Álvaro D'ors - Bien Común y Enemigo Público PDF

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Prudentia iuris

ALVARO D ORS

BIEN COMUN
Y
ENEMIGO PÚBLICO

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Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales, S. A.


Madrid 2002 Barcelona
Esta colección se edita con la colaboración de la Fundación Fran- j
cisco Elias de Tejada. 5

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los


titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes,
la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informá­
tico, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o prés­
tamo públicos.

© Alvaro d’Ors
© MARCIAL PONS
EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A.
San Sotero, 6 - 28037 MADRID
•B 91 304 33 03

ISBN: 84-7248-945-0
Depósito legal: M. 18.017-2002
Fotocomposición: I nfortex, S. L.
Impresión: C losas-O rcoyen, S. L.
Polígono Igarsa. Paracuellos de Jarama (Madrid)
MADRID, 2002
Colección
Prudentia iuris
D irector
Miguel Ayuso

La definición clásica de la jurisprudencia —en


su sentido riguroso de prudencia del derecho—
como la ciencia de lo justo y de lo injusto por medio
del conocimiento de todas las cosas humanas y divi­
nas, de un lado, abre la ciencia jurídica a la expe­
riencia en su integridad, mientras que, de otro, cen­
tra su especificidad en la determinación de lo justo
y el discernimiento de lo injusto. Así, lo justo jurí­
dico, determinado prudencialmente, adquiere un
estatuto propio entre la virtud de la justicia y las
exigencias de la politicidad natural del hombre, con­
cretada en el bien común.
C o le c c ió n Prudentia iuris

1. Francesco G entile, El ordenamiento jurídico, entre la


virtualidad y la realidad.
2. M iguel A yuso , De la ley a la ley. Cinco lecciones sobre
legalidad y legitimidad.
3. Alvaro d ’O rs, Bien común y enemigo público.
ÍNDICE

Pág.

I. INTRODUCCIÓN....................................................... 11

1. Planteamiento jurídico del tema....................... 11


2. “Común” y “público” .......................................... 16
3. Bien común en la Iglesia.................................... 21
4. Particularidad de lo “público” .......................... 22

II. BIEN COM ÚN............................................................. 29

5. El bien y el mal.................................................... 29
6. Variedad de opciones......................................... 33
7. Recuperación del criterio divino...................... 35
8. Ley natural y derechoshumanos....................... 38
9. Patriotismo........................................................... 42
10. Arbitraje................................................................ 45

III. ENEMIGO PÚBLICO................................................ 47

11. Enemistad y amistad........................................... 47


12. Declaración de enemistad pública.................... 52
13. Enemistad y hostilidad....................................... 57
14. Falsa idea de “aldea universal” ........................ 59
15. Guerra civil y traición......................................... 62
16. Guerra agonística y guerra aniquiladora........ 67
17. Guerra de secesión.............................................. 69
10 Indice

Pág.

18. Invasión bélica y pacífica................................... 70


19. Genocidio............................................................. 73
20. Guerras de religión..................................... 76
21. “Orden público” y “constitución”..................... 78

IV. DELINCUENCIA........................................................ 83

22. Infracción de normas.......................................... 83


23. Excomunión eclesiástica y exclusión civil de
la comunidad....................................................... 86
24. Destierro y confinamiento................................. 90
25. Pena de reclusión penitenciaria........................ 93
26. Penas de inhabilitación legal............................. 95
27. Infamia................................................................. 96

V. CONCLUSIÓN........................................................... 99

BIBLIOGRAFÍA 101
CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN

1. PLANTEAMIENTO JURÍDICO
DEL TEMA
La conjunción, ya en el título de este ensayo, del
bien común y el enemigo público da a entender que
nuestro planteamiento no es filosófico, sino jurídi­
co: es precisamente el segundo término, extraño
para los filósofos, lo que atrae el primero al terreno
de los juristas. Para una filosofía social del bien
común, me remito al excelente resumen de Antonio
M illán-P uelles en la Enciclopedia GER, que sigue
la tradición escolástica y también la ordinaria en la
doctrina oficial de la Iglesia y de sus exégetas. Es
evidente que el bien común supremo no puede ser
otro que el mismo Dios, y daría lugar a un discurso
teológico, que no es el aquí previsto. Pero esa dqc-
trina del bien común, en los mismos filósofos, se
refiere siempre al propio de una comunidad limi­
tada, el Estado, aunque no deje de entreverse una
posible proyección más universal. Se comprende
que, al prescindir ahora de una idea filosófica del
bien común, y de la referencia al Estado, la biblio­
12 Introducción

grafía ordinaria sobre el tema queda aquí preterida,


y con más razón si tenemos en cuenta la comple-
mentariedad del tema con el del enemigo público.
Por otro lado, cuando se invoca la primacía del
bien común, no sólo se piensa en términos de “Es­
tado”, sino que se contrapone al “bien particular”
de un ciudadano o grupo de ellos; y tal primacía
se declara compatible con la “dignidad humana”
individual de las personas. Aquí no vamos a hablar
de “dignidad”, menos de la general de todo hombre,
pues, si no se acepta el sentido teológico de ese tér­
mino, en relación con la potencial o actual filiación
divina —véase, p. ej., la encíclica Dives in miseri­
cordia 5—, no sabría acomodarme a la ambigüedad
con que aquel término se maneja corrientemente.
Para mostrar cómo me resulta difícil entrometer
en mi discurso el concepto de “dignidad”, bastará
recordar que, según yo la defino (Verbo, 1996,
p. 513), es «el merecimiento subjetivo de un favor
personal, singular o colectivo», es decir, algo siem­
pre relativo en consideración de la persona ante
quien se merece y por el concreto favor que se mere­
ce, siempre subjetivamente; en tanto los filósofos
suelen considerar la “dignidad humana” como una
cualidad esencial y genérica del hombre, indepen­
dientemente de sus merecimientos concretos. Así,
por ejemplo, para el democristiano Sergio C otta :
«la dignidad corresponde al hombre por sí mismo,
independientemente del valor o disvalor de sus
actos, por aquella diferencia ontològica respecto a
los animales y a las cosas que determina Vexcellence
humaine» (en Justitia, 1991, p. 10, cfr. Enciclopedia
del diritto, 33, pp. 159 ss.). Una definición, ésta, en
Planteamiento jurídico del tema 13

j la que se ve también la implicación del concepto


S de “dignidad” en la filosofía de los “valores”, a la
vez que, como obiter dictum, la consideración de los
animales como seres distintos de los vegetales y de
las otras “cosas”. Una definición de este tipo metida
en mi discurso no haría más que oscurecerlo. Pero
i también viene a decir lo mismo la definición que
| de “dignidad humana” nos da el Tribunal Consti-
1 tucional de España, en su Sentencia de 11 de abril
de 1985: «Es un valor espiritual y moral inherente
a la persona, que se manifiesta singularmente en
la autodeterminación consciente y responsable de
la propia vida y lleva consigo la pretensión al res­
peto por parte de los demás». En esta definición,
aparte la redundancia de “espiritual y moral” y de
“autodeterminación consciente y responsable”,
como si pudiera no serlo, y aparte de no aclarar
qué tipo de respeto merece el hombre que no
merezcan otras criaturas, se vuelve a complicar la
dignidad con la teoría de los valores; con lo que
se recae en la esencial relatividad material que se
pretende eludir. Tampoco deja muy claro esta defi­
nición si los incapaces, irresponsables de sus actos,
carecen de dignidad, pues el adverbio “singularmen­
te” quizá parece no excluirlo.
Así, pues, no hablaremos de “dignidad humana”
por ser ésta un concepto excesivamente ambiguo
para entrar en un discurso propiamente jurídico.
Como explico luego, tampoco creo que el bien
común se deba contraponer a un supuesto “bien”
particular.
En derecho, el adjetivo “común” tiene tres acep­
ciones. En primer lugar, es común lo que pertenece
14 Introducción

conjuntamente a dos o más personas —por ejemplo,


los socios contractuales—, y no una única persona;
en este sentido, la acción judicial para dividir esa
copropiedad se llamaba de communi dividundo. En
segundo lugar, es común lo que pertenece a una
comunidad pública, por ejemplo, un municipio; en
este sentido se identifica con lo “público” de aquella
comunidad, por ejemplo, la pecunia communis o
patrimonio público de aquella ciudad. En tercer
lugar, se habla de cosas comunes, que son de todo
el mundo y, por ello, de nadie en particular, como
son a su modo particulares las cosas “públicas”,
cosas propias de una comunidad.
La filosofía del bien común se ha referido a la
segunda acepción y concretamente como propia del
Estado, tipo principal, actualmente, de comunidad
pública; de este modo, se viene a identificar el bien
“común” con el “público”. Por nuestra parte, con­
sideramos la referencia al Estado, no sólo como
insuficiente, sino también como algo anacrónica en
un momento histórico en el que el Estado, que apa­
reció en el siglo xvi, lleva trazas de desaparecer
como tal “Estado”. Así, tampoco centraremos nues­
tro discurso en el “Estado”.
Si el “interés” de un grupo humano es siempre
particular y no puede llamarse “bien común”, por
la misma razón, el “interés” particular de un indi­
viduo no puede llamarse “bien” si no se integra en
el bien común universal.
El “interés” particular, en efecto, puede entrar
en conflicto con el “bien común”. Así ocurre, de
manera general, en el conflicto que surge entre el
Planteamiento jurídico del tema 15

interés que tiene un delincuente en eludir las con­


secuencias de su responsabilidad y el bien común
universal que exige que se haga justicia, indepen­
dientemente del interés también particular de las
posibles víctimas de un delito.
Un conflicto similar se da, pero de una manera
especialmente tensa, entre el interés que puede
tener una mujer en eludir la responsabilidad de una
futura maternidad, y el bien común universal, que
exige la protección de la humanidad del feto. En
este caso, se trata de un bien común despersona­
lizado, de respeto a la humanidad de las criaturas
concebidas aún no nacidas, y el interés, no de la
“persona” concreta, pues la mujer que quiere abor­
tar niega con ello su personalidad de madre, que
es la que tendría con su hijo, si éste llegara a nacer,
sino un interés particular de su cuerpo individual
o, en todo caso, de otras personalidades de la mujer
ajenas a la maternidad, como puede ser la de sol­
tera, mujer adúltera, asalariada, artista del espec­
táculo, etc. Ante esta despersonalización del bien
común y del interés individual, algunos reaccionan
en favor del interés individual, por la consideración
de que, a diferencia de lo que sucede en el caso
del delincuente, la responsabilidad que el individuo
pretende eludir no es la de un delito ya cometido,
sino la de uno sólo proyectado; esta inactualidad
de lo sólo proyectado es la que favorece la consi­
deración del interés de la mujer como preferente
y lleva al grave error de declarar no-punible el feti-
cidio. Porque la prueba de que el feticidio es un
delito está en que no se deja de penar el cometido
contra la voluntad de la madre.
16 Introducción

