Carlos V - AA VV
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Carlos V - AA VV
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AA. VV.
Carlos V
Cuadernos Historia 16 - 095
ePub r1.0
Titivillus 07.01.2022
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Título original: Carlos V
AA. VV., 1985
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Carlos V.
Indice
CARLOS V
Soldado y estadista
Por Manuel Fernández Alvarez
Catedrático de Historia Moderna
Universidad de Salamanca.
Rey de España
Por Ana Díaz Medina
Profesora de Historia Moderna.
Universidad de Salamanca.
Emperador de Europa
Por Teófanes Egido
Profesor de Historia Moderna.
Universidad de Valladolid.
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Señor de las Indias
Por Demetrio Ramos
De la Real Academia de la Historia.
Cronología
Bibliografía
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Soldado y estadista
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con la que ya no volvería a vivir bajo el mismo techo, visitándola sólo de muy
tarde en tarde.
Esa orfandad fue aliviada por criarse en su niñez en la Corte de su tía
Margarita, quien después de enviudar dos veces, se retiró a su palacio de
Malinas, desde donde gobernó los Países Bajos y la pequeña tropa de los hijos
de Juana y Felipe que habían quedado bajo su tutela: Carlos, Leonor, Isabel y
María (mientras, en España, se criaban los otros dos, Fernando —el preferido
de Femando el Católico— y Catalina, la hija póstuma de Felipe el Hermoso,
que Juana la Loca tenía junto a sí, sin dejar que nadie se la arrebatase).
Sobre aquel chiquillo nacido en Gante pronto llovieron los honores. A los
seis años se vio convertido en conde de Flandes y señor de los Países Bajos.
Diez años después, la muerte de su abuelo Fernando y la locura de su madre
le hacen entrar en posesión de su herencia hispana, lo que los documentos
mencionan con el título de las Coronas de España. Es cuando se dispone a su
viaje hacia el sur, acompañado de su hermana Leonor —que le llevaba dos
años— y de un alegre cortejo de palatinos flamencos, ávidos de lanzarse
sobre la herencia española, bien dirigidos por el señor de Chièvres, Guillermo
de Croy.
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El designado
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escasa generosidad tanto a la hora de conceder mercedes como a la de
perdonar agravios.
Pero, con todo, una cualidad sobresale: su sentimiento de la
responsabilidad como gobernante, ya fuera a nivel de los diversos reinos que
regia, ya fuera al de Emperador de la Cristiandad. Mientras creyó que estaba
en condiciones de afrontar sus deberes, lo hizo sin regatear esfuerzos ni
sacrificios: cuando consideró que sus fuerzas declinaban, no dudó en
abandonar el poder causando estupor en sus contemporáneos,
En efecto, suele afirmarse que el apetito del poder es el único que nunca
se ve saciado. No fue ese el caso de Carlos V, que en su retirada a Yuste dio
muestras de grandeza de ánimo. Y siempre de ser un gran hombre de Estado
al servicio de Europa.
Carlos V casa en 1526 con una de las princesas más ricas de Europa:
Isabel de Portugal. Ese matrimonio de Estado, que había sido pedido por las
Cortes castellanas, acabó cuajando a la hora de formar un hogar.
Isabel era una princesa llena de gracia, que cautivó con su dulzura no sólo
a Carlos V sino también a toda la Corte castellana. De ella tuvo Carlos V tres
hijos: Felipe (el futuro Felipe II), María, que acabaría siendo emperatriz por
su boda con Maximiliano II de Austria, y Juana, futura madre del rey don
Sebastián de Portugal.
Carlos V puso su hogar en España, preferentemente en las ciudades
castellanas (recordemos que la Monarquía católica no tenía aún una Corte
fija), como Valladolid, pero sin olvidar a las de la Corona de Aragón, y muy
particularmente Barcelona, ciudad por la que se mostró siempre muy
aficionado, quizá por el buen recuerdo que le dejó el hecho de haber sabido
allí su elección imperial, así como por la buena acogida que entre los
catalanes tuvo aquella noticia.
Carlos V se valió de su familia para su gran política, haciendo de la
emperatriz, su mujer, o de sus hijos, sus lugartenientes en España, cuando se
veía obligado a largas ausencias. De igual forma se ayudó de sus hermanos,
para el gobierno de las principales piezas de su Imperio, o para el
afianzamiento de grandes alianzas: Fernando sería Rey de Romanos desde
1531, María se convertiría en gobernadora de los Países Bajos en 1530 y
Catalina, Leonor y Cristina serían reinas respectivamente de Portugal, Francia
y Dinamarca.
En este breve recuento familiar no puede olvidarse a sus dos hijos
naturales: a Margarita de Parma, nacida en 1522 en los Países Bajos, y al
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famoso Juan de Austria, el hijo de Bárbara de Blömberg, que alegró sus
últimas jornadas de Yuste, y que tanto juego daría en el siguiente reinado.
El soldado
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Retrato de Carlos V joven (atribuido a Jacques van Laethem, arriba, izquierda).
Carlos V y el papa Clemente VII se encaminan hacia la ceremonia de coronación del primero en
Bolonia, 1530 (derecha).
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el título de Grande, si bien sus frecuentes reveses
(Provenza, Argel, Metz) le alejan de los grandes
capitanes que en la Historia han sido.
Algunas de sus más célebres victorias no las
libró personalmente (tal como la de Pavía); en
otras, como en la de Mühlberg, es incuestionable la
colaboración del duque de Alba, que le sobrepasaba
en talento militar.
Quizá lo más sobresaliente fue que, pese a su
amor a las armas y a que pudo contar con el mejor
instrumento bélico de aquella época (los famosos
tercios viejos), jamás se planteara una guerra de
conquista, para adueñarse de otros reinos cristianos
En ese terreno su gran sueño fue acaudillar una
cruzada contra el Turco, que nunca pudo ver
realizada.
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otro testimonio, cómo entendía su oficio de soberano y, en definitiva cuál era
su idea imperial.
No fueron muchas sus intervenciones públicas. Junto a la ya citada de
Roma yo me atrevería a citar tan sólo otras tres: la de Wörms de 1521, la de
Madrid de 1528 y la de Bruselas de 1555. La primera, la de Wörms, ante la
Dieta imperial alemana, como réplica inmediata a la declaración de rebeldía
de Lutero. En aquella ocasión, Carlos hizo una solemne manifestación de su
fe religiosa, de la fe de sus mayores que él, como Emperador de toda la
Cristiandad, se creía en el deber de proteger.
Siete años después, cuando se plantea en Madrid la conveniencia de su
paso a Italia, donde esperaba ser coronado por el papa Clemente VII (la
tercera corona imperial, que le daba derecho a promover su sucesor) Carlos,
ante la oposición de sus consejeros hispanos, proclama en el Consejo de
Estado que estaba por encima del quehacer de un pueblo determinado, pues
como Emperador se debía a toda la Cristiandad, y que nada ni nadie le
impediría cumplir su destino. Esto es, haría lo que podríamos denominar una
declaración de europeísmo, lo que nos permite pensar en él como el estadista
de su tiempo para Europa; y así mientras otros soberanos actuaban por afanes
meramente nacionales, como sus contemporáneos Francisco I de Francia y
Enrique VIII de Inglaterra, él lo hacía por Europa entera.
En su tercer discurso, el que ya hemos mencionado de Roma de 1536,
pronunciado ante el papa Paulo III, el Colegio Cardenalicio y el cuerpo
diplomático acreditado en la corte pontificia, Carlos clamará por la paz en la
Cristiandad, único medio para hacer frente al común enemigo que era el
Turco. Será un brioso discurso, en el que se vale —como era frecuente en él
— de un mero apunte, ante el asombro de sus propios inmediatos consejeros,
como Granvela y Cobos que nada sabían de sus intenciones. Pronunciado en
español, ante la inútil protesta del embajador francés, hará un canto a la
nación española, como principal columna de su Imperio.
En fin, el último, el de Bruselas de 1555 es el de la despedida del poder,
en el que hace el recuento de todas sus jornadas y balance de su obra como
estadista, en cuyas tareas ya no podía continuar. Entonces recordaría, como
una de sus más notables hazañas, la serie de viajes que había acometido en
pro de la Cristiandad y por la seguridad de sus súbditos. Un discurso
pronunciado ante los Estados Generales de los Países Bajos, como una
despedida, no sólo del poder, sino también de las tierras que le habían visto
nacer. De modo que Wörms, Madrid, Roma y Bruselas vinieron a ser como
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los escenarios de los cuatro pueblos que le aclamaron por soberano: alemanes,
españoles, italianos y flamencos.
