R.C. Sproul Sorprendido Por El Sufrimiento
R.C. Sproul Sorprendido Por El Sufrimiento
R.C. Sproul Sorprendido Por El Sufrimiento
“Es un verdadero regalo para la iglesia cuando un teólogo experimentado, que posee
conocimientos adquiridos con años de experiencia personal y estudio bíblico, aborda un tema
complicado como el sufrimiento. En este libro encontrarás la sabiduría de la perspectiva
bíblica combinada con la esperanza eterna del evangelio conduciéndote a un mayor descanso
en tu Salvador, aun en tiempos de adversidad. Siento gratitud por la nueva edición de este
libro”.
—PAUL DAVID TRIPP
Presidente, Paul Tripp Ministries
Ministro en Center City, Décima Iglesia Presbiteriana, Filadelfia, Pa.
Profesor de vida y cuidado pastorales, Redeemer Seminary, Dallas, Texas
“Como oncólogo, tengo el privilegio de cuidar de las personas mientras ‘andan en valle de
sombra de muerte’. En tales momentos, la gente de fe se ve enfrentada a las preguntas más
desconcertantes de la existencia humana, a saber, las que plantean el sufrimiento y la muerte.
En Sorprendido por el sufrimiento, R. C. Sproul afirma de manera concisa y sensible lo que yo
considero las tres verdades cruciales que debemos aprender a fin de perseverar en medio del
sufrimiento y la muerte. Primero, la naturaleza inevitable y vocacional de la muerte y el
sufrimiento; segundo, los soberanos propósitos redentores de Dios en el sufrimiento; y
finalmente, la certeza de la vida eterna en perfecta comunión con él y con nuestros hermanos
creyentes. Fue un gozo saber de la reedición de este libro, y mi lectura del manuscrito
reafirmó la razón por la que no nos entristecemos como aquellos que no tienen esperanza”.
—DR JAMES W. LYNCH JR.
Profesor de medicina
División de hematología/oncología
Escuela de Medicina de la University of Florida, Gainesville, Fla.
“En Sorprendido por el sufrimiento, Juan Calvino se encuentra con Florence Nightingale. Ésta
es una obra inusual, una fusión del teólogo y el pastor; un libro que mira al sufrimiento directo
a la cara, y enseña, explica, confronta, y consuela. Compra una docena, pues le vas a regalar
este ejemplar a alguien que esté padeciendo en el mundo a tu alrededor”.
—JOHN P. SARTELLE SR.
Pastor principal
Iglesia Presbiteriana Tates Creek, Lexington, Ky.
Sorprendido por el sufrimiento: El rol del dolor y la muerte en la vida Cristiana
© 2010 por R. C. Sproul
Anteriormente publicado como Surprised by Suffering (1998) por Tyndale House Publishers
Publicado por Reformation Trust Publishing,
una división de Ligonier Ministries
421 Ligonier Court, Sanford, FL 32771
Ligonier.org ReformationTrust.com
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un
sistema de recuperación, o transmitido de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico,
fotocopia, grabación, u otros, sin el previo permiso por escrito del publicador, Reformation Trust Publishing. La
única excepción son las citas breves en comentarios publicados.
Traducción al español: Elvis Castro, Proyecto Nehemías
Diseño de portada: Gearbox Studios
Diseño interior: Katherine Lloyd, The DESK
Diagramación en español: Pamela Figueroa, Proyecto Nehemías
Conversión de ebook: Fowler Digital Services
Formateado por: Ray Fowler
A menos que se indique algo distinto, las citas bíblicas están tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera
Contemporánea. Derechos reservados.
Las citas bíblicas marcadas con NVI están tomadas de La Santa Biblia, Nueva Versión Internacional.
Las citas bíblicas marcadas con RV95 están tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera 1995.
Las citas bíblicas marcadas con RV60 están tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera 1960.
Las citas bíblicas marcadas con PDT están tomadas de Palabra de Dios para Todos.
Library of Congress Cataloging-in-Publication Data
Sproul, R. C. (Robert Charles), 1939-
Sorprendido por el sufrimiento: El rol del dolor y la muerte en la vida Cristiana / R. C. Sproul. p. cm.
Publicado originalmente: Wheaton, Ill.: Tyndale House Publishers, c1988.
Incluye referencias bibliográficas e índice.
ISBN 978-1-56769-184-9
1. Sufrimiento – Aspectos religiosos – Cristianismo. 2. Muerte – aspectos religiosos – Cristianismo. 3. Vida futura –
Cristianismo. I. Título.
BT732.7.S687 2009
236’.1--dc22
2009025818
PREFACIO
Quienes vivimos en países de Occidente hemos sido bendecidos a un grado que las
generaciones anteriores jamás habrían creído posible. En general, disfrutamos de buena
salud, estilos de vida cómodos, y seguridad. No nos vemos enfrentados todos los días a
amenazas inminentes para nuestra existencia, ni aun para nuestro sentido de bienestar.
Debido a estas bendiciones, no obstante, tendemos a relajarnos en un falso sentido de
invulnerabilidad. Cuando, con el paso del tiempo, somos librados de las dificultades,
comenzamos a esperar que siempre escaparemos de los males. En consecuencia, si el
sufrimiento se nos presenta en cualquiera de sus diversas formas —enfermedad, perjuicios,
angustia, pérdida, persecución, fracaso—, usualmente nos toma por sorpresa. De ahí el título
de este libro.
Mi objetivo al escribir este libro es que tú no te sorprendas cuando el sufrimiento llegue a
tu vida. Quiero que percibas que el sufrimiento en absoluto es inusual, pero también que no
llega al azar: lo envía nuestro Padre celestial, quien es a la vez soberano y amoroso, para
nuestro bien ulterior. En efecto, quiero que comprendas que el sufrimiento es una vocación,
un llamado de Dios.
Este libro fue publicado por primera vez en 1988. Esta nueva edición contiene un nuevo
capítulo sobre la soberanía de Dios en relación al sufrimiento (Capítulo 4), como también
nuevos índices de pasajes de la Escritura y de materias.
Mi oración es que Dios use Sorprendido por el sufrimiento para prepararte para cualquier
valle a donde el Buen Pastor pueda llamarte a caminar, sabiendo que él mismo irá contigo.
—R. C. Sproul
Lake Mary, Florida
Junio 2009
PARTE UNO
Hasta la muerte
CAPÍTULO UNO
SUFRIMIENTO, PERPLEJIDAD Y DESESPERACIÓN
Cristianos son aquellos que tienen fe en Cristo. Todos aspiramos a poseer una fe que sea
fuerte y duradera. La realidad, sin embargo, es que la fe no es algo constante. Nuestra fe
oscila entre momentos de supremo alborozo y tiempos de prueba que nos empujan al borde de
la desesperación. La duda enciende luces de peligro sobre nosotros y amenaza nuestra paz.
Son escasos los santos que tengan un espíritu sosegado en toda época.
El sufrimiento es uno de los desafíos más significativos para la fe de cualquier creyente.
Cuando el dolor, la tristeza, la persecución, u otra forma de sufrimiento nos golpean, nos
vemos sorprendidos con la guardia baja, ofuscados y llenos de preguntas. El sufrimiento
puede forzar la fe hasta los límites.
Pablo escribió emotivamente acerca de sus propias luchas en tiempos de aflicción: “Nos
vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos,
pero no abandonados; derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre
llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en
nuestro cuerpo” (2 Corintios 4:8-10 NVI).
El apóstol dijo que estaba “atribulado en todo, pero no abatido”. Él nunca intentó
enmascarar su dolor en una piedad fraudulenta. El cristiano no es estoico. Tampoco huye a un
mundo de fantasía que niegue la realidad del sufrimiento. Pablo admitió sin tapujos la presión
que experimentaba.
Todos sabemos lo que significa estar atribulado. Con la palabra atribulado describimos
momentos de tensión en la vida. Los problemas en el trabajo, los problemas en el matrimonio,
y los problemas en nuestras relaciones pueden acumularse y asaltar nuestro espíritu. Si a
estas presiones diarias añadimos la muerte trágica de un ser querido o la dificultad de una
enfermedad prolongada, sentimos el dolor de estar aun más atribulados.
Sentirse atribulado es sentirse como si fuéramos automóviles viejos confinados a una pila
de chatarra y puestos en un compactador de metales. Estar atribulado es sentir un peso
enorme que amenaza con dejarnos abatidos.
Cuando experimentamos una angustia severa, puede que nos sintamos inclinados a decir
“estoy abatido”. Pero ésta es una hipérbole. Puede que nos sintamos abatidos; puede que
incluso estemos cerca de ser abatidos. Pero la tajante declaración del apóstol es que no
estamos abatidos.
Existe la expresión “la paja que le rompe el lomo al camello”. Una vez la escuché al asistir a
un encuentro de una agrupación para el control del peso. En la reunión informativa inicial, a
cada persona se le dieron varios elementos, incluyendo una guía de alimentación, una tabla
diaria para registrar lo que consumíamos, un manual de ejercicios, y una pajita para beber.
Hacia el final de la reunión, cuando se terminaron las instrucciones para el programa, la
instructora preguntó: “¿Qué los llevó a decidir unirse a nuestra agrupación?”. Varios
participantes dieron voluntariamente sus respuestas. Cada uno tenía un motivo diferente:
algunos se habían mirado en fotografías recientes y no soportaron lo que veían; algunos
habían tenido que comprar ropa de una talla más grande; y a algunos el doctor les había
recomendado bajar de peso. Tras esta discusión, la instructora mostró una pajita para beber.
“Ésta es su última pajita”, dijo. “Esta pajita representa la razón por la que decidieron unirse al
programa. Llévenla a su casa y pónganla en un lugar destacado. Péguenla al refrigerador.
Cuando su deseo por perder peso se debilite, mírenla. Que les sirva de recordatorio de por
qué están aquí”.
Yo dudo que alguna vez el lomo de un camello se haya roto por una pajita. La metáfora se
origina en el Medio Oriente, donde los camellos aún se utilizan como bestias de carga. Se
espera que el camello cargue la paja de la cosecha. La cantidad de paja que un camello puede
cargar tiene un límite. El lomo de cada camello tiene un punto de ruptura. La diferencia entre
una carga soportable y una que aplasta puede ser una sola paja.
Yo no sé cuánta paja puede cargar un camello. No sé cuánto peso puedo cargar yo. Todos
tendemos a suponer, sin embargo, que podemos cargar mucho menos de lo que en realidad
podemos.
—Mateo 26:37
El eunuco etíope le hizo a Felipe una pregunta crucial. Él había estado leyendo Isaías 53 y
estaba intrigado. Él le pregunto: “¿De quién habla el profeta? ¿Habla de sí mismo, o de algún
otro?”. Él quería saber quién era el Siervo Sufriente del Señor.
La respuesta de Felipe fue directo al punto. Isaías —le dijo al etíope—hablaba de Jesús.
El hecho de que el Nuevo Testamento identifique a Jesús con el Siervo Sufriente de Israel
puede parecer tan obvio que quizá alguien se pregunte por qué me tomo el tiempo para
explayarme al respecto. Pero es algo de suma importancia. En primer lugar, nuestra
comprensión de Jesús está ligada a esta pregunta. Yo no creo que sea exagerado declarar que
el retrato de Jesús del Nuevo Testamento se sostiene o se derrumba dependiendo de este
asunto. No obstante, la mortificante pregunta por el significado de nuestro sufrimiento está
igualmente ligada a ello.
En tiempos modernos, hemos visto un tipo de erudición bíblica que considera todas las
referencias que hace Jesús al Siervo Sufriente de Isaías como invenciones de los escritores del
Nuevo Testamento. En una palabra, se presume que los escritores bíblicos “falsearon” la
historia de Jesús. Según esta teoría, después de que Jesús experimentó su pasión, los líderes
de la iglesia primitiva tuvieron que inventar una explicación para todo este sufrimiento. En
consecuencia, ellos crearon este vínculo entre el Siervo Sufriente de Isaías y Jesús. Entonces
pusieron en boca de Jesús palabras que él nunca pronunció.
Los críticos están especialmente interesados en derribar la visión bíblica de Cristo, pero les
sale el tiro por la culata. Si hay algo histórico que sepamos acerca de Jesús, es que él fue
alguien que sufrió y murió como el Siervo de Dios.
El Evangelio de Lucas registra estas palabras de Jesús: “Porque yo les digo que todavía se
tiene que cumplir en mí aquello que está escrito: ‘Y fue contado entre los pecadores’. Porque
lo que está escrito acerca de mí, tiene que cumplirse” (Lucas 22:37).
Aquí Jesús citó directamente de Isaías 53. Él se identificaba con el Siervo Sufriente de Dios.
La nación de Israel estaba llamada a ser un siervo sufriente. La vocación estaba entonces
personalizada y cristalizada en un hombre, quien representaba a Israel. La respuesta de
Felipe fue clara: ese hombre era Jesús.
LA PARTICIPACIÓN EN SU SUFRIMIENTO
Jesús sufrió por nosotros. No obstante, nosotros estamos llamados a participar en su
sufrimiento. Aunque él fue de manera única el cumplimiento de la profecía de Isaías, aún
queda una aplicación de este llamado para nosotros. Se nos ha dado tanto el deber como el
privilegio de participar en el sufrimiento de Cristo.
Una misteriosa referencia a esta idea se encuentra en los escritos del apóstol Pablo: “Ahora
me alegro de lo que sufro por ustedes, y completo en mi cuerpo lo que falta de los
sufrimientos de Cristo por la iglesia, que es su cuerpo” (Colosenses 1:24). Aquí Pablo declaró
que él se regocijaba en su sufrimiento. Ciertamente él no quiso decir que disfrutaba el dolor y
la aflicción. Más bien la causa de su regocijo se hallaba en el significado de su sufrimiento. Él
decía que él completaba “lo que falta de los sufrimientos de Cristo”.
A primera vista, la explicación de Pablo es sorprendente. ¿Qué podría haberle faltado a los
sufrimientos de Cristo? ¿Acaso Cristo terminó a medias su obra redentora, dejándosela a
Pablo para que la completara? ¿Estaba Jesús exagerando cuando gritó en la cruz: “Consumado
es”? ¿Qué faltaba exactamente en los sufrimientos de Cristo?
En términos del valor del sufrimiento de Cristo, es blasfemo sugerir que faltaba algo. El
mérito de su sacrificio expiatorio es infinito. No es posible añadir nada a su perfecta
obediencia para hacerla aun más perfecta. Nada puede ser más perfecto que lo perfecto. Lo
que es absolutamente perfecto no puede ser mejorado.
El mérito del sufrimiento de Jesús es suficiente para expiar cada pecado que alguna vez se
haya cometido o se vaya a cometer. Su muerte expiatoria de una vez para siempre no necesita
repetirse (Hebreos 10:10). Los sacrificios del Antiguo Testamento se repetían precisamente
porque eran sombras imperfectas de la realidad que iba a venir (Hebreos 10:1).
No fue casualidad que la Iglesia Católica Romana apelara a las palabras de Pablo en
Colosenses 1:24 para respaldar su concepto del tesoro de méritos, por el cual los méritos de
los santos supuestamente se añaden a los méritos de Cristo para cubrir las deficiencias de los
pecadores. Esta doctrina estaba en el ojo del huracán de la Reforma Protestante. Era este
eclipse de la suficiencia y perfección del sufrimiento de Cristo lo que estaba en el corazón de
la protesta de Martín Lutero.
Aunque negamos rotundamente la interpretación romana de este pasaje, todavía nos queda
nuestra pregunta. Si el sufrimiento de Pablo no añadía mérito a lo que faltaba en el
sufrimiento de Cristo, ¿qué añadía entonces?
La respuesta a esta difícil pregunta se halla en la más amplia enseñanza del Nuevo
Testamento en relación al llamado del creyente a participar en la humillación de Cristo.
Nuestro bautismo significa que somos sepultados con Cristo. Pablo observó reiteradamente
que a menos que estemos dispuestos a participar en la humillación de Jesús no participaremos
en su exaltación (ver 2 Timoteo 2:11-12).
