
presión. Sólo ha tensado los músculos, como para estar preparado a
sujetarme más fuerte. El primero que se había movido se coloca entre
mis piernas. De rodillas. Me las abre. Es un movimiento preciso. Que
parece sincronizado con el que está detrás de mí, porque en seguida
sus pies se colocan sobre mis piernas abiertas. Para sujetarlas.
Llevo pantalones. ¿Por qué me abren las piernas con los pantalones
puestos? Me siento peor que si estuviera desnuda. De esta sensación
me distrae algo que al principio no logro situar..., es un calor,
primero tenue, luego más fuerte, hasta hacerse insoportable, en el
pecho. Una punta de quemazón. Ahora comprendo por qué fumaban. Los
cigarrillos: a través del jersey, hasta llegar a la piel. Me pregunto
qué debería hacer una persona en estos casos. Yo no consigo hacer
nada, ni hablar, ni llorar. Me siento como proyectada hacia fuera,
asomada a una ventana, obligada a mirar algo horrible. El que está en
cuclillas a mi derecha enciende los pitillos, da dos caladas y se los
pasa al que está entre mis piernas. Se consumen pronto. El olor a
lana quemada debe molestar a los cuatro: con una cuchilla me cortan
el jersey por delante, a lo largo, y después el sujetador. También me
cortan la piel en la superficie. En el examen médico medirán veintiún
centímetros. El que está entre mis piernas, de rodillas, me coge los
pechos con las manos —las siento heladas sobre las quemaduras—. Me
abren la cremallera de los pantalones y entre todos me los quitan: un
solo zapato, una sola pierna. Trato de concentrarme en el ruido del
camión. El que me sujeta por detrás se está excitando, siento cómo se
restriega contra mí. El que está entre mis piernas ahora me penetra.
Me entran ganas de vomitar. Tengo que permanecer tranquila,
tranquila. «Muévete, puta, hazme gozar.» Yo me concentro en las
palabras de las canciones; mi corazón se está rompiendo, no quiero
salir de la confusión en que me encuentro. No quiero comprender, no
entiendo ninguna palabra, no conozco ningún idioma. Otro cigarrillo.
«¡Muévete! Puta.» Soy de piedra. Ahora me ha penetrado otro, sus
golpes son aún más decididos. Siento un gran dolor: la cuchilla que
ha servido para cortar el jersey se desliza varias veces por mi cara.
No siento si me corta o no. «Muévete, puta. Tienes que hacerme
gozar.» La sangre me resbala de las mejillas a las orejas. Ahora es
el turno del tercero. Es horrible sentir cómo gozan dentro de ti
semejantes bestias. «Me estoy muriendo», logro decir, «estoy enferma
del corazón». Me creen, no me creen, discuten. «Que se baje — no —
sí», una bofetada entre ellos. Me aplastan un cigarrillo en el
cuello, aquí, hasta que se apaga. Ahí creo que por fin me desmayé.
Siento que se mueven. El que me sujetaba por la espalda me viste con
movimientos precisos, sin torpezas. Es él quien me viste, yo valgo
para poco. Es el único que no se ha desvestido, es decir, que no se
ha abierto los pantalones. Está nervioso y descontento por no haber
«jodido»; se queja como un niño despechado, siento sus prisas, su
miedo. No sabe cómo arreglárselas con el jersey cortado, y me mete
los dos jirones por los pantalones. La carrera por la ciudad se
detiene justo el tiempo de que yo baje. Me encuentro en la calle,
sujeto con la mano derecha la chaqueta cerrada sobre mis pechos
desnudos. Está casi oscuro, ¿dónde estoy? Plantas, verde, prado.
Estoy en el parque. Me apoyo a una planta, me siento mal, creo que
voy a desmayarme, no sólo por el dolor físico, en el cuerpo, sino por
el asco, la humillación, por los mil escupitajos que he recibido en
el cerebro, por el esperma que siento salir y resbalar. Me dejo caer
al suelo. Apoyo la cabeza en el árbol, y me doy cuenta de que hasta
el pelo me hace daño. Sí, es verdad, me sujetaban la cabeza,
tirándome del pelo. ¿Qué hago? Me miro las manos que me he pasado por
la cara, están manchadas de sangre. Me levanto, camino al azar. El
cuello de la chaqueta levantado deja fuera sólo mis ojos. Camino, doy
vueltas... Sin darme cuenta me encuentro ante una comisaría. Apoyada
en la pared de la casa de enfrente me la quedo mirando un buen rato.
Pienso en lo que me espera si entro. Veo sus caras. Me lo pienso una
y otra vez. Luego me decido. Vuelvo a casa. Los denunciaré mañana.

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