2. “COMÚN” Y “PÚBLICO”

Nuestro planteamiento jurídico, al contraponer


los términos “bien común” y “enemigo público”,
parte de la diferencia entre cosas comunes y cosas
públicas: entre lo común y lo público como distintos.
En la constancia de esta distinción está la clave de
todo lo que se va a decir a continuación.
Conviene tener en cuenta ante todo, que lo “pú­
blico” se contrapone en primer lugar a lo “privado”.
En su origen romano, esta contraposición era espe­
cialmente necesaria para distinguir el suelo que per­
tenecía a individuos particulares de aquel otro que
se reservaba el populus, es decir, la república, como
fincas (agri publici, bosques, etc.), vías y ríos públi­
cos. A pesar de que esta distinción era radicalmente
rural, luego iba a tener un interés especial en los
ambientes urbanos, en los que la propiedad privada
quedaba relativizada por distintos factores. En par­
te, por el hecho de que, no existiendo en Roma la
propiedad horizontal, las viviendas en los bloques
de ellas (insulae) tenían un régimen de arrenda­
miento —lo que, después de todo, sigue siendo el
más racional, también hoy para la habitación urba­
na, a pesar de la legalización de la propiedad por
pisos hoy tan generalizada—; luego, por la apro­
ximación entre edificios con las consiguientes ser­
vidumbres urbanas; en fin, incluso porque la entra­
da de la casa privada tiene un aspecto público que
da lugar a ciertas limitaciones públicas de carácter
religioso, policial, e incluso, en algún caso, fiscal.
A pesar de esta relativización de la propiedad pri-
“Común”y “público” 17

vada en los ambientes urbanos, la contraposición


privado-público adquiere un nuevo sentido en ellos,
en razón precisamente de las limitaciones de lo pri­
vado que se imponen por asegurar el orden urbano
de higiene y de decencia de los espacios públicos.
De este modo el concepto de “orden público”, al
que se hará luego referencia, adquiere una especial
relevancia como límite de lo privado.
La puerta de la domus, que se cierra y se abre,
es un elemento principal, tanto de la intimidad fami­
liar como de comunicación con la vía pública. Por
lo primero, es, como porta cerrada, un símbolo de
la inviolable potestad dominical (perfugium sanc-
tum); por lo segundo, como fores, luego ianua de
paso, es la que relaciona lo privado con lo público
de la ciudad, y por ahí penetra el orden de ésta
en la intimidad del hogar. En este sentido, la puerta
es aquello de lo que depende la distinción entre
“dentro”, lo interior, y “fuera”, lo exterior, cuyo
alcance para el pensamiento humano no es nece­
sario ponderar.
A esta misma idea, después de todo, corresponde
el nuevo sentido de la distinción entre derecho “pú­
blico” y “privado”. Si, en su origen, se trataba de
la publicación o no de los preceptos jurídicos o simi­
lares, acaba por referirse con mayor amplitud a la
diferencia entre lo que se deja al uso de los par­
ticulares (ad utilitatem privatorum) y lo que interesa
al orden de la comunidad (ad statum rei publicae).
Pero no es esta contraposición la que aquí debe­
mos considerar, sino la que se hace entre lo “pú­
blico” de la comunidad y lo “común” de todos los
hombres.
18 Introducción

En efecto, la jurisprudencia romana distingue en­


tre lo que es común porque no es susceptible de
apropiación, ni privada ni pública, y lo público, que
pertenece a la comunidad: a la res publica, que hoy
se identifica anacrónicamente como “Estado”. Así,
el derecho romano {Instituciones de Justiniano 2, 1
pr.) distinguía aquellas «cosas que, por derecho
natural, son comunes de todos» de las “públicas”
(propias de la res publica), de las de una corporación
(de una universitas), de las privadas (de los singuli)
y de las nullius, que son las que, no teniendo actual­
mente dueño, pueden tenerlo, por ejemplo, los ani­
males cazables; estas res nullius son distintas de las
que no tienen temporalmente dueño, pero no pue­
den ser tomadas por cualquiera (res sine domino);
por ejemplo, las cosas de una herencia antes de
haber heredero; aunque el derecho más antiguo
consideraba que la ocupación de estas cosas —de
la llamada “herencia yacente”— convertía al ocu­
pante en heredero, se superó luego esta idea por
la de que, para obtener este resultado, hacía falta
la posesión continuada de la usucapión o prescrip­
ción adquisitiva; también era sine domino el esclavo
manumitido por su dueño en tanto subsistía sobre
aquel esclavo un derecho de usufructo: dejaba de
tener dueño, pero sólo se hacía libre al extinguirse
aquel usufructo.
No sólo el aire que respiramos, sino también el
agua, como elemento natural universal, son cosas
“comunes”. Si puede haber una apropiación del
agua, es por su clausura en un objeto continente,
sea éste individualizable, sea perteneciente a un
género. Y no el mismo agua, sino su cauce o su
'Común ”y “público ” 19

embalse, artificial o natural, cosas del suelo, pueden


ser objeto de apropiación, generalmente en dominio
público, pero también a veces en propiedad privada;
en este sentido, puede haber “mares internos”
incorporados al dominio soberano del territorio en
que se hallan. Pero no cabe hablar de apropiación,
tampoco pública, de los “mares abiertos”. Cuando
hoy se habla de aguas “territoriales”, es por pura
ficción dependiente del posible control efectivo des­
de un territorio vecino, o incluso desde una flota,
no por la naturaleza del agua, que postula esencial­
mente un mare liberum.
Todavía es más evidente esta inapropiabilidad de
lo que es común respecto al aire, que también se
finge territorial por el posible control desde el suelo
o desde las aeronaves. Sobre la artificiosidad de
estas ficciones del actual derecho internacional he
tratado en La posesión del espacio (1998), y a ese
librito me remito.
Lo que el derecho, al contraponer lo común a
lo público, nos impone como de sentido también
“común” es que lo común es universal, en tanto lo
público se refiere a un determinado “pueblo”, o
“Estado”. En realidad, lo que llamamos “bien par­
ticular” es “bien común”, si no perjudica a nadie,
o es “interés”, cuando se interfiere con el interés
de otra persona o grupo. Así, el bien de una comu­
nidad limitada, por ejemplo, el actual Estado, para
ser “bien”, ha de ser integrable en el bien universal,
y, si no lo es, es “interés” y no “bien”; si se quiere,
bien “público”, pero no “común”.
La confusión de lo común con lo público en sen­
tido de “estatal” ha provocado también una ficción
20 Introducción j

semejante a la de la zona de mar o de aire terri­


toriales, que es la de considerar “públicas”, es decir,
pertenecientes al Estado, todas las aguas que dis­
curren por un determinado territorio, no sólo la de
los cauces o embalses estatales; aunque las leyes
hayan aceptado esta calificación, no deja de ser una
ficción jurídica de alcance muy relativo y proble­
mático, pues se trata más de los manantiales que
del agua misma: nadie puede pensar que el agua :
que consumimos en nuestros hogares, y por cuya I
“traída” y consumo pagamos a una empresa, pública j
o privada, sea agua “del Estado”.
Lo que puede impedir el acceso universal a las j
cosas comunes es siempre un límite accidental que
se impone contra la natural accesibilidad a las cosas
comunes. Así, el propietario de una finca puede
“prohibir” —incluso en el sentido latino de “impe- !
dir” materialmente y no simplemente “vedar”— el ¡
acceso a un manantial o cauce de su finca; o un
Estado puede prohibir (si puede impedirlo mate­
rialmente), que se vuele sobre su territorio sin su
permiso. Son limitaciones accidentales, como puede
haberlas también para cualquier tipo de propiedad,
aunque ésta tienda esencialmente a su plenitud; por
ejemplo, cuando se imponen convencional o legal­
mente servicios que gravan una finca privada. Por ¡
lo demás, tales ficciones de extraterritorialidad
resultan inútiles cuando el que las pretende no dis- j
pone de los medios de fuerza efectivos para san­
cionar la contravención.
La confusión de considerar estatal lo que es .
común no impide que el término “público” no sig- !
nifique siempre “estatal”, o propio de la comunidad, j
Bien común en la Iglesia 21

sino “accesible al público”, en un sentido social;


pero no sólo accesible a los que integran una deter­
minada comunidad, como pueden ser los vecinos
de un municipio, sino a todos los hombres que pue­
den materialmente acceder al servicio, tanto si es
estatal como privado o de alguna persona jurídica
pública o privada. Así, los “servicios públicos” se
entienden como estatales, pero no lo son si se pri-
vatizan, y, por lo demás, muchas empresas privadas
vienen ofreciendo servicios al público fuera de cual­
quier oficialidad pública. Nadie dudará de que una
cafetería es pública porque cualquier persona —sal­
vo mínimas restricciones como la de no ir ebrio o
llevar perros— puede entrar en ella; y, aunque algu­
no habrá que se niegue a reconocerlo, las univer­
sidades no-estatales son también ellas “públicas”
por cuanto están abiertas a toda clase de alumnos,
salvo siempre la exigencia de un mínimo de titu­
lación exigible.