Pablo se regocijó de que su sufrimiento fuera de provecho para la iglesia. La iglesia está
llamada a imitar a Cristo. Está llamada a caminar por la Via Dolorosa. La metáfora favorita de
Pablo para la iglesia era la imagen del cuerpo humano. A la iglesia se la llama el cuerpo de
Cristo. En un sentido, es apropiado llamar a la iglesia la “encarnación continua”. La iglesia
realmente es el cuerpo místico de Cristo en la tierra.
Cristo vinculó su iglesia a sí mismo de manera tal que cuando llamó por primera vez a
Pablo en el camino a Damasco le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4,
énfasis añadido). Saulo no estaba persiguiendo literalmente a Jesús. Jesús ya había ascendido
al cielo. Él ya estaba fuera del alcance de la hostilidad de Saulo. Saulo estaba atareado
persiguiendo a los cristianos. Pero Jesús sintió tal solidaridad con su iglesia que él
consideraba un ataque a su cuerpo, la iglesia, como un ataque personal contra él mismo.
La iglesia no es Cristo. Cristo es perfecto; la iglesia es imperfecta. Cristo es el Redentor; la
iglesia es la compañía de los redimidos. Sin embargo, la iglesia le pertenece a Cristo. La
iglesia fue redimida por Cristo. La iglesia es la novia de Cristo. La iglesia está habitada por
Cristo.
A la luz de esta solidaridad, la iglesia participa en el sufrimiento de Cristo. Pero esta
participación nada añade a los méritos de Cristo. Los sufrimientos de los cristianos pueden
beneficiar a otras personas, pero siempre son insuficientes para expiar. Yo no puedo expiar los
pecados de nadie, ni siquiera los míos. Con todo, mi sufrimiento puede ser de gran provecho
para otras personas. También puede servir de testimonio de Aquel cuyos sufrimientos fueron
una expiación.
La palabra para “testigo” en el Nuevo Testamento, martus, es el origen de la palabra
castellana “mártir”. Aquellos que sufrieron y murieron por la causa de Cristo fueron llamados
mártires porque con su sufrimiento dieron testimonio de Cristo.
Lo que falta de las aflicciones de Jesús es el continuo sufrimiento que Dios llama a su
pueblo a soportar. Dios llama a personas de cada generación a sufrir. Una vez más, este
sufrimiento no es para compensar alguna deficiencia en los méritos de Cristo, sino para
cumplir nuestros destinos como testigos del perfecto Siervo Sufriente de Dios.
¿Qué significa esto en términos prácticos? Mi padre sufrió una serie de hemorragias
cerebrales que le causaron gran sufrimiento y finalmente terminaron con su vida. Estoy
seguro de que cuando él estaba sufriendo él debe haberle preguntado a Dios “¿por qué?”. A
simple vista, su sufrimiento parecía inútil. Parecía que su dolor no tenía razón de ser alguna.
Debo ser muy cuidadoso. Yo no creo que el sufrimiento de mi padre fuese en modo alguno
una expiación por mis pecados. Tampoco creo poder leer la mente de Dios en relación al
propósito último del sufrimiento de mi padre. Pero una cosa sé: el sufrimiento de mi padre
causó un profundo impacto en mi vida. Fue a través de la muerte de mi padre que yo fui traído
a Cristo. No estoy diciendo que la razón última por la que mi padre fue llamado a sufrir y
morir fue que yo pudiera hacerme cristiano. Yo no conozco el propósito soberano de Dios en
esa situación. Pero sí sé que Dios usó ese sufrimiento de manera redentora para mí. El
sufrimiento de mi papá me condujo a los brazos del Salvador Sufriente.
Nosotros somos seguidores de Cristo. Nosotros lo seguimos al Huerto de Getsemaní. Lo
seguimos al atrio del juicio. Lo seguimos a través de la Via Dolorosa. Lo seguimos hasta la
muerte. Pero el evangelio declara que también lo seguimos a través de las puertas del cielo.
Puesto que sufrimos con él, también seremos resucitados con él. Si somos humillados con él,
también seremos exaltados con él.
Gracias a Cristo, nuestro sufrimiento no es inútil. Es parte del plan total de Dios, quien ha
elegido redimir al mundo por la senda del sufrimiento.
CAPÍTULO TRES
ESTUDIO DE CASO
EN EL SUFRIMIENTO
Uno de los retos más difíciles que enfrenta la persona en medio del sufrimiento es recibir
consejos bienintencionados para que abandone la lucha. Este consejo usualmente llega de
aquellos que están más cerca de nosotros y que más nos aman. Los mejores amigos de Jesús
trataron de hacerlo desistir de ir a Jerusalén, como vimos cuando observamos la reprensión de
Pedro en el capítulo anterior.
Asimismo, la esposa de Job le dijo “maldice a Dios y muérete”. Ella lo alentó a comprometer
su integridad con el fin de aliviar su dolor. Su intensión era buena. Obviamente ella sentía
compasión por su esposo. Ella lo alentó a tomar la solución fácil. Pero sus palabras no hicieron
más que aumentar la frustración de Job. Job no entendía por qué Dios lo había llamado a
sufrir, pero sí entendía que Dios lo había llamado a sufrir. Ya era bastante difícil para él ser fiel
a su vocación sin que sus seres queridos trataran de alejarlo de ella con sus palabras.
Una vez visité una enorme iglesia en el sur de California y me llevaron en un recorrido por
los terrenos. El recorrido nos llevó a una estatua tallada en piedra por un escultor
escandinavo. La emoción me embargó mientras estaba ante esta majestuosa obra de arte.
Mostraba la figura de Job, con su cuerpo retorcido y deformado en agonía. El detalle de los
músculos evocaba una obra de Miguel Ángel.
Mientras miraba la figura, yo pensaba en una técnica artística basada en el principio del
“momento fructífero”, articulado por el filósofo Johann Herder. Los pintores y escultores no
despliegan su talento con el uso de cámaras o cintas de video. Sus objetos están inmóviles,
congelados en un único instante. El objetivo del artista es capturar la esencia cristalizada de
su tema concentrándose en un momento fructífero o significativo que cuente toda la historia.
Fue por eso que Rembrandt esbozó veintenas de escenas de la vida de personajes bíblicos
antes de decidirse por un solo marco para pintar. Es por eso que Miguel Ángel retrató a David
tomando una piedra. Es por eso que el Pensador de Rodin está quieto en su profunda
reflexión. Es por eso que el cuerpo de Cristo descansa en los brazos de su madre en la Piedad.
El escultor que modeló la imagen de Job que yo vi en el jardín de aquella iglesia capturó a
Job en el momento fructífero: el nadir de su agonía. En la base de la escultura, estaban estas
palabras cinceladas en la piedra: “Aunque el Señor me mate, yo en él confío” (Job 13:15).
Cuando vi estas palabras en la base de la estatua, permanecí de pie y lloré en silencio.
Ningún mortal ha pronunciado alguna vez palabras más heroicas que estas palabras de
testimonio de labios de Job.
A través del libro de Eclesiastés corre una teología subyacente que aflora de tanto en tanto.
La vemos cuando Salomón afirma que “todo tiene su tiempo. Hay un momento bajo el cielo
para toda actividad: el momento en que se nace, y el momento en que se muere…”
(Eclesiastés 3:1-2), pero aparece en otro lugar también. Salomón escribe: “También sé que
todo lo que Dios ha hecho permanecerá para siempre, sin que nada se le añada ni nada se le
quite” (3:14); “Mira y admira las obras de Dios: ¿quién podría enderezar lo que él ha torcido?”
(7:13); y: “A todo esto dirigí mi atención, para concluir lo siguiente: Que la gente sabia y
honrada está en las manos de Dios” (9:1). Esta teología subyacente, que se encuentra no solo
en Eclesiastés sino en todo el Antiguo Testamento y de hecho en toda la Escritura, no es otra
que la siguiente: Dios ordena todo según sus propósitos. En otras palabras, Dios es soberano.
En mi experiencia, jamás me he encontrado con un cristiano profesante que me haya
mirado a los ojos y me haya dicho que no creía en la soberanía de Dios. Tenemos una intuitiva
comprensión de que si Dios es Dios, él debe ser soberano. Es imposible que Dios no sea
soberano, y cualquier concepción de un dios que sea menos que soberano es un ídolo y no es
dios en absoluto. Así que, es fácil que los creyentes digan “yo creo en la soberanía de Dios”, y
a primera vista todos lo afirmamos.
Sin embargo, la soberanía de Dios es una de las doctrinas más difíciles de asimilar en
nuestro torrente sanguíneo y en las fibras de la vida diaria, de manera que realmente vivamos
la vida creyendo que Dios en efecto es soberano y mantengamos nuestra confianza en él aun
cuando parezca que la vida gira sin control.
Gran parte de la dificultad que enfrentamos en cuanto a aceptar realmente esta doctrina
surge de la presencia del sufrimiento en nuestra vida. Decimos que creemos que Dios es
soberano, pero cuando combatimos con sucesos problemáticos en nuestra vida, con las cosas
malas que ocurren, las tragedias que nos sobrevienen, comenzamos a cuestionar ya sea la
soberanía de Dios o la bondad de Dios. Nos preguntamos: “¿Cómo es posible que un Dios
soberano y bueno haya permitido que pasen estas cosas? ¿Acaso no tenía el poder para
prevenir estas cosas? ¿No me amaba lo suficiente para librarme de este dolor?”. Muchas de
las teologías que florecen en nuestra tierra están diseñadas para evadir ese problema. Ellas
pretenden absolver a Dios de cualquier responsabilidad por las tragedias de la vida humana y
desviar la soberanía última hacia el corazón humano.
Ya hemos visto que nuestro sufrimiento es parte del plan total de Dios y que él puede obrar
a través del mal para realizar su plan. El hecho de que Dios tenga un plan demuestra que él
tiene un propósito. El hecho de que él sea soberano demuestra que él está cumpliendo ese
propósito aun cuando él permite que el sufrimiento nos alcance. Como en el caso de Job,
puede que él no revele cuál es su propósito, pero tenemos buenas razones para confiar en él.
LA SABIDURÍA DE SALOMÓN
El capítulo 7 de Eclesiastés nos brinda algunas interesantes nociones acerca de este tema. El
comienzo del capítulo suena como una porción del libro de Proverbios, puesto que contiene
una serie de aforismos. Comienza con estas palabras: “Mejor es la buena fama que el buen
ungüento” (v. 1, RV60). Los escritores de literatura sapiencial del mundo antiguo a menudo
comparaban y contrastaban las virtudes u otras cosas abstractas con cosas concretas. En este
caso, la comparación es entre una buena reputación y un buen ungüento. Nosotros por lo
general no consideramos que un ungüento sea algo valioso porque los ungüentos son bastante
baratos y podemos conseguirlos en cualquier farmacia en la calle. Pero en el mundo antiguo,
un ungüento que aliviara el dolor y el sufrimiento era difícil de encontrar o adquirir, así que se
lo consideraba algo extremadamente valioso. Pero Salomón dice que la buena fama es mejor
que un buen ungüento. Es algo muy valioso.
Luego prosigue diciendo: “Es mejor el día en que se muere que el día en que se nace”. Esto
podría tomarse de manera pesimista o desde un punto de vista trascendente. Muy a menudo
en el Antiguo Testamento encontramos personas que están al borde de la desesperación
maldiciendo el día en que nacieron. En el capítulo 1, observamos tales comentarios de parte
de Job, Moisés, y Jeremías. Cuando una persona mira la vida desde la perspectiva de este
mundo, a veces se cansa de vivir.
Me acuerdo de la canción Old Man River. La letra dice: “Levanta esa balsa, carga ese
fardo, emborráchate un poco y acabas en la cárcel”. Luego el estribillo dice: “Ese viejo río,
siempre rodando y rodando”. Esa es una expresión moderna de pesimismo, que llega a su
cúspide en el verso “estoy cansado de vivir, pero tengo miedo de morir”. Ese sentimiento
define la suerte de demasiadas personas en este mundo.
Eclesiastés afirma que el día de la muerte de una persona es mejor que el día de su
nacimiento. Eso sería cierto para el pesimista, quien no puede esperar a que todo acabe —al
menos si tan solo pasa al olvido y no al castigo eterno.
Sin embargo, este sentimiento también es verdad para el optimista, para el cristiano. El día
de nuestro nacimiento es un buen día para el creyente, pero el día de su muerte es el más
grandioso que un cristiano puede experimentar en este mundo porque ese es el día en que
vuelve a casa, el día en que traspasa el umbral, el día en que entra a la casa de su Padre. Ese
es el día del triunfo final para el cristiano en este mundo, y no obstante es un día que tememos
y un día que posponemos tanto como podamos porque no creemos que el día de nuestra
muerte realmente sea mejor que el día de nuestro nacimiento.
LA PROVIDENCIA DE DIOS
Luego, en el verso 14, Salomón escribe: “Cuando te llegue un buen día, disfruta de él; y
cuando te llegue un mal día, piensa que Dios es el autor de uno y de otro”. La idea que aquí se
comunica quizá sea el secreto mejor guardado del cristianismo. Es una idea que realmente
habla del asunto de la soberanía de Dios. Este llamado a considerar la obra de Dios es un
llamado a examinar no solo la creación sino la obra de Dios en la historia. Es un llamado a
reflexionar sobre la providencia de Dios, porque él es el autor de todas las cosas alegres y
también de todas las cosas tristes.
Nosotros tendemos a decir: “Oh, mi confianza en Dios se fortalece cuando me ocurren
cosas placenteras, cuando me pasan cosas buenas. Mis labios quieren pronunciar gratitud y
alabanza a Dios. Gracias Dios por esta maravilla”. En otras palabras, tendemos a ser capaces
de ver la mano de la divina providencia en nuestras vidas cuando oramos fervientemente por
algo y Dios dice sí. Pero cuando queremos algo desesperadamente y oramos por ello
intensamente, pero Dios dice no, ¿qué sucede? Comenzamos a dudar de que Dios siquiera
exista. Así que la respuesta “no” de parte de Dios es negativa en nuestras vidas, mientras que
la respuesta “sí” afirma nuestra fe.
Salomón está diciendo que si uno quiere ser sabio, tiene que considerar ambas cosas,
porque la mano de Dios es tan soberana en el “no” como en el “sí”. Dios manifiesta su
providencia tanto en el sufrimiento como en la prosperidad. Su gobierno soberano se
manifiesta en ambos.
En las evaluaciones posteriores al ataque terrorista al World Trade Center y al Pentágono
el 11 de septiembre de 2001, observé que se usaron muchas palabras distintas para describir
tales sucesos, palabras como catástrofe y calamidad. Pero quizá la palabra que escuché más
que ninguna otra fue tragedia. A menudo, sin embargo, se añadía un adjetivo a esta palabra
para describir el ataque. Se decía que era una tragedia absurda.
Si tuviera tiempo para entrar en un análisis técnico e integral de estas dos palabras
puestas en conjunción, podría demostrar que la frase “tragedia absurda” es un oxímoron. Para
que en el análisis último algo se defina como “trágico”, tiene que haber algún estándar de lo
bueno. La palabra tragedia presupone algún tipo de orden o propósito en el mundo. Si las
cosas pueden ocurrir de manera absurda, no puede haber algo que sea una tragedia —o una
bendición. Todo es simplemente un suceso sin sentido.
La idea de una “tragedia absurda” representa una cosmovisión completamente
incompatible con el pensamiento cristiano, porque asume que algo sucede sin un propósito o
significado. Pero si Dios es Dios y si Dios es un Dios de providencia y si Dios es soberano,
entonces, en el análisis último, jamás ocurre nada que sea absurdo.
La cuestión que nos complica en relación al ataque del 11 de septiembre es “¿por qué
sucedió?”. Los creyentes hacen la pregunta de un modo levemente distinto: “¿Por qué
permitió Dios que esto ocurriera”? Los cristianos formulan de este modo la pregunta porque
ellos no conceden que haya hechos sin sentido, porque en el corazón de la cosmovisión
cristiana está la seguridad de que todo en la historia tiene un propósito en la mente del Dios
Todopoderoso. Dios no es caótico o aleatorio. Todo tiene un propósito —incluyendo aquellos
acontecimientos que definimos como tragedia.
