El Noventa y Tres
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El Noventa y Tres
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Victor Hugo
El noventa y tres
ePub r1.0
orhi 19.07.2017
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Título original: Quatrevingt-treize
Victor Hugo, 1874
Traducción: Miguel Giménez Saurina
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PRIMER A PARTE
EN EL MAR
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Libro Primero
EL BOSQUE DE LA SAUDRAIE
En los últimos días de mayo de 1793, uno de los batallones parisienses enviados a
Bretaña por Santerre registraba el temible bosque de la Saudraie, en Astillé. El
batallón se componía ya sólo de unos trescientos hombres, porque había sido
diezmado en aquella dura guerra. Era la época en que después de los combates de
Argonne, Jemmapes y Valmy, el primer batallón de París, que tenía seiscientos
voluntarios, había quedado reducido a veintisiete hombres, el segundo a veintitrés, y
el tercero a cincuenta y siete. Tiempo fue aquél de luchas épicas.
Los batallones enviados desde París a la Vendée constaban de novecientos doce
hombres. Cada batallón llevaba tres piezas de artillería. Habían sido organizados
rápidamente. El 25 de abril, siendo Gohier ministro de justicia y Bouchotto ministro
de la Guerra, la sección de Bon-Conseil propuso enviar batallones de voluntarios a la
Vendée. Lubin, miembro de la Municipalidad, presentó su dictamen sobre este
asunto, y el 10 de mayo Santerre se hallaba en disposición de enviar doce mil
soldados, treinta piezas de artillería y un batallón de artilleros. Aunque estos
batallones se organizaron apresuradamente, resultaron tan perfectos que sirven aún
hoy de modelo, y con arreglo a su organización se han formado las compañías de
línea; debido a estos batallones se ha cambiado la antigua proporción entre el número
de soldados y el de suboficiales.
El 28 de abril, el municipio de París le había dado a los voluntarios de Santerre
esta consigna: No hay perdón ni cuartel. A fines de mayo, de los doce mil hombres
que habían partido de París, ocho mil habían muerto.
El batallón que había penetrado en el bosque de la Saudraie marchaba con gran
precaución. Sin precipitarse, miraba al mismo tiempo a derecha e izquierda, delante y
detrás. Kléber había dicho: El soldado debe tener un ojo en la espalda.
Hacía largo tiempo que marchaban. ¿Qué hora sería? ¿En qué instante del día
estaban? Hubiera sido difícil decirlo, porque siempre hay una especie de crepúsculo
en tan silvestres espesuras, y nunca es de día en semejantes bosques.
El bosque de la Saudraie era trágico. Fue en él donde los crímenes de la guerra
civil comenzaron, en diciembre de 1792. Mousqueton, el cojo feroz, había salido de
aquellas espesuras funestas, y el número de asesinatos cometidos en ellas hacía erizar
los cabellos. Era aquel bosque espantoso, y los soldados se internaban en él con suma
cautela. Todo estaba florecido; en torno se veía una temblorosa muralla de ramajes,
de los que se derramaba la deliciosa frescura de las hojas. Los rayos del sol
penetraban aquí y allá las verdes tinieblas; en el suelo, la correhuela, el junco de los
pantanos, el narciso de los prados, la margarita, que anuncian la primavera, bordaban
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y festoneaban una tupida alfombra de vegetación, en la que hormigueaban todas las
formas del musgo, desde la que asemeja una oruga hasta la que imita a las estrellas.
Los soldados se adelantaban paso a paso y en silencio, apartando suavemente la
maleza. Los pájaros gorjeaban por encima de las bayonetas.
La Saudraie era uno de esos sotos donde antiguamente, en tiempos más
tranquilos, se cazaban pájaros en la noche. Pero ahora sólo se cazaban hombres.
El bosque se componía de abedules, hayas y encinas. El terreno era llano, y el
musgo y la hierba espesa amortiguaban el ruido de los pasos; no había ningún
sendero o, por mejor decirlo, los senderos se borraban al momento; los robles, las
citrinas, la maleza y las zarzas imposibilitaban ver a un hombre a diez pasos de
distancia.
De cuando en cuando pasaba por entre el ramaje una ardilla o una gallineta de
agua, indicando la proximidad del pantano. Los soldados caminaban a la aventura,
inquietos y temerosos de encontrar lo que buscaban.
A veces hallaban señales de campamentos, de un fuego, hierbas pisadas, palos en
cruz, ramas ensangrentadas; allá se había cocinado el rancho, aquí se había dicho
misa, en aquel lugar se había curado a los heridos. Pero los que habían pasado por
esos lugares ya no estaban en ellos. ¿A dónde se habían dirigido? Quizá estaban lejos,
o quizá cerca, ocultos con el trabuco en la mano. El bosque parecía estar desierto;
pero el batallón redoblaba su prudencia, porque la soledad inspiraba desconfianza. No
ver a nadie era una razón más para temer que hubiese alguien; el bosque tenía mala
fama y una emboscada era lo más probable.
Mandados por un sargento, treinta granaderos, destacados como exploradores,
marchaban por delante, a gran distancia del grueso de las fuerzas; la cantinera del
batallón los acompañaba. Las cantineras se incorporan de buen grado a la vanguardia;
allí se corre peligro, pero se ve algo, y la curiosidad es una de las formas que adopta
el valor femenino. De repente, los soldados del pequeño destacamento de vanguardia
experimentaron aquella sensación conocida de los cazadores que indica la
proximidad de la caza. Se había oído una especie de respiración en el centro de la
espesura, y parecía que acababa de verse un movimiento de las hojas. Los soldados se
hicieron una señal.
En las tareas confiadas a los exploradores, los jefes no necesitan mezclarse; lo
que debe hacerse se hace por uno mismo.
En menos de un minuto, el punto en que se había advertido el movimiento fue
cercado. Un círculo de fusiles apuntándolo lo rodeó. De todas partes, y a la vez, se
orientaron las bocas de fuego hacia el centro oscuro de la maleza y los soldados con
el dedo en el gatillo y la vista sobre el sitio sospechoso sólo esperaban para disparar
la voz de mando del sargento.
Entretanto, la cantinera se aventuró a mirar por entre las zarzas, y en el instante en
que el sargento iba a gritar “¡fuego!”, ella gritó:
—¡Alto! —se volvió después hacia los soldados y les dijo:
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—No disparéis, camaradas —y se precipitó a la espesura, seguida de los
exploradores.
En efecto, allí había alguien: en lo más intrincado del matorral, junto a una de
esas pequeñas explanadas que forman en los bosques los hornos de carbón al
quemarse las raíces de los árboles, y en un agujero formado por las ramas, especie de
cueva de follaje entreabierta como una alcoba, estaba sentada una mujer sobre el
musgo, dando el pecho a un niño, y teniendo en su regazo las cabecitas rubias de
otros dos niños dormidos.
Aquélla era la emboscada.
—¿Qué hacéis aquí? —gritó la cantinera.
La mujer levantó la cabeza.
La cantinera añadió furiosa:
—¡Estás loca para permanecer aquí! —continuó enfurecida la cantinera—. Un
minuto más y todos estaríais muertos.
Luego se dirigió a los soldados.
—Es una mujer.
—¡Pardiez!, ya lo vemos —afirmó un granadero.
—¡Venir al bosque a que os fusilen! —prosiguió la cantinera—. Nunca he visto
una idea más estúpida.
La mujer, estupefacta, petrificada, miraba a su alrededor como a través de un
sueño, viendo aquellos fusiles, aquellos sables, aquellas bayonetas y aquellas caras
feroces.
Los dos niños se despertaron y asustados se echaron a llorar.
—¡Tengo hambre! —dijo uno.
—¡Tengo miedo! —dijo el otro.
El menor continuaba mamando.
La cantinera se dirigió a él.
—Tú sí sabes lo que haces.
La madre estaba muda de espanto.
El sargento se dirigió a ella:
—No tengas miedo, somos del batallón del Gorro Rojo.
La mujer tembló de pies a cabeza. Miró al sargento, en cuyo duro semblante no se
veían más que las cejas, las pestañas y los bigotes, aparte de las brasas de sus ojos.
—El batallón de la antigua Cruz Roja —añadió la cantinera.
El sargento continuó:
—¿Quién eres?
La mujer lo contemplaba muda de espanto. Era delgada, joven, pálida e iba
vestida de harapos, con el grueso capuchón de las labradoras bretonas y la manta de
lana sujeta al cuello con un bramante. Dejaba ver su seno desnudo con la indiferencia
de una nodriza. Sus pies, sin medias ni calzado, estaban ensangrentados.
—Es una mendiga —dijo el sargento.
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—¿Cómo te llamas? —preguntó la cantinera con una voz que estaba entre la del
soldado y la femenina, pero en cualquier caso dulce.
—Michelle Fléchard —murmuró la mujer tartamudeando.
La cantinera, entre tanto, acariciaba con su ruda mano la cabecita del lactante.
—¿Cuánto tiempo tiene este muñeco? —preguntó.
La madre no comprendió. La cantinera insistió:
—¿Qué edad tiene éste?
—¡Ah! Dieciocho meses —dijo la madre.
—Ya es mayor —dijo la cantinera—. No tienes que darle más de mamar. Será
preciso destetarlo. Le daremos de nuestra sopa.
La madre comenzó a tranquilizarse. Los dos niños, ya completamente despiertos,
se mostraban más curiosos que asustados. Admiraban los plumeros de la tropa.
—¡Ah! —exclamó la madre—. Tienen mucha hambre.
Y añadió:
—Y ya no tengo leche.
—Les daremos de comer —dijo el sargento—, y también a ti. Pero antes dime:
¿cuáles son tus opiniones políticas?
La mujer miró al sargento sin responder.
—¿Entiendes mi pregunta?
Ella balbuceó:
—Me encerraron en un convento siendo muy joven, pero me casé, no soy
religiosa. Las monjas me enseñaron a hablar francés. Mi aldea fue incendiada. Nos
pusimos a salvo con tantas prisas que no pude ni ponerme los zapatos.
—Te pregunto cuáles son tus opiniones políticas.
—De eso no entiendo.
—Es que hay espías —prosiguió el sargento—, y a los espías se les fusila. Vamos,
habla, ¿no eres gitana?, ¿cuál es tu patria?
Ella continuó mirándolo sin comprender.
—¿Cuál es tu patria? —insistió el sargento.
—No lo sé.
—¡Cómo! ¿No sabes de qué país eres?
—Ah, sí, de mi país.
—¿Y cuál es tu país?
—La alquería de Siscoignard —respondió la mujer—, en la parroquia de Azé.
El sargento se quedó estupefacto.
—¿De dónde has dicho? —inquirió, tras meditar un momento.
—De Siscoignard.
—Eso no es una patria.
—Pero es mi país. Ya entiendo —agregó la mujer, tras reflexionar unos instantes
—. Vos sois de Francia y yo de Bretaña.
—¿Y qué?
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—Que no es el mismo país.
—¡Pero sí la misma patria! —proclamó el sargento.
—Yo soy de Siscoignard —se limitó a responder la mujer.
—Vaya por Siscoignard —repuso el sargento—. ¿Es de allí tu familia?
—Sí.
—¿Y qué hacen?
—Han muerto todos. Ya no tengo a nadie.
El sargento, al que se le daba bien el parloteo, continuó el interrogatorio.
—¡Diablo! Siempre hay o han habido parientes. ¿Quién eres tú? Habla.
La mujer escuchaba aturdida los sonidos de aquellos acentos que más le parecían
los rugidos de una fiera que palabras humanas.
La cantinera comprendió la necesidad de intervenir. Volvió a acariciar al bebé y
golpeó cariñosamente las mejillas de sus hermanos.
—¿Cómo se llama la pequeña?, porque ya veo que es una niña.
—Georgette —respondió la madre.
—¿Y el mayor? Porque este bribón ya es un hombre.
—René-Jean.
—¿Y el pequeño, que también es todo un hombre, el mofletudo?
—Gros-Alain —repuso la madre.
—Estos niños son muy guapos —admitió la cantinera—, y ya se dan el aire de
personas.
—Bien, ¿tienes casa? —intervino de nuevo el sargento.
—Tenía una.
—¿Dónde?
—En Azé.
—¿Por qué no estás en ella?
—Porque la han quemado.
—¿Quiénes?
—No lo sé. Hubo una batalla.
—¿De dónde vienes?
—De allí.
—¿Adónde vas?
—Lo ignoro.
—Veamos, ¿quién eres?
—No lo sé.
—¿No sabes quién eres?
—Somos fugitivos.
—¿A favor de quién estás?
—No lo sé.
—¿Estás a favor de los azules o de los blancos? ¿Con quién estás?
—Estoy con mis hijos.
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Hubo una pausa. La cantinera dijo:
—Yo no he tenido hijos, nunca tuve tiempo.
El sargento prosiguió:
—¿Pero y tus padres? Ponme al corriente de lo que son tus padres. Yo me llamo
Radoub, soy sargento, nacido en la calle de Cherche-Midi, y de allí eran también mi
padre y mi madre. Puedo hablar de ellos. Hablemos ahora de los tuyos: ¿quiénes
fueron tus padres?
—Eran los Fléchard. Eso es todo.
—Sí, claro; los Fléchard son los Fléchard, como los Radoub son los Radoub. Pero
todo el mundo tiene una profesión. ¿Cuál era la de tus padres? ¿Qué hacían o qué
hacen? ¿Qué flechardeaban esos Fléchard? Eran labradores. Mi padre estaba enfermo
y no podía trabajar a causa de los palos que el señor, nuestro señor, le mandó dar; lo
cual fue una bondad del amo, porque mi padre atrapó un conejo y estaba condenado a
muerte por ello. Pero el amo le perdonó la vida, diciendo: “¡Dadle sólo cien palos!”,
y mi padre quedó lisiado.
—¿Y qué más?
—El abuelo era hugonote y el señor cura lo envió a galeras. Yo era muy pequeña.
—¿Qué más?
—El padre de mi marido era contrabandista de sal y el rey lo mandó ahorcar.
—¿Y tu marido?
—En estos días combatía.
—¿Por quién?
—Por el rey.
—¿Y qué más?
—Y por el amo.
—¿Y qué más?
—Por el señor cura.
—¡Voto al diablo! ¡Cuántas barbaridades! —gritó un granadero. La mujer se
sobresaltó y empezó a temblar.
—Nosotros somos de París —dijo con simpatía la cantinera.
La mujer cruzó las manos.
—¡Oh, Dios, Señor Jesús! —exclamó.
—¡Nada de supersticiones! —le advirtió el sargento.
La cantinera se sentó junto a la mujer y puso en su regazo al mayor de los niños,
que se dejó hacer. Los niños se tranquilizan con la misma facilidad con que se irritan,
sin que se sepa por qué; tal vez tengan alguna clase de reflejo interior.
—Mi pobre buena mujer de estas tierras —dijo la cantinera—, tus hijos son muy
guapos; adivino su edad. El mayor tiene ya cuatro años y su hermanito tres, y la
muñequita traga glotonamente. ¡Ah, monstruo! ¿Piensas comerte a tu madre? Vamos,
buena mujer, no temas nada. Deberías entrar en el batallón como yo. Me llaman La
Húsar. Es un mote. Pero prefiero llamarme La Húsar a que me llamen señorita
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Bicorneau, como a mi madre. Soy la cantinera, la que da de beber a los hombres
cuando se llenan de metralla o asesinan. El diablo y su cola. Tú y yo tenemos más o
menos el mismo pie. Te daré zapatos míos. Yo estaba en París el 10 de agosto y di de
beber a Westermann. Todo fue bien. Vi cortar la cabeza de Luis XVI, Luis Capeto,
como lo llamaban. No quería. ¡Y pensar que el 13 de enero hacía asar castañas y se
reía con su familia! Cuando le pusieron a la fuerza en la guillotina no llevaba ni
casaca ni zapatos; sólo vestía una camisa, de piqué, unos calzones de paño gris y
medias de seda grises. Yo vi todo esto. El carruaje en que lo llevaban estaba pintado
de verde. Conque vente con nosotros; hay buenos muchachos en el batallón; serás la
cantinera número dos y yo te enseñaré el oficio. Es sencillo: no hay más que tomar la
cubeta y la campanilla y acudir donde hay ruido, donde hace fuego el pelotón, donde
se disparan cañonazos, y gritar: “¿Quién quiere beber un trago, muchachos?” A eso se
reduce todo. Yo doy de beber a todo el mundo, a los blancos y a los azules, aunque
por mi parte soy azul, y de las buenas. Pero les doy de beber a todos. Los heridos
siempre tienen sed. Se mueren sean cuales sean sus opiniones. Los que mueren,
deberían estrecharse la mano. ¡Qué estúpido es combatir! Ven con nosotros. Si me
matan tendrás mi herencia. Ya ves, no tengo buen aspecto, pero en el fondo soy buena
y tan valiente como un hombre. No temas nada.
Cuando concluyó de hablar la cantinera, la mujer murmuró:
—Nuestra vecina se llamaba Marie-Jeanne, y nuestra criada Marie-Claude.
Entretanto el sargento Radoub reñía al granadero.
—¡Cállate, has asustado a esta mujer! ¡No se jura delante de señoras!
—Es que, mi sargento, no me cabe en la cabeza, ni en la de ningún hombre
honrado —replicó el granadero—, ver iroqueses de la China, como éstos, que
después de haber tenido a su suegro lisiado por el amo, al abuelo en galeras y al padre
ahorcado por el rey, se estén batiendo, se subleven y se dejen descuartizar por el amo,
por el cura y por el rey.
—¡Silencio en las filas! —gritó el sargento.
—Ya me callo, mi sargento, pero esto no me impide pensar que es una lástima
que una joven hermosa como ésta se exponga a que le partan la cara por un curilla.
—Granadero —le recordó el sargento—, aquí no estamos en el Club de las Picas.
Basta de elocuencia.
Se volvió hacia la mujer:
—¿Qué fue de tu marido? ¿Qué hizo?
—Murió.
—¿Dónde?
—En el soto.
—¿Cuándo?
—Hace tres días.
—¿Quién lo mató?
—No lo sé.
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—¡Vaya! ¿No sabes quién mató a tu marido?
—No.
—¿Fue un blanco o un azul?
—Fue un tiro.
—¿Y hace tres días?
—Sí.
—¿Hacia qué parte?
—Hacia Ernée; allí cayó muerto. Eso es todo.
—Y desde que murió tu marido, ¿qué haces?
—Cuidar de mis hijos.
—¿Adónde los llevas?
—Conmigo.
—¿Dónde duermes?
—En el suelo.
—¿Qué comes?
—Nada.
El sargento estiró los labios hasta tocarse la nariz con el bigote.
—¿Nada?
—Endrinas, moras de las que quedaron del año pasado y hojitas tiernas de
helecho.
—O sea, nada.
—Tengo hambre —gritó el mayor de los niños, que parecía seguir la
conversación.
El sargento sacó de su morral un pedazo de pan y se lo ofreció a la madre, la cual
lo dividió en dos porciones que entregó a sus hijos, quienes las devoraron
ávidamente.
—No ha guardado nada para ella —murmuró el sargento.
—Porque no tendrá hambre —dijo un soldado.
—Porque es madre —dijo el sargento.
—¡Agua! —interrumpió uno de los niños.
—¡Agua! —repitió el otro.
—¿No hay ningún arroyo en este bosque de los demonios? —dijo el sargento.
La cantinera cogió el vaso de cobre que pendía de su cintura al lado de la
campanilla; dio vueltas al grifo de la cubeta que llevaba suspendida de la banderola,
vertió unas gotas en el vaso y lo acercó a los labios de los niños. El primero bebió e
hizo una mueca; el segundo bebió y escupió.
—Y eso que es bueno —objetó la cantinera.
—¿Es levantamuertos? —inquirió el sargento.
—Sí, del mejor, pero éstos son de campo —la cantinera enjugó el vaso.
—¿Entonces, huyes? —prosiguió el interrogatorio el sargento.
—Tengo que hacerlo.
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—¿A través de los campos, por donde te he encontrado?
—Corro con todas mis fuerzas, camino y me caigo.
—¡Pobre infeliz! —dijo la cantinera.
—Por todas partes hay combates —balbuceó la mujer—. Estoy rodeada de tiros.
No sé qué quieren unos y otros. Lo único que comprendo es que han matado a mi
marido.
El sargento golpeó el suelo con la culata del fusil, gritando:
—¡Diablo de guerra! ¡Qué barbaridad!
La mujer continuó:
—La noche pasada nos acostamos en el hueco de un árbol.
—¿Los cuatro?
—Los cuatro.
—¿Acostado?
—Acostado.
—Acostados de pie —dijo el sargento—. Camaradas —añadió, tras una pausa,
dirigiéndose a los soldados—, estos salvajes llaman acostarse a meterse en el hueco
del tronco de un árbol grande y viejo. ¡Cómo son! No todos pueden ser de París.
—¡Acostarse en el hueco de un árbol y con tres niños! —dijo la cantinera.
—Y para los que pasaran por allí sería chocante que un árbol gritara Papá, mamá,
si a los niños les daba por llorar —agregó el sargento.
—Por suerte estamos en verano —suspiró la mujer.
Bajó los ojos mirando al suelo, resignada, con el asombro de las grandes
catástrofes reflejado en ellos.
Los soldados, silenciosos, formaban un círculo alrededor de aquella miseria.
Una viuda y tres huérfanos, obligados a la fuga, el abandono y la soledad, la
guerra rondando por todo el horizonte, el hambre y la sed, sin otro techo que el cielo.
El sargento se aproximó a la mujer y fijó su vista en la niña, que aún mamaba. En
aquel momento, la niña volvió dulcemente la cabeza, miró con sus hermosos ojos
azules el temible y velludo rostro que se inclinaba sobre ella, y sonrió.
El sargento se irguió y una lágrima rodó por su mejilla, deteniéndose como una
perla en el extremo del bigote. Alzó la voz, y dijo:
—¡Camaradas!, de todo esto deduzco que el batallón va a ser padre. ¿Os parece
bien? ¿Adoptamos a estos tres niños?
—¡Viva la República! —gritaron los granaderos.
—Está dicho —añadió el sargento, y extendiendo las dos manos sobre las cabezas
de la madre y los niños dijo:
—¡He aquí a los hijos del batallón del Gorro Rojo!
La cantinera dio un salto de alegría.
—¡Tres cabezas en un gorro! —exclamó.
Después, sollozando, abrazó cariñosamente a la pobre viuda y le dijo:
—¡Qué aspecto tan pícaro tiene ya la niñita!
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—¡Viva la República! —repitieron los soldados.
—Ven ciudadana, ven —le dijo el sargento a la madre.
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Libro Segundo
LA CORBETA CLAYMORE
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desertores. Hombres escogidos, no había ni uno sólo que no fuese buen marinero, o
buen soldado, o buen realista, y estaban dotados del triple fanatismo del mar, de la
espada y del rey.
Iba agregado a la tripulación medio batallón de infantería de marina, que en caso
necesario podía efectuar un desembarco.
El capitán del buque era el conde de Boisberthelot, caballero de San Luis, uno de
los más distinguidos oficiales de la antigua marina real. El segundo de abordo era el
caballero de La Vieuville, que había mandado en el regimiento de la Guardia
Francesa la compañía de la que Hoche había sido sargento. El piloto, Philip de
Gacquoil, era el patrón más sagaz de Jersey.
Se adivinaba que el buque estaba destinado a ejecutar alguna empresa
extraordinaria: en efecto, acababa de embarcarse en él un hombre que tenía todo el
aspecto de empezar una gran aventura. Era un anciano alto, erguido y robusto, de
rostro severo, cuya edad resultaba difícil de determinar porque tenía aspecto a la vez
de viejo y de joven. Era uno de esos hombres que conservan las fuerzas a pesar de los
años, de cabellos canos pero de miradas relampagueantes, que tienen cuarenta años si
se les juzga por su vigor y ochenta si se les juzga por su autoridad. En el momento de
subir a la corbeta se entreabrió su capote y pudo verse que iba ataviado con calzones
anchos, los que se llamaban en lengua bretona bragou-bras; botas altas y jubón de
piel de cabra, viéndose por encima el cuero bordado de seda y por debajo el pelo
erizado y natural; así es el traje del aldeano bretón. Estas antiguas vestimentas
bretonas tenían dos usos: servían tanto para los días festivos como para los días
laborables; se volvían del revés, ofreciendo a voluntad la cara velluda o la cara
bordada; piel de animal toda la semana, vestido de gala para los domingos. El que
usaba el anciano, como para darle la deseada verosimilitud estaba gastado por las
rodillas y los codos, aparentando haber prestado servicio mucho tiempo, mientras que
el capote, de tela recia, tenía el aspecto de un viejo capote de pescador. Aquel anciano
llevaba, además, en la cabeza, el sombrero redondo típico de la época, alto y de
anchas alas, que bajándolas le daban una apariencia campesina, y levantándolas de un
lado, por medio de una escarapela, podían darle aspecto militar; en estos momentos
las llevaba caídas, sin presilla ni escarapela.
Lord Balcarras, gobernador de la isla, y el príncipe de la Tour-d’Auvergne, le
habían conducido personalmente y lo instalaron a bordo. Gélambre, agente secreto de
los príncipes y antiguo guardia de corps del conde de Artois, había inspeccionado
personalmente el arreglo de la cámara, extremando el cuidado y el respeto, a pesar de
ser él también noble, hasta llevar él mismo la maleta del anciano. Al despedirse para
ir a tierra, le dirigió un profundo saludo; lord Balcarras se despidió de él diciéndole:
—Buena suerte, general.
Y el príncipe de la Tour-d’Auvergne le dijo:
—Hasta la vista, primo mío.
Los de la tripulación lo llamaban el campesino cuando mantenían los breves
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diálogos propios de los hombres de mar, pero aun sin estar enterados de quién era
comprendían que aquel hombre era tan campesino como corbeta mercante su corbeta
de guerra.
Soplaba el viento con suavidad. La Claymore salió de Bonnenuit, pasó por
delante de Boulay-Bay, permaneció algún tiempo a la vista, haciendo bordadas, y
después se vio disminuir de tamaño, hasta borrarse en el horizonte a medida que
avanzaba la noche.
Una hora después, Gelambre, de regreso a su casa de SaintHélier, envió al cuartel
general del duque de York, por el expreso de Southampton, al conde de Artois, las
líneas siguientes:
Cuatro días antes, por medio de un emisario secreto, el representante del Marne,
Prieur, comisionado cerca del ejército en las costas de Cherbourg, que residía
momentáneamente en Granville, había recibido, escrito por la misma mano que
escribió el despacho anterior, el siguiente mensaje:
II
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horizonte en el momento de ocultarse. Algunas nubes llegaban hasta el mar y lo
cubrían de bruma.
Toda esta oscuridad era favorable para la intención del piloto Gacquoil, que era
dejar Jersey a la izquierda y Guernesey a la derecha y llegar por medio de una
navegación arriesgada entre Hanois y Douvres, a una bahía cualquiera del litoral de
Saint-Malo, camino más largo que el de los Minquiers, pero más seguro, porque el
crucero francés tenía como consigna habitual vigilar sobre todo la costa situada entre
Saint-Helier y Granville.
Si el viento era favorable y no había ningún obstáculo extraordinario, soltando
todo el trapo de la corbeta, Gacquoil esperaba tocar la costa de Francia al romper el
día.
Todo iba bien; la corbeta acababa de pasar por Gros-Nez. Hacia las nueve, el
tiempo pareció querer torcerse, como dicen los marinos, y hubo viento y mar alta;
pero aquél era bueno y el mar, aunque algo picado, no estaba violento. Sin embargo,
algunas oleadas balanceaban la corbeta de vez en cuando.
El “campesino”, a quien lord Balcarras había llamado general, y el príncipe de la
Tour-d’Auvergne concedido el título de primo, estaba acostumbrado a andar en los
buques y se paseaba, con tranquila gravedad, por el puente de la corbeta sin hacer
caso de las fuertes sacudidas del mar. De vez en cuando sacaba del bolsillo de su
jubón una pastilla de chocolate, la rompía y masticaba un pedazo; a pesar de sus
cabellos blancos conservaba completa la dentadura.
No hablaba con nadie, sólo durante breves momentos y con voz baja le decía algo
al capitán, que lo escuchaba con deferencia, considerando al pasajero más
comandante del buque que a sí mismo.
La Claymore, hábilmente pilotada, costeó sin ser vista, entre la bruma, la
escarpada y larga costa del norte de Jersey, navegando muy cerca de ella para evitar
el temible escollo llamado Pierres-de-Leeq, que está en medio del brazo de mar
situado entre Jersey y Serk. Gacquoil, de pie, junto al timón, señalando
sucesivamente la punta de Leeq, Gros-Nez y Plemont, hacía deslizar la corbeta entre
estos arrecifes, a tientas, digámoslo así, pero con seguridad, como hombre experto
que conocía los caminos del Océano. La corbeta no llevaba los faroles encendidos
por temor a denunciar su paso por aquellos mares tan vigilados. Todos se felicitaban
por aquella niebla. Al llegar a la Grande-Etaque, la bruma era tan densa que apenas se
distinguía el alto perfil del Pinacle. Se oyeron las diez en el campanario de Saint-
Ouen, señal de que el viento lo tenían de popa. La corbeta llevaba viento favorable y
todo iba bien, aunque el mar estaba más agitado por la proximidad de los escollos de
Corbière.
Poco después de las diez, el conde de Boisberthelot y el caballero de La Vieuville
condujeron al hombre vestido de aldeano hasta su camarote, que era el del capitán del
buque. En el momento de entrar les dijo bajando la voz:
—Ya sabéis, caballeros, que importa mucho guardar el secreto; silencio, pues,
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hasta el momento de la explosión; sois los únicos que conocéis mi identidad.
—Llevaremos con nosotros el secreto a la tumba —prometió Boisberthelot.
—Por mi parte —repuso el anciano—, aunque me hallase delante de la misma
muerte, no lo revelaría.
Y acto seguido penetró en el camarote.
III
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obstáculos por todas partes, sacar partido de todo, vigilar siempre, matar mucho,
hacer escarmientos, no tener ni sueño ni compasión. Hoy en ese ejército de
campesinos hay héroes, pero faltan capitanes. D’Elbée es nulo; Lescure está enfermo;
Bonchamps es compasivo, es bondadoso, pero es un bruto; La Rochejacquelein es un
magnífico subteniente; Silz es sólo un oficial de tropa, impropio para la guerra de
sorpresas; Cathelineau es un ingenuo carretero; Stofflet un guardia de monte astuto;
Bérard un inepto; Boulainvilliers ridículo; Charette horrible. No hablo del barbero
Gaston porque ¡vive Dios! ¿de qué sirve declamar tanto contra la revolución cuando
no existe diferencia entre los republicanos y nosotros, si hacemos que los peluqueros
manden sobre los nobles?
—Es que esa endiablada revolución también se ha introducido entre nosotros.
—Es la sarna que le ha salido a Francia.
—La sarna del tercer estado —añadió Boisberthelot—. Sólo Inglaterra nos la
puede curar.
—Nos la curará, no lo dudéis, capitán.
—Mientras tanto, pica.
—Cierto; imperan los plebeyos en todas partes: el general en jefe de la
monarquía, Stofflet, es el guarda de monte del señor de Maulevrier, y no tiene nada
que envidiar a la República, cuyo ministro es Pache, hijo del portero del duque de
Castries. ¡Buen contraste esta guerra de la Vendée! Por una parte, el cervecero
Santerre; por la otra, el peluquero Gastón.
—Querido La Vieuville, yo defiendo un poco a Gascon. No se portó mal en
Guéménée, pues fue capaz de arcabucear a trescientos azules, después de hacerles
cavar sus propias sepulturas.
—De acuerdo, pero eso cualquiera lo hubiera hecho como él.
—Verdad es. Yo mismo lo hubiera hecho.
—Los grandes actos de la guerra —siguió La Vieuville— exigen nobleza en
quien los ejecuta; y eso es más propio de caballeros que de peluqueros.
—Hay, no obstante, en ese tercer estado —dijo Boisberthelot—, hombres
merecedores de estima. Por ejemplo, ahí tenéis al relojero Joly, que fue sargento en el
regimiento de Flandes. Ahora es vendeano y jefe de una partida de la costa; pues
bien, su hijo, que era republicano, servía en las filas de los azules, mientras su padre
militaba en la de los blancos. En una batalla, el padre hace prisionero al hijo y le salta
la tapa de los sesos.
—Eso está bien —dijo La Vieuville.
—Un Bruto realista —replico Boisberthelot.
—¡Eso no impide que sea insoportable ser mandado por un Loquereau, un Jean-
Jean, un Moulins, un Focart, un Bouju, un Chouppes!
—Querido caballero, esa cólera la sufren también nuestros enemigos. Nosotros
estamos repletos de burgueses; ellos de nobles. ¿Creéis que los descamisados están
contentos de verse a las órdenes del conde de Canclaux, el vizconde de Miranda, el
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vizconde de Beauharnais, el conde de Valence, el marqués de Custine y el duque de
Biron?
—¡Vaya enredo!
—¡Y del duque de Chartres!
—El hijo de Égalité[2]… ¿cuándo será rey?
—Jamás.
—Para alcanzar el trono le pueden servir sus crímenes.
—Y perjudicar sus vicios —contestó Boisberthelot.
Hubo un silencio, y Boisberthelot prosiguió:
—Trató, sin embargo, de reconciliarse con el monarca; fue a Versalles a ver al rey
estando yo allí, y vi cómo le escupieron en las espaldas.
—¿Desde lo alto de la gran escalinata?
—Sí.
—Hicieron bien.
—Le llamábamos Borbón el Cenagoso.
—Está lleno de pústulas, es calvo y regicida. ¡Bah!
—Estuve con él en Ouessant —añadió La Vieuville.
—¿En el Saint-Esprit?
—Sí.
