R.C. Sproul Sorprendido Por El Sufrimiento

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Respaldo

“Es un verdadero regalo para la iglesia cuando un teólogo experimentado, que posee
conocimientos adquiridos con años de experiencia personal y estudio bíblico, aborda un tema
complicado como el sufrimiento. En este libro encontrarás la sabiduría de la perspectiva
bíblica combinada con la esperanza eterna del evangelio conduciéndote a un mayor descanso
en tu Salvador, aun en tiempos de adversidad. Siento gratitud por la nueva edición de este
libro”.
—PAUL DAVID TRIPP
Presidente, Paul Tripp Ministries
Ministro en Center City, Décima Iglesia Presbiteriana, Filadelfia, Pa.
Profesor de vida y cuidado pastorales, Redeemer Seminary, Dallas, Texas

“Como oncólogo, tengo el privilegio de cuidar de las personas mientras ‘andan en valle de
sombra de muerte’. En tales momentos, la gente de fe se ve enfrentada a las preguntas más
desconcertantes de la existencia humana, a saber, las que plantean el sufrimiento y la muerte.
En Sorprendido por el sufrimiento, R. C. Sproul afirma de manera concisa y sensible lo que yo
considero las tres verdades cruciales que debemos aprender a fin de perseverar en medio del
sufrimiento y la muerte. Primero, la naturaleza inevitable y vocacional de la muerte y el
sufrimiento; segundo, los soberanos propósitos redentores de Dios en el sufrimiento; y
finalmente, la certeza de la vida eterna en perfecta comunión con él y con nuestros hermanos
creyentes. Fue un gozo saber de la reedición de este libro, y mi lectura del manuscrito
reafirmó la razón por la que no nos entristecemos como aquellos que no tienen esperanza”.
—DR JAMES W. LYNCH JR.
Profesor de medicina
División de hematología/oncología
Escuela de Medicina de la University of Florida, Gainesville, Fla.

“En Sorprendido por el sufrimiento, Juan Calvino se encuentra con Florence Nightingale. Ésta
es una obra inusual, una fusión del teólogo y el pastor; un libro que mira al sufrimiento directo
a la cara, y enseña, explica, confronta, y consuela. Compra una docena, pues le vas a regalar
este ejemplar a alguien que esté padeciendo en el mundo a tu alrededor”.
—JOHN P. SARTELLE SR.
Pastor principal
Iglesia Presbiteriana Tates Creek, Lexington, Ky.
Sorprendido por el sufrimiento: El rol del dolor y la muerte en la vida Cristiana
© 2010 por R. C. Sproul
Anteriormente publicado como Surprised by Suffering (1998) por Tyndale House Publishers
Publicado por Reformation Trust Publishing,
una división de Ligonier Ministries
421 Ligonier Court, Sanford, FL 32771
Ligonier.org ReformationTrust.com
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un
sistema de recuperación, o transmitido de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico,
fotocopia, grabación, u otros, sin el previo permiso por escrito del publicador, Reformation Trust Publishing. La
única excepción son las citas breves en comentarios publicados.
Traducción al español: Elvis Castro, Proyecto Nehemías
Diseño de portada: Gearbox Studios
Diseño interior: Katherine Lloyd, The DESK
Diagramación en español: Pamela Figueroa, Proyecto Nehemías
Conversión de ebook: Fowler Digital Services
Formateado por: Ray Fowler
A menos que se indique algo distinto, las citas bíblicas están tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera
Contemporánea. Derechos reservados.
Las citas bíblicas marcadas con NVI están tomadas de La Santa Biblia, Nueva Versión Internacional.
Las citas bíblicas marcadas con RV95 están tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera 1995.
Las citas bíblicas marcadas con RV60 están tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera 1960.
Las citas bíblicas marcadas con PDT están tomadas de Palabra de Dios para Todos.
Library of Congress Cataloging-in-Publication Data
Sproul, R. C. (Robert Charles), 1939-
Sorprendido por el sufrimiento: El rol del dolor y la muerte en la vida Cristiana / R. C. Sproul. p. cm.
Publicado originalmente: Wheaton, Ill.: Tyndale House Publishers, c1988.
Incluye referencias bibliográficas e índice.
ISBN 978-1-56769-184-9
1. Sufrimiento – Aspectos religiosos – Cristianismo. 2. Muerte – aspectos religiosos – Cristianismo. 3. Vida futura –
Cristianismo. I. Título.
BT732.7.S687 2009
236’.1--dc22
2009025818

Para Alissa Erin Dick,


nacida sin vida,
hasta que nos encontremos en el cielo
CONTENIDO
Los números de página

PREFACIO

PARTE UNO: Hasta la muerte


Capítulo uno: SUFRIMIENTO, PERPLEJIDAD Y DESESPERACIÓN
Capítulo dos: POR LA VIA DOLOROSA
Capítulo tres: ESTUDIO DE CASO EN EL SUFRIMIENTO
Capítulo cuatro: PROPÓSITO EN EL SUFRIMIENTO
Capítulo cinco: ÚLTIMO LLAMADO
Capítulo seis: MORIR EN FE

PARTE DOS: Más allá de la muerte


Capítulo siete: ESPECULACIONES SOBRE LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Capítulo ocho: JESÚS Y LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Capítulo nueve: MORIR ES GANANCIA
Capítulo diez: VISIÓN DE LAS COSAS POR VENIR
CONCLUSIÓN
Apéndice: PREGUNTAS Y RESPUESTAS
ÍNDICE DE PASAJES DE LA ESCRITURA
ÍNDICE DE MATERIAS Y NOMBRES

Acerca del autor

Los números de página:


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PREFACIO

Quienes vivimos en países de Occidente hemos sido bendecidos a un grado que las
generaciones anteriores jamás habrían creído posible. En general, disfrutamos de buena
salud, estilos de vida cómodos, y seguridad. No nos vemos enfrentados todos los días a
amenazas inminentes para nuestra existencia, ni aun para nuestro sentido de bienestar.
Debido a estas bendiciones, no obstante, tendemos a relajarnos en un falso sentido de
invulnerabilidad. Cuando, con el paso del tiempo, somos librados de las dificultades,
comenzamos a esperar que siempre escaparemos de los males. En consecuencia, si el
sufrimiento se nos presenta en cualquiera de sus diversas formas —enfermedad, perjuicios,
angustia, pérdida, persecución, fracaso—, usualmente nos toma por sorpresa. De ahí el título
de este libro.
Mi objetivo al escribir este libro es que tú no te sorprendas cuando el sufrimiento llegue a
tu vida. Quiero que percibas que el sufrimiento en absoluto es inusual, pero también que no
llega al azar: lo envía nuestro Padre celestial, quien es a la vez soberano y amoroso, para
nuestro bien ulterior. En efecto, quiero que comprendas que el sufrimiento es una vocación,
un llamado de Dios.
Este libro fue publicado por primera vez en 1988. Esta nueva edición contiene un nuevo
capítulo sobre la soberanía de Dios en relación al sufrimiento (Capítulo 4), como también
nuevos índices de pasajes de la Escritura y de materias.
Mi oración es que Dios use Sorprendido por el sufrimiento para prepararte para cualquier
valle a donde el Buen Pastor pueda llamarte a caminar, sabiendo que él mismo irá contigo.
—R. C. Sproul
Lake Mary, Florida
Junio 2009
PARTE UNO
Hasta la muerte
CAPÍTULO UNO
SUFRIMIENTO, PERPLEJIDAD Y DESESPERACIÓN

Cristianos son aquellos que tienen fe en Cristo. Todos aspiramos a poseer una fe que sea
fuerte y duradera. La realidad, sin embargo, es que la fe no es algo constante. Nuestra fe
oscila entre momentos de supremo alborozo y tiempos de prueba que nos empujan al borde de
la desesperación. La duda enciende luces de peligro sobre nosotros y amenaza nuestra paz.
Son escasos los santos que tengan un espíritu sosegado en toda época.
El sufrimiento es uno de los desafíos más significativos para la fe de cualquier creyente.
Cuando el dolor, la tristeza, la persecución, u otra forma de sufrimiento nos golpean, nos
vemos sorprendidos con la guardia baja, ofuscados y llenos de preguntas. El sufrimiento
puede forzar la fe hasta los límites.
Pablo escribió emotivamente acerca de sus propias luchas en tiempos de aflicción: “Nos
vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos,
pero no abandonados; derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre
llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en
nuestro cuerpo” (2 Corintios 4:8-10 NVI).
El apóstol dijo que estaba “atribulado en todo, pero no abatido”. Él nunca intentó
enmascarar su dolor en una piedad fraudulenta. El cristiano no es estoico. Tampoco huye a un
mundo de fantasía que niegue la realidad del sufrimiento. Pablo admitió sin tapujos la presión
que experimentaba.
Todos sabemos lo que significa estar atribulado. Con la palabra atribulado describimos
momentos de tensión en la vida. Los problemas en el trabajo, los problemas en el matrimonio,
y los problemas en nuestras relaciones pueden acumularse y asaltar nuestro espíritu. Si a
estas presiones diarias añadimos la muerte trágica de un ser querido o la dificultad de una
enfermedad prolongada, sentimos el dolor de estar aun más atribulados.
Sentirse atribulado es sentirse como si fuéramos automóviles viejos confinados a una pila
de chatarra y puestos en un compactador de metales. Estar atribulado es sentir un peso
enorme que amenaza con dejarnos abatidos.
Cuando experimentamos una angustia severa, puede que nos sintamos inclinados a decir
“estoy abatido”. Pero ésta es una hipérbole. Puede que nos sintamos abatidos; puede que
incluso estemos cerca de ser abatidos. Pero la tajante declaración del apóstol es que no
estamos abatidos.
Existe la expresión “la paja que le rompe el lomo al camello”. Una vez la escuché al asistir a
un encuentro de una agrupación para el control del peso. En la reunión informativa inicial, a
cada persona se le dieron varios elementos, incluyendo una guía de alimentación, una tabla
diaria para registrar lo que consumíamos, un manual de ejercicios, y una pajita para beber.
Hacia el final de la reunión, cuando se terminaron las instrucciones para el programa, la
instructora preguntó: “¿Qué los llevó a decidir unirse a nuestra agrupación?”. Varios
participantes dieron voluntariamente sus respuestas. Cada uno tenía un motivo diferente:
algunos se habían mirado en fotografías recientes y no soportaron lo que veían; algunos
habían tenido que comprar ropa de una talla más grande; y a algunos el doctor les había
recomendado bajar de peso. Tras esta discusión, la instructora mostró una pajita para beber.
“Ésta es su última pajita”, dijo. “Esta pajita representa la razón por la que decidieron unirse al
programa. Llévenla a su casa y pónganla en un lugar destacado. Péguenla al refrigerador.
Cuando su deseo por perder peso se debilite, mírenla. Que les sirva de recordatorio de por
qué están aquí”.
Yo dudo que alguna vez el lomo de un camello se haya roto por una pajita. La metáfora se
origina en el Medio Oriente, donde los camellos aún se utilizan como bestias de carga. Se
espera que el camello cargue la paja de la cosecha. La cantidad de paja que un camello puede
cargar tiene un límite. El lomo de cada camello tiene un punto de ruptura. La diferencia entre
una carga soportable y una que aplasta puede ser una sola paja.
Yo no sé cuánta paja puede cargar un camello. No sé cuánto peso puedo cargar yo. Todos
tendemos a suponer, sin embargo, que podemos cargar mucho menos de lo que en realidad
podemos.

“MI CARGA ES LIVIANA”


Ha habido momentos en mi vida en que he pronunciado oraciones tontas. Cuando he estado
atribulado, le he clamado a Dios: “Nada más, Señor; con esto basta. No puedo soportar otro
problema. Una paja más y estoy acabado”. Al parecer cada vez que oro de esa forma Dios
pone una nueva carga sobre mis hombros. Es como si él contestara mi oración diciendo “no
me digas a mí cuánto puedes cargar tú”.
Dios conoce nuestros límites mucho mejor que nosotros. En cierto sentido, nos parecemos
mucho a los camellos. Cuando la carga del camello es pesada, no le pide más peso a su amo.
Sus rodillas empiezan a temblar y gruñe bajo el peso, pero puede cargar más antes de que su
lomo se rompa. La promesa de Dios no es que él nunca nos dará más peso del que queramos
cargar. La promesa de Dios es que él nunca pondrá sobre nosotros más de lo que podamos
soportar.
Nótese que Pablo no dijo “nos vemos levemente atribulados en todo”. Él dijo que estamos
realmente atribulados. A primera vista, pareciera que estas palabras están en franca
contradicción con las promesas de Cristo. Jesús dijo: “Vengan a mí todos ustedes, los agotados
de tanto trabajar, que yo los haré descansar. Lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para su alma; porque mi yugo es
fácil, y mi carga es liviana” (Mateo 11:28-30).
A mí no siempre me parece que la carga que nos da Cristo sea liviana. Casi pareciera que
con estas palabras Jesús se nos acerca con falsas pretensiones. Pero sus palabras son
verdaderas. Él realmente da descanso a aquellos que están agotados. Las palabras fácil y
liviana son términos relativos. Fácil es relativa a un estándar de dificultad. Liviana es relativa
a un estándar de peso. Aquello que es difícil de soportar sin Cristo se hace mucho más
soportable con Cristo. Aquello que es una pesada carga si se lleva solo, se vuelve una carga
mucho más liviana al llevarla con su ayuda.
Es precisamente la presencia y la ayuda de Cristo en tiempos de sufrimiento lo que hace
posible que nos mantengamos en pie bajo la presión. Fue por Cristo que Pablo pudo declarar
triunfante que aunque estaba atribulado, no estaba abatido. Puede que nos sintamos como
automóviles desechados en un compactador de metales, pero Cristo actúa como un escudo
para impedir que la presión que nos abruma nos aplaste por completo.
Sufrir sin Cristo es arriesgarse a ser total y absolutamente aplastado. A menudo me
pregunto cómo hace la gente para enfrentar las pruebas de la vida sin la fortaleza que se
encuentra en él. Su presencia y consuelo son tan vitales que no me sorprende cuando los
incrédulos acusan a los cristianos de usar la religión como una muleta. Recordemos la
acusación de Karl Marx de que “la religión es el opio del pueblo”. Él se refería al narcótico
llamado opio que se utiliza para mitigar los efectos del dolor. Otros han acusado que la
religión es un calmante que usan los débiles en tiempos de problemas.
Hace muchos años, tuve una operación a la rodilla. Durante mi recuperación, usé muletas.
Las usé porque las necesitaba. Asimismo, años antes yo estaba en el hospital a causa de otra
operación. Después de la cirugía, me daban analgésicos cada cuatro horas. Recuerdo que
durante la cuarta hora me quedaba mirando el reloj, esperando ansioso el momento cuando
podía presionar el botón de llamada para que la enfermera me diera otra dosis. Yo estaba
agradecido por los analgésicos, tal como estuve agradecido por las muletas años después.
Mucho más agradecido estoy por Cristo. No es una vergüenza invocar su ayuda en tiempos
de problemas. Él se deleita en asistirnos en nuestros momentos de dolor. No hay escándalo en
la misericordia de Dios para el afligido. Él es como un Padre que se compadece de sus hijos y
actúa para consolarlos cuando ellos se duelen. Sufrir sin el consuelo de Dios no es virtud.
Apoyarse en su consuelo no es un vicio, al contrario de lo que creía Marx.

SORPRENDIDO POR EL SUFRIMIENTO


Pablo añadió: “Perplejos, pero no desesperados”. La perplejidad suele acompañar al
sufrimiento. Cuando una enfermedad o la tristeza nos golpean, a menudo quedamos ofuscados
y confundidos. Nuestra primera pregunta es “¿por qué?” Preguntamos: “¿Cómo pudo permitir
Dios que esto me pasara?”.
Recuerdo la historia de un consternado padre profundamente angustiado por la muerte de
su hijo. Él fue a ver a su pastor, y en su confundida ira preguntó: “¿Dónde estaba Dios cuando
murió mi hijo?”. El pastor respondió con ánimo tranquilo: “En el mismo lugar donde estaba
cuando murió su propio hijo”.
El sufrimiento tiene un elemento de sorpresa. Aprendemos a temprana edad que el dolor es
parte de la vida, pero el proceso de aprendizaje con frecuencia es gradual. Me divierte la
manera en que mi nieto de tres años maneja el dolor. Cuando algo le duele, él dice: “Papi,
papi, tengo un ‘ay’”. Él usa la palabra ay como un sustantivo. Si su “ay” es leve, tan solo un
beso lo hará desaparecer. Si es más severo, pide que le pongan una “tidita”.
La mayoría de las enfermedades y moretones de la infancia son menores. Cuando un niño
adquiere un virus estomacal, generalmente no se preocupa por el cáncer. Él aprende
rápidamente que el malestar de una enfermedad infantil pasa pronto. Cuando adultos, sin
embargo, pasamos a otro nivel de enfermedad y dolor. Aun cuando pasamos por etapas
preparatorias, nunca estamos del todo listos cuando una enfermedad más grave nos aflige.
Recuerdo la primera visita de mi hija al hospital. Tenía seis años y hubo que sacarle las
amígdalas. Como padres, dimos todos los pasos para prepararla y protegerla para lo que
venía. Le leímos libros infantiles acerca de las visitas al hospital. Le aseguramos que después
de la operación le concederíamos el premio de su helado favorito.
El viaje al hospital fue una aventura. El ala pediátrica del hospital estaba decorada con
brillantes. Las enfermeras entretuvieron a nuestra hija y su compañera de sala con juguetes.
Su ánimo estaba alto y la aprensión al nivel mínimo.
Cuando se llevaron a las niñas a pabellón, nosotros esperamos a que regresaran desde la
sala de recuperación. Jamás olvidaré la imagen de mi hija cuando me miró después de
despertar. Era un penoso cuadro. Había sangre seca pegada alrededor de sus labios. Su cara
estaba pálida. Pero lo más imborrable fue su mirada de temor, desconcierto y traición. Ella
estaba experimentando un nuevo umbral de dolor. Era como si con sus ojos me dijera: “¿Cómo
fuiste capaz? Sabías que iba a ser así y me mentiste”. Lo último que le importaba en ese
momento era el helado. Ella estaba sorprendida por su dolor, porque no era lo que ella
esperaba.
Estoy seguro de que mi hija se hacía las mismas preguntas acerca de mí que nos hacemos
nosotros acerca de nuestro Padre celestial cuando se nos impone un repentino dolor. Al igual
que mi hija, a menudo nos sorprende que Dios permita que nos sobrevenga una aflicción tan
honda. La sorpresa no surge tanto de aquello que Dios quiere que creamos como de lo que
escuchamos de maestros equivocados. La persona entusiasta que nos promete una vida libre
de sufrimiento ha obtenido su mensaje de una fuente ajena a la Escritura.
De hecho, la Escritura nos amonesta a no pensar que sea algo extraño o inusual el tener
que sufrir. Pedro escribió: “Amados hermanos, no se sorprendan de la prueba de fuego a que
se ven sometidos, como si les estuviera sucediendo algo extraño. Al contrario, alégrense de
ser partícipes de los sufrimientos de Cristo, para que también se alegren grandemente cuando
la gloria de Cristo se revele” (1 Pedro 4:12-13). Estas palabras hacen eco de la declaración de
Pablo acerca de “completar lo que falta” de los sufrimientos de Cristo (Colosenses 1:24), una
curiosa afirmación que veremos más de cerca en el siguiente capítulo.
Pedro añade estas palabras: “Que ninguno de ustedes sufra por ser homicida, ladrón o
malhechor, ni por meterse en asuntos ajenos. Pero tampoco tenga ninguno vergüenza si sufre
por ser cristiano. Al contrario, glorifique a Dios por llevar ese nombre” (1 Pedro 4:15-16).
Cuando el criminal sufre por su delito, puede que se angustie, pero no hay razón para que esté
perplejo. No es ninguna sorpresa que a consecuencia del crimen haya un castigo. Este tipo de
sufrimiento va acompañado de vergüenza.
Sufrir como cristiano no tiene nada de vergonzoso. Pedro concluye: “Así pues, los que
sufren según la voluntad de Dios, entréguense a su fiel Creador y sigan practicando el bien” (1
Pedro 4:19 NVI). Aquí, Pedro elimina cualquier duda acerca de la pregunta de si siempre es la
voluntad de Dios que debamos sufrir. Él habla de aquellos que sufren “según la voluntad de
Dios”. Este texto significa que el sufrimiento mismo es parte de la soberana voluntad de Dios.
Anteriormente en su epístola, Pedro habla del fruto de nuestro sufrimiento:
Esto les causa gran regocijo, aun cuando les sea necesario soportar por algún tiempo
diversas pruebas y aflicciones; pero cuando la fe de ustedes sea puesta a prueba, como el oro,
habrá de manifestarse en alabanza, gloria y honra el día que Jesucristo se revele. El oro es
perecedero y, sin embargo, se prueba en el fuego; ¡y la fe de ustedes es mucho más preciosa
que el oro! Ustedes aman a Jesucristo sin haberlo visto, y creen en él aunque ahora no lo ven,
y se alegran con gozo inefable y glorioso, porque están alcanzando la meta de su fe, que es la
salvación (1 Pedro 1:6-9).
Este pasaje muestra de qué manera es posible estar perplejo pero no desesperado. Nuestro
sufrimiento tiene un propósito: nos ayuda a alcanzar el fin de nuestra fe, que es la salvación
de nuestra alma. El sufrimiento es un crisol. Así como el oro se refina en el fuego, purificado
de la escoria y las impurezas, así también nuestra fe es probada con fuego. El oro perece;
nuestras almas no. Experimentamos dolor y tristeza por un momento. Es mientras estamos en
el fuego que la perplejidad nos asalta. Pero el fuego tiene otra faceta. A medida que la escoria
se quema, la autenticidad de la fe se purifica para la salvación de nuestra alma.

LA DESESPERACIÓN Y EL DESEO DE MORIR


Es cuando percibimos nuestro sufrimiento como un sinsentido —sin propósito— que nos
vemos tentados a desesperar. Una mujer que soporta los rigores del parto es capaz de hacerlo
porque sabe que el resultado final será una nueva vida. Pero no todos aquellos que padecen
enfermedades terminales tienen la misma esperanza de un buen resultado como la que da a
luz un hijo. Si el fin es la muerte, el sufrimiento que la acompaña tendría que conducirnos a
una total y definitiva desesperación.
Sin embargo, el mensaje de Cristo es que la muerte no es para muerte sino para vida. Así
que la analogía del parto es aplicable. En efecto, se utiliza para describir el sufrimiento de
Cristo y de toda la creación. Isaías escribió: “Verá el fruto de su propia aflicción, y se dará por
satisfecho” (Isaías 53:11). Asimismo, Pablo nos ha dicho: “Porque sabemos que toda la
creación hasta ahora gime a una, y sufre como si tuviera dolores de parto. Y no sólo ella, sino
también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos
mientras esperamos la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:22-23).
Puede que estemos perplejos, pero no debiéramos desesperar. El dolor del sufrimiento por
sí mismo bastaría para llevarnos a la desesperación si no estuviésemos convencidos de la
redención que nos espera.
Con todo, aun esa redención no siempre es suficiente para impedir que nos acerquemos al
borde de la desesperación. La Escritura revela reiteradamente las luchas de los grandes
santos con el problema de la desesperación. Más de un personaje bíblico maldijo el día de su
nacimiento e imploró el privilegio de la muerte.
Moisés enfrentó la oscura noche del alma cuando clamó a Dios: “Si así me vas a tratar, voy
a agradecerte que me mates. Y si acaso merezco tu favor, ¡no me dejes ver mi propia
desgracia!” (Números 11:15). Job maldijo el día de su nacimiento, diciendo: “¿Por qué no morí
dentro de su vientre, o al momento mismo de nacer? ¿Por qué me recibió entre sus rodillas?
¿Por qué me amamantó en su pecho? ¡Ahora estaría yo tranquilo y en reposo! ¡Estaría
disfrutando de un sueño sosegado!” (Job 3:11-13). Jeremías expresó el mismo sentimiento:
“¡Pero maldito sea el día en que nací! ¡Maldito el día en que mi madre me dio a luz! ¡Maldito
aquel que le anunció a mi padre ‘¡Felicidades! ¡Ya tienes un varoncito!’... ¿Para qué salí del
vientre? ¿Sólo para ver trabajos y penurias, y para pasar mi vida en medio de afrentas?”
(Jeremías 20:14-15, 18).
Es cuando el sufrimiento persiste que somos arrastrados a estas profundidades. El filósofo
danés Søren Kierkegaard observó una vez que uno de los peores estados que un ser humano
puede enfrentar es querer morir y que no se le conceda hacerlo. Personalmente he conocido a
personas en esta condición. Muchas personas de edad avanzada me han dicho: “Ojalá el Señor
me llevara. ¿Para qué me tiene aquí?”.

¿MORIR CON DIGNIDAD?


En el centro de la cuestión de la eutanasia radica el profundo deseo de ser liberado del
sufrimiento. Se ha alegado que somos más humanitarios con los animales que con las
personas. Les disparamos a los caballos y ponemos nuestros perros a dormir, pero
mantenemos la vida humana el mayor tiempo posible.
Históricamente, tanto la iglesia como la profesión médica (siguiendo el Juramento
Hipocrático) han seguido la máxima de que debemos hacer todo lo posible por sostener la
vida. Pero con la llegada de las técnicas modernas, hoy es posible mantener a las personas
técnicamente vivas más allá del rango de cualquier posible esperanza de recuperación. Así, la
tecnología moderna ha introducido severos dilemas morales en la cuestión de la muerte.
Cabe decir que Dios no nos permite cometer suicidio. El suicidio, en su plena expresión,
implica un rendimiento ante la desesperación. (Esto no significa que el suicidio sea el pecado
imperdonable. Las personas se suicidan por todo tipo de razones y en todo tipo de
condiciones. No conocemos realmente el estado mental de las personas al momento de
hacerlo. Dejamos la cuestión del destino del suicida a la misericordia de Dios). Cualesquiera
sean las complejidades del sufrimiento, sabemos que el suicidio no se nos da como una opción
para morir.
En el debate sobre la eutanasia se hace la distinción entre eutanasia activa y pasiva. La
eutanasia activa implica dar pasos directos para matar a una persona que está sufriendo. Esto
incluye procedimientos tales como la inyección letal. En palabras simples, la eutanasia pasiva
implica la cesación del uso de medios extraordinarios de conservación de la vida. La eutanasia
pasiva a veces se conoce como “tirar el enchufe” o “dejar que la naturaleza siga su curso”.
Aquí la cuestión de morir con dignidad se vuelve prominente.
Una vez se me pidió que me dirigiera a una asamblea de ochocientos médicos para hablar
sobre el tema de “tirar el enchufe”. Los doctores estaban plenamente conscientes de los
problemas. ¿De qué manera se debiera tirar el enchufe? ¿Quién debiera tirarlo? ¿Cuándo se
debiera tirar el enchufe?
Cuando consideramos los diversos medios por los cuales se puede sostener la vida
artificialmente, queda claro que hay muchas formas de “tirar el enchufe”. Se pueden retirar
los tubos intravenosos y dejar que la persona muera de inanición. Se pueden apagar los
respiradores. Se puede detener la medicación. Al dar estos pasos, la línea entre la
denominada eutanasia activa y la pasiva se vuelve difusa. Asimismo, la diferencia entre
medios ordinarios y extraordinarios de conservación de la vida no siempre es clara. Los
medios extraordinarios de ayer se convierten en los medios ordinarios de hoy.
El problema se complica con la cuestión de quién toma la decisión. El doctor no quiere el
rol de Dios. La familia puede quedar deshecha por la culpa en torno a la decisión. Ningún
pastor se siente idóneo para la tarea, y es terrible dejar el asunto en manos de la comunidad
legal. Con todo, en los hospitales alrededor del mundo se deben tomar decisiones de este tipo
todos los días. No tomar una decisión es tomar una decisión.
Yo no tengo todas las respuestas a este dilema, pero de dos cosas estoy seguro. La primera
es que el asunto debe decidirse a la luz del principio general de la sacralidad de la vida
humana. Debemos poner todo nuestro empeño en asegurar la preservación de la vida humana.
Si erramos, es mejor errar a favor de la vida en lugar de degradarla de algún modo. Segundo,
la decisión debe involucrar al menos a tres partes, tal vez cuatro. Debe incluir a los médicos, a
la familia, al clérigo, y, cuando sea posible, al paciente.
Este asunto es parte de la perplejidad del sufrimiento. A como dé lugar, la decisión que
tomemos no debe tomarse desde el punto de vista de la desesperación. En todo momento
debemos tener presente el objetivo de la redención para que la esperanza no sea absorbida
por la desesperación.
Como observé anteriormente, la única forma de evitar la desesperación es poner nuestra fe
en Jesucristo para la salvación que Dios concede. David condensó el asunto de esta forma:
“Hubiera yo desmayado, si no creyera que he de ver la bondad de Jehová en la tierra de los
vivientes” (Salmo 27:13 RV95). Asimismo, el apóstol Pablo, en la misma epístola donde
escribió “perplejos, pero no desesperados”, también escribió:
Hermanos, no queremos que ustedes ignoren nada acerca de los sufrimientos que
padecimos en Asia; porque fuimos abrumados de manera extraordinaria y más allá de
nuestras fuerzas, de tal modo que hasta perdimos la esperanza de seguir con vida. Pero la
sentencia de muerte que pendía sobre nosotros fue para que no confiáramos en nosotros
mismos, sino en Dios que resucita a los muertos; y él nos libró, y nos libra, y aún tenemos la
esperanza de que él seguirá librándonos de tal peligro de muerte (2 Corintios 1:8-10).
Pablo cayó en la desesperación. Pero su desesperación era limitada. No era desesperación
absoluta. Él desesperaba de su vida terrenal. Él estaba seguro de que iba a morir. Pero Pablo
no desesperó de la liberación última de la muerte. Él conocía la promesa de Cristo de victoria
sobre la muerte.
CAPÍTULO DOS
POR
LA VIA DOLOROSA
“Jesús... comenzó a ponerse triste y muy angustiado”

—Mateo 26:37

La tristeza y la angustia embargaron el espíritu interior de Jesús cuando comenzó a orar en


el Huerto de Getsemaní. Éste fue para él un momento de intensa agonía. Estaba alcanzando el
clímax de su gran pasión. La gran pasión de Jesús fue el punto neurálgico de su vocación
divina, su llamamiento. Nadie ha sido llamado por Dios a un mayor sufrimiento que el Hijo
unigénito de Dios.
Nuestro Salvador fue un Salvador sufriente. Él fue delante de nosotros hacia la tierra
inexplorada de la agonía y la muerte. Él fue a donde ningún hombre está llamado a ir. Su
Padre le dio a beber una copa que jamás tocará nuestros labios. Dios no nos pedirá que
soportemos nada comparable con la angustia que asumió Cristo. A dondequiera que Dios nos
convoque, lo que sea que nos llame a soportar, ni con mucho se acercará a lo que experimentó
Jesús.
Desde el comienzo de su ministerio, Jesús estaba consciente de su misión. Él sabía que
estaba bajo sentencia de muerte. Su “enfermedad” era terminal. En la cruz, el Padre lo afligió,
no con una enfermedad terminal sino con todas las enfermedades terminales. Desde luego,
esto no significa que Jesús recibiera un informe de biopsia positivo, o que un doctor le
diagnosticara lepra avanzada. Él fue a su muerte sin síntomas externos de alguna enfermedad
conocida. Pero el dolor acumulativo de cada enfermedad recayó sobre él. Él cargó en su
cuerpo los estragos de cada mal, cada enfermedad, y cada dolor conocido por la raza humana.
Jesús sufrió muy profundamente porque el alcance del mal en el mundo es muy amplio.
Cada consecuencia de cada pecado de cada persona de su pueblo se echó sobre él. Llevar esta
terrible carga era su vocación. Soportar este dolor y esta enfermedad era su misión. La
magnitud de este horror sobrepasa nuestro entendimiento. Pero él lo entendió porque él tenía
que soportarlo.
Jesús soportó su sufrimiento a fin de redimir a su pueblo. Pero aquellos a los que redimió
no son por ello librados de todo dolor y miseria. En efecto, como veremos, nosotros su pueblo
estamos llamados a participar de su sufrimiento.

EL ESCÁNDALO DE UN CRISTO SUFRIENTE


La idea de que el Hijo de Dios vendría en carne y sufriría era algo impensable para muchos de
sus contemporáneos. La escandalosa noticia del Nuevo Testamento es que Dios se encarnó. La
Palabra eterna y divina se hizo carne. Su carne era vulnerable a todo tormento físico.
La idea que tenían los griegos de Dios era tan espiritual, tan etérea, que entre ellos ni
siquiera tenía cabida el concepto de la encarnación. Desde su perspectiva, Dios jamás podría
involucrarse con el sufrimiento físico simplemente porque Dios jamás podría involucrarse con
nada físico.
Los judíos podían aceptar la idea de que Dios podría aparecer en forma humana, pero que
Dios en carne humana pudiera efectivamente sufrir superaba su comprensión.
A continuación del momento de la gran confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, vino una
de las más severas reprensiones que se haya oído de Jesús. Todo comenzó con la respuesta de
Pedro a la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (Mateo 16:15). Pedro
respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (16:16).
Por esta respuesta Pedro recibió la bendición de Jesús: “Bienaventurado eres, Simón, hijo
de Jonás, porque no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te
digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no
podrán vencerla” (Mateo 16:17-18). ¿Qué mayor recomendación podría recibir un hombre que
esta bendición del propio Cristo?
Momentos más tarde, sin embargo, este mismo hombre recibió una punzante reprimenda
de parte de Jesús: “¡Aléjate de mi vista, Satanás! ¡Me eres un tropiezo! ¡Tú no piensas en las
cosas de Dios, sino en cuestiones humanas!” (16:23).
Estas palabras no se dirigieron a Satanás, sino a Pedro. El diálogo aquí es tornadizo. En un
momento Jesús le da a Pedro su bendición, y al siguiente lo llama “Satanás”. ¿Cómo podemos
explicar este drástico cambio en el tono y las palabras? Jesús no era dado a la severidad
indebida en su trato con las personas. Tampoco era de dos caras, que elogiara con un lado de
su boca y maldijera con el otro.
Este cambio en el habla debe entenderse a la luz del intervalo que transcurrió entre los
elogios y la reprensión. En el intertanto hay un intercambio de palabras entre Pedro y Jesús
respecto al sufrimiento: “Desde entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que él
debía ir a Jerusalén y padecer mucho a manos de los ancianos, de los principales sacerdotes y
de los escribas, y morir, y resucitar al tercer día” (16:21).
Aquí nos damos cuenta de que Jesús estaba mostrando que él debía sufrir y morir. Su viaje
a Jerusalén no era opcional. Él tenía un destino que realizar, una cita en el Gólgota. Esta
obligatoriedad tenía su raíz en su vocación. Él estaba llamado a realizar una tarea. Su deber
era sufrir y morir.
Fue precisamente en este punto de su deber que Pedro lo desafió: “Pedro lo llevó aparte y
comenzó a reconvenirlo: ‘Señor, ¡ten compasión de ti mismo! ¡Que esto jamás te suceda!’”
(16:22).
Al menos Pedro tuvo la deferencia de reprender a su Señor en privado. Él no exhibió su
arrogancia en público, aunque el Espíritu Santo incluyó su impresentable presunción en el
registro público de la Escritura.
Pedro exigió que Jesús tomara distancia del sufrimiento y la muerte. Él quería un Salvador
no manchado por el sufrimiento. Él quería que el reino viniera a la manera de Satanás más
bien que a la manera de Dios. La manera de Dios era el camino de la cruz, la Via Dolorosa.
Jesús reconoció en la exigencia de Pedro la misma seductora sugerencia que Satanás le había
ofrecido en el desierto.
Los teólogos discuten acerca del momento en la vida de Jesús en que él tuvo conciencia de
que debía sufrir y morir, pero la Biblia deja claro que la idea del Mesías sufriente se formuló
mucho antes de Cesarea de Filipo. El concepto fue prefigurado ya en Génesis 3:15: “Yo pondré
enemistad entre la mujer y tú, y entre su descendencia y tu descendencia; ella te herirá en la
cabeza, y tú le herirás en el talón”. Este es el protoevangelio, el primer atisbo del evangelio
que había de venir. Más tarde, la idea se expandió enormemente en el motivo del Siervo
Sufriente de Isaías.
Además, el sufrimiento de Jesús le fue profetizado a María por el venerable Simeón en el
templo: “Tu hijo ha venido para que muchos en Israel caigan o se levanten. Será una señal que
muchos rechazarán y que pondrá de manifiesto el pensamiento de muchos corazones, aunque
a ti te traspasará el alma como una espada” (Lucas 2:34-35). Este pasaje deja en claro que su
madre recibió la prefiguración de una espada punzante en las primeras semanas de su vida.
A los doce años, Jesús declaró que él debía estar en los asuntos de su Padre (Lucas 2:49).
Para entonces, él estaba consciente de una obligatoriedad, un deber que él tenía que realizar.
Si él se daba cuenta o no de la total importancia de ese deber a una edad tan temprana es
materia de discusión. Pero ciertamente para cuando llegó al Huerto de Getsemaní ya no había
cuestionamiento.
Ya en el huerto, Jesús comenzó sus padecimientos. Él les dijo a sus discípulos: “Quédense
aquí, y velen conmigo, porque siento en el alma una tristeza de muerte” (Mateo 26:38).
La Escritura nos dice que después de pronunciar estas palabras, Jesús se alejó hacia el
olivar y rostro en tierra oraba: “Padre mío, si es posible, haz que pase de mí esta copa. Pero
que no sea como yo lo quiero, sino como lo quieres tú” (Mateo 26:39). Lucas añade estas
palabras al registro histórico: “Lleno de angustia, oraba con más intensidad. Y era su sudor
como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44).