3. BIEN COMÚN EN LA IGLESIA


Una identificación del bien de un grupo con el
bien universal se da excepcionalmente en la Iglesia,
precisamente por su carácter universal —como Igle­
sia “católica”—, cuyo bien no puede hallarse en con­
tradicción con el bien universal aunque sí con inte­
reses de algunos grupos particulares. Es correcto,
pues, que el Código de derecho canónico diga que
el “bien común” es el de la Iglesia (cc. 223, 264
Y 323).
Es interesante observar que, por influjo del con­
cepto de “bien común” estatal, el nuevo canon 795
22 Introducción

(sin precedente en el código anterior) habla del


“bien común de las sociedades” en relación con el
tópico de la “formación integral de la persona
humana” de los jóvenes; y el canon 287 § 2, a pro­
pósito de la prohibición de que los clérigos ocupen
cargos públicos, ha añadido al requisito de la posible
dispensa por parte del ordinario (antiguo canon 139
§ 4), ahora “de la autoridad eclesiástica competen­
te”, la conveniencia de defender los derechos de la
Iglesia (Ecclesiae iura) y la promoción del bien
común: ad bonum corñmune promovendum. En
estos dos lugares parece distinguirse el bien común
de la Iglesia de otro que sólo puede entenderse,
pues se distingue, como el llamado corrientemente
“bien común” del Estado. Con esto se debilita ambi­
guamente la tradicional identificación del bonum
Ecclesiae —en el fondo, el bonum animarum— con
el verdadero “bien común” universal, pues se admi­
te un “bien común” del Estado, que es distinto del
universal de la Iglesia.

4. PARTICULARIDAD DE LO “PÚBLICO”
Lo “público” se distingue, pues, de lo “común”
en que no es absolutamente universal, sino que tie­
ne siempre especiales limitaciones; no sólo por esas
restricciones de la accesibilidad a que me he refe­
rido, sino por razones cuantitativas, como puede ser
la cabida espacial de los servicios; por ejemplo, las
plazas de un transporte público, o las limitaciones
de tiempo, como el cierre empresarial por vacacio­
nes o fiestas. Quiero decir: ese “pueblo” de lo “pú­
blico” es siempre un grupo limitado, no absoluta-
Particularidad de lo “público ” 2

mente universal como corresponde a lo que es “co


mún”. El concepto de “pueblo”, aunque pueda se
muy amplio, es siempre relativo. También es nece
sanamente parcial: la humanidad entera no cons
tituye un “pueblo” —todo “pueblo” presupone otr<
distinto—, y por eso no cabe hablar de algo uni
versalmente “público”. Incluso si referimos lo públi
co a una comunidad de nivel nacional, el interé
propiamente nacional y el propio de una comunida<
integrada en la nación pueden hallarse en contra
dicción; por ejemplo, el interés de un municipio di
no tener un crematorio de basuras en su circuns
cripción estará ordinariamente en contradicción coi
el de la nación, incluso la región, que necesita tener
lo en algún lugar. No puede hablarse, pues, de “biei
común”, sino de “interés público”, siempre relativo
En consecuencia, al tratar del bien común y de
enemigo público, hay que tener presente la conse
cuente diferencia entre la universalidad del biei
1o parcialidad udel
y ici
JLC l
r\ u(—l. enemigo público; par
cialidad, no ya por la enemistad, sino por referirs«
ésta a un grupo parcial y no universal. Y con ello
como concluiremos, la improcedencia, a la vez, d<
un bien parcial y de un enemigo universal.
Sin embargo, se habla de un bien personal qu<
sería el bien particular y de un enemigo universa
que sería el de toda la humanidad. Dos errores
como veremos, muy frecuentes en el discurso mo
derno.
Lo que es particular es el interés, que necesa
riamente supone posible contradicción entre e
público y el privado, aunque se entienda por interés
24 Introducción

no el subjetivo y caprichoso de un individuo, sino


el realmente objetivo, aunque privado: el inter-esse,
que consiste, literalmente, en la diferencia que hay
entre una cosa y su contraria, entre tener o no tener
algo. Por ejemplo, es evidente que el contribuyente
tiene interés en verse libre de impuestos, en tanto
la comunidad tiene interés en aumentarlos. Y, si
se piensa que la imposición, al ser públicamente
necesaria, sirve también para la conveniencia de sus
miembros, entonces venimos a trasladar la cuestión
del interés a un planteamiento de interés general
de la comunidad, en el que no puede haber con­
tradicción con el particular: contradicción de “in­
terés”, pero no de “bien”.
Asimismo, se habla indebidamente de enemigos
totales de la humanidad. Pero basta la experiencia
habida de los juicios por el delito de “lesa huma­
nidad” para comprender que se trata, en esos casos,
de presentar como universal una enemistad que es
realmente particular.
Es cierto que algunos delitos, por ejemplo, el
homicidio voluntario, es un acto que ofende a la
humanidad universal y no sólo a la víctima indivi­
dual, pero su represión no se hace por ese concepto
universal, sino por el más particular de ser una ofen­
sa muy grave al orden público de un determinado
grupo humano; por eso mismo, pueden darse casos
en los que un crimen puede ser condenado por una
instancia judicial propia del reo y no por la de un
pueblo distinto; por ejemplo, un delito de blasfemia
condenable con la pena de muerte en Irán, pero
no en otras instancias exteriores; o, al revés, un pre­
tendido “genocidio”, que no lo consideran tal los
Particularidad de lo “público” 25

jueces propios del territorio del reo. Así, pues, no


hay delincuentes “universales”, sino sólo particula­
res de un grupo social. “Universal” es el “pecado”,
por cuanto es ofensa a Dios, pero no el “delito”,
que presupone siempre un orden social concreto.
Por simple criminalización universal se puede
haber condenado a un enemigo vencido como ene­
migo de la humanidad, asociando como jueces a los
de pueblos aliados o, en todo caso, dóciles al ven­
cedor. Esta perversión es uno de los aspectos de
la criminalización de la guerra, un retroceso histó­
rico, pese a las apariencias de superación humani­
taria; porque el progreso jurídico se ha manifestado,
a lo largo de la historia, en el sentido de descri­
minalizar a los deudores, y ahora, por el contrario,
se trata de criminalizar al adversario bélico. Otro
aspecto de esta criminalización, no ya del vencido,
sino del actual enemigo bélico, es el de descalificar
como terrorismo lo que es propiamente guerra,
como lo es también la guerra irregular o sucia de
guerrilleros o partisanos; con olvido de que los posi­
bles crímenes según el derecho de guerra deberían
ser juzgados por tribunales militares, que son los
únicos que pueden conocer con certeza los límites
de la violencia bélica lícita; por ejemplo, la ilicitud
de la matanza o violencia sobre prisioneros, del
saqueo que excede del botín ordinario, de la des­
trucción de lugares santos, etc.
El enemigo siempre lo es de un grupo determi­
nado, y esto resulta congruente con el principio de
que la esencia de lo “político” consiste en la dis­
criminación del enemigo, principio fundamental en
el pensamiento de Cari S chmitt. Porque lo “poli-
26 Introducción

tico”, en ese pensamiento, se refiere al “Estado”,


pero puede extenderse también aquel principio a
la discriminación del enemigo de cualquier grupo
social. La reducción al enemigo estatal se debe, por
un lado, a que no se piensa todavía en la hostilidad
entre “grandes espacios” —aunque se debe al mis­
mo Cari S chmitt la introducción de ese concepto
en el derecho público internacional—, y, por otro
lado, a que las enemistades entre grupos infraes-
tatales se pueden resolver mediante juicios, como
sucede entre adversarios privados. De ahí que sólo
se piense en enemigos del Estado; pero, como se
verá, aun con esta reducción, el concepto excede
del ámbito de la beligerancia interestatal.
Con lo ya dicho, hemos centrado algo el concepto
de “común” como universal, frente al de “público” i
como particular; no ya de “bien”, sino de “interés”, j
Ahora conviene analizar algo más detenidamente, ;
en los apartados siguientes, qué debe entenderse ,
por “bien común”, y, sobre todo, el de la hostilidad '
“pública”; en efecto, al no poder ser ésta universal,
sino particular y relativa, requiere una considera­
ción algo más pormenorizada, en atención a los dis­
tintos niveles en que el concepto de “enemigo públi­
co” puede darse.
Pero conviene añadir todavía una aclaración que ¡
es necesaria para entender lo que sobre ambos con- ¡
ceptos se va a decir, y que es esto: el “bien común”,
como todo bien, es algo objetivo, pero en nuestra
relación esencialmente moral, no es una cosa mate­
rial, como son los “bienes” que componen un patri­
monio personal o el de la humanidad, sino una con­
ducta humana objetivada por su realidad y resultado;
Particularidad de lo “público” 27

el “enemigo público”, en cambio, es, como la misma


palabra indica, una persona, sujeto pasivo de una
estimación también subjetiva, aunque ésta sea siem­
pre colectiva de un grupo, pues es “pública”.
Hemos de tratar primeramente del bien común
universal, y luego de la de enemistad pública par­
ticular. Esta segunda parte tiene que ser necesaria­
mente más extensa, y por eso vamos a hacer de ella
dos secciones, una, sobre la enemistad bélica o simi­
lar, y otra sobre la enemistad respecto a los delin­
cuentes, que sólo muy parcialmente se presenta
como enemistad propiamente “pública”, aunque
siempre dé lugar a una reacción penal “pública”.
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CAPÍTULO II
BIEN COMÚN