—Si hubiera obedecido la señal de mantenerse contra el viento que le hizo el
almirante d’Orvilliers, hubiera impedido el paso a los ingleses.
—Ciertamente.
—¿Es verdad que se escondió en la bodega?
—No, pero es bueno que se diga.
La Vieuville soltó una carcajada.
Boisberthelot añadió:
—Los hay imbéciles. Ese mismo Boulainvilliers, de quien hablábamos hace poco;
lo conocí y lo vi de cerca. Al principio, a los campesinos los armaron con picas, ¿no
insistía en querer hacerlos alabarderos? Les enseñó el ejercicio de la alabarda,
soñando con transformar a aquellos salvajes en soldados de línea. Pretendía que
aprendiesen a desgastar los ángulos de un cuadrado y a disponer los batallones con un
vacío en el centro. Los arengaba con términos militares que no entendían, y para
decir jefe de escuadra les decía cabo de escuadra, que era como se denominaban los
cabos en tiempos de Luis XIV. Se obstinaba en crear un regimiento compuesto por
cazadores furtivos; organizó compañías regulares cuyos sargentos formaban corro
todas las tardes para recibir el santo y seña del sargento de la primera compañía; éste
se lo daba a conocer en voz baja al sargento de la segunda, que lo transmitía al
inmediato, y éste a su vecino, y así de oído en oído llegaba hasta el último sargento.
Destituyó a un oficial que no se descubrió al oír la consigna de boca de un sargento.
En fin, ya supondréis lo que sucedió: aquel bruto no supo comprender que los
campesinos quieren ser gobernados a su manera y que no se hacen hombres de
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cuartel con los hombres de bosque. Sí, conocí a Boulainvilliers allí.
Dieron algunos pasos, meditando cada uno para sí.
Después reanudaron la conversación.
—A propósito, ¿se confirma la muerte de Dampierre?
—Sí, mi comandante.
—¿Delante de Condé?
—En el campo de Pamars, de una bala de cañón. Boisberthelot suspiró.
—¡El conde de Dampierre! Otro de los nuestros que era de los suyos.
—¡Buen viaje! —dijo La Vieuville.
—Y las cuñadas del rey, ¿dónde están?
—En Trieste.
—¿Todavía?
—Todavía.
Y La Vieuville exclamó:
—¡Ah, esta República! ¡Cuántos estragos causas, maldita! Cuando pienso que
esta revolución se ha originado por un déficit de algunos millones…
—Hay que desconfiar siempre de las causas pequeñas.
—Todo va mal —repuso La Vieuville.
—Sí. La Rouarie ha muerto, Du Dresnay es idiota. ¡Qué tristes agitadores son los
obispos! Coucy, obispo de la Rochelle; Beaupoil Saint-Aulaire, de Poitiers; Mercy de
Luçon, amante de madame de l’Eschasserie…
—Que, como sabéis, se llama Servanteau, comandante, porque l’Echasserie es el
nombre de una de sus tierras.
—¿Y ese falso obispo de Agra, que es cura de no sé dónde? —De Dol. Se llama
Guillot de Folleville; es muy valiente y se bate como un héroe.
—¡Sacerdotes cuando se necesitan soldados! ¡Obispos que no son obispos!
¡Generales que no son generales!
—Comandante —interrumpió La Vieuville— ¿tenéis Le Moniteur en vuestra
cabina?
—Sí.
—¿Qué obras representan ahora en París?
—Adela y Paulino, y La Caverna.
—Quisiera verlas.
—Las veréis; creo que estaremos en París dentro de un mes.
Boisberthelot reflexionó un momento y añadió:
—Quizás antes. Monsieur Windham se lo ha dicho a milord Hood.
—Pues entonces, comandante, no van tan mal las cosas.
—Todo iría perfectamente si supieran dirigir la guerra de Bretaña.
La Vieuville movió la cabeza.
—Comandante —preguntó—, ¿desembarcaremos la infantería de marina?
—La desembarcaremos si la costa nos es propicia; no, si nos es hostil. Algunas
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veces la guerra revienta las puertas; pero otras se introduce furtivamente. La guerra
civil debe llevar siempre en el bolsillo una llave falsa. Haremos lo que se pueda, pero
lo que importa es el jefe.
Boisberthelot, pensativo, añadió:
—¿Qué os parece el caballero de Dieuzie?
—¿El joven?
—Sí.
—¿Para mandar?
—En efecto.
—Es un excelente oficial de tropa y de batalla regular; pero los bosques sólo los
conocen los montañeses.
—Si eso creéis, renunciad al general Stofflet y al general Cathelineau.
La Vieuville meditó unos instantes antes de hablar, y dijo:
—Necesitaríamos un príncipe, un príncipe de Francia; un príncipe de sangre, un
verdadero príncipe.
—¿Para qué? Quien dice príncipe…
—Dice cobarde; ya lo sé, comandante, pero yo lo quiero para que cause efecto
entre esos papanatas.
—Mi querido caballero, los príncipes se niegan a venir.
—Tendremos que pasar sin ellos.
Boisberthelot hizo el movimiento maquinal que consiste en apretarse la frente con
la mano, como para hacer salir alguna idea, y dijo:
—En fin, veremos lo que da de sí este general.
—Es un noble importante.
—¿Creéis que eso basta?
—Si es bueno… —observó La Vieuville.
—O sea, feroz —replicó Boisberthelot.
El conde y el caballero se miraron.
—Sí, señor Boisberthelot, habéis encontrado la palabra precisa. Lo que nos hace
falta es una guerra sin misericordia. Ésta es la época de los sanguinarios. Los
regicidas cortaron la cabeza de Luis XVI; nosotros debemos descuartizar a los
regicidas. Sí, el general que necesitamos es el general Inexorable. En Anjou y en el
alto Poitou, los jefes son magnánimos, hay entre ellos una puja de generosidad, y
todo marcha mal allí. En el Marais y en el territorio de Retz los jefes son atroces, y
todo marcha bien. Si Charette aguanta contra Parrein es porque demuestra tanta
ferocidad como él. Son hiena contra hiena.
Boisberthelot no tuvo tiempo de replicar a La Vieuville, porque en aquel preciso
momento fue interrumpido bruscamente por un grito desesperado. Al mismo tiempo
se oyó un ruido que no se parecía a ninguno de los ruidos ordinarios; aquel grito y
aquel ruido salían del interior del buque.
El capitán y el teniente se precipitaron hasta el entrepuente, pero no pudieron
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penetrar en él; todos los artilleros subían aterrorizados.
Acababa de suceder algo espantoso.
IV
TORMENTUM BELLI
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sus choques? ¿Cómo adivinar cada uno de sus golpes, que puede hundir el buque?
¿Cómo evitar un proyectil que cambia de dirección, que se mueve, avanza, retrocede,
choca a la derecha y a la izquierda, huye, pasa, desconcierta cualquier previsión,
atropella el obstáculo y aplasta a los hombres? Lo terrorífico de la situación proviene
de la movilidad del suelo; no es posible combatir un plano inclinado que tiene
caprichos. El buque tiene, por decirlo así, dentro del vientre el rayo aprisionado que
trata de huir; una especie de trueno que rueda sobre un temblor de tierra.
En un instante, toda la tripulación se puso en pie. El error lo cometió un cabo de
cañón, que había olvidado echar el clavo de la cadena de amarre y ató mal las cuatro
ruedas de la pieza, cosa que provocó que se moviera la plantilla y el bastidor y acabó
por dislocar la braga. Rompió el tiro, de modo que el cañón no quedó firme en el
afuste. La braga fija, que impide el retroceso, no estaba en uso en aquella época. Un
golpe dado en la portañola de la batería había hecho que el cañón, mal amarrado,
retrocediera y rompiera su cadena, empezando a rodar de modo descontrolado por el
entrepuente. En el momento en que se rompió la amarra los artilleros estaban en la
batería, unos en grupo y otros diseminados, ocupados en los trabajos del mar que
ejecutan los marineros en previsión del zafarrancho de combate. La pieza, lanzada
por el cabeceo del buque, penetró en uno de los grupos y aplastó a cuatro hombres en
el primer golpe, después, empujada por el balanceo, partió por la mitad a otro infeliz
y fue a chocar en el muro de babor con una pieza de la batería y la desmontó. De aquí
el grito de angustia que se oyó. Toda la tripulación corrió a la escalera e
instantáneamente la batería quedó vacía de gente.
La enorme pieza quedó sola, entregada a sí misma, y podía hacer lo que quisiera:
era dueña de la corbeta. Toda la tripulación, acostumbrada a reír en las batallas,
temblaba poseída por el espanto.
El capitán Boisberthelot y el teniente La Vieuville, dos hombres valientes, se
detuvieron en lo alto de la escalera y mudos, pálidos y vacilantes, miraban hacia el
entrepuente. Un hombre los apartó con el codo y descendió; era el pasajero, el
campesino, de quien estaban hablando momentos antes. Al llegar al pie de la
escalera, se detuvo.
VIS Y VIR
El cañón iba y venía por el entrepuente, como si fuera el carro viviente del
Apocalipsis; el farol, oscilando bajo la roda de la batería, añadía a esta visión un
vertiginoso balanceo de sombras y luz. La forma del cañón desaparecía en la
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violencia de la carrera, y ya se lo veía negro en la claridad, ya reflejando ondas
blancas en la oscuridad.
Continuaba la ejecución del navío: ya había roto otras cuatro piezas y hecho en
los costados dos hendiduras que, por fortuna, estaban por encima de la línea de
flotación, pero por las que entraría agua si sobreviniese una borrasca. Chocaba
frenéticamente contra los costados del buque; la madera resistía, chasqueaba ante
aquella masa desmesurada que golpeaba con una especie de ubicuidad inaudita por
todas partes a la vez. Un grano de plomo sacudido en una botella no tiene una
percusión tan incesante ni tan rápida. Las cuatro ruedas pasaban y volvían a pasar
sobre los hombres muertos, los aplastaban, los cortaban y los despedazaban, y de los
cinco cadáveres habían hecho veinte pedazos que rodaban al través de la batería. Las
cabezas de los muertos parecían gritar, y arroyos de sangre corrían por el suelo. Los
costados averiados del buque se entreabrían en muchos sitios, y en todo él reinaba un
espanto terrible.
El capitán recobró al momento la sangre fría y mandó arrojar al entrepuente todo
lo que podía amortiguar e impedir el curso desenfrenado del cañón: colchones,
hamacas, repuestos de velas, rollos de cuerdas, sacos de equipaje y fardos de
asignados[3] falsos, de los que la corbeta llevaba todo un cargamento, porque esta
infamia inglesa se consideraba como un ardid de la guerra.
Nada evitaron todos esos bultos, porque nadie se atrevía a bajar para organizarlos
como era conveniente, y en pocos minutos quedaron convertidos en hilachas.
El mar estaba lo bastante alborotado como para que este funesto accidente fuera
lo más completo posible. Si se hubiera desatado una tempestad, ésta tal vez podría
derribar al cañón sobre su caña, y una vez en el aire las cuatro ruedas se hubiera
podido dominar el peligro. Pero esto no sucedió y el estrago continuaba; se veían
desolladuras e incluso fracturas en los mástiles que, empotrados en la madera de la
quilla, atraviesan los pisos de los buques y desempeñan el papel de grandes pilares
redondos. Los golpes convulsos del cañón habían agrietado el palo de la mesana; el
mástil de la mayor se hallaba lastimado y la batería se dislocaba. De treinta piezas,
diez estaban fuera de combate; las brechas se multiplicaban y la corbeta empezaba a
hacer agua.
El anciano pasajero, que había descendido al entrepuente, parecía un hombre de
piedra colocado bajo la escalera. Dirigía la mirada serena a aquella escena de
devastación. Inmóvil, no pestañeaba.
Cada movimiento de la pieza hacía prever el hundimiento del buque; si
continuaban los estragos el naufragio sería inevitable; era preciso ya contener el
desastre o morir, tomar un partido, ¿pero cuál? ¿Cómo apoderarse de aquel
combatiente? Se trataba de detener a un loco furioso, de amarrar un rayo, de derribar
a un monstruo.
Boisberthelot le dijo a La Vieuville.
—¿Creéis en Dios, caballero?
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—Sí. No. A veces.
—¿Cuando hay tempestad?
—Sí, y en momentos como éste.
—En efecto —dijo Boisberthelot—, sólo Dios puede salvarnos.
Todos callaron, dejando que la pieza prosiguiera su loca carrera.
En el exterior, las olas batían al buque, respondiendo a los golpes del cañón con
golpes de mar y produciendo el efecto de dos martillos que se alternaban.
De repente, en aquella especie de circo inabordable, donde saltaba el cañón
escapado, se vio aparecer a un hombre con una barra de hierro en la mano. Era el
autor de la catástrofe, el culpable de la negligencia y causa del accidente, el cabo de
cañón encargado de la pieza. Causó el daño y quería repararlo: llevaba una barra en
una mano y un cabo con nudo corredizo en la otra, y armado de este modo saltó al
entrepuente.
En seguida comenzó un espectáculo titánico y feroz; el combate del cañón contra
el artillero; la batalla de la materia contra la inteligencia; el duelo de la cosa contra el
hombre. El hombre se situó en un ángulo con la barra y una cuerda en sus manos,
firme sobre sus piernas, que parecían dos pilares de acero, y lívido, tranquilo y
trágico, enraizado en el suelo, esperaba.
Esperaba que la pieza pasara cerca de él.
El artillero conocía su cañón y le parecía que vivía con él desde hacía tiempo; le
había metido muchas veces las manos en la boca, era un monstruo familiar y empezó
a hablarle como si fuera su perro.
—¡Ven! —le decía. Quizá lo amaba.
Deseaba que se acercase, pero esto suponía que se echaría sobre él y entonces
estaría perdido; porque, ¿cómo evitar que lo aplastara? Todos contemplaban aterrados
aquel espectáculo.
Nadie respiraba a sus anchas, excepto quizá el anciano, que estaba solo en el
entrepuente como testigo siniestro de aquel combate, al alcance de la pieza de
artillería, que podía triturarlo en cualquier momento. Sin embargo, no se movía.
Debajo de ellos, las olas encrespadas y ciegas dirigían el combate.
En el momento en que, aceptado el desafío cuerpo a cuerpo, llegó el artillero a
provocar al cañón, una de las casualidades de los balanceos del mar hizo que la pieza
permaneciera por un instante inmóvil y como estupefacta.
—¡Ven, aquí! —la animaba el cabo, y ella parecía escucharle.
Súbitamente cayó sobre el artillero. Él esquivó el choque.
Empezó la lucha. Inaudita. El frágil atacando al invulnerable. El combatiente de
carne atacando a la bestia de bronce. De un lado la fuerza; del otro un alma.
Todo esto se desarrollaba en la penumbra; era como la visión confusa de un
prodigio. Un alma; cosa extraña, se diría que el cañón también tenía alma, pero un
alma llena de odio y rabia; parecía que aquel monstruo estaba dotado de ojos, y
cualquiera hubiera dicho que espiaba al hombre. Se percibía cierta astucia en aquella
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masa, porque escogía los momentos de su ataque. Era como un gigantesco insecto de
hierro, parecía tener una voluntad demoníaca. Había momentos en los que aquella
langosta colosal se acostaba en su plataforma, y después saltaba sobre sus cuatro
ruedas como un tigre sobre sus cuatro garras, corriendo hacia el hombre. Éste,
flexible, ágil y diestro, se retorcía como una culebra esquivando los movimientos de
aquel rayo; pero los golpes que él evitaba los recibía el buque, que continuaba
demoliéndose.
Un extremo de la cadena rota había quedado adherido a la pieza, enrollándose no
se sabe cómo al tornillo del botón de la culata; un extremo de la misma estaba ligado
al afuste, mientras el otro, libre, daba vueltas en torno al cañón, aumentando sus
movimientos. El tornillo la apretaba como una mano cerrada y aquella cadena
multiplicaba los golpes del ariete con los suyos propios, formando alrededor del
cañón un terrible molinete; látigo de hierro, manejado por un puño de bronce, que
complicaba el combate.
Sin embargo, el hombre seguía luchando. Incluso en algunos momentos era él
quien atacaba al cañón, arrastrándose a lo largo del costado del buque con la barra y
la soga en las manos. En aquellos momentos parecía que el cañón huía, era como si
comprendiese que aquellos movimientos los hacía el artillero para tenderle una
trampa. Éste, formidable, lo perseguía.
Esta lucha no podía durar mucho tiempo. El cañón pareció decirse: ¡Acabemos de
una vez!, y se detuvo. Todos comprendieron que se acercaba el desenlace. El cañón,
como en suspenso, parecía estar preparando una acción feroz. Bruscamente se
precipitó sobre el artillero, éste lo esquivó dando un quiebro y gritó sonriendo:
—¡Otra vez!
El cañón, furioso, rompió una pieza de babor. Después, impulsado por la honda
invisible que lo manejaba, se lanzó a estribor sobre el hombre, que esquivó otra vez el
choque. Estallaron tres nuevas piezas bajo el impulso del cañón. Éste, entonces, como
ciego y no sabiendo ya qué hacer, volvió la espalda al hombre, rodó de atrás adelante,
chocó con la roda y acabó abriendo una brecha en el muro de proa. El hombre se
había refugiado al pie de la escalera, a pocos pasos del anciano, y sujetaba la barra y
la soga. El cañón pareció verlo, y sin ni siquiera molestarse en darse la vuelta,
retrocedió sobre el hombre con la prontitud de un hachazo. La tripulación creyó que
el hombre estaba perdido, y lanzó un grito.
Pero el anciano, hasta entonces inmóvil, se lanzó más rápido que un rayo, agarró
un gran fardo de asignadas falsos, y aun a riesgo de morir aplastado logró arrojarlos
entre las ruedas de la pieza. Aquel movimiento decisivo y peligroso fue ejecutado con
tanta exactitud y precisión como si hubiera sido realizado por una persona cursada en
todos los ejercicios descritos en el libro de Darosel sobre el Manejo del cañón de
marina.
El paquete hizo el efecto de un tapón. Un guijarro detiene una rueda, una rama de
árbol desvía un alud. La pieza tropezó, el artillero, a su vez, aprovechando aquella
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temible coyuntura, metió la barra de hierro entre los radios de una de las ruedas
traseras y el cañón se detuvo.
Estaba inclinado, y el hombre, con un movimiento de palanca que imprimió a la
barra, lo derribó; la pesada mole cayó, produciendo el ruido de una campana que se
desploma, y el hombre, bañado en sudor, se echó sobre ella y pasó el nudo corredizo
al cuello de bronce del monstruo tendido en el suelo.
Así terminó el combate; el hombre había vencido. La hormiga dominó al
mastodonte, el pigmeo hizo prisionero al trueno.
Los soldados y los marineros aplaudieron.
Toda la tripulación se precipitó con cables y cadenas sobre el cañón, quedando
amarrado en un instante.
El artillero saludó al anciano.
—Señor —le dijo—, me habéis salvado la vida.
Pero el anciano, que ya había recuperado su actitud impasible, no le contestó.
VI
Venció el hombre, pero también podía decirse que el cañón había vencido. Se evitó el
naufragio inmediato; pero no estaba salvada la corbeta. Los desperfectos del buque
parecían irremediables: la borda tenía cinco grietas, una de ellas muy grande; de
treinta cañones, veinte quedaron inútiles. La pieza que había producido el desastre,
vuelta a poner en su sitio y encadenada, era también inservible, ya que el tornillo del
botón de culata estaba forzado y la puntería resultaba imposible. La batería quedaba
reducida a nueve piezas. La bodega hacía agua. Había que acudir inmediatamente a
reparar las averías y hacer funcionar las bombas.
El entrepuente presentaba un espectáculo desolador; el interior de la jaula de un
elefante furioso no estaría más desmantelado que aquel lugar.
Por mucha necesidad que tuviera la corbeta de ocultarse de la vista de los
cruceros, tenía una necesidad más imperiosa todavía, la salvación inmediata. Fue
preciso iluminar el puente con algunos faroles situados en la borda.
Durante el tiempo que duró la trágica escena, absorta la tripulación en una
cuestión de vida o muerte, no sabía lo que estaba pasando en el mar. La niebla se
había hecho muy espesa, el tiempo cambió, y el viento se llevó el buque por donde
quiso; la corbeta estaba fuera de rumbo, al descubierto de Jersey y Guernesey, más al
sur de lo requerido. El balanceo del mar era amenazador; la brisa se convertía en
vendaval, y una borrasca, quizá una tormenta, empezaba a dibujarse. No se distinguía
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nada a cuatro pasos.
Mientras los hombres de la tripulación reparaban a toda prisa y sumariamente los
estragos causados en el entrepuente, se cegaban las vías de agua y se aseguraban en la
batería las piezas que se libraron del desastre, el anciano había vuelto a subir a
cubierta.
Estaba apoyado en el mástil de la mayor.
Parecía indiferente al movimiento febril que se producía en el buque. El caballero
La Vieuville dispuso en formación de batalla a los dos lados del palo mayor a los
soldados de infantería de marina, y después, al oír un silbido del contramaestre, los
marineros ocupados en la maniobra se pusieron de pie sobre las vergas.
El conde de Boisberthelot se adelantó hacia el pasajero.
Detrás del capitán iba un hombre de rostro pálido, jadeante, con el traje en
desorden y un aire satisfecho, a pesar de su estado.
Era el cabo de cañón, que acababa de ser un oportuno domador de monstruos,
logrando hacer entrar en razón al suyo.
El conde saludó militarmente al anciano vestido de campesino, y le dijo:
—Mi general, éste es el hombre.
El artillero permaneció de pie, con la vista baja, en actitud de ordenanza.
—Mi general —añadió Boisberthelot—, en vista de lo que ha hecho este hombre
¿no pensáis que sus jefes deberían hacer algo?
—Así lo creo —replicó el anciano.
—¿Tenéis la bondad de darnos vuestras órdenes?
—Vos sois quien debéis darlas, sois el capitán.
—Y vos el general —repuso Boisberthelot.
El anciano miró al artillero.
—Acércate.
El artillero dio un paso.
El anciano se volvió hacia el conde, desprendió la cruz de San Luis de su pecho y
la prendió en la chaqueta del artillero.
—¡Hurra! —gritaron los soldados, presentando armas.
El anciano, señalando con el dedo al deslumbrado artillero, añadió:
—¡Ahora, que fusilen a este hombre!
El estupor sucedió a la aclamación.
—Una negligencia ha comprometido el buque —explicó, alzando la voz—, que a
estas horas está perdido. Estar en el mar es estar ante el enemigo. Un buque que hace
una travesía es un ejército que da una batalla. La tempestad se esconde, pero no
desaparece. Todo el mar es una emboscada, y toda falta cometida en presencia del
enemigo merece la pena de muerte. No hay en estos casos reparación posible. El
valor debe ser recompensado, y la negligencia, castigada.
Estas palabras cayeron una tras otra, graves, inexorables, como golpes de hacha
sobre el tronco de una encina.
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—Que se cumplan mis órdenes —añadió el anciano, mirando a los soldados.
El hombre en cuya chaqueta brillaba la cruz de San Luis bajó la cabeza a una
señal del conde de Boisberthelot. Dos marineros bajaron al entrepuente y después
volvieron trayendo la hamaca-sudario. El capellán del buque, que desde su partida
estaba orando en la cámara de los oficiales, acompañaba a los dos marineros. Un
sargento sacó de formación a doce soldados, que dispuso en dos filas. El artillero, sin
pronunciar palabra, se colocó entre las dos filas, y el capellán, con el crucifijo en la
mano, se adelantó, poniéndose a su lado.
—¡Marchen! —gritó el sargento.
El pelotón se dirigió a paso lento al lugar de la ejecución, seguido de los dos
marineros que llevaban el sudario.
Un triste silencio se abatió sobre la corbeta; un huracán silbaba a lo lejos.
Unos momentos después se oyó una detonación en las tinieblas y apareció un
relámpago. Luego todo volvió a quedar en silencio, sin que se escuchase más ruido
que el de un cadáver cayendo al mar.
El anciano, recostado todavía en el palo mayor, cruzó los brazos y permaneció
pensativo.
Boisberthelot, dirigiendo hacia él el índice de la mano derecha, confió al oído de
La Vieuville:
—La Vendée ya tiene un jefe.
VII
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fondo. Como la corbeta había quedado muy endeble, oponía poca resistencia a las
sacudidas y eran funestas para ella las inmensas olas.
Gacquoil seguía junto al timón, pensativo.
Ofrecer al mal tiempo buena cara es habitual en los comandantes del mar.
La Vieuville, que era de carácter desenvuelto ante las catástrofes, se acercó a
Gacquoil y le dijo:
—Me parece, piloto, que el huracán mengua; creo que no habrá tempestad;
tendremos viento y nada más.
—Quien tiene viento, tiene mar —respondió gravemente Gacquoil.
La respuesta era poco tranquilizadora, pues para un buque que hace aguas, tener
mar es llenarse de ellas rápidamente. Gacquoil remarcó este pronóstico con un vago
fruncimiento de cejas. Tal vez, después de la catástrofe del cañón y del artillero La
Vieuville hablaba con demasiada jovialidad y ligereza. Hay cosas que traen desgracia
si se las ignora. El mar es un secreto; nunca se sabe lo que contiene. Hay que ser
precavido.
La Vieuville sintió la necesidad de retornar a la seriedad.
—¿Dónde estamos, piloto?
—En la voluntad de Dios.
Un piloto es un sabio y hay que dejarle hacer, y muchas veces dejarle decir.
Además, esta clase de hombres hablan poco. La Vieuville se alejó del timón, pero
el horizonte se encargó de responder a la pregunta del caballero.
El mar se descubrió de repente.
Se rasgaron las brumas que se arrastraban sobre las olas, su oscuro desorden se
presentó a la vista en la claridad crepuscular, y ofreció el siguiente espectáculo:
El cielo estaba cubierto de nubes, pero éstas no tocaban el mar. Al Oriente se veía
una luz blanca que anunciaba el amanecer; al Oeste otro resplandor blanco azulado
mostraba el punto por donde había desaparecido la luna. Estas dos blancuras
formaban sobre el horizonte, una frente a la otra, dos extrañas bandas de resplandor
pálido, entre el mar oscuro y el tenebroso cielo.
Sobre estas dos claridades se dibujaban rectas e inmóviles siluetas negras.
A Occidente, sobre el horizonte iluminado por la luna, se dibujaban tres altas
rocas como dólmenes célticos.
A Oriente, en el horizonte pálido de la mañana, se levantaban ocho velas
formadas en orden y separadas simétricamente unas de otras. Las tres rocas eran un
escollo y las ocho velas, una escuadra.
La corbeta tenía, pues, detrás de ella, a los Minquiers, rocas peligrosas, y delante
a la escuadra francesa. A Oriente, el abismo, a Occidente la matanza; estaba entre el
naufragio y el combate.
Para afrontar al escollo, la corbeta sólo podía contar con su casco agujereado y
dislocado, y con una arboladura desgarrada en sus raíces. Para afrontar la batalla
poseía una artillería de la que veintiún cañones de los treinta estaban desmontados, y
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cuyos mejores artilleros habían muerto.
Era muy débil aún la claridad del día y reinaba la oscuridad en todo el buque. La
oscuridad podía prolongarse algún tiempo, porque obedecía a las nubes altas y
espesas que formaban una especie de bóveda.
El viento, que había disipado las nieblas bajas, empujaba la corbeta hacia los
Minquiers.
Por el exceso de fatiga que el estrago había causado, la corbeta ya casi no
obedecía al timón, y en vez de navegar era arrastrada y abofeteada por las olas.
El escollo trágico de los Minquiers era más terrible y más áspero en aquel tiempo
que hoy día. Muchas torres de aquella ciudadela del abismo han sido arrasadas por el
incesante golpear del mar; la configuración de los escollos cambia; las olas y las
mareas hacen de sierras o cuchillos. En aquella época, tocar los Minquiers era
sinónimo de naufragar.
La Armada era la escuadra de Cancale, que más tarde se hizo célebre bajo el
mando del capitán Duchesne, al que Léquinio llamaba “padre Duchêne”.
La situación era crítica: la corbeta, durante el episodio del desprendimiento del
cañón, se había desviado de su rumbo sin que nadie lo advirtiera, dirigiéndose más
bien hacia Granville que a Saint-Malo; pero, aunque hubiera podido navegar a toda
vela, los Minquiers le cerraban la vuelta hacia Jersey, y la escuadra le impedía
alcanzar las costas de Francia.
La tempestad había cesado. Pero, como había dicho el piloto, había mar. El mar,
empujado por un viento furioso, era salvaje.
El mar no dice nunca de una vez todo lo que quiere; de todo hay en el abismo,
hasta trampas. Podría afirmarse que el mar usa este procedimiento: adelanta y
retrocede; propone y se desdice; preludia una borrasca y renuncia a ella; promete el
abismo y no lo presenta; amenaza en el Norte y da en el Sur. Durante toda la noche,
la corbeta Claymore tuvo encima la niebla, temiendo la tormenta: el mar se desmentía
de un modo feroz; insinuó la tempestad y sirvió el escollo. Pero bajo una forma u
otra, el resultado siempre sería el mismo: el naufragio.
Al choque contra el escollo se añadía el exterminio en el combate. Un enemigo
contemplaba al otro.
La Vieuville exclamó con una carcajada irónica:
—Naufragio aquí y combate allá. Tenemos diversión por ambas partes.
VIII
9 = 380
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La corbeta estaba a punto de naufragar.
En la azulada claridad esparcida alrededor del buque, en la lobreguez de las
nubes, en la confusa movilidad del horizonte, en el misterioso movimiento de las
olas, reinaba una solemnidad sepulcral. A excepción del viento que soplaba con
impulso hostil, todo estaba en silencio. La catástrofe surgía del abismo con majestad,
parecida más a una visión que a un ataque. Nada se movía, ni en las rocas ni en los
barcos; era una especie de silencio colosal. ¿Los tripulantes de la corbeta tenían que
luchar con algo real, o con un sueño que pasaba sobre el mar? En las leyendas se
encuentran esta clase de visiones; la corbeta estaba, en cierto modo, entre el escollo
demoníaco y la escuadra fantasma.
El conde de Boisberthelot dio a media voz órdenes a La Vieuville, que bajó a la
batería; después el capitán tomó el anteojo y fue a situarse a proa, junto al piloto.
Los esfuerzos de Gacquoil se concentraban en mantener a flote el navío, porque
tomando de costado el viento y el mar se hundiría inevitablemente.
—Piloto —dijo el capitán—, ¿dónde estamos?
—Cerca de los Minquiers.
—¿Por qué parte?
—Por la mala.
—¿Qué fondo tenemos?
—Roca pelada.
—¿Es posible acoderar?
—Es posible morir —contestó el piloto.
El capitán dirigió el anteojo hacia el Oeste y examinó los Minquiers; después lo
volvió hacia el Este y contempló las velas que estaban a la vista.
El piloto continuó como hablando consigo mismo:
—Son los Minquiers, que sirven de reposo a la risueña gaviota cuando se va de
Holanda, y al gran cuervo marino de manto negro.
Entretanto, el capitán contaba las velas. Ocho buques formados levantaban sobre
el agua su perfil de guerra; en el centro de ellos se destacaba la alta arboladura de un
navío de tres puentes.
El capitán le preguntó al piloto:
—¿Conocéis estas velas?
—Sí, es la escuadra —respondió Gacquoil.
—¿De Francia?
—Del diablo.
Hubo un instante de silencio y después el capitán añadió:
—¿Toda la escuadra está ahí?
—No toda.
En efecto, el 2 de abril, Valazé había anunciado a la Convención que diez fragatas
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y seis navíos de combate cruzaban el canal de la Mancha. Este recuerdo apareció en
la mente del capitán.
—Es verdad, la escuadra se compone de dieciséis buques y aquí sólo hay ocho.
—Los otros —dijo Gacquoil— se arrastran por esta costa, y espían.
El capitán, mirando con el anteojo, murmuró:
—Hay un navío de tres puentes, dos fragatas de primer orden y cinco de segundo:
son buenos buques; he mandado en algunos de ellos.
—Yo —dijo Gacquoillos he visto de cerca. No tomaré a uno por el otro, los llevo
en la mente.
El capitán le pasó el anteojo al piloto.
—¿Distinguís bien la nave capitana?
—Sí, mi comandante; es el navío Côte d’Or.
—Que han rebautizado —replicó el capitán—; antes se llamaba États-de-
Baurgogne. Un navío nuevo. Ciento veintiocho cañones.
Sacó del bolsillo un cuaderno y un lápiz y escribió en una página el número
ciento veintiocho. Después prosiguió:
—Piloto, ¿cuál es ese de babor?
—La Experímentée.
—Una fragata de primer orden, con cincuenta y dos cañones. Se estaba armando
en Brest hace dos meses. El capitán anotó en el cuaderno el número cincuenta y dos.
—Piloto, ¿cuál es la segunda vela de babor?
—La Dryade.
—Fragata de primer orden; cuarenta cañones de a dieciocho. Ha estado en la
India y tiene una buena hoja de servicios.
El capitán escribió debajo del cincuenta y dos el número cuarenta; después
levantó la cabeza y dijo:
—Pasemos a estribor.
—Mi comandante, son todas fragatas de segundo orden y hay cinco.
—¿Cuál es la primera, contando desde el navío?
—La Résolue.
—Treinta y dos piezas de a dieciocho. ¿Y la segunda?
—La Richemont, que lleva la misma fuerza.
—¿Cuál sigue después?
—La Athée.
—¡Mal nombre para andar por el mar! ¿Y luego?
—La Calypso.
—¿Después?
—La Preneuse.
—Cinco fragatas de treinta y dos piezas cada una.
El capitán escribió debajo de los números el ciento sesenta.
—¿Las conocéis bien, piloto?
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—Como vos —le contestó Gacquoil.
