Todo El Tiempo en La Memoria
Todo El Tiempo en La Memoria
Todo El Tiempo en La Memoria
no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;
Eliseo Diego
Rafael Simón Hurtado.
Foto de José Antonio Rosales
Esa luz -o sombra- difumina también a los personajes hasta quitarles, a veces,
corporeidad, pese a su presencia:
Tiempo y memoria sin memoria y sin tiempo, como si pertenecieran más bien
a espejos anclados en una realidad diferente a ésta:
-Adelante-, me dijo.
Pero esto, tan interesante como logro estilístico, como manejo magistral del
lenguaje con un estilo verdaderamente propio, constituye apenas -junto con
otras facetas formales-la estructura con que Rafael Simón Hurtado ha
madurado su forma de hacer y decir el discurso literario. Más allá, -más
adentro- está, para el lector, el encontrarse en un mundo en el cual cada
palabra responde a una simbología, perfectamente tramada, que emana
mayormente -a nuestro parecer- de fantasmas en cuya percepción proyecta el
autor la idea de un erotismo férreamente enlazado a la dura, insoportable
castidad impuesta por los códigos de la consagración monacal. Por ello el
amor pecaminoso acosa al narrador -a veces testigo, a veces personaje- “Como
si el Señor, realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han
convertido en actos naturales para los hombres”. (Hábitos). Así, desde el texto
inicial, que narra con inusual y dolida ternura la relación erótica entre un
sacerdote y una monja. La simple alusión al ambiente/escenario, sugiere una
sensación de pecado. “Aquí es difícil, le dije”. Se refiere al claustro, a la celda
monacal; obsérvese el sentido polisémico del adjetivo difícil. “Ella no
contestó. Se movió flotando por aquel salón, con su luto milenario,
preparándolo todo”. (Hábitos). La imagen de la monja “flotando” tiene,
evidentemente, un sentido de elevación, de inocencia, de santidad y el “luto
milenario” es una referencia directa al hábito identificador de la entrega, del
matrimonio de la monja con el Señor. La relación carnal entre el cura y la
“esposa de Cristo” es, sin duda alguna, un pecado grave, un incesto.
El párrafo final de esta pequeña joya literaria es un regreso a la realidad, con
una inicial referencia al ambiente onírico en el cual se plantea la trama. La
síntesis, en verdad, es magnífica:
Ante el Altar Mayor, arrodillada en uno de los bancos de la iglesia, había una
mujer. En aquel instante la sangre en mi cara me impidió distinguir claramente
en el fondo de sí misma las facciones de su propio ser: Beatriz, se llamó;
María Magdalena, se llamó; se pudo también llamar…
Una única mujer, cuyo destino fue renunciar al Universo y creer, desde el
momento en que el demonio contagió su cuerpo, a pie juntillas, que el placer y
la dicha eran una misma cosa, una única virtud.
Ahora (entonces), sola en el templo, ella, con énfasis, parecía orar. A cada
golpe de pecho, levantaba el rostro para buscar en su memoria todos los
pecados. Era como si por su cuerpo -tenso el puño, dicha la culpa-, ascendiera
un relámpago que le encendía la carne. ¿Por qué la alcanzaban esas memorias
y por qué lo hacían sin desconsuelo?
El dolor resultábale tan intenso y gritaba con tan infinita ternura que parecía
desear que el dolor persistiese para siempre. En realidad su dolor no era, de
manera alguna, un padecimiento del cuerpo, aunque de alguna forma afectaba
también a sus sentidos.
Era, lo supe después, el más ligero de los roces, el del alma por parte de Dios.
Era el encuentro místico con Cristo. Yo crucificado.
Hábitos
Había que tener conciencia de los vestidos para saber que bajo sus aires se
movía la tristeza. Acumuladas sobre un cerro de recuerdos o memorias rotas
sorbían el vino arzobispal hasta dejar sólo una mancha en el fondo de las
copas. ¿De dónde vinieron? Imposible saberlo. Además, nadie viene aquí a
averiguarlo. La multitud agobia con el fragor de sus voces y los gritos
concluyen en los oídos como fogonazos de infierno.
Aquella noche fue inevitable la somnolencia. Ella, apoyada por la cadencia
sonora del agua, había acabado con mi paciencia, hizo estrépitos de sueños
fracturados, y al decidirme a avanzar hacia la oscuridad, mi angustia zozobró
en la credulidad de que al fin me despojaría de pudores y rictus ancestrales. Y
nosotros dos asumiendo toda la desdicha. Nosotros dos, como quienes no
sospechan, pero ni así, su suerte. Nosotros dos, achinando los ojos en un
intento por perforar el sueño soñado la noche anterior.
Ya otras veces lo había ensayado. Después del mecer de los cerrojos
atravesaba la plazoleta. La arena abundante y floja se desparramaba de los
recintos que enmarcaban los cardos y los almendrones al cuadrado de los
pasillos; más allá, algunos uveros y las ondas infinitas de mar hacia cualquier
orilla llenando todo el contorno. Antes, pasaba frente a la iglesia -sin gente-.
