Cuentos y Cuentistas - Harold Bloom

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Bloom

recoge en este volumen, fruto de veinte años de trabajo, uno de los


libros de crítica literaria dedicada al cuento más importante hasta ahora
publicado, por primera vez traducido ahora al español. De tal forma que
podemos afirmar que con esta obra Bloom ha marcado un verdadero 'canon
del cuento'. Bloom no se limita a facilitarnos una lista, una colección de sus
cuentistas favoritos, sino que aporta jugosas reflexiones sobre la narrativa
breve, su dinámica interna propia y única, y su naturaleza ambigua como
género independiente de la épica, de la novela o de la poesía. Bloom señala,
en este sentido, la dificultad que siempre ha tenido el cuento para alzarse
como un género definible.
Los 39 cuentistas escogidos por Bloom, tan distintos, responden no obstante a
un patrón común que los hermana; aunque sus cuentos son muy distintos,
todos se basan en una de estas dos tradiciones: la de Chéjov, por un lado, o la
de Poe, Kafka y Borges, por otro. La ambigüedad del género cuento quizá
nunca se resuelva, pero siempre habrá diálogos internos entre unos cuentistas
y otros, de tal manera que, sostiene Bloom, 'los cuentos se relacionen los unos
con los otros como milagros'.

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Harold Bloom

Cuentos y cuentistas
ePub r1.0
Titivillus 26.08.2021

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Harold Bloom, 2005
Traducción: Tomás Cuadrado

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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NOTA A LA EDICIÓN

El libro que tiene el lector en sus manos corresponde a un volumen


independiente de la Bloom’s Literary Criticism, una monumental colección
de crítica literaria en seis volúmenes, editada por la Chelsea House Publishers
y dirigida y presentada por el prestigioso crítico y escritor Harold Bloom. Esta
colección, casi enciclopédica, recoge el fruto de veinte años de trabajo, y se
convierte así en la primera obra de referencia de la interpretación literaria
contemporánea. Este volumen es uno de los libros de crítica literaria dedicada
al cuento más importantes hasta ahora publicados, de tal forma que podemos
afirmar que con esta obra el autor ha marcado un verdadero «Canon del
cuento». Bloom no se limita a facilitamos una lista, una colección de sus
cuentistas favoritos, sino que aporta jugosas reflexiones sobre la narrativa
breve, su dinámica interna propia y única, y su naturaleza ambigua como
género independiente de la épica, de la novela o de la poesía. Bloom señala,
en este sentido, la dificultad que siempre ha tenido el cuento para alzarse
como un género definible. Los treinta y nueve cuentistas escogidos por
Bloom, tan distintos, responden no obstante a un patrón común que los
hermana; aunque sus cuentos son muy distintos, todos se basan en una de
estas dos tradiciones: la de Chéjov, por un lado, o la de Poe, Kafka y Borges,
por otro. La ambigüedad del género cuento quizá nunca se resuelva, pero
siempre habrá diálogos internos entre unos cuentistas y otros, de tal manera
que, sostiene Bloom, «los cuentos se relacionen los unos con los otros como
milagros».

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Las traducciones de los fragmentos de los relatos donde no se indica la
edición española disponible son responsabilidad del traductor. Agradecemos a
la librería Tres rosas amarillas, a la editorial Valdemar y a P. F. Amigot, así
como al personal de la Biblioteca Pública Central de Madrid, su inestimable
colaboración en la realización de esta obra.

FCO. JAVIER JIMÉNEZ


Editor

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PREFACIO

Comencé editando antologías de crítica literaria para la editorial Chelsea


House a comienzos de 1984 y el primer volumen, Edgar Alian Poe: Modem
Critical Views, se publicó en enero de 1985, así que ahora se cumple el
vigésimo aniversario[1] de una aventura un tanto quijotesca. Si me preguntan
cuántos libros individuales han formado parte de este proyecto ya no sería
capaz de dar una repuesta precisa, pues en un período de tiempo tan largo
muchos volúmenes quedan descatalogados, e incluso series enteras se han
interrumpido. Un cálculo aproximado daría más de un millar de antologías
individuales; puede que sea una cantidad poco sensata para haber sido reunida
y presentada por un solo crítico.
Algunos de estos libros han aparecido en lugares inesperados: en
habitaciones de hotel en Bolonia y Valencia, Coimbra y Oslo; en puestos de
libros de viejo en Fráncfort y Niza; sobre estanterías de escritores allá donde
he ido. Mandé un lote como respuesta a una petición de una biblioteca
universitaria de Macedonia, y he donado algunos de ellos, también tras
petición, a unos cuantos presidiarios que cumplen cadena perpetua en cárceles
de Estados Unidos. Mil libros a lo largo de dos décadas pueden llegar a
muchas orillas y a muchas vidas; y a mis setenta y cuatro años estoy un tanto
desconcertado por lo extraño de la empresa, especialmente ahora que ha
saltado de un siglo a otro.
No se puede decir que yo haya refrendado todo ensayo crítico que se ha
reeditado como ponen de manifiesto las notas de mi editor. Sin embargo, los

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libros han de reflejar razonablemente los modos de crítica actuales y las
modas educativas, no todos ellos santos de mi devoción. Pero es que yo soy
un dinosaurio, alegremente bautizado por mí mismo con el nombre de
«Bloom Brontosaurus Bardolator». Yo acepto únicamente tres criterios de
grandeza en la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y
sabiduría. Lo que se ha dado ahora en llamar «relevancia» terminará en el
cubo de la basura en menos de una generación, ya que nuestra sociedad —de
forma un tanto tardía— va enmendando prejuicios e injusticias. Las modas en
literatura y en crítica caducan como piezas típicas de una época determinada.
Pero el mobiliario viejo y bien hecho sobrevive como antigüedad valiosa,
destino que no es el de las exhortaciones imaginativas e ideológicas mal
fabricadas.
El tiempo, que nos va deteriorando hasta que nos destruye, es aún más
despiadado a la hora de arrumbar novelas, poemas, obras de teatro y cuentos
inconsistentes, por mucha virtud que muestren. Dense un paseo por alguna
biblioteca y fíjense en las obras maestras de hace treinta años: puede que unos
pocos libros olvidados tengan valor, pero la iniquidad del olvido ha sido el
resultado en la mayoría de los best sellers de la venganza implacable del
tiempo. El otro día un amigo y antiguo alumno me contaba que el primero de
los poetas laureados de América del siglo XX había sido Joseph Auslander[2],
que mi todavía buena memoria no logra ubicar. Últimamente la señora Felicia
Hemans[3] está siendo objeto de estudio y explicada por un buen número de
estudiosas feministas del Romanticismo. De los poemas de aquella valiente
sabia que escribía para dar de comer a su prole únicamente recuerdo el primer
verso de «Casabianca», y solo porque Mark Twain añadió otro de su propia
cosecha para hacer un pareado:

The boy stood on the burning deck


Eating peanuts by the peck[4].

De todas formas, yo no pretendo afirmar la inutilidad social de la


literatura pese a que admiro la grandiosa declaración de Oscar Wilde: «Todo
arte es perfectamente inútil». Shakespeare podría servir aquí como ejemplo
del gran efecto benéfico que comporta la más alta literatura: si es apreciada
con propiedad puede sanar parte de la violencia que se genera en cualquier
tipo de sociedad. A mi juicio Walt Whitman es el escritor clave que ha
surgido hasta ahora en las Américas —la del Norte, la Central, la del Sur y la
del Caribe— tanto en inglés, español, portugués, francés, yidis u otras
lenguas. Y Walt Whitman es un sanador, un poeta-profeta que descubrió su

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pragmática vocación sirviendo como enfermero voluntario y sin sueldo en los
hospitales de Washington D. C. durante la Guerra de Secesión. Leer y
entender adecuadamente a Whitman puede ser una educación en la
autoconfianza y en la cura de la propia conciencia.
La función de la crítica literaria, tal y como yo la concibo a mi edad cada
vez más provecta, consiste principalmente en reconocimiento y apreciación
—en el sentido de Walter Pater[5]— que mezcla análisis y valoración. Cuando
Pater hablaba de «el arte por amor al arte» incluía implícitamente en su
declaración lo que D. H. Lawrence quería decir con «el arte por amor a la
vida». Lawrence, el más provocador de los vitalistas poswhitmanianos,
padece hoy en día un eclipse total en la enseñanza superior de las naciones
angloparlantes. Las feministas lo han proscrito con sus acusaciones de
misoginia, y afirman de él que lo que anhelaba era que las mujeres
renunciaran al placer del sexo. Basándose en esta suposición los estudiantes
pierden la experiencia de leer a uno de los principales autores del siglo XX,
novelista excepcional, cuentista, poeta, crítico y profeta a un tiempo.
Un proyecto tan vasto como este de Chelsea House Literary Criticism
refleja sin duda los defectos y las virtudes de su editor. La exhaustividad ha
sido uno de los objetivos perseguidos y he intentado (en la mayoría de las
ocasiones) dejar a un lado mis propias opiniones literarias. Me apena que el
mercado mantenga un volumen tan grande de libros descatalogados, si bien
me consuela el ejemplo de mi ídolo, el doctor Samuel Johnson, en su Vidas de
los poetas. Los libreros (que eran al mismo tiempo editores y vendedores)
elegían a los poetas, y Johnson fue capaz de decir exactamente lo que pensaba
de cada uno. ¿Quién recuerda a aquellos ilustres Yalden[6], Sprat[7],
Roscommon[8] y Stepney[9]? Sería desagradable para mí nombrar a sus
equivalentes contemporáneos, pero su nombre es legión.
En esta búsqueda he aprendido sobre todo el concepto de exhaustividad,
que me ha enseñado a escribir para un público amplio. La crítica literaria es al
mismo tiempo un modo individual y colectivo. Tiene sus titanes como
Johnson, Coleridge, Lessing, Goethe, Hazlitt, Sainte-Beuve, Pater, Curtius,
Valéry, Frye, Empson, Kennneth Burke. Pero la mayoría de los que
reproduzco no pueden tener tanta eminencia; hay que conformarse con lo que
hay. A lo largo de toda una vida leyendo y enseñando se aprende tanto de
tantos que uno no llega a tener muy claro cuáles son sus deudas intelectuales.
Nunca llegaré a conocer a cientos de aquellos a quienes he reeditado, pero me
han ayudado a ilustrarme en la medida en que he sido capaz de aprender de
alguien que ha sido un huésped de otras mentes.

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HAROLD BLOOM

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INTRODUCCIÓN

A pesar de que se incluyen aquí comentarios sobre treinta y nueve maestros


del cuento, he de lamentar ausencias como la de Alice Munro, Saki, Edna
O’Brien, A. E. Coppard, Frank O’Connor, Katherine Mansfield y enormes
figuras anteriores como E. T. A. Hoffmann, Kleist, Tolstoi, Léskov y Hardy,
entre muchos otros.
Frank O’Connor escribió un estudio muy provocador sobre el cuento, La
voz solitaria, que todavía me suscita un útil desacuerdo. Siempre me
sorprende que O’Connor fuera tan espléndido con Shakespeare a pesar de que
La voz solitaria en ningún momento llegue a ser tan distinguido como
Shakespeare’s Progress, uno de los admirables estudios literarios sobre el
más grande de todos los escritores. Quizás O’Connor estuviera demasiado
cerca del arte del cuento, al que él veía como la voz solitaria de «grupos de
población sumergida». O’Connor se vio obligado a creer que el cuento se
mantenía por su propia naturaleza alejado de la colectividad: romántico,
individualista e intransigente.
Puedo reconocer a D. H. Lawrence y a James Joyce, a Hemingway y a
Katherine Anne Porter en esa afirmación, pero no a Hans Christian Andersen,
a Turgueniev, a Mark Twain, a Tolstoi, a Kipling, a Isaac Bábel. La poesía
lírica desde el Renacimiento hasta W. B. Yeats, pasando por los románticos,
emana de la soledad de las alturas, pero los cuentos tampoco han de reflejar
necesariamente ninguna dialéctica social concreta.

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El cuento no tiene a ningún Homero o Shakespeare, ningún Dickens o
Proust: ni siquiera de Turgueniev o de Chéjov, de Joyce o de Lawrence,
Borges o Kafka, de Flannery O’Connor o Edna O’Brien se puede decir que
dominen la forma. Cuando oigo mencionar el género de la épica en quien
primero pienso es en Homero o en Milton; y casi todo el mundo a la mención
de una obra dramática en verso responde con Hamlet. ¿Será acaso una mera
particularidad personal el que los cuentos evoquen de forma inmediata en mí
un sentido de multiplicidad mientras que los poemas líricos me sugieran a
Shelley y a Keats? ¿Hay algo más anónimo respecto al cuento que la forma?
Frank O’Connor rechazaría mi pregunta: el individualismo y la intransigencia
a duras penas son compatibles con el anonimato. Sospecho que existen
elementos genéricos que unen a los cuentos de manera más íntima que los
rasgos comunes de poemas, obras de teatro y novelas.
Y, sin embargo, si me paro a pensar en algunos de mis cuentistas
favoritos del siglo XX, digamos Henry James y D. H. Lawrence, apenas tengo
conciencia de que estén escribiendo en el mismo género: el extraordinario
vitalismo de Lawrence es expresionista; los matices de James son
impresionistas. Frank O’Connor, fiel a su obsesión crítica, hace balance de
Lawrence diciendo que «huyó de la población sumergida entre la cual Había
crecido», pero yo creo que se trata de una valoración limitada del impulso de
Lawrence por escapar a nuestra condición natural de caídos: «nuestra
crucifixión en el sexo», como él escribió. James permanece en su mundo de
origen al tiempo que mezcla sexualidad y fantasmagoría en una solución
fascinante. Y entonces, ¿qué poseían en común Lawrence y James como
escritores de cuentos?
El Lawrence cuentista derivaba de Thomas Hardy, mientras que James
mezcló a Turgueniev y a Hawthorne. Sin embargo, ni Lawrence ni James era
escritores fantásticos a la manera de Hans Christian Andersen, Poe, Gógol,
Lewis Carroll, Kafka y Borges. Si la tradición principal del cuento es
chejoviana, alterna con el modo kafkiano-borgesiano, de pesadillas
fantasmagóricas. Lawrence y James cuentan con cualidades reconocibles que
son chejovianas, y ninguno de ellos fue precursor de Borges.
Frank O’Connor concibió el cuento como un arte chejoviano atestado de
«una nueva población sumergida de médicos, profesores, y a veces
sacerdotes». Sin embargo, cuando leo a Chéjov tengo la impresión de que
todo el mundo está sumergido por la soledad y la falta de comprensión.
Cuando censura a Kipling por tener demasiada conciencia de grupo,

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O’Connor no me parece en absoluto coherente. ¿Acaso para que un cuento
perdure ha de versar sobre la soledad del hombre?
Mark Twain, Thomas Mann, Hemingway, Faulkner y Scott Fitzgerald
sabían todos mucho de soledad, pero difícilmente me parece que eso sea lo
central en ninguno de ellos a la hora de contar historias. Lawrence nos pidió
que confiáramos en el relato, no en el artista, y las grandes historias muy raras
veces manifiestan un único aspecto del ser humano. Me pregunto cuál será mi
favorita entre todas las historias comentadas en este volumen. ¿Será «Así se
hacía en Odesa», de Bábel, o «Tía Dolor de Muelas» de Hans Christian
Andersen? Benia Krik[10], de Bábel, y la diablesa Tía Dolor de Muelas no son
otra cosa que voces sumergidas. Acaso los cuentos se relacionen los unos con
los otros solo como milagros.

HAROLD BLOOM

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CUENTOS Y CUENTISTAS
EL CANON DEL CUENTO

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ALEXANDER PUSHKIN
(1799-1837)

De los cuentos en prosa de Pushkin, el que mayor fuerza tiene claramente


es la novela corta La dama de picas, a pesar de que la mayor extensión de La
hija del capitán revela algunos de los recursos narrativos más variados de
Pushkin. Paul Debreczeny ha culminado la tradición crítica rusa con su
lectura de La dama de picas como una parábola cabalística, y no deseo añadir
nada al intrincado desvelamiento que realiza Debreczeny del denso
simbolismo del relato. Pero, como crítico cabalista que yo mismo soy, sé que
una parábola cabalística, ya sea en Pushkin o en Kafka, nos muestra que la
retórica, la cosmología y la psicología no son tres materias distintas sino tres
en una, y por eso me centraré en la psicología de La dama de picas.
¿Cuál es la secreta desgracia que expresa la Condesa, la dama de picas?
¿La atemoriza Guermann hasta la muerte, o es ella quien le pasa a él la
maldición de Saint-Germain y es solamente entonces cuando ya puede morir?
Lo que con seguridad sabemos de la Condesa es que ha sido, es y será rancia,
una adecuada amante para Saint-Germain (si eso es lo que era). Lo que
sabemos de Guermann con mayor certeza es que él es igual de rancio, pero a
diferencia de la Condesa él cae presa de la ironía cada vez que habla. Las
ironías más extraordinarias se dan en la primera frase y en la última que le
oímos decir: «Me atrae mucho el juego, pero no estoy en condiciones de
sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado»[11], y el
mascullar lunático y repetitivo de «Tres, siete, ¡as! Tres, siete, ¡reina!». Por
supuesto que sí sacrifica lo esencial de la vida, y esa identificación de la
Condesa con la dama de picas o la muerte en vida que irónicamente sustituye
al as de fortuna oculta es la corona cabalística, a la vez pináculo y abismo de
la nada.
Psicológicamente Guermann y la Condesa son muy parecidos: ambos son
suma de la ambición mundana y de lo diabólico, pero la Condesa no aceptará
a Guermann como su iniciado hasta que ella haya muerto. Mientras siga viva
todo lo que le dirá a Guermann será: «Era una broma». Es de nuevo una
ironía demoniaca a la que Guermann responde: «No hay que hacer bromas
con eso», ya que su última broma hará que él enloquezca al consistir dicha

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broma en la sustitución cabalística del as por la dama de picas. Y, sin
embargo, la aparición de la Condesa habla en unos términos que no casan con
gran parte del simbolismo sobredeterminado del relato:

—He venido a verte en contra de mi voluntad —dijo la condesa con


voz firme—. Pero se me ha ordenado que cumpla tu deseo. El tres, el siete
y el as, uno tras otro, te harán ganar; pero con una condición: que no
apuestes más de una carta al día y que en lo sucesivo no juegues nunca
más. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con mi protegida
Lisaveta Ivánovna[12].

¿Es Saint-Germain o es el diablo mismo, cada uno de ellos supuestamente


al otro lado de la vida, quien le ha ordenado venir? ¿A quién pertenece la
mentira de la última carta: a ella o a un poder superior a ella? ¿Por qué habría
ella de querer que Guermann tomara a la pobre Lisaveta Ivánovna? ¿Es que
ahora se preocupa de su protegida, o se trata de una maldad hacia todas las
cosas? ¿Por qué tres días para la partida de cartas en vez de uno solo? No creo
que haya respuestas estéticas para estas preguntas. Lo que importa desde el
punto de vista estético es que estamos obligados a contestarlas, que también
nosotros nos vemos arrastrados por esta narración cabalística de
compulsiones, decepciones, traiciones y campañas napoleónicas. Pushkin ha
creado un universo sobredeterminado y nos ha colocado con firmeza dentro
de él, y donde estamos sujetos a las mismas fuerzas temibles que sus
protagonistas tienen que resistir.
El tropo que rige el universo de La dama de picas es dantesco, un exilio
en el Purgatorio: «Conocerás el sabor de la sal en el pan de otro, y cuán triste
subir y bajar sus escaleras». Eso es Dante en Rávena y Lisaveta Ivánovna en
casa de la Condesa, pero aquellas escaleras del Purgatorio también las suben
Guermann y la Condesa, ambos para su desgracia. El poder de La dama de
picas es purgatorial e infernal y el lector, expuesto a los dos reinos, elige el
camino de la parábola: o una escalera que sube estrecha y tortuosa, o la locura
del descenso de Guermann, hacia el exterior y en picado en una noche
invernal.

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NATHANIEL HAWTHORNE
(1804-1864)

El Hawthorne de Henry James se publicó en diciembre de 1879 en


Londres, en la colección «Hombres de letras ingleses». Volumen único entre
los treinta y nueve de ese grupo: se trataba de un estudio crítico de un
americano sobre otro americano. Solo Hawthorne parecía digno de ser
considerado un hombre de letras inglés y solo James parecía capaz de ser un
crítico americano. Quizás este contexto pesó demasiado sobre James, cuyo
Hawthorne tiende de manera absurda a la alabanza excesiva, o quizá es que
Hawthorne produjo en James una angustia que ni siquiera George Eliot
consiguió que experimentara el americano autoexiliado. Sea cual fuere la
razón, James escribió un estudio que ha de leerse entre líneas, como en el
siguiente párrafo final:

Él era un genio bello, natural, original, y su vida había estado


singularmente exenta de preocupaciones mundanas y de esfuerzos
vulgares. Había sido tan pura, tan simple, tan sencilla como su obra.
Había vivido fundamentalmente para sus afectos domésticos, que eran de
la más tierna condición; y después —sin ansia, sin pretensiones, pero con
una buena dosis de silenciosa devoción— para su arte. Su obra
permanecerá; es demasiado original y exquisita para que pueda
desaparecer; siempre tendrá su lugar entre los hombres de imaginación.
Nadie ha tenido precisamente esa visión de la vida, y nadie ha poseído un
estilo literario que expresara mejor su visión. No fue un moralista, y no
fue simplemente un poeta. Los moralistas pesan más, son más densos,
más ricos en cierto sentido; los poetas son irresponsables y poco
concluyentes de forma más pura. Él combinaba en singular medida la
espontaneidad de la imaginación y la preocupación afanosa por los
problemas morales. Su tema principal era la conciencia del hombre, pero
lo veía con la luz de una fantasía creativa que añadía, salido de su propia
sustancia, un interés y, casi podría decir, una importancia[13].

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¿Es La letra escarlata pura, simple y sencilla? ¿No es El fauno de mármol
una obra ni moral ni poética? ¿Podemos afirmar sin equivocamos que la
conciencia del hombre, aun alumbrada por la fantasía creativa, es la
preocupación más característica de Hawthorne? La visión de James sobre su
precursor americano está manifiestamente distorsionada por la necesidad de
malinterpretar creativamente algo que puede estar planeando muy cerca y que
de verdad puede ensombrecer el espacio narrativo que James requiere para su
propia empresa. En ese espacio hay algo que preocupa a James más allá del
ensombrecimiento. Isabel Archer tiene afinidades claras con Dorothea
Brooke, a pesar de que su relación con Hester Prynne es todavía más familiar,
exactamente igual al modo en que Millie Theale llevará ineluctablemente
marcado sobre sí el linaje de la Hilda de El fauno de mármol. Las creaciones
femeninas de James siguen a Hawthorne de forma sutilmente evasiva aunque
a la postre inconfundible. Sin embargo, ni siquiera esta influencia y sus
ambivalencias resultantes parecen ser el inconveniente principal del que
adolece el Hawthorne de James. Es más bien que en esa monografía crítica
pesa la culpabilidad que siente James por haber abandonado el destino
americano. En otro lugar James escribió algo de cierto interés sobre Emerson
(aunque no tanto como lo que escribiera su hermano William), pero en
Hawthorne la figura de Emerson es irreconocible, y se abusa con poco
fundamento de la dialéctica del trascendentalismo de Nueva Inglaterra:

Un biógrafo de Hawthorne bien podría lamentar que su protagonista


no hubiera estado más relacionado con la clase reformadora y
librepensadora, de manera que pudiera encontrar el pretexto para escribir
un capítulo sobre el estado de la sociedad de Boston hace cuarenta años.
Una justificación obligada para tal lamento habría de ser, con propiedad,
que los recuerdos personales del biógrafo deberían retrotraerse a dicha
época y a las personas que la animaban. Tal sería una garantía de
conocimiento pleno y, es de suponer, de amabilidad en el tono. Se hace
difícil ver, en realidad, por qué la generación de la que Hawthorne nos ha
ofrecido en Bilthedale unos pocos retratos, no habría de ser descrita a día
de hoy con mucha ternura y compasión. De haber ironía en las alusiones
tendría que ser de lo más liviana y cortés. Ciertamente, para un breve e
imperfecto cronista de estas cosas, un escritor que solo las toca de pasada
y que no cuenta con la ventaja de haber sido su contemporáneo, solo hay
un tono posible. El compilador de estas páginas, aunque sus recuerdos
hablen únicamente de un periodo posterior, guarda en su memoria un
cierto número de personas que habían estado íntimamente relacionadas, a

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diferencia de Hawthorne, con las agitaciones de esa época tan interesante.
Algo del interés de esa época se adhirió a esas personas; algo de su aroma
quedó impregnado en sus prendas. Había algo en ellos que parecía decir
que siendo jóvenes y entusiastas se habían iniciado en misterios morales y
habían jugado un juego maravilloso. Normalmente lo que los distinguía
era (cierto es que se me ocurren excepciones) que parecían buenos hasta
la excelencia. Aparecían como no contaminados por el mundo, ajenos a
los deseos y a las exigencias mundanas y a aquellas variadas formas de
depravación humana que afloran en ciertas fases superiores de
civilización; se inclinaban hacia modos simples y democráticos y carecían
de pretensiones y afectaciones, de envidias, de cinismo, de esnobismo.
Esta pequeña época de fermentación tiene tres o cuatro inconvenientes
para los críticos; inconvenientes, no obstante, que puede pasar por alto
una persona que se sienta especialmente afín a ella. En lo intelectual
llevaba impresa el sello del provincianismo; era un comienzo sin
terminación, una aurora sin cénit y no produjo, con una sola excepción,
grandes talentos. Produjo una enorme cantidad de literatura pero (siempre
dejando a Hawthorne aparte, como contemporáneo que era pero no
partícipe) solo hubo un escritor por el que el mundo en sentido amplio
haya sentido interés. Esa situación se sintetizó y transfiguró en el
admirable y exquisito Emerson. Él expresó todo lo que ella contenía y, sin
duda, incluso bastante más; él era el hombre de genio de ese momento; él
era el trascendentalista par excellence. Emerson expresó sobre todas las
cosas y como era sumamente natural en el momento y en el lugar el valor
y la importancia del individuo, la obligación de lograr el máximo de uno
mismo, de vivir bajo la propia luz de uno y de llevar a cabo las propias
disposiciones. Reflexionó con bella ironía sobre la exquisita impudicia de
esas instituciones que alegan estar en posesión de la verdad y la
distribuyen proporcionalmente a cambio de un dinero. Habló de la belleza
y la dignidad de la vida y de todo aquel que ha nacido en el mundo, y que
por tanto ha nacido a todo si siente un interés por todo y todo le importa.
Él decía: «Todo lo que se debe al hoy es no mentir», y otra gran cantidad
de cosas que sería incluso más fácil hacerlas aparecer bajo una luz
ridícula. Él persistía en la sinceridad, en la independencia y en la
espontaneidad, en actuar en armonía con la propia naturaleza de uno y no
conformarse y comprometerse solo por comodidad. Insistía en que el
hombre ha de aguardar su llamada, encontrar aquella empresa en cuya
realización crea realmente y no verse empujado por la opinión del mundo

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a hacer simplemente el trabajo del mundo. «Si no ha de llegar la llamada
durante años, durante siglos, entonces sabré que lo que el Universo
necesita es el testimonio de la fe por mi abstinencia… Si no puedo
trabajar, al menos no necesito mentir». La doctrina de la supremacía del
individuo sobre sí mismo, de su originalidad y, en lo relativo a su
carácter, de su cualidad excepcional tuvo que haber sido de enorme
atractivo para la gente que vivía en una sociedad en la que la
introspección —debido a la falta de cualquier otro entretenimiento—
ocupaba casi el papel de recurso social[14].

El «admirable y exquisito Emerson» era «tan dulce como el alambre de


espino», por citar a Giamatti[15], rector de la Universidad de Yale. Todo lector
de aquel gran libro, un libro sombrío y el más americano de todos, La
conducta de la vida, debería haber sabido esto. El Emerson de James,
despachado aquí por el novelista como un provinciano con encanto, provocó
en el último Henry James un estallido del valor crítico más auténtico: «¡Oh tú,
hombre sin asidero!». También Hawthorne, de forma muy diferente, fue un
hombre sin asideros, un artista no menos consciente y sutil que el joven
Henry James. La letra escarlata, en el Hawthorne de James, es considerada
con justicia como la obra maestra del novelista pero a continuación es
acusado de «falta de realidad y abuso del componente imaginativo, de un
cierto simbolismo superficial». James era demasiado buen lector como para
acusar a Hawthorne de «falta de realidad», si no fuera porque la
representación al estilo de Hawthorne había iniciado ya el proceso que
propició la aparición del aspecto jamesiano de realidad.

II

El mayor logro de Hawthorne no está en La letra escarlata ni en El fauno


de mármol, siendo obras distinguidas como son, sino en sus mejores cuentos
y composiciones breves. La última de estas, la extraordinaria «Feathertop»
subtitulada «Una leyenda con moraleja», es un relato tan extraño como «El
médico rural» o «El cazador Gracchus» de Kafka, y tiene sobre sí el aura
oscura de ser el discurso de despedida de Hawthorne, el adiós a su arte. Con
esa extraordinaria fuerza a la hora de representar un orden de la realidad que
interfiere con el nuestro, que ni es idéntico al mundano ni escapa tampoco a la
manera de ser de las cosas, puede que «Feathertop» no tenga parangón en
nuestra lengua.

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La Madre Rigby, una asombrosa bruja, se propone crear un
«espantapájaros con el aspecto más humano que se hubiera conocido», y
cansada de crear duendes resuelve damos «algo que fuera delicado, bello y
espléndido»[16]. Auténtica precursora del Picasso escultor, la bruja elige
brillantemente sus materiales:

Probablemente el artículo más importante, aunque el menos visible,


fue una cierta escoba sobre la cual la Madre Rigby bahía hecho muchas
cabalgadas a medianoche y que ahora sirvió al espantapájaros de columna
vertebral o, para emplear la expresión más vulgar, como espinazo. Uno de
los brazos era un mayal inutilizado que Goodman Rigby acostumbraba a
blandir antes de que su esposa lo matara a disgustos; el otro, si no me
equivoco, estaba compuesto por el cucharón de la budinera y por el
travesaño roto de una silla, flojamente atados a la altura del codo. En
cuanto a las piernas, la derecha era el mango de una azada, y la izquierda,
una estaca común e indistinta tomada de la leñera. Los pulmones, el
estómago y otros órganos no consistían en nada mejor que un morral
relleno de paja. Ya conocemos, pues, el esqueleto y la totalidad del
organismo del espantapájaros, con excepción de su cabeza. Y esta fue
admirablemente conformada por una calabaza un poco reseca y rugosa, en
la que la Madre Rigby practicó dos agujeros a modo de ojos y un tajo para
que hiciera las veces de boca, dejando que una protuberancia azulada que
aparecía en el medio pasara por ser la nariz. Era, en verdad, una cara muy
respetable[17].

Tan pintorescamente ataviado, el espantapájaros seduce de tal forma a su


demiúrgica creadora («Cuanto más lo miraba, tanto más satisfecha se sentía la
Madre Rigby»[18]) que, imitando directamente a Jehová, decide insuflarle
vida al nuevo Adán insertándole su propia pipa en la boca. Una vez
convertido en ser vivo, la Madre Rigby lo insta a emular al Adán de Milton:
«¡Adelante! ¡Tienes el mundo frente a ti!»[19]. Hawthorne no permite que
dudemos de la autocrítica implícita, pues se burla deliciosamente de todas las
novelas:

Obedeciendo la orden de la Madre Rigby, y extendiendo su brazo


como si quisiera tocar la mano estirada de la anciana, el muñeco dio un
paso, aunque su movimiento fue una especie de brinco y contracción, más
que un paso, y luego osciló y casi perdió el equilibrio. ¿Qué podía esperar
la bruja? Al fin y al cabo, solo se trataba de un espantapájaros sostenido

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sobre dos estacas. Pero la vieja terca frunció el ceño, y agitó los brazos, y
proyectó la energía de su voluntad con tanta violencia contra ese pobre
conjunto de madera podrida, y paja húmeda, y prendas andrajosas, que el
engendro sintió la necesidad de demostrar que era un hombre pese a que
la realidad era muy distinta, y así caminó hasta colocarse bajo el rayo de
sol. Allí se quedó ese infeliz aparejo, rodeado por el barniz más
transparente de apariencia humana, a través del cual se veía el rígido,
endeble, incongruente, desvaído, harapiento, inútil amasijo de su
sustancia, pronto a desplomarse sobre el piso, como si tuviera conciencia
de su propia falta de méritos para mantenerse erguido. ¿Debo confesar la
verdad? En ese estado de vivificación, el espantapájaros me recuerda a
algunos de esos personajes tibios y abortados, compuestos por materiales
heterogéneos, utilizados por milésima vez y siempre indignos de ser
empleados, con que los novelistas (y sin duda yo mismo, entre ellos) han
superpoblado en tan gran medida el mundo de la ficción[20].

Pero la crítica va más allá de los meros escritores y llega hasta el mayor
de los novelistas, el mismo Jehová, con la Madre Rigby que atemoriza a su
patética criatura para conseguir que hable. Ahora, totalmente humanizado,
con el nombre de Feathertop puesto por su creadora, rico, es lanzado al
mundo para cortejar a la bella Polly, la hija del honorable juez Gookin. Solo
hay un inconveniente: el pobre Feathertop tiene que seguir fumando de la
pipa o quedará reducido de nuevo a los elementos de que está compuesto.
Todo marcha espléndidamente; Feathertop triunfa en sociedad y progresa en
la seducción de la deliciosa Polly, hasta que una mirada al espejo lo traiciona:

De vez en cuanto, Feathertop se detenía y, adoptando una postura


imponente, parecía invitar a la hermosa joven a estudiar su figura y a
continuar resistiendo, si ello era posible. Su estrella, sus encajes, sus
hebillas, relumbraban en ese instante con inefable esplendor; los
pintorescos colores de su indumentaria asumían tonos más vivos; su
presencia íntegra irradiaba un fulgor y un lustre que atestiguaba el cabal
estilo demoniaco de sus pulidos modales. La doncella levantó los ojos y
los posó sobre su acompañante con una expresión tímida y admirada.
Luego, como si quisiera juzgar qué valor podía tener su propia sencilla
donosura junto a tanta magnificencia, echó una mirada en dirección al
espejo que estaba frente a ellos. Sus reflejos eran de los más veraces e
incapaces de cualquier adulación. Pero apenas las imágenes allí reflejadas
impresionaron la vista de Polly, lanzó un grito, se apartó del forastero, lo

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miró fugazmente con la más tremenda consternación, y se desplomó sin
conocimiento sobre el piso. Feathertop también había mirado en dirección
al espejo y allí vio no la deslumbrante falsedad de su despliegue exterior,
sino la imagen del sórdido pastiche de su composición auténtica,
despojado de todo embrujo[21].

Vuelve junto a su madre y Feathertop decide dejar de existir desesperado


por su realidad, y arroja la pipa lejos de sí en una especie de suicidio. Su
epitafio es enunciado por una Madre Rigby curiosamente ablandada, como si
la experiencia la hubiera vuelto una demiurga más maternal:

—¡Pobre Feathertop! —continuó—. Podría darle fácilmente otra


oportunidad y lanzarlo mañana al mundo de nuevo. Pero no; sus
sentimientos son demasiado tiernos, y su sensibilidad demasiado
profunda. Parece tener demasiado corazón para pelear por su propio
bienestar en un mundo tan vacío y despiadado. Bien, bien; al fin y al
cabo, lo utilizaré como espantapájaros. Esta es una vocación inocente y
útil, y muy apropiada para mi tesoro; y si cada uno de sus hermanos de
carne y hueso tuviera otra igualmente adecuada, la humanidad marcharía
mejor. Y en cuanto a esta pipa, la necesito más que él[22].

Amable e infantil como es, puede que se trate también de la más


tenebrosa ironía de Hawthorne. La bruja es más piadosa que el Jehová sin
remordimientos que siempre nos lanza una y otra vez a un mundo que no nos
conserva. Feathertop está más cerca de la mayoría de nosotros de lo que lo
estamos de Hester Prynne. Esa desestimación final de todo heroísmo es el
postrero legado de Hawthorne que aún resplandece en las novelas de
Nathanael West y de Thomas Pynchon.

III

No hay una forma iónica de describir la compleja visión que Nathaniel


Hawthorne tenía del ser americano. Creo que yo he aprendido algo de las
complejidades del ser emersoniano en la obra del sabio de Concord y en sus
posteriores desarrollos (y desviaciones) en Thoreau, Whitman, Dickinson y
Melville, todos los cuales habrían sido muy diferentes de no haber existido
Emerson. La relación entre Hawthorne y Emerson es mucho más difícil de
percibir y de explicar. Aunque no lo pareciera solían pasear juntos a menudo,

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y probablemente era el ensayista el que llevase la mayor parte de la desganada
charla. Exceptuando a Lidian, su mujer, y a su hija Ellen, Emerson no
necesitaba en realidad a nadie a pesar de que encontró en el taciturno
Hawthorne una compañía suficientemente agradable, si bien como escritor le
era de poco interés, pero por aquel entonces nuestro sabio nacional no
disfrutaba mucho con la prosa de ficción. Las Moralia de Plutarco, los
ensayos de Montaigne, Dante y Shakespeare constituían las lecturas
preferidas de Emerson. Él buscaba ingenio y sabiduría, no perplejidades de
tipo moral. El bien y el mal no tenían ninguna ambigüedad para el profeta de
la autoconfianza y familiarizado con el dios interior, lo mejor y más antiguo
de su ser. Hawthorne, un tanto incómodo con Emerson, nunca pudo en
cambio apartarse de él. Hester Prynne, al igual que la Isabel Archer de Henry
James, es la Eva americana y las dos son emersonianas, incluso tanto como
Whitman y Thoreau son versiones del Adán americano de Emerson,
madrugador infatigable. Emerson, satirizado por un Melville a la defensiva en
Pierre y en El hombre de confianza, es, no obstante, el Platón americano que
conforma el universo gnóstico de Moby Dick, tan profundamente ligada sin
embargo a Emerson como lo estuvo la edición original de 1855 de Hojas de
Hierba. El capitán Ahab rechaza el papel de Adán americano, pero su
rebelión prometeica contra la caída de la Creación que supone su catastrófica
mutilación por el níveo Leviatán lo alía con la lúgubre sublimidad de la obra
maestra de Emerson, La conducta de la vida. De todos los titanes del
Renacimiento americano es Hawthorne quien tiene la relación más sutil y
sorprendente con el ser ineludible de Emerson.
«El joven Goodman Brown» (1835) pertenece al primer Hawthorne,
escrito cuando andaba por la treintena y justo cuando comenzaba a encontrar
plenamente su voz como escritor. El pobre Brown no es en modo alguno
alguien con confianza en sí mismo sino más bien un caso patético de excesivo
condicionamiento social. Hawthorne no quiere ser emersoniano y no lo es, y,
sin embargo, nos ofrece a un «hombre joven bueno»[23] que parece estar
pidiendo a gritos una transfusión de sangre de Hester Prynne o de algún otro
apóstol de la ficción de Emerson. Una de las muchas ironías implícitas en
Hawthorne es que el coste que supone la confirmación de ese ser fuerte es
demasiado alto, mientras el de la conformidad con la sociedad es
irremediablemente bajo. Hawthorne en ningún momento satiriza la doctrina
de Emerson porque está de acuerdo con su dialéctica de la autoconfianza
frente a la represión que ejerce la sociedad, pero también se estremece ante la
ocasional postura de Emerson hacia el antinomianismo. Y aun así, Hawthorne

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ya ha tomado una decisión: no habrá de sumarse al Partido de la Esperanza de
Emerson, pero tampoco tendrá nada que hacer militando en el Partido de la
Memoria. Como les pasa a sus lectores más cabales, Hawthorne se enamora
de Hester Prynne, y condena al desdichado Brown a una silenciosa muerte en
vida:

¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y solo


había tenido un sueño desbocado de un aquelarre?

Así sea si usted lo prefiere. ¡Pero, ay, ese sueño fue un mal presagio
para el joven Goodman Brown! De aquella noche del sueño temible
surgió un hombre severo, triste, oscuramente meditativo, desconfiado
cuando no desesperado. El día del sábado, cuando la congregación
cantaba un salmo santo, no podía escuchar porque un himno de pecado
entraba potente en sus oídos y ahogaba la melodía santa. Cuando el
ministro hablaba desde el púlpito con poder y elocuencia fervorosa, y
cuando tenía la mano sobre la Biblia abierta, acerca de las verdades
sagradas de nuestra religión, de las vidas santas y muertes triunfales, y de
la bendición o la desgracia futuras que no podían expresarse, entonces
Goodman Brown palidecía, temiendo que el techo cayera sobre el
blasfemo cano y sus oyentes. A menudo, despertando de pronto en mitad
de la noche, se apartaba del pecho de Faith; y por la mañana o al
atardecer, cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y
murmuraba algo por sí mismo, miraba severamente a su esposa y se
marchaba. Y cuando hubo vivido mucho tiempo, y llevaron hasta su
tumba un cadáver blanquecino, seguido por Faith, que era ya una mujer
anciana, y por los hijos y los nietos, formando una procesión numerosa,
pues los vecinos además no fueron pocos, no tallaron ningún verso de
esperanza en su lápida, pues triste fue la hora de su muerte[24].

No podría haber ido más lejos la autocondenación, ni siquiera en un


cuento de Hawthorne. ¿Qué es exactamente lo que ha acabado con Brown?
¿Acaso la psicosis americana tal y como la analizó en un poderoso ensayo
David Bromwich[25]? La muerte en vida de Brown habría de ser así un
ejemplo más de la extinción del protestantismo radical americano, la fallida
adaptación de Jean Calvino a estas tierras. Jonathan Edwards ya ni siquiera es
una presencia fantasmal, mientras que Ralph Waldo Emerson sigue vivo
(excepto en el sur). Quizás Emerson esté incluso demasiado vivo, pues nos
gobiernan emersonianos de derechas, de igual manera a como los

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emersonianos de izquierdas se empeñan en destruir nuestras universidades en
nombre del sagrado Resentimiento, resueltos a expiar sus pecados sea cual
sea el coste que conlleve para las humanidades. No hay jóvenes Goodman
Browns entre mis estudiantes de ahora, y solo unas pocas Hester Prynnes.

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HANS CHRISTIAN ANDERSEN
(1805-1875)

Los principales precursores de Andersen fueron Shakespeare y Sir Walter


Scott, y su mejor obra puede verse como una amalgama de Sueño de una
noche de verano y el casi igual de magnífico «Cuento de Willie el errante»,
perteneciente a Redgauntlet, de Scott, con una cierta adición de Goethe y del
«Romanticismo Universal» de Novalis y de E. T. A. Hoffmann. La
«renuncia» goethiana fue clave en el arte de Andersen, que en rigor solo
adora a un dios al que puede llamarse «Hado». Aunque Andersen fue
sumamente original en sus cuentos de hadas aceptó encantado esa estoica
aceptación del hado que provenía del folclore. Nietzsche sostenía que, por el
bien de la vida, origen y objetivo debían mantenerse separados. En Andersen
no había ninguna intención de separar origen y objetivo. Ello le costó muchas
satisfacciones en la vida: nunca tuvo una casa propia o un amor duradero,
pero consiguió vina extraordinaria literatura.
Al igual que en Walt Whitman, la verdadera orientación sexual de
Andersen era «homoerótica». En la práctica, los dos enormes escritores eran
«autoeróticos», aunque la añoranza que Andersen sentía por las mujeres era
más conmovedora que los gestos de Whitman, mayormente literarios, hacia la
heterosexualidad. Pero Whitman era un poeta-profeta que ofrecía la salvación,
y apenas era cristiano. Andersen profesaba una devoción más bien
sentimental por el niño Jesús, pero su arte es por naturaleza pagano. Su
contemporáneo danés, Kierkegaard, lo captó enseguida con perspicacia.
Desde la perspectiva del siglo XXI, Andersen y Kierkegaard se reparten
extrañamente la eminencia estética de la literatura danesa. En este capítulo
sobre Andersen, quiero definir con precisión las cualidades que mantienen
imperecederos sus cuentos, con ocasión del bicentenario de su nacimiento en
el 2005. El mismo Kierkegaard interpretó correctamente su propio proyecto
como el esclarecimiento de lo imposible, que resulta ser cristiano en una
sociedad ostensiblemente cristiana. Andersen albergaba secretamente un
proyecto distinto: el de seguir siendo niño en un mundo ostensiblemente
adulto.

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Personalmente no encuentro ninguna diferencia entre la literatura infantil
y la buena o magnífica literatura para niños extraordinariamente inteligentes
de todas las edades. J. K. Rowling y Stephen King son escritores igual de
malos, oportunos titanes de nuestra nueva Era Oscura de las Pantallas:
ordenadores, películas, televisión. Uno sigue incitando a los niños de todas las
edades a que lean a Andersen y a Dickens, a Lewis Carroll y a James Joyce,
en vez de a Rowling y a King. A veces, cuando digo esto en público me
preguntan a continuación: ¿y no es mejor leer primero a Rowling y a King, y
seguir después con Andersen, Dickens, Carroll y Joyce? La respuesta es algo
pragmática: nuestro tiempo aquí es limitado. Lees y relees necesariamente a
costa de otros libros. Si viviéramos varios siglos podría haber mundo y
tiempo suficientes, pero los principios de la realidad nos fuerzan a que
elijamos.
Acabo de leer los veintidós Cuentos de Hans Christian Andersen. Este
tituló sus memorias El cuento de hadas de mi vida, donde deja patente lo
doloroso que fue su ascenso desde la clase trabajadora de Dinamarca a
comienzos del siglo XIX. La fuerza motriz de su carrera fue la obtención de
fama y honor sin olvidar lo duro que había sido el camino hasta arriba. Sus
recuerdos de cómo su padre leía para él Las mil y una noches parecen más
poderosos que los de las circunstancias reales de su educación. Integrar las
biografías de Andersen resulta un proceso curioso: cuando me aparto de lo
que he aprendido en ellas tengo la impresión de que hay una notable
franqueza en el adolescente Andersen, quien marchó hacia Copenhague y
sucumbió ante la amabilidad de los desconocidos. Esta peculiar franqueza le
duró toda la vida: viajó por toda Europa presentándose a sí mismo a Heine,
Victor Hugo, Lamartine, Vigny, Mendelsohn, Schumann, Dickens, los
Brownings y otros muchos. Seguidor de los nombres consagrados, ansiaba
sobre todas las cosas convertirse en uno, y lo consiguió con la invención de
sus cuentos de hadas.
Andersen fue un autor escandalosamente prolífico en todos los géneros:
novelas, libros de viajes, poesía, obras de teatro, pero en lo que sobresalió de
forma absoluta, y así será siempre, fue en sus excepcionales cuentos de hadas,
a los que convirtió en una creación propia que unía lo sobrenatural y la vida
corriente por vías que siguen sorprendiéndome aún más que los cuentos de
Hoffmann, Gógol y Kleist, dejando a un lado al sublime y atroz pero
ineludible Poe.
La frustración sexual es la obsesión dominañte si bien oculta de
Andersen, encamada en sus brujas, en sus gélidas tentadoras y en sus

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princesas andróginas. La progresión de sus historias de hadas avanza a lo
largo de más de cuarenta años de visiones y revisiones, y todavía hoy no se ha
estudiado completamente. Aquí ofreceré breves impresiones y valoraciones
críticas de seis cuentos: «La sirenita» (1837), «Los cisnes salvajes» (1838),
«La reina de las nieves» (1845), «Los zapatos rojos» (1845), «La sombra»
(1847), y «Tía Dolor de Muelas» (1872).
En su vivida superficie, «La sirenita» sugiere una parábola de renuncia y,
sin embargo, según mi propio sentido literario del cuento, se trata de una
historia de terror centrada en la figura sumamente pavorosa de la bruja del
mar:

Llegó entonces a un claro del bosque, grande y resbaladizo, donde


grandes y gordos caracoles marinos retozaban dejando ver sus
repugnantes vientres amarillos. En medio del claro se alzaba una casa
hecha con los huesos de seres humanos naufragados. Allí estaba la bruja,
dejando que un sapo comiera de su propia boca, como los humanos dejan
que un pequeño canario coja de su boca un terrón de azúcar. A los feos y
gordos caracoles de mar los llamaba sus pollitos y los dejaba corretear por
su enorme pecho esponjoso.

—¡Ya sé lo que quieres! —dijo la bruja del mar—. ¡Te has vuelto
loca! Pero harás lo que deseas, aunque te causará grandes desgracias, mi
bella princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y tener en su lugar dos
columnas para poder caminar igual que los humanos, para que el joven
príncipe se enamore de ti y puedas conseguir tu alma inmortal.

En ese mismo momento, la bruja rio de forma tan violenta y


repugnante, que el sapo y los caracoles se cayeron y rodaron por el suelo.

—Llegas en el momento oportuno —dijo la bruja—. Mañana cuando


salga el sol, no podría ayudarte hasta que pasara otro año. Te prepararé
una bebida, y antes de que salga el sol nadarás hasta la costa, te sentarás
en la orilla y te beberás mi poción y entonces la cola se te rajará y se irá
apretando hasta formar lo que los humanos llaman piernas preciosas, pero
dolerá como si te estuvieran atravesando con una afilada espada. Todos
los que te vean dirán que eres la muchacha más bella que han visto.
Conservarás tu andar ondulante, no habrá bailarina que pueda igualarte,
pero cada paso que des será como si pisaras un cuchillo afilado, y
sangrarás. ¿Estás dispuesta a sufrir todo esto?

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—¡Sí! —dijo la princesita con voz trémula, pensando en el príncipe y
en conseguir un alma inmortal.

—Pero piensa —dijo la bruja— que en cuanto hayas adoptado forma


humana no podrás volver al mar para ir con tus hermanas al palacio de tu
padre, y si no consigues que el príncipe te ame tanto que llegue a olvidar a
su padre y a su madre, que derrame sobre ti sus pensamientos y que diga
al sacerdote que junte vuestras manos, no conseguirás tu alma inmortal. A
la mañana siguiente al día que él se case con otra, tu corazón se romperá y
te convertirás en espuma de mar.

—¡Sí, quiero hacerlo! —dijo la sirenita, pálida como una muerta.

—¡Pero, además, tendrás que pagarme! —dijo la bruja—. Y no es


poco lo que voy a pedir. Tienes la voz más bella de las profundidades del
mar y piensas hechizar con ella al príncipe, pero quiero que me regales
esa voz. Lo mejor que tú posees te lo pido yo a cambio de mi valiosa
bebida. Pues en ella te daré mi propia sangre, para que la bebida corte
como una espada de doble filo.

—Pero si te quedas con mi voz —dijo la sirenita—, ¿qué me quedará


a mí?

—Tu preciosa figura —dijo la bruja—, tu caminar ondulante y tus


ojos expresivos; con ellos podrás fascinar a cualquier ser humano. ¡Vaya,
pierdes el valor! Anda, saca tu lengüetita y te la cortaré en pago por mi
poderosa bebida[26].

Hay algo ciertamente espantoso en todo eso, prácticamente sin


equivalente en la literatura fantástica. Tiene la dignidad estética del gran arte
y, sin embargo, produce escalofríos. La imaginación de Andersen es tan cruel
como poderosa, y «La sirenita» resulta mínimamente convincente —para mí
— en su benigna conclusión. La historia debería concluir con la sirenita que
salta del barco al mar y siente que su cuerpo se disuelve en espuma. Había
algo en Andersen que no podía tolerar tal sacrificio nihilista y por ello permite
un ascenso en el que la protagonista se une a las hijas del aire recuperando así
su voz. La dificultad estética no está en el sentimentalismo sino en la
sublimación, en una prevención contra el impulso erótico que podría estar
bien en un santo, pero casi nunca en la literatura de imaginación.

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No hay ninguna alegoría coherente en «La sirenita», y a quienquiera que
encontrase una enseñanza moral en ella deberían pegarle un tiro; afirmación
que hago más en el espíritu de Mark Twain que en el de Flannery O’Connor.
Prefiero la revisión que hace Andersen de un cuento popular danés, «Los
cisnes salvajes», que culmina en una total ambivalencia cuando otra doncella
muda, la bella Elisa, vive un segundo matrimonio con un rey tan imbécil que
casi la quema viva por bruja, instigado por un perverso arzobispo. Unas
segundas nupcias tan inverosímiles resultan apropiadas en un cuento en el que
los once hermanos de Elisa experimentan una radical metamorfosis diaria en
once cisnes salvajes:

—Mis hermanos y yo —dijo el mayor— volamos como cisnes


salvajes mientras el sol está en el cielo. En cuanto se oculta, recobramos
nuestra forma humana; por eso cuando se pone el sol hemos de tener
cuidado para poder apoyar los pies, pues si estamos volando entre las
nubes caemos, como personas que somos, al vacío. No vivimos aquí; al
otro lado del mar hay un país tan bello como este, pero el camino es largo,
tenemos que cruzar el gran mar y no hay en todo el camino una sola isla
en que poder pasar la noche, excepto un pequeño arrecife que descolla en
medio del agua. Apenas tiene tamaño suficiente para que podamos
descansar en él muy apretados, y cuando hay mar fuerte el agua salta por
encima de nosotros[27].

Esa visión posee la extrañeza del mito perdurable. Hay un trasfondo


inquietante aquí. ¿Somos, en nuestra juventud, cisnes salvajes de día y
humanos de nuevo solo por la noche mientras descansamos en un pequeño
lugar solitario en medio de un abismo? Meditando sobre el yo de hace medio
siglo me veo, a mis setenta y cuatro años, inclinado hacia un sentido
shakespeariano de lo maravilloso gracias a la fantástica metáfora ampliada de
Andersen.
En dos famosas historias de 1845, en el ecuador de su vida, Andersen
alcanza un vivo poder de imaginación. A «La reina de las nieves» lo
denomina Andersen un cuento en siete episodios o un «rompecabezas de
hielo», frase maravillosa que pertenece y alude a la inconclusa novela
visionaria de Novalis, Heinrich von Ofterdingen. En ella un malvado trol, el
diablo mismo, crea un espejo, a la postre fragmentado, que es la esencia de la
reductividad, es decir, que lo que de verdad parece cualquier persona o cosa
no es más que la peor manera en que puede ser vista. En el centro del cuento
de Andersen se encuentran dos niños que al principio desafían toda

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reductividad: Gerda y Kai. Son pobres, pero aunque no son hermanos los une
un amor fraternal. La bella pero gélida Reina de las Nieves se lleva a Kai, y
Gerda sale en su busca. Una anciana bruja, buena pero posesiva, se apropia de
Gerda, quien sale al gran mundo para proseguir su búsqueda de Kai. Pero mi
resumen es una parodia desesperanzada de la alegre ironía de Andersen en
una narración en la que hasta las criaturas más amenazadoras desfilan con un
frenesí fantasmagórico: el reno que habla, una bandolera que ofrece su
amistad blandiendo un cuchillo, las Luces del Norte, los copos de nieve
vivientes. Cuando Gerda encuentra a Kai en el castillo de la Reina de las
Nieves comienza a besarle hasta que se descongela. Rescatado así, emprenden
el camino de vuelta a casa hacia un perpetuo verano de felicidad
ambiguamente sexual.
Lo que fascina de «La reina de las nieves» es lo llena de recursos y de
fuerza que se muestra Gerda a lo largo de toda la historia y que emanan de su
libertad o de su rechazo a toda reductividad. Ella es una defensa implícita del
poder de Andersen como contador de historias; es la inagotable autoconfianza
del cuentista. Quizá Gerda sea la respuesta de Andersen a Kierkegaard, poco
admirador suyo. Gerda puede hacer frente al Kierkegaard más asombroso: el
de El concepto de la angustia, La enfermedad mortal, Temor y temblor,
Repetición. Los mismos títulos son propios del mundo de la Reina de las
Nieves más que del reino de Gerda y Andersen.
El inquietante y famoso cuento «Los zapatos rojos» siempre me ha
sobrecogido. Los bellos zapatos de baile rojos arrastran a Karen a una
existencia maldita de perpetuo movimiento que no cesa ni siquiera cuando le
amputan los pies por propio consentimiento. Unicamente con su muerte
santificada se obtiene la liberación. Oscuramente enigmático, el cuento de
Andersen apunta a lo que Freud llamó sobredeterminación, y convierte a
Karen en la antítesis de Gerda.
«La sombra», escrita durante un caluroso verano napolitano en 1847,
puede que sea la obra maestra más evasiva de Andersen. El autor y su sombra
deciden separarse, siguiendo la tradición de cuentos de Chamisso y
Hoffmann, y la sombra de Andersen es maligna como lago. Regresa junto a
Andersen y lo convence para que sea su compañero de viaje como sombra, es
decir, como la sombra de su sombra. El lector comienza a experimentar una
perplejidad metafísica que se incrementa con la participación en la historia de
una princesa que ve con absoluta claridad lo que está pasando, y, sin
embargo, toma como esposo a la sombra primera. Andersen amenaza con
revelar la verdadera identidad de ambos y es hecho prisionero por su sombra,

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que enseguida lo ejecuta. Esta parábola enloquecida y amarga profetiza a
Kafka, a Borges y a Calvino, pero de una forma más interesante nos devuelve
a la problemática y a la ambivalencia de las relaciones que Andersen
guardaba consigo mismo y con su arte.
Mi última historia preferida de Andersen es la hilarante y escalofriante
«Tía Dolor de Muelas», escrita algo menos de tres años antes de su muerte.
Puede que la hubiera concebido como su logos o palabra definidora, y es
narrada por el mismo Andersen en primera persona. Como inventor de una
risa que duele, Andersen sigue a Shakespeare y anuncia a Philip Roth. No hay
ningún personaje en Andersen más amenazante que la Tía Dolor de Muelas:

En el suelo había una figura delgada y larga, como cuando un niño


dibuja con tiza algo que tiene que parecerse a una persona. Un único trazo
fino es el cuerpo; un trazo y otro más son los brazos; las piernas son
también simples trazos, la cabeza es angulosa.

