San Pío de Pietrelcina

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SAN PÍO DE PIETRELCINA(1887-1968)

(Cf. L’Osservatore Romano, ed. esp., del 30-IV-99)


Este dignísimo seguidor de San Francisco de Asís nació el 25 de
mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento
(Italia), hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio.
Fue bautizado al día siguiente, con el nombre de Francisco. A los
12 años recibió el sacramento de la confirmación y la primera
comunión. El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años,
entró en el noviciado de la Orden de los Frailes Menores
Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el
hábito franciscano y recibió el nombre de fray Pío. Acabado el
año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y, el
27 de enero de 1907, la profesión solemne. Después de la
ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en
Benevento, por motivos de salud permaneció con su familia
hasta 1916. En septiembre de ese año fue enviado al convento
de San Giovanni Rotondo, en el que permaneció hasta su
muerte. Impulsado por el amor a Dios y al prójimo, el padre Pío
vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del
hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y
que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la
reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de
la Eucaristía, momento cumbre de su actividad apostólica, en el
que los fieles que participaban en la misma percibían la altura y
profundidad de su espiritualidad. En el orden de la caridad social
se esforzó siempre por aliviar los dolores y las miserias de
tantas familias, especialmente con la fundación de la «Casa de
Alivio del Sufrimiento», inaugurada el 5 de mayo de 1956. Para
él la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Se
dedicaba asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte
de la noche en coloquio con Dios. Decía: «En los libros
buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la
llave que abre el corazón de Dios». La fe lo llevó siempre a la
aceptación de la voluntad misteriosa de Dios. Vivió siempre
inmerso en las realidades sobrenaturales. No solamente era un
hombre de gran esperanza y total confianza en Dios, sino que,
además, infundía, con su palabra y su ejemplo, estas virtudes
en todos aquellos que se le acercaban. El amor de Dios lo
llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad
era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo
amar. Su preocupación particular era crecer y hacer crecer en la
caridad. Su máximo servicio al prójimo lo realizó acogiendo,
durante más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a
su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su
consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la
sacristía y en el convento. Y él se entregaba a todos, reavivando
la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero veía la imagen
de Cristo especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en
los enfermos, y a ellos atendía con mayor caridad. Ejerció de
modo ejemplar la virtud de la prudencia: obraba y aconsejaba a
la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de
las almas. Trataba a todos con justicia, con lealtad y con gran
respeto. Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien
pronto que su camino era el de la cruz y lo aceptó
inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante
muchos años los sufrimientos del alma. Soportó los dolores de
sus llagas con admirable serenidad. Aceptó en silencio las
numerosas intervenciones de las autoridades y calló siempre
ante las calumnias. Recurrió habitualmente a la mortificación
para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el
estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo
de vivir. Consciente de los compromisos adquiridos con la vida
consagrada, observó con generosidad los votos profesados.
Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando
eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención,
universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el
espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de
los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo
siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su
comportamiento fue modesto en todas partes y con todos. Se
consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios,
lleno de miserias y, a la vez, de favores divinos. En medio a
tanta admiración del mundo, repetía: «Quiero ser sólo un pobre
fraile que reza». El padre Pío de Pietrelcina, al igual que el
apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado
la cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria.
Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio
de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el
seguimiento y la imitación de Cristo crucificado fue tan generoso
y perfecto que hubiera podido decir: «Con Cristo estoy
crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí»
(Gal_2:19-20). Derramó sin parar los tesoros de la gracia que
Dios le había concedido con especial generosidad a través de su
ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban
a él, cada vez más numerosos, y engendrado una inmensa
multitud de hijos e hijas espirituales. Su salud, desde la
juventud, no fue muy robusta y, especialmente en los últimos
años de su vida, empeoró rápidamente. La hermana muerte lo
sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a
los 81 años de edad. Su funeral se caracterizó por una
extraordinaria concurrencia de personas. El 20 de febrero de
1971, Pablo VI, dirigiéndose a los superiores de la Orden
Capuchina, dijo de él: «¡Mirad qué fama ha tenido, qué clientela
mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez
porque era un filósofo? ¿Porque era un sabio? ¿Porque tenía
medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con
humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es
difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro
Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento». Su fama de
santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de
sacrificio y de entrega total al bien de las almas, aumentó tras
su muerte, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por
todo el mundo y en toda clase de personas. De este modo, Dios
manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a
su siervo fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los
Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley
canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. La
Postulación del Siervo de Dios presentó al Dicasterio
competente la curación de la señora Consiglia De Martino, de
Salerno (Italia); cumplimentados los trámites pertinentes, la S.
Congregación, en diciembre de 1998, aceptó el milagro. Por
último, Juan Pablo II beatificó solemnemente al padre Pío el 2
de mayo de 1999, y estableció que su fiesta se celebre el 23 de
septiembre.
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Discurso del Santo Padre Juan Pablo II en el Santuario de Santa
María de las Gracias de San Giovanni Rotondo (Sábado 23 de
mayo de 1987)
Los valores esenciales y perennes del sacerdocio reflejados en el
padre Pío de Pietrelcina En mayo de 1987 el Papa visitó cinco
diócesis de Italia en la región de Pulla. La primera etapa de este
viaje apostólico fue San Giovanni Rotondo (Foggia), ciudad de
más de 20.000 habitantes, donde pasó la mayor parte de su
vida y donde murió el 23 de septiembre de 1968 el padre Pío de
Pietrelcina. El Papa había estado ya allí en 1947, siendo
estudiante en Roma, y en 1974, siendo cardenal arzobispo de
Cracovia. El día 23 de mayo de 1987 por la tarde, en el
centenario del nacimiento del padre Pío, el Papa acudió al
Santuario de Santa María de las Gracias, donde pronunció el
discurso que reproducimos a continuación y visitó, en la cripta,
la tumba del padre Pío, ante la que oró unos momentos. A
continuación Juan Pablo II se dirigió al cercano hospital «Casa
Alivio del Sufrimiento», obra que inspiró y promovió el padre Pío
y que hoy es una gran institución; allí pronunció el Papa el
discurso que reproducimos.más adelante Queridos padres
franciscanos, queridos hermanos y hermanas: 1. Doy las gracias
ante todo al padre Flavio Roberto Carraro, ministro general de
los Hermanos Menores Capuchinos, por el afectuoso saludo que
me ha dirigido también en nombre de toda la familia
franciscana, aquí representada en sus cuatro ramas. Grande es
mi alegría por este encuentro, por varios motivos. Como sabéis,
estos lugares están ligados a recuerdos personales, es decir, a
las visitas que hice al padre Pio durante su vida terrena y las
que he hecho luego, espiritualmente, después de su muerte, a
la tumba. Y, además, siempre es una alegre ocasión para mí
encontrar a los hijos de San Francisco, que hoy veo aquí en
gran número. Amo mucho la espiritualidad franciscana. Uno de
mis primeros viajes apostólicos en Italia fue a la tumba del
Padre Seráfico en Asís, y todos ciertamente recordáis la Jornada
ecuménica celebrada allí en octubre del año pasado. Me alegro
de encontrarme ahora en este templo, dedicado a Santa María
de las Gracias. Ciertamente, este lugar sagrado ha conocido, en
época reciente, una gran irradiación espiritual gracias a la obra
del padre Pio: pero, ¿cómo se ha realizado esta obra, sino por
una continua efusión de gracia que ha descendido, a través de
María, sobre las multitudes que llegan aquí buscando la paz y el
perdón? El padre Pío fue devoto de la Virgen, Madre de los
sacerdotes, que desarrolla con ellos una función especial para
hacerlos conformes al modelo supremo de su Hijo. 2. El deseo
de imitar a Cristo fue particularmente vivo en el padre Pío. Dócil
desde niño a la gracia, ya a los quince años recibió de Dios el
don de ver claro en su vida. Recordando aquel período, él nos
narra: «El puesto seguro, el refugio de paz era la escuadra de la
milicia ecl.siástica. ¿Y dónde mejor podré servirte, oh Señor,
sino en el claustro y bajo la bandera del Pobrecillo de Asís?...
Que Jesús me conceda la gracia de ser un hijo menos indigno de
San Francisco, que pueda servir de ejemplo a mis hermanos». Y
el Señor le escuchó, podemos decir, más allá de sus mismas
expectativas. En efecto, como religioso vivió generosamente el
ideal de fraile capuchino, como vivió el ideal de sacerdote. Por
ello, constituye también hoy un punto de referencia, puesto que
en él encuentran especial acogida y resonancia espiritual los dos
aspectos que caracterizan el sacerdocio católico: la facultad de
consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor y la de perdonar los
pecados. ¿Acaso no fueron el altar y el confesonario los dos
polos de su vida? Este testimonio sacerdotal contiene un
mensaje tan válido como actual. El Sacrificio eucarístico 3.
Basta recordar, a este propósito, lo que enseña el Concilio
Vaticano II sobre el sacramento del sacerdocio, sobre todo en el
Decreto «Presbyterorum ordinis». Este Decreto afirma esos
valores esenciales y perennes del sacerdocio, que en el padre
Pío se realizaron de un modo excelente. Es cierto que propone
nuevas perspectivas también y nuevas formas de testimonio,
más adaptadas a la mentalidad de nuestros tiempos. Pero sería
un gran error que, por un impulso mal orientado hacia la
renovación, el sacerdote olvidase esos valores fundamentales: y
ciertamente no puede apelarse al Concilio para justificar tal
olvido. Un aspecto esencial del ministerio sagrado, reconocible
en la vida del padre Pío, es la ofrenda que el sacerdote hace de
sí mismo, en Cristo y con Cristo, como víctima de expiación y de
reparación por los pecados de los hombres. El sacerdote debe
tener siempre delante de los ojos la definición clásica de la
propia misión, contenida Carta a los Hebreo «Todo pontífice es
tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los
hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados» (
Hab_5:1). El Concilio se hace eco de esta definición cuando
enseña que «como ministros sagrados, señaladamente en el
sacrificio de la Misa, los presbíteros representan a Cristo, que se
ofreció a Sí mismo como víctima por la santificación de los
hombres» (DecPresbyterorum ordini 13). Esta ofrenda ha de
alcanzar su máxima expresión en la celebración del Sacrificio
eucarístico. ¿Y quién no recuerda el fervor con el que el padre
Pío salvación y de la santificación del hombre mediante la
participación en los mismos sufrimientos del Crucificado. «En la
Misa -decía- está todo el Calvario». La Misa fue para él la
«fuente y el culmen», el punto de apoyo y el centro de toda su
vida y de toda su obra. El sacramento de la reconciliación y la
dirección espiritual 4. Esta íntima y amorosa participación en el
Sacrificio de Cristo fue para el padre Pio el origen de la entrega
y la disponibilidad en relación con las almas, sobre todo las
enredadas en los lazos del pecado y en las angustias de la
miseria humana. Es algo tan conocido que no me detendré
sobre ello; pero quisiera destacar algunos puntos que me
parecen importantes, porque también en ello encontramos que
el comportamiento del padre Pío y la enseñanza conciliar
coinciden. El humilde religioso acogió con docilidad la infusión
de ese «espíritu de gracia y de consejo», del que habla el
Concilio, es decir, ese espíritu que debe permitir al Pastor de
almas «ayudar y gobernar al Pueblo de Dios con corazón
limpPresbyterorum ordi 7). Él se empeñó de un modo particular
-según otra enseñanza conciliar (cf. ib., 9)- en la dirección
espiritual, prodigándose para ayudar a las almas a descubrir y a
valorar los dones y los carismas, que Dios concede cómo y
cuándo quiere en su misteriosa liberalidad. También esto puede
servir de ejemplo a muchos sacerdotes para reanudar o mejorar
un «servicio a los hermanos», tan ligado a su misión específica,
que siempre ha sido y todavía hoy debe ser rico en frutos
espirituales para todo el Pueblo de Dios, principalmente en
orden a la promoción de la santidad y de las vocaciones
sagradas. 5. El elemento que caracteriza al sacerdocio es la
administración de los sacramentos, y este mismo ministerio no
podrá ser creíble a los ojos de los hombres, si el sacerdote no
satisface al mismo tiempo las exigencias de la caridad fraterna.
También sobre este punto sabemos muy bien lo que hizo el
padre Pío: cuán vivo era su sentido de justicia y de misericordia,
su compasión por los que sufren, y cuán activamente se
empeñaba en favor de ellos, con la ayuda de válidos y
generosos colaboradores. «En el fondo de esta alma -decía el
padre Pío de sí mismo- me parece que Dios ha derramado
muchas gracias respecto a la compasión de las miserias de los
otros, singularmente en relación a los pobres necesitados... Así,
pues, cuando sé que una persona está afligida, en el alma o en
el cuerpo, ¿qué no haría ante el Señor para verla libre de sus
males? De buena gana, con tal de verla salvada, cargaría con
todas sus aflicciones, cediendo en su favor los frutos de tales
sufrimientos, si el Señor me lo permitiese». Quiero dar las
gracias al Señor con vosotros por habernos dado el querido
padre, por haberlo donado en este siglo tan atormentado, a esta
nuestra generación. Con su amor a Dios y a los hermanos, él es
un signo de gran esperanza e invita a todos, principalmente a
nosotros, los sacerdotes, a no dejarle solo en esta misión de
caridad. Que la Virgen del Santo Rosario, de la que fue tan
devoto, y que veneramos de forma especial en este mes a Ella
dedicado, nos ayude a ser perfectos imitadores del único
Maestro: su Hijo Jesús. Con mi afectuosa bendición.
L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del
31-V-87]
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Discurso del Santo Padre Juan Pablo II en el hospital "Casa
Alivio del Sufrimiento" de San Giovanni Rotondo (Sábado 23 de
mayo de 1987) Queridos hermanos y hermanas, queridos
enfermos: 1. Agradezco vivamente a Mons. Riccardo Ruotolo,
presidente de esta Obra, las palabras de saludo que me ha
dirigido. A todos vosotros mi cordial saludo: al personal médico
y auxiliar, a los sacerdotes, a los enfermos, a los fieles. Grande
es mi emoción por encontrarme, de nuevo, en este lugar, que
visité la primera vez en el lejano 1947, cuando hacía poco que
se había iniciado la edificación de este hospital. Estoy contento
de ver, en su moderna realización, todo lo que el padre Pío ideó
y predijo: «Una ciudad-hospital, técnicamente adecuada a las
más audaces exigencias clínicas junto con un "orden ascético"
de franciscanismo militante. Lugar de oración y de ciencia,
donde el género humano se encuentre con Cristo crucificado
como un solo rebaño con un solo Pastor». Y esta ciudad está
creciendo aún. Una «Ciudadela de la caridad», junto al santuario
de María, que -por voluntad del padre Pío- tiene el significativo
nombre de «Casa AliviCasa Sollievo della Soff.renza 2¡El alivio
del sufrimi En esta dulce expresión se compendia una de las
perspectivas esenciales de la caridad cristiana, de esa caridad
fraterna que Cristo nos ha enseñado y que, por mandato
expreso suyo, debe ser el signo distintivo de sus discípulos; de
esa caridad, cuyo ejercicio efectivo, sobre todo hacia los más
necesitados, es un imprescindible motivo de credibilidad de ese
mensaje de verdad, de amor y de salvación, que el cristiano
está obligado a anunciar al mundo. Esta Obra, por la cual el
padre Pío tanto rezó y tanto se prodigó, es un magnífico
testimonio del amor cristiano. La gran intuición del padre Pío ha
sido la de unir, con la fe y la oración, la ciencia al servicio de los
enfermos; la ciencia médica, en la lucha cada vez más avanzada
contra la enfermedad; la fe y la oración, para transfigurar y
sublimar ese sufrimiento que, pese a todos los progresos de la
medicina, será siempre, en alguna medida, una realidad en la
vida de aquí abajo. 3. Por ello, un aspecto esencial del gran
designio del padre Pío era y es que la permanencia en esta casa
ha de comportar ciertamente un cuidado del cuerpo, pero
también una verdadera y específica educación en el amor
entendido como aceptación cristiana del dolor. Y esto ha de
suceder, sobre todo, gracias al testimonio de caridad ofrecido
por el personal médico, auxiliar y sacerdotal que asiste y cuida a
los enfermos. De este modo, se debe formar una verdadera y
propia comunidad fundada en el amor de Cristo: una comunidad
que hermana a quienes cuidan y a los que son cuidados:
«Hospitalizados aquí -decía el padre Pío en 1957-, médicos y
sacerdotes serán reservas de amor que cuanto más abundante
sea en ellos más se comunicará a los otros». Esta era la
intención del padre Pío, y ¡que ésta sea siempre la intención
fundamental de esta bella institución! Al asegurar mi cercanía
afectuosa a todos los enfermos que habitan en esta casa, deseo
ardientemente que cada vez más se beneficien de un clima de
amor y de solidaridad, fundado en la fe y en la oración. «En
todo enfermo -decía el padre Pio- está Jesús que sufre. En todo
pobre está Jesús que languidece. En todo enfermo pobre está
doblemente Jesús que sufre y languidece». 4. Pido a Dios que el
espíritu de amor fraterno que anima esta «Casa Alivio del
Sufrimiento» continúe floreciendo y creciendo. Vuestro
testimonio, queridos médicos, queridos enfermos, queridos
sacerdotes, es muy valioso no sólo para aquellos que están
hospitalizados aquí, sino que es un signo muy importante
también para toda la Iglesia y para la sociedad. Y a vosotros,
queridos enfermos, que la Santísima Virgen os alcance de su
Hijo la luz y la fuerza para comprender, en la fe, el valor de cruz
que estáis llevando. A todos vosotros y a vuestros seres
queridos, mi afectuosa bendición. L’Osservatore Romano,
edición semanal en lengua española, del 31-V-87]
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SAN PÍO DE PIETRELCINA (1887-1968)
por Juan Pablo II
El día 2 de mayo de 1999, domingo V de Pascua, Juan Pablo II
beatificó en la plaza de San Pedro al capuchino italiano P. Pío de
Pietrelcina, y estableció que su fiesta se celebre el 23 de
septiembre, aniversario de su muerte. Ante el deseo
manifestado por multitud de fieles de asistir a la solemne
celebración, se prepararon e intercomunicaron adecuadamente
la plaza de San Pedro y espacios adyacentes, la plaza de San
Juan de Letrán y el santuario de San Giovanni Rotondo.
Concluida la celebración eucarística, el Romano Pontífice se
trasladó en helicóptero a San Juan de Letrán, y desde el balcón
central de su fachada pronunció la meditación mariana antes del
rezo del «Regina caeli». Al día siguiente, 3 de mayo, los
peregrinos llenaron de nuevo la plaza de San Pedro para asistir
a la misa de acción de gracias que presidió el card. Ángelo
Sodano. A continuación, el Papa dirigió un discurso a los
peregrinos. Recogemos las tres alocuciones pontificias y partes
de la homilía del card. Sodano, tomadas de L’Osservatore
Romano, ed. esp., del 7 de mayo de 1999. Añadimos algunas
crónicas de la beatificación. Homilía pronunciada en la misa de
beatificaci (2-V-99) El P. Pío, imagen de Cristo doliente y
crucificado 1. «¡Cantad al Señor un cántico nuevo!». La
invitación de la antífona de entrada expresa la alegría de tantos
fieles que esperan desde hace tiempo la elevación a la gloria de
los apadre Pío de Pietrel. Este humilde fraile capuchino ha
asombrado al mundo con su vida dedicada totalmente a la
oración y a la escucha de sus hermanos. Innumerables personas
fueron a visitarlo al convento de San Giovanni Rotondo, y esas
peregrinaciones no han cesado, incluso después de su muerte.
Cuando yo era estudiante, aquí en Roma, tuve ocasión de
conocerlo personalmente, y doy gracias a Dios que me concede
hoy la posibilidad de incluirlo en el catálogo de los beatos.
Recorramos esta mañana los rasgos principales de su
experiencia espiritual, guiados por la liturgia de este V domingo
de Pascua, en el cual tiene lugar el rito de su beatificación. 2.
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en
mí» (Joh_14:1). En la página evangélica que acabamos de
proclamar hemos escuchado estas palabras de Jesús a sus
discípulos, que tenían necesidad de aliento. En efecto, la
mención de su próxima partida los había desalentado. Temían
ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los consuela
con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y
después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy
yo estéis también vosotros» (
Joh_14:2-3). En nombre de los Apóstoles replica a esta
afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo
podemos saber el camino?» (Joh_14:5). La observación es
oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La
respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como luz
límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la
verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Joh_14:6). El
«sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el
discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y
participar de su misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa
meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el discípulo ha de ir
conformándose progresivamente. La santidad consiste
precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que
Cristo mismo vive en él (cf. Gal_2:20). Horizonte atractivo, que
va acompañado de una promesa igualmente consoladora: «El
que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e incluso
mayores. Porque yo me voy al Padre» (Joh_14:12). 3.
Escuchamos estas palabras de Cristo y nuestro pensamiento se
dirige al humilde fraile capuchino del Gargano. ¡Con cuánta
claridad se han cumplido en el beato Pío de Pietrelcina! «No se
turbe vuestro corazón; creéis en Dios...». La vida de este
humilde hijo deun constante ejercicio d, corroborado por la
esperanza del cielo, donde podía estar con Cristo. «Me voy a
prepararos sitio (...) para que donde estoy yo estéis también
vosotros». ¿Qué otro objetivo tuvo la durísima ascesis a la que
se sometió el padre Pío desde su juventud, progresiva
identificación con el divino , para estar «donde está él»? Quien
acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para
pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva
