Barroco y Conciencia Criolla en Hispanoamerica1

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“Barroco y conciencia criolla en Hispanoamérica”


Mabel Moraña
Revista de Crítica Literaria Latinoamericana
Año 14, No. 28, Historia, Sujeto Social y Discurso Poetico en la Colonia (1988), pp. 229-251
Published by: Centro de Estudios Literarios "Antonio Cornejo Polar"- CELACP
Article DOI: 10.2307/4530399
Stable URL: http://www.jstor.org/stable/4530399
Page Count: 23

Barroco y conciencia criolla en Hispanoamérica

Mabel Moraña

En el último decenio se ha asistido a un notable incremento, cuantitativo y


cualitativo, de los estudios sobre el periodo colonial hispanoamericano, tanto
en el medio académico norteamericano como en los centros europeos de estu-
dios latinoamericanos. Este interés responde a varias razones, aun dejando de
lado cuestiones de política universitaria y demanda académica. Por un lado,
parece haber caído en desuso cierta moda de los años sesenta que interpretaba
la historia de los países al sur del río Bravo como un ejemplo vivo de magia
cotidiana -de magia negra, en muchos casos- en que la realidad parecía dar
cuerpo histórico al imaginario social. Los enfoques desarrollistas o tributarios
de la vieja dicotomía moderno versus tradicional hicieron crisis, en los estu-
dios literarios como en los de las ciencias sociales, como analiza bien James
Lockhart. Hizo crisis también cierto sociologismo que, apoyado en la pirotec-
nia teórica que desató la Revolución cubana, convenció a muchos, con un faci-
lismo que poco favor hizo a la causa latinoamericana, de que ese continente
entraba en el mejor de los mundos posibles. Esa visión panglossiana de la his-
toria y la literatura, para la cual la cultura del subcontinente aparecía como un
epifenómeno sin lazos con la tradición, dejó como saldo a nuestra década una
larga serie de problemas sin resolver, y un interés renovado en la cultura lati-
noamericana. Poco a poco ha ido arraigando, en gran medida a impulsos de
los sucesos políticos de los años setentas, una perspectiva diferente, menos
«tropicalista» y más histórica, para el estudio de la problemática latinoameri-
cana. Esta perspectiva se corresponde, a su vez, con una metodología que pre-
tende ser afín a su objeto de —26→ estudio. En efecto, los países latinoa-
mericanos, con sus economías de venas abiertas, sus dictaduras transnaciona-
lizadas y sus desafiantes revoluciones, han lanzado a la arena de los estudios
sociohistóricos una problemática que reclama estudios globales, multidiscipli-
narios, y que no cede a enfoques formalistas creados para otras realidades cul-
turales.
2

Nociones como «colonialismo», «dependencia», «cultura popular», «con-


ciencia social», «autoritarismo» tienen en la historia latinoamericana un refe-
rente concreto, de dramática presencia, que se ofrece como un desafío a la crí-
tica y la historiografía. El arraigo de esas nociones en la historia latinoameri-
cana se remonta, obviamente, al periodo colonial y al proyecto imperial que
las naciones europeas aplicaron al conjunto de formaciones sociales de ultra-
mar, las cuales a partir de esa violencia inicial, se dieron en llamar «el Nuevo
Mundo». A los estudios del periodo colonial se llega así, en muchos casos,
con una orientación retrospectiva1. En efecto, se busca en esa etapa de la histo-
ria continental al menos una de las vertientes de la tradición cultural del conti-
nente. Por un lado, porque en los siglos XVI y XVII cristaliza ya una literatu-
ra, una crítica y una historia literaria a la vez dependientes y culturalmente di-
ferenciadas de los modelos metropolitanos. Por otro lado, porque esa cultura
es ya, desde sus albores, producto de un sistema de dominación del que aún es
en gran parte tributaria nuestra realidad actual y es la raíz de esa problemática
la que queda expuesta a través de los productos culturales del periodo. Es so-
lamente a partir del estudio de esas raíces propias que puede rescatarse y com-
prenderse la singularidad conflictiva de la cultura latinoamericana, nacida tan-
to bajo el signo de la violencia y los intereses del dominador, como de la crea-
tividad y resistencia del dominado.

Quiero referirme aquí, en especial, a uno de los capítulos más relegados de


la historia literaria hispanoamericana, relegado no —27→ porque no se ha-
gan alusiones constantes a él, sino porque no ha sido hasta ahora revisado y
problematizado con la profundidad que merece. Me refiero al Barroco hispa-
noamericano, o mejor aún al que Mariano Picón Salas denominara temprana-
mente, con acierto, el «Barroco de Indias», llamando la atención sobre su cali-
dad derivada, translaticia.

La importancia del Barroco en Hispanoamérica, ya sea éste considerado


un periodo, un estilo, o un «espíritu de época», no radica exclusivamente en la
calidad de la producción literaria que corresponde al que se ha dado en llamar
«periodo de estabilización virreinal»2. La importancia del Barroco reside prin-
cipalmente, por un lado, en que la evaluación de esa producción poética plan-
tea problemas crítico-historiográficos que se proyectan sobre todo el desarro-
llo posterior de la literatura continental, y que derivan del proceso de imposi-
ción cultural y reproducción ideológica que acompañó a la práctica imperial.
En segundo lugar, es también en el contexto de la cultura barroca que apare-
cen las primeras evidencias de una conciencia social diferenciada en el seno
3

de la sociedad criolla. Esas formas incipientes -y en muchos casos contradicto-


rias- de conciencia social, hablan a las claras, sin embargo, de la dinámica cre-
ciente de las formaciones sociales de ultramar, y no es errado ver en ellas el
germen, aún informe, de las identidades nacionales.

Quiero referirme a este nivel, crítico-historiográfico y también ideológico,


del Barroco de Indias, tomando luego algunos textos que ilustran la problemá-
tica de fondo.

Para empezar, existen varias aproximaciones posibles al Barroco hispa-


noamericano. La primera y más tradicional, interpreta la producción del perio-
do como un simple reflejo o traslación de modelos estéticos metropolitanos3.
Desde esta perspectiva, la producción —28→ barroca sólo puede ser enten-
dida como un desprendimiento que remite al tronco de las culturas centroeu-
ropeas, y principalmente de las peninsulares. Sobreimpuesta a la realidad tensa
y conflictiva del Nuevo Mundo, la cultura del Barroco, habría tenido en las
colonias una realización degradada y siempre tributaria de los modelos metro-
politanos. Los textos más importantes de la literatura americana del siglo XVII
aparecen así como productos excepcionales por su fidelidad a las formas ca-
nónicas, frutos acabados de una mecánica especular. Así, por ejemplo, la obra
de sor Juana Inés de la Cruz ha sido juzgada durante mucho tiempo como un
capítulo desprendido de la historia literaria española, accidentalmente situado
en el contexto de la Nueva España. La dinámica social del virreinato fue a
menudo considerada irrelevante para una comprensión del discurso poético y
afín de la prosa de la monja mexicana. En el mismo sentido Menéndez y Pela-
yo alabando la obra crítica de Juan de Espinosa Medrano, mestizo nacido en el
repartimiento del Cusco, resalta su excepcionalidad, afirmando que su «Apo-
logético en favor de don Luis de Góngora [es] una perla caída en el muladar
de la poética culterana» hispanoamericana4.