5. EL BIEN Y EL MAL

De la universalidad del bien común se desprende


su objetividad, y, con ello, dos consideraciones fun­
damentales: una, que el bien no depende de un
“punto de vista”, necesariamente subjetivo como
todo perspectivismo, sino de un axiológico principio
de carácter apodictico; otra, que, en relación con
lo anterior, el bien no puede quedar circunscrito
a un área personal o territorial determinada. Por
otro lado, que, precisamente por ser objetivo, el
“bien” se opone al “mal”, en tanto el interés par­
ticular, del que depende la hostilidad pública, no
se compadece con tan radical contraste axiológico,
pues es siempre particular y relativo.
¿Cómo podemos conocer el bien y el mal?
Aunque nuestro planteamiento sea jurídico y no
teológico, como tampoco es histórico o sociológico,
no podemos prescindir de ciertos presupuestos
antropológicos, de los que también el derecho de­
pende. Pero la cuestión antropológica de la que el
30 Bien común i

concepto de bien jurídico depende sólo puede acla­


rarse por la revelación del origen del hombre; así,
hay que acudir al Génesis, no ya como dato teo­
lógico, sino puramente antropológico, aunque sea
un dato revelado y no alcanzado por la razón cien­
tífica. Porque, en realidad, no puede haber ciencia
sobre el origen del hombre, ya que la ciencia opera
siempre con magnitudes de tiempo mensurables, y
no puede determinarse científicamente cuándo apa­
rece el tiempo, pues su medida presupone la alter­
nancia regular de día y noche. Por eso, respecto al
origen del hombre, no cabe ciencia, y debemos par­
tir de un dato de fe.
Porque, por muy simbólica que queramos en­
tender la narración del Génesis —por mi parte, me
inclinaría a pensar en una creación simultánea, sólo
explicada por días con un fin “pedagógico”, de
adaptación a la mentalidad humana—, siempre
resulta más cierta y elocuente que todas las hipótesis
que puedan inventar los hombres de ciencia sin
poder contar con magnitudes temporales. Y con la
gran ventaja de que aquella narración prescinde,
como revelada que es, de buscar una demostración
positiva, en tanto aquellas hipótesis adolecen de la
frustración de no alcanzar la demostración que
requerirían. Así, pues, nos quedamos con los datos
antropológicos del Génesis, para ver qué se entiende
por “bien común”, ya que éste debe ser universal,
de toda la monogènica descendencia humana, y no
de una porción de ella.
La respuesta a esta acuciante pregunta está en
el Génesis, cuando el Creador de todas las cosas
dice a los primeros hombres, Adán y Eva: comed
El bien y el mal 31

de todo menos del árbol del bien y el mal (Gén. 2,


17). Y luego, cuando el Diablo les tienta a deso­
bedecer diciéndoles: si coméis de ese árbol seréis
como Dios.
Siendo nuestros primeros padres esencialmente
responsables, lo que presupone su libertad de
opción —de opción por el bien o por el mal—, que­
da implicado todo el género humano en su respon­
sabilidad por desobedecer el mandato divino; en
castigo por su desobediencia, perdió su plena
inmortalidad, junto con otros dones preternaturales
que Dios le había concedido. Y la muerte corporal
vino a ser la pena por su desobediencia {Rom. 6,
23 y Sant. 1, 15); lo que no deja, de tener interés
a efectos del tema de la pena de muerte, de la que
se hablará a propósito de enemistad pública.
Nos muestra el Génesis cómo la discriminación
del bien y del mal no está al alcance del hombre,
y, si pretende éste ser juez de ella, causa con esto
su propia ruina. En otras palabras, sólo Dios, Crea­
dor de la naturaleza, discrimina entre el bien y el
mal; los hombres sólo podemos acceder a lo que
Dios ha decidido sobre el bien y el mal.
La discriminación del bien y el mal no depende
directamente de la libre voluntad divina, sino indi­
rectamente como consecuencia de la ilimitada liber­
tad de su Creación. Es en la Creación donde vemos
la imprevisible y libérrima providencia del Creador;
pero, una vez creada la naturaleza toda, y el hombre
en concreto, la discriminación del bien y el mal es
racionalmente necesaria. De ahí que la razón natu­
ral del hombre, aunque no está iluminada por la
32 Bien común

fe de la verdad revelada, pueda discernir el bien


del mal. Pero su naturaleza quedó “vulnerada” a
causa del pecado de soberbia, al pretender ser como
Dios, y de ahí que su razón haya quedado relati­
vamente obnubilada y necesite la luz de la Reve­
lación; no totalmente, porque, en efecto, el pagano,
sin conocer la Revelación, puede obrar bien por esa
primaria intuición del bien natural. Así, la regla de
recta conducta humana deriva de la naturaleza
libremente creada por Dios, y sólo aclarada por su
Revelación.
La Revelación nos formula esa regla natural y
racional, primeramente, en la “ley de Dios” que son
los “Diez Mandamientos”; luego, en todo el con­
junto de la revelación evangélica, en la doctrina
apostólica y, para asegurar la perpetuidad, en la tra­
dición y autoridad de la Iglesia.
Así, pues, si el bien común, que ha de ser nece­
sariamente universal, depende de la discriminación
divina, toda consideración particular y contingente
del bien común ha de depender de esa fuente de
Verdad. La misma variedad de soluciones concretas
adaptadas a las circunstancias de tiempo y lugar
derivan de esa Verdad, pues la libertad del hombre
depende de ella, y se pervierte como soberbia cuan­
do se aparta de ella.
De todos los árboles podía comer aquella pri­
mera pareja humana menos de uno, uno sólo, que
era el de la “ciencia del bien y del mal”. Esta ciencia
no les era necesaria, porque, para ellos, todo era
“bien”, según la buena disposición de la Creación.
Sólo por una opción de libertad podían salirse de
Variedad de opciones 33

esta providencia, y optar por el mal. Sabían que la


infracción de la orden divina era mala, pero su liber­
tad les permitía optar por el mal, aun sabiendo que
era “mal”, y que sería castigada su desobediencia.
El mal mismo del árbol prohibido era el de renun­
ciar al orden providencial del bien por querer deci­
dir acerca del bien y del mal por propio juicio. Esta
fatal opción por el propio juicio contra la orden divi­
na ha seguido pesando sobre la descendencia. La
razón humana, don de Dios, debería haber servido
para entender el orden divino dé la Creación y, en
concreto, el de la propia conducta, pero el hombre
optó por servirse de él para establecer por sí mismo
un orden posiblemente distinto. Esta rebelión del
hombre es del todo semejante a la de algunos ánge­
les, que también ellos optaron por no servir a Dios.

6. VARIEDAD DE OPCIONES
Este hombre, en Adán, era uno solo, aunque
doblado por Eva; pero sus sucesores fueron muchos.
Si todavía la opción subjetiva por el mal fue única
en Eva y Adán, aunque no simultánea, era inevi­
table que, con el tiempo, los criterios subjetivos
sobre el bien y el mal variaran y se hicieran con­
tradictorios. El tema, propiamente el problema, del
“bien común” está precisamente en esta multipli­
cidad y contradicción de opciones. Porque, si puede
considerarse “bien” lo que cada uno acepta como
tal, no cabe pensar en la coincidencia de opciones
en un único bien que sea realmente “común”; ni
siquiera dentro de un grupo humano reducido. Sin
embargo, seguimos hablando inconvenientemente
34 Bien común

de “bien común”, como si fuera posible, a pesar de


la real contradicción de opciones subjetivas.
Cabe pensar entonces que, ante esta dificultad,
se recurra a la determinación del bien que es “co­
mún” por la coincidencia mayoritaria de opciones,
aun con el riesgo de que esta coincidencia mayo­
ritaria sufra cambios con el tiempo, y con el des­
precio, por otro lado, de las opciones minoritarias,
tan humanas y posiblemente tan racionales como
las mayoritarias. Esta preferencia por la opción
mayoritaria de cada momento no es más que una
manera eufemística de reconocer que, al ser más
fuertes los más que los menos, la opción de los más
fuertes debe prevalecer sobre la de los más débiles,
como ocurre entre los irracionales. Esta solución no
deja de tener cierta ventaja pragmática, pero, evi­
dentemente, no es racional, sino de voluntad, y, por
ello, de superioridad de fuerza. Pero no puede ella
misma ser aceptada como “bien”: no puede consistir
el “bien común” en que los más fuertes sean pre­
feridos a los más débiles, aunque no deja de ser
razonable, en cierto modo, que, al menos por con­
sideraciones prácticas, se evite que la imposición de
los más fuertes se realice por otra vía menos con­
vencional: porque el dominio del más fuerte, des­
pués de todo, asegura mejor la paz que el del más
débil, que, presumiblemente, no podrá resistir la
insubordinación del más fuerte contra él.
La solución práctica de sustituir la falta de una­
nimidad por la mayoría se impone cuando se trata
de construir la voluntad de un grupo, pero no cuan­
do hay que formular un criterio racional, pues nada
impide —incluso es muy frecuente— que la volun-
Recuperación del criterio divino 35

tad de la minoría sea más racional que la de la


mayoría. En efecto, la racionalidad de una opción
depende fundamentalmente de la información real
sobre los datos de hecho que entran en juego; y
ese conocimiento de los datos reales requiere fre­
cuentemente una aptitud mental que no puede
reconocerse a la mayoría. En cambio, cuando se tra­
ta de una opción de libre voluntad más que de racio­
nalidad, la decisión por el voto mayoritario no es
absurda. Con todo, no hay que olvidar que, por un
lado, cuando no es necesario construir una voluntad
del grupo —por ejemplo, cuando un grupo no tiene
la personalidad jurídica de la que debe extraerse
una declaración de voluntad única—, la solución de
decidir por mayoría sigue siendo inconsecuente; por
otro lado, que se trata siempre de una decisión de
voluntad y no de inteligencia, siendo así que la expe­
riencia humana prueba que esas dos potencias del
alma son frecuentemente contradictorias; así, en
último término, la decisión por mayoría manifiesta
la opción de la voluntad libre de un grupo humano,
pero no el acierto objetivo de su responsabilidad.

