Cuentos y Cuentistas - Harold Bloom
Cuentos y Cuentistas - Harold Bloom
Cuentos y Cuentistas - Harold Bloom
Página 2
Harold Bloom
Cuentos y cuentistas
ePub r1.0
Titivillus 26.08.2021
Página 3
Harold Bloom, 2005
Traducción: Tomás Cuadrado
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Página 4
NOTA A LA EDICIÓN
Página 5
Las traducciones de los fragmentos de los relatos donde no se indica la
edición española disponible son responsabilidad del traductor. Agradecemos a
la librería Tres rosas amarillas, a la editorial Valdemar y a P. F. Amigot, así
como al personal de la Biblioteca Pública Central de Madrid, su inestimable
colaboración en la realización de esta obra.
Página 6
PREFACIO
Página 7
libros han de reflejar razonablemente los modos de crítica actuales y las
modas educativas, no todos ellos santos de mi devoción. Pero es que yo soy
un dinosaurio, alegremente bautizado por mí mismo con el nombre de
«Bloom Brontosaurus Bardolator». Yo acepto únicamente tres criterios de
grandeza en la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y
sabiduría. Lo que se ha dado ahora en llamar «relevancia» terminará en el
cubo de la basura en menos de una generación, ya que nuestra sociedad —de
forma un tanto tardía— va enmendando prejuicios e injusticias. Las modas en
literatura y en crítica caducan como piezas típicas de una época determinada.
Pero el mobiliario viejo y bien hecho sobrevive como antigüedad valiosa,
destino que no es el de las exhortaciones imaginativas e ideológicas mal
fabricadas.
El tiempo, que nos va deteriorando hasta que nos destruye, es aún más
despiadado a la hora de arrumbar novelas, poemas, obras de teatro y cuentos
inconsistentes, por mucha virtud que muestren. Dense un paseo por alguna
biblioteca y fíjense en las obras maestras de hace treinta años: puede que unos
pocos libros olvidados tengan valor, pero la iniquidad del olvido ha sido el
resultado en la mayoría de los best sellers de la venganza implacable del
tiempo. El otro día un amigo y antiguo alumno me contaba que el primero de
los poetas laureados de América del siglo XX había sido Joseph Auslander[2],
que mi todavía buena memoria no logra ubicar. Últimamente la señora Felicia
Hemans[3] está siendo objeto de estudio y explicada por un buen número de
estudiosas feministas del Romanticismo. De los poemas de aquella valiente
sabia que escribía para dar de comer a su prole únicamente recuerdo el primer
verso de «Casabianca», y solo porque Mark Twain añadió otro de su propia
cosecha para hacer un pareado:
Página 8
pragmática vocación sirviendo como enfermero voluntario y sin sueldo en los
hospitales de Washington D. C. durante la Guerra de Secesión. Leer y
entender adecuadamente a Whitman puede ser una educación en la
autoconfianza y en la cura de la propia conciencia.
La función de la crítica literaria, tal y como yo la concibo a mi edad cada
vez más provecta, consiste principalmente en reconocimiento y apreciación
—en el sentido de Walter Pater[5]— que mezcla análisis y valoración. Cuando
Pater hablaba de «el arte por amor al arte» incluía implícitamente en su
declaración lo que D. H. Lawrence quería decir con «el arte por amor a la
vida». Lawrence, el más provocador de los vitalistas poswhitmanianos,
padece hoy en día un eclipse total en la enseñanza superior de las naciones
angloparlantes. Las feministas lo han proscrito con sus acusaciones de
misoginia, y afirman de él que lo que anhelaba era que las mujeres
renunciaran al placer del sexo. Basándose en esta suposición los estudiantes
pierden la experiencia de leer a uno de los principales autores del siglo XX,
novelista excepcional, cuentista, poeta, crítico y profeta a un tiempo.
Un proyecto tan vasto como este de Chelsea House Literary Criticism
refleja sin duda los defectos y las virtudes de su editor. La exhaustividad ha
sido uno de los objetivos perseguidos y he intentado (en la mayoría de las
ocasiones) dejar a un lado mis propias opiniones literarias. Me apena que el
mercado mantenga un volumen tan grande de libros descatalogados, si bien
me consuela el ejemplo de mi ídolo, el doctor Samuel Johnson, en su Vidas de
los poetas. Los libreros (que eran al mismo tiempo editores y vendedores)
elegían a los poetas, y Johnson fue capaz de decir exactamente lo que pensaba
de cada uno. ¿Quién recuerda a aquellos ilustres Yalden[6], Sprat[7],
Roscommon[8] y Stepney[9]? Sería desagradable para mí nombrar a sus
equivalentes contemporáneos, pero su nombre es legión.
En esta búsqueda he aprendido sobre todo el concepto de exhaustividad,
que me ha enseñado a escribir para un público amplio. La crítica literaria es al
mismo tiempo un modo individual y colectivo. Tiene sus titanes como
Johnson, Coleridge, Lessing, Goethe, Hazlitt, Sainte-Beuve, Pater, Curtius,
Valéry, Frye, Empson, Kennneth Burke. Pero la mayoría de los que
reproduzco no pueden tener tanta eminencia; hay que conformarse con lo que
hay. A lo largo de toda una vida leyendo y enseñando se aprende tanto de
tantos que uno no llega a tener muy claro cuáles son sus deudas intelectuales.
Nunca llegaré a conocer a cientos de aquellos a quienes he reeditado, pero me
han ayudado a ilustrarme en la medida en que he sido capaz de aprender de
alguien que ha sido un huésped de otras mentes.
Página 9
HAROLD BLOOM
Página 10
INTRODUCCIÓN
Página 11
El cuento no tiene a ningún Homero o Shakespeare, ningún Dickens o
Proust: ni siquiera de Turgueniev o de Chéjov, de Joyce o de Lawrence,
Borges o Kafka, de Flannery O’Connor o Edna O’Brien se puede decir que
dominen la forma. Cuando oigo mencionar el género de la épica en quien
primero pienso es en Homero o en Milton; y casi todo el mundo a la mención
de una obra dramática en verso responde con Hamlet. ¿Será acaso una mera
particularidad personal el que los cuentos evoquen de forma inmediata en mí
un sentido de multiplicidad mientras que los poemas líricos me sugieran a
Shelley y a Keats? ¿Hay algo más anónimo respecto al cuento que la forma?
Frank O’Connor rechazaría mi pregunta: el individualismo y la intransigencia
a duras penas son compatibles con el anonimato. Sospecho que existen
elementos genéricos que unen a los cuentos de manera más íntima que los
rasgos comunes de poemas, obras de teatro y novelas.
Y, sin embargo, si me paro a pensar en algunos de mis cuentistas
favoritos del siglo XX, digamos Henry James y D. H. Lawrence, apenas tengo
conciencia de que estén escribiendo en el mismo género: el extraordinario
vitalismo de Lawrence es expresionista; los matices de James son
impresionistas. Frank O’Connor, fiel a su obsesión crítica, hace balance de
Lawrence diciendo que «huyó de la población sumergida entre la cual Había
crecido», pero yo creo que se trata de una valoración limitada del impulso de
Lawrence por escapar a nuestra condición natural de caídos: «nuestra
crucifixión en el sexo», como él escribió. James permanece en su mundo de
origen al tiempo que mezcla sexualidad y fantasmagoría en una solución
fascinante. Y entonces, ¿qué poseían en común Lawrence y James como
escritores de cuentos?
El Lawrence cuentista derivaba de Thomas Hardy, mientras que James
mezcló a Turgueniev y a Hawthorne. Sin embargo, ni Lawrence ni James era
escritores fantásticos a la manera de Hans Christian Andersen, Poe, Gógol,
Lewis Carroll, Kafka y Borges. Si la tradición principal del cuento es
chejoviana, alterna con el modo kafkiano-borgesiano, de pesadillas
fantasmagóricas. Lawrence y James cuentan con cualidades reconocibles que
son chejovianas, y ninguno de ellos fue precursor de Borges.
Frank O’Connor concibió el cuento como un arte chejoviano atestado de
«una nueva población sumergida de médicos, profesores, y a veces
sacerdotes». Sin embargo, cuando leo a Chéjov tengo la impresión de que
todo el mundo está sumergido por la soledad y la falta de comprensión.
Cuando censura a Kipling por tener demasiada conciencia de grupo,
Página 12
O’Connor no me parece en absoluto coherente. ¿Acaso para que un cuento
perdure ha de versar sobre la soledad del hombre?
Mark Twain, Thomas Mann, Hemingway, Faulkner y Scott Fitzgerald
sabían todos mucho de soledad, pero difícilmente me parece que eso sea lo
central en ninguno de ellos a la hora de contar historias. Lawrence nos pidió
que confiáramos en el relato, no en el artista, y las grandes historias muy raras
veces manifiestan un único aspecto del ser humano. Me pregunto cuál será mi
favorita entre todas las historias comentadas en este volumen. ¿Será «Así se
hacía en Odesa», de Bábel, o «Tía Dolor de Muelas» de Hans Christian
Andersen? Benia Krik[10], de Bábel, y la diablesa Tía Dolor de Muelas no son
otra cosa que voces sumergidas. Acaso los cuentos se relacionen los unos con
los otros solo como milagros.
HAROLD BLOOM
Página 13
CUENTOS Y CUENTISTAS
EL CANON DEL CUENTO
Página 14
ALEXANDER PUSHKIN
(1799-1837)
Página 15
broma en la sustitución cabalística del as por la dama de picas. Y, sin
embargo, la aparición de la Condesa habla en unos términos que no casan con
gran parte del simbolismo sobredeterminado del relato:
Página 16
NATHANIEL HAWTHORNE
(1804-1864)
Página 17
¿Es La letra escarlata pura, simple y sencilla? ¿No es El fauno de mármol
una obra ni moral ni poética? ¿Podemos afirmar sin equivocamos que la
conciencia del hombre, aun alumbrada por la fantasía creativa, es la
preocupación más característica de Hawthorne? La visión de James sobre su
precursor americano está manifiestamente distorsionada por la necesidad de
malinterpretar creativamente algo que puede estar planeando muy cerca y que
de verdad puede ensombrecer el espacio narrativo que James requiere para su
propia empresa. En ese espacio hay algo que preocupa a James más allá del
ensombrecimiento. Isabel Archer tiene afinidades claras con Dorothea
Brooke, a pesar de que su relación con Hester Prynne es todavía más familiar,
exactamente igual al modo en que Millie Theale llevará ineluctablemente
marcado sobre sí el linaje de la Hilda de El fauno de mármol. Las creaciones
femeninas de James siguen a Hawthorne de forma sutilmente evasiva aunque
a la postre inconfundible. Sin embargo, ni siquiera esta influencia y sus
ambivalencias resultantes parecen ser el inconveniente principal del que
adolece el Hawthorne de James. Es más bien que en esa monografía crítica
pesa la culpabilidad que siente James por haber abandonado el destino
americano. En otro lugar James escribió algo de cierto interés sobre Emerson
(aunque no tanto como lo que escribiera su hermano William), pero en
Hawthorne la figura de Emerson es irreconocible, y se abusa con poco
fundamento de la dialéctica del trascendentalismo de Nueva Inglaterra:
Página 18
diferencia de Hawthorne, con las agitaciones de esa época tan interesante.
Algo del interés de esa época se adhirió a esas personas; algo de su aroma
quedó impregnado en sus prendas. Había algo en ellos que parecía decir
que siendo jóvenes y entusiastas se habían iniciado en misterios morales y
habían jugado un juego maravilloso. Normalmente lo que los distinguía
era (cierto es que se me ocurren excepciones) que parecían buenos hasta
la excelencia. Aparecían como no contaminados por el mundo, ajenos a
los deseos y a las exigencias mundanas y a aquellas variadas formas de
depravación humana que afloran en ciertas fases superiores de
civilización; se inclinaban hacia modos simples y democráticos y carecían
de pretensiones y afectaciones, de envidias, de cinismo, de esnobismo.
Esta pequeña época de fermentación tiene tres o cuatro inconvenientes
para los críticos; inconvenientes, no obstante, que puede pasar por alto
una persona que se sienta especialmente afín a ella. En lo intelectual
llevaba impresa el sello del provincianismo; era un comienzo sin
terminación, una aurora sin cénit y no produjo, con una sola excepción,
grandes talentos. Produjo una enorme cantidad de literatura pero (siempre
dejando a Hawthorne aparte, como contemporáneo que era pero no
partícipe) solo hubo un escritor por el que el mundo en sentido amplio
haya sentido interés. Esa situación se sintetizó y transfiguró en el
admirable y exquisito Emerson. Él expresó todo lo que ella contenía y, sin
duda, incluso bastante más; él era el hombre de genio de ese momento; él
era el trascendentalista par excellence. Emerson expresó sobre todas las
cosas y como era sumamente natural en el momento y en el lugar el valor
y la importancia del individuo, la obligación de lograr el máximo de uno
mismo, de vivir bajo la propia luz de uno y de llevar a cabo las propias
disposiciones. Reflexionó con bella ironía sobre la exquisita impudicia de
esas instituciones que alegan estar en posesión de la verdad y la
distribuyen proporcionalmente a cambio de un dinero. Habló de la belleza
y la dignidad de la vida y de todo aquel que ha nacido en el mundo, y que
por tanto ha nacido a todo si siente un interés por todo y todo le importa.
Él decía: «Todo lo que se debe al hoy es no mentir», y otra gran cantidad
de cosas que sería incluso más fácil hacerlas aparecer bajo una luz
ridícula. Él persistía en la sinceridad, en la independencia y en la
espontaneidad, en actuar en armonía con la propia naturaleza de uno y no
conformarse y comprometerse solo por comodidad. Insistía en que el
hombre ha de aguardar su llamada, encontrar aquella empresa en cuya
realización crea realmente y no verse empujado por la opinión del mundo
Página 19
a hacer simplemente el trabajo del mundo. «Si no ha de llegar la llamada
durante años, durante siglos, entonces sabré que lo que el Universo
necesita es el testimonio de la fe por mi abstinencia… Si no puedo
trabajar, al menos no necesito mentir». La doctrina de la supremacía del
individuo sobre sí mismo, de su originalidad y, en lo relativo a su
carácter, de su cualidad excepcional tuvo que haber sido de enorme
atractivo para la gente que vivía en una sociedad en la que la
introspección —debido a la falta de cualquier otro entretenimiento—
ocupaba casi el papel de recurso social[14].
II
Página 20
La Madre Rigby, una asombrosa bruja, se propone crear un
«espantapájaros con el aspecto más humano que se hubiera conocido», y
cansada de crear duendes resuelve damos «algo que fuera delicado, bello y
espléndido»[16]. Auténtica precursora del Picasso escultor, la bruja elige
brillantemente sus materiales:
Página 21
sobre dos estacas. Pero la vieja terca frunció el ceño, y agitó los brazos, y
proyectó la energía de su voluntad con tanta violencia contra ese pobre
conjunto de madera podrida, y paja húmeda, y prendas andrajosas, que el
engendro sintió la necesidad de demostrar que era un hombre pese a que
la realidad era muy distinta, y así caminó hasta colocarse bajo el rayo de
sol. Allí se quedó ese infeliz aparejo, rodeado por el barniz más
transparente de apariencia humana, a través del cual se veía el rígido,
endeble, incongruente, desvaído, harapiento, inútil amasijo de su
sustancia, pronto a desplomarse sobre el piso, como si tuviera conciencia
de su propia falta de méritos para mantenerse erguido. ¿Debo confesar la
verdad? En ese estado de vivificación, el espantapájaros me recuerda a
algunos de esos personajes tibios y abortados, compuestos por materiales
heterogéneos, utilizados por milésima vez y siempre indignos de ser
empleados, con que los novelistas (y sin duda yo mismo, entre ellos) han
superpoblado en tan gran medida el mundo de la ficción[20].
Pero la crítica va más allá de los meros escritores y llega hasta el mayor
de los novelistas, el mismo Jehová, con la Madre Rigby que atemoriza a su
patética criatura para conseguir que hable. Ahora, totalmente humanizado,
con el nombre de Feathertop puesto por su creadora, rico, es lanzado al
mundo para cortejar a la bella Polly, la hija del honorable juez Gookin. Solo
hay un inconveniente: el pobre Feathertop tiene que seguir fumando de la
pipa o quedará reducido de nuevo a los elementos de que está compuesto.
Todo marcha espléndidamente; Feathertop triunfa en sociedad y progresa en
la seducción de la deliciosa Polly, hasta que una mirada al espejo lo traiciona:
Página 22
miró fugazmente con la más tremenda consternación, y se desplomó sin
conocimiento sobre el piso. Feathertop también había mirado en dirección
al espejo y allí vio no la deslumbrante falsedad de su despliegue exterior,
sino la imagen del sórdido pastiche de su composición auténtica,
despojado de todo embrujo[21].
III
Página 23
y probablemente era el ensayista el que llevase la mayor parte de la desganada
charla. Exceptuando a Lidian, su mujer, y a su hija Ellen, Emerson no
necesitaba en realidad a nadie a pesar de que encontró en el taciturno
Hawthorne una compañía suficientemente agradable, si bien como escritor le
era de poco interés, pero por aquel entonces nuestro sabio nacional no
disfrutaba mucho con la prosa de ficción. Las Moralia de Plutarco, los
ensayos de Montaigne, Dante y Shakespeare constituían las lecturas
preferidas de Emerson. Él buscaba ingenio y sabiduría, no perplejidades de
tipo moral. El bien y el mal no tenían ninguna ambigüedad para el profeta de
la autoconfianza y familiarizado con el dios interior, lo mejor y más antiguo
de su ser. Hawthorne, un tanto incómodo con Emerson, nunca pudo en
cambio apartarse de él. Hester Prynne, al igual que la Isabel Archer de Henry
James, es la Eva americana y las dos son emersonianas, incluso tanto como
Whitman y Thoreau son versiones del Adán americano de Emerson,
madrugador infatigable. Emerson, satirizado por un Melville a la defensiva en
Pierre y en El hombre de confianza, es, no obstante, el Platón americano que
conforma el universo gnóstico de Moby Dick, tan profundamente ligada sin
embargo a Emerson como lo estuvo la edición original de 1855 de Hojas de
Hierba. El capitán Ahab rechaza el papel de Adán americano, pero su
rebelión prometeica contra la caída de la Creación que supone su catastrófica
mutilación por el níveo Leviatán lo alía con la lúgubre sublimidad de la obra
maestra de Emerson, La conducta de la vida. De todos los titanes del
Renacimiento americano es Hawthorne quien tiene la relación más sutil y
sorprendente con el ser ineludible de Emerson.
«El joven Goodman Brown» (1835) pertenece al primer Hawthorne,
escrito cuando andaba por la treintena y justo cuando comenzaba a encontrar
plenamente su voz como escritor. El pobre Brown no es en modo alguno
alguien con confianza en sí mismo sino más bien un caso patético de excesivo
condicionamiento social. Hawthorne no quiere ser emersoniano y no lo es, y,
sin embargo, nos ofrece a un «hombre joven bueno»[23] que parece estar
pidiendo a gritos una transfusión de sangre de Hester Prynne o de algún otro
apóstol de la ficción de Emerson. Una de las muchas ironías implícitas en
Hawthorne es que el coste que supone la confirmación de ese ser fuerte es
demasiado alto, mientras el de la conformidad con la sociedad es
irremediablemente bajo. Hawthorne en ningún momento satiriza la doctrina
de Emerson porque está de acuerdo con su dialéctica de la autoconfianza
frente a la represión que ejerce la sociedad, pero también se estremece ante la
ocasional postura de Emerson hacia el antinomianismo. Y aun así, Hawthorne
Página 24
ya ha tomado una decisión: no habrá de sumarse al Partido de la Esperanza de
Emerson, pero tampoco tendrá nada que hacer militando en el Partido de la
Memoria. Como les pasa a sus lectores más cabales, Hawthorne se enamora
de Hester Prynne, y condena al desdichado Brown a una silenciosa muerte en
vida:
Así sea si usted lo prefiere. ¡Pero, ay, ese sueño fue un mal presagio
para el joven Goodman Brown! De aquella noche del sueño temible
surgió un hombre severo, triste, oscuramente meditativo, desconfiado
cuando no desesperado. El día del sábado, cuando la congregación
cantaba un salmo santo, no podía escuchar porque un himno de pecado
entraba potente en sus oídos y ahogaba la melodía santa. Cuando el
ministro hablaba desde el púlpito con poder y elocuencia fervorosa, y
cuando tenía la mano sobre la Biblia abierta, acerca de las verdades
sagradas de nuestra religión, de las vidas santas y muertes triunfales, y de
la bendición o la desgracia futuras que no podían expresarse, entonces
Goodman Brown palidecía, temiendo que el techo cayera sobre el
blasfemo cano y sus oyentes. A menudo, despertando de pronto en mitad
de la noche, se apartaba del pecho de Faith; y por la mañana o al
atardecer, cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y
murmuraba algo por sí mismo, miraba severamente a su esposa y se
marchaba. Y cuando hubo vivido mucho tiempo, y llevaron hasta su
tumba un cadáver blanquecino, seguido por Faith, que era ya una mujer
anciana, y por los hijos y los nietos, formando una procesión numerosa,
pues los vecinos además no fueron pocos, no tallaron ningún verso de
esperanza en su lápida, pues triste fue la hora de su muerte[24].
Página 25
emersonianos de izquierdas se empeñan en destruir nuestras universidades en
nombre del sagrado Resentimiento, resueltos a expiar sus pecados sea cual
sea el coste que conlleve para las humanidades. No hay jóvenes Goodman
Browns entre mis estudiantes de ahora, y solo unas pocas Hester Prynnes.
Página 26
HANS CHRISTIAN ANDERSEN
(1805-1875)
Página 27
Personalmente no encuentro ninguna diferencia entre la literatura infantil
y la buena o magnífica literatura para niños extraordinariamente inteligentes
de todas las edades. J. K. Rowling y Stephen King son escritores igual de
malos, oportunos titanes de nuestra nueva Era Oscura de las Pantallas:
ordenadores, películas, televisión. Uno sigue incitando a los niños de todas las
edades a que lean a Andersen y a Dickens, a Lewis Carroll y a James Joyce,
en vez de a Rowling y a King. A veces, cuando digo esto en público me
preguntan a continuación: ¿y no es mejor leer primero a Rowling y a King, y
seguir después con Andersen, Dickens, Carroll y Joyce? La respuesta es algo
pragmática: nuestro tiempo aquí es limitado. Lees y relees necesariamente a
costa de otros libros. Si viviéramos varios siglos podría haber mundo y
tiempo suficientes, pero los principios de la realidad nos fuerzan a que
elijamos.
Acabo de leer los veintidós Cuentos de Hans Christian Andersen. Este
tituló sus memorias El cuento de hadas de mi vida, donde deja patente lo
doloroso que fue su ascenso desde la clase trabajadora de Dinamarca a
comienzos del siglo XIX. La fuerza motriz de su carrera fue la obtención de
fama y honor sin olvidar lo duro que había sido el camino hasta arriba. Sus
recuerdos de cómo su padre leía para él Las mil y una noches parecen más
poderosos que los de las circunstancias reales de su educación. Integrar las
biografías de Andersen resulta un proceso curioso: cuando me aparto de lo
que he aprendido en ellas tengo la impresión de que hay una notable
franqueza en el adolescente Andersen, quien marchó hacia Copenhague y
sucumbió ante la amabilidad de los desconocidos. Esta peculiar franqueza le
duró toda la vida: viajó por toda Europa presentándose a sí mismo a Heine,
Victor Hugo, Lamartine, Vigny, Mendelsohn, Schumann, Dickens, los
Brownings y otros muchos. Seguidor de los nombres consagrados, ansiaba
sobre todas las cosas convertirse en uno, y lo consiguió con la invención de
sus cuentos de hadas.
Andersen fue un autor escandalosamente prolífico en todos los géneros:
novelas, libros de viajes, poesía, obras de teatro, pero en lo que sobresalió de
forma absoluta, y así será siempre, fue en sus excepcionales cuentos de hadas,
a los que convirtió en una creación propia que unía lo sobrenatural y la vida
corriente por vías que siguen sorprendiéndome aún más que los cuentos de
Hoffmann, Gógol y Kleist, dejando a un lado al sublime y atroz pero
ineludible Poe.
La frustración sexual es la obsesión dominañte si bien oculta de
Andersen, encamada en sus brujas, en sus gélidas tentadoras y en sus
Página 28
princesas andróginas. La progresión de sus historias de hadas avanza a lo
largo de más de cuarenta años de visiones y revisiones, y todavía hoy no se ha
estudiado completamente. Aquí ofreceré breves impresiones y valoraciones
críticas de seis cuentos: «La sirenita» (1837), «Los cisnes salvajes» (1838),
«La reina de las nieves» (1845), «Los zapatos rojos» (1845), «La sombra»
(1847), y «Tía Dolor de Muelas» (1872).
En su vivida superficie, «La sirenita» sugiere una parábola de renuncia y,
sin embargo, según mi propio sentido literario del cuento, se trata de una
historia de terror centrada en la figura sumamente pavorosa de la bruja del
mar:
—¡Ya sé lo que quieres! —dijo la bruja del mar—. ¡Te has vuelto
loca! Pero harás lo que deseas, aunque te causará grandes desgracias, mi
bella princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y tener en su lugar dos
columnas para poder caminar igual que los humanos, para que el joven
príncipe se enamore de ti y puedas conseguir tu alma inmortal.
Página 29
—¡Sí! —dijo la princesita con voz trémula, pensando en el príncipe y
en conseguir un alma inmortal.
Página 30
No hay ninguna alegoría coherente en «La sirenita», y a quienquiera que
encontrase una enseñanza moral en ella deberían pegarle un tiro; afirmación
que hago más en el espíritu de Mark Twain que en el de Flannery O’Connor.
Prefiero la revisión que hace Andersen de un cuento popular danés, «Los
cisnes salvajes», que culmina en una total ambivalencia cuando otra doncella
muda, la bella Elisa, vive un segundo matrimonio con un rey tan imbécil que
casi la quema viva por bruja, instigado por un perverso arzobispo. Unas
segundas nupcias tan inverosímiles resultan apropiadas en un cuento en el que
los once hermanos de Elisa experimentan una radical metamorfosis diaria en
once cisnes salvajes:
Página 31
reductividad: Gerda y Kai. Son pobres, pero aunque no son hermanos los une
un amor fraternal. La bella pero gélida Reina de las Nieves se lleva a Kai, y
Gerda sale en su busca. Una anciana bruja, buena pero posesiva, se apropia de
Gerda, quien sale al gran mundo para proseguir su búsqueda de Kai. Pero mi
resumen es una parodia desesperanzada de la alegre ironía de Andersen en
una narración en la que hasta las criaturas más amenazadoras desfilan con un
frenesí fantasmagórico: el reno que habla, una bandolera que ofrece su
amistad blandiendo un cuchillo, las Luces del Norte, los copos de nieve
vivientes. Cuando Gerda encuentra a Kai en el castillo de la Reina de las
Nieves comienza a besarle hasta que se descongela. Rescatado así, emprenden
el camino de vuelta a casa hacia un perpetuo verano de felicidad
ambiguamente sexual.
Lo que fascina de «La reina de las nieves» es lo llena de recursos y de
fuerza que se muestra Gerda a lo largo de toda la historia y que emanan de su
libertad o de su rechazo a toda reductividad. Ella es una defensa implícita del
poder de Andersen como contador de historias; es la inagotable autoconfianza
del cuentista. Quizá Gerda sea la respuesta de Andersen a Kierkegaard, poco
admirador suyo. Gerda puede hacer frente al Kierkegaard más asombroso: el
de El concepto de la angustia, La enfermedad mortal, Temor y temblor,
Repetición. Los mismos títulos son propios del mundo de la Reina de las
Nieves más que del reino de Gerda y Andersen.
El inquietante y famoso cuento «Los zapatos rojos» siempre me ha
sobrecogido. Los bellos zapatos de baile rojos arrastran a Karen a una
existencia maldita de perpetuo movimiento que no cesa ni siquiera cuando le
amputan los pies por propio consentimiento. Unicamente con su muerte
santificada se obtiene la liberación. Oscuramente enigmático, el cuento de
Andersen apunta a lo que Freud llamó sobredeterminación, y convierte a
Karen en la antítesis de Gerda.