Posiciones como las mencionadas, ostentan un evidente purismo eurocen-


trista. Muchos reconocen la altura literaria sólo de aquellos textos que con
mayor rigor actualizan el paradigma metropolitano.

Otros, incluso, llegan a resentirse ante cualquier interpretación que tienda


a «denigrar» al Barroco español, vicio en que caen sobre todo los «hispanistas
extranjeros» que toman por valores auténticos del Barroco las que son sólo
muestras primitivas o bárbaras, «reduciendo la literatura española a poco más
que un arte de negros»5.
4

Arte de indios o, al menos, de mestizos es, en efecto, el Barroco hispa-


noamericano.
—29→
Lo importante es, en todo caso, reconocer, que tomando como base posi-
ciones como las mencionadas, se intenta muchas veces resolver la problemáti-
ca del Barroco hispanoamericano a través de un análisis de sus estructuras de
superficie6. Por un lado, es imposible desconocer que los códigos conceptuales
y estéticos del Barroco europeo y principalmente peninsular son impuestos en
América como parte del proyecto expansionista que buscaba unificar en torno
a un rey, un dios y una lengua, la totalidad imperial. En los ámbitos de las cor-
tes virreinales, la cultura barroca consagra el predominio de la nobleza corte-
sana y de la burocracia estatal y eclesiástica, que coronaban la pirámide de la
sociedad de castas7.

Tanto para la minoría peninsular como para la creciente oligarquía criolla


el Barroco constituyó sobre todo un modelo comunicativo a través de cuyos
códigos el Estado imperial exhibía su poder —30→ bajo formas sociales
altamente ritualizadas. El código culto, alegórico y ornamental del Barroco
expresado en la fisonomía misma de la ciudad virreinal o a través de certáme-
nes, ceremonias religiosas, «alta» literatura, poesía devota o cortesana, consti-
tuyó así durante el periodo de estabilización virreinal el lenguaje oficial del
Imperio, un «Barroco de Estado»8 al servicio de una determinada estructura de
dominación. No es de extrañar entonces que la ya para entonces sofisticada
intelectualidad criolla intentara consolidar sus posiciones a través de la apro-
piación de esos códigos9. La habilidad para hacer uso de los discursos metro-
politanos se convirtió así en una especie de prueba que permitía definir las po-
sibilidades de comprensión y participación de los grupos sociales periféricos
en los universales del Imperio10. Pero aún más: bajo el régimen inquisitorial
los modelos metropolitanos protegían al discurso colonial de toda sospecha de
heterodoxia, permitiendo que la literatura del «Nuevo Mundo» se amparara en
el «principio de autoridad». Imitar modelos consagrados significaba así acep-
tar una transferencia de prestigio y colocarse a salvo de la censura.

El Barroco adquiere así la dimensión de un verdadero paradigma cultural,


formalizado y cultivado de espaldas a la realidad social de la Colonia 11. Se ha
hablado así de «las máscaras de la represión barroca» y de la «verdad soterra-
da» del Barroco hispanoamericano que recordaba a Picón Salas el monólogo
de Segismundo: una alegoría sobre el poder interpolada entre arte y realidad.
5

Esta función ideológica del Barroco de Indias sí ha sido vislumbrada en


algunos estudios, que mitigan la perspectiva eurocentrista al esclarecer la fun-
cionalidad social y política de los modelos estéticos —31→ dominantes
durante la Colonia12. En definitiva, este nivel de los estudios del Barroco his-
panoamericano -escasos, por otra parte- apoya en los ya avanzados estudios
sobre ideología que desde la vertiente marxista, especialmente en su línea
gramsciana, permiten analizar la funcionalidad de los discursos hegemónicos
en una circunstancia histórica dada. Ese fenómeno de imposición verticalizada
de los discursos dominantes y de contaminación de los valores y hasta de los
principios de legitimación del sector hegemónico en los sectores subalternos,
tiene, sin embargo, su reverso. Me refiero al «fenómeno de retorno» por el
cual los sectores dominados en determinado momento de la historia comien-
zan a activarse hasta generar respuestas sociales diferenciadas. Estas respues-
tas tendientes a impugnar el discurso hegemónico y los principios de legitima-
ción en los que éste se apoya, se desarrollan y afianzan hasta constituir formas
alternativas dentro de la totalidad social. Este momento de emergencia de las
que podríamos llamar formas de conciencia subalternas por su ubicación den-
tro del aparato político-social de una época, es un proceso de difícil lectura.
En primer lugar, porque esa misma posición de subalternidad condiciona el
grado de formalización y homogeneidad que ese discurso puede alcanzar. En
segundo lugar porque la evidencia histórica de ese proceso, la posibilidad de
documentación del mismo, implica la interpretación de indicios que, expresa-
dos muchas veces con el lenguaje y la retórica dominantes, se mimetizan con
la visión del mundo hegemónica, la remedan, parodian o utilizan para sus pro-
pios fines.

Es esta manifestación del ser social la que me interesa en el periodo colo-


nial, no sólo porque constituye una de las etapas más importantes en el proce-
so del pensamiento hispanoamericano, sino por su articulación peculiar con el
paradigma barroco.

El Barroco de Indias se corresponde históricamente con el proceso de


emergencia de la conciencia criolla en los centros virreinales desde los que se
establecían los nexos económicos, políticos y culturales con el poder impe-
rial13. Los historiadores coinciden en general —32→ en que hacia 1620
aparece ya en el seno de la ciudad virreinal el complejo fenómeno cultural que
conocemos como «criollismo». Éste se manifiesta como «el nuevo régimen
indiano caracterizado por un intenso protagonismo histórico del vasto con-
glomerado social formado por cuantos se sienten y llaman a sí mismos criollos
en toda la extensión de las Indias»14.
6

El surgimiento del «espíritu criollo» es, sin embargo, muy anterior. Los
estudios de historia social lo remontan en general al resentimiento de los con-
quistadores y primeros pobladores «americanizados» que se sentían mal re-
compensados por la Corona y afirmaban sus derechos en contraposición a los
residentes de la Península, quienes controlaban los mecanismos de poder, pre-
bendas y recompensas destinadas a los pobladores de Indias. Desde un punto
de vista más estrictamente cultural, José Juan Arrom fija entre 1564 y 1594 la
primera generación criolla. A través de las crónicas de fray Diego Durán, Blas
Valera, el Inca Garcilaso, Juan de Tovar, así como en la producción dramática
de Fernán González de Eslava, Cristóbal de Llerena, Juan Pérez Ramírez,
Arrom identifica las fuentes de lo que puede ser llamado, con lenguaje de hoy,
«el discurso Criollo»15.

—33→
La posición social del criollo es esencial para la comprensión de la diná-
mica social e ideológica de la Colonia. Es obvio que el elemento étnico verte-
bra en América no sólo la constitución de grupos sociales desde el comienzo
sino también su jerarquización y las formas de conciencia social que esos gru-
pos alcanzan. Por lo mismo, se vierte como un componente insoslayable en la
productividad cultural y específicamente en la literaria. Es interesante anotar,
asimismo, que nuestro uso del término «criollo» y «sociedad criolla» está ava-
lado por el sentido que esos términos adquieren en los textos literarios del pe-
riodo, y no solamente en la documentación jurídico-administrativa, como ve-
remos más adelante.