En los días posteriores al 11 de septiembre, algunos conocidos predicadores, en particular
Jerry Falwell, hicieron comentarios relativos a las posibles razones por las que Dios permitió
los ataques. Falwell observó que esta tragedia era un acto de juicio de Dios sobre Estados
Unidos por su inmoralidad, por su tolerancia al aborto, por su destrucción de la familia
humana, y por sus posturas en otros asuntos morales de nuestro tiempo. Esa declaración creó
una tormenta de controversia, e incluso hubo comentaristas cristianos que fueron bastante
estridentes en sus críticas a esta evaluación. Al final, Falwell se retractó públicamente de sus
declaraciones. Siempre es imprudente sacar conclusiones apresuradas acerca del porqué de
nuestro sufrimiento.
Ahora bien, si alguien me fuera a decir “¿por qué permitió Dios que esto ocurriera?”, la
única respuesta honesta que podría dar sería “no lo sé”. No puedo leer la mente de Dios. No
sé si fue un acto de juicio. Por otra parte, creo que no hay nada en la cosmovisión cristiana
que descarte la posibilidad de que fuera un acto de juicio. En la Escritura queda claro que de
tanto en tanto Dios ha traído calamidades sobre las naciones como acto de juicio, pero es
imposible saber si los hechos del 11 de septiembre fueron efectivamente un juicio suyo,
porque él no nos lo ha dicho. Ahora bien, si me preguntan si Dios estuvo involucrado en ello,
yo diría que sí, porque estoy comprometido con la doctrina cristiana de la providencia. Estoy
convencido de que Dios estuvo involucrado en este suceso y que ocurrió según su propósito.
Pero cuál fue el propósito específico, yo no tengo idea.
El supuesto de fondo para cualquiera que cree en el Dios de la providencia es que en última
instancia no hay tragedias. Dios ha prometido que todas las cosas que suceden —todo dolor,
todo sufrimiento, todas las tragedias— duran tan solo un momento, y que él obra en y a través
de estos sucesos para el bien de quienes lo aman (Romanos 8:28). Es por eso que el apóstol
Pablo dijo que el dolor, el sufrimiento, la aflicción que soportamos en este mundo no merece
compararse, no merece mencionarse en la misma expresión, con la gloria y la beatitud que
Dios tiene preparada para su pueblo (Romanos 8:18).
Mis ojos se habían clavado en el reloj en la pared de la sala de espera. Era un mecanismo
parco sin ornamentos. Diseñado por pura utilidad, su único propósito era señalar el momento
actual en la historia del mundo.
Detrás de las puertas cerradas, las personas estaban suspendidas en el tiempo. Para
algunos, los minutos que transcurrían eran los últimos minutos de sus vidas.
Yo estaba entre los que esperaban. Las familias estaban reunidas para vigilar a sus seres
queridos. Ellas esperaban las noticias de los resultados de diversas cirugías.
Miré el reloj nuevamente. El reloj contaba una historia. No me gustaba su mensaje. La
operación se estaba tardando mucho. Se suponía que sería una cirugía correctiva y “de
rutina”. No había motivo para alarmarse. Este tipo de cirugía se hacía innumerables veces sin
resultados adversos. Pero estaba tardando demasiado.
Siguió pasando el tiempo. Entonces, por fin apareció el cirujano. Aun iba vestido con su
uniforme verde. “¿Señor Sproul?”, dijo. “Tuvimos algunas complicaciones. Me temo que
hemos descubierto un tumor que no esperábamos. Los resultados finales tendrán que llegar
desde patología, pero no cabe mayor duda de que es maligno”.
Sus palabras fueron como una patada en el estómago. Pero yo calmadamente hice la
pregunta que quería gritar: “¿Cuál es el pronóstico?”.
“Me temo que no es bueno. Podemos intentar con quimioterapia, pero para ser franco, lo
único que podemos esperar es algo de tiempo. Este tipo de cáncer es muy agresivo. Casi
siempre es fatal”.
“¿Cuánto tiempo, doctor?”, pregunté.
“Nunca puede decirse con certeza. De seis meses a un año. Tal vez más si la terapia es
efectiva”.
“¿Lo sabe ella?”, pregunté.
“No, aún no. Ella está en la sala de recuperación y está fuertemente sedada. Pretendo
decírselo mañana. Le agradecería que usted pudiera estar con ella cuando le dé mi informe.
Estaré allí alrededor de la una”.
Esa noche me costó dormir. Estaba aterrado. Mis estudios teológicos no me daban
conocimientos prácticos sobre cómo tratar con semejante enfermedad. ¿Cómo se le anuncia a
alguien que padece una enfermedad terminal? ¿Disfrazando la verdad? ¿Aferrándose a falsas
esperanzas? ¿Sugiriendo la posibilidad de un milagro que quizá a Dios no le plazca conceder?
Al otro día en la tarde, me acerqué con aprensión a la sala donde estaba mi amiga. Al
entrar, ella estaba notablemente alerta y se veía serena. No obstante, sus ojos me dijeron que
de alguna forma ya lo sabía.
El doctor fue amable y gentil, pero directo. “No me gusta lo que encontramos ayer”, dijo.
De manera cordial él explicó de qué se trataba exactamente. Él presentó los procedimientos
de quimioterapia. Explicó el daño que ya se había causado a los órganos vitales.
Yo sentía que de los tres que estábamos en la sala, la paciente tenía el ánimo más tranquilo.
Ella habló para consolarnos. “Está bien”, dijo. “Estoy lista para lo que Dios tenga preparado
para mí”.
Mi amiga vivió dos años más, para sorpresa de todos, incluidos los doctores. Se mantuvo
productiva. Visitó Israel. Puso su casa en orden. Cuidó de su familia. Murió con gracia y
dignidad.
Durante aquellos dos años, tuvimos muchas conversaciones. Oramos juntos. Lloramos
juntos. Nos reímos juntos. Ella me dio instrucciones detalladas para su funeral. Discutió
conmigo su testamento.
Esta mujer era cristiana. Ella vio sus meses finales en este mundo como una vocación. Se
preparó mental y espiritualmente para la muerte. Ella veía la muerte no meramente como el
final de la vida, sino como parte de la vida. Fue una experiencia que nunca antes había tenido.
Fue la experiencia final de la vida por la que toda persona debe pasar.
EL FINAL DE LA CARRERA
Jamás olvidaré las últimas palabras que me dijo mi padre. Estábamos sentados juntos en el
sofá del living room. Su cuerpo estaba devastado por causa de tres derrames cerebrales. Un
lado de su cara estaba distorsionado por la parálisis. Su ojo y su labio izquierdos caían sin
control. Él me habló con un pesado balbuceo. Costaba entender sus palabras, pero el
significado era evidente. Él pronunció estas palabras: “He peleado la buena batalla, he
acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).
Estas fueron las últimas palabras que él me habló. Horas más tarde, sufrió su cuarta
hemorragia cerebral. Yo lo encontré desvanecido en el piso, con un hilo de sangre cayendo por
el borde de su boca. Él estaba en coma. Por misericordia, murió un día y medio después sin
recobrar la conciencia.
Las últimas palabras que me dijo fueron heroicas. Mis últimas palabras para él fueron
cobardes. Yo protesté contra sus palabras premonitorias. Le dije con aspereza: “No digas eso,
papá”.
He dicho muchas cosas en mi vida que desesperadamente desearía no haber dicho, pero
ninguna de mis palabras me causa tanta vergüenza ahora como aquellas. Pero las palabras no
pueden ser devueltas más de lo que puede una flecha fugaz cuando la cuerda del arco la ha
disparado de lleno.
Mis palabras fueron una reprimenda a mi padre. Yo me rehusaba a permitirle la dignidad
de un testimonio final para mí. Él sabía que se moría. Yo rehusaba aceptar lo que él ya había
aceptado de buena gana.
Yo tenía diecisiete años. Yo no sabía nada del asunto de morirse. No era un año muy bueno.
Yo vi a mi padre morir de a poco en un periodo de tres años. Nunca lo oí quejarse. Nunca lo oí
protestar. Él se sentaba en la misma silla día tras día, semana tras semana, año tras año. Él
leía la Biblia con una enorme lupa. Yo era ciego a las ansiedades que deben haberlo inundado.
Él no podía trabajar, así que no había ingresos, y no teníamos seguro de incapacidad. Ahí se
sentaba, esperando morir, viendo cómo los ahorros de su vida se esfumaban junto con la vida
misma.
Yo estaba enojado con Dios. Mi padre no estaba enojado con nadie. Él vivió sus últimos días
fiel a su vocación. Él peleó la buena batalla. Una buena batalla es una que se pelea sin
hostilidad, sin amargura, sin autocompasión. Yo nunca había estado en una batalla así.
Mi padre acabó la carrera. Yo ni siquiera estaba en la partida. Él corrió la carrera que Dios
lo había llamado a correr. Él corrió hasta que sus piernas desfallecieron. Pero de alguna forma
siguió avanzando. Cuando ya no podía caminar, todavía estaba a la mesa para cenar cada
noche. Él me pedía que le ayudara. Era un ritual diario. Cada noche, yo iba a su habitación,
donde él estaba sentado en la misma silla. Yo me inclinaba hacia atrás, dándole la espalda
para que él pudiera colgarse de mi cuello y mis hombros. Yo sujetaba sus dos muñecas y me
ponía de pie, y así lo levantaba de la silla. Luego lo arrastraba a la mesa del comedor. Él acabó
la carrera. Mi único consuelo es que pude ayudarlo. Estuve con él al cruzar la meta.
Yo lo cargué una última vez. Cuando lo encontré inconsciente en el piso, de alguna forma
conseguí llevarlo a la cama donde murió. En ese trayecto, él no pudo ayudarme a cargarlo. No
pudo poner sus brazos alrededor de mi cuello. Se necesitó esfuerzo mezclado con adrenalina
para llevarlo desde el piso a la cama. Pero tenía que llevarlo allí. Para mí era impensable que
muriera en el piso.
Cuando mi padre murió, yo no era cristiano. La fe estaba más allá de mi experiencia y mi
comprensión. Cuando mi padre dijo “he guardado la fe”, yo no percibí el peso de sus palabras.
Yo las evadí. Yo no tenía idea de que él estaba citando el mensaje final de Pablo a su amado
discípulo Timoteo. El elocuente testimonio de mi padre se desperdició en mí en ese momento.
Pero ahora no. Ahora entiendo. Ahora quiero perseverar como perseveró mi padre. Quiero
correr la carrera y acabar el recorrido como él hizo antes de mí. Yo no deseo sufrir como
sufrió él, pero quiero guardar la fe como él la guardó.
Si algo me enseñó mi padre, es a morir. Los hechos que acabo de describir dejaron en mí
una huella indeleble. Durante años, después de la muerte de mi padre, tuve una pesadilla
recurrente. El sueño tenía una intensidad vívida. Yo veía a mi padre vivo nuevamente. Así, el
comienzo del sueño era emocionante. En mi ensueño, lo imposible se hacía realidad. ¡Él
estaba vivo!
Pero mi alegría se convertía rápidamente en desesperación cuando percibía plenamente su
apariencia en el sueño. Él estaba discapacitado y paralizado. Él se estaba muriendo
irremediablemente. La escena nunca era la de un padre sano y jovial, sino la de un padre
atrapado en los lazos de la muerte.
Cada vez que tenía esa pesadilla, despertaba sudando con una sensación enfermiza y vacía
en la boca del estómago. Solo cuando estudié la Escritura descubrí que la muerte no es así.
Solo cuando descubrí el contenido de la fe cristiana la pesadilla finalmente cesó.
La cuestión que nos inquieta acerca de la muerte no es si moriremos. Hay un chiste macabro
que dice que solo dos cosas son ciertas en la vida: la muerte y los impuestos. Pero algunas
personas se las arreglan para evitar o evadir los impuestos. La única forma en que podríamos
evitar la muerte es permanecer vivos hasta el regreso de Cristo.
Yo simplemente tuve que cambiar las palabras de la oración anterior. Al principio había
escrito lo siguiente: “La única forma en que podríamos evitar la muerte es estar vivos al
regreso de Cristo”. Cambié las palabras porque mi oración original era cuando menos confusa,
y en el peor de los casos, hereje. El Nuevo Testamento nos asegura que todos los que están en
Cristo ciertamente estarán vivos en su venida. Si morimos antes de su regreso, seremos
levantados para presenciar su regreso glorioso:
Hermanos, no queremos que ustedes se queden sin saber lo que pasará con los que
ya han muerto, ni que se pongan tristes, como los que no tienen esperanza. Así como
creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios levantará con Jesús a los que
murieron en él. Les decimos esto como una enseñanza del Señor: Nosotros, los que
vivimos, los que habremos quedado hasta que el Señor venga, no nos adelantaremos
a los que murieron, sino que el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando,
con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán
primero. Luego nosotros, los que aún vivamos y hayamos quedado, seremos
arrebatados juntamente con ellos en las nubes, para recibir en el aire al Señor, y así
estaremos con el Señor siempre. Por lo tanto, anímense unos a otros con estas
palabras (1 Tesalonicenses 4:13-18).
Aquí, el apóstol Pablo hace una vívida descripción de lo que popularmente se denomina el
rapto de los santos. Ningún cristiano se perderá el rapto. Aquellos que permanezcan vivos
hasta que esto suceda no tendrán ventaja sobre los que ya han muerto. Los muertos en Cristo
serán resucitados para este acontecimiento.
Recuerdo que cuando era niño tenía que irme a la cama antes del espectáculo de fuegos
artificiales del Día de la Independencia. Yo no quería irme a dormir por temor a perderme
toda la entretención. Mis padres vencían mi ansiedad prometiéndome que me despertarían a
tiempo para ver los fuegos artificiales. Ellos cumplían su promesa.
Ninguno de nosotros vio el nacimiento de Cristo. Nos perdimos su impresionante exhibición
de milagros durante su ministerio en la tierra. Asimismo, no hay nadie vivo que haya
contemplado la agonía de Cristo sobre la cruz. Ninguno de nosotros fue testigo ocular de su
gloriosa resurrección y ascensión al cielo. Pero ningún cristiano estará durmiendo para la
segunda venida de Cristo. Aunque no vimos su primera venida, todos seremos testigos
presenciales de su regreso. El clímax de la exaltación de Jesús será visto por cada creyente.
Dios levantará a los muertos para asegurarse que todo ojo contemple su triunfante retorno.
Este suceso comprende el único “si” acerca de nuestra muerte.
Aquí, Jesús pronunció serias palabras de advertencia. Aquellos que mueran en sus pecados
serán separados; ellos serán contados con las cabras.
Jesús amplió esta advertencia en otro lugar. Él advirtió que “no hay nada oculto que no
llegue a manifestarse, ni hay nada escondido que no haya de ser conocido y de salir a la luz”
(Lucas 8:17). Él también dijo: “Porque no hay nada encubierto que no haya de ser
manifestado, ni nada oculto que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que ustedes digan en la
oscuridad, se oirá a plena luz, y lo que ustedes musiten en la alcoba, se dará a conocer desde
las azoteas” (Lucas 12:2-3).
Jesús advirtió que vendrá un día cuando todos los secretos se darán a conocer. Ese será el
final de todas las tapaderas de este mundo. Se abrirán todos los armarios y los cadáveres
quedarán a plena vista. Los pecados de todos nosotros quedarán al descubierto, a menos que
estemos “cubiertos” con el manto de la justicia de Cristo.
Este futuro día de desnudez es un día en el que aquellos que mueran en sus pecados
“comenzarán a pedir a los montes: ‘¡Caigan sobre nosotros!’ Y dirán a las colinas: ‘¡Cúbrannos
por completo!’” (Lucas 23:30).
LA NECESIDAD DE NO TARDARSE
Dios dice que el arrepentimiento y la fe son necesarios, absolutamente necesarios. Hebreos
declara que Dios es tan serio sobre este asunto que juró no dejar que los desobedientes entren
en su reposo. Jamás se ha pronunciado un juramento tan sagrado. Es el peor de los engaños
siquiera abrigar la posibilidad de que quizá Dios no cumpla su palabra.
El autor de Hebreos concluye diciendo: “Como podemos ver, no pudieron entrar por causa
de su incredulidad” (Hebreos 3:19). Si una persona permanece en la incredulidad,
sencillamente no es posible que entre en el reposo de Dios. La incredulidad es una barrera
para entrar al cielo.
Como podemos ver, entonces, solo existen dos formas de morir. Podemos morir en fe, o
podemos morir en nuestros pecados.