ACEPTAR UN “NO” COMO LA VOLUNTAD DE DIOS


A mí me sorprende que, a la luz del claro registro bíblico, alguien tenga la osadía de sugerir
que está mal que la persona afligida del cuerpo o del alma formule sus oraciones por
liberación en términos de “si es tu voluntad...” Se nos dice que cuando viene la aflicción, Dios
siempre quiere la sanidad, que él no tiene nada que ver con el sufrimiento, y que lo único que
tenemos que hacer es reclamar la respuesta que buscamos con fe. Se nos exhorta a reclamar
el “sí” de Dios antes de que él lo pronuncie.
¡Fuera semejantes distorsiones de la fe bíblica! Están concebidas en la mente del Tentador,
quien quisiera seducirnos para que cambiemos la fe por la magia. Ninguna medida de piadosa
verborrea puede convertir semejante mentira en sólida doctrina. Debemos aceptar el hecho de
que a veces Dios dice “no”. A veces él nos llama a sufrir y morir aun si nosotros queremos
reclamar lo contrario.
Jamás un hombre ha orado con mayor fervor que como oró Cristo en el Getsemaní. ¿Quién
acusaría a Jesús de orar sin fe? Él presentó su petición ante el Padre con sudor como lágrimas:
“Que pase de mí esta copa”. Esta oración fue directa y sin ambigüedades: Jesús estaba
clamando por liberación. Él pedía que esa horrible copa amarga fuese quitada. Cada partícula
de su humanidad rehuía la copa. Él le imploraba al padre que lo liberase de su deber.
Pero Dios dijo “no”. El camino del sufrimiento era el plan de Dios. Era la voluntad de Dios.
La cruz no fue la idea de Satanás. La pasión de Cristo no fue el resultado de la contingencia
humana. No fue una maquinación accidental de Caifás, Herodes, o Pilato. La copa fue
preparada, enviada y administrada por el Dios Todopoderoso.
Jesús calificó su oración: “Si es tu voluntad...” Jesús no oró según el modelo “nómbralo y
reclámalo”. Él conocía bastante bien a su Padre como para entender que no podía ser su
voluntad alejar la copa. Así que la historia no acaba con las palabras “y el Padre se arrepintió
del mal que había planeado, alejó la copa, y Jesús vivió feliz para siempre”. Tales palabras
rayan en la blasfemia. El evangelio no es un cuento de hadas. El Padre no iba a negociar la
copa. Jesús estaba llamado a beberla hasta la última gota. Y él la aceptó. “Pero que no se haga
mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Este “pero” fue la suprema oración de fe. La oración de fe no es una exigencia que le
hacemos a Dios. No es la presunción de una petición concedida. La auténtica oración de fe es
aquella que sigue el modelo de la oración de Jesús. Siempre se hace en un espíritu de
subordinación. En todas nuestras oraciones, debemos dejar que Dios sea Dios. Nadie le dice al
Padre qué hacer, ni siquiera el Hijo. Las oraciones siempre deben ser peticiones hechas en
humildad y sumisión a la voluntad del Padre.
La oración de fe es una oración de confianza. La esencia misma de la fe es la confianza.
Confiamos en que Dios sabe lo que es mejor. El espíritu de confianza incluye una disposición a
hacer lo que el Padre quiere que hagamos. Cristo personificó ese tipo de confianza en el
Getsemaní.
Aunque el texto no es explícito, queda claro que Jesús dejó el huerto con la respuesta del
Padre a sus súplicas. No hubo maldiciones o amargura. Su comida y su bebida eran hacer la
voluntad del Padre. Una vez que el Padre dijo no, el asunto estaba zanjado. Jesús se preparó
para la cruz.

REDENCIÓN POR MEDIO DEL SUFRIMIENTO


En la vida y la pasión de Cristo, vemos con toda claridad que el sufrimiento es la forma que
Dios ha elegido para traer redención a un mundo caído. Jesús fue conocido como un varón de
dolores, alguien experimentado en el sufrimiento (Isaías 53:3). Su vida y ministerio siguieron
detalladamente la misión del Siervo Sufriente del Señor que expone Isaías.
En el libro de Hechos leemos una fascinante historia:

Un ángel del Señor le habló a Felipe, y le dijo: “Prepárate para ir al desierto del sur,
por el camino que va de Jerusalén a Gaza”. Felipe obedeció y fue. En el camino vio a
un etíope eunuco, funcionario de la Candace, reina de Etiopía. Era el administrador
de todos sus tesoros, y había venido a Jerusalén para adorar; y ahora iba de regreso
en su carro, leyendo al profeta Isaías. El Espíritu le dijo a Felipe: “Acércate y júntate
a ese carro”.
Así que Felipe se acercó, y oyó que el hombre leía al profeta Isaías, y le dijo:
“¿Entiendes lo que lees?”.
Y él le respondió: “¿Y cómo voy a entender, si nadie me enseña?”. Y le pidió a
Felipe que subiera y se sentara con él. El pasaje de la Escritura que él leía era éste:

Como oveja fue llevado al matadero;
y como cordero que permanece mudo ante su trasquilador, no abrió la boca.
Lo humillaron y no le hicieron justicia.
¿Quién describirá su descendencia?
Porque su vida fue arrancada de la tierra.

“El eunuco le preguntó a Felipe: ‘Te ruego que me digas: ¿De quién habla el
profeta? ¿Habla de sí mismo, o de algún otro?’ Entonces Felipe le empezó a explicar
a partir de la escritura que leía, y le habló también de las buenas noticias de Jesús”
(Hechos 8:26-35).

El eunuco etíope le hizo a Felipe una pregunta crucial. Él había estado leyendo Isaías 53 y
estaba intrigado. Él le pregunto: “¿De quién habla el profeta? ¿Habla de sí mismo, o de algún
otro?”. Él quería saber quién era el Siervo Sufriente del Señor.
La respuesta de Felipe fue directo al punto. Isaías —le dijo al etíope—hablaba de Jesús.
El hecho de que el Nuevo Testamento identifique a Jesús con el Siervo Sufriente de Israel
puede parecer tan obvio que quizá alguien se pregunte por qué me tomo el tiempo para
explayarme al respecto. Pero es algo de suma importancia. En primer lugar, nuestra
comprensión de Jesús está ligada a esta pregunta. Yo no creo que sea exagerado declarar que
el retrato de Jesús del Nuevo Testamento se sostiene o se derrumba dependiendo de este
asunto. No obstante, la mortificante pregunta por el significado de nuestro sufrimiento está
igualmente ligada a ello.
En tiempos modernos, hemos visto un tipo de erudición bíblica que considera todas las
referencias que hace Jesús al Siervo Sufriente de Isaías como invenciones de los escritores del
Nuevo Testamento. En una palabra, se presume que los escritores bíblicos “falsearon” la
historia de Jesús. Según esta teoría, después de que Jesús experimentó su pasión, los líderes
de la iglesia primitiva tuvieron que inventar una explicación para todo este sufrimiento. En
consecuencia, ellos crearon este vínculo entre el Siervo Sufriente de Isaías y Jesús. Entonces
pusieron en boca de Jesús palabras que él nunca pronunció.
Los críticos están especialmente interesados en derribar la visión bíblica de Cristo, pero les
sale el tiro por la culata. Si hay algo histórico que sepamos acerca de Jesús, es que él fue
alguien que sufrió y murió como el Siervo de Dios.
El Evangelio de Lucas registra estas palabras de Jesús: “Porque yo les digo que todavía se
tiene que cumplir en mí aquello que está escrito: ‘Y fue contado entre los pecadores’. Porque
lo que está escrito acerca de mí, tiene que cumplirse” (Lucas 22:37).
Aquí Jesús citó directamente de Isaías 53. Él se identificaba con el Siervo Sufriente de Dios.
La nación de Israel estaba llamada a ser un siervo sufriente. La vocación estaba entonces
personalizada y cristalizada en un hombre, quien representaba a Israel. La respuesta de
Felipe fue clara: ese hombre era Jesús.

LA PARTICIPACIÓN EN SU SUFRIMIENTO
Jesús sufrió por nosotros. No obstante, nosotros estamos llamados a participar en su
sufrimiento. Aunque él fue de manera única el cumplimiento de la profecía de Isaías, aún
queda una aplicación de este llamado para nosotros. Se nos ha dado tanto el deber como el
privilegio de participar en el sufrimiento de Cristo.
Una misteriosa referencia a esta idea se encuentra en los escritos del apóstol Pablo: “Ahora
me alegro de lo que sufro por ustedes, y completo en mi cuerpo lo que falta de los
sufrimientos de Cristo por la iglesia, que es su cuerpo” (Colosenses 1:24). Aquí Pablo declaró
que él se regocijaba en su sufrimiento. Ciertamente él no quiso decir que disfrutaba el dolor y
la aflicción. Más bien la causa de su regocijo se hallaba en el significado de su sufrimiento. Él
decía que él completaba “lo que falta de los sufrimientos de Cristo”.
A primera vista, la explicación de Pablo es sorprendente. ¿Qué podría haberle faltado a los
sufrimientos de Cristo? ¿Acaso Cristo terminó a medias su obra redentora, dejándosela a
Pablo para que la completara? ¿Estaba Jesús exagerando cuando gritó en la cruz: “Consumado
es”? ¿Qué faltaba exactamente en los sufrimientos de Cristo?
En términos del valor del sufrimiento de Cristo, es blasfemo sugerir que faltaba algo. El
mérito de su sacrificio expiatorio es infinito. No es posible añadir nada a su perfecta
obediencia para hacerla aun más perfecta. Nada puede ser más perfecto que lo perfecto. Lo
que es absolutamente perfecto no puede ser mejorado.
El mérito del sufrimiento de Jesús es suficiente para expiar cada pecado que alguna vez se
haya cometido o se vaya a cometer. Su muerte expiatoria de una vez para siempre no necesita
repetirse (Hebreos 10:10). Los sacrificios del Antiguo Testamento se repetían precisamente
porque eran sombras imperfectas de la realidad que iba a venir (Hebreos 10:1).
No fue casualidad que la Iglesia Católica Romana apelara a las palabras de Pablo en
Colosenses 1:24 para respaldar su concepto del tesoro de méritos, por el cual los méritos de
los santos supuestamente se añaden a los méritos de Cristo para cubrir las deficiencias de los
pecadores. Esta doctrina estaba en el ojo del huracán de la Reforma Protestante. Era este
eclipse de la suficiencia y perfección del sufrimiento de Cristo lo que estaba en el corazón de
la protesta de Martín Lutero.
Aunque negamos rotundamente la interpretación romana de este pasaje, todavía nos queda
nuestra pregunta. Si el sufrimiento de Pablo no añadía mérito a lo que faltaba en el
sufrimiento de Cristo, ¿qué añadía entonces?
La respuesta a esta difícil pregunta se halla en la más amplia enseñanza del Nuevo
Testamento en relación al llamado del creyente a participar en la humillación de Cristo.
Nuestro bautismo significa que somos sepultados con Cristo. Pablo observó reiteradamente
que a menos que estemos dispuestos a participar en la humillación de Jesús no participaremos
en su exaltación (ver 2 Timoteo 2:11-12).
Pablo se regocijó de que su sufrimiento fuera de provecho para la iglesia. La iglesia está
llamada a imitar a Cristo. Está llamada a caminar por la Via Dolorosa. La metáfora favorita de
Pablo para la iglesia era la imagen del cuerpo humano. A la iglesia se la llama el cuerpo de
Cristo. En un sentido, es apropiado llamar a la iglesia la “encarnación continua”. La iglesia
realmente es el cuerpo místico de Cristo en la tierra.
Cristo vinculó su iglesia a sí mismo de manera tal que cuando llamó por primera vez a
Pablo en el camino a Damasco le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4,
énfasis añadido). Saulo no estaba persiguiendo literalmente a Jesús. Jesús ya había ascendido
al cielo. Él ya estaba fuera del alcance de la hostilidad de Saulo. Saulo estaba atareado
persiguiendo a los cristianos. Pero Jesús sintió tal solidaridad con su iglesia que él
consideraba un ataque a su cuerpo, la iglesia, como un ataque personal contra él mismo.
La iglesia no es Cristo. Cristo es perfecto; la iglesia es imperfecta. Cristo es el Redentor; la
iglesia es la compañía de los redimidos. Sin embargo, la iglesia le pertenece a Cristo. La
iglesia fue redimida por Cristo. La iglesia es la novia de Cristo. La iglesia está habitada por
Cristo.
A la luz de esta solidaridad, la iglesia participa en el sufrimiento de Cristo. Pero esta
participación nada añade a los méritos de Cristo. Los sufrimientos de los cristianos pueden
beneficiar a otras personas, pero siempre son insuficientes para expiar. Yo no puedo expiar los
pecados de nadie, ni siquiera los míos. Con todo, mi sufrimiento puede ser de gran provecho
para otras personas. También puede servir de testimonio de Aquel cuyos sufrimientos fueron
una expiación.
La palabra para “testigo” en el Nuevo Testamento, martus, es el origen de la palabra
castellana “mártir”. Aquellos que sufrieron y murieron por la causa de Cristo fueron llamados
mártires porque con su sufrimiento dieron testimonio de Cristo.
Lo que falta de las aflicciones de Jesús es el continuo sufrimiento que Dios llama a su
pueblo a soportar. Dios llama a personas de cada generación a sufrir. Una vez más, este
sufrimiento no es para compensar alguna deficiencia en los méritos de Cristo, sino para
cumplir nuestros destinos como testigos del perfecto Siervo Sufriente de Dios.
¿Qué significa esto en términos prácticos? Mi padre sufrió una serie de hemorragias
cerebrales que le causaron gran sufrimiento y finalmente terminaron con su vida. Estoy
seguro de que cuando él estaba sufriendo él debe haberle preguntado a Dios “¿por qué?”. A
simple vista, su sufrimiento parecía inútil. Parecía que su dolor no tenía razón de ser alguna.
Debo ser muy cuidadoso. Yo no creo que el sufrimiento de mi padre fuese en modo alguno
una expiación por mis pecados. Tampoco creo poder leer la mente de Dios en relación al
propósito último del sufrimiento de mi padre. Pero una cosa sé: el sufrimiento de mi padre
causó un profundo impacto en mi vida. Fue a través de la muerte de mi padre que yo fui traído
a Cristo. No estoy diciendo que la razón última por la que mi padre fue llamado a sufrir y
morir fue que yo pudiera hacerme cristiano. Yo no conozco el propósito soberano de Dios en
esa situación. Pero sí sé que Dios usó ese sufrimiento de manera redentora para mí. El
sufrimiento de mi papá me condujo a los brazos del Salvador Sufriente.
Nosotros somos seguidores de Cristo. Nosotros lo seguimos al Huerto de Getsemaní. Lo
seguimos al atrio del juicio. Lo seguimos a través de la Via Dolorosa. Lo seguimos hasta la
muerte. Pero el evangelio declara que también lo seguimos a través de las puertas del cielo.
Puesto que sufrimos con él, también seremos resucitados con él. Si somos humillados con él,
también seremos exaltados con él.
Gracias a Cristo, nuestro sufrimiento no es inútil. Es parte del plan total de Dios, quien ha
elegido redimir al mundo por la senda del sufrimiento.
CAPÍTULO TRES
ESTUDIO DE CASO
EN EL SUFRIMIENTO

El vicepresidente de operaciones de una gran corporación se puso intensamente celoso de un


gerente distrital de la compañía. El gerente distrital gozaba de una relación personal con el
presidente del directorio. Movido por sus celos, el vicepresidente emitió un reclamo al
presidente.
“Yo pienso que debemos deshacernos de Joe Hernández”, sugirió.
“¿Por qué?”, preguntó el presidente. “Él es uno de nuestros gerentes más productivos. Creo
que está haciendo un trabajo notable. Y además, es el empleado más leal que tenemos”.
“¿Leal? ¿Usted cree que es leal?”, dijo el vicepresidente con notorio cinismo. “Él solo es
leal porque usted le paga un salario tan elevado. Le da beneficios que nadie más recibe.
Además, usted construyó un muro protector a su alrededor. Todos saben que él es su niño
rubio. Me pregunto qué tan leal sería si empieza a presionarlo. Reduzca su salario y los
beneficios, a ver qué tan leal es”.
El presidente se irritó con esta sugerencia, pero respondió al desafío. “Muy bien”, dijo.
“Veamos qué pasa. Adelante, reduzca su salario. Presiónelo un poco. Yo creo que usted va a
ver que Hernández mantendrá su lealtad”.
El vicepresidente rio con sarcasmo. “Déjeme ponerle una mano encima y él va a
traicionarlo a usted y la compañía en un instante”.
El vicepresidente dejó la sala y armó un complot para destruir a Joe. Primero, redujo su
salario a la mitad y le canceló el seguro médico. Luego se acercó a algunos colegas de Joe y
los unió a su complot. Ellos estaban ansiosos por unirse al grupo. Con gusto maquinaron
planes de sabotaje industrial para destruir el registro de productividad de Joe. De pronto, la
planta de Joe estaba asediada por reclamos de los clientes por la baja calidad.
Las cosas se habían puesto mal, pero Joe se lo tomó con calma. Se esforzó por resolver la
misteriosa oleada de problemas que habían surgido. Esto simplemente reavivó el antagonismo
de sus enemigos. Éstos comenzaron a aumentar la presión. Empezaron a ocurrir “accidentes”
en la planta. La conspiración llegó incluso a acosar a la familia de Joe. Para empeorar las
cosas, Joe se enfermó repentinamente. El vicepresidente había sobornado a un médico
corrupto para que introdujera una peligrosa cepa de bacteria en la comida de Joe.
El mundo de Joe comenzó a derrumbarse. Su enfermedad causó estragos. Al igual que la
descendente productividad de su planta, su estrella comenzó a apagarse.
Algunos de sus amigos más cercanos vinieron a él con agudas críticas. “¿Qué pasa contigo,
Hernández?”, le preguntaron. “Has perdido algo. Tu rendimiento está por el suelo. No es de
extrañar que te hayan reducido el salario”.
Los amigos de Joe empezaron a pensar que su anterior opinión de él había estado
equivocada. Ellos asumían que Joe debía haber hecho algo realmente malo para que su vida
diera un giro tan repentino y drástico para mal. Uno de sus amigos incluso vino a él con
consejo “espiritual”. “Joe”, le dijo, “tengo que decirte algo con amor. Los problemas que has
estado enfrentando deben provenir de Dios. Yo creo que todo es una especie de castigo por
pecados no confesados en tu vida. Tal vez si te arrepientes las cosas comenzarán a mejorar
para ti”.
“Tal vez tengas razón”, respondió Joe. “No tengo conocimiento de nada que haya hecho
para merecer esto, pero por cierto voy a examinar mi alma al respecto”.
“Pero el presidente redujo tu salario a la mitad. ¿No te dice algo eso?”.
“Bueno, el presidente tiene derecho a hacerlo. Él siempre ha sido justo conmigo. Estoy
seguro de que sabe lo que hace. Debe tener alguna buena razón para ello”, fue la respuesta de
Joe.
Entonces la esposa de Joe entró en escena. “Cariño”, le dijo ella una noche, “yo creo que es
hora de que renuncies. Tu salud está fallando y la compañía te trata como basura. Después de
todos tus años de leal servicio, así es como te agradecen. Vámonos y comencemos de nuevo en
otro lugar. Habría que estar loco para seguir trabajando para una compañía como esta”.
“No, linda”, respondió Joe. “No puedo renunciar”.
“¿Por qué no?”, le exigió su esposa.
“Le debo al presidente del directorio mi permanencia”.
“¿Estás loco”? Tú no le debes nada. Le has dado los mejores años de tu vida, y ahora esto.
¡Es él quien te debe a ti! Tú no le debes nada. Admítelo, Joe, el presidente es tan perverso
como el trato que te ha dado”.
“¡No!”, le espetó Joe airado. “Simplemente no puedo creer que él me tratara injustamente a
propósito”.
“Entonces lo mejor es que hables con él cara a cara. Me gustaría escuchar lo que diga
cuando lo confrontes”.
“Bueno, bueno, hablaré con él”, prometió Joe.
Al día siguiente, Joe concertó una cita para ver al presidente. Cuando lo condujeron a la
oficina con paredes de madera de teca, el presidente lo saludó amablemente. “Hola, Joe. ¿Qué
puedo hacer por ti?”.
Joe fue directo al punto. Vertió sus penurias en un torrente de ira. “¿Qué está pasando?”,
quiso saber. “Usted me redujo el salario a la mitad. Usted se queda tranquilo y deja que un
puñado de ladrones sabotee mi planta. Me ha quitado los beneficios médicos. ¿Qué he hecho
para merecer esta clase de trato? He sido leal con usted y con esta compañía durante años, ¡y
ahora así es como me paga! ¿Quién se cree que es, después de todo?”.
El presidente escuchó con paciencia la diatriba de Joe. Luego respondió. “Permíteme
preguntarte, Joe”, dijo. “¿Eres tú el dueño de esta compañía?”.
“No, señor”, respondió Joe.
“¿Construiste tú este lugar partiendo de cero? ¿Arriesgaste tu propio capital en esta
operación? ¿Tienes que pagar salarios dos veces al mes? ¿Eres el presidente del directorio?”.
Ante todas estas preguntas, Joe meneó la cabeza.
“Dime, Joe, ¿quién eres tú para decirme cómo manejar mi compañía? Te he dado todo lo
que te he prometido y más. Mira tu contrato. ¿Acaso especifica que debes recibir todos los
bonos que te he dado a través de los años?”.
Una vez más, Joe tuvo que responder con honestidad. “No, señor, usted realmente ha sido
más que amable conmigo”.
“Dices que he sido más que amable. ¿Crees que he cambiado? ¿Crees que no estoy
consciente de lo que ha estado sucediendo últimamente? Sé exactamente lo que pasa en tu
planta. He estado siguiendo el asunto de cerca. Nada hay de lo que yo no esté al tanto”.
“Joe, te voy a pedir que hagas algo por mí. Tú has confiado en mí en el pasado. Confía en
mí ahora. Te garantizo que voy a enmendar las cosas. Tengo un plan. Aquellos que se han
confabulado contra ti recibirán todo lo que merecen. ¿Realmente crees que los iba a dejar
salirse con la suya?”.
Joe se sintió terrible. Él comenzó a tartamudear una disculpa. “Lo siento”, dijo. “Yo no tenía
derecho a venir aquí y lanzarle todas estas acusaciones. Ya me he quejado una vez, no lo
volveré a hacer. No volverá a oír otra palabra de protesta de mis labios. Haga lo que usted
quiera. Confío en usted”.
El presidente sonrió. Luego llamó a su secretaria. “Señora Fuentes”, dijo, “dígale al
vicepresidente de operaciones que se presente en mi oficina de inmediato”.
“No te vayas todavía, Joe. Tengo algunas últimas palabras para ti. Primero, quiero que
sepas que cuando llegue el vicepresidente de operaciones, voy a darle su carta de despido. A
partir de mañana en la mañana, tú serás el vicepresidente de operaciones. Recibirás el doble
del salario que tenías antes de la reducción en tu pago. Te devuelvo tus beneficios de salud. Y
he conseguido un especialista que pueda tratar y curar tu enfermedad.
“Tú me has sido leal, Joe, más leal que ningún otro empleado. Has soportado mucho sin
maldecirme a mis espaldas. Es el momento de que seas vindicado”.
“Lo sabía”, exclamó Joe. “Tuve mis momentos de duda, pero en lo más profundo de mí
sabía que usted iba a arreglarlo todo. Ahora me siento realmente avergonzado por todas las
acusaciones que le hice. ¿Podría perdonarme alguna vez?”.
“Joe, no te preocupes por eso. Eso es algo que sé hacer: perdonar. Mi especialidad es el
perdón”.

¿HAY ALGUNA RELACIÓN ENTRE PECADO Y SUFRIMIENTO?


Probablemente ya te habrás dado cuenta de que esta es la historia del personaje bíblico Job,
ligeramente disfrazada en términos modernos. La historia de Job es un caso de estudio en el
sufrimiento humano. Es la crónica del drama de un hombre justo que experimentó la extrema
miseria en este mundo. Su miseria se vio empeorada por la insensibilidad que le mostraban
sus amigos. Ellos asumían algo que la Biblia prohíbe. Ellos asumían que el grado de
sufrimiento de Job estaba en directa proporción a su pecado. Ellos asumían que en nuestras
vidas hay una razón entre sufrimiento y culpa. Como el sufrimiento de Job era grande, debe
haber sido una señal de que su pecado era igualmente grande.
Dios no permite esta ecuación. Recordemos la pregunta que le hicieron a Jesús acerca del
hombre que había nacido ciego: “Al pasar, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento.
Sus discípulos le preguntaron: ‘Rabí, ¿quién pecó, para que éste haya nacido ciego? ¿Él, o sus
padres?’ Jesús respondió: ‘No pecó él, ni tampoco sus padres. Más bien, fue para que las obras
de Dios se manifiesten en él’” (Juan 9:1-3).
En la ciencia de la lógica, hay una falacia informal llamada la falacia del falso dilema. A
veces se la llama la falacia de la falsa disyuntiva. Este error en el razonamiento ocurre cuando
un problema se presenta como si solo tuviese dos posibles explicaciones, cuando en realidad
existen tres o más opciones.
Algunos asuntos tienen en efecto un carácter de disyuntiva. Por ejemplo, o hay un Dios o no
lo hay. No hay una tercera opción. Pero que algunas preguntas puedan reducirse a solo dos
alternativas no significa que todas las preguntas puedan reducirse de ese modo. Este es el
error que cometieron los discípulos en relación al hombre ciego de nacimiento.
Cuando los discípulos consideraron las penurias del hombre ciego, asumieron que solo
había dos explicaciones posibles para ello. O la ceguera era el resultado del pecado del
hombre, o bien el resultado del pecado de sus padres.
Su pensamiento era erróneo, pero no era completamente infundado. Ellos estaban en lo
cierto en un supuesto. Ellos sabían lo suficiente de la Escritura para darse cuenta de que hay
una relación entre el sufrimiento y el pecado. Ellos comprendían que el sufrimiento y la
muerte entraron en el mundo por causa del pecado. Antes de que el pecado entrara en el
mundo, no había sufrimiento ni muerte.
La muerte no es natural. Puede ser natural para el hombre caído, pero no era natural para
el hombre tal como fue creado. El hombre no fue creado para morir. Fue creado con la
posibilidad de la muerte, pero no con la necesidad de la muerte. La muerte se introdujo como
consecuencia del pecado. Si no hubiese habido pecado, no habría muerte. Pero cuando entró
el pecado, se añadió la maldición de la caída. Todo sufrimiento y muerte fluyen del complejo
del pecado.
Los discípulos estaban parcialmente en lo correcto en otro punto. Ellos estaban conscientes
de que a veces existe un vínculo directo entre el pecado de una persona y su sufrimiento. Por
ejemplo, Dios afligió a Miriam con lepra como juicio por su pecado contra Moisés (Números
12:9-10).
El error de los discípulos consistía en suponer que siempre existe una correlación directa,
una razón fija, entre el pecado de una persona y el sufrimiento de esa persona. En este
mundo, algunas personas sufren mucho menos de lo que merecen por sus pecados, en tanto
que otros soportan una mayor proporción de sufrimiento. Esta desigualdad se percibe en el
clamor de David: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuando se regocijarán los impíos?” (Salmo
94:3).
Hay ocasiones en que sufrimos inocentemente a manos de otras personas. Cuando eso
ocurre, somos víctimas de injusticia. Pero esa injusticia sucede en un plano horizontal. Nadie
sufre jamás injusticia en el plano vertical. Es decir, nadie sufre jamás injustamente en cuanto
a su relación con Dios. Siempre que carguemos con la culpa del pecado, no podemos protestar
que Dios sea injusto al permitir que suframos.
Si alguien me causa sufrimiento injustamente, tengo todo el derecho a rogarle a Dios que
me vindique, tal como hizo Job. Sin embargo, no debo quejarme al mismo tiempo con Dios de
que él se equivoca al permitir que yo reciba este sufrimiento. En lo que respecta a mi relación
con los demás, puede que yo sea inocente, pero en cuanto a mi relación con Dios, no soy una
víctima inocente. Una cosa es que yo le pida a Dios justicia en mi trato con los hombres. Otra
distinta es que yo exija justicia en mi relación con Dios. No podría hacerse una exigencia más
peligrosa que la de un pecador que le exige a Dios justicia. Lo peor que podría pasarme es que
reciba la pura justicia de Dios.

“DIOS CAMBIÓ TODO PARA BIEN”


Más allá de estas consideraciones, permanece el hecho de que los discípulos aún cometían la
falacia del falso dilema. Ellos reducían la causa de la ceguera del hombre a dos posibles
explicaciones (el pecado suyo o de sus padres) cuando existía al menos una explicación más
que ellos no alcanzaban a considerar.
Jesús derribó el falso dilema diciendo “¡ni lo uno ni lo otro!”. La razón por la que el hombre
había nacido ciego no era su pecado. Ni era por el pecado de sus padres. Jesús declaró que el
hombre había nacido ciego “para que las obras de Dios se manifiesten en él”. El hombre ciego
de nacimiento había sido afligido con la ceguera para la gloria de Dios.
Esta sorprendente verdad es una enseñanza crucial para nosotros. Nos sirve de
advertencia para que no saquemos conclusiones apresuradas sobre el “porqué” de nuestro
sufrimiento.
Dios usó la ceguera del hombre para su mayor gloria. En este caso, el “mal” de la
enfermedad y el sufrimiento se volvió útil para Dios. Él triunfó sobre ese mal y por medio de
éste llevó a cabo su plan glorioso.
Asimismo, recordemos el terrible sufrimiento de José a manos de sus hermanos. Con todo,
debido a su traición, se llevó a cabo el plan de Dios para toda la historia. Al momento de la
reconciliación de José con sus hermanos, él exclamó: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero
Dios cambió todo para bien, para hacer lo que hoy vemos, que es darle vida a mucha gente”
(Génesis 50:20).
Aquí vemos a Dios obrando a través del mal para llevar a cabo salvación. La actuación de
Dios no hizo menos malo el mal de los hermanos de José. De modo idéntico, la traición de
Judas a Jesús fue un acto malvado. Le causó a Jesús un sufrimiento injusto, tal como José fue
víctima de la injusticia de sus hermanos. Pero por encima toda injusticia, todo dolor, y todo
sufrimiento, se alza un Dios soberano que realiza su plan de salvación por sobre, contra, e
incluso a través del mal.

CONFIAR CUALQUIERA SEA LA CIRCUNSTANCIA


Lo que Jesús les declaró a sus discípulos acerca del hombre ciego se muestra claramente en el
libro de Job. Si los discípulos hubiesen dominado este libro del Antiguo Testamento, quizá no
habrían caído en la falacia del falso dilema. Ellos cometieron el mismo error de los amigos de
Job.
Job protestó contra las palabras de sus amigos. Su réplica fue aguda: “¡Ya he escuchado
esto muchas veces! ¡Valiente consuelo me resultan sus palabras! ¿No tienen fin sus palabras
huecas? ¿Qué los lleva a no dejar de hablar? Si ustedes estuvieran en mi lugar, ¡también yo les
hablaría del mismo modo! Les lanzaría fuertes acusaciones, y me burlaría de ustedes y les
haría muecas. Pero si yo estuviera en su lugar, les daría ánimo y con palabras de consuelo
mitigaría su dolor” (Job 16:2-5).
Consideremos el consejo que recibió Job de su esposa:

Era tal la comezón que Job, sentado en medio de la ceniza, se rascaba con un pedazo
de teja. Su esposa lo llenó de reproches y le dijo: “¿Todavía insistes en seguir siendo
perfecto? ¡Maldice a Dios, y muérete!” Pero Job le respondió: “Hablas como una de
tantas necias. ¿Acaso hemos de recibir de Dios sólo bendiciones, y no las
calamidades?” Y aun así, Job no pecó ni de palabra” (Job 2:8-10).

Uno de los retos más difíciles que enfrenta la persona en medio del sufrimiento es recibir
consejos bienintencionados para que abandone la lucha. Este consejo usualmente llega de
aquellos que están más cerca de nosotros y que más nos aman. Los mejores amigos de Jesús
trataron de hacerlo desistir de ir a Jerusalén, como vimos cuando observamos la reprensión de
Pedro en el capítulo anterior.
Asimismo, la esposa de Job le dijo “maldice a Dios y muérete”. Ella lo alentó a comprometer
su integridad con el fin de aliviar su dolor. Su intensión era buena. Obviamente ella sentía
compasión por su esposo. Ella lo alentó a tomar la solución fácil. Pero sus palabras no hicieron
más que aumentar la frustración de Job. Job no entendía por qué Dios lo había llamado a
sufrir, pero sí entendía que Dios lo había llamado a sufrir. Ya era bastante difícil para él ser fiel
a su vocación sin que sus seres queridos trataran de alejarlo de ella con sus palabras.
Una vez visité una enorme iglesia en el sur de California y me llevaron en un recorrido por
los terrenos. El recorrido nos llevó a una estatua tallada en piedra por un escultor
escandinavo. La emoción me embargó mientras estaba ante esta majestuosa obra de arte.
Mostraba la figura de Job, con su cuerpo retorcido y deformado en agonía. El detalle de los
músculos evocaba una obra de Miguel Ángel.
Mientras miraba la figura, yo pensaba en una técnica artística basada en el principio del
“momento fructífero”, articulado por el filósofo Johann Herder. Los pintores y escultores no
despliegan su talento con el uso de cámaras o cintas de video. Sus objetos están inmóviles,
congelados en un único instante. El objetivo del artista es capturar la esencia cristalizada de
su tema concentrándose en un momento fructífero o significativo que cuente toda la historia.
Fue por eso que Rembrandt esbozó veintenas de escenas de la vida de personajes bíblicos
antes de decidirse por un solo marco para pintar. Es por eso que Miguel Ángel retrató a David
tomando una piedra. Es por eso que el Pensador de Rodin está quieto en su profunda
reflexión. Es por eso que el cuerpo de Cristo descansa en los brazos de su madre en la Piedad.
El escultor que modeló la imagen de Job que yo vi en el jardín de aquella iglesia capturó a
Job en el momento fructífero: el nadir de su agonía. En la base de la escultura, estaban estas
palabras cinceladas en la piedra: “Aunque el Señor me mate, yo en él confío” (Job 13:15).
Cuando vi estas palabras en la base de la estatua, permanecí de pie y lloré en silencio.
Ningún mortal ha pronunciado alguna vez palabras más heroicas que estas palabras de
testimonio de labios de Job.

DIOS MISMO COMO LA RESPUESTA AL “¿POR QUÉ?”


La confianza de Job se tambaleó, pero jamás murió. Él se lamentó; él clamó; él protestó; él
cuestionó. Incluso maldijo el día de su nacimiento. Pero se aferró firmemente a su única
esperanza posible, su confianza en Dios. A veces, Job pendía de un hilo. Pero se sostenía. Él se
maldijo a sí mismo. Reprendió a su esposa. Pero jamás maldijo a Dios.
Job clamó a Dios pidiendo respuestas a sus preguntas. Él quería saber desesperadamente
por qué había sido llamado a soportar tanto sufrimiento. Finalmente, Dios le respondió desde
el torbellino. Pero la respuesta no fue la que Job había esperado. Dios rehusó brindarle a Job
una explicación detallada de sus motivos para la aflicción. Dios no le reveló a Job su consejo
secreto.
En última instancia, la única respuesta que Dios le dio a Job fue una revelación de sí
mismo. Es como si Dios le hubiera dicho: “Job, yo soy tu respuesta”. A Job no se le pidió que
confiara en un plan, sino en una persona, en un Dios personal que es soberano, sabio, y bueno.
Es como si Dios le hubiese dicho a Job: “Aprende quién soy yo. Cuando me conozcas,
conocerás lo suficiente para afrontar cualquier cosa”.
Dios le estaba pidiendo a Job que ejerciera una fe implícita. Una fe implícita no es una fe
ciega. Es una fe con visión, una visión iluminada por un conocimiento del carácter de Dios.
Si Dios nunca nos revelara nada acerca de él y nos exigiera que confiásemos en él en esta
oscuridad, esa sería una exigencia de fe ciega. Se nos pediría que diésemos un salto de fe a
ciegas a un terrible abismo de oscuridad.
Pero Dios nunca exige un salto tan insensato. Él nunca nos llama a saltar a la oscuridad. Al
contrario, él nos llama a abandonar la oscuridad y entrar en la luz. Es la luz de su rostro. Es la
radiante luz de su persona, que no tiene sombra de variación. Cuando nos inunda el brillante
esplendor de la gloria de su persona, la confianza no es ciega.
Cuando Job declaró: “Aunque el Señor me mate, yo en él confío”, él nos estaba revelando
que aunque su conocimiento de Dios era limitado, de todos modos era profundo. Él sabía lo
suficiente sobre el carácter de Dios para saber que Dios era (y siempre sería) confiable. Ser
confiable no significa otra cosa que ser digno de confianza.
Dios merece que confiemos en él. Él amerita nuestra confianza en él. Cuanto más
comprendemos sus perfecciones, tanto más comprendemos cuán digno de confianza es él. Es
por eso que el peregrinaje cristiano avanza de fe en fe, de fortaleza en fortaleza, y de gracia
en gracia. Avanza hacia un clímax. Irónicamente, el progreso atraviesa por el sufrimiento y la
tribulación. Es por eso que Pablo pudo escribir estas palabras: “También nos regocijamos en
los sufrimientos, porque sabemos que los sufrimientos producen resistencia, la resistencia
produce un carácter aprobado, y el carácter aprobado produce esperanza. Y esta esperanza no
nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo
que nos ha dado” (Romanos 5:3-5).
Aquí se nos dice que “esta esperanza no nos defrauda”. Otras traducciones hablan de una
esperanza que no avergüenza.
La esperanza ciega, al igual que la fe ciega, en efecto va a defraudarnos. La esperanza
ciega busca a tientas y a la ventura en la oscuridad. Tropieza en obstáculos inadvertidos.
Poner toda nuestra esperanza en un solo objetivo y que ese objetivo no se cumpla es ser
defraudado.
La fe ciega puede ser vergonzosa. Damos las cosas por hecho solo para caer en desgracia si
nuestra osadía no es vindicada. Pero la esperanza que descansa en Cristo no va a
avergonzarnos. La vergüenza será de aquellos que pongan su esperanza en otra cosa. La
esperanza que falla es la esperanza que carece de poder para superar el sufrimiento.
Si pongo mi esperanza en cualquier cosa o persona inferior a Aquel que tiene el poder
sobre el sufrimiento y, en última instancia, sobre la muerte, estoy destinado a la final
decepción. El sufrimiento me conducirá a la desesperanza. Cualquiera sea mi carácter, se va a
desintegrar.
Es la esperanza de Cristo lo que hace posible que perseveremos en tiempos de tribulación y
angustia. Tenemos un ancla para nuestra alma que descansa en Aquel que ha ido delante de
nosotros y ha vencido.
CAPÍTULO CUATRO
PROPÓSITO
EN EL SUFRIMIENTO

A través del libro de Eclesiastés corre una teología subyacente que aflora de tanto en tanto.
La vemos cuando Salomón afirma que “todo tiene su tiempo. Hay un momento bajo el cielo
para toda actividad: el momento en que se nace, y el momento en que se muere…”
(Eclesiastés 3:1-2), pero aparece en otro lugar también. Salomón escribe: “También sé que
todo lo que Dios ha hecho permanecerá para siempre, sin que nada se le añada ni nada se le
quite” (3:14); “Mira y admira las obras de Dios: ¿quién podría enderezar lo que él ha torcido?”
(7:13); y: “A todo esto dirigí mi atención, para concluir lo siguiente: Que la gente sabia y
honrada está en las manos de Dios” (9:1). Esta teología subyacente, que se encuentra no solo
en Eclesiastés sino en todo el Antiguo Testamento y de hecho en toda la Escritura, no es otra
que la siguiente: Dios ordena todo según sus propósitos. En otras palabras, Dios es soberano.
En mi experiencia, jamás me he encontrado con un cristiano profesante que me haya
mirado a los ojos y me haya dicho que no creía en la soberanía de Dios. Tenemos una intuitiva
comprensión de que si Dios es Dios, él debe ser soberano. Es imposible que Dios no sea
soberano, y cualquier concepción de un dios que sea menos que soberano es un ídolo y no es
dios en absoluto. Así que, es fácil que los creyentes digan “yo creo en la soberanía de Dios”, y
a primera vista todos lo afirmamos.
Sin embargo, la soberanía de Dios es una de las doctrinas más difíciles de asimilar en
nuestro torrente sanguíneo y en las fibras de la vida diaria, de manera que realmente vivamos
la vida creyendo que Dios en efecto es soberano y mantengamos nuestra confianza en él aun
cuando parezca que la vida gira sin control.
Gran parte de la dificultad que enfrentamos en cuanto a aceptar realmente esta doctrina
surge de la presencia del sufrimiento en nuestra vida. Decimos que creemos que Dios es
soberano, pero cuando combatimos con sucesos problemáticos en nuestra vida, con las cosas
malas que ocurren, las tragedias que nos sobrevienen, comenzamos a cuestionar ya sea la
soberanía de Dios o la bondad de Dios. Nos preguntamos: “¿Cómo es posible que un Dios
soberano y bueno haya permitido que pasen estas cosas? ¿Acaso no tenía el poder para
prevenir estas cosas? ¿No me amaba lo suficiente para librarme de este dolor?”. Muchas de
las teologías que florecen en nuestra tierra están diseñadas para evadir ese problema. Ellas
pretenden absolver a Dios de cualquier responsabilidad por las tragedias de la vida humana y
desviar la soberanía última hacia el corazón humano.
Ya hemos visto que nuestro sufrimiento es parte del plan total de Dios y que él puede obrar
a través del mal para realizar su plan. El hecho de que Dios tenga un plan demuestra que él
tiene un propósito. El hecho de que él sea soberano demuestra que él está cumpliendo ese
propósito aun cuando él permite que el sufrimiento nos alcance. Como en el caso de Job,
puede que él no revele cuál es su propósito, pero tenemos buenas razones para confiar en él.

