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Larisa Reisner - Hamburgob en Las Barricadas y Otros Textos

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larisa

reisner

hamburgo
en las barricadas
y otros textos

con documentos de
k. radek • v. sklovski • l. sosnovsky

dirección
ú n i c a
2 0 1 7
FOTOGRAFÍA DE PORTADA
Hamburgo, octubre de 1923
(Calle central con militares tras alambrada)

EDICIÓN ORIGINAL
Hamburgo en las barricadas
(México: ed. Era, 1981)
Hombres y máquinas
(Madrid: ed. Cenit, 1929)

n
TRADUCCIÓN
Isabel Vericat / Dirección Única
Editorial Cenit

n
dirección
ú n i c a
2 0 1 7

n
DEPÓSITO LEGAL
B-8281-2017
I.S.B.N.
978-84-617-9595-6

n
CUBIERTA Y FOTOCOMPOSICIÓN
Dirección Única

n
IMPRESIÓN
Estilo Estugraf Impresores SL
nota a esta edición

DADO QUE EN EL ANEXO DEL PRESENTE LIBRO se recogen varios


testimonios que ofrecen un retrato cabal de Larisa Reisner no
vamos a extendernos aquí en su asombrosa biografía.1 Solo di-
remos que a Larisa Reisner, hija de una aristócrata y de un
profesor comunista, y educada por ello mismo con el mayor
esmero, la vida posiblemente le hubiese deparado una suerte
mucho más cómoda si así lo hubiese querido. Pero eligió ha-
cerse periodista y bolchevique, y meterse en lo más reñido de
la pelea. Atendiendo a los retratos fotográficos que se conservan
de ella cuesta imaginársela en mitad de los combates de la flo-
tilla roja del Volga, encajada en las duras manifestaciones del
proletariado berlinés, departiendo en las tabernas más salvajes
del puerto de Hamburgo o bajando a las entrañas de una mina
perdida en los Urales. Y lo que es más sorprendente aún, de-
mostrando una capacidad pasmosa para conectar con los tipos
más ásperos y duros que pululaban por aquellos lugares. Esta
elegante mujer que mira a la cámara con firmeza y un poco de
socarronería hizo eso y mucho más.
1 Paco Ignacio Taibo II hace una bella retrospectiva de Larisa Reisner en

su libro Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX


(Madrid: Traficantes de sueños, 2011, págs. 99-121). Julio Álvarez del
Vayo también le dedica un capítulo en su novela autobiográfica La senda
roja (Madrid: Espasa Calpe, 1928).

[7]
Tolstoi describió, en Guerra y Paz, esa línea invisible que
en el campo de batalla separa a los vivos de los muertos. Larisa
atravesó esta línea sin pensárselo dos veces. Lo hizo tanto con
el cuerpo como con la escritura. En su dedicatoria a un librito
que luego las autoridades estalinistas amputaron, En el frente,
endosa a aquellos que esperan de la gesta subversiva al menos
un bello fin:

¡Y luego, la muerte! Morir sin Dios y sin diablo, espantados los


dos por la Revolución; sin las mentiras consoladoras del cura.
Sin grandes frases solemnes; con el tiempo justo para decir: «Pue-
des quedarte con mis botas.» Y todo se acabó.

Hoy, que atravesamos un tiempo en el que, a falta de hechos,


la «izquierda» se ha dado a la escenificación de gestos irrelevan-
tes, párrafos como el que acabamos de leer parecen llegados di-
rectamente de otro planeta. Con la particularidad de que no
es su escritura la que establece esa lejanía, sino nuestra me-
diocridad. Larisa amaba la proximidad, el pespunte de sus na-
rraciones son los planos detalle. 9 de noviembre de 1923,
Berlín. Mientras en algún rincón de la ciudad los nazis se pre-
paran para llevar a cabo una escabechina, Larisa asiste a un
mitin socialdemócrata. Repara en el frío que agranda la sala,
en el aspecto sacramental de las pancartas que ya nadie lee,
en la voz hueca y autosuficiente del orador, en el aburrimiento
de los niños, en la desorientación de los mayores; lo hemos
visto decenas de veces en sindicatos y partidos que dicen re-
presentarnos. Que en vez de la Historia, del Progreso y del
Destino los vendedores de humo ahora echen mano del Con-
senso, de la Transparencia y de la Participación, no varía un
ápice la escena.

[8]
La multitud se dispersa desfallecida, irritada e impotente. Por
la cloaca de un pseudoarte debilitador se ha hecho desaparecer
toda su saludable rabia y su enorme descontento, el arsenal de
la revolución. ¡Astutos, esos socialdemócratas!2

Walter Benjamin, en uno de sus últimos fragmentos, refle-


xiona de forma parecida:

E1 sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida mis-


ma, cuando combate. En Marx aparece como la última clase es-
clavizada, como la clase vengadora, que lleva a su fin la obra de la
liberación en nombre de tantas generaciones de vencidos. Esta
conciencia, que por corto tiempo volvió a tener vigencia con el
movimiento «Spartacus», ha sido siempre desagradable para la
socialdemocracia. En el curso de treinta años ha 1ogrado borrar
casi por completo el nombre de un Blanqui, cuyo timbre metá-
lico hizo temblar al siglo pasado. Se ha contentado con asignar
a la clase trabajadora el papel de redentora de las generaciones
futuras, cortando así el nervio de su mejor fuerza.3

Las barricadas no se levantan con la ilusión de un futuro


mejor, sino con el odio. Merece la pena preguntarse por qué
los avispados comerciantes del centro de la ciudad han deci-
dido sustituir las persianas metálicas, los pesados portones y
las rejas rematadas en punta de lanza de coracero que los pro-
tegían del saqueo, por amplias mamparas de vidrio transpa-
rente en las que la calle y el interior, lo público y lo privado
parecen continuarse sin mayores tensiones. Los turistas pasean

2 Ver el artículo «9 de noviembre en un barrio de clase obrera» del presente

volumen, en págs. 42-49.


3 Walter BENJAMIN, Tesis sobre la Historia, México: Universidad Autó-

noma, 2008, Parágrafo XII.

[9]
confiados por barrios en las que antes no hubiesen osado ni
siquiera echar una ojeada. ¿Es el fin de los conflictos de clases?
Las mamparas son de vidrio templado y una red de discretas
cámaras vigila el paso de los transeúntes. Su transparencia es
simplemente un signo de arrogancia. Esas desmesuradas cris-
taleras certifican, mejor que cualquier otra cosa, la derrota de
la memoria política del proletariado.

Para un obrero no hay historia dentro de los confines del Estado


burgués, la lista de sus héroes la llevan consejos de guerra y el
guarda de la fábrica perteneciente al sindicato menchevique.4

Larisa fue una ardiente defensora de los soviets, pero se man-


tuvo lo suficientemente lúcida y libre como para no entregarse
a la peligrosa ceguera que atenazaba el partido. Su voluntad
de testimoniar «el sufrimiento, el heroísmo, la suciedad, la po-
breza y la grandeza» de un tiempo sin concesiones, la llevaron
a integrarse en la denominada Oposición de Izquierdas. Esto
posiblemente le hubiese costado la vida unos años después,
como le ocurrió, en el periodo de las purgas estalinistas a la ma-
yoría de sus compañeros. Pero a ella no la mató una bala, sino
el tifus, a los 31 años. En el prólogo a la edición mexicana de
Hamburgo en las barricadas, Richard Chappell, nos informa
de lo siguiente:

En 1937, el poeta Osip Mandelstam observaba que Larisa tuvo


la suerte de haber muerto a tiempo; para entonces, como él lo ex-
presaba, todas las personas del círculo de Larisa habían sido «des-
truidas al por mayor». En su funeral, el 11 de febrero de 1926,

4En Hamburgo en las barricadas el calificativo «menchevique» se utiliza


en un sentido general coloquial de «dominado por la derecha» o «refor-
mista». [R. Ch.|

[ 10 ]
cargaron el ataúd Rádek, Boris Volin, Enukidze, Lashevich, I.
N. Smirnov y Pilnyak. Cuatro de ellos fueron asesinados por la
burocracia de Stalin unos diez años después, en tanto que Lashe-
vich, como Larisa, «murió a tiempo». Hermann Remmele, el
líder comunista al que se refiere Larisa en Berlín, octubre 1923,
Lev Sosnovsky, escritor, autor de la apreciación final incluida en
este volumen, y Karajan, el enviado soviético en China, al que
se alude en «Krupp y Essen», fueron también asesinados en esta
matanza. Y cuando Hans Kippenberger se apeaba del tren en Mos-
cú, en 1936, fue arrestado acusado de «agente del Reichswehr»
y ejecutado. [ed. Era, 1981, pág. 14]5

Añadamos, para formarnos un cuadro completo del horror


policíaco, los nombres de Fiódor Raskólnikov, exmarido de
Larisa y comandante de la flotilla roja del Volga, quien, tras
exiliarse y escribir una «Carta abierta a Stalin» murió posible-
mente asesinado por agentes de la NKVD en Francia en 1939;
el de August Bábel, ejecutado como «espía» en1940; el del mis-
mo Osip Mandelstam, que muere en 1939 camino del Gulag.
No vamos a concluir con la consabida coletilla de los pro-
fesores de filosofía: ya veis en lo que acaban los experimentos
revolucionarios cuando se proponen transformar nada menos

5 Los textos que aquí presentamos fueron publicados, en castellano, por


primera vez, en dos obras: Hamburgo en las barricadas (México: ed. Era,
1981) y Hombres y máquinas (Madrid: ed. Cénit, 1929). La primera es
una traducción de Hamburg at the barricades (Londres: Pluto Press, 1977)
realizada por Isabel Vericat, a quien agradecemos su colaboración y ama-
bilidad. De la segunda no consta de qué idioma está traducido ni quién
es el traductor, pero teniendo en cuenta el rigor que caracterizaba a Cénit
y la calidad de la traducción, presumimos que fue vertida directamente
del ruso, tal vez por Andreu Nin, que por aquel entonces llevaba a cabo
traducciones para esta editorial.

[ 11 ]
que la naturaleza humana, etc. Preferimos invitar al lector, o
lectora, a que, rompiendo con ese estado de hipérbole semántica
en el que nos han sumido unos y otros, aproveche el legado más
valioso que nos han dejado viejos reportajes revolucionarios
como los que aquí presentamos: permitirnos la ensoñación.

En las barricadas, aún se puede luchar


Allí el sudor se siente y la sangre se ve correr.

FALCONETTI PEÑA
Marzo de 2017

[ 12 ]
nota de
richard chappell1

Fuentes

BERLÍN, OCTUBRE DE 1923 (Berlín v oktyabre 1923 goda) fue


publicado por primera vez por la MOPR (Organización inter-
nacional para la ayuda de los combatientes revolucionarios) en
Moscú, 1924, como apéndice a Hamburgo en las barricadas.
Hamburgo en las barricadas (Gamburg na barrikadakh)
apareció por primera vez en la revista Zhizn, nº 1, 1924,
aunque sin el último capítulo. En Izvestia, nº 40, 1924 (titulados
«Hamburgo, ciudad libre») y en Molodoi Leninets, 25 y 29
de octubre de 1924, (con el título «Barmbeck en lucha») se
publicaron diversos extractos. Fue publicado por primera vez
en forma de libro por la editorial Noraya Moskva en 1924 y
reimpreso por la MOPR en 1925 (en la edición a la que nos
hemos referido supra). Más tarde se publicaron otros extractos
en Molodoi Leninets, 21 de febrero de 1926, (con el título
«Hamm») y en el libro En las batallas por el octubre mundial
publicado en Moscú en 1932 (bajo el título «Elfriede de Schiff-
bek»). En 1926, en los estudios VUFKU, se filmó una película
basada en el libro con guión de S. Schreiber y Y. Yanovsky,

1 De la nota a la edición de Richard CHAPPELL a Hamburg at the barri-


cades (Londres: Pluto Press, 1977), traducida en: Hamburgo en las ba-
rricadas (México: ed. Era, 1981).

[ 13 ]
dirigida por Ballyuzek. Molodaya Gvardiya publicó otra edi-
ción en 1932.
Los apuntes que constituyen En el país de Hindenburg se
publicaron por primera vez en Izvestia, números 185, 187, 194,
201 y 227, en 1925. Esta serie no incluía «Frau Fritzke», «Za-
patillas» y «Él es comunista y ella católica» que aparecieron por
primera vez en la versión en libro titulada En el país de Hinden-
burg: apuntes sobre la Alemania contemporánea (V strane Gin-
denburga: ocherki sovremennoi Germanii), publicada por
Pravda, Moscú, 1926. Esta edición no incluía «En el Ruhr.
Bajo tierra».
«Leche» se publicó por primera vez en el periódico Gudok,
nº 258, 1925.
Todos estos trabajos se han reimpreso en diversas recopila-
ciones de los escritos de Larisa Reisner publicadas en la URSS,
a saber, Sobranie Sochinenii (en dos volúmenes, aunque dista
mucho de ser una edición completa) en 1928, Izbraunye Proiz-
vedeniya en 1958 e Izbrannoe en 1965. En las últimas dos
ediciones se omitió «Junkers». En las dos ediciones de la pos-
guerra se eliminó un corto párrafo en «Krupp y Essen» que se
refiere a la labor diplomática de Karajan en China.
Neue Deutsche Verlag de Berlín publicó, en 1925, una tra-
ducción al alemán de Hamburgo en las barricadas (Hamburg
auf den Barrikaden: Erlebtes und Erhörtes aus dem Hambur-
ger Auf stand 1923) pero sin el último capítulo. En 1926, la
misma editorial publicó una recopilación de los trabajos de
la autora titulada Oktober, traducida por Eduard Scheimann.
En ella se incluían las notas de Hindenburg con excepción de
«En el Ruhr. Bajo tierra» y «Él es comunista y ella católica»,
con un prefacio especial a En el país de Hindenburg subtitu-
lado «Un viaje a través de la República Alemana en 1924».
Oktober se reeditó en 1930 con alguna ligera variación del

[ 14 ]
orden de los artículos. Dietz de Berlín publicó, en 1960, otra
recopilación traducida al alemán que incluía también los apun-
tes sobre Berlín y Hamburgo.
La bibliografía más detallada de las obras de Larisa Reisner,
a pesar de ser incompleta, incluyendo artículos de crítica sobre
ella, se encuentra en Sovetskie Pisateli: Prozaiki, volumen 7, se-
gunda parte, Moscú, 1972, pp. 65-83.
Los textos que se han utilizado para la presente edición son
los siguientes:
Berlín, octubre 1923 en Izbrannoe, 1965.
Hamburgo en las barricadas (excepto «Los mencheviques
alemanes después del levantamiento») en Zhizn, 1924.
«Los mencheviques alemanes después del levantamiento»
en Izbrannoe, 1965.
En el país de Hindenburg, prefacio a la edición alemana;
Octubre 1926; «Krupp y Essen», «Las barracas y la esposa de
un remendón», «Una cruz de hierro», «En el Ruhr. Bajo tierra»,2
«Ullstein» y «Junkers», en Izvestia, 1925; «Frau Fritzke», «Za-
patillas» y «Él es comunista y ella católica» en Sobranie Sochi-
nenii, 1928; «Leche» en Izbrannoe, 1965.
«Larisa Reisner» de Karl Rádek, prefacio a Sobranie Sochi-
nenii de Larisa Reisner, Moscú, 1928.
«Una muerte sumamente absurda» de Viktor Sklovsky,
Gamburgskii Schet, Moscú, 1928.
«En memoria de Reisner», de Boris Pasternak, Stikhotvo-
reniya i Poemy, Moscú, 1965.
«En memoria de Larisa Reisner» de L. Sosnovsky, Lyudi
Nash ego Vremeni, Moscú, 1927.

2 Este texto y otros que no hemos incluido en esta antología se encuen-


tran en la edición mexicana de Hamburgo en las barricadas (México: ed.
Era, 1981).

[ 15 ]
Las palabras en alemán en el texto original ruso se han tra-
ducido entre paréntesis.

Identidades en «Hamburgo en las barricadas»

RÁDEK, EN EL ARTÍCULO que se publica en el Anexo de este vo-


lumen, relata las peculiares circunstancias en las que se escribió
Hamburgo en las barricadas. Debido a la persecución poli-
ciaca de los comunistas e insurgentes, Larisa protegió la iden-
tidad de la mayoría de los participantes a los que se refiere en
sus escritos, mencionándolos únicamente por las iniciales de sus
nombres. La primera edición alemana, en la que se utiliza so-
lamente la X o «un camarada» para denotar individualmente a
los combatientes, era incluso menos específica. Se omitieron
también de esa edición, presumiblemente por razones de se-
guridad, las anécdotas personales de K y la escena de la tregua
en una taberna de Barmbeck.
De los tres hombres que componían el estado mayor efec-
tivo de Barmbeck, T., C. y Kb., sólo se identifica a T. como
Ernst Thälmann en posteriores ediciones soviéticas. Ruth Fis-
cher en su obra Stalin y el comunismo alemán (Nueva York,
1948), menciona como líder del ataque frustrado a la comisaría
de Von-Essen Strasse a Hans Botzenhardt, el hombre al que La-
risa se refiere como C. Kb. podría ser Hans Kippenberger, jefe
de la organización militar del Partido Comunista en Ham-
burgo, y el relato que hace Kippenberger del ataque a la comi-
saría de Von-Essen Strasse y del curso de los acontecimientos
durante el levantamiento (véase A. Neuberg: La insurrección
armada [Madrid: ed. Akal, 1977]), nos sugiere que Kippen-
berger podría haber sido el líder no mencionado con quien,
según nos dice Rádek, Larisa revisó su material de regreso a

[ 16 ]
Moscú, a principios de 1924. Kippenberger se había refu-
giado en esta ciudad y escribió su relato en mayo de ese mismo
año.
La figura principal del levantamiento en Shiftbek fue, según
un relato posterior, Fiete Schulze; posiblemente es a él a quien
Larisa se refiere como S.
Las memorias de Richard Kres (Jan Valtin, Rompiendo la
noche) desafortunadamente no aclaran la identidad de nin-
guna de estas figuras. Las otras memorias publicadas de un
insurgente (W. Zeutschei, Im Dienst der Kommunistische Te-
rror-organisation, Berlín, 1931) están, según Ruth Fischer, ex-
cesivamente noveladas y son poco confiables en los detalles,
aunque su autor, efectivamente, tomó parte en el asalto a Von-
Essen Strasse bajo el alias de Burmeister.
Otros trabajos eruditos más recientes resultan de poca uti-
lidad. La monografía de Heinz Habedank, Zur Geschichte des
Hamburger Aufstandes 1923 (Berlin, 1958) se concentra en el
papel supuestamente decisivo de Thälmann y también de Sta-
lin3 (sic), pero no menciona ni una sola vez la participación de
Kippenberger y mucho menos la de cualquier otro individuo
en concreto. Werner T. Angress en su obra Stillborn Revolu-
tion (Princeton, 1963) está exclusivamente interesado en ave-
riguar cómo llegó a darse la orden del levantamiento. Declara
también, incorrectamente, que Larisa Reisner fue testigo pre-
sencial de los hechos.

3 Una interesante visión del papel que jugó Stalin en los hechos de Ham-

burgo se puede leer en «La crisis de 1923». Enlace electrónico: https://


www.marxists.org/subject/germany-1918-23/sewell/chapter5.htm.

[ 17 ]
larisa
hamburgo en las barricadas
reisner
FOTOGRAFÍA
Larisa Reiner junto a un grupo
de campesinos en Minsk.
berlín, 1923

En el Reichstag

¡QUÉ PARLAMENTO! Si hay algo en él que pueda infundir


respeto, deben de ser únicamente las enormes botas de már-
mol de Guillermo I irguiéndose en medio del vestíbulo. El
viejo soldado, al que con tantas dificultades se le arrancó
una Constitución en su época, está ahí, de pie, con una
mirada desaprobatoria, esperando el momento en que se le
permita echar de esa mansión a los rebaños parlanchines de
diputados. Los miembros del Parlamento pululan tranqui-
lamente alrededor de sus famosas y pesadas botas, paseán-
dose individualmente y en parejas, exactamente igual que
las muchachas en el bulevar. De vez en cuando, a esta mu-
chedumbre despreocupada la interrumpe un anciano fun-
cionario, guía de unos cuantos jóvenes con gruesos calcetines
de lana y botas de suela claveteada que llegan, sudando por
este acto de homenaje, a ver la Cámara del pueblo alemán.
Alzando sus gorras escolares, clavan servil y turbadamente
su mirada en los dorados ombligos de las doncellas de roble
que soportan el techo, en los torrentes de levitas y en esos
viejos lacayos tan meritorios que representan, cual encum-
brados personajes escribiendo sus memorias, a los únicos
portadores de las viejas tradiciones parlamentarias. ¡Ay, ni
rastros, ni apariencias de la antigua grandeza! Ni una sola

[ 21 ]
figura importante que pueda atraer siquiera el odio res-
petuoso de todos los partidos. Ni un solo hombre que se
distinga por su integridad personal o por tener tras él unas
cuantas décadas de juego político sin mácula. Cuando el
viejo Bebel cruzaba este vestíbulo sus enemigos se levanta-
ban y hasta los intransigentes junkers prusianos se alzaban
torpemente de sus apoltronados sillones rindiendo así ho-
menaje a su nombre sin tacha; hoy, nadie, ni un solo rostro,
ni un solo nombre. Allí, en medio de la nube del humo del
tabaco, está el insignificante perfil de Levi, un rostro gris y
reservado, que se ha ido adiestrando para resistir, sin la ne-
cesidad de maquillaje teatral, la curiosidad de aquellos que
lo escudriñan pensando para sí en la traición que cometió.
Todo pertenece al pasado: miembros de anteriores minis-
terios convulsionados por la indignación pública, hombres
de Estado eructando, personajes del ayer que conservarán
para siempre las manchas de una suciedad indeleble en las
colas de sus fracs de diputados.
En términos generales, es fácil distinguir entre la multi-
tud varios tipos básicos de la fauna parlamentaria. En pri-
mer lugar, están los que ya han sido utilizados, ocupando
cargos ministeriales y arreglándoselas para inscribir sus os-
curos nombres en algún documento internacional o en una
de las lacrimosas súplicas dirigidas a la Entente. Aquí están
los socialistas, famosos por disparar a los obreros, miembros
del gabinete que asumió la responsabilidad de expoliar las re-
servas de oro de la República Alemana: en resumen, nombres
que corren de boca en boca.
Todo jugador asiduo conoce perfectamente el dibujo del
reverso de los naipes. Cuando se esté formando un gabinete,

[ 22 ]
la mano de un gran tahúr nunca más escogerá estas cartas,
así como tampoco volverá a extender sobre la mesa grandes
coaliciones. La carta que ya se ha tomado una vez de la baza
de un jugador y se le ha arrojado a la cara, una carta gastada
y maltratada, continúa sobreviviendo en los escaños trase-
ros. Pero ya pasaron sus grandes momentos. Esparcido por
la alfombra roja del Reichstag, hay un extenso surtido de
estos naipes descartados. Continúan votando, pero los jó-
venes entusiastas que aún no han perdido su virginidad po-
lítica los adelantan en pos de los honores; a espaldas de los
viejos bucaneros que transitan por allí, recuerdan con en-
vidia y veneración las sumas de dinero que aquéllos recibie-
ron, sus imaginativas traiciones y deslumbrantes escándalos.
Una galería de fisonomías ignominiosas y ajadas que, no
obstante, alcanzaron a beber un sorbo en la copa del dulce
poder a su debido tiempo. Ellos, indigentes entre los indi-
gentes, se pasean sin ningún sentido del pudor. Entre estas
glorias pasadas, los más móviles, estúpidos y persistentes se
reúnen en enjambres: son los gobernantes del mañana.
Toda una bandada zumba y se arremolina alrededor de
Breitscheid, a quien le rodea la flor y nata de sus partidarios
políticos. Zumban muy levemente como en un mercado
negro pero en su gran mayoría son melifluos, fragantes y
comedidos. También aquí el orgullo y ornato del Reichstag
–casi su única mujer política, un diminuto engendro negro
envuelto en la hoja de un indecente boletín cambiario–
pace sosegadamente. Los de derecha se pasean como en el
hipódromo. Polainas blancas, brillantes anteojos dorados
bajo sus arqueadas cejas y el triángulo de un pañuelo en el
pecho. Deambulan arriba y abajo por medio de su buffet,

[ 23 ]
completamente separado del comedor del partido demó-
crata, como si estuvieran en un salón donde no se corre el
riesgo de encontrar nada innoble. No obstante, justo al lado
de las aristocráticas, envaradas, horribles y arrogantes damas
genuinamente prusianas que tienen la costumbre de tomar
su té de las cinco entre el tufo del chismorreo político, tro-
pezándose con sus abrigos de pieles y arrastrando sus colas
marchitas como viejas lagartijas, también rondan los re-
chonchos patriotas banqueros e industriales, tan gordos y
locuaces que las páginas del negro Boletín del Cruzado que
asoma por los bolsillos de los diputados de derecha les im-
piden pasar. Éstos son ahora, ay, los que tienen las bolsas
del dinero, y los almuerzos con los que se atiborran en los
intervalos de las sesiones, son más copiosos, nutritivos y
caros que los que alimentan a los junkers de raza.
En las mesas del partido socialdemócrata hay salchichas,
café y ansiedad. Todas las entradas y salidas del Reichstag
han sido acordonadas. La policía agarra por el pescuezo a
los transeúntes; en las puertas están los lacayos más anti-
guos, eunucos del harén político, quienes, conociendo la
cara de cada una de las esposas legales y cada una de las
concubinas favoritas, revisan con sus propias manos y per-
miten el paso a los representantes del pueblo. En el interior,
junto al kiosco de periódicos, hay un tipo robusto y jovial,
el jefe de la policía de Berlín, que clava una mirada decidi-
damente escrutadora en el rostro de todos los diputados,
tratando de detectar el elemento criminal. Los señores de-
legados fingen un semblante franco y honesto y pasan rá-
pidamente ante él, dirigiéndose a sus asuntos. Aun así, a
pesar de todas las precauciones, los comunistas armarán de

[ 24 ]
repente algún escándalo. Un miedo completamente ab-
surdo a que Remmele irrumpa de repente, provoque un al-
tercado, lance una bomba y haga estallar todo el Reichstag.
El nombre de Remmele se repite como una obsesión. Se
espera su aparición como un disparo en un teatro. Se mas-
tica, se traga, se eructa y se engulle de nuevo. Si este Rem-
mele apareciera ahora con solo una bocina de gramófono
o si el sargento de piedra tosiera desde su pedestal de már-
mol, este parlamento se dispersaría vergonzosamente. El
general Seeckt también lo sabe y, por lo tanto, de momento
no hace el clásico movimiento de rodilla, gesto descrito por
Voltaire con maravillosa vivacidad en Candide.
El juego parlamentario no guarda relación alguna con el
destino de Alemania y su revolución. La Historia, como las
enormes estatuas que se yerguen junto a la fuente frente al
Reichstag, hace mucho que le ha vuelto su espalda de hierro.
Y así conspiran, regatean y luchan por el poder.
Por el poder. ¿Se ríe usted, general Seeckt? ¿O no? Hace
mucho que el poder ha abandonado esta encumbrada man-
sión; pero los incansables, implacables e indestructibles en-
jambres de filisteos politiqueros todavía se reúnen alrededor
de las grasientas huellas que dejaron, sobre las páginas de
la Constitución, las manos sucias de los anteriores diputa-
dos. Como moscas. Ha quedado una tira de papel negra,
retorcida, rechazada que, aun así, ellos siguen embarrando,
por la que siguen arrastrándose y zumbando...
La cámara de debates. Alguien habla. Estallan carcajadas.
Le contestan de la derecha: risas prolongadas y jubilosas. Gri-
tos de la izquierda: risas cínicas y huecas. Es la apertura del
Reichstag alemán, su gran día.

[ 25 ]
Los hijos de los obreros

Berlín se muere de hambre. En las calles, en los tranvías


y en las colas, todos los días se recoge a gente que cae des-
mayada de agotamiento. Conductores muertos de hambre
manejan los tranvías, maquinistas muertos de hambre ace-
leran los trenes a lo largo de los túneles infernales del metro,
hombres muertos de hambre salen a trabajar o vagan deso-
cupados, sin rumbo, días y noches, por los parques y las
zonas periféricas de la ciudad.
El hambre se agarra en los autobuses, cierra los ojos en
la escalera de caracol que lleva al piso superior del vehículo
mientras los anuncios, la desolación y las bocinas de los co-
ches pasan tambaleándose como borrachos. El hambre
monta guardia tras los mostradores majestuosos de Wert-
heim1 y recibe veinte mil millones por semana, cuando una
libra de pan cuesta aproximadamente diez mil millones. El
hambre presta sus servicios ajetreada y atentamente en los
cientos de tiendas desiertas, atiborradas de bienes, doradas
a la luz y tan pulcras y respetables como bancos internacio-
nales. Esta joven señorita en cuyo rostro triangular y pun-
tiagudo sólo quedan unos nichos azulados en vez de ojos,
un poquito empolvada y de sonrisa servicial, apunta como
un perro de caza a un par de botas de 10 dólares y a una
alfombra de 30. Mientras se desmaya de hambre, se está
vendiendo por un pfenning y medio a la antigua cotización y
1Grandes almacenes. En su momento fueron los mayores de Europa.
Fundados por el empresario de origen judío Georg Wertheim (1857-
1939), fueron «arianizados» y expropiados por los nazis en 1937. Los
bombardeos de la Segunda Guerra Mundial acabaron con ellos.

[ 26 ]
aun así puede calcular, con cabalidad puramente germana
y a la velocidad del rayo, los billones y trillones del especu-
lador, ingresarlos en la cuenta con esa exquisita caligrafía
que posee toda esta nación de gente con un grado tan alto
de alfabetización; mientras espera la próxima ronda de re-
ducciones de personal, se desabotona resignadamente su bata
de empleada sin atreverse todavía a desprender de su rostro
la sonrisa hambrienta y servil.
Las paredes de los enormes edificios que vuelven sus
espaldas desnudas al paso fugaz de las ventanillas de los tre-
nes, están cubiertas de anuncios en los que el excedente acu-
mulado de producción de ayer exclama y exulta engullendo
la grasa dulce de una lata de leche condensada, mientras
gigantescos niños de mejillas redondas y rosadas como nal-
gas y rubicundas sonrisas, alzan tabletas de chocolate que
parecen postes de luz sobre la ciudad. Pero los niños de carne
y hueso han dejado de ir a la escuela por el hambre; las ma-
dres los llevan y piden al maestro que los deje regresar a su
casa si empiezan a sentirse mal durante las clases. Porque
¿cómo puede un niño pequeño resistir durante todo el
tiempo de clase si no ha comido nada aquella mañana o la
noche anterior?
En los últimos meses, la mortalidad infantil ha dado un
salto repentino en las negras curvas gráficas de las estadís-
ticas alemanas. Una gruesa flema tuberculosa se adhiere a
la vida de distritos como Wedding, Rixdorf y Oberschö-
neweide, sedes de poder de la compañía eléctrica AEG y de
las empresas automovilísticas, escenarios de los lock-out
más masivos, llevados a cabo con la cobertura de la artille-
ría, y de los primeros mítines con miles de asistentes en los

[ 27 ]
que en estos días de octubre, tan diferentes de los nuestros,
los obreros alemanes están aprendiendo a cantar la Inter-
nacional. Esta última parte del otoño europeo, que tan len-
tamente se extingue y tan vacilantemente congela las claras
noches berlinesas, se ha llevado consigo a miles de hijos de
obreros. En ningún momento desde la guerra, ha devorado
tantas vidas la neumonía lobular, vidas que se escupen y
tosen gota a gota en las colas del pan o se debaten en horas
de fiebre, asfixia e inanición durante las interminables ca-
minatas del desempleo.
¡Desempleado! No semanas ni meses, sino un año o in-
cluso más. Y con el desempleo, claro está, la esposa, los tres
o cuatro hijos y las ciento y una desgracias que irrumpen
en la vida de un hombre cuando ya está vencido, agotado
y hecho pedazos; enfermedad, incapacidad para el trabajo
o alguna debilidad involuntaria en el momento crucial de
la contienda salvaje por agarrar la oportunidad de un pedazo
de pan. Pero por mucho que se quejen, las capas más ba-
jas de la pequeña burguesía, completamente arruinadas y
privadas de todos los medios de subsistencia, aún se las arre-
glan para encorvarse y tratan de adaptarse en un intento
por superar de alguna manera los «malos tiempos». Res-
tringiéndose de todas las maneras posibles aunque sólo sea
para mantener la apariencia de una vida de fatigas pobre
pero decente, ahorran y atesoran el dinero que mañana se
habrá convertido en un montón de basura. Viven en la po-
breza, trabajan por absolutamente nada y, no obstante,
cuando se agarran a los barrotes de la reja del cajero de la
que cada tres días se les escupe una suma irrisoria, veneran
el silencio reconfortante de la caja fuerte, a prueba de

[ 28 ]
incendios y repleta con el dinero del jefe, que se interpone
entre ellos y la amenazante revolución. Dispuestos a lo que
sea con tal de evitar la revolución social. De ahí ese puñado
de dictadores, esas largas discusiones en los periódicos sobre
el verdadero distintivo de un dictador y esos retratos de ge-
nerales con pómulos altos, malencarados de la época gui-
llermina. El pequeño burgués espera todavía que uno de
esos idiotas de mármol, que se encuentran presentando
armas en la Siegesallee, vuelva para salvar al pueblo alemán
de la anarquía de izquierda, de los putschs de derecha y de
la ruina económica. Aunque en medio de las refinadas y
civilizadas ciudades alemanas alfombradas de asfalto, se
haya instalado una desesperación tal que el alma del insig-
nificante escribiente, del oficinista y del burócrata esté dis-
puesta a caminar a cuatro patas y aullar como un animal,
en el último momento, él o ella no saldrán a las calles sino
a la cafetería. Sí, a la cafetería por un dedal de café a cambio
de las sobras de dinero de toda la semana, para enturbiar
su cólera con un vals húmedo, pomposo y bamboleante, el
dorado de las mesitas barrocas de patas abombadas y las
ilusiones del humo del tabaco, la sacarina y los sombreros
de cortesanas.
Todo oficinista, por muy humilde que sea, e incluso el
obrero cualificado de más alta categoría, poseen invariable-
mente muebles propios en su vivienda, reunidos a lo largo
de una vida de riguroso ahorro y sacrificio. Varios sillones
confortables, tapices estampados con las Sagradas Escritu-
ras, un ángel alado, ramos de hierbas secas y siempre un
Vertiko, especie de vitrina trunca, ese altar a la intimidad
de la clase media en el que se exhiben los retratos familiares,

[ 29 ]
una estatuilla que es indecente si se mira desde abajo y el
ramo de bodas en una campana de cristal. Pero hasta que
llegue el momento en que la política usurera de la burgue-
sía se lleve el Vertiko y los cinco sillones de respaldo acol-
chado, y le quite las pesadas cortinas que cuelgan de las
ventanas como enormes pantalones de terciopelo, el pro-
pietario no saldrá a la calle ni abandonará la esperanza del
derrocamiento pacífico y sin derramamiento de sangre, que
durante cincuenta años ha estado invocando el partido so-
cialdemócrata a expensas del proletariado alemán.
Pero donde no hay Vertiko no hay tampoco dinero ni
pan porque en los verdaderos fondos de la clase obrera,
mientras el marido mata las horas del desempleo deambu-
lando por las calles, la madre se traslada de una institución
filantrópica a otra. Si además está embarazada, el médico
le examinará cuidadosamente el pesado vientre y una en-
fermera, igualmente hambrienta pero altamente respetable,
inscribirá al niño no nato en el registro de los pobres, le dará
un número e informará a la madre que en aproximada-
mente dos meses quizá le sea posible obtener leche para el
niño con el veinticinco por ciento de descuento respecto
al precio en el mercado.
La esposa de un obrero desempleado que ahora está em-
barazada, en el invierno de 1923 será un cadáver.
Yace abatida en una silla, sobresaliéndole el vientre de
su oscuro, hambriento y deteriorado cuerpo como si, por
alguna razón, se hubiera escondido la cabeza redonda de
un niño en el regazo, bajo el vestido. Ni siquiera la joven
dama filantrópica se queda tranquila ante la visión de esta
mujer y su niño ya visible, cuando ambos ya no estarán

[ 30 ]
ciertamente con vida en cuestión de tres meses; sin la menor
probabilidad de pasar este invierno en un país donde el de-
sempleado recibe sesenta mil millones por semana, en tanto
una libra de pan costaba ochenta mil anteayer, ciento sesenta
mil ayer, y puede que mañana llegue a los trescientos mil.
Ella y su marido han estado desempleados desde enero pa-
sado, es decir, diez meses completos. El próximo enero,
justo en la época más fría y terrible del año, él dejará de per-
cibir todo tipo de ayuda económica. Y esto con cuatro hijos.
—¿Por qué no fue su marido a trabajar al campo durante
el verano en la cosecha de patatas?
—Sí fue, pero se lastimó el pie. Pasó todo el verano en
el hospital con envenenamiento de sangre.
En estos casos la desgracia no conoce fronteras ni límites
razonables, sino que se desploma y amontona de un modo
absurdamente irremediable sobre las cabezas de los ya des-
fallecidos. Sin duda esta mujer tiene tuberculosis: respira-
ción sonora y dificultosa, como si estuviera dormida.
—Entonces, ¿dónde quiere tenerlo? ¿En el hospital o en
casa?
—En casa.
Al principio, el doctor, prudentemente, trata de disua-
dirla arguyéndole la limpieza, el calor y la comida.
Al final, con una sonrisa bastante insólita e irresistible,
ella dice:
—Doctor, quiero morir en casa. Quiero que mi marido
vea al niño y lo arrope él mismo en sus pañales.
Otra mujer: dos trenzas como espigas de centeno al-
rededor de la cabeza, cuello blanco y un chal amarrado
cubriéndole todo el cuerpo.

[ 31 ]
Una mujer jovial, tan limpia y fuerte como el lienzo te-
jido a mano y extendido a secar al sol de las montañas de la
Selva Negra o de Bavaria. Sin trabajo durante un año y dos
meses. Su marido, que la acompañó hasta aquí, espera en
el vestíbulo. Lleva una blusa asombrosamente pulcra, la-
vada en agua fría sin jabón; sus dientes, grandes y sanos, bri-
llan en medio de una generosa sonrisa de labios de cereza.
En respuesta a la pregunta que le hace una monja mar-
chita y surcada de arrugas como una caligrafía gótica pasada
de moda:
—¿De qué va a vivir en el invierno?
Ella dice:
—No sé. O nos morimos o todo cambia.
Dos muchachas. Ambas desempleadas. Ambas embara-
zadas. Una de ellas hinchada por las lágrimas que acompa-
ñan los reproches y el hambre. La más joven, una niña de
aspecto franco e indiferente a todo, entra acompañada por
su minúscula y encolerizada madre que luce un sombrero
de fantasía y una bolsa. La monja frunce los labios delgados
y quiere cerrar la puerta que comunica con la sala de espera
para evitar que se difunda la desgracia.
—Quatsch! [¡Tonterías!] No es necesario. Sólo estamos
haciendo obreros para remplazar a los que aniquilan.
La más pisoteada obrera alemana mantiene a sus hijos,
su casa arruinada y saqueada y su familia depauperada y
desempleada con una fuerza inconcebible.
Toda la familia ha estado muriéndose de hambre; ha pa-
sado hambre durante meses. Pero mientras quede la menor
posibilidad, el niño, tendrá un cuarto de litro de leche y
cincuenta gramos de papilla. En una sola habitación viven

[ 32 ]
cinco o seis personas, dos con tuberculosis, pero el niño,
al que la madre lleva sin falta cada quince días a una revi-
sión, está inmaculadamente limpio y envuelto en un pedazo
de tela impecable. Sólo muy gradualmente, después de seis
meses y cuando la familia que lo ha estado sosteniendo con
los brazos abiertos muy por encima de su propia pobreza,
se hunda finalmente en el marasmo del hambre, sólo enton-
ces quedará sin color en la cara, sus huesos debilitados re-
saltarán más agudamente debajo de la piel fina y grisácea y
los dedos del doctor palparán la abertura de un cráneo
blando, hinchado y que se cierra lentamente bajo la fina
pelusa de cabello. En todos los hospitales para obreros (y
hay docenas de ellos) el fiel de la balanza marca la pérdida
incesante de peso de miles de hijos de obreros, todos los días.
En estas balanzas reposa toda una generación proletaria que
chilla, agita al aire sus delgadas piernitas y retuerce sus frá-
giles bocas desdentadas de un lado a otro; a medida que va
adelgazando y empalideciendo, se disipa entre lágrimas de
niños enfermos y la amarillenta espuma diarreica de la ina-
nición. La clase obrera alemana no ha sido ni será derrotada.
Pero hoy, precisamente cuando está todavía reuniendo fuer-
zas para formar un fuerte puño comunista, la lucha en su
contra se libra con los medios más despreciables, esto es,
golpeando sobre todo el futuro de los obreros, sus hijos. Y
aquí, la mujer proletaria alemana se ha levantado con toda
su talla en defensa de ellos.
Muy a menudo, el hombre simplemente no puede sopor-
tar los estragos del hambre, el llanto de niños sin comer,
la inanición y la suciedad. Miles de mujeres obreras son
abandonadas por sus maridos y amantes después de unos

[ 33 ]
cuantos meses de desempleo. Es fácil distinguir, entre la
multitud, a la mujer que prosigue una lucha frenética por
la supervivencia contra viento y marea por su rostro parti-
cularmente ceniciento, crispado por el exceso de tensión y
la cabeza sucia y sin sangre, reducida al tamaño y la forma
de un puño. Por ella, y únicamente por ella, puede deter-
minar un ojo experto si el desempleo empezó hace tiempo
o recientemente, y si ha sido interrumpido por ingresos
ocasionales de dos o tres días o de cuatro a seis horas. Por-
que el niño de la mujer que acaba de empezar a pasar ham-
bre y el niño cuya cabeza cuelga hacia un lado de debilidad
mientras le han empezado a aparecer las siniestras llagas del
agotamiento detrás de las orejas, en las axilas y entre las pier-
nas, están idénticamente limpios, acomodados en almoha-
dones y cubiertos con el chal caliente de sus madres. Aunque,
finalmente, con sólo los consejos del médico y los penosos
cuidados no se llega a ninguna parte. Los niños tienen que
comer y hay que comprar leche. Cuando empiezan a apa-
recer en su débil cuerpo las primeras llagas, se han de com-
prar medicinas.
Empieza con pequeñas menudencias: inflamaciones
escrofulosas, un pedazo de piel húmeda que se tiene que de-
sinfectar y empolvar. La enfermedad se extiende e invade
todo el organismo. Acostado en pañales, hay un viejecito
de siete u ocho meses con la boca inflamada, el arco de la
nariz hundido, las piernas torcidas y el vientre hinchado.
Su excremento es fétido.
Y este es el final de muchos meses tras lucha heroica. Un
esperpento en vez de un niño sano, fuerte y bien formado.
Toda madre desempleada que acude invariablemente

[ 34 ]
al hospital cada semana sabe que, tarde o temprano, va a
terminar así. Lo sabe y, a pesar de todo, lucha con todos los
medios técnicos que prescribe la ciencia para la combatir
la inanición y la degeneración.
Con todas las fuerzas de la juventud y el amor y toda
la entereza y cultura de la única clase obrera en el mundo
en cuyas filas no hay ni hombres analfabetos ni madres
analfabetas.
Cuando ha terminado de examinar al niño, el doctor se
dirige a la madre:
—Muéstreme sus pechos.
Bajo el vestido no lleva siquiera una camiseta. Pero al
primer tacto, del alto y sobrecargado pezón brota sangre
blanca y cálida que rocía los papeles, los anteojos y la bata
del doctor.

Una familia obrera próspera

EL ELEFANTE ASOMA SU TROMPA entre los barrotes de la reja


y, por unos segundos, mira a nuestra Hilda con ojos sabios
y hambrientos. No, la niña no va a darle nada.
El sabio de los sabios se retira al fondo de la jaula entre
el crujido de su piel seca y blanquecina por la edad y ba-
tiendo sus orejas con desaliento. El zoológico está vacío y
frío y los animales, igual que las personas, se mueren de ham-
bre. El elefante morirá pronto, es evidente por las costillas
y la flacidez de su trompa. Un esqueleto consumado, un
cabal especimen zoológico de un animal salvaje que ha pa-
sado cien años exhibiéndose en medio de un museo, pero

[ 35 ]
que todavía puede caminar y comer un poco de forraje,
Este ejemplar, al que todavía no le llega el momento de ex-
pirar, aún está envuelto en los pliegues crujientes de su vieja
piel, hasta que quede despojado de ella. Al principio, Hilda
está muy asustada y cierra los ojos. Pero después de mirarlo
por el rabillo del ojo, pregunta: «Dime, ¿tiene cara?» En-
tonces, toca la fría baranda de metal y se siente bastante a
salvo cuando se da cuenta de que la montaña está en una
prisión.
—¡Qué lindo es, tío!
Frente a la jaula de los monos, unos emigrados rusos
ofrecen cajas de cerillas vacías, pedazos de basura y sobras
al viejo y avisado mandril. El animal está profundamente
molesto. Cuando percibe el sonido de alguna disputa fa-
miliar dentro del pabellón, aguza los oídos con curiosidad
humana y se apresura a unirse al alboroto, cerrando de
golpe la puertecita y exhibiendo la parte morado-azulada
de su anatomía a nuestros compatriotas rusos.
—Vayamos un poco más rápido, Hilda, si no llegaremos
tarde a la cafetería. ¿Has visto este animal?
—Sí, pero ¿me invitarás a un pedazo de pan con man-
tequilla?
Hilda nunca ha pasado hambre. Su padre es obrero ca-
lificado de alta categoría. Su madre hace calcetines, suéteres
y guantes abrigados en una máquina de tejer. La suya es
una de estas pocas familias obreras en cuya mesa nunca fal-
tan el caldo, el pan, las patatas, la manteca y el café. Y así
como todo el sistema planetario de las preocupaciones do-
mésticas, conversaciones, deseos y miedos gira alrededor de
un Stulle (sandwich) caliente embadurnado con una gruesa

[ 36 ]
capa de margarina blanca y firme, sacos de patatas escon-
didos debajo de la cama y comida colgada o almacenada
en la alacena, del mismo modo el alma de Hilda se ha ido
formando de ricas y gruesas salchichas que rezuman man-
teca; cuando este espíritu crezca, tendrá la fuerte y lustrosa
grupa de un caballo de tiro y el aroma tosco y nutritivo de
la cerveza.
Hilda no quiere fijarse en el ibis ni en ninguna de las aves
egipcias de aspecto escéptico y largas plumas, que portan
en su contorno y en cada pliegue de su plumaje gris el estilo
y las convenciones de pasados milenios. El ibis se pavonea
arriba y abajo con la calva cabeza y la larga nariz de un viejo
sensato luciendo capa pero sin pantalones; tan largas y des-
nudas son sus piernas. De pronto, el éxtasis y la íntima
complacencia:
—¡Mira, mira, las plumas de la cola son como las del
sombrero de tía Guillermina! Tía Guillermina esta mañana
pasó a visitar a mamá para tomarse una taza de café gratis.
La gente se está volviendo muy descarada.
Una noche de nevada. En la Puerta de Brandemburgo
sopla una ventisca cortante como un cuchillo a través del
asfalto. El Tiergarten reposa en las negras sombras, parece
un oscuro mar azotado por el viento. Estacionados junto a
las aceras vacías, como a lo largo de un muelle, hileras de
automóviles con los faros encendidos y mojados.
A las cinco y media hay una manifestación del partido
comunista. Por Unter den Linden marchan los desemplea-
dos. Resuenan los instrumentos musicales en las bolsas que
llevan cargando en las espaldas, las orejas enrojecidas por
el frío asoman por debajo de sus gorras, van con los cuellos

[ 37 ]
de las chaquetas alzados, bajo ellos destacan sus pechos des-
nudos. El viento golpea sus caras. En las oscuras callejuelas
la policía arranca los pequeños carteles que por un día ha-
bían cubierto todo Berlín. Y en las calles laterales carga con
porras de caucho y penetra en la manifestación, pero de entre
la multitud sacan a rastras policías con la cara partida. En
esta tarde azotada por la ventisca, los diez mil obreros que
inundaron el Lustgarten y Unter den Linden hasta Friedri-
chstrasse, recibieron con risas un vehículo blindado, los po-
licías no lograban hacer acopio de valor para disparar un
solo tiro contra la manifestación comunista. Esta tarde la
madre de Hilda remienda calcetines a la luz de la lámpara.
Hilda come pan y manteca y, cuando ya está bastante
llena, se rocía con agua la panza satisfecha.
—Hilda –le dice su madre–, cántanos la Internacional.
Hilda canta la Internacional y después una canción de
un árbol de Navidad y un famoso popurrí de salmos.
—Hilda –le dice su madre–, dinos cómo saludan los
niños buenos a su tío el día de su santo.
Tía Guillermina, esposa de un obrero desempleado,
asiente envidiosamente y prodiga calurosos elogios.
—Hilda –le pregunto–, ¿qué te gustaría para Navidad?
¿Una muñeca, un libro de imágenes o un camello de ver-
dad como en el zoológico?
—¡Oh tío, dame un poco de salchicha de hígado!
—Tonterías –dice la madre de Hilda a tía Guillermina–,
yo ahora no creo en ningún tipo de manifestación. Lo que
necesitamos es un levantamiento armado, una verdadera
revolución, y no estas procesiones en la calle como la de
ahí afuera.

[ 38 ]
La cafetera borbotea muy quedamente en la estufa, un
viento furioso bate los postigos de las ventanas y brama en-
demoniadamente.
—No –dice la madre de Hilda, golpeando el mantel
blanco de hule con su aguja de zurcir–, ha sonado la hora
décimo primera. Ya no nos van a convencer de que salga-
mos a la calle por muy atractivas que sean las frases que nos
digan. Lo que necesitamos es una batalla decisiva y no una
manifestación. ¡Todo lo que hemos hecho durante cinco
años ha sido pasearnos arriba y abajo!
Tía Guillermina está indecisa:
—Mi marido ha salido. Dios santo, ¡qué terrible noche
de invierno!
—Ven a nuestra fiesta de bodas de plata, Guillermina.
Lo celebraremos. Habrá pastel de queso, de carne, ensalada
de huevo, patatas frías y manzanas. Y morcilla de sangre,
aunque tuve que vender la máquina.
—¡Oh, mamá, morcilla! ¿Me darás un poco?
—Todo está cada vez más caro y la vida se está volviendo
imposible. De todas maneras, es un poco culpa tuya, Gui-
llermina. Todo depende de la mujer. Si ella es prudente, fru-
gal y ahorradora, la casa nunca llega a derrumbarse del todo.
Tienes que vigilar tus cosas, necesitan un cuidado constante.
Mira este armarito para la vajilla o la cama por ejemplo. Tie-
nen veinticinco años, quién lo diría. No se nota para nada.
Lo único que hay que hacer es quitar el polvo a los estantes
todas las mañanas, cuidar con esmero las patas laqueadas y
no sentarse muy a menudo en los sillones delicados.
—Mamá, ¡el hijo de tía Guillermina acaba de robarse
un terrón de azúcar de nuestro azucarero azul!

[ 39 ]
—Lo principal es llevar los contratiempos con valor, no
dejarse destrozar y en ningún caso vender los muebles.
Mientras tus cosas permanezcan intactas, la familia todavía
aguantará. Es más, no hay que caer en las provocaciones
del gobierno. Hasta que no tengamos una batalla decisiva,
nada de estupideces como estas manifestaciones. Un poco
más de paciencia, de resistencia y de solidaridad. Tenemos
que apoyarnos unos a otros. Mira el tío Kurt por ejemplo.
Llevaba sin trabajo más de un año, claro, y toda la familia
tuvo que vivir en cabañas de verano fuera de la ciudad. Su
pobre Minna había sufrido achaques durante dos años
hasta que al final murió de cáncer. En su caso puede verse
cómo el hogar, a fin de cuentas, depende mucho de la mujer.
Sin ella quedó deshecho. Absolutamente todo acabó en la
completa ruina. Bueno, como es natural, nosotros los pa-
rientes cooperamos y le arreglamos un funeral decente.
Los obreros tenemos que ayudarnos unos a otros. Yo le
presté al pobre viejo el antiguo sombrero de copa de mi
marido. Al menos pudo ir en el cortejo fúnebre vestido
adecuadamente.
La pequeña Hilda duerme en un rincón de la cama con
su camisoncito blanco y sus pantuflas blancas y un pedazo
de pastel de huevo a medio comer en el regazo. Para Hilda
disfrutar es eso, correr un poco de un lado a otro, jugar un
rato, comer hasta llenarse y después silbar dichosamente
por su naricita rosada mientras el espléndido lazo rosa que
lleva en la cabeza resbala suavemente hasta caer en el hom-
bro del tío Franz. La celebración de las bodas de plata
resultó verdaderamente bien. ¡Y qué regalos! Jabón, mar-
garina, flores y dos libras de mantequilla. Los parientes se

[ 40 ]
juntaron para regalarles seis cucharitas y una vajilla para
seis personas. Hubo que vender la máquina de coser y los
muchachos rompieron uno de los jarrones con hierbas secas
que estaba en el anaquel bajo el espejo. Pero, con todo eso,
el bloque entero se enteró de que la madre de Hilda cele-
braba el veinticinco aniversario de bodas realmente bien y
toda la calle habló de ello.
—Los sindicatos se han doblegado, claro. ¿Para qué si-
guen existiendo, de dónde sacan sus fondos? Del patrón,
del industrial. Pero nosotros hemos sido más listos que la
empresa ¿no?
Y esos caballeros se imaginan que los antiguos dirigentes
sindicales van a defender verdaderamente sus intereses sólo
a cambio de los miles de millones que a duras penas les ha
repartido la dirección.
El tío de la pequeña Hilda guiña disimuladamente el
ojo.
—Oh, no. Estos tipos no se dejan comprar. Puede que
reciban su salario de los capitalistas pero nos están ayudando
a nosotros, no a ellos. Estamos más cerca de ellos; por Dios,
hemos trabajado juntos treinta años y nos conocemos unos
a otros. Van a conseguirnos esos salarios a la cotización del
oro, no te preocupes.
Una de las tías de la pequeña Hilda es viuda de un co-
munista asesinado el año pasado. No podía regalar nada,
de modo que lavó los platos durante toda la tarde en casa
de los parientes ricos. Se seca las manos enrojecidas por el
agua caliente, se quita el delantal, se detiene junto a la mesa
de la cocina para beber un vaso de café y comerse los dos úl-
timos sándwiches que han sobrado; después, pide al sobrino

[ 41 ]
que dirige la banda de música de la familia (guitarra, violín
y mandolina):
—Toquen «Fuiste víctima».
En el cuarto de atrás, los mayores habían apagado la luz
y, al reflejo del alumbrado de la calle, cantaron una y otra
vez sus canciones de juventud con voces roncas y des-
coordinadas, «El vals de la luna» y «La rosa en el claro del
bosque»; aunque ahora todo está callado y sólo se oye el
tintineo de las tazas de café. Pero aquí, en la habitación de-
lantera, realquilada generalmente a algún huésped, los jó-
venes se apretujan estrechamente unos con otros y bailan al
ritmo, primero lento y cada vez más acelerado, de la trágica
marcha fúnebre de la revolución. La menuda Hilda duerme.
Está soñando con margarina y en cómo tía Guillermina se
esconde un pastel de pasas y manzana bajo el delantal.

9 de noviembre en un barrio de clase obrera

ANIVERSARIO DE LA REVOLUCIÓN DE NOVIEMBRE. Un vasto


salón como una cueva, medio vacío. Varios cientos de obre-
ros más angustiados, taciturnos e inmóviles que de costum-
bre, miembros del partido socialdemócrata (SPD).
Sobre el estrado, en una lívida claridad, inscripciones do-
radas en lienzos rojos. Recuerdan versículos, imitan la forma
de esos proverbios devotos que decoran las paredes de las
tabernas, las tarjetas de felicitación o los tirantes del novio.
«Viva la Internacional.» No se dice cuál.
«Abajo la tiranía del capital.»
«Libertad y trabajo.»

