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COSME O EL OCASO DE LOS HOMBRES (APROXIMACIÓN A LA NOVELA DE


JOSÉ FÉLIX FUENMAYOR)

Article · December 2006

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1 author:

Emiro Santos García


Universidad de Cartagena
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EMIRO SANTOs GARCÍA

Cosme o el ocaso de los hombres


(Aproximación a
la novela de José
Félix Fuenmayor)

Emiro Santos García


Universidad de Cartagena

“Un hombre que no tiene voluntad no es un yo; pero


cuanto mayor sea su voluntad, tanto mayor será también
la conciencia de sí mismo”.
Kierkegaard
La enfermedad mortal.

Resumen Abstract

Cosme (1927), novela del escritor Cosme (1927) novel written by the
barranquillero José Félix Fuenmayor, Barranquilla’s author José Felix
emerge como caso insular en medio Fuenmayor, seems like an iso-
del panorama de la narrativa colom- lated case in Colombian narrative,
biana, antecediendo en casi dos anticipating in almost two decades
décadas los logros de Álvaro Cepeda the achievement of Alvaro Cepeda
Samudio, Gabriel García Márquez y Samudio, Gabriel García Márquez
Héctor Rojas Herazo. Su prosa, así and Héctor Rojas Herazo. Fuen-
como esa notoria preferencia por mayor’s prose, notorious prefer-
la polifonía del diálogo y la agreste ence for the dialogue filled with mul-
herida de lo absurdo, lo sitúan junto a tiple voices and the harsh wound of
ímpetus de la talla de Miguel de Una- the absurd, take us immediately to
muno, y, con igual fuerza, nos centran the modern man drama, detached
de inmediato en el drama del hombre from any heavenly recourse. This
moderno, desasido de todo recurso man, beaten by the wounds failure,
celeste. Es este hombre, minado por is my main interest. Likewise, I aim
las llagas del fracaso, uno de los prin- to track the presence of a neopla-

Recibido en mayo de 2006; aprobado en julio de 2006.

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CUAdeRNOs de LITeRATURA deL CARIBe e HIsPANOAMÉRICA N O. 4

cipales intereses de nuestro trabajo. tonic and romantic tradition that is


También lo es el rastrear la presen- subverted, perhaps painfully, by
cia de una tradición neoplatónica y the impossibility of completeness
romántica que se subvierte –acaso as a result of in transcendence
dolorosamente–, por una imposibili- anti-heroism and the defeat of this
dad de plenitud, consecuencia de la man that Fuenmayor seems to fear
intrascendencia, del antiheroismo y much.
derrota de este hombre que tanto
parece temer Fuenmayor. Key words: neoplatonic tradition,
novel, romanticism.
Palabras clave: tradición neoplatóni-
ca, romanticismo, idealización, impo-
sibilidad de trascendencia, absurdo,
fracaso.

El 25 de septiembre de 1927 aparecen publicadas en un diario de Barranquilla


las siguientes líneas: “En la novela de Fuenmayor no hay nada extraordinario
ni interesante, ni siquiera un drama intenso de amor o extraños conflictos
mentales [...]” (Bacca, 2005: 69). La firma, de Rafael Sánchez Santamaría, es
vehemente, y la novela, aludida como un fracaso psicológico, es Cosme –del
mismo José Félix Fuenmayor que, en lo ignoto de los cines, se paseaba por
detrás de las bancas, acaso pensando en los prodigios lunares del celuloide.
Sobrio, mordaz y a veces de un agreste patetismo, Cosme es ante todo el relato
de un hombre al que todo y nada ha ocurrido en la vida. Probablemente haya
sido ésta la rúbrica que, en el devenir de la crítica literaria, marcó su destino
con un error o una ventaja: a diferencia de los héroes trágicos, el epónimo
“héroe”de Fuenmayor es un hombre sin trascendencia.

Poco o nada de relevante tendría una afirmación como ésta, si olvidamos que
a principios del siglo pasado era menos que probable que la historia de una
simple sombra fuera recibida con agrado en un país que se había acostumbrado
a los fervores del diletantismo. Ya desde Sören Kierkegaard –que presintió
tal vez más que ningún otro en su tiempo la agonía y la absurda épica del
individuo, la vertiginosa batalla del “yo”para siempre solitario1–, ya desde
entonces se había empezado a temer con mucho de odio, y otro tanto de hastío,

1
Son suficientes, para comprobar el talante épico de la vida como absurdo y paradoja –pero al fin y
al cabo como vida vivida con fervor, aunque miserablemente–, estas palabras del filósofo danés en
su Sygdommen til döden: “Este tormento contradictorio, esa enfermedad del yo que consiste en estar
muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la muerte. Pues morir significa que todo ha
terminado, pero morir la muerte significa que se vive el mismo morir [...]” (1984: III, 44).