Mucha gente se aferra a la esperanza de una segunda oportunidad después de la muerte.
La Iglesia Católica Romana alimenta esta esperanza con la doctrina del purgatorio. El
purgatorio es un lugar de “purgamiento” para aquellos que necesitan alguna limpieza antes de
entrar al cielo. En consecuencia, se dicen misas y ofrecen oraciones por los muertos. (Es una
enseñanza católica romana oficial que aquellos que están en el purgatorio son cristianos
bautizados que al final entrarán al cielo. Sin embargo, al parecer en la imaginación popular de
muchos católicos y otros el purgatorio es donde a los pecadores se les da una segunda
oportunidad para enmendar sus caminos y dirigirse al cielo.)
Si alguna vez se inventó una doctrina para satisfacer las necesidades de una humanidad
aterrada, ésa es la doctrina del purgatorio. Pero la Escritura no ofrece un atisbo de evidencia
que respalde esa idea. Al contrario, la Escritura se concentra con urgencia en la necesidad de
arrepentirse antes de morir. Una vez más, el autor de Hebreos declara: “Está establecido que
los hombres mueran una sola vez, y después venga el juicio” (Hebreos 9:27).
Recuerdo con mucho afecto a mi tío que vivía en nuestra casa cuando yo era niño. Él era un
hombre rudo con abultados músculos y una boca profana. Recuerdo claramente que siempre
parecía que él tenía una visible capa negra de grasa sólida bajo las uñas. Mi tío no tenía
tiempo para la religión o la iglesia. Él pensaba que la religión era para debiluchos.
Cuando yo anuncié que me iba al seminario para prepararme para el ministerio, a mi tío
casi le dio una apoplejía. Él se reía de mí constantemente. Hacía bromas con que pronto yo iba
a usar mi cuello al revés y andaría con una camisa negra.
Poco después de mi ordenación, mi tío contrajo una enfermedad terminal. Alrededor de una
semana antes de morir, yo lo visité en su habitación. Él se estaba muriendo y lo sabía. Ahora
no hubo bromas. Él estaba seriamente preocupado por el lugar a donde iba. Él me dijo “no
estoy listo para irme”.
Hablamos acerca de Cristo. Mi tío hizo una seria profesión de fe. Él arregló cuentas entre
él y Dios. Él murió en fe.
Tal como Dios juró que el impenitente no entraría en su reposo, así también juró que
aquellos que se arrepienten y creen en Cristo sí entrarán en su reposo. Una vez más, el autor
de Hebreos explicó: “Por eso, temamos a Dios mientras tengamos todavía la promesa de
entrar en su reposo, no sea que alguno de ustedes parezca haberse quedado atrás… Pero los
que creímos hemos entrado en el reposo” (Hebreos 4:1, 3a).
Hebreos 4 concluye con estas palabras:
Por lo tanto, y ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que
traspasó los cielos, retengamos nuestra profesión de fe. Porque no tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue
tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Por tanto,
acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y
hallar gracia para cuando necesitemos ayuda (Hebreos 4:14-16).
Si morimos en fe, nos unimos a una gran asamblea de aquellos que han partido antes que
nosotros. Hebreos proporciona una letanía de los héroes de la fe:
Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio más aceptable… Por la fe, Enoc traspuso
sin morir el umbral de la muerte… Por la fe, con mucho temor Noé construyó el arca
para salvar a su familia, cuando Dios le advirtió acerca de cosas que aún no se
veían… Por la fe, Abrahán obedeció cuando fue llamado, y salió sin saber a dónde
iba, y se dirigió al lugar que iba a recibir como herencia… Por la fe, Sara misma
recibió fuerzas para concebir… Por la fe, todos ellos murieron sin haber recibido lo
que se les había prometido, y sólo llegaron a ver esto a lo lejos; pero lo creyeron y lo
saludaron, pues reconocieron que eran extranjeros y peregrinos en esta tierra.
Porque los que dicen esto, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si
hubieran estado pensando en la patria de donde salieron, tiempo tenían para volver.
Pero ellos anhelaban una patria mejor, es decir, la patria celestial. Por eso Dios no se
avergüenza de llamarse su Dios; al contrario, les ha preparado una ciudad (Hebreos
11:4-11, 13-16).
Si morimos en fe, nos reuniremos con Abel, Noé, Abraham, y muchos otros que vivieron y
murieron en fe. Seremos contados entre aquellos de quienes Dios no se avergüenza de
llamarse su Dios. La ciudad que él ha preparado para ellos será nuestra también.
El resto de este libro se concentrará en dos principales inquietudes. La primera es, ¿hay un
cielo realmente? La segunda es, ¿cómo es el cielo?
PARTE DOS
Más allá de la muerte
CAPÍTULO SIETE
ESPECULACIONES SOBRE
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Hace algunos años, visité a mi tía, quien había nacido en el 1900. Fue un momento de
reminiscencias, de nostalgia. Yo le hice todo tipo de preguntas acerca de nuestras raíces y la
historia familiar. Ella se acomodó en su mecedora y con ojos nublados habló de los viejos
tiempos. Mientras hablaba, ella llenó algunos vacíos en mi conocimiento sobre la vida de mi
padre y la de mis abuelos.
El punto alto de este recorrido por la historia fueron los relatos de mi tía sobre mi
bisabuelo, Charles Sproul (el origen de la “C” en mi propio nombre, Robert Charles). Él nació
en County Donegal, Irlanda, en 1824. Él llegó a Estados Unidos en 1843 sin zapatos, tras dejar
una choza con techo de paja y piso de lodo en el viejo país. Durante la Guerra Civil, él era el
Fogonero de Tercera Clase Sproul a bordo del U.S.S. Grampus en la Marina de la Unión. Él
luchó en la Batalla de Vicksburg. Murió en 1910 a los ochenta y seis años.
Esta conversación con mi tía ocurrió en el verano de 1987, 163 años después del
nacimiento de mi bisabuelo. Cuando murió Charles Sproul, había estado viviendo en la casa de
mi abuelo en Pittsburgh. Mi tía lo conoció diez años antes de que él muriera.
Fue una extraña sensación hablar con alguien que tenía recuerdos tan vívidos de una
persona que había nacido en 1824. Tanto tiempo, tanta historia ha transcurrido desde ese
entonces. Yo me preguntaba cómo sería si yo viviera hasta los ochenta y seis años y pudiera
contarles a mis bisnietos las historias que oí, de primera mano, de alguien que había conocido
a mi bisabuelo. Yo tendré ochenta y seis en el año 2025, así que tal conversación cubriría un
lapso de tiempo de más de dos siglos.
Cuando nació Charles Sproul, Estados Unidos solo tenía algunas décadas de edad. James
Monroe era presidente. Abraham Lincoln todavía era un adolescente. No había una línea
férrea transcontinental, ni automóviles, ni aviones, ni radio, ni televisión, ni siquiera una
bombilla eléctrica. El mundo ha cambiado.
Charles Sproul se ha ido. Su hijo, Robert, se casó con una joven que había subido por el Río
Ohio desde Ohio a Pittsburgh en un barco de vapor. Robert murió en 1945. Sus hijos, incluido
mi padre, murieron ambos en 1956.
Mi hijo nació en 1965. Su nombre, como el mío, es Robert. Él tiene dos hijos que continúan
el apellido de la familia. Si ellos tienen hijos, el apellido de la familia durará al menos otra
generación. Si no es así, desaparecerá.
La Biblia dice que “toda carne es como la hierba” (Isaías 40:6). Crece, pero luego se
marchita y muere.
Un hombre me preguntó una vez acerca de mis “objetivos de largo plazo”. Él dijo: “¿Qué
querría estar haciendo con su vida en cinco años? ¿En diez años?”. La pregunta me dio que
pensar. Para un adolescente, cinco años parecen una eternidad, pero a mí no podría
parecerme un periodo largo de tiempo.
Para mí, una pregunta más relevante es “¿qué estaré haciendo dentro de cien años?”.
Puede parecer una pregunta estúpida. Suena casi como la pregunta “¿qué estaba haciendo yo
hace cien años?”. Hace cien años yo no existía. Mi hermana no existía. Mi padre no existía. El
viejo Charles Sproul sí existía, y también su hijo, Robert. Pero ellos han partido, tal como yo ya
habré partido en cien años más.
Pocas personas, si es que alguna, que estén leyendo este libro estaban vivas hace cien
años. Casi con toda seguridad nadie que lea este libro estará vivo dentro de cien años.
¿O sí? ¿Tenemos un futuro que durará cien años y más?
EL PROBLEMA DE LA CORRUPCIÓN
Pero hay una falla en el razonamiento de Sócrates. Después de reiterar el punto de que el
alma es inmutable, pasa a declarar que el alma de hecho es mutable en un punto. Tiene la
posibilidad de la corrupción moral. Él habla de la contaminación del alma que debe ser
limpiada a través de posteriores encarnaciones: “Por ejemplo, los que se han dedicado a
glotonerías, actos de lujuria, y a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es
verosímil que se encarnen en las estirpes de los asnos y las bestias de tal clase”5.
La especulación de Sócrates acerca de la reencarnación suena un poco graciosa para el
lector moderno (a pesar de Shirley MacLaine). Él habla de hombres que se vuelven lobos,
halcones, abejas, o avispas. (Aparentemente, debemos estar un poco atentos con las arañas de
jardín, no sea que pisemos a nuestros tatarabuelos).
El moderno despertar del interés por la reencarnación plantea algunas fascinantes
preguntas. ¿Por qué a tanta gente le atrae la idea de la reencarnación? Una respuesta simple
podría ser que la reencarnación al parecer nos ofrece una segunda oportunidad en la vida.
A menudo nos preguntamos qué pasaría si tuviéramos la oportunidad de vivir nuestra vida
una vez más. Nos preguntamos qué cambios haríamos. Nuestros sueños nos atormentan con
los “qué pasaría si” y los “podría haber sido” de la vida. Todos cargamos con cierto peso de
culpa no resuelta. Un segundo viaje por la vida ofrece la oportunidad de expiar nuestros
pecados, de enmendar las faltas y deficiencias de esta vida. La idea de repetidas
encarnaciones entraña la esperanza de progreso, la esperanza de elevarnos cada vez más alto
en nuestras aspiraciones o en nuestro desempeño moral.
Con todo, la reencarnación enfrenta una enorme dificultad que aquellos que adhieren a
esta creencia rara vez analizan. Es el problema de la continuidad de la conciencia.
Yo soy un ser humano consciente. Esa conciencia incluye un maravilloso elemento llamado
memoria. Yo recuerdo experiencias que tuve cuando era niño. El banco de mi memoria
almacena una especie de conocimiento de mi historia personal. Desde luego, algunas de estas
memorias son desagradables, mientras que otras son placenteras. Yo soy mi historia personal.
No soy simplemente lo que se da el caso que estoy haciendo, pensando o sintiendo en este
instante. Soy la misma personalidad humana que abrió juguetes la mañana de Navidad de
1943. Por cierto, ha habido cambios en mi cuerpo, en mi pensamiento, en mi yo desde 1943.
Estos cambios continúan según prosigue la vida. Pero hay una continuidad de la personalidad
desde el niño de 1943 hasta el adulto del presente.
Supongamos ahora que esta vida es mi tercera o cuarta o centésima encarnación. ¿Cuánto
puedo recordar de mis anteriores encarnaciones? En mi caso, la respuesta es simple: nada. No
tengo ningún recuerdo en absoluto de ninguna experiencia previa a mi nacimiento. Yo sé que
algunos han intentado probar mediante hipnosis y otros métodos que ellos efectivamente
poseen alguna vaga y profundamente enterrada memoria de una vida anterior. Estos
argumentos al parecer tienen que ver más con la imaginación que con la memoria genuina.
¿Recuerdas tú haber vivido en este mundo antes de que nacieras? Si no es así, entonces el
dilema es claro. ¿Qué valor puede tener la reencarnación si no hay un vínculo consciente entre
las vidas? Si no hay una continuidad de conciencia, si no hay memoria alguna, ¿cómo podemos
hablar de continuidad personal? Si yo sigo viviendo después de esta vida sin un vínculo de
conciencia personal, ¿seré realmente yo aquello que venga a continuación?
Toda esta especulación, que a algunos lectores puede parecerles extravagante, tiene su raíz
en un asunto de profunda importancia. Bajo el nivel de la discusión se esconde el problema del
alma contaminada y la cuestión de la justicia no resuelta.
Existe una preocupación entre las personas sensatas de que este mundo no siempre
imparte una justicia perfecta. Todos observamos que muy a menudo el justo sufre y el malvado
prospera. El mundo muestra largos dientes, colmillos y garras, y, contrario a Hollywood, el
débil pierde más a menudo de lo que gana.
La persistente pregunta sigue en pie: ¿por qué debería yo involucrarme en actos de caridad
y abnegación si la vida no garantiza justicia? De hecho, toda la cuestión de la conducta ética
se vuelve un pantano de incertidumbre. Como escribió el novelista ruso Fedor Dostoievski en
su obra Los hermanos Karamazov: “Si no hay Dios, todo está permitido”. Aquí él toca la
cuestión central: si no hay Dios, entonces no hay garantía de justicia última. Si no hay
garantía de justicia última, ¿por qué debería alguien actuar por obligación moral? ¿Por qué no
simplemente actuar por puro interés personal?
Notas
1. Platón, Diálogos. Editorial Gredos, Madrid, 1998, p. 35.
2. Ibíd., p. 39.
3. Ibíd., p. 67
4. Ibíd., p. 71.
5. Ibíd., pp. 74-75
CAPÍTULO OCHO
JESÚS Y LA VIDA
DESPUÉS DE LA MUERTE
Para remontarnos sobre las especulaciones de los filósofos y dar un rodeo a lo oculto,
debemos volcar nuestra atención hacia Jesús. Ninguna otra enseñanza iguala o supera a la de
Jesús de Nazaret. El concepto de vida más allá de la sepultura estaba en el corazón de su
mensaje.
Una de las palabras más conocidas de Jesús sobre el tema de la vida después de la muerte
se encuentra en Juan 14. Aquí, Jesús estaba presente en el aposento alto para la Última Cena.
La discusión aquí registrada tuvo lugar la noche de la crucifixión de Jesús, poco antes de su
agonía en el Getsemaní y su posterior arresto.
Para consolar a sus amigos, Jesús declaró lo siguiente: “No se turbe su corazón. Ustedes
creen en Dios; crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchos aposentos. Si así no
fuera, ya les hubiera dicho. Así que voy a preparar lugar para ustedes. Y si me voy y les
preparo lugar, vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, también ustedes
estén” (Juan 14:1-3).
¿Por qué los discípulos estaban acongojados por un corazón turbado? Sabemos que el
propio Jesús se “conmovió en espíritu” esa noche (Juan 13:21). Él estaba conmovido por el
anuncio que estaba a punto de hacer acerca de su inminente traición a manos de Judas.
Imagina la situación. Un manto de tétricos presagios cubría el aposento alto. Tres años de
ministerio público, tres años de estrecha comunión entre sus discípulos, los habían conducido
a esta hora. Fue una hora de profunda crisis. Había mucho de qué preocuparse. Una
atmósfera de conclusión los envolvía. Jesús sabía que su hora había llegado. Él les reveló a sus
amigos su muerte inminente. Sobre las aprensiones de ellos él añadió el anuncio de tres cosas
muy preocupantes. Él declaró que Judas lo iba a traicionar, que Pedro lo iba a negar, y, lo peor
de todo, que él los iba a dejar físicamente. Él dijo: “Hijitos, aún estaré con ustedes un poco. Y
me buscarán. Pero lo que les dije a los judíos, les digo a ustedes ahora: A donde yo voy,
ustedes no pueden ir” (Juan 13:33).
Aquí Pedro exclamó: “Señor, ¿a dónde vas?”. Jesús respondió: “A donde yo voy, no me
puedes seguir ahora; pero me seguirás después” (13:36).
Estas palabras de Cristo están envueltas en contenido histórico. La relación de Jesús con
Simón Pedro comenzó con una simple palabra: “Sígueme” (Mateo 4:19). Pedro abandonó sus
redes y siguió a Jesús. A dondequiera que fuese Jesús iba Pedro. Él estuvo con Jesús en la
boda de Caná. Estuvo con Jesús en el Monte de la Transfiguración. Incluso siguió a Jesús
caminando sobre el agua. Ahora el tiempo de seguirlo se acababa abruptamente. Jesús le dijo
“no me puedes seguir ahora”.
