Viollet Le Duc

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COLOQUIOS SOBRE LA ARQUITECTURA

Eugène Viollet-le-Duc

Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc (París, 1814 – Lausana, 1879). Entretiens sur


l’Architecture par M. Viollet-le-Duc, Architecte du Gouvernement. A. Morel. París,
1863. Edición facsímil. Pierre Mardaga. Bruselas-Lieja, 1977.

Fragmento transcrito de: Textos de arquitectura de la modernidad / Pere Hereu,


Josep María Montaner y Jordi Oliveras; [traducción, José Luis Gil Aristu ... et al.],
Madrid : Nerea, [1994], pp. 139-141.

Décimo coloquio sobre la arquitectura en el siglo XIX

“¿Está acaso el siglo XIX condenado a terminarse sin haber tenido una arquitectura
propia? ¿Esta época tan fecunda en descubrimientos, que acusa una gran energía
vital, no transmitirá a la posteridad más que pastiches u obras híbridas, sin carácter,
imposibles de clasificar? ¿Es esta esterilidad una de las consecuencias inevitables de
nuestro estado social? ¿Depende acaso de la influencia ejercida en la enseñanza por
una camarilla caduca, y acaso una camarilla, joven o vieja, puede tener tal poder en
medio de elementos vivos? Claro que no. ¿Porque entonces el siglo XIX no tiene una
arquitectura? Se construye mucho y por todas partes; los millones se reparten a
centenares en nuestras ciudades; sin embargo, apenas es posible constatar algunos
intentos de aplicación real y práctica de los medios considerables de que disponemos.

A partir de la revolución del siglo pasado hemos entrado en la fase de las transiciones,
investigamos, acumulamos cantidad de materiales, rebuscamos en el pasado,
nuestros recursos han aumentado. ¿Qué es lo que nos falta entonces para dar cuerpo,
apariencia original a tantos elementos diversos? ¿No será simplemente un
método? En las ciencias, como en las artes, la falta de método, tanto si uno estudia
como si pretende aplicar conocimientos adquiridos, no hace sino aumentar la duda y la
confusión cuando aumentan las riquezas; la abundancia se convierte en un estorbo.
Pero todo estado transitorio debe tener un fin, tender hacia un objetivo que sólo se
entrevé cuando, cansado de buscar en medio de un caos de ideas y de materiales de
diversa procedencia, uno se pone a despejar algunos principios en medio de ese
desorden, a desarrollarlos y aplicarlos con la ayuda de un método seguro. Ésta es la
labor que nos corresponde y a la que debemos dedicarnos tenazmente combatiendo
los elementos deletéreos que se desprenden de cualquier estado transitorio cómo se
desprenden miasmas de las sustancias que fermentan.

Las artes están enfermas, a pesar de enérgicos principios vitales, la arquitectura se


muere en medio de la prosperidad, se muere de excesos unidos a un régimen de
debilitante. Cuántos más conocimientos se acumulan, más fuerza y rectitud de juicio
hacen falta para servirse de ellos con provecho, más se impone recurrir a principios
severos. La enfermedad que parece afectar a la arquitectura viene de lejos, no se ha
desarrollado en un día, la vemos progresar desde el siglo XVI hasta nuestros días;
data del momento en que tras un estudio superficial de la arquitectura antigua de
Roma, algunos de cuyos aspectos se pretendía imitar, se abandonó la preocupación
básica de buscar la alianza de la forma con las necesidades y con los medios de
construcción. Una vez fuera de la verdad, la arquitectura se ha desviado más y más
por caminos sin salida. Tras intentar a comienzos de siglo retomar las formas de la
antigüedad sin preocuparse demasiado de analizar y desarrollar sus principios, la
arquitectura no ha retrasado ni un día su caída. Desprovista de las luces que solo la
razón puede proporcionar, la arquitectura ha intentado aproximarse a la Edad Media,
al Renacimiento; buscando el empleo de ciertas formas sin analizarlas, sin tener en
cuenta las causas, no viendo más que los efectos, se ha hecho neo-griega, neo-
románica, neo-gótica, ha buscado inspiración en las fantasías del siglo de Francisco I,
en el estilo pomposo de Luis XIV, en la decadencia del siglo XVII; a tal punto se ha
sometido a la moda que se dice que, en este feudo clásico que es la Academia de
Bellas Artes, han surgido proyectos que presentan la mezcla más extraña de estilos,
modas, épocas y medios, pero en los que nunca se presiente el menor síntoma de
originalidad. Sólo con la verdad es posible la originalidad, ya que esta no es otra cosa
que una de las formas en que se manifiesta la verdad y afortunadamente esas formas
son infinitas. Además, cualesquiera que hayan sido los esfuerzos realizados
últimamente por reunir tantos estilos e influencias, por satisfacer toda la puntería del
momento, lo que más llama la atención en todos nuestros monumentos modernos es
la monotonía.