Es cierto que amó las armas, pero jamás pretendió con ellas sojuzgar a
otro pueblo de la Europa cristiana, aunque le sonriese la fortuna en el campo
de batalla, y de ello dio pruebas en el generoso tratado de Madrid, firmado
con Francisco I en 1526, el año de su fulminante victoria en Pavía. Sus afanes
de paz con Francia fueron sin duda sinceros, y eso una y otra vez, pese a la
constante enemistad del Rey Cristianísimo, ya fuere Francisco I, ya Enrique
II; otra cosa es que acabara por no fiarse demasiado de las promesas de
aquellos soberanos, promesas tantas veces vulneradas, y de lo que advertiría a
su hijo Felipe II en su Testamento político de 1548.
Por otra parte, aunque muy celoso de sus prerrogativas regias, supo
abandonar el poder cuando creyó que físicamente ya no era capaz de regir los
pueblos cuya corona había recibido. Abandonó así el poder, en aquella
memorable jornada de Bruselas, el 25 de octubre de 1555, pero no dejando
tras de sí el vacío, sino procediendo simplemente a una operación de relevo
en la cumbre, para dar paso a su hijo Felipe, al que llevaba preparando
cuidadosamente para que cumpliera dignamente con su oficio de Rey, desde
1543.
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Rey de España
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fin, lleno de contradicciones y contrastes y que, por ello, podía estimular la
curiosidad de cualquier joven monarca.
El encuentro con las tierras hispanas no se produjo conforme al
ceremonial preestablecido: el fortuito desembarco ante la asturiana villa de
Tazones llenó de sobresalto a sus moradores, que creyéndose invadidos se
aprestaron a la defensa de su tierra con todo aquello de lo que pudieron echar
mano; pintoresca anécdota en ese lento viaje de Carlos V hacia Valladolid,
que parece presidido por dos consignas: retardar lo más posible el encuentro
con Cisneros y conseguir el control de los dos personajes que podían
oponerse a sus pretensiones hereditarias: su madre, la reina doña Juana, y su
hermano, el infante don Fernando.
La visita a la prisionera de Tordesillas pudo, sin duda, impresionar
afectivamente a Carlos V, pero también le pudo llevar a considerar que
aquella mujer constituía un peligro para sus intereses de gobierno: quizá por
ello, el 14 de enero de 1520, momento en que ya sonaban fuertes las voces del
descontento en ambas Coronas, el Emperador indicaba en carta al marqués de
Denla, guardián de doña juana, que lo más conveniente era que ninguna
persona hable con S. A., pues aquello no puede aprovechar sino dañar. Era
preciso aislar a su madre de cualquier contacto político.
Antes de esto, la muerte de Cisneros y la salida de su hermano Fernando
hacia el norte de Europa parecían dejar el camino libre, aunque no hay que
olvidar que, excepto por ser el primogénito, todo lo demás estaba en contra
suya. Y en primer lugar, el enrarecido ambiente de Castilla, como lo puso de
manifiesto el recibimiento que tuvo en Valladolid, donde pronto se echaron
de ver las rivalidades entre la nobleza flamenca y la hispana, causa inmediata
de los primeros enfrentamientos.
La villa de Valladolid, como en general el país, carecía de alojamientos
suficientes para tan brillante y abundante cortejo. Por ello se quebrantan
antiguos privilegios, como la exención de alojar huéspedes de que gozaba el
clero; ello provoca una corriente de indignación fomentada, sin duda, desde el
púlpito y que se materializa en pasquines y protestas a la puerta de las
iglesias.
Castilla ve que se va contra sus leyes; por otra parte, los nuevos
nombramientos y cargos, que recaen invariablemente en personajes
flamencos, llenan de indignación a la nobleza hispana. Un mal ambiente para
preparar las Cortes de 1518.
La convocatoria de Cortes era preceptiva para ser jurado heredero. En las
de 1518 Carlos escucharía afirmaciones expresadas con esa rotundidad que
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caracteriza a la lengua castellana, y en un tono que sería preludio de los
graves acontecimientos posteriores.
La Castilla de los Reyes Católicos advierte al nuevo rey extranjero sobre
sus deberes, entre los que se encuentra en primer término la obligación de
gobernar con justicia, situando en plano secundario las otras cualidades
inherentes a la realeza, pues el buen regir es facer justicia que es dar a cada
uno lo que es suyo.
Junto a esto se le indican sus obligaciones como gobernante con
expresiones que en nada recuerdan esa sacralidad del poder que comenzaba a
imponerse en Europa; muy por el contrario, se habla de pacto entre rey y
reino, del contrato callado, y de que el rey es simplemente un mercenario que
recibe un estipendio de sus súbditos: parte de sus fructos ganancias, lo cual le
obliga a gobernar.
Las Cortes piden, además, a Carlos que aprenda castellano, se respeten las
leyes y costumbres del Reino, no salga dinero de Castilla ni entren extranjeros
en el gobierno, exigiendo, además, el procurador por Burgos que así nos lo
jure.
No serian sólo los castellanos: también tendría Carlos V dificultades con
las Corles de Aragón, que se muestran reticentes a jurarlo como rey estando
viva doña juana: ocho meses tuvo que estar la Corte en Zaragoza antes de
trasladarse a Barcelona para ser jurado por las Cortes catalanas.
Estando en esta ciudad mediterránea tiene noticia de la elección imperial:
comienza entonces una febril actividad para trasladarse a Alemania. Ni el
haber sido jurado en Valencia, ni el movimiento de las Germanías, mía
tensión que ya empezaba a sentirse en Castilla iban a detenerle.
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en castellano, lograron convencer a los procuradores, aunque después bajo las
amenazas y los sobornos acabaran aprobando el impuesto.
No eran sólo las ciudades, pues el descontento era general: la nobleza, el
clero y el campesinado se sentían postergados y humillados. La mitra
toledana que había ostentado Cisneros estaba ahora en manos de un joven
extranjero: como gobernador, otro extranjero, Adriano de Utrecht, el príncipe
don Fernando había salido de la Península, y algunas ciudades reclamaban la
presencia de un monarca que sólo parecía estar pendiente de reunir el apoyo
económico necesario para marcharse, y cuyo regreso se veía como muy
problemático.
Mientras esto sucedía en Castina, en Valencia y Mallorca había estallado
el movimiento de las Germanías, una alteración de marcado matiz social en la
que a los tradicionales enfrentamientos nobleza-menestrales vienen a sumarse
en 1519 una serie de circunstancias que actuarán como detonante: de un lado,
la peste de 1519, que hace abandonar la ciudad a los sectores privilegiados,
acentuando la crisis de subsistencia: de otro, las concesiones de la Corona a
los agermanados, en su deseo de ser jurado por las Cortes sin personarse en
Valencia, y, finalmente, la presencia del turco en el Mediterráneo, que obligó
a los menestrales a disponerse a la defensa de la ciudad, portando armas y
organizándose en germanías.
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menestrales, en la que se incrustó la peculiar problemática de la población
morisca, hizo el resto en un enfrentamiento en el que todavía quedan puntos
oscuros e interpretaciones polémicas, y donde podemos atisbar interesantes
aspectos antiseñoriales y antimudéjares, así como una plataforma
reivindicativa a la que no son ajenas como pasará con las Comunidades—
cuestiones relacionadas con el sistema tributario, con la problemática de los
censales o los deseos de sanear la hacienda municipal.
El fracaso del movimiento, así como la ulterior postura represiva de la
Corona, que en este caso parece actuar a instancias y presiones de los nobles,
tuvo importantes consecuencias para Valencia, como demostró García Cárcel,
y no sólo en el plano económico y social, por lo que supone de triunfo del
sector caballeresco, sino en cuanto a tensiones jurídicas o a cuestiones de tipo
cultural.
En cuanto al movimiento comunero, estamos ante algo que ha suscitado y
suscita controversias, interpretaciones y planteamientos polémicos entre los
historiadores desde el momento mismo de producirse los acontecimientos.
