Carta de Una Desconocida Stefan Zweig

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«Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que
conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero
sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que
darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos
sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta
carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en
tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida
que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora».
Stefan Zweig
Carta de una desconocida
Carta de una desconocida
Cuando por la mañana temprano el famoso novelista R. regresó a Viena después
de una refrescante salida de tres días a la montaña, decidió comprar el periódico.
Al pasar la vista por encima de la fecha, recordó que era su cumpleaños.
Cuarenta y uno, se dijo, pero esta constatación no le agradaba ni le desagradaba.
Echó un vistazo a las crujientes páginas del periódico y se fue a su casa en un
coche de alquiler. El may ordomo le informó de dos visitas y de algunas llamadas
recibidas durante su ausencia, y le entregó el correo acumulado en una bandeja.
Él lo examinó con indolencia y abrió un par de sobres cuy os remitentes le
interesaron; vio una carta con caligrafía desconocida y apariencia demasiado
voluminosa que, en un principio, dejó de lado. Entretanto le sirvieron el té. Se
reclinó cómodamente en la butaca, hojeó el periódico y algunos folletos.
Después encendió un cigarro y cogió la carta a la que no había prestado atención.
Era un pliego de unos veinticinco folios escritos precipitadamente con letra
femenina, desconocida y nerviosa; más que una carta parecía un manuscrito.
Palpó de nuevo el sobre, instintivamente, por si encontraba alguna nota
aclaratoria. Estaba vacío. En él no había más que aquellas hojas; ni la dirección
del remitente ni tan siquiera una firma. Qué extraño, pensó, y cogió nuevamente
la carta. « A ti, que nunca me has conocido» , ponía como encabezamiento, como
si fuera un título.
Perplejo, se planteó: ¿Iba esto dirigido a él o a una persona imaginaria? De
pronto se despertó su curiosidad, y empezó a leer:

Mi hijo murió ay er. Durante tres días y tres noches he tenido que luchar con
la muerte que rondaba a esa pequeña y frágil vida. Permanecí sentada al lado de
su cama cuarenta horas, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo ardiente.
Sostuve paños fríos sobre su hirviente sien y, día y noche, sujeté sus intranquilas
manos. La tercera noche me derrumbé. Mis ojos y a no podían más, se me
cerraban sin darme cuenta. Estuve durmiendo tres o cuatro horas en el duro
asiento y, entretanto, se lo llevó la muerte. Ahora, pobrecito, está aquí tendido, mi
querido niño, en su estrecha cuna, igual que en el momento de morir; sólo le han
cerrado los ojos, sus ojos oscuros e inteligentes; le han cruzado los brazos encima
de la camisa blanca, y queman cuatro cirios en los cuatro extremos de su cama.
No me atrevo a mirar, no me atrevo a moverme porque, cuando oscilan, los
cirios deslizan sigilosamente sombras sobre su rostro y su boca cerrada, y es
como si sus facciones cobraran vida y y o pudiera pensar que no está muerto, que
volverá a despertarse y con su voz clara me dirá alguna chiquillada. Pero sé que
está muerto y no quiero volver a mirarlo para no volver a tener esperanzas, no
quiero engañarme otra vez. Lo sé, lo sé, mi hijo murió ay er. Ahora sólo te tengo
a ti en el mundo, sólo a ti, que no sabes nada de mí, que juegas o coqueteas con
personas y cosas, sin sospechar nada. Sólo a ti, que nunca me has conocido pero
al que siempre he querido.
He cogido el quinto cirio y lo he puesto aquí, en la mesa desde donde te
escribo. Porque no puedo estar a solas con mi hijo muerto sin que se me desgarre
el alma. ¿A quién podría hablarle, en esta terrible hora, sino a ti, que fuiste y eres
todo para mí? Quizá no pueda hablarte de una forma muy clara, quizá no me
entiendas. Tengo la cabeza embotada, se me contraen las sienes y siento
martillazos, las extremidades me duelen tanto… Creo que tengo fiebre, quizás
incluso tenga la gripe, que ahora va de puerta en puerta. Eso estaría bien porque
me iría con mi hijo y no tendría que hacerme ningún daño. A veces se me
oscurece la vista, y quizá no pueda acabar de escribir esta carta, pero quiero
reunir todas mis fuerzas para, por una vez, sólo esta vez, hablarte a ti, amor mío,
que nunca me conociste.
Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que
conocer toda mi vida, que siempre fue la tuy a aunque nunca lo supiste. Pero sólo
tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y y a no tengas que darme una
respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el
final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en
silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una
muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuy a desde la
primera hasta la última hora. No te inquietes por mis palabras; una muerta y a no
quiere nada, no quiere ni amor ni compasión ni consuelo. Sólo quiero una cosa de
ti, que creas todo lo que te confiesa mi dolor, un dolor que sólo busca amparo en
ti. Lo único que te pido es eso, que creas todo lo que te cuento: uno no miente en
la hora de la muerte de su único hijo.
Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera, que empezó el día en que te
conocí. Antes había sido sólo algo turbio y confuso, una época en la que mi
memoria nunca ha vuelto a sumergirse. Debía de ser como un sótano
polvoriento, lleno de cosas y personas cubiertas de telarañas, tan confusas, que
mi corazón las ha olvidado. Cuando llegaste, y o tenía trece años y vivía en el
mismo edificio donde tú vives ahora, en el mismo edificio donde estás ley endo
esta carta, mi último aliento de vida. Vivía en el mismo rellano, frente a tu puerta.
Juraría que y a ni te acuerdas de nosotros, de la pobre viuda de un funcionario
administrativo (iba siempre de luto) y de su escuálida hija adolescente. Era como
si nos hubiéramos ido hundiendo en una miseria pequeñoburguesa. Quizá no has
oído nunca nuestros nombres porque, además de no tener ninguna placa en la
puerta, nadie venía a vernos, nadie preguntaba por nosotros. Hace y a tanto
tiempo de aquello, quince o dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas,
querido. Pero y o, ¡oh!, recuerdo cada detalle con fervor; recuerdo como si fuese
hoy el día, no, la hora en que oí hablar de ti por primera vez y cuando por
primera vez te vi. Y cómo no habría de recordarlo, si fue entonces cuando el
mundo empezó a existir para mí. Permíteme, querido, que te lo cuente todo
desde el principio. Espero que no te canses durante este cuarto de hora en que vas
a oír hablar de mí, igual que y o no me he cansado de ti a lo largo de mi vida.
Antes de que te mudaras a nuestra casa, vivía detrás de tu puerta una gente
desagradable y malvada, de talante violento. Siendo pobres como eran, lo que
más odiaban era la pobreza de sus vecinos, la nuestra, porque no queríamos tener
nada que ver con la tosca brutalidad proletaria. El hombre era un borracho y
pegaba a su mujer. A menudo nos despertábamos durante la noche por el
estruendo de sillas caídas o platos rotos. Una vez la esposa llegó a correr por las
escaleras con la cabeza sangrienta y los pelos revueltos, seguida de su marido,
borracho, hasta que la gente salió de sus casas. Lo amenazaron con llamar a la
policía. Mi madre, y a desde un principio, había evitado cualquier tipo de relación
con ellos y me prohibió hablar con sus hijos, quienes aprovechaban cualquier
oportunidad para resarcirse conmigo. Cuando me encontraban por la calle me
insultaban, incluso llegaron a lanzarme una bola de nieve tan apretada que me
empezó a sangrar la frente. Todos los vecinos sentían hacia ellos un odio instintivo
y, cuando de pronto sucedió algo —creo que encerraron al hombre por robo— y
tuvieron que mudarse, pudimos respirar tranquilos. En el portal estuvo colgado un
par de días un cartel de « casa en alquiler» . Fue retirado unos días más tarde y, a
través del portero, se extendió el rumor de que un escritor, un hombre tranquilo y
solitario, había alquilado el piso. Así fue como oí tu nombre por primera vez.
Unos días después vinieron unos pintores, unos tapiceros y una brigada de
limpieza para quitar todo lo que los antiguos inquilinos habían dejado en el piso.
Empezaron a dar martillazos, a picar, a limpiar y a rascar, pero mi madre estaba
contenta porque, según decía, aquello era el fin de ese sucio desorden. No te
llegué a ver durante la mudanza: todos estos trabajos los supervisaba tu
may ordomo, ese may ordomo señorial de pelo gris, pequeño y serio, que lo
dirigía todo con aire de entendido, silencioso y preciso. Eso nos impresionaba
mucho a todos; primero porque tener un may ordomo de tanta categoría en
nuestra vecindad era algo completamente nuevo y, después, porque era muy
atento con todos, aunque mantenía cierta distancia respecto al servicio doméstico
o a entablar conversaciones amistosas. Desde el primer día saludó a mi madre
respetuosamente, como a una dama, e incluso conmigo, la chiquilla, se mostraba
amable y educado. Cuando te nombraba, lo hacía siempre con cierta veneración,
con un respeto singular —se veía en seguida que sus sentimientos eran más que
los de un fiel servidor—. Y por eso lo quise tanto al viejo Johann, aunque
envidiaba que pudiera estar siempre a tu alrededor, sirviéndote.
Te explico todo esto, querido, todas estas pequeñas, casi ridiculas cosas, para
que entiendas el poder que tenías sobre mí, aquella tímida y asustadiza niña. Ya
antes de entrar en mi vida, un halo nimbaba tu persona. Estabas rodeado de una
atmósfera de lujo, de maravilla y misterio. Todos los vecinos de aquella casa
humilde (la gente que tiene una vida opaca siempre curiosea todo lo que pasa
más allá de su puerta) esperábamos impacientes tu llegada. Y, en mi caso, esa
curiosidad aumentó cuando un mediodía, al llegar del colegio, vi el camión de
mudanzas delante de casa. La may or parte del mobiliario, las piezas más
pesadas, y a las habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas pequeñas
hacia arriba. Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas
eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches
indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron
los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que pudieran existir.
Los iban apilando en la puerta, los cogía el may ordomo, uno por uno, y les
quitaba el polvo con cuidado. Me acerqué sigilosamente para contemplar cómo
iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me animó a
quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado acariciar
el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos tímidamente:
algunos eran ingleses o franceses, y otros en idiomas que no entendía. Creo que
los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi madre me llamó.
En toda la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo
tenía una docena de libros baratos, encuadernados con cartones rotos, y los
quería más que a nada en el mundo, los leía una y otra vez. Y ahora me asediaba
la pregunta de cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan
maravillosos libros. Tenía que ser un hombre muy rico y culto para dominar
tantos idiomas. Se me despertaba una especie de etérea veneración al pensar en
todos esos libros. Traté de imaginarte: eras un señor con gafas y una larga barba
blanca, parecido a mi profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo
y más cortés. No sé por qué estaba tan convencida de que tenías que ser guapo,
aun crey éndote un hombre may or. Esa misma noche, y aún sin conocerte, soñé
por primera vez contigo.
