Dopamina - Eduardo Perez Mulet

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Dopamina:El arma secreta contra el

envejecimiento

Eduardo Pérez Mulet


Derechos de autor © 2021 Eduardo Pérez Mulet

Todos los derechos reservados

Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento


informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, o de
fotocopia, grabación o de cualquier otro modo, sin el permiso expreso del autor.

Diseño de la portada de: Marisa Rodríguez Alzola www.las2am.es


A Mária y a Víctor
PRIMERA PARTE
ENVEJECIMIENTO
1.- Sobre el hecho personal de envejecer
2.- Forever young ¿quién no querría ser eternamente joven?
3.- ¿Por qué envejecemos?
3.1.- Call me by your name y células senescentes
3.2.- Todo está en Cocoon
4.- Barajar las cartas de nuevo

SEGUNDA PARTE
DOPAMINA ¿EL COMODÍN DE LA BARAJA O UNA BALA
MÁGICA?
1.- ¿Es la dopamina la Kim Kardashian de los neurotransmisores?
2.- Impulso y motivación
2.1.- La recompensa
2.2.- Querer versus gustar: impulso, motivación y esfuerzo
2.3.- Expectativas
3.-El poder de la dopamina (1ª parte): hormigas esclavas y ratones
zombis

TERCERA PARTE
DOPAMINA Y ENVEJECIMIENTO
1.- Ikigai.
2.- ¿Ikisu?
3.- El poder de la dopamina (2ª parte): ¿El amor rejuvenece?
4.- Personalidad, dopamina y vejez
4.1.- Personalidad y dopamina
5.- La depresión: el invitado inesperado, el enemigo más peligroso
6.- Alzhéimer: el emperador de todas las pesadillas
6.1.- Las hojas perennes que nos legaron las monjas
6.2.- Alzhéimer y dopamina
6.3.- La dopamina y el nuevo paradigma sobre el alzhéimer
7.-¿Puede la dopamina alargar la vida?
7.1.- Dopamina: la llave maestra de la eterna juventud
7.2.- Genotipo de la longevidad y dopamina
7.3.- Sistema inmunológico y dopamina
7.4.- Cognición y dopamina
8.- El ejercicio físico ¿el elixir de la eterna juventud?
9.- Nutrición
10.- Actividad, dopamina y longevidad
11.- ¿Cómo podemos mantener nuestra dopamina a salvo?
11.1.- Sustancias naturales
Bacopa munieri
Mucuna pruriens
Rhodiola rosea
L-Teanina
Bayas
11.2.- Agua fría
11.3.- Música
11.4.- Meditación y yoga
11.5.- Ejercicio físico
11.6.- Medicamentos
12.- Los otros elixires además de la dopamina: de los trasplantes de
testículos de mono a la epigenética
12.1.- Los elixires de la eterna juventud
Rapamicina, mTOR y restricción calórica
Gen daf -2 y FOXO 3A
Sirtuinas y NAD+
Epigenética
Metformina
Klotho
Espermidina
12.2.- Las soluciones de Aubrey de Grey para escapar de la
senescencia
12.3.- La esperanza de lograrlo
13.-¿Y si existieran los unicornios antiaging? En las fronteras de la
ciencia: el efecto placebo y las profecías autocumplidas

Epílogo: un parpadeo fugaz


PRIMERA PARTE

envejecimiento

La vejez es lo más inesperado que le puede suceder a un hombre.

León Trotski

¡Qué penosos y difíciles son los últimos días del anciano! Día tras día se vuelve más
débil, sus ojos se empañan, sus oídos se ensordecen, su fuerza se desvanece, su corazón ya no
conoce la paz, su boca permanece silenciosa y ya no dice palabra alguna. El poder de su
mente disminuye y ya no puede recordar cómo fue el ayer. Le duelen todos los huesos. Aquello
que no hace mucho tiempo se realizaba con placer, ya es doloroso ahora, el gusto desaparece.
La vejez es la peor de las desgracias que pueden afligir al hombre.

Ptah-Hotep, filósofo y poeta egipcio, 2500 a.C.


1.- SOBRE EL HECHO PERSONAL DE
ENVEJECER

La enfermedad es una vejez prematura, y la vejez una enfermedad permanente.


Platón

Recuerdo cuando tenía 13 años y los Reyes Magos me regalaron El


libro Guinness de los récords. En su portada, con tonos azules y letras
blancas destacaba entre otras, una fotografía de un melenudo con patillas y
gafas de sol fumando 110 cigarrillos y creando una enorme nube a su
alrededor; esta foto y este récord, hoy en día, serían sin duda políticamente
incorrectos. De todas formas, y a pesar de sus incorrecciones políticas era
un libro que a mí me fascinaba, lleno de minuciosos datos a lo largo de sus
casi 400 páginas y con cientos de fotografías en blanco y negro. Por suerte,
nada que ver con las ediciones actuales del libro Guinness, donde la pizza
más grande rivaliza con el mayor número de individuos vestidos de
caperucita roja saltando a la comba. En el capítulo sobre los récords del ser
humano, se hablaba de quienes en aquel momento (1977) eran las personas
más ancianas debidamente autentificadas; con su típica prosa prolija y
abundante en detalles en ocasiones irrelevantes, rezaba:

El caso auténtico de más edad de un ser humano es el de Delina


Filkins, de soltera Ecker, que nació en Stark, Herkimer County, Nueva
York, el 4 de mayo de 1815 y murió en Richfield Springs, Nueva York,
el 4 de diciembre de 1928, es decir a los 113 años y 214 días de edad.
En su larga vida nunca tuvo que usar gafas.[1]

Más abajo se mostraba una tabla con los récords nacionales de


longevidad; en España, ese récord lo ostentaba José Pálido, de 106 años y
14 días, nacido el 15 de marzo de 1866 y que falleció el 29 de marzo de
1972.
Mucho han cambiado las cosas en todo este tiempo. Jeanne Calment,
la persona que atesora el récord hoy en día, vivió hasta los 122 años y 164
días. Si acudimos a la lista de supercentenarios que elabora el Gerontology
Research Group, veríamos que once personas vivas, todas mujeres,
superarían el récord de Delina Filkins, siendo la más anciana Kane Tanaka
con 117 años y 113 días.[2] Y a José Pálido hoy en día le superarían muchos
de sus compatriotas. Sin embargo, una reciente investigación llevada a cabo
por el ruso Nikolai Zak pone en tela de juicio el récord de Jeanne Calment.
[3] Según él, su hija Ivonne habría usurpado la identidad de su madre al
morir esta; es decir, que Jeanne Calment no era en realidad Jeanne Calment:
la mujer fallecida en 1997 era su hija Ivonne. Y quien murió de verdad en
1935 no fue Ivonne sino Jeanne. A raíz de esta investigación existe un
polémico replanteamiento del límite de longevidad establecido por
Calment: desde hace 22 años que falleció, nadie se ha aproximado siquiera
a esa edad, teniendo en cuenta el constante aumento en el número de
supercentenarios y los avances médicos que han tenido lugar en todos estos
años. La segunda persona en la lista de las más ancianas de todos los
tiempos es Sarah Knauss, fallecida a los 119 años y 97 días, es decir con
tres años menos.[4] Después de Knauss, hay 21 personas de entre 117 y 116
años, un período en el que se comprimen las cifras y las personas
supercentenarias se suceden tan solo por meses o días de diferencia, tal y
como se repartirían los datos en una curva de distribución normal tipo
campana de Gauss, algo que no cuadra con esa diferencia de más de tres
años entre Calment y Knauss.
Por cierto que, en la lista antes citada de las 36 personas vivas más
ancianas del mundo, no aparece ni un solo hombre. ¿A qué se debe esta
aplastante mayoría de la longevidad femenina? Según datos de la
Organización Mundial de la Salud, hay factores sociales, como un mayor
consumo de tabaco y alcohol por parte de los hombres, siendo además estos
más propensos al riesgo: número más elevado de accidentes de tráfico (el
doble), muertes violentas (cuatro veces más) y suicidios (un 75 % más).[5]
Manuel Collado, jefe del laboratorio de Envejecimiento, Cáncer y Células
Madre en el Instituto de Investigación Sanitaria de Santiago de Compostela
(IDIS) aporta otra serie de razones. En su recomendable blog apunta que, si
bien suelen concurrir factores sociales y culturales, la distinta longevidad
entre hombres y mujeres tiene una innegable base biológica. Existen sólidas
evidencias de una contribución decisiva de las hormonas sexuales a la
longevidad en muchos modelos animales, contribución que puede hacerse
extensiva a los seres humanos. Collado aporta los estudios retrospectivos
con eunucos coreanos y con algunos internos en instituciones psiquiátricas
de Kansas (Estados Unidos), a los que en el siglo pasado se les practicaba la
castración; en ambos grupos su longevidad era mayor que la media
poblacional. Citando una investigación de la profesora de Neurología de la
Universidad de California, en San Diego, Estados Unidos, Dena Dubal,
Collado concluye que «por tanto la evidencia experimental confirma que las
hembras viven más tiempo gracias a la acción de sus hormonas sexuales,
pero (Dena Dubal) apunta a la existencia de una actividad promotora de la
longevidad codificada en el cromosoma X».[6]
Pero antes de descubrir El libro Guinness de los récords aquella lejana
mañana del día de Reyes, recuerdo que cuando era más pequeño (debía de
tener siete u ocho años), leí en algún sitio algo sobre una teoría que
postulaba que cada beso restaba cinco minutos de vida. Desconozco el valor
científico de este dato, probablemente ninguno, y cuáles serían las razones
para llegar a esgrimir esa hipótesis, aunque casi con total seguridad tendría
que ver con las bacterias que intercambian las bocas al besarse o con una
momentánea falta de oxígeno. Yo, impresionado por la posibilidad de que
mi vida se fuera acortando beso a beso, aunque por aquel entonces la
tuviera prácticamente sin estrenar, decidí mostrarme firme en la
preservación de mi existencia evitando de forma tajante los besos a partir de
ese momento; claro que, los únicos besos que a esa tierna edad daba y
recibía se limitaban a los besos en la mejilla de mis padres y de personas
próximas a nuestro entorno familiar. Cada vez que venía una visita a casa,
mis padres ya la avisaban, no sin cierta sorna, de que no recibirían ningún
beso mío y de que se abstuvieran igualmente de besarme. Este
comportamiento y las bromas que se derivaron del mismo, se convirtieron
en una constante durante bastante tiempo, una especie de rutina o ritual
asociado a cada una de las interacciones sociales y familiares que jalonaban
el día a día.
Es cierto, siempre me ha preocupado envejecer. Que llegara un día en
el que me mirara en el espejo y este me devolviera el reflejo del demoledor
paso del tiempo con una piel llena de arrugas, un pelo escaso y blanco, unos
ojos tristes y cansados y seguramente también, una expresión de estupor en
la cara al constatar que había ocurrido lo que nunca pensé que me ocurriría
a mí. Pero cuando uno es joven y se dedica a leer y a investigar sobre el
envejecimiento, lo hace desde una perspectiva científica, aséptica, como si
estudiara las migraciones de la mariposa monarca o las funciones de la
clorofila. Yo, después de mi fase de «no-besos», y de la admiración latente
a la hora de leer sobre los centenarios en el libro Guinness, continué de una
forma u otra interesado por el fenómeno del envejecimiento. Con todo,
además de esa actitud más neutra hacia lo que leía sobre el tema, en
ocasiones latía un sentimiento momentáneo de aprensión ante esa todavía
remota perspectiva de la decrepitud. ¿Se podrá hacer algo para evitar el
envejecimiento? ¿Existe algo parecido al elixir de la eterna juventud?
Durante esos años de ingenua mocedad, acariciaba la tenue esperanza de
que algún día un científico, o yo mismo, descubriera una forma de preservar
la juventud y de burlar el paso del tiempo. Podríamos decir que esta clase
de planteamientos intelectuales sobre la pérdida inevitable de la juventud,
estos temores atávicos sobre el advenimiento del deterioro y la esperanza de
alcanzar algún día la inmortalidad, son un fenómeno universal; es, en cierto
sentido, un arquetipo junguiano del inconsciente colectivo, sobre todo en lo
que concierne al temor a la muerte. ¿Quién no ha sufrido alguna vez esa
angustia ante la desaparición última? ¿Quién no ha buscado respuestas que
mitigaran en alguna medida la ansiedad ante la inevitable pérdida de la
vitalidad?
Pero aunque surjan esos destellos puntuales de aprensión en medio de
la asepsia, es a partir de cierta edad cuando la implicación emocional en
relación al fenómeno del envejecimiento comienza a ganar en intensidad.
Hay signos externos, más o menos visibles, que empiezan a aflorar de
forma insidiosa, como esas nubes negras que se insinúan en el horizonte de
lo que hasta hace poco tiempo era un cielo limpio y luminoso en un día de
verano. Nuestras cinturas se ensanchan, las líneas de expresión se hacen
más marcadas y extendemos el brazo cada vez más lejos para leer los
mensajes de WhatsApp. En realidad no sería un eufemismo afirmar que, si
a los sesenta años no te duele nada, es que estás muerto; es entonces cuando
ya no solo la implicación emocional, sino también la preocupación por
hacernos mayores transforma el estudio del envejecimiento en una cuestión
de vida o muerte, literalmente hablando.
A la gran mayoría de los que ya navegamos por esas aguas inciertas de
la «edad madura» nos interesa mucho todo este tema. Queremos saber por
qué la madre de ese amigo nuestro, con ochenta años, se mantiene en forma
y no toma ni una sola pastilla; o por qué esa actriz de cine que acaba de
cumplir setenta años sigue conservando una figura estilizada más propia de
una adolescente; queremos saber también qué come esa anciana que ha
salido en la televisión para llegar a los cien años. Desde aquella mañana en
la que los Reyes Magos dejaron junto a mis zapatos el libro Guinness,
siempre he ansiado averiguar el secreto que esconden algunas personas
afortunadas para conseguir esquivar al envejecimiento. Sabemos que tener
una alimentación sana es necesario, que el azar y los genes pueden ser
determinantes y que el ejercicio físico parece ser crucial para un
envejecimiento exitoso. También sabemos, o al menos intuimos, que la
psicología juega un papel muy importante. Como psicólogo, mi
planteamiento inicial al escribir este libro fue dilucidar el papel que juega la
mente en el proceso del envejecimiento: indagar acerca de si existe un rasgo
de personalidad concreto asociado a la longevidad, sobre el peso que puede
tener el optimismo o la depresión en la esperanza de vida, o en qué consiste
exactamente el ikigai o propósito de vida, que tantos años de vejez
saludable concede a los japoneses.
Pero a medida que leía e investigaba sobre todos estos temas, iba
emergiendo, al principio de manera sutil, una nueva y sorprendente variable
en la ecuación: la dopamina. Este neurotransmisor relacionado con la
motivación, la impulsividad y la búsqueda del placer, empezaba a dibujarse
como un actor con un inesperado papel protagonista en esa obra dramática
y coral que es el envejecimiento. Tan coral que el hecho de envejecer es una
intrincada red de interacciones, un proceso multifactorial tan complejo que
ningún factor aislado, bien sea la dopamina, la dieta, el ejercicio o
cualesquiera que se haya asociado a la longevidad, puede alzarse como
protagonista exclusivo. La dopamina no es una bala mágica, es cierto. Sin
embargo posee unas características que la convierten en una valiosa,
desconocida y fascinante clave para retrasar el envejecimiento, en una
inestimable herramienta para prolongar lo máximo posible nuestra
juventud.
Todo empezó pues con el estudio de la mente. A principios de los años
noventa, trabajaba como psicólogo clínico en el Centro de Investigación y
Terapia de Conducta (CINTECO) de Madrid. Trataba sobre todo a pacientes
con depresión y con problemas de ansiedad (sorprendentemente un número
muy alto de personas sufrían también agorafobia y ataques de pánico). La
depresión, un trastorno afectivo por desgracia cada vez más extendido en
nuestra sociedad, es prima hermana del envejecimiento; varios síntomas
típicos de esta enfermedad como son la anhedonia (dificultad para
experimentar placer), la tristeza, la pérdida de las ilusiones o un
procesamiento cognitivo de la información más lento de lo normal, se
asemejan bastante a lo que nos ocurre cuando nos hacemos mayores. La
depresión también puede acelerar el ritmo al que envejecemos acortando
nuestros telómeros (luego hablaremos sobre ellos) o reduciendo el tamaño
del hipocampo, una región de nuestro cerebro donde se asientan funciones
relacionadas con la memoria. La apatía es otra manifestación de la
depresión que está muy presente también en el envejecimiento. A partir de
la cuarta o quinta década de la vida, nuestros niveles de dopamina en el
cerebro inician un descenso acelerado. Este descenso, al igual que el de
otros neurotransmisores como la serotonina, es también característico de la
depresión. Cuando la disponibilidad de dopamina y serotonina decae, el
estado de ánimo se resiente, nos volvemos abúlicos y nos deprimimos.
Aubrey de Grey es un polémico investigador del envejecimiento que
saldrá a colación más de una vez a lo largo de este libro. Nacido en Londres
en 1963, estudió informática en el Trinity Hall de Cambridge, Inglaterra, y
fue contratado por la compañía de alta tecnología Sinclair Research para
trabajar en proyectos de inteligencia artificial. Sin embargo, poco tiempo
después comenzó a interesarse por la biología del envejecimiento, y en
concreto por el papel que desempeñan las mitocondrias, unos orgánulos
celulares que son como pequeñas centrales energéticas dentro de las células.
Su trabajo sobre las mitocondrias y el envejecimiento lo plasmó en el libro
titulado The Mitochondrial Free Radical Theory of Aging (La teoría del
envejecimiento a causa de los radicales libres mitocondriales), un trabajo de
tal envergadura que, en el año 2000, la Universidad de Cambridge le otorgó
el doctorado en Biología. Desde entonces, con su barba estilo Matusalén y
su larga melena recogida en una coleta, está decidido a acabar con el
envejecimiento. Su estilo es vehemente, y habla a un ritmo endiablado en
sus conferencias sobre cómo alcanzar la velocidad de escape de la
senescencia y zafarse así de las enfermedades de la vejez.
En una charla suya de Ted (una plataforma online de conferencias),
proyecta una diapositiva de la que también hablaremos largo y tendido en
su momento.[7] En la parte derecha de la imagen hay una fotografía con dos
ancianas sentadas y apoyadas sobre sus respectivos bastones, mientras que a
la izquierda unos niños juegan veloces persiguiendo un balón. La distancia
que separa estas dos fotografías representaría metafóricamente la esencia
del proceso del envejecimiento: cómo va afectándonos, a medida que nos
hacemos mayores, la progresiva pérdida de impulsividad, energía y
actividad, pérdida que obedece en gran parte a la disminución de la
dopamina. Y en este sentido, la reducción de la dopamina es consustancial a
la falta de ilusiones, a esa pérdida de impulsividad y energía o a la
capacidad de esforzarnos para conseguir una recompensa, un incentivo que
antes nos resultaba motivador. También esa disminución de la dopamina
contribuye a que se instaure, poco a poco, la apatía en nuestro día a día, a la
lentitud de nuestros movimientos, a la tristeza, a la decadencia de la
memoria, a la dificultad para experimentar placer y a la merma del aliento
vital. Esta sombría enumeración de síntomas presenta un sospechoso
parentesco con el fenómeno del envejecimiento. Por otro lado, aquellos
rasgos de la personalidad que intuíamos podían estar relacionados con la
longevidad, curiosamente lo están también con la dopamina, rasgos como la
extraversión, la impulsividad o el optimismo, entre otros. Y no es solo un
mero ejercicio de intuición, constataremos cómo las investigaciones y la
evidencia científica sobre la psicología de la personalidad otorgan a la
dopamina una gran importancia a la hora de explicar la longevidad. A lo
largo de estas páginas hablaré de alguno de los pacientes aquejados de
trastornos depresivos a los que traté en terapia y de lo que aprendí sobre su
enfermedad. La depresión y el envejecimiento se retroalimentan en una
sinergia perversa, es como echar gasolina a un fuego: un trastorno depresivo
en el contexto de la vejez es un enemigo peligroso que multiplica los
riesgos de padecer enfermedades y aumenta la probabilidad de morir.
Exploraremos por tanto la personalidad y los rasgos que correlacionan con
la longevidad; y lo que es más importante: de qué manera podemos cultivar
esos rasgos aunque no sean innatos a nuestro carácter y qué otros factores
de la personalidad como la motivación, el propósito de vida o ikigai y la
tolerancia a la frustración juegan a nuestro favor. La dopamina es clave en
una de las ideas centrales de este libro: por qué el declive de este
neurotransmisor precipita el abandono del impulso de hacer cosas e
involucrarnos en las actividades de la vida, cómo contribuye a que
caigamos en la apatía, al enlentecimiento de movimientos, a la pérdida de
energía y la capacidad de esforzarnos por conseguir nuestras metas; y por
último: cómo el declive de la dopamina nos roba la motivación y aumenta
el pesimismo y la dificultad para experimentar placer e ilusión. En
definitiva: cómo y por qué la pérdida de dopamina nos envejece.
El alzhéimer es una de las más crueles señas de identidad del
envejecimiento, una enfermedad mental degenerativa e incurable que, dada
la creciente esperanza de vida en muchos países occidentales, amenaza con
convertirse en una pesadilla globalizada. Además de destruir nuestra
personalidad y borrar nuestros recuerdos, también es capaz de infligir un
dolor devastador en los seres queridos, a quienes el enfermo de alzhéimer
ya es incapaz de reconocer en la fase final de la enfermedad. Son muchos
los factores que se barajan para explicar su etiología, desde la acumulación
de proteínas beta amiloide hasta la inflamación cerebral o una posible
infección por un virus como el del herpes. Recientes investigaciones están
poniendo de manifiesto que la disminución de la dopamina podría ser una
de las causas de la enfermedad de Alzheimer, un enfoque revolucionario y
que aporta una nueva luz a las teorías que existen hoy en día sobre su
misteriosa, desesperante y esquiva génesis. Le dedicaremos un capítulo
entero al alzhéimer, a sus posibles causas, a su inédita conexión con la
dopamina, a las enseñanzas que unas monjas nos legaron sobre esta
enfermedad y a la crueldad con la que destruye nuestra memoria y nuestra
alma.
Pero las concomitancias entre la dopamina y el envejecimiento se dan
además a otros muchos niveles diferentes. La disminución de la capacidad
de nuestro sistema inmunitario para defenderse de las infecciones y de los
múltiples enemigos que nos acechan es una consecuencia normal del
envejecimiento. Una simple gripe que a los veinte años no pasa de
postrarnos en la cama durante unos días, a los ochenta años puede
matarnos. El timo es un pequeño órgano situado en la parte superior del
tórax que modula y dirige nuestro sistema inmunitario y que se atrofia con
la edad. Una de las vías del sistema nervioso que se relaciona con el timo es
el sistema noradrenérgico que incluye, entre otras, a las neuronas
dopaminérgicas. Pues bien, la dopamina precisamente está muy involucrada
en las funciones que desarrolla el timo, jugando así un papel vital en
nuestro sistema inmunológico (y en consecuencia en nuestra capacidad de
supervivencia a medida que nos hacemos mayores y debemos lidiar con
diferentes agentes patógenos). Y aunque parezca increíble, algunas células
del sistema inmunitario como los linfocitos, tienen receptores específicos
para la dopamina. Este campo de estudio, que relaciona el sistema
inmunitario y la longevidad denominado inmunosenescencia, está ganando
en importancia a medida que se avanza en la comprensión de cómo nuestras
defensas pueden ser claves en la capacidad de resistencia ante las
enfermedades propias de la vejez.
La dopamina también podría reducir e incluso suprimir algunos tipos
de tumores cancerígenos. Los mecanismos de actuación se están
empezando a conocer ahora, y todo apunta a que estamos ante un horizonte
prometedor para hacerle frente a una de las enfermedades más letales como
es el cáncer.
¿Cuántas veces no habremos oído eso de que el amor rejuvenece? El
cortejo, el deseo, el enamoramiento están mediatizados por la dopamina.
Aunque suene a tópico burdo y manido, existen conexiones entre el amor, la
pasión y la posibilidad de prolongar los años más intensos de nuestra
juventud. De hecho, tal y como veremos cuando hablemos de las razones
por las cuales envejecemos, estamos diseñados, como organismos que viven
y aman, para reproducirnos. Y a la evolución y a la selección natural les
importa muy poco lo que nos ocurra como seres vivos una vez que finaliza
nuestra etapa reproductiva: los sistemas de mantenimiento y reparación
celular son ya superfluos cuando la época del amour fou ha pasado. Así que
no está de más que exploremos de qué forma un nivel adecuado de
dopamina nos ayuda a mantener viva la pasión.
Antes de todo eso analizaremos las teorías que explican el porqué
envejecemos. ¿Hay un programa genético que inevitablemente se activa
para hacernos envejecer cuando llegamos a cierta edad? ¿Somos entonces
víctimas de la obsolescencia programada como si fuéramos
electrodomésticos? ¿Por qué unos animales como las tortugas envejecen
con más lentitud que otros como los ratones? ¿Y por qué algunos seres
humanos conservan las mieles de la juventud durante más tiempo que
otros? Y lo que más nos importa: ¿Se puede retrasar el envejecimiento? La
restricción calórica, la metformina, la rapamicina, la telomerasa, el gen
FOXO3 o un pequeño roedor llamado rata topo desnuda, albergan muchas
de esas respuestas, y son una pequeña luz de esperanza en medio de la
oscuridad lóbrega de la muerte que siempre nos acecha.
Si la dopamina es la candidata ideal para convertirse en lo más
parecido a una bala mágica contra los achaques de la vejez, estudiaremos
con detenimiento qué es la dopamina, cuáles son sus rutas cerebrales y
dónde y cómo se sintetiza, qué funciones tiene y cómo las últimas teorías
están comenzando a desentrañar su verdadera naturaleza, que tiene un
alcance mucho mayor de lo que se creía hasta ahora. Para hacernos una idea
momentánea del poder de este neurotransmisor, hay parásitos que utilizan la
dopamina de su huésped para manipularlo hasta el punto de anular su
voluntad convirtiéndolo en una especie de zombi, en un esclavo. El ejemplo
por excelencia de estos parásitos es el Toxoplasma gondii, un protozoo que
tiene al gato como huésped principal y a quien necesita para completar su
ciclo vital. A pesar de su pequeño tamaño, cuando este protozoo ha
infectado a un roedor, modificará su comportamiento haciéndolo más
impulsivo para así ser devorado por un gato, y como veremos, eso se
consigue jugando con la dopamina de la pobre víctima.
Mi trabajo actual en el campo de las drogodependencias como
responsable del Plan de Prevención de Adicciones de la Diputación de
Valladolid, y en el que llevo más de veinte años, también me ha enseñado
mucho sobre la dopamina y sobre su poder. La dopamina explica el
irresistible atractivo que una droga tiene para un adicto. Cuando los niveles
de este neurotransmisor se ven alterados debido a la dependencia de una
determinada sustancia, como la cocaína, la nicotina o un opiáceo, por
ejemplo, esta sustancia pasa a ser la prioridad máxima, el centro del
universo del adicto; todos los recursos de su organismo se movilizarán para
conseguirla, abandonando parejas, trabajos, amigos y familias. Es la
dopamina (al igual que ocurre con esos parásitos) quien nos esclaviza para
poder obtener un chute más que equilibre el precario nivel del
neurotransmisor secuestrado por la droga. Si enseñamos a una rata a apretar
una palanca para obtener una pequeña cantidad de cocaína, una vez que
dependa de ella, ya no hará otra cosa que apretarla, hora tras hora, día y
noche, dejando de comer y copular hasta morir exhausta.
Recordemos a la doctora Anna Aslan y su exitoso elixir de la juventud
llamado Gerovital. Su nombre traspasó fronteras y llegó a convertirse en
una figura poderosa y admirada más allá de su Rumanía natal. Fueron
legión los personajes famosos que acudieron a ella para recuperar la
juventud perdida: Marilyn Monroe, John F. Kennedy, Fidel Castro, Dalí o
Neruda entre otros. A pesar de las dudas lógicas que generan en la
comunidad científica las supuestas virtudes rejuvenecedoras del Gerovital,
es muy probable que sus efectos estén relacionados con la inhibición de una
enzima llamada MAO (monoaminooxidasa). Esta enzima, que degrada la
dopamina, se mantiene estable hasta los treinta años aproximadamente y a
partir de ahí comienza a aumentar sus concentraciones a medida que
envejecemos. Inhibir esta enzima permite incrementar la disponibilidad de
la dopamina en el cerebro y tal vez aquí radica la clave del éxito de la
doctora Aslan.
La dieta y la actividad física serán examinadas en detalle, así como su
relación con la longevidad. Se han escrito miles de páginas sobre cómo lo
que comemos influye a la hora de sumar o restar años a la vida. Si bien es
cierto que una alimentación adecuada tiene su importancia si queremos
tener una vida larga y sana, en demasiadas ocasiones los estudios sobre
nutrición arrojan más dudas que certezas. Las continuas contradicciones
que presentan muchos de estos estudios nos deben hacer reflexionar, y no
considerar como evidencias lo que puede que sean meras correlaciones sin
una relación causa-efecto. La actividad física y el ejercicio, por el contrario,
emergen a medida que avanzan las investigaciones sobre longevidad, como
un potente factor de enorme magnitud. Giuseppe Ottaviani, Hugo Delgado
o Robert Marchand, de los que hablaremos en breve, son ejemplos vivientes
de personas que han vencido a los estragos del tiempo. Ellos nos
acompañarán iluminando parte del camino y nos ayudarán a desentrañar los
misterios de la longevidad y la supervivencia. Todos tienen algo en común:
hacen del ejercicio físico el leitmotiv de su vida y la mayoría empezó a
ejercitarse muy tarde, de alguna forma transmitieron a sus cuerpos el
mensaje cifrado de que todavía es primavera en la sabana y que deben
seguir cazando y corriendo detrás de las gacelas.
La dopamina podría estar implicada, no solo en el retraso del
envejecimiento, sino también en la capacidad de alargar la vida. Joseph
Knoll fue un médico e investigador húngaro que dedicó su vida a estudiar
los efectos de una sustancia denominada deprenilo. Al igual que el
Gerovital de la doctora Aslan, esta sustancia inhibe la enzima MAO (en este
caso una modalidad de esta enzima denominada MAO-B). Gran parte de
sus experimentos y los de otros investigadores que estudiaron también el
deprenilo, demostraron una y otra vez que era posible alargar la vida
máxima de un mamífero. Inexplicablemente estas investigaciones apenas
han tenido repercusión internacional; la estela de la guerra fría y del telón
de acero tiene parte de culpa del ostracismo que envolvió a Knoll. Él mismo
tomó deprenilo durante muchos años, hasta su fallecimiento en 2018 a los
93 años. Conservó la lucidez y la actividad investigadora hasta el final de
sus días: su último artículo científico lo publicó pocos meses antes de morir
en la prestigiosa revista Life Science.
En definitiva, un neurotransmisor llamado dopamina inicia un
descenso progresivo en nuestro cerebro a partir de la mediana edad. Su
disminución gradual e imparable está relacionada con fenómenos que son
inherentes al proceso del envejecimiento: la motivación para implicarnos en
las actividades cotidianas decrece, la facultad de ilusionarnos y
experimentar placer van menoscabándose año a año, la probabilidad de
padecer depresión y acelerar el deterioro se aproxima veloz a cada vela que
añadimos a la tarta de cumpleaños, asistimos a una merma insidiosa de
iniciativas, relaciones sociales y aficiones postrándonos en un cómodo
sillón, debilitando sin ser conscientes de ello la capacidad de reacción y la
toma de decisiones. La dopamina modula la personalidad para
comportarnos de manera extravertida, positiva y optimista y sortear el
deterioro. El alzhéimer, uno de los principales azotes de la humanidad,
puede tener su origen precisamente en la pérdida gradual de dopamina.
Además, aspectos tan inherentes a la buena salud y a la conservación de la
juventud como son el sexo o la fortaleza de nuestro sistema inmunitario,
dependen en cierta medida de unos niveles adecuados de dopamina. Por
último, investigaciones misteriosamente ignoradas, demuestran la
capacidad de este neurotransmisor para alargar la vida. Es cierto, la
dopamina no es la solución para todos los males que acechan en el otoño de
nuestras vidas, pero es indiscutible que conservarla lo máximo posible nos
asegurará una existencia más larga y plena de salud y felicidad.
2.- FOREVER YOUNG ¿QUIÉN NO
QUERRÍA SER ETERNAMENTE JOVEN?

Nuestro compromiso ideológico con la vida humana nunca nos permitirá aceptar la
muerte humana sin más. Mientras la gente muera de algo nos esforzaremos por derrotarla.

Yuval Noah Harari [8]

En septiembre de 2014 se extendió como la pólvora un estudio de la


OCU en el que, tras evaluar varias marcas de cremas antiarrugas, juzgó
como ganadora a una de la cadena Lidl que era, curiosamente, una de las
más baratas (2,99 euros el envase). La noticia provocó una avalancha de
compradores que agotó todas las existencias en apenas unas horas. Fue tal
la locura colectiva para conseguir esta crema, que a pesar de reponer una y
otra vez el producto en los viales con miles de unidades y restringir la
compra a solo dos por persona, volvía a agotarse al poco tiempo. Cinco
años antes, en el Reino Unido, sucedió algo parecido con una crema
antiarrugas de la marca Boots que, al parecer, había sido sometida a pruebas
de laboratorio que demostraban su eficacia. Esta información consiguió que
se formaran colas interminables en las puertas de los comercios desde las
cinco de la mañana. El producto en cuestión se llamaba «Nº 7 Protect &
Perfect» y costaba 19,75 libras, un precio contenido para un elixir
milagroso, lo que a buen seguro favoreció que en solo dos semanas se
agotaran las remesas de todo un año.
Los norteamericanos se gastan unos 25 000 millones de dólares al año
en suplementos vitamínicos y antioxidantes (y eso teniendo en cuenta,
como ya veremos más adelante, su dudosa efectividad). Según Marisa
Manzano, dermatóloga de la Sociedad Española de Cirugía Plástica
Reparadora y Estética (SECPRE) «entre un 20-30 % de los españoles se ha
realizado algún tratamiento antiaging, incluyendo tanto medicina estética
(láser, toxina botulítica, rellenos, vitaminas, etc.) como estudios y
tratamientos (estudios genéticos, telómeros, hormonales, ácidos grasos,
nutricosmética, etc.)». [9]
Veamos dos muestras más del mercado que mueve el
antienvejecimiento, un mercado que se calcula en más de 300 000 millones
de euros para el año 2021.[10] Una empresa denominada «Ambrosía»
anunció a principios de 2019 que dejaría de administrar inyecciones con
plasma de jóvenes a quienes podían pagar entre 8 000 y 12 000 dólares por
tratamiento. La FDA de Estados Unidos (Food and Drug Administration
Administración de Alimentos y Medicamentos) había informado
previamente que dichas inyecciones no tenían beneficios clínicos
comprobados. Por otro lado, la start up Celularity ha conseguido unos 250
millones de dólares de inversores tecnológicos para investigar sobre células
madre y su aplicación en el envejecimiento.
Los avances médicos han contribuido, de manera sustancial, a
aumentar la esperanza de vida hasta extremos inimaginables hace tan solo
un siglo. Desde 1840 la esperanza de vida al nacer ha aumentado unos tres
meses cada año. Por ejemplo en Suecia, en ese año, la esperanza de vida era
de 45 años para las mujeres y hoy en día es de 83. Todos los países
occidentales siguen una tendencia parecida, así en Estados Unidos, a
principios del siglo XX, la esperanza de vida al nacer era de 47 años; hoy
en día, un niño estadounidense al nacer aspira a vivir al menos hasta los 79
años. Si continuamos añadiendo tres meses más de vida por cada año
transcurrido, antes de fin de siglo la mayoría podrá soplar cien velas sin
problemas. Aun así, no es nada fácil llegar a centenario. Aproximadamente
solo una de cada 6 000 personas lo consigue, cifra que podemos expresar de
otra forma más gráfica y esclarecedora: de cada millón, solo 170 personas
podrán cumplir cien años. Siendo admirable llegar a esa cifra mágica y
psicológica de la centena, lo es todavía más llegar a un escalón superior,
una tierra de nadie que solamente unos pocos pueden hollar. La categoría
de supercentenarios engloba a aquellas personas que han cumplido 110 años
o más. En este caso la posibilidad es de uno entre cinco millones, o dicho de
otra forma: tan solo una persona de cada mil centenarios llegará a
supercentenario.
Que haya aumentado tanto la esperanza de vida implica que la vejez
abarca una cada vez más amplia horquilla de años. Si situamos el límite
inferior en los 65 años, por el simbolismo que posee al asociarse a la edad
legal de la jubilación, y el límite superior en los 100, estamos hablando
entonces de 35 años, más de un tercio de toda nuestra existencia, tercio que
viviremos en calidad de ancianos. No es de extrañar pues esa preocupación,
muy a menudo transformada en obsesión, por detener o incluso revertir el
envejecimiento. La venta de cremas antiarrugas de las que hablábamos
antes, es una pequeña muestra de esa guerra sin cuartel contra el paso del
tiempo. El número de científicos dedicados al estudio de la longevidad ha
crecido exponencialmente, y con ellos el volumen de trabajos dedicados a
investigar por qué envejecemos, y sobre todo, a descubrir el anhelado
milagro de conservarnos jóvenes. Baste decir que en el año 1995 se
publicaron 7 000 estudios sobre este tema, que aumentaron a 12 000 en
2005 y que han pasado a ser 21 000 en 2015.[11]
No cabe duda de que por debajo de tanto esfuerzo y tanto dinero
invertido en la investigación sobre la longevidad, late siempre el miedo a la
decrepitud, y por supuesto el terror a la muerte. Si lo pensamos bien, esa
aprensión ante el deterioro y el temor a la desaparición última están
inscritos en los genes de cualquier criatura viviente; desde una acacia de la
sabana africana que desarrolla su sistema defensivo de espinas para evitar
que sus hojas sean devoradas por las jirafas, hasta una tortuga con su
protector caparazón; todos los seres vivos buscan desesperadamente
esquivar a la muerte y perpetuarse lo más posible. Al menos hasta ser
capaces de reproducirse y transmitir sus genes a la siguiente generación.
Este enfoque, ser meros vehículos transportadores de nuestros genes, está
expuesto de forma brillante por Richard Dawkins en El gen egoísta.[12]
Personas, animales y plantas, todos los seres vivos han desarrollado,
durante millones de años de evolución, mecanismos biológicos y estrategias
de supervivencia. No es extraño pensar, por tanto, que nosotros, impelidos
por el mismo instinto de conservación, estemos obsesionados por alcanzar
la inmortalidad. En este orden de cosas es lógico considerar que la religión
y la idea de Dios, como un ser superior capaz de prometernos la vida eterna,
sean constructos comunes a casi todas las culturas de la Tierra. Desde el
embalsamamiento de las momias egipcias hasta la resurrección de Lázaro,
pasando por los hechizos, la magia, los ritos funerarios y muchas otras
manifestaciones mitológicas, las religiones proclaman la promesa de una
balsámica eternidad, o al menos, la esperanza de liberarnos de la angustia
existencial a la muerte, a desaparecer, a la nada.
En febrero de 2011 la portada de la revista Time rezaba «2045: El
hombre se vuelve inmortal», sentencia que destacaba sobre la imagen de
una cabeza rapada por cuya nuca afloraba un tubo, dándole al conjunto una
inquietante apariencia de cyborg postapocalíptico. En páginas interiores, el
visionario creador de la Universidad de la Singularidad Ray Kurzweil,
afirmaba que la inteligencia artificial será en 2045 mil millones de veces la
suma de toda la inteligencia humana que hay en la actualidad. Para él, ese
incremento similar a la Ley de Moore con los procesadores,[13] permitirá
lograr la inmortalidad, ya que en su opinión «la vejez es una enfermedad
curable, los limites biológicos imponen problemas que, aunque difíciles,
son tratables».
En octubre de 2014 el semanario The Atlantic mostraba un enfoque
diferente con su artículo titulado «What happens when we all live to 100?»
(¿Qué ocurrirá cuando todos vivamos 100 años?). En este artículo se
informaba de varias empresas destinadas a la búsqueda de la inmortalidad,
haciendo hincapié en Calico (California Life Company), filial de Google,
que cuenta con unos fondos de más de 1 000 millones de dólares para
investigar, entre otras cosas, un gen denominado FOXO3, gen que
analizaremos en profundidad en otra parte de este libro. Es interesante lo
que plantea este artículo, al analizar los retos con los que se deberá lidiar al
aumentar la esperanza de vida. A este respecto, presenta el dato de que
Medicare y Medicaid (dos consorcios de seguros de Estados Unidos),
gastan alrededor de 150 000 millones de dólares anuales en pacientes con la
enfermedad de Alzheimer, y es muy preocupante constatar que esta cifra
podría triplicarse en los próximos años. Al margen del alzhéimer, ya es
alarmante la atención que el alto número de ancianos requerirá de los
servicios sociales así como los gastos sanitarios correspondientes. Para Jay
Olshansky, un experto en estadística poblacional, el número de
estadounidenses de 65 años o más, 43 millones actualmente, podrá alcanzar
los 108 millones en 2050; esto es como añadir tres Floridas más, habitadas
en su totalidad por personas ancianas (Florida es un estado de Estados
Unidos que acoge a muchos jubilados por su benigno clima, sus excelentes
complejos urbanísticos adaptados a la tercera edad y por el gran número de
campos de golf).
En mayo de 2015 otra revista norteamericana, Newsweek, publicaba
una portada provocadora: a una calavera con unas gafas de sol rosas estilo
popart, le acompañaba la leyenda «Never say die», que podría traducirse
como ‘nunca digas morir’. Según un artículo de esta revista, al parecer a
Kurzweil le siguen muchas otras figuras destacadas de Silicon Valley en
esta cruzada por la inmortalidad, como por ejemplo Peter Thiel, el
multimillonario cofundador de PayPal que planea vivir hasta los 120 años,
Dimitry Itskov, quien controla la mayor parte de las redes rusas de Internet
y que afirma que su objetivo es llegar hasta los 10 000 años o Larry Ellison,
cofundador de Oracle que ha donado más de 430 millones de dólares para
investigar el envejecimiento, absolutamente convencido de que es
incomprensible resignarse a ser mortal, lo mismo que piensa Sergei Brin el
cofundador de Google.
En nuestro país, raro es el día que no aparece en los medios de
comunicación alguna noticia relacionada con la longevidad y con la
búsqueda de la eterna juventud, desde la última dieta que alarga
milagrosamente la vida, hasta una nueva modalidad de ejercicio físico que
nos mantendrá siempre jóvenes, pasando por los últimos avances científicos
en cuanto a los suplementos antioxidantes. Valga como muestra
significativa el artículo «Ciencia de la Longevidad, un trending topic»
firmado por uno de los mayores expertos de medicina antienvejecimiento
de nuestro país, el Dr. Ángel Durántez.[14] En dicho artículo se da cuenta de
la cantidad de congresos, encuentros y reuniones que acontecen a lo largo
del año y en los que participan los mayores expertos a nivel mundial sobre
la lucha contra el envejecimiento. El Longevity World Forum de Valencia o
el Longevity Leaders Conference de Londres son dos de los eventos más
importantes, coincidiendo el primero en el tiempo (noviembre de 2019) con
la jornada Investing in the Age of Longevity. Como indica el Dr. Durántez:

Esta jornada está organizada por Juvenescence, una joven


compañía que fue noticia este pasado verano en medios tan poderosos
como Finantial Times o Wall Street Journal en los que se anunciaba la
obtención de 100 millones de dólares para la búsqueda de
tratamientos antienvejecimiento con células madre, tejido linfático o
fármacos senolíticos.
Pero por desgracia, también la ciencia de la longevidad es un terreno
abonado para la proliferación de charlatanes y visionarios. En el Oeste
americano, los vendedores de tónicos capilares se aprovechaban de la
ingenuidad de aquellos incautos alopécicos que se aferraban a la esperanza
de un milagro. Cuando ansiamos sanar de una enfermedad incurable, cubrir
una carencia que suele ser angustiosa para algunos hombres, como la
calvicie o recuperar la juventud perdida, somos capaces de abandonar
nuestros principios racionales y creernos lo que con tanta desesperación
deseamos creer. Durante toda la historia de la humanidad se ha perseguido
el elixir de la eterna juventud. Hoy en día, la muerte de la muerte, es el
nuevo tónico capilar que promete milagros que, de momento, son
imposibles. Apóstoles de la vida eterna como José Luis Cordeiro declaran
que estamos próximos a lograr el sueño más valioso, el de la inmortalidad.
[15] Sus tesis, en mi opinión, adolecen de una metodología mínimamente
científica y abundan en buenas intenciones e ingenuidad. Miles y miles de
millones de euros gastados en cremas rejuvenecedoras, en tratamientos
antiaging en clínicas privadas, en suplementos y antioxidantes. Miles de
millones gastados en cirugías reparadoras, en bótox, en ácido hialurónico y
colágeno, en gimnasios y dietas milagrosas. Retener lo más posible el
divino tesoro de la juventud es, ya no solo un arquetipo universal, sino el
arquetipo universal por excelencia y el sueño más anhelado desde que el
Homo sapiens adquirió la conciencia sobre sí mismo. También
invariablemente cada año salen a la venta un buen número de libros sobre el
envejecimiento. Unos cuantos llevarán en su portada, junto a esa palabra,
otras como «detener» o «retrasar», incluso los más valientes y osados
incluirán la de «revertir». Otros muchos títulos jugarán con el binomio de
«eterna juventud», acompañado en este caso de «el secreto», «el elixir», «el
descubrimiento» o «los ritos tibetanos para alcanzar la…». Libros que
aluden a fenómenos más específicos, como las zonas del mundo que
concentran a un número inusualmente alto de centenarios y sus causas
ahora por fin reveladas. Se publican también libros que exploran la
personalidad y las costumbres de los ancianos sanos buscando una receta
mágica, un denominador común que pueda explicar hechos singulares y
deseados. Libros científicos que estudian el papel de los telómeros, las
mitocondrias y las células madre. Otro tipo de libros, sin embargo, se
centran en dos aspectos que en el fondo confluyen en el mismo lugar
común: las dietas y el ejercicio físico. Tal es el tirón y el interés que
despierta el envejecimiento, que hasta una editorial publicó dos libros con
contenidos casi idénticos, pero cambiando en uno de los dos, el nombre del
autor por otro inventado.[16]
Mi madre tiene 88 años y vive en una residencia de ancianos situada
en el centro de la ciudad. Cuando acudo a visitarla y veo a los ancianos
agarrados a sus andadores, haciendo cola en la rampa que conduce al
comedor para ir a cenar, me asalta una sensación cercana al alivio. No
puedo evitar pensar que yo, como contraste a este grupo de personas
envejecidas, «todavía» soy joven; todavía puedo conducir, trabajar o entrar
y salir de los comercios sin que me compadezcan por mi torpeza o mi
cuerpo enjuto, mi cerebro aún funciona razonablemente bien, me ilusiono
ante un fin de semana que se presenta con planes más o menos
emocionantes y no padezco enfermedades. Siempre que estoy en la
residencia rodeado de ancianos, o cuando me cruzo con alguno por la calle,
tengo el mismo pensamiento fugaz: «yo me libraré, a mí no me alcanzará».
Y cuando pienso en todo esto (la ilusa percepción de que por alguna razón
vamos a vencer al enemigo) acude a mi mente a veces un recuerdo de mi
niñez. Hubo una temporada que se puso de moda en mi colegio un juego
durante los recreos, yo debía de tener por aquel entonces once o doce años;
el juego consistía en que el que la quedaba tenía que ir tocando a los demás
para que la quedaran también, en una suerte de contagio colectivo que se
iba extendiendo como una mancha humana por el patio. A medida que más
niños la iban quedando, iban formando cadenas de tres o más unidades que
se desplazaban veloces infectando a todos los que rozaban a su paso. En
consecuencia, a cada minuto que transcurría resultaba más difícil escapar y
correr por el patio sin ser cazado por alguna de esas cada vez más
abundantes cadenas infantiles. Pero a mí se me daba muy bien ese juego,
tenía la suficiente agilidad y capacidad de anticipación como para salir
indemne, incluso en algunos instantes, llevado por la euforia de la
supervivencia, me sentía como una especie de cervatillo correteando libre
por el campo, lejos de la amenaza de los depredadores a los que había
esquivado. Ese recuerdo de correr en libertad, de haber sorteado el acoso
que se cernía inquietante sobre mí, lo asocio sin querer con los ancianos de
la residencia, como si acariciara el ingenuo privilegio secreto de dar
esquinazo a ese deterioro que ya se aproxima, como si yo atesorara algún
tipo de magia o un elixir de la juventud que me va a proteger de padecer las
pérdidas de la vejez.
Sin embargo, a mí también me acabará llegando el momento de ser
atrapado por alguno de esos niños que corrían veloces por el patio de mi
infancia. El cómo me vaya llegando a mí y a todos nosotros ese momento es
variable y depende de múltiples factores: nuestro estilo de vida, los genes
que portamos, el azar… los márgenes son en realidad amplios y flexibles y
en cierto sentido también controlables. Dentro de estos márgenes están
comprendidas dos maneras de envejecer muy distintas, como fueron las de
mi padre y mi madre. Mi madre está bastante bien para su edad: camina
despacio ayudada por un andador y le falla un poco la memoria, pero su
actitud es positiva, le gusta la residencia en la que vive y no suele quejarse
de sus achaques. Mi padre, por el contrario, puede ser un triste ejemplo de
cómo esa flexibilidad existente en los procesos del envejecimiento entraña
en ocasiones altas dosis de crueldad. Yo viví muy de cerca el gradual e
insidioso deterioro de mi padre, su inexorable viaje al País de Nunca Jamás.
Fue un proceso lento, predecible, una secuencia fatal que le resultará
familiar a muchas personas, que como yo, han presenciado impotentes
cómo se consume la vida de sus seres queridos. Día a día, a cada minuto, a
cada segundo, su existencia se iba deshilachando en una sucesión de
dolencias, incapacidades, ausencias y sometimientos, dejándose además por
el camino su dignidad y la esencia de lo que lo hacía humano. Cuando aún
no era muy mayor, recuerdo un día que estábamos toda la familia en su casa
cenando el día de Nochebuena. Sentados a la mesa, y ya en los postres, él
alargó la mano para alcanzar su copa de vino. Observé un leve temblor
cuando agarró la copa y se la llevó a los labios y me estremecí. Pero aun
siendo alarmante la sospecha de que padeciera una enfermedad
neurodegenerativa, la enfermedad de Parkinson por ejemplo, fue
igualmente desolador ver cómo él, consciente de lo que ocurría, intentara
disimular, atenuar el temblor como si así, ocultándolo, este pudiera
desaparecer con el tiempo, como un catarro o una alergia primaveral. En
esos momentos me imaginé cómo se tuvo que sentir: mostrar delante de
todos nosotros la inevitabilidad de su incipiente enfermedad, la
imposibilidad de demorar por más tiempo lo que ya era para él, desde hacía
meses, un secreto a voces.
El principio del fin tuvo su continuidad con una sintomatología
acuciante, como un fuerte del Séptimo de Caballería siendo atacado por los
pieles rojas desde todos los flancos posibles, sin tregua y sin piedad,
derribando una a una todas las defensas… hasta la rendición final. A los
temblores le siguió una dificultad progresiva para caminar: su marcha se
hacía con el tiempo más lenta y también más torpe. Le costaba levantarse
del sillón y su deambular era, con el transcurrir de los días, más inseguro,
sobre todo a la hora de salvar los bordillos de las aceras o de subir y bajar
escaleras.
Unos meses más tarde, en verano, un día nos fuimos toda la familia de
excursión a una playa cercana. Después de comer en un chiringuito y de
una amena y agradable sobremesa (en la que todos le insistíamos a mi padre
sobre su necesidad de hacer ejercicio y tomarse en serio su estado físico),
decidimos darnos un último baño. El sol de la tarde brillaba ya algo
debilitado sobre la ondulada superficie del mar y una ligera neblina de
espuma se elevaba entre las olas cuando rompían en la orilla. Tras un breve
chapuzón me senté sobre la toalla y observé a mi padre, que parecía
presentar algunas dificultades para salir del agua. Permanecía de rodillas, y
a cada embate marino, intentaba incorporarse aprovechando el empuje y la
fuerza del mar. No quería pedir ayuda y, aunque pareciera que jugara con
las olas, la sensación que daba era que estaba realmente en apuros. Me
quedé a la espera para intervenir, con la angustia de reconocer cómo se
alzaba un mojón más en su autopista directa hacia el horror. Resultaba
patético, humillante y cruel. Ya no disponía de la fuerza ni del equilibrio
suficiente como para ponerse de pie y escapar del mar.
Por desgracia, esa tarde fue una pequeña muestra de todo lo que vino
después. Le diagnosticaron principio de alzhéimer en una de las miles de
visitas que hicimos a los hospitales y a las consultas de médicos de
diferentes especialidades. Dejó de andar definitivamente. Necesitaba ayuda
para ir al baño y para limpiarse. Le tuvimos que poner unas barreras para
que no se cayera de la cama por la noche. A veces se despertaba en mitad
de la noche y comenzaba a chillar y a insultar a mi madre, la increpaba para
que le liberara, la acusaba de que le estaba engañando con otro, en medio de
incoherencias aún peores y de ofensas desgarradoras. Mi padre, que jamás
había insultado a nadie y que nunca había levantado la voz.
Claudicamos y le llevamos a una residencia. Todos sus días se
convirtieron en el mismo: una suma de horas muertas y miradas perdidas,
un yo cada vez más destruido, una identidad que se iba volatilizando hasta
reducir a mi padre a algo muy diferente a la maravillosa persona que había
sido. Lo peor era cuando iba a visitarle los domingos, que era el día en el
que no tenían actividades ni terapias. Todos los ancianos estaban en una
sala grande presidida por una televisión encendida con el volumen muy
alto. La mayoría de los residentes permanecían postrados en sus sillas de
ruedas, muchos dormitando, otros mirando a la televisión con una expresión
vacía; algunos se entregaban a un monólogo inaudible y confuso mientras
realizaban movimientos estereotipados y un rastro de saliva se deslizaba por
la barbilla. Viendo aquello resultaba muy difícil pensar que todas esas
personas, tiempo atrás, disfrutaron de una vida plena, amaron, se
embarcaron en proyectos laborales de más o menos envergadura,
organizaron viajes para irse de vacaciones, albergaron sueños. Cuando por
fin divisaba a mi padre y le veía allí, absorto y resignado a su niebla mental,
sentía una lástima infinita por él. Iba a su encuentro como si le rescatara de
entre las ruinas humeantes de una civilización agonizante o de entre los
restos de un naufragio. Verle reducido a ese estado, con una bolsa de orina
colgando del lateral de su silla de ruedas, sin tener conciencia de en qué día
vivía o si era verano o invierno, con la única expectativa de irse a dormir
para no despertarse más, era devastador. Envejecer en estas condiciones
puede llegar a ser el infierno en su acepción más literal: un conjunto
deprimente de padecimientos, pérdidas, humillaciones y enfermedades
degenerativas que, como una carcoma, va minándonos hasta despojarnos de
todas las cualidades que nos hacen seres humanos. La diferencia entre mi
padre y mi madre, en sus respectivos procesos de envejecimiento, muestra
en gran medida la importancia de la personalidad y la actitud a la hora de
envejecer, la capacidad de resiliencia y la forma de afrontar el deterioro.
El que fuera catedrático de Cirugía de la Universidad de Yale, en
Estados Unidos, Sherwin B. Nuland, en su maravilloso libro El arte de
envejecer nos da su opinión sobre la relatividad de la vejez y la influencia
de los factores de índole psicológica:

Ninguna cifra puede definirnos como de mediana, tercera o


anciana edad: solo podemos ser definidos por aquello en lo que nos
hemos convertido. Sea lo que sea lo que la vejez pueda representar
para nosotros, por encima de todo es un estado mental.[17]

Este mismo autor trata en detalle el tema de las expectativas y las


profecías autocumplidas. Para él, nuestra actitud ante el paso de los años
está influenciada por las expectativas que tiene la sociedad, y si estas son
bajas para los mayores de sesenta años en cuanto a inactividad,
sedentarismo, etc. producirán una espiral descendente de «falta de uso» que
acelerará el deterioro. Nuland detalla el papel de nuestras expectativas al
afirmar que, si uno se imagina la vejez como un período sedentario e
inactivo, sufrirá el castigo de la pérdida de densidad ósea y de musculatura,
que le conducirá a una inactividad todavía mayor. Por el contrario, si
imaginamos la vejez como un período en el que nos podemos involucrar en
diferentes actividades físicas, obtendremos la recompensa de mayor fuerza
muscular y densidad ósea que nos permitirá adquirir un mayor nivel de
actividad. Es, en definitiva, una profecía autocumplida. Trataremos a fondo
el tema de las expectativas más adelante. Nuland nos relata también el caso
de De Bakey, un cirujano longevo que seguía en activo a los 96 años.
Además de la suerte o de sus buenos genes, De Bakey consideraba otros
factores de índole psicológica de gran importancia en la longevidad:

La curiosidad y la búsqueda del conocimiento constituyen fuerzas


vitales trascendentes (casi podríamos decir espirituales). En ellas hay
un componente motriz, ya que te impulsa intelectualmente y, en cierta
medida, psicológicamente. El cerebro influye en el cuerpo de formas
que todavía no conocemos.[18]

En cierto sentido, envejecer es también lo contrario a la armonía de la


belleza que crece ordenadamente. La primavera en la naturaleza simboliza
el inicio de la vida, cuando los trinos de los pájaros inundan el aíre en pleno
cortejo amoroso, cuando el paisaje se llena de árboles renacidos y miles de
colores alfombrando los prados; la vida palpita y la juventud se inflama con
pasiones intensas; la atmósfera es cálida y la luz se refleja en los ojos
limpios de los que todavía tienen un futuro por delante que parece infinito.
La insultante juventud se asemeja a esa primavera que bulle llena de
promesas y criaturas impulsadas a amar y a cumplir con el dictado genético
de perpetuarse. La vejez, por el contrario, se presta a metáforas otoñales de
luces declinantes al atardecer y ramas desnudándose de sus hojas ocres. Es
muy fácil doblegarse a las interpretaciones deprimentes, es humano también
observar la vejez con la nostalgia de lo que perdemos, con la tristeza de esa
alegría juvenil conservada en nuestros recuerdos. Jonathan Weiner lo
expresa de manera sutil y con exquisita sensibilidad en un pasaje de su
magnífico libro Aferrados a la vida:
Si examinamos detenidamente organismos en proceso de
envejecimiento vemos variaciones interminables, deprimentes,
imprevisibles sobre el tema de la decadencia (…) El hecho de que las
rosas se marchiten es tan inestable y desordenado como regular y
preciso es su florecimiento. En el desarrollo vemos el genio de la vida
y en su lenta destrucción vemos el caos.[19]

Podemos definir la vejez como queramos (siempre tendrá un


componente subjetivo), como algo aterrador y como esa lenta destrucción
que lleva al caos, o como una prometedora etapa de segundas
oportunidades, un remanso de paz después de una existencia plena donde la
ganancia de experiencia y la capacidad de relativizar los contratiempos y las
renuncias sean un privilegio adquirido. El cineasta Ingmar Bergman dijo
una vez que «envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube
las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y
serena». Hay estudios que afirman que la mayor felicidad en el ciclo vital se
da precisamente a partir de los cincuenta años, manteniéndose e incluso
aumentando ligeramente con la edad. Para algunos investigadores, la
felicidad dibuja un ciclo en forma de «U», es muy alta durante la primera
juventud y va decreciendo con los avatares de la vida adulta hasta caer a lo
más bajo alrededor de los cuarenta años, remontando de nuevo a partir de
los cincuenta. Según un estudio de Andrew J. Oswald y David G.
Blanchflower, en el que se evaluó a más de 500 000 personas, a medida que
envejecemos somos más felices: la ansiedad y la impaciencia se atenúan,
sabemos diferenciar lo que realmente es importante, somos más
benevolentes con nuestros errores y también más sabios. [20]
En consecuencia, el enemigo no es el envejecimiento per se, sino el
envejecimiento cuando este se transforma en un paseo por el infierno con
andador. Mientras la ciencia no avance lo suficiente envejeceremos, pero
existen muchas formas de envejecer y la mayoría dependen de nuestro
estilo de vida. Permanecer con salud el último tercio de nuestra existencia
puede constituir una etapa feliz y absolutamente plena; cuanto más nos
cuidemos, más arrinconaremos los déficits y las enfermedades al final del
todo, en el último recodo del camino, comprimiendo de este modo la
morbilidad. Como indica el experto en medicina antienvejecimiento el Dr.
Ángel Durántez «de los 30 años de vida extra conseguidos en los últimos
100 años, únicamente 27 meses lo son de salud plena. Esto quiere decir que
casi 28 de los 30 años ganados los pasamos con dolencias y patologías
añadidas».[21] La idea es, por tanto, mantener una actitud beligerante ante el
envejecimiento para retrasar lo más posible el deterioro y las enfermedades,
haciendo todo lo que esté en nuestras manos para no ser arrastrados mar
adentro.
Respecto a aquellos juegos de mi infancia en el patio del colegio y
sobre el deseo inconsciente de sortear la vejez, hay un diálogo muy
ilustrativo de la serie de televisión El método Kominsky. Michael Douglas y
su inseparable amigo interpretado por Alan Arkin acuden a un funeral.
«¿Sabes que este es el cuarto funeral al que voy este mes?», le dice
Michael, a lo que su interlocutor responde «a nuestra edad a eso se le llama
vida social». Cuando ambos, vestidos con traje oscuro, llegan junto al
féretro abierto y miran al cadáver, Arkin dice «cada vez que un amigo se
muere me siento como el ganador de un concurso, pienso ¡aha yo he vivido
más, te he ganado!».[22]
3.- ¿POR QUÉ ENVEJECEMOS?

Sin embargo, lo que había sabido no era nada comparado con el ataque inevitable que es
el final de la vida. De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a
los que había conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de pesar,
pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y terror, de haber conocido
cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro tiempo había sido vitalmente suya, y la
manera sistemática en que eran destruidos, habría tenido que permanecer junto al teléfono
todo el día hasta la noche, haciendo otro centenar de llamadas por lo menos. La vejez no es
una batalla; la vejez es una masacre.

Philip Roth. Elegía

Cuando usted, querido lector, termine de leer este libro será más viejo
que cuando lo empezó. No detectaremos seguramente canas nuevas al
mirarnos en el espejo, ni nuestras arrugas de la cara se habrán hecho más
profundas, o al menos no seremos capaces de apreciarlo. En realidad
envejecemos desde el mismo instante de la concepción. La flecha del
tiempo apunta de forma obstinada en la misma dirección y nada podemos
hacer al respecto: el tiempo entendido como una acumulación de entropía
generando desorden en nuestras células y en nuestros órganos, en los
objetos que nos rodean, en los seres vivos que pueblan este planeta y en el
Universo entero; eso es en parte el envejecimiento, un sumatorio de daños y
errores que desembocan en el caos y en la extinción de la vida hasta el Big
Crunch final.
Hace unos días llevé a mi hijo de dieciséis años a cortarse el pelo. En
contra de mi opinión, le solicitó a la peluquera que le rapara los laterales y
le dejara el flequillo largo «así cuando salga a correr me puedo hacer un
moño para que no me moleste», le dijo ante mi mirada de desaprobación.
Mientras la peluquera cortaba aquí y allá mechones de pelo con las tijeras,
yo esperaba sentado leyendo el periódico. Minutos después ella le preguntó:
«¿Te han dado muchos disgustos últimamente?» Mi hijo contestó algo
confundido: «¿Disgustos? ¿Por qué lo preguntas?» A lo que ella replicó:
«Que si tienes problemas o te ha estresado mucho el comienzo del colegio».
«No especialmente» respondió él. «Te lo digo porque tienes algunas canas»
dijo ella al fin. Yo me quedé reflexionando. Con tan solo dieciséis años ya
tiene canas. Eso de que empezamos a envejecer nada más venir a este
mundo no es un eufemismo. ¿Pero por qué? ¿Por qué Dexter, mi perro
beagle, que solo tiene siete años luce ya tantas canas en el hocico y
alrededor de los ojos? ¿Por qué la esperanza de vida de mi hijo estará
cercana a los noventa años y a Dexter le quedan como mucho ocho o nueve
para irse al cielo de los perros? Preguntas y más preguntas de nuevo: el por
qué envejecemos es sin duda uno de los grandes enigmas de la
humanidad.
Que mi hijo peine canas a los dieciséis años, y que las primeras
arrugas pueblen la piel del rostro al final de la segunda década de la vida,
son muestras de que la entropía hace su trabajo con esmero. Pero ¿en qué se
traduce ese esmero? ¿A qué velocidad envejecemos? La gerontología y las
diversas teorías sobre el envejecimiento han estado en mayor o menor grado
influenciadas por el estadista Benjamin Gompertz, que postuló una función
«epónima», es decir, que existe una aceleración regular en las muertes a
medida que se envejece. La tasa de mortalidad se multiplica por dos cada
ocho años, lo que implica que, en este momento, cualquiera que sea el
riesgo de muerte que tenga una persona se habrá multiplicado por dos
dentro de ocho años, dentro de dieciséis será cuatro veces mayor y así
sucesivamente. Un anciano de 78 años tiene una probabilidad de morir 108
veces mayor que alguien que acaba de cumplir dieciocho años, y es que
resulta obvio que hacerse mayor implica una probabilidad de muerte cada
vez más alta.
La mayoría de los fallecimientos se pueden atribuir a diferentes
enfermedades relacionadas con la edad; en consecuencia, vencer al tiempo
y cumplir, digamos cien años, conlleva haber sorteado dichas
enfermedades, como son las cardiopatías coronarias, los derrames
cerebrales, diversos tipos de cáncer, osteoporosis, alzhéimer y diabetes. En
Estados Unidos por ejemplo, y por extensión en la mayoría del mundo
civilizado, las principales causas de muerte se han modificado
sustancialmente con el paso del tiempo; en el siglo XIX esas causas tenían
que ver con enfermedades infecciosas. Hoy en día, solo las cardiopatías y el
cáncer explican el 50 % de todos los fallecimientos, y por concretar un poco
más, las cuatro causas de muerte más importantes en personas mayores de
65 años son: cardiopatías, cáncer, disfunciones cerebrales relacionadas con
el riego sanguíneo y enfermedades respiratorias. En los países occidentales,
una de estas patologías, las enfermedades cardíacas, provocan la muerte de
una de cada cuarenta personas de 65 a 69 años. Esta proporción sube a una
de cada diecisiete de entre 75 y 79, una de cada once entre 80 y 84, y llega a
matar a una de cada siete en las personas mayores de 85 años. Pero esta
curva exponencial, que va aumentando las patologías y disminuyendo la
esperanza de vida a medida que cumplimos años, requiere también
matizaciones. Según algunos estudios, tras cumplir 97 años, las
posibilidades de morir de una persona, no solo se desvían de la tendencia
habitual, sino que se reducen. Es como si algunas personas tuvieran una
resistencia especial a padecer las enfermedades que nos matarán a la
mayoría de nosotros antes de cumplir los noventa años, y gracias a esta
resistencia viven más y encima libres de patologías. ¿Cuál es la explicación
de esta resistencia? Los autores del libro La estrategia de la longevidad
David Mahoney y Richard Restak afirman que no hay ningún factor que
sobresalga, es más bien una combinación de diferentes factores:

Una buena constitución genética, una actitud positiva ante la vida,


buenas herramientas para combatir el estrés, conductas que
promueven la salud y reducen el riesgo de caer enfermo, suficiente
sentido común para hacer frente a los problemas cotidianos y, por
último, la buena suerte de haber podido evitar enfermedades
infecciosas y traumatismos graves.[23]

Con el envejecimiento perdemos tejido óseo (en los hombres


aproximadamente el 17 % y en las mujeres casi un 30 %) y nuestra masa
muscular también disminuye, aumentando la grasa al mismo tiempo (un
hombre de 70 años tiene de media 9 kilos menos de la masa muscular que
acumulaba a los 40 años). El oído y el olfato disminuyen su capacidad
funcional, decrece también nuestra capacidad respiratoria, y los riñones
pierden eficacia al reducir en casi un 40 % su número de nefronas (la
unidad funcional básica del riñón) entre los 25 y los 85 años. En la mujer
encoge el tamaño del útero y, por el contrario, en el hombre aumenta la
próstata. Se incrementan las probabilidades de padecer cáncer, sufrir un
ictus, un infarto, artrosis, aterosclerosis o diabetes entre otras muchas
enfermedades. Y por si este listado deprimente no fuera ya lo
suficientemente aterrador, nos acecha la posibilidad de deslizarnos por la
inquietante cuesta abajo del deterioro cognitivo y el alzhéimer.
Ante este panorama podemos resignarnos o podemos luchar. El cómo
afrontemos nuestra última etapa de la vida determinará en gran medida la
velocidad de nuestro deterioro. Y no siempre. Aunque pongamos todo de
nuestra parte, hay muchas cosas que pueden salir mal y multitud de
variables que escaparán a nuestro control. Hay, como veremos a
continuación, una indiscutible herencia genética que, de alguna forma,
modulará nuestra longevidad y nos impondrá un techo que no podremos
sobrepasar. Y luego está el azar, la suerte que influye de mil maneras
distintas en la variabilidad de un fenómeno tan complejo como es el
envejecimiento. El cáncer, uno de los enemigos más comunes, es un buen
ejemplo de cómo la aleatoriedad ejerce su poder. Según un estudio
publicado en Science la «mala suerte» supone unos dos tercios del riesgo de
la aparición del cáncer en un tejido, mientras que los factores genéticos y
ambientales explicarían el otro tercio restante. [24] Hablamos de
«mutaciones aleatorias que suceden durante la división normal de las
células madre cuando estas se producen en genes que intervienen en el
desarrollo del cáncer» según Cristian Tomasetti, coautor del trabajo. Cada
vez que una célula madre se divide para generar otra, su ADN se copia
generando una serie de errores que se van acumulando poco a poco, dando
lugar a un tumor. Los tejidos que reúnen más divisiones celulares presentan,
por lo tanto, más riesgos de sufrir mutaciones; así por ejemplo, en el colon
hay unas 150 veces más divisiones de células madre que en el duodeno, lo
que explicaría por qué en el colon los tumores son hasta treinta veces más
frecuentes. Respecto al papel que juegan los genes en el envejecimiento, el
catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Barcelona Adolf
Tobeña cree que:

El 70 % de la lucidez longeva está determinada por la lotería


biológica. Al igual que el color de la piel está determinado en un 90 %
por los genes, y que la tensión arterial está también fijada en un 80 %
por la herencia, la lucidez intelectual está en un 70 % condicionada
por los genes.[25]
Estas afirmaciones contradicen lo que siempre nos han estado diciendo
acerca de que nosotros tenemos el control de la situación, y que la genética
explicaba solo un 30 % aproximadamente de los daños y del origen de
algunas enfermedades como el cáncer. Contradice también el hecho de que
el ambiente y nuestro estilo de vida eran determinantes para protegernos de
las devastaciones futuras. Este nuevo planteamiento sobre la
responsabilidad que nos corresponde (o no) en el cuidado de la salud, abre
un debate peligroso. Como afirma el investigador de la Universidad de
Oviedo (y cuestionado por parte de la comunidad científica [26]) Carlos
López-Otín, «hablar de mala suerte en el cáncer puede conducir a confusión
y hacer que la gente baje la guardia, asumiendo que gran parte de su riesgo
de cáncer es inevitable».[27]
Admitamos entonces que existe una parte de la varianza inapelable
relacionada con nuestros genes, una variable de la ecuación sobre la que de
momento no podemos intervenir. Y admitamos también que el azar aporta
otra parte ingobernable. Esto no es motivo suficiente para bajar los brazos y
dejarse arrastrar por el deterioro físico y mental. Podemos enfocar el
envejecimiento como un hecho inevitable y contra el que no podemos hacer
nada, o bien como un hecho inevitable pero con nuestra capacidad de
acción intacta para hacerle frente.
A pesar de lo que pueda desprenderse de mis palabras, no estoy
diciendo que envejecer sea un fenómeno intrínsecamente deplorable, o una
especie de apocalipsis que hay que borrar de nuestro vocabulario. Si es una
circunstancia inevitable (al menos de momento), debemos asumirlo como
algo natural, pero eso no implica, y es a lo que me refiero, que tengamos
que resignarnos y aceptar sus consecuencias sin luchar. En este sentido soy
partidario de la actitud combativa e inconformista que esgrime el antes
citado Aubrey de Grey. Para él la cuestión no es solo aumentar la esperanza
de vida, sino el poder erradicar una gran cantidad del sufrimiento que
padecen los ancianos y también sus seres queridos. Según de Grey:

Mucha gente, cuando piensa en la idea de sumar años a su vida


comete el error de Titón, la presunción de que cuando hablamos de
combatir el envejecimiento, solo estamos hablando de alargar los
tristes años de debilitamiento y enfermedad en los cuales terminan hoy
día la mayoría de las vidas.[28]
Opina que aunque estemos a favor, como es lógico, de combatir
enfermedades como la malaria, el cáncer o la diabetes, sin embargo no se ve
así la posibilidad de acabar con el envejecimiento a pesar de que «el
envejecimiento es como fumar: es realmente malo para usted, ya que acorta
su vida».[29] También piensa que resulta incomprensible, bajo este punto de
vista, que contra el envejecimiento no se luche con uñas y dientes y exista
ese «buenismo» o si se quiere esa resignación ante los sufrimientos que nos
inflige, más sabiendo que estaría en nuestras manos erradicarlo:

Hasta hace poco nadie tenía una idea coherente sobre cómo
vencer al envejecimiento, y por tanto este ha sido en efecto, inevitable.
Y cuando uno se enfrenta con un destino tan aterrador como el
envejecimiento y sobre el cual uno no puede hacer absolutamente
nada, ya sea en lo que respecta a uno mismo o en lo que respecta a
otros, psicológicamente hablando tiene perfecto sentido apartarlo de
la mente, estar en paz con él, podríamos decir, en vez de pasarse la
triste y corta vida de uno preocupándose por ello (…) Puede querer
creer, para su propia paz mental, que el envejecimiento es inalterable
y que por lo tanto no merece la pena preocuparse de él.[30]

La disonancia cognitiva es un postulado psicológico enunciado por


Leon Festinger que en resumen afirma que, cuando mantenemos
simultáneamente dos creencias, actitudes y/o comportamientos que son
incompatibles, se produce un malestar psicológico y emocional que
trataremos de minimizar por todos los medios. Intentamos ser coherentes y
racionales y en consecuencia esa manera ilógica de pensar nos incomoda. Si
por ejemplo, yo soy una persona fumadora que pretende vivir muchos años,
este comportamiento es incompatible con saber que el tabaco produce
cáncer y es dañino para la salud. Mantener ambos constructos a la vez es
muy difícil de digerir para una mente racional, por lo tanto debo hacer algo
para reducir esa incoherencia, esa disonancia: o dejo de fumar o no atiendo
a la información que asocia tabaco con enfermedades y muerte (o
sencillamente la desacredito). La disonancia cognitiva se puede emplear
también en el envejecimiento. A todos nos gusta mantenernos jóvenes y no
sufrir enfermedades, lo cual desde cierto punto de vista resulta incompatible
con el hecho de envejecer. Por lo tanto, para reducir esta incoherencia
puedo hacer varias cosas: 1) me resigno pensando que envejecer es algo
inevitable y yo no puedo hacer nada para detener su avance; 2) adopto una
actitud buenista sobre la vejez eliminando la crueldad de su deterioro para
blanquearla y 3) reconozco que es un fenómeno que conlleva múltiples
sufrimientos y la combato con todas mis fuerzas. Chris Crowley y Henry
Lodge en su libro Más joven cada año afirman:

Hay una biología inmutable del envejecimiento, y nada puedes


hacer contra ella: el pelo se pone gris, la gravedad nos pasa factura y
nos hacen un descuento en el cine. La frecuencia cardiaca máxima
disminuye sostenidamente con el paso del tiempo, por muy activo que
seas. La piel también degenera cualquiera que sea tu estilo de vida.
Así que, hagas lo que hagas, te verás viejo. Pero no tienes por qué
actuar como un viejo ni sentirte viejo. Eso es lo que cuenta. No hemos
inventado la manera de vivir para siempre, pero el envejecimiento
puede ser un proceso lento, mínimo y sorprendentemente grácil. Y en
lo que respecta a la apariencia, hay una gran diferencia entre una
persona mayor llena de salud y vitalidad y otra que no se ha cuidado
(…) Llamémoslo como queramos, pero durante las décadas de los
cuarenta y los cincuenta, nuestro cuerpo activa por defecto
parámetros que desencadenan el proceso de decadencia y dan por
terminado el despreocupado paseo por la juventud. [31]

Utilizan ambos una metáfora muy acertada para describir el implacable


proceso de la decadencia: una especie de corriente que nos arrastra contra
las rocas a no ser que hagamos algo para evitarlo. Según ellos, para la
biología no existe la jubilación, ni siquiera el envejecimiento. Solo hay
crecimiento o decrepitud, y de nosotros depende cuál elegimos. Sherwin B.
Nuland, del que ya hemos hablado antes, nos describe con elegancia y
sensibilidad el hecho de envejecer:

De modo que una progresiva evolución constituye el punto de


partida de un envejecimiento con el que un día nos daremos de bruces.
A su manera pausada, la vejez se va acercando a nosotros sigilosa e
incansable, con paso quedo; nos da alcance y finalmente se funde con
nosotros –mientras seguimos negando su cercanía–. Al final penetra
en las profundidades de nuestro ser, y no solo para ocuparlas sino
para convertirse en su esencia misma. Con el tiempo, además de
admitir su presencia en nuestro interior, llegamos a conocerla tan bien
como conocimos –y aún codiciamos– la exuberante juventud que en su
día también habitó allí. Y, por último, intentamos resignarnos a la
inexorable certeza de que ya se nos incluye entre los ancianos. [32]

A pesar de los aspectos positivos que como vimos antes conlleva el


envejecimiento, si lo conceptualizamos también como un aumento probable
del sufrimiento y un deterioro progresivo que genera pérdidas y renuncias,
parece lógico entonces que abracemos una actitud beligerante. Con todo,
muchas personas no están dispuestas a ir a la incierta búsqueda del elixir de
la eterna juventud. Someterse al sacrificio de la restricción calórica,
atiborrarse de antioxidantes, inyectarse bótox o machacarse en un gimnasio
puede que para una mayoría de personas no les merezca la pena. Ezequiel
Emmanuel, un médico oncólogo y experto en bioética expone, en este
sentido, su punto de vista de una manera muy personal. Él sitúa en los 75
años el límite de su existencia, ese es el tiempo que desea vivir y no más.

A los 75 años habré completado el arco de mi vida ¿Por qué


arriesgarme a tener una demencia y ser una carga para mi familia?
La desesperación exacerbada por prolongar la vida indefinidamente
es errónea y potencialmente destructiva. Hay una verdad simple que
muchos de nosotros nos resistimos a aceptar: una vida demasiado
larga también es una pérdida. Nos convierte a muchos de nosotros, si
no en discapacitados, sí en personas en declive, un estado que no es
peor que la muerte, pero que no deja de ser una pérdida. Nos roba
toda nuestra creatividad y nuestra capacidad para contribuir al
trabajo, a la sociedad, al mundo. Transforma la manera en que la
gente se relaciona con nosotros y, más importante aún, la manera en
que nos recuerda. Ya no seremos recordados como personas activas y
comprometidas, sino como débiles, inútiles, patéticos incluso. [33]

En nuestras manos está qué camino elegir, cómo queremos que sean
esos últimos treinta años, o bien como un paseo con andador por el infierno,
o bien como decían Crowley y Lodge «un proceso lento, mínimo y
sorprendentemente grácil».
Como en aquel juego de los recreos de mi infancia, yo puedo abrigar la
secreta e íntima esperanza de que me libraré de padecer los sinsabores del
envejecimiento. Y como yo, millones de personas desde el principio de los
tiempos han compartido la misma esperanza. Si lo pensamos bien, pocas
cosas hay en la vida tan extrañas como el envejecimiento. Cuando eres niño
convives con ancianos, observas en tus abuelos, y más tarde en tus padres,
cómo una nueva capa va superponiéndose a la esencia de sus identidades.
Ellos siguen siendo ellos, su voz y su personalidad permanecen, pero sin
embargo, muchas características se modifican con el paso del tiempo hasta
transformarlos en algo distinto. Y de pronto llega un día en el que nosotros,
que parecíamos espectadores ajenos a esa obra de teatro que se representaba
ante nuestros ojos, estamos ahí también, en el escenario, experimentando lo
mismo que experimentaron los ancianos que nos precedieron. Qué extraño,
da la sensación de que es así, de súbito, cuando eres consciente de que ya
eres mayor. Son muchas las preguntas y escasas las respuestas. Ya
apuntamos antes alguna de esas preguntas, pero la lista de enigmas e
incertidumbres podría ampliarse todavía más: ¿Por qué un salmón nada más
desovar envejece rápidamente y muere? ¿Por qué un ratón vive dos años y
un animal similar como es el murciélago puede vivir treinta? ¿Existen
organismos inmortales? ¿Hay algún tipo de programación que le marca a
cada especie un límite de longevidad imposible de sobrepasar?
¿Envejecemos todas las personas a la misma velocidad?
Envejecer no es un fenómeno que aparezca bruscamente, tiene un
avance lento, silencioso y sutil. Para Francisco Mora, doctor en
Neurociencias por la Universidad de Oxford, en Inglaterra, y catedrático de
Fisiología en la Universidad Complutense de Madrid, el envejecimiento se
inicia a los treinta años:

Hay un claro descenso de la secreción de ciertas hormonas, un


buen ejemplo es la dehidroepiandrosterona (DHEA) (…). En los seres
humanos comienza un cambio importante de su fisonomía que es
relativamente más acelerada que en las etapas anteriores y hay una
disminución gradual de la tasa de metabolismo basal. En muchos
individuos aumenta el peso corporal con acúmulo de panículo
adiposo, algo que pudiera estar relacionado con un descenso de la
actividad neuronal cerebral global. Esto último nos lleva de la mano a
ciertos hallazgos neuropsicológicos que desvelan cómo a partir de los
30 años aparece un cierto declive en la memoria a largo plazo. En un
estudio reciente (…) se encontraron, además, cambios subjetivamente
imperceptibles de la atención, facilidad para el cálculo matemático y
el razonamiento en general alrededor de esa edad. Y finalmente, a
partir de los 25 a 30 años hay un cambio claro de los patrones de
sueño.[34]

¿Pero cómo podríamos definir el envejecimiento y acotar de algún


modo su complejidad? John M. Smith, un experto en la biología del
envejecimiento de la Universidad de Sussex, en Inglaterra, propuso una
definición simple y clara: «El envejecimiento es un deterioro progresivo y
generalizado que se traduce en una posibilidad de muerte cada vez mayor».
Detrás de este aséptico enunciado podemos decir que existe, sin embargo,
un envejecimiento subjetivo y un envejecimiento real, y generalmente estos
dos estados se superponen y van de la mano, aunque en otras ocasiones no
es así. Podemos tener la sensación de que nos hacemos mayores, recibir un
feedback de nuestro cuerpo informándonos de que el reloj de la cuenta atrás
ya se ha puesto en marcha: estamos más cansados, ya no dormimos tan bien
como antes y si cometemos un exceso lo pagamos con un peaje que en
nuestros años jóvenes nos era desconocido. Pero puede ocurrir que
envejezcamos psicológicamente antes de tiempo, y que sin razones
orgánicas que justifiquen un posible deterioro, tal y como decía Sherwin B.
Nuland al hablar de las profecías autocumplidas, con nuestra actitud
atraigamos las arrugas antes de tiempo. También puede ocurrir que nos
golpeen acontecimientos traumáticos e inesperados, como cuando sufrimos
la pérdida de un ser querido, una grave enfermedad, una quiebra financiera
o un despido. La vida se tiñe entonces de color negro, ya no podemos
hacerle frente al día a día, nos encogemos en posición fetal y somos
víctimas de la depresión o de otras patologías; dejamos de luchar y nos
vemos arrastrados por esa corriente que nos empujará a la decrepitud de
manera anticipada. En ocasiones no es necesario padecer un trauma para
que esto ocurra, es suficiente con nuestra actitud, o con tener un patrón de
personalidad determinado. También se puede dar el efecto contrario: una
actitud vitalista, una personalidad activa y centrada en la búsqueda de la
felicidad, una buena resiliencia que nos permita superar los golpes que nos
da la vida, atenuarán o disimularán de alguna forma esas señales que el
cuerpo nos va susurrando y que nos indican que envejecemos. La
personalidad, como veremos, y más en concreto la influencia de la
dopamina en la misma, será determinante.
Son varias las características que debe reunir el proceso de
envejecimiento para que se pueda denominar así. El biogerontólogo
Bernard Strehler proponía varios requisitos.[35] En primer lugar debe ser
algo universal, es decir, que les ocurre a todos los individuos de una especie
y no ocurre solo en casos aislados. También debe ser de naturaleza
intrínseca, o sea un fenómeno interno e independiente de posibles
alteraciones externas ambientales. Por último, debe poseer un carácter
progresivo y provocar efectos perjudiciales.
Respecto a lo que es el proceso en sí del envejecimiento, suelen
establecerse tres categorías distintas: la edad cronológica, la biológica y la
psicológica. La edad cronológica es la que viene dada por nuestra fecha de
nacimiento y es inalterable. La edad biológica se mide por diferentes
marcadores biológicos, una serie de valores objetivos que cuantifican los
procesos bioquímicos de nuestro organismo y que se calculan en función
del promedio de la población. Estos biomarcadores incluyen, por ejemplo,
nuestros niveles hormonales, la presión arterial, la densidad ósea, la
capacidad aeróbica o la masa muscular entre otros muchos. Una persona
puede medirse todos estos parámetros y compararse con el promedio de la
población para comprobar si está por encima o por debajo de lo que sería
«normal». La edad cronológica y la biológica no tienen por qué coincidir
necesariamente. Es más, existe una gran variabilidad entre una y otra
dependiendo de muchos factores. Por suerte los biomarcadores no son
inmutables, muchos de ellos podríamos modificarlos con nuestro estilo de
vida, como la subida de la presión sanguínea, la ralentización del
metabolismo, la disminución de la densidad ósea, el aumento del contenido
de grasa, la pérdida de la resistencia aeróbica, el incremento del nivel de
colesterol, la merma de la masa muscular o los niveles disminuidos de
hormonas sexuales. La edad psicológica, por último, y al igual que lo que
comentábamos antes, es una dimensión subjetiva, personal e íntima:
depende en gran medida de la percepción que cada uno tenga sobre su
propio cuerpo, de las atribuciones cognitivas o creencias y actitudes
positivas o negativas acerca del hecho de envejecer. Recordemos lo que
decía a este respecto Sherwin B. Nuland: «La vejez, por encima de todo, es
un estado mental».
Las teorías que tratan las causas del envejecimiento son tan numerosas
como las preguntas acerca de su escurridiza naturaleza. Según una revisión
de Medvedev, existen más de 300 teorías distintas del envejecimiento, y con
cada descubrimiento relevante en biología molecular y celular, nace una
nueva familia de teorías o nuevas versiones de teorías anteriores.[36]
Básicamente, podríamos afirmar que hay dos grupos de teorías explicativas
sobre la etiología del envejecimiento, las que afirman que se trata de una
acumulación de daños y las que abogan por la existencia de algún tipo de
programación genética. Con todo, la inmensa mayoría de la comunidad
científica coincide en que lo más probable es que ambas corrientes estén en
lo cierto, es decir, que existen unos genes relacionados con la longevidad
intrínseca de las especies y que el desgaste, los errores en la reparación
celular y los daños que acumulamos con el paso del tiempo explican
también parte de la varianza del envejecimiento. La mayor controversia,
quizá, radica en la forma en que los genes nos afectan: o bien modulando
nuestra capacidad de reparar los errores y en el mantenimiento adecuado de
nuestras células, o bien a un nivel más determinista como una programación
prefijada, tipo obsolescencia programada.
Antes de entrar más a fondo con la genética del envejecimiento,
acudamos a una metáfora explicativa más general. Podemos comparar el
funcionamiento de los genes con una obra de teatro en la que trabajan miles
de actores. Algunos de estos actores tienen una presencia constante en la
obra, con largos diálogos y mucho protagonismo; otros, los actores
secundarios, tienen pequeños papeles y en ocasiones solo dicen un par de
frases durante toda la obra; hay un equipo técnico que se encarga de que
todo funcione bien y un director que coordina todo. En el ADN pasa algo
parecido: hay miles de genes que se van a expresar en esa obra de teatro que
es la vida. Si tenemos en cuenta que los seres humanos tenemos unos 30
000 genes nos podemos hacer una idea de lo complejo que es el libreto y de
las dificultades de los científicos para comprender lo que quieren
representar cada uno de los actores.[37] El estudio de los genes que
intervienen en el envejecimiento no es una excepción a esa complejidad. Se
necesitan años de estudio e investigación para comprender el papel que
puede desempeñar un único gen. Pero lo que parece evidente es que al igual
que el crecimiento de un ser vivo está regulado por los genes, el
envejecimiento, de alguna forma, lo está también.
Irving Kahn comenzó su carrera en Wall Street en 1928, un año antes
del colapso económico que supuso el crack del 29. Nació el 19 de
diciembre de 1905 y fue discípulo del gran Benjamin Graham en la Escuela
de Negocios de la Universidad de Columbia, Estados Unidos, (tuvo como
compañero de pupitre a Warren Buffett). Irving gestionaba carteras de
inversión con notable éxito y, en 1978, decidió fundar su propia empresa de
inversión, la Khan Brothers Group Inc. junto con dos de sus hijos. Con 106
años seguía yendo a trabajar, leía la prensa económica y asesoraba a sus
vástagos sobre las inversiones a realizar. Falleció el 24 de febrero de 2015 a
los 109 años de edad. Siendo excepcional la vida extremadamente larga de
Irving Khan, más excepcional todavía es saber que su hermano Peter murió
con 103 años, su hermana Helen con 110 y su hermana Lee con 101. Helen,
por cierto, fumó durante 95 años. Los cuatro disfrutaron de buena salud
hasta el final de sus días y son un argumento incontestable de que hay algún
factor genético implicado en la longevidad.
Nir Barzilai es director del Instituto para la Investigación del
Envejecimiento de la Escuela de Medicina Albert Einstein de Nueva York
(Estados Unidos), y ha estudiado a los Kahn junto a otras más de 600
personas centenarias. Todos ellos son judíos asquenazíes, una población
que, dadas sus costumbres endogámicas, es muy homogénea y por lo tanto
ideal para este tipo de estudios genéticos. Entre otros descubrimientos se ha
visto, por ejemplo, que el polimorfismo de un solo nucleótido en un gen, el
MTP, se representa en exceso entre los asquenazíes, sobre todo a partir de
los 90 años de edad tal y como desvela un estudio en el que participó el
propio Barzilai junto a otros investigadores.[38] Según Barzilai, hay
mutaciones en algunos genes de los hermanos Kahn y en otros centenarios
que están relacionadas con niveles más altos de colesterol bueno. En este
sentido, los genes ejercerían un papel protector, si tenemos en cuenta que
muchas personas que participaron en el estudio fumaban o tenían obesidad,
algo que no fue impedimento para alcanzar una avanzada edad. En otro
estudio sobre longevidad excepcional, se observó que aquellos que
contaban con 98 años de edad, y tenían un hermano de al menos 91 o una
hermana de 95 años o más, mostraban una relación significativa en el
cromosoma 4. Este hallazgo indica que en este cromosoma existe un gen o
genes que influyen en la longevidad.[39] Por otro lado, existen enfermedades
que sugieren la implicación de los genes en el envejecimiento, como son
por ejemplo la progeria de Hutchinson-Guilford o el síndrome de Werner.
Las personas que padecen estas crueles enfermedades, muestran de forma
acelerada las patologías propias del envejecimiento a una edad temprana:
calvicie, estrechamiento de las arterias coronarias, artritis, cataratas,
osteoporosis, etc., y en raras ocasiones su esperanza de vida supera los trece
años. Las mutaciones genéticas responsables de estas patologías, parecen
ser también la causa de otra extraña enfermedad de signo contrario:
mantenerse inmutable al paso del tiempo y no envejecer. Es lo que les
ocurre a la media docena de personas en todo el mundo que padecen una
dolencia, tan inusual, que ni siquiera tiene nombre y se conoce simplemente
como «síndrome x». Al contrario que en los «síndromes progeroides» de
envejecimiento acelerado, aquí los niños permanecen congelados en el
tiempo, instalados en una infancia eterna inmune al paso de los años.
Brooke Greenberg, Nicky Freeman o Gabby Williams son los nombres de
tres de estos casos estudiados por el experto en endocrinología de la
Universidad de Florida, Estados Unidos, Richard Walker. Una de estas
personas, Brooke Greenberg, falleció en 2013 a los veinte años de edad,
midiendo 70 centímetros de altura y conservando todavía sus dientes de
leche. Su comportamiento y aspecto eran los de una niña de tres años.
A pesar de que como estamos viendo, la influencia de los genes en el
proceso del envejecimiento es indiscutible, la hipótesis de que exista o no
una programación genética que conduzca irremediablemente al
envejecimiento sigue siendo controvertida. Para algunos investigadores
como el bioquímico ruso Vladimir Petrovich Skulachev, sí tendría sentido
la muerte de un organismo programado por su genoma, lo que se denomina
fenóptosis.[40] Para él, la senescencia rápida que se da por ejemplo en el
salmón justo después del desove, obedece a un programa preestablecido. La
secuencia de sucesos que acaba con su vida comienza con un aumento
brutal de cortisol (una hormona implicada en el estrés) que repercute en la
degeneración de órganos como el estómago, el corazón o los riñones entre
otros y desembocando al final en un fallo multiorgánico. Por el contrario, si
tomamos por ejemplo a unos ratones de laboratorio genéticamente idénticos
y criados en circunstancias idénticas, exhibirán un fenotipo de
envejecimiento muy diverso. En un estudio con una cohorte de ratones
criados con una dieta estándar y en un ambiente estéril y libre de patógenos,
aproximadamente el 10 % desarrolló dermatitis ulcerativa mientras que el
90 % restante no lo hizo, el 40 % padeció miocardiopatía, algunos
desarrollaron tumores y otros no y así sucesivamente.[41] Esta controversia
entre la variabilidad en la secuencia del envejecimiento versus un programa
preestablecido, la podríamos hacer extensiva a los seres humanos,
sugiriendo por tanto que no hay un fenotipo de envejecimiento definido.
Continuando con el debate del papel que representa la genética en el
proceso del envejecimiento, recordemos lo que decíamos unas páginas atrás
sobre que los más ancianos son los más sanos entre los ancianos. Esto
quiere decir que las personas que pasan de los noventa o de los cien años,
tendrán menos probabilidades de sufrir enfermedades como el alzhéimer o
la diabetes, como si dispusieran de una combinación privilegiada de genes
que les permite resistir el daño durante más tiempo. El New England
Centenarian Study (NECS) de la Facultad de Medicina de la Universidad de
Boston, Estados Unidos, uno de los estudios más amplios llevados a cabo
con centenarios, ha puesto de manifiesto que, a más edad, más se retrasa la
aparición de enfermedades como el cáncer, el deterioro cognitivo o las
patologías cardiovasculares.[42] En esta investigación se ha visto por
ejemplo que, en 32 supercentenarios (de 110 años o más), el 41 %
necesitaba muy poca ayuda o ninguna en sus actividades del día a día.
Thomas Perls, director del estudio, afirma que el proceso de envejecimiento
está influido hasta en un 70 % por nuestro estilo de vida y el resto se debe a
factores genéticos. Según este investigador, las personas envejecemos de
formas muy distintas, pero las que alcanzan una mayor edad son similares a
nivel clínico, y probablemente tienen mucho que ver con el grupo de 130
genes descubiertos hasta ahora y que se relacionan con la longevidad. En
opinión de Perls, la importancia de estos genes va en aumento a partir de los
85 años, hasta ser responsables de la longevidad en un 70 %. De este
estudio también se infiere que los hermanos de los centenarios tienen
diecisiete veces más posibilidades que cualquier otra persona de llegar
también a ser centenarios. Según Martínez Lage y Vladimir Hachinski,
expertos en envejecimiento cerebral, a partir de los 90 años las
posibilidades de desarrollar una demencia empiezan a descender y son
menores que a los 85 años. Así, mientras que entre los 65 y los 85 años el
riesgo de sufrir la enfermedad de Alzheimer se duplica cada cinco años, una
vez superado ese umbral empieza a disminuir.[43]
En 1980, Jim Fries de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos,
propuso la hipótesis de la «compresión de la morbilidad» en el New
England Journal of Medicine.[44] Lo que Fries nos dice es que si llevamos
una vida activa y disfrutamos de buena salud, la senescencia y el deterioro
se comprimen en un estrecho período en nuestros últimos años, al final de
la vida. En este orden de cosas, en el año 2003, Jesse Evert y sus
colaboradores de la School of Medicine de la Universidad Estatal de Ohio,
en Columbus, Estados Unidos, realizaron un estudio con 424 centenarios en
los que evaluaron si habían padecido alguna de las diez enfermedades más
letales (hipertensión, enfermedad cardiaca, diabetes, accidente
cerebrovascular, cáncer, melanoma, osteoporosis, enfermedad tiroidea,
enfermedad de Parkinson y enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y
una enfermedad ocular (cataratas). Lo que observaron es que hay tres
categorías distintas que ellos denominan «supervivientes», «rezagados» y
«escapistas». El 24 % de los hombres y el 43 % de las mujeres pertenecían a
la primera categoría: aquellos diagnosticados de una enfermedad asociada a
la edad antes de cumplir los ochenta años. Los «rezagados», como su
nombre indica, eran los que conseguían retrasar el inicio de una enfermedad
hasta al menos los ochenta años, perfil en el que encajaban el 44 % de los
hombres y el 42 % de las mujeres del estudio. Por último, los «escapistas»
fueron aquellos que llegaron a los cien años de vida sin ser diagnosticados
de ninguna de las enfermedades comunes asociadas a la edad. A este grupo
de privilegiados pertenecían el 32 % de los hombres y el 15 % de las
mujeres.[45]
Este estudio vuelve a poner de manifiesto que, de alguna forma, hay
una influencia genética que repercute en la longevidad, sobre todo en cómo
viviremos el último tercio de nuestras vidas y hasta qué punto podremos
sortear las enfermedades propias de la vejez. El cómo afecta esa genética en
concreto al envejecimiento es, tal y como estamos viendo, muy difícil de
dilucidar, aunque empieza a vislumbrarse que los genes no establecen per
se un programa al estilo de una cuenta atrás inmutable. Lo que parece
ocurrir más bien, como analizaremos a continuación, es que todos los seres
vivos, incluidos nosotros, estamos programados para reproducirnos y para
pasar nuestros genes a la siguiente generación. A la dictadura de la
evolución y de la selección natural solo le importa que un individuo alcance
la plenitud en un momento determinado de su vida para estar en
condiciones de procrear en las mejores condiciones posibles (de fuerza,
salud, crianza segura, etc.). Nosotros crecemos y nos desarrollamos para
alcanzar un cénit en un espacio temporal determinado; pasamos de la
infancia a la adolescencia y entonces, llegado el momento cumbre, nuestras
hormonas estallan precipitándonos en la madurez sexual, abriendo ante
nosotros la ventana de oportunidad que en realidad le interesa a la
evolución: reproducirnos. Hasta ese instante todo es crecimiento, y la
vitalidad y la intensidad de la pasión corre por nuestras venas
enfocándonos, lo queramos o no, hacia el cortejo y hacia la búsqueda de la
pareja impelidos por el insobornable dictamen del gen egoísta. Es esa rosa
que crece ordenadamente con sus pétalos lozanos frente al caos de su
próximo e irrevocable marchitamiento.
Una noche de febrero del año 1977, un joven biólogo inglés de 26 años
nacido en Durban, Sudáfrica, flotaba en su bañera rodeado de burbujas
jabonosas meditando sobre el envejecimiento. Durante las semanas
posteriores a este productivo baño, plasmó sus reflexiones en un artículo
científico y después lo envió a Nature, una de las revistas más prestigiosas
del mundo. El artículo titulado «Evolución del envejecimiento» se publicó
el 24 de noviembre de 1977.[46] Aquel joven biólogo se llama Tom
Kirkwood y hoy en día es decano de la Universidad de Newcastle en el
noreste de Inglaterra. Su teoría, denominada del soma desechable, es tal vez
una de las más influyentes a la hora de explicar el por qué envejecemos. En
esencia explica el envejecimiento como un hecho que confiere a las
distintas especies una ventaja evolutiva. Su teoría está basada, a su vez, en
las ideas de un biólogo alemán llamado August Weismann, quien teorizó
que el envejecimiento beneficia a la especie al reemplazar a los individuos
envejecidos por los más jóvenes. Para él, el envejecimiento realmente
supone una ventaja porque elimina a los enfermos y débiles dando paso a
una nueva generación; en este sentido podemos decir que sus tesis engarzan
con la teoría de la selección natural de Darwin. Weismann mostró sus ideas
por primera vez en la Universidad de Friburgo, Alemania, en 1883, donde
expuso su teoría, una teoría cuyo corolario fundamental implica que la
muerte se inventó por el bien de las especies.[47]
Imaginemos que una especie fuera inmortal, un perro por ejemplo,
como mi beagle Dexter, y que pudiera vivir para siempre. Pero imaginemos
también que durante una gélida mañana invernal, se precipitara
accidentalmente a un río y contrajera neumonía perdiendo el olfato. Y más
adelante, pongamos veinte años más tarde, se enzarzara en una pelea con un
grupo de gatos salvajes y en un lance desafortunado le sacaran un ojo
dejándole tuerto. Y un par de lustros después, mientras perseguía distraído a
una mariposa, un coche le atropellara convirtiéndolo en un tullido. Y así
podríamos seguir, puesto que en una vida potencialmente eterna, un
individuo se ve enfrentado a numerosos riesgos y peligros. Cuantos más
años viviera mi beagle, más degeneraría y más se transformaría en un lastre
para su especie. La muerte, desde este punto de vista, es entonces una
ventaja evolutiva que elimina lo viejo y defectuoso para dejar paso a los
individuos más jóvenes y sanos.
El envejecimiento, según Weismann, responde a un programa
evolutivo: la selección natural lo favorece porque al eliminar a los que ya
han dejado atrás su edad fértil se evita la superpoblación. Siguiendo con la
fábula de mi inmortal beagle, si careciera de depredadores y tuviera mucha
suerte para evitar los ríos helados y los gatos salvajes, abrigaría la
posibilidad de reproducirse sin freno y de que sus hijos hicieran lo mismo
ad infinitum, poblando la tierra de dulces perros aulladores con manchas
(no sé por qué, los beagles en vez de ladrar aúllan).
La hipótesis de Weismann sería susceptible de ser rebatida, en el
sentido de que si las distintas especies estuvieran programadas para
envejecer, veríamos habitualmente animales envejecidos en la naturaleza,
algo que no ocurre casi nunca. Un ratón en cautividad puede vivir unos dos
años, pero el mismo ratón en libertad rara vez llega a los seis meses. Uno de
los primeros investigadores en poner en duda las hipótesis de Weismann fue
J.B.S. Haldane, un genetista británico que había estudiado las
particularidades genéticas asociadas con la devastadora enfermedad de
Huntington. Se trata de un trastorno neurológico hereditario con un solo gen
dominante, por lo cual, con que uno de los dos progenitores tenga el gen,
las probabilidades de heredarlo son del 50 %. Los síntomas de esta cruel
enfermedad incluyen un movimiento exagerado de las extremidades,
dificultad para el habla, depresión, pérdida de la memoria y arrebatos de
cólera entre otros; su avance es imparable y no existe ninguna cura para su
tratamiento. Con el tiempo, las personas afectadas quedan postradas en una
cama perdiendo la facultad del habla, incapaces de tragar y con una
depresión severa. Haldane constató que la enfermedad de Huntington suele
aparecer a partir de la cuarta década de la vida, con lo que según él, al
manifestarse cuando se ha sobrepasado la edad reproductiva, para la
selección natural es irrelevante y en consecuencia esta no actúa. Si una
mutación que provocara una grave enfermedad incapacitante apareciera en
la primera juventud, pondría en riesgo la viabilidad de esa especie y la
selección natural sí entraría en juego entonces para eliminarla.
Esta tesis fue retomada más adelante por Peter Medawar, un brillante
inmunólogo que recibió el Premio Nobel de Medicina en 1960, y que
postuló que la selección natural no tiene en cuenta los genes nocivos más
allá de la edad reproductiva.[48] La priorización de la selección natural en la
función reproductora consigue así que los genes dañinos se expresen en
etapas más avanzadas de la existencia. En esta misma línea podría
considerarse que, gran parte del deterioro que sufrimos con los años, como
el endurecimiento de las arterias, la pérdida de audición o la acumulación
de grasa entre otros muchos males, son consecuencia precisamente de esta
implacable y despiadada interpretación que hace la selección natural. En
efecto, a partir de la mediana edad, cuando se supone que ya nos hemos
reproducido (lo hayamos hecho en realidad o no es irrelevante), nuestros
cuerpos y nuestras mentes son ya prescindibles. Pongamos un ejemplo.
Imaginemos que un avezado empresario que comercializa sushi y sashimi
acudiera a una feria gastronómica a mostrar sus productos para abrir nuevos
mercados. Prepararía con mimo todas las muestras de comida, los rollos de
salmón con arroz y jengibre y el atún rojo con nori y wasabi entre otras
delicias, para que estuvieran en su punto óptimo el día de la inauguración
de la feria. Sus productos llegarían pletóricos de aspecto y sumamente
apetitosos para seducir, en su particular cortejo organoléptico, a los posibles
compradores que pasean entre los distintos stands. Pero a medida que la
feria transcurre, el pez globo y la anguila van languideciendo y su atractivo
disminuye a cada hora. Cuando las luces del recinto ferial se empiezan a
apagar ya no tiene mucho sentido que el orden escrupuloso de los
suculentos manjares y la promesa de un bocado exquisito sigan vigentes. Ya
no merece la pena que el empresario dedique su tiempo y sus energías a un
género que presenta indicios de estar un poco pasado… El ninguneo
evolutivo que según Medawar sufriremos a partir de la mediana edad, abrirá
la puerta para que irrumpan con estrépito un ramillete de dolencias y
enfermedades degenerativas. Las mutaciones nocivas que han permanecido
silentes y al acecho, al llegar a la mediana edad o en palabras de Medawar
«superada la existencia ordinaria», harán su aparición en forma de
alzhéimer, diabetes y enfermedades cardiovasculares, entre otras.
El genetista estadounidense George Williams llevó este planteamiento
teórico un poco más allá, y en 1957 postuló la teoría del pleitropismo
antagónico.[49] Williams, un biólogo evolutivo profesor de la Universidad
Estatal de Nueva York, en Estados Unidos, propuso que algunos genes que
resultan útiles para una especie en las primeras etapas de la vida, pueden
volverse perjudiciales más tarde, cuando ha pasado la edad reproductiva.
Según este principio, igualmente otros genes, aunque no participen de la
pleitropía antagónica pueden comportarse de la misma manera. Los
adolescentes, por ejemplo, tienen un aumento hormonal dramático al
principio de la pubertad, aumento que se invierte más adelante cuando el
desarrollo corporal se ha completado. Si no sucediera así y las hormonas
continuaran disparadas después de la adolescencia, ya no sería beneficioso
para el individuo, desembocando en diversas disfunciones y patologías
como el cáncer. La evolución nos ha programado para darlo todo mientras
permanecemos en plena ventana de oportunidad reproductiva. Lo que
ocurra después de que esa ventana se haya cerrado importa ya muy poco,
incluyendo la expresión de genes dañinos. Un pavo real invierte energía y
recursos ilimitados en crear un plumaje lo más ostentoso, llamativo y
espectacular posible cuando llega su momento de cortejar a las hembras. No
obstante, pasado ese intervalo temporal, esas mismas plumas pueden
transformarse en una desventaja al dificultarle su capacidad de huida ante
los depredadores. Un pájaro del África subsahariana, el obispo colilargo,
mide solo doce centímetros, pero llega a tener una cola de más de medio
metro de longitud. El zoólogo sueco Malte Andersson demostró, a través de
un ingenioso experimento, que la longitud de su cola tenía una influencia
decisiva en el éxito reproductivo. Lo que Andersson hizo fue modificar la
longitud de la cola recortándola en un grupo de individuos de esta especie,
añadir las plumas cortadas a otro grupo para incrementar su longitud, y por
último mantener a un tercer grupo sin cambios. Después comprobó que el
grupo de machos con las colas más largas mejoraban su éxito reproductivo,
mientras que el grupo con la cola recortada lo reducía y el grupo sin
cambios permanecía igual.[50] En definitiva, la prioridad de la especie es
aumentar las posibilidades de reproducirse aunque sea a costa de
incrementar el riesgo de ser devorado por un depredador. Otro caso similar
al del obispo colilargo es el de la rana túngara, que emite un sonido durante
el cortejo que en ocasiones acompaña con un chasquido característico para
atraer a la hembra. Estos chasquidos llaman también la atención de los
murciélagos que son su enemigo natural. Es, como vemos, una cuestión de
equilibrio, un equilibrio peligrosamente sutil entre un reclamo llamativo y
vistoso que aupará al individuo al primer puesto del podio evolutivo o bien
lo llevará a una situación comprometida al convertirlo en una diana para sus
enemigos.
La teoría de la pleitropía antagónica fue reformulada más tarde por
dos investigadores norteamericanos, Craig Atwood y Richard Bowen,
sugiriendo una nueva teoría denominada teoría del ciclo de células
reproductoras.[51] En vez de hablar de genes, ellos se centran en las
hormonas, como las que se relacionan con la reproducción, y cómo
disminuyen con la edad precipitando de esta forma el deterioro. A
diferencia del ejemplo anterior con los adolescentes, no hablamos de un
descenso hormonal que parte de un pico muy alto para estabilizar más tarde
sus niveles, sino que hablamos de un descenso más allá de lo que sería
saludable para el organismo. Desde este punto de vista, resulta revelador
que las mujeres con una menopausia más tardía sufren menos enfermedades
relacionadas con la vejez, como por ejemplo la osteoporosis. Como apunta
Bowen:

El principio fundamental de la teoría es que las hormonas que


controlan la reproducción también controlan el envejecimiento
regulando la división celular. Cuando somos jóvenes, estas hormonas
se responsabilizan de controlar nuestro crecimiento y desarrollo para
lograr la reproducción, pero a partir de los treinta años estas mismas
hormonas se desequilibran y esto conduce a cambios en la división
celular, provocando enfermedades y fragilidad en la vejez.