[ 42 ]
Nadie mira, nadie cree. Tras esos sagrados estandartes
mancillados, del percal rojo que refleja el color de la sangre
fresca y de esos inofensivos e inocuos extractos de las Sa-
gradas Escrituras, ninguno de los cuales ha marchado a la
batalla encabezando al proletariado revolucionario, se alzan
los cinco años de una república burguesa vil y disipada que
ha disparado a los obreros alemanes y los ha chupado hasta
dejarlos secos bajo la cobertura de frases revolucionarias di-
luidas y emasculadas.
No se ve ni en una mesa la redonda tapa de una jarra de
cerveza vistosamente boca arriba. Sólo de vez en cuando
algunos jirones de humo de tabaco se mezclan con el frío
húmedo y gris. Un pedazo de pan duro sacado furtiva-
mente del bolsillo basta para celebrar el acontecimiento.
Los obreros han acudido a este inhóspito aniversario con
sus esposas e hijos. Parecen emigrantes sentados en los bor-
des de algún muelle, desalentados ante la desesperada em-
presa de conseguir un pasaje. Los maridos charlan con sus
esposas; los niños, cabizbajos e instintivamente aburridos,
se acurrucan junto a las madres.
Mientras tanto, los fascistas han planeado su golpe para
este mismo día, 9 de noviembre. Se han propuesto realizar
vastas manifestaciones para la mañana siguiente, posible-
mente con luchas callejeras, matanzas masivas de obreros y
pogroms; en suma, un golpe Blanco. Esta lastimosa cele-
bración de noviembre puede que resulte ser la última reu-
nión entre los dirigentes del partido socialdemócrata y las
masas en las que se apoyan y cuyos intereses se han com-
prometido a defender; el último encuentro entre el alto
mando de la burocracia dirigente y el proletariado contra

[ 43 ]
el cual los blancos han prometido desencadenar a sus ase-
sinos en las próximas veinticuatro horas. Pero ¿qué es lo que
este «partido obrero» consideró necesario decirles la víspera
del putsch? ¿Les dio armas? ¿Un plan elaborado de combate?
¿Puntos de reunión, consignas, liderazgo político y militar?
¿Qué hubiera costado organizar una defensa revolucionaria
en una ciudad inundada por cientos de miles de desem-
pleados, todo un ejército de mujeres lanzadas a la calle, de
incapacitados a los que el gobierno paga una indemniza-
ción miserable y, finalmente, de multitudes de obreros
organizados, de los cuales más de veinte mil están ya conde-
nados a morir de inanición? ¿Qué otra cosa, en verdad era
posible que dictaminara en este mitin, sino un llamamiento
a la movilización y al alzamiento, el partido que se dice
obrero y socialista y que acaba de ser expulsado ignomi-
niosamente del poder pateado por la bota de un soldado?
Las personas congregadas esperaron al representante so-
cialdemócrata desusadamente inquietas y lo saludaron en ab-
soluto silencio con la pregunta tácita: ¿qué vamos a hacer ahora?
Había llegado: un refinado intelectual, escéptico y des-
pectivo, miembro del grupo que forma el ala izquierda del
SPD (ningún socialdemócrata de derecha había reunido el
valor necesario para participar en alguno de los numerosos
mítines que se celebraban ese día). Habló con elocuencia
y extensamente durante casi dos horas. ¿Acerca de qué? Es
difícil recordarlo. En cualquier caso, ni una sola palabra
sobre los blancos. Nada en absoluto sobre el golpe planeado
para el día siguiente. Sobre la amenaza que representaba
para el proletariado un golpe de este tipo, cómo impedirlo,
cómo organizar la defensa, evitar provocaciones y un baño

[ 44 ]
de sangre, nada. Sólo un tranquilizador y comedido pan-
fleto parlamentario.
Unas cuantas frases plañideras sobre cómo esta celebra-
ción se había convertido en algo poco alegre aquel día, y que
Alemania no tenía en realidad ningún motivo de regocijo
el 9 de noviembre. El pan estaba cada vez más caro y el de-
sempleo aumentaba, perversos generales estaban conspi-
rando contra la República y los campesinos no querían
entregar su buena cosecha a cambio de pedazos de papel
falsos, embarrados con tinta de imprenta sólo por un lado.
Para entonces reinaba en el salón un silencio totalmente
fúnebre. El rostro del delegado era a tal grado objeto de
fría hostilidad, confusión y desesperación, que decidió sal-
picar el final de su discurso con unas cuantas conclusiones
idealistas e, inmediatamente después, mandar a sus casas a
este proletariado desmoralizado que sólo unas horas des-
pués debería enfrentarse a las ametralladoras, la artillería y
las bayonetas del Reichswehr con las manos vacías, sin fe
en sí mismo y sin siquiera el derecho a tenerla.
¡Ah, qué brisa filosófica tan arrebatadora pudo hacer flo-
tar de repente en el aire de ese frío, hambriento y vigilante
mitin, este Doctor en Leyes! Una esperanza vulgar y mise-
rable pero seductora, que no puede engañar a nadie y que
ninguno ha defendido, pero que a pesar de todo logra pe-
netrar en el corazón proletario como un piojo en la costura
sólo para ser aplastado por la uña de hierro de la dictadura
burguesa. Y, no obstante, este traidor de un partido que se
pudre en vida a hombros del proletariado, envenenándolo
con su tomaína azucarada, tiene aún otra oportunidad de
esquivar los claros y simples lemas combativos de una ruptura

[ 45 ]
con el gobierno burgués y en pro de esa odiosa revolución
social.
Simplemente escuchen.
«Nuestra vil burguesía nos ha golpeado, desarmado,
desempleado y expoliado. Esta celebración podría denomi-
narse con todo acierto la colación fúnebre de la revolución.
Pero, queridos proletarios, no se entristezcan ni irriten: el
tiempo, la Historia y el destino social están de nuestro lado.
No es posible dar marcha atrás a la rueda de la Historia y,
por lo tanto, a pesar de que carecemos totalmente de pre-
paración para la lucha, los fascistas no triunfarán; vayan
en paz y no teman a Ludendorff . Él tiene las armas, pero
nosotros tenemos la lógica de la Historia. Buenas noches
y hasta que nos encontremos de nuevo, no en las barricadas
sino en el próximo jubileo que, con la ayuda de la provi-
dencia social, resultará más feliz que el de hoy.»
Eso es todo.
Después, un coro de por lo menos cincuenta o sesenta
personas canta canciones sentimentales durante una hora
y media; en el escenario, una impecable compañía de obre-
ros, divididos en dos filas por el vuelo de los faldones de un
sacristán socialista, escudriña a través de sus gafas las lindas
e intachables partituras, y con celo y fervor canta exulta-
ciones de bienaventuranza idílica y amor puro.
«¡Oh, golondrina!»: un obrero de la construcción de as-
pecto sano y anchas espaldas inicia el canto, sobresaliéndole
penosamente la nuez por encima del sudado y tieso cuello
postizo. Su voz suena como si le apretaran las botas.
«¡Oh, aquellas flores de mayo!», responde tiernamente un
pelotón de ensambladores y estibadores desde el coro de la

[ 46 ]
izquierda. Las ajustadas chaquetas crujen sobre sus magní-
ficos y protuberantes músculos. Ni un balbuceo ni una sola
nota desafinada. Es evidente que estos hombres han estado
ensayando la representación conjunta por lo menos dos
meses, a pesar del hambre, el desempleo, los alaridos de
niños sin comer y los preparativos fascistas para la guerra.
No, nada puede desviar al SPD de los pacíficos ejercicios cul-
turales y educativos.
A continuación, un verdadero manicomio. Han arras-
trado al escenario a los hijos de todo un vecindario obrero,
una multitud de adolescentes y un destacamento de muje-
res y niños. Con la más total dedicación se entregan a la de-
clamación de una obra nauseabundamente lúgubre.
A la señal de la batuta del director, los hijos hambrientos
de los obreros se quejan y lloran ante un auditorio de obre-
ros hambrientos:
«¡Mamá, quiero pan!»
Y después, hombres, mujeres y niños juntos:
«¡Hermanos, nos morimos!»
En el salón, lágrimas y sollozos histéricos de las mujeres.
La multitud se dispersa desfallecida, irritada e impotente.
Por la cloaca de un pseudoarte debilitador se ha hecho des-
aparecer toda su saludable rabia y su enorme descontento,
el arsenal de la revolución. ¡Astutos, esos socialdemócratas!
Hacia el final, el mismo coro que heroicamente había llegado
al Do alto, canta, entre otras canciones líricas, la Internacio-
nal. Con ello se cultiva en el proletariado la impresión de que
esta música no está indisolublemente vinculada a la acción
revolucionaria, y que sus tambores no tienen que resonar
únicamente entre la sangre y el humo de la pólvora.

[ 47 ]
No, hay que domesticar de antemano este peligroso
grito de batalla y enjaularlo en el gallinero general de can-
ciones de modo que, el día de la guerra, antes del ataque,
no agite los oídos del proletariado ni se despliegue en su
cabeza como una bandera nueva ondeando al viento.
Otro mitin del SPD. Hertz, miembro del Reichstag, trata
de hablar. Los obreros, en la medida de sus posibilidades,
se lo impiden. Del lado del miembro del Reichstag: la cam-
panilla del presidente, estadísticas, historia, economía po-
lítica y lógica. Del lado de los obreros: estridentes silbidos,
desempleo, hambre y un instinto social sano. Hertz consi-
dera que en los últimos cinco años, el SPD ha cometido al-
gunos errores pero no merece la pena hablar de ellos ahora.
El auditorio, por otra parte, no quiere hablar más que de
estos errores y en docenas de notas que se le envían al doc-
tor Hertz se le dice en blanco y negro: «El SPD es un cadáver
pestilente que ya es hora de enterrar». Cuando el miembro
del Reichstag muestra con la mirada que no puede leer en
público lo que está escrito, se le repite en voz alta.
La mesa no quiere conceder a un comunista el derecho
a responder.
Los obreros votan firmemente a su favor y el comunista
habla durante cuarenta minutos con el permiso del presi-
dente de la mesa, y otros cuarenta a pesar de su orden en
contra. Entonces el diputado Hertz, abriéndose paso de
algún modo a través del ruido, el pataleo y las interrupcio-
nes sarcásticas, hace un esfuerzo frenético, se agarra de re-
pente a algo y sale triunfalmente a flote.
Ha descubierto aliados y nombres, nombres que convier-
ten a los obreros en estatuas de sal.

[ 48 ]
«Cualquier resistencia a los blancos es inútil. (Chiflidos.)
Durante los cinco años que se ha sentado con ellos en el
gobierno, la socialdemocracia ha tratado de defender los
intereses de los obreros. (El ruido aumenta.) La socialde-
mocracia hizo lo que pudo, pero los ministros de las Cen-
turias Negras presionaron tanto a Stresemann y Ebert que
estos desafortunados camaradas difícilmente podían recha-
zar un cuantioso subsidio mensual al gobierno de la Guar-
dia Blanca de Kahr en Baviera. (Insultos al orador.) Lenin...
(silencio profundo; Hertz puede tomar aliento.) Lenin de-
mostró que Alemania no existe como entidad política y
económica autosuficiente. Su destino está ligado al de la
revolución o la reacción en Francia, Bélgica, Inglaterra e
Italia. Basándonos en la opinión de Lenin, podemos deter-
minar con toda seguridad que en el momento actual queda
absolutamente excluida, en Alemania, la posibilidad de una
revolución social...»
Se ve por el movimiento de su boca, que el doctor Hertz
aún sigue hablando. Pero ya no pueden oírse sus palabras.

[ 49 ]
Plano de Hamburgo.
Localización de las barricadas y de los distritos
en los que los combates fueron más intensos.
HAMBURGO EN LAS BARRICADAS

EN LAS GRANDES CIUDADES, un levantamiento pasa sin dejar


rastro. Una revolución ha de ser grande y victoriosa si ha
de conservar sobre la piedra y el hierro, aunque sólo sean
durante algunos años, las huellas de los estragos, sus heroi-
cas abrasiones y las cicatrices blancas de las balas dejadas
por las metralletas sobre los muros.
Dos o tres días o dos o tres semanas después, junto con
los periódicos hechos jirones y los carteles vueltos guiñapos,
arrancados a punta de bayoneta o deslavados por sucios
chorros de lluvia, el breve recuerdo de las batallas callejeras,
las convulsionadas avenidas y los árboles lanzados cual
puentes a través de calles como ríos y callejones como arro-
yos, también se diluye.
Las puertas de la cárcel se cierran tras los convictos en
tanto que otros compañeros de lucha, expulsados de sus
fábricas, se ven obligados a buscar trabajo en otra ciudad o
en un distrito lejano; los que están desempleados, después
de la derrota se refugian en los escondrijos más distantes y
anónimos; las mujeres permanecen calladas y los niños,
precavidos ante las preguntas zalameras de la policía de se-
guridad, lo niegan todo. Así pues, la leyenda de los días de
la insurrección se esfuma, olvidada y ahogada por el ruido

[ 51 ]
de la vuelta al tránsito y la reanudación del trabajo. En los
rincones de los talleres, un nuevo grupo de obreros, que ha
venido a ocupar los puestos que otros han dejado vacíos,
puede que todavía repita uno o dos nombres y recuerde
los golpes especialmente afortunados, pero esto también va
diluyéndose.
Para un obrero no hay historia dentro de los confines del
Estado burgués, la lista de sus héroes la guardan los consejos
de guerra y el vigilante de la fábrica perteneciente al sindi-
cato menchevique.2 La burguesía, una vez que ha vencido
con las armas, ahoga la indeseable memoria del peligro al
que ha escapado tan recientemente.
Ya han pasado varios meses desde el levantamiento de
Hamburgo. Pero, por muy raro que parezca, su recuerdo
se resiste tercamente a desaparecer; no obstante, las huellas
de las barricadas se han allanado cuidadosamente en todas
partes, los trenes corren tranquilamente a lo largo de via-
ductos que sirvieron de parapetos defensivos u ofensivos y
las gaviotas se posan nuevamente en ellos.
Tres consejos de guerra improvisados lanzan mecánica-
mente, como molino de carne, a los combatientes callejeros
a la cárcel; médicos e inspectores carcelarios hace ya tiempo
que devolvieron, a los parientes más cercanos, los últimos
cadáveres brutalmente mutilados e irreconocibles. Y toda-
vía perdura el recuerdo de aquel temerario octubre. No hay
ninguna cantina ni reunión de obreros o familia proletaria

2En Hamburgo en las barricadas el calificativo «menchevique» se utiliza


en un sentido general, coloquial, de «dominado por la derecha» o «refor-
mista». [R. Ch.|

[ 52 ]
en la vieja ciudad libre de Hamburgo, en donde no se vuel-
van a relatar, con el orgullo del participante o al menos con
la involuntaria admiración del observador, las asombrosas
escenas que tuvieron lugar en esas calles de las afueras.
La explicación de esta obstinación con la que el proleta-
riado de los muelles vela la memoria de los días de octubre
reside en el hecho de que la insurrección de Hamburgo no
fue aplastada en un sentido militar, político o moral. Las
masas no se quedaron con la hiel íntima de la derrota.
El prolongado proceso revolucionario que las había im-
pulsado a las barricadas en octubre, no fue interrumpido
ni el 24, cuando toda la fuerza policiaca y una unidad de
élite de las Centurias Negras formada por marinos y fuerzas
del Reichswehr fueron movilizadas, ni el 26, cuando forma-
ciones compactas de la policía, destacamentos de caballería
e infantería constituidos por miles de soldados y pelotones
enteros de vehículos blindados irrumpieron finalmente en
los suburbios revolucionarios que varias horas antes habían
sido voluntariamente abandonados por las centurias obre-
ras. Por el contrario, el movimiento que salió a la superficie
en octubre para gobernar la ciudad durante sesenta horas,
aplastando la cabeza al enemigo donde quiera que se atre-
viere a lanzar un ataque a las hábilmente emplazadas barri-
cadas, sólo costó diez muertos a los obreros, contra decenas
y cientos de muertos y heridos de la policía y de las tro-
pas, y después condujo tranquilamente fuera de las líneas
de fuego a sus combatientes, salvó y escondió sus armas,
llevó sus heridos a refugios seguros en una retirada planeada
y volvió a la clandestinidad para poder resurgir al primer
llamamiento a la revolución en toda Alemania.

[ 53 ]
El comienzo del movimiento revolucionario ha de em-
pezar a contarse no a partir de octubre sino de agosto del
año anterior, cuando Hamburgo se había convertido en el
escenario de batallas sucesivas y amargamente libradas en
defensa de la jornada de ocho horas, salario basado en el
equivalente en oro y toda una serie de demandas no sólo
económicas sino también estrictamente políticas: gobierno
obrero, control de la producción, etc. Estas batallas sindi-
cales fueron acompañadas por una creciente fiebre huel-
guística y por turbulentos estallidos en los que se puso de
manifiesto un odio revolucionario creciente: asaltos a alma-
cenes de alimentos y ataques a policías y esquiroles. Fue es-
pecialmente en estos meses cuando las mujeres obreras de
Hamburgo se distinguieron por ser, como todas las mujeres
de los grandes puertos y centros industriales de Alemania,
mucho más ingeniosas y maduras políticamente que sus
camaradas. Ella fueron las que impidieron, en ese agosto,
la vuelta de sus maridos y compañeros de trabajo en los
astilleros en huelga. Ni las bayonetas de la policía, ni las
pusilánimes muchedumbres de obreros dispuestos a recon-
ciliarse con sus patronos, cualesquiera que fueran las con-
diciones, pudieron hacer retroceder a esta cadena humana
más allá del túnel del Elba. Uno de los enfrentamientos
terminó desarmando y apaleando a un destacamento de la
policía y, en especial, al teniente que lo dirigía; éste se ahogó
en las frías y sucias aguas del Elba.
Este movimiento, que comenzó en agosto, no podía haber
terminado en un fiasco como alardeaba la burguesía. Tam-
poco podía haber caído con la brillante demostración mi-
litar del 23 al 26 de octubre, sino únicamente con la derrota

[ 54 ]
o la victoria de toda la clase obrera alemana. En esta con-
tinuidad y en este constante y prolongado crecimiento que
marca la labor de los camaradas de Hamburgo, está la dis-
tinción crucial entre un levantamiento armado y el deno-
minado «putsch» político.
Un «putsch» no tiene pasado ni futuro, sólo victoria total
o una derrota igualmente irrevocable y fútil. Una revolu-
ción, si ha de ser poderosa y estar guiada por un partido
fuerte y flexible dispuesto a la batalla, tiene que ser capaz
de brotar, retroceder y retirarse aun después de la avanzada
más temeraria. Pero un proletariado débil, políticamente
desentrenado y sin temple, vivirá sólo con la esperanza de
un golpe breve, un estallido y un esfuerzo muy incisivo, san-
griento pero no sostenido. Un golpe así de breve puede que
cueste enormes sacrificios y el más profundo esfuerzo, pero
las masas frágiles y sin cohesión se enfrentarán a cualquier
cosa con tal de que más allá del ataque momentáneo se vis-
lumbre alguna esperanza de una victoria final efímera pero
incontestablemente total. Si después de un intento tal de
toma del poder viene, por una u otra razón, un contra-
tiempo, estas masas desertarán de las filas, abandonarán
cualquier organización y reforzarán su derrota con una
autocrítica mordaz. Por el contrario, si las masas están po-
líticamente maduras, sus cuadros organizados regresarán,
después de una operación de asalto fallida, a sus viejas trin-
cheras con la misma actitud firme respecto al largo, agota-
dor y lento asedio, al trabajo de zapa en la clandestinidad y
a las operaciones diarias de hostilización. El levantamiento
de Hamburgo, en virtud del prolongado proceso político
que condujo hasta él y, aún más, en virtud del trabajo

[ 55 ]
absolutamente brillante llevado a cabo en los días y sema-
nas inmediatamente posteriores a su liquidación, constituye
el clásico ejemplo de insurrección genuinamente revolu-
cionaria, en la que se desarrolló una notable estrategia de
batallas callejeras y una retirada impecable, única en su
género, y que dejó a las masas con un firme sentido de su-
perioridad sobre el enemigo y la conciencia de la victoria
moral.
Sus resultados son indudables: hasta estos días de octu-
bre, nunca había alcanzado proporciones tan grandes el de-
rrumbe de las viejas organizaciones sindicales. Del 25 de
octubre al 1º de enero, abandonaron las filas de los sindi-
catos mencheviques más de treinta mil miembros, todos con
muchos años de antigüedad. Después abordaremos con más
detalle el tímido papel desempeñado por la burocracia sin-
dical y su ala derecha durante los días de octubre. La Unión
Republicana y las Ligas para la Defensa de la Patria actua-
ron en calidad de guardia menchevique doméstica y pres-
taron, públicamente, su ayuda a la policía en los distritos
más tranquilos, permitiendo así que ésta se concentrara en
sojuzgar los barrios de Hamm y Schiffbek. Hablaremos más
tarde de esto; aquí únicamente observaremos que todas estas
proezas belicosas de la socialdemocracia, motivaron que se
rompieran muchos carnets de partido y que se arrojaran por
montones a las puertas de sus oficinas de reclutamiento.
Los carnets se amontonaban en las puertas de entrada y
cientos de obreros, corriendo el riesgo de ser arrestados o
asesinados por las patrullas del Reichswehr, se abrieron ca-
mino hasta llegar al local de los sindicatos y lanzar su carnet
a la cara de la burocracia manchada por la traición. Toda

[ 56 ]
una serie de importantes sindicatos de la región costera
como, por ejemplo, el sindicato de Obreros de la Construc-
ción y Conexos, reventó por todas sus costuras después del
levantamiento de octubre. Era físicamente imposible con-
seguir que los miembros se abstuvieran de un elocuente
abandono masivo de los sindicatos. Yo logré asistir al mitin
de uno de los ramos de la construcción en el que se había
decidido, los ochocientos miembros en pleno, abandonar el
sindicato y organizar una asociación propia. Había entre
los presentes, hombres de edad madura, no todos ellos miem-
bros del partido, maestros en su oficio y que no carecían de
ofertas de trabajo, hombres que habían pagado sus cuotas
durante décadas.
En este mitin, viejos sofocados por la furia exigieron una
ruptura total e inmediata con los «bonzos». Ningún comu-
nista hubiera podido odiar más fuertemente o percibir más
profundamente la inconmensurable decadencia del viejo
partido. Los miembros del Partido Comunista (KPD) hacían
vanos esfuerzos por disuadir a la reunión de que formara un
«sindicato disidente» e insistían en socavar la burocracia
desde adentro, formando una sólida oposición que pudiera
ir extendiendo cada vez más su influencia...
Los obreros consideran al sindicato como algo profun-
damente sucio a cuyos fondos no hay que contribuir ni con
un solo pfennig. Están ya profundamente convencidos de
que el obrero que sigue un día más en un sindicato men-
chevique hipoteca su honor proletario y se convierte en
cómplice de los engaños, crímenes y traiciones del SPD.
Después de octubre, permanecer en el sindicato, incluso
para un obrero de edad madura que no perteneciera al

[ 57 ]
partido, equivalía a prestar servicios en la Sipo o en la
Unidad A.3
El Partido Comunista y las masas que lo siguen se han
fortalecido infinitamente, tanto externa como internamente.
Su actividad no ha disminuido a pesar de los numerosos
arrestos (incidentalmente, hay que decir que la mayor parte
de los camaradas no fueron arrestados durante el levanta-
miento sino únicamente después, a raíz de denuncias vo-
luntarias hechas por obreros y vecinos pertenecientes al
SPD). Por el contrario, todos los muros de Hamburgo están
decorados con inscripciones imborrables. En todos los cru-
ces de calles y en la esquina de cualquier edificio público
invariablemente está pintada esta inscripción: «El Partido
Comunista está vivo. Nadie podrá prohibirlo».
Quizá el Parlamento vote a favor de una Ermächtgungs-
gesetz (Ley de emergencia); Seeckt puede gozar de poderes
especiales y una dictadura blanca tal vez se trague las últi-
mas heces de las minúsculas libertades contenidas en la le-
gislación laboral, pero las paredes de todas las barracas para
el registro de desempleados están recubiertas con los nuevos
cartelitos comunistas como si fueran papel tapiz. Se lanzan
como copos de nieve desde el auditorio en todos los míti-
nes del SPD y están pegados en los muros de las tabernas,
en los tranvías y en las ventanillas del metro. Las mujeres
de los barrios periféricos, en los que toda la población

3 Sipo (Sicherheitspolizei, Policía de Seguridad, creada en 1919 con ele-

mentos de los Freikorps, y especializada en la represión de motines y


huelgas. Fue el embrión de las SS nazis). La «Unidad A» era la rama que
actuaba vestida de paisano, embrión de la Gestapo.

[ 58 ]
masculina está prófuga o encarcelada, piden que se les en-
víen carteles y octavillas y, si de algo se quejan, es de la falta
de un periódico comunista barato. Todo esto se asemeja
tan poco a una derrota, que los jueces de las cortes marcia-
les improvisadas, bajo la presión de la silenciosa amenaza
de las masas, tratan de mitigar las sentencias. Los convictos
van a la fortaleza o a un campo de trabajos forzados con el
orgullo y la tranquilidad de los vencedores, con la inexpug-
nable certidumbre de que la revolución nunca permitirá que
cumplan los cinco, siete o diez años de sus condenas, y con
el más profundo y burlón desdén hacia las leyes del Estado
burgués, la cobarde brutalidad de su fuerza policiaca y el
peso aparentemente triunfante de los muros de sus cárceles.
Una fe así no puede errar.
¿Por qué, pues, no apoyó todo el país la insurrección de
Hamburgo?
En los días de octubre, toda Alemania estaba dividida en
dos campos que se confrontaban uno al otro esperando la
señal para la ofensiva. Pero para entonces. Sajonia ya había
sido inundada por la policía y el Reichswehr. Por lo tanto,
en el momento del levantamiento de Hamburgo, una de
las principales cabezas de puente de la revolución había de-
jado efectivamente de existir. Numerosos grupos de desem-
pleados aún llenaban por la noche las calles de Dresde,
pero, marcando fuertemente el paso, a los lados y enfrente
de ellos, las unidades del Reichswehr, armadas, insolentes
y provocadoras, machacaban el asfalto con sus botas clave-
teadas. Si en ese momento se hubiera dado en Sajonia la
señal para la batalla, ésta se hubiera convertido probable-
mente en la señal para la matanza masiva de los obreros

[ 59 ]
sajones. Durante esos mismos días, en Hamburgo, una
asamblea de obreros empleados en los grandes astilleros de
Hamburgo, Lübeck, Stettin, Bremen y Wilhelmshaven,
exigía la declaración inmediata de la huelga general y los
líderes de esta conferencia, convocada únicamente para de-
cidir políticas, a duras penas pudieron conseguir que ésta
se pospusiera unos días; no obstante, la asamblea de obreros
en Chemnitz se negó a aceptar la huelga general. Para en-
tonces, Sajonia estaba en apuros y el proletariado, entre-
gado al ala izquierda de la socialdemocracia hasta el fin, se
alejó instintivamente de una colisión desfavorable que qui-
zás hubiera podido ser fatal para la revolución.
¡Berlín! quien haya visto Berlín en los días de octubre,
guardará con seguridad un sentimiento de asombrosa am-
bivalencia o, mejor dicho, de ambigüedad como el rasgo
característico de su agitación revolucionaria. Las mujeres y
los desempleados conferían a las calles un tono especial. En
las colas del pan y frente a los escaparates de las carnicerías,
golfillos espabilados silbando la Internacional se abrían ca-
mino a empellones entre los nudos de mujeres desespera-
das. La caída del marco, las irrisorias indemnizaciones que
se pagaban a desempleados, incapacitados y viudas de gue-
rra, las tasas inflacionarias, los precios asombrosos de los
productos básicos, la ruina de la pequeña burguesía, la total
desvergüenza de la Gran Coalición, la ventosa en que se
había convertido el Ruhr, la represión de los franceses, las
calladas fechorías cometidas por los capitalistas alemanes
que la prensa había sacado a la luz y, eclipsando todas las co-
lumnas de los periódicos, el espectro del Ruhr ensangren-
tado y cubierto de carbonilla, todo ello era claro presagio

[ 60 ]
de una revolución al alcance de la mano. Los automóvi-
les de los ricos procuraban evitar el paso por los suburbios
y la policía hacía la vista gorda ante el saqueo de las pana-
derías. En las afueras de la ciudad, la artillería avanzaba re-
tumbando sobre los adoquines, acercándose cada vez más
a las fábricas en huelga; el rugido de los camiones carga-
dos cada uno con dos hileras de policías en perfecta forma-
ción, no aminoraba sino que inflamaba aún más la furia
de las multitudes que asediaban los mercados y los puestos
de periódicos.
Pero al mismo tiempo, vastas masas de obreros absoluta-
mente pasivos se adherían aún a la socialdemocracia; ocul-
tas tras las espaldas de los desempleados y de los comunistas
estaban las extensas capas del proletariado aburguesado,
aferrándose codiciosamente a un pedazo de pan, al confort
doméstico y a una libra de margarina por muchas que fue-
ran las horas que costara ganar todo esto. Una mayoría co-
barde, chillona, disgustada, dispuesta a quedarse sentada
dos o tres días en casa, junto al fuego, frente a una taza de
escaso café y el último folletito del Vorwärts, hasta que se
apaciguara el tiroteo en la calle, se retirara a los muertos y
heridos, se desmantelaran las barricadas y el vencedor,
quienquiera que fuera –bolchevique, Ludendorff o Seeckt–
hubiera encarcelado a los vencidos y ocupara el poder un
gobierno legal. Junto a una vanguardia sumamente activa
estaba esta retaguardia distendida, apática y expectante dis-
puesta a denunciar, en caso de derrota, al vecino comunista
que se hubiera agazapado en una trinchera bajo la ventana
de la casa de algún funcionario socialista benemérito oculto
tras sus cortinas de tul.

[ 61 ]
En Berlín, como en Hamburgo (exceptuando únicamente
algunos barrios con una población sólidamente obrera), el
proletariado tuvo que resistir a la gendarmería y a las tropas
del general Seeckt en un aislamiento total y sin el apoyo
activo de las amplias masas, sin la esperanza de recibir re-
fuerzos en los momentos más difíciles y, a veces, como en
Hamburgo, virtualmente sin armas. A pesar de todo, el le-
vantamiento emprendido en Hamburgo en las mismas con-
diciones desfavorables, o casi las mismas, no sólo no llevó
a la derrota sino que produjo resultados bastante asombro-
sos. Lo cierto es que detrás del levantamiento estuvo toda
la Alemania obrera que, invicta después de haber librado
una batalla abierta contra la contrarrevolución,4 pudo cu-
brir material y moralmente la heroica retirada de los pio-
neros de Hamburgo.
De todas maneras, la labor de un partido que sale a la
conquista, no consiste simplemente en mantener una febril
vigilancia respecto al momento histórico, la llamada «dé-
cimo segunda hora de la burguesía», cuando las manecillas
del reloj de la historia vacilan por un instante y mecánica-
mente empiezan a contar los primeros segundos de la era
comunista.
Una vieja leyenda alemana cuenta que un valiente caba-
llero pasó toda su vida en una cueva mágica esperando que
una gota de agua, que se iba engrosando lentamente y bri-
llaba en la punta de una estalactita, cayera finalmente en su
boca. En el último momento, siempre sucedía algo absurdo
que le impedía captar la gota agónicamente esperada y ésta

4 En cursiva en la traducción de la editorial Era (México, 1981).

[ 62 ]
caía inútilmente en la arena. Lo peor de todo esto no es,
obviamente, el momento real del fracaso sino la pausa
muerta y vacía de las expectativas frustradas entre un in-
tento y otro.
En Hamburgo no esperaron a que el rocío les cayera del
cielo. Lo que aquí ellos llaman tan pulcra y concisamente
Die Aktion, se vincula a una fuerte cadena de lucha inin-
terrumpida, enlazada con lo que había sucedido antes y en-
contrando su punto de apoyo en un futuro, cuyos días, ya
sean de éxito o de derrota, están bajo el signo de una vic-
toria que aplastará el orden establecido como la cabeza de
un martillo pilón.
Además, el levantamiento no tuvo lugar en la provincia
de Brandenburgo, ni en Prusia, ni en el Berlín del Parla-
mento, del Siegesallee y del general Seeckt, sino en el Was-
serkante: a la orilla del mar.

Hamburgo

HAMBURGO SE EXTIENDE A ORILLAS del mar del Norte como


un gran pez mojado que, al ser alzado recién sacado del agua,
todavía coleara.
Sobre los puntiagudos y escamosos tejados de sus casas
se posa una niebla eterna. Ni un solo día es fiel a su caprichosa,
pálida y borrascosa mañana. Al flujo y reflujo de la marea
le siguen sucesivamente humedad, tiempo apacible, sol,
frío gris de mar abierto y la interminable e implacable lluvia
que empapa el reluciente asfalto, como si alguien en la
playa recogiera del mar una vieja cubeta de barco –similar

[ 63 ]
a las que se utilizan para achicar el agua de los botes agrie-
tados cuando se inundan tras una fuerte marejada– y la des-
parramara por encima del alegre Hamburgo. Hamburgo,
impermeable como el chubasquero de hule de un timonel,
rezumando humedad, humeante como cachimba de ma-
rinero, chamuscada por las combustiones en los espigones
y, aun así, firme bajo la lluvia torrencial con las piernas se-
paradas como en cubierta, plantada sobre las márgenes
derecha e izquierda del Elba.
A lo largo de las playas de este excelente estuario indus-
trial, la naturaleza ha sido erradicada de todas partes como
si se tratara de algún prejuicio que el siglo XVIII hubiera ex-
cluido de nuestras vidas. No hay ni un centímetro de terreno
vacío. En una franja de aproximadamente veinte millas sólo
se alzan dos árboles, que asemejan más mástiles después de
un incendio en el mar que los inútiles seres vivos que son.
El que hay en el muelle está encorvado como una anciana
caminando contra un viento que arrojara espumarajos de
rabia sobre sus gruesas medias de lana y piernas tembloro-
sas. El otro está en las oficinas de los astilleros más grandes
de Hamburgo, Blohm & Voss.
Éste se mantiene derecho únicamente por miedo; debajo
de él hay un asqueroso canal negro en el que las bocas abier-
tas de las tuberías vierten los desechos de las fábricas como
vómito manchado de tinta. Un puente, la garita del vigilante
y, en la margen opuesta, a la pálida luz de las cinco de la ma-
ñana, nada excepto las ventanas iluminadas de bloques in-
visibles, sin paredes ni techos, remontándose fila tras fila por
todo el puerto como tratando de alcanzar a tocar la misma
aurora.

[ 64 ]
Pero las mayores de todas estas maravillas, las formas
más proporcionadas en este reino de metal bien cincelado,
son los ligeros y sombríos pescantes de las grúas más gran-
des del mundo arqueándose sobre el puerto. A sus pies,
como juguetes, están los trasatlánticos de las compañías
marítimas, equipados con sus hileras de ojos de buey ilumi-
nados, ocultando, como cisnes, sus partes vergonzosas y ho-
rribles bajo la línea de flotación.
Aquí se suceden tres turnos de trabajo convulsivo y
despiadado.
Aquí, exprimiendo a los obreros como a la ropa lavada, la
burguesía alemana lleva a cabo sus últimos y vanos intentos
por superar la crisis que la paraliza: construye, crea nuevos
valores y puebla los océanos con sus buques blancos de chi-
meneas negras en cuyas popas ondean los viejos estandartes
imperiales negros, blancos y rojos con postillas republicanas
apenas perceptibles en una de sus franjas.
Como dicen ellos, Hamburgo lo tiene todo: el humo de
las chimeneas de las fábricas, las trompas de las grúas con las
que los mamuts de hierro hacen estragos en las bodegas de
carga y llenan los depósitos de piedra, los puentes ligeros y
suavemente inclinados que cruzan los barcos recién cons-
truidos en sus diques húmedos, el ulular de las sirenas, los
estridentes alaridos de los silbatos, la marea alta y baja del
océano que juguetea con pecios y gaviotas que se posan en
el agua como boyas, y las nítidas y cúbicas masas de ladrillo
rojo oscuro de los almacenes, oficinas, plantas industriales,
mercados y agencias de aduanas, todas edificadas en línea
recta semejando montones oblongos de carga recién apilada
por los estibadores.

[ 65 ]
Ejércitos y legiones enteras de obreros trabajan en los as-
tilleros, en la carga y descarga de barcos, en las innumera-
bles plantas de ingeniería, refinerías e industrias químicas,
en las grandes empresas manufactureras y en las vastas ins-
talaciones industriales que se extienden por esa pantanosa
y arenosa región interior cubierta por un caparazón inque-
brantable de cemento y acero que es la parte posterior de
Hamburgo.
El Elba, viejo y sucio garaje de agua cálida para vagabun-
dos del mar, crece continuamente construyéndose sobre sus
patios posteriores de cemento.
Aquí los caballos de mar descargan su bagaje, tragan pe-
tróleo y carbón y se dejan limpiar y lavar mientras los capita-
nes entregan sus sobornos en la aduana, arreglan las facturas
y se afeitan antes de ir a tierra a ver a sus familias. Mientras
tanto, los miembros de la tripulación desembarcan en el
puerto y son atrapados en masa en Sant Pauli, un barrio de
bares, pandillas, ropa confeccionada, casas de empeño en las
que el mismo vestido de mal gusto, corte pretensioso y caro,
puede empeñarse a la mitad de su precio y, finalmente, los
burdeles más sorprendentes. Desde la época medieval, las
callejuelas del barrio de Sant Pauli han estado separadas de
la ciudad por fuertes rejas de hierro que se abren sólo en la
noche. Están finamente trabajadas con todo tipo de ador-
nos concebibles y detalles caprichosos, orgullosamente
decoradas con los emblemas y el escudo del gremio de arte-
sanos. Al anochecer, sobre todas las puertas que dan a los
callejones, se abre una ventana iluminada y allí, en exhibi-
ción, sonriendo en medio de la oscuridad y la lluvia inter-
minables, están las reinas de estos paraísos marineros. Lucen

[ 66 ]
vestidos escotados, ceñidos en la cintura y ribeteados con
lentejuelas y plumas, vestidos en los que, como en los en-
voltorios de los bombones, han perdurado hasta nuestros
días las modas de finales del siglo pasado y que, en la ima-
ginación de los marineros ávidos de mujeres, siempre han
representado la encarnación del gozo supremo de vivir.
Esta hilera de carne viva se vende con la mayor simpli-
cidad. Los clientes pasan de una ventana a otra, examinan
las mercancías en exhibición y desaparecen dentro para salir
volando poco después a la calle refunfuñando y maldiciendo:
los porteros de Sant Pauli son famosos por su musculatura.
En las pequeñas tabernas de este barrio resuenan todas las
lenguas y se mezclan todos los países. Son famosas por su
ingenio salvaje, sus bebidas alcohólicas con huevo (grog) y
una inmunidad total frente a la intervención de la policía.
En resumen, una maravillosa mezcla de valor, alcohol, fer-
vor revolucionario, humo de tabaco y el último pecador irre-
mediablemente caído y abatido, en la que la mujer se mece
sentada al borde de una mesa empapada de cerveza amarga
y, mientras come un pedazo de pan con mantequilla, repite
apresuradamente a algún Adán borracho sin rostro ni nom-
bre la mentira más inefable de todas, la del amor.
La lengua que se habla aquí es, por regla general, la de
Hamburgo.
Totalmente remojada en el mar; salada como el bacalao;
redonda y jugosa como un queso holandés; áspera, picante
y festiva como la ginebra inglesa; resbaladiza, rica y ligera
como las escamas de un grande y extraño pez de altamar que
jadease lentamente entre las carpas y las regordetas anguilas,
agitando sus húmedos tornasoles en la canasta de la esposa

[ 67 ]
de algún pescador. Sólo la letra S, aguda como una pínula
y garbosa como un mástil, testimonia el gótico antiguo de
Hamburgo, la época de las ligas hanseáticas y la piratería
de los arzobispos.
No sólo el lumpenproletariado sino toda la ciudad está
impregnada del animado y bullicioso espíritu del puerto.
Rodea por todos lados, formando un anillo cerrado, los ba-
rrios burgueses situados alrededor del Alster, un lago for-
mado por las mareas en el que todavía puede sentirse el
pulso de este flujo y reflujo del Báltico. Las villas abrazan
estrechamente la orilla dejando apenas espacio para sortear
las canchas de tenis y los pulcros jardines recubiertos de flores
como trajes de baño.
El aliento excitado e impuro de los suburbios resopla por
todas partes hacia las casas de los patricios. Un anillo de tre-
nes eléctricos ciñe firmemente los suburbios estrujándolos
contra los barrios elegantes como una banda de acero; a lo
largo de su trayectoria, llenando los vagones con olor a
sudor, alquitrán y aliento alcohólico, un turbio torrente de
obreros emerge dos veces al día partiendo en dos la ciudad
camino de los muelles.
En consecuencia, todo Hamburgo está igualmente atento
a la sirena que anuncia la hora de comer en los astilleros,
al silbato del contramaestre y a la lectura de la lista de pre-
sentes por la mañana y la tarde a orillas del Elba, lo mismo
que el estanque más pequeño y las charcas de ranas más di-
minuta y atiborrada de niños escuchan los estremecimien-
tos del distante océano, el océano que envía a Hamburgo
su riqueza y sus vientos elásticos como velas.
El burgués, el digno ciudadano, está tan poco asegurado

[ 68 ]
contra el contacto y la proximidad de los proletarios como
lo está su casa. La dama que va al teatro se encuentra aplas-
tada entre dos trabajadores portuarios que con toda la na-
turalidad colocan sus bolsas grasientas en los mullidos
asientos.
Una joven preciosidad de Sant Pauli se sienta fríamente
junto a la esposa de un funcionario, hace guiños a sus ve-
cinos y se baja en su parada del brazo de uno de ellos; el
obrero acaricia a su esposa o a su novia; el estibador ahúma
a todos los que están a su alrededor con un tabaco increí-
ble; a un marinero lo acompañan sus amigos camino de casa
después de una parranda y todo el vagón se ríe con ellos,
pensando, hablando y carcajeándose en el Plait (dialecto)
hamburgués más puro, que puede convertir cualquier lugar
en un jovial castillo de proa.
Nada de esto resulta, desde nuestro punto de vista, de
mucha relevancia. Pero después de Berlín, donde un obrero
con sus herramientas sólo tiene derecho a viajar en un vagón
particularmente sucio y decrépito; donde la superioridad
de la primera y segunda clases es casi defendida por la po-
licía; donde un obrero desempleado, frotándose las orejas
moradas por el frío, no no osa sentarse en ninguno de los
innumerables bancos siempre vacíos del Tiergarten; des-
pués del exultante Berlín burgués, el aire mismo de Ham-
burgo, con su espíritu libre y natural, huele a revolución.
A las cuatro o cinco de la mañana, el lumpenproleta-
riado está durmiendo, dondequiera que sea, o es conducido
a la comisaría.
A las seis menos cuarto, todavía con las luces eléctricas
encendidas, comienza la primera oleada de obreros.

[ 69 ]
Por encima de las líneas de tranvías, marcha suspendido
en la oscuridad un ferrocarril y, encima de éste, las cintas
brillantes y fugaces de los trenes eléctricos: todos ellos lan-
zan al pavimento un ejército de trabajadores portuarios,
cientos de miles de obreros y cientos y miles más de desem-
pleados que asedian los muelles con la esperanza de algún
trabajo casual. Cada cuadrilla se reúne alrededor de su ca-
pataz; en la negrura de chaquetas alquitranadas y por detrás
de las espaldas encorvadas por el peso de los sacos de he-
rramientas brillan lámparas de aceite como si estuviésemos
en una mina de carbón superpoblada. Después de pasar lista,
los regimientos de obreros se dividen entre los cientos de
buques de vapor distribuidos en los astilleros y en las plan-
tas industriales. Atravesando cuatro puentes entran y se
desperdigan en la ciudad industrial. Las tropas y la policía
están ojo avizor vigilando que ningún «paisano» penetre en
las islas industriales. Pero ni los puentes ni los cientos de
buques de vapor que, como en un carnaval único en su es-
pecie, juegan moviendo sus lámparas y reflectores sobre las
aguas de esta Venecia negra y oleaginosa, bastan para el denso
oleaje del turno de la mañana. Para bombear a las legiones
de obreros de una orilla a otra cada mañana y cada tarde,
se ha construido un conducto brillante y seco que atraviesa
en la profundidad las aguas del Elba.
En cada uno de los extremos de este túnel, cuatro eleva-
dores elefantinos suben y bajan a este torrente humano,
llevándolo y trayéndolo de las salidas de cemento.
Estos elevadores se mueven chirriando sobre sus torres
parecidas a tornillos, como cuatro palas que alimentaran
incesantemente con combustible humano los cientos de

[ 70 ]
fábricas semejantes a hornos. En esta fragua se forjó el
levantamiento de Hamburgo.

Barmbeck

LOS OBREROS DE HAMBURGO viven a gran distancia de las


fábricas y los astilleros en un distrito de la ciudad denomi-
nado Barmbeck. Este barrio es un enorme cuartel para
obreros donde todas las viviendas tienen el mismo aspecto,
dormitorios comunes en barracas alquiladas, unidas unas
a otras por los sucios, vacíos y húmedos corredores de las
calles. A los extremos de estas calles, abriéndose como res-
quebrajaduras, se encuentran unas lóbregas plazas que pa-
recen más bien cocinas o servicios públicos y en cada una
de ellas una triste fuente bajo el cielo de hojalata. A través
de este suburbio inmundo y asqueroso, se arrastra la oruga
gigantesca del viaducto del ferrocarril describiendo un
semicírculo de acero. Sus piernas ligeramente arqueadas se
aferran al asfalto con ventosas de cemento. Una cabeza de
serpiente de cascabel que encaja perfectamente entre dos
bloques de edificios, se desvanece por la parte posterior de
casas agrietadas, paredes cerradas y barrancos repletos de ver-
tiginosos balconcitos en los que revolotean sábanas y cabos
de hiedra marchita saturadas de tizne y humedad. El edifi-
cio de la estación planta un enorme pie plano sobre la cola
de la línea del ferrocarril, dejando una rendija para que
pueda pasar el torrente de pasajeros.
Exactamente enfrente de la estación, detrás de una alam-
brada espinosa de la que cuelgan jirones de viejos decretos,

[ 71 ]
se erige una de las comisarías; sus lóbregas ventanas aseme-
jan las gafas ahumadas de un detective. Un guardia de ser-
vicio, esa monotonía picada de viruelas de las comisarías y
el abrumador aburrimiento y despecho del oficial, masti-
cando una y otra vez como una colilla recogida del suelo
que ya se ha fumado y tirado dos veces.
El puerto está abierto a los obreros sólo a ciertas horas.
Al amanecer, absorbe un ejército de obreros y por la tarde
los escupe a todos y cada uno. Las tropas permanecen en esta
fortaleza industrial abandonada para custodiar los puentes
giratorios, los torniquetes y los pasadizos subterráneos por
los que el denso torrente de obreros se vierte hacia el mue-
lle. En el recinto del puerto no vive ni uno solo de ellos.
Únicamente los viejos servidores de confianza de los seño-
res de la industria gozan de este privilegio; las luces disper-
sas y obsequiosamente rutilantes de sus viviendas se acurrucan
tímidamente bajo las gigantescas sombras de los edificios de
las fábricas, que exhalan lentamente a la noche y la niebla
el calor humano que han tragado durante el día. Los guar-
dias se pasean por los muelles arriba y abajo, enfilando sus
bayonetas a cualquier desconocido del que quieran cercio-
rarse e iluminando su rostro con las linternas:
«¿Quién es usted? ¿A dónde va? ¿Por qué? Contraseña.»
En Barmbeck la inquietud comenzó una semana antes de
la insurrección. El miércoles 17 de octubre, las obreras y las
esposas de los oficinistas toman los mercados y obligan a tra-
bajar a los comerciantes saboteadores.
El jueves y el viernes, forman una cadena enfrente de los
astilleros y envían de regreso a casa a sus avergonzados ma-
ridos. Ese mismo día, quince mil desempleados, hombres

[ 72 ]
y mujeres, se manifiestan en el campo Heiligen Geist. El
sábado, tiene lugar un mitin impresionante en la sede de
los sindicatos, de donde parten miles hacia la alcaldía y pe-
netran en la zona restringida que la rodea.
Esa misma tarde decenas de miles de obreros se pasean
interminable y tercamente, resueltos y furiosos, por las ace-
ras. La policía arresta a más de un centenar de personas, pero
las sombrías caminatas no cesan. La noticia de la matanza
de obreros en Sajonia a manos del Reichswehr se extiende
como una fiebre. Una terrible excitación se apodera de las
masas. Es la víspera de la revolución.
El domingo 21 de octubre, hay una conferencia de obre-
ros portuarios provenientes de toda la costa del Báltico: Bre-
men, Stettin, Swinemünde, Lübeck y Hamburgo. La mayoría
de los delegados pertenecen al SPD, pero muchos han ido
en representación de industrias que llevan ya varios días en
huelga. Estos obreros ya habían devuelto sus carnets de afi-
liación al sindicato de metalúrgicos que había declarado
«salvajes» estas huelgas. Hubo un fuerte enfrentamiento
entre un antiguo SPD-Mann, delegado de Stettin, un hom-
bre recubierto de musgo y humus tras veintiocho años de
ocupar cargos en el sindicato socialdemócrata, y T.,5 un
obrero robusto, de poderoso esqueleto y cejas pobladas, que
golpeaba con su puño cerrado como un astil e iba a tomar
las riendas de la insurrección de Hamburgo en sus manos
de hierro.

5 Ernst Thälmann. Por motivos de seguridad, Larisa Reisner ocultó los

nombres de casi todos los insurrectos que aparecen en estas páginas.

[ 73 ]
Aquí, en esta conferencia, T. tenía que incitar y conte-
ner simultáneamente. Como un viejo cochero acostum-
brado a conducir sus pesados y cargados vagones por las
empinadas y heladas pendientes de los puentes, T. tenía
que atizar y desanimar a la vez, manteniéndose apenas en
su pescante mientras azotaba a los socialburócratas con la-
cerantes latigazos, aguantando las bridas espumosas con
todo el peso de su autoridad y dominando a los militantes
encabritados que ya no discutían, ciegos como estaban
por la ira.
La conferencia apenas si permitió que la huelga general
se pospusiera unos cuantos días. Sólo gracias a esta resolu-
ción se pudo llegar a convencer a la turbulenta reunión de
funcionarios a tiempo completo.
El domingo por la noche un mensajero trae noticias (fal-
sas) de un estallido en Sajonia. Se transmite inmediatamente
la orden de iniciar la huelga general por los diversos barrios.
Los trabajadores de decenas de empresas importantes apo-
yan a los los astilleros Deutschewerft que están en huelga
desde el sábado.
El segundo turno de obreros abandona los talleres, rompe
los cordones de la policía y regresa al centro de la ciudad.
A las cuatro, el puerto queda paralizado. Una multitud de
cien mil personas deambula por las calles de Hamburgo
confiriéndole el aspecto de una ciudad que ya es presa del
levantamiento.
Un segundo correo: habla de los mítines de Altona y
Neustadt y transmite noticias totalmente fantásticas según
las cuales el ejército ruso se está movilizando y sus subma-
rinos han zarpado para acudir en ayuda de Hamburgo.

[ 74 ]
En plena noche, una conferencia de los «jefes» da la orden
de combate a los dirigentes de la organización militar, quie-
nes la reciben con un sentimiento de profunda e íntima sa-
tisfacción. T., que ha estado peleando durante varias horas
por un aplazamiento, tapando todos los agujeros por los que
el movimiento podría haberse derramado prematuramente
a las calles, ahora levanta todas las compuertas y abre todas
las llaves que aún retienen el torrente de la insurrección.
K. también estaba complacido. Hablemos un poco de él.
Obrero. Sargento instructor en la guerra, que abominaba
con todo su ser, de lo que se denomina der preussische
Drill (instrucción del ejército prusiano) en las trincheras.
Había sido ascendido a oficial por su valentía. Después, en
una de las ciudades de la Galitzia ocupada, le sucede un
importante incidente que casi le cuesta sus bonitas y fla-
mantes charreteras. Cuatro semanas de cárcel por sacudir
en público las orejas de un comandante. En 1918 K. es
miembro del consejo de representantes obreros de Ham-
burgo. Toma parte en la Acción de Marzo. Ya se había afi-
liado al KPD, después del Congreso de Unificación. Se
convierte en uno de los miembros más activos de la orga-
nización de Hamburgo. En suma, adiestramiento militar,
valor, rudeza, la jovialidad de un portuario, la velocidad
precisa y abrupta del viejo sargento instructor y el tino para
dar severas reprimendas, todas estas excelentes cualidades
le conquistaron popularidad entre las masas y una cauta,
casi remilgada reacción de die Intellektuellen. Y no podía
ser de otra manera, ya que a los filisteos no les gusta la gente
sonriente con un invariable aroma a Köm (licor de Küm-
mel) y el lenguaje marcadamente soez del puerto.

[ 75 ]
La alegría, la rudeza y una ligera intoxicación en la san-
gre se consideran incompatibles con la vocación de «propa-
gandista» en un partido europeo.
Después de los disturbios de agosto, el partido sufrió li-
teralmente un diluvio de espías. Uno de ellos, con el tacto
de un viejo provocador, se ofreció para suministrar una
caja de armas cuya recepción hubiera llevado al desmembra-
miento de la organización militar. K. fue el encargado de de-
senmascarar esta trampa de la policía. Salió con el agente a
recoger las armas. En uno de los puentes, agarró fríamente
al hombre por el pescuezo y lo columpió sobre la baranda.
—Ahora canta, hijo de puta.
Cantó, recibió su merecido y desapareció.
En los periodos de calma, la salvaje energía del camarada
K. lo convierte en un camorrista de taberna y un tirano,
terror y orgullo de todo el vecindario.
Se encuentra con un grupo de socialdemócratas en una
cantina; el soberbio Köm de Hamburgo, mezclado con la
excelente cerveza, agudiza sobremanera la dialéctica de K.
Finalmente los mencheviques, enardecidos por las mofas
silenciosas de este gigante de ojos estrechos, benignos y as-
tutos, se levantan de un brinco buscando pelea. Agarrando
al cabecilla, K. lo saca violentamente de entre sus correli-
gionarios y lo lanza sobre un gran piano. Un incidente, la
policía, narices rotas y los inimaginables acordes del desa-
fortunado instrumento. La inactividad es terriblemente pe-
ligrosa para la gente como K. Pero en la lucha activa avanza
hasta ocupar un puesto en las primeras filas.
Durante el levantamiento fueron este mismo K. y el fun-
cionario comunista Kb. [Kippenberger] quienes salvaron a

[ 76 ]
Barmbeck del desastre mediante una red de asombrosas ba-
rricadas. Después hablaremos más acerca de ellos.
A medianoche, los líderes se dispersan para dar instruc-
ciones y reunir a los miembros de las centurias obreras. La
totalidad del partido, lo mismo que las amplias capas de
obreros que no pertenecían a él, no se enterarán del levan-
tamiento hasta la mañana después de la toma de todas las
comisarías por los comandos de la organización militar. El
asalto a los Polizeibüros estaba programado para la madru-
gada del 23 de octubre, es decir, simultáneamente en toda
la ciudad a las 4.45. E inmediatamente después de la toma
de las comisarías se debía proceder a la captura y desarme
del cuartel de Wandsbeck. Hasta ese momento, los líderes
militares que habían movilizado a sus hombres y debían
pasar el resto de la noche con ellos, no podían permitir que
nadie se fuera a su casa, prendiera una luz ni que bajo nin-
gún pretexto saliera a «despedirse de la familia». Sólo gra-
cias a estas precauciones se pudo sorprender a la policía
verdaderamente desprevenida y desarmada, con las manos
vacías. Hay que rendir homenaje a K. y a los demás cama-
radas que elaboraron este plan de batalla con él. La mitad
de la partida estaba ganada, preludiando el levantamiento
masivo con este golpe silencioso e inesperado de la organi-
zación militar, el cual: 1] dejó al enemigo sin los puntos de
apoyo que tenía en las comisarías; 2] armó a los obreros a
expensas de la policía; 3] produjo en las masas la conciencia
de una victoria ya garantizada, atrayéndolas más fácilmente
a unirse a una lucha que apenas había comenzado.
El gobierno rindió tributo a este descoyuntamiento
causado por la revuelta. A continuación transcribimos las

[ 77 ]
declaraciones del Polizeisenator (jefe de policía) de Ham-
burgo, Hense, un socialdemócrata, sobre los acontecimien-
tos: «Lo peor de este levantamiento no fue en modo alguno
la inferioridad numérica ni la incompetencia de las fuerzas
puestas a nuestra disposición. No, lo terrible [schreklich]
fue que esta vez, a diferencia de los “putsch” anteriores, los
comunistas pudieron llevar a cabo sus prolongados y mi-
nuciosos preparativos en tan absoluto secreto que no nos
llegó ni una sola delación sobre los mismos. Generalmente,
solemos estar informados de todo lo que se trama en el
campo comunista. Esto no quiere decir que tengamos que
mantener espías especiales en sus filas. No, el público ob-
servante de la ley, en el que incluyo a obreros miembros
del partido socialdemócrata,6 generalmente nos mantiene
informados de todo lo que sucede entre los comunistas sin
ninguna coerción.»
Esta vez, los mencheviques «observantes de la ley», mos-
traron ser incapaces de prevenir a las autoridades acerca de
la insurrección que se estaba preparando. Éstas no sabían
nada de él, al punto que el estado de sitio que había man-
tenido a la policía en alerta total durante la semana anterior,
había sido levantado por el gobierno el domingo, o sea, la
víspera del levantamiento.
Pero retrocedamos unas cuantas horas. He aquí algunas
trivialidades que reflejan el estado de ánimo del partido
en el momento de la movilización, cuando se toma des-
prevenida a la gente, se la saca de la cama repentinamente

6 En cursiva en la edición mexicana de Era.

[ 78 ]
y, agarrándola por el pescuezo, se la conduce quién sabe a
dónde.
Es la hora entre dos luces cuando, tumbado medio des-
pierto y con un frío insoportable, uno quisiera volver a dor-
mirse y todo está teñido de un color pardo y turbio; en
resumen, no es exactamente el momento en el que uno se
levanta para adoptar una postura heroica. Todo está, como
dicen, pronto pero duro.
Uno de los líderes del levantamiento va recorriendo a sus
Bezirksleiter (dirigentes de zona) para pasar la orden de la
operación de la mañana.
Una calle sin vida, una casa dormida, una vivienda som-
nolienta, mal ventilada, con ronquidos. La familia de un
obrero pobre. Se levanta y se viste sin preguntar, sin demo-
rarse un minuto. Un tranquilo apretón de manos y la lum-
bre de un cigarrillo retirándose lentamente en la oscuridad.
Otro escondrijo, en uno de los barrios obreros. Abre la
puerta la esposa, quien ayuda a su marido a recoger sus cosas
y sostiene un cabo de vela sobre la mesa de la cocina, en la
que hay un mapa extendido. Él reflexiona por unos instan-
tes y después, del fondo del corazón, con un sentimiento
del más profundo alivio, dice:
«Endlich geht’s los...» (Finalmente comienza.)
En una tercera guarida la esposa de un hombre que se
demora en los preparativos:
«Nu mock di man jertig» (Apúrate ya.)
Finalmente, el distrito de Sant Georg. Aquí no están dor-
midos. En una habitación trasera hay una lámpara pren-
dida deshaciendo la trama del humo del tabaco. La dueña
contesta evasivamente: el hombre por quien preguntan está

[ 79 ]
y no está en casa y ella no sabe nada. Pasos precavidos en
la escalera y, de repente, el camarada R. aparece en el um-
bral, con la cara tiznada, descalzo, una ristra de rifles bajo
el brazo y los bolsillos repletos de todo tipo de municiones.
En la sombra puede verse la fisonomía alegremente son-
riente de un personaje conocido en las tabernas del muelle
por Rowdy (rufián). ¿Qué es esto? Ha desmantelado toda una
armería. Este Genosse (camarada) no es, claro está, exacta-
mente un Genosse sino sólo un simpatizante. Pero la velo-
cidad y la destreza con la que destrabó el cerrojo y levantó
la puerta de la tienda... Rowdy se enorgullece de la simpli-
cidad de un gran ejecutor.
Entretanto, un camarada que ha recibido la consigna y
el plan para la toma de la comisaría del barrio y todas sus
armas, dice en un tono de profundo disgusto:
«Mensch, den har ick dat jo nicht mehr neudig hat!»
(¡Diablos, esto ya no me sirve de nada!).
Toda la batalla de Barmbeck, de tres días de duración, es-
tuvo dirigida en su primera fase contra la línea de ferrocarril,
columna vertebral de la zona, que los obreros no pudieron
aplastar debido a la insuficiencia de armas y, principal-
mente, a la falta de explosivos. La posición la complicaba
el hecho de que una de las comisarías más difíciles, Von-Essen
Strasse, estaba situada en la retaguardia de los insurgentes y
no había sido tomada por ellos; resistió e inmovilizó a un
número considerable de fuerzas insurrectas a lo largo de la
lucha. Esta comisaría permaneció intacta por accidente.
Cuando C., un hombre de gran tamaño que se distinguía
por una sangre fría fuera de lo común, tan impenetrable y
bien emparejado como asfalto fresco, había irrumpido con

[ 80 ]
dos camaradas por la entrada principal, había golpeado
fuertemente la mesa pidiendo la rendición inmediata, y los
azules y los verdes7 ya habían empezado a desabrocharse
vacilantemente las sólidas hebillas de sus cinturones, en ese
momento, un segundo destacamento de la misma unidad
llegó por la parte posterior del edificio, penetró en el patio
y, desconcertado por el profundo silenció reinante en la ra-
tonera, abrió fuego sobre las ventanas de la delegación. Los
Sipos y los hombres del Reichswehr volvieron en sí, vieron
a tres obreros desarmados frente a ellos, cogieron a C. des-
prevenido y tiraron al suelo a los otros dos, se encerraron en
el sótano y bombardearon a los invasores con granadas de
mano. La unidad de obreros emprendió la retirada. Pero en
la primera bocacalle, Kb., que ya había colocado su perti-
naz red de barricadas para recibir a las tropas, la detuvo.
¡Un oficial para todo el levantamiento de Hamburgo, pero
cuánto hizo por él! En Barmbeck no había una sola calle,
callejón, grieta o hendidura que no estuviera bloqueada con
un par de tapones. Las barricadas parecían brotar de la tierra
y multiplicarse a una velocidad increíble. Cuando no había
serruchos y palas, se buscaban. Se indujo a los residentes a
encargarse de este trabajo de excavación: sudorosos, carga-
ron piedras, rompieron el pavimento y talaron los árboles
sagrados de los parques públicos; estaban dispuestos a ha-
cerse polvo ellos mismos con tal de salvar sus armarios, con-
solas, camas y baúles de esta frenética obra de construcción.