Por vergüenza y no en actitud reverencial bajaba la cabeza, apresuraba el paso
y saltaba hacia la otra acera para ponerme a salvo de cualquier sanción
religiosa. Pero jamás como hoy, había llegado tan lejos.
La atmósfera de la calle se había convertido en una especie de material duro y
por ella parecía descender cierta substancia pegajosa que se prolongaba como
un obstáculo hasta la entrada misma de la casa. Por su blanca estructura de
muros añosos se diseminaban en una exaltación de misticismo, erizos,
caracoles y esponjas. Los racimos de ostras, cuya timidez sólo era superada
por la rápida contracción de las estrellas de mar al sentir pasos, se incrustaban
en sus ventanas, en sus antepechos salientes y moldurados haciendo vibrar los
gráciles tejadillos y desaparecían.
- “¡Dios mío!, ¿por qué vine aquí?”.
Permanecí de pie, largo rato, en el vano de la puerta. Un zaguán blanquísimo y
espacioso conducía hasta la entrada cubierta por dos mujeres sumidas en las
sombras de una borrachera. Se besaban, no hice caso, entré. –“Buenas
noches”. Nadie contestó. Era como si me hubiese resistido a evolucionar.
Siempre distante a cualquier señal de algarabía.
La Casa era blanca y fría. Desde el fondo provenía un aroma extraño, del que
estaban impregnadas casi todas las cosas. Tal vez de alguna planta -pensé-,
que allí abundaban y, desde su lejano confinamiento, despedía aquel
enigmático olor. Podría creerse que toda ella era un bosque cercado por
paredes encaladas, aislado del paraje desolado y del silencio en el exterior. Al
trasponer el umbral uno sentía la reverberación de la tierra provenir desde el
solar como un eco. De los patios y entre patios repletos de plantas, la humedad
tendía su largo camino de reminiscencias. Los jazmines y los nardos en los
maceteros; el romero y las rosas indicaban la existencia de una intensa
vegetación, de un perenne rocío.
Antes que nada me dirigí al mingitorio. Allí lo tomé entre mis manos. Lo
observé largamente y me di cuenta de que estaba perdiendo (o tal vez ya lo
había hecho) eso que se ha dado en llamar inocencia o virginidad, pero estaba
en desacuerdo considerar como pecado un acto que no creía repugnante.
Al regresar me coloqué en un sillón de terciopelo rojo ubicado en el pórtico
principal. Me hundí en él, quedando virtualmente atrapado. Esperé, mirando
de soslayo las habitaciones ordenadas alrededor del patio interior y a aquellas
mujeres que entraban y salían con paso silencioso. Todas eran exactamente
iguales, con el mismo sino en sus ropas. Vestían de gris, algunas más oscuro,
pero todas con la referencia de un luto milenario. No tenían otros. Con
botones cuidadosamente cerrados desde la parte inferior de las rodillas hasta el
cuello blanco; en ocasiones, cautelosamente abierto, para mostrar la
insatisfacción de unos pechos.
¡Sí, mujeres! Acababa de comprenderlo. Unas viejas, con el duelo de la
senilidad, pero otras, jóvenes; algunas delgadas, y las que más, feas, pero eran
mujeres al fin y al cabo; seres a los que el amor había abandonado en la aurora
de sus vidas, pero las que, hasta la muerte, esperaban en secreto la felicidad
que pudiera interrumpir la vigilia de sus cuerpos.
Yo seguí aguardando, pues la mía ya había tomado conciencia del suyo al
someterse a impulsos de apetencia que para nada requirieron de la
autorización del espíritu. Obedeciendo a estremecimientos internos, ocultos
bajo una pretensión de santidad, había apaciguado mis formas desnudas
repetidas veces, entre la hierba del monte. Y no pude dejar de amarla, ¿cómo?,
si tendidos allí, a la luz quemada de la sangre, mientras mordíamos frutas, ella
se despojaba de sus vestiduras quedando suspendida en el aire cual fanal
ardiente.
Y fue maravilloso, desde entonces, descubrir que la vida se halla en todas
partes. En los trocitos de vidrios pulidos de la playa que se adhirieron a
nuestras formas en los intervalos de reposo de las olas, durante los cuales el
rubor como un pez nadaba hasta su vientre habitado por temblores. En los
muchos siglos de irse acumulando en las orillas con cada diferente batir las
burbujas en ardor. En las piedras finísimas, como escamas ribeteando la arena,
venidas desde el fondo mismo; pulidas, como dije, por ondas con oficio de
joyero. Y maravilloso fue descubrir también la multiplicidad de formas en los
entes abisales. Desde los palpitantes y aunque sedentarios, despiertos y
acechantes, hasta los inertes, sin nombre, como ella, y, sin embargo,
aventureros, bajo la apariencia de conchas con fingida actitud de indiferencia.
Y tal vez fui movido por estas revelaciones, por esas energías ocultas, a
emprender por otros acantilados el adivinamiento de una aproximación.
Por eso he venido, pensando que fuera lo que Dios quisiera. Como si el Señor,
realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han convertido en
actos naturales para los hombres.
-“Me acuso Padre mío de haber..., me acuso Padre mío de..., me acuso Padre
mío...”.