Enseguida la figura se hizo más clara, fue apareciendo como una


especie de vestido, muy delgado, muy fino, pero que indicaba que
pertenecía al género femenino.

Oí un susurro. ¿Era ella o era el viento que rechinaba como un freno


en la grieta del cristal?

¡Anda, era ella en persona, la señora Dolor de Muelas! Su espantosa


Satania Infemalis. Dios nos libre y proteja de su visita.

—¡Qué bien se está aquí! —musitó—. ¡Qué sitio más bueno! Suelo
cenagoso, suelo pantanoso. Aquí zumban los mosquitos con el aguijón
lleno de veneno, ahora soy yo la que tiene el aguijón. Hay que afilarlo en
los dientes de los humanos. A ese de la cama le brillan muy blancos. Ha
comido demasiado azúcar y demasiadas golosinas, cosas frías y calientes,
nueces y pepitas. Pero yo los menearé, los empujaré, fertilizaré la raíz con
viento colado, les dejaré helados hasta los pies[28].

Como dice Su espantosa Majestad: «Un gran poeta tiene que padecer un
gran dolor de muelas; un poeta pequeño, un dolor de muelas pequeño»[29]. La
historia da vértigo: no podemos saber si la Tía Dolor de Muelas y la amable
tía Millie (que alaba los poemas de Andersen) son la misma persona o son
dos. La penúltima oración es: «Todo va a la basura».

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Resuena el acento de Qohélet (Eclesiastés): todo es vanidad. Andersen
fue un cuentacuentos visionario, pero su reino de hadas era maligno. Sobre su
eminencia estética no albergo ninguna duda, pero creo que todavía no hemos
aprendido a leerle.

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EDGAR ALLAN POE
(1809-1849)

Los críticos, incluso los buenos, admiran las historias de Poe por las
razones más diversas. Poe, un auténtico hombre del sur, abominaba de
Emerson y veía con claridad que Emerson (igual que Whitman, igual que
Lincoln) no era cristiano, ni realista, ni clasicista. La confianza en uno mismo,
solución de Emerson al pecado original, no existe en el universo de Poe, en el
que necesariamente uno ya está desde el comienzo maldito, condenado y
acabado. Pero yo creo que Poe detestaba a Emerson por algunas de las
mismas razones por las que Hawthorne y Melville sentían, de forma más sutil,
celos de él; razones que persisten en el escritor americano vivo más
distinguido, Robert Penn Warren[30], y en muchos críticos literarios actuales
de nuestro país. Si Emerson no te gusta, con probabilidad te gustará Poe.
Emerson fue el padre del pragmatismo; Poe no fue el padre de nada en
absoluto, que es lo que él quería. Yvors Winters tachó a Poe de oscurantista,
pero tal acusación, aun siendo cierta, no supone más menoscabo para Poe que
el que careciera, por ejemplo, de los sentidos del gusto y del oído. Emerson,
para bien o para mal, fue y es la mente de América mientras que Poe fue y es
nuestra histeria, nuestra rara unanimidad en nuestras represiones. Ciertamente
no pretendo decir con esto que Poe fuera en modo alguno más profundo que
Emerson. Emerson rechazó el pasado alegre y conscientemente. Los críticos
tienden a compartir el fácil historicismo de Poe; quizá sin saberlo agradecen
que todo relato de Poe está de una manera muy clara acabado ya en el
momento de empezar. No hay que esperar a que Madeline Usher y la Casa[31]
se hundan sobre el pobre Roderick; ya se han desplomado sobre él antes de
que el narrador lo aborde. Emerson se dedicaba a exaltar la libertad a la que él
y Thoreau daban el útil nombre de «lo salvaje». No hay nadie en Poe que sea
o que pueda ser libre o salvaje, y algunos admiradores de Poe pertenecientes
al mundo académico de verdad pretenden que todo y todos estén ligados a un
pasado universal. Comenzar significa ser libre, ser similar a Dios, ser un Adán
emersoniano o jeffersoniano. Pero para un escritor ser libre supone

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perplejidad e incluso la locura. Lo que los escritores americanos y sus
exegetas han adorado en Poe, sin apenas ser conscientes de ello, es su
percepción y su sensación, algo más que freudianas, opresivas y curiosamente
originales, de la sobredeterminación. Walter Pater comentó en una ocasión
que los museos lo deprimían porque le hacían dudar de que jamás alguien
hubiera sido joven. Nadie fije nunca joven en ningún relato de Poe. Como
hizo observar un enojado D. H. Lawrence, todos en Poe son vampiros, en
particular el propio Poe.

II

Entre los cuentos de Poe, la casi excepción a lo que he estado diciendo la


constituye el más largo y ambicioso, Relato de Arthur Gordon Pym; igual que
el mejor de los poemas de Poe es el largo poema en prosa Eureka. Pero
incluso estas obras están un tanto sobrevaloradas más que nada porque los
críticos de Poe —lo cual puede fácilmente comprenderse— se volvieron
excesivamente interesados en que se reivindicara su figura. Pym se deja leer,
pero Eureka es repetitivo hasta la extravagancia. A Auden le gustó bastante
Eureka, pero no era capaz de recordar mínimamente en conversaciones partes
del mismo, y uno podría poner en duda que lo leyera entero, al menos en
inglés. El crítico de Poe más aventajado es John T. Irwin, en su libro
American hieroglyphics. Irwin se centra acertadamente en Pym, al tiempo que
defiende Eureka como una «cosmología estética» que apunta a aquello que
hay en cada uno de nosotros y que Freud llamó el «ego corporal». Irwin es
demasiado astuto como para afirmar que la factura de Eureka alcance las
extraordinarias intenciones de Poe:

Lo que el poema Eureka —al tiempo presocrático y postnewtoniano—


afirma es la verdad del sentimiento, la intuición corporal; que los diversos
objetos que la mente descubre al contemplar la naturaleza externa forman
una unidad, que todos forman parte de un cuerpo que, si no infinito, sí es
tan gigantesco como para escapar a los límites espaciales y temporales de
la percepción humana. En Eureka, pues, Poe nos presenta la paradoja de
un cuerpo macrocósmico «unificado» que no cuenta con una imagen
totalizadora; una creencia alógica, intuitiva, cuya verdad descansa sobre el
sentido de Poe de que las cosmologías y los mitos sobre el origen son
formas de geografía interna que, bajo la apariencia de estar dibujando el
mapa del universo físico, trazan el mapa del universo del deseo[32].

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Irwin podría estar escribiendo sobre Blake o sobre otros visionarios que
han buscado elaborar un mapa de las formas totales del deseo. Lo que Irwin
toca como consecuencia es la problemática anticipación de Poe a eso que
presenta una enorme dificultad en Freud: los «conceptos fronterizos» entre la
mente y el cuerpo tales como el yo corpóreo, la defensa no represiva de la
introyección y, sobre todo, los impulsos o instintos. Poe, no solo en Eureka y
en Pym sino también en sus cuentos e incluso en alguno de sus versos, está
curiosamente próximo a la especulación freudiana sobre el yo corpóreo.
Freud, en El yo y el ello (1923), recurrió al extraño lenguaje de E. T. A.
Hoffmann (y de Poe) para describir este difícil concepto:

El yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no solo un ser superficial, sino


incluso la proyección de una superficie. Si queremos encontrarle una
analogía anatómica, habremos de identificarlo con el «homúnculo
cerebral» de los anatómicos, que se halla cabeza abajo sobre la corteza
cerebral, tiene los pies hacia arriba, mira hacia atrás y ostenta, a la
izquierda, la zona de la palabra[33].

Una nota a pie de página de la traducción inglesa de 1927, autorizada por


Freud pero jamás incluida en las ediciones alemanas, aclara la primera
oración de esa descripción de forma análoga a la metáfora clave en Poe con la
que concluye Relato de Arthur Gordon Pym:

El yo se deriva en último término de las sensaciones corporales,


principalmente de aquellas producidas en la superficie del cuerpo, por lo
que puede considerarse al yo una proyección mental de dicha superficie y
que por lo demás, como ya lo hemos visto, corresponde a la superficie del
aparato mental[34].

Una parte considerable de la fuerza mitológica de Poe proviene de su


propia percepción dolorosa de que el yo es siempre un yo corpóreo. Los
personajes de los cuentos de Poe viven y experimentan casi cualquier fantasía
imaginable de la introyección e identificación y tratan de mitigar su
melancolía devorando físicamente los objetos perdidos de sus afectos. D.
H. Lawrence, en sus Estudios de Literatura Clásica Americana moralizaba
fuertemente en contra de Poe censurándolo por «la voluntad de amar y la
voluntad de conciencia, erigidas contra la muerte misma. El orgullo del
engreimiento humano en el CONOCIMIENTO»[35]. Es bastante ilustrativo
que Lawrence atacase a Poe en términos muy parecidos a los que usó para

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atacar a Freud, de quien dijo en El psicoanálisis y el inconsciente que en
cierto modo nos está incitando a violar el tabú del incesto. Esta interpretación
es tan peregrina como la tesis de Lawrence de que Poe promovía el
vampirismo entre nosotros, pero sí hay algo sugerente en esa violencia de
Lawrence tanto hacia Freud como hacia Poe. Ambos pusieron al individuo
elitista en peligro, suponía Lawrence, al insinuar la primacía de la fantasía no
solo en la vida sexual propiamente sino también en la constitución del yo
corpóreo como tal por medio de actos de incorporación e identificación.
La cosmología de Eureka y la narración de Pym giran por igual alrededor
de las fantasías de incorporación. El subtítulo de Eureka es «Ensayo sobre el
universo material y espiritual», y lo que Poe llama su «proposición general»
viene señalado en cursiva: «En la unidad original de la primera cosa se halla
la causa secundaria de todas las cosas, junto con el germen de su
aniquilación inevitable»[36]. Freud, en su cosmología Más allá del Principio
de Placer postulaba que lo inorgánico había precedido a lo orgánico y
también que la tendencia de todas las cosas era volver a su estado original. En
consecuencia, toda vida apuntaba hacia la muerte. El impulso de muerte, que
resultó clave en los posteriores dualismos de Freud, es no obstante mitología
pura, ya que la única prueba que Freud tenía de ello era la compulsión de la
repetición, y resulta un tanto extraño ese salto de la repetición a la muerte.
Esa confianza en la mitología propia pudo haber animado a Freud en su
audacia cuando en las Nuevas conferencias introductorias admitió que la
teoría de los impulsos era, por así decirlo, su propia mitología al ser los
impulsos no solo concepciones magníficas sino además especialmente
sublimes en su indefinición. Ojalá yo pudiera afirmar que Eureka tiene algo
de la fuerza especulativa de Más allá del principio de placer o siquiera de la
asombrosa Thalassa: una teoría sobre la genialidad de Ferenczi, el discípulo
de Freud; pero Eureka sale mal parado cuando se lo compara con Naturaleza
de Emerson, el cual solo contiene unos pocos párrafos dignos de lo que
Emerson escribió posteriormente. Y, sin embargo, Valéry en cierto sentido
tenía razón en su alabanza de Eureka. Para determinados intelectuales Eureka
desempeña una función mitológica pareja a la que los cuentos de Poe
continúan ejerciendo para una enorme cantidad de lectores. Eureka está
escrita de forma desigual, es repetitiva y en ocasiones opaca en sus
abstracciones pero, al igual que los cuentos, da la impresión de no haber sido
compuesta por un individuo concreto: el universalismo de una pesadilla
colectiva lo informa. Si los cuentos pierden un poco, o incluso puede que
ganen, cuando se los contamos de nuevo a otros con nuestras propias

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palabras, entonces Eureka gana con las observaciones de Valéry o con los
resúmenes de críticos recientes como John Irwin o Daniel Hoffman. Incluso
la traducción a su propia lengua beneficia siempre a Poe.
No tengo espacio, ni ganas, para resumir Eureka, y además el resumen
probablemente no conseguiría nada aparte de embotar a mis lectores y de
embotarme a mí mismo. Es cierto que Poe nunca hizo gala de una sinceridad
más apasionada que cuando escribió Eureka, del que afirmó: «Lo que aquí
propongo es verdadero»[37]. Pero estas son las palabras con las que concluye
Eureka:

Piensa que el sentido de la identidad individual se fusionará


gradualmente en la conciencia general, que el hombre, por ejemplo,
cesando imperceptiblemente de sentirse hombre, alcanzará al fin esa
época majestuosa y triunfante en que reconocerá su existencia como la de
Jehová. Entretanto, ten presente que todo es Vida, Vida, Vida dentro de la
Vida, la menor dentro de la mayor, y todo dentro del Espíritu Divino[38].

A esto le añade Poe una «Nota»:

El dolor de considerar que perderemos nuestra identidad individual


desaparece de inmediato cuando reflexionamos sobre el hecho de que el
proceso anteriormente descrito no es otro sino el de la absorción que cada
inteligencia individual, de todas las inteligencias (es decir, del Universo),
en sí mismas. Ese Dios puede estar por encima de todas las cosas, todos
debemos convertimos a ese Dios[39].

Alien Tate[40], en sintonía con su primo el señor Poe, anotó sobre la


extinción en Eureka que «hay una sublimidad morbosa en el espectáculo de
llevarse consigo a Dios a una tumba tan grande como el universo». Si leemos
con atención, el tropo de Poe es la «absorción», y nos encontramos en el
punto en el que siempre estamos en Poe: en medio de las fantasías finales de
introyección en que el yo corpóreo y el cosmos ya no se distinguen. Sospecho
de nuevo que este juicio a duras penas debilita a Poe, pues su fuerza no es
más cognitiva que estilística. La mitología de Poe, al igual que la mitología
del psicoanálisis que aún no somos capaces de reconocer como mitología
básicamente es apropiada en especial para cualquier modernismo, ya se
prefiera hablar del primer modernismo, del modernismo pleno o del
posmodernismo. El juicio definitivo viene aquí de la mano de T. W. Adorno,
sin duda el teórico más auténtico de todos los modernismos, en su último

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libro Teoría estética. Cuando escribe «Mimesis de lo mortal y
reconciliación», Adorno funde la visión de la teología negativa judía y la del
psicoanálisis:

El arte no puede decidir si la negatividad es su límite o su verdad. Las


obras de arte son negativas a priori en virtud de la ley de su objetivación:
matan lo que objetivan al arrancarlo a la inmediatez de su vida. Su propia
vida se alimenta de muerte. Tenemos aquí el umbral cualitativo hacia lo
moderno. Sus obras, por medio de la mimesis, se entregan a la
cosificación, su principio de muerte. El momento ilusorio del arte es su
intento de escapar a este principio, momento que trata de arrojar de sí
desde Baudelaire, sin que por ello se resigne a ser una cosa entre las
cosas. Los heraldos de la modernidad, Baudelaire, Poe, fueron, como
artistas, los primeros tecnócratas del arte[41].

Baudelaire fue algo más que un tecnócrata del arte como Adorno sabía,
pero Poe lo habría sido sin más de no ser por su don para crear mitos. C.
S. Lewis podría estar en lo cierto cuando insistía en que tal don podría existir
incluso separado de otras dotes literarias. Blake y Freud son creadores
incontestables de mitos, al tiempo que también tenían una fuerza cognitiva y
estilística. Poe es un gran creador fantástico cuyos pensamientos eran lugares
comunes y cuyas metáforas estaban muertas. La fantasía, considerada
mitológicamente, combina las posturas de Narciso y de Prometeo, los cuales
son antitéticos el uno para el otro, pero figurativamente bastante compatibles.
Poe es al mismo tiempo el Narciso y el Prometeo de su país. Si tal cosa es
verdad, entonces él resulta incontestable; incluso aunque sus cuentos apenas
puedan compararse con los de Hawthorne, aunque sus poemas difícilmente
puedan leerse y sus discursos especulativos queden deslucidos al lado de los
de Emerson, su despreciado rival del norte.

III

Para definir la mitopoyesis de Poe con más exactitud me tengo que referir
inevitablemente a su historia «Ligeia» y al final de Pym. Ligeia, una
trascendentalista alta, morena y delgada muere mascullando su protesta contra
la débil voluntad humana que no puede mantenemos vivos para siempre. Su
consternado viudo y que carece de nombre, el narrador, intenta encontrar
consuelo en el opio primero, y casándose después en segundas nupcias con

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«la rubia y de ojos azules Lady Rowena Trevanian, de Tremaine».
Lamentablemente, esta sustitución le sirve de poco, pues ella enferma
rápidamente y muere. Repetidamente el cadáver recobra la vida para morir
una y otra vez. Por último se la despoja del sudario y el narrador halla a
Ligeia viva y vestida con las ropas mortuorias de su sucesora, que se ha
evaporado.
Como parábola de la voluntad vampírica está bastante bien.
Presumiblemente la docta Ligeia ha completado su formación en la voluntad
durante su ausencia, o quizá simplemente le pasa la muerte a su sucesora
Rowena, que no es lo suficientemente trascendental. Lo que impresiona más
desde el punto de vista mitopoyético es el ambiguo dilema de la voluntad del
narrador. La propia vida de Poe, como la de Whitman, es una mitología
americana, y lo que todos nosotros recordamos de forma general al respecto
es que Poe se casó con su prima camal, Virginia Clemm, antes de que ella
cumpliera catorce años. Murió poco más de diez años después habiendo sido
casi una inválida durante la mayor parte de ese tiempo. El propio Poe murió
algo menos de tres años más tarde de ella cuando solo contaba cuarenta.
«Ligeia», considerado por Poe su mejor cuento, fue escrito al poco de cumplir
el primer año de matrimonio. Más adelante Freud habría de conjeturar
implícitamente que no existen los accidentes, que morimos porque queremos
morir por ser nuestro carácter asimismo nuestro destino. También en el mito
de Poe el ethos es el daimon, y el daimon es nuestro destino. Un año después
de la muerte de Virginia, Poe le propuso matrimonio a la poetisa viuda Sarah
Helen Whitman. Los biógrafos cuentan que las dudas de la señora eran
debidas a los rumores sobre el mal carácter de Poe, pero quizá es que la
señora Whitman había leído «Ligeia». Sea como fuere, ni el matrimonio se
llevó a efecto ni Poe sobrevivió para casarse con otra viuda, su amor desde la
infancia Elmira Royster Shelton. Quizá también ella leyó «Ligeia» y prefirió
abstenerse.
El narrador de «Ligeia» tiene una memoria especialmente mala; eso, o
que mantiene una relación muy curiosa con su propia voluntad, pues
comienza contándonos que se casó con Ligeia sin preocuparse de saber cuál
era su apellido. El propio nombre de la chica forma parte de la leyenda, o del
cuento, y bastaba así. Como se insinúa en el segundo párrafo de la historia, la
dama era un sueño de opio con pisadas de sombra. La consecuencia podría ser
que nunca existiera tal dama o, incluso, que si lo que deseas es que cobren
realidad tus ensoñaciones debes entonces inmolar a tu Rowena consustancial.
Lo que resulta un tanto alarmante para el narrador es la intensidad de la

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pasión de Ligeia hacia él, manifestada por otra parte solo con miradas y con la
voz, mientras la dama ideal vivía. Puede que sea esta intensidad
desconcertada lo que mata a Ligeia por medio de un tipo de dialéctica
narcisista al estar ella dominada no por la voluntad de su lujuria sino por la
lujuria de su voluntad. Ella dispone su infinita pasión hacia el narrador
necesariamente incompetente y cuando (de forma implícita) él le falla, ella
reconduce la pasión de su voluntad para luchar por su vida y, al final, contra
la muerte. El espantoso poema de ella, «El gusano vencedor», profetiza su
cíclico retomo desde la muerte: «en un círculo siempre de retomo / al lugar
primitivo»[42]. Pero cuando es ella la que regresa, el punto apenas es ya el
mismo. La pobre Rowena solo resulta ligeramente interesante para su
narrador-marido cuando enferma hasta morir y su cuerpo lo usurpa por
completo la rediviva Ligeia. Y, sin embargo, si el perverso narrador es un
tanto distinto ello es debido a que su narcisismo finalmente no está en
consonancia con lo prometeico de su primera y truculenta esposa. No hay
declaraciones finales de la pasión de Ligeia al concluir la historia. El triunfo
de su voluntad es completo, pero sabemos que la voluntad del narrador no se
ha fundido con la de Ligeia. Su renovada obsesión por los ojos de ella da fe
de la continua conciencia que tiene del poder demoniaco que ella ejerce sobre
él, pero las últimas palabras de él apuntan a lo que el comienzo de la historia
confirmaba: ella no volverá en mucho tiempo y sigue siendo «mi perdido
amor»[43].
La conclusión de Pym ha sido analizada de forma brillante por John
Irwin, y por tanto quiero únicamente acercarme muy brevemente al que es sin
duda el final más efectivo de Poe:

Y entonces nos precipitamos en los brazos de la catarata, donde se


abrió un abismo para recibirnos. Pero he aquí que surgió en nuestra ruta
una figura humana amortajada, de proporciones mucho más amplias que
las de ningún habitante de la tierra. Y el tono de la piel de la figura tenía
la blancura perfecta de la nieve…[44].

Irwin muestra aquí la dependencia de Poe respecto del tópico romántico


de la sombra blanca de los Alpes, proyección magnificada del propio
observador. El abismo al que se adentra Pym es el consabido abismo
romántico; no un lugar del mundo natural sino perteneciente a la eternidad,
previo a la creación. Reflejado en ese abismo, Pym contempla su propia
forma amortajada, perfecta en la blancura del contexto natural.
Presumiblemente este es el yo corpóreo originario, la esencia individual

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gnóstica anterior a la caída en la creación. Como al final de Eureka, Poe une
«alfa» y «omega» en un círculo apocalíptico. Yo sugiero que se lea la blanca
sombra de Pym —es decir, la de Poe— como el triunfo americano de la
voluntad, tan ilusorio como la usurpación del cadáver de Rowena por parte de
Ligeia.
Poe nos enseña por medio de Pym y de Ligeia que como americanos
somos al mismo tiempo sujetos y objetos de nuestras propias búsquedas.
Emerson, al americanizar el sentido europeo del abismo, mantuvo al yo y al
abismo como hechos separados: «Podrán ser dos, tres o cuatro pasos, en
función del genio de cada cual, pero para cualquier alma perspicaz hay dos
hechos innegables: el yo y el abismo». Poe, tratando de evitar el
emersonismo, termina con un solo hecho, y es más un deseo que un hecho:
«Yo dispongo ser el abismo». Esta desesperación metafísica ha atraído a la
tradición literaria americana sureña y a sus seguidores del norte. La atracción
no se puede negar porque pertenece al mito y Poe respaldó el mito tanto con
su vida como con su obra. Si el mito del norte o emersoniano de nuestra
cultura literaria culmina con la bella imagen del Walt Whitman enfermero,
moviéndose como un padre con actitudes maternales por los hospitales de
Washington D. C. en la Guerra de Secesión, entonces el sureño o contramito
logra su perfecta palidez, con la sombra de Poe, blanca como la nieve,
envolviendo el abismo por el que la embarcación del alma está a punto de
precipitarse. El genio de Poe lo era para la negatividad y la oposición, y la
fuerza afirmativa de la América emersoniana le dio el ímpetu que su voluntad
demoniaca requería.

IV

Sería un alivio decir que la labor de Poe como crítico no es mitológica,


pero el conjunto de sus ensayos, reseñas y anotaciones marginales prueban lo
contrario. Muestra realmente a un Poe que fue el «tecnócrata del arte» de
Adorno. Auden defendió la labor crítica de Poe comparando las materias que
se le confiaban a Baudelaire (Delacroix, Constantin, Guys, Wagner) con los
libros que le eran dados a Poe para que los reseñara como La florista
cristiana, Historia de Texas y Fragmentos poéticos de la fallecida Lucrecia
María Davidson. Lo que se le podría decir a Auden es que Poe también
escribió sobre Bryant, Byron, Coleridge, Dickens, Hawthorne, Washington
Irving, Longfellow, Shelley y Tennyson; nueve ocasiones para probar de
sobra el verdadero alcance de cualquier conciencia crítica. Nada de lo que Poe

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tenía que decir de estos poetas y narradores es en modo alguno memorable o
supone en absoluto una ayuda para su lectura. No hay visiones críticas ni
percepciones originales ni comparaciones certeras o iluminadoras ni
panoramas históricos. He aquí a Poe hablando de Tennyson en sus
«Marginalia», que por lo general supera a sus otros escritos críticos:

¿Por qué algunas personas se fatigan intentando descifrar obras de


fantasía tales como The Lady of Shalottl? Lo mismo daría desenredar el
ventum textilem. Si el autor no se propuso deliberadamente que el sentido
de su obra fuera sugestivamente indefinido, a fin de lograr —y esto muy
definidamente— un efecto tan vago como espiritual, dicho efecto nació
por lo menos de esas silenciosas incitaciones analíticas del genio poético,
que, en su supremo desarrollo, abarca todos los órdenes de la capacidad
intelectual[45].

Considero esto representativo de la labor crítica de Poe porque resulta —


sin mayor interés, por otra parte— lisa y llanamente erróneo aplicado a «La
dama de Shalott». No hay poema, ni siquiera del gran pintor de palabras que
fue Tennyson, que sea deliberadamente tan definido en significado y en
efecto. Toda vaguedad está con precisión excluida de este poema, quizás el
más prerrafaelita, en el que todo detalle contribuye a crear una impresión de
—podríamos decir— nítida fantasmagoría. Si tomamos como las tres
posibilidades en el ejercicio de la crítica en el siglo XIX la secuencia que
forman Arnold, Pater y Wilde, nos encontramos con que Poe no encaja en
ninguna de ellas: Arnold ve el objeto tal y como este es realmente en sí
mismo; Pater ve con exactitud la impresión que uno tiene del objeto; y el
divino Wilde tiene la visión sublime del objeto tal y como este realmente no
es. Si el objeto es «La dama de Shalott» resulta que Poe no ve nada: ni cómo
es el poema en sí mismo, ni su propia impresión sobre cómo es el poema ni,
lo mejor de todo, la percepción de Wilde de lo que falta o queda fuera del
poema. Los términos con los que lo describe Poe son «vaguedad» e
«indefinido», pero el poema de Tennyson es justo lo contrario:

Ella dejó el paño, dejó el telar,


a través de la estancia dio tres pasos,
vio que su lirio de agua florecía,
contempló el yelmo y contempló la pluma,
dirigió su mirada a Camelot.
Salió volando el hilo por los aires,

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de lado a lado se quebró el espejo.
«Es esta ya la maldición», gritó
la dama de Shalott[46].

Pues no: en el ejercicio de la crítica, Poe está al mismo nivel que la


mayoría de contemporáneos de los que se ocupa, como S. Anna Lewis[47],
autora de El niño del mar y otros poemas. Sobre su poema «The forsaken»
(Los abandonados) escribió Poe: «Hemos leído este poemita más de veinte
veces y siempre con admiración creciente. Es inefablemente bello» (la cursiva
es de Poe). Cito solo la primera de sus seis estrofas:

Se ha dicho que hay una lágrima


para todo aquel que muere;
Algún herido corazón triste suspira
pues cada túmulo lo hiere:
Pero en la hora fatal del miedo y del dolor,
¿Quién quedará a mi lado,
y junto a mi humilde lecho decirme
con una lágrima adiós?[48]

Bien, pero también está el Poe teórico, nos ha dicho Valéry. La aguda
autoconciencia de Poe fue tremendamente mal interpretada por Valéry como
la inauguración y el desarrollo de ideas rigurosas y escépticas. Supuestamente
se refiere al Poe de tres famosos ensayos: «Filosofía de la composición», «La
lógica del verso» y «El principio poético». Acabo de releer estos textos y me
es imposible comprender esa carta de Valéry a Mallarmé en la que ensalza las
teorías de Poe diciendo que son «muy profundas e insidiosamente doctas».
Sin duda apreciamos las teorías de Valéry precisamente por esas cualidades, y
de esta forma completo el giro de trescientos sesenta grados y regreso a mi
punto de partida con el misterio del Poe francés. Puede decirse que Valery ha
leído a Poe al modo crítico tanto de Pater como de Wilde. Vio claramente
cuál era su impresión de Poe, y vio los ensayos de Poe tal y como realmente
no son en sí mismos. Admirable; y de esta forma Valéry llevó a su
culminación el mito crítico del Poe francés.

¿Qué cabeza se columpia de la hinchada correa?

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¿Qué cuerpo humea en los raíles mordidos,
estalla de un fardo en ascuas atrás, a lo lejos,
en las bifurcaciones y simas del cerebro;
bocanadas de un cigarrillo que asoma muy atrás, a lo lejos,
en las fisuras que separan los distritos de la mente…?[49]

La visión que Hart Crane tiene de Poe en «Tunnel» (Túnel), vuelve a


explicar por qué el Poe mitopoyético es imprescindible para la mitología
literaria americana. Las proyecciones e introyecciones de las pesadillas de
Poe presagian el metro de la ciudad de Nueva York como el nuevo
subterráneo en el que «la profunda sima romántica» de Coleridge se ha
interiorizado en «las simas del cerebro». Cualesquiera que sean sus
verdaderos defectos como poeta y crítico, cualquiera que sea la distancia que
separa estilo e idea en sus cuentos, Poe es una figura clave en el canon
americano tanto para nosotros como para el resto del mundo. Hawthorne y
Melville, el primero de forma implícita y el segundo de forma explícita,
elaboraron críticas a la esperanza nacional emersoniana mucho más
poderosas, pero no fueron en modo alguno totalmente negativos con respecto
a Emerson y su visión pragmática de la Confianza americana en el Yo. Poe
censuraba ferozmente a trascendentalistas menores como Bronson Alcott[50] y
William Ellery Channing[51], pero su rechazo explícito de Emerson lo
condujo a la insincera observación de que Emerson no se diferenciaba de
Thomas Carlyle. Poe debería haber sobrevivido para leer el desquiciado y
alucinante panfleto de Carlyle, «La cuestión de los negros», que le habría
encantado. Desde el punto de vista de la mitología, Poe es necesario porque
toda su obra es un himno a la negatividad. Emerson fue un gran teórico tanto
de la literatura como de la vida, un buen crítico en la práctica (cuando quería
serlo, que no era a menudo), un muy buen poeta (a veces) y siempre un autor
de aforismos y un ensayista excelente. Poe, si lo tomamos línea a línea o frase
a frase, apenas puede oponérsele. Pero mirándolo al modo francés como
recomendaba T. S. Eliot «vemos una masa de forma sin igual y de tamaño
impresionante hacia la que continuamente está volviendo el ojo».
Probablemente Eliot estaba en lo cierto, en términos mitopoyéticos.

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NICOLÁI GÓGOL
(1809-1852)

Son famosas las palabras de Dostoievski: «Todos surgimos de debajo de


“El capote”[52] de Gógol», cuento sobre un desdichado escribiente al que
roban su capote nuevo. Tras ser desdeñado por las autoridades ante las que
protesta debidamente, el pobre infeliz muere y su fantasma continúa tratando
en vano de que se haga justicia. Aun siendo una buena historia no es, sin
embargo, la mejor de Gógol, que sí podría ser en cambio «Los terratenientes
del viejo mundo» o la desquiciante «La nariz», que comienza con un barbero
que se encuentra en el desayuno la nariz de uno de sus clientes dentro de una
barra de pan recién horneado por su mujer. El espíritu de Gógol, presente de
forma sutil en gran parte de Nabokov, alcanza su apoteosis en el triunfal «La
mujer de Gógol»[53], del cuentista italiano moderno Tommaso Landolfi, quizá
la historia más divertida y desconcertante que he leído hasta el momento.
El narrador, amigo y biógrafo de Gógol, nos cuenta un poco a
regañadientes la historia de la mujer de Gógol. El Gógol auténtico, un
fanático religioso, nunca se casó y se dejó morir de inanición deliberadamente
a los cuarenta y tres años más o menos tras prender fuego a sus manuscritos
sin publicar. Pero el Gógol de Landolfi (que bien podría haber sido invención
de Kafka o de Borges) ha contraído matrimonio con un globo de goma, una
espléndida muñeca hinchable que adopta formas y tamaños diferentes a
capricho de su marido. Sumamente enamorado de su esposa en cualquiera de
las formas que adopta, Gógol disfruta de relaciones sexuales con ella y le
pone el nombre de Caracas, por la capital de Venezuela, por motivos que solo
el disparatado escritor conoce.
Todo marcha bien durante algunos años hasta que Gógol contrae la sífilis,
de lo cual culpa —más bien injustamente— a Caracas. Los sentimientos
encontrados hacia su silenciosa mujer van aumentando sin cesar en Gógol a lo
largo de los años. Acusa a Caracas de haber cedido al placer e incluso de
traición, así que el carácter de ella se toma cada vez más agrio y se vuelve
excesivamente religiosa. Finalmente Gógol, encolerizado, infla a propósito
más de la cuenta a Caracas hasta que esta explota y sus restos se esparcen por
el aire. El gran escritor recoge los jirones de su esposa y los quema en la

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chimenea, uniendo así su destino al de las obras sin publicar. En el mismo
fuego Gógol arroja también un muñeco de goma, el hijo de Caracas. Tras esta
catástrofe final el biógrafo defiende a Gógol de la acusación de haber
maltratado a su esposa y rinde homenaje al majestuoso genio del escritor.
El mejor preliminar (o posliminar) a la lectura de «La mujer de Gógol» de
Landolfi es leer algunas historias de Gógol, tras lo cual será imposible dudar
de la existencia de la infortunada Caracas. Ella podría ser perfectamente la
mejor amada que Gógol pudiera haber encontrado (o inventado) para sí. Por
contra, Landolfi difícilmente habría podido escribir la misma historia y
titularla «La mujer de Maupassant», y no digamos «La mujer de Turgueniev».
No: tenía que ser Gógol y solamente Gógol; y apenas dudo de la historia de
Landolfi, sobre todo después de cada relectura. Caracas tiene una realidad que
Borges ni busca ni logra para su Tlón. Siendo como es la única esposa posible
paira Gógol, se me antoja la parodia definitiva de aquella insistencia de Frank
O’Connor en que la voz solitaria que está gritando en los cuentos modernos es
la de la Población Sumergida. ¿Quién podría haber más sumergido que la
esposa de Gógol?

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IVÁN TURGUENIEV
(1818-1883)

Mis favoritos entre los que aparecen en Memorias de un cazador son


«Bezhin Lea» y «Kasyan de las hermosas tierras», pero como ya he escrito
sobre ellos en Cómo leer y por qué[54] me ocupo aquí de «El bosque y la
estepa», el último capítulo de las Memorias.
Junto con Chéjov, Turgueniev inventó una forma de cuento moderno que
prevalece, posteriormente enfrentada a la irrealidad de la que podría llamarse
la tradición de Kafka y Borges. El esplendor estético de las Memorias de
Turgueniev depende en parte de la aprehensión que el escritor hace de la
belleza natural: lo que busca este cazador no es tanto el juego como el
panorama.
«El bosque y la estepa» comienza enfatizando la alegría solitaria del
cazador:

Habéis recorrido unas cuatro verstas… el horizonte comienza a


enrojecer; en los abedules las chovas se despiertan y revolotean
torpemente; los gorriones gorjean alrededor de los oscuros almiares.
Aclara el día, se empieza a ver el camino, el cielo se despeja, blanquean
las nubes, verdean los campos. En las isbas con fuego rojo las astillas y
tras las puertas cocheras se oyen voces soñolientas. Y entretanto la aurora
avanza; franjas doradas se extienden ya por el cielo y en los barrancos se
elevan los vapores; las alondras cantan a plena voz, sopla el viento
precursor del día, y emerge lentamente el purpúreo sol. La luz surge a
raudales; el corazón os late deprisa, igual que baten las alas de los pájaros.
¡Qué frescor, qué jovialidad, qué alegría! La vista se extiende a lo lejos.
Una aldea se vislumbra tras el bosque; algo más allá, otra con una iglesia
blanca, en el monte un soto poblado de abedules; tras él el majal adonde
os dirigís… ¡Más deprisa, caballitos, más deprisa! ¡Adelante, al trote
largo!… No quedarán más de tres verstas. El sol se eleva con rapidez; el
cielo está límpido. Hará buen tiempo. Un rebaño avanza desde la aldea
hacia nosotros. Subimos al monte. ¡Qué vista! El río, zigzagueando a lo
largo de unas diez verstas os muestra su tonalidad azul opaca a través de

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la niebla; tras él se extienden prados de color azul acuoso; detrás, suaves
colinas; sobre la ciénaga dan vueltas gritando las avefrías; por entre el
húmedo brillo que se esparce en el aire se perfila llanamente en la
lejanía… a diferencia de lo que sucede en verano. ¡Con qué libertad
respira el pecho, con qué rapidez se mueven los miembros, qué
fortalecido se siente uno envuelto por el suave soplo de la primavera!…
[55]

La línea que desciende hasta las historias de Nick Adams, de Hemingway,


está clara: el tema es la libertad solitaria, aquel «vivir la vida hasta el final» de
Hemingway. Tu perro y tú estáis por fin solos en el bosque, y contemplas uña
visión total:

Camináis a lo largo del sendero, miráis al perro, y mientras tanto


imágenes queridas, rostros amados, muertos y vivos, os vienen a la mente,
impresiones largo tiempo dormidas despiertan de pronto; la imaginación
se deja llevar y vuela como un pájaro, y, sin embargo, se mueve con
claridad y se mantiene ante vuestros ojos. Súbitamente, el corazón os
tiembla y palpita, y de repente se lanza adelante, para luego hundirse
irremisiblemente en los recuerdos. Toda la vida desfila ante vos ligera y
rápida como una película; todo el pasado, los sentimientos y energías,
toda el alma se adueñan de vos. Y nada en tomo se interpone: ni el sol, ni
el viento, ni el ruido…[56].

Esta visión, por muy absoluta que sea para el individuo, conoce sus
propios límites. Tuya es la libertad del bosque, y no la consternación sublime
de la estepa:

¡Adelante, adelante!… Llegáis a la estepa. ¡Qué vista desde lo alto del


monte! Redondos por la maleza, serpentean entre ellas; los sotos
dispersos forman islotes alargados; estrechos caminos llevan de una aldea
a otra; blanquean las iglesias; entre los mimbrerales destella un riachuelo,
cortado en cuatro lugares por sendas presas; lejos, en el campo, las
avutardas van una tras otra en fila india; una vieja casa señorial con sus
dependencias, su huerto y su granero se esconde tras un pequeño
estanque. Pero vos seguís adelante. Los mamelones se reducen más y
más, no se ven casi árboles. ¡Ahí está finalmente la estepa, la estepa
inmensa y sin límites!…[57].

Página 50
Las Memorias se limitan a lo que el ojo puede abarcar. Para enfrentarse a
la estepa hace falta ser Tolstoi; hay que ser de una naturaleza sublime y ser
tan fuerte como aquello que uno aspira a contemplar. Con un dominio notable
y lleno de matices, Turgueniev deja entrever muy sutilmente sus propios
límites, y nos muestra de nuevo por qué sus Memorias son una obra maestra
tan bien modulada.

Página 51
HERMAN MELVILLE
(1819-1891)

Shakespeare, el primero entre los escritores, influyó profundamente en el


arte de Melville, tanto en Moby Dick como en sus narraciones cortas. El
capitán Ahab bebe claramente del modelo de Macbeth, mientras que Claggart
es de forma manifiesta una versión de lago. Incluso «Bartleby, el escribiente»,
que en su superficie debe más a Charles Dickens, es deudor de la maestría de
Shakespeare en la elipsis, en el arte de la fuga. Lo que más importa en el
relato de Melville nunca se dice; un enorme pathos apunta, pero no se expresa
nunca. Bartleby y el narrador apenas pueden hablarse el uno al otro y, sin
embargo, los abismos que los separan se pueden explorar. Cuando el narrador
susurra que el fallecido Bartleby está dormido «con reyes y consejeros», nos
sobresalta la dignidad estética de la evocación a Job, aunque profundamente
shakesperiana, y, sin embargo, la sorpresa se desvanece en cuanto
reflexionamos. Julio César y Bruto, en lo que debería ser su encuentro crucial
antes de la escena del asesinato, comparten un instante banal de pregunta y
respuesta sobre la hora que es. Edmundo y el rey Lear nunca se dirigen el uno
al otro; y salvo un momento entre bastidores Antonio y Cleopatra nunca
quedan solos juntos. En la dolorosa escena en la que el recientemente
coronado Enrique V rechaza a Falstaff, el emancipado monarca no permite
que el gran ingenio diga nada. Este modo elíptico, una técnica shakespeariana
mucho más presente de lo que generalmente se percibe, es lo que da lugar a la
reticencia de Melville en «Bartleby, el escribiente».
«Las Encantadas» sigue abiertamente a Spenser[58] y a Bunyan[59], pero
de forma más oscura se refleja en ella La tempestad. En el «Apunte séptimo»
el rey-perro criollo es una parodia salvaje de Próspero, que no gobierna su
Insula Encantada con Ariel ni con un grupo de duendecillos sino con perros
feroces. El «Apunte noveno» prosigue con la parodia cuando el terrible
Oberlus se identifica abiertamente a sí mismo con Calibán: «Esta isla es mía
por Scorax, mi madre». Y, sin embargo, Oberlus tiene más de Timón de
Atenas que de Calibán, y «Las Encantadas» le sirve a Melville para el mismo

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propósito que le sirvió a Shakespeare Timón de Atenas, la más rancia de sus
tragedias.
«Benito Cereño», que a mí me parece la obra maestra de la narrativa corta
de Melville, es una historia maravillosa y enigmática en la que el capitán
Delano y Benito Cereño hablan sin entenderse el uno al otro en formas que
trascienden su difícil situación, donde Delano no sabe que Cereño y su
embarcación son cautivos en una rebelión de esclavos. Incluso cuando se ha
efectuado el rescate, el capitán español y el americano están en mundos
diferentes:

—Pero esos suaves alisios que ahora abanican sus mejillas, don
Benito, ¿no le llegan con una curación casi humana? Amigos entrañables,
amigos constantes son esos alisios.
—Con su constancia no hacen sino llevarme a la tumba, señor —fue
la fatídica respuesta.
—Está usted salvado, don Benito —exclamó el capitán Delano, cada
vez más asombrado y dolorido—, está usted salvado; ¿qué es lo que ha
proyectado tal sombra sobre usted?
—El negro[60].

Próspero nos cuenta que cuando vuelva a Milán una de cada tres veces
pensará en su tumba, incluso aunque al gran Mago no le puedan ir mejor las
cosas. La sombra de inmortalidad de Próspero no es Calibán sino la
desaparecida vocación de haber sido un sabio hermético. Benito Cereño tiene
sobre sí algo más que la sombra de Babo; su propia vocación como capitán
marino ha desaparecido bajo la sombra a la que simbólicamente alude con «el
negro». La introversión de los pensamientos de Cereño en contraste con la
robusta extroversión de Delano es un contraste shakesperiano. Cereño está
ahora perdido en su creciente yo interior, la más shakesperiana de las
invenciones.
El adánico Billy Bud no es una figura shakesperiana, y aumenta su
desvalimiento al enfrentarse a lago en Claggart. La «monomanía» de Claggart
deriva claramente del afán de lago de acabar con Otelo. La «maldad sin
motivo», según palabras de Coleridge sobre lago, se aplica mucho mejor a
Claggart. Sería muy difícil que aceptáramos a Claggart de no ser por nuestra
experiencia de lago. El resultado del lago de Shakespeare sobre el Claggart de
Melville es más que un asunto de «influencia». La «depravación natural» de
Claggart es una extraña transfusión de lago al genio diabólico de Melville.

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II

The Piazza tales, de Melville, se publicaron en 1856, cinco años después


de Moby Dick. Dos de los seis cuentos —«Bartleby, el escribiente» y «Benito
Cereño»— son comúnmente y con justicia aceptados entre las mejores obras
de Melville, junto con Moby Dick y (con menos fundamento) El hombre de
confianza y Billy Bud, marinero. Otros dos —«Las Encantadas, o Insulas
Encantadas» y «El campanario»— me parecen incluso mejores, equiparables
a los mejores momentos de Moby Dick. Dos de los cuentos de The Piazza
tales son relativamente naderías: «La veranda» y «El vendedor de
pararrayos». Un volumen de novelitas con cuatro obras casi maestras supone
un logro extraordinario pero especialmente chocante si, como es el caso de
Melville, el público lector lo había abandonado tras el temprano éxito de
Typee y Omoo, la acogida algo más equívoca de Mardi y el retomo al gran
público con Redburn y más aún con Chaqueta blanca. Moby Dick es, junto
con Hojas de hierba y Huckleberry Finn, una de las tres candidatas a ser
nuestra épica nacional, pero, al igual que Hojas de hierba, encontró en sus
comienzos solo al gran lector (Hawthorne para Melville y Emerson para
Whitman) y apenas ninguna acogida popular. Lo que le quedaba a Melville de
su primer público lo mató la terrorífica Pierre, un año después de Moby Dick;
y a pesar de variados intentos modernos de rescate Pierre es verdaderamente
ilegible en el sentido tradicional de esa palabra de la cjue hoy se abusa tanto
en la crítica. Sencillamente no se puede con ella, a no ser que uno quiera
desesperadamente leerla o necesite hacerlo.
Lo mejor de The Piazza tales le muestran al propio Melville,
posiblemente a Hawthorne y a unos pocos desconocidos, la escritura posterior
a Pierre. Unico mantenedor de esposa, cuatro hijos, madre y varias hermanas,
Melvilie estuvo por lo general atrapado por las deudas desde al menos 1855
en adelante, y ni Hawthorne ni Richard Henry Dana[61] consiguieron, a pesar
de intentarlo, que designaran al autor de Pierre para algún consulado. A
finales de la década de 1850, el atormentado y tímido Melville intentó el
camino de las conferencias, pero como ni era un monstruo del púlpito como
Henry Ward Beecher[62] ni tenía la elocuencia prodigiosa de Ralph Waldo
Emerson fracasó estrepitosamente. Infelizmente casado, dominado por la
madre, literato a todas luces fracasado, el autor de The Piazza tales escribe
desde lo más hondo. Tras haberse educado, como Carlyle y Ruskin, en la
Biblia del rey Jaime, Melville no creyó en la Biblia más de lo que lo hicieran
Carlyle y Ruskin. Pero igual que Moby Dick encontró sus legítimos y

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abrumadores precursores en la Biblia, Spenser, Shakespeare y Milton, lo
mismo ocurre con The Piazza tales. El rechazo de Melville hacia la teología
bíblica, su desconfianza casi gnóstica de la naturaleza y de la historia por
igual, encuentran poderosa expresión en The Piazza tales como lo hicieron en
toda su prosa de ficción posterior y en sus versos.

III

«El campanario» es un cuento de solo quince páginas pero tiene una


resonancia y una fuerza tales que en cada relectura tengo la sensación de
haber leído una soberbia novela corta. Bannadonna, «el gran arquitecto, el
malhadado expósito», tratando de conquistar una mayor libertad, como
Prometeo, amplía en cambio el imperio de la necesidad. Su gran campanario,
pensado para ser el más noble de toda Italia, únicamente sobrevive como «un
pino de piedra», un «negro tocón». Es la nueva Torre de Babel:

Como Babel, su base se fundó en un momento de esplendor y


renovación de la tierra, tras el segundo diluvio, cuando se secaron las
aguas de las Edades Oscuras y reapareció el follaje. No es de extrañar
que, tras una inmersión tan larga y profunda, las jubilosas esperanzas de
la raza se elevaran, con las mismas aspiraciones que los hijos de Noé en
Senaar.
Ningún hombre de Europa superaba en valor a Bannadonna. Y cuando
el Estado, enriquecido por el comercio con Oriente, resolvió construir el
campanario más noble de Italia, su reputación le ganó el puesto de
arquitecto.
Piedra a piedra, mes a mes, se fue alzando la torre. Más alto, más alto,
a paso de tortuga, aunque orgullosa como una antorcha o un cohete.
Tras la partida de los albañiles, el solitario constructor, de pie sobre su
siempre ascendente cúspide, comprobaba cada crepúsculo cómo superaba
en altura a árboles y muros cada vez más altos. Se entretenía allí hasta
tarde, envuelto en proyectos de otros pilares aún más airosos. Y el
homenaje de quienes atestaban el lugar los días de fiesta subidos a los
toscos postes de los andamios, como marinos en las vergas o abejas entre
las ramas, sin preocuparse por el barro y el polvo o los trozos de piedra
desprendida, no dejaba de llenarle de vanidad.
Por fin, llegó el gran día de la torre. La piedra angular se elevó
lentamente en el aire al son de las violas, entre salvas de artillería, y las

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manos de Bannadonna la colocaron sobre la última hilera. Después, se
subió en ella y se quedó de pie, solo, con los brazos cruzados;
contemplando las blancas cimas de los azulados Alpes del interior, y las
crestas aún más blancas de los aún más azulados Alpes de la costa, una
perspectiva invisible desde la llanura. Aunque no menos invisible que la
mirada que echó hacia abajo, cuando, como el estruendo de los
cañonazos, le llegaron los estallidos de aplausos de la gente.
Les emocionaba ver con qué serenidad el constructor se plantaba a
noventa metros de altura sobre un observatorio sin barandillas. Nadie más
que él habría osado hacerlo. Era el resultado último de aquella disciplina
que se había impuesto: permanecer sobre el pilar en cada etapa de su
crecimiento[63].

Reconocemos al capitán Ahab en Bannadonna, aunque Ahab tenga su


humanidad y el gran arquitecto carezca de todo pathos. Ahab interpreta una
tragedia de venganza, pero Bannadonna carece de toda motivación excepto de
orgullo. Es de presumir que su orgullo está en relación con el del novelista, y
el negro tocón que queda como único recuerdo del campanario podría ser
también tan pequeño como Pierre, identificación que a Melville le habría
gustado. La mortificación sexual de la imagen es evidente y, sin embargo,
añade poco a la totalidad de lo que habrá de ser el sino de Bannadonna, ya
que eso en cualquier caso sin duda representa un ritual de castración. Los
Prometeos de Melville, Ahab y Bannadonna, mantienen abiertamente una
disputa gnóstica con los cielos. Las narraciones de Melville, en sus momentos
de mayor fuerza, implícitamente saben aquello que Kafka afirmó de forma
extrañamente explícita en su gran parábola:

Las cornejas afirman que una sola corneja podría destruir el cielo. Eso
es indudable, pero no es ninguna prueba contra el cielo, porque cielo
significa, precisamente, imposibilidad de cornejas[64].

En Melville los cielos suponen sin más la imposibilidad de Ahab y de


Bannadonna. Ahab es un cazador y no un constructor, pero tanto destruir a
Moby Dick como construir el campanario sería erigir la Torre de Babel y
salirse con la suya:

Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin necesidad de


subirse a ella, habría estado permitido erigirla[65].

Página 56
El aforismo de Kafka podría ser un buen título para la historia de Melville
en la que Bannadonna ha construido su torre en parte para ascender por ella y
sostenerse «a trescientos pies de altura sobre un pedestal sin barandilla».
Kafka podría haberle dicho a Bannadonna que un laberinto subterráneo habría
resultado mejor, ya que los cielos lo habrían considerado como el foso de
Babel:

—¿Qué construyes?
—Quiero cavar una galería. Debe producirse un progreso. Demasiado
arriba está mi puesto.
Estamos cavando el pozo de Babel[66].

Bannadonna es lo que más se parece a la parábola más extraordinaria de


Kafka, la de la Torre de Babel, en la que un erudito «consideraba a la Gran
Muralla como el primer cimiento firme en la historia de la humanidad para
erigir de una nueva Torre de Babel. Es decir: primero sería la muralla y luego
la torre»[67]. La oración de «Durante la construcción de la muralla china»
podría haber impresionado a Melville como el mejor comentario posible
sobre Bannadonna-Melville, tanto en su proyecto como en su destino:

Por entonces —ese libro no es más que un ejemplo— reinaba la


confusión en las mentes, quizá precisamente porque había demasiadas
personas intentando concentrarse en un objetivo lo más delimitado
posible. La naturaleza humana, que es frívola de raíz y puede compararse
al polvo levantado, no soporta las cadenas, y si se encadena a sí misma,
no tarda en empezar a forcejear con los grilletes, y a desgarrar y dispersar
en todas las direcciones de la muralla, la cadena y a sí misma[68].

La caída de Bannadonna se inicia con la fundición de la gran campana:

Los metales desatados aullaron como sabuesos. Los trabajadores se


amedrentaron. Y su espanto hizo temer que la campana sufriera un daño
fatal. Osado como Sidrac, Bannadonna se precipitó entre las chispas y
golpeó al jefe de los culpables con un pesado cucharón. Un fragmento
saltó a la masa fundida y se fundió con ella en el acto[69].

Esa sola falta es evidentemente la alegoría personal de Melville sobre


cualquier sentido de culpabilidad que —a su propio y doloroso juicio—
enturbió sus propios logros, incluso en Moby Dick. Más interesante resulta la

Página 57
creación que hace Bannadonna de un tipo de golem o monstruo como
Frankenstein llamado con encanto Haman, sin duda como homenaje al villano
del Libro de Ester. Haman, concebido para ser el campanero, también
significa «un tipo parcial de criatura ulterior», un titánico siervo que podría
llamarse Talus, como el siniestro hombre de hierro que blande un mayal de
hierro contra los rebeldes irlandeses en el cruel Libro 5 de La Reina de las
hadas, de Spenser. Pero Talus no ha sido creado, y Haman es más que
suficiente para inmolar al ambicioso artista, Bannadonna:

Por un tiempo, olvidó a su criatura; pero esta no le olvidó a él y fiel al


propósito con el que había sido creada y al resorte que le daba cuerda,
dejó su puesto precisamente en el momento indicado, se deslizó sin ruido
por los raíles recién engrasados hacia su objeto, y apuntando a las manos
de la Una, para tañer una estruendosa nota, golpeó sordamente el cráneo
interpuesto de Bannadonna, que estaba de espaldas; los brazos volvieron a
alzarse a su amenazadora posición. El cuerpo caído impidió el regreso del
objeto, así que permaneció allí, junto a Bannadonna, como si le recitase
algún espantoso post mortem. El cincel yacía caído de la mano, pero junto
a ella estaba la botella de aceite derramada sobre el raíl de hierro[70].

¿Cuál de sus obras destruyó a Melville? Yuxtapongamos esa conclusión


de la historia, que tanto debe intencionadamente a Addison o a Johnson, junto
a la notable estrofa de La torre rota, de Hart Crane, a la que inspiró, y quizá
surja alguna pista, pues Crane supo interpretar soberbiamente a Melville:

Así el esclavo ciego obedeció a su señor aún más ciego; pero al


obedecerlo lo mató. Así la criatura acabó con su creador. Así la campana
resultó demasiado pesada para la torre. Así el punto débil de la campana
estuvo donde la había debilitado la sangre del hombre. Y así el orgullo
precedió a la caída[71].

Las campanas tiran abajo su propia torre;


y no sé dónde se columpian. Sus lenguas traspasarán
la membrana hasta la médula; mi dispersa partitura
de rotos intervalos… ¡Y yo su esclavo sacristán![72].

Crane es ala vez Bannadonna y Haman, con un complejo destino más


tenebroso aún que el de Melville, quien sin duda se representó a sí mismo en
Bannadonna. El campanario de Bannadonna quizá fuera Pierre, pero es más

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probable que fuera la propia Moby Dick, la «dispersa partitura / de rotos
intervalos» de Melville, igual que El puente lo fue de Hart Crane. Con esto
quiero apenas sugerir que Haman es el capitán Ahab. Y, sin embargo, el
«pérfido libro» de Melville, como él mismo llamó a Moby Dick en una
famosa carta a Hawthorne, pudo realmente haber aniquilado algo vital en su
autor, si acaso su conciencia retrospectiva.

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LEWIS CARROLL
(1832-1898)

—¡Y sin embargo era un perrito monísimo! —dijo Alicia mientras se


apoyaba contra un ranúnculo para descansar y se abanicaba con una de las
hojas—. ¡Cuánto me habría gustado enseñarle trucos, de haber tenido el
tamaño apropiado para hacerlo! ¡Ay, casi me olvido de que tengo que
seguir creciendo![73]

Cualquiera que sea el proceso de renovar la propia experiencia con Alicia


en el País de las Maravillas, A través del espejo y La caza del snark, la
sensación que uno tiene no es ni la de estar releyendo ni la de leerlas por
primera vez. Lewis Carrol es shakesperiano hasta el punto de que sus escritos
se han convertido en una especie de textos sagrados. Tomemos, así al azar, el
atroz y sublime capítulo 6, «Cerdo y pimienta», de Alicia en el País de las
Maravillas. Alicia entra en una cocina enorme y llena de humo y se topa con
una atmósfera impregnada de pimienta, una duquesa que estornuda y un bebé
que aúlla y estornuda, además de una cocinera que remueve un caldero con
sopa y un enorme gato de Cheshire con una sonrisa imperturbable. La
continua fantasmagoría de Carroll llega a su punto más alto —si eso es
posible— cuando la cocinera comienza a lanzarles a la Duquesa y a su niño
aullador todo lo que encuentra a su alcance —atizadores, cazos, platos—
mientras la Duquesa grita: «¡Cortadle la cabeza!», y le canta a su bebé una
especie de nana sacudiéndolo con violencia al final de cada verso:

Riñe fuerte a tu pequeño,


dale fuerte si estornuda;
él por molestar lo hace,
porque sabe que importuna.