7Los azules son la policía de seguridad uniformada de este color. I.os


verdes son probablemente soldados del Reichswehr. (R. Ch.).

[ 81 ]
Sólo una anciana, jalando de la manga a Kb., le hizo ade-
mán de que subiera con ella a llevarse la cómoda grande y
sólida de su lavamanos, sumamente útil para una barricada,
orgullo de toda la casa. El mueble se utilizó y resistió vigo-
rosamente hasta el final aunque sólo fue una excepción. En
general, la vieja y romántica barricada ya pasó a la historia
desde hace tiempo. La muchacha de gorro frigio ya no iza
sobre ella una bandera harapienta, la versallesa con polainas
blancas ya no abuchea al valiente gamin, ni el estudiante
del barrio latino amarra su herida fatal con un pañuelo de
encaje, en tanto un obrero dispara la última bala del largo
y anticuado tambor de la última pistola. ¡Ay! El arte de la
guerra ha relegado todas estas maravillosas y románticas
chácharas a las páginas de los libros de texto, en donde per-
duran coloreando las leyendas y el humo de la pólvora de
1848. Hoy la lucha es diferente. Como muralla fortificada
entre los rifles revolucionarios y el cañón del gobierno, la ba-
rricada ya hace tiempo que se convirtió en un espectro. Ya
no sirve de protección a nadie, sino únicamente de impe-
dimento. Es un muro ligero hecho de árboles, piedras y ve-
hículos volcados que se cubre a sí misma con una profunda
zanja, foso o trinchera para obstaculizar el paso a los enemi-
gos más peligrosos en un levantamiento, los vehículos blin-
dados. Es en esta trinchera donde se encuentra el significado
de la barricada moderna. Pero la barricada de los viejos tiem-
pos, ahora respaldada por la trinchera que ha emigrado a
la ciudad desde los muertos campos de batalla de la guerra
a gran escala, sigue prestando sus servicios a los insurgentes
con toda su buena fe, aun cuando lo hace de una manera
muy diferente a la de sus heroicos bisabuelos de 1793 y 1848.

[ 82 ]
Apilada a través de las calles e impidiendo una visión ade-
cuada de lo que está sucediendo en realidad más allá de sus
alas amenazadoramente dentadas, consigue que la atención
del enemigo se concentre en ella como el único blanco visi-
ble. La barricada recibe valientemente en el pecho todo el
fuego desencadenado y ciego que las tropas lanzan copio-
samente sobre su invisible enemigo. Sí, aquí encontramos
de nuevo otra característica que ha cambiado completa-
mente tanto el paisaje de la guerra civil como de todas sus
estrategias y tácticas. Los obreros se han vuelto invisibles,
elusivos y casi invulnerables. El nuevo método de la guerra
ha ideado para ellos una cobertura de oscuridad que nin-
gún arma de fuego rápido puede alcanzar. Raras veces los
obreros luchan en las calles, que dejan enteramente a la po-
licía y las tropas. Su nueva barricada, una piedra enorme
con millones de pasadizos secretos e intrincadas cavidades,
la constituye todo el barrio obrero con sus sótanos, buhar-
dillas y viviendas; en esta fortaleza inexpugnable toda ven-
tana a ras del suelo es una aspillera, toda buhardilla una
batería y un puesto de observación. La cama de todo obrero
es una camilla con la que puede contar un insurgente en caso
de que caiga herido. Esto es lo único que explica las des-
proporcionadas pérdidas del gobierno, en tanto que los obre-
ros de Barmbeck apenas contaron con una docena de heridos
y entre dos y cinco muertos.
Las tropas se vieron obligadas a avanzar por las calles abier-
tas. Los obreros se unieron a la batalla desde sus casas. Todos
los intentos hechos por las fuerzas regulares para tomar
Barmbeck el martes, fueron desbaratados por esta misma
formación dispersa, invisible y evasiva de rifles que podían

[ 83 ]
escoger sus blancos a sangre fría desde alguna ventana en
un primer piso, mientras abajo la multitud de policías, in-
defensamente expuesta, inundaba literalmente de fuego las
barricadas vacías.
Previendo un asalto armado, Kb. planeó la voladura de un
puente que se creía que iba a estar allí para siempre, sin di-
namita ni pólvora. Los obreros sondearon su arteria vulne-
rable, el conducto de gas, lo destaparon y le prendieron fuego.
Uno de los vehículos fue a dar por error a una calle tran-
quila y abandonada. Se detuvo para arreglar algo en el motor.
Frente a él surgió una barricada. Se dio la vuelta; las copas
caídas de los árboles talados estaban ya allí volcadas cruzán-
dose en el camino.
El vehículo número M-14 avanza cautelosamente por
debajo del puente del ferrocarril. En él van el conductor y
cinco Sipos. Desde detrás de una taberna o desde una es-
quina, no se sabe de dónde pero de muy cerca, un disparo
y después otro. Muere el conductor y también un policía.
El vehículo queda hecho trizas y las juventudes comunistas
esparcen los restos.
Las batallas verdaderamente campales siguieron todo el
martes. Los primeros ataques fuertes pueden localizarse al-
rededor de las once. La pelea más dura tuvo lugar cerca de
la comisaría de Von-Essen Strasse y a lo largo de toda la línea
de barricadas situada enfrente del terraplén del ferrocarril
por ambos lados. La policía conquista rápidamente la es-
tación de ferrocarril. Sus destacamentos corren a lo largo
de la vía tratando de abatir, uno a uno, a los combatientes
desde arriba. Han logrado rebasar tranquilamente las dos
primeras emboscadas. Sobre el tercer tramo del viaducto

[ 84 ]
estalla una descarga mortífera. Están disparando no sólo
desde la cobertura sino también desde todas las buhardillas
del vecindario. Por todas las azoteas se han desparramado
hombres provistos de rifles que mantienen calles enteras,
cruces y plazas bajo su fuego.
Abajo, una zanja y una barricada. Hace ya varias horas que
aguanta. Un destacamento de Sipos avanza contra ella más
salvajemente todavía. La posición se vuelve insostenible.
Pero desde arriba gritan: «Die Barrikade frei» (Despejen las
barricadas). La gente no se da cuenta de lo que sucede. Un
tirador baja hasta ellos, un obrero de unos veintitrés años
aparentemente herido pues sangra por el hombro, el cuello
y la cintura. Da la orden de despejar la barricada porque el
pelotón oculto en la azotea teme disparar sobre los de su
propio bando. El obrero desaparece por una entrada y unos
cuantos minutos después desde las azoteas obligan a la po-
licía a retirarse.
Otra barricada que mantuvo una tenaz resistencia durante
horas. Un cuarteto de francotiradores baja de una buhar-
dilla. Desde su torreta de observación han divisado un ve-
hículo blindado que se aproxima a lo lejos. Deciden que lo
más conveniente es emboscarlo abajo. Con un disparo afor-
tunado uno de ellos consigue perforar el radiador y parali-
zar el vehículo. Los hombres de los rifles regresan una vez
más a su palomar.
Entretanto, las batallas en la estación de ferrocarril son
aún más encarnizadas. Los obreros no sólo logran desalojar
del terraplén a varias columnas blancas una tras otra, sino que
tratan de pasar a la ofensiva. Pero los carros blindados bom-
bardean el espacio abierto frente al viaducto. Es imposible

[ 85 ]
el paso. No importa, los obreros enfrentan el fuego cubrién-
dose tras unos enormes tablones que han sacado de una ma-
derería de los alrededores. Toda una selva de mástiles se alza
y avanza hasta formar un perfecto fortín desde el cual los
tiradores continúan su constante y metódico trabajo.
En ese momento se desencadena abajo el primer ataque
masivo. Dos vehículos blindados cubren a seis camiones que
descargan toda una horda de verdes a la calle. Esta unidad
consigue desconectar al camarada K. de Kb. y sus hombres
que avanzan desde el otro lado del viaducto. No sólo eso. Kb.,
que ha dejado atrás a sus soldados, a unos doscientos metros,
es capturado. Lo registran y encierran en el edificio de los
ferrocarriles. ¡Si la policía hubiera sabido que en la figura de
este hombre diminuto, con los ojos inofensivos de un joven
maestro capaz de ser lo suficientemente temerario como
para salir a pasearse entre las barricadas, tenía en sus manos
el corazón de la revuelta de Barmbeck! Sentado junto a una
ventana, callado y tranquilo, Kb. llevó a cabo una revisión
general de las fuerzas enemigas. Observó el tránsito de tro-
peles enardecidos de policías, incitados por unos cuantos va-
lerosos oficiales. Esos desventurados mercenarios se daban
ánimos con disparos y gritos, se lanzaban cuerpo a tierra a
cada cuatro pasos, hacían señas desesperadas hacia un fle-
mático vehículo blindado que se había retrasado unos cuan-
tos metros de su «vanguardia». Desde esa misma ventana, Kb.
también pudo observar la fría tranquilidad de varios obre-
ros, y especialmente al pequeño D., de cuyo trabajo per-
sonal podía darse cuenta por las caras aterrorizadas de los
ordenanzas saliendo del fuego ocho veces seguidas con ca-
millas pesadamente cargadas. Finalmente, entre violentos

[ 86 ]
gritos y disparos, el último pelotón de verdes desapareció
por las calles desiertas del barrio insurgente, calles extrañas,
absolutamente vacías, desprovistas de cualquier signo de
vida como si hubieran sido abandonadas por sus ocupantes
y defensores. La espera dura cuatro interminables y angus-
tiosas horas.
Alrededor de las cinco de la tarde, la ola de soldados y po-
licías se repliega ruidosamente. Sufren enormes pérdidas.
Ay, la comisión directiva que tenía que haber dirigido el
levantamiento en Barmbeck (encabezada por tres intelec-
tuales comunistas, miembros del consejo de la ciudad) está
ausente. Durante dos días nadie puede encontrarlos por parte
alguna. Dirigen las batallas Kb., C. y, cómo no, T., quien se
instala con su equipo de radiocomunicación a cielo raso en
uno de los parques públicos.
Cerca de las seis de la tarde Barmbeck sigue todavía en pie,
ensordecido por la quietud. Una pausa. Kb. se abre camino
hasta llegar a una taberna amiga donde D., el pequeño tira-
dor, recostado en un sofá sorbe el café caliente que le ofre-
cen. W., y ese espléndido tirador que es C., llegan también
buscando un respiro. Y el impetuoso K. aparece tan jovial
y cálido como si hubiera estado jugando a los bolos en un
apacible descanso después de la comida o como si llegara
de una de sus caminatas de veinte millas arrastrando tras él
a una esposa quejumbrosa y exhausta; elige este lugar para
dar instrucciones a sus centurias obreras.
Resumiendo: todos los valientes del reducto de Barm-
beck llegaron a este lugar para darse un apretón de manos,
lavarse la sangre y decidir: ¿y ahora qué? ¿Qué significa esta
calma interrumpida sólo ocasionalmente por el golpeteo

[ 87 ]
de una ventana abierta de la que cuelga una bandera blanca,
llamado de algún herido o moribundo?
Mientras tanto el silencioso Barmbeck, con la luz del cre-
púsculo descendiendo sobre él como una sábana de niebla
que cubre las camillas formadas por las mutiladas calles,
permanece calladamente dividido en dos mitades. Mil qui-
nientos soldados separan el sur del norte del barrio. Los pun-
tos fuertes, en Wagnerstrasse, la 46a comisaría, la estación
de Friedrichstrasse y Pfenningsbusch, extienden silencio-
samente sus brazos tratando de alcanzarse unos a otros en
la oscuridad, como un cordón de policías empujando hacia
atrás alguna inocua manifestación callejera.
De repente, el anillo se cierra con un chasquido; un ani-
llo de músculos elásticos en el que las pesadas moles de los
vehículos blindados, formados como sombrías piedras en
un brazalete, avanzan de nuevo impetuosamente contra las
barricadas. Una masa compacta sube rodando y penetra en
la garganta de Barmbeck. Es cierto que nuestras guarnicio-
nes están todavía en sus puestos. Pero el tiempo juega en su
contra. El enemigo gana ventaja con cada gota de oscuridad
que la noche fuerza entre los dientes firmemente apretados
del barrio.
Al final, los blancos son tan invisibles como los insurgen-
tes y por lo tanto tan invulnerables como ellos. Y son más.
A ambos lados de una de las calles, pegada contra los muros,
avanza una patrulla en dos hileras. En uno de los portales el
oficial al mando agarra a un hombre de aspecto inocente-
mente intelectual y le hunde un revólver en las costillas. No
ve a un segundo hombre que, con un rifle en las manos, ha
retrocedido escondiéndose en la oscuridad y está inmóvil

[ 88 ]
como una piedra. Por segunda vez en este día, los Lands-
knechte (mercenarios) se han apoderado del foco principal
del furioso Barmbeck y lo han dejado escapar entre los dedos.
Una hora y media más tarde, Kb. daba órdenes a sus tira-
dores de disolverse y desaparecer de Barmbeck ya entonces
rodeado, medio estrangulado y medio inundado por torren-
tes de enemigos invisibles.
Cada quien se abrió independientemente su propia línea
de retirada; uno emprendió el sendero montañoso de los ca-
nalones y las crestas rocosas de los tejados de esos Alpes ur-
banos hechos por el hombre. Ninguno dio un paso en falso,
no atraparon a nadie.
A la mañana siguiente ya se habían vuelto a reunir los
treinta y cinco en el norte de Barmbeck y decidieron abrir
trincheras en el amplio semicírculo del terraplén del ferro-
carril. Y, de nuevo, durante varias y largas horas hubo com-
bates, tiroteos desenfrenados, obstáculos taponando las calles
aledañas, barricadas y muchas, muchas bajas del enemigo.
Entran en servicio cincuenta rifles nuevos... desgraciada-
mente, armas de juguete provenientes de un club local; y
con ellos, este levantamiento comprimido en ambos flancos
por el terraplén, logra rechazar tres ataques, tres jaurías de
sabuesos son obligadas a retirarse con la cabeza destrozada;
ese día costó cuatro hombres a los rojos. Cuatro camaradas
excelentes: y el viejo Lewien pagó por ello con el precio de
una sangre extremadamente dolorosa. Esos sonajeros in-
fantiles, los rifles de los deportistas del club fueron hallados
en su jardín. A la anciana señora Lewien, que vivía en su ca-
sita con una cómoda anticuada, un gato, una cabra blanca,
el retrato del viejo Liebknecht, la más vieja, casi centenaria

[ 89 ]
tradición de un ateísmo valeroso y del viejo partido de la
época de la ley antisocialista, le devolvieron primero el abrigo
manchado de sangre del viejo y después un cuerpo comple-
tamente desangrado. El hijo mayor, un filisteo socialdemó-
crata, llegó a escarbar entre los cajones, vender los enseres y
pedir a la anciana señora Lewien que firmara unos papeles.
Pero ella tan sólo recuerda una cosa: al viejo de pie sobre el
camión, sólo entre una multitud de verdes, y lo pálido que
estaba.
Aquí, en la tarde del día 24, los camaradas se enteraron
casi simultáneamente de la caída de Schiffbek y de la calma
reinante en el resto del país.
Ese miércoles, el 24, no habiendo recibido noticias del
comienzo de la revolución alemana, el grupo dirigente tuvo
que tocar a retirada. No porque los obreros hubieran sido
aplastados, sino porque ¿cuál era el objeto de seguir la lucha
sólo en Hamburgo, de relampaguear aislados con un de-
rrumbe general por telón de fondo?
No fue tan fácil ordenar la retirada en una ciudad ebria
de victoria, donde la defensa está dispuesta en cualquier
momento a pasar a la ofensiva y cientos de barricadas y de-
cenas de miles de obreros están preparándose para un ata-
que resuelto y para el terrible acto de clausura de la guerra
civil, la toma triunfante del poder. El primer mensajero que
llevó a las barricadas la orden de replegarse fue derribado de
un furioso puñetazo. Era un viejo y honesto obrero que,
junto con su familia, había mantenido el peligroso servicio
de correo a lo largo de todo el levantamiento. Pensando en
este terrible puñetazo que tan injustamente le habían propi-
nado sus compañeros, el camarada P. casi se moría y los ojos

[ 90 ]
se le inyectaban de sangre tanto como su mejilla golpeada.
Exactamente del mismo modo, toda la clase obrera de Ham-
burgo apretó las mandíbulas cegada por el de dolor cuando
recibió la orden de liquidar la insurrección. Era necesario
disfrutar de confianza en las masas como T., que había cre-
cido con sus organizaciones, y estar tan inextricablemente
vinculado al meollo del proletariado, para poder dar tan
impunemente como él esta abrupta vuelta de timón hacia
la desmovilización.
De acuerdo, se retiraron. Contrariados y refunfuñando,
despidiéndose por última vez a pesar de haber rechazado al
enemigo de sus barricadas durante muchas horas. Aprove-
chando la confusión, los tiradores abandonaron las zanjas,
barricadas y puestos de centinela sin hacer ni un solo ruido.
Partieron con sus armas, llevándose consigo a muertos y
heridos; borraron todas las huellas que iban dejando atrás
y se dispersaron gradualmente en los suburbios ahora si-
lenciosos. Esta retirada planeada se llevó a cabo al amparo
de tiradores distribuidos por los tejados. Ninguno de ellos
abandonó su puesto de combate hasta que, cinco pisos más
abajo, el último insurrecto había dejado su trinchera y el
última herido, apoyado en los hombros de sus camaradas,
se había ocultado tras la entrada de alguna casa segura.
Aguantaron todo el día, contuvieron a los blancos sin cesar,
corrieron de un lugar a otro a lo largo de cornisas asomadas
sobre barrancos y propicias para un resbalón fatal, atrave-
sando huecos de escaleras abiertos como trincheras, pasando
pozos y ventanas de buhardillas a través de las cuales la po-
licía, olfateando el vacío y la derrota tras las desiertas y aca-
lladas barricadas, se abría paso cada vez más decididamente.

[ 91 ]
La lucha se había convertido en una persecución. Toda la
población escondió y puso a salvo a la heroica retaguardia
del octubre de Hamburgo, mientras aquellos solitarios
heridos, renegridos y acosados todavía disparaban desde
algún lugar y se enterraban inmediatamente después en una
familia obrera desconocida; vestidos con harapos, las manos
ensangrentadas, las bocas negras y resecas, esquivando una
jauría de cazadores que pasaba corriendo, bramando y pro-
firiendo maldiciones, ante la puerta que apenas acababa de
cerrarse.
Uno de los últimos en retirarse fue el viejo camarada de
partido W., quien tambaleándose de cansancio y ebrio de ga-
nas de recostarse y dormir, no lograba ya aferrarse a las
resbaladizas tejas o al canto de una cortante chimenea. Fi-
nalmente, cuando allá abajo se abrió ante él una salida a la
libertad en las sombras de alguna entrada lóbrega, se detuvo
de nuevo para montarse el rifle y descargar los últimos car-
tuchos con un júbilo malicioso. La esquina en la que se es-
taba apoyando había sido lacerada por las balas. Por pura
suerte ninguna de ellas le había rozado la cabeza, ahora, una
sombra contra el muro de piedra coronada de rasguños y
agujeros. Lograron llegar a tiempo de ponerlo a salvo. Al-
rededor del cuello, sobre una camisa abierta y un torso
velludo y sudoroso, llevaba anudada una corbata deslum-
brantemente elegante.
«¿Por qué llevas puesta esta Schlips [corbata], compañero?»
«Ich wollte festlich sterben.» (Quería morir como es debido.)

[ 92 ]
Schiffbek

EXTENDIÉNDOSE UN POCO A LAS AFUERAS de Hamburgo,


donde una monótona hilera de postes de telégrafo emprende
el camino en dirección a la plana, arenosa y demudada Pru-
sia, se encuentra una pequeña población obrera con el nom-
bre de Schiffbek. Está situada entre el Bille, un riachuelo
lóbrego y liso como hojalata, y colinas en las que crecen ár-
boles desparramados que se han quedado medio calvos y
desgreñados por el viento y también una serie variada de
casitas de dos pisos de una colonia obrera.
En el centro, la iglesia evangélica se yergue vacía como
una sombrilla oxidada, clavada en la tierra, puesta a secar
después de la lluvia y olvidada allí para siempre. Como no
cree en Dios, la población cosmopolita de esta colonia obrera
no la visita. Hoy, después de los combates, ahí está con un
ojo amoratado, sin vidrios en las ventanas ni puertas: un sa-
cerdote que se ha extraviado en el camino y ha acabado me-
tiéndose en luchas ajenas.
Una gran fábrica de productos químicos se levanta sobre
una pequeña isla en la parte más alejada del Bille; fría, pon-
zoñosa y llena de cristales que se van depositando en las ne-
gras y heladas aguas. Una venenosa naftalina verde cubre el
lecho del río como una película de musgo fresco y corrosivo.
En esta fábrica trabajan unos mil obreros.
En el interior de los hornos siempre en combustión, un
fuego denso como de planetas fundidos se vierte hacia afuera.
Se observa a través de unas ventanillas diminutas. A veces,
el calor blanco está recubierto de una ligera bruma carbo-
nosa pero generalmente es tan blanco e inmóvil como la

[ 93 ]
ceguera. Desnudos hasta la cintura, los obreros se abalanzan
desde los hornos flameantes hacia el frío de la nieve o la llu-
via intentando escapar de una atmósfera asfixiante. Las gi-
gantescas colas de yegua de las marismas de antaño se hacinan
ahora en los rincones como montones de carbón.
A lo largo de ambos lados de un estrecho corredor de
piedra se encuentran una enorme caldera de vapor y un gi-
gantesco horno de fundición. La noche de Navidad, su chi-
menea, más alta que las demás, parece un huraño fumador
que de repente se hubiera quedado sin tabaco.
Las «chozas de hojalata» se extienden al borde de las
manchas de desperdicios blancos ahora congelados. Estas
instalaciones, como un largo cuerpo sin piernas, aprietan
el vientre contra el suelo y tienen siete chimeneas todas
de la misma altura, colocadas en fila como minaretes, desde
los cuales cada mañana un estridente almuecín llama al
trabajo.
Trabajar en esta fábrica es sumamente nocivo para los
pulmones. Los más fuertes no resisten más de cuatro años.
Hay que ser como S.,8 un héroe de la insurrección de Ham-
burgo, para salir ileso después de trabajar varios años en este
infierno. Pero S. es un gigante de cuya constitución está or-
gulloso todo Schiffbek.
Pregúntese a cualquier golfillo y contestará que S. puede
levantar en el hombro a seis hombres agarrados a una barra

8La figura principal del levantamiento en Shiffbek fue, según un relato


posterior, Fiete Schulze; posiblemente es a él a quien Larisa se refiere como
S (según Richard Chappell, en la nota a la edición inglesa de Hamburgo
en las barricadas, México: ed. Era, 198, pág. 15).

[ 94 ]
de hierro, que sus manos son mucho más grandes y de
mayor cabida que los monederos que las buenas amas de
casa de Schiffbek llevan al mercado, y que por la mañana,
cuando columpia sus extraordinarias piernas fuera de la cama,
todo el vecindario cruje y se tambalea al grado que las ve-
cinas sin reloj saben que ya es hora de despertar a sus ma-
ridos para ir al trabajo. De modo que, según hemos dicho,
como S. es un coloso tal, un espíritu audaz, bolchevique y
generalmente diabólico, las «chozas de hojalata» no le han
perjudicado mucho. Pero el pequeño C. salió de ellas con
una pierna chamuscada hasta el hueso y K. escupiendo fle-
mas rojas en su sucio pañuelo.
Más arriba del Bille se encuentran las torres humeantes
de Jute, una de las plantas manufactureras más grandes de
Hamburgo. En ellas trabajan predominantemente mujeres.
Mal remuneradas y escasamente organizadas, el partido ha
llevado a cabo año tras año una dura lucha contra el patrón,
contra los sindicatos mencheviques, contra la inercia de las
propias mujeres –notablemente clamorosa e inflamable pero
fácilmente intimidable– y contra el sacerdote.
Las mujeres de Jute se resistieron tenazmente a cualquier
organización estable. Siempre que se presentaba la ocasión,
se quejaban de sus salarios y, después de los primeros días
de huelga, iban quejumbrosamente a hacer las paces con el
gerente, al principio rompiendo los cristales de su oficina
y después informándole sobre quiénes eran los instigadores.
No obstante la fábrica, en el desarrollo de su actividad ca-
pitalista, está entresacando de esta masa de mujeres impre-
cisa y fácilmente explotable los primeros cabos de una fuerte
solidaridad proletaria. Por muy dóciles que hayan podido

[ 95 ]
ser, los salarios no han parado de caer. Uno tras otro, los
departamentos han sido sometidos a la frenética carrera in-
flacionaria de precios y salarios. Aunque limitadas a los con-
fines de sus propios hogares, de su economía doméstica y
de su fábrica, las mujeres siguen tan unidas como indiferen-
tes son a los movimientos políticos que trascienden esos con-
fines. Puede que no se enteren de una huelga general, pero
nunca abandonarán a sus compañeros de la sección vecina.
Así pues, hace ya más de un año ahora, Jute, básicamente
apacible, afortunadamente no ha trabajado más de tres días
de cada seis, ya que el resto del tiempo la fábrica sale a la calle
a apoyar a la sección que en aquel momento está en huelga.
«¡Oh, ha!» (Expresión favorita de todo verdadero ham-
burgués).
«¡Oh, ha!» dicen los obreros que han estado haciendo labor
de propaganda en la fábrica Jute durante meses y años, «el
hambre las está convirtiendo en buenas comunistas».
He aquí a una de las asombrosas mujeres que han salido
de Jute. La llamaremos Elfriede y diremos que es hija de un
vigilante nocturno de Schiffbek. El padre era conocido en
la población por ser un menchevique ortodoxo, propietario
de una espléndida carabina con la que mantenía en orden
y tranquilidad las zonas abandonadas y los edificios a su cargo
llamados Hundebuden (perreras) por los trabajadores.
Pero mientras el vigilante defendía fielmente la ley de la
propiedad privada con su carabina, Elfriede trastornaba y
pisoteaba, en todos los sentidos, estos bastiones sagrados con
su asombrosa belleza.
Elfriede no sólo era una perfecta comunista, una excelente
compañera de trabajo y una muchacha heroica que luchó en

[ 96 ]
las barricadas poniendo en pie a toda la población feme-
nina de Schiffbek para organizar cocinas de campaña y lle-
vando ella misma en pleno tiroteo café caliente y cartuchos
nuevos amarrados alrededor de su delgada cintura a los ti-
radores en las trincheras: encerró con sus propias manos a
su viejo padre bajo llave, incrementó con su rifle anticuado
el escaso material de guerra del partido y fue capturada fi-
nalmente por la policía en plena actividad criminal, a saber,
cuando estaba pelando patatas para los insurgentes, con las
mangas arremangadas en medio de montones de peladuras
recientes; no sólo fue una mujer valiente y activa dedicada
indisolublemente al partido, sino también uno de los pri-
meros ejemplos quizás de un nuevo tipo de valentía, tan
desafortunadamente falsificado en las páginas de la novela
neoproletaria y en las homilías de los revolucionarios de salón.
Con ella llegó al distrito de Schiffbek, azotado por la po-
breza, el espíritu de destrucción y libertad. Elfriede se negó
a convertirse en la esposa de nadie. Su nombre evocaba el
tímido respeto y el odio furioso de las esposas legales a cuyos
maridos ella se llevaba por un día, un año o una vida, y de
los padres y amantes.
Conquistaba a quien se propusiese, hacía el amor mien-
tras en ese amor no hubiera mentiras y después devolvía
arrogantemente la libertad a su cautivo. Pero a nadie pidió
apellidos, escudo o ayuda para ella o su hijo. Nunca, ni en
la debilidad ni en la enfermedad, buscó apoyo en la ley que
toda su vida había despreciado.
Del banquillo fue a la cárcel.
Pero primero una escena, una asombrosa escena que de
hecho tuvo lugar en un pasillo de la alcaldía de Hamburgo

[ 97 ]
de cuyo balcón fue cuidadosamente arrojado el doctor Lau-
fenberg en 1918 y a donde fueron conducidos los comu-
nistas detenidos el 23 de octubre.
En ese día siniestro, se encontraban alineados en el patio
principal de la estación de policía de Schiffbek en filas de
tres, cuatro o cinco, camiones cargados de obreros arrestados,
tendidos boca arriba y amontonados unos encima de otros.
¡Los rebeldes! Habían peleado en una batalla abierta si-
guiendo todas las reglas de la guerra honesta, arriesgando
vida por vida frente a un adversario cien veces más fuerte
y, aun así, apiadándose de los prisioneros y dejando ir a los
heridos. Después de la derrota fueron tratados, claro está,
como bandidos cazados, renegados fuera de la ley. La po-
licía descargaba puntapiés sobre esas hileras de cuerpos en-
sangrentados, jadeantes, amontonados unos encima de otros.
Hombres agonizantes, estrujados, con los rostros aplastados
contra los tablones tiznados de carbón, mientras que los ca-
maradas que yacían sobre ellos eran violentamente arrastra-
dos por los Wachtmeister (alguaciles) del Reichswehr, que
los sacaban jalándolos del pelo y golpeándolos con las cu-
latas de sus rifles en las nucas hasta dejarlos inconscientes.
Había tres hombres abatidos. S., ese roble entre los hom-
bres, un superhombre por su asombrosa fuerza física, vo-
mitó sangre y perdió el sentido. K. estaba agonizando y el
pequeño y ágil L., debajo de la bota de su apaciguador, se
aprestaba a abandonar de un brinco su destrozada existencia,
igual que un ojo se sale de la órbita cuando se llena de fuego
y lágrimas. Hablaremos después sobre esto; no quiero refe-
rirme a Schiffbek empezando por la fase de las atrocidades
de la policía. Éstas son meramente un sangriento y sucio

[ 98 ]
epílogo a tres días de insurrección que no podrán ser bo-
rrados de la historia de una nueva humanidad obrera por la
bota de un soldado. Porque, en verdad, qué inalcanzable es
la resplandeciente cumbre sobre la cual se alza la lucha de
los obreros de Hamburgo por encima de la porquería san-
grienta de los suelos de las comisarías, de las viles oficinas
de los tribunales donde se escribieron y se rompieron, se rom-
pieron y reescribieron los procesos, de los apestosos excusa-
dos de esta alcaldía ahora ilustre, en los que se obligó a los
arrestados a lavarse e incluso a ducharse, de tal modo que
los miembros del ayuntamiento y los señores diputados so-
cialistas que habían llegado para convencerse del trato ama-
ble y humano de la policía hacia sus prisioneros de guerra,
no tuvieran náuseas al ver la sangre desparramada por todas
partes o al sentir el hedor de la ropa de un adolescente, miem-
bro de las juventudes comunistas de Hamburgo, apaleado
hasta perder el control de sus esfínteres.
Y así fue como metieron en este largo y blanco pasillo,
en el que la soldadesca ebria mantenía contra las paredes a
hombres acobardados por el látigo y el olor a caucho y san-
gre, a esta pieza viviente de la revolución capturada tras sus
líneas. En ese pasillo, Elfriede que tan celosa y laboriosa-
mente había defendido su vida digna y solitaria, libre del
báculo de cualquier moralidad oficial, y a pesar de todo tan
pura y recta como una flecha, en ese pasillo la hicieron zo-
zobrar con el abuso y la burla más obscena y vil.
Cada cuarto de hora irrumpía en el vestíbulo un nuevo
grupo de Reichswehr, levantaba del suelo a los que ya se ha-
bían derrumbado, golpeaba de nuevo a los que ya habían
sido golpeados, revivía a los que se habían desmayado para

[ 99 ]
derribarlos otra vez y, después, cada una de esas escuadras
arremetía de nuevo contra ella, parada ahí como desnuda en
medio de fieras salvajes.
—Perra comunista —gritaban.
—Puta —gritaban.
—No eres una mujer alemana, eres un animal —gritaban.
Y en esa horrible e interminable cámara de tortura que
duró un día, una noche y otro día, esta muchacha recordó:
sí, había habido una gran mujer alemana, grande como una
estatua de mármol, y nada desde su espantosa muerte había
sido tan perfecto y cuerdo en la revolución alemana.
Y, lo que es más, había dejado tras ella un pequeño libro
de cartas. Portada blanca con letras rojas. Cartas desde la
cárcel.
Elfriede resistió en este satánico corredor, gritando sobre
Rosa Luxemburgo hasta que la oyeron. Cuando una mu-
chacha se arma con el nombre de Rosa es tan poderosa y
temible como un hombre armado; es una guerrera y nadie
se atreverá a tocarla.
Es imposible recoger lo que dijo y cómo o cuáles fueron
sus palabras.
Pero algún sargento pidió disculpas.
Una de las escuadras salió con el rabo entre las piernas
diciendo que «ellos no se habían enterado». Quizás fue apro-
vechado este intervalo para apartar de los soldados a uno de
los hombres heridos y arrastrarlo con los brazos fuera de la
jauría.
Ésta es la historia de Elfriede de Schiffbek.

[ 100 ]
Retratos

1] Un par

UNA PAREJA. En Schiffbek cuentan cómo vivía ese par, ma-


rido y mujer, ambos viejos e intachables comunistas. Hacía
varios años que se habían separado, llevaban vidas inde-
pendientes, habían formado nuevas familias y no se veían
el uno al otro. Soberbio tirador, en octubre él se hallaba lu-
chando tras una de las trincheras que cruzaban las estrechas
y desnudas callecitas. Aconteció que su antigua esposa tam-
bién estaba allí, luchando junto a él. Como antes, en los
días del levantamiento espartaquista y el «putsch» de Kapp.
Capturaron al obrero y su esposa se entregó al día siguiente.
Y de este modo, esta pareja de combatientes se reunió muy
naturalmente al primer disparo, bajo el fuego. Juntos en-
frentarán el juicio.

2] Una casa propia y el levantamiento

ELLA ERA MIOPE, NORMAL, una enfermera católica y devota


con la vista defectuosa. Hoy, después de la guerra, él es co-
munista. Un obrero excepcional, diligente y rápido. Se in-
sertó en el partido como una de esas diminutas baterías
domésticas que pueden proporcionar luz, hacer girar un
rodillo para afilar cuchillos o, cuando son ocho, pueden
impulsar un tren eléctrico en miniatura y, no obstante, no
siguen siendo más que miniaturas o un milagro enorme de
energía, el motor de toda una era de máquinas sólo que a
escala minúscula. Cuando es necesario, la pequeña batería

[ 101 ]
puede emitir verdaderas chispas incendiarias, mayores que
ella misma.
Este obrero de mentalidad práctica y altamente especia-
lizado fue atacado por una dolencia bastante especial y poco
frecuente que afecta a una de cada diez mil personas y que
es, en consecuencia, incurable; los poseyó un gran y atormen-
tador amor por la devota, huesuda y desgarbada enfermera.
Como es normal en estos casos, el sentimiento fue mutuo
y al momento estaban transidos.
Se casaron saltando por encima de las creencias políticas
de él y el catecismo de ella e incluso se olvidaron de ambos
durante un tiempo. Después, el camarada L., que nunca
flaqueó y jamás se separó del partido, empezó a ahorrar di-
nero para construir su casita en las afueras de las afueras,
más allá del oasis de casitas blancas con tejados rojos que
los miembros de la autoridad local, cinco viejos menche-
viques, se habían donado a sí mismos con los fondos ofi-
ciales. Todos en un mismo lugar, exactamente igual que
una gran familia.
El viento sopla alrededor de ellas y la población escupe
cuando pasa por allí. De todos modos, estas gentes viven
bien y tranquilamente.
L. trabajó; trabajó horas extraordinarias y noches y, en sus
días libres, corría a su terreno para ir alzando su casa con gran
paciencia y afán, ladrillo a ladrillo, pedacito a pedacito,
azulejo por azulejo.
Llegó el primer hijo y también el segundo. El partido se
esfumó en la bruma y se convirtió en una perspectiva teó-
rica sobre la vida, una idea encerrada con llave en un rincón
desocupado.

[ 102 ]
A veces, en los momentos de descanso doméstico, L. oía
su paso monótono y lo sentía esperar ahí parado escuchando
a la puerta de su conciencia.
La esposa miope e industriosa finalmente pudo empezar
a vivir en su propia casa, coser junto a su chimenea pulida
y brillante, dormir en su cama, criar a sus hijos, limpiar los
azulejos holandeses de la estufa, lavar los cochinillos y fregar
los relucientes suelos. Los domingos L. leía ahora en voz alta
algún romance cortesano sobre el hijo inconvenientemente
mal criado de un conde con boda al final.
La mañana del 23 de octubre, L. acababa de sacrificar el
cerdo para la Navidad. Ya lo había desangrado, dejando es-
currir la sangre en un barril para hacer morcillas. En aquel
momento empezó el tiroteo. A pesar de la casa que había
levantado con sus propias manos y pintado pedazo a pe-
dazo con el sudor de su frente, a pesar del extraordinario
amor por su mujer, el comunista tomó el rifle y partió. ¿Y
qué pasó después?
Lo capturaron, lo golpearon y lo pusieron en libertad. Un
juicio en unos cuantos días. ¿Qué hacer? ¿Quedarse en casa
o huir?
El mismo instinto revolucionario que había llevado pre-
viamente a L. a las barricadas, ahora condujo a este obrero
alemán bien establecido, aburguesado y domesticado, a las
calles en medio del fuego cruzado de las balas que pasaban
silbando por las esquinas de las viviendas obreras y los mi-
serables cobertizos; a enfrentar el contingente de tropas re-
gulares de dos mil soldados que bombardeaban este avispero
para tomarlo vacío. Ahora imperaba el despiadado instinto
de clase: no abandones nunca más el partido, no te atrevas

[ 103 ]
a desertar, tienes que pasar a la clandestinidad y continuar
el trabajo.
Pero si huye, al día siguiente la casa y sus pertenencias,
hasta Lumpi el perro guardián, serán confiscados por el go-
bierno. La esposa, dos niños y el tercero recién nacido se
encontrarán en la calle. Además, por alguna razón, su mujer
se está quedando ciega y ha empezado a rezar con frecuen-
cia y largamente.
A pesar de todo, una noche llegaron a casa de C. –ella
no llevaba sombrero ni gafas– y relataron toda su vida al
camarada incluyendo esa maravillosa primera mirada que
había decidido en otro tiempo su destino.
Al día siguiente L. desapareció.

3] El siglo XVIII, la alegría de vivir y la insurrección

EN REALIDAD ESTE RETRATO no atañe a la historia de la in-


surrección. Pero en toda galería hay invariablemente, como
algo consabido, un «Das Bildnis eines Unbekannten» (Re-
trato de un hombre desconocido) y esos trazos tan anónimos
pueden decirnos más sobre las peculiaridades inimitables de
su periodo que todos los cuadros firmados.
Tenemos que dibujar una casa, barco hundido que se posa
lentamente en algún lugar del fondo del mar, en un calle-
jón oscuro donde de vez en cuando la iluminan la luz de
ojos blancos de un automóvil que pasa a la deriva. El farol
sobre la verja irradia una luz semejante al resplandor de un
árbol podrido.
Una entrada hedionda y ventanas próximas al suelo fis-
gándose siempre unas a otras.

[ 104 ]
El dormitorio, frío como el polo norte –los cristales de las
ventanas entumecidos, el armario y el lavabo bostezando–
se caldea con una bolsa de agua caliente embutida debajo de
un helado cobertor de plumas. En el comedor –que es tam-
bién sala y taller–, el calor denso aunque huidizo de una es-
tufa de hierro; sobre la lámpara una oropelada pantalla de
seda que parece las enaguas de una prostituta barata; en la
cocina, un fregadero apestoso, gas y un fuerte olor a hu-
medad. Todo el contexto testimonia la indudable prospe-
ridad de un obrero aristocrático; pertenece al camarada K„
un artista de la madera. Está empleado en una de las ma-
yores fábricas de muebles dedicadas a imitar antigüedades.
Su especialidad es el siglo XVIII al que, aunque nunca ha
leído nada sobre arte, siente en las puntas de los dedos. Con
los ojos cerrados el maestro puede serrar impecablemente
la fina capa teñida de color cerezo con incrustaciones de metal
y concha de tortuga y, esforzándose tan poco como en el
taller del famoso Boulle, construir muebles cuyos contornos
decadentes, intrincados y graciosamente curvos emergen
del pesado pedazo de madera húmeda que ha caído entre
sus manos asombrosamente creativas. En cada uno de los
escritorios antiguos en los que supuestamente nuestras
abuelas escribían sus cartas de amor, y en cada una de las
mesas de juego en las que los Werthers rompían la tiza ga-
rabateando los nombres de sus amadas después de haber co-
locado una vela junto a las pesadas pistolas, K., el artesano,
ajusta, en aras al estilo, cajones secretos, pequeños recove-
cos y resortes ocultos que, cuando se presionan accidental-
mente, entregan en las manos del admirable burgués un par
de cuartillas amarillentas, un manojo de no me olvides secos

[ 105 ]
y ese aroma tan precioso del secreto ajeno. Todos estos ele-
mentos han sido recogidos por ese mismo artesano, K., con
un gusto y un sentido de la proporción inmensos.
El comunismo, para él, ha quedado guardado como un
cofrecillo lleno de ideas, palabras y generalidades totalmente
inaplicables a la vida práctica que constituyen lo más valioso
e íntimo de la vida, el estilo político.
Huelga decir que K. no tomó parte activa en la insurrec-
ción, a menos que, claro está, se cuente la amplia hospitali-
dad que dispensó a los camaradas después de los combates.
K. es un epicúreo. Un verdadero hombre del Renaci-
miento en su efervescente e irreprimible amor por la vida,
sus placeres y su palpable y cálida belleza humana; su per-
cepción de todo ello es tan infalible como su habilidad
como ebanista. K. cree que el proceso mismo de la vida,
con todas sus funciones fisiológicas y profundamente mun-
danas, se convertirá algún día en la base de la más grande
y verdadera belleza. Esta estética social le confiere una
afinidad con las cosas sobre las cuales escribiera Edgar
Allan Poe: esos jardines y palacios todavía no existentes que
serán habitados por hombres sabios, y que K. ya puebla de
obreros.
«Si el reino del futuro llegara repentinamente» (concepto
puramente germano: sólo un utopista que no cree en sus
fantasías podría expresarse de esta manera) él elaboraría ma-
ravillosos estantes, camas, mesas y sillas para los palacios de
los obreros. Éste es su «cofrecillo» comunista ideal.
Pero ahora, la práctica. ¿Por qué no se unió a la lucha en
octubre? ¿Por qué sonríe cuando se habla de huelgas y
de distribuir panfletos? Dadas esa pasividad deliberada

[ 106 ]
e indiscutible deserción del campo de la guerra civil, ¿de
dónde provienen esa arrogancia y esos modales provoca-
dores de un vencedor sobre la burguesía? ¿Por qué a fin de
cuentas este hombre, que fue creado para grandes placeres
espirituales y físicos y que creía que el comunismo era el
único camino mediante el cual él y su clase podrían alcan-
zar esos placeres, no levantó un solo dedo ni arriesgó el cue-
llo una sola vez durante la insurrección?
Resulta que está robando y saqueando a su burgués. Roba
casi abiertamente, atesorando grandes sumas para los es-
tándares de la industria artesanal, llevándose al bolsillo ga-
nancias inimaginables, mientras mira provocativamente a
su amo a los ojos y vigila a los cobardes cómplices que lo
asisten. Así, después de una semana de la más ardua tarea,
trabajando diez horas diarias en tensión continua, aparecen
varias botellas de cerveza excelente, su menuda esposa, Elsa,
luce ropa interior de seda negra y, desde el rincón mu-
griento donde el corcho de la Roederer golpea el bajo techo
como un hombre alto que entrara errante y se tropezara con
el borde de este banco, a través de la bruma de un cigarro
puro, a través de la niebla de la humedad sofocante, a través
de las doradas ilusiones que estallan en burbujas diminutas
sobre la superficie de la jarra de porcelana en la que bullen
en efervescencia uvas centenarias, el camarada K., con la son-
risa burlona de un conquistador, contempla a la burguesía a
la que ha engañado tan astuta y descaradamente.
Estos son sus momentos de gloria.
Las viejas canciones de Hamburgo son más antiguas y jo-
viales que las nuestras. Hay una sobre la hija de un artesano
que amaba a tres bulliciosos aprendices despedidos por su

[ 107 ]
padre, otra sobre caballitos de mar y mujeres, otra más sobre
riñas y tabernas portuarias. Él las canta maravillosamente.
¿Cómo decirle a K. que a cambio de las migajas que el
amo le permite arrebatar de su abundante mesa, de la gota
de vino robado y de esas pocas horas de bendito olvido, él,
insustituible artesano, está dando a su enemigo la médula
de los huesos, su vida y esas misteriosas y temblorosas fibras
del cerebro en las que reside el talento, igual que cualquier
trabajador da su sudor, sus músculos y sus huesos?