Las conclusiones de la teoría de Atwood y Bowen son muy


importantes y prometedoras para abordar algunas de las enfermedades del
envejecimiento como el alzhéimer. Para Bowen, el aumento de algunas
hormonas como las gonadotropinas hipofisarias (hormona luteinizante y
hormona foliculoestimulante) propio de los hombres mayores y en la
menopausia de las mujeres, conllevan cambios cerebrales que son
característicos de la enfermedad de Alzheimer. En la actualidad están en la
fase dos de una prometedora experimentación con un compuesto
denominado acetato de leuprolida, que podría utilizarse como un
medicamento para tratar esta enfermedad.
En relación a cómo algunos genes pueden resultar útiles en un
momento de nuestra vida y luego pasarse al enemigo, existe un fenómeno
similar a la pleitropía antagónica que favorece el crecimiento pero que
luego se vuelve en nuestra contra y nos perjudica. La teoría emergente de la
hiperfunción postula precisamente eso, que aquellos programas que
resultaban satisfactorios durante el proceso madurativo, continúan en activo
pasado el momento reproductivo favoreciendo en consecuencia el
envejecimiento. Es como empezar a llenar una bañera con agua y continuar
haciéndolo a pesar de que el agua haya comenzado ya a desbordarse. El
cáncer sería un buen ejemplo de lo que ocurre cuando las células crecen de
forma descontrolada. El hiperfuncionamiento explicaría por qué la próstata
sigue creciendo sin ninguna necesidad a partir de la mediana edad, por qué
nos crecen pelos en las orejas o por qué el cáncer de mama aumenta de
forma exponencial entre las mujeres pasados los cincuenta o sesenta años.
Como le comentó el científico Mikhail Blagosklonny a Bill Gifford, el autor
del excelente libro El secreto de la eterna juventud:

Estamos programados para funcionar a un alto nivel porque, al


principio de la vida, eso nos brinda muchas ventajas. Pero cuando
termina el desarrollo es como si fuéramos un automóvil que deja el
camino para meterse en un estacionamiento. Si usted corre con su
coche en un estacionamiento a cien kilómetros por hora lo dañará.
[52]

Siguiendo con este razonamiento acerca del peligro que acecha detrás
del crecimiento, sabemos que las razas de perros más pequeños son más
longevas que las de perros de mayor tamaño. ¿Podríamos decir entonces
que las personas más altas tienen menos esperanza de vida que las de menor
estatura? Es lo que parece desprenderse de un estudio reciente llevado a
cabo por el Instituto Karolinska y la Universidad de Estocolmo, en Suecia.
Se analizaron los datos de 5,5 millones de hombres y mujeres nacidos entre
1938 y 1991, y lo que se comprobó es que por cada diez centímetros más de
altura, en los hombres aumentaba en un 11 % el riesgo de padecer cáncer,
mientras que en las mujeres crecía en un 18 %.[53] Leonard Nunney,
profesor de Biología de la Universidad de California, Estados Unidos, en
una investigación publicada en octubre de 2018 en The Royal Society,
apunta que el motivo de esta relación estaría en el mayor número de células
[54] (recordemos lo dicho a este respecto sobre el cáncer de colon y de
duodeno). Para él, el riesgo de cáncer aumenta con el tamaño del tejido, ya
que más células proporcionan más dianas para la mutación somática
oncogénica. Esto es especialmente relevante en el melanoma, que muestra
una fuerte correlación con la altura, donde el aumento de la tasa de división
celular parece estar mediada por el factor de crecimiento IGF-1 del que
hablaremos más adelante. Se podría argumentar que según esta regla de
tres, a mayor número de células más posibilidades de cáncer, y que
animales como el elefante, que tienen unas cien veces más células que
nosotros, serían más susceptibles de desarrollar cáncer. Sin embargo el
cáncer es una enfermedad que los elefantes padecen en contadas ocasiones.
Esta circunstancia, que animales con un mayor número de células padezcan
menos cáncer, se denomina la paradoja de Peto, y puede explicarse porque
las especies más grandes están más protegidas gracias a mecanismos
evolutivos antitumorales como es por ejemplo la expresión del gen p53.
Tal y como ocurría con la progeria y su antítesis el «síndrome x», en el
caso de la altura se produce un cierto paralelismo con la enfermedad de
Laron. Si nos desplazamos a una remota zona de la cordillera de los Andes,
en Ecuador, nos encontraremos con un grupo de personas que padecen una
mutación genética por la que apenas alcanzan los 120 centímetros de altura,
una mutación que provoca que sus células carezcan de receptores para la
hormona del crecimiento. Siguiendo con la lógica antes expuesta de que a
mayor estatura se produce un mayor riesgo de sufrir cáncer, las personas
que padecen la enfermedad de Laron presumiblemente tienen que estar más
protegidas ante los tumores. Y esto es en realidad lo que ocurre. En un
estudio liderado por el investigador Jaime Guevara Aguirre se monitorizó
durante 22 años a individuos ecuatorianos que portaban esta mutación en el
gen del receptor de la hormona del crecimiento, concluyendo que ninguno
de los sujetos de este estudio murió de cáncer y ninguno padeció diabetes.
[55] Este hecho contradice muchos de los tratamientos que, sobre todo en
Estados Unidos, prescriben la hormona del crecimiento como una estrategia
antiaging; personas que gastan miles de dólares al mes en inyecciones con
esta hormona estarían provocando el efecto contrario al esperado: aumentar
el crecimiento, acelerar el coche cuando estamos conduciendo en un
parking y provocar más riesgo de cáncer.
Pero habíamos dejado a Tom Kirkwood reflexionando en su bañera
con el agua ya seguramente fría. El sexo es la manera que ha elegido la
naturaleza para que las distintas especies creen nuevos individuos, y esto es
así porque se adquiere una ventaja desde el punto de vista evolutivo al
mejorar la variabilidad genética mezclando los genes de dos individuos
distintos. Si una especie no aumentara esa variabilidad genética no se
beneficiaría de este hecho, permanecería inmutable y en consecuencia, no
duraría mucho tiempo sobre la faz de la tierra, se extinguiría. Para una
especie resulta pues más útil, apostar por una mayor diversidad genética
que pueda aumentar las posibilidades de supervivencia y con vidas más
breves, que por unos individuos que vivieran mucho tiempo y no
fomentaran esa variabilidad.
Que las especies hayan elegido el sexo para mejorar su acervo genético
exige un precio muy alto a cambio: invertir en recursos para alcanzar una
óptima madurez sexual a costa de que una vez sobrepasada esa edad de
plena fertilidad, comience el declive y el cuerpo, ya amortizado, envejezca
y muera. No es casual el hecho de que cuanto más se retrase la edad de
procrear de una especie más longeva sea esta.
Tom Kirkwood, en su magnífico libro Time of our lives. The science of
human ageing propone un experimento mental para explicar su teoría.[56] Él
habla de un animal imaginario llamado ranejo que es una mezcla de rana y
conejo, un animal que tiene la particularidad de ser inmortal. Los ranejos
por tanto nunca envejecen, aunque sí pueden morir devorados por un
depredador en medio del bosque o aplastados por un árbol que se les cae
encima. Supongamos que cada ranejo tiene una probabilidad del 50 % de
seguir vivo al año siguiente debido a los peligros a los que debe enfrentarse.
Al cabo de cinco años será solo uno de cada 32, y tan solo un privilegiado
ranejo de entre un millón soplará veinte velas en su tarta de cumpleaños. Al
llegar a este punto, la gran pregunta es ¿por qué si tan solo uno de cada
millón alcanza los veinte años es necesario invertir en recursos para su
mantenimiento? Antes de responder a esta pregunta demos un paso más en
la fábula kirkwoodiana. Imaginemos que se produce una mutación en los
ranejos por la cual se reduce esa inversión en mantenimiento, así entonces
puede ahorrar esa energía que se empleaba en el mantenimiento y dedicarla
a la reproducción, a costa de morir, digamos por ejemplo, a los veinte años.
La selección natural favorecerá a estos mutantes dado que su tasa de
reproducción será mayor. De esta forma, con el paso del tiempo, la
evolución irá imponiendo el envejecimiento como mejora para la especie de
los ranejos.
No obstante, el hecho de que solo uno entre un millón llegue a los
veinte años continua suponiendo demasiado gasto en mantenimiento.
Imaginemos que se da una nueva mutación en el ranejo mutante, cambiando
su esperanza de vida de veinte a diez años a costa, nuevamente, de mejorar
su tasa reproductiva; tal y como ocurrió antes, la mutación será un éxito
dado que la posibilidad de que un ranejo llegue a los diez años, aunque siga
siendo pequeña (de uno entre mil), mejora sustancialmente la proporción
anterior. Pero no podemos seguir aplicando esta lógica eternamente. Para
Kirkwood hay un punto de equilibrio óptimo «cuando cualquier mejora de
la reproducción queda contrarrestada por una pérdida creciente de
capacidad de supervivencia». La probabilidad de que un ranejo se mantenga
vivo a los cinco años es de uno entre 32, valor que ya no es despreciable.
En los ranejos este punto de equilibrio entre supervivencia y mantenimiento
fijaría su esperanza máxima de vida en los seis años.
Esto explica por qué las distintas especies de animales tienen tasas de
longevidad diferentes. Si los ranejos tuvieran otras mutaciones que
favorecieran su capacidad de escapar de los depredadores su esperanza de
vida sería mayor. Por eso un ratón vive un máximo de dos años y un
murciélago, que es otro ratón pero con alas, llega a vivir veinte años gracias
a su capacidad adquirida para poder huir de las serpientes y los gatos. Si al
ranejo entonces le crecieran alas o le saliera un caparazón como a las
tortugas, es lógico pensar que su mortalidad accidental se reduciría, y
podría pasar, por ejemplo, del 50 % al 30 %; entonces su probabilidad de
morir en un plazo de diez años ya no sería de uno entre mil, sino de uno
entre 35, con lo que ya no tendría ningún sentido envejecer a los seis años y
mejorar el mantenimiento «para no malgastar con un envejecimiento
prematuro las posibilidades que ofrece esta modificación». En efecto, los
organismos expuestos a sufrir más riesgos a lo largo de su vida deben darse
prisa, invertir lo justo en mantenimiento y apostarlo todo a la carta de la
reproducción, lo que recuerda vagamente a la frase que erróneamente se le
atribuyó a James Dean: «Vive rápido, muere joven y deja un bonito
cadáver» (en realidad es una línea de diálogo de la película Llamad a
cualquier puerta de Nicholas Ray). Por el contrario, especies como los
murciélagos o las tortugas pueden reproducirse más despacio y vivir más
años al emplear más recursos en su mantenimiento. Para Kirkwood el
secreto del envejecimiento queda esclarecido: los genes tratan a los
organismos como si fueran perecederos, invirtiendo lo justo en
mantenimiento para que el organismo pueda durar en libertad y en buena
forma a lo largo de su esperanza de vida. Invertir más superado ese punto
de equilibrio es un despilfarro que la naturaleza no se puede permitir. Para
Darwin se trata de la lucha por la existencia, la mayoría de los animales en
libertad mueren jóvenes: nueve de cada diez ratones perecerán antes de
cumplir un año, morirán de frío, en las garras de un búho o aplastados por
un cepo o por una escoba. Entre los idílicos algodones de una jaula en
cautividad podrán alcanzar los tres años. Las ardillas grises, aunque tengan
la habilidad de trepar hasta las copas de los árboles para buscar refugio,
seguirán la misma suerte: solo treinta de cada cien cumplirán un año y solo
seis llegarán a los dos años. En cautividad, la misma ardilla gris aspirará a
vivir veinte años.
No tiene ningún sentido invertir en los recursos de mantenimiento y
reparación de un cuerpo una vez que sobrepasa la vida útil marcada por su
maduración sexual. ¿Para qué gastar los valiosos sistemas de limpieza
celular en organismos que ya son desechables y que para la naturaleza son
irrelevantes? De este modo los genes no influyen en el sentido de que exista
un envejecimiento programado, sino en cómo se repararán los daños y se
solventará la acumulación de los errores que sufrirá nuestro ADN y nuestras
células con el envejecimiento. La teoría del soma desechable explica por
qué el envejecimiento es una suma tan variable de errores catastróficos, es
decir, por qué con la edad se acumulan tantas enfermedades, tantos fallos
celulares, y por qué ocurren tantas cosas que pueden salir mal y que al final
acaban desbaratando nuestra homeostasis.
Nuestro desarrollo sigue un plan esmerado desde el mismo instante de
la concepción. Todos los recursos disponibles para que la maquinaria
funcione son afinados con mimo y puestos a disposición de ese plan; la
naturaleza vigila para que el crecimiento sea lo más ordenado posible,
invirtiendo toda la energía en la consecución del objetivo marcado: la
reproducción. Sin embargo, esa misma naturaleza no tiene ningún plan una
vez sobrepasado el punto de no retorno; la entropía y la falta de
premeditación desembocan en la acumulación de residuos celulares y en un
conjunto de problemas orgánicos que, al final, destruirán toda una
maquinaria que funcionaba con la precisión de un reloj suizo. Así por
ejemplo, en el caso del ratón, sus posibilidades de supervivencia en estado
salvaje estarían condicionadas por el hecho de que solo el 10 % vivirá más
de un año. La inversión de energía para mantener su organismo en buenas
condiciones, más allá de ese año, sería un claro desperdicio que solo
beneficiaría a ese 10 %. Pero para averiguar lo que sucede en realidad con
el envejecimiento cuando hablamos de problemas de mantenimiento, de
acumulación de errores y de reparación del ADN hemos de descender hasta
lo más pequeño, hasta las células.
3.1.-CALL ME BY YOUR NAME Y CÉLULAS
SENESCENTES

La muerte es solo una máquina de limpieza.


Louis Ferdinand Céline

La película Call me by your name narra un amor de verano entre un


adolescente italiano de diecisiete años y un joven y atractivo universitario
americano.[57] La historia transcurre en 1983 en un pueblecito al norte de
Italia. El protagonista, Elio, vive con sus padres en una antigua villa
rodeada de un jardín donde crecen árboles frutales y hay una acequia que
proporciona frescor y un agradable contrapunto con su rumor del agua en
movimiento. Elio y sus padres forman una familia culta, la sensibilidad por
el arte, la música y la literatura es una constante y una seña de identidad en
sus vidas. Una mañana llega a su casa un americano, Óliver, al que
hospedan durante unas semanas para tutelarle su tesis doctoral en cultura
grecorromana; con el paso de los días Elio se siente inexplicablemente cada
vez más atraído por él, con una fuerza desconocida que lo trastorna porque
no es capaz de comprenderla ni de sujetarla. La orientación sexual de los
protagonistas es aquí lo de menos, es una historia de amor que consigue
transmitir a cualquier espectador la esencia de la pasión. La película
muestra el nacimiento y la explosión del primer y verdadero amor de la
vida, de nuestras vidas, cuando el deseo te insufla una potente droga
transformándote. Y enmarcando la pasión, el verano se revela como el
contexto ideal con sus atardeceres cálidos e infinitos, las nubes de insectos
volando sobre los campos intensamente verdes, los paseos en bicicleta hasta
el pueblecito cercano, el sonido de los grillos o las escapadas furtivas en
busca de un fugaz esparcimiento sexual a la luz de la luna. Lo que Elio
siente por Óliver representa el momento culmen en la existencia de todo ser
vivo: el despliegue de sentimientos vehementes, la energía sexual, el deseo
y la necesidad de fundirse con el otro y que se alcanza en ese momento
óptimo de maduración para el que la naturaleza nos lleva preparando desde
que nacemos. Los primeros y titubeantes pasos en la infancia, la espita que
se abre liberando hormonas en la incipiente adolescencia, los juegos con los
amigos que nos ayudan a socializarnos, el modelo de relación de pareja que
nos transmiten nuestros padres, las iniciáticas miradas y sonrisas de ese
niño o esa niña que tanto nos atrae... todo ello es una suma de aprendizajes
que nos conduce a esa explosión estival que representa la verdadera razón
por la que hemos venido a este mundo: amar y reproducirnos. Y no deja de
ser anecdótico el hecho de que los protagonistas vivan una relación
homosexual, puesto que la pasión que sienten es universal y va más allá del
mandato genético. La película no cuenta nada diferente de otras muchas
películas similares, y en ese sentido no hay nada que la haga especial: no
hay muertes, ni dramas, ni crisis de pareja. El efecto que ocasiona esta
película en el espectador no es tanto por lo que cuenta sino por lo que el
espectador pone de sí mismo en ella cuando la ve. En mi caso, superados ya
los 55 años, es como si ese código interno que late en sus fotogramas
activara el instinto más primigenio que ahora ya permanece dormido o
desactivado. De pronto, mientras observas cómo los protagonistas
ascienden por una montaña llenos de felicidad, disfrutando de su libertad y
con la naturaleza vibrando a su alrededor, algo se te remueve muy dentro y
te traslada sin querer a ese mismo instante de la lejana juventud que todos
hemos experimentado en algún momento. Una semana después de que se
estrenara la película, se publicaba un artículo titulado «¿Qué tiene Call me
by your name para haber dejado a sus espectadores devastados?».[58] En él
se daba cuenta de que la película había conmovido a gente de todas las
edades, orientaciones y circunstancias, y trataba de comprender el porqué.
Muchas personas se refieren a la película «como una experiencia que dura
dos horas y doce minutos delante de tus ojos y varios meses detrás de
ellos», dado el poso que deja en la conciencia y los sentimientos tan
profundos que es capaz de remover.

La historia te golpea por lo que el espectador pone de sí mismo


frente a la pantalla, por la forma en que entrega a la película unas
terminaciones sensibles que creía que ya habían muerto como si se les
hubiese practicado una endodoncia. La zona que esta película golpea
es especialmente dolorosa, porque no sabíamos que seguía ahí. Call
me by your name provoca dolor en órganos del cuerpo que no
sabíamos que estaban ahí cuando nos habíamos sentado en la butaca.

En realidad da igual que tengas treinta, cincuenta o setenta años, hay


en la contemplación de esa insultante juventud algún componente químico
que reacciona en lo más profundo de nuestro ser activando el recuerdo de la
juventud perdida. Elio y Óliver se entregan a una pasión a la que su cuerpo,
su mente y sus hormonas les han preparado, y todo estalla en una explosión
de vida que hace vibrar cada una de sus células. Al igual que los salmones,
que llegado el momento de reproducirse remontan el río hasta arribar al
lugar en el que nacieron, para desovar y morir; o algunas cigarras que
permanecen enterradas durante años y ante la llamada de una inexplicable y
desconocida señal, de pronto emergen todas a la vez del interior de la tierra
para aparearse en el plazo de unos días y fallecer a continuación. Ante ese
espectáculo que vemos en la pantalla, no solo se despierta aquello que
teníamos anestesiado, sino que también se produce el contraste con el
presente. Mientras los protagonistas se divierten en plenitud de facultades y
ajenos al paso del tiempo, nosotros tomamos antioxidantes, practicamos el
ayuno intermitente y nos aplicamos cremas antiarrugas. Observamos cómo
en una inquietante y bien calculada secuencia programada (o al menos
previsible) se van sucediendo los cambios que nos alejan cada día un poco
más de esa plenitud. Ya hemos visto que, los seres vivos, deben priorizar
sus recursos de mantenimiento para alcanzar con las máximas garantías de
éxito una óptima tasa reproductiva. Y sabemos que una vez que la aventura
veraniega de La Toscana llega a su fin, se inicia el otoño de nuestras
células. Somos como esas fallas valencianas que se construyen con esmero
durante meses, esculturas brillantes y coloristas que llegado el momento
cumbre del año, durante la cremá, arderán fulgurantes en un espectáculo
irrepetible, alcanzando su momento de gloria y su genuina razón de ser. Lo
que en un primer momento podría parecer un absurdo desperdicio de
recursos (ver desaparecer ante nuestros ojos en segundos lo que tanto
esfuerzo y trabajo ha costado hacer), cobra sentido al transformarse en un
fénix luminoso. Pero esa selección natural no alcanza a las terminaciones
nerviosas de nuestra memoria. Sí, la naturaleza nos abandona al deterioro
progresivo y a las pérdidas inevitables, pero los recuerdos de los amores
juveniles de verano siguen dolorosamente intactos en la memoria.
Recuerdo un día que fui a visitar a mi madre a la residencia. Sentado
en un banco del jardín junto a ella y a otra residente, disfrutábamos de los
últimos rayos de sol en una tarde todavía calurosa para ser ya octubre.
Conversábamos observando, mientras tanto, una fuente cercana a la que de
vez en cuando acudían a beber las palomas. Apenas había brisa y hasta ese
recodo del jardín nos llegaba el aroma de la cena que pronto les servirían en
el comedor. Mi madre y la otra anciana, Carmen, de 93 años, hablaban de
sus días de noviazgo, de cuando se casaron y del nacimiento de sus hijos, si
tuvieron vómitos y nauseas en el transcurso de los embarazos. En un
momento dado Carmen relató que a ella se le murió un hijo de tres años. Yo
la miré y vi que, a pesar del tiempo transcurrido, sus ojos se embalsaban de
lágrimas mientras lo contaba. Me mostró sus manos deformadas por la
artrosis, confesándome que ya solo podía tocar el piano con un dedo.
Ambas tenían el andador cerca para poderse desplazar. Mi madre me repitió
(de nuevo) que el domingo siguiente habría una merienda en la residencia
para todos los residentes y sus familiares. Carmen y ella disfrutaron,
seguramente, de sus amores de juventud, de su particular éxtasis de lozanía
y frescor, de la tersura de un cuerpo y un deseo a flor de piel. Su gesto de
contemplación absorta de la fuente me sugirió que sus mentes, tal vez,
estuvieran en ese instante enfocadas en el pasado: sus recuerdos del primer
amor, del noviazgo que transcurrió entre besos demorados por la espera y
los roces fugaces en los bailes de las verbenas de verano, sus momentos de
pasión y los ecos de las risas de sus hijos cuando eran pequeños; quizá
estuvieran rememorando también cuando ellas eran niñas y tenían toda la
vida por delante. Su tiempo se agota pero la memoria de lo que fueron y lo
que experimentaron sigue intacta. Es cierto, la memoria lo hace todo más
cruel. Por desgracia, como a ellas, como a mí, y como a Elio y a Óliver, la
selección natural nos arrebatará inmisericorde la juventud. ¿Pero cómo se
inicia ese declive? ¿De qué manera nuestro cuerpo se empieza a desgastar y
a deteriorarse? ¿Por qué después del verano llega el otoño celular?
Descendamos pues hasta lo más pequeño, hasta nuestras células, y
analicemos ese crepúsculo que va eclipsando el dulce, cálido y
esplendoroso sol estival.
A principios del siglo pasado, un científico francés llamado Alexis
Carrel, ganador del Premio Nobel en 1912 por su trabajo en la cirugía
vascular, comenzó a trabajar por primera vez en cultivos celulares en su
laboratorio de la Universidad de Rockefeller, en Nueva York (Estados
Unidos). Carrel hizo famoso un cultivo de células de pollo que, de manera
inaudita, seguían vivas año tras año, hasta el punto de promover una especie
de dogma asumido por todo el mundo: que las células podían dividirse sin
freno y que en esencia eran inmortales (lo que ocurría en realidad era que
alimentaba sus cultivos de células con suero de pollo conteniendo nuevas
células de embrión que rejuvenecían dicho cultivo).
Leonard Hayflick era un joven investigador que trabajaba también en
el cultivo de células en su laboratorio del Instituto Wistar de Filadelfia, en
Estados Unidos. Pero a diferencia de Carrel, las colonias de células con las
que él trabajaba duraban un tiempo limitado y al final morían. Una y otra
vez cultivaba un grupo de células y una y otra vez ocurría el mismo
resultado ante su desesperación. Hayflick comprobó que las células fetales
con las que trabajaba tenían un número finito de divisiones, unas cincuenta
aproximadamente, y que pasado ese número dejaban de dividirse y morían.
Además de ir en contra del dogma establecido por Carrell y por toda la
comunidad científica, y si este extremo no fuera ya lo bastante osado, debía
enfrentarse a otro problema añadido. Unos años antes, el biólogo celular del
Hospital Johns Hopkins de Baltimore, Estados Unidos, George Gey, había
aislado un cultivo de células de una mujer llamada Henrietta Lacks que
había fallecido de un agresivo cáncer cervical en 1951. Gey vio que estas
células se multiplicaban sin descanso y que eran inmortales (hoy en día
billones de sus células llamadas HeLa siguen cultivándose en los
laboratorios de medio mundo, incluso viajaron al espacio en las primeras
misiones de la NASA para estudiar cómo les afectaba la ausencia de
gravedad). A pesar de todo, Hayflick publicó un artículo con los resultados
de sus investigaciones en una revista llamada Experimental Cell Research
en 1965.[59] Hoy en día dicha publicación es una de las más citadas, más de
3 000 veces entre 1961 y 1999 (tal número de citas solo es alcanzado por
uno de cada 135 000 papers).
El hecho de que las células tienen un número finito de divisiones, lo
que hoy en día se conoce como el límite de Hayflick, modificó
sustancialmente el estudio del envejecimiento. Envejecer no era algo que
ocurría por factores externos como la radiación solar, tal y como se creía
hasta ese momento, sino que se originaba en el interior de nuestras células.
Hayflick había comprobado que las células parecían saber su edad, como si
tuvieran memoria y llevaran la cuenta del número de divisiones que habían
completado; si congelaba un grupo de células, digamos cuando están en su
división número cuarenta, al descongelarlas meses después, retomaban su
proceso donde lo habían dejado hasta llegar más tarde a las cincuenta y
morir. Hayflick llegó a la conclusión de que las células tienen un reloj
interno, y que una vez completado su ciclo finito de divisiones, les llega su
inevitable final. El envejecimiento, según él, es un fenómeno ineludible y
contra el que es imposible luchar. ¿Pero dónde está exactamente ese reloj
interno y cómo funciona?
Una posible explicación estaría en nuestros telómeros. A finales de los
años setenta, una joven australiana investigadora, Elisabeth Blackburn,
estudiaba un protozoo llamado Tetrahymena que vive sobre todo en el agua
estancada. Observó que este organismo tenía una serie de secuencias de
ADN en el extremo de sus cromosomas que aparentemente carecían de
función. Los telómeros, que así se llaman estos extremos de los
cromosomas, en realidad protegen la integridad del ADN celular, pero van
acortándose gradualmente en cada división; serían como los capuchones de
plástico que hay en los extremos de los cordones de los zapatos. Cuando los
telómeros han reducido su longitud hasta un umbral en el que ya no pueden
acortarse más, la célula se vuelve senescente y muere. Elizabeth Blackburn,
junto a Carol Greider y Jack Szostak, ganaría el Premio Nobel en 2009 por
el descubrimiento de la telomerasa, una enzima que, siguiendo con la
metáfora de los capuchones, mantiene a salvo los cordones de los zapatos
para que no se deshilachen.
Cuando las células alcanzan el límite de Hayflick se vuelven
senescentes. Es como si envejecieran, lo que le ocurre a cualquier
organismo vivo, tejido o desde el punto de vista de la entropía, a cualquier
ente. Un coche recién comprado refulge con su color brillante e
inmaculado, su motor engrasado apenas hace ruido y sus piezas cumplen su
función sin averías; todo funciona bien y hasta la tapicería es suave y con
una textura uniforme. Con el tiempo, la pintura va perdiendo brillo, los
raspones y las pequeñas abolladuras se extienden por la carrocería, hay
murmullos y ruidos que antes no estaban allí, las averías hacen acto de
presencia… Los objetos se desgastan, se oxidan y pierden funcionalidad. Y
nuestras células no son una excepción. Cuando su reloj interno (un
acortamiento excesivo de los telómeros) informa de que han llegado a su
límite, dejan de multiplicarse, algo que sucede de dos formas distintas: o
bien se suicidan (lo que se denomina «apóptosis») o bien se vuelven
senescentes. Las células, además de por ese reloj interno, también
envejecen por agresiones externas que dañan su ADN, como puede ser el
estrés oxidativo, la radiación ionizante o algunos tipos de quimioterapia,
que inducen senescencia a las células tumorales pero también a las sanas.
Aunque la senescencia detiene el crecimiento de las células, también
es una especie de mecanismo que nos ha proporcionado la evolución para
frenar la aparición del cáncer. ¿Y qué ocurre cuando nuestras células
envejecen y se vuelven senescentes? Hasta ahora se creía que simplemente
se quedaban ahí, desactivadas, inertes y privadas de cualquier función, sin
estorbar demasiado. Pero para la investigadora Judith Campisi las células
senescentes están muy lejos de ser inertes. Ella ha estudiado cómo estas
células, en realidad, son una especie de olla a presión en miniatura en la que
se cocinan diferentes sustancias, algunas de naturaleza inquietante… y es
una olla con fugas. Campisi, que trabaja en el Buck Institute for Reasearch
on Aging en California, Estados Unidos, constató hace años que las células
senescentes secretan un conjunto de sustancias denominado SASP
(Senescence-Associated Secretory Phenotype o ‘fenotipo secretor asociado
a la senescencia’).[60] Este conjunto de sustancias se compone de citocinas
proinflamatorias, factores de crecimiento y proteasas y explicaría el papel
de la senescencia celular en las patologías asociadas al envejecimiento. La
inflamación a la que conducen las células senescentes estaría motivada
sobre todo por la acción de las citocinas inflamatorias IL-6 y la IL-8; estas
citocinas proinflamatorias, junto al resto de las sustancias del SASP, pueden
alterar las estructuras de los tejidos. Como afirma Campisi:

La lista de patologías asociadas a las células senescentes es larga:


degeneración macular, EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva
crónica), enfisema pulmonar, insensibilidad a la insulina… incluso
hay indicios de que el SASP puede promover la neurodegeneración y
enfermedades como el alzhéimer.

La dimensión devastadora de las células senescentes alcanza tal


magnitud, que algunos investigadores consideran la senescencia celular
como el nexo causal por excelencia del envejecimiento.[61] En realidad no
es que el daño celular cause directamente los signos visibles del
envejecimiento, sino que a medida que se va acumulando alcanzan una
«masa crítica» que se traduce en SASP, que es al final lo que conduce al
daño tisular. Por tanto la senescencia, para estos investigadores, sería la
condición previa para el deterioro anatómico y funcional, lo que explica por
qué el envejecimiento es un proceso gradual que permanece invisible
durante la mayor parte de su progresión.
Pero varias paradojas vienen a complicar el ya de por sí complejo
campo de estudio de la senescencia celular. En primer lugar, como hemos
dicho antes, la senescencia celular es un seguro de vida con el que nos ha
dotado la naturaleza para evitar la aparición del cáncer. Frenar a una célula
que ha completado su vida útil y ha alcanzado su límite de Hayflick, ayuda a
evitar que prolifere de manera descontrolada y se vuelva tumoral. Sin
embargo, cuando las células senescentes se acumulan en exceso forman un
caldo de cultivo tóxico que, paradójicamente, promueve la aparición del
cáncer. En segundo lugar, las células senescentes podrían tener una cara
amable. Para Campisi, quizá una de las funciones del SASP sea «garantizar
que las células dañadas comuniquen su estado comprometido a las células
vecinas para preparar el tejido para su reparación, o bien estimular la
eliminación de dichas células por el sistema inmunológico». Las últimas
investigaciones parecen apoyar esta inesperada y bienvenida cara amable: al
parecer, la senescencia favorecería la reprogramación celular,[62] incluso el
reciente trabajo de la investigadora Birgit Ritschka y sus colaboradores
revela un papel beneficioso para el SASP en la promoción de la plasticidad
celular y de la regeneración tisular.[63] Tal vez lo que se desprende de estas
paradojas es, que un poco de SASP, parece ser necesario entre otras cosas
para la regeneración celular y tisular, pero cuando se da en exceso
promueve la inflamación crónica, el cáncer y diferentes patologías que al
final desembocan en el envejecimiento. A la senescencia celular la
acompañan otros ocho jinetes del apocalipsis más (y que veremos a
continuación), que completarían el macabro recuento de las nueve causas
que nos abocan a la desaparición final.
En junio de 2013 apareció un artículo publicado en la revista Cell que
se ha convertido ya en un clásico dentro del campo del estudio del
envejecimiento. Firmado por el investigador español antes citado al hablar
de la mala suerte en el cáncer, Carlos López-Otín, junto a Linda Partridge,
Guido Kroemer y los españoles Maria Blasco y Manuel Serrano, y titulado
The Hallmarks of Aging, el artículo explora las nueve marcas (hallmarks) o
características distintivas que dan lugar al envejecimiento, la mayoría de las
cuales están relacionadas con las células.[64] Cada una de ellas debe cumplir
los siguientes tres criterios: 1) son manifestaciones habituales en el
envejecimiento normal, 2) el hecho de agravarlas de manera artificial
acelera el envejecimiento y 3) su mejora experimental debe retrasar el
proceso de envejecimiento y aumentar la vida útil.
Estas nueve marcas distintivas del envejecimiento son: la inestabilidad
genómica, el acortamiento de los telómeros, las alteraciones epigenéticas, la
pérdida de proteostasis, la desregulación de los mecanismos de la nutrición,
la disfunción mitocondrial, la ya familiar para nosotros senescencia celular,
el agotamiento de células madre y, por último, la comunicación intercelular
alterada. López-Otín clasificó estas características del envejecimiento en
tres grupos. El primero está compuesto por las principales causas
responsables del daño celular. Estas hallmarks no son independientes entre
sí, y a menudo una de ellas interactúa con las demás, como ocurre por
ejemplo con las alteraciones epigenéticas, que afectarían a la estabilidad de
las proteínas contribuyendo a la pérdida de proteostasis. El segundo grupo
está formado por las llamadas marcas antagónicas, y serían las respuestas al
daño causado por el primer grupo. Finalmente, el tercer grupo, se compone
de las marcas integrativas y son el resultado de las respuestas negativas del
segundo grupo y las responsables reales de los cambios del
envejecimiento.
Marcas primarias
Inestabilidad genómica
Acortamiento de los telómeros
Alteraciones epigenéticas
Pérdida de proteostasis

Marcas antagonistas
Desregulación de los mecanismos de la nutrición
Disfunción mitocondrial
Senescencia celular

Marcas integrativas
Agotamiento de células madre
Comunicación intercelular alterada
Veámoslo con más detalle. La inestabilidad genómica implica que el
ADN de nuestras células, debido a amenazas externas o a procesos de mal
funcionamiento interno de las propias células, puede sufrir cambios que
afectan y ponen en peligro su estabilidad. A pesar de que los organismos
cuentan con mecanismos de reparación y mantenimiento, con el paso del
tiempo estos mecanismos van perdiendo eficiencia y los daños se acumulan
en el ADN provocando el envejecimiento.
El acortamiento de los telómeros conlleva, como ya sabemos, que cada
vez que una célula se divide, sus telómeros se van reduciendo hasta
provocar su senescencia o su muerte a través de la apoptosis. Como afirma
Elisabeth Blackburn, la descubridora de la telomerasa:

Cuando los telómeros se acortan demasiado, la célula deja de


dividirse. Los telómeros no son el único motivo por el que una célula
puede volverse senescente. Hay otros factores de estrés de las células
normales que todavía no conocemos demasiado bien. Pero unos
telómeros cortos son una de las principales razones que hacen que
envejezcan las células, y constituyen el único mecanismo que controla
el límite de Hayflick.[65]

Lo que ocurre es que no existe una explicación para esclarecer por qué
tener los telómeros muy largos no se correlaciona con una vida más larga.
La investigadora María Blasco y sus colaboradores han aportado, en fechas
recientes, una posible respuesta, al medir en paralelo la longitud de los
telómeros de una gran variedad de especies con vidas y tamaños corporales
muy distintos. Los resultados publicados en la revista PNAS, en julio de
2019, apoyan la idea de que la variable crítica no sería la longitud sino la
tasa de velocidad con la que se acortan los telómeros, que es diferente en
cada especie.[66] La propia María Blasco, junto a sus colaboradores Miguel
A. Muñoz-Lorente y Alba C. Cano-Martín, han desarrollado células
embrionarias de ratón con telómeros más largos (hiperlonger telomeres) sin
manipulaciones genéticas, dando lugar a ratones en los que el 100 % de sus
células tienen estos telómeros súper largos. Estos ratones tienen menos
daño en el ADN al envejecer, permanecen delgados y muestran niveles
bajos de colesterol y LDL, así como una mejor tolerancia a la glucosa e
insulina. Por último, presentan una menor incidencia de cáncer y mayor
longevidad. Esta investigación, también llevada a cabo en 2019, marca un
hito importante en el estudio del envejecimiento, en primer lugar por lograr
aumentar la longevidad sin ningún tipo de manipulación genética, y en
segundo lugar porque se constata por primera vez una relación entre la
longitud de los telómeros y el metabolismo, algo muy relevante dada la
importancia de la ruta genética del metabolismo de la insulina y la glucosa
en el envejecimiento.[67]
Respecto a las alteraciones epigenéticas, los cambios químicos que
sufre el ADN con el paso del tiempo tienen una influencia sobre el
envejecimiento que está dando lugar a un campo de investigación muy
prometedor. Hablaremos con más detalle de la epigenética al final del libro.
La pérdida de proteostasis implica que las proteínas, que son las
encargadas de realizar las funciones en nuestras células, sufren diversos
daños debido a la influencia de factores externos como son, por ejemplo,
los radicales libres o varios tipos de toxinas. El daño en una proteína se
traduce en un plegamiento inadecuado de su estructura, como si tuviéramos
una hoja de papel y no se pudiera doblar de la manera correcta para hacer,
por ejemplo, una pajarita. Las células jóvenes poseen un sistema de
limpieza, la autofagia, para deshacerse de las proteínas mal plegadas; sin
embargo al envejecer, los lisosomas, que son los elementos de ese sistema
de limpieza, pierden eficacia a la hora de eliminar los deshechos celulares.
Con el tiempo, las proteínas mal plegadas se acumulan produciendo
inflamación crónica. Estas proteínas amorfas también forman agregados
que, como los de las proteínas beta amiloide, darían lugar a la enfermedad
de Alzheimer.
La siguiente característica del envejecimiento es la desregulación de
los mecanismos de la nutrición. En nuestros cuerpos existen unas vías de
detección de nutrientes que aseguran el nivel óptimo de alimentación, ni
mucho, ni demasiado poco. Cuando la ingesta de alimentos es excesiva o la
composición de nutrientes está desequilibrada, se acelera el envejecimiento
celular. Estas vías metabólicas están íntimamente relacionadas con los
procesos del envejecimiento, buena prueba de ello es que reducir de manera
sustancial y metódica la cantidad de calorías que ingerimos o restricción
calórica, tiene una repercusión positiva en la longevidad. Trataremos este
tema en profundidad más adelante.
En cuanto a la disfunción mitocondrial, se parte de la base de que las
mitocondrias son las estructuras encargadas de proporcionar energía a las
células. A medida que envejecemos, las mitocondrias van degradándose por
la acción de los radicales libres, lo que hace que a su vez estas produzcan
todavía más radicales libres, acelerando de forma más acusada el
envejecimiento.
Sobre la senescencia celular ya hemos visto que supone una detención
estable del ciclo celular. Está causada por el acortamiento de los telómeros,
aunque también la senescencia celular puede ser estimulada por otros
agentes, como el daño producido en el ADN.
El agotamiento de las células madre implica que, a medida que
envejecemos, pierden la capacidad de dividirse debido a los daños
ocasionados en el ADN, el desequilibrio de los nutrientes, la senescencia y
otros procesos como el acortamiento de los telómeros. El agotamiento de
las células madre es, por tanto, una consecuencia de múltiples daños
asociados al deterioro, y es uno de los principales culpables del
envejecimiento de los tejidos en particular y de los organismos en general.
Por último tenemos la comunicación intercelular alterada. Las células
están constantemente comunicándose entre ellas a través de señales
químicas para coordinar la ingente y compleja cantidad de funciones que
llevan a cabo. Con la edad, la comunicación entre las células puede
volverse disfuncional, lo que conlleva un aumento de la inflamación crónica
y fallos en la función hormonal. El hipotálamo por ejemplo, a medida que
nos hacemos mayores, modifica sus señales hormonales afectando al
metabolismo y a la ingesta de alimentos.
El envejecimiento es un proceso demasiado complejo y podríamos
afirmar, que desde cierto punto de vista, es también inabarcable. La
evolución y la selección natural han priorizado la reproducción por encima
de la eternidad: cada de uno de los organismos que habitamos este planeta
somos envoltorios cobijando el tesoro de la vida, con el objetivo de que las
instrucciones de esa vida escritas en el código genético, pasen de
generación en generación. Desde el origen de todo en los océanos, desde
que unas algas diminutas comenzaron a proliferar poblando el planeta, el
testigo ha ido pasando de mano en mano, de individuo en individuo
salvaguardando así una cadena que en ningún momento se ha interrumpido.
Nosotros, todos los seres vivos, portamos el testigo durante un parpadeo
fugaz entre dos eternidades de oscuridad; cuando la naturaleza nos da el
pistoletazo de salida en esta particular carrera de relevos, estamos listos
para cumplir con aquello para lo que estamos destinados: reproducirnos;
entregado el testigo en la pequeña y tierna mano de nuestros hijos y
conseguido por tanto el objetivo, las luces de la fiesta empiezan a apagarse,
una detrás de otra, susurrándonos el mensaje de que empezamos a sobrar.
Nos ocurre lo mismo que al replicante Roy Batty interpretado por el
recientemente fallecido Rutger Hauer en aquella memorable secuencia de
Blade Runner: completado su ciclo vital programado declama: «Todos esos
momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, es hora de
morir»; baja la cabeza y deja escapar en su último estertor una paloma
blanca que vuela hacia el cielo plomizo, ante la mirada de Harrison Ford,
cuya voz en off dice: «Todo lo que él quería eran las mismas respuestas que
todos buscamos: de dónde vengo, a dónde voy, cuánto tiempo me queda».
[68] Nuestro tiempo de vida está programado aunque no sepamos cuánto nos
queda. Los científicos intentan de manera desesperada desentrañar toda esa
enmarañada complejidad de senescencias celulares, telómeros menguantes,
genes egoístas y cascadas inflamatorias que nos llevan a la decrepitud y a la
muerte.
Existe una programación para desarrollarnos y madurar según unos
cambios que las hormonas van regulando, y existe una programación para
reproducirnos; pero tal y como decían Medawar, George Williams y
Kirkwood entre otros, no hay una programación para envejecer dado que a
la selección natural le resulta intrascendente lo que ocurra después de la
«vida útil» del individuo. Parece probable que no haya genes Terminator, y
que no tengamos en el ADN una bomba con un reloj de cuenta regresiva
que, llegado el instante preciso, explote poniendo fin a nuestra existencia de
forma determinista e irrevocable. Sin embargo, es obvio que hay un
condicionamiento genético que de alguna forma interviene y modula el
envejecimiento; los seres humanos tenemos una esperanza de vida que no
sobrepasa (supuestamente) los 122 años, los ratones viven cuatro, los
elefantes setenta y las tortugas cien: cada especie tiene asignado un cupo
máximo que es infranqueable, incluso diferentes razas dentro de una
especie tienen patrones específicos de longevidad.
Hemos buceado hasta las profundidades de lo más pequeño, las células
y los genes, arrojando algo de luz sobre las posibles causas del
envejecimiento. Hemos analizado también las razones evolutivas que
explican los errores en el ADN y en el mantenimiento de todo organismo.
Ahora llega el momento de sopesar de qué margen disponemos para alterar
nuestro destino, si las cartas que nos ha repartido la vida en el momento del
nacimiento se pueden barajar de nuevo y aspirar así a una mejor jugada.
Empecemos por una película de extraterrestres que ha plasmado de manera
sorprendente el sueño más deseado por toda la humanidad: vencer al
enemigo.

3.2.- TODO ESTÁ EN COCOON


Hay pocas películas como Cocoon que hayan reflejado tan bien esa
victoria sobre la vejez y la consiguiente recuperación de la juventud
perdida.[69] Tres ancianos que viven en una residencia acuden a bañarse a
una piscina cubierta situada en una vivienda próxima y aparentemente
abandonada; un día encuentran sumergidos en el fondo unos extraños
objetos similares a unas rocas ovaladas, objetos depositados allí por
extraterrestres y que son los capullos (cocoon) que protegen en su interior a
sus seres queridos, a los que han ido a buscar para llevárselos de regreso a
su planeta. Los objetos han impregnado el agua de una misteriosa fuerza
invisible que tiene el extraño poder de rejuvenecer a los ancianos que
acuden allí a nadar, «cargándolos» de energía y vitalidad. A diferencia de
Benjamin Button,[70] la transformación no se produce a un nivel físico, sus
cuerpos no cambian nada en realidad, es su espíritu lo que se revitaliza y
rejuvenece, y este quizá es el gran logro de la película: el impacto que
produce en nosotros observar cómo esos tres amigos, víctimas de las
habituales taras de la vejez, acarician el sueño más deseado por la
humanidad. Al margen de las concesiones cinematográficas a la
espectacularidad más prosaica, como la escena en la que uno de ellos baila
break dance, lo que nos conmueve es asistir cómo a cada uno de los tres
personajes les renace el deseo de vivir, las ganas de divertirse, la ilusión por
conectarse de nuevo a la resplandeciente realidad que les rodea y que desde
hacía tiempo no era más que un escenario gris, árido y carente de
emociones.
Con agilidad y a paso rápido caminan en dirección a su piscina del
Sangri-La, se ríen, bromean con que últimamente se les pone dura como
una roca (y en aquella época aún no se había inventado la viagra), juegan en
el interior de un supermercado a lanzarse un balón de rugby, salen por la
noche a divertirse a la ciudad, se visten y se acicalan con coquetería, hacen
el amor, se enamoran de nuevo y hasta uno de los protagonistas bordea la
infidelidad al intentar seducir a una camarera. Sus achaques desaparecen,
recuperan la agudeza visual, uno de ellos supera de forma milagrosa un
cáncer… la actitud de resignación pasiva y de pérdida de empoderamiento,
tan propia de la ancianidad, se evapora dando lugar a una fuerza vital y a
una confianza en sí mismos que los lleva a estar de nuevo en el mundo.
Hay una escena en la que los tres protagonistas se cruzan por los
pasillos de la residencia con el resto de los ancianos (unos con andador,
otros en sillas de ruedas, lentos y envueltos en su niebla) subrayando la
crueldad del destino que nos espera a casi todos nosotros. Incluso en una
vuelta de tuerca de esa crueldad, en esa misma escena, los protagonistas
observan de pronto cómo en una de las habitaciones que tiene la puerta
entreabierta, un equipo de paramédicos intenta reanimar a uno de los
residentes que ha entrado en parada cardiorrespiratoria y expira su último
aliento. Al verlo, se miran unos a otros insinuando, sin decir nada, que ellos
podrían ser los siguientes muy pronto, al fin y al cabo están ya en la
antesala de la muerte. Cuando los extraterrestres los descubren y les
impiden volver a bañarse en la piscina, las risas, las bromas y la vitalidad
desbordante son sustituidas por su antiguo estado natural de la vejez.
En otra escena, el anciano seductor que padecía un cáncer y que días
antes circulaba veloz por un supermercado montado en un triciclo y con una
flor entre los dientes, permanece tumbado en el sofá de su habitación
mientras una luz mortecina y crepuscular se filtra entre las rendijas de una
persiana. Su mujer se acerca y se sienta junto a él, le quita las gafas y, de
pronto, él sale de su sopor y confundido pregunta qué hora es, más de las
cuatro contesta ella, y es entonces cuando en un par de segundos Cocoon
logra sintetizar todo el drama del envejecimiento: con la juventud
malograda tras la expulsión de su paraíso, renuncia al mundo, desconecta
porque ya no tiene la ilusión necesaria para saltar de ese mullido sarcófago
y salir a divertirse; por último se gira hacia el respaldo del sofá, le da la
espalda a su pareja y, apesadumbrado, vuelve a sumergirse en su sopor; ella
le mira apenada, comprendiendo que el sueño de la juventud ha finalizado y
todo vuelve a su estado natural de decadencia, herrumbre y abdicación.
Analizando esta secuencia nos damos cuenta de que es, precisamente la
renuncia, uno de los elementos clave que le empuja a cruzar esa frontera sin
retorno. Un par de días antes los protagonistas caminaban pletóricos y
chispeantes en busca de diversión, pero cuando la fuerza vital los abandona
se resignan a adoptar de nuevo su rol de ancianos.
Hay otra escena en la que los tres amigos están sentados en un espigón
mirando al infinito con una expresión llena de fatalismo, mientras el mar
espejea erizado de brillantes destellos. Se muestran derrotados, hundidos,
tristes, con un matiz de fastidio en sus caras, como si se sintieran estafados
por la Naturaleza que los ha devuelto de regreso a la vejez. Un personaje
cascarrabias de la misma residencia, tras descubrirse el poder energético de
la piscina, se opone a cambiar su destino anunciando: «La naturaleza nos
dio unas cartas y jugamos con ellas y ahora, al final de la partida, queréis
barajar de nuevo». Pero… ¿Realmente estamos condenados a jugar la
partida de la vida con los mismos naipes, sin la posibilidad de descartarnos
para optar a una mejor jugada?
4.- BARAJAR LAS CARTAS DE NUEVO

¿Qué demonios tienen los hombres mayores que resultan tan atractivos para las mujeres?
Solamente son decrépitos. ¿Qué tiene de sexy la pérdida de la memoria a corto plazo? Yo no
quiero envejecer nunca.

A rainy day in New York


Woody Allen

Imaginemos la siguiente situación: en 1979 a un grupo de ancianos se


les traslada durante una semana a una especie de retiro, un monasterio
aislado en el que se han recreado las circunstancias sociales, la música, las
películas, los programas de televisión, las revistas (en fin, todas aquellas
circunstancias que nos acompañan a todos de forma cotidiana), que existían
veinte años atrás; se les indica que, durante los días que permanezcan
alojados allí, deben utilizar el tiempo verbal en presente, como si en
realidad vivieran en esas coordenadas vitales. Han de intentar también no
rememorar el pasado, sino tratar de retroceder en el tiempo y situarse en esa
época anterior como si fuese su «ahora»; por último se les solicita que no
lleven consigo periódicos, libros ni fotografías familiares posteriores a
1959, y que no hablen sobre lo que les ha sucedido en los últimos veinte
años.
Se ha reproducido con minuciosidad cómo era la vida entonces, los
temas políticos y sociales más candentes de aquellos días, los programas
que emitían la radio y la televisión, mobiliario y electrodomésticos de esa
época. Durante esa semana los ancianos comentan el avance de Fidel Castro
en dirección a La Habana y cómo ha sido el lanzamiento del Explorer I, el
primer satélite americano. Discuten sobre libros «recién publicados» como
Éxodo de Leon Uris, escuchan a Perry Como en la radio y ven en la
televisión en blanco y negro Con faldas y a lo loco y Ben Hur entre otras
películas. Así transcurrió una semana, en esas condiciones que retrasaban el
reloj de sus mentes en veinte años. ¿Qué ocurrió al finalizar esa semana? Lo
que ocurrió es que los relojes de sus cuerpos también, milagrosamente, se
retrasaron. En primer lugar se produjo un cambio en la actitud y en el
comportamiento de los ancianos. Una de las primeras cosas que llamaron la
atención de los investigadores fue la adquisición de una autonomía y una
independencia de la que carecían antes del experimento; durante las
entrevistas previas, antes del retiro, eran sus familiares los que decidían,
opinaban e imponían de alguna forma lo que tenían que decir y pensar. Es
un rol que los ancianos tenían asumido (el de delegar en los demás las
decisiones que afectaban a su vida, el de claudicar ante los más jóvenes), y
que al poco de llegar al monasterio tuvieron que abandonar. Por ejemplo,
uno de los participantes en el experimento daba por hecho que lo iban a
ayudar a subir el equipaje a su alojamiento, pero al ver que nadie lo haría, él
mismo cargó con su maleta a regañadientes por las escaleras; le costó, pero
consiguió llevarla sin ayuda hasta su habitación.
Lo más sorprendente de todo es que, finalizada la experiencia, se
observaron otros cambios, como mejoras en la audición y en la memoria,
ganaron un promedio de un kilo y medio de peso por persona, su fuerza de
sujeción aumentó considerablemente, incrementaron la flexibilidad de sus
articulaciones y, en los dedos de sus manos, hubo una disminución en su
artritis y una ganancia en la destreza manual; además mejoraron su
puntuación en los test de inteligencia que completaron al finalizar el retiro.
En una palabra: rejuvenecieron. Hubo cambios en la estatura, en su forma
de caminar y en la postura. Y aunque sea una medida subjetiva, se
mostraron fotografías de los ancianos antes y después de la experiencia a
personas que desconocían el experimento y la mayoría informó de que
todos ellos parecían mucho más jóvenes después.
Esto, que parece un argumento sacado de una película de ciencia
ficción, ocurrió de verdad. El experimento fue llevado a cabo por la
investigadora del departamento de Psicología de la Universidad de Harvard,
en Estados Unidos, Ellen Langer, experimento que se ha convertido ya en
un clásico dentro del estudio de la longevidad humana.[71] Son muchas las
reflexiones que podemos extrapolar de esta experiencia extraordinaria; la
primera de ellas es que el envejecimiento no es inmutable, que nuestro
sometimiento a la en principio inevitable decadencia parece ser más poroso
de lo que creíamos, y que existe entonces una pequeña llama de esperanza
para cambiar las cosas. Otra reflexión a tener en cuenta es que la dimensión
mental, nuestra psicología y la manera de pensar y actuar, ejercen una
influencia poderosa en nuestro cuerpo, ofreciendo en consecuencia la
capacidad de influir de forma palpable en el deterioro físico.
Hace unos meses quise mostrarle a mi hija un fragmento de vídeo de
un programa de la cadena NHK de la televisión japonesa sobre personas
centenarias de ese país, «Hyakusai Banzai», así que subimos juntos a la
buhardilla de mi casa, donde guardaba mis antiguas cintas VHS. Era una
esplendorosa mañana de finales de agosto, un mediodía en las postrimerías
del verano cuando los días ya comienzan a acortarse y los amaneceres son
más frescos, presagiando la inminente llegada del otoño. Ascendimos por
las escaleras de madera y percibimos de inmediato el calor que se
concentraba en esa estancia. El programa lo tenía grabado en una de esas
aparatosas cintas de plástico negras, una tecnología ya obsoleta. Encendí el
reproductor e introduje la cinta; rebobiné hasta encontrar el pasaje que
buscaba y esperé; después de un rato, durante el cual pasaron fugaces
escenas a toda velocidad, apareció en la pantalla un anciano japonés; pulsé
el botón de play y comenzamos a verlo.
Empezaba un nuevo día para él, se levantaba del futón, desayunaba,
hablaba con sus familiares y en una sucesión de estampas cotidianas,
mostraba lo que era un día normal en su vida. En un momento dado se puso
a hacer flexiones en su habitación como si fuera la cosa más normal del
mundo. A continuación se le veía en una pista de atletismo al aire libre y
movía su brazo extendido hacia atrás y hacia delante jaleado por su
entrenador, lanzando luego lejos de sí un disco ante los aplausos de un
grupo de curiosos. En esa misma cinta atesoraba más programas grabados
sobre la vida de otros centenarios japoneses. Unos minutos después
teníamos ante nosotros (mi hija pasaba del asombro al estupor) a una
anciana de 101 años que aparentaba 65, vivía sola y se preparaba un buen
desayuno antes de recibir a su primera alumna del día, a quien impartía
clases de canto y piano; con una energía desbordante, de pie junto a su
alumna que tocaba el piano, ensayaba un aria mientras seguía el compás
con su mano derecha. Todos los centenarios llevaban una vida más o menos
autónoma, uno de ellos confeccionaba unas cajas de cartón que después
repartía entre sus conciudadanos montado en un cochecito eléctrico; otra
mujer, que había sido maestra, continuaba ayudando en el colegio donde
trabajó antes de su jubilación, organizando la entrada y la salida de los
alumnos y vigilándolos durante el recreo. Terminamos de ver el vídeo,
apagamos el reproductor y bajamos al salón. Estuvimos un buen rato
comentando lo que habíamos visto y ambos coincidimos en que había dos
denominadores comunes entre los centenarios: 1) todos tenían un objetivo
cuando se despertaban por la mañana, poseían una meta o una razón para
vivir, siendo la naturaleza de ese objetivo irrelevante (daba lo mismo
construir cajas de cartón que lanzar un disco a escasos cinco metros de
distancia); para cada uno de ellos ese objetivo era importante, y lo era
porque les proporcionaba un porqué para seguir adelante. Y 2) todos tenían
una actitud positiva y sonreían con frecuencia, aunque hubieran sufrido la
pérdida de muchos seres queridos y soportaran diversos grados de deterioro.
Sin embargo, en vez de dejarse llevar por lo que sería un lógico y
comprensible nihilismo, en lugar de padecer una depresión azuzada por la
próxima desaparición, sonreían por cualquier nimiedad y se ilusionaban
como niños pequeños ante retos en apariencia pueriles.
Unos meses después vi en YouTube, una plataforma de visionado algo
más moderna que aquel arcaico VHS, a Wang Deshun. Este anciano de
origen chino había alcanzado cierta notoriedad gracias a unos vídeos que se
hicieron virales en 2016. En uno de los vídeos aparecía con el torso
descubierto y ligeramente musculado, desfilando veloz y con paso enérgico
en una pasarela de alta costura junto a varias jóvenes modelos. Wang
Deshun tenía en ese momento ochenta años.[72] No es ni mucho menos el
único caso de personas de edad avanzada que deciden trabajar su cuerpo en
un gimnasio, o llevar a su organismo al límite corriendo una maratón con
setenta años. Lo que en este caso concreto llama la atención es el espíritu de
Wang (el mismo que el de los ancianos rejuvenecidos de Cocoon). Y con
espíritu me refiero al porte, la disposición, el modo de moverse, el
dinamismo que irradia y todo lo que transmite con la expresión de su rostro
y su mirada. Es algo que sentimos cuando vemos a alguien que parece más
joven de lo que es en realidad. Cuando Wang ya se convirtió en un
personaje conocido, se publicaron más vídeos en los que explicaba su
trayectoria; había empezado a ir al gimnasio pasados los cincuenta años,
pero no fue hasta que cumplió setenta cuando se decidió a practicar más en
serio el ejercicio físico. En uno de los vídeos dice: «Cumplo ochenta este
año y todavía tengo mucho que dar, aún tengo algunos sueños que realizar,
créeme, todavía queda mucho por experimentar». Con su barba y su cabello
blanco, y su porte de modelo de pasarela, mira a la cámara con aplomo y
con una sonrisa finaliza diciendo: «Cuando pienses que es muy tarde, ten
cuidado de no permitir que esa idea se convierta en tu excusa para rendirte;
nadie puede alejarte del éxito excepto tú mismo, cuando sea el momento de
brillar, sé el más brillante». [73]
Giuseppe Ottaviani nació el 20 de mayo de 1916 en la localidad
italiana de Sant´Ippolito. Fue piloto de aviación durante la Segunda Guerra
Mundial y trabajó como sastre durante su vida laboral; decidió practicar
atletismo muy tarde, a los 75 años, y en noviembre de 2017 cuando contaba
con 101 años de edad, los medios de comunicación comenzaron a hacerse
eco de sus récords de atletismo.[74] Giuseppe opina que:

A la edad de 75 años he comenzado a dedicarme al deporte, hay


quien tiene un jardín, que hace una cosa u otra, y yo que no tenía
tierras, ni jardín, ni otras cosas, en vez de seguir el deporte por la
televisión, comencé a practicarlo y fui yo el que empezó a ser seguido.

En el vídeo que acompaña a la noticia se le ve en una pista de


atletismo, saltando altura, longitud y corriendo sesenta metros lisos a una
velocidad pasmosa para un hombre de su edad; en realidad practica varias
disciplinas atléticas: corre los sesenta metros en 19,25 segundos, salta 1,16
metros en longitud y 3,27 en triple salto y lanza la bola de 3 kilos a 3,17
metros.
Robert Marchand es un vigoroso anciano de apenas metro y medio de
estatura y que ha protagonizado multitud de cabeceras en los periódicos y
en las noticias de televisión. [75] Entre sus proezas destaca la de establecer
un récord de la hora en bicicleta, recorriendo 23 kilómetros en un
velódromo parisino de Saint-Quentin-en Yveline a la edad de 105 años.
Robert nació en Amiens, Francia, el 26 de noviembre de 1911. Su infancia
estuvo marcada por la Primera Guerra Mundial, dado que su casa familiar
estaba próxima a la línea del frente. Practicó el boxeo y la gimnasia durante
sus primeros años de juventud, pero fue el ciclismo lo que más le atrajo,
adquiriendo su primera bicicleta en 1925. Ganó su primera carrera en
Claye-Souilly con un nombre falso, dado que tenía catorce años y la edad
mínima para poder participar era de quince.[76] Durante su vida laboral
trabajó como bombero en París, granjero y plantador de caña de azúcar en
Venezuela y leñador en Canadá. De vuelta a Francia, en 1960, fue jardinero
y vendedor de zapatos. Recientemente Robert ha vuelto a subirse a una
bicicleta para celebrar su 107 aniversario; recorrió, acompañado de un
grupo de amigos y admiradores, los quince kilómetros que hay entre las
localidades de Privas y Le Pouzin. Como declaró a un medio de
comunicación: «Intento hacer un poco de ejercicio cada día, cerca de veinte
minutos. Uno no debe dejarse ablandar. El día que te sientes en el sillón y
dejes de moverte, estás jodido».[77]
Hugo Antonio Delgado Flores fue calificado en la televisión peruana
como el «Usain Bolt de los bisabuelos».[78] A los 91 años de edad ganó la
medalla de oro del campeonato mundial máster de Lyon, Francia, en la
prueba de cien metros lisos con una marca de 19,76. El que fuera médico
psiquiatra en su etapa laboral, afirmaba en una entrevista que había fumado
hasta los 65 años y, como empieza a ser habitual en casos similares al suyo,
comenzó tarde a practicar atletismo, es más, aprendió a saltar vallas a los 82
años, logrando romper poco después el récord mundial en su categoría.
Nació el 9 de junio de 1924 en Arequipa, ejerció la docencia durante más de
cuarenta años en la Universidad San Agustín y fue jefe de Psiquiatría del
Hospital Honorio Delgado, llamado así en honor de su tío. Cuando entrena
con su chándal, haciendo estiramientos y esprintando en un parque cercano
a su residencia de Arequipa, lo que vemos es un cuerpo con una edad
biológica de veinte o treinta años menos de lo que le correspondería. Y
cuando le escuchamos hablar y responder a las preguntas del periodista que
lo entrevista para la televisión peruana, se percibe dinamismo e ilusión a
partes iguales. Hugo emana por todos sus poros vitalidad y sentido del
humor.
Tao Porchon Lynch es la profesora de yoga más anciana del mundo y
con cien años todavía continúa en activo. Su afición por esta disciplina le
surgió cuando, a los ocho años, vio a unos niños realizando estiramientos y
contorsionando sus cuerpos en una playa; al preguntarle a su tía, que estaba
junto a ella observando a los niños, que qué juego era ese, ella le respondió:
«Eso no es un juego, es yoga, y no es para las niñas». Desde ese mismo
instante decidió que quería dedicarse a esa disciplina el resto de su vida. Es
y ha sido además una experta bailarina, llegando a formar parte de un grupo
de baile que entretenía a los soldados durante la Segunda Guerra Mundial.
Según ella: «Cuando estás en contacto con tu interior estás en contacto con
tu aliento de vida, no puedes evitarlo. Se tiene que aprender a respirar y a
moverse con tu respiración. Tiene que venir de tu cuerpo».[79]
Wang Deshun, Giuseppe Ottaviani, Robert Marchand, Hugo Delgado o
Porchon Lynch son ejemplos vivientes de que la vitalidad, la energía, la
ilusión y la forma física pueden prolongarse más allá, mucho más allá de
los supuestos límites que nos impone la naturaleza. Cuando asistes al
deterioro de tus seres queridos, asumes pues que la pérdida de masa
muscular o sarcopenia es el destino que nos espera a todos, y que tarde o
temprano arribaremos a esa estación final. Y sí, probablemente es lo que
nos espera a todos si no hacemos nada para evitarlo, si permitimos que la
marea nos arrastre mar adentro. Deshun, Ottaviani, Marchand, González y
Lynch son más mayores que mi madre y que la mayoría del resto de
personas que viven junto a ella en la residencia, pero la distancia que los
separa de ellas es brutal. Es cierto: no podemos elegir las cartas que se
reparten al principio de la partida de la vida, pero hasta cierto punto
tenemos la posibilidad de barajar de nuevo y la oportunidad de plantarle
cara a ese enemigo poderoso que es el paso del tiempo.
SEGUNDA PARTE

DOPAMINA: ¿EL COMODÍN DE LA


BARAJA O UNA BALA MÁGICA?

¡Devolvedme (…) el impulso hacia la verdad y la complacencia de la ilusión! Dadme de


nuevo aquel ímpetu indómito, aquella honda y dolorosa dicha, la fuerza de la esperanza, el
poder del amor. ¡Devolvedme otra vez mi juventud!

Fausto Johann Wolfgang von Goethe

Cada uno es responsable de cómo vive. En el lecho de muerte entenderás que tú has sido
el artífice de tu propio sufrimiento: entenderás, ¿demasiado tarde?, que nadie más que tú ha
sido responsable de que no hayas vivido.

Guy Corneau
Cuando me plantee escribir este libro, mi primera intención fue la de
investigar qué rasgos psicológicos y qué actitudes correlacionan con un
envejecimiento exitoso. Es verdad que ya hay incontables páginas escritas
al respecto; es más, la mayoría de los libros que versan sobre esta temática,
abordan con más o menos amplitud y, como no podía ser de otra forma, la
psicología del envejecimiento. Se ha estudiado en profundidad el carácter
de los japoneses centenarios, [80] y se han visitado las llamadas zonas azules
para observar cómo viven y cómo piensan los afortunados que allí viven
(las zonas azules son distintos emplazamientos del mundo como Okinawa
en Japón, Loma Linda en California, la península de Nicoya en Costa Rica,
la isla griega de Icaria o Cerdeña en Italia, donde se da un número
anormalmente alto de personas centenarias). [81] Son muchas las sentencias
que la sabiduría popular ha proporcionado a nuestro acervo cultural y social
para remarcar el papel que juega la dimensión psicológica durante el
envejecimiento: «uno envejece como ha vivido», «un hombre tiene la edad
de la mujer a la que ama» o «no se deja de jugar al envejecer sino que se
envejece por dejar de jugar». De alguna forma intuimos que nuestra manera
de ser influye en cómo envejecemos: una persona optimista, alegre y con
ganas de vivir afrontará la última etapa de su vida de manera muy diferente
a otra pesimista o solitaria. Los déficits, el deterioro y las enfermedades nos
afectarán más o menos según sea nuestra fortaleza mental y nuestra
resiliencia o facultad de sobreponernos a la pérdida de la juventud. Además,
invariablemente al envejecer, nuestros niveles hormonales y los
neurotransmisores cerebrales disminuyen. Estos cambios fisiológicos tienen
una repercusión en nuestro estado de ánimo, lo queramos o no, siendo la
depresión el trastorno afectivo que acecha con más fuerza tras ese
desequilibrio bioquímico. Si reflexionamos, veremos que la depresión
comparte importantes similitudes con la vejez, es más, en muchas ocasiones
apenas se distinguen la una de la otra, ambas son como ese actor o esa
actriz que representa dos papeles en la misma película: aunque la pretensión
es mostrar dos personajes con características físicas, atuendos y
temperamentos diferentes, sabemos que es la misma persona, la misma
esencia. Es muy frecuente que los seres humanos, al empezar a deslizarse
por la cuesta abajo de la decadencia física, comiencen a mostrar síntomas
como la tristeza, apatía, dificultad para sentir placer o anhedonia, falta de
energía y sentimientos de inutilidad. Sin duda alguna, vejez y depresión se
dan la mano, pero ¿qué nos lleva al apagón emocional de la vejez?, ¿por
qué las ilusiones se desmoronan como un castillo de naipes al hacernos
mayores?, ¿por qué dejamos de reír y jugar a medida que cumplimos años?
En la primera parte del libro hemos abordado aspectos generales sobre el
envejecimiento, algo necesario para tener una visión del contexto y poder
orientarnos en medio de contornos a veces demasiado difusos. Uno de los
epígrafes de esa primera parte se titulaba «Todo está en Cocoon», y
precisamente es en los fotogramas de esa película donde se inicia nuestro
viaje por los recovecos del cerebro y por el papel de la dopamina en el
envejecimiento.
Recordemos de nuevo la escena que describimos con detalle en su
momento. Uno de los protagonistas, evaporados los alienígenas efectos
rejuvenecedores de la piscina, permanece postrado en un sofá, sumido en la
penumbra de la habitación de la residencia donde vive junto a su mujer.
Hay una atmósfera de pesadumbre y desánimo envolviéndolo, una vaga
rendición ante la vida, una abrumadora tristeza. ¿Qué les ocurre a los
ancianos cuando comienzan a bañarse en la piscina? Rejuvenecen. ¿Pero
cómo exactamente? En cierto sentido con una regresión a comportamientos
que no son connaturales en ellos, a los ancianos. La alegría, el juego, la
vitalidad, la motivación, enamorarse, reírse a menudo, disponer de energía
ilimitada. Impulsividad. Impulso. La dopamina es uno de los factores que
regula esa miríada de actitudes y conductas que gravitan sobre lo que
podríamos denominar impulso vital; lo que nos hace vibrar e ilusionarnos,
lo que le da un sentido a la existencia aportando disfrute y placer. Pero
cuando este neurotransmisor escasea, y es lo que ocurre al envejecer, los
días se llenan de oscuridad y tristeza, la lentitud y la pereza nos invaden y,
para la mayoría de nosotros, es la despedida definitiva de la juventud y la
aproximación al último aliento.
Exploraremos por tanto el cerebro para conocer qué es la dopamina y
cuáles son sus funciones. Analizaremos cómo alguna de esas funciones,
como la impulsividad, la búsqueda del placer, la motivación y la voluntad
de esforzarnos para alcanzar nuestras metas están íntimamente relacionadas
con la manera de envejecer. Y como indicábamos al principio de este
capítulo, estudiaremos qué rasgos psicológicos influyen en la posibilidad de
prolongar la juventud. La dopamina, en cierto sentido, es una especie de
bala mágica que impacta en el corazón del envejecimiento. Modula
variables ligadas a este como la apatía, la depresión, la energía disponible,
el sistema inmunitario, la degeneración cerebral propia del alzhéimer y
enfermedades como el párkinson; además de la posibilidad de que por sí
misma pueda alargar la vida. Desde otro punto de vista, la dopamina sería
como ese comodín que tenemos la fortuna de recibir de un crupier
imaginario en la partida de póker que es la vida; sería como barajar las
cartas de nuevo y mejorar nuestro juego y nuestras opciones de victoria ante
los demás jugadores. Un comodín por sí solo no es gran cosa, pero si lo
combinamos con los otros naipes que sujetamos en la mano, su valor es
inmenso. La dopamina es el neurotransmisor que inicia, sustenta, mantiene
y fortalece los comportamientos que más influyen en la longevidad, tal y
como afirman reiteradamente las investigaciones sobre el envejecimiento:
la actividad, el ejercicio físico, tener un propósito u objetivo vital,
relacionarnos con los demás, ser extravertidos y el optimismo entre otros.
Sabemos que comer manzanas es sano, pero imaginemos que necesitáramos
llegar hasta las altas e inaccesibles ramas del manzano que está en nuestro
jardín para alcanzarlas, comerlas y poder así beneficiarnos de sus efectos
saludables. La dopamina sería, en cierto sentido, como la escalera que nos
permitiría llegar hasta la fruta madura, jugosa y dulce que son todos esos
comportamientos que frenarán el envejecimiento; los frutos apetitosos y
brillantes como por ejemplo, el ejercicio físico o una motivación que le dé
un sentido a nuestra vida, y que están ahí para el que quiera hincarles el
diente. Ahora bien, si los niveles dopaminérgicos de nuestro cerebro no son
los adecuados, careceremos de la escalera para trepar hasta ellos. Hacer el
esfuerzo de levantarnos del sofá para salir a correr o para quedar con unos
amigos estará cortocircuitado si este neurotransmisor escasea.
1.- ¿ES LA DOPAMINA LA KIM
KARDASHIAN DE LOS
NEUROTRANSMISORES?

En una ocasión, el periodista Vaughan Bell del diario británico The


Guardian, opinó que la dopamina era la Kim Kardashian de los
neurotransmisores: «Si hay una celebridad entre los productos químicos del
cerebro sería la dopamina. Se produce cada vez que experimentamos algo
placentero, siempre está vinculada a fiestas salvajes, sexo y drogas».[82] La
periodista científica Bethany Brookshire describió a la dopamina como «la
molécula detrás de todos nuestros comportamientos más pecaminosos y
antojos secretos. La dopamina es amor, es lujuria, adulterio, motivación,
atención, feminismo y adicción».[83] Pero antes de valorar este potencial
glamour pecaminoso de la dopamina, hemos de desentrañar su naturaleza
química y por qué se ha convertido, desde hace algún tiempo, en el
neurotransmisor de moda.
Nuestro cerebro pesa aproximadamente un kilo y medio y contiene
más de cien mil millones de neuronas. Siendo ya este número astronómico,
se queda pequeño al saber que tenemos diez veces más de células gliales.
Hasta hace poco tiempo, se creía que estas células gliales llamadas glías
ejercían una labor secundaria, meramente de soporte o apoyo (glía proviene
del griego y significa ‘pegamento’); recientes investigaciones, sin embargo,
han descubierto que las glías juegan un importante papel en la transmisión
de los mensajes químicos en el cerebro. Las neuronas están unidas por unos
cien mil kilómetros de fibras nerviosas; a pesar de todas estas conexiones y
del impresionante número de células nerviosas que tenemos, resulta
asombroso constatar que nuestro cerebro es tan eficiente que solo consume
la energía equivalente a una bombilla de quince vatios.
Las células nerviosas se conectan a través de una compleja e intrincada
red; una sola neurona puede establecer más de diez mil conexiones con sus
neuronas vecinas, y si tenemos miles de millones de neuronas, esto implica
que en un solo centímetro cúbico de tejido cerebral hay tantas conexiones
como estrellas en la Vía Láctea. Una neurona se compone de un cuerpo
celular llamado soma, una o más prolongaciones parecidas a las ramas de
un árbol llamadas dendritas y un cuerpo alargado, el axón, que conduce los
impulsos nerviosos desde el soma hasta las dendritas de la siguiente
neurona.

Pero entre las neuronas no hay contacto físico en realidad: entre el


axón y las dendritas de la neurona adyacente existe una pequeña separación,
el espacio sináptico o hendidura sináptica. Las neuronas pueden
comunicarse a través de mensajes neuroquímicos, transmitiéndose entonces
la información de una a otra gracias a unas moléculas que se denominan
neurotransmisores. Cuando un impulso nervioso llega al extremo del axón,
se produce la descarga del neurotransmisor en el espacio sináptico, que
luego será captado por unos receptores de la membrana de la neurona
vecina llamada postsináptica (la neurona de la que proviene el
neurotransmisor se llama presináptica).

Las neuronas pueden clasificarse por el neurotransmisor que liberan.


Las serotoninérgicas liberan serotonina, las noradrenérgicas norepinefrina,
las dopaminérgicas dopamina, las gabaérgicas GABA, y las colinérgicas
acetilcolina. De todos estos, sin duda los neurotransmisores más conocidos
son la serotonina y la dopamina, sobre todo por su relación con la depresión
en el caso de la primera, y con el placer y la recompensa en el de la
segunda; lo cierto es que ambas, serotonina y dopamina, y más en concreto
el balance entre estos dos neurotransmisores, correlacionan con diversos
trastornos psicológicos como la depresión, la ansiedad o el TOC (trastorno
obsesivo compulsivo) entre otros.
Detengámonos un momento para hablar brevemente de la depresión y
entender el papel que los neurotransmisores juegan en un trastorno afectivo.
El diagnóstico de una depresión debe reunir una serie de características
establecidas en el DSM-V (siglas del Manual Diagnóstico y Estadístico de
los Trastornos Mentales, un libro que recoge las clasificaciones diagnósticas
de los trastornos psicológicos y comportamentales y que actualmente
alcanza su quinta actualización). Siguiendo este manual diagnóstico, el
neurocientífico italiano Giovanni Frazzetto aporta la siguiente descripción:

La depresión comprende como síntomas la intensa tristeza o


sentimiento de vacío, insomnio, disminución del apetito y pérdida de
peso, fatiga y falta de energía, merma del interés o del placer en las
actividades ordinarias, dificultad para concentrarse en tareas
regulares, así como injustificados sentimientos de inutilidad personal
o de culpa y pensamientos recurrentes de muerte o intentos concretos
de suicidio. No es necesario que se den todos estos síntomas para
diagnosticar una depresión y, además, deben estar presentes al menos
durante dos semanas.[84]

El tratamiento farmacológico de la depresión, en sus distintas


aproximaciones, persigue equilibrar esos neurotransmisores, en especial la
serotonina y la dopamina. Uno de los medicamentos antidepresivos más
conocidos es el Prozac, cuya función es la de aumentar la cantidad de
serotonina disponible inhibiendo su recaptación (se inhiben los receptores
de las neuronas que se encargan de capturar la serotonina disponible en el
espacio sináptico, por lo que hay más cantidad del neurotransmisor).
Cuando se descubrió el Prozac, se pensaba que sería la panacea para el
tratamiento, no solo de la depresión sino también del TOC, la fobia social e
incluso que podría servir para recuperar la autoestima perdida, adquirir una
renovada agilidad mental y alcanzar el éxito social, lo que el psicólogo y
escritor Peter Kramer denominó la psicofarmacología cosmética.[85] Pero el
mecanismo bioquímico por el que funciona este fármaco no es tan sencillo,
tal y como afirma el destacado neurólogo Dick Swaab:
Son pocos los pacientes cuya depresión esté causada por bajas
concentraciones de serotonina, el hecho de que los ISRS (Inhibidores
Selectivos de la Recaptación de la Serotonina) tarden un par de
semanas en hacer efecto, mientras los niveles de serotonina suben
prácticamente de inmediato, evidencia que la relación entre serotonina
y depresión no esté tan clara.[86]

Basten por ahora estas pocas líneas para dar unas meras pinceladas
sobre la depresión, volveremos sobre ella a fondo más adelante.
El impulso nervioso es de naturaleza electroquímica y requiere de los
neurotransmisores para comunicarse, serotonina, noradrenalina, dopamina
etc. Con el paso de los años, y sobre todo a partir de la cuarta década de la
vida, la cantidad disponible de neurotransmisores va disminuyendo de
manera gradual. Según Francisco Mora, los sistemas neuronales más
afectados son aquellos que sintetizan los neurotransmisores acetilcolina,
noradrenalina y dopamina. Para él, las vías neuronales que liberan
dopamina en diferentes circuitos cerebrales sufren una degeneración
progresiva. Las neuronas de la sustancia negra que liberan dopamina en los
ganglios basales reducen su número, pasando de 400 000 a unas 250 000 en
un hombre de sesenta años. Mora afirma que:

Estudios morfométricos detallados han estimado que, a lo largo de


la edad, hay un descenso del 7% desde los 20 hasta los 65 años (1,4%
por década) y un descenso del 21 % entre las edades de 65 a 85 años
(11 % por década). De hecho, la muerte en exceso de estas neuronas
(una reducción por debajo de 60 000 a 120 000 neuronas) da lugar a
la aparición de la enfermedad de Parkinson.[87]

Por otro lado, la serotonina se reduce a la mitad en una persona de


ochenta años en relación al nivel registrado en una de sesenta.[88]
La dopamina fue sintetizada artificialmente por primera vez en 1910
por George Barger y James Ewens en los Laboratorios Wellcome de
Londres, Inglaterra. Pero no fue hasta el año 1952 cuando se estudiaron a
fondo sus funciones como neurotransmisor, mérito que les corresponde a
los científicos suecos Arvid Carlsson y Nils-Åke Hillarp (a Carlsson le
concedieron el Premio Nobel años después, en el 2000). La dopamina es
una molécula (C₈H11 NO₂) que puede comportarse también como una
hormona, según dónde se secrete y a qué zona del cerebro se proyecte (por
ejemplo, en la hipófisis inhibe la secreción de prolactina, además de la
hormona del crecimiento).

Puede secretarse en diferentes partes del cerebro, pero sobre todo lo


hace en la sustancia negra, en el área tegmental ventral y en el hipotálamo
(fuera del cerebro en la médula de las glándulas suprarrenales). Se sintetiza
a partir del aminoácido L-tirosina, que gracias a la acción de la enzima
tirosina-hidroxilasa pasa a L-DOPA, convirtiéndose al final en dopamina a
través de una segunda enzima, la dopa-descarboxilasa.
Los axones de las neuronas dopaminérgicas se proyectan a diferentes
zonas del cerebro a través de distintas vías. La vía nigroestriada parte de la
sustancia negra y se dirige a los ganglios basales del cuerpo estriado; se
denomina negra porque los niveles del pigmento oscuro neuromelanina son
aquí más altos. Las funciones que regula tienen que ver con el control
voluntario del movimiento y con el control y duración de los movimientos
finos, además de con la memoria y el aprendizaje. Cuando se desintegran
las neuronas de la sustancia negra aparece la enfermedad de Parkinson. La
vía mesocortical nace del área tegmental ventral y llega al lóbulo frontal y
corteza cerebral; regula funciones cognitivas, afectividad, emociones,
ejecución y planificación de conductas. Otra vía que parte también del área
tegmental ventral y que se denomina mesolímbica, se dirige a estructuras
como el núcleo accumbens, la amígdala, el hipocampo y la corteza
prefrontal; en este caso las funciones tienen que ver con las sensaciones de
placer y la recompensa, la impulsividad y la motivación (en el núcleo
accumbens se controla también la liberación de la dopamina en el cerebro
que se relaciona con las adicciones). Por último, la vía tuberoinfundibular
conecta diferentes partes del hipotálamo y la glándula pituitaria e influye en
la secreción de hormonas dentro de la hipófisis, en concreto de la
prolactina.

Como podemos apreciar, la dopamina es un neurotransmisor que se


encuentra en muchas regiones distintas del cerebro y que desempeña una
gran cantidad de funciones diferentes. Además de las nombradas, también
modula la función cardiovascular, interviene en el ensanchamiento de los
vasos sanguíneos, refuerza el sistema inmunológico y, en los riñones,
estimula la micción. Siguiendo la estela Kardashian, a la dopamina se la ha
denominado «la hormona del placer» o «de la recompensa», algo que
resulta extremadamente simplista y que como veremos más adelante, son
etiquetas que empiezan a estar en entredicho a la luz de las últimas
investigaciones.
El grupo celular dopaminérgico más numeroso se localiza en la parte
ventral del mesencéfalo, que contiene el 90 % del total de neuronas
dopaminérgicas cerebrales.[89] Aquí, la cantidad de cuerpos celulares
dopaminérgicos, también decrece a lo largo de la existencia: se calcula que
existen unos 590 000 en la cuarta década de la vida, disminuyendo a 350
000 en la sexta década.[90]
Para resumir las distintas funciones que tiene la dopamina podemos
establecer el siguiente cuadro sináptico:
Sustancia negra→ ganglios basales: función motora
Área tegmental ventral→sistema límbico y corteza cerebral: función
motora y recompensa
Hipotálamo→ médula espinal e hipófisis: función motora, conducta
sexual, apetito
Zona incerta→ hipotálamo: reproducción
Corteza olfatoria→ hipotálamo: olfato
Retina→ conos: agudeza visual
Fuera del sistema nervioso central, la dopamina posee también
diferentes receptores y funciones en los adipocitos, riñón, endotelio, el
sistema inmune (inmunosupresión) y el sistema gastrointestinal (disminuye
la motilidad y la secreción de insulina).
Cuando la dopamina se libera en el espacio sináptico, la cantidad
disponible está mediatizada por los receptores, que son los responsables de
las distintas acciones fisiológicas. La forma en que se transporta la
dopamina y se recepciona a nivel molecular en los distintos receptores se
regula de una manera muy precisa; estos receptores son cinco y se dividen
en dos familias distintas:
-D₁ (receptores excitatorios postsinápticos), incluye también los
receptores D₅.
-D₂ (receptores inhibitorios pre y postsinápticos), incluye los D₃ y los
D₄.
Para comprender la labor de los receptores y su relación con la función
motivadora de la dopamina, imaginemos a un cartero con su saca repleta de
cartas llenas de buenas noticias. Hay misivas portadoras de renglones
optimistas, otras con palabras alegres y frases positivas; cartas motivadoras
y con mensajes que impulsan a actuar y que cuando sean leídos por sus
destinatarios les pondrán en marcha y les levantará el ánimo. El cartero
llega al barrio correspondiente al código postal escrito en las direcciones y
se dispone a realizar el reparto, pero solo unos buzones tienen la forma y
dimensiones correctas para los sobres a entregar. Cuando introduce la carta
en su buzón (la dopamina es captada por el receptor) el destinatario la abre,
la lee y el mensaje cumple su función (ponte en marcha, motívate, siéntete
bien). Pero cuando los receptores no son funcionales, es como si las bocas
de esos buzones estuvieran oxidadas y deformadas: resulta complicado
introducir las cartas por ellas; a pesar de que el cartero es responsable y
cumplidor, por mucho que lo intenta no hay manera de que encajen y poder
completar así el reparto; ninguna es válida porque los buzones están
inservibles. Frustrado, se monta de nuevo en su furgoneta y regresa a la
central donde depositará la saca de cartas. Esto es lo que ocurre, por
ejemplo, en la enfermedad de Parkinson: los pacientes que son medicados
con L-DOPA mejoran con rapidez de su sintomatología, sin embargo, al
poco tiempo vuelven a recaer. Aunque tienen suficiente dopamina
disponible, no puede ser captada por los receptores porque se han hecho
resistentes a la dopamina: las cartas están allí pero es imposible que sus
destinatarios las reciban, las lean y el mensaje bioquímico cumpla su
misión.
Cuando la cantidad de dopamina es anormalmente alta y se ha dado la
orden de que ya ha realizado su función y debe reducirse, entran en juego
dos tipos de enzimas que la degradan desactivando así su potencial de
acción. Estas enzimas son la MAO (monoaminooxidasa) y la COMT
(Catecol-O-Metiltransferasa). El exceso de dopamina sería tan nefasto para
el funcionamiento cerebral como su escasez; altos niveles de dopamina
están asociados por ejemplo con la esquizofrenia. La enzima MAO la
citamos ya a raíz de la doctora Aslan y el Gerovital y volveremos sobre ella
al tratar el tema de cómo la dopamina puede alargar la esperanza de vida.
2.- IMPULSO Y MOTIVACIÓN

Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla
enseguida.
Pablo Picasso

2.1.-LA RECOMPENSA
Recompensa es una palabra equívoca. Nos evoca al lejano Oeste cuando
se le ponía precio a la cabeza de un forajido en busca y captura; un cartel
con la palabra Reward y la recompensa prometida se ilustraba con el rostro
en blanco y negro del delincuente huido. En el contexto de las
neurociencias, el significado posee matices más complejos. El escritor Ian
Mc Ewan explica con exquisita sensibilidad este significado en los
siguientes términos:

Los procesos lentos y ciegos de la evolución han descubierto


mediante prueba y error que el mejor medio para empujar a los seres
humanos y otros mamíferos a proporcionar cuidados parentales,
comer, beber y procrear, es ofrecerles un incentivo en forma de placer
unido a cada actividad. Hay en ello una maravilla cotidiana que no
apreciamos en lo que vale (…) Hace tiempo, la neurociencia localizó y
describió el lugar desde el cual fluyen estos dones, así como su
complejo funcionamiento, en la base del cerebro. La fuente del deleite
se conoce como sistema de recompensa.[91]

La idea más extendida sobre la naturaleza de la dopamina, y la que ha


prevalecido hasta ahora, es la relación entre este neurotransmisor y la
recompensa cerebral. Básicamente nos dice que el circuito de la
recompensa es un sistema primitivo que compartimos con otros animales y
que es necesario para la supervivencia, dado que regula conductas
placenteras que tienen que ver con la alimentación o el sexo. Cuando el
circuito de la recompensa se activa, está contribuyendo a aumentar las
posibilidades de que esos comportamientos se repitan en el futuro y facilitar
de esta forma el aprendizaje. Las vías de este circuito, bien gracias a
reforzadores sintéticos y artificiales como las drogas, bien por reforzadores
naturales como el sexo, están mediatizadas por la producción de dopamina
y por la consecución del placer.
A nivel neurológico, el área tegmental ventral libera dopamina al
hipocampo, corteza prefrontal, amígdala y núcleo accumbens, y en cada una
de estas zonas, la dopamina ejercerá una función diferente. Imaginemos que
nos estamos comiendo un pastel de nata por el que tenemos una especial
debilidad. En el hipocampo se activará nuestra memoria conductual,
podemos recordar que ese pastel en concreto es uno de nuestros favoritos,
hemos disfrutado de su inigualable sabor en muchas ocasiones. La amígdala
producirá una respuesta emocional de placer y ligera euforia al llevarnos el
primer bocado a la boca y sentir el tacto untuoso de la nata y el sabor dulce
del bizcocho. La corteza cerebral se encargará del procesamiento cognitivo
de ese estímulo y le dará una interpretación en un contexto de planificación:
«el mejor pastel de nata es el de la pastelería de la esquina, la que está junto
a la iglesia, aunque es un poco más caro merece la pena, además tengo
suficiente dinero en el bolsillo, incluso puedo comprarme otro para luego».
Cuando la cantidad de dopamina se dispara inhibe la acción planificada de
la corteza cerebral, es entonces cuando puede sobrevenir un
comportamiento compulsivo (me comeré tres más). Por último, en el núcleo
accumbens (que además de la dopamina recibe otro neurotransmisor
llamado glutamato) se le asigna al estímulo apetitivo un determinado valor.
Si el pastel es catalogado como «exquisito» obtendrá la máxima
puntuación. Si por el contrario en la pastelería han cambiado la fórmula
magistral empeorando su sabor y encima han sustituido la nata por un
chantillí de baja calidad, nuestra puntuación será mucho más baja. También
desde esta zona del cerebro se establece una conexión con los ganglios
basales que, si recordamos, tienen que ver con el movimiento (lo rápido que
voy a la pastelería). Finalmente el núcleo accumbens regulará lo que se
denomina potenciación a largo plazo: nos resultará mucho más fácil
recordar la experiencia de comer ese pastel, además la memoria sensorial
sobre sus cualidades organolépticas estará más disponible. De esta forma se
produce una rememoración espontánea ante estímulos que, aunque sea de
forma débil, nos recuerdan al pastel (un mes después comemos un helado
de nata cuyo sabor nos trae de vuelta y de manera inesperada el recuerdo
del pastel). Este fenómeno ocurre con frecuencia en las adicciones,
precipitando una y otra vez las recaídas al exponernos a estímulos asociados
a la droga que se consumía. También es típico en el cerebro enamorado,
cuando detalles del día a día en principio neutros, nos traen a la memoria la
imagen de la persona amada. Todos estos procesos son regulados además de
la dopamina por otro neurotransmisor, la serotonina, secretada por el
hipotálamo y núcleo de rafe entre otras estructuras.

El neurocientífico Wolfram Schultz, profesor de Neurociencia en la


Universidad de Cambridge, en el Reino Unido, ha estudiado a fondo el
papel de la dopamina en la recompensa y cómo afecta este neurotransmisor
al aprendizaje. En sus experimentos con monos, desarrolló diferentes
métodos para poder registrar la actividad de las neuronas que utilizan
dopamina para comunicarse con otras neuronas. Lo que descubrió es que
las neuronas «aprenden» en función de la recompensa obtenida. Así por
ejemplo, si un mono muestra varios patrones visuales y debe responder a
uno de ellos para obtener la recompensa, el patrón de su respuesta cambia y
se adapta a medida que el animal aprende. Las neuronas dopaminérgicas
responden cuando aparece el patrón visual correcto; esta variabilidad de
dopamina en función de la recompensa se relaciona con lo que se ha
denominado «error de predicción de la recompensa»: cuando alguien
obtiene más de lo que espera, las neuronas dopaminérgicas se activan en
mayor medida que cuando el premio es más acorde con lo esperado. Como
afirma el neurocientífico y profesor adjunto de la Universidad de Stanford,
en Estados Unidos, David Eagleman:

Cuando las expectativas y la realidad no coinciden, el sistema de


dopamina del cerebro medio envía una señal que reevalúa el precio de
mercado. Esta señal indica al resto del sistema si las cosas han
resultado mejor de lo esperado (aumento de dopamina) o peor (una
disminución de la dopamina). Esta señal de error de predicción
permite que el resto del cerebro ajuste sus expectativas para, la
próxima vez, procurar acercarse más a la realidad. La dopamina
actúa como un corrector del error: es un tasador químico que siempre
funciona para que sus valoraciones estén lo más actualizadas posible.
[92]

Cuando se aumenta el nivel de dopamina, por ejemplo con la


administración de L-DOPA, se incrementa la probabilidad de elegir
estímulos asociados con mayores ganancias monetarias (tal y como
veremos con las conductas de juego patológico de los pacientes de
párkinson medicados). En los seres humanos la anticipación de los eventos
futuros es clave para guiar nuestro comportamiento; a lo largo de la vida se
nos presentan dilemas sobre los que tenemos que tomar una decisión:
tenemos que elegir entre asignaturas de ciencias o de letras en el instituto y
más adelante la carrera que queremos estudiar, o si por el contrario
abandonamos los estudios y buscamos un trabajo. Entonces llegará el
momento en el que es probable que en el escenario laboral se nos presenten
diferentes opciones: ¿prefiero este empleo que está bien remunerado pero
que me obliga a viajar, o por el contrario debo escoger este, peor pagado
pero a priori más cómodo? En el campo de las relaciones personales, por
ejemplo en la elección de una pareja, debemos enfrentarnos a distintas
opciones intentando predecir si esa persona a la que le diremos el «sí
quiero» es en realidad nuestra media naranja o no. Hasta los
acontecimientos más nimios, como son la compra de un frigorífico o la
elección de un restaurante para ir a cenar, implican una toma de decisiones.
Y lo que buscamos siempre, bien a la hora de comprar un coche, bien a la
hora de elegir el sabor del helado del postre de la cena, y por supuesto a la
hora de casarnos o encontrar un empleo, lo que buscamos siempre es
acertar. Tomar la decisión correcta y evitar errores.
En todo este tipo de elecciones la dopamina es esencial para guiarnos
en la búsqueda de la mejor opción y en la minimización del error. Los seres
humanos, antes de enfrentarnos al momento exacto de una decisión,
utilizamos un poderoso instrumento de incalculable valor: la imaginación.
Nos representamos mentalmente aquello sobre lo que hemos de decidir y
barajamos las diferentes opciones buscando la manera de evaluar las
consecuencias de cada opción. Es algo parecido a un simulador donde los
pilotos aprenden a manejar un avión antes de ponerse a los mandos de una
aeronave real: si cometen un error y se estrellan no hay consecuencias
reales, pero ese error habrá servido para mejorar el aprendizaje; dicho
aprendizaje tendrá una proyección práctica en el futuro piloto al haber
mejorado su pericia. Nuestra imaginación sopesa en el presente las
consecuencias futuras de las elecciones que se nos presentan; de esta forma,
visualizando lo que podría ocurrir, nos hacemos una idea más exacta de cuál
es la mejor decisión, la que incrementaría el éxito y minimizaría los errores.
Existen serias evidencias de que la dopamina es la responsable de
construir los contornos de nuestra imaginación cuando intentamos anticipar
el impacto de nuestras decisiones; también parece intervenir cuando
simulamos mentalmente posibles escenarios futuros que nos ayuden a
predecir el resultado emocional de un evento cualquiera. Mientras
recreamos situaciones futuras, el cuerpo estriado, muy inervado por
conexiones dopaminérgicas, se activa para rastrear las estimaciones de los
sujetos sobre el placer esperado derivado de dichas situaciones. Algunos
investigadores creen que si la dopamina modula la predicción de la
recompensa, entonces su mejora durante la imaginación de los eventos
futuros debería tener un impacto en las estimaciones subjetivas del placer
futuro surgido de esos eventos. Para probar esta tesis, se llevó a cabo un
estudio en el que seleccionaron a 61 voluntarios que tenían que valorar
diferentes destinos vacacionales (Grecia, Tailandia…) y calificar sus
expectativas de felicidad en función del destino que imaginaran para
disfrutar de esas hipotéticas vacaciones.[93] A un grupo de esos voluntarios
se les administró L-DOPA para estudiar cómo los niveles aumentados de
dopamina influían en sus expectativas mientras que a otro grupo se le dio
un placebo. Efectivamente, lo que se comprobó es que la L-DOPA
aumentaba la valoración de los destinos vacacionales imaginados. Esto
sugiere que la función dopaminérgica aumentada durante la imaginación,
eleva después las estimaciones de la futura reacción hedónica. Los
investigadores distinguen entre felicidad y placer, para ellos la dopamina en
este caso no es que aumente la sensación de felicidad, sino que lo que
consigue es mejorar una predicción del placer asociado con un evento
futuro. Así pues, nuestras expectativas sobre el futuro que imaginamos y
sobre el placer que se deriva están influenciadas por la dopamina.

2.2.- «QUERER» VERSUS «GUSTAR»:


IMPULSO, MOTIVACIÓN Y ESFUERZO
La vejez no es triste porque se acaban nuestras alegrías, sino porque se terminan
nuestras esperanzas.

Johnn Paul Friedrich Richter

Lo contrario a la depresión no es la felicidad, sino la vitalidad.