de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del padre Pío
respluz de la resurrec. Su cuerpo, marcado por los «estigmas»,
mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección
que caracteriza el misterio pascual. Para el beatparticipación en
la Pa tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares
que le fueron concedidos y los consiguientes sufrimientos
interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y
constante de los padecimientos del Señor, convencido
firmemente de que «el Calvario es el monte de los santos». 4.
No menos dolorosas, y humanamente tal vez aún más duras,
fprueba que tuvo que soportar, por decirlo así, como
consecuencia de sus singulares carismas. Como testimonia la
historia de la santidad, Dios permite que el elegido sea a veces
objeto de incomprensiones. Cuando esto acontece,obediencia es
para él crisol de purifica, un camino de progresiva identificación
con Cristo y un fortalecimiento de la auténtica santidad. A este
respecto, el nuevo beato escribía a uno de sus superiores:
«Actúo solamente para obedecerle, pues Dios me ha hecho
entender lo que más le agrada a él, que para mí es el único
medio de esperar la salvación yEpist. I, p. 807).( Cuando sobre
él se abatió la «tempestad», tomó como regla de su existencia
la exhortación de la primera carta de san Pedro, que acabamos
de escuchar: Acercaos a Cristo, la piedr (cf. 1Pe_2:4). De este
modo, también él se hizo «piedra viva», para la construcción del
edificio espiritual que es la Iglesia. Y por esto hoy damos gracias
al Señor. 5. «También vosotros, como piedras vivas, entráis en
la construcción del templo del Espíritu» (1Pe_2:5). ¡Qué
oportunas resultan estas palabras si las aplextraordinaria
experiencia e surgida en torno al nuevo beato! Muchos,
encontrándose directa o indirectamente con él, han recuperado
la fe; siguiendo su ejemplo, se han multiplicado en todas las
partes del mundo los «grupos de oración». A quienes acudían a
él les proponía la santidad, diciéndoles: «Parece que Jesús no
tiene otra preocupación que Epist. II, p. 155).alma» ( Si la
Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir
nunca deplantado» al pie de la c, esto tiene un significado. Un
día, en un momento de gran prueba, el Maestro divino lo
consoló, diciéndole que «junto a la cruz Epist. I, p. 339). ( Sí, la
cruz de Cristo es laescuela del am; más aún, el «manantial»
mismo del amor. El amor de este fiel discípulo, purificado por el
dolor, atraía los corazones a Cristo y a su exigente evangelio de
salvación. 6. Al mismo tiempo, su case derramaba como
bálsamo sobre las debilidades y sufrimientos de sus . El padre
Pío, además de su celo por las almas, se interesó por el dolor
humano, promoviendo en San Giovanni Rotondo un hospital, al
que llamó: «Casa de alivio del sufrimiento». Trató de que fuera
un hospital de primer rango, pero sobre todo se preocupó de
que en él smedicina verdaderamente «humanizad, en la que la
relación con el enfermo estuviera marcada por la más solícita
atención y la acogida más cordial. Sabía bien que quien está
enfermo y sufre no sólo necesita una correcta aplicación de los
medios terapéuticos, sino también y sobre todo un clima
humano y espiritual que le permita encontrarse a sí mismo en la
experiencia del amor de Dios y de la ternura de sus hermanos.
Con la «Casa de alivio del sufrimiento» quiso mostrar que los
«milagros ordinpasan a través de nuestra caEs necesario estar
disponibles para compartir y para servir generosamente a
nuestros hermanos, sirviéndonos de todos los recursos de la
ciencia médica y de la técnica. 7. El eco que esta beatificación
ha suscitado en Italia y en el mundo es un signo de que la fama
del padre Pío, hijo de Italia y de san Francisco de Asís, ha
alcanzado un horizonte que abarca todos los continentes. (...).
8. Quisiera concluir con las palabras del Evangelio proclamado
en esta misa: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios».
Esa exhortación de Cristo la recogió el nuevo beato, que solía
repetir: «Abandonaos plenamente en el corazón divino de
Cristo, como un niño en los brazos de su madre». Que esta
invitación penetre también en nuestro espíritu como fuente de
paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué tener miedo, sel
camino,s para nosotros la verdad y la ? ¿Por qué no fiarse de
Dios que es Padre, nuestro Padre? «Santa María de las gracias»,
a la que el humilde capuchino de Pietrelcina invocó con
constante y tierna devoción, nos ayude a tener los ojos fijos en
Dios. Que ella nos lleve de la mano y nos impulse a buscar con
tesón la caridad sobrenatural que brota del costado abierto del
Crucificado. Y tú, beato padre Pío, dirige desde el cielo tu
mirada hacia nosotros, reunidos en esta plaza, y a cuantos
están congregados en la plaza de San Juan de Letrán y en San
Giovanni Rotondo. Intercede por aquellos que, en todo el
mundo, se unen espiritualmente a esta celebración, elevando a
ti sus súplicas. Ven en ayuda de cada uno y concede la paz y el
consuelo a todos los corazones. Amén. De la meditación antes
del “Regina cael (2-V-99) «Amad a la Virgen y hacedla amar.
Rezad siempre el rosario» Amadísimos hermanos y hermanas:
El padre Pío, con su enseñanza y su ejemplo, nos invita a orar,
a recurrir a la misericordia divina en el sacramento de la
penitencia, y a amar al prójimo. Nos invita, de manera especial,
a amar y venerar a la Virgen María. Su devoción a la Virgen se
manifiesta en todas las circunstancias de su vida: en sus
palabras y en sus escritos, en sus enseñanzas y en sus
consejos, que ofrecía a sus numerosos hijos espirituales. El
nuevo beato, auténtico hijo de san Francisco de Asís, de quien
aprendió a dirigirse a María con espléndidas expresiones de
aSaludo a la Virg, enEscritos de San Francis), no se cansaba de
inculcar en los fieles una devoción tierna y profunda a la Virgen,
enraizada en la tradición auténtica de la Iglesia. Tanto en el
secreto del confesonario como en la predicación, exhortaba
siempre: ¡Amad a la Virgen! Al término de su vida terrena, en el
momento de manifestar su última voluntad, dirigió su
pensamiento, como había hecho durante toda su vida, a María
santísima: «Amad a la Virgen y hacedla amar. Rezad siempre el
rosario». Discurso a los peregrin (3-V-99)
El P. Pío, seguidor ejemplar de S. Francisco Amadísimos
hermanos y hermanas: 1. Con gran alegría me encuentro
nuevamente con vosotros en esta plaza, que ayer fue escenario
de un acontecimiento que tanto esperabais: la beatificación del
padre Pío de Pietrelcina. Hoy es el día de acción de gracias.
Acaba de terminar la solemne celebración eucarística, presidida
por el cardenal Ángelo Sodano, mi secretario de Estado, a quien
dirijo un cordial saludo, extendiéndolo a cada uno de los demás
cardenales y obispos presentes, así como a los numerosos
sacerdotes y a los fieles que han participado. Con especial
afecto os abrazo a vosotros, queridos frailes capuchinos, y a los
demás miembros de la gran familia franciscana, que alabáis al
Señor por las maravillas que realizó en el humilde fraile de
Pietrelcina, seguiPoverell de Asís. Muchos de vosotros, queridos
peregrinos, sois miembros de los “grupos de oración” fundados
por el padre Pío: os saludo afectuosamente, al igual que a todos
los demás fieles que, animados por la devoción al nuevo beato,
han querido estar presentes en esta feliz circunstancia. Por
último, quiero dirigir un saludo particular a cada uno de
vosotros, queridos enfermos, que habéis sido los predilectos en
el corazón y la acción del padre Pío: ¡gracias por vuestra valiosa
presencia! 2. La divina Providencia ha querido que el padre Pío
sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000,
al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este
acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere
ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad? El testimonio del
padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos
induce a creer que este mensaje coincide con el contenido
esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador
del mundo. En él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia
de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida
mortalmente por el pecado. «Con sus heridas habéis sido
curados» (1Pe_2:24), repite a todos el beato padre Pío, con las
palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas
heridas impresas en su cuerpo. Durante sesenta años de vida
religiosa, pasados casi todos en San Giovanni Rotondo, se
dedicó completamente a la oración y al ministerio de la
reconciliación y de la dirección espiritual. El siervo de Dios Papa
Pablo VI puso muy bien de relieve este aspecto: «¡Mirad qué
fama ha tenido el padre Pío! (...) Pero, ¿por qué? (...) Porque
celebraba la misa con humildad, confesaba de la mañana a la
noche, y era (...) un representante visible de las llagas de
nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento» (20
de febrero de 1971). Recogido completamente en Dios, y
llevando siempre en su cuerpo la pasión de Jesús, fue pan
partido para los hombres hambrientos del perdón de Dios Padre.
Sus estigmas, como los de san Francisco de Asís, eran obra y
signo de la misericordia divina, que mediante la cruz de Cristo
redimió el mundo. Esas heridas abiertas y sangrantes hablaban
del amor de Dios a todos, especialmente a los enfermos en el
cuerpo y en el espíritu. 3. ¿Qué decir de su vida, combate
espiritual incesante -librado con las armas de la oración-,
centrada en los gestos sagrados diarios de la confesión y de la
misa? La celebración eucarística era el centro de toda su
jornada, la preocupación casi ansiosa de todas las horas, el
momento de mayor comunión con Jesús, sacerdote y víctima.
Se sentía llamado a participar en la agonía de Cristo, agonía que
continúa hasta el fin del mundo. Queridos hermanos, en nuestro
tiempo, en el que aún se pretende resolver los conflictos con la
violencia y el atropello, y a menudo ceden a la tentación de
abusar de la fuerza de las armas, el padre Pío repite lo que dijo
una vez: «¡Qué horror la guerra! Jesús mismo sufre en todo
hombre herido en su carne». Es preciso destacar también que
sus dos obras, la “Casa de alivio del sufrimiento” y los “grupos
de oración”, fueron concebidas por él en el año 1940, mientras
en Europa se vislumbraba ya la catástrofe de la segunda guerra
mundial. No permaneció inactivo; al contrario, desde su
convento, perdido en el Gargano, respondió con la oración y las
obras de misericordia, con el amor a Dios y al prójimo. Y hoy,
desde el cielo, repite a todos que éste es el auténtico camino de
la paz. 4. Los “grupos de oración” y la “Casa de alivio del
sufrimiento” son dos «dones» significativos que el padre Pío nos
ha dejado. Concebida y querida por él como hospital para los
enfermos pobres, la “Casa de alivio del sufrimiento” fue
proyectada ya desde el comienzo como una institución de salud
abierta a todos, pero no por eso menos equipada que el resto
de los hospitales. Es más, el padre Pío quiso dotarla de los
instrumentos científicos y tecnológicos más avanzados, para que
fuera un lugar de auténtica acogida, de respeto amoroso y de
terapia eficaz para todas las personas que sufren. ¿No es éste
un verdadero milagro de la Providencia, que continúa y se
desarrolla, siguiendo el espíritu del fundador? Además, por lo
que respecta a los “grupos de oración”, quiso que fueran faros
de luz y amor en el mundo. Deseaba que muchas almas se
unieran a él en la oración. Decía: «Orad, orad al Señor conmigo,
porque todo el mundo tiene necesidad de oraciones. Y cada día,
cuando más sienta vuestro corazón la soledad de la vida, orad,
orad juntos al Señor, ¡porque también Dios tiene necesidad de
nuestras oraciones!». Su intención era crear un ejército de
personas que hicieran oración, que fueran «levadura» en el
mundo con la fuerza de la oración. Y hoy toda la Iglesia le da las
gracias por esta valiosa herencia, admira la santidad de este
hijo suyo e invita a todos a seguir su ejemplo. 5. Amadísimos
hermanos y hermanas, el testimonio del padre Pío constituye
una fuerte llamada a la dimensión sobrenatural, que no hay que
confundir con la milagrería, desviación que siempre rechazó con
firmeza. Los sacerdotes y las personas consagradas deberían
inspirarse de modo especial en él. . . Enseña a los sacerdotes a
convertirse en instrumentos dóciles y generosos de la gracia
divina, que cura a las personas en la raíz de sus males,
devolviéndoles la paz del corazón. El altar y el confesonario
fueron los dos polos de su vida: la intensidad carismática con
que celebraba los misterios divinos es testimonio muy saludable
para alejar a los presbíteros de la tentación de la rutina y
ayudarles a redescubrir día a día el inagotable tesoro de
renovación espiritual, moral y social puesto en sus manos. A los
consagrados, de modo especial a la familia franciscana, les da
un testimonio de singular fidelidad. Su nombre de pila era
Francisco, y desde su ingreso en el convento fue un digno
seguidor del padre seráfico en la pobreza, la castidad y la
obediencia. Practicó en todo su rigor la regla capuchina,
abrazando con generosidad la vida de penitencia. No se
complacía en el dolor, pero lo eligió como camino de expiación y
purificación. Como el Poverel de Asís, buscaba la imitación de
Jesucristo, deseando sólo «amar y sufrir», para ayudar al Señor
en la ardua y exigente obra de la salvación. En la obediencia
«firme, constante y fEpis I, 488), encontró la más alta expresión
su amor incondicional a Dios y a la Iglesia. ¡Qué consolación
produce sentir junto a nosotros al padre Pío, que quiso ser
sencillamente «un pobre fraile que ora»: hermano de Cristo,
hermano de san Francisco, hermano de quien sufre, hermano de
cada uno de nosotros! Quiera Dios que su ayuda nos guíe por el
camino del Evangelio y nos haga cada vez más generosos en el
seguimiento de Cristo. Que nos obtenga esto la Virgen María, a
quien amó e hizo amar con profunda devoción. Nos lo obtenga
su intercesión, que invocamos con confianza. De la homilía del
Card. Ángelo Soda (3-V-99)
El P. Pío, icono vivo de Cristo crucificado Los santos son reflejos
del misterio de Cristo, y cada uno de ellos interpreta, con mayor
intensidad, uno de los rasgos de ese misterio. El padre Pío de
Pietrelcina fue llamado, con un don especialísimo, a reproducir
el rostro de Cristo crucificado. La imagen del crucifijo es central
en la vida y en la espiritualidad cristiana. Puesta en nuestras
iglesias, en nuestras casas, en nuestras manos, a veces se corre
el riesgo de convertirse en un icono más. El beato Pío de
Pietrelcina la llevó impresa icono vivo de Cristo crucifipodía
repetir de forma singular las palabras de san Pablo: «Llevo
sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gal_6:17). (...) Desde
luego, más importante que las señales físicas fue la experiencia
constante y profunda que tuvo de la pasión de Cristo. (...) El
beato Pío de Pietrelcina vivió de modo ejemplar las palabras de
san Pablo: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es
para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!»
(Gal_6:14). Quienes se encontraban con él, sobre todo los que
participaban en su misa, tenían la impresión de que en su
espíritu y casi en sus miembros se manifestaba el misterio del
Dios-amor. Y no podía ser de otra manera, pues se había
consagrado a Cristo como «víctima de amor». (...) La Iglesia
nace de la muerte de Cristo. Este dato fundamental nos
recuerda también un principio de vida eclesial, que
precisamente los santos ponen de relieve: un cristiano, cuanto
más revive en sí el misterio del Gólgota, tanto más se hace
instrumento de Cristo, para que la Iglesia, en él y en torno a él,
pueda «renacer» continuamente en la fe, en la santidad y en la
comunión. (...) La gente que acudía al confesonario del padre
Pío buscaba un ministerio de misericordia que, en cuanto tal,
podría haber encontrado en otras muchas Espíritu. Pero la
experiencia demuestra la importancia que tiene, para quien
recibe los sacramentos, el hecho de contar con la ayuda de la
santidad del ministro. Y cuando esta santidad es grande,
envuelve al penitente como una especie de seno materno, en el
que es más fácil percibir la presencia de Dios. Lo notaban
claramente los que se acercaban a ese humilde fraile de San
Giovanni Rotondo que vivía, como dijo ayer el Papa, «plantado»
al pie de la cruz. (...) El Santo Padre ha subrayado la dimensión
eclesial de la santidad del padre Pío, recordando su obediencia y
su ministerio de caridad, expresado en la ayuda espiritual y
material que prestó a tantas personas necesitadas, con la
oración y con la «Casa de alivio del sufrimiento». Quisiera
destacar este rasgo eclesial de la espiritualidad del padre Pío,
poniendo de relieve el grandísimo amor que tuvo a la Iglesia,
aun cuando le tocó sufrir a causa de algunos hombres de
Iglesia. En él el amor a Cristo y el amor a la Iglesia eran
realmente inseparables. Baste citar, a este respecto, unas
emotivas afirmaciones escritas en 1933 a uno de sus hijos
espirituales, que quería defenderlo de un modo que al santo
fraile le pareció inaceptable, porque implicaría criticar a la
Iglesia. «Si estuvieras a mi lado -le escribió-, te abrazaría, me
arrojaría a tus pies y te haría esta súplica apremiante: deja que
sea el Señor quien juzgue las miserias humanas, y vuelve a tu
nada. Deja que yo haga la voluntad del Señor, a la que me he
abandonado plenamente. Pon a los pies de la santa Madre
Iglesia todo lo que pueda producirle daño y tristeza» (Carta del
12 de abEpist. IV, p. 743). Para él la Iglesia era realmente su
madre, una madre a la que se debe amar a toda costa, a pesar
de las debilidades de sus hijos. (...) Su amor sincero al Vicario
de Cristo lo puso claramente de manifiesto en una carta que
envió, el 12 de septiembre de 1968, al Papa Pablo VI con
ocasión de la audiencia que iba a conceder a los padres
capitulares de la orden capuchina. Escribió: «Sé que su corazón,
Santo Padre, sufre mucho en estos días por la situación de la
Iglesia, por la paz del mundo, por las muchas necesidades de
los pueblos, pero sobre todo por la falta de obediencia de
algunos, incluso católicos, a la elevada enseñanza que usted,
asistido por el Espíritu Santo y en nombre de Dios, nos da. Le
ofrezco mi oración y mi sufrimiento diario, como pequeño y
sincero don del último de sus hijos, a fin de que el Señor le
conforte con su gracia para continuar el arduo y recto camino,
en la defensa de la verdad eterna, que nunca debe cambiar
aunque cambien los tiempos». (...) Quiera el Señor que este
beato de nuestro tiempo, extraordinariamente popular y a la vez
tan profundo y exigente en su mensaje, nos ayude a redescubrir
el amor de Cristo crucificado y haga crecer en cada uno de
nosotros el amor a la Iglesia. Roma hasta los topes:
beatificación del Padre Pío por Miguel Ángel Agea, Ciudad del
Vaticano Roma fue una fiesta el 2 de mayo de 1999. De
entusiasmo, emoción, calor humano, alegría, como si fuese una
fiesta familiar vivida por un reducido número de personas y no
por una multitud de más de 300.000 almas, las que llenaron por
completo la plaza de San Pedro del Vaticano, la vía de la
Conciliazione y parte de la plaza de San Juan de Letrán, para la
beatificación del capuchino italiano Pío de Pietralcina [en
italiano: Pietrelcina]. Se cumplía así el vaticinio del fraile
Puallano, de que atraería hacia sí a más personas «de muerto
que en vida», aunque en este mundo las atrajo, a miles, a lo
largo de cuarenta años. Como los casos de Juan XXIII, el Papa
«bueno», como Madre Teresa de Calcuta, como ocurría, en
siglos pasados, con veneradas figuras de la Iglesia, a Francesco
Fergione, el joven pastor de Pietralcina que quiso convertirse en
«fraile con barba», y lo alzó a los altares el clamor popular, sin
necesidad de más procesos canónicos, aparte de que en su
«curriculum vitae» ya figuraban milagros en vida, como los
antiguos taumaturgos, dígase Francisco de Asís o Felipe Neri. La
mayor parte de los beatos salen del anonimato gracias a sus
hermanos de congregación o instituto, que mantienen el culto
de su persona, o a la iniciativa de los que lo conocieron en vida,
sean obispos, curas o laicos. Pío de Pietralcina pertenece a esa
rara especie de Santos que cautivaron a los hombres y mujeres
de su época, de toda condición y nivel social, al que se llegaba
por curiosidad -curiosidad de ver los estigmas o llagas en sus
manos- y ante el que los más incrédulos acababan desarmados,
vencidos por la fuerza de su fe y, también, por qué no
reconocerlo, por su poder de escrutar las conciencias. Ante
figuras como las de un hombre, en este caso vestido del
humilde sayal capuchino, que además de portar los signos de la
Pasión de Cristo en manos, pies y costado, experimentó
fenómenos místicos como éxtasis, visiones demoniacas,
angélicas y de almas del Purgatorio. Que estuvo dotado del don
de lenguas, de premoniciones, y del que se decía que estuvo en
varias ocasiones en dos lugares distintos, en el mismo momento
(bilocación). Que a veces se alimentaba sólo de la Sagrada
Forma, hasta por un mes, y que consumía por término medio
unas 100 calorías diarias. Cuya salud quebradiza lo ponía al filo
de la muerte como lo alzaba hasta una recuperación inmediata e
inexplicable, pese a lo cual pasó algunos días 16 horas sin
parar, oyendo en confesión a los fieles. Repito: ante una figura
tan singular, era comprensible que surgiera la polémica y la
Iglesia se pusiera en guardia, sobre todo en un país donde la
tentación de idolatría está a flor de piel. (...) De este modo, Pío
de Pietralcina acabó, siguiendo el camino de otros muchos
hombres de Dios, bajo proceso -basado en denuncias
calumniosas, o en precauciones de sus propios superiores-, y
con humildad y obediencia exquisitas aceptó permanecer
durante dos años -de 1931 a 1933- recluido en su convento de
San Giovanni Rotondo, separado de sus queridos fieles, con la
misa cotidiana y sus compañeros de convento como únicos
consuelos, al dictado del Santo Oficio. Este episodio, quizás el
más doloroso de un «varón de dolores» como el Padre Pío, fue
objeto de una de las breves reflexiones que el Papa le dedicó,
en la homilía de la misa de beatificación. Según Karol Wojtyla,
que siendo simple estudiante en una universidad eclesiástica de
Roma -en 1946- había conocido al religioso capuchino atraído
por su aureola de santidad, Pío de Pietralcina fue, en esto, «un
incomprendido» de las autoridades eclesiásticas, «una prueba a
la que se han visto sometidos muchos otros protagonistas de la
historia de la santidad». Destacó, además, la «extraordinaria
experiencia eclesial» del Padre Pío, que cristalizó en iniciativas
tales como los «grupos de oración», multiplicados en todo el
mundo, y el hospital «Casa de Alivio del Sufrimiento», en el que
se refleja la atención del Padre Pío «por el dolor humano», y se
practica «una medicina verdaderamente humanizada», una
muestra, según el Papa, de los «milagros ordinarios» de Dios,
«que pasan a través de la caridad». Jesús advirtió que «la gente
quiere señales» para creer. Y este ha sido el caso del Padre Pío,
que «señales» dio y en abundancia. Pero conviene no olvidar la
lección que la iglesia, buena madre, da a sus hijos, cuando les
recuerda que si hoy Pío de Pietralcina es finalmente beato, no lo
debe a los estigmas, la bilocación, las visiones o premoniciones,
los éxtasis, dones que Dios concede con cuentagotas, fuera del
alcance de la mayoría de los mortales, sino por haber practicado
-eso sí, en grado heroico- virtudes exigibles a todos los
cristianos: la fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la fortaleza,
la prudencia, la Ecclesia (Madrid), del día 8 de mayo de 1999, p.
25 (705)] El padre Pío, beatificado en olor de multitud
por Antonio Pelayo, Roma Era, sin duda, una de las
beatificaciones más esperadas y deseadas en la historia de la
Iglesia y, de algún modo, la más temida; lo primero porque el
padre Pío (en el siglo, Francesco Forgione, nacido el 25 de mayo
de 1887 en Pietralcina [it: Pietrelcina] y fallecido el 23 de
septiembre de 1968 en el convento de San Giovanni Rotondo)
ha contado y cuenta en todo el mundo, pero especialmente en
