Barroco y Conciencia Criolla en Hispanoamerica1
Barroco y Conciencia Criolla en Hispanoamerica1
Barroco y Conciencia Criolla en Hispanoamerica1
Mabel Moraña
El surgimiento del «espíritu criollo» es, sin embargo, muy anterior. Los
estudios de historia social lo remontan en general al resentimiento de los con-
quistadores y primeros pobladores «americanizados» que se sentían mal re-
compensados por la Corona y afirmaban sus derechos en contraposición a los
residentes de la Península, quienes controlaban los mecanismos de poder, pre-
bendas y recompensas destinadas a los pobladores de Indias. Desde un punto
de vista más estrictamente cultural, José Juan Arrom fija entre 1564 y 1594 la
primera generación criolla. A través de las crónicas de fray Diego Durán, Blas
Valera, el Inca Garcilaso, Juan de Tovar, así como en la producción dramática
de Fernán González de Eslava, Cristóbal de Llerena, Juan Pérez Ramírez,
Arrom identifica las fuentes de lo que puede ser llamado, con lenguaje de hoy,
«el discurso Criollo»15.
—33→
La posición social del criollo es esencial para la comprensión de la diná-
mica social e ideológica de la Colonia. Es obvio que el elemento étnico verte-
bra en América no sólo la constitución de grupos sociales desde el comienzo
sino también su jerarquización y las formas de conciencia social que esos gru-
pos alcanzan. Por lo mismo, se vierte como un componente insoslayable en la
productividad cultural y específicamente en la literaria. Es interesante anotar,
asimismo, que nuestro uso del término «criollo» y «sociedad criolla» está ava-
lado por el sentido que esos términos adquieren en los textos literarios del pe-
riodo, y no solamente en la documentación jurídico-administrativa, como ve-
remos más adelante.
gámica que se afianza sobre la base del mayorazgo, las alianzas matrimoniales
y el acaparamiento de tierras por medios ilegales (concesiones abusivas de los
Cabildos, nepotismo, —34→ usurpación de comunidades indígenas. Igual
que antes se hiciera con los cargos públicos se venden, desde principios del
siglo XVII, títulos de la nobleza castellana a mercaderes indianos, hacendados
o mineros ricos. Como indica Céspedes del Castillo, a lo largo del siglo XVII
los criollos van acaparando títulos nobiliarios comprados o concedidos, hábi-
tos de las órdenes Militares, escudos de armas más o menos fantasmagóricos,
títulos de «familiar del Santo Oficio», cargos en cofradías religiosas, patro-
nazgo de conventos e instituciones de beneficencia, puestos en la guardia del
virrey, grados militares honoríficos17. Según el mismo autor, un avance igual-
mente agresivo se registra en el nivel social medio. Los criollos predominan
en las profesiones liberales, el clero y la burocracia, convirtiéndose en un saté-
lite ideológico de las elites. La gran movilidad social interclase aumenta en el
periodo la competencia y la discriminación, que alcanzan hasta el nivel popu-
lar.
Todo esto indica que el sector criollo, adquiere a nivel social, una visibili-
dad innegable, que está escrita profusamente en documentos desprendidos del
cuerpo jurídico del Imperio en el siglo XVII, algunos de los cuales tuve opor-
tunidad de consultar en el Archivo de Indias, en Sevilla. Pero incluso al mar-
gen del testimonio que deja este tipo de documentación, digamos, instituciona-
lizada, y por lo mismo formal, articulada, es interesante la lectura que muchos
historiadores y cientistas sociales han hecho en las últimas décadas de otras
fuentes de carácter más popular y espontáneo, redimensionando el concepto
de Social History central en esa disciplina. El estudio de correspondencia pri-
vada, memoriales, archivos conventuales, etcétera, permite captar los usos co-
tidianos, espontáneos y a veces contradictorios de términos claves para la in-
vestigación sociohistórica, revelando, además, la dinámica cotidiana de la Co-
lonia, sus valores dominantes y modelos de comportamiento18.
—35→
De todo este proceso que hemos venido exponiendo, lo que interesa en to-
do caso retener, podría ser resumido en tres puntos principales.