Al día siguiente te instalaste, pero, por mucho que estuve espiando, no te pude
ver el rostro. Esto aumentaba mi curiosidad. Finalmente, al tercer día te vi y la
sorpresa fue conmovedora. Eras tan distinto, con tan poca semejanza a mi
imagen infantil de un dios paternal… Había soñado con un viejo bonachón y con
gafas, pero llegaste tú, con el mismo aspecto que tienes ahora, un hombre que no
cambia, para el que los años no pasan. Vestías un encantador traje deportivo
marrón claro y subías la escalera de dos en dos, con tu juvenil e incomparable
estilo. El sombrero lo llevabas en la mano, por lo que, con indescriptible sorpresa,
pude ver tu radiante y despierto rostro y tu cabello lleno de vida. Me asusté de lo
joven, guapo, esbelto y elegante que eras. Es extraño que en ese primer segundo
pudiera descubrir eso que en ti me sorprende y sorprende a los demás. Vi que
eras dos personas en una: un joven ardiente, impulsivo y aventurero, y, al mismo
tiempo, en tu arte, un hombre enormemente serio, responsable y cultivado. Sin
darme cuenta percibí algo que después vieron todos, que llevabas una doble vida,
una vida con una superficie abierta al mundo y otra en la sombra, que sólo tú
conocías. Esta profunda ambigüedad, el misterio de tu existencia, me atrajo
desde el primer momento, cuando sólo tenía trece años.
¿Entiendes ahora, amor mío, qué maravilla, qué enigma más seductor debiste
resultarle a aquella niña? Descubrí que esa persona a la que tanto se respetaba
por haber escrito libros, por ser famoso en ese otro mundo, era un joven animoso
y elegante de veinticinco años. No necesito decirte que desde aquel día, en
nuestra casa, en mi pequeño mundo infantil, lo único que me interesó fuiste tú. Mi
vida giraba alrededor de la tuy a, tu vida me preocupaba con toda la insistencia, la
obsesiva obstinación de una niña de trece años. Te observaba, vigilaba tus
costumbres y la gente que venía a verte, y todo ello, lejos de disminuirla,
aumentaba la curiosidad que sentía por ti. Esta dualidad tuy a se expresaba
claramente en la variedad de tus visitantes. Venían personas jóvenes, descuidados
estudiantes amigos tuy os con los que te reías y divertías. Después estaban las
damas que llegaban en coche. Alguna vez el director de la Ópera y el gran
director de orquesta —aquel al que tenía respeto sólo con verlo de lejos en la
tarima—. También se escabullían por tu puerta algunas muchachas jóvenes,
estudiantes de la Escuela de Comercio. En fin, muchas y muchas mujeres. Yo
nunca me preocupé por todo eso, ni siquiera cuando una mañana, al ir al colegio,
vi salir a una dama cubierta de espesos velos. Yo sólo tenía trece años, y no sabía
que la curiosidad especial con la que te miraba y espiaba se llamaba amor.
Pero todavía recuerdo perfectamente el día y la hora exacta en que te
entregué mi corazón para siempre. Había salido a dar un paseo con una amiga
del colegio y estábamos charlando en el portal. Llegó un coche, se paró, y de él
saliste tú de ese modo impaciente y espontáneo que todavía hoy me enloquece.
Viniste hacia la entrada. No sé qué me impulsó a abrirte la puerta y ponerme en
tu camino, de modo que casi tropezamos. Me miraste con calidez, suavemente, y
me sonreiste con ternura —sí, con ternura, no lo puedo describir de otra forma—.
Me dijiste con una tenue y afable voz:
—Muchas gracias, señorita.
Eso fue todo, querido. Pero desde ese segundo, desde que sentí esa tierna y
suave mirada, quedé a tu merced. Después comprendí que esa mirada que atrae,
que te envuelve y te desnuda a la vez, esa mirada de seductor consumado, era tu
modo de mirar a todas las mujeres que se cruzaban en tu camino, a cualquier
vendedora que te atendía, a cualquier criada que te abría la puerta. No eres
consciente de la fuerza de esa mirada que tu ternura hacia las mujeres hace
parecer más dulce y afectuosa en su insistencia. Pero y o, con trece años, no
sospechaba nada de eso, vivía como sumergida en fuego. Creí que esa ternura
sólo era para mí, para mí sola. Como adolescente, en un segundo, se despertó en
mí la mujer que había de enamorarse de ti para siempre.
—¿Quién es él? —preguntó mi amiga.
No le pude responder al momento. Me resultaba imposible pronunciar tu
nombre: en ese segundo, en ese único segundo, se convirtió en algo sagrado, en
un secreto.
—Ah, un vecino de esta casa —tartamudeé de forma poco elegante.
—Pero, ¿por qué te has puesto tan roja cuando te ha mirado? —se burlaba mi
amiga con la malicia de una niña curiosa.
Y precisamente porque sentía que se reía de mi secreto, las mejillas se me
sonrosaron todavía más. Contesté de un modo tosco por lo embarazoso de la
situación.
—¡Tonta! —le dije con agresividad. Me hubiese gustado ahogarla, pero ella
se reía aún más escandalosamente, con más ironía; y o sentí que los ojos se me
llenaban de lágrimas por la rabia que me invadía y eché a correr por las
escaleras, dejándola plantada en el portal.
Desde aquel momento te quise. Sé que muchas mujeres te lo han dicho a
menudo, a ti, tan mal acostumbrado, pero créeme, ninguna te ha querido tan
devotamente como y o, ninguna te ha sido tan fiel ni se ha olvidado tanto de sí
misma como lo he hecho y o por ti. No hay nada en el mundo que sea
equiparable al secreto amor de una niña que permanece en la penumbra y tiene
pocas esperanzas. Es humilde y servil, tan receloso y apasionado como nunca
puede serlo el amor inadvertidamente exigente y lleno de deseo de la mujer
adulta. Sólo los niños solitarios pueden contener su pasión. Los otros hablan de sus
sentimientos en grupo, se abren estimulados por la confianza y han oído hablar y
han leído mucho sobre el amor; saben que es un destino común para todos.
Juegan con él como con un juguete, presumen de él como los muchachos con su
primer cigarrillo. Pero y o… y o no tenía a nadie en quien confiar, nadie me había
instruido ni prevenido, ni tenía experiencia alguna. No sabía nada. Me entregué
ciegamente a mi destino como quien se lanza a un abismo. Todo lo que crecía y
florecía en mí se volcaba en ti, no dejaba de soñar contigo, mi único confidente.
Mi padre hacía tiempo que había muerto; mi madre se me hacía extraña con su
eterno abatimiento y sus escrúpulos de viuda pensionista; y las disolutas
compañeras del colegio me repelían porque jugaban frívolamente con lo que a
mí me llenaba de pasión. Por eso concentré en ti todo lo que en circunstancias
normales se hace añicos y se dispersa. Te ofrecí todo mi haz de sentimientos y
toda mi impaciente persona. Para mí eras… ¿cómo explicártelo?, cualquier
comparación sería pobre. Para mí lo eras todo, toda mi vida. Todo existía sólo si
tenía relación contigo, toda mi vida sólo tenía sentido si se vinculaba a ti.
Transformaste toda mi existencia. En el colegio pasé a ser la primera de la clase,
en lugar de una alumna mediocre e indolente. Leía mil libros hasta altas horas de
la madrugada porque sabía que tú los adorabas. De pronto, para asombro de mi
madre, empecé a tocar el piano de forma obsesiva porque creía que amabas la
música. Lavaba y cosía mi ropa sólo para parecerte pulcra y aseada. Me
horrorizaba que mi viejo delantal del colegio (era una bata de mi madre
transformada en delantal) tuviera un remiendo cuadrado a la izquierda. Temía
que lo pudieras detectar y me despreciaras; por eso lo escondía siempre detrás
de la cartera mientras subía las escaleras corriendo. ¡Qué ingenua! Tú apenas
volviste a fijarte en mí, apenas me miraste otra vez.
Y con todo, y o no hacía otra cosa en todo el día que esperarte y espiarte.
Nuestra puerta tenía una pequeña mirilla de latón, por cuy o agujero redondo se
podía ver la puerta de tu casa. Esta mirilla —no, no te rías, querido; aún hoy, aún
hoy no me avergüenzo de aquellas horas— era el ojo por el que y o veía el
mundo. Allí, en el recibidor helado, temiendo las sospechas de mi madre, pasé
muchos meses y años con un libro en la mano, tardes enteras al acecho, tensa
como la cuerda de un violín que vibraba cuando tu presencia la rozaba. Siempre
estaba a tu alrededor, siempre en tensión y movimiento, pero tú no podías
advertirlo; era como la presión del muelle del reloj que llevas en el bolsillo, que
pacientemente cuenta y mide tus horas a oscuras, que te acompaña en tu
tray ecto con palpitaciones inaudibles y sobre el cual tu mirada rápida se desliza
solamente una vez en millones de segundos ininterrumpidos. Lo sabía todo sobre
ti, conocía cada una de tus costumbres, cada corbata, cada traje; llegué a
distinguir a todos tus conocidos y separé los que más me gustaban de los que me
resultaban antipáticos. De los trece a los dieciséis años viví cada hora dentro de ti.
Ah, ¡cuántas tonterías llegué a hacer! Besaba el picaporte de la puerta que había
tocado tu mano, robaba las colillas de los cigarrillos que habías tirado antes de
entrar; para mí eran sagradas porque habían tocado tus labios. Por la noche
bajaba cien veces a la calle con cualquier pretexto para ver en cuál de tus
ventanas había luz y sentir tu presencia invisible con may or certeza. Las semanas
que te ibas —siempre se me helaba el corazón cuando veía que el bueno de
Johann bajaba tu bolsa amarilla de viaje— mi vida se detenía, no tenía sentido
alguno. Iba arriba y abajo, de mal humor, aburrida, enojada, y siempre tenía
que ir con cuidado para que mis ojos llorosos no descubrieran mi desesperación a
mamá.
Sé que todo esto que te cuento son exaltaciones ridiculas, chiquilladas.
Debería avergonzarme, pero no lo hago porque mi amor por ti nunca fue tan
puro y tan apasionado como en aquellos excesos pueriles. Podría explicarte
durante horas y días cómo vivía contigo por aquel entonces, aunque apenas
conocías mi cara. Si me topaba contigo por las escaleras, y no había forma de
evitarlo, el miedo a tu mirada ardiente me hacía pasar corriendo, cabizbaja,
como el que se tira al agua, no fuera caso que el fuego me abrasase. Podría
hablar durante horas y días de lo que para ti desapareció hace mucho tiempo,
reconstruir el calendario de tu vida, pero no quiero aburrirte, no quiero
atormentarte. Sólo te confiaré la experiencia más hermosa de aquellos años, y
sólo te pido que no te burles de su insignificancia; para mí, tan niña, era un
infinito. Debía de ser domingo. Tú estabas de viaje y tu sirviente, con la puerta
del piso abierta, entraba las pesadas alfombras después de sacudirlas. Estaba
sudando, pobrecito. En un ataque de valentía repentino fui a preguntarle si podía
ay udarle. Se sorprendió, pero me dejó echarle una mano y así pude ver el
interior de tu piso —no podrías imaginar con qué respeto, con qué devoción—: tu
mundo, el escritorio donde trabajabas con un jarrón de cristal azul, tus armarios,
tus cuadros, tus libros. Sólo di una ojeada fugaz, como un ladrón, en tu vida,
porque seguro que el fiel Johann no me hubiese permitido contemplarlo todo con
tranquilidad. Aun así, con una sola mirada fui capaz de absorber toda aquella
atmósfera y tuve alimento para soñarte siempre, despierta y dormida.