-“Ego te absolvo. Reza un Yo pecador, dos Padrenuestro y Tres Ave María. In
nomine patri et filii et espiriti sancti...”.
Alguien trajo una copa, de la que bebí apresuradamente cuando la vi aparecer.
La mano, tan pálida como su cara, se estiró para indicarme algo.
-“Adelante”, me dijo.
Era una figura sin aparente energía, semejante a los enfermos.
-“Vengo muy cansado”, aclaré con voz queda.
Me tomó del brazo con una bondad extraordinaria y lentamente me condujo a
través del silencio de aquel claustro, hasta la perdida soledad de una cama
colocada en un rincón de la habitación como un dulce santuario. Al descender
hasta el lecho me pareció caer desde la torre alta de la iglesia.
“Aquí es difícil”, le dije. Ella no contestó. Se movió flotando por aquel salón,
con su luto milenario, preparándolo todo. Corrigiendo las cortinitas de los
postigos, asegurando la privacía con trancas coloniales y extendiendo sábanas
limpias sobre el aposento.
Al tiempo que su piel iluminó mi rostro, ascendí. Alcancé a divisar una
lejanísima sonrisa en la recién abandonada melancolía de sus ojos. La cara
pálida adquirió cierto rubor y sus apagados rasgos se encendieron.
Cada noche es lo mismo. Podría pensar que estas formas invisibles que hoy
me alimentan son completamente antiguas, latigazos vitalísimos que en
nombre de mil recuerdos dan bruscos virajes en mi conciencia. No me
perturba el humo del tabaco y el licor frío sólo calma la sed adherida a la
corteza de mi angustia.
Un sólo repique al principio, después muchos espigones atraviesan las aspas
del humo. Aparecen enlutando las formas triangulares que se producen por el
tintineo de los cubos de hielo. Las figuras restallan y el temblor de los lirios en
mis retinas desemboca en el reflejo de tu nombre. Al fin se hacen tormentosas,
y lo que al comienzo aparece como un rumor, lentamente se lanza en un tropel
sin abrigo.
Aquí están nuevamente, en un boscoso secreto, que se abre de pronto como
una dentadura y busca las respuestas a estos estados de convalecencia, a estos
pasajes tapizados con una débil iluminación que limita cobriza con un
derramado amanecer. Parece que el tiempo se rompe.
Se esparce el humo del tabaco, el espejo lo fija, pero de este lado se evapora
en una prolongada ceremonia, en un acto lleno de maniobras. Vela mis ojos;
sale de mi boca, madurado por la imagen que ahora aparece. Tu cintura, y no
me es difícil reconocer la comisura que se escurre debajo de ella... un gran ojo
cerrado. Allí mantengo la mirada.
El humo del tabaco se entremezcla, asciende, rinde una especie de culto, llega
hasta un punto agónico y vira; describe ábsides, volutas, franjas, vuelve a
girar; curvas, círculos completos, se tuerce, crece, desaparece.
Desde aquí no oigo otra cosa que la lluvia-lluvia que engullen íntegramente
las plantas y tú, tus manos como dos alas mojadas se quedan sobre la tierra, y
aquella luna pegajosa carcome la cal de la pared, la pared del cuarto que en
tono de azulillo se mancha de rojo y no me deja más que un tarugo de tristeza.
Al fin logro salir de aquellos encajes. Una fogarada, un aliento uterino, una
cabellera engastada sobre la capilla de un rostro, y el cuerpo aparece, accesible
a la tentación. Se adivina, simulando entrecortadas ondulaciones, incierto, y
sin embargo, entre aquel nacimiento simbólico y esta muerte adelantada no
hubo más que un sólo deseo, un único paso que cambió indefinidamente mi
tránsito por el mundo.
Sé que recordar esto es en vano. Y sé también que son inútiles los años
recientes que significaron el retorno a la historia que, repetida, es ya un círculo
de sal. A cada momento nos tropezamos en las abandonadas veredas, puntos
de referencia para trazar desde allí el balance de nuestras tensiones, en esas
visiones que nos dejan un sabor de trago apurado. Despierto (tú también lo
haces). Nuestro amor, como un péndulo, ha mantenido vivos los instrumentos
que hacen relucir los cristales de las vitrinas. Unas vitrinas que, desde hace
siglos, habitualmente ordenadas, recogen los volúmenes del frío y el calor de
los rincones. Tengo la sospecha de que sus maderos entrelazados esconden
todos los minutos de la edad misteriosa: una mano rozando el aire y un
crispamiento inconsciente que surge aletargado con la primera humedad. El
mal se desliza en láminas absurdas, el destino gotea desde el piano y la muerte
se alarga en la almohada, a la altura de la pared, que en el cerebro atrapa la
mezcla inconfundible de presagios y recuerdos.
Allí estamos, en el pasado.