Una de las luchas más difíciles que experimenta la persona al acercarse a su muerte es el
angustiante conocimiento de que el viaje debe hacerse a solas, sin compañía humana.
Podemos sentarnos junto a la cama de nuestros seres queridos. Podemos tomar sus manos y
ellos pueden tomar las nuestras. Pero llega el momento cuando ocurre la separación. Es esa
separación, aunque sea temporal, lo que aflige nuestro espíritu. A menudo, en el preciso
momento de la muerte, cuando se da el último suspiro y se acalla el latir del corazón, se hace
el anuncio “¡se ha ido!”. Es por ello que describimos la muerte como una partida, una
separación.
Cuando Elías era atendido por la viuda de Sarepta, el hijo de la viuda se enfermó
gravemente y murió. El Antiguo Testamento relata que Elías levantó al hijo de los muertos.
Pero antes de que ocurriera el milagro, la mujer reprendió a Elías en su aflicción. Ella le gritó:
“¿Qué tengo yo que ver contigo, varón de Dios? ¿Has venido a hacerme recordar mis pecados,
y a hacer que mi hijo se muera?” (1 Reyes 17:18).
Elías respondió con una orden: “Déjame ver a tu hijo”. Luego la Escritura dice que Elías lo
tomó de los brazos de la mujer y lo llevó al cuarto de arriba donde él se alojaba (17:19).
Antes de realizar el milagro, Elías tuvo que tomar al muchacho muerto de los brazos de su
madre. Es evidente en el texto que la mujer, en su tristeza, se aferraba desesperadamente al
cadáver de su hijo. Elías tuvo que separarlos.
La escena no es inusual. Queremos aferrarnos a nuestros seres queridos el mayor tiempo
posible. El momento de la separación es casi insoportable.
Incluso la posdata de Jesús es enigmática. ¿Qué quiso decir con que Pedro lo seguiría
después? Probablemente Pedro entendió que estas palabras significaban “no puedes seguirme
en la muerte ahora, pero después tú también morirás”.
La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿a dónde tenía que seguirlo Pedro? ¿Tenía que
seguirlo meramente a la tumba? No. Jesús contestó estas preguntas en Juan 14. Cuando él dijo
“no se turbe su corazón”, dio una razón para su orden.
En primer lugar, él llamó a los discípulos a un acto de fe. Él dijo: “Ustedes creen en Dios;
crean también en mí” (Juan 14:1). El sencillamente estaba diciendo “confíen en mí”. Jesús no
pide un salto de fe ciega. Cuando les pidió a sus discípulos que confiaran en él, había un
cúmulo de historia que respaldaba su requerimiento. Fue como si Jesús estuviera diciendo:
“Miren, yo nunca los he abandonado. Mi Padre jamás ha roto una promesa. Yo tampoco. He
probado que soy digno de confianza. Ahora que me voy, es el momento de que confíen en mí
por la fuerza de mi promesa. Ustedes creen en Dios, ahora crean en mí. La clave para que
hagan descansar sus corazones turbados está en que confíen en mí acerca del futuro”.
Este es el corazón del cristianismo. Es por esto que hablamos de la fe cristiana, no de la
religión cristiana. La religión tiene que ver con las prácticas rituales externas de los seres
humanos. El cristianismo, la fe cristiana, tiene que ver con confiar en Dios respecto a nuestra
vida misma. El paso que Jesús les pidió a los discípulos que dieran era un paso enorme. Una
cosa es creer en Dios; otra distinta es creerle a Dios. Este es un paso fundamental en la
práctica, aunque en teoría no debiera requerir paso alguno. Nuestra distinción entre creer en
Dios y creerle a Dios debiera ser una distinción indiferente, un puro ejercicio de sofistería. En
realidad, si verdaderamente creemos en Dios, creeremos todo lo que Dios nos diga.
No obstante, en cuanto a la realidad concreta, a menudo existe un vacío entre nuestra fe
teórica en Dios y nuestra verdadera confianza en lo que él dice. Nuestra fe no es pura. Al igual
que el oro que está maleado por la escoria, así también nuestra fe a menudo está mezclada
con la duda. Clamamos a Dios diciendo: “¡Creo! ¡Ayúdame en mi incredulidad!” (Marcos 9:24).
Al momento de morir, el temor y la duda pueden asaltar el corazón y constreñir nuestra fe.
Es en ese momento cuando debemos escuchar las palabras de Jesús: “Confía en mí”.
Mucho es lo que tengo que decir y juzgar de ustedes. Pero el que me envió es
verdadero; y yo le digo al mundo lo que de él sé… Nada hago por mí mismo, sino que
hablo según lo que el Padre me enseñó (Juan 8:26-28).
Juan el Bautista hizo eco de esta afirmación cuando testificó de la autoridad de Jesús
diciendo: “El que viene de arriba, está por encima de todos; el que es de la tierra, es terrenal,
y habla cosas terrenales; el que viene del cielo, está por encima de todos… Porque el enviado
de Dios habla las palabras de Dios; pues Dios no da el Espíritu por medida” (Juan 3:31, 34).
Cuando recibimos información importante, ya sea de la prensa o de un texto académico,
nos urge “evaluar la fuente”. Buscamos documentación sobre cualquier dato que asegure que
la información es creíble. La fuente a la que Jesús apelaba para su información era la misma
fuente a la que apelaba para su autoridad, a saber, Dios mismo.
Los contemporáneos de Jesús, incluidos aquellos que eran hostiles hacia él, a menudo
quedaban confundidos con su manera de hablar:
Cuando Jesús terminó de hablar, la gente se admiraba de su enseñanza, porque les
enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas (Mateo 7:28-29).
Algunos de ellos querían aprehenderlo; pero ninguno le puso la mano encima. Los
guardias fueron adonde estaban los principales sacerdotes y los fariseos, y éstos les
dijeron: “¿Por qué no lo han traído?” Los guardias respondieron: “¡Nunca antes
alguien ha hablado como este hombre!” (Juan 7:44-46).
Jesús habló como alguien que tenía autoridad. La palabra griega utilizada aquí para
“autoridad” es exousia. El término está compuesto por el prefijo ex, que significa “de” o “a
partir de”, y la raíz ousia, que es el participio presente del verbo “ser”. Literalmente, la
palabra significa “a partir del ser” o “substancia”.
El término exousia usualmente se traduce como “autoridad” o “poder”. Hay un elemento de
ambas ideas condensados en la palabra exousia. Podemos traducirla como “poderosa
autoridad”. Es una autoridad basada en la substancia o el ser.
En términos simples, cuando la Biblia dice que Jesús habló como alguien que tiene
autoridad, simplemente significa que Jesús no estaba emitiendo una opinión vacía o efímera.
Él tenía la “materia” o la “sustancia” de la realidad detrás de sus palabras. Su autoridad
estaba respaldada por nada menos que el mismísimo ser o sustancia de Dios.
Cuando Dios habla, toda disputa acerca de la verdad y la realidad de lo que se dice debe
acabar, excepto para aquellos que son permanentemente tercos o incomprensiblemente
insensatos. ¿Quién más se atrevería a corregir a la Deidad?
Si Jesús dijo la verdad respecto a su autoridad, entonces ninguna objeción puede resistirse
a la conclusión de que él dijo la verdad respecto a la vida después de la muerte. Su
declaración “si así no fuera, yo les hubiera dicho” se mantiene como el mayor de los
consuelos.
Blas Pascal observó una vez que un elemento crucial de la miseria del ser humano se
encuentra en lo siguiente: siempre puede contemplar una vida mejor que la que le es posible
alcanzar. Esto es así porque todos tenemos la capacidad de soñar, de dejar volar la
imaginación en viajes de ensueño.
Sin embargo, cuando llevamos nuestra capacidad imaginativa hasta los límites e
intentamos vislumbrar la mejor vida posible, nos estrellamos contra la barrera de lo
desconocido. ¿Quién puede imaginar cómo es realmente el cielo? Eso excede nuestra
comprensión. Excede nuestros sueños más ambiciosos.
Un sabio observó que si imagináramos la experiencia más placentera posible y pensáramos
en hacer eso por toda la eternidad, estaríamos concibiendo algo que estaría más cercano al
infierno que al cielo. Sencillamente no alcanzamos a comprender una situación de absoluta
felicidad. No poseemos ningún punto de referencia concreto para ello.
Es la misteriosa e incógnita naturaleza de la otra vida lo que movió a Hamlet a declarar:
¿Querría alguien
llevar a cuestas, con lamentaciones
y afanes, una vida fatigosa,
si no fuera porque el temor muy grande
de algo en el más allá —región ignota
de cuya linde no hay ningún viajero
que retorne— la voluntad confunde
y nos mueve a querer sobrellevar
los males conocidos, que no huir
hacia otros de los cuales no tenemos
noticia alguna? La conciencia, pues,
nos hace a todos ser unos cobardes.
(Hamlet, Acto III, Escena I)
Tal vez Hamlet tenía una percepción del lado oscuro de la observación de Pascal. No solo
poseemos la capacidad de contemplar una mejor existencia que la que disfrutamos
actualmente, sino que también tenemos el poder de imaginar una peor existencia que la que
actualmente soportamos. Es la cualidad desconocida de la otra vida lo que nos hace soportar
los males que cargamos en lugar de volar a otras de las cuales nada sabemos.
Nuestras imaginaciones sobre la vida en el más allá se restringen fundamentalmente a la
analogía. Ir más allá de este mundo es pasar a otra dimensión. Esa dimensión distinta implica
tanto continuidad como discontinuidad. En tanto que hay continuidad, podemos pensar
mediante analogías tomadas de este mundo. Los elementos de discontinuidad se mantienen
inescrutables. Simplemente no podemos aprehender aquello que escapa a nuestros puntos de
referencia.
Si bien la Biblia en cierta medida es indirecta en cuanto a nuestro estado futuro, no guarda
absoluto silencio al respecto. Se nos dan indicios, pistas vitales sobre cómo es la otra vida.
Hay una especie de seductivo anticipo de la gloria futura puesta delante de nosotros, una
parcial develación que nos proporciona un atisbo detrás del oscuro cristal. Pero hay algunos
puntos que se nos revelan con suma claridad.
En este capítulo, quiero examinar algunas de las didácticas aseveraciones que se hacen en
los Evangelios y las Epístolas acerca de la otra vida. En el siguiente capítulo, quiero que
volvamos nuestra atención hacia las vívidas imágenes representadas en el Apocalipsis de Juan.
EL ESTADO INTERMEDIO
La Biblia no enseña sobre dos estados de la vida humana, sino sobre tres. Existe vida tal como
la conocemos sobre la tierra. Existe el estado final de nuestros futuros cuerpos resucitados. Y
está lo que nos sucede entre el momento de nuestra muerte y la resurrección final. Esta etapa
se conoce como el estado intermedio.
Históricamente, la teología cristiana habla del estado intermedio como la continua
existencia personal de nuestra alma en el cielo hasta que sea revestida con un cuerpo
glorificado. En el estado intermedio, seguimos existiendo, vivos, como espíritus incorpóreos.
La noción del sueño del alma se ha vuelto popular en ciertos círculos religiosos. Esta idea
se apoya en el uso bíblico del término dormir como eufemismo para la muerte. Se enseña que
al morir las almas de los santos que han partido permanecen en una especie de animación
suspendida, inconscientes y sin percibir el paso del tiempo hasta la gran resurrección. Esta
postura ve una analogía entre el sueño del alma y las experiencias del sueño que tenemos en
esta vida. Cuando dormimos en esta vida, tenemos la sensación de que el tiempo se suspende
mientras estamos inconscientes.
Sin embargo, el Nuevo Testamento nada sabe del sueño del alma. Como hemos visto
claramente, Pablo describió el estado intermedio como algo mejor que esta vida en tanto que
pasemos a la inmediata presencia de Cristo. Es difícil imaginar de qué manera ese estado
podría ser mejor que el que disfrutamos ahora si permaneciéramos inconscientes de la
presencia de Cristo.
Desde luego, está el alivio y el cese del dolor que el sueño conlleva, pero no debemos
menospreciar la consciente comunión con Cristo que disfrutamos ahora en esta vida. Hay
momentos en que anhelamos un sueño inconsciente para conseguir alivio de las
preocupaciones de este mundo, pero el deseo normal es despertar más tarde para retomar la
vida consciente. El gran modelo de la beatitud cristiana no es Rip Van Winkle.
Los atisbos que nos da la Biblia del estado intermedio sugieren contundentemente un
estado de conciencia alerta. Aunque no se puede forzar demasiado, la parábola del rico y
Lázaro sugiere una lúcida conciencia despierta de parte de ambos hombres.
La parábola incluye una conversación entre el hombre rico y Abraham. En su tormento, el
rico clamó a Abraham pidiendo misericordia. Abraham respondió: “Hijo mío, acuérdate de
que, mientras vivías, tú recibiste tus bienes y Lázaro recibió sus males. Pero ahora, aquí él
recibe consuelo y tú recibes tormentos. Pero, además, hay un gran abismo entre nosotros y
ustedes, de manera que los que quieran pasar de aquí a donde están ustedes, no pueden
hacerlo; ni tampoco pueden pasar de allá hacia acá” (Lucas 16:25-26). Entonces el rico
imploró que se enviara un mensaje a sus hermanos que todavía vivían, para que se les pudiera
advertir acerca del lugar de tormento (vv. 27-28), pero esa petición también se le negó. En
esta parábola, Jesús hizo un retrato del “seno de Abraham” como un lugar intermedio de
felicidad consciente y del Hades como un lugar de tormento consciente. La visión de Juan
registrada en el libro de Apocalipsis incluye escenas de santos fallecidos que esperan el
estado de gloria final:
Al abrir el Cordero el quinto sello, debajo del altar vi a las almas de los que habían
muerto por causa de la palabra de Dios y de su testimonio. A gran voz decían:
“Señor santo y verdadero, ¿hasta cuándo seguirás sin juzgar a los habitantes de la
tierra y sin vengar nuestra sangre?” Entonces se les dieron vestiduras blancas, y se
les dijo que descansaran todavía un poco más de tiempo, hasta que se completara el
número de sus consiervos y hermanos, que también sufrirían la muerte como ellos
(Apocalipsis 6:9-11).
Aquí, queda claro que las almas de los mártires están descansando en su estado
intermedio. Pero este descanso no es un estado de sueño inconsciente. Es un descanso
consciente, un descanso en el que tienen la capacidad de conversar.
Pablo se refirió a la muerte como ganancia. Nosotros tendemos a pensar en la muerte como
una pérdida. Ciertamente, la muerte de un ser amado significa una pérdida para los que
quedan atrás. Pero para aquel que pasa de este mundo al cielo, la muerte es ganancia.
Pablo no despreciaba la vida en este mundo. Él decía que se encontraba en un “dilema”,
entre el deseo de quedarse y el deseo de partir. El contraste que él señaló entre esta vida y el
cielo no fue un contraste entre lo bueno y lo malo. La comparación era entre lo bueno y lo
mejor. Esta vida en Cristo es buena. La vida en el cielo es mejor. No obstante, Pablo fue un
paso más allá. Él declaró que partir y estar con Cristo era muchísimo mejor (v. 23). La
transición al cielo implica más que una leve o insignificante mejora. La ganancia es grande. El
cielo es muchísimo mejor que la vida en este mundo.
Esta declaración hace eco de la comparación que Pablo les hizo a los corintios:
Porque estos sufrimientos insignificantes y momentáneos producen en nosotros una
gloria cada vez más excelsa y eterna. Por eso, no nos fijamos en las cosas que se
ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las
que no se ven son eternas.
Bien sabemos que si se deshace nuestra casa terrenal, es decir, esta tienda que es
nuestro cuerpo, en los cielos tenemos de Dios un edificio, una casa eterna, la cual no
fue hecha por manos humanas. Y por esto también suspiramos y anhelamos ser
revestidos de nuestra casa celestial; ya que así se nos encontrará vestidos y no
desnudos. Los que estamos en esta tienda, que es nuestro cuerpo, gemimos con
angustia; porque no quisiéramos ser desvestidos, sino revestidos, para que lo mortal
sea absorbido por la vida. Pero Dios es quien nos hizo para este fin, y quien nos dio
su Espíritu en garantía de lo que habremos de recibir (2 Corintios 4:17-5:5).