«La sombra», escrita durante un caluroso verano napolitano en 1847,
puede que sea la obra maestra más evasiva de Andersen. El autor y su sombra
deciden separarse, siguiendo la tradición de cuentos de Chamisso y
Hoffmann, y la sombra de Andersen es maligna como lago. Regresa junto a
Andersen y lo convence para que sea su compañero de viaje como sombra, es
decir, como la sombra de su sombra. El lector comienza a experimentar una
perplejidad metafísica que se incrementa con la participación en la historia de
una princesa que ve con absoluta claridad lo que está pasando, y, sin
embargo, toma como esposo a la sombra primera. Andersen amenaza con
revelar la verdadera identidad de ambos y es hecho prisionero por su sombra,
Página 32
que enseguida lo ejecuta. Esta parábola enloquecida y amarga profetiza a
Kafka, a Borges y a Calvino, pero de una forma más interesante nos devuelve
a la problemática y a la ambivalencia de las relaciones que Andersen
guardaba consigo mismo y con su arte.
Mi última historia preferida de Andersen es la hilarante y escalofriante
«Tía Dolor de Muelas», escrita algo menos de tres años antes de su muerte.
Puede que la hubiera concebido como su logos o palabra definidora, y es
narrada por el mismo Andersen en primera persona. Como inventor de una
risa que duele, Andersen sigue a Shakespeare y anuncia a Philip Roth. No hay
ningún personaje en Andersen más amenazante que la Tía Dolor de Muelas:
—¡Qué bien se está aquí! —musitó—. ¡Qué sitio más bueno! Suelo
cenagoso, suelo pantanoso. Aquí zumban los mosquitos con el aguijón
lleno de veneno, ahora soy yo la que tiene el aguijón. Hay que afilarlo en
los dientes de los humanos. A ese de la cama le brillan muy blancos. Ha
comido demasiado azúcar y demasiadas golosinas, cosas frías y calientes,
nueces y pepitas. Pero yo los menearé, los empujaré, fertilizaré la raíz con
viento colado, les dejaré helados hasta los pies[28].
Como dice Su espantosa Majestad: «Un gran poeta tiene que padecer un
gran dolor de muelas; un poeta pequeño, un dolor de muelas pequeño»[29]. La
historia da vértigo: no podemos saber si la Tía Dolor de Muelas y la amable
tía Millie (que alaba los poemas de Andersen) son la misma persona o son
dos. La penúltima oración es: «Todo va a la basura».
Página 33
Resuena el acento de Qohélet (Eclesiastés): todo es vanidad. Andersen
fue un cuentacuentos visionario, pero su reino de hadas era maligno. Sobre su
eminencia estética no albergo ninguna duda, pero creo que todavía no hemos
aprendido a leerle.
Página 34
EDGAR ALLAN POE
(1809-1849)
Los críticos, incluso los buenos, admiran las historias de Poe por las
razones más diversas. Poe, un auténtico hombre del sur, abominaba de
Emerson y veía con claridad que Emerson (igual que Whitman, igual que
Lincoln) no era cristiano, ni realista, ni clasicista. La confianza en uno mismo,
solución de Emerson al pecado original, no existe en el universo de Poe, en el
que necesariamente uno ya está desde el comienzo maldito, condenado y
acabado. Pero yo creo que Poe detestaba a Emerson por algunas de las
mismas razones por las que Hawthorne y Melville sentían, de forma más sutil,
celos de él; razones que persisten en el escritor americano vivo más
distinguido, Robert Penn Warren[30], y en muchos críticos literarios actuales
de nuestro país. Si Emerson no te gusta, con probabilidad te gustará Poe.
Emerson fue el padre del pragmatismo; Poe no fue el padre de nada en
absoluto, que es lo que él quería. Yvors Winters tachó a Poe de oscurantista,
pero tal acusación, aun siendo cierta, no supone más menoscabo para Poe que
el que careciera, por ejemplo, de los sentidos del gusto y del oído. Emerson,
para bien o para mal, fue y es la mente de América mientras que Poe fue y es
nuestra histeria, nuestra rara unanimidad en nuestras represiones. Ciertamente
no pretendo decir con esto que Poe fuera en modo alguno más profundo que
Emerson. Emerson rechazó el pasado alegre y conscientemente. Los críticos
tienden a compartir el fácil historicismo de Poe; quizá sin saberlo agradecen
que todo relato de Poe está de una manera muy clara acabado ya en el
momento de empezar. No hay que esperar a que Madeline Usher y la Casa[31]
se hundan sobre el pobre Roderick; ya se han desplomado sobre él antes de
que el narrador lo aborde. Emerson se dedicaba a exaltar la libertad a la que él
y Thoreau daban el útil nombre de «lo salvaje». No hay nadie en Poe que sea
o que pueda ser libre o salvaje, y algunos admiradores de Poe pertenecientes
al mundo académico de verdad pretenden que todo y todos estén ligados a un
pasado universal. Comenzar significa ser libre, ser similar a Dios, ser un Adán
emersoniano o jeffersoniano. Pero para un escritor ser libre supone
Página 35
perplejidad e incluso la locura. Lo que los escritores americanos y sus
exegetas han adorado en Poe, sin apenas ser conscientes de ello, es su
percepción y su sensación, algo más que freudianas, opresivas y curiosamente
originales, de la sobredeterminación. Walter Pater comentó en una ocasión
que los museos lo deprimían porque le hacían dudar de que jamás alguien
hubiera sido joven. Nadie fije nunca joven en ningún relato de Poe. Como
hizo observar un enojado D. H. Lawrence, todos en Poe son vampiros, en
particular el propio Poe.
II
Página 36
Irwin podría estar escribiendo sobre Blake o sobre otros visionarios que
han buscado elaborar un mapa de las formas totales del deseo. Lo que Irwin
toca como consecuencia es la problemática anticipación de Poe a eso que
presenta una enorme dificultad en Freud: los «conceptos fronterizos» entre la
mente y el cuerpo tales como el yo corpóreo, la defensa no represiva de la
introyección y, sobre todo, los impulsos o instintos. Poe, no solo en Eureka y
en Pym sino también en sus cuentos e incluso en alguno de sus versos, está
curiosamente próximo a la especulación freudiana sobre el yo corpóreo.
Freud, en El yo y el ello (1923), recurrió al extraño lenguaje de E. T. A.
Hoffmann (y de Poe) para describir este difícil concepto:
Página 37
atacar a Freud, de quien dijo en El psicoanálisis y el inconsciente que en
cierto modo nos está incitando a violar el tabú del incesto. Esta interpretación
es tan peregrina como la tesis de Lawrence de que Poe promovía el
vampirismo entre nosotros, pero sí hay algo sugerente en esa violencia de
Lawrence tanto hacia Freud como hacia Poe. Ambos pusieron al individuo
elitista en peligro, suponía Lawrence, al insinuar la primacía de la fantasía no
solo en la vida sexual propiamente sino también en la constitución del yo
corpóreo como tal por medio de actos de incorporación e identificación.
La cosmología de Eureka y la narración de Pym giran por igual alrededor
de las fantasías de incorporación. El subtítulo de Eureka es «Ensayo sobre el
universo material y espiritual», y lo que Poe llama su «proposición general»
viene señalado en cursiva: «En la unidad original de la primera cosa se halla
la causa secundaria de todas las cosas, junto con el germen de su
aniquilación inevitable»[36]. Freud, en su cosmología Más allá del Principio
de Placer postulaba que lo inorgánico había precedido a lo orgánico y
también que la tendencia de todas las cosas era volver a su estado original. En
consecuencia, toda vida apuntaba hacia la muerte. El impulso de muerte, que
resultó clave en los posteriores dualismos de Freud, es no obstante mitología
pura, ya que la única prueba que Freud tenía de ello era la compulsión de la
repetición, y resulta un tanto extraño ese salto de la repetición a la muerte.
Esa confianza en la mitología propia pudo haber animado a Freud en su
audacia cuando en las Nuevas conferencias introductorias admitió que la
teoría de los impulsos era, por así decirlo, su propia mitología al ser los
impulsos no solo concepciones magníficas sino además especialmente
sublimes en su indefinición. Ojalá yo pudiera afirmar que Eureka tiene algo
de la fuerza especulativa de Más allá del principio de placer o siquiera de la
asombrosa Thalassa: una teoría sobre la genialidad de Ferenczi, el discípulo
de Freud; pero Eureka sale mal parado cuando se lo compara con Naturaleza
de Emerson, el cual solo contiene unos pocos párrafos dignos de lo que
Emerson escribió posteriormente. Y, sin embargo, Valéry en cierto sentido
tenía razón en su alabanza de Eureka. Para determinados intelectuales Eureka
desempeña una función mitológica pareja a la que los cuentos de Poe
continúan ejerciendo para una enorme cantidad de lectores. Eureka está
escrita de forma desigual, es repetitiva y en ocasiones opaca en sus
abstracciones pero, al igual que los cuentos, da la impresión de no haber sido
compuesta por un individuo concreto: el universalismo de una pesadilla
colectiva lo informa. Si los cuentos pierden un poco, o incluso puede que
ganen, cuando se los contamos de nuevo a otros con nuestras propias
Página 38
palabras, entonces Eureka gana con las observaciones de Valéry o con los
resúmenes de críticos recientes como John Irwin o Daniel Hoffman. Incluso
la traducción a su propia lengua beneficia siempre a Poe.
No tengo espacio, ni ganas, para resumir Eureka, y además el resumen
probablemente no conseguiría nada aparte de embotar a mis lectores y de
embotarme a mí mismo. Es cierto que Poe nunca hizo gala de una sinceridad
más apasionada que cuando escribió Eureka, del que afirmó: «Lo que aquí
propongo es verdadero»[37]. Pero estas son las palabras con las que concluye
Eureka:
Página 39
libro Teoría estética. Cuando escribe «Mimesis de lo mortal y
reconciliación», Adorno funde la visión de la teología negativa judía y la del
psicoanálisis:
Baudelaire fue algo más que un tecnócrata del arte como Adorno sabía,
pero Poe lo habría sido sin más de no ser por su don para crear mitos. C.
S. Lewis podría estar en lo cierto cuando insistía en que tal don podría existir
incluso separado de otras dotes literarias. Blake y Freud son creadores
incontestables de mitos, al tiempo que también tenían una fuerza cognitiva y
estilística. Poe es un gran creador fantástico cuyos pensamientos eran lugares
comunes y cuyas metáforas estaban muertas. La fantasía, considerada
mitológicamente, combina las posturas de Narciso y de Prometeo, los cuales
son antitéticos el uno para el otro, pero figurativamente bastante compatibles.
Poe es al mismo tiempo el Narciso y el Prometeo de su país. Si tal cosa es
verdad, entonces él resulta incontestable; incluso aunque sus cuentos apenas
puedan compararse con los de Hawthorne, aunque sus poemas difícilmente
puedan leerse y sus discursos especulativos queden deslucidos al lado de los
de Emerson, su despreciado rival del norte.
III
Para definir la mitopoyesis de Poe con más exactitud me tengo que referir
inevitablemente a su historia «Ligeia» y al final de Pym. Ligeia, una
trascendentalista alta, morena y delgada muere mascullando su protesta contra
la débil voluntad humana que no puede mantenemos vivos para siempre. Su
consternado viudo y que carece de nombre, el narrador, intenta encontrar
consuelo en el opio primero, y casándose después en segundas nupcias con
Página 40
«la rubia y de ojos azules Lady Rowena Trevanian, de Tremaine».
Lamentablemente, esta sustitución le sirve de poco, pues ella enferma
rápidamente y muere. Repetidamente el cadáver recobra la vida para morir
una y otra vez. Por último se la despoja del sudario y el narrador halla a
Ligeia viva y vestida con las ropas mortuorias de su sucesora, que se ha
evaporado.
Como parábola de la voluntad vampírica está bastante bien.
Presumiblemente la docta Ligeia ha completado su formación en la voluntad
durante su ausencia, o quizá simplemente le pasa la muerte a su sucesora
Rowena, que no es lo suficientemente trascendental. Lo que impresiona más
desde el punto de vista mitopoyético es el ambiguo dilema de la voluntad del
narrador. La propia vida de Poe, como la de Whitman, es una mitología
americana, y lo que todos nosotros recordamos de forma general al respecto
es que Poe se casó con su prima camal, Virginia Clemm, antes de que ella
cumpliera catorce años. Murió poco más de diez años después habiendo sido
casi una inválida durante la mayor parte de ese tiempo. El propio Poe murió
algo menos de tres años más tarde de ella cuando solo contaba cuarenta.
«Ligeia», considerado por Poe su mejor cuento, fue escrito al poco de cumplir
el primer año de matrimonio. Más adelante Freud habría de conjeturar
implícitamente que no existen los accidentes, que morimos porque queremos
morir por ser nuestro carácter asimismo nuestro destino. También en el mito
de Poe el ethos es el daimon, y el daimon es nuestro destino. Un año después
de la muerte de Virginia, Poe le propuso matrimonio a la poetisa viuda Sarah
Helen Whitman. Los biógrafos cuentan que las dudas de la señora eran
debidas a los rumores sobre el mal carácter de Poe, pero quizá es que la
señora Whitman había leído «Ligeia». Sea como fuere, ni el matrimonio se
llevó a efecto ni Poe sobrevivió para casarse con otra viuda, su amor desde la
infancia Elmira Royster Shelton. Quizá también ella leyó «Ligeia» y prefirió
abstenerse.
El narrador de «Ligeia» tiene una memoria especialmente mala; eso, o
que mantiene una relación muy curiosa con su propia voluntad, pues
comienza contándonos que se casó con Ligeia sin preocuparse de saber cuál
era su apellido. El propio nombre de la chica forma parte de la leyenda, o del
cuento, y bastaba así. Como se insinúa en el segundo párrafo de la historia, la
dama era un sueño de opio con pisadas de sombra. La consecuencia podría ser
que nunca existiera tal dama o, incluso, que si lo que deseas es que cobren
realidad tus ensoñaciones debes entonces inmolar a tu Rowena consustancial.
Lo que resulta un tanto alarmante para el narrador es la intensidad de la
Página 41
pasión de Ligeia hacia él, manifestada por otra parte solo con miradas y con la
voz, mientras la dama ideal vivía. Puede que sea esta intensidad
desconcertada lo que mata a Ligeia por medio de un tipo de dialéctica
narcisista al estar ella dominada no por la voluntad de su lujuria sino por la
lujuria de su voluntad. Ella dispone su infinita pasión hacia el narrador
necesariamente incompetente y cuando (de forma implícita) él le falla, ella
reconduce la pasión de su voluntad para luchar por su vida y, al final, contra
la muerte. El espantoso poema de ella, «El gusano vencedor», profetiza su
cíclico retomo desde la muerte: «en un círculo siempre de retomo / al lugar
primitivo»[42]. Pero cuando es ella la que regresa, el punto apenas es ya el
mismo. La pobre Rowena solo resulta ligeramente interesante para su
narrador-marido cuando enferma hasta morir y su cuerpo lo usurpa por
completo la rediviva Ligeia. Y, sin embargo, si el perverso narrador es un
tanto distinto ello es debido a que su narcisismo finalmente no está en
consonancia con lo prometeico de su primera y truculenta esposa. No hay
declaraciones finales de la pasión de Ligeia al concluir la historia. El triunfo
de su voluntad es completo, pero sabemos que la voluntad del narrador no se
ha fundido con la de Ligeia. Su renovada obsesión por los ojos de ella da fe
de la continua conciencia que tiene del poder demoniaco que ella ejerce sobre
él, pero las últimas palabras de él apuntan a lo que el comienzo de la historia
confirmaba: ella no volverá en mucho tiempo y sigue siendo «mi perdido
amor»[43].
La conclusión de Pym ha sido analizada de forma brillante por John
Irwin, y por tanto quiero únicamente acercarme muy brevemente al que es sin
duda el final más efectivo de Poe:
Página 42
gnóstica anterior a la caída en la creación. Como al final de Eureka, Poe une
«alfa» y «omega» en un círculo apocalíptico. Yo sugiero que se lea la blanca
sombra de Pym —es decir, la de Poe— como el triunfo americano de la
voluntad, tan ilusorio como la usurpación del cadáver de Rowena por parte de
Ligeia.
Poe nos enseña por medio de Pym y de Ligeia que como americanos
somos al mismo tiempo sujetos y objetos de nuestras propias búsquedas.
Emerson, al americanizar el sentido europeo del abismo, mantuvo al yo y al
abismo como hechos separados: «Podrán ser dos, tres o cuatro pasos, en
función del genio de cada cual, pero para cualquier alma perspicaz hay dos
hechos innegables: el yo y el abismo». Poe, tratando de evitar el
emersonismo, termina con un solo hecho, y es más un deseo que un hecho:
«Yo dispongo ser el abismo». Esta desesperación metafísica ha atraído a la
tradición literaria americana sureña y a sus seguidores del norte. La atracción
no se puede negar porque pertenece al mito y Poe respaldó el mito tanto con
su vida como con su obra. Si el mito del norte o emersoniano de nuestra
cultura literaria culmina con la bella imagen del Walt Whitman enfermero,
moviéndose como un padre con actitudes maternales por los hospitales de
Washington D. C. en la Guerra de Secesión, entonces el sureño o contramito
logra su perfecta palidez, con la sombra de Poe, blanca como la nieve,
envolviendo el abismo por el que la embarcación del alma está a punto de
precipitarse. El genio de Poe lo era para la negatividad y la oposición, y la
fuerza afirmativa de la América emersoniana le dio el ímpetu que su voluntad
demoniaca requería.
IV
Página 43
tenía que decir de estos poetas y narradores es en modo alguno memorable o
supone en absoluto una ayuda para su lectura. No hay visiones críticas ni
percepciones originales ni comparaciones certeras o iluminadoras ni
panoramas históricos. He aquí a Poe hablando de Tennyson en sus
«Marginalia», que por lo general supera a sus otros escritos críticos:
Página 44
de lado a lado se quebró el espejo.
«Es esta ya la maldición», gritó
la dama de Shalott[46].
Bien, pero también está el Poe teórico, nos ha dicho Valéry. La aguda
autoconciencia de Poe fue tremendamente mal interpretada por Valéry como
la inauguración y el desarrollo de ideas rigurosas y escépticas. Supuestamente
se refiere al Poe de tres famosos ensayos: «Filosofía de la composición», «La
lógica del verso» y «El principio poético». Acabo de releer estos textos y me
es imposible comprender esa carta de Valéry a Mallarmé en la que ensalza las
teorías de Poe diciendo que son «muy profundas e insidiosamente doctas».
Sin duda apreciamos las teorías de Valéry precisamente por esas cualidades, y
de esta forma completo el giro de trescientos sesenta grados y regreso a mi
punto de partida con el misterio del Poe francés. Puede decirse que Valery ha
leído a Poe al modo crítico tanto de Pater como de Wilde. Vio claramente
cuál era su impresión de Poe, y vio los ensayos de Poe tal y como realmente
no son en sí mismos. Admirable; y de esta forma Valéry llevó a su
culminación el mito crítico del Poe francés.
Página 45
¿Qué cuerpo humea en los raíles mordidos,
estalla de un fardo en ascuas atrás, a lo lejos,
en las bifurcaciones y simas del cerebro;
bocanadas de un cigarrillo que asoma muy atrás, a lo lejos,
en las fisuras que separan los distritos de la mente…?[49]
Página 46
NICOLÁI GÓGOL
(1809-1852)
Página 47
chimenea, uniendo así su destino al de las obras sin publicar. En el mismo
fuego Gógol arroja también un muñeco de goma, el hijo de Caracas. Tras esta
catástrofe final el biógrafo defiende a Gógol de la acusación de haber
maltratado a su esposa y rinde homenaje al majestuoso genio del escritor.
El mejor preliminar (o posliminar) a la lectura de «La mujer de Gógol» de
Landolfi es leer algunas historias de Gógol, tras lo cual será imposible dudar
de la existencia de la infortunada Caracas. Ella podría ser perfectamente la
mejor amada que Gógol pudiera haber encontrado (o inventado) para sí. Por
contra, Landolfi difícilmente habría podido escribir la misma historia y
titularla «La mujer de Maupassant», y no digamos «La mujer de Turgueniev».
No: tenía que ser Gógol y solamente Gógol; y apenas dudo de la historia de
Landolfi, sobre todo después de cada relectura. Caracas tiene una realidad que
Borges ni busca ni logra para su Tlón. Siendo como es la única esposa posible
paira Gógol, se me antoja la parodia definitiva de aquella insistencia de Frank
O’Connor en que la voz solitaria que está gritando en los cuentos modernos es
la de la Población Sumergida. ¿Quién podría haber más sumergido que la
esposa de Gógol?
Página 48
IVÁN TURGUENIEV
(1818-1883)
Página 49
la niebla; tras él se extienden prados de color azul acuoso; detrás, suaves
colinas; sobre la ciénaga dan vueltas gritando las avefrías; por entre el
húmedo brillo que se esparce en el aire se perfila llanamente en la
lejanía… a diferencia de lo que sucede en verano. ¡Con qué libertad
respira el pecho, con qué rapidez se mueven los miembros, qué
fortalecido se siente uno envuelto por el suave soplo de la primavera!…
[55]
Esta visión, por muy absoluta que sea para el individuo, conoce sus
propios límites. Tuya es la libertad del bosque, y no la consternación sublime
de la estepa:
Página 50
Las Memorias se limitan a lo que el ojo puede abarcar. Para enfrentarse a
la estepa hace falta ser Tolstoi; hay que ser de una naturaleza sublime y ser
tan fuerte como aquello que uno aspira a contemplar. Con un dominio notable
y lleno de matices, Turgueniev deja entrever muy sutilmente sus propios
límites, y nos muestra de nuevo por qué sus Memorias son una obra maestra
tan bien modulada.
Página 51
HERMAN MELVILLE
(1819-1891)
Página 52
propósito que le sirvió a Shakespeare Timón de Atenas, la más rancia de sus
tragedias.
«Benito Cereño», que a mí me parece la obra maestra de la narrativa corta
de Melville, es una historia maravillosa y enigmática en la que el capitán
Delano y Benito Cereño hablan sin entenderse el uno al otro en formas que
trascienden su difícil situación, donde Delano no sabe que Cereño y su
embarcación son cautivos en una rebelión de esclavos. Incluso cuando se ha
efectuado el rescate, el capitán español y el americano están en mundos
diferentes:
—Pero esos suaves alisios que ahora abanican sus mejillas, don
Benito, ¿no le llegan con una curación casi humana? Amigos entrañables,
amigos constantes son esos alisios.
—Con su constancia no hacen sino llevarme a la tumba, señor —fue
la fatídica respuesta.
—Está usted salvado, don Benito —exclamó el capitán Delano, cada
vez más asombrado y dolorido—, está usted salvado; ¿qué es lo que ha
proyectado tal sombra sobre usted?
—El negro[60].
Próspero nos cuenta que cuando vuelva a Milán una de cada tres veces
pensará en su tumba, incluso aunque al gran Mago no le puedan ir mejor las
cosas. La sombra de inmortalidad de Próspero no es Calibán sino la
desaparecida vocación de haber sido un sabio hermético. Benito Cereño tiene
sobre sí algo más que la sombra de Babo; su propia vocación como capitán
marino ha desaparecido bajo la sombra a la que simbólicamente alude con «el
negro». La introversión de los pensamientos de Cereño en contraste con la
robusta extroversión de Delano es un contraste shakesperiano. Cereño está
ahora perdido en su creciente yo interior, la más shakesperiana de las
invenciones.
El adánico Billy Bud no es una figura shakesperiana, y aumenta su
desvalimiento al enfrentarse a lago en Claggart. La «monomanía» de Claggart
deriva claramente del afán de lago de acabar con Otelo. La «maldad sin
motivo», según palabras de Coleridge sobre lago, se aplica mucho mejor a
Claggart. Sería muy difícil que aceptáramos a Claggart de no ser por nuestra
experiencia de lago. El resultado del lago de Shakespeare sobre el Claggart de
Melville es más que un asunto de «influencia». La «depravación natural» de
Claggart es una extraña transfusión de lago al genio diabólico de Melville.
Página 53
II
Página 54
abrumadores precursores en la Biblia, Spenser, Shakespeare y Milton, lo
mismo ocurre con The Piazza tales. El rechazo de Melville hacia la teología
bíblica, su desconfianza casi gnóstica de la naturaleza y de la historia por
igual, encuentran poderosa expresión en The Piazza tales como lo hicieron en
toda su prosa de ficción posterior y en sus versos.
III
Página 55
manos de Bannadonna la colocaron sobre la última hilera. Después, se
subió en ella y se quedó de pie, solo, con los brazos cruzados;
contemplando las blancas cimas de los azulados Alpes del interior, y las
crestas aún más blancas de los aún más azulados Alpes de la costa, una
perspectiva invisible desde la llanura. Aunque no menos invisible que la
mirada que echó hacia abajo, cuando, como el estruendo de los
cañonazos, le llegaron los estallidos de aplausos de la gente.
Les emocionaba ver con qué serenidad el constructor se plantaba a
noventa metros de altura sobre un observatorio sin barandillas. Nadie más
que él habría osado hacerlo. Era el resultado último de aquella disciplina
que se había impuesto: permanecer sobre el pilar en cada etapa de su
crecimiento[63].
Las cornejas afirman que una sola corneja podría destruir el cielo. Eso
es indudable, pero no es ninguna prueba contra el cielo, porque cielo
significa, precisamente, imposibilidad de cornejas[64].
Página 56
El aforismo de Kafka podría ser un buen título para la historia de Melville
en la que Bannadonna ha construido su torre en parte para ascender por ella y
sostenerse «a trescientos pies de altura sobre un pedestal sin barandilla».
Kafka podría haberle dicho a Bannadonna que un laberinto subterráneo habría
resultado mejor, ya que los cielos lo habrían considerado como el foso de
Babel:
—¿Qué construyes?
—Quiero cavar una galería. Debe producirse un progreso. Demasiado
arriba está mi puesto.
Estamos cavando el pozo de Babel[66].
Página 57
creación que hace Bannadonna de un tipo de golem o monstruo como
Frankenstein llamado con encanto Haman, sin duda como homenaje al villano
del Libro de Ester. Haman, concebido para ser el campanero, también
significa «un tipo parcial de criatura ulterior», un titánico siervo que podría
llamarse Talus, como el siniestro hombre de hierro que blande un mayal de
hierro contra los rebeldes irlandeses en el cruel Libro 5 de La Reina de las
hadas, de Spenser. Pero Talus no ha sido creado, y Haman es más que
suficiente para inmolar al ambicioso artista, Bannadonna:
Página 58
probable que fuera la propia Moby Dick, la «dispersa partitura / de rotos
intervalos» de Melville, igual que El puente lo fue de Hart Crane. Con esto
quiero apenas sugerir que Haman es el capitán Ahab. Y, sin embargo, el
«pérfido libro» de Melville, como él mismo llamó a Moby Dick en una
famosa carta a Hawthorne, pudo realmente haber aniquilado algo vital en su
autor, si acaso su conciencia retrospectiva.
Página 59
LEWIS CARROLL
(1832-1898)
CORO
(Al que se unían la cocinera y el niño).
Página 60
¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!
CORO
¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!
Página 61
«¡ojalá supiera cómo transformarlos…!», se asustó un poco al ver al gato
de Cheshire en la rama de un árbol, a unos pocos pasos[76].
Página 62
Alicia pensó que eso no era prueba suficiente; sin embargo, prosiguió:
—¿Y cómo sabes que tú estás loco?
—Para empezar —dijo el Gato—, los perros no están locos, ¿estás de
acuerdo?
—Supongo que no —dijo Alicia.
—Bien —prosiguió el Gato—, entonces verás que un perro gruñe
cuando está furioso, y mueve la cola cuando está contentó. Y yo, por el
contrario, gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy
furioso. Luego estoy loco.
—Yo llamo a eso ronronear, no gruñir —dijo Alicia[77].
Página 63
exactamente igual a como lo fueron sus contemporáneos, los poetas
prerrafaelitas, pero su fantasmagoría, a diferencia radical de los otros, es una
acertada defensa total frente a la gran búsqueda romántica, o una revisión de
la misma. El mercado de los duendes de Christina Rossetti tiene más cosas en
común con Edward Lear que con Carroll, y Swinbume[81] es incluso mejor
escritor paródico que Carroll.