Ese momento, ese instante tan breve, fue el más feliz de mi niñez. Te lo
quería explicar para que tú, que no me conoces, empezaras a ser mínimamente
consciente de cómo una vida dependía de ti y en ti se sustentaba. Quería
explicarte este y también otro momento, que fue el más terrible y que, por
desgracia, no llegó mucho después que el primero. Como te iba diciendo, me
había olvidado de todo por estar tan pendiente de ti, no hacía caso a mi madre ni
me preocupaba por nadie. No me di cuenta de que un hombre may or, un
comerciante de Innsbruck, pariente lejano de mi madre, venía a menudo a casa
y llevaba a mi madre al teatro, de modo que me quedaba sola y podía pensar en
ti, espiarte: el no va más de mi felicidad, lo único que me interesaba. Un día mi
madre me llamó con cierta formalidad para que fuera a su habitación; quería
hablar conmigo seriamente. Empalidecí y oí cómo mi corazón latía con fuerza:
¿sospechaba algo? Mi primer pensamiento fuiste tú, el secreto que me unía al
mundo. Pero mi madre también estaba confusa. Me besó (cosa que no hacía
nunca) afectuosamente en ambas mejillas, me hizo sentar en el sofá, a su lado, y
empezó a titubear, diciéndome que su pariente, también viudo, le había propuesto
que se casara con él y que ella pretendía aceptar, más que nada por mí. La
sangre empezó a hervirme en el corazón: sólo un pensamiento bullía en mi
interior, tú.
—Pero, ¿nos vamos a quedar aquí? —pude balbucear.
—No, nos mudamos a Innsbruck, Ferdinand tiene allí una casa muy bonita.
No escuché nada más, no veía nada, todo había quedado a oscuras. Después
supe que me había desmay ado. Al parecer —según oí que le contaba mi madre
a mi padrastro, quien se había quedado esperando detrás de la puerta de la
habitación— y o había empezado a retroceder con las manos abiertas y me había
desplomado en el suelo. Lo que pasó en los días siguientes, cómo me resistí,
siendo una criatura débil, a la imposición de sus deseos, no te lo puedo explicar:
sólo de pensarlo me tiemblan las manos al escribir. No podía desvelar mi
verdadero secreto, así que mi resistencia parecía sólo tozudez, maldad y
obstinación. Nadie más habló conmigo, todo sucedió a mis espaldas.
Aprovechaban las horas que estaba en el colegio para preparar el traslado, y
cuando volvía encontraba otro mueble desmontado o que había sido vendido.
Veía cómo se desintegraba el piso y, con él, mi vida. Un día, al regresar a la hora
de comer a casa, vi que un camión de mudanzas había venido para llevárselo
todo. En las habitaciones vacías quedaban las maletas hechas y dos camas
plegables. Mamá y y o íbamos a pasar una noche, la última allí, porque, a la
mañana siguiente, partiríamos hacia Innsbruck.
Aquel último día sentí con certeza, firmemente, que no podía vivir lejos de ti.
Eras mi única salvación. Nunca podré precisar cómo me imaginaba todo aquello
o si era suficientemente capaz de pensar con claridad durante aquellas horas de
desconsuelo. Sólo sé que me puse en pie —mi madre había salido— para
caminar hacia tu casa tal como iba vestida, con el uniforme de la escuela. No, no
caminaba, me desplazaba con las piernas rígidas, con las articulaciones
temblorosas me arrastraba como atraída magnéticamente hacia tu puerta. Ya te
he dicho que no sé muy bien lo que quería; quizá caer a tus pies y suplicarte que
me acogieras como si fuera una criada, como una esclava. Temo que te vas a
reír del inocente fanatismo de una muchacha de quince años, pero no te reirías,
querido, si supieras cuánto tiempo permanecí allí afuera, en el rellano helado,
rígida por el miedo pero como atraída por un poder de difícil comprensión; si
supieras cómo conseguí que el brazo tembloroso se me despegara algo del
cuerpo, que se levantara —fue toda una batalla en una angustiosa eternidad de
segundos—, para que mi dedo pulsase el timbre de tu puerta. Esa llamada
estridente, que contrastaba con el silencio que le siguió, cuando mi corazón y mi
sangre se detuvieron, aún hoy me traspasa los oídos, entonces sólo pendientes de
si abrías la puerta.
Pero tú no apareciste. Nadie vino a abrir la puerta. Probablemente habías
salido esa tarde, y Johann quizás estaba comprando. A oscuras, y aún con el
sonido del timbre retumbando en mis oídos, volví a nuestro piso sin muebles,
vacío, y me dejé caer encima de una manta de viaje, exhausta, como si hubiese
estado durante horas con una profunda capa de nieve bajo mis pies. Pero, por
debajo de ese cansancio, me quemaba la determinación inagotable de verte, de
hablar contigo antes de que se me llevaran. No era un pensamiento sensual,
porque aún era inexperta. Sólo podía pensar en ti: sólo quería verte, verte aún otra
vez y pegarme a ti. Toda la noche, toda esa larga y espantosa noche, querido,
estuve esperándote. En cuanto mamá se tumbó en la cama y se quedó dormida,
me acerqué de puntillas al recibidor para escuchar a través de la puerta y saber
en qué momento regresabas a casa. Estuve esperando toda la noche, aunque era
una noche gélida de enero. Estaba cansada, tenía el cuerpo dolorido y y a no
quedaban butacas donde sentarse, de modo que opté por tumbarme en el suelo
frío, aunque me llegaba una corriente de aire por debajo de la puerta. Estaba
solamente con un fino camisón sobre el suelo helado, que me hacía daño porque
no me abrigaba ninguna manta. No quería sentir calor por miedo a dormirme y
no oír tus pasos. Tenía calambres en los pies y los brazos me temblaban. Tenía
que levantarme continuamente por el frío que hacía en esa horrible oscuridad.
Pero esperé, esperé y te esperé como si estuviese esperando mi destino.
Finalmente —debían de ser las dos o las tres de la madrugada— oí que abajo
se abría la puerta principal y justo después unos pasos de alguien que estaba
subiendo las escaleras. Se me pasó el frío de golpe, me entró una calentura
inesperada. Abrí nuestra puerta sigilosamente, dispuesta a precipitarme encima
de ti para caer a tus pies… ¡Ah, no sé que hubiese hecho en aquel momento, loca
de mí! Los pasos se acercaban, la luz temblorosa de una vela subía hacia mí.
Temblando, agarré el pomo de la puerta. ¿Eras tú quien se acercaba?
Sí, querido, eras tú, pero no ibas solo. Oí una risa queda, íntima, el crujir de un
vestido de seda y cómo tú hablabas en voz baja. Regresabas a casa con una
mujer…
No sé cómo pude sobrevivir a aquella noche. A la mañana siguiente, a las
ocho, se me llevaron hacia Innsbruck; y a no me quedaban fuerzas para
resistirme.
Mi hijo murió ay er por la noche —ahora volveré a estar de nuevo sola, si es
que tengo que seguir viviendo—. Mañana vendrán unos hombres desconocidos
vestidos de negro, toscos, cargados con un ataúd y colocarán dentro a mi pobre
hijo, mi único hijo. Quizá también vengan unos amigos y le traigan coronas de
flores, pero, ¿qué sentido tienen unas flores en el ataúd? Me consolarán, me dirán
cualquier cosa, palabras, palabras; ¿de qué me servirán? Sé que después tendré
que volver a estar sola, y no hay nada más terrible que estar sola cuando estás
rodeada de gente. Lo sé desde entonces, desde aquellos dos interminables años en
Innsbruck, de mis dieciséis a mis dieciocho. Viví como una reclusa, como una
desterrada entre la familia. Mi padrastro, hombre muy calmado y de pocas
palabras, fue bueno conmigo; mi madre, como para arreglar una injusticia
involuntaria, se mostró siempre dispuesta a complacerme en todo lo que
estuviera en sus manos; había jóvenes que se interesaban por mí, pero los
rechazaba a todos con obstinación vehemente. No quería ser feliz ni estar
contenta lejos de ti; y o misma me encerré en un mundo lúgubre de soledad en el
que me atormentaba. No me puse los vestidos nuevos de colores que me
compraron, me negué a ir a los conciertos, al teatro, a hacer excursiones en
compañía de nadie. Apenas salía de casa. ¿Te puedes creer, querido, que no
conozco ni diez calles de esta pequeña ciudad en la que viví dos años? Estaba
dolida y quería estarlo; estaba embriagada de nostalgia y de no poder verte. Ante
todo no quería cejar en mi pasión de vivir solamente para ti. Me quedaba sola en
casa, horas y hasta días enteros, sólo pensando en ti. A cada momento, siempre
con aquel centenar de pequeños recuerdos, revivía cada encuentro en nuestra
escalera, cada momento que había estado esperándote, y me representaba esos
pequeños episodios como lo hacen en el teatro.
Y por eso, porque repetí cada segundo de nuestros incontables momentos,
toda esa época se me ha quedado profundamente grabada en la memoria, de tal
forma que siento cada minuto de aquellos tiempos con tanta vivacidad y pasión
como si se me hubiese filtrado ay er mismo en la sangre.
En aquellos años sólo viví para ti. Compré todos tus libros; cada vez que tu
nombre aparecía en los periódicos era un día de fiesta para mí. ¿Puedes creer
que me sé de memoria cada línea de tus libros de tantas veces como los he leído?
Si alguien me despertara por la noche y me empezara a recitar un fragmento,
aún ahora, después de trece años, podría continuarlo en sueños. Cada palabra
tuy a era para mí como el evangelio y el padrenuestro. Todo el mundo existía
únicamente en relación a ti: buscaba los conciertos y los estrenos en los
periódicos vieneses sólo pensando en cuáles te podrían haber interesado y así
acompañarte desde la lejanía: ahora entra en la sala, ahora se sienta. Lo soñé mil
veces por haberte visto un día en un concierto.
Pero, ¿de qué me sirve contarte todo esto, la obsesión frenética contra mí
misma, compulsiva, tan trágica y desesperada, de una niña abandonada? ¿De qué
sirve contárselo a alguien que nunca lo ha sospechado, que nunca lo ha sabido?
¿Era aún una niña? Cumplí los diecisiete años, los dieciocho, y los jóvenes en la
calle empezaban a darse la vuelta para mirarme cada vez que pasaba por su
lado, pero a mí me ponían enferma. Porque pensar en el amor o simplemente en
un flirteo con otra persona que no fueras tú se me hacía tan incomprensible, tan
inimaginable, que sólo la tentación me hubiera parecido un delito. Mi pasión por ti
seguía siendo la misma, pero era distinta con relación a mi cuerpo, que tenía los
sentidos más despiertos: se convirtió en una pasión más fogosa, más corporal,
más de mujer. Y aquello que la niña que había llamado al timbre de tu puerta, en
su voluntad confusa y desorientada, no había imaginado antes, era en ese
momento mi único pensamiento: ofrecerme a ti, entregarme a ti.