Allí está mi casa, recordada de rojo, más allá de lo mejor de la vida. Cuando
sólo un pedazo remoto, vivía en el caos de tus muslos desnudos. Ahí está mi
espíritu, un objeto de porcelana sobre la vieja estantería. Si abro los ojos el
polvo se hunde en mis campanas y mi alma se reduce a la impersonal emoción
de una caja sin aliento. La moral marca la pauta y cerca de los gritos, el hálito
plomizo construye un agujero en mi sonrisa. Sin embargo, sonrío. La vida
lleva allí todos los giros construidos en los espejos; todos los gestos de
mármol que, en comunes muecas, saltan al unísono para complicar los
apellidos de muchos años. Antes, una confesión de sombras. Después, la frase
trastornada. Hacia nosotros, un trayecto entero y signos formando dibujos
sobre los desniveles del amanecer. Bajo estas formas, surges del espejo,
respiras los restos del aire y frotas tus formas en mis manos. Busco
confinarme en ti. La vida se halla apresada entre espaldar y espalda,
contracciones que en mi pecho comienzan a irrumpir con silbidos de aire.
De pronto el negro absoluto, bajo el amparo del mismísimo silencio. Luego
desciendes sobre tu costado izquierdo. Las apretadas nalgas al aire se elevan
desde la curva de la cintura en insinuaciones suaves y brillantes, afirmando su
profunda solidez en el espacio, y bajan hasta desaparecer en una magnífica
oscuridad. Te susurro, te digo en lo más hondo de la garganta y simplemente
permaneces sobre tu costado, con un secreto guardado con unos ojos
pensativos y unas manos muy discretas ocultando la calidez de tu sexo.
Ahora recuerdo. Los puntos en la piel, moviéndose en círculos, alrededor de
tus faldas. Los olores clandestinos de tu figura, mansos en sus regiones tibias,
enraizados en tus pelos retorcidos, celosamente preservados en rizos exóticos,
atando con fuerza la exactitud de unos labios pequeños. Esa vez hicimos la
ruta con la convicción de no volver a imitar nuestros propios actos. Ahora
están aquí los pedazos; transmitiendo la muerte. Minuciosamente tú, pisada
por lo falso, por la sombra de los otros, cuando sólo mis retratos sin nombre
habían tomado la personalidad apacible de los sueños. Tú, palideciendo,
teniendo que pintarte los párpados y los carrillos y los labios. Vistiendo tu
cuerpo con grandes flores, bordados amarillos y negros brillantes. Con gruesos
perfumes y eficaces talcos, hasta tener noticia de mi nombre.
Tomabas mi retrato, el más amargo, lo mirabas, lo volteabas, lo alzabas, lo
besabas, lo adorabas, lo repudiabas, lo velabas, lo clavabas, empañando la
imagen con cien agujas sin brillo. (No he dejado de sentir los dolores en mi
cabeza. Abdicaste a la vida. ¿En qué lugar remoto habrás dejado mi retrato?)
En mi cabeza un arco de cristales hinca. Ahora siguen aquí. (Cuando te supe
perdida, la aureola de un santo contrito penetró por mi boca, al igual que los
vinos que acompasan las fiestas). Lo imaginaba. La calle sola, vestida de
nadie y nadie en la vida. No podía pensar, sólo mirar, a ninguna parte.
Regresaría entonces a someterme a tus deseos, a tu belleza, a tus faldas. (Me
maldije, una y otra vez). Era mi cabeza una bola de cristal entre tus manos.
Aquella tarde, la que hoy multiplican los espejos, se cumplió todo el ritual: la
bombilla de la lámpara permanecía encendida, el aire enrarecido, las sábanas
con espigones amarillentos calentaban las infiltraciones de la noche.
Tus pies junto a los míos, viajaban sin rubores, haciendo su parte para
completar esta íntima necesidad. El flujo de tus cabellos jugaba a tientas con
mi sudor; en la vega de mi pecho, allí, al pie del tallo enhiesto, indicando el
descenso hasta el armazón.
De pronto un dolor físico. (Conozco el vértigo del abandono dormido en la
inercia de los sentidos). Tus huesos sonaban allá, en la luna de los espejos.
(Me fue quedando tu imagen, cuando pedazos de tu cuerpo se fraccionaban
atraídos por el chirriar de las bisagras). Te sigo hasta tus espaldas. Descubro
tus pupilas. Me persiguen muchas figuras: Tu belleza te ha abandonado, al
igual que mis fuerzas de otros días. Quizás por eso tu mirada ha adquirido ese
color púrpura, y el secreto de tu sensualidad ya no responde al tacto de las
ondulaciones que inclinan tu cuerpo y demoran en el espacio el último gesto
posible, la última vibración, quizá.
Después vino la muerte. ¿Cómo explicarlo? La boca se te contrajo, para
expandirla luego en una mancha roja y temblorosa. Era como si babearas
inútilmente. Mi mano fue la mariposa que presionó sobre tus senos,
haciéndolos triza. Trizas la casa. La casa inmensa, postrer refugio de este acto,
cuyo inmobiliario también fue convertido en ruinas. Y en la penumbra, tu
rostro de hojalata sufrió con el agua del tejado; chorrera que la boca del canal
recogía y saturaba.
Nadie pudo entrar, lo único que hice fue sonreír. El día fue de mudanzas.