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a un ser que no fuera nada. No obstante, sucede que Cosme, en medio de todo
un fervor más ético que formal, deviene sólo como nombre. De su historia,
impecable modelo de impiedad literaria, apenas nos quedan, entre algunos
otros sentimientos, una terrible compasión.

Surgen con ello los primeros inconvenientes: ¿No corresponde a las almas
románticas trascender a pesar del fracaso? ¿No es también Cosme un espíritu
que no encuentra su lugar en el mundo y vive hacia dentro, no prologándose
hacia el Universo, sino a un microcosmos íntimo e ignorado? De ello no
pareciera haber duda. La novela de Fuenmayor, en la línea de la mejor ironía
sobre las “novelas de aprendizaje”, recorre la vida de Cosme, de manera
episódica, con un estilo aguzadamente austero, y nos devela hasta el momento
sucedáneo a la muerte el fuego de un idealismo de la estirpe más ática; una
imaginación ferviente, casi alucinada, que lo lleva a fraguar viajes, crímenes
e historias de amor; una predisposición innata hacia el sufrimiento amoroso,
hacia la evanescencia del objeto del deseo; y unos versos oscuros y unas es-
trofas desgarradas que, como cualquier otro lugar común romántico, reposan
entre sauces, cipreses y lápidas.

De las siguientes páginas será, pues, ésta la intención: revisar y comprobar


cuánto de romanticismo e idealismo hay en el personaje de Cosme, puesto
que su propio perfil no guarda semejanza con las constantes de una figura
romántica, y, no obstante, sigue habiendo en él una evidente comunión con
ciertos principios inherentes a todo aquel movimiento dispar que fue el ro-
manticismo, y a las múltiples acepciones que han derivado de la teoría de las
ideas de Platón. Permitámonos, pues, el reclamo de la duda, y revisemos uno
de los dos anteriores puntos.

El idealismo del que hemos hablado se afianza en la primacía de lo espiritual


sobre la condena de la materia, sin que en ello medie un juicio estrictamente
religioso –aunque este fenómeno pueda devenir también una manera de
intelectual religiosidad–. Tal manifestación, sin alardes de retórica –como
mejor conviene a Fuenmayor–, puede verificarse a la luz de escenas como
las del capítulo X, cuando Lucita, una niña que se ha enamorado de Cosme,
le envía un recado y le pide, por labios de su criada, que la mire: ella está
allí, enmarcada por la ventana, y espera una respuesta. Cosme, sin embargo,
“no mir[a] francamente a la ventana que le indic[a] la vieja. Un movimiento
profundo de su ser lo impulsaba, como a escondidas de su conciencia, a
rehuir la materialización de su Lucita fantasma”. (X, p.33. El subrayado es
nuestro). Y este “rehuir la materialización”de una mujer conduce al camino
de las formas antes que al de la certidumbre de los átomos. Por lo mismo,

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no hablamos entonces de una mujer singular, con un lugar comprobado en


el mundo, con un nombre hecho de respiraciones, sino de un ente que ha
perdido todo contacto con la realidad. Lucita es todo menos un punto hu-
mano unívoco. Será lo mismo que el mundo. Lo mismo que Todo e igual
que nada:

[Cosme] Imaginaba ver a Lucita por todas partes, sus cabellos en


esta cabeza, sus ojos en aquel rostro, como si estuviese dispersa entre
todas las mozas lindas que encontraba al paso (X, p. 32).

No será nada sui géneris que Lucita sea adecuada a las fantasmagorías
idealistas, con un sueño o una visión, antes que con la niña que ha abier-
to las ventanas de su casa para ver caminar a otro niño que se dirige al
Colegio:

De noche, ella acudía, enamorada y sublime pero sin contorno


preciso, gaseosa, a las citas de los ensueños [...] Cosme estaba
arrobado en la contemplación de Lucita atomizada en un poema
inefable [...] Cosme sonreía a Lucita disuelta en una nube de oro
(X, p. 32).