La gente de mi entorno me tenía por una chica tímida, decían que era
vergonzosa (y o guardaba mi secreto tozudamente sin abrir la boca), pero en mí
fue creciendo una voluntad de hierro. Todas mis ideas y aspiraciones iban en una
sola dirección: volver a Viena, volver contigo. Y me empeñé en ello con toda mi
voluntad, por más absurdo e incomprensible que les pudiera parecer a los demás.
Mi padrastro era un hombre adinerado y me consideraba su propia hija. Pero
con exasperada tozudez me obstiné en ganar dinero por mi cuenta y por fin
regresé a Viena, donde pude hacer de dependienta en una gran tienda de
confección de un pariente.
¿Es necesario que te cuente qué fue lo primero que hice cuando llegué a
Viena —¡por fin! ¡por fin!— una noche neblinosa de otoño? Después de dejar las
maletas en la estación, me apresuré a coger un tranvía —qué lento me pareció
que iba; cada parada me sacaba de quicio— y fui corriendo hasta delante de
nuestra casa. Las ventanas de tu piso estaban iluminadas, todo mi corazón
retumbaba. No fue hasta entonces que la ciudad, que me había dado la
bienvenida de una manera que había hecho sentirme extraña y absurda, revivió
de nuevo. Fue entonces cuando sentí que estaba recobrando la vida porque sabía
que te tenía cerca, a ti, mi eterno sueño. Ni se me ocurría pensar que tu
conciencia pudiera estar muy lejos, más allá de lagos, valles y montañas, cuando
sólo quedaba el cristal iluminado de tu ventana entre tú y mi mirada centelleante.
Yo sólo miraba y miraba hacia arriba: había luz, allí estaba tu casa, allí estabas tú,
allí estaba mi mundo. Dos años había estado deseando aquel momento y ahora se
me había concedido. Estuve muchas horas delante de tus ventanas en aquella
suave noche neblinosa, hasta que se apagó la luz. Entonces me fui a casa.
Cada noche esperaba delante de tu casa. A las seis salía del trabajo en la
tienda, un trabajo duro y que requería mucho sacrificio, pero me parecía bien,
y a que este esfuerzo me ay udaba a no sentir tanto dolor por ti. De modo que,
después que bajaran las estridentes persianas metálicas, corría hacia mi amado
objetivo. Verte una vez, encontrarte una sola vez, ése era mi único anhelo, poder
envolver tu rostro con mi mirada una vez más. Sucedió al cabo de una semana,
más o menos. Me crucé contigo precisamente cuando no lo esperaba: mientras
miraba hacia arriba, hacia tu ventana, tú cruzabas la calle. De repente volví a ser
esa niña de trece años que sentía cómo la sangre le sonrojaba las mejillas.
Involuntariamente, contra el impulso más profundo de querer sentir tus ojos, bajé
la cabeza al pasar por tu lado y me puse a andar rápida como un ray o. Después
me arrepentí de aquella huida miedosa de colegiala, porque entonces sabía
claramente lo que quería: encontrarte. Te buscaba y estaba segura de que me
reconocerías después de todos aquellos malditos años de nostalgia. Quería que
me hicieses caso, que me quisieras.
Pero no te diste cuenta de mi presencia, ni mucho menos, aunque estaba cada
noche en tu calle, tanto si nevaba como si soplaba ese viento vienés que parece
que te corta al pasar. A menudo esperaba muchas horas en vano, algunas veces
salías al fin de casa, casi siempre acompañado; dos veces te vi en compañía de
mujeres y fue entonces cuando comprendí que y a era adulta. Noté la diferencia
entre mis sentimientos hacia ti porque el corazón se me encogía y el alma se me
partía cuando veía a una mujer desconocida caminando muy segura de sí misma
cogida de tu brazo. No me sorprendía. Yo y a conocía de antes tus inacabables
visitas femeninas, pero de pronto, sin saber cómo, el dolor que aquello me
provocaba era físico. Algo se tensaba dentro de mí y sentía a la vez hostilidad e
interés por esa complicidad carnal manifestada con otra. Un día decidí no ir a tu
casa, orgullosa igual que una niña, como era y o todavía y como quizás aún no he
dejado de ser. ¡Qué terrible fue esa noche vacía, tan llena de obstinación y
rebeldía! Al día siguiente estaba de nuevo delante de tu casa humildemente,
esperando mi destino como he esperado durante toda mi vida delante de tu vida
cerrada.
Pero una noche, por fin, te diste cuenta. Te había visto venir a lo lejos y me
obligué a no esquivarte. La casualidad quiso que un camión que estaba
descargando dejara poco espacio en la calle y tuviste que pasar tan cerca de mí
que me rozaste. Tu mirada distraída me acarició sin quererlo y en el acto, en
cuanto se encontró con la atención de mis ojos, se convirtió en aquella manera
tuy a de mirar a las mujeres —cómo me estremecieron los viejos recuerdos—,
esa mirada tierna que te envuelve y a la vez te desnuda, que te rodea y casi te
toca, la misma que una vez había despertado en mí a la mujer y a la amante. Tu
mirada, de la que y o no podía ni quería deshacerme, aguantó la mía uno o dos
segundos, y luego continuaste adelante. El corazón me latía con fuerza, me vi
obligada a ralentizar el paso y, cuando me di la vuelta por un impulso que no se
dejaba reprimir, vi que te habías detenido a mirarme. Y por la forma en que me
observabas, una mezcla de curiosidad e interés, lo supe enseguida: no me habías
reconocido.
No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has
reconocido. ¿Cómo te puedo describir, querido, la decepción de aquel instante?
Por primera vez fui consciente de estar predestinada a que no me reconocieras
durante toda mi vida, esa vida con la que ahora estoy acabando; desconocida
para ti, aún no sabes quién soy. ¡Cómo puedo describirte esta decepción! Porque,
verás, los dos años que estuve en Innsbruck, cuando pensaba en ti a todas horas y
no hacía otra cosa que imaginarme nuestro primer reencuentro en Viena, había
soñado muchas veces tanto con las posibilidades más salvajes como con las más
espirituales, según mi estado de ánimo. Lo había planeado todo, si me permites
decírtelo así. En los momentos más tristes me había imaginado que me
despreciarías, que me rechazarías por ser demasiado poco para ti, demasiado fea
o demasiado melosa. Todas las vías de desprecio, de frialdad, de indiferencia,
todas me las había representado en visiones apasionadas, pero justamente ésta no
me había arriesgado a considerarla ni en mis momentos más pesimistas, ni en los
momentos en que tenía la conciencia más extrema de mi inferioridad, porque
esto era lo peor que podía suceder: que no me reconocieras en absoluto. Ahora sí,
ahora y a entiendo —¡ah, a comprender las cosas sí me has enseñado!— que la
cara de una chica, de una mujer, resulta terriblemente cambiante para un
hombre, porque no suele ser sino el reflejo de una pasión o de una ingenuidad o
de una fatiga, que se borra tan fácilmente como la imagen de un espejo. Y un
hombre puede olvidar rápidamente el rostro de una mujer, porque la edad que en
ella se refleja cambia según si hay sol o sombra y según la forma de vestirse de
un día para otro. Los que se resignan, éstos son los auténticos sabios. Pero y o, la
chica de entonces, aún no podía entender tu mala memoria, porque de tanto
ocuparme de ti, desmesuradamente, sin cesar, de alguna forma me había ido
haciendo ilusiones de que tú también debías de haber estado pensando en mí y
esperándome. ¡Cómo hubiese podido siquiera respirar si hubiese tenido la certeza
de no significar nada para ti, de que ningún recuerdo mío te pasaba nunca,
aunque fuese ligeramente, por la cabeza! Y ese destello de tu mirada que
demostraba que y a no me conocías de nada, que ni un hilo de recuerdo de tu vida
llegaba hasta la mía, fue la primera caída en la dura realidad, la primera señal de
mi destino.
No me reconociste entonces. Y cuando dos días más tarde tu mirada me
envolvió con una cierta familiaridad al volver a encontrarnos, no reconociste en
mí a aquella niña que te había querido y a la que habías hecho despertar, sino
sólo a la hermosa joven de dieciocho años que se había cruzado en tu camino dos
días antes en ese mismo lugar. Me miraste agradablemente sorprendido, se te
escapó una leve sonrisa. Volviste a pasar de largo pero retrocediste enseguida: y o
temblaba, estaba exultante de alegría, rogaba que me hablases. Noté que estaba
viva para ti por primera vez y ralenticé el paso, no te evité. De repente te sentí
justo detrás de mí sin necesidad de darme la vuelta y supe que, por primera vez,
escucharía tu adorable voz dirigida hacia mí. La expectativa era paralizante, creí
que iba a tener que detenerme de tantos martillazos que me daba el corazón, y
entonces apareciste a mi lado. Me hablaste como lo haces tú normalmente, de
manera desenfadada y alegre, como si fuéramos amigos desde hacía años —ay,
y no tenías la más mínima idea de mí, nunca fuiste consciente de lo que había
sido mi vida—. Me hablaste de forma tan seductora y natural, que hasta fui capaz
de responderte. Caminamos juntos hasta el final de la calle. Me preguntaste si
quería que fuésemos a cenar juntos y acepté. ¿Me habría atrevido y o a negarte
algo?
Comimos en un restaurante pequeño. ¿Te acuerdas dónde fue? No,
seguramente no distingues esa velada de otras tantas parecidas, porque, ¿quién
era y o para ti? Una entre cien, una aventura más de una cadena interminable.
Además, ¿qué podría haberte hecho recordarme? Hablé más bien poco; estaba
tan sumamente feliz de tenerte cerca de mí, de oírte hablar conmigo, que no
quería estropear ningún momento con preguntas o con cualquier palabra necia.
Te estoy agradecida. No olvidaré nunca aquel día y lo mucho que correspondiste
a mi veneración apasionada; cuán sensible fuiste, qué delicadeza, qué tacto,
ningún gesto inoportuno, ninguna de esas caricias rápidas vacías de sentimiento.
Desde el primer momento mostraste una confianza tan segura y amistosa, que
me habrías ganado igualmente aunque no hubiera llevado tanto tiempo siendo
tuy a en cuerpo y alma. ¡Ah, no sabes cuánto supiste satisfacerme sin
decepcionarme, después de cinco años de esperanzas infantiles!
Se hizo tarde y nos levantamos para irnos. En la puerta del restaurante me
preguntaste si tenía prisa o si aún podía estarme contigo un rato más. ¿Cómo
hubiese podido ocultar que estaba a tu disposición? Respondí que aún disponía de
tiempo. Entonces, después de un pequeño instante de vacilación, me preguntaste
si quería ir un rato a conversar a tu casa.
—Me gustaría —dije con toda la naturalidad de mis sentimientos, y me di
cuenta enseguida de que la rapidez de mi respuesta no te dejaba indiferente, no
sé si te hizo sentir ridículo o si te puso contento, pero en cualquier caso te
sorprendió.