Cerramos las puertas, ahuyentamos los pájaros, sacudimos las luces que
chupaban las sombras venidas de los solares. Era como si estuviésemos
invadidos por el polvo que suele encajarse en los corredores, en las casas
viejas, como el humo que deja el sudor de los animales. Le dije a la gente que
habías muerto, pero nadie quiso creer en el rayo que separaba en dos mitades
tu sexo, en el golpe de mi puño abierto sobre tu espalda. Fue entonces cuando
mis pies desnudos se llenaron de barro, de barro y de sangre y de barro tus
formas sentadas, y fue cuando en realidad te contemplé: Esta mañana corté
una rosa y la tengo en un vaso con agua para que no muera nunca.
Final de Sueño
“Con una última esperanza apretó los párpados
gimiendo por despertar”.
“La noche boca arriba”, Julio Cortázar
a Beatriz
a María Mauricia
Bajo los hilos de la lluvia, los vericuetos del mercado aparecían surcados por
las huellas que en el barro dejaban las carretas. Las telas de los abrigos
comenzaban a empaparse y a deshilacharse en hebras de agua; destilaban,
destilaban y olían a establo. El humo de lo sahumado dentro de las casas se
filtraba por las rendijas de las ventanas y llegaba hasta mí como asordinado
murmullo; y ante el inesperado suceso, no sólo fueron las calles anegadas o el
cieno en mazo, salpicado sobre portones, ventanas y muros por el andar de
carruajes y animales lo que perturbó el paso de mi cadáver desenterrado. Mi
desasosiego se produjo al verme retornar del sepulcro a bordo de una balsa
propicia para las charcas. Sobre sus hombros, en ataúd, cuatro soldados me
llevaban. Sus cuatro cascos, ataviados con plumas, flotaban presuntuosamente
por entre el pregón de los verduleros ambulantes, y aquellos que, al igual que
los soldados, transportaban cadáveres, pero de pollos y cerdos.
Los cielos de agua habían pintado el camino de regreso al palacio, y entre los
difuminos de acuarelas muy limpias se desdibujaba el contorno de iglesias y
castillos. La humedad desfiguraba en tonos de plata las escalinatas y el
empedrado de algunas calles; y desde el embaldosado de las plazas, los
reflejos del moho en la sombra saltaban ante la vista como brumosas manchas
de animales marítimos.
“Chas-chas”, hacía el calzado. –“¡Abran paso!, ¡abran paso!”, vociferaban los
soldados. Y yo, entre murmullos, hollejo en la caja, acusaba recibo de las
transacciones que, en monedas de oro, enmarcaban los comentarios.
–“¡Este muerto debe ser personaje importante -tomándome en cuenta,
murmuraba el común-, cristiano y además mártir, porque lo regresan del
cementerio!”. –“Pero no es acción digna de creyentes, aunque guerreros”. Y, a
pesar de que ningún problema moral solía distraer el vocingleo en los
ventorrillos, los susurros apurados por el asombro dejaban entrever que, aun
en contra del criterio vulgarmente aceptado, los muertos pueden ser
peligrosos.
La brisa se iba y retornaba, y con cada vuelta se renovaba de nuevos matices:
de los olores vegetales de las verduras en los tinglados; de los perejiles, de las
coles y los cebollines; de los ajos, que daban a las salsas de las fritangas el
mérito de sabores poco sagrados; aromas que se confundían con el canto de
los gallos, que, espueludos y afeitados, desde los redondeles de lidia,
acrecentaban con su alboroto el clamor del mercado.
Despertaba a la misma escena durante siglos repetida. Los mismos signos de
miseria. Roma golpeando sus formas; azotes para dejarse desangrar.
Crucificándose en augurios, en desechos. Con su topografía concluida en
estricto orden imperial. Fluyendo ambiciosa desde las cejas divinas de Marte,
Júpiter o el mismísimo Dios. Se explicaban entonces ciertos calificativos,
como aquel de ¡hijos de malamadre!, que arrostraban a los soldados los que
aherrojados en picota aguardaban, en plena plaza pública, al verdugo. Efebos
de casas clandestinas que, por su amor contranatura con magistrados
absueltos, se verían expuestos, esta vez, a un falo de hierro, el que se ensañaría
sobre sus piernas, brazos y espaldas, para conjurar, ¡quién sabe!, un cargo de
conciencia. Más allá, andamios repletos de cestas a medio tejer; allí también,
hacinados, elíxires, yerbas y toda clase de menjunjes utilizados para devolver
la pasión a los ancianos. Mi funeral procesión, como puede observarse,
regresaba de la tumba sin responso, ofrendas ni réquiem, sólo entre las voces
que, desde las casas y los tenduchos, con sorpresa, anunciaban su mercancía.
Y tras la agudeza dialéctica y el chismorreo común de los pregoneros, las
mujeres procaces endilgaban una mirada lasciva al redundante chasquido de
las sandalias imperiales. Calzados aquellos conscientes de la mezcla
primaveral en los tenderetes y del olor adolescente de las vírgenes que, en los
cubículos trashumantes, se convertían en mujeres mercenarias. Porque ellos
eran soldados, soldados de la Iglesia. Hombres fuertes, duros para el
sufrimiento, y aunque disciplinados, hombres, dije. Así también capaces de
abdicar a sus obligaciones cuando, por tentaciones mundanas, aquellas se
hacen una carga difícil de llevar.
