Consolacion A Helvia

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C O N S O L A C I Ó N A

H E L V I A

L U C I O A N N E O
S É N E C A
CONSOLACIÓN A HELVIA

I. Muchas veces, oh madre excelente, he sentido


impulsos para consolarte, y muchas veces también
me he contenido. Movíanme varias cosas a atrever-
me: en primer lugar, me parecía que quedaría libre
de todos mis disgustos si lograba, ya que no secar
tus lágrimas, contenerlas al menos un instante: ade-
más no dudaba que tendría autoridad para despertar
tu alma, si sacudía mi letargo; y en último lugar te-
mía que, no venciendo a la fortuna, venciese ella a
alguno de los míos. Así es que quería con todas mis
fuerzas, poniendo la mano sobre mi herida, arras-
trarme hasta la tuya para cerrarla. Pero otras cosas
venían a retrasar mi propósito. Sabía que no se de-
ben combatir de frente los dolores en la violencia de
su primer arrebato, porque el consuelo solo hubiese
conseguido irritarlo y aumentarlo; así como en todas
las enfermedades nada hay tan pernicioso como un
remedio prematuro. Esperaba, pues, que tu dolor
agotase sus fuerzas por sí mismo, y que, preparado
por la dilación para soportar el medicamento, per-
mitiese tocar y cuidar la herida. Además, al leer de
nuevo las lecciones que nos dejaron los grandes ge-
nios acerca de los medios para contener y corregir la
tristeza, no encontraba el ejemplo de alguno que

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hubiese consolado a los suyos, siendo él mismo


causa de lágrimas para ellos. Con esta nueva duda,
vacilaba y temía desgarrar antes tu alma que conso-
larla. ¿Acaso no necesitaba palabras nuevas, que
nada tuviesen de común con los ordinarios con-
suelos del vulgo, aquel que, para consolar a los su-
yos, levantaba de la pira la cabeza? Y es muy natural
que la intensidad de un dolor que excede de la me-
dida común, prive de la elección de palabras cuando
frecuentemente ahoga también la voz. Voy a inten-
tar de la manera que pueda ser tu consolador, no
porque confíe en mi ingenio, sino porque puedo ser
para ti la consolación más eficaz. Al que nunca has
negado nada, no te negarás ahora (aunque toda
tristeza es contumaz), y espero poner término a tu
pesar.

II. Ya ves cuánto me prometo de tu indulgencia:


no dudo ser más poderoso para contigo que el do-
lor, que es omnipotente con los desgraciados. Así,
pues, lejos de trabar combate bruscamente con él,
quiero ante todo defenderle y alimentarle: desperta-
ré todas sus causas y abriré de nuevo todas las heri-
das. Dirase: «Extraña manera de consolar, la de
recordar las penas olvidadas; colocar el corazón en

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presencia de todas sus amarguras, cuando apenas


puede soportar una sola». Pero reflexiónese qué
males bastante peligrosos para aumentar a pesar de
los remedios, se curan con los medicamentos con-
trarios. Voy, pues, a rodear tu dolor de todos sus
lutos, de todo su lúgubre aparato; esto no será apli-
car calmantes, sino el hierro y el fuego. ¿Qué conse-
guiré? Que te avergüence, después de haber
triunfado de tantas miserias, no saber soportar una
herida sola en un cuerpo cubierto de cicatrices. Llo-
ren largamente y giman aquellos cuyos delicados
ánimos enervó prolongada felicidad, abatiéndoles la
contrariedad más ligera que cae sobre ellos; pero
aquellos cuyos años han transcurrido entre calami-
dades, soportan los dolores más intensos con in-
quebrantable y firme constancia. La asiduidad del
infortunio tiene algo bueno, y es que, atormentando
sin descanso, concluye por endurecer. La fortuna no
te dio ni un solo día sobre el que no hiciese pesar la
desgracia, ni siquiera exceptuó el de tu nacimiento.
Apenas nacida, perdiste a tu madre, o más bien, al
venir al mundo, y en cierta manera fuiste arrojada a
la vida. Creciste bajo una madrastra, y por medio de
la dulzura y cariño que pueden encontrarse en una
hija buena, la obligaste a trocarse en madre; sin em-

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bargo, nadie hay que no haya pagado caro madrastra


aun siendo buena. A tu tío, que tanto te quería, tan
excelente y esforzado, lo perdiste cuando esperabas
la hora de su llegada. Y como si temiese la fortuna
herirte menos dividiendo sus golpes, treinta días
después llevaste al sepulcro un esposo al que ama-
bas tiernamente y que te había hecho madre de tres
hijos. Llorosa como estabas, vinieron a anunciarte
nuevos quebrantos con la ausencia de tus hijos: pa-
recía que todos los males se habían puesto de
acuerdo para caer a la vez sobre ti, para no dejarte
donde reposar tu dolor. Omito tantos peligros y
temores, cuyos ataques has soportado y que se su-
cedían sin interrupción. En otro tiempo, sobre el
mismo seno que tus tres hijos acababan de dejar,
recogías los huesos de tus tres nietos. Veinte días
después de haber dado sepultura a mi hijo, muerto
en tus brazos y entre tus besos, oíste que te era
arrebatado yo: todavía te faltaba llorar por los vivos.

III. La herida más grave de cuantas ha recibido


tu pecho es esta última, lo confieso, porque no ras-
gó solamente la piel, sino que penetró en medio de
tu corazón y de tus entrañas. Pero de la misma ma-
nera que los soldados bisoños vociferan a la herida

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más ligera, temiendo menos la espada que la mano


del médico, mientras que los veteranos, aunque
atravesados de parte a parte, se prestan paciente-
mente y sin gemir al filo del acero como si se tratase
de cuerpo extraño; así también debes prestarte tú
hoy a la operación. Rechaza de ti los sollozos, la-
mentos y agitadas manifestaciones que de ordinario
lleva consigo el dolor de la mujer; porque habrás
perdido todo el provecho de tantos males si no has
aprendido aún a ser desgraciada. ¿Ves acaso que te
trato con timidez? Nada he suprimido de tus males;
todos te los he presentado ante los ojos, haciéndolo
con resolución, porque pretendo triunfar de tu do-
lor y no atenuarlo.

IV. Y creo que lo venceré, si primeramente te


demuestro que nada sufro que pueda hacerme pasar
por desgraciado, y menos aún para hacer desgracia-
dos a los que me tocan de cerca; si hablando en se-
guida de ti, te pruebo que tu suerte no es tampoco
más deplorable, puesto que depende por completo
de la mía. Te diré en primer lugar lo que tu cariño
tiene prisa por saber: que no experimento ningún
mal; y si no te convenzo, te demostraré hasta la evi-
dencia que no me son intolerables las penas de que

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me crees agobiado. Si no pudieses creerlo, mayor


razón tendría para felicitarme al encontrar la dicha
en medio de cosas que ordinariamente forman la
desgracia de los demás. No creas lo que otros te
digan de mí: para libertarte de inquietudes por opi-
niones inciertas, yo mismo te aseguro que no soy
desgraciado. Y añadiré, para tranquilizarte más, que
ni siquiera puedo llegar a serlo.