LA SABIDURÍA DE SALOMÓN
El capítulo 7 de Eclesiastés nos brinda algunas interesantes nociones acerca de este tema. El
comienzo del capítulo suena como una porción del libro de Proverbios, puesto que contiene
una serie de aforismos. Comienza con estas palabras: “Mejor es la buena fama que el buen
ungüento” (v. 1, RV60). Los escritores de literatura sapiencial del mundo antiguo a menudo
comparaban y contrastaban las virtudes u otras cosas abstractas con cosas concretas. En este
caso, la comparación es entre una buena reputación y un buen ungüento. Nosotros por lo
general no consideramos que un ungüento sea algo valioso porque los ungüentos son bastante
baratos y podemos conseguirlos en cualquier farmacia en la calle. Pero en el mundo antiguo,
un ungüento que aliviara el dolor y el sufrimiento era difícil de encontrar o adquirir, así que se
lo consideraba algo extremadamente valioso. Pero Salomón dice que la buena fama es mejor
que un buen ungüento. Es algo muy valioso.
Luego prosigue diciendo: “Es mejor el día en que se muere que el día en que se nace”. Esto
podría tomarse de manera pesimista o desde un punto de vista trascendente. Muy a menudo
en el Antiguo Testamento encontramos personas que están al borde de la desesperación
maldiciendo el día en que nacieron. En el capítulo 1, observamos tales comentarios de parte
de Job, Moisés, y Jeremías. Cuando una persona mira la vida desde la perspectiva de este
mundo, a veces se cansa de vivir.
Me acuerdo de la canción Old Man River. La letra dice: “Levanta esa balsa, carga ese
fardo, emborráchate un poco y acabas en la cárcel”. Luego el estribillo dice: “Ese viejo río,
siempre rodando y rodando”. Esa es una expresión moderna de pesimismo, que llega a su
cúspide en el verso “estoy cansado de vivir, pero tengo miedo de morir”. Ese sentimiento
define la suerte de demasiadas personas en este mundo.
Eclesiastés afirma que el día de la muerte de una persona es mejor que el día de su
nacimiento. Eso sería cierto para el pesimista, quien no puede esperar a que todo acabe —al
menos si tan solo pasa al olvido y no al castigo eterno.
Sin embargo, este sentimiento también es verdad para el optimista, para el cristiano. El día
de nuestro nacimiento es un buen día para el creyente, pero el día de su muerte es el más
grandioso que un cristiano puede experimentar en este mundo porque ese es el día en que
vuelve a casa, el día en que traspasa el umbral, el día en que entra a la casa de su Padre. Ese
es el día del triunfo final para el cristiano en este mundo, y no obstante es un día que tememos
y un día que posponemos tanto como podamos porque no creemos que el día de nuestra
muerte realmente sea mejor que el día de nuestro nacimiento.

LAS CASAS DE LA ALEGRÍA Y DEL LUTO


En los versos 2-4 de Eclesiastés 7, Salomón nos presenta un extraño contraste: “Mejor es ir a
la casa del luto que a la casa del banquete, porque aquello es el fin de todos los hombres, y el
que vive lo tendrá presente en su corazón. Mejor es el pesar que la risa, porque con la tristeza
del rostro se enmienda el corazón. El corazón de los sabios está en la casa del luto, mas el
corazón de los insensatos, en la casa donde reina la alegría” (RV95).
Uno de mis autores favoritos de todos los tiempos es Herman Melville. En mi opinión, la
más grande novela escrita por un estadounidense es Moby Dick, de Melville. Es un libro
teológico fantásticamente profundo. Pero además de Moby Dick, Melville escribió dos libros
menores que son en alguna medida significativos. Uno de ellos, Billy Budd, marinero, fue
llevado al cine en Hollywood. El otro, titulado Redburn, trata de la lucha de una persona por
encontrar la verdad. En Redburn, uno de los personajes de Melville hace esta observación:
“Mientras no sepamos que una pena vale más que diez mil gozos, no nos convertiremos en
aquello que el cristianismo lucha por hacernos”.
¿Qué estaba diciendo aquí Melville? Estaba diciendo lo mismo que leímos en el libro de
Eclesiastés, donde Salomón dice que es mejor que vayamos a la casa del luto que a la casa del
banquete. La distinción aquí es común en la literatura sapiencial. Es el contraste entre el
sabio y el necio. Podemos ir a la casa de la alegría, a una fiesta, donde nos divertimos, nos
relajamos, lo pasamos bien, y disfrutamos del entretenimiento. Las fiestas no son muy serias;
no hay que ser contemplativo para divertirse en ellas. Por cierto, hay tiempo para reír, tiempo
para bailar, tiempo para celebrar: tiempo de hacer fiesta. ¿Pero cuánto aprendemos en tales
circunstancias? Los momentos de diversión hacen muy poco por el bien de nuestra alma.
Sin embargo, cuando vamos a la casa del luto, vamos a un ambiente donde nuestros
corazones pueden ser dotados de sabiduría trascendente. Hay un ingenioso dicho que reza: “A
veces Dios nos pone de espaldas para que podamos mirar hacia arriba”. A veces pareciera que
es solo cuando el sufrimiento, el dolor o la tristeza invaden nuestra vida que comenzamos a
ser sobrios y dirigimos nuestro pensamiento hacia las cosas de Dios de manera significativa.
La casa del luto tiene una manera de impulsarnos a hacer esto último.
Jesús ciertamente fue alguien que a menudo estuvo en la casa del luto. A él se lo describió
como “varón de dolores, experimentado en sufrimiento” (Isaías 53:3 NVI). No obstante, él
habló de su gozo (Juan 15:11). Para el cristiano, puede haber gozo en medio del sufrimiento,
gozo que trasciende el dolor del momento. Pero los cimientos de este gozo en realidad no se
comprenden en la casa de la alegría. Es algo que descubrimos en la casa del luto. Es en el
llanto que aprendemos a contemplar la bondad de Dios. Es en el lamento que descubrimos la
paz de Dios que supera el entendimiento.
Salomón continúa diciendo: “Mejor es el pesar que la risa”. Él no quiere decir que el pesar
sea bueno y la risa sea mala. Es una comparación entre lo bueno y lo mejor. Para nosotros a la
larga es mejor que experimentemos la tristeza más bien que la risa. ¿Por qué? Salomón nos da
la respuesta: “Porque con la tristeza del rostro se enmienda el corazón. El corazón de los
sabios está en la casa del luto, mas el corazón de los insensatos, en la casa donde reina la
alegría”.
Cuando llegamos al verso 13 de Eclesiastés 7, encontramos una perspectiva distinta. Aquí
Salomón escribe: “Contempla las obras de Dios” (NVI). Salomón nos desafía no solo a mirar la
obra de Dios, sino a reflexionar profundamente sobre ella. Podemos observar su creación a
dondequiera que miremos, pero tenemos que hacer algo más que mirarla: es necesario que la
contemplemos, la evaluemos, busquemos su significado, que lleguemos a algún tipo de
entendimiento. Debemos observar la obra de Dios para que podamos llegar a una mejor
comprensión del carácter de Dios y de la naturaleza de Dios. Tenemos que aprender a pensar
teológicamente.
La siguiente declaración de Salomón es una pregunta que emerge de su propia observación
y consideración de la obra de Dios: “¿Quién podría enderezar lo que él ha torcido?” Tal vez
este sea el verso que yo cito más que ningún otro en toda la Biblia. A menudo lo cito en el
campo de golf cuando juego con muchachos que no pueden golpear la bola en forma recta.
Ellos me piden que, como ministro, ore por ellos. “¿Puedes hacer algo, R. C.? No puedo hacer
un tiro recto con la bola, ¿podrías ayudarme?” Yo les digo: “La Biblia dice ‘¿quién podría
enderezar lo que Dios ha torcido?’”. Ese es un uso relajado de este verso, pero, desde luego, la
verdad que Salomón está expresando es muy profunda. Habla del poder y la autoridad de
Dios, de su soberanía.

LA PROVIDENCIA DE DIOS
Luego, en el verso 14, Salomón escribe: “Cuando te llegue un buen día, disfruta de él; y
cuando te llegue un mal día, piensa que Dios es el autor de uno y de otro”. La idea que aquí se
comunica quizá sea el secreto mejor guardado del cristianismo. Es una idea que realmente
habla del asunto de la soberanía de Dios. Este llamado a considerar la obra de Dios es un
llamado a examinar no solo la creación sino la obra de Dios en la historia. Es un llamado a
reflexionar sobre la providencia de Dios, porque él es el autor de todas las cosas alegres y
también de todas las cosas tristes.
Nosotros tendemos a decir: “Oh, mi confianza en Dios se fortalece cuando me ocurren
cosas placenteras, cuando me pasan cosas buenas. Mis labios quieren pronunciar gratitud y
alabanza a Dios. Gracias Dios por esta maravilla”. En otras palabras, tendemos a ser capaces
de ver la mano de la divina providencia en nuestras vidas cuando oramos fervientemente por
algo y Dios dice sí. Pero cuando queremos algo desesperadamente y oramos por ello
intensamente, pero Dios dice no, ¿qué sucede? Comenzamos a dudar de que Dios siquiera
exista. Así que la respuesta “no” de parte de Dios es negativa en nuestras vidas, mientras que
la respuesta “sí” afirma nuestra fe.
Salomón está diciendo que si uno quiere ser sabio, tiene que considerar ambas cosas,
porque la mano de Dios es tan soberana en el “no” como en el “sí”. Dios manifiesta su
providencia tanto en el sufrimiento como en la prosperidad. Su gobierno soberano se
manifiesta en ambos.
En las evaluaciones posteriores al ataque terrorista al World Trade Center y al Pentágono
el 11 de septiembre de 2001, observé que se usaron muchas palabras distintas para describir
tales sucesos, palabras como catástrofe y calamidad. Pero quizá la palabra que escuché más
que ninguna otra fue tragedia. A menudo, sin embargo, se añadía un adjetivo a esta palabra
para describir el ataque. Se decía que era una tragedia absurda.
Si tuviera tiempo para entrar en un análisis técnico e integral de estas dos palabras
puestas en conjunción, podría demostrar que la frase “tragedia absurda” es un oxímoron. Para
que en el análisis último algo se defina como “trágico”, tiene que haber algún estándar de lo
bueno. La palabra tragedia presupone algún tipo de orden o propósito en el mundo. Si las
cosas pueden ocurrir de manera absurda, no puede haber algo que sea una tragedia —o una
bendición. Todo es simplemente un suceso sin sentido.
La idea de una “tragedia absurda” representa una cosmovisión completamente
incompatible con el pensamiento cristiano, porque asume que algo sucede sin un propósito o
significado. Pero si Dios es Dios y si Dios es un Dios de providencia y si Dios es soberano,
entonces, en el análisis último, jamás ocurre nada que sea absurdo.
La cuestión que nos complica en relación al ataque del 11 de septiembre es “¿por qué
sucedió?”. Los creyentes hacen la pregunta de un modo levemente distinto: “¿Por qué
permitió Dios que esto ocurriera”? Los cristianos formulan de este modo la pregunta porque
ellos no conceden que haya hechos sin sentido, porque en el corazón de la cosmovisión
cristiana está la seguridad de que todo en la historia tiene un propósito en la mente del Dios
Todopoderoso. Dios no es caótico o aleatorio. Todo tiene un propósito —incluyendo aquellos
acontecimientos que definimos como tragedia.
En los días posteriores al 11 de septiembre, algunos conocidos predicadores, en particular
Jerry Falwell, hicieron comentarios relativos a las posibles razones por las que Dios permitió
los ataques. Falwell observó que esta tragedia era un acto de juicio de Dios sobre Estados
Unidos por su inmoralidad, por su tolerancia al aborto, por su destrucción de la familia
humana, y por sus posturas en otros asuntos morales de nuestro tiempo. Esa declaración creó
una tormenta de controversia, e incluso hubo comentaristas cristianos que fueron bastante
estridentes en sus críticas a esta evaluación. Al final, Falwell se retractó públicamente de sus
declaraciones. Siempre es imprudente sacar conclusiones apresuradas acerca del porqué de
nuestro sufrimiento.
Ahora bien, si alguien me fuera a decir “¿por qué permitió Dios que esto ocurriera?”, la
única respuesta honesta que podría dar sería “no lo sé”. No puedo leer la mente de Dios. No
sé si fue un acto de juicio. Por otra parte, creo que no hay nada en la cosmovisión cristiana
que descarte la posibilidad de que fuera un acto de juicio. En la Escritura queda claro que de
tanto en tanto Dios ha traído calamidades sobre las naciones como acto de juicio, pero es
imposible saber si los hechos del 11 de septiembre fueron efectivamente un juicio suyo,
porque él no nos lo ha dicho. Ahora bien, si me preguntan si Dios estuvo involucrado en ello,
yo diría que sí, porque estoy comprometido con la doctrina cristiana de la providencia. Estoy
convencido de que Dios estuvo involucrado en este suceso y que ocurrió según su propósito.
Pero cuál fue el propósito específico, yo no tengo idea.
El supuesto de fondo para cualquiera que cree en el Dios de la providencia es que en última
instancia no hay tragedias. Dios ha prometido que todas las cosas que suceden —todo dolor,
todo sufrimiento, todas las tragedias— duran tan solo un momento, y que él obra en y a través
de estos sucesos para el bien de quienes lo aman (Romanos 8:28). Es por eso que el apóstol
Pablo dijo que el dolor, el sufrimiento, la aflicción que soportamos en este mundo no merece
compararse, no merece mencionarse en la misma expresión, con la gloria y la beatitud que
Dios tiene preparada para su pueblo (Romanos 8:18).

LOS BENEFICIOS DE CONSIDERAR LA OBRA DE DIOS


A veces pareciera que las generaciones anteriores de cristianos tenían una visión más elevada
de Dios que la que tenemos nosotros. La razón para ello muy bien puede radicar en el hecho
de que ellos estaban mucho más familiarizados que nosotros con el dolor, con el sufrimiento,
con la persecución, y con la muerte. Debido a todo lo que ellos soportaban, estaban obligados
a considerar la mano de Dios en medio de sus dificultades.
La cuestión de fondo es que la mano de Dios está en la aflicción. Su soberanía queda de
manifiesto en el lado oscuro de la vida. Esto se dice con tanta frecuencia en la Escritura que
es sorprendente que tanto nos cueste aprenderlo. Yo creo que la razón para ello es que
cerramos nuestra mente a la reflexión sobre estas cosas. ¿Por qué vamos en primer lugar a la
casa de la alegría? Para muchos de nosotros, una fiesta no es simplemente una oportunidad
para pasar un buen momento, sino una oportunidad para alejarse del pensamiento, para
alejarse de la consideración de nuestra “situación de vida”. Buscamos un escape, una salida
de placer que de alguna forma mitigue los temores y pesares que cargamos. Pero la persona
sabia busca el dedo de Dios en la casa de la alegría tanto como en la casa del luto, en todas las
cosas que acontecen.
Es interesante considerar la manera en que Salomón comienza el capítulo 8 de Eclesiastés.
Inmediatamente después de afirmar estas difíciles verdades acerca de la soberanía de Dios, él
escribe: “No hay nada como ser sabio. No hay nada como saber explicarlo todo. La sabiduría
ilumina el rostro del hombre y cambia su semblante hosco” (v. 1). Tras oír a Salomón decirnos
que es mejor ir a la casa del luto que a la casa de la alegría, podríamos quedarnos con la idea
de que Dios quiere que su pueblo sea tan contemplativo, tan reflexivo sobre las cosas difíciles
de la vida, que van caminando con rostros impasibles, con un talante adusto. Esa no es la
intención del autor de Eclesiastés, en absoluto. Más bien aquí él está afirmando que cuando
entendemos la soberanía de Dios, ello cambia la expresión de nuestro rostro. Cambia nuestro
semblante. Aquellos que comprenden la soberanía de Dios tienen gozo aun en medio del
sufrimiento, un gozo reflejado en sus propios rostros, porque ellos ven que su sufrimiento no
carece de propósito.
CAPÍTULO CINCO
ÚLTIMO
LLAMADO

Mis ojos se habían clavado en el reloj en la pared de la sala de espera. Era un mecanismo
parco sin ornamentos. Diseñado por pura utilidad, su único propósito era señalar el momento
actual en la historia del mundo.
Detrás de las puertas cerradas, las personas estaban suspendidas en el tiempo. Para
algunos, los minutos que transcurrían eran los últimos minutos de sus vidas.
Yo estaba entre los que esperaban. Las familias estaban reunidas para vigilar a sus seres
queridos. Ellas esperaban las noticias de los resultados de diversas cirugías.
Miré el reloj nuevamente. El reloj contaba una historia. No me gustaba su mensaje. La
operación se estaba tardando mucho. Se suponía que sería una cirugía correctiva y “de
rutina”. No había motivo para alarmarse. Este tipo de cirugía se hacía innumerables veces sin
resultados adversos. Pero estaba tardando demasiado.
Siguió pasando el tiempo. Entonces, por fin apareció el cirujano. Aun iba vestido con su
uniforme verde. “¿Señor Sproul?”, dijo. “Tuvimos algunas complicaciones. Me temo que
hemos descubierto un tumor que no esperábamos. Los resultados finales tendrán que llegar
desde patología, pero no cabe mayor duda de que es maligno”.
Sus palabras fueron como una patada en el estómago. Pero yo calmadamente hice la
pregunta que quería gritar: “¿Cuál es el pronóstico?”.
“Me temo que no es bueno. Podemos intentar con quimioterapia, pero para ser franco, lo
único que podemos esperar es algo de tiempo. Este tipo de cáncer es muy agresivo. Casi
siempre es fatal”.
“¿Cuánto tiempo, doctor?”, pregunté.
“Nunca puede decirse con certeza. De seis meses a un año. Tal vez más si la terapia es
efectiva”.
“¿Lo sabe ella?”, pregunté.
“No, aún no. Ella está en la sala de recuperación y está fuertemente sedada. Pretendo
decírselo mañana. Le agradecería que usted pudiera estar con ella cuando le dé mi informe.
Estaré allí alrededor de la una”.
Esa noche me costó dormir. Estaba aterrado. Mis estudios teológicos no me daban
conocimientos prácticos sobre cómo tratar con semejante enfermedad. ¿Cómo se le anuncia a
alguien que padece una enfermedad terminal? ¿Disfrazando la verdad? ¿Aferrándose a falsas
esperanzas? ¿Sugiriendo la posibilidad de un milagro que quizá a Dios no le plazca conceder?
Al otro día en la tarde, me acerqué con aprensión a la sala donde estaba mi amiga. Al
entrar, ella estaba notablemente alerta y se veía serena. No obstante, sus ojos me dijeron que
de alguna forma ya lo sabía.
El doctor fue amable y gentil, pero directo. “No me gusta lo que encontramos ayer”, dijo.
De manera cordial él explicó de qué se trataba exactamente. Él presentó los procedimientos
de quimioterapia. Explicó el daño que ya se había causado a los órganos vitales.
Yo sentía que de los tres que estábamos en la sala, la paciente tenía el ánimo más tranquilo.
Ella habló para consolarnos. “Está bien”, dijo. “Estoy lista para lo que Dios tenga preparado
para mí”.
Mi amiga vivió dos años más, para sorpresa de todos, incluidos los doctores. Se mantuvo
productiva. Visitó Israel. Puso su casa en orden. Cuidó de su familia. Murió con gracia y
dignidad.
Durante aquellos dos años, tuvimos muchas conversaciones. Oramos juntos. Lloramos
juntos. Nos reímos juntos. Ella me dio instrucciones detalladas para su funeral. Discutió
conmigo su testamento.
Esta mujer era cristiana. Ella vio sus meses finales en este mundo como una vocación. Se
preparó mental y espiritualmente para la muerte. Ella veía la muerte no meramente como el
final de la vida, sino como parte de la vida. Fue una experiencia que nunca antes había tenido.
Fue la experiencia final de la vida por la que toda persona debe pasar.

LA MUERTE COMO VOCACIÓN


Hemos considerado el sufrimiento como una vocación. ¿Seríamos capaces de pensar que la
muerte es una vocación también?
El autor de Eclesiastés hizo esta declaración: “Todo tiene su momento; todo lo que sucede
bajo el cielo ocurre de acuerdo a un plan. Hay un tiempo para nacer y otro para morir”
(Eclesiastés 3:1-2a PDT). Asimismo, el autor de Hebreos dice: “Está establecido que los
hombres mueran una sola vez, y después venga el juicio” (Hebreos 9:27).
Nótese el lenguaje de la Escritura. Habla de la muerte en términos de un suceso bajo el
cielo que “ocurre de acuerdo a un plan”, y de algo que ha sido “establecido”. La muerte es un
suceso establecido por Dios. Es parte del plan de Dios para nuestras vidas. Dios llama a cada
persona a morir. Él es soberano sobre todo en la vida, incluida la experiencia final de la vida.
Generalmente limitamos la idea de vocación a nuestra carrera o nuestra ocupación. La
palabra vocación, sin embargo, proviene de la palabra latina vocare, que significa llamar. Al
usarse en el sentido cristiano, la vocación refiere a un llamado divino, una convocación que
proviene de Dios mismo. Él llama a las personas a enseñar, a cantar, a fabricar automóviles, y
a cambiar pañales. Existen tantas vocaciones como facetas en la vida humana.
Tenemos distintas vocaciones con respecto a los trabajos y tareas que Dios nos da en esta
vida. Pero todos compartimos la vocación de la muerte. Cada uno de nosotros está llamado a
morir. Esa vocación es un llamado de Dios tanto como lo es un “llamado” al ministerio de
Cristo. A veces el llamado llega repentinamente y sin aviso. A veces llega con una notificación
por adelantado. Pero a todos nos llega. Y es Dios quien la envía.
Estoy el tanto de que hay maestros que nos dicen que Dios no tiene nada que ver con la
muerte. Se ve a la muerte estrictamente como el malévolo artilugio del Diablo. Todo dolor,
sufrimiento, enfermedad, y tragedia se le atribuyen al Maligno. Dios queda absuelto de toda
responsabilidad. Esta postura está pensada para asegurarse de que Dios quede libre de culpa
por cualquier cosa que salga mal en este mundo. “Dios siempre quiere sanar”, nos dicen. Si
esa sanidad no ocurre, entonces la culpa es de Satanás, no nuestra. La muerte, dicen ellos, no
es el plan de Dios. Ella representa una victoria para Satanás sobre el dominio de Dios.
Tales puntos de vista pueden conceder un alivio temporal al afligido. Pero no son ciertos.
No tienen nada que ver con el cristianismo bíblico. Están pensados para absolver a Dios de
cualquier culpa, pero contradicen su soberanía.
Sí, hay un Diablo. Él es nuestro archienemigo. Él hará todo lo que esté a su alcance para
traer miseria a nuestras vidas. Pero Satanás no es soberano. Satanás no tiene las llaves de la
muerte.
Cuando Jesús se le apareció en una visión al apóstol Juan en la Isla de Patmos, él se
identificó con estas palabras: “No temas. Yo soy el primero y el último, y el que vive. Estuve
muerto, pero ahora vivo para siempre. Amén. Yo tengo las llaves de la muerte y del infierno”
(Apocalipsis 1:17-18).
Jesús posee las llaves de la muerte, y Satanás no puede arrebatarle esas llaves de la mano.
Cristo las sostiene con fuerza. Él posee las llaves porque él es el dueño de las llaves. Toda
autoridad en el cielo y en la tierra le ha sido dada. Eso incluye toda autoridad sobre la vida y
la muerte. El ángel de la muerte está a su entera disposición.
La historia del mundo ha sido testigo del surgimiento de muchas formas de dualismo
religioso. El dualismo afirma la existencia de dos fuerzas iguales y opuestas. Estas fuerzas
reciben diversos nombres: el bien y el mal, Dios y Satanás, el Yin y el Yang. Las dos fuerzas
están trabadas en un eterno combate. Dado que éstas son iguales así como opuestas, el
conflicto continúa perpetuamente, sin que ninguna parte tome ventaja. El mundo está
destinado a servir como un eterno campo de batalla entre estas fuerzas hostiles. Nosotros
somos las víctimas de su lucha, los peones en su eterna partida de ajedrez.
El dualismo y el cristianismo están en completo desacuerdo. La fe cristiana no adhiere al
dualismo. Satanás puede estar en oposición a Dios, pero de ningún modo es igual a Dios.
Satanás es una criatura; Dios es el Creador. Satanás es poderoso; Dios es todopoderoso.
Satanás es sabedor y astuto; Dios es omnisciente. Satanás está situado en su propia presencia;
Dios es omnipresente. Satanás es finito; Dios es infinito. La lista podría continuar. Pero a
partir de la Escritura queda claro que Satanás no es una fuerza última en ningún sentido.
No estamos condenados a un conflicto último sin esperanza de resolución. El mensaje de la
Escritura es uno de victoria, una victoria absoluta, final y definitiva. Lo cierto no es nuestra
condenación, sino la de Satanás. Su cabeza ha sido aplastada por el talón de Cristo, quien es
el Alfa y la Omega.
Sobre todo sufrimiento y muerte se erige el Señor crucificado y resucitado. Él ha derrotado
al enemigo último de la vida. Él ha vencido el poder de la muerte. Él nos llama a morir, un
llamado a la obediencia en la transición final de la vida. Gracias a Cristo, la muerte no es
definitiva. Es el paso desde un mundo al otro.
Dios no siempre quiere la sanidad. Si lo hiciera, él sufriría una permanente frustración, al
ver que su voluntad es impedida constantemente por la muerte de los suyos. Él no quiso la
sanidad de Esteban de las heridas infligidas por las piedras que le arrojaron. Él no quiso la
sanidad de Moisés, de José, de David, de Pablo, de Agustín, de Martín Lutero, de Juan Calvino.
Todos ellos murieron en fe. La sanidad última llega a través de la muerte y después de la
muerte.
Los maestros aducen que hay sanidad en la expiación de Cristo. En efecto, así es. Jesús
cargó todos nuestros pecados en la cruz. No obstante, nadie está libre del pecado en esta vida.
Asimismo, nadie está libre de la enfermedad en esta vida. La sanidad que hay en la cruz es
real. Participamos de sus beneficios ahora, en esta vida. Pero la plenitud de la sanidad tanto
del pecado como de la enfermedad se lleva a cabo en el cielo. Todavía debemos morir en
nuestro momento asignado.
Dios ciertamente responde las oraciones y concede sanidad a nuestros cuerpos durante
esta vida. Pero incluso éstas sanidades son temporales. Jesús resucitó a Lázaro de los muertos.
Pero Lázaro volvió a morir. Jesús le dio la vista al ciego y la audición al sordo. A pesar de ello,
cada persona que Jesús sanó al final murió, pero porque Jesús la llamó a morir.
Cuando Dios pronuncia un llamado para nosotros, siempre es un llamamiento santo. La
vocación a morir es una vocación sagrada. Comprender este hecho es una de las lecciones
más importantes que un cristiano puede llegar a aprender. Cuando llega la llamada, podemos
responder de muchas formas. Podemos enojarnos, amargarnos, o aterrarnos. Pero si vemos
que es un llamado de Dios y no una amenaza de Satanás, estamos mucho más preparados
para afrontar sus dificultades.

EL FINAL DE LA CARRERA
Jamás olvidaré las últimas palabras que me dijo mi padre. Estábamos sentados juntos en el
sofá del living room. Su cuerpo estaba devastado por causa de tres derrames cerebrales. Un
lado de su cara estaba distorsionado por la parálisis. Su ojo y su labio izquierdos caían sin
control. Él me habló con un pesado balbuceo. Costaba entender sus palabras, pero el
significado era evidente. Él pronunció estas palabras: “He peleado la buena batalla, he
acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).
Estas fueron las últimas palabras que él me habló. Horas más tarde, sufrió su cuarta
hemorragia cerebral. Yo lo encontré desvanecido en el piso, con un hilo de sangre cayendo por
el borde de su boca. Él estaba en coma. Por misericordia, murió un día y medio después sin
recobrar la conciencia.
Las últimas palabras que me dijo fueron heroicas. Mis últimas palabras para él fueron
cobardes. Yo protesté contra sus palabras premonitorias. Le dije con aspereza: “No digas eso,
papá”.
He dicho muchas cosas en mi vida que desesperadamente desearía no haber dicho, pero
ninguna de mis palabras me causa tanta vergüenza ahora como aquellas. Pero las palabras no
pueden ser devueltas más de lo que puede una flecha fugaz cuando la cuerda del arco la ha
disparado de lleno.
Mis palabras fueron una reprimenda a mi padre. Yo me rehusaba a permitirle la dignidad
de un testimonio final para mí. Él sabía que se moría. Yo rehusaba aceptar lo que él ya había
aceptado de buena gana.
Yo tenía diecisiete años. Yo no sabía nada del asunto de morirse. No era un año muy bueno.
Yo vi a mi padre morir de a poco en un periodo de tres años. Nunca lo oí quejarse. Nunca lo oí
protestar. Él se sentaba en la misma silla día tras día, semana tras semana, año tras año. Él
leía la Biblia con una enorme lupa. Yo era ciego a las ansiedades que deben haberlo inundado.
Él no podía trabajar, así que no había ingresos, y no teníamos seguro de incapacidad. Ahí se
sentaba, esperando morir, viendo cómo los ahorros de su vida se esfumaban junto con la vida
misma.
Yo estaba enojado con Dios. Mi padre no estaba enojado con nadie. Él vivió sus últimos días
fiel a su vocación. Él peleó la buena batalla. Una buena batalla es una que se pelea sin
hostilidad, sin amargura, sin autocompasión. Yo nunca había estado en una batalla así.
Mi padre acabó la carrera. Yo ni siquiera estaba en la partida. Él corrió la carrera que Dios
lo había llamado a correr. Él corrió hasta que sus piernas desfallecieron. Pero de alguna forma
siguió avanzando. Cuando ya no podía caminar, todavía estaba a la mesa para cenar cada
noche. Él me pedía que le ayudara. Era un ritual diario. Cada noche, yo iba a su habitación,
donde él estaba sentado en la misma silla. Yo me inclinaba hacia atrás, dándole la espalda
para que él pudiera colgarse de mi cuello y mis hombros. Yo sujetaba sus dos muñecas y me
ponía de pie, y así lo levantaba de la silla. Luego lo arrastraba a la mesa del comedor. Él acabó
la carrera. Mi único consuelo es que pude ayudarlo. Estuve con él al cruzar la meta.
Yo lo cargué una última vez. Cuando lo encontré inconsciente en el piso, de alguna forma
conseguí llevarlo a la cama donde murió. En ese trayecto, él no pudo ayudarme a cargarlo. No
pudo poner sus brazos alrededor de mi cuello. Se necesitó esfuerzo mezclado con adrenalina
para llevarlo desde el piso a la cama. Pero tenía que llevarlo allí. Para mí era impensable que
muriera en el piso.
Cuando mi padre murió, yo no era cristiano. La fe estaba más allá de mi experiencia y mi
comprensión. Cuando mi padre dijo “he guardado la fe”, yo no percibí el peso de sus palabras.
Yo las evadí. Yo no tenía idea de que él estaba citando el mensaje final de Pablo a su amado
discípulo Timoteo. El elocuente testimonio de mi padre se desperdició en mí en ese momento.
Pero ahora no. Ahora entiendo. Ahora quiero perseverar como perseveró mi padre. Quiero
correr la carrera y acabar el recorrido como él hizo antes de mí. Yo no deseo sufrir como
sufrió él, pero quiero guardar la fe como él la guardó.
Si algo me enseñó mi padre, es a morir. Los hechos que acabo de describir dejaron en mí
una huella indeleble. Durante años, después de la muerte de mi padre, tuve una pesadilla
recurrente. El sueño tenía una intensidad vívida. Yo veía a mi padre vivo nuevamente. Así, el
comienzo del sueño era emocionante. En mi ensueño, lo imposible se hacía realidad. ¡Él
estaba vivo!
Pero mi alegría se convertía rápidamente en desesperación cuando percibía plenamente su
apariencia en el sueño. Él estaba discapacitado y paralizado. Él se estaba muriendo
irremediablemente. La escena nunca era la de un padre sano y jovial, sino la de un padre
atrapado en los lazos de la muerte.
Cada vez que tenía esa pesadilla, despertaba sudando con una sensación enfermiza y vacía
en la boca del estómago. Solo cuando estudié la Escritura descubrí que la muerte no es así.
Solo cuando descubrí el contenido de la fe cristiana la pesadilla finalmente cesó.

EL PASO POR EL VALLE DE SOMBRA DE MUERTE


Cuando Dios nos da una vocación a morir, él nos envía a una misión. El recorrido puede ser
aterrador. Es una carrera de obstáculos con fosas en el camino. Nos cuestionamos si
tendremos el valor de abrirnos paso hasta la meta, porque el sendero nos lleva a través del
valle de la sombra.
El valle de la sombra de muerte es un valle donde los rayos del sol a menudo parecen estar
bloqueados. Al acercarse a él uno tiembla. Preferiríamos darle la vuelta, buscar un rodeo
seguro. Pero los hombres y mujeres de fe pueden entrar en ese valle sin temor. David nos dijo
de qué manera: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú
estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (Salmo 23:4 RV95).
David era un pastor. En este salmo, David se pone en el lado de las ovejas. Él se veía a sí
mismo como un cordero al cuidado del Gran Pastor. Él entró al valle sin temor por una razón
primordial: el Pastor iba con él. Él se entregó al cuidado y la protección del Pastor.
El cordero encontró solaz en las armas del Pastor: la vara y el cayado. El antiguo pastor iba
armado. Podía usar el gancho de su vara para rescatar un cordero caído en un precipicio.
Podía blandir su vara contra bestias hostiles que intentaran devorar a sus ovejas. Sin el pastor,
las ovejas habrían quedado indefensas en el valle sombrío. Pero en tanto que el pastor estaba
presente, las ovejas no tenían nada que temer.
Si un oso o un león atacaban y mataban al pastor, las ovejas se dispersaban. Quedaban
expuestas a las garras del león. Si el pastor caía, todo estaba perdido para las ovejas.
Pero nosotros tenemos un Pastor que no puede caer y que no abandonará a su rebaño a la
primera señal de problemas. Nuestro Pastor está armado con fuerza omnipotente. El valle de
las sombras no es una amenaza para él. Él es el Señor del valle.
La confianza de David estaba arraigada en la absoluta certeza de la presencia de Dios. Él
entendía que con una vocación divina viene la ayuda divina y la promesa absoluta de la
presencia divina. Dios no nos enviará a donde él mismo rehúse ir.
Mi mejor amigo en la universidad y en el seminario fue un hombre llamado Don McClure.
Don era el hijo de misioneros pioneros. Él había crecido en el remoto interior de África. Don
había descubierto personalmente varias tribus de nativos primitivos; él era el primer hombre
blanco que ellos habían visto. Él había matado cobras escupidoras en su dormitorio. Él había
tenido un encuentro cercano con un cocodrilo que literalmente había saltado a su pequeña
canoa con él. Había sido rescatado por su padre en el último momento cuando estaba rodeado
de una hambrienta manada de leones.
Yo guardo en mi Biblia el recorte de un diario que informa el martirio del padre de Don.
Don y su padre estaban acampados en una zona remota de Etiopía. Durante la noche, fueron
despertados por el ataque sorpresa de guerrilleros comunistas. Don y su padre fueron
capturados y arrastrados delante de un pelotón de fusilamiento. Don permaneció junto a su
padre cuando los guerrilleros abrieron fuego. Primero le dispararon al padre de Don,
matándolo instantáneamente. Don oyó el tiro y vio la llama del rifle que lo apuntaba a dos
metros de distancia. Él cayó junto a su padre, pasmado al darse cuenta de que seguía vivo.
En la confusión de la noche, los guerrilleros huyeron tan de prisa como habían aparecido.
Don abrazó el suelo, fingiendo estar muerto hasta que todo se calmó. Solo había sufrido
heridas superficiales, aunque estaba cubierto de quemaduras por la pólvora. Luchando con el
impulso de huir, Don se quedó el tiempo suficiente para cavar una pequeña tumba con sus
propias manos. Ahí entregó el cuerpo de su padre a la tierra.
Yo llamaba a Don “Tarzán”, porque su vida evocaba las leyendas de Johnny Weissmuller. Él
era (hasta el día de hoy) la persona más intrépida que he conocido. Si yo estuviera atrapado
en una trinchera detrás de la línea enemiga en combate, querría que Don McClure estuviese
conmigo. Yo estaría orgulloso de tenerlo a mi lado en el valle de la sombra. Pero tengo a
alguien mayor que Don, quien promete ir conmigo por ese valle.
Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza en tiempos de adversidad. Su promesa no solo
es que él irá con nosotros por el valle. Más importante aun es su promesa de lo que espera al
otro lado del valle. Dios promete ir con nosotros durante todo el viaje a fin de guiarnos a lo
que hay más allá. El valle de sombra de muerte no es un cañón cerrado. Es un pasaje a un país
mejor. El valle conduce a la vida, vida mucho más abundante que todo lo que podamos
imaginar. El objetivo de la vocación de la muerte es el mismo cielo. Pero no hay camino al cielo
excepto a través de este valle.
David también entendía esto. Aunque él vivió antes de Cristo, antes de la resurrección,
antes de la revelación de la gloria del Nuevo Testamento, con todo, Dios no había estado del
todo callado respecto a este asunto. Ya estaba la esperanza del “seno de Abraham” (Lucas
16:22).
David confesó su fe en esta materia: “¡Yo estoy seguro, Señor, que he de ver tu bondad en
esta tierra de los vivientes!” (Salmo 27:13).
El Dios de Abraham, Isaac, y Jacob es el Dios de los vivientes. El Dios de David es el Dios
de los vivientes. El Dios de Jesús es el Dios de los vivientes. Hay vida más allá de la sombra de
muerte.
Tanto mi amigo como mi padre corrieron una carrera porque Dios los llamó a correr la
carrera. Ellos acabaron el recorrido porque Dios estuvo con ellos en cada obstáculo. Ellos
guardaron la fe porque él los guardó a ellos.
Éste fue un poderoso legado. Es el legado que el Cristo resucitado les da a todas sus ovejas.
CAPÍTULO SEIS
MORIR EN FE

La cuestión que nos inquieta acerca de la muerte no es si moriremos. Hay un chiste macabro
que dice que solo dos cosas son ciertas en la vida: la muerte y los impuestos. Pero algunas
personas se las arreglan para evitar o evadir los impuestos. La única forma en que podríamos
evitar la muerte es permanecer vivos hasta el regreso de Cristo.
Yo simplemente tuve que cambiar las palabras de la oración anterior. Al principio había
escrito lo siguiente: “La única forma en que podríamos evitar la muerte es estar vivos al
regreso de Cristo”. Cambié las palabras porque mi oración original era cuando menos confusa,
y en el peor de los casos, hereje. El Nuevo Testamento nos asegura que todos los que están en
Cristo ciertamente estarán vivos en su venida. Si morimos antes de su regreso, seremos
levantados para presenciar su regreso glorioso:

Hermanos, no queremos que ustedes se queden sin saber lo que pasará con los que
ya han muerto, ni que se pongan tristes, como los que no tienen esperanza. Así como
creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios levantará con Jesús a los que
murieron en él. Les decimos esto como una enseñanza del Señor: Nosotros, los que
vivimos, los que habremos quedado hasta que el Señor venga, no nos adelantaremos
a los que murieron, sino que el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando,
con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán
primero. Luego nosotros, los que aún vivamos y hayamos quedado, seremos
arrebatados juntamente con ellos en las nubes, para recibir en el aire al Señor, y así
estaremos con el Señor siempre. Por lo tanto, anímense unos a otros con estas
palabras (1 Tesalonicenses 4:13-18).