CORO
(Al que se unían la cocinera y el niño).

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¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!

Mientras la Duquesa cantaba la segunda estrofa de la canción,


zarandeaba al niño violentamente arriba y abajo; la pobre criatura aullaba
de tal forma que Alicia a duras penas lograba oír las palabras:

Riño fuerte a mi pequeño,


fuerte le doy si estornuda,
porque soporta valiente
la pimienta que importuna.

CORO
¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!

Ven, puedes acunarlo un poco si quieres —le dijo la Duquesa a Alicia,


lanzándole el niño por los aires mientras hablaba—. Tengo que ir a
prepararme para jugar al croquet con la Reina —y salió a toda prisa de la
habitación. Cuando salía, la cocinera le tiró una sartén, pero falló por muy
poco[74].

Carroll expuso los principios de la parodia al elegir como modelos los


mejores poemas, pero aquí el paradigma es un espeluznante poema para niños
de mediados del siglo XIX:

¡Hay que hablarle con ternura al niño!


Es seguro que así su amor se gana;
y tratarle siempre con cariño,
pues puede que no esté vivo mañana[75].

Resultan unos versos lo suficientemente espeluznantes como para ser


parodia de sí mismos, pero Carroll los utiliza para sus propios y sombríos
propósitos. La pimienta es curiosamente análoga a un afrodisíaco y el bebé
resulta ser un cerdo (es de suponer que los niños pequeños no eran santos de
la devoción de Carroll). Alicia, igual que Carroll, tampoco los soporta:

Así pues, dejó a la criatura en el suelo, y se sintió aliviada viéndole


trotar tranquilamente hacia el bosque. «Si hubiera crecido —se dijo—,
habría sino un chico terriblemente feo; pero como cerdo, creo que será un
cerdo precioso». Y se puso a pensar en otros niños que conocía y que
podrían estar muy bien como cerdos; justo cuando estaba diciéndose

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«¡ojalá supiera cómo transformarlos…!», se asustó un poco al ver al gato
de Cheshire en la rama de un árbol, a unos pocos pasos[76].

El gato de Cheshire es un enigma irónico, algo típico de las alegorías


enigmáticas y en clave de Carroll. Es sumamente desagradable, pero por lo
general así son todos los habitantes del País de las Maravillas. Es un lugar
común en la crítica afirmar que la pequeña Alicia es bastante más madura que
cualquiera de los habitantes del País de las Maravillas, pero lo que afirma el
gato de Cheshire también es cierto:

El Gato se limitó a sonreír cuando vio a Alicia. «Parecía de buen


carácter», pensó ella. Pero tenía unas uñas muy largas y muchísimos
dientes, por lo que decidió que lo mejor sería tratarle con respeto.
—Minino de Cheshire —empezó a decir en tono tímido, porque no
estaba del todo segura de que ese nombre le gustara; sin embargo el gato
amplió su sonrisa. «Bien, parece que le está gustando», pensó Alicia, y
prosiguió—: ¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo tomar desde
aquí?
—Eso depende en gran medida de adonde quieras llegar —dijo el
Gato.
—No me preocupa mucho adonde… —dijo Alicia.
—En ese caso, poco importa el camino que tomes —dijo el Gato.
—… con tal de que llegue a alguna parte —añadió Alicia a modo de
explicación.
—Puedes estar segura de que llegarás a alguna parte —dijo el Gato—
siempre que camines mucho rato.
Alicia se dio cuenta de que no había nada que oponer a esta respuesta,
de modo que probó con otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esa dirección —dijo el Gato haciendo una vaga señal con la pata
derecha—, vive un Sombrerero; y en aquella —añadió señalándola con la
otra pata—, vive una Liebre de Marzo. Puedes visitar al que quieras: los
dos están locos.
—Pero si no quiero andar entre locos —observó Alicia.
—Me parece difícil que puedas evitarlo —dijo el Gato—; aquí todo el
mundo está loco. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que estoy loca? —preguntó Alicia.
—Debes de estarlo —dijo el Gato—, de otro modo no habrías venido
aquí.

Página 62
Alicia pensó que eso no era prueba suficiente; sin embargo, prosiguió:
—¿Y cómo sabes que tú estás loco?
—Para empezar —dijo el Gato—, los perros no están locos, ¿estás de
acuerdo?
—Supongo que no —dijo Alicia.
—Bien —prosiguió el Gato—, entonces verás que un perro gruñe
cuando está furioso, y mueve la cola cuando está contentó. Y yo, por el
contrario, gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy
furioso. Luego estoy loco.
—Yo llamo a eso ronronear, no gruñir —dijo Alicia[77].

¿Está loca Alicia porque ha llegado al País de las Maravillas? Cuando el


gato de Cheshire reaparece, protagoniza una desaparición lenta y famosa,
terminándola con su sonrisa burlona, que permanece tiempo después de que
todo él se haya ido. Esa mueca ontológica es el emblema de la locura del gato
de Cheshire y supone el preludio a la merienda de locos del siguiente
capítulo, a su vez emblema de los libros de Alicia porque se los puede definir
con bastante justicia como una merienda de locos, más que una merienda de
tontos. Lionel Trilling[78] hablaba del mundo de los sinsentidos, esa curiosa
invención de los ingleses del siglo XIX, de Lewis Carroll y Edward Lear, y
confesaba que desde el punto de vista crítico el sinsentido le resultaba
inexplicable: uno de los misterios del arte, quizás tan inextricable como la
razón por la que la tragedia genera placer, es la causa por la que el sinsentido
genera una atención tan fascinante, y la razón, cuando eso ocurre, por la que
tiene tantísimo sentido.
Un crítico igual de distinguido que Trilling, me refiero a William
Empson[79], intentó resolver el misterio buscando una defensa contra la locura
en la característica postura de Alicia:

Gran parte de la técnica en la grosería del Sombrerero Loco ha sido


aprendida de Hamlet. Es la base de ese parentesco con la locura, pienso,
lo que hace tan evidente que los libros no sean nimiedades; y es la fría
entereza con la que Alicia acepta a los locos lo que les da su fortaleza[80].

No me parece ni que Carroll haga que el sinsentido tenga tantísimo


sentido ni que la indudable entereza de Alicia sea especialmente fría. A
diferencia del sublime Edward Lear, yo no creo que Carroll sea un escritor de
sinsentidos. Los enigmas no son sinsentidos, y la alegoría enigmática no eleva
la entereza al nivel de virtud principal. Carroll es un romántico Victoriano,

Página 63
exactamente igual a como lo fueron sus contemporáneos, los poetas
prerrafaelitas, pero su fantasmagoría, a diferencia radical de los otros, es una
acertada defensa total frente a la gran búsqueda romántica, o una revisión de
la misma. El mercado de los duendes de Christina Rossetti tiene más cosas en
común con Edward Lear que con Carroll, y Swinbume[81] es incluso mejor
escritor paródico que Carroll.
Las parodias de Carroll, a veces realmente brillantes, no logran trascender
sus propios ecos, no logran invertir la carga de demora literaria del propio
Carroll. Pero los libros de Alicia y La caza del snark alcanzan una
originalidad convincente, mientras que los prerrafaelitas son a veces simples
parodias de Keats, Shelley, Tennyson y Browning. La búsqueda erótica del
Romanticismo, que termina con el Infierno de El triunfo de la vida, de
Shelley, se covierte en el Purgatorio sadomasoquista de los poetas
prerrafaelitas. Dante Gabriel Rossetti, Swinbume, y su seguidor en la crítica,
Pater, sustituyen o retorizan el cuerpo por el tiempo y aceptan la violencia que
trae la venganza de la voluntad contra el tiempo sobre sus propios cuerpos.
Carroll escapa al sadomasoquismo y a la búsqueda erótica del
Romanticismo al identificarse a sí mismo con una niña de siete años, Alicia.
El País de las Maravillas solo tiene un principio de realidad, y es que se ha
asesinado al tiempo. No es necesario sustituir nada por el tiempo, incluso
cuando solo la locura puede asesinar al tiempo. Alicia no está ni más ni
menos loca de lo necesario, lo cual puede ser la auténtica herencia que recoge
de Hamlet. Ella no habrá de crecer o de madurar sexualmente mientras pueda
regresar al País de las Maravillas, y salir de él siempre que lo necesite. Los
prerrafaelitas y Pater están inmersos en el mundo del principio de realidad, el
mundo de Schopenhauer y Freud. Las interpretaciones psicoanalíticas de las
obras de Carroll fracasan siempre porque son inevitablemente fáciles y
vulgares, y, por tanto, repugnantes. Alicia no se digna a que le digan de qué
está escapando, y los libros de Carroll no son ejercicios de sublimaciones. Lo
que contienen es su malestar por la cultura, incluyendo a Wordsworth, el
mayor precursor de su punto de vista.

II

—¡Cierra el pico! —dijo la Reina enrojeciendo de ira.


—No quiero —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —chilló a más no poder la Reina.

Página 64
No se movió nadie.
—¿Quién os va a tener miedo? (Mientras tanto, había recuperado su
estatura normal). ¡Pero si no sois más que un mazo de cartas![82]

Ahí está la crisis de Alicia en el País de las Maravillas; viene a declarar la


libertad de Alicia respecto de su propia fantasmagoría, tras lo cual regresa a
nuestro orden de realidad. La escena siguiente, de Al otro lado del espejo, y
que presenta paralelismos con esta, nos muestra una débil repetición de este
esplendor:

No había un momento que perder. Muchos de los invitados se habían


tumbado boca abajo en la fuentes, y el cucharón caminaba por la mesa en
dirección a la silla de Alicia, haciéndole gestos impacientes para que le
dejase paso libre.
—¡No puedo soportarlo por más tiempo! —exclamó Alicia dando un
salto y agarrando el mantel con las dos manos; un buen tirón, y platos,
fuentes, invitados y velas cayeron con estrépito al suelo para formar allí
un confuso montón[83].

El movimiento que va de «Pero si no sois más que un mazo de cartas» a


«No puedo soportarlo por más tiempo» es una justa representación del
relativo declive estético que experimenta la lectura que va desde Alicia en el
País de las Maravillas hasta Al otro lado del espejo. Si el primer libro nunca
hubiera existido nuestra estima por el segundo sería increíble e inmensa, lo
cual únicamente supone otra forma de admiración del modo en que la primera
historia de Alicia es capaz de evitar un afecto humano tan trivial como la
amargura. El Conejo Blanco es una parodia extraordinaria del sentido que
Carroll tiene sobre su propia demora literaria e incluso erótica, aunque la
virtud que ofrece es una exuberante vivacidad. Todos nosotros llegamos tarde
perpetuamente a una fecha decisiva, pero ese temor de llegar tarde es para
muchos de nosotros una ansiosa expectativa. Para Carroll, en su primera
visión como Alicia, todo llega de nuevo pronto, lo que otorga al libro esa
atmósfera pura y radiante de triunfante rapidez.
La amargura sigue irrumpiendo en la lectura de Al otro lado del espejo, lo
cual puede dar cuenta de lo contemporánea que parece extrañamente siempre
esta obra segunda y algo menor que la anterior. Su epítome es ese gran
poema, «La morsa y el Carpintero»:

—¡Un momentito —gritaron las Ostras,

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antes de empezar a hablar—:
porque algunas estamos asfixiadas
y las gordas mucho más!
—No hay prisa —el Carpintero dijo.
Le dieron las gracias por su amabilidad.

—Un poco de pan —dijo la Morsa—,


es lo que necesitamos más:
pimienta con vinagre
buenos son al paladar.
Y si dispuestas estáis, a comer,
Ostras amigas, a empezar.

—¡Pero a nosotras no! —las Ostras gritaron


empezando a azulear—.
Tras de tanta cortesía,
muy grande maldad sería.
—¡Deliciosa noche! —la Morsa
dijo—, no tiene igual.

—¡Qué amables sois por venir!


¡Y qué exquisitas estáis!
Solo dijo el Carpintero:
—Dame otro trozo de pan,
y no te hagas la sorda…
¡que dos veces lo he dicho ya!

—¡Qué pena! —dijo la Morsa—,


hacerles tal jugarreta
tras traerlas hasta aquí
y haberlas hecho correr.
Solo el Carpintero dijo:
—¡Cuánta manteca!, ¿por qué?

—¡Qué pena! —dijo la Morsa—,


lo siento de corazón.
Y entre lágrimas y llantos
Las más gordas se buscó.
Mientras con un pañolito

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Las lágrimas se secó.

—¡Ostras —dijo el Carpintero—,


qué buen paseo habéis dado!
¿Volvemos ahora trotando?
Pero respuesta no ha encontrado,
cosa lo más natural,
pues todas se han devorado[84].

En otra estrofa añadida, escrita para la representación teatral de las


novelas de Alicia y que por suerte no forma parte del texto que nos ha
llegado, Carroll acusa a la Morsa y al Carpintero de «canallas», parecer al que
se suma Alicia cuando comenta que «los dos eran unos tipos muy
desagradables»[85]. Pero también lo son la Oveja y el presuntuoso cabeza de
huevo Humpty Dumpty, aunque no los percibimos como las creaciones tan
extrañas que sin duda constituyen. El arte de Carroll los convierte a los dos en
totalmente idiosincrásicos, siendo el mayor enigma de Carroll el hecho de que
solamente Alicia, en los dos libros, carezca de personalidad o de pathos. En
«La Morsa y el Carpintero», los dos voraces engañadores están nítidamente
diferenciados el uno del otro. Los dos son llorones y grandes sentimentales
Victorianos que viven en un mundo de tinieblas en contra de lo natural, donde
el sol sucede a la suave luna, posiblemente para indicar que este mundo es
extrañamente natural —demasiado natural—, que viene a ser lo mismo que
llamarlo hambriento.
La Morsa y el Carpintero lloran para aumentar su apetito, como si
dijéramos, pero como la Morsa es, de ambos, el orador acaba emocionándose
por su propia elocuencia, que sigue lamentándose, incluso cuando está
felizmente saciada. Aunque es más astuta que el Carpintero, también es
menos sádica; podemos estremecemos un poco con eso del Carpintero:
«¿Volvemos ahora trotando?», pero nos estremecemos más aún cuando la
Morsa dice entre sollozos: «¡Qué pena! (…), lo siento de corazón».
Puede que Humpty Dumpty sea el enigma más famoso y shakesperiano
de Carroll. También es un anuncio de muchos de nuestros teóricos de la
literatura contemporáneos: «Puedo explicar todos los poemas que se han
inventado desde siempre… y muchos de los que todavía no se han
inventado»[86]. «Eres exactamente igual que todo el mundo»[87], le espeta
groseramente Humpty Dumpty a Alicia; pero él se acaba llevando su
merecido cuando ella expresa su acertado juicio normativo de que él es una
persona verdaderamente «insatisfactoria»[88].

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El Caballero Blanco, el enigma más soportable y encantador de Carroll,
es la figura de Al otro lado del espejo que nos devuelve vivamente al espíritu
más delicado de Alicia en el País de las Maravillas. Existe una tradición
crítica según la cual el Caballero Blanco es un autorretrato de Charles
Lutwidge Dodgson, el otro yo de Lewis Carroll en el mundo del principio de
realidad. Puede haber algo de eso, pero es más evidente que el Caballero
Blanco es una versión del amable, heroico y bondadosamente loco Don
Quijote. La locura del Caballero Blanco es como la propia enfermedad de
Alicia, si es que el Gato de Cheshire tenía razón en cuanto a Alicia. Es la
locura del drama, la dulce locura de Carroll, una defensa frente a locuras más
tenebrosas.
El mejor poema de todos los de Carroll es «La balada del Caballero
Blanco», una soberbia y adorable parodia del gran poema de crisis de
Wordsworth «Resolución e independencia». La cercanía de Wordsworth al
solipsismo, su falta de habilidad para escuchar lo que el recolector de
sanguijuelas le dice en respuesta a la angustiada pregunta del poeta («¿De qué
manera vives y qué es lo que haces?») la parodió con bastante crueldad
Carroll en la versión original del poema, publicada en 1856 y quince años
después de Al otro lado del espejo. En el poema de 1856, «Sobre el páramo
solitario», el poeta es exageradamente duro e incluso atroz con el anciano, a
quien no solo no escucha sino que encima lo patea, le da un puñetazo, le da
un sopapo y le tira del pelo. Por fortuna todo esto aparece suavizado en la
bella versión que canta el Caballero Blanco:

—Sí, es larga —dijo el Caballero—, pero es muy, pero que muy


bonita. A todos los que me la oyen cantar… o les vienen las lágrimas a los
ojos, o…
—¿O qué? —dijo Alicia, porque el Caballero había hecho de golpe
una pausa repentina.
—O no les vienen, evidentemente. El nombre de la canción es Ojos de
bacalao.
—¡Ah! ¿O sea que ese es el nombre de la canción? —dijo Alicia,
fingiendo interés.
—No, no lo entiendes —dijo el Caballero mirándola algo ofendido—.
Ese es el nombre con el que la llaman. Su nombre real es El Viejo muy
viejo.
—O sea, que yo debería haber dicho: «Así es como se llama la
canción» —dijo Alicia corrigiéndose a sí misma.

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—No, no es eso; es algo muy distinto. La canción se llama Modos y
Maneras; pero es solo la forma como se llama, ¿comprendes?
—Bueno, entonces ¿cuál es la canción? —dijo Alicia, que ya estaba
totalmente desconcertada.
—A eso voy —dijo el Caballero—. En realidad la canción es Sentado
en una cerca; y la melodía es de mi cosecha.
Y así diqiendo, detuvo el caballo y dejó caer las riendas sobre el
cuello; luego, marcando lentamente el compás con una mano y poniendo
una cara dulce y algo tonta, iluminada por un leve sonrisa, como si le
alegrase la música de su canción, empezó.
De todas las cosas extrañas que Alicia vio durante su viaje Al otro
lado del Espejo, esta fue la que siempre recordó con más claridad. Años
más tarde, aún podía evocar toda la escena como si hubiera ocurrido la
víspera: los ojos dulces y azules y la sonrisa cariñosa del caballero…, el
sol poniente brillando entre su pelo y centelleando en su armadura con
una llamarada de fulgor deslumbrante…, el caballo que se mecía
suavemente, con las riendas colgadas al cuello y mordisqueando la hierba
a sus pies… y las oscuras sombras del bosque detrás de ellos… Retuvo en
su memoria todo esto como si fuese un cuadro, mientras, con una mano
sobre los ojos para protegerlos del sol, se apoyaba contra un árbol
observando a la extraña pareja, y escuchando, en una especie de sueño, la
melancólica música de la canción.
«Pero la melodía no es de su cosecha —se dijo para sus adentros—: es
la de Todo te lo doy, y más no puedo». Se dispuso a escuchar muy atenta,
pero las lágrimas no acudieron a sus ojos.

Te contaré lo que pueda,


aunque poco hay que contar.
A un viejo muy viejo vi
sentado en una cerca.
—¿Quién es usted, viejo —dije—.
¿Y qué hace para vivir?
Su respuesta cruzó mi cabeza
como el agua por un tamiz.

Dijo: «Mariposas busco


que duermen entre los trigos;
las hago pastel de cordero
que en las calles vendo luego.

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Y se los vendo a los hombres
que infernales mares surcan;
y así me gano mi pan…
Deme algo, caballero».

Pero pensaba yo un plan


para teñirme el bigote
y llevar un abanico
y ocultarlo a todos siempre.
Por no tener qué decir
a lo que el viejo afirmaba,
grité: «¡Venga, cómo vive!»
dándole un buen bofetón.

Con dulce acento él siguió:


«Voy vagando los caminos,
y cuando encuentro un arroyo
al punto le prendo fuego
para hacer con él aceite
de Rowland’s Macassar.
Más dos peniques es todo
lo que por mi labor dan».

Estaba pensando yo el mundo


de comer solo batidos,
y así un día tras de otro
para estar algo más gordo.
Con fuerza sacudí al viejo,
morada estaba su cara:
—Vamos, dime cómo vives,
¡y qué haces! —le grité.

«Ojos de bacalao pesco


entre brillantes brezales
y los convierto en botones
de la noche en el silencio.
Y no los vendo por oro
ni por moneda de plata,
sino por medio penique,

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sin regatear por nada»[89].

Vapuleado hasta ponérsele la cara lívida, pero ileso por lo demás, el


anciano cazador de ojos de bacalao es un tardío representante del principio de
realidad, si bien menos temible que el recolector de sanguijuelas de
Wordsworth. Al igual que el recolector, el decrépito superviviente del
Caballero Blanco es un hombre «como venido de lejanas tierras, / para darme
fuerza humana con sabias advertencias». La alternativa tanto para Carroll
como para Wordsworth sería el abatimiento y la locura, la desaparición
paulatina de la alegría juvenil del poeta en una muerte en vida. Pero Carroll,
defendiéndose enérgicamente contra su propio wordsworthianismo, lo
convierte triunfalmente en algo nuevo con su visión final del anciano, que
resulta todo menos wordsworthiana porque pertenece totalmente al País de las
Maravillas:

Y ahora si por azar pongo


mis dedos en pegamento,
o si meto mi pie izquierdo
en mi zapato derecho,
o si sobre mis pies cae
alguna cosa de peso,
lloro aún porque me acuerdo
del viejo que conocí…
de aspecto dulce y voz suave,
de pelo blanco de nieve,
de rostro cual el de un cuervo
y ojos bellos cual tizones,
que parecía apenado,
balanceaba su cuerpo
y murmuraba entre dientes
cual si estuviera su boca,
que como un búfalo mugía…
llena… un verano lejano
sentado sobre una cerca[90].

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MARK TWAIN
(1835-1910)

El estudio crítico más útil sobre Mark Twain sigue siendo para mí el de
James M. Cox[91]. Cox no aborda los cuentos sino las obras mayores de
Twain, como Las aventuras de Huckleberry Finn, Cabeza hueca Wilson,
Pasando fatigas e Inocentes en el extranjero. Es Cox quien señala que «Mark
Twain» era la señal para aguas peligrosas que daba el piloto en los barcos de
vapor. Samuel Clemens, que llegaría a ser Mark Twain, sigue siendo nuestro
principal autor humorístico, pero su mejor obra —cuentos incluidos— está
repleta de señales de peligro. Cox pone de relieve también la recurrencia en
los escritos de Mark Twain a la figura del forastero, irónico y misterioso,
cuyas apariciones comportan un peligro tanto para el orden moral
convencional como para nuestra ansia universal de ilusiones.
Twain —a juicio de Cox— mantuvo toda su vida una lucha contra la
conciencia censora, el superyó freudiano. Especulador por naturaleza, Twain
fue un gran artista de la fuga, como lo demuestra su magistral creación: Huck
Finn. Los mejores cuentos de Twain son ejercicios de evasivas porque la
verdad, como le ocurre a Hamlet, es lo que nos mata. El abismo del nihilismo
asoma en Mark Twain de forma tan extraña a como lo hace en Shakespeare o
en Nietzsche.
El primer éxito artístico y comercial de Twain fue su cuento de 1865, «La
célebre rana saltarina del condado de Calaveras» en el que el narrador,
Wheeler, es el primero de todos los impertérritos narradores que son lo mejor
del estilo de Twain. Twain llegó a ser uno de los mejores autores de su
tiempo; sus conferencias, impartidas con una solemnidad paródica,
rivalizaban en efectividad con las alocuciones visionarias de Emerson y con
las dramáticas lecturas de Dickens. La forma de narrar de Wheeler resultó el
modo en el que se asentaría Twain: de una inocencia desarmante y, sin
embargo, instando a la comicidad.
En 1876, Twain leyó en público ante un selecto auditorio de Hartford los
estrafalarios «Hechos relativos al reciente Carnaval del Crimen en
Connecticut», fantasía en la que el irónico enano, su Conciencia, es destruido
por el narrador como preludio del mundo que comienza de nuevo: «Asesiné a

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treinta y ocho personas a lo largo de las dos primeras semanas; todas ellas
debido a viejas rencillas. Prendí fuego a una casa que me estorbaba la vista.
Estafé a una viuda y a unos huérfanos quedándome con la última vaca que
tenían…». La guerra contra el superyó es conducida de forma mucho más
indirecta en «El elefante blanco robado» de 1882, en donde la parodia del
detective de ficción apunta hiperbólicamente a lo que podría denominarse
como «el propio impulso investigador». El miedo a la locura, en la raíz del
genio de Twain para el humor, se tradujo en la soberbia historia «El hombre
que corrompió a Hadleyburg», un paraíso perdido en miniatura con indicios
de premilenarismo (1899). Hadleyburg, «el pueblo más honesto y recto de
toda la región», podría ser cualquier lugar de los Estados Unidos ahora que
nos acercamos otra vez al milenio. El hombre que lo «corrompe» es un
arquetipo del forastero misterioso o irónico de Mark Twain, un satán que
busca la verdad. Una pequeña obra maestra en estilo y trama, puede que la
caída de Hadleyburg sea la mejor victoria de Twain sobre la hipocresía del
elemento social en el superyó.
Con «El billete de un millón de libras», de 1893, Twain perfeccionó su
parábola de la corrupción. A pesar de que continúa siendo una historia ligera,
hay muy pocas que la igualen en su manera de poner de relieve las ilusiones
del dinero. El nihilismo, alerta gnóstica sobre lo ilusorio tanto de la naturaleza
como de la sociedad, alcanza su máxima intensidad en los fragmentos de El
forastero misterioso publicados postumamente. El pequeño satán, héroe final
de Twain, apunta al superyó o Sentido Moral como el auténtico malvado en la
existencia humana. Dios, deidad de la Virtud Moral pareja a Urizen, de Blake,
es el culpable final para Mark Twain. Un ataque a Dios, sea cual fuere la
interpretación que se le dé a Dios, es una base muy complicada para el humor,
como Twain se dio cuenta. Habiendo sobrepasado los límites de su arte,
Twain cedió a la desesperación.

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HENRY JAMES
(1843-1916)

Los enormes admiradores que Henry James tiene entre la crítica llegan tan
lejos como para considerarlo el mayor escritor americano, e incluso el
novelista mejor dotado de la lengua inglesa. La primera afirmación olvida
solo a Walt Whitman, mientras que la segunda elude en parte la maravillosa
secuencia que va desde Clarissa de Samuel Richardson hasta George Eliot,
pasando por Jane Austen, y la tradición alternativa que abarca desde Fielding
hasta Joyce, pasando por Dickens. Ciertamente, James es el escritor
americano capital, y en sus mejores novelas sin duda están al lado de Jane
Austen y George Eliot. El nivel de su precursor, Hawthorne, está más que
alcanzado con el esplendor de Retrato de una dama y Las alas de la paloma,
gigantescos descendientes de El fauno de mármol; mientras que los novelistas
americanos rivales —Melville, Mark Twain, Dreiser, Faulkner— solo resisten
la comparación con James por ser totalmente distintos de él. Esa cualidad de
ser diferente convierte a Faulkner —especialmente en su gran etapa— en un
verdadero rival aunque momentáneo; y puede que si se quiere encontrar una
línea de cierto fuste en la novela americana que no tenga que ver con James
habrá que buscarla en nuestra curiosa y antitética tradición que se mueve
entre Moby Dick y sus descendientes más oscuros: Mientras agonizo, Miss
Lonelyhearts, La subasta del lote 49. La conciencia normativa de nuestra
prosa de ficción, anunciada por vez primera con La letra escarlata, la forjó
Henry James, cuyo espíritu no solo permanece en discípulos evidentes como
Edith Wharton en La edad de la inocencia y Willa Cather en su soberbia Una
dama perdida, sino también y de forma más sutil (al estar fundida con el aura
de Joseph Conrad) en novelistas tan variados como Fitzgerald, Hemingway y
Warren. Parece claro que la relación de James con la prosa de ficción
americana es exactamente análoga a la relación de Whitman con nuestra
poesía: cada uno es, en su propia esfera, lo que Emerson profetizó como el
Hombre Central que habría de venir y cambiar todo para siempre y celebrar
así la novedad americana.

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La ironía de la posición clave que James ocupa entre nuestros novelistas
es palpable puesto que, al igual que la figura muy menor de T. S. Eliot más
tarde, James dejó su país para terminar siendo un súbdito británico después de
haber nacido ciudadano en la América de Emerson. Pero es un lugar común
entre los críticos decir que James siguió siendo el más americano de los
novelistas, y curiosamente no menos nacionalista en Los embajadores de lo
que lo había sido en Daisy Miller y en El americano. James, crítico literario
sutil aunque a veces algo avieso, comprendió muy bien lo que seguimos
aprendiendo y volviendo a aprender: que un escritor americano podrá ser
emersoniano o antiemersoniano pero incluso una postura negativa hacia
Emerson siempre lleva otra vez de vuelta a su formulación de la religión
poscristiana de la autoconfianza. Escritores abiertamente emersonianos como
Thoreau, Whitman y Frost no están más imbuidos del sabio de Concord de lo
que lo están antiemersonianos como Hawthorne, Melville y Eliot. Quizá los
más afectados sean aquellos escritores que quieren escapar a Emerson y, sin
embargo, nunca dejan su atmósfera dialéctica, como Emily Dickinson, Henry
James y Wallace Stevens.
Emerson suponía para Henry James algo parecido a vina tradición
familiar, aunque ello apenas pueda servir de justificación para el absoluto
fracaso de prácticamente todo lo que el novelista escribió sobre el ensayista.
James recurre de forma invariable a un tono de irónica condescendencia
cuando escribe de Emerson; algo difícilmente apropiado tratándose del
profeta americano del poder, el destino, las ilusiones y la riqueza. Sugiero que
James mezcló sin saberlo a Emerson con el buen amigo del sabio, Henry
James padre, a quien él desestimó como swedenborgiano y que, sin embargo,
podría ser calificado con mayor justicia como especulador del gnosticismo
americano al modo de Emerson, aunque más cercano en eminencia a, por
ejemplo, Bronson Alcott que al autor de La conducta de la vida.
El cuerdo y sacro Emerson fue un maestro en fugas, en especial cuando
sus discípulos ejercían demasiada presión, ya fuera sobre asuntos personales o
espirituales. A Henry James sénior se le recuerda ahora por haber sido el
padre de Henry, William y Alice, y también por su famoso arrebato contra
Emerson, al que admiraba más allá de la idolatría: «¡Oh tú, hombre sin
asideros!».
Henry James hijo, aun alabando abiertamente a Emerson, comentó que
apenas era demasiado o demasiado poco decir en general de los escritos de
Emerson que no se compusieron en absoluto. La palabra clave aquí es

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«compusieron», y me trae a la memoria un bello pasaje de «Los poemas de
nuestro clima», de Wallace Stevens (1879-1955):

Aún habrá de permanecer el espíritu sin descanso


para que si alguno quisiera escapar regrese
a lo que largo tiempo atrás se compuso[92].

La mente de Emerson no es que fuera infatigable sin más, sino que de


verdad nunca descansaba, al igual que la mente de cualquiera de los
miembros de la familia James. Los escritos de Emerson, sin haber sido
compuestos en absoluto, vuelven constantemente a lo que largo tiempo atrás
se compuso: a lo que su admirador Nietzsche llamó el poema primordial de la
humanidad, la ficción que hemos impugnado juntos y a la que llamamos
nuestro cosmos. James era sumamente sutil como para no haber sabido esto.
Eligió no saberlo porque necesitaba a un Emerson provinciano como
necesitaba a un Hawthorne provinciano, igual que necesitaba una Nueva
Inglaterra que nunca fue: sencilla, amable y aislada, e incluso un tanto
infantil.
Parece ya lejana la época en que T. S. Eliot se maravillaba de que Henry
James no hubiera destrozado a R. W. Emerson, pero debemos recordar la
curiosa queja de Eliot sobre James como crítico: «Incluso a la hora de tratar a
hombres a los que, es de suponer, podría haber destrozado punto por punto —
Emerson o Norton[93]—, su forma de abordarlos no está clara; hay un deseo
de ser generoso, una razón política al admitir que, tratándose de escritores
americanos y bajo las circunstancias dadas, esto fue lo mejor posible o que
tuvo cosas muy buenas». Dejando a un lado el hecho de que pone a Emerson
al mismo nivel que Charles Eliot Norton (lo cual sería como poner a Freud al
nivel de Bemard Berenson[94]), este juicio desfavorable reduce a Emerson —
quien ha sido y es sin ambages la mente de América— a la estatura de una
figura que podría en el mejor de los casos garantizar la condescendencia de
James (y de Eliot). La polémica cultural implícita se hace obvia y
verdaderamente obsesiva en Eliot, pero, aunque en James fuera más llevadera,
no por eso es aceptable a estas alturas:

De los tres periodos en que se divide su vida el primero lo fue (como


en el caso de la mayoría de los hombres) de movimiento, de
experimentación y de selección; también de esfuerzo y de intentos
dolorosos. Emerson tenía algo que decir pero durante un largo tiempo
anduvo buscando su forma, forma que —como él mismo habría dicho—

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nunca encontró por completo y que tuvo más bien la característica de que
durante sus últimos años (en los que le fue cada vez más difícil conseguir
la palabra) dicha forma pareciera desear atacarle en su talón de Aquiles,
en el punto en que sus logros eran menos completos, y tuviera en cierto
modo el efecto de estar cebándose en él. El relato que el señor Cabot hace
de su juventud y de sus comienzos en la edad adulta parece un tanto seco
y crudo, y tenemos la impresión de una terrible escasez de alternativas. Si
no habría de ser ni granjero ni comerciante podría ser maestro de escuela;
tal era el recurso principal y una parte del proceso educativo general de
los jóvenes de Nueva Inglaterra que tuvieran la intención de dedicarse a
las cosas del intelecto. Había sin embargo una ventaja en tal desnudez y
era que, al menos en el caso de Emerson, las cosas del intelecto
estuvieron admirablemente bien consideradas. Si su mayor logro y su
signo distintivo han de ser el que tuviera una concepción más intensa que
nadie de la vida moral, puede que no sea caprichoso afirmar que ello se
deba en parte al modo limitado en que concebía nuestra capacidad para
vivir ilustrados. La sociedad llana, temerosa de Dios y pragmática, que lo
rodeaba no era fecunda en variaciones: ella tenía gran inteligencia y
energía pero se movía invariablemente en la misma dirección.
Posteriormente, en tres ocasiones (tres viajes a Europa) fue presentado
ante un mundo más complicado, pero es como si su espíritu, su gusto
moral, siguiera habitando siempre entre las mismas paredes austeras de su
juventud. Ahí pudo vivir con ese logrado no ser consciente de la maldad y
que es uno de los más bellos signos por los que le conocemos. Sus
primeros escritos están llenos de una curiosa animadversión hacia los
vicios del lugar y de la época, pero hay algo encantadoramente vago,
ligero y general en su disposición. Casi lo peor que puede decir es que
tales vicios son negativos y que sus paisanos no son heroicos. Tenemos la
sensación de que sus primeras impresiones fueron recibidas en una
sociedad en la que la miseria y la extravagancia, y cualquier extremo del
tipo que fuese, estaban ausentes por igual. Lo que la vida de la Nueva
Inglaterra de hace cincuenta años ofrecía al observador era el panorama
común: una pintura acromática sin nada particularmente intenso. Era de
este repertorio de lo cotidiano de donde procedían las típicas alegrías y
tristezas sin más que él procedía a generalizar no en sus emociones, sus
retorcimientos y sus perversiones sino en su forma pasiva, externa y
saludable; hecho que da cuenta hasta cierto punto de una cierta
inadecuación y escualidez en sus enumeraciones, pero que también ayuda

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a explicar su visión directa e íntima del alma. Conoce la naturaleza del
hombre y la larga tradición de sus peligros; pero tenemos la sensación de
que mientras que es capaz de señalar los remedios, que descansan por su
mayor parte en los profundos recovecos de la virtud, del espíritu, tiene tan
solo un conocimiento de los desórdenes como de oídas y no bien
informado. Sería preciso algo de ingenuidad —bien podría afirmar el
lector— para poder seguirle la pista de cerca a esta correspondencia entre
su genio y la frugal ciudad de Boston del pasado, hacendosa y feliz
aunque decididamente seca, donde había mucha voluntad pero muy poco
apoyo, igual que un ministerio sin oposición.
El genio me parece algo imposible de refutar; quiero decir el genio
para ver a un personaje como algo real y supremo. Otros escritores han
llegado a una expresión más completa: Wordsworth y Goethe, por
ejemplo, dan la impresión de haber encontrado su propia expresión
mientras que con Emerson nunca se dejar de tener la impresión de que
todavía sigue buscándola. Pera ninguno ha tenido una visión tan fija y
constante, y por encima de todo tan natural, de aquello que necesitamos y
de lo que somos capaces en la senda de aspiraciones e independencia.
Con Emerson es siempre la especial capacidad de experiencia moral;
siempre eso y solo eso. De alguna manera tenemos la impresión de que la
vida nunca ha logrado sobornarlo para que no mire nada que no sea el
alma; y, ciertamente, en el mundo en el que creció y vivió, los sobornos,
señuelos, seducciones y premios eran escasos. Tenía una facultad
admirable para mostrar aquello que constantemente se esforzaba por
enseñar: que el premio estaba dentro. Cualquiera que en la Nueva
Inglaterra de aquella época pudiera hacer eso podía contar sin dudarlo con
el triunfo, con oyentes y con empatia; mayormente, por supuesto, cuando
se hacía con esa divina capacidad de persuasión. Más aún, el modo como
Emerson lo hacía añadía al encanto —cuando se le escuchaba
directamente y se le tenía delante— una rara voz irresistible y una
modesta y afable autoridad. Si al señor Arnold le choca el reducido grado
en el que fue un hombre de letras supongo que es porque le choca todavía
más el hecho de que fuera un hombre de conferencias. Pero una
conferencia nunca estuvo tan purgada de excesos —esa cualidad en ellas
que sugieren una idea fuerte y un trazo firme— como cuando era emitida
de labios de Emerson; lejos de ser una vulgarización era sencillamente lo
esotérico preparado para ser oído, y en lugar de tratar a unos pocos como
a la mayoría, siguiendo la moda de los caballeros subidos a una tarima, él

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trató a la mayoría como a unos pocos. Probablemente no había ninguna
otra sociedad en esa época en la que hubiera conseguido que tantas
personas entendieran eso, pues nos hacemos una óptima idea de sus
oyentes leyéndolo y nos preguntamos en qué otro lugar habría habido
gente que le hubiera podido prestar tanta atención. Hay que recordar, sin
embargo, que durante el invierno de 1847-1848, en ocasión de su segunda
visita a Inglaterra, encontró numerosos oyentes en Londres y en
provincias. Los volúmenes de Cabot están llenos de pruebas de la
satisfacción que suscitaba, de las delicias y revelaciones que, podría
decirse, él prometía a una raza que se veía obligada a buscar su
entretenimiento, su recompensa y su consuelo de forma casi exclusiva en
el mundo moral. Pero sus propios escritos aún están más llenos de ello:
encontramos ejemplos casi en cualquier parte por donde los abramos[95].

Me resulta asombroso que James juzgara que la «gran distinción» de


Emerson y su «seña especial» fueran el que tuviera «una concepción más
vivida de la vida moral que nadie», a no ser que «la vida moral» tenga un
significado totalmente jamesiano. Yo más bien diría que la gran distinción y
la seña especial de la prosa de ficción de James estriban en que representa una
concepción de la vida moral más vivida incluso de la que nos pueden ofrecer
Jane Austen o George Eliot. A Emerson no le preocupa más la moral de lo
que le preocupan las costumbres; sus asuntos son el poder, la libertad y el
destino. Respecto a «ese logrado no ser consciente de la maldad» que James
encontró en Emerson, no he sido capaz de encontrarlo yo mismo tras haber
leído a Emerson casi a diario durante los últimos veinte años, y me recuerda
aquel ensayo del último Yeats sobre el Prometeo desencadenado de Shelley
en el que Yeats declara que su escéptico y apasionado precursor, como gran
poeta que sin duda fue, carecía necesariamente de la visión del mal. Lo
indispensable en ambas lecturas rotundamente equivocadas, la de James y la
de Yeats, era que lograban despejar más terreno para ellos mismos.
Celoso como estoy de Emerson, puedo reconocer que ningún crítico ha
igualado a James en ver y afirmar cuál es la mayor virtud de Emerson cuando
decía de este que nadie había tenido una visión tan fija y constante, y por
encima de todo tan natural, de aquello que necesitamos y de lo que somos
capaces en la senda de aspiraciones e independencia. Ninguno: esto es,
excepto Henry James; pues con seguridad esa es la búsqueda de Isabel Archer
en pos de su propia visión, bastante emersoniana, de aspiraciones e
independencia. «El mundo moral» es expresión de James y énfasis de James.
El propio énfasis de Emerson, sospecho, era considerablemente más

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pragmático que el de James. Cuando James regresó a América en 1904 en una
visita tras veinte años de autoexilio volvió a Concord y registró sus
impresiones en La escena americana:

Resulta extraño y al mismo tiempo exquisito que estas formas de


ejercer de testigo hayan de ser el fundamento último sobre el que
sentimos que descansa la consideración de la «escuela de Concord», por
usar —lo admito— una expresión fútil; o quizá más bien debería decir
que resultaría extraño si no hubiera inevitablemente algo absoluto en la
relación intima que a lo largo de toda su vida tuvo Emerson con dichas
formas. Puede que nos haga sonreír un poco si sacamos a colación el caso
de Weimar, pero por mi parte me confieso mucho más satisfecho que
insatisfecho con nuestros felices equivalentes «en moneda americana» de
Goethe y Schiller. La metáfora del dinero vale tanto para el segundo caso
como para el primero, pues si en uno Goethe representa el oro y Schiller
la plata (dejando a un lado cualquier prejuicio con estos dos metales), en
el otro se da la misma buena relación entre Emerson y Thoreau. Cuando
abro un libro de Emerson lo hago buscando obtener los mismos
beneficios que cuando abro uno de Goethe: la sensación de estar
moviéndome por un vasto espacio intelectual y la del manantial de
montaña que brota por doquier en forma de sabiduría y poesía, en
Wahrheit y Dichtung; y cualesquiera que sean las razones por las que abro
un libro de Thoreau (no es necesario perder el tiempo enumerando todas
las buenas razones) el caso es que lo abro con más frecuencia de lo que
abro un libro de Schiller. Lo cual nos lleva de vuelta al sentimiento de que
la rareza del genio de Emerson, que le ha convertido a ojos de las
personas atentas en el primer y auténticamente raro espíritu americano en
las letras, no podría haber desarrollado su actividad en ese lugar
encantador, lleno de bosques, lagos y ríos, lugar que durante tanto tiempo
ha sido homogéneo en lo social pero también en lo típico y en lo
interesante sin que ello tuviera como consecuencia el efecto de tener que
comunicarlo de forma que quedase para siempre indeleble. Fue durante
este largo periodo de tiempo su mundo inmediato y suficiente; le dio su
íntima visión de la vida, y la mitad de sus imágenes las extrajo de la
revolución de sus estaciones y en el juego de sus costumbres. No hablo de
la otra mitad, que él extrajo de otros lugares. Resulta admirablemente
actual, como si todavía estuviéramos viendo las cosas de aquí en las
imágenes de allí, surcando el aire como pájaros que desaparecen en el
manto de la noche para regresar a sus nidos. Para poder decir que se ha

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logrado lo mejor en la vida es imprescindible haber escuchado una
conferencia suya al menos una vez; y mientras estuve allí no hubo
ninguna de las hojas rojizas que se desprendieron de los árboles que no
cayera al suelo con una cadencia emersoniana[96].

He ahí un bello estudio de nostalgias y que nos revela, en contra de T.


S. Eliot, cuál fue la verdadera naturaleza de la relación entre James y
Emerson. Sabemos en qué gran manera lo esencial en William James fue
extraído de la cantera de Emerson, en concreto del ensayo «Experiencia» que
dio nacimiento al pragmatismo. Henry James no estaba menos en deuda con
Emerson de lo que lo estaba William James. El Retrato de una dama apenas
es una novela emersoniana y puede que La letra escarlata esté más cerca de
serlo; y, sin embargo, Isabel Archer[97] es hija de Emerson como Lambert
Strether[98] es heredero de Emerson. El aura emersoniana permanece incluso
en los fantasmagóricos cuentos de Henry James.

II

Mi favorita entre las novelas cortas de James es El alumno, que no es un


cuento fantasmagórico pero sigue siendo profundamente —dialécticamente—
emersoniano. El alumno se encuentra entre la culminación del primer James
de Las bostonianas y La princesa Casamassina (ambas obras de 1886) y el
James central de El expolio de Poynton y Lo que Maisie sabía (ambas de
1897), y La edad ingrata (1899). En algunos aspectos El alumno me parece
que alcanza la perfección en el género corto de la primera época de James,
igual que Retrato de una dama supone la perfección en escala mayor. Sin
embargo, El alumno es un cuento enigmático y con tal cantidad de matices
que resulta muy poco probable que una sola interpretación pueda alcanzar un
amplio crédito.
En su «Prefacio a la edición de Nueva York», James aparece
oportunamente alejado del auténtico drama moral desarrollado en El alumno.
Cuando escribe sobre Lo que Maisie sabía, James anota que los niños
pequeños tienen muchas más percepciones que formas para traducirlas, pues
su visión es en todo momento mucho más rica y su aprehensión
continuamente más fuerte que el vocabulario del que disponen. Entre los
niños jamesianos, el trágico Morgan es la excepción a esta regla; su
formidable vocabulario sobrenatural está en todo momento al servicio de sus
acertadas y exhaustivas percepciones. James observa con afecto sobre

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Morgan que el golfillo de El alumno tiene sentimientos en abundancia y ahí
podría estar, a su juicio, la fuerza de su joven cualidad humana. Ciertamente
forma parte del enorme atractivo del relato el que cualquiera de nosotros
comparta enseguida el afecto del autor (y de Pemberton) por Morgan, uno de
los mejores retratos que se han hecho de la juventud americana. No se me
ocurren dos novelistas americanos que tengan tan poco que ver entre sí como
Henry James y Mark Twain, y, sin embargo, podría imaginarme una
conversación entre Morgan Moreen y Huck Finn, dos imágenes muy distintas
pero complementarias del joven americano que anhela libertad.
En la única referencia a Twain que encuentro en James, comenta
groseramente el maestro (1874) que: «Llegado el tiempo de Mark Twain no
hay nada malo en recordar que la ausencia de humor a lo sumo puede
compensarse con la presencia de sublimidad». Bien, James dijo cosas mucho
peores de Whitman y Dickens, y yo mismo prefiero Las aventuras de
Huckleberry Finn a Retrato de una dama, pero si despojamos a la
observación de James de lo que tiene de gesto apotropaico podemos convenir
en que El alumno abunda tanto en humor como en sublimidad, aun siendo
inferior a Huckleberry Finn en ambas cualidades. Al pobre Morgan,
perteneciente a la familia Moreen por error, le habría ido muchísimo mejor si
hubiera tenido como tutor a Huck Finn en lugar de Pemberton, si Morgan
hubiera tenido la suficiente fortaleza para soportarlo.
Ha habido una moda en la crítica consistente en culpar al sufrido y devoto
Pemberton, al igual que a los atroces Moreens, de la muerte de Morgan, pero
a mí eso me parece simplemente absurdo. A fin de cuentas, ¿qué podría haber
hecho por Morgan el pobre Pemberton, sin un penique y apenas incapaz de
cuidarse a sí mismo una vez libre de los Moreens? La escena final de esta
novela corta es exquisitamente sutil, a pesar de que en mi lectura no hay
ningún abandono de Morgan por parte de Pemberton:

—Hemos luchado, hemos sufrido —prosiguió su esposa—; pero usted


se ha adueñado de él de tal modo que ya hemos pasado lo peor del
sacrificio.
Morgan había apartado la vista de su padre; estaba mirando a
Pemberton con el rostro iluminado. Había desaparecido el sonrojo, pero
en su lugar surgió algo más vivido y luminoso. Tuvo un momento de
alegría infantil, apenas mitigada por la consideración de que, al verse sus
esperanzas consagradas de un modo tan inesperado (demasiado repentino,
demasiado violento; la cosa resultaba menos propia de un libro juvenil), la
«huida» quedaba en manos suyas y de Pemberton. La alegría infantil duró

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un instante, y Pemberton casi tuvo miedo ante aquella revelación de
afecto y gratitud que fulguraba en medio de la humillación del muchacho.
Cuando Morgan balbució «¿Qué dice usted a eso?», Pemberton se dio
cuenta de que debería mostrar entusiasmo. Pero el miedo que este último
sentía se acentuó por causa de otra cosa que sucedió inmediatamente
después y que obligó al chico a sentarse rápidamente en la silla que tenía
más cerca.
Morgan estaba muy pálido y se había llevado una mano al lado
izquierdo del pecho. Los tres lo miraban pero fue la señora Moreen la
primera en inclinarse hacia delante.
—¡Ah, su corazoncito querido! —exclamó; y esta vez, arrodillada
ante él, sin respetar al ídolo, lo cogió ardientemente entre sus brazos—.
¡Le ha hecho andar mucho, le ha obligado a ir muy deprisa! —le espetó a
Pemberton por encima del hombro. El muchacho no hizo ningún ademán
de protesta y un instante después, su madre, que todavía lo tenía entre sus
brazos, se levantó de un salto y, con la cara convulsionada, empezó a
gritar de un modo horrible:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Se muere! ¡Se ha muerto!
Pemberton comprendió con idéntico horror, por el rostro crispado del
niño, que efectivamente estaba muerto. Lo cogió, intentando arrancárselo
a su madre de las manos y durante un momento, mientras los dos lo
sujetaban, se miraron a los ojos, presas del desconsuelo.
—Con la enfermedad no ha podido soportarlo —dijo Pemberton—; ha
sido el golpe, toda la escena, la emoción tan violenta.
—¡Pero yo pensaba que él quería irse con usted! —gimoteó la señora
Moreen.
—Ya te dije yo que no, querida —argumentó el señor Moreen.
Todo su cuerpo temblaba y, a su manera, estaba tan profundamente
afectado como su esposa. Pero, pasado el primer momento, aceptó su
dolor como corresponde a un hombre de mundo[99].

Morgan, según mi lectura, no muere de pena por el rechazo ya sea de los


Moreens o de Pemberton, sino de alegría ante la perspectiva de marcharse con
Pemberton. Esto me resulta enormemente similar a la muerte del rey Lear,
pues coincido con la interpretación de Harold Goddard[100] según la cual Lear
muere de alegría y no de pena en la alucinación de que los labios de Goneril
todavía se mueven. Lo que Yeats llamó «trágica alegría» es una cualidad de
Shakespeare nada fácil de conseguir, y resulta extraordinario que James

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lograse esa visión al concluir El alumno. Pero eso nos deja todavía con el
dilema moral de este gran relato: ¿qué podría haber sido de Morgan en un
mundo tan por completo inadecuado para él?
La bella (y falsa) objeción de James a nuestro padre Emerson fue que el
sabio había fracasado en el logro de un estilo y tuvo que conformarse con «la
fuerza de su mensaje desnudo». Difícilmente me puedo contar entre aquellos
que consideran que el mensaje de Emerson es flojo, pues sé de su fortaleza en
primer lugar por su estilo y gracias a él. La sabiduría no podrá tener ninguna
autoridad para nosotros hasta que se haya individualizado en una postura
retórica, y precisamente lo que mantiene vigente el carisma chamanístico de
Emerson es su estilo. Encuentro un toque leve pero definitivo de ese estilo en
El alumno, que no es otra cosa que una parábola emersoniana del destino de
la libertad o de lo salvaje en un contexto de alienación, lo que es lo mismo
que hablar de la tragedia del espíritu americano cuando es forzado al exilio en
el extranjero, entre las perversiones sociales y los falsos valores del viejo
mundo. James no lo dirá en su «Prefacio», pero Morgan es una víctima de
Europa y del vano intento de su familia por domesticarse en un reino donde la
postura adánica no tiene cabida.
Así leído, El alumno se convierte en verdad en una humorada sublime,
primo lejano pero auténtico de Las aventuras de Huckleberry Finn. Henry
James, quien finalmente se convirtió en súbdito del rey Jorge V, no pudo
soportar a ese admirable escritor, Mark Twain, que en una ocasión tuvo la
deliciosa sugerencia de que los británicos deberían reemplazar a la Casa de
Hannover por unos cuantos gatos y gatitos. Pero eso no evitó que James
escribiera, castigándose involuntariamente a sí mismo, El alumno, una
elocuente repetición de la advertencia emersoniana sobre el destino que
habría de soportar América si no dirigiésemos nuestras miradas hacia el oeste,
hacia occidente, abandonando de una vez por todas el falso sueño de llegar a
ser hombres y mujeres del mundo europeo.

Página 84
GUY DE MAUPASSANT
(1850-1893)

Chéjov había aprendido de Maupassant a representar la banalidad.


Maupassant, que lo había aprendido todo, incluyendo aquello, de su maestro
Flaubert, en raras ocasiones alcanza la genialidad de Chéjov o de Turgueniev
como escritor de cuentos. Lev Shestov, notable pensador religioso ucraniano
de principios del siglo XX, lo expresó con bastante rotundidad:

El maravilloso arte de Chéjov no murió; ese arte de matar


simplemente con el tacto, al respirar, con una mirada, con cualquier cosa
por la que los hombres viven y de la que obtienen orgullo. Y
constantemente estaba perfeccionándose en el arte, y alcanzó un
virtuosismo que superaba con mucho el de cualquiera de sus rivales en la
literatura europea. A menudo Maupassant tuvo que hacer enormes
esfuerzos para vencer a su víctima. A menudo la víctima escapaba de
Maupassant la cual, si bien destrozada, seguía con vida. En manos de
Chéjov nada escapaba a la muerte[101].

Esa es una visión muy negra y a ninguna lectora le agrada pensarse


víctima de ningún escritor; sin embargo, Shestov contrapone certeramente
Maupassant a Chéjov, más o menos como uno contrapondría a Christopher
Marlowe y a Shakespeare. Pero Maupassant es el mejor de los cuentistas
realmente populares, muy superior a O. Henry (que podía ser bastante bueno)
y sumamente preferible al abominable Poe. Ser un artista de lo popular es en
sí mismo un logro extraordinario; no tenemos hoy nada parecido en Estados
Unidos.
Chéjov puede parecer simple pero es siempre profundamente sutil;
muchas de las cosas sencillas de Maupassant son lo que aparentan ser sin
más, a pesar de que no son banalidades. Maupassant había aprendido de su
maestro Flaubert que «el talento es una prolongada paciencia» de mirar lo que
otros no suelen ver. En cuanto a si Maupassant puede hacemos ver algo que
nunca habríamos podido ver sin él, lo dudo mucho. Eso pertenece al genio de
Shakespeare o de Chéjov. También está el problema de que Maupassant, al

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igual que muchos escritores de ficción del siglo XIX y de comienzos del XX,
veía todo a través de la lente de Schopenhauer, el filósofo de la voluntad de
vivir. Para mí las lentes de Schopenhauer son como las de Freud: ambas
agrandan y distorsionan los objetos por igual. Pero yo soy un crítico literario,
no un narrador, y creo que a Maupassant le habría ido mejor desechando esas
gafas filosóficas al contemplar lo caprichoso de los deseos de hombres y
mujeres.
Lo mejor de él se puede leer maravillosamente ya sea en el pathos
humorístico de «La casa Tellier» o en un relato de terror como «El Horla»,
que trataré aquí. Frank O’Connor insistía en que las historias de Maupassant
no eran tan buenas comparadas con las de Chéjov y Turgueniev, pero es que
muy pocos cuentistas pueden rivalizar con estos dos maestros rusos. La
verdadera objeción de O’Connor consistía en que él creía que «el acto sexual
se convierte en una forma de asesinato» en Maupassant. Un lector que haya
disfrutado recientemente de «La casa Tellier» difícilmente podrá mostrarse de
acuerdo con ello. Flaubert, quien no llegó a vivir para escribirlo, quería
ambientar su última novela en una casa de putas de provincias, algo que ya
había hecho su «hijo», Maupassant, en esta historia redonda.
Todos los personajes de «La casa Tellier» son inofensivos y amistosos, lo
cual forma parte del verdadero encanto de la historia. Madame Tellier,
respetable campesina normanda, rige su establecimiento como si fuera una
posada o un internado. Sus cinco trabajadoras del sexo (como algunos las
llaman ahora) son descritas muy vívidamente e incluso de forma cariñosa por
Madame, con esa facultad que esta tiene para la conciliación y su inagotable
buen humor.
Una tarde de mayo, ninguno de los clientes habituales está de buen humor
porque el local está engalanado con el siguiente anuncio: CERRADO POR
PRIMERA COMUNIÓN. Madame y su personal han salido para esa celebración
concerniente a la sobrina de Madame y ahijada suya. La primera comunión se
transforma en una extraordinaria ocasión en que los llantos continuos de las
putas, emocionadas al recordar sus propias infancias, contagian a los demás y
toda la concurrencia es invadida por un éxtasis de lágrimas. El sacerdote
proclama que el Espíritu Santo ha descendido y da las gracias en especial a
las visitantes, a Madame Tellier y su equipo.
Tras un bullicioso viaje de vuelta, Madame y sus señoritas retoman sus
trabajos nocturnos de costumbre en el local, llevados a cabo, sin embargo, con
algo más que la aplicación y el celo rutinarios, y de un excelente humor. No
todos los días tenían algo que celebrar, comenta Madame Tellier concluyendo

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la historia; y solo un lector sin capacidad para la alegría sería incapaz de
celebrarlo con ella. Al menos por una vez el discípulo de Schopenhauer se ha
desasido de las lúgubres reflexiones acerca de la íntima relación entre sexo y
muerte.
Cuesta resistirse a la exuberancia cuando se cuentan historias, y
Maupassant nunca escribió nada con mejor gusto y sabor que «La casa
Tellier». Este cuento de la Normandía tiene calidez, tiene risa, sorpresa e
incluso una suerte de introspección espiritual. El éxtasis pentecostal que
inflama a toda la concurrencia es tan auténtico como el llanto de las putas que
lo enciende. La ironía de Maupassant es marcadamente más amable (aunque
menos sutil) que la de su maestro Flaubert. Y la historia es algo subida de
tono, pero sin ser lasciva, siguiendo el espíritu shakesperiano; engrandece la
vida sin hacer de menos a nadie.
Maupassant terminó su vida mal: antes de cumplir los treinta tenía sífilis.
A los treinta y nueve la enfermedad le afectó la mente y pasó sus últimos años
encerrado en un asilo tras un intento de suicidio. Su relato de terror más
perturbador, «El Horla», guarda una compleja y ambigua relación con su
enfermedad y sus consecuencias. El anónimo protagonista de la historia es
quizás un sifilítico camino de la locura, aunque nada de lo que narra
Maupassant nos permite llegar a esa conclusión. Narrada en primera persona,
la historia de «El Horla» nos ofrece más pistas de las que somos capaces de
interpretar, porque no podemos entender al narrador y tampoco sabemos si
podemos fiarnos de sus impresiones, de las que se nos ofrece poca o ninguna
confirmación objetiva.
«El Horla» comienza con el narrador —un próspero caballero normando
— que proclama su felicidad una preciosa mañana del mes de mayo. Ve pasar
por delante de su casa un espléndido barco brasileño de tres mástiles y le
dirige un saludo. Tal gesto convoca de forma manifiesta al Horla, un ser
invisible del que después sabemos que ha estado atacando Brasil en forma de
posesiones demoniacas y que acaban en locura. Los Horlas son claramente
primos hermanos, más refinados, de los vampiros; beben leche y agua y
extraen la vitalidad de los durmientes sin necesidad de chuparles la sangre.
Podemos conjeturar, ocurriera lo que ocurriera en Brasil, que está pasando
precisamente lo mismo en Normandía. Al final, nuestro narrador prende
fuego a su propia casa para destruir al Horla pero se olvida de avisar a sus
criados, que acaban pereciendo en su interior. Cuando se da cuenta de que el
Horla sigue vivo, el narrador concluye diciendo que ya solo le resta quitarse
él mismo la vida.