Sobre Schiffbek de nuevo

LA COMISARÍA DE SCHIFFBEK, las oficinas del ayuntamiento,


el correo y, en general, todas las instituciones y edificios pú-
blicos que personifican el poder del Estado en esta pequeña
ciudad de clase obrera con su población cosmopolita, fue-
ron tomados por los comunistas al amanecer del 23 de oc-
tubre con la ayuda de una carabina y un cuchillo de monte
de hoja dentada con mango de hueso.
Al igual que en el resto de Hamburgo, la comisaría de
Schiffbek, repleta como estaba de Sipos armados, fue to-
mada por sorpresa con las manos vacías, rápidamente y sin
ruido. A la cabeza de todo el levantamiento y de la organi-
zación militar que elaboró y llevó a cabo su plan estaba S.,
un hombre gigantesco y valiente, uno de esos obreros ver-
daderamente revolucionarios de los que la Alemania mo-
derna puede sentirse orgullosa. Quizá debido a esta misma
fuerza física y a la conciencia de que con un solo movi-
miento de sus músculos de acero podía aplastar a cualquier

[ 108 ]
adversario, había desarrollado dos valiosas cualidades como
líder: el sentido de la cautela y la capacidad de calcular el
efecto preciso de cada descarga de fuerza. Podía caer como
un martillo de vapor sobre un yunque partiendo cuidado-
samente una cáscara de nuez sin dañar el fruto y un minuto
después doblar una barra de hierro.
Su patrulla armada, formada por miembros selectos de la
organización local, resistió y luchó como hubiera luchado
el mismo S.: cuando se vio rodeado por una chusma inva-
sora que lo acorralaba contra un muro, empezó a derribar a
aquellos hombrecillos uno a uno sin detenerse a comprobar
el efecto del increíble alcance y poder de sus puños de hierro.
Después de haber ocupado la comisaría, los insurgentes
de Schiffbek no permanecieron allí sino que, apoderándo-
se de dieciséis rifles y otros tantos revólveres, abandonaron
el edificio que podría haberse convertido para ellos en la mis-
ma trampa que había sido para la policía a la que acababan
de sorprender y desarmar.
Un reducido grupo de buenos tiradores, ocultos tras los
arbustos, los cobertizos de los jardines y las esquinas de las
barracas de los obreros, esparcidas a lo largo de las colinas
que se encuentran al lado izquierdo de la carretera central que
une Schiffbek con Hamburgo, podía mantener bajo el fuego,
y así lo hiceron, la carretera, el puente y el terraplén del fe-
rrocarril y contener a una distancia respetable a un enemigo
diez, cien, y, finalmente, durante los últimos ataques de la
mañana del 26, mil veces más fuerte.
Un francotirador o Scharfeschütze como los llaman aquí,
trataría, manteniéndose a salvo tras su escondite y dispa-
rando a largos intervalos cada cinco, diez o quince minutos,

[ 109 ]
de alcanzar por lo menos a un hombre y frecuentemente a
dos con una sola bala. A estos disparos aislados y siempre
mortales, la policía respondía barriendo manzanas enteras
con el fuego graneado de sus ametralladoras, segando las
vidas de una multitud de mujeres y niños que habían caído
accidentalmente en la mira de su impotente rabia. A pesar
de todo, tras una breve tregua, un disparo proveniente de un
ojo agudo, frío y calculador, zumbaba de nuevo, alcanzando
al conductor de un vehículo blindado que, quitándose sus
guantes de piel para encender con alivio un cigarro, acababa
de asomar su cabeza por la escotilla de acero; a un verde que
había salido de un brinco de una esquina; a un soldado del
Reichswehr agazapado detrás de un buzón, que acababa de
detener en medio de la calle a la esposa de un conductor
de tranvía cuyo rostro y la hogaza de pan que llevaba bajo
su chal, le habían parecido sospechosos.
El Reichswehr recluta a sus soldados entre torpes mozos
del campo. Se trata de los hijos menores de campesinos ricos,
una generación que maduró después de la guerra y la revo-
lución. En el campo representan una carga para sus padres;
manos campesinas, codiciosas, perezosas, consentidas, que
no invertirán suficiente energía en la tierra, puesto que no
cuentan para la futura herencia. Esos muchachos, cuadrú-
pedos políticos, se convierten fácilmente en Landsknechte
y ven la guerra civil como un pogromo en el curso del cual
tienen la oportunidad de ganar mucho arriesgando poco.
Pero en vez de mujeres desarmadas y niños aterrorizados en
las colas del pan y esa chusma urbana cobarde de la que el cura
del pueblo hablaba con tanto fervor, desbordándole la pa-
pada por encima de su alzacuellos blanco, esos pequeños

[ 110 ]
campesinos bien alimentados, se tropezaron con las centu-
rias obreras y con los impecables disparos a sangre fría de
viejos soldados que habían regresado de la Guerra Mundial
con todas las insignias de distinción en precisión de tiro y en
labores de zapa bajo el fuego de las ametralladoras enemigas.
Los papeles se han invertido. En Alemania, la revolución
se hace con antiguos soldados que defienden sus barricadas
de acuerdo a todas las reglas de la ciencia militar, mientras el
gobierno tiene numerosas unidades pero totalmente inex-
pertas y sin foguear, cobardes en combate aunque brutales
cuando se enfrentan a un prisionero maniatado. No es ca-
sual que un oficial considerara necesario arrastrar revólver
en mano a todo su destacamento de toscos reclutas con el
único objetivo de eliminar a un tirador solitario parapetado
en la buhardilla de su casa, quien estaba derribando con per-
fecta precisión a un soldado tras otro; mientras incitaba a su
carne de cañón a proseguir el ataque, este teniente profería
en voz alta ante toda la ciudad:
«¡Escoria de la tierra, cobardes...! ¡Con veinte de esos [se-
ñalando la ventana de la buhardilla] podría reemplazar a miles
de ustedes!».
Pero incluso sin la ayuda del oficial, los obreros de Schiff-
bek bajo el mando de S. y su jefe de operaciones y jefe de
estado mayor, el incomparable Fritz, resistieron la embes-
tida de las tropas regulares. Adaptándose a las características
de la localidad, cambiaban constantemente sus tácticas. Allí
donde las colinas dominaban la ciudad o donde las casas se
alzaban como oasis en medio de terrenos baldíos, dividían
sus fuerzas y se agrupaban en pequeñas formaciones de com-
bate, cada una de las cuales se defendía por su propia

[ 111 ]
cuenta y riesgo, avanzaba, se resguardaba y pasaba de una
emboscada a otra. Pero allí donde los terrenos blancos y
vacíos fluían entre las márgenes estrechas de las calles de la
ciudad, se confiaban a la antigua y comprobada técnica de
las barricadas, bloqueando los cursos de agua de las calles
con firmes diques y excavando zanjas para impedir que los
vehículos blindados se abrieran paso hacia los bloques de
casas centrales.
A las once y media, la policía, ya entonces en posesión de
su abandonada comisaría, inició su primera ofensiva contra
Schiffbek. Un destacamento de cincuenta hombres se in-
ternó confiadamente en la calle principal: derribando a unos
cuantos transeúntes casuales, avanzó hasta llegar a un edificio
blanco con una escalera que sobresalía. Minna, belleza de
ojos oscuros, pasó junto a los soldados mostrando sus dien-
tes brillantes y haciendo un recuento de los invasores. Éstos
ni siquiera se dieron cuenta del distintivo rojo que lucía
sobre su pecho generoso. Su pañoleta amarrada en la nuca
desapareció tranquilamente calle abajo. Un muchacho, alum-
no de la escuela local, que había ido corriendo junto a ella,
se volvió, empezó a hipar y se sentó en la banqueta. Una bala
le había alcanzado el entrecejo.
En el campo de los insurgentes reinaba todavía un pro-
fundo silencio hasta que, a una distancia de sólo veinte
pasos, varios disparos derribaron al sargento instructor y a
la mitad de los soldados del destacamento invasor.
Una hora después, la policía, que en ese momento su-
maba unos doscientos, avanzaba no en una sola línea sino
desde varios puntos simultáneamente. Los obreros la hi-
cieron retroceder desde sus barricadas y zanjas; desde todos

[ 112 ]
los escondrijos esparcidos por las colinas rociaron a los in-
vasores con ráfagas de fuego. Fritz, el tirador, disparó a la
policía, desde la esquina de su propia casa, rodeado de mu-
jeres que llevaban los cartuchos en delantales desgarrados.
Una imagen clásica: una gorra de tela con visera larga y
puntiaguda amarrada con una pañoleta en la barbilla, una
chaqueta hecha jirones y, debajo, un grueso suéter gris de
estibador. Su pelo, el cual la bella Minna hasta hoy no puede
recordar sin reírse, parece el de un bandido. Después de cinco
minutos de espera, un disparo, solamente uno: con él, Fritz
había alcanzado a cuatro hombres.
Hay que decir que Sehiffbek es rico y renombrado por
sus Fritz. Otro de ellos dirigió la defensa de las barricadas y
las zanjas. Junto a S. parece casi bajo. Pero mientras S. cre-
ció al azar, ramificándose por todas partes con una copa bon-
dadosa, poderosa y voluble, allá arriba en el cielo, Fritz es
un arbusto rechoncho, firmemente agarrado a la tierra en
algún lugar entre las piedras bajo una fuerte brisa de mar.
Talones juntos, pecho como un tambor, con las manos en
los bolsillos y los hombros un poco avanzados, hombros
de boxeador entrenado, de atleta. Un silbido, pullas inso-
lentes y la capacidad de hacer sonrojar tanto a una mujer
como a un policía mirándolos de arriba a abajo. Además
poseía una audacia que le había ganado el intraducible apodo
de Didlein, mote tanto despectivo como halagador que sig-
nifica «compañero», «pícaro», «vivales», «temerario», «men-
tiroso», «pistolero», «bellaco» y «pastelero», pero en general
un buen tipo. En tiempos de paz, este Fritz había descon-
certado bastante a los sosegados funcionarios del partido
con su fuerte olor a muelle y su espíritu provocativo fuera

[ 113 ]
de lo común, pero durante los días de combate hizo mila-
gro tras milagro. Corría de ventana en ventana, incitaba,
se contenía, reponía fuerzas, profería juramentos y daba ór-
denes como un centro nervioso entre todos los nudos erran-
tes de los insurrectos.
A la una y media el gobierno atacó Schiffbek con quinien-
tos hombres y un escuadrón de vehículos blindados. La re-
friega duró hasta las seis de la tarde. Dos tiradores de primera
pueden ser perfectamente capaces de resistir duramente un
largo rato, pero al final el valor y la tenacidad tienen sus lí-
mites. A fin de ganar tiempo, los combatientes abandona-
ron sus zanjas muy silenciosamente, se sumergieron en el
portal más cercano y, hora y media más tarde, las narices de
acero de sus rifles se asomaban por encima del borde de otra
barricada, uniéndose sucesivamente al combate en las zonas
más apuradas.
Entre tanto, el enemigo todavía inundaba con fuego la
emboscada ahora silenciosa. De vez en cuando la vehemen-
cia amainaba; paraba el fuego ciego de la artillería y un
explorador gateaba por la banqueta. Pero entonces, desde
algún lugar en una buhardilla cercana, zumba un disparo
solitario y se reanuda el bombardeo con mayor intensidad
contra el foso repleto sólo de cartuchos vacíos, escombros
y tierra carbonizada. Finalmente, el teniente, blandiendo
su revólver en un gesto heroico, condujo a sus mosqueteros
al asalto. Disparando ciegamente al aire y profiriendo gritos
de guerra cayeron dando tumbos en el foso vacío.
Caía la tarde. Como un centinela, la puesta de sol hun-
día sus sombras puntiagudas como de bayonetas a través
de las calles. En los tableros de avisos de Schiffbek, ya había

[ 114 ]
aparecido un cartel proclamando la huelga general y salu-
dando al gobierno soviético. Los treinta y cinco comunis-
tas, asediados por miles de soldados, estaban convencidos
de que toda Alemania se alzaba tras ellos. No obstante, in-
cluso sin llamamientos, toda la población apoyaba a los co-
munistas. Ocho mil personas salieron a las calles y si no
tomaron parte en la lucha fue simplemente debido a la falta
de armas.
¡Pero la sagrada intelligentsia! Vale la pena recalcar que en
el pequeño Schiffbek, lo mismo que solía suceder en Rusia
y en todas las demás partes donde la revolución social acaba
por alzarse en armas, los intelectuales disparan al lado de la
Policía y de los soldados. Ni un solo profesor, –¡porque qué
profesores hay en Schiffbek!– ni un maestro –los maestros
tienen buenas intenciones pero son tímidos– ni siquiera una
comadrona –en Schiffbek las mujeres paren a sus hijos sin
la menor ayuda médica–, tan sólo un anciano conserje de
escuela, que se declarara a favor de los frutos de la Ilustra-
ción europea. Abandonado en sus locales desiertos, el mi-
serable sesentón, con la cabeza saturada de sabiduría escolar,
un obrero que había aprendido a despreciar los callos, el tufo
de la pobreza y la ignorancia musculosa y joven, tan profun-
damente como él mismo era despreciado por los pizarrones
implacables, los uniformes de los maestros y los sabios de
yeso sobre la estantería del despacho del director, este an-
ciano conserje agarró su pistola y decidió disparar contra su
propia clase, los alumnos que estaban estudiando el desor-
den en las calles en vez de caligrafía y las Sagradas Escrituras.
Afuera, llaman a la puerta. El conserje se esconde. Lla-
man de nuevo y las puertas se salen de sus goznes empujadas

[ 115 ]
por el hombro airado de S. Entonces, levantando un brazo
como en el monumento a Schiller, con aspecto cómico y
amenazador y el cabello revuelto, el anciano disparó apun-
tando al amplio pecho del obrero y erró el tiro. Aquí fina-
lizó la postura majestuosa. El conserje corrió hacia las
escaleras perseguido por S. Éste subía a pesar de la pistola
desenfundada y vociferando por todo el edificio:
—¡Viejo Karnikel (conejito) loco! Lo único que haces es
vaciarles los orinales para apoyar sus conocimientos.
—¿De qué le sirves a nadie?
Y le quitó el revólver al tío Paulus.
El viejo sollozó amargamente, porque tantos años de bo-
rrar el álgebra franca y los horarios de los pizarrones lo ha-
bían convertido en un verdadero intelectual; el desesperado
y frenético martirio y, después, las lágrimas de impotencia
lo demostraban.
S. le dio con los nudillos en la cabeza y lo dejó marchar.
La situación era la siguiente: S. reía y blasfemaba horrible-
mente, sujetando al viejo y su infeliz arma con una mano,
en tanto se limpiaba el tizne de la cara chamuscada por el
tiro. Paulchen entre sollozos fue obligado a hacer pedazos
su viejo y profanado carnet de partido.
Alrededor: niños, disparos, muerte y risas.
En la tarde, los combates habían amainado. Los obreros
tuvieron que retirarse –S., hoy todavía, habla de esto con pro-
funda vergüenza y vejación infantil–, retirarse quinientos
pasos respecto a sus posiciones anteriores. Esto en el flanco
de Hamburgo. Pero en la retaguardia los soldados habían
logrado penetrar hasta la plaza principal donde los ricos re-
sidentes les arrojaron salchichas, margarina y felicitaciones

[ 116 ]
en profusión. El cerco se cerró y amenazaba en conver-
tirse en un estrangulamiento. Un pelotón de insurgentes
llegó al rescate procedente del destrozado Barmbeck y no
pudo abrirse paso a través del bloqueo de la policía. Para en-
tonces, los vehículos del mando militar atravesaban las ca-
lles de Hamburgo: los oficiales del Estado Mayor corrieron
a inspeccionar la red de barricadas y se dieron cuenta de que
sus posiciones eran magníficas.
Al romper el día, los obreros estaban de nuevo tirados
en las trincheras, las buhardillas y detrás de todo posible es-
condrijo. Pero el enemigo, al que el día anterior se había re-
chazado en tres asaltos, no dio señales de vida. Desde unas
cuantas fábricas comenzaron a aullar las sirenas continua e
inútilmente. Al final de todas las bocacalles que iban a dar
a los campos, las patrullas se paseaban arriba y abajo rele-
vándose regularmente. Desde lejos, estaban montando guar-
dia sobre las barricadas como sobre un prisionero cautivo.
Después, una amenazadora quietud. Al principio, esto los
alentó. Después, los perturbó. Y más tarde percibieron que
un enorme peligro serpeaba hacia Schiffbek desde estos
eriales silenciosos y se dispusieron a enfrentarlo.
Treinta y cinco contra cinco mil.
Alrededor de la una, apareció una unidad de cuatro
vehículos blindados y seis camiones por la dirección de
Horn y descargó un gran contingente de Sipos en la carretera.
Desde Uhlenfeld, al norte, veintiséis camiones cargados de
verdes. En dirección a Eimsbüttel, caballería. Un aeroplano
descendió muy bajo y voló sobre Schiffbek barriendo con
una cortina gris de balas sus muros ya acribillados.
A pesar de haber sido abatido por los aliados, el ejército

[ 117 ]
alemán va galantemente a la guerra contra sus propios pro-
letarios. Pero el ejemplo es evidentemente contagioso, por-
que ahora son los obreros los que aguijonean a las fuerzas
gubernamentales. Caballería, infantería, vehículos blinda-
dos, aviación y, sobre el contaminado riachuelo Bille, toda
una flota compuesta por cinco lanchas de policía fluvial,
mientras un puñado de obreros, mofándose de esta tecno-
logía y del hinchado y podrido caparazón de este ejército asa-
lariado a expensas de las jugosas propinas de los patronos,
sigue resistiendo hasta las cuatro de la tarde. Finalmente,
después de haber rechazado a las tropas a lo largo de frentes
desparramados y desprotegidos, el sitiado Schiffbek, arre-
metiendo contra columnas contraídas y rotas de azules, ver-
des y de otros soldados valerosamente coloreados, irrumpe
a través del anillo de emboscadas y emerge armas en mano
hacia la libertad a través de esta sangrienta brecha. Es cómico
relatarlo: tres hombres con rifles forman la retaguardia de este
ejército obrero en miniatura. Mantienen a las «Fuerzas Na-
vales de la República» a respetable distancia, mientras S. y sus
hombres se abren camino hacia el campo por la estrecha bre-
cha entre el río y la carretera principal.
Después, la celebración de los vencedores. El pandemo-
nio de denuncias, registros, brutalidades, arrestos y servicios
eclesiásticos. Todo esto durante casi dos meses. Decenas de
obreros se encuentran fuera de la ley. Muchos están deteni-
dos y esperan juicio. Sus familias siguen escondiéndose en
las húmedas barracas; una a una, las mujeres de los insur-
gentes son despedidas de las fábricas y puestas en la calle. De
vez en cuando, aparece por sus casas un líder sindical, men-
sajero seguro: hinchado y amarillento por el yodo y la cabeza

[ 118 ]
envuelta en blancos vendajes. Durante la insurrección, la
Policía, por un error, lo había capturado y molido a golpes,
cerca de los «tugurios de hojalata». Ahora se está arreglando
la dentadura, lleva a cabo labores de espionaje y funge de
enlace.
Hambre, nevadas, camas sucias y heladas, la renta, los gri-
tos del casero y el invierno, abatiendo sus blancas varas de
abedul sobre la carretera, entre el diminuto cuchitril que
huele a gas, el retrete, la porquería fangosa y la oficina de
empleo. La oficina es un edificio gris que se alza saludando
al campo abierto. La parte posterior de este edificio, que se
ha quedado como dormido en servicio, está recubierta con
nuestras proclamas.
De vez en cuando, las mujeres que han estado sometidas
a todo tipo de presiones y a toda clase de privaciones son in-
terrogadas por una partida policiaca o por un gendarme
con papel y lápiz, que también las increpa. Y entonces, toda
esta impotente pobreza eriza sus espinas y presenta la más
rígida y valiente resistencia tanto al poder civil como al mi-
litar que bate sus sonoros espadones en la escalera de en-
trada, resbalosa por el agua sucia congelada.
La esposa de un insurgente de Schiffbek aprieta los bra-
zos a ambos lados del cuerpo, el rostro rojo de ira, cerca
de la estufa o el fregadero y gritándoles a sus hijos que llo-
ran y al perro de áspera pelambre que ladra furiosamente
debajo de la banca desvencijada; alza la voz en tono estri-
dente, irritante, y aleja los papeles que le han puesto delante,
echando a un lado los obstinados y sudorosos cabellos que
le caen sobre la ceja; niega vehementemente y se escabulle:
se niega a firmar ningún documento. Como si los arrojara

[ 119 ]
desde un balde de basura, así lanza sus insultos sobre las
cabezas de los funcionarios, que optan por la retirada. Estas
mujeres, para las que no hay nada que comer y que al día
siguiente serán expulsadas de sus cuchitriles, hostigan pú-
blicamente a la Policía mofándose despectivamente de ella
con sus cáusticas burlas.
La noche de Navidad se reúnen a coser docenas de mu-
ñecos para los hijos de los comunistas que han huido. C. se
las ingenia para hacer una casa de muñecas con viejas cajas,
recubriéndolas con periódicos y reyes y reinas raídos de nai-
pes descartados.
Vecinos hambrientos acuden con regalos, una pastilla de
jabón, una muñeca o un par de calcetines calientes.
Finalmente, en la noche, un destacamento de obreros
llega de Hamburgo con una carretilla de harina y marga-
rina de parte de los camaradas norteamericanos. Cincuenta
kilos de manteca y veinticinco libras de azúcar para setenta
familias, cada una con tres o cuatro bocas que alimentar.
El hambre alcanza su apogeo varios días antes de la Navi-
dad. Respondiendo a una oferta de la sección holandesa de
la Ayuda Internacional Obrera, Schiffbek se dispone a en-
viar cincuenta de sus niños a Holanda para que se alojen
en casas de camaradas extranjeros.
Llaman a la puerta; llegan unos obreros con expresión
apenada en sus rostros; sólo miran la ropa tendida sobre la
estufa apagada o la pared sifilíticamente verde y preguntan
por el tiempo, la salud, esto y lo otro.
Indagan la mirada vacía de la madre: ¿a quién se llevarán,
un niño, una niña, de qué edad? Un cuarto de hora para pre-
pararse. Sin equipaje. Unos cuantos minutos de dolorosos

[ 120 ]
chillidos sobre las rodillas temblorosas de la madre. Pero
las calcetas ya están bien ajustadas, todos los botones debi-
damente abrochados y la madre peina la mata de pelo albo-
rotada de la hija con gestos bruscos y perentorios que son
al mismo tiempo dilatorios y secretamente lentos. Un cuarto
de hora después la criatura es arrancada para siempre de sus
raíces en el desgarrado Shiffbek.
Dos madres no quisieron renunciar a sus hijos.
Una, cargada con cuatro muchachos y dos niñas; su ma-
rido está arrestado y a ella la han despedido de la fábrica;
en su ventana, en vez de cristal hay papel de periódico; man-
tiene las seis bocas justo por encima de la línea de flotación,
mediante economías inconcebibles. La otra ha llegado al
máximo de suciedad, despreocupación, jovialidad y dete-
rioro físico. Niños de todos los colores de piel, de muchos
padres ardientes aunque brevemente amados. Las niñitas vi-
nieron al mundo sin que nadie les preguntara pero esplen-
dorosas, igual que un maravilloso girasol amarillo dorado
brota de una semilla caída accidentalmente en una franja de
tierra sembrada de basura. Los niños son robustos y listos
y cuando se tengan que desenvolver solos serán como las fir-
mes y verdes puntas del arce agarrándose al moho y a la carne
de algún viejo muro de fábrica con su tronco rechoncho.
Entre lágrimas, maldiciones y juramentos contra su invo-
luntaria fecundidad, en medio de niños chillando y repar-
tiendo tirones de orejas, siempre en medio de las corrientes
de aire con su ligera falda que se le pega a las rodillas y un
bebé chupando un rato el borde de un sucio suéter y el pecho
exhausto y desnudo otro, esta madre se negó a enviar a nin-
gún miembro de su animosa y hambrienta cuadrilla al exilio.

[ 121 ]
Entre esas familias desesperadas que viven en la agonía
del Schiffbek ahora sometido, hay una tan feliz que las mu-
jeres del vecindario acuden por las tardes a disfrutar de su
inusual tranquilidad. Una mujer menuda, morena, enveje-
cida prematuramente pero de ojos negrísimos y color muy
oscuro y algo sureño en su voz que crepita y recuerda el crujir
de las castañas bien asadas y cubiertas de cenizas bajo las as-
cuas. Sus hijos, cuatro, parecen planeados: dos rubios con
ojos azules, dos de piel aceitunada y ojos negros. Pequeños
checos y pequeños alemanes alternativamente. Su marido
es el camarada R., un antiguo comunista que había sido gol-
peado en el ejército debido a su apellido polaco y a sus mo-
dales peligrosamente taciturnos, tras los cuales el sargento
instructor percibió a un pacifista; miembro del grupo Es-
partaco, uno de los combatientes más antiguos del KPD y
herido en el «putsch» de Kapp.
En la vida de todo hombre hay periodos en que el pus
se acumula y se ulcera. Cualquier aspereza –la enferme-
dad del hijo más pequeño, un intercambio desagradable
con el jefe, encontrar a un chivato justo al salir de una reu-
nión ilegal–, todo adquiere un carácter sórdido y malig-
no. El camarada R., extranjero y cargado con una familia,
sin trabajo la mitad de la semana y conocido desde hace
mucho como comunista, sintió agudamente que él y los
suyos podían caer en cualquier momento bajo la rueda.
Estaban todos exhaustos, cada vez con más hambre y más
frío.
Después, los combates. Y octubre no había traído la vic-
toria en la que Schiffbek, este Verdún del levantamiento
de Hamburgo, había creído tan fantásticamente. Pero la

[ 122 ]
policía no había logrado capturar a R., quien había parti-
cipado tan enérgicamente en el movimiento.
Desde el extranjero envió a su esposa una carta y una visa.
Uno de esos raros milagros que todavía ocurren.
Todo el mundo en la vivienda de R. suspiró, se relajó,
respiró hondo y empezó a hablar en voz baja.
Esta carta llegada del extranjero fue como la raspadura de
una pala distante que excavara para sacar a esos cinco seres
humanos de la avalancha que había caído sobre su techo.

Hamm

EL BARRIO DE HAMM. Este distrito no es nada adecuado


para la lucha callejera a causa del trazado de las calles, anchas
y rectas.
Es difícil atar sus expansivas avenidas con un cinto de ba-
rricadas. Las partes frontales de las barracas obreras, lisas y
desnudas, caen a pico sobre el resbaladizo asfalto. Los muros
no proporcionan ningún escondrijo a los tiradores solita-
rios que se sienten más seguros tras las crujías, vanos de los
portales y elevados portones de entrada de las viviendas al
viejo estilo. Las palas y las barras se mellan al tratar de ex-
cavar esta lava apisonada. Se necesita talar unos cuantos ár-
boles muy crecidos para sellar una calle así. Pero en los bajos
suburbios no crecen árboles. Es más, las calles rectas, vacías
y lisas de Hamm, semejantes a canales de piedra, puede ser
fácilmente dominadas por una ametralladora empotrada en
un cruce. Hay kilómetros de espacios al descubierto que de-
latan sin piedad a los binoculares cualquier figura agazapada

[ 123 ]
que trate en vano de buscar refugio y protección en la
magra sombra de esas fachadas inhumanas: una figura con
gorra encasquetada hasta los ojos, una bufanda de lana en-
rollada hasta la barbilla y un rifle en las manos.
Todas estas características desfavorables no impidieron
que Hamm se convirtiera en un campo de combates breves
pero muy intensos. Ni siquiera la heterogénea naturaleza
pequeñoburguesa de su población pudo mitigarlas: como
un solo hombre, los estudiantes que constituían una con-
siderable parte de esta población ofrecieron sus servicios a
la policía, no en su propio territorio sino después de haberse
escabullido a zonas más seguras de la ciudad.
Un levantamiento armado presupone la presencia de gente
en posesión de armas. La insurrección de Hamburgo fue un
levantamiento de obreros desarmados que se enfrentaron
sobre todo a la necesidad de armarse a expensas del enemigo.
En la zona de Hamm había cinco comisarías ocupadas
permanentemente por unidades de Sipos; aparte de las armas
que estos llevaran encima, la organización militar esperaba
apoderarse de los pequeños arsenales existentes en cada una
de ellas.
Así pues, en Hamm, lo mismo que en otras partes de la
ciudad, la lucha empezó con obreros desarmados apoderán-
dose de las pequeñas fortalezas de la policía, custodiadas por
centinelas y abarrotadas de contingentes militares y muni-
ciones de todo tipo.
Una de las comisarías más duras de roer fue tomada por
doce obreros armados únicamente con una pistola anticuada.
En la misma puerta de entrada de la comisaría el desta-
camento pareció titubear. Entonces, uno de los camaradas

[ 124 ]
cuyo nombre, Rolfshagen, puede mencionarse con orgullo
–acaban de cerrarse tras él las rejas de un campo de trabajos
forzados– hizo un ademán animado a sus hombres: «Nun
man los!» [Bien, ¡vamos!] y, sin detenerse a ver si alguien lo
seguía, saltó los tres escalones con sus inmensas piernas e
irrumpió en la comisaría. Tras él llegó su amigo, un joven
cajista, pero nadie más. El único revólver, descargado en
aquel momento, apuntaba a la multitud de Sipos. Al ver su
indecisión, Rolfshagen bramó con una voz irreal y golpeó
significativamente la mesa con su puño. Los papeles em-
pezaron a volar, los sagrados óleos de los tinteros se espar-
cieron por todas partes y el poder estatal se tambaleó sobre
sus cimientos.
«Man los, hier wird nicht lange gefackelt!» [Vamos, ¡no
es momento de quedarse ahí parados!].
Los policías se rindieron, alzaron las manos y fueron de-
sarmados y encerrados bajo llave por los camaradas que los
habían atrapado. ¿Qué iban a hacer ahora? ¿Resistir en el
capturado Revier (comisaría), salir a la calle y esconderse
bajo tierra, o correr en ayuda de Barmbeck desde donde
llegaba a sus oídos el incesante ruido de las ametralladoras?
Y no había ningún contacto con el centro.
Cuando permanecía sentado en un rincón en las reu-
niones del partido, chupando silenciosamente su pipa y
acurrucándose en su hirsuta y acolchonada indumentaria
impermeable de estibador, Rolfshagen nunca charlaba. No
gustaba de las frases plateadas como los rayos de la rueda
de una bicicleta, ni de los llamamientos a la lucha a los que
son tan aficionados los intelectuales del partido. Concebía
un levantamiento como algo simple y directo, sin retiradas,

[ 125 ]
sin la menor vacilación ni desviación, como el barrido de
una grúa agarrando su presa, la rectitud de la aguja de un
compás y el infalible curso de un barco. Y así, sin recibir
instrucción alguna, Rolfshagen cargó su rifle, apiló los car-
tuchos en montones prácticos y se dispuso a luchar afuera
y morir junto a una ventana cuyo alféizar proporcionaba
una ligera cobertura.
Sus camaradas trataron inútilmente de arrastrarlo con
ellos, convenciéndolo de todo el peligro que implicaba
una posición que podía ser rodeada y aislada. Rolf decidió
quedarse.
«Dat is Befehl ick blieb» [Es una orden, yo no me muevo
de aquí], y se quedó. Una hora después comenzó el duelo de
este hombre con la policía que había inundado el distrito.
Después de haber disparado su último cartucho, finalmente
cayó, herido en la cabeza, el pecho y el estómago, y perdió
el sentido de una terrible patada en las costillas.
Rolfshagen no murió en el hospital, en el que se le extra-
jeron seis piezas de plomo del cuerpo. Confiado en la rápida
victoria de la revolución, rehusó escapar y aceptó con una
sonrisa sarcástica los diez años de trabajos forzados que se
le adjudicaron por «gracia» de Scheidemann. Aún a la salida
del tribunal, se volvió hacia la multitud y gritó a los amigos
esparcidos entre la densa maraña de burgueses del público:
«No se olviden de mantener limpio mi revólver. Pronto
regresaré a recogerlo.»
Ésta fue la captura de la comisaría de Fort Street.
Ahora, Mittelstrasse. Para empezar, Charli Setter, miem-
bro del parlamento provincial a quien se le había confiado
el liderazgo de una unidad de combate, no se presentó sino

[ 126 ]
hasta justamente al final del conflicto y mostró apocamiento,
pusilanimidad y una vergonzosa falta de resolución.
En segundo lugar, un obrero, ya no joven pero suma-
mente ágil y aufgeweckt, como dicen en alemán, cuyo largo
rostro anémico estaba enmarcado por una barbita negra
como un sobre de luto y crispado por el vago temblor de
un dolor neurálgico. Había pasado toda la guerra sentado
en las trincheras y salió de ella cojo, gravemente herido en
la cabeza, sujeto a dolores angustiosísimos, ataques epilép-
ticos e histeria. Su incapacitación no le había impedido,
sin embargo, que su dañada cabeza revisara y reconsiderara
sus viejas convicciones como socialdemócrata y funcionario
del partido. Maldiciendo la guerra y el partido obrero que
había actuado como proveedor de vidas humanas para la
misma, rompió valientemente con la organización a la que
había pertenecido durante más de quince años.
Los camaradas temían fiarse demasiado de K. a quien,
tras comprender los engaños del SPD, simples discusiones
sobre el partido le habían llevado a auténticos accesos de có-
lera. Pero durante la Aktion no sólo aguantó en los combates
corriendo los mayores peligros, sino que nunca se dejó llevar
por sus nervios alterados. Su conducta fue irreprochable de
principio a fin.
En el ataque a la comisaría nº 23, dos extraordinarios
hermanos marcharon junto a K. Rott, un gigante de cabeza
ensortijada, de oficio obrero de la construcción. No puedo
recordar la descripción exacta de su Branche (ramo profe-
sional). En cualquier caso era una corta fórmula que incluía
hierro, cemento y carbón. Tenía un sonido orgulloso como
el lema de una cofradía laboral. En respuesta a todas mis

[ 127 ]
preguntas este camarada sacudió meramente su cabeza
sigfridiana y se negó tercamente a dar cualquier informe
sobre la función que él cubría personalmente en el negocio.
De modo que sobre este rostro severo y regular sigue po-
sándose una larga sombra: una sombra parecida a la de las
cariátides que mudamente sostienen toda una estructura.
Junto a él estaba L., un carpintero altamente especializado
y hombre de cultura y valor excepcionales. El color moreno
de su cara, la vivacidad meridional de sus ojos y el roman-
ticismo burlón con el que desenmascara y vacía los planos
y laqueados lugares comunes de la jerga política (lo mismo
que el artesano prueba la hoja de su herramienta en el borde
de su banco de piedra), parecen denotar sangre eslava y po-
siblemente judía. Provisto de un fogoso temperamento polí-
tico y una fría sobriedad interior, que lo convierten en uno
de los mejores y más destacados combatientes de Hamburgo,
L. no olvida ni un solo instante que las palabras más ardien-
tes de la revolución están escritas en realidad con tosca pin-
tura de aceite sobre percal barato rojo. Es un entusiasta con
un pequeño congelador en su corazón herméticamente se-
llado. Su consciente abnegación y la furia con la que puede,
en el momento en que se hace necesario, dejar a un lado la
fría racionalidad que le importunaba, son mucho más va-
liosas que cualquier valentía innata.
Tres hermanos anarquistas lucharon junto a Rott y L.
Hombres valientes, que habían dejado el partido unos meses
antes a causa de su inactividad, pero que tan pronto como
circuló la consigna del levantamiento tomaron sus rifles.
Toda su familia está compuesta por comunistas. La madre
de sesenta años, las hermanas y los dos cuñados también

[ 128 ]
participaron en la insurrección. En resumen, una célula
familiar, un nudo soviet de los que hay bastantes en el
fondo de los obreros alemanes. De forma brillante, este
grupo (veintiocho obreros con dos revólveres y una porra
de caucho) asaltó la comisaría tras cercarla por ambos lados,
desarmó a la policía y se apoderó de las armas que allí había.
Alrededor de las siete comenzó a despuntar el día. En
las calles, el tráfico se había detenido (por cierto, sólo unas
horas en esta parte de la ciudad) y destacamentos de obre-
ros armados paraban a los colegas que salían de sus casas
en dirección al trabajo sin sospechar nada.
—¿Qué sucede?
—Se ha declarado la dictadura del proletariado.
—Dat kun jo sen, ook io nich wieder gohn. [Puede ser,
pero no durará mucho.]
—Dan got wi werra nochüs. [Entonces, vámonos a casa.]
No a las barricadas, no a ayudar a las centurias obreras,
sino a casa.
También muy típico.
A pesar de la ausencia de órdenes ulteriores provenientes
de su Estado Mayor, la mayoría de los insurgentes abandonó
las comisarías saqueadas y se dirigió a Barmbeck, envuelto
en humo y donde no cesaba el frenético tiroteo. Se había lle-
gado a la única táctica sensata por instinto. No había forma de
perforar el asfalto. No había casi árboles. No disponían de armas
suficientes para incorporar a masas más amplias. En consecuen-
cia, los grupos armados se dispersaron en diferentes direccio-
nes para infiltrarse individualmente en la zona de combate.
Rott, L., y el destacamento de hermanos anarquistas (nueve
rifles y doce revólveres en conjunto) se encaminaron en

[ 129 ]
dirección a las más fuertes refriegas. En uno de los corre-
dores de piedra fueron salpicados por el fuego de una
ametralladora desde un camión. Los que llevaban rifles se
tiraron al suelo y después, bajo un fuego cada vez más ce-
rrado, se refugiaron en un callejón. Uno de los camaradas
se apoyó sobre una rodilla y alzó el rifle sobre el hombro.
Cayó instantáneamente de sus manos. L. recuerda un arroyo
de sangre que escurría por el pavimento arrastrando hacia
la alcantarilla alguna colilla que alguien había dejado caer.
Por un lado llegó el estruendo de un segundo vehículo.
Sin percatarse de los partisanos, se quedó muy confia-
damente en una pequeña bocacalle ofreciendo su pesado e
indefenso flanco hacia el interior de la misma. Los insur-
gentes lo barrieron cabalmente con ráfagas de carabina. A
continuación, el pequeño destacamento adoptó una for-
mación de cuadro móvil y fue saltando de un lado a otro
durante muchas horas, librando finalmente una verdadera
batalla sobre el puente del Canal Central. Formaban un cua-
dro flexible desparramado que, en el momento requerido,
se aglutinaba y desaparecía como el agua en la arena. En el
centro, tres o cuatro tiradores de primera. Ocupan una en-
crucijada o el cruce principal de varias calles importantes.
En cada una de las esquinas adyacentes hay apostados ob-
servadores armados con revólveres, cada uno de ellos resguar-
dado por un kiosco de periódicos, una cabina de teléfono o
un tronco de árbol. Disparan únicamente a corta distancia
durante las escaramuzas mano a mano y advierten a los ti-
radores de un inminente cerco. Precipitándose de un lugar
a otro, defendiendo y abandonando puntos nodales suce-
sivos, este veloz pelotón de tiradores acaba consolidándose

[ 130 ]
junto al puente del Canal Central, donde las estrías de
piedra de las calles de alrededor convergen formando un
amplio abanico. El puente arquea gentilmente su amplia
espalda para pasar remilgadamente sobre la corriente de un
descolorido y menguado canal de fábrica que es como una
espina en su carne. Los tiradores permanecen cuerpo a tie-
rra de modo que sólo sobresalen, por encima de la joroba del
puente, los cañones de sus rifles. Creciendo dentro de corsés
de barras de hierro más gruesas que sus troncos, hay unos
cuantos árboles miserables que no han huido de este lugar
únicamente porque el asfalto ha apresado sus raíces; ellos
y un macilento poste de luz son la única cobertura de que
disponen los combatientes distribuidos a derecha e izquierda
de los tres cazadores más certeros.
A lo largo de toda la orilla, edificios inhabitables caen
lóbregamente en el agua. Sólo ocasionalmente, algún tra-
galuz de bodega se abre en un muro empapado de humedad.
Parece una boca bostezante y temblorosa que sale a la su-
perficie para tomar un trago de aire y desaparece una vez más.
Esta es una Venecia obrera; donde los palacios de algodón,
grasa y hierro no tienen amplias escalinatas de mármol, ni
diques; donde el ladrillo y el cemento lamidos por las ve-
nenosas aguas de albañal están cubiertos por depósitos de
belleza regia, capas de tintes verdes pálido, gris y café rosado,
más caprichosas y variadas que el pórfido, el mármol y la
malaquita; sangre, perlas y ceniza del alto Quattrocento.
La grandeza de los escabrosos callejones cerrados está acen-
tuada no por el tiempo sino por el carbón resplandeciente.
Sus sombras son más trágicas que las que pintara la mano
de Tintoretto para la floreciente Venecia. Esta laguna que

[ 131 ]
rodea y baña el industrial Hamburgo no sabe de góndolas
ni de noches románticas. Acarrea hasta el mar deshechos
fabriles, humedad, frío y todas las enfermedades que em-
papan y traspasan las paredes, metiéndose en la vida, en los
sueños, el trabajo y sangre de millones de obreros. Como
duque veneciano, las chimeneas de las fábricas se miran
entre ellas en espejos nebulosos. El humo desciende desde
sus hombros como un atavío esplendoroso y contraen es-
ponsales con su gris, frío y contaminado mar, no por el ani-
llo dorado del Adriático sino por el aullido de las sirenas
de los barcos que anuncian la llegada de materias primas pre-
ciosas. Las nereidas hace mucho tiempo que murieron en
la fría suciedad de los canales. De vez en cuando, algunos
chiquillos pescan del agua el cadáver blanco de un pez que
flota con el vientre hacia arriba y las agallas dolorosamente
distendidas.
Sobre este canal se entregaron a la lucha. De repente, los
observadores informaron de la llegada de vehículos. Tuvie-
ron que cambiar de nuevo de posición. Una vez más los me-
jores tiradores en medio del cuadro y los exploradores en los
vértices. Un camión repleto de soldados aparece inespera-
damente por una esquina. Con un tiro certero Rot logra
darle al motor. Los Sipos abandonan el vehículo y se llevan
a los heridos. El destacamento hace de nuevo un esfuerzo
desesperado y ocupa el eje del barrio contiguo. Esta vez es
atacado por un vehículo blindado bajo cuya cobertura se es-
parce una línea de verdes. Los partisanos alcanzan con sus
disparos al teniente, un denodado pero estúpido teniente
que se había lanzado hacia adelante vociferando animosa-
mente para conducir a sus hombres al ataque. Pánico entre

[ 132 ]
los Sipos seguido de una quietud enmudecedora; una quie-
tud bastante apropiada para este fantasmagórico reino de
canales abandonados, salpicada por los estandartes silen-
ciosamente ondeantes del humo de las fábricas y las salvas
lejanas de la insurrección que está siendo sofocada.
Los insurgentes continúan avanzando por calles vacías,
junto a ríos inmóviles y vidriosos, por fábricas ociosas,
cerradas como monasterios, y casas sin ojos con las bocas
hostilmente apretadas; en los cruces de calles rompen su
formación, tan ligera y conveniente como la tienda de un
nómada. Finalmente, en medio de una total ausencia de
vida, se acercó de nuevo el estruendo de unas ruedas por la
calzada muerta. Esta vez era únicamente una camioneta
cargada de periódicos. Olvidándose del peligro, meten las
manos en los fardos firmemente amarrados con correas y
echan una ojeada a las suaves páginas del Fremdenblatt sin
encontrar en ninguna parte las únicas palabras que han es-
tado esperando a lo largo de todo este día con más tensión
y tormento que su propia victoria: noticias de la revolución
en toda Alemania y de la nueva República de los Soviets.
Rott estrujó un periódico y agarró bruscamente otro. L. lo
leyó y palideció, Otto envolvió su mano herida en este
trapo sucio negándose a creer sus informaciones y mo-
viendo despectivamente la cabeza. Mentía. Sí, acallaba de-
liberadamente el levantamiento victorioso en Berlín, Sajonia
y en todas partes. No podía ser de otra manera.
Después, echaron los fardos al asfalto y les prendieron
fuego. El viento arrebató las páginas flameantes arrastrán-
dolas hasta el canal. Allí flotaron a la deriva como pájaros
en llamas, cisnes ardientes.

[ 133 ]
Sonaban descargas en las calles cercanas. El destaca-
mento emprendió lentamente la retirada, iluminado por el
resplandor rojizo de la enorme hoguera que los soldados
estaban tratando vanamente de sofocar con las culatas de sus
rifles.

Postdata: los mencheviques alemanes


después de la insurrección.

DURANTE DEL RECIENTE levantamiento de Hamburgo, los


estibadores, que ya habían estado en huelga varios días, no
unieron sus fuerzas a las de las masas en lucha. Deambula-
ban por las calles con las manos metidas en los bolsillos y
preguntaban con inocente curiosidad a los camaradas que
regresaban de las zonas cercadas por la policía: ¿qué sucede?,
¿por qué? Organizados por los socialdemócratas, miles de
obreros se mantuvieron como espectadores pacíficos de los
acontecimientos de Hamburgo. Los obreros portuarios
(con excepción de los astilleros y plantas procesadoras de
desechos del petróleo, en donde los salarios han descendido
a niveles ridículos) son aristócratas comparados con la masa
del proletariado de Hamburgo.
Ganan más que los obreros más calificados del interior
como, por ejemplo, los especialistas de la construcción, los
mecánicos o los ferroviarios y, por supuesto, varias veces más
que esos parias del puerto de Hamburgo, los empleados en
los astilleros. Durante la guerra, esta capa satisfecha trabajó
celosamente para el departamento de guerra recibiendo pagas
excelentes; estaban exentos del servicio militar y entraron

[ 134 ]
en la revolución como una corriente fría y reaccionaria que
combinaba perfectamente su modo de vida fofo, acomo-
dado, satisfecho y pequeñoburgués con un inofensivo carnet
socialdemócrata. En 1918, esta masa de obreros acomoda-
dos, organizada por los mencheviques, luchó a más no poder
contra el Consejo de Representantes Obreros (Soviet), por
escurridiza y ambivalente que fuera su política. A las ma-
nifestaciones de desempleados, la prohibición de los perió-
dicos burgueses y el desastre del periodicucho del SPD, El
eco de Hamburgo, que había salpicado sus páginas amari-
llistas con difamaciones diarias contra el Soviet, estos obre-
ros habían respondido con una poderosa contramanifestación
reaccionaria, el arresto del presidente del Soviet, la restaura-
ción del Senado burgués y una huelga de ferroviarios que
impidió la expedición de fuertes unidades de voluntarios,
movilizadas por el proletariado de Hamburgo para acudir
en ayuda de la ciudad de Bremen, sitiada por la división
de oficiales del general Herstenberg. En suma, no era la
primera vez que los estibadores y otros obreros empleados
en los innumerables almacenes del puerto prestaban un va-
lioso servicio a la contrarrevolución alemana.
Y bien podían hacerlo. Los barcos mercantes proceden-
tes de todas los lugares del mundo convergen en el conve-
niente puerto de Hamburgo. Los navieros no tienen tiempo
que perder, no tienen tiempo para estar regateando unos
cuantos irrelevantes pfennigs. Por cada día de retraso tienen
que pagar estadía; las fechas de entrega no pueden esperar;
los fletes convenidos y las tarifas de ferrocarril caducan. De-
bido a todas estas circunstancias, los estibadores y los em-
pleados de los almacenes gozan de privilegios económicos

[ 135 ]
incuestionables mientras que otras categorías de obreros
hace mucho tiempo que perdieron estas dos: la jornada de
ocho horas y la mitad del salario de la preguerra. A lo largo
de los dos primeros años de la revolución, nunca dejó de
hacerse sentir la influencia reaccionaria del puerto. Estaba
en contra de la socialización de los complejos industriales,
de la restricción del comercio privado y de cualquier con-
flicto que pudiera debilitar el valor del crédito de la Ciudad
Libre en el extranjero, fortaleciera a sus competidores en
otros países y descongestionara la población de un puerto
que vive del flujo y reflujo del mercado mundial.
Ya en 1919, los mencheviques de Hamburgo se imagi-
naron que Inglaterra perdonaría a la capital de la Uferland
[región costera] a cambio de su virtuosa supresión del comu-
nismo. Hoy no queda nada de esas esperanzas. La Entente
ha masticado concertadamente las sobras de la Alemania so-
cialista-burguesa y ha arruinado totalmente no sólo a los co-
munistas sino también a los mencheviques más moderados.
Su bienestar se ha tambaleado, sus sindicatos reúnen limos-
nas y sus líderes, ahora expulsados de la Gran Coalición,
votan por la dictadura de la burguesía; pero las viejas tra-
diciones tardan en morir. El puerto está pauperizado, aun-
que todavía es el mejor alimentado de los indigentes y se
alimenta sin penosas interrupciones. La agradecida aristo-
cracia laboral ayuda a la policía a retirar las barricadas y
asiste a los mítines y concentraciones del SPD en masa.
Ayer fue un día de campo para ellos. La Ciudad Libre de
Hamburgo fue honrada con la visita de un eminente ber-
linés, el director de Vorwärts, Genosse Stampfer. Cientos de
obreros acudieron a escucharlo. Ni un solo obrero ruso,

[ 136 ]
probablemente, tendría la paciencia de leer hasta el final
un artículo en el que se detallan todas las deformaciones
del pensamiento marxista que el experimentado menchevi-
que tuvo la temeridad de exponer frente a un auditorio de
clase obrera; y esto en una ciudad en donde se acaban de re-
llenar las trincheras que habían zigzagueado los suburbios
en todas direcciones, donde las viviendas de los barrios
obreros están laceradas por las balas, donde los policías
muertos se pueden contar por docenas y los obreros heri-
dos, detenidos y golpeados por cientos. Y aun así, hay que
tener un concepto claro de todo el deterioro y la vertiginosa
decadencia de la Alemania obrera y pequeñoburguesa, co-
rrompida por medio siglo de seudo-socialismo castrado y
amputado, para apreciar el tremendo acto de heroísmo que
representó, en estas condiciones, el levantamiento armado
de Hamburgo. Alzarse en esta ciénega, en este lodazal co-
barde y profundamente reaccionario, era mil veces más di-
fícil que bajo la vieja bota de nuestros soldados zaristas o
frente a un renegado camisa negra fascista, clara y fácil-
mente reconocible.
El doctor Stampfer no trataba de ser particularmente ló-
gico. Después de todo, sentía que estaba en provincia, donde
el avispado jugador puede permitirse usar una carta clara-
mente marcada para realizar, sin apuro, sus trampas. En pri-
mer lugar, todos los infortunios de Alemania emanan de la
interminable multiplicidad de parlamentos regionales. De-
berían ser abolidos y centralizados. En segundo lugar, sólo
un poder estatal fuerte es capaz de proteger a la clase obrera
de la ofensiva del capital. Sólo el Estado (gritos: «¿qué clase
de Estado? ¿burgués?») puede defender la jornada laboral

[ 137 ]
de ocho horas. Hasta los meritorios, corpulentos y canosos
miembros del SDP empezaban a sentirse en cierta manera
incómodos, pero los mencheviques alemanes tienen el re-
medio ingenuo y siempre efectivo del orador: en cuanto el
auditorio empieza a silbar y los viejos comienzan a mirarse
unos a otros impacientes y a murmurar: «¿Oh, de veras?
¡Nunca me lo hubiera imaginado!», el orador saca a rastras
al escenario a Guillermo. Vivo, con bigotes y de uniforme
militar. Lo único que necesita el orador es pellizcarle la nariz,
contar un par de anécdotas sobre la estupidez del ex-empe-
rador y tener el valor sin precedentes de insultar a Guillermo
tratándolo de tonto, idiota y maniático para que los filisteos
se estremezcan en éxtasis ante una blasfemia tal y el público
quede conquistado. Después de haber escupido a Guillermo,
el miembro del SPD pasa a los comunistas.
Resulta que son ellos los que han hecho pedazos el sa-
grado cáliz de la República. Desprovistos de todo tipo de
estima por las formas legales de la democracia y por los no-
bles y filantrópicos métodos de la lucha parlamentaria, han
mancillado las faldas de esta doncella inocente, la República,
con la sangre de sus propios hermanos proletarios.
En medio de un gran silencio, Stampfer lanza su acusación:
«En Prusia los comunistas torturaron brutalmente a dos
oficiales de la policía. ¿Es que este pobre Schupo [policía] no
es tan proletario como nosotros?»
Desde algún lugar de la parte de arriba un lamento bur-
lón muy penetrante sofocado por virtuosos gruñidos:
«¡Abajo Scheidemann! ¡Cuelguen a Ebert del poste!»
«Ebert», dice el director del Vorwärts golpeándose su al-
midonado pecho, «Ebert, ese hijo del pueblo, ha llegado a

[ 138 ]
las supremas responsabilidades del Estado gracias a su
propio talento. El proletariado alemán puede estar orgu-
lloso de que un hijo de sus entrañas haya alcanzado tal
encumbramiento.»
El Papa Ebert aparece encumbrado en las nubes del par-
lamentarismo. La República se inclina para ponerle la co-
rona de la victoria y señala a la urna electoral: sólo uno entre
millones puede ganar doscientas mil libras o llegar a presi-
dente. La divina lotería de la democracia.
Stampfer admite algunos errores del partido con fran-
queza desarmante. El partido ha ido aprendiendo. No se
consigue nada sin penas ni sufrimientos. «Pero ¿por qué
nosotros siempre condenamos únicamente a nuestro par-
tido? Esto nos debilita. Deberíamos hacer las críticas en pri-
vado, cara a cara. Vean por ejemplo lo que sucede entre el
doctor Hertz, Breitscheid y yo.» Una nota de confianza e
íntima simplicidad. «Ellos votaron en contra de la moción
de confianza en el gobierno de Marx pero yo estaba a favor.
¿Y qué pasó? ¿Nos peleamos por eso? ¡Claro que no! Viajá-
bamos en el mismo compartimento y no hablamos de po-
lítica; estábamos ya hasta aquí de política [gesto de estar
harto] y en la estación nos comimos juntos unas salchichas.
Pero imagínense cómo habíamos discutido sobre esto en la
facción, casi llegamos a los golpes.»
Los electores siempre se sienten halagados cuando se les
permite echar una miradita por el ojo de la cerradura y ver
la cocina de la política a lo grande. Diez o doce oradores,
uno tras otro, hablaron contra el meritorio Vorwärts. Pu-
sieron de manifiesto las siguientes verdades elementales:
1] los socialdemócratas han dado a luz sin riesgo alguno

[ 139 ]
a la dictadura de la burguesía; 2] esta dictadura se dirigirá
exclusivamente contra la clase obrera; 3] el SPD es respon-
sable no sólo moral sino también formalmente de esto.
Todos aquellos oradores que en sus diez fugaces minutos
de turno, puntuados por la campanilla del presidente, tra-
taron tortuosamente de dar consistencia a su más profunda
decepción con el partido y la rabia que les inspiraban sus crí-
menes, fueron recibidos con aplausos, gestos de asenti-
miento y fuertes ovaciones preparadas de antemano. Después,
con uniformidad excepcional y una mayoría abrumadora,
se concedió una moción de confianza a la facción parla-
mentaria del SPD. Tras haberle dado a su representante una
buena repasada, haberle metido la nariz en los pecados de
los socialdemócratas y haber revelado la plena comprensión
de sus trucos de tiburón, los electores limpiaron la nariz rota
de Stampfer y lo dejaron ir a casa con un voto de plena con-
fianza. Un tahúr no debe embaucar a su propio compañero
porque perderá el juego. Pero hacer trampa en beneficio de
la dilecta clase media y ningunear a la odiada revolución,
eso sí puede y debe hacerlo.

[ 140 ]
Barmbeck

Distribución de las barricadas


en el barrio de Barmbeck.
Schiffbek

Distribución de las barricadas


en el barrio de Schiffbek.
larisa
otros textos
reisner
FOTOGRAFÍA

Larisa Reisner
DEDICATORIA

HAY EN MOSCÚ UNOS EDIFICIOS GRANDES, espaciosos, des-


tartalados, donde se instruyen miles de hijos de soldados,
obreros y campesinos. En estos internados abarrotados de
gente se vive mal, y el aire de sus aulas sucias es más sofocante,
maloliente y húmedo que el que los estudiantes de antaño
respiraban en las universidades, por cuyos pasillos, soleados
e interminables, podían pasearse con paso indolente hacia
arriba y hacia abajo... Estos hombres nuevos, en formación,
que en unos pocos años fugaces, a paso de carga, han de
adueñarse de toda la vieja cultura burguesa y transfundir
en nuevas formas ideológicas sus mejores y más aprovecha-
bles elementos; estos hombres que se están haciendo en las
facultades obreras de Rusia, son los jueces del mañana, son
los herederos y abogados de este decenio que se liquida.
La Revolución maltrata a sus servidores de un modo cruel.
Es un patrono inflexible con el que no hay que hablar de la
jornada de ocho horas, de la protección a la maternidad o

1 Larisa REISNER, En el frente. 1923 [Guerra civil rusa (1918-1921)]. Los


textos que forman este segundo apartado proceden, salvo «Leche» (págs.
199-205) de Hombres y máquinas (Madrid: ed. Cenit, 1929), y su tra-
ducción se ha corregido y actualizado parcialmente por Dirección Única.

[ 145 ]
la subida de los salarios. Este déspota lo acapara todo: cere-
bro y voluntad, nervio y vida. Hiere, agota, chupa la sangre
de generaciones enteras, para luego arrojarlas al estercolero
y alzar nuevas levas, llenas de vigor y de entusiasmo, de las
reservas inagotables que le brindan las masas del pueblo.
Unos pocos años más, y apenas quedará en pie una sola de
aquellas columnas de asalto que en Octubre del 1918 pro-
clamaron la Revolución social en Petersburgo y en Kazán,
en Yaroslavl y en Varsovia, en Perekop y en las estepas cás-
picas, en Siberia y en el Ural, en Arkhangelsk y en el lejano
Oriente. Todas van cayendo, una a una, abono para las tie-
rras, aceite para las máquinas, carbón y petróleo para las
calderas y los motores de la República de los Soviets. Y no
serán los soldados y los generales de la Revolución los que
realicen la nueva cultura proletaria, nuestro esplendoroso
Renacimiento; no serán sus caudillos y sus héroes: serán
estos hombres totalmente nuevos, totalmente niños, que hoy
se sientan en las sucias y asfixiantes aulas de las facultades
obreras y digieren la ciencia, y venden la última camisa para
absorber por todos los poros de su sedienta piel proletaria
a Marx y a Ilyich y a Trotsky.
Estos hombres nuevos son unos materialistas salvajes e
intransigentes. Han descuajado de su vida y su mentalidad,
con un denuedo maravilloso, todos los «racionalismos» y
todas las bellezas ideales, todas las dulzonerías y fórmulas
místicas con que se consolaban la ciencia burguesa, la es-
tética burguesa, el arte y la religión de la burguesía. Pro-
nunciad delante de estos bárbaros de las facultades obreras
la palabra belleza, y la carcajada será descomunal. Las pa-
labras «sentimiento» y «espiritualidad» les bastarán para

[ 146 ]
destrozar los bancos y abandonar, indignados, el aula.
Perfectamente.
Perfectamente, amigos míos, que silbéis a los sentimien-
tos burgueses y los pongáis en solfa. Pero vosotros, jóvenes
proletarios, debéis guardaros de caer en la vieja trampa de
vuestros enemigos, que ha sobrevivido magníficamente a
estos años y vuelve a poner en acción sus antiguos muelles.
Bien está que para nosotros no rija ninguno de esos senti-
mientos de amor, exaltación y poesía del individualismo
burgués; pero nadie nos puede arrebatar la inmortalidad de
nuestras gestas, salvadas a través de mares de llama, de tifus
y de fiebres de hambre.
Fueron los estetas de la revista Apolo, aquellos refinados
catadores y entusiastas del estilo ruso, los que con un ceño
de desprecio se apartaron del imponente cuerpo desnudo
de Venus. Los mismos que hoy se tapan las narices delica-
das, para no oler... la Revolución. ¿Quién se atrevería a aso-
mar hoy a los labios frases tan cursis y anticuadas como esas
de «heroísmo, fraternidad de los pueblos», «sacrificio ad-
mirable», «morir luchando»? Y, sin embargo, no sólo se
pronuncian, sino que hay quien puede y hasta debe fabri-
car estas cosas sencillas, magníficas, que hacen rechinar los
dientes a los hombres bien educados. Imaginaos un puña-
do de barcos, como una docena de remolcadores y vapores
blindados, unos dos mil marineros de las divisiones de
Kronstadt y del Mar Negro, que forman su tripulación.
Imagináoslos tres años seguidos, marchando fusil en mano,
miles de kilómetros, desde el Báltico hasta la frontera persa,
comiendo pan amasado con paja, pudriéndose en un sucio
camarote, consumiéndose en un mísero lazareto lleno de

[ 147 ]
piojos, venciendo, triunfando a la postre a un enemigo tres
veces más fuerte y mejor pertrechado; luchando con cañones
reventados y con viejos aeroplanos fuera de uso, que no
pasa día sin que se estrellen por la mala calidad de la gaso-
lina –y siempre recibiendo de los que se quedaron en casa
cartas llenas de quejas irritadas y hambrientas... ¿Cómo ex-
plicarse todo esto, cómo haber podido soportar todo esto,
si en el alma de aquellos hombres no hubiese alentado algún
inmenso, sobrehumano impulso? Por fuerza hay que in-
ventar palabras que se sobrepongan a la inevitable, innata
cobardía de la carne, de esta carne y de esta fina piel humana
que cualquier aguja cubierta de orín puede sin el menor
esfuerzo atravesar.
El zumo rojo de la vida se derrama a escape, y luego, en
un momento, todo ha terminado. Aquellos hombres tu-
vieron que tener ojos que supiesen ver sobre la sangre y la
miseria, nervios que supiesen soportar las mesas de martirio
de las salas de operaciones sostenidas por la nación, y que
no tenían siquiera recursos para ofrecer una pierna de goma
a los amputados, que hacían penar horas y horas en el ga-
binete de espera a la viuda del marino de un torpedero –el
Carlos Liebknecht–, al que un obús convirtió en una masa
sanguinolenta desparramada sobre la cubierta de acero. ¡Y
luego, la muerte! Morir sin Dios y sin diablo, espantados
los dos por la Revolución; sin las mentiras consoladoras
del cura. Sin grandes frases solemnes; con el tiempo justo
para decir: «Puedes quedarte con mis botas.» Y todo se
acabó.
¿Tiene o no tiene «belleza» aquel cuadro, cuando una
batería emboscada a dos pasos, en la orilla, abre el fuego

[ 148 ]
sobre el barco, y el comandante, a gritos, impone orden a
su gente, de la que se ha apoderado un pánico salvaje, y de
tal modo les grita que todos despegan sus cuerpos de la
cubierta y de un salto se abalanzan sobre los cañones? «¡En
nombre de la República, fuego a babor!» Y la batería de
babor hace fuego, sin que falte un solo hombre.
E inventiva creadora; pero muy nuestra, no la de la bur-
guesía. Vedla. Había que volar unos cuantos barcos espe-
cialmente sólidos de la flota de los blancos, magníficamente
armados y pertrechados por los ingleses. Y un ingeniero
comunista perfectamente desconocido inventa una cosa ge-
nial: una mina colocada bajo la quilla de una pequeña ba-
landra, y arma con ese artefacto una cantidad enorme de
barquichuelos. Al momento se ofrecen, naturalmente, los
hombres dispuestos a ejecutar esta empresa desesperada. Y
el intento sólo fracasa por la delación de un muchachillo,
hijo de pescadores. La delación costó la vida al camarada
Popoff, comunista de los viejos tiempos. Ya no volvimos
a ver su largo capote, sus polainas claras de cinta, aquel
blanco y alegre perro lobo que le seguía siempre, en la
Cheka, en el Estado Mayor de la escuadra: nuestro cama-
rada murió bajo la tortura, sin que los verdugos lograsen
arrancarle una palabra de confesión. ¿Qué es esto sino psi-
cología revolucionaria?
Dedico estas páginas a los estudiantes de las facultades
obreras. Que se indignen y que me insulten todo lo que
quieran cuando, a lo largo de ellas, se les atragante alguna
de esas palabras heréticas que sacan de quicio a los jóvenes
comunistas de hoy, con tal que las lean hasta el final.
Para que sepan cómo se luchó en aquellos años, desde

[ 149 ]
Kazan hasta Enseli. Fueron victorias tumultuosas; fueron
derrotas anegadas en mares de sangre. En el Volga, Kama
y la ribera del mar Caspio, en los tiempos de la gran re-
volución rusa.