—Conocerlas desde aquí es ya algo, pero conocerlas a fondo vale mucho más.
El capitán, con la vista fija en su cuaderno, lo examinaba y murmurando entre
dientes, dijo:
—Ciento veintiocho, cincuenta y dos, cuarenta y ciento sesenta.
En aquel momento La Vieuville subió a la cubierta.
—Caballero —le dijo el capitán—, estamos en presencia de trescientas ochenta
piezas de artillería.
—¿Qué vamos a hacer? —contestó La Vieuville.
—La Vieuville, vos venís de la inspección. ¿Cuántas piezas nos quedan
definitivamente en estado de hacer fuego?
—Nueve.
—¡Vaya! —contestó a su vez Boisberthelot.
Tomó de nuevo el anteojo de manos del piloto y miró al horizonte.
Los ocho buques, silenciosos y negros, parecían inmóviles, pero su tamaño iba
aumentando progresivamente. La escuadra se acercaba a la corbeta.
La Vieuville efectuó el saludo militar y dijo:
—Comandante, he aquí mi informe. Siempre desconfié de esta corbeta Claymore,
porque es triste embarcarse repentinamente en un buque que no os conoce o que no
os quiere. El buque inglés es traidor a los franceses; la perra de la pieza suelta lo ha
demostrado. Bien, he inspeccionado el navío; tiene buenas anclas, buen hierro,
forjado todo, con barras soldadas al martinete; solidez en las cadenas, cables
excelentes, fáciles de largar y con la longitud de ordenanza, de ciento veinte brazas;
bastantes municiones. Seis artilleros muertos. Pueden disparar se setenta y un tiros
por pieza.
—Pero no hay más que nueve —masculló el capitán.
Boisberthelot dirigió su anteojo sobre el horizonte una vez más. Continuaba la
lenta aproximación de la escuadra.
Las piezas de artillería cortas que llevaba el buque, llamadas carronadas, tienen la
ventaja de que tres hombres bastan para maniobrarlas, pero poseen un inconveniente,
y es que su alcance es menor y menos certero que el de los cañones más largos; era
preciso, pues, dejar que la escuadra se situara a tiro de carronada.
El capitán dio sus órdenes en voz baja y se estableció el silencio en el buque. Sin
que se tocara zafarrancho, se ejecutó con rapidez. La corbeta estaba tan inutilizada
para luchar contra los hombres como contra las olas. Se sacó, sin embargo, todo el
partido posible de aquel resto de buque de guerra. Se acumularon cerca de los
guardines, sobre el pasamanos, todos los calabrotes de repuesto y todo lo que pudiera
afirmar, en caso necesario, la arboladura. Se ordenó el sitio destinado a los heridos, se
formaron bastiones de estopa sobre el puente —una garantía contra la fusilería, pero
no contra los cañones—, se llevaron pasabalas, aunque era un poco tarde para
examinar los calibres, pues no se habían previsto tantos incidentes. Cada marinero
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recibió una cartuchera y se puso en el cinto un par de pistoletes y un puñal. Se apuntó
la artillería, se preparó la fusilería, se dispusieron convenientemente las hachas y los
garfios de abordaje, se prepararon los cartuchos de cañón y de fusil, se abrió el
depósito de la pólvora y cada hombre tomó su puesto sin pronunciar ni una palabra,
como en el cuarto de un moribundo. Aquel movimiento fue rápido y lúgubre.
Después acoderaron la corbeta. Tenía seis anclas, como una fragata; se echaron al
mar las seis; el ancla de vigilancia delante, la de remolque detrás; la del flujo del lado
del mar; la de reflujo del lado del escollo; la de horquilla a estribor, y el ancla maestra
a babor. Las nueve carronadas que quedaron útiles fueron puestas en batería, todas a
un lado del buque, el del enemigo.
La escuadra, no menos silenciosa, había contemplado su maniobra. Los ocho
buques formaron un semicírculo, cuya cuerda constituían los Minquiers. La
Claymore, encerrada en él, agarrotada por sus propias anclas, tenía delante al
enemigo y detrás el escollo, es decir, el naufragio.
Parecía que de una parte y de la otra se esperaban.
Los artilleros de La Claymore estaban en sus puestos.
Boisberthelot dijo a La Vieuville:
—Quisiera romper yo el fuego.
—Pura coquetería —sonrió La Vieuville.
IX
ALGUIEN SE ESCAPA
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El anciano inclinó gravemente la cabeza en señal de asentimiento.
El conde de Boisberthelot levantó la voz:
—¡Soldados y marineros!
Todos prestaron atención y desde todos los puntos del buque los rostros se
volvieron hacia el capitán.
Éste prosiguió:
—El hombre que está entre nosotros representa al rey. Nos lo han confiado y
debemos preservarlo, porque es necesario para restablecer el trono en Francia. A falta
de un príncipe, él será, al menos eso esperamos, el jefe de la Vendée. Es un gran
militar y debía abordar las costas de Francia con nosotros. Es preciso que llegue a ella
sin nosotros. Salvar su cabeza es salvarlo todo.
—¡Sí, sí! —gritó toda la tripulación.
El capitán continuó:
—También correrá graves peligros, porque no será fácil alcanzar la costa.
Necesitaría un buque grande y resistente para arrostrar el oleaje, y es necesario, en
cambio, que vaya en un barco pequeño para burlar la vigilancia de la escuadra. Se
trata de tomar tierra en un punto cualquiera que sea seguro, y más bien hacia la parte
de Fougères que hacia Coutances. Se necesita un marinero robusto, buen remero y
buen nadador, hijo del país y que conozca estos mares. Todavía hay bastante
oscuridad para que el bote pueda alejarse de la corbeta sin ser visto; además, aquí
haremos bastante humo para que quede totalmente oculto. Su pequeñez le ayudará a
sortear los escollos, porque donde la pantera queda presa, la comadreja escapa. No
hay salida para nosotros, pero sí para él. El bote se alejará de aquí a fuerza de remos;
los buques enemigos no lo verán, porque además de la oscuridad, nosotros
proporcionaremos buen divertimiento. ¿Qué os parece? ¿Lo habéis entendido?
—¡Sí, sí! —gritó la tripulación.
—No hay tiempo que perder —agregó el capitán—. ¿Hay en la corbeta un
hombre de buena voluntad?
Un marinero salió de entre las filas y dijo:
—Yo.
¿ESCAPARÁ?
Unos instantes después, uno de esos pequeños botes denominados chalupas, que
están especialmente al servicio de los capitanes, se alejaba de la corbeta. Llevaba dos
hombres: el anciano pasajero, que iba sentado a popa, y el marinero de “buena
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voluntad” que estaba en la proa.
La noche era todavía muy oscura. El marinero, conforme a las indicaciones del
capitán, remaba vigorosamente en dirección a los Minquiers, única salida posible en
aquellas circunstancias.
En el fondo del bote se habían depositado varias provisiones: un saco de
bizcochos, una lengua de vaca ahumada y un barril de agua.
En el momento en que la chalupa se hizo a la mar, La Vieuville, bromeando ante
el peligro, se inclinó sobre el codaste del timón de la corbeta y dirigió al bote este
saludo burlón:
—Bueno para huir, pero excelente para ahogarse.
—Caballero —dijo el piloto—, no hay para reírse.
El bote se separó de la corbeta y en breve se vio muy distante; el viento y el mar
estaban de acuerdo con el remero y la frágil embarcación huyó rápidamente,
ondulante, oculta por el crepúsculo y por los inmensos pliegues de las olas.
Reinaba sobre la mar una expectación sombría.
De repente, en el vasto y tumultuoso silencio del océano se oyó una voz que,
aumentada por la bocina, como la máscara de bronce de la tragedia antigua, parecía
casi sobrehumana. Era el capitán Boisberthelot, que tomaba la palabra nuevamente.
—¡Marinos del rey! —gritó—. ¡Izad el pabellón blanco en el palo mayor! ¡Vamos
a ver brillar el sol por última vez!
Al decir esto un cañonazo salió de la corbeta.
—¡Viva el rey! —gritó la tripulación.
Al extremo del horizonte se oyó otro grito inmenso, lejano, confuso, que decía:
—¡Viva la República!
Y un estrépito semejante al de trescientos rayos estalló entre las profundidades del
océano.
La lucha comenzó.
El mar se cubrió de humo y de fuego.
Los chorros de espuma que forman las balas de cañón al caer en el agua
picotearon las olas por todas partes.
La Claymore empezó a vomitar fuego sobre los ocho buques. Al mismo tiempo,
toda la escuadra, formada en semicírculo alrededor de la corbeta, escupía llamas por
todas sus baterías. Se incendió el horizonte. Parecía que un volcán salía del mar. El
viento retorcía el inmenso púrpura de la batalla, entre el que los buques aparecían y
desaparecían como espectros. En primer término se dibujaba el esqueleto negro de la
corbeta sobre el fondo rojo.
Se distinguía en la punta del palo mayor el pabellón sembrado de flores de lis.
Los dos hombres que iban en el bote guardaban silencio.
El fondo triangular de los Minquiers, especie de Trinacrio[4] submarino, es mayor
que la isla entera de Jersey. El mar lo cubre y tiene por punto culminante una meseta
que sobresale hasta en las más altas mareas, y en la que se destacan al Norte seis
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poderosas rocas formadas en línea recta que causan el efecto de una gran muralla,
derruida aquí y allá. El estrecho entre la meseta y los seis escollos sólo es practicable
para barcos de poquísimo calado; más allá se encuentra ya alta mar.
El marinero que se encargó de salvar al pasajero metió la embarcación por entre
aquellas rocas, interponiendo así los Minquiers entre la batalla y la pequeña
embarcación. Remó después con destreza por el estrecho canal, evitando los
arrecifes, tanto a babor como a estribor, y entonces las rocas les ocultaron la batalla.
El resplandor del horizonte y el furioso estruendo del cañoneo empezaba a decrecer a
causa de la distancia, que iba aumentando a cada momento. Pero a juzgar por la
continuidad de las detonaciones, se comprendía que la corbeta se sostenía y que
estaba dispuesta a agotar hasta la última de sus ciento noventa y una andanadas.
El bote no tardó en verse en aguas libres, lejos del escollo, de la batalla y del
alcance de los proyectiles.
Poco a poco, el mar iba siendo menos oscuro y se ensanchaban los puntos
luminosos, la espuma se rompía aquí y allá en chorros de luz y brillantes manchas
blancas flotaban en la superficie de las olas. Por fin, surgió el día.
El bote estaba ya fuera del alcance del enemigo, pero todavía quedaba por hacer
lo más difícil. Se había librado de la metralla, pero no estaba libre del naufragio. Con
su casco pequeño, imperceptible, sin puente, sin vela, sin mástil, sin brújula, sin otro
recurso que el remo, se encontraba en alta mar y a merced del huracán, un átomo a la
merced de colosos.
Entonces, en aquella inmensidad, en aquella soledad, el hombre que iba a proa
alzó su rostro, que la luz matinal hacía palidecer, miró fijamente al hombre que iba a
su espalda y dijo:
—Soy el hermano del que hicisteis fusilar.
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Libro Tercero
HALMALO
LA PALABRA ES EL VERBO
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En aquel momento apareció el sol en el horizonte. Un rayo de luz dio al marinero
en el semblante e iluminó vivamente su rostro salvaje. El viejo lo contemplaba
fijamente.
El cañoneo se prolongaba aún, pero con interrupciones y jadeos de agonía;
grandes nubes de humo se dibujaban sobre el horizonte, y el bote abandonado por el
remero estaba a merced de las olas.
El marinero sacó con la mano derecha una pistola de su cinto y tomó con la
izquierda el rosario.
El anciano se puso de pie.
—¿Crees en Dios? —preguntó.
—Padre nuestro que estás en los cielos —replicó el marinero. Luego hizo la señal
de la cruz.
—¿Tienes madre?
—Sí.
Volvió a persignarse. Después dijo:
—Os doy un minuto, caballero.
Acto seguido amartilló la pistola.
—¿Por qué me llamas caballero?
—Porque sois un señor. Eso se nota.
—¿Tienes tú señor?
—Sí, y uno grande. ¿Por ventura hay alguien que viva sin señor?
—¿Dónde está?
—No lo sé. Abandonó el país. Es el marqués de Lantenac, vizconde de Fontenay,
príncipe en Bretaña y señor de las Siete Florestas, y aunque jamás lo he visto, eso no
impide que sea mi amo.
—Y si lo vieses ¿le obedecerías?
—Ciertamente, en caso contrario sería un pagano. Se debe obediencia a Dios, en
primer lugar, y luego al señor, que es como el rey. Pero ahora no se trata de eso. Vos
habéis matado a mi hermano y es preciso que yo os mate.
—En primer lugar, si maté a tu hermano, hice bien.
El marinero apretó el puño sobre la pistola.
—Vamos —conminó al anciano.
—Sea —contestó éste con serenidad. Luego agregó—: ¿Dónde está el sacerdote?
El marinero lo miró estupefacto.
—¿El sacerdote?
—Sí, el sacerdote. Yo le he dado un sacerdote a tu hermano, tú debes darme uno a
mí.
—No tengo ninguno —reconoció el marinero. Preguntó—: ¿Acaso hay
sacerdotes en alta mar?
Las detonaciones del combate estaban cada vez más lejanas.
—Los que mueren allí tienen el suyo —replicó el anciano.
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—Es verdad —admitió el marinero.
—Pierdes mi alma, lo cual es grave —continuó el anciano.
El marinero bajó la cabeza, pensativo.
—Y al perder mi alma, pierdes la tuya. Escucha, tengo lástima de ti. Harás lo que
quieras, claro está, pero yo he cumplido con mi deber, primero salvando la vida de tu
hermano, y después quitándosela. Ahora, en este momento, cumplo también con mi
deber tratando de salvar tu alma. ¿Oyes aquellos cañonazos? Allí hay hombres que
perecen, desesperados que agonizan, maridos que no volverán a ver a sus mujeres,
padres que no verán más a sus hijos, hermanos que como tú no han de ver ya nunca
más a sus hermanos. ¿Y por culpa de quién? Por culpa del tuyo. Tú crees en Dios,
¿no es verdad? Pues bien, tú sabes que Dios padece en este momento. Dios padece en
su hijo cristianísimo el rey de Francia, que es un niño como el niño Jesús y que está
preso en la torre del Temple. Dios padece en su iglesia de Bretaña, Dios padece en
sus catedrales insultadas, en sus evangelios destruidos, en sus casas de oración
violadas, en sus sacerdotes asesinados. ¿Qué veníamos a hacer nosotros en ese buque
que sucumbe en este instante? Veníamos en auxilio de Dios. Si tu hermano hubiese
cumplido como un buen servidor; si hubiese cumplido fielmente su oficio de hombre
instruido y útil, no habría sucedido la desgracia de la carronada, la corbeta no hubiese
quedado desamparada ni se hubiese desviado de su rumbo; no habría caído en poder
de esa escuadra de perdición y a estas horas estaríamos desembarcando en Francia,
como valientes hombres de guerra y de mar que somos, sable en mano, la bandera
desplegada, numerosos, contentos, alegres, para ayudar a los valientes aldeanos de la
Vendée a salvar a Francia, al rey y la causa de Dios. Esto es lo que veníamos a hacer;
esto es lo que hubiésemos hecho; esto es lo que yo, el único que queda, podría hacer
todavía. Pero tú te opones a ello; en esta lucha de los impíos contra los sacerdotes, de
los regicidas contra el rey, de Satanás contra Dios, tú estás por Satanás. Tu hermano
ha sido el primer auxiliar del diablo, tú serás el segundo; él la ha comenzado, tú
acabas la obra. Tú estás con los regicidas contra el trono, con los infieles contra la
Iglesia, tú quitas a la causa de Dios su último recurso. Porque no estando yo allí, yo
que represento al rey, las aldeas continuarán ardiendo, las familias llorando, los
sacerdotes muriendo, Bretaña padeciendo, en la cárcel el rey y Jesucristo en la
aflicción. ¿Y quién será el responsable? Tú. Adelante. Concluye la obra. Contaba
contigo para todo lo contrario, pero ya veo que me engañé. Sí, es verdad, tienes
razón, yo he mandado matar a tu hermano. Tu hermano fue un valiente y lo
recompensé. Fue culpable y lo castigué. Él faltó a su deber, yo no podía faltar al mío.
Lo que he hecho, lo volvería a hacer de nuevo, lo juro por la gran santa Anne
d’Auray que nos contempla. En casos semejantes, lo mismo que he mandado fusilar a
tu hermano, hubiese mandado fusilar a mi hijo. Ahora eres tú aquí el amo, pero te
compadezco. Has mentido a tu capitán. Tú, cristiano, te muestras sin fe; tú, bretón, te
presentas sin honor; me han confiado a tu lealtad y he recibido tu traición, y les das
mi muerte a los que has prometido mi vida. ¿Sabes qué pierdes aquí? Pues a ti
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mismo. Tomas mi vida, que es la del rey, y das tu eternidad al demonio. ¡Adelante,
consuma tu crimen, no te detengas! Vende por nada tu parcela de paraíso; gracias a ti,
el diablo vencerá; gracias a ti, las iglesias caerán, los paganos continuarán fundiendo
las campanas y convirtiéndolas en cañones, los hombres recibirán la metralla de
aquello que salvaba las almas. En el momento del que te hablo, la campana que tocó
en tu bautismo matará tal vez a tu madre. Prosigue, ayuda al diablo, no te detengas.
Sí, condené a tu hermano, pero soy el instrumento de Dios. ¡Ah, tú juzgas los
caminos de Dios! Tú juzgas el rayo que está en el cielo. ¡Desdichado! El rayo te
juzgará a ti. Mira qué vas a hacer. ¿Sabes siquiera si me hallo en estado de gracia?
No; sin embargo, haz lo que gustes. Eres libre de enviarme al infierno y arrojarte en
él conmigo. La condenación de ambos está en tus manos; el responsable ante Dios
serás tú. Estamos solos, frente a frente, en el abismo. Continúa, acaba, termina. Soy
un anciano y tú eres joven; yo estoy desarmado y tú tienes armas. ¡Mátame!
Mientras el anciano, de pie, con voz que dominaba el tumor del mar, pronunciaba
estas palabras, las ondulaciones de las olas lo hacían aparecer ya en la sombra, ya en
la luz. El marinero estaba lívido; gruesas gotas de sudor caían de su frente; temblaba
como la hoja en el árbol; besaba de vez en cuando el rosario. Y cuando el anciano
hubo concluido, se arrojó de rodillas y tiró la pistola.
—¡Perdón, señor, perdón! —sollozó—. Habláis como el buen Dios. Estaba
equivocado. Mi hermano fue culpable, y haré cuanto pueda por reparar su crimen.
Disponed de mí. Mandad y obedeceré.
—Te perdono —contestó el anciano.
II
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Halmalo era un marino excelente. Realizó milagros a base de destreza e
inteligencia, y su improvisación de un itinerario a través de los escollos, las olas y la
vigilancia del enemigo fue una obra maestra. El viento amainó y el mar se tornó más
manejable.
Halmalo evitó las rocas de los Minquiers, costeó la Calzada de los Bueyes,
abrigándose, a fin de tomar unas horas de reposo, en la pequeña ensenada que allí se
forma al Norte en la bajamar, y descendiendo luego al Sur consiguió pasar entre
Granville y las islas Chausey sin ser visto ni por el vigía de éstas ni desde la atalaya
del primero. Se internó luego por la bahía de Saint-Michel, una audacia por la
proximidad de Cancale, fondeadero habitual de la escuadra.
A la tarde del segundo día, una hora antes de ponerse el sol, dejó a sus espaldas el
monte Saint-Michel y llegó a tierra en una playa que siempre se halla desierta porque
es peligrosa y expuesta a naufragios.
Por fortuna, la marea estaba alta.
Halmalo empujó el bote, tanteó la arena, la encontró sólida e hizo varar la
embarcación, tras lo cual saltó a tierra.
El anciano hizo lo mismo e inspeccionó el horizonte.
—Señor —dijo Halmalo—, estamos en la desembocadura del Couesnon. A
estribor tenemos Beauvoir, y Huisnes a babor. El campanario que está al frente es el
de Ardevon.
El anciano se inclinó hacia el bote, tornó del mismo unas pocas galletas que se
metió en un bolsillo, y le ordenó a Halmalo:
—Quédate con el resto.
Halmalo metió en su saco lo que quedaba de carne y bizcochos, se lo cargó al
hombro y preguntó:
—¿Debo, señor, guiaros o seguiros?
—Ni lo uno ni lo otro. Halmalo, estupefacto, contempló al anciano.
—Halmalo —dijo éste—, vamos a separarnos. Dos no valen nada. Es mejor ser
mil o estar solo.
Calló y sacó del bolsillo un nudo de seda verde, bastante parecido a una
escarapela, en cuyo centro estaban bordadas unas flores de lis en oro, y continuó:
—¿Sabes leer?
—No.
—Muy bien. Un hombre que lee es un estorbo. ¿Tienes buena memoria?
—Sí.
—Muy bien. Escucha, Halmalo. Tú tomarás por la derecha mientras yo voy por la
izquierda. Iré por Fougères, y tú por Bazouges. Conserva tu saco, que te da la
apariencia de aldeano; oculta las armas, corta un palo de cualquier vallado, arrástrate
entre los setos altos; deslízate detrás de los centenos crecidos; salta los vallados para
atravesar los campos; mantente lejos de los caminantes; evita los puentes y los
caminos; no entres en Pontorson. ¡Ah, tendrás que atravesar el Couesnon! ¿Cómo lo
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harás?
—A nado.
—Está bien. Además, hay un vado. ¿Lo conoces?
—Sí, se halla entre Ancey y Vieux-Viel.
—Así es. Se ve que eres de aquí.
—Pero la noche se acerca. ¿Dónde dormirá el señor?
—Eso es cuenta mía. ¿Y tú, dónde pasarás la noche?
—En cualquier parte, entre los arbustos. Antes de ser marino fui campesino.
—Quítate ese gorro de marinero, que podría despertar sospechas. Por ahí
encontrarás algún sombrero viejo.
—Un sombrerajo se halla en cualquier parte. El primer pescador que halle me
venderá el suyo.
—Ahora escucha. ¿Conoces los bosques?
—Todos.
—¿De toda la región?
—Desde Noirmoutier hasta Laval.
—¿Conoces también los nombres?
—Conozco los bosques, sus nombres… todo.
—¿No olvidarás nada?
—Nada.
—Pues presta atención. ¿Cuántas leguas puedes andar por día?
—Diez, quince, dieciocho, veinte si es necesario.
—Lo será. No pierdas una palabra de lo que voy a decirte. Irás al bosque de
Saint-Aubin.
—¿Cerca de Lamballe?
—Sí. Al borde del barranco que hay entre Saint-Rieul y Plédéliac hay un gran
castaño; allí te detendrás, aunque no veas a nadie.
—Ya sé. Habrá alguien.
—Harás la señal. ¿Sabes hacerla?
Halmalo hinchó los carrillos, se volvió del lado del mar y entonces se oyó el grito
del mochuelo. Era como si aquel sonido hubiese surgido de las profundidades
nocturnas; era semejante al del ave y siniestro como ella.
—Lo haces perfectamente.
Luego le tendió a Halmalo el nudo de seda verde.
—Éste es mi nudo de mando. Tómalo. Es importante que nadie sepa todavía mi
nombre. Este nudo basta. La flor de lis fue bordada por Madame Royal[5] en la
prisión del Temple.
Halmalo hincó una rodilla en tierra, recibió con emoción el nudo con la flor de lis
y se lo acercó a los labios. Después, suspendiendo su acción como si estuviera
asustado por su atrevimiento, preguntó:
—¿Puedo besarlo?
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—Sí, pues besas el Crucifijo.
Halmalo besó la flor de lis.
—Levántate —ordenó el anciano.
Halmalo obedeció y se metió el nudo en la faltriquera.
El anciano prosiguió:
—Atiende bien lo que voy a decirte. Ésta es la consigna: Levantaos, guerra sin
cuartel. Irás, pues, al extremo del bosque de Saint-Aubin, harás la señal tres veces y a
la tercera verás salir un hombre de la tierra.
—Lo sé, de un hueco que hay entre los árboles.
—Ese hombre es Planchenault, al que llaman Corazón de rey. Le enseñarás este
nudo. Comprenderá. Después irás por los caminos que creas mejores al bosque de
Astillé, y allí verás a un tipo patizambo, a quien llaman Mousqueton, y que no tiene
compasión de nadie. Le dirás que le aprecio y que ponga en movimiento sus
parroquias. Irás luego al bosque de Couesbon, que está a una legua de Ploërmel; allí
harás la señal del mochuelo y saldrá un hombre de otro agujero. Es el señor Thuault,
senescal de Plöermel, que ha sido de lo que llaman la Asamblea Constituyente, pero
de los buenos de esa reunión. Le dirás que arme el castillo de Couesbon, que es del
marqués de Guer, quien se ha exiliado. Allí hay barrancos, bosquecillos, terreno
desigual, todo bueno para nuestro objetivo. El señor Thuault es hombre recto y de
ingenio. Irás después a Saint-Ouen-les-Toits, y hablarás con Jean Chouan, que a mis
ojos es el verdadero jefe. Luego, al bosque de Ville-Anglose, donde verás a Guitter, a
quien llaman Saint-Martin, y le dirás que vigile a cierto sujeto llamado Courmesnil,
que es yerno del viejo Goupil de Préfeln y jefe de los jacobinos de Argentan.
Conserva bien todo esto en la memoria; no escribo porque no conviene escribir nada.
La Rouarie hizo una lista y con eso lo echó todo a rodar. Irás después al bosque de
Rougefeu, donde está Miélette, que salta los barrancos con ayuda de un palo largo.
—Se llama pértiga.
—¿Sabes servirte de ella?
—No sería bretón ni campesino si no supiera. La pértiga es nuestra amiga.
Refuerza nuestros brazos y alarga nuestras piernas.
—O sea, que hace más pequeño al enemigo y acorta el camino; buena máquina.
—Una vez, con mi pértiga me defendí de tres aduaneros que llevaban sables.
—¿Cuándo?
—Hace diez años.
—¿En tiempos del rey?
—Se entiende.
—¿Peleaste en tiempo del rey?
—Sí, señor.
—¿Contra quién?
—No lo sé; yo era contrabandista de sal.
—Vaya.
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—A eso lo llamábamos pelear contra las gabelas. ¿Por ventura las gabelas son la
misma cosa que el rey?
—Sí. No. Pero no es necesario que te lo explique ahora.
—Pido perdón al señor por mi impertinencia.
—Continuemos. ¿Conoces Tourgue?
—¿Que si conozco Tourgue? Soy de allí.
—¿Cómo?
—Sí, puesto que soy de Parigné.
—Efectivamente, Tourgue está muy cerca de Parigné.
—¡Si conozco Tourgue! Allí hay un castillo inmenso y redondo que es la casa
solariega de mi señor. Tiene una gran portalada de hierro que separa el nuevo edificio
del viejo y que no es posible echar abajo ni con cañón. En el nuevo edificio se halla el
famosísimo libro sobre San Bartolomé, que la gente miraba con curiosidad. Hay
ranas en los prados; yo jugaba con ellas cuando era niño. Hay también un paso
subterráneo y quizá no hay nadie que lo conozca mejor que yo.
—¿Un paso subterráneo? Ignoro a qué te refieres.
—Se abrió hace muchísimo tiempo, cuando Tourgue estuvo sitiada. Así la gente
podía salvarse por un pasadizo que hay bajo tierra y que va a dar al bosque.
—En efecto, hay un paso subterráneo como el que dices en el castillo de
Jupellière, en el de Hunaudaye y en la torre de Champéon; pero no hay nada
semejante en Tourgue.
—Perdonad señor, pero no tengáis la menor duda. Conozco esos subterráneos de
los que habla el señor; pero aún conozco más el de Tourgue porque soy del país, y
puedo añadir que no hay nadie más que yo que lo sepa. En mis tiempos no se hablaba
de eso; estaba prohibido porque ese paso sirvió cuando las guerras del señor de
Rohan. Mi padre conocía el secreto y me lo enseñó; por eso lo conozco, para entrar y
salir. Si estoy en el bosque puedo pasar a la torre; y si me hallo en la torre puedo salir
al bosque sin que me vean, y cuando los enemigos entrasen ya no habría nadie. Esto
es Tourgue, ¡vaya si lo conozco!
El anciano estaba pensativo.
—Evidentemente, te engañas. Si hubiese un secreto semejante, yo lo sabría.
—Señor, estoy seguro de ello. Hay una piedra que gira.
—¡Ah, bueno! Vosotros, los aldeanos, creéis en piedras que giran, en piedras que
cantan y hasta en piedras que van a beber por la noche al arroyo: una colección de
leyendas.
—¡Pero si yo mismo hice girar esa piedra!
—Como otros las han oído cantar. Tourgue es un castillo seguro y fuerte, fácil de
defender, pero que contase con una salida secreta para escapar sería demasiado
ingenuo.
—Pero señor…
El anciano se encogió de hombros e hizo callar a su interlocutor.
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—No perdamos más tiempo.
Aquel tono perentorio acabó con la insistencia de Halmalo.
—Escucha. De Rougefeu irás al bosque de Montchevrier, donde está Bénédicité,
que es el jefe de los Doce. También es un buen jefe; mientras hace arcabucear a las
personas entona sus bendiciones. Para hacer la guerra está de más la sensibilidad. De
Montchevrier irás…
Se interrumpió.
—Olvidaba el dinero.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa y una cartera, que entregó a
Halmalo.
—En esta cartera hay treinta mil francos en asignados, cantidad que equivale a
unas treinta libras y diez sueldos en metálico. Debo añadir que los asignados son
falsos, pero los verdaderos no valen mucho más. En la bolsa, sin embargo, hay cien
luises de oro; te doy cuanto tengo, ya que yo nada necesito y, por otra parte vale más
que no me encuentren dinero en el bolsillo. De Montchevrier irás a Antrain, donde
verás al señor de Frotté; de Antrain a la Jupellière, donde hallarás al señor de
Rochecotte; de allí a Noirieux, donde te entrevistarás con el abad Baudouin. ¿Te
acordarás de todo esto?
—Como del Padrenuestro.
—Verás al señor Dubois-Guy en Saint-Brice-en-Cogle; al señor de Turpin en
Morannes, que es una aldea fortificada, y al príncipe de Talmont en Château-
Gonthier.
—¿Y me hablará un príncipe?
—Si yo lo hago…
Halmalo se quitó el sombrero.
—Todo el mundo te recibirá bien al ver esa flor de lis de Madame. No olvides que
tienes que ir por sitios donde hay campesinos y patanes. Te disfrazarás, eso es cosa
fácil, porque esos republicanos son tan brutos que con una casaca azul, sombrero de
tres picos y una escarapela tricolor puedes pasar por todas partes. No hay regimiento
ni uniformes; los cuerpos no tienen número y cada cual se viste como quiere. Irás a
Saint-Mhervé, donde verás a Gaulier, llamado Grand-Pierre. Después, te dirigirás al
cantón de Parné, donde están los tipos de rostro ennegrecido que echan guijarros en
los fusiles y doblan la carga de pólvora para hacer más ruido. Hacen bien, pero sobre
todo diles que maten, que maten, que maten. Irás acto seguido al campo de la Vaca
Negra, que se halla en un promontorio en medio del bosque de Charnie; después al
campo Verde y al campo de Las Hormigas. Irás asimismo al Grand-Bordage, que se
llama también Prado Alto, y está habitado por una viuda de quien es yerno Treton,
apodado el Inglés. El Grand-Bordage se halla en la parroquia de Quelaines; visitarás
Épineux-le-Chevreuil, Sille-le-Guillaume, Parannes, y a todos los hombres que están
en los bosques. Allí harás amigos y los enviarás a los extremos del Alto y Bajo
Maine; verás a Jean Treton en la parroquia de Vaisges, a SansRegret en Bignon, a
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Chambord en Bonchamps, a los hermanos Corbin en Maisoncelles, y al Niño-sin-
miedo en Saint-Jean-sur-Erve. Es el mismo que se llama Bourdoiseau. Hecho esto, y
dada la consigna en todas partes, Levantaos, guerra sin cuartel, te reunirás con el
gran ejército, el ejército católico y real, dondequiera que se encuentre. Verás a los
señores de Elbée, de Lescure, de La Rochejacquelin, y a los jefes que vivan entonces
y les dirás esto de mi parte: ya es tiempo de hacer las dos guerras a la vez: la grande y
la pequeña. La grande hace mucho ruido, pero la pequeña es más necesaria. La
Vendée es buena; la Chouannerie[6] peor, y en las guerras civiles la peor guerra es la
mejor. La bondad de una guerra se mide por la cantidad de mal que produce.
Se interrumpió.
—Halmalo, te digo todo esto porque aunque no comprendas las palabras,
comprendes las intenciones. Tengo confianza en ti, después de verte maniobrar en la
chalupa, y aunque no sepas geometría, haces en el mar movimientos asombrosos. El
que sabe gobernar un barco sabe dirigir una insurrección, y por la forma en cómo has
manejado la intriga del mar, deduzco que saldrás bien de todas mis comisiones.
Continúo. Dirás esto a los jefes, como mejor sepas, pero de cualquier modo les
explicarás que prefiero la guerra de los bosques a la de las llanuras. No quiero alinear
a cien mil campesinos bajo los disparos de los soldados azules y la artillería de
Carnot. Antes de un mes quiero tener quinientos mil hombres emboscados en los
bosques. El ejército republicano es la caza que persigo; cazar furtivamente es
guerrear, y yo conozco la estrategia de los bosques. Ésta es otra palabra que no
entenderás, pero da igual; entenderás otras muchas cosas. Nada de cuartel, y
emboscadas por todas partes. Quiero que haya más Chouannerie que Vendée.