V. Todos hemos nacido para la felicidad, si no


salimos de nuestra condición. La naturaleza ha que-
rido que para vivir felices no se necesite grande apa-
rato: cada cual puede labrarse su dicha. Las cosas
adventicias tienen poco peso, y no pueden obrar
con fuerza en ningún sentido: la prosperidad no
eleva al sabio, ni la adversidad puede abatirle, por-
que ha trabajado sin cesar en aglomerar cuanto ha
podido dentro de sí mismo y en buscar en su inte-
rior toda su alegría. ¡Cómo! ¿quiero llamarme sabio?
de ningún modo; porque si pretendiese serlo, no
solamente negaría que soy desgraciado, sino que me
proclamaría el más feliz de todos, siendo casi igual a
Dios. Hasta ahora, y esto basta para dulcificar todos
mis dolores, no he hecho más que entregarme en
manos de los sabios: siendo demasiado débil para

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defenderme por mí mismo, he buscado refugio en


el campamento de aquellos que fácilmente defien-
den su cuerpo y sus bienes. Estos son los que me
han aconsejado permanecer constantemente de pie,
como centinela; prever todas las empresas y ataques
de la fortuna mucho antes de que se realicen. La
fortuna agobia a aquellos sobre quienes cae de im-
proviso: el que vigila constantemente la vence sin
trabajo. Así el enemigo, al llegar, derriba a aquellos
que encuentra desprevenidos; pero los que se pre-
pararon antes de la guerra para la guerra próxima,
dispuestos y ordenados, sostienen sin dificultad el
primer choque, que es el más violento. Nunca con-
fié en la fortuna, hasta cuando parecía que ajustaba
paces conmigo. Todos los favores con que me col-
maba, riquezas, honores, gloria, los he colocado en
un paraje donde pudiese ella recobrarlos sin con-
moverme. Intervalo muy grande he establecido en-
tre esas cosas y yo, por cuya razón me las ha
arrebatado sin arrancármelas. Los reveses solamente
abaten al ánimo engañado por los triunfos. Los que
se adhieren a los dones de la fortuna como a bienes
personales y duraderos, y por ellos quisieron se les
rindiera homenaje, se abaten y afligen cuando su
alma, vana y frívola, que no conoce los placeres só-

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lidos, queda privada de esos goces engañosos y pa-


sajeros. Pero aquel a quien no hincha la prosperi-
dad, no queda consternado por los reveses,
oponiendo a la favorable y adversa fortuna ánimo
invencible y probada firmeza, porque en la prospe-
ridad ensaya sus fuerzas contra la desgracia. Por esta
razón he creído siempre que no hay nada de verda-
dero en esas cosas que todos los hombres desean:
las he encontrado vacías, adornadas con exteriori-
dades seductoras y engañosas y sin tener nada en el
fondo que correspondiese a las apariencias. En lo
que llaman males, no encuentro todo lo espantoso y
terrible con que me amenazaba la opinión vulgar.
La palabra misma, tal es la preocupación sobre la
cual todos están de acuerdo, llega con aspereza al
oído, siendo cosa lúgubre que no se escucha sin ho-
rror: así lo quiso el pueblo; pero muchos acuerdos
del pueblo los derogan los sabios.

VI. Removido, pues, el juicio de la multitud, que


se deja arrastrar por la primera impresión de las co-
sas, tales como aparecen, veamos qué es el destie-
rro: en su última expresión, no es más que cambio
de lugar. Parecerá que le suprimo sus angustias y
que le quito todo lo que tiene de más doloroso,

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porque acompañan a este cambio cosas muy desa-


gradables, la pobreza, el oprobio, el desprecio.,
Después contestaré a estos pretendidos males: en-
tretanto quiero examinar primeramente la amargura
que en sí encierra este cambio de lugar. «Intolerable
es carecer de la patria». Considera esa multitud a la
que apenas bastan las grandes mansiones de la ciu-
dad. Más de la mitad de ella está fuera ete su patria.
De sus municipios, de sus colonias, de todos los
rincones del mundo afluyen aquí. Trae a los unos la
ambición, a los otros los deberes de un empleo pú-
blico, a aquéllos un cargo de embajadores, a éstos el
libertinaje que busca una ciudad opulenta, cómoda
para sus vicios; a esotros el amor a los estudios libe-
rales; a algunos los espectáculos; atrayendo a otros
la amistad, o la actividad que encuentra vasto teatro
para mostrarse en todo lo que puede; traen unos su
venal belleza y otros su venal elocuencia. No existe
especie de hombres que no venga a esta ciudad,
donde tan alto se aprecian las virtudes y los vicios.
Manda que a todos ellos se les llame por sus nom-
bres, y pregunta a cada cual de qué familia procede:
verás que casi todos han abandonado su morada
para venir a esta ciudad grande y bella sin duda, pe-
ro que sin embargo no es la suya. Ahora deja esta

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ciudad, que en cierta manera puede llamarse la pa-


tria común: recorre todas las otras; ni una existe cu-
yos habitantes no los forme, en su mayor parte,
multitud extranjera. Después aléjate de esas orillas,
cuyo encanto y delicia atrae a la muchedumbre; ven
a estas desiertas playas, a estas islas salvajes, Scia-
thum y Seriphum, Gyarum y Córcega; no encontra-
rás ningún destierro donde no habite alguno por su
gusto. ¿Dónde hallar paraje más desolado, más
abrupto, que este peñasco? ¿más desprovisto de re-
cursos, habitado por gentes más indómitas, erizado
de asperezas más amenazadoras y bajo cielo más
inclemente? Y sin embargo, aquí se encuentran más
extranjeros que ciudadanos. Tan cierto es que el
cambio de lugar nada tiene de penoso, que se aban-
dona la patria para venir a esta isla. He conocido a
algunos que dicen existir en el hombre cierta nece-
sidad natural de cambiar de asiento y trasladar sus
penates. Y verdaderamente, al hombre se ha dado
alma inquieta y movediza; nunca permanece tran-
quila; extiende y pasea su pensamiento en todos los
parajes conocidos y desconocidos, vagabunda, im-
paciente de reposo, aficionada a la novedad. No te
admirará esto, si consideras su primer origen. No
está formada de este cuerpo terrestre y pesado; des-

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ciende del espíritu celestial, y naturaleza es de todo


lo celestial encontrarse siempre en movimiento y
huir arrebatado por rápida carrera. Contempla los
astros que iluminan el mundo; no hay uno que se
detenga; sin cesar caminan y pasan de un punto a
otro; a pesar de que giran con el universo, gravitan
sin embargo en sentido inverso; sucesivamente
atraviesan todos los signos, y siempre se mueven,
siempre viajan. Todos los astros están en revolución
continua, en continuo tránsito, y, según ha dis-
puesto la imperiosa ley de la naturaleza, en perpetua
traslación. Cuando hayan recorrido sus órbitas, pa-
sado el número de años que la misma naturaleza ha
fijado, comenzarán de nuevo el camino que ya han
seguido. Pues bien, considerando esto, no podrás
creer que el alma humana, formada de la misma
sustancia que las cosas divinas, soporta a disgusto
los viajes y emigraciones, cuando la naturaleza de
Dios encuentra en perpetuo y rápido cambio su pla-
cer y conservación. Pero dejando las cosas celestes,
vuelve a las de la tierra. Verás que los pueblos y na-
ciones han cambiado de patria. ¿Qué significan esas
ciudades griegas en medio de países bárbaros? ¿qué
significa esa lengua macedónica hablada entre la
India y la Persia? La Scitia y toda esa región de na-

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ciones feroces e indómitas nos muestran ciudades


de Acaya construidas en los litorales del Ponto. Ni
los rigores de perpetuo invierno, ni las costumbres
de los habitantes, tan salvajes como su clima, han
impedido que trasladen muchos allí su morada. El
Asia está llena de Atenienses; Mileto ha derramado
ciudadanos en setenta y cinco ciudades diferentes.
Toda la costa de Italia, bañada por el mar inferior,
fue la Grecia mayor. El Asia reivindica a los Tosca-
nos; los Tirios habitan el África; los Cartagineses, la
España; los Griegos se han introducido en la Galia;
los Galos, en la Grecia; los Pirineos no cierran ya el
paso a los Germanos; la movilidad humana paseó
por soledades impracticables y desconocidas. Estos
pueblos llevaban consigo sus niños, sus mujeres y
sus padres abrumados por la edad. Unos, después
de perderse en grandes rodeos, no decidieron por
elección el paraje de su morada, sino que se detuvie-
ron por cansancio en el más inmediato; otros se
apoderaron por las armas de las tierras ajenas; algu-
nos que navegaban hacia playas desconocidas que-
daron sepultados en el abismo, y otros, en fin, se
fijaron en las riberas donde les depositó la falta de
lo necesario. No tenían todos iguales razones para
abandonar y buscar una patria. Algunos, después de