[ 150 ]
LA CASA DE LAS MÁQUINAS

COMO DOS CEJAS CEÑUDAS se tocaban en otro tiempo las


antiquísimas murallas de la fortaleza, sobre la angosta salida
del valle de Kabul. Luego, el tiempo, los grandes conquis-
tadores y el comercio se encargaron de abrir amplias bre-
chas en los muros seculares. Y un buen día, a ambos lados
del camino, donde yace por tierra, rasgada y maltrecha, la
línea culebreante de la muralla, brotó la primera fábrica del
Afganistán.
No pocas piedras de la antigua fortaleza están hoy ente-
rradas en los cimientos del nuevo edificio; aquellas mismas
piedras que antaño rodaron por la abrupta ladera arriba
manos de esclavos, para aprisionarlas, argamaseadas con el
rojo zumo de vida, entre las costillas de la montaña.
La fábrica es obra de los ingleses, y sus ventanales reful-
gentes en la noche irradian en esta tiniebla el fantasma de
otra civilización; mas en el viejo cementerio indígena los
fuegos fatuos cambian guiños con las nuevas estrellas eléc-
tricas, y en las silenciosas madrigueras de la montaña tiem-
blan secretamente unas llamitas; y la cadena rota de la

1 Larisa REISNER, Afganistan [Afganistan, 1921].

[ 151 ]
muralla se siente hoy tan bien guardada por esta Casa de
las Máquinas como en otro tiempo por las patrullas de la
fortaleza y por aquellos centinelas que trepaban a lo alto de
los muros con el cuchillo entre los dientes y de tanto en
tanto caían derribados a tierra con las rodillas sangrantes y
los escudos de cuero destrozados.
Los cimientos de esta fábrica están empapados en sudor
de esclavitud; las viejas piedras enmohecidas que la ciñen
guardan en sus poros todavía el veneno de los tiempos
pasados.
El valle de la Casa de las Máquinas palidece días enteros
bajo la brasa calcinante del sol. Pasan soldados, caminantes,
jornaleros. Asnos y camellos levantan torbellinos de espeso
polvo, y el viento que se encañona frenético por la angosta
puerta de Kabul sopla al polvo en sus grises velas. Es inútil
que los hortelanos se molesten en echar, con sus palas de
madera, un poco de agua bajo los pies de los transeúntes;
el olor del polvo húmedo y el fresco olor a cebolla de los
sembrados de hortalizas hacen todavía más espeso, más in-
soportable el aire que se respira en la carretera. Los huertos
y los campos trigueros tocan a los muros vigilados de la fá-
brica. Cultivos medievales y olor de maquinaria. El agua
que refresca la cebada y el centeno, el maíz y los plantíos
de albaricoques va a verterse, más fresca y más limpia, más
perfumada, en los canales de la fábrica, en las turbinas y
las calderas.
En la sección de lanas impera un olor graso de ovejas,
establos, estiércol y leche fresca. Morosa y cansadamente re-
clinado sobre su cayado pastoril, cerca de la máquina, un
Jacob cargado de años, un pastor bíblico con el pecho

[ 152 ]
desnudo y la cabeza envuelta en un turbante blanco. Sim-
ple, desnudo y sumiso a su destino, está ahí, delante de la
dinamo, como los patriarcas del Antiguo Testamento de-
bieron de estar junto a su grey.
El Oriente es todo él, en el fondo, una tierra muda. La
algarabía de los bazares, el tráfico de las grandes calzadas,
igual que los cementerios con sus tumbas de piedra, lisas y
aguzadas como los cuchillos mellados del hombre prehis-
tórico: todo es allí silencio germinativo de color, masas de
luz y cálida energía, remolinos de polvo escalando los rayos
del sol.
Todo es visual y huidizo, mudable e inmóvil, en el mo-
vimiento; sí, quieto como la muerte. Y del seno del día
abrasador, de la mudez oriental, de las casas ceñidas por
piedras venerables, de las murallas cálidas y desnudas donde
no hay sombra viviente que haga llevadero el trabajo de los
esclavos, ni una gota de agua ni una mancha de verde, de las
que acaso pende una codorniz prisionera en su jaula de
mimbre y pía desesperada y suplicante por un poco de fres-
cor; de esta masa informe de fábricas y establos y puertas
bajas por donde se desborda el olor del ganado y el sudor
de los trabajadores, se levanta de pronto, inesperadamente,
un estrépito ensordecedor de martillazos y chirriar de má-
quinas, y, atada al yugo de madera del labriego primitivo,
la electricidad arrastra por el surco, bufando de ira, el tosco
arado.
Este estrépito, esta respiración jadeante de las máquinas
en medio de la siesta indolente de los campos abrasados, pro-
duce una impresión profunda: diríase una conspiración
contra las viejas montañas, contra las mezquitas, contra el

[ 153 ]
cielo mahometano, contra la inacción, la humildad y la mi-
seria perezosa.
Ya habíamos perdido el recuerdo de este humo, olvidado
el rumor de estas cálidas máquinas vivientes. Y de pronto,
una fachada gris de ladrillo, el marco ahumado de una puerta,
se alzan ante nuestros ojos. Parece cosa de magia, esta evo-
cación de Petrogrado, de Cronstad, de los suburbios fabri-
les de Wyborg.
Y una extraña sensación, un gozo ardoroso y anhelante
se apodera de nuestro espíritu: por esas puertas se desbor-
dará dentro de pocos instantes la muchedumbre de los tra-
bajadores, y entre ellos acaso veamos irradiar la faz del gran
conspirador que forja el porvenir en este polvoriento valle
de Kabul.
Ya estaba uno cansado de tanto funcionario afgano y de
tanto extranjero cortés y amable, de tanto correcto inglés,
con su impecable sonrisa siempre a mano; esa sonrisa que
atraviesa los rostros como las puntas de las balas de máuser;
ya ansiábamos respirar aire de fábrica, tragar a bocanadas
el odio puro de los proletarios. ¿Quién es ese montón in-
forme de grasa que lleva ya un buen trecho de tiempo delante
de nosotros, haciendo profundas reverencias y apretando
la mano sobre el sitio donde, debajo de sus mantecas y sus
franelas, debiera tener el corazón?
Es el director de la fábrica. Saludos, corteses inclinacio-
nes, las amables averiguaciones de rigor por el estado de salud
de las dos partes. «¿Cómo está usted? ¿No le fatiga la masa de
carne y de grasa que está usted condenado a arrastrar sobre
su cuerpo?» «No, no, a Dios gracias...» Un vigilante armado
de un bastón dispersa a un grupo de obreros junto a nosotros.

[ 154 ]
En las primeras dependencias triunfan todavía el pueblo,
el establo. Unos muchachuelos sentados por tierra distri-
buyen la lana de la esquila en montoncitos negros, blancos
y pardos. No son obreros de plantilla, sino jornaleros que
hoy trabajan aquí, mañana se contratan para la recolección,
al día siguiente, en las obras de la carretera. Hijos de labrie-
gos sin tierra a quienes la fábrica da trabajo por unas sema-
nas, para luego desprenderse de ellos como de la mugre,
sin imprimirles un sello profesional ni dejarles más herencia
que la sarna y la amarilla palidez allí adquiridas.
En la Casa de las Máquinas –traducción fiel del nombre
afgano «Maschin-Chanei»– estos parias no pasarán jamás
de este patio de entrada y de los trabajos de limpieza. El vi-
gilante azota sus espaldas desnudas, como si fuesen asnos que
trotasen flemáticamente camino del mercado con su carga
de hortalizas.
El contacto con la primera máquina rompe ya la fisono-
mía de la vida patriarcal. Las púas del telar mecánico van
peinando los vellones de lana desgreñada, y entre ellos se
quedan los nervios, los músculos y las formas de la existen-
cia campesina. La respiración ardorosa del vapor aventa por
el aire los blancos y suaves copos de la lana, que quedan
adheridos a las vigas del techo y a las paredes como el rocío
matinal o los carámbanos de hielo del invierno. Las golon-
drinas llevan a sus nidos estos copos, que han perdido ya
el olor del campo. El polvo de blanca pelusilla que des-
prende la lana va depositándose en los pulmones de los
obreros. Rostros exangües, cubiertos de sudor, apresados
estúpidamente en la trama de las correas de transmisión.
Hombres a quienes traga y digiere la primera máquina. Y

[ 155 ]
cuanto más complicados son los aparatos que trabajan la
lana y la hilan y entretejen en anchas cintas suaves, más es-
pantoso aspecto cobran las caras de los antiguos pastores y
aldeanos condenados a entregarse a esta pesadilla incom-
prensible de la fábrica.
Mordaz caricatura, este cuadro: Un obrero, desnudo de
la cintura para arriba, seco, marchito, chupado por el fuego
del trópico y el fuego artificial de las máquinas, limpia con
una hoz los restos de hilos que han quedado prendidos a
la gran canilla del telar. A su lado, el gordo director, tan in-
verosímil, tan indecentemente gordo y lleno de pliegues y
dobleces, que una vez, bañándose, una rana quedó ente-
rrada y se ahogó entre las frazadas de grasa de su vientre,
sin que notase nada hasta que, pasados algunos días, se
descubrió por el hedor del batracio descompuesto. ¡Cuán-
tas generaciones de trabajadores tendrán todavía que pu-
drirse, vivos, entre los pliegues de tocino oriental, antes
de que esta bola inmunda de grasa cumpla su destino en
el estercolero!
Otra estampa: Un aparato apoyado contra la pared com-
prueba la resistencia de la hilatura, sometiéndola a un peso
que aumenta gradualmente hasta que la hebra se rompe.
Sobre la esfera graduada se lee, en frías letras inglesas, la pa-
labra «Manchester». Al lado, la cabeza de un viejo, tocada
de blanco turbante y con ojos tan sombríos y tan profun-
dos como los boquetes que abren los necróforos en la tierra
estéril de las tumbas, observa atentamente las hebras, que
se tienden y tiemblan tensas hasta rasgarse. Le han ense-
ñado a leer los números, a seguir las oscilaciones circulares
de la manecilla sobre la esfera. Pero ¿descifrarán algún día,

[ 156 ]
estos ojos enrojecidos por el polvillo de la lana, la palabra
mágica, el nombre del gran emporio industrial del Occi-
dente? ¿Captarán algún día el mensaje misterioso que esta
máquina envía desde la capital del reino de las máquinas y
de la explotación a los desiertos de Kabul; este mensaje en
que resuena la voz del mundo donde el Trabajo y el Capital
riñen una lucha de vida o muerte?
«Manchester», que quiere decir: venceremos. «Manches-
ter», que dice: no desespere; aquí estamos nosotros, herma-
nos tuyos, y acudiremos en tu auxilio dentro de cincuenta,
de cien, tal vez de doscientos años... ¡No importa! Nuestras
manos se encontrarán un día. Y la máquina rezonga mali-
ciosamente: «¡Sí, sí!–¡Sí, sí!», aunque nadie la oiga ni nadie,
aquí, pueda entender su enigmático lenguaje.
La máquina es una escuela cruel. De cada cien aldeanos
que la sirven y se queman en su crisol, saca un obrero. De-
vora, chupa, extermina pueblos enteros para crear un pu-
ñado insignificante de proletarios. En una fábrica de Kabul,
donde los vigilantes descargan sus bastones sobre las espal-
das desnudas de los trabajadores; donde hay un taller de
corte en que trabajan hombres que más semejan a cadáve-
res vivientes, manejando unas tijeras fantásticas, inmensas,
con las que parecen cortar sus propias mortajas; donde el
patrono es todavía señor feudal, general, comisario de po-
licía y monarca absoluto en una pieza... hasta en esta fá-
brica ha ido fermentando un foco proletario que germinará
la historia futura del país.
Los tejedores son obreros de primera calidad, contrata-
dos en todo el país para el sostenimiento y desarrollo de la
industria local.

[ 157 ]
Nadie como ellos sufre de este curioso régimen de vida,
por mitades feudal y europeo. Los telares en que trabajan
son una mezcla extraña de los siglos XIX y XX: la electricidad
no interviene más que para ayudar al maestro, cuyas manos
hábiles siguen siendo, como en los buenos tiempos pasa-
dos, el instrumento principal de producción. La bobina se
pone en marcha por medio de una cinta, atada por uno de
los lados a la muñeca izquierda del tejedor, que con los pies
ha de ir combinando incesantemente los colores de la trama
con arreglo al modelo. Este trabajo exige gustos cultivados,
ritmo y atención concentrada. Y únicamente se echa de ver
el régimen industrial de trabajo en la absurda mecanización
de este arte, verdaderamente manual, en la imposición de
jornadas interminables y demás etapas de ese consabido
proceso que acaba por convertir al hombre, al maestro vi-
viente, con sus aptitudes, capacidades y métodos indivi-
duales, en una máquina de dos patas.
En esta sección de la fábrica se ha borrado instantánea-
mente el insolente bastón del vigilante, y hasta el mayes-
tático vientre. ¿El director echa de menos los honores acos-
tumbrados? Nadie alza aquí la vista de su trabajo, nadie
sonríe. Sólo las bobinas, acuciadas por una rara impaciencia
o por una especie de irritación, vuelan de un lado para otro.
Si es verdad que los objetos llevan a sus dueños la dicha o
la desgracia, yo no envidiaría a los futuros propietarios de
estas mantas y estos abrigos, empapados en un sano odio
de clase. No pasará mucho tiempo antes de que todos estos
artistas humildes hayan sido impíamente exterminados.
Ellos achacan la ruina de su vida morosa y pintoresca,
bañada por el tibio sol de los bazares, a la fábrica y a la

[ 158 ]
electricidad. ¿Cuándo acabarán de comprender que la má-
quina es su único aliado, la que, andando el tiempo, los
convertirá de esclavos en señores del Oriente?
Mas llegamos, al cabo de nuestro recorrido, al corazón
de la Casa de las Máquinas. Un antro negro, donde el calor
es tan sofocante que apenas entrar allí los vestidos se pegan
a la piel, y la cabeza vacila con el sentimiento del vértigo;
el olor del aceite de engrasar se mezcla extrañamente con
un perfume de vainilla. En algún sitio cercano, pegando al
muro, florece un almendro joven.
Grandes calderas que llegan hasta el techo; hogares que
de vez en cuando abren sus fauces rojas cercadas de hierros
candentes; infinitas correas de transmisión, y una respira-
ción jadeante y sofocada, como si llenando todo este impo-
nente espacio palpitase el ansia enfebrecida de un mar de agua
fresca, de un inmenso nevero azul traído de la cima de alguna
montaña. Y, dibujándose en la penumbra, el vigilante fiel
de este sagrario, el que manda sobre la luz, las llamas y las
energías. Un rostro de trazos finos y suaves líneas de hindú,
simétricamente ceñido por su turbante como una estatua
de Buda.
Apenas vernos, en el instante mismo de volverse a noso-
tros para saludarnos, su cara se cubrió de un velo muy fino
de palidez, de esa palidez especial que vela los metales al
alcanzar su grado culminante de combustión. Su rostro co-
braba, así velado, una expresión extrañamente tierna, trans-
figurada, fraternal. En aquel infierno de ruido no hubiera
podido articularse una palabra. Pero tuvimos la sensación de
que el obrero nos había musitado al oído algunas muy hu-
manas, extraordinariamente humanas, que jamás podríamos

[ 159 ]
olvidar. Era como si todo un siglo, año tras año, junto al
fuego infernal de su caldera, soñando con la primavera de la
vida, hubiese estado esperando el instante fugaz de nuestra
visita para decirnos que su cavile se consume en este averno.
¡Qué soledad la que debe de sentir este hombre, aquí en-
terrado, entre el bastón del vigilante, el vientre del director
y las masas azotadas y sumisas cuya conciencia de clase no
se ha remontado todavía sobre el odio primitivo del artesano
arruinado contra su espíritu atormentador: la máquina!
Al director no se le pasaron inadvertidos la sonrisa y el
desasosiego de su apreciadísimo, costoso y peligroso esclavo;
dio unos pasos hacia nosotros y aguzó el oído.
Mudo en medio del estrépito de las máquinas, cohibido
por la presencia del amo, el obrero no encontró palabras que
decirnos. No hizo más que apretarnos la mano enérgica-
mente, y se alejó con pasó rápido, quién sabe si para toda
la vida; una vida que se consumirá aquí, aislada, en este
presentimiento solitario y casi místico de la revolución.

[ 160 ]
EN EL PAIS DE HINDENBURG

ACOTACIÓN PRELIMINAR

HE VIAJADO POR ALEMANIA, por «el país de Hindenburg»,


y lo he contemplado con la mirada clara del que viene del
país de los obreros y los campesinos, del país de Lenin. Los
alemanes tienen castillos y museos, palacios que albergan
a sus ministros, Avenidas de la Victoria y columnas de Triunfo,
manicomios, monumentos a la guerra, cuarteles, escuelas,
presidios y fábricas, millones de hombres minados y una bur-
guesía rodeada de cultura, de técnica y de todo el confort
y el bienestar apetecibles.
Pero yo no quería ver solamente las calles alemanas y la
multitud que mendiga, padece hambre, pasea o anda en auto
por ellas, sino también los sitios desde donde la gobiernan
poderes invisibles, los centros de donde irradian los millones
de hilos y de cables, los focos potenciales de la opinión pú-
blica, los talleres donde se fraguan el espíritu alemán, la
cultura alemana y los cañones alemanes.
He buscado a Alemania en los santuarios de su nación.

1 Larisa REISNER, En el país de Hindenburg [Alemania, 1924].

[ 161 ]
EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN DE LA POBREZA

El cuartel y la mujer del zapatero

EN ALEMANIA, los obreros sin trabajo no están expuestos a


la dura suerte de morir de hambre. El subsidio que les pasa
el Estado, si es poco para vivir, es demasiado para morir.
Los sin trabajo vegetan en la miseria más espantosa. Y gra-
cias que puedan comer pan, que es lo único que está a su
alcance. Si son casados, carecen de recursos para pagar el
alquiler del cuarto, por pequeño y mísero que éste sea. Ya se
sabe: lo primero que hace el obrero despedido, automáti-
camente, es dejar la vivienda, abandonar el barrio en que ha
habitado una serie de años seguidos. El Municipio se en-
carga de alojarle en cualquier suburbio, en un cuartel vacío,
abandonado, en las cuadras de cualquier regimiento, en un
barracón, en cualquier antiguo parque desmantelado de ar-
tillería. He aquí los campos de concentración de la pobreza,
desoladas guaridas de piedra que el Imperio construyó para
sus tropas y que la República aprovecha, ahora que se han
quedado vacías, para albergar a las gentes que le infunden
sospechas.
En estos campos de maniobras, bien apisonados por los
zapatos de los reclutas de Prusia, no crece una brizna de
hierba. Unos cuantos niños harapientos juegan en las alcan-
tarillas entre aguas fecales, junto a las garitas abandonadas.
Esos inmensos pabellones que prepararon a ejércitos
enteros para morir en los campos de batalla se alzan desman-
telados, ceñudos, sombríos, como heridos en su amor pro-
pio por el abandono en que se les tiene. Más de un oficial,

[ 162 ]
transmigrado a los vecinos cuarteles de la Reichswehr, se
crispará de rabia al ver cruzar el carrillo de mano de un
obrero, cargado con sus míseros trastos, traqueteando y
gimiendo por el feo y desolador descampado.
Las mujeres atan las cuerdas de la ropa a los antiguos pos-
tes blasonados que todavía se yerguen delante de las puer-
tas; ponen a secar sus trapos en el alféizar de las ventanas
ungidas antaño por la presencia de los oficiales que mora-
ban en aquellos aposentos. Un zapatero tullido y pelirrojo,
que lleva ya dieciocho meses sin trabajo «por culpa de la po-
lítica», se prepara para el duro invierno y «repasa» un viejo
hornillo de cañón que ha encontrado en no sé qué cuartel
medio en ruinas.
Las pobres gentes se esfuerzan en vano por hacer habita-
bles y un poco humanos estos edificios muertos. Los obje-
tos arrancados al habitual recogimiento de los antiguos
cuartos forman una triste línea de combate, arrimados a
estas terribles paredes desnudas. No vale querer llenar con
cuatro pobres trastos salvados del naufragio de una vida
estas crujías imponentes, construidas para compañías en-
teras. El vacío es tan inmenso, que se traga las cosas. Un niño
patizambo y descalzo se arrastra por el suelo sin tarima, pues
las tablas fueron casi todas a parar al fogón el invierno an-
terior, cuando empezó a notarse en las inmensas ventanas
la falta de la mitad de los cristales. Un hermanillo menor
ha muerto.
Dos camas, una junto a otra, en que duermen el padre,
la madre y dos hijos –el muchacho y una hermana de ca-
torce años–. Un perro triste, sentado en medio del cuarto,
bosteza.

[ 163 ]
La mujer del zapatero, llevada por un sentimiento de
miedo y en la esperanza de ablandar al caserón hostil, cuyas
paredes repercuten en voz alta y sombría cada palabra, cada
pisada, lava todos los días el corredor interminable. Lo hace
para mover a piedad a la casa y trabar amistad con ella; en-
trega al cuartel una parte de su calor humano, y estos muros
soeces lo reciben indiferentes, como los antiguos sargentos
recibían los regalos candorosos de los reclutas.
A la pobre mujer del zapatero le basta con levantar la vista
para perder las últimas esperanzas. Las paredes del caserón,
con los rasgos muertos de su cara, repiten en grandes carac-
teres, implacablemente, la única verdad que aún no han
olvidado de los viejos tiempos:
«¡Aprende a sufrir sin lamentarte!» «¡No olvides que el
orden gobierna el Mundo!».
Y a dondequiera que la pobre mujer se vuelva con su
cubo y su estropajo, a cada paso que dé, a cada movimiento
que haga, le cae en la cara el puñetazo de la inflexible virtud
cuartelera.
¡Siete marcos a la semana por cuatro personas! ¡Y encima
la maldición de tener que vivir en esta isla de los muertos!
Y la pobre mujer sabe, además, que la muchacha se pasa gran
parte de la noche sin dormir, convulsivamente atenta a cada
movimiento, a cada suspiro que viene de la cama de los pa-
dres... Pero lo peor es este eterno eco del pasado, cuya lengua
de plomo habla sin cesar de bravura y obediencia, de amari-
llos hulanos y húsares fieros que se pudren hace varios años
Dios sabe dónde, en los campos del Marne o en las estepas rusas.
Tampoco el otro crío raquítico saldrá seguramente de
este invierno. Ni el mismo zapatero, el cabeza de familia,

[ 164 ]
resistirá tampoco mucho tiempo recorriendo en sus mule-
tas, bajo la lluvia y las temperaturas despiadadas, el largo
camino que separa al cuartel del Socorro Obrero. Desapare-
cerán todos, exterminados; pero estos espectros malditos
sobrevivirán para seguir aterrorizando a otra familia prole-
taria a quien toque venir a perecer a esta cárcel abierta a todos
los vientos, cuyas puertas fueron arrancadas de los goznes y
cuyos corredores se cubren, en días de ventisca, de nieve o
de arena. También ellos serán recibidos con ululantes redo-
bles óseos de tambor por estas viejas guardias fridericianas
de ultratumba:
«¡Juremos luchar y morir por Dios, por el Emperador y
por la Patria!».
Sólo una ventana luce en la tiniebla de las negras filas de
pabellones: un diente de oro relumbrante en las fauces del
gran dragón cadavérico.
Y cuando caen las sombras sobre la ciudad y hace mucho
frío, las águilas pintadas arriba, en el frontispicio, bajan al
suelo, se deslizan furtivamente en el patio y picotean en las
basuras, con un hambre de años, buscando los desperdicios
que se les han escapado a las gallinas del zapatero.
Y hunden sus cabezas de raza, adornadas con las lacias plu-
mas piojosas del Imperio, en los sucios despojos...

Frau Fritzke

FRAU FRITZKE SE HA QUITADO los zapatos, para no hacer


ruido en los largos y resonantes corredores. Frau Fritzke
es la Ninón de Lénclos de estos desiertos de pobreza: las

[ 165 ]
experiencias amorosas han ido depositando en su cara
grandes bolsas de carne de color amoratado.
El aire de este caserón es dañino para su vida: el moño
se le desgreña constantemente y los polvos no aciertan a sos-
tenérsele en la cara. Las perneras de los largos y estrechos
pantalones le asoman en la penumbra por las aberturas del
vestido desgarrado.
Madame Fritzke perdió a su marido durante la guerra.
Cuando obliga la necesidad, todo el mundo procura vender
lo que posee. En los pechos de la viuda se posaron miles
de manos ávidas, sobándolos y zarandeándolos como se za-
randea la cadena del retrete. Naturalmente, esto no aumentó
su belleza. Parecía como si, al abrir la blusa, estos pobres
pechos lacios fuesen a desparramarse como dos charcos de
carne pálida. De este modo, Frau Fritzke pudo salvar de la
muerte, durante los años de la guerra y la inflación, a sus
niños famélicos. Pero el listado, después de arrebatarle el
marido y entregar a Krupp y Stinnes el socorro debido a
los huérfanos, creyó conveniente separar de ellos a la des-
vergonzada madre, en castigo a su liviandad. Dentro de unos
días vendrá el agente y conducirá al asilo católico al niño
gordo de angosta frente y a su hermanita de doce años.
Para salvar a la familia, Augusto, el último amigo de Frau
Fritzke, tuvo la resolución heroica de casarse con estos des-
pojos del amor venal. Allá van, con paso solemne, como
lo requieren las circunstancias, camino del Registro Civil.
Ella, pisando sobre el polvo como en zancos, con sus za-
patos de charol, que le aprietan; él, con su cuello y su pe-
chera de cartón, oliendo a bencina, derecho y solemne
como el Destino. Pero el heroico sacrificio, maduramente

[ 166 ]
deliberado por todo el campamento de la pobreza, resultó
estéril.
En vano Frau Fritzke presentó referencias de sus antiguos
señores, para demostrar que no vivía exclusivamente de en-
tregar su cuerpo, que era también honrada jornalera, y si
la celosa policía de las costumbres hubiera reunido en un
montón toda la basura que esta mujer había barrido de las
casas donde sirvió, podría alzar con ellas una pirámide im-
ponente en honor de su antiguo oficio.
Pero la policía es severa e inflexible. Frau Fritzke llora.
Y alrededor de sus ojos van dibujándose negros anillos de
melancolía...

La cruz de hierro

SI DAS CON TUS HUESOS en uno de estos caserones, siéntate


donde puedas y no molestes. Frau Fritzke puede llevar ves-
tidos de crepé Georgette y forrar sus ojos de gallo con ani-
llos de goma para que no le agujereen los zapatos, pues Frau
Fritzke tiene su profesión...
La mujer del zapatero tiene derecho a revolver con sus te-
nacillas en el fogón común, para luego hundirlas en la cabe-
llera polvorienta y hacerlas humear y crepitar con sus piojos,
pues esta mujer –todo el mundo lo sabe– se casó con el za-
patero estando ya tullido, es decir, por puro afecto y con
absoluto desinterés. En este pequeño mundo nadie tiene nada
que echarle en cara a los demás ni por qué jactarse de sus
rentas o situación. Aquí todo el mundo vive en una desnudez
paradisíaca, sin hipocresía, como los caracoles pisoteados

[ 167 ]
en el camino que todavía mueven débilmente sus cuernos
con los ojuelos escrutadores.
Y es sencillamente indignante que todavía haya alguno
como Herr Boss, por ejemplo, que se recata pudorosamente
para que no le vean las papeletas del Monte de Piedad y no
deja a nadie entrar en el cuarto por temor a que se fijen en
el edredón y en las almohadas de percalina roja sin fundas,
¡cuando todo el mundo sabe que se les salen las plumas por
mil agujeros!
Esta casa es como un paraíso. El pudor, esa virtud peque-
ñoburguesa, se queda en el umbral del caserón, guardado
por el ángel de la pobreza con su espada flamígera. Y si a uno
de los inquilinos le da por mostrarse recatado, no hace más
que llevar la desazón a los demás, obligándoles a malgastar
sus fuerzas en hojas de parra, que a nadie engañan. Por eso
la casa entera desprecia a Herr Boss, con su cuello de cartón
sin camisa con su medalla sobre el pecho y su modo de ha-
blar, tan aplomado como si hubiese comido a mediodía.
¡Ah, si supiesen cuánta quemante humillación y cuánta
amargura ha tenido que soportar este hombre en su antigua
vivienda de suboficial! Si hay alguien que duerma sobre pun-
tas afiladas y se espolvoree ceniza en la cabeza, es sin duda
alguna este Herr Boss, empleado durante treinta y cuatro
años en una de las fábricas de pólvora del Estado.
Este hombre vivió toda una vida separado de los demás
por un juramento. El que había prestado a la patria el ju-
ramento militar del silencio no podía ingresar en el Sindi-
cato, ni entrar en el Partido, ni siquiera presentarse alguna
que otra vez en la taberna. A los oficiales les pagaban el
silencio en estrellas y entorchados y cascos brillantes y

[ 168 ]
largas filas de cruces; los obreros de las fábricas de pól-
vora y cañones lo guardaban gratis, y aun habían de mos-
trarse agradecidos a la prueba de confianza con que se les
distinguía.
Esta distinción exaltábales, en cierto modo, de simples
jornaleros a aliados del Gobierno de su país. Hasta el pro-
pio Emperador en persona les estaba, por decirlo así, un
poco obligado. Y adoraban a la dinastía como esos pobres
diablos a quienes un millonario dispensa el honor de pedirles
un par de cuartos prestados. Y, en efecto, cuando estalló la
guerra y todo el oro del país fue poco para fundirlo en ca-
ñones y obuses, el Gobierno hizo a Herr Boss el alto honor
de apoderarse de los ahorros de su cartilla.
Un día, una dama encopetada, la señora del director de
la fábrica, se presentó en casa de Herr Boss con sus hijas y
su criado a brindar al viejo obrero con unas cuantas obliga-
ciones del empréstito de guerra, ¡y con qué devoción y ad-
mirable espíritu de sacrificio el pobre Herr Boss puso a los
pies de la dama todos sus ahorros!
Apenas había tenido Herr Boss tiempo a secarse las lá-
grimas emocionadas, cuando el marco empezó a esfumarse
como la neblina mañanera en un día de verano. Y las piezas
de oro –Boss conservaba 132– iban rodando tan silenciosa-
mente a la sima de la inflación, que no se las oía sonar si-
quiera. Pero Boss era feliz.
Pasaron, desde aquel día, cinco, es decir, más: siete años.
El mundo, desangrado, hacía esfuerzos convulsos por
incorporarse, y al cabo pudo cubrirse un poco con la del-
gada capa de la estabilización, en la que abrían sus fauces los
negros agujeros de la inflación y el hambre.

[ 169 ]
Cuando vio salir de su cuarto el espejo, la mecedora y
aquel hermoso reloj que la fábrica le había regalado para pre-
miar sus veinticinco años de trabajo intachable, todavía
creía Herr Boss en Dios y en la justicia.
Cuando su mujer volvió de la casa de empeños con la pa-
peleta, después de dejar allí el reloj de plata con las iniciales
del Kaiser, Herr Boss era todavía aquel hombre fuerte que
no toleraba que se hablase a la mesa doloridamente de su hijo
mayor, muerto por la patria.
Pero cuando ya no quedaba nada que empeñar y del
pobre Boss, siempre sumiso, se apoderó ese gran desaliento
que conoce todo obrero al pasar la sesentena; cuando sus
ojos empezaron a velarse y sus manos a temblar, y la saliva,
envenenada por el éter, a escapársele de la boca, Boss fue
despedido de la fábrica. Con dos billones de billetes y un
cuarto en el caserón muerto de la pobreza por compensación.
Y Herr Boss comprendió de pronto lo que jamás había creído:
que también él era un simple obrero. ¡Qué espanto, esta so-
ledad! Hecho trizas, aniquilado por la máquina, el pobre Boss,
como un granito de arena más, como una astilla más, se hun-
dió en el mar inmenso de la clase obrera, en sus simas más
profundas, allí adonde no llegan ya la luz ni la esperanza.
Sobre el mar encrespado cabalgaban potentes olas espu-
meantes: era el año 1921. Boss, inmóvil, contemplaba cómo
iban hundiéndose, uno tras otro, los barcos combatientes
de la revolución y venían lentamente a unirse con él en el
fondo abisal. Con sus banderas en los mástiles rotos y en la
cubierta montones de cuerpos muertos. La sal de la Hu-
manidad, los pájaros mensajeros de la tempestad revolu-
cionaria: Rosa Luxemburgo, Carlos Liebknecht.

[ 170 ]
En aquellas largas horas de desolada inactividad, Boss
solía sacar de debajo de la cama un cajón repleto de dinero
desvalorizado y se pasaba mirándolo, los ojos clavados en él,
días enteros.
El cuarto del antiguo obrero está empapelado de gris con
rasgaduras rojas que el tiempo ha hecho palidecer –como
si un día hubiese brotado en este recinto un manantial de
vida humana, cegado de pronto...
En las piernas de Boss se abrieron las venas: su sangre,
marchita y cansada, buscó el camino de retorno a la tierra.
Largo y flaco, envuelto en un chaquetón de color café y
con una medalla colgando de la cadena del reloj, sale casi
todos los días, apoyado en dos muletas, al encuentro de su
mujer, que gana un jornal en la fábrica de tabacos, a pesar
de su pelo encanecido. No hay nadie en el barrio que no co-
nozca a su Minna, pues en el mundo entero no se encon-
traría otra cara como la suya. Una máscara blanca, de tan
mágica belleza, que quien la ve se siente instintivamente
impulsado a doblar ante ella la rodilla. Después del trabajo,
este rostro resplandece como blanco mármol con las perladas
gotas de sudor en la frente. En sus años mozos, Boss era im-
perioso, testarudo, gruñón; considerábase obligado a ator-
mentar a su mujer y a humillarla delante de su familia.
Por encima de los muros de los sótanos y las buhardillas,
las cárceles y las fábricas, fluyen y rebosan, formando arro-
yos, ríos y mares, las aguas silentes y tranquilas de la solida-
ridad de clase del pueblo obrero. Y con paciencia infinita van
lamiendo y socavando los barrotes y las piedras, amonto-
nando grano tras grano de arena, hasta que llega el día en
que la marejada de la rebeldía rompe los diques minados.

[ 171 ]
También para Boss llegó este día. El zapatero tullido de
abajo subió renqueando hasta el primer piso, descansó un
rato, siguió trepando hasta el segundo, llamó a la puerta y
entró. Venía a ofrecer a Boss el Diario Obrero.
Se hizo un gran silencio. La pálida cara de Minna pali-
deció todavía más, y fue a refugiarse junto al fogón. El za-
patero tomó asiento. El periódico costaba veinte pfennigs.
Boss, sofocado, ahogándose casi, arroja sobre la mesa los cén-
timos, y de propina un objeto de acero, de color gris.
—Llévatelo... Es todo lo que he sacado de la vida.
La cruz de hierro.
«Por servicios auxiliares de guerra.»
¡G. R. –Guillelmus Rex– y encima una corona!

Zapatillas

ZAPATILLAS CÓMODAS y calientes, de pelo de camello, cua-


tro marcos cincuenta el par.
Frau Kremer vive de confeccionar estas zapatillas y gana
cuatro marcos por cada cien piezas. Cose cinco en una hora.
Su hija, que sólo lleva dos años en este oficio, remata siete
zapatillas cada cincuenta y cinco minutos. Después de cua-
renta años de trabajo, la pobre vieja queda rezagada de un
golpe ante la superioridad puramente mecánica de la juven-
tud. Lo mismo que un caballo de punto. Su arte no gana
nada por muchos años que lleve trotando sobre el asfalto.
La aguja, sostenida entre los dedos con el callo nacido ex-
presamente para esto, es enhebrada con la rapidez del rayo;
de nada te sirve, pues eres un jamelgo viejo, caduco, y

[ 172 ]
cualquier potrillo recién llegado de la aldea te pasará, por
el solo hecho de tener veinte años menos.
El jornal no aumenta porque el obrero ponga en tensión
sus fuerzas con vehemencia desesperada. Cuanto más rápida
vuela la aguja, con más frecuencia se rompe la ruin hebra,
de la que también saca su provecho el patrono. Todo está
calculado hasta por fracciones de céntimo, sin dejar el menor
resquicio para el ahorro.
Las zapatillas con forro guateado son encantadoras, y se
pagan mejor. No hay obrera joven, inexperta en el oficio,
que no caiga en la trampa. Pero Frau Kremer conoce bien
el negocio. Que otras se quemen los dedos, si quieren,
en esta clase de confección; ella sabe perfectamente que el
quid está en las agujas. La suela doble no es tan fácil de atra-
vesar con la puntada como la sencilla.
Y el industrial entrega el mismo número de agujas para
los dos trabajos. Tres por cada cien zapatillas. Es evidente
que los 15 pfennigs que paga el fabricante por las «guateadas»
–por las corrientes sólo abona 10– no bastan para cubrir el
coste de las agujas suplementarias. Pero no es esto sólo. Hay
mil ardides y sutilezas más de que el patrono se vale para
estrujar al obrero hasta sacarle la última gota de sus energías.
Es más fácil timonear un barco dando la vuelta al cabo de
Buena Esperanza que coser la suela de una zapatilla de modo
que no se conozca una sola puntada. ¿Cuántas «corrientes»
podemos calcular que remata la jornalera en una hora?
Cinco. ¿Y de las «forradas»? Sólo tres. Hay que descontar
un pfennig para las agujas, mientras que el fabricante, por
los mismos sesenta minutos, abona 10 pfennigs menos.
¿Qué extraño, pues, que esta Frau Kremer, con sus espaldas

[ 173 ]
agobiadas, su mísero vestido negro y el algodón en el oído,
que le mana sangre, parezca una estatua viva del dolor y la
desconfianza? Si la vida le saliese al paso en este momento
brindándole la dicha a manos llenas, arrugaría todavía más
los pliegues de su cara, volvería la espalda y correría a poner
a salvo la carga de zapatillas terminadas.
Este cuarto con el armario sin vajilla, con sus edredones
encarnados y llenos de manchas, con el orinal a la vista de
todo el mundo, con la cocina y su techo húmedo y descon-
chado; toda la «vivienda», en una palabra, en la que no se
ha hecho la menor reparación ni puesto un brochazo de pin-
tura desde hace quince años, que no tiene agua ni retrete...
la vivienda y su moradora, Frau Kremer, este ratoncillo caído
en un hormiguero y ya medio devorado, sólo tiene un arma
defensiva contra las asechanzas del mundo: la más absoluta
desconfianza. Recelo de todo y de todos. Frau Kremer mas-
culla: «Estos socialistas son unos canallas, y cada una de sus
palabras una mentira». «Estos comunistas son unos cobar-
des que en el año 23 se tumbaron a dormir.» No se para a
pensar si el Partido estaba o no preparado para la lucha y
cuántos meses o cuántos años de labor callada y tenaz ten-
drían que pasar antes de que pueda guiar al proletariado a
la victoria.
Ella necesita una mano que la ayude, pero ahora, inme-
diatamente, o nunca, pues las fuerzas de Frau Kremer tocan
a su fin.
Cuando un ratón lleva un susto de muerte, rompe a sudar,
se empapa de miedo. ¿Cómo va Frau Kremer a confiar en
la revolución, si su cuerpo caduco está ya cubierto por el sudor
del agotamiento final?

[ 174 ]
—No puedo ingresar en la organización. Me prohibiría
trabajar por un jornal tan mezquino y exigiría que aban-
donase el trabajo.
Sin embargo, la casa de Frau Kremer está animada hoy
por un aire de fiesta, una gran fiesta obrera: su único hijo
–un mozo de quince años, empleado en una fábrica de em-
balajes para cigarros– está en huelga, en huelga por primera
vez en su vida. Hace tres semanas que empezó el paro, en
el que toman parte 135 obreros. Sin esperanza de triunfar,
pues los esquiroles afluyen a la fábrica, en tropel, de todos
los barrios vecinos.
La vieja calla. Ni una palabra de reproche, ni una queja.
Para no hacerse traición, hace como si nada ocurriese, como
si el hijo no estuviese delante. Ella no cree en las huelgas ni
en el socialismo, y su recelo escéptico es tanto, que ni si-
quiera cree en las viruelas. Lo único de que está segura es de
que todo lo que viene de los señores es engaño. Todo un año
se pasó escondiendo a su nietecito del médico de la bene-
ficencia. Al fin, uno de estos días le llevaron arrastras al
hospital, donde le pincharon el brazo, y... ¿no tenía razón
sobrada la pobre mujer? Hoy, el niño tiene el bracito cu-
bierto de pústulas horribles. Cualquiera que arremangue el
sucio brazo de la criatura puede verlas.
Pero ¡hay que ver cómo alarga Frau Kremer a su hijo el
plato por encima de la mesa, con qué ojos contempla, exta-
siada, sus espaldas fuertes y varoniles! Con guiños muy sig-
nificativos, en voz muy bajita, como replegándose sobre sí y
presta a saltar defendiéndose, les dice a las vecinas :
—¡Mi hijo está en huelga!
Diríase un árbol viejo y seco pronto a derrumbarse que

[ 175 ]
saludase, agitando su última rama verde, a la bravura de la
juventud que sabe olvidar todas las derrotas, a esta magní-
fica solidaridad de la clase obrera.

Él, comunista; ella, católica

LA MAYORÍA DE LOS OBREROS despedidos por políticamente


peligrosos, no pertenecen a la generación joven, sino a la vieja.
El mozuelo aldeano que se siente cohibido por el aire de la
casa paterna, entra en la fábrica y acepta cualquier jornal y
cualquier jornada, con tal de sacar un par de marcos para
cerveza, para comprar una bicicleta a plazos y un traje en-
tallado para los domingos. La comida y la bebida no le cues-
tan nada, pues se lo mandan de casa de su padre. La antigua
generación obrera que tiene tras sí veinte años de luchas sin-
dicales y revolucionarias, es –a pesar de las condiciones
tarifadas relativamente favorables en que trabaja y de su si-
tuación privilegiada respecto a los demás– mucho menos
transigente, y no se resuelve fácilmente a desalojar sin lucha
sus últimas posiciones.
El resultado final de esta campaña de resistencia –por muy
prudente y moderada que sea– es siempre el despido. Al
principio, el obrero no se preocupa gran cosa de su situación.
Tiene magníficas referencias, veinte o veinticinco años de ex-
periencia en el trabajo; además, ocurre que precisamente
en este momento se advierte una cierta intensificación de
actividad en la rama de su industria: es seguro que hoy
mismo, o mañana a más tardar, encontrará trabajo. Y en
último término le consuela pensar que no se quedará sin

[ 176 ]
comer, pues su mujer trabaja de asistenta en una casa rica,
donde le dan una buena paga.
En los primeros días, aun no se deja advertir la cruel le-
gislación que rige para los sin trabajo. Pero, poco a poco,
van entrando en vigor estas leyes. La jefatura de la casa co-
rresponde al cónyuge que sostiene la familia. Al volver a su
hogar después de rendir el duro trabajo del día, el obrero
desea encontrar un cuarto limpio y sentarse a una mesa bien
arreglada. Quiere que los niños estén lavados y peinados para
cuando él vuelva, que sus narices estén limpias de mocos y
corregidas las tareas del colegio. Pero estas exigencias no rigen
ahora. Una mañana, a los tres días de estar sin trabajo, el
obrero cierra la puerta por la que acaba de salir su mujer a
sus ocupaciones, se ciñe sumisamente el mandil casero y se
dispone a arreglar la casa. Limpia el polvo, bruñe los cristales,
lava los cacharros y retuerce después las bayetas, saca afuera
el cubo de la basura, friega el suelo de la cocina, hace las
camas, saca al balcón las sábanas y los edredones y, después
de tenerlos un momento aireándose, vuelve a colocarlos en
su sitio con pedantesca meticulosidad.
¿Quién podrá formarse una idea del culto a la limpieza
y al orden que rinde diariamente entre las cuatro paredes
de su casa hasta la mujer del obrero más humilde? Podría
uno estar sentado las horas muertas, viéndola frotar, lavar,
rascar, secar, bruñir todo la imaginable: los cacharros, la ropa,
los muebles, las paredes, el piso. Ni los rincones más reca-
tados y obscuros, detrás o debajo de los armarios, se libran
de su furia doméstica.
Y todo esto tiene que hacerlo ahora el marido. Y lo que
él hacía en los buenos tiempos, cuando miraba inquisitiva-

[ 177 ]
mente sobre el fogón para convencerse de que no había
quedado ni un solo granito de polvo, sin perdonarle a su mujer
ni el menor descuido, lo hace ahora ella; ella, a quien el ma-
rido tiene que dar cuentas, como dueña y señora del hogar
que sostiene.
¡Él, el sumiso, el obediente jornalero, reducido a lavan-
dera en su propia casa! En el fondo de su alma, todo alemán
tiene a su mujer como una esclava y desprecia las labores ca-
seras. Piénsese lo infinitamente humillado que se sentirá
este alemán con el rodillo en la mano, gimiendo agachado
por todos los rincones o pelando patatas con una fuente en
las rodillas. El obrero contempla estas cosas con la misma
mentalidad que el pequeño burgués. Un excelente trabaja-
dor que estuvo sin ocupación durante varios años, me decía
con honda amargura, apuntando a sus brazos arremanga-
dos, con el cepillo en una mano y en la otra los zapatos
sucios de su mujer:
—Vea usted a qué miseria y humillación me ha traído
la falta de trabajo. ¡Yo, un hombre, tenerle que limpiar los
zapatos a la señorita de mi mujer!
Herido y dolido en su orgullo de hombre, busca el modo
de recobrar en otro terreno la dignidad perdida. Los días de
paga, cuando la mujer, con fingida modestia, pone encima
de la mesa el jornal de la semana, el hombre anda de acá para
allá desde que se levanta, irritado y sombrío. A la mesa, es-
talla una violenta disputa:
—¿Quién manda en casa, tú o yo?
Y descarga un feroz puñetazo sobre la mesa. Un viejo lá-
tigo es descolgado de la pared. Los niños aúllan. La madre
se rinde. Termina la comida. Los padres se encierran en la

[ 178 ]
alcoba. Él se hace de rogar largo rato. Ella se desnuda, lo
mira con ojos húmedos, suplicantes... Y al cabo, cae sobre
la mujer como un salvaje, en un arrebato de odio, y le arranca
gritos que llegan a la calle. Luego la manda a buscar pitillos.
Jamás, en los tiempos mejores, amó a su mujer con amor
tan ardiente y celoso; jamás la mujer suspiró por nuevas ter-
nezas como ahora, que son, en el fondo, caricias compradas.
Y el marido va gradualmente degenerando hasta conver-
tirse en el chulo de su mujer.
—Pronto acabaré siendo su chulo –me decía el pobre
Kamm, aquel a quien vimos limpiando los zapatos. Y lo que
complicaba tremendamente su situación era que la mujer
descendía de una antigua familia de aldeanos católicos, de
una de esas familias con retratos del Káiser y la Kaiserina,
con misa todos los domingos y con un abuelo abanderado
del famoso 166, el regimiento de los hulanos amarillos y azu-
les. El viejo se había opuesto siempre a este matrimonio.
¿Cómo era posible que una muchachita tan honrada, tan
bonita y de tan buena figura como su nieta fuese a estrellarse
contra este ruin herrero inestable que cambia todos los meses
de amo? ¡No, este hombrecillo no sería nunca capaz de sos-
tener una familia!...
Ahora que Kamm depende materialmente de ellos, los
suegros se las arreglan para modificar a cada paso el orden
constitucional de la familia en favor de la mujer y de los
hijos y en excesiva desventaja del marido fracasado. Liseta,
la nietecita, puede pasar todo el verano al lado de sus abue-
los sin que les cueste un céntimo a los padres. Los sábados
les mandarán del pueblo tocino, tortas y un ganso, pero
para ello es necesario que la nieta vaya a misa. Y si quieren

[ 179 ]
ser ayudados los dos, el padre tiene que decirle a la hija que
existe Dios y que todos los que le niegan van al infierno.
¡Qué remedio! ¡Hay que vivir! Pero, felizmente, Liseta ha
heredado la vena escéptica del padre y su irónica malicia.
Se entienden a la maravilla los dos.
—Liseta –le dice el padre, sentándola en las rodillas–,
¿te acuerdas de lo que te decía que no existe Dios y que eso
del paraíso es un cuento estúpido que han inventado para
las criaturas? Liseta, mírame a los ojos: tu papá estaba en un
error; aquello no era verdad. La verdad es que hay un Dios
sentado en el Cielo, que lo ve todo y lo sabe todo.
Los viejos, que están al lado, miran recelosos a los labios
del yerno, como se mira a las manos de un jugador tram-
poso. La pequeña asiente con la cabeza:
—Sí, papá.
El padre reconoce en ella la raza, y piensa: ¡qué suerte
que se le dé una higa de todas estas paparruchas!
Tres años lleva Kamm sin trabajo. Lava, amasa el pan y
ha aprendido a repasar medias. Reproches interminables.
Eternas murmuraciones: que si ha hundido en la desgracia
a la familia, que si el Partido explota a los afiliados mientras
trabajan, para luego abandonarlos en la miseria... Era como
para volverse loco.
¿Qué has sacado de todas tus privaciones? Ni siquiera te
ofrecen, ahora que estás en la calle, un puesto insignificante
en el Partido. Y así el día entero.
El herrerillo huye a los pueblos, recorre el campo como
agitador peregrinante, sube a las montañas, se extravía por
los caminos. Y es el primero que se aventura a predicar la doc-
trina en un pueblo de la Selva Negra formado por antiguos

[ 180 ]
guerrilleros de las guerras de campesinos que hoy han ve-
nido a convertirse en ricos labrantines a quienes la avaricia
aísla de todo trato con los hombres. Apenas habrá ninguno
que posea menos de cuarenta fanegas de tierra, pero sin
animales ni criados para trabajarla. La inflación ha devorado
todo el dinero, y sin maquinaria ni abonos, que son muy
caros, ¿cómo arrancar la cosecha a la tierra dura y fría? De-
fraudado en la fe de sus mayores, el pueblo arrojó de la pa-
rroquia al cura, y con él a los agentes electorales de todos los
partidos que habían ido a sacar votos para la elección de pre-
sidente. Hasta ahora, Kamm no ha ganado ningún prosé-
lito entre estos amargados aldeanos ortodoxos, pero por lo
menos ha conseguido que los duros rostros de estos hom-
bres, con sus sombreros medievales de ancho vuelo, y las mu-
jeres, con sus tocas blancas almidonadas, que a lo lejos parecen
cometas, le saluden afectuosamente. No hay pueblo en la
montaña, ni el más remoto –estos pueblos donde las lluvias
torrenciales arrastran el mantillo de la tierra–, en que no
conozcan familiarmente a este hombre que representa die-
ciocho años y tiene cuarenta y va peregrinando de lugar en
lugar con su cartera de periódicos al hombro.
—Este mozo no sabe lo que son las judías ni las patatas
–dicen, al verle pasar, los jornaleros de las canteras de basalto,
hombres feroces y salteadores de caminos. Y es verdad, pues
Kamm no tiene un huertecillo donde sembrar sus coles ni
uno de esos emparrados en que el obrero alemán gusta de
solazarse las tardes de fiesta. El pastor protestante de Gries-
heim, con el que indefectiblemente se lía a discutir todos los
domingos después del sermón, decía de él: «¡Esta araña
venenosa tiene un pico maligno!»

[ 181 ]
Los senderos de la montaña van a parar todos, a la pos-
tre, por más vueltas que den, al valle. Después de mucho pe-
regrinar, no hubo más remedio que volver, mal que bien, a
casa. Pero en casa reina y gobierna la perversa devota, la linda
aldeanita con la mirada siempre baja detrás de la que se es-
conde su avaricia dominadora. Veinte veces ha salido Kamm
de su casa para no volver, y las veinte ha vuelto atraído por
el recuerdo de su Liseta. Pues ¿quién, si no es su padre, la
guardará de los curas, de las tías y del falso amor materno?
Lo peor comienza cuando los niños se quedan dormidos
y las puertas se cierran y se arriman los postigos de las ven-
tanas; cuando toda la casa pequeño-burguesa calla, sumida
en un silencio pérfido.
Ya se desviste la mujer. El corsé acerado cae al suelo y en
la cara de la hembra acechan pensamientos hostiles en que
se lee el odio hacia todos y cada uno de los sentimientos del
hombre, hacia los libros posados en la mesa. Y él lo sabe: sabe
que su mujer se alegra de su derrota, que siente secreta sim-
patía por sus enemigos, pero en la cama es descocada y
lasciva como no lo sería una de la calle. Ninguna prostituta
llega en refinamiento inventivo a esta mujer devota y vir-
tuosa que quiere gustar, detrás de las celosías, el placer que
consume, que esgrimiendo la ley exige de su hombre que
al menos la ame y la sacie, ya que sus «idiotas ideas comu-
nistas» no le permiten servir para otra cosa.
Y cuanto más desenfrenado el combate que se libra en el
lecho, más grande la derrota. La mujer cae sobre las almo-
hadas como una sanguijuela harta, pero inmediatamente se
recobra y le da a entender al hombre por modo inequívoco,
sin aguardar siquiera a arreglarse un poco el pelo y a estirarse

[ 182 ]
la camisa apelotonada, que, naturalmente, «esto» no altera
en nada sus relaciones. Todo sigue lo mismo.
—Recuérdame mañana, Hans, que tengo que com-
prarle una Biblia a Liseta, ¿oyes? El Antiguo y el Nuevo
Testamento...

KRUPP Y ESSEN

LAS CIUDADES DEL RUHR, las calles, las fábricas y las minas
de toda esta región, llevan grabado sobre la frente el nom-
bre de Krupp, como las cucharillas de té o las sábanas de ho-
landa de una familia rica las iniciales de su propietario. Essen
es una especie de feudo, una propiedad familiar que va trans-
mitiéndose de generación en generación. Cuando muere un
miembro de la familia, se le levanta su correspondiente mo-
numento en la plaza pública o en el parque: todo pertenece
a la casa. La anciana abuela encarga su estatua, y los sobri-
nos, hijos o nietos construyen otra por su cuenta, para que
las haya de todos los gustos. No falta en ningún cruce de
calles un Federico-Alberto, un Alberto-Francisco, un Fran-
cisco-Federico, fundido en bronce. Y las casas, los tranvías,
las máquinas y los hombres se apartan respetuosamente de
su broncíneo dueño y señor. En estos grandes centros indus-
triales, los más poderosos de Europa, impera el culto al an-
tepasado. Ya lleva mucho tiempo debajo de la tierra el último
varón de la dinastía reinante, y el mundo ha olvidado el es-
cándalo grotesco que le acompañó a la sepultura. Los miles
de millones de su fortuna pasaron por imperio de la ley a
manos de hijas y de viudas que nadie conoce, convertidas

[ 183 ]
por el azar en soberanas absolutas de cientos de fábricas,
minas, astilleros, puertos y ferrocarriles. Estas realezas toman
o aceptan los maridos que les son indispensables para ase-
gurar la continuidad de la dinastía, y los príncipes regentes
–salidos de modestos empleados de la casa– adoptan el nom-
bre de sus esposas, se multiplican y se cuidan de que en la
ciudad de Essen no se extinga la raza pura sangre de sus se-
ñores, para que los cientos de miles de obreros y los millo-
nes de máquinas del feudo puedan trabajar con la conciencia
tranquila para los retoños de la casta de los Krupp. La vida
de hoy ha dejado muy atrás aquellas formas patriarcales de
explotación que el viejo Adolfo Krupp implantó hace medio
siglo. Ya no es el señor y monarca fabril quien regenta en
persona los negocios, pues de eso se encarga la dirección de
la S.A. El gigante Krupp sigue marchando, guiado por un
ejército de expertos funcionarios, por el camino que traza-
ron para siempre los antiguos conquistadores; pero ya hace
mucho tiempo que se extinguió la voluntad de aquel orga-
nizador y arquitecto genial que se llamó Krupp II.

•••

DONDE HOY SE LEVANTA la ciudad de Essen y trabajan, ha-


cinados en una estrechez de espacio que da espanto, los
gigantes metálicos; donde las minas se tocan hombro con
hombro y las chimeneas de las fábricas alargan sus escuáli-
dos pescuezos innumerables; donde se riñe una batalla por
cada veta de carbón en las profundidades de la tierra; donde
los imponentes altos hornos jamás se apagan; donde las ciu-
dades del Ruhr se han fundido para formar una sola fábrica

[ 184 ]
gigantesca, se extendía en otro tiempo, hace treinta, cua-
renta años, una sucesión de campos desolados que sólo po-
blaban unas cuantas familias de labriegos. El trazado de las
calles ha sancionado los senderos retorcidos que antaño ho-
llaron las botazas de los primeros mineros entre la fábrica y
la taberna. La ciudad hubo de pactar con los bárbaros e ina-
daptables edificios, rebeldes a toda disciplina. Ahí están, como
vagabundos convertidos de la noche a la mañana en millo-
narios, tumbados a la pata la llana, con la pipa en la boca,
sin el festón de un jardín ni cosa que lo valga, y el viento res-
bala sobre su pecho pétreo y desnudo. Agobiada por la ri-
queza, mareada por el perfume del dinero, la ciudad se
resigna a todo; aparenta como si todo guardase allí la mejor
de las armonías, y construye puentes en los sitios donde las
fábricas le obligan a sortear sus muros. De aquellos tiempos
le viene a Essen su sed de construir, su pasión por las gran-
des e inútiles obras del suelo. A cada paso, brigadas de obre-
ros remueven las losas de quintales de peso que forman la
piel de las calles, y el olor de la tierra soterrada años y años
se extiende por toda la ciudad. Mas, pronto entra todo de
nuevo en sus cauces, los tranvías vuelven a circular y los
faroles tornan a encenderse. Las viviendas del centro de la
población se insinúan entre las fábricas, se aprietan a lo
largo de los vallados; ni un palmo de tierra puede edificarse
sin permiso del Sindicato del Carbón. Y al fondo de cada
callejuela habitada se yergue como un centinela alerta la
chimenea de una fábrica, tremolando su bandera de humo,
y parece gritar su consigna:
—¡Alto! No pasar adelante. ¡Aquí, «RheinStahl! ¡Aquí,
«Hércules»! ¡Aquí, «AEG»!

[ 185 ]
Y esta es la causa de que las pobres casitas se compriman
y apelotonen y presenten un aspecto tan mísero. Negruzcas,
con sus hombros raquíticos y los sombreretes de sus teja-
dillos, se refugian tímidamente contra los muros de los ban-
cos, de las fábricas y de las casas de comercio. Son minas
sacadas a la superficie de la tierra, donde el pueblo obrero se
hacina: la espantosa estrechez aflora también a la superficie.