Está claro que los primeros actos de rebeldía contaron con el apoyo de
todos, siendo necesario que el movimiento tomase aires antiseñoriales para
que Carlos V tuviera un poderoso aliado en Castilla contra la causa comunera:
la alta nobleza.
En un principio, el movimiento no pareció interesar demasiado al
Emperador, preocupado por otras cuestiones de política internacional: el viaje
a Inglaterra, los problemas con Francia, la coronación en Aquisgrán, el
problema luterano o la amenaza del turco. Las cartas de Adriano de Utrecht,
en las que se da puntual cuenta de los acontecimientos, parecen caer en el
vacío, pese a que los alborotos de Segovia y Toledo son ampliamente
destacados, así como el incendio de Medina del Campo, que tan enorme
resonancia y solidaridad supuso para la causa comunera.
Tampoco la constitución de la Junta de Avila ni los escasos recursos de
los realistas le hacen actuar con firmeza. Sólo cuando en septiembre de 1520
las fuerzas comuneras se apoderan de la villa de Tordesillas y se entrevistan
con doña Juana vemos reaccionar a Carlos V, pues no en vano la legalidad
parecía, en aquellos momentos, estar más vinculada a doña Juana que a él
mismo: y así procede a hispanizar el gobierno, colocando junto a Adriano de
Utrecht al almirante de Castilla y al condestable, dispensa de pagar el tributo
acordado en las conflictivas cortes de Santiago-La Coruña a las ciudades que
se mantuvieran fieles a la Corona, al tiempo que hace un llamamiento
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concreto a aquellas otras, como Burgos, que parecían dispuestas a abandonar
la rebelión.
Todo ello debilitará la causa comunera, como la debilitará también el
hecho de la fuerte reacción antiseñorial que se produce en ese mismo mes de
septiembre, a consecuencia de los levantamientos en las tierras de señorío, y
concretamente en la villa de Dueñas, según demostró Gutiérrez Nieto.
Sin embargo, la situación seguía
siendo tan grave que el 30 de septiembre
de ese año de 1520 escribía el
condestable al Emperador desde
Briviesca asegurándole que todo cuanto
hay de aquí a Sierra Morena todo está
levantado, y conminándole a que
regresase a Castilla, y si no, a que enviéis
dineros y muchos, y a que mandase
refuerzos de soldados: Hasta aquí —
añadía el Condestable— no me parecía
que debía entrar gente extranjera;
agora, Señor, digo que vengan alemanes
y vengan franceses y vengan turcos, que
todo es necesario para restituiros en
El cardenal Adriano de Utrech. vuestro Estado.
Pero lo cierto es que a partir del
otoño de 1520 los comuneros empiezan a acumular errores y los imperiales a
salir de aprietos: de un lado, la defección de algunos nobles que habían
formado fila con los comuneros, o que habiéndose mantenido al margen
propiciaban la causa revolucionaria, y que ahora son abiertamente favorables
a la Corona: de otro lado, los proyectos y actitudes reformistas de los
comuneros alarman a los elementos moderados del sector y provocan
tensiones en un grupo no demasiado homogéneo: y, en fin, el fuerte préstamo
de Portugal que reciben los imperiales, van cambiando las cosas hasta que el
23 de abril de 1521 el ejército comunero sufre una espectacular derrota en
Villalar, y aunque Toledo todavía resiste algunos meses, también acabará
sometiéndose.
En el verano de 1522 Carlos V regresa a España con el objetivo de
aquietar las tensiones de los reinos hispánicos. Los primeros momentos están
presididos por una fuerte represión.
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Hispanización de Carlos V
De momento poco parece haber cambiado, y las tensiones con las Cortes
vuelven a producirse el año 1523, aunque lo cierto es que no sólo se está
iniciando la hispanización de Carlos V, entendiendo por tal el hecho de que
acaba de aprender el idioma y comienza a hacer suyos los ideales de los
Reyes Católicos, sino que también se está iniciando la europeización de un
determinado sector de la nobleza y el clero; son los que constituirán lo que se
ha denominado el partido imperial.
Es ahora cuando se produce el matrimonio con Rabel de Portugal, enlace
muchas veces sugerido por Castilla, y que supone continuar con una linea
iniciada por los Reyes Católicos, sobre la base de uniones matrimoniales.
El nacimiento del heredero en 1527
sienta el principio de la unión entre rey y
Reino. Pero por encima de estas
circunstancias vinculadas a su vida
familiar, está también su deseo de evitar
acontecimientos como los pasados de
Comunidades y Germanías, siguiendo
pautas de gobierno acordes con los
ideales nacionales. Por ello, en las
permanentes ausencias del rey-
emperador se estudia cuidadosamente la
designación de gobernadores, que recae
invariablemente en miembros de Su
propia familia, a los que se asesora para
Carlos V (grabado de H. Liefrink). el gobierno con instrucciones que son
hoy piezas de gran utilidad al historiador
para comprender el pensamiento político de Carlos V y sus preocupaciones en
cuestiones de gobierno.
Todas sus ideas políticas van surgiendo en esas instrucciones en las que,
pese a reiterarse la omnipresencia del gobernador en todos los actos de
gobierno, se formulan restricciones en sus atribuciones, dado que para
determinadas cuestiones habrá de consultar con el emperador, siendo
constante la preocupación de evitar el gobierno de los grandes, o de que se
caiga en manos de validos.
Junto a estas preocupaciones por gobernar sin tensiones y en línea con
determinados planteamientos de la etapa anterior, es necesario destacar la
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constitución del partido imperial, formado por un
sector de la grandeza del Reino que se transforma
en nobleza cortesana y acompaña al emperador
en sus desplazamientos. Aunque ciertamente esa
postura no es la de la mayoría: antes bien, buena
parte de la alta nobleza adopta una postura crítica
en relación a la política imperial, que está
consumiendo a los reinos hispánicos y
fundamentalmente a Castilla y que la tiene
apartada del poder.
Se inicia así un interminable rosario, por un
lado de peticiones pecuniarias, y por otro de
quejas del Reino, porque el esfuerzo hispano no
iba dirigido a solucionar problemas internos, sino
a abordar cuestiones internacionales, apartándose
de la problemática del país Esto es lo que más o
menos se vino a decir al Emperador en las Cortes
Generales de 1527, donde, presentes los tres Soldado español de caballería
brazos, la nobleza sólo se compromete a ayudar con sus vidas y haciendas,
de las Bandas de Ordenanza, 1521.
Dibujo de T. Jacinto Ruiz.
acompañando personalmente al Emperador en la empresa de apoyo al infante
don Fernando, que se veía amenazado en Viena, pero no está dispuesta a
aceptar ningún impuesto votado en Cortes.
El clero también se mostró evasivo, con la excepción de algunos
eclesiásticos de la Orden de San Benito: y en cuanto a los representantes de
las ciudades, mal podían hacer frente al nuevo impuesto teniendo pendientes
pagos anteriores, y recordando al rey los problemas que estaban causando
constantemente los corsanos berberiscos y el terrible drama de los cautivos,
algo más próximo y más tangible que las cuestiones europeas.
Por todo ello inicia el Emperador un complicado sistema financiero
basado en créditos, préstamos y anticipos, venta de cargos, de hidalguías y de
tierras de la Corona: algo que permite mantener grandeza y poder en Europa,
aunque en medio de constantes agobios financieros, deudas y penuria. Algo
también que hace a España más europea y que la mantiene omnipresente en el
ámbito internacional, pero que va agotando y esquilmando sobre todo a
Castilla, hasta el punto de que en 1545 Felipe II describiría a su padre de esta
forma la penosa situación del campesinado castellano, acosado, entre otras
cosas, por un impresionante sistema tributario: La gente común está reducida
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a tan extrema necesidad y miseria que muchos dellos andan desnudos sin
tener con qué se cubrir.
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en el que no le hablen de negocios de Estado, como indica cierto personaje de
su séquito: Viene tan recatado de tratar, ni que le hablen de negocio, que ni
los quiere oír ni entender.
Y es así como, próximo a Jarandilla y junto a un convento de jerónimos,
surge el palacio de Carlos V en Yuste: una construcción en la que Si bien no
hay suntuosidad, tampoco es un retiro ascético. Se trata de una residencia
acogedora y soleada, algo que en su construcción recuerda a las villas
italianas, y en la que el César se rodea de sus relojes, libros y mapas, sin
olvidar el complemento de la música.
