Santiago Guervós Nietzsche y La Expresión Vital de La Danza
Santiago Guervós Nietzsche y La Expresión Vital de La Danza
Santiago Guervós Nietzsche y La Expresión Vital de La Danza
Parte I
No sería muy arriesgado afirmar que Nietzsche parece que utiliza la danza como
criterio estético para evaluar las formas culturales y artísticas auténticas. Wagner, por
ejemplo, es un músico que no sabe danzar, solo sabe “nadar”; los alemanes, los
moralistas tampoco danzan, porque han sido picados por la tarántula, han quedado
paralizados al inocularles el veneno de la igualdad, de la venganza. Todos ellos están
poseídos por el “espíritu de la pesadez” que les arrastra hasta lo profundo y les impide
elevarse y trascender por encima de sí mismo, porque están sometidos al imperativo del
“tu debes” y al abismo vertiginoso del nihilismo. “Mi Alfa y mi Omega es que todo lo
que es pesado y grave llegue a ser ligero; todo lo que es cuerpo, bailarín; todo lo que es
espíritu, pájaro”. Lo grave y lo pesado ha de ser superado por la ligereza de la danza,
por eso a la hora de establecer criterios de valor Nietzsche señala que “nuestra primera
cuestión sobre el valor de un libro, de un ser humano o de una composición musical es:
¿pueden ellos andar? Incluso más ¿pueden ellos bailar?”.
Y es que para Nietzsche el bailarín es el que sabe escuchar a su cuerpo, el que sabe ser a
la vez de la tierra y del cielo, el que conoce la embriaguez y el éxtasis, el que sabe
convertirse en un intempestivo, el que transfigura su fuerza y poder en gracia. O si no,
¿quién es aquel que expresa mejor la alegría y la “gran salud”, quién es el que mejor
sabe reír y el que festeja mejor la vida, sino el bailarín? Lejos de ser un arte poco
riguroso y evanescente, la danza necesita de las leyes más elementales de la física, de la
fisiología y de la anatomía del cuerpo humano. Como disciplina es de lo más exigente y
rigurosa, puesto que se danza siempre “encadenado”, pero al mismo tiempo representa
de un modo más excelente que otras artes el libre juego de sus elementos, acompasado
con esfuerzos de los que no es posible evadirse. Esa serie de movimientos y gestos, cada
uno de los cuales no puede ser aislado, forman juntos una expresión continua, mucho
mayor que la suma de sus partes. En la danza los símbolos no solamente se representan,
como sucede en el arte plástico, espacialmente, armónicamente, sino que lo espacial y lo
temporal (ritmo) se integran.
Ahora bien, se pueden distinguir en Nietzsche una serie de niveles en torno a los cuales
articula el sentido estético de la danza y su valor transformativo. En un primer nivel, y
siguiendo las pautas de su primera estética, la danza forma, junto con la música y el
poema, la tríada fundamental de expresión de la estética dionsíaca; en el fondo es el
cuerpo el que se eleva con la danza a un lugar privilegiado. Un segundo nivel, tiene un
perfil más alegórico y metafórico, al poner la danza en relación con el pensamiento y el
lenguaje. Y por último podemos señalar un tercer nivel en el que la danza constituye el
modo de expresión por excelencia de Zaratustra y esa forma artística remite a su
doctrina fundamental.
Los griegos sabían que la música debe hablar al cuerpo, que le responde danzando,
dando alas a los pensamientos y al espíritu, como da alas al bailarín y lo entrena en sus
movimientos. Es a la vez, por lo tanto, estimulante y liberación, hace al filósofo
fecundo, como convierte al bailarín en inspirado. Nacida del pathos, debe abrazar las
pasiones, viva o lenta. En una palabra, la música, como la danza, debe ser la expresión
de la vida, de la fidelidad a la tierra tan querida de Zaratustra, porque es el “retorno a la
naturaleza, a la santidad, a la alegría, a lo juvenil, a la verdadera virtud”. Así pues, la
danza utiliza todo el cuerpo como vehículo de expresión y devuelve al concepto de
música su dimensión corporal, su ámbito más originario. Esa especie lenguaje
metasemántico comprende toda la “simbología del cuerpo”, la “mímica total de la danza
que mueve rítmicamente todos los miembros”, hace que todas las fuerzas simbólicas se
desencadenen”. “Ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente; es
necesario un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo corporal entero, no
sólo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino el gesto pleno del baile, que
mueve rítmicamente todos los miembros”. Por eso, el griego no ve en la danza un
simple gesto, sino la forma más expresiva de decir “sí” a la vida ¿Acaso se puede
comprender mejor la vida, sino danzando?