Hoy entiendo tu sorpresa; sé que las mujeres, aunque tengan el más
fervoroso deseo de entregarse, suelen negar su disposición, fingen un sobresalto o
indignación que exige ser aquietado con súplicas, mentiras, juramentos y
promesas. Sé que quizá sólo las profesionales del amor, las prostitutas, aceptan en
el acto una invitación parecida con alegría, o las muchachas del todo ingenuas,
las totalmente inmaduras. En mi caso, sólo intervino —¿cómo podías intuirlo?—
la voluntad convertida en palabra, el anhelo reprimido de miles de días. Pero, por
una cosa o por otra, te quedaste asombrado y empezaste a mostrar interés por
mí. Mientras andábamos y conversábamos noté que me examinabas de reojo, no
sé muy bien cómo te sentías, pero estabas sorprendido. Tu sensibilidad hacia todo
lo humano, esa mágica seguridad en ti mismo, hizo que notaras algo raro
enseguida: aquella chica tan bonita y confiada debía de esconder algún secreto.
Tu curiosidad se despertó y, por las preguntas que me hacías, me di cuenta de
que querías descubrir qué ocurría. Pero conseguí evitarlo: prefería parecer un
poco alocada a confesarte mi secreto.
Subimos a tu piso. Disculpa, querido, si te digo que no puedes entender qué
significaban para mí esas escaleras, ese rellano, que vértigo, qué confusión, qué
suerte tan inesperada, tan angustiosa, casi mortal. Aún hoy no consigo acordarme
de todo aquello sin que los ojos se me llenen de lágrimas, incluso ahora que y a no
me quedan. Pero imagínate, en cierta forma, todo estaba impregnado de mi
pasión. Cada detalle era un símbolo de mi adolescencia, de mi melancolía: el
portal donde había estado esperándote mil veces, las escaleras que siempre
estaba controlando por si oía tus pasos y donde te había visto por primera vez, la
mirilla donde había dejado mi alma, la alfombra de delante de tu puerta donde
ese día me arrodillé, el ruido de tus llaves que siempre me despertaban con un
sobresalto. Toda mi infancia y mi gran pasión habían transcurrido en aquellos
pocos metros cuadrados, allí estaba toda mi vida; y ahora ésta se precipitaba
sobre mí como una tormenta, porque todo, absolutamente todo se estaba
haciendo realidad, y y o estaba entrando contigo, y o contigo, en tu casa, en
nuestra casa. Piensa que todo lo que había hasta llegar a tu puerta —suena banal
pero no sé decirlo de otra forma— había sido la realidad, el mortecino mundo
cotidiano de toda una vida, pero allí empezaba mi mundo infantil, mis fantasías,
el reino de Aladín. Si tienes en cuenta que había mirado mil veces con ojos
ardientes hacia esa puerta que ahora estaba atravesando tambaleándome, podrás
suponer —sólo lo podrás suponer, amor mío, nunca lo sabrás del todo— lo lleno
de mi vida que estaba ese apasionante minuto.
Estuve toda la noche contigo. No se te ocurrió pensar que nunca antes había
estado con un hombre, que quizás aún nadie había sentido mi cuerpo. Pero cómo
te lo podías imaginar, querido, si no me resistí a nada y reprimí cualquier
vacilación vergonzosa sólo para que no adivinaras el secreto de mi amor hacia ti,
que, sin duda, te hubiese asustado. Porque a ti, ciertamente, sólo te gustan las
cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un destino
ajeno. Lo que quieres es entregarte a todos, al mundo, no quieres ninguna
víctima. Si ahora te digo, querido, que me entregué a ti aún virgen, te lo suplico,
no me malinterpretes. No te culpo, tú no me provocaste, ni me mentiste, ni me
sedujiste. Fui y o quien te buscó, quien se lanzó a tus brazos y se precipitó en su
destino. Nunca, nunca te voy a acusar, no, sólo podré agradecértelo siempre,
porque, qué enriquecedora, qué chispeante fue aquella noche para mí, cuán llena
de gozo. Cuando abría los ojos en la oscuridad y sentía que estabas a mi lado, me
asombraba de no ver el firmamento por encima de nosotros, hasta tal punto me
sentía como en el cielo. No, nunca me he arrepentido, amor mío, de aquella
noche. Aún recuerdo cómo dormías, cómo sentía tu respiración, tu cuerpo, y
como lloré de felicidad en la penumbra.
A la mañana siguiente me desperté pronto porque tenía que irme a trabajar a
la tienda, pero también porque quería marcharme antes de que viniera tu
sirviente, él no debía verme. Cuando estuve delante de ti, y a vestida, me atrajiste
hacia ti y me estuviste mirando largo rato; ¿acaso un oscuro recuerdo lejano te
venía a la memoria, o quizá sólo te parecía bonita por lo feliz que me habías
hecho? Me besaste en los labios. Me solté suavemente para irme y me
preguntaste:
—¿No quieres llevarte un par de flores?
Asentí y cogiste cuatro rosas blancas del jarrón de cristal azul de tu escritorio
(¡ah!, lo conocía desde aquel rápido vistazo, años atrás) y me las diste. Muchos
días después aún las besaba.
Antes de aquello y a habíamos dicho que podíamos vernos otra noche. Volví y
una vez más fue maravilloso. Aún me regalaste otra tercera noche. Después me
dijiste que tenías que salir de viaje —¡cómo odiaba, y a de jovencita, estos viajes
tuy os!— y prometiste avisarme cuando estuvieras de vuelta. Te di el número de
un apartado de correos; no quería darte mi nombre porque guardaba mi secreto.
Me volviste a dar unas rosas a modo de despedida… a modo de despedida.
Durante dos meses estuve preguntando cada día si había algo para mí… pero
no, ¿para qué describirte ese tormento infernal de la espera, del desconsuelo? No
te culpo, te quiero tal como eres, ardiente y distraído, olvidadizo, entregado e
infiel, te quiero así, sólo así, como siempre has sido y como aún eres. Ya hacía
tiempo que habías vuelto, lo veía en tus ventanas iluminadas, y no me escribías.
Aún no tengo ni una línea tuy a en mi última hora, ni una línea de aquel hombre al
que he entregado mi vida. Esperé, estuve esperando y esperando como una
desquiciada, pero no me llamaste, no me escribiste ni una línea… ni una…

Mi hijo murió ay er —también era el tuy o—. También era tu hijo, querido, el
hijo de una de aquellas tres noches, te lo juro; no se miente a la sombra de la
muerte. Puedo jurar que era nuestro hijo, porque no me tocó ningún otro hombre
desde que me entregué a ti hasta el día en que salió de mi cuerpo con tanto
esfuerzo; ese cuerpo que me parecía sagrado gracias al contacto con tu piel.
¿Cómo hubiese podido entregarme a ti, que lo habías significado todo para mí, y
a la vez a otros que sólo pasaban rozando mi vida? Era nuestro hijo, querido, el
fruto de mi amor consciente y de tu ternura despreocupada, derrochadora, casi
inconsciente; nuestro hijo, nuestro único hijo. Pero ahora te debes de estar
preguntando —quizás asustado, quizá sólo sorprendido—, debes de estar
preguntándote por qué te he ocultado este hijo durante tantos años y no te he
hablado de él hasta ahora, que y ace dormido, para siempre, a punto de irse para
no volver nunca más, ¡nunca más! Pero, ¿cómo podría habértelo dicho? De mí,
la desconocida, la que estaba demasiado predispuesta en las tres noches que se
había entregado a ti, la que se había abierto a ti sin ninguna oposición, incluso
deseosa, nunca lo hubieras creído, de una sin nombre con la que habías tenido
una aventura fugaz, que te era fiel, a ti, el infiel… ¡no hubieras reconocido nunca
este niño como hijo tuy o sin desconfianza! Aunque y o te diese mi palabra y
aceptaras esa probabilidad, nunca hubieras podido evitar la sospecha escondida
de que y o pretendía adjudicarte a ti, hombre adinerado, el fruto de noches
ajenas. No te habrías fiado de mí, entre nosotros habría quedado una sombra, una
sombra volátil, recelosa, y eso era justamente lo que y o no quería. Además, te
conozco; te conozco incluso mejor de lo que tú te conoces a ti mismo. Sé que
para ti, que adoras la despreocupación, la ligereza y el jugueteo del amor,
hubiese sido muy triste ser padre de improviso, responsable de todo un destino.
Tú, que sólo puedes respirar en libertad, de alguna forma te hubieses sentido
atado a mí. Me habrías odiado —sí, sé que lo hubieras hecho contra tu voluntad
—, me habrías odiado por esta atadura. Tal vez sólo durante unas horas, quizás
unos fugaces minutos, te habría resultado pesada, odiosa. Pero y o, a causa de mi
orgullo, creía que tenías que pensar en mí toda tu vida sin preocuparte. Prefería
asumirlo todo y o antes que ser una carga para ti. Quería ser la única de tus
mujeres en quien siempre pensases con amor, con agradecimiento. Pero tú
nunca has pensado en mí, me has olvidado.
No te culpo, querido, no te culpo. Perdona si alguna vez se cuela una gota de
amargura en mi pluma, perdóname. Mi hijo, nuestro hijo, y ace muerto junto a
los cirios encendidos; he alzado los puños hacia Dios y le he llamado asesino,
tengo los sentidos trémulos y confusos. Perdóname por haberte acusado,
¡perdóname! Sé que eres bueno y generoso de todo corazón, ay udas a todos,
también a los desconocidos que te lo piden. Pero tu bondad es peculiar, está
abierta a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es
grande, infinitamente grande, pero es —discúlpame— indolente. Quiere que la
reclamen, que la busquen. Ay udas cuando te llaman, ay udas por vergüenza, por
debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un
compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas que son como
tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirles cualquier favor. Un día, cuando aún
era una niña, vi por la mirilla que le dabas limosna a un mendigo que había
llamado a tu puerta. Lo hiciste rápidamente, incluso fuiste generoso antes que él
te pidiera nada, pero le alargaste el brazo con temor, deprisa, para que se fuera
pronto; fue como si tuvieras miedo de mirarle a los ojos. Y esta forma tuy a de
ay udar, con miedo e inquietud, huy endo del agradecimiento, no la he olvidado
jamás. Por eso no me dirigí a ti. También tengo la certeza de que me hubieras
ay udado aun sin estar del todo seguro de que era hijo tuy o. Me hubieras
consolado, me hubieras dado dinero, pero escondiendo tu impaciencia por
quitárteme de encima; sí, creo que me hubieras llegado a persuadir para que me
deshiciera del niño a tiempo. Y eso era a lo que más le temía, porque, ¿qué no
hubiese hecho y o que tú desearas?, ¿cómo hubiese podido negarte nada? Y ese
hijo lo era todo para mí, era tuy o, tu persona una vez más, pero no esa persona
feliz, despreocupada e imposible de alcanzar, sino una entregada a mí para
siempre —así lo creía—, atada a mi cuerpo, unida a mi vida. Ahora te había
conseguido, podía sentirte en mis venas, podía sentir que tu vida crecía,
alimentarte, acariciarte, besarte si el alma me lo pedía. Ves, querido, por eso fui
tan feliz cuando supe que iba a tener un hijo tuy o, por eso no te lo dije: porque y a
no podías escaparte de mí nunca más.