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la ruina de sus ciudades, escapando al hierro de sus


enemigos, fueron arrojados a extrañas tierras, que-
dando despojados de lo suyo; a los otros les expul-
saron disensiones intestinas; emigraron éstos para
aliviar sus ciudades sobrecargadas de población; a
los otros les arrojó la peste, los terremotos fre-
cuentes u otro insoportable azote de una región
desgraciada; el renombre de una comarca fértil y
muy celebrada sedujo a los unos, y todos, en fin,
abandonaron sus moradas por causas diferentes.
Evidente es que nada permanece en el punto en que
nació: el género humano se mueve continuamente,
y todos los días cambia algo en este vasto conjunto.
Échanse los cimientos de ciudades nuevas; otras
naciones aparecen, cuando mueren o cambian de
nombre las antiguas, incorporadas a los pueblos
vencedores. Y estas traslaciones de los pueblos ¿qué
otra cosa son que destierros públicos?

VII. Mas ¿por qué te llevo por tan largo rodeo?


¿habré de citarte a Atenoro, que construyó a Pata-
vium; a Evandro, que colocó en la orilla del Tíber
los reinos de los Árcades; a Diomedes y a todos los
otros a quienes la guerra de Troya, vencedores y
vencidos a la vez, dispersó por ajenas tierras? El

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Imperio romano lo fundó un desterrado, que hu-


yendo de su patria conquistada, y llevando consigo
exiguos restos, en busca de lejano asilo, la necesidad
y el miedo al vencedor lo arrojaron a las costas de
Italia. Y más adelante, ¿cuántas colonias mandó este
pueblo a todas las provincias? Donde el romano
vence, habita: para estos cambios de domicilio se
alistaban voluntariamente sus hijos, y abandonando
su altar doméstico, les seguía al otro lado de los ma-
res el anciano convertido en colono.

VIII. No necesito para mi propósito mayor nú-


mero de ejemplos; uno, sin embargo, añadiré por-
que salta a la vista. Esta misma isla ha cambiado
muchas veces ya de habitantes. Para no remontarme
a épocas que la antigüedad oscurece, dejando la
Phocida, los Griegos que actualmente habitan Mar-
sella se establecieron en las orillas de esta isla. Ignó-
rase quién les obligó a ello; si fue la insalubridad del
clima, el formidable aspecto de Italia o la índole de
un mar impetuoso. Debe creerse que no fue causa
de su partida la ferocidad de los naturales, puesto
que vinieron a mezclarse con los pueblos que eran
entonces los más rudos e indómitos de la Galia.
Después vinieron a esta isla los Ligurios; los Espa-

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CONSOLACIÓN A HELVIA

ñoles llegaron después, como atestigua la semejanza


de costumbres; conservando hoy de los Cántabros
el gorro con que se cubren la cabeza, el calzado y
algunas palabras; porque todo su idioma primitivo
está alterado por el comercio con Griegos y Ligu-
rios. Más adelante vinieron dos colonias de ciuda-
danos romanos, una con Mario y otra con Sila.
¡Tantas veces ha cambiado la población de este p e-
ñasco espinoso y árido! En fin, difícilmente encon-
trarás una tierra que esté habitada aún por sus
indígenas: todas las cosas se han mezclado y están
amontonadas unas sobre otras; unos pueblos han
sucedido a otros. Este ha deseado lo que desdeñaba
aquél: el uno fue desterrado de donde lanzó al otro.
El hado ha dispuesto que nada en la tierra pudiese
fijar para siempre la fortuna. Para soportar estos
cambios de lugar, descartando los demás inconve-
nientes que lleva consigo el destierro, Varrón, el
más docto de los Romanos, juzga que nos basta go-
zar, donde quiera que nos encontremos, de la natu-
raleza misma. Según M. Bruto, es suficiente para
aquellos que parten para el destierro poder llevar
con ellos sus virtudes. Si se cree que cada remedio
de éstos, considerado separadamente, no es bastante
eficaz para consolar al desterrado, necesario es con-

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fesar que empleados a la vez tienen poderosa fuer-


za. ¡Qué poco vale lo que perdemos! Dos cosas e x-
celentes nos seguirán a donde quiera que vayamos:
la naturaleza que es común a todos, y la virtud que
nos es propia. Así lo quiso, créeme, aquel, sea
quienquiera, que dio la fortuna al universo; sea un
Dios, señor de todas las cosas, sea una razón incor-
pórea, arquitecto de estas obras maravillosas, sea un
espíritu divino repartido con igual energía en los
cuerpos más grandes y en los más pequeños, sea un
destino y encadenamiento inmutable de las cosas
ligadas entre sí; así, pues, lo repito, lo ha querido,
para no dejar caer en arbitrio ajeno otra cosa que lo
más despreciable de nuestros bienes. Lo más exce-
lente del hombre está fuera del poder humano; no
se le puede dar ni quitar: hablo del mundo, la crea-
ción más bella y brillante de la naturaleza; de esta
alma hecha para contemplar y admirar el mundo,
del que ella a su vez es la parte más magnífica; esta
alma que nos pertenece en propiedad y para siem-
pre, que debe durar tanto como duremos nosotros.
Marchemos, pues, contentos, erguidos y con paso
firme a donde nos llevo el hado.

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CONSOLACIÓN A HELVIA

IX. Recorramos todas las tierras; ni una sola en-


contraremos en el mundo que sea extraña al hom-
bre. Desde todas ellas se eleva nuestra mirada a
igual distancia hacia el cielo; y el mismo intervalo
separa las cosas divinas de las humanas. Mientras no
se prive a mis ojos de este espectáculo de que no se
sacian, con tal que se me permita contemplar la luna
y el sol, sumergir mi vista en los demás astros, inte-
rrogar su salida y su ocaso, su distancia y las causas
de su marcha, unas veces rápida, otras lenta; admirar
durante las noches tantas brillantes estrellas, inmó-
viles unas, desviándose ligeramente otras, pero gi-
rando siempre en la órbita que tienen trazada, y en
tanto que unas se lanzan de pronto, otras nos des-
lumbran con un rastro brillante como si fuesen a
caer, o vuelan arrastrando en pos inflamada cabelle-
ra; con tal que viva en esta compañía, y me mezcle,
en cuanto puede mezclarse el hombre, a las cosas
del cielo; con tal que mi alma, aspirando a contem-
plar los mundos que participan de su naturaleza, se
mantenga en las regiones sublimes, ¿qué me im-
porta lo que piso? Y sin embargo, la tierra en que
me encuentro no es abundante en árboles fructífe-
ros o umbrosos; no la surcan ríos anchos y navega-
bles; no produce nada que vengan a pedirla los

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LUCIO ANNEO SÉNECA

otros pueblos, bastando apenas para sustentar a sus


habitantes: no se labran aquí piedras preciosas, ni se
registran venas de oro y de plata. Estrecho es el
ánimo al que encantan las cosas de la tierra: volvá-
monos hacia aquellos que aparecen igualmente en
todas partes, que en todas brillan lo mismo, y per-
suadámonos de que las otras, con los errores y
preocupaciones que engendran, son obstáculo para
la verdadera felicidad. Cuanto más largos hayamos
hecho nuestros pórticos, cuanto más hayamos ele-
vado nuestras torres, extendido nuestros dominios,
ahondado nuestras grutas de estío y más atrevida
sea la techumbre que cubra nuestra sala de festines,
más habremos hecho para ocultarnos el cielo. La
suerte te ha arrojado a un país donde el edificio más
grande es una cabaña. Débil será tu corazón y muy
bajo buscarás consuelos, si para vivir animosamente
en ese asilo necesitas pensar en la cabaña de Ró-
mulo. Di más bien: Este humilde tugurio es asilo de
virtudes; y superior en magnificencia será a todos
los templos, cuando se vea en él la justicia con la
continencia, la sabiduría con la piedad, la ordenada
observancia de todos los deberes con la ciencia de
las cosas divinas y humanas. Ningún paraje es estre-
cho cuando puede contener esta multitud de gran-