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Resulta totalmente claro que se trata de su Horla, tanto si este hizo el viaje
desde Brasil a Normandía como si no. El Horla es la locura del narrador, y no
simplemente la causa de su locura. ¿Ha escrito Maupassant la historia de lo
que supuestamente es estar poseído por la sífilis? En un determinado
momento, el enfermo mira al espejo y no ve su reflejo en él. Entonces se ve a
sí mismo envuelto en una bruma por detrás del espejo. La bruma se va
esfumando hasta que logra verse por completo y grita: ¡Lo he visto!
El narrador afirma que la llegada del Horla anuncia que el reinado del
hombre está próximo a concluir. Magnetismo, hipnotismo y sugestión son
aspectos de la voluntad del Horla. ¡Ha venido!, grita la víctima, y de
improviso el intruso pronuncia su nombre al oído: el Horla… ¡ha venido!
Maupassant se inventa el nombre Horla; ¿está jugando irónicamente con la
palabra inglesa «whore», puta? No parece probable a menos que la
enfermedad venérea de Maupassant sea en verdad la clave oculta de la
historia.
Las historias de terror son un vasto y fascinante género en el que
Maupassant sobresalió pero nunca volvió a hacerlo como en «El Horla». Yo
creo que eso es debido a que hasta cierto punto supo que estaba profetizando
su propia locura y su intento de suicidio. Maupassant no es un escritor de
cuentos de la eminencia artística de Turgueniev, Chéjov, Henry James o
Hemingway, pero tiene merecida con creces su inmensa popularidad. Alguien
que ha creado tanto «La casa Tellier» con sus afables éxtasis, como «El
Horla», con ese miedo convincente, es un maestro del relato. ¿Por qué leer a
Maupassant? En sus mejores momentos te atrapa como muy pocos. Hace que
te llegue todo lo que su voz narrativa da. No es gloria divina, pero gusta a
muchos y sirve de introducción a los placeres más difíciles de cuentistas más
sutiles que Maupassant.

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JOSEPH CONRAD
(1857-1924)

En Juventud (1898) de Conrad, Marlow nos ofrece una brillante


descripción del hundimiento del Judea:

Entre las tinieblas de la tierra y el cielo, ardía impetuosamente, sobre


un disco de mar purpúreo proyectado por un haz de destellos sanguíneos,
sobre un disco de agua brillante y siniestra. Una llama alta y clara, una
llama inmensa y solitaria ascendió del océano, y desde su cima el negro
humo fluyó constantemente hacia el cielo. Ardía con furia, lúgubre e
impotente como una pira funeraria encendida en la noche, rodeado del
mar, contemplado por las estrellas. Una muerte magnífica otorgada como
una gracia, como un don, como una recompensa para aquel viejo barco al
término de sus laboriosos días. La entrega de su fatigado espíritu a la
tutela de las estrellas y del mar fue tan emocionante como la visión de un
glorioso triunfo. Los palos cayeron justo antes del amanecer, y por un
momento hubo un estallido y un alboroto de chispas que parecieron llenar
los fuegos voladores la noche paciente y vigilante, la vasta noche
yaciendo en silencio sobre el mar. A la luz del día, el barco era solo un
cascarón carbonizado, flotando tranquilo bajo una nube de humo y con
una resplandeciente masa de carbón en su seno.
Nos pusimos a remar, y desfilamos en fila ante sus restos como una
procesión, con el bote principal en cabeza. Cuando nos dirigíamos hacia
su popa, un afilado dardo de fuego salió disparado con encono hacia
nosotros; y de repente se sumergió la proa, entre un gran silbido de vapor.
Casi intacta, la popa fue lo último en hundirse. Pero la pintura había
desaparecido, se había cuarteado, había saltado, y no quedaban letras, no
había palabra alguna, ni siquiera el obstinado lema que era como su alma,
para mostrar al sol naciente su credo y su nombre[102].

La apocalíptica viveza se ve reforzada por la imagen de la anónima popa


«no consumida por las llamas», similar al credo de los seguidores de Cristo
que propugna tanto el rechazo a incumplir el segundo mandamiento como la

Página 89
afirmación tradicional de no darle nombre a Dios. Con el Judea, Conrad
hunde la novela de las ilusiones de juventud, pero como ocurre con todas las
pérdidas en Conrad esta inmersión en el elemento destructor es curiosamente
dialéctica ya que solo la pérdida que da paso a la experiencia permite obtener,
a modo de compensación, un beneficio en lo imaginativo con la
representación de la verdad artística. Conrad comenzó siendo hijo de Flaubert
y del «hijo» de Flaubert, Maupassant, para renacer como discípulo de Henry
James, el James de El expolio de Poynton y de Lo que Maisie sabía más que
del James de la última etapa.
Ian Watt[103] traza de forma convincente la génesis de Marlow afirmando
que James había desarrollado la forma narrativa indirecta desde la inteligencia
central y sensible de uno de los personajes. Marlow, al que James ridiculizaba
refiriéndose a él como «ese absurdo marinero mágico», representa en realidad
el completo viraje que Conrad da para alejarse de la excesiva fuerza que
ejercía sobre él la influencia de James. Por medio de «estar siempre
interfiriendo en la narración», en palabras de James, Marlow asegura una
enigmática reserva que logra aumentar la distancia entre las técnicas
impresionistas de Conrad y de James. A pesar de que apenas hay comparación
posible entre el mayor logro de Conrad y el claudicante y de estatus apenas
ficcional Mario el epicúreo de Pater, el impresionismo de Conrad resulta tan
extremo y solipsista como el de Pater. Hay un indudable paralelismo entre los
destinos de Sebastian van Storck (de Retratos Imaginarios, de Pater) y el
Decoud de Nostromo.
En su «Prefacio» de 1897 a El negro del «Narcissus», Conrad insistió en
la afirmación ya famosa de que su labor creativa consistía antes que nada en
hacer que uno viera. Es de suponer que era consciente de que así se sumaba a
la lista de prosistas de imágenes cuyos más recientes representantes eran
Carlyle, Ruskin y Pater. Hay un movimiento en ese grupo que va desde el
exuberante «Supematuralismo natural» de Carlyle hasta el materialismo
esquivo y escéptico de Pater, pasando por la paganización del fervor
evangélico a manos de Ruskin, y que sugiere de forma elocuente que todo lo
que vemos es el flujo continuo de las sensaciones. Conrad llega más lejos que
Pater al reducir el impresionismo a un estado de conciencia en el que el
narrador que ve está inevitablemente fundido con lo visto y narrado. Puede
que James parezca un impresionista si se lo compara con Flaubert, pero al
lado de Conrad se muestra claramente como una especie de platónico que
impone formas y propósitos al flujo continuo de las relaciones humanas por
medio de una exquisita geometría formal exclusivamente propia.

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Opinar que Conrad no llega a ser un idealista desde el punto de vista
metafísico implica aceptar la posibilidad de que no sea mejor novelista que su
maestro James. En cambio, puede implicar que la originalidad de Conrad sea
más perturbadora que la de James y puede que eso sirva para explicar la razón
por la que fue Conrad, en lugar de James, quien se convirtiera en la figura
más influyente para la generación de novelistas americanos a la que
pertenecieron Hemingway, Fitzgerald y Faulkner. Los universos de Fiesta, El
gran Gatsby y Mientras agonizo tienen su origen en El corazón de las
tinieblas y Nostramo más que en Los embajadores y La copa dorada. Es Darl
Bundren[104] el que ha heredado en grado supremo esa búsqueda iniciada por
Conrad consistente en llevar al impresionismo hasta su mismo corazón de las
tinieblas, en la humana conciencia de que solo somos un flujo de sensaciones
con la mirada fija en un flujo de impresiones.
El corazón de las tinieblas siempre podrá ser un campo de batalla en la
crítica entre aquellos lectores que lo consideran un triunfo estético y aquellos
otros que, como yo mismo, ponen en duda su capacidad para rescatamos de su
oscurantismo sin esperanza. El que Marlow parezca en determinados
momentos que no sabe de lo que está hablando es sin duda uno de los puntos
fuertes de la narración, pero si además parece que Conrad tampoco lo sabe
ocurre entonces que inevitablemente pierde su autoridad como contador de
historias. Quizá la pierda para, de esa forma, aplacar la ansiedad que nos
produce la posibilidad de que no sea capaz de sostener la ilusión de realidad
en su relato el tiempo suficiente que nos permita sublimar las frustraciones
que el texto nos produce.
No es necesario denunciar estas frustraciones. La dicción de Conrad,
normalmente impecable, es notoriamente imprecisa a lo largo de El corazón
de las tinieblas. El malintencionado comentario de E. M. Forster sobre toda la
obra de Conrad quizás esté justificado solo si se aplica a El corazón de las
tinieblas:

Brumoso tanto en el centro como en los extremos, el cofre secreto de


su genio encierra humo en lugar de joyas… Sin credo, en realidad[105].

El brumoso humo de Forster parece que habita en esos recurrentes


adjetivos que usa Conrad como «monstruoso», «inefable», «atroces» y
muchos más, pero se trata de faltas menores comparados con la parodia de sí
mismo que Conrad hace involuntariamente. Hay momentos en que da la
impresión de que quien escribe es James Thurber[106] ridiculizando
cariñosamente a Conrad, en lugar de ser el propio Conrad:

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Habíamos llevado a Kurtz a la garita del timonel: había más aire allí.
Él miraba fijamente a través del postigo abierto mientras yacía sobre el
lecho. Se produjo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer
con la cabeza en forma de yelmo y curtidas mejillas se precipitó hasta el
mismo borde del agua. Extendió sus manos hacia fuera, gritó algo, y toda
aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente de lenguaje
articulado, rápido y sofocado.
—¿Entiende usted eso? —pregunté.
Él continuó mirando fuera, por encima de mí, con ojos ardientes y
añorantes, con una expresión que mostraba una mezcla de anhelo y de
odio. No dio ninguna respuesta, pero vi aparecer una sonrisa de
significado indefinible en sus labios descoloridos, que un momento más
tarde se crisparon convulsivamente.
—Cómo no —dijo lentamente, jadeante, como si las palabras le
hubieran sido arrancadas por un poder sobrenatural[107].

Esto no puede alegarse como ejemplo de aquello a lo que Frank


Kermode[108] se refería con el lenguaje al que se recurre cuando Marlow no
está al nivel de la experiencia que se está describiendo. ¿Se ha descrito aquí la
experiencia? Esas sonrisas de «indefinible significado» ya son demasiadas en
un texto literario con solo una vez que aparezcan. El corazón de las tinieblas
tiene algo del poder de los mitos a pesar de que el libro se vea limitado por su
involuntario oscurantismo. Ha sido una obsesión en la literatura americana
desde la poesía de T. S. Eliot pasando por nuestros grandes novelistas de las
décadas de 1920 a 1940, hasta la serie de películas que van desde Ciudadano
Kane de Orson Welles (que sustituyó al proyecto de Welles, después
abandonado, de filmar El corazón de las tinieblas) hasta Apocalypse now de
Coppola. En este caso, la ausencia de forma de Conrad parece haberle sido de
gran ayuda al difundir la concepción del escritor hasta el punto de ponerla a
disposición de una audiencia casi universal.

Página 92
ANTÓN CHÉJOV
(1860-1904)

Casi un siglo después de su muerte Chéjov sigue siendo el más influyente


de todos los cuentistas. Hay en el cuento una línea alternativa a la de Chéjov y
es la tradición iniciada por Kafka y desarrollada por Borges. Sin embargo,
cuentistas tan variados como James Joyce y D. H. Lawrence, Ernest
Hemingway y Flannery O’Connor pertenecen esencialmente a la tradición
chejoviana (a pesar de que Joyce lo negara).
Aquí nos limitaremos a analizar «Un ángel», el favorito de Tolstoi. Los
críticos han visto en «Un ángel» versiones de los antiguos mitos griegos de
Psique y de Eco, y estas alusiones sí están presentes, pero el corazón del
maravilloso relato de Chéjov consiste en otra cosa. Tolstoi fue quien dio con
ello al afirmar que el ángel, Olenka, tiene un alma «maravillosa y llena de
santidad». La vida de Olenka cobra sentido cuando vive para los demás, y lo
hace con un amor tan perfecto que las preocupaciones del otro la absorben por
completo.
Aunque se pueda interpretar a Olenka como un personaje infantil o
maternal parece que lo mejor es seguir a Tolstoi, quien vio en ella un alma
llena de santidad.
Máximo Gorki comentó de forma memorable que en presencia de Chéjov
todo el mundo sentía un deseo inconsciente de ser más sencillo, más sincero,
más uno mismo, efecto que también pueden experimentar los lectores de
Chéjov. No es que el escéptico y omnisciente Chéjov sea otra «alma llena de
santidad» en el sentido de Tolstoi (aunque Tolstoi lo creyera pero solo hasta
cierto punto) pero es indudable que Chéjov, al igual que su maestro
Shakespeare, tiene la facultad de convencerte de que eres capaz de ver algo
que de otra forma, sin él, nunca se te mostraría. Y entonces, ¿qué podemos
ver en «Un ángel»? ¿Cómo deberíamos leerlo, y por qué?
¿Es posible que haya alguien en la realidad que sea todo corazón como
Olenka? Sin embargo, la expresión «todo corazón» induce a equívoco porque
la pobre Olenka queda abocada al más absoluto de los vacíos cuando no tiene
a nadie a quien amar. Esa condición llega a un extremo tal que es necesario
todo el tacto por parte de Chéjov para, de forma implícita pero firme,

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enseñamos a evitar la vulgaridad de las conjeturas respecto a su patología.
Ella no tiene opiniones propias, es una joven amable, bondadosa, compasiva
que carece del sentido de la identidad y solo puede obtenerlo cuando ama a
otra persona. Sería absurdo verla como la víctima femenina de una sociedad
patriarcal: ¿cómo se iba a poder despertar su conciencia? Siempre ha habido y
siempre habrá personas como ella, quizá muchas, y tanto hombres como
mujeres. A pesar de que las ideas religiosas de Tolstoi eran muy particulares
es posible comprender el sentido especial en que este ángel o alma cándida es
santa. John Keats dijo que no creía en nada salvo en la santidad de los
sentimientos del corazón, y William Blake proclamó que todo lo que vive es
sagrado. Olenka es sagrada en ese sentido. Keats añadió que también creía en
la verdad de la imaginación, pero para Olenka es inimaginable una vida que
no esté guiada por los sentimientos del corazón.
Chéjov, como Shakespeare, no resuelve problemas, no toma decisiones
por nosotros y busca la verdad total de lo humano en el sentido preciso de la
invención de lo humano por Shakespeare. Olenka, que sin duda es muy rusa,
es también universal. Chéjov adopta una postura irónica frente a ella
únicamente en un sentido shakesperiano: la rueda de la fortuna siempre está
girando, y nosotros con ella. La vida, que le ha arrebatado a Olenka sus tres
hombres, la recompensa con un hijo adoptivo para el cual ella puede seguir
viviendo. Shakespeare no podía permitirse como autor teatral representar la
banalidad, pues ni siquiera podía ganarse a la audiencia con nuestra
infelicidad cotidiana. Chéjov, shakespeariano hasta la médula, aprovechó sus
cuentos para hacer lo que ni siquiera sus obras de teatro podían: iluminar el
lugar común sin exagerarlo ni distorsionarlo. Las tres hermanas, la obra de
teatro más notable de Chéjov, no podía sostener un personaje como Olenka,
ni siquiera en un plano secundario. Resulta un milagro literario el hecho de
que Chéjov pudiera centrar «Un ángel» de forma tan absoluta en Olenka,
quien solo puede llegar a vivir a través de un amor total hacia otro.

Página 94
O. HENRY
(1862-1910)

William Sydney Porter es una figura central de la literatura popular


americana. Tiene un enorme y fiel número de seguidores y ha quedado ya
asociado al cuento como género a pesar de que no puede considerarse uno de
sus inventores ni uno de sus más decisivos innovadores. Su talento para el
humor es considerable aunque con límites y su cuidadoso naturalismo casi
siempre queda ensombrecido por el de su precursor, Frank Norris[109]. Lo más
relevante de O. Henry es el público que ha logrado mantener a lo largo de un
siglo: los lectores de costumbre que se encuentran a sí mismos en sus
historias, y no de forma más auténtica ni más cambiada sino como realmente
han sido y son.
El cuento más famoso de O. Henry, «El regalo de los Reyes Magos»
mantiene vigente su palpable sentimentalidad. El autor, que siente especial
debilidad por personajes basados en su esposa y en él mismo, los presenta con
delicadeza y compasión. El amor, observaba Samuel Johnson, es la sabiduría
de los tontos y la tontería de los sabios. Tal podría ser una admirable
interpretación crítica de Rey Lear de Shakespeare, pero es demasiado
magnífica y feroz para el simpático «El regalo de los Reyes Magos» en el que
la tontería del amor se manifiesta pragmáticamente como sabiduría.
Una visión más completa se manifiesta en «Un informe municipal», una
de las historias más complejas de O. Henry: humorística y paradójica, tiene
incluso un cierto toque borgiano en el personaje de Azalea Adair, una
superviviente del viejo sur. Aunque el autor trata de mantener una postura de
desapasionamiento con la historia, se ve que se alegra, igual que nosotros,
cuando el explotador de Azalea Adiar, el horrible Mayor Wentworth Caswell,
es encontrado muerto en una oscura calle:

Los probos ciudadanos que lo habían conocido estaban en tomo suyo


buscando en sus vocabularios algunas palabras encomiásticas que
aplicarle, si es que eso era posible. Un hombre de aspecto bondadoso dijo
después de pensarlo mucho:

Página 95
—Cuando «Cas» tenía catorce años de edad era el de mejor ortografía
de la escuela[110].

Es posible que «Cuarto amueblado», escrita al final de su vida, sea la más


oscura de sus historias. Las coincidencias, a las que el autor recurrió
demasiado, se convierten aquí en una especie de fatalidad. El doble suicidio
de amantes ha sido posible gracias a todas las sordideces de la decadencia
urbana. Una única oración, que describe el alfombrado de una escalera, capta
de forma memorable la pestilente atmósfera de la pensión en la que los dos
amantes han muerto o van a morir:

Parecía haberse vuelto vegetal, haber degenerado en aquel aire rancio


y sin sol hasta transformarse en lozanos liqúenes o en un disperso musgo
que crecía en lugares aislados y que resultaba viscoso bajo los pies, como
una materia orgánica[111].

Esto se halla a mitad de camino entre la abundante sordidez del Maud de


Tennyson y ciertos aspectos tennysonianos presentes en el primer T. S. Eliot
y en Faulkner. Además de ser un populista en su arte, O. Henry también fue
en lo más intimo un poeta simbolista reprimido, y esa presencia fantasmal
contribuye a atemperar las sorpresas demasiado evidentes de su obra.

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RUDYARD KIPLING
(1865-1936)

Veinte años después de haber escrito su ensayo de 1943 sobre Kipling


(reeditado en The liberal imagination, 1951), Lionel Trilling reconocía que de
poder escribir de nuevo la crítica lo haría «con una actitud menos censora y
con más afecto y admiración». Trilling, crítico representativo de su época, se
hizo eco de vina valoración de Kipling que aún continuaba en 1987. Creo que
esta postura habrá de coexistir con su opuesto rechazo dialéctico a Kipling
mientras dure nuestra tradición literaria. Kipling es un auténtico escritor
popular en todos los sentidos de la palabra, fielatos como «El hombre que
pudo reinar», cuentos infantiles como El libro de la selva y Solo cuentos, la
novela Kim, sin duda la obra maestra de Kipling, y algunos relatos tardíos y
docenas de poemas siguen vigentes como alta literatura y como
entretenimiento permanente. Es como si Kipling se hubiera propuesto refutar
la función sublime de la literatura consistente en renunciar a los placeres
fáciles a cambio de placeres más difíciles.
En su discurso «Literature» de 1906, Kipling esbozó un sombrío
panorama sobre el destino del escritor de cuentos:

Existe una antigua leyenda que cuenta la historia de un hombre que al


ser el primero en lograr una hazaña de enorme importancia sintió la
necesidad de contárselo a la tribu. Tan pronto como empezó a hablar, sin
embargo, empezó a enmudecer y, faltándole las palabras, se sentó.
Entonces se levantó —según cuenta la leyenda— un hombre que no había
tenido maestro alguno, que no había tomado parte en la acción heroica de
su compañero y que no tenía virtud alguna salvo estar tocado —esa es la
expresión— por la magia de la palabra precisa. El vio, él narró; y
describió los méritos de aquella hazaña de tal manera que, nos asegura la
leyenda, las palabras «cobraron vida y empezaron a caminar por el
interior de los corazones de quienes escuchaban». Desde ese momento, al
comprobar la tribu que las palabras estaban vivas de verdad y temiendo

Página 97
que el hombre de las palabras pudiera crear con ellas historias falsas que
contara a los hijos de la tribu lo prendieron y lo mataron. Pero más tarde
descubrieron que la magia estaba en las palabras, no en el hombre[112].

Siete años después, en la espantosa escena de historia primitiva del


capítulo cuarto de Tótem y Tabú, Freud describió un episodio de curioso
paralelismo con el anterior en el que un violento padre primitivo es asesinado
y devorado por sus hijos que de esta forma ponen fin al régimen patriarcal. La
anécdota del contador de historias primitivo de Kipling tiene como
protagonista a un hombre «que no había tenido maestro alguno» y cuya sola
virtud es la de «la palabra precisa». Pero también él es asesinado por la tribu o
el clan primitivo por temor a que transmitiera ficciones sobre la tribu a los
hijos de esta. Solo más tarde, en Freud, los hijos del padre primitivo sienten
remordimientos y de esta manera el padre muerto llega a ser más fuerte de lo
que había sido el padre vivo. Solo más tarde, en Kipling, la tribu ve que «la
magia estaba en las palabras, no en el hombre».
El verdadero asunto de Freud en su escena de historia primitiva era la
transferencia, es decir, la aplicación o traslación a nuevos objetos de
sentimientos inconscientes que tenían su actualización en otros objetos. El
verdadero tema de la escena del contador de historias primitivo no es tanto el
cuento de la tribu o la magia de las palabras cuanto la libertad del contador de
historias, la vocación del hombre autodidacto que ya no conduce a la muerte
pero puede llevar a una muerte en vida. Lo que Kipling niega es su gran
temor, y es que en verdad la magia está tanto en el hombre que ha aprendido
sin necesidad de maestro como en las propias palabras.
Kipling, con su arrollador imperialismo y sus concesiones al
antiintelectualismo, podría parecer en principio fuera de lugar al lado de
Walter Pater, Oscar Wilde y William Butler Yeats. No obstante, Kipling
escribe con la actitud retórica de un asceta y tiene mucho de Pater en el
aspecto metafísico. Precisamente, la «Conclusión» a The renaissance, de
Pater, es el credo de los protagonistas de Kipling:

No ser capaces de apreciar en todo momento una chispa de pasión en


aquellos que nos rodean y una fuerza desgarradora en la brillantez de sus
dotes significa abandonar al tercer día una vida de cuatro. Con esta
conciencia del esplendor de nuestra existencia y de su espantosa
brevedad, y aunando todo aquello que somos en un esfuerzo desesperado
por ver y por tocar apenas tendremos tiempo para elaborar teorías sobre lo
que vemos y tocamos. Lo que tenemos que hacer es mantener siempre la

Página 98
curiosidad, someter a juicio las nuevas opiniones y abrirse a nuevas
impresiones[113].

Frank Kermode observó que Kipling era un escritor que prefirió


decididamente la acción y la técnica en vez del extendido arte por el arte, pero
eso es interpretar mal lo que Pater quería decir al final de su «Conclusión» a
The renaissanee y que expresó en una fórmula que pronto sería notoria:

Nos es concedido un intervalo de tiempo y después nuestro lugar en el


mundo desaparece para siempre. Algunos consumen este intervalo en una
apatía total, otros en grandes pasiones; los más sabios, al menos entre «los
niños de este mundo», en las artes y la música. Pues nuestra iónica opción
consiste en expandir ese intervalo, en que nuestro corazón dé los máximos
latidos dentro del tiempo dado. Las grandes pasiones nos pueden dar un
sentido acelerado de la vida, amor en forma de éxtasis o de dolor, los
variados tipos de actividades entusiásticas, desinteresadas o no, que nos
llegan de forma espontánea a la mayoría de nosotros. Pero ten por seguro
que es la pasión la que te puede ceder ese regalo de la conciencia
acelerada y múltiple. En esta sabiduría el rango más alto lo ostenta la
pasión poética, el deseo de belleza, el amor al arte por el arte; pues el arte
no te asegura otra cosa que intensificar y purificar al máximo cada
momento de tu vida, y sin esperar nada a cambio[114].

Al igual que Pater y que Nietzsche, Kipling sentía que si buscamos y


creamos ficciones es debido a que la verdad pura y dura acabaría por
destruirnos. «El amor al arte por el arte» no significa otra cosa que el que
necesitamos creer en una ficción al tiempo que sabemos que no es cierta, por
adoptar la versión de Wallace Stevens del credo de Pater. Y la ficción, según
Kipling, la escriben las fuerzas demoniacas que hay en nuestro interior, esas
«fuerzas desgarradoras». Tales fuerzas no tienen más sentido que los cuentos
y las canciones que producen. Lo que Kipling comparte finalmente con Pater
es la profunda convicción de que siempre estamos atrapados en un torbellino
de sensaciones, un concurso solipsista de impresiones que se amontonan unas
sobre otras con una gran viveza pero con escasa finalidad.

II

Página 99
Kipling fue un soberbio escritor de cuentos que desarrolló un puñado de
artefactos narrativos tras los que parapetarse y que en algunas ocasiones
impulsaron su vitalidad fundamental como autor pero que en otras quizá
fueran un impedimento. Su arte en las historias de su última etapa es
extraordinariamente sutil y marca su transición desde la novela Kim,
profundamente influida por Mark Twain, hasta esas formas oblicuas que
parecen haber sido afectadas por Joseph Conrad y Henry James.
«El hombre que pudo reinar» es probablemente el relato más famoso de
Kipling, y su éxito entre el público se debe con justeza a su hábil y vivida
caracterización de los personajes protagonistas, Camehan y Dravot. Por mi
parte, encuentro dificultad en defender la valoración crítica general de que
esta historia es una ambivalente alegoría del colonialismo británico. Aunque
traspasada por la ironía, «El hombre que pudo reinar» es esencialmente un
homenaje a la exuberancia y a la audacia de Camehan y Dravot.
La ironía erótica de «Sin beneficio del clero» y de «Lispeth» se ve
atenuada por lo que podría denominarse la nostalgia del propio Kipling hacia
un idealismo erótico que le había abandonado. Ameera y Lispeth son dos
figuras totalmente opuestas la una la otra, en un contraste que depende tanto
de sus propias personalidades como de sus diferentes experiencias en el amor
con ingleses. Kipling tiene la sagacidad de mostramos que el cumplimiento de
la naturaleza de Ameera la lleva, no obstante, a la muerte, mientras que, en
cambio, Lispeth logra sobrevivir (en Kim) gracias a su amargura y resquemor.
La notable originalidad de Kipling como cuentista encuentra su mayor
triunfo en «La iglesia que había en Antioquía», compuesta en una prosa
maravillosa totalmente invención de Kipling:

A espaldas del Circo Menor resonaron cuatro atronadoras trompetas, y


un estandarte apareció entre una docena de guardias a caballo. Sus sabias
monturas árabes, pequeñas y grises, empujaban suavemente a la multitud
con hombros y hocicos, como si buscaran caricias, mientras las trompetas
ensordecían el estrecho callejón. La presión se alivió pronto al llegar a
una plaza cercana. La patrulla se desplegó en cuatro grupos para tomar la
plaza, saludando a las imágenes de los dioses en cada esquina y en el
centro. La gente se detuvo, como de costumbre, a contemplar la habilidad
con que lanzaban el incienso desde las cruces de sus caballerías a los
pebeteros; los niños se ponían de puntillas para acariciar a los caballos, a
los que decían conocer; las familias se reencontraban en el husmeante
atardecer; los vendedores ambulantes ofrecían comida, y el gentío no
tardó en dispersarse por las avenidas principales[115].

Página 100
He ahí un instrumento distinto a la prosa de Huckleberry Finn o del
primer Henry James. Kipling escribe en un estilo medio que parece atemporal
pero que por descontado inaugura de forma consciente el inicio del siglo XX.
Aparentemente es una prosa llana que participa de una vacilante oscuridad,
como a continuación, en el final de este relato tremendo, «Mary Postgate»:

Sin embargo era evidente. Una mujer podía seguir siendo útil aun
cuando careciera de todo eso… incluso más útil que un hombre en ciertos
aspectos. Golpeaba como una máquina entre las cenizas ante la secreta
emoción que sentía. La lluvia estaba apagando el fuego, pero Mary sentía
—estaba demasiado oscuro para ver— que había cumplido con su misión.
Un pálido resplandor rojizo brillaba en el fondo de la incineradora,
aunque no llegaría a quemar la tapa de madera si cubría parcialmente el
fuego para protegerlo de la lluvia. Hecho esto, se apoyó sobre el atizador
y esperó, poseída de un éxtasis creciente. Dejó de pensar. Se entregó solo
a sentir. Un sonido que en algunos momentos de su vida había esperado
con angustia interrumpió su prolongado placer. Se inclinó hacia delante y
aguzó el oído sonriendo. No cabía la menor duda. Cerró los ojos y lo
absorbió por completo. El sonido cesó pronto.
—Vamos —murmuró a media voz—. Esto no es el fin.
El fin llegó luego con absoluta nitidez, como un arrullo entre dos
ráfagas de lluvia. Mary Postgate soltó de golpe el aire entre los dientes y
se estremeció de la cabeza a los pies.
—Eso es —asintió con satisfacción, y volvió a la casa, poniendo patas
arriba la rutina doméstica al darse el lujo de tomar un baño caliente antes
del té, y después bajó con un aspecto que, al verla relajadamente tendida
en el otro sofá, la señorita Fowler calificó de «¡muy atractivo!»[116].

Con una sádica sexualidad refinada, es así como Mary Postgate goza de la
lenta muerte de un aviador alemán que ha sido abatido y se encuentra
malherido y cuya agonía entre la maleza del jardín sirve para revitalizarla.
Kipling quizás se lo pone demasiado fácil al lector, pero de cualquier manera
seguimos estremeciéndonos con su arte. Este alcanza un logro de mayor
ambigüedad con «La señora Bathurst», cuyas narraciones indirectas nos dejan
perplejos y al mismo tiempo nos seducen y parecen tener más importancia
que el oscuro eros que ha llevado a la destrucción a los protagonistas del
cuento.

Página 101
Cuando yo era niño disfrutaba con Solo cuentos y siguen dándome
satisfacción en la vejez. ¿Cómo iba a ser posible mejorar el final de «El gato
que iba solo»?:

Entonces el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeña


hacha de pedernal (y suman tres cosas), y el Gato salió corriendo de la
Caverna, y el Perro lo persiguió hasta obligarlo a encaramarse a un árbol.
Y desde aquel día, de cada cinco hombres hay siempre tres que, cuando
encuentran al Gato, le arrojan algo, y todos los perros dignos de este
nombre lo persiguen hasta que se refugia en la copa de un árbol. Pero, por
su parte, también el gato cumple lo convenido. Mata los ratones y se
muestra cariñoso con los nenes mientras no le tiren demasiado de la cola.
Mas, cumplidos sus deberes, cuando sale la Luna y llega la noche, vuelve
de cuando en cuando a ser el Gato que va solo y todos los lugares le dan
lo mismo. Entonces se marcha a los Húmedos Bosques, o se sube a los
Húmedos Árboles, o camina por los Tejados Húmedos y solitarios,
meneando su cola salvaje, sin más compañía que su salvaje presencia[117].

El dominio que Kipling tiene del tono y de la visión está aquí cercano a lo
absoluto, y nos hace pensar una vez más en la enorme cantidad de tipos
distintos de relatos que escribió y en todas las diferentes perspectivas que
creó. Entre los narradores del siglo XX, Kipling se encuentra justo por debajo
de Henry James, D. H Lawrence y James Joyce, pero se le puede situar con
propiedad al lado de Jorge Luis Borges y de Isaac Bábel, como el fallecido
Irvin Howe[118] señaló con justicia.

Página 102
THOMAS MANN
(1875-1955)

Los mayores logros de Thomas Mann fueron sus novelas: La montaña


mágica, José y sus hermanos (en concreto Las historias de Jacob) y Doctor
Faustus. Pero su genialidad también asoma en sus novelas cortas y relatos que
demuestran —al igual que sus grandes novelas— la facultad que tenía de
transformar su penetrante ironía en mil cosas distintas. La ironía en Mann no
es tanto la propia condición del lenguaje literario en sí mismo como la
metáfora amalgamada de su ambivalente actitud hacia el individuo y la
sociedad.
No importa cuántas veces se lea y relea Muerte en Venecia: esta obra
resiste brillantemente el paso del tiempo y nunca queda anticuada. Creo que
se debe a la maravillosa máscara que Mann se confeccionó como
Aschenbach, quien comparte con el autor su encubierta homosexualidad y su
gusto por el decadentismo estético. La ironía del descenso de Aschenbach
hacia la muerte es que al mismo tiempo supone su despertar al deseo
auténtico.
Mario y el mago quizá haya quedado algo anticuado y como simple
testimonio de su tiempo, ahora que el fascismo ha sido reemplazado como
gran enemigo por el terror musulmán. Y aun así Cipolla sigue vivo: encama
de forma tan permanente los peligros del carisma político que la novela
volverá a tener vigencia.
«Desorden y dolor precoz» trasciende su contexto socioeconómico
principalmente porque la visión que ofrece del amor de un padre por su hija
pequeña mantiene un equilibrio entre la ironía y un eros enormemente sutil.
A pesar de su barniz irónico, me parece que la novela corta Tonio Kröger
se ha apagado. Su nostalgia burguesa ya no es actual, y en este caso la
venganza del tiempo ha triunfado sobre la postura irónica de Mann.
Sin embargo, Félix Krull conserva toda la exuberancia de su ironía, como
también la conserva su transformación final en la divertida novela sobre las
confesiones del estafador Félix Krull. La imagen demasiado frecuente del
artista como estafador se subsume en la visión de Mann sobre el intenso
erotismo de la vida del embaucador.

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JACK LONDON
(1876-1916)

Jack London murió en 1916, posiblemente por una sobredosis de droga.


Autodidacto, eligió para sí el nombre de Jack London y fue pescador de
ostras, marinero, trabajó en una central eléctrica, pero sobre todo fue un
vagabundo y un revolucionario hasta que se convirtió en escritor profesional y
a continuación en corresponsal de guerra. Viajero, ranchero, político
socialista, aventurero constante, escritor infatigable: la energía de London no
tenía límites. Sigue siendo todo un acontecimiento de nuestra literatura de
imaginación y una figura constante de la mitología americana.
Sus mejores relatos —incluyendo «Construir un fuego», «La loba», «Por
el amor de un hombre», «El apóstata»— superan literariamente en fuerza a
sus novelas y a sus obras fantásticas. El realismo de los relatos es tan extremo
e intenso que lindan con la fantasmagoría alucinatoria. Perros que se
transforman en lobos si no han sido antes devorados por ellos, y hombres que
tienen que luchar si no quieren ser también devorados. La muerte se encuentra
por todas partes en la Klondike de Jack London: los congelamientos, la
inanición y los lobos se unen para formar una múltiple amenaza.
La llamada de lo salvaje (1903) comienza con una parte titulada «Hacia
lo primitivo» que bien podría servir de lema a Jack London en su búsqueda
literaria. Aquí quiero centrarme en «La loba», la segunda historia o episodio
de Colmillo Blanco (1906). El crudo sentido del determinismo que tenía
London invade por completo el libro cuyo primer episodio, «El rastro de la
presa», concentra lo metafísico de la obra:

A la selva boreal no le gusta el movimiento. Para ella la vida es un


insulto, pues lo que vive se mueve y la selva siempre destruye cuanto
goza de movilidad. Hiela el agua para impedir que corra hacia el mar;
arranca la savia de los árboles hasta que se hielan sus poderosos
corazones. Pero la naturaleza boreal ataca de la manera más feroz y
terrible al hombre, aniquilándole y obligándolo a la sumisión; al hombre,
que representa la vida en su más alta capacidad de movimiento, el eterno

Página 104
rebelde, que lucha continuamente contra la ley según la cual el
movimiento termina siempre en reposo[119].

Jack London escribe en el intervalo que va desde el análisis de la voluntad


de vivir, de Schopenhauer, hasta la extraña percepción de Freud de que
nuestro destino y nuestro origen está en lo inanimado, visión que ofrece en
Más allá del principio de placer. Pero, a pesar de rendir tributo a lo salvaje,
London sigue conservando una especie de humanismo desesperado.
Alcanzados por una manada de lobos, Bill y Henry, «dos hombres que
todavía no estaban muertos», se distinguen por la dignidad con la que se
preocupan el uno del otro y por su coraje desesperado. Cuando solo les
quedan tres balas y seis perros de trineo se ven desbordados por los lobos que
los rodean. Su némesis particular resulta ser una loba, una husky que tiraba
del trineo y que, tras haber regresado a lo salvaje, es ahora la líder de la
manada.
En el siguiente capítulo, el destino de los perros que mueren víctimas de
la loba es seguido por Bill, y Henry se convierte en un solitario superviviente.
La especial facultad de London hace que su empatía se reparta por igual entre
la loba y sus antagonistas humanos. En autores de literatura infantil esa
postura sería más esperable. No se me ocurre en literatura popular para
adultos ningún otro caso análogo a la afinidad que London siente por los
animales exceptuando a Kipling, quien con una enorme belleza logra borrar
las fronteras entre literatura infantil y literatura adulta. Kipling fue de lejos un
escritor mucho más versátil y dotado que Jack London y no hay en él nada del
salvaje primitivismo de London. Pero es esa adoración por lo salvaje lo que
sigue distinguiendo a London de casi cualquier escritor, y he ahí la razón
principal del permanente atractivo que ejerce sobre lectores de todo el mundo.

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SHERWOOD ANDERSON
(1876-1941)

Desde el punto de vista histórico, Sherwood Anderson ha sido una figura


importante para el desarrollo del cuento americano durante las décadas de
1920 y 1930. Influido por el naturalismo de Theodore Dreiser y por la prosa
experimental de Gertrude Stein, Anderson desarrolló un arte narrativo lo
suficientemente personal como para convertirse en vina decisiva y temprana
influencia para Ernest Hemingway y William Faulkner, aunque ambos, más
bien ingratamente, acabarían satirizándole.
Los obsesivos personajes grotescos de Anderson, cada uno de ellos
atrapado en su propia perspectiva son, por lo general, los protagonistas de sus
historias de mayor éxito. Pero el cuento de Anderson que más me gusta,
«Muerte en el bosque», trata de un personaje que ha sido una víctima toda su
vida y con tan escasa conciencia de ello que no puede ser considerado
grotesco. «Muerte en el bosque», relato tardío publicado en 1933, narra la
triste historia de Ma Marvin, una mujer pobre y sola de la que se han
aprovechado toda la vida. Anderson ni le rinde homenaje ni se compadece de
ella, pero la transforma en su conjurador poema en prosa: «Algo tan completo
tiene su propia belleza». El narrador, claramente un sustituto de Anderson,
experimenta su propia transformación en un artista a la vez que se inicia su
despertar sexual con la contemplación del cuerpo congelado de la anciana, de
un extraño aspecto blanco y adorable como si hubiera vuelto a ser una niña.
Al releer «Muerte en el bosque», después de haberme enfrentado a él (y
haberlo enseñado en mis clases) por vez primera hace medio siglo, he sentido
que me impresionaba y estremecía. Al centrarse en la visión que el narrador
ofrece de la muerte de Ma Marvin, Anderson reduce su muerte a sus
consecuencias estéticas que sirven de material para la historia. El narrador se
aprovecha de la anciana tanto como los humanos y los animales se han
aprovechado siempre de ella. Uno espera hallar algo de ironía en esa
conciencia de la culpabilidad del artista en «Muerte en el bosque», pero no la
hay. Esa ausencia indica la pureza de Anderson como cuentista, y también sus
limitaciones.

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STEPHEN CRANE
(1879-1900)

La principal contribución de Stephen Crane a la literatura americana sigue


siendo su novela sobre la Guerra de Secesión, La insignia roja del valor. Pero
su talento era variado: un puñado de poemas experimentales suyos todavía
son capaces de hacemos vibrar y sus tres relatos mejores siguen dando
satisfacciones a los amantes del género.
Corresponsal de guerra por vocación entusiasta, Stephen Crane fue el
Hemingway de su época, siempre en persecución de material que convertir en
arte narrativo. «El bote abierto» está basado directamente en la propia
experiencia de Crane, mientras que «El hotel azul» y «La novia llega a
Yellow Sky» reflejan sus viajes por el oeste americano. La muerte de Crane
por tuberculosis a los veintiocho años supuso una pérdida extraordinaria para
las letras americanas, y sus tres magníficos relatos se pueden considerar sus
obras más prometedoras.
«El bote abierto» fue concebido para ser, como dijo Crane, fiel a los
hechos, pero es muy diferente de «La historia de Stephen Crane contada por
él mismo», su relato periodístico de cómo logró sobrevivir al hundimiento del
Commodore, carguero que transportaba armas para los rebeldes cubanos
sublevados contra España en enero de 1897. Muy admirado por Joseph
Conrad, «El bote abierto» manipula la realidad hasta el punto de convertirla
en fantasmagórica. Los cuatro supervivientes del Commodore aparecen
flotando frente a una costa que, sin saber por qué, se niega siquiera a
observarlos. Incluso cuando la gente de la orilla los saludaba era incapaz de
darse cuenta del aprieto en el que los supervivientes se encontraban. Sin otra
opción que intentar por los propios medios y sin ayuda dirigirse a tierra, el
bote se hunde en el agua helada y Crane nada hasta la orilla con una increíble
dificultad. «El bote abierto» concluye con una oración que refleja la compleja
naturaleza de tan terrible experiencia:

Cuando se hizo de noche las blancas olas avanzaban y retrocedían a la


luz de la luna, y el viento llevaba a los hombres de la orilla el sonido de la

Página 107
enorme voz del mar, y ellos creyeron que podían entonces
interpretarlo[120].

Uno piensa en Melville y en Conrad como intérpretes del espejo del mar;
si Stephen Crane es su equivalente visionario, solo puede serlo a modo de
alguien un tanto ajeno. Lo que Crane transmite es la inconmensurabilidad del
mar cuando es contemplado desde la tierra. Cuando pienso en «El bote
abierto», lo que primero me viene a la mente es la frustración y el total
desamparo de los supervivientes en el bote, incapaces de comunicarles a los
de la orilla la precariedad y desesperación del naufragio. Crane, que no fue un
moralista como Conrad ni un gnóstico rebelde como Melville, apenas puede
revelamos cuál es su interpretación.
«La novia llega a Yellow Sky» es una comedia genial, aunque también
incide en el absurdo de la incapacidad de reconocer. Scratchy Wilson, el
pistolero lunático y alcoholizado del relato, no puede aceptar el enorme
cambio que le propone Jack Potter, el jefe de la policía local, desarmado y
además acompañado de su nueva novia:

—Bien —dijo Wilson al fin, lentamente—. Supongo que el asunto


está ya terminado.
—Está terminado si tú lo dices, Scratchy. Bien sabes que yo no
empecé el lío.
Potter alzó la valija.
—Bueno, digo que está terminado, Jack —dijo Wilson. Miraba al
suelo—. ¡Casado!
Scratchy no era un estudioso de la caballerosidad; ocurría
simplemente que, frente a esta situación desconocida, era como un niño
de las antiguas llanuras.
Recogió su revólver de estribor y, colocando ambas armas en las
cartucheras, se alejó. Sus pies dibujaban, al caminar, huellas en forma de
embudo sobre la gruesa arena[121].

Al igual que en «El bote abierto», Crane se basa en la oposición total de


incongruencias. Mar y tierra están tan lejos entre sí como lo están el
matrimonio y Scratchy Wilson, quien solo sabe que una parte de su mundo ha
terminado para siempre. Crane actúa como intérprete y, sin embargo, se
mantiene a cierta distancia de ese absurdo que está a un tris de escapar a la
interpretación.

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Crane trabajó mucho en la escritura de «El hotel azul», su obra maestra
narrativa. El personaje del sueco es una especie de culminación de Crane: un
personaje verdaderamente desagradable y cuya realidad es tan convincente
que llega a ser opresiva. Seducido por el mito del lejano oeste, el sueco
intenta adoptar sus códigos, pero lo único que consigue en cambio es
convertirse en un bravucón y un intruso. Su pelea con el joven Scully resulta
ser una victoria pírrica, pues queda totalmente aislado hasta provocar que el
jugador lo mate. Lo demás es ironía:

El cadáver del sueco, que había quedado solo en la cantina, tenía los
ojos fijos en un terrible letrero colocado en la parte superior de la caja
registradora: «Esto registra el importe de su compra»[122].

Pero ¿ha comprado el sueco su muerte o le han llevado hasta ella? La


ironía final de Crane consiste en revelar que el joven Scully ha estado
haciendo trampas con las cartas y de esta forma provocar al sueco para que
pelee con todo derecho. ¿Está en lo cierto el hombre del este cuando termina
la historia afirmando que cinco hombres, él incluido, colaboraron en el
asesinato del sueco? Yo creo que el lector lo interpreta de otra forma. El
sueco y el mito del oeste son los únicos culpables.

Página 109
JAMES JOYCE
(1882-1941)

Es un lugar común cierto en la crítica la observación de que Dublineses,


de James Joyce, es una visión de juicio tanto dantesco como blakiano. «Los
muertos», la obra maestra del volumen, sigue abiertamente a Dante en cuanto
a su diseño, como demostró Mary Reynolds[123] por primera vez. En los
últimos cantos del Infierno aparece el Cocito, lago helado que aprisiona a
aquellos que han traicionado a su país, a sus familiares, a sus amigos, a sus
benefactores y a sus huéspedes. A Gabriel Conroy, protagonista de «Los
muertos», lo veía Joyce como uno de esos traidores, aunque más de
pensamiento y sentimiento que de obra. Ese juicio de Joyce implícito puede
parecer algo severo, pero fue Dante quizás el más intransigente de todos los
poetas moralistas. Gabriel Conroy es un débil y un parásito, una especie de
artista fracasado a pesar de que la mayoría de nosotros no lo consideraría un
condenado. Pero no somos Joyce, ni Dante ni Blake ni Milton, y estos cuatro
visionarios —a pesar de las diferencias que los separan— nos habrían
condenado ya a muchos de nosotros al infierno.
El pobre Gabriel tiene cualidades muy humanas que comparte con el
propio Joyce y puede ser que, como muchos críticos han sostenido, el
antihéroe de «Los muertos» sea tanto un autorretrato joyciano como una
autocondena, aunque eso es demasiado simple como para adecuarse a esta
novela corta ambigua y exquisita. Yo nunca me he creído eso que Sir William
Empson llamó «la calumnia de Kenner», es decir, ese intento de Hugh
Kenner[124], siguiendo a Eliot, de hacer que Joyce volviera a la ortodoxia
católica contra la que el autor de Dublineses se había rebelado. La
depravación original es una idea tan de Joyce como de Blake. Cuando Gabriel
Conroy se somete a sí mismo a un juicio final es posible que no coincidamos
con su severidad:

Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí mismo. Se vio como una


figura ridícula, actuando como recadero de sus tías, un nervioso y
bienintencionado sentimental, alardeando de orador con los humildes,

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idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había
visto momentáneamente en el espejo[125].

Hay algo universal en esa estimación de uno mismo; tanto como para
provocar en muchos lectores gestos de reconocimiento. Pero Joyce no fue tan
duro como Dante, y el creador de Poldy Bloom, el Ulises de Dublín, fue un
moralista tan poco tenebroso como demostró ser el bueno de Poldy. Este fue
de forma sublime un hombre que no sentía odio, curioso y cortés en todos los
aspectos. Gabriel Conroy no es Poldy, pero tampoco es un habitante del
Infierno de Dante, independientemente de la intención simbólica que le diera
Joyce. En Ulises se funden lo simbólico y lo naturalista del arte de Joyce,
pero en Dublineses tienden a separarse. Las traiciones del pobre Gabriel son
bastante corrientes y molientes; son menores porque con mucha frecuencia él
es alguien menor. Quizá le sea imposible trascender el amor a sí mismo, y, sin
embargo, la fantástica visión con la que concluye «Los muertos» aboga por
una momentánea trascendencia del yo:

Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los
muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues
presencias. Su propia identidad se esfumaba…[126]

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FRANZ KAFKA
(1883-1924)

En el obituario sobre su amante, Franz Kafka, Milena Jesenská[127]


esbozó el perfil de un gnóstico moderno, de un escritor cuya visión fue el
kenoma, el vacío cósmico hacia el que nos vemos abocados:

Fue un eremita, un hombre de introspección al que le asustaba la


vida… Él veía el mundo lleno de demonios invisibles que asaltan y
destruyen al hombre indefenso… Todas sus obras describen el terror de
las equivocaciones misteriosas y de la culpabilidad sin culpa en los seres
humanos[128].

Milena —brillante, valiente y llena de amor— pudo haber distorsionado


esa forma que Kafka tenía de deslizarse, a modo de bella huida, entre las
posturas canónica judía y la judía gnóstica. Max Brod, respondiendo a la ya
famosa afirmación de Kafka —«somos pensamientos nihilistas que acudieron
a la cabeza de Dios»— le explicó a su amigo la concepción gnóstica de que el
Demiurgo había hecho que este mundo fuera pecador y maligno. Kafka
replicó que no creía que nosotros fuéramos una recaída tan radical de Dios
sino tan solo consecuencia de su mal humor pasajero, pues tuvo un mal día.
Siguiendo en esa línea, el honesto Brod le preguntó si ello significaba que
había esperanza fuera de nuestro universo. Kafka sonrió y dijo de un modo
encantador: «Hay muchísima esperanza: para Dios la esperanza es inacabable;
solo que para nosotros no».
A pesar de los intentos llenos de autoridad de Gershom Scholem por
adjudicarlo al gnosticismo judío, Kafka es al mismo tiempo más y menos que
un gnóstico, como podría esperarse. Yaveh se puede salvar, y esa degradación
divina que resulta fundamental para el gnosticismo no es un elemento del
mundo de Kafka. Pero fuimos creados del barro uno de esos días en que
Yaveh estaba de mal humor; quizás había dispepsia divina o hacía demasiado
bochorno en el jardín que Yaveh había plantado en Oriente. Yaveh es

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esperanza, y nosotros no tenemos esperanza. Somos las cornejas o los
cuervos, los kafkas (pues eso es lo que su nombre significa en checo) cuya
imposibilidad estriba en lo que significan los cielos: «Las cornejas afirman
que una sola corneja podría destruir el cielo. Eso es indudable, pero no es
ninguna prueba contra el cielo, porque cielo significa, precisamente,
imposibilidad de cornejas»[129].
Según el gnosticismo existe un ser extraño, un Dios completamente
trascendente, y el maestro, tras una serie de esfuerzos considerables, puede
encontrar el camino de regreso al espíritu y a la totalidad. El gnosticismo es
por tanto una religión de la salvación, si bien la más negativa de todas esas
visiones que salvan. La espiritualidad kafkiana no deja espacio para la
salvación, y por tanto no es gnóstica. Pero Milena Jesenská tenía razón al
insistir en que el terror de Kafka es afín al pavor gnóstico al kenoma, que
consiste en el mundo gobernado por los arcontes. Kafka da un imposible paso
más allá del gnosticismo al negar que haya esperanza para nosotros en lugar
alguno.
En los aforismos que Brod tituló con poco acierto «Reflexiones sobre el
pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero», Kafka escribió que la
tarea que nos correspondía era lograr lo negativo, pues lo positivo ya había
sido dado. No está claro en qué medida conocía Kafka la Cábala. Dado que él
escribió una nueva Cábala, puede dejarse a un lado la cuestión de las fuentes
gnósticas judías. De hecho, aunque parezca una atractiva rareza (yo lo
consideraría un ejemplo más de la vieja insistencia de Blake en que las
expresiones de adoración y de culto están sacadas de cuentos poéticos)
nuestra interpretación de la Cábala resulta ser kafkiana, ya que Kafka influyó
profundamente en Gershom Scholem y nadie será capaz de superar en las
próximas décadas esa equivocada interpretación —ya se la considere creativa
o radical— que Scholem ha hecho de la Cábala. Insisto en esto para destacar
lo chocante de su valor: leemos la Cábala a través de Scholem desde una
perspectiva kafkiana de forma similar a como leemos la personalidad del ser
humano y sus miméticas posibilidades a través de las perspectivas que nos
ofrece Shakespeare, pues en esencia Freud actúa de mediador entre
Shakespeare y nosotros y en cualquier caso se basa en él. Hoy en día nuestra
percepción de todo lo relativo a la tradición cultural judía y que no sea la
canónica está dominada por una actitud kafkiana fáctica o contingente.
En su diario de 1922, Kafka meditaba, el 16 de enero, sobre algo «como
un hundimiento», en el que manifestaba su «imposibilidad de dormir,
imposibilidad de estar despierto, imposibilidad de soportar la vida o, más

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exactamente, el curso la vida»[130]. Los relojes empezaban a no coincidir,
pues su reloj interior de escritor «corre de una manera diabólica o demoniaca
o en todo caso inhumana, el reloj exterior de la vida sigue su marcha habitual
titubeando. Qué otra cosa puede ocurrir sino que esos dos mundos se separan
o al menos se desgarran horriblemente»[131]. Muy por la tarde K llega al
pueblo completamente nevado. Tiene delante el Castillo, pero incluso la
colina sobre la que está asentado se encuentra cubierta de bruma y de tinieblas
y ni una sola luz indica que ahí está el Castillo. K permanece sobre un puente
de madera que conduce desde la carretera principal al pueblo mientras que en
vez del pueblo contempla «el ilusorio vacío que hay arriba», donde debería
estar el Castillo. No sabe aquello que siempre se negará a conocer, esto es,
que el vacío es «ilusorio» en todos los sentidos posibles, pues lo que está
contemplando es el kenoma, cuyo origen se encuentra en la no coincidencia
de los relojes, en el divorcio de todos los mundos, los interiores y los
exteriores.
Al escribir sobre lo que K está viendo, Kafka deja patente cuál es el coste
de tal confirmación en un párrafo que profetiza a Scholem, pero con una
diferencia que Scholem intentaría anular combinando el sionismo y la Cábala.
Kafka sabía algo más, quizá solo para sí mismo, pero quizá lo sabía también
para los demás:

Segunda: esa persecución toma una dirección que me aparta de la


humanidad. La soledad, que en su mayor parte me ha venido impuesta
desde siempre, pero que en parte ha sido buscada por mí —pero qué otra
cosa sino imposición era también esto—, esa soledad se vuelve ahora
completamente inequívoca y llega a su extremo. ¿Adónde conduce?
Puede conducir, y parece lo más evidente, a la demencia, sobre eso no
cabe decir nada más, la caza pasa por medio de mí y me desgarra. O bien
yo puedo —¿puedo?—, aunque solo sea en mínima parte, mantenerme, o
sea, dejarme arrastrar por la caza. ¿Adónde llego entonces? «Caza» es
solo una imagen, también puedo decir «asalto a la última frontera
terrenal», asalto desde abajo, desde el hombre, y, como también eso es
una imagen, puedo sustituirlo por la imagen del asalto desde arriba, hacia
mí, que estoy abajo.
Toda esta literatura es asalto a la frontera y fácilmente habría podido
evolucionar, si no se hubiese interpuesto el sionismo, hacia una nueva
doctrina secreta, hacia una cébala. Hay indicios en ese sentido. De todos
modos, aquí haría falta un genio inimaginable, un genio que eche de

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nuevo sus raíces en los siglos pasados o que cree de nuevo los siglos
pasados, y que no haya gastado sus fuerzas en hacer todo eso, sino que
solo ahora comience a gastarlas[132].