Por supuesto, querido, aquellos no fueron tan sólo los meses de felicidad que
pensaba que serían, también lo fueron de horror y sufrimiento, llenos de asco por
lo bajo que había caído la humanidad. No fue fácil. Tuve que dejar de ir a la
tienda para que mis familiares no se diesen cuenta y lo dijeran en casa. No
quería pedir dinero a mi madre y, los últimos meses, hasta el día del parto, logré
subsistir vendiendo unas pocas joy as que tenía. Una semana antes, una lavandera
me robó las últimas coronas que me quedaban en el armario y tuve que ir a la
casa de maternidad. Allí, por donde sólo se arrastran las mujeres
verdaderamente pobres, las despreciadas y olvidadas en su penuria, allí, en
medio de las sobras de la miseria, allí nació el niño, tu hijo. Era como para
morirse, todo se hacía extraño, extraño, extraño… solas y llenas de odio mutuo,
las que permanecíamos allí éramos extrañas entre nosotras mismas, llevadas
solamente por la miseria, por el mismo tormento, hasta el interior de aquella sala
que olía a cerrado, a cloroformo y a sangre, llena de gritos y suspiros. La
degradación, la deshonra anímica y física que la pobreza debe soportar, y o las
sufrí allí, al lado de prostitutas y enfermas que hacían del encuentro de sus
destinos una injusticia. También sufrí el cinismo de los médicos jóvenes que
levantaban la sábana de las indefensas con una sonrisa irónica y las palpaban con
actitud científica, la mezquindad de las enfermeras… Crucifican la vergüenza de
un mortal con miradas y lo torturan con palabras, allí sólo eres un cartel con tu
nombre, porque eso que está en la cama es simplemente un pedazo de carne
convulsa toqueteada por curiosos, un objeto de exposición y de estudio. ¡Ah, las
mujeres que tienen a los hijos en casa, las que le dan el niño al marido que lo
espera con amor, no saben qué significa traer un hijo al mundo sola, indefensa,
como en una mesa de laboratorio! Cuando leo en algún libro la palabra infierno,
aún hoy soy incapaz de evitar el recuerdo de aquella sala llena de gente y de
olores, llena de gemidos, risas y gritos repletos de sangre, aquel matadero de
vergüenza donde tanto sufrí.
Perdona, perdona que te hable de ello. Es la última vez, no volveré a hablar
más de aquello, nunca más. He callado todo esto durante once años y pronto seré
muda para toda la eternidad. Tenía que gritar una vez, proclamar sólo una vez el
precio tan alto que me costó este hijo, mi alma personificada, y que ahora y ace
aquí, sin aliento. Ya había olvidado esas horas, hacía mucho tiempo que las había
olvidado en las risas y la voz del niño, mi alma; pero ahora que está muerto el
tormento revive y tenía que dejar gritar a mi alma por una vez, sólo una. Pero no
te culpo a ti, sino a Dios, sólo a él, que ha convertido aquel tormento en algo
absurdo. No te culpo a ti, te lo juro, nunca mi rabia se ha vuelto contra ti. Ni
siquiera en el momento en que mi cuerpo se estremecía por el dolor de las
contracciones, cuando toda y o hervía de vergüenza bajo las miradas
manoseadoras de los estudiantes, ni siquiera en el momento en que el dolor me
atravesaba el alma, te acusé de nada ante Dios; no he lamentado nunca aquellas
tres noches, no he maldecido nunca el amor que sentí por ti, siempre te he
querido, siempre he alabado la hora en que te conocí. ¡Y si tuviera que volver a
pasar por aquel infierno sabiendo de antemano lo que me espera, lo volvería a
hacer, querido, una y mil veces más!

Nuestro hijo murió ay er —y tú no le has conocido nunca—. Ni tan sólo en un


encuentro casual y fugaz, tu mirada nunca ha acariciado a este pequeño ser, a
esta flor, cuando ha pasado por tu lado. Tan pronto lo tuve, me escondí de ti
durante mucho tiempo. Mi melancolía era menos dolorosa, hasta creí que había
llegado a quererte menos apasionadamente; el hecho es que, desde el día en que
lo tuve, no sufría tanto por mi amor. No quería dividirme entre tú y él y dejé de
dedicarme a ti, a ese hombre feliz que vivía al margen de mí, para entregarme al
hijo que me necesitaba, al que tenía que alimentar, al que podía besar y abrazar.
Parecía salvada de esa angustiosa desesperación por ti, de mi fatalidad, salvada
por ese tú que era otro y era tuy o, pero que ahora era realmente mío. Rara vez,
y cada vez menos, mis sentimientos me impulsaban a acercarme humildemente
a tu casa. Sólo hice una cosa: por tu cumpleaños siempre te hacía llegar un ramo
de rosas blancas, exactamente iguales a las que me regalaste después de nuestra
primera noche de amor. ¿Te has preguntado alguna vez, en estos diez u once años,
quién te las podía enviar? ¿Quizá te has acordado de la chica a la que un día le
regalaste las mismas rosas? No lo sé, nunca sabré la respuesta. Sólo el hecho de
hacértelas llegar desde la oscuridad, dejar que una vez al año floreciera el
recuerdo de aquellas horas, sólo eso me bastaba.
No has conocido nunca a nuestro pobre hijo; ahora me reprocho el habértelo
ocultado, porque lo hubieses querido. Nunca lo has conocido, pobre hijo, no le has
visto sonreír, abriendo esos ojos oscuros y vivos —los tuy os— que desprendían
una clara luz de alegría sobre mí, sobre todo el mundo. ¡Ah, era tan simpático,
tan avispado…! Toda tu agilidad se manifestaba en él de forma infantil, tenía tu
fantasía rápida y despierta; podía pasarse horas jugando entusiasmado, así como
tú juegas con la vida, y después sabía sentarse, muy serio, con las cejas
levantadas, delante de los libros. Cada vez se parecía más a ti. Aquella doble
faceta de sensatez y juego tan propia de ti y a empezaba a desarrollarse
visiblemente en él, y cuanto más se parecía a ti, más lo quería. Era buen
estudiante, sabía hablar francés como una garza, tenía los cuadernos más limpios
y bien presentados de la clase, y qué bien le quedaba, qué elegante iba con su
traje de terciopelo negro o con la chaqueta blanca de marinero. Fuera donde
fuera siempre era el más elegante de todos; en Grado, cuando íbamos de paseo
por la orilla del mar, las mujeres se detenían para acariciarle su cabello largo y
rubio. En Semmering, cuando bajaba en trineo, la gente se daba la vuelta,
admirada. Era tan educado, tan tierno, tan alegre; el año pasado, cuando entró
como interno en la academia Theresianum, llevaba el uniforme y la pequeña
espada como un paje del siglo dieciocho… ahora no lleva más que una camisa,
pobrecito, allí tumbado con los labios descoloridos y los brazos cruzados.
Pero quizá te preguntes cómo he podido educarlo con tanto lujo, cómo he
podido proporcionarle esta vida alegre y luminosa llena de privilegios. Amor
mío, te hablo desde la oscuridad; no me da vergüenza, quiero decírtelo, pero no te
asustes, querido: me he vendido. No me convertí exactamente en eso que se
denomina mujer de la calle, una cualquiera, pero me he vendido. He tenido
amigos ricos, amantes ricos. Primero los buscaba y o, después me buscaban ellos
a mí, porque y o era —¿te diste cuenta alguna vez?— muy bonita. Me ganaba el
cariño de todos aquellos a los que me ofrecía, todos me han estado agradecidos,
me han dado afecto, todos me han querido… ¡Tú no, tú eres el único que no me
ha querido!
¿Me desprecias porque te he confesado que me he vendido? No, sé que no me
desprecias, sé que lo entiendes, aunque también entenderás que lo he hecho por
ti, por tu otro y o, por tu hijo. Ya había experimentado una vez el horror de la
pobreza en aquella sala de maternidad; sabía que en este mundo, el pobre
siempre será una víctima a la que pisan, a la que humillan, y no quería por nada
del mundo que tu hijo, tu precioso hijo, tuviera que crecer allí abajo, con las
sobras de los infames callejones, respirando el aire apestoso de un cobertizo
detrás de las casas. Su boca tierna no debía conocer el lenguaje de los
pordioseros, ni su blanca piel la ropa maloliente y contrahecha de los pobres. Tu
hijo tenía que poseerlo todo, todas las riquezas y facilidades del mundo, tenía que
volver a subir a tu nivel, a tu misma esfera.
Por eso, querido, sólo por ese motivo me he vendido. Y no fue ningún
sacrificio, porque aquello que vulgarmente se denomina honra y deshonra era
ilusorio para mí. Si tú no me querías, tú, el único al que pertenecía mi cuerpo, me
daba igual todo lo demás. Las caricias de los hombres, incluso la fogosidad más
íntima, no me llegaban al corazón, por mucha estima que pueda haber llegado a
sentir por algunos y aunque la compasión por su amor no correspondido me hay a
hecho tambalear porque me recordaba mi propio destino. Todos aquellos a los
que he conocido han sido buenos conmigo, todos han sido atentos y me han
respetado. Sobre todo un hombre de edad avanzada, un conde imperial viudo, el
mismo que hizo todo lo posible para que admitiesen en Theresianum al niño sin
padre, a tu hijo; me quería como a una hija. Me pidió tres o cuatro veces que me
casara con él. Ahora podría ser condesa, señora de un castillo maravilloso en el
Tirol, sin preocupaciones, y a que el niño hubiese tenido un padre, uno que le
adoraba, y y o hubiese tenido un marido tranquilo, bondadoso y noble a mi lado.
Pero no lo hice, aunque insistió muchísimo, y aunque y o era consciente de que
mi respuesta negativa le hacía daño. Y quizá fue una locura, porque ahora estaría
viviendo en un lugar tranquilo y protegido, y este hijo, tan querido, aún estaría
junto a mí. Pero —por qué no confesártelo— no quería atarme a nadie, quería
estar disponible para ti a cualquier hora. Dentro de mí, en el rincón más
escondido e inconsciente de mí misma, seguía latiendo mi sueño infantil. Quién
podía saber si algún día me reclamarías a tu lado, ni que fuese por el corto
espacio de tiempo de una hora. Y por esa única y posible hora renuncié a todo,
sólo para quedarme libre para cuando tú te decidieras a llamarme por primera
vez. ¡En qué se había basado toda mi existencia hasta el momento en que
desperté de la infancia sino en una espera, siempre a la espera de tu voluntad!