Las parodias de Carroll, a veces realmente brillantes, no logran trascender
sus propios ecos, no logran invertir la carga de demora literaria del propio
Carroll. Pero los libros de Alicia y La caza del snark alcanzan una
originalidad convincente, mientras que los prerrafaelitas son a veces simples
parodias de Keats, Shelley, Tennyson y Browning. La búsqueda erótica del
Romanticismo, que termina con el Infierno de El triunfo de la vida, de
Shelley, se covierte en el Purgatorio sadomasoquista de los poetas
prerrafaelitas. Dante Gabriel Rossetti, Swinbume, y su seguidor en la crítica,
Pater, sustituyen o retorizan el cuerpo por el tiempo y aceptan la violencia que
trae la venganza de la voluntad contra el tiempo sobre sus propios cuerpos.
Carroll escapa al sadomasoquismo y a la búsqueda erótica del
Romanticismo al identificarse a sí mismo con una niña de siete años, Alicia.
El País de las Maravillas solo tiene un principio de realidad, y es que se ha
asesinado al tiempo. No es necesario sustituir nada por el tiempo, incluso
cuando solo la locura puede asesinar al tiempo. Alicia no está ni más ni
menos loca de lo necesario, lo cual puede ser la auténtica herencia que recoge
de Hamlet. Ella no habrá de crecer o de madurar sexualmente mientras pueda
regresar al País de las Maravillas, y salir de él siempre que lo necesite. Los
prerrafaelitas y Pater están inmersos en el mundo del principio de realidad, el
mundo de Schopenhauer y Freud. Las interpretaciones psicoanalíticas de las
obras de Carroll fracasan siempre porque son inevitablemente fáciles y
vulgares, y, por tanto, repugnantes. Alicia no se digna a que le digan de qué
está escapando, y los libros de Carroll no son ejercicios de sublimaciones. Lo
que contienen es su malestar por la cultura, incluyendo a Wordsworth, el
mayor precursor de su punto de vista.
II
Página 64
No se movió nadie.
—¿Quién os va a tener miedo? (Mientras tanto, había recuperado su
estatura normal). ¡Pero si no sois más que un mazo de cartas![82]
Página 65
antes de empezar a hablar—:
porque algunas estamos asfixiadas
y las gordas mucho más!
—No hay prisa —el Carpintero dijo.
Le dieron las gracias por su amabilidad.
Página 66
Las lágrimas se secó.
Página 67
El Caballero Blanco, el enigma más soportable y encantador de Carroll,
es la figura de Al otro lado del espejo que nos devuelve vivamente al espíritu
más delicado de Alicia en el País de las Maravillas. Existe una tradición
crítica según la cual el Caballero Blanco es un autorretrato de Charles
Lutwidge Dodgson, el otro yo de Lewis Carroll en el mundo del principio de
realidad. Puede haber algo de eso, pero es más evidente que el Caballero
Blanco es una versión del amable, heroico y bondadosamente loco Don
Quijote. La locura del Caballero Blanco es como la propia enfermedad de
Alicia, si es que el Gato de Cheshire tenía razón en cuanto a Alicia. Es la
locura del drama, la dulce locura de Carroll, una defensa frente a locuras más
tenebrosas.
El mejor poema de todos los de Carroll es «La balada del Caballero
Blanco», una soberbia y adorable parodia del gran poema de crisis de
Wordsworth «Resolución e independencia». La cercanía de Wordsworth al
solipsismo, su falta de habilidad para escuchar lo que el recolector de
sanguijuelas le dice en respuesta a la angustiada pregunta del poeta («¿De qué
manera vives y qué es lo que haces?») la parodió con bastante crueldad
Carroll en la versión original del poema, publicada en 1856 y quince años
después de Al otro lado del espejo. En el poema de 1856, «Sobre el páramo
solitario», el poeta es exageradamente duro e incluso atroz con el anciano, a
quien no solo no escucha sino que encima lo patea, le da un puñetazo, le da
un sopapo y le tira del pelo. Por fortuna todo esto aparece suavizado en la
bella versión que canta el Caballero Blanco:
Página 68
—No, no es eso; es algo muy distinto. La canción se llama Modos y
Maneras; pero es solo la forma como se llama, ¿comprendes?
—Bueno, entonces ¿cuál es la canción? —dijo Alicia, que ya estaba
totalmente desconcertada.
—A eso voy —dijo el Caballero—. En realidad la canción es Sentado
en una cerca; y la melodía es de mi cosecha.
Y así diqiendo, detuvo el caballo y dejó caer las riendas sobre el
cuello; luego, marcando lentamente el compás con una mano y poniendo
una cara dulce y algo tonta, iluminada por un leve sonrisa, como si le
alegrase la música de su canción, empezó.
De todas las cosas extrañas que Alicia vio durante su viaje Al otro
lado del Espejo, esta fue la que siempre recordó con más claridad. Años
más tarde, aún podía evocar toda la escena como si hubiera ocurrido la
víspera: los ojos dulces y azules y la sonrisa cariñosa del caballero…, el
sol poniente brillando entre su pelo y centelleando en su armadura con
una llamarada de fulgor deslumbrante…, el caballo que se mecía
suavemente, con las riendas colgadas al cuello y mordisqueando la hierba
a sus pies… y las oscuras sombras del bosque detrás de ellos… Retuvo en
su memoria todo esto como si fuese un cuadro, mientras, con una mano
sobre los ojos para protegerlos del sol, se apoyaba contra un árbol
observando a la extraña pareja, y escuchando, en una especie de sueño, la
melancólica música de la canción.
«Pero la melodía no es de su cosecha —se dijo para sus adentros—: es
la de Todo te lo doy, y más no puedo». Se dispuso a escuchar muy atenta,
pero las lágrimas no acudieron a sus ojos.
Página 69
Y se los vendo a los hombres
que infernales mares surcan;
y así me gano mi pan…
Deme algo, caballero».
Página 70
sin regatear por nada»[89].
Página 71
MARK TWAIN
(1835-1910)
El estudio crítico más útil sobre Mark Twain sigue siendo para mí el de
James M. Cox[91]. Cox no aborda los cuentos sino las obras mayores de
Twain, como Las aventuras de Huckleberry Finn, Cabeza hueca Wilson,
Pasando fatigas e Inocentes en el extranjero. Es Cox quien señala que «Mark
Twain» era la señal para aguas peligrosas que daba el piloto en los barcos de
vapor. Samuel Clemens, que llegaría a ser Mark Twain, sigue siendo nuestro
principal autor humorístico, pero su mejor obra —cuentos incluidos— está
repleta de señales de peligro. Cox pone de relieve también la recurrencia en
los escritos de Mark Twain a la figura del forastero, irónico y misterioso,
cuyas apariciones comportan un peligro tanto para el orden moral
convencional como para nuestra ansia universal de ilusiones.
Twain —a juicio de Cox— mantuvo toda su vida una lucha contra la
conciencia censora, el superyó freudiano. Especulador por naturaleza, Twain
fue un gran artista de la fuga, como lo demuestra su magistral creación: Huck
Finn. Los mejores cuentos de Twain son ejercicios de evasivas porque la
verdad, como le ocurre a Hamlet, es lo que nos mata. El abismo del nihilismo
asoma en Mark Twain de forma tan extraña a como lo hace en Shakespeare o
en Nietzsche.
El primer éxito artístico y comercial de Twain fue su cuento de 1865, «La
célebre rana saltarina del condado de Calaveras» en el que el narrador,
Wheeler, es el primero de todos los impertérritos narradores que son lo mejor
del estilo de Twain. Twain llegó a ser uno de los mejores autores de su
tiempo; sus conferencias, impartidas con una solemnidad paródica,
rivalizaban en efectividad con las alocuciones visionarias de Emerson y con
las dramáticas lecturas de Dickens. La forma de narrar de Wheeler resultó el
modo en el que se asentaría Twain: de una inocencia desarmante y, sin
embargo, instando a la comicidad.
En 1876, Twain leyó en público ante un selecto auditorio de Hartford los
estrafalarios «Hechos relativos al reciente Carnaval del Crimen en
Connecticut», fantasía en la que el irónico enano, su Conciencia, es destruido
por el narrador como preludio del mundo que comienza de nuevo: «Asesiné a
Página 72
treinta y ocho personas a lo largo de las dos primeras semanas; todas ellas
debido a viejas rencillas. Prendí fuego a una casa que me estorbaba la vista.
Estafé a una viuda y a unos huérfanos quedándome con la última vaca que
tenían…». La guerra contra el superyó es conducida de forma mucho más
indirecta en «El elefante blanco robado» de 1882, en donde la parodia del
detective de ficción apunta hiperbólicamente a lo que podría denominarse
como «el propio impulso investigador». El miedo a la locura, en la raíz del
genio de Twain para el humor, se tradujo en la soberbia historia «El hombre
que corrompió a Hadleyburg», un paraíso perdido en miniatura con indicios
de premilenarismo (1899). Hadleyburg, «el pueblo más honesto y recto de
toda la región», podría ser cualquier lugar de los Estados Unidos ahora que
nos acercamos otra vez al milenio. El hombre que lo «corrompe» es un
arquetipo del forastero misterioso o irónico de Mark Twain, un satán que
busca la verdad. Una pequeña obra maestra en estilo y trama, puede que la
caída de Hadleyburg sea la mejor victoria de Twain sobre la hipocresía del
elemento social en el superyó.
Con «El billete de un millón de libras», de 1893, Twain perfeccionó su
parábola de la corrupción. A pesar de que continúa siendo una historia ligera,
hay muy pocas que la igualen en su manera de poner de relieve las ilusiones
del dinero. El nihilismo, alerta gnóstica sobre lo ilusorio tanto de la naturaleza
como de la sociedad, alcanza su máxima intensidad en los fragmentos de El
forastero misterioso publicados postumamente. El pequeño satán, héroe final
de Twain, apunta al superyó o Sentido Moral como el auténtico malvado en la
existencia humana. Dios, deidad de la Virtud Moral pareja a Urizen, de Blake,
es el culpable final para Mark Twain. Un ataque a Dios, sea cual fuere la
interpretación que se le dé a Dios, es una base muy complicada para el humor,
como Twain se dio cuenta. Habiendo sobrepasado los límites de su arte,
Twain cedió a la desesperación.
Página 73
HENRY JAMES
(1843-1916)
Los enormes admiradores que Henry James tiene entre la crítica llegan tan
lejos como para considerarlo el mayor escritor americano, e incluso el
novelista mejor dotado de la lengua inglesa. La primera afirmación olvida
solo a Walt Whitman, mientras que la segunda elude en parte la maravillosa
secuencia que va desde Clarissa de Samuel Richardson hasta George Eliot,
pasando por Jane Austen, y la tradición alternativa que abarca desde Fielding
hasta Joyce, pasando por Dickens. Ciertamente, James es el escritor
americano capital, y en sus mejores novelas sin duda están al lado de Jane
Austen y George Eliot. El nivel de su precursor, Hawthorne, está más que
alcanzado con el esplendor de Retrato de una dama y Las alas de la paloma,
gigantescos descendientes de El fauno de mármol; mientras que los novelistas
americanos rivales —Melville, Mark Twain, Dreiser, Faulkner— solo resisten
la comparación con James por ser totalmente distintos de él. Esa cualidad de
ser diferente convierte a Faulkner —especialmente en su gran etapa— en un
verdadero rival aunque momentáneo; y puede que si se quiere encontrar una
línea de cierto fuste en la novela americana que no tenga que ver con James
habrá que buscarla en nuestra curiosa y antitética tradición que se mueve
entre Moby Dick y sus descendientes más oscuros: Mientras agonizo, Miss
Lonelyhearts, La subasta del lote 49. La conciencia normativa de nuestra
prosa de ficción, anunciada por vez primera con La letra escarlata, la forjó
Henry James, cuyo espíritu no solo permanece en discípulos evidentes como
Edith Wharton en La edad de la inocencia y Willa Cather en su soberbia Una
dama perdida, sino también y de forma más sutil (al estar fundida con el aura
de Joseph Conrad) en novelistas tan variados como Fitzgerald, Hemingway y
Warren. Parece claro que la relación de James con la prosa de ficción
americana es exactamente análoga a la relación de Whitman con nuestra
poesía: cada uno es, en su propia esfera, lo que Emerson profetizó como el
Hombre Central que habría de venir y cambiar todo para siempre y celebrar
así la novedad americana.
Página 74
La ironía de la posición clave que James ocupa entre nuestros novelistas
es palpable puesto que, al igual que la figura muy menor de T. S. Eliot más
tarde, James dejó su país para terminar siendo un súbdito británico después de
haber nacido ciudadano en la América de Emerson. Pero es un lugar común
entre los críticos decir que James siguió siendo el más americano de los
novelistas, y curiosamente no menos nacionalista en Los embajadores de lo
que lo había sido en Daisy Miller y en El americano. James, crítico literario
sutil aunque a veces algo avieso, comprendió muy bien lo que seguimos
aprendiendo y volviendo a aprender: que un escritor americano podrá ser
emersoniano o antiemersoniano pero incluso una postura negativa hacia
Emerson siempre lleva otra vez de vuelta a su formulación de la religión
poscristiana de la autoconfianza. Escritores abiertamente emersonianos como
Thoreau, Whitman y Frost no están más imbuidos del sabio de Concord de lo
que lo están antiemersonianos como Hawthorne, Melville y Eliot. Quizá los
más afectados sean aquellos escritores que quieren escapar a Emerson y, sin
embargo, nunca dejan su atmósfera dialéctica, como Emily Dickinson, Henry
James y Wallace Stevens.
Emerson suponía para Henry James algo parecido a vina tradición
familiar, aunque ello apenas pueda servir de justificación para el absoluto
fracaso de prácticamente todo lo que el novelista escribió sobre el ensayista.
James recurre de forma invariable a un tono de irónica condescendencia
cuando escribe de Emerson; algo difícilmente apropiado tratándose del
profeta americano del poder, el destino, las ilusiones y la riqueza. Sugiero que
James mezcló sin saberlo a Emerson con el buen amigo del sabio, Henry
James padre, a quien él desestimó como swedenborgiano y que, sin embargo,
podría ser calificado con mayor justicia como especulador del gnosticismo
americano al modo de Emerson, aunque más cercano en eminencia a, por
ejemplo, Bronson Alcott que al autor de La conducta de la vida.
El cuerdo y sacro Emerson fue un maestro en fugas, en especial cuando
sus discípulos ejercían demasiada presión, ya fuera sobre asuntos personales o
espirituales. A Henry James sénior se le recuerda ahora por haber sido el
padre de Henry, William y Alice, y también por su famoso arrebato contra
Emerson, al que admiraba más allá de la idolatría: «¡Oh tú, hombre sin
asideros!».
Henry James hijo, aun alabando abiertamente a Emerson, comentó que
apenas era demasiado o demasiado poco decir en general de los escritos de
Emerson que no se compusieron en absoluto. La palabra clave aquí es
Página 75
«compusieron», y me trae a la memoria un bello pasaje de «Los poemas de
nuestro clima», de Wallace Stevens (1879-1955):
Página 76
nunca encontró por completo y que tuvo más bien la característica de que
durante sus últimos años (en los que le fue cada vez más difícil conseguir
la palabra) dicha forma pareciera desear atacarle en su talón de Aquiles,
en el punto en que sus logros eran menos completos, y tuviera en cierto
modo el efecto de estar cebándose en él. El relato que el señor Cabot hace
de su juventud y de sus comienzos en la edad adulta parece un tanto seco
y crudo, y tenemos la impresión de una terrible escasez de alternativas. Si
no habría de ser ni granjero ni comerciante podría ser maestro de escuela;
tal era el recurso principal y una parte del proceso educativo general de
los jóvenes de Nueva Inglaterra que tuvieran la intención de dedicarse a
las cosas del intelecto. Había sin embargo una ventaja en tal desnudez y
era que, al menos en el caso de Emerson, las cosas del intelecto
estuvieron admirablemente bien consideradas. Si su mayor logro y su
signo distintivo han de ser el que tuviera una concepción más intensa que
nadie de la vida moral, puede que no sea caprichoso afirmar que ello se
deba en parte al modo limitado en que concebía nuestra capacidad para
vivir ilustrados. La sociedad llana, temerosa de Dios y pragmática, que lo
rodeaba no era fecunda en variaciones: ella tenía gran inteligencia y
energía pero se movía invariablemente en la misma dirección.
Posteriormente, en tres ocasiones (tres viajes a Europa) fue presentado
ante un mundo más complicado, pero es como si su espíritu, su gusto
moral, siguiera habitando siempre entre las mismas paredes austeras de su
juventud. Ahí pudo vivir con ese logrado no ser consciente de la maldad y
que es uno de los más bellos signos por los que le conocemos. Sus
primeros escritos están llenos de una curiosa animadversión hacia los
vicios del lugar y de la época, pero hay algo encantadoramente vago,
ligero y general en su disposición. Casi lo peor que puede decir es que
tales vicios son negativos y que sus paisanos no son heroicos. Tenemos la
sensación de que sus primeras impresiones fueron recibidas en una
sociedad en la que la miseria y la extravagancia, y cualquier extremo del
tipo que fuese, estaban ausentes por igual. Lo que la vida de la Nueva
Inglaterra de hace cincuenta años ofrecía al observador era el panorama
común: una pintura acromática sin nada particularmente intenso. Era de
este repertorio de lo cotidiano de donde procedían las típicas alegrías y
tristezas sin más que él procedía a generalizar no en sus emociones, sus
retorcimientos y sus perversiones sino en su forma pasiva, externa y
saludable; hecho que da cuenta hasta cierto punto de una cierta
inadecuación y escualidez en sus enumeraciones, pero que también ayuda
Página 77
a explicar su visión directa e íntima del alma. Conoce la naturaleza del
hombre y la larga tradición de sus peligros; pero tenemos la sensación de
que mientras que es capaz de señalar los remedios, que descansan por su
mayor parte en los profundos recovecos de la virtud, del espíritu, tiene tan
solo un conocimiento de los desórdenes como de oídas y no bien
informado. Sería preciso algo de ingenuidad —bien podría afirmar el
lector— para poder seguirle la pista de cerca a esta correspondencia entre
su genio y la frugal ciudad de Boston del pasado, hacendosa y feliz
aunque decididamente seca, donde había mucha voluntad pero muy poco
apoyo, igual que un ministerio sin oposición.
El genio me parece algo imposible de refutar; quiero decir el genio
para ver a un personaje como algo real y supremo. Otros escritores han
llegado a una expresión más completa: Wordsworth y Goethe, por
ejemplo, dan la impresión de haber encontrado su propia expresión
mientras que con Emerson nunca se dejar de tener la impresión de que
todavía sigue buscándola. Pera ninguno ha tenido una visión tan fija y
constante, y por encima de todo tan natural, de aquello que necesitamos y
de lo que somos capaces en la senda de aspiraciones e independencia.
Con Emerson es siempre la especial capacidad de experiencia moral;
siempre eso y solo eso. De alguna manera tenemos la impresión de que la
vida nunca ha logrado sobornarlo para que no mire nada que no sea el
alma; y, ciertamente, en el mundo en el que creció y vivió, los sobornos,
señuelos, seducciones y premios eran escasos. Tenía una facultad
admirable para mostrar aquello que constantemente se esforzaba por
enseñar: que el premio estaba dentro. Cualquiera que en la Nueva
Inglaterra de aquella época pudiera hacer eso podía contar sin dudarlo con
el triunfo, con oyentes y con empatia; mayormente, por supuesto, cuando
se hacía con esa divina capacidad de persuasión. Más aún, el modo como
Emerson lo hacía añadía al encanto —cuando se le escuchaba
directamente y se le tenía delante— una rara voz irresistible y una
modesta y afable autoridad. Si al señor Arnold le choca el reducido grado
en el que fue un hombre de letras supongo que es porque le choca todavía
más el hecho de que fuera un hombre de conferencias. Pero una
conferencia nunca estuvo tan purgada de excesos —esa cualidad en ellas
que sugieren una idea fuerte y un trazo firme— como cuando era emitida
de labios de Emerson; lejos de ser una vulgarización era sencillamente lo
esotérico preparado para ser oído, y en lugar de tratar a unos pocos como
a la mayoría, siguiendo la moda de los caballeros subidos a una tarima, él
Página 78
trató a la mayoría como a unos pocos. Probablemente no había ninguna
otra sociedad en esa época en la que hubiera conseguido que tantas
personas entendieran eso, pues nos hacemos una óptima idea de sus
oyentes leyéndolo y nos preguntamos en qué otro lugar habría habido
gente que le hubiera podido prestar tanta atención. Hay que recordar, sin
embargo, que durante el invierno de 1847-1848, en ocasión de su segunda
visita a Inglaterra, encontró numerosos oyentes en Londres y en
provincias. Los volúmenes de Cabot están llenos de pruebas de la
satisfacción que suscitaba, de las delicias y revelaciones que, podría
decirse, él prometía a una raza que se veía obligada a buscar su
entretenimiento, su recompensa y su consuelo de forma casi exclusiva en
el mundo moral. Pero sus propios escritos aún están más llenos de ello:
encontramos ejemplos casi en cualquier parte por donde los abramos[95].
Página 79
pragmático que el de James. Cuando James regresó a América en 1904 en una
visita tras veinte años de autoexilio volvió a Concord y registró sus
impresiones en La escena americana:
Página 80
logrado lo mejor en la vida es imprescindible haber escuchado una
conferencia suya al menos una vez; y mientras estuve allí no hubo
ninguna de las hojas rojizas que se desprendieron de los árboles que no
cayera al suelo con una cadencia emersoniana[96].
II
Página 81
Morgan que el golfillo de El alumno tiene sentimientos en abundancia y ahí
podría estar, a su juicio, la fuerza de su joven cualidad humana. Ciertamente
forma parte del enorme atractivo del relato el que cualquiera de nosotros
comparta enseguida el afecto del autor (y de Pemberton) por Morgan, uno de
los mejores retratos que se han hecho de la juventud americana. No se me
ocurren dos novelistas americanos que tengan tan poco que ver entre sí como
Henry James y Mark Twain, y, sin embargo, podría imaginarme una
conversación entre Morgan Moreen y Huck Finn, dos imágenes muy distintas
pero complementarias del joven americano que anhela libertad.
En la única referencia a Twain que encuentro en James, comenta
groseramente el maestro (1874) que: «Llegado el tiempo de Mark Twain no
hay nada malo en recordar que la ausencia de humor a lo sumo puede
compensarse con la presencia de sublimidad». Bien, James dijo cosas mucho
peores de Whitman y Dickens, y yo mismo prefiero Las aventuras de
Huckleberry Finn a Retrato de una dama, pero si despojamos a la
observación de James de lo que tiene de gesto apotropaico podemos convenir
en que El alumno abunda tanto en humor como en sublimidad, aun siendo
inferior a Huckleberry Finn en ambas cualidades. Al pobre Morgan,
perteneciente a la familia Moreen por error, le habría ido muchísimo mejor si
hubiera tenido como tutor a Huck Finn en lugar de Pemberton, si Morgan
hubiera tenido la suficiente fortaleza para soportarlo.
Ha habido una moda en la crítica consistente en culpar al sufrido y devoto
Pemberton, al igual que a los atroces Moreens, de la muerte de Morgan, pero
a mí eso me parece simplemente absurdo. A fin de cuentas, ¿qué podría haber
hecho por Morgan el pobre Pemberton, sin un penique y apenas incapaz de
cuidarse a sí mismo una vez libre de los Moreens? La escena final de esta
novela corta es exquisitamente sutil, a pesar de que en mi lectura no hay
ningún abandono de Morgan por parte de Pemberton:
Página 82
un instante, y Pemberton casi tuvo miedo ante aquella revelación de
afecto y gratitud que fulguraba en medio de la humillación del muchacho.
Cuando Morgan balbució «¿Qué dice usted a eso?», Pemberton se dio
cuenta de que debería mostrar entusiasmo. Pero el miedo que este último
sentía se acentuó por causa de otra cosa que sucedió inmediatamente
después y que obligó al chico a sentarse rápidamente en la silla que tenía
más cerca.
Morgan estaba muy pálido y se había llevado una mano al lado
izquierdo del pecho. Los tres lo miraban pero fue la señora Moreen la
primera en inclinarse hacia delante.
—¡Ah, su corazoncito querido! —exclamó; y esta vez, arrodillada
ante él, sin respetar al ídolo, lo cogió ardientemente entre sus brazos—.
¡Le ha hecho andar mucho, le ha obligado a ir muy deprisa! —le espetó a
Pemberton por encima del hombro. El muchacho no hizo ningún ademán
de protesta y un instante después, su madre, que todavía lo tenía entre sus
brazos, se levantó de un salto y, con la cara convulsionada, empezó a
gritar de un modo horrible:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Se muere! ¡Se ha muerto!
Pemberton comprendió con idéntico horror, por el rostro crispado del
niño, que efectivamente estaba muerto. Lo cogió, intentando arrancárselo
a su madre de las manos y durante un momento, mientras los dos lo
sujetaban, se miraron a los ojos, presas del desconsuelo.
—Con la enfermedad no ha podido soportarlo —dijo Pemberton—; ha
sido el golpe, toda la escena, la emoción tan violenta.
—¡Pero yo pensaba que él quería irse con usted! —gimoteó la señora
Moreen.
—Ya te dije yo que no, querida —argumentó el señor Moreen.
Todo su cuerpo temblaba y, a su manera, estaba tan profundamente
afectado como su esposa. Pero, pasado el primer momento, aceptó su
dolor como corresponde a un hombre de mundo[99].
Página 83
lograse esa visión al concluir El alumno. Pero eso nos deja todavía con el
dilema moral de este gran relato: ¿qué podría haber sido de Morgan en un
mundo tan por completo inadecuado para él?
La bella (y falsa) objeción de James a nuestro padre Emerson fue que el
sabio había fracasado en el logro de un estilo y tuvo que conformarse con «la
fuerza de su mensaje desnudo». Difícilmente me puedo contar entre aquellos
que consideran que el mensaje de Emerson es flojo, pues sé de su fortaleza en
primer lugar por su estilo y gracias a él. La sabiduría no podrá tener ninguna
autoridad para nosotros hasta que se haya individualizado en una postura
retórica, y precisamente lo que mantiene vigente el carisma chamanístico de
Emerson es su estilo. Encuentro un toque leve pero definitivo de ese estilo en
El alumno, que no es otra cosa que una parábola emersoniana del destino de
la libertad o de lo salvaje en un contexto de alienación, lo que es lo mismo
que hablar de la tragedia del espíritu americano cuando es forzado al exilio en
el extranjero, entre las perversiones sociales y los falsos valores del viejo
mundo. James no lo dirá en su «Prefacio», pero Morgan es una víctima de
Europa y del vano intento de su familia por domesticarse en un reino donde la
postura adánica no tiene cabida.
Así leído, El alumno se convierte en verdad en una humorada sublime,
primo lejano pero auténtico de Las aventuras de Huckleberry Finn. Henry
James, quien finalmente se convirtió en súbdito del rey Jorge V, no pudo
soportar a ese admirable escritor, Mark Twain, que en una ocasión tuvo la
deliciosa sugerencia de que los británicos deberían reemplazar a la Casa de
Hannover por unos cuantos gatos y gatitos. Pero eso no evitó que James
escribiera, castigándose involuntariamente a sí mismo, El alumno, una
elocuente repetición de la advertencia emersoniana sobre el destino que
habría de soportar América si no dirigiésemos nuestras miradas hacia el oeste,
hacia occidente, abandonando de una vez por todas el falso sueño de llegar a
ser hombres y mujeres del mundo europeo.
Página 84
GUY DE MAUPASSANT
(1850-1893)
Página 85
igual que muchos escritores de ficción del siglo XIX y de comienzos del XX,
veía todo a través de la lente de Schopenhauer, el filósofo de la voluntad de
vivir. Para mí las lentes de Schopenhauer son como las de Freud: ambas
agrandan y distorsionan los objetos por igual. Pero yo soy un crítico literario,
no un narrador, y creo que a Maupassant le habría ido mejor desechando esas
gafas filosóficas al contemplar lo caprichoso de los deseos de hombres y
mujeres.
Lo mejor de él se puede leer maravillosamente ya sea en el pathos
humorístico de «La casa Tellier» o en un relato de terror como «El Horla»,
que trataré aquí. Frank O’Connor insistía en que las historias de Maupassant
no eran tan buenas comparadas con las de Chéjov y Turgueniev, pero es que
muy pocos cuentistas pueden rivalizar con estos dos maestros rusos. La
verdadera objeción de O’Connor consistía en que él creía que «el acto sexual
se convierte en una forma de asesinato» en Maupassant. Un lector que haya
disfrutado recientemente de «La casa Tellier» difícilmente podrá mostrarse de
acuerdo con ello. Flaubert, quien no llegó a vivir para escribirlo, quería
ambientar su última novela en una casa de putas de provincias, algo que ya
había hecho su «hijo», Maupassant, en esta historia redonda.