Si se me permite la expresión, en arquitectura hay dos modos necesarios de ser


auténtico o verdadero. Hay que ser auténtico según el programa y auténtico según los
procedimientos de construcción. Ser auténtico según el programa es cumplir exacta y
escrupulosamente las condiciones impuestas por una necesidad. Ser auténtico según
los procedimientos de construcción es emplear los materiales de acuerdo con sus
cualidades y propiedades. Lo que se considera como asuntos puramente artísticos, es
decir, la simetría, la forma aparente, no son más que condiciones secundarias ante
esos principios dominantes.

Se puede aceptar que los indios construían en piedra stupas a imitación de


apilamientos de madera; que los griegos de Asia Menor, los carios y los lirios levanten
en mármol monumentos simulando cofres de madera; que los egipcios construían con
bloques enormes templos cuya forma se inspira en construcciones de cañas y
adobe; todas estas son tradiciones respetables de artes primitivas, llenas de
enseñanzas, curiosas, pero que sería ridículo imitar. Ya los dorios y los griegos del
Ática se despojaron de sus mantillas. Los romanos construyen sin vacilación
monumentos concretos, cuyas formas son totalmente la expresión de los medios de
construcción que adoptan y cuya belleza deriva de esta expresión auténtica. Los
romanos son hombres maduros, no son niños, razonan. En la Edad Media nuestros
predecesores van aún más lejos que los romanos en esta vía; ya no desean una
arquitectura concrecional, lo que quieren es una arquitectura en la que toda fuerza es
aparente, en la que todo medio de estructura pasa a ser el origen de una forma;
adoptan el principio de las resistencias activas, introducen el equilibrio en la estructura:
de hecho, ya están siendo empujados por el genio moderno según el cual, cada
individuo como cada producto a cada objeto tiene una función distinta que cumplir al
tiempo que tienden hacia un fin común. Este trabajo ininterrumpido, lógico, de la
humanidad debe continuarse, ¿por qué entonces lo abandonamos?, ¿por qué
nosotros, franceses del siglo XIX, procedemos (con muchas menos razones, por
cierto) cómo procedían los egipcios y reproducimos formas arquitectónicas de otra
civilización o de un estado relativamente primitivo, con materiales que no se prestan a
la reproducción de esas formas?, ¿cuál es la institución teocrática que nos obliga a
injuriar así el sentido común, para repudiar los progresos evidentes de los siglos
anteriores, el genio de las sociedades modernas?

El siglo XIX, como todas las épocas de la historia fecunda en grandes


descubrimientos, favorables a ciertos progresos morales o materiales, se ha lanzado
en una especie de movimiento apasionado hacia una vía de examen. Aporta el
espíritu de análisis al estudio de las ciencias, de la filosofía y de la historia. Hace de la
arqueología más que una ciencia especulativa, pretende obtener de ella conocimientos
prácticos, quizá una gran enseñanza para el porvenir. Nunca, como a las
generaciones presentes, ha podido aplicarse tan bien el axioma: “Los más jóvenes son
los más viejos”. El espíritu de método ya ha producido resultados considerables en el
estudio de los fenómenos naturales y de la filosofía. Sin embargo, este espíritu de
método no ha sido aún aplicado en absoluto a los trabajos arqueológicos referidos a
las artes; se ha reunido gran número de materiales sin que se hayan podido clasificar
los descubrimientos realizados con el fin de extraer de ellos una conclusión
práctica. No obstante se han iniciado discusiones prematuras con base en este
montón de materiales acumulados porque no hubo acuerdo inicial sobre los principios.
[...]

Si de verdad queremos tener una arquitectura de nuestro tiempo, lo primero que


tenemos que hacer es que sea nuestra y que no vaya a buscar fuera sino dentro de
nuestra sociedad sus formas y sus disposiciones. Nada más indicado que nuestros
arquitectos conozcan los mejores ejemplos de lo que se ha hecho antes de nosotros y
en condiciones semejantes y, a esos conocimientos, añadan un buen método y
espíritu crítico. Es excelente que sepan hasta qué punto las artes antiguas han sido
una imagen fiel de la sociedades en medio de las cuales se desarrollaron, pero que
ese saber no conduzca a una imitación irreflexiva de esas formas a menudo ajenas a
nuestras costumbres. Lo negativo es que con el pretexto de conservar tal o cual
doctrina, e incluso quizá por no alterar la existencia de una veintena de personas, no
se intente extraer de esos estudios consecuencias prácticas fijándose más en los
principios que en las formas. Es preciso que el arquitecto no sea solamente sabio,
sino que se sirva de su ciencia y aporte algo de sí mismo; que consienta olvidar los
lugares comunes que con una persistencia digna de un fin más noble ha empezado
sobre el arte de la arquitectura desde hace casi doscientos años. [...]”
 

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