Consideremos las tres metáforas de Kafka que tan lúcidamente va


sustituyendo una por otra. La búsqueda es de ideas, siguiendo esa forma de
introspección tan típica de la escritura de Kafka. Sin embargo, esta metáfora
es también un atravesar «por medio de mí» y un desgarrar al yo. Kafka
sustituye la metáfora de la «caza» por la del asalto de la humanidad, desde
abajo, a la última frontera terrenal. ¿En qué consiste esa frontera? Ha de ser la
división entre nosotros y el cielo. Kafka, el cuervo o corneja, atraviesa con su
escritura la frontera y con ello da a entender que también podría destruir el
cielo. En una nueva sustitución, la metáfora pasa a ser «un asalto desde arriba,
hacia mí, que estoy abajo», y ese «desde arriba» no apunta a otra cosa que a
lo que el cielo supone, es decir, la imposibilidad de kafkas o cornejas. El cielo
asalta a Kafka por medio de su escritura; «toda esta literatura es asalto a la
frontera», que ahora ha de tratarse de la propia frontera de Kafka. Uno piensa
en el concepto más complejo de Freud: el «concepto de frontera», más
complejo aún que el instinto del yo corpóreo. El cielo asalta el yo corpóreo de
Kafka, pero solo por medio de su propia escritura. Ciertamente, un asalto tal
no deja de ser judío, y tiene que ver tanto con la tradición judía normativa
como con la esotérica.
Pero según el propio Kafka su propia escritura podría haber evolucionado
hacia una nueva cábala de no haber tomado parte el sionismo. ¿Cómo hemos
de interpretar esa curiosa afirmación de que el sionismo es el agente que
impide que Franz Kafka se convierta en otro Isaac Luria[133]? Kafka escribe
con oscuridad y sin modestia: «Hay indicios en ese sentido». Nuestro maestro
Gershom Scholem es quien nos guía aquí en la interpretación. Esos indicios
los tendría solo Kafka o como mucho unos pocos elegidos de su círculo más
cercano. No pueden extrapolarse al judaísmo, ni siquiera a su elite, porque el
sionismo ha ocupado el lugar de la Cábala mesiánica, incluyendo
supuestamente a la Cábala herética de Nathan de Gaza[134], profeta de
Sabbatai Zvi[135], y a todos sus seguidores hasta llegar al blasfemo Jacob
Frank[136]. La influencia de Kafka en Scholem es en este punto decisiva, pues
Kafka ha llegado ya a la tesis central de Scholem acerca del vínculo entre la
Cábala de Isaac Luria, el mesianismo de los sabatarios y de los seguidores de
Jacob Frank, y el sionismo político que hizo posible el renacer de Israel.

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Kafka prosigue curiosamente con la idea de que todavía no posee ese
«genio inimaginable» que sea capaz de enraizar de nuevo en el judaísmo
arcaico, supuestamente de tipo esotérico, o que más asombrosamente «cree de
nuevo los siglos pasados», aunque Scholem insistía en que Kafka lo había
conseguido. Pero ¿podemos hablar, igual que quiso hacer Scholem, de la
Cábala de Franz Kafka? ¿Hay alguna secreta doctrina nueva en sus
extraordinarios relatos y en sus soberbias parábolas y paradojas, o Kafka no
empleó su genio en una nueva creación de los siglos pasados judíos?
Seguramente Kafka se habría juzgado a sí mismo con severidad y habría
llegado a la conclusión de que había gastado sus fuerzas en hacer todo ello, en
lugar de ser el tipo de escritor que «solo ahora comience a gastarlas». Kakfa
murió solo dos años y medio después de haber consignado estos
pensamientos, justo cuando iba a cumplir cuarenta y uno. Pero como
propugnador de una nueva Cábala probablemente habría llegado —él y
cualquier otro— tan lejos como hubiera podido. Ninguna Cábala, sea la de
Moisés de León[137], Isaac Luria, Moisés Cordovero[138], Nathan de Gaza o
Gershom Scholem, es precisamente fácil de interpretar, pero la doctrina
secreta de Kafka, si es que existe, está elaborada de manera indescifrable. Mi
principio operativo al leer a Kafka consiste en observar que hizo todo lo
posible para escapar a cualquier interpretación, lo cual solo significa que lo
que más necesidad tiene de interpretación en los escritos de Kafka es su
obstinado y deliberado afán por escapar a la interpretación. La fórmula que
tiene Erich Heller[139] para abordar tal evasión es que la ambigüedad nunca se
ha considerado una fuerza elemental, pero precisamente lo es en las historias
de Kafka. Podría ser, pero la evasión no es la misma cualidad literaria que la
ambigüedad.
La evasión es algo intencionado; consiste en escribir entre líneas, si
tomamos prestada una bella metáfora de Leo Strauss. ¿Qué significa cuando
alguien que indaga y busca una nueva negación, o quizá se trate más bien de
un revisionista de una vieja negación, convierte a la evasión de toda
interpretación posible en el tema principal de su obra? Kafka no pone en duda
la culpa, pero lo que quiere es que sea posible que los hombres disfruten del
pecado sin la culpa, casi sin la culpa, leyendo a Kafka. Disfrutar del pecado
sin la culpa es escapar a la interpretación, en el sentido exacto de la palabra
«interpretación» que predomina entre los judíos. La tradición judía, ya sea
canónico-normativa o la esotérica, nunca ha enseñado a formularse la
pregunta de Nietzsche de quién es el que interpreta, y qué poder pretende
ejercer sobre el texto. En cambio, la tradición judía se pregunta: ¿está el que

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interpreta en la línea de aquellos que han intentado elevar un cerco alrededor
de la Torá en todas las épocas? El dominio de la evasión en Kafka no es un
dominio sobre su propio texto y lo que hace es elevar un cerco alrededor de la
Torá de nuestra época. Sin embargo, nadie anterior a Kafka construyó tal
cerco totalmente a partir de la evasión; ni siquiera Maimónides o Yehudah
Halevi[140]; ni siquiera Spinoza. El más sutil y evasivo de todos los escritores
sigue siendo Kafka, el sabio moderno más severo e intransigente de lo que
habrá de ser la tradición cultural judía del futuro.

II

La corneja o cuervo o kafka es también la extraña figura del gran cazador


Gracchus (cuyo nombre en latín también significa cuervo), que no está vivo
sino muerto, aunque esté flotando, como si viviera, en su barca mortuoria
hasta el fin de los tiempos. Cuando el quisquilloso alcalde de Riva le pregunta
arrugando la frente: «¿Y no tiene usted ninguna relación con el más
allá?»[141], el cazador se defiende respondiéndole con gran ironía:

Me encuentro siempre —respondió el cazador— en la gran escalinata


que conduce a lo alto. Voy desplazándome por esa escalinata de infinita
anchura, a veces hacia arriba, a veces hacia abajo, a veces hacia la
derecha, a veces hacia la izquierda, siempre en movimiento[142]. El
cazador se había convertido en una mariposa. No se ría[143].

Al igual que el alcalde, no nos reímos. Al ser un cuervo, Gracchus


bastaría para destruir el cielo, pero nunca llegará tan arriba. El cielo supone la
imposibilidad o la ausencia de cuervos o cazadores, y de ahí que se haya
convertido en una mariposa, que es todo a lo que puede llegar desde la
perspectiva del cielo. Y no se le puede culpar por ello:

Había vivido alegre, y alegre morí. Antes de subir a bordo alegre


arrojé ante mí el mísero morral, la caja y la escopeta que siempre había
llevado con orgullo, y me deslicé en la mortaja como una chiquilla en su
vestido de novia. Aquí yacía y esperaba. Después sucedió la desgracia.
«Un destino atroz —dijo el alcalde alzando la mano como para apartar
de sí semejante cuadro—. ¿Y usted no tiene la culpa de nada?». «¿La
culpa? En absoluto —dijo el cazador—; era cazador, ¿qué culpa hay en
ello? Cumplía mi cometido de cazador en la Selva Negra, donde por

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entonces abundaban todavía los lobos. Los acechaba, les disparaba, les
abatía, los desollaba, ¿qué culpa hay en eso? Mi trabajo era bendecido. El
gran cazador de la Selva Negra, me llamaban. ¿Qué culpa hay en eso?».
«Yo no soy quién para decidirlo —dijo el alcalde—, aunque tampoco a
mí me parece que haya culpa alguna. Pero entonces ¿quién es culpable?».
«El barquero», dijo el cazador. […] Nadie leerá lo que estoy escribiendo;
nadie vendrá a ayudarme; si el ayudarme se convirtiera en un deber, se
cerrarían las puertas de todas las casas, se cerrarían todas las ventanas,
todos se quedarían en la cama, tapándose la cabeza con la manta; la tierra
entera se volvería un albergue nocturno. Y bien está que así sea, pues
nadie sabe de mí, y aunque conocieran mi paradero no sabrían cómo
retenerme en él, y aunque supieran cómo retenerme no sabrían cómo
ayudarme. La idea de querer ayudarme es una enfermedad que ha de
curarse guardando cama[144].

¡Qué admirable resulta Gracchus, incluso comparado con los héroes


homéricos! Ellos saben o creen saber que estar vivo, por muy mal que uno
esté, es preferible a ser el más importante de los muertos. Pero Gracchus solo
quería ser él mismo, feliz de ser un cazador mientras vivía y alegre por ser un
cadáver mientras está muerto: «me deslicé en la mortaja como una chiquilla
en su vestido de novia». Con tal de que todo suceda en el orden debido,
Gracchus está más que satisfecho. La culpa ha de tenerla el barquero y se
limita a la incompetencia. Muerto y además capaz de articular pensamientos,
no existe ayuda posible para Gracchus: «La idea de querer ayudarme es una
enfermedad que ha de curarse guardando cama».
Después de ofrecer la impactante metáfora de la tierra toda cerrando de
noche como una posada y con todo el mundo arropado con las mantas hasta la
cabeza, Gracchus lo juzga así: «Y bien está que así sea». Eso tiene su sentido
por la sencilla razón de que en el mundo de Kafka, como en el de Freud o en
el de Scholem, o en cualquier otro mundo conformado en profundidad por la
memoria judía, todo tiene necesariamente su sentido, un sentido total incluso
si Kafka se niega a colaborar para que esto pueda comprenderse.
Pero ¿qué clase de mundo es ese en el que todo tiene sentido, en el que
todo parece exigir interpretación? Puede haber sentido en todas las cosas,
como J. H. van den Berg[145] escribió en una ocasión en oposición a la teoría
de Freud sobre la represión, únicamente si todas las cosas ya pertenecieran al
pasado y nunca más volviera a haber nada totalmente nuevo. Ciertamente tal
es el mundo de los grandes rabinos canónicos del segundo siglo de la era

Página 118
común, y en consecuencia el mundo de la mayoría de los judíos desde
entonces. Se nos ha dado la Torá, ha surgido el Talmud para complementarla
e interpretarla, otras interpretaciones en la cadena de la tradición se van
forjando en cada generación, pero los límites de la Creación y de la
Revelación ya se han fijado en la memoria de los judíos. Todo tiene sentido
porque todos los sentidos ya están presentes en la Biblia hebrea, los cuales
por definición han de ser totalmente inteligibles, incluso aunque su
inteligibilidad máxima no se hiciese posible hasta la llegada del Mesías.
Gracchus, cazador y corneja, es Kafka, perseguidor de ideas y corneja, y
el viaje sin fin y sin esperanza de Gracchus es el párrafo que Kafka ha escrito
en parte en una lengua que no es la suya, y en gran parte en una vida que
tampoco es la suya. Kafka estaba estudiando intensivamente hebreo cuando
escribió «El cazador Gracchus» a comienzos de 1917, y creo que podemos
considerar los viajes del muerto e insepulto Gracchus una especie de símbolo
del estudio tardío por Kafka de su lengua ancestral. Todavía seguía
estudiando hebreo en la primavera de 1923, muy avanzada la tuberculosis que
padecía, y viendo que se acercaba el fin comenzó a anhelar Sion con la ilusión
de recobrar la salud y de afianzar definitivamente su identidad viajando a
Palestina. Al igual que Gracchus, padeció una especie de vida en muerte, si
bien a diferencia de él alcanzó la liberación de la muerte total.
El cuento o parábola larga «El cazador Gracchus» no es el relato de un
judío errante o de un holandés volador, porque el simbolismo de la escritura
de Kafka no es un andar vagando sino una especie de repetición, una
construcción laberíntica e intrincada. Su escritura no consiste en la repetición
de sí misma sino en la de una interpretación esotérica judía de la Tora que
Kafka apenas conoce y ni siquiera necesita conocer. Lo que esta
interpretación le dice a Kafka es que no existe una Torá escrita sino solo oral.
En cualquier caso, Kafka no tiene a nadie que le explique en qué consiste esta
Torá oral; por tanto lo que hace es sustituir su propia escritura por esa Torá
oral de la que no puede disponer. Está precisamente en la misma posición que
el cazador Gracchus, quien concluye diciendo: «Estoy aquí, no sé más, no
puedo hacer más. Mi bote no tiene timón, lo lleva el viento que sopla en las
regiones más profundas de la muerte»[146].

III

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¿Qué es el Talmud sino un mensaje desde la lejanía?, le escribía Kafka a
Robert Klopstock el 19 de diciembre de 1932. ¿Qué era para Kafka toda la
tradición del judaísmo sino un mensaje desde una infinita lejanía? En eso
consiste con seguridad gran parte de la famosa parábola «Un mensaje
imperial» que concluye contigo, lector, cuando sentado a la ventana al caer la
tarde sueñas que Dios, en su lecho de muerte, ha enviado un mensaje para ti.
Heinz Politzer[147] lo leyó como si fuera una parábola nietzschiana y de esta
manera cayó en la trampa de la evasividad kafkiana:

Al describir el destino de la parábola en una época en que las verdades


metafísicas escasean, el mensaje imperial se ha transformado en la
fantasía subjetiva de un soñador que se sienta al pie de una ventana con la
visión de un mundo entenebrecido. La única información auténtica que se
ofrece en esta historia es la noticia de que el emperador ha muerto. Tal
noticia la tomó Kafka de Nietzsche[148].

No: pues incluso si la parábola se sueña, la parábola transmite una verdad.


El Talmud existe: él sí que es un mensaje desde la lejanía. La distancia es
enorme y no puede llegar hasta ti; existe la esperanza, pero no para ti. Y
tampoco está tan claro eso de que Dios haya muerto. Siempre está muriéndose
y, sin embargo, siempre está susurrándole en el oído algún mensaje al ángel.
Te han dicho que nadie puede abrirse paso a través de aquí, ni siquiera con el
mensaje de un muerto, pero en realidad el emperador no muere en la parábola
según el texto.
La lejanía forma parte de la noción fundamental que Kafka tiene de la
negación, que no es una negación hegeliana o heideggeriana sino que está
muy próxima a la negación de Freud y también a la imagen de la negación
que elaboraron los cabalistas de Scholem. Pero voy a dejar la visión judía que
Kafka tiene de la negación para más adelante. «El cazador Gracchus» es un
texto extraordinario pero no es del todo característico del mejor Kafka, el más
extraño y más sublime.
Cuando Kafka se muestra más auténtico resulta que nos proporciona una
capacidad de invención y una originalidad que nada tiene que envidiarle a
Dante y que verdaderamente puede desplazar a Proust y a Joyce como el autor
occidental más influyente de nuestro siglo dejando aparte a Freud, porque
Freud, evidentemente, hace ciencia y no literatura o invención de mitos;
aunque si uno cree, entonces se le puede convencer de cualquier cosa. Las
fábulas de Kafka en que intervienen animales son justamente celebradas, pero
su mayor logro en la fábula no está en las de animales o las de humanos sino

Página 120
en la de Odradek, en ese apunte de menos de una página y media titulado «La
preocupación del padre de familia», y que podría también haberse traducido
por «Las penas de un paterfamilias». El padre de familia narra estos cinco
párrafos, cada uno de ellos con cualidades líricas propias y que comienzan
con uno donde se plantea el significado del nombre:

Unos dicen que la palabra Odradek proviene del eslavo e intentan,


basándose en ello, documentar su formación. Otros, en cambio, opinan
que procede del alemán y solo recibió influencia del eslavo. No obstante,
la imprecisión de ambas interpretaciones permite deducir con razón que
ninguna es cierta, sobre todo porque con ninguna de las dos puede
encontrarse un sentido a la palabra[149].

Tal carácter evasivo llegó a su fin con el erudito Wilhelm Emrich[150],


quien trazó la etimología de «Odradek» de la palabra checa odraditi, que
significaba «disuadir a alguien de que haga algo». Como ocurre con el dudoso
huésped de Edward Gorey, Odradek no ha sido invitado, pero tampoco se irá
porque implícitamente te convence para que no hagas nada relativo a su
presencia, o quizás es que más bien hay algo sumamente extraño en él que
hace que lo dejes en paz:

Claro está que nadie se entregaría a semejantes estudios si no existiera


de verdad un ser llamado Odradek. A primera vista se asemeja a un
carrete de hilo plano y en forma de estrella, y, de hecho, también parece
que estuviera recubierto de hilo; aunque a decir verdad solo podría
tratarse de trozos de hilo viejos y rotos, de los más diversos tipos y
colores, anudados entre sí, pero también inextricablemente entreverados.
Pero no es tan solo un carrete, sino que del centro de la estrella surge una
pequeña varilla transversal a la cual se une otra en ángulo recto. Con
ayuda de esta última varilla a uno de los lados, y de una de las puntas de
la estrella al otro, el conjunto puede mantenerse erguido como sobre dos
patas[151].

¿Es Odradek una «cosa», como el desconcertado padre de familia


comienza llamándolo; es o no un ser infantil, un demonio perteneciente al
mundo de los niños? Sin duda, a Odradek lo ha creado algún niño con
imaginación y divertido, más que al modo de Adán creado del barro por
Yavé. Cuesta no interpretar la creación de Odradek como una parodia
deliberada cuando además se nos dice que «el conjunto puede mantenerse

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erguido como sobre dos patas», y de nuevo cuando se nos sugiere que
Odradek, como Adán, «pudo tener en otro tiempo una forma funcional y
ahora está simplemente roto». Incluso si Odradek ha caído sigue teniendo
bastante garbo y no es fácil observarlo de cerca porque «posee una movilidad
extraordinaria y no se deja atrapar», igual que la historia que habla de él. No
es solo que Odradek te aconseje que no hagas nada con él sino que en un
sentido muy claro es otra figura más por medio de la cual Kafka te aconseja
que no intentes interpretar a Kafka.
Uno de los mejores momentos de todo Kafka llega cuando tú, el
paterfamilias, te encuentras a Odradek apoyado en la barandilla de las
escaleras de abajo. Sientes ganas de hablarle, como harías con un niño, pero
te llevas una sorpresa: ¿Cómo te llamas?, le preguntas. Odradek, responde. ¿Y
dónde vives? Sin domicilio fijo, dice, y se ríe; pero es solo una risa como la
que puede producir alguien sin pulmones. Suena más o menos como el crujir
de hojas caídas.
El yo es otro, escribió una vez Rimbaud; y añadió: con tan mala suerte
como la madera que se encuentra convertida en violín. Con tan mala suerte
como la madera que se encuentra convertida en Odradek. Se ríe de ser un
vagabundo según la concepción burguesa, de vivir sin domicilio fijo, pero su
risa, al no ser humana, es muy extraña. De manera que provoca en el padre de
familia una extraña reflexión que puede ser una parodia kafkiana del instinto
de muerte de Freud más allá del principio de placer:

En vano me pregunto qué sucederá con él. ¿Podrá morir? Todo lo que
muere ha tenido antes una especie de objetivo, una especie de actividad
que lo ha desgastado; esto no puede aplicarse a Odradek. ¿Seguirá, pues,
rodando en un futuro escaleras abajo con una cola de hilos sueltos a los
pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Es evidente que no hace
daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi
dolorosa[152].

El objetivo de la vida, dice Freud, es la muerte, el retorno de lo orgánico a


lo inorgánico, supuestamente nuestro estado anterior al ser. Nuestra actividad
nos desgasta y por tanto morimos porque en un extraño sentido queremos
morir. Pero Odradek, inocuo y simpático, es producto de la imaginación de un
niño, no tiene objetivo y por tanto no está sujeto al instinto de muerte.
Odradek es inmortal, es demoniaco, y representa también un regreso
freudiano de lo reprimido, de algo reprimido en el paterfamilias, algo de lo
que el padre de familia está siempre huyendo. El pequeño Odradek es

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precisamente lo que Freud llama un regreso cognitivo a lo reprimido a la vez
que se sigue dando una represión afectiva completa. En el padre de familia se
produce una introyección de Odradek desde el punto de vista intelectual, pero
una total proyección de él en lo afectivo. Lo que ahora sugiero es que
Odradek ha de entenderse mejor como la sinécdoque de Verneinung[153] por
parte de Kafka; la versión de Kafka (no del todo ajena a Freud) de la negación
judía, versión que intentaré esbozar como sigue.

IV

¿Por qué Kafka ostenta una autoridad espiritual tan especial? Quizá habría
que reformular la pregunta. ¿Qué tipo de autoridad espiritual ejerce Kafka
para nosotros, o por qué tendemos a leerlo como si la tuviera? ¿Por qué
recurrimos siquiera a la pregunta sobre su autoridad? La autoridad literaria,
sea lo que sea lo que entendamos por ello, no tiene necesariamente relación
con la autoridad espiritual, y cuando se ha hablado de una autoridad espiritual
en literatura judía se ha hecho siempre con recelo. La autoridad no es un
concepto judío sino romano, y por tanto tiene mucho sentido en el contexto de
la Iglesia católica romana pero muy poco en materia de judaísmo, a pesar de
la vileza de la política israelí y de la flácida devoción de las nostalgias judías
americanas. No hay autoridad sin jerarquía, y la jerarquía tampoco es que sea
un concepto muy judío. No necesitamos que ni los rabinos ni nadie nos
vengan a decir qué o quién es o no judío. Las máscaras de lo normativo no
solo ocultan el eclecticismo del judaísmo y de la cultura judía sino también la
naturaleza del mismo Yavé. Es absurdo pensar en Yavé en términos
meramente de autoridad. Él no es un dios romano que se dedique a
incrementar las actividades humanas ni un dios homérico que reclame un
público para el heroísmo del hombre.
Yavé no es ni fundador de nada ni mero espectador, a pesar de que a
veces se lo tome erróneamente por uno de ellos o por ambos. Su papel
esencial es el de padre y no el de fundador, y cuando interviene lo hace más
como aliado que como espectador. No es posible sustentar en él autoridad
alguna porque su benignidad se manifiesta por medio de la creación, no por la
argumentación. Él no escribe: él habla y es escuchado; y lo que crea sin cesar
con sus palabras es olam, el tiempo sin límites, algo mucho mayor que una
simple extensión del tiempo. Por medio de la autoridad se obtienen
muchísimas cosas, pero el mayor bien es la inmortalidad y esta la han

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obtenido, más allá de la autoridad, Abraham, Jacob y David. Y ninguno más
que Yavé, por mucha autoridad que tengan. Pero es cierto que Kafka tiene
autoridad literaria, y de una manera no muy clara su autoridad literaria es
ahora también espiritual, concretamente en el contexto judío. No creo que
esto sea un fenómeno posterior al Holocausto, aunque el gnosticismo judío,
tanto si es dado al oxímoron como si no, parece que en verdad se ajusta a
nuestro tiempo y a muchos de nosotros. En cualquier caso, no creo que el
gnosticismo literario sea un fenómeno temporal sin más. El castillo de Kafka,
tal y como ha defendido Erich Heller, es claramente más gnóstico que
normativo en su espíritu, pero entonces también lo son Macbeth de
Shakespeare, y Los cuatro Zoas de Blake, y Sartor Resartus de Carlyle. Se
pueden percibir elementos judíos en el aparente gnosticismo de Kafka,
incluso aunque uno no tenga tan claro como Scholem que se trate de una
nueva Cábala. En su diario de 1922, Kafka insinuaba sutilmente que incluso
su adhesión a lo negativo era dialéctica:

Aunque lo negativo sea muy fuerte, por sí solo no puede bastar, como
pienso en mis momentos de desdicha. Pues si he subido un escalón, por
pequeño que sea, y siento alguna seguridad, aun la más problemática, me
tiendo y aguardo a que lo negativo me atraiga y me haga descender ese
pequeño escalón, en lugar de que ascienda hasta mí. Por ello existe un
instinto de defensa que no tolera en mí la implantación del más mínimo
bienestar, y por ejemplo destroza mi lecho conyugal antes de que sea
instalado[154].

¿Qué es lo negativo kafkiano, tanto en este párrafo como en otros?


Comencemos desechando la idea de que hay algo de hegeliano en ello, tanto
como que haya algo hegeliano en el Verneinung de Freud. Lo negativo de
Kafka, como lo de Freud, proviene remotamente y con cierta dificultad de la
antigua tradición de la teología negativa, del gnosticismo y, sin embargo,
Kafka, a pesar de sus anhelos de trascendencia, coincide con Freud al aceptar
la autoridad última del hecho. Lo dado no experimenta destrucción alguna ni
en Kafka ni en Freud, y aquí lo dado es en esencia el modo como son las
cosas para todos y en particular para los judíos. Si el hecho es supremo,
entonces la mediación de lo negativo hegeliano resulta un absurdo y deja de
ser posible cualquier papel destructivo de lo negativo, lo que supone decir que
Heidegger resulta imposible y Derrida, que no es otra cosa que una mala
interpretación radical de Heidegger, resulta por completo innecesario.

Página 124
Lo negativo kafkiano es sencillamente su judaísmo, que equivale a decir
la forma espiritual de la autoconciencia judía de Kafka tal y como viene
ejemplificada en el siguiente aforismo: «Hacer lo negativo es una tarea
impuesta, lo positivo nos está dado»[155]. Aquí lo positivo es la ley o el
judaísmo normativo; lo negativo no es tanto la nueva cábala de Kafka como
aquella tarea que sigue correspondiéndonos: el judaísmo de lo negativo, del
futuro siempre inminente.
Quien ha escrito su mejor biografía hasta la fecha, Ernst Pawel[156],
destaca la conciencia de Kafka respecto a su identidad como judío, no en el
sentido religioso sino nacional. No obstante, Kafka no fue sionista, y con
probabilidad no anhelaba Sion sino poseer la lengua judía, ya fuera yidis o
hebreo. Él no fue capaz de ver que la asombrosa pureza de su estilo en lengua
alemana fue precisamente su forma de no traicionar su identidad como judío.
En la última etapa de su vida, Kafka pensó en viajar a Jerusalén y de nuevo se
dedicó al estudio del hebreo con mayor intensidad. Si hubiera estado vivo
probablemente habría ido a Sion, habría perfeccionado su dominio del hebreo
vernáculo, y sus desconcertantes parábolas y relatos nos habrían llegado en la
lengua de Yavé y de Yehudah Halevi.

Lo que exige interpretación en Kafka es su rechazo a ser interpretado, esa


evasividad suya incluso en el reino de lo negativo. Dos de sus escritos
enigmáticos más bellos, ambos tardíos, son la parábola «Sobre la cuestión de
las leyes» y el relato «Josefina la cantante o El pueblo de los ratones». Ambas
permiten una vuelta cognitiva de la memoria cultural judía a la vez que
excluyen esa identificación afectiva que convertiría a la parábola y al relato
en específicamente judíos desde el punto de vista histórico o contemporáneo.
«Sobre la cuestión de las leyes» ya se plantea como problema en el primer
párrafo de la parábola:

Nuestras leyes, por desgracia, no son conocidas por todos, sino que
constituyen el secreto del pequeño grupo aristocrático que nos gobierna.
Estamos convencidos de que estas viejas leyes se cumplen a rajatabla,
pero aun así resulta sumamente torturante verse gobernado por leyes que
uno no conoce. No pienso en este caso en las diversas posibilidades de
interpretación ni en los inconvenientes que plantea el hecho de que solo
algunos individuos, y no todo el pueblo, puedan participar en su

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interpretación. Puede que estos inconvenientes ni siquiera sean tan
importantes. Las leyes son desde luego muy antiguas, durante siglos se ha
trabajado en su interpretación, esta misma se ha convertido ya en ley, y si
bien subsisten ciertas libertades a la hora de interpretarlas, no dejan de ser
muy limitadas. Además, es evidente que, a la hora de interpretar, la
nobleza ni siquiera tiene que dejarse influir por su interés personal en
perjuicio del nuestro, pues las leyes fueron formuladas desde un principio
para la aristocracia; esta se sitúa al margen de la ley exclusivamente en
sus manos. Como es natural, en ello reside la sabiduría —¿quién pondría
en duda la sabiduría de las leyes antiguas?—, pero también el tormento
para nosotros; es algo probablemente inevitable[157].

En el judaísmo la ley es de forma precisa aquello conocido por todos,


promulgado y transmitido por los sabios canónicos. La Cábala era una
doctrina secreta, pero la protegían cada vez menos los rabinos y cada vez más
las sectas gnósticas, los sabatarios y los seguidores de Jacob Frank, todos
ellos provenientes intelectualmente de Nathan de Gaza, el profeta de Sabbatai
Zvi. Kafka retuerce las relaciones entre el judaísmo normativo y el esotérico
haciendo que sea de nuevo imposible una representación basada en la
sinécdoque. No son los rabinos ni los sabios normativos los que se sitúan por
encima de la Torá sino los minim, los herejes como Elisha ben Abuyah[158] o
Jacob Frank y, en cierta medida, también como Gershom Scholem. Para estos
gnósticos judíos, y como sigue afirmando la parábola: «Es Ley todo cuanto
hace la nobleza»[159]. Una definición tan radical lo que viene a decirnos es
que «la tradición no es en absoluto bastante»[160], y que por tanto se hace
necesario un cierto tipo de esperanza mesiánica. Este punto de vista,
desasosegante en la medida en que afecta al presente, encuentra únicamente
alivio en la creencia de que tarde o temprano ha de llegar una época en que la
tradición y nuestras investigaciones sobre ella lleguen conjuntamente a una
misma conclusión y, de la misma forma que si se conquistase un espacio en el
que se pudiera respirar con mayor libertad, todo se volverá más claro, la ley
pasará a pertenecer al pueblo y la nobleza desaparecerá.
Si llegados a este punto fuese necesario traducir esta parábola en términos
de comienzo del cristianismo diríamos que «nobleza» equivaldría a los
fariseos, y «pueblo» equivaldría a los cristianos. Pero Kafka enseguida impide
una traducción tal: «Esto no se dice con odio contra la nobleza, nadie lo dice
así, nadie. Antes bien, nos odiamos a nosotros mismos por no ser dignos
todavía de la ley»[161].

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Aquí «nosotros» no puede referirse ni a los cristianos ni a los judíos.
Entonces, ¿quiénes son esos «nosotros» que no son «dignos todavía de la
ley»? Podría parecer que se trata de nuevo de los cuervos o cornejas, de un
Kafka o de un cazador Gracchus que vagan en un cierto estado con tendencia
al odio o la desconfianza hacia uno mismo, a la espera de una Torá que no
será revelada. Kafka concluye audazmente a continuación con una abierta
paradoja:

De hecho, por eso sigue siendo insignificante ese partido tan atrayente
en ciertos aspectos, que no cree en una verdadera ley: porque también
reconoce plenamente a la nobleza y su derecho a existir. Esta
circunstancia solo puede expresarse mediante una especie de paradoja: un
partido que, además de creer en las leyes, rechazara la nobleza, contaría
enseguida con el apoyo de todo el pueblo, pero tal partido no puede surgir
puesto que nadie se atreve a rechazar la nobleza. Vivimos sobre este filo
de la navaja. Un escritor lo resumió un día del siguiente modo: la única
ley visible e indudable a que estamos sometidos es la nobleza: ¿acaso
deberíamos querer privarnos de esta única ley?[162]

¿Por qué no iba a haber nadie que se atreviera a rechazar la nobleza, ya se


entienda como los fariseos, los heresiarcas gnósticos judíos o lo que sea?
Aunque nos han sido impuestos, los sabios o los minim son el único vestigio
de ley que tenemos. ¿Y entonces quiénes somos nosotros? ¿Cómo se ha de
responder la última pregunta de la parábola tanto si es retórica como si no?:
¿Acaso deberíamos querer privamos de esta única ley? La respuesta de Blake
en El matrimonio del cielo y el infierno era que una misma ley para el león y
para el buey es opresión. ¿Y qué es una única ley para los cuervos? Kafka no
nos dice si se trata de opresión o no.
Josefina la cantante también es un cuervo o Kafka, en vez de un ratón, y
el pueblo puede entenderse como una nación entera de cornejas. El espíritu de
lo negativo, dominante e inquietante en «Sobre la cuestión de las leyes» es
liberado de forma terrible en el relato que viene a ser el testamento de Kafka.
Es decir, que en la parábola las leyes no podían ser la Torá, aunque tal
analogía flotaba siempre alrededor, pero en la historia de Josefina el «pueblo
de los ratones» es y no es al mismo tiempo el pueblo judío, y Franz Kafka es
y no es a la vez su peculiar cantante. Desde el punto de vista cognitivo son
posibles esas identificaciones, como rescatadas del olvido, pero desde el
punto de vista afectivo por supuesto que no, a no ser que seamos capaces de
suponer que algunos aspectos fundamentales en la invención de tales

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identificaciones se han olvidado deliberadamente. El canto de Josefina es el
relato de Kafka, y, sin embargo, el relato de Kafka apenas es el canto de
Josefina.
¿Es posible que exista un modo de negación que no sea consciente ni
inconsciente, ni hegeliano ni freudiano? El genio de Kafka proporciona uno
que contiene muchos matices entre la consciencia y la labor de represión, y
con muchas atribuciones mucho más fantasmales de las que habríamos
podido imaginar si no fuera por él. Puede que lo más fantasmagórico de todo
venga al final de la historia:

Lo de Josefina tiene que ir cuesta abajo. Pronto llegará el momento en


que su último silbido resuene y enmudezca. Ella es un pequeño episodio
en la historia eterna de nuestro pueblo, y el pueblo sabrá superar su
pérdida. No nos resultará nada fácil; ¿cómo podremos convocar
asambleas en medio de un mutismo total? Aunque ¿no eran estas ya
mudas como Josefina? Su silbido real, ¿era acaso mucho más fuerte y
vivaz que el recuerdo que de él tendremos? ¿Era ya en vida de ella algo
más que un simple recuerdo? ¿No será más bien que el pueblo, en su
sabiduría, colocó tan alto el canto de Josefina para evitar así que se
perdiera?
Tal vez nuestra privación no llegue a ser muy grande, pero el caso es
que Josefina, redimida de los padecimientos terrenales —que en su
opinión están, sin embargo, hechos para los elegidos—, se acabará
perdiendo feliz entre la ingente multitud de los héroes de nuestro pueblo
y, como no cultivamos la historia, será pronto olvidada en una redención
cada vez más grande, al igual que todos sus hermanos[163].

«Soy un recuerdo que ha vuelto a la vida», escribió Kafka en los Diarios.


Tanto si pretendía serlo como si no, él era un recuerdo judío que volvió a la
vida. «¿Era ya en vida de ella algo más que un simple recuerdo?» pregunta
Kafka sabedor de que también él estaba desapareciendo. Los judíos, en cierto
sentido, no se dedican a la historia porque los recuerdos judíos son, como ha
demostrado Yosef Yerushalmi[164], un modo normativo y no histórico. Si
Kafka hubiera podido rezar lo habría hecho para elevarse a las alturas de la
redención y ser olvidado al igual que la mayoría de sus hermanos. Y su
oración no habría tenido respuesta. Cuando se piensa en el tipo de escritor
católico se piensa en Dante, quien no obstante tuvo la audacia de entronizar a
su Beatriz en la jerarquía del Paraíso. Si pensamos en el tipo de escritor
protestante nos viene a la mente Milton, quien perteneció a una facción o

Página 128
secta del protestantismo que postulaba que el alma era mortal y que solo en
unión con el cuerpo se produciría la resurrección. Pensar en el tipo de escritor
judío es pensar en Kafka, quien escapó a su propia audacia, no creyó en nada
y solo confió en el imperativo de ser un escritor.

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D. H. LAWRENCE
(1885-1930)

Hoy en día D. H. Lawrence está en gran medida caído en desgracia, y con


él se muestran resentidas en particular —y con razón— las feministas de la
literatura. No obstante, escribió dos grandes novelas: El arco iris y Mujeres
enamoradas, y entre los poetas ingleses del siglo XX solo Thomas Hardy le
supera (dejando aparte al angloirlandés Yeats y a Geoffrey Hill, autoexiliado
en América). Lawrence fue también un profeta de la prosa y un escritor de
viajes, pero su logro más extraordinario lo alcanzó como cuentista, ya fuera
en cuentos como «El oficial prusiano» o en novelas cortas como El hombre
que murió y El zorro.
«El oficial prusiano» continúa siendo profundamente inquietante, y es una
obra maestra de estilo y narración. Tiene un peculiar interés como
complemento de El zorro, ya que el drama homoerótico en gran parte
implícito que acontece en «El oficial prusiano» pasa a ser casi totalmente
explícito en El zorro, una soberbia novela corta que plantea el conflicto entre
un hombre y una mujer que compiten por otra mujer.
Las dos chicas, Banford y March, rondan los treinta años y mantienen una
relación ambigua donde es evidente que lo único que falta es sexo. Henry, el
joven soldado —casi diez años menor que March— es la perfecta antítesis de
Banford. Él viene a ser lo que podría llamarse un hombre natural: digno,
elegante, cazador nato, intenso, instintivo. El amor entre March y Henry se da
de inmediato, pero la historia que arrastra ella, su circunstancia y una cierta
obstinación de carácter impiden que el matrimonio pueda ser nunca completo,
en el sentido que para él tiene de dos almas unidas por el deseo. La pobre
Banford —condenada a la derrota y a una muerte que podría ser suicidio—
será, sin embargo, como una sombra que planea sobre Henry y March. El arte
de El zorro es bellamente imparcial: Lawrence no toma partido en la
contienda entre Banford y Henry. Y, a pesar de ello, el cuentista no siente
desapego: la postura de Lawrence viene definida por la presencia y el oscuro
destino del zorro, con el que March identifica a Henry. Se podría afirmar que
el joven gana a su mujer dando muerte al zorro, alejando así ese imaginario
dominio que el animal ejerce sobre March.

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Lawrence es un narrador de cuentos demasiado grande como para ceder a
la tentación de un simbolismo fácil, y no deberíamos hacer una traducción del
zorro basada en una reducción simplista. Él es una especie de demonio para
las dos mujeres, pues con sus actos de depredación hace peligrar la existencia
de la granja. March no puede darle muerte porque: «Ella estaba hechizada;
ella sabía que él la conocía. Así que él la miró a los ojos, y el alma de ella
claudicó. Él la conocía; ella no lo intimidaba». Como anunciador del joven
soldado, el zorro revela la vulnerabilidad de March hacia la fuerza masculina,
su descontento casi inconsciente por la situación con Banford.
Los sueños de March profetizan la muerte de Banford y la asunción del
papel del zorro por parte de Henry. Lawrence es un militante de la vida, pero
no por ello menosprecia a Banford, quien supone tanta vida como Henry. El
retrato más perfecto que nos ofrece aquí Lawrence no es el de Banford o el de
Henry sino el de March. La enorme fuerza de March aparenta ser más pasiva
de lo que en realidad es. Ella no matará al zorro y no renunciará para siempre
a Henry, pero hay una parte de ella que muere con Banford.

Página 131
KATHERINE ANNE PORTER
(1890-1980)

A los sesenta años, Katherine Anne Porter ya había escrito y publicado


prácticamente toda la ficción por la que habría de ser recordada. Su única
novela, La nave de los locos (1962), me pareció un fracaso interesante cuando
la leí por primera vez hace más de veinte años, y ahora se me hace muy difícil
leerla por segunda vez. Los defensores que esta novela ha tenido entre la
crítica han sido numerosos y de prestigio, incluyendo a Robert Penn Warren
(sin duda, el mejor crítico que ha tenido Porter) y sin embargo se trata de uno
de esos libros que piden una defensa. Ya sea porque Porter esperase
demasiado a la hora de escribir La nave de los locos ya sea porque su talento
estuviera admirablemente ceñido a la novela corta y al cuento, lo cierto es que
propició que languideciera en las distancias más largas. Lo que parece claro
es que los mayores logros de Porter no están en La nave de los locos sino en
«Judas en flor», «Él», «Antiguas muertes», «Vino de mediodía», «Pálido
caballo, pálido jinete», «La tumba», y muchos otros. Entre las escritoras de
cuentos es de las que poseen un mayor lirismo, elaborando sus relatos con el
cuidado y la delicadeza que Willa Cather[165] (a quien admiraba
enormemente) puso en novelas como Mi Antonia y Una dama perdida. Al
igual que Cather, encontró a su más auténtico precursor en Henry James a
pesar de que su labor formativa a mí me parece que debe más a Dublineses de
Joyce. Pero, otra vez al igual que Cather, su sensibilidad es muy distinta de la
de James, y su arte, original y vital, gira radicalmente hacia una postura
retórica y una visión moral exclusivamente propias.
Confieso que adoro «Judas en flor» por encima de sus otras obras, aunque
reconozco que los logros estéticos de «Antiguas muertes», «Vino de
mediodía» y de los relatos reunidos bajo el título de «El viejo orden» son de
mayor alcance. No obstante fue «Judas en flor» el relato que asentó a Porter
como escritora y desde el punto de vista retórico fijó un nivel que ni siquiera
ella misma superó. Sus dos pasajes más famosos siguen conservando su aura:

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Una noche un jovencito de pelo revuelto llegó a su patio y cantó como
alma en pena durante dos horas, pero Laura no sabía cómo quitárselo de
encima. La luna tendía un manto de gasa plateada sobre los claros del
jardín y las sombras eran de color azul cobalto. Los capullos escarlata del
árbol de Judas eran púrpura mate… Los nombres de los colores se
repetían mecánicamente en su mente mientras contemplaba no al
muchacho, sino su sombra, caída como un ropaje oscuro sobre el borde de
la fuente, arrastrándose en el agua[166].

«No —dijo Laura—, no, a menos que tomes mi mano», y se cogió


primero de la baranda de la escalera, luego de la más alta rama del árbol
de Judas, que se inclinó lentamente y la depositó en tierra, después a la
saliente rocosa de un acantilado y luego a la mellada ola de un mar que no
era agua sino un desierto de piedras desmenuzadas. «Adónde me llevas»,
preguntó maravillada pero sin miedo. «A la muerte, hay un largo camino
y debemos apresuramos», dijo Eugenio. «No —contestó Laura—, no, a
menos que tomes mi mano». «Entonces como estas flores, pobre
prisionera —dijo Eugenio con voz piadosa—, toma y come», y del árbol
de Judas arrancó las cálidas flores sangrantes y se las acercó a los labios.
Ella vio que su mano estaba descamada, que era un haz de pequeñas
ramas blancas petrificadas, y que en las cuencas de sus ojos no había luz,
pero comió las flores con avidez porque colmaban tanto el hambre como
la sed. «¡Asesina! —dijo Eugenio—, ¡caníbal! Eso es mi cuerpo y mi
sangre». Laura gritó: «¡No!». Y, con el sonido de su propia voz, despertó
temblando y tuvo miedo de volver a dormirse[167].

Todas las alusiones y referencias de estos dos pasajes se han analizado


como si pertenecieran al estilo de T. S. Eliot; de hecho, se acepta de forma
general que esas alusiones ya suponen «Gerontion» de Eliot, al que pertenece
«Cristo, el tigre»: «En el depravado mayo, cornejo y castaño, judas florido
para ser comido, dividido y bebido entre cuchicheos»[168]. Pero el relato de
Porter, de un intenso erotismo, ni es una alegoría de «Tierra baldía» ni un
estudio de la nostalgia del cristianismo. Su hermosa y sonámbula Laura no es
una traidora ni una creyente que ha perdido la fe, sino una esteta, una
contadora de historias situada en el umbral de su propio arte en el que está a
punto de ingresar. Porter fechaba «Judas en flor» indistintamente en
diciembre de 1929 o enero de 1930. No estuvo muy al tanto de Freud ni
entonces ni más tarde, pero es como si él sí hubiera estado al tanto de ella en
el extraordinario ensayo freudiano de 1914 sobre el narcisismo, alguna de

Página 133
cuyas partes pueden leerse como un retrato de la Laura de Porter, el hermoso
enigma de «Judas en flor»:

Sobre todo en las mujeres bellas nace una complacencia de la sujeto


por sí misma que la compensa de las restricciones impuestas por la
sociedad a su elección de objeto. Tales mujeres solo se aman, en realidad,
a sí mismas y con la misma intensidad con que el hombre las ama. No
necesitan amar, sino ser amadas, y aceptan al hombre que llena esta
condición. La importancia de este tipo de mujeres para la vida erótica de
los hombres es muy elevada[169].

Freud continúa con la observación de que «el narcisismo de una persona


ejerce gran atractivo sobre aquellas otras que han renunciado plenamente al
suyo»[170]. La curiosa frialdad de Laura, que nos envuelve en la sensación de
su inaccesibilidad, no es producto de la desilusión que siente hacia la
Revolución o la Iglesia sino de su narcisismo infantil. Gran parte de la fuerza
lírica de «Judas en flor» procede del soberbio contraste entre la seria Laura de
ojos grises y que camina con la hermosura de una bailarina, y su obsceno
cortejador, el revolucionario profesional Braggioni, con sus ojos felinos de
color leonado, su voz parecida al gruñido y su grosera intensidad. Y sin
embargo Braggioni acierta cuando le dice a Laura: «Nos parecemos más de lo
que tú crees en algunas cosas»[171]. La narcisista y el egoísta líder de hombres
comparten una pragmática crueldad y una vanidad que niegan la realidad de
todos los demás:

No importa lo que ese extraño le diga, ni cuál sea el mensaje que ella
le lleve: sus células rechazan el conocimiento y la afinidad con una única
monótona palabra. No. No. No. Saca sus fuerzas de esa única palabra
mágica sagrada que le impide caer en el mal. Negando todo, puede ir a
todas partes con tranquilidad y mirar todo sin sorpresas[172].

La habilidad de Porter consiste en situar a Laura más allá de cualquier


juicio. La visión onírica con la que concluye la historia apenas puede
considerarse la representación de un sueño, pues no es otra que un deseo
hecho realidad. Es la máxima ensoñación narcisista, una imagen del árbol de
Judas que no representa la traición sino la revelación de que el judas en flor es
uno mismo, la perfecta autosuficiencia de uno mismo. En el supuesto sueño o
proyección visionaria, Laura transpone su estatus por el de Eugenio, el «pobre
prisionero», y come ansiosamente las flores del árbol «porque le calmaban el

Página 134
hambre y la sed», como no podría ocurrir de otra forma al ser símbolos de la
pasión solipsista del narcisismo, símbolos del ego formado por el cultivo del
yo hacia sí mismo. Cuando Eugenio grita: «Eso es mi cuerpo y mi sangre» se
está equivocando y hemos de dar más crédito en cambio a la respuesta de
Laura: «¡No!», que hace que despierte del sueño. Se trata una vez más de la
misma «palabra mágica que le impide caer en el mal», el rechazo de la
narcisista hacia cualquier objeto de amor que no sea ella misma. El cuerpo de
Laura y la sangre de Laura son lo que ella nunca cesa de consumir, y eso
consigue calmarle el hambre y la sed.

II

Porter es un ejemplo soberbio de lo que Frank O’Connor llamó La voz


solitaria, el título de su libro sobre el cuento, donde comienza por rechazar el
término con el que se conoce tradicionalmente a este género:

Todo lo que puedo decir tras haber leído a Turgueniev, Chéjov,


Katherine Anne Porter y otros es que el término «cuento» es poco
apropiado. Un gran relato no tiene que ser necesariamente largo, y la
concepción del cuento como un arte en miniatura es del todo falsa. La
diferencia fundamental entre el cuento y la novela no tiene que ver con la
extensión; es la diferencia entre el narrar en su estado puro y el narrar
aplicando un método o técnica, y por si alguien no me hubiera entendido
bien diré que no estoy menospreciando la aplicación de métodos a la hora
de narrar. El narrar puro es más artístico, eso es todo; y a la hora de contar
algo no estoy seguro de si el arte es preferible a la naturaleza[173].

Tampoco Porter estaba segura, y por ello es merecedora de la alabanza


que Robert Penn Warren le dedicó cuando dijo que «su poesía muestra un
profundo vínculo con el cuerpo del mundo». Solo añado que muestra además
un profundo vínculo con el propio cuerpo de Porter, y quiero dejar claro que
eso es lo mejor que podría suceder. El narcisismo ha adquirido una mala fama
absurda, y con seguridad Freud habría protestado por ello al igual que
deberíamos hacer nosotros. Una poetisa hermosa y una mujer hermosa
necesariamente han de estar orgullosas de sus bellezas, y Porter las tuvo
ambas como nadie. Hasta los títulos de sus historias son imborrables en mi
memoria, de la misma manera que los fotógrafos que la retrataron mantienen
viva su imagen. Warren la compara de forma un tanto sorprendente con

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Faulkner, cuya magnificencia, a diferencia de la de ella, no se da
generalmente en frases concretas. Yo preferiría compararla con Hart Crane,
su complicado amigo y huésped imposible en México, si bien fue su más
auténtico contemporáneo en cuanto a la profunda afinidad en el arte que los
lanía. El ambiguo testimonio de Porter sobre Crane es a la vez un relato de
Porter y una visión lírica de Hart Crane:

Y ocurrió entonces que prorrumpió con la monótona, obsesiva y sorda


obscenidad que era el único lenguaje que conocía una vez alcanzado
cierto estadio de ebriedad, pero esta vez se dedicó a maldecir cosas y
elementos a la vez que seres humanos. En estas ocasiones su voz aturdía
los oídos, sacudía los nervios y hacía que se te encogiera el corazón. Con
esta voz y con palabras tan inmundas que no merece la pena repetir
maldijo uno por uno y con su nombre la luna y su luz, el heliotropo, el
ailanto, la dulzura de la noche, el jazmín y sus perfumes. Maldijo el aire
que respirábamos los dos, el estanque con el agua y con los dos patitos
acurrucados en el borde, y maldijo las parras que había en las paredes y
en la casa. Pero no eran esas las cosas que él odiaba. Ni siquiera nos
odiaba a nosotros, porque nosotros no éramos nada para él. Él se odiaba y
temía a sí mismo[174].

He aquí un gran poeta precipitándose a la autodestrucción, su narcisismo


herido transformado en agresividad hacia el yo que a cambio alimenta el
instinto de muerte más allá del principio de placer. En el recuerdo que Porter
hace de Crane está implícito el trauma de la afinidad traicionada y el modo en
que un artista de enorme facultad lírica observa que otro toma el camino que
desciende no hacia las profundidades de la sabiduría sino a una muerte en el
agua. Porter, una superviviente, hace que ese párrafo sea una elegía
terriblemente lograda de Crane, aquel supremo poeta cuyo don se convirtió en
una maldición para sí mismo y para los demás. Al igual que Crane, Porter
supo concentrar su talento, y sus historias igualan a su poesía en su economía
y en su sublime elocuencia. A diferencia de él, ella se preocupó de sobrevivir;
y quizá deberíamos ensalzar a la Laura de «Judas en flor» por su sabiduría de
la supervivencia en lugar de condenarla por no haberse ofrecido a ser
devorada por una violenta aunque bella realidad.

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ISAAC BÁBEL
(1894-1940)

Si necesita de mi vida, tómela, pero todo el mundo comete errores.


Hasta Dios. Fue un error enorme, tía Pesia. Pero ¿acaso no fue un error
que Dios situase a los judíos en Rusia para que sufran igual que en el
infierno? ¿Acaso hubiera estado mal que los judíos vivieran en Suiza,
rodeados de lagos de primera calidad, de aire de montaña y de franceses a
tutiplén? Todos cometen errores. Hasta Dios[175].

Benia Krik, el gángster asombrosamente impasible creado por Bábel y


jefe de la Odesa judía, pronuncia esta defensa ante la desconsolada tía Pesia
cuyo desdichado hijo acaba de ser asesinado por un trágico error por uno de
los matones de Benia. La presencia judía en Rusia, entonces y ahora, es uno
de los trágicos errores de Dios y es al mismo tiempo el tema y la postura
retórica del extraordinario talento de Babel como escritor de cuentos.
Precursores de Bábel fueron Gógol y Guy de Maupassant (y el «padre»
literario de Maupassant, Flaubert), pero lecturas sucesivas de los mejores
relatos de Bábel tienden a mostrar la importancia de vina tradición muy
distinta y más antigua. El arte expresionista y económico de Bábel cuenta
inequívocamente con antecedentes literarios judíos. El fallecido Lionel
Trilling fue indudablemente el crítico más distinguido que escribió sobre
Bábel en inglés, pero infravaloró el elemento judío en Bábel y quizás
introdujo una perspectiva en sus relatos que los propios relatos rechazan.
Bábel fue asesinado en una purga estalinista antes de cumplir cuarenta y
siete años. Su obra no estaba oficialmente prohibida en la Unión Soviética y
quedó libre de todo tipo de cargos oficialmente en 1956, quince años después
de su muerte; sin embargo, hay escasas ediciones de sus obras y la crítica
soviética apenas se ocupa de él. Es de suponer que la intensidad erótica de
Bábel no agrade a los burócratas de la cultura y que un escritor tan
abiertamente judío en forma y en contenido sea una figura incómoda en un

Página 137
país en el que la enseñanza del hebreo actualmente es ilegal. Cualquiera que
piense que el mundo de Bábel ha desaparecido por completo debería darse
una vuelta algún viernes por la tarde por «la pequeña Odesa», como se conoce
últimamente a Brighton Beach, en Brooklyn. Los descendientes de Benia
Krik siguen vivos y coleando, quizá demasiado coleando, en la pequeña
Odesa. Bábel es el narrador de la Odesa judía, la ciudad también de Vladimir
Jabotinsky[176], fundador del derecho sionista, profesor jr mentor de Menájem
Beguin y del Irgún Zevai Leumi[177]. La Odesa de Bábel fue un gran centro
cultural de literatura judía, ciudad también del poeta hebreo Bialik[178] y del
escritor en yidis Mendele Mocher Sforim[179]. Al igual que Bialik y Sforim,
Babel escribe en el contexto de la Odesa que habla yidis, a pesar de que él
escribiera en ruso.
Trilling debería habérselo pensado un poco más a la hora de calificar la
descripción que Bábel hizo de sí mismo en Caballería roja como «un judío
que cabalga como un cosaco y que intenta llegar a un acuerdo con el ethos del
cosaco». Lyutov, transposición del propio Bábel, intenta sobrevivir pero no
está dispuesto a pagar el precio que exige aceptar el ethos del cosaco,
aceptación de la que Tolstoi es uno de los modelos válidos. Por otra parte, los
cosacos de Bábel no son los nobles salvajes tolstoianos sino que son ni más ni
menos los cosacos tal y como los veían los judíos: infrahumanos, bestiales e
irracionalmente violentos. Trilling le aportó a Bábel algo de su propia
nostalgia hacia lo primitivo, con resultados curiosos:

La visión que Babel tiene del cosaco está más en consonancia con la
de Tolstoi que con la visión tradicional que ha tenido su gente. Para él, el
cosaco fue de verdad un salvaje noble, demasiado salvaje y pocas veces
noble, y cuyo salvajismo tenía ciertas cualidades capaces de hacer surgir
extrañas preguntas en la mente de un judío[180].

Pero esas preguntas con seguridad no surgieron en la mente de Bábel, la


mente de la Odesa judía, resplandeciente y siempre alerta y consciente de
«Así se hacía en Odesa». Ese estado de alerta y de consciencia conforma sus
dos modos distintos de representar la violencia, modos que inexorablemente
hay que cotejar cuando se reflexiona sobre los relatos de Bábel. Este es uno
de ellos:

Entonces Benia actuó. Una noche se presentaron nueve hombres con


palos largos. En los palos llevaban estopa embreada amarrada. Nueve
estrellas fulgurantes se encendieron en la vaqueriza de Eijbaum. Benia

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rompió las cerraduras del establo y sacó las vacas, una por una. Un
muchacho armado de cuchillo tumbaba la vaca de un golpe y clavaba el
cuchillo en el corazón de la vaca. En la tierra encharcada de sangre las
antorchas florecieron como rosas de fuego; sonaron disparos. Con los
disparos Benia intimidaba a las empleadas apiñadas cerca del establo. Los
otros asaltantes también dispararon al aire porque si no se tira al aire
puede haber víctimas. Cuando la sexta vaca se derrumbó a los pies del
Rey con un postrer mugido, en el patio apareció galopando Eijbaum en
calzoncillos[181].