Andrew Solomon

Aunque durante décadas se ha mantenido pues la creencia de que la


dopamina es el neurotransmisor del placer, desde hace unos años esta
interpretación del papel que juega la dopamina, especialmente en lo relativo
a cómo experimentamos dicho placer, se está resquebrajando, hasta el punto
de que una visión alternativa ha dado un vuelco total al papel que
desempeña en el comportamiento humano.
Para empezar a explorar lo que ocurre en realidad con el placer
debemos remontarnos muy atrás en el tiempo, a un frío día de otoño de
1953 en Montreal, Canadá. Ese día, en la Universidad de McGill, dos
colegas postdoctorales, Peter Milner y James Olds realizaban experimentos
con unas ratas a las que les habían implantado un electrodo en el cerebro.
Querían estudiar cómo la estimulación eléctrica de una zona cerebral, la
estructura reticular, afectaba al mecanismo del sueño y la vigilia. Pero
Milner y Olds no tenían buena puntería y ubicaron el electrodo algo
desviado del objetivo, en una zona llamada septum. Introdujeron a una rata
en una caja en la que habían nombrado las cuatro esquinas como ‘A, B, C y
D’, y cuando la rata iba a la esquina etiquetada con la ‘A’ recibía una
pequeña descarga. Al poco tiempo la rata comenzó a acudir repetidamente a
esa misma esquina, hasta que al final se quedó dormida. Al día siguiente
Olds y Milner hicieron lo mismo pero con la esquina ‘B’. Rápidamente la
rata mostró su preferencia por esa esquina. Entonces colocaron a la rata en
una caja con una palanca que, al ser pulsada por la propia rata, ella misma
se autoestimulaba al estar conectada con el electrodo. Lo que ocurrió dejó
boquiabiertos a los dos investigadores, alcanzando un resultado dramático y
espectacular. La rata apretaba la palanca hasta siete mil veces por hora, casi
dos veces por segundo. Y con todas las ratas a las que les implantaban el
electrodo en ese punto sucedía lo mismo; las ratas estaban, en realidad,
estimulando el centro cerebral que regula la recompensa y el placer. En
ensayos posteriores se vio que las ratas preferían seguir apretando la
palanca antes que comer o beber. Los machos ignoraban a las hembras en
celo y las hembras abandonaban a sus crías, y todas las ratas eran capaces
de cruzar una rejilla electrificada que les aplicaba descargas dolorosas con
tal de llegar hasta esa fuente de inagotable deleite. Al final morían de
inanición porque su vida se enfocaba en exclusiva a pulsar esa palanca.
Más tarde se fue ampliando la búsqueda de otras zonas mapeando el
cerebro, detectando que diferentes áreas implicadas en la experimentación
del placer y la recompensa estaban mediatizadas por la dopamina. La idea
de que la dopamina, por tanto, era un mecanismo para sentir placer, se
denominó «hipótesis de la dopamina hedónica» y fue propuesta por Roy
Wise en 1980.[94] Esta idea de asociar dopamina y recompensa se afianzó
con una serie de investigaciones que en esa década de los ochenta patrocinó
el NIDA (National Institute on Drug Abuse). Se pensó pues, a la luz de
dichas investigaciones, que cuando se elevaban los niveles de dopamina en
el cerebro, se producía la sensación placentera que actuaba como un
refuerzo o una recompensa. Surgieron entonces muchos libros y manuales
didácticos promoviendo la búsqueda de la felicidad asociada a este circuito
de la recompensa. Pero algo no acababa de encajar del todo. Una gran
cantidad de literatura y de cuerpo experimental demostraba que el sistema
dopaminérgico mesolímbico está involucrado también en los procesos
aversivos: diferentes condiciones negativas y estresantes como son, por
ejemplo, un shock eléctrico o la derrota de un animal tras una pelea,
provocaban un aumento de la liberación de dopamina. En otros estudios
realizados con soldados víctimas del trastorno de estrés postraumático
(TEPT) se comprobó que, estímulos negativos asociados con el trauma,
como escuchar ruidos de combate o sonidos de disparos, aumentaban la
actividad de zonas del cerebro ricas en dopamina. En consecuencia, parece
haber pocas dudas de que la actividad de la dopamina se incrementa, no
solo con actividades placenteras, sino también con distintas condiciones
aversivas. Dada la variada proyección que tiene este neurotransmisor en
distintas zonas cerebrales, lo normal es que se encuentre implicado en
muchos procesos distintos relacionados con el placer, el movimiento, las
cogniciones, la memoria y la motivación.
Otro hecho que ponía en tela de juicio «la hipótesis de la dopamina
hedónica» fue comprobar que, la pérdida de dopamina, no lleva
necesariamente a la reducción del placer. Las ratas con una destrucción casi
total de las neuronas que producen dopamina siguen teniendo intacta la
reacción de gusto ante un sabor dulce. Del mismo modo, los pacientes
aquejados de párkinson, con un extenso agotamiento de la dopamina,
siguen dando respuestas hedónicas normales ante el placer sensorial del
sabor dulce. Estos mismos pacientes, cuando aumentan sus niveles de
dopamina por la administración de L-DOPA, tampoco incrementan esa
sensación placentera por lo dulce. Kent Berridge, profesor de Psicología y
Neurociencia en la Universidad de Michigan, en Estados Unidos, fue, junto
a sus colegas, quien comenzó a ver que las ratas mantenían su reacción de
placer a pesar de la ausencia de dopamina.[95] Muchos padres que han
observado cómo reaccionan sus recién nacidos ante los distintos alimentos,
se han preguntado durante milenios si el placer o el gusto por un
determinado sabor es innato o no. Las expresiones faciales de gusto y de
rechazo son universales y muy similares además en bebés humanos, simios
e incluso en ratas. Es posible observar cómo con un sabor dulce, la
expresión facial es relajada y hay una reacción rítmica de la lengua y de la
boca, y por el contrario, ante un sabor amargo, la expresión del rostro
cambia mostrando un rechazo.[96] Berridge y sus colaboradores constataron
que estas reacciones de las ratas ante el sabor dulce no cambiaban en
absoluto, tuvieran o no dopamina en su cerebro. Pero lo que sí ocurría es
que sin dopamina, las ratas se volvían apáticas y desmotivadas, renunciaban
a buscar alimentos (recompensas) y permanecían pasivas y ausentes. ¿No
será que la dopamina lo que hace en realidad es mediar en el deseo y en el
esfuerzo por conseguir algo, antes que en el placer que se experimenta
cuando se ha conseguido? Todo parece indicar que es así, y muchos
estudios respaldan esta función motivadora de la dopamina en vez de la
«hipótesis hedónica de la dopamina».
Nos encontramos entonces con una dualidad acerca de las funciones de
la dopamina. Por un lado tenemos «gustar» que hace referencia a una
reacción hedónica, es decir a experimentar una sensación placentera, y por
otro lado está «querer» que sugiere una dimensión motivadora, de deseo y
de prominencia de incentivos atribuidos a estímulos relacionados con
recompensas. Esto significa que la dopamina hace más brillante y
apetecible la moneda de oro de la recompensa y consigue que aquel pastel
de nata sea sustancialmente más sabroso. Pero más que un dúo habría que
hablar de un trío. La dopamina también mediatiza el aprendizaje tal y como
hemos visto antes al hablar del error de predicción.
¿Cómo se produce entonces el placer? El propio Berridge ha
investigado lo que él denomina «puntos hedónicos», pequeñas regiones del
cerebro que generan placer, regiones como por ejemplo la corteza prefrontal
límbica, el núcleo accumbens o la región orbitofrontal entre otras. En este
caso no es la dopamina, sino las encefalinas y endorfinas las que elicitan el
placer, unas sustancias que se denominan también opiáceos endógenos
porque actúan como lo hace la morfina y otras sustancias derivadas del
opio.
John Salamone, investigador del Departamento de Psicología de la
Universidad de Connecticut, en Estados Unidos, lleva muchos años
estudiando estas nuevas funciones de la dopamina. En un artículo suyo,
publicado en la revista Neuron junto a Mercé Correa de la Universidad
Jaume I de Castellón, ambos retoman las ideas de Berridge y exponen de
manera detallada sus tesis:

Existe la creencia popular, y también científica, de que la


dopamina regula el placer y la recompensa, que cuando consigues
algo que te satisface liberas dopamina, pero las últimas
investigaciones demuestran que este neurotransmisor actúa de forma
previa, es el que nos mueve a actuar, se libera para conseguir algo, ya
sea evitar un mal o alcanzar un bien.[97]

Es decir, tendríamos que hablar más de «querer» que de «gustar»,


enfatizando así los componentes de esfuerzo y de voluntad antes que el
placer obtenido. En esta línea, Ignacio Morgado, catedrático de
Psicobiología del Instituto de Neurociencia de la Facultad de Psicología de
la Universidad Autónoma de Barcelona, considera que la dopamina liberada
en el sistema mesolímbico dopaminérgico, más que causar directamente
placer, lo que hace es aumentar el deseo de sentirlo, y este último promueve
la conducta para conseguirlo.[98] Pero dentro de este abanico de funciones,
y a la luz de las nuevas investigaciones lideradas por Salamone, cobra más
preponderancia, a medida que comprendemos los mecanismos implícitos
del funcionamiento del neurotransmisor, la motivación.
A muchas personas les cuesta activarse, levantarse por las mañanas y
agradecer a la vida ese nuevo despertar que conllevará renovadas
oportunidades de emprender iniciativas, divertirse, crear, relacionarse con
los otros o sencillamente disfrutar. Es en el instante crepuscular del
despertar cuando nuestro cerebro se sitúa, primero en unas coordenadas
temporales y espaciales (hoy es domingo y no trabajo, estoy de viaje, está
lloviendo…) y posteriormente anticipa en este contexto espacio-temporal
una planificación simplificada del día que despunta (tengo que ir a la
compra a primera hora, esta tarde debo llevar a mi hijo a un cumpleaños, he
de corregir exámenes para mañana). Cuando establecemos esta sucinta
planificación, ya está revestida de cierta valencia positiva, negativa o
neutra. Nuestra personalidad, el estado de ánimo y las circunstancias vitales
del momento, influyen a la hora de categorizar lo que haremos y cómo lo
haremos en las horas siguientes. La motivación para emprender un proyecto
tiene siempre ese componente anticipatorio. Todavía bajo las sábanas,
realizamos un cálculo de pros y contras, si nos apetece hacer esto o aquello,
si nos merece la pena pedalear durante media hora sobre la bicicleta estática
o por el contrario parece más probable que nos tumbemos en el sofá a leer
el periódico. Las personas mayores, a medida que cumplen años, van
reduciendo el número de actividades. Algunas de estas actividades se
minoran obviamente por imperativos de la edad, especialmente aquellas que
conllevan esfuerzos físicos intensos. ¿Pero cuántas de esas iniciativas
abandonadas en los arcenes del tiempo lo son por razones atribuibles
solamente a la ausencia de motivación y a la falta de impulso vital?
No es casual que transcurran en paralelo la degeneración gradual de las
neuronas dopaminérgicas, la falta de motivación, la pérdida de ilusiones y
el descenso de ese impulso vital. Tampoco es casual que las personas muy
impulsivas consigan conservar la energía para continuar emprendiendo
diversos proyectos hasta una edad avanzada. Robert Marchant, el ciclista
centenario, Giuseppe Ottaviani, el longevo atleta italiano, los ancianos
rejuvenecidos de Cocoon, el octogenario chino Wang Deshun que desfilaba
en las pasarelas de moda y los japoneses centenarios del programa
«Hyakusai Banzai» comparten el mismo rasgo distintivo: una impulsividad
motivadora e ilusionante mediatizada, entre otros factores, por la cantidad
de dopamina disponible en su cerebro. Además de ese rasgo diferenciador,
la dopamina es una especie de escudo protector que consigue reducir la
incidencia de la depresión que tanto acecha en la vejez. Por otra parte, esa
reserva extra de dopamina es un seguro de vida ante la enfermedad de
Parkinson. Y tal y como ha advertido la Sociedad Española de Neurología
(SEN), el número de afectados por esta enfermedad se duplicará en veinte
años y se triplicará en 2050, puesto que tanto la prevalencia, como la
incidencia del párkinson se ha incrementado en las últimas décadas en
España.[99]
Esa anticipación temporal y esa valoración de lo que estamos
dispuestos a hacer o no en el futuro inmediato es, en definitiva, la
motivación a la que se refieren Berridge, Salamone y Mercé Correa cuando
dicen que la dopamina actúa de forma previa impeliéndonos a actuar. Si
nuestra anticipación mental (ese bosquejo aproximativo) o, si se quiere,
nuestra representación cognitiva de lo que vamos a emprender es positiva,
aumentarán las posibilidades de que suceda. Cuando pensamos que vamos a
involucrarnos en una acción futura nos imaginamos a nosotros mismos
realizando dicha acción, y es entonces cuando valoramos, evaluamos,
juzgamos y decidimos si nos gusta lo que vemos en nuestro cine privado
mental. A la luz de nuevas investigaciones, podríamos afirmar que la
dopamina ya no sería tanto la responsable del placer obtenido por una
conducta determinada, sino la que contribuye antes de esa conducta a
imaginarnos que aquello que tenemos pensado hacer nos va a gustar mucho.
Salamone define la motivación como el conjunto de procesos mediante
los cuales los organismos regulan la probabilidad, la proximidad y la
disponibilidad de estímulos. La motivación guía entonces el
comportamiento, dirigiéndolo a situaciones que podríamos definir como
positivas (comida, agua, sexo) o bien a evitar las negativas (dolor y
sufrimiento). Los expertos distinguen varias fases, una inicial que
denominan «apetitiva» de búsqueda o enfoque a un objetivo, y otra final o
«consumatoria», cuando ya se ha conseguido contactar con ese objetivo
buscado. Y es en esa fase inicial donde se cree que la dopamina juega un
papel preponderante. La búsqueda que nos exige la activación de nuestros
cinco sentidos para alcanzar lo que ansiamos, que requiere igualmente
persistencia y esfuerzo sostenido, está mediatizada por la dopamina. Varios
estudios sugieren que esto es así: hay más dopamina en el núcleo
accumbens durante la fase preparatoria que cuando se consigue el objetivo
perseguido.
Pero una cosa es el deseo y otra muy distinta es hacer realidad aquello
que deseamos. Yo puedo, por ejemplo, desear ponerme en forma, pero mi
representación mental negativa de subirme a la bicicleta estática y pedalear
durante media hora un domingo por la mañana, puede ser sencillamente un
obstáculo insalvable. Aumentar o disminuir entonces la cantidad de
dopamina es la clave para superar ese obstáculo, levantarse del sillón, dejar
a un lado el periódico, vencer la pereza y subirse sobre la bicicleta para
pedalear en esa mañana dominical. Esa misma pereza es la que sume a
nuestro ya familiar protagonista de Cocoon en esa posición fetal,
volviéndolo inapetente, melancólico y nostálgico al rememorar cuando
disfrutaba de los brillantes momentos y de las mieles de una juventud
recobrada y después perdida.
Los organismos están, por tanto, separados de los estímulos
motivacionales por obstáculos o restricciones. Es decir, para que se dé el
comportamiento de búsqueda o fase inicial, hay que superar una «distancia
psicológica». Los objetivos entonces no están presentes ni se están
experimentando en el ahora, entre objetivos y organismos existe una
separación (distancia física, tiempo, probabilidades…). Por ejemplo, un
chimpancé que quiere coger un plátano de un árbol, debe sopesar primero si
está o no demasiado lejos, si puede lograrlo antes de que se acerque el
leopardo que acecha por los alrededores o si su fuerza muscular conseguirá
impulsarlo de un salto hasta la rama donde cuelga el plátano. La dopamina
es entonces como un puente que permite a los animales atravesar esa
distancia psicológica que los separa del objetivo. Es en concreto, la
dopamina del núcleo accumbens, la responsable de mantener el esfuerzo a
lo largo del tiempo en ausencia del estímulo y de valorar los costes y
beneficios de poner en marcha la conducta. En un experimento se pudo
comprobar que el núcleo accumbens se activaba con la predicción o
anticipación de una recompensa monetaria más que con la presentación real
de dicha recompensa monetaria.[100] En otro estudio se observó que la
anticipación de una recompensa, en este caso el suministro de glucosa, se
asociaba con un aumento de la activación (medida por resonancia
magnética) del núcleo estriado del circuito dopaminérgico, pero sin
embargo esta misma área no respondía al suministro directo de la glucosa.
[101]
Los niveles de dopamina entonces serán los responsables de
determinar si nos merece la pena, ponernos en marcha o no, dependiendo de
los obstáculos que debemos superar hasta llegar al objetivo. Efectivamente,
en experimentos realizados con ratas, cuando al final de un pasillo hay una
cantidad de comida y al final de otro pasillo distinto hay todavía más
comida pero es necesario saltar antes una valla, los animales con niveles
bajos de dopamina elegirán el camino más fácil (menos esfuerzo y
recompensa menor), mientras que las ratas con más dopamina sí harán el
esfuerzo de saltar la valla. Pero el valor de la recompensa no solo está
mediatizado por los obstáculos que haya que superar para acceder a ella,
sino que depende también del tiempo que transcurre desde que se nos
presenta hasta que es posible conseguirla. El valor de la recompensa se
reduce en función del tiempo que haya que esperar. Este fenómeno se llama
«descuento temporal» y está ampliamente estudiado y validado tanto en
diversas especies animales como en los seres humanos: si se da a elegir
entre una recompensa pequeña inmediata, o bien otra de más valor pero
demorada, lo que ocurre es que en la mayoría de ocasiones, cuando hay que
retrasar la obtención de la recompensa, las neuronas dopaminérgicas no se
excitan tanto como cuando es inmediata. Así que el tiempo es también parte
de la ecuación que nos dice cuánto valor tiene algo apetitivo para nosotros:
al decidir entre las diferentes alternativas que sopesamos a la hora de actuar
ante algo que nos gusta o que nos apetece, dependerá tanto del «tamaño» de
la recompensa como de la «escala de tiempo».
Los obstáculos que hay que superar para ponernos en marcha y esa
distancia temporal, son evaluados antes de iniciar el comportamiento
instrumental. Pero los seres humanos no evalúan mecánicamente si pueden
coger o no un plátano. La motivación está sujeta a otras consideraciones
distintivas que nos separan del resto de especies. El cerebro es el órgano
que de forma más dramática ha cambiado desde que el Homo sapiens
divergió del resto de los primates, hasta el punto de que ha triplicado en
tamaño al de los chimpancés. Por tanto, si pensamos que es en el cerebro
donde radican las bases de la humanidad, para estudiar las claves de esa
humanidad, es necesario estudiar cómo se regulan los genes en el cerebro
humano en comparación con otros primates. Y esto es precisamente lo que
ha hecho una reciente investigación internacional liderada por el Instituto
de Neurociencias Kavli y la Universidad de Yale, en New Haven (Estados
Unidos).[102]Aunque las diferencias han sido menores de lo que esperaban
los científicos responsables de esta investigación, resulta asombroso
constatar que, el gen que más se diferencia en los seres humanos respecto a
los primates es aquel que participa en la producción de dopamina. Los
investigadores han medido la actividad de 3 356 genes en 16 regiones del
cerebro de seis personas, cinco chimpancés y cinco macacos Rhesus, y lo
que se ha visto es que la mayoría de los genes se comportan de un modo
muy similar en las tres especies en todas las regiones del cerebro.
Solamente el 12 % de los genes presenta un patrón diferente entre seres
humanos y primates. El gen cuya actividad difiere más es el que se
corresponde con una proteína llamada tirosina hidroxilasa, que si
recordamos cuando hablamos de cómo se produce la dopamina, es la que
interviene en la síntesis de este neurotransmisor. Este gen es el que está más
activo en los seres humanos en relación a los macacos y chimpancés
estudiados. Según uno de los investigadores de este estudio, Tomas
Marqués-Bonet, se especula sobre que este incremento de la dopamina es lo
que contribuye a las diferencias cognitivas entre las distintas especies.
Esta diferencia, que al parecer tiene que ver con el bipedismo,
seguramente es relevante para explicar nuestra representación mental de un
futuro anticipado y nuestra imaginación en el juego mental de la motivación
y la felicidad. Como vemos, la importancia de la dopamina como
neurotransmisor trasciende más allá de las funciones que desarrolla en el
sistema nervioso y de su importancia crucial para el envejecimiento. Existe
además una novedosa y revolucionaria línea de investigación que sitúa a la
dopamina en el vórtice del eslabón perdido: la dopamina fue, ni más ni
menos, lo que nos convirtió en humanos en un momento dado de la
evolución. Es lo que defienden Mary Ann Raghanti y sus colaboradores en
su hipótesis neuroquímica para el origen de los homínidos.[103] Lo que han
observado, analizando regiones dentro del núcleo caudado y putamen del
cerebro de seres humanos, chimpancés, gorilas, mandriles, macacos y
capuchinos, es que las personas poseemos una inervación dopaminérgica
dramáticamente mayor, medida por la densidad de axones que expresan
tiroxina hidroxilasa en el núcleo caudado medial, que nuestros primos los
primates. Esto es muy llamativo porque el núcleo caudado medial, se activa
con los comportamientos que implican recompensa social y los que
involucran el habla y el lenguaje. Es probable que, el aumento de los
niveles de dopamina en esta región cerebral, esté relacionado con la
formación de grupos sociales en varias especies. Es obvio que los humanos
son en muchos sentidos una especie única, y es lógico pensar que en algún
momento debimos empezar a diferir de los demás homínidos consiguiendo
alcanzar así el éxito evolutivo.
Las altas concentraciones de dopamina estriatal están asociadas
también con la monogamia, y junto a la disminución de acetilcolina para
reducir la agresividad, explican por qué los humanos pueden mostrar una
monogamia social en vez de territorial. Es decir, nuestro comportamiento
social es más sofisticado, proyectado al exterior en vez de constreñido a un
territorio, y con una mejor respuesta a las señales sociales y ambientales.
La ilusión es la antesala de la felicidad. Una ilusión que vamos
perdiendo a medida que envejecemos. Nuestras representaciones mentales
sobre las estimulantes experiencias de la vida van llenándose pues de
inquietantes sombras. El potencial beneficio de nuestro dinamismo, el
combustible que nos impele a realizar actividades placenteras y aficiones se
degrada en la misma medida que se evaporan las moléculas de la dopamina
a lo largo y ancho de nuestro cerebro. Aquel centenario japonés al que yo
observaba asombrado en la antigua cinta de VHS cómo lanzaba el disco,
conserva la capacidad motivadora suficiente como para superar esa
distancia psicológica que le separa del objetivo. Puede vencer los
obstáculos que se sitúan entre él y la consecución del refuerzo, y es capaz
de hacer frente a ese «descuento temporal» del que hablábamos antes. La
anticipación del placer, tal y como ha demostrado el experimento citado
más arriba sobre los destinos vacacionales imaginados, depende en gran
medida de la dopamina. No es de extrañar que la anticipación mental en un
anciano acerca de un acontecimiento futuro no desprenda el brillo casi
cegador que para un joven tendría esa misma anticipación. Las emociones
que elicita la imaginación de un anciano pueden teñirse de pesimismo,
alejándolo de ese placer y de la anticipación hedónica de lo que está por
venir. Esta fantasía devaluada por el paso de los años no invita precisamente
a la acción, a involucrarnos en proyectos nuevos, a planificar eventos
futuros. El anciano que representa en su presente imaginado unas posibles
vacaciones no encuentra ese placer asociado que le movilice. Para él,
Grecia o Tailandia son destinos desdibujados que le susurran una diversión
improbable, lejanos ecos de algo que se supone debe ser apetecible pero que
para él es una desvaída representación en blanco y negro. Los posibles
placeres de la vida se alejan pues de su lastrada imaginación. Así es muy
difícil que florezcan esperanzas; sin el abono de la dopamina no hay una
representación mental adecuada y estimulante del futuro. Esto explica en
gran medida la pasividad, la pérdida de ilusiones y el pesimismo en la
vejez. Se ha estudiado precisamente cómo el envejecimiento saludable está
relacionado con el buen funcionamiento y la preservación del sistema de
recompensa mediatizado por la dopamina. Existe un vínculo entre la
síntesis de la dopamina presináptica del mesencéfalo y la activación del
circuito de recompensa, y la regulación de este sistema depende del
envejecimiento y de cómo envejecemos.[104]
En el momento de escribir estas líneas Neil Young y Van Morrison
tienen 73 años, Bob Dylan 77, Willie Nelson 86, pero todos ellos
despliegan una actividad incombustible, publican un disco cada año y
continúan dando conciertos por medio mundo. Ninguno de ellos se mueve
en exclusiva por razones comerciales; sencillamente no pueden parar, su
motivación sigue intacta para continuar en la brecha, y como dice Willie
Nelson «soy una persona dispuesta a seguir un camino determinado y ese
camino es la música. No hay vuelta atrás».[105] Esa actitud la definió el
escritor Philip Roth como un «no poder parar», actitud que comparten
también por ejemplo Woody Allen que sigue dirigiendo películas a sus 84
años y Charles Aznavour que dio conciertos hasta poco antes de su muerte
pasados los 90. Continuar activo a esas edades implica un claro
compromiso con la vida, una apuesta por un futuro que sigue siendo
ilusionante. La diferencia entre la forma de envejecer de estas
personalidades famosas que nunca se jubilan y la de muchos otros que tiran
la toalla y renuncian a seguir adelante es abrumadora. Acomodarse en la
pasividad del no hacer nada productivo es peligroso y una de las mejores
maneras de atraer enfermedades como el alzhéimer y un envejecimiento
doloroso. Casi con seguridad, podríamos afirmar que la dopamina está
jugando un papel decisivo en aquellas personas que deciden continuar
activos hasta el final, aún a riesgo de no disfrutar de un plácido retiro.
Como reza uno de los versos de Neil Young: «Es mejor quemarse que
apagarse lentamente».
La impulsividad no es una mera cuestión de todo o nada sino más bien
un amplio y complejo continuo pleno de matices. En un extremo de este
continuo se situaría una personalidad incapaz de controlar los impulsos y
víctima de una hiperactividad patológica, y en el extremo opuesto la
negación de cualquier movimiento, la inmovilidad absoluta. Veamos con
más calma ambos extremos, un paciente impulsivo al que traté y personas
convertidas en estatuas.
Cuando trabajaba como psicólogo en el Centro de Investigación y
Terapia de Conducta (CINTECO) de Madrid, atendí a un paciente a quien
llamaremos Alberto. Su motivo para buscar ayuda tenía que ver con el
juego, en concreto con las máquinas tragaperras de los bares y con el bingo.
Después de haberse gastado una gran cantidad de dinero y endeudarse
solicitando una segunda hipoteca, no le quedó más remedio que ceder a las
presiones de su esposa y reconocer que solo no podía resolver el problema y
que necesitaba ayuda profesional. En la primera cita, cuando fui a buscarle
a la sala de espera, la sensación inicial que tuve al verlo no fue
precisamente la que se tiene ante un perdedor, más bien al contrario, su
perfil a primera vista era el de un ganador nato. Su mentón prominente con
la barbilla elevada, su gran estatura y la manera con la que me estrechó la
mano nada más verme, transmitían una seguridad en sí mismo y un aplomo
fuera de lo normal. Ese prematuro esbozo del perfil psicológico, basado en
un aventurado juicio subjetivo, se fue definiendo y completando a medida
que le fui conociendo en profundidad: una persona con unos rasgos
acusados de elevada autoestima, confianza en sí mismo, optimismo,
simpatía desbordante y una actitud proactiva generalizada. Alberto
trabajaba como comercial en una empresa puntera de muebles de oficina,
actividad que dada su capacidad de persuasión desempeñaba a la
perfección, habiendo ascendido en varias ocasiones en el organigrama de la
empresa desde que entró a trabajar allí siendo todavía un adolescente. Sin
embargo, su jefe directo le había llamado la atención unos meses atrás, no
solo porque los problemas con el juego se le habían ido de las manos
descontrolándose en el cumplimiento del horario laboral, sino también por
otras circunstancias que me fue confesando a medida que avanzaba el
tratamiento. Uno de esos problemas y que Alberto no quería reconocer, era
el abuso del alcohol; lo que para él era un consumo «normal» se trataba en
realidad de una severa dependencia alcohólica; le gustaba alternar con
amigos y clientes, llevado en volandas por una verborrea y unas ganas
inagotables de disfrutar de la vida. Según me relataba cómo transcurría para
él un día cualquiera, yo me ponía en su piel y pensaba que a mí me
resultaría imposible seguir su ritmo, un ritmo agotador. No se le ponía nada
por delante, no bajaba sus revoluciones, no desfallecía… jamás. Cuando ya
la relación terapeuta-paciente estuvo consolidada y la confianza
fundamentada en el secreto profesional plenamente instaurada, en una de
las sesiones me reveló que padecía lo que podría ser un trastorno de
adicción al sexo; le gustaba mucho el sexo me confesó, siempre fue así
desde que alcanzó la pubertad, y aunque con su mujer disfrutaba de una
buena relación y no había disminuido su deseo por ella, él sentía que
necesitaba más. Alberto era atractivo y muy inteligente, y con su labia no le
resultaba complicado buscarse aventuras.
Alberto podría ser diagnosticado de lo que se denomina «trastorno
disruptivo del control de los impulsos y de la conducta no especificado». Su
ludopatía, el alcoholismo, la hipersexualidad… todas estas manifestaciones
son en realidad las ramas de un tronco común alimentado por la
impulsividad y la incapacidad de resistir el deseo, aunque las consecuencias
de esas conductas se tornen con el tiempo autodestructivas. Concurría en él
también una falta de tolerancia a la frustración y una incapacidad de
demorar el refuerzo, es decir, lo que me apetece lo quiero ahora y no puedo
esperar, sin valorar los posibles riesgos.
Le pregunté a Alberto si tendría inconveniente en que acudiera su
mujer a verme algún día. En ocasiones, cotejar la historia del paciente con
alguna persona cercana a él, permite aportar información valiosa para
avanzar en el proceso terapéutico. Dos semanas después de proponérselo, la
esposa de Alberto vino a la consulta. «Es demasiado… intenso» me dijo
después de las presentaciones y de sentarnos frente a frente. «Alberto tiene
una positividad desbordante y arrolladora, es un chorro de alegría a prueba
de bombas. Nunca le verás en actitud nostálgica mirando por una ventana
contemplando el paisaje, o dando un paseo por un parque, pensando,
meditando; tiene que haber acción, retos, desafíos. Ganar o perder; competir
contra todo y contra todos. Le molesta mucho tener que esperar, si quiere
algo lo quiere ya; si le apetece por ejemplo ir al cine, tiene que ser el mismo
día que ha surgido la idea de ir; si por lo que sea, no se puede y hay que
aplazarlo para la siguiente semana, ya pierde el interés, y cuantos más días
se retrase menos le apetecerá. Pero cuando se acerca el momento de hacer
algo que le gusta, su ilusión y su pasión es desbordante». Esta última
apreciación de la mujer de Alberto describía uno de sus rasgos de
personalidad más relevantes: su capacidad sorprendente de anticipar las
cosas buenas de la vida de manera hiperbólica y fantasiosa. Con una
vehemencia capaz de arrastrar a cualquiera a su realidad ficticia de arcoíris,
no era de extrañar su éxito laboral como comercial. No existía correlación
real entre el estímulo y la respuesta. Cuando una respuesta emocional es
desmesurada podemos pensar que hay un error cognitivo de base: ni es
normal deprimirse y ponerse a llorar porque se nos ha roto un vaso, ni es
racional una explosión de felicidad por una circunstancia vital del montón.
La terapia finalizó seis meses después. Conseguimos reducir el consumo de
alcohol y manejar el problema del juego, aprendiendo a identificar las
primeras señales del impulso y trabajando en la prevención de recaídas.
Con todo, se mostraba bastante resistente a los cambios, especialmente
porque minimizaba las consecuencias negativas de sus comportamientos
compulsivos: su optimismo desmedido de alguna forma le transformaba en
alguien invulnerable. En consecuencia, cuando se veía incapaz de resistir la
tentación de introducir unas monedas en la máquina de un bar, luego ya no
podía parar, y lo que es peor, recaer no le servía como aprendizaje para
prevenir el mismo comportamiento en el futuro. Uno de los obstáculos con
los que me encontré a la hora de tratar a Alberto fue precisamente su
vehemencia, su elevada confianza en sí mismo y su dificultad para
reconocer los errores. Una de las estrategias para producir el cambio,
derivada de la RET o Terapia Racional Emotiva,[106] es precisamente
confrontar al paciente desplegando un diálogo socrático que le permita
contemplar argumentos distintos a los suyos. Estos argumentos están
basados en la evidencia y resultan más sólidos que los esgrimidos por el
paciente. A través de esta labor de confrontación, gradualmente va
haciéndose más visible que una determinada manera de pensar es poco
realista, o que se están cometiendo errores cognitivos. Una persona puede
estar cometiendo por ejemplo un error denominado «percepción selectiva»,
que implica que de toda la realidad en conjunto, escoge con mayor
frecuencia aquellos elementos que son más negativos y que le provocará
sentimientos también más negativos a la postre. A Alberto le costaba
mucho reconocer que estuviera equivocado. En los debates terapéuticos que
establecíamos durante la terapia, cada mínimo avance que conseguía, solo
se lograba después de una lucha encarnizada en la que yo debía presentar
argumentos muy sólidos y contundentes para conseguir el cambio.
Al principio del tratamiento, me comentó que de pequeño
probablemente había sido un niño hiperactivo. Sin duda su apreciación
encajaba a la perfección en su perfil psicológico. Alberto era dinamismo,
actividad, acción, motivación y energía. Como decía su mujer, nunca le
verías sentado y mirando por la ventana: entregarse a la nostalgia, sentirse
triste o perder el tiempo con rumiaciones o autolamentaciones,
sencillamente no iban con él.
Lo opuesto a las hiperactividad, la impulsividad y a la fuerza vital
apasionada de Alberto serían la atonía, la pasividad y la lentitud. Y si
exageramos un poco las cosas, en ese extremo opuesto estaría el «anti-
Alberto», es decir la parálisis y la ausencia absoluta de movimiento.
Entre los años 1917 y 1928 tuvo lugar una epidemia de una
enfermedad llamada encefalitis letárgica que causó millones de muertos en
todo el mundo. No se sabe con certeza la causa de la enfermedad, aunque
investigaciones recientes apuntan a que se trató de una reacción autoinmune
desproporcionada ante una infección por estreptococo. Aproximadamente
un tercio de los afectados murieron, otro tercio sobrevivió sin aparentes
secuelas y el resto de los enfermos de encefalitis letárgica se transformaron
en estatuas vivientes, personas incapaces de realizar el más mínimo
movimiento, aletargadas, encerradas en la prisión de su propio cuerpo
paralizado.
Durante el verano de 1969, el Dr. Oliver Sacks trabajaba en el hospital
Beth Abraham de Nueva York, donde permanecían ingresados ochenta de
estos pacientes. La mayoría de ellos llevaba más de cincuenta años en
estado catatónico. Apenas se les prestaba atención aparte de atender sus
necesidades básicas; entre el personal del hospital existía la certeza de que
sus facultades mentales estaban, al igual que su función física, anuladas.
Pensar que una persona que ha permanecido durante cincuenta años inmóvil
y en estado vegetativo pudiera tener un hálito de vida interior, una
conciencia más o menos lúcida sobre su propia condición, era una hipótesis
espeluznante y de una crueldad inimaginable. Por otro lado no existía
ninguna cura conocida, por lo que ni siquiera era planteable algún
tratamiento con ellos, ni siquiera de orden paliativo.
El Dr. Sacks, sobrecogido ante la condición de este grupo de pacientes,
comenzó a investigar sobre la encefalitis letárgica, llegando a la conclusión
de que guardaba ciertas similitudes con la enfermedad de Parkinson. En
este sentido, pensaba que en realidad podía ser como una especie de
temblor parkinsoniano exagerado y llevado al extremo, tan acusado que
acababa paralizando al paciente por completo hasta convertirlo en una
estatua de cera. Sacks conocía el trabajo del Dr. G. Cotzias, que había
logrado un notable éxito en el tratamiento de los pacientes con párkinson
utilizando L-DOPA. Decidió entonces proporcionársela a sus pacientes, con
la esperanza de lograr una mejoría de su sintomatología. Una vez
administrada, y de forma absolutamente milagrosa, los pacientes
«despertaron» de su letargo y regresaron a la vida. Como el propio Sacks
relató en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero:
En 1969 administré L-DOPA a estos pacientes de la enfermedad
del sueño o postencefalitis. La L-DOPA, un precursor de la dopamina
transmisora, cuya cuantía se hallaba notablemente mermada en sus
cerebros, los transformó. Primero los despertó, haciéndolos pasar del
estupor a la salud: luego se vieron empujados hacia el otro extremo,
los tics y el frenesí.[107]

Los pacientes volvieron a la vida, pero al poco tiempo comenzaron a


padecer temblores y tics cada vez más descontrolados. Aunque se aumentó
más y más la dosis de L-DOPA, el regreso paulatino a su infierno de
oscuridad e inmovilidad eterna fue inevitable. Los pacientes, uno tras otro,
fueron recayendo en la sintomatología de la encefalitis letárgica. La
hipótesis inasumible por aterradora, de que durante sus cincuenta años de
parálisis total, habían sido plenamente conscientes de su estado sin poder
comunicarse con el exterior y sin poder hacer nada para cambiar su suerte,
era cierta. Y más cruel todavía resulta pensar que, tras su efímera vuelta al
mundo de los vivos, cuando los temblores y los tics regresaron de nuevo y
progresaron a toda velocidad, ellos comprendieron lo que les esperaba a
continuación.[108]
¿Qué les ocurrió a los pacientes con encefalitis letárgica tratados con la
L-DOPA? ¿Por qué la droga logró una mejoría tan espectacular y después,
al poco tiempo, dejó de funcionar? Antes hemos hablado de que existen
unos receptores (D₁-D₅) que regulan de manera muy precisa la cantidad
exacta de dopamina que se libera al espacio sináptico y que es captada por
dichos receptores, para que pueda realizar su función dependiendo de a qué
zona del cerebro sea transportada. Lo ocurrido con esos pacientes guarda
similitudes con el fenómeno de la tolerancia relacionado con el consumo de
sustancias adictivas: una droga paulatinamente deja de ser efectiva, y cada
vez se necesita más cantidad para lograr los mismos efectos que producía al
comienzo de su consumo. Es como el ejemplo que vimos sobre el cartero
que no puede entregar sus cartas.
No sería aventurado pensar entonces que, las personas más impulsivas,
lo son porque tienen más dopamina en sus cerebros. En un experimento se
solicitó a un grupo de personas que eligieran entre recompensas a corto y a
largo plazo poco después de recibir una dosis de L-DOPA. Lo que se
observó, para sorpresa de los experimentadores, es que horas después, los
participantes modificaban sus preferencias y elegían las recompensas a
corto plazo. Existen evidencias de que la impulsividad sí depende de la
dopamina, en concreto de los receptores D₂, que detectan las
concentraciones del neurotransmisor y ajustan continuamente la cantidad de
dopamina que se libera, evitando que se concentre demasiada cantidad. Si
como es el caso, estos receptores D₂ son defectuosos, hay demasiada
dopamina disponible y esto provoca entonces una conducta más impulsiva.
Este sería el caso de las personas que son intrínsecamente impulsivas, ya
que se ha descubierto que sus cerebros tienen menos receptores D₂
funcionales, que en definitiva supone tener mucha más dopamina al no
funcionar correctamente los frenos que reducen el neurotransmisor. [109]
Pero demos un paso más. Como ya sabemos, las personas víctimas de
la enfermedad de Parkinson tienen dañadas las neuronas de la sustancia
negra que producen la dopamina, y que se proyecta sobre las áreas motoras
afectando fundamentalmente al movimiento. Siguiendo el razonamiento
sobre la relación entre la dopamina y la impulsividad ¿qué ocurre cuando a
los enfermos de Parkinson se les da L-DOPA para aumentar los niveles de
dopamina? El investigador de la Universidad George Washington en
Washington D. C., Estados Unidos, Thomas J. Moore y sus colaboradores,
revisaron todos los efectos adversos que padecieron los pacientes de
Parkinson desde 2003 hasta 2012. Comprobaron que existían evidencias
significativas entre este medicamento y el control de impulsos; eran muy
frecuentes los casos de ludopatía, hipersexualidad, compulsión por las
compras o trastornos alimenticios.[110] Más de la mitad de los pacientes no
le comunica estos efectos adversos a su médico. La Dra. Irene Martínez
Torres, de la Sociedad Española de Neurología, indica que el problema es
que se sienten avergonzados por sus conductas y que por ello las ocultan al
especialista y a sus familias:

Cuando vamos a introducir estos medicamentos o a aumentar la


dosis, informamos a los pacientes y a sus familiares. Es fundamental
que las familias estén al tanto ya que muchas veces engañan, bien
para hacerse con dinero para poder jugar, bien para dar salida a sus
mayores ganas de mantener relaciones sexuales (hacen uso de
material pornográfico, persiguen a las mujeres a todas horas o inician
relaciones fuera del matrimonio).
Según esta especialista que trabaja en la Unidad de Trastornos del
Movimiento del hospital La Fe de Valencia «los hombres tienden más a
desarrollar ludopatía e hipersexualidad y las mujeres compras
compulsivas». [111]
Cuando voy a visitar a mi madre a la residencia casi siempre veo,
sentado en el mismo lugar, a un hombre que permanece allí estático y
silencioso. Cuando abro la puerta de entrada al salón a veces vuelve la
cabeza y me mira. Otras veces, la mayoría, no es consciente de mi presencia
y continúa sumido en su duermevela. Así pasa la mayoría de las horas y de
los días, interrumpidos tan solo por las pausas habituales de las comidas, las
cenas y la hora de acostarse y levantarse de la cama. Desconozco su
historia, si padece o ha padecido alguna enfermedad, si la vida le golpeó
con pérdidas y reveses insuperables. Pero no puedo evitar pensar, cada vez
que le veo, que está muy próximo a los que sucumbieron a la prisión de la
encefalitis letárgica.
En una película titulada Me siento rejuvenecer [112] un investigador
(Cary Grant) intenta encontrar sin éxito la fórmula de la eterna juventud. En
un descuido, un chimpancé del laboratorio se escapa de la jaula y mezcla al
azar diversas cantidades de varios compuestos químicos consiguiendo
inesperadamente la anhelada formula. Al beberla de manera accidental,
tanto Cary Grant, como su partenaire Ginger Rogers, sufren la
metamorfosis de una regresión a la infancia. Es interesante observar cómo
están escenificados los comportamientos infantiles. El protagonista
abandona sus gafas de cristales gruesos y su compostura adulta y se
precipita a una incansable sucesión de diversiones e iniciativas
estimulantes: se pone a jugar a los indios con un grupo de niños, se compra
un descapotable y se lleva a su secretaria a dar una vuelta (siendo su
secretaria Marilyn Monroe es muy comprensible que lo haga), se va a una
piscina a tirarse de un trampolín… su energía es inagotable.
Al igual que pasaba con los protagonistas de Cocoon, hay un contraste
claramente establecido entre los estereotipos de la vejez y de la juventud.
La vejez implica dejar de jugar y de emocionarnos por las cosas, claudicar.
La juventud por el contrario es verse arrastrado sin miramientos por un
comportamiento lúdico y divertido, beberse a tragos la vida, apasionarse.
Debemos preguntarnos qué parte de estos estereotipos que asumimos como
una profecía autocumplida son obligatorios. Preguntarnos si el hecho de
hacernos mayores nos conmina a abandonar las aventuras divertidas y las
locuras de la juventud. Preguntarnos si damos por hecho que un viejo debe
hacer cosas de viejo, y que está mal visto o es repudiable y anacrónico que
se comporte como una persona más joven. Hasta qué punto estamos
resignándonos a la dictadura que nos impone esa pérdida de la dopamina y
esa rendición del impulso vital. El psicólogo Bernice Neugarten opinaba
que estamos demasiado influenciados por los «relojes sociales», como si
estuvieran prefijados de forma rígida los tránsitos de nuestra existencia: hay
una edad fija para ir al parvulario, para acudir a la universidad, para irse de
casa y emanciparse, para casarse, para jubilarse... [113]
Retomemos aquel experimento que analizaba las diferencias genéticas
entre los simios y los seres humanos. Una de las conclusiones a las que se
llegó tras analizar los resultados genómicos es que, era precisamente el gen
responsable de la producción de la dopamina el que más colaboraba a
dotarnos de humanidad y más nos diferenciaba de los demás primates.
Podemos deducir múltiples implicaciones de este hecho; una de ellas
tendría que ver con los aspectos cognitivos y emocionales de la motivación.
En este sentido, algunas funciones de la dopamina se asocian con lo que nos
motiva a actuar, lo que nos hace más humanos en cuanto al significado que
para nosotros tienen los incentivos y las metas. Una rata de laboratorio
apretará más o menos una palanca para obtener una recompensa en forma
de comida, saltará más o menos obstáculos en un laberinto para alcanzar un
refuerzo y, en el caso de un macaco Rhesus, se impulsará más alto o no para
llegar hasta su ansiado plátano. Tal y como se ha demostrado con diferentes
estudios experimentales, aumentando la cantidad exacta de dopamina,
conseguimos que los ratones menos motivados salten los obstáculos para
llegar hasta la ración doble de comida. Los seres humanos también somos
extremadamente sensibles a la cantidad disponible de dopamina en nuestros
cerebros para actuar o no. Cuando los niveles del neurotransmisor
disminuyen, nos volvemos apáticos y tristes. Si esos niveles decrecen
demasiado, como por ejemplo ocurre en los pacientes de párkinson, las
consecuencias serán las que ya conocemos: problemas de movilidad y
depresión entre otras. El ejemplo más dramático de la pérdida de dopamina
son las víctimas de la encefalitis letárgica, es decir, la total inmovilidad. En
el otro extremo, cuando hay un exceso de dopamina, es común la
impulsividad, la acción, la pérdida de control y una energía desbordada y en
ocasiones peligrosa al embarcar al individuo en comportamientos de riesgo.
El paciente Alberto es una muestra de estos excesos conductuales. La
administración de L-DOPA a los enfermos de párkinson y sus efectos
materializados en la hipersexualidad, el juego compulsivo o la adicción a
las compras, son una prueba definitiva y muy gráfica de cómo, en cierto
sentido, todos estamos sometidos a la tiranía de un neurotransmisor. Ese
gen que nos separa de nuestros primos los macacos Rhesus y los
chimpancés, es el que dota de sentido a nuestros impulsos motivadores. Es
lo que, en definitiva, proporciona el contenido y los elementos necesarios
para que luchemos por aquello que nos hace felices: ilusiones individuales y
personalizadas para cada uno de nosotros dependiendo de nuestra propia
historia y de nuestra manera de pensar y de interpretar el mundo.
A diferencia de otras especies, nuestra capacidad cognitiva nos permite
mantener un esfuerzo prolongado para conseguir algo gracias a lo que se
denominan motivadores simbólicos. Estudiar unas oposiciones para
convertirse por ejemplo en juez o en notario, implica dedicar varios años a
un intenso y sacrificado esfuerzo que no tiene garantizada la recompensa.
Solamente la anticipación del premio que es el aprobado y el gran valor
simbólico dado (y que tardará mucho tiempo en materializarse y hacerse
real) permiten sobrellevar tantas renuncias y tantas horas de trabajo no
remunerado. Las demás especies también pueden anticipar resultados, pero
dada su limitada capacidad simbólica, requieren de indicios externos que les
recuerden aquellos resultados distales que no son capaces de rememorar,
dependiendo principalmente de incentivos de tipo somático.[114]

2.3.- EXPECTATIVAS
Una expectativa sería una estimación subjetiva de la posibilidad de que
ocurra un determinado acontecimiento. La intensidad de la motivación
dependerá de lo que yo anticipe sobre los resultados y del valor que le doy a
esos resultados. Para el anciano que confeccionaba las cajas con papel de
regalo, su expectativa es hacer un determinado número de cajas en un mes,
suficientes para regalárselas a las personas que quiere, suficientes también
para conseguir los halagos y el reconocimiento por su trabajo, algo que él
considera valioso. Cuanta más elevada sea la expectativa de los resultados
percibidos y más valor le demos a esos resultados, mayor será nuestra
motivación y más probable será que actuemos para alcanzar el objetivo
buscado. Nuestra personalidad y nuestro estilo de pensamiento serán
cruciales para otorgar ese valor y para manejar las expectativas. El paciente
Alberto, rebosante de dopamina y con una personalidad extravertida,
mantendrá altas sus expectativas, puesto que la satisfacción obtenida en las
actividades posteriores las retroalimenta.
La autoeficacia influye enormemente en esa satisfacción, al tener una
confianza plena en nuestras propias capacidades y al creer que nuestros
actos tendrán éxito y provocarán efectos positivos. Mihály
Csíkszentmihályi, el autor del famoso ‘best seller’ Fluir, analizó ya en 1979
cuál podría ser el elemento que favorecería la participación en una actividad
y su disfrute. Para él, cualquier actividad sería intrínsecamente interesante
si se eligen aquellos retos que coinciden con las capacidades percibidas. Si
nuestro estilo de pensamiento es pesimista, valoraremos de manera negativa
nuestras capacidades. Percibir de forma adecuada o no nuestra autoeficacia
dependerá de cómo interpretamos nuestros éxitos y nuestros fracasos y si
recordamos de forma más selectiva o no los errores cometidos. Una persona
deprimida no se verá capaz de afrontar con éxito una actividad cualquiera,
como sería por ejemplo empezar a jugar al golf. Sus expectativas estarán
debilitadas por la forma de juzgar sus habilidades y se dirá a sí mismo
frases como: «yo siempre fui muy torpe para los deportes, seguro que lo
haré mal». El valor otorgado a esa actividad será nulo, puesto que no hay
anticipación de una satisfacción o de algo placentero. En consecuencia,
renunciará casi con seguridad a apuntarse a clases de golf, perderá la
oportunidad de mejorar su estado de ánimo practicando deporte y
socializándose con sus compañeros de golf (cero endorfinas, cero
dopamina), y no descubrirá jamás que el golf se convertiría con el tiempo
en una fuente de satisfacciones.
Ese impulso que nos empuja a innovar, a involucrarnos en diferentes
experiencias vitales y en muchos casos a arriesgar, lo disfrutamos a manos
llenas en nuestra juventud. Somos capaces de embarcarnos en un viaje de
varias semanas con una mochila a la espalda, un saco de dormir, poco
dinero y grandes dosis de audacia. La ilusión desbordante y la esperanza
intacta de diversión y estímulos novedosos serán un motor inagotable; los
cálculos del coste-beneficio o los posibles inconvenientes que nos
encontraremos a lo largo del camino, serán una mera anécdota que en
ningún caso nos hará retroceder. Estamos pues motivados para ponernos en
marcha y actuar. La anticipación mental de nuestras acciones futuras estará
bendecida por la positividad y una fulgurante recreación de lo bien que nos
lo pasaremos en ese futuro resplandeciente. Porque hablar de motivación
implica necesariamente hablar de futuro, puesto que aquello por lo que nos
movilizamos ocurrirá en un momento temporal demorado, es algo que no
ha sucedido todavía. Recordemos que una recompensa es lo que nos
aproxima a algo que para nosotros es bueno, y que pueden ser recompensas
primarias, como el agua cuando tenemos sed. Al considerar el gen de la
dopamina que nos diferencia del resto de los primates, no podemos obviar
que lo que está en juego son recompensas de orden superior y más
sofisticadas que lo que supone satisfacer una necesidad biológica como es
la sed. Un ejemplo extremo es el que citábamos antes del opositor que
sacrifica varios años de su vida por una recompensa que no solo no es
inmediata sino que ni siquiera está garantizada. Nuestra mente debe
entonces imaginarse un escenario futuro en función de las decisiones que se
adopten en el presente y del valor otorgado a las recompensas. El opositor
de nuestro ejemplo viaja en el tiempo y recrea la hipotética visión de un
flamante aprobado en sus exámenes, pongamos por caso, de notarías:
convertirse en notario y resolver su porvenir de manera seguramente
desahogada, adquiriendo un alto estatus social y económico. Nuestras
decisiones sobre escenarios hipotéticos que no han sucedido todavía, se
basan en cálculos complejos de estimación de costes-beneficios y del valor
que le damos a las distintas opciones y a sus correspondientes recompensas;
esos cálculos deben basarse en nuestras experiencias pasadas, en
aprendizajes, en los ajustes que debemos hacer continuamente entre lo que
esperamos que ocurra en nuestro escenario imaginado del futuro y lo que
ocurre luego en realidad.
El Dr. Robb Rutledge de la UCL Wellcome Trust Center for
Neuroimaging y el Max Plank UCL Center for Computational Psichiatry
and Aging, de Londres, Inglaterra, ha dirigido una serie de experimentos
utilizando una aplicación para móviles denominada «The Great Brain
Experiment».[115] Se trata de una especie de juego basado en un sistema de
apuestas en el que, a través de diferentes pruebas, los participantes toman
decisiones más o menos arriesgadas con las que ganan o pierden puntos. El
estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences,
mide la actividad neuronal a través de resonancia magnética. Entrevistando
a los sujetos participantes, se ha podido ver que la influencia de las
expectativas previas a las ganancias de puntos contribuye más a la felicidad
que la propia ganancia en sí. Rutledge y sus colaboradores piensan que, a la
luz de los resultados obtenidos, son nuestros planes, nuestras
representaciones mentales sobre el futuro y, en definitiva, nuestras
expectativas, lo que más contribuye a nuestra felicidad. Gracias a la
resonancia magnética funcional comprobaron cómo las señales neuronales
sobre la toma de decisiones y los resultados de estas decisiones, dependen
del cuerpo estriado y cómo correlacionan a cada momento con las
sensaciones de felicidad. Según Rutledge:

El núcleo estriado posee muchas conexiones con las neuronas


dopaminérgicas, y sabemos que las señales de esta área cerebral
dependen en gran medida de la cantidad disponible de este
neurotransmisor. Los resultados del estudio nos están diciendo que la
dopamina desempeña un papel determinante en la felicidad.

Obviamente obtener una recompensa aumenta los niveles de felicidad.


Sin embargo, lo que resulta sorprendente es el papel de las expectativas, y
más en concreto cómo los errores de predicción influyen en la obtención de
felicidad momentánea: si nosotros obtenemos más de lo que esperamos, es
un error de predicción que aumentará nuestra felicidad. En el estudio que
acabamos de citar, las personas que jugaban y apostaban a través de la
aplicación, eran más felices si pensaban que, por ejemplo, iban a ganar 1£ y
luego ganaban 2£, que si ganaban directamente 3£ cuando no existía una
expectativa previa de la ganancia.
Todos hemos saboreado en algún momento esa hormigueante
sensación previa a la consecución de un deseo: la representación mental (en
ocasiones hipertrofiada artificialmente) de lo que está por venir,
regodeándonos llenos de dicha durante la espera. Es esa sala de espera de la
felicidad que alimentamos con nuestra imaginación, con el nerviosismo de
lo que aún no poseemos y anhelamos que sea nuestro. No hay ejemplo más
paradigmático de esta mágica sensación de lo que no tenemos y ansiamos
tener que un capricho. Un capricho que en algún momento se abre paso en
nuestro cerebro, al principio débilmente, para luego convertirse en una riada
de emoción que se desborda arrasando con todo a su paso, transformándose
por último en una obsesión que no parará hasta conseguir satisfacer dicho
capricho. Comprar un coche nuevo, por ejemplo, surge como una idea que
descartamos en su nacimiento por ser algo muy osado (nuestra economía no
nos lo permite), pero que activa un surtidor de dopamina enfocándonos al
objetivo con una visión de efecto túnel. Desestimamos entonces los posibles
inconvenientes de la compra, atendiendo selectivamente a la información
favorable, sin querer prestar atención a los detalles negativos de nuestra
elección. Hasta el momento de estrenar el coche flotamos en una nube de
resplandeciente entusiasmo, nube que comenzará a deshilacharse meses
después de satisfacer el deseo. La ilusión previa y la expectativa nos hacen
más felices que alcanzar lo que tanto hemos buscado y por lo que tanto
hemos peleado.
En el «Great Brain Experiment» de Robb Rutledge, se ha constatado
que era menos probable que las personas mayores eligieran las apuestas
arriesgadas para ganar más puntos. Como afirma el autor del estudio:

A medida que envejecemos, nuestros niveles de dopamina


disminuyen, lo que explica por qué es menos probable que busquemos
recompensas. Las personas mayores se sentían menos atraídas por las
grandes recompensas, y esto les hacía menos dispuestas a correr
riesgos para tratar de obtenerlas.

Así mismo se comprobó, y esto es muy significativo, que a los


voluntarios a los que se les administraba un medicamento para aumentar los
niveles de dopamina, elegían apuestas mucho más arriesgadas para ganar
dinero.
Cuando era niño, me encantaba ojear unos libros de la editorial Time
Life que descansaban en una estantería del salón de mi casa. Eran unos
libros repletos de fotografías a todo color acompañadas de relatos
sorprendentes sobre la vida animal que me proporcionaron horas de
apasionante lectura y entretenimiento. Uno de los tomos trataba sobre los
primates, y en él se exponía un experimento que me resultaba sobrecogedor.
A unos macacos recién nacidos les separaban de sus madres para estudiar la
conducta de apego. Los experimentadores construían unas madres sustitutas
de felpa o de alambre y, ante un estímulo aversivo, observaban hacia cuál
de las dos figuras de apego acudían los aterrados macacos para buscar
protección. Nunca se me olvidará la expresión de terror de uno de los
pequeños monos ante la irrupción en su jaula de un juguete mecánico que
avanzaba amenazadoramente hacia él. Estos experimentos fueron realizados
por Harry F. Harlow de la Universidad de Wisconsin, en Estados Unidos, y
fundador de uno de los primeros laboratorios del mundo para estudiar el
comportamiento de los primates.[116] En 1949 Harlow y sus colaboradores
reunieron a ocho macacos Rhesus para realizar otro experimento sobre el
aprendizaje. Les dieron un rompecabezas mecánico con una tapa que tenían
que levantar si conseguían previamente tirar de una aguja vertical y abrir
una especie de gancho. Los monos se pusieron rápidamente a jugar con los
artilugios y todo parecía indicar que disfrutaban, muy concentrados, en la
manipulación del rompecabezas. En el sentido más clásico del
comportamiento hay dos impulsos fundamentales que motivan una
conducta: el impulso biológico (alimentarse, aparearse…) y las
recompensas y los castigos. Pero en este caso nadie había recompensado a
los monos para que jugaran con esos rompecabezas y tampoco era una
conducta que satisficiera ningún impulso biológico; se podría pensar
entonces que quizá se trataba de una motivación interna: la gratificación
intrínseca derivada de la conducta de manipular el rompecabezas. El
disfrute provocado por el desempeño de la tarea era la recompensa. Con
todo, Harlow seguía pensando que, de alguna forma, seguía existiendo una
relación entre esta motivación interna y alguno de esos dos impulsos
fundamentales (biológico y/o refuerzo-castigo); así que consideró que si a
los macacos se les daba una recompensa su desempeño en la tarea de
resolver los rompecabezas mejoraría. Pero sin embargo, lo que ocurrió es
que esa recompensa produjo el efecto contrario: los monos cometieron más
errores.
Muchos años después, Edward Deci, un estudiante de la Carnegie
Mellon University de Pittsburgh (Pensilvania), Estados Unidos, demostró a
través de distintos estudios que las personas pierden el interés por una
actividad cuando se emplea el dinero como recompensa, y que existe una
tendencia natural en los seres humanos a ponerse retos, explorar y aprender.
Edward Deci, actualmente profesor de la Universidad de Rochester, en
Nueva York, Estados Unidos, ha dedicado muchos años, junto a Richard
Ryan, de la Universidad Católica de Australia, al estudio de la motivación
humana, desarrollando ambos la teoría de la autodeterminación o SDT
(Self-Determination Theory). Esta teoría postula que la motivación
intrínseca se basa en unas necesidades psicológicas innatas que son la
competencia (control y dominio de la experiencia), la relación (interactuar y
conectarse con los demás) y la autonomía (ser agentes causales de nuestra
propia vida). Actualmente el psicólogo de la Universidad de Sidney, en
Australia, Stefano Di Domenico, junto con uno de los dos coautores de la
SDT, Richard Ryan, estudian la motivación intrínseca desde el campo de las
neurociencias. Sus principales conclusiones son que la motivación
intrínseca humana se basa en los antiguos sistemas de los mamíferos que
rigen la exploración y el juego. Los estudios de neuroimagen que se han
centrado en la curiosidad y en la competencia, indican que los estados
intrínsecamente motivados son regulados por las regiones neuronales en las
que la dopamina juega un papel preponderante.
Según esta teoría, son precisamente la curiosidad y la competencia los
elementos esenciales para activar a las personas en la búsqueda de desafíos
y en la exploración de situaciones nuevas. Si estos elementos se ven
apoyados por nuestro propio interés (la confianza en nosotros mismos, sin
presiones externas), surge una motivación intrínseca. Cuando estas
necesidades se ven frustradas, la motivación intrínseca se debilita. Es decir,
tal y como señalan Ryan y Deci, si las personas no experimentan la
satisfacción de aprender por sí mismas (sin refuerzos externos) tienen
menos probabilidades de utilizar sus habilidades específicas de dominio y
desarrollar convenientemente todo su potencial.
Existe una evidente relación entre el concepto de SDT de motivación
intrínseca y el concepto de flujo de Csíkszentmihályi: al igual que en la
motivación intrínseca, cuando las personas experimentan ese estado de
absorción total y desafío óptimo que es el flujo, la satisfacción que se
vivencia es inherente a la actividad misma. Cuando más adelante
exploremos la personalidad humana, estudiaremos la teoría de los Cinco
Grandes, teoría que afirma que hay cinco grandes rasgos de personalidad.
Algunos autores como Colin DeYoung, del que también hablaremos luego,
considera que existen bastantes cosas en común entre la motivación
intrínseca y uno de esos cinco rasgos denominado «Plasticidad».[117] Para
DeYoung «al igual que ocurre con la motivación intrínseca, la plasticidad
implica estar activamente comprometido con las posibilidades del entorno,
generando y atendiendo a aspectos novedosos de la experiencia». La
plasticidad supone de alguna forma mantener una actitud exploratoria, a
veces no con un fin concreto de encontrar algo, sino por el placer mismo de
explorar, de descubrir nuevas posibilidades en el mundo que nos rodea. Este
mismo autor considera que, el vínculo entre plasticidad y motivación
intrínseca, es muy importante porque la neurobiología está constatando una
asociación cada vez más acusada entre la plasticidad y la dopamina. Así por
ejemplo, usando la tomografía por emisión de positrones, Örjan de
Manzano y sus colaboradores del Departamento de Neurociencia del
Instituto Karolinska de Estocolmo, en Suecia, han comprobado que las
personas intrínsecamente motivadas, dispuestas a experimentar estados de
flujo en sus actividades cotidianas, tienen una mayor disponibilidad de
receptores D₂ de dopamina en las regiones estriatales, especialmente en el
putamen.[118] Una de las conclusiones de este estudio, es que la tendencia a
disfrutar de experiencias de flujo se relaciona con las dimensiones de la
personalidad que están bajo el control dopaminérgico, y se caracterizan por
una adecuada impulsividad, emoción estable y afecto positivo.
Nuestras actitudes, de hecho, pueden influir más en nuestro estado
general de salud que los factores fisiológicos en los que los médicos, y
nosotros la mayoría del tiempo, centramos nuestra atención. Becca Levy
realizó un estudio para probar precisamente cómo las actitudes negativas
sobre el propio envejecimiento se convierten al final en una profecía
autocumplida, y para ello examinó las expectativas de vida de 650 personas
y sus atribuciones sobre el hecho de envejecer. [119] A través de un
cuestionario debían responder si estaban de acuerdo o no con frases del
tipo: «cuanto más envejezco más inútil me siento» o «las cosas van a peor a
medida que cumplo años», o bien preferían frases con un contenido
positivo: «me siento igual de feliz ahora que cuando era joven». En función
de sus respuestas dividieron al grupo en dos categorías, los que tenían una
opinión positiva sobre el envejecimiento o bien una opinión negativa.
Veinte años después, Becca Levy y sus colaboradores comprobaron que
aquellos que tenían una visión más optimista del envejecimiento vivían de
media siete años y medio más. Estudios parecidos ahondan en la tesis de
que una concepción negativa y pesimista del envejecimiento es uno de los
principales factores que predicen la esperanza de vida.[120]
Para uno de los mayores conocedores de la conducta humana como es
Albert Bandura, los problemas de autoeficacia en la vejez estarían causados
en gran medida por las evaluaciones erróneas de las propias capacidades.
[121] En una sociedad narcisista, que alaba las virtudes de la juventud y
denigra los achaques de la vejez, el paso de los años cobra una importancia
primordial y los déficits sobrevenidos son inmediatamente censurados por
nosotros mismos. Cualquier cambio de ejecución será atribuido, en
consecuencia, a la edad, y nuestra forma de pensar sobre el envejecimiento
biológico podría transformarse en un pensamiento obsesivo, en una especie
de argumento recurrente para explicarlo todo. Podemos compararnos, por
ejemplo en el ámbito intelectual, con las personas más jóvenes; hay
estudios longitudinales que sugieren que las capacidades intelectuales no
descienden de manera significativa hasta edades muy avanzadas. Los
jóvenes pueden superar a la gente mayor, pero estas diferencias suelen ser
de orden cultural: la juventud recibe muchas más experiencias
enriquecedoras, disfruta de un ambiente más estimulante y está más
dispuesta a aprender cosas nuevas y a involucrarse en proyectos
ilusionantes. Si nos centramos en evaluarnos a nosotros mismos en vez de
evaluarnos en comparación con los jóvenes, haremos atribuciones más
justas y menos denigrantes sobre nuestras capacidades y nuestra imagen
personal. Debemos estar atentos a la hora de enjuiciar el declive de
facultades que, inevitablemente, se irá presentando con la edad; una
disminución en el sentido de la autoeficacia favorece la aparición de
procesos autoperpetuadores que originan un descenso en el funcionamiento
cognitivo y conductual.[122] Quizá seamos más lentos en el desempeño de
algunas tareas o percibamos una leve pérdida de reflejos, pero eso no
implica que nos sintamos inseguros y menos aún que tengamos que
compararnos de forma despiadada con la brillante y omnipotente juventud,
alimentando así al monstruo de la profecía autocumplida.
Al sentirnos inseguros limitamos nuestras actividades, restringiendo
además el esfuerzo para emprenderlas. La consecuencia es la pérdida
progresiva de nuestras capacidades, la tristeza y el desánimo; esto a su vez
nos volverá todavía más pasivos, no obtendremos ningún feedback sobre
nuestras habilidades y, en consecuencia, nuestra profecía de que nos hemos
convertido en unos inútiles queda confirmada. La dopamina, que tanto tiene
que ver con la motivación para emprender una acción, buscar el placer y
cultivar nuestro ikigai (o tener un propósito vital), descenderá
irremisiblemente. Es muy posible que el sistema dopaminérgico asociado a
la motivación y a la autoeficacia sea en realidad una calle de doble
dirección: un déficit de dopamina nos vuelve abúlicos y faltos de ilusiones,
pero también, abandonarnos a rumiaciones de autodesprecio y sentarnos en
un banco del parque a ver pasar las horas, acelerará la pérdida de
dopamina.
Martin Seligman era, a mediados de los años sesenta, un psicólogo
recién licenciado por la Universidad de Pensilvania, en Estados Unidos, que
estudiaba las investigaciones sobre el condicionamiento que había realizado
el científico soviético Paulov. En uno de sus experimentos, Seligman aplicó
una serie de descargas eléctricas a dos perros encerrados en una jaula; uno
de ellos tenía la posibilidad, pulsando una palanca con el hocico, de detener
la descarga, mientras que el otro, sin embargo, nada podía hacer para
evitarla. El perro que sí podía eludirla, permanecía alerta y pendiente para
cortar la corriente eléctrica; el otro, por el contrario, adoptó una actitud
pasiva, una actitud que sorprendentemente le impidió actuar cuando se le
ofreció más tarde la posibilidad de pulsar la palanca para evitar la descarga.
A este comportamiento de aceptar pasivamente el castigo, que
posteriormente se relacionaría con varias de las características de lo que es
una depresión, se le denominó indefensión aprendida. En opinión de
Seligman: «Los perros que experimentaban descargas eléctricas dolorosas
que no podían modificar mediante ninguna acción, acababan por darse por
vencidos. Gimoteando suavemente, aceptaban las descargas con pasividad,
incluso cuando estas podían evitarse sin esfuerzo».[123] Este
comportamiento trasladado a los seres humanos implica una pérdida de
control, lo que en Psicología se denomina tener un locus de control externo,
es decir, creer que uno es incapaz de cambiar las circunstancias que motivan
el sufrimiento porque escapan a su control. En este sentido, la teoría de la
indefensión aprendida de Seligman ofrece una interpretación valiosa de la
depresión:

Descubrimos que tanto las personas deprimidas, como quienes


permanecen indefensas debido a problemas insolubles, muestran
pasividad y están más tristes y angustiadas. La indefensión aprendida
y la depresión muestran déficits similares de las sustancias químicas
subyacentes que actúan en el cerebro, y los mismos medicamentos que
alivian la depresión unipolar en los humanos alivian también la
indefensión en los animales.[124]

Para comprobar hasta qué punto es importante percibir que el control


de nuestra vida está en nuestras propias manos, se realizó un estudio que ha
pasado ya por derecho propio a los anales de la Psicología.[125] En los años
setenta, Ellen Langer y Judith Rodin decidieron comprobar, en una
residencia de ancianos, qué pasaría si estos fueran capaces de tomar más
decisiones por sí solos. A un grupo de residentes se les permitió escoger
dónde recibir a las visitas y cuándo ver las películas que proyectaban; a
cada uno se le proporcionó una planta de la que se tenían que hacer
responsables, decidiendo dónde ubicarla y cuánto y cuándo regarla. A otro
grupo (que era el grupo de control), no se les dio ninguna instrucción que
redundara en su toma de decisiones, y así por ejemplo, les proporcionaron
también plantas pero indicándoles que el personal de la residencia se haría
cargo de ellas. Al año y medio de comenzar el experimento, se observó que
los ancianos del primer grupo parecían más saludables, estaban más activos
y se mostraban más joviales, según unas pruebas que se realizaron antes y
durante el experimento. Pero lo más increíble fue que, después de ese año y
medio, habían fallecido menos de la mitad de los participantes del grupo
que tomaba decisiones que los del grupo de control. Estos resultados fueron
revolucionarios en el momento cultural en el que se vivía, los inicios del
movimiento de la «New Age», y dieron lugar a un nuevo enfoque sobre el
dualismo «mente-cuerpo». Esa conexión entre el hecho de retomar el
control de nuestras decisiones y sus dramáticas consecuencias provocó el
asombro de las propias investigadoras, que vieron superadas sus
expectativas más optimistas. Como afirmó Ellen Langer: «Tomar decisiones
produce como resultado la atención consciente, y quizá nuestra sorpresa se
debió a la inconsciencia que compartíamos con gran parte de nuestra
cultura».
La teoría de la indefensión aprendida fue posteriormente reformulada,
incorporando los aspectos cognitivos relativos a la atribución que los seres
humanos hacemos sobre las cosas que nos suceden, cómo interpretamos lo
que nos ocurre, y los estilos de pensamiento optimista o pesimista. En este
orden de cosas y retomando el concepto de autoeficacia, nuestra manera de
pensar determinará si nos embarcamos en actividades ilusionantes, si
luchamos por un ikigai, o por el contrario, si aceptamos pasivamente que no
hay nada por lo que merezca la pena levantarnos por la mañana y que es
preferible esperar a la muerte tumbados en el sofá con la televisión
encendida.
Ese estilo de pensamiento pesimista centrado en lo negativo,
catastrofista en cuanto a la dramática exageración de las carencias y los
déficits del envejecimiento, será también determinante a la hora de juzgar
de forma intolerante y escasamente compasiva nuestro ikigai. La vida es
demasiado horrible, envejecer es demasiado horrible, la cercanía de la
muerte es demasiado horrible, como para dedicarse a confeccionar cajitas
de papel. Un niño, con sus reservas intactas de dopamina, sería capaz de
ilusionarse con cualquier cosa: el palo de una escoba se transforma en una
espada láser, y podría sacar toda el agua del océano que tiene ante él con su
cubito de plástico; no juzga la ilusión, si es o no es una estupidez, tan solo
recibe la bendición de esa ilusión que le llevará en volandas a disfrutar de la
felicidad pura mientras permanezca encendida la magia de su imaginación.
La relación entre impulsividad y dopamina es crucial si hablamos de
depresión y de drogadicción. Respecto a la depresión, que más adelante
analizaremos a fondo, al principio del presente capítulo mencionamos
brevemente cómo medicamentos como el Prozac, al intervenir en la
recaptación de serotonina, mejoraba sustancialmente el estado de ánimo. La
dopamina estaría implicada más en la pasividad y en la falta de motivación
que en la posibilidad de sentir placer cuando se realiza una actividad
agradable. Varios estudios muestran que, las personas deprimidas, a
menudo tienen una experiencia normal ante estímulos placenteros, el
problema radica, más bien, en que parecen tener impedimentos en la
activación conductual, el comportamiento de búsqueda de recompensa y de
esforzarse para lograr algo.[126] Es normal que las personas que padecen
depresión muestren una falta de energía, un bloqueo que las dificulta
ponerse en marcha para ir a la búsqueda de actividades o situaciones que
son placenteras. Cuando yo trataba en CINTECO a los pacientes
depresivos, muchas veces como parte del tratamiento confeccionábamos
una lista de «posibles reforzadores», es decir, aquellas actividades o
acontecimientos que les pudieran resultar atractivos. La mayoría de los
pacientes presentaba dificultades para verbalizar qué cosas les gustaba
hacer antes de estar deprimidos, o aquellas que podrían imaginarse que le
iban a resultar placenteras si las hicieran. Era como buscar a ciegas una
moneda de oro en un pajar. Les costaba enormemente asociar la diversión o
el placer con un determinado pasatiempo futuro, como si se hubiera
cortocircuitado la anticipación de algo bueno o positivo. Un paciente que
había disfrutado en el pasado jugando al tenis, ante la idea de quedar con un
amigo y jugar un partido, se retraía y comenzaba a poner excusas para
evitar llegar a un compromiso. El problema está antes y no durante. Si
finalmente conseguía dar el paso y jugar su partido de tenis, en la siguiente
sesión informaba que había disfrutado jugando, como si no se acordara de
lo divertido que había sido el tenis siempre para él.
Los niveles exactos de los neurotransmisores dentro de nuestro
cerebro, dan como resultado un equilibrio sutil, equilibrio que cuando se
desajusta provoca importantes cambios en nuestros estados de ánimo, en
nuestra personalidad y en nuestro más íntimo sentido del «yo». Administrar
una simple cápsula diaria de fluoxetina (el principio activo del Prozac),
puede conseguir que una persona que se pasa el día llorando sin salir de
casa, recupere su estabilidad emocional, restablezca sus relaciones sociales,
regrese al trabajo y olvide ese bucle sin fin en el que estaba sumida de «la
vida no tiene sentido y prefiero estar muerto»; y todo esto por inhibir la
recaptación de serotonina consiguiendo con ello un ajuste más fino en el
sistema del neurotransmisor. Resulta ligeramente inquietante pensar que,
nuestra felicidad y nuestra estabilidad mental, dependen de ese delicado y
sutil baile de moléculas. David Eagleman lo expresa de manera muy gráfica
cuando dice:

Todo ello da como resultado una extraña idea de la personalidad.


A causa de las inaccesibles fluctuaciones de nuestra sopa biológica,
hay días que nos encontramos más irritables, locuaces, graciosos,
serenos, enérgicos o lúcidos. Nuestra vida interna y nuestras acciones
externas están guiadas por cócteles biológicos a los que no tenemos
acceso inmediato ni conocemos directamente.[127]
3.- EL PODER DE LA DOPAMINA
(PRIMERA PARTE) HORMIGAS
ESCLAVAS Y RATONES ZOMBIS

Son varias las películas de ciencia ficción que abordan la temática


clásica de individuos cuyas mentes son controladas por una inteligencia
superior, normalmente de origen extraterrestre; las pobres víctimas ven
cómo su voluntad queda inutilizada y dominada por un ser ajeno y malvado.
La neuroparasitología es un emergente y fascinante campo de investigación
que estudia, precisamente, cómo una especie del reino animal (un parásito),
es capaz de modificar la arquitectura neuronal de otra especie (el huésped)
para poder manipular así, a su conveniencia, un determinado
comportamiento.[128] La mayoría de estas manipulaciones son sufridas por
los insectos, que muy a su pesar, ven transformada su existencia para
convertirse en unos zombis sin voluntad. De manera dramática, uno de los
comportamientos inducidos por el parásito tiene como fin último el suicidio
de su anfitrión.
El trematodo hepático Dicrocoelium dentriticum infecta a un tipo de
hormiga, Formica fusca, para alterar su conducta de una forma que resulta
inquietante y cruel a partes iguales. El ciclo del parásito comienza en el
hígado de un rumiante, una oveja por ejemplo; ahí deposita sus huevos que
serán expulsados más tarde por el sistema digestivo a través de las heces;
después, los caracoles se infectan al alimentarse de los excrementos de la
oveja; posteriormente las larvas son expulsadas por los caracoles en una
bola de lodo que es uno de los alimentos favoritos de este tipo de hormiga;
una vez que el parásito ha infectado a la hormiga, se desplaza por dentro de
su cuerpo, y solo uno de esos parásitos migrará hacia su cerebro. Es
entonces cuando a través de una serie de procesos químicos suplantará su
voluntad, convirtiendo así a la desdichada hormiga en una especie de
esclava a su servicio, esclava que dará la vida por su amo. Cuando cae la
noche y desciende la temperatura, la hormiga perderá entonces el control de
sus actos y, como por arte de magia, se encaminará con paso firme hasta la
parte más alta de una brizna de hierba; al hacer cumbre, morderá con sus
mandíbulas lo más fuerte posible y esperará pacientemente a ser devorada
por un herbívoro que esté pastando por la zona, así de esta forma el parásito
podrá completar su ciclo vital. Si la hormiga ha tenido suerte y ha
sobrevivido a esa noche, recuperará milagrosamente de nuevo el control de
su vida: descenderá por la brizna de hierba hasta el suelo y se unirá a sus
compañeras del hormiguero comportándose con total normalidad. En este
momento la pobre hormiga nos recuerda a uno de los personajes de la
película La invasión de los ladrones de cuerpos en la que las personas eran
suplantadas por extraterrestres durante la noche envueltas en unas crisálidas
(al despuntar el día, ya completada la metamorfosis y anulado
definitivamente su yo, regresaban a sus tareas habituales cotidianas, pero un
comportamiento automatizado las delataba).[129] Con la mente secuestrada,
la hormiga de nuevo al anochecer, asumirá una vez más su destino y
volverá a escalar otra brizna de hierba para reeditar así su sacrificio.
Cuando finalmente sea devorada por un rumiante, comenzará de nuevo todo
el ciclo vital del trematodo hepático.
Otro ejemplo es la denominada «manipulación del guardaespaldas», y
se da cuando un tipo de avispa inyecta sus huevos en el interior de una
oruga. Después de ser infectada, la oruga continuará alimentándose ajena al
trágico hecho de que las larvas de avispa, mientras crecen, la están
devorando por dentro. Aproximadamente dos semanas más tarde, hasta
ochenta larvas completamente desarrolladas emergerán del huésped,
excepto una o dos que permanecerán dentro al mismo tiempo que sus
hermanas perforan el cuerpo de la oruga para salir al exterior; las que no
han emergido tomarán el control de la oruga obligándola contra su voluntad
a realizar unos movimientos violentos, consistentes en golpear su cuerpo
hacia atrás y hacia delante para, de esta forma, disuadir a los depredadores y
proteger a las demás larvas de avispa.
Pero demos un paso más para ver que los insectos no son los únicos
desventurados seres susceptibles de ver secuestrada su voluntad por un
parásito. También los animales superiores pueden (¿podemos?) ser víctimas
potenciales. La toxoplasmosis es una enfermedad causada por el protozoo
Toxoplasma gondii, que puede infectar a la mayoría de los animales de
sangre caliente, siendo los felinos el huésped principal en el que se
reproduce y completa su ciclo vital. Los seres humanos igualmente
podemos infectarnos al comer carne cruda o poco cocinada, o vegetales que
no han sido lavados a conciencia. En realidad el contacto con el parásito es
muy frecuente si tenemos en cuenta que, por ejemplo, un gato infectado
puede propagar hasta un millón de ooquistes (quistes donde maduran los
cigotos) al día conteniendo el parásito; si el ambiente es cálido y húmedo
(una caja de arena donde hacen sus necesidades por ejemplo), mantienen
intacta su capacidad de infectar durante meses. Aunque parezca increíble,
se calcula que hasta un tercio de la población mundial está infectada por
Toxoplasma gondii. En la mayoría de los casos el sistema inmune mantiene
a raya al protozoo invasor, siendo entonces completamente asintomático.
Por desgracia, en una minoría de personas las consecuencias pueden ser
graves, afectando al sistema nervioso, ganglios linfáticos y células de la
retina. Si una mujer embarazada se infecta, transferirá el parásito al feto
causando importantes daños, incluyendo inflamación cerebral, ceguera y
déficits neurológicos permanentes.
El proceso del ciclo vital del T. gondii comienza en el gato y debe
terminar en él para completarse. Tanto los seres humanos como otros
animales, roedores sobre todo, somos lo que se denomina «huéspedes
intermedios» o «huéspedes sin salida», ya que el regreso al gato por parte
del parásito es vital. Y es aquí donde comienza la manipulación del
comportamiento por parte del protozoo, con el objetivo de conseguir que
ese «huésped intermedio» se aproxime a los dominios del gato. Un ratón
infectado emitirá en consecuencia una conducta anormal que podríamos
tildar de suicida: aquellos estímulos del ambiente que son peligrosos para
él, como la orina de un gato (un indicio inequívoco de que su depredador
principal anda cerca), de pronto, y de manera asombrosa, le resultará un
efluvio seductor. El ratón entonces perderá el miedo, aumentará su nivel de
impulsividad al máximo y acudirá a la llamada de la orina del gato, bajando
la guardia y actuando en contra de su instinto de supervivencia; además se
volverá mucho más activo, lo que le convierte automáticamente en una
presa más apetecible, dado que los gatos se sienten más atraídos por los
objetos que se mueven con rapidez. Joanne Webster, parasitóloga del
Imperial College de Londres, Inglaterra, ha demostrado en diversos
experimentos que las ratas infectadas son más activas y menos cautelosas
en las áreas donde acechaban los depredadores, con especial predilección
por las zonas impregnadas con orina de gato.[130]
¿Y qué ocurre con las personas infectadas por T. gondii? Por increíble
que parezca, aunque de forma más sutil que lo que acontece con los
roedores, también son manipuladas. En nuestro caso somos unas víctimas
inocentes, digamos que el protozoo no tiene ninguna intención de
manipularnos, dado que nunca acabaremos en las fauces de un gato. No
obstante, se ha comprobado que los chimpancés, que todavía pueden ser
presas potenciales de los grandes felinos como el guepardo, cuando están
infectados por T. gondii pierden la aversión hacia la orina de este tipo de
depredadores.[131] En este sentido, los homínidos hemos coexistido con los
grandes felinos durante amplios períodos de tiempo, de lo que se deduce
que hemos sido en algún momento una presa apetitosa para ellos. Por lo
tanto T. gondii debió de tener un especial interés en manipular nuestro
comportamiento para perder el miedo y ser entonces devorados por un tigre
en mitad de la selva. Así que un tercio de la población mundial,
aproximadamente 2 500 millones de personas, serían susceptibles de ser
manipuladas contra su voluntad por un minúsculo protozoo. Si hacemos una
extrapolación del comportamiento de los ratones infectados, podríamos
afirmar que las personas infectadas por T gondii serían más impulsivas, y al
igual que ocurre con los roedores, menos conscientes del peligro y de los
riesgos de una conducta escasamente cautelosa. Y esto es en realidad lo que
ocurre: las personas infectadas tienen dos veces y media más probabilidades
de tener un accidente de tráfico y de mostrar conductas autolíticas, es decir,
más probabilidades de suicidarse.[132]
Jaroslav Flegr es un científico checo que ha estudiado a fondo este
parásito. Un día comenzó a sospechar que, hasta él mismo, podía ser una
víctima suya y que T. gondii estaba manipulando sutilmente su
personalidad, incrementando de alguna forma sus tendencias
autodestructivas. Este biólogo evolutivo de la Universidad de Charles en
Praga, República Checa, ha llevado a cabo muchos estudios sobre cómo
afecta al comportamiento humano. Ha comprobado, por ejemplo, que los
hombres infectados tienden más a saltarse las reglas y las mujeres a ser más
extravertidas, más confiadas y a tener una apariencia física más cuidada;
además, ha encontrado indicios de que los hombres infectados tendrían
niveles más elevados de testosterona, de hecho, las mujeres que observan
fotografías de hombres infectados califican a estos como más atractivos que
a los no infectados. Otros estudios turcos han confirmado sus resultados
sobre el riesgo elevado de accidentes de tráfico, concluyendo que las
personas con una infección latente, se comportan de manera más impulsiva
e intrépida en situaciones de riesgo.[133] [134] Pero Flegr ha ido más allá a la
hora de estudiar cómo T.gondii afecta a nuestro comportamiento sexual. Los
estímulos que desactivan en los ratones el circuito cerebral del miedo a la
orina de gato, parece que simultáneamente activan los circuitos
relacionados con el sexo; la hipótesis para él, sin duda provocadora, es que
la excitación sexual causada por los estímulos relacionados con el miedo, la
violencia y el peligro es más frecuente en sujetos infectados. Para probar
esta hipótesis, Flegr estudió los comportamientos sexuales de 36 564
personas y su relación con T. gondii y comprobó que existía, en las personas
infectadas, una mayor tendencia a prácticas sexuales no convencionales
relacionadas con la sumisión, el sadomasoquismo y la violencia. Todo
parece indicar, según él, que hay un fuerte componente de búsqueda de la
novedad, y que la excitación sexual basada en el peligro y el miedo podría
tener un mecanismo neurofisiológico común, posiblemente por la
activación en la amígdala de los circuitos relacionados con el sexo y el
miedo.
Nos encontramos, en definitiva, con que un pequeño parásito es capaz
de aumentar la impulsividad, modificar la percepción de riesgo hasta el
punto de involucrar al sujeto en comportamientos claramente peligrosos,
provocar accidentes de tráfico y aumentar la excitación sexual. ¿Existe,
aparte de T. gondii, algo que pudiera hacer todo esto? ¿No es
sospechosamente similar a lo que ocurre cuando los niveles de dopamina
aumentan anormalmente en el cerebro? Todo parece indicar que es así; el
parásito, aunque parezca increíble, consigue manipular el comportamiento
de sus huéspedes modificando al alza la neurotransmisión dopaminérgica.
[135] Y no solo eso, además se ha observado que sujetos jóvenes sanos
muestran un comportamiento conductual más habilidoso en situaciones
desafiantes de tipo cognitivo. El equipo de investigación de Joanne
Webster, la experta parasitóloga de la que hemos hablado antes sobre la
atracción de la orina de los gatos, cree que los quistes de T. gondii aumentan
en nuestros cerebros la secreción de tiroxina hidroxilasa. Si recordamos
cómo se produce la dopamina, esta enzima es la que sintetiza, con la L-
DOPA, el neurotransmisor. Es asombroso que un minúsculo parásito se las
arregle para modificar los niveles de dopamina y para aumentar así las
posibilidades de que el gato se coma al ratón. Según esta investigadora, al
estudiar los cerebros de ratas infectadas, comprobó que los quistes de T.
gondii eran más abundantes en dos regiones cerebrales diferentes: una
relacionada con el placer y otra relacionada con el miedo y la ansiedad.
Para el neurólogo y primatólogo Robert Sapolsky, de la Universidad de
Stanford, en Estados Unidos, y uno de los mayores expertos mundiales en
estrés, T. gondii desconecta los circuitos del miedo en el cerebro y activa
otros relacionados con la excitación sexual, todo ello mediatizado por la
dopamina. Según este científico la orina del gato no encendería el centro
cerebral encargado del miedo, sino el de la recompensa encargado del
placer sexual.[136]
Pero todavía hay consecuencias más inquietantes; si recuerda el lector,
niveles demasiado elevados de dopamina estaban relacionados con la
esquizofrenia; al parecer, la relación entre este trastorno psiquiátrico y la
Toxoplasmosis parece clara.[137] Los medicamentos antipsicóticos como el
haloperidol funcionan al bloquear la acción de la dopamina. Joanne Webster
administró este medicamento a las ratas infectadas y comprobó que,
sorprendentemente, no desarrollaban el típico comportamiento de atracción
fatal hacia la orina de gato. Hay estudios que indican que muchos pacientes
esquizofrénicos tuvieron contacto con la arena de los gatos cuando fueron
niños.[138] Para Glen Mc Conkey de la Universidad de Ciencias Biológicas
de Leeds, en West Yorkshire, Inglaterra, estos hallazgos podrían arrojar
nueva luz sobre el tratamiento de los trastornos neurológicos relacionados
con la dopamina, como la esquizofrenia, el TDH, o la enfermedad de
Parkinson.
Nuestro comportamiento, a pesar del supuesto libre albedrío, estaría
siendo manipulado por un sencillo parásito. La actividad y la impulsividad,
el atractivo sexual, la testosterona y la audacia, las conductas de riesgo…
todo ello tan inherente a la descarada juventud, es al mismo tiempo una
muestra del papel que juega la falta de dopamina en nuestro devenir, en la
gradual suplantación (por utilizar una palabra muy asociada a T. gondii) de
esa exuberante juventud, por la apatía y la pasividad de la vejez. No es
descabellado pensar que, en el futuro, se puedan explorar posibles vías de
mantenimiento y mejora de los circuitos dopaminérgicos gracias a T. gondii.
Los investigadores de los tratamientos antienvejecimiento podrían
desarrollar una forma de incrementar los niveles de tirosina hidroxilasa (y
con ello de dopamina) a partir del parásito. Esta idea no es tan extraña como
pudiera parecer a primera vista, tal y como sugieren las investigaciones
pioneras del investigador estadounidense Joel Weinstock. En su laboratorio
de la Universidad de Tufts, ubicada en las cercanías de Boston,
Massachusetts, Estados Unidos, ha experimentado con parásitos con el
objetivo de curar enfermedades inflamatorias intestinales; en concreto ha
utilizado un parásito del cerdo llamado Trichuris suis para el tratamiento de
la enfermedad de Crohn con resultados prometedores.[139] Un equipo de
investigadores de la Universidad James Cook en Cairns, Australia, liderado
por Alex Loukas, trató a un grupo de doce personas celiacas infectándolas
con larvas del parásito Necator americanus.[140] Una vez infectadas
empezaron a ingerir alimentos con gluten aumentando gradualmente la
cantidad; con el tiempo, ninguna de ellas desarrolló la sintomatología de
este trastorno autoinmune, ni siquiera comiéndose un buen plato de
espagueti a la carbonara. El porqué se produce este efecto beneficioso no
está del todo claro; algunos expertos del equipo de Loukas, como el español
Javier Sotillo, opinan que el parásito produce una respuesta antiinflamatoria
para poder sobrevivir y genera cambios en la flora intestinal.[141] Si nuestra
forma de vida es demasiado aséptica nuestras defensas no tienen enemigos
contra los que luchar. Los seres humanos hemos evolucionado en compañía
de virus, bacterias y patógenos que han ido fortaleciendo nuestro sistema
inmune, y si estos enemigos desaparecen del mapa, el sistema inmune
elegirá las dianas equivocadas. Es como lo que ocurre en ocasiones cuando
en el transcurso de una guerra un grupo de soldados queda aislado en una
isla desierta. Sin enemigos visibles y con el desesperante y neurotizante
paso del tiempo acaban enloqueciendo y matándose entre ellos.
TERCERA PARTE

DOPAMINA Y ENVEJECIMIENTO

El cuerpo inerte, viejo, frío, con las ascuas restantes de fuegos anteriores, llegado el
momento, de nuevo estallará en llamas.
Walt Whitman (El Diario de Noah)
1.- IKIGAI

O estás creciendo o te estás marchitando; no existe término medio. Incluso si te quedas


quieto, te marchitas.

Alan Arkin

Fue bastante antes de que mi padre ingresara en la residencia para


pasar los deprimentes últimos años de su vida. Y ahora estoy convencido de
que fue también uno de los motivos más importantes de su apagón
emocional previo a ese ingreso; me refiero al hecho de renunciar a las
ilusiones y claudicar ante el empuje del deterioro. No hubo entonces una
circunstancia concreta, ni un momento puntual en el que él decidiera darle
la espalda al mundo, renunciar a los disfrutes y placeres de la existencia y
encerrarse en la prisión lóbrega de su realidad gris y árida; fue simplemente
un proceso predecible y gradual por el que mes a mes iba cerrando las
ventanas que comunican con la realidad, desconectándose de sus seres
queridos más próximos y dejando de participar en sus alegrías y en sus
penas. La apatía devoró cualquier atisbo de ilusión que pudiera todavía
albergar, sumiéndole en la abulia y en la pasividad.
Parece que no somos muy conscientes de que despertarnos por las
mañanas y tener un porqué que nos movilice para saltar de la cama puede
cambiarlo todo. Cuando ese proceso insidioso se instauró definitivamente,
mi padre despertó una mañana, cualquier mañana, y se dio cuenta de que ya
no tenía ningún porqué; entre las sábanas quizá anticipaba en su
imaginación el día que en esos momentos despuntaba, vislumbrando un
estéril desierto de aburrimiento, una estúpida e interminable sucesión de
horas muertas. Ya no disponía de la motivación suficiente para recrear una
actividad ilusionante, para planificar cualquier estímulo que fuera esa
antesala de la felicidad. Ahora me doy cuenta de que los temblores de sus
manos, su apatía, sus renuncias y su anhedonia podrían tener el origen
común de una deficiencia dopaminérgica. Y me pregunto qué habría pasado
si esa deficiencia se hubiera corregido.
¿En qué consiste exactamente eso de tener un porqué que nos motive y
que le pueda dar un sentido a nuestra vida? ¿Qué podemos aprender de los
centenarios japoneses, responsables de exportar esta exitosa filosofía de la
longevidad al resto del mundo? Desde hace tiempo, se están estudiando a
fondo cuáles son los mecanismos que subyacen a esa privilegiada capacidad
de mantener a flote las ilusiones a pesar de la edad. Esa motivación que
permite seguir encontrado un sentido a la vida, un propósito y una ilusión se
denomina ikigai.
Ikigai se escribe en japonés ⽣き甲斐 . Iki podría traducirse como
‘vida’, y gai, como ‘valor’ o ‘razón’; es decir, la capacidad para darle un
sentido a la vida y por lo que merece la pena seguir adelante. Para Akihiro
Hasegawa, profesor de Psicología de la Universidad de Toyo Ewia en
Yokohama (Japón), el origen de este vocablo se remonta al período Heian
(794-1185): «Gai proviene de la palabra kai, que significa conchas, que en
aquella época eran consideradas muy valiosas, y de ahí se derivó ikigai o
darle un valor a la vida». En japonés, ikigai se utiliza en varios contextos
distintos y es aplicable tanto a los detalles de la vida cotidiana como a los
grandes objetivos y logros.[142]
El sentido que le queramos dar a nuestra vida es, en realidad,
irrelevante. Uno de los ancianos de «Hyakusai Banzai», el programa de
televisión de los centenarios japoneses, practicaba el lanzamiento de disco y
estaba enfocado en el objetivo de lanzarlo cada vez más lejos. No buscaba
con ello la fama, ganar una medalla olímpica o adquirir un estilo de
discóbolo depurado; lo hacía porque para él era importante, porque le
resultaba ilusionante y porque le proporcionaba una meta con el suficiente
valor o «valencia positiva» como para levantarse de la cama todas las
mañanas y dedicarle tiempo y energía a ese objetivo. Otro de los ancianos
de ese programa de televisión confeccionaba con papel de regalo unas cajas
de decoración para guardar lápices; cuando había elaborado un número
considerable de cajas, las cargaba en su vehículo eléctrico adaptado y las
repartía entre sus amigos y vecinos. Para Robert Marchant, su ikigai es
montar en bicicleta y batir récords; para Giuseppe Ottaviani, es participar
en pruebas de atletismo, y para Wang Deshun, es estar en forma y ser un
modelo de pasarela octogenario.
Como vemos, la naturaleza del objetivo es totalmente intrascendente.
Lo que de verdad importa es encontrar una razón para sentirse útil
otorgándole de esta forma un sentido a la vida. No implica ninguna
exigencia, no se trata de lograr el éxito o ejercer sobre nosotros mismos una
presión para lograr un fin o alcanzar la excelencia. En un contexto
profesional, solemos estar sometidos a la evaluación por parte de nuestros
superiores y al propio juicio sobre el desempeño laboral. Nuestro sentido de
la responsabilidad nos ayuda a evitar errores y a trabajar de manera óptima
y profesional. Sin embargo, en el ikigai no se da el sometimiento a la tiranía
de buscar el éxito profesional o a la necesidad de acumular ganancias, ni se
persigue obsesivamente un logro tangible a cualquier precio. La ganancia
obtenida con el ikigai no es material ni económica: es emocional.
El anciano que confecciona cajas de papel y halla en esa actividad su
sentido de la vida no condiciona dicha actividad a la consideración de los
demás (aunque es sensible y agradece los halagos por su trabajo), no es
juzgado por ello, no se le recrimina si esas cajas no alcanzan un mínimo
estándar de calidad. Él sencillamente se sumerge en su rutina proactiva
porque le apetece; es un fin en sí mismo que adquiere relevancia solo por el
hecho sustancial de que lo realiza él, porque él así lo desea, con
independencia del resultado.
Retomando el paralelismo con una profesión, en el desempeño de esta
nuestras acciones tienen consecuencias: un cirujano está obligado a
someterse a la evaluación de su labor profesional; debe, en cualquier caso,
esforzarse para alcanzar el más alto nivel de pericia que pueda lograr, salvar
con ello el mayor número de vidas posible y reducir al mínimo los errores
cometidos; no en vano, sus errores pueden costar vidas y tener trágicas
consecuencias. La cita de René Leriche que inicia el excelente libro Ante
todo no hagas daño, del neurocirujano Henry Marsh, ilustra muy bien esas
consecuencias con las que debe lidiar alguien que se dedica a esa profesión
«de riesgo»: «Todo cirujano lleva en su interior un pequeño cementerio al
que acude a rezar de vez en cuando, un lugar lleno de amargura y pesar, en
el que debe buscar explicación a sus fracasos».[143] A diferencia de esta
brutal sentencia y de sus implicaciones para un cirujano, en el ikigai no se
conjuga el verbo «fracasar».
Al no existir esas consecuencias tan relevantes que modulan la
actividad del anciano, debe ser el mismo anciano quien proporcione el valor
suficiente a esa actividad, es decir, que tenga un sentido para él. Algunos se
sentirían tentados de juzgar con suficiencia y desdén el hecho de
confeccionar, a esa edad, cajas de papel, considerándolo un pasatiempo
ridículo. Con actitud paternalista lo reducen a una etiqueta infantil y
absurda, como quien observa a un niño pequeño hacer un avión de papel
defectuoso que no volará más de dos metros.
El ikigai no se mide con los parámetros de la profesionalidad, del
materialismo o del éxito. La dimensión cuantificable del ikigai es mucho
más valiosa. Es quizá la más valiosa de todas: aquella que nos posibilita
alargar la vida y sortear en buena medida los sufrimientos del
envejecimiento. Y esa posibilidad de alargar la vida podría ser en sentido
literal.
Toshimasa Sone y sus colaboradores de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Tohoku en Sendai (Japón) realizaron un estudio longitudinal
de siete años con más de 43 000 adultos y comprobaron que las personas
que tenían un leitmotiv para vivir, un propósito o ikigai, tenían menos
posibilidades de morir que aquellas que no lo tenían. En concreto, el 95 %
de los que manifestaron que disponían de un objetivo vital estaban vivos
siete años después, en comparación con el 83 % que no lo tenían. La
ausencia de ikigai se asoció sobre todo con las enfermedades
cardiovasculares, siendo estas la primera causa de muerte.[144] No es el
único estudio que llega a las mismas conclusiones. En otro realizado
también en Japón, con 30 155 hombres y 43 117 mujeres de entre 40 y
79 años, se midió la asociación entre ikigai y mortalidad, concluyendo que
las personas con ikigai tuvieron menos riesgo de muerte por todas las
causas y de nuevo reduciéndose considerablemente el riesgo de morir por
enfermedades cardiovasculares.[145]
No se trata solo de cultivar un ikigai para otorgarle un sentido a
nuestra existencia; además, a la luz de estas investigaciones, no es
arriesgado afirmar que existe una evidencia bastante sólida de que darle un
sentido a nuestra vida implica vivir más años y con buena salud, evitando
entre otras las enfermedades cardiovasculares que son la primera causa de
muerte en las sociedades occidentales. Esta disminución del riesgo
cardiovascular es muy probable que esté relacionada con el hecho de que el
ikigai nos aporta equilibrio y paz, nos permite afrontar los avatares de la
existencia de una manera menos estresante y, en consecuencia, la secreción
de hormonas relacionadas con el estrés, como es el cortisol, será menos
acusada.
El ikigai conlleva necesariamente adoptar una postura más tolerante
con el envejecimiento: hacernos mayores no implica renunciar a aquello por
lo que luchamos y por lo que creemos. Harán su aparición los fríos días del
invierno, dejaremos atrás nuestra plenitud y nos adentraremos en terrenos
inestables y, en ocasiones, escabrosos. Sin embargo, un propósito de vida
será como una llama que nos calienta y nos acompaña en los duros
momentos de las pérdidas y las renuncias. El ikigai nos ilumina al
transformarse en un faro que nos orienta guiándonos en mitad de la noche,
aportándonos la esperanza de seguir adelante y de continuar luchando;
también modifica nuestro concepto del envejecimiento añadiendo una dosis
extra de positividad, optimismo y, por qué no, diversión. El hecho de que no
exista presión no quiere decir que no tenga que haber cierto nivel de
desafío. Csíkszentmihályi, en su libro Fluir, considera que una actividad
debe implicar la dificultad suficiente como para que pueda poner a prueba
nuestras capacidades y habilidades, pero no tanto como para que sea una
fuente de estrés o represente una complejidad tal que nos resulte aversiva.
[146]
Cuando eran pequeños, a mis hijos les gustaba ver una película sobre
un ratoncito llamado Stuart Little. La veían una y otra vez hasta memorizar
diálogos enteros de los personajes; disfrutaban sobre todo viendo a ese
ratón completamente antropomorfizado conduciendo un descapotable rojo.
En fechas recientes, Stuart Little ha regresado a escena gracias a una
innovadora y espectacular investigación científica realizada en la
Universidad de Richmond, Virginia (Estados Unidos).[147] Kelly Lambert y
sus colaboradores enseñaron a un grupo de ratas a conducir pequeños
vehículos para observar cómo les afectaba la realización de una tarea tan
compleja y sofisticada. Se alentó a las ratas a avanzar en sus habilidades de
conducción, colocando recompensas de comida en lugares cada vez más
alejados, hasta que adquirieron un nivel de destreza sorprendente. Los
investigadores de este estudio comprobaron que aprender a conducir parecía
relajar a las ratas. Midieron los niveles de dos hormonas: la corticosterona,
un marcador del estrés, y la deshidroepiandrosterona, que ejerce la función
contraria de contrarrestar el estrés; la proporción de
deshidroepiandrosterona aumentó en detrimento de la hormona del estrés,
lo que indicaba que las ratas se estresaban menos a medida que dominaban
una tarea compleja, y que obtenían una satisfacción comparable a la que
disfrutamos nosotros cuando perfeccionamos una habilidad difícil. Este
hecho, en cierto sentido, nos habla también de la neuroplasticidad cerebral,
la capacidad de responder con flexibilidad a los nuevos desafíos. Es decir,
involucrarnos en actividades de cierta complejidad que nos permitan un
aprendizaje gradual nos lleva a ese sentimiento de autoeficacia, la sensación
agradable de dominio que nos relaja y nos libera del estrés provocando el
fenómeno de fluir.
Aunque el ikigai implique sumergirse en una actividad con la que se
consigue ese flujo del que habla Csíkszentmihályi (cuando el tiempo se
detiene y permanecemos suspendidos en un placentero limbo), en realidad
no es necesario que esto ocurra. Ikigai en nuestro contexto de motivación e
impulso se refiere más en concreto a aquello que nos moviliza para actuar,
la razón por la que seguimos adelante a pesar del deterioro de la vejez, lo
que precisamente ayuda a sobrellevar dicho deterioro restando amargura al
final del viaje.
De nuevo la depresión, tan asociada a la vejez, es sin duda un
obstáculo para buscar un ikigai y cultivarlo. Ya hemos visto que una baja
autoeficacia nos va limitando, dejamos de hacer cosas, nos vuelve más
pasivos y perdemos poco a poco el interés. Las cogniciones negativas
ligadas a la depresión nos autoboicotean convirtiéndose a la postre en una
profecía autocumplida. «Soy demasiado viejo para ir a un gimnasio, para
aprender un idioma o para aprender a bailar» son pensamientos de
ineficacia muy peligrosos, dado que si nos los creemos, actuaremos en
consecuencia no yendo al gimnasio, no aprendiendo un nuevo idioma, no
yendo a bailar. El resultado dramático de esto es el apagón emocional, el
cumplimiento de la profecía de nuestra decrepitud y la pérdida del control
de la existencia.
El lóbulo frontal y sus conexiones sinápticas con otras áreas del
cerebro están más desarrolladas en los seres humanos que en otros
mamíferos, y entre sus funciones se incluyen la planificación de la actividad
voluntaria. Hay estudios que indican que el ikigai (también llamado
«propósito de vida» o PIL, por sus siglas del inglés purpose in life) está
relacionado con las funciones del lóbulo frontal y que sus conexiones
sinápticas son fortalecidas por la secreción repetida de neurotransmisores
como la dopamina y las ß-endorfinas, las cuales se correlacionan con la
motivación intrínseca y con el placer. Es lo que se desprende de una
investigación llevada a cabo por Riichiro Ishida de la Universidad de
Niigata, en Japón.[148] El período crítico para el desarrollo del lóbulo frontal
es la adolescencia, y es en esta época de la vida cuando sus conexiones
sinápticas y su potencial se desarrollan más rápidamente en relación con
otros períodos de crecimiento. En este sentido, dicha investigación hace
hincapié en que durante la infancia y la adolescencia, etapas en las que
debemos disfrutar de actividades y experiencias placenteras como pasar
tiempo en entornos naturales que fomenten la exploración, sería preferible
realizar proyectos lúdicos e interesantes, construir una cabaña, ir de pesca o
enfrentarse a pasatiempos y puzles que supongan un desafío mental; son
este tipo de actividades las que contribuirían a la habilidad de integrar
eventos psicológicos y maximizar los estímulos sensoriales. A medida que
crecemos, debemos cultivar actividades que también nos ayuden a estrechar
lazos sociales y otras como la lectura, el dibujo, el deporte, etc. Como
afirma Ishida:

Todas estas experiencias que ocurren durante la infancia y la


adolescencia producen satisfacción y placer acompañadas de la
secreción de neurotransmisores como la dopamina y las ß-endorfinas.
El cerebro memoriza las experiencias vividas y ayuda a establecer y/o
modificar el PIL/ikigai en el futuro.

El ikigai implica un compromiso estable con un determinado objetivo.


Es un propósito en la vida que se elige según sea nuestra personalidad y
nuestras circunstancias vitales. Una actividad, como es construir y cuidar un
jardín japonés, para una persona tal vez sea algo neutro y carente de
sentido, pero para mí puede convertirse en un ikigai. Plantar azaleas y
verlas florecer al inicio de cada primavera, disfrutar con la breve pero
intensa floración de las peonías, construir un tsukubai o fuente de piedra
con su caño de bambú para escuchar el sonido cristalino del agua (un
sonido que me trasladará al jardín seco de Ryoan-Ji en Kioto), rastrillar la
gravilla alrededor de unas rocas de cuarzo, observar al anochecer el titilar
de una vela encendida dentro de la linterna de piedra Kasuga, etc., son
elementos con una gran carga simbólica y afectiva para mí, un microcosmos
que puede darle un sentido a mi vida y ayudarme a encontrar un porqué y
un motivo de felicidad para cada día.[149] Cada uno de nosotros debemos
elegir entonces nuestro ikigai.
La anticipación del placer que podamos experimentar con una acción
futura guiará y sostendrá nuestro esfuerzo en el aquí y el ahora. El antes,
tan mediatizado por la dopamina según los estudios de Salamone, y no el
durante, es el elemento clave de la motivación. A escala cotidiana y
siguiendo con mi jardín japonés, podemos decir que yo fantaseo con la
expectativa de conseguir al final del invierno que mis cerezos florezcan en
una explosión de delicados y efímeros pétalos. Que, en un futuro inmediato,
todo el camino de piedras o chidori que serpentea a lo largo de mi jardín
estará libre de malas hierbas. Las expectativas de cómo quiero que sea mi
jardín me proporcionan al recrearlo en mi imaginación el suficiente placer
simbólico para mi deleite. Es en la ensoñación donde comienza todo el
proceso que se irá completando en pasos sucesivos. Una vez tomadas las
decisiones de lo que haré y cómo lo haré, planificaré en el tiempo (espacio
temporal) y me movilizaré para actuar.
Mientras trabajo en el jardín absorbido por la ilusionante tarea y sin ser
consciente de las horas, experimento ese flujo del que hablaba
Csíkszentmihályi. Gradualmente y con el paso de los días, voy viendo
resultados y siento que me acerco al objetivo que me había propuesto en un
principio. Apenas hay malas hierbas en el camino de piedras que transcurre
junto al bambú y las camelias; los surcos rastrillados con meticulosidad
alrededor de las rocas del karesansui parecen olas simétricas rodeando islas
en un océano de gravilla. El resultado colma mis expectativas y me llena de
satisfacción. Contemplo fascinado la belleza que me rodea y la disfruto en
silencio. Al final del proceso y como una parte más del ikigai, mis invitados
compartirán conmigo en una cálida tarde de verano lo que en los inicios fue
simplemente una idea y un producto de mi imaginación. Todo esto es
entonces ikigai: un propósito de vida que no terminará cuando esté
departiendo con mis invitados bajo las ramas y las hojas encarnadas de un
arce. Esa tarde de verano será el comienzo de los días sucesivos en los que
seguiré trabajando en mi jardín. Nuevas ideas y otras flores con colores
diferentes brotarán en la siguiente primavera.
2.- ¿IKISU?