Añadirás que los ingleses están con nosotros, que vamos a coger a la República entre
dos fuegos. Europa nos ayuda. Acabemos, pues, con la Revolución. Los reyes hacen
la guerra de los reyes. Hagámosles la guerra de las parroquias. Dirás todo esto. ¿Lo
has entendido?
—Sí, señor: que es preciso llevarlo todo a sangre y fuego.
—Exacto.
—Sin dar cuartel.
—Eso es.
—Iré a todas partes con esta consigna.
—Y ten mucho cuidado porque en este país se halla la muerte fácilmente.
—La muerte no me inquieta; quien da su primer paso tal vez da sus últimos
pasos.
—Eres un valiente.
—¿Y si me preguntan el nombre del señor?
—Todavía no conviene que se sepa. Dirás que no lo sabes y será verdad.
—¿Dónde volveré a ver al señor?
—Donde me encuentre.
—¿Y cómo lo sabré?
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—Porque lo sabrá todo el mundo. Antes de ocho días se hablará de mí. Haré
castigos ejemplares. Vengaré al rey y a la religión, y tú comprenderás que es de mí de
quien hablan.
—Entiendo.
—No te olvides de nada.
—Quede tranquilo el señor.
—Ahora marcha y que Dios te ilumine.
—Haré cuanto me habéis ordenado: iré, hablaré, obedeceré, mandaré.
—Bien.
—Y si salgo bien de mi cometido…
—Te haré caballero de San Luis.
—Como a mi hermano; y si no salgo bien, me haréis fusilar.
—Como a tu hermano.
—De acuerdo, señor.
El anciano bajó la cabeza y cayó en profunda meditación. Cuando levantó la vista
estaba solo y Halmalo no era ya más que un punto negro que iba desapareciendo en el
horizonte.
El sol acababa de ponerse.
Las gaviotas y demás aves acuáticas volvían a sus nidos. El mar es lo exterior; la
patria, la casa, están en tierra.
Se percibía en el espacio ese género de inquietud que precede a la noche; las
ranas croaban, las cercetas huían silbando de los estanques; las grullas, los ánades, los
vencejos, lanzaban sus gritos vespertinos; las aves de la playa se llamaban unas a
otras, pero no se oía ningún ruido humano. La soledad era profunda; ni una vela en la
bahía ni un aldeano en el campo. Toda la extensión del horizonte se veía desierta.
El viento silbaba entre los enormes cardos de las arenas; el cielo blanco del
anochecer arrojaba sobre la playa una vasta y lívida claridad, y a lo lejos los
estanques de la sombría llanura parecían manchas de estaño sobre el suelo, mientras
el viento soplaba viniendo del mar.
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Libro Cuarto
TELLMARCH
EN LO ALTO DE LA DUNA
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visible que se agitaba por encima de la principal techumbre de la alquería,
preguntándose qué sería. Era algo incoloro y confuso a causa de la hora, y no era una
veleta porque ondeaba, y no había ningún motivo para que fuese una bandera.
Estaba fatigado; siguió sentado sobre la piedra donde se hallaba, dejándose
arrastrar por ese vago olvido de sí mismos que hallan los hombres cansados en el
primer momento de reposo.
Hay una hora del día que podría llamarse la de la ausencia de ruido, la hora
serena, y ésa es la del crepúsculo, la que reinaba en aquel momento del atardecer.
Gozaba con ella, mirando y escuchando, ¿qué?: la serenidad. Los instantes más
crueles tienen sus momentos de melancolía. Súbitamente, aquella placidez se vio, no
turbada, sino acentuada por voces; eran voces de mujeres y niños. En la sombra suele
haber esos repiques de alegría inesperada. No se veía, a causa de la maleza, al grupo
de donde surgían las voces, pero se adivinaba que iban caminando por el pie de la
duna y se dirigían hacia la llanura y el bosque. Las voces subían claras y frescas hasta
el pensativo anciano; estaban tan cerca que no perdió una sola palabra.
—Aprieta el paso, Flécharde —decía una voz de mujer—. ¿Es por aquí?
—No, por allí.
Y el diálogo continuó entre las dos voces, una alta, la otra tímida.
—¿Cómo se llama esa alquería en la que vivimos?
—Herbe-en-Pail.
—¿Está muy lejos todavía?
—Falta un buen cuarto de hora de marcha.
—Apretemos el paso para llegar a comer el rancho.
—Sí, nos hemos retrasado un poco.
—Deberíamos correr, pero estos monigotes están fatigados. Sólo somos dos
mujeres y no podemos llevar a tres chiquillos. Además, Flécharde, tú llevas ahí un
verdadero plomo. Ya la has destetado y, sin embargo, la sigues llevando en brazos.
Mala costumbre. Tiene que andar un poco. Ah, cuando lleguemos el rancho estará
frío.
—¡Ah, qué buenos zapatones me has regalado! Parecen hechos para mí.
—Es mejor que ir descalza.
—Anda más de prisa, René-Jean.
—Él es quien nos ha retrasado. Tiene que hablar con todas las niñas que
encuentra. Parece un hombre.
—Pronto cumplirá cinco años.
—Dime, René-Jean, ¿por qué hablabas con aquella niña de la aldea?
Una voz infantil, que era la de un muchacho, respondió:
—Porque la conozco
—¿Cómo que la conoces?
—Sí, es mi novia desde esta mañana.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó la mujer—. No estamos en el país más que
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desde hace tres días, este chico aún no ha salido del cascarón… ¡y ya tiene una
enamorada!
Las voces se alejaron. El ruido cesó.
II
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El anciano tenía aquel campanario a una distancia de dos leguas. Miró a su
derecha, a la torre de Baguer-Pican, igualmente erguida sobre el horizonte; la caja de
este campanario se abría y cerraba como la de Comeray.
Miró a su izquierda, al campanario de Tanis, y la caja de este otro campanario se
abría y cerraba también como los anteriores.
Miró a todos los campanarios del horizonte, uno tras otro; a su izquierda los de
Courstils, Précey, Crollon y Croix-Avranchin; a su derecha los de Raz-sur-Couesnon,
Mordrey y Pas, enfrente el de Pontorson. La caja de todos estos campanarios se
presentaba alternativamente negra y blanca.
¿Qué significaba esto?
Significaba, sencillamente, que todas las campanas estaban tocando al vuelo.
Era necesario, para aparecer y desaparecer de este modo, que estuviesen siendo
fuertemente sacudidas.
¿Qué ocurría? Indudablemente, un toque de somatén. Tocaban a somatén; tocaban
frenéticamente; tocaban por todas partes, en los campanarios, en todas las parroquias,
en todas las aldeas; y, sin embargo, a la distancia a la que se hallaba el anciano no se
oía nada.
Este fenómeno se debía no sólo a la distancia, sino también al viento del mar, que
soplaba del lado contrario y alejaba del horizonte todos los ruidos y rumores de la
tierra.
Nada más siniestro que aquellas campanas agitadas fuertemente, tocando a rebato
en todas partes, envueltas en aquel silencio.
Éste miraba y tendía el oído.
No oía el somatén, pero lo veía. Ver el toque de rebato, una sensación extraña.
¿Qué querían aquellas campanas?
¿Contra quién tocaban?
III
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Las campanas continuaban doblando ferozmente. Él las contemplaba y contaba
maquinalmente, y su meditación, de una conjetura a otra, tenía esa fluctuación que
produce el paso de una profunda seguridad a una terrible incertidumbre. Con todo,
aquel somatén podía explicarse de muchas maneras, y él acabó por tranquilizarse,
diciéndose: “En suma, nadie conoce mi llegada ni tampoco mi nombre.”
Pero hacía unos instantes que a sus espaldas se oía un ligero rumor. Un ruido
semejante al roce de una hoja de árbol agitada contra otra. Al principio no prestó
atención, mas como persistía, y aún podría decirse que insistía, acabó por volverse.
Era una hoja, en efecto; pero una hoja de papel. El viento parecía querer desprender
por encima de su cabeza un gran cartel fijado sobre la piedra miliar. Hacía poco
tiempo que se había colocado, porque todavía estaba húmedo y era presa del viento
que se había puesto a jugar con él para arrancarlo.
El anciano había subido a la cumbre de la duna por el lado opuesto, y por eso no
había advertido el cartel a su llegada.
Se subió sobre la piedra en la que había estado sentado y puso la mano sobre el
cartel en el extremo que levantaba el viento. El cielo estaba sereno; los crepúsculos
son largos en junio; el pie de la duna estaba sumido en tinieblas, pero en lo alto había
cierta claridad. Una parte del cartel estaba impresa en letras grandes y había
suficiente luz para poder leerlo.
PRIEUR DE LA MARNE
Por debajo de este nombre había otra firma, pero en caracteres mucho más
pequeños y no podía leerse con claridad a causa de la poca luz que quedaba.
El anciano se encasquetó el sombrero hasta los ojos, se embozó la cara con la
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capa y descendió rápidamente de la duna. Era inútil y peligroso detenerse en aquella
cima, iluminada aún.
Tal vez se había demorado ya demasiado; lo alto de la duna era el único punto del
paisaje que seguía siendo visible.
Cuando estuvo abajo, en la oscuridad, ralentizó el paso. Siguió el itinerario que se
había trazado hacia la alquería, donde esperaba hallarse seguro.
Todo estaba desierto. Era la hora en que ya no había caminantes.
Se detuvo tras la maleza, se quitó la capa, volvió su casaca del lado del forro, se
ató al cuello la capa con una cuerda y reanudó la marcha.
La luna lo iluminaba todo.
Llegó a la encrucijada de dos caminos, donde se alzaba una antigua cruz de
piedra. Sobre el pedestal de la cruz se distinguía un cuadrado blanco que sin lugar a
dudas era un cartel parecido al otro que acababa de leer. Se aproximó a leerlo.
—¿Adónde vais? —resonó de pronto una voz.
Se giró.
Un hombre se hallaba junto al vallado, un hombre de aventajada estatura como él,
anciano como él, también como él de cabellos blancos, pero más harapiento todavía
que él. Casi su igual.
Aquel hombre se apoyaba en un largo cayado.
—Os pregunto adónde vais —repitió aquel hombre.
—En primer lugar, ¿dónde estoy? —repuso con serenidad casi altanera.
—Os halláis —contestó el mendigo— en el señorío de Tanis, en el que yo soy
mendigo y vos el señor.
—¿Yo?
—Sí, vos, señor marqués de Lantenac.
IV
EL PEDIDOR
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—No vayáis.
—¿Por qué?
—Porque allí están los azules.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tres días.
—¿No se han resistido los habitantes de la alquería y de la aldea?
—No. Les han abierto todas las puertas.
—¡Ah! —exclamó el marqués.
El hombre mostró con el dedo la techumbre de la alquería, que se divisaba a
cierta distancia por encima de las copas de los árboles.
—¿Veis el tejado, señor marqués?
—Sí.
—¿Veis lo que flota?
—Sí.
—Es una bandera.
—¿Una bandera?
—Tricolor —dijo el mendigo.
Era el objeto que había llamado la atención del marqués cuando se hallaba en lo
alto de la duna.
—¿No tocan a rebato? —inquirió el marqués.
—Sí.
—¿Por qué?
—Por vos, sin duda.
—Pero no se oye el toque.
—El viento lo impide. ¿Habéis visto vuestro anuncio?
—Sí —asintió el anciano marqués.
—Os buscan —y mirando a su alrededor, añadió—. En la alquería hay medio
batallón.
—¿De republicanos?
—Parisinos.
—Pues bien —expresó el marqués—, vayamos.
Y dio un paso en dirección a la alquería.
El mendigo le asió del brazo.
—No.
—¿Adónde quieres que vaya?
—A mi casa.
El marqués miró al mendigo.
—Escuchad, señor marqués, mi casa no es de las mejores, pero es segura. Una
cabaña más baja que una cueva; por suelo un lecho de hierba; por techo ramas y paja.
Venid. En la alquería seríais fusilado; en mi casa dormiréis. Debéis estar cansado, y
como mañana por la mañana los azules se habrán puesto en marcha, podréis ir donde
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queráis. El marqués contemplaba a su interlocutor.
—¿De qué partido eres? —le preguntó— ¿Republicano? ¿Realista?
—Soy pobre.
—¿Ni realista ni republicano?
—No creo.
—¿Estás a favor o en contra del rey?
—No tengo tiempo para eso.
—¿Qué opinas de lo que está ocurriendo?
—No tengo de qué vivir.
—Y, sin embargo, te aprestas a socorrerme.
—He visto que estabais fuera de la ley. ¿Qué significa la ley? ¿Puede estar una
persona fuera de ella? Yo no lo entiendo. Por lo que a mí respecta, ¿estoy dentro? ¿O
fuera? Morirse de hambre, ¿es estar dentro?
—¿Desde cuando te mueres de hambre?
—Desde que nací.
—¿Y me salvas?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque me he dicho: he aquí uno más pobre que yo. Yo tengo derecho a
respirar y él no lo tiene.
—Cierto. ¿Y me salvas?
—Sin duda. Henos aquí hermanos, monseñor. Yo pido pan, vos pedís la vida. Los
dos mendigamos.
—¿Pero sabes que han puesto precio a mi cabeza?
—Sí.
—¿Y cómo?
—He leído el cartel.
—¿Sabes leer?
—Sí, y también escribir. ¿Por qué habría de ser un ignorante?
—Entonces, puesto que sabes leer y has leído el cartel, también sabrás que el
hombre que me entregue ganará sesenta mil francos.
—Lo sé.
—Y no en asignados.
—Sí, lo sé también: en oro.
—¿Sabes que sesenta mil francos es una fortuna?
—Sí.
—¿Y que quien me entregue labrará su fortuna?
—¿Y luego?
—¡Su fortuna!
—Eso es justamente lo que he pensado. ¡Al veros me he dicho: quien entregue a
este hombre ganará sesenta mil francos y hará su suerte! Apresurémonos a
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esconderlo.
El marqués siguió al mendigo.
Entraron en una espesura donde se hallaba la cueva. Era una especie de aposento
que una enorme encina muy baja había dejado formar a sus pies: un aposento abierto
en sus raíces y cubierto con sus ramas. El sitio era oscuro, bajo, escondido, invisible,
pero había espacio para dos.
—He previsto que podía tener un invitado —observó el mendigo.
Aquella especie de vivienda subterránea, más común en Bretaña de lo que se cree,
se llama en lengua bretona carnichot, nombre que también se aplica a las aberturas
secretas practicadas en las paredes gruesas.
Tenía por mobiliario algunos pucheros, un camastro de paja lavada y después
seca, un tosco cobertor de lana y algunas mechas de sebo, con piedra y eslabón para
encender la lumbre.
Encorvándose ambos, penetraron en la morada donde las gruesas raíces del árbol
formaban extrañas habitaciones. Se sentaron sobre el montón de hojas secas
extendidas sobre el camastro. El intersticio de las dos gruesas raíces por donde habían
entrado, y que hacía las veces de puerta, permitía alguna claridad. La noche había
llegado, pero la vista se adecua siempre a la luz y acaba por hallar generalmente
cierta claridad en la sombra. Un reflejo de luna blanqueaba vagamente la entrada. En
un rincón se veía un cántaro de agua, pan moreno y castañas.
—Cenemos —dijo el pobre.
Se repartieron las castañas. El marqués compartió con el pobre el pan moreno y
su pedazo de galleta, y bebieron en el cántaro uno después del otro.
Acto seguido reanudaron la conversación. El marqués deseaba interrogar a fondo
a aquel buen hombre.
—Es decir, que a ti tanto te importa que suceda lo que sea como que no suceda
nada.
—Exactamente. Vosotros sois señores, y eso son cosas vuestras.
—Pero lo que pasa…
—Pasa arriba, y además —añadió el mendigo—, hay cosas que pasan aún más
arriba: el sol que se levanta, la luna que aumenta o mengua. Yo me ocupo de esas
cosas. ¡Qué agua tan fresca! —comentó tras beber un largo trago—. ¿Qué os parece
el agua, señor marqués?
—¿Cómo te llamas? —preguntó el aludido.
—Me llamo Tellmarch, pero todo el mundo me conoce por el Pedidor.
—Ya. Pedidor es una palabra de aquí.
—Es lo mismo que mendigo. También me llaman el Viejo. Cuarenta años hace,
en realidad, que me llaman de este modo.
—¡Cuarenta años! Pero tú eres joven.
—Nunca fui joven, mientras que vos lo sois todavía. Vos tenéis piernas de veinte
años, puesto que podéis escalar hasta lo alto de la gran duna, mientras que yo ya
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empiezo a no poder andar, y al cabo de un cuarto de hora ya estoy cansado. Somos,
sin embargo, de la misma edad, pero los ricos tienen sobre nosotros la ventaja de
comer todos los días. El comer conserva.
Calló un momento y al cabo de la pausa, continuó:
—¡Los pobres! ¡Los ricos! Terrible cosa ésta, que produce las catástrofes. Al
menos, así me lo parece. Los pobres quieren ser ricos, y los ricos no quieren ser
pobres. Creo que esto es lo que anida en el fondo de todos los conflictos. Yo no me
mezclo en ellos. Lo que sucede, sucede. No estoy ni por el acreedor ni por el deudor;
sé que hay una deuda y la pagan, y nada más. Habría preferido que no matasen al rey,
pero me sería difícil decir por qué. Después oigo que me responden: “En otro tiempo
se ahorcaba a las personas por nada”. Y, en efecto, yo, por un mal tiro disparado
contra un cervatillo del rey, he visto ahorcar a un hombre con mujer y siete hijos. De
una parte y de otra pueden presentarse argumentos. Ya comprenderéis —añadió aún,
después de unos momentos de silencio— que no estoy al corriente de lo que pasa.
Los unos, van; los otros vienen, y yo no me meto en nada.
Tellmarch volvió a interrumpirse y pareció reflexionar unos instantes. Luego
reanudó su parlamento.
—Yo soy un poco herborista y un poco médico; conozco las hierbas y saco
partido de las plantas; los aldeanos me ven muy atento a veces examinando lo que a
ellos les parece que no es nada, y esto me hace pasar por brujo. Porque medito y a
veces sueño, creen que sé algo.
—¿Eres del país?
—Jamás salí de él.
—¿Me conocías?
—Sin duda. La última vez que os vi fue cuando pasasteis por aquí hace dos años
para ir a Inglaterra. Hace poco observé en lo alto de la duna a un hombre de gran
estatura. Los hombres altos son escasos por aquí, porque Bretaña es país de hombres
bajos. Miré bien, había leído el cartel y me dije: ¡Vaya!, y cuando os volvisteis, como
había luna, os reconocí.
—Sin embargo, yo no te conocía.
—Me habéis visto, pero no me habéis visto.
Y Tellmarch el Pedidor añadió:
—Yo sí os vi. De mendigo a caminante, la mirada no es la misma.
—¿Nos hemos encontrado otras veces?
—Muchas, puesto que soy vuestro mendigo. Yo era el pobre que se situaba al
borde del camino de vuestro castillo. En algunas ocasiones me habéis dado limosna,
pero el que da no mira, mientras que el que recibe examina y observa. Quien dice
mendigo dice espía, pero yo, aunque muchas veces triste, trato de no ser un mal espía.
Tendía la mano, y vos sólo veíais la mano y dejabais en ella la limosna que yo
necesitaba para no morirme de hambre. A veces está uno veinticuatro horas sin
comer. A veces una moneda de un sueldo representa la vida. Os debo, la vida y os la
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devuelvo.
—Me salváis, es verdad.
—Os salvo, señor marqués. Mas con una condición —la voz de Tellmarch se
había vuelto grave.
—¿Cuál?
—Que no hayáis venido a hacer ningún mal.
—Vengo aquí a hacer el bien —aseguró el marqués.
—Durmamos —dijo el mendigo.
Se tendieron uno al lado del otro sobre el lecho de hojas, y el mendigo se durmió
inmediatamente. El marqués, aunque muy cansado, estuvo unos instantes pensativo;
luego, en la oscuridad, contempló al pobre y se volvió del otro lado.
Echarse sobre aquel lecho era tenderse en el suelo. El marqués aprovechó la
ocasión y aplicó el oído sobre la tierra, escuchando. Se oía un rumor sordo; sabido es
que el sonido se propaga por las profundidades del suelo. Se oía el tañido de las
campanas.
El somatén continuaba.
El marqués se durmió.
FIRMADO GAUVAIN
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Un momento después había desaparecido entre los árboles.
El marqués se incorporó y se puso en marcha por el camino indicado por
Tellmarch.
Era la deliciosa hora que, en la antigua jerga de los aldeanos normandos, se
denomina el “reclamo del día”. Los pajarillos piaban en el bosque. El marqués siguió
el sendero por donde había llegado la víspera, y saliendo de la espesura se encontró
en la encrucijada donde estaba la cruz de piedra. Allí vio el cartel blanco y orgulloso
reflejando el sol de Levante.
Recordó que al pie del anuncio había algo que no había conseguido leer la
víspera, a causa de sus pequeños caracteres y la escasa luz. Se acercó al pedestal de la
cruz y vio que el cartel terminaba, en efecto, por debajo de la firma Prieur de la
Marne con estas dos líneas:
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curiosidad más fuerte todavía que la del peligro. Se quiere saber, aun a costa de
exponerse a perecer, lo que ocurre. Subió sobre el promontorio, por cuya falda
discurría una cañada y desde donde podía divisarse todo a riesgo de ser visto. Tardó
pocos minutos en llegar a la cima, y desde allí dirigió la vista a su alrededor.
En efecto, sonaban disparos y había un incendio. Se oían clamores y se veía el
fuego. La alquería era el centro de un desastre desconocido.
¿Qué catástrofe era aquélla? ¿Atacaban la alquería? ¿Quiénes? ¿Se trataba de un
combate o de una ejecución militar? Los azules, tal como ordenaba un decreto
revolucionario, solían incendiar las alquerías y aldeas refractarias; prendían fuego,
por ejemplo, a toda alquería y aldea que no había derribado los árboles prescritos por
la ley para abrir claros en la espesura de los bosques para dar paso a la caballería
republicana. A este castigo fue sometida, especialmente en los últimos tiempos, la
parroquia de Bourgon, cerca de Ernée. ¿Se hallaba ahora en el mismo trance la
alquería de Herbe-en-Pail? Era evidente que ninguna de tales talas estratégicas
ordenadas por el decreto se habían ejecutado en los bosques y espesuras de Tanis y
Herbe-en-Pail. ¿Podría ser aquél el castigo? ¿Habría llegado una orden para ello a la
vanguardia que ocupaba la alquería? ¿Formaba parte dicha vanguardia de una de
aquellas columnas expedicionarias llamadas “columnas infernales”?
Un bosque lleno de maleza rodeaba por todas partes el promontorio en cuya
cumbre se hallaba situado el marqués. Aquella espesura llamada bosquecillo de
Herbe-en-Pail, pero que tenía las proporciones de un bosque, se extendía hasta la
alquería y ocultaba, como todos los sotos bretones, una red de barrancos, senderos y
cañadas, laberintos por donde se extraviaban los ejércitos republicanos.
La represión, si era eso, debía de ser feroz, porque fue corta. Como todos los
actos brutales, en breve estuvo consumado. La atrocidad de las guerras civiles
consiente estas salvajadas. Mientras el marqués; multiplicando sus conjeturas, no
sabiendo si huir o quedarse, escuchaba y espiaba, cesó aquel estrépito de exterminio,
o por mejor decir, se dispersó. El marqués percibió, en efecto, algo así como la
dispersión de una multitud feroz y alegre al mismo tiempo. Se oyó entre los árboles
un zumbido espantoso; la multitud iba desde la alquería hacia el bosque y había entre
ella tambores que llamaban a la carga. Ya no se disparaba. Lo que ocurría semejaba,
más que una batalla, un ojeo. Era evidente que buscaban a alguien. El ruido era
confuso y sordo; una mezcla de palabras de cólera y de triunfo, un rumor compuesto
de clamores, sin que se distinguiese nada. Pero de repente, como un perfil que se
dibuja en una nube de humo, hubo una cosa articulada y precisa en aquel alboroto.
Un nombre repetido por mil voces. El marqués oyó claramente este grito.
—¡Lantenac! ¡Lantenac! ¡El marqués de Lantenac!
Era a él a quien buscaban.
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VI
Súbitamente, alrededor del marqués, y por todas partes a la vez, el bosque se llenó de
fusiles, bayonetas y sables; una bandera tricolor se dibujó en la penumbra; el grito de
¡Lantenac! estalló en sus oídos y unos rostros enfurecidos aparecieron a sus pies entre
las matas y los zarzales.
El marqués se hallaba solo, de pie, sobre el promontorio, visible desde todos los
puntos del bosque. Apenas veía a los que gritaban su nombre, pero era visto por
todos. Si había mil fusiles en el bosque, él servía de blanco a los mil. No distinguía en
la espesura más que pupilas ardientes fijas en él.
Se quitó el sombrero, levantó una de las alas, arrancó una espina seca de una
zarza, sacó del bolsillo una escarapela blanca, la fijó con la espina al ala levantada,
prendiendo también ésta sobre la copa del sombrero, y volviéndosela a poner sobre la
cabeza, de manera que se viese bien su rostro y la escarapela, exclamó en voz alta,
dirigiéndose a la multitud:
—¡Yo soy el hombre a quien buscáis! ¡Soy el marqués de Lantenac, vizconde de
Fontenay, príncipe bretón, teniente general de los ejércitos del Rey! ¡Acabemos!
¡Apunten! ¡Fuego!
Y apartando con ambas manos su pelliza de piel de cabra mostró el pecho
desnudo.
Bajó los ojos buscando con la mirada los fusiles dirigidos contra su pecho y se
vio rodeado de hombres hincados de rodillas.
Se elevó un inmenso clamor:
—¡Viva Lantenac! ¡Viva monseñor! ¡Viva el general!
Al mismo tiempo los sombreros saltaban por el aire; se agitaban sables en señal
de alegría y se veían salir de todas partes palos en cuyo extremo había gorros de lana
parda.
Alrededor del marqués se hallaba una partida vendeana.
Y aquella partida se arrodilló al verle.
La leyenda refiere que en las antiguas selvas turingias había seres extraños, una
raza de gigantes, más o menos humanos, a quienes los romanos consideraban
animales horrorosos y los germanos una encarnación divina y que, por tanto, según la
tropa con la que se encontraban se hallaban expuestos al exterminio o a la adoración.
El marqués experimentó una sensación semejante a la que debían sentir aquellos
seres cuando, pensando que iban a ser tratados como monstruos, se hallaban
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inesperadamente tratados como dioses.
Todos aquellos ojos de terrible fulgor se fijaban sobre el marqués con una especie
de amor salvaje.
Aquella muchedumbre iba armada de fusiles, sables, hoces, picas, palos; todos
llevaban grandes sombreros o gorros pardos con blancas escarapelas, profusión de
rosarios y amuletos, anchos calzones abiertos por la rodilla, casaca de piel, botines de
cuero, la pantorrilla desnuda, los cabellos largos, algunos con aire feroz, todos con
aspecto de personas sencillas.
Un joven de buena presencia pasó por entre aquella gente arrodillada y subió con
grandes pasos hasta el marqués. Iba como los demás, cubierto con un sombrero de ala
levantada y escarapela blanca y vestido con una casaca de piel, pero tenía las manos
blancas y finas, y llevaba una banda de seda blanca de la que pendía un sable de
empuñadura dorada.
Al llegar a lo alto de la loma arrojó el sombrero, se desciñó la banda, hincó la
rodilla en tierra y le presentó al marqués la banda con la espada, diciendo:
—Os buscábamos, en efecto, y al fin os hemos hallado. Aquí tenéis la espada de
mando. Todos estos hombres os pertenecen. Yo era su comandante; pero ahora
asciendo en grado, pues soy vuestro soldado. Aceptad nuestro humilde homenaje,
monseñor, y dadnos vuestras órdenes, mi general.
A una señal suya, varios hombres que llevaban una bandera tricolor subieron
hasta el marqués y depositaron la bandera a sus pies. Era la que él acababa de
distinguir entre los árboles.
—Mi general —agregó el joven que acababa de presentarle la espada—, ésta es la
bandera que acabamos de arrebatar a los azules que estaban en la alquería de Herbe-
en-Pail. Yo me llamo Gavard y he estado con el marqués de la Rouarie.
—Bien —dijo el marqués.
Y, sereno y grave, se ciñó la banda.
Después desenvainó la espada, y agitándola desnuda por encima de su cabeza,
dijo:
—¡En pie y viva el Rey!
Todos se levantaron.
En las profundidades del bosque resonó un clamor inmenso y triunfante:
—¡Viva el Rey! ¡Viva nuestro marqués! ¡Viva Lantenac!
El marqués se volvió hacia Gavard.
—¿Cuántos hombres sois?
—Siete mil.
Bajando de la loma, mientras los aldeanos apartaban las zarzas por donde pasaba
el marqués, Gavard continuó:
—Señor, nada más sencillo. Se explica todo en pocas palabras. No esperábamos
más que una chispa que prendiese el incendio. El bando de la República, revelando
vuestra presencia, ha sublevado a todo el país en favor del rey. Habíamos sido
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advertidos secretamente de vuestra llegada por el alcalde de Granville, que está a
nuestro favor. Es el mismo que ha salvado al abad Olivier. Esta noche se ha tocado a
rebato.
—¿Por quién?
—Por vos.
—¡Ah! —exclamó el marqués.
—Y aquí estamos —concluyó Gavard.
—¿Y sois siete mil?
—Hoy siete mil, mañana quince mil. Es el cupo que corresponde a la comarca.
Cuando el señor Henri de La Rochejacquelin salió para integrarse en el ejército
católico, se tocó somatén y en una noche seis parroquias, que son las de Isernay,
Corqueux, Échaubroignes, Aubiers, Saint-Aubin y Nueil, le llevaron diez mil
hombres. No había municiones, pero se encontraron en casa de un albañil setenta
libras de pólvora de mina, y con ellas marchó el señor de La Rochejacquelin.
Pensábamos que debíais estar por este bosque y por eso os hemos buscado.
—¿Y habéis atacado a los azules en la alquería?
—El viento les impidió oír el toque de rebato. No sospechaban nada. La gente de
la aldea, todos ellos patanes, los recibieron bien. Esta mañana hemos atacado la
alquería. Los azules dormían y todo ha concluido en un minuto. Tengo un caballo.
¿Os dignaréis aceptarlo, mi general?
—Sí.
Un campesino trajo un caballo blanco ensillado militarmente. El marqués, sin el
auxilio que le ofrecía Gavard, montó en él.
—¡Hurra! —gritaron los campesinos, porque las expresiones inglesas son muy
usadas en la costa bretona-normanda, en permanente relación comercial con las islas
del canal de la Mancha. Gavard saludó militarmente y preguntó:
—¿Cuál será vuestro cuartel general, monseñor?
—Por ahora, el bosque de Fougères.
—Uno de vuestros siete bosques, señor marqués.
—Necesito un cura.
—Tenemos uno.
—¿Cuál?
—El vicario de Chapelle-Erbrée.
—Lo conozco; hizo el viaje de Jersey.
—Tres veces —reconoció un clérigo, saliendo de entre la muchedumbre.
El marqués volvió la cabeza.
—Buenos días, señor vicario —lo saludó—. Os espera mucha tarea.
—Tanto mejor, señor marqués.
—Tendréis que confesar a mucha gente; a los que quieran, porque a nadie se
obligará.
—Señor marqués —repuso el clérigo—, Gastón, en Guéménée, obligó a los
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republicanos a confesarse.
—Gastón es un peluquero —replicó el marqués—, pero la muerte debe ser libre.
Gavard, que había ido a impartir varias órdenes, regresó.
—¿Qué hacemos, mi general? Esperamos vuestra voz de mando.
—En primer lugar, la reunión será en el bosque de Fougères; que se dispersen
todos y vayan allá.
—Esta orden ya está dada.
—¿No dijisteis que los moradores de Herbe-en-Pail habían recibido bien a los
azules?
—Sí, mi general.
—¿Habéis incendiado la granja?
—Sí, mi general.
—¿Y el pueblecillo?
—No, mi general.
—Quemadlo.
—Los azules trataron de defenderse, pero eran ciento cincuenta y nosotros siete
mil.
—¿Qué azules eran?
—Azules de Santerre.
—El que mandó tocar el tambor mientras al rey le cortaban la cabeza. ¿Entonces
era un batallón de París?
—Medio batallón.
—¿Cómo se llama este batallón?
—Mi general, en la bandera hay un letrero que proclama: “Batallón del Gorro
Rojo”.
—De bestias feroces.
—¿Qué haremos con los heridos?
—Rematarlos.
—¿Y con los prisioneros?
—Fusilarlos.
—Son ochenta.
—¡Fusiladlos a todos!
—Hay también dos mujeres.
—Fusiladlas también.
—Hay tres niños.
—Traedlos acá; ya veremos qué se hace con ellos. Y el marqués clavó las
espuelas a su caballo.
VII
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GUERRA SIN PERDÓN (CONSIGNA DEL MUNICIPIO).
GUERRA SIN CUARTEL (CONSIGNA DE LOS PRÍNCIPES)
Mientras esto ocurría cerca de Tanis, el mendigo se dirigía hacia Crollon. Entrando
por los barrancos bajo la vasta y sorda espesura del follaje, descuidado de todo y
atento a nada, como él mismo había dicho, soñador más que pensador, porque el
pensador tiene un objetivo y el soñador no; errante, vagabundo, deteniéndose a comer
algunos tallos de mimbrera silvestre o a beber en los manantiales, levantando la
cabeza para escuchar ruidos lejanos, volviendo después a la deslumbradora
fascinación de la Naturaleza, ofreciendo sus harapos al sol, oyendo tal vez el rumor
de los hombres, escuchó el canto de las aves.