De todos modos, lo que interesa retener de toda la problemática social


vinculada al sentimiento criollo en la Colonia, es que éste crece y se articula a
los paradigmas de la cultura barroca en el marco de un proceso reivindicativo
a partir del cual empieza a diferenciarse lo que podríamos llamar «el sujeto
social hispanoamericano». Este proceso se corresponde, como se sabe, con el
periodo de la decadencia española, desde la muerte de Felipe II, en 1598, hasta
la muerte de Carlos II último miembro de la dinastía austríaca. Durante esta
fase de la historia española se ajusta y transforma el orden anterior. La política
del Estado español con respecto a América se encauza hacia objetivos fiscales,
sacrificando, como se ha dicho, la economía a la Hacienda, y quebrando así el
principio del bien común16. Sin tocar las bases del mercantilismo monopólico,
la Corona sigue una política filoaristocrática de profundas consecuencias so-
ciales en América. Entre ellas se cuenta, por ejemplo, la progresiva burocrati-
zación de la nobleza castellana y la creación de una «nobleza indiana» endo-
7

gámica que se afianza sobre la base del mayorazgo, las alianzas matrimoniales
y el acaparamiento de tierras por medios ilegales (concesiones abusivas de los
Cabildos, nepotismo, —34→ usurpación de comunidades indígenas. Igual
que antes se hiciera con los cargos públicos se venden, desde principios del
siglo XVII, títulos de la nobleza castellana a mercaderes indianos, hacendados
o mineros ricos. Como indica Céspedes del Castillo, a lo largo del siglo XVII
los criollos van acaparando títulos nobiliarios comprados o concedidos, hábi-
tos de las órdenes Militares, escudos de armas más o menos fantasmagóricos,
títulos de «familiar del Santo Oficio», cargos en cofradías religiosas, patro-
nazgo de conventos e instituciones de beneficencia, puestos en la guardia del
virrey, grados militares honoríficos17. Según el mismo autor, un avance igual-
mente agresivo se registra en el nivel social medio. Los criollos predominan
en las profesiones liberales, el clero y la burocracia, convirtiéndose en un saté-
lite ideológico de las elites. La gran movilidad social interclase aumenta en el
periodo la competencia y la discriminación, que alcanzan hasta el nivel popu-
lar.

Todo esto indica que el sector criollo, adquiere a nivel social, una visibili-
dad innegable, que está escrita profusamente en documentos desprendidos del
cuerpo jurídico del Imperio en el siglo XVII, algunos de los cuales tuve opor-
tunidad de consultar en el Archivo de Indias, en Sevilla. Pero incluso al mar-
gen del testimonio que deja este tipo de documentación, digamos, instituciona-
lizada, y por lo mismo formal, articulada, es interesante la lectura que muchos
historiadores y cientistas sociales han hecho en las últimas décadas de otras
fuentes de carácter más popular y espontáneo, redimensionando el concepto
de Social History central en esa disciplina. El estudio de correspondencia pri-
vada, memoriales, archivos conventuales, etcétera, permite captar los usos co-
tidianos, espontáneos y a veces contradictorios de términos claves para la in-
vestigación sociohistórica, revelando, además, la dinámica cotidiana de la Co-
lonia, sus valores dominantes y modelos de comportamiento18.

—35→
De todo este proceso que hemos venido exponiendo, lo que interesa en to-
do caso retener, podría ser resumido en tres puntos principales.

En primer lugar, el sector criollo se convirtió en un importante grupo de


presión que se afianza progresivamente en su riqueza, prestigio y poder políti-
co. Aunque los criollos no consiguen nunca dentro de los marcos del Imperio
los objetivos de autonomía administrativa y predominio político-económico,
lo cierto es que el creciente protagonismo del grupo amenaza el ideal del Im-
8

perio como cuerpo unificado. Los intentos de autodeterminación de ese sector


son, en muchos casos, vistos con respeto; en otros casos, son interpretados
como una forma incipiente de separatismo tendiente a favorecer procesos de
regionalización (como efectivamente sucedería), constituyendo gérmenes de
las futuras nacionalidades, que Irving Leonard ve asomar ya hacia fines del
siglo XVII.

En segundo lugar, ese avance criollo, consecuencia de un largo proceso


reivindicativo originado ya en la Conquista, generó el desarrollo de la con-
ciencia social de ese grupo, la cual surge no solamente de los logros consegui-
dos sino principalmente de las postergaciones y los límites de ese avance. Se
sabe, por ejemplo, que los criollos no alcanzaron puestos de jerarquía eclesiás-
tica o civil, salvo excepciones. También existe extensa documentación que
demuestra —36→ la resistencia al criollo dentro del clero regular. Se con-
sideraba que la «santidad» de este grupo era dudosa, dado el medio social del
cual surgía el criollo, dominado por el afán de éxito y ascenso social, la codi-
cia y el resentimiento. Por lo tanto, para la dirección de las órdenes no podían
competir con los peninsulares, imbuidos de la tradición mística castellana. En
el mismo sentido, dentro de la escala administrativa, existió todo un cuerpo
legal destinado únicamente a regular el otorgamiento de cargos públicos a los
criollos y obligando a un régimen de alternancia con los peninsulares. Este
sistema, refrendado por el papa, se continúa hasta fines del dominio español19.

En tercer lugar debe mencionarse el plano estrictamente cultural (y en este


punto regresamos al problema del paradigma barroco y su asimilación en el
complejo de la cultura virreinal). A este nivel, y específicamente en el plano
de la literatura, se manifiesta en su propia modulación la problemática hege-
monía/dependencia que hemos visto manifestarse en lo que tiene que ver con
el surgimiento de la conciencia criolla. Por un lado, en la práctica literaria de
algunos escritores del siglo XVII hispanoamericano, el código barroco sirve
como vehículo para cantar la integración al sistema dominante, lograda o an-
helada. En otros casos, el modelo barroco provee las formas y tópicos que,
utilizados por la intelectualidad virreinal, denuncian la Colonia como una so-
ciedad disciplinaria y represiva. Ésta, por un lado, tolera la ascención criolla,
por otra parte inevitable; al mismo tiempo, intenta controlarla como parte or-
gánica del proyecto imperial, enajenándola de su realidad cotidiana a través de
los rituales y las máscaras del poder20.

—37→
9

En relación con esta problemática es que se define la obra de quienes son,


probablemente, los tres escritores más importantes del periodo, en los virreina-
tos de Perú y de la Nueva España. Se trata de Juan de Espinosa Medrano, el
Lunarejo, Carlos de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz, nombres
ineludibles en la literatura del siglo XVII hispanoamericano. En tres estilos
muy diferentes entre sí, estos tres escritores actualizan la naturaleza jánica del
barroco hispanoamericano. Por un lado, en su obra el paradigma barroco da la
cara a los rituales sociales y políticos del Imperio y se apropia de los códigos
culturales metropolitanos como una forma simbólica de participación en los
universales humanísticos del imperio. Por otro, esos intelectuales se articulan
a través de sus textos a la realidad tensa y plural de la Colonia a la que ya per-
ciben y expresan como un proceso cultural diferenciado, y utilizan el lenguaje
imperial no sólo para hablar por sí mismos sino de sí mismos, de sus proyec-
tos, expectativas y frustraciones.

Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo, sacerdote natural del Calcauso,


corregimiento del Cusco, tiene entre sus obras, piezas dramáticas sacras y pro-
fanas, obras filosóficas y crítico-literarias, escritas en castellano, latín y que-
chua. En 1662 da a conocer su Apologético en favor de don Luis de Góngora,
texto reconocido como el primer ejemplo de crítica literaria hispanoamerica-
na21. La voluntad del erudito mestizo de terciar en las polémicas metropolita-
nas en torno a la valoración del poeta cordobés, resurgidas después de la
muerte de éste, en 1627, es importante como indicio de época. El Lunarejo
sale al cruce de los ataques hechos a Góngora por el erudito portugués Manuel
de Faría y Souza, en sus cuatro volúmenes dedicados a comentar Las Lusíadas
de Caõmes. Faría y Souza denigra a Góngora por considerar que su reputación
oscurecía la de Caõmes, a quien consideraba «hombre inspirado por el espíritu
divino». En su defensa de Góngora, Espinosa Medrano expresa, por un lado,
su profundo dominio del código culterano, y un concepto riguroso de la fun-
ción y procedimientos de la crítica literaria, a la —38→ cual concibe como
una disciplina de orientación científica. Indica que ésta, a partir del releva-
miento y la cuantificación de procedimientos literarios, debería además tomar
en cuenta la cualidad comunicativa de éstos dentro del contexto poético. Dis-
tingue los recursos que convienen a la poesía secular y a la escritura revelada,
rastrea con increíble erudición las fuentes latinas en las que estaban ya codifi-
cadas las cinco variantes del hipérbaton, planteando el problema tradi-
ción/originalidad, código culto/lenguaje popular o cotidiano, aspecto que al-
gunos han visto como un adelanto de Tinianov y Jakobson22. Concluye el crí-
tico peruano en que Góngora realiza con su obra la «habilitación» del idioma
castellano que con él entra en un proceso de renovación lingüística. La trans-
10

gresión del orden convencional de la frase está naturalizada en el discurso


poético gongorino; no sobreimpuesta como disrupción o anomalía lingüística
sino integrada al lenguaje en su función expresiva, propiamente poética.

En todo caso, Espinosa Medrano se articula a la revisión del canon culte-


rano proponiéndose como un interlocutor válido en la disputa metropolitana.
Su sofisticado discurso crítico no está exento, sin embargo, de nutridas refe-
rencias a la condición marginal del intelectual de Indias. El Apologético en
favor de don Luis de Góngora se abre con el reconocimiento de su identidad
periférica. En las palabras dedicadas al lector de la Lógica, indica: «Tarde pa-
rece que salgo a esta empresa: pero vivimos muy lejos los criollos y si no
traen las alas del interés, perezosamente nos visitan las cosas de España» 23. Y
más adelante:

Ocios son estos que me permiten estudios más se-


veros: pero ¿qué puede haber bueno en las Indias?
¿Qué puede haber que contente a los europeos, que
desta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos
presumen, que brutos de alma, en vano nos alientan a
desmentirnos máscaras de humanidad24.

—39→
Según algunos, la rápida difusión que alcanzó el Apologético de Espinosa
Medrano en España no fue mayor a la que mereció en Roma su Philosophia
Tomisthica, publicada en latín en 1688. El volumen correspondiente a la Ló-
gica aborda agresivamente, en su «Prefacio al lector» el tema de la igualdad
intelectual de europeos y americanos, a partir de una curiosa disquisición geo-
gráfica. El Lunarejo reafirma la idea de que los americanos gozan del privile-
gio de habitar el polo antártico, que «está en lo alto del cielo, o sea que es la
parte superior y a la vez la parte diestra» del Universo, e indica:

Por consiguiente, los peruanos no hemos nacido


en rincones oscuros y despreciables del mundo ni bajo
aires más torpes, sino en un lugar aventajado de la tie-
rra, donde sonríe un cielo mejor, por cuanto las partes
superiores son preferibles a las inferiores y las diestras
a las siniestras25.
11

Y se pregunta:

Conque para los peruanos las estrellas son dies-


tras, y sin embargo su fortuna es siniestra. Y ¿por qué?
Sólo porque son superados por los europeos en un sólo
astro, a saber, el augusto, óptimo y máximo rey Carlos
[...] Alejados, pues, en el otro orbe, carecemos de
aquel calor celestial con que el príncipe nutre, alienta,
fomenta y hace florecer la excelencia y todas las artes.
Así pues no basta merecer los premios, la gloria, los
honores debidos a esta excelencia (los cuales hay que
buscar prácticamente en las antípodas, y aun así llegan
tarde o nunca); hay que ser argonautas también. Pero
ésta es la vieja queja de los nuestros, y no cabe reite-
rarla aquí26.

La queja y el reclamo, el tono reivindicativo y la arrogancia implícita en la


apropiación de los códigos expresivos dominantes, son la modulación de una
conciencia crítica incipiente. Aún aplicada a elementos, como el culteranismo,
que integraban el discurso canónico, esa conciencia crítica descubre en la tra-
dición hispánica inmediata —40→ su propia tradición, pero al mismo tiem-
po descubre su posición excéntrica, desplazada, con respecto al objeto de su
reflexión. Se equivoca Mariátegui, por una vez, al interpretar que la literatura
de la Colonia es «un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios» y que
textos como el Apologético están dentro de los parámetros canónicos de la li-
teratura española27.

La poética de la lírica culterana, que el Lunarejo realiza a través de su


Apologético se manifiesta así no solamente como un aporte al canon. Implica,
al mismo tiempo, la voluntad de identificación de un estilo hispanoamericano
de época, de claras connotaciones ideológicas. Marca, como indicara alguna
vez Jaime Concha, «un primitivo momento de constitución de una ideología
de las capas medias del Virreinato, en su grupo de letrados»28, poseedores de
cierta conciencia de elite cultural por el manejo de ese instrumento técnico
complejo constituido por el gongorismo. Finalmente, ese intento de ósmosis
de los intelectuales del barroco virreinal con el humanismo renacentista no es
tampoco casual. Forma parte de la cultura colonial de la época, que tiene uno
de sus pilares en el humanismo y la pedagogía jesuíticos, propuesto como con-
tramodelo de las tendencias disolventes del protestantismo. Pero el fenómeno
12

es complejo. Es cierto, por un lado, que el gongorismo, tan extendido en Amé-


rica, sirvió, por ejemplo, en manos de los jesuitas, como un «pesado instru-
mento pedagógico», haciendo que los niños que debían aprender en las escue-
las largas tiradas del poeta cordobés «se apartaran de sus circunstancias inme-
diatas para sumergirse, mediante el espejismo seductor de las palabras, en la
distante patria metropolitana»29. Pero no es menos cierto también que el gon-
gorismo, lejos de ser en todos los casos la lengua muerta del poder imperial,
dio a muchos intelectuales del Barroco indiano un motivo de lucimiento y au-
toafirmación, actuando, paradójicamente, como pretexto en el proceso de con-
formación de la identidad cultural hispanoamericana, al menos en uno de sus
sectores sociales.