Todas son imágenes etéreas, y las dos últimas referencias: la del poema en
que se “atomiza”Lucita y la “nube de oro”, indican, por un lado, la poesía
como desdoblamiento del “yo”, y por otro, la fantástica visión, el mito sagrado
de Dánae, visitada en su torre por una lluvia de oro que es el propio Zeus
lujurioso. Estas imágenes señalan, asimismo, el carácter visceral de Cosme,
hasta el punto de que ya en el capítulo XXXVII, cuando éste se atreva a una
definición del amor, no tendremos dudas de nuestras conjeturas: “El amor
es una dulce batalla, y aligera tanto el cuerpo, que la materia por él se torna
alada y vuela con el espíritu por regiones divinas” (XXXVII, p. 131). No hay
aquí cuerpo, sudor o lágrimas. La materia ha cedido espacio, y si bien Don
Barbo, con quien Cosme conversa en la calle, le habla próbidamente de un
amor que él acaba de satisfacer en la cama, el joven Cosme, que también ha
dormido con una mujer horas antes, se eleva a otras esferas: no le importan
los besos o las caricias “porque el camino recto del amor”, como lo escribe
un alter ego de Platón, “ya se guíe por sí mismo, ya sea guiado por otro, es
comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema [...]”
(1998: Vol. III, 113).

En Cosme la búsqueda de belleza no se hace explícita; es más, ni siquiera


existe como fin o sistema (será ante todo una prueba de debilidad propia,
de incapacidad para el amor y relación con una mujer. Será la prueba de

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un idealismo degenerado y sencillamente vulgar.2) Asimismo, este paren-


tesco entre las ideas de Cosme y la filosofía neoplatónica3 es sumamente
precario, un teatro sin actores, cuya coincidencia más afortunada la ha
escrito Octavio Paz, desde otros propósitos, en un libro sobre el amor y
el erotismo en Occidente: “En realidad, para Platón [para Cosme] el amor
no es propiamente una relación: es una aventura solitaria.”(1993: 46).
¿Qué es pues el amor para Cosme? Convengamos en que, más allá de un
sentimiento puro y elevado, es una abstracción con ciertas dotes líricas
que permea la soledad.

Hay otros paralelos, desde luego, que implican mucho más que una con-
cepción del amor, y se detienen en puntos específicos –casi circunstancia-
les–, pero de vital importancia dentro de un pasado literario. Existen, en el
mismo nivel, correspondencias entre las acciones de Cosme y las teorías y
relatos amorosos de la literatura medieval. Existen correspondencias entre
sus preocupaciones individuales y los tópicos de la estética del dolce stil
nuovo. Un asunto aparentemente tan trivial como lo es el sentido de la vista,
el contemplar el objeto amado, o que pronto será amado como a un numen,
es un punto de confluencia de toda la literatura stilnovista, y un drama terri-
ble en Cosme, pues éste no se atreve, no quiere, observar a Lucita que le
aguarda en la ventana: “Cuando por algún contratiempo se veía obligado
a tomar su antiguo camino, se iba por la acera opuesta sin levantar la vista
del suelo”(X, p.33). Pero, ¿por qué tanta importancia al encuentro visual, ya
sea bajo la fuerza de un deseo o de una exclusión? En otras circunstancias
hablaríamos de arquetipos o de una tradición literaria persistente en Cosme;
pero después de haber revisado la presencia de elementos del idealismo
neoplatónico en la construcción del personaje Cosme, no es osado afirmar
también una nueva intertextualidad.

Los stilnovistas, entre ellos el poeta boloñés Guido Guinizelli, Dante Alighie-
ri y Guido Cavalcanti, siguiendo la profunda espiritualidad escolástica, la
herencia de los cantores provenzales y el amor cortés, crearon una dama,
bella, perfecta e inalcanzable (totalmente celeste, en el caso de Dante) cono-
cida como la donna angelicata, o dama-ángel, cuya sola visión era el mayor
premio a la vida. Cosme, a pesar de lo que habría de esperarse en un héroe

2
No en vano Cosme se refiere a Lucita como un “deidad vagorosa”, de “belleza impalpable”, y
“atomizada en un poema inefable” (pp.32 y 33)
3
Entenderemos la manifestación de este idealismo como la reelaboración teórica del filósofo renacentista
Marsilio Ficino (1433-1499), quien –afianzado casi inmediatamente en la lírica– dio de nuevo camino
al autor de La República al mundo de Occidente. El amor platónico, en estricto sentido, es un amor
intelectual sólo posible entre hombres.