El contraste que aquí desarrolló Pablo era entre lo pasajero y lo permanente, entre lo
temporal y lo eterno.
Pablo citó una serie de niveles de creciente gloria que se encuentran en el ámbito de lo
creado. Él insinuó una gloria que al presente permanece invisible. Su razonamiento sugiere
algo como esto: en nuestra limitada visión de la totalidad de la realidad, no vislumbramos más
que una pequeña porción de lo que realmente hay ahí. Somos espiritualmente miopes. Sería
una gran arrogancia asumir que la vida en su máxima dimensión se agota en el espectro de
nuestra limitada visión. Si por un instante consideramos el conocimiento que poseemos sobre
el vasto universo en el que vivimos, nos damos cuenta de que los márgenes de nuestra
experiencia son infinitesimales. Nuestra experiencia del orden natural es más pequeña que
una gotita en un vasto océano. Y aun si captásemos el orden natural a cabalidad, eso no nos
otorgaría una percepción del ámbito sobrenatural. Ésta es la lección: la porción de la realidad
que efectivamente percibimos es suficiente para gritar que la diversidad de la vida posee
muchísimo más de lo que hasta ahora hemos experimentado.
Luego, Pablo pasa a la vía del contraste: “Así será también en la resurrección de los
muertos: Lo que se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción; lo que se siembra en
deshonra, resucitará en gloria; lo que se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se
siembra un cuerpo animal, y resucitará un cuerpo espiritual. Porque así como hay un cuerpo
animal, hay también un cuerpo espiritual” (1 Corintios 15:42-44).
El contraste entre el cuerpo terrenal y el cuerpo resucitado es vívido. Incluye los siguientes
elementos:
Corrupción, deshonra, y debilidad son cualidades con las que estamos familiarizados. Son
un componente normal de nuestra experiencia cotidiana. Son atributos de nuestro cuerpo
natural. En la resurrección, estas cualidades darán paso a sus antítesis. Incorrupción, gloria y
poder son las características del cuerpo espiritual.
Todos los que somos humanos participamos de la naturaleza terrenal de Adán. Somos hijos
del polvo. Nuestros cuerpos padecen todas las debilidades y flaquezas propias de la tierra.
Nuestros cuerpos resucitados serán tabernáculos hechos en el cielo. En el cuerpo celestial, el
cáncer o las enfermedades cardiacas no tendrán cabida. La maldición de la caída será quitada.
Seremos vestidos a imagen y semejanza del nuevo Adán, el Hombre celestial. Sí, aún habrá
continuidad. Seguiremos siendo hombres y mujeres. Nuestra identidad personal permanecerá
intacta. Seremos reconocibles como las personas que éramos en esta vida. Pero también habrá
discontinuidad, pues la forma celestial romperá las ataduras del polvo.
CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD
Un molesto problema que enfrentamos al especular acerca del cielo es la cuestión del
reconocimiento. Nosotros reconocemos a las personas por sus características físicas. Algunos
de los rasgos más obvios incluyen cuestiones de edad y contextura. La persona que muere en
la infancia, ¿tendrá por siempre el aspecto de un bebé? Los ancianos, ¿conservarán el rostro
arrugado? ¿Seré gordo o delgado, alto o pequeño?
Hacer semejantes preguntas (apenas podemos resistirnos a ello) es dar de cabeza contra
los límites de nuestro entendimiento de los elementos de discontinuidad. Yo asumo (y no es
más que eso) que de alguna forma estas interrogantes perderán relevancia una vez que
trascendamos el ámbito del polvo y entremos a nuestro estado glorificado.
Pablo insistió en que aunque seguramente conservaremos la continuidad de nuestra
identidad personal actual, no obstante experimentaremos una transformación:
Pero una cosa les digo, hermanos: ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino
de Dios, y tampoco la corrupción puede heredar la incorrupción. Presten atención,
que les voy a contar un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos
transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la
trompeta final. Pues la trompeta sonará, y los muertos serán resucitados
incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que lo
corruptible se vista de incorrupción, y lo mortal se vista de inmortalidad. Y cuando
esto, que es corruptible, se haya vestido de incorrupción, y esto, que es mortal, se
haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: “Devorada
será la muerte por la victoria” (1 Corintios 15:50-54).
El retrato más vívido y dramático de la otra vida que podamos encontrar en la Escritura está
al final del Apocalipsis de Juan. Juan tuvo el privilegio de ver, en el Espíritu, una espectacular
visión del futuro. La culminación de la dramática visión de Juan se encuentra en la revelación
del cielo nuevo y la tierra nueva: “Vi entonces un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el
primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, y el mar tampoco existía ya”
(Apocalipsis 21:1).
Aquí vemos condensado el objetivo último de la iglesia sufriente, la culminación de todo el
plan redentor de Dios. El futuro de la creación se encuentra en la manifestación de un cielo
nuevo y una tierra nueva.
Se nos dice que la primera tierra y el primer cielo dejan de existir. ¿Qué significa eso? Los
intérpretes están divididos en relación a esta pregunta. Algunos ven este dejar de existir de la
creación original como un acto de juicio divino sobre un mundo caído. Ellos creen que el viejo
orden será destruido, aniquilado por la furia de Dios. Luego, un nuevo acto de creación
reemplazará al antiguo. De la nada Dios producirá el nuevo orden.
Un segundo punto de vista sobre este asunto, y al cual yo adhiero, es que el nuevo orden
implicará, no una nueva creación de la nada, sino una renovación del viejo orden. Su novedad
estará marcada por la redención de Dios. La Escritura a menudo habla de que toda la creación
espera el acto final de redención. Destruir algo por completo y reemplazarlo por algo
totalmente nuevo no es un acto de redención. Redimir algo es salvar aquello que está en un
inminente peligro de perderse. Puede que la renovación sea radical. Puede que implique una
violenta conflagración purgativa, pero el acto de purificación en última instancia redime más
bien que aniquila. El cielo nuevo y la tierra nueva serán purificados. El mal no tendrá cabida
en el nuevo orden.
LA CIUDAD REDIMIDA
Juan continuó: “Vi también que la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descendía del cielo, de
Dios, ataviada como una novia que se adorna para su esposo” (Apocalipsis 21:2). El cenit del
nuevo orden se observa en la llegada de la ciudad de Dios, la Sión redimida, la Jerusalén que
desciende del cielo.
La imagen de la ciudad en la literatura judía es ambivalente. Oscila entre las imágenes
positivas y negativas. Por una parte, el pueblo judío era históricamente semi-nómade. Ellos se
movían de pastizal en pastizal. Eran un pueblo que habitaba en tiendas. El Dios de Israel fue
primero adorado en una tienda, un tabernáculo.
No obstante, el pueblo anhelaba estabilidad, un sentido de permanencia. Ellos se
regocijaron cuando el tabernáculo dio paso a un majestuoso templo durante los reinados de
David y Salomón. Ellos eran un pueblo como el patriarca Abraham, de quien se dice:
“[Abraham] habitó en la tierra prometida como un extraño en tierra extraña, y vivió en tiendas
con Isaac y Jacob, quienes eran coherederos de la misma promesa; porque esperaba llegar a
la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:9-10,
énfasis añadido).
En el Nuevo Testamento se celebra a Cristo como el gran Sumo Sacerdote de los bienes
venideros, “a través del tabernáculo más amplio y más perfecto, el cual no ha sido hecho por
los hombres, es decir, que no es de esta creación” (Hebreos 9:11).
Por otra parte, la imagen de la ciudad en la literatura judía era negativa cuando
representaba la arrogante pretensión del hombre de crear un monumento a sí mismo. Es
significativo que el autor del Génesis mencione entre las actividades del primer asesino, Caín,
que él construyó una ciudad: “Caín salió de la presencia del Señor y habitó en la tierra de
Nod, al oriente de Edén. Y conoció Caín a su mujer, y ella concibió y dio a luz a Enoc. Entonces
edificó una ciudad, y llamó a esa ciudad Enoc, como el nombre de su hijo” (Génesis 4:16-17).
La ciudad de Caín era profana, tal como las ciudades de Sodoma y Gomorra eran profanas.
Fue Jerusalén la que se convirtió en el foco de atención de la esperanza judía. Allí, en el
Monte de Sión, Dios prometió habitar con su pueblo. Fue allí donde se construyó el templo,
hasta el cual se hacían los peregrinajes sagrados. Era a Jerusalén a donde el Mesías rey tenía
que subir a morir.
Israel ha soportado varios holocaustos, y uno de los mayores ocurrió en el 70 d. C., cuando
los romanos destruyeron por completo la Santa Ciudad y los judíos se dispersaron por todo el
mundo. Por siglos —hasta el día de hoy—, cuando los judíos celebraban la Pascua, susurraban
entre sí su emotiva esperanza: “El próximo año en Jerusalén”. Israel era la novia de Jehová, tal
como la iglesia en el Nuevo Testamento se denomina la novia de Cristo. En la visión de Juan, la
aparición de la Nueva Jerusalén está relacionada con la espectacular aparición de la novia al
momento de la boda. Cuando aparezca la Nueva Jerusalén, la ciudad del hombre pasará, y se
abrirá paso a la ciudad de Dios.
Una voz celestial anuncia la entrada de esta ciudad: “Entonces oí que desde el trono salía
una potente voz, la cual decía: ‘Aquí está el tabernáculo de Dios con los hombres. Él vivirá con
ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos y será su Dios’” (Apocalipsis 21:3).
La cualidad principal de la Nueva Jerusalén será la presencia inmediata de Dios. Dios
estará en medio de su pueblo. Él habitará con ellos. Ya no se verá a Dios distante, alejado de la
experiencia cotidiana. Él tendrá su residencia en medio de su pueblo.
Las palabras de cierre de la visión de Ezequiel en el Antiguo Testamento capturan la
esencia de la Ciudad Santa: “Alrededor medirá dieciocho mil cañas, y a partir de ese día el
nombre de la ciudad será ‘El Señor está allí’” (Ezequiel 48:35).
Cuando Juan escribió el prólogo de su Evangelio, él habló del Logos, la Palabra de Dios que
en el principio estaba con Dios y quien era Dios. Él escribió: “Y la Palabra se hizo carne, y
habitó entre nosotros, y vimos su gloria (la gloria que corresponde al unigénito del Padre),
llena de gracia y de verdad” (Juan 1:14).
Cuando Juan habló de la encarnación, dijo que la Palabra “habitó” entre nosotros. La
palabra que él uso significa literalmente “levantó su tienda” o “hizo su tabernáculo”. A Jesús
se lo llama Emanuel, que significa “Dios con nosotros”. La primera visita del Dios Encarnado a
Jerusalén fue temporal. Él vino a Jerusalén y luego se fue de Jerusalén. Pero en la Nueva
Jerusalén él tendrá residencia permanente. Él Jamás partirá de la Santa Ciudad. Desde ese
sitio no habrá punto de partida.
LA ELIMINACIÓN DE LA MALDICIÓN
Lo que la imagen de los árboles apenas vislumbraba, luego se volvió explícito para Juan: la
maldición fue revocada. Él escribió: “Allí no habrá maldición. El trono de Dios y del Cordero
estará en medio de ella, y sus siervos lo adorarán” (Apocalipsis 22:3).
La idea de la maldición remite a la caída de la humanidad. La maldición fue el juicio de
Dios a la desobediencia. Después de la caída, Dios maldijo a la Serpiente que engañó a Eva. Él
afligió a la mujer con dolor en el parto y al hombre con las cargas añadidas a sus afanes. La
tierra fue maldecida con espinos (Génesis 3).
El tema de la maldición reapareció dramáticamente cuando Dios hizo su pacto con Israel:
“Dense cuenta de que hoy pongo ante ustedes la bendición y la maldición. La bendición, si
ustedes atienden a los mandamientos que yo, el Señor su Dios, hoy les mando cumplir. La
maldición, si no atienden a los mandamientos que yo, el Señor su Dios, hoy les mando
cumplir” (Deuteronomio 11:26-28).
La maldición significa mucho más que la pérdida de las bendiciones. En última instancia,
implica ser expulsado de la presencia de Dios. Cuando Cristo fue crucificado y “abandonado”
por el Padre, él fue expulsado de la presencia divina. Se apagaron las luces, y Jesús fue
arrojado a un abismo de tinieblas. La maldición significa que en este mundo no podemos ver el
rostro de Dios. Significa que experimentamos cierta medida de la ausencia de Dios.
El fin de la maldición indica que la redención divina está plenamente consumada. En la
visión de Juan, cuando se suprime la maldición, hay dos cosas que destacan de inmediato. La
primera es la clara presencia de Dios y el Cordero. La segunda es el servicio voluntario que le
ofrece su pueblo. Esto aparece como un marcado contraste con la situación que trajo la
maldición al comienzo. La maldición cayó a causa de la desobediencia. Cuando desaparece la
maldición, no habrá más desobediencia. La maldición y su causa, el pecado, estarán ausentes
en el cielo.
Esto, a su vez, conduce a la suprema esperanza del cielo: la visión de Dios. Juan escribió:
“Y verán su rostro, y llevarán su nombre en la frente” (Apocalipsis 22:4).
Esto es lo que los teólogos llaman la “visión beatífica”, una visión de Dios que produce un
inmediato y profundo gozo. Es la beatitud y felicidad para la que cada uno ha sido creado.
Aquí, el hondo vacío que aflige al alma humana será finalmente llenado.
No hay un problema más difícil que acompañe a la vida de la fe que el hecho de que
estemos llamados a servir y adorar a un Dios que para nosotros es totalmente invisible. En
ningún otro lugar se siente con mayor intensidad el adagio “ojos que no ven, corazón que no
siente” que en el objeto de nuestros afectos. Queremos bañar nuestros ojos en la majestad de
su gloria. Queremos que él alce la luz de su mirada sobre nosotros. Anhelamos que él haga
resplandecer su rostro sobre nosotros.
Muchas de las narraciones de apariciones divinas a seres humanos en el Antiguo
Testamento solo implican teofanías. Una teofanía es una manifestación visible del Dios
invisible. Moisés vio un arbusto que ardía pero no se consumía. Los hijos de Israel
contemplaron una columna de nube. Estas teofanías aún conservaban un velo sobre el rostro
de Dios.
En su primera epístola, el apóstol Juan escribió: “Miren cuánto nos ama el Padre, que nos
ha concedido ser llamados hijos de Dios. Y lo somos. El mundo no nos conoce, porque no lo
conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de
ser. Pero sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él porque lo veremos
tal como él es” (1 Juan 3:1-2).
Juan introdujo este tema de la visión beatífica con una expresión de asombro apostólico. Él
expresó su profunda admiración de que podamos ser llamados hijos de Dios. La concesión de
este privilegio de hijos adoptivos refleja una forma de amor que desafía todas las categorías
normales. Es un amor trascendente lo que lleva al Padre a llamarnos hijos. Nosotros somos
absolutamente indignos de tal título. El fundamento para ello no se puede encontrar en algún
mérito nuestro. La única explicación posible para que se nos llame hijos de Dios debe basarse
en el extraordinario amor que solo Dios es capaz de demostrar.
Juan prosigue y confiesa que aún no se ha revelado lo que seremos. El espejo aún está
oscuro. El futuro todavía está nublado. Pero se nos dan algunos atisbos suficientes para que
nuestra alma arda de gozo. Una cosa tenemos por segura; un destello de luz traspasa la
oscuridad del espejo: seremos semejantes a él.
Es irónico que hayamos sido creados a imagen de Dios. El propósito de Dios para la
creación de la raza humana era que nosotros reflejásemos el carácter de Dios mismo. Pero
debido a nuestro estado caído, la imagen de Dios en nosotros se ha ensuciado. Nos volvimos
imágenes mentirosas. Nada es más propio del ser humano que el hecho de que pecamos. En
nuestro pecado, demostramos precisamente lo que Dios no es. En el carácter de Dios no hay
sombra de maldad.
Sin embargo, cuando el pecado sea totalmente eliminado de nosotros, entonces seremos
auténticas imágenes de nuestro Dios. Seremos como él.