Y esa hora al fin y al cabo llegó, aunque tú y a no sabes cuándo fue. ¡Ni te
acuerdas, querido! Tampoco entonces me reconociste —¡nunca, nunca me has
reconocido, nunca!—. También debo decir que y a me había cruzado contigo a
menudo en los teatros, los conciertos, en el parque del Prater, por la calle… y
cada vez me daba un salto el corazón, pero tu mirada simplemente pasaba de
largo: cierto, externamente había cambiado mucho, y o, aquella criatura tímida
me había convertido en una mujer, de buen ver según decían, vestida con ropa
cara, rodeada de admiradores. ¡Cómo hubieras podido suponer que aquella joven
apocada que habías visto en la penumbra de tu dormitorio, era y o! Alguna vez te
saludaba el caballero con el que y o iba. Tú le respondías y, al alzar los ojos,
mirabas hacia mí, pero tu mirada era de cortés indiferencia, de reconocimiento,
sí, pero en realidad no me reconociste nunca; era una mirada distante,
terriblemente distante. Un día, aún me acuerdo, el hecho de que te olvidases de
mí, algo a lo que y o estaba prácticamente acostumbrada, se convirtió en un
suplicio: y o estaba en un palco de la Ópera con un amigo y tú en el palco de al
lado. En la apertura las luces se apagaron, y a no te podía ver la cara, sólo sentía
tu respiración tan cerca de mí como en aquella noche, y tu mano estaba apoy ada
en la barandilla de terciopelo que separaba los palcos, tu mano fina y delicada.
Estaba ansiosa por inclinarme a besar humildemente aquella mano inaccesible,
aquella mano tan querida, cuy o tierno contacto había sentido años atrás. La
música me iba envolviendo de inquietud, mi nerviosismo era cada vez más
apasionado, me tuve que poner en tensión para contenerme con todas mis
fuerzas, hasta tal punto era intenso el afán de mis labios por acercarse a tu mano.
Después del primer acto rogué a mi amigo que nos fuéramos. Era incapaz de
soportar tenerte tan cerca y tan lejos a la vez, a mi lado en la penumbra.
Pero la hora llegó, llegó una vez más, una última vez en mi desperdiciada
vida. De aquello hará pronto un año, fue un día después de tu cumpleaños. Era
muy curioso: había estado pensando en ti a todas horas, porque tu cumpleaños
siempre lo celebro como una fiesta. Por la mañana temprano y a había ido a
comprar las rosas blancas que te mandaba cada año como recuerdo de las horas
que tú habías olvidado. Por la tarde salí con el niño, lo llevé a la pastelería de
Demel y por la noche al teatro; quería que aquel día, aun desconociendo su
significado, fuera para él, y a desde pequeño, como una especie de celebración
mística. Al día siguiente salí con mi amigo de entonces, un fabricante de Brunn,
joven y rico; hacía y a dos años que estábamos juntos y él me adoraba. Me daba
todo lo que tenía y también quería casarse conmigo, mientras que y o me negaba
igual que a los otros, sin que nada pareciera justificarlo. El caso es que nos
llenaba de regalos a mí y al niño y que, en su bondad un tanto agobiante,
servicial, era un hombre que se hacía querer. Fuimos a escuchar un concierto,
donde encontramos grata compañía, y después fuimos a cenar a un restaurante
de la Ringstrasse; allí, entre risas y bromas, se me ocurrió proponer ir a otro local
a bailar, el Tabarin. Ese tipo de sitios donde hay fiesta continuada y alegría
alcohólica, así como el trasnochar y endo de bar en bar, eran cosas que siempre
había aborrecido y en las que hasta entonces siempre me había negado a
participar. Pero esta vez algo dentro de mí, una fuerza mágica e insondable me
llevó a hacer de repente, inconscientemente, aquella propuesta, que fue aceptada
con alegría por los demás, muy animados. De pronto tuve aquel inexplicable
deseo, como si allí me estuviera esperando algo importante. Acostumbrados a
complacerme, todos se pusieron en pie y fuimos para allá. Bebimos champán y
enseguida se apoderó de mí una especie de euforia desbordante y dolorosa que
nunca antes había experimentado. Bebía y bebía, cantaba con los demás frívolas
canciones y casi me sentía incitada a ponerme a bailar o a gritar de alegría. Pero
bruscamente —fue como si me hubiera caído un trozo de hielo o algo hirviendo
en el corazón— me sobresalté: en una mesa cercana a la nuestra estabas sentado
tú con algunos amigos y me observabas con ojos de admiración y de deseo, con
esa mirada que siempre me había removido hasta las entrañas. Por primera vez
después de diez años volvías a mirarme con toda la apasionada fuerza instintiva
que poseías. Me puse a temblar y no se me cay ó de milagro la copa que había
levantado entre mis manos. Por suerte los compañeros de mesa no se percataron
de mi confusión, que se desvaneció entre las risas y la música.
Tu mirada era cada vez más abrasadora y me dejó enardecida. No sabía si al
fin me habías reconocido o si, una vez más, me deseabas como a cualquier otra,
como a una desconocida. La sangre me había subido a las mejillas y respondía
distraídamente a las preguntas de los amigos. Era imposible que no te dieras
cuenta de que tu mirada me perturbaba. De forma muy discreta me hiciste un
gesto con la cabeza, como preguntándome si quería salir al vestíbulo. Pagaste la
cuenta ostensiblemente, te despediste de tus amigos y saliste, pero no sin
indicarme una vez más que me estarías esperando fuera. Yo estaba temblando
como si estuviera en medio de la nieve, como si tuviera fiebre; no podía ni hablar
ni dominar mi sangre alterada. Por casualidad, en ese mismo momento una
pareja de bailarines negros empezaron una danza exótica, golpeaban el suelo con
los tacones y gritaban: todos los observaban con atención y y o aproveché el
momento. Me levanté, le dije a mi compañero que volvía enseguida y te seguí.
Fuera, en el vestíbulo, te encontré delante del guardarropía, esperándome: se
te iluminó la mirada al verme. Te apresuraste hacia mí, sonriente. Enseguida vi
que no me reconocías, que ni reconocías a aquella niña de tu edificio ni a la chica
de después; me deseabas otra vez como algo nuevo y desconocido.
—¿Dispone de una hora también para mí? —preguntaste sin rodeos. Por la
seguridad con la que lo decías comprendí que me tomabas por una de esas que se
pueden comprar por una noche.
—Sí —dije y o, con un sí tan tembloroso y a la vez tan obvio como el que
había sido pronunciado por aquella muchacha hace más de diez años en aquel
lúgubre callejón.
—¿Y cuándo nos podríamos ver? —preguntaste.
—Cuando usted quiera —respondí; contigo no me daba vergüenza.
Me miraste un tanto sorprendido, con la misma sorpresa desconfiada y la
misma curiosidad de tiempo atrás, cuando mi conformidad te había dejado
perplejo.
—¿Podría usted ahora? —me preguntaste vacilando un poco.
—Sí —dije—, vamos.
Quería recoger mi abrigo del guardarropía.
En aquel momento me di cuenta de que el resguardo lo tenía mi amigo,
porque habíamos colgado nuestros abrigos en la misma percha. Era imposible
regresar y pedírselo sin alegar algún motivo concreto y, por otra parte, no quería
privarme de aquel momento contigo, de aquel momento que había anhelado
durante tantos años; eso no podía ser.
Y no dudé ni un segundo: cogí sólo el chal, me lo puse encima del traje de
noche y salí a la calle, a la humedad de la niebla, sin preocuparme más por el
abrigo, sin preocuparme por la persona que hacía años que me estaba
manteniendo de un modo tan tierno y afectuoso, y a la que y o iba a humillar
delante de sus amigos dejándole como a un bufón ridículo al que la querida
abandona al primer silbido de un hombre desconocido. ¡Oh!, y o era consciente
de mi bajeza e ingratitud, del deshonor que causaba a un amigo sincero, sabía
que actuaba de forma ridícula y que mi locura iba a ofender mortalmente, para
siempre, a una persona bondadosa. Sentía que estaba destrozando mi vida. Pero,
¿qué significaba la amistad, qué era mi existencia comparada con el ansia de
volver a sentir tus labios y escuchar la delicadeza de tus palabras dirigidas a mí?
Hasta ese punto te he llegado a querer, por fin puedo confesártelo, ahora que todo
ha pasado y todo está perdido. Y creo que si me llamaras cuando y a estuviera
reposando en mi lecho de muerte, tendría la fuerza suficiente como para
levantarme e ir hacia ti.
Un coche nos esperaba en la puerta del local; nos llevó a tu casa. Oía de
nuevo tu voz, sentía tu exquisita proximidad y estaba tan hipnotizada y con el
alma tan confundida como cuando tenía diecinueve años. Era igual que la
primera vez, después de una década, igual que cuando subías aquellas escaleras.
No, no se puede describir lo que experimentaba en esos segundos, en los que se
superponían el pasado y el presente. Y con todo, sólo te sentía a ti. Tu habitación
había cambiado un poco desde la última vez; había más cuadros en la pared, más
libros y muebles nuevos en algunos sitios, pero todo me resultaba familiar. Y en
el escritorio había un jarrón con las rosas, mis rosas, las que te había enviado el
día anterior, para tu cumpleaños, como recuerdo de una mujer a la que, a pesar
de todo, no recordabas, a la que no reconocías ni en aquel momento en que la
tenías cerca de ti, con su mano en la tuy a, con sus labios en los tuy os. Pero, aun
así, me agradó que conservaras mis flores: por lo menos había allí un halo de mi
amor hacia ti.
Me cogiste entre tus brazos. Me quedé otra maravillosa noche junto a ti, pero
no reconociste ni mi cuerpo desnudo. Experimenté la dulzura de tu experta
ternura y comprobé que tu pasión no distingue entre una a la que compras y otra
a la que quieres, que te entregas completamente a tu deseo con la plenitud
irreflexiva y derrochadora de tu ser. Fuiste tan tierno y delicado conmigo, con
aquella mujer a la que habías encontrado en un local nocturno… Fuiste
elegantísimo y sinceramente respetuoso, a la vez que apasionado, con el gozo de
esa mujer. Cómo sentí de nuevo, tambaleando por la felicidad del pasado, aquella
dualidad tuy a, única, aquella pasión intelectual sabiamente mezclada con la
sensual que había hecho esclava a aquella adolescente. Nunca he conocido a
ningún hombre que se entregue en esos momentos con tanta ternura, que ofrezca
su profunda intimidad con tanto altruismo y que después lo diluy a todo en un
olvido infinito, casi inhumano. Pero también y o me olvidé de mí misma: ¿quién
era y o, a tu lado y a oscuras? ¿Era la niña apasionada de años atrás, era la madre
de tu hijo, era la desconocida? Ah, ¡qué familiar me parecía todo, tan conocido,
y, por otro lado, tan estrepitosamente nuevo en aquella noche apasionada! Rezaba
para que no se acabara nunca.
Pero llegó la mañana, nos despertamos tarde; aún me invitaste a desay unar
contigo. Tomamos juntos el té, que una mano invisible había servido
discretamente en el comedor, y estuvimos conversando. Una vez más supiste
hablarme con toda la confianza propia de tu temperamento abierto y cordial, y,
como siempre, sin hacer ninguna pregunta indiscreta, sin mostrar ningún interés
por mi persona. No me preguntaste mi nombre ni dónde vivía; para ti volvía a ser
una aventura, alguien anónimo, el momento apasionado que se apaga sin dejar
rastro en el humo del olvido. Y entonces me explicaste que te disponías a hacer
un viaje muy lejos, al norte de África, durante dos o tres meses; me puse a
temblar en medio de mi felicidad porque en mis oídos y a retumbaba: ¡se ha
terminado, se ha terminado y olvidado! Me hubiese arrodillado ante ti y te
hubiese gritado: « ¡Llévame contigo para conocerme al fin, después de tantos
años!» Pero era tan tímida, tan cobarde, tan servicial y débil delante de ti, que
sólo pude decir:
—¡Qué lástima!