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romántico –digamos, en un Don Quijote–, no la recreará en Lucita a más de


medio mundo de distancia: su imaginación no es tan refinada; pero de igual
modo sufrirá las consecuencias de un encuentro que retrasará hasta sus últimas
posibilidades. Veamos las líneas que relatan cuando, en la Vita nuova, Dante
contempla a Beatriz:

En aquel punto digo en verdad que el espíritu de la vida que mora


en la cámara secreta del corazón comenzó a temblar con tal fuerza,
que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo
estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi.
(1980: II, v.4, 537).

O el tercer soneto del Canzonieri de Petrarca, en el cual la primera visión de


Laura marcará para siempre el destino del poeta:

Fue el día en que del sol palidecieron


los rayos, de su autor compadecido,
cuando, hallándome, yo desprevenido,
vuestros ojos, señora, me prendieron. (1983:19)

Y la más exacerbada, la más dolorida y consciente de su cautiverio, la Fiam-


metta de Boccaccio, que confiesa:

[...] porque no de otra parte que el fuego por sí mismo de una parte
a otra se arroja, así una luz, transcurriendo por un rayo sutilísimo,
de los suyos partiendo, hirió mis ojos, y no se quedó contenta en
ellos sino que, no sé por qué ocultas vías, súbitamente al corazón
penetrando se anduvo. (1989: I, 11).

Cosme ni siquiera se atreverá a dirigir palabra alguna a Lucita: mirarla sería


demasiado arriesgado; hablarle, el mayor de los terrores. Así, cuando Hilario,
su compañero de clases, le pregunta qué le ha respondido, Cosme guarda
silencio. “No se habían hablado nunca”(X, p. 33). Ciertamente, la novela de
Fuenmayor no es ajena a diversas intertextualidades, ya sean éstas de tipo
filosóficas o literarias: el idealismo de su “héroe”–aunque de otra índole– y su
amor, una construcción cuya visión de mundo coincide con las temáticas de
algunos autores pretéritos, pero sin nostalgia, sin fe en el fuero de una evasión,
que es el sino de Don Quijote y de los románticos posteriores. No obstante,
en ese mismo juego de analogías, de alusiones y referencias, encontramos en
Cosme la presencia romántica, casi tal y como la entendieran los alemanes y
franceses que, al occidente de Europa, escaparon a los horrores de una razón
que pretendía medir la circunferencia del alma.

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En la novela de Fuenmayor son innegables algunos de los sufrimientos de los


románticos. Cosme adolece de una imaginación elevada hasta el vértigo, de un
carácter melancólico y predispuesto a la poesía “mortuoria”, de una excitación
ante la naturaleza4 y, en la cumbre de su retraimiento, de una idealización
elaborada en torno a las mujeres que pretende amar: allí está el ejemplo de
Lucita o la señorita Tutú: “[...] Cosme no reposaba sin desazón, imbuido de
inquietud por la fantasmagoría punzante de un amor sin esperanza. Se recono-
cía loco de remate por la señorita Tutú”y, al igual que casi todo buen o mal
poeta romántico, “contemplaba mohíno y lloroso las circunstancias fatales
–él se las creaba– que le vedarían siempre, siempre, alcanzarla.”(XVII, p.
61). Su imaginación, siguiendo un sendero mucho más arriesgado, suplantará
a la acción, se contentará en las visiones, en las múltiples posibilidades que
encierra cualquier devenir, y, aunque Cosme no tenga valor para acercarse y
seducir a la dueña de un café, en el corazón y en la mente la llevará hasta su
cuarto y se deleitará con su cabellera embrujada (XXI, p. 75). Igualmente,
porque su vida tampoco lo satisface –de otro modo no buscaría en mundos
alternos el fuego que hace falta en su sangre–, soñará con bajeles y gritos de
filibusteros; se verá sosteniendo un hacha, presto a la lucha, defendiendo a
una hermosísima mujer desnuda que se disputan dos de sus hombres (XVII,
p.61). El mundo que a Cosme le ha sido otorgado es sórdido, sin sentido; no
así su imaginación que, a pesar de carecer de sistematicidad, elabora puertas
hacia un infinito, hacia la satisfacción de deseos más secretos.