—37→
9
—39→
Según algunos, la rápida difusión que alcanzó el Apologético de Espinosa
Medrano en España no fue mayor a la que mereció en Roma su Philosophia
Tomisthica, publicada en latín en 1688. El volumen correspondiente a la Ló-
gica aborda agresivamente, en su «Prefacio al lector» el tema de la igualdad
intelectual de europeos y americanos, a partir de una curiosa disquisición geo-
gráfica. El Lunarejo reafirma la idea de que los americanos gozan del privile-
gio de habitar el polo antártico, que «está en lo alto del cielo, o sea que es la
parte superior y a la vez la parte diestra» del Universo, e indica:
Y se pregunta:
—41→
En esa misma dirección es que debe entenderse también la participación
de muchos escritores de la época en polémicas culturales que incluso trascen-
dían el ámbito peninsular. En el contexto de la Nueva España el principal de
ellos es probablemente Carlos de Sigüenza y Góngora, relacionado por línea
materna con el poeta cordobés, ex jesuita y representante de la más alta erudi-
ción novohispana. Según Irving Leonard, Sigüenza y Góngora «simboliza la
transición de la ortodoxia extrema de la América española del siglo XVII a la
creciente heterodoxia del siglo XVIII»30. Su calidad de polígrafo se prueba en
los temas de arqueología e historia, poesía devota en estilo culterano, crónicas
contemporáneas, narraciones y escritos científicos, pero su devoción más
constante fueron las matemáticas y la astronomía. Fue cosmógrafo real, y se
afirma que Luis XIV trató de atraerlo a la Corte francesa, por el prestigio de su
instrumental y dominio científico. Manifiesta en diversos tratados su
desacuerdo con el significado que los astrólogos atribuían a las manifestacio-
nes astrales, consideradas por unos presagios de calamidades y, por otros, ex-
traños compuestos en que se combinaba la exhalación de los cuerpos muertos
con la transpiración humana. Sigüenza y Góngora reacciona con su obra Bele-
rofonte matemático contra la quimera astrológica (1692) en que afirma la su-
perioridad del análisis matemático sobre el saber astrológico, entrando tam-
bién en polémica con el austriaco Eusebio Francisco Kino, jesuita de inmenso
prestigio como matemático y astrólogo. Sigüenza y Góngora se queja del des-
dén con que los europeos pensaban en los conocimientos y avances científicos
de ultramar, diciendo:
—42→
Kino refuta a Sigüenza y Góngora con su Exposición astronómica, reafir-
mando la idea de que los cometas eran presagios de mal agüero. Sigüenza con-
testa con su Libra astronómica y filosófica, que sugiere claramente la hetero-
doxia del mexicano en su interés por llegar a la verdad natural: «Yo por la
presente señalo que ni su Reverencia, ni ningún otro matemático aunque fuese
Tolomeo mismo, puede establecer dogmas en estas ciencias, pues la autoridad
no tiene lugar en ellas para nada, sino solamente la comprobación y la demos-
tración»32.
—45→
La producción epistolar de sor Juana tiene, en este sentido, un carácter
mucho más explícito, aunque provisto de una elaborada retórica. Allí la monja
impugna el carácter restrictivo del discurso escolástico, lo cual era posible no
sólo por el interés creciente que despertaban las disciplinas científicas y la lite-
ratura profana, que socavaban ya las bases de la ortodoxia, sino porque, en
términos más generales, el principio de orden y regulación social sobreim-
puesto a la sociedad novohispana ya era pasible de ser impugnado. El estudio
de las estrategias retóricas de la «Carta de Monterrey», de sor Juana, por
ejemplo, deja al descubierto de qué modo un texto de esas características logra
asediar las bases del orden virreinal y deconstruir sus principios de legitima-
ción40. Pero quizá lo más notorio, en esta carta de la monja mexicana tanto
como en su famosa Respuesta a sor Filotea, diez años posterior, es la posición
triplemente marginal desde la cual la monja denuncia el mecanismo autoritario
en la sociedad virreinal. En efecto, sor Juana habla como mujer, como intelec-
tual y como subalterna en la categoría eclesiástica novohispana, y desde esos
tres frentes, a través de lo podría llamarse su «retórica de la marginalidad», sor
Juana realiza un verdadero desmontaje del discurso hegemónico. La «Carta de
Monterrey» dirigida a Antonio Núñez de Miranda, confesor de la Décima Mu-
sa y calificador de la Inquisición, se refiere principalmente al problema de su
productividad literaria, que le era reprochada a la religiosa como un aparta-
miento de la devoción eclesiástica. Más que una defensa, su texto es una im-
pugnación a los acusadores. Hay alusiones constantes a la censura y la repre-
sión social, cuando ella alude a ese «tan extraño género de martirio» al que es
sometida, y a las «pungentes espinas de persecución», que resultan en la auto-
censura, como interiorización del mecanismo autoritario: «¿Qué más castigo
me quiere Vuestra Reverencia que el que entre los mismos aplausos que tanto
se duelen tengo? ¿De qué envidia no soy blanco? ¿De —46→ qué mala in-
tención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin
recelo?»41.