•••

LAS FÁBRICAS DE ESSEN pertenecen todas a Krupp; las vi-


viendas, a Hugo Stinnes. El estado indescriptiblemente
mísero de éstas entraba entre las causas justificativas de los
legendarios ingresos de este consorcio. Y las fábricas no
abandonan sus prerrogativas de soberanía ni aun en el te-
rreno que se ven obligadas a ceder para el trazado de calles
o de vías; las fajas que la ciudad logra arrancar a sus garras
son tan angostas, que las mujeres pueden tender las cuerdas
para la ropa entre sus ventanas y las de la casa de enfrente.
Pero, en realidad, tampoco queda sitio para estas cuerdas,
pues los cables, las tuberías y los puentes de las fábricas aca-
paran todo el espacio. Las instalaciones industriales avan-
zan como gigantes fabulosos sobre los tejados y las calles
de un pueblecito de liliputienses. Y estos gigantes no se re-
catan para nada: escupen sus detritus, el humo, la ceniza,
el agua, el hollín, en plena calle.
Los peatones están siempre en guardia, caminan siempre
mirando angustiosamente para arriba, con los ojos puestos
en las ventanas abiertas de los edificios de cemento en que
el gigante riñe su violenta lucha con el acero. Los niños se

[ 186 ]
despiertan en la cuna con los gritos angustiosos del metal.
Pues los metales, como parturientas sujetas a dolores terri-
bles, exhalan noche y día quejidos desgarradores. En las vi-
viendas obreras, los objetos tiemblan como yunques, aunque
los golpes vengan de lejos. El corazón y el reloj del obrero
ajustan sus latidos a la sirena de la fábrica. Todo se somete
al mismo ritmo. Los ejércitos de mineros y metalúrgicos,
formados por cientos de miles de hombres, se mueven, duer-
men, trabajan, se despiertan y comen al unísono con la
gran columna del trabajo; y en este camino no hay alto ni
tregua: siempre en marcha, adelante, a los sones de la mú-
sica obrera dirigida por el diapasón de la fábrica.
Pero hay en Essen un sitio, un solo sitio donde reina una
paz profunda, imponente. No es por cierto en las «colonias
obreras», cogidas ya hace mucho tiempo por los tentáculos
de la industria y digeridas con sus macizos de flores y las
abejas de sus colmenas, envenenadas por el polvo del car-
bón. Ni es tampoco en el club de las afueras, paraíso de los
funcionarios de sexta clase, donde estos probos empleados
y sus niños se pueden recrear en un trocito de naturaleza
con yerbas, follaje y un poco de agua. No; la verdadera paz,
la paz del aislamiento absoluto, la paz separada del mundo
exterior por paredes hechas de luna de espejo, hay que ir a
buscarla a las oficinas y la dirección de la fábrica, que más
que la dirección de una industria es un verdadero Ministe-
rio, un auténtico Gobierno. Roble, cuero: salas que serían
adecuadas para las ceremonias de una coronación. No fal-
tan aquí, naturalmente, los retratos de monarcas, pero más
que ellos destacan en este recinto los modelos y maquetas
de cañones en tamaño de bibelots, las muestras de acero y

[ 187 ]
los diplomas de exposiciones internacionales. Y dominán-
dolo todo, bañando estos claustros de seriedad y virtud ofi-
cinescas, flota un no sé qué difuso que hermana estos salones
con el «Quai d’Orsay» y el «Foreign Office» y con ese ca-
serón sombrío junto al canal en que se aloja el Ministerio
alemán de la «Reichswehr». Los postulantes respiran este
aire extraño durante dos minutos y se convierten en figuras
inanimadas de panóptico. Casi todos, incluso ingenieros que
vienen con referencias de primera clase, son despedidos con
una negativa. Una crisis. Hay que proceder con extremada
meticulosidad. Son muy pocos los iniciados en los misterios
de la vida interior de la Empresa. Hasta los altos empleados
fallan muchas veces en sus suposiciones.
—¿Puedo hablar con el señor comandante von R.? –Y
el viejo empleado a quien va dirigida esta pregunta, sonríe
desdeñoso:
—¿Quiere usted referirse sin duda al señor coronel von R.?
Estos hombres continúan trepando por las escalas hono-
ríficas, como si no hubiese habido en el mundo un nueve de
noviembre; trepan por ellas a paso de oca y guardando el
orden establecido, o a saltos, empujados por misteriosos
valimientos. De cadetes pasan a oficiales, de tenientes a ca-
pitanes, de aquí a comandantes, y así sucesivamente.
Y un tropel de hombres jóvenes está siempre en puerta,
dispuesto a alimentar las nuevas hornadas de ascensos en este
ejército sin soldados.
Krupp tiene un Estado Mayor para sus operaciones y
tiene también su diplomacia propia. Mas esta diplomacia ha
venido muy a menos en estos últimos años. Ya hace tiempo
que el rey de los cañones ha retirado a sus embajadores de

[ 188 ]
todos los países. Y hoy los antiguos ministros del omnipo-
tente moran en las pequeñas villas construidas por madame
Krupp para sus servidores jubilados; cobran un sueldo mí-
sero, se alimentan de arenques servidos en magníficas ban-
dejas de plata y se reúnen en sus salones –donde por todas
partes asoma la cabeza equina del Kronprinz– a añorar aque-
llos bellos tiempos pasados en que una sola palabra del
agente de la Casa Krupp en Pekín pesaba más que todas las
protocolarias seguridades del Gobierno oficial. Juanchikai
era asiduo visitante del palacete chino aquel, alejado del
odioso barrio europeo, donde compraba consejos y encar-
gaba cañones. Pero vino la guerra y se hundió todo. Sin
embargo, todavía hoy son asombrosas las relaciones man-
tenidas desde este centro y la constante información que
afluye aquí de todo el orbe. Las noticias breves de la Essener
Zeitung sobre política extranjera, principalmente la orien-
tal, son índice de la inmensa labor que calladamente se está
realizando. Y mientras el Miniserio del ramo anda tanteando
trabajosamente nuevas salidas para el comercio de exporta-
ción, la casa Krupp tiene ya una visión de las posibilidades
que supone para la industria alemana el mercado chino. Las
gestas revolucionarias del lejano Oriente son seguidas desde
aquí con la más vigilante atención. Se reanudan relaciones
interrumpidas, se observa, se espera. Tuve ocasión de discutir
sobre China con uno de los directores de la casa. Para dar a
sus argumentos una fuerza de inapelable veracidad, tiró con
gesto impaciente del cajón de una mesa de escritorio, ex-
tendió sobre ella un reciente informe, me leyó algunas cifras
y luego unas cuantas páginas: en ese informe se describía la
actuación del camarada Karachan en Pekín, sin que faltase

[ 189 ]
una sola de sus palabras ni se perdiese el más insignificante
de sus movimientos...
La torre cuadrangular que remata el edificio más impor-
tante de la Dirección sobresale, en su ambición de escalar el
cielo, por encima de todas las fábricas y deja chicas hasta a
las agujas del viejo convento, que hace esfuerzos sobrehu-
manos para enviar al paraíso sus repiqueteos y sus lamenta-
ciones contra las máquinas: «¡Oh, Dios del Cielo! ¡A quién
se le va a ocurrir venir a postrarse ante nuestro Cristo con-
ventual del siglo IV, con su frente rociada de sudor, si al lado,
tocando casi con nosotros, arde un horno de 25.000 tone-
ladas? ¡Haz, oh buen Dios, que esto cambie!» Pero el cielo
de Essen ya no es hoy más que la gigantesca marquesina de
una fábrica interminable. De vez en cuando, por algún cris-
tal roto, asoma acaso un pedacito de cielo azul...
El ascensor del imponente macizo de la Casa Krupp
vuela hacia las alturas. Los postulantes se apelotonan reba-
ñegos, desfilan en rápida sucesión los pisos inferiores, y al
fin se llega a la parte alta del edificio, cuyos pasillos son gri-
ses y silenciosos como las circunvoluciones de un cerebro.
Una muchachita de amarilla tez que sube y baja, veloz, en
su ascensor durante diez horas diarias, abre las puertas. Y
ante nuestra vista se presenta –cosa rara– un comedor capaz
como para diez personas, anegado de luz como la torre de
un faro, azotado por todas partes por el viento, pero un
viento que no baña los cristales de agua, sino de hollín.
Mi acompañante –un antiguo oficial del ejército, de la-
bios aguzados como filos de navaja y un negro guante en
la mano de madera– me musita al oído:
—Aquí comen los semidioses.

[ 190 ]
Desde esta mesa, sentados a ella, su mirada abarca todo
Essen, todo el vasto reino de Krupp. Es la historia del impe-
rialismo alemán; se lee en las líneas formadas por la escritura
de los grandes complejos de edificios, en los que las chime-
neas ponen la puntuación. El viento, como un agente de
Bolsa, se encarga de borrarlas a cada instante con la esponja
de la lluvia, para escribir sobre el tablero nuevos signos y
nuevas cifras. Las nubes de humo se apelotonan en franjas
largas y cambiantes como los números de los dividendos
anuales de la Casa Krupp. Es el cielo que juega en Bolsa,
comprando y vendiendo.
Abajo, enterrada entre el cemento y el granito, se divisa
la casuca de dos ventanas en que el primer Krupp empezó
a trabajar hace cien años. Su intención era aprovechar la crisis
de producción de la industria inglesa en la época de la guerra
de la independencia de los Estados Unidos y forjarle sobre
los yunques alemanes un rival temible. Pero el precursor
murió arruinado en esta casita, después de haber consumido
toda su fortuna sin haber podido arrancar la menor victoria
sobre el acero inglés, señor del mundo. La burguesía alemana
estaba todavía en mantillas, y su profeta, que no tenía for-
tuna ni disponía de crédito bastante para correr la aventura,
murió aplastado por sus planes y bajo el único alto horno
que logró levantar.
Mas su hijo volvió a la carga. Veinticinco años trabajó
hasta imponer el triunfo del acero sobre el hierro. El triunfo
de los cañones de acero de una pieza sobre los antiguos mor-
teros de bronce. En el año 1851 envió a la Exposición de
Londres un monolito de acero de la mejor calidad que pe-
saba 2.000 kilos. El envío ganó la medalla de oro: entonces

[ 191 ]
nadie entendió la advertencia. Treinta años más tarde, la
industria francesa de guerra moría aplastada bajo aquel
bloque de acero. De los miles de espectadores que lo admi-
raron en la Exposición, ninguno sospechó que en sus entra-
ñas se ocultaba un nombre preñado de historia: Sedán.
El modelo de los modernos cañones de acero estaba listo
antes de estallar la guerra franco-prusiana. El nombre de
Krupp se hizo famoso en el mundo entero. Este nombre
–contundente y de una pieza, como sus cañones– resonaba
por todos los ámbitos de Europa y Asia. «Krupp» quería
decir «guerra»; una nueva guerra cuyos horrores no podía
sospechar todavía la Humanidad, con nuevos procedimien-
tos de muerte, con una estrategia nueva, totalmente dife-
rente de la antigua. Del lado de acá de la frontera alemana,
en el Ruhr, las chimeneas humeaban y los altos hornos
llameaban noche y día, y el metal corría en ríos de fuego,
cuajando los crisoles, modelando cañones, fusiles, morte-
ros, obuses –destinados a todo el que tuviera bastante dinero
para pagarlos. Era el arsenal del mundo.
Krupp había nacido alemán y patriota, todo lo patriota
que un fabricante puede ser. Quiere decirse que el Káiser era
recibido en el palacio de Krupp con más frecuencia y mayor
intimidad que ningún otro soberano y cliente. Y los nuevos
inventos se le sometían siempre a él antes que a nadie. La
Patria gozaba de las prerrogativas del mejor comprador. Pero
si la Patria no podía pagar o suplicaba un plazo, la mercancía
iba a parar sin dilación a manos de sus enemigos. «Por aquel
tiempo, cuando Krupp empezó a lanzar al mercado sus mag-
níficos cañones de acero de impecable construcción, nadie
se preocupaba de saber a manos de quién iban a parar, ni si

[ 192 ]
eran amigos o enemigos. Se vendían a todo el mundo, sin
distinción. «Las guerras de Bismarck –dice Pinner– le brin-
daron a Krupp la ocasión ansiada para probar la calidad de
sus productos.»
Si el Gobierno francés, reconociendo a tiempo las exce-
lencias de este material, hubiese renovado con él el armamento
de sus tropas, los resultados de la guerra del 70 hubiesen po-
dido ser muy otros.
Los cuarenta años que siguen son el período de incuba-
ción de la industria alemana y de su imperialismo. Krupp
toma las proporciones de un verdadero Estado. Su industria
fue una de las primeras que reorganizaron la producción con
arreglo al principio de la verticalidad. Todo convergía en una
mano, desde las minas de carbón hasta la maquinaria y la
central eléctrica. Asegurada de este modo la retaguardia,
hubo que librar una dura guerra por las materias primas –el
hierro, el carbón, los materiales químicos– con los interme-
diarios y sus consorcios. Los altos hornos, talleres y fábricas
de Krupp llegaron a tener una red de colonias propias. Su
amo conquistó para ellos países enteros y mares de petróleo.
Los vecinos, débiles, no opusieron gran resistencia; unos
fueron devorados sin más contemplaciones, otros atados
codo con codo a la empresa mediante las ligaduras de la so-
ciedad anónima.
Poco antes de la guerra, en el año de 1913, si mal no re-
cuerdo, Krupp pronunció en un banquete de periodistas
aquella frase genial, que pasó tan inadvertida como cuarenta
años antes el monolito de acero:
«Una fábrica tiene que crearse ella misma la salida para
sus productos.»

[ 193 ]
Los productos de Krupp eran los cañones y la guerra fue
su comprador. En 1914 estalló la conflagración mundial...
Jamás el auge de la fábrica fue tan floreciente como en
los primeros años de la guerra. 130.000 obreros trabajaban
incesantemente en la fabricación de armas. Los comedores
de la fábrica podían dar abasto a 40.000 obreros a la vez. Las
obras de los edificios comenzados se remataban con inaudita
rapidez, a la par que se iniciaban otras con el mismo ritmo
acelerado. En el primer año de la guerra, en 1914, los in-
gresos de la casa subieron de 33,9 millones que habían su-
mado en 1913, a 64,4 millones de marcos oro. En el cielo
del Ruhr se encendió una brasa gigantesca de color rojo os-
curo que hacía temblar a la Tierra noche y día. Era la fá-
brica de cañones más grande de Europa, eran los Talleres
Hindenburg, organizados con arreglo al célebre plan de mi-
litarización de las industrias, que tuvo por autor al mariscal.
El plan no podía ser más sencillo: consistía en arrojar a las
fauces de la industria los últimos recursos del país, hasta el
último céntimo, para hacerla rendir más que todas las de
los aliados juntas. Krupp perdió la partida. No pudo des-
bancar a la «Armstrong and Whickers» ni a la «Bethlehem
Steel Corporation». Y el día en que comenzaron a ponerse
por obra los planes de Hindenburg se considera hoy como
el comienzo de la catástrofe del marco, de la bancarrota y
de la era de la inflación.
A nadie enriqueció la guerra tanto como a Krupp. A nadie
infirió la paz de Versalles tan mortal herida. Toda la maqui-
naria destinada a la fabricación de material de guerra fue vo-
lada por los Aliados. Los tornos especiales de los talleres de
cañones fueron inutilizados o transportados al extranjero.

[ 194 ]
Barrios enteros de fábricas enmudecieron y docenas de chi-
meneas cesaron de respirar. Una parte considerable de las
minas de Alsacia, Luxemburgo y la cuenca del Saar fue a parar
a manos de industriales franceses, dispensándosele a Krupp
el trato que en caso de vencer él hubiera reservado induda-
blemente a sus enemigos.
Mas Krupp no cejó en su empeño, y, desmantelada su
antigua fortaleza, se obstinó en seguir trabajando sobre los
carriles de la paz. Objetos, en el verdadero sentido de la pa-
labra, no los habían producido sus fábricas nunca, pues lo
que de ellas salían no eran artículos de consumo, sino ins-
trumentos de producción. Los talleres de Krupp son un se-
millero inmenso de maquinaria instrumental que, a su vez,
parirá generaciones innúmeras de nuevas máquinas. Sus te-
lares mecánicos tejerán millones de metros de tela; sus grúas
levantarán millones de toneladas; sus ruedas para vagones
son rodaderas que darán la vuelta al Globo. Vagones de des-
carga automática, motores diesel, cremalleras para funicu-
lares, maquinaria agrícola, aperos para cavar patatas o abonar
la tierra, tanques para gasolina, calderas de vapor, máquinas
sembradoras: gérmenes todos de nuevas fábricas, retoños de
nuevas líneas aéreas y nuevas ciudades, alimento para flotas
enteras que transportarán la cosecha de decenios a través
de los mares...
Hoy, no hay para Krupp objeto despreciable, por insig-
nificante que él sea. ¿Se le prohíbe fabricar cañones? Muy
bien. Pues fabrica dientes artificiales, dentaduras ligeras, per-
manentes, inoxidables, inodoras e insípidas. Diez veces más
baratas que las de platino y de tan buen resultado. Luego se
lanza sobre las lecheras, les quita de las manos los trapos y

[ 195 ]
el tamiz y por veinte marcos las pone en posesión de una
magnífica maquinilla desnatadora. El grande y poderoso
Krupp traba amistad con los cines más humildes y tenebro-
sos, esos pobres establecimientos en que la hija del dueño
se sienta al piano a amenizar la velada, y les vende su apa-
rato de proyecciones, y como el nombre de «Krupp» tiene
una hermosa resonancia, sólo le compran a él. Y poco a poco
va reduciendo a las porteras, a los pequeños empleados de
Correos, a las viejas solteronas, maestras de escuela y man-
cebos de botica, hasta colocarles a todos su pequeña linterna
de cine. Y a los tenderos de ultramarinos les sirve por miles
sus prácticos aparatos queseros.
La fábrica de máquinas, tan maltratada por las circuns-
tancias y puesta a media producción –la mayor de Europa–
abarca una superficie de 47.000 metros cuadrados. El úl-
timo encargo de consideración que ejecutó fue un pedido de
locomotoras para Rusia. De esto hace ya una buena tempo-
rada: hoy, Rusia sabe construirse en casa las locomotoras
que necesita.
Hacia Occidente, están situados los hornos Martín, con
sus limpios patios, su gran cuadrado de agua gris, sus torres
con las ruedas girantes de los montacargas, gasómetros, co-
cheras para cientos y miles de autos, el laboratorio en que
acaba de descubrirse el acero inoxidable, nuevos hornos Mar-
tín, altos hornos, fábricas químicas y textiles, agrupadas por
especialidades... Unas muertas, otras medio desiertas, otras
trabajando medias jornadas y batiendo records de produc-
ción con un mínimo de salario y un máximo de jornada.
Todo se divisa desde esta atalaya. Y todas estas industrias,
todas estas fábricas y talleres, es como si no estuviesen sujetas

[ 196 ]
al suelo, clavadas e inmóviles. Diríase que se mueven, con
movimientos rigurosamente coordinados, como los de los
peones en tablero de ajedrez de una carta militar. Hay grupos
de edificios que sobresalen por encima de sus vecinos yertos,
que avanzan por sobre patios y talleres vacíos, otros que se
lanzan al asalto llenos de furia combativa, otros exangües, que
han perdido su acometividad y son evacuados por etapas, para
armarse de nuevo y volver a lanzarse al ataque con fuerzas
redobladas. Sus espaldas se liberan del pesado bagaje, que pasa
a hombros de otros más fuertes, hechos a soportar el doble.
Y las columnas de humo tremolan sobre los ejércitos de
Krupp como los estandartes flameantes de los regimientos.
¿Crisis? Sin duda. Para todo lo que vive de puertas afuera.
Para la prensa, para los acreedores, para los obreros a cuyas
expensas se realiza la callada revolución técnica –la revolu-
ción palaciega de las máquinas–. Crisis del carbón: es la con-
signa, para los extraños. El carbón alemán no puede, por lo
visto, competir con el inglés. Todos los periódicos del Ruhr
vienen llenos de historias sobre el carbón ruso que hasta
ahora nadie tomaba en serio y que por lo visto está despla-
zando al inglés y al alemán en los Balcanes y en el cercano
Oriente. Y todas estas razones obligan, naturalmente, a dis-
minuir el coste de extracción, para que no sufra quebranto
la economía nacional. Toda la prensa de la derecha, la de-
mocrática y la socialdemócrata predica la salvadora solución.
No hay otro remedio, sintiéndolo mucho: urge suprimir las
pensiones a los mineros, los días de fiesta y las licencias, dejar
en suspenso las leyes y los reglamentos que prescriben las
medidas de salvaguardia obligatorias en la industria minera;
urge abolir todos los derechos arrancados por el proletariado

[ 197 ]
en quince años de luchas y que son otros tantos estorbos en
el camino del resurgimiento de Alemania. Para hacer pa-
tente a los ojos del obrero el apremio de esta hora crítica,
la familia Krupp empieza dando el ejemplo con sus heroi-
cas economías: despide nada menos que a cuarenta criados
de su palacio, y, abandonando este gigantesco y pesado edi-
ficio, traslada sus cuarteles a una confortable vivienda de la
ciudad. Los magnánimos señores quieren compartir con sus
obreros los días de privación como los de prosperidad. Des-
pués de poner en la calle a un par de mozos de cuadra pue-
den, con perfecta tranquilidad de conciencia, dejar sin pan
a diez mil trabajadores.
El cuerpo de la industria del hierro se agita convulso, mal-
herido. Concentra su producción, arroja por la borda todo
lo que es superfluo o de rendimiento escaso. Solamente en
Essen y sus alrededores se quedaron sin trabajo, en los últi-
mos meses, 40.000 obreros. Y Krupp no se recata para decir
que en el próximo invierno seguirán la misma suerte otros
100.000. El Estado –léase: el contribuyente; léase: el obre-
ro– se encargará de mantener a sus expensas a este ejército
de sin trabajo y a sus familias, para que Krupp, libre de car-
gas inútiles, pueda volver a levantar sin pérdidas la industria
del acero. El carbón: he aquí el blanco contra el que esta re-
belión se dirige. Contra el carbón, el pan cotidiano de la pro-
ducción mundial que ha tenido al orbe más de cien años
sujeto al conjuro de sus precios y su calidad. Hoy, para no
verse derrocado inapelablemente, el antiguo tirano no tiene
más remedio que aceptar una Constitución, hacer concesio-
nes, disolverse, volverse fluido, deponer su orgullo ante el
lignito, antes tan menospreciado.

[ 198 ]
La paz de Versalles voló y redujo a la nada la mitad de las
fábricas de Krupp. Pero respetó a la burguesía alemana la es-
pléndida e inagotable fuerza de riqueza que son los muscu-
losos lomos de los mineros y metalúrgicos de la cuenca del
Ruhr. Apoyado en ellos, Krupp hace esfuerzos sobrehuma-
nos para sobreponerse a la crisis. Y no se contenta con re-
mendar de cualquier modo el roto, sino que, aprovechando
la coyuntura, es tan osado, que quiere avanzar todavía un
trecho. La socialdemocracia y sus organizaciones le ayudan
solícitamente en esta empresa de estabilización; le ayudan con
el mismo admirable espíritu de sacrificio con que le ayuda-
ron durante la guerra. Sin su ayuda, ¿cómo sería posible que
triunfase este levantamiento de las máquinas, esta especie
de Thermidor de la metalurgia?

LECHE

CON EL PRESENTE DESEMPLEO y los niveles actuales de los


precios, una familia alemana de clase obrera tiene que agotar
hasta el último esfuerzo para luchar por las vidas de sus hijos.
Las gotas de leche están contadas y se chupan afanosa-
mente cuando no cada día, días alternos y cuando no es de
primera clase es de segunda. Mientras los niños beban leche
hay esperanza. El que se extenúa es únicamente el presente.
El futuro le chupa su teta opulenta y tiene las mejillas rosa-
das. En el lastimero juego de la vida, los niños son la última
apuesta. Vagamente vinculada a ellos está la idea de la vic-
toria a fin de cuentas: «bien, si nosotros no podemos, lo harán
nuestros hijos».

[ 199 ]
Los pasos del lechero en las escaleras de una vivienda
pestilente son los pasos del destino.
El lechero llega al despuntar el día: el primer heraldo del
día que se tiene por delante. El sonido del timbre levanta
a la gente de la cama. Le abren la puerta somnolientos en
camiseta, pero sin ninguna vergüenza. Puede que la puerta
sólo esté abierta por un minuto. A través de la estrecha ren-
dija él puede verlo todo: qué sobras hay de la cena de la
noche anterior, ya se trate de manteca que se enfrió en los
platos o de un pedazo de pan duro sobre el mantel de hule
vacío, vasos de cerveza sucios, el escaso sedimento de café
de bellota –esa ilusión de comida, el primer substituto– o
la gruesa margarina de rostro pálido y fofo que hace su apa-
rición allí donde hay entradas de dinero y el padre o el hijo
todavía trabajan. El lechero echa una mirada por toda la
habitación. ¡Aja! Un montón de platos sucios en un rincón,
el hedor de las botas del minero secándose sobre la estufa.
Para su olfato este olor es más dulce que el incienso. Tra-
bajan, por lo tanto están vivos.
«¿Le sirvo leche de primera clase, verdad, señora?».
Y no se equivoca.
Con la suficiencia llega el júbilo. A veces los pies descal-
zos pisan tan alegremente el suelo hasta llegar a la puerta que
se abre al ingenioso lechero con una sonrisa tan jovial.
¡Qué decepción!
Unos ojos cálidos y amodorrados chocan con la pechera
de mi delantal almidonado como si éste fuera una coraza
helada.
«Oh, señor lechero, ¡hoy llega con retraso! Voy a hablar
con su vecina para que lo despierte más temprano. ¿Qué

[ 200 ]
es esto, tiene una nueva ayudante?» Y el portazo resuena
como un disparo.
Esto era lírico. La mayor parte de las viviendas no tenían
nada de lírico. A primera vista, me había parecido que el mi-
nero de Essen o el metalúrgico vivían mejor que los nuestros
en Rusia. Cuello y peto de camisa duro, zapatos limpios y
sombrero elegante. El almuerzo en una bolsa impecable. No
llamaría tanto la atención ahora que obreros y campesinos
van teniendo más comodidades en nuestro país. Para noso-
tros la mayor prosperidad va a parar a botas, abrigos de piel,
bufandas calientes y guantes. Un confort pesado, afelpado,
con olor a piel de oveja. En occidente, los resplandecientes
grandes almacenes con sus saldos anuales están al servicio
del obrero. Montañas de trapos elegantes, llamativos, apre-
suradamente cosidos. Precio: cinco rublos un abrigo, 80
kopecks las medias y tres rublos unas botas de aspecto per-
fectamente decente. Todo esto se deforma a la primera llu-
via, se decolora a la luz del sol y tiene un terror mortal al
aire, el viento y la lluvia. El obrero alemán se privará de las
cosas más necesarias y escatimará comida y sueño para
poder vestirse elegantemente y no destacar entre la multitud
por su pobre indumentaria. Sus exigencias cotidianas son in-
finitamente más sofisticadas que las nuestras. Porque, en
tanto la pobreza no le parta en dos los huesos, no se pondrá
una camisa sucia ni tolerará un insecto o una cucaracha en
su casa.
«Creo que usted quería conocer a un ferroviario. Pues
bien, mire, en el tercer piso toman seis botellas de leche y
una de crema. Él es Lokführer (maquinista), veinte años en
los ferrocarriles; su mujer es camarada nuestra. Suba, el perro

[ 201 ]
probablemente no está de vuelta todavía.» Y, en efecto, no
estaba. Una señorita encantadora abrió la puerta.
«Camarada...»
Su cara sin marcas, el rostro de una muchacha de treinta
años que no ha dado a luz ni ha estado cerca del calor de
una estufa en la cocina, un rostro blanco y gordinflón de ofi-
cinista, respingó y se volvió hostil:
«Yo no soy camarada suya. Vaya a ver a mi madre, está en
la cocina.»
Después de los agujeros en los que acababa de estar, este
departamento claro, cálido y espacioso de aristócrata obrero
parecía un paraíso.
La cocina estaba blanca como la nieve. Estantes, sillas, ar-
marios, paños de manos, manteles, todo inmaculado. Una
nube de fragancia fascinante sobre la cafetera, mantequilla,
jamón y pan blanco sobre la mesa. Un gran piano en la sala,
flores de papel, cortinas, una alfombra, dos camas magníficas
en el dormitorio, una montaña de edredones y, de nuevo,
ropa blanca inmaculada. Frau Rotte, la dueña de toda esta
prosperidad y abundancia, era una mujer fornida pero in-
quieta, de unos cincuenta años, con un rostro bondadoso
sobre el que brincaba un pestañeo neurótico; el ojo izquierdo
se le contraía con un tic nervioso. Su marido no estaba en casa.
Había dejado tras él objetos que toda la familia detestaba:
su vieja indumentaria formal, una chaqueta azul de puños
rojos y un sable que le habían obsequiado por los servicios
prestados durante un cuarto de siglo, del que Frau Rotte diría
amargamente que habían hecho de su marido «un hombre».
El comunismo inconsciente de Frau Rotte tuvo su ori-
gen en el momento en que, cuando tenía aproximadamente

[ 202 ]
tres años, su madre, viuda de un labrador con hijos pe-
queños en sus manos, se preparaba los domingos para en-
tretener al pastor de cuya ayuda económica dependían. Tan
pronto como sonaban sus pesados pasos en la escalera, toda
la familia se colocaba alrededor de la Biblia y empezaba a
cantar salmos. Esta comedia continuó durante muchos años
llenos de odio.
Desde entonces, Frau Rotte no podía ver los hábitos de
un cura sin un estremecimiento. Se casó joven y, como de-
cían las mujeres de la localidad, no pudo hacer nada mejor
porque se casó con un Lokführer, hombre de carácter ho-
nesto, sobrio y firme, con buena reputación ante su jefe. Su
marido llevaba religiosamente toda la paga a la casa sin guar-
darse nada para él. No obstante aquellos días de visita a la clí-
nica psiquiátrica a los que él nunca faltaba, a Frau Rotte le
quedó un sentimiento de amargura y frustración tales que
incluso treinta años después no podía perdonar. Herr Rotte
dominaba a toda la familia con un puño de hierro. Los con-
ducía a la iglesia y los sábados no les dejaba leer ni un solo
periódico. A veces a Frau Rotte le parecía estar reviviendo la
vida de su madre. Las pisadas del vicario de la parroquia re-
sonaban continuamente en su cabeza. El viejo Rotte educó
a sus hijos con puños y látigo. Todos terminaron de con-
tables y técnicos. Heinrich es el que lleva toda la correspon-
dencia en la empresa Mannesmann. Otto es cajero en un gran
banco. Todos ellos son fieles servidores de sus amos –los ta-
cones de las botas de su padre les extirparon firmemente
cualquier instinto de clase–, escribanos a los que la visión
de la camisa de un obrero sólo inspira repulsión. Hace años,
cuando la guerra, Heine hizo un intento de ir a algún mitin

[ 203 ]
obrero. El pobre muchacho olvidó quitarse el monóculo,
que usaba siempre por su miopía, y lo apalearon. Nunca per-
donó a su clase el malentendido y no volvió a emprender su
recatado intento de volver «a los suyos». Frau Rotte había
contemplado calladamente durante largos años cómo su ma-
rido lisiaba, castraba políticamente y enviaba a sus hijos uno
por uno a los patronos. Sólo en 1917, casi por azar, se metió
en un mitin comunista, bebió un sorbo de revolución y re-
gresó a casa ebria. Entonces ya era tarde para los hijos mayores.
Pero salvó al hijo más joven: hizo de él un obrero metalúrgico
ordinario y lo envió a la Liga de las Juventudes Comunistas.
Desde entonces los viejos Rotte han acordado no discu-
tir de política en la mesa a fin de preservar la familia. Pero
la pérdida de las hijas causa a la vieja mujer un dolor inde-
cible. En esta familia que muestra un corte transversal de
la estratificación social de los obreros mejor pagados, las mu-
chachas representan todas las repúblicas burguesas desde
Scheidemann hasta Seeckt. Odian a su padre por no haberles
dado educación ni a una sola de ellas. Odian su monarquía
y su uniforme, su voz y su puño.
Pero el comunismo de la madre les resulta del mismo
modo infinitamente divertido. Después de todo, su padre
las ha alzado sobre sus anchas espaldas y las ha depositado en
el siguiente peldaño de la escala social. No han tragado ema-
naciones de fábrica ni se han atragantado con pan negro.
Es sabido que un jefe no trata más cortésmente a su meca-
nógrafa que a un empleado. La bella muchacha, mecanó-
grafa en tres idiomas y con conocimientos de contabilidad,
ahora está sin trabajo porque se atrevió a rechazar una insi-
nuación de su jefe.

[ 204 ]
La madre pretende explotar su desconsuelo.
«Ven conmigo a la reunión.» Minna se limita a erguir su
cuello suave y todavía lozano.
«Se encuentra una con gente tan espantosamente ordi-
naria en esos lugares, madre. Una joven que puede ganar 125
marcos no puede permitirse estas idioteces. No, prefiero ir
a un café.» Y entonces la anciana perdió la paciencia y con
sensibilidad femenina le pegó en el lugar más doloroso y
acolchado:
«Ahora tienes treinta años, espera y verás cómo en cinco
años más estarás acabada. Ninguno de esos ricos se va a casar
contigo. Estás esperando para nada. No te quieres casar con
un obrero. Pero pronto los obreros tampoco te querrán.
Vas a estar dando vueltas de oficina en oficina como un perro
solitario. Has caído entre dos sillas. Luego ve y mírate al es-
pejo, cansada, gris y agotada. Una fregona rendida como
cualquier otra. Eres peor que tu padre. El viejo tiene algún
tipo de convicciones aunque sean falsas. Pero tú no tienes
ninguna. Estarías dispuesta a renunciar muy tranquilamente
al trabajo que tanto desprecias y hasta a tu cuerpo con tal de
que alguien te llamara en la oscuridad gnädige Frau sin
intención alguna. Pero no lo van a hacer. Serás una obrera
cuando te vayas a la cama y te levantarás hecha un pellejo
desgastado.»
«Du Klassenlose!» (¡Traidora a tu clase!).
Este es el insulto más fuerte que un obrero puede lan-
zarle a otro. A través de los polvos de sus mejillas harinosas
y blanquecinas, despunta un sonrojo...

[ 205 ]
CARBÓN, HIERRO Y HOMBRES VIVIENTES

En la tierra del platino

KYTLYM SIGNIFICA, en el lenguaje del país, «caldera». Y eso


es, en efecto, este valle: una gran caldera. Un gran cuenco
serrano colgado de las nieves eternas. Las nubes trepan por
sus bordes escarpados y dejan en los riscos pingajos de sus
vestidos vaporosos y exuberantes. Los cazadores solían ron-
dar por entre la maleza de estos montes, siguiendo el rastro
de los osos. Pero tampoco su presencia abundaba aquí. Los
caminos eran casi intransitables. A cada paso se producían
incendios en los bosques, y el amo vigilaba celosamente sus
tierras. Un bicho curioso, este Worobjoff. Entronizado en
su terruño, andaba en continua desavenencia con su vecino,
monsieur Du Pare, por la posesión y disfrute de la calzada.
—Ya que dices que eres un aristócrata y un agricultor,
constrúyete un camino propio.
Y Worobjoff, con todos sus títulos de nobleza, se pasaba
días enteros en acecho entre el boscaje, el oído atento al
cascabeleo del carricoche de su vecino, para mandarle, en

1Larisa REISNER, Carbón, hierro y hombres vivientes [Unión Soviética,


1924].

[ 207 ]
cuanto se pusiese a tiro, una buena perdigonada, y si no
podía darle a él, dejarle por lo menos un recuerdo al lebrel
del franchute que seguía, trotando, al coche. Du Pare sen-
tíase hastiado de la vida de Kytlym. Se pasaba las semanas
enteras sentado en casa, y de tarde en tarde salía a tomar el
aire en su coche, atrincherado entre cojines contra las per-
digonadas del vecino, tocada la cabeza con un voluminoso
gorro de piel. El carruaje volaba más que corría por el ca-
mino vedado de Worobjoff, dejando tras sí un tintineo de
cascabeles.
Pero los perdigones del hidalgo rural tenían una extraña
fuerza de penetración, y traspasaban los cojines de pluma.
Worobjoff era un experto cazador y se fabricaba él mismo
la munición, de un metal blancuzco que abundaba en los
pantanos y en los bosques de sus tierras estériles. No es, na-
turalmente, que el hidalgo en persona anduviese vagando
de acá para allá buscando el metal desperdigado por su finca;
lo que hacía era dar un cuarto a los muchachos del pueblo
por cada saquita llena que le traían a casa; y así, iban amon-
tonándose por los rincones sacas y más sacas, hasta que la
señora, al llegar el día de la gran limpieza, ordenaba que se
echasen a la basura. No permitía que su marido se llenase
los bolsillos con grandes puñados de esta munición. Era un
metal vil, pues pesaba exageradamente, y los trajes nuevos y
más elegantes del hidalgo tenían los bolsillos rotos a los pocos
días de puestos. Mas, con todo, los balines de Worobjoff eran
duros, el ojo y la mano del tirador certeros, y el resultado de
todo ello fue que monsieur Du Pare, después de muchos des-
calabros, se decidiese a abrir para sus necesidades un camino
nuevo por los pantanos hasta entonces intransitables.

[ 208 ]
Pero el vecino siguió teniendo alimento para su malig-
nidad. El francés era avaro; la endeble tarima, podrida por
todos lados, acabó por hundirse, y ya el primer año de usar
el camino su mejor caballo se hirió en una de las patas de-
lanteras y no pudieron sacarlo del pantano.
Fue precisamente por los días en que desapareció miste-
riosamente el administrador de Worobjoff, después de com-
prar a los aldeanos del pueblo –borracho sin duda, e inculto
como era– una saquita de la munición blanca, en cincuenta
copecs. Y el mentecato tuvo suerte. No tardó en correr el
rumor de que había hecho, nadie sabía cómo, una fortuna
extraordinaria.
Dos años vivió la comarca sumida en la taiga, lamiéndose
la pataza de oso, hasta que un buen día Worobjoff hizo un
fabuloso trato: por tres rublos de plata, arrancó a un cazador
el siguiente estupendo secreto. Primero, que el metal que
empleaba en matar perdices y en hostilizar al coche y al
perro de monsieur Du Pare era puro platino, como si dijé-
semos oro blanco, el más precioso de todos los metales pre-
ciosos. Y segundo, que todos los valles vecinos, en dirección
al Norte y a Sosnovka, encerraban ricos yacimientos de este
metal. De todos los picachos que rematan la cuenca de Ky-
tlym se precipitan al valle arroyos espumeantes, y todos arras-
tran en sus aguas granos de platino, que dejan a su paso,
sumidas en el lecho de algún río o abandonadas en las orillas
e indolentemente cubiertas con un poco de musgo. Una
compañía franco-inglesa pagó al señor de Worobjoff grandes
sumas por sus yermos, ahora tan codiciados. Se dice que re-
cibió tres mil rublos de presente, una vivienda con calefac-
ción y luz y un confortable excusado, y además, un puesto

[ 209 ]
–no se sabía cuál– de por vida en la sociedad. Desde aquel
día, la cuenca de Kytlym, separada del mundo por una ba-
rrera de montañas, bosques y pantanos, conmovió a la Hu-
manidad entera con la nueva de sus yacimientos de platino,
de sus tesoros legendarios, sembrados en un radio de docenas
de kilómetros, y con la leyenda de cazadores bárbaros que
tiraban contra los patos silvestres con balas de platino. Y no
era ningún cualquiera, sino el omnipotente Urquarth, nada
menos, el que tomaba la cosa en sus manos y acometía la
empresa de instaurar en el Ural el reino del platino. Tam-
bién el capital ruso se interesó en el negocio, pero en pro-
porción insignificante: los accionistas extranjeros le permitían
magnánimamente tomar parte en su cruzada triunfal. Por
los quebrados desfiladeros de Kytlym entraron dando tum-
bos cinco máquinas dragadoras, cada una de las cuales había
costado 300.000 rublos oro. Entraron descolgándose por los
senderos pisados por los osos, y los carros blindados se des-
quiciaban a cada tumbo que daban por los caminos panta-
nosos, bajo el tremendo peso de las máquinas, las ruedas, las
calderas y los cajones de herramientas.
Las máquinas hicieron el viaje con un lujo que antaño
sólo se acostumbraba para los viajes de bodas de las prince-
sitas de Anhalt-Zerbest que mandaban de Reval o de Riga
a reinar sobre estas tierras, envueltas en pieles de cibelina
como jamás las habían visto en su país y con los últimos
precios del rapé, la carne y las legumbres apuntados en sus
inocentes diarios de colegialas alemanas. ¡Qué marcha triun-
fal, esta de las máquinas! ¡Cada vagón arrastrado por un
tronco de 200 caballos! El campamento que se levantaba
al anochecer, en los altos del viaje, recordaba el séquito del

[ 210 ]
Gran Mongol. Un año siguieron ardiendo los bosques, en
una extensión de cientos de verstas: eran incendios provo-
cados por los vigías del cortejo de las máquinas, que lanza-
ban ramas ardiendo a las tinieblas para ahuyentar su miedo
creciente y los ojos fosforescentes de los lobos, incrustados
en las sombras.
En 1904 y 1905 la compañía empezó a repartirse fantás-
ticos dividendos. En poco más de un año, quedó amortizada
la maquinaria y su arrastre al corazón de la sierra. Por enton-
ces, en los años en que Rusia atravesaba por su primera re-
volución y se declaraba una inaudita bancarrota financiera,
con la descomposición de toda la economía del país, solía
volar todas las semanas, por entre estos bosques milenarios,
un coche arrastrado por tres caballos, llevando de Kytlym
hacia el Occidente la cosecha de siete días, por valor de hasta
un millón de rublos. ¿No fue acaso con estos dineros, ga-
nados a tan poca costa, con los que la burguesía de Europa
ayudó al Gobierno imperial de Rusia, cuando fue a llorar a
sus puertas como un mendigo? La cruzada de rapiña alcanzó
su apogeo en los años anteriores a la guerra, en el 12, el 13
y el 14. Los millones y miles de millones ayudaron al impe-
rialismo a preparar la guerra mundial, ¡y estos millones y miles
de millones son los que el capitalismo del mundo quiere
obligarnos a pagar de nuevo! La extracción del platino al-
canzó una cifra fabulosa: de 20 a 21 puds anuales. Rusia ren-
día el 90 por 100 de todo el platino arrancado al globo, y se
conquistó inmediatamente el mercado mundial. La lluvia
del precioso metal caía cada vez más rica y más copiosa. Geó-
logos expertos registraron las montañas del entorno. Y aun-
que los resultados de sus investigaciones se mantuvieron

[ 211 ]
en el sigilo más riguroso, pronto corrió el rumor de que en
Kytlym y sus alrededores todo –bosques y pantanos, barro
y piedra– estaba sembrado de platino. Una ola de locura sa-
cudió la comarca. En poco tiempo fueron descubiertos, uno
tras otro, los yacimientos de Tylai, Kossva, Sosnovka, Obo-
drannyi-Lossnok. Alrededor de las dragas gigantescas, que
rendían su trabajo metódicamente, pululaban una nube de
cavadores clandestinos, hurgando la tierra por procedimien-
tos bárbaros, acuciados por la sed del platino. Más de la mitad
se hundía, se arruinaba, caía en las garras de los acaparadores
o de la policía; cierne, cava, busca y encuentra, pero, ¿de qué
les sirven los hallazgos, si les falta el dinero necesario para
explotar racionalmente el filón descubierto? Estos buscadores
ocultan celosamente las bolsas encontradas, las esconden bajo
el musgo y el follaje. Pero no todos los que respiraban el aire
contaminado del platino caían atenazados por el morbo.
Rusia estaba intoxicada en aquellos años por un veneno
mucho más activo. Y por mucho que en la caldera de Kytlym
hirviese la fiebre, todavía quedaban unos pocos que se en-
tregaban al trabajo de cavar en busca de platino como a otro
trabajo cualquiera, sin otra ambición que sacar un pedazo
de pan y ganar para unos cuantos libros. Junto a las prime-
ras dragas que montó la compañía, trabajaron, construye-
ron y aprendieron los futuros comunistas, comisarios y
directivos de Kytlym.
En Kytlym trabajaba también, por entonces, el geólogo
Ditkowski –bolchevique–, iniciado por la compañía en
todos sus planes y descubrimientos. Nadie sospechaba, na-
turalmente, que, tres años más tarde, este hombre entu-
siasta, ganado por las ideas de igualdad social –y que era,

[ 212 ]
además, un técnico de primera fuerza– había de asestar el
golpe de gracia al poderoso reino de platino de los ingleses.
Los capitales extranjeros no se resignarán a olvidar tan
pronto el año de 1917. ¡Qué dividendos! ¡Qué perspectivas!
Un Gobierno benevolente, brazos de una magnífica bara-
tura –en aquella Rusia colonial–, bosques milenarios y qui-
nientos jornaleros aislados del resto del mundo y entregados
a merced de la buena voluntad de su patrono, ¡una mara-
villa! ¡Y pensar que todo esto iba a acabarse!
¿Para qué necesitaba Koltschak marchar sobre Kytlym,
que no tenía ningún valor estratégico, pavimentar los cami-
nos pantanosos con los cadáveres de sus soldados, ahogar a
sus tropas en el humo de los bosques ardiendo, estrellarse
por todas partes contra las bayonetas de los guerrilleros,
dejar sus cañones y sus carros regimentales hundidos en los
pantanos? Porque el telégrafo de campaña, el hilo de acero
tendido de pino en pino, transmitía órdenes acuciantes e im-
perativas de París y Londres.
—¿Puede saberse, señor Almirante, para qué diablos le
hemos contratado?
Y el telégrafo se estremecía agitado por la geringonza
extranjera, por aquellos furiosos «¡Urgente! ¡Urgente! ¡Ur-
gente!», con que Europa quería llegar a la entraña del pla-
tino brillante y pacífico que dormitaba sin meterse con
nadie en la tierra, debajo del musgo velludo, ramas de pino
y nieve. Y, en efecto, espoleados por el extranjero, los blan-
cos consiguieron entrar en Kytlyrn en el mes de diciembre
de 1918. Y los obreros que habían osado despojar a los
aventureros invasores, durante todo un año, de sus fabu-
losos beneficios, recibieron en pago una dura lección.

[ 213 ]
Murieron fusilados Orejoff, Sergejeff, Ikanin, Schuinajeff,
Naimusehin, Grebionkin, Jaroslavzeff, los dos Ismogiloff
–padre e hijo–, Kassatkin el chico, Senkoff, el panadero Ko-
robkoff, Chomutoff, Beloglasy, Dyldin, Novosioloff, Ale-
jandro Starzeff, el cerrajero Kriukoff, los cavadores de platino
Bolosnikoff, Pokryschkin, Rogatschoff, Mansuroff, Wania
Sergejeff y Kolodkin. Esta sangrienta represión determinó
a los obreros y a los habitantes de los pueblos de la comarca
a evacuar el país. Pueblos enteros de la montaña se pusieron
en camino con los niños y el ganado. En Sosnovka no quedó
un solo vecino, a pesar del duro invierno y del temporal de
nieve. Pero les faltaron carruajes para transportar el bagaje
y la hacienda; sólo disponían de cinco caballos. Las familias
hubieron de retornar a sus hogares, mientras los hombres
proseguían la marcha.
Fue entonces cuando Ditkowski organizó sus guerrilleros.
¿Pero qué iban a hacer con diez fusiles para toda la tropa?
Los demás, desarmados, no podían ofrecer al enemigo más
que la fuerza de sus pechos. Descendieron al valle, pero ya
era tarde: el enemigo se les había adelantado por la calzada
de Solikamsk, cortándoles la salida de la cuenca. No les que-
daba más camino que trochar a campo traviesa, en el invierno,
enterrados en la nieve. Se deshizo la sección. En las márge-
nes del Kossva, después del primer encuentro con las pa-
trullas de Dutoff, Ditkowski ordenó el desfile. Jinetes y
gentes de a pie tomaron una dirección, menos diecisiete
hombres que siguieron otro camino, con el jefe a la cabeza.
El camarada Jermakoff, un hombre fornido, de cabeza fue-
lle y redonda, orlada por una corona de pelo rubio, nos
cuenta:

[ 214 ]
—Era el momento que habíamos calculado para reuni-
mos. De pronto, a poca distancia de nosotros, oímos silbar
unas cuantas balas. No encontramos a ser viviente, nadie
nos salía al paso. Nieve y bosque. Ya nos habíamos comido
un caballo. Como las caballerías no podían seguir, las de-
jamos al cuidado de los más viejos. Ditkowski le dijo a Sa-
kanzeff : «Dejo a tu mando los caballos. Tan pronto como
encontremos la salida, volveremos a buscarte.» Cogimos un
poco de carne y nos fabricamos unos esquíes, que a pesar de
la madera verde, podían usarse. Éramos trece hombres. No
sé cómo, pero logramos salir adelante. Al sexto día, oigo dis-
paros. Los demás, estaban en un estado de agotamiento que
les impedía comprender ni coordinar nada. Ditkowski me
dice: «Digas lo que digas, esos tiros son de ametralladoras.»
Perfectamente. Seguimos marchando, arrastrándonos en la
misma dirección. Y a la mañana siguiente, se repite la histo-
ria: nuevos disparos, esta vez perfectamente distintos. Re-
anudamos la marcha y salimos a un camino: la calzada de
Moltschanovskaja. Ditkowski nos da de nuevo qué pensar
con sus aprensiones: ¡quién sabe –dice– de dónde y quiénes
dispararán! De pronto, advertimos que los tiros van contra
nosotros. Los nuestros no se desprenden de sus esquíes, llo-
ran, pero siguen deslizándose, como Ditkowski les ordena.
Inopinadamente se oye el ruido de un convoy. ¿Adónde se
dirige? Hacia Kosova. Refuerzos. ¿Para quién? Para las tropas.
¿Para cuáles? Para los rojos. En vista de esta sorpresa,
Ditkowski nos dio dos panecillos para los trece; no quiso
darnos ni una migaja más. Seguimos avanzando, pero antes
de que pudiésemos llegar al comandante rojo, ya le habían
informado las avanzadas. Nos recibieron como era debido.

[ 215 ]
A derecha e izquierda, ametralladoras, cadenas de cañones.
Mientras Ditkowski presenta sus papeles, algunos de los
nuestros, que no pueden resistir más, caen desmayados, y
los que aún se sostienen parecen cadáveres en pie. Al cabo,
el jefe de la columna de socorro viene hacia nosotros y nos
grita: «¡Traed primero a esos!» Llevan en brazos a los que han
perdido el conocimiento y el médico les mete en la boca
unos tragos de caldo. Aquello ya no eran soldados: eran
pedazos de carne rota.
Un año después de esto, la República ocupaba por se-
gunda y última vez la cuenca del Kytlym, con sus codiciados
yacimientos de platino.

II

EL PROCESO QUE SE SIGUE para la extracción del platino es


feo, absurdo e indignante. Imaginémoslo. Trochando por
bosques milenarios, pantanos impenetrables y cadenas de
montañas, se traen arrastrando, dando tumbos, hasta el co-
razón de una región salvaje, unas máquinas maravillosas. Se
las planta en un valle serrano, plagado de pantanos inmen-
sos y bloques de piedra. Sobre una zanja que inmediata-
mente se llena de agua amarillenta y sucia, se levanta un
andamiaje, y encima de él se monta la máquina dragadora
de dos pisos, que, movida eléctricamente, tiene que mascar,
chirriando y rechinando, unos 200 o 300 metros cúbicos de
piedras, lodo, musgo y agua, para poder recoger, al cabo
de toda esta operación, un puñado insignificante de platino,
que queda depositado en la placa filtrante de las esclusas.