Esta vinculación de la danza y el baile con la vida está muy presente desde el principio
en Nietzsche, ya que no son más que otra forma de decir la vida. Mediante la danza es
la vida la que penetra en el cuerpo, provocando un estado de exaltación en el que el
sujeto ya no es más artista, sino ”una obra de arte”; por eso la mejor manera de
comprender y experimentar la vida es danzando, escuchando los modos de decir del
cuerpo. En la tragedia ática, “el coro ditirámbico -dice Nietzsche- es un coro de
transformados, en lo que han quedado olvidados del todo su pasado civil, su posición
social[...] Lo que está ante nosotros es una comunidad de actores inconscientes, que se
ven unos a otros como transformados". Así pues, danzar y bailar lleva consigo un
transfigurarse, entrar en otro cuerpo sin cambiar de piel, es descubrir en sí otro yo, un
yo que no obedece ya a la razón sino a la vida solamente, un yo que se confunde con los
árboles de la montaña o con las estrellas del cielo. Bailar es devenir movimiento y
participar en el baile cósmico de los astros que se mueven en el universo, y por ello es
acción, acto sagrado, por el que el hombre traspasa lo real. La danza a diferencia de la
música, que puede arrebatar al que la escucha y transportarle a un mundo ideal, arrebata
a aquel que la ejecuta, y es el éxtasis supremo, puesto que en ella participa todo el
cuerpo y no solamente nuestros sentidos. Aquel que no danza, que no siente los ritmos
acompasados de su cuerpo, no se siente vivo. Esto explica por qué para Nietzsche todo
arte debe nacer del amor a la vida, de la alegría, de la “sobreabundancia”, no debe nacer
del “hambre”, ni del deseo de venganza. Todo lo que asciende hacia lo alto, como el
bailarín, es para encontrar la alegría. Pero la alegría, fundamentalmente, es la alegría de
vivir, y bailar es vivir su alegría. La canción del baile de Zaratustra es, por eso mismo,
un nuevo himno a la vida, un canto contra el espíritu de la pesadez que es el “señor del
mundo”. Como una serpiente, la vida corre entre los dedos y es preciso la agilidad de un
bailarín para seguirla sobre sus caminos tortuosos. El pie aprende antes que el espíritu.
Así pues, la danza repite la óptica dionisíaca de la vida, que destruye sus creaciones en
el juego incesante de las metamorfosis. Dioniso es el dios que sube y baja, el dios
errante. “Ahora soy ligero,-dice Zaratustra- ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por
debajo de mí, ahora un dios baila por medio de mí”, pues en lo “dionisíaco” se expresa
“una superación de la persona, de lo cotidiano, de la sociedad, de la realidad, como un
abismo del olvido, algo que se infla dolorosamente, pasionalmente[...], un sí
extasiado[...],una gran simpatía panteísta en la alegría y en el dolor”.
Mediante la danza la gran razón que es el cuerpo “hace” el yo, no es por lo tanto el yo el
que constituye la realidad. Detrás del pensamiento, de las palabras y de los sentimientos
está la sabiduría del cuerpo, el “sí-mismo” (Selbst), que es la fuerza incesante que
obedece a una razón oculta. Pero lo que realmente quiere el cuerpo es “crear por encima
de sí “ y lo hace danzando, y el que no es capaz de esto se enoja y se rebela contra la
vida y el sentido de la tierra. El arte de la danza nos enseña también a suspender la
“pequeña razón” del ego en orden a seguir los movimientos del cuerpo, la “gran razón”
del yo que conduce, finalmente, a una relación intuitiva y mística con el mundo de la
voluntad de poder. En otras palabras, moverse al ritmo de danza conduce a la más alta
posibilidad de moverse en armonía con la voluntad de poder, que se comprende como la
energía rítmica que subyace a todo movimiento y el eterno retorno es también figurado
en la imagen de la danza. Zaratustra lo expresa claramente: “sólo en el baile sé yo decir
el símbolo de las cosas supremas”, “sin la danza – añade -, no hay para mí ni alivio ni
felicidad”.
Esa imagen del bailarín que se eleva sobre la tierra, también reconcilia al filosofo y al
poeta, al sabio y al artista, simbolizando simplemente lo viviente, pues no hay que
olvidar que para Nietzsche el que danza reconoce la realidad con la “punta de su pie”,
al mismo tiempo que dialoga con la tierra que le soporta y con el cielo que le atrae,
expresando con su cuerpo y sus movimientos todo un homenaje a la vida. Y es que
¿acaso podría ser Zaratustra otra cosa que un danzarín? Y eso es lo que quiere
Zaratustra, enseñar a los “hombres superiores” a trascenderse, a que “se sirvan de sus
piernas” para que puedan danzar, y que así la tierra les sea más ligera. Hasta que el
hombre no sepa danzar y reír, no podrá superarse a sí mismo, ni podrá religarse con el
cosmos, ni podrá volar, ni acontecerá el superhombre. Pero para volar, antes hay que
aprender a bailar. Quien quiera aprender alguna vez a volar, tiene que aprender a
“tenerse en pie y a caminar y a correr y a saltar y a trepar y a bailar por encima de todas
las cosas”. Esta es la enseñanza de Zaratustra el bailarín, el ligero, el que ama los saltos
y las piruetas, para todos aquellos hombres superiores que tienen todavía “pies y
corazones pesados”.