Aquí, el apóstol Pablo hace una vívida descripción de lo que popularmente se denomina el
rapto de los santos. Ningún cristiano se perderá el rapto. Aquellos que permanezcan vivos
hasta que esto suceda no tendrán ventaja sobre los que ya han muerto. Los muertos en Cristo
serán resucitados para este acontecimiento.
Recuerdo que cuando era niño tenía que irme a la cama antes del espectáculo de fuegos
artificiales del Día de la Independencia. Yo no quería irme a dormir por temor a perderme
toda la entretención. Mis padres vencían mi ansiedad prometiéndome que me despertarían a
tiempo para ver los fuegos artificiales. Ellos cumplían su promesa.
Ninguno de nosotros vio el nacimiento de Cristo. Nos perdimos su impresionante exhibición
de milagros durante su ministerio en la tierra. Asimismo, no hay nadie vivo que haya
contemplado la agonía de Cristo sobre la cruz. Ninguno de nosotros fue testigo ocular de su
gloriosa resurrección y ascensión al cielo. Pero ningún cristiano estará durmiendo para la
segunda venida de Cristo. Aunque no vimos su primera venida, todos seremos testigos
presenciales de su regreso. El clímax de la exaltación de Jesús será visto por cada creyente.
Dios levantará a los muertos para asegurarse que todo ojo contemple su triunfante retorno.
Este suceso comprende el único “si” acerca de nuestra muerte.

LA GRAN DIFERENCIA: MORIR EN FE O EN PECADO


Tenemos muchas interrogantes acerca de nuestra propia muerte. Nos preguntamos dónde
moriremos. Especulamos cuándo moriremos. Nos cuestionamos por qué moriremos. La
principal preocupación de la Escritura, sin embargo, es cómo moriremos. Esta es la gran
pregunta, la pregunta cargada de significación.
Una vez recibí una nota de mi mentor teológico, el Dr. John Gerstner. En dicha nota, me
comunicaba la noticia de que un amigo en común había sucumbido al cáncer. Las sencillas
pero penetrantes palabras eran las siguientes: “Tom Graham murió en fe”. Esas cinco palabras
me decían mucho. Gerstner estaba diciendo que Tom había muerto como cristiano. Tom
permaneció fiel hasta el final.
La Escritura tiene mucho que decir acerca de cómo morimos. No, la Biblia no trata de las
causas específicas de muerte. Sabemos que podemos morir de cáncer, de un ataque al
corazón, por estrangulación, por una herida de bala, o un sinnúmero de otras causas mortales.
Pero estas posibles causas de muerte biológica no son la principal preocupación de la
Escritura.
Cuando la Escritura habla del cómo de la muerte, se enfoca en la condición espiritual de la
persona al momento de morir. En este caso, vemos que el “cómo” de la muerte se reduce a
solo dos posibilidades. O morimos en fe, o morimos en nuestros pecados:

Hijo de hombre, yo he puesto al pueblo de Israel bajo tu cuidado. Así que tú oirás lo
que yo te diga, y tú los amonestarás de mi parte. Si yo le digo al impío: “Estás
sentenciado a morir”, y tú no lo amonestas para que sepa que va por mal camino, ni
le hablas para que pueda seguir con vida, el impío morirá por causa de su maldad,
pero yo te pediré a ti cuentas de su sangre. Pero si tú amonestas al impío, y él no se
aparta de su impiedad y mal camino, morirá por causa de su maldad, pero tú te
habrás librado de morir. Ahora bien, si el justo se aparta de su justicia y hace lo
malo, y yo pongo delante de él un tropiezo, él morirá porque tú no lo amonestaste y
por causa de su pecado, y yo no tomaré en cuenta todos sus actos de justicia, pero a
ti te pediré cuentas de su sangre. Pero si amonestas al justo para que no peque, y
éste no peca, ciertamente vivirá por haber sido amonestado, y tú te habrás librado
de morir (Ezequiel 3:17-19).

Lo que Ezequiel declaró en el Antiguo Testamento, Jesús lo reafirmó en el Nuevo


Testamento: “Por eso les dije que morirán en sus pecados; porque si ustedes no creen que yo
soy, en sus pecados morirán” (Juan 8:24).
A veces pensamos que lo peor que le puede ocurrir a una persona es morir. Ese no es el
mensaje de Jesús. Según Cristo, lo peor que podría ocurrirnos es morir en nuestros pecados.
Este es el mensaje bíblico tan ampliamente ignorado en nuestro tiempo. Nos gusta creer
que cada persona que muere se va automáticamente al cielo. Asumimos que el único boleto
requerido para entrar al reino de Dios es la muerte. La advertencia que exige Ezequiel es
ignorada porque no creemos que sea necesaria.

LA NECESIDAD DE PALABRAS DE ADVERTENCIA


Una vez tuve la oportunidad de hablar con Billy Graham. Durante nuestra conversación, yo le
mencioné una experiencia que tuve cuando estudiaba en la universidad. Yo recordé que estaba
parado frente a un televisor en el dormitorio de varones, a fines de la década de 1950.
Algunos de nosotros nos habíamos reunido a ver un programa de televisión en el que iban a
entrevistar a Billy Graham.
Cuando el presentador entrevistó al Dr. Graham, trató de mantener la entrevista relajada y
humorística. Hizo bromas acerca del estado de su propia alma. El Dr. Graham conservó su
aplomo y, con dignidad y gracia, le dijo al presentador de la televisión nacional que necesitaba
a Cristo.
Treinta años después, yo le pregunté al Dr. Graham acerca de este suceso. Él respondió
que se había mantenido en contacto con el presentador y le recordó su necesidad de Cristo. Al
Dr. Graham realmente le preocupaba aquel hombre y no quería que muriera en sus pecados.
Hablarle de su necesidad de un Salvador a una persona que agoniza no es tarea fácil. Lo
último que queremos hacerle a una persona en tal condición es importunarla de algún modo o
hacerla sentir incómoda. Pensamos naturalmente que es un acto de amabilidad humana no
discutir tales asuntos.
Pero Dios nos manda que le hablemos al moribundo acerca de su necesidad de un Salvador.
Ezequiel lo deja totalmente claro. Si amamos a las personas, les advertiremos sobre las
consecuencias de morir en sus pecados.
Recordemos las quejas que Jeremías le presentó a Dios. Jeremías estaba molesto porque
Dios lo había llamado a darles a las personas una advertencia que ellas no querían oír. Para
empeorar la situación de Jeremías, su ministerio se estaba debilitando por causa de falsos
profetas que eran muy populares porque le decían a la gente lo que ésta quería oír. Ellos
declaraban “paz, paz” cuando no había paz (Jeremías 8:11).
Hablando en nombre de Dios, Jeremías declaró: “Así ha dicho el Señor de los ejércitos: ‘No
hagan caso de las palabras que los profetas les anuncian. Sólo alimentan en ustedes vanas
esperanzas. Sus visiones nacen de su propio corazón, y no de mis labios. Se atreven a decir a
los que me desprecian, que yo he dicho que tendrán paz; y a todos los que siguen a su
obstinado corazón, les dicen que no les sobrevendrá ningún mal’” (Jeremías 23:16-17).
El mensaje de los falsos profetas solo servía para curar por encima los dolores de la gente
(Jeremías 8:11 NVI). Las falsas palabras de consuelo son como poner una tirita sobre una
herida en carne viva. En el mejor de los casos la curación es por encima. Los falsos profetas
estaban dando una tosca forma de alivio superficial en lugar del auténtico bálsamo de Galaad.
La gran mentira es la que sostiene que no hay un juicio final. No obstante, si algo enseñó
Jesús de Nazaret, él enseñó enfáticamente que habría un juicio final. No estamos respetando a
Jesús como maestro si ignoramos su instrucción sobre este asunto. Consideremos estas
palabras de Cristo:

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, con todos sus ángeles, se sentará en
su trono glorioso. Todas las naciones se reunirán delante de él, y él separará a unos
de otros, como separa el pastor las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su
derecha, y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su
derecha: ‘Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el
reino preparado para ustedes desde la creación del mundo’… Luego dirá a los que
estén a su izquierda: ‘Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el
diablo y sus ángeles’… Aquéllos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna
(Mateo 25:31-46 NVI).

Aquí, Jesús pronunció serias palabras de advertencia. Aquellos que mueran en sus pecados
serán separados; ellos serán contados con las cabras.
Jesús amplió esta advertencia en otro lugar. Él advirtió que “no hay nada oculto que no
llegue a manifestarse, ni hay nada escondido que no haya de ser conocido y de salir a la luz”
(Lucas 8:17). Él también dijo: “Porque no hay nada encubierto que no haya de ser
manifestado, ni nada oculto que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que ustedes digan en la
oscuridad, se oirá a plena luz, y lo que ustedes musiten en la alcoba, se dará a conocer desde
las azoteas” (Lucas 12:2-3).
Jesús advirtió que vendrá un día cuando todos los secretos se darán a conocer. Ese será el
final de todas las tapaderas de este mundo. Se abrirán todos los armarios y los cadáveres
quedarán a plena vista. Los pecados de todos nosotros quedarán al descubierto, a menos que
estemos “cubiertos” con el manto de la justicia de Cristo.
Este futuro día de desnudez es un día en el que aquellos que mueran en sus pecados
“comenzarán a pedir a los montes: ‘¡Caigan sobre nosotros!’ Y dirán a las colinas: ‘¡Cúbrannos
por completo!’” (Lucas 23:30).

HUIR DE LA IRA VENIDERA


El Nuevo Testamento describe a Jesús como “Salvador”. El nombre Jesús fue anunciado por el
arcángel Gabriel cuando visitó a María. Un mensaje angelical a José confirmó su nombre:
“María tendrá un hijo, a quien pondrás por nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de
sus pecados” (Mateo 1:21).
La salvación de la que habla la Biblia tiene un objetivo específico. El término salvación en
general puede usarse para muchas cosas. Cualquier tipo de rescate de algún peligro o
calamidad pude llamarse salvación. En términos bíblicos, una persona puede ser salva de una
enfermedad o de un desastre financiero. Si algún ejército escapa de la derrota en batalla,
experimenta la salvación.
Pero la salvación llevada a cabo por Jesús no es de este tipo. Ésta es específica. Jesús nos
salva “de la ira venidera” (1 Tesalonicenses 1:10).
La predicación de Juan el Bautista subrayó esta advertencia acerca del futuro. Juan les
habló con aspereza a los fariseos y los saduceos, el clero de su tiempo, diciendo: “¿Quién les
enseñó a huir de la ira venidera?” (Mateo 3:7). La advertencia hecha al Israel del siglo I es la
misma advertencia que tan desgraciadamente se ignora en nuestros días.
Una vez oí sin querer una conversación entre dos hombres. Ellos estaban discutiendo sobre
el sermón que había predicado un ministro invitado en una iglesia presbiteriana. El primero
preguntó: “¿Qué tal estuvo el pastor el domingo?” El otro hombre respondió: “Era un
predicador anticuado. Predicó sobre fuego y azufre”.
Lo que calificaba al predicador de “anticuado” era que predicaba sobre el juicio final. El
concepto del juicio se consideraba obsoleto. Este no es un punto de vista inusual. Hablar de un
juicio final en nuestra cultura está pasado de moda.
Estoy seguro de que en los días de Jesús se daban conversaciones similares. Seguramente
algunos de los que escuchaban la predicación de Juan el Bautista y de Jesús los llamaban
“anticuados”. Quizá la gente decía algo así: “Bah, estos tipos son anticuados. Hablan como los
profetas del Antiguo Testamento”.
Es extraño que con tanta rapidez desechemos cualquier mención de un juicio final por
“anticuada”. Es especialmente extraño que ello ocurra en una época y una cultura que está
tan preocupada por la justicia. Hemos trabajado por la justicia civil, la justicia social, y por la
justicia internacional. Aun así, vemos lo que el filósofo Immanuel Kant observó tan
agudamente: la justicia no siempre prevalece en este mundo.
El Dios de la Biblia es un Dios de justicia. Su propio carácter es justo. Por lo tanto, si Dios
no corrigiera las injusticias de este mundo, que dejara la balanza de la justicia perpetuamente
desequilibrada, le significaría comprometer su propia integridad. Esto es precisamente lo que
él rehúsa hacer. Él promete una justicia última.

JUSTICIA FINAL Y JUICIO FINAL


El Juez de toda la tierra no puede llevar a cabo la justicia final sin un juicio final. Él insiste en
que todos los seres humanos serán responsables de sus acciones. Si en última instancia no
tenemos que rendir cuentas, entonces la única conclusión a la que podemos llegar es que en
última instancia no contamos para nada. El resultado final sería que después de todo no
importa cómo vivamos nuestras vidas. Pero todos sabemos que sí importa cómo viven las
personas. A mí me importa cómo me trata la gente. A ti te importa cómo te tratan a ti.
Cada uno de nosotros ha sido víctima de injusticia en algún momento u otro. Asimismo,
cada uno de nosotros ha cometido injusticias con otras personas. La razón por la que
padecemos y cometemos tal injusticia es que, como pecadores, somos personas injustas.
El dilema que enfrentamos es éste: Dios es justo. Nosotros somos injustos. Éste es el peor
dilema que un ser humano puede enfrentar. Que una persona enfrente la justicia impartida en
nuestro sistema de derecho penal es una cosa. Comparecer ante el tribunal de Dios es otra
distinta. Con David clamamos: “Señor, si te fijaras en nuestros pecados, ¿quién podría
sostenerse en tu presencia?” (Salmo 130:3). La pregunta de David es de naturaleza retórica.
La respuesta es obvia: nadie podrá sostenerse.
La cuestión central del cristianismo es la justificación. Ésta enfrenta directamente el
dilema. La única forma en que una persona injusta puede sostenerse en la presencia de un
Dios justo y santo es que sea justificada. Si permanecemos injustificados, morimos en nuestros
pecados.
La única forma en que podemos ser justificados es mediante la justicia de Cristo. Solo él
tiene los méritos necesarios para cubrirnos. Esa justicia se recibe por fe. Si confiamos en
Cristo, somos cubiertos por su justicia y somos justificados por la fe. Si no confiamos en
Cristo, compareceremos solos ante el juicio de Dios, como personas injustas ante un Dios
justo.
Quizá estés pensando: “Yo no soy una persona injusta. Nunca he matado a nadie. Nunca he
robado algo que no fuera mío”. En efecto, si eres perfectamente justo, no necesitas un
Salvador. Si nunca has quebrantado la ley de Dios, no tienes nada que temer de su juicio.
Sin embargo, sufrimos dos grandes engaños. El primer engaño es que somos lo bastante
buenos como para estar en la presencia de un Dios perfectamente justo. Es un engaño, porque
cada uno de nosotros ha pecado. Tenemos que ser absolutamente libres de pecado y
perfectamente justos a fin de sostenernos delante de Dios. Nos engañamos en extremo si
pensamos que somos perfectos.
Solo unas pocas personas se engañan tanto como para creer que no tienen pecado. Este no
es el engaño que la mayoría de nosotros sufre. Es el segundo engaño el que atrapa a
muchísimos. El hecho de que Dios sea justo y nosotros injustos pareciera no complicarnos.
Abrigamos la esperanza de que como Dios es amoroso y compasivo, él va a hacernos un
espacio en el cielo aun si nunca nos arrepentimos de nuestros pecados ni asimos a Cristo
como Salvador. Pensamos que la fe no es una condición necesaria para la salvación.
Este engaño es un insulto a la misericordia de Dios. Es asumir que al crucificar a su Hijo
unigénito por nosotros, Dios no hizo lo suficiente. Es concluir que sus requisitos de fe y
confianza en el Salvador expiatorio son un tanto estrechos.
El autor de Hebreos se esforzó por advertir a sus lectores sobre las consecuencias que
conlleva el ignorar el acto expiatorio sacerdotal llevado a cabo por Jesús. Él planteó otra
pregunta retórica: “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?
Esta salvación fue anunciada primeramente por el Señor, y los que la oyeron nos la
confirmaron” (Hebreos 2:3).
A esta advertencia le siguen más amonestaciones: “Hermanos, cuiden de que no haya entre
ustedes ningún corazón pecaminoso e incrédulo, que los lleve a apartarse del Dios vivo. Más
bien, anímense unos a otros día tras día, mientras se diga ‘hoy’, para que el engaño del
pecado no endurezca a nadie… ¿Y a quiénes les juró que no entrarían en su reposo, sino a
aquellos que desobedecieron? Como podemos ver, no pudieron entrar por causa de su
incredulidad” (Hebreos 3:12-13, 18-19).
Yo no sé en qué momento estás leyendo este libro. No tengo forma de saber qué fecha
señala el calendario. Pero cualquiera sea el día de la semana o del mes, una cosa es segura:
estás leyendo estas palabras hoy. Observamos que la amonestación de Hebreos es para hoy. Si
nuestra indiferencia continúa hasta mañana, puede que sea demasiado tarde.
La advertencia de la Escritura subraya que en tanto que demoramos el arrepentimiento y la
fe, corremos el riesgo de ser “endurecidos” mediante el engaño del pecado. Hemos oído la
predicación del evangelio tan a menudo que podemos volvernos insensibles a él. Nuestro
corazón puede calcificarse; nuestra conciencia puede cauterizarse. Así es como actúa el
pecado. Primero nos excusamos y buscamos todo tipo de justificativos. Finalmente nos
engañamos cayendo en el pensamiento de que la fe y el arrepentimiento no son necesarios.

LA NECESIDAD DE NO TARDARSE
Dios dice que el arrepentimiento y la fe son necesarios, absolutamente necesarios. Hebreos
declara que Dios es tan serio sobre este asunto que juró no dejar que los desobedientes entren
en su reposo. Jamás se ha pronunciado un juramento tan sagrado. Es el peor de los engaños
siquiera abrigar la posibilidad de que quizá Dios no cumpla su palabra.
El autor de Hebreos concluye diciendo: “Como podemos ver, no pudieron entrar por causa
de su incredulidad” (Hebreos 3:19). Si una persona permanece en la incredulidad,
sencillamente no es posible que entre en el reposo de Dios. La incredulidad es una barrera
para entrar al cielo.
Como podemos ver, entonces, solo existen dos formas de morir. Podemos morir en fe, o
podemos morir en nuestros pecados.
Mucha gente se aferra a la esperanza de una segunda oportunidad después de la muerte.
La Iglesia Católica Romana alimenta esta esperanza con la doctrina del purgatorio. El
purgatorio es un lugar de “purgamiento” para aquellos que necesitan alguna limpieza antes de
entrar al cielo. En consecuencia, se dicen misas y ofrecen oraciones por los muertos. (Es una
enseñanza católica romana oficial que aquellos que están en el purgatorio son cristianos
bautizados que al final entrarán al cielo. Sin embargo, al parecer en la imaginación popular de
muchos católicos y otros el purgatorio es donde a los pecadores se les da una segunda
oportunidad para enmendar sus caminos y dirigirse al cielo.)
Si alguna vez se inventó una doctrina para satisfacer las necesidades de una humanidad
aterrada, ésa es la doctrina del purgatorio. Pero la Escritura no ofrece un atisbo de evidencia
que respalde esa idea. Al contrario, la Escritura se concentra con urgencia en la necesidad de
arrepentirse antes de morir. Una vez más, el autor de Hebreos declara: “Está establecido que
los hombres mueran una sola vez, y después venga el juicio” (Hebreos 9:27).
Recuerdo con mucho afecto a mi tío que vivía en nuestra casa cuando yo era niño. Él era un
hombre rudo con abultados músculos y una boca profana. Recuerdo claramente que siempre
parecía que él tenía una visible capa negra de grasa sólida bajo las uñas. Mi tío no tenía
tiempo para la religión o la iglesia. Él pensaba que la religión era para debiluchos.
Cuando yo anuncié que me iba al seminario para prepararme para el ministerio, a mi tío
casi le dio una apoplejía. Él se reía de mí constantemente. Hacía bromas con que pronto yo iba
a usar mi cuello al revés y andaría con una camisa negra.
Poco después de mi ordenación, mi tío contrajo una enfermedad terminal. Alrededor de una
semana antes de morir, yo lo visité en su habitación. Él se estaba muriendo y lo sabía. Ahora
no hubo bromas. Él estaba seriamente preocupado por el lugar a donde iba. Él me dijo “no
estoy listo para irme”.
Hablamos acerca de Cristo. Mi tío hizo una seria profesión de fe. Él arregló cuentas entre
él y Dios. Él murió en fe.
Tal como Dios juró que el impenitente no entraría en su reposo, así también juró que
aquellos que se arrepienten y creen en Cristo sí entrarán en su reposo. Una vez más, el autor
de Hebreos explicó: “Por eso, temamos a Dios mientras tengamos todavía la promesa de
entrar en su reposo, no sea que alguno de ustedes parezca haberse quedado atrás… Pero los
que creímos hemos entrado en el reposo” (Hebreos 4:1, 3a).
Hebreos 4 concluye con estas palabras:

Por lo tanto, y ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que
traspasó los cielos, retengamos nuestra profesión de fe. Porque no tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue
tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Por tanto,
acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y
hallar gracia para cuando necesitemos ayuda (Hebreos 4:14-16).
Si morimos en fe, nos unimos a una gran asamblea de aquellos que han partido antes que
nosotros. Hebreos proporciona una letanía de los héroes de la fe:

Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio más aceptable… Por la fe, Enoc traspuso
sin morir el umbral de la muerte… Por la fe, con mucho temor Noé construyó el arca
para salvar a su familia, cuando Dios le advirtió acerca de cosas que aún no se
veían… Por la fe, Abrahán obedeció cuando fue llamado, y salió sin saber a dónde
iba, y se dirigió al lugar que iba a recibir como herencia… Por la fe, Sara misma
recibió fuerzas para concebir… Por la fe, todos ellos murieron sin haber recibido lo
que se les había prometido, y sólo llegaron a ver esto a lo lejos; pero lo creyeron y lo
saludaron, pues reconocieron que eran extranjeros y peregrinos en esta tierra.
Porque los que dicen esto, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si
hubieran estado pensando en la patria de donde salieron, tiempo tenían para volver.
Pero ellos anhelaban una patria mejor, es decir, la patria celestial. Por eso Dios no se
avergüenza de llamarse su Dios; al contrario, les ha preparado una ciudad (Hebreos
11:4-11, 13-16).

Si morimos en fe, nos reuniremos con Abel, Noé, Abraham, y muchos otros que vivieron y
murieron en fe. Seremos contados entre aquellos de quienes Dios no se avergüenza de
llamarse su Dios. La ciudad que él ha preparado para ellos será nuestra también.
El resto de este libro se concentrará en dos principales inquietudes. La primera es, ¿hay un
cielo realmente? La segunda es, ¿cómo es el cielo?
PARTE DOS
Más allá de la muerte
CAPÍTULO SIETE
ESPECULACIONES SOBRE
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

Hace algunos años, visité a mi tía, quien había nacido en el 1900. Fue un momento de
reminiscencias, de nostalgia. Yo le hice todo tipo de preguntas acerca de nuestras raíces y la
historia familiar. Ella se acomodó en su mecedora y con ojos nublados habló de los viejos
tiempos. Mientras hablaba, ella llenó algunos vacíos en mi conocimiento sobre la vida de mi
padre y la de mis abuelos.
El punto alto de este recorrido por la historia fueron los relatos de mi tía sobre mi
bisabuelo, Charles Sproul (el origen de la “C” en mi propio nombre, Robert Charles). Él nació
en County Donegal, Irlanda, en 1824. Él llegó a Estados Unidos en 1843 sin zapatos, tras dejar
una choza con techo de paja y piso de lodo en el viejo país. Durante la Guerra Civil, él era el
Fogonero de Tercera Clase Sproul a bordo del U.S.S. Grampus en la Marina de la Unión. Él
luchó en la Batalla de Vicksburg. Murió en 1910 a los ochenta y seis años.
Esta conversación con mi tía ocurrió en el verano de 1987, 163 años después del
nacimiento de mi bisabuelo. Cuando murió Charles Sproul, había estado viviendo en la casa de
mi abuelo en Pittsburgh. Mi tía lo conoció diez años antes de que él muriera.
Fue una extraña sensación hablar con alguien que tenía recuerdos tan vívidos de una
persona que había nacido en 1824. Tanto tiempo, tanta historia ha transcurrido desde ese
entonces. Yo me preguntaba cómo sería si yo viviera hasta los ochenta y seis años y pudiera
contarles a mis bisnietos las historias que oí, de primera mano, de alguien que había conocido
a mi bisabuelo. Yo tendré ochenta y seis en el año 2025, así que tal conversación cubriría un
lapso de tiempo de más de dos siglos.
Cuando nació Charles Sproul, Estados Unidos solo tenía algunas décadas de edad. James
Monroe era presidente. Abraham Lincoln todavía era un adolescente. No había una línea
férrea transcontinental, ni automóviles, ni aviones, ni radio, ni televisión, ni siquiera una
bombilla eléctrica. El mundo ha cambiado.
Charles Sproul se ha ido. Su hijo, Robert, se casó con una joven que había subido por el Río
Ohio desde Ohio a Pittsburgh en un barco de vapor. Robert murió en 1945. Sus hijos, incluido
mi padre, murieron ambos en 1956.
Mi hijo nació en 1965. Su nombre, como el mío, es Robert. Él tiene dos hijos que continúan
el apellido de la familia. Si ellos tienen hijos, el apellido de la familia durará al menos otra
generación. Si no es así, desaparecerá.
La Biblia dice que “toda carne es como la hierba” (Isaías 40:6). Crece, pero luego se
marchita y muere.
Un hombre me preguntó una vez acerca de mis “objetivos de largo plazo”. Él dijo: “¿Qué
querría estar haciendo con su vida en cinco años? ¿En diez años?”. La pregunta me dio que
pensar. Para un adolescente, cinco años parecen una eternidad, pero a mí no podría
parecerme un periodo largo de tiempo.
Para mí, una pregunta más relevante es “¿qué estaré haciendo dentro de cien años?”.
Puede parecer una pregunta estúpida. Suena casi como la pregunta “¿qué estaba haciendo yo
hace cien años?”. Hace cien años yo no existía. Mi hermana no existía. Mi padre no existía. El
viejo Charles Sproul sí existía, y también su hijo, Robert. Pero ellos han partido, tal como yo ya
habré partido en cien años más.
Pocas personas, si es que alguna, que estén leyendo este libro estaban vivas hace cien
años. Casi con toda seguridad nadie que lea este libro estará vivo dentro de cien años.
¿O sí? ¿Tenemos un futuro que durará cien años y más?

LA BÚSQUEDA DEL CONOCIMIENTO SOBRE EL FUTURO


Doris Day tuvo una vez un éxito musical con la popular canción “Qué será, será (Whatever Will
Be, Will Be)”. La letra decía así:

Cuando yo era solo una niña
Le preguntaba a mi madre, ¿qué voy a ser?
¿Seré hermosa? ¿Seré rica?
Esto es lo que ella me decía:
La respuesta de la madre era vaga. Ella no tenía una bola de cristal. La única respuesta
que ella podía ofrecer era el estribillo: “Qué será, será. Lo que sea será, será”.
Nos preocupamos por el futuro precisamente porque no sabemos qué nos depara. La única
fuente confiable para un conocimiento absoluto del futuro proviene del Señor del futuro. Allí
donde Dios habla del futuro, tenemos razones seguras para tener esperanza. Allí donde él
guarda silencio, debemos desistir de indagar. El Antiguo Testamento abunda en severas
prohibiciones acompañadas de severas sanciones para aquellos que intentan ver más allá del
velo del tiempo por medios ilegítimos.
Pero la pregunta fundamental sobre nuestro futuro inquieta a cada alma humana. Job hizo
la pregunta de este modo: “Cuando el hombre muere, ¿acaso vuelve a vivir?” (Job 14:14).
Desde que la muerte invadió el Paraíso, la pregunta sobre la vida después de la muerte ha
sido primordial. Prácticamente cada cultura humana ha desarrollado alguna forma de
esperanza en la vida más allá de la tumba. Los antiguos egipcios depositaban objetos
preciosos en las tumbas de sus deudos con la esperanza de que dichos objetos les fueran
útiles en la otra vida. Los indios norteamericanos tenían su concepto de un dichoso territorio
de caza, mientras que los nórdicos tenían su esperanza en el Valhalla. Los judíos tenían su
sombrío concepto del Seol, y los griegos su visión del Hades en la sombra estigia.
La religión oriental responde con una visión de la reencarnación, popularizada por Shirley
MacLaine y otros. Esta idea, en distintas formas, ha sido propuesta desde los días de Platón.

ARGUMENTOS GRIEGOS PARA LA VIDA DESPUÉS DE LA


MUERTE
En el mundo antiguo, Platón (428-348 A. C.) llegó bajo la influencia de un grupo de filósofos
llamados los pitagóricos. Los pitagóricos son famosos por la significación mística que le
atribuían a los números. El fundador de la escuela, Pitágoras, desarrolló el famoso teorema de
Pitágoras que ocupa un lugar en la geometría moderna. Los pitagóricos también concibieron
la idea de la “transmigración del alma”, o reencarnación.
Su teoría descansaba en la premisa griega de que el alma humana es inmortal y eterna. En
efecto, el alma existe con anterioridad al cuerpo. Cuando una persona nace, un alma eterna es
temporalmente “atrapada” dentro de un cuerpo. El cuerpo es una especie de cárcel del alma.
Cuando finalmente el cuerpo muere, el alma se libera de su prisión. En distintas miradas de la
reencarnación, el alma luego se encarna nuevamente en un nuevo cuerpo. Además, el alma
migra. Podría reencarnarse en una forma de vida superior o en una inferior. Usualmente la
siguiente migración o encarnación está determinada por el nivel de virtud alcanzado en la
encarnación más reciente. La redención final sucede cuando el alma por fin se libera del ciclo
de encarnación y continúa como un espíritu incorpóreo, libre de la influencia limitante del
cuerpo físico. Platón básicamente aceptó estas premisas, añadiendo nuevas nociones
originales suyas.
Platón expuso sus especulaciones acerca de la vida después de la muerte en su famoso
diálogo Fedón. La escena ocurre en una celda ateniense, donde Sócrates espera la ejecución
por su “delito” de corromper la juventud de Atenas con sus penetrantes y desconcertantes
indagaciones filosóficas. Nos encontramos con Sócrates en sus horas finales mientras espera
al guardia que le traerá una infusión de cicuta. Sócrates está rodeado de sus amigos y
alumnos. (Platón está ausente debido a una enfermedad). Hay un agudo contraste de ánimos
entre la alegre disposición de Sócrates y la aterrada aprensión de sus amigos, quienes ya han
comenzado a hacer duelo.
Sócrates pasa sus últimas horas enseñando a sus alumnos acerca de los esperados gozos de
la vida después de la muerte. Él les dice a sus amigos: “Claro que yo hablo también de oídas
sobre esas cosas. Pero lo que he oído no tengo ningún reparo en decirlo. Además, tal vez es de
lo más conveniente para quien va a emigrar hacia allí ponerse a examinar y a relatar mitos
acerca del viaje hacia ese lugar, de qué clase suponemos que es. ¿Pues qué otra cosa podría
hacer uno en el tiempo que queda hasta la puesta del sol?”1.
Sócrates luego declara su confianza en una vida futura comenzando un extenso análisis
sobre el tema: “Ahora ya quiero daros a vosotros, mis jueces, la razón de por qué me resulta
lógico que un hombre que de verdad ha dedicado su vida a la filosofía en trance de morir
tenga valor y esté bien esperanzado de que allá va a obtener los mayores bienes, una vez que
muera”2.
A continuación, viene una elaborada y compleja “prueba” de la inmortalidad del alma.
Sócrates da un argumento a partir de los opuestos. Él especula acerca de la oposición
universal de todas las cosas, de que existe un proceso que observamos a diario en la
naturaleza por el cual las cosas son generadas por sus opuestos. El sueño va seguido de la
vigilia, que a su vez va inexorablemente seguida del sueño. Algo que se acrecienta solo puede
crecer después de ser menor. Aquello que sufre la disminución (volverse menor) solo puede
hacerlo después de ser mayor.
De igual modo, solo aquello que primero está vivo puede morir alguna vez. La vida produce
su opuesto: la muerte. Así, la muerte debe producir su opuesto, que es la vida.
Sócrates luego intenta probar que las almas de las personas existieron antes de que éstas
nacieran. Este argumento se apoya en la famosa teoría de la reminiscencia de Platón. En la
teoría de la reminiscencia, Platón intentaba probar (en este y otros diálogos, especialmente en
el Menón) que nacemos con ciertas ideas en nuestra mente que solo pueden haber venido de
un estado del alma preexistente. Nuestras ideas de la belleza, la bondad, la justicia, y la
santidad, por ejemplo, no se adquieren de la experiencia en esta vida sino que ya están
presentes al nacer. Todo el proceso que llamamos “aprendizaje” en realidad es meramente una
especie de estimulación de la memoria para recordar aquellas ideas que entendíamos con
mayor claridad en nuestra alma antes de que la negativa influencia de las pasiones corporales
las oscureciera al nacer.
Una vez que Sócrates prueba esta idea de la reminiscencia, y con ello la preexistencia del
alma, es fácil pasar a suponer la continuación de la existencia del alma después de la muerte
del cuerpo.
Uno de los alumnos de Sócrates, Cebes, sigue escéptico. Él le dice a su mentor: “Como si
estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencernos. O mejor, no es que estemos
temerosos, sino que probablemente hay en nosotros un niño que se atemoriza ante esas cosas.
Intenta, pues, persuadirlo de que no tema a la muerte como al coco”3.
Sócrates pasa a argumentar que el alma es una esencia espiritual. Él observa que, en
cuanto esencia espiritual, el alma no está hecha de materia, la cual tiene la posibilidad de
descomponerse y disolverse. En consecuencia, el alma no puede morir. Ésta es la respuesta de
Sócrates: “Examina, pues, Cebes —dijo—, si de todo lo dicho se nos deduce esto: Que el alma
es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre
idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano,
mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo. ¿Podemos decir
alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así?”4.

EL PROBLEMA DE LA CORRUPCIÓN
Pero hay una falla en el razonamiento de Sócrates. Después de reiterar el punto de que el
alma es inmutable, pasa a declarar que el alma de hecho es mutable en un punto. Tiene la
posibilidad de la corrupción moral. Él habla de la contaminación del alma que debe ser
limpiada a través de posteriores encarnaciones: “Por ejemplo, los que se han dedicado a
glotonerías, actos de lujuria, y a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es
verosímil que se encarnen en las estirpes de los asnos y las bestias de tal clase”5.
La especulación de Sócrates acerca de la reencarnación suena un poco graciosa para el
lector moderno (a pesar de Shirley MacLaine). Él habla de hombres que se vuelven lobos,
halcones, abejas, o avispas. (Aparentemente, debemos estar un poco atentos con las arañas de
jardín, no sea que pisemos a nuestros tatarabuelos).
El moderno despertar del interés por la reencarnación plantea algunas fascinantes
preguntas. ¿Por qué a tanta gente le atrae la idea de la reencarnación? Una respuesta simple
podría ser que la reencarnación al parecer nos ofrece una segunda oportunidad en la vida.
A menudo nos preguntamos qué pasaría si tuviéramos la oportunidad de vivir nuestra vida
una vez más. Nos preguntamos qué cambios haríamos. Nuestros sueños nos atormentan con
los “qué pasaría si” y los “podría haber sido” de la vida. Todos cargamos con cierto peso de
culpa no resuelta. Un segundo viaje por la vida ofrece la oportunidad de expiar nuestros
pecados, de enmendar las faltas y deficiencias de esta vida. La idea de repetidas
encarnaciones entraña la esperanza de progreso, la esperanza de elevarnos cada vez más alto
en nuestras aspiraciones o en nuestro desempeño moral.
Con todo, la reencarnación enfrenta una enorme dificultad que aquellos que adhieren a
esta creencia rara vez analizan. Es el problema de la continuidad de la conciencia.
Yo soy un ser humano consciente. Esa conciencia incluye un maravilloso elemento llamado
memoria. Yo recuerdo experiencias que tuve cuando era niño. El banco de mi memoria
almacena una especie de conocimiento de mi historia personal. Desde luego, algunas de estas
memorias son desagradables, mientras que otras son placenteras. Yo soy mi historia personal.
No soy simplemente lo que se da el caso que estoy haciendo, pensando o sintiendo en este
instante. Soy la misma personalidad humana que abrió juguetes la mañana de Navidad de
1943. Por cierto, ha habido cambios en mi cuerpo, en mi pensamiento, en mi yo desde 1943.
Estos cambios continúan según prosigue la vida. Pero hay una continuidad de la personalidad
desde el niño de 1943 hasta el adulto del presente.
Supongamos ahora que esta vida es mi tercera o cuarta o centésima encarnación. ¿Cuánto
puedo recordar de mis anteriores encarnaciones? En mi caso, la respuesta es simple: nada. No
tengo ningún recuerdo en absoluto de ninguna experiencia previa a mi nacimiento. Yo sé que
algunos han intentado probar mediante hipnosis y otros métodos que ellos efectivamente
poseen alguna vaga y profundamente enterrada memoria de una vida anterior. Estos
argumentos al parecer tienen que ver más con la imaginación que con la memoria genuina.
¿Recuerdas tú haber vivido en este mundo antes de que nacieras? Si no es así, entonces el
dilema es claro. ¿Qué valor puede tener la reencarnación si no hay un vínculo consciente entre
las vidas? Si no hay una continuidad de conciencia, si no hay memoria alguna, ¿cómo podemos
hablar de continuidad personal? Si yo sigo viviendo después de esta vida sin un vínculo de
conciencia personal, ¿seré realmente yo aquello que venga a continuación?
Toda esta especulación, que a algunos lectores puede parecerles extravagante, tiene su raíz
en un asunto de profunda importancia. Bajo el nivel de la discusión se esconde el problema del
alma contaminada y la cuestión de la justicia no resuelta.
Existe una preocupación entre las personas sensatas de que este mundo no siempre
imparte una justicia perfecta. Todos observamos que muy a menudo el justo sufre y el malvado
prospera. El mundo muestra largos dientes, colmillos y garras, y, contrario a Hollywood, el
débil pierde más a menudo de lo que gana.
La persistente pregunta sigue en pie: ¿por qué debería yo involucrarme en actos de caridad
y abnegación si la vida no garantiza justicia? De hecho, toda la cuestión de la conducta ética
se vuelve un pantano de incertidumbre. Como escribió el novelista ruso Fedor Dostoievski en
su obra Los hermanos Karamazov: “Si no hay Dios, todo está permitido”. Aquí él toca la
cuestión central: si no hay Dios, entonces no hay garantía de justicia última. Si no hay
garantía de justicia última, ¿por qué debería alguien actuar por obligación moral? ¿Por qué no
simplemente actuar por puro interés personal?

