Dante Alighieri - La Vida Nueva
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LA VIDA NUEVA
DANTE ALIGHIERI
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nudo que procurase ver a aquella criatura angelical. Yo, pueril, andá-
bame a buscarla y la veía con aparecer tan digno y tan noble que cier-
tamente podíansele aplicar aquellas palabras del poeta Homero: «No
parecía hija de hombre mortal, sino de un dios.»
Y aunque su imagen, que continuamente me acompaña, se enseño-
rease de mí por voluntad de Amor, tenía tan nobilísima virtud, que nun-
ca consintió que Amor me gobernase sin el consejo de la razón en
aquellas cosas en que sea útil oír el citado consejo.
Pero como a alguno le parecerá ocasionado a fábulas hablar de pa-
siones y hechos en tan extremada juventud, me partiré de ello, y, pasan-
do en silencio muchas cosas que pudiera extraer de donde nacen éstas,
hablaré de lo que en mi memoria se halla escrito con caracteres más
grandes.
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entender, díjome éstas, que entendí: Ego dominum tuus. Entre sus bra-
zos parecíame ver una persona dormida, casi desnuda, sólo cubierta por
un rojizo cendal, y, mirando más atentamente, advertí que era la mujer
que constituía mi bien, la que el día antes se había dignado saludarme.
Y parecióme que el varón en una de sus manos, sostenía algo que in-
tensamente ardía, así como que pronunciaba estas palabras: Vide cor
tuum. Al cabo de cierto tiempo me pareció que despertaba la durmiente
y, no sin esfuerzo de ingenio, hacíale comer lo que en la mano ardía,
cosa que ella se comía con escrúpulo. A no tardar, la alegría del extraño
personaje se trocaba en muy amargo llanto. Y así, llorando, sujetaba
más a la mujer entre sus brazos, y diríase que se remontaba hacia el
cielo. Tan gran angustia me aquejó por ello que no pude mantener mi
frágil sueño, el cual se interrumpió, quedando yo desvelado.
Y a la sazón, dándome a pensar, noté que la hora en que se me
presentó la visión era la cuarta de la noche y, por ende, la primera de
las nueve últimas horas de la noche. Y, meditando sobre la aparición,
decidí comunicarlo a muchos renombrados trovadores de entonces.
Como quiera que yo me hubiese ejercitado en el arte de rimar, acordé
componer un soneto, en el cual, tras saludar a todos los devotos de
Amor, rogaríales que juzgasen mi visión, que yo les habría descrito.
Y seguidamente puse mano a este soneto, que comienza: «Almas
y corazones con dolor.»
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En tanto, he aquí que la mujer que por largo tiempo habíame ser-
vido para disimular mi pasión hubo de partirse de la susodicha ciudad y
pasar a muy luengos países; por lo cual yo, al quedarme sin la exce-
lente defensa, me desconsolé más de lo que hubiera podido creer al
principio. Y pensando que si yo, de algún modo, no manifestaba dolor
por su partida, las gentes hubieran advertido pronto mi fingimiento,
decidí exponer mis lamentos en un soneto, que transcribiré, por cuanto
mi amada fue causa inmediata de ciertas palabras que en tal soneto
figuran, según advertirá quien lo conozca. Escribí, pues, este soneto,
que empieza, «Vosotros que de Amor seguís la vía.»
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cuarta era ésta: la mujer por quien Amor así te asedia no es como las
demás mujeres, cuyo corazón fácilmente se puede ganar. Y cada una de
tales consideraciones me acuciaba tanto, que estaba yo como quien
quiere irse y no sabe por dónde. Si intentaba buscar un camino en el
que todas las consideraciones coincidiesen, tal camino era también muy
desfavorable para mí, pues tenía que invocar a la Piedad y arrojarme en
brazos de ella. Y en tal situación viniéronme deseos de rimar y compu-
se este soneto, que empieza: «Hablan de Amor mis muchos pensa-
mientos.»
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pasaba. Yo, más tranquilo ya, resucitados los espíritus muertos, repues-
tos los lanzados, respondí a mi amigo de este modo: «Puse los pies en
esa parte de la vida más allá de la cual no se puede pasar con propósito
de volver.»
Y, separándome de él, tornéme a la estancia de los llantos, en la
cual, llorando avergonzado, me decía: «Si mi amada conociera, mi
estado, no creo que se mofara así de mi persona, sino que sentiría gran
compasión.» Y, mientras lloraba, decidí escribir unas palabras en que,
dirigiéndome a ella, significara la causa de mi transfiguración y le
manifestara que yo sabía perfectamente que ella la ignoraba, así como
que, de haberla conocido, se hubiera compadecido de mí. Naturalmen-
te, decidí escribirlas con el deseo de que por ventura llegasen a sus
oídos. Y compuse, por ende, este soneto, que empieza: «¡Oh mujer que
mil burlas aderezas!»