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CONSOLACIÓN A HELVIA

des virtudes: no es penoso ningún destierro, cuando


se puede ir a él con este acompañamiento. Bruto, en
el libro que escribió sobre la virtud, dice que vio a
Marcelo en el destierro de Mitilena, viviendo con
cuanta felicidad es compatible con la naturaleza del
hombre, y entregado con más entusiasmo que nun-
ca a los estudios elevados. Así añade que, cuando
iba a separarse de él, parecíale partir él mismo para
el destierro, antes que dejar un desterrado. ¡Oh
Marcelo, más dichoso cuando merecías las alaban-
zas de Bruto, que cuando tu consulado recibía las de
la república! ¡Cuán grande fue aquel hombre a quien
no se podía abandonar en el destierro sin creerse
desterrado uno mismo; que se hizo admirar por un
hombre que fue admirado hasta por el mismo Ca-
tón! Bruto refiere también que C. César no quiso
detenerse en Mitilena, porque no podía sostener la
presencia de aquel noble infortunio. El Senado im-
petró el regreso de Marcelo con preces públicas; y al
ver su luto y su tristeza, se hubiese dicho que aquel
día todos participaban del sentimiento de Bruto, y
suplicaban, no por Marcelo, sino por ellos mismos,
desterrados si habían de vivir lejos de él: y sin em-
bargo, el día más hermoso de su vida fue aquel en
que Bruto no pudo abandonarle, cuando César no

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LUCIO ANNEO SÉNECA

pudo verle en el destierro. Bruto se afligió, César se


avergonzó de volver sin Marcelo. ¿Puedes dudar
que aquel grande hombre se animó con estas pala-
bras, para soportar tranquilamente el destierro:
«Estar lejos de la patria no es una calamidad; te has
imbuido bastante en la filosofía para saber que el
sabio en todas partes encuentra su patria? ¿Cómo
no? ¿el mismo que te desterró no estuvo por diez
años privado de su patria? Verdad es que fue por
ensanchar el imperio, pero no por eso dejo de estar
privado de la patria. Helo ahora atraído por el Áfri-
ca, que nos amenaza con nueva guerra; por España,
que reaviva las partes vencidas y dominadas; por el
pérfido Egipto, por el mundo entero atento para
aprovechar nuestras conmociones. ¿Adónde acudirá
primero? ¿A qué partido se opondrá? La victoria le
paseará por toda la tierra. Que todas las naciones se
postren para adorarle: tú vive contento con la admi-
ración de Bruto». Marcelo soportó, pues, sabia-
mente su destierro, y el cambio de lugar no alteró
nada en su alma, aunque tuviese por compañera la
pobreza, en la que nada se encuentra penoso, cuan-
do no se está cegado por esa locura que todo lo
trastorna: la avaricia y el lujo. ¡Cuán poco basta, en
efecto, para la conservación del hombre! ¿y qué

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CONSOLACIÓN A HELVIA

puede faltar al que posee algo de virtud? Por lo que


a mí toca, observo que no he perdido riquezas sino
cuidados. Limitados son los deseos del cuerpo;
quiere preservarse del frío, saciar con alimentos el
hambre y la sed: todo lo que se apetece fuera de
esto, es un trabajo que se toma para los vicios y no
para las necesidades. No es indispensable registrar
todos los Océanos, cargar el vientre con inmenso
estrago de animales, ni arrancar conchas en las des-
conocidas orillas de los mares más remotos. Los
dioses y las diosas confundan a aquellos cuyo de-
senfreno traspasa los límites de tan apetecido impe-
rio. Quieren que se vaya a cazar más allá de Phaso
para proveer a su ambiciosa cocina; atrévense a ir en
busca de aves hasta entre los Parthos, de los que
todavía no nos hemos vengado. De todas partes se
hace venir lo que puede satisfacer las exigencias de
su desdeñosa gula. De los últimos extremos del
Océano se trae lo que apenas recibirá su estómago
gastado por los placeres. Vomitan para comer; co-
men para vomitar: y desdeñan digerir los manjares
que han pedido a toda la tierra. Al que desprecia
todas estas cosas ¿qué daño le hace la pobreza? Y
también aprovecha la pobreza al que la desea, por-
que cura a pesar suyo, y si no acepta los remedios

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LUCIO ANNEO SÉNECA

que se ve obligado a tomar, al menos, durante este


tiempo, lo que no puede hacer es como si no quisie-
ra hacerlo. C. César, al que creo dio vida la naturale-
za para mostrar lo que pueden los grandes vicios en
la gran fortuna, comió en una sola cena diez millo-
nes de sextercios; y a pesar del auxilio de tantos ge-
nios inventivos, apenas pudo gastar en una comida
la renta de tres provincias. ¡Desgraciados aquellos
cuyo paladar no despierta sino con platos delicados,
y no se los hace preciosos su sabor exquisito, ni na-
da de lo que agrada a las fauces, sino la dificultad de
adquirirlos! Si recobraran la sana razón, ¿qué nece-
sidad tendrían de poner tantas industrias al servicio
de su vientre? ¿Para qué ese comercio? ¿Para qué
ese estrago de bosques? ¿Para qué esos sondeos en
los abismos? A cada paso se encuentran alimentos
que la naturaleza ha sembrado en todas partes; pero
como ciegos pasan a su lado; errantes van por todas
las comarcas; cruzan los mares, y cuando con tan
poco podían calmar el hambre, la irritan con gran-
des gastos.

X. Decirles deseo: ¿Por qué lanzáis naves al


mar? ¿por qué armáis vuestras manos contra los
animales y contra los hombres? ¿por qué corréis

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CONSOLACIÓN A HELVIA

con tanto tumulto? ¿por qué amontonáis riquezas


sobre riquezas? ¿No queréis pensar en lo pequeño
que es vuestro cuerpo? ¿No es la última locura y el
error más grande tener tanta avidez cuando se tiene
tan poca capacidad? Aunque aumentéis vuestro
censo y ensanchéis vuestros límites, nunca, sin em-
bargo, aumentaréis vuestro cuerpo. Que haya pros-
perado vuestro comercio, que la guerra os haya
producido grandes utilidades, que se amontonen en
vuestra mesa manjares traídos de todos los países,
no tendréis donde colocar todo ese aparato. ¿Por
qué correr en pos de tantas cosas? ¡Sin duda nue s-
tros antepasados, cuya virtud forma todavía el vigor
de nuestros vicios, eran muy desgraciados, puesto
que con sus propias manos preparaban sus alimen-
tos, tenían por lecho el suelo, sus techos no brilla-
ban aún con el oro, ni centelleaban en sus templos
las piedras preciosas! Pero entonces se respetaban
los juramentos hechos ante dioses de arcilla, y por
no faltar a su fe, el que los había hecho regresaba a
morir al campo del enemigo. ¡Sin duda vivía menos
feliz nuestro dictador, que prestaba oídos a los en-
viados de los Samnitas, condimentando por sí mis-
mo en el hogar un alimento grosero, con aquella
mano que más de una vez ya había derrotado al

25
LUCIO ANNEO SÉNECA

enemigo y colocado el laurel del triunfo sobre las


rodillas de Júpiter Capitolino; menos dichoso que
vivió en nuestros días aquel Apicio que, en una ciu-
dad de donde en otro tiempo se expulsaba a los fi-
lósofos como corruptores de la juventud, puso
escuela de glotonería, infestando su siglo con ver-
gonzosas doctrinas! Pero conviene referir su fin.
Habiendo gastado en la cocina un millón de sexter-
cios y disipado en comidas los regalos de los prínci-
pes y la inmensa renta del Capitolio, agobiado de
deudas, viose obligado a examinar sus cuentas, y lo
hizo por primera vez: calculó que solamente la que-
daban diez millones de sextercios, y creyendo que
vivir con diez millones de sextercios era vivir en
extrema miseria, puso fin a su vida con el veneno.
¡Cuánto desorden el de aquel hombre para quien
diez millones de sextercios eran la miseria! Conside-
ra ahora si es el estado de nuestro caudal y no el de
nuestra alma el que importa para nuestra felicidad.