Italia, con miles de fidelísimos devotos, que lo consideraron
santo ya en vida y aún más tras su muerte; lo segundo, porque
desde que se anunció la fecha de la ceremonia, se desencadenó
una tal fiebre por poder participar en ella, que los capuchinos
vieron desbordadas enseguida sus más optimistas previsiones.
Ni la solución de descentralizar los actos en diversos escenarios
(las plazas de San Pedro y San Juan de Letrán, en Roma, la
basílica de Santa María de las Gracias en San Giovanni
Rotondo), ni el anuncio de que la ceremonia sería transmitida
por televisión y exhibida en pantallas gigantes en diversas
ciudades calmaron los ánimos. La caza a la invitación y al
puesto reservado se desencadenó con una rapidez y avidez que
nada tenían que envidiar a fenómenos similares provocados por
los más ambiciosos conciertos de rock. Lo nunca visto. Para
canalizar la previsible marea de peregrinos tuvieron lugar varias
reuniones entre responsables del ayuntamiento de Roma, del
Vaticano y de los servicios de protección civil. En la mente de
todos se había consolidado la idea de que era el mejor ensayo
posible antes de los fastos del Gran Jubileo del 2000.
Conscientes del enorme impacto popular de la figura del padre
Pío, los medios de comunicación italianos sin excepción -pero
encabezados por las cadenas de televisión- se lanzaron a una
amplísima campaña de propaganda del acontecimiento. La
semana anterior al 2 de mayo fue una casi ininterrumpida
sucesión de programas especiales con la participación de las
más famosas figuras y figurillas de la pequeña pantalla. Casi
medio centenar de libros y folletos, una buena decena de
videocassettes más o menos biográficos o hagiográficos, discos,
números especiales de revistas religiosas y de información
general se adueñaron de quioscos y librerías con ventas
difícilmente imaginables. Lo mismo se diga de una amplísima
gama de objetos de merchandisinglanzados al mercado y al
consumo popular con diverso éxito: camisetas, relojes, gorras,
mochilas, pañuelos y un sin número de medallas y recuerdos,
algunos de bien dudoso gusto, como suele ocurrir en estos
casos. El día tan esperado llegó por fin y, climatológicamente, la
jornada se presentó desde las primeras horas bajo los mejores
auspicios. Antes de la salida del sol comenzaron a desembocar
en Roma, desde todos los rincones de Italia, trenes especiales,
varios miles de autobuses e incontables coches particulares.
Transportaban una multitud gozosa y bulliciosa de devotos del
nuevo beato, cuya imagen arbolaban en estandartes, pancartas,
viseras y pañoletas multicolores. Un eficaz servicio de orden -en
buena parte compuesto por jóvenes voluntarios- encauzó al
pueblo fiel hacia la plaza de San Pedro, a la que sólo podían
acceder quienes estuvieran en posesión de su correspondiente
entrada numerada. Lo mismo sucedía en la adyacente plaza Pío
XII y en el primer tramo de la Via della Conciliazione, donde
habían sido dispuestas varias pantallas gigantes de televisión
para transmitir en directo el rito de la beatificación. Las
máximas autoridades del Estado y del Gobierno italiano no
quisieron perderse la oportunidad de unir sus personas al
carismático capuchino. (...) La entrada de Juan Pablo II fue
saludada con una vigorosa aclamación de alegría popular que,
sin duda, le ayudó a presidir con renovadas fuerzas la larga
ceremonia. Estaban presentes dos docenas de cardenales y
medio centenar de arzobispos y obispos. Los concelebrantes
eran 46 (buena parte de ellos capuchinos que rigen diversas
diócesis del mundo), y fue el arzobispo de Manfredonia-Vieste,
Vincenzo D’Addario, quien se dirigió al Pontífice solicitando la
beatificación del religioso. Ésta tuvo lugar minutos antes de las
diez de la mañana, y fue saludada con una apoteosis de
pañuelos al viento y de aplausos. Karol Wojtyla, que a ojos vista
ofrecía un aspecto bastante más saludable de lo habitual,
pronunció una homilía impregnada desde el primer momento de
una emoción particular: «Este humilde fraile capuchino -dijo
apenas había comenzado a hablar- ha asombrado al mundo con
su vida dedicada totalmente a la oración y a la atención de sus
hermanos». Poco después, el tono se hizo aún más íntimo:
«Cuando yo era estudiante, aquí en Roma, tuve ocasión de
conocerlo personalmente y agradezco a Dios que me concede
hoy la posibilidad de incluirlo entre el número de los beatos».
«No menos dolorosas -dijo en otro momento de su homilía Juan
Pablo II- y humanamente aún más ardientes fueron las pruebas
que debió soportar como consecuencia, por decirlo así, de sus
singulares carismas. En la historia de la santidad a veces sucede
que el elegido, por un consentimiento especial de Dios, es
objeto de incomprensiones. Cuando esto sucede, la obediencia
es para él un crisol de purificación, camino de progresiva
identificación con Cristo, fortalecimiento de la auténtica
santidad». Sin citar ningún episodio particular, el Papa se refería
a las numerosas suspicacias y sospechas que suscitaron en los
responsables del entonces Santo Oficio los estigmas de la pasión
que el fraile recibió en su cuerpo el 20 de septiembre de 1920, y
que le acompañaron hasta pocos días antes de su muerte. El
religioso fue objeto de severas investigaciones y prohibiciones
como la de no poder celebrar la misa en público durante varios
años. En el rostro de Wojtyla se adivinaba la satisfacción de
haber podido reparar estas «incomprensiones» de algunos de
sus predecesores elevando a los altares a este singular
personaje. Apenas finalizó el rito en San Pedro, el Santo Padre,
a bordo de un helicóptero, se dirigió a la plaza de San Juan de
Letrán, donde su Vicario el cardenal Ruini acababa de celebrar la
eucaristía ante una multitud ligeramente menor de lo previsto,
pero en todo caso muy consistente. Sobre la fachada de la
catedral de Roma colgaba un retrato del padre Pío, idéntico al
que acababa de ser descubierto en la basílica vaticana segundos
después de su beatificación. (...) Vida Nueva (Madrid), del día 8
de mayo de 1999, pp. 18-19]
****
SAN PÍO DE PIETRELCINA (1887-1968)
por Juan Pablo II
El papa Juan Pablo II beatificó al P. Pío el 2 de mayo de 1999 y
lo canonizó el 16 de junio de 2002. En ambas ocasiones fue
extraordinaria la concentración de fieles en Roma, poniendo de
manifiesto la devoción que le profesan gentes de toda clase y
condición, aunque con predominio del pueblo sencillo creyente.
Las veces que el Papa ha hablado del P. Pío no ha ocultado su
particular admiración hacia el capuchino de las llagas, que tanto
bien hizo a la Iglesia desde el confesonario y la dirección
espiritual, en la celebración de la misa y en el trato con las
gentes. El mismo día 16 de junio, durante la meditación
mariana a la hora del Ángelus, Juan Pablo II anunció que la
fiesta de San Pío se celebrará como memoria obligatoria en toda
la Iglesia el día 23 de septiembre, aniversario de su muerte.
Homilía de S. S. Juan Pablo II pronunciada en la misa de
canonizació(16-VI-02)
1. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mat_11:30). Las
palabras de Jesús a los discípulos que acabamos de escuchar
nos ayudan a comprender el mensaje más importante de esta
solemne celebración. En efecto, en cierto sentido, podemos
considerarlas como una magnífica síntesis de toda la existencia
del padre Pío de Pietrelcina, hoy proclamado santo. La imagen
evangélica del "yugo" evoca las numerosas pruebas que el
humilde capuchino de San Giovanni Rotondo tuvo que afrontar.
Hoy contemplamos en él cuán suave es el "yugo" de Cristo y
cuán ligera es realmente su carga cuando se lleva con amor fiel.
La vida y la misión del padre Pío testimonian que las dificultades
y los dolores, si se aceptan por amor, se transforman en un
camino privilegiado de santidad, que se abre a perspectivas de
un bien mayor, que sólo el Señor conoce. 2. «En cuanto a mí,
Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo» (Gal_6:14). ¿No es precisamente el "gloriarse de la
cruz" lo que más resplandece en el padre Pío? ¡Cuán actual es la
espiritualidad de la cruz que vivió el humilde capuchino de
Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para
abrir el corazón a la esperanza. En toda su existencia buscó una
identificación cada vez mayor con Cristo crucificado, pues tenía
una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de
modo peculiar en la obra de la redención. Sin esta referencia
constante a la cruz no se comprende su santidad. En el plan de
Dios, la cruz constituye el verdadero instrumento de salvación
para toda la humanidad y el camino propuesto explícitamente
por el Señor a cuantos quieren seguirlo (cf. Mar_16:24). Lo
comprendió muy bien el santo fraile del Gargano, el cual, en la
fiesta de la Asunción de 1914, escribió: «Para alcanzar nuestro
fin último es necesario seguir al divino Guía, que quiere conducir
al alma elegida sólo a través del camino recorrido por él, es
decir, por el de la abnegación y Epistolari II, p. 155). 3. «Yo soy
el Señor, que hago misericordia» (Jer_9:23). El padre Pío fue
generoso dispensador de la misericordia divina, poniéndose a
disposición de todos a través de la acogida, de la dirección
espiritual y especialmente de la administración del sacramento
de la penitencia. También yo, durante mi juventud, tuve el
privilegio de aprovechar su disponibilidad hacia los penitentes.
El ministerio del confesonario, que constituye uno de los rasgos
distintivos de su apostolado, atraía a multitudes innumerables
de fieles al convento de San Giovanni Rotondo. Aunque aquel
singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza,
estos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y
sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el
abrazo pacificador del perdón sacramental. Ojalá que su
ejemplo anime a los sacerdotes a desempeñar con alegría y
asiduidad este ministerio, tan importante también hoy, como
reafirmé en la Carta a los sacerdotes con ocasión del pasado
Jueves santo. 4. «Tú, Señor, eres mi único bien». Así hemos
cantado en el Salmo responsorial. Con estas palabras el nuevo
santo nos invita a poner a Dios por encima de todas las cosas, a
considerarlo nuestro único y sumo bien. En efecto, la razón
última de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz profunda de
tan gran fecundidad espiritual se encuentra en la íntima y
constante unión con Dios, de la que eran elocuentes testimonios
las largas horas pasadas en oración y en el confesonario. Solía
repetir: «Soy un pobre fraile que ora», convencido de que «la
oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el
Corazón de Dios». Esta característica fundamental de su
espiritualidad continúa en los "Grupos de oración" fundados por
él, que ofrecen a la Iglesia y a la sociedad la formidable
contribución de una oración incesante y confiada. Además de la
oración, el padre Pío realizaba una intensa actividad caritativa,
de la que es extraordinaria expresión la "Casa de alivio del
sufrimiento". Oración y caridad: he aquí una síntesis muy
concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy se vuelve a
proponer a todos. 5. «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque (...) has revelado estas cosas a los pequeños»
(Mat_11:25). ¡Cuán apropiadas resultan estas palabras de
Jesús, cuando te las aplicamos a ti, humilde y amado padre Pío!
Enséñanos también a nosotros, te lo pedimos, la humildad de
corazón, para ser considerados entre los pequeños del
Evangelio, a los que el Padre prometió revelar los misterios de
su Reino. Ayúdanos a orar sin cansarnos jamás, con la certeza
de que Dios conoce lo que necesitamos, antes de que se lo
pidamos. Alcánzanos una mirada de fe capaz de reconocer
prontamente en los pobres y en los que sufren el rostro mismo
de Jesús. Sostennos en la hora de la lucha y de la prueba y, si
caemos, haz que experimentemos la alegría del sacramento del
perdón. . . Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de
Jesús y Madre nuestra. Acompáñanos en la peregrinación
terrena hacia la patria feliz, a donde esperamos llegar también
nosotros para contemplar eternamente la gloria del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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Discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que fueron a Roma
para la canonización (17-VI-2002)
Amadísimos hermanos y hermanas: 1. Es una gran alegría
encontrarme de nuevo con vosotros, al día siguiente de la
solemne canonización del humilde capuchino de San Giovanni
Rotondo. Os saludo con afecto, queridos peregrinos y devotos
que habéis venido a Roma en gran número para esta singular
circunstancia. Dirijo mi saludo ante todo a los obispos
presentes, a los sacerdotes y a los religiosos. Un recuerdo
especial para los queridos frailes capuchinos que, en comunión
con toda la Iglesia, alaban y dan gracias al Señor por las
maravillas que realizó en este ejemplar hermano suyo. El padre
Pío es un auténtico modelo de espiritualidad y de humanidad,
dos características peculiares de la tradición franciscana y
capuchina. Saludo a los miembros de los "Grupos de oración
Padre Pío" y a los representantes de la familia de la "Casa de
alivio del sufrimiento", gran obra para la curación y la asistencia
de los enfermos, nacida de la caridad del nuevo santo. Os
abrazo a vosotros, queridos peregrinos que provenís de la noble
tierra donde nació el padre Pío, de las demás regiones de Italia
y de todas las partes del mundo. Con vuestra presencia
testimoniáis la amplia difusión que han tenido en la Iglesia y en
todos los continentes la devoción y la confianza en el santo
fraile del Gargano. Un santo en profunda comunión con la
Iglesia 2. Pero, ¿cuál es el secreto de tanta admiración y amor
por este nuevo santo? Es, ante todo, un "fraile del pueblo",
característica tradicional de los capuchinos. Además, es un
santo taumaturgo, como testimonian los acontecimientos
extraordinarios que jalonan su vida. Pero el padre Pío es, sobre
todo, un religioso sinceramente enamorado de Cristo
crucificado. Durante su vida participó, también de modo físico,
en el misterio de la cruz. Solía unir la gloria del Tabor al misterio
de la Pasión, como leemos en una de sus cartas: «Antes de
exclamar también nosotros con san Pedro: "Bueno es estar
aquí", es necesario subir primero al Calvario, donde no se ve
más que muerte, clavos, espinas, sufrimiento, tinieblas
extraordinarias, abandonos y desmayos»Epistolari III, p. 287).
El padre Pío recorrió este camino de exigente ascesis espiritual
en profunda comunión con la Iglesia. Algunas incomprensiones
momentáneas con diversas autoridades eclesiales no alteraron
su actitud de filial obediencia. El padre Pío fue, de igual modo,
fiel y valiente hijo de la Iglesia, siguiendo también en esto el
luminoso ejempPoverello de Asís. 3. Este santo capuchino, al
que tantas personas se dirigen desde todos los rincones de la
tierra, nos indica los medios para alcanzar la santidad, que es el
fin de nuestra vida cristiana. ¡Cuántos fieles, de todas las
condiciones sociales, provenientes de los lugares más diversos y
de las situaciones más difíciles, acudían a él para consultarlo! A
todos sabía ofrecer lo que más necesitaban, y que a menudo
buscaban casi a ciegas, sin tener plena conciencia de ello. Les
transmitía la palabra consoladora e iluminadora de Dios,
permitiendo que cada uno se beneficiara de las fuentes de la
gracia mediante la dedicación asidua al ministerio de la
confesión y la celebración fervorosa de la Eucaristía. A una de
sus hijas espirituales escribió: «No temas acercarte al altar del
Señor para saciarte con la carne del Cordero inmaculado,
porque nadie reunirá mejor tu espíritu que su rey, nada lo
calentará mejor que su sol, y nada lo aliviará mejor que su
bálsamo» (ib., p. 944). La misa del padre Pío 4. ¡La misa del
padre Pío! Era para los sacerdotes una elocuente llamada a la
belleza de la vocación presbiteral; para los religiosos y los
laicos, que acudían a San Giovanni Rotondo incluso en horas
muy tempranas, era una extraordinaria catequesis sobre el
valor y la importancia del sacrificio eucarístico. La santa misa
era el centro y la fuente de toda su espiritualidad: «En la misa
-solía decir- está todo el Calvario». Los fieles, que se
congregaban en torno a su altar, quedaban profundamente
impresionados por la intensidad de su "inmersión" en el
Misterio, y percibían que "el padre" participaba personalmente
en los sufrimientos del Redentor. 5. San Pío de Pietrelcina se
presenta así ante todos -sacerdotes, religiosos, religiosas y
laicos- como un testigo creíble de Cristo y de su Evangelio. Su
ejemplo y su intercesión impulsan a cada uno a un amor cada
vez mayor a Dios y a la solidaridad concreta con el prójimo,
especialmente con el más necesitado. Que la Virgen María, a la
que el padre Pío invocaba con el hermoso título de "Santa María
de las Gracias", nos ayude a seguir las huellas de este religioso
tan amado por la gente. Con este deseo, os bendigo de corazón
a vosotros, aquí presentes, a vuestros seres queridos y a
cuantos se esfuerzan por seguir el camino espiritual del querido
santo de Pietrelcina. [L’Osservatore Roma, edición semanal en
lengua española, del 21-VI-02]
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SAN PÍO DE PIETRELCINA (1887-1968)
El padre Pío de Pietrelcina, sacerdote capuchino, es el fraile de
las llagas, que se santificó viviendo a fondo en carne propia el
misterio de la cruz de Cristo y cumpliendo en plenitud su
vocación de colaborador en la Redención. En su ministerio
sacerdotal ayudó a miles de fieles de todo el mundo,
principalmente mediante la dirección espiritual, la reconciliación
sacramental y la celebración de la eucaristía. Juan Pablo II lo
beatificó el día 2 de mayo de 1999, y lo canonizó el 16 de junio
de 2002, estableciendo que se celebre su fiesta el 23 de
septiembre, aniversario de su mue.te La canonización del
capuchino P. Pío bate todos los récords
por Antonio Pelayo, Roma
«Daré más guerra muerto que vivo», dijo con sardónico
humorismo -según relatan sus más autorizados biógrafos-
Francesco Forgione cuando ya era fraile capuchino con el
nombre de padre Pío y había protagonizado un enésimo
"incidente" con el Santo Oficio, que lo tenía encañonado por su
fama de taumaturgo y, de modo especial, por los estigmas
visibles en sus manos y pies desde el 20 de septiembre de
1918. El tiempo ha venido a darle la razón, porque desde que
murió, el 23 de septiembre de 1968, su fama de santidad no ha
dejado de aumentar; si ya su beatificación el 2 de mayo de
1999 convocó en Roma a una enorme multitud, su definitiva
elevación a los altares el domingo 16 de junio de 2002 ha batido
todos los récords conocidos, siendo considerada, con toda
razón, la más multitudinaria en la historia secular de la Iglesia.
Según fuentes oficiales de la policía y de los organizadores,
fueron más de 350.000 los fieles de todo el mundo que
asistieron personalmente a la ceremonia presidida por Juan
Pablo II en el Vaticano; a ellos hay que sumar los 50.000 que
siguieron en directo por televisión el rito litúrgico desde el
santuario de San Giovanni Rotondo, donde reposan sus restos, y
algunos miles más desde su Pietrelcina natal. La larga
ceremonia -la transmisión de la cadena estatal RAI comenzó a
las ocho y media de la mañana y se prolongó hasta bien pasado
el mediodía- fue seguida por varios millones de telespectadores
en Italia y en diversos países del mundo conectados a través de
"mundovisión"; está prevista la inmediata salida al mercado de
un vídeo en múltiples lenguas que se venderá tan bien como
todos los que le han precedido, confirmando de esta manera
que estamos ante un singular fenómeno mediático. No hubo
periódico italiano, de todas las tendencias, que no saliese el
lunes con sus titulares de portada dedicados a este
acontecimiento singular. Hay que decir, además, que los que
asistieron en Roma a la canonización dieron pruebas de una
capacidad de resistencia física extraordinaria, ya que los rigores
meteorológicos fueron particularmente severos y el termómetro
llegó a marcar en la Plaza de San Pedro temperaturas muy
cercanas a los 40 grados con un elevado índice de humedad.
Los voluntarios repartieron más de 200.000 botellas de agua y,
en varios momentos, la multitud fue literalmente regada para
amainar sus calores. Aun así, los diversos servicios médicos
tuvieron que atender a más de 700 personas víctimas de
sofocones, taquicardias, bajadas de tensión y otros incidentes
típicos de estas situaciones. Por fortuna, no hubo que lamentar
ninguna víctima, ya que los servicios de emergencia funcionaron
con rapidez y eficacia. Prueba superada Todos, por otra parte,
estábamos muy pendientes de Karol Wojtyla, para el que
presidir el rito litúrgico en esas circunstancias constituía un
desafío más audaz de los que ya tiene que afrontar
habitualmente en el desempeño de su ministerio. El Papa superó
la prueba con bastante garbo, leyó entera su homilía incluyendo
algunas cortas improvisaciones, a Ángelus utilizó varias lenguas
diferentes como es habitual; si bien es verdad que renunció a
distribuir la comunión para no fatigarse aún más de lo
necesario, cuando culminó la misa, en vez de limitarse a dar
una pequeña vuelta con el jee descapotable por la Plaza de San
Pedro, dio orden al chófer de enfilar la Via della Conciliazione
hasta el final para que pudieran verle de cerca las decenas de
millares de fieles que habían seguido toda la ceremonia a través
de diez pantallas gigantes de televisión. Ni que decir tiene que
esta decisión personal del Papa sorprendió a sus colaboradores,
incluido su secretario, monseñor Dziwisz, y constituyó una dura
prueba para los agentes de su escolta -comenzando por el jefe
de su seguridad, el ya no joven Camillo Cibin-, que tuvieron que
recorrer a buen paso un kilómetro en el momento más caluroso
de la jornada. Gajes del oficio, debieron decir para sí los
hombres que se juegan la vida para defender la del Pontífice de
posible agresores (un alemán fuemanu militar cuando intentó
acercarse demasiado a Karol Wojtyla sin que todavía haya
podido saberse cuáles eran sus intenciones). Evidentemente,
para Juan Pablo II canonizar al padre Pío ha constituido una
satisfacción también personal. Es de todos conocido, en efecto,
que siendo joven sacerdote durante su estancia en Roma
(1947), visitó al capuchino, ya por entonces bastante famoso, y
que incluso se confesó con él; dos veces más volvió a San
Giovanni Rotondo: siendo cardenal de Cracovia en 1974 y Papa,
el 23 de mayo de 1987, provocando cierto revuelo en los
ambientes más conservadores de la Curia por haber orado
públicamente ante la tumba del religioso cuyo proceso para
declarar sus virtudes heroicas estaba en pleno desarrollo.
También es público que el arzobispo de Cracovia escribió dos
cartas manuscritas al fraile capuchino: la primera, pidiéndole
sus oraciones para que Wanda Poltawska, una madre de familia
conocida suya, se viese liberada del cáncer que padecía; y la
segunda, agradeciéndole la "gracia recibida". Eran exactamente
las 10:24 horas de la mañana del domingo 16 de junio de 2002,
cuando el Sumo Pontífice, concluidas las letanías de los santos,
con voz algo trémula pero inteligible, dio lectura a la fórmula
de«Beatum Pium a Pietrelcina Sanctum esse decernimus et
definimus ac Sanctorum catalogo adscribimus («Declaramos y
definimos que el Beato Pío de Pietrelcina es Santo y le
inscribimos en el catálogo de los santos»). Más adelante,
anunció que, a partir de ahora, su fiesta será celebrada en toda
la Iglesia universal el 23 de septiembre, fecha de su
fallecimiento o "nacimiento para el cielo", desplazando del
calendario litúrgico nada menos que al Papa Lino, primer
sucesor del Apóstol Pedro en la sede romana. La gloria de la
cruz En su breve homilía, el Santo Padre destacó como
característica de la personalidad del nuevo Santo la "gloria de la
cruz". «¡Qué actual es -subrayó- la espiritualidad de la cruz
vivida por el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo
tiene necesidad de redescubrir su valor para abrir los corazones
a la esperanza. En toda su existencia buscó una mayor
conformidad con el Crucificado, teniendo muy clara conciencia