Mientras, la desgracia rondaba al pie de la ventana como el mendigo


al amanecer. La desgracia entró estruendosamente en la oficina. Y a pesar
de que esta vez traía el aspecto del judío Savka Butsis, la desgracia venía
borracha como un aguador.
—Go-gu-go —gritó el judío Savka—, perdóname, Bencito, por haber
tardado. —Y se puso a patalear y a bracear. Después disparó y la bala dio
a Muguinshtein en la barriga. ¿Hacen falta palabras? Un hombre vivo
dejó de existir. Un inocente solterón que vivía como el pájaro en la rama
se murió por una tontería. Llegó un judío con mañas de marinero y no
disparó contra una botella con sorpresa, sino contra la barriga de un
hombre. ¿Hacen falta palabras?[182]

Este es el otro modo, la violencia del cosaco en lugar de la de Odesa:

Pero yo no le largué ningún tiro, no debía disparar sobre él de ninguna


manera. Me limité a arrastrarle hacia arriba, hacia la sala. Allí, en aquella
estancia, estaba Nadiezhda Vasílievna, completamente loca. Se paseaba
por la sala con un sable desnudo y se miraba al espejo. Y cuando arrastré
a Nikitinski hasta la sala, Nadiezhda Vasílievna corrió a sentarse en un
sillón adornado con una aterciopelada corona de plumas. La mujer se
sentó gallardamente y me presentó armas con la espada. Y entonces pateé
a mi señor Nikitinski. Estuve pateándolo una hora o quizá más todavía, y
durante este tiempo conocí por completo lo que es la vida. Con un tiro —
lo declaro— solo conseguiremos libramos de una persona: un tiro es una
gracia para él y una asquerosa facilidad para nosotros. Con un tiro no se
llega al alma, ni al lugar que esta ocupa ni a la forma de manifestarse.
Pero a mí, a veces, no me duelen prendas; yo, si llega el caso, estaré
pisoteando una hora o quizá más, porque deseo conocer la vida tal como
es aquí en nuestro país…[183]

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De los postes colgaban avisos anunciando que por la tarde el
comisario militar de la división, Vinográdov, leería un informe sobre el
segundo Congreso del Komintern. Ante mi ventana, algunos cosacos iban
a fusilar por espía a un viejo hebreo de barba plateada. El anciano chillaba
y hacía esfuerzos por libertarse. Entonces, Kudriá, del destacamento de
ametralladoras, le cogió la cabeza y se la metió bajo el sobaco. El hebreo
quedó inmóvil y abrió las piernas. Con la mano derecha, Kudriá sacó el
puñal y degolló con sumo cuidado al anciano, sin mancharse con las
salpicaduras. Luego llamó a una ventana cerrada. «Por si le interesa a
alguien —dijo—, sepan que pueden recogerlo. No está prohibido»[184].

El primer modo representa una violencia que se ha estilizado como si


fuera una visión infantil: «En la tierra encharcada de sangre las antorchas
florecieron como rosas de fuego», y «llegó un judío con mañas de marinero y
no disparó contra una botella por sorpresa, sino contra la barriga de un
hombre». El segundo modo también está altamente estilizado, pero como si
fuera la visión de una ironía judía ancestral: «Con un tiro no se llega al alma,
ni al lugar que esta ocupa ni a la forma de manifestarse», y «con la mano
derecha, Kudriá sacó su puñal y degolló con sumo cuidado al anciano, sin
mancharse con las salpicaduras». Cuando Bábel refleja la violencia de las
bandas de judíos de Moldavanka le da ion colorido que parece el ropero de
Benia Krik: «Vestía un traje color naranja, bajo un puño de su camisa
centelleaba una pulsera de brillantes»[185], y «la aristocracia de Moldavanka
llevaba chalecos carmesí, abrazaban sus hombros chaquetas rojas y en sus
piernas carnosas reventaba el cuero color turquesa»[186]. Pero el reflejo que
Bábel ofrece de «la escuela del famoso Kniga, del voluntarioso Pavlichenko,
del cautivador Savitsky»[187] es otra cosa bien distinta. La ironía, sutil y feroz,
se construye a base de matices hasta conseguir que esa supuesta nostalgia de
las virtudes de la barbarie asesina sea un tipo de broma judía monstruosa. La
furia con que el general Budenny denunciaba que la Caballería roja era una
calumnia contra sus cosacos no estaba del todo equivocada.

II

Independientemente de lo que se quiera que signifique la expresión


«escritor judío», cualquier significado al respecto que excluya a Bábel no
puede ser de mucho interés. Maurice Friedberg, una autoridad sobre la

Página 140
relación de Bábel con el folclore y la literatura yidis, comentó sobre él de
forma más bien extraña que «de un intelectual de izquierdas, ruso y judío, y
en concreto de uno enormemente influido por el anticlericalismo radical de la
izquierda francesa, difícilmente podría esperarse que regresara al redil de una
religión tradicional». Que Babel no confió en la Alianza es algo obvio, pero
en él los matices de la espiritualidad judía se hacen en todo momento muy
difíciles de precisar.
La ironía en Bábel es tan omnipresente que a veces se corre el riesgo de
acabar ironizando la ironía, y en ocasiones apenas sirve para disimular los
auténticos anhelos de Bábel, los cuales no están exactamente dirigidos hacia
el pasado. Guedali, ese personaje de Bábel «insignificante, solitario, soñador,
con su sombrero de copa negro y con un enorme libro de oraciones bajo el
brazo»[188], puede resultar una figura tan irónica como el «cautivador»
Savitsky, «cuyas largas piernas eran como dos muchachas enfundadas hasta el
cuello en relucientes botas de montar», pero las dos ironías son tan distintas
entre sí como las dos visiones de violencia, y ello puede verse de nuevo
cotejando dos textos:

Nos sentamos todos, unos al lado de otros, los posesos, los falsarios y
los mirones. En un rincón gemían sobre sus libros de rezo unos hebreos
anchos de espaldas, semejantes a pescadores y a apóstoles. Con la levita
verde, Guedali dormitaba junto a la pared como un pajarillo de colores
abigarrados. De pronto vi a un joven detrás de Guedali, a un joven con el
rostro de Spinoza, con la poderosa frente de Spinoza, y con la marchita
cara de una monja. Fumaba y temblequeaba como el fugitivo de una
persecución que es llevado a la cárcel. El harapiento Mordje se le acercó
furtivamente por detrás, le arrancó el cigarrillo de la boca y se retiró
corriendo hacia mí. «Es el hijo del rabino Iliá —afirmó con voz ronca
Mordje acercando a mí la sangrante carne de sus párpados desgarrados—.
Es el hijo maldito, el hijo último, el hijo rebelde…»[189].

Todo se había esparcido a la vez, los poderes de un agitador y el


librillo de un poeta hebreo. Los retratos de Lenin y de Maimónides
estaban juntos. El nudoso hierro del cráneo de Lenin con la opaca seda de
los retratos de Maimónides. Un mechón de cabellos femeninos estaba
metido en un librito con las tesis del Sexto Congreso del Partido, y en los
márgenes de las hojas comunistas se apretujaban los torcidos versos de
unas antiguas poesías hebreas. Cual triste y parca lluvia caían sobre mí las
páginas del Cantar de los Cantares y los cartuchos de revólver. La triste

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lluvia del ocaso lavó de polvo mis cabellos, y dije al joven que moría en
aquel rincón sobre una desgarrada colchoneta: «Hace cuatro meses, un
viernes por la noche, el ropavejero Gedali me condujo a la casa de vuestro
padre, el rabino Mótale, pero entonces vos no pertenecíais al Partido,
Bratslavski»[190].

Confieso que, efectivamente, había arrojado a aquella ciudadana por


el terraplén en plena marcha, pero ella, la muy grosera, después de haber
permanecido un rato sentada, se sacudió las faldas y siguió su infame
camino. Al ver aquella mujer intacta, y al ver la indecible Rusia que la
rodeaba, los campos sin espigas, las doncellas afrentadas, los muchos
camaradas que iban al frente y los pocos que volvían, sentí deseos de
saltar del vagón para matarme o matarla. Pero los cosacos se
compadecieron de mí y dijeron: «Dale con el fusil». Yo descolgué de la
pared mi arma fiel y exterminé aquella vergüenza de la faz de la tierra y
de la república[191].

El pathos del hijo del rabino Iliá solo se hace tolerable por medio desuna
ironía puramente defensiva, la ironía de las yuxtaposiciones inconexas, de los
panfletos comunistas y del Cantar de los Cantares hebreo. La ironía en «La
sal» diluye todo pathos, y, aunque no protege a Bábel de sus propios
sentimientos e identificaciones, sí lo protege de la bestialidad de los cosacos.
No puede ser que Bábel no comprendiera sus propios afectos culturales. Su
primer modo de ironía es totalmente bíblico, y no es la ironía que consiste en
decir una cosa que significa otra, como en «La sal», ni es la ironía del
contraste entre las esperanzas y los resultados, pues ninguna esperanza queda
en «El rabino» y «El hijo del rabino». Babel escribe la ironía de la Alianza, la
discordancia entre el que elige y lo elegido. Esa ironía no es menos judía que
la alegoría presente en «La sal», pero su carácter judío es muchísimo más
arcaico.

III

Los mejores relatos de Bábel no son los de Caballería roja ni los Cuentos
de Odesa, a pesar de que esos son los que más me gustan. Lo mejor de Bábel
está en «Historia de mi palomar», «El primer amor», «En el sótano», «El
despertar», «Guy de Maupassant», «Di Grasso», todos cuentos de Odesa pero
con la diferencia de que se trata de cuentos del propio Bábel y no de Benia

Página 142
Krik. Pero si hay una historia que encierre el logro central de Bábel esa es la
extraordinaria e increíble «El fin del asilo», cuyo interior retumba con las más
profundas resonancias. Aunque evita el elogio a los desharrapados internos
del asilo para indigentes que hay junto al segundo cementerio judío en Odesa,
Bábel, no obstante, retrata a ese variopinto grupo de hombres y mujeres con
una perfección y una exuberancia similares a las que aplicó al gángster Benia
Krik. Sepultureros, sochantres y embalsamadores de cadáveres sobreviven
gracias al ingenio y al alquiler sin escrúpulos del mismo ataúd de madera de
roble, con mortaja y borlas de plata, que reciclan una y otra vez en una
sucesión infinita de entierros.
Los bolcheviques utilizan el ataúd para enterrar a un tal Guersh Lugovoi
con todos los honores militares y apartan a empellones a los ancianos cuando
estos comienzan a ladear el ataúd para volcar el cuerpo del heroico y honrado
bolchevique judío envuelto en una bandera. El resto del relato, una asombrosa
mezcla del pathos de Dickens y del humor de Gógol, retrata las historietas
crepusculares aunque llenas de vitalidad de un grupo de viejetes en sus
últimos días antes de ser desahuciados del asilo. Al llegar a la propia
expulsión, Bábel logra su mejor final de relato:

El caballo alto llevaba a la ciudad a él y al jefe de urbanización. Por el


camino se encontraron a los viejos y viejas expulsados del asilo. Iban
renqueando, encorvados bajo sus bártulos y caminaban en silencio.
Soldados desenvueltos les hacían guardar la fila. Chirriaban los carros de
los paralíticos. Un silbido de asfixia, una crepitación sumisa se escapaba
del pecho de los chantres retirados, de los payasos de bodas, de las
cocineras de circuncisiones y de los dependientes cesantes. El sol estaba
alto. El calor se cebaba en aquel montón de harapos que se arrastraba por
la tierra. Caminaban por una lúgubre carretera de piedra, ante chozas de
adobes, por campos aplastados por pedregales, cerca de casas abiertas de
par en par, destruidas por los proyectiles, vadeando la colina de la peste.
En la Odesa de otros tiempos la ciudad estaba unida al cementerio por un
camino de una tristeza indecible[192].

La conversión de la carretera en una procesión de tristeza indecible es una


metáfora característica de Bábel. Respecto a los chirridos, los silbidos y a la
«crepitación sumisa» forman la música del funeral con la que Bábel está
implícitamente lamentando la pérdida del desesperado vitalismo de los
ancianos, jaraneros ladrones de ataúd en cierto modo pero en absoluto
ladrones de tumbas. Estos granujas añosos son los héroes y las heroínas de

Página 143
Bábel, incluso de una manera en que no llegan a serlo los burócratas
bolcheviques y los brutales cosacos. Es de suponer que Bábel fue otra víctima
más del virulento antisemitismo de Stalin, pero sus mejores relatos
trascienden cualquier victimismo. No hay ninguna concesión a los
antisemitas, ni siquiera concesión alguna al propio Stalin. En ellos se oye una
voz magistral en su ironía, sí, pero también una voz de cómico festejo que
conmemora eternamente «la imagen de los robustos y joviales judíos del sur,
picantes como el vino barato». El heroico funeral de Benia Krik en memoria
del pobre administrativo asesinado por error es un soberbio ejemplo del arte
de Bábel en sus momentos de mayor júbilo:

Al día siguiente fue el entierro. ¡Que le cuenten el entierro los


mendigos del cementerio! Pregunte de él a los salmistas de la sinagoga, a
los vendedores de carne trifa o a las viejas del asilo número dos. Un
entierro como este jamás lo había visto Odesa y el mundo no lo verá. Ese
día la policía se puso guantes de hilo. En las sinagogas, adornadas con
ramas y abiertas de par en par, ardía la electricidad. En los caballos
blancos que tiraban del carro se mecían penachos negros. Abrían la
procesión sesenta cantantes. Los cantantes eran niños que cantaban con
voz de mujer. Los parnases de la sinagoga de los que venden carne trifa
llevaban a la tía Pesia del brazo. Tras los parnases marchaban los
miembros de la sociedad de dependientes judíos; tras los dependientes
judíos iban los abogados, los doctores en medicina y las enfermeras
parteras. A un costado de la tía Pesia se hallaban las vendedoras de
gallinas del Viejo mercado y al otro costado las respetables lecheras de
Bugáyevka, envueltas en mantillas color naranja. Pateaban como los
gendarmes en un desfile un día de fiesta. Sus anchas caderas olían a mar y
a leche. Los últimos eran los empleados de Ruvim Tartakovski. Eran cien
o doscientos, o dos mil. Vestían levitas negras con solapa de seda y
zapatos nuevos que crujían como lechones en un saco[193].

Esas «respetables lecheras de Bugáyevka», envueltas en mantillas color


naranja que pateaban como los gendarmes en el desfile de un día de fiesta y
cuyas «anchas caderas olían a mar y a leche» son las auténticas musas de
Bábel. Todo el párrafo deviene en una fantasmagoría, una evocación
imaginaria del disfrute de un niño judío ante el espectáculo de la exuberancia
corporal de la muchedumbre de Odesa. La verdadera lástima que sentía Bábel
era por la situación política. Su alegría, fantasiosa y contagiosa, estaba en la
nostalgia que sentía por su propia infancia y por esa fuerza arcaica y festiva

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de la tradición judía que lo reivindicaba, después de todo, como uno de los
suyos.

Página 145
F. SCOTT FITZGERALD
(1896-1940)

Si Ernest Hemingway fue el Lord Byron de nuestro siglo, Scott Fitzgerald


es uno de los primeros candidatos a ser nuestro John Keats. Hemingway y
Fitzgerald fueron amigos íntimos, a diferencia de Byron y Keats, pero, a pesar
de las semejanzas entre Fiesta y El gran Gatsby, los cuentos de los dos
autores divergen enormemente en el modo, en la postura que se adopta y en el
estilo, si bien no siempre en el tema. Tanto Hemingway como Fitzgerald
proceden en parte de las técnicas novelísticas de Joseph Conrad, pero sus
maestros americanos fueron muy diferentes. Hemingway reconoció como tal
al Mark Twain de Huckleberry Finn, aunque desde el punto de vista estilístico
la poesía de su prosa le debe mucho a Walt Whitman, quizá sin ser consciente
de ello. Fitzgerald se inclinaba por Henry James y Edith Wharton, cuyos
contextos sociales se avenían mejor con su sueño de riqueza y a su nostalgia
keatsiana por las posibilidades de erotismo perdidas.
Aunque Suave es la noche (su título proviene de la «Oda a un ruiseñor»)
comienza de forma muy bella, la más importante novela de Fitzgerald es
desigual y autoindulgente, y la inconclusa El último magnate tiene una
calidad estética dispar. Después de El gran Gastby, lo mejor de Fitzgerald se
encuentra en muchos de sus relatos. Al igual que ocurre con las odas y los
fragmentos épicos de Keats, los cuentos y novelas de Fitzgerald son parábolas
de la elección, de logros o fracasos en las rigurosas pruebas de la imaginación
a la que se ve como una fuerza tremendamente capaz de destrucción. «Un día
de mayo» acaba con el suicidio de Gordon Sterrett, un artista fracasado que
hace su último examen de conciencia a la edad de veinticuatro años. Una gran
ficción, «Un diamante tan grande como el Ritz», concluye con la aceptación
de «el feo don de la desilusión», con el protagonista que insta a su amante a
una «divina borrachera»: «amémonos durante un tiempo, durante un año o
dos, tú y yo». No hay parodia de aquella afirmación de Keats sobre «la
santidad de los afectos del corazón», pero desde luego sí se aleja de ella.
En su elaboración artística «Vuelta a Babilonia» supera incluso a El gran
Gatsby, y puede compararse a los relatos más sólidos de Hemingway.
Babilonia, en lugar de ser el París de Gertrude Stein y Hemingway, es «la

Página 146
tierra de la satisfacción perdida» de A. E. Housman. Charlie Wales, trasunto
de Fitzgerald, recibe un castigo mayor de lo que merecen sus leves pecados.
Viudo y sin su hija, Wales inspira un auténtico pathos y sufre la nostalgia y el
arrepentimiento. «Vuelta a Babilonia», especie de elegía por la Generación
Perdida, es tan hábil y equilibrada en su estilo como las odas de Keats y los
relatos de Hemingway, los cuales planean cerca pero a una precisa distancia
estética.
Un ejemplo de la última etapa de Fitzgerald, sus años de Hollywood, es
«Domingo de locura», el relato mejor acabado que iba a surgir en esos años
de decadencia. La dialéctica de la creación y de la destrucción de Keats rige
«Domingo de locura», en el que Miles Calman paga por su arte con el ímpetu
de destrucción y Joel Coles se deja arrastrar hacia la pérdida del yo. Con su
enorme teatralidad, Stella Walker Calman supone la culminación de las
visiones que tenía Fitzgerald de la Musa funesta, que incluían no solo a Daisy
de El gran Gatsby y a Nicole de Suave es la noche, sino también a la
formidable Zelda Fitzgerald, la última bella.

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WILLIAM FAULKNER
(1897-1962)

Escribiendo sobre Faulkner hace una docena de años, profeticé algo que
ahora se hace necesario perfilar:

Su gran familia la forma un Dickens enloquecido más que un Conrad


salvaje, y la horrible saga del clan Snopes, desde el exageradamente
competente Flem Snopes al del acertado nombre de Wallstreet Panic
Snopes. Flem, como señala David Minter, está libre de toda angustia. Su
sitio está en Washington D. C.: ha llegado hasta allí y provee de personal
a la Casa Blanca. Y vaya por dónde que también provee de personal a las
universidades y pronto lo hará con todo el país en cuanto sus hijos
espirituales, los yupis, lleguen a la edad adulta. Ivy League Snopes,
Regan Revolution Snopes, Jack Kemp Snopes: las posibilidades son
ilimitadas. Sus familias arruinadas y ahogadas por el peso de la tradición
son el tributo que Faulkner rinde a su región. Su clan Snopes es el
obsequio a su país[194].

Ahora, en agosto de 1998, un Snope es portavoz de la Cámara de


Representantes, otro encabeza el Senado y un Snopes (del partido contrario)
es el presidente del Gobierno. El Congreso está dividido casi al cincuenta por
ciento entre los que son Snopes y los que no. La visión de los Snopes es tan
magnífica y omniabarcadora que merece convertirse en nuestra mitología
nacional política y económica.
La mayoría de las esplendorosas historias de los Snopes están en El
villorrio y en La ciudad. «El granero en llamas» se mantiene a bastante
distancia, aunque originariamente Faulkner la hubiera concebido para ser el
primerísimo inicio de la saga. El joven protagonista de «El granero en
llamas», Sarty Snopes, es totalmente opuesto a su padre, el lúgubre Abner
Snopes, ladrón de caballos e incendiario de graneros. Mientras que Ab Snopes
es una especie de Satán en guerra con todo el mundo, su hijo Sarty muestra un
orgullo más fino y un sentido del honor que prevalece incluso sobre su lealtad
al demoniaco Abner.

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Hay algo sublime en el personaje del muchacho Sartoris Snopes, una
cualidad de «más allá» trascendente que no puede explicarse por la herencia o
el entorno. Faulkner, a pesar de su intensidad gótica, se negaba a aceptar
cualquier visión sobredeterminada de la naturaleza humana. Lo que hace que
sea tan memorable «El granero en llamas» es su vivido retrato de Ab Snopes,
el aterrador ancestro de todos los Snopes que ahora y siempre nos atormentan.
Pero la conclusión pertenece por completo al joven Sartoris Snopes, quien no
habrá de volver con su destructiva familia. Dirigiéndose hacia la música de un
chotacabras, Sarty se encamina a un renacer:

Descendió la colina, hacia el oscuro bosque en cuyo interior llamaban


incesantes las voces de líquida plata de los pájaros; el latido rápido y
apremiante del corazón apremiante y cantor de la noche del fin de la
primavera. No volvió la vista atrás[195].

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ERNEST HEMINGWAY
(1899-1961)

Hemingway proclamaba de buen grado su relación con Huckleberry Finn,


y existe cierto fundamento para esa afirmación si hacemos abstracción de lo
poco que tienen en común las posiciones retóricas de Twain y de Hemingway.
El Kim de Kipling, en cuanto a estilo y modo, está mucho más cerca de
Huckleberry Finn que cualquier cosa que escribiera Hemingway. El
verdadero acento del estilo admirable de Hemingway habrá de buscarse en un
precursor todavía más grande y sorprendente:

Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado de las cabezas


blancas de las madres ancianas,
más oscura que las descoloridas barbas de los ancianos,
oscura para haber brotado de los pálidos y rojos cielos de sus bocas[196].

O de nuevo:

Me aferro a la baranda de la cerca… la sangre gotea diluida por el sudor


de la piel,
caigo sobre piedras y matorrales,
los jinetes espolean a sus remisos caballos y me cercan,
llegan sus mofas a mis aturdidos oídos… me golpean con violencia la
cabeza con sus látigos.

Las agonías son una de mis mudas de ropa;


no pregunto al herido cómo se siente… yo mismo me convierto en el
herido,
mi herida se vuelve cárdena cuando apoyado en el bastón la miro[197].

Hemingway no es el único en no reconocer la paternidad de Walt


Whitman: T. S. Eliot y Wallace Stevens están más cerca de Whitman que
William Carlos Williams y Hart Crane, pero la influencia literaria es un

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proceso paradójico y antitético acerca del cual seguimos sabiendo muy poco.
Las profundas afinidades entre Hemingway, Eliot y Stevens no son casuales
sino parecidos de familia debidos a la relación, reprimida pero crucial, que
cada uno de ellos tuvo con la obra de Whitman. Era característico de
Hemingway vanagloriarse (en carta a Sara Murphy, 27 de febrero de 1936) de
que había tumbado a Stevens sin mucha dificultad: «… solo por aportar datos,
el señor Stevens mide un metro noventa y pesa ciento dos kilos y… cuando
cae al suelo es todo un espectáculo». Dado que ese combate entre ambos
escritores tuvo lugar en Key West el 19 de febrero de 1936, me siento
obligado como leal seguidor de Stevens a señalar, solo por aportar datos, que
el victorioso Hemingway había nacido en 1899 y el derrotado Stevens en
1879, y que por tanto el novelista tenía treinta y siete años y el poeta rondaba
los cincuenta y siete. Es indudable que los dos se despreciaban mutuamente,
pero en la carta en la que Hemingway celebra su victoria llama a Stevens «un
poeta condenadamente bueno», y Stevens siempre afirmó que Hemingway era
esencialmente un poeta, juicio con el que coincidía Robert Penn Warren
cuando escribió que Hemingway «es esencialmente un escritor más lírico que
dramático». Warren comparó a Hemingway con Wordsworth, lo cual es
verosímil, pero el parecido con Whitman es aún mayor. Wordsworth no
habría podido escribir «Yo soy el hombre, yo sufrí, yo estuve allí», pero
Hemingway casi logra convencemos de que habría podido forjar esa frase
aunque Whitman no la hubiera escrito antes.

II

Hace ahora más de veinte años del suicidio de Hemingway[198] y algunos


aspectos de su permanente pertenencia al canon parecen fuera de toda duda.
Solamente unas pocas novelas americanas modernas parecen con certeza
llamadas a perdurar: Fiesta, El gran Gatsby, Miss Lonelyhearts, La subasta
del lote 49, y al menos varias de Faulkner como Mientras agonizo, Santuario,
Luz de agosto, El ruido y la furia y ¡Absalón, Absalón! Podrían añadirse al
grupo dos docenas de cuentos de Hemingway; de hecho quizá todos los de
Los primeros cuarenta y nueve relatos. Faulkner es una eminencia aparte,
pero los críticos coinciden en que Hemingway y Fitzgerald son los que le
siguen más de cerca y ello es en gran medida debido a la fuerza de sus relatos.
Lo que parece algo sin igual es que Hemingway sea el único escritor
americano de prosa de ficción de este siglo que se equipara en cuanto a estilo

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con los poetas más importantes: Stevens, Eliot, Frost, Hart Crane, aspectos de
Pound, W. C. Williams, Robert Penn Warren y Elizabeth Bishop. Ello no
quiere decir que lo mejor de Hemingway fracase en la narración o en la
elaboración del personaje. Es más bien que su particular excelencia se halla
más cerca de Whitman que de Twain; más próxima a Stevens que a Faulkner,
e incluso más cercana a Eliot que a Fitzgerald, su amigo y rival. Es un poeta
elegiaco que se lamenta por el individuo, que celebra el yo (si bien no con
tanta efectividad) y que padece escisiones de su yo. En la tradición más
amplia de la literatura americana se inserta en última instancia en esa
confianza emersoniana en el dios interior que a su vez es la línea de Whitman,
Thoreau y Dickinson. Llega tarde y sin claridad a esta tradición y es uno de
sus teólogos de la negación, por así decirlo, pero, al igual que ocurre en
Stevens, las negaciones, las supresiones, nunca son finales. Incluso de su
relato más feroz, digamos «Dios les dé alegría, caballeros» o «Una historia
natural de los muertos», puede decirse que celebra lo que se podría llamar la
Ausencia Real. El doctor Fischer de «Dios les dé alegría, caballeros»
prefigura el personaje de Shrike en Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, y
su religiosidad salvaje e implícita anuncia no solo la postura satánica de
Shrike sino el mundo demoniaco por completo de las visiones claramente
paranoicas o ludditas de Pynchon. Quizás existiera una nostalgia por un orden
católico, siempre permanente en la consciencia de Hemingway, pero el
cosmos de su ficción, tanto la de su primera etapa como la de la última, es el
del gnosticismo americano como ocurre en Melville, el primero en desarrollar
con tanta fuerza el lado negativo de la religión emersoniana de confianza en el
yo.

III

Hemingway era dado a utilizar de forma notoria y espléndida imágenes


abiertamente agonísticas a la hora de describir sus relaciones con escritores
del canon, incluido Melville, costumbre que, en la descripción, también ha
seguido el efebo Norman Mailer. En una magnífica carta (6 y 7 de septiembre
de 1949) a su editor Charles Scribner confiesa encantadoramente: «Soy un
hombre sin ambición, quitando la de ser campeón del mundo; no lucharía con
el doctor Tolstoi en un combate a veinte asaltos porque sé que me dejaría
k. o.». Esta modestia termina pronto pues la sigue un «si llego a vivir hasta
los sesenta puedo ganarle (QUIZÁ)». Dado que el resto de la carta incluye entre

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los derrotados a Turgueniev, Maupassant, Henry James, incluso a Cervantes,
Melville y Dostoievski, podemos coincidir con el propio Hemingway en la
admiración de su extraordinaria confianza en sí mismo. ¿De qué manera
estaba esa confianza justificada en lo referente a sus aspiraciones?
Se podría afirmar convincentemente que Hemingway es el mejor escritor
de cuentos en inglés desde Dublineses de Joyce hasta hoy. No es necesario
cuestionar la dignidad estética de los cuentos, pero parece que a un escritor
del canon hay que pedirle algo más. Hemingway escribió Fiesta y no Ulises,
lo cual quiere decir que el verdadero genio lo tenía para los relatos cortos y no
para narraciones largas. De haber sido fundamentalmente un poeta, sus dotes
líricas habrían sido suficientes: no esgrimimos contra Yeats el hecho de que
su mayor gloria esté en sus poemas y no en sus obras de teatro. Y, sin
embargo, ni Turgueniev ni Henry James, ni Melville ni Mark Twain son
verdaderos agonistas para Hemingway. Por el contrario, Maupassant es un
rival más adecuado. No hay duda sobre la intensidad del estilo de Hemingway
en las cadencias más breves, pero incluso Fiesta se lee ahora como una
colección de epifanías, de viñetas memorables y brillantes.
Mucho de lo que se le ha criticado duramente a Hemingway,
concretamente en Fiesta, se debe a su dificultad de ajustar su talento a las
exigencias de la novela. Robert Penn Warren sugiere que Hemingway triunfa
cuando su «sistema de ironías y eufemismos es coherente». Cuando es
incoherente, entonces la retórica de Hemingway fracasa como elemento de
persuasión, lo cual quiere decir que leemos Tener y no tener o Por quién
doblan las campanas y nos damos perfecta cuenta de que lo que se nos ofrece
es fundamentalmente el sistema de tropos. Warren cree que esto no se cumple
en Adiós a las armas a pesar de que el celebrado final de la novela parece
ahora un manido y perifrástico eufemismo:

Pero después de haberlas echado y haber cerrado la puerta y apagar la


luz, comprendí que todo era inútil. Era como decir adiós a una estatua. Al
cabo de un rato me fui y salí del hospital y volví al hotel bajo la
lluvia[199].

Contrastemos el fragmento anterior con el final de «El viejo en el


puente», un cuento de solo dos páginas y media de extensión:

No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas
avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que

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los aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era
toda la buena suerte que tendría aquel hombre[200].

El eufemismo perifrástico convence aquí debido a que el estoicismo sigue


siendo coherente y está articulado admirablemente por la retórica. Un relato
muy corto concluye siempre transformando en tropo el humor de un momento
concreto de la historia. La «viñeta» es el modo connatural a Hemingway, o
llamémosla si queremos «viñeta cruda»: un apunte literario que de alguna
manera parece ser el principio o el final de algo más extenso a pesar de estar
perfectamente completo en sí mismo. El estilo de Hemingway encierra
aquello que no debería estar encerrado, con el fin de que el género conserve
su sutileza, a pesar de ceder su encanto a cambio del golpe. Pero una novela
de trescientas cuarenta páginas (Adiós a las Armas, que he acabado ahora de
releer con una diferencia de veinte años entre la primera lectura y la segunda)
no se puede sustentar en la retórica de la viñeta. Tras muchos eufemismos y
perífrasis, demasiadas, el lector empieza a creer que está leyendo a un
imitador de Hemingway, como el hábil John O’Hara, en vez de al propio
maestro. La falta más notoria de Hemingway es la monotonía de la repetición
que se convierte en una aburrida letanía en manos de algún imitador menos
hábil, como Nelson Algren[201], y que a veces parece una parodia de sí mismo
cuando nos enfrentamos con ella en Hemingway.
No hay nada gratuito, y lo que un gran estilo provoca es que nos
pongamos en guardia, sobre todo cuando viene a instaurar el estilo de una
época como lo hizo el byroniano Hemingway. Como ocurre con Byron, el
color y la variedad de la vida del artista se convierten en una especie de velo
interpuesto entre la obra y nuestra percepción estética de la misma. La
trayectoria de Hemingway incluyó cuatro matrimonios (y tres divorcios); un
trabajo como conductor de ambulancias para los italianos en la Primera
Guerra Mundial (con una herida honorable); la actividad de corresponsal de
guerra en la guerra greco-turca (1922), la guerra civil española (1937-1939),
la guerra chino-japonesa (1941) y la guerra contra Hitler en Europa
(1944-1945). Añadamos la práctica de la cacería y la pesca deportivas
mayores, safaris, expatriación en Francia y Cuba, corridas de toros, el premio
Nobel y el suicidio final en Idaho, y obtendremos una vida estrambótica e
inverosímil vivida aparentemente a imitación de la propia ficción de
Hemingway. El efecto final que producen su obra y su vida juntas es nada
menos que mitológico, como ocurre con Byron, con Whitman y con Oscar
Wilde. Hoy en día Hemingway es mito y por lo tanto perdura como imagen

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del heroísmo americano, o puede que —lo que es más de lamentar— de la
ilusión americana de heroísmo. Lo mejor de la obra de Hemingway, los
relatos y Fiesta, formarán también parte para siempre de la mitología
americana. Faulkner, Stevens, Frost, quizás Eliot, y Hart Crane fueron
escritores más sólidos que Hemingway, pero solo él ha alcanzado el
perdurable estatus de mito en este siglo americano.

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JORGE LUIS BORGES
(1899-1986)

Para el gnóstico en Borges, como para el heresiarca de su mítica Uqbar,


«los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de
los hombres»[202], el laberinto de los hombres visible aunque ilusorio. Los
gnósticos aceptan bien con razón a Jung, y aceptan muy mal a Freud, igual
que Borges, y a nadie debe sorprenderle cuando el argentino, siempre cortés y
agudo, despacha a Freud como «o un charlatán o un lunático», para el cual
«todo se reduce a unos cuantos hechos más bien desagradables». Los
maestros del cuento y de la parábola deberían evitar el magnetofón, pero,
como Borges sucumbió bien, puede algún admirador agradecer la cosecha de
unas cuantas conexiones entre imágenes.
El gnóstico escudriña en el espejo del mundo caído y no se ve a sí mismo
sino a su oscuro doble, el sombrío cazador de su fantasmagoría. Dado que el
equívoco Dios de los gnósticos contiene en sí de forma equitativa el bien y el
mal, también el escritor en el que predomina una visión agnóstica es
moralmente equívoco. Desde el punto de vista de la imaginación Borges es un
gnóstico pero intelectualmente es un escéptico y un humanista naturalista.
Esta división, que ha obstaculizado su arte haciendo de él una figura mucho
menor que escritores gnósticos como Yeats y Kafka, lo ha convertido, no
obstante y de forma admirable, en un decidido moralista, como muestran estas
conversaciones grabadas.
Borges ha basado enormemente su escritura en el espíritu del comentario
de Emerson acerca de que la insinuación de lo dialéctico tiene más valor que
la dialéctica en sí misma. Mi favorito entre sus cuentos, el cabalístico «La
muerte y la brújula», relata la destrucción de Erik Lonnrot, un Auguste Dupin
cuya «temeraria perspicacia» lo arrastra hacia la trampa laberíntica tendida
por Red Scarlach el Dandy, un criminal que habría hecho migas con el Benia
Krik de Bábel. La grandeza de Borges reside en la dignidad estética que le
concede tanto a Lonnrot, quien, a punto de morir, critica que el laberinto en el
que ha sido atrapado tiene líneas de más, como a Scarlach, quien justo antes
de abrir fuego le promete al detective un laberinto mejor la próxima vez que
lo mate en alguna otra reencarnación.

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Los críticos del admirable Borges se ceban en él persiguiéndolo de la
misma manera a como Lonnrot dio caza a Scarlach, con una brújula, pero él
ha hecho que nos veamos obligados a escoger sus propias imágenes para el
análisis. Freud nos dice: «En un psicoanálisis el médico siempre le da a su
paciente (unas veces en mayor y otras en menor medida) la imagen
anticipadora consciente con ayuda de la cual está en posición de reconocer y
de alcanzar el material inconsciente». Hemos de recordar que Freud habla de
terapia y de la labor de modificarnos, de forma que la analogía que podamos
encontrar entre las imágenes del psicoanalista y las del novelista no puede ser
perfecta. El buen psicoanalista, en el ejemplo de Freud, nos ofrece una sola
imagen, y Borges ofrece a sus lectores millares de ellas; pero aquí solo se
mirará el espejo, el laberinto y el compás.
Borges comentó sobre el primer cuento que escribió, «Pierre Menard,
autor del Quijote», que da sensación de cansancio y de escepticismo,
sensación de «llegar al final de un larguísimo periodo literario». Resulta
revelador que este fuese su primer cuento, en el que manifiesta su cansancio
por el laberinto vivo de la ficción justo cuando está comenzando a adentrarse
en él. Borges es un gran teórico de influencia en la poesía; nos ha enseñado a
leer a Browning como un precursor de Kafka, y siguiendo el espíritu de esta
enseñanza es posible ver a Borges mismo como otro Childe Roland camino
de la Torre Oscura a pesar de no querer de forma consciente completar la
búsqueda. ¿Está quizá condenado a que lo veamos más como un crítico de la
narración que como un narrador? Cuando leemos a Borges, ya sea sus
ensayos, sus poemas, su parábola o sus cuentos, ¿acaso no estamos leyendo
glosas a la narración, y en concreto sobre la puesta en guardia del escéptico
ante los encantos de la narración?
Borges cree haber inventado un nuevo tema para un poema (en su poema
«Límites») y este tema sería el sentimiento de estar haciendo algo por última
vez. Resulta extraordinario que un hombre de letras tan leído piense esto, ya
que la mayoría de los poetas de fuste que viven lo suficiente como para llegar
a viejos escriben sobre ese asunto, si bien a menudo lo hacen de forma oculta
o disimulada. Pero resulta profundamente revelador de sí mismo el que un
teórico de la influencia poética de Borges llegue a la creencia de que ese tema
es invención suya, pues Borges ha sido siempre un poeta que ha celebrado el
adiós de las cosas, ha sido siempre un poeta de la pérdida. A pesar de haber
encontrado un consuelo para sí y para sus lectores con la sabiduría de que
solamente puede perderse aquello que nunca se poseyó, también ha sufrido el
desasosiego de saber que solo podemos reconocer aquello que hemos

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conocido antes, y que todo reconocimiento es autorreconocimiento. Toda
pérdida lo es de nosotros mismos e incluso la pérdida del amor es, como diría
Borges, el dolor de volver a los otros, no al yo. ¿Es esta la sabiduría de la
narración, o lo es de otro modo o género enteramente distinto?
De lo que Borges carece, a pesar del ilusorio ingenio que muestran sus
laberintos, es concretamente de la extravagancia del narrador; él no se fía de
sus propios impulsos erráticos. Se ve modestamente a sí mismo como un
válido heraldo de su propia persona pero es otro edípico destructor más de sí
mismo. Su apego por esa economía de su arte —economía que le sirve de
protección—, la abierta complicidad de la que hace gala son su variante
personal de la ansiedad edípica, y el patrón que siguen sus cuentos delatan por
completo un miedo tácito a la narración fácil. El espejo gnóstico de la
naturaleza solo refleja para él el laberinto de Lönnrot «de una sola línea recta
y que es invisible, incesante»[203], la línea de todas aquellas malas calles
hechizadas que se pierden en el horizonte de su Buenos Aires fantasmal. El
temerario perspicaz al que sostienen las simetrías de su propia brújula mítica
nunca ha sido lo suficientemente temerario como para perderse en un relato,
para mal nuestro, si no es que suyo. Lo insólito en él, si ha de llegar, vendrá
en forma de movimiento ficticio que se aparte del tema del reconocimiento,
que incluso vaya en contra de ese tema y hacia un arte mayor. Su relato
favorito, dice, es «Wakefield» de Hawthorne, del que afirma que trata de «un
señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de
casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años»[204].

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JOHN STEINBECK
(1902-1968)

Al escribir sobre los cuentos de D. H. Lawrence, captó admirablemente


Eudora Welty[205] el esencial extrañamiento del arte de representar de
Lawrence:

Pues la verdad parece ser que los personajes de Lawrence no hablan


ellos mismos —no como en una conversación, donde uno habla con otro
—, no hablan como en la calle sino que parece que fueran fuentes o que
estuvieran irradiando luz como la luna o bramando como el mar, o es
como si su silencio fuera el silencio de las endiabladas rocas. Nos resulta
familiar el que Lawrence esté escribiendo sobre las relaciones humanas en
la tierra en términos de eternidad, y esos términos establecen la forma de
Lawrence. El mismo autor se muestra como tal autor como si estuviera en
la luna, y a veces sentimos que nos maltrata estando nosotros allí a sus
pies[206].

Welty fue una escritora de cuentos casi tan eminente como Lawrence;
John Steinbeck no lo fue. Pero los relatos de Steinbeck le deben tanto a
Lawrence como las novelas del propio Steinbeck deben a Hemingway.
Aunque nunca soportó a Hemingway, Steinbeck escribía una versión
suavizada del estilo de Hemingway. Lawrence influyó a Steinbeck de forma
muy diferente; hubo algo en Steinbeck que comprendió la limitación que
suponía para su arte su propio reduccionismo naturalista. El vitalismo heroico
de D. H. Lawrence, su habilidad para dotar a sus personajes de cualidades
«que jugaban como fuentes», atrajo al trascendentalismo reprimido de
Steinbeck. Los mejores relatos de Steinbeck están escritos al modo de
Lawrence, no al de Hemingway.
«Los crisantemos», que me parece el relato más interesante de Steinbeck,
está mucho más cerca de las intensas evocaciones del alma de Lawrence que
de la versión darwinista que Steinbeck había tomado del biólogo marino
Edward Ricketts[207]. Varios críticos han señalado lo cerca que está la Elisa
Alien de Steinbeck de la March de El zorro, de Lawrence, salvo en el hecho

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de que Elisa es desde el principio una figura frustrada. Su sexualidad
reprimida, despertada por el encuentro con el chatarrero ambulante, no parece
que vaya a ser satisfecha por su inepto marido ni en realidad por hombre
alguno. Elisa se habría convertido en Lawrence en una amante de mujeres,
pero Steinbeck rehúye tal grado de intimidad a pesar de que la lógica
imaginativa de su relato parece apuntar en esa dirección.
¿Qué cambio se produce en Elisa entre el comienzo y el final de la
historia? Cuando la contemplamos por primera vez es todo potencialidad, una
fuerza aún sin desplegarse a pesar de llevar ya la mitad del camino recorrido:

Ella estaba cortando los tallos de los viejos crisantemos con un par de
tijeras pequeñas y fuertes. Observaba de vez en cuando a los hombres en
el cobertizo del tractor. Ella tenía un rostro impetuoso, maduro y bello;
incluso su labor con las tijeras era demasiado impetuosa, demasiado
fuerte. Los tallos de crisantemo parecían demasiado pequeños y frágiles
para sus energías[208].

Al final del relato ella llora débilmente «como si fuera una anciana». Es
necesario saber más para dilucidar si este hecho es solo vina derrota pasajera
o es la confirmación de un patrón. En Lawrence o en Welty lo habríamos
sabido, porque ambos eran capaces de escribir «sobre las relaciones humanas
en la tierra en términos de eternidad». Como escritor, Steinbeck nunca pudo
lograrlo, ni siquiera en Las uvas de la ira. «Los crisantemos» nos muestra a
un Steinbeck que se golpea contra sus propias limitaciones imaginativas,
incapaz de abrir a golpes vina salida de sí mismo. La materia poética para un
arte mayor y más intenso se encuentra ahí, en el relato, pero Steinbeck no
supo verlo.

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EUDORA WELTY
(1909-2001)

Eudora Welty divide su notable y breve autobiografía, Los comienzos de


un escritor, en tres partes: «Escuchando», «Aprendiendo a ver» y
«Encontrando una voz». Corteses y admonitorios, estos títulos indican cómo
hay que leer sus relatos y novelas, una lectura que necesariamente implica un
desarrollo de nuestra capacidad de introspección. Algunas de sus historias
nunca dejan de ser ese proceso de viaje a lo más profundo de las regiones
interiores que generalmente reservamos de forma exclusiva a recuerdos
personales. Indudablemente, esas historias no son las mismas para todos los
lectores: para mí incluyen «Un momento de quietud» y «Lo que arde».
Mark Twain ha tenido una progenie tan diversa entre los escritores
americanos que apenas podemos sorprendemos cuando meditamos sobre el
hecho de que tanto Welty como Hemingway proceden de Huckleberry Finn.
Lo que Welty y Hemingway comparten como escritores es el ejemplo de
Twain. Su obsesiva preocupación por América es la misma que la de Huck: la
libertad de una alegría en solitario íntimamente unida al miedo supersticioso a
la soledad. Las gentes de Welty, como las de Hemingway y como las
representaciones de sí mismos que han hecho nuestros mayores poetas —
Whitman, Dickinson, Stevens, Frost, Eliot, Hart Crane, R. P. Warren,
Roethke, Elizabeth Bishop, Ashberry, Merrill y Ammons— todos creen
secretamente que no forman parte de la creación y que solo se sienten en
libertad cuando están solos.
En Los comienzos de un escritor comenta Welty acerca de «Un momento
de quietud»:

«Un momento de quietud» —otro de mis primeros relatos— fue una


fantasía en la que las distintas visiones interiores de tres hombres
enormemente individualizados y distintos entre sí coinciden y convergen
de una forma increíble en el mismo objeto exterior. Todos mis personajes
fueron personas reales que vivieron a la vez, que no se conocían entre sí

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pero cuyas vidas se habían desarrollado en el mismo vecindario. El
escenario fue la zona más salvaje de Misisipi en el histórico año de 1811,
anno mirabilis, el mismo año en que las estrellas cayeron sobre Alabama
y los lemmings, o puede que fueran ardillas, corrieron continente abajo
para zambullirse en el golfo de México; en que un terremoto hizo que el
río Misisipi corriera hacia atrás y Nuevo Madrid, en Misuri, se viniera
abajo y desapareciera. Mis personajes eran Lorenzo Dow, el evangelista
de Nueva Inglaterra, Murrell el bandolero, asesino y perseguido a lo largo
de la ruta de Natchez, y Audubon el pintor; y el objeto exterior en el que
los tres al mismo tiempo fijaron su mirada era una garza real que en ese
momento se estaba alimentando[209].

Los tres personajes elegidos por Welty —Lorenzo Dow, James Murrell y
Audubon— son unos solitarios a ultranza. Sería de suponer que Dow, el
jinete, fuese el menos solipsista de los tres y, sin embargo, el tremendo grito
que lanza cuando cabalga al galope —«¡He de tener almas! ¡Y almas he de
tener!»— demuestra un vacío que nunca se podrá llenar:

Era la hora en que el sol se ponía. Todas las almas que él había
salvado y todas las que no salvó se oscurecieron entre la bruma que
flotaba entre las dos orillas, y por el enorme número de ellas y la densidad
que formaban parecía que le iban a impedir pasar, y como no daban
señales de diluirse o de convertirse de nuevo en bruma temió que le
impidieran el paso para siempre. Las pobres almas que no se habían
salvado eran más oscuras y daban más lástima que las que sí lo habían
conseguido, y no hubo nada del resplandor que él habría esperado ver en
una congregación tal[210].

Como el propio Dow observa, sus ojos «andan en desventaja con respecto
a su corazón siempre lleno de amor», lo cual hace que dudemos de su
corazón. El ama a su mujer Peggy sin mucho gasto de energías puesto que
ella está en Massachusetts y él se encuentra galopando a lo largo de la ruta del
viejo Natchez. Verdaderamente su amor no puede suponerles el más mínimo
esfuerzo, pues consiste en una proposición de matrimonio que ella aceptó a la
primera, una unión de unas pocas horas y su rápida partida hacia el sur para
cumplir con sus obligaciones evangélicas seguido de la primera carta que ella
le escribe diciéndole que, al igual que él, su marido, ella solo podrá temer a la
muerte y nunca a una mera separación.

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Este destacado cazador de almas que consigue escapar intrépidamente a
los feroces indios o a los católicos irlandeses puede ser considerado un
sublime lunático, o simplemente un producto puramente americano:

Pronto habría de caer la noche, y la tierra que tenía delante se


convertiría en un campamento lleno de pecadores igual que el cielo de
estrellas. ¡Cómo ansiaba llegar a ellos! Se representó el futuro con un
anhelo de amor hacia la multitud que aguardaba mientras los fuegos de las
antorchas bailaban y bailaban y bailaban sobre sus cabezas. ¿Cómo podría
atraerlos si no existieran el amor divino y la amenaza de todos los males
que los aterrorizaban? Siguió cabalgando aún más rápido. Él acudía a
todas las citas, cada vez a más y más citas hasta que sus viajes a lo largo y
ancho de la creación fueran como relámpagos, cabalgando aquí y allá bajo
el rico panorama que se presentaba ante su visión. Él carecía de hogar por
decisión propia; en cualquier momento debía ir a otro sitio y acudir allí
pronto. Y allí, adentrándose en tierras salvajes con su caballo volador
bendijo de forma prematura a esa multitud de encendidas antorchas sin
poder esperar ni un instante. Extendió los brazos, uno después del otro por
seguridad; y sintió deseos, una vez que todos hubieran sido reunidos con
el clamor de su cuerno de hojalata y las inspiradas palabras que les
dirigiera resonaran en sus cabezas, de meditar sobre la vida total y
apasionada que poblaba el ancho mundo y de llegar a ser parte de ella.
Miró hacia delante. «¡Pobladores del tiempo! ¡La tierra salvaje son
vuestras almas en la tierra!», dijo elevando sus gritos hacia las copas de
los árboles. «Mirad a vuestro alrededor y ved en qué condiciones está
vuestro espíritu, puestas aquí por el señor misericordioso para enseñaros y
para infundiros temor. Estas tierras salvajes y estos caminos de increíble
soledad no se encuentran en ningún otro sitio más que en vuestro
corazón»[211].

Dow es su propia congregación, y es su corazón el que encierra esas


tierras salvajes y esos increíbles caminos solitarios que él recorre sin fin. Su
antítesis es el asesino James Murrell, quien de pronto cabalga al lado de Dow
sin molestarse siquiera en mirarlo. Si Dow es un ángel que no está en su sano
juicio, Murrel es un diablo que apenas lo está; comienza a hablarle al
evangelista para que aminore la marcha sin saber que Lorenzo, el sublime
loco, solo escucha a la voz de Dios:

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Murrell cabalgando junto a su futura víctima, Murrell cabalgando era
Murrell hablando. Se demoraba en sus largos cuentos, siempre dejando
que fluyera entre ellos una distancia y un largo espacio de tiempo y todos
giraban alrededor de un hombre silencioso. En cada uno el hombre
silencioso habría cometido una maldad, un robo o un asesinato, en algún
lugar del lejano pasado, y todo estaba preparado para revelar al final que
el hombre silencioso era el propio Murrell, y el extenso relato había
sucedido ayer, y el lugar era este: Natchez Trace. Bastaría una sola mirada
de entendimiento para que la víctima viera que todo eso formaba parte de
otra historia y que él mismo había escuchado su inserción en el cuento, y
que él también estaba por retroceder en el tiempo (donde el pavor
quedaba olvidado) para algún oyente y vivir en el lejano pasado para un
oyente. ¡Destruye el presente! —eso debió de haber sido lo primero que
oyera el corazón de Murrell— el momento vivo y el hombre que vive en
él deben morir antes de proseguir. Era su costumbre terminar la jornada
—que incluso podía durar días— con una suerte de ceremonia. Volviendo
finalmente su cara hacia la cara de la víctima, porque nunca la había visto
hasta ese momento, se erguiría con la súbita estatura de un hombre que ya
no sería el narrador sino el mudo protagonista, silencioso al fin, casi un
héroe. Entonces mataría al hombre[212].

Como Murrell es incapaz de la mínima observación de nada, no sabe todo


lo que el lector sabe, y es que Lorenzo no puede ser víctima de este personaje
que se da aires satánicos. Fuera cual fuese el resultado de la lucha entre el
ángel y el demonio (y uno conjetura que Murrell no habría sobrevivido) el
momento clave es interrumpido por la llegada de un tercero más extraño
todavía que los otros dos, Audubon:

Audubon no dijo nada ya que se había pasado varios días enteros sin
pronunciar una sola palabra. No consideró que sus pensamientos acerca
de los pájaros y los animales mereciesen ser traducidos a palabras. Las
largas horas que pasaba tocando la flauta no era, al menos en su origen,
una forma de hablar consigo mismo. Podía, en lugar de hablar para dar
una orden o describirlo, dibujar un ciervo y una raya encima para
comunicarle a un indio que necesitaba venado. Solo había empezado a
usar las palabras cuando descubrió que podía anotar cada cosa ese mismo
día y que así no se perdía, y desde entonces anotaba a menudo en un
diario todo el pasado para que todo quedara registrado en la forma exacta

Página 164
a como había sucedido; y sobre un día podía escribir: «Solo lamento que
se ponga el sol»[213].

Estos tres obsesivos personajes extraordinariamente distintos entre sí


comparten un momento de quietud en el que «una garza solitaria y blanca
como la nieve descendió no muy lejos de donde ellos estaban y empezó a
comer junto a las aguas del pantano». Para Murrell se trataba de «nada más
que blancura entre las tinieblas», una profecía de la rebelión de esclavos,
forajidos y proscritos que esperaba liderar en el condado de Natchez. Para
Audubon es ni más ni menos lo que es, una garza blanca a la que debería
matar si llegara a ser capaz de pintarla y ser así un modelo que ha de morir
para llegar a ser un modelo. Welty no dice cuál prefiere de estas tres:

Lo que cada uno de ellos había querido era todo, ni más ni menos.
Salvar todas las almas, destruir a todos los hombres, ver y registrar toda la
vida que poblaba este mundo —todo, todo—; pero ahora un débil anhelo
pareció que surgía de los tres y que se dirigía hacia esta tímida ave, blanca
como la nieve, que estaban viendo en el pantano. Era como si tres
remolinos hubieran convergido en un único punto para encontrar allí a
una blanca garza que comía en paz. Su lento vuelo habría podido elevarla
de allí ese mismo momento, pero por unos instantes los mantuvo a los tres
en quietud, los mantuvo tranquilos, y por un momento estuvieron libres
de toda carga…[214]

La búsqueda de todo supone encontrar cualquier cosa salvo la paz, y «un


momento de quietud» solo lo comparten estos tres buscadores en un momento
de fantasía, en una fantasmagoría. Cuando ese momento concluye con la
muerte del ave a manos de Audubon, solo la reacción horrorizada de Lorenzo
es de trascendencia o interés profundos. Murrell se conforma con volver a
asaltar caminos y a esperar que viajeros más inocentes sean absorbidos en ese
satánico destino suyo del que escaparon Lorenzo y Audubon. Este último
también se conforma con seguir adelante y lograr su vasto propósito. Pero la
epifanía de Lorenzo se ha convertido en un momento de negación, y a pesar
de que seguirá reuniendo multitudes sobre él se ciernen las tinieblas:

Mientras Lorenzo, en cuyos oídos todavía resonaban los ecos del


bosque, cabalgaba lentamente, volvió la vista atrás. Se le erizó el cabello
y las manos le empezaron a temblar de frío, y de pronto le pareció que
Dios mismo, justo ahora, pensaba en la idea de la separación. Era seguro

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que Él no había pensado en ello anteriormente cuando la pequeña garza
blanca descendía de su vuelo para buscar alimento. Él podía entender que
primero Dios concediera la separación y después concediera el amor que
lo reparase; pero Dios lo había hecho al revés, y había concedido primero
el amor y después la separación como si a Él le diera lo mismo qué
viniera antes o después. Quizás era que Dios nunca contaba los momentos
que formaban el tiempo; Lorenzo lo hacía, además de sus tareas de amor.
El tiempo no sucedía para Dios, por lo tanto, ¿acaso Él podía saber en qué
consistía? ¿Cómo podría explicarle a Dios en qué consistían el tiempo y la
separación si nunca había pensado en ellos, si era capaz de permitir que el
mundo todo conociera el dolor un solo instante?[215]

Esta es una meditación que está al borde de la herejía, supuestamente


gnóstica, más que al borde del descreimiento. Robert Penn Warren, en uno de
sus primeros ensayos ya clásico sobre «El amor y la separación en Eudora
Welty» (1944) hace aquí una lectura de la dialéctica del amor y la separación
parecida a los posiblemente contrarios de Blake que son la inocencia y la
experiencia. Según esta lectura tenemos que Welty hace uso de una ironía
basada en los límites y en la contaminación y para quien el conocimiento
destruye el amor, casi como si el amor solo pudiera sobrevivir sobre la base
del hechizo. Ello podría hacer que tanto Lorenzo como Welty quedaran
subestimados. En realidad, Lorenzo no ha experimentado cambio alguno con
el momento de quietud y de amor, y tampoco después cuando la separación
acaba con ese momento; de hecho queda tan inalterado como Murrell o
Audubon. Pero solamente Lorenzo ha sido presa de una visión de una belleza
particular muy superior a sus anteriores visiones, y que nunca podrá negar.
Algún día él habrá de cambiar, pero a Welty eso no le interesa.