16
Pero los frentes de impugnación desde los que se sitúa el hablante episto-
lar de la «Carta de Monterrey» superan la circunstancia individual, y se defi-
nen más bien como parte integrante de la totalidad virreinal. El hablante del
texto de Monterrey es, ante todo, representativo, al igual que el interlocutor
epistolar construido al interior del texto. Sor Juana da, entre otros, el testimo-
nio de la intelectual, enfrentada a la unicidad masculina del discurso ortodoxo,
y denuncia:
tesis y antítesis de una ecuación histórica que tuvo como resultado la produc-
ción histórica del sujeto social hispanoamericano. Del Barroco no deriva en
América una literatura meramente mimetizada al canon europeo. Siguiendo un
ejemplo de Céspedes del Castillo43 (que retomo aquí libremente) podemos re-
cordar que las iglesias de México o del Perú exponen, sin duda, la pasión or-
namental del Barroco español, pero el tezontle, piedra volcánica muy roja, les
da un carácter diferente en México, igual que la piedra blanquísima y porosa
de Arequipa, tan fácil de labrar, anula la pesadez arquitectónica de los mode-
los españoles. Como indica ese autor, la construcción se hace más ventilada en
zonas tropicales o incorpora la quincha, caña y barro, en zonas sísmicas. Pero
tampoco se trata de meras modificaciones formales, porque los altares de esas
iglesias, en un raro sincretismo, combinan a su vez las imágenes sagradas con
la escultura indígena, la flora y la fauna locales y las supersticiones y mitos
vernáculos, de modo que el barroco puede ser percibido como un instrumento
sobreimpuesto, que vehiculiza la expresión de una cultura subalterna pero pre-
sente, o mejor dicho, sobreviviente. Es una síntesis histórica y artística, no una
ecuación matemática. La totalidad no es igual a la suma de las partes que la
componen. El producto cultural resultante es dependiente de sus fuentes pero
original en sí mismo, y expresa las condiciones reales de producción cultural,
y la ubicación social del productor. Y lo que es más importante, se pone al
servicio —48→ de otros intereses político-sociales, diferentes de aquellos
que aseguraron el surgimiento y prolongación de la cosmovisión imperial. Ba-
rroco y conciencia criolla son estructuras culturales e ideológicas en diálogo,
interdeterminantes, y la literatura quizá la forma en que mejor se expresa la
transición del «reino de Dios» al reino de los hombres y mujeres que están en
la base de nuestras nacionalidades actuales.