—41→
En esa misma dirección es que debe entenderse también la participación
de muchos escritores de la época en polémicas culturales que incluso trascen-
dían el ámbito peninsular. En el contexto de la Nueva España el principal de
ellos es probablemente Carlos de Sigüenza y Góngora, relacionado por línea
materna con el poeta cordobés, ex jesuita y representante de la más alta erudi-
ción novohispana. Según Irving Leonard, Sigüenza y Góngora «simboliza la
transición de la ortodoxia extrema de la América española del siglo XVII a la
creciente heterodoxia del siglo XVIII»30. Su calidad de polígrafo se prueba en
los temas de arqueología e historia, poesía devota en estilo culterano, crónicas
contemporáneas, narraciones y escritos científicos, pero su devoción más
constante fueron las matemáticas y la astronomía. Fue cosmógrafo real, y se
afirma que Luis XIV trató de atraerlo a la Corte francesa, por el prestigio de su
instrumental y dominio científico. Manifiesta en diversos tratados su
desacuerdo con el significado que los astrólogos atribuían a las manifestacio-
nes astrales, consideradas por unos presagios de calamidades y, por otros, ex-
traños compuestos en que se combinaba la exhalación de los cuerpos muertos
con la transpiración humana. Sigüenza y Góngora reacciona con su obra Bele-
rofonte matemático contra la quimera astrológica (1692) en que afirma la su-
perioridad del análisis matemático sobre el saber astrológico, entrando tam-
bién en polémica con el austriaco Eusebio Francisco Kino, jesuita de inmenso
prestigio como matemático y astrólogo. Sigüenza y Góngora se queja del des-
dén con que los europeos pensaban en los conocimientos y avances científicos
de ultramar, diciendo:

En algunas partes de Europa, sobre todo en el nor-


te, por ser más alejado, piensan que no solamente los
habitantes indios del Nuevo Mundo, sino también no-
13

sotros, quienes por casualidad aquí nacimos de padres


españoles, caminamos sobre dos piernas por dispensa
divina, o, que aún empleando microscopios ingleses,
apenas podrían encontrar algo racional en nosotros31.

—42→
Kino refuta a Sigüenza y Góngora con su Exposición astronómica, reafir-
mando la idea de que los cometas eran presagios de mal agüero. Sigüenza con-
testa con su Libra astronómica y filosófica, que sugiere claramente la hetero-
doxia del mexicano en su interés por llegar a la verdad natural: «Yo por la
presente señalo que ni su Reverencia, ni ningún otro matemático aunque fuese
Tolomeo mismo, puede establecer dogmas en estas ciencias, pues la autoridad
no tiene lugar en ellas para nada, sino solamente la comprobación y la demos-
tración»32.

Y se pregunta: «¿Sería prudente para la inteligencia aceptar las enseñanzas


de otros sin investigar las premisas sobre las cuales se basan sus ideas?»33.

Sus escritos incluyen múltiples huellas de las teorías de Gassendi, Galileo,


Kepler y Copérnico, así como referencias concretas a Descartes y atrevidas
refutaciones al pensamiento aristotélico. Dice Sigüenza y Góngora, en un es-
crito de 1681, en un tono que sonaba herético a sus contemporáneos: «Aun
Aristóteles, el reconocido Príncipe de los Filósofos, quien por tantos siglos ha
sido aceptado con veneración y respeto, no merece crédito [...] cuando sus jui-
cios se oponen a la verdad y a la razón»34.

Esta oposición al autoritarismo escolástico y la apertura hacia la experi-


mentación no son, sin embargo, los únicos rasgos en la obra del pensador me-
xicano. En su obra asoma también un orgullo criollo arraigado no sólo en el
dominio del pensamiento científico sino en las fuentes históricas del pasado
prehispánico, como en sus Glorias de Querétaro (1688) donde describe el
mundo indígena como ingrediente de la tradición criolla 35. También en su
Teatro de las virtudes —43→ políticas que constituyen a un príncipe
(1680) se refiere a los antiguos reyes indios como ejemplos para sus contem-
poráneos. Su sincretismo cultural articula la mitología griega, las Sagradas
Escrituras, la cultura indígena y las ideas y métodos más avanzados de la cien-
cia europea como partes de una cosmovisión protonacional que convierte el
Barroco de Indias en un producto original, articulado activamente a la circuns-
tancia histórica de la Colonia y a las condiciones concretas de producción cul-
14

tural en la Nueva España. En la obra de Sigüenza y Góngora, como en la de el


Lunarejo (como antes en el Inca Garcilaso) aparece concretamente el concepto
de «patria» casi siempre en contextos donde sirve como elemento diferencia-
dor con respecto a la indiferencia arrogante de los europeos, y para identificar
un proyecto cultural que no se extendía aún mucho más allá de los límites
reivindicativos del sector criollo ni descartaba todavía la matriz española. La
conceptualización y la retórica barrocas, que en la Península legitimaban un
sistema de poder que comenzaba a resquebrajarse, sirven en América al proce-
so creciente de consolidación de formas de conciencia social de la oligarquía
criolla que tiene en un buen sector del grupo letrado a sus «intelectuales orgá-
nicos».

En varias vertientes la reelaboración indiana del Barroco deja sus huellas


en la literatura, y cada una de estas vertientes merecería un estudio detenido.
Una de ellas tiene que ver con la asimilación del cartesianismo interiorizado
como instrumento poco visible de racionalización y punto de apoyo para la
construcción del ser social36. Otra vertiente podría perseguirse en la utilización
de ciertos tópicos, como el tópico del viaje, por ejemplo, que adquiere el sen-
tido de una recuperación crítico-satírica del espacio marginal. Una tercera lí-
nea —44→ de reflexión es la que abre la utilización del yo en el discurso
literario del periodo. En Infortunios de Alonso Ramírez (1690) de Sigüenza y
Góngora, considerada una de las primeras novelas americanas, la ficción auto-
biográfica se quiebra al final de la narración, en que el autor hace aparecer su
propio nombre en boca de su personaje, para canalizar a través suyo, ante el
virrey, un reclamo personal. Alonso Ramírez, el personaje de rasgos picares-
cos, menciona los cargos de Sigüenza y Góngora como cosmógrafo real y ca-
tedrático de matemáticas de la Academia Mexicana indicando que «títulos son
estos que suenan mucho y valen muy poco, y a cuyo ejercicio le empeña [a
Sigüenza y Góngora] más la reputación que la conveniencia»37.

El Barroco de Indias redimensiona así procedimientos, tópicos y métodos


de estructuración discursiva, de acuerdo con el proyecto cultural del intelec-
tual criollo, según sea su articulación dentro de la totalidad social del virreina-
to. En sor Juana Inés de la Cruz el discurso autobiográfico se integra en la pro-
sa epistolar como una prefiguración de la identidad social y de la alteridad re-
presiva del interlocutor. El ejemplo de sor Juana es, en este sentido, el más
rotundo, porque en ella convergen una actualización precisa del código barro-
co y una conciencia aguda de la marginalidad, de profunda vigencia en nues-
tros días.
15

Si, por un lado, el Primero Sueño es considerado «una manifestación ul-


trabarroca del verso colonial»38, otros de sus escritos dejan al descubierto una
relación más tensa y beligerante con el medio social del virreinato. El soneto
tradicionalmente conocido como «A su retrato», de notoria elaboración gon-
gorina, en que el hablante lírico plantea el problema del tiempo y la identidad,
ha sido visto como una expresión de la ambivalencia social del criollo mexi-
cano, una recomposición, entonces, del tópico del «engaño a los ojos» articu-
lado a la problemática social novohispana39.