Pero ese retiro y esa soledad pronto se ven interrumpidos por quienes
venciendo las dificultades de las comunicaciones desean consultar o informar
a Carlos V. Así, comienzan a llegar correos, embajadas y cortesanos; y
también, cómo no, los problemas de Estado.
Por ello le veremos actuar en las difíciles negociaciones con Francia, a las
que no es ajeno el problema de Navarra, y en los problemas planteados por las
relaciones con Portugal, tanto en el fallido intento de casar a la princesa
María, su sobrina, con Felipe II, como en el espinoso pleito de la Regencia
portuguesa; algo en lo que el Emperador atisba ya la posibilidad de la unión
peninsular.
Los dos años de estancia en Yuste no son, por tanto, un apartamiento del
mundo, sino una especial forma de seguir en esas tareas de gobierno desde un
retiro voluntario en España. Esa España a la que Carlos V había implicado en
problemas europeos, apartándola de otros caminos que surgieron
prometedores en la España de los Reyes Católicos, pero haciéndolo en un
intento de mantener unida a la Cristiandad europea.
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Emperador de Europa
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En el espíritu supranacional no operan únicamente factores territoriales y
dinásticos, a los que no hay que restar protagonismo decisivo; actúa otro
elemento que, aunque no se pueda medir, se percibe omnipresente: el
ambiente.
No fue Carlos V el único empeñado en que lo de Emperador no quedase
reducido a un título sin ulteriores contenidos. No vamos a entrar en el otrora
apasionante debate acerca de los orígenes —o de la propia existencia— de la
idea imperial. El programa, por más disforme que fuera, de: a) paz entre los
príncipes cristianos y reforma de la Cristiandad, b) de guerra contra el infiel,
es decir, contra el turco, era esperanza, aunque imposible, compartida por la
cosmopolita república de los humanistas, por numerosos eclesiásticos, por
sectores sociales comprometidos, por el mismo pueblo a su manera.
Carlos V —que no el Papa— era el único que podía llenar este
mesianismo rebosante de integrantes políticos y religiosos, menos
diferenciados entonces que después.
Así lo proclama el ideólogo más representativo e influyente, Erasmo, en
escritos pacifistas, cual el de La querella de la paz; así lo predica, desde otras
perspectivas a la verdad, Lutero en su decisivo Manifiesto a la nobleza
alemana. Los mismos tonos ha descubierto Fernández Alvarez en una
encuesta en que obispos como los de Palencia y de Cuenca verbalizan en
paráfrasis evangélica el deseo de que en sus bienaventurados días sea un ovil
y un pastor.
Las circunstancias se encargarían de encauzar el posible programa o
ideario del Emperador. Con ello no queremos decir que estuviese desprovisto
de una especie de ideología, fuera la de la monarquía universal de estilo
humanista o dantesco, de origen borgoñón o tradicional castellano, como
discutieran en su día Rasow, Brandi y Menéndez Pidal, sino que no hay que
desvincular de todo ello al propio Carlos V, conducido por urgencias más
inmediatas, por compromisos que no tuvieran los emperadores medievales y
que hacen evolucionar su política europea.
Los resortes que pudo esgrimir fueron también mucho más poderosos que
los que tuvieron a su disposición los otros monarcas de la Cristiandad, por no
aludir siquiera a los mermados de su abuelo el emperador Maximiliano I.
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Medios de acción
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pesar de las quejas primeras, en responsable casi exclusiva de una política
europea que casi nunca rimó con sus intereses tradicionales.
Los míticos tesoros de las Indias no fueron tan cuantiosos como a veces se
afirma: pero tampoco resultaron desdeñables por su disponibilidad directa,
por las promesas para el crédito, para los préstamos, de la banca internacional,
que supo imprimir seguridad y velocidad a los metales.
Las resistencias iniciales de Castilla, tan exhausta como revela la
correspondencia de la emperatriz o del heredero, se transformaron en
progresiva identificación con el europeísmo del Emperador, sabedor, quizá
tardíamente, de dónde se hallaba el centro de su poder.
A las demandas crecientes y lejanas responden las ciudades, la nobleza, la
Iglesia. Esta, en su elemento clerical, contaba con envidiables resortes de
acción sobre la opinión pública, predispuesta hacia el secular ideal de cruzada
transportado hacia el turco, hacia el luterano o hacia el francés aliado de
herejes.
Los predicadores, en efecto, con todo su poder en sociedades sacralizadas
y analfabetas, se encargaron de conectar ideales religiosos con urgencias de
financiación, de enfatizar —como ocurría desde 1527 ante el avance de los
turcos por Hungría y tras Mohacs— el peligro de la Cristiandad, la necesidad
de la defensión de la fe.
Es muy posible que las representaciones mentales de aquellos castellanos
se fijasen más en el infiel cercano, mediterráneo, el que acosaba sus costas,
que en el de Hungría, aunque los apuros del Rey de Romanos. Femando, no
les sonasen tan lejos: no lo es menos que élites y pecheros de Castilla se
fueron sensibilizando hacia Europa y que sus soldados se encuentran por
doquier, y que con el Emperador viajero va una corte de intelectuales,
teólogos, capellanes, predicadores, humanistas, secretarios: a sus retornos,
España —más aún Castilla y en desigual trueque— se verá aireada con
vientos nuevos, con afanes humanistas, con ideas reformadoras y
enriquecedoras de tendencias arraigadas, pero más limitadas, de antes.
Las dificultades
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Y es que el de Carlos V no era un imperio de verdad que contase con una
infraestructura administrativa adecuada y común, drenadora de
convergencias. Más bien sucedía todo lo contrario: era rey de muchos reinos,
señor de señoríos, como rezan las intitulaciones de Su Majestad; pero cada
uno de estos dominios tenía, junto a sus tendencias e instituciones respetadas,
sus propios intereses como fuerzas centrífugas y condicionantes de un
programa acorde. El reciente Consejo de Estado para asuntos internacionales
era creación castellana a fin de cuentas; la presencia de familiares al frente de
las herencias no daba cohesión, a veces fue hasta fermento distorsionante
dinástico. Como dice Koenigsberger, Carlos, y sólo Carlos, representaba al
Imperio.
Un Imperio, además, desproporcionado y lejano, que con la aparente
grandeza escondía sus miserias. Una de las últimas, nada despreciable dada la
situación de las comunicaciones, radica en los limites impuestos por las
distancias espaciales y temporales, con sus lentitudes intrínsecas. Resultaba
difícil solucionar problemas, atender urgencias, en el momento preciso con
aquellas infraestructuras. Y eso que Carlos V fue un hombre de Estado más
entregado a su quehacer, incluso más papelero de lo que suele pensarse al
compararlo con Felipe II.
Este obstáculo logró que, a veces, hasta los mismos viajes del Emperador
se convirtiesen en factor negativo por la dificultad insuperable de atender
solicitudes coincidentes en el tiempo, lejanas en el espacio. Dos ejemplos
notables: su estancia primera en Alemania, si no lo desencadenó, alargó el
conflicto comunero en Castilla: los años que, a continuación, dedicó a Castilla
dieron alas a la expansión, ya inexorable, del luteranismo alemán.
Todos estos problemas nacían de dentro. Su idea —o su práctica—
imperial encontró obstáculos, también explicables, de fuera, por la
multiplicidad de concurrencias de su política con la de los otros. Hasta en su
programa de reforma de la Cristiandad chocó con el valladar de Roma, celosa
de conciliarismos, de regalismos, de iniciativas por parte de Carlos en esferas
religiosas que creía exclusivas del pontificado, temerosa ante las concesiones
teológicas y disciplinares que el Emperador estuvo dispuesto a otorgar a los
luteranos con tal de salvar la paz.
Ahora bien, las confrontaciones se hicieron inevitables con los otros
poderes y cuajaron en las interminables guerras, a veces acumuladas y sin
posibilidad de prioridades, con Francia, con los turcos, con los príncipes
protestantes.
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Las muchas guerras con Francia
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Según Carlos V, según tantos españoles, el rechazo posterior de lo firmado a
la fuerza era una clara vileza.