Todos los personajes de «La casa Tellier» son inofensivos y amistosos, lo
cual forma parte del verdadero encanto de la historia. Madame Tellier,
respetable campesina normanda, rige su establecimiento como si fuera una
posada o un internado. Sus cinco trabajadoras del sexo (como algunos las
llaman ahora) son descritas muy vívidamente e incluso de forma cariñosa por
Madame, con esa facultad que esta tiene para la conciliación y su inagotable
buen humor.
Una tarde de mayo, ninguno de los clientes habituales está de buen humor
porque el local está engalanado con el siguiente anuncio: CERRADO POR
PRIMERA COMUNIÓN. Madame y su personal han salido para esa celebración
concerniente a la sobrina de Madame y ahijada suya. La primera comunión se
transforma en una extraordinaria ocasión en que los llantos continuos de las
putas, emocionadas al recordar sus propias infancias, contagian a los demás y
toda la concurrencia es invadida por un éxtasis de lágrimas. El sacerdote
proclama que el Espíritu Santo ha descendido y da las gracias en especial a
las visitantes, a Madame Tellier y su equipo.
Tras un bullicioso viaje de vuelta, Madame y sus señoritas retoman sus
trabajos nocturnos de costumbre en el local, llevados a cabo, sin embargo, con
algo más que la aplicación y el celo rutinarios, y de un excelente humor. No
todos los días tenían algo que celebrar, comenta Madame Tellier concluyendo
Página 86
la historia; y solo un lector sin capacidad para la alegría sería incapaz de
celebrarlo con ella. Al menos por una vez el discípulo de Schopenhauer se ha
desasido de las lúgubres reflexiones acerca de la íntima relación entre sexo y
muerte.
Cuesta resistirse a la exuberancia cuando se cuentan historias, y
Maupassant nunca escribió nada con mejor gusto y sabor que «La casa
Tellier». Este cuento de la Normandía tiene calidez, tiene risa, sorpresa e
incluso una suerte de introspección espiritual. El éxtasis pentecostal que
inflama a toda la concurrencia es tan auténtico como el llanto de las putas que
lo enciende. La ironía de Maupassant es marcadamente más amable (aunque
menos sutil) que la de su maestro Flaubert. Y la historia es algo subida de
tono, pero sin ser lasciva, siguiendo el espíritu shakesperiano; engrandece la
vida sin hacer de menos a nadie.
Maupassant terminó su vida mal: antes de cumplir los treinta tenía sífilis.
A los treinta y nueve la enfermedad le afectó la mente y pasó sus últimos años
encerrado en un asilo tras un intento de suicidio. Su relato de terror más
perturbador, «El Horla», guarda una compleja y ambigua relación con su
enfermedad y sus consecuencias. El anónimo protagonista de la historia es
quizás un sifilítico camino de la locura, aunque nada de lo que narra
Maupassant nos permite llegar a esa conclusión. Narrada en primera persona,
la historia de «El Horla» nos ofrece más pistas de las que somos capaces de
interpretar, porque no podemos entender al narrador y tampoco sabemos si
podemos fiarnos de sus impresiones, de las que se nos ofrece poca o ninguna
confirmación objetiva.
«El Horla» comienza con el narrador —un próspero caballero normando
— que proclama su felicidad una preciosa mañana del mes de mayo. Ve pasar
por delante de su casa un espléndido barco brasileño de tres mástiles y le
dirige un saludo. Tal gesto convoca de forma manifiesta al Horla, un ser
invisible del que después sabemos que ha estado atacando Brasil en forma de
posesiones demoniacas y que acaban en locura. Los Horlas son claramente
primos hermanos, más refinados, de los vampiros; beben leche y agua y
extraen la vitalidad de los durmientes sin necesidad de chuparles la sangre.
Podemos conjeturar, ocurriera lo que ocurriera en Brasil, que está pasando
precisamente lo mismo en Normandía. Al final, nuestro narrador prende
fuego a su propia casa para destruir al Horla pero se olvida de avisar a sus
criados, que acaban pereciendo en su interior. Cuando se da cuenta de que el
Horla sigue vivo, el narrador concluye diciendo que ya solo le resta quitarse
él mismo la vida.
Página 87
Resulta totalmente claro que se trata de su Horla, tanto si este hizo el viaje
desde Brasil a Normandía como si no. El Horla es la locura del narrador, y no
simplemente la causa de su locura. ¿Ha escrito Maupassant la historia de lo
que supuestamente es estar poseído por la sífilis? En un determinado
momento, el enfermo mira al espejo y no ve su reflejo en él. Entonces se ve a
sí mismo envuelto en una bruma por detrás del espejo. La bruma se va
esfumando hasta que logra verse por completo y grita: ¡Lo he visto!
El narrador afirma que la llegada del Horla anuncia que el reinado del
hombre está próximo a concluir. Magnetismo, hipnotismo y sugestión son
aspectos de la voluntad del Horla. ¡Ha venido!, grita la víctima, y de
improviso el intruso pronuncia su nombre al oído: el Horla… ¡ha venido!
Maupassant se inventa el nombre Horla; ¿está jugando irónicamente con la
palabra inglesa «whore», puta? No parece probable a menos que la
enfermedad venérea de Maupassant sea en verdad la clave oculta de la
historia.
Las historias de terror son un vasto y fascinante género en el que
Maupassant sobresalió pero nunca volvió a hacerlo como en «El Horla». Yo
creo que eso es debido a que hasta cierto punto supo que estaba profetizando
su propia locura y su intento de suicidio. Maupassant no es un escritor de
cuentos de la eminencia artística de Turgueniev, Chéjov, Henry James o
Hemingway, pero tiene merecida con creces su inmensa popularidad. Alguien
que ha creado tanto «La casa Tellier» con sus afables éxtasis, como «El
Horla», con ese miedo convincente, es un maestro del relato. ¿Por qué leer a
Maupassant? En sus mejores momentos te atrapa como muy pocos. Hace que
te llegue todo lo que su voz narrativa da. No es gloria divina, pero gusta a
muchos y sirve de introducción a los placeres más difíciles de cuentistas más
sutiles que Maupassant.
Página 88
JOSEPH CONRAD
(1857-1924)
Página 89
afirmación tradicional de no darle nombre a Dios. Con el Judea, Conrad
hunde la novela de las ilusiones de juventud, pero como ocurre con todas las
pérdidas en Conrad esta inmersión en el elemento destructor es curiosamente
dialéctica ya que solo la pérdida que da paso a la experiencia permite obtener,
a modo de compensación, un beneficio en lo imaginativo con la
representación de la verdad artística. Conrad comenzó siendo hijo de Flaubert
y del «hijo» de Flaubert, Maupassant, para renacer como discípulo de Henry
James, el James de El expolio de Poynton y de Lo que Maisie sabía más que
del James de la última etapa.
Ian Watt[103] traza de forma convincente la génesis de Marlow afirmando
que James había desarrollado la forma narrativa indirecta desde la inteligencia
central y sensible de uno de los personajes. Marlow, al que James ridiculizaba
refiriéndose a él como «ese absurdo marinero mágico», representa en realidad
el completo viraje que Conrad da para alejarse de la excesiva fuerza que
ejercía sobre él la influencia de James. Por medio de «estar siempre
interfiriendo en la narración», en palabras de James, Marlow asegura una
enigmática reserva que logra aumentar la distancia entre las técnicas
impresionistas de Conrad y de James. A pesar de que apenas hay comparación
posible entre el mayor logro de Conrad y el claudicante y de estatus apenas
ficcional Mario el epicúreo de Pater, el impresionismo de Conrad resulta tan
extremo y solipsista como el de Pater. Hay un indudable paralelismo entre los
destinos de Sebastian van Storck (de Retratos Imaginarios, de Pater) y el
Decoud de Nostromo.
En su «Prefacio» de 1897 a El negro del «Narcissus», Conrad insistió en
la afirmación ya famosa de que su labor creativa consistía antes que nada en
hacer que uno viera. Es de suponer que era consciente de que así se sumaba a
la lista de prosistas de imágenes cuyos más recientes representantes eran
Carlyle, Ruskin y Pater. Hay un movimiento en ese grupo que va desde el
exuberante «Supematuralismo natural» de Carlyle hasta el materialismo
esquivo y escéptico de Pater, pasando por la paganización del fervor
evangélico a manos de Ruskin, y que sugiere de forma elocuente que todo lo
que vemos es el flujo continuo de las sensaciones. Conrad llega más lejos que
Pater al reducir el impresionismo a un estado de conciencia en el que el
narrador que ve está inevitablemente fundido con lo visto y narrado. Puede
que James parezca un impresionista si se lo compara con Flaubert, pero al
lado de Conrad se muestra claramente como una especie de platónico que
impone formas y propósitos al flujo continuo de las relaciones humanas por
medio de una exquisita geometría formal exclusivamente propia.
Página 90
Opinar que Conrad no llega a ser un idealista desde el punto de vista
metafísico implica aceptar la posibilidad de que no sea mejor novelista que su
maestro James. En cambio, puede implicar que la originalidad de Conrad sea
más perturbadora que la de James y puede que eso sirva para explicar la razón
por la que fue Conrad, en lugar de James, quien se convirtiera en la figura
más influyente para la generación de novelistas americanos a la que
pertenecieron Hemingway, Fitzgerald y Faulkner. Los universos de Fiesta, El
gran Gatsby y Mientras agonizo tienen su origen en El corazón de las
tinieblas y Nostramo más que en Los embajadores y La copa dorada. Es Darl
Bundren[104] el que ha heredado en grado supremo esa búsqueda iniciada por
Conrad consistente en llevar al impresionismo hasta su mismo corazón de las
tinieblas, en la humana conciencia de que solo somos un flujo de sensaciones
con la mirada fija en un flujo de impresiones.
El corazón de las tinieblas siempre podrá ser un campo de batalla en la
crítica entre aquellos lectores que lo consideran un triunfo estético y aquellos
otros que, como yo mismo, ponen en duda su capacidad para rescatamos de su
oscurantismo sin esperanza. El que Marlow parezca en determinados
momentos que no sabe de lo que está hablando es sin duda uno de los puntos
fuertes de la narración, pero si además parece que Conrad tampoco lo sabe
ocurre entonces que inevitablemente pierde su autoridad como contador de
historias. Quizá la pierda para, de esa forma, aplacar la ansiedad que nos
produce la posibilidad de que no sea capaz de sostener la ilusión de realidad
en su relato el tiempo suficiente que nos permita sublimar las frustraciones
que el texto nos produce.
No es necesario denunciar estas frustraciones. La dicción de Conrad,
normalmente impecable, es notoriamente imprecisa a lo largo de El corazón
de las tinieblas. El malintencionado comentario de E. M. Forster sobre toda la
obra de Conrad quizás esté justificado solo si se aplica a El corazón de las
tinieblas:
Página 91
Habíamos llevado a Kurtz a la garita del timonel: había más aire allí.
Él miraba fijamente a través del postigo abierto mientras yacía sobre el
lecho. Se produjo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer
con la cabeza en forma de yelmo y curtidas mejillas se precipitó hasta el
mismo borde del agua. Extendió sus manos hacia fuera, gritó algo, y toda
aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente de lenguaje
articulado, rápido y sofocado.
—¿Entiende usted eso? —pregunté.
Él continuó mirando fuera, por encima de mí, con ojos ardientes y
añorantes, con una expresión que mostraba una mezcla de anhelo y de
odio. No dio ninguna respuesta, pero vi aparecer una sonrisa de
significado indefinible en sus labios descoloridos, que un momento más
tarde se crisparon convulsivamente.
—Cómo no —dijo lentamente, jadeante, como si las palabras le
hubieran sido arrancadas por un poder sobrenatural[107].
Página 92
ANTÓN CHÉJOV
(1860-1904)
Página 93
enseñamos a evitar la vulgaridad de las conjeturas respecto a su patología.
Ella no tiene opiniones propias, es una joven amable, bondadosa, compasiva
que carece del sentido de la identidad y solo puede obtenerlo cuando ama a
otra persona. Sería absurdo verla como la víctima femenina de una sociedad
patriarcal: ¿cómo se iba a poder despertar su conciencia? Siempre ha habido y
siempre habrá personas como ella, quizá muchas, y tanto hombres como
mujeres. A pesar de que las ideas religiosas de Tolstoi eran muy particulares
es posible comprender el sentido especial en que este ángel o alma cándida es
santa. John Keats dijo que no creía en nada salvo en la santidad de los
sentimientos del corazón, y William Blake proclamó que todo lo que vive es
sagrado. Olenka es sagrada en ese sentido. Keats añadió que también creía en
la verdad de la imaginación, pero para Olenka es inimaginable una vida que
no esté guiada por los sentimientos del corazón.
Chéjov, como Shakespeare, no resuelve problemas, no toma decisiones
por nosotros y busca la verdad total de lo humano en el sentido preciso de la
invención de lo humano por Shakespeare. Olenka, que sin duda es muy rusa,
es también universal. Chéjov adopta una postura irónica frente a ella
únicamente en un sentido shakesperiano: la rueda de la fortuna siempre está
girando, y nosotros con ella. La vida, que le ha arrebatado a Olenka sus tres
hombres, la recompensa con un hijo adoptivo para el cual ella puede seguir
viviendo. Shakespeare no podía permitirse como autor teatral representar la
banalidad, pues ni siquiera podía ganarse a la audiencia con nuestra
infelicidad cotidiana. Chéjov, shakespeariano hasta la médula, aprovechó sus
cuentos para hacer lo que ni siquiera sus obras de teatro podían: iluminar el
lugar común sin exagerarlo ni distorsionarlo. Las tres hermanas, la obra de
teatro más notable de Chéjov, no podía sostener un personaje como Olenka,
ni siquiera en un plano secundario. Resulta un milagro literario el hecho de
que Chéjov pudiera centrar «Un ángel» de forma tan absoluta en Olenka,
quien solo puede llegar a vivir a través de un amor total hacia otro.
Página 94
O. HENRY
(1862-1910)
Página 95
—Cuando «Cas» tenía catorce años de edad era el de mejor ortografía
de la escuela[110].
Página 96
RUDYARD KIPLING
(1865-1936)
Página 97
que el hombre de las palabras pudiera crear con ellas historias falsas que
contara a los hijos de la tribu lo prendieron y lo mataron. Pero más tarde
descubrieron que la magia estaba en las palabras, no en el hombre[112].
Página 98
curiosidad, someter a juicio las nuevas opiniones y abrirse a nuevas
impresiones[113].
II
Página 99
Kipling fue un soberbio escritor de cuentos que desarrolló un puñado de
artefactos narrativos tras los que parapetarse y que en algunas ocasiones
impulsaron su vitalidad fundamental como autor pero que en otras quizá
fueran un impedimento. Su arte en las historias de su última etapa es
extraordinariamente sutil y marca su transición desde la novela Kim,
profundamente influida por Mark Twain, hasta esas formas oblicuas que
parecen haber sido afectadas por Joseph Conrad y Henry James.
«El hombre que pudo reinar» es probablemente el relato más famoso de
Kipling, y su éxito entre el público se debe con justeza a su hábil y vivida
caracterización de los personajes protagonistas, Camehan y Dravot. Por mi
parte, encuentro dificultad en defender la valoración crítica general de que
esta historia es una ambivalente alegoría del colonialismo británico. Aunque
traspasada por la ironía, «El hombre que pudo reinar» es esencialmente un
homenaje a la exuberancia y a la audacia de Camehan y Dravot.
La ironía erótica de «Sin beneficio del clero» y de «Lispeth» se ve
atenuada por lo que podría denominarse la nostalgia del propio Kipling hacia
un idealismo erótico que le había abandonado. Ameera y Lispeth son dos
figuras totalmente opuestas la una la otra, en un contraste que depende tanto
de sus propias personalidades como de sus diferentes experiencias en el amor
con ingleses. Kipling tiene la sagacidad de mostramos que el cumplimiento de
la naturaleza de Ameera la lleva, no obstante, a la muerte, mientras que, en
cambio, Lispeth logra sobrevivir (en Kim) gracias a su amargura y resquemor.
La notable originalidad de Kipling como cuentista encuentra su mayor
triunfo en «La iglesia que había en Antioquía», compuesta en una prosa
maravillosa totalmente invención de Kipling:
Página 100
He ahí un instrumento distinto a la prosa de Huckleberry Finn o del
primer Henry James. Kipling escribe en un estilo medio que parece atemporal
pero que por descontado inaugura de forma consciente el inicio del siglo XX.
Aparentemente es una prosa llana que participa de una vacilante oscuridad,
como a continuación, en el final de este relato tremendo, «Mary Postgate»:
Sin embargo era evidente. Una mujer podía seguir siendo útil aun
cuando careciera de todo eso… incluso más útil que un hombre en ciertos
aspectos. Golpeaba como una máquina entre las cenizas ante la secreta
emoción que sentía. La lluvia estaba apagando el fuego, pero Mary sentía
—estaba demasiado oscuro para ver— que había cumplido con su misión.
Un pálido resplandor rojizo brillaba en el fondo de la incineradora,
aunque no llegaría a quemar la tapa de madera si cubría parcialmente el
fuego para protegerlo de la lluvia. Hecho esto, se apoyó sobre el atizador
y esperó, poseída de un éxtasis creciente. Dejó de pensar. Se entregó solo
a sentir. Un sonido que en algunos momentos de su vida había esperado
con angustia interrumpió su prolongado placer. Se inclinó hacia delante y
aguzó el oído sonriendo. No cabía la menor duda. Cerró los ojos y lo
absorbió por completo. El sonido cesó pronto.
—Vamos —murmuró a media voz—. Esto no es el fin.
El fin llegó luego con absoluta nitidez, como un arrullo entre dos
ráfagas de lluvia. Mary Postgate soltó de golpe el aire entre los dientes y
se estremeció de la cabeza a los pies.
—Eso es —asintió con satisfacción, y volvió a la casa, poniendo patas
arriba la rutina doméstica al darse el lujo de tomar un baño caliente antes
del té, y después bajó con un aspecto que, al verla relajadamente tendida
en el otro sofá, la señorita Fowler calificó de «¡muy atractivo!»[116].
Con una sádica sexualidad refinada, es así como Mary Postgate goza de la
lenta muerte de un aviador alemán que ha sido abatido y se encuentra
malherido y cuya agonía entre la maleza del jardín sirve para revitalizarla.
Kipling quizás se lo pone demasiado fácil al lector, pero de cualquier manera
seguimos estremeciéndonos con su arte. Este alcanza un logro de mayor
ambigüedad con «La señora Bathurst», cuyas narraciones indirectas nos dejan
perplejos y al mismo tiempo nos seducen y parecen tener más importancia
que el oscuro eros que ha llevado a la destrucción a los protagonistas del
cuento.
Página 101
Cuando yo era niño disfrutaba con Solo cuentos y siguen dándome
satisfacción en la vejez. ¿Cómo iba a ser posible mejorar el final de «El gato
que iba solo»?:
El dominio que Kipling tiene del tono y de la visión está aquí cercano a lo
absoluto, y nos hace pensar una vez más en la enorme cantidad de tipos
distintos de relatos que escribió y en todas las diferentes perspectivas que
creó. Entre los narradores del siglo XX, Kipling se encuentra justo por debajo
de Henry James, D. H Lawrence y James Joyce, pero se le puede situar con
propiedad al lado de Jorge Luis Borges y de Isaac Bábel, como el fallecido
Irvin Howe[118] señaló con justicia.
Página 102
THOMAS MANN
(1875-1955)
Página 103
JACK LONDON
(1876-1916)
Página 104
rebelde, que lucha continuamente contra la ley según la cual el
movimiento termina siempre en reposo[119].
Página 105
SHERWOOD ANDERSON
(1876-1941)
Página 106
STEPHEN CRANE
(1879-1900)
Página 107
enorme voz del mar, y ellos creyeron que podían entonces
interpretarlo[120].
Uno piensa en Melville y en Conrad como intérpretes del espejo del mar;
si Stephen Crane es su equivalente visionario, solo puede serlo a modo de
alguien un tanto ajeno. Lo que Crane transmite es la inconmensurabilidad del
mar cuando es contemplado desde la tierra. Cuando pienso en «El bote
abierto», lo que primero me viene a la mente es la frustración y el total
desamparo de los supervivientes en el bote, incapaces de comunicarles a los
de la orilla la precariedad y desesperación del naufragio. Crane, que no fue un
moralista como Conrad ni un gnóstico rebelde como Melville, apenas puede
revelamos cuál es su interpretación.
«La novia llega a Yellow Sky» es una comedia genial, aunque también
incide en el absurdo de la incapacidad de reconocer. Scratchy Wilson, el
pistolero lunático y alcoholizado del relato, no puede aceptar el enorme
cambio que le propone Jack Potter, el jefe de la policía local, desarmado y
además acompañado de su nueva novia:
Página 108
Crane trabajó mucho en la escritura de «El hotel azul», su obra maestra
narrativa. El personaje del sueco es una especie de culminación de Crane: un
personaje verdaderamente desagradable y cuya realidad es tan convincente
que llega a ser opresiva. Seducido por el mito del lejano oeste, el sueco
intenta adoptar sus códigos, pero lo único que consigue en cambio es
convertirse en un bravucón y un intruso. Su pelea con el joven Scully resulta
ser una victoria pírrica, pues queda totalmente aislado hasta provocar que el
jugador lo mate. Lo demás es ironía:
El cadáver del sueco, que había quedado solo en la cantina, tenía los
ojos fijos en un terrible letrero colocado en la parte superior de la caja
registradora: «Esto registra el importe de su compra»[122].
Página 109
JAMES JOYCE
(1882-1941)
Página 110
idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había
visto momentáneamente en el espejo[125].
Hay algo universal en esa estimación de uno mismo; tanto como para
provocar en muchos lectores gestos de reconocimiento. Pero Joyce no fue tan
duro como Dante, y el creador de Poldy Bloom, el Ulises de Dublín, fue un
moralista tan poco tenebroso como demostró ser el bueno de Poldy. Este fue
de forma sublime un hombre que no sentía odio, curioso y cortés en todos los
aspectos. Gabriel Conroy no es Poldy, pero tampoco es un habitante del
Infierno de Dante, independientemente de la intención simbólica que le diera
Joyce. En Ulises se funden lo simbólico y lo naturalista del arte de Joyce,
pero en Dublineses tienden a separarse. Las traiciones del pobre Gabriel son
bastante corrientes y molientes; son menores porque con mucha frecuencia él
es alguien menor. Quizá le sea imposible trascender el amor a sí mismo, y, sin
embargo, la fantástica visión con la que concluye «Los muertos» aboga por
una momentánea trascendencia del yo:
Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los
muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues
presencias. Su propia identidad se esfumaba…[126]
Página 111
FRANZ KAFKA
(1883-1924)
Página 112
esperanza, y nosotros no tenemos esperanza. Somos las cornejas o los
cuervos, los kafkas (pues eso es lo que su nombre significa en checo) cuya
imposibilidad estriba en lo que significan los cielos: «Las cornejas afirman
que una sola corneja podría destruir el cielo. Eso es indudable, pero no es
ninguna prueba contra el cielo, porque cielo significa, precisamente,
imposibilidad de cornejas»[129].
Según el gnosticismo existe un ser extraño, un Dios completamente
trascendente, y el maestro, tras una serie de esfuerzos considerables, puede
encontrar el camino de regreso al espíritu y a la totalidad. El gnosticismo es
por tanto una religión de la salvación, si bien la más negativa de todas esas
visiones que salvan. La espiritualidad kafkiana no deja espacio para la
salvación, y por tanto no es gnóstica. Pero Milena Jesenská tenía razón al
insistir en que el terror de Kafka es afín al pavor gnóstico al kenoma, que
consiste en el mundo gobernado por los arcontes. Kafka da un imposible paso
más allá del gnosticismo al negar que haya esperanza para nosotros en lugar
alguno.
En los aforismos que Brod tituló con poco acierto «Reflexiones sobre el
pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero», Kafka escribió que la
tarea que nos correspondía era lograr lo negativo, pues lo positivo ya había
sido dado. No está claro en qué medida conocía Kafka la Cábala. Dado que él
escribió una nueva Cábala, puede dejarse a un lado la cuestión de las fuentes
gnósticas judías. De hecho, aunque parezca una atractiva rareza (yo lo
consideraría un ejemplo más de la vieja insistencia de Blake en que las
expresiones de adoración y de culto están sacadas de cuentos poéticos)
nuestra interpretación de la Cábala resulta ser kafkiana, ya que Kafka influyó
profundamente en Gershom Scholem y nadie será capaz de superar en las
próximas décadas esa equivocada interpretación —ya se la considere creativa
o radical— que Scholem ha hecho de la Cábala. Insisto en esto para destacar
lo chocante de su valor: leemos la Cábala a través de Scholem desde una
perspectiva kafkiana de forma similar a como leemos la personalidad del ser
humano y sus miméticas posibilidades a través de las perspectivas que nos
ofrece Shakespeare, pues en esencia Freud actúa de mediador entre
Shakespeare y nosotros y en cualquier caso se basa en él. Hoy en día nuestra
percepción de todo lo relativo a la tradición cultural judía y que no sea la
canónica está dominada por una actitud kafkiana fáctica o contingente.
En su diario de 1922, Kafka meditaba, el 16 de enero, sobre algo «como
un hundimiento», en el que manifestaba su «imposibilidad de dormir,
imposibilidad de estar despierto, imposibilidad de soportar la vida o, más
Página 113
exactamente, el curso la vida»[130]. Los relojes empezaban a no coincidir,
pues su reloj interior de escritor «corre de una manera diabólica o demoniaca
o en todo caso inhumana, el reloj exterior de la vida sigue su marcha habitual
titubeando. Qué otra cosa puede ocurrir sino que esos dos mundos se separan
o al menos se desgarran horriblemente»[131]. Muy por la tarde K llega al
pueblo completamente nevado. Tiene delante el Castillo, pero incluso la
colina sobre la que está asentado se encuentra cubierta de bruma y de tinieblas
y ni una sola luz indica que ahí está el Castillo. K permanece sobre un puente
de madera que conduce desde la carretera principal al pueblo mientras que en
vez del pueblo contempla «el ilusorio vacío que hay arriba», donde debería
estar el Castillo. No sabe aquello que siempre se negará a conocer, esto es,
que el vacío es «ilusorio» en todos los sentidos posibles, pues lo que está
contemplando es el kenoma, cuyo origen se encuentra en la no coincidencia
de los relojes, en el divorcio de todos los mundos, los interiores y los
exteriores.
Al escribir sobre lo que K está viendo, Kafka deja patente cuál es el coste
de tal confirmación en un párrafo que profetiza a Scholem, pero con una
diferencia que Scholem intentaría anular combinando el sionismo y la Cábala.
Kafka sabía algo más, quizá solo para sí mismo, pero quizá lo sabía también
para los demás:
Página 114
nuevo sus raíces en los siglos pasados o que cree de nuevo los siglos
pasados, y que no haya gastado sus fuerzas en hacer todo eso, sino que
solo ahora comience a gastarlas[132].
Página 115
Kafka prosigue curiosamente con la idea de que todavía no posee ese
«genio inimaginable» que sea capaz de enraizar de nuevo en el judaísmo
arcaico, supuestamente de tipo esotérico, o que más asombrosamente «cree de
nuevo los siglos pasados», aunque Scholem insistía en que Kafka lo había
conseguido. Pero ¿podemos hablar, igual que quiso hacer Scholem, de la
Cábala de Franz Kafka? ¿Hay alguna secreta doctrina nueva en sus
extraordinarios relatos y en sus soberbias parábolas y paradojas, o Kafka no
empleó su genio en una nueva creación de los siglos pasados judíos?