—45→
La producción epistolar de sor Juana tiene, en este sentido, un carácter
mucho más explícito, aunque provisto de una elaborada retórica. Allí la monja
impugna el carácter restrictivo del discurso escolástico, lo cual era posible no
sólo por el interés creciente que despertaban las disciplinas científicas y la lite-
ratura profana, que socavaban ya las bases de la ortodoxia, sino porque, en
términos más generales, el principio de orden y regulación social sobreim-
puesto a la sociedad novohispana ya era pasible de ser impugnado. El estudio
de las estrategias retóricas de la «Carta de Monterrey», de sor Juana, por
ejemplo, deja al descubierto de qué modo un texto de esas características logra
asediar las bases del orden virreinal y deconstruir sus principios de legitima-
ción40. Pero quizá lo más notorio, en esta carta de la monja mexicana tanto
como en su famosa Respuesta a sor Filotea, diez años posterior, es la posición
triplemente marginal desde la cual la monja denuncia el mecanismo autoritario
en la sociedad virreinal. En efecto, sor Juana habla como mujer, como intelec-
tual y como subalterna en la categoría eclesiástica novohispana, y desde esos
tres frentes, a través de lo podría llamarse su «retórica de la marginalidad», sor
Juana realiza un verdadero desmontaje del discurso hegemónico. La «Carta de
Monterrey» dirigida a Antonio Núñez de Miranda, confesor de la Décima Mu-
sa y calificador de la Inquisición, se refiere principalmente al problema de su
productividad literaria, que le era reprochada a la religiosa como un aparta-
miento de la devoción eclesiástica. Más que una defensa, su texto es una im-
pugnación a los acusadores. Hay alusiones constantes a la censura y la repre-
sión social, cuando ella alude a ese «tan extraño género de martirio» al que es
sometida, y a las «pungentes espinas de persecución», que resultan en la auto-
censura, como interiorización del mecanismo autoritario: «¿Qué más castigo
me quiere Vuestra Reverencia que el que entre los mismos aplausos que tanto
se duelen tengo? ¿De qué envidia no soy blanco? ¿De —46→ qué mala in-
tención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin
recelo?»41.
16

Pero los frentes de impugnación desde los que se sitúa el hablante episto-
lar de la «Carta de Monterrey» superan la circunstancia individual, y se defi-
nen más bien como parte integrante de la totalidad virreinal. El hablante del
texto de Monterrey es, ante todo, representativo, al igual que el interlocutor
epistolar construido al interior del texto. Sor Juana da, entre otros, el testimo-
nio de la intelectual, enfrentada a la unicidad masculina del discurso ortodoxo,
y denuncia:

[...] que hasta el hacer esta forma de letra algo ra-


zonable me costó una prolija y pesada persecusión, no
por más de porque dicen que parecía letra de hombre,
y que no era decente, conque me obligaron a malearla
adrede, y de esto toda esta comunidad es testigo42.

La cita enfoca un elemento de valor simbólico, paradigmático: la letra


como unidad mínima del texto, la grafía como la forma de expresión indivi-
dual más directa e inalienable, la práctica escritural como reducto final a partir
del cual el ser social se reconoce como sujeto participante dentro de la diná-
mica disciplinaria del sistema: sor Juana lo cita como evidencia extrema del
avasallamiento de que es objeto todo discurso que transgrede su marginalidad
amenazando la hegemonía del discurso dominante, masculino, exclusivista,
inquisitorial.

Sería posible desarrollar extensamente estos aspectos referidos a la retóri-


ca y estrategia discursiva a la vez tan notorios y sutiles en el texto de sor Jua-
na. Valga como resumen de lo anterior, sin embargo, mencionar solamente
que el texto invierte la mecánica de la confesión y esgrime la mejor prosa ba-
rroca en defensa de los aspectos que el discurso hegemónico marginalizaba,
creando una dinámica de opuestos: literatura sagrada/literatura profana, dog-
ma/libre albedrío, fe/razón, esfera pública/esfera privada, determinis-
mo/voluntad, —47→ que remite a otras antítesis en el plano de la historia
política: hegemonía/subalternidad; centro/periferia. Esas antítesis exponen, en
sus manifestaciones diversas, la tensión ideológica de la época; revelan la me-
cánica del poder, su derivación autoritaria y su ejercicio megalomaníaco. Más
que una dinámica oximorónica estas oposiciones exponen la dialéctica epocal
del virreinato, su mecánica de regulación y transgresión que culminaría en la
síntesis auspiciada por el pensamiento iluminista. Para llegar a esa síntesis his-
tórica que fue la Independencia -apertura a otras contradicciones ideológicas-
fue necesario que Barroco y conciencia criolla operaran, un siglo antes, como
17

tesis y antítesis de una ecuación histórica que tuvo como resultado la produc-
ción histórica del sujeto social hispanoamericano. Del Barroco no deriva en
América una literatura meramente mimetizada al canon europeo. Siguiendo un
ejemplo de Céspedes del Castillo43 (que retomo aquí libremente) podemos re-
cordar que las iglesias de México o del Perú exponen, sin duda, la pasión or-
namental del Barroco español, pero el tezontle, piedra volcánica muy roja, les
da un carácter diferente en México, igual que la piedra blanquísima y porosa
de Arequipa, tan fácil de labrar, anula la pesadez arquitectónica de los mode-
los españoles. Como indica ese autor, la construcción se hace más ventilada en
zonas tropicales o incorpora la quincha, caña y barro, en zonas sísmicas. Pero
tampoco se trata de meras modificaciones formales, porque los altares de esas
iglesias, en un raro sincretismo, combinan a su vez las imágenes sagradas con
la escultura indígena, la flora y la fauna locales y las supersticiones y mitos
vernáculos, de modo que el barroco puede ser percibido como un instrumento
sobreimpuesto, que vehiculiza la expresión de una cultura subalterna pero pre-
sente, o mejor dicho, sobreviviente. Es una síntesis histórica y artística, no una
ecuación matemática. La totalidad no es igual a la suma de las partes que la
componen. El producto cultural resultante es dependiente de sus fuentes pero
original en sí mismo, y expresa las condiciones reales de producción cultural,
y la ubicación social del productor. Y lo que es más importante, se pone al
servicio —48→ de otros intereses político-sociales, diferentes de aquellos
que aseguraron el surgimiento y prolongación de la cosmovisión imperial. Ba-
rroco y conciencia criolla son estructuras culturales e ideológicas en diálogo,
interdeterminantes, y la literatura quizá la forma en que mejor se expresa la
transición del «reino de Dios» al reino de los hombres y mujeres que están en
la base de nuestras nacionalidades actuales.

Para la oligarquía criolla del siglo XVII y su sector letrado, el Barroco es,
como dijimos, un modelo expresivo, la imagen y el lenguaje del poder, al que
se puede venerar o subvertir, según el grado de conciencia alcanzado. A través
suyo se escucha la voz de la escolástica, la poética aristotélica y las formas de
composición gongorinas44. La apropiación de ese modelo es, en gran medida,
simbólica. Y reivindicativa. Toma connotaciones políticas cuando esos mode-
los dominantes adquieren, digamos, opacidad, llamando la atención sobre sí
mismos; cuando lo que importa no es ya, solamente, las formas o grados de
apropiación del canon, sino los valores que ese canon institucionaliza, juzga-
dos desde la perspectiva de un sector con conciencia de sí. En este caso se tra-
ta del sector criollo, que afirmado a la vez en la herencia, la riqueza y la terri-
torialidad, pugnaba por el reconocimiento social, la participación política y la
autonomía económica. Esa pugna cristaliza en proyectos sociales diversos, a
18

veces divergentes, que en términos generales coincidían en torno a un objetivo


común, que a mediados del siglo XVII parecía aún un sueño, un horizonte
utópico. El Lunarejo lo expresa en el «Prefacio al lector de la Lógica» con pa-
labras que hubieran podido suscribir muchos escritores de siglos posteriores:
«Pues los europeos sospechan seriamente que los estudios de los hombres del
Nuevo Mundo son bárbaros [...] Más que si habré demostrado que nuestro
mundo no está circundado por aires torpes, y que nada cede al Viejo Mun-
do?»45.