El miedo a la potencia de Carlos forzó la Liga de Cognac entre todos los
príncipes occidentales, incluido el papa Clemente VII, que tuvo que
presenciar el célebre Saco de Roma (1527) y soportar su encierro-prisión en
el castillo de Sant’ Angelo. Fue el motivo de la guerra declarada de Francia,
guerra llevada otra vez a Italia, concretamente por Nápoles.
Si el ejército de Carlos V salió airoso fue por los recursos llegados de
España y porque las galeras genovesas se pasaron del partido francés al
imperial con secuencias posteriores quizá no tan bonancibles para el porvenir
español, demasiado ligado a Génova en tantos capítulos decisivos. La paz de
las damas (Cambrai, 1529) impuso cláusulas similares a las de Madrid.
Reconciliado con el Papa, al año siguiente, en actos que trascendían de lo
ceremonial, Carlos V fue coronado en Bolonia con las dos coronas que le
faltaban, y aprovechó la ocasión para su discurso cesáreo y expresivo de ideas
europeas difícilmente realizables.
La tercera guerra estalló antes de lo previsto y después que el Emperador,
en otro memorable discurso de acentos europeos y clarividentes, echara en
cara al francés sus inteligencias con el infiel y el hereje. Como espoleta actuó
la muerte del duque de Milán. La actuación de los frentes del norte, del
arrasador de Provenza, terminó la confrontación de un año con las treguas de
Niza-Aigues Mortes (1537), bien negociadas por el nuevo papa Paulo III,
extrañamente neutral por el momento, y con las acostumbradas promesas de
dotes territoriales y lazos matrimoniales.
Milán y enclaves de los Países Bajos ocasionaron el otro conflicto, en el
que el ejército imperial, bien pagado con los fondos que de Castilla extrae
Cobos, arropado por la seguridad de la inteligencia con Inglaterra, arrancó de
Metz y llegó casi hasta París, forzando la paz de Crépy (septiembre 1544).
Tras dos años de guerrear se entraba en un período de sosiego que posibilitó
la inauguración de Trento.
En el otro extremo de Europa, el Imperio turco, no menos complejo, con
sus debilidades, mejor organizado, se encontraba en una fase gemela al de
Carlos V. Maneja un aparato ideológico-religioso similar, y como su fortaleza
y su esencia dependen de la expansión de un pueblo en armas, tiende a ocupar
espacios que, tanto Danubio arriba como hacia el Mediterráneo occidental,
tiene que chocar con las fronteras de una Cristiandad sentida de forma
especial desde España.
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El otro imperio
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El fin de la Cristiandad
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tiempo y dando facilidades para que el Evangelio se expandiera y se
consolidara incluso fuera de las fronteras alemanas, consumando la división
de la Cristiandad, ya inexistente e inviable. Lutero —nunca perseguido
eficazmente— pudo vivir tranquilo —si es que en él y aquellas circunstancias
era posible la tranquilidad—, protegido por su duque elector de Sajonia.
Y la promesa de Carlos en Worms se cumpliría, pero sólo en algunos de
sus reinos, es decir, en los españoles. Tellechea, Fernández Alvarez,
Redondo, han podido contrastar la penetración del luteranismo en España,
bien abonada, por otra parte, para la recepción de ideas y reformas.
En el centro del conflicto, en Alemania, el Emperador se atuvo a
comportamientos menos represivos, atento como estaba a salvar la
Cristiandad. Su estrategia se cifró en el diálogo, en el esfuerzo por forzar
acuerdos. No hay duda de que su actitud fue uno de los factores del retraso de
un concilio que llegaría tarde: mas tampoco se puede cuestionar que,
conocedor como era de los métodos romanos, la confrontación dialéctica
podía salvar la ruptura teológica y confesional.
Los hechos se encargarían de confirmar lo certero de sus previsiones.
Tantas Dietas aprovechadas para la discusión, tantas conversaciones y
coloquios como se celebraron y movilizaron a los teólogos más
representativos de ambos frentes, a veces no hicieron sino ahondar
diferencias, revelar que allí no sólo se ventilaban principios y consecuencias
teológicos: los señores, cuando se llegaba al problema de las
desamortizaciones y devolución de bienes eclesiásticos, manifestaban que el
factor económico estaba en juego.
Ahora bien, en aquella serie de debates se registraron intentos y
situaciones de ecumenismo temprano, concesiones inesperadas por unos y
otros: el caso más claro fue el de la Confesión de Augsburgo (1530). Lutero,
confinado por los suyos cerca, en el castillo de Coburgo, el Papa, celoso de
las cesiones de Carlos V: los intereses económicos de señores y ciudades en
juego, se encargarían de hacer fracasar el acercamiento, al igual que
acontecería después en la paz de Nüremberg (1532) o con la declaración de
Ratisbona de nueve años más tarde.
Y es que a aquellas alturas el movimiento evangélico y la defensa católica
habían cristalizado en organizaciones militares, tan políticas como religiosas,
puesto que la confesionalidad no fue siempre el determinante de las
adscripciones de los respectivos príncipes y señores. Aunque las
confrontaciones se retrasasen, determinadas agresiones territoriales
justificaron el choque con la Liga protestante de Smalkalda, comandada por el
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duque elector de Sajonia, Juan Federico, y por el landgrave de Hessen, Felipe.
Entró en juego la diplomacia, y la intriga ganó para la causa imperial al duque
Mauricio, el de la otra Sajonia.
Más decisivas, otra vez, resultaron las movilizaciones humanas, las
ayudas económicas llegadas de los Países Bajos, los socorros de otro embargo
de las remesas indianas con la consiguiente agitación de las operaciones
financieras. Todo ello explica la victoria legendaria de Mühlberg (1547), que
no fue aprovechada por los imperiales, que volvió a despertar los celos hasta
del Papa, temeroso del protagonismo de Carlos y de las concesiones a los
luteranos (ínterin de Augsburgo, 1548) en suplantación del concilio en curso
(que, naturalmente, medio se suspendió por su traslado pontificio a Bolonia).
La situación no fue aprovechada racionalmente por los imperiales. Más
aún: las circunstancias posteriores al triunfo alentaron al otro frente, al
disponer —y ello es bastante significativo— de duplicidades y complicidades
del malhumorado Rey de Romanos, el propio hermano de Carlos V: al
materializarse la defección de Mauricio de Sajonia, engrandecido antes por el
Emperador, jefe ahora de las tropas adversas, y al contar con otro factor más
decisivo: las libertades germánicas, identificadas con la causa evangélica
(luterana), encontraron un formidable valedor en el monarca francés (Enrique
II), con sus promesas de apoyo militar, de aportación financiera, a cambio de
estratégicos territorios en Lorena.
De poco sirvieron en tales circunstancias los preparativos. En 1552, el
frente antiprotestante del Tirol tuvo que retroceder, obligando al Emperador a
retrasarse a lugares menos inciertos que Innsbruck; meses más tarde el
ejército imperial, numeroso, tuvo que cejar ante el fallido cerco a los
franceses en Metz.
Este año aciago, tales retiradas o huidas algo vergonzantes, el fracaso
familiar por lo que al Imperio y a los dominios regidos por Fernando se
refiere, son acontecimientos llenos de simbolismo al margen de las realidades
inmediatas. A todo ello se unió más tarde algo más trascendental. En la paz de
Augsburgo (1555) hubo de plegarse a la confirmación oficial de lo que ya era
un hecho incontestable: en Alemania se reconocía con todas las de la ley a la
confesión luterana en pie de igualdad con la católica, con la ratificación de
todas las secularizaciones, con la imposición del credo del príncipe
obligatorio para todos los súbditos respectivos. Con la ruptura de la unidad
religiosa se quebró la ya casi única referencia común de Europa, sumergida en
las simas de la intolerancia.
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Más que de fracaso quizá convenga hablar de imposibilidad de la idea
europea a aquellas alturas. Carlos V se recluye en Yuste tras la serie de
abdicaciones en ceremonias a veces emotivas. El otro repliegue, el de
Castilla, tan agotada y en bancarrota como él; la clausura a ideas y vientos de
fuera: su imagen tan distinta a la de otros tiempos abiertos de Carlos V, fue
una consecuencia de la política última del Emperador, lealmente seguida por
su sucesor.