XI. Alguien se encontró que tuvo miedo a diez


millones de sextercios; y lo que otros piden con to-
da la fuerza de sus deseos, él lo huyó por medio del
veneno: aquella poción fue, sin duda, la más saluda-
ble que tomó aquel hombre de alma tan depravada.

26
CONSOLACIÓN A HELVIA

El veneno lo comía y lo bebía cuando no solamente


se deleitaba en sus inmensos festines, sino que se
gloriaba de ellos, y cuanto más ostentaba sus desór-
denes, más atraía toda la ciudad a la contemplación
de su desenfreno, más invitaba a imitarle a una ju-
ventud naturalmente inclinada al vicio sin necesitar
malos ejemplos. Esto sucede a los que no ordenan
las riquezas por la razón, que tiene límites fijos, sino
por costumbre perversa, cuyos caprichos son in-
mensos e infinitos. Nada basta a la avidez, y muy
poco basta a la naturaleza. No es, pues, desgracia la
pobreza en el destierro; porque no hay paraje tan
estéril que no produzca abundantemente lo necesa-
rio para la subsistencia del desterrado. -¿Pero desea-
rá un vestido, una casa? -Si solamente los desea para
el uso, no le faltará seguramente lecho ni traje; por-
que se necesita tan poco para cubrirle como para
alimentarle. La naturaleza, al imponer necesidades al
hombre, no se las impuso onerosas. Si desea un
vestido teñido de púrpura, tejido con oro, esmalta-
do con diversos colores, trabajado de diferentes
maneras, no es a la fortuna sino a sí mismo a quien
debe acusar de su pobreza. Aunque le devuelvas lo
que has perdido, nada ganarías; porque después de
esta restitución, más le faltará aún lo que desea, que

27
LUCIO ANNEO SÉNECA

le faltó en el destierro lo que poseía. Si desea bri-


llantes vasos de oro, vajilla de plata ennoblecida con
el sello de un artista antiguo; esos platos de bronce,
considerados preciosos por el capricho de algunos;
un rebaño de esclavos, capaz de hacer estrecho el
palacio más grande, bestias de carga dispuestas con
fingida gordura, pedrerías de todas las naciones; en
vano reunirás todo esto para él, porque no conse-
guirá satisfacer su alma insaciable. De la misma ma-
nera, no bastará ninguna bebida para calmar un
deseo que no nace de una necesidad, sino de un
fuego que abrasa las entrañas; porque ya no es sed,
es enfermedad. No acontece esto solamente con el
dinero y los alimentos: igual carácter tienen todos
los deseos que no proceden de la naturaleza, sino
del vicio: por mucho pasto que les deis, no pondréis
fin a la avidez, sino que le daréis un aliciente más.
Cuando nos contenemos en los límites de la natu-
raleza se desconoce la miseria; cuando se traspasan,
la pobreza nos sigue hasta en la cumbre de la rique-
za. El mismo destierro basta para lo que nos es ne-
cesario, y los imperios mismos no bastarían para lo
superfluo. El alma es la que hace la riqueza: ella es la
que sigue al hombre al destierro, y la que, en los de-
siertos más áridos, mientras encuentra con qué

28
CONSOLACIÓN A HELVIA

sostener el cuerpo, goza y abunda en sus bienes.


Nada importa la riqueza al alma, de la misma mane-
ra que a los dioses inmortales, cosas que admiran
espíritus oscurecidos y demasiado esclavos de sus
cuerpos. Esas piedras, ese oro, esa plata, esas mesas
pulimentadas y de vastos contornos, productos son
de la tierra, a los que no puede adherirse un alma
pura y que tiene presente su origen: ligera y libre de
todo cuidado, y dispuesta a remontar a las sublimes
moradas, mientras espera este momento, no obs-
tante el peso de sus miembros y de la ruda envoltu-
ra que la rodea, recorre el cielo con las rápidas alas
del pensamiento. Así es que nunca puede condenar-
se al destierro esta alma libre, formada de la divina
esencia que abraza los mundos y las edades. Su pen-
samiento recorre todo el cielo, el tiempo pasado y el
venidero. Este cuerpo, prisión y lazo del alma, va
agitado de aquí para allá: sometido está a suplicios,
latrocinios y enfermedades, pero el alma es sagrada,
es eterna, y no es posible que nadie ponga mano en
ella.

XII. Y no creas que para alejar los disgustos de


la pobreza, penosa tan sólo para los que la imagi-
nan, acudo exclusivamente a los preceptos de los

29
LUCIO ANNEO SÉNECA

sabios. Considera, en primer lugar, cuánto más nu-


merosos son esos pobres que en nada verás más
tristes ni más inquietos que los ricos; y lo que es
más, ignoro si se encuentran tanto más alegres,
cuanto menos cargado está de cuidados su ánimo.
Pero dejemos a los pobres: vengamos a los ricos.
¡Cuántas veces en su vida se parecen a los pobres!
En viaje tienen que reducir su saco, y cuando se ven
obligados a caminar de prisa, tienen que despedir su
numerosa comitiva. En guerra, ¿qué tienen de todo
cuanto poseen, prohibiendo la disciplina militar to-
do aparato? Y no solamente la condición de los
tiempos o la esterilidad de los parajes les pone al
nivel de los pobres; ellos mismos tienen días en que,
hastiados de sus riquezas, cenan en el suelo, comen
en platos de barro, prescindiendo de la vajilla de oro
o de plata. ¡Locos! lo que desean por algunos días lo
temen para siempre. ¡Qué ceguedad! ¡qué ignorancia
de la verdad! ¡Huyen de lo que imitan por placer!
Por mi parte, cuando recuerdo los ejemplos anti-
guos, me avergüenzo de buscar consuelos contra la
pobreza; porque en nuestro tiempo, de tal manera
se ha exagerado el exceso del lujo, que hoy pesa más
el equipaje de un desterrado que antes el patrimonio
de un personaje. Homero solamente tuvo un siervo,

30
CONSOLACIÓN A HELVIA

tres Platón, ninguno Zenón, de quien procede la


rígida y viril sabiduría de los estoicos; y sin embargo,
¿quién osará decir que vivieron miserablemente, sin
hacerse considerar él mismo como el mayor misera-
ble? Menenio Agripa, aquel mediador de la paz en-
tre el Senado y el pueblo, fue sepultado a expensas
del público; Atilio Régulo, mientras combatía a los
Cartagineses en África, escribía al Senado que su
esclavo había huido dejando abandonadas sus tie-
rras; y el Senado, en ausencia de Régulo, las hizo
cultivar a sus expensas. La pérdida de un esclavo le
valió tener por colono al pueblo romano. Las hijas
de Scipión recibieron su dote del tesoro público,
porque su padre no les había dejado nada. Justo era
sin duda que el pueblo romano pagase una vez tri-
buto a Scipión, cuando anualmente recibía el tributo
de Cartago. ¡Dichosos los esposos de aquellas hijas
a quienes sirvió de suegro el pueblo romano! ¿Con-
sideras más felices a los que casan a sus mímicos
con un millón de sextercios, que a Scipión, cuyas
hijas recibieron en dote del Senado, su tutor, una
pesada moneda de cobre? ¿Despreciará alguien la
pobreza que tan ilustres ejemplos tiene? ¿Se indig-
nará porque algo le falte en el destierro, cuando falta
dote a Scipión, mercenario a Régulo, y a Menenio

31
LUCIO ANNEO SÉNECA

dinero para sus funerales? Estos abogados no sola-


mente hacen respetar, sino amar la pobreza.