de haber sido llamado a colaborar de modo peculiar en la obra
de la redención. Sin esta referencia a la cruz no se comprende
su santidad». Más adelante, Juan Pablo II quiso, igualmente,
poner énfasis en la especial importancia que tuvo en la vida del
padre Pío el sacramento de la Penitencia (pasaba, como narran
sus biografías, muchas horas del día atendiendo a largas filas de
penitentes). «El ministerio del confesionario -dijo a este
propósito-, que constituye uno de los trazos distintivos de su
apostolado, atraía innumerables multitudes de fieles al convento
de San Giovanni Rotondo. Aun cuando este singular confesor
trataba a los peregrinos con aparente dureza, éstos, una vez
tomada conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente
arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo
pacificador del perdón sacramental». .
Fuera de Italia es difícil darse cuenta de la excepcional
popularidad de este santo trasversal a las diversas corrientes
políticas, ideológicas e incluso religiosas. Al frente de la
delegación oficial del Gobierno figuraba su vicepresidente,
Gianfranco Fini, pero estaban presentes siete ministros del
Gobierno Berlusconi; el gobernador del Banco de Italia, Antonio
Fazzio; el incombustible Giulio Andreotti; el alcalde de Roma,
Walter Veltroni; e incluso el presidente de la región de
Campania, el ex comunista Antonio Bassolino; y una serie
interminable de figuras del cine, del mundo del espectáculo, de
las finanzas, del deporte, de la magistratura y del ejército.
Personas totalmente dispares con un único común
denominador: la devoción al padre Pío, con cuya efigie estos
días se han vendido -es un fenómeno inevitable- centenares de
miles de los objetos más diversos y discutibles desde el punto
de vista estético y religioso. Son muchos los que se han
preguntado públicamente por las razones de este fenómeno de
masas tan desconcertante en algunos aspectos. La respuesta
quizás más convincente es que se trata de un auténtico "santo
del pueblo", de un hombre que supo siempre hablar y amar a la
gente sencilla, a los que sufren las adversidades de la vida y los
dolores; han sido éstos los que, en definitiva, contra los recelos
de los exquisitos y de los puristas, contra el parecer de no pocos
eminentes doctores de la Iglesia, han acabado por llevarlo a los
altares. Vida Nueva (Madrid), del día 22 de junio de 2002, pp.
18-19]Medio millón de personas en la canonización del P. Pío
por Miguel Ángel Agea, Ciudad del Vaticano La canonización de
Pío de Pietrelcina, el capuchino de los estigmas, de los milagros,
incluso en vida, de las profecías, las bilocaciones y otros
fenómenos místicos, que presidió Juan Pablo II el domingo 16
de junio de 2002, en la plaza de San Pedro del Vaticano, ha sido
la crónica de una santificación anunciada, como lo fue la
beatificación del Papa Juan XXIII, figuras de la Iglesia cuya
elevación a los altares adelantan, con su culto y devoción,
millones de fieles de todo el mundo cristiano. Sin embargo, la
inscripción del capuchino en el catálogo de los santos en un
tiempo récord es el signo no sólo del sentimiento de los fieles de
a pie, sino del empeño de un Papa promotor de una causa que
Pablo VI había bloqueado por tres veces, y que se atrevió a
rendirle homenaje cuando en mayo de 1987 visitó la basílica de
San Giovanni Rotondo para orar ante el sepulcro del religioso,
contrariando el hecho de que la Iglesia siempre ha prohibido
toda forma de culto público a los candidatos a la santidad
mientras que son tales. Porque el proceso de Pío de Pietrelcina
ha debido pasar por la prueba del fuego a la que la Iglesia suele
someter a muchos de sus hijos más preclaros. Y tuvo que ser en
la época de ese otro beato de talla gigantesca, el Papa Roncalli,
en la que la mirada severa del Santo Oficio lo sometiera a
proceso, frenando la actividad cotidiana del religioso capuchino,
y apartándolo de su contacto habitual con cientos de fieles que
asistían a sus misas y ponían su conciencia en paz con Dios, en
el confesionario del sacerdote de los estigmas, por el que
pasaron, entre otros, un joven sacerdote misacantano llamado
Karol Wojtyla, «un privilegio», como él mismo recordó en la
homilía de la misa de canonización. Además no tuvo
inconveniente en referirse a «las dificultades» aceptadas «por
amor» que el nuevo santo encontró en las autoridades
eclesiásticas. La ceremonia de canonización fue calurosa,
clamorosa y multitudinaria. Nunca se habían dado cita más
personas en la plaza de San Pedro, para un rito anexa vía de la
Conciliazione, a las que hay que añadir decenas de miles
presentes, en esos momentos, en Pietrelcina, el pueblecito
donde el santo nació un 25 de mayo de 1887, y en San Giovanni
Rotondo, la localidad italiana en la que reposan sus restos y en
donde éste pasó gran parte de su vida, ejerciendo no sólo su
ministerio sacerdotal sino su apostolado de caridad con los
pobres y enfermos, amén de otras docenas de miles que
debieron resignarse a seguir la misa a través de pantallas
gigantes de televisión, instaladas en la plaza del Risorgimento,
cercana al Vaticano, y junto al Castel Sant’Angelo. Imposible
calcular el índice de audiencia televisiva que ha tenido la
canonización. Entre las personas presentes en la ceremonia
religiosa figuraban las principales autoridades italianas, además
de varias personas beneficiadas con milagros atribuidos a la
intercesión del capuchino de los estigmas, y que le ha
franqueado el camino a la santidad. Allí estaba el pequeño
Matteo Pío Colella, de 10 años, hijo de un médico del hospital
fundado por el nuevo santo, en San Giovanni Rotondo, curado
inexplicablemente de una meningitis galopante, en enero de
2000, y que en esta misa hizo su Primera Comunión. Para
combatir el calor húmedo y abrasador del junio romano, que
alcanzó los treinta y tantos grados centígrados, y que puso a
prueba, de nuevo, la capacidad física del Papa, más de 1.200
voluntarios distribuyeron un millón de botellas de agua mineral
entre los peregrinos, mientras los bomberos usaban cañones de
agua para refrescar el ambiente. Entretanto, dos avionetas
dejaban caer sobre San Giovanni Rotondo una lluvia de pétalos
de rosas. La Cruz Roja debió intervenir en 750 casos, y cinco
personas debieron ser hospitalizadas. Mil agentes del orden
cuidaron la seguridad del evento. El Papa se mostraba feliz y
satisfecho, pese al cansancio, y la dificultad para leer con
claridad. El calor y la fatiga le obligaron a renunciar a distribuir
personalmente la comunión a un grupo de fieles, entre ellos el
niño Matteo Pío. Pero no quiso privarse del baño de multitudes,
y atravesó, a bordo del papamóvil, toda la vía de la
Conciliazione, desbordada de peregrinos, para saludar a una
multitud numerosa como no se recuerda. Quiso además
pronunciar algunas frases improvisadas, algo que suele prodigar
sólo cuando se siente muy a gusto. Y así, durante la homilía
recordó la actividad de confesor del santo capuchino, al decir
que «también yo tuve el privilegio, durante mis años jóvenes,
de aprovecharme de esta disponibilidad suya». Al final de la
misa, de nuevo el Papa improvisó al saludar a los peregrinos
cumplimentando «a cuantos han afrontado el sacrificio de
permanecer de pie, con este calor, durante un buen rato».
Eccles (Madrid), del día 22 de junio de 2002, p. 23 (931)]
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SAN PÍO DE PIETRELCINA (1887-1968)
El padre Pío de Pietrelcina, sacerdote capuchino, es el fraile de
las llagas, que se santificó viviendo a fondo en carne propia el
misterio de la cruz de Cristo y cumpliendo en plenitud su
vocación de colaborador en la Redención. En su ministerio
sacerdotal ayudó a miles de fieles de todo el mundo,
principalmente mediante la dirección espiritual, la reconciliación
sacramental y la celebración de la eucaristía. Juan Pablo II lo
beatificó el día 2 de mayo de 1999, y lo canonizó el 16 de junio
de 2002, estableciendo que se celebre su fiesta el 23 de
septiembre, aniversario de su mue.te La vida del P. Pío estuvo
siempre marcada
por el misterio de la cruz por el Card. José Saraiva M., c.m.f.,
Prefecto de la Congregación para las causas de los santos 1.
Una multitud de devotos Un conocido escritor afirma: «Si
hubiera un óscar a la simpatía para los santos, hoy lo ganaría
sin duda el padre Pío. Raras veces se ha visto un religioso tan
amado y celebrado. Es muy popular y querido, no sólo entre los
creyent.s» Esa afirmación, atractiva desde el punto de vista
periodístico, no es acertada desde el punto de vista teológico,
pues, cuando se habla de santos, lo que cuenta no es tanto el
consenso entre los hombres, sino la complacencia de Dios, y en
este sentido no se pueden establecer clasificaciones ni
jerarquías. Todos los intentos de hacer listas de honor -«hit
parade»- han desembocado en el ridículo. Hoy, cuando la Iglesia
vive el culmen de su fe eucarística, en el canon de la misa,
refiriéndose a los santos, se pronuncian las palabras: «con (...)
cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos»
(Plegaria eucarística II). Así pues, los santos, en cuanto tales,
han agradado a Dios antes que a los hombres. Sin embargo, no
podemos ignorar que la devoción al padre Pío se ha
incrementado enormemente; millones y millones de personas,
con características heterogéneas, lo siguen: gente sencilla, pero
también gente de cultura y de poder, profesionales,
intelectuales, periodistas, diplomáticos, médicos, hombres de
Iglesia, personas que aún buscan a Dios. Una auténtica
«clientela mundial», como dijo Pablo VI (audiencia del 20 de
febrero de 1971). Con razón se ha dicho que el padre Pío es el
«santo de la gente», poniendo así de relieve, tal vez
inconscientemente, el carisma específico de la Orden capuchina,
que ya Gioberti llamaba: «los frailes del puebl2». Una vez más,
al acercarse la fecha de la canonización, muchos se plantearán
preguntas sobre este «fenómeno» vinculado al padre Pío, y se
darán explicaciones de todo tipo. Por otra parte, es
comprensible, pues ya fray Maseo, joven seguidor del
«Poverello» de Asís, preguntaba: «Francisco, ¿por qué a ti todo
el mundo te sigue? No eres un hombre de presencia muy
atractiva, ni tienes una gran ciencia, ni eres noble...». Estas
reflexiones no tienen como finalidad responder a esas
preguntas, sino buscar el núcleo del mensaje de nuestro
«humilde fraile capuchino», como dijo el Papa en la homilía de
beatificación, en la plaza de San Pedro, «que asombró al mundo
3o, y subrayar su urgencia y actualidad. Ciertamente, no se
equivoca quien explica el «atractivo» que sienten miles de
personas hacia el padre Pío como una respuesta al «hambre de
trascendencia», a la necesidad de lo sobrenatural que acompaña
y apremia al hombre, también al inicio del tercer milenio, a
través de la singularidad de una vistosa fenomenología mística.
2. Un altar en el mundo «¡Cuántas veces -me dijo Jesús hace
poco- me habrías abandonado, hijo mío, si no te hubiera cruciLa
croce sempre pron Città Nuova 2002, p. 3). Por lo demás, tratar
de comprender al padre Pío no es muy fácil, a pesar de la
sencillez de su persona, porque hace falta superar las
apariencias. El mismo santo, hablando de sí mismo, decía:
«¿Qué os puedo decir de mí? Soy un misterio p.ra mí mismo»
Dado que todo hombre nace con una misión que la Providencia
le encomienda realizar durante su existencia terrena, ¿cuál fue
la misión característica del santo estigmatizado del Gargano?
Durante la visita «ad limina», en abril de 1947, el Papa Pío XII
preguntó a monseñor Andrea Cesarano, obispo de Manfredonia:
«¿Qué hace el padre 5 Pío?», y él respondió: «Santidad, quita el
pecado d.l mundo» Una respuesta clara y acertada,
especialmente si se lee en todo el contexto de la vida y la
espiritualidad de Francesco Forgione, que siempre se ofreció
como víctima de amor en el altar, donde vivía la pasión de
Cristo, y en el confesonario, donde vivía la compasión
(precisamente en el sentido etimológico de «padecer con») con
el pecador. Se identificaba con Cristo en la inmolación
eucarística, y se identificaba con Cristo y con el penitente en el
confesonario, para reconciliar a las almas con Dios. El padre Pío
fue un gran apóstol del confesonario; ejerció el ministerio
durante cincuenta y ocho años, mañana y tarde, horas y horas,
dedicado a los que acudían a él: hombres y mujeres, enfermos
y sanos, ricos y pobres, eclesiásticos y seglares, procedentes de
lugares cercanos o lejanos. En su causa de canonización este es
ciertamente su mayor título de gloria, la confirmación de su
santidad y el ejemplo más brillante que dejó a los sacerdotes de
todo el mundo, de este siglo y de los futuros. Alguna vez hizo a
sus hermanos esta confidencia: «Las almas no se nos dan como
regalo: se compran. ¿Ignoráis lo que le costaron a Jesús? Pues
bien, siempre es preciso pagar con esa misma moneda». 3. El
hombre que conoce el sufrimiento Aludiendo a su entrada en la
Orden capuchina, escribió en noviembre de 1922: «Oh Dios,
(...) hasta ahora habías encomendado a tu hijo una misión
grandísima. Misión que sólo era conocida por ti y por mí... Oh
Dios, (...) escucho en mi interior una voz que asiduamente me
dice: santifícate y santiEpis. III, 1010). Santificarse en sentido
moral, pero también en sentido sacrificial. Sacrifícate por la
santificación y la salvación de las almas. Así pues, tenía
conciencia de haber sido elegido por Dios para colaborar en la
obra redentora de Cristo, a través del amor y la cruz.
Crucificado con Cristo, ya no era él quien vivía; era Cristo quien
vivía en él, como sucedió con el apóstol san Pablo (cf.
Gal_2:19). El padre Pío eligió la cruz, pues estaba convencido
de que toda su vida, al igual que la del Maestro, sería «un
martirio». En el mes de junio de 1913, escribía al padre
Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como
en un espejo, que toda mi vida futura no será más que un
maEpis. I, 368). Con todo, es preciso tener presente que esta
visión tan clara de su incierto y tormentoso futuro ni le
preocupaba ni le desalentaba. Más aún, en lo más íntimo de su
alma, se alegraba vivamente de haber sido llamado a cooperar
en la salvación de las almas con el sufrimiento, que cobra su
valor y eficacia de la participación real en la cruz de Jesús (cf.
ib., 303). Por eso, el padre Pío aceptaba de buen grado y con
alegría todos los dolores del cuerpo y del alma que el Señor le
enviaba; y en su corazón escuchaba cada vez con mayor
insistencia la voz de Dios que lo llamaba al sacrificio y a la
inmolación por los hermanos (cf. ib., 328 ss). Probablemente, la
mayoría de la gente no conoce mucho este aspecto, entre otras
razones porque se habla poco de ello. Del padre Pío se subrayan
otras cosas, más fáciles de comprender y de aceptar. Pero, si a
la vida y a la espiritualidad del padre Pío se le quita la realidad
de la cruz, su santidad se desvirtúa. La cruz no como episodio,
sino como actitud de vida, porque vivió toda su existencia a la
sombra de la cruz para la gloria de Dios, la santificación
personal y la salvación de los hermanos. Todo lo hizo siempre
siguiendo el ejemplo del Maestro, Cristo, el cual aceptó
libremente y con amor la voluntad del Padre: «No quisiste
sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. (...)
Entonces dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu
voluntad» (Hab_10:5-7). Las dos biografías más signific del
padre Pío, la del padre Fernando da Riese Pío X y la de
Alessandro da Ripabottoni, tienen como subtítulo,
respectivamentecrucificado sin yel cirineo de to. De esa forma
quieren subrayar el aspecto esencial de su espiritualidad. De
hecho, el padre Pío, de 1910 a 1968 vivió crucificado y llevó su
cruz y la de la humanidad doliente, que a él acudía, siguiendo el
ejemplo de Cristo. En marzo de 1948, escribe a una carmelita
descalza: «Un día, cuando podamos ver la luz del pleno
mediodía, entonces conoceremos qué valor, qué tesoros han
sido los sufrimientos terrenos, que nos habrán hecho ganar
méritos para la patria que no tendrá fin. De las almas generosas
y enamoradas de Dios él espera los heroísmos y la fidelidad en
ellos para llegar, después de la subida al Calvario, al Tabor».
Son palabras que entrañan, en síntesis, la orientación de un
programa de espiritualidad centrado en el misterio de la pasión
y muerte de Jesús, y aprendido de él y enseñado «en la escuela
del d, «del sacrifi8i y «de la cruz, en la que nuestras almas sólo
pueden san9i, como repite con frecuencia en su Epistolario.
Desde esta cátedra el padre Pío tuvo la posibilidad de
manifestar sus dotes inconfundibles de auténtico maestro de
espíritu y logró formar «almas generosas y enamoradas de
Dios», alimentadas con la sabiduría de la cruz. Con el ejemplo y
la palabra comprometía a las almas encomendadas a su cuidado
a seguir las enseñanzas de esta «escuela». Tal vez en ningún
otro campo de su enseñanza ascético-mística alcanzó cimas más
elevadas que en este. Siguiendo el pensamiento del P. Melchor
de Pobladu10, este aspecto tan característico y particular se
puede agrupar en tres puntos: la espiritualidad de la cruz, los
contenidos de la cruz y la metodología que usaba para formar y
seguir a las almas que a él se confiaban. 4. La espiritualidad de
la cruz La doctrina del sufrimiento purificador y la teología del
dolor salvífico ess el tema de fondo de la enseñanza del padre
Pío en la dirección de las almas. Nos encontramos ante una
parte esencial de su programa de dirección espiritual, pero
constituye también su empeño personal en la subida hacia la
santidad. Es un programa vivido y propuesto porque hunde sus
raíces en el Evangelio y se refleja en la vida y en la doctrina de
Cristo. Al observador superficial le impresionan los estigmas
exteriores del padre Pío. Sin embargo, desde el punto de vista
teológico, el fenómeno no es importante por su aspclínic sino
más bien por lo que manifiesta, es decir, su transfiguración total
en Cristo crucificado y resucitado. Las llagas corporales
visualizan las que san Gregorio de Nisa llamaba «llagas
espirituales». Son heridas que provocan un amor profundo, que
asemeja al amado. De esas llagas espirituales el padre Pío tuvo
una experiencia exaltante, aunque dramá.1ca La cruz, sea cual
sea el nombre con que se la designe y sea cual sea el aspecto
bajo el cual se manifieste, en la vida del cristiano ocupa un
lugar Nunca presentó un programa científicamente elaborado,
pero tenía ideas muy claras sobre el plan salvífico de Dios, que
gira en torno a la cruz de Cristo redentor. Había penetrado y
sondeado profundamente las riquezas del misterio de la cruz,
«necedad para los que se pierden, mas para los que se salvan,
para nosotros, es fuerza de Dios» (
1Co_1:18). Le bastaba contemplar la cruz, el estilo de vida de
Jesús, Verbo encarnado y crucificado, para luego hacer vivo y
operante su mensaje de salvación. La pasión y muerte de Jesús
eran para él un hecho histórico y existencial. El cristiano,
comprometido seriamente en su propia santificación, debe
aceptar ese mensaje, imitar ese estilo de vida, encontrarse
vitalmente con Cristo crucificado, con sencillez, sin muchas
disquisiciones. 5. Los contenidos de esta espiritualidad En la
actual economía de la gracia y de la salvación, la cruz ha sido el
único medio elegido por Dios para reconciliar a la humanidad
con el Padre. Este es el plan de Dios. La cruz no es un simple
episodio de la vida terrena del Verbo encarnado, sino una parte
integrante del misterio de la Encarnación. La cruz, propuesta e
impuesta por Cristo a sus seguidores, no es simplemente una
condición para su seguimiento, sino la expresión más real y
auténtica de la pertenencia a su reino. Sólo se es cristiano de
verdad en la medida en que se acepta la cruz como opción
fundamental de vida: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien
quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por
mí, la encontrará» (Mat_16:24). Cuando alguien toma su cruz,
se transforma en testigo de salvación entre sus hermanos y
hace que también los demás participen de esa salvación, de la
que él es objeto y sujeto. Con esta opción libre y generosa, el
cristiano se transforma en mediador y corredentor de su
prójimo, naturalmente bajo el influjo y la dependencia de Cristo,
el cual será siempre el único mediador y redentor de la
humanidad: «Hay un solo mediador entre Dios y los hombres,
Cristo Jesús, hombre también» (1Ti_2:5). Desde que Jesús,
como prueba suprema y argumento indiscutible de su amor a
los hombres, sacrificó libremente por todos la vida, que es el
don más valioso y estimable del hombre, las almas profunda y
sinceramente cristianas, al contemplar la cruz, comprenden e
intuyen, bajo el influjo del Espíritu Santo, lo que significa el
amor que Dios les tiene. En consecuencia, orientan toda su vida
espiritual según este principio y esta realidad. La cruz se ha
convertido y se convierte en un polo de atracción y un centro de
irradiación. En la escuela del dolor han aprendido y aprenden el
misterio del amor encerrado en la cruz. No se trata de una
ciencia humana, sino de un don de Dios. «En esto hemos
conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros.
También nosotros debemos dar la vida por los hermanos»
(1Jn_3:16). Ciertamente, el padre Pío acogió esta invitación
aceptándola hasta sus últimas consecuencias y convirtiéndose
en apóstol y maestro de este mensaje del amor crucificado. El
padre Pío escribió a su amigo, el padre Agostino: «Cuando Jesús
quiere darme a conocer que me ama, me hace gustar las llagas,
las espinas y las angustias de su pasión... Cuando quiere
hacerme gozar, me colma el corazón de aquel espíritu que es
puro fuego, me habla de sus delicias... Jesús, varón de dolores,
quisiera que todos los cristianos lo imitaran... Mi pobre sufrir no
vale nada, pero a pesar de ello le agrada a Jesús, porque en la
tierra lo amó mucho» .2 Es verdad que hoy los hombres no
logran comprender cómo un Dios que se dice bueno y padre
permite tanto sufrimiento, incluso a p.rsonas inocentes. Por
doquier se advierte la falta de sensibilidad espiritual para
entender cuán necesario es reparar el mal y expiarlo. El misterio
de la cruz en la vida del cristiano, al igual que en la de Cristo,
tiene una importancia decisiva, trascendente e insustituible. El
discípulo no puede seguir otro camino que el propuesto por el
Maestro, ni puede aceptar otra norma de vida que la que
proclama Cristo mismo. El Maestro sabía muy bien que su
norma no sería fácil ni suscitaría entusiasmo. Sin embargo, la
proclamó categóricamente, con vigor: «Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»
(Mat_16:24). 6. Las motivaciones para acoger en la propia vida
la cruz y enseñar a acogerla Ante todo, el camino de la cruz es
el único que deben seguir todos los que quieran buscar
sinceramente a Dios como discípulos de Cristo. No existe otro
para alcanzar la santificación y la salvación. La cruz es el carné
de identidad del cristiano, el sello de su autenticidad y de los
seguidores de Jesucristo, Verbo encarnado, como la define el
padre Pío en una carta. La cruz es el único camino de salvación
para los hombres y deben recorrerlo hasta el fondo sobre todo
los que han sido llamados a una realización más íntima y
perfecta de los misterios de Cristo. Esta es la doctrina
evangélica, según el santo de Pietrelcina: «El grano de trigo no
da fruto si no sufre, descomponiéndose; así las almas necesitan
la prueba del dolor para quedar pur14. «Para llegar a nuestro
último fin es preciso seguir al jefe divino, el cual no quiere llevar
al alma por ninguna otra senda que no sea la que él recorrió, es
decir, la de la abnegación y la 15 cruz». El segundo motivo por
el que se debe abrazar la cruz es porque Cristo caminó siempre
con ella y sólo seremos dignos de él en la medida en que lo
sigamos, participando de sus dolores. Vivir con Cristo en la cruz
es el ideal más sublime de todo cristiano. Nunca subimos solos a
ella. Cristo siempre camina delante de nosotros llevando su cruz
y la nuestra, y guiando nuestros pasos, a menudo inciertos y
vacilantes. Jesús no abandonará jamás a quien por su amor
avanza cargado con su cruz y el alma atribulada no lo olvidará