Era viejo y lento; no podía caminar largos trechos, y, como le había dicho al
marqués de Lantenac, un cuarto de legua lo fatigaba. Dio un breve rodeo hacia Croix-
Avranchin, y empezaba a anochecer cuando regresaba.
Un poco más allá de Macey, el sendero que seguía lo condujo a un otero
desprovisto de arboleda, desde el cual se veía hasta bastante lejos, descubriéndose
todo el horizonte del oeste hasta el mar.
Una humareda le llamó la atención.
Nada más amable que una humareda, nada más espantoso. Hay humaredas
apacibles y las hay enervantes. En una humareda, el espesor y el color del humo
indican la diferencia entre la paz y la guerra, entre la fraternidad y el odio, entre la
hospitalidad y el sepulcro, entre la vida y la muerte. El humo que asciende entre los
árboles puede significar lo más delicioso en el mundo: el hogar doméstico; y lo más
horrible: el incendio. Toda la dicha y toda la desdicha del hombre se hallan
simbolizadas a veces en esto que se esparce a impulsos del viento.
El humo que contemplaba Tellmarch era alarmante.
Era negro, con súbitos resplandores, como si el foco ardiente de donde salía
tuviese intermitencias y se estuviera extinguiendo. Se elevaba por encima de Herbe-
en-Pail.
Tellmarch apresuró el paso y se dirigió hacia el humo. Estaba fatigado, pero
deseaba saber qué era aquello.
Llegó a la cima de un cerrillo, en cuya ladera estaban la alquería y la aldea.
No existían ni la una ni la otra; un montón de escombros ardía todavía, humeando
densamente. Aquello era la alquería.
Hay una cosa cuya vista causa más dolor que ver quemarse un palacio, y es ver
arder una cabaña. Una cabaña ardiendo es lamentable; es la devastación cerniéndose
sobre la miseria, el buitre encarnizándose en el gusano. Forman un contrasentido que
oprime el corazón.
Según la leyenda bíblica, la vista de un incendio convierte a una criatura humana
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en estatua. Tellmarch se quedó por un momento convertido en estatua. Tal fue la
inmovilidad que le produjo aquel inusitado espectáculo. Aquella destrucción se
consumaba en silencio; no se oía un grito, ni suspiro humano alguno se mezclaba con
el humo. El inmenso brasero trabajaba y acababa de devorar la aldea, sin que se oyese
otro sonido más que el débil chasquido de las tablas y el chisporroteo de la paja de las
techumbres. Por momentos, la nube de humo se desgarraba y las paredes abiertas
dejaban ver el interior de las habitaciones. El brasero mostraba todos sus rubíes,
trapos encarnados y pobres muebles viejos de color púrpura, y Tellmarch percibió el
siniestro fulgor del desastre.
Se habían prendido algunos árboles de un castañar contiguo a las casas, que
arrojaban también refulgentes llamaradas. El mendigo escuchaba, esperando
sorprender alguna voz, algún rumor, alguna llamada de socorro, pero nadie se movía,
excepto las llamas. Todo callaba, salvo el incendio. ¿Es que habían huido todos?
¿Dónde se hallaba aquella gente laboriosa y alegre de Herbe-en-Pail? ¿Qué había
sido de roda la aldea? Tellmarch descendió del cerro.
Ante sí se presentaba un fúnebre enigma. Se aproximaba sin apresurarse, con la
mirada fija, avanzando hacia aquellas ruinas con la lentitud de una sombra, como si
fuera el fantasma de aquella tumba.
Llegó a lo que había sido la entrada de la alquería. Miró hacia el corral, que ya
carecía de puerta y se confundía con el pueblecillo apretujado.
Lo que antes había visto no era nada. No había advertido aún que lo terrible, lo
horrible surgía ante él.
En medio del corral había un negro montón vagamente iluminado por las llamas y
la luna. Aquel montón estaba formado por hombres: hombres muertos.
A su alrededor se veía un gran charco que humeaba un poco; en él se reflejaba el
incendio, mas no tenía necesidad del reflejo del fuego para ser rojo, era un charco de
sangre.
Tellmarch se acercó y se puso a examinar uno tras otro a los que yacían en tierra;
todos eran cadáveres.
La luna y el incendio iluminaban la escena. Los cadáveres eran de soldados; todos
estaban descalzos; les habían arrancado las botas; también les habían quitado las
armas, pero tenían aún los uniformes azules, y por doquier se distinguía una
confusión de brazos, piernas y cabezas, sombreros agujereados con escarapelas
tricolores. Eran republicanos. Eran parisinos que el día anterior estaban allí, vivos y
guarnecidos en la granja de Herbe-en-Pail. Aquellos seres habían sido ejecutados,
como lo indicaba la simetría de los cuerpos en su caída. Habían sido fusilados en el
mismo sitio, implacablemente. Todos estaban muertos; ni el más leve estertor o
suspiro salía de ninguno.
Tellmarch pasó revista a todos los cadáveres, sin omitir ni uno; todos estaban
acribillados por las balas. Quienes los habían fusilado probablemente tenían prisa por
dirigirse a otro lugar, y no se habían tomado la molestia de enterrarlos.
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Al retirarse, su vista se posó en una pequeña pared que había en el corral, y vio
cuatro pies que sobresalían por detrás del ángulo de la misma. Aquellos pies tenían
zapatos, y eran más pequeños que los otros. Tellmarch se acercó. Eran pies de mujer.
Dos mujeres estaban allí tendidas, una al lado de la otra, detrás del muro, también
fusiladas.
Tellmarch se inclinó sobre ellas. Una llevaba un uniforme; a su lado se veía una
cubeta rota y vacía; era la cantinera. Tenía cuatro balazos en la cabeza. Estaba
muerta.
Tellmarch examinó a la otra. Era una campesina, lívida, con la boca abierta y los
ojos cerrados, pero sin ninguna herida en la cabeza. Sus vestidos, convertidos en
harapos, sin duda por la fatiga de las marchas, se habían entreabierto en la caída,
dejando ver el torso medio desnudo. Tellmarch acabó de separarlos y divisó un
agujero redondo en un hombro, hecho por una bala. Tenía rota la clavícula. Miró
aquel seno lívido.
—Madre y nodriza —murmuró.
La tocó. No estaba fría.
No tenía más heridas que la bala en el hombro y la clavícula rota.
Aplicó la mano sobre su corazón y percibió un débil latido. No estaba muerta.
Tellmarch se incorporó y gritó con voz terrible:
—¿No hay nadie aquí?
—¿Eres tú, Pedidor? —respondió una voz tan baja que casi era imperceptible, al
mismo tiempo que asomaba una cabeza por entre un agujero de las ruinas.
Después otra cabeza asomó entre los escombros. Eran dos aldeanos que habían
conseguido esconderse, los únicos supervivientes de la tragedia.
La voz de Pedidor los tranquilizó, y salieron de los rincones donde estaban.
Temblando, avanzaron hacia el mendigo.
Tellmarch había gritado, pero ya no podía hablar; las emociones profundas
producen tales efectos.
Les señaló con el dedo a la mujer tendida a sus pies.
—¿Vive aún? —inquirió uno de los aldeanos.
Tellmarch hizo con la cabeza una seña afirmativa.
—¿Y la otra también? —preguntó el otro aldeano.
Tellmarch negó con la cabeza.
—Todos los demás han muerto, ¿verdad? —continuó el aldeano que hablaba en
primer término—. Yo lo he visto. Estaba en mi cueva… ¡Gracias a Dios por no tener
familia! ¡Señor Jesús! Todos han muerto; esta mujer tenía tres niños; tres niños
pequeñitos. Los niños gritaban: “¡Madre!” La madre chillaba: “¡Hijos míos!” Han
matado a la madre y se han llevado a los niños. Lo he visto todo. ¡Dios mío! ¡Dios
mío! Después de la masacre se han marchado; iban todos muy contentos y se llevaron
a los niños después de haber matado a la madre. Pero no está muerta, ¿verdad que no
está muerta? Di, Pedidor, ¿crees que podemos salvarla? ¿Quieres que te ayudemos a
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llevarla a tu guarida?
Tellmarch hizo signos de que sí.
El bosque estaba junto a la alquería. Pronto confeccionaron una parihuela con
follaje y helechos, colocaron sobre ella a la mujer, que permanecía inmóvil, y se
pusieron en marcha, uno a la cabeza y otro a los pies, mientras Tellmarch sostenía el
brazo de la mujer, examinándole el pulso.
Mientras caminaban, los dos aldeanos hablaban y, por encima de la mujer
ensangrentada, cuyo rostro pálido iluminaba la luna, intercambiaban exclamaciones
de espanto.
—¡Matadlos a todos!
—¡Quemadlo todo!
—¡Ah, Señor! ¿Así van a ir ahora las cosas?
—Es aquel hombre alto y viejo, el que lo ha ordenado.
—Sí, es el general. Yo no he visto cuando los han fusilado. ¿Estaba allí?
—No, ya se había marchado, pero es igual, porque todo lo ha ordenado él.
—Entonces, el culpable ha sido él, sin duda.
—Sí.
Él dijo: matad, quemad, nada de cuartel.
—Es un marqués.
—¿Cómo se llama?
—El marqués de Lantenac.
Tellmarch elevó los ojos al cielo y exclamó:
—¡Si lo hubiera sabido!
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SEGUNDA PARTE
EN PARÍS
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Libro Primero
CIMOURDAIN
Se vivía en la calle; se comía en mesas puestas frente a los portales; las mujeres
sentadas en los pórticos de las galerías hilaban cantando La Marsellesa. Los parques
de Monceaux y Luxemburgo eran campos de maniobras; en todas las encrucijadas
había talleres de armeros que trabajaban haciendo fusiles a la vista de los transeúntes,
que aplaudían. No se oían más que estas frases en todas las bocas:
—Paciencia, hacernos la revolución.
Hasta las mujeres eran heroicas. Se iba al teatro como en Atenas a la guerra del
Peloponeso, y se veían cartelones en las esquinas:
El sitio de Thionville. — La madre salvada del incendio. — El Club de los
Indiferentes. — El primogénito de las papisas Jeanne. — Los Filósofos soldados. —
El arte de amar en la aldea.
Los alemanes estaban a las puertas; corría el rumor de que el rey de Prusia había
mandado guardar un palco en la Ópera. Todo era espantoso, mas nadie se asustaba.
La tenebrosa ley de sospechosos[7], que es el crimen de Merlin de Douai, hacía
visible la guillotina suspendida sobre todas las cabezas. Un procurador llamado
Serán, denunciado, esperaba que fuesen a prenderlo, vestido con bata y chinelas y
tocando la flauta en la ventana. Nadie parecía estar desocupado; todo el mundo se
apresuraba. No había un sombrero que no tuviese una escarapela. Las mujeres decían:
“Estamos muy bellas con el gorro rojo.”
París se llenaba de gente que se mudaba. Los comerciantes de viejo tenían sus
tiendas atestadas de coronas, mitras, cerros de madera dorada y flores de lis, restos de
artículos reales; era la demolición de la monarquía. Se veían en los almacenes de
trapo y hierro viejo capas pluviales y roquetes que se vendían por cuatro cuartos. En
Porcherons y Hamponneau, hombres ataviados con sobrepellices y estolas, montados
en burro, llevaban casullas por caparazones, y bebían vino en los cálices de las
catedrales. En la calle Saint-Jacques, los adoquinadores descalzos detenían la
carretilla de un vendedor ambulante de calzado, compraban a escote quince pares de
zapatos y los enviaban a la Convención para que fuesen mandados a los soldados.
Los bustos de Flanklin, Rousseau y Bruto, a los que se añadía también el de Matar,
abundaban por doquier. Por debajo de uno de estos bustos de Marat, en la calle de
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Cloche-Perce, en un marco de madera negra cubierto con cristal, se hallaba una
requisitoria contra Malouet, con todos sus considerandos y estas dos líneas al margen:
“Me ha dado estos pormenores la querida de Sylvain Bailly, buena patriota, que me
favorece con sus bondades. Firmado: Marat”. En la plaza del Palacio Real, la
inscripción de la fuente, Quantos effundit in usus, estaba oculta por dos grandes
lienzos pintados al temple que representaban uno a Cahier de Gerville denunciando a
la Asamblea Nacional la consigna para la reunión de los harapientos de Arlés; el otro
a Luis XVI, volviendo de Varennes en su carroza real, y bajo la misma, una tabla
atada con cuerdas y teniendo en cada extremo un granadero con fusil y bayoneta
calada. Pocas eran las grandes tiendas que estaban abiertas. El comercio ambulante
de comestibles y quincalla se disponía sobre carretones que circulaban arrastrados por
mujeres, iluminados con velas de sebo que derretido caía sobre las mercancías. Había
otros al aire libre, dirigidos por antiguas monjas con peluca rubia; tal zurcidora que
remendaba medias en el hueco de un portal era una condesa; tal costurera era una
marquesa; Madame de Boufflers habitaba en una buhardilla, desde la que divisaba su
antiguo palacio. Se llamaba escrofulosos a los que escondían su barba en la corbata[8].
Los cantores ambulantes silbaban a Pitou, el cantante de la corte, valiente por otra
parte, que fue encarcelado veintidós veces y llevado ante el tribunal revolucionario
por haberse dado golpecitos algo más abajo de la cintura al gritar la palabra civismo.
Entonces, viendo su cabeza en peligro, exclamó:
—¡Pero si es lo contrario de mi cabeza quien es culpable!
Esto hizo reír a los jueces y le salvó la vida. Pitou se burlaba de la moda de los
nombres griegos y latinos, y su canción favorita versaba sobre un zapatero remendón
a quien llamaba Cujus, y a su mujer Cujusdam. Se bailaba en los claustros en ruina,
con lamparitas sobre los altares y colgando de la bóveda dos palos en cruz y cuatro
velas, mientras los muertos yacían en sus tumbas bajo los pies de los bailarines. Se
llevaban casacas de color “azul tirano” y alfileres de camisa con el “gorro de la
libertad”, hechos de piedras blancas, azules y rojas.
La calle de Richelieu se llamaba de la Ley; el barrio de SaintAntoine tenía por
nombre barrio de la Gloria; en la plaza de la Bastilla había una estatua representando
a la Naturaleza. Se señalaba con el dedo a ciertos conocidos viandantes: Chatelet,
Didier, Nicolas y Garnier-Delaunay, que vigilaban a la puerta del carpintero Duplay;
Voullant no faltaba a un día de guillotina, y seguía a las carretadas de sentenciados, lo
cual llamaba asistir a la “misa roja”; Montflabert, conjurado revolucionario y
marqués, se hacía llamar Diez de Agosto. Se veía desfilar a los alumnos de la Escuela
Militar calificados por los decretos de la Convención como “aspirantes a la escuela de
Marte”, y por el público de “pajes de Robespierre”. Se leían las proclamas de Fréron,
denunciando a los sospechosos del crimen de mercantilismo. Los elegantes,
agolpados a las puertas de las alcaldías, se burlaban de los matrimonios civiles, y al
pasar esposa y esposo los saludaban con el epíteto de casados municipales. En los
Inválidos, las estatuas de los santos y los reyes estaban cubiertas con el gorro frigio.
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Se jugaba a cartas en las esquinas, porque los juegos de naipes también hacían la
revolución; en efecto, los reyes habían sido reemplazados por genios, las sotas por
libertades, los caballos por igualdades y los ases por las leyes. Se labraban los
jardines públicos y el arado surcaba las Tullerías. A esto se añadía, especialmente en
los partidos vencidos, cierto altanero hartazgo de la vida. Un individuo le escribió a
Fouquier-Tinville: “Tened la bondad de librarme de la existencia; he aquí las señas de
mi casa”. Champcenetz había sido arrestado por haber exclamado en pleno Palacio
Real: “¿Para cuando la revolución de Turquía? Quisiera ver la República en la
Puerta”. Los periódicos pululaban por doquier; los oficiales de peluquería rizaban en
público pelucas femeninas, mientras el maestro leía Le Moniteur en voz alta; otros
comentaban entre la gente, gesticulando ostentosamente, el periódico Entendons-
nous, de Dubois Crancé, o la Trompette du Père Bellerose.
Algunas veces los barberos también eran choriceros, y se veían jamones y
salchichas colgadas al lado de una muñeca adornada con cabellos de oro. Otros
mercaderes vendían en la vía pública “Vinos de los exiliados”; uno anunciaba en un
cartel “Vinos de cincuenta y dos especies”; otros aún vendían relojes de lira, y sofás
al estilo duquesa. Un peluquero proclamaba: “Afeito al clero, peino a la nobleza y
corto el cabello al estado llano”. Iba gente también a ver a Martin, que echaba las
cartas en su casa de la calle de Anjou, en el 173, para que les diese la buenaventura.
Faltaban el pan, el carbón y la leche, y mientras tanto pasaban todos los días rebaños
de vacas lecheras que llegaban de provincias. En la Vallée, el cordero se vendía a
quince francos la libra. Un decreto de la Municipalidad asignaba a cada boca una
libra de carne a la semana; la gente se atropellaba a las puertas de las tiendas de
comestibles. Una de estas colas se ha hecho legendaria. Llegaba desde la puerta de un
especiero de la calle de Petit-Carreau hasta la mitad de la calle de Montorgueuil, y a
formar cola se llamó “tener la cuerda”, a causa de una larga cuerda en la que se
apoyaban unos detrás de otros.
Las mujeres, en medio de la miseria general, eran valientes y caritativas. Pasaban
la noche esperando turno para entrar en las tahonas. Mediante los expedientes se
producían buenos resultados para la Revolución, la cual salvaba aquella gran miseria
a través de dos medios peligrosos; el asignado y el maximum[9], de los cuales el
primero era la palanca y el segundo el punto de apoyo. Aquel empirismo salvó a
Francia. El enemigo, lo mismo el de Coblenza que el de Londres, especulaba con los
asignados. Las muchachas iban y venían ofreciendo agua de lavanda, ligas y
cadenetas, y ofreciendo o adquiriendo asignados. Había especuladores como los de
los porches de la calle Vivienne, con zapatos rotos, cabellos grasientos, gorros de piel
de cola de zorro; y los había elegantes como en la calle Valois, con botas lustradas,
mondadientes en la boca, sombrero de castor a la cabeza, tuteados por las muchachas.
El público les daba caza lo mismo que a los ladrones, a quienes los realistas
denominaban “ciudadanos activos”[10]. Por lo demás, había pocos robos. Una escasez
feroz; una honradez estoica. Los descalzos y los muertos de hambre pasaban
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gravemente, con la vista en el suelo, por delante de los escaparates de las joyerías
establecidas en el Palacio de la Igualdad. En una visita domiciliaria que hizo la
sección Antoine a la casa de Beaumarchais, una mujer cortó una flor del jardín y el
público la abofeteó. El haz de leña costaba cuatrocientos francos en moneda, y en las
calles se veía a personas que aserraban sus camas; en invierno las fuentes se helaban,
y el agua costaba veinte sueldos el viaje; todo el mundo se hacía aguador. El luis de
oro valía tres mil novecientos cincuenta francos; una carrera en coche de alquiler
costaba seiscientos francos; y después de un día en coche, se oía este diálogo:
—¿Cuánto te debo, cochero?
—Seis mil libras.
Una vendedora de hierbas vendía por valor de veinte mil francos diarios.
—¡Por caridad, socorredme! —clamaba un mendigo—. ¡Me faltan doscientas
treinta libras para pagar mis zapatos!
A la entrada de los puentes se veían colosos esculpidos y pintados por David, y
Miercier los insultaba, asegurando que eran “enormes polichinelas de madera”.
Aquellos colosos representaban el federalismo y la coalición vencida. No se notaba
desfallecimiento en aquel público, por el contrario, el júbilo sombrío de haber
acabado con el trono resonaba por doquier. Los voluntarios afluían ofreciendo sus
vidas, y cada calle daba un batallón. Las banderas de los distritos iban y venían, cada
cual con su divisa. En la del distrito de Capuchinos se leía: Nadie nos hará la barba.
Otra tenía por lema: Nobleza sólo en el corazón. En todas las puertas había carteles
blancos, verdes, rojos y amarillos, impresos o manuscritos que proclamaban: ¡Viva la
República!, y los niños que apenas hablaban, ya tarareaban el Ça ira.
Aquellos niños eran el glorioso porvenir.
Posteriormente, a la ciudad trágica sucedió la ciudad cínica. Las calles de París
ostentaron dos aspectos revolucionarios muy diferentes: antes y después del 9
Termidor. El París de Saint-Just dejó su lugar al París de Tallien. Tales son las
continuas antítesis de Dios; inmediatamente después del Sinaí aparece La
Courtille[11].
Semejantes accesos de locura pública no son raros. Uno de ellos se vio ya ochenta
años antes. Se sale de Luis XIV como se sale de Robespierre, con necesidad de
respirar; de la Regencia que abre el siglo y el Directorio que lo termina; dos
saturnales[12] tras dos terrorismos. Francia se emancipa y sale del claustro puritano
como del claustro monárquico, con el alborozo de la nación que se escapa de un
encierro.
Después del 9 Termidor, París se hizo alegre, con una alegría extraviada; una
alegría malsana se desbordó por todas partes. Al frenesí de morir sucedió el frenesí de
vivir, que eclipsó toda grandeza. Hubo un Trimalción que se llamó Grimod de la
Reynière, y apareció también el Almanaque de los gastrónomos. Se comía con el
ruido de las fanfarrias en los bajos del Palacio Real, con orquestas de mujeres que
tocaban el tambor y la corneta; el director de baile reinaba por doquier; se cenaba a la
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“oriental” en Méot, en medio de pebeteros llenos de perfumes. El pintor Boze
peinaba a sus hijos, inocentes y lindas cabecitas de dieciséis años, como
“guillotinadas”, o sea, escotadas y con camisas rojas. A las violentas danzas en
iglesias en ruinas sucedieron los bailes de Ruggieri, Luquet, Wenzel, Mauduit, de la
Montansier; a las graves ciudadanas que hilaban sucedieron las sultanas, las salvajes,
las ninfas; a los pies descalzos de los soldados cubiertos de sangre, les sucedieron los
pies descalzos de las mujeres, adornados con diamantes. La corrupción reapareció al
mismo tiempo que el impudor; estaban en las altas esferas, los proveedores, y en las
pequeñas, usureros al por menor. Un enjambre de rateros invadió París y cada cual
tenía que velar por su bolsillo. Uno de los pasatiempos predilectos era ver en el
Palacio de justicia a las ladronas en el banquillo, con las faldas obligatoriamente
atadas. A la salida de los teatros, los muchachos ofrecían cabriolés, diciendo:
“¡Ciudadanas y ciudadanos, hay sitio para dos!” Ya no se anunciaban a gritos Le
Vieux Cordelier ni l’Ami du peuple, sino La carta de Polichinela y la petición de los
galopines. El marqués de Sade presidía la sección de las Picas en la plaza Vendôme.
La reacción era jovial y feroz: “Los dragones de la libertad” del 92 renacieron bajo el
nombre de “Caballeros del puñal”. Al mismo tiempo, surgió en escena este tipo,
Jocrisse. Se retrocedió, en fin, de Mirabeau hasta Bobèche. Así es como París iba y
venía; es el enorme péndulo de la civilización, que toca ya en un polo, ya en otro,
desde las Termópilas hasta Gomorra. Después del 93, la revolución atravesó un
eclipse singular; el siglo pareció olvidarse de concluir lo que había comenzado. No sé
qué orgía se interpuso, ocupando el primer plano, y haciendo retroceder al segundo a
la espantosa apocalipsis, cubriendo con un velo la desmesurada visión y soltando una
carcajada después de la mueca de espanto. La tragedia desapareció en la parodia, y en
el horizonte una humareda de Carnaval borró los trágicos caracteres de la Medusa.
Pero en el 93, en el que nos hallamos, las calles de París aún ofrecían todo el
aspecto grandioso y feroz de los primeros días. Tenían oradores, como Varlet, que
paseaba una barraca con ruedas, desde lo alto de la cual arengaba a los paseantes.
Tenían también héroes, uno de los cuales se llamaba “el capitán de los garrotes
herrados”, y tenían, por fin, sus favoritos, como Gouffroy, autor del folleto titulado
Rougiff. Algunas de estas popularidades eran malsanas y otras sanas. Una entre ellas
era honesta y fatal: la de Cimourdain.
II
CIMOURDAIN
Cimourdain era una conciencia pura, pero sombría. En él reinaba el absoluto. Había
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sido clérigo, lo cual es grave. El hombre puede, como el cielo, tener una serenidad
oscura, para lo cual basta que algo produzca en él la noche. La claridad del clérigo
produjo la noche en el alma de Cimourdain. Quien ha sido clérigo, lo es siempre.
Lo que en nosotros produce la noche también produce las estrellas. Cimourdain
estaba lleno de virtudes y verdades, que refulgían en las tinieblas.
Su historia es corta. Fue cura párroco de aldea y preceptor de una noble mansión;
después recibió una pequeña herencia y se independizó.
Sobre todo, era terco; se servía de la meditación como podía valerse de unas
tenazas; jamás se creía en el derecho de desechar una idea hasta haber apurado sus
últimas consecuencias. Pensaba con encarnizamienro. Conocía todas las lenguas
europeas y algunas de lejanos países. Estudiaba sin cesar, lo cual lo ayudaba a
soportar su castidad, pero no hay nada más peligroso que semejante
ensimismamiento.
Sacerdote por orgullo, casualidad o altivez de ánimo, observó sus votos, pero no
logró conservar sus creencias; la ciencia demolió su fe, y el dogma se evaporó en él.
Entonces, examinándose, se sintió mutilado, y no pudiendo dejar de ser cura, trabajó
para rehacerse como hombre, pero de un modo austero. Puesto que le habían quitado
la familia, se propuso adoptar una patria; puesto que le habían negado la mujer, se
casó con la humanidad. Esta plenitud enorme, en el fondo es el vacío.
Sus padres, aldeanos, al hacerlo clérigo habían querido elevarlo sobre el pueblo;
pero él volvió a ingresar en el pueblo.
Y entró en él apasionadamente, mirando a los que padecían con ternura indecible.
De clérigo se convirtió en filósofo, y de filósofo en atleta. Todavía vivía Luis XV, y
Cimourdain ya se sentía vagamente republicano. ¿De qué República? De la
República de Platón, quizás; quizá también de la República de Dracón.
Habiéndole sido privado amar, se puso a detestar. Detestaba las mentiras, la
monarquía, la teocracia, su traje clerical; detestaba el presente y llamaba a grandes
voces al porvenir, presintiendo de antemano el futuro, adivinándolo espantoso y
sublime. Para resolver el problema de la lamentable miseria humana, comprendía la
necesidad de algo que fuese como un vengador y al mismo tiempo libertador.
Adoraba desde lejos la catástrofe.
En 1789, cuando por fin se desató la catástrofe, ésta encontró a Cimourdain
preparado. Se arrojó en medio de aquella vasta revolución humana con lógica, es
decir, tratándose de un espíritu de su temple, implacablemente, porque la lógica no se
enternece. Vivió los grandes años revolucionarios y experimentó el estremecimiento
de todos sus alientos: 1789, la toma de la Bastilla; el final del suplicio del pueblo;
1790, el 4 de agosto, el final del feudalismo; 1791, Varennes, el fracaso de la
monarquía; 1792, el advenimiento de la República. Había visto surgir la revolución y
no era hombre que fuera a temer a aquel gigante; lejos de ello, lo había rejuvenecido,
y aunque ya casi viejo, porque tenía cincuenta años y un clérigo envejece antes que
los demás hombres, se puso también a creer en la revolución. De año en año
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contempló su desarrollo, viendo cómo crecían los acontecimientos y
engrandeciéndose con ellos. Al principio temió que la revolución abortase; él la
observaba, tenía la razón y el derecho, y exigía que alcanzase también el triunfo. Y a
medida que se tornaba más espantosa, se sentía él más tranquilo. Quería que aquella
Minerva coronada por las estrellas del porvenir fuese también Palas y tuviese por
escudo la máscara rodeada de serpientes. Quería que sus ojos divinos pudiesen en
caso necesario dirigir sobre los demonios su resplandor infernal y devolverles terror
por terror.
Y así llegó a 1793.
El año 1793 es el año de la guerra de Europa contra Francia, y de Francia contra
París. ¿Y qué es la revolución? Es la victoria de Francia sobre Europa y de París
sobre Francia. De ahí la inmensidad de aquel instante que se llama 93, un instante
mayor que el resto del siglo.
Nada más trágico que Europa atacando Francia, y Francia atacando París; un
drama que tiene la grandeza de una epopeya.
El 93 es un año intenso. La tempestad reinó en él en toda su cólera y grandeza; en
él, Cimourdain se encontraba en su elemento, porque aquella atmósfera tempestuosa
y espléndida convenía a su configuración intelectual y moral. Aquel hombre tenía,
como el águila de los mares, una profunda calma en su interior y afición al peligro en
lo exterior. Ciertas naturalezas aladas, feroces y tranquilas, han sido creadas para los
grandes vientos; almas de tempestad, eso existe.
Sentía, no obstante, una particular compasión, reservada sólo a los desdichados.
Ante aquella clase de padecimientos que causan horror, se sacrificaba. Entonces nada
le parecía repugnante; era asquerosa y divinamente caritativo. Buscaba las úlceras
para besarlas. Las buenas acciones que repelen a la vista son las más difíciles de
ejecutar; pero él las prefería. Un día, en el Hôtel-Dieu, un hombre iba a morir
ahogado por un tumor en la garganta, un absceso fétido, horrible, contagioso tal vez,
que era preciso vaciar inmediatamente. Cimourdain estaba presente y aplicó la boca
al tumor, chupando y escupiendo a medida que la boca se le llenaba. Como todavía
llevaba las ropas de clérigo en aquella ocasión, uno exclamó:
—Si le hicieseis esto al rey seríais obispo.
—Es que al rey no se lo haría —replicó Cimourdain.
El acto y la respuesta lo hicieron inmediatamente popular en los barrios sombríos
de París.
Con esta conducta hacia los que padecen, lloran y amenazan, conseguía de ellos
lo que quería. En la época de mayor indignación pública contra los acaparadores,
cuando reinaba una cólera fecunda en errores, Cimourdain fue quien con una sola
palabra impidió el saqueo de un buque cargado de jabón en el puerto de Saint-
Nicolas, y quien disolvió los grupos furiosos que detenían los carruajes en la barrera
de Saint-Lazare.
Él fue quien, dos días después del 2 de agosto, condujo al pueblo a derribar las
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estatuas de los reyes.
Al caer aplastaron a varias personas, y en la plaza Vendôme, una mujer llamada
Reine Violet fue aplastada por Luis XIV, a cuyo cuello se hallaba atada una soga de la
que ella tiraba. Esta estatua de Luis XIV erigida cien años antes, exactamente el 12 de
agosto de 1692, fue derribada el 12 de agosto de 1792. En la plaza de la Concordia,
un tal Guinguerlot, que llamó canallas a los demoledores, fue muerto a golpes sobre
el pedestal de Luis XV, y también se destrozó esta estatua, con la que se hicieron
monedas. Sólo escapó el brazo, aquel brazo derecho de Luis XV, extendido en actitud
de emperador romano. A petición de Cimourdain, el pueblo le regaló el brazo, que le
fue entregado por unos representantes, a Latude, el hombre que estuvo enterrado
treinta y siete años en la Bastilla. Cuando Latude, con la argolla al cuello y la cadena
en la cintura, se pudría vivo en el fondo de la prisión por orden del rey, cuya estatua
dominaba París, ¡quién le había de decir que aquella cárcel caería, que él saldría del
sepulcro, que la monarquía quedaría sepultada y que él, el preso, sería dueño de
aquella mano de metal que había firmado la orden de su encarcelamiento, y que de
aquel rey de bronce no quedaría más que el brazo!
Cimourdain lo sabía todo y todo lo ignoraba. Todo lo sabía en relación a la
ciencia, y todo lo ignoraba respecto a la vida. De aquí su rigidez. Tenía los ojos
vendados como la Themis de Homero. Poseía la certidumbre ciega de la flecha, que
no ve más que el blanco y va derecha al mismo. En una revolución no hay nada más
terrible que la línea recta: Cimourdain caminaba fatalmente en esta línea.
Creía que en las génesis sociales, el punto extremo es el terreno sólido; error
propio de las inteligencias que reemplazan la razón por la lógica. Iba más allá de la
Convención, más allá del Municipio, pertenecía al Obispado[13]. La reunión llamada
del Obispado, porque celebraba sus sesiones en un salón del antiguo palacio
episcopal, era más bien una complicación de seres humanos que una reunión
propiamente dicha. Allí asistían, como en la Comuna, espectadores silenciosos y
significativos que llevaban tantas pistolas como bolsillos. El Obispado era una
mezcla cosmopolita y parisina, cosas ambas que no se excluyen, porque París es el
lugar en que late el corazón de los pueblos. Allí estaba la gran incandescencia
plebeya.
En comparación con el Obispado, la Convención era fría y la Comuna tibia. El
Obispado era una de esas instituciones volcánicas, contenía de todo: ignorancia,
brutalidad, honestidad, heroísmo, cólera y policía. El duque de Brunswick tenía allí a
sus agentes; había también hombres dignos de Esparta y otros dignos del presidio. La
mayoría se componía de personas enfurecidas y honradas. La Gironde, por boca de
Isnad, presidente momentáneo de la Convención, pronunció una frase monstruosa:
—Cuidado, parisinos, no quedará de vuestra ciudad piedra sobre piedra, y las
generaciones futuras buscarán un día el lugar donde se asentó y creció París.
Esta frase creó la asamblea del Obispado, porque muchos hombres, hombres de
todas las naciones, comprendieron la necesidad de cercar París, y Cimourdain era de
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este grupo.
Era una asamblea de reacción contra los reaccionarios, nacida de una necesidad
pública de violencia, que es la faz temible y misteriosa de las revoluciones. El
Obispado, con aquella fuerza, se dispuso inmediatamente a ejercer sus tareas, y en las
conmociones de París, la Comuna era quien disparaba el cañón, y el Obispado quien
tocaba a rebato.