Me miraste sonriente y me preguntaste:
—¿Realmente te sabe mal?
De repente se apoderó de mí una especie de ferocidad, que me hizo ponerme
de pie y mirarte durante largo rato. Entonces te dije:
—El hombre al que y o quería también se iba siempre de viaje.
Miraba fijamente, directamente a las estrellas de tus ojos: « ¡Ahora, ahora
me reconocerás!» , imploraba, temblorosa, con todas mis fuerzas. Pero me
sonreiste y quisiste consolarme diciéndome:
—Pero uno siempre vuelve.
—Sí —respondí y o—, uno siempre vuelve, pero entonces y a ha olvidado.
Debiste ver algo extraordinario, algo apasionado en la forma en que te hablé,
porque te pusiste de pie y me miraste a los ojos desconcertado y muy cariñoso.
Me cogiste por los hombros y me dijiste:
—Lo bueno no se olvida. A ti no te olvidaré jamás —y tu mirada se adentró
completamente en mí, como si quisiera grabar mi imagen. Al sentir que aquella
mirada me penetraba, que me buscaba en el fondo del alma, que atraía y
absorbía mi ser, creí, al fin, que se había roto el hechizo de la ceguera. ¡Me
reconocerá, me reconocerá! Temblaba sólo de pensarlo.
Pero no, no fue así; no me reconociste ni me conociste, y nunca fui más
extraña para ti que en aquel segundo, porque, de otro modo… De otro modo
nunca en tu vida hubieras podido hacer lo que hiciste unos minutos después. Me
habías besado otra vez, apasionadamente. Tuve que arreglarme el pelo que se
había despeinado, y mientras estaba delante del espejo, te vi detrás de mí —creía
que me moría de horror y de vergüenza— a través del espejo vi cómo,
discretamente, introducías unos billetes de los grandes en mi manguito. ¿Cómo fui
capaz de no gritar en aquel momento, de no abofetearte? ¡A mí, la que te quería
desde pequeña, la madre de tu hijo, me pagabas por aquella noche! Una
cualquiera encontrada en el Tabarin, eso es lo que y o era para ti, nada más. ¡Me
habías pagado, me habías pagado a mí! No tenías suficiente con olvidarte de mí,
también tenías que humillarme.
Cogí mis cosas rápidamente. Me quería ir, quería irme de inmediato. Me
dolía demasiado todo aquello. Cogí el sombrero, que estaba encima del escritorio,
al lado del jarrón con las rosas blancas, mis rosas. Entonces me sobrevino el
deseo irresistible, muy poderoso, de intentar por última vez que te acordaras de
mí:
—¿No me das una de estas rosas blancas?
—Naturalmente —respondiste y cogiste enseguida una de ellas.
—Pero, ¿estás seguro de no haberlas recibido de una mujer, de una mujer
que te quiere? —te pregunté.
—Quizá sí —dijiste—, no lo sé. Las he recibido, pero no sé quién las manda,
por eso las quiero tanto.
Te miré a los ojos.
—¡Quizá son de alguna a la que has olvidado!
Me miraste con asombro. Yo te miré con todas mis fuerzas: « Reconóceme,
¡reconóceme de una vez!» , gritaba mi mirada, pero tus ojos me sonrieron
cordiales e inconscientes. Me volviste a besar, pero no me reconociste. Me
apresuré en llegar a la puerta porque sentía que acudían las lágrimas a mis ojos y
no hacía falta que lo vieses. De tan impetuosamente como salí, en el recibidor
por poco me choqué con Johann, tu sirviente. Con inmediata consideración y con
su timidez característica, se echó hacia atrás, me abrió la puerta de un golpe para
dejarme salir y entonces —en aquel segundo, ¿me oy es?— en el único segundo
en que miré a aquel hombre envejecido, cuando le miré con los ojos llenos de
lágrimas, de repente, se le iluminaron las pupilas. Sólo en un segundo, ¿me oy es?,
en un segundo aquel viejo me reconoció, él, que no me había visto más desde
que era una jovencita. Hubiese podido arrodillarme ante él por haberme
reconocido y besarle las manos, pero sólo saqué los billetes de banco que me
habías adjudicado y se los di. Estaba temblando y me miró asustado. En aquel
único segundo quizás él se acercó más a la verdad que tú en toda tu vida. Todos,
todas las personas me han querido, todos han sido buenos conmigo, ¡sólo tú, sólo
tú me has olvidado, sólo tú no me reconociste nunca!

Mi hijo murió ay er, nuestro hijo… Ahora y a no me queda nadie más que tú a
quien querer. Pero, ¿quién eres tú para mí, tú que no me has conocido nunca, que
pasas a mi lado como si pasaras junto a un riachuelo, que me pisas como a una
piedra, que siempre sigues adelante y me dejas en la eterna espera? Una vez
pensé que a ti, al fugitivo, te retendría teniendo al niño. Pero fue tu hijo: se ha ido
cruelmente, esta noche, de viaje, se ha olvidado de mí y no volverá más. Vuelvo
a estar sola, más sola que nunca, no tengo nada, no me queda nada de ti. Ya no
tengo ningún hijo, ni una palabra, ni una línea, ni un recuerdo. Y si alguien
pronunciara mi nombre ante ti, no le darías ninguna importancia, no te diría nada.
¿Por qué no tendría que estar contenta de morirme si para ti y a estoy muerta?
¿Por qué no habría de irme si tú y a te has ido? No, querido, no te culpo, no quiero
lamentos en tu alegre casa. No temas, no te molestaré más. Discúlpame, tenía
que dejar gritar a mi alma sólo una vez, en esta hora en la que mi hijo y ace aquí,
muerto y abandonado. Sólo he necesitado hablarte esta vez; después volveré a mi
tenebrosidad, como siempre, muda, tan muda como siempre lo he sido a tu lado.
Pero este grito no lo oirás mientras y o viva. Sólo cuando esté muerta recibirás
este escrito de una que te ha querido más que ninguna y a la que no has
reconocido nunca, que siempre te ha esperado y a la que no has convocado
ninguna vez. Quizá, quizá me llamarás luego y entonces te seré infiel por primera
vez; entonces, cuando esté muerta, y a no te podré oír. No te dejo ninguna
fotografía ni ninguna señal, del mismo modo que tu no me has dejado nada y
nunca me reconocerás, nunca. Era mi destino en la vida; que lo sea también en la
muerte, pues. No quiero llamarte para que acudas en mi última hora, me voy sin
que conozcas mi nombre ni mi cara. Muero fácilmente porque tú, desde lejos, no
puedes sentirlo. Si te lamentaras por mi muerte, no podría hacerlo.
Ya no puedo seguir escribiendo… me pesa tanto la cabeza… me duelen las
articulaciones, tengo fiebre… creo que tendré que tumbarme enseguida. Quizá
todo acabe pronto, quizás el azar me será favorable por una vez y no tendré que
ver cómo se llevan al niño… No puedo escribir más. Adiós, querido, adiós,
gracias… A pesar de todo, no ha estado tan mal que las cosas hay an ido de esta
forma… te lo agradeceré hasta mi último suspiro. Me siento bien: te lo he dicho
todo, ahora sabes… no, ahora sólo puedes hacerte una idea de cómo te he llegado
a querer y, aun así, no te queda ninguna carga de este amor. No me echarás de
menos… eso me consuela, no cambiará nada de tu vida, tan bonita y luminosa…
no te causo ningún daño con mi muerte… ¡oh, querido, esto me consuela!
Pero, ¿quién… quién te enviará ahora las rosas blancas por tu cumpleaños?
Ay, el jarrón estará vacío. Ese pequeño halo de mi vida que te llega una vez al
año, eso también se irá. Amor mío, escúchame, te lo suplico… es la primera y
última cosa que te pido… hazlo por mí, cada cumpleaños, ese día en que uno
siempre piensa en sí mismo, coge unas rosas y ponlas en el jarrón. Hazlo,
querido, hazlo así, igual que otros hacen que se cante una misa una vez al año
para su difunta querida. Yo y a no creo en Dios ni quiero ninguna misa, sólo creo
en ti, sólo te quiero a ti y sólo quiero continuar viviendo dentro de ti… ay, sólo un
día al año, muy, muy silenciosamente, como siempre he vivido a tu lado… Te lo
suplico, hazlo, querido… es la primera y última cosa que te pido… te lo
agradezco… te quiero… te quiero… adiós.

Él dejó caer la carta, las manos le temblaban. Entonces empezó a cavilar durante
un buen rato. Recordaba vagamente a una niña vecina suy a, a una joven, a una
mujer que había encontrado en un local nocturno, pero era un recuerdo poco
preciso y desdibujado, como una piedra que tiembla en el fondo del agua que
corre y cuy a forma no acaba de distinguirse. Eran sombras que brotaban
abundantemente, que iban y venían, pero no fue capaz de hacerse una imagen
concreta. Recordaba ciertos sentimientos y, aun así, no conseguía reconstruir todo
aquello. Era como si todas esas figuras hubiesen aparecido en un sueño, como si
las hubiera soñado a menudo y profundamente, pero sólo como si las hubiese
soñado.
Entonces su mirada se posó en el jarrón azul que tenía ante él, encima del
escritorio. Estaba vacío, por primera vez desde hacía años estaba vacío en el día
de su cumpleaños, y se asustó: fue como si, de repente, se hubiese abierto una
puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su
tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó
el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el
recuerdo de una lejana melodía.
STEFAN ZWEIG, (Viena, 1881 - Petrópolis, Brasil, 1942) fue un escritor
enormemente popular, tanto en su faceta de ensay ista y biógrafo como en la de
novelista. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de
los sentimientos y la elegancia de su estilo lo convierten en un narrador
fascinante, capaz de seducirnos desde las primeras líneas.
Es sin duda, uno de los grandes escritores del siglo XX, y su obra ha sido
traducida a más de cincuenta idiomas. Los centenares de miles de ejemplares de
sus obras que se han vendido en todo el mundo atestiguan que Stefan Zweig es
uno de los autores más leídos del siglo XX. Zweig se ha labrado una fama de
escritor completo y se ha destacado en todos los géneros. Como novelista refleja
la lucha de los hombres bajo el dominio de las pasiones con un estilo liberado de
todo tinte folletinesco. Sus tensas narraciones reflejan la vida en los momentos de
crisis, a cuy o resplandor se revelan los caracteres; sus biografías, basadas en la
más rigurosa investigación de las fuentes históricas, ocultan hábilmente su fondo
erudito tras una equilibrada composición y un admirable estilo, que confieren a
estos libros categoría de obra de arte. En sus biografías es el atrevido pero devoto
admirador del genio, cuy o misterio ha desvelado para comprenderlo y amarlo
con un afecto íntimo y profundo. En sus ensay os analiza problemas culturales,
políticos y sociológicos del pasado o del presente con hondura psicológica,
filosófica y literaria.

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