La ciudad pontificia, con mi muerte, había quedado acéfala. Un vasto
testimonio de regocijo, demostrado con el júbilo de una salva de carcajadas,
había llenado el rostro de Máximo Condotti, exteriorizado, además, con
palabras que, por mi condición eclesial, no me permito repetir. Y fue por ello
que, en una exaltación mental bastante parecida a la embriaguez, después de
varios intentos fallidos, realizados con el ánimo de encubrir, primero en vida,
mi leyenda, con actos de marcada blasfemia, utilizando el magnetismo que
irradiaba su presencia, el cardenal Máximo Condotti había ideado un último
plan, el más codicioso, quizás; el que le permitiría, a través de la imitación
ridícula de un proceso legal post-mortem, colocarse sobre las sienes la tiara
pontifical. Y es verdad, coraje no le faltó. Desde el momento de planearlo, se
lo estuvo relamiendo de gusto. –“¡Ay, Máximo, cómo no ibas a ser tu!”.
Cuando su madre decidió concebirlo, los burdeles perdieron la entusiasta
alegría de otros tiempos, el esplendor venéreo, ya que no obstante lo firme de
las creencias de Abidonia, -¡tu madre!-, su ancho y bajo trasero había servido
para mantener limpios los pisos de la mancebía. Su padre, gladiador retirado,
columbró por ciertos auspicios que en esta confluencia sería engendrado el
Salvador de Roma, aquél que habría de invocar la grandeza y la integridad del
imperio. ¡Mal augurio! Por poco lo acaba. Es por ello que no podía ser otro el
que ahora pretendía juzgar lo que en aquella tumba encontraron de mis restos.
Tenía que ser él, precisamente él. El mismo que se ufanaba de poseer ¡tanta fe
cristiana! (la misma fe cristiana de tu madre), que luego la olvidaba en los
vestidores de las termas, y quien, además, debía sus pronunciados labios
leporinos a las tetas hechiceras que lo amamantaron.
Y fue así, con una sonrisa vulgar modelada para siempre en su rostro, como se
perfiló en la penumbra de la historia con epítetos tan feroces que ni siquiera
los siglos han logrado borrar. En su opinión, solía expresar con sarcasmo, era
imposible, por definición práctica o teórica, diferenciar la Iglesia del Papa:
ambos eran la misma cosa. Y por eso, desde el día de mi muerte, acezando,
había avanzado, sin detenerse, alumbrado por una lámpara mortecina, a
demostrar a sus enemigos, vivos o muertos, la fuerza sobrenatural de sus
acciones. Ahora ascendía, acudido por alegatos de sangre y bandadas de
frailes juramentados en aquelarres de ermita, por rígido escalafón de injurias y
homicidios, hacia el trono pontificio. Pero le había surgido un obstáculo, la
facción del Papa que lo había precedido, es decir, la mía, y tenía que
degradarla, desprenderla de poder.
Los cuatro soldados ocuparon la mesa más escondida de la taberna. Sobre una
cercana colocaron el sarcófago con mis restos indignados. El lugar era de un
hereje, promiscuo navegante, quien sobrevivió al naufragio de sus principios,
y que al ver el ataúd sobre el mueble de madera, insistió en que debía
permanecer fuera. –“¡Así sean las cenizas de un Papa!”, dijo. Los cuatro
soldados asintieron, y yo, desde mi remoto recinto, sólo alcance a susurrar un
ora pronobis. Enseguida fui desalojado del expendio de vinos y viandas por
los mismos que, en sus manos, llevaban las jarras y los platones con la sangre
y el cuerpo de Cristo.
Los cuatro soldados comieron pulpo pasado en vinagre y jarrones de vino
piche; dudaron de su fe y de sus votos de obediencia, hablaron incoherencias
por las emanaciones del licor y sufrieron de la represalia divina con un hipo
fastidioso y la pedorrera insinuante de un eunuco sodomita, quien al ver un
uniforme atiplaba la voz con invitaciones que no siempre eran tomadas con
indiferencia. Una vez que terminaron por ceder ante la excitación del vino, y
espoleados por el júbilo tabernario, se abandonaron a perseguir con la mirada,
primero, a las jóvenes que con movimientos ondulantes se deslizaban entre las
mesas. Momentos después, los cuatro soldados, a las puertas de la taberna,
tomaron el féretro y, colocándolo sobre sus ebrias espaldas, atravesaron el
patio y allí, entre el heno del establo, me dejaron, mientras ellos, ahora que
podían, introducían sus escudos, cascos, lanzas, petos, rodillas, cabezas, codos
y señales de la cruz en los agujeros que les habían ofrecido el eunuco y un trío
de pendangas.
El juicio no constituyó un simple trámite, como bien pudiera creerse. Las
bisagras del palacio de Letrán chirriaron atraídas por las sombras a la llegada
de los cuatro soldados embriagados, pero satisfechos. Sus largos corredores,
entibiados por el calor proveniente de las vasijas donde ardía incienso,
resonaron como martillazos en la costra dura de las bóvedas. “¡Crucifixión!",
pensé. –“Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi”, murmuraron desde
sus nidos todos los cardenales. –“Domine non sum dignus ut intres sub tectum
meum”, completaron en un gran cántico que terminó por perderse tras el chas-
chas salmodiado y repetido de los soldados. –“Requiescat in pace, misereatur
tui omnipotens Deus, et dimissis peccatis tuis, perducat te ad vitam aeternam”.