Cimourdain creía, en su ingenuidad implacable, que todo está permitido si está al
servicio de la verdad; lo cual lo hacía apto para dominar a los partidos extremistas.
Los pillastres se veían honrados y estaban contentos. Los crímenes se ven halagados
cuando están presididos por la virtud. Esto, si a veces trastorna, siempre agrada.
Pally, el arquitecto que explotó la demolición de la Bastilla vendiendo en provecho
propio las piedras de la fortaleza, y que encargado de pintarrajear el calabozo de Luis
XVI, por exceso de celo había cubierto las paredes de barras, cadenas y argollas;
Gouchon, el sospechoso orador del barrio de Saint-Antoine, de quien se hallaron
después varios recibos; Pournier, el americano que el 17 de julio disparó contra
Lafayette un pistoletazo pagado, según se dijo, por el propio Lafayette; Henriot, que
salió del hospital de Bicêtre, y fue lacayo, titiritero, ladrón y espía, antes de ser
general y apuntar los cañones contra la Convención; La Reynie, antiguo vicario
general de Chartres, que reemplazó el breviario con el Padre Duchesne; todos estos
hombres respetaban a Cimourdain, y en ciertos momentos, para impedir que los
peores diesen un mal paso, bastaba que sintieran suspendido sobre sus cabezas el
candor temible y convencido de Cimourdain. Así es como Saint-Just atemorizó a
Schneider. Al mismo tiempo, la mayoría del Obispado, compuesta especialmente por
hombres violentos pero honrados, creía en Cimourdain y lo seguía. Tenía por vicario,
o por ayudante de campo, a otro clérigo republicano llamado Danjou, a quien el
pueblo amaba por su elevada estatura, habiéndolo bautizado como el abad Seis-Pies.
Cimourdain podría haber situado en donde hubiese querido a un intrépido jefe
llamado general La Pica, y a aquel otro atrevido llamado Truchon, alias el Gran
Nicolás, que quiso salvar a Madame de Lamballe, y le dio el brazo haciéndola dar
zancadas por entre los cadáveres, tentativa que hubiese tenido éxito sin la feroz
humorada del barbero Charlot[14].
La Comuna vigilaba a la Convención, y el Obispado vigilaba a la Comuna.
Cimourdain, hombre recto, a quien la intriga repugnaba, había descubierto y roto más
de un hilo misterioso en la mano de Pache, a quien Bournonville llamaba el hombre
negro. Cimourdain en el Obispado se hallaba a la altura de todos; era consultado por
Dobsent y Momoro; hablaba en español a Gusman, italiano con Pio, inglés con
Arthur, flamenco con Pereyra, alemán con el austríaco Proly, bastardo de un príncipe.
Creaba entendimiento entre todos estos desavenidos, y de aquí la situación densa y
fuerte que se había formado. Hébert lo temía.
Tenía, en aquellos tiempos y en aquellos grupos, el poder de los individuos
inexorables; era un implacable que se creía infalible; nadie lo había visto llorar; era
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de una virtud inaccesible y glacial. Era un justo espantoso.
No hay término medio para un clérigo en una revolución. Un clérigo puede
lanzarse a esta prodigiosa aventura sólo por los motivos más ruines o los más nobles;
es preciso que sea infame o sublime. Cimourdain era esto último, pero sublime en el
aislamiento, en lo escarpado, en la soledad inhospitalaria; sublime en un entorno de
abismos. Las altas montañas tienen esa siniestra virginidad.
Su aspecto era el de un hombre ordinario; sus vestidos comunes y su apariencia la
de un pobre. Cuando joven, lo tonsuraron; ya viejo era calvo y los pocos cabellos que
tenía eran grises. En su espaciosa frente el observador podía descubrir su gran
inteligencia. Tenía un modo de hablar brusco, apasionado y solemne; la voz breve, el
acento perentorio, la boca triste y amarga, la mirada serena y profunda, y en todo el
rostro cierto aire de indignación.
Así era Cimourdain.
Nadie conoce su nombre de pila. En la historia existen desconocidos terribles.
III
Un hombre así, ¿era un verdadero hombre? Servidor del género humano, ¿podía tener
algún afecto? ¿No era demasiada alma para tener corazón? Aquel abrazo enorme que
admitía a todo a todos, ¿podía reservarse para alguien? ¿Podía amar Cimourdain?
Digámoslo de una vez: sí.
Siendo joven y preceptor de una casa casi principesca, tuvo un discípulo, hijo y
heredero de la casa, a quien amó. ¡Amar a un niño es tan fácil! ¿Qué no se le perdona
a un niño? Se le perdona hasta el ser señor, ser príncipe, ser rey. La inocencia de la
edad hace olvidar los crímenes de la raza, la debilidad del ser hace olvidar la
exageración del rango. Es tan pequeño que se le perdona que sea grande; el esclavo le
perdona ser señor; el anciano negro idolatra al niño blanco. Cimourdain tenía pasión
por su discípulo. La infancia tiene de inefable que se la puede amar sin reservas, con
todo el amor del alma. Todo lo que Cimourdain era capaz de amar se abatió sobre
aquel niño. Aquel ser tierno e inocente era una presa fácil para el corazón de
Cimourdain, condenado a la soledad. Lo amaba con la ternura del padre y el
hermano, del amigo, del creador. Era su hijo; el hijo, no de su carne, sino de su
espíritu. No le dio el ser, no era su obra; pero era su alumno, era su obra maestra. De
aquel joven señor hizo un hombre ¡y quién sabe si un gran hombre!, porque tales son
los sueños que se forjan.
La familia no sabía nada. ¿Hay acaso necesidad de permiso para crear una
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inteligencia, una voluntad y un alma recta? Le infundió al joven vizconde, su
discípulo, todo el progreso que sentía en sí; le había inoculado el virus temible de su
virtud; le inyectó en sus venas las convicciones que él sentía, su conciencia, su ideal;
y en aquel cerebro de aristócrata vertió el alma del pueblo. El espíritu se nutre; la
inteligencia es como el pecho de una nodriza; hay una analogía entre la nodriza que
da su leche y el preceptor que infunde su pensamiento. Algunas veces, el preceptor es
más padre que el padre, así como frecuentemente la nodriza es más madre que la
propia madre.
Aquella profunda paternidad espiritual ligaba a Cimourdain con su discípulo.
Sólo la presencia de aquel niño lo enternecía.
Añadamos que era sencillo reemplazar al padre porque el niño no lo tenía; era
huérfano de padre y madre, sin otros parientes que una abuela ciega y un río segundo,
ausente. La abuela murió poco después y el río, jefe de la familia, hombre de espada
y con obligaciones en la Corte, huyó del viejo castillo familiar, yendo a vivir a
Versalles, entró en el Ejército y dejó al pobre huérfano abandonado en la solitaria
mansión. El preceptor, fue, pues, el amo, en toda la extensión de la palabra.
También hay que añadir que Cimourdain había visto nacer al niño que era su
alumno. Éste, huérfano desde su más tierna infancia, sufrió una grave enfermedad. En
trance de muerte, Cimourdain lo veló noche y día, y como el médico es el que cuida
pero el enfermero es quien salva, fue Cimourdain quien salvó al niño. No sólo su
discípulo le debía la educación, la instrucción, la ciencia, sino que también le debía la
convalecencia, la salud. No sólo el desarrollo de su facultad de pensar, sino que era
igualmente deudor de la vida. Y como se adora a quienes todo nos lo deben,
Cimourdain adoraba a este niño.
Sin embargo, llegó el momento de producirse la separación, algo natural en la
vida. Concluida la educación, Cimourdain tuvo que separarse del niño convertido en
hombre. ¡Con qué fría e inconsciente frialdad se llevan a cabo estas separaciones!
¡Con qué crueldad las familias despiden al preceptor que deja sus ideas en el niño, y a
la nodriza que le deja sus entrañas! Cimourdain, pagado y despedido, salió de la alta
sociedad y volvió a ingresar en la sociedad de los humildes; la puerta divisoria entre
los grandes y los pequeños se volvió a cerrar; el joven señor, oficial por derecho de
nacimiento y nombrado de golpe capitán, marchó a una guarnición cualquiera; el
humilde preceptor, ya clérigo rebelde en su corazón, se apresuró a descender a ese
oscuro entresuelo de la iglesia que se llama el bajo clero, y perdió de vista a su
discípulo.
Cuando llegó la revolución, el recuerdo de aquel ser, del que había hecho un
hombre, continuaba latente en él; oculto, pero no extinguido, por la inmensidad de las
cosas públicas.
Modelar una estatua e insuflarle vida es algo grande; pero modelar una
inteligencia y darle la verdad lo es más aún. Cimourdain era el Pigmalión de un alma.
Un espíritu puede tener un hijo.
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Aquel alumno, aquel niño, aquel huérfano, era el único ser a quien Cimourdain
amaba en la tierra. Pero con tal afecto, ¿era aquel hombre vulnerable?
No tardaremos en saberlo.
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Libro Segundo
En la calle del Pavo Real existía en aquel tiempo una taberna a la que llamaban café.
Tenía una trastienda que hoy es histórica. Allí se reunían a veces, en entrevistas casi
secretas, hombres tan poderosos y vigilados que no se atrevían a hablarse en público.
Allí se dieron el 23 de octubre de 1792 un beso célebre la Montaña y la Gironda. Allí
fue donde Garat, aunque no lo diga en sus Memorias, recibió noticias durante la
noche lúgubre en la que, tras haber puesto a Clavière en un lugar seguro de la calle
Beaune, detuvo su coche en el Pont-Royal para escuchar el toque de rebato.
El 28 de junio de 1793 tres hombres se hallaban reunidos en torno a una mesa en
aquella sala. Sus sillas no se tocaban; estaban sentados cada uno a un lado de la mesa,
dejando vacío el cuarto. Eran las ocho de la tarde, pero en la calle aún reinaba cierta
claridad. En la sala, sin embargo, era ya de noche, y un quinqué que pendía del techo,
un lujo para la época, iluminaba la mesa.
El primero de los tres hombres era pálido, joven, de aspecto grave, con labios
delgados y mirada fría; tenía en la mejilla un tic nervioso que debía incomodarle para
sonreír. Llevaba la cabeza empolvada, las manos enguantadas, la casaca cepillada y
abotonada; aquella casaca de color azul claro no tenía ni una arruga. Llevaba también
calzón de nankin, medias blancas, corbata alta, guirindola de pliegues menudos y
zapatos con hebillas de plata.
Los otros dos eran, el uno una especie de gigante, y el otro una especie de enano.
El primero, embutido en una casaca de paño escarlata, con el cuello holgando bajo
una corbata desanudada, cuyas puntas caían más abajo de la guirindola; la casaca
abierta con botones faltantes, llevaba botas de campaña y tenía los cabellos
encrespados, aunque en ellos se adivinaba un resto de peinado y acicalamiento; en su
cabellera había algo que recordaba una crin. Estaba picado por las viruelas, tenía una
arruga entre las cejas que denotaba su temperamento colérico y el pliegue de la
bondad en las comisuras de los labios; éstos eran gruesos, los dientes grandes, tenía
puños de mozo de cuerda y brillo en la mirada. El enano era un hombre amarillento,
que sentado parecía deforme; la cabeza se inclinaba hacia atrás, con los ojos
inyectados en sangre, y la lividez se le extendía por todo el rostro; tenía un pañuelo
anudado sobre sus grasientos cabellos, poca frente, boca enorme y terrible. Vestía
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pantalón, babuchas, un chaleco y encima un ropón, entre cuyos pliegues una línea
dura y recta dejaba adivinar la forma del puñal.
El primero de aquellos hombres se llamaba Robespierre, el segundo Danton, el
tercero Matar.
Estaban solos en la estancia. Delante de Danton había un vaso y una botella de
vino, cubierta de polvo, que recordaba la botella de cerveza de Lutero; delante de
Marat una taza de café, y delante de Robespierre varios papeles.
Al lado de aquellos papeles se veía uno de esos tinteros pesados, de plomo,
redondos y estriados que recuerdan los que eran usados por los estudiantes a
principios de este siglo. Al lado del escritorio había una pluma y sobre los
documentos un grueso sello de cobre, en el que se leía “Palloy fecit”, y que figuraba
un pequeño modelo de la Bastilla.
Un mapa de Francia estaba extendido en medio de la mesa.
En la puerta, fuera de la sala, estaba el perro de presa de Marat; aquel Lorenzo
Basse, representante del 18 de la calle Cordeliers, que el 13 de julio, unos quince días
después de este 28 de junio, habría descargar un silletazo sobre la cabeza de una
mujer llamada Charlotte Corday, la cual en este momento estaba en Caen, sumergida
en vagos ensueños. Lorenzo Basse era el portador de las pruebas del Ami du peuple, y
aquella tarde, acompañando a su amo al café de la calle del Pavo Real, tenía la
consigna de permanecer delante de la puerta de la sala en la que estaban Marat,
Danton y Robespierre, sin dejar entrar a nadie, a no ser que se presentase un
individuo de la Comisión de Salvación Pública, de la Comuna o del Obispado.
Robespierre no quería cerrarle la puerta a Saint-Just; Danton no se la quería cerrar
a Pache, ni Marat a Gusman.
Hacía ya largo tiempo que duraba la conferencia, que se refería a los papeles que
estaban sobre la mesa y cuya lectura hiciera Robespierre. Comenzaban a levantarse
las voces y la cólera ardía en el pecho de aquellos tres hombres. Desde fuera se oía de
vez en cuando alguna frase pronunciada en voz más alta que las otras. En aquella
época, la costumbre de las tribunas públicas parecía haber creado el derecho de
escuchar. Era la época en que Fabricius Pâris miraba por el agujero de la cerradura lo
que hacía el Comité de Salud Pública, lo cual, dicho sea de paso, no fue inútil, porque
fue Pâris quien advirtió a Danton de lo que pasaba en la noche del 50 al 31 de marzo
de 1794. Lorenzo Basse había aplicado el oído a la puerta de la sala reservada donde
se hallaban Marat, Danton y Robespierre. Lorenzo Basse servía a Marat, pero
pertenecía al Obispado.
II
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Danton acababa de levantarse después de hacer retroceder violentamente su silla.
—Escuchad: no hay más que un asunto urgente, el de la República, que está en
peligro. No conozco más que una cosa importante: librar a Francia del enemigo. Para
esto, todos los medios son buenos, todos, todos, todos, ¡todos! Cuando estoy
amenazado de toda clase de peligros, y cuando todo lo temo, todo lo arrostro. Mi
pensamiento es un león; no entiendo de recursos a medias; no entiendo de hipocresías
en la revolución; Némesis es la diosa de la gazmoñería; seamos terribles y útiles. ¿Por
ventura el elefante mira dónde pone el pie? Aplastemos al enemigo.
—Estoy de acuerdo —asintió Robespierre con su voz suave—. La cuestión
estriba en saber dónde está el enemigo.
—Fuera de Francia, de donde yo lo expulsé —replicó Danton.
—Está dentro, y yo lo vigilo —objetó Robespierre.
—¡Pues volveré a expulsarlo! —tronó Danton.
—No se expulsa al enemigo interior.
—¿Qué se hace, pues?
—Se le aniquila.
—Convengo en ello —Danton, tras una pausa, añadió—: Pero yo aseguro que
está fuera, Robespierte.
—Está dentro, Danton.
—Robespierte, está en la frontera.
—Danton, está en la Vendée.
—Calmaos —terció Marat—, está en todas partes, y vosotros estáis perdidos.
Robespierte miró a Marat y contestó con tranquilidad:
—Dejémonos de generalidades y estudiemos los hechos concretos, que están
aquí.
—¡Pedante! —susurró Marat.
Robespierte puso la mano sobre los papeles que estaban delante de él y continuó:
—Acabo de leeros los informes de Prieur de la Marne, y también los datos que he
recibido de ese Gélambre. Danton, la guerra extranjera no es nada; la guerra civil lo
es todo. La guerra extranjera es una desolladura en el codo; la guerra civil es la úlcera
que corroe las entrañas. De cuanto acabo de leer resulta que la Vendée, hasta hoy
diseminada en muchos jefes, se halla a punto de concentrarse con un capitán único.
—Un bandido central —murmuró Danton.
—Es el hombre —reanudó Robespierte— que desembarcó cerca de Pontorson el
2 de junio. Habéis visto ya de lo que es capaz; observad que ese desembarco coincide
con la prisión de los representantes enviados a Bayeux, Prieur de Côte-d’Or y
Romme por ese distrito traidor de Calvados, el 2 de junio, es decir, el mismo día.
—Y su traslado al castillo de Caen —observó Danton.
—Continúo resumiendo los partes —prosiguió Robespierre—. La guerra en los
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bosques se organiza a gran escala. Al mismo tiempo se prepara un desembarco
inglés; vendeanos e ingleses son Bretaña y Bretaña. Los hurones de Finisterre hablan
la misma lengua que los tupinambos de Cornualles. Os he presentado una misiva
interceptada de Puisaye, donde se dice que veinte mil casacas rojas, distribuidas entre
los insurrectos, harán que se levanten cien mil. Cuando la insurrección de los
aldeanos sea completa, se producirá el desembarco de tropas inglesas. Ved aquí el
plan, podéis seguirlo en el mapa.
Robespierre señaló el mapa con el dedo y continuó:
—Los ingleses pueden elegir desembarcar desde Cancale a Paimpol. Craig
preferiría la bahía de Saint-Brieuc, Cornwallis la bahía de Saint-Cast, pero éste es un
detalle de poca importancia. La orilla izquierda del Loira está defendida por el
ejército vendeano rebelde, y respecto a las veintiocho leguas que tenemos al
descubierto, entre Ancenis y Pontorson, cuarenta parroquias normandas han
prometido su colaboración. El desembarco se hará por tres puntos: Plérin, Iffiniac y
Pléneuf. De Plérin irán a Saint-Brieuc, y de Pléneuf a Lamballe. El segundo día
llegarán a Dinan, donde hay novecientos prisioneros ingleses, y al mismo tiempo
ocuparán Saint-Jouan y Saint-Méen, donde dejarán la caballería. Al tercer día, dos
columnas se dirigirán, una de Jouan sobre Bedée, la otra desde Dinan sobre Becherel,
que es una fortaleza natural, donde se establecerán dos baterías. Al cuarto día estarán
en Rennes, que es la llave de Bretaña, porque el que tiene a Rennes la tiene toda; y
una vez tomada Rennes, caerán Châteauneuf y Saint-Malo. En Rennes hay un millón
de cartuchos y cincuenta piezas de artillería de campaña.
—De las cuales se apoderarían —murmuró Danton.
—Concluyo. De Rennes saldrán tres columnas, una sobre Fougères, otra sobre
Vitré y la tercera sobre Redon. Como los puentes están cortados, los enemigos, y ya
hemos precisado este hecho, se proveerán de pontones y maderos, y tendrán guías
que los llevarán por los lugares vadeables para la caballería. De Fougères, centro de
operaciones, saldrán columnas sobre Avranches; de Redon sobre Ancenis; de Vitré
sobre Laval. Nantes se rendirá, Brest se rendirá; Redon proporcionará la posesión de
todo el curso del Vilaine; Fougères, la del camino de Normandía; Vitré la del acceso a
París. En quince días habrá un ejército de rebeldes de trescientos mil hombres, y toda
Bretaña pertenecerá al Rey de Francia.
—O sea, al de Inglaterra —dijo Danton.
—No, al de Francia —replicó Robespierre—. El de Francia es peor. Bastan
quince días para expulsar al extranjero; pero se necesitan mil ochocientos años para
eliminar la monarquía.
Danton, que había vuelto a tomar asiento, se acodó sobre la mesa, con la cabeza
entre las manos, meditabundo.
—Ya veis el peligro —señaló Robespierre—, Vitré les da a los ingleses el camino
de París.
Danton levantó la cabeza y bajó sus dos gruesas manos, crispadas sobre el mapa
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como sobre un yunque.
—Robespierre… ¿Por ventura Verdún no entregaba el camino de París a los
prusianos?
—¿Y bien?
—Arrojaremos a los ingleses de Francia como arrojamos a los prusianos.
Danton volvió a levantarse.
Robespierre colocó su fría mano sobre el puño febril de Danton.
—Danton, Champagne no estaba a favor de los prusianos, y Bretaña está a favor
de los ingleses. Recobrar Verdún era hacerle la guerra al invasor; recobrar Vitré es la
guerra civil.
Y Robespierre murmuró, con un acento gélido y profundo:
—La diferencia es seria.
Y continuó:
—Sentaos, Danton, y mirad el mapa en vez de darle puñetazos.
Pero Danton seguía absorto en sus pensamientos.
—¡Esto sí que es admirable! ¡Ver la catástrofe a Occidente cuando se presenta por
Oriente! Robespierre, concedo que Inglaterra se alza sobre el océano; pero España
asoma por los Pirineos, Italia por los Alpes y Alemania por el Rhin, mientras en el
fondo se muestra el gran oso de Rusia. Robespierre, el peligro es un círculo dentro
del cual estamos nosotros. En el exterior la coalición; en el interior la traición. Al
Mediodía, Servant le abre la puerta de Francia al rey de España; al Norte, Dumoriez
se pasa al enemigo. Aunque, por otra parte, estando entre nosotros más bien
amenazaba a París que a Holanda. Nerwinde borra las glorias de Jammapes y Valmy.
El filósofo Rabaut Saint-Étienne, traidor como protestante que es, mantiene
correspondencia con el cortesano Montesquiou. El Ejército se encuentra diezmado,
sin que haya un solo batallón que pase de cuatrocientos hombres; el valiente
regimiento de DeuxPonts está reducido a cincuenta hombres; el campamento de
Pamars se ha rendido; no le quedan ya a Givet más que quinientos sacos de harina;
retrocedemos hacia Landau; Wurmser persigue a Kleber; Maguncia sucumbe
valientemente; Condé, cobardemente; Valenciennes también, lo cual no impide que
Chancel, defendiendo a Valenciennes, y el viejo Féraud, defendiendo a Condé, sean
tan héroes como Meunier, que defendió a Maguncia. Pero todos los demás nos hacen
traición: Dharville en Aix-la-Chapelle, Mouton en Bruselas, Valence en Bréda,
Neuilly en Limbourg, Miranda en Maëstricht. Stengel traidor, Lanoue traidor,
Ligonnier traidor, Menou traidor, Dillon traidor; asquerosa moneda de Dumoriez. Es
preciso dar castigos ejemplares. Las contramarchas de Custine me parecen
sospechosas; creo que prefiere la lucrativa toma de Frankfurt a la útil toma de
Coblenza. Frankfurt puede pagar ciertamente cuatro millones de contribución de
guerra, pero ¿qué es eso en comparación a la ventaja de aplastar aquel nido de
emigrados? Traición, digo. Meunier murió el 13 de junio; ya está solo Kléber y, entre
tanto, Brunswick aumenta sus fuerzas y avanza izando la bandera alemana en todas
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las plazas francesas que toma. El margrave de Brandeburgo es hoy el árbitro de
Europa; se mete en el bolsillo nuestras provincias y ya veréis cómo se adjudica
Bélgica. No parece sino que trabajamos para Berlín; y si esto continúa, si no ponemos
orden, la revolución francesa se habrá hecho en beneficio de Potsdam, tendrá como
único resultado engrandecer los pequeños estados de Federico II, y habremos matado
al rey de Francia en beneficio del rey de Prusia.
Y Danton, terrible, soltó una carcajada.
La risa de Danton hizo sonreír a Marat.
—Cada uno tenéis vuestra manía. Para vos, Danton, es Prusia. Para vos,
Robespierre, la Vendée. Os daré mi opinión. Vosotros no advertís el verdadero
peligro, el que reside en los cafés y los garitos. El café de Choiseul es jacobino; el
café de Patín es realista; el de Rendez-Vous critica a la guardia nacional; el de la
Porte de Saint-Martin la defiende; el café de la Regencia está contra Brissot; el café
Corazza en su favor; el café Procorpe jura por Diderot; el café del Teatro Francés jura
por Voltaire; en la Rotonda se rasgan los asignados; en los cafés de Saint-Marceau
reina la ira; el café Manouri agita la cuestión de las harinas; en el café de Foy hay
ruido y borracheras; en el Perron el zumbido de los tunantes de las finanzas. Éstos
son los peligros serios.
Danton ya no reía. Marat, en cambio, continuaba sonriendo. Sonrisa de enano,
peor que la de un coloso.
—¿Os burláis, Marat? —rugió Danron.
Marat efectuó su célebre movimiento convulsivo de caderas. La sonrisa
desapareció de sus labios.
—¡Ah, siempre seréis el mismo, ciudadano Danton! Sois aquel que en plena
Convención me llamó… “ese tal Marat”. Escuchad, os perdono porque atravesamos
una época imbécil. ¡Ah! ¿decís que me burlo? En efecto, ¿quién soy yo? Yo he
denunciado a Chazot, a Petion, a Kersaint, a Moreton, a Dufriche-Valazé, a
Ligonnier, a Menou, a Banneville, a Gensonné, a Biron, a Lidon y a Chambon. ¿Lo
hice injustamente? Huelo la traición en el traidor y encuentro útil denunciar al
criminal antes de que ejecute el crimen. Tengo por costumbre decir la víspera lo que
vos aguardáis decir al día siguiente. Soy el que propuso a la asamblea un plan
completo de legislación penal. ¿Qué he hecho hasta ahora? He pedido que se instruya
a las secciones para disciplinarias en la doctrina de la revolución; he hecho levantar
los sellos de treinta y dos expedientes; he reclamado los diamantes depositados en
manos de Roland; he demostrado que los brisotistas le habían dado a la Junta de
Seguridad Nacional autos de prisión en blanco; he señalado las omisiones del informe
de Lindet sobre los crímenes del Capeto; he votado el suplicio del tirano en el
término de veinticuatro horas; he defendido a los batallones Mauconseil y
Republicano; he impedido la lectura de la carta de Narbonne y de Malouet; he
presentado una proposición en favor de los soldados heridos; he hecho suprimir la
Comisión de los Seis; he previsto en el asunto de Mons la traición de Dumouriez; he
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pedido que se tomasen como rehenes cien mil parientes de exiliados a cambio de los
comisarios entregados al enemigo; he propuesto que se declare traidor a todo
representante que pase las barreras de París; he desenmascarado la facción rolandista
en los desórdenes de Marsella; he insistido para que se pusiese precio a la cabeza del
hijo de Egalité, he defendido a Buchotte; he pedido la votación nominal para arrojar a
Isnard de la presidencia; he hecho declarar que los parisinos han sido merecedores de
la patria; es por eso que Louvet me llama polichinela; por eso Finisterre pide que me
expulsen, la ciudad de Loudun solicita que me destierren, y la de Amiens que me
pongan un bozal; por eso Cobourg quiere que me prendan y Lecointe-Puiraveau
propone a la Convención que me declaren loco. ¡Oh, ciudadano Danton! ¿Por qué me
habéis hecho venir a vuestro conciliábulo, si no para pedir mi parecer? ¿Por ventura
he solicitado yo esta cita? Nada de eso; no me gustan de modo alguno las
conferencias secretas con contrarrevolucionarios como Robespierre y vos. Por lo
demás, no me habéis entendido, y yo debía esperar que así sucediese; ni vos ni
Robespierre, ni Robespierre ni vos. ¿No hay aquí ningún hombre de Estado? Habrá
que enseñaros a deletrear el arte de la política. Habrá que poneros los puntos sobre las
íes. Lo que quería decir es lo siguiente: os engañáis los dos; el peligro no está en
Londres, como cree Robespierre, ni en Berlín, como cree Danron. Está en París, en la
falta de unidad, en el derecho que cada cual cree tener para tirar por su lado,
empezando por vosotros dos; en la trituración de los talentos, en la anarquía de las
voluntades…
—¡La anarquía! —exclamó Danton—. ¿Quién, si no vos, la produce?
Marat continuó, sin dejarse interrumpir:
—Robespierre, Danton, el peligro se halla en esa multitud de cafés, en ese
montón de gatitos y clubs, el club de los Negros, de los Federales, de las Damas, de
los Imparciales, fundado en tiempos de Clermont-Tonnerre y que ha sido el club
monárquico desde 1790; círculo social imaginado por el clérigo Claude Fauchet; el
club de los Gorros de Lana, fundado por el gacetillero Prudhomme, y otros más, sin
contar vuestro club de los jacobinos, Robespierre, y vuestro club de los Cordeliers,
Danron. El peligro reside en el hambre que ha hecho que el portasacos Blin cuelgue
de un farol del Ayuntamiento al panadero del mercado Palu, François Denis; y en la
justicia que ha ahorcado al portasacos Blin por haber ahorcado al panadero Denis. El
peligro está en el papel moneda, que se ha depreciado, como lo demuestra que en la
calle del Temple un asignado de cien francos cayó al suelo, y al pasar un hombre por
tal lugar exclamó: No vale la pena agacharse para cogerlo. El peligro se halla en los
agiotistas y los acaparadores. ¡Gran cosa haber enarbolado la bandera negra en el
Ayuntamiento! No basta con haber hecho preso al barón de Trenck; hay que retorcer
el cuello a ese viejo intrigante de las cárceles. ¿Creéis ya no tener nada más que hacer
porque el presidente de la Convención haya puesto una corona cívica sobre la cabeza
de Labertèche, que recibió cuarenta y un sablazos en Jemmapes, y de quien Chénier
se ha hecho trompetero? ¡Comedias y farsas! ¡Ah, no miráis a París! ¡Ah, buscáis el
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peligro lejos, cuando tan cerca está! ¿De qué os sirve vuestra red de espías,
Robespierre? Porque tenéis espías propios: Payan en la Comuna; Conffinhal en el
Tribunal Revolucionario; David en el Comité de Seguridad Nacional; Couthon en el
de Salud Pública. Ya veis que me hallo bien informado. Pues oídme: el peligro se
encuentra sobre vuestras cabezas, bajo vuestros pies; se conspira, se conspira y se
conspira. Los que pasan por la calle se leen uno a otro los periódicos y se hacen
signos de cabeza; seis mil hombres sin carta de civismo[18], exiliados que han
regresado, petimetres y tunantes están ocultos en cuevas y graneros y en las galerías
de madera del Palacio Real. Se forman colas a la puerta de las tahonas, y las mujeres
en los portales cruzan las manos y dicen: “¿Cuándo tendremos paz?” En vano, para
estar entre los vuestros, os encerráis en la sala del Consejo Ejecutivo; se sabe todo lo
que allí decís, y la prueba, Robespierre, es que anoche le dijisteis a Saint-Just estas
palabras: “Barbaroux empieza a echar tripa, lo cual le fastidiará mucho en la fuga”.
Sí, el peligro está en todas partes, y especialmente en el centro. En París, los que
fueron nobles conspiran, los patriotas van descalzos, los aristócratas presos el 9 de
marzo están ya en libertad, los caballos de lujo, que deberían haber sido enganchados
a la artillería y enviados a la frontera, nos salpican de barro en las calles; el pan de
cuatro libras vale tres francos y doce sueldos, los teatros representan piezas
impropias, y Robespierre hará guillotinar a Danton.
—¡Bah! —se burló el aludido.
Robespierre consultaba atentamente el mapa.
—Lo que necesitamos —gritó de repente Marat— es un dictador. Robespierre, ya
sabéis que quiero un dictador.
Robespierre levantó la cabeza.
—Ya lo sé, Marat, o vos o yo.
—Yo o vos —dijo Marat.
—¡La dictadura! —gruñó Danton entre dientes—. Implantadla si os atrevéis.
Marat observó el fruncimiento de cejas de Danton.
—Vamos —replicó—, hagamos un último esfuerzo y pongámonos de acuerdo,
porque la situación requiere que hagamos algún sacrificio. ¿No nos pusimos ya de
acuerdo cuando los sucesos del 31 de mayo? La cuestión de la unidad de acción es
más importante todavía que el girondismo, que es una cuestión secundaria. Hay algo
de cierto en cuanto decís, pero la verdad, toda la verdad, la verdad verdadera es la que
yo proclamo. Al Sur tenemos el federalismo; al Oeste el realismo; en París el duelo
entre la Convención y la Comuna; en las fronteras la retirada de Custine y la traición
de Dumouriez. ¿Qué significa todo esto? El desmembramiento. ¿Qué necesitamos?
La unidad. Ahí radica la salvación, pero apresurémonos; es preciso que París tome el
gobierno de la Revolución. Si perdemos una hora, mañana los vendeanos pueden
estar en Orléans y los prusianos en París. Os lo concedo, Danton; os lo concedo,
Robespierre, es verdad. Pues bien, de aquí se deduce la necesidad de la dictadura.
Tomemos la dictadura entre los tres, que representamos a la Revolución. Somos las
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tres cabezas de Cerbero. De estas tres cabezas, una habla, y sois vos, Robespierre; la
otra ruge, y sois vos, Danton.
—La tercera muerde, y sois vos, Marat —decidió Danton.
—Muerden las tres —opinó Robespierre.
Hubo una pausa. Luego continuó el diálogo con siniestras conclusiones.
—Oíd, Marat, antes de casarse hay que conocerse. ¿Cómo habéis sabido lo que le
dije a Saint-Just?
—Eso es cuenta mía, Robespierre.
—¡Marat!
—Mi deber es informarme, tomar notas y de ello no tengo que darle cuentas a
nadie.
—¡Marat!
—Me gusta saber.
—¡Marat!
—Robespierre, yo sé lo que le decís a Saint-Just, como lo que Danton le cuenta a
Lacroix; como sé lo que ocurre en los muelles de los Teatinos, en la mansión de
Labriffe, refugio adonde acuden todas las ninfas del exilio; como sé lo que pasa en la
casa de Thilles, cerca de Gonesse, que está en Valmerange, donde iba el antiguo
administrador de Correos, donde antes iban Maury y Cazalès, donde después fueron
Sieyès y Vergniaud, y donde se va una vez por semana.