[ 216 ]
Las dragas trabajan día y noche, excavan y devoran mon-
tañas de tierra y piedra, árboles y praderas enteras; el valle
queda convertido en un cementerio desolado, y todo para
obtener unos cuantos granitos de un metal que la Humani-
dad, por los motivos que sea, considera extraordinariamente
precioso. Si prescindimos por un momento de este valor re-
lativo del platino en el mercado, se nos revelará en toda su
insensatez el derroche que cuesta a la nación esta industria.
En un país cuya producción clama por energía eléctrica, se
arrojan 3.000 kilowatios a una sima, a un pozo lleno de lodo
y de basura que en invierno es inhabitable y en verano está
plagado de nubes de moscas; malsano, frío, bloqueado por
nieves eternas. Todo un continente labrado con arados pri-
mitivos, mientras aquí cinco máquinas gigantescas, chapo-
teando como dementes en las lagunas turbias de sus propios
excrementos, devoran con la terquedad de un loco furioso
las riberas de la comarca y van dejando tras sí la estela de sus
detritus. Recuerda a corpulentos niños jugando a un juego
extraño. Rodeadas por todas partes de pantanos y por cien-
tos y miles de kilómetros de macizos montañosos, juegan a
los «barcos», agazapadas sobre sus tupidas garras. Gritan con
las voces estridentes de los vapores de verdad, echan y reco-
gen anclas y contemplan desde la cubierta, desde el soberbio
puente de mando, la «tierra firme» que a cada paso abordan.
Paletas grises y anchas se sumergen en el agua incesante-
mente; en el último momento, antes de tocar la superficie,
pierden el equilibrio, caen y desaparecen con leve ruido.
Como infatigables y tercos sapos de acero, emergen con el ho-
cico atragantado de barro y piedras. En realidad, todo el me-
canismo se reduce a estas paletas y a un intestino gigantesco

[ 217 ]
de metal que aquéllas se encargan de alimentar de tierra.
Un chorro de agua azota furioso las paletas y lava el cilindro,
que, girando lentamente, opone a la ducha sus paredes agu-
jereadas. La arena se escapa como tamizada por un cedazo
y pasa debajo del agua por una tela filtrante. El tubo diges-
tivo de la draga empuja las piedras hacia la salida, donde una
correa de goma larga y delgada como la cola de un cometa
se encarga de transportar a la orilla los escombros de gra-
nito digeridos por la máquina. Es el mismo mecanismo de
las antiguas máquinas de dragar oro, solo que en propor-
ciones gigantescas. El vientre de estas dragas digiere mon-
tañas enteras de tierra y tiene que pasar todo un río por sus
tubos para poder obtener unas cuantas libras de platino.
La parte de la máquina en que se realiza el lavado definitivo
son las esclusas, aisladas por medio de barrotes del resto del
mundo. La puerta de las esclusas está cerrada y sellada. Al
relevarse los equipos, se levanta el sello. El inspector –un
comunista– está sentado sobre la plataforma, con las pier-
nas colgantes metidas en botas de agua; su mano descansa
sobre el gatillo del revólver. El segundo inspector vigila a la
puerta, de pie. La draga, en los demás sitios casi solitaria,
se llena de obreros. El equipo, forrado de cuero y tela ence-
rada, como los buzos, penetra en esta jaula de leones, donde
sólo hay unos cuantos granos de platino enterrados entre el
barro. Los filtros, tupidos de porquería, son sacados del lecho
de las aguas y sumergidos en la piscina general, con la parte
sucia hacia abajo. El agua sale a chorros, escupe espuma,
mientras se lava a fondo el filtro y se le sacan los granos de
metal depositados allí por la corriente del río. Los grifos están
cerrados y los desagües lo mismo. Y reinaría un profundo

[ 218 ]
silencio si la draga no continuase trabajando con un estré-
pito de terremoto, si las compuertas no subiesen y bajasen,
gruñendo y hozando como cerdos de hierro.
La fiebre del platino se ha adueñado de todos estos hom-
bres. Todos los obreros que trabajan aquí, sin darse cuenta,
están embriagados del líquido que lava el precioso metal. Se
embriagan con la sola vista del agua que discurre arrastrando
en su seno las piedras ligeras y dejando tras sí un poso pe-
sado, asombrosamente pesado. Todos, todos están embria-
gados, borrachos perdidos, y lo está todo Kytlym. Nada hay
aquí que se resista a la embriaguez periódica, a la fiebre in-
curable. Los comunistas se acorazan de libros, se pasan las
noches en claro leyendo a Lenin, después de trabajar como
negros todo el día; devoran sus libros de noche, cuando las
avenidas de Kytlym, iluminadas eléctricamente, relumbran
en las sombras selváticas del Ural. Se tragan a Lenin como
una especie de quinina contra la fiebre del platino. Todos
están enfermos. El aldeano que ha venido a trabajar aquí,
atraído por la fama de los altos jornales, a sacar dinero para
comprarse su casita o un arado mecánico, vuelve al año si-
guiente, sin saber por qué, tentado ya por el ansia del metal.
Mas también en este otro, proletario y comunista, ha hecho
mella el microbio; este obrero dotado para el estudio, que
cursó unos cuantos meses en la Universidad del Estado, hasta
que, falto de recursos para sostener a la familia, hubo de rein-
tegrarse al cuartel. También en su vida ha impreso ya su hue-
lla el platino para siempre. Y en la de este otro raro tipo de
obrero, que en realidad no lo es, sino un chekista destituido
por sus pecados, o tal vez un criminal, que se echa al coleto
con un gesto de rabia el té hirviendo, de color de orina, y

[ 219 ]
no se cansa de murmurar contra el Gobierno de los Soviets
con la furia insaciable del expulsado: otra víctima de Kytlym.
Y como él, los cientos de obreros que duermen su sueño
de muerte sobre los camastros plagados de chinches de sus
cuarteles de vecindad, mientras sus botas, caladas de agua,
se secan lentamente junto al gran fogón; duermen echados
sobre las tablas con la cabeza metida debajo de la pelleja de
carnero y los pies desnudos, helados del agua de la draga,
saliéndose del camastro, y todos respiran platino y viven en
sueños entregados al platino sin otro pensamiento que el
fabuloso metal.
¿Quién está aquí libre de esta fiebre? Sólo un puñado de
comunistas, que siguen atentos la marcha del mundo en el
espejo roto y empañado de las crónicas semanales, parecen
mantenerse inmunes; fuera de estos hombres, que andan
varios kilómetros, dejando a sus espaldas estas dragas y estos
pantanos, para asistir a las reuniones del Partido, para leer el
informe de la conferencia del sector, cuyo único ejemplar,
para mayor seguridad, está atado a la mesa por una cadena;
fuera de este puñado de hombres que el Partido ha logrado
arrancar a las garras del platino, seguramente no hay en todo
Kytlym nadie que no esté contaminado de la maldita fiebre.
A lo sumo, Gurjan Maltzeff, el más antiguo especulador
y aventurero de la comarca. Sólo él permanece tranquilo, sin
perder la cabeza, en la sección de las esclusas. Es un tipo in-
confundible: orejas despegadas, como las de un búho; finas
y pulidas manos de jugador, que rebuscan apasionadas y cau-
tas en la arena. Sólo él sabe escrutar el platino invisible
escondido en un montón de lodo. Su rastrillo se mueve
con audacia asombrosa e indolente. Después de separar y

[ 220 ]
abandonar a la corriente las últimas piedrecitas vanas, ex-
tiende de un golpe sobre la mesa enjuagatoria todo lo que
ha quedado del lavado interminable, y deja que las aguas lo
arrastren. Luego coge un cepillo, un vulgar cepillo de cocina,
lo pasa cuidadosamente sobre la mesa, y sus manos, caute-
losas como dos gatos blancos, van lanzándose sobre los pla-
teados ratones que brillan en medio de la corriente lisa,
blanda, escurridiza. Y el platino sigue sin verse. Pero las
manos, cada vez más cautelosas, continúan manipulando
con el barro, ahora más claro; juegan con él en el agua como
si acariciasen a una novia; le hacen ternezas como a un niño,
y le echan la zarpa como perros de presa. Podría uno estarse
las horas muertas mirando a este hombre, y todo el equipo
sigue como encantado el juego de estas manos portentosas,
con la maravillosa finura de su tacto, que son como diez
ciegos que fuesen a todas partes sin lazarillo, o diez lebreles
blancos como la nieve que siguiesen el rastro de un ciervo
de plata. Por fin se adueñan del platino, lo agitan, lo sacu-
den como una cabellera desmelenada. En el agua va reunién-
dose un montoncito de color blanco azulado que brilla
opalinamente y se está quedo, inmóvil. La corriente, por
fuerte que fuese, no podría arrastrarlo, pues es pesado como
el hierro y mucho más todavía. Los hombres tiemblan de
codicia cuando el inspector lo coge con una pala, lo seca al
fuego y lo volea como el tratante en granos el trigo.
Gurjan es el único que sigue esta operación con una abso-
luta indiferencia. Su rostro permanece impasible como el del
jugador desafortunado y apático que abandona la mesa. Este
hombre se pasó la vida buscando platino y encontrándolo
en grandes cantidades. No se contentaba con pequeñeces,

[ 221 ]
y cuando el botín era considerable tenía que reñir sañudas
batallas con el Gobierno, para acabar cediéndole la mitad y
perder la otra mitad en la jugada siguiente.
Además, Maltzeff jugó muchas veces con fuego, y no se
quemó nunca. Lo cual no es tan fácil.
Todos los años arden, nadie sabe por qué, los bosques
milenarios que ciñen la cuenca de Kytlym. El incendio danza
alocado por la foresta, se retira algún tiempo, y cuando
menos se le esperaba, torna a reanudar su danza salvaje. De-
vora cientos de kilómetros de boscaje, y, cuando ya se lo creía
muerto, vuelve a presentarse, se lanza de un salto sobre un
maravilloso mástil de pino que por acaso ha quedado en pie
y lo derriba, o trunca caprichosamente los verdes y tiernos
dedos de un abeto, alzados al cielo como si jurasen. La
quema del bosque es como una fiera llena de caprichos. Hoy
pasa al lado de uno sin tocarlo, y mañana le envuelve y le
devora. Con los brazos encogidos y la cabeza gacha, se des-
liza alevosamente sobre la tierra carbonizada, se para a fumar
con gran parsimonia en un tronco encorvado en forma de
pipa, y se recrea en la contemplación de sus criaturas, las ar-
dillas de fuego que brincan como locas por las cimas de los
árboles. Hay ratos en que se siente generoso y deja pasar sin
contratiempo al caminante o al jinete, ceñido a los lomos de
su bestia encabritada, y el humo de su pipa gigantesca flota
bonachonamente sobre la angosta taiga. Pero no vale fiarse
de él. Es alevoso como la muerte. De pronto, le acomete la
furia destructora; su rostro rojo, increíblemente malvado,
asoma riendo perversamente por detrás del tronco de un
abedul derribado o de un pino amarillo en cuyo cuerpo ha
estado acechando un día entero, esperando a que cesase la

[ 222 ]
lluvia. En un instante se encarama en lo alto de un árbol y
salta de rama en rama como un grumete, agitando sus manos
encarnadas; y llegado a la cima, desenrolla su larga bande-
rola de humo y la tremola al viento. En derredor es espan-
tosa la matanza. Miles de árboles caen gimiendo sobre los
senderos del bosque con las raíces quemadas y los troncos
desollados. Extensiones inmensas aparecen cubiertas de
una piel de color verde tierno como una herida apenas ci-
catrizada. Y donde antes se erguían las coníferas centenarias
crecen ahora tiernos retoños y matas bajas. De tiempo en
tiempo, los árboles asesinados exhalan un gemido: ha lle-
gado su hora, y caen a tierra. El incendio deja siempre un
curioso recuerdo de su paso: por los parajes en que asienta
su planta revolotean miles de mariposas blancas y negras,
como una edición de sellos emitidos para conmemorar un
año de ruina. Sus alas son más blancas que el blanco de los
abedules y más negras que el carbón. El fuego siente gran
predilección por los bosques que comienzan a revivir. Re-
torna a ellos pérfidamente en cuanto se creen seguros, como
una horda de invasores a la ciudad arrasada y evacuada, para
apoderarse de los supervivientes y echar el guante a los fu-
gitivos que cometieron la imprudencia de volver al solar
humeante. El fuego busca sus antiguos vivacs, sus avanza-
dillas, invadidas ahora por matas de rosales silvestres y los
grandes campos de batalla que arrasó y donde todavía no
se han podrido del todo los esqueletos de los árboles gigan-
tescos. Y ni la perdiz más ligera, ni la liebre más viva, ni el
caballo más veloz, escapan esta vez a sus garras.
Gurjan tuvo la mar de encuentros con el fuego, y siem-
pre se libró de ellos con suerte. Siguió el rastro del platino,

[ 223 ]
y, hados en sus manos afortunadas, fueron otros detrás de
él. Pero, al venir el año 17, con la revolución, se apoderó
del antiguo aventurero la nostalgia de otras gestas. Y este
buscador de metal dejó el oficio y se lanzó a buscar hori-
zontes mejores para sus audacias. Y luchó, se internó en Si-
beria, no encontró lo que buscaba, perdió el oído, y tuvo
que retornar a la tierra. El viejo y ducho cazador siguió el
rastro de la nueva vida como una aventura, como una nueva
y rica veta de platino. Mas después de excavar una buena
temporada en la cantera humana, como sólo encontrase pie-
dras, agua y lodo, abandonó la búsqueda. Sin embargo, Gur-
jan no retornó a la busca del platino. La revolución había
enfriado un poco la fiebre del metal. El antiguo filibustero,
ya envejecido, solicitó un empleo en la draga del Soviet. Y
ahí está su rostro de jugador, agachado con perfecta tran-
quilidad sobre el espumeante lecho del platino. Coge el metal
en sus manos serenas y lo desnuda y lo lava como a un niño
recién nacido.
En Kytlym viven hasta 600 obreros, albergados en barra-
cones tan sucios, podridos y estrechos, que no son precisa-
mente agradables de describir. Seiscientos hombres aislados
del mundo y entregados para su alimentación a los cuidados
de un mísero economato en que no hay harina ni frutas
secas, pero hay, en cambio, polvos para la cara de las mujeres
coquetas y tintes para el pelo. Seiscientos hombres metidos
en esta caldera de la montaña, hundidos en este pantano,
entre el estrépito ensordecedor de las dragas. Seiscientos
hombres que chorrean constantemente agua y a cada paso
caen enfermos, pues el clima de Kytlym es duro y alevoso.
¿Cómo viven estos hombres?

[ 224 ]
Los barracones gruñen, aunque –hay que decirlo muy
alto– no gruñen aún todo lo que debieran, pues tienen razón
que les sobra. No puede ser, es absolutamente inadmisible
que se tenga a estos obreros pudriéndose en las viejas barracas
levantadas por la compañía. Los céntimos que con ello se
ahorran quedan sobradamente compensados con la agita-
ción contrarrevolucionaria que siembra este modo de vivir;
una agitación como jamás pudieron soñarla los blancos. A
dos pasos de los barracones obreros vive un ladronzuelo del
platino, un buscador que opera por su cuenta y ha conse-
guido ir arañando, a fuerza de robos, unas cuantas libras;
y este truhán vive en una casa de piedra, limpia y soleada,
con dos vacas gordas que dan leche para toda la familia, con
buenos troncos al fuego y un maravilloso acordeón para di-
vertirse. Mientras allí cerca, un comunista, uno de los gue-
rrilleros de Ditkowski, que en los años del 20 al 22 penó,
muriéndose casi de hambre en medio de las riquezas del pla-
tino y que, sirviendo a la máquina dragadora, enfermó de
reumatismo articular y tuberculosis, se pudre vivo por no
poder ganar lo suficiente para comprarse una casita de ma-
dera. En derredor, arden los bosques, y cientos de kilóme-
tros cuadrados de madera, por valor de millones de rublos,
son aniquilados, sin solicitar siquiera la licencia del depar-
tamento forestal. Y el obrero no puede conseguir que se le
proporcionen gratuitamente o por un precio módico las
cuatro vigas que necesita. Es verdaderamente una insensa-
tez que clama al cielo. Es indignante ver cómo estos hom-
bres se pasan la vida entera sentados en la linde del bosque,
donde los árboles, cuando el fuego no los destruye, se caen
a miles de puro viejos, sin que a nadie le entren ganas de ir

[ 225 ]
a buscar los troncos caídos (la llamada limpia de los bos-
ques, que constituye nuestro ideal, consiste en despojar al
árbol caído de las ramas, para que así el tronco descanse
directamente sobre el suelo y pueda pudrirse más rápida-
mente). Y el obrero, mientras tanto, revolcándose en un nido
de chinches, porque el Gobierno ha resuelto salvar sobre el
papel los bosques, tan maltratados por la revolución.
¿Qué va a ocurrir si un buen día sale en las cercanías de
Kytlym una concesión extranjera, una concesión Urquarth,
por ejemplo, que proporcione a los obreros calzado y al tér-
mino de veinticuatro horas les ponga en las manos la ma-
dera que necesitan para construir y levante unas cuantas casas
para obreros con grandes ventanales bañados de sol, y les
facilite conservas y ropas? No quedará con nosotros ni una
mosca. Todos huirán a refugiarse junto al vecino, y los que
no puedan hacerlo se morirán de envidia. Conseguiremos
hacerles odiar el ramo de producción que les ha correspon-
dido en suerte. Un viejo obrero de Kytlym que luchó tam-
bién en las filas de los guerrilleros me hablaba de esto, con
una preocupación conmovedora, como de un inminente
peligro contrarrevolucionario. Véase, por ejemplo, esta mi-
nucia: en el Ural funcionan los llamados trenecillos de mon-
taña –un juguete tambaleante, lento–: una boñiga o una caja
de cerillas basta para hacerlos descarrilar. A cada momento
están rodando al precipicio. No hay un sólo indígena que
no tenga un chichón en la frente o algún rasguño. Pero no
se trata de esto. Lo importante es que este famoso ferrocarril
le cuesta anualmente a la República unos cuantos millones
de rublos. Otro ejemplo: hay un decreto, dictado no sé
cuándo ni por quién, que dispone que las chimeneas de las

[ 226 ]
locomotoras vayan todas provistas de redes, para evitar que
las chispas que lancen prendan fuego al bosque. Pero no hay
tales redes, y las máquinas circulan sin ellas porque falta, al
parecer, el «crédito especial» consignado para este fin. El
ciclo burocrático se cierra con un sentimiento de espléndida
satisfacción y las viejas cafeteras pueden proseguir tranquilas,
como si tal cosa, su magnífica cruzada incendiaria. Y mien-
tras todo esto ocurre, el obrero tiene que pagar 18 rublos
por una viga, con un sueldo mensual de seis rublos y 50 co-
pecs –que es lo que gana un aprendiz–. Ya puede, pues, en-
tregarse alegremente al trabajo, en la confortante seguridad
de poder apartar mensualmente seis rublos y 50 copecs... de
pasivo.
En nuestro país se trabaja siempre a saltos, encauzando
la actividad con tensión patológica a una determinada di-
rección. En el ramo de la producción del platino, por ejem-
plo, se han conseguido resultados maravillosos. No sólo se
han puesto en marcha por el propio esfuerzo las viejas má-
quinas de dragar, todas averiadas, sino que han entrado en
funciones otras dos nuevas. La potencia de la central eléctrica
ha aumentado en 1.500 kilowatios, de 1.400 a 2.900; y a
pesar de la reducción de la jornada, se mantuvo el record de
extracción batido por la compañía del 13 al 14. Y lo que es
más importante: la cuenca de Kytlym tiene hoy su produc-
ción consolidada. No es ya el antiguo pillaje aventurero, sino
un régimen intensivo y sólido de producción. La extracción
del metal ha perdido aquel antiguo carácter pintoresco y
osado; hoy se trabaja en una atmósfera de quietud y norma-
lidad... y con las manos limpias. Ya no se roba; 600 hom-
bres trabajan en esta cuenca soviética del platino, que no

[ 227 ]
pertenece a nadie y pertenece a todos, y padecen la miseria
más espantosa. La carne pecadora de este metal, su olor
mareante y su excitante reflejo plateado palidecieron el día
en que los obreros de Kytlym, antes de que supiesen si-
quiera andar por entre los programas del Partido, votaron
por el número 6. Ya entonces, certeramente guiados por la
idea secreta de la socialización, impidieron que la dirección
de las minas pusiese en la calle al camarada Ditkowski.
Se corrió la voz de que era necesario votar contra los
bolcheviques. Comprendieron que la batalla decisiva se
acercaba. Los accionistas querían deshacerse a toda costa
de Ditkowski. Pero los nuestros se alzaron como un muro
detrás de él y lo votaron para presidente del Soviet. Se reu-
nieron varios pliegos de firmas en su favor. «Le necesitábamos
para apoderarnos de las dragas.» Y salió por voto unánime.
Kytlym ha permanecido sano hasta hoy; se cuidan de ello
Schljachtin, el secretario del Partido; Solovioff, antiguo gue-
rrillero y hoy jefe de la milicia –un hombre de extraordinaria
energía que fue en tiempos marinero y presidiario– y el ca-
marada Garrilow, ayudante del director. Pero todo lo que
atañe a la vida diaria del obrero está espantosamente descui-
dado. El sentimiento de la responsabilidad y la más severa
disciplina van del brazo aquí con una incuria que raya en lo
fantástico y traspasa todos los límites, en lo que se refiere
a las necesidades cotidianas y a las exigencias más elementales
de la vida del obrero. Y no es este un reproche dirigido ex-
clusivamente contra Kytlym, que no está en este punto peor
que la metrópoli industrial de los montes Urales, la esplén-
dida fundición de Nadeschdinsk. Con esta política, el Par-
tido se expone a perder todo su ascendiente sobre las masas.

[ 228 ]
Hay también en Kytlym, al margen de la población obrera,
cavadores de platino que trabajan «por su cuenta» –cavadores
independientes–, unos doscientos. Son la pequeña-burgue-
sía de Kytlym.
Falta el dinero necesario para adquirir nuevas máquinas
dragadoras, a pesar de que el camino que une a Kytlym con
la central eléctrica está todo él cimentado sobre puro platino.
Es todo un continente de riquezas, un Eldorado prisionero
entre pantanos, en esta tierra de osos. Por la noche, a la pá-
lida luz del Ural insomne, sus bosques y sus aguas, las rocas,
las praderas y los pantanos aparecen envueltos en un resplan-
dor blanquecino; todo reluce con el color del platino, con el
brillo de nieve de las riquezas inmensas sepultadas en la tierra
pantanosa. Todavía no tenemos el dinero que hace falta para
sacar cien o mil rublos por cada rublo arrojado a este pozo.
Nos faltan ese par de cientos de miles que son necesarios para
prestárselos a esta tierra a fabulosos intereses usurarios y con
la hipoteca de cuatro ríos serranos, de cuatro montañas de
dunita y de toda la cuenca de Kytlym, abarrotada de platino.
Los pequeños yacimientos soterrados arriba en la mon-
taña no merecen la pena de transportar las dragas a aquellas
alturas. Los más son muy pobres o están excesivamente di-
seminados, y la organización mecánica de las extracciones
no será rentable seguramente. En todos los pozos en que
pueden instalarse pequeñas dragas, trabajan grupos más o
menos grandes de cavadores independientes.
Hasta en las cimas más altas hay pantanos. Los hay en las
cumbres de Kossva, Sosnovka y en Konshak. Las montañas
de los Urales padecen de reblandecimiento craneano. Sus
rocas están aguadas, crasas, podridas. Los caballos trepan

[ 229 ]
como perros de peña en peña y con la cabeza gacha buscan
un lugar en que hacer pie. Hasta fines de junio, cuando las
ratas de agua lanzan en la selva su grito sostenido y las per-
dices se ponen a incubar sus huevos, no empieza a ser tran-
sitable la taiga para gentes de a pie. Es la época en que el
camarada Solovioff se echa la carabina al hombro, se mete
en el bolsillo un silbato de plata para hacer el reclamo y se
lanza al monte a inspeccionar los nidos de los cavadores in-
dependientes. Las mozuelas que se encuentra en el camino,
estas mozuelas que lo saben todo y lo callan todo, le cono-
cen y le saludan con ojos astutos y sonrientes. El viejo ins-
pector de la Kossva y antiguo dependiente de comercio,
Abamelek –un ladrón redomado a quien nunca consiguie-
ron coger en el garlito– le recibe amabilísimo, con la cara
envuelta en pliegues que son una máscara de santidad, y le
convida con sopa de pescado. Pero el viejo no dispone de
un caballo.
—Vamos allá –dice Solovioff, dando a su caballo siberiano
un golpe de nagaika–. Usted, Abamelek, puede venir a pie,
pues no serán más de tres verstas de camino.
Y aunque nuestros caballos han venido a un trote ligero,
el viejo llega apenas cinco minutos detrás de nosotros. En su
frente amarilla, del color del cordobán, brillan algunas gotas
de sudor oleaginoso, su boca de icono sonríe maliciosa-
mente, y el más veterano de todos los cavadores sueltos echa
al viejo una mirada de sus ojos aterciopelados de gitano y
descifra en su rostro la muda consigna.
Solovioff ata ligeramente el caballo para no perder un solo
segundo, pues hay que salir a toda prisa de aquí; se tienta el
revólver, y sale a efectuar la inspección.

[ 230 ]
Estos cavadores trabajan parsimoniosamente, con ter-
quedad animal. No se aventuran de buen grado en nuevas
rebuscas. Como el oso que ha descubierto una colmena, se
aferran a su hoyo y se engolosinan con el platino encon-
trado: el ideal es alumbrar un yacimiento abundante, ins-
talarse en él y no moverse más. El decano del gremio les
ordena que se lancen a nuevas pesquisas y calicatas, que
laven nuevas pruebas de tierras, pero estos cavadores, jo-
venzuelos venidos todos del campo, no hacen caso de sus
consejos ni quieren arriesgar un céntimo en escarceos du-
dosos. Se pasarán la vida hozando en el viejo hoyo estéril
antes que arriesgarse a probar suerte en una nueva veta. En
esta batida tras el botín invisible, en que todo es instinto,
sentimiento, intuición, se arrastran todos de mala gana de-
trás del más antiguo, porque admiran sus conocimientos
secretos, pero le odian mortalmente por su furtiva movili-
dad, por esta eterna inquietud que les infiere. Es el odio del
aldeano afincado por el nómada.
Lo extraído hoy representa casi el doble de la cantidad
indicada en el informe enviado ayer. Se miente con un gran
descaro: que si las calicatas no dan más de sí, que si en 10
metros cúbicos sólo se saca tanto más cuanto, etc. ¿En 10 o
en 5? Solovioff no levanta la voz, pero los mozuelos que
pasan la siesta tendidos a la larga en torno al fuego y observan
con atención huraña la balanza del inspector, se ponen en pie
de pronto y le echan miradas retadoras.
—Pronto –les dice Solovioff– tendréis otro inspector,
un comunista...
Del otro lado del cálido riachuelo se ve cruzar por detrás
de los matorrales un capote del ejército rojo, armado de

[ 231 ]
cartera y revólver. Bajo la gorra calada de humedad se des-
cubre un rostro tostado por el sol y una potente mandíbula
cuadrada. Los que están junto al fuego no se menean de su
sitio, y toda la banda, que lleva una vida animal, sin ningún
género de necesidades, y sólo se interesa por lo que cabe
en los platillos de cuerno de sus pequeñas balanzas de bol-
sillo, persigue con la mirada la silueta que cruza, pensando
en los peligros que la amenazarán por ese lado.
Toda persona desconocida que cae por aquí es mirada con
recelo. Los aldeanos viejos y expertos se entierran en el suelo
con toda su familia, con sus hijos, sus hijas y sus mujeres. Su
jornada termina al caer las sombras de la noche. El trabajo
de estos hombres es duro, mezquino; exige un derroche de
paciencia; no lo interrumpen las palabras ni las canciones, ni
algún que otro descanso. Mujeres con labios codiciosos y
apretados amasan insolentemente la tierra como si fuese una
pasta de secas yerbas medicinales para la vaca enferma. Los
aldeanos pulverizan las piedras con golpes furiosos; odian a
esta tierra venal que no se entrega a cualquiera y no rinde fruto.
Estos cavadores sueltos, los más viejos y solitarios, son
como viejos alquimistas. Tostados y aligerados por los rayos
del sol, como una pluma perdida por el pájaro, escépticos a
fuerza de contemplar el eterno juego de la fortuna y la des-
gracia, se inclinan con su sempiterno gesto de duda sobre el
borde de la hoya y acucian en el pesado trabajo a sus inex-
pertos discípulos: «¡Cava más hondo, Mitjucha, más hondo
por debajo del agua!» Mitjucha está ya calado de sudor; es-
poleado por su codicia juvenil, saca un metro cúbico de lodo
tras otro, y lava la tierra y las piedras, para precipitarse con
nueva furia, si no encuentra nada, sobre el pantano. Mientras

[ 232 ]
tanto, el viejo sonríe pensando en la fugacidad perecedera
de la vida, y fuma. El ya no espera nada, ni la más grande dicha
podría darle nada; hace ya mucho tiempo que ha arreglado
sus cuentas con la vida. Y se ha convencido de que la vida no
puede traspasarle sus culpas a nadie ni pagarle las propias.
A nadie se complace tanto Dios en engañar como al cre-
yente. Por lo general, este creyente no es un ruso, sino un
votjaco. Corre tras el platino con una infinita humildad y
soporta sus traiciones con callada paciencia. Y año tras año
sufre silenciosamente los fracasos, firmemente convencido
de que llegará un día en que la suerte se apiadará de su per-
sona y le pagará con creces las injusticias sufridas. A la pos-
tre, después de todo este calvario, lo más que consigue el
viejo cavador es darse cuenta de las nuevas derrotas, pero
las recibe con amor y alegría, pues cada derrota es un su-
mando más en esta fabulosa suma que la suerte le toma pres-
tada como un anticipo.
Cada esperanza perdida es un derecho que se conquista a
obtener una nueva ganancia. Cada vejación es un paso que
se acerca al día de la recompensa. Y así pasan años y más
años de una aplicación humillante que no recompensa el
menor premio. Estos cavadores viven recluidos en la más ab-
soluta soledad, apartan de su lado a los compañeros de in-
fortunio a quienes no llamaron. No necesitan de nadie. No
quieren compartir ni un adarme de este tesoro de infortunio
que algún día se convertirá en una cantidad increíble de ri-
queza. Pero entretanto, el pantano sigue siendo un pantano,
como el primer día. Y el agua es cada día más hilada y los
ojos inflamados de la cara del cavador, picada por las mos-
cas, escrutan en vano la cosecha de plata. Al fin, un día

[ 233 ]
caluroso de verano, cuando los pantanos fermentan y des-
piden un vapor enfermizo y se cubren de verdín, y resuenan
los trinos de los pájaros encelados, el pobre voltjaco se arro-
dilla con sus piernas gordas, hinchadas por el reumatismo,
delante del inspector, rígido como un icono, mendiga de
él una plaza en el hospital, y llora.
Está firmemente convencido de que deja la fortuna en-
terrada en el fondo de la última hoya que la fatalidad le
obliga a abandonar. Allí se queda su destino, en aquel agu-
jero, del que ya han tomado posesión los sapos que pululan
por él, satisfechos, felices, con las patas traseras despatarra-
das como remos perezosos, y juegan con las burbujas que
suben a la superficie.
Pitschugin, el famoso cavador de platino de Sosnovka,
tiene toda la pinta de un chalán de feria. Tiene ojos agitana-
dos de una astucia que nadie sabría pintar, y barba cobriza
de gitano. Cuando le interrogan, adopta una sabia reserva.
Olfatea las preguntas como una bestia inteligente, y, levan-
tando el rastro de la herradura, se vuelve por sus propias hue-
llas. Y cuando ha ganado la distancia que le pone a salvo del
interlocutor, se detiene y le mira con sus alegres ojos acari-
ciantes, mientras sus orejas de lobo, alertas, denotan todavía
la tensa atención de su espíritu.
Apenas había abandonado la pieza el camarada Solovioff,
el inspector, Pitschugin se volvió hacia mí, con la sonrisa
silenciosa de un viejo perro de caza, con una sonrisa que re-
zumaba bondad por entre los dientes blancos y aguzados.
—¿Quiere usted saber cuánto platino tengo recogido,
para decirle la verdad ? Veinte libras. Si Solovioff lo descu-
bre, mejor para él; si no, ¡qué se le va a hacer!

[ 234 ]
Generalmente, lo primero que hace el cavador indepen-
diente que se enriquece es fabricar una casa de piedra con
un tejado de chapa pintada de verde. Pero Pitschugin sigue
viviendo en su vieja choza de madera; la familia se alimenta
como siempre, de sopa de berzas, y el padre lleva ya ni se
sabe cuánto tiempo regateando con el novio de la hija sobre
la dote.
—¿Cómo puede usted, Ritschugin, vivir en medio de esta
miseria? ¿No siente usted ganas de emprender otro género
de vida?
—Allá se lo encontrarán los hijos y los nietos –me responde.
Y piensa con amor en su familia, que vivirá de genera-
ción en generación gozando de ese bienestar mediocre del
aldeano, a pesar de este platino que yace aquí escondido
como un niño estrangulado debajo de la tarima de su choza;
que tiene asegurado para cien años un zoquete diario de pan,
y que puede alentar la esperanza de pasar por la vida, hasta
la tercera generación, con la lentitud y la morosidad de un
chinche paseándose por la pared.
—¿Sabe usted, camarada Solovioff, lo que acaba de con-
fesarme Pitschugin? Que tiene recogidas veinte libras de
platino...
El gitano se despoja de la gorra, su mirada se encuentra
con el retrato de Lenin clavado en el rincón donde antaño se
veneraba la estampa del santo, hace un gesto lacrimoso y su-
plicante con los ojos, a los que se asoma toda la alegría, la ma-
licia y la conciencia de su seguridad, y dice, santiguándose:
—¡Jesús, qué cosas se le ocurren a esta mujer! ¡Juro por
todos los santos que no he dicho semejante cosa, y nadie me
lo podrá probar!

[ 235 ]
Habitantes de las sombras

HAY UN LÍMITE pasado el cual el hombre rompe la última


amarra que le ataba a la superficie de la tierra: el sentimiento
innato de la verticalidad.
En la galería número 48, los mineros tienen que echarse
vientre a tierra, apoyarse con las rodillas y las manos contra
los puntales, cuya interminable procesión se pierde en la
nada sombría. ¿Dónde está el blanco manchón de luz,
dónde la salida, dónde la superficie? Se siente uno ahogado
por una nube de polvo, de escombros y de vaho caliginoso.
De vez en cuando, se oye el estrépito que producen las pie-
dras de carbón derrumbándose sobre las vagonetas. Impo-
sible levantar la cabeza aquí: el entibado de la galería nos
toca en los hombros ; entre el pecho y la veta bruñida de car-
bón que rezuma agua y a cada paso se desmorona, apenas
hay sitio para la lámpara que pende de la pelliza. La tierra,
perseguida por el hombre, huye hacia lo alto, huye a dere-
cha e izquierda, pero a la postre, alcanzada, prisionera, se
rinde al pico del minero, que se ceba en ella como el gavilán
en las tripas del caballo muerto.
Michael Matwejewich se llama el regente de esta mina.
(Su rostro tiene una expresión dura, aunque cubierta de
suave vello; este hombre posee la notable virtud de trabajar
con los tártaros y entenderse bien con ellos.) Michael Mat-
wejewich cuelga la lámpara de una viga, al lado de las otras,
que penden allí como murciélagos luminosos de una negra
zarpa. Unos hombres charlan, discuten; otros fuman y guar-
dan silencio. Pero no es posible saber quién es el que habla,
discute o fuma. No se distingue ninguna cara. Sólo los ojos

[ 236 ]
y los labios rojos y húmedos brillan en la tiniebla, y los
manchones de las frentes, estrechas como la franja de luz
de la aurora. Mas he aquí una figura conocida: la del pica-
dor Vassili Michailowich Kotelnikow.
La conversación es rápida, malhumorada. Por lo visto,
los trabajos no marchan como debieran.
Estos equipos trabajaban antes en la cómoda mina «Lenin»,
y no acaban de adaptarse a las angostas y difíciles galerías de
la «Trotsky». El rendimiento que habían logrado alcanzar
descendió de pronto a una cantidad ridícula. Sería fácil ex-
plicar el fracaso por causas de orden puramente material.
Basta permanecer un cuarto de hora bajo este aire caligi-
noso para comprender, sin necesidad de grandes explicacio-
nes, lo infinitamente difícil, por no decir imposible, que
tiene que ser rendir aquí la cantidad normal de trabajo, y
no digamos el alcanzar un nivel de superproducción. Pero
si los obreros sienten que la razón del fracaso no está sólo
en circunstancias de orden exterior, sino también en su in-
capacidad para adaptar la respiración, los latidos y los mo-
vimientos de sus brazos a las nuevas condiciones en que han
de trabajar, que también a ellos les cabe una parte de «culpa»,
no despegarán los labios para quejarse ni para acusar, es la
moral del minero. Mañana, el cuerpo humano afrontará dig-
namente la magnitud insoportable del trabajo; se someterá
como jugando a las nuevas exigencias, y hasta que no lo haya
conseguido, el minero no reclamará jornales más humanos.
El segundo minero se aparta de la pared. Tiene la mitad
de la cara negra y la mitad blanca, como si esta mitad aca-
bara de desprenderse en este mismo instante de la roca pri-
mitiva donde se talló. En la boca le relumbra el fuego de un

[ 237 ]
cigarro –¿o es un carbón ardiente?–. La llamita de la lám-
para tiembla como martirizada detrás del vidrio. La presión
del gas, fácilmente perceptible, le produce ese desasosiego.
Los fumadores apagan por precaución sus cigarros.
De pronto, el picador, doblado bajo el techo bajísimo
como una navaja cerrada, se incorpora como puede, em-
puña el hacha con una mano que parece pender de un brazo
inverosímilmente largo y la clava en una viga baja de la te-
chumbre. Las lámparas despiertan de su sobresaltado sueño
y comienzan a humear, despabiladas.
—Luché como voluntario en el frente desde el año 18.
Al volver a mi casa al año siguiente, me metieron preso por
una denuncia. En vista de esto, dejé el Partido... ¡Así los lleve
el diablo!...
El hombre no puede olvidar fácilmente que pasó por la
humillación de tener que cargar patatas entre los «elementos
indeseables» y vigilado como sospechoso por un jovenzuelo.
Seguimos andando, y todavía oímos a lo lejos los zumbidos
coléricos del antiguo voluntario. La galería de la mina, vista
de lejos, parece como una jaula en que un hombre enterrado
vivo ande buscando en vano la salida con un martillo en la
mano.
Y aquí termina la galería número 25. Humedad y tinie-
bla. En este tramo trabaja un hombre asombroso, el cama-
rada Derewnin. Es todavía joven –no tendrá más de treinta
y cuatro años– y los dientes blancos y astutos le relucen con
cierta impertinencia en la máscara de carbón.
Es un fanático, un voluntario entusiasta de este averno.
Un habitante enamorado de las sombras, que no necesita de
la luz del día ni del aire, a quien el follaje verde que viste

[ 238 ]
a la tierra de sombra, de humedad y de suaves rumores le
inspira desprecio. El no cambiaría por el sol más resplande-
ciente este profundo silencio, esta tiniebla densa de la mina
que ahoga implacablemente el resplandor de la lámpara del
minero.
La revolución sacó a Derewnin a la luz del día. Rojos y
blancos se disputaron el derecho de poner un fusil en las
manos de este hombre. El minero luchaba tan pronto al lado
de unos como de otros; los dos contendientes le eran per-
fectamente ajenos, superfluos, ininteligibles.
En el convoy, patrullando, en el lazareto, en el curso de
cultura política, explicado unas veces por un comunista,
otras por un intelectual ladino de la agencia de espionaje de
los blancos, el minero no dejaba un momento de cavilar
sobre las causas de los sufrimientos humanos. Y siempre para
concluir que lo mejor sería que toda esta humanidad ator-
mentada y estéril estuviese amorosamente envuelta en la ti-
niebla silenciosa de su averno. Los vientos de la tierra son
agitados; es mucho más hermoso el aire profundo, húmedo,
que se respira en las galerías subterráneas. ¡Cuán aquietantes
los espesos muros de la mina, en comparación con el vacío
desolado del espacio abierto, cuán llena de paz la angostura
de las calles y callejuelas hundidas bajo el suelo, comparadas
a los campos perfectamente inútiles, con sus tormentas, sus
balas y sus peligros! Arriba, el invierno, míseros capotes de
soldado, fusiles de acero que queman como brasas en las
heladas manos. Aquí abajo, el perenne calor terrenal; el aire
aquí, es tibio, Seco como en los días más radiantes del ve-
rano, aun cuando sobre la luz de la tierra azotan los fríos
más crueles de enero. Y bajo tierra, la cosecha no tiene fin:

[ 239 ]
día tras día, trabaja el minero, todo el año, cubierto de sudor,
con el torso desnudo, sobre los negros campos de hulla.
¡Ya se puede uno figurar cómo lucharía este hombre en
el frente!
—Hubo que apencar un poco, pero no era tan duro como
dicen... –Son sus palabras.
Varias veces movilizado, supo arreglárselas para volver
siempre la espalda al frente y escabullirse. Por fin, consiguió
que le destinasen a los trabajos que desde tiempo inmemo-
rial fueron castigo para los peores crímenes de los hombres:
a las minas de Kisel, al añorado agujero negro, bautizado
ahora con un nombre nuevo: «Trotsky».
Un nombre que él, mientras vivió «arriba», había execrado
profundamente. Pero aquí no tardó en reconciliarse con él.
«Arriba», este hombre era un cobarde. Aquí, Derewnin es el
soldado más valiente de los ejércitos subterráneos, un sol-
dado de vanguardia, enérgico, incansable, heroico. Tímido
y miope arriba, en la mina es un cazador de tiro certero, un
picador a quien jamás se le ha escapado de las manos el pico.
Al frente de las columnas subterráneas de asalto, trabajando
en las condiciones más penosas, se cree oculto, a salvo, en
un estado de perfecta inocuidad.
—Aquí, por lo menos, ve uno lo que tiene encima de la
cabeza, y puede apartarse. Pero allá arriba, no hay apartarse
que valga...
Las visitas no le hacen ninguna gracia. Todos le parece que
vienen a sacarle otra vez de su agujero, a arrastrarle de nuevo
a la fuerza hacia la luz del sol. A la sombra de las rocas de
carbón, la cara tensa de este eterno desertor de la luz reluce
blanca como un papel blanco de los que usan los fumadores.

[ 240 ]
En la mina «Wolodarsky». Bajo las galerías lisas e incli-
nadas, con peligro de hundirse a una sima de doscientos a
trescientos metros. Y más hondo todavía que los claustros
subterráneos, se esconde la silenciosa y húmeda celda de la
dinamita, donde un ermitaño chino, retrepado en esta hoya,
teje a la luz de una bujía eléctrica zapatos de verde y perfu-
mada fibra, alargando de vez en cuando su delgado pescuezo
y alzando la cabeza, tocada de un gorro de piel, para mirar a
la dinamita. Por debajo de los húmedos corredores de ma-
dera en que el aire y las burbujas de espuma del techo dan
la sensación de haber estado inundados no hace mucho
tiempo; mucho más hondo, en lo más hondo de esta sima,
en la galería número 61, en la sala de los enanos, donde nadie
puede andar de pie y las paredes tienen dureza de ágata,
donde las delgadas y rectas capas de carbón se ocultan entre
las grietas del granito, donde la luz de vela en la niebla del
finísimo polvillo del carbón y el agua: aquí es donde moran
los verdaderos habitantes de la mina. En este momento,
precisamente, están poniendo fin a los trabajos preparato-
rios. El bloque de carbón arrancado, al que acaban de qui-
tarle los forros, se resiste a derrumbarse. Las máquinas per-
foradoras trabajan con su ruido estrepitoso y rítmico que
hace temblar la luz y amenaza hacer estallar la pelleja del
tambor. Parece como si una locomotora se hubiese extra-
viado en esta cueva, empeñándose en entrar a toda fuerza
por el muro, y siguiese funcionando impertérrita a todo
vapor, sin moverse un palmo de su sitio.
El camarada Motorgin está de rodillas delante de la pared
y tienta la brecha abierta debajo de la veta de carbón: sólo
se ven sus espaldas doblegadas, cubiertas por un chaleco

[ 241 ]
pespunteado, y las suelas húmedas de sus zapatos negros
de fibra. Ivan Jegorytseh es un hombre de unos cincuenta
años. Tiene los hombros caídos, una barba que parece hecha
de carbón y las manos completamente negras, en las que
brillan, sonrosadas, las uñas, como si le asomasen por la
punta de unos guantes sucios y andrajosos. Envuelto en una
camisa desgarrada que apenas le cubre, le asoma por la aber-
tura un pedazo de tórax, con una depresión tan señalada y
tan pálida en el medio, como si aquello, más que un pecho,
fuese un escalón donde hubiesen pisado mil generaciones,
o ese sitio de la pared contra el que los obreros reclinan, desde
tiempo inmemorial, sus cabezas fatigadas.
Este camarada nos habla avergonzado, y con una visible
emoción interior, de su expulsión del Partido. De tiempo
en tiempo, se interrumpe para seguir atentamente el trabajo
de los paleadores, que apenas pueden dominar la masa de
carbón separada por él. La luz pálida arranca destellos a sus
palas bruñidas y a las viseras de sus gorras de cuero.
Iván Jegorytsch prosigue:
—Sí, el Partido. Todos aspiramos a ingresar en él. Pero
uno es ya viejo, y al volver a casa le gusta echar un traguito...
No sé cuántas conferencias escuché; me mantuve valiente
durante un mes entero, pero lo terrible son esos días de fiesta
en que uno se aburre todo el santo día sin hacer nada... Y
cuando uno escupe, la saliva es toda hollín...
En una palabra, que el buen viejo faltó a la disciplina
del Partido, dejó de asistir a reuniones y no respetó acaso
algunos «sábados» de prestación obligatoria. Y al venir la de-
puración, saltó mecánicamente de nuestras filas. Esperemos
que sólo sea por poco tiempo. Está bien que se expulse a los

[ 242 ]
jóvenes por quebrantar la disciplina –si bien a los mineros
no deben dejar de reconocérseles circunstancias atenuan-
tes–, pero no a hombres como Iván Jegorytsch. Esos que
viven siempre «de día», los comunistas de la tierra alegre y
soleada, no podrán comprender jamás el cansancio infinito
y la desgana de estos habitantes de las sombras. Es menester
haber presenciado un relevo de equipos, cuando los mine-
ros salen, después de trabajar, a la luz del día; van saliendo
uno tras otro, vomitados por la boca-mina, soplando sus pá-
lidas lámparas. Y lámparas pálidas, apagadas, son también
ellos. Los peones que empujan el carbón con el hombro en
los rodantes cajones de madera, se apoyan con las manos y
los pies contra las viguetas y van impulsando la carga con
la espalda, con todo el cuerpo. Estos peones llevan cosido
a la espalda de su pelliza un pedazo de pelleja de carnero.
Y así vagan bajo la luz del sol, sin despojarse de la ropa del
trabajo, soñolientos, medio cegados, como bestias blancas,
cansadas, arrancadas a la entraña de la tierra. Es inhumano
querer hacer entrar a estos hombres por la severa disciplina
del Partido.
Uno de los métodos más sencillos y brillantes con que se
consiguió levantar la producción en esta mina fue la habili-
dad del camarada Saschin para injertar en el tronco caduco
de los mineros veteranos la nueva generación de trabajadores.
Lo mismo que el alto mando del ejército rojo en su gran ma-
yoría salió de las filas de los antiguos generales, aquí los
cientos y miles de vagoneros ascendidos a picadores fueron
cubriendo las bajas y nutriendo las filas de les mineros vie-
jos. Todavía hoy nos tropezamos aquí o allá, en algún os-
curo rincón de la mina, con un obrero joven que acaba de

[ 243 ]
descargar a toda prisa su «perro» –llaman así a la vagoneta–
para ganar algunos minutos durante los cuales poder lan-
zarse, pico en ristre, con furia de loco, sobre la primera
pared de carbón que encuentra y hacerla polvo, mientras
el caballejo cansado hunde la cabeza entre las piernas de-
formadas e intenta echar un sueñecillo. Es un vagonero que
quiere llegar pronto a picador y está probando sus dientes
jóvenes en el negro hueso del carbón.
Los mineros veteranos van haciéndose cada vez más pre-
ciosos, a medida que desaparecen. Son hombres para quie-
nes no existe el tiempo ni la historia. La tierra se extiende
sobre sus cabezas como un mar en cuyo fondo no hay tor-
mentas ni cambios. Ni siquiera la reducción de la jornada
de doce a diez horas y de ocho a seis, este magno aconteci-
miento que debió conmover la existencia de cuanto vive en
las profundidades de la mina, parece haber afectado gran
cosa a estos patriarcas del reino del carbón. La medida del
tiempo no puede acelerar ni dilatar el ritmo de su trabajo.
Estos hombres poseen el arte del ritmo, que alarga o acorta
como flexible goma su jornada. En cuatro horas pueden
rendir el trabajo de seis, en seis el de ocho. Maestros y ar-
tistas capaces de trabajar a la marcha veloz de un caballo
al galope.
El ingeniero, un hombre joven, no da un paso sin con-
sultar a estos veteranos, cuando se trata de seguir el rastro de
un filón. Pues estos viejos husmean el carbón como los ma-
rineros la tempestad. ¿Qué iban a hacer, por ejemplo, los
técnicos imberbes sin los consejos de este Tatarnikow que
en sus veintisiete años de minero llevará recorridos qué sé
yo cuántos miles de kilómetros por los pozos de las galerías

[ 244 ]
de la mina «Lenin»? ¿Qué iba a hacer Kisel sin su viejo ca-
pataz, este hombre que conoce y adora a la mina entera,
hasta en sus secretos más recónditos? ¡Curiosa figura la de
este minero! Sus sienes abultadas ensanchan el cerco de la
anacrónica gorra; la frente, inmensa, está surcada por en-
cima de las cejas, tocándolas casi, por tres profundas arru-
gas. Sobre las orejas nervudas, muy pegadas a la cabeza, una
corona temblorosa de pelo rubio. Los ojos, de mirada aguda,
son casi incoloros, como la llama de una bujía a la luz del
sol. El cuerpo alto y escuálido, metido en un fuerte cintu-
rón de cuero, como una servilleta en el aro. Si abriésemos la
tapa abovedada de este cráneo, nos encontraríamos dentro,
de seguro, con la mina entera, dibujada como en los mapas
industriales, con sus signos y sus figuras en relieve.
La revolución y el Partido les tienen sin cuidado a estos
veteranos de la mina. Y quien viniese a estas galerías con la
indiscreta pregunta de:
«¡Camaradas! ¿Quién pertenece aquí al Partido?», sería
recibido de seguro con alguna palabra gruesa. Inútil tam-
bién querer averiguar la parte que tomaron estos hombres
en la guerra civil. Un Nikita Fadeitsch Tatarnikow se limi-
taría a contestar con una sonrisa burlona. En todo el Globo
no hay, seguramente, otro lugar donde sean tan necesarios
para el país los conocimientos y las experiencias de estas
gentes como aquí, en su agujero.
De todos los mandatos fulminados por la revolución,
sólo uno penetró quizá en la conciencia de estos viejos Ta-
tarnikows: la ley en que se entrega la propiedad de las minas
a los mineros. Por mucho que, rehuyendo toda política,
quieran preocuparse sólo de las cuestiones materiales y

[ 245 ]
directas, bien puede asegurarse que este traspaso de pro-
piedad casi se verificó sin que ellos lo supiesen ni lo busca-
sen. Pero lo mismo que el legítimo dueño de una hacienda
se preocupa en vida de formar a su heredero y sucesor y de
interesarlo por la marcha de sus negocios, estos viejos mi-
neros se esfuerzan per enseñar el oficio a los jóvenes y a los
torpes, y van modelando las nuevas generaciones de servi-
dores de la mina.
—¿Quién enseñará a los mozos, cuando los viejos falte-
mos? –me dice uno.
Jamás un jornalero hablaría así. ¿Qué le importa a él el
que venga detrás a atormentarse luchando con la piedra?
La cuestión de las ideas políticas cobra enorme impor-
tancia en los últimos puestos directivos de la jerarquía
minera. El ingeniero puede ser ajeno al Partido, el jefe del
equipo de salvamento basta con que sea un hombre arries-
gado, experto y de inventiva, pero en los cargos culminan-
tes de la mina son de importancia primaria las ideas partidistas
de quienes los desempeñan. Principalmente, en el capataz,
que es el encargado de injertar la savia de la nueva genera-
ción obrera en el tronco de los mineros veteranos. Para
este puesto se requieren, además de una gran competencia
técnica, convicciones políticas intachables. En las minas re-
gidas por capataces comunistas, el tronco de los viejos ha-
bitantes de las sombras que forman una casta cerrada y a
quienes no se da un ardite de lo que pasa por el mundo, está
irremisiblemente condenado o desaparecer. Los jóvenes he-
redarán su experiencia, recibirán de sus manos la eterna lin-
terna y el pico y seguirán minando hasta lo último las galerías
abiertas por sus predecesores; pero el odio contra el sol, esta

[ 246 ]
absoluta indiferencia por la tierra y por todo lo que en ella
pasa, morirá con la generación de los veteranos, sin dejar
rastro de su existencia. En las minas gobernadas por hom-
bres vivientes, sopla un espíritu nuevo.
La mina «Wolodarsky» se cuenta entre las más difíciles,
lo mismo en cuanto a las condiciones de trabajo que en lo
que atañe a la calidad del carbón. No hay en toda ella un
solo palmo en que se pueda trabajar derecho. Las galerías in-
feriores están anegadas de agua o ahogadas por un calor de
fuego. Las mayores penalidades del trabajo de la mina apa-
recen puestas al desnudo aquí dentro. Y, sin embargo, en
estos pozos, en los más profundos y sofocantes, raro será el
minero en quien nuestras indagaciones políticas tropiecen
con una acogida desdeñosa u hostil. También en estas galerías
reina el cansancio, pero son un cansancio y un padecer que
tienen, en cierto modo, un carácter más maduro y complejo.
Para llegar al camarada Mindulajew hay que atravesar
por un bosque milenario de sombras que sólo pueblan los
espíritus de la tiniebla. Trabaja en un callejón sin salida, que
comunica por un pasillo bajo y estrecho con la galería in-
mediata. Miramos al camino andado, y es tal el silencio y
la negrura, que parece como si las sombras hubieran venido
detrás de nosotros, pisándonos los talones y cerrando, quedo,
sin meter el menor ruido, una tras otra, sus puertas negras.
¡Y en toda mi vida no he visto un hombre que hablase con
mayor alegría y tuviese una mirada más triste y más terrosa!
Afiliado al Partido desde 1919, soldado del ejército rojo,
antiguo minero a quien la revolución sacudió la conciencia
y arrastró hacia arriba, Mindulajew gustó la vida libre de
los hombres, se encariñó con la luz del sol, se eligió una

[ 247 ]
mujer entre la blanca estirpe de los habitantes de la tierra
y vivió feliz hasta que, obediente a la disciplina del Partido,
hubo de retornar al agujero. Y aquí está, trabajando mucho
para ganar poco; bajando a la mina a las seis de la mañana
para no salir a la luz del día hasta las cuatro o las cinco de
la tarde. El camarada Mindulajew refrena severamente cada
palabra que sale de su boca, y si se le escapa una broma un
poco atrevida, la apaga inmediatamente como apagan el ci-
garro los mineros para evitar una inflamación. Estos hombres,
que se pasan la vida metidos en estos pozos, tienen que amar
infinitamente su oficio o estupidecerse como el obrero chino,
o ser sumisos y pacientes para el trabajo como los tártaros, o
someterse a una severa disciplina, como este hombre que,
amando codiciosamente el goce y la vida, ha de penar sepa-
rado del sol por muros de cientos de metros de espesor.
Se dice que sólo son verdaderamente valientes los cobar-
des que se sobreponen al temblor histérico de sus carnes para
seguir avanzando.
Si Kisel consigue efectivamente lanzar al mercado de car-
bón este año los 45 millones de puds que se propone, ha-
ciendo bajar el precio de 14 copecs a 11, y si además crece
en esta mina y se fortalece la organización del Partido, se
debe exclusivamente a la labor tenaz que realizan hombres
como el camarada Mindulajew, que, por encima de todos
los desengaños y depresiones, de todo el escepticismo y el
cansancio de este período de transición, siguen sacudiendo
sin desaliento el puño y creyendo firmemente en su ideal.
—Ya va siendo hora de que hagamos las cosas de otro
modo. Desde el año 19 estamos esperando que las cosas
mejoren...

[ 248 ]
La mano del que así habla aprieta firme y lentamente la
palanca, y el resoplido del vapor pasa rozando su cara como
la cola de un potro salvaje. Las máquinas levantan bocana-
das de viento mezclado con polvo y carbón. Y las lámparas,
de cuclillas en el suelo, son como los sapos de oro de este
mundo subterráneo.
El ancho y firme rostro del camarada Suslow, capataz
mayor de la mina –comunista desde 1917, soldado del ejér-
cito rojo y minero–, está todavía tostado por el incendio de
sol de los años 20 y 21: los dos años que lleva sepultado bajo
tierra no parecen haber alterado apenas el recio organismo
de este hombre. Arriba, a la luz del sol, tiene todo el aspecto
de un soldado que acaba de salir del tifus; pero aquí, al res-
plandor de la lámpara de minero, diríase un fuerte guerri-
llero, encerrado por sorpresa entre estos muros: trabado,
recio, fornido, sus anchos hombros parecen sostener la bó-
veda de la mina. El capataz Suslow no sólo se la sabe de me-
moria, sino que conoce a todos los hombres que trabajan en
ella, sin faltar uno solo. El llamamiento de Lenin significaba
para un capataz como Suslow algo así como los trabajos obli-
gados de salvamento en caso de incendio o inundación den-
tro de la mina. En este hormiguero subterráneo habrá unos
trescientos hombres hozando en todas las direcciones ima-
ginables. Suslow los conoce a todos tan bien como a sí mismo.
Conoce las cualidades de cada picador y las condiciones en
que trabaja; sabe la humedad que baña las paredes de su ga-
lería, el polvo y el calor que flotan en el aire que traga, los
metros de montaña que tiene encima, cuántos niños tiene
que alimentar, si guarda en el establo una vaca o una cabra
para darles leche, qué pensamientos le cruzan por la cabeza

[ 249 ]
y si son vanos o de peso. El llamamiento de Lenin fue, en
estas minas, un grito de alarma que llamó a todos –a todos
los que se sintiesen verdaderos obreros, sin diferencias de
edad ni de origen–, moviéndoles a salir de su mundo som-
brío y subterráneo para formar en las filas del Partido. El
capataz tiene que conocer a todos los que han respondido
al llamamiento y se «han embarcado», y a los que han pre-
ferido quedarse quietos en el fondo de su agujero.
«¡Se ha quedado dentro uno! ¡Falta uno!»
No hay grito que despierte en el minero mayor emoción.
Y sólo el capataz puede juzgar si el hombre que falta se ha
quedado en la mina sepultado o simplemente rezagado por
debilidad, cansancio o desgana. Sólo él sabe el tiempo que
se tarda en llegar desde los agujeros húmedos y negros a la
bocamina, el tiempo que tarda en llegar a ellos la desnuda
voz de la vida, resonando en el hondo silencio de la tierra y
entre el estrépito de las máquinas. La mina entera tiene que
luchar por el hombre que se haya quedado «dentro», por
aquel a quien el cansancio haya rendido. Es la ley de los
mineros, grabada en sus pechos. Nadie tiene derecho al
descanso mientras los débiles sonidos o la percusión de la
respuesta no se oigan a través de los montones de ruinas y
escombros de la miseria, la ignorancia y los prejuicios. Y el
capataz comunista dirige los trabajos de salvamento. He
aquí los resultados de su labor: antes del llamamiento de
Lenin, de los 270 mineros que cuenta la «Wolodarsky» sólo
estaban afiliados al Partido 37; hoy son ya 150.
El camarada Malychew, que trabaja en la galería número
61, es uno de los que lograron reconquistar su puesto en
la mina. Los años del 18 al 21 los pasó «arriba»; sirvió en

[ 250 ]
la sección de ametralladoras del ejército rojo, participó en
las marchas y en los combates que se libraron desde Wjatka
hasta Irkutsk, intervino en la victoria de Sivasch. Por culpa
de una astucia de los blancos, perdió el Partido. Al evacuar
Katisk, los blancos dejaron en la ciudad gran cantidad de
alcohol. Una de las víctimas de esta provocación fue el ca-
marada Malychew. También la embriaguez tiene su propia
lógica inflexible.
Desde que ha vuelto a trabajar en la mina, no piensa en
retomar al Partido.
—¡Si viese usted mi cuarto no se extrañaría!
¿Qué cuarto es ese que impide al camarada volver a las
filas comunistas?
Las antiguas viviendas obreras de Kisel –herencia de los
famosos príncipes Abamelek-Lasarew– pasaron todas a manos
del trust soviético. El arquitecto que las construyó debía de
tener una asombrosa fantasía. En medio de cada calle, a una
distancia de unos diez pasos de la entrada de las casas, se le
ocurrió construir, con fino sentido artístico, una fila de quios-
cos de necesidades que emponzoñan el aire de la calle y de
muchos metros a la redonda. Estas casas obreras de vecin-
dad están unidas a un edificio de piedra, la famosa «colonia
de presidiarios», donde moraban los convictos a quienes lle-
vaban al trabajo cargados de cadenas. Durante la guerra se
les incorporaron un tropel de prisioneros a quienes se intentó
utilizar como bestias de carga. Pero pudo más la testarudez
de los prisioneros, que para librarse de estos trabajos forzados
prefirieron poner las manos debajo de las ruedas de los va-
gones eléctricos. Más tarde, cuando ya no pudo vencerse
la resistencia de los esclavos blancos, la mina se llenó de

[ 251 ]
esclavos amarillos. Unos 3.000 chinos inundaron los cuar-
teles obreros. Todavía no se habían enfriado los camastros
donde había dormido un equipo cuando caían sobre ellos,
fatigados y rotos, los obreros del equipo siguiente, de vuelta
del trabajo. La tuberculosis y la sífilis no tardaron en diez-
mar las filas de esta carne de esclavitud. Los hijos del sol no
pudieron resistir el trabajo de la mina.
La Revolución descargó a la alteza principesca del cui-
dado de procurarse nuevos brazos obreros. Pero la maldi-
ción de la antigua colonia de presidiarios sigue pesando sobre
el Kisel soviético. Estos edificios podridos, horribles, enve-
nenan la vida de miles de familias obreras. En sus umbrales
sigue apestando la antigua basura; en las cocinas siguen
pudriéndose los viejos desagües, y la misma miseria sin
nombre sigue echando sus detritus bajo las ventanas re-
mendadas con madera, hojalata y trapos. Cientos de casas
comunes, en que no hay una silla, ni una mesa decente,
ni un estante, ni un mal lavabo, ni un solo libro. Los obre-
ros antiguos son los únicos que tienen derecho a una «vi-
vienda» separada –un cuartucho mezquino con una antesala
todavía más raquítica–, donde después de salir del trabajo
tienen que dormir sobre el santo suelo, con la cabeza en-
vuelta en una manta. Una vaca es la salvación para una fa-
milia pobre. Pero estas pobres gentes no pueden tener
siquiera unas gallinas, pues sus casas carecen de patio y de
corral. En fin; una miseria que clama al cielo y que sólo en
parte puede disculparse con la penuria de medios y la crisis
económica.
Si logramos sacar a un hombre de este averno, a un
hombre acostumbrado a trabajar en una jaula subterránea

[ 252 ]
y que con esa voz del que ha vivido largos años en una isla
deshabitada os dice que está contento de haber entrado en
el Partido, que «no hay que dejarse arrollar por los jóvenes»,
podemos estar seguros de haber arrancado al pantano de las
sombras a un hombre verdadero y vivo.
En la mina «Lenin» –consecuencia acaso de la composi-
ción fortuita y desfavorable de los contingentes obreros por
aquellos días– me pareció poco estable la situación general.
Pero también aquí hay, escondido en la sima, un lugar digno
de mención: la galería número 3. Un corredor amplio y hú-
medo que comunica con el mundo superior por un pasillo
nuevo. Aquí se trata de mecanizar toda la explotación sub-
terránea, substituyendo el transporte animal y humano del
carbón por el arrastre eléctrico. Pero, por el momento, la
galería número 3 no es más que una cueva helada por cuyas
paredes fluye el agua sulfúrica y donde los obreros chapo-
tean en los charcos amarillentos con sus zapatos de fibra,
calados de humedad. Muchos se llevan la mano a la frente,
pues el trabajo en estas simas produce tremendos dolores neu-
rálgicos de cabeza y de muelas. Al frente de estos obreros está
el camarada Osipow, capataz y comunista, afiliado al Par-
tido desde 1905. Antes de la revolución había tomado parte
en dos congresos clandestinos, y en 1907 le pusieron en
la calle los patronos; en 1918-19 mandó la segunda com-
pañía de una sección para servicios especiales y luchó con-
tra los blancos, a la par que ayudaba a restaurar la economía
del país, arruinada por éstos. Apenas habían terminado con
el enemigo, los soldados arrojaron sus fusiles para levantar,
en 52 «sábados de prestación», el puente de ferrocarril que
había sido volado. En 1920, cuando llegó a su apogeo la

[ 253 ]
crisis del combustible, el Partido ordenó al viejo minero
que volviese a ocupar su puesto bajo tierra.
El capataz trabajaba simultáneamente en la mina y en el
Soviet local. Abajo, desagua las galerías inundadas, repara
el entibado, moviliza los reclutas mineros; arriba, riñe una
campaña denodada contra el piojo del tifus, contra el anal-
fabetismo y el hambre. Pero la mina es celosa, no tolera com-
petencias ni rivales: o ella o el Soviet.
Como tantas otras veces en su vida, Osipow optó por el
subsuelo, substraído a los ojos de la publicidad; pero esta vez
no era el subsuelo político, sino el activo y real. Sus hombros,
cargados de cincuenta y tres años, apenas pueden soportar
ya el trabajo de la mina.
—Entre la mina y el Soviet me han hundido...
No es este camarada el único comunista, en las profun-
didades de la galería número 3. También está afiliado el ca-
marada Juferow, y también él, capataz de los viejos tiempos,
hubo de optar entre el trabajo de arriba o el de abajo. Su
sueldo mensual apenas si llega a 30 rublos. Y su familia tiene
que compartir la mezquina vivienda con cuatro trabajadores
solteros.
—Sí, vivimos como sardinas en lata, y la vida no tiene
nada de fácil.
Preguntándole yo qué idea decisiva o qué motivo exte-
rior le había animado a responder al llamamiento de Lenin,
el camarada Juferow me dio una respuesta que hizo arrugar
el ceño sin querer a las sombras de esta cueva, mientras el
agua, los zapatos de fibra calados de humedad, el salario y
todas las partículas que forman la vida de un obrero perdie-
ron por un instante todo su peso y su sentido :

[ 254 ]
—Entré en el Partido para que la burguesía del extran-
jero no nos mire como a unos cualquiera...
El habitante de las sombras se despojó de la gorra de piel
para refrescar la frente. Y descubrió su cabeza entera, el pelo
echado hacia atrás, las sienes claras sobre los pómulos asiá-
ticos y la frente brillante, tostada, bruñida con el aceite de
los pensamientos.