II

La verdad del universo de la ficción de Welty a pesar de toda su


delicadeza preternatural consiste en que el amor siempre viene primero para,
a continuación, ceder su lugar a una separación irremediable. Al igual que su
auténtico maestro Twain, ella triunfa en la comedia porque es plenamente
conocedora de ese nihilismo que consiste en una ausencia de suelo firme o de
fundamento más allá de la conciencia o de la metafísica, y la comedia es la
única defensa válida ante tal vacío cosmológico. A diferencia de Faulkner y
de Flannery O’Connor ella es una escritora genial porque así lo ha decidido,

Página 166
pero tal decisión es una versión más elaborada de la desesperación más
acuciante de Twain. «Un momento de quietud», no obstante todo lo que
sugiere, sigue fantaseando sobre la continuidad de la búsqueda. En lugar de
analizar cualquiera de sus muchas obras maestras, como cuento de humor he
elegido «Lo que arde», donde se despliegan en toda su exhuberancia sus dotes
para un cierto tipo de sombría sublimidad y que representa su punto
culminante como escritora de estilo y como narradora capaz de rivalizar con
Hemingway a la hora de mostrar las discontinuidades que conllevan la guerra
y el desastre.
«Lo que arde» pertenece al sombrío género del gótico sureño, el mismo
género de «Una rosa para Emily» de Faulkner y de «Un hombre bueno es
difícil de encontrar», de O’Connor. Welty, tan narradora de género histórico
como Robert Penn Warren, se imagina un incidente a raíz de la marcha de
Sherman sobre Georgia con toda la destrucción que conllevó. Las imágenes
que se crean son casi irreales en su complejidad de tono y representación
indirecta, de forma que «Lo que arde» es quizá el relato más formidable de
todos los de Welty, con ese tipo de dificultades retóricas y de alusión que
esperamos encontrar más fácilmente en la poesía moderna que en los cuentos
modernos. Al escribir sobre la forma en los relatos de D. H. Lawrence, Welty
hablaba de «la amorfía más absoluta en la narrativa de Lawrence», y anotaba
con agudeza que sus personajes no podrían parecer otra cosa que desquiciados
si empezaran a hablar en la calle de la misma forma que en los relatos:

Pues la verdad parece ser que los personajes de Lawrence no hablan


ellos mismos —no como en una conversación, donde uno habla con otro
—, no hablan como en la calle sino que parece que fueran fuentes o que
estuvieran irradiando luz como la luna o bramando como el mar, o es
como si su silencio fuera el silencio de las endiabladas rocas. Nos resulta
familiar el que Lawrence esté escribiendo sobre las relaciones humanas en
la tierra en términos de eternidad, y esos términos establecen la forma de
Lawrence. El mismo autor se muestra como tal autor como si estuviera en
la luna, y a veces sentimos que nos maltrata estando nosotros allí a sus
pies[216].

Los personajes de «Lo que arde» de Welty se ajustan perfectamente a la


descripción de los personajes de Lawrence; también su silencio es el silencio
de las piedras. En esencia solo hay tres: dos hermanas que están locas, Miss
Theo y Miss Myra, y su esclava, llamada Florabel en la primera versión
publicada de la historia (en Harper’s Bazaar, marzo de 1951). Las dementes,

Página 167
dos damas de la alta sociedad, son muy diferentes; Miss Theo tiene vina voz
enérgica y una personalidad dominante, mientras que Miss Myra es más
delicada y dependiente. Pero casi nada de la historia es vista a través de sus
ojos o reflejada en sus conciencias. Florabel, un ser tremendamente pasivo, es
quien ve y reacciona de vina manera que se resume casi al final del relato, en
su primera versión impresa:

Florabel, sin más nombre ni apellido, era vina esclava. Hasta ese
mismo momento en que ella se encontraba en la colina los suyos habían
venido siendo esclavos en una docena de países y durante miles de años.
Ella dejaba que todo siguiera su propia naturaleza: lo animado, lo
inanimado y el símbolo. Ella no hacía nada que los alterase, a no ser que
se lo ordenaran y le enseñaran cómo hacerlo. Y de esta manera vio lo que
sucedió: la creación y la destrucción. Aguardó ambas y a ambas sirvió sin
esperar nada a cambio salvo lo que pudiera obtener. Antes o después
encontraría protección en algún sitio. Ella misma era una desconocida,
igual que una reina: alguien a quien ella ha oído llamar o por la que
incluso ha llegado a llorar. Como esclava que era, su paso por la tierra era
una visita que a nadie le importaba lo más mínimo. El mundo no la había
tocado, ella solo había recibido de él posesión y dolor, como si fuera un
hombre; se la había llevado, como si fuera un hombre; se había separado
de ella y la había dejado, como si fuera un hombre. Ella veía con claridad.
Vio todo lo que había ahí y que no había buscado. (Tenía los ojos en la
parte de atrás de la cabeza; su visión se encontró consigo misma
desandando el camino sin impedimentos, como la luz de las estrellas). La
orden de saqueo era un recuerdo más que se desvanecía en su memoria.
Le habían dado muchas órdenes, algunas incluso aguardadas desde antes
de nacer; postergadas e incumplidas e interrumpidas, aún podían
obedecerse; aunque para alguien que fuera un esclavo resultaba más
seguro escuchar las cosas por segunda vez, por tercera, por cuarta, por
centésima, por millonésima vez si se quería cumplirlas al pie de la letra.
Aquel mediodía, pasado el conflicto, el triunfo podría ser solo para dos: el
espejo, que era un símbolo en el mundo, y Florabel en pie ante él. Todo lo
demás había muerto[217]

El espejo, «un símbolo en el mundo», es en esta primera versión de «Lo


que arde» una sinécdoque de la visión fragmentada de las dos hermanas locas
y de su esclava. Cuando reescribe el relato, Welty se sirve del espejo con más
sutileza. Dalila (como ahora se llama a Florabel) ve a los soldados de

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Sherman y a sus apocalípticos caballos blancos entrar directamente en la casa,
y corre a decírselo a Miss Theo y a Miss Myra. Ellas acceden a ir a verlo y
observan a los intrusos en el espejo que está encima de la chimenea. A lo
largo de toda la historia llena de catástrofes las hermanas contemplan todo
como a través de un espejo. Es evidente que se han pasado la vida en un
extrañamiento de la realidad a la que han visto como a través de un espejo, y
caminan hacia su autodestrucción viéndose a sí mismas como meras
imágenes. La violencia que antecede al incendio queda así transformada en
una especie de fantasmagoría:

Las hermanas no mostraron sorpresa alguna al ver que tanto soldados


como negros (la pobre Ofelia en medio hablando y hablando) entraban y
salían bruscamente por la casa, por delante y por atrás, llevándose camas,
mesas, candelabros, lavabos, cubos de madera de cedro, jarras de
porcelana, con las espaldas dobladas por el peso, los caballos listos para
marchar, y devorando toda la comida de la cocina, y mucha de ella tirada
por ahí, esto para otra cena; o los perros que no paraban de ladrar,
corriendo entre los desconocidos y disputándose los huesos. Cargaron los
últimos sacos, ya casi vacíos, en los carros: la última harina que quedaba,
el último repaso a la despensa de Ofelia, hasta el molinillo para la
pimienta. Dalila vio cómo contaban la cubertería sobre unas extrañas
mantas y, tras dar unos golpecitos en la tetera, las enrollaban y las ataban
como si fuera un saco de huesos. Un muchacho con un tambor sujeto
alrededor del cuello cogió los dos pavos reales de Miss Theo, Marco y
Polo, y les retorció el pescuezo en el jardín. Nadie pudo mirar a las aves
muertas; nadie lo hizo[218].

El estrangulamiento de los pavos reales es un presagio de la escena más


extraña de «Lo que arde», en la que Miss Theo y Miss Myra se ahorcan de un
árbol con la ayuda de Dalila, como le han ordenado. Solo entonces, una vez
que las dos hermanas han muerto, es cuando empezamos a comprender que
«Lo que arde» es más el relato de Dalila que el de ellas dos. Un bebé, Phinny,
a quien se ha dejado morir en el fuego (Welty no quiere que sepamos por qué)
resulta ser el hijo de Benton, hermano de Miss Theo y Miss Myra, que había
tenido con Dalila:

Desde el brumoso pie del espejo, pequeños haces de luz como


pececillos se elevaban hacia los bordes, donde ahora estaba flotando una
cara pura como la sombra de un nenúfar. Casi demasiado pequeños y

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demasiado profundos para ver se agitaban, saltaban hacia la vida,
luchaban, imitaban viejas cosas que Dalila ya había visto hacer en este
mundo, a veces lo que algunos hombres les habían hecho a Miss Theo y
Miss Myra y a los pavos y a los esclavos, y a veces lo que algún esclavo
había hecho y lo que ahora cualquiera podía hacerle a cualquier otro. Bajo
los lametones de los rayos de sol, y después bajo toda su plenitud y
esplendor, igual que un grito sordo, igual que un acto de misericordia que
desaparece, cuando ya la luz sin contención y las llamaradas de julio
atravesaron a raudales el cielo abierto, el espejo la absorbió totalmente.
Se puso los brazos sobre la cabeza y esperó, porque vendrían todos
otra vez y se reunirían alrededor de ella y encima de ella, abejas ensilladas
igual que caballos venidas por el aire, mariposas unidas las unas a las
otras con sus arneses, murciélagos con las máscaras puestas, pájaros
juntos, todos mostrando las armas. Se dispuso a escuchar los golpes y
temió que todo aquel ejército de alas —moscas, pájaros, serpientes, sus
caras enemigas resplandecientes y sus brillantes vestiduras de reyes, la
bandera con esos colores desplegada, todo este mundo que volaba, que
daba golpes, enfermo, que caía, dorado o ennegrecido, que se escindía y
se venía abajo mortalmente, turbantes orgullosos que se desenrollaban y
caían como las hojas caducas en otoño, cayendo en espiral hacia una
ceniza sin fondo; ella temió la furia de todas las mariposas y las libélulas
que cabalgaban, las cuchillas al descubierto y a punto— descendiera y se
elevara de nuevo desde las aguas, y se sumergiera hasta el fondo, una
ballena que fuera su propia tumba y que abriera la boca para tragarse otra
vez a Jonás.
¡Jonás!; una cara familiar para ella, que todavía podía mirar hacia
atrás desde la senda roja por la que había descendido aunque fuera ya
demasiado tarde para hablar. Él era su Jonás, su Phinny, su mono negro;
ella seguía adorándolo aunque hiciera tanto tiempo que se lo habían
quitado la primera vez[219].

Dalila, histérica por el miedo, el shock y la angustia, se ha precipitado al


mundo del espejo de las hermanas locas, sus amas suicidas. Ella recuperará
algo del sentido de la realidad al buscar los huesos de Phinny; con ellos y con
lo poco que puede salvar de las pertenencias de las hermanas, se marcha hacia
lo que podría ser su libertad o —pues es presentado de forma ambigua—
hacia su muerte, o quizá hacia ambas a la vez:

Página 170
Siguiendo el olor de los caballos y del fuego, hacia los hombres, iba
siguiendo la estela de las ruedas hasta que su rastro desapareció al llegar
al río. En una sombra bajo el puente incendiado y caído se sentó en un
tocón y estuvo durante un rato mordisqueando, sin soñar, un viejo peine.
A continuación, arrodillándose una vez más, bebió del Big Black, se quitó
los zapatos y adentró en él.
Sumergida hasta la cintura, hasta el pecho, estirando el cuello como el
tallo de un girasol y manteniéndose por encima de la opaca piel del río
siguió adelante, con sus tesoros apilados sobre la cabeza y sujetándolos
con las manos. Había olvidado cómo y cuándo lo supo, y no sabía en qué
día estaba, pero sí sabía… que no llovería, que el río no habría de crecer,
hasta el sábado[220].

Esta prosa extraordinaria llega a ser algo sublime y americano que no es


ni grotesco ni irónico. Welty, en Sobre los cuentos, formuló la siguiente
pregunta: «¿De dónde viene la belleza en el cuento?», y contestó simplemente
que la belleza venía como resultado:

Ella viene. Tenemos suerte cuando la belleza viene, porque a menudo


intentamos que venga, y debería venir, podría venir, pensamos, pero
cuando a continuación hacemos el repaso de las virtudes de nuestro relato
resulta que la belleza se ha quedado fuera[221].

Yo no me propongo hacer un recuento de las virtudes de «Lo que arde», o


siquiera de «Un momento de quietud». Ambas narraciones están tan
perfectamente ejecutadas y son tan completas como los mejores poemas de
Wallace Stevens o de Hart Crane, o como las historias más perfectas de
Hemingway, o como Mientras agonizo de Faulkner. La literatura americana
del siglo XX alcanza lo sublime en muy contadas ocasiones, y solo se logra
alcanzando esa frontera en la que lo fantasmagórico y el realismo de la
violencia están separados únicamente por una demarcación más fantasmal aún
y por sonidos más finos. La mayor distinción que alcanza Welty está en que,
en ella, las demarcaciones son tan fantasmales y los sonidos tan finos como
en los más grandes narradores contemporáneos suyos: Faulkner y
Hemingway.

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JOHN CHEEVER
(1912-1982)

Formo parte de los múltiples lectores incapaces de renunciar a volver una


y otra vez a «El marido rural» (1955), de John Cheever. Uno no puede
mencionar del todo a Cheever entre los modernos narradores americanos de
mayor eminencia: Hemingway, Faulkner, Willa Cather, Katherine Anne
Porter, Scott Fitzgerald, Eudora Welty o Flannery O’Connor. En cambio,
Cheever sí permite una comparación bastante favorable con los autores de
segundo orden: Sherwood Anderson, Nabokov, Malamud, Updike, Ozick,
Ann Beattie, Carver, la canadiense Alice Munro. Como les pasa a ellos
adolece de la originalidad imperecedera de Hemingway y Faulkner, pero
Cheever tiene la misma seguridad y el mismo esmero que Nabokov o Updike.
«El marido rural» me perturba profundamente en cada relectura, incluso si
la visión que ofrece de un matrimonio fracasado resulta menos universal de lo
que claramente aspira a ser. Francis Weed no representa a todo hombre,
incluso a pesar de haberme encontrado (y de haberles dado clase) a muchos
que podrían ser dobles suyos. Desde el punto de vista estético, el relato de
Cheever gana más de lo que pierde por una cierta soledad interior y
desesperada en Weed, quien a veces da la idea de ser un escritor fuera de
lugar, como el propio Cheever.
¿Dónde se sitúa el inquietante esplendor de «El marido rural»? No en la
idea de orden, creo, que mantendrá a los Weed juntos hasta la muelle, algo tan
dudoso como el amor que siente el uno por el otro. El auténtico deseo que
siente Francis Weed no es hacia la niñera sino hacia esa imagen, que guarda
en su memoria, de la joven normanda, rapada y despojada de sus ropas como
castigo, de «un esplendor incalculable en su desnudez». Soberbio artista, John
Cheever barniza las superficies, pero la oscura fuerza del trasfondo de sus
mejores relatos estriba en esa desviación del impulso sexual hacia el
sadomasoquismo de la que dependen.

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JULIO CORTÁZAR
(1914-1984)

«Bestiario» es un cuento definitivo no tanto por su tigre fantástico sino


por cómo presenta sutilmente y llena de matices la pasión que Isabel siente
hacia Rema, una pasión que se vuelve homicida y que destruye a su sádico tío
por medio del tigre.
No encuentro alegoría alguna en el tigre, aunque no puede decirse que en
ocasiones un tigre sea solo un tigre. Sin embargo, «Bestiario» es una especie
de broma a la vez que testimonio del deseo de Isabel por el suave tacto de
Rema. El largo e impresionante párrafo final del relato me persigue con
frecuencia:

El Nene ya comía, con el diario al lado, a Isabel le quedaba apenas


sitio para apoyar el brazo. Luis vino el último de su cuarto, contento como
siempre a mediodía. Comieron, Niño hablaba de los caracoles, los huevos
de caracoles en las cañas, la colección por tamaños o colores. Él los
mataría solo, porque a Isabel le daba pena, los pondría a secar contra una
chapa de cinc. Después vino el café y Luis los miró con la pregunta usual,
entonces Isabel se levantó la primera para buscar a don Roberto, aunque
don Roberto ya le había dicho antes. Dio vuelta al porche y, cuando entró
otra vez, Rema y Niño tenían las cabezas juntas sobre los caracoles,
estaban como en una fotografía de familia, solamente Luis la miró y ella
dijo: «Está en el estudio del Nene», se quedó viendo como el Nene alzaba
los hombros, fastidiado, y Rema que tocaba un caracol con la punta del
dedo, tan delicadamente que también su dedo tenía algo de caracol.
Después Rema se levantó para ir a buscar más azúcar, e Isabel fue detrás
de ella charlando hasta que volvieron riendo por una broma que habían
cambiado en la antecocina. Como a Luis le faltaba tabaco y mandó a Niño
a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba primero los cigarrillos y
salieron juntos. Ganó Niño, volvieron corriendo y empujándose, casi
chocan con el Nene que se iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose
por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a mirar los caracoles, y Luis
esperando que le encendiera como siempre el cigarrillo la vio perdida,

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estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse,
mirando de pronto a Rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y
obsesionada por los caracoles, tanto que no se movió al primer alarido del
Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera
el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca,
don Roberto que entraba con perros, las quejas del Nene entre los ladridos
furiosos de los perros, y Luis repitiendo: «¡Pero si estaba en el estudio de
él! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de él!», inclinada sobre los caracoles
esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de
Rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para
estarla mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de
Rema, su alterada alegría, y Rema pasándole la mano por el pelo,
calmándola con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su oído,
un balbucear como de gratitud, de innombrable aquiescencia.

Aquí el efecto retórico depende del montaje. Isabel apenas puede posar su
brazo o su deseo hacia Rema debido a la agresiva presencia del Nene, su
amenazador tío. Cuando Isabel y Rema regresan de la antecocina, ¿ha habido
entre ellas algo más que una broma? La magnífica frase final es un éxtasis de
felicidad sexual en el que Rema acepta agradecida el regalo de Isabel de
destruir al Nene, y en silencio aprueba el asesinato. Hay algo que sugiere casi
infinitamente una dicha posible y mutua que aguarda a Rema y a Isabel en las
cadencias finales de Cortázar.

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SHIRLEY JACKSON
(1919-1965)

Tan solo unos meses antes de escribir esta introducción, los talibanes de
Kabul, Afganistán, lapidaron a una mujer por adúltera. Como
fundamentalistas islámicos que son los talibanes siguen su propia
interpretación del Corán, a su vez basado en fuentes judeocristianas.
El famoso relato de Shirley Jackson, «La lotería», es especialmente
aterrador porque maneja de forma magistral la falta de sentimientos. En lo
que parece ser una zona de clase alta de Nueva Inglaterra tiene lugar todos los
años un ritual. Se trata de un pueblo tan pequeño que aparentemente todo el
mundo se conoce, y la muerte por lapidación de la señora Hutchinson no tiene
nada que ver con la moralidad ni con la religión. Quizás esto contribuye al
efecto impactante de «La lotería», un relato basado en explotar el miedo
universal a la condena arbitraria y a la violencia aceptada.
Como muchos de los relatos de Shirley Jackson «La lotería» me hace
reflexionar sobre el componente de tendenciosidad que hace que la autora sea
tan problemática desde el punto de vista estético. Jackson siempre tuvo una
intención muy evidente con sus lectores; los efectos y resultados que
pretendía están tan calculados como los de Poe. Sin embargo, Poe es alguien
ineludible: sus pesadillas han sido y siguen siendo universales. Esto le salva a
pesar de la brutalidad de su prosa y de la ausencia de matices en su obra.
Puesto que con las traducciones (incluso al inglés) ha ganado enormemente,
Poe ha logrado perdurar y ya no es posible ni descartarlo ni omitirlo.
Como la mayoría de los relatos de Jackson «La lotería» está escrita con
esmero y la trama se ha tejido con astucia. Sin embargo, no aguanta una
relectura que es —en mi opinión— la piedra de toque de la literatura del
canon. Jackson sabe demasiado bien y de forma precisa lo que está haciendo,
y nosotros también al releerla. Es posible aprender algunos rudimentos de la
narración en «La lotería», y aun así la estricta economía del relato que supone
su fuerza más evidente resulta a la postre algo parecido a un truco. Es como si
contempláramos un espectáculo de magia y estuviéramos viendo toda la
tramoya que debería ser invisible.

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Los juicios de valor literarios se basan en la comparación y por tanto es
lícito contrastar «La lotería» con otros relatos que nos produzcan miedo
basándose en rituales arcaicos. Existe una larga tradición americana de
narrativa gótica entre cuyos maestros se incluyen Hawthorne, Faulkner y
Flannery O’Connor. Pero estos son maestros, y logran perturbamos más
profundamente de lo que puede hacerlo Jackson, porque ellos ofrecen las
complejidades de carácter y personalidad imprescindibles para que podamos
conmovemos en todo momento. Como fabuladores, los maestros del género
gótico americano hacen que nos embarquemos en un viaje hacia lo interior.
Jackson aspiraba ciertamente a algo más que a entretener; su interés por la
magia y las hechicerías, antiguas y modernas, era auténtico e incluso práctico.
Pero su arte narrativo se quedó en la superficie y no fue capaz de inventar
identidades individuales. Incluso «La lotería» te hiere una vez, pero solo una.

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J. D. SALINGER
(1919-)

El principal logro de J. D. Salinger es El guardián entre el centeno


(1951), una novela corta que ha alcanzado una especie de estatus mitológico a
lo largo del casi medio siglo que ha transcurrido desde su publicación. Sus
relatos, en forma de libro, forman tres volúmenes igual de breves: Nueve
cuentos (1953), Franny y Zooey (1961), y Levantad, carpinteros, la viga del
tejado y Seymour: una introducción (1963). Salinger ha permanecido en
silencio durante los últimos treinta y cinco años, mutismo que al parecer solo
ha servido para aumentar su popularidad. Las nuevas generaciones de jóvenes
no cesan de encontrar algo de sí mismos en su obra.
Releer los trece cuentos principales de Salinger después de un tercio de
siglo es una experiencia heterogénea, al menos para mí. Todos ellos tienen su
componente de época: retratos de una perdida Nueva York, o de
neoyorquinos fuera de su ciudad, en la América posterior a la Segunda Guerra
Mundial que desapareció para siempre con la «revolución cultural» (por
ponerle un nombre) a finales de la década de los años sesenta. Holden
Caulfield y los hermanos Glass siguen ejerciendo su encanto sobre mí,
aunque algunas veces consigan estremecerme por lo arcaicos que son. Su
humana espiritualidad, ajena al dogma y a la maldad, tiene que ser alentadora
según nos acercamos al nuevo milenio.
De los seis cuentos que forman este volumen «Levantad, carpinteros, la
viga del tejado» es el que mejor se lee ahora, no por su «pluralismo religioso»
(como lo llamó un crítico), sino simplemente por su buen humor de calidad.
La recreación que hace del estar atrapado en un atasco de tráfico en
Manhattan tiene una exuberancia que Salinger exhibe en muy raras ocasiones
en su persona o en sus tramas. Más que el pluralismo del taoísmo zen, es lo
jocoso lo que consigue que la historia se salve del sentimentalismo invertido
de Salinger y de los sentimientos de los hermanos Glass, con demasiada
frecuencia emociones que exceden sus objetos. El oído de Salinger para los
diálogos, heredado de Hemingway y de Fitzgerald, se muestra finamente a
través de una narración extraña en la que sucede muy poco, lo cual es

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preferible al suicidio de Seymour en «Un día perfecto para el pez banana» o
al desvanecimiento de Franny que aparece en la historia que lleva su nombre.
La destreza estilística de Salinger está fuera de toda duda; sus relatos se
ejecutan exactamente como él pretende y se sostienen como narraciones,
incluso si las actitudes sociales y las posturas espirituales que manifiestan
puedan parecer ahora con frecuencia arcaicas o pintorescas. El problema que
tienen es que los hermanos Glass no resultan exactamente memorables como
individuos. Incluso el pobre Seymour es más un personaje tipo que una
conciencia viva. Me resulta imposible releer «Seymour: una introducción», en
parte porque su hermano Buddy, el narrador, no sabe cuándo debe parar y,
volvemos a lo mismo: ¿quién puede tolerar este tipo de espiritualidad
autocomplaciente?
Seymour dijo en una ocasión que lo único que hacemos a lo largo de
nuestra vida es ir de un pedazo de Tierra Santa al otro. ¿No se equivoca
nunca?
Un lector bien podría replicar: ¿y cuándo tiene Seymour razón? No se
trata de la precisión de la introspección mística de Seymour. O los cuentos
tienen valores narrativos o dejan de ser cuentos, y «Seymour: una
introducción» fracasa a la hora de ser cuento. Quizá sea esa la razón por la
que Salinger abandonó la ficción. Puede que la contemplación sea un modo
de ser y de existir muy digno, pero no tiene historia alguna que contar.

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ITALO CALVINO
(1923-1985)

Las ciudades invisibles

La era de nuestros modos de crítica literaria contemporáneos pasará;


quizás haya ya pasado. Las ficciones que se acomodan con toda presteza a
seguir nuestros modos pasarán con ellos. Es posible que Nabokov, Borges,
García Márquez o John Barth sean para la generación que venga después
menos accesibles que para la nuestra. Mucho de Italo Calvino también
acabará por olvidarse, pero no Las ciudades invisibles, a pesar de que podría
juzgarse que algunos aspectos del libro han sido escritos pensando en
sensibilidades educadas en la semiótica y en la crítica basada en la teoría de la
recepción. Pero tales aspectos no son lo más importante de Las ciudades
invisibles, y aquí no me detendré con el armazón exterior de esta obra. Al
igual que gran parte de la obra de Kafka, Las ciudades invisibles sobrevivirá a
las distintas formas de recepción de sus lectores porque nos devuelve a la
forma pura de la narración, al género de lo maravilloso, al reino de la
especulación. Junto con La gran muralla China de Kafka viene a renovar un
tipo de literatura que necesitamos con urgencia y que, sin embargo, hemos
dejado de merecer y ya no podremos alcanzar.
Al igual que Kublai Kan, no hemos de creer necesariamente todo lo que
cuenta Marco Polo, pero también nosotros padecemos el vacío de la tierra del
sol poniente y esperamos encontrar el rastro de algún modelo que pueda
compensamos por las innumerables concepciones erróneas que hemos tenido
acerca de la vida. Es indudable que, como afirmaba Nietzsche, los errores
acerca de la vida son necesarios para la vida, e indudable también que, como
dijo Emerson, exigimos una victoria: la victoria de la razón y del alma. Pero
tanto el error como el triunfo conllevan vacío, el vacío cosmológico al que el
gnosticismo llamó kenoma, la tierra baldía o la tierra virgen baldía de toda la
literatura narrativa. El Kublai Kan de Calvino es un demiurgo que habita ese
kenoma, «una ruina infinita y amorfa», de la cual sabemos que «su corrupción
está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio,

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que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su
larga ruina»[222].
Las ciudades invisibles salpican el kenoma pero no forman parte de ello
pues son chispas del Abismo original, nuestro antepasado y antepasada, y por
tanto la fuente de todo lo mejor y más antiguo que todavía queda en nosotros.
No es el kenoma el lugar en el que «el forastero que está indeciso entre dos
mujeres siempre encuentra una tercera»[223], el sitio donde se pueden
encontrar «bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas»[224]. Como
chispas que son del auténtico pneuma o espíritu-soplo, las ciudades invisibles
no son psiques o personalidades a pesar de tener nombres. No representan a
mujeres sino más bien a antepasadas, pues en rigor todas ellas son a un
tiempo recuerdos, anhelos y signos, esto es, represiones y el retomo de lo
reprimido. Quizás se deba al genio peculiar de Calvino (aunque lo comparte
con Kafka) el hecho de que apenas podamos distinguir en sus páginas lo
reprimido y su retomo, como ocurre aquí en la ciudad llamada Anastasia:

Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra


en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por
cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que aquí se compran a
buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia;
alabar la carne del faisán dorado que aquí se asa sobre la llama de leña de
cerezo y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he
visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces —así cuentan—
invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero
con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque
mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos,
uno tras otro, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana
en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo
rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se
pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no
gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a
veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad
engañadora: si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas y ónices
crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y
crees que gozas de toda Anastasia cuando tan solo eres su esclavo[225].

Esa voluntad antitética a la que Nietzsche vio como la venganza del arte
contra el tiempo triunfa aquí de forma incluso similar a como ocurre en Yeats
o en Kafka. El Gran Kan, Kublai, aprende de Marco que su imperio no es otra

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cosa que una suma de emblemas, un zodiaco de fantasmagorías. El
conocimiento de todos los emblemas no le dará a Kublai ningún sentimiento
de posesión pues llegado el día del conocimiento total el Kan será un
emblema más entre emblemas; de nuevo el signo de la represión y a la vez el
del retomo desde tal defensa. La utilidad de Marco Polo, tanto para sí mismo
como para Kublai, consiste en enseñar lo mismo que ha aprendido de forma
excepcional: que el significado de cualquier ciudad invisible solo puede ser
otra ciudad invisible, no ella misma:

Y la respuesta de Marco:
—El otro lado es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco
que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá[226].

Según avanza el relato de Marco, las ciudades invisibles llegan a la


paradoja de ser cada vez más fantásticas y al mismo tiempo más reales.
Calvino recuerda implícitamente el oscuro aforismo de Nietzsche: solo
tenemos palabras para describir aquello hacia lo que sentimos desprecio
ahora, no obstante lo mucho que llegásemos a estimarlo en el pasado. El Kan
le recuerda a Marco Polo que nunca menciona a Venecia, y el viajero le
revela el secreto de todo el que busca al dios extranjero, a la Ciudad para
siempre perdida:

—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se


borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia de una vez
por todas si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido
perdiendo poco a poco[227].

Resulta adecuado que la última ciudad invisible de Calvino haya de ser la


más imaginaria, o quizás es que no ha hecho otra cosa que describir mi propio
sueño, la extraordinaria Berenice, al mismo tiempo la ciudad injusta y la
ciudad de los justos. Berenice es una pesadilla de repeticiones en la que el
justo y el injusto continuamente se metamorfosean el uno en el otro:

De estos datos es posible deducir una imagen de la Berenice futura,


que te acercará al conocimiento de la verdad más que cualquier noticia
sobre la ciudad tal como hoy se muestra. Siempre que tengas en cuenta
esto que voy a decirte: en la semilla de la ciudad de los justos está
escondida a su vez una simiente maligna; la certeza y el orgullo de estar
en lo justo —y de estarlo más que tantos otros que se dicen justos más de

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lo justo—, fermentan en rencores, rivalidades, despechos, y el natural
deseo de desquite sobre los injustos se tiñe de la obsesión de estar en el
lugar de ellos haciendo lo mismo que ellos. Otra ciudad injusta, aunque
siempre diferente de la primera, está pues excavando su espacio dentro de
la doble envoltura de las Berenices injusta y justa.
Dicho esto, no quiero que tus ojos perciban una imagen deformada,
debo atraer tu atención sobre una cualidad intrínseca de esta ciudad
injusta que germina secretamente en la secreta ciudad justa: y es el
posible despertar —como un concitado abrirse de ventanas— de un amor
latente por lo justo, todavía no sometido a reglas, capaz de recomponer
una ciudad más justa aún de lo que había sido antes de convertirse en
receptáculo de la injusticia. Pero si se explora aún más en el interior de
ese nuevo germen de lo justo, se descubre una manchita que se extiende
como la inclinación creciente a imponer lo que es justo a través de lo que
es injusto, y es este tal vez el germen de una inmensa metrópoli…
De mi discurso habrás sacado la conclusión de que la verdadera
Berenice es una sucesión en el tiempo de ciudades diferentes,
alternadamente justas e injustas. Pero lo que quería advertirte es otra cosa:
que todas las Berenices futuras están ya presentes en este instante,
envueltas la una dentro de la otra, comprimidas, apretadas,
inextricables[228].

Esto no es simplemente una parábola sobre la relatividad de la justicia o


sobre la virtud egoísta de la rectitud de conducta sino una visión de la
ambivalencia de todo Eros, ya que la Berenice justa es un Eros, y la injusta,
un Tánatos. Justa e injusta, Berenice es la ciudad de los celos, de los
sentimientos posesivos, de la simiente maligna oculta en el corazón de Eros.
La sombra de nuestra inmortalidad, proyectada hacia los cielos desde la tierra,
se detuvo ante la esfera de Venus, como Shelley se complacía en recordamos,
pero en Berenice esa sombra no se detiene nunca. Una sucesión temporal de
amor y muerte, de lo justo y lo injusto ya resulta suficientemente real, y
tenebroso. Pero Calvino nos da una advertencia mucho más seria: todo
instante tiene en sí las futuras Berenices, inextricablemente apretadas, el
instinto de muerte y la libido comprimidas en un quiasmo, envueltas una
dentro de la otra. Afortunadamente, Las ciudades invisibles termina de forma
más amistosa, cuando Marco Polo insiste en que no es necesario que el
infierno haya de ser el lugar último de llegada si aprendemos a: «buscar y
saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no son infierno, y

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hacerlos durar, y darles espacio». Dante habría rechazado esto con alguna
macabra ironía, pero nosotros no podemos permitimos hacerlo.
A modo de coda voy a recurrir a un cuento extraordinario, «La aventura
de un automovilista», de Los amores difíciles de Calvino. El narrador discute
por teléfono con Y, su amante, y le dice que quiere poner fin a la relación.
Ella le responde que va a telefonear a Z, rival del narrador. Para salvar la
relación el narrador emprende un viaje nocturno en automóvil por la autovía
que une su ciudad con la de su amada. Bajo la lluvia y de noche, a gran
velocidad, el narrador ignora si Z le estará adelantando también en dirección a
Y, o si la propia Y a su vez va de camino a su ciudad por las mismas razones.
En una descabellada parodia de la semiótica el narrador, Y y Z se han
convertido en signos o señales o mensajes, extrañas reducciones en un
sistema:

Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si no viera correr otros


coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin duda mucho más claro,
tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para suplantarme, ni Y se
ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría consignar en el
activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar a dudas. Y,
sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de
incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el
cambio. La condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda
esta parte del mundo existieran solo tres automóviles: el mío, el de Y, el
de Z; entonces, ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el
de Z, el único coche que iría en dirección opuesta sería con toda seguridad
el de Y. En cambio, entre los centenares de coches que la noche y la
lluvia reducen a anónimos resplandores, solo un observador inmóvil e
instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro,
reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me
encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje
yo mismo, pero el mensaje que yo querría recibir de Y —es decir, el
mensaje en que se ha convertido la propia Y— tiene un valor solo si yo a
mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido
solo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora
cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella.
Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar que se ha quedado
allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la disputa, no me
daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso también Z
se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z se ha

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guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de
telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte,
si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas,
me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos,
como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría.
No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de
nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco
Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en
mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, y si Y
corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado
siquiera con moverse de su casa…[229]

Ser transformado en un mensaje o renunciar a serlo resultan dos acciones


igualmente catastróficas. La divertida y sublime conclusión de Calvino a mí
me parece sin ninguna duda la mejor de todas sus frases: «No consigo aceptar
ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en el
mensaje de nosotros mismos». Y así, ¿no será que hemos regresado entonces
a la ciudad de Berenice? Y, Z y el narrador son los tres habitantes de esa
ciudad invisible donde lo justo y lo injusto se entrelazan, el amor no se
distingue de los celos y apenas puede darse cuenta de la represión. Los
automovilistas nocturnos viajan entre las ciudades invisibles transformando la
memoria y el deseo en signos homogéneos, confundiendo las caras y los
nombres, contaminando el cielo con los muertos. La alternativa a ese viaje
nocturno es «buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no
son infierno, y hacerlos durar, y darles espacio».

El caballero inexistente

Dedico aquí mis comentarios a mi otra obra favorita de Calvino, la


deliciosa El caballero inexistente. El triunfo de Calvino en esta fantasía
exquisita y disparatada está en que, a pesar de que Agilulfo no es más que una
reluciente armadura blanca y vacía, se acaba granjeando las simpatías y el
cariño del entusiasmado lector. La gloria del libro está en la evolución que
experimenta Agilulfo de jefe militar con una ejemplar fuerza de voluntad a
ser un héroe encantador y dedicado con devoción al restablecimiento de su
autenticidad como caballero. Cuando el pobre Agilulfo se da por vencido y
abandona su armadura, legándosela a Rambaldo, desaparece para siempre, y
no podemos sino sentir tristeza.

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En El caballero inexistente predomina una atmósfera de absurdo aunque
alentadora y llena de buena voluntad. Todos sus personajes, incluidos los
sarracenos, tienen brío y estilo. Calvino incluso se permite dotar a
Carlomagno de un ladino sentido del humor. El espíritu de Ariosto, verdadero
antecedente de Calvino, planea por toda la obra e informa las personalidades
de Bradamante-Teodora y Rambaldo, y de Sofronia y Torrismundo.
Pertenecen a Calvino por entero el inexistente caballero Agilulfo y su
escudero, el extraño y gracioso Gurdulú, incapaz de adquirir conciencia del
cuerpo real que él en cambio sí tiene. En un contraste soberbio, Calvino
explota metafísicamente al máximo la diferencia entre caballero y escudero, y
el canónico Rambaldo.

Agilulfo arrastra un muerto y piensa: «Oh, muerto, tienes lo que nunca


tuve ni tendré: esa envoltura. Es decir, no la tienes, eres esa envoltura, o
sea eso que a veces, en los momentos de melancolía, me sorprendo
envidiando a los hombres existentes. ¡Bonita cosa! Bien puedo llamarme
privilegiado, yo que puedo prescindir de ella y hacerlo todo. Todo, claro,
lo que me parece más importante; y muchas cosas consigo hacerlas mejor
que quien existe, sin sus habituales defectos de grosería, imprecisión,
incoherencia, hedor. Es cierto que quien existe siempre pone en ello un
algo, una impronta particular que yo no conseguiré nunca dar. Pero si su
secreto está aquí, en este saco de tripas, gracias, me paso sin él. Este valle
de cuerpos desnudos que se disgregan no me da más asco que la fosa
común del género humano vivo».

Gurdulú arrastra un muerto y piensa: «Te tiras unos pedos más


hediondos que los míos, cadáver. No sé por qué todos te compadecen.
¿Qué te falta? Antes te movías, ahora tu movimiento pasa a los gusanos
que alimentas. Te crecían uñas y cabellos; ahora chorrearás un alpechín
que hará crecer más altas las hierbas del prado. Te convertirás en hierba,
luego en la leche de las vacas que coman la hierba, sangre de niño que
bebe la leche, y así sucesivamente. ¿Ves cómo eres mejor para vivir tú
que yo, cadáver?».
Rambaldo arrastra un muerto y piensa: «Oh, muerto, yo corro y corro
para llegar a esto como tú, a que me tiren por los talones. ¿Qué es esta
furia que me empuja, esta manía de batallas y de amores, vista desde el
punto del que miran tus ojos muy abiertos, tu cabeza caída que golpea en
las piedras? Lo pienso, oh muerto, me haces pensar en eso; pero ¿qué
cambia? Nada. No hay más días que estos días antes de la tumba, para

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nosotros los vivos y también para vosotros los muertos. Que se me
conceda no desperdiciarlos, no desperdiciar nada de lo que soy ni de lo
que podría ser. Realizar acciones egregias para el ejército franco. Abrazar,
abrazado, a la fiera Bradamante. Espero que hayas gastado tus días no
peor, oh, muerto. En cualquier caso, para ti los dados ya han agotado los
números. Para mí aún giran en el cubilete. Y yo amo, oh, muerto, mi
ansia, y no tu paz»[230].

Agilulfo se equivoca, porque él sí pone algo muy suyo, sí pone esa marca
particular en las cosas, y Gurdulú está más equivocado aún por la sencilla
razón de que no es consciente de su existencia separada. Solo Rambaldo
acierta al amar su propia ansia, que es en sí la vida. Él es el marido idóneo
para Bradamante, quien cierra el libro corriendo hacia él y abandonando su
otra identidad como sor Teodora, la voz narrativa. Y ella le lanza al futuro, en
cómico éxtasis, estas palabras:

¿Qué imprevistas edades de oro preparas, tú, mal domeñado, tú,


precursor de tesoros pagados a caro precio, tú, mi reino por conquistar,
futuro…?[231]

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FLANNERY O’CONNOR
(1925-1964)

Con la muerte de un americano protestante sureño a la edad de ochenta y


cuatro años, autoproclamado profeta y destilador clandestino de bebidas
alcohólicas, tal y como se manifiesta en la siguiente oración espléndida y
total, se inaugura un tipo de prosa narrativa de confesión católico romana:

El tío de Francis Marion Tarwater solo llevaba muerto medio día


cuando el muchacho llegó a estar demasiado borracho para terminar de
cavar la tumba y un negro llamado Buford Munson, que había venido a
por whisky, tuvo que terminarla y arrastrar el cuerpo desde la mesa de la
cocina a la que todavía estaba sentado y enterrarlo de una manera
cristiana y decente, con el signo del Salvador a la cabecera y suficientes
cascotes por encima como para impedir que los perros lo
desenterraran[232].

La obra maestra de Flannery O’Connor, Los profetas, acaba con la


marcha del joven de catorce años Tarwater hacia la ciudad de la destrucción,
donde ha de poner a prueba su propia carrera como profeta:

De vez en cuando, la irregular sombra del muchacho se sesgaba sobre


la carretera, como abriéndose paso hacia su meta. Sus abrasados ojos,
negros en la profundidad de sus cuencas, parecían entrever el destino que
le aguardaba, pero siguió avanzando decididamente, la mirada orientada
hacia la oscura ciudad donde los hijos de Dios dormían en sus camas[233].

En la terrible visión de Flannery O’Connor, los hijos de Dios, es decir,


todos nosotros, siempre están dormidos en la otra vida. El joven Tarwater,
claro trasunto de la propia O’Connor, está en términos médicos al límite de la
esquizofrenia, sujeto a alucinaciones auditivas en las que escucha el consejo
de un amigo imaginario que es claramente el diablo de los cristianos. Pero los

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términos médicos son totalmente ajenos a O’Connor, quien únicamente
acepta conceptualizaciones teológicas. Esto redunda necesariamente en la
fuerza espiritual de O’Connor, aunque también pueda funcionar a modo de
distracción estética, pues Los profetas es una ficción de un poder preternatural
y no un tratado religioso. Rayber, el antagonista de los dos profetas Tarwater
—el viejo y el joven—, es un desastre desde el punto de vista estético, y sus
defectos de caracterización bastan para evitar que el libro ocupe una digna
posición al lado de Mientras agonizo de Faulkner y de Miss Lonelyhearts de
Nathanael West. O’Connor desprecia profundamente a Rayber y es incapaz
de tomarse la molestia de hacérnoslo mínimamente creíble. Uno se estremece
ante esa improbable mezcla de sociología popular y de confusa psicología,
como incluso Sally Fitzgerald, defensora de O’Connor, se ha visto obligada a
admitir:

Su debilidad —una ausencia de familiaridad total con la terminología


de los sociólogos, psicólogos y racionalistas seculares que ella opone
siempre como adversarios, y una clara inclinación de la balanza en contra
de ellos— se manifiesta en el personaje de Rayber (quien combina las tres
categorías)[234].

Cuesta creer que un conocimiento perfecto de la escritura de David


Riesman, Erik Erikson y Karl Popper le habría permitido a O’Connor hacer
de Rayber una caricatura más perfecta de aquello que ella despreciaba tan
profundamente. Nosotros recordamos Los profetas por sus dos profetas y en
particular por el joven Tarwater, que podría ser considerado con propiedad
una versión gnóstica de Huckleberry Finn. Lo que nos hace libres es la gnosis,
de acuerdo con la más antigua de las herejías. O’Connor, fiel a la ortodoxia
católica, creía necesariamente que lo que nos hacía libres era el bautismo en
Cristo, y para ella el título de su novela era el aspecto más importante de la
misma, pues tales palabras son pronunciadas nada menos que por Jesús:

¿Pues a qué habéis ido? ¿A ver un profeta? Sí, yo os digo que más que
a un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío a mi
mensajero delante de tu faz, que preparará tus caminos delante de ti.
En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha parecido uno
más grande que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en el reino de los
cielos es mayor que él. Desde los días de Juan hasta ahora, el reino de los
cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan.

Página 188
He citado la versión del rey Jacobo de Mateo, 11, 9-12, en la que «y los
violentos lo arrebatan» es más revelador que la versión católica de O’Connor
«y los violentos se lo llevan»[235]. Para O’Connor estamos de vuelta en los
tiempos de urgencia de Cristo, o es más bien que nunca hemos salido de ellos,
y el corazón de O’Connor siente como el de aquellos que, como los
Tarwaters, saben que el reino de los cielos ha de sufrir el ser arrebatado por
los violentos:

La ausencia de realismo sería crucial si esta fuese una novela realista


o si la novela demandara de ese tipo de realismo que usted exige. Yo no
creo que lo haga. El viejo muy evidentemente no es un bautista sureño
sino un independiente, un profeta en el verdadero sentido. El verdadero
profeta recibe la inspiración del Espíritu Santo y no necesariamente de la
religión dominante en su región. Es más: los grupos protestantes
tradicionales del sur se están disolviendo en el secularismo y la
respetabilidad y están siendo reemplazados por toda clase de sectas
extrañas sin mucha relación con el protestantismo tradicional —los
testigos de Jehová, los culebreros, los charlatanes, los locos y, a veces, los
genuinamente inspirados—. Un personaje tiene que ser fiel a su propia
naturaleza y creo que el viejo lo es. Era un profeta, no un miembro de la
Iglesia. En tanto profeta, tiene que ser un católico natural. Hawthorne
decía que él no escribía novelas sino romances; yo soy una de sus
descendientes[236].

La única pega que se le puede poner a O’Connor en esta espléndida


defensa de su libro es la de haber llamado al viejo Tarwater «un católico
natural». Ciertamente ella descendía de Hawthorne a través de Faulkner, T.
S. Eliot y Nathanael West, pero, aunque Hawthorne habría estado de acuerdo
con sus modos, también se habría quedado muy sorprendido con la materia
que ella trataba. Pasar por alto aquello que de verdad resulta chocante en
O’Connor significa no saber leerla. Lo problemático no es su incesante
violencia sino su apasionada defensa de tal violencia como el único modo de
asustar a sus lectores laicos y provocar en ellos una alerta espiritual. Como
escritora visionaria está resuelta a arrebatamos, a llevársenos para que
podamos estar abiertos a la posibilidad de la gracia. Su tipo de lector
descreído está representado por la abuela del famoso relato «Un hombre
bueno es difícil de encontrar»:

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Vio la cara del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a
punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!

Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El Desequilibrado saltó hacia


atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le disparó tres veces en
el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las gafas y se puso a
limpiarlas[237].

Ese murmullo de reconocimiento es lo que le importa a O’Connor. El


Desequilibrado está hablando para ella cuando hace esta observación mordaz:
«Habría sido una buena mujer si hubiera tenido a alguien cerca que le hubiese
disparado cada minuto de su vida». Como crítico secular que soy no puedo
menos que murmurar: «Y esa manera de hacer que alguien sea bueno, ¿no
resulta un pelín extenuante?». Pero O’Connor anticipa nuestras dolidas
protestas de la naturaleza contra la gracia, ya que preferimos —es
comprensible— una visión que corrija a la naturaleza sin llegar a aboliría. El
joven Tarwater mismo, un muchacho tan finamente recalcitrante como
Huckleberry Finn, resiste a Rayber y a la instrucción del viejo Tarwater. Una
especie de zorro de los pantanos, como el héroe revolucionario del que tomó
el nombre, el chico Tarwater aguarda su propia llamada y acepta su propia
designación profética justo después de haber bautizado a su primo idiota
Bishop ahogándolo, e incluso entonces solo como consecuencia de haber sido
víctima de una violación homosexual por el mismo Diablo. La audacia de
O’Connor nos recuerda al Faulkner de Santuario y al West de Nada menos
que un millón. La teología de O’Connor pretende ser católico-romana pero su
sensibilidad es la propia del gótico sureño, jacobea al modo de T. S. Eliot e
incluso gnóstica al modo crudo de Carlyle, escritor que probablemente ella
nunca leyera.
Personalmente, como crítico encuentro ion tanto desconcertante leer sus
dos novelas, Sangre sabia y Los profetas, y sus dos libros de relatos, Un
hombre bueno es difícil de encontrar y Las dulzuras del hogar, para volver a
continuación desde su ficción a su prosa ocasional en Misterio y maneras y
sus cartas en El hábito de ser. La ensayista y la escritora de cartas denuncia el
maniqueísmo, el jansenismo y todas las demás desviaciones del catolicismo
romano normativo mientras que la narradora acusa una curiosa mezcla de las
ideologías de Simone Weil interpretando el «poema de la fuerza» de la Ilíada
como el Nuevo Testamento, y de René Girard asegurando que no será posible
un regreso de lo sagrado sin violencia. A pesar de ello, la O’Connor auténtica,

Página 190
la de las cartas, encontró a Weil «cómica y terrible» y retrató a la perpetua
solicitante de gracia como «una intelectual orgullosa y desmañada que trata
de aproximarse a Dios centímetro a centímetro apretando los dientes»; y yo
sospecho que le habría parecido igualmente divertida la violenta temática de
Girard.
Ver algo parecido a un salto o un vacío entre la O’Connor teóloga
aficionada y la O’Connor contadora de historias que roza la grandeza podrá
ser o no acertado, pero en cualquier caso no trata de infravalorar ni sus
creencias ni su ficción. Sospecho, sin embargo, que la teología implícita en la
ficción es muy diferente de la que O’Connor pensó, diferencia que en realidad
lo que hace es aumentar la fuerza de sus novelas y relatos. No es casual que
Mientras agonizo y Miss Lonelyhearts fueran las únicas obras de ficción que
O’Connor le recomendase insistentemente a Robert Fitzgerald, o que la
cadencia de su propia prosa estuviera siempre atrapada por el primer Eliot
más que por el Eliot tardío. La tierra baldía, Mientras agonizo y Miss
Lonelyhearts no son obras de la imaginación católica sino más bien de ese
patrón gnóstico que Gershom Scholem calificó de «redención por el pecado».
Sangre sabia, Los profetas, y relatos como «Un hombre bueno es difícil de
encontrar» y la despiadada «La espalda de Parker» tienen lugar en el mismo
cosmos que La tierra baldía, Mientras agonizo y Miss Lonelyhearts. Este
mundo es la versión americana del vacío cosmológico al que los antiguos
gnósticos llamaron kenoma, una esfera gobernada por un demiurgo que
detenta el lugar del Dios extranjero y que ha exiliado a Dios de la historia y
del alcance de nuestras oraciones.

II

Al reconocer el universo de ficción de O’Connor como esencialmente


gnóstico no solo estoy disintiendo de su repudio de la herejía sino también de
la sensible lectura de Jefferson Humphries[238], quien emparenta a O’Connor
con Proust a través de una «estética de la violencia»: «Para O’Connor el
hombre ha sido su propio demiurgo, el causante de su propia caída, el
guardián de su propia celda… La principal consecuencia de esta alienación,
en parte voluntaria y en parte heredada, respecto de lo sagrado es que lo
sagrado solo puede irrumpir en la percepción humana en forma de violencia,
de desgarro en el tejido de la vida cotidiana».

Página 191
Sobre esta base, que sigue siendo normativa, ya sea hebrea ya católica,
hemos caído en el kenoma debido a nuestra propia culpabilidad. Según la
formulación gnóstica, la creación y la caída fueron un único y mismo
acontecimiento, y lo único que nos puede salvar es una cierta chispa en
nuestro interior, chispa que no forma parte de la creación y cuyo origen hay
que trazarlo desde el abismo original. Lo grandioso o lo sublime que
resplandece entre la creación en ruinas resulta ser una clase de abismo
radiante, ya sea en Blake, en Carlyle o en el primer Eliot, o en maestros de la
novela tales como Faulkner, West y O’Connor.
El relato más desagradable de O’Connor, aunque uno de los más sólidos,
es «Una vista del bosque». Sus personajes centrales son el anciano de setenta
y ocho años, el señor Fortune, y su nieta de nueve Mary Fortune Pitts. No me
decido acerca de cuál de los dos es el personaje de carácter moral más
abominable o de más odiosa personalidad, en parte porque ambos son iguales
en egoísmo, obstinación, falso orgullo, malhumor y maldad pura y dura sin
más. Al término de la historia, una pelea entre los dos concluye con la muerte
de la niña, estrangulada y con la cabeza aplastada contra una piedra, mientras
que el abuelo sufre un infarto durante el cual tiene su última «visión del
bosque», en uno de los párrafos finales de O’Connor más típicamente
devastadores:

Cayó de espaldas y su mirada recorrió impotente los desnudos troncos


de los pinos hasta llegar a las copas, y su corazón, con un movimiento
convulsivo, volvió a crecer. Crecía con tal rapidez que el viejo tenía la
sensación de que lo arrastraba por el bosque, de que él mismo corría a
toda velocidad con aquellos horribles pinos hacia el lago. Presintió que
allí habría un pequeño claro, un lugar de reducidas dimensiones por el que
podría escapar y dejar el bosque tras él. Lo veía ya en la lejanía, un
pequeño claro donde el cielo blanco se reflejaba en el agua. Se hacía más
grande a medida que corría hacia él, hasta que de repente el lago entero se
abrió ante su vista y avanzó majestuoso en pliegues ondulantes hacia sus
pies. De pronto recordó que no sabía nadar y que no había comprado la
lancha. Vio que los árboles desnudos que lo rodeaban se habían
multiplicado hasta convertirse en filas oscuras y misteriosas que cruzaban
el agua y desaparecían en la distancia. Miró alrededor desesperadamente
en busca de ayuda, pero en el lugar no había nadie, solo un enorme
monstruo amarillo, tan inmóvil como él, que, a su lado, se zampaba la
arcilla[239].

Página 192
El enorme monstruo amarillo es un buldócer, y lo mismo es el moribundo
señor Fortune, y lo mismo era la fallecida Mary Fortune Pitts. ¿Qué es lo que
suscita nuestro interés por unas figuras tan antipáticas en un mundo tan
groseramente antipático? El propio comentario de O’Connor no ayuda a
responder la pregunta, y abre la puerta a una perplejidad de las suyas:

Si el bosque es algo, tiene que ser entonces el símbolo de Cristo.


Camina a través del agua, está bañado de una luz roja, y al final escapa a
la visión del viejo y marcha sobre las colinas. El nombre del relato es una
visión del bosque y el bosque por sí mismo tiene la suficiente pureza para
ser un símbolo de Cristo mejor de lo que pueda serlo cualquier otra cosa.
Parte de la tensión de la historia la crean Mary Fortune y el anciano al ser
el uno imagen del otro, pero contrarios a la postre. Uno de los personajes
se salva y el otro se condena, y es necesario señalar y subrayar que no
puede ser de otra manera. Sus destinos son distintos. Una tiene que morir
primero porque el otro la mata, pero si crees que mueren en distintos
lugares has hecho una lectura equivocada. El viejo muere al lado de ella;
él simplemente cree estar corriendo hacia el borde del lago. Esa es su
visión[240].

Me resulta completamente incomprensible qué divina moralidad puede


ser aquella que salva a Mary Fortune y condena a su miserable abuelo, pero
las particularidades del sentido que tiene O’Connor de las cuatro últimas
cosas se me escapan todo el tiempo, en cualquier caso. Lo que resulta más
interesante es la propia visión final que O’Connor tiene del bosque. Su visión
sacramental la capacita para ver a Cristo en «los delgados árboles [que]
habían engrosado hasta convertirse en unas filas oscuras que marchaban a
través del agua y se alejaban en la distancia». Es de suponer que su marcha es
símbolo de la condenación del señor Fortune, hasta donde interviene
O’Connor. Como lectora de sí misma no puedo tener aquí un alto concepto de
O’Connor. Con toda seguridad Mary Fortune es tan condenable y está tan
condenada como su abuelo, y el bosque también es igual de condenable y de
condenado. Este no se parece a Cristo sino al Jesús de los textos gnósticos,
cuyo fantasma no hace más que sufrir en la cruz mientras que el verdadero
Cristo se está riendo a lo lejos, en el cielo extranjero, en el abismo final.
Las visiones finales de O’Connor son más equívocas de lo que ella
evidentemente pretendió que fueran. Aquí está la conclusión de
«Revelación»:

Página 193
La señora Turpin se quedó allí hasta que el sol desapareció al fin tras
los árboles, con la mirada fija en los cerdos, como si estuviera
absorbiendo a través de ellos un conocimiento vivificante abismal. Por fin
levantó la cabeza. Solo quedaba una franja morada en el cielo, que
cruzaba un campo rojo y que llevaba, como si fuera una prolongación de
la carretera, al crepúsculo. Separó las manos de la cerca de la pocilga en
un gesto hierático y profundo. Una luz profética se adueñó de sus ojos.
Vio la franja como un enorme puente oscilante que surgía de la tierra y
atravesaba un campo de fuego vivo. Por ese puente una horda de almas
ascendía con paso lento hacia el cielo. Había batallones enteros de
gentuza blanca, limpios por primera vez en su vida, y grupos de negros
con túnicas blancas, y legiones de lisiados y de locos que gritaban y daban
palmas y saltaban como ranas. Y al final de la procesión había una tribu
de gente que reconoció en el acto: eran aquellos que, al igual que ella y
Claud, siempre habían tenido un poquito de todo y suficiente juicio para
usarlo bien. Se inclinó hacia adelante para observarlos mejor. Desfilaban
detrás de los demás con una gran dignidad, responsables, pues siempre se
habían distinguido por ser personas de orden y por su sentido común y
por su comportamiento respetable. Eran los únicos que cantaban
acompasadamente. Sin embargo, podía advertir en sus rostros atónitos y
su expresión descompuesta que incluso sus virtudes estaban siendo
consumidas por el fuego. Bajó las manos y se agarró a la cerca de la
pocilga, con los ojos pequeñitos pero fijos, sin parpadear, en lo que veían.
Unos instantes después, la visión desapareció, pero ella se quedó donde
estaba, inmóvil.
Por fin bajó de allí y cerró el grifo y lentamente emprendió el camino
a casa en la creciente oscuridad. En los bosques del contorno los
invisibles coros de grillos habían iniciado su concierto, pero lo que ella
oía eran las voces de las almas, almas que subían al campo de estrellas y
cantaban aleluya[241].