Y un cardenal ebrio, en lo que fue casi un lamento, bostezó un amén sin
destino, abandonando su eco al sarcasmo de los otros cardenales.
Las velas y las lámparas iban estirando los reflejos. Las nociones de mi viaje
se fueron perdiendo en aquellas penumbras especiales, en aquellas formas
hechas con mármoles y destellos divinos. Sobre las cornisas de arquitecturas
imprecisas, los ángeles habían propuesto altares con los desechos del último
sínodo. Las cúpulas conducían las voces como altavoces, por lo que el menor
ruido o murmullo redundaba en aquel ámbito. Estábamos, ya, en la Madre;
subiendo escaleras, bajando escaleras, recorriendo galerías, corredores y
pasillos, siendo observados por el ojo ciego de la fe, en una tentativa de
institucionalizar los juicios a los papas, cuyas almas ya poseían su propia
mortaja.
El juicio no constituyó un simple trámite, eso dije. Me extrajeron de la urna,
me vistieron de nuevo con unas raídas y sucias ropas sacerdotales y una vez en
la cámara del concilio, me colocaron en el trono que había ocupado en vida.
De este modo lo hicieron, al abrigo de la inquietud de conciencia religiosa que
ocasionaban los ingresos suntuosos. Irresistible atracción para cualquier
pandilla de salteadores. Tan frágil era el himen que separaba al espíritu del
dominio temporal, que a la menor tentación se desgraciaba la virtud. Y allí
mismo, en el palacio de Letrán, se cubrió con mugrientos harapos lo que había
acontecido el día de mi Sacra Possessio. El tañer de badajos en las campanas
marcó el recuerdo.
Todas las casas de la ruta fueron adornadas con ramos y coronas de arrayán y
laurel; colgaduras y gallardetes de terciopelo y oro. Sobre el pavimento se
había extendido una capa tan gruesa de boje y mirto, que la inacabable
procesión pasó en un curioso silencio, levantando una nube de perfume.
Lanceros a caballo encabezaban la columna. Les seguían las familias de los
cardenales. Detrás, las banderas de Roma, luego los pendones de la Santa
Sede. Una recua de mulas blancas de los establos papales era conducida por
jóvenes caballerizos de la corte, vestidos con túnicas de sedas rojas bordadas
de armiño. Después, el tránsito seglar y el militar dieron paso, entre vítores
admirativos de la voceadora multitud, al clero, el que llegó como un río
sagrado de aguas negras, violetas y escarlata. Pisándoles los talones venían los
escribientes y abogados, entre los que se hallaba ése, quien ahora justificaba la
hipócrita equidad del Sacro Colegio. Las sotanas arrugadas, al contacto de
unas y otras, sonaban como un viento suave y delicado, en un esplendor de
palios dorados, que uniformaban en una sola corriente, ya lo dije, la
justificación de la Iglesia. Después los cardenales, cabalgaban sobre aquella
tarde desgranando las cuentas del rosario. Algún día un desfile superior sería
por ellos, pensaban todos. Y por último yo, montado en un semental árabe;
una gigantesca criatura blanca adornada con bozales persas y arropada con un
ancho manto de tisú. Con riendas de topacio y estribos de oro y plata... y a mi
paso los súbditos del imperio caían de rodillas en adoración desenfrenada,
para besar, golosamente, los pliegues de mi vestido talar. Ahora enjuiciaban a
quien en otro tiempo adularon y aclamaron.
Máximo Condotti, sin dejarse conmover por la sustancia melancólica de mis
taladrados ojos, presidía con su calvicie aquel insensato tribunal. Los demás
cardenales, en silencio, prestaron atención a Máximo, quien acrecido en figura
por la adusta tensión de ánimos, justificó, con prodigalidad de gestos, la razón
de mi presencia, su odio por mí. Generosidad aquella muy estudiada para
resaltar sus arremetidas que habrían de desconcertar a mi propio cadáver. –
“¡Defiéndete!”, me dijo; y al no encontrar respuesta, alzando su brazo como
una espada, y sin vanas invocaciones, comenzó su ataque.
-“¡Tu sarcófago acabará por servir de abrevadero a las vacas!”. Esto fue lo
último que dijo, luego de una sarta de insultos y amenazas.
Y nadie hubiese esperado que yo respondiera, era un hecho aceptado mi
condición de muerto. Las plomadas de los latigazos descendieron sobre mi
cuerpo, ahora desnudo, después de que el concilio decidió condenarlo,
obedientemente. Mis nalgas y espalda comenzaron a sangrar por entre los
flecos de la piel. La fragancia de la muerte con su bruma de frío piadoso, se
hizo presente de nuevo. De mi mano derecha, los tres dedos usados para dar la
bendición me fueron arrancados. El último secreto del féretro voló sobre mis
vértebras. Mis brazos atados, juntos, al nivel de las muñecas, mantuvieron mi
cuerpo en actitud de súplica. Fue, en ese instante, cuando mi rostro comenzó a
jadear (hecho que pasó, por cierto, totalmente inadvertido). Las curtidas
ligaduras continuaron atravesando mi espalda; el temple de las correas
impulsaba mi humanidad.