Si todavía tiene hijos pequeños, abandone por un momento la lectura


de este libro y obsérvelos durante un rato. Si no es así, vaya a un parque
donde haya niños jugando o al patio de un colegio y preste atención a lo que
ve. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Cómo se comportan? Los niños son energía
pura, son incansables. Hay un ímpetu que les mantiene casi en constante
movimiento. Juegan, corren, se persiguen, saltan, giran sobre su propio eje,
chillan, cantan… Cuando un plan atractivo surge en el horizonte de su
realidad, un entusiasmo contagioso se apodera de ellos; con impaciencia,
esperarán el anhelado momento de ir al cine a ver la película prometida, o a
pescar al lago, o a visitar el zoo. Colores intensos, sonrisas y nerviosismo
serán la constante en las horas previas al cumplimiento del deseo demorado.
Los niños se despiertan un sábado por la mañana y apenas hay nubes a
la vista; no hay tiempo que perder, los amigos esperan en la calle para ir a
jugar al fútbol, la piscina, reconvertida en la Tierra Prometida, augura
emocionantes juegos acuáticos y saltos en el trampolín (trampolín como en
el que Cary Grant en su regresión a la infancia saltaba incansable una y otra
vez). En la adolescencia, bajo el imparable influjo de la tormenta hormonal
y con el lento pero inexorable desarrollo de la corteza prefrontal del
cerebro, tiene lugar un remansamiento de ese inagotable dinamismo
infantil. Pero no será hasta los 25 años aproximadamente cuando esa
maduración cerebral se complete, con lo que la deficiente anticipación del
peligro, la impulsividad y el escaso autocontrol llevarán al adolescente a
implicarse en conductas de riesgo. La amistad y los primeros amores se
vivirán con ardorosa intensidad. En la juventud nos involucramos en
proyectos idealistas, alimentamos nuestros sueños y viajamos con nuestra
desbordante imaginación a reinos perdidos y a mansiones encantadas; casi
todo es dramáticamente vital: amores y odios nos dominan, pasamos de la
ira al llanto y viceversa en cuestión de segundos, el enamoramiento nos
traslada a una nube cálida de azúcar y canela y el ardor está a flor de piel en
cada mirada, en cada roce y en cada beso. Esta impulsividad típica de la
adolescencia y la primera juventud nos recuerda vagamente al
comportamiento arriesgado de aquellos infectados por Toxoplasma gondii.
Hasta bien pasada la segunda década de la vida, los lóbulos frontales
no están formados por completo; las funciones ejecutivas de toma de
decisiones y anticipación de consecuencias propias de esta estructura
cerebral aún no están pues totalmente maduras. Pero además, y como
ocurría con el parásito, la dopamina parece ser también importante en los
comportamientos característicos de estos años, como son el aumento de la
asunción de riesgos y la labilidad emocional. Aunque una de las causas de
la impulsividad parece obedecer a los cambios que tienen lugar en la
estructura del cerebro durante este período evolutivo, sobre todo en la
arquitectura sináptica de las regiones frontal, límbica y estriatal, para
algunos investigadores estos comportamientos pueden deberse en realidad
más a cambios en la actividad del sistema de la dopamina.[150]
Dejemos por un momento el brío de la infancia y la juventud y
viajemos lejos, muy lejos, a una residencia de ancianos. Qué diferente es
ahora todo. Los movimientos son a cámara lenta, no hay apenas risas, todo
cuesta demasiado esfuerzo. Algunos ancianos permanecen somnolientos
durante casi todo el día, otros mantienen su mirada fija en la televisión y los
menos se han aventurado a dar un pequeño paseo con ayuda del andador.
No hay expectativas ilusionantes, la realidad parece excesivamente gris.
Hay como un barniz de dejadez y desidia que lo cubre todo, una inercia de
pasividad. ¿Qué ha ocurrido durante el viaje que nos lleva al tramo final de
nuestra existencia? ¿En qué lugar del camino dejamos abandonadas
nuestras pasiones y el brillo deslumbrante de nuestras ilusiones? ¿Es
necesario que transitemos por esa senda tenebrosa en la que la apatía y el
hastío sustituyen a la diversión y al vigor? ¿Qué fue de nuestros sueños, de
la capacidad de asombrarnos cuando éramos niños por cualquier cosa?
Cerremos los ojos un momento y recordemos algún acontecimiento
especialmente reseñable y feliz de nuestra infancia. Puede ser el primer día
de unas vacaciones después del curso escolar, la mirada sostenida de
aquella niña o de aquel niño que por primera vez nos provocaba esas
emociones que no comprendíamos, como de mariposas en el estómago. O
puede tratarse de una simple excursión al campo con nuestra familia, o algo
más intrascendente, un baile en una verbena, la ilusión vibrante antes de un
campeonato de atletismo.
Intente recuperar la esencia de esas emociones, traer a su memoria la
inigualable intensidad de ese ciclón que lo elevaba por encima del suelo y
lo transportaba a años luz de la realidad. Trate de revivir ese nerviosismo, la
pureza del entusiasmo vehemente que lo atrapaba sin remisión. Es cierto,
han pasado muchos años, décadas; sin embargo, en lo más profundo de
nuestra memoria todavía brilla el recuerdo de aquellos instantes únicos.
Debemos preguntarnos si el paso del tiempo arrasa obligatoriamente con
todo eso hasta hacernos claudicar como si se tratara de un destructor
incendio imparable. Preguntarnos si el escepticismo, las cicatrices de los
acontecimientos traumáticos que hemos soportado, los naufragios del amor,
las decepciones, el incumplimiento de nuestros sueños, las pérdidas de seres
queridos y de las ambiciones de la juventud, el deterioro y las enfermedades
nos pueden derrotar; si, en definitiva, las desgracias y los reveses sufridos
deben doblegarnos sin dejar ninguna alternativa a la esperanza. O
preguntarnos si, por el contrario, podemos ir contracorriente, enamorarnos
de nuevo, recuperar la ilusión y la capacidad de asombro, dejar de hacer
cosas de viejos porque sí y hacer lo que nos apetezca. Ya hemos visto lo que
les pasó a los ancianos del experimento de Ellen Langer. Vivieron como si
tuvieran veinte años menos y sus cuerpos y sus mentes atrasaron en
consecuencia el reloj, comportándose, sintiendo y pensando como si fueran
veinte años más jóvenes.
Sabemos que envejecer implica una disminución constante y
progresiva de la dopamina. Y esta pérdida del neurotransmisor es
responsable de muchos de los rasgos distintivos de la vejez, si no al 100 %,
al menos en un alto porcentaje: pérdida de entusiasmo, impulso, búsqueda
de la motivación y de los incentivos (recompensa). Es también responsable
de la insidiosa sensación de tristeza que se va haciendo más y más presente
con el paso de los años, hasta desembocar muchas veces en una depresión
en toda regla. También la falta de este neurotransmisor implica elementos
inherentes al envejecimiento como la anhedonia, la apatía, la pereza, el
descenso de las ilusiones y la desaparición paulatina de nuestros sueños.
Por último, no olvidemos el deterioro cognitivo y el enlentecimiento de
procesos mentales y pérdida de la memoria. Y lo que es más grave y que
trataremos más tarde: la insospechada relación entre la falta de dopamina y
la aparición de la enfermedad de Alzheimer. La dopamina, tal y como
vimos con los estudios genéticos realizados con primates, es decisiva para
que las ilusiones que de alguna forma nos anuncian lo que vendrá en el
futuro sean lo suficientemente poderosas. El propósito vital (PIL, porpouse
in life) o el ikigai son una forma diferente de describir esta facultad que nos
proporciona el impulso para que nuestra existencia tenga un sentido. Con
todo, para muchas personas no resulta sencillo disponer de un aliento vital
suficiente o disfrutar de un ikigai que las empuje a levantarse de la cama
por las mañanas, como ocurrió con mi padre. Y esto es así por varias
razones.
Vivir no es fácil, y en bastantes ocasiones el día a día se parece más a
una de esas pistas americanas que aparecen en las películas protagonizadas
por marines o por miembros de las fuerzas especiales: una sucesión de
obstáculos, trampas y zonas embarradas donde competimos además contra
varios rivales. Hacemos frente a trabajos que nos estresan o nos alienan,
atravesamos dificultades económicas, nuestros hijos en ocasiones tampoco
nos lo ponen muy fácil que digamos, hemos de lidiar con enfermedades,
divorcios, adicciones y reveses de distinta naturaleza y gravedad. No es
difícil comprender que, en estas circunstancias, la depresión sea una de las
dolencias más comunes de nuestra época y que se receten millones de
antidepresivos cada día. Resulta complicado encontrarle un sentido a todo
esto, superar esa sensación tan familiar de desánimo que nos asalta sobre
todo por las noches, cuando nos quedamos a solas y en silencio con
nosotros mismos: hacemos un balance antes de dormir y comprobamos que
apenas hemos hecho algo que nos haya motivado, y menos aún algo que
nos haya llenado o nos haya hecho felices en las últimas 24 horas.
La motivación se pierde al mismo ritmo que desciende la dopamina.
Surgen nuevos obstáculos que el sargento cruel de los marines va
incorporando a esa pista americana que es nuestro tránsito por este mundo.
La jubilación, si no se gestiona de forma adecuada, es uno de ellos, y puede
ser un obstáculo tan empinado que no podamos con él y nos rebaje a
chapotear en el barro. Personas que han fusionado su autoestima con su
desempeño laboral se ven, tras la jubilación, carentes de cualquier estímulo
y golpeados en lo más profundo de su valía personal. El deterioro físico, el
nido vacío cuando nuestros hijos abandonan el hogar, el fallecimiento de
nuestros padres y de otros seres queridos… La pista americana se
transforma en un infierno de lodo, lluvia y lágrimas. Esta motivación que
desciende inevitablemente debe compensarse con algo, o, por decirlo de
otra forma, el ikigai y el PIL puede que no sean suficientes. El componente
clave que complementa a estos dos conceptos es lo que los finlandeses
denominan sisu. A diferencia del ikigai, que implica una motivación hacia
algo y otorga un sentido a la existencia, sisu es un vocablo que se traduce
como ‘determinación, perseverancia y resiliencia’. Sisu es disponer de una
fuerza interior capaz de contrarrestar los golpes que nos da la vida sin
rendirnos, siguiendo hacia delante tras levantarnos del suelo y lavarnos las
heridas. Aunque en realidad no tiene fácil traducción, etimológicamente
proviene de una raíz finlandesa que significa ‘interior’ o ‘dentro de’, por lo
que en ocasiones sisu se traduce como ‘tener agallas’ o ‘disponer de fuerza
interior’. Joanna Nylund, en su libro El arte finlandés del coraje, nos dice
que es una forma de pensar orientada a la acción. Sisu es tenacidad, valentía
y coraje.[151] Es lo que permitió al ejército finlandés enfrentarse al poderoso
ejército ruso, mucho mejor equipado y con un número de efectivos mucho
mayor, en medio de la dureza invernal de 1939. Enfrentarse a la vejez y a
las batallas que nos plantea requiere de una enorme cantidad de valor,
tolerancia a la frustración y capacidad de recuperación. Mantener una
actitud optimista y el sentido del humor en pleno declive de nuestras
facultades recuerda a los músicos del Titanic que siguieron tocando hasta el
final, hasta que el transatlántico se hundía ya irremediablemente.
Emilia Lahti, de la Universidad Aalto de Helsinki (Finlandia), ha
estudiado a fondo el sisu. Para ella es como una reserva de poder que
facilitaría enfrentarnos de manera exitosa a situaciones desafiantes.[152] No
sería tanto una acción prolongada en el tiempo o un objetivo a largo plazo,
sino más bien algo puntual que nosotros hacemos cuando hemos de superar
una adversidad importante. Al enfatizar más la intensidad a corto plazo, en
vez de un esfuerzo sostenido o una resistencia a largo plazo, sisu es
diferente a otros conceptos como son la perseverancia o la determinación.
Superar la desgracia y los golpes que nos da la vida resulta ser una fortaleza
indispensable para todo lo que nos vamos a ir encontrando a lo largo del
camino. Son competencias psicológicas que podemos aprender y, aunque
algunas personas tengan una personalidad más resiliente que facilite la
aplicación del sisu para superar los contratiempos, todos nosotros podemos
adquirirlo. Lahti considera que se trata de llegar al límite de nuestras
fuerzas e ir un poco más allá, explorar de alguna forma esa fortaleza y ese
poder oculto que todos tenemos guardados y del que ni siquiera somos
conscientes. Es como si, cuando creías haber superado tus capacidades de
afrontamiento, todavía te quedara en la reserva un poco más de esa fuerza
interior, de una fortaleza psicológica inesperada. Como afirma Lahti, «no
sabemos cuán fuertes o capaces somos realmente antes de llegar al límite».
Esa fuerza interior, según ella, se podría descomponer en cinco factores
diferentes: a) adecuada gestión del estrés, b) perseverancia, c) honestidad,
d) resiliencia y e) establecimiento de ideales y metas.
Ikisu sería la fórmula ideal para enfrentarnos al envejecimiento y
retrasarlo todo lo posible. Es una de las armas más poderosas de las que
disponemos, una mezcla de ikigai y sisu. Muchas personas, al envejecer,
sucumben al paso del tiempo y a las pérdidas (de la juventud, de la
vitalidad, de las funciones físicas y mentales). Se rinden y dejan de luchar,
pensando que es mejor apearse en marcha para dejar sitio a quienes vienen
pisando fuerte por detrás, abandonar el mundo y recluirse en la confortable
y mullida seguridad del sillón. El sisu nos aporta la capacidad suficiente
para no sucumbir, echarle agallas a la vida y cultivar nuestra fuerza interior
para soportar las adversidades. El ikigai nos regala ilusión y le da sentido al
devenir de la existencia. Estas dos fortalezas juntas son un don insustituible
para la longevidad exitosa y un valioso tesoro que nos aportará felicidad a
lo largo del camino.
Otra modalidad dentro de la resiliencia es el kintsugi, un vocablo
japonés formado por dos palabras: kin, que significa ‘oro’, y tsugi, que
podría traducirse como ‘juntura’. Se trata de una antigua técnica que
aparece en Japón en el siglo xv, consistente en reparar los objetos rotos (por
ejemplo, un jarrón), pero, en vez de ocultar las grietas, estas se subrayan
con oro con la intención de que el objeto gane en valor al destacar sus
cicatrices. Como afirma la experta en kintsugi Céline Santini, «el objeto
roto, una vez curado y honrado, asume su pasado y, paradójicamente, se
vuelve más resistente, más bello y más precioso que antes». Es decir, los
golpes que nos da la vida, las enfermedades, la decadencia, los fracasos
amorosos, las crisis vitales, las depresiones o las limitaciones nos aportan el
aprendizaje que conlleva su superación, labrando en oro las cicatrices sobre
nuestra piel. Estas cicatrices, según Santini:

Constituyen un magnífico testimonio del pasado, de la caída, de la


prueba a la que uno se ha enfrentado. Al igual que el objeto roto y
reparado, que muestra sus defectos con orgullo, debes observar y
asumir tus errores y tus dolores. Ama tus cicatrices, ya que te enseñan
el camino que has recorrido. Como testigos de tus experiencias y tu
pasado, te dicen: ¡has vivido y has sobrevivido![153]
3.- EL PODER DE LA DOPAMINA
(SEGUNDA PARTE): ¿EL AMOR
REJUVENECE?

El amor siempre trae dificultades, es cierto, pero da energía.

Vincent Van Gogh

Se da con tanta frecuencia que casi conforma ya un estereotipo


universal reconocible: un hombre que ha sobrepasado su mediana edad se
enamora de una mujer más joven y milagrosamente rejuvenece.
Las tradiciones populares siempre han loado el poder rejuvenecedor
del sexo y existe la opinión, bastante generalizada, de que tener una pareja
mucho más joven nos revitaliza de alguna forma. Es muy típica la situación
del hombre (o mujer) en la crisis de los cincuenta que decide romper con
todo y, en una huida hacia delante a veces desesperada, forma pareja con
alguien muchísimo más joven. Sin caer en el esperpento del que pretende
aparentar que tiene treinta años cuando ya está jubilado, es cierto que se
produce ese efecto de ilusiones renovadas y una energía extra para
emprender iniciativas más osadas o aventureras de las que antes tenían
lugar. La estampa clásica del hombre (muy) maduro con una novia joven y
guapa, que decide teñirse el pelo y comprarse un descapotable forma ya
parte de nuestro imaginario. Esta práctica de beneficiarse del contacto (no
necesariamente carnal) de muchachas jóvenes se denomina «sunamitismo»
o «gerocomía». Según cuentan las crónicas de la época, el rey David, ya
anciano y triste, rejuvenecía con el calor de las jóvenes que yacían con él (y
no en un sentido bíblico). Una de estas jóvenes se llamaba Abisag, una
muchacha que destacaba por su belleza y que pertenecía a la tribu de
Sunam. De aquí procede la palabra «sunamitismo», concepto que recoge
ese supuesto efecto rejuvenecedor de cohabitar con personas más jóvenes.
Muchos siglos después, el médico holandés Herman Boerhaave (1668-
1738) le recomendó a un anciano que durmiera entre dos jóvenes para
recuperar el ánimo y el vigor perdido.[154] Tal vez no sea tan erróneo este
planteamiento, y el sexo, a través de un aumento de los niveles de dopamina
y otros neurotransmisores, consiga rejuvenecernos o al menos hacernos más
longevos.
Cuando me tuve que documentar para escribir mi segunda novela,
Nosexo,[155] que trata sobre la naturaleza de la pasión y los mecanismos
psicológicos y biológicos del enamoramiento, las investigaciones de Helen
Fisher me resultaron muy esclarecedoras. En su magnífico libro ¿Por qué
amamos? investiga a fondo los entresijos del amor, concediéndole a la
dopamina un papel preponderante.[156]
¿Quién no se ha enamorado alguna vez? ¿Quién no ha sentido esa
locura momentánea capaz de desbaratarlo todo, esas mariposas en el
estómago? El enamoramiento nos golpea como si de pronto despertáramos
de una existencia soporífera, como si el mundo que nos rodea se llenara de
colores intensos. El origen de la euforia que acompaña a los enamorados, de
esa energía inagotable que les mantiene en vela escribiendo poemas o
enviando miles de WhatsApp, hay que buscarlo en la dopamina: niveles
elevados de dopamina inundan el cerebro enamorado provocando esa
motivación inquebrantable, esa conducta orientada casi en exclusiva a un
objetivo.[157]
Otro neurotransmisor, la norepinefrina, contribuye también a aumentar
la euforia que nos transforma en una especie de superhéroes, capaces de
lograr lo que nos propongamos y de sortear cualquier obstáculo que se nos
ponga por delante. La norepinefrina es también la responsable de que
recordemos hasta los detalles más nimios asociados a la persona enamorada
en los primeros lances de la relación amorosa, no en vano, el aumento de
norepinefrina mejora la capacidad de recordar estímulos nuevos.[158] En
diferentes experimentos en los que se analizó el cerebro enamorado con
resonancia magnética (IMRf), se ha constatado una activación del núcleo
accumbens, que recordemos, está vinculado al sistema de recompensa, así
como del área tegmental ventral.[159]
La dopamina pues nos impele a buscar al ser amado, a cortejarlo, a
seducirlo y a satisfacer el deseo de lograr esa anhelada recompensa que es
cumplir, al fin y a la postre, con el mandato genético de la reproducción.
Todos los seres vivos estamos programados para pasar nuestros genes a la
siguiente generación, y la naturaleza se ha encargado de que este objetivo se
envuelva con los oropeles más brillantes y con los lazos más llamativos. La
recompensa centellea ante nuestros ojos con millones de neones de mil
lúmenes cada uno. No es un objetivo más, es el Objetivo, y no es una
recompensa más, es la Recompensa. La selección natural, la vida y la
muerte, el envejecimiento, el amor y el sexo… todo, absolutamente todo
está organizado en torno a ese mandato primigenio que imponen de forma
tiránica nuestros genes egoístas. La dopamina es la gasolina que alimenta el
romanticismo, es aquello que nos impulsa a cruzar océanos a nado para
poder disfrutar unas horas de la compañía del ser amado.
Cuando una posible ruptura amenaza la relación amorosa poniendo en
peligro la obtención del premio gordo (la reproducción), saltan todas las
alarmas. Nuestro cerebro, ante la demora de la recompensa o ante su
probable pérdida, bombea dopamina a chorros para redoblar nuestros
esfuerzos y recuperar al ser amado.[160] Helen Fisher cita al poeta romano
Terencio para ilustrar este fenómeno paradójico: «Cuanto menor es mi
esperanza, más candente es mi amor». Es algo parecido a lo que ocurre con
la angustia de separación, cuando por ejemplo a un cachorro de perro se le
separa de su madre: gimotea, ladra, araña la puerta lleno de angustia
intentando recuperar a su madre ausente. Esto ocurre porque ese flujo de
dopamina aumentado debido a la pérdida, incrementa el estado de alerta
alentando al individuo abandonado a buscar ayuda, a recuperar el premio
extraviado. Como afirma la propia Helen Fisher:

Resulta irónico: cuando el ser adorado se nos escapa, las mismas


sustancias químicas que contribuyen al sentimiento de amor cobran
todavía más fuerza, intensificando el ardor de la pasión, el miedo y la
ansiedad, e impulsándonos a protestar y procurar con todas nuestras
fuerzas retener nuestra recompensa.[161]

La dopamina no solamente nos proporciona el impulso y la energía


para orientarnos a un objetivo e ir a la búsqueda del ser amado. Está
también involucrada en el cortejo mismo, lo que implica un nivel superior
de complejidad conductual, un comportamiento más elaborado. Ya la
investigadora de la Universidad de St. Louis en Missouri (Estados Unidos)
Wendy Neckmayer, a finales de los años noventa, analizó la receptividad de
las hembras de la mosca de la fruta Drosophila melanogaster. Cuando les
administraba un inhibidor de la tirosina hidroxilasa disminuyendo así su
dopamina, las hembras eran menos receptivas al cortejo que las hembras del
grupo de control. Esta disminución en la receptividad podía ser invertida
mediante la administración de L-DOPA que incrementaba de nuevo la
dopamina.[162]
En un estudio reciente del año 2018 publicado en Neuron, se explora
más a fondo el papel de la dopamina en el cortejo de este insecto.[163] En la
mosca de la fruta, la anatomía de los circuitos de motivación que gobiernan
el comportamiento de aparearse, comer o dormir es relativamente sencillo,
está formado solamente por un grupo de unas veinte neuronas llamado
«P1». Esto facilita su localización y manipulación. Cuando un macho de
Drosophila melanogaster se dispone a iniciar el cortejo, toca una de las
patas de la hembra para tantear sus posibilidades, y entonces
inmediatamente dos tipos de señales viajan hasta ese grupo de neuronas
«P1»: «¡A por ella!» o bien «¡Olvídalo, no tienes nada que hacer!». Si al
rozar la pata de la hembra, sus receptores de feromonas detectan un bajo
nivel de deseo sexual (siendo entonces la información que recibe el macho
que ella está poco receptiva), el centro de neuronas «P1» recibirá más
señales inhibitorias que excitatorias. Según dos de los autores del estudio,
Dragana Rogulja y Michael Crickmore, ambos profesores de Neurobiología
en la Escuela de Medicina de Harvard, en Estados Unidos, si las neuronas
«P1» reciben una gran cantidad de dopamina, entonces sí iniciarán el
cortejo. Después de la decisión inicial de cortejar a la hembra, la dopamina
será también la responsable de mantener el comportamiento de cortejo hasta
el momento de aparearse. Las moscas con niveles bajos de dopamina
pueden hacer una tímida aproximación, un vago intento de cortejar, pero
con poco entusiasmo y rindiéndose enseguida; por el contrario, mucha
dopamina impele al macho a perseguir con insistencia a la hembra. Para
Rogulja «la dopamina le dice al centro de mando cómo responder
inicialmente y cuándo rendirse; la decisión de cortejar es una función de
estas neuronas». Pero hay algo más. No es un comportamiento tan
mecanizado como parece a primera vista. Aún en condiciones ideales
(macho rebosante de dopamina e hipermotivado y hembra receptiva), el
cortejo no tiene lugar. Y viceversa: machos poco motivados inician de vez
en cuando el cortejo con hembras poco receptivas. Para Crickmore:

Esta decisión binaria de cortejar o no cortejar, tiene un


componente probabilístico, como lanzar una moneda al aire. Esta
aleatoriedad es lo que hace que los circuitos del cerebro relacionados
con la motivación sean diferentes de los circuitos que procesan la
información sensorial o motora.

No solo neurotransmisores como la dopamina y la norepinefrina están


involucrados en el enamoramiento y el cortejo. La serotonina juega también
un papel importante. En este caso, y al contrario que en los dos anteriores,
los niveles descienden en el cerebro enamorado: menos serotonina se
relaciona con pensamientos obsesivos y recurrentes. Pacientes depresivos
que son medicados con un inhibidor selectivo de la recaptación de
serotonina (lo que hace que aumente la biodisponibilidad del
neurotransmisor), suelen manifestar que se sienten liberados de sus
pensamientos obsesivos negativos con la consiguiente mejora de su estado
de ánimo. En este sentido, el amor nos sumerge en un bucle constante y
monotemático, un bucle en el que el ser amado y todo lo que le rodea
ocupan de manera insistente nuestro flujo de pensamiento.
La dopamina nos ha enfocado al objetivo, nos ha proporcionado
energía e ilusión ilimitada para ir a la búsqueda de la persona que nos atrae,
ha erizado nuestros sentidos y ha afilado nuestras virtudes y puntos fuertes
para maximizar el éxito en el cortejo. Estamos lanzados como un coche de
Fórmula 1 sin frenos hacia la consecución de la recompensa final y para
lograr aquello por lo que hemos venido a este mundo según el tiránico
precepto de las leyes de la naturaleza: aparearnos y reproducirnos. Una vez
culminado el cortejo, a continuación el deseo y la excitación crecen y nos
llevan de la mano a la realización del coito. Cuando se aumenta la
producción de dopamina en una rata macho se estimula su conducta
copulatoria; y cuando una rata macho huele a una hembra en celo,
aumentan aún más esos niveles de dopamina, y más todavía cuando se le
incrementa su expectativa de copular al introducirlo en la misma jaula de la
hembra.[164]
La dopamina estimula la liberación de testosterona, que es la hormona
sexual del deseo por antonomasia; en este sentido los hombres y mujeres
que poseen altos niveles de testosterona tienden a desarrollar una mayor
actividad sexual.[165] Los atletas que se inyectan testosterona para aumentar
su resistencia y su fuerza tienen más pensamientos de naturaleza sexual,
más erecciones matutinas, más encuentros sexuales y más orgasmos.
Igualmente, muchas mujeres sienten un mayor deseo sexual en torno a los
días de la ovulación, cuando se incrementan los niveles de testosterona.[166]
La relación entre la dopamina y la testosterona es bidireccional: la
dopamina puede influir en la testosterona y la testosterona puede influir en
la dopamina. La producción de testosterona se controla a través de un
circuito de retroalimentación denominado eje hipotálamo-hipofisario-
gonadal. El hipotálamo secreta la hormona liberadora de gonadotropina
(GnRH), que a su vez estimula la secreción de la hormona luteinizante (LH)
en la glándula pituitaria, hormona que finalmente estimula en las gónadas la
producción de testosterona. Así por ejemplo, en un estudio se observó que
la administración de un agonista de la dopamina (sustancia que imita los
efectos de este neurotransmisor) en el cerebro de las ratas aumentaba la
cantidad de GnRH en un 67 %.[167]
Pero el papel de la dopamina en la conducta sexual no se limita
solamente al deseo, el cortejo y la excitación. Su importancia es crucial
también en la respuesta del orgasmo: la administración de precursores de la
dopamina como la L-DOPA, o fármacos que inhiben su recaptación lo
facilitan. Al igual que comentábamos antes sobre los pacientes depresivos
que, medicados con fármacos que aumentaban la serotonina, disminuían sus
pensamientos obsesivos, estos mismos medicamentos dificultan la respuesta
del orgasmo; por el contrario, los fármacos que aumentan la recaptación de
dopamina, consiguen una mejora en el impulso sexual en particular y en la
libido en general, y que se alcance el orgasmo más fácilmente.[168] En la
función del orgasmo son especialmente relevantes los receptores
dopaminérgicos D₂ y D₄ y todo parece indicar que es el área tegmental
ventral la que se activa con más intensidad en los varones durante el clímax
sexual, siendo sin embargo en las mujeres el núcleo accumbens el que más
participación tiene en el orgasmo. Pero al igual que ocurría con las moscas
durante el cortejo y su aleatoriedad en la forma de actuar, la dopamina
tampoco funciona en los seres humanos de forma mecanicista: no es un
simple interruptor. Como afirman los tres autores del libro La ciencia del
orgasmo Barry R. Komisaruk, Carlos Beyer-Flores y Beverly Whipple:
Los estudios neurofisiológicos demuestran que la dopamina actúa
más como un neuromodulador de las aferencias sensitivas que como
un neurotransmisor excitador. La dopamina por sí sola no activa un
interruptor del orgasmo, pero provoca una sensibilización a los
estímulos y activa el circuito de la recompensa y del placer.[169]

Tal y como hemos visto antes, cuando el amor no es correspondido


todo el sistema se moviliza para recuperar ese boleto premiado que se
evapora ante nuestros ojos. Pero a veces, por desgracia, esa ruptura con la
persona amada es irreversible y la reconciliación se antoja ya imposible. Es
entonces cuando todo se desmorona; el dolor lacerante de la pérdida del ser
amado es quizá uno de los dolores más desgarradores e intensos que
podamos padecer. Cuando la pareja abandonada comienza a darse cuenta de
que la persona amada se aleja de su lado, probablemente para no regresar
jamás, la dopamina comienza a disminuir [170] y este descenso de la
dopamina conduce al letargo, el abatimiento y la depresión.[171]
Analizando los cerebros de personas que habían sufrido una ruptura
amorosa reciente, Helen Fisher observó cambios que resultan ser muy
parecidos a los que se producen en los adictos a una droga que padecen el
síndrome de abstinencia.[172] Al fin y al cabo, el amor tiene mucho de
droga: cuando nos enamoramos reaccionamos igual que con una adicción,
hay una necesidad apremiante de poseer al ser amado y de tener nuestra
correspondiente dosis de droga, una incapacidad de tolerar la frustración de
su ausencia (síndrome de abstinencia) y una mediación de la dopamina en
el sistema de recompensa del núcleo accumbens. La propia Helen Fisher en
¿Por qué amamos? dice:

La desesperación del amor no correspondido está casi siempre


asociada con una caída en picado de los niveles de dopamina. Cuando
concentramos nuestra atención y hacemos cosas nuevas, elevamos los
niveles de esta sustancia que nos hace sentirnos bien, estimulando
nuestra energía y nuestra esperanza.[173]

Lamentablemente recuperar la esperanza no resulta tan sencillo, en


ocasiones la angustia derivada de un desengaño amoroso conlleva una
depresión severa. Muchas personas que han sufrido una ruptura traumática
deciden, de hecho, acabar con todo incapaces de sobreponerse a la pérdida
del ser amado.
Regresemos al sunamitismo, a esa antigua práctica consistente en que
los ancianos dormían con mujeres más jóvenes para recuperar la juventud
perdida. ¿Y si el hombre entrado en años que viaja en un descapotable junto
a una mujer más joven tuviera razón? ¿Y si el amor y el sexo fueran una
carretera de doble dirección? Esto es, que el proceso por el que la dopamina
y la juventud nos empujan a amar y a reproducirnos tuviera un sentido
inverso, una cara b, en definitiva, que el amor y el sexo nos devolvieran la
dopamina perdida y nos rejuvenecieran.
Benedetta Launer, profesora de Neurociencia Conductual en la
Universidad Estatal de Ohio (Estados Unidos), ha realizado experimentos
que podrían ser relevantes para nuestro planteamiento: si el sexo y los
dulces licores del enamoramiento nos devolverían la juventud perdida. Lo
que Benedetta Launer ha comprobado es que las ratas que tienen
experiencias sexuales promueven la neurogénesis en el hipocampo, es decir,
que en esa región del cerebro nacerían neuronas nuevas. Además, según
esta investigadora, se generaría igualmente un crecimiento de espinas
dendríticas y de la arquitectura dendrítica en general del hipocampo.[174] En
un estudio posterior se ha podido constatar algo muy parecido: la
experiencia sexual en las ratas aumenta el número de neuronas en el giro
dentado. [175] El giro dentado es una circunvolución de la corteza cerebral,
localizada en la parte inferior del lóbulo temporal, y que limita con la
corteza entorrinal, el hipocampo y el giro del cíngulo. Probablemente el
giro dentado formara parte del propio hipocampo en los inicios de la
construcción anatómica del cerebro, diferenciándose después a lo largo del
neurodesarrollo. Ejerce de puente entre la corteza entorrinal y el
hipocampo, contribuyendo a la formación de nuevos recuerdos y teniendo
una gran importancia en la memoria espacial y en la orientación.
Curiosamente, lo que se vio en este estudio, más en concreto, es que cuando
las experiencias sexuales eran mantenidas en el tiempo, se podía medir una
mejora de la función cognitiva, pero cuando tenía lugar una interrupción de
las relaciones sexuales y se producía una abstinencia prolongada, las
mejoras cognitivas obtenidas se perdían. Si tenemos en cuenta que el
envejecimiento se asocia con una función comprometida del hipocampo y
con una reducción en la neurogénesis del giro dentado, las repercusiones de
estas investigaciones son notables. Más adelante, cuando hablemos de los
estudios de un investigador húngaro llamado Joseph Knoll que experimentó
con el medicamento deprenilo (que aumenta la cantidad de dopamina),
veremos que los ratones tratados con este medicamento no solo
incrementaban su número de relaciones sexuales al elevar sus niveles de
dopamina sino que mejoraban también la esperanza de vida. En este sentido
resulta sin duda tentador establecer concomitancias entre sexo, dopamina y
rejuvenecimiento.
En los tiempos del Me Too puede chirriar este planteamiento que
algunas personas tildarían de machista: el hombre maduro con su
descapotable a la búsqueda del elixir de la eterna juventud gracias a la
compañía de una mujer más joven que él. ¿Y qué ocurre con ellas? ¿Acaso
no existe el fenómeno inverso? ¿No están ellas en su derecho de
rejuvenecer si establecen relaciones con hombres más jóvenes? ¿Sigue la
sociedad alabando al hombre mayor que ha conquistado a una mujer
atractiva y mucho más joven, y demonizando a la frívola que seduce
jovencitos al estilo de la señora Robinson? [176] Pues al parecer la
naturaleza pecaría de machista si nos atenemos a los resultados de una
curiosa investigación publicada en Demography en 2010.[177] Ya se había
comprobado con anterioridad que el riesgo de mortalidad de un esposo que
es de siete a nueve años mayor que su esposa se reduce en un 11 % en
comparación con parejas de la misma edad y a la inversa: un hombre muere
antes cuando es más joven que su esposa.[178] Es decir, que para los
hombres la cuestión está bastante clara: cuanto más joven sea su esposa
mejor. Pero lo que mostraba ese estudio de 2010 llevado a cabo por Suen
Drefahl del Departamento de Sociología de la Universidad de Estocolmo,
en Suecia, implica consecuencias inquietantes para el género femenino: las
mujeres casadas con un marido mayor que ellas acortan su esperanza de
vida, pero, y aquí viene lo más sorprendente e injusto para el género
femenino, casarse con un hombre más joven reduce aún más su esperanza
de vida. Según este estudio, las mujeres que se casan con un hombre de
siete a nueve años menor que ellas, aumentan su riesgo de mortalidad en un
20 %, en comparación con parejas de la misma edad. Claro que una mujer
madura puede conducir un descapotable junto a un atractivo joven, pero si
realmente lo que quiere es aumentar su esperanza de vida, lo mejor es que
su acompañante del descapotable tenga los mismos años que ella: ni más
joven ni más viejo.
4.- PERSONALIDAD, DOPAMINA Y
VEJEZ

A lo largo de estas páginas hemos hablado en diferentes momentos de


la motivación, la impulsividad, el optimismo o la depresión. Las conexiones
entre estos conceptos propios de la Psicología y la manera de envejecer se
van entretejiendo y alimentando por otra variable de la ecuación que influye
de manera decisiva y que no es otra que la dopamina. Ser una persona
optimista o pesimista, poseer una susceptibilidad a padecer un trastorno
depresivo o conducirnos por la vida con un comportamiento impulsivo nos
sugiere la existencia de un constructo subyacente y estable como es la
personalidad. El debate sobre el determinismo biológico de nuestro
temperamento y sobre la capacidad que tenemos para modificar los rasgos
de personalidad, daría para escribir varios libros. Y aunque es un debate
apasionante sin duda, por cuestiones de espacio no podemos abordarlo aquí,
pero dado que nuestro carácter es una variable crítica para lograr una
longevidad exitosa requiere que lo estudiemos con un poco más de
detenimiento.
La Psicología de la Personalidad intenta describir aquellos rasgos que
nos definen, qué comportamientos, sentimientos y maneras de pensar hacen
que seamos como somos. Trata de dilucidar también si existe un patrón
consolidado de comportamientos que se mantiene estable a lo largo del
tiempo y en situaciones distintas, o bien si nuestros rasgos de personalidad
tienen margen de cambio y no existe ningún determinismo que nos
condicione a mantener un perfil invariable; dicho de otra forma: ¿está
nuestra personalidad escrita en los genes y sustentada por factores
biológicos o bien es un producto de aprendizajes e influencias sociales,
familiares y culturales?
En primer lugar debemos diferenciar entre temperamento y
personalidad. El primero hace referencia a las pautas conductuales y
emocionales con un sustrato biológico que se observan en los primeros años
de vida. Por otra parte, la personalidad incluiría además las influencias de
diferente naturaleza a las que estamos expuestos durante toda nuestra
existencia. Uno de los más destacados psicólogos infantiles, Jerome Kagan,
ha intentado dar respuesta a todas estas cuestiones desde su Laboratorio de
Desarrollo Infantil de la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, donde
estudió el comportamiento de trescientos niños de cuatro meses de edad.
[179] En los experimentos planificados por Kagan para estudiar la
personalidad, los niños eran expuestos a situaciones variadas para observar
cómo reaccionaban. Acompañados de su madre, oían voces grabadas y
globos que explotaban, veían móviles de distintos colores colgando del
techo u olían algodones impregnados con alcohol. Con la finalidad de
discriminar fielmente las distintas variables personales, se grabaron vídeos
de cómo reaccionaban los niños a todos estos estímulos. Más tarde fueron
clasificados según las actitudes que presentaban, como por ejemplo la
manera de aferrarse a su madre o su temor a acercarse a objetos
desconocidos o a personas extrañas. Aproximadamente un 20 % de los
niños reaccionó llorando desconsoladamente y moviendo sus brazos y sus
piernas ante los estímulos novedosos, y a este grupo Kagan lo llamó el de
los hiperreactivos. Un 40 %, sin embargo, se mostró más tranquilo
comportándose en general de una forma mucho más sosegada. A este
segundo grupo lo denominó el grupo de los niños hiporreactivos.
Estos mismos niños fueron sometidos tiempo después a distintas
pruebas a los dos, tres, cinco y siete años de edad. Una situación que se
repetía con frecuencia cuando tenían siete años de edad, consistía en un
grupo de cuatro o cinco niños hablando y jugando muy cerca los unos de
los otros y normalmente, un poco apartados de este grupo, solía haber uno o
dos niños de pie, alejados del resto y de la actividad social y jugando solos.
Estos niños socialmente inhibidos eran los que unos años antes habían sido
hiperreactivos. Lo que Kagan demostró es que la inhibición social tiende a
persistir con el tiempo, y que los niños que a los pocos meses de edad
habían sido hiperreactivos eran los que más probabilidades tenían de ser
tímidos y callados en la adolescencia. Esta persistencia, o si se quiere la
consistencia a lo largo del tiempo para que un rasgo de personalidad se
mantenga estable durante toda la vida, hunde sus raíces en un sustrato
fisiológico y en un sistema nervioso con el que venimos de serie a este
mundo.
Kagan y sus colaboradores examinaron, por ejemplo, la cantidad de
norepinefrina y de cortisol en la orina y saliva respectivamente de los
sujetos experimentales, comprobando que los niveles altos de estos dos
marcadores correlacionaban con los niños que eran más inhibidos o
hiperreactivos. Es decir, su fisiología era muy parecida a la de alguien que
está padeciendo una carga de estrés significativa. También midió otras
variables como el ritmo cardiaco, la temperatura de los dedos y la presión
sanguínea, entre otras. Estas variables del sistema nervioso dependen en
gran medida de la amígdala, una parte del cerebro que procesa emociones y
que gestiona la respuesta de lucha o huida, el miedo, el apetito o el deseo
sexual. Cuando la amígdala recibe un mensaje de amenaza proveniente de
nuestros sentidos (la visión de un perro que nos ataca, el sonido de una
explosión cercana) hace sonar la alarma y moviliza a todo el organismo
para enfrentarse a esa amenaza o huir. Pues bien, cuanto más activamente
responda la amígdala ante los estímulos amenazadores (o simplemente
novedosos), más hiperreactiva e inhibida será esa persona.
Un niño con un sistema nervioso más reactivo que otro será un niño
que tendrá un ritmo cardiaco elevado, mayor cantidad de cortisol, pupilas
más dilatadas y mayor tensión en las cuerdas vocales al enfrentarse a una
situación desconocida. A medida que crezca, ese niño tendrá que lidiar con
ese sistema nervioso demasiado sensible. Acudir a una fiesta de cumpleaños
en la que no conoce a la mayoría de los demás niños, el primer día en el
instituto, la primera visita a un parque acuático con sus compañeros de
clase, una reunión de antiguos alumnos o una entrevista de trabajo serán
situaciones que le activarán fisiológicamente más de lo que sería deseable.
La evolución a largo plazo de ambos tipos de patrones, hiporreactivos
e hiperreactivos, dará como resultado personas con rasgos marcados de
personalidad extravertida o personalidad introvertida respectivamente. Pero
aun asumiendo tal y como estamos viendo que la extraversión y la
introversión poseen una gran carga genética y biológica, son muchos más
los factores que entran en juego para moldear nuestra personalidad. La
educación recibida, nuestras experiencias en la infancia, la interacción con
nuestros padres y nuestros iguales, las circunstancias ambientales… todos
estos ingredientes añaden complejidad a la receta final de cómo somos y
cómo nos comportamos.
El temperamento introvertido es en ocasiones injustamente devaluado.
A veces los introvertidos son «los raritos», los solitarios, los que se ponen
nerviosos al hablar en público, los que no quieren participar de los asuntos
de la comunidad. Sin embargo, los niños hiperreactivos tienen una mayor
tendencia a convertirse en artistas y escritores, científicos o pensadores,
gracias a su aversión a la novedad y a querer pasar más tiempo dentro de su
mundo conocido (y fértil en la faceta intelectual) de su mente. «La
universidad está llena de introvertidos, gente amante de la lectura para la
que no hay nada más emocionante que las ideas», afirma el psicólogo Jerry
Miller, director del Centro del Niño y la Familia de la Universidad de
Michigan, en Estados Unidos. El universo de los introvertidos lo ha
explorado en profundidad la escritora y consultora Susan Cain en un
magnífico libro llamado El poder de los introvertidos.[180] Esta autora
ahonda en aspectos que vamos a analizar con más detenimiento y que nos
aproxima a donde finalmente queremos llegar: si la dopamina nos hace ser
más extravertidos y si ser más extravertidos nos convierte a su vez en
personas más longevas.
Actualmente la teoría explicativa más aceptada sobre la Psicología de
la Personalidad es el denominado «Modelo de los Cinco Grandes» o Big
Five. Este modelo fue elaborado simultáneamente por dos equipos distintos
de investigadores, por un lado Paul Costa y Robert McCrae del National
Institute of Aging de Bethesda, en Maryland, Estados Unidos, y por otro
Warren Norman de la Universidad de Michigan y Lewis Goldberg de la
Universidad de Oregón, también en Estados Unidos. A partir de sus análisis
de datos tras estudiar a miles de personas, y gracias a procedimientos
estadísticos, concluyeron que gran parte de la personalidad puede explicarse
con cinco dimensiones distintas, dimensiones que se identifican por sus
siglas en inglés: «O» (Openness) de apertura a nuevas experiencias, «C»
(Conscientiousness) responsabilidad, «E» (Extraversion) extraversión, «A»
(Agreebleness) amabilidad y «N» (Neuroticism) neuroticismo, formando las
cinco el acrónimo «OCEAN». Cada uno de estos factores se divide a su vez
en otros rasgos más pequeños, pero son los cinco grandes los que permiten
abarcar toda la diversidad de las diferencias personales. Para McCrae los
rasgos de personalidad tienen un marcado carácter biológico. A partir de
sus investigaciones descubrió, por ejemplo, que el neuroticismo y la
extraversión comienzan a disminuir a partir de los treinta años de manera
universal. Para él, los mismos rasgos de personalidad aparecen una y otra
vez en las culturas más diversas, afirmando que si las personas de todo el
mundo comparten el mismo sistema cardiovascular y el mismo sistema
endocrino, también deberían compartir el mismo sistema de personalidad.
«Es parte de la naturaleza humana y esto concuerda con diversos hallazgos
sobre el comportamiento que sugieren que los rasgos de personalidad y su
estructura está de alguna forma codificada en el genoma humano».[181]
Describamos con más detalle los cinco factores de personalidad. El
factor «O» de «apertura al cambio» se refiere a la predisposición a explorar
nuevas experiencias antes que permanecer en la comodidad de lo
establecido y de lo conocido. En este factor es común el gusto por la
variedad y la imaginación activa. Los individuos con este rasgo suelen ser
personas intelectualmente curiosas, creativas y sensibles a la belleza. Lo
opuesto a todo esto sería la moderación y la tendencia a estar más apegado
a lo tradicional y a lo rutinario.
El factor «C» de «responsabilidad» es característico de personas muy
organizadas, con unos objetivos vitales bien asentados y acompañados de la
suficiente disciplina para llevarlos a cabo. Piensan antes de tomar una
decisión y normalmente terminan lo que han empezado. Les gusta planificar
de forma concienzuda las tareas que van a emprender y suelen alcanzar sus
fines gracias sobre todo a su tenacidad. Como aspecto negativo, en
ocasiones su marcado perfeccionismo conlleva un alto nivel de
autoexigencia que a veces resultaría paralizante. El polo opuesto a este
factor de personalidad serían las personas con un sentido más débil de la
responsabilidad y con un comportamiento que puede llegar a ser
descuidado.
El factor «E» de «extraversión» es típico en personas que buscan el
contacto social y que experimentan placer a la hora de relacionarse con los
demás. Suele ser habitual una tendencia a experimentar emociones positivas
como la alegría, la satisfacción y el entusiasmo. Son individuos proactivos,
les gusta la acción y disponen de una energía inagotable. Las personas
situadas en el otro extremo de este espectro serían aquellas con tendencia a
la introversión, personas normalmente reservadas e introspectivas.
El factor «A» de «amabilidad» se da en personas con un claro carácter
altruista y con una marcada vocación de ayudar a los demás, siendo
habitualmente tolerantes y respetuosas. Sus relaciones personales son
amistosas, se basan en la confianza y en la sinceridad. El rasgo contrario
describiría a las personalidades egocéntricas con un claro carácter
competitivo y una tendencia a ser hostiles en las relaciones con los otros.
El factor «N» de «neuroticismo» nos habla del grado de estabilidad
emocional, es decir, de qué forma reaccionamos ante las adversidades y
cómo suelen afectarnos estas en nuestro equilibrio afectivo. Puntuar alto en
este rasgo implicaría un exceso de ansiedad y preocupación, tendencia a ser
pesimistas y carecer de una apropiada tolerancia al estrés. Es muy habitual
que exista también una vulnerabilidad ante las dificultades y una mayor
probabilidad de padecer un trastorno depresivo.
Una vez que hemos perfilado el escenario de cómo somos y qué rasgos
de personalidad nos describen, analicemos de qué forma pueden estar
relacionados con el envejecimiento. Para ello viajemos precisamente al
lugar de la tierra donde se han logrado las más altas cotas de longevidad. El
Estudio de los Centenarios de Tokio analizó a setenta centenarios japoneses
cognitivamente intactos, con edades comprendidas entre los 100 y los 106
años y a 1 812 con edades entre los 60 y los 84 años, todos ellos residentes
en el área metropolitana de Tokio. [182] Se estudiaron los cinco grandes
rasgos de personalidad utilizando el test NEO-FFI (Neo-Five Factor
Inventory).
Las conclusiones de este estudio indican que habría tres rasgos de
personalidad asociados con la longevidad. El primero de ellos es la
«escrupulosidad» (muy relacionado con el factor C «responsabilidad»): las
personas más conscientes serían también las más propensas a exhibir
comportamientos vinculados con la salud, como realizar ejercicio físico y al
mismo tiempo a evitar los comportamientos poco saludables como fumar o
beber alcohol. El segundo rasgo que correlaciona de forma inversa sería el
«neuroticismo», que como acabamos de ver incluye ansiedad, tendencia a la
depresión y vulnerabilidad; las personas con este rasgo tienen más riesgo de
padecer una peor salud mental y una mayor mortalidad. El tercer y último
rasgo sería la extraversión, cuya búsqueda de la excitación y de las
experiencias novedosas tiene una influencia positiva en la salud, sobre todo
gracias a una interpretación optimista de los acontecimientos vitales, algo
típico de este rasgo.
Lo que se desprende de este estudio de los centenarios japoneses es
que las personas que son muy responsables es probable que sean más
cuidadosas con su salud y cumplidoras con las directrices del tipo no fumar,
no beber alcohol, practicar deporte, etc. Unido a esto, ser sociable y
optimista, aumentaría las posibilidades de llegar a centenario; por el
contrario, preocuparse en exceso por los avatares de la vida hasta el punto
de padecer ansiedad y depresión, nos la acortará.
Benjamin P. Chapman y sus colaboradores del Departamento de
Psiquiatría de la Universidad de Rochester en Estados Unidos, han
investigado de manera exhaustiva el campo de la personalidad asociada a la
longevidad.[183] Para estos autores la personalidad contribuye a la
longevidad por un doble motivo: por nuestras conductas y por nuestra
biología. Los comportamientos que tengamos y el estilo de vida que
adoptemos, obviamente van a condicionar nuestra esperanza de vida; si
hablamos de comportamientos hablamos por ejemplo del consumo de
tabaco, la alimentación, el ejercicio físico, abusar del alcohol o los riesgos
que asumimos en la vida como conducir un coche sin ponerse el cinturón de
seguridad. Todas son conductas referidas a nuestro estilo de vida, conductas
que estarían, por cierto, completamente bajo nuestro control.
En cuanto a la biología podemos citar, entre otras variables, nuestros
patrones emocionales relacionados con las hormonas de los ejes
hipotalámico-pituitario-suprarrenal y cómo condicionarían la manera de
responder ante el estrés o la tendencia a aislarnos de los demás. Los niños
hiperreactivos de Kagan son una buena muestra de la influencia de factores
biológicos en la personalidad. Al igual que con el Estudio de los
Centenarios de Tokio, estos autores han investigado aquellos rasgos que
serían determinantes en la longevidad, llegando a la conclusión de que hay
cinco que son claves a la hora de aumentar la esperanza de vida: la
escrupulosidad, la apertura al cambio, la extraversión, el optimismo y por
último el neuroticismo. Como hemos visto, la escrupulosidad implica
autodisciplina y diligencia, que repercuten en una mayor vigilancia por la
salud, como tener una dieta equilibrada, hacer ejercicio, no consumir
alcohol, etc. En este sentido hay un estudio sumamente revelador que
muestra que poseer unos niveles altos del marcador inflamatorio
«interleucina 6» está muy relacionado con una menor escrupulosidad.[184]
Es decir, que probablemente un estilo de vida «poco escrupuloso» con el
cuidado de la salud tiene como consecuencia una mayor inflamación
generalizada, que al fin y a la postre es uno de los mayores factores de
riesgo de enfermedad por cualquier causa y de mortalidad. Es necesario
diferenciar este rasgo de otras variables de la personalidad como serían el
perfeccionismo extremo y la rigidez compulsiva, que es lo que ocurre
cuando esa escrupulosidad se vive sin flexibilidad y de manera obsesiva.
El rasgo de apertura al cambio (recordemos que es el factor «O»)
conlleva habitualmente hacer gala de una mayor flexibilidad cognitiva y
conductual. Este rasgo se ha asociado a un menor riesgo de mortalidad por
cualquier causa, dado que muy probablemente esa flexibilidad ayude a
tomar decisiones saludables y a enfrentarse a los problemas de la vida de
una manera racional.
Con respecto a la extraversión, aunque este rasgo (que reúne la
sociabilidad, el estado de ánimo positivo, la búsqueda, la excitación y la
desinhibición social entre otras características) está asociado a la
longevidad, no obstante debemos hacer algunas matizaciones. En ocasiones,
cuando la búsqueda de novedades se transforma en impulsividad, puede dar
lugar a un autocontrol deficiente (recordemos al paciente Alberto); la
impulsividad y el escaso autocontrol, serían entonces más propios del
neuroticismo y de la baja conciencia que de la extraversión, y en este caso
son predictores de un mayor riesgo de mortalidad. Con todo, la
predisposición a ser una persona sociable, disfrutar con frecuencia de un
estado de ánimo positivo y desplegar una mayor actividad, se asocian según
este estudio con una menor mortalidad en general.
El optimismo lo podríamos definir como una tendencia estable a
esperar resultados positivos en el futuro y suele presentarse en compañía de
la extraversión y del bajo neuroticismo. Son muchos los estudios que
relacionan el optimismo con un menor riesgo de mortalidad por cualquier
causa, como por ejemplo y por citar uno, el que se llevó a cabo por un
grupo de investigadores del Departamento de Psiquiatría de la Clínica
Mayo, en Rochester, Estados Unidos, con un grupo de pacientes
hospitalizados a lo largo de treinta años.[185] En este estudio, un total de 839
pacientes completaron un test de personalidad denominado MMPI
(Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesota). En función de los
resultados del test, 124 pacientes fueron clasificados como optimistas, 518
como mixtos y 197 como pesimistas. Treinta años después, pudo
constatarse que los más pesimistas tenían un 19 % más riesgo de
mortalidad.
El rasgo del optimismo parece llevar asociados también importantes
correlatos fisiológicos relacionados con la salud, algo que tendría que ver
con un comportamiento más adaptativo a la hora de enfrentarse al estrés y a
los problemas en general, comportamiento muy característico de las
personas optimistas. Así, se ha podido observar que el optimismo está
relacionado con un menor nivel de presión arterial [186] y niveles igualmente
más bajos de varios marcadores inflamatorios.[187]
Resulta lógico pensar entonces que, si las personas optimistas tienen
un menor riesgo de mortalidad, también serán más longevas. Esto es
precisamente lo que se desprende del reciente análisis de dos cohortes
epidemiológicas diferentes, una con mujeres del Estudio de Salud de
Enfermeras (NHS) y otra con hombres del Estudio de Envejecimiento
Normativo (NAS) con un seguimiento de diez años (2004 a 2014) y de
treinta años (1986 a 2016) respectivamente. Los resultados sugieren que el
optimismo está relacionado con una vida útil más larga (del 11 al 15 %) y
con mayores probabilidades de lograr una «longevidad excepcional», es
decir, vivir hasta los 85 años o más.[188] Así que ya no es una cuestión
meramente intuitiva cuando pensamos que, un anciano que tiene buen
carácter y que parece mostrar una actitud positiva ante la vida, es probable
que envejezca mejor que otro que es un cascarrabias. Existe evidencia
empírica para poder afirmar que ser optimistas reduce la mortalidad y está
asociado con una mayor longevidad.
El neuroticismo, entendido como labilidad emocional, reactividad al
estrés, tendencia a la depresión y a la ansiedad, es un rasgo que suele darse
en personas que presentan una mayor vulnerabilidad e inestabilidad. El
locus de control y la autoeficacia, rasgos de los que ya hemos hablado,
correlacionan negativamente con el neuroticismo: cuanto más esté presente
este rasgo, la persona tendrá menos confianza en sí misma y en sus
posibilidades, y considerará que es poco capaz de cambiar las cosas
negativas que le afectan. En general, el neuroticismo está asociado con una
mayor mortalidad por todas las causas; aun así, existiría igualmente un
neuroticismo más saludable que implica un mayor cuidado por la salud y
que podríamos definir como una moderada preocupación por el bienestar.
Relacionado con el neuroticismo, hay un estilo de personalidad que
tradicionalmente se ha denominado «Personalidad Tipo D», caracterizada
por padecer altos niveles de angustia e inhibición social, cursando
generalmente además con ira y hostilidad. Hay algunos estudios que
parecen apuntar a que este tipo de personalidad es un predictor bastante
fiable de la mortalidad al correlacionar estrechamente con marcadores
inflamatorios[189] y con altos niveles de estrés oxidativo.[190]
4.1.- PERSONALIDAD Y DOPAMINA
Ahora ya sabemos que los rasgos de personalidad repercuten en nuestra
longevidad, para bien y para mal. Tal y como han demostrado los
experimentos de Kagan, existe un temperamento que hunde sus raíces en
nuestro sistema nervioso y en nuestra biología. Los neurotransmisores están
igualmente implicados en cómo nos comportamos y por qué actuamos de
determinada manera, y es precisamente la dopamina el que más se ha
estudiado a este respecto.
La neurociencia de la personalidad es un enfoque multidisciplinar que
estudia los mecanismos del cerebro que producen patrones de
comportamiento, pensamientos y emociones relativamente estables entre
los individuos. Colin G. DeYoung, profesor de Psicología de la Universidad
de Minnesota, en Estados Unidos, ha desarrollado una teoría para explicar
el papel que juega la dopamina en la personalidad.[191] Para este
investigador, una de las claves de la personalidad en relación a la dopamina
es todo lo que tiene que ver con la exploración, entendida esta como
cualquier comportamiento o pensamiento motivados por el valor incentivo
de la recompensa mediada por la incertidumbre. Como hemos visto la
dopamina está involucrada en un amplio abanico de procesos mentales,
dado que las neuronas dopaminérgicas se originan en lugares diferentes del
cerebro y sus axones se extienden por regiones como el hipocampo, el
cuerpo estriado, la amígdala, el tálamo o la corteza cerebral entre otras,
implicando así distintas funciones. Para DeYoung, estas funciones
comparten el mismo componente de exploración basada en la recompensa.
A su vez, su modelo estaría ampliamente influenciado por el Modelo
de Entropía de la Incertidumbre de Hirsh, que propone que la ansiedad
sería una respuesta innata al aumento de la entropía psicológica. [192]
Imaginemos una baraja de cartas recién estrenada. Al abrir el paquete todas
las cartas están ordenadas según una secuencia lógica: por colores
(diamantes, corazones…) y de menor a mayor (As, 2, 3…). Si barajamos
las cartas, ese estado ordenado pasa a otro estado que denominamos de
entropía, dado que la secuencia inicial se altera y se convierte en desorden.
Esa entropía se aproximaría mucho a lo entendemos por incertidumbre;
para los seres humanos la incertidumbre es un estado ambivalente, por un
lado puede resultar amenazante por lo que tiene de impredecible y de
aumento de dificultad a la hora de tomar decisiones, pero por otro lado
puede resultar prometedor por la emoción que proporciona, tal y como
ocurre por ejemplo en los juegos de apuestas. Ahora imaginemos que
estamos en el casino y que, desesperados ante nuestra persistente mala
racha, decidimos apostar todo el dinero que nos queda, todos nuestros
ahorros, en la siguiente jugada. Dudamos entre el rojo y el negro; el rojo ha
salido ya tres veces seguidas, así que pensamos que es más posible que
ahora salga el negro. Decidimos jugárnosla y colocamos nuestro montón de
fichas en la casilla del tapete verde que reza «Negro». La ruleta empieza a
girar y observamos nerviosos cómo da vueltas y más vueltas; sudamos y
nuestro pulso se acelera. Estamos sometidos a la ansiedad de la
incertidumbre. En este preciso instante, mientras observamos hipnotizados
cómo gira la ruleta, podríamos distinguir entre dos tipos diferentes de
recompensa: la recompensa consumatoria (algo real, en nuestro caso que la
bola se detuviera en una casilla negra) y la recompensa de incentivo (creer
que saldrá el negro, nuestra fe en que ganaremos). A no ser que seamos
jugadores compulsivos, o como en este ejemplo estemos desesperados y nos
juguemos todo nuestro patrimonio a cara o cruz, lo normal es que exista
ante la incertidumbre un equilibrio entre la precaución y la exploración.
En los animales existe un conjunto de comportamientos útiles ante la
incertidumbre, especialmente en aquellas situaciones en las que no saben
muy bien qué hacer. Uno de estos comportamientos, típicos en un escenario
ambivalente, consistiría en una conducta defensiva, ya que realmente los
animales desconocen si esa situación será peligrosa o no. El otro
comportamiento sería de tipo exploratorio, que se despliega ante la
posibilidad de que esa incertidumbre incluya o no una recompensa. La
dopamina influiría entonces en esa conducta exploratoria, liberándose sobre
todo en aquellos casos en los que la recompensa es impredecible. La
dopamina pues parece incentivar el deseo de buscar la recompensa para
lograr algún objetivo o para descubrir nueva información. En este orden de
cosas, parece probable que entre las emociones que están moduladas por la
dopamina se incluyan unas cuantas orientadas hacia la actividad futura de
una recompensa o a la búsqueda de información: deseo, determinación,
entusiasmo, interés, emoción, esperanza y sobre todo curiosidad.
Para Paul J. Silvia, de la Universidad de Carolina del Norte, en Estados
Unidos, es precisamente la curiosidad lo que provoca el descubrimiento, el
aprendizaje y la exploración, siendo la base de los grandes avances
científicos.[193] Es decir, según todos estos estudios la dopamina influiría en
nuestra personalidad y, en parte, orientaría nuestro comportamiento porque
tiene que ver con la resolución de la incertidumbre que suele acontecer en el
escenario de nuestras vidas. Intentamos reducir esa incertidumbre
explorando las posibilidades que se nos presentan, dependiendo de qué
decisiones tomemos, minimizando riesgos y enfocándonos a todo aquello
que pueda ser bueno para nosotros, las recompensas, aunque para ello
tengamos que valernos de la imaginación para anticiparlas.
Antes hemos revisado los rasgos de personalidad que se relacionan con
la longevidad. A través de diversos estudios poblacionales longitudinales,
se han podido establecer correlaciones claras entre las personas que viven
más años y sus personalidades. Demos ahora un paso más. Un paso muy
importante. Siguiendo a DeYoung vamos a ver hasta qué punto dichos
rasgos estarían a su vez mediatizados por la dopamina, algo que nos susurra
el mensaje de que este neurotransmisor, una vez más, nos conduce hacia
una soñada juventud extendida en el tiempo.
La extraversión es el rasgo que más frecuentemente se asocia a la
dopamina, y se cree que este rasgo representa en nuestra personalidad la
manifestación primaria de la sensibilidad a la recompensa, siendo la
mayoría de los comportamientos asociados con la extraversión aquellos de
carácter exploratorio y con la finalidad de buscar recompensas. Resulta muy
interesante reseñar que a la extraversión se la ha descrito como un
estimulante del comportamiento, el mismo papel que se le atribuye a la
dopamina cuando su nivel es el adecuado.
Las personas que tienen el rasgo de apertura/intelecto suelen ser
imaginativas, curiosas, creativas y con tendencia a involucrarse en
actividades de índole intelectual, rasgos que denotan, en cierto sentido, una
forma de exploración cognitiva. La dopamina influiría en los procesos
relacionados con la apertura y el intelecto, por ejemplo implementando la
búsqueda de la novedad y de las sensaciones (curiosidad) y la memoria de
trabajo. Es el intelecto como sinónimo de inteligencia el que se ve
potenciado a través de la dopamina gracias a su influencia en la memoria de
trabajo. La prueba más evidente del vínculo establecido entre el
neurotransmisor y la memoria de trabajo (y también la inteligencia),
proviene de una investigación realizada sobre el envejecimiento cognitivo y
su asociación con el declive de la dopamina. La investigadora Nina Erixon-
Lindroth y sus colaboradores del Departamento de Neurociencia Clínica del
Hospital de Karolinska en Estocolmo, Suecia, examinaron cómo las
pérdidas relacionadas con la edad de la densidad del transportador de
dopamina estriatal están implicadas en el deterioro de múltiples procesos
cognitivos, como son la memoria episódica o el funcionamiento ejecutivo,
que incluye la memoria visual de trabajo o la fluidez verbal.[194]
En otras investigaciones sobre inteligencia, extraversión y dopamina,
se ha visto que los portadores del alelo Met (que codifica una variante
menos eficiente de la enzima COMT, lo que da como resultado niveles más
altos de dopamina prefrontal extrasináptica) obtuvieron una puntuación más
alta en inteligencia fluida (razonamiento) y en extraversión.[195] Si bien
considerar la inteligencia dentro del rasgo apertura/intelecto resulta para los
expertos en Psicología de la Personalidad algo controvertido, no ocurre lo
mismo con la creatividad. La creatividad se asocia con lo que se denomina
«inhibición latente reducida», una característica de la personalidad que
capacita a la persona que la posee para percibir posibilidades que a la
mayoría les pasarían desapercibidas; es como si esa habilidad que todos
tenemos de percibir las relaciones entre las cosas estuviera de alguna forma
potenciada, con menos limitaciones. En el cristal de una ventana surcado
por gotas de lluvia, algunas personas especialmente creativas, pueden
percibir que las gotas forman dibujos reconocibles, formas que tienen un
sentido. Y es precisamente la dopamina el neurotransmisor responsable de
modular esta inhibición latente reducida.
La plasticidad, que incluye la varianza compartida de extraversión y
apertura/intelecto, está también muy influenciada por la dopamina. Este
«macro-rasgo» refleja el grado en el que somos capaces de generar nuevos
objetivos, nuevas interpretaciones del estado actual y nuevas estrategias
para alcanzar dichos objetivos. La plasticidad requiere procesos como la
estabilidad para que los objetivos se puedan alcanzar y la exploración de
circunstancias cambiantes e impredecibles. Y esto es lo que la dopamina
facilita: explorar de una manera constante (estable) para lograr las posibles
recompensas que están detrás de la incertidumbre.
Respecto a la impulsividad, los investigadores distinguen hasta cuatro
tipos distintos: la urgencia, la falta de perseverancia, la falta de
premeditación y la búsqueda de sensaciones. De estas cuatro, la evidencia
vincula especialmente a las dos últimas con la función dopaminérgica. La
ausencia de premeditación implica una conducta poco reflexiva: tomar una
decisión rápidamente sin prever las potenciales consecuencias negativas de
nuestros actos. En cierta manera es lo que todos podemos entender por
«impulsividad». Serían dos los circuitos dopaminérgicos implicados, el de
saliencia y el de valores; el primero de estos circuitos sería deficitario, y el
segundo estaría sobreestimulado. Esta doble actividad dopaminérgica
involucrada en la impulsividad podría ser importante para explicar algunas
características del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad
TDAH, que implica niveles problemáticos de impulsividad en forma de
falta de premeditación y de perseverancia. Precisamente los fármacos
utilizados para tratar el TDAH son efectivos porque se cree que aumentan
la dopamina en el circuito de saliencia. Volviendo a la impulsividad, existe
un amplio respaldo empírico para poder afirmar que la función
dopaminérgica está íntimamente relacionada con ella y con la búsqueda de
sensaciones.
La agresividad parece estar también mediatizada por la dopamina. Hay
un tipo de agresividad que sería más reactiva o defensiva, y que tiene como
objetivo eliminar una amenaza. En este caso suele estar implicado también
el pánico, y se trata de una reacción que está regulada por la serotonina. Sin
embargo, habría otro tipo de agresividad, más proactiva u ofensiva y que
tiene como objetivo la adquisición de recursos, y sería esta última la que
estaría relacionada con la dopamina.
Hay otros rasgos de personalidad, como serían la ansiedad y la
depresión que correlacionan negativamente con la dopamina y que entrarían
dentro de la categoría del neuroticismo. Ambas, depresión y ansiedad, para
algunos autores se solaparían formando un rasgo único, la angustia; en
personas con este rasgo, lo que ocurriría es una especie de evitación de la
aproximación a la recompensa, al contemplarse al mismo tiempo un posible
castigo. Por ejemplo, el deseo de concertar una cita con una persona que
nos atrae se solapa con el miedo a ser rechazado que es el que finalmente se
impondría, inhibiendo así la aproximación al objetivo (que la cita tenga
lugar). La evasión pasiva es una respuesta a los peligros a los que nos
debemos enfrentar para lograr un objetivo. Cuando el rasgo psicológico que
predomina es la ansiedad, la aproximación al objetivo se hace más lenta al
aumentar la vigilancia y la precaución. Se podría afirmar que, con la
ansiedad, la perspectiva del castigo aún es más débil que la posibilidad de
una recompensa, así que todavía se alcanzaría el objetivo. Por el contrario,
cuando en vez de ansiedad hablamos de depresión, el castigo es percibido
como inevitable, con lo que la consecución del objetivo se antoja ya como
inalcanzable. Recuerde el lector lo relativo a la «indefensión aprendida» de
Seligman, donde la motivación ha sido anulada por la amenaza del castigo y
la dificultad percibida de alcanzar un objetivo. Y aquí es donde entra la
dopamina y podemos valorar su enorme importancia en lo relativo a la
motivación y, en especial, a la pérdida de dicha motivación tan asociada a la
vejez.
El síntoma de la depresión más relacionado con la falta de dopamina
es la anhedonia, esa dificultad para experimentar placer en las actividades
cotidianas; y es la anhedonia según los estudios sobre la personalidad lo que
más negativamente correlaciona con la extraversión. Con todo, algunos
autores matizan que, la dopamina, en relación a la depresión, estaría más
asociada con la pérdida de interés que con la anhedonia; esta pérdida de
interés actuaría como una desmotivación, una desgana a la hora de explorar
el mundo que nos rodea para alcanzar posibles metas y lograr las ansiadas
recompensas.
El optimismo, esa visión positiva sobre el futuro, implica también
evaluarnos de manera positiva a nosotros mismos. Tal y como analizó
Albert Bandura en sus investigaciones sobre la autoeficacia, el concepto
que tengamos sobre nuestras capacidades influirá en nuestra ejecución y en
cómo nos desenvolvemos en una determinada tarea. Si confiamos en que
seremos capaces de salir airosos, sin duda mejoraremos el rendimiento y
aumentaremos nuestras posibilidades de lograrlo.
Una visión sana y positiva de nuestro ego no debe confundirse con el
narcisismo, que puede llegar a ser un trastorno de la personalidad. Sin llegar
a este extremo de exaltación del yo en detrimento de los demás, al parecer
existe una tendencia natural en los seres humanos a considerarnos
superiores a los otros en varias dimensiones de la personalidad. Makiko
Yamada y sus colaboradores del Centro de Imagen Molecular del Instituto
Nacional de Ciencias Radiológicas de Chiba, en Japón, han estudiado en
profundidad la relación entre esta «ilusión de superioridad» y el sustrato
neurofisiológico implicado.[196] A diferencia de los pensamientos negativos
sobre el futuro y sobre nosotros mismos, propios de un trastorno depresivo,
un pensamiento optimista y una autoestima adecuada son indicativos de una
buena salud mental. La ilusión de superioridad implica juzgarse a uno
mismo como superior a las personas promedio en diferentes dimensiones,
como la inteligencia, y tal y como indica la palabra «ilusión» es algo que
nosotros creemos sin que exista una evidencia para ello; al igual que ocurre
con el optimismo y con la alta autoestima, se trata de una ilusión positiva y
deseable a nivel filogenético y que al parecer el cerebro ha evolucionado
para apoyarla. Yamada y su equipo, utilizando la resonancia magnética
funcional, comprobaron que regiones del cerebro como el cuerpo estriado
(con una alta densidad de receptores de dopamina D₂), está asociado con la
personalidad y el estado de ánimo, y más en concreto con esa percepción
deseable de uno mismo. Su estudio proporciona una base neuromolecular
para la ilusión de superioridad, al demostrar su interrelación con la
dopamina y el cuerpo estriado. Para Yamada, dado que la ilusión de
superioridad está relacionada negativamente con la desesperanza, la
posesión de esta ilusión es importante para la salud mental al promover una
esperanza positiva para el futuro.
5.- LA DEPRESIÓN: EL INVITADO
INESPERADO, EL ENEMIGO MÁS
PELIGROSO

La depresión es una grieta en el amor. Para ser criaturas que amamos, debemos ser
criaturas que nos desesperamos por lo que perdemos, y la depresión es el mecanismo de esa
desesperación. Cuando sobreviene, degrada a la persona en lo más íntimo de sí misma y, en
última instancia, eclipsa la capacidad de dar o recibir afecto. Es la soledad interior puesta de
manifiesto, y destruye no solo el vínculo con los otros, sino la capacidad de sentirse bien con
uno mismo. [197]

Así comienza Andrew Solomon su magnífico libro El demonio de la


depresión, del que se ha publicado una nueva edición actualizada.[198] Él
nos aporta su experiencia desde el lado oscuro de esta enfermedad que
padeció con virulencia durante años, ofreciéndonos una valiosa información
desde distintos ángulos: biológico, psicológico, filosófico… así como sus
posibles abordajes terapéuticos. La depresión es una enfermedad que afecta
a entre el 8 % y el 12 % de la población y representa una de las principales
causas de discapacidad (la primera según las previsiones de la Organización
Mundial de la Salud para el año 2030). En los últimos quince años se ha
multiplicado la prescripción de antidepresivos en un 200 %. Tener un
trastorno depresivo no consiste en estar desganado, apagado o con falta de
energía. Se trata de un cuadro con una sintomatología característica en la
que destaca una profunda tristeza teñida de pensamientos angustiosos y
catastrofistas, una incapacidad para sentir placer y un sentimiento de culpa
e inutilidad; cuando hablamos ya de un trastorno depresivo mayor,
revestiría la suficiente gravedad como para convertir la existencia en un
infierno sin esperanza y sin ninguna salida, excepto la del suicidio.
Después de la experiencia adquirida en muchas horas de terapia, estoy
de acuerdo en que la depresión es una grieta en el amor. Es una grieta que
se abre en lo más profundo de un ser humano, destruyendo de forma
implacable las ilusiones, las ganas de vivir y la posibilidad de sentir placer.
Avanza como un cáncer hasta minar nuestra esencia más íntima, hasta
arrastrarnos a una habitación fría, oscura y amenazante. En los casos más
graves, nos supera venciéndonos en la batalla, nos deja sin fuerzas y sin
esperanzas, solo queda entonces el alivio de desaparecer y de ponerle fin a
esa tortura.
Todos los pacientes depresivos a los que traté tenían en común el dolor
y el sufrimiento, la sensación opresiva y angustiosa de estar atrapados en
una pesadilla de la que no podían escapar. A Damian lo comencé a ver por
mediación de su mujer, que vino a la consulta muy preocupada por el
comportamiento de su marido. Ella era española y él alemán; se habían
conocido en Alemania mientras ella estaba trabajando allí como profesora
de español. Damian era, me comentó afligida en la primera sesión, el
hombre más inteligente y más atractivo que había conocido en toda su vida.
Podía desenvolverse sin problema en su vida madrileña, en su trabajo, a
nivel social (dominaba perfectamente el castellano) y sin mostrar ninguna
sintomatología depresiva. Pero por razones que ella no entendía, en
cuestión de días comenzaba a deslizarse en esa grieta de aflicción, sus
comentarios cotidianos gradualmente se llenaban de negatividad hasta que
un día enmudecía y se quedaba mirando al infinito a través de la ventana
del salón de su casa. Dejaba de salir, abandonaba cualquier actividad que
antes le resultaba placentera como leer, jugar al tenis o quedar con sus
amigos, y perdía todo interés por el sexo. En el último peldaño de su
particular descenso a los infiernos, se bebía todo el alcohol que encontraba
en su casa y terminaba en posición fetal, debajo de la mesa del comedor,
llorando de manera inconsolable durante horas como un niño pequeño. Su
mujer me confesaba que era tremendamente doloroso verle en ese estado,
un hombre de casi dos metros y que había sido teniente y piloto de caza
durante su servicio militar, reducido a una ruina humana; y ella, impotente
para ayudarle a salir de ese estado de absoluta desolación, incapaz de
proporcionarle el más mínimo alivio a su sufrimiento.
A Damian le vi una semana después. Su mujer no había mentido, era
un hombre de unos treinta años muy atractivo, rubio y de ojos
profundamente azules. Él tampoco podía comprender cómo y por qué
acababa en ese estado tan lamentable. Comenzaba con una vulnerabilidad
más acusada de lo normal ante los problemas del día a día, con una
sensibilidad acrecentada hacia lo negativo que modificaba su discurso sobre
sí mismo. Reproches, autocríticas y culpabilidades iban minando su
autoestima como si fuera un óxido corrosivo atacando y desgastando los
pilares de su esencia humana y de toda la estructura profunda de su
personalidad. Se sentía cada vez más angustiado, las ilusiones se
evaporaban, las ganas de llorar eran cada vez más intensas y las actividades
diarias como almorzar o ver una película se tornaban grises, sin sentido
alguno. A partir de un punto determinado ya no podía hacer nada para
cambiar las cosas, excepto dejarse llevar por un tobogán descendente hasta
un pozo de dolor, donde el alcohol era la única forma de mitigarlo.
Aunque en el transcurso de la terapia fuimos encontrando las creencias
cognitivas subyacentes a su depresión y los pensamientos irracionales que
estas provocaban, el componente bioquímico en forma de una alteración de
sus neurotransmisores era el primer eslabón de la cadena y lo que
probablemente daba lugar a todo lo demás. Damian comenzó un tratamiento
con antidepresivos ISRS (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de
Serotonina) para estabilizar su estado de ánimo y después proseguimos con
una terapia cognitivo-conductual. Unos meses después, podía identificar sus
pensamientos negativos y tenía herramientas para contraatacarlos y
volverlos más racionales; comprendía cómo comenzaba todo el proceso y
podía intervenir en algunos momentos para reconducir esa tormenta
depresiva que le iba asfixiando poco a poco. Pero no siempre. A Damian,
como a muchas personas, su bioquímica cerebral probablemente le afectará
de por vida.
A Luisa comencé a tratarla unos meses más tarde que a Damian.
Casada, con un hijo de nueve años y funcionaria en un Ministerio, parecía
estar permanentemente en estado de alerta. Tomaba medicación para la
ansiedad desde hacía tiempo, padecía insomnio y presentaba otros síntomas
añadidos como pérdida de apetito, hipertensión y un sentimiento
incapacitante de aprensión constante, como si una catástrofe estuviera a
punto de cernirse sobre ella.
En las primeras sesiones se puso de manifiesto su estilo de
pensamiento sumamente perfeccionista: no se perdonaba los errores y
ejercía sobre sí misma una despiadada y constante presión para hacer las
cosas «como se deben hacer» sin ningún margen de error. Cualquier
situación un poco estresante (nada especialmente destacable en el día a día
de una gran urbe), la desbordaba. Incapaz de gestionar los desafíos y las
contrariedades habituales acababa derrumbándose, llorando o recurriendo a
una dosis extra de ansiolítico para calmar una angustia que la arrasaba por
completo. Su ansiedad cursaba con la depresión; al verse incapaz de sortear
los retos que se le presentaban, su concepto de sí misma iba tornándose más
negativo: se consideraba a ella misma como una débil y una histérica,
alguien que se comporta como una estúpida haciendo el ridículo ante los
demás.
Su estado de tensión y alerta casi permanente le llevaba a padecer de
vez en cuando distintas fobias, siendo la más frecuente la fobia a firmar o a
escribir delante de los demás. Incluso firmar el cheque para pagar la terapia,
delante de mí y en presencia de mi secretaria, le provocaba una ansiedad
máxima que se traducía en un temblor incontrolable en su mano al sujetar el
bolígrafo. La depresión estaba íntimamente unida a sus problemas de
ansiedad, en realidad, y como solía ocurrir casi siempre en otros pacientes,
ambas, depresión y ansiedad convivían en un entramado complejo en el que
se retroalimentaban mutuamente.
Luisa tenía una mayor vulnerabilidad ante el estrés que la mayoría de
las personas y una sensibilidad más acusada ante los acontecimientos
amenazantes. Durante la terapia trabajamos sus creencias perfeccionistas,
aprendiendo habilidades de afrontamiento ante el estrés como la relajación,
la respiración profunda y la parada de pensamiento. A los pocos meses
había mejorado sustancialmente, pero Luisa, aún después del alta
terapéutica, tendrá que lidiar con esa vulnerabilidad durante el resto de su
vida. No podrá bajar la guardia ante los estresores a los que se deberá
enfrentar en el futuro, y las probabilidades de sufrir una crisis son elevadas.
Tanto Damian como Luisa comparten una probable predisposición
genética a padecer ansiedad y depresión, más acusada en el caso de él.
Comparten también una sintomatología en la que prevalece la tristeza, la
dificultad para disfrutar de las actividades cotidianas y para sentir placer, el
pesimismo ante el futuro, la extrema sensibilidad por los reveses habituales
de la vida, la vulnerabilidad frente a la pérdida, la activación fisiológica por
culpa de la ansiedad y una huella más profunda del daño, lo que conlleva
una recuperación lenta o una resiliencia poco efectiva. Pero lo que no
sabían Damian ni Luisa, ni yo mismo entonces, es que además de todo lo
anterior, la ansiedad y la depresión provocan daños a muchos niveles que
pueden incluso precipitar un envejecimiento acelerado.
El estudio y el tratamiento de la depresión son vitales para
comprender, en toda su extensión y complejidad, las relaciones inesperadas
y sorprendentes que existen entre este trastorno del estado de ánimo y el
hecho de envejecer. Esas relaciones que se intuían desde hace tiempo, están
comenzando a desvelarse con los últimos estudios. Existe una prometedora
línea de investigación que explora cómo algunas enfermedades (diabetes,
cáncer, cardiopatías…) aceleran los procesos implicados en el
envejecimiento (este nuevo enfoque, denominado gerosciencia, lo
volveremos a ver en la parte final del libro). Una posible hipótesis apunta a
que la aparición temprana de algunas enfermedades ocasionaría una
manifestación prematura y acelerada de rasgos específicos del
envejecimiento, incluida la morbilidad crónica. ¿Pero cuáles son los
mecanismos moleculares y celulares que explicarían por qué algunas
enfermedades, incluidas las enfermedades psiquiátricas como la depresión y
la ansiedad, aceleran el proceso de envejecimiento? Volveremos sobre este
punto más adelante.
La depresión implica una serie de síntomas como la tristeza, la falta de
energía, la anhedonia o incapacidad de sentir placer, un conjunto de
pensamientos negativos sobre nosotros, el mundo y el futuro (lo que se
denomina «tríada cognitiva de Beck») y comportamientos como la
inhibición motriz o llorar entre otros. Son muchas las clasificaciones
diagnósticas de la depresión recogidas en el DSM-V, el Manual Diagnóstico
y Estadístico de los Trastornos Mentales, pero podríamos resumir que existe
una depresión endógena y otra leve o distímica. La primera de ellas es más
grave, implica a estructuras profundas de la personalidad y tiene una
probable conexión a nivel bioquímico y genético. La depresión leve tiene
mejor pronóstico y su sintomatología no es tan florida ni tan recurrente.
Algunos expertos consideran que, no se trata tanto de categorías
diagnósticas diferenciadas, sino más bien de un continuo de tristeza, dolor y
desesperanza que avanza en intensidad de menos a más, pudiendo llegar a
ser una grave enfermedad que requiere medicación, y en algunos casos
hospitalización. Como he comentado antes, las diferencias entre la
depresión y la ansiedad son muy difusas. Para Scott Stossel, autor del ‘best
seller’ Ansiedad:

Tanto la ansiedad como la depresión cursan con elevados niveles


de la hormona del estrés cortisol, y ambas comparten rasgos
neuroanatómicos como son la reducción del tamaño del hipocampo y
de otras partes del cerebro. Igualmente tienen en común ciertas raíces
genéticas sobre todo en los genes relacionados con la producción de
serotonina y dopamina.[199]

El hecho de que la depresión lleve aparejada una disminución de


tamaño del hipocampo es muy relevante si hablamos del envejecimiento, ya
que en esa estructura cerebral con forma de caballito de mar, radica en parte
nuestra memoria y la capacidad que tenemos para crear recuerdos (en la
enfermedad de Alzheimer es una de las primeras regiones del cerebro en
sufrir daños).
Además de la dopamina, la serotonina es otro neurotransmisor
implicado en la depresión, y aunque no se sabe a ciencia cierta su función
exacta en la regulación del estado de ánimo, algunos medicamentos como el
Prozac parecen actuar aumentando su disponibilidad en el espacio
sináptico. Existe una correlación clara entre el aumento de la hormona del
estrés, el cortisol, y la disminución de serotonina: si se incrementan los
niveles de cortisol, los de serotonina disminuyen; si una persona sufre de
estrés, incrementa la liberación hormonal de corticotropina, lo que a su vez
dispara el cortisol, y si una persona se deprime disminuye la cantidad de
serotonina en el cerebro.[200] Una de las graves consecuencias que implica
el estrés es que si este es continuado en el tiempo y los niveles de cortisol
permanecen anormalmente elevados de manera sostenida, se produce un
daño permanente en el sistema que regula todo el proceso de recuperación
del estrés. Puede ocurrir entonces que un suceso estresante, no
necesariamente intenso, eleve el nivel de cortisol y luego resulte
complicado que regrese a los niveles existentes al inicio.
Y si la hormona del estrés (el cortisol) y la depresión son dos caras de
la misma moneda, es fácil concluir que los daños cerebrales se comparten
también: el estrés prolongado y los episodios depresivos que se repiten a lo
largo de los años de una persona, comienzan a destruir las neuronas que
regulan el nivel correcto de cortisol y se producen lesiones en la amígdala y
en el hipocampo.[201] Un caso ilustrativo de los devastadores efectos del
cortisol lo encontramos en el salmón. Los salmones, cuando alcanzan la
madurez sexual, remontan el río que los vio nacer para desovar. Después de
sortear un sinfín de obstáculos y de superar múltiples peligros los
supervivientes llegan a la parte alta del cauce, donde después del desove
perecen a los pocos días en una especie de muerte programada, tal y como
vimos al hablar del envejecimiento en el primer capítulo. Existen
suficientes evidencias para pensar que, esta muerte programada, se debe a la
excesiva concentración de glucocorticoides en el salmón, dando lugar a la
degeneración de diferentes órganos como son el estómago, los riñones y el
hígado, así como de glándulas como la tiroides, hipófisis o gónadas. Y hay
algo más: los salmones devastados por el cortisol presentan en sus cerebros
una concentración anormalmente elevada de proteína beta amiloide, la
proteína que también se halla aumentada en las personas con enfermedad de
Alzheimer.[202]
Llegados a este punto tenemos sobre la mesa diferentes elementos que,
ahora que conocemos la relación entre ellos y cómo interaccionan, debe
hacernos reflexionar. Sabemos que el estrés y que la depresión interactúan,
que la hormona del estrés, el cortisol, y la serotonina están implicados en
los mismos procesos, que el hipocampo, entre otras regiones del cerebro, se
ve afectado (y disminuye su tamaño), que el hipocampo está relacionado
con la memoria y que el envejecimiento y el alzhéimer afectan a la
memoria.
Pero vayamos un poco más lejos. Hay estudios que muestran cómo la
depresión y el estrés envejecen nuestros cromosomas. Recordemos que los
telómeros son la parte más externa de los cromosomas y que a medida que
nos hacemos mayores y a cada duplicación celular van acortándose, siendo
un indicador del grado de envejecimiento de nuestros cuerpos. Un grupo de
investigadores de la Universidad de Umeâ en Suecia liderado por Mikael
Wikgren, estudió a 91 sujetos con un trastorno depresivo mayor recurrente
y a 451 personas en un grupo control, midiendo el nivel de cortisol en
sangre.[203] Las conclusiones de este estudio no pueden ser más reveladoras:
una longitud más corta de los telómeros se asocia con la depresión y con
hipocortisolismo (que es una prueba de la exposición prolongada al estrés).
Para Wikgren, el hecho de que los pacientes diagnosticados de depresión
tengan una longitud más corta de los telómeros en comparación con
personas no deprimidas, se explica porque la depresión interfiere en la
regulación del cortisol, poniendo de manifiesto el importante papel que
desempeña el estrés en los trastornos depresivos.
Josine E. Verhoeven, de la University Medical Center de Amsterdam,
Países Bajos, y sus colaboradores han estudiado las repercusiones que el
trastorno depresivo mayor (TDM) puede tener en el envejecimiento.[204]
Según Verhoeven, los pacientes con TDM tienen un mayor riesgo de
aparición de enfermedades somáticas relacionadas con el envejecimiento,
como las enfermedades cardiovasculares, diabetes, obesidad y cáncer. Esto
sería indicativo de que existen, en las personas que padecen TDM,
mecanismos de envejecimiento acelerado, algo que también se verifica en la
longitud de los telómeros. Lo que estos investigadores vieron en su estudio,
llevado a cabo en los Países Bajos con 1 095 pacientes con TDM, es que a
mayor gravedad de los síntomas depresivos, así como a la mayor duración
de estos en los últimos cuatro años, la longitud de los telómeros era más
corta. Observaron que las personas deprimidas muestran un envejecimiento
celular acelerado, envejecimiento que correlaciona con la gravedad y
duración de la sintomatología depresiva: a más gravedad y cronicidad le
corresponde menor longitud de los telómeros.
Elizabeth Blackburn (la descubridora de la telomerasa) y Elissa Epel,
junto a otros investigadores, estudiaron los telómeros de dos grupos de
madres; uno de los grupos estaba formado por madres con hijos autistas
sometidas a una gran carga de trabajo y de estrés y el otro grupo por madres
con hijos sanos.[205] Constataron que cuanto más estresadas estaban las
madres, más cortos eran sus telómeros, y no solo eso, sino que las mujeres
sometidas a mayor estrés y que presentaban un nivel de agotamiento mayor,
tenían telómeros que parecían diez años más viejos que los del otro grupo
de madres, y su telomerasa (la enzima que reconstruye los telómeros) se
había reducido a la mitad. Según Blackburn y Epel el estrés no solo hace
que enfermemos más a menudo al deprimir el sistema inmunitario, sino que
consigue que envejezcamos más deprisa. La gente con telómeros más cortos
tiene más posibilidades de desarrollar patologías relacionadas con el estrés,
como diabetes, ictus o alzhéimer, además de fallecer antes.[206]
También los factores sociales que aumentan el nivel de estrés acortan
la longitud de los telómeros, como por ejemplo tener un nivel
socioeconómico bajo, vivir en zonas deprimidas y contaminadas o el trabajo
por turnos, tal y como ha estudiado J. Lin de la Universidad de California,
en San Francisco (Estados Unidos) junto a Epel y Blackburn.[207]
Una prueba más de cómo el estrés crónico puede producir
modificaciones anatómicas, la encontramos en los estudios de Bruce
McEwen y Peter Gianaros, que han mostrado cómo la amígdala se vuelve
más activa, mientras que el hipocampo y la corteza prefrontal se contraen.
[208]
Un problema añadido de la depresión es su cronicidad. Cuantos más
episodios depresivos padezca una persona mayor será la probabilidad de
seguir padeciéndolos en el futuro. Pero no solo eso: lo más seguro es que
cada episodio sea más grave que el anterior, y que los períodos de latencia
entre uno y otro vayan acortándose más y más. Un acontecimiento trágico,
una pérdida, una crisis vital pueden desencadenar un primer episodio
depresivo; con el paso del tiempo, lo más normal es que las siguientes
depresiones vayan independizándose de las causas externas y tornándose en
un ente autónomo, independiente de los factores ambientales. Yo exponía
este hecho a mis pacientes con diferentes metáforas para explicarles la
naturaleza de la depresión y el riesgo de las recaídas. Cuando visitamos un
monumento muy antiguo o una construcción que lleva en pie muchos años,
si hay unas escaleras, la piedra o el mármol de sus peldaños estará más
desgastada en su parte central donde los millones de pisadas soportadas a
los largo de los siglos la han ido horadando. Es algo parecido a lo que
ocurre cuando damos un paseo por el campo y observamos una hilera de
hormigas que van y vuelven de su hormiguero: sus diminutas extremidades,
después de muchos días, van labrando un estrecho surco que además, a
medida que gana en profundidad, asegurará que las hormigas no se salgan
del carril. Es posible que una tragedia ocasione una depresión, pero en
presencia de cierta vulnerabilidad de la personalidad o de una
predisposición genética, el cerebro modificará su bioquímica y ese camino
de hormigas se irá haciendo más y más profundo dificultando la escapatoria
del trastorno.
Los pensamientos negativos, la dificultad para experimentar placer,
una visión sombría de la vida y del futuro, van creando un hábito que se
alimenta a sí mismo. Las insistentes ideas pesimistas crean un patrón que
irá afianzándose a base de repeticiones, patrón que como en esas antiguas
escaleras, va dejando una insondable huella. En última instancia te ves
atrapado en una tela de araña de la que cada vez es más complicado
despegarse y escapar. En consecuencia, las conexiones sinápticas se
vuelven más fuertes o más débiles dependiendo de nuestra actividad.
Cuando las conexiones sinápticas se refuerzan o se debilitan van
remodelando lentamente nuestra arquitectura cerebral: son los éxitos (entre
otras cosas a través del sistema de recompensa de la dopamina) y los
fracasos los que esculpen pacientemente nuestras redes neuronales. En el
caso de los éxitos, si encadenamos experiencias tempranas en nuestros
primeros años, aumentarán las probabilidades de convertirnos en adultos de
éxito, lo que se ha denominado The Winner Effect (el efecto ganador).[209]
En este orden de cosas, los dos factores de riesgo más importantes
asociados con las recaídas son la persistencia de síntomas residuales y el
número de episodios previos de depresión mayor.[210] Como resultado, para
la mayoría de las personas, la depresión es un trastorno episódico que dura
toda la vida con múltiples recaídas.[211] Para el Dr. José Manuel Menchón
Magriña, Jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario de
Bellvitge, en Barcelona, la depresión es una enfermedad crónica con altas
tasas de recaída:

Con un primer episodio, el tratamiento recomendable suele durar


entre seis meses y un año. Pero si el paciente ha tenido tres episodios
depresivos, el tratamiento se mantiene de cinco años a indefinido.
Sabemos que cuando una persona ha tenido tres episodios, las
posibilidades de recaída son del 90 %. [212]

Tenemos otro factor implicado en los trastornos depresivos que nos


sugiere que, la estrategia de la longevidad, debe comenzar mucho antes de
lo que se cree, preferiblemente en la segunda década de la vida. Varios
estudios poblacionales de los años sesenta indicaban un posible inicio de la
depresión que se situaba en los 45 años aproximadamente, sin embargo las
últimas investigaciones señalan dos picos de edad, uno a los 45 o 50 años y
otro en personas más jóvenes. Para algunos investigadores, las adversidades
a las que nos enfrentamos en la infancia podrían tener repercusiones para el
resto de nuestra vida y contribuir a la aparición de una depresión. Un grupo
de investigadores de la Facultad de Medicina de Helsinki, en Finlandia,
observó con una amplia muestra poblacional de ese país que existía una
relación entre la longitud más corta de los telómeros de personas adultas y
el haber padecido un mayor número de eventos adversos en la infancia. [213]
También comprobaron que, la enfermedad crónica o grave en la niñez, fue
el evento individual que más significativamente estaba asociado a la
longitud de los telómeros en la edad adulta. Este estudio nos indica que las
adversidades que sufrimos en la infancia podrían tener un impacto
considerable en el futuro, aumentando las posibilidades de padecer
depresión y/o ansiedad y acelerar el proceso de envejecimiento.
En otro estudio realizado en los orfanatos de Rumania, se siguió a 136
niños de edades comprendidas entre seis y treinta meses, la mitad de los
cuales fueron asignados aleatoriamente a familias de acogida y la otra mitad
permaneció en un orfanato. Los investigadores obtuvieron muestras de
ADN de los niños cuando tenían entre seis y diez años de edad, y midieron
la longitud de sus telómeros. Descubrieron que cuanto más tiempo pasaban
los niños en el orfanato en la primera infancia, antes de los cuatro años y
medio, más cortos eran sus telómeros. «Esto demuestra que el cuidado
institucional afecta a los niños hasta un nivel molecular», afirma la
psiquiatra Stacy Drury de la Universidad de Tulane en Nueva Orleans,
Louisiana, (Estados Unidos) uno de los autores principales del estudio.[214]
Con todo, no es necesario padecer traumas especialmente severos en la
infancia, como serían los contemplados en este último estudio con los
orfanatos de Rumanía. Es posible que un estrés psicosocial de mediana
intensidad padecido en la infancia pueda tener influencia a nivel de nuestros
cromosomas y, en consecuencia, hacernos envejecer más rápido cuando
seamos adultos. Podemos comenzar a cuidarnos al llegar a los cincuenta
años, haciendo ejercicio, mejorando nuestra dieta y tomando antioxidantes,
pero tal vez lo que nos haya ocurrido décadas antes tenga una relevancia
insospechada e interfiera de alguna forma en nuestro objetivo para
aumentar la longevidad.
Hay un último factor en juego en el binomio depresión/envejecimiento
que tiene una importancia primordial. Como ya sabemos, la inflamación es
una de las principales causas del envejecimiento. Andrew Miller y sus
colaboradores del Departamento de Psiquiatría y Ciencias del
Comportamiento de la Facultad de Medicina de Emory, en Atlanta, Estados
Unidos, han estudiado la relación entre la inflamación y la depresión.[215]
Aunque es reconocido que la inflamación juega un papel en un amplio
espectro de enfermedades, este papel puede hacerse extensivo a los
trastornos neuropsiquiátricos, incluida la depresión mayor. Lo que Miller ha
constatado es que los pacientes con depresión mayor exhiben
biomarcadores inflamatorios aumentados, incluyendo citoquinas
inflamatorias, que acceden al cerebro e interactúan virtualmente con todos
los dominios fisiopatológicos que se sabe están relacionados con la
depresión, incluyendo el metabolismo neurotransmisor, la función
neuroendocrina y la plasticidad. Existen indicios de que la activación de las
vías inflamatorias dentro del cerebro contribuye a una mayor toxicidad y a
una pérdida de elementos gliales, hecho que coincide con los hallazgos
neuropatológicos que caracterizan a los trastornos depresivos.
Otro aspecto destacable en relación al vínculo entre inflamación y
depresión son los datos que demuestran que el estrés psicosocial es capaz
también de estimular moléculas de señalización inflamatoria, incluido el
factor nuclear kappa B (NF-κB). Además, los pacientes deprimidos con
biomarcadores inflamatorios aumentados tienen mayor probabilidad de
presentar resistencia al tratamiento, y en varios estudios, la terapia
antidepresiva se ha asociado con respuestas inflamatorias disminuidas.
Estos mismos estudios sugieren también que la inhibición de las citoquinas
proinflamatorias o sus vías de señalización mejoran el estado de ánimo
deprimido y aumentan la respuesta al tratamiento con los medicamentos
antidepresivos convencionales. Las citoquinas pueden afectar también a la
dopamina, disminuyendo la disponibilidad de la misma a través del óxido
nítrico; aunque en condiciones normales las citoquinas favorecen la
neurogénesis y el funcionamiento cognitivo, cuando su activación es
prolongada y excesiva, aumenta las posibilidades de padecer una depresión.
El efecto de las citoquinas y de la inflamación sobre la glía en regiones
cerebrales importantes para el estado de ánimo, como son la amígdala y la
corteza prefrontal, coincide con las anormalidades morfológicas observadas
en presencia de la depresión mayor.
La relación entre la inflamación, la depresión y el envejecimiento se
pone de manifiesto al mostrar también que la consecuencia de dicha
relación es el acortamiento de los telómeros, según un estudio realizado en
los Países Bajos con 2 750 participantes.[216] En este estudio se midieron los
síntomas depresivos a través del inventario de Beck (un test que mide la
intensidad y gravedad de la depresión), la ansiedad y la presencia o no de
un trastorno depresivo mayor según los criterios diagnósticos del DSM IV.
Además, como variables mediadoras se tuvieron en cuenta el estrés
fisiológico, el síndrome metabólico y el estilo de vida. Las conclusiones
fueron que, la longitud más corta de los telómeros se asociaba con una
mayor gravedad de los síntomas y del diagnóstico de depresión y ansiedad;
la proteína C reactiva, la interleucina 6, la circunferencia de la cintura, los
triglicéridos, las lipoproteínas de alta densidad del colesterol y el
tabaquismo fueron mediadores significativos en la relación entre la
psicopatología depresiva y de ansiedad y el acortamiento de los telómeros.
Hay una última variable en la ecuación de la
depresión/envejecimiento, y es la que nos habla de que una de las
consecuencias de la pérdida de la juventud y del declive físico y cognitivo
es precisamente la tristeza, la ausencia de ilusiones, la infelicidad y la
angustia ante la proximidad del final. Los ancianos que viven en las
residencias geriátricas tienen el doble de posibilidades de sufrir depresión, y
se cree que más de un tercio de ellos padecen una depresión severa.
También la serotonina, el otro importante neurotransmisor implicado en la
depresión además de la dopamina, se reduce a la mitad en una persona de
ochenta años en relación al nivel registrado en una de sesenta.[217] Estas
modificaciones en los niveles de neurotransmisores vienen acompañadas de
otros cambios morfológicos como es la disminución del riego sanguíneo
cerebral.
En el plano psicológico (y mediatizado por estas particularidades
orgánicas) se da una mayor tendencia a los pensamientos negativos sobre el
propio deterioro, la tristeza por la pérdida de amigos, o planteamientos
filosóficos sobre la cercanía de la muerte o sobre la imposibilidad de haber
logrado las metas que uno se había fijado en la juventud. Es como un
circuito que se retroalimenta: la menor disponibilidad de serotonina y
dopamina, junto con la baja irrigación sanguínea, predispone al anciano a
una rumiación de pensamientos catastrofistas sobre su pérdida de la
dignidad, el sentirse como un mueble viejo e inútil, etc., lo que a su vez
agrava el trastorno depresivo.
Por desgracia las malas noticias relacionadas con la depresión no
acaban aquí. La vinculación entre la depresión (incluso a edades muy
tempranas) y una aceleración del envejecimiento es solamente una pieza del
puzle; además, existen serias evidencias que indican que los trastornos
depresivos aumentan las probabilidades de sufrir demencias y enfermedad
de Alzheimer.[218] Después de estudiar a más de 50 000 adultos durante un
período de cinco años, se comprobó que los mayores de cincuenta años con
depresión tenían más del doble de posibilidades de desarrollar demencia
vascular y un 65 % más de probabilidades de desarrollar la enfermedad de
Alzheimer que las personas de edad similar que no estaban deprimidas. «No
podemos decir que la depresión tardía causa demencia, pero podemos decir
que probablemente contribuya a ella», afirma Meryl Butters, profesora
asociada de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Pittsburgh, en Estados Unidos, y coautora del estudio. Según ella «creemos
que la depresión es tóxica para el cerebro, y un daño cerebral leve, se
agregará al proceso degenerativo».[219] Investigaciones anteriores han
demostrado que una historia de depresión está relacionada con una
duplicación del riesgo de que alguien termine padeciendo la enfermedad de
Alzheimer. Pero este es el primer estudio que demuestra una asociación aún
más fuerte con la demencia vascular, una afección causada por accidentes
cerebrovasculares u otras interrupciones del flujo sanguíneo en el cerebro.
Las hipótesis que manejan los investigadores para explicar cómo la
depresión puede aumentar la probabilidad de demencia y alzhéimer son las
que hemos comentado más arriba. En primer lugar, la presencia en las
personas deprimidas de una mayor cantidad de la hormona del estrés
cortisol, implicada en un menor tamaño del hipocampo (recordemos que
esta estructura anatómica es clave para las funciones de la memoria) y en
segundo lugar la depresión contribuye a la inflamación crónica que daña los
vasos sanguíneos dificultando la llegada de la sangre al cerebro,
provocando en última instancia un deterioro de las redes neuronales.
En un estudio clásico iniciado por Terman en 1921 con más de 1 500
niños a los que se les siguió durante noventa años, se comprobó un hecho
muy ilustrativo: reaccionar ante una pérdida con abuso de sustancias como
el alcohol o padeciendo depresión, se asocia con una muerte prematura. Sin
embargo, los que tras una pérdida elaboran un duelo adecuado, mejoraron
su expectativa de vida, obteniendo gracias a su resiliencia un promedio de
cinco años más de vida. El psiquiatra Daniel G. Amen opina que la
depresión, el estrés crónico y el duelo mal elaborado ante las pérdidas,
pueden robar años a la vida y envejecernos. Para él la depresión, por sí
misma, es un factor de riesgo de alzhéimer, enfermedades del corazón,
cáncer y obesidad.[220]
La tormenta perfecta del infernal binomio depresión-envejecimiento
podría resumirse de la siguiente forma: El señor Y nació con una ligera
predisposición genética a la depresión. Su infancia no fue nada fácil,
padeció acontecimientos traumáticos que fueron moldeando su
personalidad. Sus conexiones neuronales, al estilo del famoso camino de
hormigas, fueron reforzando aquellas rutas saturadas de pensamientos
negativos y sombríos. Por el contrario, las hormigas fueron abandonando
gradualmente los caminos del optimismo y de la positividad, hasta que se
borraron de sus paisajes cerebrales pasando a ser un tenue recuerdo de
épocas mejores. Las primeras depresiones serias del señor Y coincidieron
con los primeros años de su juventud: un amor no correspondido, cierta
tendencia a la obesidad que le convertían en el blanco de las burlas de sus
compañeros universitarios… Sin ser consciente, los telómeros de sus
cromosomas se acortaban a un ritmo mayor del que le correspondería por su
edad. Al mismo tiempo el cortisol iba dañando su hipocampo, además de
afectar a otras partes del cerebro como la amígdala. Con el paso de los años,
las depresiones fueron sucediéndose con más frecuencia y aumentando su
gravedad. Fueron haciéndose además cada vez más autónomas,
independizándose de los acontecimientos vitales. Ya no hacía falta una
discusión muy subida de tono con su esposa, ni haber tenido un mal día en
el trabajo o comprobar cómo los sueños que había albergado en su juventud
sobre sus metas vitales se habían convertido en humo. Cada uno de sus
amaneceres carentes de ilusiones, cada una de sus horas impregnadas de
melancolía y tristeza más todos los instantes en los que mirando a través de
la ventana, a un cielo siempre gris, se torturaba con autorreproches,
inundaban su torrente sanguíneo de citoquinas inflamatorias. El sistema
inmunitario del señor Y presentaba dificultades para hacer frente a los
invasores provocando enfermedades con demasiada frecuencia,
enfermedades que aumentaban a su vez la cascada inflamatoria. Cuando
empezó a envejecer no se lo tomó muy bien precisamente. A partir de los
cincuenta años el declive físico y mental fue volviéndose más y más
pronunciado. Esos telómeros acortados adelantaron el otoño de su vida,
parecía tener diez años más de su edad cronológica. La percepción
pesimista y catastrofista de su propia vejez amplificó irremediablemente sus
arrugas, su calvicie, sus pérdidas de memoria y su espalda cada día más
curvada. Su mujer le dejó y se quedó solo. Apenas tenía amigos. Su cerebro
inflamado y su hipocampo marchitado fueron un terreno fértil para que
florecieran las proteínas beta amiloide, arrasando con cientos de miles de
neuronas. El alzhéimer avanzó imparable. La soledad hizo el resto.
6.- ALZHÉIMER: EL EMPERADOR DE
TODAS LAS PESADILLAS

La perspectiva de que acabaremos olvidando todo lo que hemos olvidado y que no lo


echaremos de menos no es ningún consuelo, porque significa que al final seremos borrados
como persona.

Douwe Draaisma

Cuadros colgados en un pasillo y un fragmento de esta canción, nombres y caras


recordados a medias, pero… ¿de quién son? Cuando supiste que se había acabado ¿fuiste
consciente de repente de que las hojas del otoño se estaban poniendo del color de su cabello?
Como un círculo en una espiral, como una rueda dentro de una rueda, sin principio ni fin, en
un carrete que gira constantemente. A medida que las imágenes se desenrollan, al igual que
los círculos que encuentres en los molinos de viento de tu mente.
Windmills of your Mind (Noel Harrison)

Abro los ojos y de pronto no sé en qué dirección voy corriendo ni qué hora es. Sin saber
cómo he perdido la orientación. No sé dónde están los puntos cardinales. No sé si la sombra
tan larga que hay detrás de mí es la del sol ascendiendo o poniéndose. El desconcierto se
convierte en inquietud y la inquietud en angustia.