XIII. Podrán contestarme: «Procedimiento arti-


ficioso es el de separar desgracias que en singular
pueden soportarse, y no pueden serlo reunidas. El
cambio de lugar es tolerable, si efectivamente solo
se cambia de lugar: la pobreza es tolerable si no lle-
va consigo la ignominia, que es la que puede abatir
el ánimo». Si se pretende asustarme con la multitud
de males, contestaré con estas palabras: Si tienes
bastante fuerza en ti mismo para rechazar un ataque
de la fortuna, debes tenerla también para rechazar-
los todos: una vez que la virtud ha endurecido el
ánimo, le hace invulnerable por todos lados. Si se
libertó de la avaricia, el azote más pernicioso del
género humano, no tardará en abandonarle la ambi-
ción. Si no consideras el último día como castigo,
sino como una ley de la naturaleza, cuando hayas
lanzado de tu corazón el temor a la muerte, no dará
entrada a ningún terror. Si consideras que no se han
dado al hombre los placeres sensuales para la vo-
luptuosidad, sino para la propagación de la especie,
el que no se encuentre manchado con este mal que
tan hondamente penetra en nuestras entrañas, verá

32
CONSOLACIÓN A HELVIA

todas las demás pasiones deslizarse delante de él sin


alcanzarle. La razón no rechaza separadamente cada
vicio, sino todos a la vez, venciendo con un esfuer-
zo solo. ¿Crees que el sabio puede ser sensible a la
ignominia, cuando encerrándolo todo en sí mismo
se separa de las opiniones vulgares? Más aún que la
ignominia es la muerte ignominiosa. Y sin embargo,
considera a Sócrates, con aquel sereno rostro que en
otro tiempo contuvo la insolencia de más de treinta
tiranos, entra en su prisión, a la que también debía
purgar de ignominia, porque no podía haber cárcel
allí donde se encontraba Sócrates. El que tiene ce-
rrados los ojos para contemplar la verdad, ¿por qué
considera ignominioso para Catón haber sido re-
chazado dos veces, cuando pedía en una la pretura y
en otra el consulado? La ignominia fue para el con-
sulado y la pretura, a los que Catón hubiese honra-
do. Solamente es despreciado por los demás el que
se desprecia a sí mismo. El ánimo vil y rastrero es el
único que puede recibir esta afrenta; pero al que se
hace superior a los reveses más grandes de la fortu-
na, al que domina las desgracias que abaten al vulgo,
le protegen las mismas miserias como cintas sagra-
das: y puesto que así somos, nada debemos admirar
tanto como un hombre desgraciado con valor. Lle-

33
LUCIO ANNEO SÉNECA

vaban en Atenas Arístides al suplicio: cuantos lo


encontraban, bajaban los ojos y gemían como si se
llevase a perecer no a un hombre justo, sino a la
misma justicia. Sin embargo, uno hubo que le escu-
pió en el rostro: Arístides podía indignarse, porque
sabía que ninguna boca pura se hubiese atrevido a
aquello; pero se enjugó el semblante, y dijo sonrien-
do al magistrado que lo acompañaba: «Advierte a
ése que en adelante no escupa con tanta descom-
postura». Esto era afrentar a la misma afrenta. Bien
sé que algunos consideran como lo peor de todo el
desprecio, pareciéndoles preferible la muerte. A és-
tos diré que el mismo destierro está con frecuencia
exento de todo desprecio. Si el hombre grande cae,
grande es también caído, y no debes considerarle
más despreciado que esas ruinas de sagrados tem-
plos, que se pisan, pero que las personas religiosas
veneran como si todavía permaneciesen en pie.

XIV. Así pues, madre querida, como en lo que a


mí toca, nada hay que deba hacerte derramar eter-
nas lágrimas, resulta que solamente tus propios sen-
timientos te hacen llorar. Estos pueden reducirse a
dos: porque te afliges, bien porque crees haber per-
dido un apoyo, o porque no puedes soportar el do-

34
CONSOLACIÓN A HELVIA

lor de su ausencia. En cuanto a lo primero, muy


poco he de decir: conozco tu corazón, y sé que no
amas a los tuyos más que por ellos mismos. Aléjen-
se esas madres que ejercen el poder de los hijos con
su impotencia femenil; que, porque su sexo las ex-
cluye de la vida de los hombres, son ambiciosas por
medio de ellos, disipan y captan su patrimonio y
fatigan su elocuencia en favor de los demás. Tú te
has regocijado profundamente de la fortuna de tus
hijos, usando parcamente de ella: tú impusiste siem-
pre límites a nuestra liberalidad, mientras que no los
ponías a la tuya: tú, en patria potestad aún, aumen-
tabas el caudal de tus hijos, que ya eran ricos; tú te
has mostrado en la administración de nuestro pa-
trimonio tan activa como si hubiese sido tuyo, cui-
dadosa como si hubiese sido ajeno; nada recibiste
de todos nuestros honores más que regocijo y gasto;
tu cariño no pensó jamás en el interés. No puedes,
pues, en ausencia de tu hijo, desear lo que en pre-
sencia suya nunca consideraste como tuyo.

XV. Todos mis consuelos deben dirigirse hacia


aquel lado de donde brota con toda su fuerza el
dolor maternal: «Estoy privada de los abrazos de mi
amado hijo; no gozo de su presencia, de su palabra:

35
LUCIO ANNEO SÉNECA

¿dónde está aquel cuyo rostro disipaba la tristeza del


mío, en el que depositaba todas mis penas? ¿dónde
aquellos coloquios de que me mostraba insaciable?
¿dónde aquellos estudios a los que asistía con más
gusto que una mujer, con más familiaridad que una
madre? ¿dónde aquellos encuentros y aquella alegría
infantil al ver a la madre?» Te representas aún los
sitios de nuestros regocijos y expansiones, y no
puedes olvidar las impresiones de nuestra reciente
conversación, tan a propósito para oprimir tu alma.
Porque la fortuna te reservaba todavía esta pena
cruel: la de hacerte regresar tranquila y sin sospechar
tu desgracia tres días antes de que descargase el gol-
pe. Oportunamente nos había separado la distancia;
oportunamente ausencia de muchos años te había
preparado para este infortunio: regresaste, no para
encontrar alegría al lado de tu hijo, sino para no
perder la costumbre de los dolores. Si hubieses par-
tido mucho tiempo antes, habrías sufrido menos; la
distancia misma habría suavizado el sentimiento: si
no hubieses partido, habrías tenido al menos como
último consuelo el placer de ver a tu hijo dos días
más. Hoy, gracias a la crueldad del destino, no has
estado presente a mi infortunio y no has podido
acostumbrarte a mi ausencia. Pero cuanto más te-

36
CONSOLACIÓN A HELVIA

rrible es esta desgracia, más indispensable te es re-


coger todo tu valor, mayor ardimiento necesitas pa-
ra combatir, hallándote al frente de un enemigo
conocido y frecuentemente vencido. No brota tu
sangre de cuerpo intacto; has sido herida en tus
mismas cicatrices.