nunca; más aún, este pensamiento consolador le dará cada vez
más fuerza para perseverar. El padre Pío escribió: «Jesús está
siempre con usted, incluso cuando le parece que no lo siente. Y
nunca está más cerca de usted que en las luchas espirituales.
Siempre está allí, cerca de usted, animándola a librar con
valentía la batalla; está allí para parar los golpes del enemigo, a
fin de que no le alcancen a us16. «No diga que usted es la única
que sube al Calvario, y que se encuentra luchando y llorando
sola, porque con usted está Jesús, que no la abandona nun17.
Conviene notar, por último, que en el lenguaje ascético
tradicional ser víctima quiere decir entrega total para inmolarse
habitualmente por amor al Señor. Supone una renuncia total y
definitiva a todo lo que, de cualquier forma, pueda constituir un
obstáculo a la voluntad divina; supone poder repetir en cada
momento: «Hago siempre lo que a él 18.ada» Es la experiencia
del padre Pío: «Has de saber, hija mía, que yo estoy tendido en
el lecho de mis dolores; he subido al altar de los holocaustos y
espero que baje el fuego de lo alto para que se consuma pronto
la víctima. Pide en tus oraciones que baje pronto.9se fuego
devorador» preferido servirse de los miembros de su Cuerpo
místico para realizar el plan de la redención. Como afirmó el
Papa Pío XII, «eso realmente no sucede por necesidad o
debilidad, sino más bien porque Cristo lo dispuso así para mayor
honor de su 20.aculada Esposa» El padre Pío animaba a las
almas a vivir este misterio y sufalta a los sufrimientos de Cristo
en favor de l. Y también: «Bajo la cruz se aprende a amar y yo
no la doy a todos, sino sólo a las almas que quieLa croce
sempre pron Città Nuova 2002, p. 3). 7. El camino de la cruz
senda de las almas privilegiadas Esta gracia se concede a los
que están llamados a una realización más íntima del ideal de la
perfección. Las almas que están llamadas a seguir este camino
deben convencerse de que es Dios quien las ha elegido con
amor para seguir una senda humanamente tan incómoda y sin
atractivos, como el padre Pío nunca deja de notar. En sus
enseñanzas, el santo capuchino estigmatizado no ocultaba ni
subestimaba las dificultades del camino emprendido. Conocía
bien las angustias, las interminables horas de una lucha que
resultaba más peligrosa por la posible derrota. Por eso, se
preocupaba siempre de hacer a los demás conscientes de los
frutos del sufrimiento aceptado y compartido con Cristo,
siguiendo la exhortación paulina: «Soporta las fatigas conmigo,
como un buen soldado de Cristo Jesús» (2Ti_2:3). El padre Pío
encontraba fórmulas claras y sinceras, expresiones accesibles a
todos, argumentos convincentes para recorrer el difícil camino
del Calvario hasta unirse para siempre con Cristo en la gloria del
Tabor. Sabía y repetía que el dolor no es apetecible de por sí, y
que la naturaleza humana lo rechaza instintivamente como
contrario a la felicidad. El cristiano lo acepta por motivos
teológicos y sobrenaturales. Se esforzaba por hacer que las
almas atribuladas lo comprendieran. A una penitente anónima le
aconsejaba: «No me parece mal que te quejes en los
sufrimientos, pero desearía que lo hicieras ante el Señor con un
espíritu filial, como lo haría un niño pequeño con su madre. No
está mal quejarse, con tal de que se haga amorosamente; da
alivio. Hazlo con amor y resignación en los brazos de la voluntad
de.2ios» A menudo, el padre Pío utilizaba la imagen del Cirineo,
que lleva la cruz de Jesús. Estimulaba y animaba a las almas a
perseverar en el camino doloroso de la purificación y las
pruebas, ofreciéndose él mismo a ser su cirineo, a llevar con
ellas la cruz, más aún, a sustituirlas, tomando sobre sí el dolor y
dejándoles a ellas todo el mérito. En realidad, su vida de
crucificado le enseñó a ser cirineo de todos los crucificados. En
sus cartas a Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte,
no puedo por menos de compartir de buen grado con usted el
dolor que la oprime, pedir más asiduamente a Dios por usted y
desearle que el dulcísimo Jesús le conceda la fuerza espiritual y
material para atravesar la última prueba de su paterno amor a
usted (...). ¡Cuánto quisiera estar cerca de usted en estos
momentos para aliviar de alguna manera el dolor que la oprime!
Pero estaré espiritualmente cerca de usted. Haré míos todos sus
dolores y los ofreceré todos en holocausto .3 Señor por usted»
En la espiritualidad del padre Pío, el sufrimiento no es castigo,
sino amor finísimo de Dios. Lo que ordinariamente aumenta la
intensidad del dolor moral es la tentación, sutil, que lleva a las
almas a creer que sus sufrimientos son un castigo infligido por
Dios a causa de la infidelidad, una prueba más del mal estado
de su conciencia y una demostración de que se han salido del
camino recto de la salvación y la santificación. En estos casos,
corresponde al director espiritual hacerles comprender que el
estado que atraviesan no es ni castigo por las faltas o
infidelidades, ni expiación por los propios pecados desconocidos,
ni una venganza de la justicia divina. Al contrario, es una
prueba del amor de predilección a las almas privilegiadas,
elegidas para compartir los misterios dolorosos del Redentor. A
Erminia Gargani, en 1918, le escribe: «Cálmate y ten por cierto
que estas sombras y estos sufrimientos tuyos no son un castigo
condigno a tus iniquidades; ni eres impía, ni estás cegada por la
malicia; eres una de las muchas almas elegidas a las que Dios
prueba como al oro en el fuego. Esta es la verdad; y, si dijera lo
contrario, no sería sincero e iría 24.tra la verdad» Y a Assunta
Di Tommaso la exhorta así: «Este estado no es un castigo, sino
amor, y amor finísimo. Por eso, bendice al Señor y resígnate a
beber el cáliz de Getseman25. Asimismo, son conmovedoras las
palabras de aliento que dirige a María Gargani: «No temas
porque te tiene clavada en la cruz: te ama y te está dando
fuerza para sostener el martirio insostenible y amor para amar
amargament. «Ten gran confianza en su misericordia y bondad,
pues él no te abandonará nunca; pero no por esto dejes de
abrazar bie27.u santa cruz» Todo lo que hemos dicho puede
ayudarnos a conocer al padre Pío hombre de la cru. El gran
mensaje de san Pío, más urgente que nunca, introduce
precisamente en este aspecto: una teología de la cruz iluminada
por el esplendor de la Resurrección, sin la cual falla el fulcro
mismo del cristianismo. Ciertamente, la canonización del padre
Pío nos lleva a afianzar nuestras raíces de discípulos del Señor
crucificado y resucitado. Para concluir, me complace hacer mío
el epígrafe que eligió Vittorio Messori para la biografía de otro
beato, y que puede aplicarse muy bien al padre Pío. Es de
Evagrio el Póntico, y dice: «A una teoría se puede responder con
otra teoría. Pero, ¿quién podrá confutar una vida?» Han
transcurrido ciento quince años desde el 25 de mayo de 1887,
día en que nació Francesco Forgione en Pietrelcina, donde, como
en todo el resto del reino de Italia, por decreto ley de Crispi,
debían quitarse los crucifijos, incluso de las escuelas. El
pequeño padre Pío, que nació precisamente ese año, un día
llegaría a ser un crucifijo de ca28. Ya de santo nunca dejará que
se quite la cruz, no sólo de las paredes y los muros, sino sobre
todo de los corazones en los que ha sido colocada, para traer la
salvación hasta convertirse incluso en un motivo de orgullo: «En
cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo!» (
Gal_6:14). NOTAS: 1R. Allegri, enP. Pio, Immagini di sant
Mondadori 1999, p. 9. 2Il gesuita moderno I, 104. 3)
CfL’Osservatore Romano edición en lengua española, 7 de mayo
de 1999, p. 6. 4P. Gerardo di Flumeri Epistolari I, p. 800.
Epistola es la colección, en cuatro volúmenes, de la
correspondencia del padre Pío, a cargo del p. Gerardo di
Flumeri. 5) CfR. AllegriP. Pio, Immagini di sant Mondadori 1999,
p. 74. 6P. Fernando Da Riese Pio X, Padre Pio da Pietrelcina,
crocifisso sen San Giovanni Rotondo 1974Alessandro da
Ripabotton, Padre Pio da Pietrelcina, il cireneo San Giovanni
Rotondo 1994. 7P. Gerardo di Flumeri Epis. II, p. 453.
8Epistolari III, p. 106. 9) Ib., p. 306. 10)Melchor de Pobladura,
Alla scuola spirituale di padre Pio da Pie San Giovanni Rotondo
1978. 11)Epis. I, pp. 300, 522. 12) Ib., pp. 335-336. 13)Epis.
II, p. 175. 14) Ib., p. 442. 15) Ib., p. 155. 16) Ib., p. 156. 17)
Ib., p. 463. 18) Joh_8:29. 19)Epis. III, p. 738. 20) Pío XII, AAS
35 (1943) 213. 21) Col_1:24. 22)Epis. III, p. 920. 23) Ib., p.
510. 24) Ib., p. 716. 25) Ib., p. 441. 26) Ib., p. 333. 27) Ib., p.
935. 28) CR. Camilleri, P. Pio Piemme, p. 6.
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SAN PÍO DE PIETRELCINA (1887-1968) Una vocación
«expiatoria»
por Alejandro de Ripabottoni, o.f.m.
cap. El padre Pío de Pietrelcina, sacerdote capuchino, es el fraile
de las llagas, que se santificó viviendo a fondo en carne propia
el misterio de la cruz de Cristo y cumpliendo en plenitud su
vocación de colaborador en la Redención. En su ministerio
sacerdotal ayudó a miles de fieles de todo el mundo,
principalmente mediante la dirección espiritual, la reconciliación
sacramental y la celebración de la eucaristía. Juan Pablo II lo
beatificó el día 2 de mayo de 1999, y lo canonizó el 16 de junio
de 2002, estableciendo que se celebre su fiesta el 23 de
septiembre, ani.ersario de su muerte En el rico y variado
panorama de la espiritualidad del siglo XX, tal vez no se exagere
demasiado cuando se afirma que el pueblo de Dios ha
seleccionado a un protagonista absoluto: el padre Pío de
Pietrelcina. Su personalidad, amada y discutida en este campo
tal vez más que ninguna otra, resurge todavía con más vitalidad
en la medida en que el paso de los años nos van alejando de su
muerte, despertando una atracción universal. Este hecho se
rodea, más si cabe todavía, de colores maravillosos, si se piensa
que el padre Pío, desde el año 1918 -año en el que recibió los
estigmas-, hasta 1968 - año de su muerte-, no salió ninguna
vez del pequeño pueblecito de San Giovanni Rotondo, en una
época caracterizada por el rapidísimo y continuo acercamiento
de las distancias, mediante los más sofisticados medios de
comunicación. El secreto de una presencia tan universal hay que
buscarlo, sin duda alguna, en la respuesta que la gente,
creyente o no, ha creído encontrar, en la imagen del padre Pío,
al problema central de este siglo. Este problema ha sido
planteado por un hombre de la talla de Albert Camus, en
términos urgentes: «El problema que domina al siglo XX es
¿cómo vivir sin gracia?»; «El problema concreto que yo conozco
hoy es: si se puede ser un santo sin Dios». Era la gran tentación
de separar definitivamente el amor por el hombre del amor de
Dios: en el fondo late siempre la tentación de querer quitar de
la historia el sentido cristiano de la vida. La gente de todo el
mundo sentía vivamente, todavía, que la única respuesta
alternativa al problema podía y debía ser aquella vivida y sufrida
por un «hombre sin letras», el padre Pío de Pietrelcina: «Todo
se resumen en esto: me consume el amor de Dios y el amor del
prójimo». Se percibía, de modo inmediato, simple y sin titubeos,
la confirmación de la médula misma del mensaje evangélico en
la persona del capuchino estigmatizado del Gárgano: un hombre
de Dio puede expresar todo el amor por el hombre y lo puede
expresar reproduciendo solamente, en la medida en la que es
posible en un simple hopasión de Cris.o «Deberé luchar» Nadie
o muy pocos saben quién era el padre Pío Forgione, pero todos
conocen y aman al padre Pío de Pietrelcina, pueblecito situado a
pocos kilómetros de Benevento, en las colinas del Sannio, de
horizontes abiertos, habitado por gente trabajadora, que vive al
ritmo de los trabajos del campo, resguardado de los calores
meridionales y de los fríos vientos del invierno. Francisco, que
sería más tarde el padre Pío, nace en el viejo pueblecito de
Pietrelcina, en el barrio del Castillo, en la tarde del 25 de mayo
de 1887, hijo de Grazio María Forgione (1860-1946) y de María
Josefa De Nunzio (1859-1929), y fue bautizado al día siguiente.
Grazio, junto a su deseo de trabajar, jamás perdió su alegría
salpicada de bromas inocentes y fáciles gracejos. De inteligencia
despierta, rápidamente ponía en práctica todo pensamiento; su
dialecto era sonoro, rápido y gráfico; enjuto, pero habituado al
duro trabajo; de estatura mediana, ojos vivos y parlanchines;
de modales, a veces rudos y rápidos; vivía su fe sinceramente.
Cuando Francisco manifestó el deseo de querer continuar los
estudios para «hacerse monje», no vaciló en marcharse de
casa, emigrando a América del Sur y del Norte, a fin de ganar lo
necesario para el hijo estudiante. Entonces todo el peso de la
familia recae sobre las espaldas de «mama Pepa»: ojos claros,
facciones correctas, de cuerpo ágil, como una adolescente, su
dialecto tenía una gracia admirable; mujer seria, respetuosa,
religiosa; era una pueblerina, pero tenía rasgos de «gran
señora»; su hospitalidad era siempre excesiva, señorial, aun
dentro de su simplicidad; tanto ella como su marido sabían
poner una nota de alegría a su alrededor, dispuesta siempre a
contar bellas historias y con qué maestría... La alegría, el
gracejo fácil, la ingenuidad hecha broma, el «saber contar las
cosas», el padre Pío los vivió y aprendió de boca de sus padres
y los revivió con una maestría encantadora. Pasó su infancia y
adolescencia en un ambiente sereno y tranquilo: casa, iglesia,
campo y, más tarde, escuela. Muchacho silencioso, tranquilo y
reservado; fácilmente, y con gusto, se apartaba de la compañía
de sus amigos; pero el amor a la soledad no lo convertía en un
ser solitario, aislado y tristón; ingenuo y casi retraído, con una
extrañeza que, sin embargo, es privilegio de las almas simples y
buenas, hecha de candor y no de arrogancia. Ya desde entonces
Dios lo trabaja, y la vocación, tierno germen, explica su actitud
tímida y su carácter extremadamente reservado. «Los éxtasis y
las apariciones -nos dice su director espiritual el padre Agustín-
comenzaron cuando tenía cinco años, cuando tuvo el
pensamiento y la intención de consagrarse para siempre al
Señor». El don de Dios caía en tierra fértil. Su madre nos
presenta a Francisco como un niño «tranquilo y sereno»; con los
años crecía en él el amor a la oración y a la penitencia; a veces,
su madre, por la mañana, encontraba su camita intacta porque
Francisco había dormido en tierra, con una piedra por
almohada; se azotaba con una cadena de hierro, hecho que
repetía frecuentemente, según testimonio de su propia madre,
la cual ante la pregunta: «Pero, ¿por qué, hijo mío, te azotas
así?», recibía esta respuesta del hijo: «Me debo azotar como los
judíos azotaron a Jesús hasta hacerle brotar sangre de las
espaldas». De su amor a la oración y a la soledad nacía la sed
de sufrimiento que con el correr de los años echó raíces cada
vez más profundas en la vida del padre Pío: era una preparación
a su misión corredentora. Los padres de Francisco, apenas lo
vieron capaz, le confiaron el pastoreo en el campo de dos ovejas
y, mientras éstas pastaban, si estaba solo rezaba
frecuentemente el rosario; si se encontraba acompañado de
otros pastorcillos -son ellos mismos los que nos lo cuentan-
participaba voluntariamente en sus inocentes juegos, porque
Francisco «era alegre desde pequeño»; era muy querido y «era
un muchacho como todos los demás», pero era educado y,
sobre todo, reservado; jamás dijo palabrotas y ni siquiera las
quería oír, por eso evitaba siempre la compañía de los «falsos
amigos», es decir, los «desvergonzados, de palabra fácil, los
pocos sinceros, los que no eran buenos muchachos». Enjuto de
tipo, pero no enfermizo, Francisco ha sido siempre «un lobo
sordo», quiero decir, «de pocas palabras, que nunca aireaba sus
cosas». Era «fino, fino» termina diciendo otro compañero suyo
también pastorcillo, y no «un macarrón sin sal». Lo que de
verdaderamente excepcional está sucediendo en la vida de
Francisco, pasaba desapercibido ante los ojos de los demás.
Antes de partir para el noviciado (6 enero 1903), él mismo nos
cuenta que su alma recibió una visión que le marcaba el futuro
programa de su vida: «combatir como un valeroso guerrero»
contra «el misterioso hombre del infierno», con valor, porque
Jesús mismo, bajo la figura de un hombre luminoso, habría
ayudado a su alma, «estando siempre cerca de ella para
ayudarla y premiarla en el paraíso por la victoria que
conseguiría, ya que confiada sólo a Él, habría combatido con
generosidad». Ya desde joven el padre Pío había comprendido
que el «gran espacio» destinado a su alma era el espacio que
separa a los hombres de Dios y que él debía llenar en unión con
Jesús. «Sacerdote santo - Víctima perfecta» Vistió el hábito
capuchino en el convento de Morcone el 22 de enero de 1903, y
recibió su nuevo nombre: Fray Pío de Pietrelcina. Con qué
propósito y con cuánta entrega vivió el año de noviciado fray Pío
nos lo da a conocer él mismo en una carta autobiográfica de
1922: el Señor hacía comprender al quinceañero Francisco que
para él «el puesto seguro, el hogar de paz era el batallón de la
milicia eclesiástica. Y, ¿dónde podré servirte mejor, oh Señor,
que en el claustro y bajo la bandera del pobrecillo de Asís?...
¡Oh Dios! deja que mi pobre corazón te sienta cada vez más y
lleva a término en mí la obra comenzada por ti... Que Jesús me
conceda la gracia de ser un hijo menos indigno de san
Francisco, que pueda servir de ejemplo a mis hermanos de
modo que el fervor continúe siempre en mí y se acreciente cada
vez más hasta hacer de mí un perfecto capuchino». El 25 de
enero de 1904, dos días después de hacer la profesión
temporal, partió del noviciado para continuar los estudios y
prepararse al sacerdocio; después de haber permanecido en
diferentes conventos, en mayo de 1908, tuvo que volver a su
casa paterna por motivos de salud. Continúa privadamente los
estudios siendo ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1910 en
Benevento, y de nuevo se queda en su casa, siempre por
motivos de salud, hasta 1916. Cada misa para el padre Pío es
siempre la primera misa; la gloria es continua e inexpresable,
gusta ya el paraíso, siente como un fuego que le abrasa y su
boca saborea toda la dulzura de aquella carne inmaculada del
Hijo de Dios. Las luchas del espíritu no faltan en este período:
grandes tormentas diabólicas, que a veces no lo dejan libre ni
siquiera en las horas de descanso: el demonio lo quiere para sí
a toda costa; cuando se ve al borde de la desesperación recurre
a la Virgen María a la que no sabe cómo agradecer tantas y tan
singulares gracias; se pone con confianza en los brazos de Jesús
y que suceda lo que Él quiera; Él, ciertamente, vendrá en su
ayuda. Orando a los pies de Jesús no siente ni el peso
del cansancio al vencer las tentaciones, ni la amargura o el
desagrado. Durante un mes de permanencia en el convento de
Venafro, en 1911, la comunidad advierte los primeros
fenómenos sobrenaturales: «Asistí, y no fui yo el único -escribe
el padre Agustín en su diario-, a varios éxtasis y a muchas
vejaciones diabólicas. Escribí, entonces, todo lo que escuché de
su boca durante el éxtasis y cómo sucedían las vejaciones
satánicas». Constreñido a vivir «desterrado en el exilio del
mundo, es decir, fuera del convento, en Pietrelcina, como
sacerdote se esfuerza por tratar a todos con cordialidad y
confianza: el mundo campesino del que proviene es también su
propio mundo; va al campo y, lo mismo que antes, saluda, dice
buenas palabras de ánimo, acepta voluntariamente la invitación
de pararse a descansar, aunque sea por un momento, bajo la
sombra de un árbol si hace calor, o dentro del cortijo si hace
mal tiempo; en los campos y a los campesinos les habla de Dios
en su típico «dialecto». Su apostolado ministerial se reduce a
ayudar al párroco en la administración de los sacramentos,
excepto oír confesiones para lo que el Provincial no le concede
licencia en los primeros años de haber cantado misa, por
motivos de salud y por carecer entonces de la suficiente
experiencia moral. Hacia finales de este período (1914-1915)
inicia la dirección espiritual de algún alma que otra, pero, por
correspondencia, y siempre con permiso expreso de los
superiores. Pero mucho más que en estas formas visibles, el
padre Pío manifiesta su celo por las almas a través del estado
de víctima, vivido intensamente como irradiación de la virtud
salvífica de Jesús y del sufrimiento del cuerpo y del alma,
requerido y aceptado como participación personal y generosa
por el rescate de la humanidad redimida y pecadora. Este es su
programa trazado desde el día de su ordenación sacerdotal y
vivido intensamente día tras día: «Jesús, mi aliento y mi vida,
hoy que trepidante te elevo en un misterio de amor, haz que
contigo yo sea para el mundo Camino, Verdad y Vida, y para ti
sacerdote santo y víctima perfecta». Una multitud de almas El
17 de febrero de 1916 vuelve definitivamente «a la sombra de
san Francisco» y su primer destino es el convento de Santa Ana
de Foggia. El recién iniciado apostolado de la pluma y de la
dirección comienza a extenderse, convirtiéndose el padre Pío en
el centro de un movimiento de intensa espiritualidad, hasta
llegar a ser un director buscado: «una muchedumbre de
almas», sedientas de Dios, «cae sobre sus espaldas»,
envolviéndolo en una «vorágine» de ocupaciones. Pocos días
antes de partir para San Giovanni Rotondo le manifestaba a su
director espiritual: «Debéis saber que no tengo ni un momento
libre... Ante tan abundante cosecha me alegro mucho en el
Señor porque veo que van aumentando las filas de las almas
elegidas y Jesús es cada vez más amado». En septiembre de
1916 se traslada «provisionalmente» a San Giovanni Rotondo,
para respirar un poco el aire de la montaña y allí permanece, sin
embargo, hasta su muerte (23 septiembre 1968), cincuenta y
dos años continuos, salvo las ausencias debidas al servicio
militar, un viaje a Roma y la estancia de un mes en el convento
de San Marcos la Catola. iglesia conventual era frecuentada por
pocas personas y en los alrededores, de vez en cuando, sólo se
oía el sonido del campanillo de alguna oveja o cabra cuando
pastaba por las montañas de los alrededores del convento. En
aquel paraje solitario reinaba, sin embargo, la paz y la alegría
debido a la presencia de tantos hermanos, confiados a la
dirección espiritual del padre Pío que voluntariamente se
confesaban con él y seguían con atención sus conferencias; y él,
para « perfeccionamiento» del grupo, al que ama «tiernamente»
y por el cual no quiere ahorrarse «molestias personales», pidió
permiso para ofrecerse como «víctima» al Señor. Con su
presencia, la soledad del convento iba desapareciendo poco a
poco en la medida en que las almas sedientas de Dios
descubrían en el fraile recién llegado una llamada poderosa de
lo divino, mucho antes del reclamo visible de los estigmas: «una
muchedumbre de almas sedientas de Jesús cae sobre mis
espaldas hasta el punto de tenerme que llevar las manos a la
cabeza», afirma el padre Pío en 1916. «Las horas de la mañana
se me pasan todas oyendo confesiones», pudo escribir en
vísperas de los estigmas el 29 de julio de 1918. «Vengo
sosteniendo casi diecinueve horas de trabajo, sin apenas un
poco de descanso», comunica a su director espiritual el 16 de
noviembre de 1919, a poco más de un año de haber recibido los
estigmas. La clientela mundial La característica más típica de la
poderosa llamada de lo divino realizada por el padre Pío durante
cincuenta años, es la universalidad. Casi como por una especie
de atracción de gravedad, de todas las partes del mundo se
moviliza la gente para acercarse al padre Pío. Gente de todas
las edades, de toda clase social, de cualquier condición
económica, de todas las jerarquías eclesiásticas y políticas, de
todo nivel cultural; gente de todas las naciones, de todas las
razas acude al padre Pío con su carga de problemas y
necesidades. Y cuando la gente no puede viajar hasta él, escribe
centenares, quizá miles de cartas al día en todos los idiomas:
desde los más diferentes dialectos italianos a la mayoría de las
lenguas más difundidas en el mundo. La novedad del hecho
