El Hombre Frente A La Finitud y La Muerte
El Hombre Frente A La Finitud y La Muerte
El Hombre Frente A La Finitud y La Muerte
Editorial Trotta,
Madrid, 2010. pp. 105-147.
Capítulo 3
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4. C. Walde, «Tod», en Der neue Pauly. Enzyklopädie der Antike, Stuttgart, pp. 640-646;
A. Hügli, «Tod», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 10, cit., pp. 1227-1242; «Zur
Geschichte des Todesdeutung»: Studia philosophica 32 (1972), pp. 1-28.
5. Heráclito, Diels-Kranz, VS 22, B 21.26.36.62.76; Empédocles, VS 31,8s.
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6. Epicuro, Ep. ad Men., 124-126; Lucrecio, De rerum natura III, 37; Seneca, «Mors
est non ese»: Ep. 54,4; Ep. ad Lucil. 4,5; 26,8; 36,8; 69,6; 70,5; 82,8. Agustín asume el
planteamiento de Epicuro: «quoniam si adhuc vivit, ante mortem est; si vivere destitit,
jam post mortem est. Numquam ergo moriens, id est in mortem esse comprehenditur»
(De civitate Dei XIII, 9.11a.).
7. Tomás de Aquino, ST I/1, q. 75-76.
8. Adam-Tannery, Œuvres de Descartes, XI, Paris, 1996, I, 5-6, pp. 330-331.
9. B. Pascal, Pensamientos, n.º 199 (72), en Obras, Madrid, 1981, pp. 407-408. Sigue
la tradición que vincula pecado y muerte (Œuvres complètes II, Paris, 1970, pp. 851-863).
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12. «¿Qué es metafísica?» [1929], en M. Heidegger, Hitos, Madrid, 2000, pp. 100,
96-106. La angustia, diferente del miedo, revela la nada. No es producida por algo con-
creto, sino por una vida sin asideros, sin un sentido dado, que es puro «ser ahí». Cf.
L. Sáez Rueda, Ser errático, Madrid, 2009, pp. 96-102.
13. M. Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, 22009, §§ 46, 49, 50, 65, 70, 72.
14. I. Kant, Crítica de la razón pura, B 833; Lógica, «Introducción» (en Kants
Werke, IX, p. 25).
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17. «La angustia detecta la proximidad de la muerte respecto de la vida. [...] La muer-
te del otro penetra en mí como una lesión de nuestro ser común. [...] El respeto, por el
que los seres amados son insustituibles, interioriza la angustia. [...] Pero tiene ya un aliado
dentro de las murallas, a saber, una cierta experiencia vaga de la contingencia que rodea el
hecho bruto de existir y que yo, por mi parte, relacionaría más con una meditación sobre
el nacimiento que sobre la muerte» (P. Ricoeur, «Verdadera y falsa angustia», en Historia
y verdad, Madrid, 1990, p. 281).
18. P. Ricoeur, Vivo hasta la muerte. Fragmentos, Buenos Aires, 2008, pp. 38-40.
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20. J. P. Sartre, Obras completas III: El ser y la nada, Madrid, 1977. Ricoeur relativi-
za la nada de la finitud, rechazando la hipóstasis sartriana del acto nihilizante en una nada
actual, enmarcada en una fenomenología de la cosa y en una metafísica de la esencia. Sólo
abriéndose al ser como acto, más que como forma, es posible superar las experiencias de
lo negativo y una filosofía de la nada, que reduce el ser a mera infundamentación. Cf.
P. Ricoeur, Historia y verdad, cit., 1990, pp. 307-316.
21. A. Camus, Obras completas I: El mito de Sísifo, Madrid, 1996, p. 214. Hay que
asumir la muerte y, al mismo tiempo, revolverse contra ella. Porque «los hombres mueren
y no son felices», advierte Calígula.
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22. J. P. Sartre, La náusea, Buenos Aires, 2003; A puerta cerrada, Buenos Aires, 2004.
23. M. de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, Madrid, 1938, p. 35. «Tiem-
blo ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún, ante la idea de
tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia» (ibid., p. 41).