Para la oligarquía criolla del siglo XVII y su sector letrado, el Barroco es,
como dijimos, un modelo expresivo, la imagen y el lenguaje del poder, al que
se puede venerar o subvertir, según el grado de conciencia alcanzado. A través
suyo se escucha la voz de la escolástica, la poética aristotélica y las formas de
composición gongorinas44. La apropiación de ese modelo es, en gran medida,
simbólica. Y reivindicativa. Toma connotaciones políticas cuando esos mode-
los dominantes adquieren, digamos, opacidad, llamando la atención sobre sí
mismos; cuando lo que importa no es ya, solamente, las formas o grados de
apropiación del canon, sino los valores que ese canon institucionaliza, juzga-
dos desde la perspectiva de un sector con conciencia de sí. En este caso se tra-
ta del sector criollo, que afirmado a la vez en la herencia, la riqueza y la terri-
torialidad, pugnaba por el reconocimiento social, la participación política y la
autonomía económica. Esa pugna cristaliza en proyectos sociales diversos, a
18
Notas
1
Vid. infra, «Para una relectura del Barroco hispanoamericano: problemas crí-
ticos e historiográficos», pp. 49-61, para un resumen de las distintas posicio-
nes crítico-ideológicas desde las que se ha enfocado hasta ahora la cuestión
del Barroco. En la presente sección aludo solamente a algunas de las posicio-
nes más frecuentemente utilizadas.
2
Vid. Hernán Vidal, Socio-historia de la literatura colonial hispanoamericana:
tres lecturas orgánicas.
3
De esta posición es tributaria casi toda la historiografía literaria del periodo
colonial, sobre esta base funciona, además, toda la perspectiva académica tra-
dicional y aún buena parte de los estudios actuales, que no reaccionan contra
los resabios colonialistas que interpretan la realidad cultural latinoamericana
desde la perspectiva de las antiguas metrópolis políticas y culturales.
4
Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía hispanoamericana, t. II,
p. 117.
5
Dámaso Alonso, Ensayos sobre poesía española, p. 12, apud Helmut
Hatzfeld, Estudio sobre el Barroco, p. 127, n. 8. En su esfuerzo por restringir
los parámetros del barroco, Hatzfeld indica también: «A mi entender, todo ba-
rroco protestante y aun el barroco de la América hispana y católica son barro-
19
6
La perspectiva eurocentrista ha fundado su práctica crítico-historiográfica en
aproximaciones de extrema simplificación, muy interiorizadas en el ámbito
hispánico. Se aplica, por ejemplo, el esquema tradición/originalidad, o se ha-
bla de la literatura hispanoamericana como de un proceso de adop-
ción/adaptación de modelos. En otros casos se emplean recursos aditivos
(Hispanoamérica sería así la suma de elementos de la cultura indiana y la cul-
tura negra, a la matriz hispánica), o se cae en falacias de falsa generalización,
confundiendo la parte con el todo. Se dejan así fuera de consideración aspec-
tos que son esenciales a nuestro tema. Por ejemplo el hecho de que la utiliza-
ción de cualquier forma expresiva implica una postura epistemológica, es de-
cir, una forma específica de conocimiento de la realidad, necesariamente arti-
culada al horizonte ideológico-cultural de una época, pero también a las con-
diciones materiales de producción cultural, en un espacio y en un tiempo his-
tórico determinados. En segundo lugar, se deja fuera el hecho de que en una
misma época coexisten diversos grupos productores de cultura, cada uno de
los cuales tiene una adscripción diferente dentro del sistema social. En cada
caso, se hará una actualización diversa de los códigos dominantes, ultilizándo-
los en su capacidad meramente expresiva, o como formas de interpelación in-
tersocial. Propongo aquí que el Barroco hispanoamericano parece reclamar un
estudio basado en la diferenciación de sistemas, cuyo eje articulador debería
considerar al menos tres variables: primero, las condiciones materiales de pro-
ducción cultural; segundo, las diversas formas de actualización de los códigos
expresivos dominantes; tercero, los grados de conciencia social manifestados
por los diversos grupos productores. De todos modos, antes de que pueda
avanzarse un estudio sistémico, es necesario revisar la dinámica cultural del
periodo fuera de muchos preconceptos arraigados en la crítica hispánica. El
objetivo de estas páginas es intentar un paso adelante en este sentido.
7
Vid. Mariano Picón Salas, De la Conquista a la Independencia: Irving Leo-
nard, La época barroca en el México colonial; Leonardo Acosta, Barroco de
Indias y otros ensayos; Jaime Concha. «La literatura colonial hispano-
americana: problemas e hipótesis», en Neohelicon, vol. IV, núm. 1-2, pp. 31-
50, y H. Vidal, op. cit.