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dudosas, como cuando digo que Amor mata todos mis espíritus, menos
los de la vista, que permanecen con vida, si bien desplazados de sus
funciones; pero esta duda, imposible de resolver por quien no sea tan
devoto de Amor como yo, no lo es para quienes lo son, ya que éstos
ven claramente lo que resolvería lo dudoso de esas palabras. Por lo
demás, no me toca resolver dicha duda, ya que mi lenguaje resultaría
entonces inútil o verdaderamente superfluo.
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la mayor parte de las mujeres que de ella separábanse. Así es que per-
maneciendo en el mismo sitio, oí a otras mujeres, que pasaron junto a
mí y que iban diciendo: «¿Cuál de nosotras podrá tener alegría habien-
do oído quejarse tan dolorosamente a esta mujer?» Luego pasaron otras
que decían por mí: «Ese hombre llora igual que si la hubiera visto co-
mo la hemos visto nosotras.» Y otras, después, dijeron también por mí:
«Se ha alterado tanto, que no parece el mismo.» Y al paso de otras
mujeres oía yo palabras de este estilo referentes a ella y a mí.
Luego, meditando, decidí escribir unos versos, muy justificados,
en los que resumiría cuanto de aquellas mujeres había oído. Y como
gustosamente las hubiera interrogado, de no haber tenido reproches,
escribí, cual si las hubiera interrogado y me hubieran respondido. Así
es que compuse dos sonetos. En el primero, pregunto según sentía
deseos de preguntar, y en el segundo expongo la respuesta utilizando lo
que oí, como si me lo hubieran dicho contestando. El primero empieza:
«Vosotras que traéis lacio semblante», y el segundo: «¿Eres tú quien
loaba su hermosura?»
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ser noble, a juzgar por donde has estado. ¡Ven a mí, que tanto te deseo!
¿No ves que ya tengo tu mismo color?»
Y cuando vi realizadas ya las dolorosas ceremonias que con los
cuerpos de los difuntos es costumbre hacer, parecióme que volvía a mi
estancia y que desde allí miraba al cielo. Y tan exaltada estaba mi ima-
ginación, que, llorando, dije con voz verdadera: «¡Oh alma hermosísi-
ma! ¡Feliz quien te contempla!» Y cuando, con dolorosos extremos de
llanto, pronunciaba estas palabras y llamaba a la Muerte para que se
llegara hasta mí, una mujer joven y bella que se encontraba junto a mi
lecho, creyendo que mi llanto y palabras obedecían sólo a los dolores
de mi enfermedad, comenzó también a llorar con gran espanto, por
donde otras mujeres que en la estancia se hallaban se percataron, por el
llanto de ella, de que yo lloraba. Entonces la separaron de mí (me unían
a ella lazos de muy próxima consanguineidad) y se me acercaron para
despertarme, creyendo que soñaba. «No duermas más- decíanme-. No
desconsueles.» Estas palabras atajaron mi gran desvarío, cuando quería
decir: «¡Oh Beatriz, bendita seas!» Ya había dicho: «¡Oh Beatriz!»
cuando, reaccionando, abrí los ojos y vi que todo era un engaño. Y
aunque había pronunciado dicho nombre, estaba mi voz tan entrecorta-
da por los sollozos, que aquellas mujeres no pudieron entenderme, a lo
que creí. Grave vergüenza sentía yo; mas, por una advertencia de
Amor, volvíme hacia ellas. Y al verme comenzaron a decir por mí:
«Semeja un muerto», y a musitar: «Procuremos reanimarlo.» Me diri-
gieron, pues, muchas palabras de consuelo, y me preguntaron por qué
había tenido miedo. Yo, una vez estuve algo repuesto y me hube dado
cuenta del falaz desvarío, respondíles: «Voy a explicaros lo que me ha
pasado.» Y desde el principio al fin les conté lo que había visto, si bien
callando el nombre de mi amada.
Después, sanado ya de la dolencia, decidí escribir unos versos en
que narrase lo acontecido, por parecerme cosa agradable de oír. Y
compuse esta canción, que empieza: «Una joven señora compasiva»,
ordenada según declara la división infrascrita:
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namque tibo, a la que Eolo repuso: Tuus, o regina, quid optes explora-
re labor; mihi jussa capessere fas est.