7. RECUPERACIÓN DEL CRITERIO


DIVINO

Si, dada la inevitable variedad de opciones per­


sonales, no podemos encontrar en ellas un criterio
universal seguro y permanente para distinguir el
bien del mal, se impone la necesidad de, renuncian­
do a la pretensión de ser como Dios, averiguar cuál
puede ser el criterio de discriminación que su pro­
36 Bien común

videncia se había reservado. Hay que recuperar el


criterio de Dios acerca del bien y del mal.
Un criterio divino sobre el bien y el mal que
dependiera de la voluntad de Dios podría, en prin­
cipio, no ser universal y permanente, pues resultaría
incompatible con la omnipotencia de Dios, que su
voluntad no pudiera variar en consideración de las
personas afectadas por aquella voluntad en distintos
momentos. Pero una certeza de la invariabilidad de
tal criterio divino nos viene asegurada porque tal
criterio no depende directamente de su voluntad,
sino de la racionalidad imbuida en el hombre mis­
mo. La naturaleza, como obra de la Creación, sí
dependía de la voluntad divina, sin atenerse ésta
a la racionalidad humana, pero, una vez creada la
naturaleza, resultaba de ese dato de hecho un cri­
terio objetivo sobre el bien por naturaleza, invaria­
ble ya como la misma naturaleza de la que se dedu­
cía. En este sentido se habla de “ley natural”, como
concreción de la “ley eterna” de toda la Creación:
una ley invariable y racionalmente intuible, aunque
el deterioro de la razón humana no siempre permita
intuirla con la suficiente nitidez y certeza.
No quiero volver aquí sobre la cuestión de las
que pueden parecer excepciones divinas a esta ley
natural suya. En mi opinión, no se da en tales casos,
registrados en la revelación de la Biblia, una excep­
ción a la ley divina, que, como digo, no depende
directamente de la voluntad, sino de una mutación
de la realidad de los hechos, posible para la volun­
tad divina como la misma Creación. Brevemente:
una mutación de la aparente realidad y no una
excepción a la ley racional. La transubstanciación
Recuperación del criterio divino 37

eucarística y el perdón de los pecados son también


signos de esa omnipotencia divina para alterar la
realidad de las cosas.
Gracias a esta explicación de las aparentes excep­
ciones, podemos seguir afirmando la absoluta inmu­
tabilidad de la ley natural. Se resuelve así la antigua
duda de si es un “bien” lo que Dios quiere o Él
quiere lo que es un “bien”; ni lo uno ni lo otro,
sino que la ley natural no es objeto directo de un
“querer” divino, sino indirecto en razón de la natu­
raleza creada por su voluntad de manera inalte­
rable.
Así, pues, una vez identificado el bien común
como el que resulta racionalmente conforme a la
naturaleza humana, debemos buscar en la Revela­
ción un criterio inmutable para distinguir ese bien;
y se nos dice que, a efectos de la conducta humana,
consta en el Decálogo y en los Evangelios, comple­
tados por los demás libros canónicos, y por la tra­
dición de la Iglesia de Jesucristo. Esta localización
del criterio de lo que es justo por naturaleza es la
que encontramos en el Decreto de Graciano (dis­
tinctio 1: quod in lege et evangelio continetur), dei
que depende la más genuina doctrina de la Iglesia
acerca del “derecho” llamado natural. Es ésa la ley
divina por la que todo hombre, cuando muere, es
juzgado por Dios, y luego, en el Juicio Final Uni­
versal.
Una idea sobre el contenido de este conjunto de
preceptos que llamamos de derecho natural traté
yo de dar en mi libro Derecho y sentido común
(3.a ed., 2001), y no voy a repetir aquí ese esfuerzo.
38 Bien común

Tampoco volveré a destacar la diferencia funda­


mental que hay entre ese derecho natural y la for­
mulación moderna de los llamados “derechos
humanos”, que pretenden ser la ley fundamental de
la ortodoxia democrática (polítical correctness) hoy
difundida por los más influyentes vencedores de la
Guerra Mundial, en 1948.
El órgano por el que el hombre puede ajustar
su conducta a la ley natural en todas sus concre­
ciones existenciales es la “conciencia”; no es ésta
la que debe juzgar sobre el bien y el mal, sino la
que debe discernir las exigencias de la ley dada para
regir su conducta según la virtud de la Prudencia.
La conciencia, como el alma humana, es única.
La que suele llamarse “subconciencia” no es algo
distinto, sino la misma conciencia en cuanto puede
quedar afectada por los instintos o malos hábitos
del cuerpo; del mismo modo que la misma concien­
cia única puede quedar sobrenaturalmente elevada
por las virtudes y dones espirituales de la Gracia,
y la ayuda actual del Ángel custodio de cada uno.
En este sentido, la zona más entenebrecida de la
conciencia es la de los sueños y la más iluminada
es la de la oración.

8. LEY NATURAL Y DERECHOS HUMANOS


El bien común es, pues, el que se conforma con
la ley natural, y no con una serie de principios éticos
humanos convencionalmente establecidos, como
pueden ser los de la “Declaración de derechos del
hombre”, que, como expliqué en mi contribución
Ley natural y derechos humanos 39

al Homenaje a Fernández de la Mora (1995), en nada


coincide con el derecho natural de los Diez Man­
damientos.
Pero, al invocar nosotros la autoridad de la Igle­
sia como fuente para la determinación del derecho
natural y, en consecuencia, del “bien común”, con­
viene advertir que algunas declaraciones de la auto­
ridad eclesiástica, referidas directamente al “bien
común”, parecen reflejar el criterio de la conven-
cionalidad humana, que se presenta como universal.
Por ejemplo, la “Conferencia episcopal españo­
la” (“Los católicos en la vida pública”, de 22 de abril
de 1986), se refiere al bien común (núms. 119-121)
como protección de los bienes fundamentales de la
persona: el derecho a la vida desde la misma con­
cepción, el matrimonio y la familia, la igualdad de
oportunidades en la educación y en el trabajo, la
libertad de enseñanza y de expresión, la libertad
religiosa, la seguridad ciudadana, la contribución a
la paz internacional, etcétera; por esos bienes «de­
ben luchar los cristianos». Como puede verse, se
empieza por poner el acento en las cuestiones
actualmente problemáticas —aborto, divorcio, edu­
cación católica— para seguir luego con los tópicos
de la actual “corrección política”. Esta enumeración
de principios, en efecto, nada tiene que ver con el
derecho natural católico, sino que refleja la Ética
democrática de la political correctness.
En efecto, el derecho a la vida podría ser una
versión secular del precepto divino de “no matar”,
pero en la concepción de la ley divina es negativo
y no puede convertirse en “derecho” si no se entien-
40 Bien común

de por “derecho” un modo propagandístico de alu­


dir a un deber, como en otros “derechos fundamen­
tales”, que carecen del complemento de una exi-
gibilidad judicial concreta; ya se entiende que un
muerto, ni un feto suprimido, pueden salir en defen­
sa judicial de su propia vida, que se presupone extin­
guida. Por otra parte, la protección del matrimonio
y la familia alude ambiguamente a la del matrimonio
canónico y a la educación cristiana de los hijos, a
la que vuelve a referirse la libertad de educación;
pero no se menciona expresamente la defensa de
la familia “legítima”, siendo así que, sin legitimidad,
no hay realmente familia. Lo de la igualdad de opor­
tunidades resulta muy demagógico, pues es evidente
que no puede haberla, ya que hay que presuponer
la restricción: en igualdad de condiciones; y aun así,
resulta ilusorio hablar, por ejemplo, de igualdad de
oportunidades “en el trabajo”, pues, en las mismas
condiciones de capacidad objetiva, hay que contar
siempre con factores de desigualdad en la elección
del personal laboral; por ejemplo, por amistad, vín­
culo de parentesco, recomendación, etc. La igualdad
de oportunidades en la educación depende igualmen­
te de las condiciones personales, pero también de
otros factores nada objetivos; por ejemplo, el hijo
que nace en una familia culta siempre puede tener
una cierta ventaja sobre los hijos de familias en
cuyas casas “no hay libros”, y la enseñanza que un
padre puede dar a su hijo es también del todo par­
ticular e incomparable. Sobre la libertad religiosa,
tan defendida hoy por el magisterio eclesiástico, ya
se sabe que, en el fondo, se refiere a la de la Iglesia
católica, para conseguir la cual difícilmente valen
los esfuerzos abdicativos de los pueblos tradicional-
Ley natural y derechos humanos 41

mente católicos. De la seguridad ciudadana vale más


no hacer mención, pues es característico de las
sociedades democráticas el favorecer la impunidad
de los delincuentes, especialmente la de los peque­
ños delincuentes, que son la principal causa de “in­
seguridad ciudadana”. En fin, que la contribución
a la paz internacional sea algo de “bien común” por
lo que el fiel cristiano “deba luchar”, eso carece de
todo realismo; y más cuando tenemos en cuenta que
los organismos internacionales de la paz son todos
ellos confesionalmente anticatólicos, empezando
por alguno tan aparentemente pacificador, sólo apa­
rentemente, como la ONU.
Así, pues, declaraciones del magisterio eclesiás­
tico como ésta, aunque siempre respetables, no valen
para ilustrar sobre el derecho natural y el bien
común que en él debe fundarse. Y la exigencia de
una colaboración de los fieles en este sentido no sirve
más que para gravar innecesariamente la conciencia
de éstos; como ocurre con la propaganda contra la
abstención electoral, siendo así que, contra las insu­
perables decisiones injustas de la democracia, no
queda más defensa racional que la abstención.
Por lo demás, si los derechos humanos han sido
enunciados sin pensar en su posible o no exigibi-
lidad procesal, es decir, sin considerarlos como “de­
rechos” propiamente dichos, esto se debe a que su
fin es el de constituir una nueva Ética, más que un
nuevo derecho. Esta nueva Ética de la “corrección
política” ha sido evidentemente constituida como
sustitutiva de la tradicional Ética cristiana, consis­
tente en deberes morales; y por eso puede descu­
brirse en esa revolución su signo profundamente
42 Bien común

anticristiano. Lo que resulta más sorprendente es


que los católicos se hayan dejado seducir por esta
revolución.