Seguramente Kafka se habría juzgado a sí mismo con severidad y habría
llegado a la conclusión de que había gastado sus fuerzas en hacer todo ello, en
lugar de ser el tipo de escritor que «solo ahora comience a gastarlas». Kakfa
murió solo dos años y medio después de haber consignado estos
pensamientos, justo cuando iba a cumplir cuarenta y uno. Pero como
propugnador de una nueva Cábala probablemente habría llegado —él y
cualquier otro— tan lejos como hubiera podido. Ninguna Cábala, sea la de
Moisés de León[137], Isaac Luria, Moisés Cordovero[138], Nathan de Gaza o
Gershom Scholem, es precisamente fácil de interpretar, pero la doctrina
secreta de Kafka, si es que existe, está elaborada de manera indescifrable. Mi
principio operativo al leer a Kafka consiste en observar que hizo todo lo
posible para escapar a cualquier interpretación, lo cual solo significa que lo
que más necesidad tiene de interpretación en los escritos de Kafka es su
obstinado y deliberado afán por escapar a la interpretación. La fórmula que
tiene Erich Heller[139] para abordar tal evasión es que la ambigüedad nunca se
ha considerado una fuerza elemental, pero precisamente lo es en las historias
de Kafka. Podría ser, pero la evasión no es la misma cualidad literaria que la
ambigüedad.
La evasión es algo intencionado; consiste en escribir entre líneas, si
tomamos prestada una bella metáfora de Leo Strauss. ¿Qué significa cuando
alguien que indaga y busca una nueva negación, o quizá se trate más bien de
un revisionista de una vieja negación, convierte a la evasión de toda
interpretación posible en el tema principal de su obra? Kafka no pone en duda
la culpa, pero lo que quiere es que sea posible que los hombres disfruten del
pecado sin la culpa, casi sin la culpa, leyendo a Kafka. Disfrutar del pecado
sin la culpa es escapar a la interpretación, en el sentido exacto de la palabra
«interpretación» que predomina entre los judíos. La tradición judía, ya sea
canónico-normativa o la esotérica, nunca ha enseñado a formularse la
pregunta de Nietzsche de quién es el que interpreta, y qué poder pretende
ejercer sobre el texto. En cambio, la tradición judía se pregunta: ¿está el que
Página 116
interpreta en la línea de aquellos que han intentado elevar un cerco alrededor
de la Torá en todas las épocas? El dominio de la evasión en Kafka no es un
dominio sobre su propio texto y lo que hace es elevar un cerco alrededor de la
Torá de nuestra época. Sin embargo, nadie anterior a Kafka construyó tal
cerco totalmente a partir de la evasión; ni siquiera Maimónides o Yehudah
Halevi[140]; ni siquiera Spinoza. El más sutil y evasivo de todos los escritores
sigue siendo Kafka, el sabio moderno más severo e intransigente de lo que
habrá de ser la tradición cultural judía del futuro.
II
Página 117
entonces abundaban todavía los lobos. Los acechaba, les disparaba, les
abatía, los desollaba, ¿qué culpa hay en eso? Mi trabajo era bendecido. El
gran cazador de la Selva Negra, me llamaban. ¿Qué culpa hay en eso?».
«Yo no soy quién para decidirlo —dijo el alcalde—, aunque tampoco a
mí me parece que haya culpa alguna. Pero entonces ¿quién es culpable?».
«El barquero», dijo el cazador. […] Nadie leerá lo que estoy escribiendo;
nadie vendrá a ayudarme; si el ayudarme se convirtiera en un deber, se
cerrarían las puertas de todas las casas, se cerrarían todas las ventanas,
todos se quedarían en la cama, tapándose la cabeza con la manta; la tierra
entera se volvería un albergue nocturno. Y bien está que así sea, pues
nadie sabe de mí, y aunque conocieran mi paradero no sabrían cómo
retenerme en él, y aunque supieran cómo retenerme no sabrían cómo
ayudarme. La idea de querer ayudarme es una enfermedad que ha de
curarse guardando cama[144].
Página 118
común, y en consecuencia el mundo de la mayoría de los judíos desde
entonces. Se nos ha dado la Torá, ha surgido el Talmud para complementarla
e interpretarla, otras interpretaciones en la cadena de la tradición se van
forjando en cada generación, pero los límites de la Creación y de la
Revelación ya se han fijado en la memoria de los judíos. Todo tiene sentido
porque todos los sentidos ya están presentes en la Biblia hebrea, los cuales
por definición han de ser totalmente inteligibles, incluso aunque su
inteligibilidad máxima no se hiciese posible hasta la llegada del Mesías.
Gracchus, cazador y corneja, es Kafka, perseguidor de ideas y corneja, y
el viaje sin fin y sin esperanza de Gracchus es el párrafo que Kafka ha escrito
en parte en una lengua que no es la suya, y en gran parte en una vida que
tampoco es la suya. Kafka estaba estudiando intensivamente hebreo cuando
escribió «El cazador Gracchus» a comienzos de 1917, y creo que podemos
considerar los viajes del muerto e insepulto Gracchus una especie de símbolo
del estudio tardío por Kafka de su lengua ancestral. Todavía seguía
estudiando hebreo en la primavera de 1923, muy avanzada la tuberculosis que
padecía, y viendo que se acercaba el fin comenzó a anhelar Sion con la ilusión
de recobrar la salud y de afianzar definitivamente su identidad viajando a
Palestina. Al igual que Gracchus, padeció una especie de vida en muerte, si
bien a diferencia de él alcanzó la liberación de la muerte total.
El cuento o parábola larga «El cazador Gracchus» no es el relato de un
judío errante o de un holandés volador, porque el simbolismo de la escritura
de Kafka no es un andar vagando sino una especie de repetición, una
construcción laberíntica e intrincada. Su escritura no consiste en la repetición
de sí misma sino en la de una interpretación esotérica judía de la Tora que
Kafka apenas conoce y ni siquiera necesita conocer. Lo que esta
interpretación le dice a Kafka es que no existe una Torá escrita sino solo oral.
En cualquier caso, Kafka no tiene a nadie que le explique en qué consiste esta
Torá oral; por tanto lo que hace es sustituir su propia escritura por esa Torá
oral de la que no puede disponer. Está precisamente en la misma posición que
el cazador Gracchus, quien concluye diciendo: «Estoy aquí, no sé más, no
puedo hacer más. Mi bote no tiene timón, lo lleva el viento que sopla en las
regiones más profundas de la muerte»[146].
III
Página 119
¿Qué es el Talmud sino un mensaje desde la lejanía?, le escribía Kafka a
Robert Klopstock el 19 de diciembre de 1932. ¿Qué era para Kafka toda la
tradición del judaísmo sino un mensaje desde una infinita lejanía? En eso
consiste con seguridad gran parte de la famosa parábola «Un mensaje
imperial» que concluye contigo, lector, cuando sentado a la ventana al caer la
tarde sueñas que Dios, en su lecho de muerte, ha enviado un mensaje para ti.
Heinz Politzer[147] lo leyó como si fuera una parábola nietzschiana y de esta
manera cayó en la trampa de la evasividad kafkiana:
Página 120
en la de Odradek, en ese apunte de menos de una página y media titulado «La
preocupación del padre de familia», y que podría también haberse traducido
por «Las penas de un paterfamilias». El padre de familia narra estos cinco
párrafos, cada uno de ellos con cualidades líricas propias y que comienzan
con uno donde se plantea el significado del nombre:
Página 121
erguido como sobre dos patas», y de nuevo cuando se nos sugiere que
Odradek, como Adán, «pudo tener en otro tiempo una forma funcional y
ahora está simplemente roto». Incluso si Odradek ha caído sigue teniendo
bastante garbo y no es fácil observarlo de cerca porque «posee una movilidad
extraordinaria y no se deja atrapar», igual que la historia que habla de él. No
es solo que Odradek te aconseje que no hagas nada con él sino que en un
sentido muy claro es otra figura más por medio de la cual Kafka te aconseja
que no intentes interpretar a Kafka.
Uno de los mejores momentos de todo Kafka llega cuando tú, el
paterfamilias, te encuentras a Odradek apoyado en la barandilla de las
escaleras de abajo. Sientes ganas de hablarle, como harías con un niño, pero
te llevas una sorpresa: ¿Cómo te llamas?, le preguntas. Odradek, responde. ¿Y
dónde vives? Sin domicilio fijo, dice, y se ríe; pero es solo una risa como la
que puede producir alguien sin pulmones. Suena más o menos como el crujir
de hojas caídas.
El yo es otro, escribió una vez Rimbaud; y añadió: con tan mala suerte
como la madera que se encuentra convertida en violín. Con tan mala suerte
como la madera que se encuentra convertida en Odradek. Se ríe de ser un
vagabundo según la concepción burguesa, de vivir sin domicilio fijo, pero su
risa, al no ser humana, es muy extraña. De manera que provoca en el padre de
familia una extraña reflexión que puede ser una parodia kafkiana del instinto
de muerte de Freud más allá del principio de placer:
En vano me pregunto qué sucederá con él. ¿Podrá morir? Todo lo que
muere ha tenido antes una especie de objetivo, una especie de actividad
que lo ha desgastado; esto no puede aplicarse a Odradek. ¿Seguirá, pues,
rodando en un futuro escaleras abajo con una cola de hilos sueltos a los
pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Es evidente que no hace
daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi
dolorosa[152].
Página 122
precisamente lo que Freud llama un regreso cognitivo a lo reprimido a la vez
que se sigue dando una represión afectiva completa. En el padre de familia se
produce una introyección de Odradek desde el punto de vista intelectual, pero
una total proyección de él en lo afectivo. Lo que ahora sugiero es que
Odradek ha de entenderse mejor como la sinécdoque de Verneinung[153] por
parte de Kafka; la versión de Kafka (no del todo ajena a Freud) de la negación
judía, versión que intentaré esbozar como sigue.
IV
¿Por qué Kafka ostenta una autoridad espiritual tan especial? Quizá habría
que reformular la pregunta. ¿Qué tipo de autoridad espiritual ejerce Kafka
para nosotros, o por qué tendemos a leerlo como si la tuviera? ¿Por qué
recurrimos siquiera a la pregunta sobre su autoridad? La autoridad literaria,
sea lo que sea lo que entendamos por ello, no tiene necesariamente relación
con la autoridad espiritual, y cuando se ha hablado de una autoridad espiritual
en literatura judía se ha hecho siempre con recelo. La autoridad no es un
concepto judío sino romano, y por tanto tiene mucho sentido en el contexto de
la Iglesia católica romana pero muy poco en materia de judaísmo, a pesar de
la vileza de la política israelí y de la flácida devoción de las nostalgias judías
americanas. No hay autoridad sin jerarquía, y la jerarquía tampoco es que sea
un concepto muy judío. No necesitamos que ni los rabinos ni nadie nos
vengan a decir qué o quién es o no judío. Las máscaras de lo normativo no
solo ocultan el eclecticismo del judaísmo y de la cultura judía sino también la
naturaleza del mismo Yavé. Es absurdo pensar en Yavé en términos
meramente de autoridad. Él no es un dios romano que se dedique a
incrementar las actividades humanas ni un dios homérico que reclame un
público para el heroísmo del hombre.
Yavé no es ni fundador de nada ni mero espectador, a pesar de que a
veces se lo tome erróneamente por uno de ellos o por ambos. Su papel
esencial es el de padre y no el de fundador, y cuando interviene lo hace más
como aliado que como espectador. No es posible sustentar en él autoridad
alguna porque su benignidad se manifiesta por medio de la creación, no por la
argumentación. Él no escribe: él habla y es escuchado; y lo que crea sin cesar
con sus palabras es olam, el tiempo sin límites, algo mucho mayor que una
simple extensión del tiempo. Por medio de la autoridad se obtienen
muchísimas cosas, pero el mayor bien es la inmortalidad y esta la han
Página 123
obtenido, más allá de la autoridad, Abraham, Jacob y David. Y ninguno más
que Yavé, por mucha autoridad que tengan. Pero es cierto que Kafka tiene
autoridad literaria, y de una manera no muy clara su autoridad literaria es
ahora también espiritual, concretamente en el contexto judío. No creo que
esto sea un fenómeno posterior al Holocausto, aunque el gnosticismo judío,
tanto si es dado al oxímoron como si no, parece que en verdad se ajusta a
nuestro tiempo y a muchos de nosotros. En cualquier caso, no creo que el
gnosticismo literario sea un fenómeno temporal sin más. El castillo de Kafka,
tal y como ha defendido Erich Heller, es claramente más gnóstico que
normativo en su espíritu, pero entonces también lo son Macbeth de
Shakespeare, y Los cuatro Zoas de Blake, y Sartor Resartus de Carlyle. Se
pueden percibir elementos judíos en el aparente gnosticismo de Kafka,
incluso aunque uno no tenga tan claro como Scholem que se trate de una
nueva Cábala. En su diario de 1922, Kafka insinuaba sutilmente que incluso
su adhesión a lo negativo era dialéctica:
Aunque lo negativo sea muy fuerte, por sí solo no puede bastar, como
pienso en mis momentos de desdicha. Pues si he subido un escalón, por
pequeño que sea, y siento alguna seguridad, aun la más problemática, me
tiendo y aguardo a que lo negativo me atraiga y me haga descender ese
pequeño escalón, en lugar de que ascienda hasta mí. Por ello existe un
instinto de defensa que no tolera en mí la implantación del más mínimo
bienestar, y por ejemplo destroza mi lecho conyugal antes de que sea
instalado[154].
Página 124
Lo negativo kafkiano es sencillamente su judaísmo, que equivale a decir
la forma espiritual de la autoconciencia judía de Kafka tal y como viene
ejemplificada en el siguiente aforismo: «Hacer lo negativo es una tarea
impuesta, lo positivo nos está dado»[155]. Aquí lo positivo es la ley o el
judaísmo normativo; lo negativo no es tanto la nueva cábala de Kafka como
aquella tarea que sigue correspondiéndonos: el judaísmo de lo negativo, del
futuro siempre inminente.
Quien ha escrito su mejor biografía hasta la fecha, Ernst Pawel[156],
destaca la conciencia de Kafka respecto a su identidad como judío, no en el
sentido religioso sino nacional. No obstante, Kafka no fue sionista, y con
probabilidad no anhelaba Sion sino poseer la lengua judía, ya fuera yidis o
hebreo. Él no fue capaz de ver que la asombrosa pureza de su estilo en lengua
alemana fue precisamente su forma de no traicionar su identidad como judío.
En la última etapa de su vida, Kafka pensó en viajar a Jerusalén y de nuevo se
dedicó al estudio del hebreo con mayor intensidad. Si hubiera estado vivo
probablemente habría ido a Sion, habría perfeccionado su dominio del hebreo
vernáculo, y sus desconcertantes parábolas y relatos nos habrían llegado en la
lengua de Yavé y de Yehudah Halevi.
Nuestras leyes, por desgracia, no son conocidas por todos, sino que
constituyen el secreto del pequeño grupo aristocrático que nos gobierna.
Estamos convencidos de que estas viejas leyes se cumplen a rajatabla,
pero aun así resulta sumamente torturante verse gobernado por leyes que
uno no conoce. No pienso en este caso en las diversas posibilidades de
interpretación ni en los inconvenientes que plantea el hecho de que solo
algunos individuos, y no todo el pueblo, puedan participar en su
Página 125
interpretación. Puede que estos inconvenientes ni siquiera sean tan
importantes. Las leyes son desde luego muy antiguas, durante siglos se ha
trabajado en su interpretación, esta misma se ha convertido ya en ley, y si
bien subsisten ciertas libertades a la hora de interpretarlas, no dejan de ser
muy limitadas. Además, es evidente que, a la hora de interpretar, la
nobleza ni siquiera tiene que dejarse influir por su interés personal en
perjuicio del nuestro, pues las leyes fueron formuladas desde un principio
para la aristocracia; esta se sitúa al margen de la ley exclusivamente en
sus manos. Como es natural, en ello reside la sabiduría —¿quién pondría
en duda la sabiduría de las leyes antiguas?—, pero también el tormento
para nosotros; es algo probablemente inevitable[157].
Página 126
Aquí «nosotros» no puede referirse ni a los cristianos ni a los judíos.
Entonces, ¿quiénes son esos «nosotros» que no son «dignos todavía de la
ley»? Podría parecer que se trata de nuevo de los cuervos o cornejas, de un
Kafka o de un cazador Gracchus que vagan en un cierto estado con tendencia
al odio o la desconfianza hacia uno mismo, a la espera de una Torá que no
será revelada. Kafka concluye audazmente a continuación con una abierta
paradoja:
De hecho, por eso sigue siendo insignificante ese partido tan atrayente
en ciertos aspectos, que no cree en una verdadera ley: porque también
reconoce plenamente a la nobleza y su derecho a existir. Esta
circunstancia solo puede expresarse mediante una especie de paradoja: un
partido que, además de creer en las leyes, rechazara la nobleza, contaría
enseguida con el apoyo de todo el pueblo, pero tal partido no puede surgir
puesto que nadie se atreve a rechazar la nobleza. Vivimos sobre este filo
de la navaja. Un escritor lo resumió un día del siguiente modo: la única
ley visible e indudable a que estamos sometidos es la nobleza: ¿acaso
deberíamos querer privarnos de esta única ley?[162]
Página 127
identificaciones se han olvidado deliberadamente. El canto de Josefina es el
relato de Kafka, y, sin embargo, el relato de Kafka apenas es el canto de
Josefina.
¿Es posible que exista un modo de negación que no sea consciente ni
inconsciente, ni hegeliano ni freudiano? El genio de Kafka proporciona uno
que contiene muchos matices entre la consciencia y la labor de represión, y
con muchas atribuciones mucho más fantasmales de las que habríamos
podido imaginar si no fuera por él. Puede que lo más fantasmagórico de todo
venga al final de la historia:
Página 128
secta del protestantismo que postulaba que el alma era mortal y que solo en
unión con el cuerpo se produciría la resurrección. Pensar en el tipo de escritor
judío es pensar en Kafka, quien escapó a su propia audacia, no creyó en nada
y solo confió en el imperativo de ser un escritor.
Página 129
D. H. LAWRENCE
(1885-1930)
Página 130
Lawrence es un narrador de cuentos demasiado grande como para ceder a
la tentación de un simbolismo fácil, y no deberíamos hacer una traducción del
zorro basada en una reducción simplista. Él es una especie de demonio para
las dos mujeres, pues con sus actos de depredación hace peligrar la existencia
de la granja. March no puede darle muerte porque: «Ella estaba hechizada;
ella sabía que él la conocía. Así que él la miró a los ojos, y el alma de ella
claudicó. Él la conocía; ella no lo intimidaba». Como anunciador del joven
soldado, el zorro revela la vulnerabilidad de March hacia la fuerza masculina,
su descontento casi inconsciente por la situación con Banford.
Los sueños de March profetizan la muerte de Banford y la asunción del
papel del zorro por parte de Henry. Lawrence es un militante de la vida, pero
no por ello menosprecia a Banford, quien supone tanta vida como Henry. El
retrato más perfecto que nos ofrece aquí Lawrence no es el de Banford o el de
Henry sino el de March. La enorme fuerza de March aparenta ser más pasiva
de lo que en realidad es. Ella no matará al zorro y no renunciará para siempre
a Henry, pero hay una parte de ella que muere con Banford.
Página 131
KATHERINE ANNE PORTER
(1890-1980)
Página 132
Una noche un jovencito de pelo revuelto llegó a su patio y cantó como
alma en pena durante dos horas, pero Laura no sabía cómo quitárselo de
encima. La luna tendía un manto de gasa plateada sobre los claros del
jardín y las sombras eran de color azul cobalto. Los capullos escarlata del
árbol de Judas eran púrpura mate… Los nombres de los colores se
repetían mecánicamente en su mente mientras contemplaba no al
muchacho, sino su sombra, caída como un ropaje oscuro sobre el borde de
la fuente, arrastrándose en el agua[166].
Página 133
cuyas partes pueden leerse como un retrato de la Laura de Porter, el hermoso
enigma de «Judas en flor»:
No importa lo que ese extraño le diga, ni cuál sea el mensaje que ella
le lleve: sus células rechazan el conocimiento y la afinidad con una única
monótona palabra. No. No. No. Saca sus fuerzas de esa única palabra
mágica sagrada que le impide caer en el mal. Negando todo, puede ir a
todas partes con tranquilidad y mirar todo sin sorpresas[172].
Página 134
hambre y la sed», como no podría ocurrir de otra forma al ser símbolos de la
pasión solipsista del narcisismo, símbolos del ego formado por el cultivo del
yo hacia sí mismo. Cuando Eugenio grita: «Eso es mi cuerpo y mi sangre» se
está equivocando y hemos de dar más crédito en cambio a la respuesta de
Laura: «¡No!», que hace que despierte del sueño. Se trata una vez más de la
misma «palabra mágica que le impide caer en el mal», el rechazo de la
narcisista hacia cualquier objeto de amor que no sea ella misma. El cuerpo de
Laura y la sangre de Laura son lo que ella nunca cesa de consumir, y eso
consigue calmarle el hambre y la sed.
II
Página 135
Faulkner, cuya magnificencia, a diferencia de la de ella, no se da
generalmente en frases concretas. Yo preferiría compararla con Hart Crane,
su complicado amigo y huésped imposible en México, si bien fue su más
auténtico contemporáneo en cuanto a la profunda afinidad en el arte que los
lanía. El ambiguo testimonio de Porter sobre Crane es a la vez un relato de
Porter y una visión lírica de Hart Crane:
Página 136
ISAAC BÁBEL
(1894-1940)
Página 137
país en el que la enseñanza del hebreo actualmente es ilegal. Cualquiera que
piense que el mundo de Bábel ha desaparecido por completo debería darse
una vuelta algún viernes por la tarde por «la pequeña Odesa», como se conoce
últimamente a Brighton Beach, en Brooklyn. Los descendientes de Benia
Krik siguen vivos y coleando, quizá demasiado coleando, en la pequeña
Odesa. Bábel es el narrador de la Odesa judía, la ciudad también de Vladimir
Jabotinsky[176], fundador del derecho sionista, profesor jr mentor de Menájem
Beguin y del Irgún Zevai Leumi[177]. La Odesa de Bábel fue un gran centro
cultural de literatura judía, ciudad también del poeta hebreo Bialik[178] y del
escritor en yidis Mendele Mocher Sforim[179]. Al igual que Bialik y Sforim,
Babel escribe en el contexto de la Odesa que habla yidis, a pesar de que él
escribiera en ruso.
Trilling debería habérselo pensado un poco más a la hora de calificar la
descripción que Bábel hizo de sí mismo en Caballería roja como «un judío
que cabalga como un cosaco y que intenta llegar a un acuerdo con el ethos del
cosaco». Lyutov, transposición del propio Bábel, intenta sobrevivir pero no
está dispuesto a pagar el precio que exige aceptar el ethos del cosaco,
aceptación de la que Tolstoi es uno de los modelos válidos. Por otra parte, los
cosacos de Bábel no son los nobles salvajes tolstoianos sino que son ni más ni
menos los cosacos tal y como los veían los judíos: infrahumanos, bestiales e
irracionalmente violentos. Trilling le aportó a Bábel algo de su propia
nostalgia hacia lo primitivo, con resultados curiosos:
La visión que Babel tiene del cosaco está más en consonancia con la
de Tolstoi que con la visión tradicional que ha tenido su gente. Para él, el
cosaco fue de verdad un salvaje noble, demasiado salvaje y pocas veces
noble, y cuyo salvajismo tenía ciertas cualidades capaces de hacer surgir
extrañas preguntas en la mente de un judío[180].
Página 138
rompió las cerraduras del establo y sacó las vacas, una por una. Un
muchacho armado de cuchillo tumbaba la vaca de un golpe y clavaba el
cuchillo en el corazón de la vaca. En la tierra encharcada de sangre las
antorchas florecieron como rosas de fuego; sonaron disparos. Con los
disparos Benia intimidaba a las empleadas apiñadas cerca del establo. Los
otros asaltantes también dispararon al aire porque si no se tira al aire
puede haber víctimas. Cuando la sexta vaca se derrumbó a los pies del
Rey con un postrer mugido, en el patio apareció galopando Eijbaum en
calzoncillos[181].
Página 139
De los postes colgaban avisos anunciando que por la tarde el
comisario militar de la división, Vinográdov, leería un informe sobre el
segundo Congreso del Komintern. Ante mi ventana, algunos cosacos iban
a fusilar por espía a un viejo hebreo de barba plateada. El anciano chillaba
y hacía esfuerzos por libertarse. Entonces, Kudriá, del destacamento de
ametralladoras, le cogió la cabeza y se la metió bajo el sobaco. El hebreo
quedó inmóvil y abrió las piernas. Con la mano derecha, Kudriá sacó el
puñal y degolló con sumo cuidado al anciano, sin mancharse con las
salpicaduras. Luego llamó a una ventana cerrada. «Por si le interesa a
alguien —dijo—, sepan que pueden recogerlo. No está prohibido»[184].
II
Página 140
relación de Bábel con el folclore y la literatura yidis, comentó sobre él de
forma más bien extraña que «de un intelectual de izquierdas, ruso y judío, y
en concreto de uno enormemente influido por el anticlericalismo radical de la
izquierda francesa, difícilmente podría esperarse que regresara al redil de una
religión tradicional». Que Babel no confió en la Alianza es algo obvio, pero
en él los matices de la espiritualidad judía se hacen en todo momento muy
difíciles de precisar.
La ironía en Bábel es tan omnipresente que a veces se corre el riesgo de
acabar ironizando la ironía, y en ocasiones apenas sirve para disimular los
auténticos anhelos de Bábel, los cuales no están exactamente dirigidos hacia
el pasado. Guedali, ese personaje de Bábel «insignificante, solitario, soñador,
con su sombrero de copa negro y con un enorme libro de oraciones bajo el
brazo»[188], puede resultar una figura tan irónica como el «cautivador»
Savitsky, «cuyas largas piernas eran como dos muchachas enfundadas hasta el
cuello en relucientes botas de montar», pero las dos ironías son tan distintas
entre sí como las dos visiones de violencia, y ello puede verse de nuevo
cotejando dos textos:
Nos sentamos todos, unos al lado de otros, los posesos, los falsarios y
los mirones. En un rincón gemían sobre sus libros de rezo unos hebreos
anchos de espaldas, semejantes a pescadores y a apóstoles. Con la levita
verde, Guedali dormitaba junto a la pared como un pajarillo de colores
abigarrados. De pronto vi a un joven detrás de Guedali, a un joven con el
rostro de Spinoza, con la poderosa frente de Spinoza, y con la marchita
cara de una monja. Fumaba y temblequeaba como el fugitivo de una
persecución que es llevado a la cárcel. El harapiento Mordje se le acercó
furtivamente por detrás, le arrancó el cigarrillo de la boca y se retiró
corriendo hacia mí. «Es el hijo del rabino Iliá —afirmó con voz ronca
Mordje acercando a mí la sangrante carne de sus párpados desgarrados—.
Es el hijo maldito, el hijo último, el hijo rebelde…»[189].
Página 141
lluvia del ocaso lavó de polvo mis cabellos, y dije al joven que moría en
aquel rincón sobre una desgarrada colchoneta: «Hace cuatro meses, un
viernes por la noche, el ropavejero Gedali me condujo a la casa de vuestro
padre, el rabino Mótale, pero entonces vos no pertenecíais al Partido,
Bratslavski»[190].
El pathos del hijo del rabino Iliá solo se hace tolerable por medio desuna
ironía puramente defensiva, la ironía de las yuxtaposiciones inconexas, de los
panfletos comunistas y del Cantar de los Cantares hebreo. La ironía en «La
sal» diluye todo pathos, y, aunque no protege a Bábel de sus propios
sentimientos e identificaciones, sí lo protege de la bestialidad de los cosacos.
No puede ser que Bábel no comprendiera sus propios afectos culturales. Su
primer modo de ironía es totalmente bíblico, y no es la ironía que consiste en
decir una cosa que significa otra, como en «La sal», ni es la ironía del
contraste entre las esperanzas y los resultados, pues ninguna esperanza queda
en «El rabino» y «El hijo del rabino». Babel escribe la ironía de la Alianza, la
discordancia entre el que elige y lo elegido. Esa ironía no es menos judía que
la alegoría presente en «La sal», pero su carácter judío es muchísimo más
arcaico.
III
Los mejores relatos de Bábel no son los de Caballería roja ni los Cuentos
de Odesa, a pesar de que esos son los que más me gustan. Lo mejor de Bábel
está en «Historia de mi palomar», «El primer amor», «En el sótano», «El
despertar», «Guy de Maupassant», «Di Grasso», todos cuentos de Odesa pero
con la diferencia de que se trata de cuentos del propio Bábel y no de Benia
Página 142
Krik. Pero si hay una historia que encierre el logro central de Bábel esa es la
extraordinaria e increíble «El fin del asilo», cuyo interior retumba con las más
profundas resonancias. Aunque evita el elogio a los desharrapados internos
del asilo para indigentes que hay junto al segundo cementerio judío en Odesa,
Bábel, no obstante, retrata a ese variopinto grupo de hombres y mujeres con
una perfección y una exuberancia similares a las que aplicó al gángster Benia
Krik. Sepultureros, sochantres y embalsamadores de cadáveres sobreviven
gracias al ingenio y al alquiler sin escrúpulos del mismo ataúd de madera de
roble, con mortaja y borlas de plata, que reciclan una y otra vez en una
sucesión infinita de entierros.