LA NECESIDAD DE UN “DEBER SER” EN EL MUNDO


En la vida diaria, no podemos hablar mucho tiempo sin usar palabras como debes, deberías, o
tienes que. A nuestros hijos les decimos “debes decir la verdad”. Ellos pueden responder “¿por
qué?”. ¿Qué podemos decir? Podemos apoyarnos en puras tácticas de poder diciendo “porque
yo lo digo”. Podríamos apelar a su interés personal diciendo “porque la honestidad es la mejor
política”. Pero incluso un niño se cuestiona si la honestidad es la mejor política si él acaba de
sacar galletas de la caja.
Cada vez que alguien dice “tú debes”, podríamos vernos tentados a responder con una de
dos típicas preguntas: “¿quién lo dice?”, o “¿por qué tendría que hacerlo?”. Estas preguntas
plantean la cuestión de la base o fundamento de la obligación moral. ¿Existe alguna razón
vinculante por la que alguien pueda llegar a decir “debes” acerca de algo?
En el idioma español, hay una diferencia crucial entre la oración “yo quiero hacer algo”, y
la oración “yo debo hacer algo”. Es la diferencia entre deseo y deber. Si deseo hacer lo que mi
deber requiere, no hay conflicto alguno. Si quiero hacer lo que debo hacer, mis decisiones son
fáciles. La lucha moral entra en escena cuando hay un conflicto entre deseo y deber. Es
cuando quiero hacer lo que no debo hacer, o no quiero hacer lo que debo hacer que siento las
punzadas de una conciencia turbada.
El término deber se utiliza de más de una forma. El filósofo alemán Immanuel Kant hizo
una distinción entre dos tipos de “deberes” o imperativos. Él distinguió entre un “imperativo
hipotético” y un “imperativo moral”.
Un imperativo hipotético refiere a un tipo de deber que implica seguir ciertos medios
necesarios para lograr ciertos fines deseados. Por ejemplo, si voy al trabajo en un día que
promete chubascos, puede que yo me diga “debo llevar mi paraguas”. Aquí no estoy hablando
de un deber moral. (A menos que yo implique una obligación moral de cuidar mi cuerpo, desde
luego). Más bien lo que tengo en mente es lo siguiente: si quiero permanecer seco, debo hacer
uso de los medios necesarios para lograr ese fin. Debo tener un paraguas para resguardarme
de la lluvia. Si quiero permanecer seco, entonces debo llevar el paraguas.
Consideremos otra ilustración. Supongamos que un hombre decide convertirse en un
ladrón. Este hombre desea convertirse en un ladrón exitoso. Él razona de este modo: “Si
quiero ser un ladrón exitoso, debo tomar precauciones para asegurarme de que no me atrapen
en el acto del robo”. Aquí el ladrón está pensando en términos de un imperativo hipotético. Si
estuviese pensando en términos de un imperativo moral, él se diría a sí mismo “no debo robar
en absoluto”.
Tan pronto como pasamos de lo hipotético a lo moral, entramos al ámbito del deber. El
deber implica la materia de la ética. Aquí el verbo deber indica una obligación moral. Significa
que lo que quiero hacer debe subordinarse a lo que debo hacer.
Todos experimentamos el conflicto entre deseo y deber. Todos sabemos que hay cosas que
deseamos hacer que no son correctas. Al menos sentimos el peso de semejante conflicto. Pero
supongamos que no existe eso que llamamos lo moralmente correcto. Supongamos que lo
bueno y lo malo son meras convenciones sociales, normas arbitrarias que ayudan a que la
sociedad marche sin sobresaltos. Supongamos que todos los imperativos son meramente
imperativos hipotéticos que nunca se convierten en imperativos morales. Entonces lo único
que importa es que los ladrones se cuiden de que los atrapen. El único mal que un ladrón
puede cometer es fallar en su intento de llevar a cabo un robo exitoso.
¿Qué tiene que ver todo esto con la vida más allá de la muerte? En una palabra, todo.
Si no existe cosa tal como lo bueno y lo malo, si no existe lo que llamamos obligación moral,
entonces no existe cosa tal como lo justo. Si no existe cosa tal como lo justo, entonces en
última instancia no existe cosa tal como la justicia. La justicia se vuelve un mero sentimiento.
Ella refiere a las preferencias de un individuo o un grupo. Si en una sociedad la mayoría
prefiere que el adulterio sea recompensado, entonces la justicia queda satisfecha cuando un
adúltero recibe un premio por su adulterio. Si en otra sociedad la mayoría prefiere que el
adulterio sea castigado, entonces la justicia queda satisfecha cuando el adúltero es
condenado. Pero en este esquema, no existe cosa tal como la justicia última, porque la
voluntad de un individuo o un grupo jamás puede servir de norma moral última para la
justicia. Solo puede revelar una preferencia.
Por otra parte, si existe cosa tal como lo bueno y lo malo, entonces podemos hablar de lo
realmente justo. Entonces la justicia puede definirse en términos de recompensas y castigos
distribuidos conforme a lo que es justo. Entonces el término deber está investido con el poder
de un imperativo moral real.
Kant y Dostoievski batallaban con esta pregunta: si no hay una justicia última, ¿puede
haber una base sólida para el deber moral? Si no existe una justicia última, ¿para qué
preocuparse entonces por ser justo? Si llevamos esto un poco más lejos, podemos decir que si
mis decisiones morales no cuentan, entonces yo no cuento. Si en última instancia mis acciones
no cuentan, entonces en última instancia mi vida no cuenta.
Es por eso que Kant vio que la vida sin obligación moral es una vida sin sentido. Ah, desde
luego, nosotros podemos atribuirle sentido a nuestra vida basados en preferencias y
sentimientos personales. Pero eso es lo único que tenemos, un deseo sentimental de que
nuestra vida tenga sentido. Es un deseo sentimental que tiene ambos pies firmemente
plantados en el aire.
Kant reconoció la realidad universal del sentido del ser humano de lo bueno y lo malo. Todo
el mundo actúa con algún sentido del deber moral. Todos sentimos el peso del imperativo “yo
debo”. Kant hizo entonces la pregunta práctica: “¿Qué cosa es prácticamente necesaria para
que este sentido moral sea significativo?”.
Su primera conclusión fue crucial. Él argumentó que para que el sentido moral del deber
sea significativo, debe existir algo tal como lo justo. Para que lo justo, o lo bueno y lo malo, sea
significativo, debe haber justicia. Así, la justicia funciona como una condición necesaria para
que la obligación moral sea significativa.
Ah, pero aquí está el problema: en este mundo, no siempre se hace justicia. Demasiados
ladrones tienen éxito en sus cometidos. ¿Significa eso que a fin de cuentas el crimen sí paga y
que no hay vindicación para la persona justa?
Esa es la única conclusión a la que podríamos llegar si no hubiera una justicia última.
Podría haber una “justicia aproximada”, es decir, justicia parcial y ocasional donde se atrapa
al ladrón y las posesiones de las víctimas se devuelven intactas, pero aun así la balanza de la
justicia estaría demasiado a menudo desequilibrada. Para que la justicia tenga un significado
último, necesitamos más que justicia aproximada; necesitamos justicia última.
Si hemos de tener justicia última, la primera exigencia que debe satisfacerse es ésta:
debemos sobrevivir a la tumba. Si no sobrevivimos a la tumba, y si la justicia no se satisface
perfectamente en este mundo, entonces la justicia no es última y nuestro sentido de obligación
moral es un absurdo intento de atrapar el arcoíris.
Si la justicia última es satisfecha, debemos estar ahí para experimentarlo. A menos que
sobrevivamos a la tumba, no podemos tener justicia. Aquí Kant hace eco de los pensamientos
de Sócrates y Platón, además de los pensamientos de Job y de Eclesiastés.

LA NECESIDAD DEL JUEZ PERFECTO


Pero supongamos que sí sobrevivimos a la tumba. Supongamos que regresamos en una nueva
encarnación como una avispa o un asno. Puede que todavía nos persigan nuevas injusticias.
Como el asno de Balaam, podríamos tener un amo que nos golpeara sin causa justa. O como
avispa podríamos volar hacia una pulverización de Raid lanzada por algún tipo injusto.
No puede haber un juicio sin una persona juzgada. Pero tampoco puede haber un juicio si
el único presente es el acusado. Debe haber un juez. Sin juez no hay juicio. Sin juicio no hay
justicia.
Por lo tanto, una segunda condición necesaria para la justicia última es la presencia de un
juez último. Pero no sirve un juez ordinario. Para asegurar la justicia última, el juez debe
poseer las características adecuadas.
En primer lugar, el juez mismo debe ser perfectamente justo. Si hay alguna tacha moral en
el carácter del juez, entonces existe la probabilidad de que su juicio esté viciado y nuestra
búsqueda de la justicia perfecta fracase.
Supongamos que el juez fuera totalmente justo pero tuviese otras deficiencias.
Supongamos que tuviera las mejores intenciones y fuese moralmente impecable, pero
careciera del conocimiento necesario para dar un veredicto perfecto. Podemos concebir un
juez que fuera intachable, no dado al soborno ni a los prejuicios, pero no percibiera todos los
matices de los complejos conjuntos de circunstancias atenuantes. Este juez podría dar un
veredicto con el máximo de sus capacidades, pero aun así podría no ser perfectamente justo.
La justicia perfecta requiere de un conocimiento perfecto de cada circunstancia atenuante
concebible. Es posible que la justicia perfecta pudiera suceder aparte de un conocimiento
perfecto, pero sería por un afortunado accidente. Para asegurar la justicia perfecta, el juez
perfecto debe poseer un conocimiento perfecto. En una palabra, el juez perfecto debe ser
omnisciente para que no se le escape ningún detalle relevante y distorsione su veredicto.
Pero supongamos que nuestro juez perfecto actúa con perfecta integridad y con perfecto
conocimiento y dé un veredicto perfecto. ¿Es suficiente con eso para asegurar la justicia
perfecta? No, no todavía. Si se toma una decisión perfecta, todavía debe llevarse a cabo. Las
leyes perfectas no garantizan un comportamiento perfecto. Los veredictos perfectos no
aseguran las consecuencias perfectas. Puede que el prisionero se escape y burle la justicia.
Para llevar a cabo una justicia perfecta, el juez debe poseer el poder necesario para hacer
que la justicia realmente sea satisfecha. Debe tener el poder suficiente para contener
cualquier intento de interrumpir el curso de la justicia. No puede haber ni una sola molécula
rebelde fuera del alcance de su poder y autoridad, no sea que esa única molécula se convierta
en el grano de arena que haga que la máquina de la justicia se atasque estrepitosamente. Por
lo tanto, el juez perfecto debe poseer un poder perfecto. Debe ser todopoderoso, u
omnipotente.
Hay una buena noticia en la aserción bíblica de que “reina ya el Señor, nuestro Dios
Todopoderoso” (Apocalipsis 19:6). Si el Señor nuestro Dios Todopoderoso no reina, no
tenemos esperanza de justicia. Un Señor y Dios Impotente no pude servir a la causa de la
justicia. Nada menos que un Dios moralmente perfecto, omnisciente, inmutable, eterno y
omnipotente puede garantizar que nuestro sentido moral de obligación sea significativo. Sin
Dios no hay justicia. Sin justicia no existen lo bueno y lo malo últimos.
Eso nos lleva nuevamente a la conclusión de Dostoievski: si no hay Dios, entonces todo está
permitido. Tal conclusión deja al ser humano y la sociedad sin un fundamento real para la
ética. Sin una base ética, se hace imposible mantener la sociedad. Puede que dure un corto
trecho mientras sea ligeramente cohesionada por los vestigios de las normas teístas. Pero en
última instancia va a sucumbir bajo el enorme peso de sus convenciones intolerables.
Por lo tanto, Kant argumentó a favor de la existencia de Dios y de la vida después de la
muerte en el terreno práctico. Él sostuvo que debemos asumir estos dos supuestos si la
justicia ha de tener alguna base.
Kant estaba consciente de que tales consideraciones prácticas no “prueban” la existencia
de Dios. Él solo estaba diciendo que si la vida ha de tener sentido, debe haber un Dios que
garantice la justicia. Estas consideraciones solo prueban que si mi sentido de lo bueno y lo
malo es significativo, entonces Dios debe existir. Kant dijo: “Debemos vivir como si Dios
existiera”.
La ventaja del argumento de Kant no está en que pruebe la existencia de Dios o la vida
después de la muerte. La ventaja está en que echa por tierra todas las filosofías que solo
toman lo que les conviene. Derriba todas las posturas intermedias que quieren encontrar un
sitio cómodo en algún punto entre el teísmo consumado y el nihilismo radical.
No es casualidad que desde Kant muchos filósofos se hayan vuelto a las filosofías nihilistas
de la desesperación. Ellos argumentan que no podemos creer en Dios o en la vida después de
la muerte simplemente porque las alternativas a estas creencias sean tan nefastas. Ellos
dicen: “Admitámoslo: no hay Dios ni justicia. No existe cosa tal como lo bueno y lo malo.
Vivimos en un universo que no es ni hostil ni hospitalario con nuestras decisiones morales”.
No, es mucho peor que eso. Vivimos en un universo que en última instancia es indiferente a
las acciones humanas. Al universo a fin de cuentas no le importa el ser humano porque el ser
humano a fin de cuentas no tiene valor.
Cada célula de nuestro cuerpo protesta contra una visión tan negativa de la vida humana.
Cada respiro que damos lo inhalamos con la esperanza de que nuestra vida realmente
importa. A la mente le resulta intolerable que todo sea inútil. Hallamos consuelo en las
especulaciones prácticas de filósofos como Sócrates y Kant, pero anhelamos más.
Necesitamos seguridad más allá del mero deseo práctico de que se haga justicia.
Lo que necesitamos es una palabra desde “allá afuera”. Necesitamos alguna evidencia
tangible de que nuestra esperanza no es una mera ilusión basada en nuestro impulso interior
por hallar sentido y significado. Necesitamos más que un “hagamos cuenta” que nos aliente.
Es por esto que la “noticia” del Nuevo Testamento es tan vital. Aquí poseemos un registro
que va más allá de las especulaciones a la realidad histórica. Volvámonos, pues, al mensaje y
el relato del Cristo. Escuchemos el mensaje de Jesús de Nazaret y el testimonio de su triunfo
sobre la tumba.

Notas
1. Platón, Diálogos. Editorial Gredos, Madrid, 1998, p. 35.
2. Ibíd., p. 39.
3. Ibíd., p. 67
4. Ibíd., p. 71.
5. Ibíd., pp. 74-75
CAPÍTULO OCHO
JESÚS Y LA VIDA
DESPUÉS DE LA MUERTE

Para remontarnos sobre las especulaciones de los filósofos y dar un rodeo a lo oculto,
debemos volcar nuestra atención hacia Jesús. Ninguna otra enseñanza iguala o supera a la de
Jesús de Nazaret. El concepto de vida más allá de la sepultura estaba en el corazón de su
mensaje.
Una de las palabras más conocidas de Jesús sobre el tema de la vida después de la muerte
se encuentra en Juan 14. Aquí, Jesús estaba presente en el aposento alto para la Última Cena.
La discusión aquí registrada tuvo lugar la noche de la crucifixión de Jesús, poco antes de su
agonía en el Getsemaní y su posterior arresto.
Para consolar a sus amigos, Jesús declaró lo siguiente: “No se turbe su corazón. Ustedes
creen en Dios; crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchos aposentos. Si así no
fuera, ya les hubiera dicho. Así que voy a preparar lugar para ustedes. Y si me voy y les
preparo lugar, vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, también ustedes
estén” (Juan 14:1-3).
¿Por qué los discípulos estaban acongojados por un corazón turbado? Sabemos que el
propio Jesús se “conmovió en espíritu” esa noche (Juan 13:21). Él estaba conmovido por el
anuncio que estaba a punto de hacer acerca de su inminente traición a manos de Judas.
Imagina la situación. Un manto de tétricos presagios cubría el aposento alto. Tres años de
ministerio público, tres años de estrecha comunión entre sus discípulos, los habían conducido
a esta hora. Fue una hora de profunda crisis. Había mucho de qué preocuparse. Una
atmósfera de conclusión los envolvía. Jesús sabía que su hora había llegado. Él les reveló a sus
amigos su muerte inminente. Sobre las aprensiones de ellos él añadió el anuncio de tres cosas
muy preocupantes. Él declaró que Judas lo iba a traicionar, que Pedro lo iba a negar, y, lo peor
de todo, que él los iba a dejar físicamente. Él dijo: “Hijitos, aún estaré con ustedes un poco. Y
me buscarán. Pero lo que les dije a los judíos, les digo a ustedes ahora: A donde yo voy,
ustedes no pueden ir” (Juan 13:33).
Aquí Pedro exclamó: “Señor, ¿a dónde vas?”. Jesús respondió: “A donde yo voy, no me
puedes seguir ahora; pero me seguirás después” (13:36).
Estas palabras de Cristo están envueltas en contenido histórico. La relación de Jesús con
Simón Pedro comenzó con una simple palabra: “Sígueme” (Mateo 4:19). Pedro abandonó sus
redes y siguió a Jesús. A dondequiera que fuese Jesús iba Pedro. Él estuvo con Jesús en la
boda de Caná. Estuvo con Jesús en el Monte de la Transfiguración. Incluso siguió a Jesús
caminando sobre el agua. Ahora el tiempo de seguirlo se acababa abruptamente. Jesús le dijo
“no me puedes seguir ahora”.
Una de las luchas más difíciles que experimenta la persona al acercarse a su muerte es el
angustiante conocimiento de que el viaje debe hacerse a solas, sin compañía humana.
Podemos sentarnos junto a la cama de nuestros seres queridos. Podemos tomar sus manos y
ellos pueden tomar las nuestras. Pero llega el momento cuando ocurre la separación. Es esa
separación, aunque sea temporal, lo que aflige nuestro espíritu. A menudo, en el preciso
momento de la muerte, cuando se da el último suspiro y se acalla el latir del corazón, se hace
el anuncio “¡se ha ido!”. Es por ello que describimos la muerte como una partida, una
separación.
Cuando Elías era atendido por la viuda de Sarepta, el hijo de la viuda se enfermó
gravemente y murió. El Antiguo Testamento relata que Elías levantó al hijo de los muertos.
Pero antes de que ocurriera el milagro, la mujer reprendió a Elías en su aflicción. Ella le gritó:
“¿Qué tengo yo que ver contigo, varón de Dios? ¿Has venido a hacerme recordar mis pecados,
y a hacer que mi hijo se muera?” (1 Reyes 17:18).
Elías respondió con una orden: “Déjame ver a tu hijo”. Luego la Escritura dice que Elías lo
tomó de los brazos de la mujer y lo llevó al cuarto de arriba donde él se alojaba (17:19).
Antes de realizar el milagro, Elías tuvo que tomar al muchacho muerto de los brazos de su
madre. Es evidente en el texto que la mujer, en su tristeza, se aferraba desesperadamente al
cadáver de su hijo. Elías tuvo que separarlos.
La escena no es inusual. Queremos aferrarnos a nuestros seres queridos el mayor tiempo
posible. El momento de la separación es casi insoportable.
Incluso la posdata de Jesús es enigmática. ¿Qué quiso decir con que Pedro lo seguiría
después? Probablemente Pedro entendió que estas palabras significaban “no puedes seguirme
en la muerte ahora, pero después tú también morirás”.
La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿a dónde tenía que seguirlo Pedro? ¿Tenía que
seguirlo meramente a la tumba? No. Jesús contestó estas preguntas en Juan 14. Cuando él dijo
“no se turbe su corazón”, dio una razón para su orden.
En primer lugar, él llamó a los discípulos a un acto de fe. Él dijo: “Ustedes creen en Dios;
crean también en mí” (Juan 14:1). El sencillamente estaba diciendo “confíen en mí”. Jesús no
pide un salto de fe ciega. Cuando les pidió a sus discípulos que confiaran en él, había un
cúmulo de historia que respaldaba su requerimiento. Fue como si Jesús estuviera diciendo:
“Miren, yo nunca los he abandonado. Mi Padre jamás ha roto una promesa. Yo tampoco. He
probado que soy digno de confianza. Ahora que me voy, es el momento de que confíen en mí
por la fuerza de mi promesa. Ustedes creen en Dios, ahora crean en mí. La clave para que
hagan descansar sus corazones turbados está en que confíen en mí acerca del futuro”.
Este es el corazón del cristianismo. Es por esto que hablamos de la fe cristiana, no de la
religión cristiana. La religión tiene que ver con las prácticas rituales externas de los seres
humanos. El cristianismo, la fe cristiana, tiene que ver con confiar en Dios respecto a nuestra
vida misma. El paso que Jesús les pidió a los discípulos que dieran era un paso enorme. Una
cosa es creer en Dios; otra distinta es creerle a Dios. Este es un paso fundamental en la
práctica, aunque en teoría no debiera requerir paso alguno. Nuestra distinción entre creer en
Dios y creerle a Dios debiera ser una distinción indiferente, un puro ejercicio de sofistería. En
realidad, si verdaderamente creemos en Dios, creeremos todo lo que Dios nos diga.
No obstante, en cuanto a la realidad concreta, a menudo existe un vacío entre nuestra fe
teórica en Dios y nuestra verdadera confianza en lo que él dice. Nuestra fe no es pura. Al igual
que el oro que está maleado por la escoria, así también nuestra fe a menudo está mezclada
con la duda. Clamamos a Dios diciendo: “¡Creo! ¡Ayúdame en mi incredulidad!” (Marcos 9:24).
Al momento de morir, el temor y la duda pueden asaltar el corazón y constreñir nuestra fe.
Es en ese momento cuando debemos escuchar las palabras de Jesús: “Confía en mí”.

UN LUGAR PREPARADO EN LA CASA DEL PADRE


Jesús continuó y declaró la esencia del “dónde” al que los discípulos finalmente lo seguirían:
“En la casa de mi Padre hay muchos aposentos… Así que voy a preparar lugar para ustedes”
(Juan 14:2).
A los doce años, Jesús había confundido a los teólogos en el templo. Cuando sus ansiosos
padres lo encontraron allí, su madre lo regañó: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? ¡Con qué
angustia tu padre y yo te hemos estado buscando!” (Lucas 2:48).
El muchacho Jesús respondió con una levemente velada reprensión a su ansiosa madre: “¿Y
por qué me buscaban? ¿Acaso no sabían que es necesario que me ocupe de los negocios de mi
Padre?” (2:49).
Los negocios del Padre se llevaban a cabo en el templo. Más tarde, Jesús se refirió al
templo en Jerusalén como la casa de su Padre, diciendo: “No conviertan la casa de mi Padre
en un mercado” (Juan 2:16).
En Juan 14, Jesús habló nuevamente de la casa de su Padre. Ya no se refería al templo en
Jerusalén. El templo era la casa terrenal de Dios en el Antiguo Testamento. Esa casa era
perecedera y en efecto fue destruida el año 70 D.C. Jesús más bien estaba hablando del cielo,
la residencia última de su Padre.
Jesús les prometió a sus discípulos que un día ellos lo seguirían a la casa del Padre en el
cielo. Él declaró: “Voy a preparar lugar para ustedes”. Jesús explicó que su partida de entre
ellos, que afligía sus corazones, debía ser una ocasión de gran gozo. Jesús los dejó para
preparar sus aposentos en el cielo.
Jesús no solo hizo posible que nosotros vayamos al cielo. En realidad él se ha ido allá para
asegurar nuestras reservaciones y prepararnos nuestros aposentos.
Yo paso meses lejos de mi casa durante el año. Tanto viajar ha causado en mí un impacto de
largo plazo. Con los años, he notado varios patrones que emergen en mi propia psicología
acerca de los viajes. De partida, me volví más exigente en cuanto a las reservaciones. Pocas
cosas son más frustrantes para un viajero agotado que llegar a su destino y descubrir que el
hotel no ha registrado su reservación o le ha dado su habitación a alguien más. Estas
confusiones realmente ocurren y son exasperantes cuando se presentan.
En nuestro viaje al cielo, tenemos la mejor de todas las reservaciones posibles, preparadas
por el mejor agente que pueda haber. Jesús mismo se ha ido delante de nosotros a preparar un
lugar en la casa de nuestro Padre. Con estas reservas no puede haber confusiones.
Si le pertenecemos a Cristo, tenemos una reservación segurísima. Hay muchas
habitaciones en la casa del Padre. Hay un lugar para nosotros del que nadie más puede
apropiarse.
UNA VISIÓN “ADULTA” DE LA VIDA ETERNA
Yo creo que las palabras más reconfortantes que pronunció Jesús acerca del cielo se
encuentran en Juan 14:2. Jesús dijo: “Si así no fuera, yo les hubiera dicho”.
El tono de esta afirmación tiene un aire paternal. Jesús estaba hablando como un Padre les
habla a sus hijos. Observamos que momentos antes Jesús se dirigió a sus discípulos como
“hijitos”, diciendo: “Hijitos, aún estaré con ustedes un poco” (Juan 13:33). Llega el momento
en la vida de los niños cuando los padres deben decirles cómo son realmente las cosas. Hay
que arrancar a los infantes del reino de los cuentos de hadas y los mitos. El día de la verdad
pura llega cuando un niño ya es demasiado grande para seguir creyendo en Santa Claus y el
Conejo de Pascua. Ocurre una transacción que implica la desmitologización de la vida. La
diversión y el encanto de la infancia deben dar paso a las realidades de la adultez. Hay un
momento cuando las cosas infantiles deben dejarse a un lado. El apóstol Pablo declaró:
“Cuando yo era niño, mi manera de hablar y de pensar y de razonar era la de un niño; pero
cuando llegué a ser hombre, dejé atrás las cuestiones típicas de un niño” (1 Corintios 13:11).
Si un hombre no logra dejar de lado las cosas pueriles, se enfrenta a la vida adulta con
serias desventajas. Aferrarse a los mitos de la infancia demasiado tiempo es estar
intelectualmente discapacitado.
Jesús entendía que si sus discípulos iban a ser capaces de llevar a cabo su misión como
adultos, si iban a ser capaces de enfrentar las tribulaciones que ciertamente iban a encontrar,
tenían que ser capaces de discernir la diferencia entre mito y realidad.
En cuanto maestro, Jesús, como cualquier otro maestro, tuvo que ayudar a sus pupilos a
desaprender las ideas erradas que ellos llevaban a su clase. La educación implica mucho más
que adquirir nueva información. La verdadera educación implica el proceso a menudo
doloroso de desechar ideas y teorías favoritas que no pasarán un escrutinio crítico. La
enseñanza de Jesús suponía la corrección de conceptos erróneos.
Sin embargo, cuando habló en el aposento alto, Jesús anunció que uno de los conceptos
favoritos de los discípulos no necesitaba corrección. La esperanza de vida después de la
muerte que abrigaban los discípulos no era un mito o una fantasía. Su creencia en la vida
eterna no se basaba en una forma de proyección de los deseos. No había nada infantil en ello.
Jesús declaró: “Si así no fuera, yo les hubiera dicho”. Esta declaración era una forma
negativa de revelación divina. Aunque los teólogos existenciales amenacen con lo contrario, la
declaración puede recibirse como una verdad proposicional. La oración viene dada en la forma
literaria de una oración condicional “si…entonces”. Lo que vemos aquí es una simple
condición contraria a los hechos.
Jesús estaba diciendo lo siguiente: “Si su fe en una vida futura no fuese válida, yo habría
corregido sus falsas esperanzas. Yo no habría dejado sin corregir una idea falsa de tanto peso.
Pero el hecho es que hay un cielo y ustedes pueden contar con ello”.
Aquí hay una declaración dogmática por excelencia. Jesús se refirió a este punto no
meramente como un rabí altamente capacitado e instruido, ni siquiera como un profeta ungido
de Dios. Él habló con la absoluta e infalible autoridad del Hijo de Dios. Recordemos que Jesús
declaró abiertamente: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (Mateo
28:18). Aquí él manifestó esa autoridad. Si Aquel que posee toda autoridad en el cielo dice
algo acerca del cielo, se sigue que su enseñanza sobre la materia es exacta.
Por lo tanto, si esta pretensión, la más audaz de las declaraciones humanas, era correcta,
entonces las afirmaciones de Jesús proporcionan las más elevada y más confiable fuente de
información que podríamos encontrar en cuanto al cielo.

LA CUESTIÓN DE LA AUTORIDAD DE JESÚS


Jesús afirmó que él recibía su autoridad de la fuente de toda autoridad, el Autor de la
autoridad, en efecto: Dios mismo. Él complementó esta pretensión con otras declaraciones:

Esta enseñanza no es mía, sino de aquel que me envió… A mí me conocen, y saben
de dónde soy, y que no he venido por mi cuenta; pero el que me envió, a quien
ustedes no conocen, es verdadero. Yo sí lo conozco, porque de él procedo, y él fue
quien me envió (Juan 7:16, 28-29).

Mucho es lo que tengo que decir y juzgar de ustedes. Pero el que me envió es
verdadero; y yo le digo al mundo lo que de él sé… Nada hago por mí mismo, sino que
hablo según lo que el Padre me enseñó (Juan 8:26-28).
Juan el Bautista hizo eco de esta afirmación cuando testificó de la autoridad de Jesús
diciendo: “El que viene de arriba, está por encima de todos; el que es de la tierra, es terrenal,
y habla cosas terrenales; el que viene del cielo, está por encima de todos… Porque el enviado
de Dios habla las palabras de Dios; pues Dios no da el Espíritu por medida” (Juan 3:31, 34).
Cuando recibimos información importante, ya sea de la prensa o de un texto académico,
nos urge “evaluar la fuente”. Buscamos documentación sobre cualquier dato que asegure que
la información es creíble. La fuente a la que Jesús apelaba para su información era la misma
fuente a la que apelaba para su autoridad, a saber, Dios mismo.
Los contemporáneos de Jesús, incluidos aquellos que eran hostiles hacia él, a menudo
quedaban confundidos con su manera de hablar:

Cuando Jesús terminó de hablar, la gente se admiraba de su enseñanza, porque les
enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas (Mateo 7:28-29).

Algunos de ellos querían aprehenderlo; pero ninguno le puso la mano encima. Los
guardias fueron adonde estaban los principales sacerdotes y los fariseos, y éstos les
dijeron: “¿Por qué no lo han traído?” Los guardias respondieron: “¡Nunca antes
alguien ha hablado como este hombre!” (Juan 7:44-46).

Jesús habló como alguien que tenía autoridad. La palabra griega utilizada aquí para
“autoridad” es exousia. El término está compuesto por el prefijo ex, que significa “de” o “a
partir de”, y la raíz ousia, que es el participio presente del verbo “ser”. Literalmente, la
palabra significa “a partir del ser” o “substancia”.
El término exousia usualmente se traduce como “autoridad” o “poder”. Hay un elemento de
ambas ideas condensados en la palabra exousia. Podemos traducirla como “poderosa
autoridad”. Es una autoridad basada en la substancia o el ser.
En términos simples, cuando la Biblia dice que Jesús habló como alguien que tiene
autoridad, simplemente significa que Jesús no estaba emitiendo una opinión vacía o efímera.
Él tenía la “materia” o la “sustancia” de la realidad detrás de sus palabras. Su autoridad
estaba respaldada por nada menos que el mismísimo ser o sustancia de Dios.
Cuando Dios habla, toda disputa acerca de la verdad y la realidad de lo que se dice debe
acabar, excepto para aquellos que son permanentemente tercos o incomprensiblemente
insensatos. ¿Quién más se atrevería a corregir a la Deidad?
Si Jesús dijo la verdad respecto a su autoridad, entonces ninguna objeción puede resistirse
a la conclusión de que él dijo la verdad respecto a la vida después de la muerte. Su
declaración “si así no fuera, yo les hubiera dicho” se mantiene como el mayor de los
consuelos.