9. PATRIOTISMO

Pertenece también al cuerpo de preceptos extraí­


dos de la ortodoxia cristiana fundada en la Reve­
lación sobre el derecho natural, un criterio añadido
pero coherente con lo revelado, que es el de la fide­
lidad a la identidad histórica del grupo humano al
que se pertenece. Esta fidelidad puede aparecer
como “patriotismo”, es decir, como modalidad de
la virtud de la piedad, no ya respecto a los proge­
nitores, sino a los precursores de aquel grupo huma­
no; no sólo del actual Estado nacional, tampoco de
una región que pretende ser “nación”, sino de cual­
quier grupo superior a la “familia”, pues ésta tiene
ya sus “padres” generacionales y la propia virtud
de una piedad que les es debida; así el afecto a una
ciudad, a una corporación, a una universidad, etc.,
entra dentro de este concepto amplio de “patrio­
tismo”.
Naturalmente, el ámbito del patriotismo es de
intensidad variable, como el del mismo concepto de
“patria”. Al no ser ese de la fidelidad a los “padres
de una comunidad”, e indirectamente a los “her­
manos” de ella, un precepto directamente revelado,
sino sólo concomitante con el sí revelado de la pie­
dad respecto a los padres progenitores y, por exten­
sión, de respeto a los que ejercen una potestad de
gobierno cuasipaternal, pueden darse, a propósito
Patriotismo 43

de tal precepto, contradicciones y dudas, que no son


siempre susceptibles de solución indiscutible.
Una primera contradicción que puede ocasionar
esta defensa de la propia identidad comunitaria es
con el derecho natural. La defensa de esa propia
identidad es de derecho natural, pero tal identidad
puede no ajustarse a las exigencias éticas del dere­
cho natural. Así, por ejemplo, un pueblo que prac­
tica la poligamia contradice el derecho natural al
defender esa tradicional pero errónea ética suya. El
derecho divino natural debe superar, pues, la tra­
dición comunitaria, en esos casos de contradicción.
Así se explica el deber moral de “conversión” de
aquellas comunidades que, por particular tradición,
no se ajustan al derecho natural universal. Sobre
el deber natural de corregir el error religioso he
tratado en mi opúsculo Derecho y sentido común
(3.a ed., 2001).
Una segunda contradicción que puede surgir a
propósito de esa fidelidad que podemos llamar “pa­
triotismo”, es la que resulta de una contradicción
de voluntad entre grupos distintos. Esta contradic­
ción depende ordinariamente de “intereses” contra­
puestos, pues, del mismo modo que cabe distinguir
entre interés común de un grupo y de un particular,
cabe también distinguir entre particulares y entre
grupos. La defensa del propio grupo es de derecho
natural y, por lo tanto, constituye un principio de
bien común, pero, al haber contradicción en otro
grupo, ésta es ya de intereses particulares de los
grupos enfrentados. Aunque la defensa misma, con
recta conciencia, sea de bien común, y deba reco­
nocerse también al adversario, lo que en concreto
44 Bien común

se defiende no es ya un bien común, sino un interés


particular. Así, el bien común formal de la defensa
no implica que el objeto de ella sea un bien común;
en otras palabras, es un bien común defender lo
que no es común. Esto es lo que ocurre en cualquier
contradicción de intereses sometida a juicio: es un
bien común que los litigantes defiendan con recta
conciencia sus intereses particulares, y es el juez
quien, si da una sentencia justa, obra con ello un
bien común que puede coincidir con los intereses
del vencedor en el litigio.
La dificultad para resolver esta contradicción
entre grupos está en que los antagonistas no siem­
pre reconocen un orden superior judicial o de arbi­
traje institucional conforme al que su discrepancia
pueda ser juzgada, y por ello no es posible una solu­
ción mínimamente reglada en razón. Hay que acudir
entonces a criterios de “bien” común universal, pero
no es fácil, al menos hoy, que la razón de los con­
tendientes llegue a aceptar tales criterios por enci­
ma de los propios “intereses”.
Cuando se trata, como es frecuente, de discusio­
nes que afectan al control de espacios territoriales
o similares, el bien común universal parece exigir
una distribución de preferencias relativas determi­
nadas por la mayor necesidad natural y el posible
control efectivo de aquel espacio. Este es el objeto
de la ciencia que he llamado Geodierética. Por ese
método es posible superar la contradicción de los
intereses enfrentados mediante el reconocimiento
del bien común.
Arbitraje 45

10. ARBITRAJE
El procedimiento natural para resolver este tipo
de conflictos, a falta de un orden judicial o arbitral
preconstituido, será el del arbitraje ocasionalmente
convenido; cuyas resoluciones requerirán un suple­
mento de ejecutividad que muchas veces no pasará
de ser la coacción del desprestigio entre los otros
miembros de la actual comunidad en la que se inte­
gra la contradicción.
Cabe pensar que el procedimiento arbitral en
distintos niveles y funciones ha de ser en el futuro
un modo ordinario de resolver conflictos entre per­
sonas y grupos humanos. Porque la actual crisis del
Estado, del mismo modo que afecta a la Economía
y al Ejército, afectará también a la administración
de la justicia, dentro del mismo ámbito nacional
y, con más razón en los conflictos internacionales.
Y este procedimiento, precisamente por su “arbi­
trio” menos sujeto a normas nacionales positivas,
irá creando su propio derecho en virtud del con­
senso de los que vayan acordando su praxis y hasta
su institucionalización. De este modo, ese orden
concordado de los posibles litigantes puede realizar
a escala mundial el antiguo principio foral de para­
miento ley vence: su derecho concordado y aplicado
por los árbitros vendría a superar lo que puedan
disponer las leyes positivas aplicadas por los jueces
estatales.
El arbitraje se ofrece así como la solución más
racional de resolver conflictos de intereses parti­
culares, entre individuos o entre comunidades, y,
46 Bien común

por eso mismo, es una exigencia del bien común.


Cuando, por distintas razones, se hace imposible
esta solución arbitral, nos vemos enfrentados con
la enemistad, de la que tratamos en el capítulo
siguiente.
CAPÍTULO III
ENEMIGO PÚBLICO

11. ENEMISTAD Y AMISTAD

Conviene aclarar, antes de entrar en el tema de


la “enemistad pública”, que este adjetivo se refiere
aquí a una enemistad que afecta directamente a una
comunidad como tal, por parte de otra comunidad
o de un individuo; no a la enemistad particular que
puede ser “públicamente” conocida; incluso oficial­
mente reconocida. En este último sentido sirve el
término para recusar un juez oficial o un testigo
por parte del litigante afectado, como hace la Ley
orgánica del poder judicial, art. 219.8. Así también,
el canon 1757, § 2, núm. 3, del antiguo Código ca­
nónico, de 1917, excluía como suspecti a los testigos
(o peritos: canon 1795, § 2) por serpublici gravesque
partís inimici; esto, aparte de que el juez pueda tener
en cuenta, tanto la enemistad leve como la amis­
tad íntima; el nuevo Código canónico de 1983
(canon 1550) ha suprimido toda la categoría de los
suspecti, y, por ello, no habla nunca de ese tipo de
enemistad “pública”, ni de ningún otro tipo de ene­
mistad. En esta eliminación del término debe verse
48 Enemigo público

cierta acomodación a la tendencia pacifista del


mundo moderno, para la que la enemistad, incluso
la privada, debe ser silenciada. Pero aquellos anti­
guos publici inimici no lo eran de la Comunidad —la
Iglesia—, sino de personas particulares, y por ello
no eran “enemigos públicos” en el sentido que aho­
ra nos interesa, sino enemigos privados públicamen­
te reconocidos.
La “enemistad” no es fácilmente eliminable, co­
mo tampoco lo es la “amistad”, que es su contrario.
Sólo que, siendo la amistad una relación esencial­
mente recíproca, presupone la bilateralidad, en tan­
to la enemistad consiste en una actitud anímica que
puede darse unilateralmente; y por eso puede una
persona decir que “no tiene enemigos” aunque no
falte quien se declare enemigo de ella. De ahí la
importancia que tiene, como se dirá luego, la “de­
claración de enemistad”: la amistad existe por sí
misma, pero la enemistad, si no es un simple sen­
timiento íntimo de aversión, debe ser formalmente
reconocible, mediante “declaración”.
Nos vamos a referir aquí tan sólo a la enemistad
con una comunidad, por parte de un grupo o de
un individuo singular, o a la relación similar, pero
contraria, de amistad.
La “amistad”, como la misma palabra indica, es
una modalidad del “amor”: un amor en el que se
interfiere un cierto “interés” particular; puede lla­
marse “amor interesado”, siempre que por “interés”
no se entienda el meramente material, pues enton­
ces no habría nada de amor, y no cabría llamarlo
“amistad”.
Enemistad y amistad 49

En su sentido más pleno y elevado, el Amor es


la voluntad de unir la perfección de una persona
a la propia. Es siempre una relación personal, aun­
que pueda ser plural respecto a un grupo humano,
representado a veces por un símbolo, como es, por
ejemplo, una bandera, representativa de la patria:
el “amor a la patria”, que es a toda la comunidad
en ella comprendida.
La amistad, en cambio, no es un puro “vínculo
de perfección”, sino que depende de intereses siem­
pre parciales, como puede ser la complacencia de
la simpatía, el uso de la convivencia, la necesidad
de ayuda, la unión frente a un enemigo común, etc.
Es así un amor de grado menor, menos perfecto
precisamente por ser “interesado”.
Conviene observar, a este respecto, cómo en el
triple examen de Amor a que Jesucristo sometió
a Pedro (Juan 21, 15 ss.), no se atrevía éste, cons­
ciente de su flaqueza tras la triple negación, a res­
ponder que “amaba” (agapein), y se limitó a afirmar
su “amistad” (philein), hasta que, a la tercera vez,
se le preguntó por su amistad, que es lo que él sí
se atrevía a confesar. Este matiz diferencial puede
apreciarse mejor en el texto griego que en la Vul-
gata, donde el verbo amare se refiere a la amistad
y no al “amor” de “agápe”, la dilectio en latín.
En efecto, la amistad es inferior al amor de cari­
dad, que es desinteresado; y la amistad pública,
entendida también como la que se une con una
comunidad, resulta siempre contingente, como tam­
bién la enemistad, pues se funda muy principalmen­
te en intereses parciales, aunque pueden ser coin­
cidentes.
50 Enemigo público