8
20
9
Ibid., pp. 77-97. Vid. J. Concha, op. cit.
10
Vid. J. Beverley, op. cit.
11
Vid. H. Vidal, op. cit. Cuando aludo al «paradigma barroco» hago referencia
al fenómeno transnacionalizado, protonacional para el caso de América, que
actualiza muchas de las características que Maravall sintetizara para el caso
europeo y especialmente peninsular entendiendo por «barroco» una estructura
histórica que no descarta sino que subsume un concepto de estilo.
12
Vid. M. Picón Salas, op. cit.; J. Concha. op. cit. y H. Vidal, op. cit.
13
Vid. M. Hernández-Sánchez Barba, Historia de América, t. I, y H. Vidal, op.
cit.
14
Guillermo Céspedes del Castillo, Historia de España, IV. América hispánica
(1492-1898), p. 292.
15
José Juan Arrom, Certidumbre de América, pp. 9-24. El crítico cubano discute
a su vez muchos de los matices histórico-semánticos del término «criollo». La
palabra «criollo» aparece ya a mediados del siglo XVI. Comienza teniendo un
sentido exclusivamente descriptivo, y se utiliza entonces para nombrar a «és-
tos que acá han nacido» (como indica un oficio real de 1567), es decir, a los
hijos de padres emigrantes nacidos en Indias. Su aplicación genérica, sin dis-
tinción de clase, no tiene al comienzo sentido laudatorio ni derogatorio. Se usa
igual para nombrar a encomenderos, hijos de conquistadores o esclavos (se
llama, por ejemplo, «negro criollo» al nacido en América y «negro bozal» al
nacido en África). Es así usado como sinónimo de «nativo», y sólo gradual-
mente va adquiriendo connotaciones étnicas. Al principio no se usa en rela-
ción al fenómeno demográfico de crecimiento vegetativo de la población
21
16
G. Céspedes del Castillo, op. cit., p. 306.
17
Ibid., p. 294.
18
«James Lockhart, «The Social History of Colonial Spanish América: Evolu-
tion and Potencial», en Latin American Research Review, vol. VII, núm. 1,
pp. 6-45. En esta línea de investigación, Céspedes del Castillo resalta, por
ejemplo, en su capítulo sobre «El criollismo» de su América hispánica una
anécdota ocurrida en 1618 en la ciudad de México, importante por su valor
paradigmático. Durante un sermón, un predicador jesuita criticó la venta de
oficios realizada por el virrey a un grupo de criollos, indicando que éstos no
servían para nada bueno ni eran capaces de regir ni un gallinero, cuando más
una ciudad o una gobernación. Esa afirmación levantó un tumulto en el tem-
plo, se desenvainaron las espadas y se desató un escándalo público al que se
siguió la reacción del arzobispo, que retiró al jesuita la licencia para predicar.
Los jesuitas, como Orden, se rebelaron, designando a un canónigo como su
defensor, el cual terminó en la cárcel. El incidente fue creciendo y tuvo con-
mocionada a toda la ciudad virreinal durante cuatro meses. Los jesuitas debie-
ron finalmente disculparse por lo que fue entendido como una forma intolera-
ble de discriminación. Se realizaron una serie de sermones de desagravio a los
22
19
Vid. G. Céspedes del Castillo, op. cit.
20
No se trata ya solamente de la política inquisitorial (el Santo Tribunal se esta-
blece en Indias alrededor de 1570) o de disposiciones concretas, como la
prohibición de 1543 de que se difundan «libros de romances, y materias pro-
fanas y fabulosas, ansí como libros de Amadís» en las colonias. Muchos escri-
tores barrocos sienten y se revelan contra el fenómeno de la marginación que
sufren por razón de su mestizaje, sexo, o ubicación subalterna en la jerarquía
social, eclesiástica o administrativa. Empiezan a modelar entonces, a través de
su productividad cultural surgida «al margen» del discurso hegemónico, for-
mas de identidad diferenciadas, que no quedan circunscritas a sus casos indi-
viduales, sino que se perfilan como un proyecto social claro y distinto.