Nietzsche hubiese querido que sus frases cantasen como si fuesen música, y que sus
palabras se moviesen como en una danza. Pero ¿pueden las frases bailar? ¿Puede el
poeta decir tanto con sus rimas y su música? Sí, si ellas cantan la vida. Así pensaba
Nietzsche cuando termina la Gaya ciencia con una canción de danza, danzando y
cantando sobre los pensamientos escritos: “Estamos acostumbrados a pensar al aire
libre, caminando, saltando, subiendo, bailando y mucho más en las solitarias montañas o
cerca del mar donde incluso los caminos se hacen pensativos”. Más allá del bien y del
mal termina también de la misma forma, expresando la finitud del lenguaje para captar
la experiencia. En Ecce Homo hablando de la época en que escribía Zaratustra, mientras
paseaba por los alrededores de Niza, escribe: “A menudo la gente podía verme bailar;
sin noción siquiera de cansancio podía yo entonces caminar siete, ocho horas por los
montes. Dormía bien, reía mucho — ”. Pero es sobre todo Zaratustra el que inaugura
una nueva forma alegórica de pensar y de hablar, “¿pues no tiene que haber cosas sobre
las cuales y más allá de las cuales se pueda bailar? ¿No tiene que haber, para que existan
los ligeros, los más ligeros de todos?”.
Hablar del pensamiento como danza implica, por lo tanto, asumir la provisionalidad y el
riesgo del pensamiento frente a la seguridad que ofrece una visión sistemática del
mundo al estilo del racionalismo moderno. El danzador de cuerda, el funambulista, hace
del peligro su profesión. La danza representa la “estabilidad en la inestabilidad”; es ese
equilibrio mudable que se modela rítmicamente a sí mismo en su devenir y que crea
constantemente con el cuerpo y sus gestos diferentes figuras, pero siempre vuelve a
buscar el impulso en la tierra, donde encuentra realmente su sentido. Hay que tener la
fuerza de ensayar continuamente, de buscar soluciones provisionales, con la constante
amenaza de perder el equilibrio y equivocarse, de permanecer en la continua tensión que
significa la dialéctica de inmanencia y trascendencia, el salvar el sentido de la tierra y
el anhelo por las alturas. Si Nietzsche se eleva hacia lo alto, hacia la montaña, es porque
las cimas son el reino de la luz, y es en la luz donde nace el pensamiento. Pero también
lo hace para cantar las palabras que celebran la vida: reír, danzar, alegría, ligereza,
altura. Esta es la nueva terminología, el nuevo lenguaje de Zaratustra y de Nietzsche, la
alternativa a una forma de pensar atenazada por la “seriedad” y el espíritu de pesadez.
Nietzsche no es de los que llegan a los pensamientos “a golpe de libros”, sino
“caminando, saltando, subiendo y bailando”. Frente a una obra de arte, frente a un libro
sabio, frente a un hombre, el criterio valorativo y estético no es otro que este; “¿Sabe
danzar?”. Y la respuesta no se encuentra en la palabra, está en el cuerpo que danza, en
la alegría del ser viviente. Ese es para Nietzsche y Zaratustra el verdadero lenguaje:
“Una hermosa necedad es el hablar. Pero al hablar el hombre baila sobre todas las
cosas”.
Con la introducción del espíritu libre como artista alcanzaba la teoría del arte de
Nietzsche un nuevo matiz. El espíritu libre es “poeta de su vida”, el artista es “poeta del
mundo”, pero el espíritu libre es también un “virtuoso bailarín”. Y sólo el pensamiento
bailarín, en cuanto arte ligero, es ante todo un arte para artistas, sólo para artistas. ¿Por
qué? Porque todas las cosas bailan “sobre los pies del azar”. Las cosas bailan, se abren
en su significado a perspectivas siempre nuevas desde su devenir azaroso; despliegan su
significado de mil maneras en una movilidad continua. Para Nietzsche no tiene sentido
decir que las cosas son lo que son, cuando su modo de ser es la movilidad. Por eso
Zaratustra no escribe, será siempre un bailarín, porque la danza en su fugacidad podrá
captar el efímero milagro del nacimiento de un pensamiento. A la tragedia griega la
mataron las palabras, a la ópera la asfixiaron también las palabras; y muere la tragedia
cuando ya no hay más danzas, cuando Eurípides deja de pensar en la música. El único
paradójico consuelo es que a Nietzsche sólo le quedan las palabras para gritar su vida.