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Señor de las Indias
C UANDO se lee la titulación con que Don Carlos encabezaba las Reales
Provisiones, puede advertirse un contraste con la forma en que se tituló,
por ejemplo la reina Isabel con don Fernando, pues aparte del honor que se
reserva a la categoría de Emperador, se enumeran así los reinos de que es
titular: de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de
Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Córcega, de Murcia, de
Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canarias, de
las Indias, Yslas e Tierra Firme del Mar Oceano…
¿Desde cuando y cómo han llegado a convertirse esas Indias, islas y
Tierra Firme del Mar Oceano en reinos? Este es el primer hecho que debe
valorarse de la amplia y multifacética política indiana del Emperador. Aunque
el hecho en sí responde a una trayectoria que, para su mejor inteligencia,
debemos examinar.
Desde la muerte de Fernando el Católico se puso de manifiesto una
peligrosa doble política sobre las Indias: por un lado, actuaba el gobernador
Cisneros, de acuerdo con los poderes que don Carlos le hizo llegar, fechados
el 7 de junio de 1516: y por otro lado se actuaba, también, desde Flandes, con
nombramientos o resoluciones que normalmente desatendía el Cardenal.
Esta doble decisión indica ya desorden o, lo que es peor, manejo de la
voluntad de don Carlos por los que le rodeaban que, como sabemos, eran los
menos afectos a la linea política que siguió el Rey Católico, hasta el extremo
de que casi cabe hablar de ellos como de una corte de exiliados, a la espera de
la inevitable posibilidad.
El hecho es que esta corte de Flandes fue nutriéndose de descontentos y
de reclamantes, hasta el extremo de que el mismo Las Casas pensó pasar allí,
a la muerte del Rey Católico; del mismo modo que don Diego Colón, en
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demanda de sus respectivas pretensiones. De aquí el auge de personajes,
como Lope de Conchillos o Francisco de los Cobos, a quien Cisneros había
apartado de su función de vicecanciller.
Don Carlos, dada su inexperiencia, no hizo en esta época otra cosa que
dejarse llevar de la mano de los pedigüeños, que deseaban al fin tomar parte
en aquel reparto de botín. Un ejemplo verdaderamente escandaloso lo
tenemos en la merced obtenida en Bruselas, el 20 de abril de 1516, por
Guillermo de Croy de todos los oficios e otras cualesquier cosas de que el rey
don Felipe, mi padre e Señor, que haya santa gloria, había hecho merced a
monssieur de Vilá, su camarero mayor ya difunto, en las Indias, Islas e Tierra
Firme del mar Océano.
Es decir, que esta dilapidación venía de atrás; sólo que entonces Fernando
el Católico taponó la rapiña de Vilá con el nombramiento de don Diego
Colón, al que difícilmente podrían desplazar. Fue su gran pieza. Pero
Guillermo de Croy, dado que don Diego Colón estaba ahora apartado de las
Indias, pensó llegado su momento para con esta merced, convertirse en dueño
y señor.
En 1517, pues, como opinó Giménez Fernández, pretendió hacerla
efectiva y anular todos los nombramientos de quienes no tuvieran la
correspondiente Real Provisión firmada por el rey, reduciendo así a la nada
toda decisión hecha, desde la muerte de Felipe el Hermoso.
Sin embargo, debió parecerle más prudente esperar hasta la llegada a
España, cuando pudo advertir que no era tan fácil poner en práctica tal
liquidación, que significaba la sustitución de todas las personas que ejercían
algún cargo o función en las Indias por sus paniaguados o incondicionales.
Por algo, cuando don Diego Colon había obtenido en Flandes —gracias a las
gestiones de García Lerma— la orden para que fueran atendidas en sus
demandas, luego, repentinamente, el 18 de abril de 1517, se ordenaba todo lo
contrario, para que se aplazara cualquier resolución hasta la llegada del rey y
su corte a España.
Y cuando el joven monarca vino por fin a hacerse reconocer por las
Cortes como rey, las decisiones siguieron, durante algún tiempo, en manos
del mismo equipo de favoritos, pues no parece que don Carlos llegara a
atisbar la complejidad de los problemas indianos, y sólo en parte, hasta la
época de Barcelona, o mejor dicho hasta la célebre reunión de Molins de Rey.
El propio Las Casas lo testifica, cuando dice que era Jean Le Sauvage, Gran
Canciller, quien decidía todo, pues en éste puso el rey toda la justicia y
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gobernación de Castilla y de las Indias, y no habla necesidad de negociar
con el rey cosa alguna.
Afortunadamente, la muerte de Jean Le Sauvage y el ejercicio fugaz de la
cancillería por Jean Carondelet y por Gattinara, vino a determinar que tuviera
que ser llamado, por su experiencia y conocimiento, el obispo Rodríguez de
Fonseca, antiguo consejero de los Reyes Católicos, con el que pudo comenzar
a ponerse término a la desaforada ambición de los flamencos sobre las Indias.
Sin embargo, no todo fue tan fácil. Cabe recordar a este propósito dos
mercedes más, otorgadas ya en España. Una de ellas fue la concesión de la
exclusiva para la introducción de esclavos negros en las Indias al señor de
Bresa, cuando todo el grupo flamenco decidió respaldar las demandas de Las
Casas para que se prohibiera que los indios extrajeran los metales preciosos,
porque de esta manera, el precio al que podían venderse los esclavos, siendo
imprescindibles, sería muchísimo mayor.
La otra merced fue no menos escandalosa, pues al conocerse el
descubrimiento del Yucatán y tierra colindante por Hernández de Córdoba, el
almirante de Flandes se apresuró también a solicitar aquella tierra —es decir
lo que seria la Nueva España— como feudo. Y obtenida la merced del señorío
del Yucatán, dispuso el cortesano flamenco la recluta de un contingente De su
tierra, que negó a Sanlúcar, con el fin de poder pasar a establecerse en aquella
parcela indiana.
Pero si la merced de la entrada de los 4.000 esclavos tropezó
inmediatamente con el inconveniente de que para venderles había primero
que tener tal número de negros y no los tenía —por lo que hubo de
conformarse con vender las licencias—, tampoco tuvo mejor suerte el feudo
de Yucatán, porque cuando los pobladores flamencos se aprestaban a hacer el
viaje trasatlántico, pudo conocerse que Hernán Cortés, sin saberlo, había
salvado la españolidad del territorio, gracias a su fulminante conquista.
Podemos imaginarnos con qué ánimo quedarían los flamencos que
rodeaban al Emperador, cuando en Valladolid pudieron contemplar el desfile
por la corredera de San Pablo abajo, del tesoro que remitía Cortés, con sus
procuradores, para cubrir de asombro hasta el lugar donde se había instalado
el Rey. Era algo que se les escapaba, pero cuando ya estallaba el tumulto en la
ciudad contra las exigencias del servicio extraordinario, que daría paso al
alzamiento comunero.
La habilidad de Juan Rodríguez de Fonseca se puso bien pronto de
manifiesto en La Coruña, al favorecer una decisión, de otra forma
inexplicable, como fue la de otorgar a Las Casas aquella capitulación ese
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mamparo para la Tierra Firme, que la hurtaba de cualquier ambición
flamenca: como también se otorgaba en La Coruña la ampliación de
privilegios a don Diego Colón, para que pudiera volver a las Indias como
propietario hereditario del virreinato, pues su inamovilidad impediría también
que sobre su territorio pudiera caer la contenida apetencia del prepotente
Guillermo de Croy. Que él estaba bien al acecho de lo que pudiera hacer
suyo, se ve en el hecho de que, también en La Coruña, el 8 de mayo de 1520
se le revalidaba la merced de todos los oficios, aunque ya en forma muy
distinta, pues sólo figuraba la posibilidad de hacer suyos los que en adelante
vacaran, pues únicamente entonces podría proveer, tanto en Su favor como en
las personas que nombrara por su propia cuenta En consecuencia, era una
forma de diferir para un incierto futuro aquellas prerrogativas que creyó tener
al alcance de la mano.
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En una época como la renacentista, en la que se estaba viviendo, tuvo que
aletear la presunción de que algo parecido a lo que pudo ser en la época
romana el levantamiento de las legiones de Oriente, podía reproducirse ama
en el Occidente Porque el caso es que por su parte, los pasos dados por don
Diego Colón no eran tampoco tranquilizadores De aquí que intentara
remediarse todo de raíz: sustituyendo a don Diego Colón por una Real
Audiencia, que gobernara colegialmente las Indias.