XVI. No necesitas buscar excusa en tu condi-


ción de mujer, a la que se permiten las lágrimas co-
mo por derecho, muy extenso sin duda, pero no
ilimitado. Así es que nuestros mayores concedieron
diez meses para llorar al esposo, para transigir por
decreto solemne con la obstinación de las tristezas
de las mujeres: no prohibieron el luto, pero lo limi-
taron. Porque dejarse abatir por dolor infinito
cuando se pierde una persona querida, es loco cari-
ño; no experimentar ninguno, es inhumana dureza.
El equilibrio mejor entre el cariño y la razón es ex-
perimentar el dolor y dominarlo. No has de tomar
ejemplo de algunas mujeres, cuya tristeza, una vez
nacida, no termina hasta la muerte; algunas has co-
nocido que, después de la pérdida de sus hijos, no
abandonaron ya el luto: pero una vida que se ha
distinguido desde el principio con tanto valor, exige
más de ti. No puede acudir a las excusas de mujer

37
LUCIO ANNEO SÉNECA

aquella que estuvo exenta de todos los defectos fe-


meniles. La impureza, ese vicio dominante de nues-
tro siglo, no te confundió con la muchedumbre de
las mujeres; no te sedujeron las perlas y piedras pre-
ciosas; no brillaron ante tus ojos las riquezas como
los bienes más preciosos del género humano: cuida-
dosamente educada en casa antigua y severa, no pu-
do influir en ti el ejemplo de los malvados, tan
peligroso hasta para la virtud. Jamás te avergonzó tu
fecundidad como si fuese impropia de tus años:
nunca, como las demás mujeres que no buscan otro
mérito que el de la belleza, disimulaste el abulta-
miento de tu vientre como vergonzosa carga; tú
abogaste en tu seno las esperanzas concebidas ya de
tu posteridad. Nunca manchaste tu semblante con
afeites de prostitutas; jamás gustaste de esos vesti-
dos hechos de manera que todo lo dejen a la vista.
Tu único adorno fue el más bello de todos, aquel
que el tiempo no deteriora; tu único adorno fue la
castidad. No puedes, pues, excusar tu dolor con tu
condición de mujer: tus virtudes te han elevado
más, y lo mismo debes alejarte de los vicios que de
las debilidades de tu sexo. Ni las mismas mujeres te
permitirán consumirte sobre tu herida; sino que, en
cuanto hayas satisfecho al primer impulso de dolor

38
CONSOLACIÓN A HELVIA

legítimo, te mandarán levantar la cabeza, aunque no


sea más que para contemplar aquellas mujeres a
quienes su eminente virtud colocó entre los grandes
hombres. Cornelia era madre de doce hijos; el hado
los redujo a dos. Si quieres contar los muertos, Cor-
nelia perdió diez; si quieres estimarlos, fueron los
Gracos. Y sin embargo, cuando los que lloraban en
derredor suyo execraban su destino, prohibioles
acusar a la fortuna, que le había dado por hijos a los
Gracos. De aquella mujer mereció nacer el que dijo
en plena asamblea: «¿Te atreves a maldecir a mi ma-
dre, a la que me dio el ser?» Pero las palabras de la
madre me parecen más animosas. Los hijos daban
alto valor al nacimiento de los Gracos: la madre a su
muerte. Rutilia siguió a su hijo Cotta al destierro; su
cariño era lazo tan poderoso, que prefirió soportar
el destierro a la separación, y no quiso volver a su
patria sino con su hijo. Después de su regreso, lle-
gando, a ser uno de los ornamentos de la república,
le perdió con tanto valor como le había seguido; y
después de los funerales de su hijo, nadie la vio llo-
rar. En el destierro ostentó valor; en la muerte, pru-
dencia: porque nada la separó de su piedad; nada la
hizo persistir en loca o inútil tristeza. En el número
de estas mujeres quiero verte colocada; y puesto que

39
LUCIO ANNEO SÉNECA

siempre viviste como ellas, bien harás en seguir su


ejemplo para moderar y comprimir tu tristeza. De-
masiado sé que no se encuentra esto en nuestro po-
der, que ningún sentimiento se deja dominar, y
especialmente el que nace del dolor; porque este es
enérgico y rebelde a todo remedio. Algunas veces
queremos contener y ahogar nuestros suspiros, pero
por nuestro rostro compuesto y fingido se ve correr
el llanto. Algunas veces ocupamos nuestro ánimo en
los juegos y combates del circo, pero en medio de
estos mismos espectáculos que deberían distraerle,
se siente abatido por oculta tristeza. Mejor es, pues,
vencer el dolor, que engañarle; porque distraído por
los placeres, rechazado por las ocupaciones, des-
pierta muy pronto después de acumular en el repo-
so fuerzas para desencadenarse; pero el que obedece
a la razón, se asegura perpetua tranquilidad. No te
indicaré los medios que han usado muchos, tales
como buscar el alejamiento en la duración de un
viaje, o distracción en sus atractivos; emplear mu-
cho tiempo en el examen de cuentas y administra-
ción de tu patrimonio; en fin, que te ocupes sin
cesar en asuntos nuevos: todas estas cosas sola-
mente sirven por breves momentos, no siendo re-
medios, sino aplazamientos al dolor: por mi parte,

40
CONSOLACIÓN A HELVIA

prefiero poner término a la aflicción, que engañarla.


He aquí por qué te llevo hacia el refugio de todos
aquellos que huyen de la fortuna, los estudios libe-
rales; éstos curarán tu herida, éstos te librarán de
toda tristeza. Aunque nunca hubieses tenido esta
costumbre, hoy habrías de recurrir a ella; pero tú, en
cuanto lo permitió la antigua severidad de mi padre,
si no llegaste a poseer, al menos absorbiste los co-
nocimientos nobles. ¡Ojalá, menos adherido a las
costumbres de los antiguos, mi padre, varón tan
virtuoso, te hubiese dejado profundizar, más bien
que desflorar, las doctrinas de los sabios! No ten-
drías ahora que buscar auxilios contra la fortuna,
sino que usarías tus armas. A causa de esas mujeres
para quienes las letras antes son instrumentos de
corrupción que de sabiduría, alentó tan poco mi
padre tu afición a los estudios: sin embargo, merced
a un genio penetrante, conseguiste más de lo que
parecían permitirte las circunstancias, poniendo en
tu alma los cimientos de todas las ciencias. Vuelve a
ellas ahora, y te darán seguridad, consuelo y alegría:
si verdaderamente han penetrado en tu alma, jamás
tendrá cabida en ella el dolor, la inquietud, el tor-
mento inútil de vana aflicción: a nada de esto se
abrirá tu pecho, porque desde muy antiguo está ce-

41
LUCIO ANNEO SÉNECA

rrado a todos los vicios. Aquí tienes seguros guar-


dianes, los únicos que pueden ponerte al abrigo de
la fortuna; pero como antes de llegar al puerto que
te prometen los estudios necesitas apoyos en que
descansar, quiero mostrarte entre tanto los consue-
los que te son propios. Mira a mis hermanos: mien-
tras se encuentren en seguridad, no tienes derecho
para acusar a la fortuna: en uno y en otro encontra-
rás encanto por sus diferentes virtudes: el uno ha
conseguido los honores por sus conocimientos, y el
otro, por su sabiduría, los ha despreciado. Goza de
la grandeza del uno, de la paz del otro y del amor de
los dos. Conozco los afectos íntimos de mis herma-
nos: el uno ha apetecido las dignidades para hon-
rarte; el otro se ha recogido en vida de tranquilidad
y reposo para dedicarse por completo a ti. La fortu-
na ha dispuesto admirablemente tus hijos para pro-
porcionarte apoyo y deleite; puedes descansar en el
favor del uno y gozar de los ocios del otro. Ambos
rivalizarán en cariño hacia ti, y el amor de dos hijos
compensará la pérdida de uno. Puedo asegurarlo
con audacia: lo único que te faltará es el número.
Fija en seguida los ojos en tus nietos: mira a Marco,
ese amable niño a cuyo aspecto no puede resistir
ninguna tristeza; no hay en el pecho herida tan pro-