Notas

1
Vid. infra, «Para una relectura del Barroco hispanoamericano: problemas crí-
ticos e historiográficos», pp. 49-61, para un resumen de las distintas posicio-
nes crítico-ideológicas desde las que se ha enfocado hasta ahora la cuestión
del Barroco. En la presente sección aludo solamente a algunas de las posicio-
nes más frecuentemente utilizadas.

2
Vid. Hernán Vidal, Socio-historia de la literatura colonial hispanoamericana:
tres lecturas orgánicas.

3
De esta posición es tributaria casi toda la historiografía literaria del periodo
colonial, sobre esta base funciona, además, toda la perspectiva académica tra-
dicional y aún buena parte de los estudios actuales, que no reaccionan contra
los resabios colonialistas que interpretan la realidad cultural latinoamericana
desde la perspectiva de las antiguas metrópolis políticas y culturales.

4
Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía hispanoamericana, t. II,
p. 117.

5
Dámaso Alonso, Ensayos sobre poesía española, p. 12, apud Helmut
Hatzfeld, Estudio sobre el Barroco, p. 127, n. 8. En su esfuerzo por restringir
los parámetros del barroco, Hatzfeld indica también: «A mi entender, todo ba-
rroco protestante y aun el barroco de la América hispana y católica son barro-
19

cos derivados es decir, imitativos y analógicos, sin auténtica fuerza creadora»


(ibid. p. 427).

6
La perspectiva eurocentrista ha fundado su práctica crítico-historiográfica en
aproximaciones de extrema simplificación, muy interiorizadas en el ámbito
hispánico. Se aplica, por ejemplo, el esquema tradición/originalidad, o se ha-
bla de la literatura hispanoamericana como de un proceso de adop-
ción/adaptación de modelos. En otros casos se emplean recursos aditivos
(Hispanoamérica sería así la suma de elementos de la cultura indiana y la cul-
tura negra, a la matriz hispánica), o se cae en falacias de falsa generalización,
confundiendo la parte con el todo. Se dejan así fuera de consideración aspec-
tos que son esenciales a nuestro tema. Por ejemplo el hecho de que la utiliza-
ción de cualquier forma expresiva implica una postura epistemológica, es de-
cir, una forma específica de conocimiento de la realidad, necesariamente arti-
culada al horizonte ideológico-cultural de una época, pero también a las con-
diciones materiales de producción cultural, en un espacio y en un tiempo his-
tórico determinados. En segundo lugar, se deja fuera el hecho de que en una
misma época coexisten diversos grupos productores de cultura, cada uno de
los cuales tiene una adscripción diferente dentro del sistema social. En cada
caso, se hará una actualización diversa de los códigos dominantes, ultilizándo-
los en su capacidad meramente expresiva, o como formas de interpelación in-
tersocial. Propongo aquí que el Barroco hispanoamericano parece reclamar un
estudio basado en la diferenciación de sistemas, cuyo eje articulador debería
considerar al menos tres variables: primero, las condiciones materiales de pro-
ducción cultural; segundo, las diversas formas de actualización de los códigos
expresivos dominantes; tercero, los grados de conciencia social manifestados
por los diversos grupos productores. De todos modos, antes de que pueda
avanzarse un estudio sistémico, es necesario revisar la dinámica cultural del
periodo fuera de muchos preconceptos arraigados en la crítica hispánica. El
objetivo de estas páginas es intentar un paso adelante en este sentido.

7
Vid. Mariano Picón Salas, De la Conquista a la Independencia: Irving Leo-
nard, La época barroca en el México colonial; Leonardo Acosta, Barroco de
Indias y otros ensayos; Jaime Concha. «La literatura colonial hispano-
americana: problemas e hipótesis», en Neohelicon, vol. IV, núm. 1-2, pp. 31-
50, y H. Vidal, op. cit.

8
20

John Beverley, Del «Lazarillo» al sandinismo: estudios sobre la unción ideo-


lógica de la literatura española e hispanoamericana.

9
Ibid., pp. 77-97. Vid. J. Concha, op. cit.

10
Vid. J. Beverley, op. cit.

11
Vid. H. Vidal, op. cit. Cuando aludo al «paradigma barroco» hago referencia
al fenómeno transnacionalizado, protonacional para el caso de América, que
actualiza muchas de las características que Maravall sintetizara para el caso
europeo y especialmente peninsular entendiendo por «barroco» una estructura
histórica que no descarta sino que subsume un concepto de estilo.

12
Vid. M. Picón Salas, op. cit.; J. Concha. op. cit. y H. Vidal, op. cit.

13
Vid. M. Hernández-Sánchez Barba, Historia de América, t. I, y H. Vidal, op.
cit.

14
Guillermo Céspedes del Castillo, Historia de España, IV. América hispánica
(1492-1898), p. 292.

15
José Juan Arrom, Certidumbre de América, pp. 9-24. El crítico cubano discute
a su vez muchos de los matices histórico-semánticos del término «criollo». La
palabra «criollo» aparece ya a mediados del siglo XVI. Comienza teniendo un
sentido exclusivamente descriptivo, y se utiliza entonces para nombrar a «és-
tos que acá han nacido» (como indica un oficio real de 1567), es decir, a los
hijos de padres emigrantes nacidos en Indias. Su aplicación genérica, sin dis-
tinción de clase, no tiene al comienzo sentido laudatorio ni derogatorio. Se usa
igual para nombrar a encomenderos, hijos de conquistadores o esclavos (se
llama, por ejemplo, «negro criollo» al nacido en América y «negro bozal» al
nacido en África). Es así usado como sinónimo de «nativo», y sólo gradual-
mente va adquiriendo connotaciones étnicas. Al principio no se usa en rela-
ción al fenómeno demográfico de crecimiento vegetativo de la población
21

blanca, considerada tal aun cuando los individuos llevasen un porcentaje de


hasta un 16 % de sangre india. A medida que disminuyen los índices de mor-
talidad y aumenta la aclimatación biológica a la geografía americana, o sea en
un proceso lento de los siglos XVI y XVII las generaciones criollas se hacen
más nutridas y alcanzan mayoría numérica sobre los «españoles peninsulares»
(Hernández-Sánchez Barba, op. cit., p. 306). Aumenta también el fenómeno
del mestizaje y la composición sanguínea se convierte, cada vez más, en un
factor de diferenciación social, dando lugar a la existencia de una «pigmento-
cracia» cuyos efectos aún continúan. En todo caso conviene recordar que si
bien «criollo» implica originalmente la vinculación directa con el grupo blan-
co, la derivación conceptual hacia el término de «sociedad criolla» abarca
también el fenómeno del mestizaje. De modo que cuando hablamos, refirién-
donos al siglo XVII, de «sociedad criolla», aplicamos convencionalmente el
término como prefiguración de «americano», y sobreentendemos la mezcla del
elemento blanco (europeo) con la población originaria del mal llamado «Nue-
vo Mundo».