Ello suponía, sencillamente, la transformación del señorío indiano,
recibido de los Reyes Católicos, en un Reino ultramarino, como los reinos
nuevos de ultrapuertos se sumaron a los viejos reinos, tras el empujón del
siglo XIII.
Consecuentemente, se marcaba decididamente la línea realista y se
decidió, a fin, sustituir el gobierno de Don Diego —limitado y limitativo—
basado en sus derechos, por un poder de autoridad colegial, tal como estaba
previsto por la cédula de 11 de abril de 1521, pero reemplazando ahora al
Almirante por una autoridad de respeto, revestida del indispensable
ascendiente moral.
Una cédula real de 23 de marzo de 1523 ordena a D. Diego Colón regresar
a España sin pérdida de día, lo que cumple casi inmediatamente, pues el 5 de
noviembre escribe ya desde Sanlúcar, avisando su llegada, aun cuando había
dejado en La Española a la virreina por haber dado a luz. Que la retirada del
segundo Almirante era la clave de las modificaciones sustanciales que se
tenían premeditadas, nos lo evidencia la carta que el monarca escribe desde
Pamplona el 27 de diciembre a la Audiencia y oficiales reales de La Española,
en la que, después de acusarles recibo de sus cartas, que llegaron en la nave
en que regresaba el Almirante, les decía que «con cuya venida se dará orden
en las cosas desas partes». Regreso y ordenación, pues, eran solidarios.
La razón de esa asociación es muy clara, pues sólo cabía el
establecimiento de un nuevo sistema, liquidando el régimen dual de derecho
que venía paralizándolo. Y ese nuevo sistema no es otro que el consistente en
dotar a los territorios ultramarinos de un organismo administrativo superior,
que les fuera propio: tal el Real Consejo de las Indias, es decir, haciéndolas
reino. Hasta tal extremo se liga la formalización del Consejo —
administración plena— con la separación del Almirante que, dos días después
del segundo llamamiento a Fray Luis de Figueroa, que fue hecho el 6 de
marzo de 1523, se nombra al Doctor Diego Beltrán consejero de Indias. No se
ha nombrado presidente de ese organismo, lo que hubiera sido lógico, pero
ese cargo —que parecía reservado para Fonseca— no se cubre en ese mismo
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momento, sin duda alguna a causa de su enfermedad y a la espera de su
desenlace.
La creación del Real Consejo de las
Indias, que podemos dar como existente
ya en 1523 —y no en 1524, como lo
creyó Schafer— no es un hecho aislado,
sino consecuencia de todo ese proceso de
cambio, que comienza con el
desmantelamiento del sistema anterior,
haciendo regresar a Don Diego, en virtud
de sus extralimitaciones, y sigue
poniéndose en marcha la Real Audiencia
en su doble función y,
consecuentemente, con el remate de
superioridad que supone el Real Consejo
de Indias. Porque las tres decisiones
tienen que ser forzosamente solidarias,
Guillermo de Croy, señor de Chevres
en la creación del nuevo status político
(grabado de la época. Biblioteca Real de que van a tener las Indias. Pues no se
Bruselas). trata del cambio de unas personas por
otras, sino de la sustitución del sistema
de descubridores favorecidos premialmente con gobernaciones, por el de
oficios reales, que van a ser desempeñados por otra clase de personas muy
distintas: los juristas o letrados, en quienes recaerán los nombramientos
venideros.
Por algo a la Real Audiencia se la dotará de sello real y podrá no
solamente hacer la justicia, como en Castilla las dos Reales Audiencias
existentes, sino también dar Reales Provisiones, como el Rey, revisar
ordenanzas, designar gobernadores en funciones, y mandar a la distintas
provincias —que ahora ya lo son— pesquisidores o visitadores. De momento
será una sola Real Audiencia, tal como si se tratara de un solo Reino.
Después, sucesivamente, se irán creando nuevas Audiencias, al distinguirse
una pluralidad de reinos indianos.
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diversas Reales Audiencias, también en la época de don Carlos pudo
advertirse la inabarcable dimensión de la novedad terrestre, que los
descubrimientos, especialmente desde el viaje de Magallanes-Elcano,
pusieron de manifiesto. Por lo tanto, pudo comprenderse que no era posible
seguir actuando con expediciones montadas por algún promotor marinero,
puesto de acuerdo con su gente, para ir con unas menguadas carabelas mar
adelante.
Se necesitaban verdaderas flotas —Magallanes ya llevó cinco naves
gruesas—, acopios importantes de víveres, para suministrar las raciones a una
nutrida marinería, durante meses y meses, montaje, en suma, que obligaba a
múltiples colaboraciones, para cubrir inmensas distancias, en plazos que ya
no eran limitados, sino más bien por años. Porque también lo que se buscan
son grandes objetivos, al haberse surcado el Pacífico y tomado contacto con
las ansiadas islas de la Especiería. El cambio va a ser tan radical, que incluso
llegarán a intervenir los capitales de las grandes bancas germánicas, en un
arranque de novedad capitalista.
Tuvieron que transcurrir aún los últimos días de Fonseca para que, tras la
partida de García Jofré de Loaysa —que salió de La Coruña el 25 de julio de
1525 para asegurar el dominio de Las Molucas—, se pudieran iniciar las
nuevas empresas, que los grupos financieros, especialmente extranjeros,
pasan a dominar, al transformar en su beneficio las antiguas expediciones
españolas de descubrimiento y rescate. Es el caso de la gran expedición de
Caboto, con el que se inauguraba el sistema.
En primer lugar, en cuanto al plan, parece que a Caboto se le impone una
línea que se basa en la absoluta seguridad, como es lo más destacable en un
gran negocio de inversión. Nada de aventuras ni de fantasías: habría de ir al
Oriente —según se dice en la capitulación, obtenida en Madrid el 4 de marzo
de 1525— por el Estrecho de Magallanes, que llaman de Todos Santos, en
demanda de las Islas de Maluco.
Era pues lo que se sabía seguro, pues a través del paso descubierto por la
armada que se dio al portugués, llegó Elcano a las Molucas. Y este ir sobre
seguro se remacha aún más en la misma capitulación en cuanto al objetivo, al
decirse que partía además, para llegar a las otras [tierras] que fueron
descubiertas, así por el dicho Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Del
Cano, como por otras cualesquier personas e gente que fueron en la armada
que yo mandé despachar con el dicho Fernando de Magallanes a lo de la
Especería.
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¿Cabe más garantía para una operación financiera? Así pues, nada más
opuesto a las expediciones promovidas por Andrés Niño, en 1519 —que fue
la pretendida duplicación del viaje magallánico, para ir desde Panamá a Las
Molucas—, y nada tampoco más diferente al intento promovido por Esteban
Gómez de ir al Catayo oriental, buscando otro estrecho por el Norte. En el
caso de Caboto, se planea todo de forma que quede bien asegurado el éxito de
la operación comercial: ir por una vía ya descubierta y a unas islas también ya
descubiertas.
Pues bien, asegurado así el éxito económico, continuaría Caboto el viaje
para alcanzar las otras islas e tierras de Tarsis y Ofir y el Catayio Oriental e
Cipango, lo que resulta bien revelador. No se trataba ya de una ilusión o de
una forma de tentar la fortuna, sino también de una empresa ampliatoria
perfectamente posible, ya que se sabía de sobra que el Catayo y el Cipango se
encontraban al Norte de las Molucas, en la costa oriental de Asia, que ya no
podría errarse.
Como ayuda, la Corona aportaba 4.000 ducados —lo que se calculó que
costarían los tres navíos—, para participar con los demás armadores y
heredar sueldo a libra, es decir, lo que pudiera corresponder por tal cantidad
en los presumibles beneficios. En Sevilla, donde se prepararía la armada, los
Oficiales de la Contratación llevarían la cuenta y razón de lo que aportaba
cada uno de los armadores: pero estos lograban ser también parte en la
fiscalización, pues —como se dice— porque los dichos armadores sepan
cómo se gasta y en qué lo que en día pusieren, puedan nombrar e nombren, si
quisieren, a su costa, una persona de su parte que […] vea todo lo que en ello
se hace y cómo se gasta, el cuál, así mismo tenga cuenta y razón de ello. Por
consiguiente, ese interventor-contador de los demás empresarios es aquí el
testimonio de esa penetración capitalista, que se establece como asociación
con la propia Corona. Por eso, junto a los veedores reales habrá —cosa
inconcebible hasta entonces— veedores de empresa.