manifiesta una especie de revolución copernicana en San
Giovanni Rotondo, realizada por el padre Pío en un momento
histórico en el cual se pone de relieve la respuesta al
mandamiento evangélico: «Id a todo el mundo», con un
exagerado activismo. Pero en San Giovanni Rotondo se cumple
aquello que Jesús había dicho de sí mismo: «Venid todos a mí».
Autorizada y manifiestamente este hecho ha sido puesto de
relieve por el papa Pablo VI cuando se ha referido a la «clientela
mundial» del padre Pío. Y es natural preguntarse con fray
Maseo: «¿Por qué a ti, por qué a ti, por qué a ti?»... Y la
respuesta, una vez más, viene dada por el propio Pablo VI que
define al padre Pío como «el representante marcado con los
estigmas de nuestro Señor» (20 septiembre 1971). La gente no
lleva a San Giovanni Rotondo sólo su carga de problemas y
necesidades, sino que en lo más íntimo de su alma lleva consigo
la única necesidad de ver a Dios y a Jesucristo en el hombre de
Dios que es el padre Pío. Se repiten las maravillas de Dios:
«Cuando sea levantado sobre la tierra atraeré todos a mí». El
mundo percibía claramente la respuesta alternativa al problema
fundamental de su siglo: no se puede ser santos sin Dios, no se
puede vivir sin la gracia. «Siento asiduamente una voz que me
dice: santifícate y santifica», había dicho el padre Pío a una de
sus hijas espirituales en el lejano noviembre de 1922. Y con
intuición maravillosa la gente de todo el mundo comprendía
rápidamente que las señales en las manos, en los pies y en el
costado del primer sacerdote estigmatizado no podían ser
interpretadas sino como «motivos de credibilidad» de la misión
del padre Pío en el mundo contemporáneo de ser clavado en la
cruz para actualizar la redención; y comprendía más pronto
todavía que los dones carismáticos concedidos por Dios al padre
Pío -como el discernimiento de espíritus, la profecía, el don de la
bilocación, los efluvios y perfumes olorosos- no eran otra cosa
que «medios providenciales para acreditar el misterio de la
reconciliación con Dios». Sin embargo, la «clientela mundial», al
mismo tiempo, crecía en torno al padre Pío por otra línea de
fuerza, de naturaleza esencialmente espiritual: la dirección de
las almas, la confesión sacramental y la celebración de la misa.
El director espiritual El padre Pío inició su actividad de dirección
espiritual, en el sentido ordinario de la expresión, con un primer
grupillo de almas desde su llegada a San Giovanni Rotondo. Los
puntos clave fueron dos encuentros semanales con conferencias
en común, la propuesta de los medios de perfección más
principales, según la doctrina común tradicional, y la unidad de
padre espiritual y confesor. No es erróneo el reconocer en este
pequeño grupo el primer «grupo de oración», según su
propósito de formar «pocas y bien formadas almas que a su vez
serán simiente para otras almas», y, según su misma
sugerencia expresada en el desarrollo de las reuniones: «Los
materiales están preparados -dijo-, ahora comenzar a
construir». Pero el aspecto más notable de la dirección espiritual
del padre Pío y de su estatura como director espiritual se puede
deducir de la dirección por correspondencia, considerada por los
expertos como extraordinaria. El epistolario publicado
comprende tres volúmenes. Tal correspondencia, interrumpida
por orden del entonces Santo Oficio el 2 de junio de 1922,
ocupa ciertamente un puesto de honor entre los epistolarios
clásicos del género. Motivos de espacio no permiten ni siquiera
una sumaria indicación de las características y dimensiones de
la dirección espiritual hecha por el padre Pío, y por eso hay que
remitirse a los estudios realizados por el padre MelchoEn la
escuela espiritual del pad yProblemática de la dirección
espiritual en el epistolario de. padre Pío La novedad de tal
dirección no hay que buscarla tanto en los medios y en las
indicaciones de teología espiritual cuanto en la constancia de
vivir en primera persona y en hacer vivir a las almas dirigidas
las verdades fundamentales de la fe, es decir, en la figura del
director espiritual. Con este fin, conviene hacer aquí una
primera observación y es que, en la galería de las muchísimas
almas dirigidas por él, el padre Pío conmensura el hilo conductor
del compromiso en santificarse a la gran variedad de edad,
cultura, condición social o profesión de cada una de las
personas. El padre Pío se nos revela como un genial y santo
armétodo diferenciad. Le dijeron en una ocasión: «Padre,
verdaderamente sois todo de todos». Y él añadió rápidamente:
«Corrige. ¡Soy todo de cada uno! Cada cual puede decir: el
padre es mío». Esta totalidad de rendición voluntaria, centrada
en cada una de las almas, está basada en la profunda
convicción de actuar por mandato de Dios: «Yo soy un
instrumento en las manos divinas, que sólo sirve para algo si es
manejado por el artífice divino». La exigencia de que los demás
vean a Dios y no la imagen del director es el segundo punto
relevante, el cual nos permite explicar, con dificultad pero de
forma segura, la fuerza moral, a veces brusca y dolorosa,
ejercitada al guiar las almas hacia Dios. «Siguiendo al padre Pío
-confiesa cándidamente una hija espiritual- se sufría
fuertemente: sus pruebas, sus reprensiones, su diferente trato
con las almas, partía de dolor el corazón y se necesitaba mucha
fe para decir que su modo de proceder así era justo». Un tercer
elemento de relieve, que subraya su constante vocación
corredentora, es la clara, sincera, íntima participación del
director espiritual padre Pío en las angustias, conflictos
interiores, desolaciones y penas de las almas dirigidas: «Siento
como mías vuestras aflicciones». «Haré míos todos vuestros
dolores y todos los ofreceré en holocausto al Señor por
vosmétodo de la dirección espiritual partic que caracteriza
específicamente al padre Pío como director espiritual y hace más
eficaz su trabajo como guía de la perfección. El padre Pío se
sentía dirigiendo a las almas como el «pobre cireneo», el
«piadoso cireneo que lleva la cruz por todos». El confesor «No
tengo un minuto libre: todo el tiempo estoy dedicado a librar a
las almas de los lazos de Satanás... Aquí acuden innumerables
personas de toda clase y de ambos sexos con la sola finalidad
de confesarse y para este solo fin se me requiere». Es el retrato
de una de sus jornadas que el padre Pío hace en una carta del 3
de junio de 1919, llegando a poder escribir en marzo de 1921:
«Trabajo siempre sobre el dolor y el trabajo es tanto que no
tengo tiempo ni siquiera para concentrarme sobre mí mismo y
es un verdadero milagro el que no llegue a perder la cabeza».
Este «milagro» se repetirá durante cincuenta años, día tras días,
salvo el período de 1931-1933 en el que el entonces Santo
Oficio tomó la medida de suspenderlo del ministerio de la
confesión. Tratar de hacer un balance de las personas que se
han confesado con el padre Pío resulta imposible, pero la
anotación de 15.000 mujeres y 10.000 hombres confesados por
él, hecha por el cronista de San Giovanni Rotondo sólo en el año
1967 -el año anterior a su muerte-, lleva una connotación de un
«milagro» persistente. De hecho, ya en 1919 el padre Pío podía
escribir invocando a «muchos trabajadores en la viña del Señor,
ya que es una verdadera crueldad mandar a su casa a
centenares e incluso a miles de almas el día que vienen desde
países tan lejanos con la sola finalidad de purificarse de sus
pecados». Él tiene clara conciencia de su «vocación para el
sacramento de la penitencia», vocación, por otra parte,
combatida desde el principio por sus superiores por varios
motivos (hasta en 18 cartas desde abril de 1911 a 1913 se
habla de ello), pero siempre sólidamente mantenida de modo
que el padre Pío en 1954 pudo decir al padre Agustín: «Prefiero
que me lleven sobre una silla antes que no poder ya confesar».
No parece poder individualizarse otra razón de este aspecto
maravilloso de la actuación de la gracia de Dios, que la
exigencia de actualizar en el capuchino estigmatizado de
Pietrelcina lo que el papa Juan Pablo II ha definido como «el
derecho a un encuentro cada vez más personal del hombre de
Cristo crucificado que perdona...; y, al mismo tiempo, el
derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él. Y
el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros». Un
derecho que en San Giovanni Rotondo continúa reafirmándose
en las mismas dimensiones y quizás en proporciones mayores
en torno a la tumba del padre Pío. Confesarse con el padre Pío
no era una empresa fácil: había que afrontar largos viajes y la
incomodidad de una larga permanencia en San Giovanni
Rotondo, con las implicaciones relativas a gastos económicos,
mientras llega el turno de las confesiones; y las perspectivas no
eran siempre las de ir a un encuentro fácil, cómodo, cariñoso.
De hecho, la confesión con el padre Pío tenía todas las
características de un encuentro personalísimo, frecuentemente
dramático, pero siempre era una terapia desconcertante para
las almas. «Firme y decidido -decía el cardenal Lercaro- hasta el
punto de ser brusco y desagradable; y, al mismo tiempo,
abierto y amable hasta transmitir la paz y la serenidad a quien
desde años o quizás nunca la había saboreado como para
enamorarse de la fe, del sacrificio y de la entrega generosa,
incluso a quien llegaba a él -sin ni siquiera saber el por qué- con
escepticismo y deliberada reticencia». «Su confesonario
-escL’Osservatore Romano al anunciar la muerte del padre Pío-
era un tribunal de misericordia y de firmeza; incluso aquellos
que partían sin haber obtenido la absolución tenían, en una muy
gran mayoría, ansia de volver y de encontrar paz y
comprensión, mientras que para ellos se había abierto ya un
nuevo período de vida espiritual». A quien le preguntaba:
«Padre, ¿por qué tratáis tan duramente a vuestros hijos?»,
respondía: «Quito lo viejo y pongo en su lugar lo nuevo. La
operación evangélica de la conversión no se realiza sin dolor,
incluso cuando se hace sólo por amor». La misa del padre Pío La
jornada diaria de la vida del padre Pío era extremadamente
monótona: coro, iglesia, celda, los paseos por la huerta y, más
tarde, la galería del convento, tanto que en las «Relaciones
bimestrales» del convento de San Giovanni Rotondo se podría
afirmar «estar él muerto para el mundo». Sin embargo, de esta
monotonía destacaban poderosamente dos polos extraordinarios
en los cuales el mundo entero entraba en la vida y en el corazón
del padre Pío: el confesonario y el altar. Ellos son también -se
puede pensar con seguridad- los dos polos de la vocación
corredentora y de la atracción ejercida por el padre Pío sobre su
siglo. El momento más glorioso era, sin embargo, el de la santa
misa. La celebración de la misa era para él un drama sufrido
cotidianamente, pero sentía un desconsuelo extremo cuando
estaba impedido para celebrar la misa. A quien le preguntaba:
«En la misa, ¿morís también... por amor o por dolor?», el padre
Pío respondió: «Más por amor». El padre Pío celebraba muy
temprano, ordinariamente a las 4,30 de la mañana; la «clientela
de todo el mundo» esperaba durante más de una hora en la
puerta de la iglesia para conseguir los puestos más cercanos al
altar y participar en la misa. En la porfía por participar de un
modo directo en su misa, no faltaban malos modos para
conseguir los primeros puestos, pero tales incorrecciones que
hoy se tendrían sólo en acontecimientos políticos, económicos o
deportivos, eran, como por fascinación, transferidos por el padre
Pío a un «espectáculo de Dios», de amor doloroso como es la
santa misa. Es un hecho que no es fácil explicar con los
comunes argumentos humanos u ordinariamente eclesiales.
concreta y visiblemente lo que Juan Pablo II ha llamado el
«clima de la eucaristía». Y no cabe duda de que los centenares
de miles de personas que han asistido a la misa del padre Pío
han percibido en ella el vértice y la plenitud de su espiritualidad.
Unido al Hijo por medio de la Madre El padre Pío murió
estrechando entre sus manos la corona del rosario; no podía ser
de otra manera porque la imagen del padre Pío vivo era
inseparable de la corona del rosario: ésta formaba parte, por así
decirlo, de su misma estructura física. El rezo del rosario a la
Virgen era como el tejido que unía los espacios que había vacíos
entre confesar, decir misa, la vida de.comunidad y las visitas.
Podía parecer como algo mecánico para un observador extraño,
pero era sólo el signo visible de una realidad mucho más
profunda y maravillosa. Esta realidad no era sino el amor filial,
expresado en el epistolario y en el modo de hablar, con una
sinfonía de apelativos bellísimos: «querida madrecita», «bella
madrecita», «bella Virgen María», «bendita madre», «tierna
madre», «queridísima madre», «celestial madrecita», «pobre
madrecita». Es en el fondo una ternura teológica ya que María
es para el padre Pío el «camino que lleva a la vida», la «vía para
llegar a feliz término». Camino y vía que le llevan a combatir
por la salvación: «Protegido y conducido por tan tierna madre
lucharé hasta que Dios quiera, con la seguridad y confianza
puestas en esta madre». Por eso, el rosario es un arma en sus
manos. Camino y vía que llevan al misterio de la cruz: «La
Virgen dolorosa nos alcance de su santísimo Hijo el adentrarnos
cada vez más en el misterio de la cruz hasta embriagarnos con
ella en los padecimientos de Jesús»; camino y vía que nos
conducen al amor a la cruz: «La santísima Virgen nos alcance el
amor a la cruz, a los sufrimientos, a los dolores: ella que fue la
primera en poner en práctica el evangelio en toda su perfección,
en toda su rigurosidad, incluso antes de que se publicara». Es
esta «querida madre» la que le da conciencia de su misión en el
mundo: «Salgamos con ella junto a Jesús fuera de Jerusalén,
símbolo y figura... del mundo que rechaza y reniega de
Jesucristo»; es ella la que le acompaña en el sacrificio. «Pobre
madrecita, qué bien me quiere. Lo he constatado hermosamente
de nuevo al comenzar este bello mes. Con qué cuidado me ha
acompañado en el altar esta mañana». De este modo el padre
Pío puede expresar así en síntesis su devoción mariana: «Me
siento estrechamente ligado al hijo por medio de esta madre sin
ver siquiera las cadenas que tan fuertemente me religan».
«Sufrir con Jesús y como Jesús» El fundamento de la
espiritualidad y la razón de un don tan insólito como los
estigmas, por los cuales el padre Pío no percibía sino
«confusión» y «humillación», radica en lo que él mismo expresa
con desarmada simplicidad: «He sido encontrado digno de sufrir
con Jesús y como Jesús». Su «vocación de corredimir» a la
humanidad
constituye una misión especial que ha caracterizado toda su
vida: el Señor «me hace ver, como en un espejo, que toda mi
vida futura no será otra cosa que un martirio» (junio 1913); «el
mismo Jesús quiere mis sufrimientos, tiene necesidad de ellos
para las almas». Él comprende la belleza de esta misión, y para
«agradar», «consolar», «complacer» a Jesús, se vacía siempre
del todo en sus penas: sufrir y sufrir «sin un verdadero
consuelo» para aliviar más los dolores del buen Jesús; es esta
«toda la razón por la que deseo sufrir y sufrir sin recibir
consuelo, haciendo de ello toda mi gloria»; «Jesús me dice que
en el amor está El mismo que me ama; en los dolores, en
cambio, soy yo el que lo amo a Él». La fuente inagotable de su
fortaleza, generosidad y perseverancia es la cruz: «Sufro y sufro
mucho, pero gracias al buen Jesús, me encuentro todavía con
un poco de fuerza; ¿y de qué no será capaz la criatura cuando
se siente ayudada por Jesús? Yo no deseo ciertamente sentirme
aliviado del peso de la cruz, ya que sufrir con Jesús me resulta
grato; contemplando a Jesús con la cruz sobre sus espaldas me
siento más fortalecido y exulto con santa alegría». La meta de la
vía dolorosa no es otra que el monte Calvario: «La cruz será
plantada sobre el Gólgota, pero hace falta reconocer que el paso
que hay que dar para colocar allí la cruz requiere todavía
tiempo, y, después, para agonizar allí con Jesús, se requiere
también tiempo». Y dirigiéndose a Dios con confianza temerosa
de sí mismo: «Tú me has hecho subir hasta la cruz de tu Hijo y
yo me esfuerzo por adaptarme a ella de la mejor manera: estoy
convencido de que jamás bajaré de ella». Pero el padre Pío
revela también el secreto de este sufrir con Jesús y como Jesús:
«Quizá no me haya expresado bien todavía respecto al secreto
de este sufrir. Jesús, varón de dolores, querría que todos los
hombres lo imitasen. Ahora bien, Jesús me ofreció también a mí
este cáliz; yo lo acepté para no ahorrarme nada». Y a una hija
espiritual le dice la verdad desnuda: «No es la justicia, sino el
amor crucificado el que te crucifica y te quiere a sus penas
amarguísimas sin consuelo y sin ningún otro sostenimiento que
el de las desconsoladas angustias. La justicia no tiene nada que
castigar en ti sino en otros, pero tú, víctima, expías por los
hermanos lo que todavía falta a la pasión de Jesucristo. Esta es
toda la verdad, la sola verdad». Verdad experimentada en sí
mismo: «Hijo mío, tengo necesidad de víctimas para calmar la
ira justa y divina de mi Padre; renuévame el sacrificio de toda
tu persona»; «Oh qué bella cosa convertirse en víctima del
amor». Pero sufrir con Jesús y como Jesús es también signo de
una alternativa de vida: «Sé que sufro; pero el sufrimiento, ¿no
es quizás el signo cierto de que Dios te ama? Sé que sufro; pero
este sufrimiento, ¿no es quizás el distintivo de toda alma que ha
escogido como su lote y heredad a un Dios, y a un Dios
crucificado?». Es la misma voluntad de Jesús: «Jesús ha
escogido como estandarte la cruz y, por eso, quiere que todos
sus seguidores deban patear el camino del Calvario, llevando la
cruz, para después expirar tendidos sobre ella». En este sentido
interpreta, refiriéndose al texto paulino, el sacramento
fundamental del cristiano, el bautismo: «Lo que fue la cruz para
Jesucristo, esto es para nosotros el bautismo». Maestro
insuperable de la espiritualidad de la pasión, el padre Pío es un
pionero en orientar la vida bajo el signo de la cruz antes que
bajo el esplendor de la resurrección: «Jesús glorificado es
hermoso; pero aun cuando lo sea tal, me parece que lo es
mayormente estando crucificado». Consumido por el amor de
Dios y el amor del prójimo La espiritualidad de la Pasión tiene
en el padre Pío una horma única expresada por él mismo con
fuerza, de esta manera: «Me consume el amor de Dios y el
amor del prójimo»; está sólidamente basada en la lógica del
amor descrita en 1Jn_3:16 : «En esto hemos conocido el amor,
en que él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar la
vida por los hermanos». El itinerario místico del padre Pío
describe esta lógica. El epistolario, sobre todo el primer
volumen, documenta el misterio del encuentro de su alma con
Dios que le enriquece con dones místicos empujándole al
compromiso de «vivir para los hermanos» (1 enero 1921). «Me
consuela saber que crecen las tempestades porque esto es señal
de que se va estableciendo en ti el reino de Dios», intuye
felizmente el director espiritual del padre Pío, padre Agustín de
San Marcos in Lamis, en octubre de 1910. Y ya en 1912,
mientras el padre Pío vive un progresivo estado de purificación
interior y sufre la presencia constante de «barbablú» (el diablo),
permitido sucede la fusión de su corazón con el de J «¡Oh, qué
suave fue el coloquio mantenido con el paraíso en esta mañana!
Fue tal que queriéndome esforzar por querer decirlo todo no
podría; sucedieron cosas que no pueden traducirse en un
lenguaje humano, sin perder su sentido profundo y celestial. El
corazón de Jesús y el mío, permíteme la expresión, se
fusionaron. No eran más dos corazones que latían sino uno sólo.
Mi corazón había desaparecido como una gota de agua se pierde
en el mar» (18 abril 1912). La fusión de los corazones tiene
inmediata resonancia de participación en el prójimo: «Padre
mío, si pudiese volar, querría hablar fuerte, querría gritar a
todos con toda la voz que tengo en la garganta: amad a Jesús
que es digno de amor» (28 junio 1912); y se basa en la sed de
sufrir para salvar: «Él escoge las almas y entre éstas, a pesar
de mi desmerecimiento, ha escogido también la mía para
ayudarse en el gran negocio de la salvación humana... Esta es
la razón por la que deseo sufrir cada vez más y sufrir sin
consuelo; en esto consiste toda mi gloria» (20 septiembre
1912). El punto de llegada de esta alma «abandonada en Dios»
(29 marzo 1911), «enamorada de Dios» (6 octubre 1911) y
convertida en torrente que desemboca «en el océano sin orillas
del amor de Jesús» (9 agosto 1912), está indicado claramente
en dos cartas de 1914, complementarias también casi por la
contemporaneidad, las cuales describen «la situación que se
produce entre el alma y Dios»: «Ahora es Dios mismo aquel que
inmediatamente actúa y obra en el centro del alma sin el
concurso de los sentidos tanto internos como externos... El
alma... siente que todo su ser está concentrado y recogido en
Dios... En esta situación, los sentidos, los apetitos, los deseos,
los afectos, el alma toda gravita en torno a Dios con una fuerza
y presteza maravillosa y lo que más extraña es que ni el alma
misma advierte su propio movimiento» (9 febrero 1914). La
fusión de los corazones ha sido el preludio afectivo significante,
casi íntima unión con Dio tan admirablemente descrita como
maravillosamente vivida. Pero he aquí cómo emerge desde el
centro del alma ocupada por Dios la compasión de las miserias
ajenas, en particular, respecto a los pobres necesitados. «La
grandísima compasión que siente el alma a la vista de un pobre
le hace nacer en su propio interior un vehemente deseo de
socorrerlo, y si yo mirase a mi propia voluntad llegaría hasta
despojarme finalmente de mi propia ropa para vestirlo. Si luego
sé que una persona está afligida, bien en el alma o en el cuerpo,
qué no haré unido al Señor para verla libre de sus males. Con
tal de verla libre asumiría con gusto todas sus aflicciones,
cediendo en su favor los frutos de tales sufrimientos, si el Señor
me lo permitiese» (26 marzo 1914). Después de esta conquista
se adentran en el alma del padre Pío las tinieblas de la «noche
oscura»: «Es la alta noche para el alma... Los bellos días
pasados con el dulcísimo Jesús desaparecen del todo de la
mente... Para mí todo está perdido» (4 mayo 1914); «todo es
desierto, todo es desconsuelo» (20 junio 1915); «todo es
oscuridad en torno a mí y dentro de mí» (19 julio 1915). Una
filigrana de amor doloroso atraviesa el alma desierta y oscura
dando un significado de ofrecimiento al abandono: «lo que más
me hiela la sangre alrededor del corazón es que muchas de
tales almas se alejan de Dios, fuente de agua viva, por el solo
motivo de que ellas se encuentran ayunas de la palabra divina»
(20 abril 1914); «los horrores de la guerra, padre mío, me
tienen continuamente en una mortal agonía. Quisiera morir para
no ver tantos estragos, y si el buen Dios quisiera concederme en
su misericordia esta gracia, le quedaría muy reconocido» (20
mayo 1915). El padre Pío se ofrece a Dios por su provinci«usque
ad effusionem sanguin (16 febrero 1915); encuentra justa la
prueba del abandono y de la «profunda noche del espíritu»,
porque «no es justo que en tiempo de luto nacional, incluso
mundial, haya un alma que porque no esté en el campo de
batalla, al lado de sus hermanos, tenga que vivir, aunque sea
por un sólo instante, en la alegría» (20 junio 1915); habla
frecuentemente con Jesús de la guerra y una vez recibe una
señal misteriosa «¿Querrá él mismo, quizás, intervenir en el
arreglo de esta conflagración mundial?» (19 diciembre 1917).
Por Italia, apenas entrada en guerra, reza: «Vayan dirigidas
nuestras plegarias, sobre todo, a desarmar la cólera divina para
con nuestra patria... aprende, al menos... cuán dañoso es para
las naciones alejarse de Dios» (7 septiembre 1914). Se ofrece
víctima cada día por los pobres pecadores, «otros tantos
Lázaros», y se lamenta: «Por tanto, ¿no ha sido grato al Señor
el holocausto que yo le había hecho y todavía lo vengo haciendo
de toda mi persona?» (17 octubre 1915). Hay que pensar que
puede ser este el momento en el que el padre Pío conquista