24. K. Nishitani, La religión y la nada, Madrid, 1999, pp. 37-84, 111-119.
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cender lo dado e ir más allá de los límites. Esa necesidad, hasta ahora,
ha sido permanente y constitutiva del hombre. Por eso hay un creciente
interés en el hecho religioso desde una perspectiva pluridisciplinar, filo-
sófica y científica30. Hoy se da un progresivo y persistente declive de las
religiones en la cultura europea. Queda abierto el interrogante sobre si
es coyuntural, para dejar paso a una nueva fase de reestructuración de
las viejas religiones, o a la irrupción de nuevas. Otra posibilidad sería
que se generara un vacío religioso, ocupado por humanismos seculares
y espiritualidades laicas. La búsqueda de una ética civil y de una moral
laica iría en esa línea, que plantea a las religiones el problema de su
especificidad e identidad propias.
30. J. A. Estrada, Imágenes de Dios, Madrid, 2003, pp. 21-54; Razones y sinrazones
de la creencia religiosa, Madrid, 2001, pp. 17-46.
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creado por Dios como varón y mujer (Gn 1,26-27; 2,7), a diferencia de
la creación del mundo animal, que no diferencia entre macho y hembra.
El mito yahvista (Gn 2; Sal 104) acentúa la creaturidad del hombre con
la imagen del Dios alfarero, que modela la arcilla y le inspira la vida. El
hombre forma parte del mundo y es el resultado de la actividad divina.
El relato yahvista tiene afinidades con la concepción platónica de un de-
miurgo que da forma a una materia informe. La afinidad entre el plato-
nismo y el Génesis fue utilizada por el cristianismo para mostrarse como
la verdadera filosofía. A diferencia de la concepción científica sobre la
evolución de la materia, en el mito oriental es la divinidad la que vivifi-
ca, surgiendo el hombre de su acción (Gn 2,7.21-22). Es un relato que
busca ofrecer salvación y sentido, el punto de partida para las teologías
posteriores sobre la alianza entre Dios, Israel y la humanidad.
La armonía de la creación, enfatizada en el relato sacerdotal (Gn 1,31:
«Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien»), contrasta con
la imperfección original del mundo en la corriente yahvista (Gn 2-3)
y las dificultades para someterlo tras el pecado (Gn 9,1-7). El mito de
la tentación, que ha impregnado el imaginario cultural occidental, está
vinculado al conocimiento del bien y del mal (Gn 3,5) para ser divino.
Es una tentación ambivalente porque el hombre se vuelve autónomo y
aprende a discernir el bien y el mal (2 Sam 14,17; 19,36), pero rompe la
relación con la divinidad para autoafirmarse. En lugar de asumir los lí-
mites puestos por Dios y la naturaleza, de la que forma parte, se erige en
creador independiente, que determina el bien y el mal desde sí mismo.
La arbitrariedad del bien y del mal es el punto de partida para la ambi-
valencia de la especie humana. El acento se pone en la actividad propia,
al margen de las referencias trascedentes, desde la autosuficiencia y las
pretensiones de autodivinización. En lugar de reconocer los propios lí-
mites y, con ellos, la necesidad de complementación, que vincula la de-
pendencia a la autonomía, pretende aislarse de su relación constitutiva
con Dios, la naturaleza y los demás.