16
G. Céspedes del Castillo, op. cit., p. 306.

17
Ibid., p. 294.

18
«James Lockhart, «The Social History of Colonial Spanish América: Evolu-
tion and Potencial», en Latin American Research Review, vol. VII, núm. 1,
pp. 6-45. En esta línea de investigación, Céspedes del Castillo resalta, por
ejemplo, en su capítulo sobre «El criollismo» de su América hispánica una
anécdota ocurrida en 1618 en la ciudad de México, importante por su valor
paradigmático. Durante un sermón, un predicador jesuita criticó la venta de
oficios realizada por el virrey a un grupo de criollos, indicando que éstos no
servían para nada bueno ni eran capaces de regir ni un gallinero, cuando más
una ciudad o una gobernación. Esa afirmación levantó un tumulto en el tem-
plo, se desenvainaron las espadas y se desató un escándalo público al que se
siguió la reacción del arzobispo, que retiró al jesuita la licencia para predicar.
Los jesuitas, como Orden, se rebelaron, designando a un canónigo como su
defensor, el cual terminó en la cárcel. El incidente fue creciendo y tuvo con-
mocionada a toda la ciudad virreinal durante cuatro meses. Los jesuitas debie-
ron finalmente disculparse por lo que fue entendido como una forma intolera-
ble de discriminación. Se realizaron una serie de sermones de desagravio a los
22

criollos, elogiando su inteligencia y buena condición, con asistencia del Cabil-


do de México en pleno, la audiencia, el arzobispo y el mismo virrey, y llegan-
do la disputa hasta el propio Consejo de Indias (G. Céspedes del Castillo, op.
cit., pp. 283-284). Coincido con el autor en que episodios como éstos son bien
ilustrativos de una determinada dinámica social, y no un mero conflicto de
jurisdicción eclesiástica. Si el nivel cultural se articula, como creemos, a la
historia social, y si la literatura representa, mediatizadamente, los conflictos y
expectativas de una época, es imprescindible relevar estos niveles de la diná-
mica novohispana como referencia imprescindible para lograr una lectura ade-
cuada de sus productos poéticos.

19
Vid. G. Céspedes del Castillo, op. cit.

20
No se trata ya solamente de la política inquisitorial (el Santo Tribunal se esta-
blece en Indias alrededor de 1570) o de disposiciones concretas, como la
prohibición de 1543 de que se difundan «libros de romances, y materias pro-
fanas y fabulosas, ansí como libros de Amadís» en las colonias. Muchos escri-
tores barrocos sienten y se revelan contra el fenómeno de la marginación que
sufren por razón de su mestizaje, sexo, o ubicación subalterna en la jerarquía
social, eclesiástica o administrativa. Empiezan a modelar entonces, a través de
su productividad cultural surgida «al margen» del discurso hegemónico, for-
mas de identidad diferenciadas, que no quedan circunscritas a sus casos indi-
viduales, sino que se perfilan como un proyecto social claro y distinto.

21
Vid. Jaime Giordano, «Defensa de Góngora por un comentarista americano»,
en Atenea, núm. XXXVIII, pp. 226-241, y Alfredo Roggiano, «Juan de Espi-
nosa Medrano: apertura hacia un espacio crítico en las letras de la América
hispánica», en Raquel Chang-Rodríguez, ed., Prosa hispanoamericana virrei-
nal.

22
Eduardo Hopkins, «Poética de Juan Espinosa Medrano en el Apologético a
favor de don Luis de Góngora», en Revista de Crítica Literaria Latinoameri-
cana, vol. IV, núm. 78, pp. 112-113.

23
Juan de Espinosa Medrano, Apologético, p. 17.
23

24
Idem.

25
Ibid., pp. 326-327.

26
Ibid., p. 327.

27
José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad perua-
na, p. 155.

28
J. Concha, op. cit., p. 45.

29
Ibid., p. 46.

30
I. Leonard, op. cit., p. 279.

31
Ibid., p. 297.

32
Ibid., p. 300.

33
Idem.

34
Ibid., p. 301. Indica al respecto Leonard: «Éste fue en verdad un rompimiento
brusco con el pasado y una aserción que los jesuitas, por quienes él tanto an-
siaba ser aceptado, difícilmente habrán perdonado. De hecho, poco después de
la muerte de don Carlos, los miembros de esta compañía tan intelectualmente
avanzada, recibieron orden de enseñar únicamente la filosofía aristotélica, y de
huir de las "proposiciones erróneas del pensamiento cartesiano"» Idem.
24

35
Sobre Sigüenza y Góngora y la cuestión criolla pueden verse I. Leonard, op.
cit.; M. Hernández-Sánchez Barba, op. cit.; Saúl Sibirski, «Carlos Sigüenza y
Góngora (1645-1700). La transición hacia el iluminismo criollo en una figura
excepcional», en Revista Iberoamericana, vol. XXXI, núm. 60, pp. 195-207;
J. J. Arrom, «Carlos de Sigüenza y Góngora. Relectura criolla de los Infortu-
nios de Alonso Ramírez», en Thesaurus, núm. 42, pp. 386-409; Beatriz Gonzá-
lez Stephan, «Narrativa de la estabilización colonial», en Ideologies and Lite-
rature, vol. II, núm. 1, pp. 7-52. Vid. infra, «Máscara autobiográfica y con-
ciencia criolla en Infortunios de Alonso Ramírez», pp. 217-230.

36
El Discurso del Método es de 1637. Para una difusión del cartesianismo en
América véase Leopoldo Zea, «Descartes y la conciencia de América», en Fi-
losofía y Letras, núm. 39, pp. 93-106; I. Leonard, op. cit.; Francisco López
Camara, «El cartesianismo en sor Juana y Sigüenza», en Filosofía y Letras,
núm. 39, pp. 107-131, y Elías Trabulse, Ciencia y religión en México en el
siglo XVIII.

37
Carlos de Sigüenza y Góngora, Seis obras, p. 38. Vid. J. J. Arrom, op. cit.; B.
González Stephan, op. cit. Vid. infra, «Máscara autobiográfica...», pp. 217-
230.

38
I. Leonard, op. cit., p. 254.

39
Cf. William H. Clamurro, «Sor Juana Inés de la Cruz Reads her Portrait», en
Revista de Estudios Hispánicos, vol. XX, núm. 1, pp. 246-262.

40
Se cita aquí por la edición de Tapia Méndez, que lleva el título de Carta de
sor Juana Inés de la Cruz a su confesor: autodefensa espiritual. En este traba-
jo sobre el Barroco, reproduzco algunos puntos de mi análisis sobre este texto,
al que aludo como «Carta de Monterrey». Vid. infra, «Orden dogmático y
marginalidad en la "Carta de Monterrey" de sor Juana Inés de la Cruz», pp.
66-86.

41
25

A. Tapia Méndez, ed., op. cit., p. 17, párrafo 6.

42
Ibid., p. 17, párrafo 8.

43
G. Céspedes del Castillo, op. cit., pp. 306-307.

44
Vid. H. Vidal, op. cit.

45
J. de Espinosa Medrano, op. cit., p. 325.
26

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