Al pronunciar la palabra se, Marat miró a Danton.
—Si yo poseyera dos dedos de poder —masculló Danton—, sucedería algo
terrible.
—Sé lo que vos decís, Robespierre —prosiguió Marat—, como sé lo que pasaba
en la torre del Temple cuando cebaban a Luis XVI, tanto, que, solamente en el mes de
setiembre el lobo, la loba y los lobeznos se comieron ochenta y seis cestas de
melocotones, mientras el pueblo se moría de hambre. Yo sé todo esto, como sé que
Roland estuvo oculto en un aposento que daba a un corral de la calle de la Harpe;
como sé que seiscientas picas de las del 14 de julio fueron fabricadas por Faure,
cerrajero del duque de Orléans; como sé lo que se hace en casa de la Saint-Hilaire,
querida de Sillery. En los días de baile, el viejo Sillery en persona frota con greda las
baldosas del salón amarillo de la calle Neuve-des-Matthurins; allí cenaban antes
Buzot y Kersain; allí cenó Saladin el 27, ¿y con quién, Robespierre? Con vuestro
amigo Lasource.
—¡Habladurías! —exclamó Robespierre—. Lasource no es amigo mío. Entre
tanto —añadió pensativo—, en Londres hay dieciocho fábricas de asignados falsos.
Marat continuó con voz tranquila, mas con un leve temblor que resultaba terrible:
—Vosotros formáis la facción de los importantes. Sí, lo sé todo a pesar de lo que
Saint-Just llama el silencio de Estado.
Marat recalcó estas palabras mirando a Robespierre, antes de proseguir.
—Sé lo que se dice en vuestra mesa los días en que Lebas convida a David y va a
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comer la sopa hecha por su prometida Élisabeth Duplay, vuestra futura cuñada,
Robespierre. Yo soy el ojo enorme del pueblo y desde el fondo de mi cueva, miro y
observo. Sí, miro y observo, oigo y sé. Las cosas pequeñas os bastan; os admiráis de
vosotros mismos. Robespierre se hace contemplar por su Madame de Chalabre, la
hija de aquel marqués de Chalabre que jugó la partida de whist con Luis XV el día de
la ejecución de Damiens. Sí, todos lleváis erguida la cabeza; Saint-Just vive dentro de
su corbata; Legendre es intachable: levita nueva, chaleco blanco, y una guirindola
para hacer olvidar su delantal; Robespierre se imagina que la historia querrá saber
que llevaba una levita color aceituna en la Constituyente, y una casaca azul en la
Convención. Tiene su retrato en todas las paredes de su habitación.
—Y vos, Marat —lo interrumpió Robespierre con voz más tranquila que la de su
acusador—, tenéis el vuestro en todos los burdeles.
Así continuó el diálogo, cuya lentitud era tanto mayor cuanta mayor era la
violencia de las respuestas y las réplicas, y en las que la amenaza se unía con la
ironía.
—Robespierre, habéis llamado Quijotes del género humano a los que quieren y
promueven la caída de los tronos.
—Y vos, Marat, después del 4 de agosto, en vuestro número 559 del Ami du
Peuple (conservo el ejemplar por ser útil), pedíais que se devolvieran sus títulos a los
nobles. Dijisteis: “Un duque siempre es un duque”.
—Robespierre, en la sesión del 7 de diciembre defendisteis a la Roland contra
Viard.
—Lo mismo que mi hermano os defendió a vos, Marat, cuando os atacaron los
jacobinos. ¿Qué prueba esto? Nada.
—Robespierre, conocemos el gabinete de las Tullerías, donde le dijisteis a Garat:
“Estoy cansado de la Revolución”.
—Marat, en esta misma taberna es donde el 29 de octubre abrazasteis a
Barbaroux.
—Robespierre, le habéis dicho a Buzot: “¡La República! ¿Qué es la República?”
—Marat, en esta taberna invitasteis a comer a tres marselleses[19].
—Robespierre, os hacéis escoltar por un matón del mercado armado con un
garrote.
—Y vos, Marat, la víspera del 10 de agosto le suplicasteis a Buzot que os ayudase
a ir a Marsella disfrazado de lacayo.
—Durante los enjuiciamientos de setiembre, os ocultasteis, Robespierre.
—Y vos, Marat, os mostrasteis en público.
—Robespierre, habéis arrojado al suelo el gorro frigio.
—Sí, cuando se lo ponía un traidor; lo que adorna a Dumouriez, infama a
Robespierre.
—Robespierre, durante el desfile de los soldados de Chateauvieux no quisisteis
cubrir con un velo la cabeza de Luis XVI.
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—Hice más que cubrírsela. Se la corté.
Danton intervino, mas como el aceite interviene en el fuego.
—Robespierre, Marat, calmaos.
A Marat nunca le gustaba ser nombrado en segundo lugar.
—¿Quién mete en esto a Danton? —inquirió con dureza. Danton dio un brinco en
su asiento.
—¿Quién me mete en esto? El que no debe haber fraticidios; que no debe haber
lucha entre dos hombres que sirven al pueblo; que basta la guerra extranjera; que
sobra la guerra civil, y que ya sería excesivo soportar la guerra doméstica. No soy yo
quien hizo la Revolución, pero no quiero que nadie la deshaga. Por eso intervengo en
vuestra disputa.
—Primero, rendid cuentas —insinuó Marat, sin levantar la voz.
—¡Cuentas! —exclamó Danton—. Id a pedírselas a los desfiladeros de Argonne,
a la Champagne liberada, a la Bélgica conquistada, a los ejércitos donde he estado
cuatro meses ofreciendo mi pecho a la metralla; id a pedirlas ala plaza de la
Revolución, al patíbulo del 21 de enero, al trono echado por tierra, a la guillotina, esa
viuda…
Marat interrumpió a Danton.
—La guillotina es una viuda; quien se arroja sobre ella no la fecunda.
—¿Qué sabéis vos? —prorrumpió Danton—. Yo la fecundaré.
—Ya veremos —sonrió Marat.
Danton observó aquella sonrisa.
—Marat, vos sois el hombre que se esconde, mientras yo soy el que se manifiesta
a la luz del sol y a todos los vientos. Aborrezco la vida del reptil; no me conviene ser
cucaracha. Vos habitáis en una cueva, mientras yo vivo en la calle; vos no os
comunicáis con nadie, mientras que yo me dejo ver por todo el que pasa y quiere
hablarme.
—Gallardo joven, ¿queréis subir a mi casa? —lo atajó Marat.
Pero cesando de sonreír, siguió con tono violento:
—Danton, rendid cuentas de los treinta y tres mil escudos en dinero contante que
Montmorin os pagó a nombre del rey, bajo pretexto de indemnizaros de la pérdida de
vuestro destino de procurador del Châtelet.
—¡Fui de los del 14 de julio! —respondió Danton con altivez.
—¿Y el guardamuebles? ¿Y los diamantes de la corona?
—Fui de los del 6 de octubre.
—¿Y los robos de vuestro alter ego Lacroix en Bélgica?
—Fui de los del 20 de junio.
—¿Y los préstamos hechos a la Montansier?
—Yo levanté al pueblo cuando el regreso de Varennes.
—¿Y el Teatro de la Ópera que se edifica con el dinero que vos suministrasteis?
—Yo armé a las secciones de París.
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—¿Y las cien mil libras de fondos secretos del Ministerio de Justicia?
—Yo hice el 10 de agosto.
—¿Y los dos millones de gastos secretos de la Asamblea, cuya cuarta parte fue
para vos?
—He cerrado el paso al enemigo y detenido a los reyes coaligados.
—¡Prostituta! —le esperó Marat.
Danton se levantó, terrible, con el semblante descompuesto.
—Sí, soy una mujerzuela pública, he vendido mi cuerpo pero he salvado al
mundo.
Robespierre estaba royéndose las uñas. No podía reír ni sonreír; no poseía la risa
relámpago de Danton, ni la sonrisa punzante de Marat.
—Sí, soy como el océano —prosiguió Danton—, con el flujo y el reflujo; en la
bajamar se ven los escollos; en la pleamar puede contemplarse mi oleaje.
—¡Vuestra espuma! —dijo Marat.
—¡Mi tempestad! —rugió Danton.
Al mismo tiempo que Danton, se levantó Marat y entonces estalló su cólera: la
culebra se convirtió súbitamente en dragón.
—¡Ah, Robespierte! ¡Ah, Danton! ¡No queréis oírme! Pues bien, os digo que
estáis perdidos. Vuestra política os conduce a un callejón sin salida, a la
imposibilidad de ir más lejos; las cosas que hacéis os cierran todas las puertas, salvo
la del sepulcro.
—Ésta es nuestra grandeza —dijo Danton, encogiéndose de hombros.
—Cuidado, Danton —continuó Marat—. Vergniaud tiene la boca grande, los
labios gruesos y frunce el entrecejo cuando está iracundo. Vergniaud también está
picado de viruelas como Mirabeau y como tú, pero eso no ha impedido el 31 de
mayo. ¡Ah! ¡Te encoges de hombros! Algunas veces encogerse de hombros produce
la caída de la cabeza. Danton, no tengo reparo en decirlo: tu voz gruesa, tu corbata
floja, tus botas altas, tus cenas en la intimidad, tus bolsillos sin fondo… todo esto
mira a Louisette.
Lousiette era el mote cariñoso que Marat aplicaba a la guillotina.
—En cuanto a ti, Robespierre, eres un moderado, pero eso no te servirá de nada.
Vamos, empólvate, péinate, acicálate, haz de petimetre, atildado, planchado, pero no
por eso dejaras de ir a la plaza de la Grève[20]. Lee la declaración de Brunswick: no
por eso dejarás de ser tratado como el regicida Damiens; ponte de ventiún botones
mientras llega el momento de que te pongan entre cuatro caballos.
—¡Es el eco de Coblenza![21] —murmuró Robespierre entre dientes.
—Robespierre, no soy el eco de nada y soy el grito de todo. Vosotros sois
jóvenes. ¿Qué edad tienes, Danton? Treinta y cuatro años. ¿Y tú, Robespierre?
Treinta y tres. Pues bien, yo he vivido siempre, yo soy el viejo sufrimiento humano,
yo tengo seis mil años.
—Es verdad —asintió Danton—. Desde hace seis mil años, Caín se ha mantenido
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encerrado en su odio, como el sapo oculto bajo la piedra; la piedra se rompe, Caín
salta entre los hombres y es Marat.
—¡Danton! —vociferó Marat, con un resplandor lívido en sus pupilas.
—¿Y qué más? —dijo Danton.
Así conversaban aquellos tres hombres formidables. Disputa de truenos.
III
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Esta entrada hizo el efecto de un chorro de agua fría, y como la llegada de un
extraño en una disputa entre casados, apaciguó, si no en el fondo, sí en la superficie, a
los tres leones.
Cimourdain avanzó hacia la mesa. Danton y Robespierre lo conocían por haber
observado muchas veces en las tribunas públicas de la Convención a aquel hombre
poderoso, a quien el pueblo reverenciaba. Sin embargo Robespierre, que era
formalista, preguntó:
—¿Cómo habéis entrado hasta aquí, ciudadano?
—Es del Obispado —repuso Marat, con un tono en el que se advertía cierta
sumisión.
Marat desafiaba a la Convención, dirigía la Comuna y temía al Obispado.
Siempre es así.
Mirabeau siente escarbar a una profundidad desconocida a Robespierre.
Robespierre siente escarbar a Marat; Marat siente a Babeuf. Mientras el subsuelo está
tranquilo, el hombre político puede marchar, pero bajo la capa más revolucionaria
hay otras, y los más atrevidos se detienen perplejos cuando sienten bajo sus pies el
mismo movimiento que antes han producido ellos sobre sus cabezas.
Saber distinguir el movimiento que viene de la codicia del movimiento que
proviene de los principios; combatir uno y secundar el otro constituye el genio y
forma la virtud de los grandes revolucionarios.
Danton vio ceder a Marat.
—Oh, no está de más aquí el ciudadano Cimourdain —dijo.
Y le tendió la mano a Cimourdain.
—Pardiez —añadió—, expliquémosle la situación al ciudadano Cimourdain. Ha
llegado en buen momento. Yo represento a la Montaña; Robespierre, al Comité de
Salud Pública, y Marat a la Comuna; Cimourdain representa al Obispado. Él nos
pondrá de acuerdo.
—Sea —accedió el aludido, con aire grave y sencillo—. ¿De qué se trata?
—De la Vendée —respondió Robespierre.
—¡La Vendée! —exclamó Cimourdain—. Ésa es la mayor amenaza. Si la
Revolución muere, morirá por la Vendée. Una Vendée es más temible que diez
Alemanias, y para que Francia viva es menester matar a la Vendée.
Estas palabras le granjearon el afecto de Robespierre. Le preguntó:
—¿No fuisteis clérigo?
El aire clerical no escapaba a Robespierre. Conocía fuera de sí lo que llevaba
dentro.
—Sí, ciudadano.
—¿Eso qué importa? —vociferó Danton—. Cuando los clérigos son buenos,
valen más que los otros. En tiempo de revolución los clérigos se funden en
ciudadanos, como las campanas en monedas y en cañones. Danjou es clérigo y
también Daunou; Tomas Lindet es obispo de Évreux. Robespierre, vos mismo os
ROBESPIERRE-DANTON-MARAT
28 de junio de 1793
LA CONVENCIÓN
LA CONVENCIÓN
II
III
Acabemos de contar qué era el salón de sesiones, porque es interesante todo cuanto se
refiere a tan terrible lugar.
Lo primero que llamaba la atención al entrar era una gran estatua de la Libertad
colocada entre dos espaciosos ventanales.
Cuarenta y dos metros de longitud, diez de anchura y once de altura eran las
dimensiones de lo que fuera el teatro del Rey, convertido después en teatro de la
Revolución. La elegante y magnífica sala construida por Vigarani para los cortesanos
desapareció bajo el tosco maderamen que en el 93 debía soportar el peso del pueblo.
Aquel maderamen, sobre el que se levantaban las tribunas públicas, tenía como único
punto de apoyo un pilar, circunstancia que vale la pena anotar, pilar de una sola pieza
y que contaba diez metros de altura. Pocas cariátides han trabajado tanto como dicho
pilar, soportando las aclamaciones, el entusiasmo, las injurias, el ruido, el tumulto, el
inmenso caos de la cólera, el motín, sin jamás doblegarse. Después de la Convención
sostuvo al Consejo de los Ancianos, hasta que lo relevó el 18 Brumario.
Percier, entonces, sustituyó el pilar de madera por columnas de mármol, que han
durado menos.
El ideal de los arquitectos resulta a veces singular. El arquitecto de la calle Rívoli
tuvo por ideal la trayectoria de una bala de cañón; el de Carlsruhe se propuso como
ideal un abanico; el ideal del arquitecto que construyó la sala de sesiones, donde
trasladó las suyas la Convención el 10 de mayo de 1793, parece haber sido un
gigantesco cajón de cómoda, largo, alto y plano. A uno de los lados mayores del
paralelogramo estaba adosado un vasto semicírculo; era el anfiteatro de los bancos de
los representantes, sin mesas ni pupitres. Garan-Coulon, que escribía mucho, tenía
que hacerlo sobre sus rodillas. Enfrente de los bancos estaba la tribuna; delante de
ésta se veía el busto de Lepelletier Saint-Fargeau, y detrás el sillón del presidente.
La cabeza del busto sobresalía ligeramente del borde de la tribuna, por lo que más
adelante lo quitaron.
El anfiteatro constaba de diecinueve bancos semicirculares colocados uno tras
IV
En los bancos inferiores se encorvaban el espanto, que puede ser noble, y el miedo,
que es ruin. Bajo las pasiones, bajo el heroísmo, bajo el sacrificio, la cólera, la rabia,
bullía la triste y oscura multitud de los hombres anónimos. El fondo inferior de la
Asamblea se llamaba la Llanura. Allí estaba todo lo que fluctuaba: los que dudaban,
los que vacilaban, los que retrocedían, los que aplazaban, los que esperaban,
temerosos unos de otros. La Montaña era gente escogida; la Gironda también; la
Llanura era la masa. Esta Llanura se resumía y condensaba en Sieyès.
Sieyès, hombre que a fuerza de ser profundo llegaba a ser terco, se detuvo en el
“tercer estado”, sin haber podido subir hasta el pueblo. Ciertos talentos han nacido
para quedarse a mitad de camino. Sieyès llamaba tigre a Robespierre, el cual a su vez
lo llamaba topo; era un metafísico que había ido a parar, no a la sabiduría, sino a la
prudencia; cortesano, no servidor de la revolución. Tomaba una pala e iba a trabajar,
con el pueblo, al campo de Marte, llevando la misma carreta que Alexandre de
Beauharnais. Aconsejaba energía pero no la empleaba. “Poned de vuestra parte los
cañones”, les aconsejaba a los girondinos. Hay pensadores que al mismo tiempo son
batalladores; éstos estaban, como Condorcet, con Vergniaud, o como Camille
Desmoulins, con Danton; pero también hay pensadores que quieren vivir, y éstos
estaban con Sieyès.
Las cubas del vino más generoso tienen sus heces. Por debajo de la Llanura
estaba el Pantano; estanque asqueroso y repugnante, en el que se transparentaba el
egoísmo, y en el que tiritaban las mudas esperanzas de los temblorosos. Nada más
miserable; todos los oprobios y ninguna vergüenza; la cólera latente; la rebelión bajo
la máscara de la servidumbre. Los pantanistas, cínicamente asustados, tenían una
especie de valor, ese valor que distingue a la cobardía; preferían a la Gironda y
votaban con la Montaña; el desenlace dependía de ellos y se inclinaban del lado de la
causa que ofrecía más elementos de triunfo. Así entregaron la cabeza de Luis XVI a
Vergniaud, la de Vergniaud a Danton, la de Danton a Robespierre, la de Robespierre a
Tallien. Anatematizaron a Marat vivo y lo divinizaron muerto. Lo defendían todo.
Tenían el instinto de dar el golpe de gracia a todo lo que moría, el empujón decisivo a
VI
VII
VIII
El pueblo tenía en la Convención una ventana abierta, las tribunas públicas, y cuando
esta ventana no le bastaba abría la puerta y la calle invadía la Asamblea. Estas
invasiones de la multitud en aquel Senado son una de las visiones más sorprendentes
de la Historia. Por lo general, eran cordiales; la plaza pública fraternizaba con la silla
curul; pero es una cordialidad temible la de un pueblo que un día, en tres horas, tomó
los cañones de los Inválidos y cuarenta mil fusiles. A cada instante, un desfile
interrumpía la sesión, ya de diputaciones admitidas tras la barandilla, ya de comités
que llevaban peticiones, homenajes y ofrendas. La pica de honor del barrio de Saint-
Antoine llegaba llevada por mujeres. Unos ingleses ofrecieron veinte mil zapatos
para calzar a los descalzos soldados de la República. “El ciudadano Arnoux —decía
Le Moniteur—, cura de Aubignan, comandante del batallón del Drome, solicita
permiso para marchar a la frontera, conservándosele el curato.” Los delegados de las
secciones llevaban en parihuelas platos, patenas, cálices, relicarios, trozos de oro, de
plata blanca y sobredorada ofrecidos a la patria por aquella multitud cubierta de
harapos, y como recompensa pedían licencia para bailar la carmagnole[28] delante de
la Convención. Chenard, Narbonne y Valliére venían a cantar cancioncillas en honor
de la Montaña. La sección del Mont-Blanc llevaba el busto de Lepelletier y una mujer
le puso un gorro frigio a la cabeza del presidente, el cual la abrazó. “Las ciudadanas
de la sección del Mail” arrojaban flores a los legisladores; los “alumnos de la patria”
acudían, precedidos de música, a dar gracias a la Convención por haber preparado la
prosperidad del siglo; las mujeres de la sección de Gardes-Françaises ofrecían rosas;
las de la sección de los Campos Elíseos, una corona de encina; las de la sección del
Temple se presentaban en el estrado a jurar que “no se unirían sino a verdaderos
republicanos”; la sección de Molière presentaba una medalla de Franklin, que se
colgó, por decreto, de la corona de la estatua de la Libertad; los expósitos, declarados
“Hijos de la República”, desfilaban vestidos con el uniforme nacional; las jóvenes
solteras, de la sección del Noventa y Dos, llegaron ataviadas con largas faldas
blancas, y al día siguiente Le Moniteur insertó estas líneas:
IX
XI
XII
Tal era aquella Convención desmesurada; trinchera del género humano atacado por
todas las tinieblas a la vez; fuegos nocturnos de un ejército de ideas sitiadas; inmenso
vivac de talentos sobre la pendiente de un abismo. Nada hay en la Historia
comparable a aquel grupo, a la vez senado y populacho, cónclave y plazuela,
aerópago y plaza pública, tribunal y acusado.
La Convención se doblegó siempre a impulsos del viento dominante; pero aquel
viento salía de la boca del pueblo y era el soplo de Dios.
Hoy, después de transcurridos ochenta años, cada vez que se presenta la
Convención ante el pensamiento de un hombre, cualquiera que sea, historiador o
filósofo, ese hombre se detiene y medita. Imposible no detenerse a contemplar esa
gran procesión de sombras.
II
EN LA VENDÉE
LA VENDÉE
LOS BOSQUES
II
LOS HOMBRES
El campesino bretón tiene dos puntos de apoyo: el campo que lo nutre y el bosque
que lo oculta.
Difícilmente podríamos figurarnos cómo eran los bosques bretones: eran
ciudades. Nada más sordo, más mudo ni más agreste que aquellas inextricables
espesuras de espinos y ramaje. Aquella vasta maleza era un reducto de inmovilidad y
silencio. No había soledades que pareciesen más muertas y más sepulcrales, pero si
súbitamente se hubiera podido, de un golpe semejante al rayo, cortar todos los árboles
y arbustos, se hubiera visto en aquella sombra un hormiguero de seres humanos.
Pozos redondos y estrechos, disimulados en su exterior por tapaderas de piedra y
ramas, primero verticales, después horizontales, ensanchándose bajo tierra para
III
IV
LA VIDA EN LA GUERRA
Muchos no tenían más que picas. Pero abundaban las buenas escopetas de caza. No
había buenos tiradores, salvo los cazadores furtivos del Bocage y los contrabandistas
del Loroux. Eran extraños combatientes, terribles e intrépidos. El decreto de leva de
trescientos mil hombres produjo el somatén de seiscientas aldeas, y los chasquidos
del incendio se oyeron en todos los puntos a la vez. El Poitou y el Anjou estallaron el
mismo día. Digamos que el primer trueno había resonado en 1792, el 8 de julio, un
mes antes de los sucesos del 10 de agosto, en la landa de Kerbader. Alain Redeler,
hoy ignorado, fue el precursor de La Rochejacquelein y Jean Chouan. Los realistas
obligaban, bajo pena de muerte, a ingresar en sus filas a todos los hombres útiles para
llevar armas. Hicieron requisas de atalajes, carros y víveres. En breve, Sapinaud tuvo
a sus órdenes a tres mil hombres, Cathelineau diez mil. Stofflet veinte mil. El
vizconde de Scépeaux sublevó al Alto Anjou, el caballero de Dieuzie levantó el país
entre el Vilaine y el Loira, Tristán el Ermitaño insurreccionó el Bajo Maine, el
barbero Gaston tomó Guémenée, y el cura Bernier todo el resto. Para hacer sublevar a
tanta gente se usó un procedimiento muy sencillo y poco costoso. Tras el retablo del
altar donde decía misa un cura juramentado, un cura jurado, como decían ellos, se
metía un gato negro y se le hacía saltar fuera durante la misa.
—¡El diablo! —gritaban los campesinos, y todo el cantón se sublevaba.
Los confesionarios avivaban también el fuego de la sublevación. Para atacar a los
azules y atravesar los barrancos, usaban un palo de quince palmos de largo, la
pértiga, arma a la vez de combate y retirada. En lo más duro del combate, cuando
atacaban los cuadros republicanos, si encontraban en el campo una cruz o una capilla
todos se hincaban de rodillas y rezaban sus oraciones bajo la metralla. Una vez
concluidas, los que quedaban vivos se lanzaban con furor sobre el enemigo. ¡Ah, qué
gigantescos combatientes! Cargaban los fusiles a la carrera; era ésta su habilidad
peculiar. Se les hacía creer lo que querían; los curas les mostraban otros curas a los
que les habían enrojecido el cuello con un cordel tenso y exclamaban: Son
guillotinados que han resucitado.
También tenían sus rasgos de caballeros, y honraron a Fesque, abanderado
republicano que resistió cuantos sablazos le propinaron sin soltar la bandera. Tenían,
asimismo, sus dichos y sus chanzas; a los curas republicanos que se habían casado los
llamaban descoronados convertidos en descamisados.
Comenzaron por amedrentarse ante los cañones y concluyeron por echarse
VI
VII
El verano de 1792 fue muy lluvioso; el de 1793 resultó muy caluroso. A causa de la
guerra civil ya no había caminos dignos de tal nombre en Bretaña. Se viajaba, sin
embargo, merced al buen tiempo. El mejor camino es una tierra seca.
Al anochecer de un día sereno de julio, como una hora después de puesto el sol,
un hombre a caballo que venía por el camino de Avranches se detuvo a la puerta de la
posada llamada La Cruz de Blanchard, situada a la entrada de Pontorson, cuya
fachada tenía esta inscripción, que aún se leía en ella hasta hace pocos años: Buena
sidra para servir. Aquel día el calor era bochornoso, pero empezaba a soplar algo de
viento.
El viajero iba envuelto en una amplia capa que cubría la grupa de su caballo.
Llevaba un sombrero de grandes dimensiones con escarapela tricolor, lo cual era
bastante osado en aquel país de cercados y disparos, donde una escarapela era un
blanco para un fusil. La capa, anudada al cuello, dejaba los brazos libres, y al
entreabrirse permitía divisar una faja tricolor y las culatas de dos pistolas que
sobresalían de ella. El extremo de un sable asomaba de la capa.
Al ruido del caballo que se detenía, se abrió la puerta de la posada y se presentó el
posadero con un farol en la mano. Era ya la hora del crepúsculo, día en el camino y
noche en la casa.
El posadero miró sobre todo la escarapela.
—¿Os detenéis aquí, ciudadano? —interrogó.
—No.
—¿Adónde vais, entonces?
—A Dol.
—En tal caso volveos a Avranches o quedaos en Pontorson.
—¿Por qué?
—Porque en Dol hay combate.
—¡Ah! —dijo el caballero, y añadió—: Dadle avena a mi caballo.
El posadero acercó una gamella, echó en ella un saco de avena y quitó la brida al
caballo, que empezó a resoplar y comer.
—Ciudadano —volvió a preguntar el posadero—, ¿es de la requisa este caballo?
II
DOL
III
Al llegar a Dol, los campesinos se desparramaron por la ciudad, haciendo cada uno lo
que le vino en gana, como sucede cuando “se obedece por amistad”, según el dicho
de los vendeanos. Género de obediencia que hace héroes, pero no soldados. Habían
resguardado su artillería y los bagajes bajo los portales del antiguo mercado, y
cansados, comiendo, bebiendo y rezando el rosario, se tendieron sin orden por la
calle, más obstruida que guardada. Al caer la noche la mayoría se durmió, teniendo
por almohadas los morrales, algunos con sus mujeres al costado, porque con
frecuencia las campesinas seguían a sus maridos; en la Vendée las mujeres
embarazadas servían de espías.
Era una apacible noche de julio; las constelaciones resplandecían en el oscuro
azul del firmamento, y todo aquel vivac, que más que el campamento de un ejército
parecía el reposo de una caravana, se abandonó pacíficamente al sueño. De repente, a
IV
No se habían visto en muchos años, pero sus corazones no se habían separado jamás
y se reconocieron como si se hubieran despedido la víspera.
VI
Un corte se cura pronto; pero había en otro lugar una persona más gravemente herida
que Cimourdain, y era la mujer fusilada y recogida por el mendigo Tellmarch en el
gran charco de sangre de la granja de Herbe-en-Pail.
La herida de Michelle Fléchard era más peligrosa de lo que Tellmarch creyera en
principio. Al agujero de la bala que tenía encima del seno correspondía otro agujero
en el omóplato; al mismo tiempo que una bala le había roto la clavícula, otra le
atravesó el hombro; pero como la herida no interesaba al pulmón, pudo curarse.
Tellmarch era un “filósofo”, palabra que usaban los campesinos, que significaba un
poco médico y un poco cirujano… y algo brujo. Cuidó a Michelle en su caverna de
VII
VIII
DOLOROSA
I. LA TOURGUE
El viajero que hace cuarenta años, entrando por el bosque de Fougères, hacia el lado
de Laignelet, salía por el lado de Parigné, encontraba al final de aquella profunda
espesura de altos árboles una edificación siniestra. Al abandonar la espesura veía ante
sí una súbita aparición: la Tourgue.
No la Tourgue viva, sino la Tourgue muerta; la Tourgue agrietada, agujereada,
hendida, desmantelada. La ruina es al edificio lo que el fantasma es al hombre. No
había visión más lúgubre que la de la Tourgue. Lo que el viajero tenía a la vista era
una alta torre redonda y solitaria, situada en un rincón del bosque, como un
malhechor. Aquella torre, levantándose sobre una roca cortada a pico, tenía casi
aspecto romano; tal era de correcta y sólida, y en aquella masa robusta se mezclaban
la idea del poder y la de la caída. Un poco romana sí era, pues fue comenzada en el
siglo IX, y terminada en el XII, después de la tercera Cruzada. Las impostas de
orejones, en cada una de sus divisiones, proclamaban su edad. Al acercarse y subir
por el terreno escarpado, se veía una brecha por la que podía penetrarse en su interior,
y el que lo hacía lo hallaba vacío. Era como el interior de un clarín de piedra, puesto
de pie en el suelo. De la cúspide a la base no había diafragma alguno, ni tejado ni
techo ni suelos; tan sólo arranques de chimeneas y de bóvedas; huecos para las
antiguas piezas de artillería llamadas falconetes, situados a diversas alturas; cordones
de garfios de granito y algunas vigas transversales que marcaban los pisos; sobre las
vigas el estiércol de las aves nocturnas; el muro colosal de quince pies de espesor en
la base y doce en la cúspide; acá y allá hendiduras y agujeros que fueron puertas, por
donde se veían escaleras abiertas en el interior tenebroso del muro. El viajero que
penetraba allí de noche oía chillar los cuclillos, los mochuelos, los búhos y los
chotacabras; veía a sus pies zarzas, piedras, reptiles y, sobre su cabeza, a través de
una negra circunferencia, que era lo alto de la torre y parecía la boca de un enorme
pozo, el centelleo de las estrellas.
Era tradición en el país que en los pisos superiores de aquella torre había puertas
secretas, hechas, como las antiguas tumbas de los reyes de Judá, de una gruesa losa
que giraba sobre un eje, abriéndose y después confundiéndose al cerrarse con las
demás piedras del muro, moda arquitectónica traída con la ojiva por los cruzados.
Cuando aquellas puertas estaban cerradas era imposible descubrirlas, tanto se
II. LA BRECHA
La brecha por donde se entraba en aquella ruina era el boquete hecho por una mina.
Para un hombre familiarizado con las obras de Errard, Sardi y Pagan, el minado había
sido realizados con gran perfección. La cámara, en forma de solideo, había tenido las
proporciones requeridas por la fortaleza de las paredes que debía perforar, y debía
contener al menos dos quintales de pólvora. Se llegaba a ella mediante un canal
serpenteante, y el hundimiento producido por la explosión dejaba al descubierto, en la
hendidura de la piedra, el salchichón o mecha, que tenía el diámetro de un huevo de
gallina. El estallido había producido en la muralla una grieta profunda por donde los
sitiadores habrían podido entrar. Evidentemente, aquella torre había sostenido en
diversas épocas varios sitios en toda regla. Estaba acribillada por la metralla, y las
marcas no eran todas de la misma época, pues cada proyectil tiene su manera de
marcarse en un muro, y todos habían dejado en aquél su cicatriz, desde las balas de
piedra del siglo XIV a las de hierro del siglo XVIII.
La brecha daba entrada a lo que había sido el piso inferior. Enfrente de ella, y en
la misma pared de la torre, se abría el portón de una cripta excavada en la roca, que se
prolongaba por los cimientos de la torre hasta debajo de la sala de aquel piso. Esta
cripta, cegada en sus tres cuartas partes, fue desescombrada en 1855 por Auguste Le
Prévost, anticuario de Bernay.
Aquella cripta era el calabozo del olvido. Todas las torres tenían el suyo. Éste, como
otros muchos de la misma época, tenía dos pisos.
El primero, al cual se entraba por el portón indicado, era una pieza abovedada,
bastante espaciosa. En el muro de esta pieza se veían dos surcos paralelos y verticales
que iban de una a otra pared pasando por la bóveda, y parecían las rodadas de un
carro. Eran rodadas, en efecto, pues habían sido abiertas por dos ruedas. Antes, en la
época feudal, era en esta pieza donde se descuartizaba a los reos por un
procedimiento menos ruidoso que el de los cuatro caballos. Había allí dos fuertes
ruedas, tan grandes que tocaban las paredes y la bóveda. A cada una de ellas se ataba
un brazo y una pierna de la víctima, y dando vueltas a la rueda en sentido inverso
quedaba el hombre descuartizado. Para ello era preciso un buen esfuerzo, y de aquí
los surcos en las paredes con el roce de las ruedas. Todavía es posible ver una pieza
A esta torre se unía, por el lado opuesto a la brecha, un puente de piedra de tres arcos,
bastante bien conservado, que en otro tiempo sostenía un cuerpo de edificio del que
aún quedaban restos. Este cuerpo de edificio, en el que se advertían las señales de un
incendio, no tenía más que la armazón ennegrecida, especie de osamenta, a través de
la cual pasaba la luz, que se erguía junto a la torre como un esqueleto al lado de un
fantasma.