El prerrequisito absoluto para contemplar el rostro de Dios es la pureza de corazón. La
promesa de Jesús en las Bienaventuranzas es ésta: “Bienaventurados los de limpio corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). La razón por la que Dios es invisible a los hombres
mortales radica en que ningún mortal es puro de corazón. El problema no está en nuestros
ojos, sino en nuestro corazón.
Juan no nos señala el orden exacto de los hechos. ¿Seremos purificados primero, para que
nos sea posible ver a Dios; o la visión de Dios al descubierto nos purificará instantáneamente?
Sabemos que solo cuando seamos glorificados en el cielo estaremos calificados para ver a
Dios. Por lo tanto, yo supongo que antes de verlo “tal como él es”, primero se limpiarán
totalmente los restos de impureza de nuestro corazón.
En la versión de Hollywood de Ben-Hur, de Lew Wallace, hay una escena que captura parte
de lo cautivante que resulta la visión de Cristo. Ben-Hur está junto a un pozo, y él está sucio,
hundido en el polvo, y consumido por una ardiente sed. La cámara se concentra en el rostro
de Ben-Hur. Su semblante se retuerce por la miseria. Entonces la sombra de un hombre cruza
sobre su cara. No se ve al hombre; la cámara sigue fija en el rostro de BenHur. El hombre le
ofrece agua. Al levantar su desgraciado rostro para mirar al piadoso extraño, vemos que un
repentino esplendor transforma su semblante. De inmediato sabemos, por el cambio radical en
su mirada, que él está observando directamente el rostro de Cristo.
Esa es la esperanza última del cristiano. Cuando contemplemos el rostro de Dios, todos los
recuerdos de dolor y sufrimiento se desvanecerán. Nuestra alma será curada por completo.
Dios pondrá su nombre en nuestra frente. El número del Anticristo no estará allí. Seremos
marcados con un nombre indeleble que nos identificará para siempre como hijos e hijas de
Dios.
Juan concluye el relato de su visión del cielo nuevo y la tierra nueva con estas
emocionantes palabras: “Allí no volverá a haber noche; no hará falta la luz de ninguna lámpara
ni la luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará. Y reinarán por los siglos de los siglos. Y
me dijo: ‘Estas palabras son fieles y verdaderas’” (Apocalipsis 22:5-6a).
Una vez más, Juan subrayó la expulsión de toda oscuridad. La resplandeciente gloria de
Dios bañará por siempre a su pueblo. Además, los que son suyos recibirán la plenitud de su
herencia. Ellos lo oirán decir: “Vengan, amados míos, y hereden el reino preparado para
ustedes desde la fundación del mundo”.
Es esta promesa, una promesa certificada por la declaración celestial “estas palabras son
fieles y verdaderas”, lo que elimina toda duda acerca de nuestro dolor y sufrimiento
presentes. Es esta promesa lo que verifica la comparación apostólica de que las aflicciones
que soportamos en esta vida ni siquiera merecen compararse con la gloria que Dios tiene
preparada para nosotros en el cielo (Romanos 8:18). Es por esta promesa, sellada con divino
juramento, que sabemos que nuestro sufrimiento nunca, nunca, jamás es en vano.
CONCLUSIÓN
En su carta a los Efesios, Pablo expresó los profundos sentimientos de su corazón en relación
a los creyentes:
Por esta causa también yo, desde que supe de la fe de ustedes en el Señor Jesús y
del amor que ustedes tienen para con todos los santos, no ceso de dar gracias por
ustedes al recordarlos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de gloria, les dé espíritu de sabiduría y de revelación en el
conocimiento de él. Pido también que Dios les dé la luz necesaria para que sepan
cuál es la esperanza a la cual los ha llamado, cuáles son las riquezas de la gloria de
su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con
nosotros, los que creemos, según la acción de su fuerza poderosa (Efesios 1:15-19).
En esta expresión de deseo pastoral, Pablo hizo referencia a las tres grandes virtudes
cristianas: la fe, el amor, y la esperanza. Él estaba rebosante de gozo al oír de la fe de los
santos, la fe que se mostraba en el amor. Pero su oración apuntaba a que el Espíritu de Dios
iluminara la mente de los creyentes con la sabiduría divina para que ellos llegaran a una plena
apreciación de la esperanza del llamado de Dios.
Nuestra vocación divina última no es al sufrimiento, sino a una esperanza que triunfa sobre
el sufrimiento. Es la esperanza de nuestra futura herencia con Cristo.
Esta esperanza no es un mero deseo o un ocioso anhelo del alma. Es una esperanza
arraigada en el grandísimo poder de Dios. Es una esperanza que no puede fallar. Esta
esperanza jamás causará vergüenza o decepción a quienes la abrigan.
La esperanza de gozo eterno en la presencia de Cristo, una esperanza que nos sostiene en
medio del sufrimiento temporal, es el legado de Jesucristo. Es la promesa de Dios para todos
los que ponen su confianza en él.
APÉNDICE
PREGUNTAS
Y RESPUESTAS
En esta sección, me gustaría tocar brevemente varios otros temas en torno al problema del
sufrimiento respondiendo algunas preguntas que se me han hecho en el transcurso de los
años.
¿Qué les aconsejaría a los cristianos que estén padeciendo una enfermedad o alguna
dolencia relativa a la edad y que preferirían estar en el cielo a permanecer en la
tierra?
En primer lugar, yo aplaudiría a tales personas por su preferencia. Ciertamente están en
buena compañía. Los héroes y heroínas bíblicos expresan con frecuencia este sentimiento.
Recordamos al anciano Simeón, quien, tras esperar por años para mirar al Mesías, finalmente
recibió la bendición de ver al Cristo niño en el templo. Él tomó al bebé Jesús en sus brazos y
pronunció el poema conocido como el Nunc Dimittis: “Señor, ahora despides a este siervo
tuyo, y lo despides en paz, de acuerdo a tu palabra. Mis ojos han visto ya tu salvación” (Lucas
2:29-30).
Job, en medio de su gran dolor, le imploró a Dios la liberación de la muerte: “¡Cómo
quisiera que Dios me escuchara, y que me concediera lo que más anhelo! ¡Cómo quisiera que
Dios me quitara la vida, que descargara su mano y me hiciera morir!” (Job 6:8-9). Moisés y
Jeremías, entre otros, hicieron la misma súplica.
Una vez oí a un hombre que describía los dolores del mareo sufrido en el mar diciendo:
“Primero, temía que fuera a morir, y luego temía que no fuera a morir”. Lo que él decía en
broma es una seria realidad para muchos afligidos.
En años recientes, se ha citado públicamente a Billy Graham, quien ha dicho que estaba
cansado y anhelaba ir a casa y estar con Cristo. Las observaciones del Dr. Graham hacían eco
de las del apóstol Pablo cuando escribió: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es
ganancia. Pero si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces
qué escoger. Por ambas cosas me encuentro en un dilema, pues tengo el deseo de partir y
estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedarme en la carne es más necesario por
causa de ustedes” (Filipenses 1:21-24).
Pablo tenía la disposición de continuar su ministerio en la tierra, pero su clara preferencia
era morir y estar con Cristo. Asimismo, nosotros deberíamos orar para que Dios nos dé la
gracia para permanecer productivos en este mundo, aun si lo que preferiríamos fuese morir y
estar con Cristo. Existen dos motivos básicos por los que los cristianos a veces anhelan morir.
El primero es nuestro profundo deseo de llegar a nuestro destino espiritual. El peregrinaje de
nuestra alma no acaba mientras no entremos en nuestro reposo. El segundo motivo es el
deseo de alivio de la aflicción.
Como observé anteriormente en este libro, el momento de nuestra muerte está en las
manos de Dios. No debemos dar pasos para apresurar el momento de nuestra partida. Dios es
el autor de la vida y es soberano tanto sobre la vida como sobre la muerte. Podemos orar
pidiendo la muerte, pero solo Dios puede conceder esa petición.
¿Qué decir del suicidio? ¿Qué ocurre con aquellos que se suicidan?
Históricamente, la iglesia ha visto el suicidio con desaprobación. Sin embargo, mucha gente,
en efecto, se suicida.
Una vez en un programa de conversación en televisión me preguntaron si las personas que
se suicidan podrían ir al cielo. Yo respondí con un simple “sí”. Mi respuesta causó que el panel
de las llamadas telefónicas se encendiera como un árbol navideño. El presentador también
quedó impactado con mi respuesta.
Yo le expliqué que en ningún lugar se identifica al suicidio como un pecado imperdonable.
No sabemos con ningún grado de certeza qué es lo que pasa por la mente de una persona al
momento de suicidarse. Es posible que el suicidio sea un acto de pura incredulidad, una
rendición ante la desesperación total que revela la ausencia de alguna forma de fe en Dios.
Por otra parte, puede ser una señal de una enfermedad mental temporal o prolongada. O
puede ser el resultado de una repentina oleada de depresión severa. (Tal depresión puede
estar causada por causas orgánicas o por el uso no intencional de ciertos medicamentos).
Un psiquiatra observó que la gran mayoría de las personas que se suicidan no lo habría
hecho si hubiera esperado veinticuatro horas. Tal observación es una conjetura, pero se basa
en numerosas entrevistas a personas que realizaron serios intentos fallidos de suicidarse y
posteriormente se recuperaron de su abrumador desaliento.
El punto es que las personas se suicidan por razones muy diversas. Solo Dios conoce a
cabalidad la complejidad del proceso de pensamiento de una persona el momento de
suicidarse. Por lo tanto, Solo Dios puede hacer un juicio justo y preciso a cualquier persona. A
fin de cuentas, la salvación de un individuo depende de si ha sido unido a Cristo por la sola fe.
Sigue siendo cierto que los cristianos genuinos pueden sucumbir a una marejada de
depresión.
Si bien debemos intentar disuadir a las personas de suicidarse, dejamos a quienes lo han
hecho a la misericordia de Dios.
¿Qué explicación le da usted a las experiencias fuera del cuerpo, como estar en un
“túnel”, que muchas personas han relatado luego de haber sido revividos?
Yo no puedo ofrecer una explicación acabada de este fenómeno. Ha habido una significativa
investigación al respecto, pero los resultados son especulativos en el mejor de los casos. Yo he
oído informes que afirman que el 50 por ciento de las personas que han sufrido muerte clínica
y han sido resucitados mediante RCP u otros medios han informado alguna experiencia
extraña. Algunos relatan la sensación de estar mirando desde el techo y ver su propio cuerpo
tendido sobre la cama mientras los doctores y enfermeras los asistían. Algunos han relatado
que avanzaban a través de un enorme túnel envueltos en una luz brillante.
La mayoría de estos informes ha sido de naturaleza positiva. Sin embargo, otros han
informado experiencias aterradoras y fatídicas que los hicieron reflexionar sobre lo que podría
estar esperándoles detrás del velo.
Las interpretaciones religiosas de estas experiencias se complican por el hecho de que
creyentes e incrédulos por igual han relatado las mismas experiencias positivas.
Se han ofrecido varias explicaciones para este fenómeno. Una de ellas supone un tipo de
potencial de alucinación causado por los medicamentos o cortocircuitos en el cerebro
similares a la explicación que a menudo se da para las experiencias de déjà vu. Otra
explicación se basa en la afirmación bíblica de la vida después de la muerte. Como cristianos,
creemos que el alma sobrevive a la muerte. Existe una continuidad de la existencia personal
después de que cesa la vida física. Seamos buenos o malos, estemos redimidos o no, la vida
del alma continúa.
A mí estos informes me fascinan y deseo que haya futuro análisis científico acerca de ellos.
No obstante, yo mantengo a la vista la parábola del hombre rico y Lázaro, en la que se
pronuncia esta advertencia: “Si no han escuchado a Moisés y a los profetas, tampoco se van a
convencer si alguien se levanta de entre los muertos” (Lucas 16:31).
¿Por qué la gente intenta comunicarse con los muertos a través de médiums?
¿Funcionan realmente tales intentos?
Nosotros anhelamos tener pruebas concretas, tangibles, de que la vida continúa después de la
muerte. Queremos tener la certeza de que alguien haya ido al más allá y haya vuelto, o al
menos nos haya dado un mensaje desde el otro lado. Pero los intentos de alcanzar esa certeza
por medios ilegítimos están plagados de peligros.
La práctica de la necromancia, comúnmente denominada “espiritismo”, demuestra el
profundo deseo de la humanidad de recibir información de primera fuente desde el otro lado.
Las sesiones de los espiritistas prometen tal información por medio de los aparatos de
comunicación a través de médiums, golpes en la mesa, y la aparición de formas espectrales de
ectoplasma.
El Antiguo Testamento denomina a tales actividades abominación a Dios. En la nación de
Israel era un delito capital. El Nuevo Testamento se opone a la adivinación y a la magia tanto
como el Antiguo Testamento, como vemos en la confrontación apostólica a tales prácticas en
el libro de Hechos.
Es interesante que la Biblia registre un relato en el que el espíritu de Samuel
supuestamente fue invocado por la bruja de Endor a petición del rey Saúl (1 Samuel 28). La
narración ciertamente suena como si hubiera sido un contacto genuino con alguien que estaba
muerto. ¿Pero lo fue?
Yo veo tres posibles formas de entender esta narración. Primero, puede que sea el registro
de un milagro satánico. En otras palabras, puede que la bruja haya invocado a Samuel por el
poder de Satanás. La Biblia le atribuye a Satanás el poder de realizar “señales y prodigios
engañosos” (2 Tesalonicenses 2:9). Sin embargo, aquí el acento no está en la palabra
prodigios sino en el adjetivo calificativo engañosos. Satanás no realiza verdaderos milagros
sino fraudulentos. En cualquier caso, Dios tiene las llaves de la muerte, no Satanás. Aun si
Satanás tuviera la capacidad de realizar milagros reales, no podría ejercer tal poder donde
Dios no se lo permitiera.
Segundo, puede que la narración sea simplemente un registro fidedigno del suceso tal
como se manifestó. La Biblia usa con frecuencia lo que llamamos lenguaje “fenomenológico”,
lenguaje que describe los sucesos tal como aparecen a simple vista. En este escenario, la
aparente invocación de Samuel pudo haber sido simplemente un artilugio astutamente
maquinado que a Saúl le pareció real.
Tercero, puede que aquí el relato esté presentando una descripción de la invocación de un
espíritu conjurado por un médium. La Biblia no afirma absolutamente que Samuel realmente
fuera llamado de los muertos, pero tampoco lo niega. Sin embargo, aun si la bruja
efectivamente invocó a Samuel, su éxito no respalda la práctica del espiritualismo. La bruja de
Endor era culpable de practicar algo que, fraudulento o real, era un delito capital en Israel.
Yo creo que en realidad Samuel no fue invocado, sino que fue un astuto artilugio. Yo creo
que la bruja de Endor era un fraude, y pienso que lo mismo es cierto de todos estos médiums.
Está fuera de discusión que muchos espiritistas han sido expuestos como fraudes, pero
ninguno ha sido autenticado.
Si deseamos una confirmación para la vida después de la muerte, hay un mejor sitio dónde
buscar que en el ámbito de la magia y el ocultismo. Podemos ir más allá de la especulación de
los filósofos, las patrañas de los ocultistas y la prestidigitación de los ilusionistas. Podemos ir
al Nuevo Testamento, a las palabras y la obra de Jesús. Sus palabras trascienden lo
fraudulento y nos llevan al ámbito de la seria verdad histórica, y sus obras (sus milagros)
autentican sus palabras.