Hasta aquí todo pareciera confirmar un alma romántica, como en líneas ante-
riores las visiones neoplatónicas reafirmarían un fecundo idealismo; pero la
realidad es diferente. De Aguiar e Silva, en su concienzuda Teoría de la litera-
tura, ha escrito que la energía del yo romántico se despliega entre: “Energía
infinita del yo y ansia de absoluto” e “imposibilidad de trascender de manera
total lo finito y contingente”(1986: 32), y el idealista alemán Johann Gottlieb
Fichte, en su Doctrina de la ciencia, afirma que existe un Yo absoluto –mal
interpretado como “yo” individual, pero de similares características– cuya
única labor consiste en afirmarse a sí mismo. Ambas cuestiones propenden por
un individuo pleno de voluntad, heroico en su derrota, que se debate entre los
dos límites del tiempo y el espacio, pero que, en su terrible desesperanza, es la
sumatoria de todos los hombres, o de lo que debiera ser el Hombre. Cosme, sin
embargo, no es este individuo. Comparte con los románticos ciertos ámbitos
que hoy, a tanta distancia, se han vuelto comunes, y que responden más a una

4
Valga aquí la descripción de un paisaje acuático: “Allí, sobre cubierta, Cosme recibía el viento en el rostro
atildado por una gorra galoneada [...] Las luces reproducidas en el agua parecían descender infinitamente
hasta un mundo fantástico. En las orillas próximas, luminarias dispersas iban como señalando confines
más allá de los cuales acampaba el misterio”. [El subrayado es nuestro. (XVII, p. 59)].

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superficial apuesta estética que a un verdadero entusiasmo; pero, antes que


cualquier otro desfiladero, Cosme sigue siendo un hombre, un alma, incapaz
de acción.

El que escriba “poesía mortuoria”o “meditaciones amargas”, como denomina


el narrador a las estrofas de Cosme, no significa casi nada. Es cierto que las
imágenes de la sepultura y el diálogo con ella, hacen parte de la más arraigada
idiosincrasia romántica, del locus horrendus, y de la poesía de noche y tumbas
proveniente de la literatura inglesa; es notable también la semejanza filial de Mi
dolor infinito, poema de Cosme, con el The night thoughts de Edward Young
o la Elegy written in a country churchyard, de Thomas Gray; no obstante, el
romanticismo de Cosme es un subterfugio, una deficiencia; en todo caso un
destello apócrifo, los efluvios de un hombre mediocre. Ya comprobaremos
por qué: la misma novela de Fuenmayor nos da las claves. En el capítulo XV,
titulado “Camajorú, Kala y Titiribí”, el doctor Patagato, después de haber leído
un nuevo poema de Cosme sobre la miseria, le asegura a don Damían que La
miseria rodante –es ese su título–, “acusa el apocamiento de Cosme.”(XV,
p.53). Trae a colación de inmediato, como ocurre infinitas veces en la novela,
una breve historia, que en este caso es la del potentado aborigen Camajorú. El
indio, hirviente de lujuria, roba a Kala, la mujer de Titiribí, su mayordomo, y
éste no hace nada sino llorar en silencio. “[...] los tres personajes”, afirma el
doctor Patagato “son síntesis de los tres tipos característicos. Camajorú era un
gran carácter. Titiribí era un carácter minúsculo, y Kala no tenía carácter.”(XV,
p. 53). Define luego a los grandes caracteres como apasionados, capaces de
sacudir con sus desplazamientos el teatro que les ha sido entregado, a diferencia
de los minúsculos, los cuales “gesticulan sin mover el drama”y “tambalean más
acá del bien y el mal”, así como los que no tienen carácter, que “se presentan
a la comedia con un balancín de acróbata en las manos.”(XV, p. 54).

¿A cuál de los tres estadios pertenece Cosme? El primero, ejemplificado por


la espada, el código, una doctrina mayor o un libro –como lo sentencia el doc-
tor Patagato–, corresponde a los oficios que doña Ramona, madre de Cosme,
anhela para su hijo (XII, p.45); pero es evidente que Cosme pertenece más al
umbral donde se cruzan los caracteres minúsculos y los vacuos, y no al de las
grandes almas, que durante el periodo romántico se llaman René, Heinrich
von Ofterdingen, Werther, y en la vida real Schiller, Chateaubriand, Byron...
Los constantes temores y fracasos de Cosme lo demuestran: no se impone
sobre sus sentimientos y se acerca a Lucita, no vence el temor al solicitar un
empleo al señor Pechuga, no transita más allá del terreno de la ilusión con la
señorita Tutú y la mujer del café, no defiende a su padre de los acreedores,
y sólo una vez, entre todo el vértigo de la vida, procederá con resolución al