EL CONSUELO ÚLTIMO PARA EL AFLIGIDO


Dar consuelo al afligido es una tarea que cada uno de nosotros enfrenta de tanto en tanto. A
menudo es una labor nada de envidiable e intimidante. Un velatorio es un escenario donde los
oradores más avezados tartamudean. Nos sentimos terriblemente ineptos para la tarea de
encontrar las palabras correctas que decirles a los dolientes.
Una vez visité el velatorio donde se había puesto el cuerpo de la esposa de mi primer
empleador para la última mirada. Su esposo me había contratado como un lustrabotas cuando
yo tenía catorce años. Yo trabajaba junto a él en su tienda de reparación de calzado. Con los
años, nos mantuvimos en contacto y yo lo consideraba un amigo.
Cuando visité la funeraria, no tenía palabras sabias que ofrecer. Lo único que se me ocurrió
hacer fue sentarme a su lado durante alrededor de una hora. Lo único que podía ofrecerle era
mi presencia, un testimonio tácito de mi preocupación por él en su hora de pesar. Aquella
ocasión permanecí en silencio porque no tenía palabras que decir que yo creyera acordes a la
necesidad. Mi vocabulario me falló. No pude hablar con exousia acerca de nada.
Cuando Jesús fue a la casa de María y Marta con ocasión de la muerte del hermano de
ellas, Lázaro, él las consoló con palabras de exousia. Él le declaró a Marta: “Tu hermano
resucitará” (Juan 11:23).
Marta entendió que las palabras de Jesús se referían a la esperanza futura de resurrección:
“Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final” (Juan 11:24). A esto Jesús respondió:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel
que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Juan 11:25-26).
Jesús de Nazaret jamás expresó una declaración más audaz que ésta. Él vinculó la vida
eterna directamente consigo mismo. Él ligó la vida eterna, la victoria final sobre el mayor
enemigo de toda la humanidad, la misma muerte, con la fe en él. Creer en Cristo es ganar la
vida eterna.
Pocas personas en la historia del mundo han osado hacer semejante declaración. Solo uno
respaldó esa declaración con hechos.
Mucho más allá de las palabras de Jesús está el registro de sus proezas. Su ejemplo
concuerda con el poder de sus palabras. Solo unos instantes después de sus palabras de
consuelo a Marta, Jesús fue a la tumba de Lázaro. Marta protestó contra el retiro de la piedra
que sellaba la entrada. Lázaro llevaba cuatro días muerto. Presumiblemente, él no había sido
embalsamado. Marta se encogió de horror ante el esperable hedor del cadáver de su hermano.
Cuando removieron la piedra, Jesús pronunció una orden en alta voz. Por imperativo divino,
le ordenó a Lázaro que volviera de los muertos: “¡Lázaro, ven fuera!”.
Lázaro estaba atado de manos y pies con una mortaja. Asimismo, su alma había partido, de
manera que él estaba firmemente asido por el abrazo de la muerte. Sin embargo, a la orden de
Jesús, la muerte los soltó. El corazón de Lázaro comenzó a latir. La sangre comenzó a correr
nuevamente por sus venas. El tejido descompuesto fue instantáneamente restaurado a una
salud radiante. Lázaro recobró la conciencia. De pronto podía moverse. A pesar de la
constricción de la mortaja, él salió de su tumba. Jesús dio otra orden a los presentes: “Quítenle
las vendas, y déjenlo ir” (Juan 11:44).
Lo que Jesús hizo por Lázaro, por la hija de Jairo (Lucas 8:40-42, 49-56), y por el hijo de la
viuda de Naín (Lucas 7:11-15) también se realizó en su propio cuerpo.
El día de la muerte de Jesús, había burlones que se mofaban de él gritando: “Ya que salvó a
otros, que se salve a sí mismo, si en verdad es el Cristo, el escogido de Dios” (Lucas 23:35).
Jesús sabía que en la hora de su muerte estaba disponible una legión de ángeles para que lo
rescatara en un instante. Tan solo una palabra de Cristo habría bastado para movilizar a las
fuerzas angelicales en su ayuda. Pero su deber era morir. Él bebió la copa, y con sus últimas
palabras se encomendó a su Padre.
Durante tres días el Hijo de Dios estuvo muerto. Durante tres días el Padre guardó silencio
Durante tres días aquellos que se burlaban de Jesús sintieron el triunfo de su hostilidad hacia
él. Durante tres días sus amigos y discípulos lamentaron su incomparable pérdida. Durante
tres días ellos se escondieron atemorizados y desconcertados.
Entonces el Señor Dios Todopoderoso rompió el silencio. Él no gritó. No hubo anuncio de
trompetas. Reinaba la calma en el huerto, interrumpido solo por el suave llanto de María
Magdalena. María estaba angustiada por el descubrimiento de que el cuerpo de Jesús no
estaba en la tumba. Su cadáver había desaparecido, lo cual a ella le parecía que era el último
y más absurdo ataque contra su dignidad. Alguien, asumía ella, había robado el cuerpo de
Cristo.
Alguien estaba en pie a su lado. Ella pensó que era el hortelano. Él le habló: “Mujer, ¿por
qué lloras? ¿A quién buscas?” (Juan 20:15). María contestó: “Señor, si tú te lo has llevado,
dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré” (Juan 20:15b).
Entonces María oyó que el hombre la llamó por su nombre: “¡María!” Al oír su voz, el
reconocimiento inmediato inundó su alma. Ella se volvió y simplemente exclamó: “¡Raboni!”,
que significa “maestro”.
Jesús se había levantado de los muertos. “Él ha resucitado” se convertiría en el primer
credo del cristianismo. La resurrección de Cristo es la afirmación central de la iglesia
cristiana. La totalidad de la religión cristiana se sostiene o se derrumba según esta verdad. Si
no hubo resurrección, no hay cristianismo. Si no hubo resurrección, no hay motivo para
proseguir con la iglesia, salvo como una agencia social más que disfraza servicios
humanitarios con ropajes religiosos míticos.
Ha habido numerosos intentos de construir un cristianismo sin una resurrección corporal.
En el siglo XIX, los denominados cristianos liberales intentaron modernizar la fe cristiana
despojándola de su “no esencial” cáscara milagrosa y reduciéndola a su almendra ética. Se
rechazaron los elementos sobrenaturales en un intento de ofrecer una religión de valores que
enriquecería la vida en este mundo sin requerir que sus adherentes pronto se vieran
atrapados en una fijación ultramundana por castillos en el aire. Jesús se volvió para ellos el
modelo supremo de amor fraternal que demostró una abnegación altruista que acabó en su
heroica muerte. Jesús el divino Salvador de la muerte y el Vencedor sobre la tumba se
convirtió en un maestro de ética humano.
Un Jesús como éste no tiene necesidad de una iglesia. La adoración es cuando mucho un
servicio sagrado y en el peor de los casos un acto de blasfemia si está dirigido a un maestro de
moralidad muerto. No existe una iglesia para Sócrates. No le cantamos himnos a Cicerón. No
elevamos oraciones a Aristóteles. Si Jesús no es más que un maestro humano, tampoco
debiéramos adorarlo.
EL ARGUMENTO DE PABLO PARA LA RESURRECCIÓN
Los intentos de crear un cristianismo sin una resurrección comenzaron tempranamente en la
historia de la iglesia. El apóstol Pablo tuvo que confrontar el problema en la conflictiva iglesia
de Corinto. La reprensión del apóstol a la congregación corintia es tan relevante hoy como lo
fue la primera vez que se pronunció. Puede que incluso sea más relevante hoy, porque lo que
una vez fue un problema local restringido a una situación aislada es una epidemia en la iglesia
del siglo XXI.
El apóstol se dirigió a los corintios con una pregunta crucial: “Pero, si se predica que Cristo
ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de ustedes dicen que los muertos
no resucitan?” (1 Corintios 15:12).
Aquí encontramos a miembros de la primitiva comunidad cristiana que negaban la vida
después de la muerte. Su rechazo era categórico y absoluto. Ellos insistían en que no había
resurrección de los muertos. Nadie, ni siquiera Jesús, sobrevive a la tumba, alegaban ellos.
Pablo respondió a este punto de vista importunando a sus oponentes para demostrar la
radical inconsistencia y el extremo sinsentido de una fe cristiana sin la resurrección corporal
de Jesucristo. Sigamos el argumento del apóstol punto por punto según él expone las
implicaciones lógicas de la negación de la resurrección. Él avanza de manera progresiva,
escalando en una serie de implicaciones negativas que siguen una lógica irrefutable.
Punto 1 : “Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó” (1 Corintios
15:13).
¿Quién puede rebatir semejante lógica? Una proposición negativa universal (los muertos no
resucitan) no admite excepción. Las leyes de inferencia inmediata no admiten un “nadie”
acompañado de un “algunos”. Aquí encontramos una proposición condicional donde la
conclusión no puede refutarse. Si A es verdad, entonces B también debe ser verdad. Si no hay
resurrección de los muertos, entonces, evidentemente, Cristo no ha resucitado.
Punto 2: “Si Cristo no resucitó, nuestra predicación no tiene sentido, y tampoco tiene
sentido la fe de ustedes” (15:14).
Aquí Pablo toma partido contra todas las formas de cristianismo liberalizado que intentan
negar la resurrección de Cristo por una parte, y continuar predicando y llamando a la gente a
la “fe” por otra parte. A ojos de Pablo, este es un estúpido intento de quedar bien con Dios y
con el diablo. Él lo ve como un absurdo ejercicio de futilidad. De no haber una resurrección
real, corporal, la predicación cristiana es inútil.
Aquí Pablo no está cometiendo la falacia del falso dilema. Él ve el asunto como un caso
genuino de disyuntiva. O Cristo ha resucitado, o bien la predicación y la fe son inútiles.
Punto 3: “Entonces resultaríamos testigos falsos de Dios por haber testificado que Dios
resucitó a Cristo, lo cual no habría sucedido... ¡si es que en verdad los muertos no resucitan!”
(15:15).
Si alguna vez el apóstol corrió el riesgo de insultar a sus lectores insistiendo en cosas
obvias, ésta fue la ocasión. Que Pablo añadiera la última parte de esta oración (“lo cual no
habría sucedido... ¡si es que en verdad los muertos no resucitan!”) era expresar la más obvia
de las conclusiones. Yo percibo aquí un atisbo de sarcasmo cayendo de la pluma del apóstol.
Nada podría ser más fácil de entender que la conclusión de que si los muertos no resucitan
entonces Dios no resucitó a Cristo.
Pero aquí hay una nota más fatídica. Pablo escribía como teólogo judío. Él estaba
plenamente consciente de la gravedad de dar falso testimonio. Dar falso testimonio contra los
hombres es una ofensa capital prescrita en los Diez Mandamientos. Dar falso testimonio
contra Dios es una ofensa todavía más grave.
El razonamiento de Pablo era éste: si Cristo no ha resucitado, entonces Pablo y los demás
apóstoles deben ser juzgados como falsos profetas. Ellos eran miembros de los Falsos Testigos
de Jehová. Negar la proclamación apostólica de la resurrección elogiando al mismo tiempo sus
virtudes como maestros de ética era alabar la estupidez de profetas falsos. El propio apóstol
vio que eso era una desesperanzada contradicción. Él se consideraba a sí mismo descalificado
como maestro confiable si su testimonio de la resurrección era falso. Aquí Pablo pone en juego
toda su reputación e integridad, y la de los demás apóstoles. Es como si Pablo dijera: “O me
creen o no me creen en este punto”.
Punto 4: “Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no tiene sentido, y ustedes todavía están
en sus pecados” (15:17).
Una vez más, el apóstol insistió en el punto del sinsentido. Sin resurrección, la fe cristiana
no tiene sentido. Es inútil, una pérdida de tiempo, energía y devoción. Creer en una falsa
esperanza es poner el corazón en un rumbo hacia la frustración última. Sin la resurrección, no
nos queda esperanza. El único resultado de nuestro peregrinaje es una culpa no resuelta.
Pablo veía la resurrección como una clara señal de que Dios aceptaba el sacrificio de Cristo
como expiación por nuestros pecados (Romanos 1:4). Por lo tanto, si él no ha resucitado,
nosotros seguimos en nuestros pecados. No tenemos Salvador. Tanto nuestra fe como la
muerte de Cristo son igualmente inútiles. Seguimos siendo deudores que no pueden pagar sus
deudas.
Punto 5: “En tal caso, también los que murieron en Cristo están perdidos” (1 Corintios
15:18).
De las implicaciones negativas de que no haya resurrección, quizá ésta sea la más funesta
de todas. Pablo no rehuyó la brutal conclusión: si no hay resurrección, entonces la muerte
acaba con toda esperanza. En su Divina Comedia, Dante Alighieri imaginó un letrero puesto a
la entrada del infierno: “Abandone toda esperanza quien aquí entre”. Pablo puso ese letrero
aquí y ahora mismo. No está clavado en la entrada del infierno, sino en la puerta de cada
funeraria.
Cada persona que ha perdido a un ser amado fallecido conoce la emotiva esperanza que se
abriga. Es la esperanza de que en algún lugar, en algún momento, volveremos a ver a nuestros
seres queridos. Esa esperanza es el consuelo al que nos aferramos cuando la muerte nos
separa de las personas que amamos.
En una terrible ocasión, me senté con mi hija y su esposo en la sala de parto del área de
maternidad de un hospital. Mi hija acababa de dar a luz a una niñita. La bebé nació muerta.
En casos como éste, la política del hospital permitía que el padre y la madre sostuvieran al
infante muerto por un momento. Se tomaron fotos. Se grabó en tinta las huellas de la niña. Se
le puso nombre a la bebé y se registró su peso y estatura. Se adjuntó un mechón de cabello a
la hoja del registro. Se entregó el certificado con sus datos a los padres cuando se llevaron a
la niña para prepararla para su sepultura. El papel se llamaba “certificado de recuerdo”.
Mi hija llegó del hospital con fotos y un certificado de recuerdo. También llegó a casa con la
profunda esperanza de que algún día vería a su hija una vez más, con vida.
Sin embargo, argumenta Pablo, si Cristo no ha resucitado, aquellos que han muerto han
perecido para siempre. Es el destino de todo hombre recitar el lastimero estribillo de “El
Cuervo” de Edgar Allan Poe: “Nunca más”.
Punto 6: “Si en verdad los muertos no resucitan, ¿qué ganan los que se bautizan por los
muertos? ¿Para qué bautizarse por ellos?” (15:29).
Pablo prosiguió mostrando la radical inconsistencia de aquellos que practicaban el
bautismo por los muertos en Corinto. Esta mención al pasar del bautismo por los muertos es la
única referencia a esta práctica en el Nuevo Testamento. Ha suscitado todo tipo de
consternaciones. Pablo no recomendó ni condenó dicha práctica. Él meramente reconoció que
era algo que se practicaba entre los corintios y mostró lo absurdo que era si no había
resurrección. Bautizar a los muertos si no hay resurrección es una pérdida de tiempo y una
pérdida de agua.
Punto 7: “¿Y por qué nosotros estamos a cada momento en peligro de muerte? Hermanos,
por el motivo de orgullo que tengo por ustedes en nuestro Señor Jesucristo, yo les aseguro
que muero a cada instante. Pero ¿de qué me serviría, desde el punto de vista humano, haber
luchado en Éfeso contra fieras?” (15:30-32).
Aquí encontramos una fascinante aplicación. El apóstol se volvió a su propio ministerio
como evidencia de su convicción de que la resurrección le “daba sentido” a sus propias
pruebas. Él afirmó su posición haciendo un juramento sobre su ministerio en Cristo. Un
juramento de este tipo no era algo casual para un judío piadoso. Él testificó que su propio
ministerio sería en vano de no haber resurrección. Para un resumen del gigantesco dolor y
esfuerzo que caracterizó el ministerio de Pablo, el lector podría tomarse algunos instantes
para leer detenidamente 2 Corintios 11, donde Pablo entrega un breve recuento de su
sufrimiento en el ministerio.
Un popular argumento a favor de la resurrección dice algo como esto: ¿Qué es más difícil
de creer, que Cristo se levantó de los muertos, o que los apóstoles estuviesen dispuestos a
morir por un fraude?
Este argumento nunca me ha parecido muy satisfactorio. En la superficie, debemos admitir
que aunque es raro encontrar fanáticos tan engañados como para estar dispuestos a morir por
algo que no es cierto, o incluso por algo que ellos saben que no es cierto, no es algo tan raro
como la resurrección de entre los muertos.
Una apelación a la extraordinaria dedicación de Pablo a su ministerio y su disposición a
morir por su fe no prueba de manera concluyente que su fe fuera válida. Lo que sí muestra,
sin embargo, es que su comportamiento era consistente con lo que se podría esperar de
alguien que fue testigo ocular del Jesús resucitado. Lo que era cierto acerca de Pablo también
lo era respecto de los demás apóstoles. Ellos vivieron y murieron con la plena seguridad de la
resurrección de Cristo.
Punto 8: “Si los muertos no resucitan, ¡entonces ‘comamos y bebamos, que mañana
moriremos’!” (15:32).
Aquí Pablo pasa por encima de todos los ornamentos del sentimentalismo religioso y el
altruismo. Él hizo eco del credo del antiguo epicúreo. Si no hay vida después de la muerte, el
único estilo de vida sensato es el del hedonista. También nosotros podríamos tomar todo el
placer que podamos antes de que nos trague el dolor final. Esta es la anticipación apostólica
del moderno escepticismo: date todos los gustos que puedas porque “solo se vive una vez”; o,
dicho de otro modo, “el que muere con más juguetes gana”.
Punto 9: “Si nuestra esperanza en Cristo fuera únicamente para esta vida, seríamos los más
desdichados de todos los hombres” (15:19).
Aunque este punto aparece antes en la argumentación de Pablo, yo lo guardé para el final.
Pablo no podría haber protestado con mayor fuerza contra todos los intentos de construir una
religión cristiana sin la resurrección de Jesucristo. Si el valor de la esperanza cristiana se
limita a esta vida, entonces los cristianos son las personas más desdichadas. Ésta es su
desdicha: viven una vida basada en una falsa esperanza. Esa esperanza es una esperanza
controladora. Supone una ética de recompensa pospuesta, una ética de sacrificio presente por
causa de una recompensa futura.
Pablo estaba diciendo que si alguien era hostil hacia los cristianos, en realidad ese alguien
debería cambiar su hostilidad por lástima. Los cristianos que viven con una esperanza
engañosa merecen lástima. Merecen lástima porque en efecto son las personas más lastimeras
de todas.

LA BASE DE LOS TESTIGOS OCULARES


La dimensión más importante del argumento de Pablo a favor de la resurrección es éste: no se
apoya simplemente en una base de opciones sombrías. Pablo no estaba concluyendo que como
la vida sin resurrección es miserable deberíamos respirar profundo, cerrar los ojos, e invocar
la fe en una resurrección. Pablo no dijo que debiéramos vivir como si hubiese resurrección
porque sin ella tenemos que enfrentar todas estas conclusiones abrumadoramente
desesperanzadas. Su argumento de nueve puntos era meramente corroborativo. Era una
lección de consecuencia. No era la base de su confianza en la resurrección de Cristo.
La evidencia de Pablo a favor de la resurrección iba mucho más allá de la filosofía
especulativa. Él presentó evidencias que ni Platón ni Kant podrían ofrecer. Él apeló al
testimonio de testigos oculares de la realidad histórica de la resurrección de Jesús:

En primer lugar, les he enseñado lo mismo que yo recibí: Que, conforme a las
Escrituras, Cristo murió por nuestros pecados; que también, conforme a las
Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día; y que se apareció a Cefas, y luego
a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales
muchos aún viven, y otros ya han muerto. Luego se apareció a Jacobo, después a
todos los apóstoles; y por último se me apareció a mí, que soy como un niño nacido
fuera de tiempo (1 Corintios 15:3-8).

Este es el relato de la historia relacionada con Jesús de Nazaret. Su vida, su muerte, su


sepultación, y su resurrección, todo ello fue predicho en la Escritura. El testimonio de su
resurrección no se basaba en inferencias o conclusiones sacadas a partir del hallazgo de una
tumba vacía. Un cadáver desaparecido no era suficiente. El testimonio se basaba en las
apariciones de Jesús vivo, y no a una o dos personas, sino a una multitud de personas.
Pablo dio los nombres de las personas que vieron a Jesús regresar vivo de la tumba. Esta
lista incluye a algunos que presenciaron la crucifixión y la estocada final con la lanza en el
costado de Jesús. Incluye a personas que vieron el cuerpo preparado para la sepultura.
Entre los testigos oculares había un grupo compuesto de más de quinientas personas en
una sola ocasión. Además, Pablo afirmaba que la mayoría de los testigos todavía estaban vivos.
Es como si él hubiera dicho: “Verifíquenlo. Todavía se puede interrogar a los testigos”.
Hoy nosotros no tenemos la oportunidad de interrogar a los quinientos. Pero todavía
contamos con el registro escrito de los testigos apostólicos. Todavía podemos leer el relato de
Juan o el de Mateo.
Finalmente, Pablo declaró que él vio personalmente al Cristo resucitado. Las palabras de
Pablo son fascinantes. Por encima de todos los reportes de segunda mano, el apóstol declaró:
“Por último se me apareció a mí”.
Pablo dijo: “¡Yo lo vi!”. Eso es lo que Platón y Kant nunca pudieron decir.
No es de extrañar que Pablo destilara confianza en la victoria de Cristo sobre la muerte. Su
conclusión final seguía irresistiblemente a su fascinante testimonio: “Así que, amados
hermanos míos, manténganse firmes y constantes, y siempre creciendo en la obra del Señor,
seguros de que el trabajo de ustedes en el Señor no carece de sentido” (1 Corintios 15:58).
La frase “así que” de Pablo señala la gran conclusión. Hay un sólido fundamento para esta
solemne amonestación: manténganse firmes. Con la certeza de la resurrección, se hace un
llamado a la firmeza. La vacilación no es la marca de aquellos que conocen al Cristo
resucitado. La resurrección proporciona el ancla para el alma que la vuelve un objeto
inamovible. Además, los creyentes siempre debieran crecer en la obra del Señor. La
resurrección suscita trabajo en abundancia. Es una labor que descansa en la certeza de que
ningún esfuerzo que se haga en Cristo es en vano. Nuestro trabajo, nuestro dolor, nuestro
sufrimiento —más aun, nuestra mismísima muerte— jamás son en vano.
CAPÍTULO NUEVE
MORIR ES GANANCIA

Blas Pascal observó una vez que un elemento crucial de la miseria del ser humano se
encuentra en lo siguiente: siempre puede contemplar una vida mejor que la que le es posible
alcanzar. Esto es así porque todos tenemos la capacidad de soñar, de dejar volar la
imaginación en viajes de ensueño.
Sin embargo, cuando llevamos nuestra capacidad imaginativa hasta los límites e
intentamos vislumbrar la mejor vida posible, nos estrellamos contra la barrera de lo
desconocido. ¿Quién puede imaginar cómo es realmente el cielo? Eso excede nuestra
comprensión. Excede nuestros sueños más ambiciosos.
Un sabio observó que si imagináramos la experiencia más placentera posible y pensáramos
en hacer eso por toda la eternidad, estaríamos concibiendo algo que estaría más cercano al
infierno que al cielo. Sencillamente no alcanzamos a comprender una situación de absoluta
felicidad. No poseemos ningún punto de referencia concreto para ello.
Es la misteriosa e incógnita naturaleza de la otra vida lo que movió a Hamlet a declarar:

¿Querría alguien
llevar a cuestas, con lamentaciones
y afanes, una vida fatigosa,
si no fuera porque el temor muy grande
de algo en el más allá —región ignota
de cuya linde no hay ningún viajero
que retorne— la voluntad confunde
y nos mueve a querer sobrellevar
los males conocidos, que no huir
hacia otros de los cuales no tenemos
noticia alguna? La conciencia, pues,
nos hace a todos ser unos cobardes.
(Hamlet, Acto III, Escena I)

Tal vez Hamlet tenía una percepción del lado oscuro de la observación de Pascal. No solo
poseemos la capacidad de contemplar una mejor existencia que la que disfrutamos
actualmente, sino que también tenemos el poder de imaginar una peor existencia que la que
actualmente soportamos. Es la cualidad desconocida de la otra vida lo que nos hace soportar
los males que cargamos en lugar de volar a otras de las cuales nada sabemos.
Nuestras imaginaciones sobre la vida en el más allá se restringen fundamentalmente a la
analogía. Ir más allá de este mundo es pasar a otra dimensión. Esa dimensión distinta implica
tanto continuidad como discontinuidad. En tanto que hay continuidad, podemos pensar
mediante analogías tomadas de este mundo. Los elementos de discontinuidad se mantienen
inescrutables. Simplemente no podemos aprehender aquello que escapa a nuestros puntos de
referencia.
Si bien la Biblia en cierta medida es indirecta en cuanto a nuestro estado futuro, no guarda
absoluto silencio al respecto. Se nos dan indicios, pistas vitales sobre cómo es la otra vida.
Hay una especie de seductivo anticipo de la gloria futura puesta delante de nosotros, una
parcial develación que nos proporciona un atisbo detrás del oscuro cristal. Pero hay algunos
puntos que se nos revelan con suma claridad.
En este capítulo, quiero examinar algunas de las didácticas aseveraciones que se hacen en
los Evangelios y las Epístolas acerca de la otra vida. En el siguiente capítulo, quiero que
volvamos nuestra atención hacia las vívidas imágenes representadas en el Apocalipsis de Juan.

EL ESTADO INTERMEDIO
La Biblia no enseña sobre dos estados de la vida humana, sino sobre tres. Existe vida tal como
la conocemos sobre la tierra. Existe el estado final de nuestros futuros cuerpos resucitados. Y
está lo que nos sucede entre el momento de nuestra muerte y la resurrección final. Esta etapa
se conoce como el estado intermedio.
Históricamente, la teología cristiana habla del estado intermedio como la continua
existencia personal de nuestra alma en el cielo hasta que sea revestida con un cuerpo
glorificado. En el estado intermedio, seguimos existiendo, vivos, como espíritus incorpóreos.
La noción del sueño del alma se ha vuelto popular en ciertos círculos religiosos. Esta idea
se apoya en el uso bíblico del término dormir como eufemismo para la muerte. Se enseña que
al morir las almas de los santos que han partido permanecen en una especie de animación
suspendida, inconscientes y sin percibir el paso del tiempo hasta la gran resurrección. Esta
postura ve una analogía entre el sueño del alma y las experiencias del sueño que tenemos en
esta vida. Cuando dormimos en esta vida, tenemos la sensación de que el tiempo se suspende
mientras estamos inconscientes.
Sin embargo, el Nuevo Testamento nada sabe del sueño del alma. Como hemos visto
claramente, Pablo describió el estado intermedio como algo mejor que esta vida en tanto que
pasemos a la inmediata presencia de Cristo. Es difícil imaginar de qué manera ese estado
podría ser mejor que el que disfrutamos ahora si permaneciéramos inconscientes de la
presencia de Cristo.
Desde luego, está el alivio y el cese del dolor que el sueño conlleva, pero no debemos
menospreciar la consciente comunión con Cristo que disfrutamos ahora en esta vida. Hay
momentos en que anhelamos un sueño inconsciente para conseguir alivio de las
preocupaciones de este mundo, pero el deseo normal es despertar más tarde para retomar la
vida consciente. El gran modelo de la beatitud cristiana no es Rip Van Winkle.
Los atisbos que nos da la Biblia del estado intermedio sugieren contundentemente un
estado de conciencia alerta. Aunque no se puede forzar demasiado, la parábola del rico y
Lázaro sugiere una lúcida conciencia despierta de parte de ambos hombres.
La parábola incluye una conversación entre el hombre rico y Abraham. En su tormento, el
rico clamó a Abraham pidiendo misericordia. Abraham respondió: “Hijo mío, acuérdate de
que, mientras vivías, tú recibiste tus bienes y Lázaro recibió sus males. Pero ahora, aquí él
recibe consuelo y tú recibes tormentos. Pero, además, hay un gran abismo entre nosotros y
ustedes, de manera que los que quieran pasar de aquí a donde están ustedes, no pueden
hacerlo; ni tampoco pueden pasar de allá hacia acá” (Lucas 16:25-26). Entonces el rico
imploró que se enviara un mensaje a sus hermanos que todavía vivían, para que se les pudiera
advertir acerca del lugar de tormento (vv. 27-28), pero esa petición también se le negó. En
esta parábola, Jesús hizo un retrato del “seno de Abraham” como un lugar intermedio de
felicidad consciente y del Hades como un lugar de tormento consciente. La visión de Juan
registrada en el libro de Apocalipsis incluye escenas de santos fallecidos que esperan el
estado de gloria final:

Al abrir el Cordero el quinto sello, debajo del altar vi a las almas de los que habían
muerto por causa de la palabra de Dios y de su testimonio. A gran voz decían:
“Señor santo y verdadero, ¿hasta cuándo seguirás sin juzgar a los habitantes de la
tierra y sin vengar nuestra sangre?” Entonces se les dieron vestiduras blancas, y se
les dijo que descansaran todavía un poco más de tiempo, hasta que se completara el
número de sus consiervos y hermanos, que también sufrirían la muerte como ellos
(Apocalipsis 6:9-11).

Aquí, queda claro que las almas de los mártires están descansando en su estado
intermedio. Pero este descanso no es un estado de sueño inconsciente. Es un descanso
consciente, un descanso en el que tienen la capacidad de conversar.

¿INMEDIATAMENTE PRESENTES EN EL CIELO?


Otro texto crucial en el Nuevo Testamento que aborda el tema del estado intermedio es Lucas
23:43. Aquí, Jesús le habló al ladrón crucificado junto a él: “De cierto te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso”.
En el texto griego original, esta declaración de Jesús no lleva puntuación. Específicamente,
no aparecen comas. Las comas en nuestras versiones modernas de la Biblia las añaden los
traductores. Los traductores de la versión Reina Valera Contemporánea tradujeron el sentido
de las palabras de Jesús de esta forma: “Hoy estarás conmigo”. Es decir, la promesa hecha al
ladrón era que él iba a gozar de la comunión con Cristo en el paraíso, y esa comunión
comenzaría ese mismo día.
Los defensores del sueño del alma suponen una puntuación distinta. Ellos cambian el orden
de las palabras en la oración y traducen la declaración de Jesús de esta forma: “Te digo hoy
que estarás conmigo en el paraíso”. En esta traducción, la palabra hoy no refiere al tiempo
cuando el ladrón estaría con Jesús en el paraíso. Más bien señala el tiempo cuando Jesús hizo
la promesa de un encuentro en algún punto indefinido en el futuro.
Si bien esa construcción es gramaticalmente posible, no es preferible tanto por el contexto
como en términos literarios estrictos. Que Jesús se tomara la molestia de señalar qué
momento era cuando le estaba hablando al ladrón habría sido insistir en lo obvio. No había
razón para decirle al ladrón que “hoy” era el día en que ambos hombres estaban conversando.
Si ellos hubiesen tenido una conversación previa y Jesús hubiera dicho: “Algún día voy a
decirte algo muy importante, pero hoy no es el momento indicado”, entonces habría sido
pertinente, llegado el momento de revelar la información importante, que Jesús le dijese:
“Muy bien, hoy es el día en que voy a decirte lo que rehusé revelarte en el pasado. Hoy te
digo, en algún momento futuro estarás conmigo en el paraíso”. Sin embargo, no hay evidencia
de semejante conversación previa.
Esta interpretación se vuelve mucho más problemática si consideramos la condición física
de Jesús al momento de hablar. Él estaba en medio de la agonía de la crucifixión, cuando cada
palabra que pronunciaba requería un serio esfuerzo. Parece improbable que Jesús hubiese
desperdiciado su agónico aliento para decirle al ladrón que le estaba hablando “hoy”.
La interpretación de primera instancia asume que la sintaxis clásica es correcta. La palabra
hoy adquiere verdadera significación si entendemos que Jesús dice “te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso”. Las palabras significan entonces “en este mismo día en que estás
muriendo; en este día en que tienes motivos de sobra para abandonar toda esperanza; en éste,
el último día de tu vida terrenal; este mismo día va a señalar tu entrada a un estado mucho
mejor que el que estás soportando en este instante. Este es el día en que entrarás al paraíso”.
Esta es la traducción preferible, a menos que haya una convincente evidencia bíblica para
lo contrario. No existe tal evidencia. En efecto, que los creyentes entran de inmediato al
bendito estado intermedio es el consistente y armónico punto de vista del resto de la
Escritura.

MEJOR QUE LA VIDA EN LA TIERRA


El Nuevo Testamento no deja lugar a dudas en cuanto a que el estado intermedio es mejor que
la vida en la tierra. El apóstol Pablo declara:

Yo sé que por la oración de ustedes, y con el apoyo del Espíritu de Jesucristo, esto
redundará en mi liberación, conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré
avergonzado, sino que con toda confianza, y como siempre, también ahora Cristo
será magnificado en mi cuerpo, ya sea por vida o por muerte. Porque para mí el vivir
es Cristo, y el morir es ganancia. Pero si el vivir en la carne resulta para mí en
beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Por ambas cosas me encuentro en
un dilema, pues tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo
mejor; pero quedarme en la carne es más necesario por causa de ustedes (Filipenses
1:19-24).

Pablo se refirió a la muerte como ganancia. Nosotros tendemos a pensar en la muerte como
una pérdida. Ciertamente, la muerte de un ser amado significa una pérdida para los que
quedan atrás. Pero para aquel que pasa de este mundo al cielo, la muerte es ganancia.
Pablo no despreciaba la vida en este mundo. Él decía que se encontraba en un “dilema”,
entre el deseo de quedarse y el deseo de partir. El contraste que él señaló entre esta vida y el
cielo no fue un contraste entre lo bueno y lo malo. La comparación era entre lo bueno y lo
mejor. Esta vida en Cristo es buena. La vida en el cielo es mejor. No obstante, Pablo fue un
paso más allá. Él declaró que partir y estar con Cristo era muchísimo mejor (v. 23). La
transición al cielo implica más que una leve o insignificante mejora. La ganancia es grande. El
cielo es muchísimo mejor que la vida en este mundo.
Esta declaración hace eco de la comparación que Pablo les hizo a los corintios:

Porque estos sufrimientos insignificantes y momentáneos producen en nosotros una
gloria cada vez más excelsa y eterna. Por eso, no nos fijamos en las cosas que se
ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las
que no se ven son eternas.

Bien sabemos que si se deshace nuestra casa terrenal, es decir, esta tienda que es
nuestro cuerpo, en los cielos tenemos de Dios un edificio, una casa eterna, la cual no
fue hecha por manos humanas. Y por esto también suspiramos y anhelamos ser
revestidos de nuestra casa celestial; ya que así se nos encontrará vestidos y no
desnudos. Los que estamos en esta tienda, que es nuestro cuerpo, gemimos con
angustia; porque no quisiéramos ser desvestidos, sino revestidos, para que lo mortal
sea absorbido por la vida. Pero Dios es quien nos hizo para este fin, y quien nos dio
su Espíritu en garantía de lo que habremos de recibir (2 Corintios 4:17-5:5).

El contraste que aquí desarrolló Pablo era entre lo pasajero y lo permanente, entre lo
temporal y lo eterno.

LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO


Pablo también miró hacia la esperanza última de futura beatitud más allá del estado
intermedio, la tercera etapa de la vida humana, que incluye la resurrección de nuestros
cuerpos. El Credo de los Apóstoles contiene la afirmación “Creo en… la resurrección del
cuerpo”. Este artículo de fe no se enfoca en la resurrección del cuerpo de Cristo, sino en la
resurrección de nuestros propios cuerpos. La resurrección de Cristo es precursora de la
nuestra. Él es las primicias de todos los que participarán en la resurrección (1 Corintios 15:20-
23).
Pablo desarrolló el tema de nuestros cuerpos resucitados en su elocuente conclusión de 1
Corintios 15: “Tal vez alguien pregunte: ¿Y cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo
vendrán? No preguntes tonterías. Lo que tú siembras no cobra vida, si antes no muere. Y lo
que siembras no es lo que luego saldrá, sino el grano desnudo, ya sea de trigo o de algún otro
grano; pero Dios le da el cuerpo que quiso darle, y a cada semilla le da su propio cuerpo” (1
Corintios 15:35-38).
Pablo presentó una analogía tomada de la agricultura. La transición que experimentaremos
entre esta vida y la vida resucitada es como la de la semilla que germina. Para que una semilla
se abra a la vida, primero debe ser enterrada. Debe descomponerse. La semilla se pudre antes
de que brote la planta. Aquello que emerge del suelo sobrepasa con creces en gloria a lo que
se plantó como semilla.
El apóstol continuó su analogía refiriéndose a la vasta diversidad de cuerpos y formas por
medio de los cuales se manifiesta la vida en este mundo:

No todos los cuerpos son iguales, sino que uno es el cuerpo de los hombres, y otro
muy distinto el de los animales, otro el de los peces, y otro el de las aves. También
hay cuerpos celestiales, y cuerpos terrenales; pero la gloria de los celestiales es una,
y la de los terrenales es otra. Uno es el esplendor del sol, otro el de la luna, y otro el
de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en su magnificencia (1
Corintios 15:39-41).

Pablo citó una serie de niveles de creciente gloria que se encuentran en el ámbito de lo
creado. Él insinuó una gloria que al presente permanece invisible. Su razonamiento sugiere
algo como esto: en nuestra limitada visión de la totalidad de la realidad, no vislumbramos más
que una pequeña porción de lo que realmente hay ahí. Somos espiritualmente miopes. Sería
una gran arrogancia asumir que la vida en su máxima dimensión se agota en el espectro de
nuestra limitada visión. Si por un instante consideramos el conocimiento que poseemos sobre
el vasto universo en el que vivimos, nos damos cuenta de que los márgenes de nuestra
experiencia son infinitesimales. Nuestra experiencia del orden natural es más pequeña que
una gotita en un vasto océano. Y aun si captásemos el orden natural a cabalidad, eso no nos
otorgaría una percepción del ámbito sobrenatural. Ésta es la lección: la porción de la realidad
que efectivamente percibimos es suficiente para gritar que la diversidad de la vida posee
muchísimo más de lo que hasta ahora hemos experimentado.
Luego, Pablo pasa a la vía del contraste: “Así será también en la resurrección de los
muertos: Lo que se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción; lo que se siembra en
deshonra, resucitará en gloria; lo que se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se
siembra un cuerpo animal, y resucitará un cuerpo espiritual. Porque así como hay un cuerpo
animal, hay también un cuerpo espiritual” (1 Corintios 15:42-44).
El contraste entre el cuerpo terrenal y el cuerpo resucitado es vívido. Incluye los siguientes
elementos:
Corrupción, deshonra, y debilidad son cualidades con las que estamos familiarizados. Son
un componente normal de nuestra experiencia cotidiana. Son atributos de nuestro cuerpo
natural. En la resurrección, estas cualidades darán paso a sus antítesis. Incorrupción, gloria y
poder son las características del cuerpo espiritual.

CÓMO ES UN CUERPO ESPIRITUAL


La frase cuerpo espiritual suena incongruente a nuestros oídos. Tendemos a considerar el
espíritu y el cuerpo como polos opuestos mutuamente excluyentes. Pero Pablo no estaba
recurriendo a contradicciones para exponer su idea. Él se refería a un cuerpo espiritualizado
que ha sido transformado desde sus limitaciones naturales. Es un cuerpo glorificado, un
cuerpo que ha sido elevado a una nueva dimensión.
La única pista real que poseemos acerca del cuerpo espiritual es la reducida visión que
tenemos del cuerpo resucitado de Jesús. Sabemos que el cuerpo que tenía Jesús después de su
resurrección era distinto al cuerpo que fue sepultado. Su resurrección corporal manifestó
tanto continuidad como discontinuidad. Leemos acerca de personas que tuvieron cierta
dificultad para reconocerlo, pero, al mismo tiempo, efectivamente hubo reconocimiento. Jesús
tomó desayuno con sus discípulos. Él le mostró a Tomás las marcas de su crucifixión. Él le
dijo: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas
incrédulo, sino creyente” (Juan 20:27). No está registrado en el Evangelio si Tomás hizo lo que
se le ordenó o no, pero se puede presumir que tuvo la oportunidad de hacerlo.
Juan también registró una enigmática declaración acerca de Jesús que ha encendido mucha
especulación acerca de su cuerpo resucitado: “Ocho días después, sus discípulos estaban otra
vez a puerta cerrada, y Tomás estaba con ellos. Estando las puertas cerradas, Jesús llegó, se
puso en medio de ellos y les dijo: ‘La paz sea con ustedes’” (Juan 20:26).
¿Por qué Juan registró la frase “estando las puertas cerradas”? ¿Se incluyó para decirnos
algo acerca de los discípulos, o para decirnos algo acerca del cuerpo resucitado de Jesús? A
simple vista, parece un detalle irrelevante. Tal vez lo único que pretendía Juan era enfatizar el
estado de temor que caracterizaba a los discípulos después de la crucifixión. Pareciera que
ellos pasaron bastante tiempo puertas adentro. En el verso 19, Juan menciona que “los
discípulos estaban reunidos a puerta cerrada en un lugar, por miedo a los judíos. En eso llegó
Jesús, se puso en medio…”.
Tal vez sea posible reconstruir la escena de esta forma: los discípulos, al estar aterrados, se
juntaron a puerta cerrada. Mientras estaban preocupados con su miedo y consternación, Jesús
llegó a su lugar de reunión, abrió la puerta silenciosamente, y entró y les habló. En este
escenario, la referencia a la puerta cerrada no nos dice nada acerca del cuerpo resucitado de
Jesús aparte de que podía caminar y abrir puertas.
Por otra parte, tal vez Juan estaba sugiriendo que Jesús apareció en medio de la habitación
sin abrir la puerta. Esto significaría que su cuerpo resucitado tenía la capacidad de atravesar
los objetos sólidos sin impedimento. El texto no dice eso explícitamente. Tal inferencia es
posible a partir del texto, pero éste de ningún modo la exige. Sigue siendo materia de
conjeturas.
Lo que es seguro es que Pablo miró a Jesús como el ejemplo de cómo serán nuestros
cuerpos resucitados:

Así también está escrito: ‘El primer hombre, Adán, se convirtió en un ser con vida’; y
el postrer Adán, un espíritu que da vida. Pero lo espiritual no vino primero, sino lo
animal; y luego lo espiritual. El primer hombre es terrenal, de la tierra; el segundo
hombre, que es el Señor, es del cielo. Semejantes al terrenal, serán también los
terrenales; y semejantes al celestial, serán también los celestiales. Y así como hemos
llevado la imagen del hombre terrenal, así también llevaremos la imagen del
celestial (1 Corintios 15:45-49).

Todos los que somos humanos participamos de la naturaleza terrenal de Adán. Somos hijos
del polvo. Nuestros cuerpos padecen todas las debilidades y flaquezas propias de la tierra.
Nuestros cuerpos resucitados serán tabernáculos hechos en el cielo. En el cuerpo celestial, el
cáncer o las enfermedades cardiacas no tendrán cabida. La maldición de la caída será quitada.
Seremos vestidos a imagen y semejanza del nuevo Adán, el Hombre celestial. Sí, aún habrá
continuidad. Seguiremos siendo hombres y mujeres. Nuestra identidad personal permanecerá
intacta. Seremos reconocibles como las personas que éramos en esta vida. Pero también habrá
discontinuidad, pues la forma celestial romperá las ataduras del polvo.

CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD
Un molesto problema que enfrentamos al especular acerca del cielo es la cuestión del
reconocimiento. Nosotros reconocemos a las personas por sus características físicas. Algunos
de los rasgos más obvios incluyen cuestiones de edad y contextura. La persona que muere en
la infancia, ¿tendrá por siempre el aspecto de un bebé? Los ancianos, ¿conservarán el rostro
arrugado? ¿Seré gordo o delgado, alto o pequeño?
Hacer semejantes preguntas (apenas podemos resistirnos a ello) es dar de cabeza contra
los límites de nuestro entendimiento de los elementos de discontinuidad. Yo asumo (y no es
más que eso) que de alguna forma estas interrogantes perderán relevancia una vez que
trascendamos el ámbito del polvo y entremos a nuestro estado glorificado.
Pablo insistió en que aunque seguramente conservaremos la continuidad de nuestra
identidad personal actual, no obstante experimentaremos una transformación:

Pero una cosa les digo, hermanos: ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino
de Dios, y tampoco la corrupción puede heredar la incorrupción. Presten atención,
que les voy a contar un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos
transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la
trompeta final. Pues la trompeta sonará, y los muertos serán resucitados
incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que lo
corruptible se vista de incorrupción, y lo mortal se vista de inmortalidad. Y cuando
esto, que es corruptible, se haya vestido de incorrupción, y esto, que es mortal, se
haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: “Devorada
será la muerte por la victoria” (1 Corintios 15:50-54).

La corrupción refiere al proceso de la muerte. En este sentido, ser corruptible no se refiere


a la degeneración moral. Se refiere a la degeneración física. El proceso de degeneración y
deterioro no es propio de lo incorruptible. Aquello que está libre de corrupción física debe
escapar de todo tipo de degeneración y deterioro. Eso significa que el envejecimiento, las
arrugas, el acné, y la enfermedad no tienen cabida en lo que es incorruptible. No solo la
muerte, sino todos los acompañantes de la muerte serán derrotados con la resurrección del
cuerpo.
CAPÍTULO DIEZ
VISIÓN DE LAS COSAS
POR VENIR

El retrato más vívido y dramático de la otra vida que podamos encontrar en la Escritura está
al final del Apocalipsis de Juan. Juan tuvo el privilegio de ver, en el Espíritu, una espectacular
visión del futuro. La culminación de la dramática visión de Juan se encuentra en la revelación
del cielo nuevo y la tierra nueva: “Vi entonces un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el
primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, y el mar tampoco existía ya”
(Apocalipsis 21:1).
Aquí vemos condensado el objetivo último de la iglesia sufriente, la culminación de todo el
plan redentor de Dios. El futuro de la creación se encuentra en la manifestación de un cielo
nuevo y una tierra nueva.
Se nos dice que la primera tierra y el primer cielo dejan de existir. ¿Qué significa eso? Los
intérpretes están divididos en relación a esta pregunta. Algunos ven este dejar de existir de la
creación original como un acto de juicio divino sobre un mundo caído. Ellos creen que el viejo
orden será destruido, aniquilado por la furia de Dios. Luego, un nuevo acto de creación
reemplazará al antiguo. De la nada Dios producirá el nuevo orden.
Un segundo punto de vista sobre este asunto, y al cual yo adhiero, es que el nuevo orden
implicará, no una nueva creación de la nada, sino una renovación del viejo orden. Su novedad
estará marcada por la redención de Dios. La Escritura a menudo habla de que toda la creación
espera el acto final de redención. Destruir algo por completo y reemplazarlo por algo
totalmente nuevo no es un acto de redención. Redimir algo es salvar aquello que está en un
inminente peligro de perderse. Puede que la renovación sea radical. Puede que implique una
violenta conflagración purgativa, pero el acto de purificación en última instancia redime más
bien que aniquila. El cielo nuevo y la tierra nueva serán purificados. El mal no tendrá cabida
en el nuevo orden.