Antonio Muñoz Molina [221]


Siddhartha Mukherjee, un médico hindú especialista en oncología,
escribió una obra portentosa sobre el cáncer que tituló El emperador de
todos los males (una biografía del cáncer).[222] El título de este libro, por el
que obtuvo el premio Pulitzer, es inquietante y revelador: un poderoso
enemigo que nos ataca desde todos los flancos posibles, dándonos caza
desde el pulmón, el cerebro, la próstata, el pecho o desde cualquier célula
de nuestro cuerpo que en determinado momento decide comenzar a
reproducirse de forma anómala. Y por si no fuera suficientemente
descorazonador su ilimitada etiología, la metástasis le permite a este
emperador del mal viajar a otras partes de nuestro vulnerable organismo
como si las tropas belicosas de un ejército invadieran territorios lejanos. El
cáncer es una de las causas principales de muerte en el mundo, cada año
fallecen 8,2 millones de personas y hoy en día viven más de 32 millones de
personas con esta enfermedad. Pero sin restarle al cáncer un ápice de su
macabro mérito de malignidad, lo cierto es que el alzhéimer podría ocupar
el trono de este otro imperio del mal, erigirse por derecho propio en el
emperador de la peor pesadilla de la humanidad.
Se calcula que actualmente hay 46 millones de personas afectadas en
el mundo y que cada 3 segundos se diagnostica un nuevo caso de alzhéimer.
Esta incidencia crece de manera exponencial: en 1979 afectaba a 0,2
personas de cada 100 000, y en 2006 ya eran 20 de cada 100 000.[223] Según
Rudolph Tanzi, descubridor de uno de los genes relacionados con el
alzhéimer y del que luego hablaremos, en el año 2040 se calcula que habrá
14 millones de afectados solo en Estados Unidos y más de 100 millones en
el mundo.[224] España, con una población envejecida, ocupa el tercer lugar
en cuanto a prevalencia con un millón de casos. En general, podemos
afirmar que las enfermedades neurodegenerativas están al alza en los países
desarrollados: entre 1990 y 2010 las muertes a causa del alzhéimer y otras
demencias se multiplicaron por tres, y las muertes por párkinson se
duplicaron en todo el mundo.[225] El coste por cada paciente de alzhéimer se
estima que está entre los 27 000 y los 37 000 euros anuales en España, y en
todo el mundo supondría un gasto total superior a los 800 000 millones,
cifra que ha aumentado un 35 % en los últimos cinco años.[226] Una
intervención hipotética que retrasara el inicio de la enfermedad en cinco
años, reduciría un 57 % el número de pacientes y el gasto en casi 300 000
millones de dólares.
En el cáncer es innegable que se han realizado muchos avances
terapéuticos aumentando así la tasa de supervivencia. Igualmente la
investigación va desvelando la naturaleza de esta enfermedad, descubriendo
los mecanismos genéticos que subyacen en su origen y en su proliferación
celular. Sin embargo, en la enfermedad de Alzheimer todavía nos
encontramos sumidos en la oscuridad y tanteando unas formas de dudosos
contornos. Es como una metáfora de la propia demencia: el conocimiento
médico de la enfermedad es poroso y nuestras certezas son débiles y
resbaladizas, estamos desorientados. A pesar de los años transcurridos
desde que el doctor Alois Alzheimer diagnosticó la enfermedad por primera
vez en el año 1901, y de los recursos invertidos, no se conoce a ciencia
cierta su causa y lo que es más desolador, no existe ningún tratamiento
efectivo. Para hacernos una idea de la naturaleza escurridiza de esta
enfermedad, de los 244 medicamentos experimentales para tratar el
alzhéimer que se probaron entre 2000 y 2010, solo uno, la memantina, fue
aprobado por la FDA con unos beneficios terapéuticos en el mejor de los
casos, modestos.[227] Si hablamos de recursos invertidos, para Samuel
Gandy, experto en el estudio de la enfermedad de Alzheimer del Hospital
Monte Sinaí de Nueva York, Estados Unidos:

El apoyo para la investigación del alzhéimer del gobierno de


Estados Unidos es aproximadamente de 400 millones de dólares al
año, que puede parecer mucho, pero el VIH, las enfermedades
cardiovasculares, o el cáncer reciben miles de millones, diez veces
más que el alzhéimer. Hay inversión pero no está a la par con el
impacto de la enfermedad. El alzhéimer amenaza con aplastar
materialmente a la civilización occidental.[228]

La crueldad de esta enfermedad no se limita a borrar los recuerdos de


una vida y destruir la personalidad de la persona afectada, su daño alcanza
también a todos los familiares y amigos cercanos. Es devastador para los
seres queridos. La Alzheimer Foundation estima que unos quince millones
de amigos y familiares dedican más de 15 000 millones de horas no
remuneradas anuales a cuidar de seres queridos que ya ni siquiera les
reconocen.[229] En portadas de libros, páginas web, etc. es muy habitual
incluir una imagen icónica del alzhéimer representando una cabeza humana
cuyo cerebro se compone de hojas que, como en un árbol en otoño, se van
desprendiendo de las ramas por la acción del viento. Esas ramas nudosas se
desnudan de su vestimenta vegetal, tal y como sucede con nuestros
recuerdos, arrebatados uno a uno de entre los tallos que forman el
entramado orgánico de nuestra identidad.
Podemos temer a la muerte y a la desaparición última, pero siendo
prácticos, el final implica precisamente eso mismo: el fin de todo y la
pérdida absoluta de la conciencia, incluyendo los sufrimientos postreros de
la angustia existencial o aquellos derivados de los achaques de la vejez.
Pero creo que por encima de ese temor a la muerte (al menos es así en mi
caso) está el aterrador escenario de la disgregación lenta e irrecuperable de
nuestro yo; porque al fin y al cabo, todos sabemos que la muerte es
inevitable y que de alguna manera representa un proceso natural en el
devenir evolutivo de casi todos los organismos que poblamos la tierra. Sin
embargo, anticipar que cualquiera de nosotros puede ser víctima del
alzhéimer genera un miedo fundamentado y real, porque como en la peor de
las pesadillas infantiles supone enfrentarse a presencias monstruosas
capaces de infligirnos el castigo más cruel: destruir de manera implacable
todo lo que hemos construido en nuestro viaje por la vida, nuestros
aprendizajes, lo que hemos estudiado desde que acudíamos a la escuela
siendo niños, los libros que hemos leído, los lugares que hemos visitado, las
personas a las que hemos amado, nuestros valores y todos nuestros
recuerdos, las habilidades y destrezas que diligentemente fuimos
adquiriendo a lo largo de muchos años de esfuerzos. Todos nuestros
conocimientos, el andamiaje de una personalidad, de unos rasgos
característicos que nos definen como seres únicos. Nuestra identidad.
Nuestro Yo. Todo se irá borrando inexorablemente sin que podamos hacer
nada para detener esa marea que irá subiendo más y más, arrastrando en su
reflujo hacia el océano millones de granos de arena con cada ola, al igual
que millones de neuronas van apagándose y muriendo cada hora y cada día
que el alzhéimer nos devora.
No hay nada que pueda detener el avance de ese incendio que arrasa
nuestro cerebro; ni siquiera se salva una de las cualidades que más nos
define como humanos: la espiritualidad. Cuando la enfermedad de
Alzheimer haya hecho su macabro trabajo, no quedará en pie ni un ápice de
Dios. Nuestro sentido de la religiosidad y de la trascendencia en lo divino
está sostenido y alimentado por nuestro sustrato neuronal. Son nuestras
dendritas y nuestros impulsos nerviosos lo que nos capacita para aprehender
la cualidad del hecho religioso, al igual que nos impulsa para albergar la
sensibilidad artística, la creatividad, el sentido musical, la empatía, la
generosidad o cualquier otro atributo humano. Cuando las neuronas mueren
y nuestro cerebro comienza a reducirse y a horadarse con el avance de la
enfermedad, no solo la representación mental de Dios y de la religión se
diluye, sino que toda la esencia de la espiritualidad desaparece también.
Llegados a este punto podríamos plantearnos si Dios es, en realidad, una
mera construcción mental que solamente se sostiene en pie mientras los
cimientos de nuestro sistema nervioso soporten el peso de la
trascendentalidad.
Yo he visto los efectos que tuvo en mi padre esta enfermedad. Mi
padre era una persona culta, inteligente y bondadosa; siempre actuó movido
por la generosidad, intentando ayudar a los demás, evitando el conflicto y la
confrontación. Era un hombre extremadamente respetuoso en el trato
personal, amable y que nunca se metía con nadie. Cuando su deterioro
cognitivo empeoró, podía personalizar perfectamente ese icono arquetípico:
casi se podían visualizar esas hojas ocres desprendiéndose de su cabeza una
a una ante las ráfagas de un viento imaginario. Su comportamiento cambió,
haciéndose en ocasiones agresivo y llegando a insultar a mi madre, preso de
delirios paranoicos y celotípicos; dejó de leer, de salir a la calle y
relacionarse con los demás; permanecía gran parte del día tumbado en el
sofá del salón, viendo la televisión y restringiendo la comunicación a lo
imprescindible; sus recuerdos más recientes iban desapareciendo por el
sumidero de su cerebro, los acontecimientos cotidianos del día a día apenas
permanecían unos segundos en las ramas de su memoria, siendo barridos
sin compasión por la brisa más liviana. Tiempo después, cuando ya estaba
ingresado en una residencia, sus episodios de agresividad habían remitido
por completo, aflorando de nuevo su primigenia esencia de bondad.
Permanecía tranquilo y sosegado durante gran parte del día, pero era ya
incapaz de recordar, por ejemplo, lo que había hecho media hora antes. Con
el armazón vegetal de su intelecto prácticamente desnudo, despojado ya de
ideas y de su memoria reciente, sobrevivían sin embargo milagrosamente
intactos los recuerdos de su infancia, cuando relataba con un brillo de
emoción en sus gastados ojos cómo acudía montado en su bicicleta nueva a
un río cercano a su antiguo hogar para pescar cangrejos.
Resultaba descorazonador ir a visitarle los domingos por la mañana,
cuando no había actividades ni terapias en la residencia. En una sala grande
y frente a una televisión encendida y con el volumen muy alto, un grupo de
residentes dormitaba o deliraba de forma inaudible aparcados en sus sillas
de ruedas. Cuando entraba en esa sala y localizaba a mi padre entre la
multitud de ancianos, se me encogía el alma al verlo allí, ausente, con la
mirada perdida, con una metafórica montaña de hojarasca desparramada en
el suelo, a su alrededor. Además de sus recuerdos más lejanos, albergaba
todavía aquellos rasgos de su carácter que siempre le habían definido como
un hombre bueno: intentaba mostrarse cariñoso y siempre te daba las
gracias por haberle ido a visitar.
El alzhéimer no solo acaba con el raciocinio, la memoria y la
personalidad, también te arrebata la dignidad y con ello lo poco que
conserves todavía de autoestima. Todos nos enfrentamos a la incertidumbre
de dormirnos una noche y ver cómo la vida que conocíamos hasta el
instante previo de cerrar nuestros párpados, se transforma en una pesadilla
de la que ya nunca vamos a despertarnos. Es una perspectiva terrorífica si
pensamos que una de cada dos personas de más de 85 años padecerá
alzhéimer. Y hay otro componente que añade un plus de crueldad: cuando la
enfermedad comienza a manifestarse, somos «plenamente conscientes» de
lo que nos está ocurriendo, y lo que es peor, de lo que nos va a ocurrir.
Podemos comenzar con pequeños olvidos, como no saber dónde hemos
dejado el teléfono móvil o las llaves, algo que puede confundirse con las
pérdidas de memoria normales asociadas a la edad, que es un fenómeno
habitual. Por desgracia llega un momento en el que esas pérdidas de
memoria dejan de ser normales y habituales para convertirse en otra
categoría diagnóstica más preocupante.
No solo la memoria o el curso del pensamiento comienzan a verse
alterados, también la afectividad es otra dimensión importante que se ve
perjudicada. Es más, como veremos cuando hablemos de la dopamina y su
relación con el alzhéimer, síntomas como la apatía o la depresión pueden
ser las primeras señales de alarma para saber que el emperador está
llamando a nuestra puerta. Yo mismo, compruebo que mi memoria ya no es
tan fiable como antes, especialmente la memoria inmediata. Por ejemplo,
cuando leo la prensa por las mañanas en mi tablet mientras desayuno, suelo
dejar para más adelante algunas noticias sobre cuyos titulares he pasado de
puntillas en un primer vistazo más general. Cuando ya he llegado al final
del periódico, me cuesta recordar cuáles eran esas noticias que habían
despertado mi interés, como si la huella del recuerdo perdiera profundidad,
o como si el acceso a la recuperación de un ítem reciente se viera
comprometido, como una carretera obstruida de pronto por un
desprendimiento de rocas que impidiera el paso de los vehículos que antes
circulaban de forma fluida. También noto más lentitud en el procesamiento
de la información, por ejemplo en las conversaciones con mis hijos,
necesitando más tiempo del normal (o al menos más del que necesitan sus
jóvenes y rapidísimos cerebros) para discernir y evaluar los innumerables
matices de esas conversaciones. Y también comienza a ser insidiosamente
molesto la cada vez más frecuente coletilla que me repiten mis hijos: «eso
ya me lo habías contado». Al menos tengo la esperanza de que todos los
avances y los descubrimientos que se están realizando sobre el alzhéimer,
puedan aminorar ese viento que de manera inquietante comienza a soplar y
a agitar las hojas sobre mi cabeza. Ese hecho de ser conscientes del inicio
del alzhéimer transforma la pesadilla en algo todavía más terrorífico aún si
cabe, puesto que nos hace partícipes de la certeza de saber que una vez que
el baile con el emperador comience, ya no podremos despertar de ese País
de Nunca Jamás.
Auguste Deter, en cuyo rostro se podía leer la angustia y la
desorientación, parecía mucho más mayor de lo que era en las fotografías
que la hicieron en 1902. Su marido decidió llevarla a la clínica de Frankfurt
del Meno cuando se dio cuenta de que ya no podía ocuparse de ella en casa.
El médico de cabecera, en la carta que redactó para los profesionales de la
clínica, indicó que padecía problemas de memoria e insomnio. Al día
siguiente de ser hospitalizada, el 26 de noviembre de 1901, Alois Alzheimer
entrevista a Auguste; le pregunta cuánto tiempo lleva en la clínica a lo que
ella responde «tres semanas»; luego le pregunta su nombre, «Auguste», ¿su
apellido? «Auguste», ¿cómo se llama su marido? «Auguste», ¿está casada?
«con Auguste». Más tarde le presenta varios objetos que minutos después
ya no recuerda; en la hora de la comida (coliflor con carne de cerdo) le
pregunta qué está comiendo a lo que ella responde «espinacas».[230] Cuando
Auguste Dete muere en 1906, Aloise Alzheimer realiza una autopsia de su
cerebro, identificando en su tejido nervioso unos singulares ovillos y
depósitos proteicos. En su opinión estas anomalías no encajaban con ningún
cuadro clínico conocido. Expuso por primera vez sus observaciones en una
conferencia en noviembre de 1906, en la ciudad de Tubinga, ilustrando sus
palabras con unas diapositivas de sus propios dibujos de las placas y los
ovillos que había encontrado en el cerebro de Auguste. Esos mismos
términos «ovillos y placas» se siguen utilizando hoy en día, más de cien
años después, para describir las malformaciones neurológicas que
conforman el diagnóstico de la enfermedad.
Aunque es una patología asociada a la vejez, en el 10 % de los casos
afecta a personas de entre cuarenta y cincuenta años, lo que se conoce como
alzhéimer de inicio temprano. Como veremos, el concepto de enfermedad
es en este caso algo difuso, hablaríamos más bien de un proceso en el que
concurren seguramente varias causas superpuestas y solapadas y que se
inicia décadas antes de que se manifiesten los primeros síntomas clínicos.
En una investigación realizada con una cohorte de 5 198 hombres y 2 192
mujeres de 45 a 70 años de edad del Reino Unido, se vio que el deterioro
cognitivo es ya evidente en la mediana edad (45-49 años). Tal y como
señalan los autores de este estudio, la edad a la que comienza el deterioro
cognitivo resulta decisivo, porque es más probable que las intervenciones
conductuales y farmacológicas diseñadas para alterar las trayectorias
cognitivas del envejecimiento sean efectivas si se aplican al principio.[231]
Los ovillos neurofibrilares se localizan en el interior de la neurona, son
estructuras anómalas que afectan a la transmisión de los mensajes nerviosos
y a la capacidad funcional, contribuyendo al proceso neurodegenerativo.
Estas estructuras anómalas, con el tiempo, acaban provocando la muerte de
las neuronas afectadas. Los ovillos se componen de una proteína llamada
tau que en condiciones normales forma parte de los microtúbulos que
transportan diferentes sustancias y nutrientes de una neurona a otra. En el
alzhéimer, estas proteínas tau se deforman y la estructura de los
microtúbulos se destruye. Por otro lado, lo que se denomina placas seniles
son estructuras esféricas que se localizan en el espacio extracelular y que
están compuestas de una proteína llamada beta amiloide. Es normal que a
medida que envejecemos en nuestro cerebro se formen estas placas y los
ovillos neurofibrilares, el problema es que en el alzhéimer se acumulan en
mucha más cantidad, se calcula que hasta diez veces más de lo normal.
Actualmente existen varias hipótesis sobre cómo aparece la proteína
tau en todo el cerebro. La «propagación transneuronal» plantea que las
proteínas anómalas comienzan a aparecer en un punto determinado del
cerebro y de ahí se extienden luego, en una especie de reacción en cadena, a
otras zonas distintas. Otra posibilidad que se contempla es que algunas de
las regiones cerebrales son más vulnerables que otras a la proteína tau.
Según las últimas investigaciones sobre la proteína tau y su propagación,
las regiones que están más fuertemente interconectadas serían las que
acumularían más proteína tau. Cuando esta se acumula a nivel cortical, tal y
como sucede en la enfermedad de Alzheimer, las conexiones neuronales se
debilitan reduciéndose entonces la transmisión de la información entre las
neuronas.[232]
El origen de la propagación de tau es la corteza entorrinal, una región
densamente conectada con el lóbulo temporal (involucrado en la memoria,
el habla y funciones ejecutivas como la planificación), extendiéndose luego
por toda la corteza cerebral. Una vez iniciado el proceso, la propagación se
extiende como un incendio que arrasara sin contemplaciones un bosque de
matorrales secos. Aunque actualmente se están desarrollando fármacos
prometedores para frenar el avance y la propagación de tau, lo más seguro
es que ni siquiera frenando dicho avance podríamos detener la enfermedad,
dado el carácter multicausal de la misma. En este sentido, beta amiloide y
tau han centrado el mayor volumen investigador sobre la etiología del
alzhéimer, hasta el punto de dividir a la comunidad científica en «tauistas»
o «baptistas» según quien considere que la toxicidad del beta amiloide
provoca la muerte de las neuronas (baptistas) o bien es solo una
consecuencia de la muerte celular causada en primera instancia por tau
(tauistas).
Una hipótesis diferente a tau y beta amiloide sobre la causa de la
enfermedad tiene que ver con la resistencia a la insulina. Es sabido que el
sistema nervioso se ve afectado por los niveles elevados de azúcar en
sangre, una patología conocida como neuropatía diabética.
Aproximadamente el 60 % de las personas con diabetes presenta alguna
forma de neuropatía, cuyos síntomas incluyen dolor y entumecimiento de
las extremidades, infecciones en el tracto urinario o aumento de la
frecuencia cardiaca entre otros. Las personas con diabetes tienen el doble de
riesgo de sufrir alzhéimer.[233] Y cuanto más joven se comienza a
desarrollar la diabetes, más riesgo posterior existe; hasta tal punto es
estrecha la relación que al alzhéimer se le está empezando a considerar
como la diabetes tipo 3.
Las células necesitan glucosa como combustible, incluidas las células
cerebrales. Cuando el nivel de insulina es bajo y la glucosa no puede
acceder a las células nerviosas, estas degeneran y mueren. Además, el
hecho de que los niveles de glucosa estén aumentados en sangre, implica
que se adhiera con más facilidad a proteínas y grasas sanguíneas,
favoreciendo así la aparición de depósitos de beta amiloide. Por otro lado,
una vez que la insulina realiza su función de reducir el nivel de glucosa en
sangre, el cuerpo debe degradar esta insulina para evitar que el nivel de
glucosa se desplome; para degradar la insulina entra en juego una enzima
denominada «degradadora de insulina», enzima que curiosamente también
realiza la función de degradar la proteína beta amiloide. Así que esta
enzima no es capaz de hacer ambas cosas a la vez. Como dice el neurólogo
Brad Brensen:

Si está degradando insulina no puede degradar amiloide, igual


que un bombero no puede apagar un incendio al norte de la ciudad si
está combatiendo una explosión en el sur. De este modo, los niveles
constantemente elevados de insulina incrementan el riesgo de
alzhéimer al impedir que la enzima degrade el amiloide.[234]

Se le ha otorgado a la proteína beta amiloide el papel de malvado de la


película, un hecho que según algunas investigaciones sería completamente
falso. Más al contrario, tal vez las intenciones de la demonizada proteína
sean buenas en realidad. Pero antes debemos analizar otra de las posibles
causas del alzhéimer que tiene que ver con las infecciones. En otro lugar de
este libro hablamos de la epidemia de encefalitis letárgica, un brote causado
por una bacteria estreptocócica que tuvo lugar en los años veinte. En este
caso, una infección bacteriana provocaba una inflamación de la sustancia
negra del cerebro con la consiguiente muerte celular. El virus del herpes es
extremadamente común, pudiendo permanecer en el organismo en estado
latente de por vida. Se calcula que más de la mitad de los estadounidenses
han padecido herpes oral, y uno de cada seis, herpes genital. Existen dos
tipos de cepas de virus del herpes: VHS-1 y VHS-2, y ambos pueden
infectar labios, boca, garganta (denominándose herpes oral) o bien vulva,
vagina, ano, pene, escroto… (herpes genital). A veces, durante una
infección, el virus del herpes oral, para sortear al sistema inmunitario,
invade el nervio trigémino (un nervio que controla varios movimientos
musculares y se ramifica sobre la cara), pudiéndose extender desde aquí a
todo el cerebro. Al igual que ocurría en la encefalitis letárgica, el herpes
infecta a menudo la sustancia negra aumentando la posibilidad de padecer
párkinson. Se ha encontrado virus del herpes en más del 90 % de placas de
tejido de cerebros afectados por la enfermedad de Alzheimer, lo que implica
una fuerte conexión entre ambos.[235] Robert Moir y Rudolph Tanzi
lideraron una investigación en 2016 en la que se pudo demostrar que, en
realidad, la proteína beta amiloide es una especie de antibiótico natural que
protege al cerebro de las infecciones, rehabilitando a la proteína de su papel
de villano; la beta amiloide actuaría de facto como un sistema de defensa
ante bacterias, virus u hongos, formando una especie de jaula pegajosa que
atraparía al invasor como si de una tela de araña se tratara. Por desgracia,
los daños colaterales de esta acción contra el invasor, implica la
acumulación de los agregados pegajosos amiloideos que dan lugar al
alzhéimer.[236]
La mala salud dental es otro foco de infecciones relevante para la
génesis de la enfermedad de Alzheimer. Entre las bacterias orales hay
espiroquetas que son muy resistentes a la acción de dentífricos, colutorios y
antibióticos. Al igual que las espiroquetas causantes de la enfermedad de
Lyme (causada a su vez por la bacteria borrelia, transmitida por las
garrapatas), o las de la sífilis (Treponema pallidum) cuya relación con el
alzhéimer está bien fundamentada, las bacterias orales pueden ser también
peligrosas, sino más, dada su mayor prevalencia. En un estudio se vio que
había espiroquetas orales en el 88 % de pacientes con alzhéimer frente al
22 % de sujetos control sin la enfermedad.[237] Una investigación publicada
en Science Advances a principios de 2019 refuerza la hipótesis de que las
bacterias orales podrían desempeñar un papel central en la patogénesis de la
enfermedad de Alzheimer.[238] En esta investigación llevada a cabo por la
empresa farmacéutica Cortexyme de San Francisco, California, Estados
Unidos, se hallaron gingipaínas en el 96 % de las 54 muestras de cerebros
con alzhéimer que se examinaron. Las gingipaínas son las enzimas de una
bacteria llamada Porphyromonas gingivalis, enzimas que son esenciales
para su supervivencia gracias a su función para colonizar, inactivar las
defensas y captar nutrientes a través de la destrucción de los tejidos del
huésped. Previamente se había visto que P. gingivalis invadía los cerebros
de ratones con esta infección en sus encías, dañando la proteína tau y
aumentando la producción de beta amiloide. Al analizar los cerebros de
personas afectadas por alzhéimer, identificaron ADN de P. gingivalis en el
líquido cefalorraquídeo. En palabras de Casey Lynch, una de las
investigadoras del estudio «la enfermedad de Alzheimer afecta a las
personas que acumulan gingipaínas y daños en el cerebro lo
suficientemente rápido como para desarrollar síntomas durante su vida.
Creemos que esta es una hipótesis universal de la patogénesis». Pero la
presente investigación no solo ahonda en la génesis de la enfermedad, nos
ofrece una esperanzadora cura que podría revolucionar el deprimente estado
actual que ofrecen los tratamientos médicos de esta terrible enfermedad.
Para bloquear la neurotoxicidad, sintetizaron unos inhibidores de unas
pequeñas moléculas llamadas péptidos; al inhibir estos péptidos, se redujo
la cantidad de P. gingivalis en la infección cerebral y se bloqueó la
producción de beta amiloide. Y no solo eso, se consiguió inhibir también la
neuroinflamación y se recuperaron neuronas pertenecientes al
hipocampo.
El colesterol podría tener también relación con el alzhéimer tal y como
indica una investigación publicada en el año 2014 en Jama Neurology; en
esta investigación se pudo verificar cómo niveles más altos de HDL (el
llamado colesterol bueno) y menores de LDL (colesterol malo) en sangre,
estaban relacionados con menores depósitos de placa amiloide en el
cerebro. [239]
Las proteínas beta amiloide no dejan de sorprendernos a medida que
avanzan las investigaciones sobre su naturaleza y funciones, desvelándose
nuevas e interesantes particularidades. Existen serias evidencias de que tal y
como ocurre precisamente con el colesterol, que viaja por la sangre y puede
formar placas en el sistema circulatorio, las proteínas beta amiloide podrían
originarse en todo el organismo y no solo en el cerebro. La parabiosis es
una técnica quirúrgica truculenta que parece sacada de las películas de
terror; consiste en unir a dos seres vivos con cirugía para formar una suerte
de siameses que pasan a compartir los mismos sistemas fisiológicos en un
mismo organismo fusionado. Investigadores de la Universidad de la
Columbia Británica en Vancouver (Canadá), unieron con parabiosis a un
ratón sano con otro modificado genéticamente para producir altos niveles
de beta amiloide. Pues bien, después de un año, los cerebros de ambos
animales acabaron compartiendo la proteína. Es más, los cerebros de los
ratones sanos también mostraron otros signos típicos de la enfermedad de
Alzheimer como los ovillos neurofibrilares. Igualmente, la capacidad de
transmisión de las señales eléctricas relacionadas con la memoria y el
aprendizaje, estaba deteriorada. Según Weihong Song, director del estudio,
la proteína beta amiloide se produce también en las plaquetas, los vasos
sanguíneos y los músculos, y la proteína precursora de la amiloide se
encuentra en numerosos órganos.[240]
Hasta vivir en una gran ciudad aumentaría el riesgo de padecer
alzhéimer. El hecho de inhalar aire contaminado hace que se acumulen en el
cerebro partículas de magnetita derivadas de la combustión; estas
partículas, que se encuentran en suspensión en el aire, tienen un diámetro
inferior a 200 nm por lo que pueden acceder al cerebro a través del nervio
olfativo. La magnetita resulta tóxica ya que está implicada en la producción
de ROS (oxígeno reactivo), que se vincula con el alzhéimer.[241] A este
respecto, podríamos considerar al hierro como un firme candidato entre el
ramillete de posibles causantes del alzhéimer, tal y como argumenta Preston
Estep III en su libro Mente joven. Maximiza y conserva tu memoria, y
expande la vida de tu mente.[242] Tras este título con un cierto eco a libro
barato de autoayuda, se encuentra un prestigioso biólogo estadounidense,
doctor en Genética por la Universidad de Harvard, Estados Unidos. Según
él:

Las regiones cerebrales afectadas por enfermedades


neurodegenerativas distintas tienen una cosa en común: muestran
depósitos de hierro muy altos. En el caso del mal de Parkinson, la
región afectada es principalmente la sustancia negra. En el caso del
alzhéimer, el daño se refleja en múltiples regiones, entre ellas el
hipocampo o el bibliotecario del cerebro (porque archiva y recupera
información almacenada en la memoria).

Esta tesis se ve reforzada por estudios como el del Dr. Leo Zacharski y
sus colaboradores, que indican que:

Los depósitos de hierro en el organismo (debido a variantes


genéticas, alimentación, ingesta excesiva de suplementos o una
combinación de las tres) incrementa el riesgo de alzhéimer, mal de
Parkinson, esclerosis lateral amiotrófica (ELA), derrame cerebral y
otras enfermedades similares del sistema nervioso.[243]

La hipertensión en el cerebro puede provocar la obstrucción y ruptura


de una arteria, desembocando finalmente en un ataque cerebral. Los
depósitos grasos, que se acumulan en las paredes internas de los vasos
sanguíneos, impiden el transporte de sangre y por tanto de nutrientes y
oxígeno; y esto es un serio problema dado que nuestro cerebro, aunque
solamente representa el 2 % del peso corporal, requiere sin embargo entre
un 15 y un 25 % del oxígeno total. La hipertensión ocasiona una presión en
las paredes de las arterias endureciéndolas y contribuyendo así a la
formación de placas; los ictus serían una consecuencia de esta falta de
oxígeno. Algunas investigaciones apuntan a que la muerte de células
cerebrales a causa de un ictus o bien por problemas cardiovasculares,
generaría la acumulación de proteína beta amiloide.[244]
Otras posibles causas del alzhéimer incluyen los traumas y contusiones
provocadas por la fuerza física y los golpes en la cabeza. En muchos
deportes en los que las lesiones se repiten a lo largo de los años, la
inflamación cerebral se acaba volviendo crónica, dando lugar con el tiempo
a una neurodegeneración. Muchos boxeadores, por ejemplo, han sido
víctimas de enfermedades degenerativas: Muhamed Alí (párkinson), Joe
Luis (demencia), Floyd Patterson (alzhéimer), Jack Demsey (párkinson),
Jerry Quarry (demencia), Sugar Ray Robinson (alzhéimer), Ezzard Charles
(ELA) y Leon Spinks (demencia).[245]
Colesterol, diabetes, herpes… la lista de causas candidatas se antoja
inacabable. El antes citado neurólogo Dale Bredesen, en su libro El fin del
alzhéimer, identifica hasta 36 posibles factores involucrados en la aparición
del alzhéimer. Para él, esta enfermedad, es como el tejado de una casa con
36 agujeros, 36 mecanismos que contribuyen a la fisiopatología del
alzhéimer, por lo que si pensamos en un abordaje terapéutico de esta
enfermedad, tapar solamente uno o dos de estos agujeros estaría muy lejos
de solucionar el problema. Ningún medicamento tendría la capacidad de
actuar sobre esos 36 agujeros simultáneamente.[246] Desde este punto de
vista, estaríamos hablando en realidad de un proceso, más que de una
enfermedad como es una gripe o una úlcera de estómago, que se padece o
no se padece. Un proceso en el que interaccionan multitud de factores y que
se va desarrollando durante décadas.
Otro factor implicado en la etiología del emperador de todas las
pesadillas es la genética. Cada uno de los aproximadamente 30 000 genes
de nuestro código genético contiene instrucciones precisas para fabricar una
determinada proteína. La apolipoproteína E o APOE tal y como descubrió
el neurólogo de la Universidad de Duke recientemente fallecido Allen
Roses, se encuentra en la sangre y en los tejidos y colabora en el transporte
del colesterol.[247] Hay tres tipos de esta proteína: II, III y IV. Las personas
con una copia de la variante APOE IV tienen tres veces más riesgo de
padecer alzhéimer; si se hereda el gen de ambos progenitores, hay ocho
veces más; si se heredan los dos genes APOE IV las probabilidades de
padecer alzhéimer a los noventa años son prácticamente del 100 %. El antes
citado Rudolph Tanzi, un joven científico de la Harvard Medical School,
perseguía obstinadamente la identificación de los genes que pudieran estar
implicados en la enfermedad de Alzheimer. Tal y como confesó en una
entrevista publicada en el New York Times:

La investigación seguramente arruinó mi matrimonio. Mi ex


esposa y yo aún somos amigos, pero ya sabes, yo trabajaba de doce a
quince horas diarias. Cuando descubrí el gen amiloide en 1986,
trabajé toda la Nochebuena, el día de Navidad, todo el día de
Nochevieja y durante todo el Año Nuevo. Sabía que estaba muy
próximo a conseguirlo, era como una obsesión.[248]

En dos artículos aparecidos al año siguiente en la revista Science, el


propio Tanzi y otro científico, Dimitri Goldgaber, daban cuenta de la
identificación del mismo gen relacionado con la aparición temprana del
alzhéimer.[249] Este gen está implicado entre el 5 y el 10 % de todos los
casos y está situado en el cromosoma 21, el mismo que tienen las personas
con síndrome de Down (y que se ven afectadas en una alta proporción por
la enfermedad de Alzheimer).
Una explicación muy en boga sobre las causas del alzhéimer es la
llamada «hipótesis de la cascada amiloide», y que básicamente consiste en
que distintos factores de riesgo (virus, ictus, etc.) consiguen que se vaya
acumulando gradualmente beta amiloide en forma de placas. El efecto
tóxico del amiloide desencadena a su vez la aglutinación de proteínas
transportadoras (los ovillos neurofibrilares) que al impedir las funciones de
la neurona ocasiona su muerte. Las células afectadas liberarían el amiloide
tóxico «infectando» a otras neuronas, extendiéndose así por todo el cerebro
según el patrón establecido por los expertos en la patología cerebral del
alzhéimer Heiko y Eva Braak; este patrón comenzaría en la corteza
entorrinal, pasando después al sistema límbico y por último al córtex.
Aunque no está claro si son las placas lo que causa los ovillos o bien la
proteína tau, en cualquier caso esas placas simbolizan unas lápidas que
indicaran de forma macabra la muerte de la neurona. Con todo, la toxicidad
del beta amiloide provoca una respuesta inflamatoria en el tejido cerebral,
lo que genera a su vez más liberación de sustancias químicas tóxicas (como
la IL6 por ejemplo) que mata más neuronas. La inflamación es una reacción
normal del cuerpo a una infección (los glóbulos blancos rodean y acaban
con los agentes patógenos), el problema surge cuando esta infección se hace
crónica. Una infección crónica (una gripe o una piorrea por ejemplo) libera
mediadores inflamatorios (proteínas especializadas del sistema inmunitario
que activan la inflamación) como el factor α de necrosis tumoral o TNF-α.
El nivel de TNF-α aumenta en la sangre ante un traumatismo o una
infección, así, al cruzar la barrera hematoencefálica activa las células
microgliales provocando con ello una respuesta inflamatoria en el cerebro.
Clive Holms y sus colaboradores de la Universidad de Southampton, en el
Reino Unido, constataron que los eventos inflamatorios agudos se
asociaban con un aumento de TNF-α y con el doble de probabilidades de
padecer deterioro cognitivo, y a su vez, los sujetos con niveles bajos de
TNF-α no padecían deterioro cognitivo en el período posterior de seis
meses.[250]
Si la inflamación es un factor que de alguna forma interviene, bien en
la génesis de la enfermedad, bien en la intensificación de su gravedad
durante su evolución, no sería descabellado pensar que los antiinflamatorios
resultarían de utilidad. Patrick L. McGeer, del Departamento de Psiquiatría
de la Universidad de la Columbia Británica en Vancouver, Canadá, ha
estudiado a fondo, junto a sus colaboradores, el inesperado papel preventivo
que los AINE (medicamentos antiinflamatorios no esteroideos) podrían
jugar en la prevención del alzhéimer. Hace ya muchos años, en realidad,
que este investigador estableció una relación entre los cerebros afectados de
alzhéimer y una microglía activada, signo inequívoco de actividad
inflamatoria cerebral.[251] La propuesta resultó por desgracia demasiado
atrevida y revolucionaria para el staff científico de 1988. Tan revolucionaria
que inicialmente resultó rechazada por el editor de una prominente
publicación, convencido de que la tesis era incorrecta aunque no supiera
explicar por qué. Con el paso de los años, la neuroinflamación cerebral ha
supuesto un cambio de paradigma y su estudio e investigación vive en
nuestros días una época de efervescencia febril. En 1990, McGeer y sus
colaboradores escribieron un informe para la revista Lancet en el que
indicaban que, los pacientes con artritis reumatoide, parecían estar
protegidos contra la enfermedad de Alzheimer.[252] La explicación más
plausible a este fenómeno es que estas personas eran tratadas con
antiinflamatorios y con el plus de que la artritis reumatoide suele comenzar
a una edad más temprana que el alzhéimer (e invariablemente se prescriben
para su tratamiento fármacos AINE).
Si hasta hace unos años, la única manera de diagnosticar el alzhéimer
era a través del análisis histológico cerebral post mortem, hoy en día, los
avances técnicos como la detección de la proteína beta amiloide en el
líquido cefalorraquídeo han disipado la niebla haciendo los diagnósticos
más certeros y esclarecedores. El antes citado Patrick L. McGeer, en un
reciente estudio publicado en Journal of Alzheimer´s Disease, considera
que el alzhéimer progresa a través de seis fases durante más de diez años,
fases en las que la inflamación es crucial; a cada año transcurrido la
enfermedad avanza en una secuencia establecida, y con cada uno de sus
dañinos avances la esperanza de frenarlo (y ya no digamos de mejorar o
revertir alguno de sus síntomas) se reduce exponencialmente.[253] Con las
nuevas pruebas diagnósticas se sabe que el inicio de la enfermedad,
caracterizado por la acumulación de beta amiloide, se detecta con su
disminución en el líquido cefalorraquídeo (LCR). Es en este momento (no
olvidemos, una década o más antes de los primeros síntomas) cuando las
oportunidades terapéuticas están en su punto más alto. En una segunda fase,
unos cinco años más tarde, los depósitos de beta amiloide se han acumulado
hasta un nivel en el que pueden detectarse fácilmente mediante un escaneo
por PET (tomografía por emisión de positrones), además de por su mayor
disminución en el LCR. La ventana de oportunidad terapéutica se ha
cerrado ya considerablemente, entre otras cosas porque ha entrado en
escena la agregación de proteína tau cortical. Los años pasan y la
devastación de la tierra quemada es imparable; acontece la pérdida sináptica
y aumentan los enredos pegajosos de beta amiloide y los ovillos tau; en su
progresión feroz, el alzhéimer va encogiendo el hipocampo, el daño
cerebral se antoja ya irreversible y cualquier intento terapéutico es utópico y
claramente inalcanzable; finalmente, en las fases cinco y seis propuestas por
McGeer, la atrofia y la pérdida de volumen cerebral es evidente, los déficits
cognitivos son ya muy graves y, dado el estado catastrófico de destrucción
neuronal, se podría afirmar aquello de abandonad toda esperanza. Pero
paradójicamente, es en esta fase final cuando se han llevado a cabo la
mayoría de los ensayos clínicos, y con unos resultados predecibles: el
fracaso ha sido total.
De todo esto se deduce, si hablamos de la esperanzadora capacidad
terapéutica de los antiinflamatorios, la necesidad de anticiparnos antes de
que sea demasiado tarde. La detección temprana se considera entonces
como una estrategia necesaria en la lucha contra el alzhéimer.
Recientemente se ha descubierto un biomarcador que mejoraría el
tratamiento de esta enfermedad, gracias a la posibilidad de anticiparnos a su
diagnóstico con muchos años de antelación. Esto es lo que se constata en un
reciente estudio publicado en 2019 por un equipo de neurólogos de
diferentes universidades y hospitales de todo el mundo, entre ellos la
Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, en Estados Unidos,
y el Centro Alemán de Enfermedades Neurodegenerativas de Munich, en
Alemania.[254] Estos investigadores consiguieron medir en sangre la
presencia de una proteína llamada Nfl (proteína ligera de los
neurofilamentos), que es sintomática de los daños cerebrales y que hasta
ahora solo podía medirse realizando una punción lumbar para analizar el
líquido cefalorraquídeo. Estudiando a un grupo de personas que portan una
mutación genética que les condena a padecer alzhéimer, se averiguó que
tenían los niveles elevados de esta proteína en la sangre, a diferencia de
otros miembros de su familia que no son portadores de dicha mutación
genética; estos cambios en la sangre podían medirse hasta 16 años antes de
que se desarrolle la enfermedad. Se da además una correlación entre la
mayor acumulación de los niveles de Nfl en la sangre y el incremento en la
degeneración. Como indica el director de la investigación Mathias Jucker
«no es la concentración absoluta de neurofilamentos, sino su evolución
temporal lo que es significativo y permite predicciones sobre la progresión
futura de la enfermedad».
6.1.- LAS HOJAS PERENNES QUE NOS
LEGARON LAS MONJAS
La congregación de las hermanas de Notre Dame es una orden religiosa
fundada hace más de 150 años en Baviera, Alemania, y que en el año 1986
agrupaba a más de 700 religiosas repartidas por distintos conventos de
treinta países. Ese año comenzaba un estudio sobre el alzhéimer que ha
arrojado una luz esclarecedora, despejando multitud de incógnitas sobre la
naturaleza de esta enfermedad. El epidemiólogo y profesor de Neurología
en la Universidad de Kentucky, en Estados Unidos, David Snowdon, inició
el estudio en un primer momento con las hermanas de un convento de
Mankato, Minnesota, Estados Unidos, abarcando más adelante a otras
comunidades y trasladando finalmente el proyecto a Kentucky.[255] Las
monjas que participaron en su estudio tenían entre 75 y 102 años y
aceptaron colaborar sometiéndose a diferentes exámenes periódicos para
evaluar su estado físico y mental, además de realizar pacientemente análisis
clínicos y extracciones de sangre. Es muy destacable que donaran sus
cerebros post mortem, circunstancia decisiva si tenemos en cuenta que,
hasta hace poco tiempo, el diagnóstico del alzhéimer requería identificar las
lesiones típicas de la enfermedad, como son las placas y los ovillos, en el
tejido cerebral. La congregación es una población muy homogénea, con una
dieta similar, un estilo de vida muy parecido, misma raza, sin hijos ni
embarazos y con datos biográficos exhaustivos de cada una de las
hermanas, gracias a los registros de los conventos. Tal y como expresó una
de las participantes del estudio, la hermana Rita Schwalbe:

Como hermanas hemos tomado la difícil decisión de no tener hijos.


Con la donación de cerebros podemos ayudar a aclarar los misterios
de la enfermedad de Alzheimer y entregar el regalo de la vida de un
modo nuevo a las generaciones futuras.

Y como el propio Snowdon dijo en una ocasión: «Cada cerebro


representa una vida rica y llena de emociones, cada cerebro ofrece un
legado único a quienes investigan sus misterios».
Bill Markesbery, el neurólogo que analizó cientos de cerebros de las
monjas, centímetro a centímetro, comprobó que aunque la mayoría encajaba
en lo que ya se sabía y era previsible, esto es, escasos o ningún indicio de la
enfermedad en las hermanas sanas y numerosas lesiones en las que habían
sufrido demencia, había un hecho que no cuadraba con lo que se sabía hasta
ese momento sobre la enfermedad: algunas hermanas no presentaban
apenas indicios patológicos de la enfermedad de Alzheimer aunque habían
desarrollado síntomas clínicos y, al contrario, otras que parecían sanas en
vida, mostraban posteriormente en sus cerebros indicios claros de
alzhéimer.
El cerebro de una mujer sana pesa entre 1 100 y 1 400 gramos. Los
cerebros de los pacientes con alzhéimer muestran con toda crudeza su
capacidad de destrucción: menos de un kilo de peso, atrofia, pérdida del
tejido cerebral… Los investigadores alemanes antes citados, Heiko y Eva
Braak, han definido seis etapas distintas; lo que descubrieron, tras estudiar
más de 800 cerebros, es que la enfermedad de Alzheimer puede comenzar
en la adolescencia y que su avance se prolongaría durante cincuenta años
hasta llegar a la etapa VI, la más grave. Por los estudios de los Braak y de
otros investigadores se cree, como dijimos al hablar de la cascada amiloide,
que los ovillos neurofibrilares comienzan en la corteza entorrinal, una
región situada cerca de la base del cráneo implicada en la memoria (fases I
y II de Braak); después los ovillos viajan al interior del cerebro y se
propagan por el hipocampo y los tejidos anexos (etapas III y IV) y por
último, los ovillos se desplazan al neocórtex (etapas V y VI).
La hermana María apenas llegaba a la etapa II de Braak, pero sin
embargo había mostrado una clara sintomatología del alzhéimer; y por el
contrario, monjas como la hermana Bernardette fallecida a los 85 años,
cuyo cerebro tras el análisis microscópico del tejido mostraba que los
ovillos inundaban el hipocampo y el neocórtex hasta llegar al lóbulo frontal
y con muchas placas en el neocórtex (Markersbery la clasificó en la etapa
VI de Braak, la más grave), estaba mental y físicamente intacta, sin ningún
tipo de deterioro mental. Bernardette tenía un máster y había dado clases
durante más de veinte años y quizá por esta razón su neocórtex presentaba,
a diferencia del de otras hermanas con menor actividad intelectual, mucha
materia gris; además de la hermana Bernardette hubo otras que también
fallecieron a una edad avanzada sin mostrar ningún síntoma clínico o
patológico del alzhéimer. Cuando Heiko Braak se dedicó al estudio de los
cerebros post mortem para establecer las diferentes fases del alzhéimer,
también observó que casi el 40 % de las personas fallecidas entre los 96 y
los 100 años estaban en la etapa 0-I, lo que parecía indicar cierta resistencia
al alzhéimer en dichas personas. ¿Qué significa esto? Significa ni más ni
menos que el alzhéimer no tiene por qué ser una consecuencia inevitable
del envejecimiento, ofreciéndonos sin duda un rayo de esperanza en medio
de tanta desolación cerebral.
El concepto de «reserva cognitiva» surgió para explicar, precisamente,
por qué el grado de cambios histopatológicos de la enfermedad de
Alzheimer en una autopsia no siempre se correspondía con el grado de
deterioro clínico. Por otro lado, la «reserva cerebral» se refiere más bien a
la capacidad que tiene el cerebro para resistir un daño patológico, hecho que
podría deberse a que dicho cerebro presenta una mayor densidad sináptica o
que contiene un número más alto de neuronas sanas. De esta manera
conservaría el suficiente sustrato neural para mantener las funciones
cognitivas normales. Por otro lado, la «reserva cognitiva» representa la
capacidad de movilizar una serie de redes cerebrales alternativas o de
estrategias cognitivas capaces de hacer frente a los estragos provocados por
la enfermedad. De todas formas no se puede establecer, en realidad, una
demarcación clara entre estos dos constructos; hay que tener en cuenta que
entran en juego muchos factores distintos, como serían por ejemplo el
disfrutar de un mayor estatus socioeconómico, o bien involucrarse en
actividades que resultan cognitivamente estimulantes, circunstancias que
contribuirían a ambas formas de reserva.[256] Se cree que la «reserva
cognitiva» permitiría retrasar la aparición de la sintomatología clínica, pero
con una salvedad importante: por desgracia, cuando los primeros síntomas
del alzhéimer comienzan a manifestarse, tiene lugar un punto de inflexión a
partir del cual el deterioro cognitivo inicia una progresión muy acelerada.
El neurólogo David Bennett, director del Alzheimer´s Disease Center
de la Rush University de Chicago, en Estados Unidos, ha estudiado a fondo
el concepto de la «reserva cognitiva». Al igual que en el estudio de las
monjas, ha tenido la oportunidad de analizar cientos de cerebros, llegando a
la conclusión de que personas que en el momento de fallecer no mostraban
una pérdida de memoria destacada, padecían paradójicamente los signos
físicos de la enfermedad como son la acumulación de beta amiloide y los
ovillos neurofibrilares. En definitiva, una reserva cognitiva más trabajada y
productiva implica un menor riesgo de demencia, incluso en presencia de
un alto grado de patología cerebral.[257]
A un grupo de 268 personas (211 normales y 57 con deterioro
cognitivo) del Centro de Investigación para la Enfermedad de Alzheimer en
Wisconsin, Estados Unidos, se las sometió a una punción lumbar para
recoger muestras de LCR, constatando que una mayor «reserva cognitiva»
se asociaba con una disminución de las alteraciones relacionadas con la
edad en los biomarcadores de la enfermedad de Alzheimer del LCR.[258] Si
hablamos de la importancia de la «reserva cognitiva» para retrasar la
sintomatología del alzhéimer, hay un elemento clave que emerge con fuerza
y que no es otro que el ejercicio físico: practicar un deporte o realizar una
actividad física parece tener un importante efecto en la potenciación de la
«reserva cognitiva»; de alguna forma es como si se establecieran sinergias
beneficiosas entre la dimensión física y algunas variables cognitivas como
es la memoria. En un estudio realizado con 317 personas se vio que a una
edad avanzada, a mayor actividad física existía una menor presencia de
biomarcadores del alzhéimer, como por ejemplo la presencia de beta
amiloide, el metabolismo alterado de la glucosa o un menor volumen del
hipocampo. En este mismo estudió se observó también una correlación
entre algunos dominios cognitivos como la memoria inmediata o la
capacidad visoespacial y la actividad física.[259]
Pero regresemos de nuevo al interior de los muros del convento y a las
hermanas de la orden de Notre Dame. Las monjas, al poco tiempo de
ingresar en la congregación, tenían por costumbre escribir una especie de
autobiografía, una redacción que describiera someramente lo que había sido
su vida hasta ese momento solemne de tomar los votos. Fue en 1930 cuando
Mary Stanislaus, la madre superiora de Norteamérica, envió una carta a
todos los conventos solicitando que las novicias redactaran ese breve
esbozo, detallando los hechos más destacables de su biografía personal.
Cuando Snowdon y sus colaboradores del Estudio de las Monjas analizaron
estas autobiografías con detalle, se empezó a vislumbrar que las hermanas
que hacían gala de un vocabulario más rico y que presentaban habilidades
cognitivas más desarrolladas, eran las mismas que varias décadas después
parecían estar más protegidas contra el alzhéimer. Se trataba de un hallazgo
de enorme importancia y de una trascendencia insospechada para el estudio
del alzhéimer; era, sin duda, un prometedor hilo del que había que tirar para
comprobar hasta dónde podía llevar, así que se contrató a una prestigiosa
psicolingüista, Susan Kemper. Susan estudió a fondo las redacciones de las
monjas analizando el vocabulario empleado, morfemas, frases
subordinadas, proposiciones conceptuales, anáforas y otros parámetros
lingüísticos para medir la riqueza y la complejidad de las autobiografías.
Luego dividió el ingente trabajo en dos campos diferenciados: por un lado
midió la densidad de las ideas expresadas en las autobiografías y por otro la
complejidad gramatical. Tras cientos de horas de minucioso análisis, Susan
se percató de que la variable clave era la densidad de ideas. De todas las
redacciones analizadas observó que, un 90 % de las hermanas que padecían
alzhéimer, presentaban en sus autobiografías una baja densidad de ideas
frente al 13 % de las que estaban sanas. Para el director del estudio David
Snowdon:

Se trataba de una diferencia importante que sugería que con una


precisión de entre el 85 y el 95 %, podíamos predecir quién padecería
o no la enfermedad de Alzheimer al cabo de unos sesenta años con tan
solo analizar las autobiografías.
6.2.- ALZHÉIMER Y DOPAMINA
«Ve a tu dormitorio; en tu dormitorio hay una cómoda con una lámpara
azul; abre el cajón de arriba; al fondo del cajón hay un bote de pastillas;
pone: tomar todas estas pastillas con agua». Alice observa ensimismada a
Alice en la pantalla de su ordenador portátil, intentando desentrañar este
mensaje que ella misma grabó antes de deslizarse, a sus cincuenta años, por
el pavoroso precipicio del alzhéimer. El contraste entre la Alice del
ordenador que todavía conserva el suficiente raciocinio como para urdir un
plan de suicidio diferido y la Alice que a duras penas comprende el mensaje
de su alter ego, es brutal: su mirada es vacua, sus ojos expresan
desconcierto… qué diferencia con su otro yo que da las instrucciones con
aplomo, una mujer atractiva y todavía en plenitud de facultades. Al terminar
de escuchar el mensaje asciende por las escaleras a su habitación, traspasa
el umbral y se detiene; mira la cómoda y la lámpara azul, pero en apenas
unos segundos, la información sobre lo que tenía que hacer se ha
desvanecido en su memoria sin dejar huella; vuelve a bajar y, de nuevo
frente al ordenador, escucha por segunda vez el mensaje asintiendo con la
cabeza: «cómoda… lámpara azul… cómoda… lámpara azul» murmura al
tiempo que sube de nuevo los peldaños en un intento de retener al menos un
par de datos durante unos segundos; se aproxima a la cómoda y abre el
cajón, sus manos se topan con una pulsera que hace girar entre sus manos;
bastan unos breves instantes para que ese estímulo distractor genere una
interferencia que anula su frágil recuerdo; baja una vez más por las
escaleras, pero decide que al regresar a su dormitorio llevará el ordenador
con ella para escuchar el mensaje.
Esta escena de la película Siempre Alice [260] interpretada por Julianne
Moore, que obtuvo el Óscar a la mejor actriz, describe uno de los estadíos
postreros de la enfermedad, cuando la memoria ya prácticamente se ha
desintegrado. Alice es una profesora de universidad que ha alcanzado la
excelencia, con una mente ágil y unas capacidades cognitivas
sobresalientes, y que sufrirá de manera encarnizada la destrucción gradual
de su esencia más íntima como ser humano al padecer un alzhéimer de
inicio temprano. La película muestra la crueldad de cuando uno mismo
comienza a darse cuenta de lo que ocurre y, lo que es más aterrador, de lo
que va a ocurrir; cuando todavía conserva un mínimo de lucidez para
abarcar en toda su amplitud la magnitud de la catástrofe que está por llegar,
Alice decide que la única manera de escapar del horror que le espera es el
suicidio.
El deterioro de la memoria que padece la protagonista es, quizá, uno
de los rasgos arquetípicos de la enfermedad de Alzheimer. Experimentar la
progresiva incapacidad de recordar genera una angustia atávica e
incapacitante. Nuestros recuerdos más próximos se nos escapan
irremisiblemente, de la misma forma que se escurren entre nuestros dedos
los granos de arena de una playa. Son precisamente esos, los recuerdos más
próximos, los que en primer lugar se diluyen, los acontecimientos recién
vividos apenas dejan la huella suficiente como para ser rescatados segundos
después; la identidad, el yo, lo que somos, está entretejido con el hilo de lo
que recordamos, es en definitiva la memoria lo que nos otorga la cualidad
de permanencia. Joshua Foer es un periodista que, interesado en desvelar
los mecanismos de la memoria, decidió entrenarse para participar en los
campeonatos que dilucidan quién posee la mayor capacidad memorística. Y
tan bien se entrenó que ganó el Campeonato de Memoria de Estados
Unidos, consiguiendo entre otras hazañas, memorizar un mazo de 52 cartas
en un minuto y cuarenta segundos.[261] En su libro Los desafíos de la
memoria dice:

Pensé en mi propia persona hace quince años y en lo mucho que


he cambiado en ese período de tiempo. Mi yo de hoy y el yo de
entonces, de cotejarlos, resultarían más que vagamente similares, y sin
embargo somos una colección de moléculas completamente distintas,
con el pelo y la cintura distintos y, en ocasiones, al parecer, poco
común aparte del nombre. Lo que me une a ese yo, y me permite
mantener la ilusión de que existe una continuidad de momento en
momento y de año en año, es algo relativamente estable, pero en
evolución progresiva, en el núcleo de mi ser. Llamémoslo alma o yo o
un subproducto emergente de una red neuronal, pero, le demos el
nombre que le demos, ese elemento de continuidad depende por
completo de la memoria.[262]

Parece evidente que un recuerdo no es un mero bit de información que


guardamos físicamente en un espacio molecular, como se guarda un libro en
una estantería. Recordar es una especie de reconstrucción, un proceso
activo que incluso, como veremos, requiere también del concurso de
nuestra imaginación. Como opina el escritor y psicólogo Charles
Fernyhouhg:

Dada esta naturaleza reconstructiva, la memoria acaso se vuelve


poco fiable. La información a partir de la cual se construye un
recuerdo autobiográfico puede estar almacenada con mayor o menor
precisión, pero ha de integrarse con arreglo a las demandas del
momento actual, y es posible que en cada fase se infiltren errores y
distorsiones. A veces, una historia coherente sobre el pasado solo se
puede conseguir a costa de la correspondencia del recuerdo con la
realidad.[263]

Existen varios tipos de memoria. La memoria filogenética representa


la experiencia acumulada de una especie a lo largo de millones de años, y
está preservada en el material genético de cada individuo; es una
información grabada a fuego en los genes porque la supervivencia depende
en parte de ella. Nikolaas Tinbergen, uno de los padres de la etología,
estudió cómo determinados estímulos elicitan comportamientos no
aprendidos. Así por ejemplo, el color rojo provoca una respuesta agresiva
en el pez espinoso, y solo el color rojo, siendo este el «estímulo señal».
Konrad Lorenz desarrolló el concepto de «impronta» o «troquelado»,
estableciendo una relación entre esa memoria filogenética y la memoria
adquirida. Para él, esa relación establece que se aprende para lo que se está
programado aprender. Es famosa la imagen de Lorenz en un lago con un
grupo de pollitos nadando detrás de él; los pollos recién salidos del
cascarón siguen al primer objeto móvil que se encuentran, y él había
incubado artificialmente unos huevos de ganso que, al salir del cascarón, lo
primero que se encontraron fue al científico, con el que desarrollaron una
relación de apego instintiva.
Otro tipo de memoria es la memoria a largo plazo, que se divide en
declarativa explícita y procedimental implícita. La declarativa explícita
incluye la memoria semántica (nuestro conocimiento sobre el mundo) y la
memoria episódica (recuerdos de nuestra vida, llamada también
autobiográfica). Por otro lado, la procedimental implícita incluye, por
ejemplo, las destrezas o habilidades aprendidas, como montar en bicicleta o
conducir un coche que podríamos decir que son casi inconscientes; también
incluiría los aprendizajes por condicionamiento y los que están
mediatizados por la amígdala, como es el miedo (con una función de
supervivencia como es por ejemplo evitar los peligros y los depredadores).
Como ya hemos visto, la corteza entorrinal se considera una de las
primeras estructuras cerebrales en sufrir las consecuencias del alzhéimer;
esta región del cerebro conecta con vías olfativas y visuales y con otras
estructuras de los lóbulos temporal, parietal y frontal. Pero es con el
hipocampo con quien tiene más conexión, actuando como si fuera una
central de relevo que distribuye los inputs y outputs que entran y salen de
él. También tiene relación con el sistema límbico y la amígdala,
contribuyendo así a darle un componente emocional a la información
puramente sensorial de la memoria. En un estudio publicado recientemente
en la revista Alzheimer´s & Dementia se ha puesto de manifiesto que, las
alteraciones en el procesamiento espacial, son debidas a la degeneración del
hipocampo en los años inmediatamente anteriores al diagnóstico de la
enfermedad de Alzheimer. El volumen reducido del hipocampo se asocia
con una orientación espacial peor. Los participantes del estudio con una
historia familiar de alzhéimer tenían puntuaciones más bajas en la memoria
de trabajo visual.[264] Es decir, una tendencia marcada a desorientarse puede
ser uno de los primeros indicadores de la enfermedad. En 2005,
investigadores noruegos descubrieron que existen unas células de la corteza
entorrinal que se activaban cada vez que un animal se encontraba en el
mismo punto de una retícula de hexágonos que representaba el espacio.
Denominaron a estas células «células reticulares»; al parecer estas células
estructuran el espacio circundante como si fueran las cuadrículas de un
mapa cartográfico, aportando información cuando hay un desplazamiento
entre una cuadrícula y otra.[265] Estos mismos datos se han confirmado con
seres humanos utilizando la resonancia magnética funcional, comprobando
cómo en el cerebro humano se detectaba el mismo patrón de activación de
«células reticulares».[266]
Hay un fenómeno realmente espectacular que ilustra el papel del
hipocampo en la memoria espacial. Para obtener la licencia de taxista en
Londres los aspirantes se dedican de dos a cuatro años a memorizar las más
de 25 000 calles que tiene el callejero de esa gigantesca y confusa ciudad;
después intentarán aprobar un examen en el que, entre otras pruebas, es
necesario saber trazar la ruta más corta entre dos puntos dados, citando
además los principales lugares de interés del recorrido (hay más de 1 400
que deben memorizar). En el año 2000 Eleanor Maguire, una
neurocientífica de la Universidad de Londres UCL, en Reino Unido, estudió
junto a sus colaboradores el cerebro de varios taxistas londinenses con
resonancia magnética. Lo que averiguó es que la zona posterior derecha del
hipocampo (que se asocia con la memoria espacial) era más grande de lo
normal.[267]
David Hassabis y sus colaboradores estudiaron a un grupo de pacientes
con una amnesia debida a un daño bilateral del hipocampo.[268] Diseñaron
un experimento en el que los participantes, en vez de recordar el pasado,
debían imaginar nuevas experiencias. Los resultados mostraron que estos
pacientes amnésicos con el hipocampo bilateral dañado tenían serios
problemas con esta tarea. Esto implica que el papel del hipocampo se
extiende más allá de revivir experiencias pasadas y abarca también la
construcción de experiencias ficticias. Otra conclusión de este estudio es
que además de en las experiencias imaginadas, estas personas eran
deficientes igualmente en la coherencia espacial, lo que provocaba que sus
construcciones se fragmentaran y carecieran de una mínima riqueza de
detalles. Todo esto indica que, si las experiencias imaginadas coinciden con
los recuerdos de la memoria episódica, la ausencia de esta función mediada
por el hipocampo afectaría fundamentalmente a la capacidad de volver a
reconstruir y a experimentar eventos pasados. Esta conexión entre memoria
e imaginación fue considerada por la revista Science como uno de los
avances científicos más importantes de 2007.[269]
Existe una gran controversia respecto a si el hipocampo va sufriendo
una degeneración neuronal constante con el envejecimiento o si por el
contrario sería posible que tuviera lugar una hipotética creación de nuevas
neuronas, es decir una neurogénesis. En un estudio en el que han
colaborado científicos de la Universitat de Valencia, la Universidad de
California (Estados Unidos) y la Universidad de Fudan en Shangai, China,
se ha observado que la neurogénesis hipocampal adulta es inexistente, es
decir, que no es posible la generación de nuevas neuronas en el hipocampo.
[270] Si bien en otros mamíferos más primitivos, como en los ratones, sí se
produce una neurogénesis, los seres humanos nacemos ya prácticamente
con todas las neuronas necesarias para el desarrollo normal. Para José
Manuel García Verdugo, uno de los autores del estudio «la generación de
nuevas neuronas en el hipocampo humano y de primates no humanos se
produce sobre todo en etapas embrionarias y de forma escasa en períodos
post-natales». En este sentido cobra importancia el papel de la plasticidad
cerebral, de la comunicación que se establece entre las diferentes neuronas.
Para García Verdugo «más que de nuevas neuronas, habrá que comenzar a
hablar de nuevos circuitos neuronales». Este estudio contrasta con otro
publicado en 2018 y que lleva por título La neurogénesis del hipocampo
humano persiste a través del envejecimiento.[271] En este estudio Maura
Boldrini, de la Universidad de Columbia en Nueva York, Estados Unidos, y
sus colaboradores analizaron hipocampos completos post mortem de 28
adultos sanos de entre 14 y 79 años, hallando neurogénesis y volumen
conservado de diferentes regiones del giro dentado del hipocampo, mientras
que sin embargo la angiogénesis y la neuroplasticidad sí que se redujeron
con la edad. Sin duda se necesita más investigación adicional para aclarar si
por ejemplo, el ejercicio y algunas intervenciones dietéticas que sí
aumentan la neurogénesis en los roedores y primates, podrían también
hacerlo en seres humanos, mejorando las funciones cognitivas y frenando el
envejecimiento.
Además de la pérdida de la memoria espacial, la apatía es otra de las
primeras manifestaciones habituales de la enfermedad de Alzheimer.
Recuerdo a mi padre en los inicios de su particular descenso a los infiernos
y en sus primeros escarceos con el emperador. Dejó de ir a pescar, una de
las aficiones que más le gustaban y que para él suponía además salir de la
rutina habitual e interactuar con sus amigos; dejó de pasear y de leer; dejó
de interesarse por las cosas del mundo. Abandonó por último el periódico -
una de sus ya escasas conexiones con la realidad- y se tumbó en el sofá.
Apenas participaba en las conversaciones con los demás y sus días se
convirtieron en una sucesión de horas pobladas de monotonía y
aburrimiento. Los nietos, que antes fueron una faceta de su vida ilusionante
y divertida, le resultaban ajenos. Se fue distanciando afectivamente de todos
nosotros y sumiéndose en un mundo críptico e inaccesible. Se le agrió el
carácter y se volvió depresivo.
La apatía va filtrándose de forma insidiosa en nuestro carácter a
medida que envejecemos. Vamos abandonando por el camino de la mediana
edad entusiasmo, ilusión y ganas de vivir; y cuando queremos darnos
cuenta es demasiado tarde, hemos claudicado y ya no disponemos de
ninguna capacidad de reacción. Las pérdidas que acompañan a la vejez y el
deterioro físico y cognitivo contribuyen, en una especie de tormenta
perfecta, a sumirnos en la tristeza y en última instancia a padecer una
depresión en toda regla. Hasta ahora se pensaba que la apatía y la depresión
eran más bien una consecuencia del alzhéimer, que junto a los síntomas
cognitivos de pérdida de memoria y de déficit del pensamiento, iban
sobreviniendo en el angustioso devenir de la enfermedad. Pero es la
disminución de las funciones ejecutivas y la apatía lo que predicen un
envejecimiento negativo, siendo indicadores de la fragilidad, una fragilidad
que es a su vez el síntoma de un deterioro cognitivo más acelerado y de un
acortamiento de la vida.[272]
La tristeza, la depresión y la apatía son síntomas que están
íntimamente relacionados con el alzhéimer y también con la pérdida de la
dopamina. ¿Pero de qué forma se establece la conexión entre esta reducción
de la dopamina y el alzhéimer? Ya en los años noventa se sospechaba que
podía existir dicha conexión. El medicamento deprenilo o selegilina del que
hablaremos luego largo y tendido, tiene la facultad de aumentar la
disponibilidad de dopamina al inhibir la acción de la enzima
monoaminooxidasa B. Hace ya casi treinta años, en 1991, se administró a
catorce personas que padecían alzhéimer una dosis de 10 mgs/día de
deprenilo para averiguar qué efectos tendría, de cara a la mejora de su
enfermedad, el incremento de la dopamina en su cerebro. Los
investigadores consiguieron, al poco tiempo, mejoras significativas en los
síntomas de su agitación motora y una disminución de su sintomatología
depresiva. Así mismo constataron una mejor capacidad para recordar
hechos cotidianos.[273] Esta investigación sugería, aunque no se
comprendiera muy bien todavía en ese momento, ese vínculo entre
dopamina y alzhéimer, una nueva y prometedora vía que se iría desvelando
más adelante.
Más de dos décadas después, en el año 2014, Alessandro Martorana y
Giacomo Koch publicaron en Frontiers in Aging Neuroscience un artículo
muy revelador con el sugerente título ¿Está involucrada la dopamina en la
enfermedad de Alzheimer? [274] Ambos investigadores retomaban de nuevo
esa conexión, afirmando que había serias evidencias de que, en efecto, la
patología dopaminérgica estuviera relacionada con el alzhéimer y más en
concreto con la proteína beta amiloide; incluso parecía bastante probable
que se diera cierto papel causal del amiloide en la disfunción de las
neuronas dopaminérgicas.[275] También Mary Clare Masters, de la Escuela
Universitaria de Medicina de Washington, Estados Unidos, pudo comprobar
en un estudio longitudinal que los individuos sanos en los que aparecen
primero los síntomas depresivos tienen más adelante una mayor posibilidad
de desarrollar alzhéimer.[276]
La pérdida gradual de la dopamina que acontece al hacernos mayores
es una posible causa de la apatía y la depresión comunes en la vejez. Parece
lógico pensar que si perdemos dopamina nos deprimimos, y que si el
alzhéimer comienza, como se cree, décadas antes, es el alzhéimer el que
está implicado causalmente en algún tipo de daño a las neuronas que
producen dopamina. Y si como es probable, la proteína beta amiloide que
se va acumulando interfiere con las conexiones de las neuronas
dopaminérgicas, podemos dibujar un escenario en el que hay una
cronología determinada: primero se inicia el alzhéimer; segundo el
alzhéimer conlleva acumulación de proteína beta amiloide; tercero, dicha
acumulación daña las neuronas dopaminérgicas y como consecuencia de
todo ello, al escasear la dopamina nos volvemos apáticos, tristes y
depresivos. ¿Pero es realmente así la secuencia de acontecimientos? Antes
de contestar a esta pregunta estudiemos con un poco más de detalle la
naturaleza del binomio entre este neurotransmisor y el alzhéimer.
Perla Moreno Castilla es una brillante investigadora nacida en Ciudad
de México y que actualmente trabaja en el National Institute on Aging
(NIA) de Baltimore, en Maryland (Estados Unidos). Su investigación está
también enfocada a la relación entre la dopamina y el alzhéimer. Junto a sus
colaboradores ha podido estudiar cómo en los ratones la proteína beta
amiloide reduce los niveles de dopamina provocando una memoria de
reconocimiento deteriorada. Pero lo más sorprendente es que ha podido
comprobar cómo al aumentar los niveles de dopamina cortical se rescata la
funcionalidad de la memoria.[277] En otra reciente investigación, Moreno
Castilla ha explorado hasta qué punto los ambientes novedosos influyen en
el hipocampo y a su vez en el aumento de dopamina.[278] Al presentar a los
ratones ambientes enriquecidos, con nuevos sabores u olores y lugares
diferentes, sus cerebros generan más dopamina. En su opinión, la dopamina
es un neurotransmisor que está relacionado con la capacidad de protección
contra la acumulación de proteína beta amiloide:

Hemos utilizado ratones transgénicos que acumulan proteínas beta


amiloide en el cerebro, y al administrarles dopamina o catecol (que es
núcleo estructural de dopamina) disminuye significativamente la
cantidad de agregados beta amiloide; creemos que esto se debe a que
la dopamina y el catecol pueden evitar que las (proteínas) beta
amiloide se plieguen entre sí y formen los agregados. Esta es una
hipótesis que estamos estudiando.[279]

El Dr. Emrah Düzel es director del Instituto de Neurología Cognitiva e


Investigación de la Demencia de la Universidad de Magdeburgo, en
Alemania. Ha dirigido una investigación en la que, junto a sus
colaboradores, ha estudiado a fondo cómo la dopamina influye en nuestra
memoria.[280] Para Düzel «nuestras investigaciones demuestran por primera
vez que la dopamina tiene un efecto sobre la memoria episódica, que es la
parte de nuestra memoria que nos permite recordar los acontecimientos
reales en los que estuvimos involucrados personalmente». Se sabe que la
activación del hipocampo es necesaria para codificar nuevos recuerdos. En
la experimentación con animales se ha comprobado que, para que los
recuerdos persistan más de cuatro o seis horas, se necesita una liberación de
dopamina generada por una intensa activación del hipocampo. Según esto,
se podría afirmar que el incremento dopaminérgico debería mejorar
entonces la memoria episódica en los seres humanos. Y esto es
precisamente lo que ha demostrado Düzel con su investigación. Se reclutó a
una población anciana de 32 adultos mayores sanos de entre 65 y 75 años a
la que se les administró L-DOPA o bien un placebo. Los sujetos tenían que
realizar una tarea de memorización y reconocimiento de una serie de
fotografías. Con resonancia magnética fMRI se midieron los cambios
cerebrales en la recuperación de la información memorizada a las dos horas
(prueba de recuerdo temprano) y a las seis horas (prueba de recuerdo
diferido). En la primera prueba, cuando tenían que reconocer de nuevo las
fotografías memorizadas dos horas después, no se observaron diferencias
entre las personas que habían tomado el placebo y las del grupo que había
tomado L-DOPA. Sin embargo en la segunda prueba, después de seis horas,
los que habían tomado L-DOPA podían reconocer hasta un 20 % más de
fotografías que el grupo del placebo. Según Düzel:

Esto confirma nuestra hipótesis de que la dopamina contribuye a


anclar los recuerdos en el cerebro de forma permanente, es decir,
mejora las posibilidades de supervivencia del contenido de la
memoria. Cuando los recuerdos se codifican, se producen cambios en
las sinapsis. Esta activación es solo temporal y después el estado de
las sinapsis cambia de nuevo. Esto sucede a menos que la dopamina
esté disponible para que las sinapsis recién formadas se puedan
estabilizar durante un largo período de tiempo.

Otra prueba más de las intrincadas relaciones entre la dopamina y el


alzhéimer es lo que ocurre con ciertos fármacos. Los estudios
electrofisiológicos realizados en pacientes con enfermedad de Alzheimer,
mostraron inesperados efectos positivos de los fármacos que mejoran la
transmisión dopaminérgica sobre la neurotransmisión cortical, sobre los
mecanismos de plasticidad sináptica y sobre diversos desempeños
cognitivos. Para los autores de estos estudios, dichos fármacos tendrían en
consecuencia efectos terapéuticos en la enfermedad de Alzheimer.[281] Y,
curiosamente, este fenómeno se da también en sentido inverso: se ha visto
que medicamentos como el donepezilo y la galantamina, que se recetan
habitualmente para el alzhéimer (y que se pensaba que actuaba sobre
inhibidores de la acetilcolinesterasa), actúan sobre la dopamina, mejorando
por ejemplo síntomas no cognitivos como son el estado de ánimo y el
equilibrio emocional.[282]
Recordemos los experimentos de Perla Moreno Castilla acerca de
cómo un ambiente enriquecido y variado aumentaba la cantidad de
dopamina en los ratones, evitando de paso que se formen proteínas beta
amiloide. Joshua Foer, el ganador del campeonato de memoria nos aporta
una reflexión al respecto sumamente reveladora:

La monotonía hace que el tiempo desaparezca; la novedad lo


despliega. Uno puede hacer ejercicio a diario y comer de manera
saludable y vivir una vida larga y tener la sensación de que ha sido
corta. Si uno se pasa la vida sentado en un cubículo enterrado en
papeles, por fuerza un día se funde sin pena ni gloria con el
siguiente… y desaparece. Por eso es importante cambiar la rutina con
regularidad e ir de vacaciones a lugares exóticos y acumular tantas
experiencias nuevas como sea posible que puedan servir para afianzar
nuestros recuerdos. Crear recuerdos nuevos estira el tiempo
psicológico y alarga nuestra percepción de la vida.[283]

En el libro El cerebro feliz Dean Burnett nos dice: «La novedad


también es importante en lo relativo al placer. Hay áreas específicas del
cerebro, como la sustancia negra y el área tegmental ventral, que evidencian
un incremento de actividad cuando se nos expone a una estimulación
novedosa». Y puntualiza:

Esto nos indica que a nuestro cerebro le gustan más los estímulos
novedosos que los ya conocidos. Un chiste no es igual de gracioso
cuando nos lo cuentan por segunda vez. El primer beso es el que
recordamos más especialmente (…) la novedad nos hace más felices.
[284]

Para Esperanza Quintero y sus colaboradores de la Universidad de


Sevilla, algunas regiones cerebrales también están más activas cuando
adivinamos una gratificación o recompensa en un contexto novedoso.[285]
Según algunos estudios, si tenemos menos receptores de dopamina en
nuestra vía de la recompensa, necesitaremos más cantidad de estimulación
para poder experimentar un nivel normal de placer.[286]
Douwe Draaisma, en su libro Por qué el tiempo vuela cuando nos
hacemos mayores cita un pasaje del filósofo francés Jean Marie Guyau muy
esclarecedor:

Por el contrario, la vejez es el decorado invariable de un teatro


clásico (...) Las semanas se parecen unas a otras, los meses se parecen
unos a otros; es la monótona rutina de la vida. Todas esas imágenes se
funden en una única. La imaginación ve que el tiempo se acorta. El
deseo hace lo mismo: a medida que se acerca el final de la vida, se
dice cada año: ¡Ha pasado otro año! ¿Qué he hecho con él? ¿Qué he
sentido, visto o logrado? ¿Cómo es posible que hayan pasado 365 días
que no parecen más que algunos meses? Si desea usted alargar la
perspectiva del tiempo, llénelo, si puede, con mil cosas nuevas.
Emprenda un viaje movido, que le apasione y que le rejuvenezca
renovando el mundo a su alrededor. Si vuelve la vista atrás notará que
los sucesos acumulados y las distancias recorridas se han amontonado
en su imaginación: todos esos fragmentos del mundo visible se
colocarán en una larga fila, y eso ofrecerá, como se dice tan
oportunamente, un largo espacio de tiempo.[287]
6.3.- LA DOPAMINA Y EL NUEVO
PARADIGMA SOBRE EL ALZHÉIMER
El 3 de abril de 2017 se publicó un artículo en la revista Nature
Communications que presentaba un enfoque revolucionario sobre la génesis
de la enfermedad de Alzheimer. [288] Investigadores de la Fundación IRCCS
Santa Lucía y de la Unidad de Neurociencias Moleculares del Campus
Universitario Biomédico de Roma, Italia, liderados por el doctor Marcello
D´Amelio, provocaban un pequeño terremoto en la comunidad científica.
Sus tesis, con ecos sísmicos en las cabeceras de los periódicos de medio
mundo, situaban a la dopamina como protagonista indiscutible en la
enfermedad de Alzheimer. El hecho insólito, y que removía los cimientos
de la etiología de esta enfermedad, era establecer una causalidad entre la
dopamina y el alzhéimer absolutamente inesperada. La apatía y los
síntomas depresivos no eran una consecuencia del alzhéimer, ni tampoco el
origen de estos síntomas afectivos eran las placas y ovillos que afectaban a
distintas regiones cerebrales disminuyendo la disponibilidad de la
dopamina. No. Lo que D´Amelio y su equipo proponían era que la pérdida
de la dopamina era la causa del alzhéimer y el primer eslabón de la
espeluznante cadena de esta enfermedad; es decir, que la apatía, la tristeza y
los primeros síntomas depresivos debidos a la disminución de la dopamina
son la señal de alarma, la primera chispa como preludio de lo que está por
llegar para arrasar nuestro cerebro.
La clave hay que buscarla en el área tegmental ventral (VTA), una de
las regiones cerebrales donde las neuronas dopaminérgicas nacen y se
proyectan a otras áreas distintas. En el párkinson primero degeneran las
neuronas dopaminérgicas de la sustancia negra, lo que conlleva una
reducción en la liberación del neurotransmisor en el núcleo estriado dando
lugar a los característicos temblores. Las neuronas del VTA experimentan
también una degeneración en una fase posterior de esta enfermedad,
produciendo una sintomatología no motora (una inhibición emocional). Por
el contrario, en el alzhéimer la causalidad es invertida: primero degeneran
las neuronas del VTA y más tarde las de la sustancia negra. Tal y como
explica D´Amelio:
El VTA no se había estudiado muy a fondo hasta ahora porque es
una parte profunda del sistema nervioso central particularmente difícil
de investigar a nivel neurorradiológico. Dado que el párkinson está
causado por la muerte de neuronas productoras de dopamina, se
pueden imaginar estrategias terapéuticas comunes.

Los fármacos inhibidores de la degradación de la dopamina solo son


útiles para algunos pacientes y únicamente en las primeras etapas de la
enfermedad, cuando sobrevive un buen número de neuronas. Sin embargo,
cuando todas las células mueren ya no se produce dopamina y por lo tanto
la droga deja de ser efectiva.
Una de las fuentes de la dopamina que riega el hipocampo se deriva de
las neuronas dopaminérgicas del VTA. La dopamina modula la plasticidad
sináptica del hipocampo, y su unión a los receptores dopaminérgicos en el
hipocampo dorsal es un determinante importante de las neuronas que
codifica. Como sabemos, las neuronas dopaminérgicas del VTA también
alcanzan al núcleo accumbens y a la corteza cerebral, mediando en la
motivación y en la búsqueda de la recompensa. La hipótesis de partida es
que el daño en las neuronas dopaminérgicas del VTA provocaría un
deterioro en la memoria y otros síntomas no cognitivos, al reducir el flujo
de la dopamina que llega al hipocampo y a la corteza; y por otro lado, al
aumentar la dopamina, administrando por ejemplo L-DOPA y selegilina
(deprenilo), se rescataría la plasticidad sináptica y se restablecería la
densidad postsináptica del hipocampo subsanando así la memoria y el
procesamiento de la recompensa.
Para probar esta hipótesis y poder medir la degeneración selectiva en
el VTA, se utilizaron unos roedores muy especiales. Se trata de un tipo de
ratones transgénicos que poseen unos niveles elevados de la proteína beta
amiloide, los ratones Tg2576. Al estudiar cómo evolucionaba el alzhéimer
en estos ratones, los datos indicaron que la muerte celular en las neuronas
dopaminérgicas del VTA, a los tres meses de edad, se producía en estadíos
preplaca del hipocampo y no era el resultado de la deposición local de placa
beta amiloide en el VTA.
La corteza cerebral está inervada por neuronas VTA y tiene que ver
con la motivación, la cognición de la recompensa y la memoria. También en
este caso, el flujo de salida de dopamina en la corteza cerebral de los
ratones Tg2576 era normal antes del inicio de la muerte celular
dopaminérgica, lo que indica que la reducción de este flujo en la corteza a
los seis meses es el resultado de la pérdida neuronal dopaminérgica del
VTA. Dada su importancia para el procesamiento de la recompensa y de la
motivación, se examinó si el flujo de salida reducido de la dopamina del
VTA a la corteza estaría asociado a su vez a una pérdida de interés en la
recompensa.
Para ello se dispuso a los ratones, cuando todavía no habían
desarrollado la enfermedad, en dos cámaras para que las exploraran
libremente; más tarde se colocó chocolate en una de las dos cámaras para
que con el tiempo y varias repeticiones los ratones asociaran dicha cámara
con una recompensa. La exposición a un alimento tan sabroso para los
ratones como es el chocolate dio como resultado que pasaran más tiempo en
esa cámara saboreándolo glotonamente y tiznándose los bigotes de cacao.
Por el contrario, en los ratones Tg2576 más mayores y que ya padecían la
patología similar al alzhéimer, el condicionamiento estaba ausente: pasaban
la misma cantidad de tiempo en la cámara de chocolate antes y después de
colocarlo allí, sin desarrollar ninguna preferencia. Además, curiosamente
eran menos golosos: comían menos chocolate. De esto se deduce que no
tener preferencias a la hora de elegir el chocolate, junto con una menor
ingesta, es consistente con el agotamiento de la dopamina de la corteza
donde la dopamina gobierna la recompensa y la toma de decisiones
relacionada con el esfuerzo.
De alguna forma se puede afirmar que, en estos ratones Tg2576 de seis
meses de edad, existirían serias deficiencias en la cognición asociadas a la
recompensa e incluso algo parecido a lo que sería en los seres humanos una
sintomatología depresiva. Por el contrario, en los ratones Tg2576 de dos
meses, cuando el flujo de salida de la dopamina en la corteza es todavía
normal no hay alteración en la preferencia de lugar o en el consumo del
chocolate, es decir, su representación cognitiva de la recompensa sigue
intacta. Finalmente, lo que el equipo de D´Amelio también pudo
comprobar, es que existía una evidente pérdida de memoria en este tipo de
ratones, sobre todo a partir de los tres meses de edad, algo que está en
consonancia con la pérdida de la dopamina del VTA que sobreviene a partir
de ese momento.
¿Y qué ocurrió cuando se aumentó la dopamina en los ratones? Con la
administración exógena de L-DOPA y endógena de selegilina (deprenilo) se
incrementó la disponibilidad de dopamina, lo que dio lugar a su vez a una
mejora general en la plasticidad del hipocampo. Pero no solo eso; la
selegilina mejoró también la memoria espacial de los ratones Tg2576 e
incluso mostraron una clara preferencia por la cámara a la que se le había
asociado el chocolate, una prueba de que la recompensa había recuperado
su valor placentero para estos roedores nuevamente golosos.
La importancia de estos experimentos del equipo de investigación de
D´Amelio sobre la dopamina y el alzhéimer son realmente notables.
Resumamos. Tenemos un modelo de ratón con enfermedad de Alzheimer en
una etapa en la que no se ha producido todavía el típico depósito de placas
beta amiloide, nudos tau hiperfosforilados o cualquier signo de pérdida
neuronal en las regiones corticales y del hipocampo involucradas en los
déficits de memoria. En este tipo de ratón se da un proceso apóptico
específico (una muerte celular) en el área tegmental ventral o VTA
causando una degeneración progresiva de las neuronas dopaminérgicas.
Esta pérdida neuronal es selectiva para las neuronas del VTA. El flujo
reducido de salida de la dopamina en el hipocampo y en la corteza
contribuye a los déficits de memoria y al deterioro del procesamiento de la
recompensa. Y por último, la plasticidad sináptica del hipocampo, la
memoria, la densidad de las neuronas piramidales y el procesamiento de la
recompensa mejoran al estimular el sistema de la dopamina con L-DOPA, o
al reducir la degradación endógena con selegilina (deprenilo).
Apenas un año después de la publicación de este estudio, científicos
del Instituto Nacional de Investigación de la Salud NIHR del Centro de
Investigación Biomédica, en la Universidad de Sheffield (Reino Unido),
demostraban la misma causalidad entre la pérdida de neuronas
dopaminérgicas del VTA y el inicio del alzhéimer, pero ahora ya con seres
humanos.[289] Los investigadores de Roma habían probado, en ratones con
enfermedad de Alzheimer, que una pérdida preclínica significativa de
neuronas dopaminérgicas en el VTA acompañaban a la reducción en la
inervación del hipocampo y a la disminución de la memoria; ahora el
objetivo era demostrar si este proceso era extrapolable a las personas; para
ello se obtuvieron imágenes de resonancia magnética funcional de 51
adultos sanos, 30 con deterioro cognitivo leve y 29 con diagnóstico de
alzhéimer. Se evaluó el tamaño del VTA, del hipocampo, el rendimiento de
la memoria y las habilidades lingüísticas ejecutivas. Los resultados
demostraron que el tamaño del VTA (y no de otros núcleos cerebrales)
presentaba una fuerte asociación con el tamaño del hipocampo y la
capacidad memorística, y esto ocurría sobre todo con adultos sanos;
además, la conectividad funcional entre el VTA y el hipocampo se asoció
significativamente también con ambos marcadores de la enfermedad de
Alzheimer. Una de las conclusiones que se desprenden de este estudio es
que la disminución de la actividad del VTA dopaminérgica sería
determinante para el inicio temprano de la enfermedad de Alzheimer,
indicando una estrategia anticipada de tratamiento antes de que aparezcan
los síntomas. Según Annalena Venneri, la autora principal del estudio:

Nuestros hallazgos sugieren que si un área pequeña de células


cerebrales llamada VTA, no produce la cantidad correcta de dopamina
para el hipocampo, este no funcionará correctamente. El hipocampo
está asociado a la formación de nuevos recuerdos, por lo tanto esta
investigación es crucial para la detección temprana de la enfermedad
de Alzheimer. Los resultados indican que existe un cambio que se da
con mucha antelación, y que dicho cambio podría desencadenar la
enfermedad de Alzheimer más tarde. Este es el primer estudio que
demuestra este vínculo en humanos.[290]

Existe pues una creciente evidencia que sugiere una fuerte asociación
entre un déficit de la dopamina y las alteraciones cognitivas y
neuropsiquiátricas relacionadas con la enfermedad de Alzheimer. Tal y
como afirma el propio D´Amelio en una reciente hipótesis unificadora
sobre esta enfermedad:

Está empezando a surgir un conocimiento novedoso sobre la


vulnerabilidad de las neuronas de dopamina VTA que explicaría la
enfermedad de Alzheimer. El alzhéimer puede considerarse como una
enfermedad compleja con múltiples etiologías, externas e internas, que
convergen en una pérdida neuronal masiva de dopamina. Esta
hipótesis unificadora de la muerte celular de dopamina en la
neurodegeneración relacionada con la edad, es una hipótesis
interesante que merece más investigación.[291]

El locus cerúleo, también llamado locus coeruleus (y LC en su forma


abreviada), es una región anatómica del tallo cerebral. Su nombre en latín
significa ‘lugar azul’, nombre que toma de la pigmentación azulada que
posee debido un elevado contenido de melanina. Una de las funciones del
LC es la producción de noradrenalina (o norepinefrina), neurotransmisor
involucrado en las respuestas del estrés, la vigilia y el miedo. El LC está
inervado con muchísimas regiones cerebrales por lo que interviene, además,
en aspectos relacionados con las emociones, la neuroplasticidad, la
inhibición del comportamiento, la atención o la memoria entre otros. La
noradrenalina es una prima hermana de la dopamina ya que se sintetiza a
partir de ella. Desde la década de los años sesenta se sabe que el LC sufre
los embates del alzhéimer, pudiendo llegar a perder hasta un 70 % de las
células responsables de la producción de noradrenalina. Este acusado
descenso en la producción de noradrenalina correlaciona estrechamente con
la pérdida de memoria y el deterioro cognitivo; al parecer, la degeneración
del LC está relacionada también con las reacciones inflamatorias que
subyacen a la enfermedad de Alzheimer y en concreto con la microglía. En
los ratones, la estimulación de la microglía con norepinefrina, puede
suprimir la acción inflamatoria de las citoquinas provocada por la proteína
beta amiloide. Por otro lado, la degeneración inducida del LC se ha visto
que aumenta la expresión de mediadores inflamatorios en ratones
transgénicos, dando como resultado un incremento en las deposiciones de
beta amiloide.[292] La entrada en escena de la noradrenalina es de suma
importancia para la prevención de la enfermedad de Alzheimer. El
bupropión, un fármaco con propiedades psicoestimulantes y perteneciente a
la clase de inhibidores de la recaptación de dopamina y noradrenalina,
podría impedir la degradación de ambos neurotransmisores que se produce
con el envejecimiento. Al final de este libro, en el capítulo dedicado a la
mejora de la dopamina, exploraremos en profundidad el papel del
bupropión.
Viajemos una vez más a los claustros de los conventos, donde las
monjas participantes en el estudio de David Snowdon nos aportan una
información vital para completar el rompecabezas (nunca mejor dicho) del
alzhéimer. Recordemos el hallazgo de que las autobiografías que las
novicias debían escribir al ingresar en la orden, revelaban que la densidad y
la complejidad de ideas expresadas guardaban relación con la aparición del
alzhéimer décadas después: a más pobreza de lenguaje y menor densidad
gramatical y de contenido, más probabilidad de padecer alzhéimer en el
futuro. Pero había otra característica importante escondida entre los
renglones de las historias de sus vidas: las autobiografías, además de
aportar datos y hechos objetivos sobre el devenir de su existencia, incluían
también emociones. La manera de expresar un suceso puede estar revestido
de optimismo, incluir adjetivos que denoten alegría, felicidad, positividad;
por el contrario, ese mismo suceso se puede describir con pesimismo,
haciendo uso de un lenguaje que nos traslada amargura y pesar. Los relatos
de nuestras vivencias rara vez son escritos neutros, como lo sería el texto de
un dictamen judicial o una resolución publicada en el BOE. Es inevitable
pues que vertamos en la descripción de los sucesos acaecidos nuestros
sentimientos más profundos, y esos adjetivos y esos párrafos más
emocionales desvelarán, como si fuera un test proyectivo de personalidad,
nuestro carácter y nuestras cualidades más íntimas. A medida que los
investigadores avanzaban en el análisis de las autobiografías de las
hermanas, comenzaron a vislumbrar que la cantidad de emociones positivas
empleadas en sus redacciones correlacionaban con su longevidad: a mayor
número de emociones positivas, más años de vida. Del extremo inferior al
superior de la escala, las emociones positivas representaban una diferencia
de supervivencia de 6,9 años.[293] En efecto, la actitud positiva a una edad
temprana contribuía a vivir más años.
La personalidad, que ya se manifiesta desde los primeros años, nos
recuerda a los estudios de Jerome Kagan sobre los bebés que eran más
reactivos emocionalmente ante las personas desconocidas. Esos bebés, al
crecer, eran luego más introvertidos en la adolescencia y en la juventud,
menos sociables y con una mayor tendencia a la depresión. Podemos
afirmar que, de alguna forma, desde que llegamos a este mundo nuestra
personalidad nos está marcando ya el camino de la longevidad. Recordemos
también los Big Five, los cinco grandes rasgos de personalidad y su relación
con la esperanza de vida. Tal y como ocurre con las autobiografías de las
monjas, y sus concomitancias con la longevidad en función de la
emocionalidad expresada, resulta obvio pensar que las dimensiones de
nuestra personalidad también deben guardar relación con el alzhéimer. Esto
es lo que se desprende de una interesante y reciente revisión integradora,
que da cuenta precisamente, de aquellos rasgos de personalidad que se
relacionarían con la posibilidad de padecer alzhéimer.[294] Tal y como
vemos con la tendencia a la depresión del estudio de las monjas, en esta
revisión el neuroticismo y la falta de conciencia (entendida como dejadez, o
falta de cuidados por uno mismo y por su salud), se presentan también
como rasgos de personalidad relevantes de cara al alzhéimer. Como afirman
los autores de esta revisión:
Los rasgos de personalidad podrían ser un objetivo prometedor de
las intervenciones dirigidas a prevenir o reducir la carga de la
enfermedad de Alzheimer. Las intervenciones destinadas a cambiar los
aspectos desadaptativos de la personalidad son particularmente
atractivos, porque se cree que estos rasgos son causas distales de la
enfermedad y están vinculados a otros factores de riesgo y resultados
de la vida. Además de los posibles beneficios directos, reducir el
neuroticismo y aumentar la conciencia podría tener el beneficio
adicional de reducir potencialmente otros factores de riesgo, como la
inactividad física, el aislamiento social, el consumo de cigarrillos, la
obesidad de la mediana edad y otros factores de riesgo
cardiovascular. A pesar de los posibles beneficios directos e indirectos,
se sabe relativamente poco acerca de los efectos de las intervenciones
en la personalidad.

Aquí, «rasgos distales» es un sinónimo de la metáfora de la escalera y


la manzana. Los rasgos de personalidad, como el neuroticismo y la falta de
conciencia, nos alejan de los comportamientos que nos protegerán contra el
alzhéimer; por el contrario, ser optimistas, extravertidos y estar motivados y
conectados con la vida nos impulsa a subir los peldaños de nuestra escalera
para alargar la mano y alcanzar la manzana saludable. Y esos rasgos de
personalidad, están, como hemos visto, mediatizados por la dopamina.
7.- ¿PUEDE LA DOPAMINA ALARGAR
LA VIDA?

El sistema dopaminérgico tiene relación con tres fenómenos relacionados con la edad: la
depresión, el declive sexual y la enfermedad de Parkinson. Esta es la razón por la que
podemos llamar a este sistema dopaminérgico el motor de la vida.
Joseph Knoll

Se ha demostrado que el deprenilo tiene un potencial terapéutico extraordinario en la


enfermedad de Parkinson con unos efectos secundarios insignificantes. Además, hay pruebas
convincentes de que este medicamento tiene propiedades neuroprotectoras y
antienvejecimiento, pudiendo ser de ayuda en la enfermedad de Alzheimer.
Gwen Ivy, Ph. D.
Profesor Asociado de Anatomía, Biología Celular
y Psicología. Universidad de Toronto (Canadá)

Mientras escribo estas líneas, mi beagle Dexter dormita sobre la


alfombra, a mis pies. Tiene siete años y en el hocico y alrededor de los ojos
comienzan a aflorar las primeras canas que indican que su reloj interno del
envejecimiento se está acelerando. Respira profunda y rítmicamente ajeno a
su inevitable e insidioso deterioro. Él, dentro de su inconsciencia animal,
nada puede hacer para ralentizar o detener los efectos del paso del tiempo, a
diferencia de nosotros, los seres humanos, que estamos en disposición de
meter palos en la rueda de una maquinaria que pretende consumirnos sin
remisión. Nos esforzamos en detener el proceso del envejecimiento
ingiriendo toneladas de antioxidantes, sometiéndonos a la tortura de la
restricción calórica o experimentando con medicamentos como la
rapamicina. Más allá de la investigación que está llevando a cabo Nir
Barzilai, del Albert Einstein College of Medicine de Nueva York, en
Estados Unidos, para probar si la metformina alarga la vida (el estudio
TAME, del que hablaremos), quizá existan escenarios similares no del todo
explorados. Y curiosamente puede que unos primos de Dexter (que ahora se
estira y bosteza tras haber soñado tal vez que perseguía a una liebre en un
campo infinito de espigas) tengan una de las claves del eterno enigma de
cómo podemos alargar la vida y sortear a la muerte.
En la segunda mitad de la década de los años noventa, un grupo de
perros beagle deambulaba por un laboratorio observados atentamente por
William W. Ruehl y sus colaboradores, quienes les habían administrado una
sustancia que muchos años antes había recibido el nombre de E-250. Los
beagles protagonistas del experimento eran más ancianos que Dexter, tenían
entre diez y quince años de edad y casi estaban ya en el límite de su
esperanza de vida. Durante seis meses, los experimentadores trataron con
una dosis de 1 miligramo de E-250 por kilo de peso al grupo de afortunados
beagles, frente a otro grupo que recibió un placebo. Tiempo después, doce
de los quince perros (el 80 %) tratados con E-250 sobrevivieron hasta la
conclusión del estudio, en contraste con solo siete de los dieciocho (39 %)
que recibieron el placebo. Además, en el momento en el que el primer
beagle tratado con E-250 murió el día 427, cinco desventurados perros que
solo habían recibido el placebo ya habían fallecido, el primero de ellos el
día 295.[295]
¿Qué es E-250, que parece el nombre en clave de un antídoto sacado
de una mala película de espías? Y lo que es más importante, ¿cómo
consiguió alargar la vida de un grupo de perros? Para responder a estas
preguntas debemos remontarnos a los campos de concentración de la
Segunda Guerra Mundial, donde se llevó a cabo la exterminación
sistemática de la población judía.
Joseph Knoll nació en 1925 en una ciudad llamada Kassa, en aquel
momento parte de Hungría y en la actualidad de Eslovaquia. Con solo tres
semanas de vida, sus padres se mudaron a Budapest y ya desde muy niño
había mostrado su interés por estudiar Medicina. El año de su graduación,
1943, fue un año difícil dado que Hungría era un aliado de la Alemania nazi
y las cosas no resultaban precisamente fáciles para una familia judía; de
hecho, él no fue admitido en la Escuela de Medicina por ser judío.
En marzo de 1944 Hungría fue ocupada por el ejército alemán y, como
el resto de los judíos, él y su familia tuvieron que marcar su casa con la
estrella de David amarilla. Su hermano fue llamado a filas para servir en la
división especial para judíos del ejército llamada Munkaszolgálat. Joseph
fue también reclutado por la misma división, pero él decidió renunciar para
cuidar de sus padres que ya eran demasiado mayores para quedarse solos.
Al poco tiempo, los tres fueron deportados a Auschwitz y sus padres fueron
ejecutados de inmediato en la cámara de gas. Joseph recordaría muchos
años más tarde cómo consiguió sobrevivir a ese horror, gracias a que su
madre le había inculcado desde que era pequeño el amor por la poesía: se
sabía de memoria más de doscientos poemas que recitaba en silencio una y
otra vez, según él, «para mantenerse en contacto con la humanidad».[296]
Los primeros días de su estancia en el campo, formó parte de un grupo
que tenía asignada la tarea de transportar la cena en grandes contenedores
de madera desde la cocina hasta el exterior, donde esperaban el resto de los
reclusos. En una ocasión, el jefe de cocina comenzó a golpear con un palo a
quienes portaban los contenedores, y los que caían o derramaban la sopa
fueron entonces arrastrados de nuevo al interior de la cocina para ser
brutalmente apaleados. Joseph fue uno de los que sufrió el severo castigo
hasta quedar inconsciente, y habría muerto si otro interno llamado Jaksa
Wegner, un excampeón de boxeo, no lo hubiera rescatado y cuidado hasta
recuperarse de las heridas. Tiempo después, ya repuesto, reanudó su trabajó
en la panadería del campo, ahora bajo su protección. Dado que hablaba un
alemán perfecto, unas semanas más tarde fue reclutado por el comandante
del campo que le seleccionó para ser su sirviente y de quien recibió un trato
más humano. Más tarde fue trasladado a Berlín y luego a Ohrdruf, donde
fue de nuevo maltratado y golpeado en varias ocasiones. De aquí fue a
Buchenwald y luego a Dachau en uno de los llamados «trenes de la
muerte». Este viaje en tren fue una experiencia tan dantesca que, tras
21 días casi sin agua ni comida, hacinado junto a los cadáveres de aquellos
que iban sucumbiendo al horror y durmiendo sobre sus propias heces, llegó
a Dachau con tan solo 37 kilos cuando su peso en Berlín era de 78; de los
65 pasajeros que viajaban en el tren, solo sobrevivieron dos. Al día
siguiente de su llegada, el 29 de abril de 1945, fue liberado por los soldados
estadounidenses junto al resto de los escasos supervivientes. A Knoll le
llevó varias semanas recuperarse y volver a caminar. Después de regresar a
Hungría intentó contactar con su familia sin éxito, tan solo encontró con
vida a una tía y a una sobrina, que terminaría convirtiéndose en su esposa.
Tras graduarse cum laude en la Escuela de Medicina, comenzó a trabajar en
el Departamento de Farmacología del profesor Bela Issekutz, centrándose
en el estudio de la colinesterasa, una enzima relacionada con el
metabolismo de la acetilcolina. En la década de los cincuenta, inició sus
investigaciones en el campo de la motivación humana.
Knoll estaba especialmente interesado en lo que él denominaba el
«sistema de activación», es decir, el mecanismo por el que un ser vivo, ante
una circunstancia externa de peligro inicia en cuestión de décimas de
segundo una reacción de huida. Para ilustrar este «sistema de activación»,
imaginemos por ejemplo a un conejo que está comiendo hierba
plácidamente en una pradera; de forma inesperada, aparece volando un
águila por encima de su campo visual, una sombra móvil y amenazante que
avanza hacia él y se dibuja sobre el verdor de la hierba; en una fracción de
segundo, una vez percibido el peligroso estímulo, el conejo debe poner en
marcha todas sus capacidades de supervivencia para pasar de una actitud
relajada al modo de activación extrema. Para iniciar ese «sistema de
activación» y huir, es preciso que entre en juego lo que Knoll denominó
«mecanismo potenciador», y que según él era el responsable de esa
reacción impulsiva gracias a la liberación de sustancias monoaminérgicas
como la noradrenalina, la dopamina y la serotonina.
A partir de estas ideas elaboraría más tarde su teoría del impulso,
entendiendo este como una fuerza que activa todo el organismo de un ser
vivo. Para Knoll, existe una «unidad innata» del mantenimiento del
equilibrio interno u homeostasis que afectaría a procesos relacionados con
el sexo, la alimentación o el cuidado de la progenie y que es común a todos
los seres vivos. Pero además de esta «unidad innata» habría una «unidad
adquirida», un impulso irreprimible enfocado hacia un objetivo que no es
necesario para la supervivencia. El Homo sapiens sería la única especie
cuya vida se basa predominantemente en este tipo de impulsos adquiridos, y
solo algunas especies (como los perros, los caballos o los delfines, entre
otras) desplegarían estos impulsos adquiridos gracias a la domesticación.
Knoll opinaba que el comportamiento de la búsqueda de objetivos es la
esencia de la vida:
No solo el deseo de estar activo es connatural al cerebro humano,
sino que también lo es la necesidad de buscar nuevos desafíos; debido
al proceso de habituación hasta las cosas en principio interesantes se
vuelven aburridas con el uso continuado; hay que buscar esas
unidades secundarias de motivación para poder desarrollar una vida
armoniosa.