ante Dios el derecho a la «clientela mundial». Pero
precisamente cuando se siente «descendido al infierno desde
esta vida» (31 enero 1918), y se lamenta dolorosamente:
«Estoy perdido, sí, estoy perdido en lo desconocido» (4 junio
1918), y en la carta del anonadamiento total del 19 de junio de
1918 se acusa de «no tener ni la caridad hacia Dios ni caridad
hacia el prójimo» y se siente «abandonado de Dios» y «a punto
de naufragar», el padre Pío es objeto de una nueva gracia
maravillosa de Dios: el toque sustancial o beso de.amor Esto
sucedió el 30 de mayo de 1918, festividad del Corpus Christi, y
probablemente se repitió también el mes siguiente el 29 de
junio, fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo. «Me sentí
totalmente agitado, me llené de un terror extremo y me faltó
poco para morir; después me vino una completa calma jamás
antes experimentada por mí. Todo este terror, agitación y calma
que se sucedían la una a la otra, fue causado en mí no por la
vista sino por algo con lo que me sentí tocado en la parte más
secreta e íntima del alma. No puedo decir más cosas sobre este
acontecimiento». Pero, apenas descrito este toque sustancial del
alma por parte de Dios, el padre Pío señala un hecho
simultáneo: «Durante este acontecimiento me llegó el momento
de ofrecerme todo entero al Señor con la misma finalidad que
tenía el Santo Padre (cfr. MQuartus iam annu de Benedicto XV,
de 9 de mayo de 1918 en el cual se pide una misa propiciatoria
por la paz) al recomendar a la Iglesia entera el ofrecimiento de
oraciones y sacrificios» (27 julio 1918). La experiencia mística
del padre Pío revela claramente la unión indisoluble entre el
amor de Dios que penetra el alma y el amor del prójimo que se
vuelca en oferta total y universal hacia los hermanos. El alma
del padre Pío queda así preparada para la «dura, áspera, aguda
y penetrante acción» que tendría lugar el 5-7 de agosto de 1918
y sería descrita en la carta del 21 la transverberación o asalto
del s «Estaba confesando a nuestros muchachos la tarde del 5,
cuando de pronto todo se llenó de un terror extremo a la vista
de un personaje celeste que se me aparece ante los ojos de la
inteligencia. Tenía en la mano una especie de lanza semejante a
una larguísima lámina de hierro con una punta muy afilada y
que parecía como Con dificultad emití un gemido, sentía que
moría. Dije al muchacho que se retirase porque me sentía mal y
no tenía fuerzas para continuar. Este martirio duró, sin
interrupción, hasta la mañana del día 7. Lo que sufrí en este
período tan luctuoso, no sabría decirlo. Veía también que las
vísceras eran desgarradas y como estiradas detrás de aquella
arma y todo era sometido a hierro y fuego. Desde aquel día
hasta hoy estoy herido de muerte». La misma carta del 21 de
agosto de 1918 que define de modo ejemplar una de las cimas
de la experiencia mística del padre Pío, contiene, de una parte:
«la clara, real, experimental visión de mí mismo y de
confirmación en la irrevocable sentencia (de condena) que
quizás Dios haya dado sobre mí»; de otra, enuncia la firme
convicción de que «es Dios quien obra todo esto». El amor
activo de Dios se cambia en el «temor y temblor» del alma: «El
asalto, avanza, avanza y avanza siempre y me hiere en el
centro... ¿Qué querrá de esta criatura?» (6 septiembre 1918).
Dios, percibido distintamente como «Dios-Bondad» (5
septiembre 1918), como «Dios-Amor» (6 septiembre 1918),
realiza la «estigmatización», mientras el alma está convencida
del «rechazo» que Dios ha hecho de ella (21 agosto 1918). El
padre Pío llama más veces a la estigmatización «mi crucifixión».
La estigmatización La «estigmatización» completa la herida del
alma. Los primeros signos del prodigio aparecieron en el otoño
de 1910; después los signos desaparecieron, pero los dolores
continuaron. Su «crucifixión» tiene lugar en el coro la mañana
del 20 de septiembre de 1918, después de la celebración de la
santa misa, cuando «asombrado del descanso, semejante a un
dulce sueño», los sentidos internos y externos con las mismas
facultades del alma «se encontraron en una quietud
indescriptible». Se hizo un silencio total «en torno a mí y dentro
de mí; rápidamente le siguió una gran paz y el abandono a la
completa privación del todo y como un descanso en la misma
ruina. Todo sucedió como un relámpago». «Y mientras sucedía
todo esto, me e
ncontré ante un personaje misterioso, semejante al que vi la
tarde del 5 de agosto, que se diferenciaba con éste solamente
en que tenía las manos, los pies y el costado manando sangre.
Su vista me aterrorizó; no sabría deciros lo que llegué a sentir
en aquel instante. Creí morirme y hubiese muerto si el Señor no
hubiera intervenido para sostenerme el corazón, que parecía
salírseme del pecho. Desaparece el personaje de la visión y yo
me encuentro con que mis manos, pies y costado han sido
traspasados y manaban sangre. Imagínate el desgarro que
experimenté entonces y que vengo experimentando
continuamente casi todos los días». La estigmatización fue
comprobada como hecho de lesión anatómica de tejidos por el
profesor Luigi Romanelli, director del hospital civil de Barletta,
por el profesor Amico Bignami, catedrático ordinario de
patología médica de la universidad de Roma y por el doctor
Giorgio Festa con distintas visitas médicas entre octubre de
1919 y julio de 1925, haciendo de ello una descripción
minuciosa. El hecho en sí no era puesto en discusión por los
médicos, sino la génesis del hecho: de una parte está la
interpretación positivista, sintetizada así por el profesor
Bignami: «a) que los estigmas hayan sido establecidos artificial
y voluntariamente; b) que sean la manifestación de un estado
morboso; c) que sean en parte el producto de un estado
morboso y en parte artificiales». De otra parte está la enérgica y
razonada exposición del profesor Romanelli y del doctor Giorgio
Festa a tal hipótesis interpretativa extremadamente reductiva.
En 1925 el doctor Festa comprobó la permanencia de los
estigmas con «los mismos caracteres que los había descrito en
las primeras relaciones». Después de las decisiones tomadas
por el Santo Oficio de guardar silencio sobre estas cosas, no se
tuvo ocasión de examinar las llagas en modo esmerado, pero su
permanencia sigue siendo atestiguada por los médicos,
religiosos y laicos que las habían visto hasta pocos meses antes
de la muerte del padre Pío, cuando comenzó una rápida
reconstrucción de los tejidos hasta desaparecer totalmente las
heridas en el momento de la muerte. Es digno de hacer notar
que desde que el padre Pío tiene grabadas en su carne las
señales del crucificado, una nueva angustia hizo presa en él:
«Cansado y sumergido en la extrema amargura, en la
desolación más desesperada, en la angustia más angustiosa, no
por no poder encontrar ya a mi Dios, sino por no ganar o no
ganar a todos los hermanos para Dios» (6 de noviembre 1919).
Dos fuerzas se disputan el centro de su alma: «Las dos fuerzas
que, en apariencia, parecen extremadamente contrarias, la de
querer vivir para ayudar a los hermanos en este exilio y la de
querer morir para unirme al esposo, que en estos últimos
tiempos las siento agitarse superlativamente en la punta más
alta del espíritu» (8 octubre 1920). El «querer ayudar a los
hermanos» no se ha limitado mientras tanto a la salvación
espiritual sino que ha sido algo concreto con la demanda hecha
a los superiores de utilizar ofertas y de recurrir a los
bienhechores «por la gloria de Dios y para alivio del prójimo»
(14 junio 1920). El «vivir para los hermanos» es la «cúspide»:
«Soy vertiginosamente transportado a vivir por los hermanos y
consiguientemente a embriagarme y a saciarme de aquellos
dolores que aún voy irresistiblemente lamentando» (1 enero
1921). Tanto que el 30 de enero pudo atreverse hasta llegar al
absurdo: «Continuaré violentando el corazón divino». Poco
antes de que el fin del epistolario haga caer el telón sobre el
viaje del alma del padre Pío hacia Dios y hacia los hombres
(mayo 1922), nos ha dejado una declaración programática: «He
trabajado, quiero trabajar; he rezado, quiero rezar; he vigilado,
quiero vigilar; he llorado, quiero llorar cada vez más por mis
hermanos exiliados» (23 octubre 1921); y nos ofrece una
representación plástica de la misión del padre Pío en el mundo:
«¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece por el mal y no
entristecerse igualmente? Ver a Dios que está a punto de
descargar sus rayos y para pararlos no hay otro remedio si no
es alzando una mano para detener su brazo y la otra dirigirla
conmovida al propio hermano, por un doble motivo: que echen
de sí el mal y que se alejen, rápidamente, del lugar donde se
encuentran porque la mano del juez está para descargarse
sobre él» (20 noviembre 1921). La florescencia del amor El 5 de
mayo de 1956 el mismo padre Pío presentaba a una desbordada
multitud la «Casa Alivio del Sufrimiento», «criatura de la
Providencia»: «Se ha plantado en la tierra una semilla que el
Señor Dios calentará con sus rayos de amor. Un nuevo ejército
hecho de renuncia y de amor está por aparecer para gloria de
Dios y consuelo de las almas y de los cuerpos enfermos. No nos
privéis de vuestra ayuda, colaborad en este apostolado de
ayuda al sufrimiento humano..., para que esta obra no perezca
por inanición, sino se convierta en la ciudad hospitalaria
técnicamente adecuada a las más audaces exigencias clínicas y,
al mismo tiempo, al orden ascético de franciscanismo militante.
Lugar de oración y de ciencia donde el género humano se
reencuentra con Cristo crucificado como una sola grey con un
solo pastor». La voz de Pío XII bendecía y alababa el hospital de
San Giovanni Rotondo, como «fruto de una de las más altas
intuiciones de un ideal largamente madurado y perfeccionado al
contacto con los más variados y más crueles aspectos del
sufrimiento moral y físico de la humanidad. La obra conseguida
con paciencia y tenacidad, se presenta como un magnífico
acontecimiento, como uno de los hospitales mejor dotados de
Italia» (8 mayo 1956). «Esta obra -decía el padre Pío el 5 de
mayo de 1957-, si sólo fuese alivio de los cuerpos, sería sólo
una clínica modelo», pero no, «se trata de hacer operante el
amor de Dios, mediante el reclamo de la caridad. El que sufre
debe vivir en ella el amor de Dios por medio de la sabia
aceptación de sus dolores. En ella el amor a Dios deberá
corroborarse en el espíritu del enfermo mediante el amor a
Jesús crucificado que emanará de aquellos que atienden la
enfermedad de su cuerpo y de su espíritu. Aquí los que están
hospedados, médicos, sacerdotes serán reserva de amor, que,
mientras más abundante sea en uno, tanto más se comunicará
a los demás». Otra realización social del hombre «devorado por
el amor de Dios y por el amor del prójimo» es el alivio de un
sufrimiento que sangra más que una llaga, el sufrimiento de los
inocentes con la institución de numerosos «centros» de
asistencia a los niños minusválidos. La «catedral de la
inocencia» surge también -así se ha escrito- en el ámbito de la
expansión de la «Cáritas» cristiana interpretada íntegramente
por el padre Pío en el doble intento de «realizar la caridad como
justicia social» para con los inocentes perjudicados por la ley de
la vida y de una «educación al sufrimiento», aliviado, sí, por la
ciencia humana, pero que permanecerá siempre como un signo
indeleble y absurdo humanamente; todo ello alcanzará
significado tan sólo si se parte de una consciente visión cristiana
del mundo. La urgencia de la obligación de estar cerca de cada
hombre y de servir con los hechos a aquel que pasa a nuestro
lado, la ha sentido y practicado el padre Pío en todos los modos
y con todos los medios desde los años veinte: en 1925, debido a
su interés y con los fondos recogidos entre los fieles
admiradores, se levanta en San Giovanni Rotondo el pequeño
«Hospital civil de San Francisco», verdadera bendición de Dios
para los habitantes de San Giovanni; en los años cincuenta,
bajo su estímulo, florecen escuelas maternas y un centro de
formación profesional; se facilitan, desde los comienzos de su
presencia en el pueblecito gargánico, medicinas, comida, ropa,
alquiler de casa a los pobres enfermos y necesitados del pueblo,
hospedaje en institutos a jóvenes pobres, muchachos,
huérfanos, sordomudos, muebles a jóvenes casamenteros,
trabajo a los parados... Al campo de irradiación benéfica de la
caridad del padre Pío se debe añadir «la fuerza no estructurada
e invisible, como el aire que respiramos, pero concreta e
inmensa, dcaridad indire del padre Pío. En el mundo de hoy, el
nombre y la realidad del padre Pío se han cllave deo en la oro
para violentar amorosamente cualquier corazón humano, para
ponerlo al servicio del prójimo». Finalmente, el sendero de
cabras que desde el pueblo llegaba hasta el convento de los
capuchinos y la antigua y pobre aldea que era en 1921 San
Giovanni Rotondo han sido «recreados» en su asentamiento
constructivo, social y económico por la simple presencia de un
hombre de Dios. Por la caridad en el espíritu se realiza una obra
específica con los «Grupos de oración» -después de las
reiteradas llamadas de Pío XII a la oración comunitaria,
concebida como valioso vínculo para unir las almas buenas y
como reto para atraer a la salvación a las almas alejadas-, cuya
finalidad quiere establecer el propio padre Pío: «viveros de fe,
hogares de amor en los cuales Cristo mismo está presente cada
vez que se unen por la oración y el ágape fraterno». El
movimiento no tuvo siempre una vida fácil, pero la pequeña
semilla evangélica ha crecido hasta convertirse en árbol
frondoso y cargado de frutos: «El padre Pío de Pietrelcina
-afirma Pablo VI- entre las muchas cosas buenas y bellas que ha
realizado está el haber creado tan gran cantidad, un río de
personas que oran y que, con su ejemplo y en la esperanza de
ayudarse espiritualmente, se dedican a la vida cristiana y dan
testimonio de comunión en la oración, en la pobreza de espíritu
y en la energía de la profesión cristiana» (24 septiembre 1975).
Los «Grupos de oración», que están extendidos por casi todo el
mundo conocido, son 1.840 (hasta abril de 1981), de los cuales
hay en Italia 1.599 y 241 en otras naciones. En los brazos del
amor A las 2,30 del 23 de septiembre de 1968 moría el padre
Pío y, continuando sorprendiendo al mundo hasta el final, de su
mano izquierda caía la última costrilla del lugar de la herida y
nos dimos cuenta que «en el costado, en los pies y en las
manos no había más herid«in fede»atrices» (Informe del padre
Rafael de S. Elia a Pianisi, 21 febrero 1969). La documentación
fotográfica hecha en presencia de cuatro testigo«in fede del
doctor Giuseppe Sala el 7 de julio de 1969) ofrece la maravilla
de una piel vuelta suave, lisa, juvenil en las manos, pies y
costado. Si la permanencia durante cincuenta años de heridas
profundas que sangraban había traído problemas, un problema
nuevo, ciertamente, planteaba su total desaparición sin dejar
cicatrices. El jesuita padre Giorgio Cruchon, profesor de
Psicología pastoral en la Pontificia Universidad Gregoriana de
Roma, comentaba así este hecho: «¿Qué más se querrá para
aceptar la realidad de los estigmas, sobre todo si estas llagas
estaban integradas en una vida totalmente dedicada a Dios y a
la oración, al servicio del prójimo (y no en una vida cerrada en
la sola contemplación), en una vida de fidelidad continua, sin
altibajos de tipo neurótico, en una vida de paciencia y de
obediencia heroica, en medio de medidas disciplinarias tomadas
contra él, en una vida de caridad ejemplar en comunidad, que
no quería hacer daño a nadie?». Pero quizás la clave de
comprensión más segura puede estar en lo que el propio padre
Pío escribía el 19 de noviembre de 1916: «Yo no deseo otra
cosa que o morir o amar a Dios; o la muerte o el amor». Las
heridas, signos de muerte, desaparecían ante los brazos del
Amor, tendido para depositar sobre su cuerpo la «espléndida
corona» prometida y para liberarlo definitivamente de estos
signos externos que le sirven de confusión y de humillación
indescriptible e insostenible. El cardenal Ursi, realzando el hecho
insólito, lo encuadra así en la vida del padre Pío: «El padre Pío
estuvo llagado en el cuerpo, como Cristo, para destruir males y
sufrimientos del mundo contemporáneo, pero, rápidamente,
tras su muerte, su carne, en las partes afectadas por las
misteriosas heridas, creció verdaderamente, para indicar la
certeza de la resurrección final, la renovación de la humanidad,
que él en cierto modo preanunciaba, y también para mostrar las
credenciales de su especial misión encomendada por Dios para
el bien de los hermanos de atraerlos a la salvación». Su causa
de beatificación fue introducida el 23 de noviembre de 1969. La
amplísima documentación fue entregada a la Sagrada
Congregación para las Causas de los Santos el 16 de enero de
1973. Y está todavía en el estudio de dicha congregación que
debe también examinar todo cuanto sobre el padre Pío se
encuentra en la Congregación para la Doctrina de la Fe, a fin de
introducir oficialmente la causa. Mientras tanto, con
conocimiento de datos y de hechos, a 28 años de la muerte del
padre Pío se puede afirmar que la renovación de la humanidad
continúa en San Giovanni Rotondo en torno a su tumba y en el
mundo sin demasiados ruidos pero, profundamente, con la
oración, la confesión, la misa y el alivio del sufrimiento.
[Añadamos que el padre Pío de Pietrelcina fue beatificado por
Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999, y canonizado por el mismo
Papa el 16 de junio del 2002]. Fuentes biográf.-Pio da Pietrelci,
Epistolari. Corrispondenza con i direttori spirituali (1 a cura di
Melchiore da Pobladura e Alessandro da Ripabottoni, San
Giovanni Rotondo 1Corrispondenza con la nobildonna Raffaelina
Cerase (1914-1 idem 1975. III Corrispondenza con le figlie
spirituali (19 idem 1977. Los tres volúmenes contienen amplias
introducciones que nos dan a conocer, aunque de forma
limitada, los destinatarios, origen, vicisitudes y
contenidosAgostino da S. Marco in Lami, Diario a cura di
Gerardo Di Flùmeri, San Giovanni Rotondo 1975. Alejandro de
Ripabotton O.F.M.Cap.,Pio de Pietrelcina. Una vocación «expiat
en AA.VV.«... el Señor me dio hermanos...». Biografías de
santos, beatos y venerables capuc. Tomo II. Sevilla,
Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 321-348.
Tomado de la Enciclopedia Franciscana www.franciscanos.org
Padre Pío de Pietrelcina (Francisco Forgione), Santo
Presbítero Capuchino, Septiembre 23
Padre Pío de Pietrelcina (Francisco Forgione), Santo
Un hombre de oración y sufrimiento
Martirologio Romano: San Pío de Pietrelcina (Francisco)
Forgione, presbítero de la Orden de Hermanos Menores
Capuchinos, que en el convento de San Giovanni Rotondo, en
Apulia, se dedicó a la dirección espiritual de los fieles y a la
reconciliación de los penitentes, mostrando una atención
particular hacia los pobres y necesitados, terminando en este
día su peregrinación terrena y configurándose con Cristo
crucificado (1968)
"Siempre humíllense amorosamente ante Dios y ante los
hombres. Porque Dios le habla a aquellos que son
verdaderamente humildes de corazón, y los enriquece con
grandes dones."
San Giovanni Rotondo, Italia.
En un convento de la Hermandad de los Capuchinos, en la
ladera del monte Gargano, vivió por muchísimos años el que
probablemente fuera el Sacerdote Místico más destacado del
siglo XX, a punto actualmente de ser declarado Santo por el
Vaticano. El Padre Pío, nacido en Pietrelcina en 1887, fue un
hombre rico en manifestaciones de su santidad. Enorme
cantidad de milagros rodearon su vida, testimoniados por miles
de personas que durante décadas concurrieron allí a confesarse.
Sus Misas, a decir de los concurrentes, recordaban en forma
vívida el Sacrificio y Muerte del Señor a través de la entrega con
que el Padre Pío celebraba cada Eucaristía.
Es notable su carisma de bilocación: la capacidad de estar
presente en dos lugares al mismo tiempo, a miles de kilómetros
de distancia muchas veces. El Padre Pío raramente abandonó
San Giovanni Rotondo; sin embargo se lo ha visto y
testimoniado curando almas y cuerpos en diversos lugares del
mundo en distintas épocas. También tenía el don de ver las
almas: confesarse con el Padre Pío era desnudarse ante Dios, ya
que él decía los pecados y relataba las conciencias a sus
sorprendidos feligreses (a veces con gran dureza y enojo, ya
que tenía un fuerte carácter, especialmente cuando se ofendía
seriamente a Dios). Tenía también el don de la sanación (a
través de sus manos Jesús curó a muchísima gente, tanto física
como espiritualmente) y el don de la profecía (anticipó hechos
que luego se cumplieron al pie de la letra).
Vivió rodeado de la Presencia de Jesús y María, pero también de
Santos y Angeles, y de almas que buscaban su oración, para
subir desde el Purgatorio al Cielo. Pero su gracia más grande
radicó, sin duda alguna, en sus estigmas: en 1918 recibe las
cinco Llagas de Cristo en sus manos, en sus pies y en su
costado izquierdo. Estas llagas sangraron toda su vida,
aproximadamente una taza de té por día, hasta su muerte
ocurrida en 1968. Múltiples estudios médicos y científicos se
realizaron sobre sus Estigmas, no encontrándose nunca
explicación alguna a su presencia u origen.
Su sangre y cuerpo emanaban un aroma celestial, a flores
diversas, que acariciaba no solo a los asistentes a sus Misas,
sino también a quienes se encontraban con él en otras ciudades
del mundo, a través de sus dones de bilocación. Vivió sufriendo
ataques del demonio, tanto físicos como espirituales, que se
multiplicaron a medida que las conversiones y la fe crecían a su
alrededor.
En diciembre de 2001 el Vaticano emite el decreto que aprueba
los milagros necesarios para canonizar a nuestro héroe, San Pío
de Pietrelcina y fué canonizado el 16 de julio de 2002.
Vivimos en un mundo que niega lo sobrenatural, se aferra a lo
material y a todo lo que pueda ser explicado a través de la
razón, o percibido por los sentidos. Sin embargo, Dios prescinde
de nuestra razón y de nuestros sentidos, a la hora de
someternos a las pruebas de nuestra fe. De cuando en cuando
nos prodiga con regalos del mundo sobrenatural, a través del
testimonio y el acceso a la divinidad de los seres Celestiales. El
Padre Pío es una puerta abierta a Cristo, a María, a los ángeles y
los santos. Es también un testimonio de la pequeñez del ser
humano y una invitación a creer y dejar de buscar explicación a
los hechos de la Divina Providencia (la voluntad de Dios), sino
simplemente a unir nuestra voluntad a la de Dios, y ser lisa y
llanamente su instrumento, como el Padre Pío lo fue.
La vida entera del Padre Pío no puede ser explicada a través de
la razón o la lógica humana. La fe y fuerza del Santo del
Gargano dan por tierra con todas las escuelas filosóficas
terrenales, dejando una sola salida a todo intento de
crecimiento del hombre: el encuentro con el Dios eterno, el que
nos mira desde lo alto y nos pide, por medio de Su infinita
Misericordia, que nos entreguemos simplemente a Su Voluntad.
La negación de nuestro yo (la muerte de nuestro ego), se
constituye en la principal meta de nuestra evolución, porque
SÓLO DIOS ES !
Debemos negarnos
Padre Pío de Pietrelcina (Francisco Forgione), Santo
a nosotros mismos y vivir para y por Él. El Padre Pío vivió en la
más absoluta humildad y negación de sí mismo, y miren los
prodigios que Jesús hizo a través suyo !
Padre Pio parte 1
Padre Pio parte 2
Consulta también Padre Pio por Jesús Martí Ballester
* Preguntas o comentarios al autor Oscar Schmidt
Autor: Oscar Schmidt |
Fuente: www.reinadelcielo.org
Santoral - Catholic.net
Estigmas Místicos
Para discernir los simples hhos, sin didir si pueden o no ser
explicados por causas sobrenaturales, la Historia nos cuenta que
muchos estáticos (muchas personas que han tenidos
experiencias místicas) llevan en sus manos, pies, costado y
sienes las señales de la pasión de Cristo, con sus
correspondientes intensos sufrimientos. Tales señales son
llamadas estigmas visibles. Otros paden únicamente los
sufrimientos, sin mostrar señal externa alguna, y este fenómeno
se denomina estigma invisible.