LA AUSENCIA DEL CAÓTICO MAR


Un atisbo de la calidad del cielo nuevo y la tierra nueva se encuentra en las palabras un tanto
enigmáticas “y el mar tampoco existía ya”. A las personas a las que les encanta la orilla del
mar y todo lo que ello representa en términos de belleza y recreación, puede parecerles
extraño contemplar una nueva tierra sin ningún mar. Pero para el antiguo judío, se trataba de
algo distinto. En la literatura judía, el mar a menudo se usaba como un símbolo de aquello que
era fatídico, siniestro y amenazante. Anteriormente en el Apocalipsis de Juan, vemos a la
Bestia surgir desde el mar (Apocalipsis 13). Asimismo, en la antigua mitología semítica, hay
frecuentes referencias al monstruo marino primordial que representa el sombrío caos. La
diosa babilónica Tiamat es un claro ejemplo.
En el pensamiento judío, el río, la corriente, o el manantial funcionaba como el símbolo
positivo de la bondad. Esto era natural en un entorno desértico donde un manantial era la vida
misma. Si observamos un mapa físico de Palestina, vemos lo crucial que era el Río Jordán para
la vida de la tierra. Como un listón, atraviesa el corazón de una tierra árida y sedienta,
uniendo el Mar de Galilea en el norte con el Mar Muerto en el sur.
La costa mediterránea de Palestina occidental se caracteriza por bancos rocosos y
prominentes montañas. Los antiguos hebreos no desarrollaron un comercio marítimo porque
el terreno no era apto para mucha navegación. El mar representaba un problema para ellos.
Era del Mediterráneo de donde se levantaban recias tormentas.
Esta imaginería de contrastes se aprecia en el Salmo 46. El salmista escribe: “Dios es
nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en todos los problemas. Por eso no tenemos
ningún temor. Aunque la tierra se estremezca, y los montes se hundan en el fondo del mar;
aunque sus aguas bramen y se agiten, y los montes tiemblen ante su furia” (vv. 1-3). Luego
añade: “Los afluentes del río alegran la ciudad de Dios” (v. 4).
Yo vivo en Florida central. A veces nuestra región se describe como “la capital relámpago
de Estados Unidos”. Los meses de verano traen fuertes tormentas eléctricas. Mis nietos
frecuentemente están aterrados por lo que ellos llaman el “bum”. Los potentes truenos no
están entre los elementos que forman parte del cielo según como ellos lo conciben.
Pero los judíos temían otros problemas provenientes del mar aparte de las furiosas
tormentas. Sus archirrivales tradicionales, saqueadores que los asediaron en incontables
ocasiones, eran una nación costera. Los filisteos habían llegado desde el mar.
Los judíos miraban hacia un nuevo mundo donde todos los males simbolizados por el mar
estarían ausentes. La nueva tierra tendrá agua; tendrá un río; tendrá manantiales vivificantes.
Pero allí no habrá mar.

LA CIUDAD REDIMIDA
Juan continuó: “Vi también que la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descendía del cielo, de
Dios, ataviada como una novia que se adorna para su esposo” (Apocalipsis 21:2). El cenit del
nuevo orden se observa en la llegada de la ciudad de Dios, la Sión redimida, la Jerusalén que
desciende del cielo.
La imagen de la ciudad en la literatura judía es ambivalente. Oscila entre las imágenes
positivas y negativas. Por una parte, el pueblo judío era históricamente semi-nómade. Ellos se
movían de pastizal en pastizal. Eran un pueblo que habitaba en tiendas. El Dios de Israel fue
primero adorado en una tienda, un tabernáculo.
No obstante, el pueblo anhelaba estabilidad, un sentido de permanencia. Ellos se
regocijaron cuando el tabernáculo dio paso a un majestuoso templo durante los reinados de
David y Salomón. Ellos eran un pueblo como el patriarca Abraham, de quien se dice:
“[Abraham] habitó en la tierra prometida como un extraño en tierra extraña, y vivió en tiendas
con Isaac y Jacob, quienes eran coherederos de la misma promesa; porque esperaba llegar a
la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:9-10,
énfasis añadido).
En el Nuevo Testamento se celebra a Cristo como el gran Sumo Sacerdote de los bienes
venideros, “a través del tabernáculo más amplio y más perfecto, el cual no ha sido hecho por
los hombres, es decir, que no es de esta creación” (Hebreos 9:11).
Por otra parte, la imagen de la ciudad en la literatura judía era negativa cuando
representaba la arrogante pretensión del hombre de crear un monumento a sí mismo. Es
significativo que el autor del Génesis mencione entre las actividades del primer asesino, Caín,
que él construyó una ciudad: “Caín salió de la presencia del Señor y habitó en la tierra de
Nod, al oriente de Edén. Y conoció Caín a su mujer, y ella concibió y dio a luz a Enoc. Entonces
edificó una ciudad, y llamó a esa ciudad Enoc, como el nombre de su hijo” (Génesis 4:16-17).
La ciudad de Caín era profana, tal como las ciudades de Sodoma y Gomorra eran profanas.
Fue Jerusalén la que se convirtió en el foco de atención de la esperanza judía. Allí, en el
Monte de Sión, Dios prometió habitar con su pueblo. Fue allí donde se construyó el templo,
hasta el cual se hacían los peregrinajes sagrados. Era a Jerusalén a donde el Mesías rey tenía
que subir a morir.
Israel ha soportado varios holocaustos, y uno de los mayores ocurrió en el 70 d. C., cuando
los romanos destruyeron por completo la Santa Ciudad y los judíos se dispersaron por todo el
mundo. Por siglos —hasta el día de hoy—, cuando los judíos celebraban la Pascua, susurraban
entre sí su emotiva esperanza: “El próximo año en Jerusalén”. Israel era la novia de Jehová, tal
como la iglesia en el Nuevo Testamento se denomina la novia de Cristo. En la visión de Juan, la
aparición de la Nueva Jerusalén está relacionada con la espectacular aparición de la novia al
momento de la boda. Cuando aparezca la Nueva Jerusalén, la ciudad del hombre pasará, y se
abrirá paso a la ciudad de Dios.
Una voz celestial anuncia la entrada de esta ciudad: “Entonces oí que desde el trono salía
una potente voz, la cual decía: ‘Aquí está el tabernáculo de Dios con los hombres. Él vivirá con
ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos y será su Dios’” (Apocalipsis 21:3).
La cualidad principal de la Nueva Jerusalén será la presencia inmediata de Dios. Dios
estará en medio de su pueblo. Él habitará con ellos. Ya no se verá a Dios distante, alejado de la
experiencia cotidiana. Él tendrá su residencia en medio de su pueblo.
Las palabras de cierre de la visión de Ezequiel en el Antiguo Testamento capturan la
esencia de la Ciudad Santa: “Alrededor medirá dieciocho mil cañas, y a partir de ese día el
nombre de la ciudad será ‘El Señor está allí’” (Ezequiel 48:35).
Cuando Juan escribió el prólogo de su Evangelio, él habló del Logos, la Palabra de Dios que
en el principio estaba con Dios y quien era Dios. Él escribió: “Y la Palabra se hizo carne, y
habitó entre nosotros, y vimos su gloria (la gloria que corresponde al unigénito del Padre),
llena de gracia y de verdad” (Juan 1:14).
Cuando Juan habló de la encarnación, dijo que la Palabra “habitó” entre nosotros. La
palabra que él uso significa literalmente “levantó su tienda” o “hizo su tabernáculo”. A Jesús
se lo llama Emanuel, que significa “Dios con nosotros”. La primera visita del Dios Encarnado a
Jerusalén fue temporal. Él vino a Jerusalén y luego se fue de Jerusalén. Pero en la Nueva
Jerusalén él tendrá residencia permanente. Él Jamás partirá de la Santa Ciudad. Desde ese
sitio no habrá punto de partida.

EL FIN DE TODO SUFRIMIENTO


Al continuar con su descripción del cielo nuevo y la tierra nueva, Juan escribió: “Dios enjugará
las lágrimas de los ojos de ellos, y ya no habrá muerte, ni más llanto, ni lamento ni dolor;
porque las primeras cosas habrán dejado de existir” (Apocalipsis 21:4).
Pocas experiencias humanas son más íntimas que el acto físico de secar las lágrimas de
otra persona. Es un acto táctil de compasión. Es una penetrante forma de comunicación no
verbal. Es el toque del consuelo.
Cuando yo era niño, mi madre siempre me ministraba tiernamente cuando yo estaba dolido.
Cuando las lágrimas rodaban por mi cara y yo sollozaba con espasmos incontrolables, mi
madre tomaba su pañuelo y palpaba las lágrimas en mis mejillas. A menudo ella “secaba las
lágrimas con un beso”.
Mi madre me secó las lágrimas en más de una ocasión. Su consuelo surtía efecto
momentáneo y se calmaban mis sollozos. Pero luego yo me lastimaba de nuevo y las lágrimas
volvían a brotar. Aun hoy, muchos años después, mis lagrimales todavía funcionan. Todavía
tengo la capacidad de llorar.
Pero cuando Dios enjugue las lágrimas, será el fin de todo llanto. Juan declaró que en la
nueva tierra no habrá más llanto. Cuando Dios seque de nuestros ojos todo triste lloro, el
consuelo será permanente. Entonces no habrá motivo para las penosas lágrimas. No habrá
más muerte. No habrá tristeza ni dolor alguno. Estas incomodidades pertenecen a las
primeras cosas que dejarán de existir.
En la Nueva Jerusalén no habrá cementerios. No habrá morgue, ni funeraria, ni hospital, ni
drogas analgésicas. Éstos son elementos que acompañan a las pesadumbres de este mundo.
Todos ellos dejarán de existir.
Juan escribió: “El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Mira, yo hago nuevas todas las
cosas’. Y me dijo: ‘Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas’” (Apocalipsis 21:5).
Si hay algo que suene demasiado bueno para ser cierto, es el anuncio de un lugar donde el
dolor, la tristeza, las lágrimas, y la muerte han sido expulsados. El corazón casi desmaya de
pensarlo. Casi nos da miedo pensarlo, no sea que nos estemos disponiendo a sufrir una
amarga decepción. Pero la voz que ordenaba desde el trono de Dios le habló a Juan de manera
decisiva: “Escríbelo”, le mandó. “Porque estas palabras son fieles y verdaderas”.
Decir que estas palabras son “verdaderas” significa simplemente que se corresponden con
la realidad. No son huecas promesas de fantasía. Que sean “fieles” significa que se puede
confiar en ellas sin temor a la decepción.
Juan oyó todavía más: “También me dijo: ‘Ya está hecho. Yo soy el Alfa y la Omega, el
principio y el fin. Al que tenga sed, yo le daré a beber gratuitamente de la fuente del agua de
la vida’” (Apocalipsis 21:6).
El alfabeto griego comienza con la letra alfa y termina con la letra omega, que
corresponden a nuestras A y Z. Cristo se reveló a Juan como el principio y el fin de todas las
cosas. Oímos la nota triunfante de la victoria de la creación. No hay ni un atisbo de un ciclo
eterno de repetición sin sentido. Hay una meta, un destino, para toda la historia humana.
Aquel que crea todas las cosas lleva todas las cosas a una significativa conclusión. Lo vano y lo
inútil quedan excluidos a la luz de Aquel que es el Alfa y la Omega.
Aquel que es el Autor y Consumador de nuestra fe promete un satisfactorio alivio a todos
los sedientos. La potente imagen de la sed aparece con frecuencia en la Escritura. El salmista
escribió: “Como ciervo que brama por las corrientes de agua, así mi alma clama por ti, mi
Dios. Mi alma tiene sed de ti, Dios de la vida” (Salmo 42:1-2). El deseo humano de Dios se
compara con el ciervo que con la lengua afuera va en busca de agua. La emoción es intensa; la
sed es aguda. Es a este tipo de persona, alguien que posee un apasionado anhelo de Dios, que
Cristo le pronunció su bendición: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6).
Las palabras de Jesús nos recuerdan su conversación con la mujer samaritana junto al
pozo. “Jesús le respondió: ‘Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de
beber”; tú le pedirías a él, y él te daría agua viva’… Todo el que beba de esta agua, volverá a
tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás. Más bien, el agua
que yo le daré será en él una fuente de agua que fluya para vida eterna” (Juan 4:10, 13-14).
Estas promesas llegan a un clímax con las palabras de Jesús en la cruz: “Consumado es”. Él
había cumplido su misión y la victoria era segura.
Juan luego escribió: “El que salga vencedor heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él
será mi hijo. Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los homicidas, los que
incurren en inmoralidad sexual, los hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su
parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Apocalipsis 21:7-8).
Este pasaje suena como una enigmática palabra de advertencia. Alude al acto final del
juicio de Cristo. A los que son fieles se les promete una plena participación en la herencia de
Cristo. Cuando somos adoptados en la familia de Dios, se nos llama coherederos con Cristo.
Pero aquellos que persisten en su oposición a Cristo, aquellos que se alían con el Anticristo,
serán excluidos de la felicidad del cielo y destinados al lago de fuego. El catálogo de pecados
mencionados (mentira, idolatría, etc.) representa una síntesis de las características de los
seguidores del Anticristo, quienes se negarán obstinadamente a mostrar lealtad a Cristo.

EL ESPLENDOR DE LA SANTA CIUDAD


Siguiendo con el relato de su visión, Juan develó más detalles de la Nueva Jerusalén:
Entonces se me acercó uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las
siete plagas finales, y me dijo: “Ven acá, voy a mostrarte a la novia, la esposa del Cordero”. Y
en el Espíritu me llevó a un monte de gran altura, y me mostró la gran ciudad santa de
Jerusalén, la cual descendía del cielo, de Dios. Tenía la gloria de Dios y brillaba como una
piedra preciosa, semejante a una piedra de jaspe, transparente como el cristal (Apocalipsis
21:9-11).
El mismo ángel que anteriormente le había mostrado a Juan una visión de la gran ramera,
la ciudad de Babilonia (capítulo 17), lo llevó a otro sitio para que viera la ciudad de extremo
contraste. La Ciudad Santa estaba bañada con la resplandeciente gloria de Dios. Brillaba con
un admirable esplendor. Su luz se asocia específicamente al jaspe.
Anteriormente en Apocalipsis, la manifestación divina sobre el trono se había descrito en
estos términos: “El que estaba sentado en el trono tenía el aspecto de una piedra de jaspe y de
cornalina” (Apocalipsis 4:3). La apariencia de las piedras de jaspe puede variar del amarillo al
rojo al verde. También pueden ser transparentes. La cornalina era roja. Al parecer la ciudad
reflejaba la gloria shekinah de Dios, transparente y de rojo fuerte, como la luz.
Juan continuó: “Tenía una muralla grande y elevada, y doce puertas; en cada puerta había
un ángel, e inscripciones que correspondían a los nombres de las doce tribus de Israel. Tres
puertas daban al oriente, tres puertas al norte, tres puertas al sur, y tres puertas al occidente”
(Apocalipsis 21:12-13).
En el mundo antiguo, la fortaleza y la majestad de una ciudad se medían por su muro. El
muro no solo determinaba los límites de la ciudad; era un elemento vital de protección contra
el ataque enemigo. La guerra en la antigüedad necesariamente incluía el sitio y la catapulta a
fin de superar la protección que ofrecía el muro de la ciudad. Hoy en día, los visitantes de la
antigua ciudad de Jerusalén se impresionan de inmediato por el muro que la rodea.
Construido con enormes piedras, el muro de Jerusalén se eleva hasta los veinte metros. Con
todo lo impactante que puede ser esta vista para el visitante moderno, se vuelve aun más
notable por el hecho de que la erosión del tiempo ha escondido otros veinte metros que ahora
están bajo tierra.
Sin embargo, el muro de la Jerusalén terrenal se va a deslucir al lado del de la Nueva
Jerusalén. Este muro será grandioso y alto, lo cual indica la seguridad de aquellos que
morarán en su interior. Va a proveer una barrera inexpugnable contra cualquiera que pudiera
tratar de entrar sin la invitación de Dios. Con todo, habrá acceso a través de las doce puertas
cuyos nombres son las doce tribus de Israel. La salvación es de los judíos (Juan 4:22). La raíz
de la historia redentora se plantó dentro de la nación judía. Pero la Nueva Jerusalén tendrá
puertas para que entre gente de todas las naciones. Si bien honrará a su nación original,
Israel, será un lugar donde todos los que deseen habitar con el Cordero podrán entrar.
Juan no solo vio doce puertas; también vio igual número de cimientos: “La muralla de la
ciudad tenía doce cimientos, y en ellos estaban los nombres de los doce apóstoles del
Cordero” (Apocalipsis 21:14).
Nosotros cantamos del único fundamento de la iglesia que es Jesús. En la imaginería del
Nuevo Testamento, sin embargo, el símbolo que más a menudo se utiliza para Cristo es el de
la piedra angular. Es a los apóstoles y profetas a quienes se los identifica como el fundamento:
“Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, cuya principal piedra angular es
Jesucristo mismo” (Efesios 2:20).
Es significativo que el muro de la Nueva Jerusalén no descansará sobre un fundamento sino
sobre doce. La simetría de doce puertas y doce fundamentos que simbolizan a las doce tribus
de Israel y los doce apóstoles muestra la unidad del Antiguo y el Nuevo Testamentos y la
completa inclusión de todo el pueblo de Dios.
La visión de Dios prosiguió con un curioso incidente: “El que hablaba conmigo tenía una
caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad se halla
establecida como un cuadrado: su longitud es igual a su anchura. Con la caña midió la ciudad:
doce mil estadios. La longitud, la altura y la anchura de ella son iguales. Y midió su muro:
ciento cuarenta y cuatro codos, según medida de hombre, la cual era la del ángel” (Apocalipsis
21:15-17 RV95).
En la visión, el ángel midió la Ciudad Santa con un instrumento de oro. Las medidas
revelaron la perfecta simetría de la ciudad. No había líneas desviadas, nada desequilibrado. La
ciudad de Dios estaba perfectamente plomada. Observamos que la ciudad tenía forma de
cubo. La estructura cúbica recuerda las dimensiones del Lugar Santísimo en el Antiguo
Testamento (ver 1 Reyes 6:20). Quizá esto explica una característica de la Nueva Jerusalén
que seguramente habría resultado sorpresiva para los judíos, a saber, que la ciudad no tendrá
templo (Apocalipsis 21:22). La ciudad entera será un templo, saturada de la presencia de Dios.
El ángel descubrió que la ciudad medía dos mil doscientos kilómetros. La suma es
simbólica. Representa la unidad del estadio multiplicada por doce. Imaginemos una ciudad
que se extendiera desde Santiago de Chile hasta La Paz en Bolivia.
Las medidas del muro también eran asombrosas. La figura de 144 codos una vez más
representa un múltiplo de doce. Un codo se medía originalmente como el largo desde la punta
de los dedos de un hombre hasta su codo. Por lo tanto, se ha estimado que el muro mide 65
metros.
Juan continúa y observa que: “La muralla estaba hecha de jaspe, pero la ciudad era de oro
puro, diáfana como el cristal” (Apocalipsis 21:18).
Alguien me dio una vez una grabación donde se relataban los sucesos ocurridos el año de
mi nacimiento, 1939. Uno de los acontecimientos mencionados era la construcción de la
mansión Hearst, que era la residencia privada más elaborada y costosa construida en Estados
Unidos hasta ese entonces. La mansión incluía más de cien habitaciones y costaba más de
USD30 millones en 1939. Los elementos de oro que tenía eran espectaculares. Pero la
mansión Hearst es una casita de perros comparada con la Nueva Jerusalén.
No podemos concebir una ciudad de puro oro que sea diáfana como el cristal. Recordemos
que el templo de Salomón incluía una generosa cantidad de láminas de oro. Pero la Nueva
Jerusalén no estará construida de meras láminas de oro. Estará hecha de puro oro que
irradiará la belleza de la santidad de Dios.
Volviendo a los cimientos de la ciudad, Juan brinda una vívida descripción: “Los cimientos
de la muralla de la ciudad estaban adornados con toda clase de piedras preciosas. El primer
cimiento era de jaspe; el segundo, de zafiro; el tercero, de ágata; el cuarto, de esmeralda; el
quinto, de ónice; el sexto, de cornalina; el séptimo, de crisólito; el octavo, de berilo; el noveno,
de topacio; el décimo, de crisoprasa; el undécimo, de jacinto, y el duodécimo, de amatista”
(Apocalipsis 21:19-20).
Las piedras preciosas que se hallan en los cimientos de la ciudad nos hacen recordar las
joyas que adornaban el pectoral del sumo sacerdote de Israel (ver Éxodo 28:15ss.). Algunos
han visto en ellas un sutil rechazo a la religión pagana, pues Juan las enumera en orden
inverso a como funcionan en la astrología zodiacal. La realidad que la religión pagana
distorsiona se encuentra en la ciudad de Dios.
Juan luego describió las fabulosas puertas y calles de la ciudad: “Las doce puertas eran
doce perlas, es decir, que cada una de las puertas era una perla, y la calle de la ciudad era de
oro puro y transparente como el vidrio” (Apocalipsis 21:21).
Este texto es la fuente de la popular idea de que el cielo tiene “puertas de perlas” y “calles
de oro”. El verso recuerda una profecía que se encuentra en Isaías 54:12. Los rabíes en la
antigüedad a veces tomaban literalmente las profecías de Isaías y miraban al futuro hacia un
momento cuando Jerusalén tendría perlas de treinta codos de ancho y veinte codos de alto,
con aberturas en ellas de diez por veinte codos. (Imagina el tamaño de las ostras que
producirían tales perlas).
Yo nací y crecí en Pittsburgh. Pittsburgh es una encantadora ciudad, mucho más bella que
la popular imagen de una ciudad cubierta de hollín y humo que escupen las plantas acereras.
La ciudad ha estado en la vanguardia de la renovación urbana y es un modelo de renacimiento
urbano. El problema con Pittsburgh no son las chimeneas de las acererías (de las cuales la
mayoría ahora están inactivas). El eterno problema que afecta a los padres de la ciudad son
los notorios baches en las calles. El final del invierno trae un constante flujo de helada y
deshielo que destruye rápidamente la superficie de las vías. Hay leyendas de automóviles
Volkswagen que se perdieron para siempre en los profundos socavones en las calles.
Sin embargo, en la ciudad celestial no habrá baches. No habrá necesidad de impuestos
vehiculares para el constante mantenimiento. Las calles estarán pavimentadas con oro
cristalino que jamás va a necesitar reparación.
Estas gráficas imágenes probablemente sean símbolos de la gloria que habrá en el cielo,
aunque me abstengo de ser dogmático al respecto. No nos quepa duda de que Dios sea capaz
de formar una ciudad tal como la vio Juan.

LA CIUDAD SIN TEMPLO


Como mencioné anteriormente, hay una cosa que estaba notoriamente ausente en la visión de
la Nueva Jerusalén de Juan: “No vi en ella ningún templo, porque su templo son el Señor y
Dios Todopoderoso, y el Cordero” (Apocalipsis 21:22).
Este verso habría sido impactante para los judíos que lo leían en tiempos de Juan. Una
Nueva Jerusalén sin templo era completamente inconcebible para ellos. Su futura esperanza
se centraba en la superlativa magnificencia del templo.
Tan potente era este apego al templo, que los enemigos de Jesús, cuando él fue juzgado,
torcieron las palabras que él había dicho una vez, palabras que aparentemente constituían
una amenaza al templo. Un falso testigo dijo: “Nosotros le hemos oído decir: ‘Yo derribaré este
templo hecho por la mano del hombre, y en tres días levantaré otro sin la intervención
humana’” (Marcos 14:58). En realidad, Jesús no había hablado del templo en absoluto. Cuando
los judíos le pidieron una señal, él respondió diciendo:

“Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré”. Entonces los judíos le dijeron:
“Este templo fue edificado en cuarenta y seis años, ¿y tú en tres días lo levantarás?”
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de entre los
muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto, y creyeron en la
Escritura y en la palabra que Jesús había dicho (Juan 2:19-22).

En la Nueva Jerusalén, el templo será reemplazado por la inmediata presencia de Dios el


Padre, y el Cordero, Dios el Hijo. El Cristo resucitado será el “lugar de encuentro” entre Dios y
el hombre, porque él es el Mediador para su pueblo.
Así como no vio templo, Juan tampoco vio una fuente física de luz: “La ciudad no tiene
necesidad de que el sol y la luna brillen en ella, porque la ilumina la gloria de Dios y el
Cordero es su lumbrera” (Apocalipsis 21:23).
Nuevamente, las palabras de Apocalipsis hacen eco de la profecía del Antiguo Testamento
de Isaías: “El sol no volverá a ser tu luz durante el día, ni te alumbrará más el resplandor de la
luna, porque el Señor será para ti una luz perdurable; tu Dios será tu gloria” (Isaías 60:19).
Cristo declaró que él era la “luz del mundo” (Juan 8:12). En la Nueva Jerusalén, su
esplendor de la resurrección, junto con la resplandeciente gloria de Dios, van a eclipsar las
luminarias menores del sol y la luna.
Juan prosiguió: “Las naciones caminarán a la luz de ella, y los reyes de la tierra traerán a
ella sus riquezas y su honra. Sus puertas jamás serán cerradas de día, y en ella no habrá
noche. A ella serán llevadas las riquezas y la honra de las naciones, y no entrará en ella nada
que sea impuro, o detestable, o falso, sino solamente los que están inscritos en el libro de la
vida del Cordero” (Apocalipsis 21:24-27).
La Ciudad Santa será un lugar donde se reunirá gente de todas las naciones a rendir
tributo al Rey Mesías. Los reyes terrenales que se cuenten entre los redimidos se apresurarán
a llevar su propia gloria, riquezas y honor, y las pondrán a los pies del Cordero. Los antiguos
magos viajaron desde lejos para ofrecer presentes al Cristo niño, pero en el futuro habrá
visitas mucho más magníficas de reyes y príncipes al trono de Cristo. Entonces las naciones se
reunirán para adorar al Rey de reyes. Las puertas siempre estarán abiertas. No amenazará la
llegada de la noche, pues no habrá momento alguno en que el esplendor de su presencia deje
de brillar.
Si bien las puertas de la ciudad permanecerán abiertas, nada que cause contaminación
podrá cruzarlas. Estará prohibida la entrada a cualquiera cuyo nombre no esté escrito en el
libro de la vida del Cordero. Es la ciudad del Cordero, de modo que solo estará abierta a los
que son de él.
A medida que aparecieron nuevas vistas de la ciudad en su visión, Juan escribió: “Después
me mostró un río límpido, de agua de vida. Era resplandeciente como el cristal, y salía del
trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a cada lado del río, estaba el
árbol de la vida, el cual produce doce frutos y da su fruto cada mes; las hojas del árbol eran
para la sanidad de las naciones” (Apocalipsis 22:1-2).
Esta escena recuerda algunos de los elementos del Jardín del Edén. Nosotros tendemos a
pensar en el cielo como la restauración del Paraíso que se perdió con la caída. Pero el cielo es
mucho más que una simple restauración del orden original de las cosas. El futuro paraíso
superará con creces la felicidad que se disfrutó en el Edén primero.
La escena también se asemeja a la profecía de Ezequiel:

Y el hombre me dijo: “Esta agua corre hacia la región del oriente, y baja al Arabá y
se pierde en el mar. Una vez que el agua entra en el mar, se vuelve agua saludable.
Todos los seres vivos que naden por donde entra la corriente, vivirán… ¡Todo lo que
entre en este río vivirá!… En ambos márgenes del río crecerá toda clase de árboles
frutales, a los que nunca les faltará fruto ni sus hojas se caerán. Esos árboles
madurarán a su tiempo, porque el agua que los riega sale del santuario. Sus frutos
serán comestibles, y sus hojas serán medicinales” (Ezequiel 47:8-9, 12).

En la visión de Ezequiel, el río fluye desde el templo. En la visión de Juan, no es el templo,


sino Cristo mismo, el Templo Permanente, quien es la Fuente del agua sanadora.
En la visión de Juan, cuesta determinar si él vio un árbol de vida con ramas a ambos lados
del río, o dos árboles de vida distintos. En cualquier caso, el árbol representa el nuevo orden
de vida que existirá. El ciclo anual de las estaciones, con el nacimiento en primavera y la
muerte en invierno, habrá acabado. Los árboles producirán fruta fresca cada mes. Sus hojas
no se marchitarán ni morirán. No se encontrarán más espinos ni cardos en la naturaleza. No
habrá inundaciones que pongan en riesgo la cosecha.
Las hojas del árbol serán terapéuticas. Ellas contendrán el bálsamo de salud para las
heridas de las naciones. Juan no especificó qué enfermedades necesitarán curarse. Tal vez él
estaba pensando en la eliminación del dolor normal de la naturaleza. O podría haber estado
pensando en la curación de las heridas infligidas por el Anticristo.

LA ELIMINACIÓN DE LA MALDICIÓN
Lo que la imagen de los árboles apenas vislumbraba, luego se volvió explícito para Juan: la
maldición fue revocada. Él escribió: “Allí no habrá maldición. El trono de Dios y del Cordero
estará en medio de ella, y sus siervos lo adorarán” (Apocalipsis 22:3).
La idea de la maldición remite a la caída de la humanidad. La maldición fue el juicio de
Dios a la desobediencia. Después de la caída, Dios maldijo a la Serpiente que engañó a Eva. Él
afligió a la mujer con dolor en el parto y al hombre con las cargas añadidas a sus afanes. La
tierra fue maldecida con espinos (Génesis 3).
El tema de la maldición reapareció dramáticamente cuando Dios hizo su pacto con Israel:
“Dense cuenta de que hoy pongo ante ustedes la bendición y la maldición. La bendición, si
ustedes atienden a los mandamientos que yo, el Señor su Dios, hoy les mando cumplir. La
maldición, si no atienden a los mandamientos que yo, el Señor su Dios, hoy les mando
cumplir” (Deuteronomio 11:26-28).
La maldición significa mucho más que la pérdida de las bendiciones. En última instancia,
implica ser expulsado de la presencia de Dios. Cuando Cristo fue crucificado y “abandonado”
por el Padre, él fue expulsado de la presencia divina. Se apagaron las luces, y Jesús fue
arrojado a un abismo de tinieblas. La maldición significa que en este mundo no podemos ver el
rostro de Dios. Significa que experimentamos cierta medida de la ausencia de Dios.
El fin de la maldición indica que la redención divina está plenamente consumada. En la
visión de Juan, cuando se suprime la maldición, hay dos cosas que destacan de inmediato. La
primera es la clara presencia de Dios y el Cordero. La segunda es el servicio voluntario que le
ofrece su pueblo. Esto aparece como un marcado contraste con la situación que trajo la
maldición al comienzo. La maldición cayó a causa de la desobediencia. Cuando desaparece la
maldición, no habrá más desobediencia. La maldición y su causa, el pecado, estarán ausentes
en el cielo.
Esto, a su vez, conduce a la suprema esperanza del cielo: la visión de Dios. Juan escribió:
“Y verán su rostro, y llevarán su nombre en la frente” (Apocalipsis 22:4).
Esto es lo que los teólogos llaman la “visión beatífica”, una visión de Dios que produce un
inmediato y profundo gozo. Es la beatitud y felicidad para la que cada uno ha sido creado.
Aquí, el hondo vacío que aflige al alma humana será finalmente llenado.
No hay un problema más difícil que acompañe a la vida de la fe que el hecho de que
estemos llamados a servir y adorar a un Dios que para nosotros es totalmente invisible. En
ningún otro lugar se siente con mayor intensidad el adagio “ojos que no ven, corazón que no
siente” que en el objeto de nuestros afectos. Queremos bañar nuestros ojos en la majestad de
su gloria. Queremos que él alce la luz de su mirada sobre nosotros. Anhelamos que él haga
resplandecer su rostro sobre nosotros.
Muchas de las narraciones de apariciones divinas a seres humanos en el Antiguo
Testamento solo implican teofanías. Una teofanía es una manifestación visible del Dios
invisible. Moisés vio un arbusto que ardía pero no se consumía. Los hijos de Israel
contemplaron una columna de nube. Estas teofanías aún conservaban un velo sobre el rostro
de Dios.
En su primera epístola, el apóstol Juan escribió: “Miren cuánto nos ama el Padre, que nos
ha concedido ser llamados hijos de Dios. Y lo somos. El mundo no nos conoce, porque no lo
conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de
ser. Pero sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él porque lo veremos
tal como él es” (1 Juan 3:1-2).
Juan introdujo este tema de la visión beatífica con una expresión de asombro apostólico. Él
expresó su profunda admiración de que podamos ser llamados hijos de Dios. La concesión de
este privilegio de hijos adoptivos refleja una forma de amor que desafía todas las categorías
normales. Es un amor trascendente lo que lleva al Padre a llamarnos hijos. Nosotros somos
absolutamente indignos de tal título. El fundamento para ello no se puede encontrar en algún
mérito nuestro. La única explicación posible para que se nos llame hijos de Dios debe basarse
en el extraordinario amor que solo Dios es capaz de demostrar.
Juan prosigue y confiesa que aún no se ha revelado lo que seremos. El espejo aún está
oscuro. El futuro todavía está nublado. Pero se nos dan algunos atisbos suficientes para que
nuestra alma arda de gozo. Una cosa tenemos por segura; un destello de luz traspasa la
oscuridad del espejo: seremos semejantes a él.
Es irónico que hayamos sido creados a imagen de Dios. El propósito de Dios para la
creación de la raza humana era que nosotros reflejásemos el carácter de Dios mismo. Pero
debido a nuestro estado caído, la imagen de Dios en nosotros se ha ensuciado. Nos volvimos
imágenes mentirosas. Nada es más propio del ser humano que el hecho de que pecamos. En
nuestro pecado, demostramos precisamente lo que Dios no es. En el carácter de Dios no hay
sombra de maldad.
Sin embargo, cuando el pecado sea totalmente eliminado de nosotros, entonces seremos
auténticas imágenes de nuestro Dios. Seremos como él.
El prerrequisito absoluto para contemplar el rostro de Dios es la pureza de corazón. La
promesa de Jesús en las Bienaventuranzas es ésta: “Bienaventurados los de limpio corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). La razón por la que Dios es invisible a los hombres
mortales radica en que ningún mortal es puro de corazón. El problema no está en nuestros
ojos, sino en nuestro corazón.
Juan no nos señala el orden exacto de los hechos. ¿Seremos purificados primero, para que
nos sea posible ver a Dios; o la visión de Dios al descubierto nos purificará instantáneamente?
Sabemos que solo cuando seamos glorificados en el cielo estaremos calificados para ver a
Dios. Por lo tanto, yo supongo que antes de verlo “tal como él es”, primero se limpiarán
totalmente los restos de impureza de nuestro corazón.
En la versión de Hollywood de Ben-Hur, de Lew Wallace, hay una escena que captura parte
de lo cautivante que resulta la visión de Cristo. Ben-Hur está junto a un pozo, y él está sucio,
hundido en el polvo, y consumido por una ardiente sed. La cámara se concentra en el rostro
de Ben-Hur. Su semblante se retuerce por la miseria. Entonces la sombra de un hombre cruza
sobre su cara. No se ve al hombre; la cámara sigue fija en el rostro de BenHur. El hombre le
ofrece agua. Al levantar su desgraciado rostro para mirar al piadoso extraño, vemos que un
repentino esplendor transforma su semblante. De inmediato sabemos, por el cambio radical en
su mirada, que él está observando directamente el rostro de Cristo.
Esa es la esperanza última del cristiano. Cuando contemplemos el rostro de Dios, todos los
recuerdos de dolor y sufrimiento se desvanecerán. Nuestra alma será curada por completo.
Dios pondrá su nombre en nuestra frente. El número del Anticristo no estará allí. Seremos
marcados con un nombre indeleble que nos identificará para siempre como hijos e hijas de
Dios.
Juan concluye el relato de su visión del cielo nuevo y la tierra nueva con estas
emocionantes palabras: “Allí no volverá a haber noche; no hará falta la luz de ninguna lámpara
ni la luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará. Y reinarán por los siglos de los siglos. Y
me dijo: ‘Estas palabras son fieles y verdaderas’” (Apocalipsis 22:5-6a).
Una vez más, Juan subrayó la expulsión de toda oscuridad. La resplandeciente gloria de
Dios bañará por siempre a su pueblo. Además, los que son suyos recibirán la plenitud de su
herencia. Ellos lo oirán decir: “Vengan, amados míos, y hereden el reino preparado para
ustedes desde la fundación del mundo”.
Es esta promesa, una promesa certificada por la declaración celestial “estas palabras son
fieles y verdaderas”, lo que elimina toda duda acerca de nuestro dolor y sufrimiento
presentes. Es esta promesa lo que verifica la comparación apostólica de que las aflicciones
que soportamos en esta vida ni siquiera merecen compararse con la gloria que Dios tiene
preparada para nosotros en el cielo (Romanos 8:18). Es por esta promesa, sellada con divino
juramento, que sabemos que nuestro sufrimiento nunca, nunca, jamás es en vano.
CONCLUSIÓN

En su carta a los Efesios, Pablo expresó los profundos sentimientos de su corazón en relación
a los creyentes:

Por esta causa también yo, desde que supe de la fe de ustedes en el Señor Jesús y
del amor que ustedes tienen para con todos los santos, no ceso de dar gracias por
ustedes al recordarlos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de gloria, les dé espíritu de sabiduría y de revelación en el
conocimiento de él. Pido también que Dios les dé la luz necesaria para que sepan
cuál es la esperanza a la cual los ha llamado, cuáles son las riquezas de la gloria de
su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con
nosotros, los que creemos, según la acción de su fuerza poderosa (Efesios 1:15-19).

En esta expresión de deseo pastoral, Pablo hizo referencia a las tres grandes virtudes
cristianas: la fe, el amor, y la esperanza. Él estaba rebosante de gozo al oír de la fe de los
santos, la fe que se mostraba en el amor. Pero su oración apuntaba a que el Espíritu de Dios
iluminara la mente de los creyentes con la sabiduría divina para que ellos llegaran a una plena
apreciación de la esperanza del llamado de Dios.
Nuestra vocación divina última no es al sufrimiento, sino a una esperanza que triunfa sobre
el sufrimiento. Es la esperanza de nuestra futura herencia con Cristo.
Esta esperanza no es un mero deseo o un ocioso anhelo del alma. Es una esperanza
arraigada en el grandísimo poder de Dios. Es una esperanza que no puede fallar. Esta
esperanza jamás causará vergüenza o decepción a quienes la abrigan.
La esperanza de gozo eterno en la presencia de Cristo, una esperanza que nos sostiene en
medio del sufrimiento temporal, es el legado de Jesucristo. Es la promesa de Dios para todos
los que ponen su confianza en él.
APÉNDICE
PREGUNTAS
Y RESPUESTAS

En esta sección, me gustaría tocar brevemente varios otros temas en torno al problema del
sufrimiento respondiendo algunas preguntas que se me han hecho en el transcurso de los
años.