Lo que se pretende con esto es destruir con el fuego las falsas virtudes o
las virtudes solo aparentes, y, sin embargo, lo que hace es consumirlo todo.
En el reino híbrido de O’Connor, que ni es naturaleza ni es gracia, ni es la
realidad sureña ni una fantasmagoría personal, todos están necesariamente
condenados no por una estética de la violencia sino por una estética gnóstica
en la que no es posible el conocimiento hasta que el conocedor y lo conocido
sean uno. Su moralidad católica le enmascaró a O’Connor algo de su propia
estética de lo grotesco. Ciertamente su ensayo acerca de «Algunos aspectos

Página 194
de lo grotesco en la ficción sureña» deja escapar lo que resulta clave en su
propia praxis literaria:

Siempre que me preguntan por qué los escritores sureños tienen en


particular una inclinación hacia los personajes estrafalarios digo que ello
es debido a que todavía somos capaces de reconocer uno. Para ser capaz
de reconocer a alguien estrafalario has de tener alguna concepción del
hombre en conjunto, y en el sur la concepción general del hombre es
todavía, en lo principal, teológica. Esto es una afirmación enorme y
resulta peligroso enunciarla pues casi todo lo que digas sobre las
creencias sureñas puede ser negado unos segundos después con igual
propiedad. Pero llegando al asunto desde el punto de vista del escritor
creo que se puede decir con seguridad que mientras el sur apenas está
centrado en Cristo, sí está en cambio más obsesionado por Cristo. El
sureño, que no está convencido de ello, sí se preocupa mucho por el
hecho de que podría haber sido formado a imagen y semejanza de Dios.
Los fantasmas pueden ser temibles e instructivos. Arrojan extrañas
sombras, en particular en nuestra literatura. En cualquier caso, cuando el
estrafalario es visto y reconocido como una figura de nuestra esencial
desubicación es el momento en que adquiere alguna profundidad en la
literatura[242].

La desubicación estrafalaria aquí se da desde la «completud», que se


describe como el estado de haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios.
Pero ese modo, la desubicación o desplazamiento, no es lo que resulta
operativo en la ficción de O’Connor. El personaje que a ella más le gustaba
entre los suyos era el joven Tarwater, que no es un estrafalario y que resulta
tan simpático porque valora su libertad por encima de todo y de todos, incluso
de su llamada como profeta. Nos conmueve Tarwater por su pertinacia porque
es el Huck Finn de los visionarios. Pero conmueve a O’Connor, incluso hasta
el punto de identificarse con él, debido a su inevitable vocación de profeta. Es
la interacción del Tarwater que lucha por ser humanamente libre y el
Tarwater asediado por la educación recibida de su tío abuelo, por el Diablo
interiorizado, y sobre todo por el feroz celo religioso de O’Connor, lo que
constituye el arte extraordinario de O’Connor. Aun siendo piadosos
admiradores suyos por el contrario, O’Connor nos habría legado novelas y
relatos aún mejores, de la eminencia de los de Faulkner, si hubiera sido capaz
de contener su tendenciosidad espiritual.

Página 195
CYNTHIA OZICK
(1928-)

«La recuperación de la Alianza solo se puede conseguir viviendo la


Alianza viva; nunca entre los juguetes chamánicos de la literatura». Esa frase,
muy propia de las especulaciones críticas de Cynthia Ozick, queda
afortunadamente desmentida por su arte narrativo. La autora de «Envidia, o el
yidis en América» y de «Usurpación (relatos de otras gentes)», dos novelas
cortas sin parangón en su generación, ha recuperado su propia versión de la
Alianza entre los tropos (o «juguetes chamánicos») de la literatura. Es
indudable que ella también vive y siente la confianza que tiene en una Alianza
viva, ya que ella participa sinceramente de la tradición normativa que, por
encima de todas las demás tradiciones de occidente, nos insta a que honremos
a nuestro padre y a nuestra madre y, más exactamente, a que honremos sus
virtudes. Sin embargo Ozick ni es teóloga, ni crítica literaria ni historiadora
judía. No se digna a partir de una conciencia de la ruptura entre el hebraísmo
normativo y su propia visión. Tan fundamental negación de la ruptura merece
el honor de ser las señas de identidad de su ficción, igual que se ha de
convenir en que el feroz catolicismo de Flannery O’Connor es el terreno del
que todo surge y converge en la autora de Los profetas.
El verdadero precursor de la Ozick escritora es Bernard Malamud, quien
planea muy de cerca de forma un tanto incómoda sobre relatos como «Los
rabinos paganos» y «La bruja del muelle», pero que ha sido absorbido y
asimilado triunfalmente en las mejores obras de Ozick, incluida «Usurpación
(relatos de otras gentes)». «Usurpación» es el relato clave de Ozick, la pieza
fundamental en su búsqueda como escritora, al igual que su prosa más
brillante de no ficción (excepción hecha de la conmovedora «Una droguería
en invierno») es su «Prefacio» a Derramamiento de sangre y tres novelas
cortas (1976), que en rigor es una introducción a «Usurpación».
El «Prefacio» enumera «los relatos de otras gentes»:

Página 196
El cuento titulado «La corona mágica» en mi relato es una paráfrasis,
quitando el giro del final, de «La corona de plata» de Malamud; la historia
del mesías decepcionado es de Agnon, y «Agnon, un relato» de David
Stern es la perversa semilla de mi metamorfosis del ganador del premio
Nobel[243].

Las menciones de Malamud, Agnon y Stern aquí no son otra cosa que los
síntomas de una ansiedad. Pero a continuación Ozick confiesa qué es lo que
ella desea que interpretemos como ansiedad literaria, o quizá más bien como
escrúpulo o reserva:

«Estas palabras». Son palabras en inglés. No tengo otro idioma. Desde


los tiempos en que mis antepasados esclavos abandonaron la construcción
de las pirámides para vagar por el desierto del Sinaí han hablado unas
cuantas lenguas, por lo general oscuras: hebreo, arameo, quizás el francés
del siglo XII, yidis durante mil años. Desde su llegada desde Egipto hace
cinco milenios mi generación es la primera en pensar y en hablar
completamente en inglés. Decir que yo he sido asimilada totalmente al
inglés sería sin duda el más grueso de los eufemismos pues, ¿qué es la
lengua inglesa (y su poesía) si no mi pasión, mi sangre, mi vida? Pero eso
quizá sea decir demasiado. Cuando aprendemos con afán una lengua esta
puede llegar a convertirse en pasión y en vida. La lengua que se posee por
completo se ama sin ser objeto de amor: no existe sentimiento de
separación con respecto a ella. ¿Acaso amo mis globos oculares? No, y
sin embargo la vista lo es todo.
Aun así, a pesar de que el inglés es mi todo me siento de tanto en tanto
constreñida por ese idioma. He llegado hasta este convencimiento con la
idea de que resulta demasiado provinciano reconocerlo. Un idioma, como
un pueblo, tiene una historia de ideas, pero no de todas las ideas; solo de
aquellas que su experiencia ha conocido. No es de sorprender que el
inglés sea un idioma cristiano. Cuando escribo inglés vivo en el
cristianismo[244].

Ozick se está defendiendo ostensiblemente de un crítico anónimo que


evidentemente no fue tan antitético como para comprender el significado del
componente agonístico en la escritura de Ozick. Ella llega tan lejos como para
añadir: «Escribí “Usurpación” en el idioma de una civilización que no puede
imaginar su tesis». Resulta elocuente, pero su punto de vista está un tanto
escorzado y en ninguna parte tanto como cuando escribe: «el tema que

Página 197
obsesiona mi cuento… la preocupación es esta: si los judíos deberían contar
historias. ¡Imagina a Chaucer con el desasosiego de si los ingleses deberían
contar historias!».
Bien, pues aquí tenemos a Chaucer con más que desasosiego por si el
inglés Chaucer debería contar historias:

Como dice la Biblia: «Todo lo que se escribe, se escribe para nuestra


enseñanza». Tal ha sido mi objetivo. Por consiguiente, os pido
humildemente, por el amor de Dios, que recéis por mí, para que Cristo
tenga piedad de mí y me perdone mis culpas, particularmente mis
traducciones, y escritos de obras de vanidad humana, de las cuales me
descargo en esta retractación[245].

Con este a modo de preámbulo procede Chaucer a retractarse de Troilo y


de Los cuentos de Canterbury. Supuestamente Chaucer escribe esto en su
lecho de muerte, pero al final de Troilo viene a decir lo mismo. El conflicto o
la angustia de la que habla Ozick es tan cristiana al menos como judía, y la
lengua inglesa que ella dice ser cristiana no es más cristiana que judía o
budista. Como pasa con toda lengua, está colmada de imágenes anteriores, y
cuando se logra extraer de ella alguna nueva y valiosa es a lo que Ozick llama
con acierto «usurpación» de una vieja historia por una nueva, ya sea quien la
cuenta cristiano o judío. Todas las historias tardías, y no solo la suya de
«Usurpación», están en cierto sentido escritas, como ella dice, «contra la
escritura de historias», al igual que todos los poemas tardíos están escritos
contra la poesía e incluso contra la creación de poemas. El fenómeno al que
apunta Ozick con enorme fuerza y con aire de novedad es en realidad un
fenómeno muy antiguo, tan antiguo como la Alejandría helenística, cuna del
primero de los muchos y recurrentes «modernismos» literarios.
La preocupación de Ozick, en otras palabras, es tan antigua en lo referente
a la crítica como Alejandría, es gentil y es judía, y en lo religioso es tan
antigua como el gnosticismo, de nuevo gentil y judío, como demostró
sobradamente Gershom Scholem. En «Usurpación» Ozick hace que Agnon
denuncie debidamente el gnosticismo, pero ella misma como narradora, no
como judía, es ciertamente tan gnóstica como Kafka o como Balzac. Según
ella comenta, ella codicia la magia prohibida o judía. Esta es la razón por la
que se preocupa por el problemático keter cabalístico o corona de plata que es
el peculiar giro o tropo de Ozick que la aleja de Malamud en «Usurpación».
De esta forma hace que Agnon diga: «Cuando un escritor quiere usurpar el
lugar y el poder de otro escritor no tiene más que ponérsela». Como Ozick

Página 198
muestra triunfante, ese «no tiene más que» es endiabladamente dialéctico.
Con enorme poderío le hace decir al fantasma del gran poeta hebreo moderno
Tchernichovsky[246], el paganizador: «En el Edén no hay nada más que
lujuria», donde «lujuria» es una amplia metáfora que incluye la ambición que
provoca las luchas agonísticas entre escritores. Estas son sin duda a las que
Blake se refería con las guerras del Edén, la lucha mental que constituye la
eternidad.
La introspección más profunda de Ozick hacia su propia ambivalencia en
este tema es un soberbio punto de partida para la gnosis a la que condena
como la religión del arte o la adoración de Molo, y se manifiesta cuando se
hace a sí misma la pregunta agonística que rige el surgimiento de cualquier
gran escritor: «¿Por qué nos convertimos en aquello a lo que más
apasionadamente nos enfrentamos?». Su respuesta, inmensamente amarga,
aparece en el párrafo final de «Usurpación (relatos de otras gentes)»:

Únicamente Tchernichovsky y el viejo y tímido escritor de Jerusalén


han ascendido. El viejo escritor de Jerusalén es una ficción, mientras
masculla salmos picotea del leviatán y saca brillo a su premio Nobel con
el puño de su camisa. Tchernichovsky está desnudo comiendo en la mesa
de los dioses desnudos, recién afeitado esta vez, radiantes sus miembros,
restituida su juventud, su sexo erecto espléndidamente, sus blancas orejas
brillantes, un tipo simpático; come desaforadamente del menú celestial, y
cuando el Sabbat llega (el Sabbat de los Sabbats, que florece cada siete
siglos en el perpetuo Sabbat del Edén) evita como de costumbre la
congregación de los fieles ante el trono y el escabel. Entonces los
pequeños ídolos taciturnos de los cananitas le llaman, en la lengua de las
esferas, perro judío[247].

Sería un final más efectivo, pienso, si se omitiera la última frase. Pero


nada es gratuito, y la franqueza emocional de Ozick sigue siendo una de sus
virtudes imaginativas, incluso si a veces hace que sus ironías dialécticas sean
menos efectivas y directas.

II

Arte y fervor, la colección de ensayos de Ozick, tiene un escrito


curiosamente híbrido titulado «Hacia un nuevo yidis». Su razonamiento
expone de nuevo a Ozick ante una ceguera creativa en lo referente a los

Página 199
dilemas, exactamente los mismos, a los que se enfrenta cualquier literatura
que aspire a ser específicamente cristiana o específicamente judía:

Con «mayormente judía» aplicado a la literatura me refiero a todo


aquello que toque en lo litúrgico. Obviamente esto no se refiere
únicamente a las oraciones. Se refiere a un tipo de literatura y a un tipo de
percepción. Hay una diferencia crítica entre la liturgia y un poema. La
liturgia se encarga de la imaginación moral recíproca y no de la
imaginación lírica aislada. Un poema es una alabanza privada: conmueve
el corazón particular, pero no tiene otra finalidad que la de conmover. Un
poema sirve para decorar el corazón, es el arte del instante. Es lo que
Yehudah Halevi llamó flores sin fruto. La liturgia es también un poema
pero está concebida para tener más de una voz particular. La voz de la
liturgia es coral, es una voz comunal: el eco de la voz del Señor de la
Historia. La poesía rechaza el juicio y la memoria y atrapa el momento. A
lo largo de toda la historia la literatura que ha perdurado para los judíos ha
sido litúrgica. El judío secular es humo: cuando un judío se convierte en
secular deja de ser judío. Esto es especialmente cierto en los literatos.
Cuando Moisés habló y dijo que habríamos de ser un pueblo atento a lo
sagrado no era tan solo un mandamiento: era una descripción y un
destino[248].

Hace falta un cierto tipo de coraje moral para decir eso de que «la poesía
rechaza el juicio y la memoria y atrapa el momento», pero me descorazona oír
a Ozick sonando como W. H. Auden en los momentos en que más se
engañaba a sí mismo:

La encarnación, la venida de Cristo en forma de un sirviente que no


puede reconocerse con los ojos del cuerpo sino tan solo con los ojos de la
fe, pone punto y final a todas las aspiraciones de la imaginación para
llegar a ser la facultad que decidiera qué es de verdad lo sacro y qué lo
profano. Un dios pagano podrá venir a la tierra con un disfraz pero,
mientras lleve puesto el disfraz, no puede pretenderse que hombre alguno
lo reconozca porque no podrá hacerlo. Y sin embargo Cristo aparece
exactamente igual que cualquier otro hombre y afirma que Él es el
camino, la verdad y la vida, y que ningún hombre puede llegar hasta Dios
padre si no es a través de Él. Tal contradicción entre la apariencia profana
y la afirmación sacra deja impasible a la imaginación[249].

Página 200
Tanto Ozick como Auden repiten el gran error de T. S. Eliot, que
consistía y consiste en no saber ver que solo hay diferencias políticas o
sociales entre literaturas supuestamente seculares y literaturas supuestamente
sagradas. La secularización nunca es un proceso imaginativo, mientras que la
canonización sí lo es. Las ficciones se mantienen tercamente arcaicas e
idólatras, para escándalo de Eliot y Auden como piadosos cristianos, y de
Ozick como piadosa judía, pero en mucha mayor medida para regocijo
también de Eliot y Auden como poetas y autores dramáticos, y de Ozick
como cuentista y novelista. Uno no se defiende de lo arcaico escribiendo un
poema o un cuento. Más bien, en lugar de elegir una forma de adoración
sacada de un cuento poético, uno intenta escribir otro cuento poético que
pueda usurpar el espacio de sus precursores, su derecho a ganarse nuestra
limitada y cada vez más escasa atención. Los cuentos devotos son tan dudosos
como los poemas devotos, a pesar del extraño convencimiento de Flannery
O’Connor al creer erróneamente que su brutal y soberbia «Un hombre bueno
es difícil de encontrar» era una narración católica, o la convicción igualmente
extraña de Ozick de que la salvaje y sublime «Envidia, o el yidis en América»
podría llegar a ser de alguna forma una contribución a «Hacia un nuevo
yidis», hacia una supervivencia que Ozick identifica nostálgica pero
erróneamente con la liturgia judía.
Me gustaría insistir en que Ozick es una escritura del suficiente fuste
como para ser una lectora que se llame a tantos engaños, incluso para ser una
lectora que lea erróneamente las ficciones de Cynthia Ozick. Con la denuncia
de lo arcaico ella se sumerge tímidamente en su elemento destructivo,
sabiendo como sabe que es su daimon quien escribe las historias, y quien
permite alegremente que sea Ozick, nuestra rabina y maestra, quien escriba
los ensayos. Acabo de releer «Envidia, o el yidis en América» por vigésima
vez o así desde que apareció por primera vez en una revista, y me sigue
pareciendo una novelita tan vital, tan locamente divertida e
irremediablemente trágica como me lo pareció en noviembre de 1969, hace
más de dieciséis años. Si sigo vivo durante el 2009 encontraré en ella las
mismas frescura y sabiduría que ahora. No hay nada en la literatura judía
moderna de ficción desde Isaac Bábel que iguale al Philip Roth de La lección
de anatomía y de «La orgía de Praga» como ejemplo de esa peculiar risa judía
que nos limpia incluso si nos duele. Siempre recuerdo en concreto la escena
de rechazo mutuo entre Edelshtein, poeta sin traducir, y la joven Hannah, que
no lo traducirá:

Página 201
La mano de Edelshtein, su parte inferior almohadillada, resplandeció
al asestar el golpe.
—Tú —dijo— tú no tienes ideas, ¿qué eres?
Una brizna de sabiduría se desprendía de él, lo que los sabios decían
de Job se rasgó de su lengua como si la lengua misma se estuviera
pelando, él nunca había sido, él nunca existió.
—¡Tú no naciste nunca! ¡Tú no fuiste creada! —gritó—. ¡Déjame que
te diga, un muerto te dice esto: al menos yo tengo vida, al menos yo
comprendí algo!
—Muérete —dijo ella—. Moríos ya todos, viejos, ¿a qué estáis
esperando? Siempre colgados de mi cuello, antes él y ahora tú, todos los
de tu especie, parásitos, daos prisa y moríos.
La palma de la mano de Edelshtein le ardía; era la primera vez en su
vida que había abofeteado a un niño. Se sintió como un padre. En la cara
de la chica su boca se relajó, desnuda. Por rencor, en contra del instinto,
evitó llevarse las manos a la magulladura. Él podía ver la forma de sus
dientes, montados ligeramente unos en otros, imperfectos, vulnerables
otra vez. De la rabia le empezó a gotear la nariz. Se le había hinchado el
labio.
—¡Olvida el yidis! —le gritó él—. ¡Bórralo de tu cerebro! ¡Extírpalo!
¡Hazte una operación de memoria, no tienes derecho a él, no tienes
derecho a un tío, a un abuelo! ¡No hubo nadie antes de ti! ¡Tú no naciste
nunca, eres nada!
—¡Viejos ateos! —dijo ella—. Socialistas viejos y caducos,
¡muermos! ¡Vosotros me trajisteis a la muerte! Odiáis la magia, odiáis la
imaginación, habláis de Dios y odiáis a Dios, despreciáis, aburrís,
envidiáis, devoráis a la gente con vuestra edad asquerosa… caníbales, lo
único que os preocupa es vuestra propia juventud. ¡Estáis acabados, ceded
el paso a otros![250]

Como diálogo entre dos generaciones es magníficamente duro, con la


fuerza inmanente de la visión recurrente de la realidad. Como narradora, la
propia Ozick está de los dos lados y de ninguno, y como narradora nos
presenta la histeria final de Edelshtein cuando vocifera todo su violentado ser
en una llamada de teléfono al «Plan de Cristo: elija cinco días pagando
menos», un servicio de llamadas que prefigura la Mayoría Moral[251]:

Edelshtein gritaba al teléfono: «¡Amalequita! ¡Tito! ¡Nazi! ¡El mundo


entero está infestado de antisemitas como tú! ¡Por vuestra culpa los niños

Página 202
se corrompen! ¡Por vuestra culpa lo he perdido todo, toda mi vida! ¡Por
vuestra culpa no tengo traductor!»[252].

La gran comicidad de esta invectiva descansa sobre la insistencia, no del


todo patética, de Edelshtein en que él es un auténtico representante de la
declinante cultura yidis. Al igual que Malamud, Ozick captura el pathos
humano y el ethos irónico de la cultura yidis en sus tragicómicos apuros. En
un modo que sí le es ya auténticamente propio, ella confía en la única alianza
del narrador al hacer esfuerzos por retrasar un futuro en el que los relatos ya
no puedan contarse. No es esta la Alianza que ella busca celebrar, pero ello no
estorba la dignidad estética de su mejor obra. Como persona ella confía en la
Alianza entre Dios y su pueblo, Israel. Como escritora, confía en la alianza
entre sus relatos y los relatos de otras gentes, entre su propio poder de
usurpación y el poder de la tradición narrativa para absorber al narrador y
renovarlo.

Página 203
JOHN UPDIKE
(1932-2009)

John Updike es un maestro del estilo y cuya producción literaria ha sido


vasta y variada. Puede que donde se muestre más auténtico sea en los cuentos,
donde el estilo por sí mismo puede conformar un modo de visión. Ninguna
novela de Updike me convence tanto como sus relatos «A&P» y «Plumas de
paloma», y la razón es que el novelista contamina descaradamente sus
principales narraciones largas con sus propias creencias y opiniones. Con
frecuencia tales juicios y visiones son de considerable interés en sí mismos,
pero distraen la atención del lector y lo apartan de los personajes, los lugares
y los acontecimientos.
En «A&P» no hay distracciones y el arte de Updike tiene la sutileza de
Dublineses, de Joyce. Sammy, de diecinueve años y con una formación y una
comprensión de la sociedad muy limitadas, cae presa de una pasión por
«Queenie», una joven belleza que nunca estará al alcance de alguien de su
clase social. Realiza el gesto quijotesco de abandonar su trabajo en «A&P» a
pesar de que «Queenie» nunca sabrá que él protestó así por la vergüenza que
el encargado de la tienda le hizo pasar a ella. Updike hace ver hábilmente que
la acción de Sammy es más una pose que un gesto, aunque Sammy dice: «me
parece que una vez que realizas un gesto es nefasto no seguir hasta el final».
La triste realidad es que los gestos quedan para aquellos que pueden
permitírselos, y Sammy no puede. A Updike se le puede elogiar con justicia
su profundo análisis social en «A&P» pero el cuento, como ocurre con «Dos
galanes» o «Arabia» de Joyce, es más rico imaginativamente de lo que tiende
a ser el análisis social. En menos de media docena de páginas Updike
condensa una vida de diecinueve años e insinúa lo poco probable que resulta
que esa vida evolucione en forma alguna que le permita la satisfacción erótica
con la que sueña. La economía de «A&P» y su sólida corrección verbal dan fe
de un soberbio artista en el género del cuento.

Página 204
RAYMOND CARVER
(1938-1988)

Yo les tengo una simpatía que no es total a los relatos de Raymond


Carver, a pesar de que coincido con el parecer de críticos tan eminentes como
Frank Kermode e Irving Howe en que Carver fue un maestro dentro de los
límites que se impuso a sí mismo. La influencia de Hemingway en los
primeros relatos de Carver fue tan abrumadora que este último escritor hizo
bien en ponerse en guardia frente a Hemingway por medio de una ascesis que
fue bastante más allá del estilo elíptico practicado por el autor de La quinta
columna. En su última fase, Carver comenzó una evolución que dejaba atrás
un arte que durante tanto tiempo se había basado en la omisión de elementos.
«Catedral» es mi relato favorito de Carver, pero al lector atento le puede
inducir a una cierta perplejidad por su desconcertante relación con el
magnífico cuento de D. H. Lawrence, «El ciego». Es casi imposible que
Carver no supiera cuánto debía «Catedral» a «El ciego», pero las influencias
literarias son un laberinto y los buenos escritores pueden llegar a ser notables
expertos en la represión, o en proponerse inconscientemente olvidar.
Keith Cushman fue el primero que hizo notar la deuda de Carver, que el
propio Cushman denominó con el ingenioso término de «intertextualidad
ciega». En el relato de Lawrence el amigo que viene de visita desde muy lejos
puede ver; es el marido quien está ciego. El relato de Carver está basado en
una visita que hizo un amigo ciego de Tess Gallagher, y se cierra con los
celos que se apoderan del narrador por la visita:

Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano


recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta
aquel momento.
Luego dijo:
—Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una
mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más.
Creí que era algo que debía hacer.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estás mirándolo?

Página 205
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa.
Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije[253].

Esta conmovedora apertura hacia la alteridad queda mal parada al


compararla con un pasaje paralelo de Lawrence en que el marido ciego
establece contacto con el visitante aterrorizado:

—Tu cabeza parece delicada, como si fueras joven —repitió Maurice


—. También tus manos. Tócame los ojos… tócame la cicatriz.
Bertie se estremecía de repulsión. Y sin embargo estaba bajo el poder
del ciego, como hipnotizado. Levantó la mano y posó los dedos en la
cicatriz, en los ojos con la cicatriz. De repente Maurice los cubrió con su
propia mano, apretó los dedos del otro hombre contra las cuencas de sus
ojos desfiguradas: temblaban hasta en su última fibra y se mecían
delicada y lentamente de un lado al otro. Así permaneció durante un
minuto o más, tiempo en que Bertie quedó como en un desvanecimiento,
inconsciente y prisionero.
De pronto Maurice retiró la mano del hombre de su frente y la puso,
sosteniéndola, en la suya.
—Dios mío —dijo— ahora sí que nos conoceremos el uno al otro, ¿no
crees?
Bertie no podía contestar. Miraba sin poder hablar y paralizado por el
terror, vencido por su propia debilidad. Sabía que no podía contestar.
Tenía un miedo inexplicable a que el otro hombre fuera a destruirle de
repente. En cuanto a Maurice, estaba realmente pleno de un amor intenso,
conmovedor, la pasión de la amistad. Quizá fue esa misma pasión de la
amistad lo que hizo que Bertie se retrajera.
—Estamos muy bien juntos ahora, ¿a que sí? —dijo Maurice—.
Ahora sí está bien, mientras sigamos vivos, que es lo que nos interesa.
—Sí —dijo Bertie intentando por todos los medios escapar[254].

He aquí una mínima comparación que Carver no puede resistir: Lawrence


es un escritor de cuentos extraordinario, exactamente del mismo nivel que
Turgueniev, Chéjov, Joyce, Isaac Bábel y Hemingway. Carver, a quien puede
que hayamos sobrevalorado, murió antes de poder ver realizadas las
posibilidades aún mayores que su arte encerraba. En «El ciego» hay un
componente homosexual, pero es secundario. El ciego Maurice está abriendo
para Bertie las puertas de su interioridad solo compartida con su esposa, pero

Página 206
Bertie no es capaz de soportar la intimidad: lo ha abrasado el tacto. Existe una
reverberación en el relato de Lawrence que nos transporta a la alta locura del
gran arte. Carver, a pesar de ser un buen artista, no es capaz de llevarnos hasta
allí.

Página 207
HAROLD BLOOM (Nueva York, Estados Unidos, 1930 - New Haven,
Estados Unidos, 2019)​ fue crítico y teórico literario y profesor de
Humanidades en la Universidad de Yale.
Hijo de inmigrantes judíos, estudió en Cornell y en Yale, ejerciendo
posteriormente en esta última, en Harvard y en la Universidad de Nueva York
como docente. Sus particulares visiones sobre la teoría y crítica literaria le
han valido fama de polémico. Bloom defiende la concepción estética de la
literatura, renegando contra todo tipo de estudios culturales y materialistas.
También han generado controversia sus particulares visiones sobre la religión:
En The Book of J (El libro de J), Bloom sugiere que la figura de Yahvé fue
inventada a nivel literario por una mujer. Pero posiblemente la obra más
polémica sea El canon occidental (1994), donde Bloom crea una lista de los
que considera los mejores autores literarios de todos los tiempos. Además,
Bloom cuestionó los conceptos de tradición e influencia con su definición de
la «ansiedad de la influencia», explicando la creación literaria como una
especie de pugna entre el escritor y los escritores que lo preceden y que
forman parte de la tradición.

Página 208
Notas

Página 209
[1] El original de Short story writers and short stories se publicó en 2005. <<

Página 210
[2] Joseph Auslander (1897-1965), poeta y novelista norteamericano. <<

Página 211
[3] Felicia Dorotea Browne, de casada Hemans (1793-1835), poetisa inglesa.

<<

Página 212
[4] «El chico estaba en el ardiente muelle / comiendo cacahuetes sin perder

fuelle» (N. del T.). <<

Página 213
[5] Walter Horatio Pater (1839-1894), escritor e historiador del arte inglés. <<

Página 214
[6] Thomas Yalden (1670-1736). <<

Página 215
[7] Thomas Sprat (1635-1713). <<

Página 216
[8] Wentworth Dillon, Conde de Roscommon (1630-1685). <<

Página 217
[9] George Stepney (1663-1707). <<

Página 218
[10] PERSONAJE DEL CUENTO «ASÍ SE HACÍA EN ODESA». <<

Página 219
[11] «La dama de picas», en La hija del capitán y otros relatos, Ricardo San

Vicente (trad.), Barcelona, Planeta, 1993, p. 384. <<

Página 220
[12] Ibídem, pp. 413-414. <<

Página 221
[13] Henry JAMES, Hawthorne, Nueva York, Comell University Press, 1997,

pp. 144-145. <<

Página 222
[14] Ibídem, pp. 65-67. <<

Página 223
[15] Angelo Bartlett Giamatti (1938-1989). <<

Página 224
[16] «Feathertop», en Musgos de una vieja rectoría, Rafael Lassaletta (trad.),

Madrid, Valdemar, 1994, p. 107. <<

Página 225
[17] Ibídem, pp. 107-108. <<

Página 226
[18] Ibídem, p. 109. <<

Página 227
[19] Ibídem, p. 110. <<

Página 228
[20] Ibídem, pp. 110-111. <<

Página 229
[21] Ibídem, p. 119. <<

Página 230
[22] Ibídem, p. 120. <<

Página 231
[23] Juego de palabras con el nombre de pila del joven Brown (N. del T.). <<

Página 232
[24] «El joven Goodman Brown», en Musgos de una vieja rectoría, obra
citada, pp. 69-70. <<

Página 233
[25] Profesor en la Universidad de Yale. <<

Página 234
[26] La sirenita y otros cuentos, Enrique Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya,

2004, pp. 95-96. <<

Página 235
[27] «Los cisnes salvajes», en La sirenita y otros cuentos, obra citada, pp. 153-

154. <<

Página 236
[28] «Tía Dolor de Muelas», en Peiter, Meter y Peer y otros cuentos, Enrique

Bernárdez (trad.), Madrid, Anaya, 2004, p. 270. <<

Página 237
[29] Ibídem. <<

Página 238
[30]
Robert Penn Warren (1905-1989), poeta, novelista y crítico literario
norteamericano. El texto de Harold Bloom se remonta a 1985, cuatro años
antes de la muerte de Warren. <<

Página 239
[31] Se refiere al cuento «La caída de la Casa Usher», en Cuentos completos,

Julio Cortázar (trad.), Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa (prols.), Fernando
Iwasaki y Jorge Volpi (eds.), Madrid, Páginas de Espuma, 20081, pp. 319-
334. <<

Página 240
[32] American hieroglyphics. The symbol of the egyptian hieroglyphics in the

american renaissance, New Haven, Yale University Press, 1980. <<

Página 241
[33] «El yo y el ello», en Obras Completas de Sigmund Freud, Luis López

Ballesteros y de Torres (trad.), Madrid, Biblioteca Nueva, 1988, p. 2709. <<

Página 242
[34] Ibídem, nota 1634. <<

Página 243
[35] D. H. LAWRENCE, E. GREENSPAN, L. VASEY y J. WORTHEN, Studies in

classic american literature (1923), Nueva York, Cambridge University Press,


2003, p. 75. <<

Página 244
[36] Eureka, Julio Cortázar (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2003, pp. 17-18.

<<

Página 245
[37] Ibídem, p. 15. <<

Página 246
[38] Ibídem, p. 133. <<

Página 247
[39] «Nota», en Eureka, Menchu Gutiérrez (trad.), Madrid, Valdemar, 2002,

p. 181. <<

Página 248
[40] John Orley Alien Tate (1899-1979), poeta y crítico estadounidense. <<

Página 249
[41] «Mimesis de lo mortal y reconciliación», en Teoría estética, Fernando

Riaza (trad.), Francisco Pérez Gutiérrez (rev.), Barcelona, Orbis / Taurus,


p. 178. <<

Página 250
[42] «Ligeia», en Cuentos completos, obra citada, p. 308. <<

Página 251
[43] Ibídem, p. 316. <<

Página 252
[44] Relato de Arthur Gordon Pym, Julio Gómez de la Sema (trad.), Barcelona,

Planeta, 1987, p. 221. <<

Página 253
[45] Edgar Allan Poe, «Marginalia», LXXXVII, en Ensayos y críticas, Julio

Cortázar (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1973, pp. 306-307. <<

Página 254
[46] La dama de Shalott y otros poemas, Antonio Rivero Tavarillo (trad.),

Valencia, Pre-Textos, 2002, p. 27. <<

Página 255
[47] Sarah Anna Robinson, de casada Lewis (1824-1880), poeta
estadounidense. <<

Página 256
[48] «The forsaken», en The child of the sea and others poems, Nueva York,

G. P. Putnam, 1848. <<

Página 257
[49] Hart CRANE, «Tunnel», en The bridge, Nueva York, H. Liveright, 1930.

<<

Página 258
[50] Amos Bronson Alcott (1799-1888), pedagogo y escritor estadounidense.

<<

Página 259
[51] William Ellery Channing (1818-1901), poeta estadounidense. <<

Página 260
[52] El capote, Víctor Gallego (trad.), Madrid, Nórdica, 2008. <<

Página 261
[53]
«La mujer de Gógol», en Invenciones, Ángel Sánchez Gijón (trad.),
Madrid, Siruela, 1991. <<

Página 262
[54] Cómo leer y por qué, Marcelo Cohen Levis Chokler (trad.), Barcelona,

Anagrama, 2005. <<

Página 263
[55] «El bosque y la estepa», en Memorias de un cazador, Natalia Ujánova

(trad.), Madrid, Cátedra, 2007, pp. 452-453. <<

Página 264
[56] «El bosque y la estepa», obra citada, pp. 455-456. <<

Página 265
[57] Ibídem, p. 457. <<

Página 266
[58] Edmund Spenser (1552-1599), poeta inglés. <<

Página 267
[59] John Bunyan (1628-1688), escritor y predicador inglés. <<

Página 268
[60] «Benito Cereno», en Bartleby, el escribiente, Benito Cereno, Billy Bud,

Julia Lavid (trad.), Madrid, Cátedra, 2007, p. 207. <<

Página 269
[61] Richard Henry Dana (1815-1882), escritor y abogado estadounidense. <<

Página 270
[62] Henry Ward Beecher (1813-1887), clérigo congregacionista
estadounidense. <<

Página 271
[63] «El campanario», en Cuentos completos, Miguel Temprano García (trad.),

Barcelona, DeBolsillo, 2008, pp. 204-205. <<

Página 272
[64] «Aforismo 32», en Cuadernos en octavo, seguidos de Reflexiones sobre el

pecado, el sufrimiento, la esperanza y el verdadero camino, Carmen Gauger


(trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1999. <<

Página 273
[65] «Escritos póstumos», 39, en Narraciones y otros escritos. Obras
completas III, Adan Kovacsics (trad.), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003,
p. 845. <<

Página 274
[66]
«Aforismo 18», de «Escritos póstumos», 28, en Narraciones y otros
escritos. Obras completas, Joan Parra Contreras (trad.) obra citada, p. 665. <<

Página 275
[67] «Durante la construcción de la muralla china», de «Escritos póstumos»,

20, en Narraciones y otros escritos. Obras completas, Joan Parra Contreras


(trad.) obra citada, p. 535. <<

Página 276
[68] Ibídem. <<

Página 277
[69] «El campanario», obra citada, p. 206. <<

Página 278
[70] «El campanario», obra citada, pp. 222-223. <<

Página 279
[71] Ibídem, p. 224. <<

Página 280
[72] Hart CRANE, «The broken tower», en An anthology of the younger poets,

Filadelfia, Centaur Press, 1932, pp. 1-8. <<

Página 281
[73]
Alicia en el País de las Maravillas, Mauro Armiño (trad.), Madrid,
Valdemar, 1998, p. 82. <<

Página 282
[74] Ibídem, p. 102. <<

Página 283
[75] Speak gently (1849), poema de David Bates (1809-1870), poeta
estadounidense. <<

Página 284
[76] Alicia en el País de las Maravillas, obra citada, p. 104. <<

Página 285
[77] Alicia en el País de las Maravillas, obra citada, pp. 104-106. <<

Página 286
[78] Lionel Trilling (1905-1975), crítico literario estadounidense. <<

Página 287
[79] William Empson (1906-1984), poeta y crítico literario inglés. <<

Página 288
[80] William Empson, «The child as swain», en Some versions of Pastoral,

Nueva York, New Directions Publishing, 1974, p. 293. <<

Página 289
[81] Algemon Charles Swinbume (1837-1909), poeta inglés. <<

Página 290
[82] Alicia en el País de las Maravillas, obra citada, p. 179. <<

Página 291
[83] Al otro lado del espejo, Mauro Armiño (trad.), Madrid, Valdemar, 1998,

p. 369. <<

Página 292
[84] Ibídem, pp. 273-275. <<

Página 293
[85] Ibídem, p. 276. <<

Página 294
[86] Ibídem, p. 308. <<

Página 295
[87] Ibídem, p. 314. <<

Página 296
[88] Ibídem, p. 315. <<

Página 297
[89] Al otro lado del espejo, obra citada, pp. 343-347. <<

Página 298
[90] Ibídem, pp. 347-348. <<

Página 299
[91] James M. Cox, Mark Twain: The fate of humor, Nueva Jersey, Princeton

University Press, 1966. <<

Página 300
[92] Wallace Stevens, «The poems of our climate», en Parts of a world (1942).

<<

Página 301
[93] Charles Eliot Norton (1827-1908), escritor y crítico de arte
estadounidense. <<

Página 302
[94] Bemard Berenson (1865-1959), escritor estadounidense experto en arte.

<<

Página 303
[95] Henry JAMES, Literary criticism: essays on literature, american writers,

english writers, Nueva York, Library of America, 1984, pp. 253-255. <<

Página 304
[96] Henry JAMES, «The historie Values», en Collected travel writings: Great

Britain and America, Nueva York, Library of America, 1993, pp. 571-572.
<<

Página 305
[97] Isabel Archer es la protagonista de la novela de Henry James Retrato de

una dama (1881). <<

Página 306
[98] Lewis Lambert Strether es el protagonista de la novela de Henry James

Los embajadores (1903). <<

Página 307
[99] Henry JAMES, «El alumno», en Relatos, Eduardo Lago (trad.), Madrid,

Cétedra, 2005, pp. 170-171. <<

Página 308
[100] Harold GODDARD, The meaning of Shakespeare, Chicago, University of

Chicago Press, 1965. <<

Página 309
[101] Lev SHESTOV, All things are possible and penultimate words and other

essays, Athens, Ohio University Press, 1977, p. 119. <<

Página 310
[102] Juventud, Vicente Muñoz Puelles (trad.), Madrid, Anaya, 2003, pp. 45-

46. <<

Página 311
[103] Ian Watt (1917-1999), crítico literario e historiador de literatura inglesa

en la Universidad de Stanford. <<

Página 312
[104] Darl Bundren es un personaje de la novela de William Faulkner Mientras

agonizo (1930). <<

Página 313
[105] E. M. FORSTER, Abinger harvest, Nueva York, Harcourt, Brace and Co.,

1936, p. 138. <<

Página 314
[106] James Grover Thurber (1894-1961), escritor y caricaturista
estadounidense. <<

Página 315
[107] El corazón de las tinieblas, Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo

(trads.), Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 114. <<

Página 316
[108] Sir John Frank Kermode (1919), crítico literario inglés. <<

Página 317
[109] Benjamin Franklin Norris (1870-1902), novelista estadounidense. <<

Página 318
[110] «A municipal report», en Selected stories frorn O. Henry, Nueva York,

Odyssey Press, 1922, pp. 224 y siguientes. <<

Página 319
[111] «Cuarto amueblado», en Cuentos de Nueva York, León Mirlas (trad.),

Madrid, Espasa, 2008, p. 122. <<

Página 320
[112]
Rudyard KIPLING, «Literatura», en Writings on writing, Cambridge,
Cambridge University Press, 1996, p. 49. <<

Página 321
[113] Walter Pater, The renaissance: Studies in art and poetry (1868), Oxford,

Oxford University Press, 1998, p. 152. <<

Página 322
[114] Rudyard KIPLING, «Literatura», obra citada, p. 153. <<

Página 323
[115] «La iglesia que había en Antioquía», en Relatos, Catalina Martínez
(trad.), Barcelona, Acantilado, 2008, p. 745. <<

Página 324
[116] «Mary Postgate», en Relatos, obra citada, p. 609. <<

Página 325
[117] «El gato que iba solo», en Obras escogidas, M. Manent (trad.), Madrid,

Aguilar, 1958, pp. 513-514. <<

Página 326
[118] Irving Howe (1920-1993), crítico literario estadounidense. <<

Página 327
[119] «El rastro de la presa», en Colmillo blanco, José Novo Cerro (trad.),

Madrid, Bruño, 2008, pp. 10-11. <<

Página 328
[120] Stephen CRANE, «The open boat», en The red badge of courage and four

stories, Nueva York, Signet Classic, 1997, p. 160. <<

Página 329
[121] Ibídem, pp. 203-204. <<

Página 330
[122] «The blue hotel», en The red badge of courage…, obra citada, p. 189. <<

Página 331
[123] Mary Louise Hubachek Reynolds (1891-1950), escritora estadounidense.

<<

Página 332
[124] William Hugh Kenner (1923-2003), crítico literario canadiense. <<

Página 333
[125]
«Los muertos», en Dublineses, Guillermo Cabrera-Infante (trad.),
Madrid, Alianza Editorial, p. 209. <<

Página 334
[126] Ibídem, p. 212. <<

Página 335
[127] Milena Jesenská (1896-1944), escritora, periodista y traductora checa. <<

Página 336
[128] I am a memory come alive: autobiographical writings, Nueva York,

Schocken Books, 1974, p. 251. <<

Página 337
[129] «Aforismo 32», en Cuadernos en octavo, obra citada. <<

Página 338
[130] Diarios, Andrés Sánchez Pascual (trad.), Barcelona, Galaxia Gutenberg,

2000, p. 659. <<

Página 339
[131] Ibídem. <<

Página 340
[132] Ibídem, pp. 659-660. <<

Página 341
[133] Rabi Isaac Luria Ashkenazi (Jerusalén 1534 - Safed 1572), rabino y

cabalista. <<

Página 342
[134]
Nathan Benjamín ben Elisha ha-Levi Ghazzati o Nathan de Gaza
(1643-1680), teólogo hebreo. <<

Página 343
[135] Sabbatai Zvi (1626-1676), rabino judío. <<

Página 344
[136] Jacob Frank (1726-1791), pretendiente judío a la mesianidad en la línea

de Sabbatai Zvi. <<

Página 345
[137] Moisés de León (hacia 1250-1305), filósofo judío y rabino español. <<

Página 346
[138] Moisés Cordovero (1522-1570), cabalista y pensador místico judío. <<

Página 347
[139] Erich Heller (1911-1990), ensayista y crítico literario inglés. <<

Página 348
[140] Yehudah Ben Samuel Halevi (hacia 1070-1141), filósofo y médico judío

español. <<

Página 349
[141] «Escritos póstumos», 19, en Obras completas III, Joan Parras Contreras

(trad.), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003, p. 518. <<

Página 350
[142] Ibídem, pp. 518-519. <<

Página 351
[143] Bloom parece recurrir a la memoria, que le falla, y mezcla distintos

fragmentos de la serie «El cazador Gracchus». Este podría corresponder al


«no te rías» del fragmento que comienza «¿Cómo es eso, cazador
Gracchus?», de «Escritos póstumos», 21, en Obras completas III, obra citada,
pp. 536-537. <<

Página 352
[144] «Escritos póstumos», 19, en Obras completas III, obra citada, pp. 519-

520. <<

Página 353
[145] Jan Hendrik van den Berg (1914-), psiquiatra holandés. <<

Página 354
[146] «Escritos póstumos», 19, en Obras completas III, obra citada, p. 159. <<

Página 355
[147] Heinz Politzer (1910-1978), escritor y crítico literario estadounidense, de

origen austríaco. <<

Página 356
[148]
Heinz POLITZER, Franz Kafka, parable and paradox, Nueva York,
Comell University Press, 1965, p. 87. <<

Página 357
[149] «La preocupación del padre de familia», en Obras completas III, Juan

José del Solar (trad.), obra citada, p. 203. <<

Página 358
[150] Wilhelm Emrich (1909-1998), crítico literario alemán. <<

Página 359
[151] «La preocupación del padre de familia», obra citada, p. 203. <<

Página 360
[152] «La preocupación del padre de familia», obra citada, p. 204. <<

Página 361
[153] «Negación», «respuesta negativa» (N. del T.). <<

Página 362
[154] «13 de enero de 1922», en Diarios, obra citada, p. 673. <<

Página 363
[155] «Escritos póstumos», 26, en Obras completas III, obra citada, p. 616. <<

Página 364
[156]
Ernst PAWEL The nightmare of reason: a life of Franz Kafka,
Gordonsville, Farraz, Straus, Giroux, 1984. <<

Página 365
[157] «Sobre la cuestión de las leyes», de «Escritos póstumos», 32, en Obras

completas III, Adan Kovacsics (trad.), obra citada, p. 715. <<

Página 366
[158] Elisha ben Abuyah (siglo I d. C.), rabino judío. <<

Página 367
[159] «Sobre la cuestión de las leyes», obra citada, p. 716. <<

Página 368
[160] Ibídem. <<

Página 369
[161] Ibídem. <<

Página 370
[162] Ibídem, pp. 716-717. <<

Página 371
[163] «Josefina la cantante o El pueblo de los ratones», en Obras completas III,

Juan José del Solar (trad.), obra citada, p. 268. <<

Página 372
[164] Yosef Hayim Yerushalmi (1932-), escritor estadounidense, investigador

de la historia y la cultura judías. <<

Página 373
[165] Wilella Sibert Cather (1873-1947), más conocida como de Willa Cather,

escritora estadounidense. <<

Página 374
[166] «Judas en flor», en Cuentos completos, Horacio Vázquez Rial (trad.),

Barcelona, DeBolsillo, 2009, p. 140. <<

Página 375
[167] Ibídem, p. 148. <<

Página 376
[168]
María Enriqueta GONZÁLEZ PADILLA, Poesía y teatro de T. S. Eliot,
Ciudad de México, UNAM, 1991, p. 131. <<

Página 377
[169] «Introducción al narcisismo», en Obras completas de Sigmund Freud,

Luis López Ballesteros y de Torres (trad.), Madrid, Biblioteca Nueva, 1988,


pp. 2025-2026. <<

Página 378
[170] Ibídem, p. 2026. <<

Página 379
[171] «Judas en flor», obra citada, p. 136. <<

Página 380
[172] Ibídem, p. 141. <<

Página 381
[173] Lonely voice, a study of the short story, Cleveland, World Pub. Co.,

1963. <<

Página 382
[174] En W. HENDRICK y G. HENDRICK, Katherine Anne Porter, Michigan,

Twayne Publishers, 1988, p. 108. <<

Página 383
[175] «Así se hacía en Odesa», en Cuentos de Odesa y otros relatos, José

Fernández Sánchez (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1972, p. 29. <<

Página 384
[176] Zeev (Vladimir) Jabotinsky (1880-1940), líder sionista, escritor,
traductor, orador, periodista y militar ruso. <<

Página 385
[177]
El Irgún Zevai Leumi fue una organización paramilitar sionista que
operó durante el Mandato Británico de Palestina, entre los años 1931 y 1948.
<<

Página 386
[178] Jaim Najman Bialik (1873-1934), poeta judío. <<

Página 387
[179] Mendele Mocher Sforim (1836-1917), escritor judío. <<

Página 388
[180]
Lionel TRILLING, Beyond culture: essays on literature and learning,
Nueva York, Viking Press, 1968, p. 128. <<

Página 389
[181] «El rey», en Cuentos de Odesa, obra citada, p. 17. <<

Página 390
[182] «Así se hacía en Odesa», obra citada, p. 27. <<

Página 391
[183] «Biografía de Matvei Rodionich Pavlichenko», en Caballería roja, José

M.ª Güell (trad.), Barcelona, Barral Editores, 1970, pp. 112-113. <<

Página 392
[184] «Berestechko», en Caballería roja, obra citada, pp. 129-130. <<

Página 393
[185] «El rey», en Cuentos de Odesa, obra citada, p. 18. <<

Página 394
[186] Ibídem, p. 19. <<

Página 395
[187] «El jefe de la segunda brigada», en Caballería roja, obra citada, p. 99.

<<

Página 396
[188] «Guedali», en Caballería roja, obra citada, p. 72. <<

Página 397
[189] «El rabino», en Caballería roja, obra citada, p. 81. <<

Página 398
[190] «El hijo del rabino», en Caballería roja, obra citada, pp. 214-215. <<

Página 399
[191] «La sal», en Caballería roja, obra citada, pp. 136-137. <<

Página 400
[192] «El fin del asilo», en Cuentos de Odesa, obra citada, pp. 79-80. <<

Página 401
[193] «Así se hacía en Odesa», en Cuentos de Odesa, obra citada, pp. 29-30.

<<

Página 402
[194]
Harold BLOOM, American fiction 1914-1945, Nueva York, Chelsea
House Publishers, 1986, p. 12. <<

Página 403
[195] Barn burning, Nueva York, Doubleday, Doran & Co. Inc., 1939. <<

Página 404
[196] «Canto a mí mismo», 6, en Hojas de hierba, Manuel Villar Raso (trad.),

antología bilingüe, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p. 63. <<

Página 405
[197] «Canto a mí mismo», 33, en Hojas de hierba, obra citada, pp. 143-145.

<<

Página 406
[198]
Hemingway murió el 2 de julio de 1961 a causa de un disparo de
escopeta. <<

Página 407
[199] Adiós a las armas, Carlos Pujol (trad.), Barcelona, Seix Barral / RBA

Summa Literaria, 1985, p. 494. <<

Página 408
[200] «El viejo en el puente», en Cuentos completos, Damián Alou (trad.),

Barcelona, Lumen, 2007, p. 108. <<

Página 409
[201] Nelson Algren (1909-1981), escritor estadounidense. <<

Página 410
[202] «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», en Obras completas II, Barcelona, Círculo

de Lectores, 1992, p. 19. <<

Página 411
[203] «La muerte y la brújula», en Obras completas II, obras citada, p. 99. <<

Página 412
[204] «Nathaniel Hawthorne», en Obras completas II, obra citada, p. 268. <<

Página 413
[205] Eudora Alice Welty (1909-2001), escritora y fotógrafa norteamericana.

<<

Página 414
[206] Harold BLOOM, Eudora Welty, Nueva York, Chelsea House Publishers,

2006, p. 7. <<

Página 415
[207] Edward Flanders Robb Ricketts (1897-1948), biólogo marino, ecologista

y filósofo norteamericano. <<

Página 416
[208]
«The Chrysanthemums», en The long valley, Nueva York, Penguin
Classics, 1995, p. 2. <<

Página 417
[209] Eudora Welty, One writer’s beginnings, Cambridge, Harvard University

Press, 1995, p. 89. <<

Página 418
[210]
Eudora Welty, The collected stories, Nueva York, Harcourt Brace
Jovanovich, 1980, p. 189. <<

Página 419
[211] Ibídem, p. 191. <<

Página 420
[212] Ibídem, p. 192. <<

Página 421
[213] Ibídem, p. 194. <<

Página 422
[214] Ibídem, p. 196. <<

Página 423
[215] Ibídem, p. 198. <<

Página 424
[216] Harold BLOOM, Eudora Welty, obra citada, p. 7. <<

Página 425
[217] Ibídem, p. 7. <<

Página 426
[218] Eudora WELTY, The collected stories, obra citada, p. 486. <<

Página 427
[219] Ibídem, p. 493. <<

Página 428
[220] Ibídem, p. 494. <<

Página 429
[221] Harold BLOOM, Eudora Welty, obra citada, p. 10. <<

Página 430
[222] Las ciudades invisibles, Aurora Bernárdez (trai), Madrid, Siruela, 1998,

p. 21. <<

Página 431
[223] «Las ciudades y la memoria» 2, en Las ciudades invisibles, obra citada,

p. 23. <<

Página 432
[224] «Las ciudades y el deseo», 1, en Las ciudades invisibles, obra citada,

p. 24. <<

Página 433
[225] «Las ciudades y el deseo», 2, en Las ciudades invisibles, obra citada,

p. 27. <<

Página 434
[226] Las ciudades invisibles, obra citada, p. 42. <<

Página 435
[227] Ibídem, p. 100. <<

Página 436
[228] Ibídem, p. 169. <<

Página 437
[229]
«La aventura de un automovilista», en Los amores difíciles, Aurora
Bernárdez (trad.), Barcelona, RBA/Tusquets, 1995, pp. 156-157. <<

Página 438
[230] El caballero inexistente, Esther Benítez (trad.), Madrid, Siruela, 1998,

pp. 58-59. <<

Página 439
[231] Ibídem, p. 126. <<

Página 440
[232] Flannery O’Connor, Los profetas, José Luis Giménez-Frontín (trad.),

Barcelona, Lumen, 1986, p. 11. <<

Página 441
[233] Ibídem, p. 251. <<

Página 442
[234] Sally FITZGERALD, «Introduction», en Three by Flannery O’Connor: wise

blood; the violent bear it away; everything that rises must converge, Nueva
York, Signet Classic, 1983, p. XX. <<

Página 443
[235] El título original de la novela Los profetas es The violent bear it away,

algo así como «Los violentos se lo llevan». <<

Página 444
[236] Harold BLOOM, Genios: un mosaico de cien mentes creativas y
ejemplares, Margarita Valencia Vargas (trad.), Barcelona, Anagrama, 2005,
pp. 682-683. <<

Página 445
[237]
«Un hombre bueno es difícil de encontrar», en Cuentos completos,
Marcelo Covián (trad.), Barcelona, Lumen, 2006, pp. 211-212. <<

Página 446
[238] Jefferson Humphries (1955-), escritor estadounidense, profesor de
literatura comparada en la Louisiana State University. <<

Página 447
[239] «Una vista del bosque», en Cuentos completos, Vida Ozores (trad.), obra

citada, pp. 540-541. <<

Página 448
[240]
Harold BLOOM, Twenieth-century american literature, Nueva York,
Chelsea House Publishers, 1985 pp. 2880. <<

Página 449
[241] «Revelación», en Cuentos completos, obra citada, pp. 773-774. <<

Página 450
[242] Flannery O’CONNOR, Collected works, Nueva York, Library of America,

1988, p. 817. <<

Página 451
[243] Cynthia OZICK, Bloodshed and three novellas, Nueva York, Knopf, 1976,

p. 7. <<

Página 452
[244] Ibídem, p. 9. <<

Página 453
[245] Geoffrey CHAUCER, «La despedida del autor», en Cuentos de Canterbury,

Pedro Guardia Massó (trad.), Madrid, Cátedra, 1997, p. 627. <<

Página 454
[246] Shaul Tchernichovsky (1875-1943), poeta judío de origen ruso. <<

Página 455
[247] William GOLDING y Harold BLOOM, Cynthia Ozick, Nueva York, Chelsea

House Publishers, 1986, p. 3. <<

Página 456
[248] Cynthia OZICK, Art & ardor: essays, Nueva York, Knopf, 1983, p. 169.

<<

Página 457
[249] William GOLDING y Harold BLOOM, Cynthia Ozick, obra citada, p. 5. <<

Página 458
[250]
Cynthia OZICK, A Cynthia Ozick reader, Bloomington, Indiana
University Press, 1996, p. 61. <<

Página 459
[251]
La Mayoría Moral (Moral Majority) fue una organización política
fundada a finales de los años setenta en Estados Unidos bajo el auspicio de un
lobby cristiano evangelista. Fue disuelta en 1989. <<

Página 460
[252] Cynthia OZICK, A Cynthia Ozick reader, obra citada, p. 63. <<

Página 461
[253]
«Catedral», en Catedral, Benito Gómez Ibáñez (trad.), Barcelona,
Anagrama, 2002, p. 205. <<

Página 462
[254]
D. H. LAWRENCE, England, my England, Teddington, Echo Library,
2006, p. 50. <<

Página 463

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