Aquellas ruinas ya han sido demolidas por completo, sin que de las mismas quede
vestigio alguno. Bastan un día y un aldeano para deshacer la obra de muchos siglos y
muchos reyes.
La Tourgue, abreviatura campesina, significa la Torre de Gauvain; lo mismo que
la Jupelle significa la Jupellière, y que Pinson el Tuerto, nombre dado a un jorobado
de una partida, es en realidad Pinson-le-Tortu.
La Tourgue, que hace cuarenta años era una ruina, y que hoy es una sombra, era
en 1793 una fortaleza. Era la antigua Bastilla de los Gauvain, que guardaba a
occidente la entrada al bosque de Fougères, hoy también casi sombra de lo que fue.
V. LA PUERTA DE HIERRO
El segundo piso del castillito del puente, bastante elevado a causa de los pilares, se
correspondía con el segundo piso de la torre. A esta altura se había puesto para mayor
seguridad la puerta de hierro.
Ésta se abría del lado del puente dando a la biblioteca, y del lado de la torre a una
gran sala abovedada con un pilar en el centro, sala que ya hemos dicho se
correspondía con el segundo piso de la torre. Esta habitación era redonda como la
fortaleza, con amplias aspilleras que daban al campo, por las que entraba la luz. Las
roscas paredes estaban desnudas, sin que nada ocultase las piedras, que por lo demás
estaban simétricamente ajustadas. Se llegaba a ella por una escalera de caracol abierta
en el espesor del muro, cosa sencilla cuando el grosor es de tres metros. En la Edad
Media se tomaba una ciudad calle por calle; una calle, casa por casa, y una casa,
pieza por pieza. También se sitiaba una fortaleza piso por piso, y sobre este punto de
vista, la Tourgue, sabiamente dispuesta, era muy dura y difícil de sitiar. Se subía de
uno a otro piso por una escalera en espiral de no fácil acceso. Las puertas no daban
entrada directa, sino sesgada, y eran más bajas que la estatura ordinaria de un
hombre, de forma que era necesario bajar la cabeza para pasar por ellas. Ahora bien:
cabeza baja es cabeza perdida, ya que el sitiado esperaba en cada puerta al sitiador.
Debajo de la sala redonda con el pilar había otras dos salas parecidas; una que
VI. LA BIBLIOTECA
En cuanto a la biblioteca, era una sala oblonga que tenía la misma anchura y longitud
que el puente, y una sola puerta, la de hierro. Una mampara forrada de paño verde,
que se abría y cerraba al más leve impulso, ocultaba por la parte interior la bóveda
que daba paso a la torre. El muro de la biblioteca estaba revestido, del suelo al techo,
de armarios de cristaleras construidos con el buen gusto de la ebanistería del siglo
XVII. Seis ventanales, tres a cada lado, y uno encima de cada arco, iluminaban la
estancia, cuyo interior se veía a través de ellos desde lo alto de la planicie. En los
entrepaños, sobre repisas de roble esculpido, había seis bustos de mármol que
representaban a Hermolao de Bizancio; Ateneo, el gramático naucrático; Suidas,
Casaubon, Clodoveo, rey de Francia y su canciller Anachalo, que, entre paréntesis,
fue tan canciller como Clodoveo rey[45]. Había en dicha biblioteca libros de poca
importancia. Sólo uno de ellos ha adquirido celebridad: era muy antiguo, en cuarto,
con estampas, y su título en grandes letras decía: San Bartolomé, y en caracteres
menores, como subtítulo: Evangelio según San Bartolomé, precedido de una
disertación de Pantaenus, filósofo cristiano, sobre la cuestión suscitada de si este
evangelio debe ser tenido por apócrifo, y si San Bartolomé es el mismo que
Nathanael. Este libro, considerado ejemplar único, se hallaba sobre un atril en medio
de la biblioteca. En el siglo pasado iban a verlo los curiosos.
Respecto al granero, que tenía como la biblioteca la forma oblonga del puente, era
simplemente el desván cubierto por el armazón del techo. Formaba una vasta pieza
atestada de heno y paja e iluminada por seis ventanas abuhardilladas. No tenía otro
ornamento que una imagen de San Bernabé esculpida en la puerta y debajo este
versículo:
Así, pues, una torre alta y grande, de seis pisos, iluminada por doquier por varias
aspilleras, teniendo por entrada y salida únicas una puerta de hierro que daba a un
puente-castillo cerrado por un puente levadizo; detrás de la torre el bosque; delante
una planicie cubierta de brezos, más alta que el puente y más baja que la torre; bajo el
puente, entre la torre y la planicie, un barranco estrecho y profundo lleno de maleza,
torrente en invierno, arroyo en primavera, foso pedregoso en estío. Tal era la Torre de
Gauvain, llamada la Tourgue.
LOS REHENES
Transcurrió julio, llegó agosto y un aliento heroico y feroz pasó por Francia, dos
espectros cruzaron el horizonte: Marat[46], con el puñal hundido en el costado, y
Charlotte Corday, sin cabeza. Todo aquello era cada vez más tremendo. En cuanto a
la Vendée, derrotada en la gran estrategia, se refugiaba en la pequeña, más temible
que la otra. Aquella guerra era ya una inmensa batalla desparramada por los bosques.
Empezaban los grandes desastres del ejército católico y real. Un decreto envió a la
Vendée el ejército de Maguncia; ocho mil vendeanos murieron en Ancenis; sus
partidas fueron rechazadas de Nantes, arrojadas de los bosques de Montaigu,
expulsadas de Thouars, echadas de Noirmoutier, lanzadas fuera de Chollet, de
Morragne, de Saumur. Tuvieron que evacuar Parthenay, abandonar Clisson, perdieron
pie en Châtillon, les arrebataron una bandera en Saint Hilaire, fueron derrotados en
Pornic, en Sables, en Fontenay, en Doué, en Château d'Eau, en Ponts-de-Cé; se
hallaban en jaque en Luçon, en retirada en Châtaigneraye, dispersándose en Roche-
Esta carta fue leída por Barère en la Convención el 1° de agosto. A estas perfidias
respondían los actos de salvajismo de Parrein, y posteriormente las atrocidades de
Carrier. Los republicanos de Metz y los del Midi solicitaron permiso para marchar
contra los rebeldes. Se mandaron formar veinticuatro compañías de gastadores para
incendiar los setos y vallados del Bocage. Crisis inaudita: la guerra no cesaba en un
punto sino para comenzar en otro. ¡No hay cuartel, no se hacen prisioneros! Éste era
el grito de ambos partidos. La historia tenía en su seno una sombra terrible.
En aquel mes de agosto la Tourgue estuvo sitiada.
Una tarde, al anochecer, cuando empezaban a aparecer las estrellas en la calma de
un crepúsculo canicular, cuando ni una hoja se agitaba en el bosque, ni una hierba se
estremecía en la llanura, en el silencio de la noche que avanzaba, se oyó el sonido de
una corneta que procedía de lo alto de la torre.
Al toque de corneta respondió otro de clarín procedente de abajo.
En lo alto de la torre, había un hombre armado; abajo, en las sombras, un
campamento.
Se distinguía confusamente en la oscuridad, en torno a la Torre de Gauvain, un
hormigueo de formas negras. Era un vivac, cuyos fuegos comenzaban a encenderse al
pie de los árboles del bosque y entre los brezos de la meseta, puntos luminosos
esparcidos entre las tinieblas, como si la Tierra quisiera cubrirse de estrellas al mismo
tiempo que el cielo. ¡Sombrías estrellas las de la guerra! El campamento, por el lado
de la planicie se prolongaba en la llanura, y por el lado del bosque se hundía en los
matorrales. La Tourgue estaba bloqueada.
XI
SE PREPARA EL SALVAMENTO
XIII
XIV
De pronto se oyó fuera de la torre, por el lado del bosque, el toque del clarín,
enérgico y severo, al que respondió el de la cometa dentro de la fortaleza.
Esta vez era el clarín quien llamaba y la cometa quien respondía.
Un segundo toque de clarín fue correspondido de nuevo por la corneta.
Después, a la entrada del bosque, se oyó una voz lejana, pero clara, que gritó:
—¡Bergantes, se os advierte, si al ponerse el sol no os habéis rendido a
discreción, atacaremos!
Una voz semejante a un trueno respondió desde la azotea de la torre:
—¡Atacad!
La voz de abajo replicó:
—Como aviso final dispararemos un cañonazo media hora antes del ataque.
Y la voz de arriba repitió:
—¡Atacad!
Las voces no llegaban hasta los niños pero sí el sonido del clarín y la corneta, que
llegaban mucho más lejos. Georgette, al primer toque del clarín levantó la cabeza y
cesó de comer; al toque de corneta abandonó la cuchara en la escudilla; al segundo
toque de clarín levantó el índice de la mano derecha y levantándolo y bajándolo
alternativamente marcó las cadencias del sonido, prolongado por el segundo toque de
cometa. Luego, cuando callaron ambos instrumentos, quedó pensativa con el dedo
levantado y murmurando a media voz:
—Misica…
Seguramente quería decir “música”.
Los dos mayores, René-Jean y Gros-Alain, no habían prestado mucha atención al
clarín ni a la corneta, absortos en otro asunto: una cucaracha cruzaba la biblioteca.
—¡Un bicho! —gritó Gros-Alain al verla.
René-Jean se acercó.
—Pica —continuó Gros-Alain.
—No le hagas daño —dijo René-Jean.
Y ambos contemplaron el paso de la cucaracha.
Entre tanto, Georgette había acabado su sopa; buscaba con la vista a sus
hermanos. René-Jean y Gros-Alain estaban en el hueco de un ventanal, mirando en
cuclillas a la cucaracha, muy graves y atentos, juntas las frentes, mezclando sus
cabellos, conteniendo la respiración, maravillados ante aquel bicho que se había
detenido sin moverse, disgustado de tanta admiración.
Georgette, viendo a sus hermanos tan ocupados, quiso saber el motivo y, aunque
no le era fácil, intentó llegar hasta ellos. El trayecto estaba erizado de dificultades:
por el suelo había muchas cosas, taburetes patas arriba, montones de papelotes,
III
IV
Cesó el ruido.
René-Jean se dejó llevar por un ensueño.
¿Cómo se componen y descomponen las ideas en los cerebros infantiles? ¿Cuál es
el movimiento interior y misterioso de su mente, tan turbada y corta aún? En aquella
VI
Tal fue la segunda ejecución capital de San Bartolomé, que padeció ya su primer
martirio en el año 49 después de Jesucristo.
Entre tanto llegó la tarde, el calor fue en aumento, la siesta flotaba en el aire, y los
ojos de Georgette se fueron cerrando. René-Jean se dirigió a su cuna, cogió el saco de
paja que le servía de colchón, lo arrastró hasta la ventana, se tumbó encima y dijo:
—Durmamos.
Gros-Alain apoyó su cabecita en el cuerpo de René-Jean. Georgette la suya en el
de Gros-Alain, y los tres malhechores se quedaron dormidos.
Por las ventanas abiertas penetraba una brisa tibia; perfumes de flores silvestres,
arrebatados a los barrancos y las colinas por el viento, erraban mezclados con el
hálito de la tarde; el espacio estaba tranquilo, sereno y pacífico; todo irradiaba paz,
todo era amor recíproco; el sol le hacía a la creación la caricia llamada luz; por todos
los poros se esparcía la armonía que se exhala de la benevolencia general de las
cosas; había maternidad en el infinito; la creación, que es un prodigio en toda la
plenitud de su desarrollo, completa su enormidad con su bondad; parecía como si un
ser invisible tomara esas misteriosas preocupaciones que, en el temeroso conflicto de
los seres, protegen a los débiles contra los fuertes. Al mismo tiempo, el espectáculo
era bello y su esplendor igualaba a su mansedumbre. El paisaje, inefablemente
tranquilo y como adormecido, tenía el viso magnífico que forman en las praderas y
los ríos las alternancias de sombra y claridad; subían las espirales de humo hasta las
nubes, como ensueños que suben hasta las visiones; las aves revoloteaban por encima
de la Tourgue; las golondrinas miraban por las ventanas, como si quisieran ver si los
niños dormían tranquilos. Éstos estaban graciosamente dispuestos uno sobre otro,
inmóviles, medio desnudos, en pose encantadora. Eran adorables y puros, contando
apenas nueve años entre los tres y teniendo ensueños de paraíso, que se reflejaban en
sus labios por medio de vagas sonrisas. Tal vez Dios les estaba hablando al oído. Eran
los que en todas las lenguas humanas se llaman débiles y benditos; eran los
venerables inocentes. Todo guardaba silencio en torno suyo, como si el suave aliento
que se escapaba de sus tiernos pechos fuese lo más importante del universo, y el
objeto de la ansiosa atención de la creación entera. Las hojas no rozaban unas con
otras, las hierbas no se estremecían, un vasto y maravilloso mundo contenía la
respiración para no turbar el sueño de aquellos humildes durmientes angelicales; nada
tan sublime como el inmenso respeto de la Naturaleza ante tan gran debilidad.
El sol iba a ocultarse, tocaba casi al horizonte. De improviso, en aquella paz
profunda, brilló un relámpago que surgió del bosque y se oyó un estruendo feroz.
Acababan de disparar un cañonazo. Los ecos se apoderaron de aquel ruido y lo
transformaron en un estrépito, haciéndolo retumbar de un modo monstruoso de colina
LA MADRE
LA MUERTE PASA
La madre, a la que vimos caminando a la ventura, siguió andando todo aquel día. Era
ésta su historia de todos los días: andar, andar siempre, adelante, sin detenerse jamás,
porque el sueño al que se entregaba, producido por el cansancio abrumador, en el
primer sitio que se ofrecía, no era reposo, como tampoco podía llamarse alimento a lo
que comía, recogido aquí y allá, como picotean los pájaros. Comía y dormía tan sólo
lo indispensable para no caer muerta.
La noche anterior la había pasado en una granja abandonada; las guerras civiles
proporcionan esta clase de posadas. En un campo desierto halló cuatro paredes, una
puerta, un poco de paja bajo un resto de techumbre, y se tumbó sobre ella, sintiendo
el rebullir de las ratas y viendo a través del techo el fulgor de las estrellas. Allí
durmió unas horas, despertando a media noche y se puso en camino de nuevo, con el
propósito de andar lo más posible antes del calor de mediodía. Para quien viaja a pie
en verano, la noche es mucho más clemente que el día.
Seguía, como mejor podía, el corto itinerario que le indicara el campesino de
Vautortes, dirigiéndose hacia poniente. Quien la hubiese acompañado, la habría oído
murmurar incensantemente:
—La Tourgue… la Tourgue…
Este nombre y el de sus hijos eran los únicos que pronunciaba.
Sin dejar de caminar, meditaba. Pensaba en las vicisitudes atravesadas; en todo lo
padecido, en todo lo aceptado, en los encuentros que había tenido, en las indignidades
sufridas, en las condiciones impuestas, en las marchas que había realizado tan sólo
para obtener asilo, o por un pedazo de pan, o simplemente para conseguir que le
enseñasen el camino. Una mujer miserable es más desdichada que un pordiosero,
porque es instrumento del placer. ¡Espantosa marcha errante! Pero nada le importaba
con tal de reunirse con sus hijos.
Lo primero que halló aquel día fue una aldea en el camino. Apenas despuntaba el
alba; todo se hallaba aún bañado por las sombras de la noche; sin embargo, en la calle
mayor del pueblo se veían algunas ventanas entreabiertas y cabezas curiosas se
asomaban por ellas Los habitantes estaban agitados como una colmena. Causaba este
efecto el ruido de ruedas y herraje que llenaba el ambiente.
LA MUERTE HABLA
La madre vio pasar aquella masa oscura, pero no comprendió ni trató de comprender
lo que significaba, absorta en la visión de sus hijos perdidos en las tinieblas.
Salió también de la aldea, poco después que la comitiva, y siguió el mismo
camino, marchando detrás, a corta distancia de los gendarmes que cubrían la
retaguardia. Súbitamente le vino a la memoria la palabra “guillotina”, que había oído
pronunciar. Esta salvaje, Michelle Fléchard, no sabía qué era la guillotina, pero su
instinto se lo advirtió, y no pudo por menos que experimentar un estremecimiento
pavoroso y, pareciéndole horrible andar detrás de aquella máquina siniestra, torció a
la derecha, dejó el camino y se internó entre los árboles, que eran parte del bosque de
Fougères.
Tras haber andado cierto tiempo divisó un campanario y varios tejados; era una
de las aldeas del lindero del bosque, y a ella se dirigió. Tenía hambre.
Era una aldea en la que se habían establecido los destacamentos militares de los
republicanos.
Penetró en ella hasta llegar a la plaza de la alcaldía.
Allí también había emoción y ansiedad. Una multitud de gente se agolpaba
delante de un pórtico de pocos escalones que conducían a la puerta de la alcaldía.
Sobre el último peldaño se veía a un hombre escoltado por varios soldados que tenía
en la mano un cartel desplegado. A su derecha había un tambor y a su izquierda un
mozo con un balde lleno de engrudo y una brocha.
En el balcón, que quedaba encima del portal, se hallaba el alcalde, vestido con su
traje de aldeano, pero con la banda tricolor encima. El hombre del cartel era el
pregonero.
Llevaba puesta la banderola de viaje, de la que pendía un portapliegos, lo que
indicaba que iba de pueblo en pueblo pregonando algo de interés general. Cuando se
aproximó Michelle Fléchard, el pregonero acababa de desplegar el cartel y comenzó
en voz alta su lectura.
—República francesa, una e indivisible.
El tambor redobló. Se produjo una especie de ondulación entre el gentío agolpado
a la puerta. Algunos se quitaron los gorros, otros se calaron los sombreros. En aquel
tiempo, y en aquella comarca, casi podía conocerse la opinión de cada uno por el
modo de llevar cubierta la cabeza: los que usaban sombreros eran realistas y los que
llevaban gorros eran republicanos. Cesaron los murmullos y la confusión de voces;
III
MURMURACIÓN DE ALDEANOS
Michelle Fléchard, que se había mezclado con la multitud, no había escuchado nada;
pero aun sin escuchar, se entiende. Oyó estas palabras: la Tourgue. Alzó la cabeza.
—¿Cómo, la Tourgue? —repitió.
La miraron. Tenía un aire extraviado y estaba cubierta de harapos.
—Esa mujer parece rebelde —murmuraron algunos.
Una aldeana, que llevaba panes de trigo sarraceno en una cesta, se le acercó y le
suplicó en voz baja:
—Callad.
Michelle Fléchard la miró con estupefacción, sin comprender por qué le
recomendaban silencio. La palabra la Tourgue había cruzado como un relámpago por
su mente, dejando luego en ella la oscuridad. ¿Acaso no tenía derecho a reclamar
información? ¿Por qué la gente la miraba de aquella manera?
Entre tanto, el tambor dio el último redoble, el mozo del pregonero enganchó el
cartel, el alcalde entró en la alcaldía, el pregonero se dirigió a otro pueblo y los
grupos empezaron a dispersarse.
Un grupo, sin embargo, continuó frente al cartel. Michelle se dirigió hacia ellos.
Se hacían comentarios respecto a los que estaban ya declarados oficialmente fuera de
la ley. Entre los reunidos había aldeanos y ciudadanos; es decir, blancos y azules.
—Es igual, no los tienen a todos; diecinueve sólo son diecinueve —decía un
aldeano—. No tienen cercados ni a Priou, ni a Benjamin Moulins, ni a Goupil, de la
parroquia de Andouillé.
—Ni a Lorieul, de Monjean —dijo otro.
Otros agregaron:
—Ni a Brice-Denys.
—Ni a François Dudouet.
—Sí, el de Laval.
—Ni a Huet, el de Launey-Villiers.
EL ERROR
Aquel mismo día, antes de la llegada del alba, en la intensa oscuridad del bosque, en
la parte del camino que conduce de Javené a Lécousse, ocurrió lo siguiente:
En el Bocage todos los caminos son hondonadas y, entre todos, el de Javené a
Parigné por Lécousse es de los más tortuosos y encajonados. Es más barranco que
camino. Viene de Vitré y en sus tiempos tuvo el honor de sacudir el carruaje de
Madame de Sévigné. Discurre entre muros de maleza a ambos lados. No hay lugar
mejor para una emboscada.
Aquella mañana, una hora antes de que Michelle Fléchard, en otra parte del
bosque, llegara a la primera aldea, donde había tenido lugar la aparición sepulcral del
carro escoltado por gendarmes, había entre las matas del camino de Javené al paso
del puente del Cousnon una multitud de hombres invisibles, ocultos entre la maleza.
Eran aldeanos, todos vestidos con el grigo, sayal de piel que llevaban los reyes de
Bretaña en el siglo VI y los aldeanos en el XVIII. Unos estaban armados con fusiles,
otros con hachas. Los que llevaban hachas acababan de preparar, en un claro del
bosque, un montón de leña y ramajes que sólo esperaba la mecha para arder. Los que
llevaban fusiles se hallaban agrupados a ambos lados del camino, a la espera. El que
hubiese observado entre las ramas habría visto que todos los cañones de los fusiles
estaban apoyados en sus horquillas y debidamente amartillados, con los dedos
aplicados sobre los gatillos. Aquellos hombres estaban al acecho. Todos los fusiles
apuntaban al camino, que empezaba a blanquear con la claridad del alba.
En aquel crepúsculo, varias voces murmuraban:
—¿Estás seguro de eso?
—Eso dicen, al menos.
—¿Y pasará por aquí?
—Se dice que está en el país.
—Pues no debe salir de él.
—Es preciso quemarla.
—Para eso nos hemos reunido tres pueblos.
—Pero, ¿y la escolta?
—La mataremos.
—¿Pero pasará por este camino?
—Eso esperamos.
—¿Así que viene de Vitré?
—¿Y por qué no?
VOX IN DESERTO
Michelle Fléchard, separándose de los tres niños a quienes diera el pan, empezó a
caminar a la ventura por el bosque.
Como no hallaba quien le mostrase el camino, estaba resuelta a encontrarlo por sí
sola. De vez en cuando se sentaba, volvía a levantarse, seguía andando y volvía a
sentarse. Experimentaba ese lúgubre cansancio que se siente primero en los músculos
y que luego pasa a los huesos: fatiga de esclavos. Era esclava, en efecto; esclava de
sus hijos perdidos. Necesitaba recuperarlos; cada minuto que transcurría podía
representar su muerte. Quien tiene semejante deber, no tiene derecho al descanso, y
hasta le está prohibido tomar aliento. ¡Pero se hallaba tan extenuada! En el grado de
abatimiento en que estaba, un paso más era un problema. ¿Lograría dar ese paso?
Estaba andando desde la madrugada, sin haber pasado por ningún pueblo ni haber
avistado una sola casa. Al principio tomó la senda recta que iba hacia la Tourgue;
después siguió otra que se alejaba de la fortaleza y acabó por extraviarse entre unos
matorrales muy parecidos entre sí. ¿Se había aproximado a su objetivo? ¿Tocaba al
término de su pasión? Estaba en la Vía Dolorosa y sentía el abatimiento de la última
estación. ¿Caería para expirar al borde del camino? Llegó un momento en que el
avanzar le pareció imposible. El sol empezaba a declinar; el bosque estaba oscuro; los
senderos desaparecían ya bajo la hierba, y Michelle no sabía qué iba a ser de ella. No
tenía esperanza de otro auxilio que el de Dios.
Llamó y nadie le respondió.
Miró a su alrededor, vio un claro entre los ramajes y hacia allí se dirigió. De
repente, estuvo fuera del bosque.
Tenía ante sus ojos un estrecho valle, casi una zanja, por cuyo fondo corría un
hilo de agua clara. Advirtió entonces que tenía una sed ardiente, y bajando hasta el
arroyuelo se arrodilló y bebió.
Aprovechando la ocasión de hallarse de hinojos, rezó sus oraciones.
Después se incorporó y procuró orientarse.
Vadeó el arroyo.
Más allá del estrecho valle se prolongaba una vasta planicie poblada de matas
bajas que, partiendo del arroyo, subía en plano inclinado. El bosque era la soledad;
aquella llanura era el desierto. En el bosque, detrás de cada arbusto podía hallarse una
persona; en la planicie, en todo cuanto alcanzaba la vista, no se veía a nadie. Sólo los
pajarillos que parecían fugitivos volaban entre los brezos.
Ante aquel inmenso abandono, la madre, desconsolada, sintió doblársele las
rodillas. Azorada y medio loca, lanzó a la soledad este grito extraño:
VI
SITUACIÓN
VII
PRELIMINARES
Gauvain, por su parte, hacía sus preparativos para el ataque. Daba sus últimas
instrucciones a Cimourdain que, como se recordará, sin tomar parte en la acción
debía guardar la planicie; y a Guéchamp, que con el grueso de la tropa debía
permanecer apostado en el campamento del bosque. Estaba acordado que ni la batería
baja del bosque ni la alta de la planicie abrirían fuego, a no ser que por alguno de
ambos sitios hubiese intento de salida o evasión. Gauvain se reservó el mando de la
columna de asalto, y esto era lo que inquietaba a Cimourdain.
El sol acabó de ponerse.
Una torre en campo raso parece un buque en alta mar. Debe ser atacada de la
misma manera, al abordaje más que al asalto. Los cañones, en este caso, son inútiles.
¿De qué sirve el cañón contra muros de tres metros de espesor? Una brecha en el
costado del buque: unos tratan de forzarla, y otros de defenderla, pero las armas son
VIII
LA PALABRA Y EL RUGIDO
IX
RADOUB
XI
LOS DESESPERADOS
XII
EL SALVADOR
XIII
EL VERDUGO
Las cuatro pistolas estaban sobre las baldosas, porque aquella sala no tenía piso de
madera. Imânus cogió dos, una en cada mano.
Avanzó oblicuamente hacia la entrada de la escalera tapiada por el baúl.
Los asaltantes temían, sin duda, alguna sorpresa, una de esas explosiones finales
que constituyen la catástrofe del vencedor al mismo tiempo que la del vencido. Por
esto, el último ataque era lento y prudente, tanto como impetuoso fuera el primero.
No habían podido, o no habían querido, destruir de un solo golpe el cofre, habiendo
sólo demolido el fondo y agujereado la tapa con las bayonetas, tratando de escrutar
por los huecos antes de arriesgarse a penetrar en la sala.
El resplandor de las antorchas que iluminaban la escalera se colaba a través de
aquellos agujeros. Imânus observó que por uno de ellos lo miraban las pupilas de un
soldado. Apuntó hacia allí el cañón de una de sus pistolas y disparó. El disparo salió,
e Imânus, gozoso, oyó un grito horrible. La bala había penetrado por el ojo,
atravesando la cabeza, y el soldado que miraba cayó de espaldas por la escalera.
Los sitiadores, al romper el cofre por varios sitios, formaron dos aspilleras. Por
una de ellas sacó el brazo Imânus, armado con la otra pistola, y disparó contra el
grupo de sitiadores. La bala, sin duda, rebotó de uno en otro, porque se oyeron varios
gritos, como si tres o cuatro hombres hubiesen quedado heridos o muertos. En la
escalera se oyó un gran tumulto de hombres perdiendo pie y retirándose.
Imânus arrojó las dos pistolas que acababa de disparar y tomó las dos restantes;
XIV
XV
IN DAEMONE DEUS
Cuando Michelle Fléchard vio la torre iluminada por el sol de poniente, estaba a más
de una legua de ella. Aunque apenas podía dar un paso, no vaciló sobre lo que debía
hacer. Las mujeres son débiles, pero las madres son fuertes. Caminó.
El sol se había ocultado; primero llegó el crepúsculo, después la oscuridad más
absoluta. Ella había oído, sin detener su marcha, a lo lejos, en el reloj de un
campanario para ella invisible, tocar las ocho y luego las nueve. Aquel campanario
debía ser el de Parigné. De vez en cuando se detenía al oír unas detonaciones sordas,
que eran quizá vagos rumores de la noche.
Avanzaba sin cesar, aplastando los agudos cardos con los pies ensangrentados,
guiada por una débil claridad que, desprendiéndose de la fortaleza lejana, la hacía
resaltar, dándole en la sombra una misteriosa irradiación. Aquella claridad era tanto
más viva cuanto más resonaban las detonaciones; después se debilitaba.
La vasta planicie por la que caminaba Michelle Fléchard no contenía más que
hierbajos y brezos; ni un árbol ni una casa. Se iba elevando insensiblemente en toda
la extensión que abarcaba la mirada, y en su final la larga línea recta y dura se
apoyaba en el oscuro horizonte estrellado. Lo que en esta ascensión sostenía las
fuerzas de la madre era que siempre tenía a la vista la torre.
La veía aumentar de tamaño lentamente.
Las sordas detonaciones y los débiles resplandores que surgían de la torre eran
intermitentes. Se interrumpían, volvían, proponiendo quien sabe qué enigma a la
desconsolada madre.
De repente todo cesó, se extinguieron el ruido y el resplandor; hubo un momento
de pleno silencio, de lúgubre serenidad.
Fue entonces cuando Michelle alcanzó el extremo de la planicie.
A sus pies divisó un barranco, cuyo fondo se perdía en la espesura de la noche; a
cierta distancia, en lo alto de la planicie, una confusión de ruedas, parapetos y
troneras formaban una batería de cañones, y delante, vagamente iluminado por los
fuegos encendidos de los artilleros, un enorme edificio que parecía construido con
tinieblas más negras que las sombras que lo rodeaban.
El edificio estaba formado por un puente cuyos arcos se hundían en el barranco, y
III
LANTENAC PRESO
II
GAUVAIN PENSATIVO
III
FEUDALISMO Y REVOLUCIÓN
EL ANTEPASADO
Había una lámpara en la losa de la cripta, al lado de la trampilla cuadrada del pozo
del olvido.
También se veía sobre las losas el cántaro de agua, el pan y el haz de paja.
Estando abierta la cripta en la roca, el preso que hubiese tenido el capricho de prender
fuego a la paja habría perdido el tiempo, pues no había peligro de incendio para la
prisión y sí de asfixia para él mismo.
En el instante en que la puerta giró sobre sus goznes, el marqués estaba
paseándose de un lado a otro de su Calabozo, con el vaivén maquinal de todas las
fieras enjauladas.
Al ruido que hizo la puerta al abrirse volvió la cabeza y la lámpara que estaba en
el suelo entre él y Gauvain iluminó plenamente el rostro de los dos hombres.
Se miraron de tal forma que los dos permanecieron inmóviles.
El marqués rompió a reír y exclamó:
—Buenas noches, señor. Hacía años que no tenía el placer de veros. Gracias por
el favor que me hacéis al visitarme; ciertamente deseaba conversar con alguien, pues
os confieso que empezaba a aburrirme. Vuestros amigos pierden el tiempo con todas
esas ceremonias de identificación de personas y consejos de guerra; eso es prolijo y
fatigoso; yo terminaría antes el asunto. Aquí estoy en mi casa; por favor, pasad. ¿Qué
os parece lo que ocurre? Original, ¿no es cierto? Teníamos un rey y una reina; el rey
era el rey y la reina era Francia. Le cortaron la cabeza al rey y casaron a la reina con
Robespierre. Este caballero y aquella dama han tenido una hija que se llama
guillotina, a la cual parece que seré presentado mañana. Lo celebraré mucho, lo
mismo que celebro veros. ¿Venís para eso? ¿Os han ascendido? ¿Sois, por ventura, el
verdugo? Si se trata de una simple visita de amistad, os lo agradezco en el alma.
Señor vizconde, vos quizá no sepáis qué es un noble; pues bien, aquí tenéis uno; soy
yo, y miradme bien, como cosa curiosa. Un noble que cree en Dios, en la tradición,
en la familia, en sus abuelos, en el ejemplo de su padre, en la fidelidad, en la lealtad,
en el deber para con su príncipe, en el respeto a las antiguas leyes, a la virtud, a la
justicia. Tened la bondad de sentaros en el suelo, porque en esta sala no hay sillones,
pero quien vive en el fango bien puede sentarse en el suelo. No lo digo por ofenderos,
II
EL CONSEJO DE GUERRA
III
LOS VOTOS
Gauvain se levantó.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Cimourdain.
Gauvain respondió:
—Gauvain
—¿Quién sois?
—El comandante en jefe de la columna expedicionaria de las Costas del Norte.
—¿Sois pariente o aliado del prófugo?
—Sobrino segundo.
—¿Tenéis noticia del decreto de la Convención?
IV
EL CALABOZO
VI
1793, a pesar de haber conspirado contra el rey, bien es verdad que en su propio
beneficio. Su hijo, el duque de Chartres, debería haber sucedido a Luis XVI. (N. del
T.) <<
de sus ingresos. La categoría fue abolida en agosto de 1792. (N. del T.) <<
marzo de 1793, constituir una Asamblea Central de Salud Pública que posteriormente
daría lugar al Comité Insurreccional conocido popularmente como “el Obispado” (N.
del T.) <<
<<
<<
todas partes de que no había que hacer prisioneros […] quisiera que se hiciera lo
mismo en todos nuestros ejércitos”. (N. del T.) <<
T.) <<
humanos y por vivir sus habitantes en cuevas y pozos. (N. del T.) <<
los reyes contrarios a la República y de la sublevación en el interior. (N. del T.) <<
serpiente y convertían a los hombres en rocas con sólo mirarlos. (N. del T.) <<
explica que votara a favor de la muerte del rey y que conspirara al margen de la
Revolución para alcanzar el trono. (N. del T.) <<
el nombre de Daniel. Su sucesor, Childerico III, fue depuesto y sustituido por el hijo
de Martel. (N. del T.) <<