Los bolcheviques utilizan el ataúd para enterrar a un tal Guersh Lugovoi
con todos los honores militares y apartan a empellones a los ancianos cuando
estos comienzan a ladear el ataúd para volcar el cuerpo del heroico y honrado
bolchevique judío envuelto en una bandera. El resto del relato, una asombrosa
mezcla del pathos de Dickens y del humor de Gógol, retrata las historietas
crepusculares aunque llenas de vitalidad de un grupo de viejetes en sus
últimos días antes de ser desahuciados del asilo. Al llegar a la propia
expulsión, Bábel logra su mejor final de relato:
Página 143
Bábel, incluso de una manera en que no llegan a serlo los burócratas
bolcheviques y los brutales cosacos. Es de suponer que Bábel fue otra víctima
más del virulento antisemitismo de Stalin, pero sus mejores relatos
trascienden cualquier victimismo. No hay ninguna concesión a los
antisemitas, ni siquiera concesión alguna al propio Stalin. En ellos se oye una
voz magistral en su ironía, sí, pero también una voz de cómico festejo que
conmemora eternamente «la imagen de los robustos y joviales judíos del sur,
picantes como el vino barato». El heroico funeral de Benia Krik en memoria
del pobre administrativo asesinado por error es un soberbio ejemplo del arte
de Bábel en sus momentos de mayor júbilo:
Página 144
de la tradición judía que lo reivindicaba, después de todo, como uno de los
suyos.
Página 145
F. SCOTT FITZGERALD
(1896-1940)
Página 146
tierra de la satisfacción perdida» de A. E. Housman. Charlie Wales, trasunto
de Fitzgerald, recibe un castigo mayor de lo que merecen sus leves pecados.
Viudo y sin su hija, Wales inspira un auténtico pathos y sufre la nostalgia y el
arrepentimiento. «Vuelta a Babilonia», especie de elegía por la Generación
Perdida, es tan hábil y equilibrada en su estilo como las odas de Keats y los
relatos de Hemingway, los cuales planean cerca pero a una precisa distancia
estética.
Un ejemplo de la última etapa de Fitzgerald, sus años de Hollywood, es
«Domingo de locura», el relato mejor acabado que iba a surgir en esos años
de decadencia. La dialéctica de la creación y de la destrucción de Keats rige
«Domingo de locura», en el que Miles Calman paga por su arte con el ímpetu
de destrucción y Joel Coles se deja arrastrar hacia la pérdida del yo. Con su
enorme teatralidad, Stella Walker Calman supone la culminación de las
visiones que tenía Fitzgerald de la Musa funesta, que incluían no solo a Daisy
de El gran Gatsby y a Nicole de Suave es la noche, sino también a la
formidable Zelda Fitzgerald, la última bella.
Página 147
WILLIAM FAULKNER
(1897-1962)
Escribiendo sobre Faulkner hace una docena de años, profeticé algo que
ahora se hace necesario perfilar:
Página 148
Hay algo sublime en el personaje del muchacho Sartoris Snopes, una
cualidad de «más allá» trascendente que no puede explicarse por la herencia o
el entorno. Faulkner, a pesar de su intensidad gótica, se negaba a aceptar
cualquier visión sobredeterminada de la naturaleza humana. Lo que hace que
sea tan memorable «El granero en llamas» es su vivido retrato de Ab Snopes,
el aterrador ancestro de todos los Snopes que ahora y siempre nos atormentan.
Pero la conclusión pertenece por completo al joven Sartoris Snopes, quien no
habrá de volver con su destructiva familia. Dirigiéndose hacia la música de un
chotacabras, Sarty se encamina a un renacer:
Página 149
ERNEST HEMINGWAY
(1899-1961)
O de nuevo:
Página 150
proceso paradójico y antitético acerca del cual seguimos sabiendo muy poco.
Las profundas afinidades entre Hemingway, Eliot y Stevens no son casuales
sino parecidos de familia debidos a la relación, reprimida pero crucial, que
cada uno de ellos tuvo con la obra de Whitman. Era característico de
Hemingway vanagloriarse (en carta a Sara Murphy, 27 de febrero de 1936) de
que había tumbado a Stevens sin mucha dificultad: «… solo por aportar datos,
el señor Stevens mide un metro noventa y pesa ciento dos kilos y… cuando
cae al suelo es todo un espectáculo». Dado que ese combate entre ambos
escritores tuvo lugar en Key West el 19 de febrero de 1936, me siento
obligado como leal seguidor de Stevens a señalar, solo por aportar datos, que
el victorioso Hemingway había nacido en 1899 y el derrotado Stevens en
1879, y que por tanto el novelista tenía treinta y siete años y el poeta rondaba
los cincuenta y siete. Es indudable que los dos se despreciaban mutuamente,
pero en la carta en la que Hemingway celebra su victoria llama a Stevens «un
poeta condenadamente bueno», y Stevens siempre afirmó que Hemingway era
esencialmente un poeta, juicio con el que coincidía Robert Penn Warren
cuando escribió que Hemingway «es esencialmente un escritor más lírico que
dramático». Warren comparó a Hemingway con Wordsworth, lo cual es
verosímil, pero el parecido con Whitman es aún mayor. Wordsworth no
habría podido escribir «Yo soy el hombre, yo sufrí, yo estuve allí», pero
Hemingway casi logra convencemos de que habría podido forjar esa frase
aunque Whitman no la hubiera escrito antes.
II
Página 151
con los poetas más importantes: Stevens, Eliot, Frost, Hart Crane, aspectos de
Pound, W. C. Williams, Robert Penn Warren y Elizabeth Bishop. Ello no
quiere decir que lo mejor de Hemingway fracase en la narración o en la
elaboración del personaje. Es más bien que su particular excelencia se halla
más cerca de Whitman que de Twain; más próxima a Stevens que a Faulkner,
e incluso más cercana a Eliot que a Fitzgerald, su amigo y rival. Es un poeta
elegiaco que se lamenta por el individuo, que celebra el yo (si bien no con
tanta efectividad) y que padece escisiones de su yo. En la tradición más
amplia de la literatura americana se inserta en última instancia en esa
confianza emersoniana en el dios interior que a su vez es la línea de Whitman,
Thoreau y Dickinson. Llega tarde y sin claridad a esta tradición y es uno de
sus teólogos de la negación, por así decirlo, pero, al igual que ocurre en
Stevens, las negaciones, las supresiones, nunca son finales. Incluso de su
relato más feroz, digamos «Dios les dé alegría, caballeros» o «Una historia
natural de los muertos», puede decirse que celebra lo que se podría llamar la
Ausencia Real. El doctor Fischer de «Dios les dé alegría, caballeros»
prefigura el personaje de Shrike en Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, y
su religiosidad salvaje e implícita anuncia no solo la postura satánica de
Shrike sino el mundo demoniaco por completo de las visiones claramente
paranoicas o ludditas de Pynchon. Quizás existiera una nostalgia por un orden
católico, siempre permanente en la consciencia de Hemingway, pero el
cosmos de su ficción, tanto la de su primera etapa como la de la última, es el
del gnosticismo americano como ocurre en Melville, el primero en desarrollar
con tanta fuerza el lado negativo de la religión emersoniana de confianza en el
yo.
III
Página 152
los derrotados a Turgueniev, Maupassant, Henry James, incluso a Cervantes,
Melville y Dostoievski, podemos coincidir con el propio Hemingway en la
admiración de su extraordinaria confianza en sí mismo. ¿De qué manera
estaba esa confianza justificada en lo referente a sus aspiraciones?
Se podría afirmar convincentemente que Hemingway es el mejor escritor
de cuentos en inglés desde Dublineses de Joyce hasta hoy. No es necesario
cuestionar la dignidad estética de los cuentos, pero parece que a un escritor
del canon hay que pedirle algo más. Hemingway escribió Fiesta y no Ulises,
lo cual quiere decir que el verdadero genio lo tenía para los relatos cortos y no
para narraciones largas. De haber sido fundamentalmente un poeta, sus dotes
líricas habrían sido suficientes: no esgrimimos contra Yeats el hecho de que
su mayor gloria esté en sus poemas y no en sus obras de teatro. Y, sin
embargo, ni Turgueniev ni Henry James, ni Melville ni Mark Twain son
verdaderos agonistas para Hemingway. Por el contrario, Maupassant es un
rival más adecuado. No hay duda sobre la intensidad del estilo de Hemingway
en las cadencias más breves, pero incluso Fiesta se lee ahora como una
colección de epifanías, de viñetas memorables y brillantes.
Mucho de lo que se le ha criticado duramente a Hemingway,
concretamente en Fiesta, se debe a su dificultad de ajustar su talento a las
exigencias de la novela. Robert Penn Warren sugiere que Hemingway triunfa
cuando su «sistema de ironías y eufemismos es coherente». Cuando es
incoherente, entonces la retórica de Hemingway fracasa como elemento de
persuasión, lo cual quiere decir que leemos Tener y no tener o Por quién
doblan las campanas y nos damos perfecta cuenta de que lo que se nos ofrece
es fundamentalmente el sistema de tropos. Warren cree que esto no se cumple
en Adiós a las armas a pesar de que el celebrado final de la novela parece
ahora un manido y perifrástico eufemismo:
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas
avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que
Página 153
los aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era
toda la buena suerte que tendría aquel hombre[200].
Página 154
del heroísmo americano, o puede que —lo que es más de lamentar— de la
ilusión americana de heroísmo. Lo mejor de la obra de Hemingway, los
relatos y Fiesta, formarán también parte para siempre de la mitología
americana. Faulkner, Stevens, Frost, quizás Eliot, y Hart Crane fueron
escritores más sólidos que Hemingway, pero solo él ha alcanzado el
perdurable estatus de mito en este siglo americano.
Página 155
JORGE LUIS BORGES
(1899-1986)
Página 156
Los críticos del admirable Borges se ceban en él persiguiéndolo de la
misma manera a como Lonnrot dio caza a Scarlach, con una brújula, pero él
ha hecho que nos veamos obligados a escoger sus propias imágenes para el
análisis. Freud nos dice: «En un psicoanálisis el médico siempre le da a su
paciente (unas veces en mayor y otras en menor medida) la imagen
anticipadora consciente con ayuda de la cual está en posición de reconocer y
de alcanzar el material inconsciente». Hemos de recordar que Freud habla de
terapia y de la labor de modificarnos, de forma que la analogía que podamos
encontrar entre las imágenes del psicoanalista y las del novelista no puede ser
perfecta. El buen psicoanalista, en el ejemplo de Freud, nos ofrece una sola
imagen, y Borges ofrece a sus lectores millares de ellas; pero aquí solo se
mirará el espejo, el laberinto y el compás.
Borges comentó sobre el primer cuento que escribió, «Pierre Menard,
autor del Quijote», que da sensación de cansancio y de escepticismo,
sensación de «llegar al final de un larguísimo periodo literario». Resulta
revelador que este fuese su primer cuento, en el que manifiesta su cansancio
por el laberinto vivo de la ficción justo cuando está comenzando a adentrarse
en él. Borges es un gran teórico de influencia en la poesía; nos ha enseñado a
leer a Browning como un precursor de Kafka, y siguiendo el espíritu de esta
enseñanza es posible ver a Borges mismo como otro Childe Roland camino
de la Torre Oscura a pesar de no querer de forma consciente completar la
búsqueda. ¿Está quizá condenado a que lo veamos más como un crítico de la
narración que como un narrador? Cuando leemos a Borges, ya sea sus
ensayos, sus poemas, su parábola o sus cuentos, ¿acaso no estamos leyendo
glosas a la narración, y en concreto sobre la puesta en guardia del escéptico
ante los encantos de la narración?
Borges cree haber inventado un nuevo tema para un poema (en su poema
«Límites») y este tema sería el sentimiento de estar haciendo algo por última
vez. Resulta extraordinario que un hombre de letras tan leído piense esto, ya
que la mayoría de los poetas de fuste que viven lo suficiente como para llegar
a viejos escriben sobre ese asunto, si bien a menudo lo hacen de forma oculta
o disimulada. Pero resulta profundamente revelador de sí mismo el que un
teórico de la influencia poética de Borges llegue a la creencia de que ese tema
es invención suya, pues Borges ha sido siempre un poeta que ha celebrado el
adiós de las cosas, ha sido siempre un poeta de la pérdida. A pesar de haber
encontrado un consuelo para sí y para sus lectores con la sabiduría de que
solamente puede perderse aquello que nunca se poseyó, también ha sufrido el
desasosiego de saber que solo podemos reconocer aquello que hemos
Página 157
conocido antes, y que todo reconocimiento es autorreconocimiento. Toda
pérdida lo es de nosotros mismos e incluso la pérdida del amor es, como diría
Borges, el dolor de volver a los otros, no al yo. ¿Es esta la sabiduría de la
narración, o lo es de otro modo o género enteramente distinto?
De lo que Borges carece, a pesar del ilusorio ingenio que muestran sus
laberintos, es concretamente de la extravagancia del narrador; él no se fía de
sus propios impulsos erráticos. Se ve modestamente a sí mismo como un
válido heraldo de su propia persona pero es otro edípico destructor más de sí
mismo. Su apego por esa economía de su arte —economía que le sirve de
protección—, la abierta complicidad de la que hace gala son su variante
personal de la ansiedad edípica, y el patrón que siguen sus cuentos delatan por
completo un miedo tácito a la narración fácil. El espejo gnóstico de la
naturaleza solo refleja para él el laberinto de Lönnrot «de una sola línea recta
y que es invisible, incesante»[203], la línea de todas aquellas malas calles
hechizadas que se pierden en el horizonte de su Buenos Aires fantasmal. El
temerario perspicaz al que sostienen las simetrías de su propia brújula mítica
nunca ha sido lo suficientemente temerario como para perderse en un relato,
para mal nuestro, si no es que suyo. Lo insólito en él, si ha de llegar, vendrá
en forma de movimiento ficticio que se aparte del tema del reconocimiento,
que incluso vaya en contra de ese tema y hacia un arte mayor. Su relato
favorito, dice, es «Wakefield» de Hawthorne, del que afirma que trata de «un
señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de
casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años»[204].
Página 158
JOHN STEINBECK
(1902-1968)
Welty fue una escritora de cuentos casi tan eminente como Lawrence;
John Steinbeck no lo fue. Pero los relatos de Steinbeck le deben tanto a
Lawrence como las novelas del propio Steinbeck deben a Hemingway.
Aunque nunca soportó a Hemingway, Steinbeck escribía una versión
suavizada del estilo de Hemingway. Lawrence influyó a Steinbeck de forma
muy diferente; hubo algo en Steinbeck que comprendió la limitación que
suponía para su arte su propio reduccionismo naturalista. El vitalismo heroico
de D. H. Lawrence, su habilidad para dotar a sus personajes de cualidades
«que jugaban como fuentes», atrajo al trascendentalismo reprimido de
Steinbeck. Los mejores relatos de Steinbeck están escritos al modo de
Lawrence, no al de Hemingway.
«Los crisantemos», que me parece el relato más interesante de Steinbeck,
está mucho más cerca de las intensas evocaciones del alma de Lawrence que
de la versión darwinista que Steinbeck había tomado del biólogo marino
Edward Ricketts[207]. Varios críticos han señalado lo cerca que está la Elisa
Alien de Steinbeck de la March de El zorro, de Lawrence, salvo en el hecho
Página 159
de que Elisa es desde el principio una figura frustrada. Su sexualidad
reprimida, despertada por el encuentro con el chatarrero ambulante, no parece
que vaya a ser satisfecha por su inepto marido ni en realidad por hombre
alguno. Elisa se habría convertido en Lawrence en una amante de mujeres,
pero Steinbeck rehúye tal grado de intimidad a pesar de que la lógica
imaginativa de su relato parece apuntar en esa dirección.
¿Qué cambio se produce en Elisa entre el comienzo y el final de la
historia? Cuando la contemplamos por primera vez es todo potencialidad, una
fuerza aún sin desplegarse a pesar de llevar ya la mitad del camino recorrido:
Ella estaba cortando los tallos de los viejos crisantemos con un par de
tijeras pequeñas y fuertes. Observaba de vez en cuando a los hombres en
el cobertizo del tractor. Ella tenía un rostro impetuoso, maduro y bello;
incluso su labor con las tijeras era demasiado impetuosa, demasiado
fuerte. Los tallos de crisantemo parecían demasiado pequeños y frágiles
para sus energías[208].
Al final del relato ella llora débilmente «como si fuera una anciana». Es
necesario saber más para dilucidar si este hecho es solo vina derrota pasajera
o es la confirmación de un patrón. En Lawrence o en Welty lo habríamos
sabido, porque ambos eran capaces de escribir «sobre las relaciones humanas
en la tierra en términos de eternidad». Como escritor, Steinbeck nunca pudo
lograrlo, ni siquiera en Las uvas de la ira. «Los crisantemos» nos muestra a
un Steinbeck que se golpea contra sus propias limitaciones imaginativas,
incapaz de abrir a golpes vina salida de sí mismo. La materia poética para un
arte mayor y más intenso se encuentra ahí, en el relato, pero Steinbeck no
supo verlo.
Página 160
EUDORA WELTY
(1909-2001)
Página 161
pero cuyas vidas se habían desarrollado en el mismo vecindario. El
escenario fue la zona más salvaje de Misisipi en el histórico año de 1811,
anno mirabilis, el mismo año en que las estrellas cayeron sobre Alabama
y los lemmings, o puede que fueran ardillas, corrieron continente abajo
para zambullirse en el golfo de México; en que un terremoto hizo que el
río Misisipi corriera hacia atrás y Nuevo Madrid, en Misuri, se viniera
abajo y desapareciera. Mis personajes eran Lorenzo Dow, el evangelista
de Nueva Inglaterra, Murrell el bandolero, asesino y perseguido a lo largo
de la ruta de Natchez, y Audubon el pintor; y el objeto exterior en el que
los tres al mismo tiempo fijaron su mirada era una garza real que en ese
momento se estaba alimentando[209].
Los tres personajes elegidos por Welty —Lorenzo Dow, James Murrell y
Audubon— son unos solitarios a ultranza. Sería de suponer que Dow, el
jinete, fuese el menos solipsista de los tres y, sin embargo, el tremendo grito
que lanza cuando cabalga al galope —«¡He de tener almas! ¡Y almas he de
tener!»— demuestra un vacío que nunca se podrá llenar:
Era la hora en que el sol se ponía. Todas las almas que él había
salvado y todas las que no salvó se oscurecieron entre la bruma que
flotaba entre las dos orillas, y por el enorme número de ellas y la densidad
que formaban parecía que le iban a impedir pasar, y como no daban
señales de diluirse o de convertirse de nuevo en bruma temió que le
impidieran el paso para siempre. Las pobres almas que no se habían
salvado eran más oscuras y daban más lástima que las que sí lo habían
conseguido, y no hubo nada del resplandor que él habría esperado ver en
una congregación tal[210].
Como el propio Dow observa, sus ojos «andan en desventaja con respecto
a su corazón siempre lleno de amor», lo cual hace que dudemos de su
corazón. El ama a su mujer Peggy sin mucho gasto de energías puesto que
ella está en Massachusetts y él se encuentra galopando a lo largo de la ruta del
viejo Natchez. Verdaderamente su amor no puede suponerles el más mínimo
esfuerzo, pues consiste en una proposición de matrimonio que ella aceptó a la
primera, una unión de unas pocas horas y su rápida partida hacia el sur para
cumplir con sus obligaciones evangélicas seguido de la primera carta que ella
le escribe diciéndole que, al igual que él, su marido, ella solo podrá temer a la
muerte y nunca a una mera separación.
Página 162
Este destacado cazador de almas que consigue escapar intrépidamente a
los feroces indios o a los católicos irlandeses puede ser considerado un
sublime lunático, o simplemente un producto puramente americano:
Página 163
Murrell cabalgando junto a su futura víctima, Murrell cabalgando era
Murrell hablando. Se demoraba en sus largos cuentos, siempre dejando
que fluyera entre ellos una distancia y un largo espacio de tiempo y todos
giraban alrededor de un hombre silencioso. En cada uno el hombre
silencioso habría cometido una maldad, un robo o un asesinato, en algún
lugar del lejano pasado, y todo estaba preparado para revelar al final que
el hombre silencioso era el propio Murrell, y el extenso relato había
sucedido ayer, y el lugar era este: Natchez Trace. Bastaría una sola mirada
de entendimiento para que la víctima viera que todo eso formaba parte de
otra historia y que él mismo había escuchado su inserción en el cuento, y
que él también estaba por retroceder en el tiempo (donde el pavor
quedaba olvidado) para algún oyente y vivir en el lejano pasado para un
oyente. ¡Destruye el presente! —eso debió de haber sido lo primero que
oyera el corazón de Murrell— el momento vivo y el hombre que vive en
él deben morir antes de proseguir. Era su costumbre terminar la jornada
—que incluso podía durar días— con una suerte de ceremonia. Volviendo
finalmente su cara hacia la cara de la víctima, porque nunca la había visto
hasta ese momento, se erguiría con la súbita estatura de un hombre que ya
no sería el narrador sino el mudo protagonista, silencioso al fin, casi un
héroe. Entonces mataría al hombre[212].
Audubon no dijo nada ya que se había pasado varios días enteros sin
pronunciar una sola palabra. No consideró que sus pensamientos acerca
de los pájaros y los animales mereciesen ser traducidos a palabras. Las
largas horas que pasaba tocando la flauta no era, al menos en su origen,
una forma de hablar consigo mismo. Podía, en lugar de hablar para dar
una orden o describirlo, dibujar un ciervo y una raya encima para
comunicarle a un indio que necesitaba venado. Solo había empezado a
usar las palabras cuando descubrió que podía anotar cada cosa ese mismo
día y que así no se perdía, y desde entonces anotaba a menudo en un
diario todo el pasado para que todo quedara registrado en la forma exacta
Página 164
a como había sucedido; y sobre un día podía escribir: «Solo lamento que
se ponga el sol»[213].
Lo que cada uno de ellos había querido era todo, ni más ni menos.
Salvar todas las almas, destruir a todos los hombres, ver y registrar toda la
vida que poblaba este mundo —todo, todo—; pero ahora un débil anhelo
pareció que surgía de los tres y que se dirigía hacia esta tímida ave, blanca
como la nieve, que estaban viendo en el pantano. Era como si tres
remolinos hubieran convergido en un único punto para encontrar allí a
una blanca garza que comía en paz. Su lento vuelo habría podido elevarla
de allí ese mismo momento, pero por unos instantes los mantuvo a los tres
en quietud, los mantuvo tranquilos, y por un momento estuvieron libres
de toda carga…[214]
Página 165
que Él no había pensado en ello anteriormente cuando la pequeña garza
blanca descendía de su vuelo para buscar alimento. Él podía entender que
primero Dios concediera la separación y después concediera el amor que
lo reparase; pero Dios lo había hecho al revés, y había concedido primero
el amor y después la separación como si a Él le diera lo mismo qué
viniera antes o después. Quizás era que Dios nunca contaba los momentos
que formaban el tiempo; Lorenzo lo hacía, además de sus tareas de amor.
El tiempo no sucedía para Dios, por lo tanto, ¿acaso Él podía saber en qué
consistía? ¿Cómo podría explicarle a Dios en qué consistían el tiempo y la
separación si nunca había pensado en ellos, si era capaz de permitir que el
mundo todo conociera el dolor un solo instante?[215]
II
Página 166
pero tal decisión es una versión más elaborada de la desesperación más
acuciante de Twain. «Un momento de quietud», no obstante todo lo que
sugiere, sigue fantaseando sobre la continuidad de la búsqueda. En lugar de
analizar cualquiera de sus muchas obras maestras, como cuento de humor he
elegido «Lo que arde», donde se despliegan en toda su exhuberancia sus dotes
para un cierto tipo de sombría sublimidad y que representa su punto
culminante como escritora de estilo y como narradora capaz de rivalizar con
Hemingway a la hora de mostrar las discontinuidades que conllevan la guerra
y el desastre.
«Lo que arde» pertenece al sombrío género del gótico sureño, el mismo
género de «Una rosa para Emily» de Faulkner y de «Un hombre bueno es
difícil de encontrar», de O’Connor. Welty, tan narradora de género histórico
como Robert Penn Warren, se imagina un incidente a raíz de la marcha de
Sherman sobre Georgia con toda la destrucción que conllevó. Las imágenes
que se crean son casi irreales en su complejidad de tono y representación
indirecta, de forma que «Lo que arde» es quizá el relato más formidable de
todos los de Welty, con ese tipo de dificultades retóricas y de alusión que
esperamos encontrar más fácilmente en la poesía moderna que en los cuentos
modernos. Al escribir sobre la forma en los relatos de D. H. Lawrence, Welty
hablaba de «la amorfía más absoluta en la narrativa de Lawrence», y anotaba
con agudeza que sus personajes no podrían parecer otra cosa que desquiciados
si empezaran a hablar en la calle de la misma forma que en los relatos:
Página 167
dos damas de la alta sociedad, son muy diferentes; Miss Theo tiene vina voz
enérgica y una personalidad dominante, mientras que Miss Myra es más
delicada y dependiente. Pero casi nada de la historia es vista a través de sus
ojos o reflejada en sus conciencias. Florabel, un ser tremendamente pasivo, es
quien ve y reacciona de vina manera que se resume casi al final del relato, en
su primera versión impresa:
Florabel, sin más nombre ni apellido, era vina esclava. Hasta ese
mismo momento en que ella se encontraba en la colina los suyos habían
venido siendo esclavos en una docena de países y durante miles de años.
Ella dejaba que todo siguiera su propia naturaleza: lo animado, lo
inanimado y el símbolo. Ella no hacía nada que los alterase, a no ser que
se lo ordenaran y le enseñaran cómo hacerlo. Y de esta manera vio lo que
sucedió: la creación y la destrucción. Aguardó ambas y a ambas sirvió sin
esperar nada a cambio salvo lo que pudiera obtener. Antes o después
encontraría protección en algún sitio. Ella misma era una desconocida,
igual que una reina: alguien a quien ella ha oído llamar o por la que
incluso ha llegado a llorar. Como esclava que era, su paso por la tierra era
una visita que a nadie le importaba lo más mínimo. El mundo no la había
tocado, ella solo había recibido de él posesión y dolor, como si fuera un
hombre; se la había llevado, como si fuera un hombre; se había separado
de ella y la había dejado, como si fuera un hombre. Ella veía con claridad.
Vio todo lo que había ahí y que no había buscado. (Tenía los ojos en la
parte de atrás de la cabeza; su visión se encontró consigo misma
desandando el camino sin impedimentos, como la luz de las estrellas). La
orden de saqueo era un recuerdo más que se desvanecía en su memoria.
Le habían dado muchas órdenes, algunas incluso aguardadas desde antes
de nacer; postergadas e incumplidas e interrumpidas, aún podían
obedecerse; aunque para alguien que fuera un esclavo resultaba más
seguro escuchar las cosas por segunda vez, por tercera, por cuarta, por
centésima, por millonésima vez si se quería cumplirlas al pie de la letra.
Aquel mediodía, pasado el conflicto, el triunfo podría ser solo para dos: el
espejo, que era un símbolo en el mundo, y Florabel en pie ante él. Todo lo
demás había muerto[217]
Página 168
Sherman y a sus apocalípticos caballos blancos entrar directamente en la casa,
y corre a decírselo a Miss Theo y a Miss Myra. Ellas acceden a ir a verlo y
observan a los intrusos en el espejo que está encima de la chimenea. A lo
largo de toda la historia llena de catástrofes las hermanas contemplan todo
como a través de un espejo. Es evidente que se han pasado la vida en un
extrañamiento de la realidad a la que han visto como a través de un espejo, y
caminan hacia su autodestrucción viéndose a sí mismas como meras
imágenes. La violencia que antecede al incendio queda así transformada en
una especie de fantasmagoría:
Página 169
demasiado profundos para ver se agitaban, saltaban hacia la vida,
luchaban, imitaban viejas cosas que Dalila ya había visto hacer en este
mundo, a veces lo que algunos hombres les habían hecho a Miss Theo y
Miss Myra y a los pavos y a los esclavos, y a veces lo que algún esclavo
había hecho y lo que ahora cualquiera podía hacerle a cualquier otro. Bajo
los lametones de los rayos de sol, y después bajo toda su plenitud y
esplendor, igual que un grito sordo, igual que un acto de misericordia que
desaparece, cuando ya la luz sin contención y las llamaradas de julio
atravesaron a raudales el cielo abierto, el espejo la absorbió totalmente.