Respecto al Estado, siendo éste por sí mismo,


un ente de poder, siempre en posible contradicción
con otros Estados o con grupos o personas integra­
das en él, el reconocimiento de la amistad con un
Estado presupone ya latentemente el de la enemis­
tad con otros terceros; la amistad se presenta ordi­
nariamente como alianza —a modo de paz pactada
que supera la guerra— contra un enemigo común.
Si el enemigo es interno, esta enemistad supone la
constitución de un orden estatal en cuya conformi­
dad se establece la amistad oficial de la comunidad.
Cuando Carl S chmitt cifra la esencia de lo polí­
tico en la discriminación de amigo-enemigo, no hace
más que poner en evidencia la polemicidad del Esta­
do; y es claro que ese concepto de amistad es el
más alejado posible del auténtico Amor, pues es
siempre coyuntural e inestable. Esto, no sólo res­
pecto a otros Estados, sino también en la misma
política interna, por el hecho de la alternancia de
grupos contrarios en el gobierno del Estado, y de
las posibles revoluciones en el orden ético de la
comunidad.
Debe advertirse todavía, que la enemistad públi­
ca, al referirse a una colectividad, no es incompa­
tible con una amistad y un auténtico Amor inter­
personal. Se da a veces entre adversarios políticos,
pero puede darse en la misma modalidad extrema
de enemistad que es la guerra. No es infrecuente
en ella que haya verdaderos amigos personales
enfrentados a causa de la hostilidad colectiva; y hay
experiencia también de cómo soldados en parapetos
enfrentados llegan a veces a establecer amistosa­
mente una suspensión particular de la hostilidad
Enemistad y amistad 51

colectiva para cumplir ciertos deberes de caridad,


como es la atención de heridos o recogida de cadá­
veres, o incluso para una simpática comunicación
personal mediante altavoces. Es más: hay experien­
cia también de cómo la guerra no implica necesa­
riamente el odio al enemigo, porque el odio es per­
sonal, como el amor, y la hostilidad bélica es entre
grupos organizados para hacer la guerra; el amor
a una persona enemiga es posible a pesar de la con­
tradicción hostil entre los respectivos ejércitos: se
mata a un beligerante anónimo, aunque se puede
amar al enemigo personalmente conocido; así pue­
de ocurrir que dos hermanos o amigos que se aman
entrañablemente se encuentren, en trincheras
enfrentadas, como enemigos públicos: son enemi­
gos, pero sin odio.
“Odio” no es un término jurídico, como es, en
cambio, “enemistad”. Aunque éste pueda tener su
raíz en el sentimiento de odio, no es más, en tal
caso, que una expresión formal de aquel sentimien­
to. La enemistad se opone a la amistad, y el odio
se opone al amor, pero estos sentimientos son mora­
les, en tanto aquéllos son posiciones de una relación
jurídicamente formalizable. No hay entre enemistad
y odio una relación de diferencia gradual como la
que hay entre amor y amistad. Pero, en cambio, sí
hay grados en la misma relación de enemistad.
La diferencia más importante para nuestro tema
es la que debe hacerse entre enemigo declarado
como “público” y el que no ha sido declarado como
“público”, aunque no sea por ello “privado”, pues
puede ser un adversario, ocasional o incluso habi­
tual, del orden de la comunidad.
f 52 Enemigo público
i

12. DECLARACIÓN DE ENEMISTAD


PÚBLICA
La enemistad “pública” presupone una declara­
ción formal; sea especial para un caso, sea en virtud
de un precepto general que implica aquel mismo
efecto.
La situación de enemigo público depende, pues,
de una declaración oficial de “enemistad” respecto
a un determinado grupo. En su forma más típica
y grave, se identifica con una declaración de guerra.
Según el antiguo derecho de guerra, ésta presu­
ponía una declaración formal de hostilidad, en vir­
tud de la cual los actos de violencia que la seguían
quedaban acogidos a aquel derecho; gracias a esta
declaración, la muerte dejaba de ser un homicidio
para convertirse en un acto de guerra, es decir, de
legítima defensa. Sin embargo, si en todas las épocas
faltó, con cierta frecuencia, este requisito formal de
la declaración de guerra, la crisis del derecho de
guerra causada por el pacifismo, en tiempos moder­
nos, ha generalizado la omisión de tal declaración;
en alguna ocasión, sin que hubiera sorpresa por par­
te del agredido, por conocer éste la inminencia de
la agresión a pesar de no haber habido declaración
formal de guerra. Naturalmente, estas omisiones
hoy ordinarias, tienen como consecuencia una
mayor dificultad para señalar el comienzo de una
guerra propiamente dicha; y, a veces, algo parecido
ocurre con su final, por faltar un convenido de paz
definitiva, y no meramente temporal como puede
ser una tregua, incluso un cese fáctico de las hos-
Declaración de enemistad pública 53

tilidades sin convenio de paz o de tregua, ni siquiera


una declaración unilateral de “alto el fuego”. Esta
indeterminación ha contribuido a oscurecer los lími­
tes temporales de la guerra. Al mismo tiempo que
“total”, por implicar en las hostilidades a todo un
pueblo en todas sus actividades, también civiles y
espirituales, la guerra ha venido a hacerse “inde­
finida”, y difícilmente «distinguible de maneras
impropias de hostilidad, como puede ser la llamada
“guerra fría”, entre potenciales enemigos, y la lla­
mada “guerra sucia” que hace unilateralmente un
grupo de partisanos, fuera de la guerra, o la de
terroristas, e incluso la que un Estado puede hacer
informalmente contra aquéllos. Y la confusión se
agrava por el hecho de que se dan actos bélicos al
margen de la hostilidad de los ejércitos, por la con­
currencia de fuerzas armadas paramilitares de las
que nadie figura como responsable. En cierto modo,
esta agravación del mal que es la guerra se ha debi­
do a la propaganda contra esa inevitable institución
universal por parte de un inútil pacifismo.
Aunque la hostilidad suele ser colectiva y no per­
sonal, sin embargo, puede darse también una forma
de declaración de hostilidad contra una persona,
pero que implica, aunque sea tácitamente, una
declaración de hostilidad contra todo un grupo,
principalmente un grupo nacional, que aquella per­
sona, en cierto modo, representa. Tal fue el caso,
por ejemplo, de la hostilidad que un grupo repre­
sentativo del pueblo judío declaró a Hitler como
respuesta a la decisión de querer éste sustituir el
régimen financiero internacional del “patrón oro”,
y de establecer el intercambio internacional de mer-
54 Enemigo, público

cancías por medio de permutas. La comunidad j udía j


universal vino a declarar la guerra a Alemania, y >
se comprende que la hostilidad bélica y de perse­
cución racial que siguió, desde el punto de vista de
Alemania, fuera concebida como respuesta a esa
singular declaración de hostilidad contra la persona
del jefe nacional, el “Führer”.
Pero no siempre el declarado enemigo público
es propiamente un enemigo bélico, pues la decla­
ración de enemistad puede presentarse en otras for­
mas muy variadas.
Cabe concebir que el gobierno de una “nación” ;
se abstenga de aceptar la guerra que otro le declara, j
o hace realmente, por encontrarse sin fuerza para {
afrontar razonablemente esa guerra, pero considera j
“enemigo público” al que se la hace, y, en conse- j
cuencia, declare la impunidad de la violencia que ¡
el propio pueblo ejerza contra aquél en forma de |
“guerrilla”. Ésta es la defensa más apropiada para
una nación agredida por otra mucho más fuerte, !
como España al ser invadida por Napoleón.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la
guerra es la forma más típica de legítima defensa
contra un enemigo exterior, actual o potencial, pero
que, no sólo puede darse contra un enemigo exte­
rior, sino también interior.
Naturalmente, no debe verse hostilidad en la
delincuencia ordinaria, que no atenta contra la inte­
gridad o identidad esencial de la comunidad; de ella
se trata al final (sub IV).
Un tipo distinto de criminalización singular de
un no-beligerante es el muy tradicional en la antigua
Declaración ele enemistad pública 55

doctrina del tiranicidio. También se trata aquí de


una modalidad de legitima defensa contra alguien
que viene a ser considerado enemigo público por
el abuso del gobierno que efectivamente ejerce.
Como esta calificación de enemigo público no resul­
ta formalmente cierta ni mucho menos indubitable,
también aquí la legitimidad de la acción parece
depender de la aceptación fáctica del resultado.
La doctrina del tiranicidio cuenta con un debate
histórico antiguo, pero que hoy ha perdido actua­
lidad, más en la teoría que en la práctica. Porque,
aunque en tiempos modernos no han faltado casos
de magnicidio por intolerancia de pretendido des­
potismo, la teoría parece haber perdido actualidad
dentro del ámbito de la democracia: por la desa­
parición de poderes personales de carácter absolu­
to. Incluso en el supuesto de abusos del poder, que
siempre pueden existir en las democracias, éstos son
imputables más a grupos políticos, como pueden ser
los partidos, que a personas individuales, por lo que
la eliminación por muerte de la persona que ejerce
el poder considerado tiránico resulta de escasa uti­
lidad, ya que el abuso de poder no es propiamente
personal, sino del grupo al que pertenece, que no
es totalmente eliminable por la muerte. En cambio,
es una indiscutible ventaja de los regímenes monár­
quicos o monocráticos la de hacer posible la legí­
tima defensa de la comunidad afectada a título de
tiranicidio.
En consecuencia, se puede prescindir hoy, al
menos en teoría, de la legítima defensa consistente
en tiranicidio. De hecho, aunque siga practicándose
con cierto consenso popular en algunos casos, la
56 Enemigo público

teoría política y ética parece haber prescindido de ¡


considerar este caso de legítima defensa contra un j
enemigo público; también se puede tramitar judi­
cialmente como la defensa que la sociedad ejerce
contra los delincuentes singulares.
Distinta de la declaración de hostilidad es la 1
declaración de rechazo personal como “persona non
grata”. No se trata ya de “hostilidad” propiamente :
dicha, sino de no-aceptabilidad diplomática. En
efecto, el uso de este tipo de declaración es cono­
cido en las relaciones diplomáticas, para rechazar
el nombramiento de un representante diplomático j
extranjero, sin necesidad de justificar tal declara­
ción. De hecho, se puede evitar este posible rechazo j
mediante la previa tentativa de aceptación, que se ;
conoce con el nombre de agréement. Pero, si se llega j
a producir el nombramiento de la persona declarada ¡
non grata, puede el declarante no aceptar la repre- !
sentación que tal persona pretende ostentar. Es
más: puede el gobierno que la rechaza venir a pri­
varle de capacidad procesal, lo que equivale ya a
una sanción penal por infringir el uso diplomático
internacional.
Por lo demás, es claro que la enemistad de una
persona integrada en la propia comunidad afectada
por la conducta de aquélla reviste formas distintas
a las de la declaración de hostilidad de personas
extrañas. Ordinariamente, al quedar un miembro de
la comunidad sometido a un orden legal interno,
su posición de enemistad puede depender de la nor­
ma legal, sin necesidad de una declaración especial.
Pero hay que distinguir aquí, aunque, como vere­
mos, no siempre es fácil, entre la norma que equi-
Enemistad y hostilidad 57

para al infractor con un enemigo público y la que


le da tratamiento de delincuente con pena no-ca­
pital. El caso de traición es el más claro de sanción
penal que implica enemistad pública; pero hay otros
casos en los que, aun sin riesgo de pena de muerte,
el delincuente viene a equipararse a un enemigo
público de la comunidad. Sobre estas sanciones
penales tratamos más adelante.