¿Qué les aconsejaría a los cristianos que estén padeciendo una enfermedad o alguna
dolencia relativa a la edad y que preferirían estar en el cielo a permanecer en la
tierra?
En primer lugar, yo aplaudiría a tales personas por su preferencia. Ciertamente están en
buena compañía. Los héroes y heroínas bíblicos expresan con frecuencia este sentimiento.
Recordamos al anciano Simeón, quien, tras esperar por años para mirar al Mesías, finalmente
recibió la bendición de ver al Cristo niño en el templo. Él tomó al bebé Jesús en sus brazos y
pronunció el poema conocido como el Nunc Dimittis: “Señor, ahora despides a este siervo
tuyo, y lo despides en paz, de acuerdo a tu palabra. Mis ojos han visto ya tu salvación” (Lucas
2:29-30).
Job, en medio de su gran dolor, le imploró a Dios la liberación de la muerte: “¡Cómo
quisiera que Dios me escuchara, y que me concediera lo que más anhelo! ¡Cómo quisiera que
Dios me quitara la vida, que descargara su mano y me hiciera morir!” (Job 6:8-9). Moisés y
Jeremías, entre otros, hicieron la misma súplica.
Una vez oí a un hombre que describía los dolores del mareo sufrido en el mar diciendo:
“Primero, temía que fuera a morir, y luego temía que no fuera a morir”. Lo que él decía en
broma es una seria realidad para muchos afligidos.
En años recientes, se ha citado públicamente a Billy Graham, quien ha dicho que estaba
cansado y anhelaba ir a casa y estar con Cristo. Las observaciones del Dr. Graham hacían eco
de las del apóstol Pablo cuando escribió: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es
ganancia. Pero si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces
qué escoger. Por ambas cosas me encuentro en un dilema, pues tengo el deseo de partir y
estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedarme en la carne es más necesario por
causa de ustedes” (Filipenses 1:21-24).
Pablo tenía la disposición de continuar su ministerio en la tierra, pero su clara preferencia
era morir y estar con Cristo. Asimismo, nosotros deberíamos orar para que Dios nos dé la
gracia para permanecer productivos en este mundo, aun si lo que preferiríamos fuese morir y
estar con Cristo. Existen dos motivos básicos por los que los cristianos a veces anhelan morir.
El primero es nuestro profundo deseo de llegar a nuestro destino espiritual. El peregrinaje de
nuestra alma no acaba mientras no entremos en nuestro reposo. El segundo motivo es el
deseo de alivio de la aflicción.
Como observé anteriormente en este libro, el momento de nuestra muerte está en las
manos de Dios. No debemos dar pasos para apresurar el momento de nuestra partida. Dios es
el autor de la vida y es soberano tanto sobre la vida como sobre la muerte. Podemos orar
pidiendo la muerte, pero solo Dios puede conceder esa petición.

¿Qué decir del suicidio? ¿Qué ocurre con aquellos que se suicidan?
Históricamente, la iglesia ha visto el suicidio con desaprobación. Sin embargo, mucha gente,
en efecto, se suicida.
Una vez en un programa de conversación en televisión me preguntaron si las personas que
se suicidan podrían ir al cielo. Yo respondí con un simple “sí”. Mi respuesta causó que el panel
de las llamadas telefónicas se encendiera como un árbol navideño. El presentador también
quedó impactado con mi respuesta.
Yo le expliqué que en ningún lugar se identifica al suicidio como un pecado imperdonable.
No sabemos con ningún grado de certeza qué es lo que pasa por la mente de una persona al
momento de suicidarse. Es posible que el suicidio sea un acto de pura incredulidad, una
rendición ante la desesperación total que revela la ausencia de alguna forma de fe en Dios.
Por otra parte, puede ser una señal de una enfermedad mental temporal o prolongada. O
puede ser el resultado de una repentina oleada de depresión severa. (Tal depresión puede
estar causada por causas orgánicas o por el uso no intencional de ciertos medicamentos).
Un psiquiatra observó que la gran mayoría de las personas que se suicidan no lo habría
hecho si hubiera esperado veinticuatro horas. Tal observación es una conjetura, pero se basa
en numerosas entrevistas a personas que realizaron serios intentos fallidos de suicidarse y
posteriormente se recuperaron de su abrumador desaliento.
El punto es que las personas se suicidan por razones muy diversas. Solo Dios conoce a
cabalidad la complejidad del proceso de pensamiento de una persona el momento de
suicidarse. Por lo tanto, Solo Dios puede hacer un juicio justo y preciso a cualquier persona. A
fin de cuentas, la salvación de un individuo depende de si ha sido unido a Cristo por la sola fe.
Sigue siendo cierto que los cristianos genuinos pueden sucumbir a una marejada de
depresión.
Si bien debemos intentar disuadir a las personas de suicidarse, dejamos a quienes lo han
hecho a la misericordia de Dios.

¿Se puede decir que el sufrimiento en general, aparte de la persecución por el


nombre de Cristo, sea participar de los sufrimientos de Cristo?
Yo creo que en algunos casos se puede. Si nuestro sufrimiento ocurre en fe, si ponemos
nuestra confianza en Dios mientras sufrimos, entonces estamos imitando la confianza que
Jesús tuvo en el Padre. Por cierto, hay una promesa especial para aquellos que sufren
injustamente. Aquellos que son perseguidos por causa de la justicia tienen el consuelo de
numerosas promesas bíblicas.
¿Pero qué tal si una persona sufre por causa de una enfermedad o alguna tragedia que no
es consecuencia de la persecución? Aquí, poner la confianza en Dios en medio de la aflicción
es una virtud que no queda sin recompensa. Todavía implica una especie de imitación de
Cristo. Ciertamente Dios es honrado y complacido cuando sus hijos guardan la fe en medio del
sufrimiento. En ello seguimos el ejemplo de Cristo.
En efecto, también podemos sufrir como una justa consecuencia de nuestros pecados. En
este sentido, en estricto rigor no estamos imitando a Cristo, pues, al ser perfecto, él nunca
sufrió por el pecado. No obstante, aun aquí es posible honrar a Dios. Dios fue honrado cuando
el ladrón en la cruz reconoció que merecía el castigo que estaba sufriendo (Lucas 23:41). Él
no añadió blasfemias o injurias a Dios a los pecados de los que ya era culpable.

¿Qué sucede con los animales cuando mueren?


Ésta no es una pregunta frívola. Sabemos que las personas desarrollan mucho apego a los
animales, especialmente a las mascotas de la casa. La niña con su gatito o el hombre y su
perro ilustran el afecto entre humanos y animales.
Tradicionalmente, muchos han estado convencidos de que para los animales no hay vida
futura. La Biblia no enseña explícitamente que los animales vayan al cielo. Uno de los
argumentos clave contra la idea de que los animales no sobreviven a la tumba es la convicción
de que los animales no tienen alma. Muchos están convencidos de que el aspecto distintivo
que diferencia a los humanos de los animales es que los humanos tienen alma y los animales
no. Algunos sitúan la imagen de Dios en el hombre en el alma.
Asimismo, se asume que los animales no pueden pensar como nosotros. Sus reacciones se
explican por el instinto y no por formas inferiores de cognición. Sin embargo, el término
instinto es un ejemplo de ambigüedad. ¿Cuándo se convierte el instinto en pensamiento? Los
animales pueden mostrar lo que nosotros llamamos emociones. Seguramente ellos responden
a estímulos externos.
La Biblia no dice que los animales piensen. La Biblia no dice que los animales tengan alma.
Pero la Biblia tampoco niega estas cosas. Por cierto, la Biblia dice que el asno conoce el
pesebre de su amo (Isaías 1:3). Aquí, el “conocimiento” se atribuye a un animal. Sin embargo,
este pasaje se podría interpretar de forma metafórica o poética, así que seguimos en la
incertidumbre.
De una cosa estamos seguros: en la Biblia, la redención se describe en términos cósmicos.
Así como la creación entera cayó en la ruina por causa de la caída del hombre, así también la
creación entera gime a la espera de la redención: “Porque la creación aguarda con gran
impaciencia la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sujetada a vanidad,
no por su propia voluntad, sino porque así lo dispuso Dios, pero todavía tiene esperanza, pues
también la creación misma será liberada de la esclavitud de corrupción, para así alcanzar la
libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:19-21).
Las imágenes del cielo y la futura redención incluyen animales. Se mencionan el cordero, el
león, y el lobo. Una vez más, puede que estas imágenes sean solo metafóricamente
ilustrativas. Pero unidas a la promesa de redención cósmica, brindan una verdadera esperanza
de la futura redención de los compañeros animales del hombre.
¿Está mal intentar evitar el sufrimiento?
Ha habido épocas en la historia de la iglesia en las que el sufrimiento era visto como una
virtud tal que la gente ponía especial empeño para experimentarlo. La antigua herejía del
Maniqueísmo, que se enfocaba en liberar el alma de la carne maligna, tuvo una potente y
duradera influencia en la iglesia. Se han visto rigurosos actos de ascetismo, incluyendo
extrañas formas de autoflagelación, como formas de ganar mérito a los ojos de Dios.
Sin embargo, sufrir meramente por causa del sufrimiento no tiene ninguna virtud especial.
La búsqueda de sufrimiento puede indicar un desorden psicológico, tal como el masoquismo.
También puede apuntar hacia un intento de autojustificación, en el que la persona, por
orgullo, quiere expiar sus pecados en lugar de recibir la gracia del perdón.
No hay motivo para buscar el sufrimiento. Tampoco hay algo malo en tratar de evitarlo, a
menos que hacerlo a propósito implique una traición a Cristo. Los primeros mártires podrían
haber evitado los leones si hubiesen repudiado a Cristo, pero tal evasión del sufrimiento
habría sido un pecado. Ejemplos como éste no se limitan a la iglesia primitiva. En muchas
situaciones en el mundo contemporáneo, particularmente en los países totalitarios, los
cristianos eligen —y en algunos casos no eligen— sufrir por Cristo.
Intentamos evitar el sufrimiento cuando compramos alimento para comer y usamos
medicinas para curar nuestras enfermedades. Esto no es pecado sino prudencia. Dios nos
llama a cuidarnos en la mayordomía tanto del cuerpo como del alma.
Por lo tanto, evitar el sufrimiento puede ser una virtud o un pecado, dependiendo de la
circunstancia implicada.

Cuando un bebé muere o es abortado, ¿a dónde va su alma?


La forma en que se plantea esta pregunta indica cierta ambigüedad respecto a la relación
entre aborto y muerte. Si la vida comienza con la concepción, entonces el aborto es una forma
de muerte. Si la vida no comienza sino en el nacimiento, entonces obviamente el aborto no
implica muerte. La visión clásica consiste en que la vida comienza con la concepción. Si es así,
la cuestión de la muerte infantil y la muerte prenatal suponen la misma respuesta.
Cada vez que muere un ser humano antes de llegar a la edad de responsabilidad (la cual
varía según la capacidad mental), debemos mirar a las provisiones especiales de la
misericordia. La mayoría de las iglesias cree que existe tal provisión en la misericordia de
Dios. Esta visión no implica el supuesto de que los infantes son inocentes. David declaró que él
nació en pecado y asimismo fue concebido en pecado (Salmo 51:5). Con ello, obviamente él se
refería a la noción bíblica del pecado original. El pecado original no se refiere al primer
pecado de Adán y Eva, sino al resultado de esa transgresión inicial. El pecado original se
refiere a nuestra condición caída, y afecta a todos los seres humanos. No somos pecadores
porque pecamos; más bien pecamos porque somos pecadores. Es decir, pecamos porque
nacemos con una naturaleza pecadora.
Si bien los infantes no son culpables de pecado actual, ellos están contaminados con el
pecado original. Es por eso que insistimos en que la salvación de los infantes no depende de
su supuesta inocencia, sino de la gracia de Dios.
Mi iglesia en particular cree que los hijos de los creyentes que mueren en la infancia van al
cielo por la gracia especial de Dios. Lo que ocurre con los hijos de los incrédulos queda en el
ámbito del misterio. Puede haber una especial provisión de la gracia de Dios para ellos
también. Ciertamente podemos esperar que así sea.
Aun cuando esperamos una gracia como ésta, existe poca enseñanza bíblica específica al
respecto. Las palabras de Jesús “dejen que los niños se acerquen a mí. No se lo impidan,
porque el reino de los cielos es de los que son como ellos” (Mateo 19:14), nos dan cierto
consuelo pero no ofrecen una promesa categórica de salvación infantil.
Cuando Dios se llevó al hijo de David y Betsabé, David se lamentó diciendo: “Cuando el
niño aún vivía, yo ayunaba y lloraba, y decía: ‘Tal vez el Señor se compadezca de mí, y deje
vivir al niño.’ Pero ahora que el niño ha muerto, ¿de qué me sirve ayunar? ¿Acaso podría yo
devolverle la vida? Yo puedo ir a donde él está, pero él ya no volverá conmigo” (2 Samuel
12:22-23, énfasis añadido).
Aquí David declaró su confianza de poder “ir a donde él está”. Aunque esto podría haber
referido meramente a la posterior muerte de David, más probablemente sea una levemente
encubierta referencia a esta esperanza de una futura reunión con su hijo. Esta esperanza de
una futura reunión es una esperanza gloriosa, una esperanza respaldada por la enseñanza del
Nuevo Testamento sobre la resurrección.

¿Desempeña algún rol el libre albedrío en el sufrimiento? Por ejemplo, si un hombre


fuma y luego muere de cáncer, ¿es su sufrimiento un llamado de Dios como su
vocación? ¿Es un juicio divino? ¿O es el resultado de la alternativa tomada por la
persona?
Esta pregunta enumera tres posibles explicaciones para el sufrimiento descrito. Podemos
eliminar rotundamente la última. Si Dios es soberano, entonces nada sucede por mera
casualidad. Un suceso casual estaría totalmente fuera de la soberana voluntad de Dios. Si
algún suceso estuviese fuera de la soberana voluntad de Dios, decir que Dios es soberano
sería una contradicción en las palabras. Como he escrito en otro lugar, si en el universo existe
una molécula independiente circulando libre de la soberanía de Dios, entonces no hay
garantía de que ninguna promesa que Dios haya hecho vaya a cumplirse. Esa sola molécula
podría ser el mismísimo objeto que interrumpa el plan eterno de Dios. No tan solo los planes
más elaborados de las ratas y de los humanos, sino los del mismísimo Creador podrían
malograrse.
Si Dios no es soberano, entonces Dios no es Dios. Un Dios no soberano no es un Dios en
absoluto. Un Dios no soberano sería como un rey nominal que reina pero no gobierna. Por
cierto, los hombres poseen libre albedrío, pero nuestro libre albedrío es limitado. Siempre está
limitado por el libre albedrío de Dios. El libre albedrío de Dios es un libre albedrío soberano.
Nuestro libre albedrío es un libre albedrío subordinado.
Cuando hablo del sufrimiento como vocación, estoy pensando en que Dios es soberano
sobre todo lo que nos sucede. Eso no anula nuestro libre albedrío y responsabilidad.
Queda entonces la pregunta: el sufrimiento mencionado, ¿es el resultado de la vocación de
Dios o el juicio de Dios? Aquí enfrentamos un falso dilema. No es necesario hacer de ésta una
situación de falsa disyuntiva. El llamado de Dios a sufrir puede ser al mismo tiempo un acto de
juicio.
Recordemos el llamado nocturno que vino a Samuel cuando servía a las órdenes de Elí.
Dios le reveló a Samuel que él iba a traer su santo juicio sobre la casa de Elí. Entonces Elí le
rogó a Samuel que le dijera lo que Dios le había revelado: “‘¿Qué fue lo que el Señor te dijo?
Te ruego que no me ocultes nada. Que Dios te castigue, y aún más, si me ocultas lo que Dios te
dijo’. Y Samuel le dijo todo, sin ocultarle nada. Entonces Elí dijo: ‘Pues él es el Señor, y hará lo
que mejor le parezca’” (1 Samuel 3:17-18).
Elí reconoció el juicio de Dios. Él reconoció que era justo. Él se sometió a ese juicio. Aquí él
aceptó una vocación, un llamado a soportar un castigo que implicaba sufrimiento.
Asimismo, cuando Natán le dijo a David que éste había pecado, David se arrepintió. A
David se le perdonó la vida, pero no a su hijo: “David le respondió a Natán: ‘Reconozco que he
pecado contra el Señor’. Y Natán le dijo: ‘El Señor ha perdonado tu pecado, y no vas a morir.
Pero como los enemigos del Señor hablan mal de él por causa de este pecado tuyo, tu hijo
recién nacido tiene que morir’” (2 Samuel 12:13-14).
El relato bíblico nos informa que entonces David le imploró a Dios por el niño. Él ayunó y
oró. Pero Dios dijo no. Al séptimo día, el niño murió. ¿Cómo reaccionó David? “Entonces David
se levantó del suelo, y se bañó y se perfumó, y se puso ropa limpia; luego fue a la casa del
Señor, y lo adoró” (2 Samuel 12:20).
David adoró a Dios en medio de su sufrimiento. En efecto, él sabía que estaba sufriendo
bajo el juicio correctivo de Dios. David respondió al llamado de Dios con rectitud.
La actitud de David hace eco de la de Job cuando éste declaró: “Desnudo salí del vientre de
mi madre, y desnudo volveré al sepulcro. El Señor me dio, y el Señor me quitó. ¡Bendito sea el
nombre del Señor!” (Job 1:21).

¿Qué explicación le da usted a las experiencias fuera del cuerpo, como estar en un
“túnel”, que muchas personas han relatado luego de haber sido revividos?
Yo no puedo ofrecer una explicación acabada de este fenómeno. Ha habido una significativa
investigación al respecto, pero los resultados son especulativos en el mejor de los casos. Yo he
oído informes que afirman que el 50 por ciento de las personas que han sufrido muerte clínica
y han sido resucitados mediante RCP u otros medios han informado alguna experiencia
extraña. Algunos relatan la sensación de estar mirando desde el techo y ver su propio cuerpo
tendido sobre la cama mientras los doctores y enfermeras los asistían. Algunos han relatado
que avanzaban a través de un enorme túnel envueltos en una luz brillante.
La mayoría de estos informes ha sido de naturaleza positiva. Sin embargo, otros han
informado experiencias aterradoras y fatídicas que los hicieron reflexionar sobre lo que podría
estar esperándoles detrás del velo.
Las interpretaciones religiosas de estas experiencias se complican por el hecho de que
creyentes e incrédulos por igual han relatado las mismas experiencias positivas.
Se han ofrecido varias explicaciones para este fenómeno. Una de ellas supone un tipo de
potencial de alucinación causado por los medicamentos o cortocircuitos en el cerebro
similares a la explicación que a menudo se da para las experiencias de déjà vu. Otra
explicación se basa en la afirmación bíblica de la vida después de la muerte. Como cristianos,
creemos que el alma sobrevive a la muerte. Existe una continuidad de la existencia personal
después de que cesa la vida física. Seamos buenos o malos, estemos redimidos o no, la vida
del alma continúa.
A mí estos informes me fascinan y deseo que haya futuro análisis científico acerca de ellos.
No obstante, yo mantengo a la vista la parábola del hombre rico y Lázaro, en la que se
pronuncia esta advertencia: “Si no han escuchado a Moisés y a los profetas, tampoco se van a
convencer si alguien se levanta de entre los muertos” (Lucas 16:31).

¿Por qué la gente intenta comunicarse con los muertos a través de médiums?
¿Funcionan realmente tales intentos?
Nosotros anhelamos tener pruebas concretas, tangibles, de que la vida continúa después de la
muerte. Queremos tener la certeza de que alguien haya ido al más allá y haya vuelto, o al
menos nos haya dado un mensaje desde el otro lado. Pero los intentos de alcanzar esa certeza
por medios ilegítimos están plagados de peligros.
La práctica de la necromancia, comúnmente denominada “espiritismo”, demuestra el
profundo deseo de la humanidad de recibir información de primera fuente desde el otro lado.
Las sesiones de los espiritistas prometen tal información por medio de los aparatos de
comunicación a través de médiums, golpes en la mesa, y la aparición de formas espectrales de
ectoplasma.
El Antiguo Testamento denomina a tales actividades abominación a Dios. En la nación de
Israel era un delito capital. El Nuevo Testamento se opone a la adivinación y a la magia tanto
como el Antiguo Testamento, como vemos en la confrontación apostólica a tales prácticas en
el libro de Hechos.
Es interesante que la Biblia registre un relato en el que el espíritu de Samuel
supuestamente fue invocado por la bruja de Endor a petición del rey Saúl (1 Samuel 28). La
narración ciertamente suena como si hubiera sido un contacto genuino con alguien que estaba
muerto. ¿Pero lo fue?
Yo veo tres posibles formas de entender esta narración. Primero, puede que sea el registro
de un milagro satánico. En otras palabras, puede que la bruja haya invocado a Samuel por el
poder de Satanás. La Biblia le atribuye a Satanás el poder de realizar “señales y prodigios
engañosos” (2 Tesalonicenses 2:9). Sin embargo, aquí el acento no está en la palabra
prodigios sino en el adjetivo calificativo engañosos. Satanás no realiza verdaderos milagros
sino fraudulentos. En cualquier caso, Dios tiene las llaves de la muerte, no Satanás. Aun si
Satanás tuviera la capacidad de realizar milagros reales, no podría ejercer tal poder donde
Dios no se lo permitiera.
Segundo, puede que la narración sea simplemente un registro fidedigno del suceso tal
como se manifestó. La Biblia usa con frecuencia lo que llamamos lenguaje “fenomenológico”,
lenguaje que describe los sucesos tal como aparecen a simple vista. En este escenario, la
aparente invocación de Samuel pudo haber sido simplemente un artilugio astutamente
maquinado que a Saúl le pareció real.
Tercero, puede que aquí el relato esté presentando una descripción de la invocación de un
espíritu conjurado por un médium. La Biblia no afirma absolutamente que Samuel realmente
fuera llamado de los muertos, pero tampoco lo niega. Sin embargo, aun si la bruja
efectivamente invocó a Samuel, su éxito no respalda la práctica del espiritualismo. La bruja de
Endor era culpable de practicar algo que, fraudulento o real, era un delito capital en Israel.
Yo creo que en realidad Samuel no fue invocado, sino que fue un astuto artilugio. Yo creo
que la bruja de Endor era un fraude, y pienso que lo mismo es cierto de todos estos médiums.
Está fuera de discusión que muchos espiritistas han sido expuestos como fraudes, pero
ninguno ha sido autenticado.
Si deseamos una confirmación para la vida después de la muerte, hay un mejor sitio dónde
buscar que en el ámbito de la magia y el ocultismo. Podemos ir más allá de la especulación de
los filósofos, las patrañas de los ocultistas y la prestidigitación de los ilusionistas. Podemos ir
al Nuevo Testamento, a las palabras y la obra de Jesús. Sus palabras trascienden lo
fraudulento y nos llevan al ámbito de la seria verdad histórica, y sus obras (sus milagros)
autentican sus palabras.
ÍNDICE DE PASAJES
DE LA ESCRITURA
Génesis Éxodo Números Deuteronomio 1 Samuel 2 Samuel 1 Reyes Job Salmos
Eclesiastés Isaías Jeremías Ezequiel Mateo Marcos Lucas Juan Hechos Romanos
1 Corintios 2 Corintios Efesios Filipenses Colosenses 1 Tesalonicenses 2 Tesalonicenses
2 Timoteo Hebreos 1 Pedro 1 Juan Apocalipsis

Génesis
3:15, 16
4:16-17, 128
50:20, 32

Éxodo
27:15, 135

Números
11:15, 8
12:9-10, 30

Deuteronomio
11:26-28, 139

1 Samuel
3:17-18, 154
28, 157

2 Samuel
12:13-14, 155
12:20, 155
12:22-23, 153

1 Reyes
6:20, 134
17:19, 93

Job
1:21, 155
2:8-10, 33
3:11-13, 8
6:8-9, 148
13:15, 34
14:14, 77
16:2-5, 32

Salmos
23:4, 55
27:13, 11
42:1-2, 131
46:1-3, 127
46:4, 127
51:5, 152
94:3, 30
130:3, 66

Eclesiastés
3:1-2a, 37, 49
3:14, 37
7:2-4, 40
7:13, 37, 41
8:1, 45
9:1, 37

Isaías
1:3, 151
40:6, 76
53, 19, 20
53:3, 18
53:11, 8
54:12, 135
60:19, 137

Jeremías
8:11, 63
20:14-15, 9
20:18, 9
23:16-17, 63

Ezequiel
3:17-19, 61
47:8-9, 138
48:35, 129

Mateo
1:21, 64
3:7, 65
4:19, 92
5:6, 131
5:8, 141
7:28-29, 98
11:28-30, 3
16:15, 15
16:16, 15
16:17-18, 15
16:21, 15
16:22, 16
16:23, 15
19:14, 153
25:31-46, 63-64
26:37, 13
26:38, 16
26:39, 17
28:18, 19

Marcos
9:24, 92
14:58, 136

Lucas
2:29-30, 147
2:34-35, 16
2:48, 94
2:49, 16
7:11-15, 100
8:17, 64
8:40-42, 100
8:49-56, 100
12:2-3, 64
16:22, 56
16:25-26, 114
16:27-28, 114
16:31, 156
22:37, 20
22:42, 18
22:44, 17
23:30, 64
23:35, 101
23:41, 150
23:43, 115

Juan
1:14, 129
2:16, 94
2:19-22, 137
3:31-34, 98
4:10-14, 131
4:22, 133
7:16, 97
7:28-29, 97
7:44-46, 98
8:12, 137
8:24, 62
8:26-28, 97
9:1-3, 29
11:23, 100
11:24, 100
11:25-26, 100
11:44, 100
13:21, 92
13:33, 92, 95
13:36, 92
14, 91, 93
14:1, 93
14:1-3, 91
14:2, 94, 95
15:11, 41
20:15, 101
20:19, 120-121
20:26, 120
20:27, 120

Hechos
8:26-35, 18-19
9:4, 22

Romanos
5:3-5, 35
8:18, 45
8:19-21, 151
8:22-23, 8
8:28, 44

1 Corintios
13:11, 96
15:3-8, 108
15:12, 102
15:13, 103
15:14, 103
15:15, 103
15:17, 104
15:18, 104
15:19, 105, 107
15:20-23, 118
15:29, 105
15:30-32, 106
15:32, 106
15:35-38, 118
15:39-41, 118
15:42-44, 119
15:45-49, 121
15:50-54, 122
15:58, 109

2 Corintios
1:8-10, 11
4:8-10, 1-2
4:17-5:5, 117
11, 106

Efesios
1:15-19, 145
2:20, 133

Filipenses
1:19-24, 116
1:21-24, 148
1:23, 117

Colosenses
1:24, 6

1 Tesalonicenses
1:10, 65
4:13-18, 59-60

2 Tesalonicenses
2:9, 157

2 Timoteo
2:11-12, 22
4:7, 52

Hebreos
2:3, 67
3:12-19, 67-68
3:19, 68
4:1, 3, 69
4:4-11, 70
4:13-16, 70
9:11, 128
9:27, 49, 69
10:1, 21
10:10, 21
11:4-11, 70
1:9-10, 128
11:13-16, 70

1 Pedro
1:6-9, 7
4:12-13, 6
4:15-16, 6-7
4:19, 7

1 Juan
3:1-2, 130, 141

Apocalipsis
1:17-18, 50
4:3, 132
6:9-11, 114
13, 126
17, 132
19:6, 87
21:1, 125
21:2, 127
21:3, 129
21:4, 129-130
21:5, 130
21:6, 131
21:7-8, 131
21:9-11, 132
21:12-13, 133
21:14, 133
21:15-17, 134
21:18, 134
21:19-20, 135
21:21, 135
21:22, 134, 136
21:23, 137
21:24-27, 137
22:1-2, 138
22:3, 139
22:4, 140
22:5-6a, 142
ÍNDICE DE MATERIAS
Y NOMBRES
A B C D E F G H
I J K L M N O P
Q R S T U V W

A
Abel, 70
aborto, 152
Abraham, 114
Adán, 121
adopción, 8
aflicción, 45
agricultura (analogía), 118
Agustín, 51
Alfa y Omega, 51, 131
aliento, 55
alma, 7, 36, 41, 78-80
alucinación, 156
amargura, 18, 53
amor, 145
animales, muerte de los, 150-151
Anticristo, 132, 139, 142
árbol de la vida, 138
Aristóteles, 102
arrepentimiento, 69
ascetismo, 151
ataque terrorista del 11 de septiembre, 43
autoflagelación, 151
autojustificación, 151
autocompasión, 53
autoridad de Jesús, 97-99

B
Babilonia, 133
bautismo por los muertos, 105-106
Ben-Hur (película), 142
Biblia, lenguaje fenomenológico de la, 157
bien y el mal, el, 50-51
bruja de Endor, 156-157

C
caída, 30, 119, 138-139, 151-152
Caín, 128
“calles de oro” 135-136
Calvino, Juan, 51
carácter, 35
casa de la alegría, 40-41
casa del luto, 40-41, 45-46
casa del Padre, 94-95
Católica Romana, Iglesia, 21, 68
Cebes, 80
Cicerón 102
cielo, 94-97, 120-123. Ver también cielo nuevo y tierra nueva; Nueva Jerusalén
cielo nuevo y tierra nueva, 125-126, 142-143
ciudad, imagen de la, 127-128
cognición, 150
conciencia, 81
confianza, 18, 35, 38, 55, 92, 150
conservación de la vida, medios ordinarios y extraordinarios, 10
consuelo, consolar, 4, 5, 63, 91, 99-100, 105, 114, 130
consumación de la redención divina, 140
continuidad de la conciencia, 81
corrupción, 119
creación, redención de la, 125-126
crecer en la obra del Señor, 109
Credo de los Apóstoles, 118
cuerpo espiritual, 119-120
cuerpo, resurrección del, 118-122

D
Damasco, Camino de, 22
Dante Alighieri, 105
David, 11, 30, 51, 54-57, 66, 128, 152-156
Day, Doris, 77
deber, 83-85
depresión, 149
deseo, 83-85, 89
desesperación, 8-11, 39, 54, 88, 149
y suicidio, 9
desobediencia, 139
Diablo. Ver Satanás
Diez Mandamientos, 104
dignidad, 10, 53, 62, 101
discípulos, 30, 91-92, 120-122
Dios
como digno de confianza, 35
bondad de, 38
como Dios de los vivientes, 57
existencia de, 88
y el futuro, 77
como justo, 66
mano de, 42, 43
misericordia de, 67
omnisciencia de, 51, 87
providencia de, 42-44
rostro de, 140-143
santidad de, 135
soberanía de, 7, 23, 32-34, 37-38, 42-45, 49-50, 146, 153-155
todopoderoso, 51, 87
voluntad de, 7, 17-18, 154
dolor, 1, 2, 4-8, 14, 32, 39, 41, 44, 50, 106, 107, 109, 129-130, 139, 142-143, 147
Dostoievski, 82, 85, 88
dormir, como morir, 113
dualismo, 50-51
duda, 1, 94, 142

E
Eclesiastés, 37-46, 49, 86
edad de responsabilidad, 152
educación, 96
egipcios, 77
Elí, 154
Elías, 92-93
encarnación, 14, 129
enfermedad, 2, 5, 14, 26, 29, 48, 50-52, 121, 123, 147, 149
terminal, 14, 48, 69
Enoc, 70
epicureísmo, 107
esperanza, 34-36, 77, 87-88, 96-97, 100, 104-107, 116, 118, 128, 140-146, 151, 153
espiritismo, 156
estado intermedio, 113-118
estoicismo, 2
eterno versus temporal, 117
ética, 82, 84, 87, 102, 104, 107
eunuco etíope, 19
eutanasia, 9-10
expiación, 22, 23, 51, 104
exousia, 98-99

F
falacia del falso dilema, de la falsa dicotomía, 29-32, 103, 154
falsa esperanza, 48, 95, 104, 107
falsos profetas, 63, 104
Falwell, Jerry, 44
familia de Dios, 132
fariseos, 65, 98
fe, 1, 66, 93-94, 145
ciega, 34-35
implícita, 34
purificada por el sufrimiento, 7
Fedón, 78-79
Felipe, 19-20
filisteos, 127
firmeza, 109
fuera del cuerpo, experiencias, 155-156
futuro, 77

G
Gerstner, John, 61
Getsemaní, Huerto de, 13, 16-18, 23, 91
gloria, 114-120, 129, 132, 136-137, 140, 142
gozo, en el sufrimiento, 41, 46
Graham, Billy, 62, 148
Graham, Tom, 61
Gran Pastor, 55
griego, alfabeto, 131
griegos, 14, 78-80

H
Hades, 15, 78, 114
Hamlet, 111-112
Herder, Johann, 33
hijos de los incrédulos, 153
humildad, 18

I
iglesia, como cuerpo de Cristo, 21-22
imagen de Dios, 141, 150
imitación de Cristo, 150
“imperativo hipotético”, 83-85
incorrupción, 119-120, 122
incredulidad, 67-68, 94, 131, 149
indios norteamericanos, 77
infantilismo, 96
injusticia, 31-32, 66, 86
instinto, 150
interés personal, 82

J
Jardín del Edén, 126, 138
Juramento Hipocrático, 9
Jairo, hija de, 100
Jeremías, 8, 39, 63, 148
Jerusalén, 15, 19, 33, 94, 127, 128, 129, 135
Jesucristo,
ascensión de, 60
como Autor y Consumador de nuestra fe, 131
autoridad de, 97-99
enseñanza sobre la otra vida, 91-102
exaltación de, 22, 60
humillación de, 22
justicia de, 64
“hizo su tabernáculo”, 129
méritos de, 22-23
muerte de, 101-102, 115
nacimiento de, 60
oración de, 17-18
pasión de, 13, 17, 18, 20
como piedra angular, 133
regreso de, 59-60, 130
resurrección de, 60, 100-109
sufrimiento de, 13-17, 23
como templo, 136-138
como vencedor de la muerte, 51
Job, 8, 29, 31-35, 38, 39, 77, 86, 147, 148, 155
José, 32, 51
Juan el Bautista, 65, 98
judíos, 14, 77, 121, 126, 127, 128, 133, 134-137
juez, 66, 86-87
juicio, 44, 63-67, 69, 86, 125, 132, 139, 149, 153
juicio final, 63, 65
justicia, 31, 64-66, 79, 82, 84-88
aproximada, 85-86
última, 86
justificación, 66

K
Kant, Immanuel, 65, 83, 85-86, 88-89, 108-109
Kierkegaard, Søren, 9

L
ladrón en la cruz, 115-116, 150
lágrimas, 129-130
Lázaro, muerte de, 52, 99-100
liberal, cristianismo, 102, 103
libre albedrío, 153-154
Lutero, Martín, 21, 51
luz, 132, 137, 140-142

M
MacLaine, Shirley, 78, 81
magia, 156-157
mal, triunfo sobre el, 31-32, 38, 125
maldición, eliminación de la, 121, 139-140
mansión Hearst, 134-135
mar, en el cielo nuevo y tierra nueva, 126-127
María, 16, 64
María Magdalena, 101
Marta, 99-100
mártires, 23, 114, 152
Marx, Karl, 4, 5
masoquismo, 151
McClure, Don, 55-56
Mediterráneo, Mar, 127
médiums, 156-157
Menón, 79
Miguel Ángel, 33, 34
Miriam, 30
misterio, 122, 153
mito, y realidad, 96
Moisés, 8, 30, 39, 51, 140, 148, 156
“momento fructífero”, 33-34
moral, obligación, 82-87
morir, en fe versus en pecado, 59-70
muerte
a consecuencia del pecado, 30
de un cristiano, 40
con dignidad, 9-10, 49, 52-53
y estado espiritual, 61
como ganancia, 109
infantil, 152-153
de un pesimista, 39
como separación, 92
como una vocación, 49-52, 54
muro de Jerusalén, 133

N
nacer sin vida, 105
Natán, 155
necromancia, 156
nihilismo, 88
Noé, 70
nórdicos, 77
Nueva Jerusalén, 127-143
nuevo Adán, 121
Nunc Dimitis, 147

O
ocultismo, 157
“Old Man River” (canción), 39
oración, 17-18
oro, de la Nueva Jerusalén, 133
oscuridad, expulsión de la, 142

P
Pablo, 3, 51
sobre la desesperación, 11
sobre el estado intermedio, 113-118
sobre la resurrección, 102-109
sobre el sufrimiento, 1, 21-22
participación en los sufrimientos de Jesús, 21-23
Pascal, Blas, 111-112
paz, en el lamento, 41
pecado imperdonable, 149
pecado original, 152
pecado, y sufrimiento, 21-23, 150, 152
Pedro, 6-7, 92-93
reprensión de, 15-16
sobre el sufrimiento, 6-7
perplejidad, por el sufrimiento, 5, 7-8, 11
persecución, 1, 45, 149-150
perseverancia, 36, 54
pesimismo, 39
piedras preciosas, de la Nueva Jerusalén, 133
pitagóricos, 78
Pittsburgh, 75, 76, 135, 136
Platón, 78-79, 86, 108-109
Poe, Edgar Allan, 105
“porqué” del sufrimiento, el, 31-32, 34-36
predicación, y la resurrección, 103-104
profesión médica, 9
protoevangelio, 16
“puertas de perlas”, 135
purgatorio, 68

R
rapto, 60
realidad, y mito, 96
reconocimiento, en el cielo, 122
redención de la creación, 126, 151
reencarnación, 78, 81-82
Reforma, 21
religión oriental, 78
Rembrandt, 34
reminiscencia, teoría de la, 79-80
responsabilidad, y la soberanía divina, 154
resurrección, 100-109, 153
del cuerpo, 118-121
rico y Lázaro, el, 114, 156
Rip Van Winkle, 114
risa, y tristeza, 41
Rodin, 34

S
sabiduría, 41, 45, 145
saduceos, 65
salvación, 65, 67, 149
samaritana, mujer, 131
Samuel, 154, 157
sanidad, 50-52, 138
sapiencial, literatura, 39, 40
Satanás, 16, 157
y el sufrimiento, 50-52
Satanás, 16, 157
sesiones espiritistas, 156
Seol, 78
siervo sufriente, 16, 18-20, 23
Simeón, 16, 145
Sócrates, 78-81, 86, 89, 102
Sproul, Charles, 75-76
sueño del alma, 113-115
sufrimiento, 1, 23, 44
de los criminales, 7
como un crisol, 7
evitar el, 151-152
fin del, 129-132
gozo del, 46
como juicio, 153-155
y el pecado, 21-23, 150, 152
como vocación, 153-154
suicidio, 9, 148-149
sumisión, 18

T
teísmo, 88
templo, 94, 128
temporal versus eterno, 117
teofanía, 140
tesoro de méritos, 21
testimonio de testigo ocular, y resurrección, 107-109
testigo, 22-23
Tiamat, 126
Tomás, 120
tragedia, 38, 43-44, 50, 150
“tragedia absurda”, 43
transformación, de los cuerpos, 120, 122-123
“transmigración del alma”, 78
tribulación, 35-36, 96
tristeza, y la risa, 41

V
Valhalla, 77
valle de la sombra, 54-57
vano, 131
vergüenza, y sufrimiento, 6-7
Via Dolorosa, 16, 22, 23
vida después de la muerte, 75, 77-82, 88, 91, 96, 99, 105-109, 125
vida humana, santidad de la, 10
virtud, del sufrimiento, 151-152
virtudes, 145
visión beatífica, 140-141
viuda de Naín, 100
viuda de Sarepta, 92
vocación, 49, 146
la muerte como, 49-52, 54, 56
el sufrimiento como, 33, 153-155

U
ungüento, 39

W
Wallace, Lew, 142
ACERCA DEL AUTOR

El Dr. R. C. Sproul es el fundador y director de Ligonier Ministries, un ministerio


internacional de educación con sede en Lake Mary, Florida. Su enseñanza puede escucharse
en todo el mundo en el programa de radio diario Renewing Your Mind. Él también se
desempeña como ministro a cargo de la predicación y enseñanza en Saint Andrew’s Chapel en
Sanford, Florida.
Durante su distinguida carrera académica, el Dr. Sproul contribuyó en la formación de
hombres para el ministerio como profesor en varios seminarios teológicos importantes.
El Dr. Sproul es autor de más de setenta libros. También ha trabajado como editor general
de la Biblia The Reformation Study Bible, y ha escrito varios libros para niños, entre ellos The
Prince’s Poison Cup. Para más recursos de Ligonier Ministries, por favor diríjase a
http://www.ligonier.org/store/ collection/spanish-resources/
El Dr. Sproul y su esposa, Vesta, residen en Longwood, Florida.

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