42
CONSOLACIÓN A HELVIA

funda ni tan reciente, que no puedan dulcificar sus


caricias. ¿Qué lágrimas no podría secarte su alegría?
¿Qué corazón contraído por la angustia no se en-
sancharía con sus gracias? ¿Sobre qué frente no tra-
erían regocijo sus juegos? ¿Qué pensamientos
obstinados no desaparecerían al escuchar su encan-
tadora charla que no puede cansar? Ruego a los dio-
ses le concedan sobrevivirnos. ¡Que la crueldad del
destino se agote y termine en mí! ¡Que caigan sobre
mí todos los dolores de la madre, y sean para mí
también todos los de la abuela! Que todos los de-
más de la familia sean felices cada cual en su condi-
ción, y no me quejaré de mi soledad ni de mi suerte.
Que sea yo la única víctima expiatoria de la casa que
ya no tendrá que gemir. Abraza estrechamente con-
tra tu seno a Novatila, que muy pronto debe darte
biznietos: de tal manera me la había apropiado, tan
íntimamente la había unido conmigo, que después
de haberme perdido, aunque la queda un padre,
puede muy bien pasar por huérfana: ámala también
por mí. Hace muy poco que la fortuna le arrebató
su madre; tu cariño puede hacer, si no que se con-
suele de esta pérdida, al menos que no la lamente.
Vigila en tanto sus costumbres, en tanto su belleza:
los preceptos se graban más hondos cuando se im-

43
LUCIO ANNEO SÉNECA

primen en tierna edad. Que se alimente con tu en-


señanza, que se conforme a tu modelo: mucho le
darás, aunque no la des más que el ejemplo. Este
deber sagrado servirá de remedio a tus males; por-
que solamente la razón o una ocupación honesta
pueden arrancar del ánimo las amarguras de piadoso
dolor. Si tu padre no se encontrase ausente, también
lo contaría entre tus grandes consuelos; considera
sin embargo ahora según tu afecto qué sea lo más
importante, y comprenderás cuánto más justo es
conservarte para él que sacrificarte para mí. Siempre
que en sus violentos accesos se apodere de ti el do-
lor queriendo dominarte, piensa en tu padre: sin
duda que, dándole nietos y biznietos has cesado de
ser su hija única; pero a ti sola pertenece conceder el
último galardón a esa existencia tan felizmente lle-
vada. Mientras viva él, es un crimen quejarte de vivir
tú.

XVII. Hasta ahora he callado tu consuelo más


grande; tu hermana, ese pecho fidelísimo en el que
depositas todas tus penas como en el tuyo; esa alma
maternal para todos nosotros. Con ella has confun-
dido tus lágrimas; sobre su corazón has recobrado la
vida. En tus afectos se inspiró siempre, pero cuando

44
CONSOLACIÓN A HELVIA

se trata de mí, no se aflige únicamente por ti. En sus


brazos fui a Roma; en su maternal seno convalecí de
larga enfermedad; ella fue la que puso en juego su
favor para conseguirme la cuestura; y la que no po-
día sostener sin timidez una conversación o saludo
en voz alta, por su cariño hacia mí triunfó de su
modestia. Ni su vida retirada, ni su cortedad, que
podría llamarse campesina si se considera la petu-
lancia de muchas mujeres, ni su quietud, ni la tran-
quilidad de sus costumbres apacibles y solitarias la
impidieron mostrarse hasta ambiciosa por mí. He
ahí, querida madre, el consuelo que puede confor-
tarte: únete cuanto puedas a esa hermana y retenla
en estrecho abrazo. Los entristecidos suelen huir de
lo que más aman, para que nada turbe su dolor: tú
debes refugiarte en ella y con todos tus pensamien-
tos: ora quieras conservar el luto de tu alma, ora
quieras despojarte de él, en ella encontrarás fin o
compañera a tu dolor. Pero si conozco bien la pru-
dencia de esa mujer perfectísima, no consentirá que
te consumas en inútil aflicción, y te citará su propio
ejemplo, del que yo fuí testigo. En medio de peli-
grosa navegación perdió a su amado esposo, nues-
tro tío, al que se había unido siendo virgen: sin
embargo, pudo soportar a la vez el dolor y el temor,

45
LUCIO ANNEO SÉNECA

y triunfando de la tempestad, náufraga valerosa, sal-


vó su cuerpo. ¡Oh, cuántas mujeres hay cuyas bellas
acciones se pierden en la oscuridad! Si hubiese vivi-
do en aquellas edades antiguas en que la sencillez
sabía admirar las virtudes, ¡cuántos ingenios se h u-
biesen disputado la gloria de celebrar una esposa
que, olvidando su debilidad, despreciando el mar,
tan temible hasta para los más intrépidos, entrega su
cabeza a los peligros por una sepultura, y ocupada
completamente en los funerales de su espeso, no
piensa en los suyos! Los poetas han ensalzado en
sus versos a la que se ofreció a la muerte en lugar de
su esposo; sin embargo, mayor mérito existe en
buscar la sepultura con peligro de la vida: el amor es
más grande cuando con igual peligro consigue me-
nos. Que nadie se admire ahora por qué durante
diez y seis años que su esposo gobernó el Egipto,
jamás se presentase en público, jamás recibiese en
su casa a nadie de la provincia, jamás solicitase nada
de su marido, ni consintiera que la pidiesen nada a
ella misma. Así aquella provincia locuaz e ingeniosa
para ultrajar a sus prefectos, en la que aquellos
mismos que evitaron las faltas no pudieron escapar
a la difamación, le celebra como único modelo de
perfección; y, lo que era más difícil aún para hom-

46
CONSOLACIÓN A HELVIA

bres que se complacen en los sarcasmos, hasta con


peligro de la vida, reprimieran la intemperancia de
su lengua, y hoy mismo deseen alguno que se lo pa-
rezca, aunque no se atreven a esperarlo. Mucho es
haber obtenido durante diez y seis años la aproba-
ción de aquella provincia; pero es mucho más haber
sido ignorada. No refiero estos detalles para cele-
brar todos sus méritos, porque sería aminorarlos
mencionarlos tan ligeramente; sino para hacerte
apreciar la grandeza de alma de una mujer a la que,
ni la ambición ni la avaricia, compañeras y azote de
todo poder, consiguieron dominar; de una mujer a
la que el temor de la muerte, cuando esperaba el
naufragio en su desamparada nave, no impidió
abrazarse al cadáver de su esposo y cuidar, no de
cómo le salvaría, sino de cómo lo llevaría al sepul-
cro. Necesario es que muestres igual valor, sustrai-
gas tu ánimo al dolor y obres de modo que nadie te
suponga arrepentida de tu maternidad. Sin embargo,
como a pesar de lo que hagas, tu pensamiento se
dirigirá siempre hacia mí y ningún hijo tuyo se pre-
senta con tanta frecuencia a tu memoria, no porque
les ames menos, sino porque es natural llevar más
veces la mano a la parte dolorida, he aquí cómo de-
bes pensar de mí: me encuentro alegre y contento

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LUCIO ANNEO SÉNECA

como en los mejores días: nuestros mejores días son


aquellos en que el ánimo, libre de todo cuidado,
emprende cómodamente los trabajos, y en tanto,
encuentra placer en los estudios ligeros, en tanto
ávido de verdad se eleva para contemplar su natu-
raleza y la del universo. Primeramente examina las
tierras y su posición; en seguida las leyes del mar
que las rodea, sus flujos y reflujos alternos; y des-
pués contempla el intervalo que media entre el cielo
y la tierra, lleno de asombros, y ese espacio en el
que estallan con fragor los truenos, los rayos, el so-
plo de los vientos y las nubes que lanzan la nieve y
el granizo: después de pasear por las regiones infe-
riores, álzase a las superiores, goza del magnífico
espectáculo de las cosas divinas, y recordando su
eternidad, camina en medio de lo que fue y de lo
que será en todos los siglos.

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