¿Estas palabras de Joseph Knoll no guardan acaso un sospechoso


parecido con el sentido inherente que posee el ikigai? Sin duda alguna
estamos hablando de lo mismo: del esfuerzo que debemos desplegar para
explorar nuevos desafíos, para establecer metas que nos movilicen para
levantarnos por la mañana y no dejarnos arrastrar por la rutina y el
aburrimiento, sobre todo cuando las energías declinan con la edad y cuando
se supone que ya se ha vivido todo y no hay lugar para cultivar nuevas
ilusiones. Efectivamente, para Knoll, el instinto de satisfacer nuestros
deseos primarios disminuye a medida que cumplimos años. Estas ideas
sobre la activación y el impulso las plasmó en su libro del año 1969 The
theory of active reflexes: an analysis of some fundamental mechanisms of
higher nervous activity.[297]
Joseph Knoll y el ingeniero químico Zoltan Eczeri se centraron en el
estudio de la motivación mientras trabajaban en una pequeña compañía
farmacéutica llamada Chinoin, comenzando entonces a investigar la síntesis
de distintos compuestos que pudieran activar esa potenciación cortical.
Elizabeth Miller trabajaba allí también como química y, durante dos años,
estuvo construyendo una molécula que combinara el grupo químico de
pargyl con la metanfetamina. Después de sintetizar 250 variaciones
diferentes, consiguió por fin la molécula definitiva a la que llamó E-250 y
que después denominó deprenilo.
La primera patente de deprenilo se conformó el 13 de diciembre de
1962 con el número 151090.[298] En principio, esta sustancia parecía tener
la capacidad de inhibir la monoaminooxidasa (MAO). Recordemos que la
MAO es una enzima que degrada la dopamina cerebral (y recordemos
también que la pérdida de la dopamina comienza a los 45 años a un ritmo
del 13 % aproximadamente por cada década de vida, siendo nuestras
reservas de este neurotransmisor del 87 % a los 55 años y del 74 % a los
65 años). Pero a diferencia de los antidepresivos que se administraban en
aquella época y que también inhibían la misma enzima, el deprenilo parecía
no aumentar la presión arterial al afectar a un tipo distinto de enzima (la B).
Tradicionalmente los inhibidores de monoaminooxidasa (IMAO) llevaban
aparejados unos graves efectos secundarios que se denominan «efecto
queso», dado que inhiben el metabolismo de la tiramina, una sustancia
presente en el queso y en otros alimentos provocando una reacción
hipertensiva que puede acarrear graves consecuencias. En el año 1965, el
psiquiatra Ervin Varga administró deprenilo a un grupo de voluntarios para
demostrar que no potenciaba el efecto de la tiramina y que, por tanto, no
existía el riesgo de aumentar la presión arterial a niveles peligrosos.
Tuvieron que pasar trece años para que los resultados fueran replicados de
nuevo, algo que hizo Merton Sandler en Londres en 1978. Como veremos,
esta es la pauta tristemente habitual en la vida académica de Knoll: el
olvido, la postergación, la inexplicable irrelevancia de sus hallazgos
científicos. Tal y como se afirma en el libro Deprenyl, the anti-aging drug:

El mundo no estaba preparado para creer a alguien como Knoll, él


sabía que seguiría siendo ignorado por el hecho de estar al otro lado
del telón de acero, y que para probar la efectividad del deprenilo se
requeriría el testimonio de científicos del mundo occidental.[299]

Tal vez las coordenadas geopolíticas que le tocaron vivir explicarían


esta circunstancia: la Hungría de los años cincuenta y sesenta era un satélite
de la Unión Soviética sometido al oscurantismo clásico de los países del
Este. En 1972, publicó junto a su colega Kálman Magyar el artículo que
tímidamente daba a conocer el descubrimiento del deprenilo como un
inhibidor selectivo de la monoaminooxidasa-B. Años después, un
investigador del párkinson, Walter Birkmayer, publicó otro estudio donde
hablaba del tratamiento con éxito de pacientes con la enfermedad de
Parkinson. Birkmayer había combinado el deprenilo con la L-DOPA, el
fármaco de referencia para tratar esta enfermedad, consiguiendo disminuir
la cantidad administrada de L-DOPA y manteniendo el beneficio
terapéutico sin el temido «efecto queso».[300] Hay que destacar que
Birkmayer no citó en este artículo a Knoll, ni siquiera en los
agradecimientos. Poco tiempo después, un nuevo informe publicado en la
prestigiosa revista The Lancet daría a conocer el deprenilo en el mundo.[301]
Con el paso del tiempo, se iba constatando que el deprenilo conseguía
reducir la velocidad del deterioro funcional de las neuronas dopaminérgicas
nigroestriatales en pacientes con enfermedad de Parkinson. Así, en un
estudio posterior se comprobó cómo los pacientes medicados con deprenilo
retrasaban la administración de L-DOPA hasta el día 548,9 de media frente
a los no tratados con deprenilo, que tuvieron que empezar a tomar L-DOPA
a los 312,1 días.[302] Además de mejorar los síntomas del párkinson, el
deprenilo mejoraba la sintomatología depresiva al inhibir la MAO-B, algo
que ya fue probado por Varga y Tringer a finales de los sesenta;[303] sin
embargo, y como una nueva circunstancia inexplicable, la selegilina (otra
denominación del deprenilo) no fue aceptada en Estados Unidos como un
posible tratamiento del trastorno depresivo mayor hasta el año 2006.
A medida que Knoll investigaba sobre el deprenilo, intuía que las
propiedades del fármaco no se limitaban a su acción sobre la inhibición de
la MAO-B. Había algo más; parecía existir también un mecanismo
potenciador hasta ahora desconocido sobre las neuronas dopaminérgicas del
mesencéfalo: con una dosis excepcionalmente baja, el deprenilo conseguía,
de alguna manera, estimularlas. Para Knoll, estas neuronas dopaminérgicas
mesencefálicas eran la clave en la regulación de las «unidades secundarias»
de la motivación y de la potenciación del impulso. Como ya sabemos, las
neuronas dopaminérgicas nigroestriatales disminuyen de manera abrupta a
partir de los 45 años. Es más, según Knoll, la pérdida de este tipo de
neuronas es la principal responsable del descenso progresivo de nuestra
motivación y de nuestra actividad conductual. Para él, esta disminución de
los mecanismos cerebrales dopaminérgicos nigroestriatales relacionada con
la edad, desempeña un papel importante en la reducción del rendimiento a
todos los niveles.
En la línea de la teoría del soma desechable de Kirkwood, Knoll
afirma: «Uno de los mecanismos reguladores del equilibrio entre los seres
vivos es el envejecimiento del cerebro, y en última instancia esto conlleva
la eliminación de los que ya han cumplido su función reproductora». Según
él, desde el destete hasta la culminación de la madurez sexual asistimos a la
fase más gloriosa de la existencia, un portentoso viaje cuesta arriba,
adquiriendo por el camino todas las habilidades cruciales para la
supervivencia y el mantenimiento del individuo. Es el clímax de una
especie, el cumplimiento del mandato evolutivo de transmitir los genes a la
siguiente generación; cumplida esta tarea y sobrepasado el cénit, se inicia el
programa innato de la decrepitud progresiva en el que impera la
disminución continua, lenta e ineludible de la regulación del potenciador
mesencefálico, es decir, de las neuronas dopaminérgicas.
Knoll consideraba que el cerebro solo garantiza que un organismo
funcionará como una entidad intencional, motivada y dirigida a un fin
mientras las neuronas sensibles al potenciador mesencefálico sean
operativas, algo que comienza a declinar cuando se ha cumplido con la
función reproductiva. Para evitar este declive, una de las claves estaría en la
posibilidad de mantener este potenciador protegido de su degradación
asociada al envejecimiento, evitando la pérdida de las neuronas
dopaminérgicas. Su hipótesis es que la calidad y duración de la vida
dependen de la eficiencia de la maquinaria cerebral catecolaminérgica; un
buen sistema catecolaminérgico garantiza un funcionamiento cerebral más
longevo. Y esto es precisamente lo que Joseph Knoll consiguió probar.
Dedicó su existencia (décadas de investigación constante y laboriosa) a
demostrar que la administración profiláctica de deprenilo podía alargar la
vida. De hecho, ha sido el primer compuesto descrito en las publicaciones
médicas que, al frenar el deterioro de las neuronas dopaminérgicas
nigroestriatales propio del envejecimiento, ha prolongado la vida de un ser
vivo de manera significativa.
Walter Birkmayer, a partir de 1983, prescribió deprenilo a cientos de
enfermos de párkinson durante nueve años como adyuvante de la L-DOPA.
A medida que trataba a estos pacientes, comenzó a observar algo muy
extraño: la mayoría de ellos parecían vivir un tiempo considerablemente
más largo de lo esperado. ¿Esto significaba que el deprenilo, al bloquear la
acción de la enzima MAO en el cerebro, retrasaba la progresión de la
enfermedad de Parkinson, y, al retrasar la progresión de una enfermedad
degenerativa podría por sí mismo prolongar la vida? Llegados a este punto,
Birkmayer estaba tentado de inferir que el deprenilo, a través de un
inexplicable efecto psicoestimulante causado por un aumento de la
dopamina, incrementaba la esperanza de vida. Los resultados de las
elucubraciones de Birkmayer fueron plasmados finalmente en una
publicación científica europea, The Journal of Neural Transmission, en un
artículo firmado entre otros por Knoll.[304] Incluir en el título de este
artículo la frase «increased life expectancy» (incremento de la esperanza de
vida) fue sin duda algo provocativo.
El pistoletazo de salida de Knoll para probar fehacientemente el
aumento de la esperanza de vida gracias al deprenilo, fue un estudio
publicado junto a Janos Dallo y Tran Ty Yen en 1989 (aunque ya había
presentado trabajos preliminares en 1981, en el II Simposio IUPAC-
IUPHAR de Noordwijkerhout, Países Bajos).[305] En este estudio, 132 ratas
fueron tratadas con deprenilo o con placebo desde el final de su segundo
año de vida hasta su muerte; del grupo tratado con placebo, la rata más
longeva vivió 164 semanas; por el contrario, del grupo de ratas tratadas con
deprenilo, la que menos vivió llegó a la semana 171 y la más longeva murió
durante la semana 226. La esperanza de vida del grupo al que se le
administró el placebo fue de 147,05 ± 0,56 semanas; la del grupo del
deprenilo fue de 191,91 ± 2,31. En consecuencia, esta es la primera vez que
un medicamento prolonga la vida de los miembros de una especie más allá
de su edad máxima, 182 semanas en el caso de las ratas.
Un efecto inesperado que observaron Knoll y sus colaboradores es
que, además de alargar la vida, el deprenilo parecía mejorar el rendimiento
sexual. Este fenómeno fue corroborado en varios experimentos posteriores.
Así, Yen y sus colaboradores mostraron cómo la administración de
deprenilo ejercía sobre las ratas macho sexualmente inactivas un verdadero
efecto afrodisíaco de larga duración.[306] Hay otro estudio en esta misma
línea de Knoll, Yen y Miklya que refuerza la idea de que el deprenilo, no
solo aumenta la esperanza de vida, sino que provoca una sinergia entre la
longevidad y un mayor rendimiento sexual.[307] En este experimento, de
1600 ratas macho, se seleccionaron 94 sexualmente inactivas y 99 muy
activas; a partir del octavo mes de vida, fueron tratadas con solución salina
o con deprenilo hasta su muerte; se midió su actividad copulatoria, así como
la capacidad de aprendizaje. Las ratas sexualmente inactivas tratadas con
solución salina no tuvieron casi eyaculaciones, parecían muy aburridas y
vivieron 134,58 ± 2,29 semanas; sus pares tratados con deprenilo se
volvieron sexualmente más activos y vivieron 152,54 ± 1,36 semanas. Por
otro lado, en el grupo de ratas muy activas tratadas con solución salina, se
observó una media de 14 eyaculaciones durante las 36 primeras semanas y
debido al envejecimiento, 2,47 entre las semanas 73 y 108; además, su
ritmo de aprendizaje fue muy bueno y vivieron 151,24 ± 1,36 semanas. El
otro grupo de ratas muy activas tratadas con deprenilo fue mucho más
activo que sus compañeros de la solución salina, con 30 eyaculaciones
durante las primeras 36 semanas y más de 7 entre las semanas 73 y 108; su
ritmo de aprendizaje fue aún mayor y vivieron 185,30 ± 1,96 semanas.
Además, en este estudio se midió la liberación en reposo de la
dopamina del cuerpo estriado, de la sustancia negra y del tubérculo
olfatorio, así como la liberación de la noradrenalina del locus coeruleus
como un indicador de la actividad básica de las neuronas
catecolaminérgicas en el cerebro. Esto se hizo en las semanas 2, 4, 8, 16 y
32, tanto en las ratas macho como en las hembras. Los datos demostraron
que la liberación de neurotransmisores entre el destete y el segundo mes de
edad, o sea, durante la fase crucial del desarrollo (es decir, el glorioso viaje
cuesta arriba), fue significativamente mayor que antes o después de ese
período. La actividad catecolaminérgica comienza, pues, a trabajar con alta
intensidad después del destete, llegando a su cénit con la culminación del
desarrollo sexual y mostrando a partir de entonces una descomposición sin
precedentes. La administración diaria de dosis bajas de deprenilo (0,01-
0,25 mg/kg) durante 21 días mejoró de forma importante la liberación de
catecolaminas en reposo.
Estos experimentos fueron replicados en años posteriores con similares
resultados. Knoll estaba convencido de que un potenciador de la actividad
dopaminérgica, como es el deprenilo, aumentaba la capacidad sexual y de
aprendizaje, además de alargar la vida. Y para él este corolario es también
aplicable a los seres humanos: cuanto más tiempo se mantiene el cerebro
con una actividad máxima, más y mejor vas a vivir. Así, la condición
óptima es permanecer en un estado en el que las neuronas dopaminérgicas
prolonguen su nivel más alto de excitabilidad; para ello es necesario
promover la búsqueda activa de experiencias estimulantes, cultivar un ocio
creativo, establecer desafíos constantes en el plano profesional, personal y
lúdico y permanecer enfocado a objetivos que supongan un reto. En
definitiva, intentar por todos los medios que nuestros niveles de dopamina
no desciendan, o en cualquier caso que lo hagan de la forma más lenta y
ralentizada posible. En este sentido, es imprescindible comenzar a preservar
nuestra reserva de neuronas dopaminérgicas cuanto antes; lo ideal sería a
mediados de la década de los cuarenta, cuando se inicia el declive del grupo
de neuronas nigroestriatales, decadencia que no se detendrá y que nos irá
vaciando del preciado tesoro de la juventud poco a poco.
Somos máquinas de supervivencia programadas por los genes, genes
que serán juzgados en función del éxito evolutivo. La interacción entre la
disminución de la dopamina, ciertas hormonas y el deseo sexual cobra en
este contexto todo su sentido. Los experimentos realizados con el deprenilo
han demostrado en varias ocasiones la mejora del rendimiento sexual,
medido en ratas por el número de cópulas y eyaculaciones. Un rendimiento
que, además, ocurre después de que se cierre de par en par esa ventana de
oportunidad, cuando el programa de la especie no contempla ya que esa
mejora sexual tenga lugar. Se podría objetar, y no sin algo de razón, que las
ratas son muy diferentes a los seres humanos y que no se pueden establecer
comparaciones a nivel sexual entre ambas especies. Pero no opinan lo
mismo los investigadores Anders J. Björklund y Olle Lindvall, ambos de la
Universidad de Lund (Suecia):

Dada la gran concordancia de los resultados obtenidos en seres


humanos y en ratas en relación con los efectos de las sustancias
dopaminérgicas en la conducta sexual masculina, podemos inferir que
en las dos especies entran en juego unas estructuras y unos circuitos
neurales similares. Esto coincide con observaciones de que la
organización anatómica del sistema dopaminérgico, desde el punto de
vista de los núcleos y las conexiones cerebrales, es muy similar en las
diversas especies de mamíferos.[308]

Además del deprenilo, Joseph Knoll estuvo experimentando con otra


sustancia más potente a la que denominó BPAP y que tiene un espectro
potenciador más amplio al influir también en las neuronas serotoninérgicas.
A raíz de los experimentos realizados con BPAP, comenzó a ponerse de
manifiesto que tanto esta sustancia como el deprenilo provocaban al parecer
un efecto neuroprotector. En un estudio, Knoll pudo comprobar este efecto
neuroprotector del BPAP en células cultivadas del hipocampo de ratas, a las
que se les había provocado la muerte neuronal a través de fragmentos de
beta amiloide. Con el efecto neurotóxico del beta amiloide, no más del 20 %
de las células sobrevivieron. El BPAP mejoró considerablemente el
rendimiento de las neuronas en cultivo, alcanzando una supervivencia del
70 %.[309]
En otro ensayo llevado a cabo con pacientes diagnosticados con la
enfermedad de Alzheimer, se midió el efecto de la selegilina (deprenilo)
sobre la memoria verbal con una prueba estandarizada que se utiliza para
medir su rendimiento denominada rey-auditory-verbal-learning. Los
resultados de este estudio sugieren que la selegilina tiene un efecto
significativo sobre la memoria, con una mejoría probada en la capacidad del
procesamiento de la información y en las estrategias de aprendizaje.[310]
Como ya anticipó el propio Knoll, el efecto del deprenilo va más allá
de la mera inhibición de la enzima MAO-B, ampliando su rango de acción
antienvejecimiento a un abanico de funciones más extenso. Siguiendo con
la enfermedad de Alzheimer, se ha comprobado que la administración de
deprenilo consigue una eficacia terapéutica a través de acciones distintas a
la inhibición de la MAO-B, estimulando la producción de óxido nítrico en
el tejido cerebral, así como en los vasos sanguíneos cerebrales. En un
estudio se vio que la aplicación in vitro o in vivo de deprenilo produjo
vasodilatación y además protegió el endotelio vascular de los efectos
tóxicos del péptido beta amiloide. El óxido nítrico, que modula distintas
acciones (como por ejemplo asegurar un óptimo flujo sanguíneo cerebral),
suele estar disminuido en personas que padecen alzhéimer; la estimulación
del óxido nítrico por efecto del deprenilo quizá contribuya a la mejora de la
función cognitiva en la enfermedad de Alzheimer.[311]
Por otro lado, las funciones neuroprotectoras del deprenilo podrían
deberse a su defensa del daño oxidativo cerebral, aunque todavía queda
mucho camino para dilucidar cuáles son exactamente las vías por las que se
produce esa protección. Una de dichas vías puede ser la activación del
factor nuclear 2 relacionado con el factor de transcripción Nrf2, que
interviene en múltiples vías de protección celular activando la transcripción
de más de doscientos genes decisivos en el metabolismo de fármacos y
toxinas, ejerciendo una protección contra el estrés oxidativo y la
inflamación.[312] El Nrf2 desempeña también un importante papel en la
estabilidad de las proteínas y en la eliminación de las que ya están dañadas.
Además, interactúa con otros reguladores celulares importantes, como son
la proteína supresora tumoral 53 (o p53, que ya citamos al hablar de la
paradoja de Peto y de por qué los elefantes con más células tienen menos
tumores) y el factor nuclear kappa beta (NFkB). Se podría afirmar que, a
través de estas interacciones combinadas, el Nrf2 es un importante guardián
de la salud, protegiendo contra muchas enfermedades relacionadas con el
envejecimiento, incluido el cáncer y la neurodegeneración.[313]
La rata topo desnuda o ratopín rasurado (Heterocephalus glaber),
sobre la que volveremos a hablar más adelante, es un pequeño roedor
extremadamente longevo, resistente a estresores endógenos (como el
oxígeno reactivo) y ambientales. Todo parece indicar que es inmune a las
enfermedades relacionadas con la edad, como el cáncer, las cardiopatías o la
neurodegeneración. Algunas hipótesis recientes para explicar esta
longevidad libre de enfermedades relacionan, precisamente, la capacidad de
recuperación de la rata topo desnuda con la actividad del factor Nrf2.[314]
Por último, y por si todo lo anterior no fuera suficiente, otro efecto del
deprenilo (que tampoco tiene que ver con la MAO-B) es que aumenta
selectivamente la actividad de la superóxido-dismutasa (SOD). La SOD
protege a las células del estrés oxidativo y de los radicales libres. En efecto,
el investigador Kenichi Kitani y sus colaboradores, comprobaron que el
fármaco mejoraba las actividades de las enzimas antioxidantes, no solo en
las regiones dopaminérgicas del cerebro, sino también en los tejidos
extracerebrales como el corazón, los riñones, las glándulas suprarrenales y
el bazo.[315] También pudieron constatar que el deprenilo movilizaba el
interferón (INF)-gamma, el factor de necrosis tumoral (TNF)-alfa, la
interleucina (IL)-1-beta, IL-2, IL-6, los factores tróficos y la mejora del
asesino natural (natural killer, NK).
Vivimos en una época en la que existe un creciente optimismo
motivado por el avance de la ciencia y espoleado vehementemente por el
obstinado empuje de figuras relevantes de la lucha antienvejecimiento como
Aubrey de Grey. Se insinúa, de manera ya no tan velada como hace años,
que alcanzar la inmortalidad es un sueño que puede hacerse realidad; se
realizan experimentos aprobados por primera vez por la FDA para medir el
efecto sobre la longevidad de medicamentos como la metformina, se llevan
a cabo avances portentosos con células madre y se abren nuevos horizontes
en campos prometedores como la epigenética o el estudio de la telomerasa,
entre otros, empresas tecnológicas gastan millones de dólares en invertir en
aquello que pudiera ser un rayo de esperanza en la lucha encarnizada contra
la vejez y sustancias supuestamente milagrosas como el resveratrol
revolucionan el mercado con su promesa de la eterna juventud.
Contemplando este panorama, resulta un poco desconcertante ver
cómo los hallazgos de Joseph Knoll han caído en el olvido. Además de las
razones antes comentadas sobre el oscurantismo político, científico y social
que impregnaba todo lo que provenía del otro lado del telón de acero,
existen otras cuestiones que se deben tener en cuenta. Para algunos
investigadores de la longevidad, el problema radica en que los hallazgos de
laboratorio anunciados por Knoll son difíciles de reproducir; el propio
Knoll consideraba que la variabilidad en la extensión de la prolongación de
la vida entre los estudios de longevidad realizados en diferentes laboratorios
fue inusualmente alta. La explicación de esta inconsistencia experimental
estaría, según él, en que la concentración del potenciador utilizada
(deprenilo) dibuja una forma de campana muy pronunciada en cuanto a sus
efectos sobre las neuronas mesencefálicas; es decir, la dosis óptima que se
requiere para lograr los efectos deseados se mueve en un intervalo de
exactitud muy pequeño: si no es la dosis correcta (0,001 mg/kg), los efectos
logrados no serán coherentes.
Una segunda razón que aduce Knoll es que las dificultades para
replicar los resultados logrados, no solo dependen de las especies con las
que se experimenta, sino también de las distintas cepas de cada especie. Por
ejemplo, Norton Milgram y sus colaboradores utilizaron en sus
experimentos con deprenilo una cepa de ratas denominada Fischer 344,
cuyos individuos tienen una vida más corta, consiguiendo prolongársela un
16 %.[316] Sin embargo, Kenichi Kitani y sus colaboradores, conscientes de
que esta cepa es de vida más corta que la cepa con la que trabajó Knoll
(Wistar-Logan), iniciaron la administración de deprenilo en un momento
más temprano de la vida de las ratas. Este cambio ventajoso de las
condiciones experimentales llevó aparejada una prolongación de la vida de
más del doble, en concreto del 34 %.[317]
Lo que adquiere cada vez más consistencia es que preservar las
neuronas dopaminérgicas de la degradación inherente al envejecimiento es
una de las claves de la longevidad. Ya hemos visto la relación de la
dopamina con la motivación y cómo el impulso vital, las ilusiones y
enfocarse a un objetivo para dar un sentido a la existencia es algo
primordial. También la actividad sexual parece tener un papel importante en
cómo alargamos la juventud y retrasamos la llegada de la decrepitud. Y
tanto el deseo sexual como su antítesis, la depresión, están también
mediatizados por la cantidad disponible de dopamina en nuestro cerebro.
Por tanto, no es casual que, cumplida nuestra misión reproductiva impuesta
por las leyes de la evolución, las neuronas dopaminérgicas inicien su
degradación letal. El párkinson y el alzhéimer son dos crueles
consecuencias de la retirada de la dopamina, y otras muchas funciones
biológicas implicadas en el envejecimiento comparten su destino de manera
insospechada y sorprendente con este neurotransmisor.
Joseph Knoll dedicó décadas de su vida al estudio de sus
«potenciadores secundarios» y del deprenilo como agente de la longevidad.
En un ejercicio de coherencia, él mismo se administró durante años su dosis
diaria de deprenilo. En una ocasión comentó:

Hemos visto en el laboratorio cómo el potenciador aumentó la


frecuencia sexual, la capacidad de aprendizaje y la duración de la
vida de las ratas. Esto se aplica también al hombre; una persona que
trabaja y que permanece activa vive más tiempo que una persona
pasiva. Yo, ahora que estoy jubilado, sigo trabajando mucho; podría
quedarme en casa viendo la televisión, pero no lo hago; la gente me
pregunta por qué voy a las 8:00 de la mañana a mi laboratorio y
vuelvo a mi casa a las 18:00 de la tarde, para continuar luego
trabajando en mis papeles hasta las 2:00 de la madrugada, ¿estás
loco? No, no lo estoy. La conclusión del trabajo de toda una vida es
que, cuanto más tiempo mantienes tu cerebro en actividad máxima,
más tiempo y mejor vives; potenciar e intensificar esta actividad
máxima es la clave entre la vida y la muerte.

Joseph Knoll falleció el 17 de abril de 2018, a los 93 años. Se mantuvo


activo hasta el final; de hecho, su último artículo publicado es de 2017.[318]
Miro a través de la ventana del despacho donde estoy escribiendo
ahora y veo a Dexter jugando con mis hijos en el jardín de la parte trasera
de mi casa. Nuria tiene veinte años y Nicolás dieciséis, y ambos persiguen a
Dexter que corre desesperado para que no lo agarren, intentando prolongar
lo más posible su estancia al aire libre. El perro ladra y enlaza un requiebro
con otro, pone cara de loco con los ojos y la boca muy abiertos mientras
mis hijos pretenden inútilmente acorralarlo contra el tupido seto de
coníferas.
Los beagles de los experimentos realizados con deprenilo son una
posible respuesta al reto que los seres humanos tenemos por delante, si es
que queremos vencer la batalla del envejecimiento. Es el reto eterno que
nos ha obsesionado desde el principio de los tiempos: nadie quiere
envejecer, no queremos morir y marcharnos de la fiesta para siempre. En
cierto sentido, somos como Dexter rebelándose contra lo inevitable,
corremos y corremos presa de la desesperación, pero en el fondo sabemos
que terminaremos siendo atrapados para ser desterrados del perecedero
jardín de nuestros juegos. A la derecha de la ventana del despacho puedo
ver también a mi madre, que apoyada en su andador, contempla sonriendo
la persecución. Un par de horas antes he ido a la residencia a buscarla para
que comiera con nosotros. Antes de subir a su habitación y mientras
esperaba el ascensor, he visto de nuevo a ese residente que dormita sentado
siempre en el mismo sitio, desconectado ya de las cosas del mundo y
sumido en su burbuja críptica e indescifrable; quién sabe lo que estará
pensando, si preferiría estar muerto o se resigna al transcurrir monótono y
vacuo de los días, o tal vez sobrevive alimentándose de sus recuerdos, de
cuando era joven y paseaba descalzo por su jardín percibiendo el frescor
mullido de la hierba bajo sus pies antes del exilio de la vejez.
Dexter intenta morderle el bajo de los vaqueros a Nico, ladra una y
otra vez, esquiva a Nuria que lo agarra por el flanco trasero. Observo a mis
hijos en plena explosión de vida y de energía ilimitada, con una aparente
eternidad por delante, sin la conciencia de una fecha de caducidad que sin
embargo para mí se aproxima a mayor velocidad de la que me gustaría.
Inevitablemente nos comparamos con los demás, con el momento evolutivo
de cada uno de los que nos rodea, y dependiendo de con quién nos
comparemos, relativizamos nuestras arrugas y nuestras expectativas. Si me
comparo con la exuberante juventud de Nuria y Nicolás, soy más
consciente del demoledor y en ocasiones amargo paso del tiempo. Ellos
disfrutan de una vida recién estrenada, parecen uno de esos cisnes que
prueba sus alas por primera vez, ensayando su rudimentario movimiento
con torpes aleteos hacia atrás y hacia delante, irguiéndose sobre la
superficie de un lago, inseguro pero también majestuoso, para levantar por
fin el vuelo entre violentos chapoteos y ascender hasta perderse en lo más
alto del cielo. Todos sus sueños permanecen intactos y sus proyectos vitales
son un boceto dibujado a lápiz, con la posibilidad de ser borrado y diseñado
de nuevo una y otra vez. No han descubierto aún el amor, ni el dolor de las
causas perdidas y por suerte todavía permanecen alejados de las
responsabilidades adultas, de los desengaños, de las cicatrices de una pasión
frustrada. Piensan y actúan con la ternura que solo proporciona la
ingenuidad de su inmadurez, pueden comer lo que quieran sin engordar,
duermen miles de horas seguidas y memorizan sin problema páginas y más
páginas de sus libros de texto; si Nuria sale de fiesta por la noche, al día
siguiente no está cansada, escuchan la música muy alta e interactúan con su
teléfono móvil a una velocidad inaudita, sus cuerpos son flexibles y pueden
hacer piruetas sin lesionarse, ah, y Nico duerme de un tirón sin levantarse a
orinar ni una sola vez en toda la noche.
Yo, con una gran parte de mi vida ya gastada, constato al verlos el
imparable avance del tiempo y sus inevitables consecuencias en mí. Es en
este momento de la existencia cuando nos aferramos con más fuerza a los
hierbajos de un jardín que ya ralea y amarillea en algunas zonas, con el
loable y justificado objetivo de prolongar al máximo nuestra estancia en él.
Si miro a mi madre, que en este momento intenta soltarse del andador y
apoyarse en la barandilla blanca de la terraza para animar a sus nietos en su
escaramuza con Dexter, entonces la atribución sobre mi statu quo es
distinta. Por un lado, debería sentirme satisfecho, o vagamente aliviado, de
conservar lo que por desgracia mi madre ha ido ya perdiendo a sus 88 años;
por otro lado, veo en ella el espejo de lo que tal vez seré yo algún día, en lo
que la implacable «ley del soma desechable» amenaza en convertirme.
¿Quién no comparte estos temores? ¿Acaso existe alguien que, viendo a
quienes le rodean, jóvenes o viejos, no haga un cálculo de las lozanas
ganancias que todavía conserva y otro cálculo deprimente de las pérdidas
acaecidas y de las catastróficas desdichas que están por llegar?
Unos días atrás, ante el inminente viaje de mi hija a un enclave
turístico (todo playa, amigas, juerga nocturna, discotecas y horarios
descontrolados), le advertí sobre la necesidad de utilizar un protector solar.
«Aunque ahora no te importe, el sol es lo que más estropea la piel y lo que
más arrugas y manchas genera; cuando tengas más de treinta años ya verás
cómo sí te importará», le dije poco convencido de que siguiera mi consejo.
Dentro de diez años tendrá, en efecto, esa edad. Y lo que ahora son aspectos
irrelevantes en su horizonte cotidiano (¿quién se preocupa de las futuras
patas de gallo mientras baila reguetón hasta el amanecer?), comenzarán a
estar cada vez más presentes: una cana inesperada, un dolor articular, cierta
piel de naranja en los muslos o una inquietante tendencia a que la tripa
aumente de volumen. Yo, dentro de treinta años, si es que todavía lo puedo
contar y la ley de Gompertz (el incremento logarítmico de la mortalidad a
medida que cumplimos años) no me ha llevado por delante, estaré sumido
en el estado de desconcierto que supone reconocer que lo que pensábamos
que nunca iba a llegar ha venido para quedarse.
La cita de Trotski que inicia este libro es en este sentido sumamente
reveladora. Envejecer es lo más extraño que nos puede suceder; la
perplejidad procede sobre todo del hecho divergente en sí del
envejecimiento, por un lado del cuerpo, y por otro de la mente. No existe
una sincronía entre ambos y, aunque es cierto que hacerse mayor se cobra
un tributo en nuestro sistema de pensamiento volviéndonos más lentos y
con peor memoria, no es tan patente como el deterioro de nuestro cuerpo.
De alguna manera conservamos el espejismo de un cierto inmovilismo
psicológico temporal, sin poseer una conciencia nítida del paso de los años;
todavía pensamos y sentimos como cuando éramos jóvenes, si bien hay una
evolución en las ideas, los objetivos y las preferencias.
La personalidad en su esencia, en sus rasgos fundamentales es
relativamente estable y consistente: podemos cambiar matices de nuestro
comportamiento y rasgos de nuestro carácter, pero tenemos una identidad
que nos define a lo largo de nuestra trayectoria vital, una manera de ser que
nos acompañará hasta el día de nuestra muerte. Y esta es quizá la paradoja
que cruelmente hace que convivan una mente joven y un cuerpo que, ante
nuestro asombro, se cae a pedazos. La memoria contribuye a alimentar con
más dosis de crueldad esta paradoja: si cerramos los ojos, no tenemos
ningún problema en traer al presente acontecimientos que han ocurrido hace
décadas; revivimos con todo lujo de detalles nuestro primer beso, aquella
vez que nos caímos de la bicicleta y nos hicimos una herida en la rodilla,
los compañeros de los primeros cursos del colegio… Yo tengo la sensación
de que a medida que van transcurriendo los años, las experiencias pasadas
se van amontonando unas encima de otras, como si fueran estratos de
épocas geológicas sucesivas asomando en el desfiladero de una excavación
arqueológica. En más de cinco décadas de vida hay tiempo para que
sucedan muchas cosas de las que solo se recordará un porcentaje
infinitesimal. Alguna de esas cosas, mientras fue vivida en su momento,
diríase que atesoraba una cualidad permanente, como si pudiera ser
atemporal o como si yo, instalado en su devenir, no fuera capaz de intuir
que también finalizaría irremediablemente en algún momento; es como si el
día a día, el presente constante, fuera una apisonadora que inmisericorde
aplanara más y más cada una de nuestras vivencias pretéritas,
comprimiéndolas en puntos fugaces que parpadean con una luz débil y
mortecina. Lo que yo experimentaba semana a semana durante mi infancia
o mi primera juventud, ese constante transcurrir firme e inalterable, resulta
que también pasaría a convertirse en una franja de barro y conchas
apelmazada entre otras franjas de barro y conchas que contienen toda mi
existencia.
Lo que siento cuando me sumerjo en las profundidades de los
recuerdos antiguos que puedo recuperar es estupor; estupor al comprobar
que, al margen de esos recuerdos rescatados, hay millones más que
quedaron sepultados sin apenas dejar huella. No dudo de que lo vivido y
experimentado me haya moldeado de alguna forma y que haya contribuido
en mayor o menor medida a convertirme en quien soy ahora, pero el
desconcierto surge en la desconexión de ese ahora con piezas tan enormes
de mi vida anterior; así que es inevitable pensar que esto que estoy
experimentando en este momento, este período de mi existencia en el que
estoy escribiendo este libro y presenciando cómo mis dos hijos se hacen
mayores, todo este microcosmos será dentro de unos años otro estrato más
que, diligentemente, se superpondrá a los otros. La vejez entonces es una
inmensa acumulación de huellas fósiles que se van desdibujando y
mezclando unas con otras, como ese barro que arrastra la lluvia persistente
que es el paso de tantos y tantos años vividos.
Durante la tercera década de la vida se produce el mayor crecimiento
de la neurogénesis cerebral, es en esos años cuando las ramificaciones de
las neuronas, las dendritas, se multiplican y enriquecen de forma
exponencial. Las autopistas hacia los almacenes de la memoria nunca serán
más veloces que durante esos años, en ningún momento de nuestras vidas
volveremos a disfrutar de esa voluptuosidad neurológica. Esto explica por
qué tenemos mucha más facilidad para recordar esos acontecimientos y
experiencias vividas que los de otras épocas. También es cierto que, durante
ese período de tiempo, todavía estamos disfrutando de la exuberancia
hormonal de la juventud, la intensidad de nuestros primeros amores, las
vivencias universitarias más polarizadas y políticamente comprometidas,
las locuras emprendidas en compañía de amigos inseparables, la rebeldía
que proporciona el mantenernos todavía alejados de los inmisericordes y
estrechos límites que impone la maquinaria de la sociedad cuando ya somos
adultos.
Así pues, a medida que nos adentramos en las inquietantes corrientes
de la madurez, nuestros recuerdos, impulsados por esa inercia neuronal,
regresan una y otra vez a aquella década de los veinte a los treinta años; es
como volver a un hogar perdido, reencontrarse con la calidez y la seguridad
que aportan unos recuerdos sólidamente fiables y afianzados en nuestra
memoria, grabados a fuego mientras todo nuestro ser florecía exultante. En
este sentido, podríamos decir que no todos los estratos acumulados en
nuestro cerebro consciente ocupan la misma franja de terreno. Este, en
concreto, se resiste a degradarse con las inclemencias del paso del tiempo,
son fósiles de calidad que mantienen casi intactos los relieves y los
contornos tallados con el cincel de nuestra constante rememoración. Sin
embargo, hemos de esforzarnos más para rescatar de las catacumbas de la
memoria reminiscencias de nuestra niñez, evocar recuerdos de la primera
infancia.
Es difícil tener la certeza de saber si recordamos aquello que vivimos
realmente o, por el contrario, «recordamos nuestros recuerdos», con la
posibilidad de que después de tantas reconstrucciones apenas quede ya nada
de lo que un día fue el recuerdo original, la verdadera vivencia primigenia.
Es algo parecido a lo que ocurre en el juego de los rumores: un grupo de
amigos se va pasando de uno a otro, al oído, una frase más o menos larga,
frase que a medida que se transmite va distorsionándose porque varios de
los jugadores cambian una palabra por un sinónimo, u olvidan otra, o
rellenan los huecos con elementos nuevos hasta que el mensaje final apenas
se parece al input introducido al principio de la secuencia. ¿Qué fiabilidad
manejamos entonces en la evocación de nuestras correrías infantiles? En un
experimento clásico sobre la memoria, Elisabeth Loftus proporcionaba a
varias personas cuatro historias por escrito de su infancia. Tres de ellas eran
verídicas y habían sido aportadas por familiares y amigos del sujeto, la
cuarta, sin embargo, era inventada. El recuerdo falso consistía en que el
sujeto había acudido de niño, en compañía de sus padres, a un centro
comercial, y en un descuido se había perdido siendo ayudado después por
una amable anciana a encontrar a sus familiares. En unas entrevistas
mantenidas posteriormente, una cuarta parte de los participantes en el
experimento incluyeron detalles de cuando se perdieron en el centro
comercial (hecho que nunca se había producido), incluso hubo personas que
llegaron a describir a la anciana que las había ayudado a encontrar a sus
padres.[319]
7.1. DOPAMINA: LA LLAVE MAESTRA DE
LA ETERNA JUVENTUD
Ya hemos analizado el potencial que el deprenilo ha demostrado a la
hora de alargar la vida a través de la inhibición de la enzima MAO-B. Dada
la influencia tan extensa que tiene la dopamina en el cerebro (y fuera de él),
y dado asimismo el carácter multifactorial y complejo del proceso del
envejecimiento, no es de extrañar que el deprenilo actúe también, como
hemos visto, a otros niveles, como la vía Nrf2 o la superóxido-dismutasa.
Con todo, a medida que nos adentramos en la naturaleza más profunda de la
dopamina, no dejan de sorprendernos sus insospechadas consecuencias
sobre la longevidad.
Multitud de veces, centenarios de todo el mundo han sido
entrevistados por los investigadores para averiguar cuál era su receta secreta
de la longevidad. Joan Ruidavents, el mallorquín que fue durante un tiempo
el hombre más anciano del mundo con 114 años, afirmaba que el secreto de
su larga vida era «comer de todo un poco, pero bien cocinado y masticado»;
Jeanne Calment confesó una vez que la clave de su longevidad era el aceite
de oliva que vertía en todos los alimentos y utilizaba para frotarse la piel,
así como una dieta de vino de oporto y la ingesta de casi un kilo de
chocolate a la semana;[320] Jiroemon Kimura, el hombre más longevo de la
historia que alcanzó la edad de 116 años y 54 días, creía que el secreto de su
larga vida era comer pequeñas porciones de comida. El gerontólogo
Nobuyoshi Hirose, del Centro para la Investigación de Supercentenarios de
la Universidad de Keio (Japón), ha estudiado a más de 800 personas
centenarias y su conclusión es que cada una de ellas vive a su propia
manera, lo que significa que hay tantos modos de vida diferentes como
centenarios.[321]
Asumiendo esta variabilidad e incertidumbre en la interacción de
tantos factores distintos, si tuviéramos que elegir a uno de ellos por su
protagonismo, no sería aventurado afirmar que este podría ser la dopamina.
Analicemos antes de nada un ejemplo en el que simplemente contamos con
indicios de la influencia insospechada de este neurotransmisor en el
envejecimiento, indicios que están en el borde mismo de la credibilidad y
que desde mi punto de vista deberían ser tomados con cautela. Este
ejemplo, no obstante, merece ser tenido en consideración: hablamos de uno
de los tratamientos antiedad que más éxito atesoró en su momento. La
doctora rumana Anna Aslan consiguió fama mundial gracias a su
tratamiento de rejuvenecimiento basado en la procaína (un fármaco
anestésico conocido también como novocaína) al que denominó Gerovital
H3. En el momento más álgido de su fama, su clínica de Rumanía se
convirtió en un centro de peregrinación para personas de medio mundo. La
prescripción de su tratamiento con el Gerovital requería una administración
constante: tres inyecciones a la semana durante un período de cuatro
semanas, y después de un descanso de unos tres meses, vuelta a empezar.
Entre sus pacientes ilustres recordemos que estaban John F. Kennedy,
Charles de Gaulle o Marlene Dietrich.
En 1974, la doctora Aslan presentó una comunicación sobre sus
investigaciones en un congreso de gerontología que tuvo lugar en Miami;
en ese mismo congreso participaban también Tom Yau, del Centro de
Investigación sobre la Salud Mental de Ohio (Cleveland), y J. Earle Officer,
un reconocido biólogo de la Universidad del Sur de California. Sus
respectivas ponencias avalaron de forma contundente e inesperada los
resultados de la doctora Aslan. Y aquí empieza la parte interesante. Yau
presentó datos convincentes de que el Gerovital actuaba como un inhibidor
de la monoaminooxidasa (la famosa MAO, enzima que degrada la
dopamina) en ratones. Officer, a su vez, aportó datos que demostraban que
el Gerovital reducía el envejecimiento de células de ratón.[322]
A mediados de los años setenta, el Instituto Nacional del
Envejecimiento de Estados Unidos creó una comisión para investigar los
efectos del Gerovital. Los científicos responsables de evaluarlo concluyeron
que sí parecía tener un efecto inhibidor de la MAO, algo que era razonable
dado que el Gerovital mejoraba a las personas que padecían un trastorno
depresivo. Sin embargo, dictaminaron que no habían encontrado ni una sola
prueba que justificara su supuesta capacidad antienvejecimiento. Años
después, en 1982, la FDA a la luz de esas investigaciones prohibió la
importación del Gerovital desde Rumanía. En un artículo publicado en
2013, el Dr. Thomas Perls, profesor de Medicina de la Universidad de
Boston, Estados Unidos, (y director del Estudio de Centenarios de Nueva
Inglaterra del que hablamos en el capítulo uno), alertaba de un rebrote de
ventas del Gerovital; según él: «Un obstáculo evidente para demostrar
cualquier beneficio asociado con el Gerovital es la ausencia de ensayos de
doble ciego con placebo que demuestren los efectos antienvejecimiento».
[323]
En Internet, todo lo que rodea al Gerovital posee una ligera
reminiscencia sectaria. Se aprecia una encendida defensa de los beneficios
de este medicamento por una legión de fieles acólitos, quienes glosan sus
pretendidas virtudes citando artículos científicos que son difíciles de
encontrar; además, hay un componente de clandestinidad, de acceso
restringido y marginal a su compra que no facilita precisamente su
credibilidad. ¿Qué hay de efecto placebo y qué hay de verdad en los efectos
antienvejecimiento del Gerovital? ¿Fue una moda impulsada por la fama de
las personalidades de relevancia internacional que acudieron a la clínica de
la doctora Aslan? ¿Fue un negocio que a Caucescu le interesó potenciar
para investir a Rumanía de credibilidad científica? Es difícil responder a
estas cuestiones. Lo que sí parece probable es la capacidad de este
medicamento para inhibir la MAO; sus efectos constatados sobre la mejora
de la depresión, así como otros estudios que indican una mejoría en los
pacientes con párkinson, son concordantes con el hecho de que los
inhibidores de la monoaminooxidasa aumentan la disponibilidad de la
dopamina. Hay que tener en cuenta, además, que en los años setenta no se
disponía del corpus teórico actual sobre el envejecimiento, ni existía de
lejos la dimensión experimental que hoy en día trabaja a niveles altamente
especializados. Pensar en esa época que el inhibidor de una enzima que no
se sabía bien cómo actuaba sobre la depresión pudiera tener efectos
antienvejecimiento era poco menos que una herejía. No es de extrañar
entonces que la FDA decidiera prohibir la administración del Gerovital.
Dadas las insospechadas y más que probables concordancias entre el
deprenilo y el Gerovital, y a la vista de todas las líneas abiertas de
investigación que exploran la naturaleza inesperada de la dopamina, no es
descabellado aventurar que, tal vez, y solo tal vez, el Gerovital ejercería
algún efecto para frenar el deterioro propio de la vejez. Exploremos pues
varias de las razones por las que este neurotransmisor adquiere la capacidad
de influir, de manera tan decisiva, en el proceso del envejecimiento a tantos
niveles distintos.
7.2. GENOTIPO DE LA LONGEVIDAD Y
DOPAMINA
El deprenilo no es lo único que, interfiriendo en la dopamina, tenga la
capacidad de alargar la vida. La longevidad está influida por factores
genéticos y ambientales. Nuestra motivación a la hora de emprender
proyectos, interactuar con el mundo y perseguir nuestros sueños es
fundamental, como ha quedado de manifiesto en otras partes del libro. El
sistema de dopamina del cerebro es, por tanto, particularmente relevante al
modular estos rasgos de búsqueda de incentivos o sensibilidad a la
recompensa, entre otros, que tanto impacto pueden tener en los factores
ambientales.
En un estudio publicado en 2013 en The Journal of Neuroscience,
Débora Grady y sus colaboradores concluyeron que el genotipo DRD4 era
capaz de predecir la longevidad no solo en ratones, sino también en seres
humanos.[324] Según este estudio, resulta desconcertante que se haya
prestado tan poca atención a los genes que influyen en la personalidad
como posibles candidatos a «genes de la longevidad»; y resulta
desconcertante no solo por cómo afecta nuestro estilo de vida en la
longevidad (por ejemplo, la relación entre fumar y el cáncer de pulmón),
sino también por la influencia que nuestros genes tienen en la personalidad.
El gen DRD4 es un gen receptor de la dopamina que se relaciona, entre
otras cosas, con el rasgo de personalidad de la búsqueda de novedad y con
el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). Si el gen
DRD4 (en concreto, el alelo 7R) se asocia con una mayor actividad y un
comportamiento de búsqueda de novedad en niños y adultos jóvenes, la
hipótesis es que este gen estaría asociado también con un aumento de la
actividad física en los ancianos, y dado que la actividad física está asociada
con mejor salud y una vida más larga, este gen estaría representado en los
más ancianos.
Las conclusiones del estudio respaldan esta hipótesis. La población
estudiada, un grupo de más de 300 personas de entre 90 y 109 años,
presentaba un aumento sorprendente en la frecuencia de alelos de DRD4 7R
entre aquellos individuos de más edad y una asociación de este alelo con los
mayores niveles de actividad. Los resultados son consistentes con el modelo
animal, que muestran que el gen DRD4 modula los efectos beneficiosos de
un entorno enriquecido para aumentar la vida útil de los ratones. Robert
Moycis, uno de los coautores del estudio, opina que:

Si bien la variante genética DRD4 puede no influir directamente


en la longevidad, está asociada con rasgos de personalidad que han
demostrado ser importantes para vivir una vida más larga y saludable.
Está bien documentado que, cuanto más se involucre una persona en
actividades sociales y físicas, más probabilidades tendrá de vivir más
tiempo.[325]

Para algunos expertos, que este gen esté asociado con el TDAH (que a
su vez se relaciona con el aumento del 50 % en el riesgo de accidentes
automovilísticos) implica un aumento de conductas de riesgo. Otros
estudios asocian también el DRD4 a una mayor infidelidad y promiscuidad,
lo que conlleva una mayor incidencia de enfermedades de transmisión
sexual.[326] Lo que podemos interpretar a la luz de estos datos es que, si las
personas con esta variante genética superan los años más arriesgados de la
adolescencia y adultez temprana, entonces los beneficios positivos de ser
físicamente más activos durante toda su vida pueden regalarles bastantes
años adicionales. Las personas con TDAH, por ejemplo, tienen dificultades
para permanecer quietas, y esa inquietud y actividad constantes supondría
un efecto muy positivo a la hora de evitar las enfermedades crónicas
asociadas con el sedentarismo. Por otro lado, el comportamiento de
búsqueda de novedades y emociones a menudo requiere esfuerzo físico, por
lo que aquellos que sobreviven a las actividades y situaciones
potencialmente peligrosas pueden vivir más tiempo.[327]
Al margen de estos aspectos psicológicos que relacionan la activación
conductual con la longevidad, y descendiendo de nuevo a niveles
moleculares y genéticos, podemos vislumbrar también caminos distintos
por los que la dopamina alarga la vida. Un grupo de investigadores de la
Universidad de California (UCLA), en Estados Unidos, ha conseguido
alargar la vida de las moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) un 25 %
modificando un gen (el gen parkin) relacionado con el párkinson.[328] Para
David Walker, profesor de Biología y Fisiología de dicha Universidad, el
envejecimiento es un factor de riesgo importante en el desarrollo y la
progresión de muchas enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer,
y este descubrimiento arroja luz sobre el mecanismo molecular que las
vincula. Según él, «nuestra investigación podría revelar que el gen parkin es
un importante blanco terapéutico para las enfermedades neurodegenerativas
y, posiblemente, para otras enfermedades del envejecimiento». Aumentar la
actividad de este gen en los seres humanos podría, por ejemplo, retrasar la
aparición y la progresión de la enfermedad de Parkinson, dado que algunas
personas nacen con una mutación de este gen y desarrollan la enfermedad
de forma temprana. El gen parkin, entre otras cosas, detecta las proteínas
defectuosas para ser eliminadas de las células antes de que sea tarde, y
desempeña un papel importante en las mitocondrias que están dañadas
(recordemos que las mitocondrias son las generadoras de energía de las
células). Lo que hicieron estos investigadores fue aumentar los niveles de
este gen en las moscas de la fruta, insectos cuya longevidad es menor de
dos meses; aquellas moscas con el gen parkin modificado vivieron un 25 %
más que las del grupo control. Como afirma Anil Rana, otra investigadora
de este estudio: «Con solo aumentar el nivel de gen parkin, estas moscas
viven significativamente más tiempo, sin dejar de ser saludables, activas y
fértiles».
Aunque ya sabemos que la enfermedad de Parkinson está relacionada
con unos niveles anormalmente bajos de dopamina, vamos a analizar con
más detalle su asociación con el gen parkin. Entraremos de puntillas en este
terreno embarrado para aquellos que no somos biólogos moleculares,
aportando tan solo unas pinceladas. Mientras que las mitocondrias son
fundamentales para generar ATP (una molécula que es la principal fuente de
energía de los seres vivos) en cualquier célula eucariota, las neuronas
catecolaminérgicas dependen sobre todo de su correcto funcionamiento para
eliminar el oxígeno reactivo producido por el metabolismo de la dopamina
y para suplir los altos requerimientos energéticos de la síntesis de las
catecolaminas. Su susceptibilidad al daño oxidativo y al estrés metabólico
hace que las neuronas catecolaminérgicas sean vulnerables a la toxicidad de
la actividad mitocondrial, como parece que ocurre en la enfermedad de
Parkinson. Por tanto, las neuronas dopaminérgicas de la sustancia negra son
altamente dependientes de mecanismos efectivos para el control de la
calidad, cantidad y distribución de las mitocondrias. En este sentido, los
factores que interrumpen la homeostasis de las mitocondrias, como las
mutaciones genéticas o las toxinas, a menudo están implicados en la
degeneración progresiva de las neuronas dopaminérgicas de la sustancia
negra propia del párkinson. En un estudio con ratas, se comprobó cómo
parkin (interactuando con PGC-1α, un regulador de la biogénesis
mitocondrial) protege de manera significativa las neuronas dopaminérgicas
de la sustancia negra al mejorar el funcionamiento de las mitocondrias.[329]
En otro estudio se ha comprobado que algunas neuronas
dopaminérgicas son más vulnerables que otras en la enfermedad de
Parkinson, y parkin consigue, precisamente, proteger contra esas
vulnerabilidades. Las conclusiones de este estudio son que el gen parkin
controla la utilización de la dopamina en las neuronas dopaminérgicas del
cerebro medio al mejorar la precisión de la neurotransmisión dopaminérgica
y suprimir la oxidación de la dopamina.[330] En otro orden de cosas, se ha
comprobado además que parkin protege a las neuronas dopaminérgicas de
la sustancia negra contra la proteína tau (asociada a los microtúbulos de las
neuronas y que como ya sabemos tiene que ver con enfermedades
neurodegenerativas como el alzhéimer) y contra la sinucleína α (otra
proteína que se autoaglutina en la enfermedad de Parkinson).[331]
Uno de los autores que participó en la investigación sobre el gen
DRD4, Panayotis Thanos, del Research Institute on Addictions de la
Universidad de Búfalo (Nueva York), Estados Unidos, ha estudiado junto a
otros investigadores otro gen del sistema de la dopamina que puede
desempeñar un papel importante en la prolongación de la vida.[332] Estos
científicos han averiguado que el gen receptor de la dopamina D2 (D2R)
influye de manera significativa en el aumento de la longevidad, pero solo si
se combina con un entorno enriquecido que incluya la interacción social, la
estimulación sensorial y cognitiva y, fundamentalmente, el ejercicio físico.
Los ratones estudiados en este experimento, que disfrutaron de un ambiente
enriquecido, vivieron entre el 16 y el 22 % más, dependiendo del nivel de
expresión del gen D2R. Para Thanos:

La incorporación del ejercicio físico es un componente importante


en un entorno enriquecido, y se ha demostrado que sus beneficios son
un poderoso mediador de la mejora del funcionamiento cerebral». Y
añade: «Estos resultados proporcionan la evidencia de que la
interacción del gen D2R con el ambiente desempeña un papel
importante en la longevidad y el envejecimiento.
La serotonina y la dopamina, así como el resto de neurotransmisores,
interactúan entre ellos en un complejo equilibrio, provocando diferentes
trastornos de ánimo (como la depresión) cuando dicho equilibrio se altera.
Por lo que sabemos ya, los niveles de estos neurotransmisores van
decreciendo con la edad. Tanto en los modelos animales como en los
estudios realizados con seres humanos, se demuestra una disminución
significativa en la síntesis de la dopamina y en la funcionalidad de sus
receptores, así como una atenuación de los receptores serotoninérgicos en el
cerebro que envejece.
El pequeño gusano Caenorhabditis elegans es muy utilizado en
experimentación al tener una vida breve y solamente 302 neuronas y
959 células. Su sistema nervioso funciona con una serie de
neurotransmisores, receptores y mecanismos de señalización bastante
similares a los que poseen los cerebros de los mamíferos. Este nematodo, al
envejecer, muestra una drástica disminución de los comportamientos
generales como la locomoción y la alimentación, además de una atrofia
muscular o progresiva que se asemeja a lo que ocurre con la sarcopenia en
los seres humanos; el comportamiento del animal comienza ya a
deteriorarse en la edad adulta, y algunos investigadores creen que los
mecanismos que subyacen al deterioro del comportamiento en la etapa
temprana del envejecimiento podrían ser diferentes a los de la etapa más
tardía. Lo que se ha podido demostrar, en función de esta diferencia en los
mecanismos del envejecimiento, es que al elevar los niveles de serotonina y
dopamina en la etapa temprana mejoran muchas de las funciones del
Caenorhabditis elegans.[333] La clave está, precisamente, en actuar de
manera temprana, es decir, antes de que comience el deterioro muscular
generalizado.
Estos hallazgos experimentales respaldan la idea de que elevar los
niveles de dopamina y serotonina en el momento en el que el sistema motor
todavía permanece funcional es crucial para retrasar el envejecimiento. La
proyección de estos resultados a nuestro propio envejecimiento es
sumamente reveladora: algunos estudios sitúan con más exactitud el
comienzo de la pérdida de neurotransmisores en la década de los treinta. El
inicio de este declive sería la razón del deterioro en la mediana edad de
capacidades como la eficacia y la flexibilidad locomotriz y de algunas
funciones cognitivas. Esto es consistente, entre otros, con los estudios de
Joseph Knoll y la necesidad de empezar cuanto antes una profilaxis que nos
proteja de la pérdida de dopamina.
7.3. SISTEMA INMUNOLÓGICO Y
DOPAMINA
El timo es un órgano compuesto de dos lóbulos que se encuentra situado
en la parte superior del tórax, detrás del esternón y enfrente del corazón.
Cuando nacemos es de color gris rosáceo y mide unos 5 cm de largo, 4 cm
de ancho y 6 mm de espesor. Crece gradualmente hasta alcanzar su máximo
tamaño en la pubertad con un peso de 20 a 37 gramos. A medida que
envejecemos se va encogiendo y atrofiando, convirtiéndose con el
transcurso del tiempo en tejido adiposo. A los 75 años, el timo ya solo pesa
unos 6 gramos. En este órgano se diferencian y maduran las células T o
linfocitos T, que una vez liberados al torrente sanguíneo serán
imprescindibles para el sistema inmunitario al defendernos de agentes
infecciosos. Al ser el timo el lugar donde maduran estas células T, se le
conoce como «el reloj inmunológico del envejecimiento», no en vano la
involución de este órgano es uno de los cambios acaecidos en el sistema
inmunológico con la edad.
Nuestro sistema de defensa ante las infecciones incluye varios
componentes celulares como las células NK, los macrófagos y los
neutrófilos, entre otros, y todos ellos son una defensa imprescindible ante
los agentes invasores patógenos. Al envejecer, la funcionalidad de este
sistema defensivo va debilitándose; este deterioro del sistema inmunitario
contribuye a la morbilidad y a la mortalidad en personas de edad avanzada a
causa de una mayor incidencia de infecciones, procesos autoinmunes y
cáncer. Además ocurre otro fenómeno en paralelo, una respuesta
proinflamatoria debida a una sobreestimulación de este sistema inmunitario,
lo que contribuye también a un debilitamiento de la capacidad
inmunológica. La disminución del tamaño del timo con la edad da como
resultado una reducción en el número de células T.
Para Mónica de la Fuente, catedrática de Fisiología de la Universidad
Complutense de Madrid, la relación entre edad biológica y sistema
inmunitario es muy clara. En sus experimentos con ratones ha podido
demostrar que, aquellos animales que conservaban ciertas funciones
inmunológicas en buenas condiciones, vivían más tiempo. Sus estudios con
personas centenarias avalan esta tesis: su longevidad está en relación con el
buen funcionamiento de su sistema inmunitario. Para ella:

La edad biológica está en un 75 % condicionada por la calidad de


vida y el 25 % restante por la genética. Por ello, es muy importante
reforzar el sistema inmunitario con hábitos de vida saludables que
incluyan una alimentación equilibrada, la práctica de un ejercicio
moderado y evitar hábitos tóxicos como el tabaco o el alcohol.[334]

El timo está inervado por fibras nerviosas que llegan a él desde el


sistema simpático y parasimpático (ambos pertenecen al sistema nervioso
autónomo y controlan funciones involuntarias, como la frecuencia cardíaca
y respiratoria, la salivación, la sudoración o la digestión, entre otras). Una
de las vías del sistema nervioso que se relaciona con el timo es el sistema
noradrenérgico (recordemos que incluye a neuronas catecolaminérgicas
como las que producen dopamina, serotonina o norepinefrina). Existe
evidencia de que el sistema dopaminérgico está altamente involucrado en
las funciones que desarrolla el timo y, en consecuencia, la dopamina
desempeña un importante papel en nuestro sistema inmunológico.[335]
Este vínculo funcional entre el sistema inmunitario y el sistema
nervioso está dando lugar a una nueva área de investigación denominada
«modulación neuroinmune». La relación entre ambos sistemas es
bidireccional, ya que por un lado se da un control neuronal de la
maduración de los linfocitos en el timo, y por otro las propias células
inmunes sintetizan, almacenan y liberan neurotransmisores. A la luz de
estos datos, ¿podría la dopamina ejercer alguna influencia en esa especie de
«menopausia tímica» que con el paso de los años nos debilita y nos hace
gradualmente más vulnerables? Todo parece indicar que sí. La dopamina es
importante para las interacciones que se establecen entre las células T y las
dendritas en algunas enfermedades autoinmunes (por ejemplo, la esclerosis
múltiple o la artritis reumatoide) y enfermedades neurológicas (como el
párkinson, el alzhéimer o la esquizofrenia). En este sentido, las células T
parecen tener una expresión anormal de los receptores de dopamina o de las
repuestas a la dopamina; una prueba de esto es que los fármacos que afectan
al sistema dopaminérgico como la L-DOPA o el haloperidol provocan
potentes efectos en las células T. Para algunos expertos, estas
investigaciones prueban que la activación de la dopamina en las células T
puede ser beneficiosa para la inmunoterapia contra el cáncer y las
enfermedades infecciosas.[336]
Un equipo de investigadores de la Universidad Nacional de Australia,
liderado por Ilenia Papa y Carola Vinuesa, ha estudiado las células inmunes
de amígdalas, bazo y ganglios linfáticos, y ha descubierto que las células T
contenían gránulos llenos de dopamina. Estos gránulos son similares a los
que transportan la dopamina y otros neurotransmisores en las neuronas. A
través de sus experimentos con cultivos celulares, han demostrado que las
células B humanas (también llamadas linfocitos B) expuestas a la dopamina
movilizan proteínas que son importantes para la respuesta inmune, esto a su
vez desencadena un ciclo de retroalimentación que favorece el
fortalecimiento de las sinapsis entre las células T y las células B y empuja a
estas a madurar.[337] La importancia de las células T para protegernos de
infecciones y otras agresiones es evidente si queremos alcanzar una edad
avanzada. Es más, el cómo funcionen nuestras células T podría ser una de
las claves de la longevidad. Los supercentenarios disfrutan de un marcado
aumento de células T CD4 citotóxicas (una clase de linfocitos), lo que
explicaría una mejor defensa ante las infecciones y las enfermedades (y a la
postre una mayor compresión de la morbilidad), así como una aparición
tardía de las patologías asociadas a la edad.[338]
Las inesperadas relaciones existentes entre el sistema inmunológico y
la dopamina implican importantes consecuencias. Uno de los principales
enemigos de la longevidad es la vulnerabilidad de los ancianos ante los
agentes externos infecciosos. La neumonía es una enfermedad que consiste
en una infección respiratoria aguda y que provoca la inflamación de uno o
ambos pulmones. El tipo más común de neumonía se contagia a través del
neumococo Streptococcus pneumoniae, y su capacidad de contagio es
inversamente proporcional a la capacidad de nuestro sistema inmunitario
para resistir el ataque de este tipo de bacteria. Según un estudio del Reino
Unido, la media anual de ingresos por neumonía en la franja de edad de 18
a 39 años es de 1,29 por cada mil personas, mientras que entre los adultos
mayores la cifra se eleva hasta 13,21. Es decir, con la edad, el riesgo de
padecer neumonía se multiplica por diez.[339] Las muertes por neumonía
son cuatro veces más numerosas que las causadas por los accidentes de
tráfico y más de 75 veces más que las causadas por la gripe.[340] De poco
nos valdrá consumir vitaminas y antioxidantes si nuestro sistema
inmunitario se ve comprometido, dado que con el paso de los años nuestras
probabilidades de ser víctimas de una enfermedad infecciosa como es la
neumonía aumentan de forma exponencial. En resumen, la dopamina parece
jugar un papel decisivo para el buen funcionamiento de las células T y, en
consecuencia, de la fortaleza de nuestro escudo ante las infecciones.
Hemos comentado más arriba que la activación de la dopamina de las
células T podría ser beneficiosa para la inmunoterapia contra el cáncer. En
este sentido, la relación entre la dopamina y el cáncer se está perfilando
como un escenario inesperado y prometedor para hacer frente a esta
enfermedad. Todavía no se conocen con exactitud los mecanismos por los
cuales la dopamina consigue reducir o incluso eliminar un tumor, pero se
empiezan a vislumbrar gradualmente a la luz de diferentes investigaciones.
Hace casi veinte años se comenzó a intuir que existía dicha relación al
observar que las personas con esquizofrenia (y en consecuencia con altos
niveles de dopamina) padecían de media una frecuencia menor de algunos
tipos de cáncer.
Biswarup Basu y Partha Sarthi Dasgupta, del Instituto Nacional del
Cáncer Chittaranjan, en Kolkata (India), establecieron una primera
conexión al probar que la dopamina de los tejidos del colon de pacientes
con cáncer era menor que en las personas sanas.[341] Pero ¿de qué forma un
neurotransmisor cerebral como es la dopamina puede hacerle frente a uno
de nuestros enemigos más letales como es el cáncer? ¿Cuáles son sus
mecanismos de actuación? En un estudio sobre el glioma (un tipo de tumor
que se desarrolla en el cerebro y en la médula espinal), se pudo demostrar
que los efectos de la dopamina en el crecimiento de las células cancerosas
del cerebro estaban mediados por las vías apoptóticas y antiinflamatorias.
Esto significa que la dopamina interviene, por un lado, en la muerte celular
programada (apoptosis), un fenómeno que favorece la homeostasis celular y
contribuye a la eliminación de células potencialmente peligrosas, y por otro
lado inhibe proteínas (NF-κB p65/p50) que ejercen efectos clave en la
patogénesis de la inflamación. El presente estudio es uno de los primeros
que proporciona evidencia directa acerca de que la administración de
dopamina inhibe el crecimiento tumoral en células de glioma humano, tanto
in vitro como in vivo.[342]
Otro de los mecanismos de actuación de la dopamina para vencer al
cáncer estaría relacionado con la angiogénesis. La angiogénesis es un
proceso fisiológico mediante el cual se forman nuevos vasos sanguíneos a
partir de los ya existentes, y es esencial por ejemplo para el crecimiento del
feto, la curación de las heridas o la reparación de tejidos. Por desgracia, este
proceso puede descontrolarse en algún momento dando lugar a un
crecimiento aberrante de los vasos sanguíneos, algo que alimenta el
crecimiento de un tumor. Entre las moléculas endógenas que se han
identificado como objetivos potenciales para futuras terapias contra el
cáncer, las catecolaminas (dopamina, epinefrina y norepinefrina) son de
reciente interés, debido a sus distintas acciones en la regulación del proceso
angiogénico.[343] Así, por ejemplo, se ha visto que la ablación de los nervios
dopaminérgicos periféricos en ratones aumenta significativamente la
angiogénesis y el crecimiento de tumores malignos, y al contrario,
incrementar la dopamina en los ratones que son portadores de tumores lo
inhibe.
Hace más de 150 años que se ha propuesto la hipótesis de que la
inflamación crónica puede contribuir al origen y crecimiento del cáncer. La
inflamación es un proceso que ha aparecido en varios momentos de este
libro y que seguirá apareciendo, no en vano es como un director de orquesta
demente que, de alguna u otra forma, dirige todos los mecanismos que están
implicados en el envejecimiento. Es tal su importancia que existe el término
inflammaging (unión de las palabras inflammation y aging, ‘inflamación’ y
‘envejecimiento’). Aulus Cornelius Celsus, un enciclopedista romano del
siglo i, fue el primero en describir la inflamación, que en su opinión debía
reunir cuatro síntomas: rubor, calor, dolor y tumor (enrojecimiento, calor,
dolor e hinchazón). La inflamación es básicamente una respuesta de defensa
ante una infección o una herida, provocando enrojecimiento, calor, dolor e
hinchazón en la zona afectada. Su función es activar una serie de señales
químicas para eliminar el patógeno microbiano invasor y facilitar la
curación del tejido. La inflamación, por tanto, es una respuesta protectora a
los desafíos de agentes patógenos o lesiones producidas en un tejido. Este
proceso se caracteriza por una dilatación vascular, mayor permeabilidad de
los capilares, aumento del flujo sanguíneo y reclutamiento de leucocitos. La
inflamación suele desaparecer cuando se ha cumplido el objetivo, pero en
ocasiones se convierte en crónica causando efectos perjudiciales. Tal y
como indica Vince Giuliano, autor, en mi opinión, de uno de los mejores
blogs sobre el envejecimiento:

La inflamación crónica puede persistir durante un período


prolongado de tiempo, semanas, meses e incluso años. A menudo se
asocia con la presencia de macrófagos y linfocitos, fibrosis,
proliferación vascular y destrucción de tejidos. Además, la
inflamación crónica desempeña papeles críticos en los procesos de
muchas enfermedades como el cáncer, demencias, diabetes,
enfermedades pulmonares, enfermedades cardiovasculares,
aterosclerosis, sarcopenia y anemia. La inflamación crónica también
se relaciona con enfermedades autoinmunes incurables como la
artritis, lupus, esclerodermia, asma y enfermedad pulmonar
obstructiva crónica (EPOC).[344]

Los mecanismos biológicos de la inflamación son realmente complejos


y no vamos a entrar en ellos, pero baste decir que existe una especie de
interruptor maestro denominado NF-κB que puede ser activado por una
gran variedad de factores, como las citocinas inflamatorias. A su vez, los
genes regulados por NF-κB incluyen los que codifican para interleucinas
como IL-6, IL-8 o el factor de necrosis tumoral TNFα. El aumento del
estrés oxidativo durante el envejecimiento provoca una acumulación de
proteínas defectuosas en las mitocondrias, lo que favorece a su vez que se
active el interruptor NF-κB; al activarse, se incrementa la producción de las
interleucinas (como la IL-6) y de TNFα (la insulina y el factor de
crecimiento similar a la insulina [IGF-1] también están relacionados con la
activación de NF-κB). En etapas tempranas de la vida, la activación de este
interruptor maestro puede ser beneficiosa para hacer frente a las infecciones
y otras agresiones, pero al hacernos mayores provoca un aumento de las
enfermedades relacionadas con la inflamación crónica como el cáncer, el
alzhéimer, la ateroesclerosis o la sarcopenia entre otras.
Un ejemplo de los efectos indeseables de la inflamación lo tenemos en
las devastadoras consecuencias de la pandemia del COVID-19, y su
propagación a nivel mundial desde principios de 2020. Algunas personas
infectadas por este virus sufren una tormenta de citoquinas proinflamatorias
(IL-6, IL-1 y TNFα) que provocan una respuesta inmunitaria desbocada;
esto da lugar a una inflamación en respuesta al SARS-COV-2 (COVID-19)
que ataca a los pulmones, generando la muerte indiscriminada de células
por parte del propio sistema inmunitario, el llamado Síndrome de
Liberación de Citoquinas (CRS Cytokine Release Syndrome) .[345]
Dado que el sistema dopaminérgico está inervado con el timo, y que
además las células del sistema inmunitario tienen receptores para la
dopamina, parece bastante lógico pensar que este neurotransmisor podría
regular también la inflamación. El NLRP3 es un inflamasoma, un agente
del sistema inmunitario que actúa en respuesta a una infección. La
activación del inflamasoma NLRP3 promueve la maduración y liberación
de varias citocinas proinflamatorias, como la interleucina-1β (IL-1β) y la
IL-18, desempeñando así importantes funciones en el inicio de la
inflamación y el desarrollo de respuestas inmunes. Pero como ocurre
habitualmente cuando la inflamación se cronifica, el NLRP3 puede ser muy
dañino, estando involucrado en la génesis de diversas enfermedades
inflamatorias como la diabetes tipo 2, la aterosclerosis o la gota. La
dopamina suprimiría la activación del inflamasoma NLRP3 e idtificaría un
mecanismo regulador para la inflamación relacionada con este
inflamasoma, pudiendo, en última instancia, prevenir dicha
neuroinflamación.[346]
Ya sabemos que la neuroinflamación crónica es una característica
común del envejecimiento del cerebro, tal y como analizamos al tratar una
de las posibles causas del alzhéimer. La activación de uno de los receptores
de la dopamina, el D2, parece disminuir el edema cerebral, la interleucina-
1β e inhibir la activación de la microglía después de sufrir una hemorragia
cerebral. Estamos hablando, ni más ni menos, de un tipo de accidente
cerebrovascular letal, dado que tiene tasas muy elevadas de mortalidad y
morbilidad. El hecho de que la dopamina pueda subvertir la intensa
inflamación que tiene lugar después del accidente cerebrovascular es
verdaderamente notable.[347]
7.4. COGNICIÓN Y DOPAMINA
En febrero de 2012, el arquitecto Oscar Niemeyer, subido en un
cochecito de golf junto al alcalde de la ciudad, Eduardo Paes, supervisaba
en Río de Janeiro las obras de ampliación del sambódromo. Este edificio,
erigido por él en 1983, acogió la final de los Juegos Olímpicos de 2016.
«Ha quedado muy bien, mucho mejor así, estoy entusiasmado», afirmó en
una rueda de prensa posterior a su visita. Diez meses después, fallecía. Le
faltaban unos días para cumplir 105 años. A los 98 años se había casado a
escondidas con su secretaria, cuarenta años más joven que él. Oscar
Niemeyer permaneció completamente lúcido y activo hasta el final de sus
días. Su longevidad es compartida por otros arquitectos: Frank Lloyd
Wright murió a los 92 años, a punto de terminar el proyecto de otro edificio
icónico, además de su famosa Casa de la Cascada, el Norman Lykes Home.
Philip Johnson firmó con 83 años su proyecto del edificio de la Academia
de la Música de Lancaster, en Pensilvania (Estados Unidos); después de
este proyecto, se retiró y falleció a los 98 años. Frank Gehry, el arquitecto
que diseñó el museo Guggenheim de Bilbao, continúa en activo a los
90 años. Ieoh Ming Pei, el arquitecto chino autor de la pirámide de cristal
del Louvre, entre otras muchas obras, falleció recientemente a los 102 años.
En España, Rafael Moneo, con 82 años, es el responsable de la ampliación
de la estación de Atocha de Madrid. Antonio Lamela, el arquitecto que
remodeló el estadio Santiago Bernabéu o las Torres de Colón en Madrid,
falleció a los 90 años (una década antes diseñó la terminal T4 del
aeropuerto de Barajas junto a Richard Rogers). La arquitectura es una
profesión que exige un elevado nivel de actividad intelectual y que además
se puede ejercer hasta una edad avanzada. Para el Dr. Rafael Arroyo
González, jefe del Departamento de Neurología del Hospital Universitario
Quirónsalud Madrid, «la actividad intelectual aumenta la conectividad entre
las neuronas del cerebro retrasando la aparición de enfermedades
degenerativas como el alzhéimer. La arquitectura da pie a un desarrollo
cognitivo muy alto a edades avanzadas y esto favorece la conexión
neuronal».[348]
Esta longevidad, asociada a la profesión de la arquitectura, es un
ejemplo de cómo mantenerse enfocado a un objetivo, trabajando con
intensidad en tareas que requieren una alta actividad cognitiva y con una
motivación óptima, nos permite retrasar el envejecimiento. Quizá el ikigai
de todos los arquitectos citados más arriba esté íntimamente ligado a su
profesión, hecho que les hace a todos ellos muy afortunados al poder
prolongar su vida laboral más allá de la edad de jubilación. El problema
surge cuando las personas que han desarrollado un trabajo vocacional, muy
interconectado con su autoestima al relacionar su valía profesional o sus
éxitos profesionales con su Yo, se jubilan. Es entonces cuando, al
desintegrarse esa dimensión personal unida al trabajo, sobreviene el vacío y
se acelera enormemente el deterioro cognitivo.
La dopamina, además de su influencia a nivel cerebral en las áreas
anatómicas motoras responsables del movimiento, o de las regiones
relacionadas con la motivación y la recompensa, interactúa con nuestras
capacidades cognitivas. En este sentido, algunas investigaciones, como la
realizada por Lars Bäckman y sus colaboradores del Instituto Karolinska de
Estocolmo (Suecia), hablan de una tríada que correlaciona el
envejecimiento, la dopamina y la cognición, existiendo un fuerte apoyo
empírico para poder afirmar que las pérdidas de dopamina asociadas con la
edad se relacionan con déficits cognitivos propios del envejecimiento.[349]
Estudios más recientes de los mismos autores inciden en que las funciones
de la dopamina regulan nuestra capacidad ejecutiva en la toma de
decisiones, la memoria episódica y la velocidad perceptual, entre otros
aspectos que tienen mucho que ver con el deterioro relacionado con la edad.
[350]
En otro estudio realizado con treinta voluntarios sanos de entre 24 y
86 años, se evaluaron sus receptores de dopamina D2 en el cerebro mientras
realizaban una serie de pruebas neuropsicológicas. Tras estas pruebas, se
puso de manifiesto que la disponibilidad de este tipo de receptores en dos
regiones cerebrales, el caudado y el putamen, disminuía con la edad, algo
que correlacionaba significativamente con el rendimiento de regiones
cerebrales frontales (incluyendo la abstracción y la flexibilidad mental o la
capacidad de atención).[351] Otra tarea que se vio perjudicada fue la fluidez
verbal, una característica común del envejecimiento.
Por suerte, para la mayoría de los investigadores que estudian los
efectos de la pérdida de la dopamina en los procesos cognitivos, sobre todo
en la memoria, estos déficits podrían ser reversibles. Cuando la pérdida de
dopamina es gradual, lo que ocurre de forma natural con el paso de los
años, cabría poner en marcha estrategias para salvaguardar nuestra
dopamina y, en consecuencia, evitar los déficits cognitivos. Esta esperanza
se diluye cuando la pérdida de dopamina se produce abruptamente, como
ocurre por ejemplo en los pacientes aquejados de párkinson. Como afirma
Nora Volkow, una de las investigadoras punteras en este campo: «Las
implicaciones de estos estudios son relevantes para un posible tratamiento,
dado que si se pueden identificar estrategias para mejorar la función
cerebral de la dopamina, estas intervenciones podrían conservar el
rendimiento motor y cognitivo en sujetos de edad avanzada».[352] Esta
autora apunta que, por ejemplo, en animales de laboratorio, la restricción
calórica retarda la pérdida de receptores de dopamina D2 asociada a la edad.
Sugiere también que un cambio en el estilo de vida sedentario, aumentando
la cantidad de ejercicio físico, conlleva un incremento en el número de
receptores D2.
La memoria es otra función cognitiva mediatizada por la dopamina. A
partir de los 45 o 50 años comienza a hacerse patente una pérdida de
memoria que es normal: el denominado «trastorno de la memoria asociado
con la edad» (TMAE). Esta pérdida de memoria se manifiesta en pequeños
olvidos de eventos recientes, como por ejemplo no saber dónde hemos
dejado las llaves que minutos antes teníamos en nuestra mano. Pero a una
edad más tardía, se produce una acentuación de esta pérdida y el trastorno
de la memoria que se observa en los ancianos no siempre es benigno,
pudiendo progresar hacia una demencia. El hipocampo es susceptible a la
pérdida de dopamina que sufrimos al envejecer. En efecto, se requiere la
activación del hipocampo para codificar recuerdos de nuevos eventos.
Sobre la memoria ya hemos hablado largo y tendido. Recordemos
únicamente el estudio que analizamos en su momento: para que los nuevos
recuerdos persistan más allá de cuatro o seis horas, es necesaria una
liberación de dopamina generada por una intensa actividad del hipocampo.
Al administrar L-DOPA para aumentar los niveles de dopamina, se
producía un beneficio en la memoria episódica persistente y dependiente de
la dosis, beneficio que se mantenía más allá de las seis horas.[353]
8.- EJERCICIO FÍSICO ¿EL ELIXIR DE
LA ETERNA JUVENTUD?

Para tener buena salud lo haría todo menos tres cosas: hacer gimnasia, levantarme
temprano y ser persona responsable.
Oscar Wilde

Cuando acudo a la residencia a visitar a mi madre, nada más abrir la


puerta del salón me encuentro con el hombre que siempre está sentado
dormitando, inclinado hacia delante y apoyándose con sus brazos en el
andador. Al subir a su habitación y, como es habitual, ella está viendo la
televisión; apenas puede levantarse sin ayuda del silloncito en el que pasa
las horas, y cada día le cuesta más andar. Bajar en el ascensor hasta la calle
y caminar unos metros le agotan, se siente insegura y tiene miedo a caerse
si no calcula bien a la hora de salvar el pequeño desnivel de una acera. En
apenas un par de años ha perdido gran parte de su movilidad en un proceso
que, aun siendo previsible, no deja de ser desalentador. Y eso que dentro de
lo que cabe, con la terapia y con los ejercicios de rehabilitación que realizan
en la residencia por las mañanas, ha conseguido mantener un mínimo de
funcionalidad. Casi todos los residentes comparten el mismo grado de
deterioro, sino más acusado. Antes de irme, cuando la acompaño hasta el
comedor para ir a cenar, nos encontramos con un atasco de personas con
andadores y sillas de ruedas que esperan impacientes para entrar por turnos
en el ascensor.
El envejecimiento conlleva una pérdida de fuerza muscular y el
deterioro en la realización de diversas actividades de la vida diaria. La
sarcopenia es esa pérdida degenerativa de masa muscular y fuerza asociada
al envejecimiento; se calcula que perdemos aproximadamente un 5 % de
masa muscular cada década a partir de los cuarenta años. Las causas de la
sarcopenia son múltiples e incluyen el estrés oxidativo, la muerte celular, la
inflamación o la disfunción mitocondrial entre otras.
Hiromu Inada tiene casi la misma edad que mi madre: 86 años. Él no
necesita un andador para desplazarse, en realidad está en el otro extremo del
espectro de la movilidad, se encuentra en un privilegiado lugar de ese
espectro en el que ni siquiera yo podría soñar estar con treinta años menos.
El 13 de octubre de 2018, en Kailua-Kona, Hawái, Hiromu Inada
atravesaba la línea de meta ya de noche, una noche templada y con un alto
grado de humedad en el ambiente. Faltaban pocos minutos para que se
cerrara el control de recepción de participantes, con el riesgo de quedarse
fuera de la clasificación; pero a diferencia de las dos ediciones anteriores en
las que no pudo finalizar, esta vez lo consiguió. Jaleado y aplaudido por el
público, cruzó la meta tambaleándose y elevando sus brazos hacia el cielo
hawaiano. El ironman es una de las pruebas físicas más exigentes del
mundo. En 1978, el comandante de marina americano John Collins,
propuso combinar tres disciplinas deportivas distintas que se desarrollaban
en Hawái para saber qué atletas eran los mejores. Las tres pruebas eran el
Waikiki Roughwater Swim de 3,8 Km nadando, el Around-Oahu Bike Race
de 180 Km en bicicleta y por último la Honolulu Marathon de 42 Km
corriendo. Lo que Collins propuso fue combinar las tres pruebas y hacerlas
seguidas, considerando que el ganador de esta proeza deportiva sería un
atleta sobrehumano, un hombre de hierro, un ironman. El anciano japonés,
después de 16 horas, 53 minutos y 50 segundos, había finalizado la
competición más dura del mundo: había nadado 3,8 Km en aguas abiertas, a
continuación se había subido a una bicicleta para pedalear 180 Km y por
último había corrido una maratón de 42 Km. Con 86 años. Hiromu Inada
reaparecía en agosto de 2020 para anunciar que estaba entrenándose
duramente para competir en las siguientes ediciones del ironman hawaiano.
Tras la cancelación de la edición de 2020 a causa de la pandemia del
COVID-19 afirmó: “Participaré en el próximo mundial de Hawái y sin duda
alguna quiero romper el récord mundial de edad de nuevo”.[354]
Podemos encontrar proezas similares que desdibujan los límites del
envejecimiento. Ed Whitlock, recientemente fallecido, corrió una maratón
por debajo de las cuatro horas a los 85 años. Merece la pena verle entrenar
entre las tumbas de un cementerio de Milton, en Ontario (Canadá) poco
tiempo antes de su fallecimiento por un cáncer de próstata.[355] Corre de
manera elegante sobre las hojas caídas en el pavimento, con su melena
blanca ondeando en medio del paisaje fantasmal de un cementerio; años
antes poseía el récord de haber completado una maratón en menos de tres
horas a los setenta años, récord que le ha arrebatado recientemente el atleta
Gene Dykes con 2 horas 54 minutos y 23 segundos (son las dos únicas
personas del mundo que han podido correr una maratón a esa edad en
menos de tres horas). Y los héroes que han aparecido ya a lo largo de estas
páginas siguen escribiendo su leyenda: Robert Marchand ha vuelto a
subirse a una bicicleta a pesar de que su médico se lo desaconsejara y
hubiera anunciado su retirada nueve meses atrás. Rodó durante una hora en
el velódromo de Saint-Quentin en Yvelines, Francia, a punto de cumplir 107
años. Giuseppe Ottaviani, el atleta italiano, ha competido a principios de
2019 en triple salto y longitud en Orvieto, a los 101 años. Por último, Wang
Deshun, el octogenario modelo de pasarela, patina sobre el hielo en un lago
helado de Beijing a los 83. Así podríamos seguir con otros ancianos que
desafían la lógica de lo que entendemos por vejez, como la profesora de
yoga Tao Purchon-Lynch de 100 años o el atleta peruano Hugo Delgado
Flores de 91 años, capaz de correr los 100 metros en 19,76 segundos.
Escuchando con qué coherencia e ilusión habla este anciano peruano
[356] al que califican como el «Usain Bolt de los bisabuelos», observando la
risueña actitud de Marchand o la fuerza motivadora de Ottaviani, y viendo
cómo despliega su energía Deshun, podemos deducir que el ejercicio físico
es algo que va mucho más allá de estar meramente en forma (ya de por sí
admirable a esa edad). Su capacidad de revertir la sarcopenia o la
osteoporosis se acompaña de otras consecuencias positivas sobre el
organismo que dan lugar a un potente cóctel cognitivo, molecular, muscular
y celular, siendo lo más parecido a un elixir de la juventud que podamos
encontrar. En circunstancias normales, es decir con una genética
moderadamente amable, con hábitos más o menos saludables (no fumar, no
beber alcohol o al menos beber en pequeñas cantidades, un buen manejo del
estrés, no padecer graves enfermedades…) lo que marcará la diferencia en
el último tercio de nuestra vida será precisamente el ejercicio físico; es más,
todo apunta a que la clave está ahí, entendiendo la palabra «clave» como la
capacidad de poder retrasar el envejecimiento y conservar la juventud lo
máximo posible. Y como veremos más adelante, dicha clave está muy
mediatizada por la dopamina.
El envejecimiento, en su naturaleza multicausal, depende de variables
con más o menos peso en la ecuación. Todas las variables son importantes,
sin duda: la nutrición, el sueño, la microbiota, la resiliencia ante las
pérdidas, el ikigai, la suerte, la educación, el cuidado de la salud, las
relaciones sociales o la espiritualidad, son algunas de estas variables. Pero
es quizá el ejercicio la variable con más peso. Por decirlo de una forma más
patente y más franca, personalmente estoy convencido de que Ottaviani o
Hiromu Inada no están así por comer verduras a la plancha o por atiborrarse
de antioxidantes y de cúrcuma; están así y son capaces de hacer lo que
hacen porque la actividad física es el leit motiv de su existencia. Es más, la
única manera que tenemos de contrarrestar el imparable dictamen de la
naturaleza que nos condena al deterioro cuando nuestro soma ya es
desechable, es precisamente responderle a la naturaleza con el mensaje
opuesto: nuestro soma sigue siendo joven y con capacidad reproductiva. La
transcripción oculta, el verdadero código cifrado de ese mensaje con el que
combatimos al imperativo ciego de la naturaleza conlleva la modificación
de nuestros genes y nuestras células gracias a la epigenética.
Una persona de ochenta años se supone que debe deteriorase y no
correr maratones; un electrodoméstico fabricado con el estándar de la
obsolescencia programada está destinado a dejar de funcionar pasados diez
años, quince como mucho; si se escribe un código de software para el
sistema operativo de un ordenador, este ejecutará una serie de instrucciones
y no otras. Desde este punto de vista, el programa de nuestro organismo es
en principio inalterable, como es inalterable el hecho de que un salmón
envejezca a toda velocidad justo después de desovar. Pero cuando en esas
instrucciones y en ese código de software introducimos una modificación,
cambiamos el programa final, y es entonces cuando el mensaje que recibe la
naturaleza se descodifica con un resultado diferente. En el libro del que ya
hemos hablado Más joven cada año [357] la metáfora para expresar este
fenómeno consiste en lo que los autores denominan «es primavera en la
sabana»: conectar con el primigenio, arquetípico y originario hombre
primitivo que corre veloz en plena naturaleza persiguiendo a una gacela.
Ese icono del ser humano cazador y recolector, que debe desplegar su
velocidad para sobrevivir en un entorno hostil, se ha sustituido por otro: el
icono del hombre moderno sedentario y con sobrepeso, tal vez ya diabético
o con síndrome metabólico, cuya actividad diaria se limita a cruzar la
sabana de su salón para acudir al frigorífico a la búsqueda de una tarrina de
helado y una cerveza.
Nuestro cerebro, nuestro cuerpo, cada una de nuestras células va
empapándose de ese mensaje con el que anunciamos a voz en grito que
estamos fuera de la competición de la vida y de la supervivencia. Lo que
ocurre con el ejercicio físico, y más aún si se practica a una edad avanzada,
es que cambia nuestro destino, el mensaje deja de ser «decrepitud» y se
convierte en «vitalidad»; supone cumplir el sueño de lo que el avinagrado
anciano de Cocoon le espetaba a los rejuvenecidos compañeros de
residencia: poder barajar las cartas de nuevo. Y cuando decimos que los
cambios del ejercicio conllevan modificaciones a nivel celular y a nivel
genético, estamos diciendo precisamente eso.
En un estudio realizado por Simon Melov se pudo demostrar cómo la
actividad física generaba modificaciones en los genes de un grupo de
personas.[358] Los 51 hombres y mujeres participantes en este estudio
fueron divididos en dos grupos, uno de 26 mayores con una media de 68
años y otro de 25 jóvenes con 24 años de media. Todos ellos realizaron
doce ejercicios distintos de resistencia durante seis meses (press de piernas,
press de pecho, flexión de bíceps, etc.). A los participantes, tanto antes
como después del período de seis meses de ejercicio físico, se les realizó
una biopsia muscular, una incisión y extracción de un pedazo del músculo
vasto lateral del cuádriceps. Estudiando el ARN se constató que después del
entrenamiento, 179 genes asociados con la edad y el ejercicio mostraban
una reversión en su expresión génica. ¿Qué significa esto? Significa ni más
ni menos que se demuestra literalmente que el ejercicio puede revertir el
proceso de envejecimiento a nivel genético. Pero además de que las
expresiones en los genes de las personas mayores se modificaban
mostrando características del grupo más joven, y si esto no fuera ya
suficientemente espectacular, lo que se observó además es que se revertía
también el deterioro mitocondrial tras esos seis meses de ejercicio físico
(recordemos que la disfunción mitocondrial era una de las causas de la
sarcopenia). En una clara demostración del poder de la epigenética, el
ejercicio físico posee la capacidad de activar genes que tienen que ver con
el rejuvenecimiento y desactivar los que se relacionan con el
envejecimiento. De la epigenética hablaremos en profundidad cuando
analicemos los otros elixires de la juventud además de la dopamina.
El rejuvenecimiento mitocondrial se pudo demostrar en otro estudio
llevado a cabo en 2011 por Adeel Safdar y sus colaboradores de la
Universidad McMaster en Hamilton, Ontario (Canadá).[359] Para ello se
utilizó una cepa de ratones con una mutación que provocaba que, su ADN
mitocondrial, sufriera a su vez mutaciones a más velocidad de lo normal,
envejeciendo así mucho más deprisa. Un grupo de estos ratones hizo
ejercicio durante 45 minutos tres veces a la semana, mientras que un
segundo grupo permaneció sedentario. Después de cinco meses se pudo
comprobar cómo el ejercicio había inducido una biogénesis mitocondrial,
evitando las mutaciones y el agotamiento del ADN mitocondrial; además,
esas mitocondrias habían aumentado también su capacidad oxidativa.
Mientras el grupo de ratones sedentarios languidecía y envejecía a gran
velocidad, los ratones «deportistas» se mostraban activos y saludables; sus
corazones se volvieron más resistentes y sus cerebros, gónadas e hígados
más sanos. En definitiva: habían escapado de una mortalidad prematura y
habían conseguido revertir el envejecimiento. El título de este estudio lo
dice todo: El ejercicio de resistencia rescata a los ratones mutantes de un
envejecimiento acelerado al inducirles un rejuvenecimiento mitocondrial.
El aumento de la esperanza de vida, gracias a la práctica del ejercicio,
es un hecho que ha quedado demostrado a lo largo de múltiples
investigaciones epidemiológicas. Por ejemplo, Steven Moore del Instituto
Nacional del Cáncer, en Bethesda, Estados Unidos, y sus colaboradores, en
un estudio realizado con más de 650 000 adultos mayores de cuarenta años,
comprobaron que los que hacen dos horas y media a la semana de ejercicio
moderado viven de promedio 3,4 años más que los sedentarios; el doble de
esa cantidad de ejercicio aumenta esa esperanza de vida en 4,2 años más.
[360]
Los telómeros representan de manera fidedigna, en función de su
longitud, la esperanza de vida. Sabemos que estos extremos de los
cromosomas van acortándose a medida que pasa el tiempo, y que algunos
factores como el estrés o la depresión entre otros aceleran ese acortamiento.
Se ha podido comprobar que los corredores de ultramaratones tienen los
telómeros un 11 % más largos de lo que les correspondería por su edad.
Esto se traduce en una asombrosa diferencia de unos 16 años
aproximadamente en su edad biológica. Estos datos indican que el ejercicio
aeróbico extremo de resistencia atenúa considerablemente el
envejecimiento celular.[361]
Muchas de las personas que han conseguido envejecer en buena forma
física gracias al ejercicio, coinciden en haber iniciado su entrenamiento a
una edad muy tardía. Giuseppe Ottaviani comenzó a practicar el atletismo a
los 75 años; Wang Deshun pisó por primera vez un gimnasio pasados de
largo los 50 años; el peruano Hugo Antonio Delgado dejó de fumar a los 65
y se enfundó el chándal poco después para comenzar a correr sobre el
tartán. La autora del libro El método japonés para vivir 100 años, Junko
Takahasi, nos habla de ejemplos parecidos como el caso de Mieko Nagaoka
que empezó a nadar a los 87 años (tiene el récord mundial de 1 500 metros
en la categoría de 100 a 104 años).
Es tentador pensar que, de alguna manera, iniciarse tarde en el
ejercicio físico consigue que ese mensaje cifrado que le lanzamos a la
madre naturaleza sea todavía más contundente; es como si dijéramos a
nuestros genes y a nuestras mitocondrias que lo que hemos empezado a
hacer es incompatible con lo que a esa avanzada edad debe hacerse, y que
en consecuencia a nuestros músculos no les queda otro remedio que superar
esa disonancia y adaptarse al nuevo y frenético ritmo que les hemos
impuesto. Se asemeja a lo que ocurre con ese recluta torpe que ingresa en el
ejército: espoleado por un sargento cruel, gritón y exigente, abandona sus
complejos, rompe su techo de cristal y se licencia con honores tras haber
superado la embarrada pista americana de obstáculos, nuestra conocida
metáfora sobre el envejecimiento. A veces uno no sabe de lo que es capaz
hasta que lo intenta. Y puede que las mitocondrias de un cincuentón
sedentario necesiten precisamente a ese sargento despiadado para despertar,
calzarse las zapatillas de deporte y desafiar sus límites moleculares
artificialmente establecidos a base de tarrinas de helado y latas de cerveza.
Otra lectura que podemos hacer en esta misma línea argumental es que,
evitar ejercitarse físicamente con intensidad, hasta pongamos por ejemplo la
quinta o sexta década de la vida, preservaría nuestras articulaciones y
nuestros tendones. De esta forma se evitarían lesiones, artrosis de rodilla,
sobrecargas musculares y otras consecuencias derivadas del estrés oxidativo
provocado por el exceso de un ejercicio físico de alta intensidad prolongado
en el tiempo. No es lo mismo hacer ejercicio físico a los 65 años cuando has
estado toda la vida machacándote las rodillas en la pista de tenis, que
cuando tu actividad física se ha limitado a un ejercicio suave y poco
exigente. Ahora bien, esto no justifica que abandonemos toda actividad
física y demos carta blanca a tumbarnos en un sofá y preservarnos hasta
que lleguemos a la sexta década de la vida. El doctor Christophe Ramírez,
jefe de los servicios médicos de la Federación Española de Atletismo y
director médico de la clínica HLA Doctor Sanz Vázquez de Guadalajara
piensa que:

No estamos diseñados para correr, terminamos presentando


lesiones. El problema no es la edad sino los kilómetros. Hace unos
años, hubo un maratoniano que consiguió hacer uno a los noventa y
pico años, seis o siete horas, pero lo hizo. Me preguntaban si era
normal. Depende de cuando hubiera empezado. Si empezó a los
sesenta es más entendible que si lo hizo a los quince.[362]

Los nuevos hallazgos de una reciente y esclarecedora investigación


publicada en Frontiers in Physiology, van en esta misma línea de que nunca
es tarde para empezar a hacer deporte, y suponen una buena noticia para
aquellos que hemos cumplido más de cincuenta años.[363] Para este estudio
se utilizó una amplia muestra de 209 personas, 140 hombres y 69 mujeres
que se dividieron en dos grupos. Un grupo de «atletas experimentados», que
habían participado en carreras de resistencia de manera regular en distintas
etapas de su vida adulta, y otro grupo de «atletas tardíos», sin antecedentes
previos de entrenamiento competitivo y que comenzaron a ejercitarse
después de la quinta década de su vida. El objetivo de este estudio fue
demostrar, precisamente, si las personas que empiezan a entrenar después
de los cincuenta pueden alcanzar el mismo nivel de rendimiento atlético y
características musculoesqueléticas en su edad avanzada que los que
entrenaron durante toda su vida adulta. Y los resultados son realmente
impactantes: los hombres y mujeres «atletas tardíos» presentaban a la edad
de setenta años una intensidad de entrenamiento, rendimiento atlético,
porcentaje de grasa corporal y masa muscular de las piernas similares a los
del grupo de «atletas experimentados» que habían acumulado treinta años
adicionales de entrenamiento y competencia atlética. Para los autores de
este importante estudio la conclusión es que:

Comenzar un entrenamiento de resistencia a los cincuenta años o


más no impide poder competir a un alto nivel de exigencia y permite
retrasar significativamente la acumulación de grasa corporal y la
pérdida de masa muscular de las piernas propias de las personas
mayores.
Del mismo modo que el ejercicio físico provoca cambios positivos en
nuestro organismo, el sedentarismo causa cambios metabólicos en la
dirección opuesta. Como afirma David B. Agus en su libro El fin de la
enfermedad:

Y por pasar un rato largo sentado, al margen de la actividad física


que se realice, y esto cabe subrayarlo, tiene consecuencias
metabólicas contrastadas e influye en aspectos como los triglicéridos,
el colesterol, el azúcar en la sangre, la tensión arterial en reposo y la
concentración de leptina (la hormona del apetito), todos los cuales son
factores de riesgo para la obesidad, las enfermedades
cardiovasculares y otras dolencias crónicas.[364]

Los radicales libres han sido durante mucho tiempo una especie de
bestia negra del envejecimiento y de las enfermedades asociadas a él; eran
culpables de que nuestro cuerpo, como un coche a la intemperie arrasado
por la herrumbre, fuera oxidándose con el paso de los años. De esta forma,
era lógico pensar que los antioxidantes podían frenar el deterioro acelerado
por los radicales libres. La teoría propuesta por Harman en 1956 postulaba
que los radicales libres, producto de la respiración aerobia, provocaban un
daño oxidativo que al acumularse con el tiempo llevaba a la pérdida de la
capacidad funcional de las células y en consecuencia al envejecimiento.[365]
Durante los procesos metabólicos normales se producen moléculas
inestables como los radicales libres, que en una cascada multiplicativa
producen a su vez más radicales libres aumentando todavía más el daño
celular. Sin embargo nuestro cuerpo ya produce de manera natural
antioxidantes para luchar contra este oxígeno reactivo.
La moda de tomar antioxidantes ha sido cuestionada porque se cree
que, proporcionarlos de manera exógena, haría que nuestro organismo
dejara de fabricarlos impidiendo así tener unas defensas naturales. Incluso
un estudio ya clásico relacionaba la toma de suplementos de betacaróteno
con una mayor incidencia de cáncer de pulmón.[366] El estrés oxidativo, en
pequeñas cantidades, parece ser beneficioso al inducir a nuestras células a
aumentar los antioxidantes y hacerse en consecuencia más fuertes.
Igualmente los radicales libres actuarían como moléculas de señalización
para activar una serie de funciones beneficiosas, por lo que deshacerse de
ellos ingiriendo grandes cantidades de antioxidantes no parece una buena
idea.[367]
Cualquier forma de ejercicio físico produce estrés oxidativo en
pequeñas cantidades, y mientras sea así, en pequeñas dosis, lo que consigue
es que nuestro cuerpo produzca antioxidantes y se haga más fuerte. Cuando
el ejercicio es demasiado intenso, el estrés oxidativo sobrepasa la capacidad
del organismo para hacerle frente y el beneficio se transforma en daño. El
corazón es especialmente sensible a la sobrecarga del ejercicio físico; hay
indicios de que el ejercicio excesivo a largo plazo podría conducir a una
fibrosis miocárdica irregular, incluso provocar también una calcificación de
la arteria coronaria.[368] ¿Entonces, qué ocurre con los atletas que practican
disciplinas deportivas extremas como el triatlón? ¿Cómo se explica que el
japonés de 86 años Hiromu Inada que finalizó el ironman de Hawái no se
haya colapsado por una sobredosis de estrés oxidativo? El estudio con el
clarividente enunciado Los triatletas sanos y bien entrenados no
experimentan riesgos adversos para la salud en relación con el estrés
oxidativo y el daño al ADN al participar en eventos de resistencia extrema
podría arrojar algo de luz sobre esta cuestión.[369] La clave está en las
cuatro palabras de este enunciado «sanos y bien entrenados». Todo indica
que con un entrenamiento progresivo, racional y constante el cuerpo se
adapta minimizando los daños del estrés oxidativo; de hecho, se ha visto
que tras unos entrenamientos de alta intensidad o tras la participación en
competiciones extremas como un triatlón, los atletas producen un aumento
de estrés oxidativo moderado que se revierte a los pocos días sin que haya
daños duraderos.
Otra cosa distinta al daño celular y al ADN es el castigo que podemos
estar infligiendo a nuestros tendones y articulaciones si nos pasamos con el
ejercicio. Una buena prueba de esto es que los deportistas de élite suelen
padecer más lesiones y, dependiendo de qué deporte se practique, daños con
especial virulencia en tendones y en las articulaciones de los hombros y
rodillas. La moda del running está sujeta a arduas polémicas entre
practicantes devotos que lo viven casi como una religión y detractores que
consideran que la presión mecánica que cada zancada ejerce sobre las
rodillas acabará destrozándolas. Ni siquiera el cerebro se libra de los efectos
negativos de un sobreentrenamiento: los triatletas que entrenan con
demasiada intensidad generando una fatiga excesiva reprimen la actividad
de la corteza prefrontal lateral, una de las regiones cerebrales involucradas
en la toma de decisiones complejas, lo que implica un comportamiento más
impulsivo y una pérdida de memoria.[370]
Como hemos visto más arriba, nunca es tarde para empezar a hacer
ejercicio físico y beneficiarse de sus efectos positivos. La sarcopenia
favorece la pérdida de masa muscular y compromete la movilidad y la
funcionalidad, con el consiguiente aumento de probabilidades de caerse,
sufrir fracturas óseas y convertirse a la postre en una persona dependiente.
Pero sorprendentemente hasta en las personas muy ancianas este fenómeno
de la sarcopenia puede ser reversible. En una investigación llevada a cabo
por la Universidad de Tufts en Massachusetts, Estados Unidos, a un grupo
de personas de más de noventa años y frágiles de una residencia, se les
sometió a un entrenamiento en resistencia de alta intensidad durante ocho
semanas. Cuando finalizaron el entrenamiento habían ganado un 174 % de
fuerza muscular. El área muscular del muslo aumentó un 9 % y su velocidad
media de la marcha en un 48 %.[371]
En otro reciente estudio español, publicado en enero de 2019 en JAMA
Internal Medicine, se ha comprobado de forma contundente este efecto del
ejercicio en personas mayores. [372] A un grupo de 370 pacientes muy
ancianos sometidos a hospitalización aguda, se les asignó de forma aleatoria
a dos grupos, un grupo control donde no se intervenía y otro en el que
debían realizar ejercicios físicos (de resistencia, equilibrio y caminatas) dos
veces al día. Los ancianos de este segundo grupo mejoraron de forma
significativa en dos índices, uno que mide equilibrio, velocidad de marcha y
fuerza en las piernas y otro que mide la capacidad de ser autónomo en el día
a día; se constataron también mejoras cognitivas (de las asombrosas
repercusiones del ejercicio sobre el cerebro y la cognición hablaremos en
breve). Uno de los autores del estudio, el catedrático de Fisiología de la
Universidad de Navarra Mikel Izquierdo, explica que el hecho de que una
persona mayor esté encerrada en un hospital es devastador: «Suelen salir
con una nueva discapacidad». Leocadio Rodríguez Mañas, jefe de Geriatría
del Hospital de Getafe de Madrid opina al respecto «que pierden el 10 % de
masa muscular cada tres días. Entran andando y salen en silla de ruedas».
Para él, lo novedoso de este estudio es que bastaron solamente cinco días de
ejercicio para paliar la pérdida de masa muscular y evitar la discapacidad.
«Salieron en mejor forma».[373]
Las consecuencias positivas del ejercicio físico se extienden además al
funcionamiento cerebral. Cada vez hay más evidencias de que la práctica de
una actividad física repercute en la mejora cognitiva, en el mantenimiento
de un estado de ánimo adecuado e incluso en la posibilidad de retrasar el
deterioro y la aparición del alzhéimer. En un ensayo aleatorio con 120
personas mayores a los que se les involucró en la práctica de un
entrenamiento aeróbico, se pudo demostrar el aumento del tamaño del
hipocampo anterior, revirtiendo de esta forma la pérdida de volumen que
acaece con la edad.[374] También se pudo observar que, este aumento del
hipocampo, estaba asociado con mayores niveles séricos de BDNF (brain-
derived neurotrophic factor, factor neurotrófico derivado del cerebro, un
mediador de la neurogénesis) y que además tenía lugar una mejora de la
memoria espacial. La importancia de este estudio es notable si tenemos en
cuenta que el volumen del hipocampo se contrae un 1-2 % anualmente en
los adultos mayores, y que esta pérdida de volumen aumenta el riesgo de
desarrollar deterioro cognitivo. Ahora sabemos que esto no es inevitable y
que con el ejercicio aeróbico es posible, de facto, no solo conservar dicho
volumen, sino incluso aumentarlo.
En un estudio posterior se pudo reforzar la tesis de que el ejercicio
podría mejorar nuestra memoria. A tres grupos de sujetos se les asignaron
tres situaciones experimentales diferentes. Todos tuvieron que aprender una
serie de asociaciones de imágenes, pero un grupo no hacía nada a
continuación, otro practicaba ejercicio inmediatamente después y el tercer
grupo cuatro horas después. Pasadas 48 horas se midió con un escáner
cerebral la consolidación de la memoria y el procesamiento neuronal
relacionado con la recuperación de la información memorizada. Pues bien,
el grupo que hizo ejercicio cuatro horas después, mejoraba la consolidación
del recuerdo y aumentaba el nivel de oxigenación de la sangre en varias
regiones cerebrales asociadas con ese recuerdo. Se cree que los efectos
fisiológicos relacionados con el ejercicio, entre ellos un aumento de la
dopamina, la norepinefrina y el BDNF, tendría efectos neuromoduladores y
alterar las representaciones neuronales de los recuerdos codificados
recientemente.[375] En esta misma línea de investigación, existen serias
evidencias de que una mayor expresión del gen BDNF en el cerebro se
asocia con un declive cognitivo más lento en adultos mayores.[376] Y hay
algo más con respecto al ejercicio y el BDNF, y tiene que ver con la
dopamina. La inflamación del cerebro parece ser una de las causas
subyacentes de la enfermedad de Parkinson (y del alzhéimer como ya
vimos), al activar la microglía y la pérdida de neuronas dopaminérgicas; en
este sentido, el ejercicio protegería estas neuronas dopaminérgicas del daño
inducido por la inflamación, y esto se consigue precisamente activando la
vía de señalización del BDNF.[377] Bastan cuatro semanas de ejercicio en
una cinta rodante a una velocidad que aumenta gradualmente hasta el
equivalente a una sesión de intensidad moderada (sesenta minutos al día,
cinco días por semana), para proteger completamente contra la pérdida de
neuronas dopaminérgicas debida a la inflamación. Estos resultados
obtenidos con ratones pueden ser extrapolables a los seres humanos. Se
sabe que el nivel basal de BDNF sérico es más bajo en pacientes con
párkinson, al igual que se ha probado que el ejercicio incrementaría la
producción de BDNF y, precisamente el incremento del factor neurotrófico
derivado del cerebro, consigue atenuar la sintomatología parkinsoniana,
aliviando los temblores y disminuyendo la rigidez muscular.[378]
La testosterona ya hemos visto que está implicada en la conducta
sexual, y que es una hormona cuyo nivel desciende al envejecer; ha sido
señalada como una de las responsables de la pérdida de vitalidad, energía y
deseo sexual que sobreviene a medida que cumplimos años (los culturistas
saben perfectamente que la testosterona está implicada en la ganancia
muscular). Mejorar y aumentar la fuerza muscular puede conseguirse
gracias a la dopamina, debido a los efectos que tiene esta sobre la
testosterona. Los niveles de dopamina adecuados estimularán el crecimiento
muscular mediante el aumento de la testosterona. La relación entre la
dopamina y la testosterona es una calle de doble dirección: si aumentamos
la testosterona aumentarán los niveles de dopamina y viceversa; esta
segunda posibilidad resulta más atractiva que la primera. A pesar de que los
tratamientos para aumentar los niveles de testosterona se han popularizado
entre los hombres de mediana edad, en ocasiones provoca efectos
secundarios indeseables, el más serio, incrementar el riesgo de agravar un
cáncer de próstata cuando se encuentra en los primeros estadios de su
crecimiento.
El neurocientífico y profesor de Psicología del Trinity College de
Dublín (Irlanda), Ian Robertson, ha explorado en profundidad el papel que
desempeñan la testosterona y la dopamina en lo que se denomina «el efecto
ganador».[379] Recuérdese que lo citamos de pasada al hablar de la
depresión. Según Robertson, una parte del cerebro llamada córtex del
cíngulo anterior evalúa las posibilidades de éxito y el riesgo que corremos
antes de un reto, una competición o en definitiva ante cualquier situación
que nos ponga a prueba. Justo antes de competir, los niveles de testosterona
suben y suben hasta más de un 30 % de lo normal para incrementar la
agresividad y nuestra capacidad competitiva. En el caso satisfactorio de
salir victorioso del lance, la dopamina vinculará la recompensa con la
situación vivida para recordar esa victoria de cara al futuro. Cuantos más
retos y competiciones ganamos, más vías neuronales «ganadoras» se crean
en nuestro cerebro, el éxito tenderá a repetirse y la confianza en nuestras
posibilidades crecerá victoria a victoria, medalla a medalla. Como afirma
Robertson:

El efecto ganador es algo que ocurre en todas las especies. Es muy


simple: si compites contra alguien y ganas, eso aumentará las
posibilidades de ganar otra competición en el futuro; el éxito genera
éxito. Pero veamos cómo ocurre esto en el cerebro. El éxito hace que
tu cuerpo genere una hormona llamada testosterona, tanto en hombres
como en mujeres, y que ayuda al cerebro a activar un mensajero
químico realmente importante llamado dopamina; esa dopamina
aumenta tu motivación y te hace sentir más confiado, más audaz y más
positivo; se levanta el ánimo. Así que el efecto ganador es lo que ves
en equipos muy exitosos. A veces, el hecho de que hayan tenido éxito
es la razón por la que siguen teniendo éxito.[380]