Se puso los brazos sobre la cabeza y esperó, porque vendrían todos
otra vez y se reunirían alrededor de ella y encima de ella, abejas ensilladas
igual que caballos venidas por el aire, mariposas unidas las unas a las
otras con sus arneses, murciélagos con las máscaras puestas, pájaros
juntos, todos mostrando las armas. Se dispuso a escuchar los golpes y
temió que todo aquel ejército de alas —moscas, pájaros, serpientes, sus
caras enemigas resplandecientes y sus brillantes vestiduras de reyes, la
bandera con esos colores desplegada, todo este mundo que volaba, que
daba golpes, enfermo, que caía, dorado o ennegrecido, que se escindía y
se venía abajo mortalmente, turbantes orgullosos que se desenrollaban y
caían como las hojas caducas en otoño, cayendo en espiral hacia una
ceniza sin fondo; ella temió la furia de todas las mariposas y las libélulas
que cabalgaban, las cuchillas al descubierto y a punto— descendiera y se
elevara de nuevo desde las aguas, y se sumergiera hasta el fondo, una
ballena que fuera su propia tumba y que abriera la boca para tragarse otra
vez a Jonás.
¡Jonás!; una cara familiar para ella, que todavía podía mirar hacia
atrás desde la senda roja por la que había descendido aunque fuera ya
demasiado tarde para hablar. Él era su Jonás, su Phinny, su mono negro;
ella seguía adorándolo aunque hiciera tanto tiempo que se lo habían
quitado la primera vez[219].
Página 170
Siguiendo el olor de los caballos y del fuego, hacia los hombres, iba
siguiendo la estela de las ruedas hasta que su rastro desapareció al llegar
al río. En una sombra bajo el puente incendiado y caído se sentó en un
tocón y estuvo durante un rato mordisqueando, sin soñar, un viejo peine.
A continuación, arrodillándose una vez más, bebió del Big Black, se quitó
los zapatos y adentró en él.
Sumergida hasta la cintura, hasta el pecho, estirando el cuello como el
tallo de un girasol y manteniéndose por encima de la opaca piel del río
siguió adelante, con sus tesoros apilados sobre la cabeza y sujetándolos
con las manos. Había olvidado cómo y cuándo lo supo, y no sabía en qué
día estaba, pero sí sabía… que no llovería, que el río no habría de crecer,
hasta el sábado[220].
Página 171
JOHN CHEEVER
(1912-1982)
Página 172
JULIO CORTÁZAR
(1914-1984)
Página 173
estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse,
mirando de pronto a Rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y
obsesionada por los caracoles, tanto que no se movió al primer alarido del
Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera
el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca,
don Roberto que entraba con perros, las quejas del Nene entre los ladridos
furiosos de los perros, y Luis repitiendo: «¡Pero si estaba en el estudio de
él! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de él!», inclinada sobre los caracoles
esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de
Rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para
estarla mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de
Rema, su alterada alegría, y Rema pasándole la mano por el pelo,
calmándola con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su oído,
un balbucear como de gratitud, de innombrable aquiescencia.
Aquí el efecto retórico depende del montaje. Isabel apenas puede posar su
brazo o su deseo hacia Rema debido a la agresiva presencia del Nene, su
amenazador tío. Cuando Isabel y Rema regresan de la antecocina, ¿ha habido
entre ellas algo más que una broma? La magnífica frase final es un éxtasis de
felicidad sexual en el que Rema acepta agradecida el regalo de Isabel de
destruir al Nene, y en silencio aprueba el asesinato. Hay algo que sugiere casi
infinitamente una dicha posible y mutua que aguarda a Rema y a Isabel en las
cadencias finales de Cortázar.
Página 174
SHIRLEY JACKSON
(1919-1965)
Tan solo unos meses antes de escribir esta introducción, los talibanes de
Kabul, Afganistán, lapidaron a una mujer por adúltera. Como
fundamentalistas islámicos que son los talibanes siguen su propia
interpretación del Corán, a su vez basado en fuentes judeocristianas.
El famoso relato de Shirley Jackson, «La lotería», es especialmente
aterrador porque maneja de forma magistral la falta de sentimientos. En lo
que parece ser una zona de clase alta de Nueva Inglaterra tiene lugar todos los
años un ritual. Se trata de un pueblo tan pequeño que aparentemente todo el
mundo se conoce, y la muerte por lapidación de la señora Hutchinson no tiene
nada que ver con la moralidad ni con la religión. Quizás esto contribuye al
efecto impactante de «La lotería», un relato basado en explotar el miedo
universal a la condena arbitraria y a la violencia aceptada.
Como muchos de los relatos de Shirley Jackson «La lotería» me hace
reflexionar sobre el componente de tendenciosidad que hace que la autora sea
tan problemática desde el punto de vista estético. Jackson siempre tuvo una
intención muy evidente con sus lectores; los efectos y resultados que
pretendía están tan calculados como los de Poe. Sin embargo, Poe es alguien
ineludible: sus pesadillas han sido y siguen siendo universales. Esto le salva a
pesar de la brutalidad de su prosa y de la ausencia de matices en su obra.
Puesto que con las traducciones (incluso al inglés) ha ganado enormemente,
Poe ha logrado perdurar y ya no es posible ni descartarlo ni omitirlo.
Como la mayoría de los relatos de Jackson «La lotería» está escrita con
esmero y la trama se ha tejido con astucia. Sin embargo, no aguanta una
relectura que es —en mi opinión— la piedra de toque de la literatura del
canon. Jackson sabe demasiado bien y de forma precisa lo que está haciendo,
y nosotros también al releerla. Es posible aprender algunos rudimentos de la
narración en «La lotería», y aun así la estricta economía del relato que supone
su fuerza más evidente resulta a la postre algo parecido a un truco. Es como si
contempláramos un espectáculo de magia y estuviéramos viendo toda la
tramoya que debería ser invisible.
Página 175
Los juicios de valor literarios se basan en la comparación y por tanto es
lícito contrastar «La lotería» con otros relatos que nos produzcan miedo
basándose en rituales arcaicos. Existe una larga tradición americana de
narrativa gótica entre cuyos maestros se incluyen Hawthorne, Faulkner y
Flannery O’Connor. Pero estos son maestros, y logran perturbamos más
profundamente de lo que puede hacerlo Jackson, porque ellos ofrecen las
complejidades de carácter y personalidad imprescindibles para que podamos
conmovemos en todo momento. Como fabuladores, los maestros del género
gótico americano hacen que nos embarquemos en un viaje hacia lo interior.
Jackson aspiraba ciertamente a algo más que a entretener; su interés por la
magia y las hechicerías, antiguas y modernas, era auténtico e incluso práctico.
Pero su arte narrativo se quedó en la superficie y no fue capaz de inventar
identidades individuales. Incluso «La lotería» te hiere una vez, pero solo una.
Página 176
J. D. SALINGER
(1919-)
Página 177
preferible al suicidio de Seymour en «Un día perfecto para el pez banana» o
al desvanecimiento de Franny que aparece en la historia que lleva su nombre.
La destreza estilística de Salinger está fuera de toda duda; sus relatos se
ejecutan exactamente como él pretende y se sostienen como narraciones,
incluso si las actitudes sociales y las posturas espirituales que manifiestan
puedan parecer ahora con frecuencia arcaicas o pintorescas. El problema que
tienen es que los hermanos Glass no resultan exactamente memorables como
individuos. Incluso el pobre Seymour es más un personaje tipo que una
conciencia viva. Me resulta imposible releer «Seymour: una introducción», en
parte porque su hermano Buddy, el narrador, no sabe cuándo debe parar y,
volvemos a lo mismo: ¿quién puede tolerar este tipo de espiritualidad
autocomplaciente?
Seymour dijo en una ocasión que lo único que hacemos a lo largo de
nuestra vida es ir de un pedazo de Tierra Santa al otro. ¿No se equivoca
nunca?
Un lector bien podría replicar: ¿y cuándo tiene Seymour razón? No se
trata de la precisión de la introspección mística de Seymour. O los cuentos
tienen valores narrativos o dejan de ser cuentos, y «Seymour: una
introducción» fracasa a la hora de ser cuento. Quizá sea esa la razón por la
que Salinger abandonó la ficción. Puede que la contemplación sea un modo
de ser y de existir muy digno, pero no tiene historia alguna que contar.
Página 178
ITALO CALVINO
(1923-1985)
Página 179
que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su
larga ruina»[222].
Las ciudades invisibles salpican el kenoma pero no forman parte de ello
pues son chispas del Abismo original, nuestro antepasado y antepasada, y por
tanto la fuente de todo lo mejor y más antiguo que todavía queda en nosotros.
No es el kenoma el lugar en el que «el forastero que está indeciso entre dos
mujeres siempre encuentra una tercera»[223], el sitio donde se pueden
encontrar «bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas»[224]. Como
chispas que son del auténtico pneuma o espíritu-soplo, las ciudades invisibles
no son psiques o personalidades a pesar de tener nombres. No representan a
mujeres sino más bien a antepasadas, pues en rigor todas ellas son a un
tiempo recuerdos, anhelos y signos, esto es, represiones y el retomo de lo
reprimido. Quizás se deba al genio peculiar de Calvino (aunque lo comparte
con Kafka) el hecho de que apenas podamos distinguir en sus páginas lo
reprimido y su retomo, como ocurre aquí en la ciudad llamada Anastasia:
Esa voluntad antitética a la que Nietzsche vio como la venganza del arte
contra el tiempo triunfa aquí de forma incluso similar a como ocurre en Yeats
o en Kafka. El Gran Kan, Kublai, aprende de Marco que su imperio no es otra
Página 180
cosa que una suma de emblemas, un zodiaco de fantasmagorías. El
conocimiento de todos los emblemas no le dará a Kublai ningún sentimiento
de posesión pues llegado el día del conocimiento total el Kan será un
emblema más entre emblemas; de nuevo el signo de la represión y a la vez el
del retomo desde tal defensa. La utilidad de Marco Polo, tanto para sí mismo
como para Kublai, consiste en enseñar lo mismo que ha aprendido de forma
excepcional: que el significado de cualquier ciudad invisible solo puede ser
otra ciudad invisible, no ella misma:
Y la respuesta de Marco:
—El otro lado es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco
que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá[226].
Página 181
lo justo—, fermentan en rencores, rivalidades, despechos, y el natural
deseo de desquite sobre los injustos se tiñe de la obsesión de estar en el
lugar de ellos haciendo lo mismo que ellos. Otra ciudad injusta, aunque
siempre diferente de la primera, está pues excavando su espacio dentro de
la doble envoltura de las Berenices injusta y justa.
Dicho esto, no quiero que tus ojos perciban una imagen deformada,
debo atraer tu atención sobre una cualidad intrínseca de esta ciudad
injusta que germina secretamente en la secreta ciudad justa: y es el
posible despertar —como un concitado abrirse de ventanas— de un amor
latente por lo justo, todavía no sometido a reglas, capaz de recomponer
una ciudad más justa aún de lo que había sido antes de convertirse en
receptáculo de la injusticia. Pero si se explora aún más en el interior de
ese nuevo germen de lo justo, se descubre una manchita que se extiende
como la inclinación creciente a imponer lo que es justo a través de lo que
es injusto, y es este tal vez el germen de una inmensa metrópoli…
De mi discurso habrás sacado la conclusión de que la verdadera
Berenice es una sucesión en el tiempo de ciudades diferentes,
alternadamente justas e injustas. Pero lo que quería advertirte es otra cosa:
que todas las Berenices futuras están ya presentes en este instante,
envueltas la una dentro de la otra, comprimidas, apretadas,
inextricables[228].
Página 182
hacerlos durar, y darles espacio». Dante habría rechazado esto con alguna
macabra ironía, pero nosotros no podemos permitimos hacerlo.
A modo de coda voy a recurrir a un cuento extraordinario, «La aventura
de un automovilista», de Los amores difíciles de Calvino. El narrador discute
por teléfono con Y, su amante, y le dice que quiere poner fin a la relación.
Ella le responde que va a telefonear a Z, rival del narrador. Para salvar la
relación el narrador emprende un viaje nocturno en automóvil por la autovía
que une su ciudad con la de su amada. Bajo la lluvia y de noche, a gran
velocidad, el narrador ignora si Z le estará adelantando también en dirección a
Y, o si la propia Y a su vez va de camino a su ciudad por las mismas razones.
En una descabellada parodia de la semiótica el narrador, Y y Z se han
convertido en signos o señales o mensajes, extrañas reducciones en un
sistema:
Página 183
guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de
telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte,
si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas,
me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos,
como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría.
No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de
nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco
Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en
mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, y si Y
corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado
siquiera con moverse de su casa…[229]
El caballero inexistente
Página 184
En El caballero inexistente predomina una atmósfera de absurdo aunque
alentadora y llena de buena voluntad. Todos sus personajes, incluidos los
sarracenos, tienen brío y estilo. Calvino incluso se permite dotar a
Carlomagno de un ladino sentido del humor. El espíritu de Ariosto, verdadero
antecedente de Calvino, planea por toda la obra e informa las personalidades
de Bradamante-Teodora y Rambaldo, y de Sofronia y Torrismundo.
Pertenecen a Calvino por entero el inexistente caballero Agilulfo y su
escudero, el extraño y gracioso Gurdulú, incapaz de adquirir conciencia del
cuerpo real que él en cambio sí tiene. En un contraste soberbio, Calvino
explota metafísicamente al máximo la diferencia entre caballero y escudero, y
el canónico Rambaldo.
Página 185
nosotros los vivos y también para vosotros los muertos. Que se me
conceda no desperdiciarlos, no desperdiciar nada de lo que soy ni de lo
que podría ser. Realizar acciones egregias para el ejército franco. Abrazar,
abrazado, a la fiera Bradamante. Espero que hayas gastado tus días no
peor, oh, muerto. En cualquier caso, para ti los dados ya han agotado los
números. Para mí aún giran en el cubilete. Y yo amo, oh, muerto, mi
ansia, y no tu paz»[230].
Agilulfo se equivoca, porque él sí pone algo muy suyo, sí pone esa marca
particular en las cosas, y Gurdulú está más equivocado aún por la sencilla
razón de que no es consciente de su existencia separada. Solo Rambaldo
acierta al amar su propia ansia, que es en sí la vida. Él es el marido idóneo
para Bradamante, quien cierra el libro corriendo hacia él y abandonando su
otra identidad como sor Teodora, la voz narrativa. Y ella le lanza al futuro, en
cómico éxtasis, estas palabras:
Página 186
FLANNERY O’CONNOR
(1925-1964)
Página 187
términos médicos son totalmente ajenos a O’Connor, quien únicamente
acepta conceptualizaciones teológicas. Esto redunda necesariamente en la
fuerza espiritual de O’Connor, aunque también pueda funcionar a modo de
distracción estética, pues Los profetas es una ficción de un poder preternatural
y no un tratado religioso. Rayber, el antagonista de los dos profetas Tarwater
—el viejo y el joven—, es un desastre desde el punto de vista estético, y sus
defectos de caracterización bastan para evitar que el libro ocupe una digna
posición al lado de Mientras agonizo de Faulkner y de Miss Lonelyhearts de
Nathanael West. O’Connor desprecia profundamente a Rayber y es incapaz
de tomarse la molestia de hacérnoslo mínimamente creíble. Uno se estremece
ante esa improbable mezcla de sociología popular y de confusa psicología,
como incluso Sally Fitzgerald, defensora de O’Connor, se ha visto obligada a
admitir:
¿Pues a qué habéis ido? ¿A ver un profeta? Sí, yo os digo que más que
a un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío a mi
mensajero delante de tu faz, que preparará tus caminos delante de ti.
En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha parecido uno
más grande que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en el reino de los
cielos es mayor que él. Desde los días de Juan hasta ahora, el reino de los
cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan.
Página 188
He citado la versión del rey Jacobo de Mateo, 11, 9-12, en la que «y los
violentos lo arrebatan» es más revelador que la versión católica de O’Connor
«y los violentos se lo llevan»[235]. Para O’Connor estamos de vuelta en los
tiempos de urgencia de Cristo, o es más bien que nunca hemos salido de ellos,
y el corazón de O’Connor siente como el de aquellos que, como los
Tarwaters, saben que el reino de los cielos ha de sufrir el ser arrebatado por
los violentos:
Página 189
Vio la cara del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a
punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
Página 190
la de las cartas, encontró a Weil «cómica y terrible» y retrató a la perpetua
solicitante de gracia como «una intelectual orgullosa y desmañada que trata
de aproximarse a Dios centímetro a centímetro apretando los dientes»; y yo
sospecho que le habría parecido igualmente divertida la violenta temática de
Girard.
Ver algo parecido a un salto o un vacío entre la O’Connor teóloga
aficionada y la O’Connor contadora de historias que roza la grandeza podrá
ser o no acertado, pero en cualquier caso no trata de infravalorar ni sus
creencias ni su ficción. Sospecho, sin embargo, que la teología implícita en la
ficción es muy diferente de la que O’Connor pensó, diferencia que en realidad
lo que hace es aumentar la fuerza de sus novelas y relatos. No es casual que
Mientras agonizo y Miss Lonelyhearts fueran las únicas obras de ficción que
O’Connor le recomendase insistentemente a Robert Fitzgerald, o que la
cadencia de su propia prosa estuviera siempre atrapada por el primer Eliot
más que por el Eliot tardío. La tierra baldía, Mientras agonizo y Miss
Lonelyhearts no son obras de la imaginación católica sino más bien de ese
patrón gnóstico que Gershom Scholem calificó de «redención por el pecado».
Sangre sabia, Los profetas, y relatos como «Un hombre bueno es difícil de
encontrar» y la despiadada «La espalda de Parker» tienen lugar en el mismo
cosmos que La tierra baldía, Mientras agonizo y Miss Lonelyhearts. Este
mundo es la versión americana del vacío cosmológico al que los antiguos
gnósticos llamaron kenoma, una esfera gobernada por un demiurgo que
detenta el lugar del Dios extranjero y que ha exiliado a Dios de la historia y
del alcance de nuestras oraciones.
II
Página 191
Sobre esta base, que sigue siendo normativa, ya sea hebrea ya católica,
hemos caído en el kenoma debido a nuestra propia culpabilidad. Según la
formulación gnóstica, la creación y la caída fueron un único y mismo
acontecimiento, y lo único que nos puede salvar es una cierta chispa en
nuestro interior, chispa que no forma parte de la creación y cuyo origen hay
que trazarlo desde el abismo original. Lo grandioso o lo sublime que
resplandece entre la creación en ruinas resulta ser una clase de abismo
radiante, ya sea en Blake, en Carlyle o en el primer Eliot, o en maestros de la
novela tales como Faulkner, West y O’Connor.
El relato más desagradable de O’Connor, aunque uno de los más sólidos,
es «Una vista del bosque». Sus personajes centrales son el anciano de setenta
y ocho años, el señor Fortune, y su nieta de nueve Mary Fortune Pitts. No me
decido acerca de cuál de los dos es el personaje de carácter moral más
abominable o de más odiosa personalidad, en parte porque ambos son iguales
en egoísmo, obstinación, falso orgullo, malhumor y maldad pura y dura sin
más. Al término de la historia, una pelea entre los dos concluye con la muerte
de la niña, estrangulada y con la cabeza aplastada contra una piedra, mientras
que el abuelo sufre un infarto durante el cual tiene su última «visión del
bosque», en uno de los párrafos finales de O’Connor más típicamente
devastadores:
Página 192
El enorme monstruo amarillo es un buldócer, y lo mismo es el moribundo
señor Fortune, y lo mismo era la fallecida Mary Fortune Pitts. ¿Qué es lo que
suscita nuestro interés por unas figuras tan antipáticas en un mundo tan
groseramente antipático? El propio comentario de O’Connor no ayuda a
responder la pregunta, y abre la puerta a una perplejidad de las suyas:
Página 193
La señora Turpin se quedó allí hasta que el sol desapareció al fin tras
los árboles, con la mirada fija en los cerdos, como si estuviera
absorbiendo a través de ellos un conocimiento vivificante abismal. Por fin
levantó la cabeza. Solo quedaba una franja morada en el cielo, que
cruzaba un campo rojo y que llevaba, como si fuera una prolongación de
la carretera, al crepúsculo. Separó las manos de la cerca de la pocilga en
un gesto hierático y profundo. Una luz profética se adueñó de sus ojos.
Vio la franja como un enorme puente oscilante que surgía de la tierra y
atravesaba un campo de fuego vivo. Por ese puente una horda de almas
ascendía con paso lento hacia el cielo. Había batallones enteros de
gentuza blanca, limpios por primera vez en su vida, y grupos de negros
con túnicas blancas, y legiones de lisiados y de locos que gritaban y daban
palmas y saltaban como ranas. Y al final de la procesión había una tribu
de gente que reconoció en el acto: eran aquellos que, al igual que ella y
Claud, siempre habían tenido un poquito de todo y suficiente juicio para
usarlo bien. Se inclinó hacia adelante para observarlos mejor. Desfilaban
detrás de los demás con una gran dignidad, responsables, pues siempre se
habían distinguido por ser personas de orden y por su sentido común y
por su comportamiento respetable. Eran los únicos que cantaban
acompasadamente. Sin embargo, podía advertir en sus rostros atónitos y
su expresión descompuesta que incluso sus virtudes estaban siendo
consumidas por el fuego. Bajó las manos y se agarró a la cerca de la
pocilga, con los ojos pequeñitos pero fijos, sin parpadear, en lo que veían.
Unos instantes después, la visión desapareció, pero ella se quedó donde
estaba, inmóvil.
Por fin bajó de allí y cerró el grifo y lentamente emprendió el camino
a casa en la creciente oscuridad. En los bosques del contorno los
invisibles coros de grillos habían iniciado su concierto, pero lo que ella
oía eran las voces de las almas, almas que subían al campo de estrellas y
cantaban aleluya[241].
Lo que se pretende con esto es destruir con el fuego las falsas virtudes o
las virtudes solo aparentes, y, sin embargo, lo que hace es consumirlo todo.
En el reino híbrido de O’Connor, que ni es naturaleza ni es gracia, ni es la
realidad sureña ni una fantasmagoría personal, todos están necesariamente
condenados no por una estética de la violencia sino por una estética gnóstica
en la que no es posible el conocimiento hasta que el conocedor y lo conocido
sean uno. Su moralidad católica le enmascaró a O’Connor algo de su propia
estética de lo grotesco. Ciertamente su ensayo acerca de «Algunos aspectos
Página 194
de lo grotesco en la ficción sureña» deja escapar lo que resulta clave en su
propia praxis literaria:
Página 195
CYNTHIA OZICK
(1928-)
Página 196
El cuento titulado «La corona mágica» en mi relato es una paráfrasis,
quitando el giro del final, de «La corona de plata» de Malamud; la historia
del mesías decepcionado es de Agnon, y «Agnon, un relato» de David
Stern es la perversa semilla de mi metamorfosis del ganador del premio
Nobel[243].
Las menciones de Malamud, Agnon y Stern aquí no son otra cosa que los
síntomas de una ansiedad. Pero a continuación Ozick confiesa qué es lo que
ella desea que interpretemos como ansiedad literaria, o quizá más bien como
escrúpulo o reserva:
Página 197
obsesiona mi cuento… la preocupación es esta: si los judíos deberían contar
historias. ¡Imagina a Chaucer con el desasosiego de si los ingleses deberían
contar historias!».
Bien, pues aquí tenemos a Chaucer con más que desasosiego por si el
inglés Chaucer debería contar historias:
Página 198
muestra triunfante, ese «no tiene más que» es endiabladamente dialéctico.
Con enorme poderío le hace decir al fantasma del gran poeta hebreo moderno
Tchernichovsky[246], el paganizador: «En el Edén no hay nada más que
lujuria», donde «lujuria» es una amplia metáfora que incluye la ambición que
provoca las luchas agonísticas entre escritores. Estas son sin duda a las que
Blake se refería con las guerras del Edén, la lucha mental que constituye la
eternidad.
La introspección más profunda de Ozick hacia su propia ambivalencia en
este tema es un soberbio punto de partida para la gnosis a la que condena
como la religión del arte o la adoración de Molo, y se manifiesta cuando se
hace a sí misma la pregunta agonística que rige el surgimiento de cualquier
gran escritor: «¿Por qué nos convertimos en aquello a lo que más
apasionadamente nos enfrentamos?». Su respuesta, inmensamente amarga,
aparece en el párrafo final de «Usurpación (relatos de otras gentes)»:
II
Página 199
dilemas, exactamente los mismos, a los que se enfrenta cualquier literatura
que aspire a ser específicamente cristiana o específicamente judía:
Hace falta un cierto tipo de coraje moral para decir eso de que «la poesía
rechaza el juicio y la memoria y atrapa el momento», pero me descorazona oír
a Ozick sonando como W. H. Auden en los momentos en que más se
engañaba a sí mismo:
Página 200
Tanto Ozick como Auden repiten el gran error de T. S. Eliot, que
consistía y consiste en no saber ver que solo hay diferencias políticas o
sociales entre literaturas supuestamente seculares y literaturas supuestamente
sagradas. La secularización nunca es un proceso imaginativo, mientras que la
canonización sí lo es. Las ficciones se mantienen tercamente arcaicas e
idólatras, para escándalo de Eliot y Auden como piadosos cristianos, y de
Ozick como piadosa judía, pero en mucha mayor medida para regocijo
también de Eliot y Auden como poetas y autores dramáticos, y de Ozick
como cuentista y novelista. Uno no se defiende de lo arcaico escribiendo un
poema o un cuento. Más bien, en lugar de elegir una forma de adoración
sacada de un cuento poético, uno intenta escribir otro cuento poético que
pueda usurpar el espacio de sus precursores, su derecho a ganarse nuestra
limitada y cada vez más escasa atención. Los cuentos devotos son tan dudosos
como los poemas devotos, a pesar del extraño convencimiento de Flannery
O’Connor al creer erróneamente que su brutal y soberbia «Un hombre bueno
es difícil de encontrar» era una narración católica, o la convicción igualmente
extraña de Ozick de que la salvaje y sublime «Envidia, o el yidis en América»
podría llegar a ser de alguna forma una contribución a «Hacia un nuevo
yidis», hacia una supervivencia que Ozick identifica nostálgica pero
erróneamente con la liturgia judía.
Me gustaría insistir en que Ozick es una escritura del suficiente fuste
como para ser una lectora que se llame a tantos engaños, incluso para ser una
lectora que lea erróneamente las ficciones de Cynthia Ozick. Con la denuncia
de lo arcaico ella se sumerge tímidamente en su elemento destructivo,
sabiendo como sabe que es su daimon quien escribe las historias, y quien
permite alegremente que sea Ozick, nuestra rabina y maestra, quien escriba
los ensayos. Acabo de releer «Envidia, o el yidis en América» por vigésima
vez o así desde que apareció por primera vez en una revista, y me sigue
pareciendo una novelita tan vital, tan locamente divertida e
irremediablemente trágica como me lo pareció en noviembre de 1969, hace
más de dieciséis años. Si sigo vivo durante el 2009 encontraré en ella las
mismas frescura y sabiduría que ahora. No hay nada en la literatura judía
moderna de ficción desde Isaac Bábel que iguale al Philip Roth de La lección
de anatomía y de «La orgía de Praga» como ejemplo de esa peculiar risa judía
que nos limpia incluso si nos duele. Siempre recuerdo en concreto la escena
de rechazo mutuo entre Edelshtein, poeta sin traducir, y la joven Hannah, que
no lo traducirá:
Página 201
La mano de Edelshtein, su parte inferior almohadillada, resplandeció
al asestar el golpe.
—Tú —dijo— tú no tienes ideas, ¿qué eres?
Una brizna de sabiduría se desprendía de él, lo que los sabios decían
de Job se rasgó de su lengua como si la lengua misma se estuviera
pelando, él nunca había sido, él nunca existió.