[ 255 ]
SOBRE
KARL RADER
VIKTOR SKLOVSKI
LEV SOSNOVSKY
larisa reisner
FOTOGRAFÍA

Sepelio de Larisa Reisner.


Identificamos a Isaac Babel y a Karl Rádek
(primero y segundo por la izquierda).
LARISA REISNER
KARL RáDEK1

PRONTO RETORNARÁ por décima vez el aniversario del día


en que se alzó sobre las trincheras, derramando su cruda luz
en la negra noche de la Humanidad, la estrella roja de los
Soviets. Del fuego de los cañones, de la sangre de los caídos,
del sudor de los obreros de las fábricas de municiones, de
los tormentos que atenazaban el alma de millones de seres
torturados con la pregunta del por qué y para qué de tanto
martirio, nació la Revolución de Octubre. Fue en vano que
el retumbar de los cañones pretendiese ahogarla, que la
prensa burguesa y socialdemócrata se imaginase arredrarla
con su vocerío: ahí estaba, erguida, señera, con las miradas
del mundo entero clavadas en ella; unas, henchidas de sim-
patías y esperanzas; otras, imprecatorias y cargadas de mal-
diciones. Era la linde de dos mundos: uno que sucumbía
en el lodo y otro que se alzaba, parido en el dolor. Fue la
piedra de toque de los espíritus. Todo lo que se decía «espí-
ritu» en el mundo burgués: los clérigos y los profesores, los
literatos y los artistas, y con ellos, los «directores espiri-
tuales» del movimiento obrero; es decir, la gran mayoría
de los intelectuales burgueses que se dignaban consagrarse
1 Karl RÁDEK, Larisa Reisner, Moscú-Kremlin, 1 de diciembre de 1926.

[ 259 ]
magnánimamente a la «salvación del proletariado»; todos
temblaron ante la faz de la revolución proletaria que se
descubría. Gentes como Kautsky, como Guesde, como Ple-
janov, que se habían pasado la vida predicando y profetizando
la revolución, huyeron aterrados al estallar el gran grito
revolucionario de Octubre.
Y los intelectuales europeos que no la rehuyeron, fue
porque veían en nuestra revolución el término de la matanza,
el alzamiento contra la guerra. Algunos había entre ellos que
presentían el alborear de un mundo nuevo, pero llenos de
zozobras y aprensiones, clamando constantemente: ¿Qué
saldrá de aquí? En Rusia, sólo un puñado de intelectuales
se unió a los bolcheviques. Los representantes de la inteli-
gencia rusa –aun aquellos que, como Gorki, simpatizaban
abiertamente con los proletarios– no podían comprender
que un país tan atrasado como el nuestro diese la batalla
decisiva al capitalismo.
Entre aquel puñado de intelectuales que se pasaron re-
sueltamente a las filas del proletariado militante, y lo hi-
cieron con la certera conciencia de la significación universal
de su alzamiento, con una fe inquebrantable en el triunfo y
con un júbilo incontenible estaba Larisa Reisner. Y esta
mujer, que sólo contaba veintidós años cuando sonó la
hora final de la Rusia burguesa, desapareció de entre noso-
tros sin alcanzar a vivir el décimo aniversario de la Revolu-
ción, en cuyas filas luchó valerosamente con las armas en
la mano y cuyas gestas escribió como sólo podía hacerlo
quien hermanase, como ella, fundidas, las dos grandes per-
sonalidades del artista y el luchador.
Larisa Reisner escritora sólo nos ha legado un par de tomos

[ 260 ]
cortos de ensayos, cuyo tema único y constante es la Re-
volución de Octubre. Pero mientras haya hombres que lu-
chen, que piensen y que sientan, deseosos de saber «cómo
fue» el gran acontecimiento, estas páginas vivirán con vida
perenne y serán afanosamente leídas, pues es el aliento vivo
de la Revolución el que habla en ellas.
Sería prematuro que pretendiésemos trazar la biografía
de esta mujer admirable, la cual no contendrá sólo páginas
interesantísimas sobre la historia política de la Revolución
de Octubre, sino que abrirá perspectivas muy íntimas en
la historia de la vida espiritual de Rusia antes de la revolu-
ción; en esta historia, que es la del alumbramiento de una
nueva Humanidad. Nos contentaremos con desgranar un
par de pensamientos, con dejar aquí un par de trazos y su-
gestiones que puedan servir de cuadro para un estudio más
detenido.

Larisa Reisner nació en Lublin (Polonia oriental) el 1 de


mayo de 1895. Su padre desempeñaba allí una cátedra en
la Escuela de Montes de Pulawy. La sangre germano-báltica
paterna se mezclaba en ella a la ascendencia polaca de la
madre; las viejas tradiciones de cultura de un linaje germá-
nico al temperamento vivaz y agitado de Polonia. Su niñez
discurrió en Alemania y en Francia, adonde el padre tuvo
que trasladarse, primero, para seguir estudios, y luego, como
exiliado político. El hogar paterno atravesó en aquellos años
por duras tormentas de espíritu. De jurista monárquico y
conservador, el padre se pasó a las filas republicanas y socia-
listas. El ambiente en que la muchacha se estaba formando
cambió repentinamente. El contacto con los demócratas

[ 261 ]
–Barth, Träeger– y socialdemócratas alemanes barrió el am-
biente profesoral ruso. En las pupilas claras y vivaces de la
muchachita se reflejaron más de una vez la figura de Bebel
y la del jovial Carlos Liebknecht, con el que el profesor
Reisner hubo de mantener estrechas relaciones como perito
principal en el proceso por el atentado zarista de Könibs-
berg, y en Larisa vivió siempre con la misma lozanía el
recuerdo de sus visitas a la «tía» Liebknecht. Recordaba
perfectamente, como si fuese cosa de ayer, la cafetera que
humeaba sobre la mesa para agasajar a la visita y la torta con
que la convidaba. Estos recuerdos fueron el fermento de la
íntima devoción que sentía por Alemania Larisa. Los niños
obreros de Zehlendorf, con los que fue a la escuela, los
cuentos de Teresa, aquella obrera que ayudaba a su madre
en las labores de la casa, todas estas sensaciones vivían en ella
con tal fuerza, que, cuando en el año 23, estando en Berlín
perseguida por la policía hubo de acogerse a la hospitalidad
de una familia obrera, no echó de menos su hogar. Tanto la
vieja camarada que le lavaba la cabeza, como su nieta, a
la que le acompañaba a pasear por el Tiergarten, veían en
ella a una hermana y no a una intelectual de lejanas tierras.
El oleaje de la revolución rusa, del que le llegaban salpi-
caduras a Alemania por encima de la frontera, encontró
desde el primer día eco inteligente en esta muchacha. Sus
padres mantenían constante trato con los rusos revolucio-
narios en el exilio. La pequeña no podía aún adivinar que
aquellas cartas de Lenin que recibía el profesor Reisner se-
rían posteriormente el orgullo de la familia. De seguro que
más que las cartas excitarían su imaginación aquellos tipos
raros que entraban y salían misteriosamente en casa de su

[ 262 ]
padre. Vino la revolución de 1905, el padre pudo volver a
Rusia, y su hija se instaló con él en San Petersburgo. A par-
tir de este instante la senda de su vida marcha recta hacia
la Revolución. Y fue verdaderamente milagroso que en este
brusco viraje, al doblar de pronto la ruta de sus días, su exis-
tencia, no se estrellase contra algún árbol del camino.
El padre, profesor de Derecho en la Universidad de San
Petersburgo y marxista, vive sordamente combatido por sus
colegas liberales. El mundo excelso de la ciencia es, visto en
la realidad, un sórdido mundillo de profesores, y no hay
arma, por baja, por alevosa y ruin que sea, que estos ilustres
sabios no esgriman contra sus enemigos. Sobre el colega
socialista recayeron sospechas –¿de qué mejor podía sospe-
charse, tratándose de un socialista?–, por supuesto, de man-
tener relaciones con la reacción. Burzev, esa viejo traficante
de chismes, se aferró a tal calumnia; tenía además sus pro-
pios rencores privados. El profesor Reisner hubo de batallar
durante varios años por sostener su honor político contra
los «tullidos» del Peer Gynt, contra todos esos infundios y
chismorreos que no hay por dónde acometer ni concretar.
Al cabo, optó por retirarse de la vida política. En su hogar
reinaba la miseria más espantosa, y, tras ella, no tardaron en
venir la amargura y la desesperación. La muchachita, que
vivía pendiente de sus padres con todas las fibras de su alma,
sabía perfectamente por qué la casa estaba ahora solitaria y
triste, por qué los pasos del padre eran cada vez más agita-
dos y más largos sus silencios. Estos recuerdos dejaron
profunda huella en su alma; pero aunque de momento la
separasen de los círculos revolucionarios, no podían alejarla
de las ideas socialistas.

[ 263 ]
No había salido aún del instituto –un tormento para esta
muchacha llena de talento impetuoso y de orgullo– cuando
escribió su drama La Atlántida, una obra juvenil que la Edi-
torial Schipovnikv publicó en 1913, sin conocer a su autor;
drama inseguro todavía en la forma, pero que revela hacia
qué latitudes navegaba ya el espíritu de Larisa: es el drama
de un hombre que quiere salvar a la sociedad con el sacrificio
de su vida. Epopeya pueril, pues «el hombre» jamás puede
torcer los destinos de la sociedad ni evitar que se hunda si
debe hundirse. Pero la niña que la escribió pensaba en la Hu-
manidad y en sus miserias, por las noches, al quedarse sola
en la cama. La historia del comunismo y el socialismo en las
Antigüedad de Poelmann, le había proporcionado la materia
para esta su obra primeriza. Ya es notable que una escritora
como Larisa Reisner, personalmente influida por Leónidas
Andreiev, fuese a buscar sus sugestiones a semejante libro.
El gran poeta individualista no solo fue su tutor literario, sino
que quiso también influir espiritualmente en su obra. Pero
era difícil torcer la senda de su vida. Ni Andreiev ni ninguno
de aquellos otros poetas del círculo acmeista –como Gumilev,
por ejemplo–, que ganaron cierto ascendiente sobre su forma
y su estilo, pudieron evitar que, al estallar la guerra, aquella
muchacha de diecinueve años, unida a su padre, abrazase sin
un instante de vacilación el partido del socialismo interna-
cional, mientras todos ellos y tantos más se convertían en co-
rifeos y cantores de la matanza imperialista de los pueblos.
La familia empeñó lo último que le quedaba, para fun-
dar una revista con el título de Rudin, que alzó su voz
acusadora contra la traición a la causa de la solidaridad in-
ternacional. La hoja pudo publicarse gracias al aislamiento

[ 264 ]
político de los Reisner, de quienes la policía llevaba buena
cuenta. De otro modo, la sola vista de las despiadadas ca-
ricaturas en que se ridiculizaba a Plejanov, Burzev y Struve
hubiera bastado para que las autoridades fulminasen su
prohibición. La encargada de luchar contra la censura y
demás dificultades de orden material era Larisa, que, ade-
más, esgrimía la espada literaria en brillantes y pulcras poe-
sías y en glosas satíricas de una gran agudeza. Pero esta
guerra, como todas, exigía dinero y lo consumía con vora-
cidad. Cuando ya no quedaba nada que empeñar, la revista
murió. Larisa, entonces, empezó a colaborar en Letopis, la
única revista internacionalista autorizada.
Al estallar la Revolución de Febrero, se entregó sin perder
un instante al trabajo de agitación en los clubs obreros, y em-
pezó a colaborar en la Novaya Zhinz, el periódico de Gorki,
en el que, si bien no se decidía claramente a promover el
poder soviético, se combatía la coalición con los partidos
burgueses, que preconizaban Lunacharsky y otros muchos
internacionalistas. Sus artículos contra Kerensky demues-
tran que Larisa supo ver inmediatamente, con el instinto cer-
tero del artista, todo lo que tenía de podrido y de hueco el
Gobierna de los cadetes. Son también muy interesantes los
ensayos y esbozos rápidos en que recoge sus impresiones sobre
los clubs y teatros obreros en las jornadas de Octubre. Hay
algo en ellos que nos cautiva en seguida, y es la inteligencia
de su autora para sentir y percibir la aspiración creadora de
las masas. Estos esfuerzos desmañados de los soldados y los
obreros por plasmar la vida en la escena, que los intelec-
tuales engreídos contemplaban con una sonrisa de desdén,
revelan a su espíritu sensible la pugna de una clase nueva,

[ 265 ]
de los nuevos estratos de la sociedad, por crear y entregar
algo al mundo, del que no querían tan sólo recibir. Esta
mujer, profundamente creadora, penetró en el sentido crea-
dor de la Revolución, y por eso la abrazó en cuerpo y alma.
Durante los primeros meses asesoró a las autoridades del
nuevo Estado en la recogida y catalogación de los tesoros
artísticos. Con sus grandes conocimientos de historia del
arte, ayudó a salvar para el proletariado la herencia de la bur-
guesía. Pero la contrarrevolución no tardó en asomar la ca-
beza. Se imponía la lucha por la vida escueta, desnuda;
había que batallar hasta asegurar las condiciones de que de-
pendía la obra creadora de la Revolución. Larisa, ya afiliada
al partido, se dirigió al frente checoslovaco. Una mujer
como ella no podía limitarse a ser espectadora en la pugna
entre el mundo naciente y el caduco. En su libro El frente
nos cuenta los episodios y las acciones de la guerra civil en
que intervino; no nos dice cuál fue su participación perso-
nal en los combates de la flotilla del Volga, ni cómo luchó
en Sviyazhsk, donde el ejército rojo se encontró amarti-
llado. Pero tenemos el testimonio de un combatiente, el ca-
marada Kremlev, que, con motivo de la muerte de Larisa,
escribía lo siguiente en la Krásnaya zvezdá (Estrella Roja),
órgano del Comisariado de Guerra:

«Sector de Kazan. Los blancos se juegan el todo por el todo. Ave-


riguamos que a nuestra retaguardia, en Tyurlyama, han conse-
guido romper el frente y volar dieciocho vagones de munición.
Nuestro sector se halla cortado. El Estado Mayor está aquí, pero
no sabemos la suerte de las otras tropas. El enemigo se dirige
hacia el Volga, a cubierto de nuestras fuerzas y de la flotilla. La
columna de Trotsky se encuentra en las cercanías de Sviyazhsk.

[ 266 ]
Orden; introducirse en la falla del frente, establecer contacto
con el ala truncada, averiguar todo lo que haya. Larisa se encarga
de esta misión, acompañada por Vania Ribakov, un marinero,
casi un niño, y por mí.
Cae la noche y tiembla uno de frío, de soledad, de indecisión.
Pero Larisa avanza alegre y animosa por el camino desconocido.
Cerca de la aldea de Kuroshino somos descubiertos; se entabla
un pequeño tiroteo, y tenemos que huir, desligándonos entre las
sombras. Larisa nos anima. El miedo reprimido presta nuevos acen-
tos de ternura a su voz. Ya estamos fuera del alcance de las balas.
—¿No os sentís un poco cansados, Vania y tú?
¡Cuán por encima de nosotros estaba, en aquellos instantes! Hu-
biéramos besado sus manos cubiertas de lodo, las manos de aquella
mujer maravillosa.
Larisa avanzaba rápidamente, a grandes pasos. Para no quedar
atrás, teníamos que correr.
Llegamos con el alba.
Incendios. Cadáveres. Tyurlayama.
Y de allí medio muertos, a Schirapy, donde estaba destacado un
regimiento letón y desde donde podíamos ganar contacto con la
columna de Trotsky. Ya está establecida la cohesión de nuestro sec-
tor. Y esta delicada mujer es el nudo central del frente.
—¡Camaradas, atended a estos muchachos! ¿Yo? ¡Yo no estoy
cansada!
Y luego, las patrullas y descubiertas por tierras de Verjnii Uslon,
por Morknaszy, hasta Piajiy Bor. Ochenta verstas a caballo sin des-
montar.
En aquellos tiempos, la alegría no abundaba. Pero la sonrisa de
Larisa Reisner no nos faltó ni un momento en la negrura.
Y luego, Enseli, Bakú, Moscú.
No, no es Larisa Reisner quien ha muerto, sino una mujer de las
barricadas.
Y esto es lo que quería recordaros un antiguo marinero de la
flotilla.»

[ 267 ]
Y si en campaña sabía ganarse el amor caluroso, fraternal,
de los marineros, porque además de ser valiente hasta el he-
roísmo era sencilla, buena, humana, sin que esta actitud cor-
dial de las masas hacia ella la colocase nunca en una falsa
situación ni a nadie se le ocurriese pensar que no estaba en
el frente como un soldado más, sino como la mujer del co-
mandante de la flotilla –pues Larisa se había casado en 1918
con Raskolnikow–, cuando en 1919 fue nombrada comisa-
ria en el Estado Mayor de la Marina en San Petersburgo supo
mantener también excelentes relaciones de camaradería con
los mejores especialistas de la flota, con los almirantes Alt-
vater y Behrens. Su gran cultura, su tacto y su fina sensibili-
dad consiguieron que estos oficiales de la vieja marina zarista
no tuviesen la sensación de hallarse sometidos a una persona
de otro mundo.
En 1920 se trasladó a Kabul con su marido, designado
para la Embajada de los Soviets en Afganistán. Pasó dos
años en la Corte de un déspota oriental, obligada a alternar
en las pomposas fiestas diplomáticas, a intervenir en las in-
trigas diplomáticas y en las sordas luchas por conquistarse
la influencia de las mujeres del Emir. Un trabajo «brillante-
mente» sórdido, muy a propósito para hacer perder a una
persona de veinticinco años, aislada del proletariado mili-
tante, el contacto con la causa de la Revolución. Pero durante
todo este tiempo, Larisa se dedica a leer seria literatura mar-
xista, estudia el imperialismo inglés y la historia del Oriente,
se documenta sobre las guerras de independencia de la India.
Y allí, recluida entre las montañas afganas, se siente como
una parte de la revolución mundial y se prepara para las
batallas del porvenir. En sus páginas sobre el Afganistán se

[ 268 ]
ven dilatarse los horizontes de esta mujer luchadora, que
se remonta sobre la misión de la revolucionaria rusa para
ascender a las cimas del proletariado internacional.
En el año 23 retorna a la Rusia soviética. En aquellos dos
años, el país de los obreros y los campesinos ha cambiado de
faz. Al severo comunismo de los tiempos de guerra, solda-
desco y monacal, que muchos pudieron creer un salto di-
recto de la sociedad capitalista al socialismo, sucedió la NEP.
Larisa supo comprender como todos nosotros la necesidad
de esta política de transición. Había que dejar un margen
a la iniciativa del campesino, no sólo para obtener del campo
las materias primas que necesitaba la industria, sino senci-
llamente para que el país no pereciese de hambre. Supo
comprenderlo con la cabeza. Pero en el corazón le quedaban
sus dudas: ¿Es esta la senda que lleva al socialismo? ¿No
esconde un retorno velado al régimen capitalista? Las res-
puestas que le daba el Partido y ella misma se daba no lo-
graban aplacar su desasosiego interior. Comprendía que el
comunismo de los tiempos de guerra no podía perdurar;
pero su alma apetecía el esfuerzo heroico de lanzarse a mano
armada al asalto de las murallas de la nueva sociedad. Las
calles de nuestras ciudades hierven de movimiento y ani-
mación; los camiones ruedan arrastrando cargamentos de
mercancías; las tiendas vuelven a abrir sus puertas; las sire-
nas de las fábricas suenan de nuevo, llamando al trabajo.
Pero no es sólo el nuevo régimen el que gana con ello; los
elementos burgueses agazapados vuelven a levantar cabeza
y a florecer. ¿Lograremos exterminarlos? ¿No ganará la co-
rrupción nuestras filas? Nuestros delegados económicos,
que no tienen más remedio, dada su misión, que descender

[ 269 ]
al mercado a traficar, ¿no sucumbirán devorados por la
moral capitalista? ¿No empezará la defección a infiltrarse
por entre las mallas del Partido? Larisa pasó todo el verano
del 23 escrutando la realidad, alerta, inquieta, desazonada.
Por fin, en septiembre acudió a mí, pidiéndome que la ayu-
dase a conseguir un viaje a Alemania.
Era después de la huelga en las fábricas de Wilhelm Cuno,
cuando de pronto cien mil proletarios alemanes empezaron
de nuevo a sacudir las cadenas de la opresión. Poincaré
montaba la guardia en el Ruhr, el marco rodaba hacia una
sima sin fondo, y el proletariado ruso seguía con indecible
ansiedad, suspendida la respiración, la marcha de las cosas
en Alemania. Larisa se sintió atraída en seguida por el deseo
de luchar al lado de los proletarios alemanes, mezclada
entre sus filas, para así acercar sus combates a los hermanos
rusos. Del mismo modo los trabajadores alemanes desde
lejos no pueden formarse una idea clara de lo que pasa en
Rusia, los obreros rusos, a través de los informes, sólo tienen
una representación esquemática del movimiento socialista
alemán. Nadie mejor que Larisa –y yo estaba firmemente
convencido de ello– para establecer el contacto entre los dos
frentes obreros. Pues esta mujer no era una artista expec-
tante, sino poeta y luchadora a la vez, y poeta que veía el
batallar interior y sabía modelar su dinámica en las vicisi-
tudes del destino humano. Pero no se me ocultaba tampoco
la que el viaje a Alemania, en aquellos momentos, repre-
sentaba para ella: un modo de huir de dudas no disipadas
del todo.
Larisa llegó a Dresde el 21 de octubre de 1923, al tiempo
que las tropas del general Mueller ocupaban la capital de

[ 270 ]
la Sajonia roja. Con su experiencia militar, comprendió en
seguida la necesidad de la retirada. Pero al recibirse, un par
de días después, las primeras noticias del levantamiento
hamburgués, Larisa revivió. Se puso inmediatamente en
camino para Hamburgo, y, obligada a detenerse en Berlín,
no podía contenerse de rabia. Se pasaba mañanas y tardes
enteras flaneando delante de las tiendas en que las masas
pugnaban por dar varios millones de papel para obtener
un trocito de pan, pululando entre los obreros sin trabajo,
en los hospitales, sentada a la cabecera de las proletarias ex-
haustas, que se consumían allí con su dolor. Yo vivía por en-
tonces clandestinamente, conspirando, sin más trato que el
de otros camaradas directivos que tampoco podían acer-
carse directamente a las masas. Larisa era la encargada de
mantener el contacto con el pueblo. Y dondequiera que se
presentase, paseando y charlando por el Tiergarten con un
obrero sin trabajo; en uno de esos funerales que los social-
demócratas dicen todos los años a la revolución alemana, el
día 9 de noviembre; en las fiestas de una boda de plata co-
munista: por todas partes se le abrían los corazones de aque-
llos a quienes se acercaba y a todos infundía un trozo de vida
intensa. Larisa sentíase revivir entre las masas obreras ber-
linesas, tan caras para ella como las de San Petersburgo o
los marineros de la flotilla del Volga. Un día, volvió a casa
orgullosa de aquella manifestación de la Plaza Imperial,
donde los proletarios de Berlín hicieron saber al general von
Seeckt y a sus vehículos blindados que el «suprimido» par-
tido comunista seguía viviendo.
Al fin, pudo verse en Hamburgo, adonde la llamaba el
afán por cantar y describir para la clase obrera alemana e

[ 271 ]
internacional las luchas del proletariado hamburgués,
«Después de tanto suelo pantanoso y grasiento, aquí pisa
una ya, al fin, sobre roca viva, fuerte y dura», escribía ape-
nas llegar. «Al principio no era cosa fácil vencer su extrañeza
y recelo. Pero en cuanto le cobran a una afición y le consi-
deran como camarada, se les arranca todo, todas sus vicisi-
tudes, las simples, las grandes y las trágicas.» Larisa acudía
a confortar a las mujeres de los luchadores, en su abandono,
y vivía con ellas; buscaba a los huidos en sus escondrijos,
visitaba las salas de justicia, las reuniones socialdemocrátas.
Y por las noches leía los libros de Laufenberg sobre la his-
toria de Hamburgo y del movimiento hamburgués. Tengo
delante los cuadernos abarrotados de notas que reunió du-
rante aquellas semanas, y nada revela mejor cómo trabajaba
esta mujer, con ese sentimiento de arraigada responsabili-
dad de quien veía en el menor episodio de la campaña un
poema maravilloso consagrado a la Humanidad. De vuelta
a Moscú, todavía pasó largas horas con un camarada que
había tomado parte en el movimiento desde un puesto di-
rectivo, viéndose luego obligado a huir: Examinó con él
todos los materiales reunidos, escribió a otros camaradas para
aclarar ciertos puntos dudosos, y de toda esta labor salió el
librito Hamburgo en las barricadas, y no fue un artista sim-
patizante quien lo escribió, sino un militante y para mili-
tantes. De los cientos de batallas, combates y escaramuzas
libradas por el proletariado alemán contra sus enemigos,
ninguna se transmitirá a las generaciones venideras escrita
con tanto amor y tanta devoción como este estallido de re-
beldía de los proletarios hamburgueses. Larisa Reisner en-
riquecía generosamente a quien amaba. Y el alto Tribunal

[ 272 ]
del Imperio que ordenó quemar la edición, supo bien lo
que hacía.
Larisa volvió a Alemania sin rendir su espíritu indoma-
ble a la derrota. En Hamburgo había visto las brasas latir
entre la ceniza, había visto cómo las derrotas hacen a los
hombres fuertes para las batallas del porvenir. Pero traía tam-
bién de su viaje la convicción de que no debía contarse con
un triunfo rápido en Europa. Había que ahondar en las en-
trañas de la Rusia soviética y descubrir en ellas la luz, des-
cifrar la verdad que late en el fondo de este país, en las masas,
que son las que en última instancia deciden el curso de la
Historia. Un ser de intuición directa como ella no podía
arrancar esta luz a los libros ni a los debates. Larisa se interna
en las cuencas carboneras y metalúrgicas del Ural y el Don,
recorre el sector de las industrias textiles de Ivanovo-Voz-
nesensk, viaja por toda la Rusia blanca, con su población pe-
queño-burguesa. Pasa semanas enteras a caballo, en coche,
en el vagón de ferrocarril, por caminos y calzadas. Vuelve a
convivir con las familias obreras, baja a los pozos de las
minas, se sienta en los desvueltos de las fábricas, interviene
en los debates de los Comités de fábrica y los Sindicatos,
habla con los campesinos, se pasa los días y las horas pul-
sando la vida, atenta a los latidos de la noche. El ensayo
que lleva por título «Carbón, hierro y hombres vivientes»,
fruto de esta labor –una labor tan gravosa en lo físico como
en lo espiritual, que pocos escritores habrían afrontado–,
no contiene más que una pequeña parte de lo que la viajera
vivió, meditó y sintió en aquellos días de trajinar.
Este ensayo señala, literariamente y por sus ideas, el co-
mienzo de un nuevo período en la obra de Larisa Reisner.

[ 273 ]
En él, la propagandista hace ya pie en el terreno que con-
viene a sus principios y encuentra, como escritora, el estilo
que cuadra a la materia. Este viaje disipa las dudas que la
atosigaban, pues ve por sus propios ojos qué es lo que edi-
fican los proletarios. Edifican el socialismo, bañados de sudor
delante de los hogares de los hornos Martín, sepultados en
los pozos de la mina, descalzos y desnudos no pocas veces,
abominando de los míseros jornales, pero convencidos en
lo mejor y más íntimo de su ser de que sudan y se atormen-
tan por sacar adelante el socialismo. Y reconoce en nuestros
esquinados y rudos delegados económicos a los antiguos ca-
maradas del ejército rojo, que sostienen las bridas con la misma
mano de hierro y han de auscultar a las masas con la mis-
ma finura de oído, para saber hasta dónde se puede ir y que
es lo que puede exigirse de ellas. Ve las fuerzas inmensas
que la revolución ha despertado en las capas más bajas del
pueblo, y esto le infunde fe, le da la seguridad de que el ré-
gimen sabrá arrollar todas las dificultades que le oponga el
renacimiento de las tendencias capitalistas. Y Larisa tenía
una mirada de lince para descubrir estas tendencias, que no
sólo acechaba en la economía y en la política, sino en la ideo-
logía y el arte. Para ella, la pequeña burguesía era un pantano
en que pueden hundirse hasta las más sólidas construcciones
de hierro, un pantano en que florecen las más extrañas vege-
taciones. Y no veía sólo los peligros: veía también lúcidamente
los caminos bélicos por los que debía marchar, para conju-
rarlos, la República del trabajo, los diques que pueden man-
tener en pie y los mantendrán al proletariado y al Partido.
Apenas hubo conquistado la claridad interior, que le
decía que era preciso seguir batallando, se puso a afilar de

[ 274 ]
nuevo las armas. Su arma era su pluma. Antes, Larisa no
se había parado casi nunca a pensar para quién escribía. Fa-
miliarizada como pocos con la historia de la literatura y el
arte, escribía en un estilo rico, consagrado por esa plastici-
dad que da el amor a la naturaleza y por la cultura de mu-
chos siglos. El estilo en que están escritos El Frente y
Afganistán es como un tejido hecho de los mejores encajes
y filigranas. En sus nuevos ensayos, la escritora sacrifica
gustosamente una parte de estos adornos, simplifica el mo-
delo de sus bordados. Y no porque quiera escribir en un es-
tilo «popular», para obreros, sino porque se esfuerza en crear
verdaderas obras de arte para el proletariado. La última parte
del año 1924 y todo el 25 los llena una labor intensa. Larisa
toma parte en los trabajos de la Comisión investigadora de
Trotsky, encargada de examinar los medios propuestos para
mejorar la calidad de las mercancías, aspirando a penetrar
de este modo en la vida económica de los Soviets.
Lee una literatura copiosa acerca de los problemas eco-
nómicos rusos y las grandes cuestiones de la economía
mundial. No parece que sintiese gran predilección por los
números. Después de estudiar un par de mamotretos fas-
tidiosos, pedía encarecidamente que le diesen un «libro bo-
nito» sobre los trigos o el petróleo, y se deleitaba leyendo
la obra de Delaisis sobre los trusts petroleros o la epopeya
triguera de Norris. Con estos estudios simultaneaba ahin-
cadamente el de la historia de la revolución. Al preparar la
conferencia que hubo de dar en la célula de escuela para au-
tomóviles blindados sobre la revolución de 1905, repa-
sando los materiales de la época y los trabajos coetáneos de
Lenin, descubrió toda la grandeza que encerraba la sencillez

[ 275 ]
de estilo del maestro, y encontró la clave de sus obras, que
hasta entonces le habían parecido tan secas y tan abstrusas.
Su arte expositivo salió enriquecido de aquí con nuevos ele-
mentos. Para convencerse, basta leer las dos grandes pinturas
que traza de la fábrica Krupp y de los talleres de los Junkers,
incluidas ambas en el tomo Por el país de Hindenburg y el
ensayo histórico sobre los decembristas. Los dos primeros
estudios tienen un estilo técnico. El interés por la Econo-
mía dio al pensamiento de Larisa una educación técnica, y
la máquina y el mecanismo administrativo ocupan desde
ahora lugar preeminente en su cerebro y no solamente en
su pupila. En Los Decembristas, el estilo aparece influido
por la perspectiva. No es tampoco el afán de modelar el es-
tilo y arcaizarlo. La escritora ve a los hombres de la cons-
piración en su plano histórico. Y la historia y la economía
no tienen para ella un simple interés absoluto, pues la au-
tora investiga las relaciones humanas proyectadas sobre el
fondo de cada época: ¿Cómo vivía la criatura humana y
cómo luchaba bajo las circunstancias imperantes? He aquí
por qué Larisa levanta, junto a los edificios gigantescos de
Krupp, las barracas de la miseria, y nos presenta en el «de-
cembrista» Kajovski al hombre «ofendido y humillado», y
nos pinta aquel cuadro incomparable de las amarguras del
cameralista alemán, a quien la manía de organizar de la nada
una burocracia modelo para el zar hunde en el polvo del
ridículo y en el lodo de la miseria siberiana. En sus páginas
viven las lombrices humanas arrastrándose entre los titanes
de la técnica, aplastadas por las ruedas de la Historia.
Desde esta gran cima de su espíritu de artista y revolu-
cionaria, Larisa Reisner se prepara para nuevas empresas.

[ 276 ]
Concibe una trilogía por la que han de desfilar los obreros
de los Urales, primero trabajando en las fábricas serviles de
la época del alzamiento de Pugatschev, luego estrujados en
los molinos fabriles del zarismo, y por fin, bajo los Soviets,
laborando por la emancipación. Proyecta una galería de los
caudillos precursores del socialismo, en la que aparecerán,
no sólo las figuras de Tomás Moro y Munzer, Blandisi y
Babeuf, sino las de esos «hombres humildes» de la revolu-
ción, desde los primeros pasos de liberación del proletariado
manual hasta nuestros combates gigantescos. Y aunque no
pocas veces le acontecía retroceder aterrada ante sus propios
planes –esta mujer era muy modesta y dudaba de la poten-
cia de sus grandes dotes–, los hubiera realizado victoriosa-
mente, pues sus fuerzas ganaban de día en día.
No le fue dado conseguirlo. Y la que no cayó guerreando
contra la burguesía, en aquellos días en que la muerte le miró
a los ojos más de una vez, sucumbió luchando contra la
naturaleza, que tanto amaba. Sus últimas palabras, cuando
recobró la conciencia por un instante, el postrero de su vida,
fueron para alegrarse del sol que bañaba su ventana con los
cálidos rayos de la despedida. Para decir qué hermoso sería
poder ir a la Crimea a curarse y volver luego a la lucha, a
llenar el cerebro, azotado por la enfermedad, con nuevas
ideas. En aquel claro de vida, juró luchar denodadamente
por vivir, y no depuso las armas hasta que no hubo perdido
para siempre la conciencia.
Sólo un par de volúmenes, y bien delgados, nos ha legado
esta escritora. Pero sus páginas vivirán mientras viva el re-
cuerdo de la primera revolución proletaria. Vivirán para
proclamar ante el mundo que la nuestra fue una revolución

[ 277 ]
internacional que abarcó el Oriente y el Occidente y alzó
su grito en Hamburgo y en el Afganistán como en los Ura-
les y en Leningrado. Esta luchadora llena de juventud, que
abrazó todos sus latidos en su corazón y en su cerebro, sigue
viviendo en sus libros aun después de muerta, testigo vivo
de la gran revolución.

[ 278 ]
UNA MUERTE ABSURDA
Viktor Sklovski1

ES MUY DURO ESCRIBIR ESTO. El pretérito es tan poco ade-


cuado para la mujer muerta. Cómo puede escribirse sobre
una persona cuando todavía no se ha cerrado la cuenta de
su tiempo. Una muerte sumamente absurda. Estaba Gorki
de levita y el pelo muy corto. El astuto y omnisciente Su-
jánov. Un Maiakovski bastante joven. Hoy no hay gente
joven así.
Además estaba Larisa Reisner.
Con trenzas rubias. Un rostro septentrional. Timidez y
seguridad en sí misma.
Escribía notas para Letopis y un drama en verso que era
como tenía que ser a los diecinueve años, de significación
mundial, Atlantis, creo.
Nos movíamos en el mundo como en una casa nueva.
Larisa Mijáilovna adoraba patinar. Le gustaba que la gente
fuera a verla a la pista. Por aquel entonces trabajaba en las
revistas estudiantiles, Rudin, creo que era, y Bohme, muy
de amateurs.

1 Viktor SKLOVSKI, «Una muerte absurda», Gamburgskii Schet, Moscú,

1928.

[ 279 ]
Como escritora y como norteña, Reisner maduró lenta-
mente.
Después, la Revolución. Como viento en una vela.
Larisa se encontraba entre los que tomaron la fortaleza
de San Pedro y San Pablo.2 No fue un asalto difícil. Pero
había que acercarse a la fortaleza. Tener fe en que las puer-
tas se abrirían.
En la primera reunión de Novaya Zhizn, Reisner decía
algo, Steklov estaba horrorizado y no dejaba de preguntar a
los que tenía cerca: «¿Es marxista?». En aquel tiempo Larisa
Mijáilovna ya tomaba parte, creo, en la reforma de la or-
tografía rusa.
Entonces no era una pensadora, tenía veintidós años.
Era talentosa y se atrevía a vivir. La gente cree que se está
atiborrando de vida cuando sólo la está probando.
Reisner siempre ávida de vida. Y la vida le hizo sentir
sus velas más y más henchidas.
Viró su rumbo acercándose al viento.
Supo describir el Palacio de Invierno muy acertadamente.
Supo ver su lado cómico. Estuvo con los bolcheviques
cuando a nosotros nos parecían una secta. Blok había dicho
amargamente: la mayoría de la humanidad es «Socialrevo-
lucionaria de derecha».
Recuerdo a Larisa Mijáilovna en el Hotel Loskutnaya.
Era entonces la esposa de Raskólnikov. La flota descansaba
en el río Moscowa.
Había tanta gente que casi daba vergüenza.
2 Fortaleza-prisión en la que se recluyeron y murieron por los malos tratos

muchos los enemigos políticos del zarismo acusados de «terrorismo», entre


ellos Netchaiev. Famosa por sus terribles condiciones de encarcelamiento.

[ 280 ]
Yo estaba en el campo enemigo. Cuando hube reconsi-
derado las cosas y regresé, Larisa me saludó como al mejor
de los camaradas. Con su benigno talante norteño. Esto
fue muy reconfortante.
Después, partió hacia el Volga con la flotilla.
Empaquetó afanosamente su vida, amarrándola bien,
como si partiera hacia otro planeta.
Los torpederos de Raskólnikov se deslizaban a través de
los bancos de arena y trazaban una línea roja a lo largo del
Volga.
Allí, en las campañas, Larisa Reisner encontró su estilo
literario.
Su estilo de escritura no era el de una mujer. Tampoco
existía en él la ironía habitual del periodista.
La ironía es una manera barata de ser listo.
Larisa Mijáilovna se encariñaba con lo que veía y tomaba
la vida a fondo. Un poco pesada y sobrecargadamente.
Pero la vida estaba entonces tan sobrecargada como un vagón
de ferrocarril.
Reisner creció lentamente y no envejeció. No perfeccionó
plenamente su toque. Las mejores cosas no las escribió sino
hasta muy recientemente. Las primorosas descripciones de
las instalaciones de Ullstein y Junkers.
Entendió muy bien Alemania.
Ahí había una verdadera reportera que no valoraba las
cosas con ojo editorial.
La cultura de una alumna de los acmeistas y los simbo-
listas había dado a Larisa Reisner el tino de ver las cosas.
En el periodismo ruso el suyo es el estilo que más supe-
rado el del libro.

[ 281 ]
Esto fue porque era una de los periodistas más cultos.
Así es cuán pródigamente se formó esta periodista.
Larisa Mijáilovna acababa de empezar a escribir. No creía
en sí misma, seguía reeducándose.
Su mejor artículo es sobre el barón Steingel. (No es sino
hasta ahora, creo, que se publican Los decembristas.)
Acababa de enseñarse a sí misma a no describir ni nom-
brar el tema sino a desplegarlo.
Y ése es el extraño rostro en una sala familiar de la Casa
de Prensa.
¡Se la vio por allí tantas veces!
Una pieza viviente del periodismo ruso parece haber sido
arrancada con los dientes.
Los amigos nunca olvidarán a Larisa Reisner.

[ 282 ]
EN MEMORIA DE LARISA REISNER
Lev Sosnovsky1

CUANDO HOY RECORDAMOS a Larisa Mijáilovna debemos


ser absolutamente francos. Hemos sido injustos con ella, yo
también. Recorrió todo su trayecto entre nosotros como pa-
sando a través de una serie de barreras en las que fue silen-
ciosamente revisada.
En los círculos de nuestro partido, que había salido de la
organización clandestina raído, rasgado y poco versado en
las elementales convenciones de la vida civilizada, era extraña
la figura de una persona cabalmente bella, refinada de pies
a cabeza en apariencia, palabras y hechos. Nos habían defrau-
dado tantas veces aquellos que se nos habían acercado que
era difícil que nos arriesgáramos a la decepción una vez más.
De modo que a Larisa Reisner se le entabló un proceso silen-
cioso e interminablemente repetido que fue transformándose
extrañamente a sí mismo. Yo tengo todavía más razones para
hablar de esto ya que en numerosas ocasiones me sorprendí
poniéndola a prueba.
Pasó el primer examen. Esto sucedió cuando, sin que nadie
la condujera o enviara, se encontró en uno de esos lugares
1Lev SOSNOVSKY, «En memoria de Larisa Reisner», Lyudi Nashego Vre-
meni, Moscú, 1927.

[ 283 ]
donde se estaba decidiendo verdaderamente el destino de
la revolución. Fue en Sviyazhsk, ante Kazán. Esa fue la pri-
mera prueba. En ese tiempo escribía poco o bien raras veces
tuvimos la oportunidad de leerla.
Después de esto, cuando se incorporó a nuestra prensa
y se convirtió propiamente en uno de nuestros colegas, co-
menzó el segundo conflicto con Larisa Reisner. Éramos de-
masiado laboriosos y prosaicos. Había en ella una gran dosis
de poesía, de emoción y mucho romanticismo. Se nos ocu-
rrió pensar: ¿no había sencillamente demasiada elegancia en
sus escritos, no había demasiadas imágenes y demasiado co-
lorido? A veces los que andábamos tropezándonos por ahí
con la vida real, nos preguntábamos: ¿era el objeto de su crea-
tividad simplemente este malabarismo de colores, imáge-
nes, líneas y yuxtaposiciones?
La tercera prueba fue cuando aparecieron sus reseñas
sobre Afganistán. ¿No estaba siendo arrastrada esta joven
mujer hacia el exotismo? ¿Estaba dándole la espalda a nues-
tra tediosa prosa y a ese color grisáceo tan ruso? ¿No era
éste un caso de evasión íntima hacia el exotismo de países
y gentes raras? Era una nueva prueba.
Después llegó lo de Hamburgo. Después de Hamburgo
yo resolví personalmente la cuestión. Con frecuencia nos
abstenemos equivocadamente de tomar las medidas que te-
nemos el deber de acabar tomando. Estoy hablando por y
sobre mí mismo. Pero quizás estoy también transmitiendo las
ideas, el talante y los pensamientos de otros. Era imposible
no tener opinión sobre Larisa Reisner ya que en aquel mo-
mento no había entre nosotros mejor periodista. Si cada uno
de nosotros, periodistas militantes que habíamos pasado por

[ 284 ]
esta gran experiencia revolucionaria, organizativa y práctica
del partido, hubiera poseído su pluma, su sentido del color
y su visión penetrante, hubiéramos podido hacer diez o cien
veces más. Si a esto se añade su educación y su experiencia
europea –y esto no pasaba sin dejar huella–, si se hubiera aña-
dido todo esto a nuestro temperamento revolucionario bol-
chevique, hubiéramos podido realizar verdaderos milagros.
En consecuencia, admitiendo que no he sido el único en
pensar así y en poner tan constante y estrictamente a prueba
el trabajo y la valía de Larisa Reisner, en el momento en que
concluyó el examen, hubiéramos tenido que hablar con ella
de esto franca y fraternalmente. No sé si ella lo hubiera ne-
cesitado, ni si percibía un extrañamiento sordo, muy con-
tenido y apenas perceptible. Tanto en caso afirmativo como
negativo –no estaba lo suficientemente familiarizado con La-
risa Mijáilovna para determinarlo–, creo que después de
Hamburgo teníamos el deber de entendernos con Larisa
Mijáilovna abierta y fraternalmente. Es duro tener que ha-
cerlo cuando ya no está aquí.
Después de Hamburgo abordé sus escritos de un modo
bastante diferente. Me di cuenta de que esta persona, tan
esencialmente joven, había pasado por una enorme evolución
ante mis ojos. Abarcar a los treinta años problemas, campos y
experiencias de tal envergadura y tener el valor de no dedi-
cárselo a las minúsculas deficiencias de un minúsculo aparato
sino a las importantes deficiencias de un importante apa-
rato, tomar a los Krupp y sondearlos desde la cima de las salas
secretas de sus consejos de administración hasta las profun-
didades subterráneas de sus minas, era una prueba para una
intelectual joven que dudo que alguien más hubiera pasado.

[ 285 ]
Cuando me acerqué a su obra más reciente, formal-
mente ya no encontré ese exceso de imágenes, formas bellas
y comparaciones que caracterizaron sus primeros trabajos.
Esto me hizo ver que Larisa Mijáilovna estaba trabajando
sobre sí misma muy reflexiva y rigurosamente. Tal vez in-
cluso sin haber tenido esa franca discusión a la que me he
referido, ella percibió lo que requería de ella nuestro simple
y austero lector. De modo que fue a su encuentro.
He mencionado en otro artículo una de sus últimas re-
señas periodísticas, «Leche», publicada en Gudok. Esta reseña
tenía algo muy nuevo. Los que hayan tenido la oportunidad
de leer esa nota habrán visto otra nueva etapa en el trabajo
creativo de Larisa Mijáilovna. En tanto que gran parte de
su trabajo anterior trataba directa o indirectamente de los
aspectos heroicos de la vida, en este caso nos encontramos
con una prosa terriblemente opresiva, la vida de los más
bajos fondos de la sociedad capitalista aplastados bajo el peso
de la Paz de Versalles y sus ramificaciones. Ahí había úni-
camente prosa y no heroísmo. Gente desvaneciéndose en
la pobreza. Pero Larisa Reisner utiliza el siguiente artificio.
Nos pasea con el lechero subiendo las escaleras de una ve-
cindad a las primeras luces del día y nos muestra los diferen-
tes grados de pobreza de los obreros de Essen. Este artificio
nuevo, sencillo, claro y escueto me mostró que todavía no
conocemos siquiera ni una pequeña parte de las capacidades
de Larisa Mijáilovna. Y, por si todavía nos quedaran dudas,
sus recientes fragmentos de un proyecto de trabajo aparen-
temente a gran escala sobre los decembristas nos mostró
horizontes bastante nuevos en Larisa Mijáilovna. Sus dos
reseñas sobre los decembristas publicadas en un periódico

[ 286 ]
eran como la constatación de un avance de algo muy grande
por venir. Los que están familiarizados con los intentos de
retratos artísticos de los acontecimientos históricos reales
que existen en nuestra literatura sabrán cómo, en la mayo-
ría de los casos, estas crónicas históricas noveladas son vul-
gares, planas y falsas. En esas dos pequeñas reseñas ya no había
una columnista o una reportera. Había una gran artista y una
gran creadora.
Cuando leí su nota sobre Trubetskoi, personalmente pensé
que Larisa Reisner era en realidad una escritora invitada en
un periódico. Era únicamente su temperamento revolucio-
nario combativo lo que la vinculaba al periódico. Incluso en
sus anteriores fragmentos sobre Ullstein y otros se sentía
como si estuviera siendo arrastrada hacia una escala mayor.
Y este goce anticipado de algo grandioso también nos mos-
tró que era tanto más una visitante –únicamente en el sen-
tido más puro de la palabra– en el periodismo y que tenía
que dar al país y al mundo algo mucho más grande (no sé si
hubiera abandonado o no los periódicos) porque, si podía
describirnos toda la talla de un hombre al que separa de
nosotros un centenar de años, ¡qué imágenes hubiera po-
dido ofrecemos de nuestra época, la gente que ella vio, sintió
y comprendió hasta el último pliegue! Y ésa es la verdadera
causa de nuestra aflicción y gran pesar: que la literatura rusa
y mundial ha perdido a Larisa Reisner.
Me refiero a la literatura mundial y no exagero. Hoy no
tendría que haber motivo ni necesidad de decirlo. Mucha
gente piensa, y en parte es correcto, que el efímero perió-
dico y los ajetreos del periodista representan algo suma-
mente transitorio y de poco peso que se desvanece como

[ 287 ]
humo en el aire. Es cierto. Pero sólo en relación a épocas
que son en sí mismas triviales, grises, pálidas y monótonas.
Los periodistas que viven y describen grandes épocas no
mueren tan rápidamente. De modo que si aprenden fiel y
sinceramente a imprimir una pequeña parte de su gran época,
preservarán la latitud de esta época de la decadencia y vi-
virán por muchos años.
En mi búsqueda de un modelo de reseña periodística, me
tropecé una vez con un libro, una colección de apuntes, de
cierto periodista español que vivió en la década de 1830. En
los círculos liberales rusos hubo algunas personas que reco-
pilaron las notas de este escritor español tan útiles para in-
culcar el espíritu cívico en la Rusia prerrevolucionaria y las
reeditaron. Yo las leí en un esfuerzo por entender qué había
de tan poderoso en él para volverlo tan popular en su época.
Aparte de aburrirme no saqué nada de ellos porque los
acontecimientos que describía eran una raquítica ondula-
ción en la superficie de un charco si se compara con las tor-
mentas por las que atravesó Larisa Mijáilovna.
Nuestro tiempo necesita establecer una cierta armonía
en el espíritu de sus periodistas en consonancia con él. Qui-
zás sea una elección desafortunada de términos, pero yo creo
que lo que identificó y tipificó a Larisa Mijáilovna podría
definirse con una tosca combinación de palabras: una pa-
sión salvaje por la vida. Una pasión genuina e indomable por
la vida, una sed inextinguible de estar en Hamburgo y en
Essen, en los Urales y en el Donbass, en Afganistán y en el
Cáucaso. Y precisamente porque en esta persona existía este
temperamento y esta gama tan vasta de interés por la vida,
cada una de sus líneas, independientemente de cómo tratemos

[ 288 ]
a su autora, logra sacudir a los que la leen. Dentro de mu-
chos años, si la gente desea sentir algo de la envergadura de
la revolución y del gran año de 1918, obtendrán mucho de la
lectura de los escritos de Reisner. Piénsenlo por sí mismos:
¿encuentran mucha literatura imaginativa y vivida sobre
1918 que pueda compararse con las notas de Larisa Reisner?
Por mucho que me esfuerzo en recordar algo similar no se me
ocurre nada. La verdadera evaluación y la auténtica prueba
no pueden expresarse con nuestras palabras sino con las pa-
labras de aquellos que pensarán en la gran época de nuestra
revolución con pavor y comulgarán no con áridos hechos
y cronologías sino con el espíritu de la época. Esos serán los
que den una apreciación verdadera, imparcial y autorizada.
El trabajo de Larisa Mijáilovna Reisner en los periódicos
y su presencia en las redacciones nos hizo sentir –operarios
periodísticos comparados con esta gran artífice del estilo–
más precavidos y tensos de algún modo. ¿Cómo se puede
tratar con desdén el estilo y la forma cuando notas como
las de Reisner se publican junto a las propias? Hasta el que
nunca piensa especialmente en la forma empieza a refle-
xionar. Por mi parte, permítaseme decir que ninguna de las
búsquedas de los formalistas (a saber, los que abogan por el
formalismo en literatura) dejaron ninguna impresión en mí.
Pero los últimos artículos de Larisa Mijáilovna Reisner me
hicieron aprender una o dos cosas. Creo también que más
de una generación de estudiantes del Instituto Estatal de
Periodismo aprenderán de sus notas el modelo de un buen
estilo revolucionario.
Lo más importante que me queda por decir es que debe-
ríamos ayudar a otros camaradas y amigos a ponderar el

[ 289 ]
hecho de que durante tantos años, demasiados, hayamos
sido tan injustos con ella. ¿Puede esto corregirse con un re-
conocimiento tan retrasado? Claro que no. Pero quizás nos
ayude a ser más justos y a crear un ambiente mejor en el
futuro para aquellos otros trabajadores tan singularmente
talentosos como Larisa Mijáilovna Reisner.

[ 290 ]
índice

NOTA A ESTA EDICIÓN 7


NOTA DE RICHARD CHAPPELL 13

LARISA REISNER.
HAMBURGO EN LAS BARRICADAS 19
Berlín, 1923 21
En el Reichstag, 21; Los hijos de los obreros, 26;
Una familia obrera próspera, 35; 9 de noviembre
en un barrio de clase obrera, 42.
Hamburgo en las barricadas 51
Hamburgo, 63; Barmbeck, 71; Schiffbek, 93;
Retratos, 101; Sobre Schiffbek de nuevo, 108;
Hamm, 123; Postdata: los mencheviques alema-
nes después de la insurrección, 134.

LARISA REISNER.
OTROS TEXTOS 143
Dedicatoria 145
La casa de las máquinas 151
En el país de Hindenburg 161
Acotación preliminar, 161; En los campos de
concentración de la pobreza, 162; Krupp y Essen,
183; Leche, 199.
Carbón, hierro y hombres vivientes 207
En la tierra del platino, 207; Habitantes de las
sombras, 236.
SOBRE LARISA REISNER.
RÁDEK / SKLOVSKI / SOSNOVSKY 257
K. Rádek, Larisa Reisner 259
V. Sklovski, Una muerte absurda 279
L. Sosnovsky, En memoria de L. Reisner 283

n
ESTA EDICIÓN DE
HAMBURGO EN LAS BARRICADAS
Y OTROS TEXTOS
se finalizó en
el mes de marzo de 2017
en la ciudad de Barcelona.
Se han utilizado
Adobe Garamond
para el texto y
Bebas Neue / Poster Bodoni
para los títulos,
con 10:5 y 15:00 puntos
respectivamente.

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