I. HHOS

Su existencia está tan bien fundamentada históricamente que,


por regla general, ya ni siquiera la cuestionan los no creyentes,
quienes ahora solamente buscan darles una explicación natural.
Así, ya el médico librepensador, Dr. Dumas, profesor de
psicología religiosa en la Universidad de la Sorbona, claramente
admite los hhos (Revue des Deux Mondes, 1 de mayo, 1907),
del mismo modo como lo hace el Dr. Pierre Janet (Bulletin de
l'Institut Psychologique International, Paris, Julio, 1901).

Santa Catalina de Siena comenzó teniendo estigmas visibles


pero, por humildad, oró para que le fueran cambiadas por unas
invisibles. Su oración fue escuchada. Lo mismo acontió en el
caso de Santa Catalina de Ricci, una monja dominica florentina
del siglo XVI, y con varios otros estigmatizados. Se puede
considerar que la parte esencial de los estigmas visibles consiste
en el sufrimiento. Lo substancial de esta gracia es sentir piedad
por Cristo, participar en sus sufrimientos, en sus aflicciones, y-
con ello- en la expiación de los pados que sin cesar se cometen
en el mundo. Si el padimiento estuviera ausente, las heridas se
convertirían en un símbolo vacío, en una representación teatral,
que sólo conducirían al orgullo. Si los estigmas verdaderamente
vienen de Dios, sería impropio de su sabiduría tomar parte en
esa mascarada, y hacerlo a través del uso de milagros.

Pero tal prueba dista mucho de ser la única que los santos
deben soportar. "La vida de los estigmatizados"- dice el Dr.
Imbert- "es una larga cadena de dolores que nacen de la divina
enfermedad de los estigmas y que sólo concluyen con la
muerte": (op.cit. infra, II, x). Pare históricamente cierto que
sólo los místicos paden los estigmas. Pero no es lo único:
también tienen visiones que corresponden a su papel como co-
sufrientes, pudiendo observar en ocasiones las escenas
sangrientas de la Pasión.

Estas apariciones eran periódicas en algunos casos, como el de


Santa Catalina de Ricci, cuyos éxtasis empezaron cuando tenía
veinte años (1542), y la Bula de su canonización afirma que se
repitieron por doce años con puntual regularidad. Los éxtasis
duraban exactamente veintiocho horas, desde el mediodía del
jueves hasta las cuatro de la tarde del viernes, con una
interrupción para que la santa pudiera ribir la Santa Comunión.
Catalina conversaba en voz alta, como quien escenifica un
drama. El drama estaba dividido en 17 escenas. Al volver del
éxtasis, la santa aparía con sus extremidades cubiertas de
heridas causadas por látigos, cuerdas, etc.

El Dr. Inbert ha intentado llevar cuenta del número de


estigmatizados, con los siguientes resultados:

1. No se tiene conocimiento de ninguno antes del siglo XIII. El


primero de quien se tiene noticia es San Francisco de Asís,
cuyos estigmas eran de una clase que no se ha vuelto a ver
posteriormente: en las heridas de manos y pies se hallaban
raspaduras de carne en forma de clavos. Los de un lado tenían
cabezas redondas; los del otro tenían puntas largas, que se
doblaban para arañar la piel. La humildad del santo no pudo
impedir que muchos de sus hermanos hayan sido testigos, con
sus propios ojos, tanto en vida del santo como después de su
muerte, de la existencia de heridas tan maravillosas. Ese hecho
ha sido atestiguado por varios historiadores contemporáneos, y
la fiesta de los Estigmas de San Francisco se celebra el día 17
de septiembre.

2. El Dr. Imbert contabiliza 321 estigmatizados en los que se


dan todas las razones posibles para pensar que se trata de una
acción divina. Cree él, además, que se podrían encontrar más
investigando en las bibliotas de Alemania, España e Italia. En
sus listas se hayan 41 varones.

3. Hay 62 santos o beatos, de ambos sexos, de los cuales los


de más renombre (que suman 26) son:

* San Francisco de Asís (1186-1226);

* Santa Lugarda (1182-1246), una monja cisterciense;

* Santa Margarita de Cortona (1247-97);

* Santa Gertrudis (1256-1302), una benedictina;

* Santa Clara de Montfalco (1286-1308), una agustina;

* Santa Angela de Foligno (fallida en 1309), una terciaria


franciscana;

* Santa Catalina de Siena (1347-80), una terciaria dominica;

* Santa Liduvina (1380-1433);


* Santa Francisca Romana (1384-1440);

* Santa Coleta (1380-1447), franciscana;

* Santa Rita de Casia (1386-1456), agustina;

* Beata Osana de Mantua (1499-1505), terciaria dominica;

* Santa Catalina de Génova (1447-1501), terciaria


franciscana;

* Beata Bautista Varani (1458-1524), clarisa Pobre;

* Beata Lucía de Narni (1476-1547), terciaria dominica;

* Beata Catalina de Racconigi (1486-1547), dominica;

* San Juan de Dios (1495-1550), fundador de la Orden de la


Caridad;

* Santa Catalina de Ricci (1522-89), dominica;

* Santa María Magdalena de Pazzi (1566-1607), carmelita;

* Beata María de la Encarnación (1566-1618), carmelita;

* Beata (Santa, N.T.) Maríana de Jesús (1557-1620), terciaria


franciscana;

* Beato (San, N.T.) Carlos de Sezze (f. En 1670), franciscano;

* Beata (Santa, N.T.) Margarita María Alacoque (1647-90),


visitandina (que únicamente tenía la corona de espinas);

* Santa Verónica Giuliani (Julianis, en español, N.T.) (1600-


1727), capuchina;

* Santa María Francisca de las Cinco Llagas (1715-91),


terciaria franciscana;
4. Hubo 20 estigmatizados en el siglo XIX. Los más famosos
fueron:

* Anne Catherine Emmerich (1774-1824), agustina;

* (Beata, N.T.) Isabel Canori Mora (1774-1825), terciaria


trinitaria;

* Anna María Taigi (1769-1837);

* María Dominica Lazzari (1815-48);

* María de Moerl (1812-68) y Luisa Lateau (1850-83),


franciscanas.

De estas, María de Moerl pasó su vida en Kaltern, en el Tirol


(1812-68). A la edad de veinte años comenzó a experimentar
éxtasis y ellos fueron su condición habitual durante los
siguientes treinta y cinco años de su vida. Ella únicamente se
liberaba de esa situación ante las órdenes, en ocasiones
simplemente mentales, del franciscano que fungía como su
dirtor espiritual, para volver a las labores hogareñas de su casa
que albergaba a una gran familia. Su actitud ordinaria consistía
en arrodillarse sobre su cama, con las manos cruzadas sobre el
pho, con una expresión tal en el rostro que impresionaba
profundamente a los esptadores. A los veintidós años ribió los
estigmas. Los jueves por la tarde y los viernes, los estigmas
derramaban sangre muy clara, gota a gota, que permanía sa los
demás días. Miles de personas vieron a María de Moerl. Entre
ellos figuraban Görres (quien describe su visita en su "Mystik",
II, xx), Wiseman y Lord Shrewsbury, quien escribió una
apología de la visionaria en sus cartas publicadas en "The
Morning Herald" y "The Tablet".(cf. Boré, op. cit. infra).

Luisa Lateau pasó su vida en el poblado de Bois d'Haine, en


Bélgica (1850-83). Las gracias que ribió fueron cuestionadas
incluso por algunos católicos, que generalmente se basaban en
información incompleta o errónea, según ha podido dejar en
claro el Canónigo Thiery ("Examen de lo relativo a Bois d'Haine,
Lovaina, 1907"). A los diisiete años se dedicó a atender a los
enfermos aftados de cólera en su parroquia, quienes habían sido
abandonados por la mayoría de la población. Durante un mes
ella los cuidó, los enterró y, en ocasiones, hasta los hubo de
cargar al cementerio.A los diiocho años empezaron los éxtasis y
aparieron los estigmas, lo cual no impidió que siguiera
manteniendo a su familia con su trabajo como costurera.
Numerosos médicos fueron testigos de sus dolorosos éxtasis de
los viernes y dejaron testimonio del hecho que durante doce
años ella no tomó ningún alimento, excepción hecha de su
comunión semanal. Le bastaban tres o cuatro vasos de líquido a
la semana. En vez de dormir, pasaba las noches en oración y
contemplación, hincada a los pies de su cama.

5. Sin duda, el estigmatizado más sobresaliente del siglo XX ha


sido:

* Beato Pio de Pietrelcina (1887-1968), capuchino italiano.

II. EXPLICACIONES

Habiendo presentado los hhos, nos falta ahora dar a conocer


las diversas explicaciones que se han dado. Algunos médicos,
tanto católicos como librepensadores, han sostenido que las
heridas pueden haber sido causadas de modo enteramente
natural por la sola acción de la imaginación aunada a emociones
muy vivas. En una persona profundamente impresionada por los
sufrimientos del Salvador y penetrada por un gran amor, esta
preocupación actúaría físicamente reproduciendo en ella o en él
las llagas de Cristo. Ello no disminuiría en modo alguno el
mérito que esas personas tienen por aceptar la prueba, pero su
causa no sería sobrenatural.

No intentaremos nosotros resolver la cuestión. La ciencia


médica no pare estar aún tan avanzada para admitir una
solución definitiva. El autor de este artículo adopta una posición
intermedia, que le pare inatacable, y que consiste en demostrar
que los argumentos a favor de la explicación natural son
ilusorios. Estos son a ves hipótesis arbitrarias, equivalentes a
simples afirmaciones, basadas en hhos exagerados o mal
interpretados. Aún si el progreso de las ciencias médicas y
psicofísicas hubiese de presentar objiones serias, se debe rordar
que ni la religión ni el misticismo dependen de la solución de
esas cuestiones, y que en los procesos de canonización los
estigmas no cuentan como milagros indisputables.

Nunca nadie ha afirmado que la imaginación puede producir


heridas en un sujeto normal. Es verdad, sí, que dicha facultad
puede actuar ligeramente en el cuerpo. Como dijo Benedicto
XIV, ella puede acelerar o retardar las corrientes nerviosas, pero
no hay constancia de su acción sobre los tejidos. (De canoniz.,
III, xxxiii, n. 31). El asunto se torna aún más difícil en
individuos en condición anormal, como es el éxtasis o la
hipnosis, y a pesar de numerosos intentos, el hipnotismo no ha
producido resultados claros. A lo mucho, y en casos
extremadamente raros, ha inducido cierta exudación o un sudor
más o menos coloreado, lo cual no constituye más que una muy
imperfta imitación. Aún más, no se ha ofrido explicación alguna
para tres factores presentes en los estigmas de los santos:

1. Los médicos no logran curar esas heridas con remedios.

2. A diferencia de las heridas naturales de cierta duración, las


de los estigmatizados no emiten olores fétidos. Hay una sola
excepción conocida: Santa Rita de Casia había ribido en su
frente una herida causada por una espina arrancada de la
corona del Crucificado. Aunque su olor era insoportable, la
herida nunca supuró ni causó ninguna alteración mórbida de los
tejidos.

3. A ves las heridas emitían aromas exquisitos, como en los


casos de Juana de la Cruz, priora franciscana del convento de
Toledo, y la Beata Lucía de Narni.

Para resumir, sólo hay un modo de probar científicamente que


la imaginación, o sea la autosugestión, puede causar los
estigmas: en vez de hipótesis deben producirse hhos análogos
en el orden natural, o sea heridas no relacionadas con una idea
religiosa. Nunca se ha hecho eso.

En lo tocante al flujo de sangre, se ha objetado que sí se han


dado casos de sudor sanguíneo, pero el Dr. Lefebvre, profesor
de medicina en Lovaina, ha respondido que tales casos,
habiendo sido examinados por médicos, resultaron ser
originados por enfermedades espíficas y no por causas morales.
Más aún, se ha probado a través del examen en el microscopio,
que el líquido rojo que se exuda no es sangre. Su color se debe
a una substancia particular y no procede de ninguna herida, sino
que se debe, como el sudor, a una dilatación de los poros de la
piel. Se puede argumentar que minimizamos indebidamente el
poder de la imaginación, ya que ésta, unida a una emoción,
puede producir sudor y, así como la simple idea de tener un
caramelo en la boca produce abundante salivación, también los
nervios, influenciados por la imaginación, pueden producir la
emisión de un líquido y éste puede ser sangre. La respuesta a
eso es que en las instancias mencionadas existen glándulas
(sudorífera y salival) que en su estado normal segregan un
líquido espial y es fácil comprender que la imaginación puede
causar dicha srión; pero los nervios adyacentes a la piel no
terminan en glándulas que emitan sangre, y sin tal órgano no
pueden producir el efto en cuestión. Lo que se ha dicho de las
heridas de los estigmas se aplica por igual a los sufrimientos. No
hay prueba alguna experimental de que la imaginación pueda
producirlos, espialmente en su forma violenta.

Otra explicación de tales fenómenos es que los pacientes se


causan las heridas a si mismos, ya fraudulentamente, ya en
estado de inconsciencia, durante ataques de sonambulismo. Sin
embargo los médicos siempre han tomado las debidas
prauciones para prevenir esas causas de error, procediendo muy
estrictamente, sobre todo en los tiempos modernos. En
ocasiones, el paciente ha sido observado día y noche; en otras,
se le han cubierto las extremidades con vendas selladas. El Sr.
Pierre Janet colocó el pie de un estigmatizado en un zapato de
cobre que poseía una ventana a través de la cual se podía
observar la herida sin permitir que nadie la tocara (op. cit.
supra).

AUG. POLAIN

Transcrito por William G. Bilton, Ph.D.

Traducido por Javier Algara Cossío

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Robert Appleton Company. Online Edition Copyright (c) 1999 by
Kevin Knight

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