ÍNDICE DE PASAJES
DE LA ESCRITURA
Génesis Éxodo Números Deuteronomio 1 Samuel 2 Samuel 1 Reyes Job Salmos
Eclesiastés Isaías Jeremías Ezequiel Mateo Marcos Lucas Juan Hechos Romanos
1 Corintios 2 Corintios Efesios Filipenses Colosenses 1 Tesalonicenses 2 Tesalonicenses
2 Timoteo Hebreos 1 Pedro 1 Juan Apocalipsis
Génesis
3:15, 16
4:16-17, 128
50:20, 32
Éxodo
27:15, 135
Números
11:15, 8
12:9-10, 30
Deuteronomio
11:26-28, 139
1 Samuel
3:17-18, 154
28, 157
2 Samuel
12:13-14, 155
12:20, 155
12:22-23, 153
1 Reyes
6:20, 134
17:19, 93
Job
1:21, 155
2:8-10, 33
3:11-13, 8
6:8-9, 148
13:15, 34
14:14, 77
16:2-5, 32
Salmos
23:4, 55
27:13, 11
42:1-2, 131
46:1-3, 127
46:4, 127
51:5, 152
94:3, 30
130:3, 66
Eclesiastés
3:1-2a, 37, 49
3:14, 37
7:2-4, 40
7:13, 37, 41
8:1, 45
9:1, 37
Isaías
1:3, 151
40:6, 76
53, 19, 20
53:3, 18
53:11, 8
54:12, 135
60:19, 137
Jeremías
8:11, 63
20:14-15, 9
20:18, 9
23:16-17, 63
Ezequiel
3:17-19, 61
47:8-9, 138
48:35, 129
Mateo
1:21, 64
3:7, 65
4:19, 92
5:6, 131
5:8, 141
7:28-29, 98
11:28-30, 3
16:15, 15
16:16, 15
16:17-18, 15
16:21, 15
16:22, 16
16:23, 15
19:14, 153
25:31-46, 63-64
26:37, 13
26:38, 16
26:39, 17
28:18, 19
Marcos
9:24, 92
14:58, 136
Lucas
2:29-30, 147
2:34-35, 16
2:48, 94
2:49, 16
7:11-15, 100
8:17, 64
8:40-42, 100
8:49-56, 100
12:2-3, 64
16:22, 56
16:25-26, 114
16:27-28, 114
16:31, 156
22:37, 20
22:42, 18
22:44, 17
23:30, 64
23:35, 101
23:41, 150
23:43, 115
Juan
1:14, 129
2:16, 94
2:19-22, 137
3:31-34, 98
4:10-14, 131
4:22, 133
7:16, 97
7:28-29, 97
7:44-46, 98
8:12, 137
8:24, 62
8:26-28, 97
9:1-3, 29
11:23, 100
11:24, 100
11:25-26, 100
11:44, 100
13:21, 92
13:33, 92, 95
13:36, 92
14, 91, 93
14:1, 93
14:1-3, 91
14:2, 94, 95
15:11, 41
20:15, 101
20:19, 120-121
20:26, 120
20:27, 120
Hechos
8:26-35, 18-19
9:4, 22
Romanos
5:3-5, 35
8:18, 45
8:19-21, 151
8:22-23, 8
8:28, 44
1 Corintios
13:11, 96
15:3-8, 108
15:12, 102
15:13, 103
15:14, 103
15:15, 103
15:17, 104
15:18, 104
15:19, 105, 107
15:20-23, 118
15:29, 105
15:30-32, 106
15:32, 106
15:35-38, 118
15:39-41, 118
15:42-44, 119
15:45-49, 121
15:50-54, 122
15:58, 109
2 Corintios
1:8-10, 11
4:8-10, 1-2
4:17-5:5, 117
11, 106
Efesios
1:15-19, 145
2:20, 133
Filipenses
1:19-24, 116
1:21-24, 148
1:23, 117
Colosenses
1:24, 6
1 Tesalonicenses
1:10, 65
4:13-18, 59-60
2 Tesalonicenses
2:9, 157
2 Timoteo
2:11-12, 22
4:7, 52
Hebreos
2:3, 67
3:12-19, 67-68
3:19, 68
4:1, 3, 69
4:4-11, 70
4:13-16, 70
9:11, 128
9:27, 49, 69
10:1, 21
10:10, 21
11:4-11, 70
1:9-10, 128
11:13-16, 70
1 Pedro
1:6-9, 7
4:12-13, 6
4:15-16, 6-7
4:19, 7
1 Juan
3:1-2, 130, 141
Apocalipsis
1:17-18, 50
4:3, 132
6:9-11, 114
13, 126
17, 132
19:6, 87
21:1, 125
21:2, 127
21:3, 129
21:4, 129-130
21:5, 130
21:6, 131
21:7-8, 131
21:9-11, 132
21:12-13, 133
21:14, 133
21:15-17, 134
21:18, 134
21:19-20, 135
21:21, 135
21:22, 134, 136
21:23, 137
21:24-27, 137
22:1-2, 138
22:3, 139
22:4, 140
22:5-6a, 142
ÍNDICE DE MATERIAS
Y NOMBRES
A B C D E F G H
I J K L M N O P
Q R S T U V W
A
Abel, 70
aborto, 152
Abraham, 114
Adán, 121
adopción, 8
aflicción, 45
agricultura (analogía), 118
Agustín, 51
Alfa y Omega, 51, 131
aliento, 55
alma, 7, 36, 41, 78-80
alucinación, 156
amargura, 18, 53
amor, 145
animales, muerte de los, 150-151
Anticristo, 132, 139, 142
árbol de la vida, 138
Aristóteles, 102
arrepentimiento, 69
ascetismo, 151
ataque terrorista del 11 de septiembre, 43
autoflagelación, 151
autojustificación, 151
autocompasión, 53
autoridad de Jesús, 97-99
B
Babilonia, 133
bautismo por los muertos, 105-106
Ben-Hur (película), 142
Biblia, lenguaje fenomenológico de la, 157
bien y el mal, el, 50-51
bruja de Endor, 156-157
C
caída, 30, 119, 138-139, 151-152
Caín, 128
“calles de oro” 135-136
Calvino, Juan, 51
carácter, 35
casa de la alegría, 40-41
casa del luto, 40-41, 45-46
casa del Padre, 94-95
Católica Romana, Iglesia, 21, 68
Cebes, 80
Cicerón 102
cielo, 94-97, 120-123. Ver también cielo nuevo y tierra nueva; Nueva Jerusalén
cielo nuevo y tierra nueva, 125-126, 142-143
ciudad, imagen de la, 127-128
cognición, 150
conciencia, 81
confianza, 18, 35, 38, 55, 92, 150
conservación de la vida, medios ordinarios y extraordinarios, 10
consuelo, consolar, 4, 5, 63, 91, 99-100, 105, 114, 130
consumación de la redención divina, 140
continuidad de la conciencia, 81
corrupción, 119
creación, redención de la, 125-126
crecer en la obra del Señor, 109
Credo de los Apóstoles, 118
cuerpo espiritual, 119-120
cuerpo, resurrección del, 118-122
D
Damasco, Camino de, 22
Dante Alighieri, 105
David, 11, 30, 51, 54-57, 66, 128, 152-156
Day, Doris, 77
deber, 83-85
depresión, 149
deseo, 83-85, 89
desesperación, 8-11, 39, 54, 88, 149
y suicidio, 9
desobediencia, 139
Diablo. Ver Satanás
Diez Mandamientos, 104
dignidad, 10, 53, 62, 101
discípulos, 30, 91-92, 120-122
Dios
como digno de confianza, 35
bondad de, 38
como Dios de los vivientes, 57
existencia de, 88
y el futuro, 77
como justo, 66
mano de, 42, 43
misericordia de, 67
omnisciencia de, 51, 87
providencia de, 42-44
rostro de, 140-143
santidad de, 135
soberanía de, 7, 23, 32-34, 37-38, 42-45, 49-50, 146, 153-155
todopoderoso, 51, 87
voluntad de, 7, 17-18, 154
dolor, 1, 2, 4-8, 14, 32, 39, 41, 44, 50, 106, 107, 109, 129-130, 139, 142-143, 147
Dostoievski, 82, 85, 88
dormir, como morir, 113
dualismo, 50-51
duda, 1, 94, 142
E
Eclesiastés, 37-46, 49, 86
edad de responsabilidad, 152
educación, 96
egipcios, 77
Elí, 154
Elías, 92-93
encarnación, 14, 129
enfermedad, 2, 5, 14, 26, 29, 48, 50-52, 121, 123, 147, 149
terminal, 14, 48, 69
Enoc, 70
epicureísmo, 107
esperanza, 34-36, 77, 87-88, 96-97, 100, 104-107, 116, 118, 128, 140-146, 151, 153
espiritismo, 156
estado intermedio, 113-118
estoicismo, 2
eterno versus temporal, 117
ética, 82, 84, 87, 102, 104, 107
eunuco etíope, 19
eutanasia, 9-10
expiación, 22, 23, 51, 104
exousia, 98-99
F
falacia del falso dilema, de la falsa dicotomía, 29-32, 103, 154
falsa esperanza, 48, 95, 104, 107
falsos profetas, 63, 104
Falwell, Jerry, 44
familia de Dios, 132
fariseos, 65, 98
fe, 1, 66, 93-94, 145
ciega, 34-35
implícita, 34
purificada por el sufrimiento, 7
Fedón, 78-79
Felipe, 19-20
filisteos, 127
firmeza, 109
fuera del cuerpo, experiencias, 155-156
futuro, 77
G
Gerstner, John, 61
Getsemaní, Huerto de, 13, 16-18, 23, 91
gloria, 114-120, 129, 132, 136-137, 140, 142
gozo, en el sufrimiento, 41, 46
Graham, Billy, 62, 148
Graham, Tom, 61
Gran Pastor, 55
griego, alfabeto, 131
griegos, 14, 78-80
H
Hades, 15, 78, 114
Hamlet, 111-112
Herder, Johann, 33
hijos de los incrédulos, 153
humildad, 18
I
iglesia, como cuerpo de Cristo, 21-22
imagen de Dios, 141, 150
imitación de Cristo, 150
“imperativo hipotético”, 83-85
incorrupción, 119-120, 122
incredulidad, 67-68, 94, 131, 149
indios norteamericanos, 77
infantilismo, 96
injusticia, 31-32, 66, 86
instinto, 150
interés personal, 82
J
Jardín del Edén, 126, 138
Juramento Hipocrático, 9
Jairo, hija de, 100
Jeremías, 8, 39, 63, 148
Jerusalén, 15, 19, 33, 94, 127, 128, 129, 135
Jesucristo,
ascensión de, 60
como Autor y Consumador de nuestra fe, 131
autoridad de, 97-99
enseñanza sobre la otra vida, 91-102
exaltación de, 22, 60
humillación de, 22
justicia de, 64
“hizo su tabernáculo”, 129
méritos de, 22-23
muerte de, 101-102, 115
nacimiento de, 60
oración de, 17-18
pasión de, 13, 17, 18, 20
como piedra angular, 133
regreso de, 59-60, 130
resurrección de, 60, 100-109
sufrimiento de, 13-17, 23
como templo, 136-138
como vencedor de la muerte, 51
Job, 8, 29, 31-35, 38, 39, 77, 86, 147, 148, 155
José, 32, 51
Juan el Bautista, 65, 98
judíos, 14, 77, 121, 126, 127, 128, 133, 134-137
juez, 66, 86-87
juicio, 44, 63-67, 69, 86, 125, 132, 139, 149, 153
juicio final, 63, 65
justicia, 31, 64-66, 79, 82, 84-88
aproximada, 85-86
última, 86
justificación, 66
K
Kant, Immanuel, 65, 83, 85-86, 88-89, 108-109
Kierkegaard, Søren, 9
L
ladrón en la cruz, 115-116, 150
lágrimas, 129-130
Lázaro, muerte de, 52, 99-100
liberal, cristianismo, 102, 103
libre albedrío, 153-154
Lutero, Martín, 21, 51
luz, 132, 137, 140-142
M
MacLaine, Shirley, 78, 81
magia, 156-157
mal, triunfo sobre el, 31-32, 38, 125
maldición, eliminación de la, 121, 139-140
mansión Hearst, 134-135
mar, en el cielo nuevo y tierra nueva, 126-127
María, 16, 64
María Magdalena, 101
Marta, 99-100
mártires, 23, 114, 152
Marx, Karl, 4, 5
masoquismo, 151
McClure, Don, 55-56
Mediterráneo, Mar, 127
médiums, 156-157
Menón, 79
Miguel Ángel, 33, 34
Miriam, 30
misterio, 122, 153
mito, y realidad, 96
Moisés, 8, 30, 39, 51, 140, 148, 156
“momento fructífero”, 33-34
moral, obligación, 82-87
morir, en fe versus en pecado, 59-70
muerte
a consecuencia del pecado, 30
de un cristiano, 40
con dignidad, 9-10, 49, 52-53
y estado espiritual, 61
como ganancia, 109
infantil, 152-153
de un pesimista, 39
como separación, 92
como una vocación, 49-52, 54
muro de Jerusalén, 133
N
nacer sin vida, 105
Natán, 155
necromancia, 156
nihilismo, 88
Noé, 70
nórdicos, 77
Nueva Jerusalén, 127-143
nuevo Adán, 121
Nunc Dimitis, 147
O
ocultismo, 157
“Old Man River” (canción), 39
oración, 17-18
oro, de la Nueva Jerusalén, 133
oscuridad, expulsión de la, 142
P
Pablo, 3, 51
sobre la desesperación, 11
sobre el estado intermedio, 113-118
sobre la resurrección, 102-109
sobre el sufrimiento, 1, 21-22
participación en los sufrimientos de Jesús, 21-23
Pascal, Blas, 111-112
paz, en el lamento, 41
pecado imperdonable, 149
pecado original, 152
pecado, y sufrimiento, 21-23, 150, 152
Pedro, 6-7, 92-93
reprensión de, 15-16
sobre el sufrimiento, 6-7
perplejidad, por el sufrimiento, 5, 7-8, 11
persecución, 1, 45, 149-150
perseverancia, 36, 54
pesimismo, 39
piedras preciosas, de la Nueva Jerusalén, 133
pitagóricos, 78
Pittsburgh, 75, 76, 135, 136
Platón, 78-79, 86, 108-109
Poe, Edgar Allan, 105
“porqué” del sufrimiento, el, 31-32, 34-36
predicación, y la resurrección, 103-104
profesión médica, 9
protoevangelio, 16
“puertas de perlas”, 135
purgatorio, 68
R
rapto, 60
realidad, y mito, 96
reconocimiento, en el cielo, 122
redención de la creación, 126, 151
reencarnación, 78, 81-82
Reforma, 21
religión oriental, 78
Rembrandt, 34
reminiscencia, teoría de la, 79-80
responsabilidad, y la soberanía divina, 154
resurrección, 100-109, 153
del cuerpo, 118-121
rico y Lázaro, el, 114, 156
Rip Van Winkle, 114
risa, y tristeza, 41
Rodin, 34
S
sabiduría, 41, 45, 145
saduceos, 65
salvación, 65, 67, 149
samaritana, mujer, 131
Samuel, 154, 157
sanidad, 50-52, 138
sapiencial, literatura, 39, 40
Satanás, 16, 157
y el sufrimiento, 50-52
Satanás, 16, 157
sesiones espiritistas, 156
Seol, 78
siervo sufriente, 16, 18-20, 23
Simeón, 16, 145
Sócrates, 78-81, 86, 89, 102
Sproul, Charles, 75-76
sueño del alma, 113-115
sufrimiento, 1, 23, 44
de los criminales, 7
como un crisol, 7
evitar el, 151-152
fin del, 129-132
gozo del, 46
como juicio, 153-155
y el pecado, 21-23, 150, 152
como vocación, 153-154
suicidio, 9, 148-149
sumisión, 18
T
teísmo, 88
templo, 94, 128
temporal versus eterno, 117
teofanía, 140
tesoro de méritos, 21
testimonio de testigo ocular, y resurrección, 107-109
testigo, 22-23
Tiamat, 126
Tomás, 120
tragedia, 38, 43-44, 50, 150
“tragedia absurda”, 43
transformación, de los cuerpos, 120, 122-123
“transmigración del alma”, 78
tribulación, 35-36, 96
tristeza, y la risa, 41
V
Valhalla, 77
valle de la sombra, 54-57
vano, 131
vergüenza, y sufrimiento, 6-7
Via Dolorosa, 16, 22, 23
vida después de la muerte, 75, 77-82, 88, 91, 96, 99, 105-109, 125
vida humana, santidad de la, 10
virtud, del sufrimiento, 151-152
virtudes, 145
visión beatífica, 140-141
viuda de Naín, 100
viuda de Sarepta, 92
vocación, 49, 146
la muerte como, 49-52, 54, 56
el sufrimiento como, 33, 153-155
U
ungüento, 39
W
Wallace, Lew, 142
ACERCA DEL AUTOR