De súbito, el aleteo de las togas cardenalicias estremeció al centenar de
curiosos y familiares llorosos que había en la sala. Soeces comentarios
rodaron por el piso. Los rostros, al sentirse salpicados por el rocío de sangre,
como si expiasen muchas culpas, recurrieron a la inquisitiva necesidad de
santiguarse repetidas veces. A mi abogado, el que, hasta ese momento, se
había mantenido en conveniente silencio, haciendo mutis, al ver el
desencadenado sobresalto que provocó en los parroquianos mi reacción, le oí
pronunciar algunas obscenidades.
¡Es que Máximo quiso llegar demasiado lejos! Por considerar una afrenta que
mi cuerpo se desangrara, y además salpicara sus vestidos, ordenó a sus
verdugos, sólo como anticipo, que, allí mismo, bajo la bóveda del pórtico,
colgado por los pies, fuese torturado con el cauterio de un tizón. Ahí sí que ya
no aguanté más. Y detrás del grito enloquecido de mi voz, para detener este
último atropello, se oyeron también las exclamaciones aterradas de la
muchedumbre, e, incluso, las del mismo Máximo Condotti quien, asustado,
comenzó a abjurar de sus creencias.
-“¡Máximo Condotti, maldito Máximo Condotti!, ¡mal rayo te parta, y que...
Dios me perdone!”, le grité, melodramático y zurrado.
-“No contento con haber manchado mi memoria y mis acciones; no contento
con vejar mi cuerpo, ya muerto, hasta el límite de la tortura, ahora quieres
también deslustrar mi dignidad episcopal y el respeto que por esas partes tuve
en vida, y las que estoy dispuesto a defender aun después de muerto. ¡Y aquí
no seré yo quien ponga la otra mejilla! Este que veis aquí no permitirá tal
cosa. Porque entre signos de la cruz y putrefactas aguas benditas, mis nalgas
no saldrán chamuscadas”.
A estas palabras tan elocuentes, como enardecidas, siguieron empellones,
gritos y ayes atosigados; sillas, mesas y todo aquello que había en la sala,
objetos y hombres, chocaban entre sí. Formaban distintas figuras por aquel
espacio. El vino desparramado (in vino veritas), menos denso que la sangre,
acentuaba las manchas rojas, haciéndolas aparecer en los pisos y las paredes,
como signos del final de los tiempos. Algunos aprovecharon el tumulto para
adueñarse de todo lo precioso que había; vírgenes inconscientes aguardaban la
posibilidad de un ultraje milagroso. Otros, como en pena, entre llantos,
terminaron aferrándose a las columnas con los ojos cerrados a la espera del
castigo divino: -“¡Summun jus, summa injuria!". "¡Pax vobis!, ¡pax vobis!".
Con la estrepitosa desbandada quedó el escenario lleno de cadáveres y mal
heridos. Todos los cardenales volaron, algunos desplumados, a juzgar por las
togas regadas en el piso. Yo enjugaba, para entonces, mis primeras lágrimas.
El cielo, mientras tanto, se fue despejando en brevedades grises, y del
horizonte, como erizadas torres, brotaban, al borde de la niebla, montañas
puntiagudas cual catedrales enterradas.
Sentí al instante que mi cuerpo empezaba a dormírseme, para siempre. Volvía
a refugiarme en las grietas de las colinas romanas, a seguir gimiendo mi
llanto, pero esta vez un llanto heroico, sin embargo; un llanto producto de la
doble muerte. Volvía a deambular con los perfiles espectrales, a buscar entre
las cenizas que el viento de la noche le arranca a la vida, a aullar en acecho de
los despojos del mundo. ¡Volvía otra vez!, ¡sí, volvía!, pero no sin antes
recordarle la madre a Máximo Condotti, a ese hijo de puta, quien huyó como
un cobarde, dejando sobre el piso, entre cagarrutas menores, el hedor vejatorio
de las heces gigantes de un gran Pájaro Rojo.
“El único de los discípulos que no huyó después del prendimiento de Jesús fue
María Magdalena, la mujer que ahora llora y besa sus pies recostada al madero
de la Cruz”.
“La piedra que era Cristo”, Miguel Otero Silva
Hábitos
Silvana Luzancy
Final de Sueño
Reina Sola
La Última Cena
Pájaro Rojo
Crucifixión
Con la ayuda del Todopoderoso, que desata la lengua de los niños y que
muchas veces revela a los pequeños lo que oculta a los hombres de ciencia, se
editó Todo el tiempo en la memoria, este libro de Rafael Simón Hurtado, en
el año de la Encarnación del Salvador de 1996, en Valencia, la de Venezuela,
insigne ciudad mariana, que Dios en su infinita clemencia se ha dignado
convertir en la más ilustre de todas las ciudades.