En la época sapiencial, influida por el helenismo, se insiste en la im-
portancia de la sabiduría como don divino para discernir rectamente
(Prov 1,7; 8,13.22-36). El problema no es la sabiduría conquistada, como
ocurre en el mito de Prometeo, sino la carencia de criterios últimos para
aplicar el conocimiento y determinar la acción. Si el hombre es la fuente
de los valores, tiene que establecer pautas para evaluar, como hacemos
hoy con los derechos humanos. La tradición bíblica remite a los manda-
mientos divinos, resumidos en el decálogo, que delimitan lo que es bueno
o no para la persona. El individuo confunde lo bueno y malo «para mí»
con el bien y el mal y, al independizarse para ser como Dios, pone en mar-
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Dios e hizo de los pecadores, los pobres y los enfermos los destinata-
rios primeros de su mensaje. Luego, el cristianismo se convirtió progre-
sivamente en una forma de vida romana, con pretensiones de ejempla-
ridad. Asimiló la moral establecida y sus catálogos de virtudes y vicios
(1 Cor 6,9-11; 15,50; Gál 5,21; Ef 5,5). Había que ser simultáneamente
buen ciudadano y cristiano, de ahí la transformación ética y espiritual
del cristianismo. La helenización y la aceptación del modelo patriarcal
favorecieron la doble dinámica apologética y misional en el Imperio. Los
cristianos eran buenos ciudadanos y el comportamiento moral adquirió
valor religioso en sí mismo (Rom 2, 14-15; 13,3; 1 Cor 5,1). Se favoreció
el conservadurismo político, de trasfondo estoico, y la desobediencia fue
anatematizada como un vicio (Rom 1,30). Este enfoque influyó en la lite-
ratura cristiana posterior: «Danos ser obedientes a tu nombre santísimo
y omnipotente, y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra» (1
Clem 60, 4-61,2; Dióg., 6; Arístides, Apol., 16,6; Justino, Apol., 1,17).
La historia del cristianismo es también la de una hermenéutica grecorro-
mana cristianizada que erosionó dimensiones fundamentales del proceso
inicial, comenzando por la expectativa radical profética y mesiánica.
Hubo corrientes minoritarias que persistían en la ruptura con la so-
ciedad y en la tensión mesiánica, rechazando la integración social (1 Pe 1,
1.13-16; 2, 11-12; 4,7-10; Sant 1,21; 2,13; 5,7-12; 1 Jn 2,15-17.28-29;
4,17). Según Tácito (Ann.15,44), el cristianismo era «una religión ex-
tranjera corrupta y corruptora de las costumbres». Ser cristiano impli-
caba desventajas sociales y la posibilidad de persecución por el Estado,
como muestra la carta de Plinio el Joven a Trajano (Ep. 10,96,3). Pero se
transformó la dinámica mesiánica y escatológica, ante las exigencias de
una vida virtuosa, para que no viniera el castigo de Dios (1 Tes 4, 1-7).
El ideal cristiano se hizo ascético y ético, «a fin de que gocemos de vida
tranquila y quieta con toda piedad y dignidad» (1 Tim 2,1-2). Cuanta
menos tensión escatológica había, tanto mayor era la recepción de la cul-
tura helenista. El cristianismo se presentó como una religión, una filoso-
fía y un estilo de vida ejemplarizante para los romanos. El igualitarismo
de la gracia se acomodó al orden sociocultural existente y se legitimó
desde el orden natural estoico. Se buscó cambiar a las personas, más que
las estructuras. Hubo un intento de humanizar las relaciones sociales, en
la línea de la carta de san Pablo a Filemón sobre su esclavo, pero no una
transformación social institucional. El orden político y familiar se veía
como parte del designio divino y sólo los grupos minoritarios radicales
pp. 176-179; pp. 123-188. También J. A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia,
cit., pp. 257-266.
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42. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid, 1991, pp. 241-291; Alma, cuerpo, per-
sona, Barcelona, 21998, pp. 227-245.
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44. H. Jonas, Macht oder Ohnmacht der Subjektivität?, Frankfurt a. M., 1987.
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45. M. Fernández del Riesgo, Antropología de la muerte, Madrid, 2007, pp. 39-44.
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46. H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998, pp. 164-173, pp. 185-191; M. Mü-
ller, Der Kompromiß oder von Unsinn und Sinn menschlichen Lebens, Freiburg i. B., 1980;
B. Kanitscheider, Auf der Suche nach dem Sinn, Frankfurt a. M., 1995; O. Marquard,
Felicidad en la infelicidad, Buenos Aires, 2006.
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47. E. Hurth, «Ende ohne Sinngebung. Wie der Tod im Fernsehen vorkommt»: Her-
der Korrespondenz 55 (2001), pp. 512-516.
48. M. Foucault, El nacimiento de la clínica, Madrid, 1966.
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50. A. Tornos, Escatología II, Madrid, 1991, pp. 143-202; K. Rahner, Sentido teoló-
gico de la muerte, Barcelona, 1965.
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