Las jerarquías de superioridad en una manada de animales y el


concepto de «poder», son fenómenos íntimamente relacionados con los
niveles elevados de testosterona, lo que a su vez implica un aumento de la
dopamina. La expresión «la erótica del poder» no va muy desencaminada,
dado que las personas poderosas tienen en promedio una frecuencia más
alta en sus relaciones sexuales y también más probabilidades de ser infieles.
[381] La dopamina, de nuevo emparejada con la testosterona, parece explicar
también esta frecuencia aumentada en las relaciones sexuales. El alelo del
gen DAT1 modula la cantidad de dopamina disponible en el cuerpo estriado
del cerebro, una estructura anatómica muy relacionada con el sistema de
recompensa. Guang Go de la Universidad de Carolina del Norte, en Estados
Unidos, hizo un seguimiento de 2 500 adolescentes durante siete años. Lo
que verificó es que los hombres que no tenían copias del alelo DAT1 habían
tenido relaciones sexuales con un promedio de dos personas diferentes,
mientras que los que tenían dos copias del alelo informaron que habían
mantenido relaciones sexuales con más de cinco personas diferentes en el
mismo período de tiempo.[382]
Por desgracia existe el fenómeno contrario al «efecto ganador»:
fracasar implica aumentar las probabilidades de continuar fracasando en el
futuro. Al igual que el éxito configura nuestras redes neuronales para
allanar el camino de la victoria a base de renovadas dosis de autoestima, el
fracaso puede inhibir la confianza en uno mismo, minar la autoestima y
precipitarnos por el barranco de una suma de derrotas. Martin Seligman, el
psicólogo que postuló la teoría de la indefensión aprendida, en su libro
Niños optimistas habla de la importancia de «provocar» en nuestros hijos lo
que él denomina «experiencias de éxito».[383] Conseguir que gradualmente
vayan experimentando lo que supone vencer en diferentes competiciones,
superar obstáculos y fortalecer así la autoimagen de ganador; estas
experiencias son, a largo plazo, una bola de nieve que encadenará más
experiencias de éxito y más autoestima, vacunándonos contra la depresión.
Envejecer conlleva en muchas ocasiones una pérdida de poder, o si se
quiere, por utilizar un vocablo más en boga hoy en día, de
«empoderamiento». La jubilación nos retira de la circulación y la
posibilidad de acumular las valiosas pepitas de oro de las experiencias de
éxito desaparecen. Y no solo las de éxito, sino una gran cantidad de
experiencias que en nuestro desempeño laboral nos proporcionan la
sensación de sentirnos útiles y capaces; no podemos renovar nuestro carnet
de conducir y nos vemos apartados de otras esferas del Mundo Real. La
pérdida de poder disminuirá los niveles de testosterona y dopamina, que ya
de por sí descienden con la edad. El ejercicio físico se convierte entonces en
un arma para recuperar el poder perdido gracias a su capacidad para
aumentar la testosterona y la dopamina. No solo se trata de músculos y de
capacidad cardiorrespiratoria. Los beneficios del ejercicio van mucho más
allá, permitiéndonos recrear experiencias de éxito compitiendo, bien contra
los demás, bien contra nosotros mismos y contra la amenaza de la vejez,
mejorando de esta forma la autoestima y la autoconfianza.
Entonces, si el ejercicio tiene tantos efectos beneficiosos para nosotros,
¿por qué nos cuesta tanto calzarnos las zapatillas de deporte y salir a correr?
Una de las razones parece esconderse entre la desconocida, abusiva y a
veces enigmática cantidad de aditivos que se incorporan a los alimentos de
nuestra dieta occidental. Cuando leemos la etiqueta de un producto
alimenticio altamente procesado es habitual toparnos con los familiares «E-
338…E-452». Los fosfatos son omnipresentes entre los aditivos, hasta el
punto de estimarse que entre el 40 y el 70 % de los alimentos procesados
que más se consumen en Estados Unidos contiene fosfatos. Aunque el
organismo necesita fósforo para poder funcionar con normalidad, el
consumo de estos aditivos sobrepasa con creces la cantidad diaria
recomendada. En ratones y en seres humanos esta ingesta elevada de
fósforo correlaciona, no solo con la cantidad de ejercicio físico que estamos
dispuestos a hacer, sino también con nuestra capacidad para quemar la
grasa.[384] Cuando los fosfatos se acumulan en exceso en los riñones se
activa la calcificación de los vasos sanguíneos, produciendo daños renales y
afectando a los huesos, lo que acelera el proceso de envejecimiento. Los
fosfatos impiden que nuestros músculos se alimenten al no poder generar
suficientes ácidos grasos para ellos; con el tiempo, la expresión de varios
genes involucrados en el metabolismo muscular cambia. Los fosfatos hacen
perezosos a nuestros músculos y nos condenan al ostracismo de la vida
sedentaria, a tumbarnos en el sofá y a borrar de nuestra mente la posibilidad
de apuntarnos a un gimnasio. Así pues, un efecto perverso (otro más) de la
comida basura es que la probabilidad de realizar una actividad física
disminuye notablemente. Si ya de por sí resulta difícil establecer un
compromiso serio y leal con las zapatillas de deporte y las camisetas de tela
transpirable, las pizzas congeladas y las galletas rellenas de crema de cacao
no nos ayudarán a conseguirlo.
Retomemos nuestras disquisiciones filosóficas sobre la motivación, el
nivel de actividad y el envejecimiento. Visualicemos y recordemos una vez
más la diapositiva del PowerPoint de Aubrey de Grey en su aclamada
conferencia de Ted.[385] Bajo la leyenda Why the doubt?, aparecen dos
fotografías; en la de la izquierda hay un grupo de chicos jugando al fútbol y
corriendo veloces detrás de un balón; en la de la derecha, dos ancianas están
sentadas sobre una tapia de piedra, una con sus manos entrelazadas sobre el
regazo, la otra con un bastón y mirando al suelo; al pie de la fotografía de la
izquierda está escrito Fun (divertido) y de la derecha Not fun (no es
divertido). Ante las carcajadas del abarrotado auditorio, Aubrey, moviendo
su larga barba mientras se gira hacia la diapositiva afirma: «¿Qué parte de
esto no entiende la gente? No se trata solo de la vida, por supuesto, se trata
de vida sana, ya saben, sentirse frágil, triste y dependiente no es divertido».
Ese contraste tan marcado entre la hiperactividad aparentemente
inagotable de los niños y la pasividad y la lentitud de las personas mayores,
define con patente y rotunda claridad lo que significa envejecer. Ahondando
más en esta cuestión podríamos preguntarnos si esta disminución de la
actividad asociada con la edad comparte una base biológica y si se trata de
algo universal, es decir, si ocurre en todos los seres vivos. A primera vista
parece una obviedad; los que tenemos o hemos tenido un perro hemos
asistido a su declive físico, a su trote cada vez más lento en los paseos, a su
querencia cada vez mayor a permanecer tumbado en la butaca dormitando
durante gran parte del día. Al menos es lo que observo yo ya en Dexter. Con
los roedores, la disminución de la actividad es un fenómeno muy bien
estudiado en el laboratorio. Su actividad exploratoria, medida en campo
abierto y en condiciones controladas, disminuye a medida que envejecen.
En otras especies, como en las ya familiares moscas de la fruta Drosophila
melanogaster, en los pequeños nematodos Caenorhabditis elegans y
también por ejemplo en los monos Rhesus, se presenta invariablemente el
mismo patrón: la correlación total entre «paso del tiempo» y «disminución
de actividad». Con todo, la correlación no se queda solo ahí. En ratones, la
cantidad de ejercicio que hacen corriendo en la rueda es un predictor de la
mortalidad: los que son más activos viven más tiempo. Con un grupo de
ratones a los que se les puso a hacer ejercicio a los 24 meses de edad, se
pudo comprobar que el rendimiento correlacionó de manera positiva y
significativa con la vida útil: un mejor rendimiento indicaba una vida útil
más larga.[386] Y por el contrario, como se observó en una ya antigua
investigación de 1978 que tiene el inquietante y macabro título de La
cercanía a la muerte y el comportamiento con las ruedas de ejercicio en
ratones (Nearness to death and wheelrunning behavior in mice), la
velocidad de los ratones y su frecuencia e intensidad de ejercicio eran un
predictor de la proximidad de la muerte.[387]
Por muy cruelmente mecanicista que parezca, es un hecho bien
estudiado que la velocidad de la marcha predice la supervivencia en los
seres humanos, y esto es así hasta el punto de que se puede establecer una
correlación entre la velocidad a la que se desplaza una persona mayor y los
años que vivirá. En cierto sentido podríamos afirmar que, esta variable
(velocidad de marcha), es como un indicador de la vitalidad, una prueba de
la energía disponible y de la capacidad funcional del organismo. Caminar
requiere fuerza, un control de los movimientos, equilibrio y el concurso de
multitud de órganos como los pulmones o el corazón y sistemas como el
circulatorio o musculoesquelético entre otros. La disminución de la
velocidad de marcha puede convertirse en un círculo vicioso, pues se
superpone a un descenso de la actividad física y del ejercicio, lo que a su
vez incide en la supervivencia.[388] En fechas recientes, un equipo
internacional de científicos ha llegado a una conclusión ciertamente cruel al
demostrar, tras miles de datos recopilados durante décadas, que las personas
que caminan más despacio a los 45 años envejecen más rápido, y que
además, la huella del envejecimiento es más profunda en órganos como los
pulmones, el tamaño del cerebro es menor y el sistema inmunológico es
menos eficiente en las personas que caminan más lentamente en el ecuador
de sus vidas.[389]
El decremento de la actividad involucra inevitables mecanismos
fisiológicos y celulares que, con el paso del tiempo, ven comprometida su
funcionalidad. A medida que cumplimos años las mitocondrias ya no son
tan efectivas para producir energía, la eliminación de desechos celulares no
es igual de eficiente, la estructura del músculo y su inervación neural se
deteriora… Sin duda estos factores afectan a la movilidad y a la capacidad
locomotora; pero habría otros factores de orden neurobiológico que son
igualmente importantes, sino más. El sistema de neurotransmisores
dopaminérgicos juega un papel decisivo en su influencia directa sobre las
regiones cerebrales que implican el movimiento (como ocurre con la
destrucción de neuronas en la sustancia negra en el párkinson), y también
en su relación con la motivación, el esfuerzo, la voluntad y la ilusión. Los
receptores dopaminérgicos D₂ han centrado el foco de la investigación
sobre cómo afectan al envejecimiento y cómo la pérdida de estos receptores
de dopamina en el cuerpo estriado repercute en la movilidad. Ahora bien, si
se tratara de un proceso determinista en el sentido de que no admite
excepciones, estaríamos condenados a ver reducido nuestro nivel de
actividad año a año, y a ser empujados todos nosotros necesariamente a
utilizar un andador y después una silla de ruedas. Si afirmamos como un
axioma que los gatos no pueden volar, este es un hecho indubitable, una
premisa que no permite ninguna excepción; pero si un día, por cualquier
razón, un gato levantara el vuelo y se elevara por encima de los árboles y
acabara planeando sobre los tejados de las casas, diríamos que,
efectivamente, los gatos pueden volar. Si una persona de 86 años es capaz
de nadar 3 500 metros, montarse a continuación en una bicicleta para
recorrer 185 Km y terminar corriendo un maratón de 42 Km, entonces debe
existir algo, alguna razón, algún proceso biológico y psicológico que
permite mantener un nivel de actividad física que nos aleja de la muerte.
Recordemos que el núcleo accumbens es la estructura cerebral
relacionada con la motivación, la búsqueda de recompensas y la posibilidad
de experimentar placer. Podemos aventurar entonces que, si aumentáramos
de alguna forma la cantidad de dopamina disponible en el núcleo
accumbens, incrementaríamos nuestra motivación para ponernos en marcha,
para levantarnos del sillón y salir a descubrir el mundo, para alcanzar
nuestras metas y para apuntarnos a una carrera popular o a un campeonato
de ping pong. Y esto es precisamente lo que sucede, tal y como probaron
Kelley M. Cousin y sus colaboradores de la Facultad de Farmacia de la
Universidad Estatal de Ohio, en Estados Unidos, que inyectaron dopamina
directamente en el núcleo accumbens de un grupo de ratas consiguiendo así
que su actividad exploratoria se incrementara; es más, ese comportamiento
exploratorio aumentaba a medida que aumentaba también la dosis de
dopamina.[390]
Otras investigaciones han incidido también en cómo el incremento de
la dopamina mejora la función motora y aumenta la movilidad. Y lo que es
más importante, esto puede suceder a edades avanzadas tal y como se ha
visto en ratas ancianas. A un grupo de ratas Fischer 344 (un tipo de ratas
muy utilizado en la experimentación sobre la longevidad) de 24 meses de
edad, se les inyectó un factor neurotrófico derivado de la línea celular glial
(GDNF), lo que entre otras cosas conseguía aumentar sus niveles de
dopamina en el núcleo accumbens y en la sustancia negra (el GDNF es una
proteína que promueve la supervivencia de muchos tipos de neuronas). Las
ratas envejecidas que fueron tratadas con GDNF incrementaban, tres
semanas después, tanto la distancia que recorrían como la velocidad a la
que lo hacían, en comparación con las ratas que no fueron tratadas.[391] Y
los efectos dopaminérgicos no se ciñen solo a distancia y velocidad; se ha
podido observar que, activar también los receptores de dopamina (sobre
todo los D₁ y D₅), aumenta la masa del sistema musculoesquelético.[392]
La búsqueda de las razones biológicas por las cuales los seres vivos
disminuyen su actividad física, debería ser una prioridad insoslayable. Este
detrimento de la actividad, esta disminución de la velocidad y la conducta
exploratoria ¿no es quizá una de las piedras angulares del envejecimiento y
el deterioro? La imagen de la sala de estar de la residencia en la que se aloja
mi madre me viene a la cabeza una y otra vez a medida que escribo estos
párrafos: la lentitud con la que se desplazan los ancianos caminando
apoyados sobre sus andadores, las enormes dificultades para levantarse de
los sofás en los que dormitan, la imposibilidad de mi madre para salir del
coche cuando los domingos viene a comer a mi casa. Entre las razones
biológicas que explican esta merma de la actividad física, sin duda la
dopamina debería ser la candidata número uno como responsable final; este
neurotransmisor es clave en la función del movimiento, dada su implicación
en la transmisión nerviosa de los ganglios basales. Los enfermos de
párkinson ven comprometida su movilidad y padecen rigidez muscular y
temblores precisamente porque la dopamina escasea en su cerebro. Pero
además, la dopamina es clave como ya sabemos en la motivación que
precede al movimiento. Si no hay un pensamiento previo que se materialice
en el impulso para activarnos, si no existe una representación mental
anticipada de nosotros mismos caminando, saltando, nadando, o brincando
por una pradera, difícilmente se traducirá en la conducta consecuente de
caminar, saltar, nadar o brincar.
Así pues, nos vemos sumergidos en un bucle perverso que, a medida
que nos hacemos mayores, nos va paralizando hasta dejarnos postrados en
una silla de ruedas. Los receptores dopaminérgicos se vuelven perezosos y
la dopamina comienza a escasear en la mediana edad; comenzamos a estar
de vuelta de casi todo, a perder motivación, a olvidar nuestro ikigai
instalándonos en una peligrosa y nihilista zona de confort. La masa
muscular desciende en la medida en que la grasa coloniza nuestro cuerpo.
Al dejar de explorar nuestro territorio de caza y de interactuar con el
ambiente recibimos menos estimulación. La motivación desciende todavía
más, y la pasividad sumada a la pérdida de estimulación nos desliza en lo
que sería una depresión menor, o al menos un trastorno afectivo del estado
de ánimo. No hace falta ser diagnosticados de un trastorno depresivo por un
psiquiatra o un psicólogo para sentir en carne propia el desencanto de la
pérdida de la juventud. Esa menor cantidad de dopamina disponible en el
cerebro nos hace más vulnerables a la depresión. Puede que nos vayamos
encerrando en nosotros mismos o que nos volvamos huraños y sedentarios.
La sarcopenia intensifica la pérdida de masa muscular, la actividad física se
reduce aún más y los desplazamientos a la búsqueda de depredadores por la
sabana se limitan a ir del cuarto de baño a la cocina y de la cocina a la
cama. Todo esto repercute de nuevo en más pérdida de dopamina. Cuando
queremos darnos cuenta, quizá ya sea demasiado tarde y las gacelas estén
fuera de nuestro alcance. ¿Cómo podemos romper este bucle? La dopamina
es, en este sentido, una bala mágica para frenar el devastador descenso a
una versión cruel de la vejez en la que abunde la inmovilidad, la lentitud y
la apatía.
En resumen: sabemos que hay una base biológica que explica el
descenso de la actividad física en las especies animales y en el hombre; esta
disminución de la actividad física es universal, y comienza pasada nuestra
edad fértil coincidiendo con el inicio de la senectud, por lo que se puede
afirmar que los mecanismos que subyacen a la longevidad están imbricados
en esa disminución; por último, si perseguimos la esperanza de barajar las
cartas de nuevo, las investigaciones que buscan la base neuronal del declive
físico asociado al envejecimiento apuntan precisamente hacia la dopamina.
La forma en la que el ejercicio físico rompe esa cadena de
acontecimientos, ese bucle que culmina con nuestra postración final, es
aumentando la dopamina. Y las buenas noticias son que existe suficiente
evidencia empírica de que, en efecto, el ejercicio físico por sí solo mejora el
sistema dopaminérgico.[393] Esta mejora se produce de varias maneras,
entre ellas a través del gen BDNF, como hemos visto, o bien a través del
calcio tal y como comprobaron, ya en 1996, dos investigadores japoneses,
Sutoo y Akiyama. En una serie de experimentos realizados con animales,
ambos evaluaron los efectos del ejercicio en el sistema nervioso central,
concluyendo que el ejercicio aumenta los niveles de calcio en el cerebro a
través de la estimulación de un sistema enzimático denominado
calmodulina, siendo el aumento de calcio el que a su vez incrementa los
niveles de dopamina. [394]
Si tuviéramos que elegir un ejercicio especialmente indicado para
mejorar nuestros niveles de dopamina ese sería el baile. El baile y la danza
requieren memorizar e interiorizar una serie de movimientos con una
secuencia y una cadencia determinadas. Este proceso de aprendizaje activa
los dos hemisferios cerebrales, e implica la participación de estructuras
neurológicas que tienen que ver con la memorización y el control motor.
Para darnos cuenta de hasta qué punto el baile puede incrementar los
niveles de dopamina en el cerebro, baste decir que se utiliza como
alternativa terapéutica para las personas aquejadas de párkinson.
Investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington,
en Estados Unidos, han estudiado cómo las clases de tango han mejorado la
funcionalidad de los pacientes con párkinson severo. Después de diez
semanas en las que los participantes asistieron a veinte clases de tango, no
solo mejoraron su motricidad fina y gruesa, sino que aumentaron su
confianza en el equilibrio y su capacidad para minimizar el riesgo de sufrir
caídas.[395] En Canadá, la Escuela Nacional de Ballet y el Baycrest Health
Sciences están estudiando de qué forma el baile mejora las enfermedades
neurodegenerativas.[396] Los resultados han sido prometedores, habiendo
conseguido incrementar la memoria y el control emocional de las personas
participantes en el estudio.
Bailar, jugar al ping pong, ir a un gimnasio, correr, nadar o entrenarse
para emular a Hiromu Inada para participar en un triatlón, el ejercicio, sea
cual sea, es vital para retrasar el envejecimiento. Practicar ejercicio físico
incrementa los niveles de dopamina en el cerebro, y al contrario, si
aumentamos nuestra dopamina, las posibilidades de salir de nuestra zona de
confort para ir a explorar o para calzarse las zapatillas de deporte aumentan
exponencialmente. Es un efecto win-win con el que siempre, absolutamente
siempre se alcanza el éxito, ganemos o no medallas o traspasemos o no
líneas de meta.
9.- NUTRICIÓN

Se podría dedicar un libro entero, o unos cuantos, a la relación entre


cómo nos alimentamos y la longevidad. Hablar de nutrición implica pisar
sobre un terreno inestable, tan inestable como unas arenas movedizas que
amenazan con sepultarnos en una trampa llena de contradicciones. Pocos
temas hay tan controvertidos como el papel que desempeñan los alimentos
en la salud; raro es el día que no nos desayunamos (valga la metáfora
alimenticia) con alguna noticia referente a este tema, y raro es el momento
histórico en el que la dieta de moda no se encarama a los primeros puestos
de los libros más vendidos. Así, un ‘best seller’ repleto de promesas sobre
la salud a través de la dieta de la alcachofa es seguido por otro que nos
plantea que la clave está en el PH de los alimentos, al que sustituirá a los
pocos meses un nuevo libro supuestamente revolucionario sobre el poder de
la dieta paleo. Confieso que yo mismo me he visto envuelto, en distintas
épocas de mi vida, en la vorágine de los cantos de sirena loando las
bondades sobre los más diversos consejos nutricionales. ¿A qué persona
preocupada por su imagen y por su salud no le interesa cuidar su línea o
conocer las virtudes y los peligros que encierran los distintos grupos de
alimentos?
El 23 de junio de 2014 la portada de la revista Time mostraba un
apetitoso rizo de mantequilla sobre fondo negro bajo el provocativo titular
Eat Butter, come mantequilla. Al parecer todos los científicos estaban
equivocados hasta ese momento, y lo que durante décadas se consideró el
enemigo público número uno del corazón, las grasas, en realidad resulta que
son sumamente saludables. Baste este ejemplo puntual como una muestra
del complejo escenario nutricional al que una persona debe enfrentarse si
quiere velar por su salud. En mis estanterías se acumulan libros de
Montignac junto a otros sobre el mito de las calorías o sobre las mentiras
del colesterol, manuales acerca de cómo engordamos y qué hacer al
respecto, biblias de Atkins y de profetas que proclaman que hay que
regresar a lo que comían nuestros ancestros hace miles de años. Los
carbohidratos son puro veneno, el azúcar mata, hay que comer mucho
pescado pero por otro lado los mares están podridos de mercurio y de
anisakis, y el pescado de piscifactoría nada hacinado entre excrementos y
atiborrado de antibióticos. Lo mejor es la fruta y la verdura, pero en muchas
ocasiones, la maduración de la fruta se acelera artificialmente y ambas,
frutas y verduras, están llenas de pesticidas. Al menos, para el que pueda
pagarlo, queda la agricultura ecológica. Pero no tan deprisa, no está
demostrado que sus productos sean más sanos y contengan más nutrientes.
De tarde en tarde golpean nuestras pupilas documentales que muestran
imágenes apocalípticas de naves industriales llenas de pollos zombis, o de
granjas con ganado estabulado y enloquecido, o escenas del rio Mekong, en
Vietnam, con ejemplares de panga mutante. Y para qué hablar de la
encefalitis espongiforme bovina o de la gripe A H1N1 o gripe porcina. Los
gurús de la alimentación proclaman que los huevos son peligrosos porque
elevan el colesterol. Actualmente, las últimas noticias nos hablan de que los
huevos son un alimento completo y saludable, y no solo eso ¡el colesterol es
buenísimo! El aceite de coco es el nuevo superalimento (uno más) porque
tiene la mágica y elitista composición química de ser un ácido graso de
cadena media, signifique eso lo que signifique. Y mientras muchas personas
beben aceite de coco y lo utilizan para aderezar sus ensaladas creyendo que
velan por su salud, Karin Michels, profesora de Harvard, en Estados
Unidos, afirma que es «uno de los peores alimentos que se pueden ingerir»,
calificándolo incluso de «puro veneno».[397] Y así podríamos seguir ad
infinitum. Por cada grupo de alimentos, y casi por cada alimento nos
encontraremos, inevitablemente con una versión saludable y con otra que
no lo es. ¿Con cuál nos quedamos? ¿Qué podemos comer sin miedo a
pensar que nuestras arterias van a estallar si ingerimos media ración de más
o que un cáncer acecha a cada bocado?
Citar Harvard es citar el criterio de autoridad. Y ese es uno de los
problemas de tanto ruido y tanta confusión. Que todos, de alguna forma,
tienen razón… y no la tienen. Porque prácticamente todas las dietas y casi
todos los postulados sobre las consecuencias de los alimentos en nuestra
salud vienen avalados por estudios científicos. Pero la lógica nos dice que
es imposible mantener como cierta una premisa y la contraria, ¿mienten
entonces los estudios científicos? Son muchos los factores que concurren a
la hora de juzgar los enunciados sobre las dietas o las supuestas verdades
absolutas sobre algunos alimentos. En primer lugar están los intereses
económicos que mueven las grandes corporaciones alimentarias,
corporaciones que no tendrán ningún pudor en financiar estudios que
puedan presentar testimonios sesgados y beneficiosos para sus intereses. En
segundo lugar está la enorme dificultad intrínseca que encierran las
investigaciones nutricionales, debido a la ingente cantidad de variables de
diversa índole que intervienen. Así por ejemplo, los que comen nueces
tienen más protegido su corazón que los que no las comen. Pero tal vez, los
que comen nueces se preocupan más por su salud, hacen más ejercicio,
manejan mejor el estrés y no beben alcohol ni fuman, siendo entonces muy
complicado aislar todos, absolutamente todos los factores que en el día a día
afectan a la salud cardíaca de una persona. Llevando esta deducción al
absurdo, si quisiéramos saber si comer huevos es perjudicial o no,
deberíamos aislar a dos grupos de personas de por vida, a uno de los grupos
les daríamos un huevo diario y al otro no, siendo el resto de la dieta idéntica
para ambos, al igual que las demás variables que pudieran interferir en el
resultado final: ejercicio físico, estrés, relaciones sociales, desempeño
laboral… y eso sin contar con la influencia genética de cada individuo
(puede existir un nivel de colesterol regulado por defecto genéticamente).
A pesar de estas evidentes limitaciones metodológicas, son frecuentes
los dogmas sobre alimentación que van calando y filtrándose en los usos y
costumbres de nuestros desayunos, comidas y cenas. Internet proporciona,
además, un prolífico caldo de cultivo para que los aprendices de
nutricionistas y coachings sin apenas formación, conviertan en virales las
virtudes o los peligros de distintas dietas y alimentos. Como afirma Alan
Levinovitz en La mentira del gluten:

Quienes satanizan los alimentos (…) crean un mundo infernal con


el que todos estamos demasiado familiarizados: cada alimento es un
demonio potencial; primero la grasa, luego el azúcar. ¿Qué sigue?
Hablar de la comida de este modo es perjudicial, crea personas
neuróticas que ven los alimentos como puros e impuros, naturales o
procesados, buenos o malos. Los crujientes de manzana son adictivos,
llenos de venenosas trampas mortales. Las cocinas están llenas de
enemigos que podrían hacernos daño. Los restaurantes se vuelven
peligrosos campos de batalla.[398]

Yo, como dije antes, hace años abracé convencido las tesis que los
gurús del momento predicaban a los cuatro vientos. Tuve una época en la
que me interesé por el gluten y su potencial y devastador daño
multiorgánico. El cardiólogo William Davis (criterio de autoridad) y el
neurólogo David Perlmutter (más autoridad) abanderaban esa lucha
encarnizada contra todo aquello que contuviera gluten.[399] No hacía falta
ser celíaco para padecer en carne propia una serie de padecimientos y
graves y dolorosas enfermedades provocadas por la ingesta indiscriminada
de alimentos rebosantes de gluten. Decidí probar. Gradualmente fui dejando
de comer pan y pasta entre otras cosas. Adiós a las sabrosas pizzas, a las
tostadas del desayuno, a los espagueti a la carbonara. Los experimentos de
madalenas con harina de coco y harina de almendra y el pan con clara de
huevo resultaban en la mayoría de las ocasiones frustrantes. Pensando que
estaba sacrificándome heroicamente en aras de la salud quizá estuviera
provocándome, sin saberlo, un daño a mi sistema renal por el incremento en
el aporte de proteínas. Adelgacé, es cierto, pero apenas vislumbré
beneficios que compensaran tantas carencias, tantos momentos difíciles al
rememorar una rebanada de pan tostado con tomate triturado y aceite de
oliva. Durante estos años he recorrido el camino que lleva de la
intransigencia y el radicalismo a la tolerancia y el disfrute de la comida. La
relatividad que antes comentábamos de los estudios nutricionales, los años
y la experiencia y, especialmente, valorar otros aspectos que nada tienen
que ver con la composición molecular de los alimentos, han sido claves en
mi reconversión personal.
La acción de poner en la balanza, por un lado los supuestos beneficios
de digamos abandonar el gluten, y por otro lado los sacrificios y tal vez los
inesperados perjuicios que nos pudiéramos ocasionar, está muy bien
argumentado por Anthony Warner en El chef cabreado. Para él (que además
de chef es bioquímico) prescindir del gluten podría suponer una restricción
potencialmente peligrosa.

Muchos hablan de eliminar el pan porque está lleno de


carbohidratos pero lo cierto es que contiene la mayor cantidad de
proteínas de todos los alimentos básicos aparte de la soja, además de
aportar fibra y vitamina B. También está eliminando de su dieta
muchos alimentos deliciosos y privándose de momentos de placer.
Muchos dicen que el pan recién horneado es el mejor alimento que
existe, mezcla alquímica de unos pocos ingredientes sencillos que
inspira a los artesanos para crear auténticas maravillas. De la misma
manera, la buena pasta es un gran placer culinario y piedra angular
de una de las cocinas más importantes del mundo. Lo mismo se puede
decir de los pasteles, empanadas, pizza, tallarines, cruasanes, galletas
de mantequilla, brioches y pudines de Yorkshire. Hay quien dirá que es
una privación sin importancia, pero tendemos a subestimar el poder
de los pequeños placeres a la hora de enriquecer nuestras vidas y
mejorar nuestro bienestar.[400]

Mi evolución personal, desde la renuncia estricta promovida por una


visión demasiado radical (y sesgada) de la alimentación, hasta la tolerancia
y el deleite, alcanzó su punto culminante con la publicación de dos libros.
En La paradoja vegetal, el autor, médico de profesión, nos invita a dejar de
consumir cereales y la harina obtenida de ellos, lentejas y otras legumbres
(incluyendo la soja y los derivados) y algunas hortalizas como pimientos y
tomates. Ya en las primeras líneas de la introducción avisa: «Todo lo que
creías saber sobre tu dieta, tu salud y sobre tu peso es falso».[401] Meses
después apareció en las librerías La trampa del queso, escrito por el Dr.
Neal Barnard.[402] Según este autor, el queso es poco menos que una bomba
de relojería con efectos letales. Bomba que queda desactivada por las
nuevas directrices aportadas por la Fundación del Corazón de Australia al
afirmar:

Hemos eliminado nuestra restricción para que los australianos


sanos consuman leche, queso y yogurt con toda la grasa. Si bien la
evidencia fue mixta, se descubrió que este tipo de lácteos tiene un
efecto neutral, ya que no aumenta ni disminuye sus riesgos de
enfermedad cardiaca o accidente cerebrovascular.[403]

Entonces me planté. Decidí que era preferible comer con sentido


común, priorizando alimentos saludables pero sin privarme de algunos
caprichos, y sin perder de vista el placer derivado de una apetitosa comida
elaborada con los venenosos hidratos, con las grasas demoníacas, con
tomates letales o con un camembert ponzoñoso. Me compré una
panificadora, quizá como elemento simbólico de rebelión, una
compensación de justicia poética de tantos sacrificios y tantas renuncias de
mi cruzada antigluten. Desde entonces disfruto sin sentirme culpable de
muchos alimentos que antes me prohibía a mí mismo. Y sí, soy más feliz.
Cuando dejo programada la panificadora por la noche, para que me
despierte al día siguiente el olor del pan recién hecho que inunda mi hogar,
la sensación es inigualable. Esa alquimia de la que hablaba Anthony
Warner, con agua, harina de trigo, levadura, aceite de oliva y sal, nos
conecta con lo ancestral y con la cocina más tradicional. Desayunar una
rebanada de ese pan tostado recién hecho, con un poco de mantequilla y
mermelada de arándanos es, casi con seguridad, uno de los momentos más
placenteros del día. Como opina Felipe-Fernández-Armesto:

Una cena puede ser sana en el sentido amplio de la palabra, sin


que la alimentación lo sea. La atmósfera, el estado de ánimo, la
amigabilidad y los valores compartidos influyen más que el menú (…)
No es únicamente la diversidad de culturas la que exige una variedad
dietética. Efectivamente, la diversidad humana impone en cada uno de
nosotros nuestra elección individual de alimentos. Cada cuerpo -cada
conjunto de elementos físicos, actividades y responsabilidades- es
diferente. Algunos necesitan niveles de ingestión de sal o azúcar o
lácteos o proteínas que en otros casos harían daño. Las dietas de
autor esclavizan a miles y a veces a millones de personas, pero no
suelen beneficiar sino a muy pocos. Tal vez, en lugar de volverse
enfermos de mente y espíritu obsesionándose por los riesgos de tal o
cual ingrediente, la única regla aplicable a todos los que buscan un
régimen por motivos de forma o talla sea comer menos.[404]

A este respecto, sobre la diferente manera en la que nos afectan los


alimentos a cada uno de nosotros, un grupo de investigadores de la
Universidad de Duke, en Estados Unidos, ha estudiado distintas
poblaciones de cazadores-recolectores de diversos lugares del mundo,
descubriendo que la buena salud no es exclusiva de un determinado tipo de
dieta.[405] Como afirman los autores de este estudio «la idea de que existe
una dieta humana verdadera y natural a la cual todos podríamos aspirar es
negada por la increíble variedad de dietas de cazadores-recolectores
registradas por los primeros etnógrafos e investigadores de hoy». La
variabilidad de alimentos consumidos en las poblaciones estudiadas es muy
amplia. Dos de las poblaciones analizadas son los Hazda y los Tsimane,
ambas con buena salud y una longevidad similar a la de los países más
avanzados. Los Hazda de Tanzania consumen bastante miel, hasta un 15 %
de su ingesta calórica de media. Los Tsimane, un pueblo de la selva
amazónica, basan su alimentación en carbohidratos complejos como los
provenientes de la mandioca o el arroz. Realmente lo que ocurre es que en
casi todas las poblaciones de cazadores-recolectores que mantienen una
baja presión arterial hasta la vejez, ausencia de diabetes y de obesidad, el
nivel de actividad física es alto y, por supuesto, no existen los alimentos
procesados. Debemos reflexionar entonces sobre la inconveniencia de
demonizar un grupo de nutrientes: hidratos de carbono, carne, grasas…
pues la enorme variabilidad en las dietas de las poblaciones humanas con
buena salud nos indican que todos esos grupos de alimentos son
importantes. En los últimos tiempos, son quizá los hidratos de carbono los
que más concentran las críticas y los odios de una gran mayoría de los
nutricionistas. En consecuencia, muchas personas han renunciado a ingerir
cualquier alimento que contenga hidratos de carbono. Y como ocurre con
los que siguen una dieta paleo, una keto, la dieta Atkins o cualquier dieta, es
muy probable que, pensando que se están sacrificando por su salud, en
realidad se están inmolando inútilmente con la posibilidad de causar graves
daños a su organismo. En marzo de 2019 la American College of
Cardiology dio a conocer un artículo que ha añadido más contradicción e
incongruencia al enconado debate sobre los carbohidratos. Se trata de un
estudio que analizó los registros de salud de más de 14 000 personas
durante dos décadas. Este estudio puso de manifiesto que existe una
clarísima relación entre la restricción de carbohidratos y la fibrilación
auricular, un trastorno del ritmo cardiaco que puede aumentar las
posibilidades de sufrir una insuficiencia cardiaca o un derrame cerebral.[406]
En palabras del investigador principal del estudio Xiadong Zhuang: «Las
dietas bajas en carbohidratos se asociaron con un mayor riesgo de
fibrilación auricular, independientemente del tipo de proteína o grasa
utilizada para reemplazar el carbohidrato».
Con todo, nutrición y longevidad invariablemente deben ir de la mano.
¿Para qué cuidar con celo nuestra alimentación si no es con el objetivo de
vivir con salud, y en definitiva para aumentar nuestra esperanza de vida? Y
para disfrutar de una existencia longeva, disminuir los carbohidratos es una
de las directrices de la dieta paleo que hemos citado antes. La dieta paleo
presupone que, comer los alimentos que consumían nuestros antepasados de
las cavernas, promoverá la longevidad; estos alimentos, como son la carne,
vísceras o pescado principalmente, conlleva una alimentación que es
hiperproteica y que acarrearía serias consecuencias al dañar el riñón;
además, según Francesc Villarroya, catedrático de Bioquímica en la
Universidad de Barcelona, fuerza mucho el trabajo del hígado, el órgano
que procesa las proteínas para que sean eliminadas a través de la orina.[407]
Paradójicamente, las dietas bajas en proteínas y altas en carbohidratos
aumentan en el organismo la hormona FGF21 que está relacionada con la
longevidad. Según unos investigadores de la Universidad de Yale, en
Estados Unidos, cuando se aumenta esta hormona en los ratones, viven de
media un 40 % más al preservar la función inmune del timo, un órgano que
se atrofia con la edad y que como hemos visto antes, se está revelando
como un candidato crítico para la mejora de la longevidad.[408] Así que
quizá ha llegado el momento de que podamos explorar una hipotética
conexión entre los denostados hidratos de carbono y la longevidad. Si
echamos un vistazo a la lista oficial de las personas más longevas de todos
los tiempos verificadas por el Gerontology Research Group, entre las
primeras cuarenta personas de la lista hay nueve de nacionalidad japonesa y
cuatro italianas.[409] La dieta predominante de Japón se compone de arroz
(hidratos), y en Okinawa, una de las zonas azules o lugares del mundo con
mayor porcentaje de personas centenarias, se consume un tipo de tubérculo
parecido al nabo (más hidratos). En Italia, la comida más consumida es la
pasta, la pizza… es decir, hidratos. Como indica Preston Estep III, el autor
de Mente joven…, del que hablamos cuando vimos el papel del hierro en la
etiología del alzhéimer:

¿Exactamente qué cantidad de carbohidratos refinados consume la


élite de la salud mental? En Italia, en 1961, cerca del 45 % de la
energía alimentaria provenía de los granos, 90 % de los cuales eran
panes y pastas de trigo refinado (…) Cerca de la mitad del consumo
calórico de los japoneses proviene de los granos, en torno al 40 %
procede de fuentes refinadas. Los okiwanenses aún obtienen cerca del
60 % de sus calorías de los carbohidratos, a mediados del siglo XX se
trataba del 85 %.[410]

A este respecto, Dan Buettner, el autor de El secreto de las zonas


azules, que ha estudiado a fondo las dietas de las poblaciones más longevas
del planeta, afirma:
En 1938 otro investigador sobre alimentación, G. Peretti, visitó a
28 familias de campesinos y a 17 familias de pastores que habitaban
en tres pueblos de Cerdeña. Descubrió que, en general, más del 65 %
de las calorías que consumían los residentes procedían de
carbohidratos como el pan, la pasta, las legumbres y las patatas.[411]

Un poco más adelante, Buettner cita un estudio de la Davis School of


Gerontology que dice lo siguiente:

La alimentación baja en proteínas se relaciona con menores


índices de diabetes, cáncer y muerte en personas menores de sesenta y
cinco años. Curiosamente, las personas de entre cincuenta y sesenta y
cinco años que consumían más proteínas tenían 73 veces más riesgo
de desarrollar diabetes y 4 veces más probabilidades de morir de
cáncer; para la gente de más de sesenta y cinco años, los hallazgos
eran inversos, y quienes tenían una ingesta mayor de proteínas
mostraban una reducción del 28 % en la tasa de mortalidad. [412]

En nutrición, la sombra de la duda es capaz de contaminar hasta las


supuestas verdades absolutas que antaño se presumían intocables. Nadie en
su sano juicio nutricional negaría el precepto firmemente establecido de que
el omega 3 es saludable; es un mantra repetido hasta la extenuación por
voces autorizadas de nutricionistas, médicos, expertos, científicos... El
omega 3 como elixir salutífero frente al venenoso omega 6. Las grasas
saludables que rezuman las rojizas rodajas de salmón frente al omega 6
proinflamatorio derivado del aceite de girasol. Millones de euros en ventas
de suplementos de omega 3 que se pueden encontrar en los estantes de
cualquier supermercado… pero en el universo de la nutrición cualquier
ídolo tiene los pies de barro, y las verdades absolutas se diluyen como un
azucarillo (pura ponzoña, el azúcar) en un café. Pues bien, Eduard Baladia,
del Centro de Análisis de la Evidencia Científica de la Academia Española
de Nutrición y Dietética (CAEC-AEND) opina que «ahora se sabe que la
disminución de consumo de omega 6 no reduce el riesgo de enfermedades
cardiovasculares, y además se cree que los estudios sobre el beneficio del
consumo de omega 3 estaban sobreestimando sus efectos beneficiosos».[413]
Veamos una muestra más de cómo ponerle buena voluntad para estar
sanos puede convertirse en un arma de doble filo. De un tiempo a esta parte
nos bombardean constantemente con la moda de las dietas detox. Nos
compramos una licuadora de última generación y seguimos a un gurú
coaching experto en nutrición y autor de una web muy zen donde una mujer
joven, atractiva y delgada sostiene con una mano un vaso conteniendo un
líquido verdoso mientras realiza la postura del loto. Los batidos detox de
verduras y frutas tienen que ser sanos a la fuerza; a buen seguro son un
chute de vitaminas, enzimas y aminoácidos de la eterna juventud que
mantendrán alejadas todas las enfermedades y dolencias manteniendo de
paso nuestra piel radiante y tersa. En primer lugar, ya el término detox es
equívoco; implica que nuestro organismo está intoxicado y que requiere un
proceso de limpieza para librarnos de supuestas toxinas, algo que es
absurdo. Es más, no solo es que la moda detox sea ineficaz, sino que
también puede ser peligrosa; así por ejemplo, la Agencia Europea de
Seguridad Alimentaria (EFSA), alerta sobre el abuso de los batidos verdes
«que podría incrementar el riesgo de padecer cálculos renales por el
excesivo contenido en ácido oxálico de algunas verduras –como las
espinacas- habituales en este tipo de bebidas».[414]
Pensamos que, a base de sacrificios, gastos económicos superfluos y
fidelidad compulsiva a una determinada dieta, estamos favoreciendo la
salud, cuando en realidad nos estamos haciendo daño. Las prescripciones
médicas y los estudios científicamente avalados que demonizan las grasas,
los huevos, los hidratos, los dulces (casi cualquier cosa en realidad),
gravitan sobre nosotros como maldiciones bíblicas. La cocina representa un
territorio escalofriante similar a un campo de minas donde un mal paso nos
llevará a la tumba. Además de los alimentos, otros enemigos malvados
acechan y amenazan nuestra frágil salud: el microondas produce cáncer, las
botellas de plástico desprenden veneno puro, el revestimiento de las
sartenes es peligroso, el pescado está preñado de anisakis, la carne repleta
de antibióticos, las frutas y verduras contienen pesticidas… Este escenario
aterrador nos paraliza transformándonos en individuos permanentemente
estresados y con tendencias paranoicas. Desde mi punto de vista, y dadas
las contradicciones continuas de las tesis dietéticas y nutricionales,
considero la tolerancia como la mejor política. Relativizar y huir de los
extremos y de las verdades absolutas, contemplando el placer en la cocina y
el disfrute, puede ser más sano que seguir de manera estricta una dieta que
nos priva de lo que más nos gusta, esclavizándonos. Y si no hay verdades
absolutas, tal vez existan unas directrices que nos dicta el sentido común:
dieta mediterránea, frutas y verduras en abundancia, legumbres, carne y
pescado de calidad y con moderación, limitar al máximo las comidas
procesadas y las grasas hidrogenadas, los dulces, cuanto menos mejor. La
evidencia disponible sugiere que el consumo de frutas y verduras y la dieta
mediterránea se asocian con telómeros más largos.[415]
Valter Longo, profesor de Biología de la Universidad del Sur de
California, en Estados Unidos y del que hablaremos cuando tratemos el
tema de la restricción calórica, propone una serie de directrices sobre dieta
y longevidad.[416] Longo es partidario de adoptar una dieta lo más vegana
posible, con pescado y añadiendo a partir de los sesenta años más cantidad
de proteína. Propone practicar de manera periódica el ayuno y reducir las
horas del día en las que se come. Por cierto, es ilustrativo lo que Valter
Longo opina sobre las dietas en general y sobre los hidratos de carbono en
particular:

Casi todas las dietas prolongadas fracasan porque resultan


extremas, pero también porque obligan a la persona a cambiar de
manera radical sus costumbres alimentarias. Por ejemplo, muchas
dietas nuevas prescriben un consumo bajo de carbohidratos, es decir,
de alguno de los alimentos que la mayoría de las personas consideran
más apetitosos, ya sean las patatas para los europeos del norte, la
pasta para los italianos y estadounidenses o el arroz para los
asiáticos. Por eso dichas dietas con bajo contenido de carbohidratos,
además de no estar asociadas a una reducción de la mortalidad o a
una prolongación de la vida, a la larga acaban fracasando.[417]

Y para terminar con la demonización de los carbohidratos, nada mejor


que poner en cuarentena uno de los dogmas nutricionales más sólidos: que
el consumo de pan blanco supone comprar un boleto con el premio
asegurado de padecer diabetes, obesidad, hipertensión y cardiopatías, y que
en cualquier caso los cereales integrales son superiores a los refinados. Esta
tesis, bastante bien asentada en el campo de la nutrición, ha sido puesta en
entredicho según un reciente metanálisis que incluye un total de 32
publicaciones con datos de 24 cohortes distintas.[418] En este metanálisis
queda probado que, la ingesta de granos refinados, no está asociada con las
enfermedades crónicas a las que, en general se supone que están vinculadas
(diabetes, enfermedad cardiovascular, cardiopatía coronaria, accidente
cerebrovascular, hipertensión o cáncer); además, los autores indican que los
resultados no prueban un beneficio consistente de los alimentos de grano
entero (integral) en comparación con los alimentos de grano refinado.
El tipo de alimentación que sigamos influye en nuestro cerebro y más
en concreto en nuestra dopamina. Se ha visto, por ejemplo, que una dieta
alta en grasas desregula el circuito dopaminérgico interfiriendo en el
sistema de recompensa.[419] El exceso de azúcar tampoco parece ser una
buena idea de cara a mantener un nivel adecuado de este neurotransmisor,
dado que la insulina elevada desequilibra también el sistema de
recompensa.[420] ¿Y qué pasa con las proteínas? Algunos investigadores
consideran que los alimentos proteicos mejoran la síntesis de los
precursores de las catecolaminas, como la tirosina, y en última instancia
incrementarían la dopamina.[421]
El famoso y mediático chef inglés Tom Kerridge ha indagado en estas
sinergias que se establecen entre los distintos grupos de alimentos y su
influencia en la dopamina. El fruto de sus investigaciones entre los fogones
lo ha plasmado en su libro La dieta de la dopamina.[422] Este cocinero, con
estrella Michelín, incluye en su libro un recetario que prioriza los lácteos
como el queso, la leche y el yogur, carnes sin procesar, pescado rico en
omega 3 como el salmón y la caballa, huevos, frutas, hortalizas, nueces y
chocolate negro. En el capítulo 11 hablaremos de cómo algunas hierbas y
bayas pueden incrementar el nivel de dopamina.
10.- ACTIVIDAD, DOPAMINA Y
LONGEVIDAD

El movimiento es vida.

Brad Pitt en Guerra mundial Z

En la película Guerra mundial Z, Brad Pitt trata de convencer a una


familia para que huya del piso en el que se esconde porque es muy probable
que, tarde o temprano, se conviertan en una presa fácil para los zombis que
les están cercando.[423] Intentando sonar convincente en medio de esa
pesadilla apocalíptica, Brad les dice: «Trabajaba en lugares muy peligrosos,
y los que se movían sobrevivían y los que no… movimiento es vida,
movimiento es vida», esta última frase duplicada, la susurra en español, el
idioma nativo de la angustiada familia. Por desgracia no le hacen caso, y
pocos fotogramas después los padres son pasto de los muertos vivientes (su
hijo se salva gracias a que decide en el último instante acompañar al grupo
de Brad Pitt). Podríamos hacer una cruel asociación entre esta película y lo
que cuenta en su libro Por ti no pasan los años Lewis Wolpert:

El crítico de televisión A.A Gill, colaborador del Sunday Times


presentó una idea más contundente al describir a los mayores como
los zombis que aparecen al final de la película de terror de nuestra
propia casa […]. Envejecer da tanto miedo en parte porque tratamos
muy mal a los mayores, y los tratamos mal porque nos dan miedo […]
esta es la mayor vergüenza y el mayor horror de nuestra sociedad y
nuestra edad.[424]
Pero al margen de los zombis y de las asociaciones crueles con los
mayores, realmente no somos muy conscientes de la importancia que
encierra la frase de Brad Pitt.
Recuperemos por un momento a nuestros ancianos de Cocoon. Uno de
ellos se hallaba postrado en el sofá, triste y abúlico, víctima de la pérdida
del poder revitalizador de la piscina; adoptaba un rol pasivo y se sumergía
en sus recuerdos, muy alejado de cuando milagrosamente rejuvenecido,
bailaba en la discoteca. Recuperemos también, una vez más, aquel
PowerPoint expuesto en la charla de Ted por Aubey de Grey: la instantánea
de los niños corriendo detrás de un balón frente a la de las dos ancianas
sentadas. Y por último, recordemos la imagen de los niños que juegan
incansables en el parque y la de los ancianos de la residencia de mi madre.
En todos estos casos hay un elemento compartido, un común denominador
que diferencia de manera dramática ambos mundos (la trepidante vitalidad
y la pegajosa apatía), ese elemento ostentaría el título, (junto con el
ejercicio físico con el que comparte muchas similitudes), de mejor
candidato a elixir de la eterna juventud: el movimiento.
Una de las palancas que nos impulsa y que nos pone en movimiento es
ir a la búsqueda de una recompensa; ya sabemos que no existe un consenso
en el papel que juega la dopamina respecto a las recompensas. Para algunos
autores, la dopamina tiene que ver con el valor que para un organismo
adquiere una recompensa futura, un estímulo que anticipamos que nos
resultará placentero y que puede satisfacer alguna necesidad. Para otros
expertos como Salamone, la dopamina proporciona una dosis de esfuerzo
extra que hará que merezca la pena ir al encuentro de la recompensa. Para
que un ser vivo decida iniciar una acción, debe hacer un cálculo entre la
energía disponible, el coste de respuesta, el tamaño de la recompensa y el
esfuerzo que debe desplegar; hay una lucha en ese cálculo entre dos
dimensiones diferentes, una es conservar la energía o gastarla, y la otra es
explorar activamente el ambiente circundante, o bien explotar de forma
conservadora los recursos más cercanos y accesibles. Es precisamente la
dopamina la que regula el grado en que un animal buscará una recompensa.
La dopamina induce un mayor vigor pero no un mayor deseo, lo que hace
es modular el gasto de energía, reasignar el esfuerzo que supera los costes
de respuesta asociados a la consecución de objetivos. Es decir, como ya
vimos antes, la búsqueda del incentivo se basa más en «querer» que en
«gustar», y la dopamina permite disponer de la energía situando a la
recompensa en un plano secundario.
Todas las necesidades y funciones de los seres vivos, desde la
termorregulación a la reproducción, requieren energía. Saber realizar por
tanto, una gestión eficaz de cuánta debo gastar y en qué, es una directriz
evolutiva. Para los expertos en esta materia, que defienden más el papel del
esfuerzo que el de la recompensa, la dopamina regularía el gasto de energía:
la disponibilidad de energía y no la recompensa sería por tanto el factor
principal que influye en la regulación dopaminérgica del comportamiento.
A pesar de todo, recientemente se está cuestionando que la dopamina sea
más sensible al coste-beneficio que a la recompensa. Es indudable que
existe mucha controversia en el papel que juega la dopamina en la
motivación, el esfuerzo y la recompensa. Parece obvio pensar que,
cualquier decisión que tomamos se basa, no solamente en el valor
anticipado de la recompensa futura, sino también en las predicciones del
esfuerzo que se debe ejercer para obtener ese incentivo; pero también
parece obvio deducir que, si la dopamina promueve el gasto de energía, solo
lo hará en función de una recompensa próxima.
Las neuronas del locus coeruleus son muy activas, tanto antes como
después de iniciar una acción y un esfuerzo determinado; y dentro de esta
estructura cerebral, es la noradrenalina la que podría ser crucial para
movilizar la energía que pueda superar el coste de respuesta.[425] La
dopamina facilitaría así la conducta motivada al fortalecer a un organismo
cuando se enfrenta a crecientes demandas de esfuerzo. Las neuronas de la
dopamina se activan ante la novedad y la imprevisibilidad, y según
Salamone, existe una considerable evidencia de que el agotamiento de la
dopamina en el cerebro medio desalienta a los animales para elegir acciones
difíciles. En este sentido resulta muy interesante lo que se ha descubierto en
recientes investigaciones, y es que las neuronas dopaminérgicas calculan el
valor del resultado combinando la recompensa y la información del coste-
esfuerzo, mientras que las neuronas noradrenérgicas aumentan su actividad
cuando se movilizan los recursos para enfrentarse a un desafío físico y
superar una dificultad. Así, se podría afirmar que la liberación de
noradrenalina sería clave para implementar los recursos necesarios a la hora
de superar un desafío.[426]
No es necesario realizar un ejercicio físico intenso, estructurado y
programado, la mera actividad física aumenta la supervivencia. En un
estudio llevado a cabo con 88 140 adultos de 40 a 85 años, se vio que, en
comparación con los individuos inactivos, los que realizaron de 10 a 59
minutos a la semana de actividad física presentaban un 18 % menos riesgo
de mortalidad. Además, aumentar la actividad disminuye todavía más el
riesgo: un incremento de 150-299 minutos a la semana de actividad reduce
el riesgo en un sorprendente 31 %.[427] Esta actividad física puede
interpretarse en términos de «gasto de energía». No es tanto la modalidad
de actividad física que escojamos, se trata más bien del hecho de gastar
energía: un gasto de energía confiere ventajas en la supervivencia. En un
estudio con 302 personas mayores de 70 a 82 años se evaluó el gasto de
energía, y se vio que un aumento en el gasto de energía derivado de
cualquier actividad se asociaba con un riesgo de mortalidad 32 % menor.
[428]
Pero además de la mortalidad, la actividad repercute también en cómo
envejeceremos. Se ha podido estimar cuál es la posibilidad de no padecer
una discapacidad en el año anterior a la muerte; la probabilidad de estar sin
discapacidad a los 65 años y sobrevivir a los 80 sin discapacidad antes de
fallecer posteriormente es del 26 % (para una mujer de 65, la probabilidad
de sobrevivir a los 85 años sin discapacidad es del 18 %).Y el factor clave
para predecir la discapacidad antes de la muerte es la actividad física. En
realidad existe casi el doble de probabilidades de morir sin discapacidad,
entre los que realizan mayor actividad física, que la que existe en relación a
las personas sedentarias.[429] ¿Y de qué forma influye la actividad en la
supervivencia? La tasa metabólica que se encarga de mantener la
homeostasis es responsable del 60 al 80 % del total del gasto de energía. El
envejecimiento se asocia con una disminución progresiva de la tasa
metabólica del orden del 1 al 2 % por década después de los veinte años. La
pérdida de la masa corporal que sufren con la edad la mayoría de los
organismos contribuye a la disminución de la tasa metabólica. Dada la
relación existente entre la actividad física y la preservación de la
composición corporal, la práctica de una actividad física ralentiza el ritmo
de disminución de la tasa metabólica. Además, la capacidad aeróbica y el
volumen de ejercicio correlacionan con la tasa metabólica en reposo, lo que
sugiere que los niveles de actividad física contribuyen al flujo de energía en
reposo. Las personas que mantienen altos niveles de ejercicio y un consumo
elevado de energía a edades avanzadas pueden mantener también una tasa
metabólica adecuada en reposo.[430]
Existe una base biológica para explicar el declive de la actividad física
relacionado con la edad, es, de hecho, un fenómeno muy extendido en la
naturaleza y que se da en una amplia gama de especies. En este sentido, el
aumento de los niveles de actividad predice la longevidad y, el aumento de
la actividad a través del ejercicio, aumenta a su vez la esperanza de vida; y
aquí viene lo interesante: la disminución de la actividad parece estar
relacionada con la neurotransmisión alterada que afecta al sistema central
de la dopamina, y es precisamente la reducción en la liberación de
dopamina (o la pérdida de receptores de dopamina) lo que provoca el
declive de la actividad relacionada con la edad.[431] Es decir, que al ir
envejeciendo perdemos dopamina por el camino, lo que conlleva una menor
actividad física y menor cantidad de ejercicio y a la postre la anticipación
de la decrepitud y la muerte.
El gasto de energía es muy variable, desde 262 kcal/día en ancianos
dementes hasta 6 333 kcal/día que se ha podido medir en ciclistas del Tour
de Francia. Este gasto de energía tiene también un componente genético y
además está ligado a la actividad física. Richard Troiano, del Instituto
Nacional del Cáncer en Bethesda, Estados Unidos, ha medido el nivel de
actividad física colocando acelerómetros en 4 867 personas de todas las
edades, comprobando que la actividad física disminuye de manera rápida
después de los 11 años (no hay más que ver a los adolescentes durmiendo
durante horas y tumbados en el sofá con el móvil), y otra vez después de los
39 años. Pero el descenso más acusado e inquietante en la actividad física
se produce entre los 39 y los 70 años, que es de aproximadamente un 55 %.
[432]
Cuando la energía disponible es limitada, la reducción de la actividad
física puede interpretarse como una estrategia evolutiva para conservarla.
Pero paradójicamente, los primates sometidos a restricción calórica
aumentan la actividad, un comportamiento que en este caso consiste más
bien en una conducta exploratoria para buscar alimentos. Esto no ocurre
con los seres humanos, puesto que normalmente disponemos de suficiente
suministro de víveres a nuestro alcance, basta con darnos un pequeño paseo
hasta el frigorífico. En este orden de cosas, parece lógico pensar que la
disminución de la actividad que acontece con la edad, es una estrategia
evolutiva para compensar la reducción de masa corporal propia del
envejecimiento. Todo apunta a que la dopamina está en la base de esta
estrategia evolutiva, no es casualidad que sus niveles también desciendan
con la edad, a la par que decrece la actividad y la locomoción. Recordemos
aquel estudio realizado con las ratas Fischer 344 envejecidas: cuando se
inyecta directamente dopamina en el cerebro de las ratas más jóvenes,
aumentan su actividad exploratoria. Con las ratas más viejas el aumento no
es tan pronunciado pero también tiene lugar (quizá esto es debido a que los
receptores dopaminérgicos en las ratas de más edad no tengan ya la
suficiente capacidad para aprovechar la dopamina inyectada).
En otra investigación más reciente se observó que, en los ratones,
activar las neuronas dopaminérgicas cuando estaban inmóviles, aumentaba
la probabilidad de que se iniciara el movimiento en el futuro y mejoraba el
vigor de ese movimiento. Y a la inversa ocurría algo similar: inhibir esas
mismas neuronas dopaminérgicas reducía la probabilidad y el vigor de
movimientos futuros.[433] Estos hallazgos implican, de manera causal, a las
neuronas dopaminérgicas antes del inicio del movimiento. Tal y como
hemos comentado más arriba, parece existir una razón evolutiva para
reducir el movimiento y conservar energías. También en las etapas iniciales
de la especie humana, la locomoción, incluida la carrera de resistencia,
estaba relacionada con la adquisición de calorías: había que buscar el
sustento en el territorio de caza, explorar y perseguir a las presas. Hoy en
día, ese frigorífico repleto de comida y de calorías hace innecesario salir a
la selva a correr en busca de gacelas para la cena. Dado que la locomoción
ya no está asociada a la búsqueda de calorías, se ha sugerido que la
evolución puede utilizar recompensas neurobiológicas (euforia, reducción
de la ansiedad, etc.) para motivarnos a actividades como la carrera que de
otro modo podrían resultar estresantes, energéticamente costoso o
sencillamente doloroso. Los ratones, por ejemplo, están muy motivados
para correr sobre ruedas, y corren voluntariamente largas distancias. Esa
recompensa neurobiológica nos hace sospechar que la dopamina tiene
mucho que ver.
La movilidad en los seres vivos permanece más o menos estable hasta
la etapa final de la existencia, cuando acontece una disminución brusca. Es
un fenómeno universal, y se percibe hasta en los movimientos más nimios,
como ocurre con los nematodos Caenorhabditis elegans cuando envejecen
y su peristalsis faríngea disminuye. Los animales de laboratorio, por lo
general, a medida que envejecen tienen un nivel de actividad y una
velocidad más bajos. En las personas mayores resulta crítico que este
descenso de movilidad se concentre en las extremidades inferiores: cuando
la fuerza de las piernas empieza a debilitarse tiene lugar un punto de
inflexión, de no retorno si se quiere, que marca una cuesta abajo hacia la
incapacidad. Las dificultades comienzan a la hora de levantarse de la silla o
del sofá, la fuerza para impulsarse cada vez es menor. La marcha se hace
más lenta y los bordillos de las aceras y las alfombras se convierten en
trampas mortales. Esta lentitud en la marcha predice incluso la capacidad
funcional futura y la muerte. ¿Pero por qué la velocidad de la marcha
disminuye con la edad? El gasto máximo de energía, el volumen máximo de
oxígeno o VO₂ max se va reduciendo al envejecer, y esta energía es
necesaria para caminar; de manera adaptativa se aminora la velocidad para
conservar energía y para mantenerse dentro de unos límites energéticos
seguros. El VO₂ max va decreciendo a partir de los treinta años
aproximadamente un 10 % por cada década. Se calcula que entre los
ochenta y los noventa años disponemos tan solo de entre 12 y 16
ml/kg/min. Esto es importante para entender el por qué del descenso de
nuestra velocidad de marcha, ya que menos de 20 ml/kg/min predice
dificultades funcionales, y cuando la cifra está por debajo de 18 ml/kg/min
se dificulta la realización de las tareas cotidianas. Así pues, tenemos que el
VO₂ max decrece con la edad y en consecuencia nuestra energía disponible
disminuye, al tiempo que el coste del soporte vital aumenta, con lo que esa
energía disponible se reduce todavía más. El resultado de esta ecuación es
obvio: además de la reducción de la velocidad de marcha se intensifican la
fatiga y el sedentarismo, nos volvemos frágiles, funcionalmente limitados y
débiles. El envejecimiento entonces, desde este punto de vista, sería una
cuestión de energía: esa energía disponible, entre la mediana edad y la edad
avanzada, disminuye sustancialmente al perder entre un 55 y un 60 % de
capacidad energética total.
Aunque es inevitable que la capacidad aeróbica máxima descienda con
la edad, la actividad aeróbica voluntaria puede ayudar a mantener el gasto
energético máximo y minimizar el gasto de energía esencial en la vejez.
Con todo, sabemos que se da ese punto de no retorno en el que recuperar la
velocidad perdida es muy difícil; por eso es importante, de cara a la
prevención de la discapacidad, intervenir antes de que llegue ese rubicón,
antes de que la velocidad de nuestra marcha comience a declinar. Mi madre
cada vez se queja más de que se cansa, apenas ha caminado unos metros
apoyada en su andador y ya verbaliza su agotamiento. Esta fatiga es la
consecuencia de su escasa energía disponible. Los neurotransmisores
dopamina y serotonina se elevan durante la realización del ejercicio, y en el
punto de agotamiento y de fatiga máxima se produce un descenso de la
dopamina. Es entonces cuando surge el cansancio y la reducción de la
motivación. El bupropión es un medicamento que inhibe la recaptación de
dopamina y noradrenalina (consiguiendo que exista más cantidad
disponible de ambos neurotransmisores) y del que hablaremos más adelante
en profundidad. En un estudio se evaluó con un grupo de sujetos cómo este
medicamento mejoraba el rendimiento cuando la temperatura ambiente era
más alta de lo normal. En general, la hipertermia inducida por el ejercicio
puede reducir la motivación para continuar esforzándonos, estamos menos
dispuestos a ejercitarnos cuando la temperatura ambiente es alta. En este
estudio el bupropión aumentó el rendimiento, manteniendo una producción
elevada de energía y una temperatura corporal más alta con la misma
percepción de esfuerzo. Lo que este medicamento consigue entonces, es
inhibir las señales que llegan al sistema nervioso central para interrumpir el
ejercicio debido a la hipertermia, y de esta forma permite que se mantenga
el mismo nivel de esfuerzo.[434] En definitiva, mejorar el nivel de dopamina
consigue que aumente la motivación para realizar actividad física en un
ambiente más estresante. Además, un nivel bajo de dopamina se asocia con
mayor fatiga, una experiencia desagradable que suele conllevar una
disminución del rendimiento. Conseguir entonces unas concentraciones
estables de dopamina supone, por tanto, una estrategia útil para, primero
estar motivados para hacer ejercicio, y segundo evitar que la fatiga nos
obligue a rendirnos al poco tiempo de calzarnos las zapatillas y salir a
correr.
En el envejecimiento hay un fenómeno muy relacionado con la pérdida
del impulso y la motivación que es la apatía. Creemos que somos como el
conejito del anuncio que atesora una pila inagotable, que dura y dura. Pero
la energía de la que disponemos a lo largo de nuestra vida es limitada, es un
recurso valioso que gradual e imperceptiblemente va decreciendo. Nuestro
organismo debe seguir manteniendo sus funciones vitales; la sala de
máquinas requiere una cantidad constante de carbón para que la
temperatura se mantenga y nuestros órganos sigan operativos. Cuando la
cantidad de carbón baja hay que redistribuir la escasa energía disponible, y
es entonces cuando el capitán del barco decide reducir la velocidad y apagar
algunas luces de los camarotes y del puente de mando que considera
innecesarias. Es como lo que ocurre con nuestros teléfonos móviles: cuando
se están quedando sin batería activan un sistema de ahorro de energía, bajan
el brillo de la pantalla y prescinden de aquellas funciones que no se
consideran necesarias. Se prioriza lo que es verdaderamente vital. Y del
mismo modo, nuestro cuerpo intenta conservar la velocidad y la
funcionalidad de nuestras piernas hasta el final. Cuando el nivel de las
reservas energéticas disminuye por debajo de un punto, y la cantidad de
carbón es crítica, la lentitud primero y la pérdida de movilidad después, son
el preludio a la discapacidad. Respirar, mantener la temperatura corporal,
hacer la digestión son funciones vitales imprescindibles. Caminar ya no lo
es. La apatía y la falta de motivación son como ese capitán abúlico del
Titanic que estrellará nuestro barco contra un iceberg postrándonos en una
silla de ruedas. La posibilidad que tenemos para evitar el choque contra el
iceberg es que ese capitán recupere la ilusión, el impulso y la motivación
para dar la orden a la sala de máquinas de aumentar la combustión de
carbón. Ese carbón, que es el que proporciona la energía que perdemos al
envejecer, es la dopamina.
La apatía no es solo una falta de motivación, es el preludio del fin. En
ocasiones se confunden la apatía y la depresión, y de hecho la apatía es un
síntoma habitual en los trastornos depresivos: una disminución de las
funciones ejecutivas a causa de las emociones negativas o debido a la
anhedonia. Pero la apatía puede darse sin que exista una depresión. En la
apatía hay una disminución del interés por las cosas, una pérdida del
entusiasmo y del impulso por emprender nuevas actividades; en la
depresión, en cambio, suele predominar la tristeza, el desánimo, las ganas
de llorar y la desesperanza. La apatía se da en una dimensión emocional
donde es más frecuente esa pérdida de interés por las cosas que antaño eran
motivadoras, una dimensión donde es habitual el embotamiento emocional
y el retraimiento social. Pero la apatía también participa de una dimensión
cognitiva en la que el procesamiento de la información se hace más lento, la
memoria de trabajo pierde efectividad y se bloquea la capacidad de realizar
planes de futuro y planificar actividades. Hay en la apatía una aminoración
en la acción, como si la orden de levantarnos, activarnos y ponernos en
marcha estuviera cortocircuitada: el comportamiento deja de estar dirigido a
un objetivo. El anciano de Cocoon se gira lentamente en el sofá mientras la
tarde languidece, sumiéndose en su somnolencia. El impulso para iniciar la
acción y levantarse de ese sofá se ha evaporado entre otras cosas porque no
tiene la energía suficiente, y no tiene la energía suficiente porque carece de
ilusión. Hay un sustrato neurológico por debajo de la apatía que está
relacionado con la dopamina. Recordemos los experimentos de Knoll sobre
la activación de un ser vivo para iniciar una acción y cómo correlacionaba
con el deprenilo. La apatía, como la manifestación de una motivación
deficiente para superar el coste de una acción, se asocia con lesiones en el
córtex cingulado anterior y en los ganglios basales. La relación entre el
córtex cingulado anterior y los ganglios basales con las vías dopaminérgicas
es lo que permite que personas y animales elijan y ejecuten acciones y
desplieguen el esfuerzo suficiente. Las personas apáticas interrumpen esta
relación fracturando el vínculo entre la acción y los resultados, lo que
conlleva una falta de impulso para ejecutar acciones potencialmente
valiosas.[435] En las ratas, la estimulación eléctrica directa del área
tegmental ventral y de la sustancia negra, que tiene proyecciones
dopaminérgicas en el núcleo accumbens y en el estriado respectivamente,
eleva la denominada actividad física espontánea (SPA en sus siglas en
inglés) y probablemente la termogénesis de la actividad sin ejercicio
(NEAT).[436] La actividad locomotora sería un ejemplo de SPA, y la
inquietud, estar de pie o deambular lo serían de NEAT.
El hecho de desplegar una mayor actividad implica un mayor gasto de
energía, lo que a la postre supone estar protegidos contra la obesidad. Con
la edad, esta actividad física espontánea disminuye, incrementándose el
riesgo de ganancia de peso. Y no solo con la edad: nuestro estilo de vida
sedentario también nos pone en riesgo de ser obesos. Hay una expresión
inglesa denominada couch potato que describe a la perfección este estilo de
vida que está adquiriendo en las sociedades occidentales dimensiones
epidémicas. Imagínese a Homer Simpson devorando bolsas de patatas
fritas, acomodado en el sofá y viendo la televisión durante horas. Eso sería
couch potato. Amy Knab, de la Universidad de Queens en Charlotte,
Carolina del Norte, y Timothy Lightfoot, de la Universidad de Texas, ambas
en Estados Unidos, publicaron en 2010 un artículo en la revista
International Journal of Biological Sciences con el curioso y esclarecedor
título: «¿La diferencia entre la actividad física y couch potato, radica en el
sistema de la dopamina?».[437] Ambos autores proponen un modelo teórico
en el que la dopamina sería tanto la variable dependiente como la
independiente en la regulación de la actividad física. Es decir, por un lado la
dopamina es la variable dependiente dado que el ejercicio físico estimula su
secreción (como ocurre con la euforia del corredor, o cuando nos sentimos
muy bien después de salir del gimnasio); por otro lado, los estudios sobre el
movimiento, la locomoción o la adicción proporcionan evidencia del papel
regulador del sistema dopaminérgico previo a la actividad física, elevando
la motivación para conseguir recompensas naturales. Es en realidad un
proceso que se alimenta a sí mismo: la dopamina nos motiva e incrementa
el nivel de deseo para hacer ejercicio y obtener la recompensa de su
bienestar, y con ello aumenta a su vez la señalización de la dopamina y del
ya conocido BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro), mejorando
así la posibilidad de volver a hacer ejercicio en el futuro.
Y recordemos por último lo que dijimos al hablar de la personalidad,
de la relación entre la extraversión y la actividad. En un metanálisis se
mostró que la cantidad de actividad física en los seres humanos estaba
relacionada positivamente con los rasgos de personalidad de extraversión y
la conciencia y negativamente con el neuroticismo.[438] Además, una amplia
gama de estudios en humanos y roedores han demostrado alguna base
científica, tanto para la propensión, como para la capacidad de hacer
ejercicio.[439] Cuando uno tiene diez años de edad, es fácil vibrar ante los
escenarios futuros que se nos presentan en nuestra, hasta ese momento,
breve existencia. La vida está recién estrenada, y el papel de regalo y los
oropeles que envuelven los acontecimientos y los estímulos que están por
llegar, apenas acaban de abrirse. Todo es luminoso. Desde nuestra mente
infantil y virginal nos proyectamos hacia el futuro y la ilusión nos inunda,
como nos inunda la dopamina que fluye a chorros en nuestro cerebro.
Nuestros padres nos dicen que la semana que viene iremos a la playa y
apenas podemos contener la emoción: las horas y los días parecen
transcurrir con una lentitud exasperante, el día soñado del viaje a la playa
no llega nunca, nos imaginamos ya allí, jugando con las olas, corriendo por
la arena, excavando hoyos en la orilla para buscar conchas, un entusiasmo
difícil de contener nos impide dormir por las noches. ¿Quién siendo niño no
ha sentido alguna vez el poder de esa ilusión genuina y pura? Pensamos en
ello constantemente, dibujamos en el margen del cuaderno de matemáticas
un mar azul y un velero bajo un sol amarillo sonriente. Estamos enfocados.
La energía nos impulsa hacia esas olas de agua salada. Hay una motivación
que todo lo puede. Cuando por fin llega el momento de partir hacia nuestro
paraíso soñado en la playa, la emoción se dispara, al fin y al cabo la
recompensa se aproxima y la dopamina nos indica que hemos de movilizar
todo nuestro sistema fisiológico, emocional y cognitivo para alcanzarla.
Después de unas horas de coche es muy probable que, culminado el viaje y
logrado el objetivo, percibamos mientras ya chapoteamos en el ansiado mar
que esa emoción vibrante se ha atenuado bastante. El nivel de dopamina ha
descendido y con él el impulso, el aliento vital y la felicidad. Dexter
enloquece literalmente cuando se da cuenta de que le he traído del
supermercado una lata de carne de buey. Es para él un estímulo novedoso e
inesperado, dos de las características que disparan sus niveles de dopamina;
es además algo que se diferencia del rutinario pienso liofilizado que come
todos los días, adquiriendo por tanto la categoría de recompensa o premio.
Cuando saco la lata de la bolsa de la compra, Dexter comienza a saltar y a
mover su cola como el rotor de un helicóptero; gimotea, se sienta y da la
pata y luego la otra pata sin que se lo pida, es incapaz de mantenerse quieto,
se relame y sus ojos no se apartan de mí ni una décima de segundo. Al abrir
la lata estalla de alegría: una vaharada de penetrante olor a carne de buey ha
golpeado de pleno su desarrollado olfato, para él es una información valiosa
que le indica que la recompensa se aproxima. Verter el contenido en su
cuenco es un paso más, un nuevo estímulo que interpreta como que por fin
el premio está ya al alcance de su hocico. Es muy probable que Dexter sea
más feliz mientras le preparo la comida que después, cuando pongo el
cuenco en el suelo y la deglute velozmente. Al fin y al cabo, lograda ya la
recompensa, obtenido el premio, no tiene mucho sentido mantener elevado
el nivel de dopamina. El esfuerzo se desplegó de la forma correcta y la
motivación nos ha enfocado al objetivo según lo previsto; una vez logrado,
es normal entonces que nos sobrevenga cierta sensación de vacío, un vago
sentimiento de decepción. En ocasiones suspiramos por alcanzar una meta
que, a priori, considerábamos excelsa, y una vez lograda, nos decimos que
no era para tanto y que la habíamos sobrevalorado. Estamos esperando las
vacaciones como agua de mayo y cuando llegan no nos proporcionan la
felicidad que esperábamos. La dopamina a veces nos tiende trampas para
que nos movilicemos, venzamos la pereza y vayamos hacia la recompensa.
¿Recuerda a aquel anciano japonés que a los cien años lanzaba el disco
en la pista de atletismo? Son diez veces más años que ese niño que vibraba
emocionado ante el anuncio de su próximo viaje a la playa. Todavía late en
él una ilusión por superarse y lanzar ese disco unos centímetros más lejos.
A pesar de sus años no se ha dejado llevar por el escepticismo. La apatía y
la falta de motivación no le han sepultado en la incapacidad, ni la pereza o
la pasividad le han postrado en una silla de ruedas. Él ha conseguido
mantener a flote el suficiente nivel de dopamina como para estar activo,
enfocado a una meta y ser feliz ante la consecución de una recompensa:
unas lágrimas de emoción se le escapan cuando en la pista de atletismo ha
lanzado el disco a cinco metros batiendo así el récord del mundo. La apatía
es peligrosa porque acecha tras la disminución de la dopamina y afecta a
nuestra motivación intrínseca. Es esa voz que nos susurra que eso es
ridículo, que no merece la pena dedicarle esfuerzo, gastar un gramo de
nuestra escasa energía disponible en una cosa tan estúpida como hacer
flexiones y lanzar un disco. Pero es su ikigai. En este sentido la dopamina
nos ayuda (y nos engaña) con su trampa para motivarnos, enfocarnos y
movilizar nuestra energía y nuestras ilusiones para conseguir lo que para
nosotros es una recompensa, sea esta de la naturaleza que sea. Cuando el
declive físico se acentúa en la mediana edad, y la energía disponible y el
VO₂ max descienden, la evolución nos empuja a disminuir el ritmo, bajar la
actividad y reservar esa energía que comienza a escasear. Al reducir nuestro
nivel de actividad, en un círculo vicioso, hacemos que descienda aún más la
dopamina. Por un lado dejamos de hacer cosas que antes nos resultaban
placenteras precipitando una posible anhedonia y, por otro, nos asomamos a
la apatía y a la inactividad entrando en una peligrosa espiral de fatiga que
nos bloquea el logro de recompensas futuras. Es el momento de vencer el
coste de respuesta y ponernos en marcha. De contrarrestar la apatía y
representarnos mentalmente la imagen de lo que queremos lograr, de lo que
va a ser nuestro ikigai.
El movimiento es vida, no lo olvidemos. Mantener la dopamina en un
nivel óptimo nos da la posibilidad de que la energía fluya en la sala de
máquinas evitando chocar contra el iceberg. Mis compañeros del Programa
de Envejecimiento Activo de la Diputación de Valladolid saben lo
importante que es mantener ese nivel adecuado de dopamina: talleres de
diferentes temáticas, concursos literarios y de fotografía, paseos saludables,
mindfulness... las posibilidades para no quitar el pie del acelerador a pesar
de la edad son múltiples y enriquecedoras. Como metáfora final podemos
decir que en varios estudios se ha podido comprobar que, las neuronas
dopaminérgicas del área tegmental ventral, desempeñan un papel muy
importante en la activación del comportamiento y en la recuperación de la
conciencia después de una anestesia general: ¡debemos despertar! [440]
11.- ¿CÓMO PODEMOS MANTENER
NUESTRA DOPAMINA A SALVO?

Cuida de tu cuerpo, es el único lugar que tienes para vivir.


Jim Rohn

Ahora ya somos conscientes de que la dopamina puede alargar la vida,


tal y como ha demostrado el deprenilo inhibiendo la acción de la enzima
MAO-B y aumentando así la disponibilidad de este neurotransmisor.
Sabemos también que la dopamina es una variable mediadora necesaria
para activarnos y ponernos en movimiento, mantener la motivación y tener
objetivos vitales que le den un sentido a la existencia. Conocemos la
implicación directa de este neurotransmisor en enfermedades como el
alzhéimer, el párkinson y la depresión, así como también en la capacidad
del sistema inmunológico para mantenernos sanos ante el embate de otras
muchas enfermedades. Hemos analizado en profundidad la influencia de la
dopamina en los rasgos de personalidad asociados con la longevidad y en
cuestiones clave como el ejercicio físico y la apatía. El envejecimiento
conlleva una disminución de los niveles de dopamina, comprometiendo
entonces todos esos beneficios conocidos y abriendo la puerta a
innumerables déficits y al deterioro acelerado. Las buenas noticias son que
está en nuestra mano pedirle al crupier supremo nuevas cartas y redoblar la
apuesta por una vida más larga y más sana. El objetivo siempre, y en
cualquier caso, es la compresión de la morbilidad lo máximo posible. De
poco vale alargar la vida si con ello alargamos los años de dolencias,
padecimientos y enfermedades consustanciales a la vejez. Aumentar la
esperanza de vida, sí, pero dejar muy para el final, para los últimos años en
exclusiva, el sufrimiento de la incapacidad. Para conseguir todo esto
debemos evitar por encima de todo la pérdida de la dopamina,
especialmente a partir de la mediana edad, cuando la degradación se acelera
y su disponibilidad cerebral decae hasta hacer sonar todas las alarmas. Pero
no es lo único que debemos tener en cuenta, la falta de dopamina es solo
uno de los agujeros –quizá el más grande- de todos los que van apareciendo
en el casco del barco al envejecer, provocando múltiples vías de agua que
acabarán por hundirnos si no hacemos nada por remediarlo; y cuando el
barco se va a pique de poco vale achicar el agua, seguirá entrando a
borbotones por tantos agujeros distintos que nada podremos hacer para
escapar del naufragio. Es como ese juego del mazo con el que golpeamos a
los muñecos que aparecen y desaparecen velozmente frente a nosotros:
nunca podremos someterlos a todos. Retrasar el envejecimiento e
incrementar la esperanza de vida pasa por reforzar el casco y vigilar su
flotabilidad antes de que comiencen los primeros síntomas, tal y como
afirma la londinense Sarah Harper, profesora de Gerontología de la
Universidad de Oxford, en Reino Unido: «Para estar sano y en forma a los
noventa años tienes que haberlo planeado durante toda tu vida».[441]
Empecemos por tapar uno de los agujeros más importantes, la degradación
de la dopamina, y naveguemos hacia las aguas tranquilas de una juventud
prolongada en el tiempo.
Hacer algo para mantener nuestra dopamina a salvo, e incluso para
incrementarla, no nos volverá permanentemente eufóricos ni mucho menos
esquizofrénicos, al igual que el hecho de llenar el depósito de gasolina de
nuestro coche no conseguirá que aumente su velocidad máxima. Lo que hay
que evitar es entrar en reserva y quedarnos sin combustible, es decir, que
exista siempre un nivel estable de dopamina en los espacios sinápticos entre
las neuronas de nuestro cerebro, y que sus receptores dopaminérgicos
puedan captar suficientes moléculas para que las funciones que realiza el
neurotransmisor permanezcan sin cambios. Existen sustancias que
intervienen en la síntesis de la dopamina, medicamentos que aumentan su
recaptación, actividades como el ejercicio físico que la incrementan y otras
muchas cosas que podemos hacer para mejorar sus niveles, como la
meditación o escuchar música.
11.1.- SUSTANCIAS NATURALES
La medicina herbaria es utilizada por el 80 % de la población mundial,
siendo cada vez más conocida y popular en Europa y en Estados Unidos.
Así, en 2008, los Institutos Nacionales de Salud (NIH) informaron que
cuatro de cada diez adultos habían utilizado medicinas alternativas en los
últimos doce meses, el 18 % hierbas. De los 150 medicamentos
farmacéuticos más utilizados, 118 son derivados de plantas.[442] La lista de
hierbas y sustancias naturales que se cree podrían mejorar la disponibilidad
dopaminérgica cerebral es numerosa, por lo que nos centraremos en
aquellas que reúnen un mayor aval empírico.
Bacopa monnieri
La bacopa, también llamada hisopo de agua o brahmi, es una planta
perenne con pequeñas hojas oblongas y flores de color púrpura. Por su
capacidad para crecer en el agua, es una especie que suele habitar en zonas
pantanosas, siendo muy típico también su uso como ornamento de los
acuarios. Tras más de 1 400 años de estudio ayurvédico, y a diferencia de
los psicoestimulantes, Bacopa monnieri parece nutrir en vez de agotar las
neuronas. La dosis estandarizada está aproximadamente entre los 150 y 3
000 mg por día. Los constituyentes nootrópicos de esta planta son
principalmente saponinas como el bacósido.
La investigadora Pooja Jadiya de la Universidad de Temple, en
Filadelfia, Estados Unidos, y sus colaboradores, han demostrado que
Bacopa monnieri resultaba efectiva en la protección de las neuronas
dopaminérgicas ante la agregación de alfa sinucleina en Caenorhabditis
elegans, algo realmente significativo si tenemos en cuenta la relación de la
proteína alfa sinucleina en la génesis de la enfermedad de Parkinson.[443]
Está suficientemente probado el efecto de los pesticidas en las
neuronas, en especial el efecto de un pesticida llamado rotenona, capaz de
inducir daños en la sustancia negra y en consecuencia aumentar el riesgo de
padecer la enfermedad de Parkinson, probablemente al ejercer un estrés
oxidativo sobre dichas neuronas. Ravikumar Hosamani y Murali
Muralidhara, ambos del Instituto de Investigación Tecnológica Alimentaria
de Mysore, en la India, han comprobado cómo el polvo de Bacopa monnieri
protege precisamente contra este daño oxidativo causado por rotenona y el
consiguiente agotamiento de la dopamina en las moscas de la fruta.[444]
Respecto a la investigación en humanos, existen evidencias del papel
de Bacopa monnieri en la mejora de la memoria, como demuestra un
metanálisis llevado a cabo por investigadores de la Universidad Swinburne,
en Melbourne, Autralia. Estos investigadores analizaron cómo algunas
sustancias naturales, como la bacopa o el ginseng, podrían tener múltiples
componentes activos con capacidad para mejorar el rendimiento cognitivo.
La bacopa parece ejercer, más en concreto, influencia en la memoria,
incluidos los efectos positivos en el aprendizaje, la consolidación del
recuerdo demorado y la retención visual de información. Los hallazgos
contemporáneos derivados de estos estudios parecen apoyar el supuesto uso
que esta hierba tenía en la antigüedad védica por los eruditos, personas que
debían memorizar extensos himnos.[445]
Mucuna pruriens
Se trata de una popular planta medicinal hindú conocida como cowitch
y de uso corriente en la medicina ayurvédica. De ella se han aislado una
gran cantidad de componentes fitoquímicos, destacando la presencia de L-
DOPA (el polvo de sus semillas se ha usado para el tratamiento del
párkinson). La acción neuroprotectora de esta hierba se debe, según los
estudios realizados con ratas, a que restaura el contenido endógeno de L-
DOPA, dopamina, norepinefrina y serotonina en la sustancia negra.[446]
También se ha estudiado el poder de Mucuna pruriens para el tratamiento
de la depresión debida a la falta de dopamina por parte de Digvijay G. Rana
y Varsha J. Galani, del Departamento de Farmacología de Vallabh
Vidyanagar de Gujarat, en la India.[447] El componente principal de las
semillas, la L-DOPA, podría ser la causa de su actividad antidepresiva. Este
estudio proporciona evidencia científica de que el extracto de Mucuna
pruriens produce un efecto específico antidepresivo en modelos agudos y
crónicos de depresión relacionada con el sistema dopaminérgico. Con todo,
el hecho de que esta planta sea más efectiva para la enfermedad de
Parkinson que la L-DOPA sola, sugiere que hay otros principios activos
implicados.
Rhodiola rosea
La Rhodiola es una planta de la familia Crassulaceae, siendo conocida
como raíz dorada. Está considerada como una planta medicinal muy valiosa
por la medicina china, y es en China donde crecen 73 de las 96 especies de
Rhodiola catalogadas. Se localiza sobre todo en el Tíbet y en otras regiones
alpinas como Yunnan o Sichuan. Ha sido utilizada tradicionalmente como
una hierba antienvejecimiento, en concreto para el tratamiento del
alzhéimer y del párkinson, así como de enfermedades cardiovasculares y
diabetes. Contiene salidrósidos, taninos, esteroles y otros compuestos,
siendo los salidrósidos los más directamente relacionados con los supuestos
efectos antienvejecimiento. En fechas recientes se han estudiado muy a
fondo todas las propiedades de esta planta.[448] Ya sabemos que la
inflamación juega un importante papel en el desarrollo de la depresión, así
por ejemplo, hay niveles elevados de citoquinas proinflamatorias como IL-6
o TNF-α en el trastorno depresivo mayor. Los efectos antidepresivos de los
salidrósidos reducen precisamente los niveles de estas citoquinas en el
hipocampo de la rata.[449] Investigadores de la Facultad de Ciencias
Farmacéuticas de la Universidad de Ginebra, en Suiza, han constatado que
el extracto de Rhodiola rosea contiene inhibidores de MAO-A y MAO-B lo
que evitaría en última instancia la degradación de la dopamina.[450] En
consecuencia, parece que existe suficiente evidencia para afirmar que esta
hierba puede ofrecer una ayuda útil en la terapia contra el párkinson, al
actuar como un neuroprotector antioxidante, previniendo así el daño
cerebral en las regiones del cerebro asociadas con esta enfermedad.[451]
L-Teanina
La L-Teanina es un aminoácido que se encuentra en el té verde
Camellia sinensis. En líneas generales la L-Teanina ejerce efectos
protectores en el cerebro al bloquear el glutamato (un neurotransmisor
excitador), evitando así la activación excesiva que con el tiempo puede
conllevar trastornos neurodegenerativos como la esquizofrenia, el alzhéimer
o el párkinson. Además, los estudios llevados a cabo en animales sugieren
que la L-Teanina también aumenta los niveles de serotonina, dopamina y
GABA (un neurotransmisor que inhibe la actividad neuronal y regula la
ansiedad).[452] El efecto más documentado de la teanina ha sido su efecto
ansiolítico y calmante debido a su influencia sobre los neurotransmisores
inhibitorios (como GABA) y la posible modulación de la serotonina y
dopamina en áreas específicas del cerebro. También aumenta los niveles del
BDNF o factor neurotrófico derivado del cerebro, provocando mejoras en la
función cognitiva, incluyendo el aprendizaje y la memoria.[453] En
experimentos con ratones se ha comprobado que la teanina tenía efectos
inhibidores sobre la muerte celular inducida por beta amiloide, lo que sería
de gran utilidad para prevenir el alzhéimer.[454]
Bayas
Los arándanos son unas bayas diminutas de color negro azulado con
un sabor algo ácido y con una corona en su parte superior. Son los frutos de
un arbusto que no suele medir más de 80 centímetros llamado Vaccinium
myrtillus. Se encuentra habitualmente en los claros de los bosques de
coníferas, entre los 900 y los 2 700 metros sobre el nivel del mar. Sus
diferentes principios activos incluyen taninos catéquicos, flavonoides, ácido
gálico o pigmentos antociánicos entre otros. Son muchos los beneficios
reconocidos de los arándanos, como la mejora de la sensibilidad a la
insulina, la disminución del daño oxidativo, la minoración en el riesgo de la
proliferación de las células cancerosas o la reducción de la presión arterial.
La salud ocular es una de las grandes perjudicadas por el
envejecimiento, siendo la degeneración macular, cataratas y glaucoma
patologías habituales en la vejez. No es casual que en la Segunda Guerra
Mundial, los pilotos de la Royal Air Force tomaran mermelada de
arándanos con pan antes de volar en sus misiones nocturnas. Las
antocianinas del arándano mejoran la microcirculación vascular ocular,
incrementan el transporte de oxígeno y nutrientes e impiden la acumulación
de productos de desecho. Es muy significativo que los antocionósidos y la
luteína sean los únicos antioxidantes que se encuentran en el interior de la
retina.[455]
El Dr. Nicholas Perricone, famoso por sus libros antiaging, auténticos
‘best sellers’, tiene muy en cuenta los arándanos dentro del grupo de
alimentos y nutrientes que, según él, están asociados con la longevidad. En
este sentido, y más en relación ya con la dopamina, Perricone opina:

Los arándanos permiten al cuerpo liberar una mayor cantidad de


dopamina (…). Nos protegen también contra la pérdida de células de
dopamina producida normalmente al envejecer. Como quiera que
aumenta la producción de energía en el cerebro y protege nuestra
función cerebral, la dopamina ejerce un efecto antienvejecimiento de
una importancia capital. Y, ya que la dopamina disminuye con la edad,
los arándanos se convierten en un alimento aún más importante a
medida que vamos envejeciendo.[456]

Dada su importancia, vamos a analizar con más detalle los efectos de


los arándanos sobre el cerebro y sobre la dopamina. En un estudio ya
clásico de James Joseph y sus colaboradores del año 1999, se observó que
los fitoquímicos presentes en los arándanos, podrían ser beneficiosos para
revertir el curso del envejecimiento neuronal y conductual.[457] Las ratas
objeto de este estudio pudieron retrasar los déficits relacionados con la edad
en varios parámetros neuronales y de comportamiento, mejorando su
rendimiento en diferentes pruebas que miden el aprendizaje y la memoria
de trabajo. Los seres humanos podemos estresarnos cuando no llegamos a
fin de mes, tenemos problemas para pagar la hipoteca o nos vemos
retenidos en un atasco camino del aeropuerto con la amenaza de perder
nuestro vuelo. Situaciones extremas como el combate generan un estrés que
puede llegar a ser incapacitante. Para los ratones, el equivalente a este estrés
intenso les sobreviene cuando se les cortan los bigotes, que para ellos
juegan un papel esencial para su supervivencia al permitirles detectar a sus
depredadores. Existe una fuerte evidencia de que el estrés oxidativo reduce
los niveles de dopamina en el cerebro y participa en la etiología de algunas
enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer o el párkinson. A un
grupo de ratones se les administró por vía oral un extracto de arándanos,
unos 100 miligramos por kilo de peso de antocianinas durante siete días y
luego se les evaluó el estrés cortando sus bigotes. Lo que ocurrió es que las
antocianinas suprimieron el estrés oxidativo cerebral y revirtieron las
anormalidades en la dopamina que tienen lugar durante una situación de
angustia y estrés elevado.[458]
En el magnífico libro que tiene el esclarecedor título de Comer para
no morir, los autores Michael Greger y Gene Stone, hacen un repaso de las
enfermedades más mortíferas y de aquellos alimentos que pueden prevenir
su aparición. En el capítulo dedicado al párkinson, exponen que una posible
etiología de la enfermedad estaría relacionada con la exposición a los
pesticidas y su letal efecto en el plegamiento inadecuado de las proteínas,
en concreto de la alfa-sinucleína, que acabarían afectando en última
instancia a las neuronas productoras de dopamina. No hay fármacos capaces
de impedir la acumulación de estas proteínas, pero Greger y Stone recogen
varios estudios que demuestran cómo los flavonoides, especialmente los
contenidos en los arándanos azules, reducen significativamente el riesgo de
padecer párkinson.[459]
11.2.- AGUA FRÍA
Quizá sea debido al cambio climático, pero lo cierto es que no recuerdo
haberme bañado en una piscina entrado ya el otoño, a mediados de octubre,
y Valladolid no es precisamente Canarias. A esas alturas del año las horas
de luz solar han disminuido considerablemente y por las noches el descenso
de la temperatura es bastante acusado, lo que conlleva que el agua este muy,
pero que muy fría. Prolongar un verano que ya ha finalizado tiene algo de
anacrónico, pero transmite también agradables sensaciones al poder
saborear todavía esa inesperada prórroga estival de tumbarse al sol a leer un
libro después de un baño. Cuando mi hija Nuria, tapada con una manta en el
sofá del salón, me veía pasar en bañador camino de la piscina durante esos
días otoñales, me acusaba de haber enloquecido. Pero lo cierto es que
sumergirse en el agua helada se convirtió en una costumbre revitalizadora
que no había tenido oportunidad de explorar nunca.
La hormesis podría definirse de manera castiza como «lo que no mata
engorda». A lo largo de la evolución, todos los organismos han tenido que
hacer frente a diversas condiciones adversas para conseguir sobrevivir. Hay
una serie de procesos conservados durante los cuales una dosis baja o
subletal de un agente, o un estímulo estresante es capaz de activar una
respuesta adaptativa que incrementa la resistencia de una célula u
organismo frente a un estrés más severo; a esta respuesta se le conoce como
hormesis.[460] Aunque no se comprenden en profundidad los mecanismos
subyacentes, la hormesis está emergiendo como una prometedora
herramienta para promover la longevidad. Las estrategias más importantes
para retrasar el envejecimiento, como son por ejemplo la restricción
calórica, las intervenciones farmacológicas con rapamicina o metformina
(de las que hablaremos en el siguiente capítulo) o el ejercicio físico, parecen
compartir un denominador común que es el aumento del metabolismo
mitocondrial, y en esencia no dejan de ser también intervenciones
horméticas: una formación moderada de ERO (Especies Reactivas de
Oxígeno) que induce respuestas adaptativas que culminan en el incremento
de resistencia al estrés, defensa antioxidante y aumento de la longevidad.
[461]
Sumergirse en agua fría reporta beneficios para la salud, algo que ya
sabían Pitágoras e Hipócrates, que aconsejaban baños en agua helada para
curar diferentes enfermedades. Al igual que se aplica frío cuando hay una
tensión muscular para reducir la inflamación, también consigue disminuir
las demandas metabólicas y promueve la vasoconstricción. Igualmente se
han asociado los baños en agua fría con una mejora del insomnio y una
reducción del estrés al inhibir la hormona del cortisol; y puede que unido a
esta disminución del cortisol y al aumento de los linfocitos que conlleva las
duchas de agua fría, también se active el sistema inmune previniendo los
resfriados. El agua fría obliga al cuerpo a generar más energía para
recuperar la temperatura, reduciendo así la grasa abdominal. Hannu
Rintamäki del Instituto Finlandés de Salud Ocupacional de Oulu, Finlandia,
ha estudiado durante muchos años la respuesta del cuerpo humano expuesto
a las bajas temperaturas. Él considera que un baño con una duración de
treinta segundos a un minuto en agua helada, causa lo que podría
denominarse como una especie de «tormenta hormonal», poniendo en
acción entre otras hormonas y neurotransmisores a la serotonina, la
dopamina y la oxitocina.[462] Esta tormenta hormonal y sus efectos en los
neurotransmisores parece ser la explicación de por qué las duchas de agua
fría podrían resultar efectivas para mejorar el trastorno depresivo. Existen
evidencias de que la exposición al frío activa el sistema nervioso simpático
y aumenta el nivel sanguíneo de betaendorfinas y noradrenalina,
incrementando la liberación de dopamina en el cerebro.[463] Incluso se ha
podido observar que las ratas, al nadar en agua helada durante unos
minutos, conseguían incrementar el número de células madre y crear
nuevos vasos sanguíneos en el tejido del hipocampo previamente lesionado.
Esto sugiere que el tratamiento con agua fría promovería la proliferación de
células progenitoras endoteliales y la angiogénesis en el hipocampo.[464] Un
grupo de investigadores checos de la Universidad Charles, en Praga,
República Checa, estudió los efectos que la inmersión de una hora en agua
a diferentes temperaturas tenía sobre un grupo de hombres jóvenes,
comprobando que con la inmersión en agua fría (14º) aumentaba la
concentración plasmática de noradrenalina ¡en un 530 %! y de dopamina
¡en un 250 %! [465]
11.3.- MÚSICA
No solo las recompensas tangibles como comer y dormir liberan
dopamina; una recompensa abstracta como es escuchar música también
puede hacerlo. En un experimento en el que se utilizó tomografía por
emisión de positrones y resonancia magnética funcional, se estudió lo que
ocurría cuando un grupo de sujetos escuchaba música. Se constató que
escuchar música generaba en las personas un placer intenso, placer que
estaba mediado por una liberación de dopamina endógena en el cuerpo
estriado. Estudiando el curso temporal de cómo se liberaba la dopamina,
pudo apreciarse que el núcleo caudado estaba más involucrado durante la
anticipación y el núcleo accumbens lo estaba durante las respuestas
emocionales máximas a la música. Esto quiere decir que la anticipación de
una recompensa abstracta da como resultado una liberación de dopamina en
una vía anatómica distinta a la asociada al placer máximo en sí.[466] En un
reciente estudio se intentó analizar cómo el cerebro traduce una secuencia
estructurada de sonidos, por qué la música es una experiencia agradable y
gratificante, y por qué los seres humanos buscan escuchar o tocar música
sin que esto suponga ninguna ventaja de supervivencia específica. La
pregunta sería: ¿Está la dopamina causalmente relacionada con el placer
que experimentamos con la música? Para responder a esta cuestión, a un
grupo de 27 participantes se les dio en tres sesiones diferentes: 1) L-DOPA
2) risperidona (un antagonista de la dopamina) y 3) un placebo. Se
comprobó después que la L-DOPA aumentaba la experiencia hedónica y las
respuestas motivacionales relacionadas con la música, y que la risperidona,
por el contrario, conllevaba una reducción en el placer que se
experimentaba con la música. Estos hallazgos sugieren que la señalización
dopaminérgica es una condición sine qua non no solo para las respuestas
motivacionales, como ya se ha demostrado con las recompensas primarias y
secundarias, sino también para las reacciones hedónicas a la música.[467]
11.4.- MEDITACIÓN Y YOGA
La meditación, que al principio de su expansión en Occidente fue
considerada una exótica práctica asociada a la religión y a la espiritualidad,
se está erigiendo por derecho propio en una disciplina cada vez más
aceptada y con pruebas científicas de sus beneficios. Tanto la meditación
como el yoga (también gracias a sus probados beneficios) son objeto de
investigación sobre los efectos fisiológicos y neuropsicológicos que
ocasionan. Existen varias formas de meditación diseñadas por los sabios
científicos de la India, sabios como Patanjali reconocido como el Padre del
Yoga según fuentes indias regionales. Dentro de las distintas prácticas de
meditación, algunas de las más conocidas en Occidente son la «meditación
consciente», la «meditación trascendental» y la «meditación
kundalini». Más del 60 % de la población india, directa o indirectamente,
practica algún tipo de meditación como parte de su cultura tradicional,
además, en la India, las escuelas ofrecen cursos de yoga y meditación. [468]
En Dinamarca hace ya bastantes años que se llevó a cabo una
investigación para estudiar cómo afectaba la meditación a diferentes
parámetros cerebrales, entre otros a la producción de dopamina. Se trataba,
de hecho, de la primera demostración in vivo de una asociación entre la
liberación de neurotransmisores endógenos y la experiencia consciente. En
esta investigación se constató una mayor liberación de dopamina endógena
en el cuerpo estriado ventral durante una modalidad de meditación
denominada yoga nidra. El yoga nidra se caracteriza por un «nivel
deprimido de deseo de acción», asociado con una disminución del flujo
sanguíneo en las regiones prefrontal, cerebelosa y subcortical, estructuras
que se cree están organizadas en bucles abiertos que mantienen el control
ejecutivo. La práctica de esta modalidad de yoga sitúa la conciencia en un
punto intermedio entre el sueño y la vigilia, con los cinco sentidos, excepto
la audición, enfocados hacia el interior y desconectados de la realidad
exterior. En el cuerpo estriado, la dopamina modula las sinapsis
glutamatérgicas excitadoras de las proyecciones desde la corteza frontal a
las neuronas estriatales, que a su vez se proyectan hacia la corteza frontal a
través del pálido y el tálamo ventral. El presente estudio fue diseñado para
investigar si la liberación endógena de dopamina aumenta durante la
pérdida del control ejecutivo en la meditación, y efectivamente, tras
someter a los participantes a un escáner cerebral PET, se pudo demostrar un
aumento del 65 % en la liberación endógena de dopamina.[469]
11.5.- EJERCICIO FÍSICO
Sobre el ejercicio físico hemos hablado ya en profundidad. No solo
eleva la dopamina, sino que como ya explicamos en su momento, es una
especie de circuito que se alimenta a sí mismo: la dopamina nos ayuda a
motivarnos y a ir a la búsqueda del refuerzo y la recompensa que nos
proporciona el ejercicio físico, lo que a su vez nos genera más dopamina
aumentando las posibilidades de seguir realizando ejercicio en el futuro.
11.6.- MEDICAMENTOS
Una manera de conservar la dopamina de nuestro cerebro y evitar su
pérdida es a través de la administración de fármacos. Las personas que
padecen una patología como es la enfermedad de Parkinson, necesitan la
toma de medicamentos que frenen el deterioro dopaminérgico. Hablamos de
niveles excesivamente bajos de dopamina que provocan una sintomatología
grave e incapacitante en muchos casos; para estas situaciones existe una
farmacología indicada que vamos a sintetizar a continuación. Hay sin
embargo otros contextos, donde no concurren patologías como la
enfermedad de Parkinson, en los que medicamentos como el deprenilo o el
bupropión ejercerían una función más conservadora, o si se quiere, de
carácter preventivo, de cara a mantener un nivel constante de dopamina
durante el proceso de envejecimiento.
El primer grupo de medicamentos estaría destinado a personas con un
nivel de dopamina anormalmente disminuido, como sucede con los
enfermos de párkinson. El fármaco de referencia en este caso es la L-
DOPA, que suele combinarse con carbidopa (Lodosyn) para mejorar la
conversión de la L-DOPA en dopamina dentro del cerebro. Como ya
sabemos, por desgracia los efectos positivos de esta sustancia para
incrementar la dopamina son limitados en el tiempo, disminuyendo de
forma progresiva su eficacia.
Otros medicamentos serían los agonistas de la dopamina, que a
diferencia de la L-DOPA, no se transforman en dopamina sino que son
sustancias que imitan los efectos del neurotransmisor en el cerebro. Aunque
no sean tan efectivos como la L-DOPA, sus efectos son más duraderos y
además pueden combinarse con esta para mejorar la sintomatología. Entre
los agonistas de la dopamina estarían por ejemplo el ropinirol (Requip), el
pramipexol (Mirapex) o la rotigotina (Neupro).
Otra clase de medicamentos son los que inhiben la ya conocida por
nosotros enzima MAO-B, evitando así la degradación de la dopamina. El
deprenilo, también llamado selegilina (Eldepryl), junto a la rasagilina
(Azilect) o la safinamida (Xadago) formarían parte de este grupo.
Por último estarían los medicamentos capaces de inhibir otra enzima,
la catecol-O-metiltransferasa (COMT), que al igual que la MAO-B disuelve
la dopamina. La entacapona (Comtan) y la tolcapona (Tasmar) pertenecen a
esta categoría.
El bupropión es el principio activo del medicamento Elontril, también
llamado Wellbutrin o Zyntabac. Fue sintetizado por primera vez en 1969, y
aunque se comercializó en 1985, fue retirado del mercado por varios casos
de convulsiones registrados tras la toma del medicamento. Finalmente, tres
años más tarde, la FDA aprobó de nuevo su comercialización. El
bupropión, del que ya hablamos a raíz del ejercicio físico y su mejora de la
resistencia en condiciones de hipertermia, es un inhibidor de la recaptación
de la dopamina y la noradrenalina. Esto implica que existiría una mayor
concentración de estos neurotransmisores en el espacio sináptico. Se ha
recetado para dejar de fumar y para el tratamiento de la depresión. En el
primer caso se cree que, al aumentar la dopamina extracelular en el núcleo
accumbens, minimiza de alguna forma la escasez de dopamina que
sobreviene con el síndrome de abstinencia al abandonar el hábito tabáquico;
otra posible explicación sería que actúa a nivel de la acetilcolina, uniéndose
a los receptores nicotínicos y ejerciendo así un papel antagonista no
competitivo. En relación al trastorno depresivo, y a diferencia de otros
medicamentos como los inhibidores de recaptación de la serotonina, no
produce la temida disminución de la líbido que suelen presentar como
efecto secundario habitual estos fármacos. Su acción es más bien
energizante, activadora, como si de alguna manera mejorara la capacidad de
esfuerzo y la motivación necesarias para poder salir de la apatía y de la
abulia e ir al encuentro de estímulos reforzadores y recompensas que, a la
postre, nos levantarán el ánimo. En efecto, una característica de las
personas deprimidas es mostrar dificultades a la hora de tomar decisiones
que impliquen un esfuerzo; este síndrome amotivacional incluye un retraso
psicomotor acompañado de falta de energía y de una cierta fatiga, y la
responsable de esta anhedonia decisional no es otra que la dopamina.[470]
En un estudio realizado con ratas se ha evaluado cómo la administración de
bupropión aumenta la dopamina en el núcleo accumbens, favoreciendo así
el incremento del esfuerzo para conseguir recompensas.[471] Para los
autores de este estudio la conclusión es clara: «La capacidad del bupropión
para aumentar el esfuerzo en el comportamiento instrumental tiene
implicaciones para la fisiopatología y el tratamiento de los síntomas
motivacionales relacionados con el esfuerzo en humanos».
Detengámonos un momento para reflexionar. Ya conocemos las
devastadoras consecuencias que una depresión tiene para nuestra salud y
nuestra longevidad. Su naturaleza recurrente y su etiología química en la
mayoría de las ocasiones, obliga a replantearse una estrategia a largo plazo
y una vigilancia para controlar este trastorno y evitar sus recaídas,
vigilancia que para muchas personas debería ser de por vida. Andrew
Solomon, el autor de El demonio de la depresión, que ha padecido múltiples
y dramáticos episodios depresivos durante años, tiene la honestidad y la
valentía de confesar que es muy probable que él necesite una medicación
antidepresiva permanente. Para él, prescindir de la medicación sería como
quitarle el carburador al coche o eliminar los contrafuertes de Notre Dame.
[472] John Greden, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Michigan, en
Estados Unidos, opina que:

En un tratamiento contra la diabetes o la hipertensión nunca


indicaríamos al paciente que interrumpiera la medicación por un
tiempo y después volviera a tomarla, y así sucesivamente. ¿Por qué
hacerlo en los casos de depresión? ¿De dónde viene esta misteriosa
presión social? En esta enfermedad, la tasa de recaídas que ocurren
antes de que pase un año de la interrupción de la medicación es del
80 %, mientras que la tasa de bienestar atribuible a la medicación es
del 80 %.[473]

¿Pero qué ocurre si, tal y como hizo Joseph Knoll con el deprenilo, nos
planteáramos tomar un medicamento sin padecer una depresión grave?
Aquí se abre ante nosotros un escenario similar al debate que se estableció
hace años con el Prozac, sobre si era ético que algunas personas lo
consumieran simplemente para mejorar su bienestar general o ser más
competitivos y asertivos en su entorno laboral y social. Knoll tomó una
dosis diaria de deprenilo hasta el final de sus días, convencido de que su
poder antienvejecimiento compensaba los posibles efectos secundarios.
¿Por qué tomar deprenilo con la esperanza de sortear las taras de la vejez
puede parecer frívolo y tomarlo para tratar la depresión es adecuado? ¿Por
qué una persona con artritis deberá medicarse con antiinflamatorios o un
diabético tomar insulina pero es incorrecto medicarse para mejorar nuestra
esperanza de vida? ¿Medicarse con Prozac para sentirse bien, sin que se
padezca una depresión atroz, es moralmente reprobable? Tal vez exista en la
sociedad un sustrato judeocristiano que sobrevalora la capacidad de
sufrimiento y que postula que solo es encomiable la superación de las
dificultades con nuestro esfuerzo genuino, sin doping. En este sentido,
existiría ese prejuicio social basado en el precepto de que una ayuda
externa, cuando no es naturalmente adecuada, es sinónimo de hacer
trampas. Reduciendo al absurdo este argumento y llevándolo al extremo,
podría afirmarse entonces que, ponerse unas lentillas progresivas o una
prótesis capilar indetectable nos convierte de facto en unos tramposos; o
inyectarse bótox, o si se quiere, aplicarse una crema antiarrugas; o consumir
antioxidantes y suplementos antiaging. ¿Por qué utilizar todo lo que esté a
nuestro alcance para frenar o disimular la vejez es cuestionable? En el
siguiente capítulo hablaremos de la metformina. La metformina es un
medicamento destinado a los diabéticos que actualmente está siendo
evaluada como un prometedor fármaco antienvejecimiento. ¿Cabría decir
pues, que las personas que no son diabéticas y consumen metformina, se
están dopando ilegalmente para dar esquinazo a la vejez de forma ladina y
taimada? Intentar establecer un límite entre lo que es adecuado e
inadecuado para aspirar a la longevidad es, como vemos, desconcertante y
escurridizo. Un criterio objetivo para dilucidar esta cuestión debe ser el
criterio médico. Los efectos secundarios y las consecuencias que una
sustancia provoca en nuestro organismo dibujan sin duda una línea roja.
Autoadministrarse fármacos sin una supervisión médica puede acarrear
fatales consecuencias; incluso con los preparados herbales y los
suplementos y antioxidantes sería recomendable dicha supervisión, pues un
médico es quien mejor puede asesorarnos sobre interacciones desconocidas
entre distintas sustancias y sus potenciales efectos secundarios. Que un
estudiante consuma anfetaminas para mejorar su rendimiento antes de un
examen sí que podría ser reprobable. En primer lugar porque la manera
natural de aprobar es estudiando, comportamiento que hace innecesaria una
medicación. Y en segundo lugar porque los efectos secundarios pueden ser
graves. Pero en el envejecimiento nos enfrentamos no a suspender un
examen, sino a posibles años aterradores de deterioro y enfermedades
incapacitantes. El cálculo coste-beneficio nos recomienda que, tal vez, sea
preferible asumir unos riesgos sopesando todo lo que se puede ganar. En
cualquier caso hablaríamos de una decisión personal, dado que cada uno de
nosotros establece sus prioridades y sus metas. Tal vez para un fumador sea
más importante disfrutar del tabaco que gozar de buena salud, pero para
bastantes de nosotros merece mucho la pena hacer lo que esté en nuestra
mano para evitar, en la medida de lo posible, años de sufrimientos.
12.- LOS OTROS ELIXIRES ADEMÁS DE
LA DOPAMINA: DE LOS TRASPLANTES
DE TESTÍCULOS DE MONO A LA
EPIGENÉTICA

Cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido
demasiadas.
Bob Dylan

La vida es una hecatombe (…).La humanidad se ve diezmada ante la indiferencia


general. Toleramos ese genocidio cotidiano como si se tratara de un proceso normal. A mí la
muerte me escandaliza. Antes pensaba en ella una vez al día. Desde que cumplí los 50 pienso
en ella a cada minuto.
Fréderic Beigbeder [474]

En el campo de la longevidad hemos visto que se invierten miles de


millones de dólares al año y que laboratorios de todo el mundo trabajan en
el mismo objetivo de la búsqueda de la eterna juventud. Un ejemplo
extremo, y en cierto sentido pintoresco sobre el sueño de la inmortalidad, es
lo que ocurre en la pequeña ciudad noruega de Longyearbyen, la capital del
archipiélago de las islas Svalband. Se trata del asentamiento habitado (2 200
habitantes) situado más al norte del mundo, a tan solo 1 500 kilómetros de
distancia del Polo Norte. En esta ciudad no hay cementerios… porque está
prohibido morirse.
En los inicios del siglo XX unos científicos desenterraron los
cadáveres de unas personas que habían fallecido víctimas de la gripe
española. El suelo, al estar permanentemente congelado, había conservado
los cuerpos a la perfección, por lo que pudieron extraer muestras de virus de
los cadáveres para poder elaborar así una vacuna.
Hay una leyenda urbana que afirma que Walt Disney fue congelado al
morir para preservarlo y poder resucitarlo en el futuro. Hoy en día, muchas
empresas se dedican precisamente a congelar a los recién fallecidos con esa
misma intención. La idea que sustenta esta práctica es que la congelación
nos preservará después del apagón final, nos permitirá meter una moneda
más ante el anuncio luminoso del game over y lanzar de nuevo la bola en el
pinball de la resurrección: rozar con las yemas de los dedos aún calientes
esa esperanza de eternidad antes de congelarse a -196º en un tanque de
nitrógeno líquido. Krio Rus es una empresa rusa que se dedica a la
criogenización, a congelar a las personas que puedan pagarlo para
supuestamente regresar a la vida en el futuro. Ofrece dos servicios distintos:
congelar un cuerpo entero por 36 000 dólares o bien solo la cabeza con un
coste de 12 000 dólares. Los expertos opinan que es una técnica inviable,
más próxima a las películas de ciencia ficción, y que resulta de todo punto
imposible preservar tejidos y órganos enteros a través de la congelación sin
que sufran daños irrecuperables. En opinión de los expertos en biología
molecular, una cosa es congelar un embrión y otra muy distinta los
pulmones o el cerebro.
Pero volvamos a la gélida ciudad noruega de Longyearbyen. La capa
perenne de hielo llamada permafrost consigue que una enorme franja de
terreno congelada rodee los ataúdes de las personas que están allí
enterradas. Y con la misma esperanza de aquellos que depositan sus ahorros
en empresas como Krio Rus, muchas personas comenzaron hace años a
viajar a Longyearbyen para morir allí y poder ser enterrados en sus hielos
perpetuos con la intención de resucitar algún día. Para poner coto a esta
macabra moda, las autoridades han prohibido las residencias de ancianos y
las unidades de cuidados paliativos. Ni siquiera se permiten las rampas para
que los potenciales usuarios de sillas de ruedas puedan salvar barreras
arquitectónicas. En Longyearbyen está prohibido envejecer y está prohibido
morir. Aquellos conciudadanos que padezcan una enfermedad grave o sean
muy mayores, serán amablemente invitados a viajar a la península para
recibir los cuidados oportunos. En el caso de que alguien fallezca de
improviso, pongamos por caso en un accidente de tráfico o debido a un
infarto fulminante, su cadáver será transportado en avión fuera de la ciudad.
Bien sea a través de la criogenización, o como dijimos en el segundo
capítulo invirtiendo miles de millones de dólares en investigación antiaging
por parte de los gurús de Silicon Valley, el denominador común es poder
burlar a la parca y alcanzar la inmortalidad. A este respecto, el siempre
clarividente Yuval Noah Harari afirma:

No es en absoluto seguro que las profecías de Kurzweil y de Grey


se hagan realidad en 2050 o 2100. En mi opinión, las esperanzas de
juventud eterna en el siglo XXI son prematuras, y a quien se las tome
demasiado en serio le espera un amargo desengaño. No es fácil vivir
sabiendo que vas a morir, pero aún es más duro creer en la
inmortalidad y descubrir que estás equivocado.[475]
12.1.- LOS ELIXIRES DE LA ETERNA
JUVENTUD
Desde el principio de los tiempos se ha anhelado el secreto para
recuperar la juventud y escapar de la vejez. Fue a finales del siglo XVIII
cuando más proliferaron brebajes, pócimas y utensilios «mágicos» que,
publicitados por charlatanes sin escrúpulos, prometían alcanzar el Shangri-
La, aquel lugar ficticio que James Hilton imaginó en su novela Horizontes
perdidos, el mítico paraíso antiaging del Himalaya donde los seres
humanos apenas envejecían. El biólogo ruso Élie Metchnikoff pensaba que
el envejecimiento se debía a la acumulación de las toxinas de la materia
fecal alojada en el intestino grueso y proponía como solución el consumo
de yogur. Fue una teoría que obtuvo un amplio respaldo de la comunidad
científica y gozó durante años de enorme popularidad. En realidad
Metchnikoff no era ningún charlatán, había ganado el Premio Nobel en
1908 por el descubrimiento de la fagocitosis. Tampoco fue ningún charlatán
el doctor Charles Edouard Brown-Séquard, uno de los pioneros de la
endocrinología y autor de más de quinientos artículos de investigación. En
junio de 1889 Brown-Séquard dio una conferencia en la Sociedad de
Biología de París para informar sobre sus hallazgos sobre el
rejuvenecimiento.[476] Inició su discurso hablando de cómo a sus 72 años su
vigor natural había declinado debido a la disminución de sus glándulas
sexuales, y que esta era la verdadera causa de la debilidad de los ancianos y
del deterioro de su fuerza física. Luego, ante el estupor de los allí reunidos,
comentó que había triturado un testículo de cachorro de perro inyectándose
el líquido resultante. Según él, su fuerza después de tres inyecciones se
había incrementado espectacularmente: «He rejuvenecido en treinta años y
hoy pude hacer una visita a mi joven esposa», comentó a un auditorio
totalmente atónito. Pero por desgracia, durante los años siguientes, las
investigaciones de Brown-Séquard no pudieron ser replicadas ni
contrastadas por otros científicos, perdiendo así toda credibilidad y
muriendo desacreditado a los 79 años.
Siguiendo su estela, otros investigadores continuaron indagando sobre
el papel que las glándulas sexuales tenían en el envejecimiento. Entre ellos
destacó el médico de origen ruso Serge Voronoff. A diferencia de Brown-
Séquard, él consideraba que para recuperar el vigor perdido de la juventud,
la clave estaba no en una transfusión del líquido resultante de triturar
testículos, sino en trasplantar a los ancianos un testículo entero. A falta de
incautos sujetos humanos dispuestos a donar sus preciadas glándulas,
Voronoff decidió utilizar los testículos de chimpancés. A pesar de la fama
obtenida por sus operaciones y de los enormes beneficios económicos que
amasó, muchos de los pacientes trasplantados de Voronoff fallecieron de
forma prematura, la mayoría debido a complicaciones derivadas de la sífilis
contagiada por los chimpancés.
Tras Brown-Séquard y Voronoff, tal vez el apóstol más descollante del
rejuvenecimiento ha sido Paul Niehans y su terapia celular. Niehans, nieto
del emperador Federico III de Alemania, fue un médico militar que ejerció
la medicina durante la Primera Guerra Mundial, con una fama bien
merecida de ejercer una praxis poco ortodoxa. Su técnica consistía en
inyectar, a acaudalados ancianos, células del tejido embrionario de ovejas
en varias tandas de inyecciones, bajo una estricta supervisión para reducir
las probabilidades de infección y rechazo. Su fama traspasó fronteras, y
entre los ilustres pacientes que visitaron su clínica de rejuvenecimiento
enclavada en la ciudad suiza de Montreux, estuvieron Gloria Swanson,
Charlie Chaplin, Konrad Adenauer o el papa Pio XII. Finalmente y también
en las fronteras de la ciencia y de la respetabilidad científica, hay que
destacar a la doctora rumana Anna Aslan y su Gerovital que ya hemos
analizado en otro lugar de este libro.
Superados los años inciertos de titubeos en la búsqueda de la eterna
juventud, y a medida que la ciencia avanza en el descubrimiento de las
causas biológicas del envejecimiento, afloran prometedores tratamientos
más vinculados a la evidencia científica que a la superchería. Hoy en día,
cientos de laboratorios de medio mundo, universidades y corporaciones
tecnológicas privadas, están enfocados en descubrir de qué manera se puede
ralentizar el envejecimiento. Como ocurría con los vendedores de falsos
elixires de la juventud que se aprovechaban de la ingenuidad y del
desconocimiento de la gente, también en el presente debemos ser cautos a la
hora de juzgar el potencial efecto antienvejecimiento de algunas sustancias
que han alcanzado una notable fama. No es nada fácil extrapolar los
avances conseguidos en la longevidad de ratones, gusanos y moscas a los
seres humanos. No obstante, hay que tener en cuenta que un ratón, con una
vida que no llega a los tres años, permite observar las consecuencias que
para su esperanza de vida tiene un tratamiento determinado, y además
permite hacerlo controlando una buena parte de las variables que podrían
contaminar el resultado final. Sin embargo, en las personas con vidas que
sobrepasan los ochenta años, resulta mucho más complicado analizar el
efecto que un solo componente de la dieta, del estilo de vida o qué sustancia
antioxidante o modificación epigenética tiene en la mejora de su
longevidad. Con todo, los últimos años nos están aportando
descubrimientos esperanzadores, sobre todo en el campo de la biología
molecular y la epigenética, avances que nos permiten soñar con esconder un
as en la manga para revertir, o al menos enlentecer el proceso del
envejecimiento.
Rapamicina, mTOR y restricción calórica
La Isla de Pascua, famosa por sus espectaculares y enigmáticas
estatuas llamadas moáis, se encuentra en el Océano Pacífico, y es una de las
tierras insulares habitadas más aisladas del mundo (el punto más cercano de
la costa de Chile continental está a 3 526 Km de distancia). A finales de los
años sesenta, un grupo de científicos canadienses había recogido muestras
del suelo de la isla, encontrando una bacteria desconocida hasta entonces
llamada Streptomyces hygroscopicus. Esta bacteria, que frenaba el
crecimiento de los hongos, su enemigo natural, recibió el nombre de
rapamicina en honor de la isla en la que fue descubierta, cuyo nombre
indígena es Rapa Nui. Suren Sehgal, considerado el padre de la rapamicina,
fue quien purificó el compuesto en 1975 a partir de las bacterias
recolectadas en el suelo de la Isla de Pascua. David Sabatini era, en 1992,
un estudiante de posgrado que trabajaba en el laboratorio de Sol Snyder, un
brillante neurocientífico especializado en el estudio de los receptores
cerebrales de neurotransmisores (entre ellos la dopamina, por cierto).
Sehgal envió al laboratorio de Snyder una pequeña cantidad de rapamicina
para su estudio, y Sabatini comenzó a experimentar con ella, siendo junto
con otros científicos (Robert Abraham, Stuart Schreiber, Michael Hall y
George Levi) el descubridor de los mecanismos de actuación de mTOR
(algo de lo que hablaremos en breve).[477] En 1999, la FDA estadounidense
ya había aprobado el uso de la rapamicina como un medicamento
inmunosupresor que se había mostrado útil para evitar el rechazo en los
trasplantes de órganos; pero en 2009, apareció un estudio que demostraba,
de manera sorprendente, que la rapamicina aumentaba el tiempo de vida en
los ratones.[478] Estábamos pues ante un fármaco que tenía la capacidad de
prolongar la vida máxima de un ser vivo, y lo que se ha ido constatando en
investigaciones posteriores, que además parecía intervenir en la mayoría de
los cambios más profundos inherentes al proceso de envejecimiento, como
la osteoporosis, la pérdida de elasticidad de los vasos sanguíneos o la
inflamación del corazón entre otros.
La rapamicina actúa sobre una proteína llamada TOR (acrónimo del
inglés Target of Rapamicyn, o diana de la rapamicina). TOR interviene a su
vez en una compleja ruta metabólica, mTOR (m de mammalian o
mamífero) que controla el crecimiento y el metabolismo celular
(recordemos las vías metabólicas de los hallmarks de López Otín).
Podemos imaginar mTOR como una especie de interruptor maestro, un
interruptor que al encenderlo pone en marcha reacciones bioquímicas que
afectan a la síntesis de proteínas y a la división celular entre otras; es decir,
TOR es crecimiento, es acelerar el automóvil a la máxima velocidad, algo
que cuando somos jóvenes y estamos en pleno desarrollo corporal está muy
bien, pero que sin embargo puede hacernos colisionar contra una columna si
entramos en el parking de la mediana edad demasiado deprisa. Al parecer
TOR no influye solamente en el crecimiento impulsando la elaboración de
proteínas (una función anabólica), sino que influye también en la limpieza
de los residuos celulares inhibiendo la conducta de la autofagia (función
catabólica). Por otro lado, cuando el interruptor se apaga, se limita el
crecimiento celular y el organismo pasa entonces a un modo de limpieza y
conservación, un estado que, al fin y a la postre, ayudaría a retrasar el
envejecimiento.
Los mecanismos de actuación de la rapamicina y mTOR a nivel
molecular, así como sus efectos en la biología del envejecimiento, es un
tema muy complejo y no vamos a profundizar mucho, pero veamos de todas
formas un ejemplo ilustrativo. Uno de los efectos de la rapamicina, por el
que ha recibido un reciente y trascendental respaldo, se ha puesto de
manifiesto tras la publicación de un estudio que prueba su relación en la
mejora de la disfunción cerebrovascular.[479] Los investigadores de este
estudio administraron a un grupo de ratas rapamicina, desde los 19 meses
de edad hasta los 34, consiguiéndose evitar así el deterioro de la
circulación. Para Verónica Galván, la autora principal del estudio «es la
edad más avanzada a la que pueden llegar estas ratas, pero a pesar de ser
ancianas, su circulación sanguínea cerebral era exactamente la misma que
cuando comenzaron el tratamiento». Esto sugiere que la rapamicina
ayudaría a preservar la integridad de la circulación cerebral y el rendimiento
de la memoria en adultos mayores, lo que tendría una enorme trascendencia
en la prevención del deterioro cognitivo, las demencias o el alzhéimer.
Otra molécula similar a TOR es la IGF-1 (Insuline-like Growth Factor
o factor de crecimiento similar a la insulina). El IGF-1 es una hormona muy
parecida, molecularmente hablando, a la insulina, y juega un papel
preponderante en el crecimiento y el desarrollo corporal (sus mayores
niveles se producen en la pubertad y los menores cuando somos niños y
ancianos). Ya hemos hablado en otro lugar de este libro de los problemas
que ocasiona la hormona del crecimiento, pues bien, es precisamente la
hormona del crecimiento la precursora directa de la IGF-1. Sabemos que la
insulina se fabrica en el páncreas y que es necesaria para regular la cantidad
de glucosa de nuestra sangre, permitiendo así su aprovechamiento en forma
de energía por las células. La diabetes se debe a la falta de insulina o a un
uso inadecuado de la misma, dando lugar a que la glucosa se acumule en la
sangre generando diferentes problemas de salud. Cuando los recursos son
abundantes y la ingesta de alimentos no es un problema que nos preocupe,
la respuesta insulínica desencadena IGF-1, que a su vez activa el interruptor
mTOR. IGF-1 es un activador natural muy potente de un estimulador del
crecimiento y de la proliferación celular y un inhibidor de la muerte celular
programada o apoptosis. En este sentido, es lógico que la IGF-1 alcance sus
niveles máximos en la pubertad, cuando el organismo está enfocado en el
crecimiento corporal de músculos, huesos, piel, etc. Y lo que parece
también lógico es deducir que, si los recursos son escasos y los nutrientes
están restringidos, el interruptor de mTOR se apagará y la ruta metabólica
de la IGF-1 permanecerá menos activa. La restricción calórica consigue
exactamente eso. Cuando se reduce el número de calorías que se les
proporciona a los animales de laboratorio como gusanos o moscas, se
promueve un aumento en la esperanza de vida. Con los ratones, que son
mamíferos al igual que nosotros, la supervivencia media aumenta de forma
espectacular. Pero no es menos llamativo lo que ocurre con los primates: en
un experimento longitudinal de veinte años con monos Rhesus sometidos a
restricción calórica, se consiguió una reducción significativa de muertes
relacionadas con la edad. En estos primates tuvo lugar, además, una
disminución de neoplasias y enfermedades cardiovasculares, ninguno de
ellos desarrolló diabetes, y se atenuó la pérdida de masa muscular y materia
gris en el cerebro.[480]
En cuanto a los seres humanos, las primeras experiencias
documentadas de que alguien se sometiera voluntariamente a restringir el
número de calorías, se remontan a un rico comerciante italiano del siglo
XVI llamado Alvise ‘Luigi’ Cornaro. Con una vida de excesos, enfermo de
lo que seguramente era una diabetes, pasados los treinta años decidió darle
un giro a su vida licenciosa y comenzó a reducir su ingesta de alimentos.
Una dieta frugal le permitió disfrutar de una vejez larga y saludable,
falleciendo a los 98 años de edad, poco después de publicar el tratado que
escribía desde hacía tiempo explicando su estilo de vida: Discursi della vita
sobria (Discurso de la vida sobria). En el Palazzo Pitti de Florencia hay un
retrato suyo pintado por Tintoretto, donde se ve a un anciano de mirada
serena emergiendo entre las sombras de un forzado claroscuro. En un pasaje
de su Discursi Cornaro dice:

Duermo bien y mis sueños son agradables y relajantes. Creo que la


mayoría de los hombres, si no son esclavos de sus sentidos, pasiones,
la codicia y la ignorancia, pueden disfrutar de una vida larga y feliz,
en el nombre de la moderación y la prudencia.

Retomando las ideas del libro de Cornaro, que fue rebautizado con el
comercial nombre de Cómo vivir 100 años, un experto en nutrición de la
Universidad de Cornell, en Nueva York (Estados Unidos) llamado Clive
McCay, decidió experimentar con ratas de laboratorio lo que a Cornaro le
había dado tan buen resultado. McCay demostró que, las ratas con una dieta
baja en calorías, podían vivir hasta cuatro años más que aquellas con una
dieta normal, el equivalente a 120 años humanos. Su estudio publicado
junto con Mary Crowell y Lewis Maynard en Journal of Nutrition, en 1935,
puede considerarse un hito al demostrar que los límites de la longevidad en
un ser vivo son maleables con un cambio de la alimentación.[481]
En la isla japonesa de Okinawa hay un dicho que es Hara hachi bu,
que significa que hay que comer solo hasta tener la sensación de haber
llenado el estómago hasta el 80 % de su capacidad. Esta forma de
alimentarse, muy habitual entre los habitantes de Okinawa, es muy probable
que contribuya a su elevada longevidad. Que los okinawenses estén
acostumbrados a reducir sus raciones de comida y lo practiquen de manera
natural, no significa que al resto de los mortales nos resulte fácil
conseguirlo; en efecto, el problema de la restricción calórica estriba en su
dificultad para llevarla a cabo de una forma sostenida. Exige un enorme
sacrificio y una capacidad de renuncia que no todo el mundo está dispuesto
a soportar de por vida. Es más, algunos expertos consideran que practicar
de manera estricta la restricción calórica somete al organismo a un estado
próximo a la desnutrición y genera un estrés que podría resultar peligroso.
Por suerte, existe un rayo de esperanza para aquellos de nosotros que no
estemos dispuestos a pasarnos toda la vida pesando en una báscula las
exiguas raciones de comida. Valter Longo considera que el ayuno
intermitente es una alternativa mejor que la restricción calórica. Longo, en
su libro La dieta de la longevidad afirma que los experimentos realizados
sobre la restricción calórica confirman, es cierto, la disminución de las
enfermedades relacionadas con el envejecimiento, pero también demuestran
que pueden provocar otras enfermedades y dejar al organismo en un estado
de fragilidad. [482] Él propone reducir las horas del día en las que se ingieren
alimentos a una ventana de unas doce horas y practicar lo que denomina
Dieta que imita al ayuno. Además, establece una diferencia entre el efecto
que tendrían en las rutas metabólicas, las proteínas por un lado, y los
azúcares por otro. Según Longo, la ingesta elevada de proteínas activaría el
receptor de la hormona del crecimiento, que a su vez aumenta los niveles de
insulina y de IGF-1. Los azúcares se relacionarían con otro gen llamado
PKA y que parece tener gran relevancia en el envejecimiento. En definitiva,
la restricción calórica, especialmente centrada en la disminución de
proteínas y azúcares, se asociaría con genes implicados directamente en la
longevidad. Recordemos que las «marcas» hallmarks propuestas por Carlos
López Otín y sus colaboradores identificaban nueve posibles causas del
envejecimiento, y que una de ellas era la desregulación de nutrientes. Pues
bien, todo lo que hemos visto sobre el IGF-1, mTOR y la restricción
calórica hace referencia a esto. Las rutas metabólicas y la manera en que
nuestro organismo gestiona las calorías ingeridas o la carencia de las
mismas, bien por la restricción calórica, bien por el ayuno intermitente, está
íntimamente ligado a cómo envejeceremos y a nuestra esperanza de vida.
A finales de febrero de 2020, la restricción calórica ha recibido un
importante respaldo gracias a la publicación de un estudio que no tiene
precedentes.[483] Uno de los coautores de esta investigación es el español
Juan Carlos Izpisúa, que trabaja en el Laboratorio de Expresión Génica del
Instituto Salk de La Jolla, en California (Estados Unidos) y que afirma:
Este estudio muestra que el envejecimiento es un proceso
reversible; hemos mostrado que determinados cambios metabólicos
que llevan a una aceleración del envejecimiento se pueden
reprogramar de una manera relativamente sencilla, reduciendo
nuestra ingesta calórica con la finalidad no ya de extender nuestras
vidas, sino mucho más importante, de que nuestra vejez sea más
saludable.[484]

El equipo de investigadores analizó 200 000 células, una a una, de


diferentes ratas que habían sido sometidas a restricción calórica y de otras
con una dieta normal. Esto supone obtener el mapa más detallado hasta el
momento de lo que le sucede a un mamífero a nivel celular cuando
envejece. Los científicos de este trabajo han detectado que, los procesos
moleculares más afectados por el envejecimiento se dan en el sistema
inmune (la inflamación y el metabolismo), comprobando que las ratas
sometidas a la restricción calórica solo mostraban la mitad de marcadores
de envejecimiento en estos parámetros en comparación con las que tenían
una dieta normal.
El pequeño y feo roedor Heterocephalus glaber o rata topo desnuda,
que ya salió a colación a raíz del deprenilo, supone un reto desafiante y un
enigma para los que estudian el envejecimiento. Vive unos treinta años, lo
que implica que disfruta de una existencia nueve veces más larga que la de
sus primos los ratones. Es originario de Somalia y Etiopía, y excava
galerías debajo de la tierra, siendo el único mamífero de carácter social que
podríamos decir que vive en comunidad, como las hormigas o las abejas.
Nunca abandonan la colonia de la que forman parte, una colonia dominada
por una reina reproductiva que impide que otras hembras puedan tener
crías. Este extraño animal es insensible al dolor o al frío y puede vivir en
situaciones de falta de oxígeno. Y lo más sorprendente de todo es que
parece inmune al paso del tiempo: sus tasas de mortalidad no se
incrementan con la edad, y en realidad es como si no envejeciera. Otra
característica sorprendente es que su tasa de fecundidad tampoco se ve
disminuida, hasta el punto de que paren camadas con más de veinte años de
edad. Además, sus mecanismos de protección celular y su capacidad para
eliminar los residuos dentro de sus células los hacen inmunes al cáncer.
¿Cómo es posible? Una hipótesis bastante probable es que a la hora de
construir sus proteínas no se producen errores, o se producen muy pocos;
también es bastante probable que gracias a una variante del ácido
hialurónico que posee, evite la proliferación celular y con ella el cáncer.
Pero hay otra teoría que tiene que ver con la regulación de los nutrientes y
la IGF-1. La investigadora Rochelle Buffenstein, de Calico (la empresa
antienvejecimiento de Google), ha estudiado a fondo a la rata topo desnuda
y cree que lo que realmente ocurre es que es capaz de regular a la baja la vía
de la señal de la insulina.[485]
Hay circunstancias en las que las vías de regulación de nutrientes y
IGF-1 representan también una importante ventaja evolutiva, como en el
caso del murciélago de Brandt, un animal extremadamente longevo en
relación a otros de tamaño similar; puede llegar a vivir más de cuarenta
años, lo que supone el mayor índice de esperanza de vida en relación al
tamaño, ya que su peso es solamente de ocho gramos. Este murciélago
presenta mutaciones en los receptores de la hormona de crecimiento y en
IGF-1, siendo los perfiles de expresión de IGF-1 típicos de un metabolismo
más lento y muy similares a los de los ratones mutantes de larga vida.
Gen daf-2 y FOXO3A
A principios de los años ochenta, Michael Klass, un alumno de
posdoctorado de la Universidad de Colorado (Estados Unidos), demostró
que los gusanos Caenorhabditis elegans podían vivir más tiempo cuando
eran sometidos a restricción calórica. Hasta aquí nada nuevo, pues muchos
años antes ya lo había comprobado Clive McCay con las ratas. Klass sopesó
entonces la posibilidad de que un gen estuviera implicado en su longevidad,
pero después de experimentar con varias cepas de mutantes longevos de
Caenorhabditis elegans, concluyó que la verdadera razón de su vida más
larga se debía exclusivamente a la restricción calórica. En ese momento, era
poco menos que una herejía imaginar siquiera que un único gen pudiera
tener un efecto tan potente en el envejecimiento, dado que según la teoría
evolutiva, este es el resultado de la interacción de cientos o miles de genes
diferentes. [486]
Los gusanos mutantes de Klass no fueron abandonados del todo y años
más tarde, en 1988, otro investigador llamado Tom Johnson demostró que
la extensión de la vida del Caenorhabditis elegans no tenía ninguna
relación con la disminución de las calorías, sino que se debía en realidad a
la mutación de un gen al que denominó gen age-1. [487] Este hecho
implicaba un cambio de paradigma en la biología del envejecimiento, al
contemplar la hipótesis de que existía un mecanismo universal de la
longevidad controlado por un gen, gen que podía aumentarse o reducirse a
voluntad para incrementar o limitar a su vez la duración de la vida de un
organismo.
Unos años más tarde, en 1993, tuvo lugar otro hallazgo aún más
formidable. Cinthia Kenyon, una brillante bioquímica que entonces era
profesora en la Universidad de California, en Estados Unidos (actualmente
vicepresidenta de Calico), estudiaba cómo las mutaciones en alguno de los
20 000 genes de C. elegans afectaban a su esperanza de vida. Kenyon,
además de descubrir que otro mutante de C. elegans podía vivir el doble de
lo habitual, fue capaz de describir con detalle las rutas moleculares que
explicaban la naturaleza de esta mutación. [488] La mutación, en concreto,
produce un daño en un gen denominado daf-2 dando lugar a dramáticas
consecuencias en la longevidad del C. elegans (a escala humana sería como
alcanzar los 120 años de edad). Al observar a estos pequeños gusanos del
tamaño de una coma en una página impresa, se toma conciencia de la
naturaleza universal del envejecimiento. Este nematodo vive como máximo
unas tres semanas, y al final de sus días, su movimiento es lento y su cuerpo
muestra irregularidades y taras a lo largo de su gastada superficie. En
contraste, los gusanos jóvenes presentan un aspecto lozano y se desplazan
alegres y vivarachos por la superficie de la placa de Petri. Kenyon
consiguió demostrar que aquellos C. elegans con la mutación del gen daf-2
vivían prácticamente el doble que los gusanos normales, sin presentar
además síntomas de envejecimiento: los C. elegans mutantes mostraban un
aspecto y velocidad de desplazamiento muy similar a sus congéneres más
jóvenes. ¿Y qué es lo que sucede con el gen daf-2? Este gen, además de
codificar un receptor hormonal situado en la superficie de la célula, también
tiene otra parte que penetra en el interior de la misma hasta llegar al núcleo.
El receptor es similar a los receptores celulares humanos para la hormona
de la insulina y de la ya conocida IGF-1 (que recordemos promueven la
adquisición de nutrientes y el crecimiento, además del envejecimiento). Tal
y como dice Cinthya Kenyon podemos visualizar este receptor como si
fuera un guante de béisbol atrapando a la hormona.[489] En los gusanos
mutantes con el gen daf-2 inhabilitado, las hormonas no son captadas por
ese guante de béisbol y pasan de largo; es entonces cuando en el interior de
la célula se produce un curioso fenómeno: un factor de transcripción
denominado FOXO pasa al interior del núcleo celular y se une a una serie
de genes entre los que destaca uno denominado FOXO3A. FOXO3A es una
de las claves de la longevidad y guarda relación con la hormona del
crecimiento, IGF-1, mTOR y la restricción calórica, en el sentido de que en
todos estos casos se desactivan aquellas rutas metabólicas que en los
tiempos de bonanza contribuyen a la adquisición de nutrientes, al
crecimiento, y por ende al envejecimiento. Todos estos extraños nombres
son piezas del mismo puzle. FOXO3A, junto a los otros genes que se
activan dentro del núcleo, promueve una mejor protección ante los daños
que habitualmente sufre el ADN, mejora las labores de reparación y
limpieza celular y ayuda además a las proteínas a plegarse de forma
correcta. En condiciones normales, daf-2 capta esas hormonas, como ese
guante de béisbol atrapando la pelota, y FOXO no penetra en el núcleo
imposibilitando así que se pongan en marcha las funciones reparadoras y de
conservación celular. Toda esta ruta del gen daf-2 está preservada en la
evolución, es decir, que es común a casi todos los seres vivos y funcionaría
de la misma manera en moscas, tortugas y en mamíferos, incluidos nosotros
(para ser exactos la mutación del gen daf-2 requiere la actividad de otro gen
llamado daf-16).
La trascendencia del descubrimiento de Kenyon, de cara al aumento de
nuestra esperanza de vida, es evidente. Bradley Willcox y otros científicos
del Instituto de Investigación de Honolulu en Hawái, Estados Unidos,
analizaron el ADN de una cohorte de varones estadounidenses de
ascendencia japonesa, comprobando que una modificación en un alelo del
gen FOXO3A se relacionaba con la longevidad y con un mejor estado de
salud en general, y entre los nonagenarios con una menor incidencia de
cáncer y de enfermedades cardiovasculares.[490] El longevo bróker de Wall
Street Irving Kahn, al igual que muchos judíos askenazíes, tiene también
modificado el alelo de FOXO3A. Llegar a los 100 años con buena salud es
probable que dependa en gran parte de si se posee o no este alelo en el gen
FOXO3A. ¿Y qué ocurre con la gran mayoría que no tiene la fortuna de
haber sido agraciado en la lotería genética con dicho alelo? Si cuando los
recursos son abundantes se activan las rutas de la insulina y el IGF-1 y se
enciende el interruptor mTOR, la buena noticia es que cuando los recursos
escasean ocurre justo lo contrario. Esa escasez de recursos lo que consigue
es ejercer, de alguna forma, un nivel apropiado de estrés a nuestras células.
Se registra una señal de peligro ante la falta de nutrientes, mTOR pasa a
estar en standby y se activa el modo de protección y de reparación
celulares; y esto quiere decir que aunque carezcamos de esa fortuna
genética, podemos actuar para promover ese estrés saludable. En un artículo
publicado en la revista Science en 2010 sobre la restricción calórica y los
factores de crecimiento, se revisan las interacciones de estas rutas
metabólicas en las diferentes especies animales.[491] En este artículo,
firmado junto a Luigi Fontana y Linda Partridge, Longo apunta a que
«muchas de estas mutaciones que prolongan la longevidad, disminuyen la
actividad de las vías de señalización de nutrientes, sugiriendo que
promueven un estado fisiológico similar al experimentado durante los
períodos de escasez de alimentos en la naturaleza».
Reducir la ingesta de calorías es una de las formas que tenemos para
modificar esas rutas metabólicas, pero no es la única. El ejercicio físico
actúa también sobre FOXO3A y sobre otras moléculas como son AMPK y
SIRT1 (de la que hablaremos en breve). AMPK es lo contrario de mTOR,
cuando se activa regula el consumo de energía de las células y el
metabolismo. El afamado cardiólogo Valentín Fuster, en su recomendable
libro La ciencia de la larga vida, expone de manera muy ilustrativa este
juego de contrapesos metabólicos. Cuando los recursos son abundantes (el
sedentarismo y una ingesta excesiva de calorías crean una situación de
recursos abundantes), se activa IGF-1 que a su vez activa mTOR, lo que
provoca el crecimiento durante la etapa de desarrollo del organismo y
finalmente la aceleración del envejecimiento. Y en la otra cara de la
moneda, cuando los recursos son escasos (la actividad física y una dieta sin
excesos simulan una situación de recursos escasos) AMPK, SIRT 1 y PGC-
1α (una proteína que regula la biogénesis mitocondrial) frenan mTOR,
retrasando por consiguiente el envejecimiento.[492]
Existe además una evidencia emergente de que los factores FOXO
intervienen en otros dos mecanismos de eliminación intracelular muy
relacionados con la longevidad: la autofagia y el sistema ubiquitina-
proteasoma, que tienen el cometido de eliminar las proteínas dañadas y
contribuir a la homeostasis celular. La palabra autofagia deriva del griego y
significa «comerse a uno mismo» y consiste en un mecanismo natural de
limpieza por el que las células se renuevan al eliminar los desechos y
reciclar los componentes dañados. Es un proceso evolutivamente
conservado y responsable de la degradación de agregados proteicos, que si
se acumulan, resultan tóxicos. Algunos estudios demuestran que FOXO3
estaría implicado en la eliminación de mitocondrias defectuosas en las
neuronas dopaminérgicas que expresan α-sinucleína, una proteína que
tiende a acumularse pudiendo dar lugar a la enfermedad de Parkinson. Y
esto lo conseguiría de dos maneras distintas: por un lado, la expresión de
una forma activa de FOXO3 induce la degradación de α-sinucleína y
promueve la limpieza de las mitocondrias, y por otro lado protegería contra
la muerte de las neuronas dopaminérgicas.[493]
Sirtuinas y NAD+
Las sirtuinas son una familia de proteínas de las que existen siete tipos
diferentes, siendo SIRT1 la que más tiene que ver con la longevidad y que
parece estar relacionada además con la restricción calórica. El resveratrol,
que es probable que a muchos les resulte familiar, es una molécula que se
encuentra en el vino tinto y que activa SIRT1. Con todo, hoy en día no está
del todo probada la capacidad que pudiera tener el resveratrol para
aumentar la esperanza de vida. Para empezar, si quisiéramos reproducir los
efectos positivos que el resveratrol ha demostrado tener con los ratones
obesos al anular los efectos negativos de su dieta, necesitaríamos consumir
muchas botellas de vino tinto al día. Sin embargo, el papel de las sirtuinas
merece un poco más de espacio, puesto que por derecho propio están
alcanzando un puesto de honor en la lucha antienvejecimiento.
Uno de los primeros científicos que estudió las sirtuinas, demostrando
que alargaban la vida de la levadura y los gusanos, fue Leonard Guarente
del MIT (Massachustts Institute of Technology), en Estados Unidos. Este
biólogo molecular descubrió la familia de proteínas Sir2, dando lugar a todo
el estudio posterior de las sirtuinas y el resveratrol. El mismo año que
Cynthia Kenyon descubría la mutación del gen daf-2, 1993, otro
investigador, David Sinclair, se incorporó al laboratorio de Guarente y
ambos establecieron la hipótesis de que la restricción calórica podía alargar
la vida gracias a las sirtuinas. Sinclair, un brillante y ambicioso científico
doctorado por la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Sidney, Australia,
decidió en 1999 establecerse por su cuenta como investigador
independiente en el Harvard Medical School (Estados Unidos). La rivalidad
entre ambos se hizo patente en diversas conferencias y foros de opinión, así
como en la publicación de diferentes artículos científicos sobre el papel de
las sirtuinas en el envejecimiento. Fue Sinclair quien en 2003, en la revista
Nature, describiría cómo algunas moléculas como el resveratrol parecían
activar las sirtuinas. Poco después, junto a Christoph Westphal, fundaba una
empresa biotecnológica, Sirtris, con el fin de desarrollar las potenciales
propiedades del resveratrol como producto antienvejecimiento. Unos años
más tarde, la empresa farmacéutica GlaxoSmithKline compraba Sirtris por
720 millones de dólares, pero debido a diferentes problemas, entre ellos
algunos efectos secundarios indeseados en los voluntarios que probaban los
compuestos desarrollados, finalmente GlaxoSmithKline decidió cerrar
Sirtris.
Podemos afirmar que el papel de las sirtuinas en general, y del
resveratrol en particular, en el envejecimiento es controvertido. En 2010, el
investigador español Daniel Herranz publicó, junto a otros investigadores,
un artículo en Nature Communications en el que afirmaba que las sirtuinas
en realidad no alargaban la vida de los ratones, aunque sí mejoraban
diferentes parámetros de su salud y promovían un envejecimiento
saludable.[494] A pesar de todo, las investigaciones de David Sinclair con el
resveratrol y sus dudosos resultados, están dando paso en los últimos años a
nuevos derroteros más prometedores.
NAD es una coenzima que se encuentra en el interior de las células y
el acrónimo de dinucleótido de nicotinamida y adenina (a veces aparece
escrito como NAD+ que es su forma oxidada y otras como NADH en su
forma reducida). NAD desempeña diferentes funciones que tienen que ver
con el metabolismo celular, la oxidación, la reparación del ADN, el
plegamiento adecuado de las proteínas y los procesos energéticos de las
mitocondrias. Esta coenzima está implicada en el funcionamiento de las
sirtuinas, y tiene también mucho que ver con las rutas de nutrientes
relacionadas con la restricción calórica y con el envejecimiento. Se sabe que
los niveles de NAD+ disminuyen durante el proceso de envejecimiento,
afectando a las funciones celulares y dando como resultado la aparición de
muchas patologías asociadas con la edad (es muy posible que las citoquinas
inflamatorias, el factor de necrosis tumoral-α (TNF-α) y el estrés oxidativo
influyan en esta disminución de NAD+). La hipótesis de partida es que,
restaurando NAD+, pueden mejorarse dramáticamente estos defectos
funcionales asociados con la edad, contrarrestando entonces las
enfermedades relacionadas con el envejecimiento incluidas las
enfermedades neurodegenerativas. En 2013 se publicó una de las primeras
investigaciones sobre NAD+ y envejecimiento, firmada entre otros por
David Sinclair y el español Rafael de Cabo, uno de los mayores expertos a
nivel mundial sobre la restricción calórica. Tal y como indican los autores
del estudio:
Nuestros datos muestran que, una semana de tratamiento con un
compuesto que aumenta los niveles de NAD+, es suficiente para
restablecer la homeostasis mitocondrial y los marcadores bioquímicos
clave de la salud muscular en un ratón de 22 meses a niveles similares
a los de un ratón de 6 meses.[495]

Aunque todavía es prematuro lanzar las campanas al vuelo, recientes


estudios con seres humanos están consiguiendo resultados alentadores. En
uno de estos estudios publicado en marzo de 2018 en Nature
Communications, se ha visto que la administración de precursores de
NAD+ aumenta su biodisponibilidad, resultando una estrategia útil para
mejorar las funciones cardiovasculares y otras funciones fisiológicas
relacionadas con el envejecimiento.[496] Es particularmente relevante la
influencia que NAD+ podría tener para frenar la pérdida de masa muscular
asociada al envejecimiento, dado que este es sin duda uno de los factores
que más contribuye al debilitamiento propio de la vejez.[497] Tal y como
decíamos acerca de FOXO3 y sobre aquellos de nosotros que posiblemente
no tengamos la suerte de atesorar esa variante genética asociada con la
longevidad, existen alternativas como la restricción calórica para alimentar
la esperanza de imitar el efecto de FOXO3. En esta misma línea, también
reducir el aporte de nutrientes influye en las sirtuinas y en NAD+. Hay más
razones para ser optimistas si consideramos que todavía hay algo más que
depende de nosotros: cambios que podemos implementar por voluntad
propia y que influyen en las rutas bioquímicas de NAD+. Así, el ejercicio
físico parece ser también determinante en este sentido, tal y como muestra
una investigación que midió los cambios en el nivel y actividad de sirtuinas
como SIRT1 en grupos de ratas jóvenes y viejas. Se pudo comprobar que,
gracias a esta actividad de las sirtuinas estimuladas por el ejercicio y a su
efecto positivo sobre NAD+ (por suerte para el lector va finalizando esta
tortura de siglas), se conseguía desacelerar el envejecimiento de los
músculos de las ratas.[498] El propio David Sinclair consume cada mañana
un potenciador de NAD+, en un cóctel antiedad que él mismo ha elaborado
y que también disfrutan sus allegados. En concreto toma diariamente 750
miligramos de NMN, acompañado de 1 gramo de resveratrol y 500
miligramos de metformina. Y a juzgar por su aspecto juvenil para tener ya
más de cincuenta años, parece que su elixir antiedad funciona.[499]
Epigenética
Irving Kahn fue una persona que tuvo la fortuna de atesorar en su
genoma la variante del gen FOXO3A. Tanto él, como sus hermanos
centenarios y demás longevos con suerte, partían con ventaja en la partida
de póker de la vida. De alguna forma jugaban con las cartas marcadas.
Nuestra herencia genética, que tanto influye en los años postreros de la
existencia permitiendo evitar las patologías de la vejez, quizá en realidad no
sea tan inmutable como se cree. Los genes, que parecen las letras que
conforman una sentencia ineludible o unas tablas de la ley grabadas en
piedra que determinarán nuestro destino, tal vez presenten un pequeño pero
esperanzador resquicio para barajar las cartas de nuevo. Michael Meaney,
profesor de Neurobiología de la Universidad McGill en Montreal, Canadá,
publicó junto a sus colaboradores un artículo en el año 2004 que
revolucionó la genética del comportamiento.[500] Veinte años antes, a
mediados de los años ochenta, Aharon Razin de la Universidad Hebrea de
Jerusalén había avanzado que la expresión de los genes podía modificarse a
través de los grupos metilo. Una metilación consiste en añadir un grupo
químico llamado metilo a otra molécula que forma parte del ADN (una
citosina). Un alumno de Razin llamado Moshe Scyf, se uniría años después
al equipo de Meaney para investigar juntos cómo esa expresión de los genes
podría modificarse y qué consecuencias tendría. Sabemos que las ratas
dispensan a sus crías una serie de cuidados, acicalamientos y lametones
durante el período de cría, y como ocurre con los seres humanos, hay
madres más cariñosas que otras. Estos investigadores comprobaron que la
cantidad y calidad de las atenciones maternales que dispensaban a sus crías
repercutía en cómo afrontarían las situaciones de estrés cuando estas fueran
adultas. Meany, Szyf y sus colaboradores descubrieron que las crías de las
madres menos atentas y cariñosas tenían genes muy metilados, lo que daba
lugar a disponer en el hipocampo de un número menor de receptores de una
hormona relacionada con el estrés, los glucocorticoides. Es un hecho bien
establecido que, las experiencias traumáticas de la infancia dejan algún tipo
de huella en el cerebro que condicionará nuestro comportamiento como
adultos. Pero lo que ellos descubrieron es que esa huella puede llegar a ser
muy profunda, hasta el punto de modificar nuestro ADN. Las crías de
madres poco cuidadoras respondían de forma más reactiva y desadaptativa
a situaciones de estrés, a diferencia de las crías que fueron lamidas y
acicaladas que gestionaban de adultas mucho mejor esas mismas
situaciones de estrés. Las implicaciones de este estudio son de enorme
calado puesto que se demuestra que el estado epigenético de un gen, es
decir cómo se expresa ese gen, puede establecerse por las experiencias
ambientales. Modificar entonces regiones genómicas específicas variando
las condiciones ambientales, daría lugar a diferentes fenotipos biológicos y
a cambios en el comportamiento.
La epigenética sería como la posibilidad de interpretar de forma
diferente las notas musicales en un pentagrama. Las notas, su secuencia, el
orden que siguen en ese pentagrama no se modifica, pero se pueden
introducir cambios en el ritmo, en el estilo, en la pasión que se ponga al
interpretarlo para que la música suene algo diferente. Como afirma David
Bueno, doctor en Biología y experto en Genética del Desarrollo:

El genoma, la secuencia de ADN que incluye tanto los genes como


los elementos reguladores, vendría a ser como un cinematógrafo, sin
el cual la película de la vida no es posible. Pero para que funcione es
necesario que haya un filme, con las escenas que hay que proyectar.
Este filme sería, en esta comparación, las modificaciones epigenéticas.
[501]

El tabaco es un ejemplo de cómo un factor externo produce


modificaciones en los genes. Otro caso es el del cáncer, donde los factores
epigenéticos pueden ser determinantes: dos hermanas que han heredado la
mutación de un gen que aumenta el riesgo de cáncer de mama pueden
desarrollar el tumor, una por ejemplo a los 20 años y la otra a los 75. Y
serán precisamente los factores epigenéticos los que retrasarán o
favorecerán la aparición de ese tumor. Sin profundizar demasiado en los
mecanismos biológicos que explican la epigenética, además de la
metilación del ADN citado, otro mecanismo sería a través de las histonas,
unas proteínas que ayudan a empaquetar el ADN de forma correcta dentro
del núcleo de la célula.
Los mecanismos epigenéticos regulan nuestros genes y están
mediatizados por el ambiente y otros factores externos. En opinión del
doctor Juan Sandoval del Amor, investigador de la Unidad de
Biomarcadores y Medicina de Precisión del Instituto de Investigación
Sanitaria La Fe de Valencia:
Los genes serían las bombillas y los mecanismos serían los
interruptores. Esto explica, por ejemplo, por qué dos gemelos
homocigóticos (es decir con el mismo genoma) tienen exactamente las
mismas bombillas, pero un gemelo enciende o apaga unos
interruptores dependiendo de cómo viva (si bebe, fuma, se estresa,
etc.) y eso hace que uno desencadene una enfermedad y el otro no.
[502]

Pero volvamos a los investigadores que estudiaron el comportamiento


maternal de las ratas. Meaney y Szyf investigaron, años más tarde, cómo
otras experiencias tempranas podrían tener consecuencias más profundas y
también más dramáticas en el desarrollo posterior, no de las ratas, sino de
los seres humanos. Constataron que los suicidas con un historial de abusos
en la primera infancia presentaban modificaciones epigenéticas (en
concreto la hipermetilación de la región 5 del ARNr) lo que a su vez estaba
asociado con una disminución en el tamaño del hipocampo y con el
deterioro cognitivo.[503] Este estudio, lo que nos está diciendo, es que el
suicidio estaría asociado a las marcas epigenéticas grabadas en la infancia y
que además dichas marcas persisten a lo largo de la vida.
Lo que ocurrió en Holanda, durante los últimos años de la Segunda
Guerra Mundial, es otro ejemplo de la manera en que las condiciones
vividas repercuten en nuestra genética, influyendo en cómo nos
desarrollamos y en cómo envejecemos. En ciudades como Róterdam o
Ámsterdam se produjo una grave situación de hambruna, hasta el punto de
que a finales de febrero de 1945, las raciones de alimento no llegaban a las
1 000 calorías diarias, reduciéndose más tarde a menos de 600. Las
personas cuyas madres sufrieron la hambruna tuvieron de adultos una
mayor mortalidad, el doble de posibilidades de padecer obesidad, además
de esquizofrenia, diabetes y depresión. Un último ejemplo lo encontramos
en un estudio realizado sobre los descendientes de los supervivientes de la
Guerra de Secesión Americana, en la que los prisioneros sufrieron enormes
penalidades y sufrimientos. Los hijos de los prisioneros que sobrevivieron a
ese horror, murieron a una edad mucho más temprana que los hijos de
aquellos que no habían sido prisioneros. Controlando diferentes factores
como la condición socioeconómica, origen, fecha de alistamiento, estado de
salud previo, etc., a iguales circunstancias y a la misma edad, los hijos de
prisioneros tenían el doble de posibilidades de morir antes: las penalidades
padecidas por sus padres se transmitieron a través de las huellas que ese
tormento infernal dejaron en su genoma.
Por si no fuera suficiente saber que lo que les ocurra a nuestros padres
influye en nuestra longevidad, los efectos de la epigenética podrían albergar
una repercusión a más largo plazo todavía. Esto es lo que demostraron dos
investigadores del Departamento de Psiquiatría y Ciencias del
Comportamiento de la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory,
en Atlanta (Estados Unidos). A unos ratones machos les dieron a oler una
sustancia neutra llamada acetofenona, aplicándoles a continuación una
descarga eléctrica. Después de varios ensayos los ratones asociaron el olor
de la acetofenona con las descargas, de modo que con este procedimiento
de condicionamiento clásico, un estímulo que en principio era neutro se
convertía en aversivo, haciendo que huyeran despavoridos con tan solo oler
unas gotas. Tal era la impronta conseguida que los ratones recordaban esa
asociación durante toda su vida, aunque no se volviera a acompañar la
acetofenona con las descargas. Aparearon más tarde a estos ratones con
hembras normales que no habían sido condicionadas, y lo que sucedió es
que las crías nacidas de estos ratones, al oler la acetofenona ¡huían! al igual
que ocurrió con sus padres. Se verificó que se habían producido
metilaciones epigenéticas en un gen de los espermatozoides paternos
denominado «Olrf 151» relacionado con los receptores del olfato. Pero aún
hay más. Los descendientes de esos hijos, es decir la siguiente generación,
¡también escapaban de la acetofenona! ¡Y los bisnietos! Luego los efectos
de esta marca genética iban diluyéndose hasta desaparecer definitivamente
en la tercera o cuarta generación.[504]Las posibilidades de la epigenética, de
cara a la prevención y cura de algunas de las enfermedades más letales y en
consecuencia de poder frenar el envejecimiento, son prometedoras. Todavía
estamos dando los primeros pasos, pero ya se han conseguido logros
importantes. Uno de los investigadores punteros en este campo es el
español Juan Carlos Izpisúa, que ha conseguido modificar una de las
marcas epigenéticas, la metilación del ADN, actuando así en el encendido y
apagado de los genes. Para Izpisúa «estos hallazgos implican un gran
avance respecto al establecimiento de estrategias de edición epigenética» y
subraya:

La comunidad científica ha comenzado a vislumbrar que la


modulación de los patrones de metilación, así como otras
modificaciones en las histonas, están no solo relacionadas con la cura
de enfermedades tradicionalmente llamadas epigenéticas, sino que
este control contribuye también a controlar patologías más comunes,
como las cardiovasculares, la obesidad, el cáncer o el envejecimiento.
[505]

Metformina
La metformina es el fármaco más recetado del mundo para las
personas con diabetes. Se trata de un derivado de la lila francesa Galega
officinialis que lleva ya en el mercado mucho tiempo, en Inglaterra por
ejemplo se lleva recetando desde 1958, aunque ha sido en los últimos años
cuando se ha erigido en una de las promesas más firmes en la lucha
antienvejecimiento. Actúa disminuyendo la glucosa en el hígado entre otras
muchas funciones, como veremos a continuación y, a diferencia de la
rapamicina que presenta riesgos importantes al deprimir el sistema inmune,
la metformina es totalmente segura y con escasos efectos secundarios. Más
allá de la minoración de los niveles de la glucosa, sus efectos
antienvejecimiento podríamos decir que son de amplio espectro: facilita la
reparación del ADN, disminuye la inflamación crónica, mejora las
funciones de las mitocondrias, disminuye el riesgo cardiovascular y reduce
la respuesta inflamatoria de las células cancerosas. Además de demostrar
que aumenta el tiempo de vida de los ratones.
En un importante estudio llevado a cabo por la Universidad de Cardiff,
en Gales, se trató a 78 241 diabéticos con metformina y se comparó con
otros dos grupos, uno de 12 222 diabéticos que tomaba otra medicación
llamada sulfonilurea y otro de 90 463 personas sanas, observando un
incremento en la esperanza de vida de las personas con diabetes que
tomaban metformina en relación a los otros dos grupos.[506] ¿Cómo puede
conseguir un humilde medicamento que apenas cuesta unos céntimos unos
efectos sobre el organismo tan importantes? Las investigaciones apuntan a
que aumenta la producción de moléculas de señalización de AMPK y en
menor medida de mTOR, que como ya sabemos son rutas metabólicas que
reducen el almacenamiento de grasas y azúcares. Además de regular los
niveles de azúcar en sangre, la metformina, a través de mecanismos de
acción todavía no bien conocidos, disminuye la incidencia de las
enfermedades asociadas al envejecimiento como el cáncer, alzhéimer o
cardiopatías entre otras. Así, la influencia de la metformina para inhibir el
desarrollo del cáncer ha sido respaldada en multitud de estudios, como en
un metanálisis realizado por Vladimir Anisimov del Instituto de Oncología
de San Petersburgo, en la Federación Rusa, donde se comprobó hasta un 86
% de disminución de la carcinogénesis en 17 órganos diana diferentes.[507]
La activación del interruptor de AMPK por parte de la metformina
parece ser la razón de su capacidad para prevenir las enfermedades
cardiovasculares; entre otras cosas protege las células endoteliales que
recubren las arterias coronarias, al aumentar su resistencia ante las
concentraciones de placa aterosclerótica rebosante de grasas y sustancias
proinflamatorias.[508] Nir Barzilai, el investigador del Albert Einstein
College de Nueva York que ha estudiado la privilegiada genética de los
judíos askenazíes, dirige en la actualidad el estudio sobre la metformina y
sus efectos antienvejecimiento TAME (Targeting Aging with Metformin).
Este estudio pionero, aprobado por la FDA, se está llevando a cabo con 3
000 estadounidenses de entre setenta y ochenta años, y dentro de poco
tiempo sabremos hasta qué punto estamos ante un fármaco capaz de retrasar
el envejecimiento de manera fehaciente.
Además de todos estos efectos beneficiosos la metformina podría ser
neuroprotectora, sobre todo en lo que respecta a la dopamina. Son muchos
los estudios que han demostrado las acciones protectoras de la metformina
en la enfermedad de Parkinson. Es posible, además, que tenga efectos
beneficiosos en otras enfermedades como son el accidente cerebrovascular
y la enfermedad de Alzheimer, efectos que probablemente estén
relacionados con la ruta AMPK. En una investigación realizada con
modelos de ratones para la enfermedad de Parkinson, la metformina ejercía
una influencia neuroprotectora en las neuronas dopaminérgicas
independientemente de la ruta AMPK.[509] Se cree que estos efectos
positivos sobre las neuronas dopaminérgicas dependen de una mejora en la
eficacia mitocondrial junto con la reducción del estrés oxidativo; también
parece que la metformina activa las sirtuinas (SIRT1) y aumenta la
expresión de la proteína PGC-1α, cuya carencia se relaciona con la pérdida
de dopamina y la enfermedad de Parkinson.
Klotho
El gen klotho toma su nombre de la diosa griega hija de Zeus y Tamis,
que era la responsable de hilar las hebras de la vida con su rueca
determinando así su longitud, sin duda un nombre muy apropiado. Fue un
equipo de científicos japoneses, liderado por Makoto Kuro-o, quienes se
percataron en 1997 por primera vez de que se trataba de un gen «supresor
del envejecimiento» en ratones.[510] Cuando este gen se silenciaba,
provocaba un síndrome muy parecido al envejecimiento humano, con un
acortamiento de la vida útil, infertilidad, arterioesclerosis, atrofia de la piel
y enfisema entre otras manifestaciones.
El riñón es la fuente principal que secreta la proteína klotho, llegando
al resto de los órganos a través de la circulación. Los científicos españoles
Alberto Ortiz y María Dolores Sánchez-Miño publicaron en octubre de
2018, junto a otros investigadores, un estudio en el que probaron que la
falta de klotho de origen renal provoca un envejecimiento acelerado en
personas aquejadas de una enfermedad renal leve. Según este estudio la
albuminuria (pérdida de proteínas) sería la causante de reducir la
producción de klotho en los riñones y en consecuencia acelerar el
envejecimiento.[511] Estamos ante una patología, la enfermedad renal
crónica, que afecta a uno de cada diez adultos y a uno de cada tres mayores
de 65 años, y si los riñones no producen suficiente klotho se duplican las
posibilidades de morir de manera prematura. Las causas más frecuentes de
la enfermedad renal crónica son la diabetes y la hipertensión arterial. Otro
grupo de científicos, también españoles, ha investigado los efectos de
klotho en el sistema cardiovascular. Tras estudiar a 371 pacientes con
enfermedad coronaria, vieron que existía una relación de esta patología con
los niveles de klotho. La reducción de las concentraciones séricas de klotho
y de la expresión del gen vascular klotho se asociaron con la presencia y la
gravedad de la enfermedad arterial coronaria, y esto además con
independencia de los factores de riesgo cardiovascular establecidos.[512]
Espermidina
La espermidina es una poliamina, un derivado de aminoácidos que se
encuentra de forma natural en el organismo y que va decreciendo a medida
que envejecemos (otras poliaminas son la espermina y la putrescina). Se
sintetizó por primera vez a partir del semen y se encuentra en alimentos
como el queso curado, brócoli, coliflor, lechuga, champiñones, germen de
trigo o soja entre otros.
Su capacidad de prolongar la vida se debe a que promueve la
autofagia, que sabemos que entre otras funciones pone en marcha unos
mecanismos de limpieza celular. Básicamente lo que realizan estos
mecanismos de limpieza es facilitar el rejuvenecimiento de las células, que
se traduce en un poderoso efecto antienvejecimiento de todo el organismo;
de hecho, la autofagia se está aupando en los últimos años como una de las
claves para retrasar el envejecimiento, hasta el punto de que muchos
científicos consideran que todas las manipulaciones conductuales, dietéticas
o farmacológicas que tienen que ver con la mejora de la longevidad están
vinculadas de una forma u otra con la autofagia. Así por ejemplo, la
restricción calórica sería similar a la autofagia en cuanto a los efectos
bioquímicos que se producen en las distintas rutas metabólicas como
mTOR. Además de la autofagia, la espermidina promueve otros efectos
saludables relacionados con la longevidad, como son la reducción de la
inflamación, la mejora del metabolismo de los lípidos o la reducción de las
enfermedades cardiovasculares. Precisamente uno de los estudios más
citados en la literatura sobre la espermidina tiene que ver con la
prolongación de la esperanza de vida en ratones (hasta en un 10 %), gracias
a los efectos de esta poliamina en el sistema circulatorio tras su mejora de la
autofagia y reducción de la inflamación.[513]
En esta misma línea, y a la luz de unos datos novedosos y sin duda
emocionantes, se ha visto que la suplementación con espermidina es
cardioprotectora y prolonga la vida útil, tanto en ratones como en seres
humanos. Los mecanismos que actúan para promover la longevidad estarían
relacionados con la autofagia, la respiración mitocondrial y la mejora de la
función de los cardiomiocitos, las células del músculo cardiaco.[514] En
seres humanos se realizó recientemente un amplio estudio prospectivo de
veinte años de duración con 829 participantes de 45 a 84 años de edad,
pudiéndose comprobar una reducción de la mortalidad debida al consumo
de espermidina después de corregir otros posibles factores como la dieta, la
actividad física, el consumo de alcohol o el índice de masa corporal entre
otros y prolongando la vida sana hasta en cinco años.[515] Para el director de
este estudio, Stefan Kiechl, doctor en Neurología de la Universidad de
Innsbruck, en Austria, «el aumento de la ingesta de espermidina le indica a
la célula que inicie el proceso de autolimpieza protegiendo así contra los
depósitos y el envejecimiento prematuro». Seis años antes ya se había
observado cómo la espermidina, administrada de manera exógena,
promueve la longevidad en levaduras, moscas, gusanos y células inmunes
cultivadas en seres humanos.[516]
Sabemos que nuestros recuerdos más antiguos permanecen grabados a
fuego, pero con la edad el problema surge a la hora de crear nuevos
recuerdos. Una persona mayor puede describirnos su primer día de colegio
con todo detalle, sin embargo es habitual que tenga dificultades para
recordar lo acontecido unas horas antes. La plasticidad sináptica va
perdiendo eficacia con el paso de los años, y es una de las razones que
explican esta pérdida de memoria asociada a la edad. Y las moscas de la
fruta y los ratones no son una excepción; al igual que nosotros, padecen una
merma en su capacidad de formar nuevos recuerdos, y por ejemplo en las
moscas, la alimentación con espermidina parece proteger de ese deterioro
inducido por la edad: trabajos recientes sugieren que la forma en que la
espermidina es capaz de actuar a nivel de las sinapsis mejorando su
plasticidad es precisamente a través de la autofagia.[517]
Si la espermidina va reduciéndose en nuestro organismo a medida que
nos hacemos mayores ¿cómo podemos restituir la que vamos perdiendo por
el camino? Tal y como decíamos al principio, hay alimentos que son ricos
en espermidina como el queso curado, brócoli, setas o germen de trigo entre
otros. Para Frank Madeo, que lidera un importante grupo de trabajo en la
Universidad de Graz, en Austria, dedicado a investigar el envejecimiento
celular, es posible además estimular la síntesis de poliaminas en el
microbioma intestinal mediante la suplementación de prebióticos o
probióticos.[518]
Un último apunte sobre la autofagia. Las últimas investigaciones van
desvelando el importante papel que juega en la longevidad. En una revisión
reciente se ha podido demostrar que la actividad autofágica disminuye con
la edad, y que este hecho empeora las enfermedades asociadas al
envejecimiento como la neurodegeneración o el cáncer entre otras.[519] Una
de las mayores expertas mundiales en autofagia es la española Ana María
Cuervo, colega de Nir Barzilai en el Albert Einstein College de Nueva
York. Para ella «si trasladamos nuestras investigaciones realizadas en
modelos animales al hombre, el declive (de la autofagia) empezaría a los
cincuenta años en edad humana». Cuervo cree que la autofagia se activa
durante el sueño, y que otra forma de potenciarla sería espaciando lo más
posible los períodos de ingesta de alimentos,[520] lo que Valter Longo
proponía con su ayuno intermitente.
12.2.- LAS SOLUCIONES DE AUBREY DE
GREY PARA ESCAPAR DE LA SENESCENCIA
Por último, y una vez revisados los prometedores avances sobre
longevidad de medicamentos como la metformina o la rapamicina, o las
mutaciones genéticas del gen daf-2, adoptemos otro punto de vista
ligeramente más controvertido sobre la lucha contra el envejecimiento.
Aubrey de Grey, dada su formación en ingeniería, entiende el
envejecimiento como un conjunto de fallos en el mantenimiento de un
organismo. Con el paso del tiempo esa degradación debida a la entropía, se
torna en algo natural, una acumulación de daños tal y como decíamos que
ocurre con un coche viejo dejado a la intemperie que va oxidándose y
cayéndose a trozos hasta convertirse en una chatarra inservible. Propone por
lo tanto, en sus postulados reunidos bajo el epígrafe SENS (Strategies for
Engineered Negligible Senescence) que podría traducirse como «estrategias
para un envejecimiento insignificante», un enfoque más propio de la
ingeniería que de la medicina: la reparación de esos daños por diferentes
procedimientos. Para de Grey:

El envejecimiento no es algo inherentemente misterioso, más allá


de nuestra capacidad de entendimiento. No es una bomba de relojería;
es simplemente la acumulación de daños. El envejecimiento del
cuerpo, al igual que el de un coche o una casa, es un mero problema
de mantenimiento. Y, por supuesto, tenemos coches de 100 años y (¡al
menos en Europa!) edificios de 1 000 años que aún conservan su
funcionalidad tan bien como cuando se construyeron (…) el
precedente de los coches y las casas da motivos para un optimismo
cauto en el sentido de que el envejecimiento puede posponerse
indefinidamente mediante un mantenimiento frecuente y cuidadoso.
[521]

La palabra clave en esta reflexión de Aubrey de Grey es


indefinidamente.
Desde un punto de vista de la ingeniería puedes conservar una
maquinaria casi eternamente, siempre y cuando destines los recursos y el
tiempo suficiente a sus reparaciones. En algunos casos serán reparaciones
preventivas, como por ejemplo cambiar la correa de distribución de un
coche antes de que llegue a su vida útil y sufra una rotura. En otras
ocasiones, por muy cuidadosos que seamos con el mantenimiento, pueden
acaecer las averías por puro azar. Esta metáfora de las averías de los
automóviles que propone Aubrey de Grey sería trasladable a nuestros
cuerpos. Cuidarnos, pasar las revisiones oficiales del taller, prevenir los
daños antes de que aparezcan y solucionar las averías y los fallos orgánicos
nos aportan calidad de vida y longevidad. En este sentido, para de Grey el
envejecimiento es el resultado de distintos fallos mutuamente sinérgicos y
perjudiciales que tienen lugar en el cuerpo, fallos que se retroalimentan
entre ellos para acelerar un debilitamiento biológico progresivo. A medida
que esa escalada de fallos aumenta, todo el sistema se vuelve menos
resistente y más vulnerable a los ataques que, como un coágulo que se
dirige a una arteria coronaria, un virus de la gripe o una caída por la calle,
nos pondrán definitiva y fatalmente en riesgo. Todo este sumatorio de daños
lo que consigue es transformarnos en personas mucho más frágiles con el
paso del tiempo. Entonces llega un momento en el que nuestro organismo
ya no puede remontar un nuevo ataque y morimos. Los daños acumulados,
los fallos del sistema, la vulnerabilidad creciente se traducen en definitiva
en una inquietante época al final de nuestras vidas plagada de
padecimientos. ¿Cuáles son pues las soluciones propuestas por de Grey para
aumentar la velocidad de escape de esos padecimientos y alcanzar la
inmortalidad?; de Grey ha identificado siete causas del envejecimiento para
las que ha propuesto las correspondientes soluciones gracias a su estrategia
SENS. Para buena parte de la comunidad científica, sus soluciones no dejan
de ser argumentos de un charlatán con poca base empírica, confundiendo el
ingenuo deseo de vencer a la muerte con lo que realmente la ciencia médica
ofrece hoy en día. Con todo, hagamos un breve recorrido por su estrategia
antienvejecimiento.
Para los residuos que se acumulan dentro de nuestras células y que
sería el primer eslabón débil de la cadena, propone mejorar el sistema de
limpieza y eliminación de esos residuos. En segundo lugar estarían los
residuos del exterior de las células, que se conseguirían contrarrestar con la
estimulación del sistema inmunológico. Para los problemas ocasionados en
las mitocondrias, el tercer eslabón, se podrían inyectar en el núcleo celular
nuevos genes mitocondriales para evitar que las células senescentes
reduzcan su producción de energía. El cuarto problema, las proteínas mal
plegadas, se arreglaría con medicamentos que ayudaran a cortar los enlaces
entrecruzados. Para el quinto, la inactividad progresiva de las células, la
solución pasaría de nuevo por mejorar el sistema inmunológico para
suprimirlas, algo que ayudaría también con el sexto eslabón débil que sería
la sopa tóxica de las células senescentes que ha estudiado Judith Campisi.
El último problema, y que es el que plantea por el momento el reto más
complicado para de Grey, es el cáncer. De poco vale eliminar todas las
enfermedades de la vejez si no somos capaces de curar el cáncer, y esto es
algo que todavía está muy lejos de vislumbrarse puesto que la solución que
aporta a este problema es más propia de la ciencia ficción. Él habla de un
procedimiento llamado WILT (Whole-Body Interdiction of Lengthening of
Telomeres), es decir, eliminar la telomerasa tras someter al cuerpo a una
dosis brutal de quimioterapia que acabaría con las células madre nativas.
Sin telomerasa las células cancerígenas no pueden proliferar pero tampoco
se regeneran el resto de las células del organismo. A pesar de sus tesis, en
ocasiones muy al límite de la ciencia, no se puede negar que Aubrey de
Grey ha insuflado un aire nuevo, valiente e imaginativo a la gerontología,
abriéndonos la mente para acariciar, al menos con la imaginación, el sueño
de la inmortalidad.
12.3.- LA ESPERANZA DE LOGRARLO
Desde la ingenuidad de Brown-Séquard, hasta la audacia vehemente de
Aubrey de Grey, han transcurrido décadas en las que la investigación sobre
cómo frenar el envejecimiento ha logrado grandes avances, pudiendo
afirmar que nos encontramos hoy en día ante un horizonte esperanzador.
Las causas implicadas en el envejecimiento comienzan a ser parcialmente
desveladas, asumiendo como muy probable la secuencia temporal que se
inicia en la influencia de los genes y el ambiente en un organismo vivo. Los
hallmarks (las «marcas» como el acortamiento de los telómeros, la
proteostasis o la senescencia celular entre otras) serían el segundo eslabón,
que a su vez provoca con el tiempo una inflamación crónica y un
incremento de los factores de riesgo de enfermedades específicas.
Posteriormente, cuando la inflamación sostenida en el tiempo y los factores
de riesgo alcanzan lo que podríamos denominar una «masa crítica», hacen
su aparición las enfermedades crónicas del envejecimiento: diabetes,
enfermedades cardiovasculares, osteoartritis, sarcopenia, cáncer, alzhéimer,
glaucoma… acelerando la fragilidad, la vulnerabilidad y desembocando por
último en la muerte del organismo.
Existe en la actualidad un encendido debate sobre si el envejecimiento
es o no una enfermedad o más bien un factor de riesgo para múltiples
enfermedades, como son el infarto de miocardio, los accidentes
cerebrovasculares, el cáncer o la neurodegeneración entre otras muchas. Es
indudable que la edad es por sí misma un factor de riesgo, así por ejemplo,
aun eliminando todas las demás causas como el tabaco o el sedentarismo, el
riesgo de sufrir una enfermedad cardiovascular se duplica cada diez años
después de los cuarenta, simplemente por ir sumando años al calendario.
Una persona de setenta años, sana y completamente libre de patologías, no
podrá correr a la misma velocidad que una de veinte: el deterioro
progresivo tiene lugar sin que se padezcan enfermedades, solo por el
proceso intrínseco del envejecimiento.
Hace ya muchos años que se comenzó a debatir la idea de que el
envejecimiento, per se, es la verdadera causa de las enfermedades crónicas.
Utilizar el término «causa» en esta ecuación es controvertido, si bien vemos
que la edad es el principal factor de riesgo, la causalidad no ha podido ser
demostrada. En este sentido, muchos de los mecanismos moleculares y
bioquímicos implicados en el envejecimiento también están siendo
investigados por científicos, que hasta ahora se centraban solo en el estudio
de las enfermedades crónicas. La gerosciencia o geociencia es un nuevo
campo multidisciplinar que lo que plantea precisamente, a raíz de este
debate, es que el estudio de las enfermedades crónicas y del envejecimiento
confluyen en el mismo punto: las intervenciones que pueden retrasar el
envejecimiento retrasarían también la aparición de enfermedades crónicas.
Los doctores Felipe Sierra y Ronald Kohanski, director y subdirector
respectivamente de la División de Biología del Envejecimiento del National
Institute of Aging (NIA), en Maryland (Estados Unidos), impulsan desde el
año 2012 una estrategia global sobre la gerosciencia. Su objetivo es
estimular el interés y participación en la ciencia básica del envejecimiento,
organizando seminarios, talleres y cumbres. Este organismo especifica las
líneas maestras de esta nueva disciplina:

El progreso en la investigación del envejecimiento ha hecho


posible la aparición del campo de la geociencia, la intersección entre
la biología básica del envejecimiento y la enfermedad. Los objetivos
de la geociencia son comprender cómo el envejecimiento provoca
enfermedades y explotar ese conocimiento para retrasar la aparición y
progresión de patologías y discapacidades relacionadas con la edad.
Además, está bien establecido que algunas enfermedades pueden
acelerar la pérdida de la función y la resistencia normalmente
asociadas con el envejecimiento, lo que conduce a una susceptibilidad
temprana a la enfermedad. [522]

Sea como sea, y tal y como comenta Judith Campisi, la científica


pionera en el estudio de la senescencia celular, en un artículo publicado en
Nature en julio de 2019:

Estamos entrando en una era emocionante para la investigación


sobre el envejecimiento. Esta era es una promesa sin precedentes para
aumentar la salud humana: prevenir, retrasar o, en algunos casos,
revertir muchas de las patologías del envejecimiento basadas en
nuevos descubrimientos científicos. Si esta era promete aumentar la
vida útil máxima de los humanos sigue siendo una pregunta abierta.
[523]
13.- ¿Y SI EXISTIERAN LOS UNICORNIOS
ANTIAGING? EN LAS FRONTERAS DE LA
CIENCIA: EL EFECTO PLACEBO Y LAS
PROFECÍAS AUTOCUMPLIDAS

Si quieres ser viejo mucho tiempo, hazte viejo pronto.


C
icerón

Al principio de este libro hemos hablado de la experiencia de Ellen


Langer sobre aquellos ancianos que retrasaron el reloj al vivir como si
tuvieran veinte años menos. He utilizado a conciencia el término
«experiencia» y no «experimento», puesto que para la comunidad científica
lo que ocurrió en aquel monasterio reconvertido en cápsula del tiempo, no
cumpliría los rigurosos cánones de la investigación, al menos no al cien por
cien. Y sin duda hay que ser cuidadosos si queremos evaluar que una
determinada causa provoca un efecto y no otro, y que esto pueda replicarse
para que la evidencia científica dé su visto bueno. El campo del
envejecimiento se presta a caer en la tentación de traspasar las fronteras de
la ciencia para arrojarse a las brasas de la charlatanería y de las
pseudoterapias. Preservar la juventud y escapar de la muerte son temas
demasiado importantes para que muchos vean una oportunidad de jugar a
ser Dios… y de enriquecerse. Algunos advenedizos sin escrúpulos se
aprovecharán de la fe y del efervescente deseo de una ingente cantidad de
personas crédulas que están dispuestas a pagar una buena cantidad de
dinero por una nueva terapia revolucionaria que elimina las arrugas. Cremas
milagrosas a precio de oro, testículos de mono o cabezas congeladas para la
eternidad serían buenos ejemplos de esta categoría. Otros, científicos
convencidos, creen realmente en lo que dicen, no con la intención de
engañar a nadie sino porque su anhelo lo es todo para ellos. La velocidad de
escape de la senescencia de de Grey, la certeza de que ya ha nacido la
generación que será inmortal, o el superpoder del resveratrol son una
muestra de ese encendido anhelo que pretende el genuino cumplimiento de
un sueño.
Tal y como ocurre con el alzhéimer, que dada su compleja etiología
multifactorial puede compararse con un tejado con 36 agujeros distintos, el
envejecimiento también escapa al reduccionismo. A lo largo de estas
páginas ha quedado patente, con suficiente claridad, que nos enfrentamos a
una entidad inabarcable: envejecer depende de muchos factores, algunos
todavía desconocidos y bastantes aún no bien comprendidos. Y retrasar el
envejecimiento debería contemplarse como una tarea con zonas grises, una
tarea o una batalla si se quiere, que demanda toda nuestra imaginación,
creatividad y comprensión para barajar hasta aquellas hipótesis que bordeen
la frontera de la ciencia. El estudio TAME de Nir Barzilai para demostrar
que la metformina alarga la vida, los increíbles logros de los científicos
españoles Juan Carlos Izpisúa con los embriones sintéticos [524] y de María
Blasco con los telómeros, la dieta que imita el ayuno de Valter Longo, las
investigaciones de Judith Campisi con las células senescentes y de Cinthia
Kenyon con el gen daf-2… la lista de las personas que dedican su vida a
prolongar la vida y vencer a la muerte sería interminable. En esta lucha
encarnizada contra las enfermedades y el dolor que casi siempre conlleva la
vejez, no sería inteligente desdeñar aquellas iniciativas que no cuentan con
el impoluto marchamo de la evidencia científica; y no me refiero a
trasplantar de nuevo testículos de chimpancé para ver si hay suerte y en vez
de contagiarnos de una sífilis recuperamos el vigor perdido de la juventud.
No. Me refiero a que la creatividad y la imaginación aportarían soluciones
inesperadas a problemas complejos. No hablo tampoco de pseudociencias,
sino de que hay fenómenos que todavía no conocemos y que algunas
iniciativas que escapan a nuestra comprensión podrían, quien sabe,
funcionar. Los ancianos que presumiblemente rejuvenecieron al creer que
vivían con veinte años menos quizá realmente rejuvenecieron. Que fuera un
número pequeño de personas, que la experiencia no fuera replicada o que
no se hubiera hecho un análisis estadístico de los datos no significa que
todo sea un fraude o que tengamos que dudar de sus resultados. La vida nos
demuestra, una y otra vez, que hay sucesos inexplicables y que sería
conveniente tener la mente abierta para explorar todas las posibilidades. En
otra parte de este libro hemos analizado cómo en principio, hechos
inesperados como algunos rasgos de personalidad, el amor o tener un ikigai
alargan la vida. Ahora vamos a ir un poco más allá; veamos qué hay al otro
lado de las fronteras de la ciencia y si realmente podemos tapar algunos
agujeros del tejado.
El doctor Robert S. Bobrow, en su curioso libro El médico perplejo,
nos habla de un caso documentado por Clifton K. Meador en «Hex Death:
Vodoo Magic o Persuasion».[525] En 1938, un hombre negro que llevaba
enfermo varias semanas fue hospitalizado, y a pesar de la alimentación
asistida y de que la analítica era normal, continuó perdiendo peso y
entrando finalmente en un estado de semiestupor. La mujer del paciente le
contó al médico que, unos meses atrás, su marido mantuvo una discusión
con un sacerdote de vudú. El sacerdote le agitó delante de la cara un frasco
con un líquido hediondo anunciándole que le había «hecho vudú». Le
obligó a guardar silencio o la maldición alcanzaría también a sus familiares.
El hombre regresó a casa aterrorizado y empezó a enfermar. Entonces, para
curarlo, el médico ideó el siguiente plan. La familia se reunió junto a la
cama del enfermo y le dijo que el médico se había enfrentado al sacerdote
de vudú y había conseguido que este le confesara que el frasco maloliente
tenía un huevo de lagarto, del que había nacido en el estómago del paciente
una cría que lo estaba devorando vivo por dentro y que el médico le iba a
librar de la maldición. La enfermera le inyectó un emético y cuando vomitó,
y sin que se diera cuenta, el médico echó en la palangana del vómito un
lagarto verde que tenía escondido en su maletín. Después se lo enseñó al
paciente al tiempo que le decía «ya está curado». El hombre se mareó y
cayó en un sueño profundo, despertando al día siguiente muy animado y
con buen apetito. En unos días le dieron el alta.
La relación entre la mente y el cuerpo nos enseña, en casos como este,
que las conexiones entre ambas entidades son íntimas, complementarias y
recíprocas. El efecto placebo es también un terreno abonado para que
reflexionemos, hasta qué punto, la mente influye en el cuerpo y cómo
nuestras creencias y actitudes podrían convertirse en un aliado para retrasar
el envejecimiento. Que una sustancia inocua produzca efectos en el
organismo implica que el ingrediente verdaderamente activo es la
psicología, nuestra respuesta ante esa sustancia; lo podemos llamar fe,
esperanza o la capacidad de persuasión de quien nos administra una píldora
de azúcar haciéndonos creer que se trata de un potente medicamento.
La periodista científica y escritora Jo Marchant explora a fondo el
efecto placebo en su libro Cúrate y describe fenómenos atribuibles al efecto
placebo realmente asombrosos. Con todo, la autora también contempla y
analiza sus límites:

Un placebo puede ayudar a un paciente con fibrosis quística a que


respire un poco mejor, pero no va a producir la proteína que le falta y
que necesitan sus pulmones, del mismo modo que a un amputado no le
va a crecer una pierna nueva. Un placebo no puede sustituir la dosis
de insulina que necesita alguien que padece diabetes de tipo 1. [526]

También Marchant nos dice que el efecto placebo puede ser


especialmente intenso en los trastornos psiquiátricos como la depresión, la
ansiedad y las adicciones. Y aquí podríamos empezar a fantasear que si con
bastante frecuencia en la base de una depresión, y por supuesto en las
adicciones, interactúa la dopamina, el efecto placebo tendría algo que decir
con respecto a este neurotransmisor.
Fabrizio Benedetti es un investigador que empezó a estudiar el efecto
placebo en la Universidad de Turín, Italia, en los años noventa. Entre sus
muchos descubrimientos en el campo de los efectos placebo y nocebo (lo
opuesto del placebo, provocar un malestar administrando un compuesto
inerte), ha demostrado que un tratamiento con placebo administrado a los
enfermos de párkinson, induce una liberación de dopamina en el cuerpo
estriado y cambia la actividad de las neuronas en los núcleos talámico y
subtalámico. A pesar de las limitaciones que el propio Benedetti reconoce,
como por ejemplo la necesidad de un tratamiento previo con apomorfina
para el párkinson para que el placebo sea efectivo, se abre un escenario
prometedor sobre cómo modificar nuestros neurotransmisores a través de
mecanismos psicológicos como es el propio efecto placebo.[527]
Cuando hemos hablado de las actitudes ante el envejecimiento, hemos
revisado alguna de las investigaciones de Becca Levy, que ha explorado a
fondo cómo lo que hacemos y lo que pensamos repercute en la manera de
envejecer. Recordemos por ejemplo aquel estudio sobre una residencia
geriátrica en la que a los residentes de un piso, a quienes se les habían
encomendado diferentes tareas como cuidar una planta o que podían tomar
iniciativas sobre su vida, vivían más años que los de otro piso que no lo
hacían. Recordemos también las investigaciones sobre los hombres casados
con mujeres más jóvenes que disfrutaban de una mayor esperanza de vida.
Nuestras percepciones sobre nosotros mismos y sobre el hecho de envejecer
podrían ser más decisivas de lo que parece a primera vista; sentirse viejo,
asumir el rol de anciano, resignarse a que la edad conlleva limitaciones
obligatoriamente y pensar que dejar atrás la juventud implica una serie de
renuncias dolorosas, son armas arrojadizas que se convertirán en profecías
autocumplidas. La edad autopercibida influye en la salud y en los años que
viviremos. Si una persona se ve más joven de lo que es en realidad vivirá
más. Esto, que parece increíble, es lo que se desprende de una investigación
titulada Sentirse viejo frente a ser viejo: asociaciones entre la edad
autopercibida y la mortalidad y que se publicó en 2015 en JAMA.[528] A 6
489 personas mayores de 52 años se les evaluó la edad autopercibida
comparándola con su edad cronológica real, realizando un seguimiento de
99 meses para medir la mortalidad. Esa edad autopercibida predijo la
mortalidad por todas las causas y la mortalidad cardiovascular durante los
siguientes ocho años. Aunque la salud basal, la discapacidad física y el
comportamiento saludable o no explicaron parte de la asociación, después
de ajustar todas las variables, persistió un 41 % más de riesgo de mortalidad
en personas que se sentían más mayores que su edad real en comparación
con los que se sentían más jóvenes que su edad real.
¿Hasta qué punto nos afectan los estereotipos de la vejez? Es posible
que nos dejemos arrastrar por una especie de sugestión masiva, y que al ir
cumpliendo años nos vayamos comportando como se supone que tenemos
que hacerlo en función de los años cumplidos. Ya hemos visto que bajo el
efecto placebo existe una evidencia científica: nuestras creencias y
pensamientos influyen en nuestro cuerpo; es comprensible y lógico
considerar que, esos mismos pensamientos y creencias, pueden hacernos
envejecer antes de tiempo.
Antonio Terracciano, psicólogo y gerontólogo de la Facultad de
Medicina de la Universidad Estatal de Florida, en Estados Unidos, ha
estudiado de qué forma correlaciona la edad percibida con ciertos
marcadores fisiológicos como la fuerza de agarre, la velocidad de marcha,
la capacidad pulmonar o incluso la cantidad de proteína C reactiva, un
indicador de la inflamación. Terracciano y sus colaboradores analizaron los
datos de una muestra de 5 748 personas de más de 65 años, comprobando
que los que se sentían más mayores que su edad cronológica tenían más
probabilidades de desarrollar deficiencias cognitivas e incluso demencia.
[529]Pero como afirma el escritor y periodista Anil Ananthaswamy, este tipo
de estudios podrían encerrar alguna contradicción. Por ejemplo, es posible
que las personas físicamente activas, que tienen una velocidad más alta al
caminar, mejor capacidad pulmonar y niveles en la sangre de proteína C
reactiva más bajos se sientan naturalmente más jóvenes. Entonces ¿cómo se
puede establecer que es nuestra edad subjetiva lo que influye en la
fisiología y no al revés? [530] Para intentar resolver este dilema, Yanick
Stephan y sus colaboradores de la Universidad de Grenoble, en Francia,
idearon el siguiente experimento: reclutaron a 49 personas de entre 52 y 91
años y los dividieron en dos grupos, preguntándoles a todos la edad
subjetiva y midiendo la fuerza de agarre para establecer una línea base. Al
primer grupo le dijeron que lo habían hecho mejor que el 80 % de las
personas de su edad, mientras que al otro grupo no le dieron ninguna
información. Después, ambos grupos fueron evaluados de nuevo para
determinar su fuerza de agarre, preguntando una vez más por su edad
subjetiva. Las personas del primer grupo dijeron sentirse más jóvenes que
su edad subjetiva basal, además aumentaron su fuerza de agarre.[531]
Aunque estas correlaciones no deben extrapolarse para afirmar que el hecho
de sentirse joven implica disfrutar de una mejor salud, es un dato más que
nos afianza en la idea de que lo que pensamos y sentimos influye en cómo
funciona nuestro organismo.
Y puede que nuestras actitudes y sentimientos no influyan solo en
nuestro bienestar personal o en la posibilidad de enfermar, es muy probable
que repercutan también en nuestra esperanza de vida. Recordemos aquel
experimento de Becca Levy sobre la interacción entre personalidad y
longevidad: aquellos que percibían el envejecimiento de una forma más
positiva, vivieron siete años y medio más de media que aquellos con una
visión negativa.[532] A este respecto, Ellen Langer opina que «adoptar
simplemente una actitud positiva constituye una diferencia mucho mayor
que cualquier descenso de la presión sanguínea o la reducción del
colesterol, que normalmente mejora la expectativa de vida en cerca de
cuatro años más».[533]
En el capítulo sobre los rasgos de personalidad hemos analizado cómo
el optimismo redunda en una mayor longevidad. Recordemos también a
Martin Seligman, que propuso que la indefensión aprendida era una de las
hipótesis explicativas de la depresión y que estudió el efecto de las
experiencias de éxito en los niños. El propio Seligman, junto a Christopher
Peterson y George Vaillant, revisaron unos cuestionarios con afirmaciones
que habían hecho un grupo de personas de la Universidad de Harvard,
Estados Unidos, en 1949. Caracterizaron a cada persona dependiendo de si
desplegaban un estilo optimista o pesimista a la hora de enfocar los
acontecimientos de su vida. Tras hacer un seguimiento de sus historiales
médicos durante 35 años, Seligman y sus colegas descubrieron que aunque
su salud fue similar hasta los 45 años, los que tenían un estilo pesimista
sufrieron un mayor deterioro entre los 45 y los 60 años.[534]
A la luz de todos estos datos y de estas investigaciones podríamos
decir aquello de «ten cuidado con lo que deseas porque podría hacerse
realidad». Los deseos pueden materializarse, no por una esotérica e
improbable ley de la atracción, sino porque deseos, actitudes, creencias y
pensamientos interactúan con hormonas, neurotransmisores, presión
sanguínea o colesterol entre otros muchos biomarcadores. El estrés
sostenido e intenso puede acortar nuestros telómeros, y las monjas que
describen sus vivencias con un estilo optimista y positivo están más
protegidas ante el alzhéimer. Si creemos que somos viejos, nos
comportamos como viejos, renunciamos a la parte del pastel que se disfruta
en la juventud y nos centramos en maximizar los achaques y déficits de la
edad, atraeremos a lo más oscuro y deprimente de la vejez hasta nuestro
corazón. Si nos empeñamos en envejecer, conseguiremos que la profecía se
cumpla y más pronto que tarde echaremos mano del andador que teníamos
ya preparado para darnos un paseo por el infierno; y luego esperaremos
sentados y resignados a que la muerte nos lleve y nos libere de tanto
sufrimiento. Pero si utilizamos la psicología a nuestro favor, como un arma
más de nuestro arsenal, podremos retrasar el envejecimiento hasta extremos
insospechados. Mantener la dopamina a salvo es fundamental para lograr el
objetivo de prolongar la juventud. Y a todas las estrategias para la
longevidad que hemos revisado a lo largo de estas páginas, hay que añadir
el poder del amor y del enamoramiento, el deseo vehemente de continuar
siendo jóvenes actuando en consecuencia y la vigilancia de nuestras
creencias, estereotipos y actitudes ante el envejecimiento, modificándolas
cuando seamos conscientes de que estamos siendo innecesariamente
negativos y pesimistas.
EPÍLOGO: UN PARPADEO FUGAZ

Envejecemos. Aunque no lo queramos pagamos ese peaje por estar


vivos, respirar y buscar la felicidad. Tratamos de escapar veloces, pero
como en los malos sueños, cuanto más deprisa corremos y más nos
queremos alejar, más cercano notamos el aliento de ese inquietante
perseguidor que es la vejez. Sabemos que está ahí y que convive con
nosotros como un compañero de viaje indeseable. Estamos en nuestro
amplio, acogedor e iluminado salón del presente sin querer saber nada de
ese cuerpo que, inevitablemente algún día, arrumbado en el trastero del
sótano de nuestra conciencia se estropeará lentamente. A veces nos
enfrentamos cara a cara con una fotografía de nuestra lejana juventud.
Constatamos en décimas de segundo los estragos del tiempo, hacemos al
instante un recuento de bajas tras la batalla, una batalla que es más una
masacre en la que no se hacen prisioneros y que nos obligará a firmar las
amargas capitulaciones de la rendición final. Ojeamos las noticias del día
en el periódico y leemos obituarios de personas famosas, nos conmovemos
un instante con el recuerdo de su vida y luego pasamos página para llegar
a la sección de deportes. O vemos en la televisión a un actor o a una actriz
que representaron la belleza sublime de la juventud, personas que hacía
tiempo que no sabíamos nada de ellas y de pronto reaparecen en la
pantalla arrasadas por la vejez, casi irreconocibles en su deterioro; no
podemos evitar entonces un sentimiento de pena y de nostalgia por los años
de vino y rosas extraviados en el naufragio de su otoño crepuscular. Resulta
muy triste observar ese deterioro. Y lo que es más deprimente, incluso
angustioso, es saber que algo muy parecido nos ocurrirá a nosotros, por
eso es mejor añadir otro candado más al trastero del sótano y mirar a
través del gran ventanal feliz de nuestro salón sin mañana. Los cambios del
día a día son imperceptibles y nos pasan desapercibidos. Es como si el
espejo nos devolviera todos los días el mismo rostro congelado en el
tiempo, como si estuviéramos frente a la máscara de un faraón egipcio
inalterable con el correr de los siglos. Y luego está la memoria, que con su
magia todavía no bien conocida, nos engaña trayéndonos recuerdos de
hace muchos años que parece que ocurrieron ayer. Qué gran misterio
encierra pues la memoria. La robustez o la tenacidad de una sinapsis
química nos permite revivir aquel momento de la infancia: cuando el mar
lamía por primera vez nuestros pequeños pies y reíamos asombrados por el
hallazgo de ese frescor salado. ¿Dónde están alojadas esas vivencias
antiguas? ¿Cómo es posible que hayan transcurrido setenta años y
podamos sentir todavía el agua alrededor de nuestros tobillos? La memoria
contribuye entonces a la incredulidad ante nuestra propia decrepitud, al
espejismo de creer que el número de amaneceres y de puestas de sol
disponibles son eternas. Nos acordamos de algo que hicimos décadas atrás
pero nos hacemos mayores y ya no podemos recordar lo que hemos
desayunado tan solo unas horas antes. La memoria nos lo hace todo más
cruel.
Le plantamos cara al enemigo mientras la ilusión de que podamos
combatirle se mantenga intacta. Nos sometemos a tratamientos antiaging y
tomamos antioxidantes con la secreta esperanza de mantenernos a flote
ante los embates de la vejez. Nos negamos a aceptarlo hasta que un día lo
evidente se impone de manera descarnada en cualquiera de sus
manifestaciones: alzhéimer, artrosis, diabetes, ateroesclerosis… la lista es
interminable... entonces dejamos de luchar, nos agarramos con manos
temblorosas al andador y permitimos que el apagón emocional sople la
llama que ya titila débilmente a punto de consumirse. Frente al desolador
escenario de nuestros días grises nos cobijamos en la nostalgia amable de
una película de vídeo: nuestros hijos gateando y nosotros sonriendo a su
lado en pantalón corto. Qué difícil resulta, viendo esas escenas del pasado,
no dejarse llevar por la tristeza y por el decepcionante argumento de
sentirse estafado porque nuestra existencia ha sido breve, demasiado breve.
No queremos irnos de la Tierra. Somos como esos invitados que, aunque la
fiesta ya ha terminado hace horas, no se retiran y se van a su casa.
Permanecemos ahí a pesar de que la fiesta de la vida carezca ya de música,
bailes y camareros sirviendo exóticos cocktails. La vida es apenas un
parpadeo luminoso, un chasquido de los dedos, y una vez que morimos tal
vez solo nos esté esperando la oscuridad eterna. Qué expectativa más
terrible y más desgarradora. Es comprensible por tanto que soportemos
estoicamente innumerables sufrimientos al final de los días, entregarnos a
la promesa de la resurrección, aferrarnos con uñas y dientes a la vida a
pesar del dolor y la indignidad del deterioro y de las enfermedades
degenerativas; no queremos irnos de esa fiesta aunque el alzhéimer nos
desvista de todo lo que nos hacía humanos y nos transforme en un vegetal.
Tenemos por lo tanto el deber moral de exprimir hasta la última gota de ese
parpadeo fugaz. No podemos dejarnos llevar por el abandono o por la pena
de hacernos mayores, ni desperdiciar el milagro que supone estar vivos.
Hemos de evitar a toda costa que llegue ese momento en el que, postrados
en una silla de ruedas y con la mirada perdida, nos preguntemos qué ha
sido de nuestra vida, por qué pasó tan rápido todo, y nos arrepintamos
entonces de no habernos esforzado para prolongar la salud hasta el final.
Qué extraño resulta nuestro comportamiento a la hora de observar los
primeros indicios de la vejez, o al contemplar esa misma vejez en los otros.
Hay muy pocos temas, por no decir ninguno, que hayan preocupado tanto a
la humanidad como encontrar la fuente de la eterna juventud o posponer la
llegada de la muerte, que en el fondo son ramas de un mismo tronco. Cada
una de las personas que ha transitado por nuestro planeta desde los
albores de la vida, ha sentido en algún momento la necesidad de
trascender. No podría ser de otra manera: la capacidad cerebral que nos
proporciona la conciencia de reflexionar sobre nuestro devenir, el paso del
tiempo y la inevitable desaparición última, hace que intentemos por todos
los medios lo que esté en nuestra mano para cambiarlo todo. En la infancia
de la humanidad, los intentos eran ingenuos, como aquellos experimentos
del cirujano ruso Serge Voronoff trasplantando los testículos de un mono a
un hombre adinerado para recuperar la vitalidad. La angustia por
desaparecer y la obsesión por preservar la juventud llenaba lienzos como el
de Lucas Cranach el viejo, con figuras encorvadas y castigadas por la edad
sumergiéndose en un estanque con el preciado elixir, para emerger en la
otra orilla con los cuerpos milagrosamente rejuvenecidos, plenos de
lozanía y frescura. La literatura y el cine han ilustrado los mismos mitos
con personajes como el Conde Drácula o Dorian Grey. Ahora que la
humanidad ha alcanzado la madurez y la ciencia y la tecnología han
avanzado enormemente, se reaviva la posibilidad de vencer al
envejecimiento y a la muerte. Ahora que somos capaces de trasplantar un
corazón, viajar a la luna y jugar a nuestro antojo con las partículas
subatómicas, creemos con osadía que ya tocamos con la punta de los dedos
el sueño que desde hace milenios ha poblado el inconsciente colectivo de
toda la humanidad. ¿Cómo es posible que nos resulte inalcanzable detener
ese proceso que nos acaba matando lentamente? ¿Será cierto que todos,
uno detrás de otro, estamos condenados a seguir el mismo camino de los
que nos han precedido? ¿Que toda nuestra ciencia y nuestro dominio de la
materia y la medicina no sirven para hacer realidad el deseo más antiguo,
universal y genuino de ser eternamente jóvenes? Decía Arthur C. Clarke
que «cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la
magia». Transitamos por la frontera de esa casi magia que no llega, a
pesar de que podemos clonar seres vivos, utilizar células madre y
desentrañar el libro de la vida que es nuestro genoma. A cambio, frente a
nosotros, impasible e insultantemente poderosa, está la frontera de los 122
años que nadie puede cruzar.
Todos sabemos que tarde o temprano llegaremos a ese deterioro,
asumiendo con humildad que el enemigo que tenemos enfrente es
invencible. Es curioso cómo miramos para otro lado cuando la marea
comienza a arrastrarnos mar adentro. Nos resignamos, ¿qué otra cosa
podemos hacer?, ¿no es acaso la actitud más sabia? Para aquellas
personas que eluden la realidad, aproximarse a los primeros signos de la
vejez se parece demasiado a estar en la oscuridad de una sala de cine
viendo una película de terror. Les da miedo lo que aparece en la pantalla,
les asusta, incluso cierran los ojos pensando que así lo que está sucediendo
no existe. Es un pánico fingido; en el fondo, resguardados en la comodidad
de su butaca y saboreando las palomitas, creen que esa proyección en
tecnicolor es una ilusión, como si no fuera con ellos, algo ajeno que les
ocurre a los actores; en una escena se rompen la cadera, en otra se les
caen los dientes, y un poco más avanzado el metraje de la película, al
protagonista se le olvida hasta su nombre y la actriz principal tiene
pérdidas de orina. Cuando se encienden las luces de la sala, se ponen en
pie sacudiéndose las palomitas del regazo y salen a la calle. Regresan al
mundo de las luces de neón, de las grandes emociones, de la realidad más
palpitante. Aún están ágiles y pueden bajar con rapidez las escaleras del
cine, ni siquiera necesitan una agenda porque la memoria almacena con
facilidad la información más relevante del día a día. Hasta harán el amor
al llegar a casa, mientras, eso sí, sus retinas atenúan segundo a segundo
hasta borrarlos, los fotogramas de esa película de terror. Pero qué
equivocados están… son ellos los que algún día estarán al otro lado de la
pantalla, ellos son esos actores y actrices a los que les pasarán todas esas
cosas que se empeñan en negar.
Empezamos a envejecer cuando nacemos. Pasamos de la infancia a la
juventud instalándonos en lo que parece un eterno paseo por el rebosante y
casi obsceno paraíso de la vitalidad. Estudiamos, trabajamos, sufrimos los
avatares del amor, nos casamos, emprendemos proyectos ilusionantes y
tenemos hijos. Pasa el tiempo y esos niños pequeños que nos exigían
atención constante y una frustrante sucesión de renuncias, crecen y
empiezan a alejarse de nosotros. Recuperamos el timón y percibimos cómo
los sentimientos y aquellas pasiones juveniles se atemperan y gradualmente
van debilitándose. Nos enfrentamos a pérdidas, enfermedades, sorpresas,
acontecimientos llenos de júbilo. Y en un recodo del camino nos detenemos
un momento y súbitamente somos conscientes de que estamos envejeciendo.
Ese proceso que comenzó nada más venir a este mundo toma forma y se
hace patente. No es un momento concreto en el que nos miremos al espejo,
prestando atención a las canas y a las patas de gallo. No es darse cuenta de
que ya no tenemos la misma energía o que nos cuesta recuperarnos de una
noche de excesos. No. Se trata más bien de una especie de intuición, de un
mensaje cifrado que nuestro cuerpo está emitiendo y que empezamos a ser
capaces de descodificar. O como si prestáramos atención a ese ruido de
fondo que cada día que pasa suena más fuerte y está más próximo a
nosotros. Puede ser ese momento, como decía García Márquez, en el que
nos damos cuenta de que nos empezamos a parecer a nuestro padre. O
cuando sentimos que nos crujen las articulaciones al despertarnos por la
mañana. O cuando dejamos de jugar y de amar. En cualquier caso, de
manera más o menos sutil, esa intuición, esa percepción nos llegará a todos
en un momento de nuestras vidas. A partir de aquí podemos hacer dos
cosas: luchar con todas nuestras fuerzas o dejarnos arrastrar por esa
resaca que nos apartará poco a poco de la orilla segura y nos llevará mar
adentro. En este segundo caso, esa fuerte y traicionera corriente nos
empujará metro a metro entre las olas: puede que cuando nos queramos
dar cuenta y empecemos a nadar para regresar a la orilla sea ya
demasiado tarde; iremos directos a alta mar, tendremos diabetes,
cardiopatías, artrosis o déficits cognitivos. Comenzaremos a patalear
asustados al ver que ya no hacemos pie y que esa masa de agua helada y
oscura tira de nosotros cada vez con más fuerza. Nos caemos por la calle,
nos diagnostican una enfermedad degenerativa, nos encorvamos y nos
deprimimos en medio de la soledad. Tenemos que utilizar un andador y
luego una silla de ruedas. Vemos a lo lejos la costa añorada, los años
perdidos de nuestra juventud teñidos de nostalgia. Tratamos de bracear
desesperados y tragamos agua salada sin que podamos evitarlo. Cerca de
la orilla observamos a aquellos amigos que decidieron nadar
contracorriente y que todavía, aunque tienen nuestra misma edad, flotan
alegremente con sus manguitos confeccionados con el optimismo, la dieta,
el ejercicio físico y la anticipación a esa resaca que a nosotros nos está
engullendo y devorando minuto a minuto. Viendo cómo esas personas que
decidieron cuidarse sonríen mecidos por el oleaje, intentamos dar marcha
atrás en el tiempo y nos arrepentimos de tantas cosas, de tantas malas
decisiones… pero ya es demasiado tarde, ya no podemos retrasar el reloj y
mucho menos detenerlo. Tendremos por delante años de sufrimiento,
padecimientos y enfermedad. Antes de ahogarnos miraremos a la lejana
orilla llena de vida y de niños que hacen hoyos en la arena y juegan con sus
cubitos, lamentándonos por no haber puesto remedio cuando todavía
estábamos a tiempo.
El cine, en algunas ocasiones, contempla la vejez de manera inusual y
sorprendente, con esa libertad que solo puede nacer de la creatividad y de
la ausencia de realidad. Hay películas que nos muestran la crueldad de la
pérdida de la juventud, el infructuoso esfuerzo por intentar girar en el
sentido contrario las manecillas del reloj. Es lo que ocurre en Muerte en
Venecia, donde Luchino Visconti plasma el horror de la agonía postrera de
Dirk Bogarde ante la belleza inalcanzable del paraíso perdido de la
juventud: enfermo y en el tramo final de su vida, decide someterse a un
último canto del cisne narcisista y coqueto, se tiñe el cabello y el bigote, se
maquilla, se viste con un impecable traje blanco y se coloca una flor en el
ojal. Se siente de nuevo lleno de vida, ilusionado ante la perspectiva de
volver a encontrarse con el joven del que se ha enamorado, y acude a la
playa decadente de Venecia para verle. Sentado en una hamaca le divisa a
lo lejos, más allá de las olas que rompen ondulantes y suaves en la orilla.
Alarga el brazo para saludarlo, pero es demasiado tarde, está herido de
muerte y su existencia se apaga. Tadzio señala al infinito con una mano en
la cadera en un bello escorzo y el pobre anciano trata de incorporarse,
pero las fuerzas le abandonan y muere postrado en esa hamaca mientras
los goterones negros del tinte se deslizan por su frente y por sus mejillas
artificialmente sonrosadas. Qué metáfora más cruel y más acertada: nos
rebelamos ante la vejez y queremos recuperar sea como sea esa juventud
perdida, dar esquinazo a las enfermedades, enamorarnos de nuevo… pero
inválidos contemplamos a lo lejos la verdadera belleza de la juventud
genuina e inalcanzable.
De nosotros depende luchar para evitar ser arrastrados por la
marea. Está en nuestras manos barajar de nuevo las cartas de la vida y
cambiar el destino, permanecer en la fiesta con las luces encendidas
bailando en plenitud de facultades hasta el amanecer. Si jugamos bien esas
cartas, con el comodín de la dopamina, el ejercicio, la motivación, el ikigai,
la actividad física, la actitud positiva y todo lo que hemos visto a lo largo
de estas páginas, podremos doblar la apuesta y optar a la recompensa de
una vida larga, feliz y libre de sufrimientos y enfermedades. No, el destino
no es ver a Tadzio a lo lejos: esa juventud añorada espejeando en el
horizonte. Rebelémonos para conservar la juventud en nuestros corazones
hasta el último aliento, hasta el final de todo.

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[13] Ley empírica formulada en 1965 por uno de los fundadores de la empresa Intel.
Básicamente postulaba que el número de transistores por unidad de superficie en los circuitos
integrales se duplicaría cada año.
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[16] En Revertir el envejecimiento, de la editorial Natural Ediciones, aparece como autor
Thomas Stanford, un nombre ficticio pero sin duda con más tirón comercial que el del verdadero
autor: Adolfo Pérez Agustí, que tiene publicado un libro prácticamente idéntico.
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[22] El Método Kominski, 2ª temporada, episodio 1, creada por Chuck Lorre y producida por
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[26] Ver por ejemplo el artículo de Manuel Ansede en El País, 11 de abril de 2019.
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[37] En el artículo de El Mundo (10 de septiembre de 2018) “No hay que buscar el gen que nos
hace listos”, firmado por Mar de Miguel, que entrevista a Víctor Borrell y Adrián Cárdenas, se
describe esta excelente metáfora para introducir de manera pedagógica la inmensa complejidad del
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https://inmunoensayos.blogs.upv.es/2020/03/24/la-tormenta-de-citocinas-y-su-
implicacion-en-la-patogenia-del-virus-de-la-gripe-a-y-del-covid-19/
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Agradecimientos

Gracias a Fernando Martínez González, Víctor Rodríguez Llorente y Ana


Fernández González que revisaron el manuscrito e hicieron aportaciones
muy valiosas para mejorarlo. Gracias también a Olga Santos Montiel,
Oswaldo Báez Acosta, Joseba Urrutia Llorente, Carmen Manso González y
Javier Álvarez González por sus sugerencias y sus palabras de aliento en
diferentes momentos de esta larga travesía. También quiero agradecer a mis
hijos Nuria Y Nicolás la paciencia que tuvieron por mi dedicación
absorbente a esta tarea que parecía no terminar nunca. Mi agradecimiento
también a Pablo San Román Muñoz, a mis hermanos Vicente y Beatriz y a
mi madre por insuflarme el ánimo y la confianza suficiente para llegar a la
meta. Gracias también a Marisa Rodríguez Alzola por su maravillosa
portada y por el ingrato trabajo de maquetar el manuscrito para que todo
estuviera en perfecto orden. Y por último, gracias también a mi beagle
Dexter que me acompañó durante las horas de escritura y los paseos en
busca de inspiración.
Acerca del autor
Eduardo Pérez Mulet

Valladolid, 1964. Licenciado en Psicología por la Universidad de


Salamanca y Máster en Psicología Clínica por el Centro de Investigación y
Terapia de Conducta (CINTECO) de Madrid. Desde 1996 es responsable
del Plan de Prevención de Adicciones de la Diputación de Valladolid. Autor
de las novelas En el jardín japonés y No sexo, ambas publicadas por la
editorial Cuadernos de Langre, y coautor junto a Gustavo Martin Garzo y
otros de Animales: 20 relatos íntimos.

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