Pero Zaratustra sigue enseñando con el lenguaje de la danza para decir alegóricamente
las cosas más altas: “Sólo en el baile sé yo decir el símbolo de las cosas supremas – dice
Zaratustra : — ¡ y ahora mi símbolo supremo se me ha quedado inexpreso en mis
miembros!”. Él puede representar las cosas más altas, las más extrañas a la
representación verbal o conceptual, por ciertos movimientos de su cuerpo que forman
una danza. Y esta manera de decir es una metáfora, una parábola, un símbolo. Así por
ejemplo, es en la danza y su ritmo donde mejor se refleja la imagen misma del retorno,
como la de un fluido dominio del movimiento que encadena el devenir sin destruirlo. La
danza como armonía sensible, se convierte en Nietzsche en la prefiguración de una
existencia divinizada.
Pero no sólo el pensamiento y las palabras son una danza, para Nietzsche, también lo es
el estilo: “Mi estilo es una danza; un juego de simetrías de toda especie, es un saltar más
allá y un burlarse de estas simetrías. Esto pasa hasta en la elección de las vocales”.
Nietzsche sabe que son sus pies los que dictan las palabras. Es a ellos a los que hay que
hacer danzar. Él traducirá en melodía la emoción delante del pensamiento. Bajo su
pluma, cada sílaba se convierte en una nota musical:- se trata de encontrar la cadencia,
el ritmo, el estilo sobre el que Zaratustra pueda danzar. Y el baile de los conceptos
significa también el “estilo” del artista . Nietzsche afirmaba que “lo que verdaderamente
importa es la vida: el estilo debe vivir”. Lo mismo que Zaratustra, Nietzsche quería
convertirse en el apóstol de la vida, pero para ello debía ser un buen bailarín; incluso las
palabras, si quieren tener cualquier suerte de conmoción, deben reflejar la vida como no
importa qué gesto. El estilo juega con las simetrías como el bailarín juega con los
ritmos. Hölderlin había escrito que todas las cosas son “ritmo”, el destino entero del
universo es un ritmo celeste; toda obra de arte es un ritmo único. Y es que el sentido de
todo estilo se cifra en: “Comunicar un estado, una tensión intensa de pathos, por medio
de signos, incluido el tempo [ritmo] de esos signos”, puesto que el estilo no es
solamente “pensado” sino, sobre todo, “sentido”, en cuanto que la riqueza mímica de la
vida toma forma sobre un riguroso y fluido equilibrio de leyes rítmico-expresivas, igual
que en la danza. “En la danza – dice Masini – se resuelve la ‘verdad’ del estilo como
metáfora plástica y rítmica del pensamiento La relación íntima presente en la danza
entre plasticidad y ritmo, entre línea y ritmo, entre figuración pantomímica y alegoría
musical, se encuentra en la fluida arquitectura del lenguaje poético de Zaratustra, en el
que el elemento lúdico-agonístico de la mímesis plástica traspasa continuamente la
embriaguez rítmica”. No es por eso extraño que Nietzsche insista en que es preciso
“saber bailar con la pluma”, lo mismo que con el texto, pero al ritmo de su
fragmentación, golpeando el suelo con pie ligero, “como escritura gestual del cuerpo”
Esa es la manera en que el propio Nietzsche confiesa que pueda “librarse” de sus
pensamientos como una necesidad de artista que desborda sus propios sentimientos
vitales. El hombre no crea, no danza, no canta más que si se da en él ese “superplus de
fuerza”, pues en el arte, la acción de embellecimiento “no es más que una consecuencia
de la fuerza acrecentada”.
Nietzsche, por lo tanto, ha puesto todas sus esperanzas en aquel que sabrá decir sí a la
vida danzando, en aquel que hará cantar a las palabras, en aquel que vivirá en medio del
aire puro de las alturas, renaciendo cada día al sol, en aquél que en definitiva sabe reír y
ser alegre. Pero Zaratustra también sabe que el “hombre superior”, si quiere aprender a
danzar, antes debe aprender a reír. Es posible que ría, pero no ríe como hay que reír,
pues la sabiduría de la risa es la que transfigura al hombre en otra cosa, porque disuelve
el espíritu de pesadez en los movimientos ligeros de la embriaguez creadora. Este
mensaje quedaba ya prefigurado en el libro quinto de la Gaya ciencia, un libro que
incita a danzar y a reír, una obra que termina al son de las “cornomusas” con “melodías
más agradables y más alegres” que abrirán el camino hacia el “verdadero reino de la
danza”.