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intentar evitar que su padre firme los papeles del doctor Fregolín con los cua-
les les será confiscada su casa. Después de ello cae desfallecido, a causa del
esfuerzo, de su “intervención audaz” (XXVI, p. 92)

La personalidad de Cosme no llega a encontrar siquiera lugar en el mal du


siécle, en un tedio de la vida y deseo de la muerte, en un debilitamiento de la
voluntad. Bien lo ha apuntado De Aguiar e Silva: “[...] no se puede entender,
por consiguiente, como síntoma de almas anémicas que, desprovistas de auda-
cia para la aventura y carentes de hondos anhelos, se encierran recelosas en sí
mismas.”(1986: 335). Sucede algo similar con el idealismo de Cosme que ya
hemos tratado anteriormente: no hay una pasión intelectual, una búsqueda cons-
ciente de belleza, un alma sensitiva que se regocije en los placeres solitarios,
sino un hombre que ha nacido sin voluntad suficiente para el refinamiento de
una pasión o la intensificación de un sentimiento que, como en el platonismo
y en el neoplatonismo, elevan al sujeto mucho más que al objeto deseado. A
diferencia de un Don Quijote, a Cosme no lo mueve un ideal: “Iba ciego y sin
saber a qué. Una voluntad que no parecía suya, lo llevaba”, (XXII, p. 111).
Sólo tres personajes literarios se le asemejan: dos franceses y uno del México
virreinal. El primero, el Cándido del Voltaire que, bajo un manifiesto encono
contra la aseveración de que vivimos en “el mejor de los mundos posibles”,
respondió con un personaje al cual acontecen todas las calamidades, pero
que no cambia nunca en su psicología; el segundo, la Justine de Donatien
Alphonse François, marqués de Sade, cuyos infortunios de la virtud pretenden
demostrarnos todo lo contrario a las prosperidades del vicio de su hermana
Juliette (parafraseando a Jean Paulhan, si es compasiva, el mendigo la roba; si
es piadosa, un monje abusa de ella); y el tercer personaje, menos conocido hasta
el siglo pasado, es Alonso Ramírez, protagonista de naufragios y calamidades
en los mares del mundo, del mexicano Sigüenza y Góngora, personaje cuya
individualidad padece impasible, semejante a los héroes de algunas novelas
de aventura: sin cambios relevantes, sin atisbos de voluntad.

Tanto Cosme como el doctor Patagato y don Damián, son títeres del narrador.
Carecen de fuerza, y es en su misma muerte donde reluce la prueba de su fra-
caso: el doctor Patagato es literalmente arrastrado a su desgracia durante una
caminata por la calle: “El médico se sintió como empujado, y adelantó por
el trayecto que se le señalaba”y “continuó con paso quieto, aunque un tanto
asombrado de sí mismo por la docilidad y la precisión con que seguía la línea
de marcha fijada por el desconocido.”Entonces, con reveladora bruma se nos
muestra que: “Sintió que este ser extraño [el que antes le había indicado el
camino] lo vigilaba y, desde lejos, lo influía”, (XXVIII, pp.100-101). Poco
después, suena la detonación. La muerte de don Damián, por su parte, se desen-

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cadenará a causa de la aparición de unos espectros. Son ellos –productos de


él mismo, evidentemente, aunque no de su decisión consciente– los que le
indican qué debe hacer:

El farmacéutico siguió con sus ojos furentes la dirección señalada


por la mano traslúcida que se había alargado ya hasta un pequeño
frasco escapado de la destrucción y cuyo rótulo mostraba una cala-
vera encima de dos huesos cruzados [...] Don Damián, de súbito, se
precipitó sobre ese frasco y tragó su contenido. (XXXIII, p. 114)

Y, de igual modo, la muerte de Cosme, propiciada por otro, le arrebata la


posibilidad última de una vindicación, de un suicidio o un acto íntimo, sin
importar que fuera heroico, siempre y cuando implicara un impulso vital:
“El capitán Truco disparó su garrote. Cosme recibió la porrada en la cabeza
y miró a su agresor con vista turbia, sin reconocerlo [...]” (XL, p. 142). Es
posible, sin embargo, que éste no sea un desacierto imperdonable, una falla
de Fuenmayor o del mismo Cosme. Es conjeturable que el problema radique
en que ya son imposibles no sólo los Aquiles y los Héctor, sino también los
Quijotes y los Don Juan, aquellos que se permitían el lujo de vivir y morir
por ellos mismos. El mundo del nuevo siglo podría hacerlos, antes que in-
necesarios, prohibidos. Ya el crítico José Olivio Jiménez se ha referido a la
época comprendida entre finales del XIX y principios del XX de manera muy
acertada, cuando afirma que:

Habían muerto todos los dioses, toda forma de entidad trascendente


que diese apoyo a la debilidad humana y que explicase el sentido de
la vida y del mundo. Había muerto el Dios de cualquier ortodoxia
religiosa confesional; pero también el dios sustitutivo de la ciencia,
proclamado por el positivismo [...] (1985: 22).

¿Debemos tomar al pie de la letra las anteriores afirmaciones? Lo mejor es,


por supuesto, el beneficio de la duda: los años se han encargado de situar tales
cuestiones a una distancia que no sólo mide el tiempo, sino lo vulnerable de
la memoria, y, a pesar de ello, alcanzamos a intuir que Cosme no llega a con-
vertirse siquiera en un antihéroe. Ni el humor del novelista, ni el mundo que
le ha tocado vivir a su personaje, son suficiente estímulo para crear un ser de
alta envergadura. Sólo nos queda un friso dolorido, un vacío terrible, y –de
manera agobiante– una sociedad que desaloja poco a poco el espíritu y somete
las almas. Existencias que han sido doblegadas por un entorno capitalista. El
mismo padre de Cosme, Don Damián, es exiliado de su botica por un Mr.
Perheth, representante de la Richardson and Williamson; y luego, de su propia
casa, por un tal abogado Fregolín, de Boca Hermanos. Los empleados de la

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Pan Comercial del señor Pechuga, por su parte, son explotados físicamente,
abocados a una plusvalía vergonzosa5, y, aun sabiéndose en el centro y la
circunferencias del torbellino no parecen siquiera molestarse por ello: han
perdido carácter, voluntad, son apenas el resultado de una sociedad masifi-
cada. ¿Dónde queda, pues, la trascendencia del hombre? ¿Nos encontramos
en Cosme con su ocaso? Fuenmayor no se arriesga a una respuesta, pero lo
sentimos prever su futuro holocausto, no ahora, sino cuando el nuevo mundo
de la modernidad haya terminado por reducir a sus últimos baluartes lo poco
de humanidad que nos quede, cuando otro doctor Fregolín o capitán Truco o
Mr. Perheth, le den muerte a aquellas almas de brumoso romanticismo que
son las ruinas de lo que antaño fuera el hombre.

A modo de epílogo...

En la irrecuperable Grecia un rey cometió el error que no le perdonaría la


eternidad de los dioses: fue testigo del rapto de la bella Egina a manos de
Zeus. Entre varias alternativas, el silencio, el remordimiento o la confesión,
Sísifo –era este el nombre del rey– optó por contar a su padre todo lo ocurrido.
Previsiblemente, como castigo a su imprudencia, Zeus lo condenó al abismo:
en él debería arrastrar por siempre una roca que, una vez llegada a la cima de
una colina, regresaría de nuevo al suelo, y el condenado –bajo el imperativo
de su desgracia–, tendría que recomenzar una vez más. Albert Camus habló
de un tremendo absurdo, y estuvo en lo cierto, tal y cual como convenía a lo
siniestro de la condena. Absurdo, sin embargo, del que Sísifo era consciente
a plenitud. En el caso de Cosme, a más de dos milenios de distancia, éste sólo
arrastraba la roca sin saber a dónde ni por qué.

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Así, cuando el capitán Truco presenta una propuesta de aumento para Cosme, el señor Pechuga replicará
con una máxima digna del más grande ingenio satánico: “De ninguna manera [...] La experiencia me ha
ilustrado sobre el problema de los salarios. Estos deben bajarse todo lo posible”. Y agrega más adelante:
“Al empleado debe tenérsele con hambre y esperanzado. Tal es la fórmula que otros patrones se han
dejado arrebatar por el socialismo”. (XVI, p. 57).

JULIO-DICIeMBRe de 2006 19
CUAdeRNOs de LITeRATURA deL CARIBe e HIsPANOAMÉRICA N O. 4

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20 BARRANQUILLA, COLOMBIA

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