21
Vid. Jaime Giordano, «Defensa de Góngora por un comentarista americano»,
en Atenea, núm. XXXVIII, pp. 226-241, y Alfredo Roggiano, «Juan de Espi-
nosa Medrano: apertura hacia un espacio crítico en las letras de la América
hispánica», en Raquel Chang-Rodríguez, ed., Prosa hispanoamericana virrei-
nal.
22
Eduardo Hopkins, «Poética de Juan Espinosa Medrano en el Apologético a
favor de don Luis de Góngora», en Revista de Crítica Literaria Latinoameri-
cana, vol. IV, núm. 78, pp. 112-113.
23
Juan de Espinosa Medrano, Apologético, p. 17.
23
24
Idem.
25
Ibid., pp. 326-327.
26
Ibid., p. 327.
27
José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad perua-
na, p. 155.
28
J. Concha, op. cit., p. 45.
29
Ibid., p. 46.
30
I. Leonard, op. cit., p. 279.
31
Ibid., p. 297.
32
Ibid., p. 300.
33
Idem.
34
Ibid., p. 301. Indica al respecto Leonard: «Éste fue en verdad un rompimiento
brusco con el pasado y una aserción que los jesuitas, por quienes él tanto an-
siaba ser aceptado, difícilmente habrán perdonado. De hecho, poco después de
la muerte de don Carlos, los miembros de esta compañía tan intelectualmente
avanzada, recibieron orden de enseñar únicamente la filosofía aristotélica, y de
huir de las "proposiciones erróneas del pensamiento cartesiano"» Idem.
24
35
Sobre Sigüenza y Góngora y la cuestión criolla pueden verse I. Leonard, op.
cit.; M. Hernández-Sánchez Barba, op. cit.; Saúl Sibirski, «Carlos Sigüenza y
Góngora (1645-1700). La transición hacia el iluminismo criollo en una figura
excepcional», en Revista Iberoamericana, vol. XXXI, núm. 60, pp. 195-207;
J. J. Arrom, «Carlos de Sigüenza y Góngora. Relectura criolla de los Infortu-
nios de Alonso Ramírez», en Thesaurus, núm. 42, pp. 386-409; Beatriz Gonzá-
lez Stephan, «Narrativa de la estabilización colonial», en Ideologies and Lite-
rature, vol. II, núm. 1, pp. 7-52. Vid. infra, «Máscara autobiográfica y con-
ciencia criolla en Infortunios de Alonso Ramírez», pp. 217-230.
36
El Discurso del Método es de 1637. Para una difusión del cartesianismo en
América véase Leopoldo Zea, «Descartes y la conciencia de América», en Fi-
losofía y Letras, núm. 39, pp. 93-106; I. Leonard, op. cit.; Francisco López
Camara, «El cartesianismo en sor Juana y Sigüenza», en Filosofía y Letras,
núm. 39, pp. 107-131, y Elías Trabulse, Ciencia y religión en México en el
siglo XVIII.
37
Carlos de Sigüenza y Góngora, Seis obras, p. 38. Vid. J. J. Arrom, op. cit.; B.
González Stephan, op. cit. Vid. infra, «Máscara autobiográfica...», pp. 217-
230.
38
I. Leonard, op. cit., p. 254.
39
Cf. William H. Clamurro, «Sor Juana Inés de la Cruz Reads her Portrait», en
Revista de Estudios Hispánicos, vol. XX, núm. 1, pp. 246-262.
40
Se cita aquí por la edición de Tapia Méndez, que lleva el título de Carta de
sor Juana Inés de la Cruz a su confesor: autodefensa espiritual. En este traba-
jo sobre el Barroco, reproduzco algunos puntos de mi análisis sobre este texto,
al que aludo como «Carta de Monterrey». Vid. infra, «Orden dogmático y
marginalidad en la "Carta de Monterrey" de sor Juana Inés de la Cruz», pp.
66-86.
41
25
42
Ibid., p. 17, párrafo 8.
43
G. Céspedes del Castillo, op. cit., pp. 306-307.
44
Vid. H. Vidal, op. cit.
45
J. de Espinosa Medrano, op. cit., p. 325.
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Procedencia de los textos
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