El mismo poeta, en el tercer acto de la Eneida, hace que la cosa
inanimada hable con la cosa animada, donde dice: Multum, Roma,
tamen, debes civilibus armis. Horacio hace que el hombre hable con- su
misma ciencia como con otra persona. Y no solamente son palabras de
Horacio, sino que éste, casi repitiendo las del buen Homero, dice en su
Arte poética: Dic mihi. Musa virum. Ovidio, al principio del libro lla-
mado Remedio de amor, hace que Amor hable como un ser humano
donde dice: Bella mihi, video, bella parantur, ait.
Todo esto pueden tenerlo en cuenta quienes duden en alguna parte
de este mi opúsculo. Y para que no tergiverse las cosas ninguna perso-
na obtusa, debo añadir que ni los poetas hablaron así sin sentido ni los
rimadores deben hablar sin poner sentido en lo que digan, pues gran
vergüenza sería para quien rimase con figuras y recursos retóricos que,
al pedirle que desnudase sus palabras de tal vestidura, para que fueran
entendidas rectamente, no supiese hacerlo.
Mi primer amigo y yo conocemos a algunos de los que riman tan
neciamente.
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invadidos por una dulzura tan honesta y suave, que no podían expre-
sarla, a más de que al principio se habían visto obligados a suspirar.
Estos efectos y otros más admirables producía mi amada, por lo
cual yo, pensando en ello y queriendo volver al estilo de su alabanza,
decidí escribir unos versos en los que diese a entender sus admirables y
excelentes influencias, no tan sólo para dirigirlos a quienes podían
verla en la realidad, sino para los demás, a fin de que procuren saber de
ella lo que las palabras no pueden entender. Entonces compuse este
soneto, que empieza: «Muéstrase tan hermosa y recatada.»
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Este soneto consta de tres partes. En la primera digo entre qué per-
sonas parecía más admirable mi amada; en la segunda pondero cuán
agradable era su compañía, y en la tercera hablo de lo que por su in-
fluencia se operaba en las demás. La segunda parte empieza en «Y
deben»; la tercera, en «Tan grande». Esta última parte se divide en tres.
En la primera digo cómo influía en las mujeres en cuanto a sí mismas;
en la segunda, cómo influía en ellas respecto a los demás, y en la terce-
ra afirmo que influía admirablemente, no sólo en las mujeres, sino en
todas las personas, y no sólo cuando estaban en su presencia, sino
cuando se acordaban de ella. La segunda parte empieza en «Todo, a su
sola aparición», y la tercera en «Y tal hechizo».
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Quomodo sedet sola civitas plena populo! facta est quasi vidua
domina gentium! Aún no había pasado del inicio de dicha canción, de
la que sólo había terminado la anterior estrofa, cuando el Señor de los
justos llamó a mi gentilísima amada para que goce de la gloria bajo la
enseña de la bendita Reina y Virgen María, para cuyo nombre hubo
siempre gran veneración en las palabras de la bienaventurada Beatriz.
Y aunque tal vez fuera oportuno decir algo de su partida de este mun-
do, no es mi propósito tratar de ello, por tres razones: la primera es que
no entra en el plan del opúsculo, como puede verse en el proemio; la
segunda es que, aun cuando entrase en el plan, no podría yo hablar de
ello como fuera menester; y la tercera es que, aun eliminando los dos
obstáculos anteriores, no me conviene tratar de ello, por cuanto habría
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pañó el número nueve para dar a entender que era un nueve, es decir,
un milagro, cuya raíz- la del milagro- es solamente la Santísima Trini-
dad. Quizá persona más sutil hallaría en esto razón todavía más sutil;
pero la apuntada es la que yo veo y la que me place más.
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PRIMER COMIENZO
Por ventura acudió a la mente mía
la señora gentil a quien pusiera
por sus méritos Dios en la alta esfera
de la humanidad, do está siempre María.
SEGUNDO COMIENZO
Por ventura acudió a la mente mía
la que llora el Amor, dama radiosa
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anterior tomo el partido del corazón contra el de los ojos, lo cual parece
contrario a lo que digo en el inmediato siguiente; no obstante, también
allí tomé el corazón por el deseo, pues que mayor anhelo tenía yo de
recordar a mi gentilísima amada que de ver a ésta, si bien tenía de ello
cierta apetencia, ligera al parecer, con lo cual se demuestra que lo allí
dicho no se opone a lo que aquí se dirá.
Este soneto consta de tres partes. En la primera comienza diciendo
a esta señora cómo mi deseo se dirige hacia ella; en la segunda refiero
cómo el alma, o sea la razón, habla con el corazón, o sea el deseo; en la
tercera incluyo la respuesta. La segunda parte empieza en «¿Quién
es?»; la tercera, en «Y el corazón».
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que van a Roma, que era adonde se dirigían mis peregrinos. No divido
este soneto porque harto manifiesto es su sentido.
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