—¡Tú no naciste nunca! ¡Tú no fuiste creada! —gritó—. ¡Déjame que
te diga, un muerto te dice esto: al menos yo tengo vida, al menos yo
comprendí algo!
—Muérete —dijo ella—. Moríos ya todos, viejos, ¿a qué estáis
esperando? Siempre colgados de mi cuello, antes él y ahora tú, todos los
de tu especie, parásitos, daos prisa y moríos.
La palma de la mano de Edelshtein le ardía; era la primera vez en su
vida que había abofeteado a un niño. Se sintió como un padre. En la cara
de la chica su boca se relajó, desnuda. Por rencor, en contra del instinto,
evitó llevarse las manos a la magulladura. Él podía ver la forma de sus
dientes, montados ligeramente unos en otros, imperfectos, vulnerables
otra vez. De la rabia le empezó a gotear la nariz. Se le había hinchado el
labio.
—¡Olvida el yidis! —le gritó él—. ¡Bórralo de tu cerebro! ¡Extírpalo!
¡Hazte una operación de memoria, no tienes derecho a él, no tienes
derecho a un tío, a un abuelo! ¡No hubo nadie antes de ti! ¡Tú no naciste
nunca, eres nada!
—¡Viejos ateos! —dijo ella—. Socialistas viejos y caducos,
¡muermos! ¡Vosotros me trajisteis a la muerte! Odiáis la magia, odiáis la
imaginación, habláis de Dios y odiáis a Dios, despreciáis, aburrís,
envidiáis, devoráis a la gente con vuestra edad asquerosa… caníbales, lo
único que os preocupa es vuestra propia juventud. ¡Estáis acabados, ceded
el paso a otros![250]
Página 202
se corrompen! ¡Por vuestra culpa lo he perdido todo, toda mi vida! ¡Por
vuestra culpa no tengo traductor!»[252].
Página 203
JOHN UPDIKE
(1932-2009)
Página 204
RAYMOND CARVER
(1938-1988)
Página 205
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa.
Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije[253].
Página 206
Bertie no es capaz de soportar la intimidad: lo ha abrasado el tacto. Existe una
reverberación en el relato de Lawrence que nos transporta a la alta locura del
gran arte. Carver, a pesar de ser un buen artista, no es capaz de llevarnos hasta
allí.
Página 207
HAROLD BLOOM (Nueva York, Estados Unidos, 1930 - New Haven,
Estados Unidos, 2019) fue crítico y teórico literario y profesor de
Humanidades en la Universidad de Yale.
Hijo de inmigrantes judíos, estudió en Cornell y en Yale, ejerciendo
posteriormente en esta última, en Harvard y en la Universidad de Nueva York
como docente. Sus particulares visiones sobre la teoría y crítica literaria le
han valido fama de polémico. Bloom defiende la concepción estética de la
literatura, renegando contra todo tipo de estudios culturales y materialistas.
También han generado controversia sus particulares visiones sobre la religión:
En The Book of J (El libro de J), Bloom sugiere que la figura de Yahvé fue
inventada a nivel literario por una mujer. Pero posiblemente la obra más
polémica sea El canon occidental (1994), donde Bloom crea una lista de los
que considera los mejores autores literarios de todos los tiempos. Además,
Bloom cuestionó los conceptos de tradición e influencia con su definición de
la «ansiedad de la influencia», explicando la creación literaria como una
especie de pugna entre el escritor y los escritores que lo preceden y que
forman parte de la tradición.
Página 208
Notas
Página 209
[1] El original de Short story writers and short stories se publicó en 2005. <<
Página 210
[2] Joseph Auslander (1897-1965), poeta y novelista norteamericano. <<
Página 211
[3] Felicia Dorotea Browne, de casada Hemans (1793-1835), poetisa inglesa.
<<
Página 212
[4] «El chico estaba en el ardiente muelle / comiendo cacahuetes sin perder
Página 213
[5] Walter Horatio Pater (1839-1894), escritor e historiador del arte inglés. <<
Página 214
[6] Thomas Yalden (1670-1736). <<
Página 215
[7] Thomas Sprat (1635-1713). <<
Página 216
[8] Wentworth Dillon, Conde de Roscommon (1630-1685). <<
Página 217
[9] George Stepney (1663-1707). <<
Página 218
[10] PERSONAJE DEL CUENTO «ASÍ SE HACÍA EN ODESA». <<
Página 219
[11] «La dama de picas», en La hija del capitán y otros relatos, Ricardo San
Página 220
[12] Ibídem, pp. 413-414. <<
Página 221
[13] Henry JAMES, Hawthorne, Nueva York, Comell University Press, 1997,
Página 222
[14] Ibídem, pp. 65-67. <<
Página 223
[15] Angelo Bartlett Giamatti (1938-1989). <<
Página 224
[16] «Feathertop», en Musgos de una vieja rectoría, Rafael Lassaletta (trad.),
Página 225
[17] Ibídem, pp. 107-108. <<
Página 226
[18] Ibídem, p. 109. <<
Página 227
[19] Ibídem, p. 110. <<
Página 228
[20] Ibídem, pp. 110-111. <<
Página 229
[21] Ibídem, p. 119. <<
Página 230
[22] Ibídem, p. 120. <<
Página 231
[23] Juego de palabras con el nombre de pila del joven Brown (N. del T.). <<
Página 232
[24] «El joven Goodman Brown», en Musgos de una vieja rectoría, obra
citada, pp. 69-70. <<
Página 233
[25] Profesor en la Universidad de Yale. <<
Página 234
[26] La sirenita y otros cuentos, Enrique Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya,
Página 235
[27] «Los cisnes salvajes», en La sirenita y otros cuentos, obra citada, pp. 153-
154. <<
Página 236
[28] «Tía Dolor de Muelas», en Peiter, Meter y Peer y otros cuentos, Enrique
Página 237
[29] Ibídem. <<
Página 238
[30]
Robert Penn Warren (1905-1989), poeta, novelista y crítico literario
norteamericano. El texto de Harold Bloom se remonta a 1985, cuatro años
antes de la muerte de Warren. <<
Página 239
[31] Se refiere al cuento «La caída de la Casa Usher», en Cuentos completos,
Julio Cortázar (trad.), Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa (prols.), Fernando
Iwasaki y Jorge Volpi (eds.), Madrid, Páginas de Espuma, 20081, pp. 319-
334. <<
Página 240
[32] American hieroglyphics. The symbol of the egyptian hieroglyphics in the
Página 241
[33] «El yo y el ello», en Obras Completas de Sigmund Freud, Luis López
Página 242
[34] Ibídem, nota 1634. <<
Página 243
[35] D. H. LAWRENCE, E. GREENSPAN, L. VASEY y J. WORTHEN, Studies in
Página 244
[36] Eureka, Julio Cortázar (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2003, pp. 17-18.
<<
Página 245
[37] Ibídem, p. 15. <<
Página 246
[38] Ibídem, p. 133. <<
Página 247
[39] «Nota», en Eureka, Menchu Gutiérrez (trad.), Madrid, Valdemar, 2002,
p. 181. <<
Página 248
[40] John Orley Alien Tate (1899-1979), poeta y crítico estadounidense. <<
Página 249
[41] «Mimesis de lo mortal y reconciliación», en Teoría estética, Fernando
Página 250
[42] «Ligeia», en Cuentos completos, obra citada, p. 308. <<
Página 251
[43] Ibídem, p. 316. <<
Página 252
[44] Relato de Arthur Gordon Pym, Julio Gómez de la Sema (trad.), Barcelona,
Página 253
[45] Edgar Allan Poe, «Marginalia», LXXXVII, en Ensayos y críticas, Julio
Página 254
[46] La dama de Shalott y otros poemas, Antonio Rivero Tavarillo (trad.),
Página 255
[47] Sarah Anna Robinson, de casada Lewis (1824-1880), poeta
estadounidense. <<
Página 256
[48] «The forsaken», en The child of the sea and others poems, Nueva York,
Página 257
[49] Hart CRANE, «Tunnel», en The bridge, Nueva York, H. Liveright, 1930.
<<
Página 258
[50] Amos Bronson Alcott (1799-1888), pedagogo y escritor estadounidense.
<<
Página 259
[51] William Ellery Channing (1818-1901), poeta estadounidense. <<
Página 260
[52] El capote, Víctor Gallego (trad.), Madrid, Nórdica, 2008. <<
Página 261
[53]
«La mujer de Gógol», en Invenciones, Ángel Sánchez Gijón (trad.),
Madrid, Siruela, 1991. <<
Página 262
[54] Cómo leer y por qué, Marcelo Cohen Levis Chokler (trad.), Barcelona,
Página 263
[55] «El bosque y la estepa», en Memorias de un cazador, Natalia Ujánova
Página 264
[56] «El bosque y la estepa», obra citada, pp. 455-456. <<
Página 265
[57] Ibídem, p. 457. <<
Página 266
[58] Edmund Spenser (1552-1599), poeta inglés. <<
Página 267
[59] John Bunyan (1628-1688), escritor y predicador inglés. <<
Página 268
[60] «Benito Cereno», en Bartleby, el escribiente, Benito Cereno, Billy Bud,
Página 269
[61] Richard Henry Dana (1815-1882), escritor y abogado estadounidense. <<
Página 270
[62] Henry Ward Beecher (1813-1887), clérigo congregacionista
estadounidense. <<
Página 271
[63] «El campanario», en Cuentos completos, Miguel Temprano García (trad.),
Página 272
[64] «Aforismo 32», en Cuadernos en octavo, seguidos de Reflexiones sobre el
Página 273
[65] «Escritos póstumos», 39, en Narraciones y otros escritos. Obras
completas III, Adan Kovacsics (trad.), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003,
p. 845. <<
Página 274
[66]
«Aforismo 18», de «Escritos póstumos», 28, en Narraciones y otros
escritos. Obras completas, Joan Parra Contreras (trad.) obra citada, p. 665. <<
Página 275
[67] «Durante la construcción de la muralla china», de «Escritos póstumos»,
Página 276
[68] Ibídem. <<
Página 277
[69] «El campanario», obra citada, p. 206. <<
Página 278
[70] «El campanario», obra citada, pp. 222-223. <<
Página 279
[71] Ibídem, p. 224. <<
Página 280
[72] Hart CRANE, «The broken tower», en An anthology of the younger poets,
Página 281
[73]
Alicia en el País de las Maravillas, Mauro Armiño (trad.), Madrid,
Valdemar, 1998, p. 82. <<
Página 282
[74] Ibídem, p. 102. <<
Página 283
[75] Speak gently (1849), poema de David Bates (1809-1870), poeta
estadounidense. <<
Página 284
[76] Alicia en el País de las Maravillas, obra citada, p. 104. <<
Página 285
[77] Alicia en el País de las Maravillas, obra citada, pp. 104-106. <<
Página 286
[78] Lionel Trilling (1905-1975), crítico literario estadounidense. <<
Página 287
[79] William Empson (1906-1984), poeta y crítico literario inglés. <<
Página 288
[80] William Empson, «The child as swain», en Some versions of Pastoral,
Página 289
[81] Algemon Charles Swinbume (1837-1909), poeta inglés. <<
Página 290
[82] Alicia en el País de las Maravillas, obra citada, p. 179. <<
Página 291
[83] Al otro lado del espejo, Mauro Armiño (trad.), Madrid, Valdemar, 1998,
p. 369. <<
Página 292
[84] Ibídem, pp. 273-275. <<
Página 293
[85] Ibídem, p. 276. <<
Página 294
[86] Ibídem, p. 308. <<
Página 295
[87] Ibídem, p. 314. <<
Página 296
[88] Ibídem, p. 315. <<
Página 297
[89] Al otro lado del espejo, obra citada, pp. 343-347. <<
Página 298
[90] Ibídem, pp. 347-348. <<
Página 299
[91] James M. Cox, Mark Twain: The fate of humor, Nueva Jersey, Princeton
Página 300
[92] Wallace Stevens, «The poems of our climate», en Parts of a world (1942).
<<
Página 301
[93] Charles Eliot Norton (1827-1908), escritor y crítico de arte
estadounidense. <<
Página 302
[94] Bemard Berenson (1865-1959), escritor estadounidense experto en arte.
<<
Página 303
[95] Henry JAMES, Literary criticism: essays on literature, american writers,
english writers, Nueva York, Library of America, 1984, pp. 253-255. <<
Página 304
[96] Henry JAMES, «The historie Values», en Collected travel writings: Great
Britain and America, Nueva York, Library of America, 1993, pp. 571-572.
<<
Página 305
[97] Isabel Archer es la protagonista de la novela de Henry James Retrato de
Página 306
[98] Lewis Lambert Strether es el protagonista de la novela de Henry James
Página 307
[99] Henry JAMES, «El alumno», en Relatos, Eduardo Lago (trad.), Madrid,
Página 308
[100] Harold GODDARD, The meaning of Shakespeare, Chicago, University of
Página 309
[101] Lev SHESTOV, All things are possible and penultimate words and other
Página 310
[102] Juventud, Vicente Muñoz Puelles (trad.), Madrid, Anaya, 2003, pp. 45-
46. <<
Página 311
[103] Ian Watt (1917-1999), crítico literario e historiador de literatura inglesa
Página 312
[104] Darl Bundren es un personaje de la novela de William Faulkner Mientras
Página 313
[105] E. M. FORSTER, Abinger harvest, Nueva York, Harcourt, Brace and Co.,
Página 314
[106] James Grover Thurber (1894-1961), escritor y caricaturista
estadounidense. <<
Página 315
[107] El corazón de las tinieblas, Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo
Página 316
[108] Sir John Frank Kermode (1919), crítico literario inglés. <<
Página 317
[109] Benjamin Franklin Norris (1870-1902), novelista estadounidense. <<
Página 318
[110] «A municipal report», en Selected stories frorn O. Henry, Nueva York,
Página 319
[111] «Cuarto amueblado», en Cuentos de Nueva York, León Mirlas (trad.),
Página 320
[112]
Rudyard KIPLING, «Literatura», en Writings on writing, Cambridge,
Cambridge University Press, 1996, p. 49. <<
Página 321
[113] Walter Pater, The renaissance: Studies in art and poetry (1868), Oxford,
Página 322
[114] Rudyard KIPLING, «Literatura», obra citada, p. 153. <<
Página 323
[115] «La iglesia que había en Antioquía», en Relatos, Catalina Martínez
(trad.), Barcelona, Acantilado, 2008, p. 745. <<
Página 324
[116] «Mary Postgate», en Relatos, obra citada, p. 609. <<
Página 325
[117] «El gato que iba solo», en Obras escogidas, M. Manent (trad.), Madrid,
Página 326
[118] Irving Howe (1920-1993), crítico literario estadounidense. <<
Página 327
[119] «El rastro de la presa», en Colmillo blanco, José Novo Cerro (trad.),
Página 328
[120] Stephen CRANE, «The open boat», en The red badge of courage and four
Página 329
[121] Ibídem, pp. 203-204. <<
Página 330
[122] «The blue hotel», en The red badge of courage…, obra citada, p. 189. <<
Página 331
[123] Mary Louise Hubachek Reynolds (1891-1950), escritora estadounidense.
<<
Página 332
[124] William Hugh Kenner (1923-2003), crítico literario canadiense. <<
Página 333
[125]
«Los muertos», en Dublineses, Guillermo Cabrera-Infante (trad.),
Madrid, Alianza Editorial, p. 209. <<
Página 334
[126] Ibídem, p. 212. <<
Página 335
[127] Milena Jesenská (1896-1944), escritora, periodista y traductora checa. <<
Página 336
[128] I am a memory come alive: autobiographical writings, Nueva York,
Página 337
[129] «Aforismo 32», en Cuadernos en octavo, obra citada. <<
Página 338
[130] Diarios, Andrés Sánchez Pascual (trad.), Barcelona, Galaxia Gutenberg,
Página 339
[131] Ibídem. <<
Página 340
[132] Ibídem, pp. 659-660. <<
Página 341
[133] Rabi Isaac Luria Ashkenazi (Jerusalén 1534 - Safed 1572), rabino y
cabalista. <<
Página 342
[134]
Nathan Benjamín ben Elisha ha-Levi Ghazzati o Nathan de Gaza
(1643-1680), teólogo hebreo. <<
Página 343
[135] Sabbatai Zvi (1626-1676), rabino judío. <<
Página 344
[136] Jacob Frank (1726-1791), pretendiente judío a la mesianidad en la línea
Página 345
[137] Moisés de León (hacia 1250-1305), filósofo judío y rabino español. <<
Página 346
[138] Moisés Cordovero (1522-1570), cabalista y pensador místico judío. <<
Página 347
[139] Erich Heller (1911-1990), ensayista y crítico literario inglés. <<
Página 348
[140] Yehudah Ben Samuel Halevi (hacia 1070-1141), filósofo y médico judío
español. <<
Página 349
[141] «Escritos póstumos», 19, en Obras completas III, Joan Parras Contreras
Página 350
[142] Ibídem, pp. 518-519. <<
Página 351
[143] Bloom parece recurrir a la memoria, que le falla, y mezcla distintos
Página 352
[144] «Escritos póstumos», 19, en Obras completas III, obra citada, pp. 519-
520. <<
Página 353
[145] Jan Hendrik van den Berg (1914-), psiquiatra holandés. <<
Página 354
[146] «Escritos póstumos», 19, en Obras completas III, obra citada, p. 159. <<
Página 355
[147] Heinz Politzer (1910-1978), escritor y crítico literario estadounidense, de
Página 356
[148]
Heinz POLITZER, Franz Kafka, parable and paradox, Nueva York,
Comell University Press, 1965, p. 87. <<
Página 357
[149] «La preocupación del padre de familia», en Obras completas III, Juan
Página 358
[150] Wilhelm Emrich (1909-1998), crítico literario alemán. <<
Página 359
[151] «La preocupación del padre de familia», obra citada, p. 203. <<
Página 360
[152] «La preocupación del padre de familia», obra citada, p. 204. <<
Página 361
[153] «Negación», «respuesta negativa» (N. del T.). <<
Página 362
[154] «13 de enero de 1922», en Diarios, obra citada, p. 673. <<
Página 363
[155] «Escritos póstumos», 26, en Obras completas III, obra citada, p. 616. <<
Página 364
[156]
Ernst PAWEL The nightmare of reason: a life of Franz Kafka,
Gordonsville, Farraz, Straus, Giroux, 1984. <<
Página 365
[157] «Sobre la cuestión de las leyes», de «Escritos póstumos», 32, en Obras
Página 366
[158] Elisha ben Abuyah (siglo I d. C.), rabino judío. <<
Página 367
[159] «Sobre la cuestión de las leyes», obra citada, p. 716. <<
Página 368
[160] Ibídem. <<
Página 369
[161] Ibídem. <<
Página 370
[162] Ibídem, pp. 716-717. <<
Página 371
[163] «Josefina la cantante o El pueblo de los ratones», en Obras completas III,
Página 372
[164] Yosef Hayim Yerushalmi (1932-), escritor estadounidense, investigador
Página 373
[165] Wilella Sibert Cather (1873-1947), más conocida como de Willa Cather,
Página 374
[166] «Judas en flor», en Cuentos completos, Horacio Vázquez Rial (trad.),
Página 375
[167] Ibídem, p. 148. <<
Página 376
[168]
María Enriqueta GONZÁLEZ PADILLA, Poesía y teatro de T. S. Eliot,
Ciudad de México, UNAM, 1991, p. 131. <<
Página 377
[169] «Introducción al narcisismo», en Obras completas de Sigmund Freud,
Página 378
[170] Ibídem, p. 2026. <<
Página 379
[171] «Judas en flor», obra citada, p. 136. <<
Página 380
[172] Ibídem, p. 141. <<
Página 381
[173] Lonely voice, a study of the short story, Cleveland, World Pub. Co.,
1963. <<
Página 382
[174] En W. HENDRICK y G. HENDRICK, Katherine Anne Porter, Michigan,
Página 383
[175] «Así se hacía en Odesa», en Cuentos de Odesa y otros relatos, José
Página 384
[176] Zeev (Vladimir) Jabotinsky (1880-1940), líder sionista, escritor,
traductor, orador, periodista y militar ruso. <<
Página 385
[177]
El Irgún Zevai Leumi fue una organización paramilitar sionista que
operó durante el Mandato Británico de Palestina, entre los años 1931 y 1948.
<<
Página 386
[178] Jaim Najman Bialik (1873-1934), poeta judío. <<
Página 387
[179] Mendele Mocher Sforim (1836-1917), escritor judío. <<
Página 388
[180]
Lionel TRILLING, Beyond culture: essays on literature and learning,
Nueva York, Viking Press, 1968, p. 128. <<
Página 389
[181] «El rey», en Cuentos de Odesa, obra citada, p. 17. <<
Página 390
[182] «Así se hacía en Odesa», obra citada, p. 27. <<
Página 391
[183] «Biografía de Matvei Rodionich Pavlichenko», en Caballería roja, José
M.ª Güell (trad.), Barcelona, Barral Editores, 1970, pp. 112-113. <<
Página 392
[184] «Berestechko», en Caballería roja, obra citada, pp. 129-130. <<
Página 393
[185] «El rey», en Cuentos de Odesa, obra citada, p. 18. <<
Página 394
[186] Ibídem, p. 19. <<
Página 395
[187] «El jefe de la segunda brigada», en Caballería roja, obra citada, p. 99.
<<
Página 396
[188] «Guedali», en Caballería roja, obra citada, p. 72. <<
Página 397
[189] «El rabino», en Caballería roja, obra citada, p. 81. <<
Página 398
[190] «El hijo del rabino», en Caballería roja, obra citada, pp. 214-215. <<
Página 399
[191] «La sal», en Caballería roja, obra citada, pp. 136-137. <<
Página 400
[192] «El fin del asilo», en Cuentos de Odesa, obra citada, pp. 79-80. <<
Página 401
[193] «Así se hacía en Odesa», en Cuentos de Odesa, obra citada, pp. 29-30.
<<
Página 402
[194]
Harold BLOOM, American fiction 1914-1945, Nueva York, Chelsea
House Publishers, 1986, p. 12. <<
Página 403
[195] Barn burning, Nueva York, Doubleday, Doran & Co. Inc., 1939. <<
Página 404
[196] «Canto a mí mismo», 6, en Hojas de hierba, Manuel Villar Raso (trad.),
Página 405
[197] «Canto a mí mismo», 33, en Hojas de hierba, obra citada, pp. 143-145.
<<
Página 406
[198]
Hemingway murió el 2 de julio de 1961 a causa de un disparo de
escopeta. <<
Página 407
[199] Adiós a las armas, Carlos Pujol (trad.), Barcelona, Seix Barral / RBA
Página 408
[200] «El viejo en el puente», en Cuentos completos, Damián Alou (trad.),
Página 409
[201] Nelson Algren (1909-1981), escritor estadounidense. <<
Página 410
[202] «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», en Obras completas II, Barcelona, Círculo
Página 411
[203] «La muerte y la brújula», en Obras completas II, obras citada, p. 99. <<
Página 412
[204] «Nathaniel Hawthorne», en Obras completas II, obra citada, p. 268. <<
Página 413
[205] Eudora Alice Welty (1909-2001), escritora y fotógrafa norteamericana.
<<
Página 414
[206] Harold BLOOM, Eudora Welty, Nueva York, Chelsea House Publishers,
2006, p. 7. <<
Página 415
[207] Edward Flanders Robb Ricketts (1897-1948), biólogo marino, ecologista
Página 416
[208]
«The Chrysanthemums», en The long valley, Nueva York, Penguin
Classics, 1995, p. 2. <<
Página 417
[209] Eudora Welty, One writer’s beginnings, Cambridge, Harvard University
Página 418
[210]
Eudora Welty, The collected stories, Nueva York, Harcourt Brace
Jovanovich, 1980, p. 189. <<
Página 419
[211] Ibídem, p. 191. <<
Página 420
[212] Ibídem, p. 192. <<
Página 421
[213] Ibídem, p. 194. <<
Página 422
[214] Ibídem, p. 196. <<
Página 423
[215] Ibídem, p. 198. <<
Página 424
[216] Harold BLOOM, Eudora Welty, obra citada, p. 7. <<
Página 425
[217] Ibídem, p. 7. <<
Página 426
[218] Eudora WELTY, The collected stories, obra citada, p. 486. <<
Página 427
[219] Ibídem, p. 493. <<
Página 428
[220] Ibídem, p. 494. <<
Página 429
[221] Harold BLOOM, Eudora Welty, obra citada, p. 10. <<
Página 430
[222] Las ciudades invisibles, Aurora Bernárdez (trai), Madrid, Siruela, 1998,
p. 21. <<
Página 431
[223] «Las ciudades y la memoria» 2, en Las ciudades invisibles, obra citada,
p. 23. <<
Página 432
[224] «Las ciudades y el deseo», 1, en Las ciudades invisibles, obra citada,
p. 24. <<
Página 433
[225] «Las ciudades y el deseo», 2, en Las ciudades invisibles, obra citada,
p. 27. <<
Página 434
[226] Las ciudades invisibles, obra citada, p. 42. <<
Página 435
[227] Ibídem, p. 100. <<
Página 436
[228] Ibídem, p. 169. <<
Página 437
[229]
«La aventura de un automovilista», en Los amores difíciles, Aurora
Bernárdez (trad.), Barcelona, RBA/Tusquets, 1995, pp. 156-157. <<
Página 438
[230] El caballero inexistente, Esther Benítez (trad.), Madrid, Siruela, 1998,
Página 439
[231] Ibídem, p. 126. <<
Página 440
[232] Flannery O’Connor, Los profetas, José Luis Giménez-Frontín (trad.),
Página 441
[233] Ibídem, p. 251. <<
Página 442
[234] Sally FITZGERALD, «Introduction», en Three by Flannery O’Connor: wise
blood; the violent bear it away; everything that rises must converge, Nueva
York, Signet Classic, 1983, p. XX. <<
Página 443
[235] El título original de la novela Los profetas es The violent bear it away,
Página 444
[236] Harold BLOOM, Genios: un mosaico de cien mentes creativas y
ejemplares, Margarita Valencia Vargas (trad.), Barcelona, Anagrama, 2005,
pp. 682-683. <<
Página 445
[237]
«Un hombre bueno es difícil de encontrar», en Cuentos completos,
Marcelo Covián (trad.), Barcelona, Lumen, 2006, pp. 211-212. <<
Página 446
[238] Jefferson Humphries (1955-), escritor estadounidense, profesor de
literatura comparada en la Louisiana State University. <<
Página 447
[239] «Una vista del bosque», en Cuentos completos, Vida Ozores (trad.), obra
Página 448
[240]
Harold BLOOM, Twenieth-century american literature, Nueva York,
Chelsea House Publishers, 1985 pp. 2880. <<
Página 449
[241] «Revelación», en Cuentos completos, obra citada, pp. 773-774. <<
Página 450
[242] Flannery O’CONNOR, Collected works, Nueva York, Library of America,
Página 451
[243] Cynthia OZICK, Bloodshed and three novellas, Nueva York, Knopf, 1976,
p. 7. <<
Página 452
[244] Ibídem, p. 9. <<
Página 453
[245] Geoffrey CHAUCER, «La despedida del autor», en Cuentos de Canterbury,
Página 454
[246] Shaul Tchernichovsky (1875-1943), poeta judío de origen ruso. <<
Página 455
[247] William GOLDING y Harold BLOOM, Cynthia Ozick, Nueva York, Chelsea
Página 456
[248] Cynthia OZICK, Art & ardor: essays, Nueva York, Knopf, 1983, p. 169.
<<
Página 457
[249] William GOLDING y Harold BLOOM, Cynthia Ozick, obra citada, p. 5. <<
Página 458
[250]
Cynthia OZICK, A Cynthia Ozick reader, Bloomington, Indiana
University Press, 1996, p. 61. <<
Página 459
[251]
La Mayoría Moral (Moral Majority) fue una organización política
fundada a finales de los años setenta en Estados Unidos bajo el auspicio de un
lobby cristiano evangelista. Fue disuelta en 1989. <<
Página 460
[252] Cynthia OZICK, A Cynthia Ozick reader, obra citada, p. 63. <<
Página 461
[253]
«Catedral», en Catedral, Benito Gómez Ibáñez (trad.), Barcelona,
Anagrama, 2002, p. 205. <<
Página 462
[254]
D. H. LAWRENCE, England, my England, Teddington, Echo Library,
2006, p. 50. <<
Página 463