Tras esta expedición irían otras más, porque el sistema se ponía en
marcha. Pero incluso cabe señalar también un contagio o reacción por parte
española, pues hubo otros grupos prepotentes, que se aprestaron a montar
expediciones del mismo signo y con pretensiones parecidas. Tal fue, por
ejemplo, la que organizó a joven obispo de Plasencia, Zúñiga Carvajal,
sobrino del famoso cardenal Carvajal, quien sabemos invirtió fuertes
cantidades a lado de otros placentinos de primerísima categoría, aunque luego
los resultados fueron descorazonadores. Apenas lograron como novedad el
descubrimiento de las Malvinas y, muy posiblemente, mucho antes que los
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holandeses, el del Estrecho de Le Maire, el segundo paso sudamericano, que
por entonces no supo ser utilizado.
Pero el modelo de acción capitalista estaba dado y también saltó a tierra.
Aludimos así a las concesiones a los Welser, con su capitulación para
Venezuela, como a los Függer se les dio algo semejante sobre el extremo sur
del Continente.
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Cortés y doña Marina en Cholula, camino de Tenochtitlán (Biblioteca Nacional, Madrid, arriba,
izquierda). Francisco Pizarro (Museo de América, Madrid, derecha) (abajo).
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Pizarro, que dio paso a otra espectacular conquista. Fue posible este cambio
por las acuciantes necesidades de la Corona. No en vano los primeros tesoros
de Perú fueron aprovechados para los gastos de la empresa de Túnez o como,
luego, enseguida, para el enfrentamiento con la Reforma.
Pero el desastre de Argel permitió a Las Casas hablar a don Carios en
Valladolid de un castigo de Dios, por lo que se había tolerado. Fue la causa de
la promulgación de las Leyes Nuevas, con las que quiso extinguirse ya
totalmente la esclavitud indígena y, además, las encomiendas. La
consecuencia fue dramática, pues los encomenderos de Perú, capitaneados por
Gonzalo Pizarro se levantaron en armas. Fue como una gran huelga de los
encomenderos, que privaba al Emperador de la afluencia de recursos y que le
paralizaba ante los príncipes alemanes y la Reforma.
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que se sucedieron. Ello pone de manifiesto el estilo de los reinos indianos, por
cuanto virreyes y consejeros no son dignidades vitalicias y hereditarias, sino
transitorias, como oficios burocráticos, que podían ser removidos. Pues del
mismo modo que los virreyes habrían de ejecutar la política diseñada y
decidida por la Corona, el Consejo no era representativo, sino un alto
organismo de legistas o canonistas, asesor para gobierno que estudiaba los
problemas que se le sometían, preparaba las disposiciones que se le
encomendaban y se nutría especialmente de letrados, el tipo de personas que
encarnan la funcionalidad del Estado Moderno.
Así, un rey que a su llegada a España poco sabía del Nuevo Mundo —que
Magallanes le descubre en Valladolid, con la gran esfera que le presentó—,
en pocos años le dejó hecho —desde la tierra de Cibola a la del Fuego— y
además construido en su armazón administrativa, de tal manera que Felipe II,
el que suele ser visto más como gran constructor, apenas tuvo ya que
construir.
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Cronología
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1518 Reunión de las Cortes castellanas en Valladolid, de las
aragonesas en Zaragoza, y de las catalanas en Barcelona.
1519 Carlos I elegido emperador. Primera condena de Lutero en
Colonia. Obra de Antonio de Nebrija. Primer tratado español de
geografía náutica.
1520 Cortes de Santiago y La Coruña. Tras la marcha del rey-
emperador, estallido de las insurrecciones de las Comunidades de
Castilla y de las Germanías en Valencia. Invasión francesa de
Navarra, repetida en 1522.
1521 Las derrotas de Villalar y Orihuela ponen fin respectivamente a
los movimientos comunero y agermanado. Brote de la Germanía en
Mallorca. Inicio de las guerras con Francia por la posesión de Milán.
El infante D. Fernando, gobernante efectivo de Austria.
1522 Creación del Consejo de Estado. Fin del viaje de
circunnavegación del globo, iniciado tres años antes por Magallanes y
Elcano. Obra de Erasmo y Castiglione.
1523 Aplastamiento de la germanía mallorquina. Creación del Consejo
de Hacienda. Cortes de Valladolid.
1524 Inicio de las guerras de los campesinos en Alemania. Fin de la
conquista de México por Hernán Cortés. Creación del Consejo de
Indias y reforma del de la Guerra.
1525 Victoria sobre los franceses en Pavía. Obra de Luis Vives. Inicio
de la construcción de la catedral de Segovia, la última de las
españolas.
1526 Tratado de Madrid con Francisco I, pero reanudación de las
hostilidades tras la formación de la Liga de Cognac. Alzamiento
morisco en Valencia. Matrimonio de Carlos I con su prima, Isabel de
Portugal.
1527 Saqueo de Roma por las tropas imperiales. Nacimiento del
Príncipe Felipe. Obra de Alonso de Berruguete y de Diego de Siloé.
1528 Cortes de Madrid. Influencia de Erasmo en España y brotes de
iluminismo.
1529 Reordenación de las estructuras del Sacro Romano Imperio.
Victoria sobre Francia y Paz de Cambray. Obra de Leonardo y Miguel
Angel.
1530 Coronación imperial. Liga de Smalkalda entre los príncipes
protestantes alemanes. Crisis económica e inflación.
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1531 Enrique VIII se proclama cabeza de la Iglesia en Inglaterra,
segregada de Roma.
1532 Pizarro concluye la conquista del Perú. Paz de Nüremberg con
los protestantes.
1535 Expedición victoriosa contra La Goleta y Túnez. Creación del
Virreinato de Nueva España. Obra de Copérnico.
1538 Creación de la primera Universidad en las Indias. Tregua de
Niza con Francia.
1539 Muerte de la emperatriz Isabel. Iñigo de Loyola funda la
Compañía de Jesús.
1540 El príncipe Felipe, duque de Milán. Auge de la arquitectura
renacentista en España.
1541 Reanudación de las hostilidades con Francia. Fracaso de la
expedición a Túnez.
1542 Promulgación de las Leyes Nuevas, sobre las encomiendas y el
status legal de la población indígena de las Indias. Obra de Boscán y
de Garcilaso de la Vega.
1545 Nacimiento de Don Juan de Austria. Comienzo de la explotación
de los yacimientos de metales preciosos en las colonias ultramarinas.
Inicio del Concilio de Rento.
1546 Muerte de Martín Lutero. Obra de Fray Luis de Granada.
1547 Victoria de Carlos V en Mühlberg. Muerte de Francisco I.
Nacimiento de Cervantes.
1549 Fin de la primera etapa del Concilio.
1551 Segunda fase del Concilio. Creación del Virreinato del Perú.
1552 El padre Las Casas publica sus condenas sobre el trato dado a
los indios. Incremento de las dificultades financieras del emperador.
Obra de Lope de Rueda.
1553 Ejecución de Miguel Servet en la Ginebra de Calvino.
Publicación del Lazarillo de Tormes e inicio del auge de la novela
picaresca. Boda del príncipe Felipe con la reina de Inglaterra María
Tudor.
1555 Paz de Augsburgo con los protestantes. Muere en Tordesillas
Juana la Loca.
1556 Tregua de Vaucelles con Francia. Renuncia de Carlos V al trono
imperial en favor de su hermano Fernando. Abdicación en Bruselas del
trono español en favor de su hijo Felipe II, rey de España. Retiro de
Carlos al monasterio extremeño de Yuste.
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1557 Gran victoria sobre los franceses en San Quintín.
1558 Carlos V muere en Yuste el día 21 de septiembre. Reforzamiento
del poder de la Inquisición, que pocos meses después organiza los
grandes autos de fe de Sevilla y Valladolid, destinados a sofocar los
brotes de luteranismo.
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