13. ENEMISTAD Y HOSTILIDAD

Era tradicional la antigua distinción romana


entre el hostis, que es el enemigo exterior, y el ini-
micus, que es el adversario en una contienda, inclu­
so guerra civil. Esta distinción ha podido perdurar
en el planteamiento de la Edad Moderna, por la
identificación del “beligerante” conforme a derecho
—iustus hostis— con el “Estado”, como en la Edad
Media había podido identificarse con el “Rey”, res­
ponsable de la hostilidad. De esta suerte, sólo el
“Estado” podía ser considerado legitimado para
hacer la guerra, en tanto otro tipo de adversario
hostil, sobre todo el interno, el de la “guerra civil”,
sería tan sólo un inimicus.
Sin embargo, esta distinción debe considerarse
hoy superada. En primer lugar, porque los “Esta­
dos” no son “extraños” entre sí, de modo que inclu­
so una guerra internacional viene a ser una guerra
“civil” dentro de la comunidad mayor, de un gran
espacio; así pudo decirse que la Guerra Europea
fue una “guerra civil”. Por otro lado, el adversario
interno, como puede ser el secesionista o el revo-
58 Enemigo público

lucionario, suele contar con la complicidad o decla­


rada alianza de otros “Estados”, con lo que resulta
difícil su distinción respecto a una guerra interna­
cional. Por esto mismo, la disciplina del derecho de
guerra, constituida para la guerra internacional, es
hoy aplicable también a la guerra civil.
A esto se añade que las hostilidades pueden no
ser de violencia armada, sino de medidas coactivas
como el “bloqueo”, que suele interponerse en una
guerra ya actual, internacional o civil, pero también
puede darse sin ocasión de un conflicto armado, a
modo de coacción preventiva, principalmente eco­
nómica. Como la misma guerra, el bloqueo no j
depende de la existencia de una justificación taxa- \
tiva, sino de la fuerza real de quien lo impone, es i
decir, de la posibilidad de hacer que lo respeten los i
no-beligerantes.
Asimismo, entra dentro de la dinámica de las
hostilidades la práctica de los actos de retorsión,
sobre todo ue carácter económico, que suponen una
hostilidad sin declaración de guerra, y sin interven­
ción armada, pero son actos de evidente hostilidad.
A la misma idea de retorsión corresponde la
práctica de las llamadas “represalias”, que cuentan
con una interesante historia desde la desaparición
del Imperio Romano. Consisten en el apoderamien- ¡
to de bienes del enemigo como modo de coacción j
pública contra la indefensión ante actos injustos j
sufridos por otra comunidad o alguno de sus miem- i
bros. Aunque, en principio, no suponen una beli­
gerancia, hoy, de hecho, se dan siempre dentro de
ella. Algo parecido ocurre con el apoderamiento de !
Falsa idea de “aldea universal” 59

“rehenes” —-cuyo antecedente histórico es la andro-


lepsia griega—, que suele presentarse como pieza
coactiva y vindicativa en casos de “ley marcial”
conexos con la occupatio bellica.
En fin, la guerra interna dentro de una comu­
nidad puede ser tan “hostil” como la guerra exte­
rior, hoy internacional, pero no deja de presentar
algunos rasgos diferenciales, aunque también éstos
tiendan a borrarse por la actitud globalizadora de
considerar todo el orbe como una única comunidad
humana.

14. FALSA IDEA DE “ALDEA UNIVERSAL”


Suele hablarse hoy de que el mundo se ha con­
vertido en una “aldea universal”. Esto recuerda lo
que se decía del Imperio Romano —en boca, por
ejemplo, del poeta tardío Rutilio N amaciano (de
reditu suo, w. 63-66)— acerca de haber Roma con­
vertido en “urbe” lo que antes era un “orbe”:
«En una sola patria naciones has unido:
el ser por ti vencidos redundó en su provecho,
y, al hacerlas tú socias de tu propio derecho,
lo que era antes Orbe en U rbe has convertido».

Esta manera de hablar, aunque poética, corres­


pondía al hecho de que la unidad del pueblo roma­
no no radicaba en el territorio de la ciudad de
Roma, sino en la comunidad de estirpe civil, de
“nombre romano”, que ya se había logrado gene­
ralizar entre gentes libres desde que, a principios
del siglo ni, el emperador Caracala había suprimido
60 Enemigo público

la condición de peregrini; el “orbe” —la oikoumene


griega—, por lo demás, era un ámbito del que que­
daban marginadas las naciones bárbaras. En este j
sentido, podía decirse que ese “orbe” limitado se j
había convertido en una única ciudadanía (civitas). ¡
Pero lo de “aldea universal” carece de sentido,
pues la “aldea” no es “urbe”, sino todo lo contrario,
y resulta una contradicción esencial hablar de la uni­
versalidad, no ya de una “urbe”, sino de una “al­
dea”. Porque hay que tener en cuenta también que
la universalización del mundo es un resultado de
la progresiva tecnificación. Ahora bien: la técnica
se caracteriza por aproximar lo distante a la vez que
distancia de lo próximo. Una imagen simbólica de
este fenómeno podemos ver en una familia en su
intimidad, atenta a la televisión: este instrumento
técnico viene a aproximarles imágenes y noticias j
remotas, pero, al mismo tiempo, viene a impedir
la comunicación personal entre los miembros de
aquella familia reunida. La aldea, en cambio, es el
símbolo de todo lo contrario: de una estrecha comu­
nicación entre sus miembros y una incomunicación
con lo lejano. Así, pues, lo de “aldea universal” vie­
ne a ser una contradicción en los términos; pero,
aunque esta imagen de la “aldea universal” no tenga
sentido, no es menos cierto, sin embargo, que las
diferencias entre guerra internacional y guerra civil
tienden a desdibujarse por la idea de que todas las
naciones forman una comunidad internacional,
siendo así que no puede pasar de ser una “sociedad”
de “pueblos” distintos.
Por otro lado, no debemos pensar que la “glo-
balización” del mundo produce una razonable uni-
Falsa idea de “aldea universal” 61

dad. Es precisamente la idea de continuidad indi­


ferenciada que inspira la globalización la que impi­
de la radical y coherente ui idad de un orden común.
Para que éste exista, se requiere el reconocimiento
formal de la discontinuidad; tanto la horizonal,
entre los distintos miembros y partes que integran
el conjunto, como la vertical, entre los distintos
niveles de decisión. La indiferencia de la continui­
dad es incompatible con un orden razonable; sólo
con una clara determinación de la discontinuidad
resulta posible un orden coherente de libertad. El
mundo requiere aldeas, grandes y pequeñas, y éstas
requieren un mundo, pero la aldea convertida en
mundo es una contradicción aniquilante.
Pero la globalización tiene también otro efecto
respecto al giro actual de la guerra. En la actualidad,
podemos ver cómo la guerra, que persiste genera­
lizada en toda la tierra, aunque heterogénea en sus
causas y con accidentales intermitencias, ha dejado
de ser una guerra territorial, de ejércitos estatales
enfrentados en la pugna por dominar el suelo del
enemigo, para convertirse en un conflicto interno
de golpes personalizados por comandos ocasionales
dentro de un mismo territorio; es decir, las guerras
actuales han venido a ser todas ellas “civiles”. Y
es sintomático, en este sentido, que, recientemente,
la mayor potencia militar del orbe, para reprimir
la hostilidad de una nación lejana, haya tenido que
recurrir a la instigación de una guerra civil dentro
del territorio enemigo.
Ahora bien, la globalización del mundo tiene
como consecuencia que la nueva guerra civil, diver­
sificada pero total, se haya convertido en universal.
62 Enemigo público

Estamos así en presencia de una “guerra civil glo-


balizada”, que, precisamente por su heterogenei­
dad, dispersión e informalidad jurídica, corre el ries­
go de hacerse perpetua, es decir, sin espacio, ni tem­
poral ni territorial, para una victoria seguida de paz.
Independientemente del signo ideológico que
puedan tener algunos de los actuales enemigos de
la globalización, lo que en la pretensión de ésta
podemos ver es el proyecto sinárquico de un domi­
nio económico centralizado de todo el orbe, sin
miramientos por un orden ético de paz. Es decir,
todo lo contrario de lo que puede ser la universa­
lidad moral de la Iglesia Católica.

15. GUERRA CIVIL Y TRAICIÓN


Lo que todavía puede perturbar la singularidad
de la guerra civil es la consideración de que el ene­
migo interno es un “traidor” a la comunidad —a
la Patria—, y venga por eso a ser criminalizado por
su adversario, ya que la “traición” es un delito como
otros.
La “traición”, en su sentido propio, consiste en
una “entrega”, por parte de alguien o de un grupo
perteneciente a la comunidad, contra algo que afec­
ta actual o potencialmente a la integridad de ésta.
Pero también hay traición cuando, sin favorecer a
un enemigo, se deserta de la defensa de la propia
comunidad, por ejemplo, de un Ejército. Esta deser­
ción puede consistir en rehuir la incorporación legal
al Ejército, de cuyo caso se habla de “prófugos”,
o de huir del ya incorporado, que es el propiamente
Guerra civil y traición 63

“desertor”. El prófugo en un momento de paz es


el “insumiso”, que, como objetar de conciencia, no
se incorpora al Ejército cuando debe hacerlo; la gra­
vedad de esta deserción es menor que la del prófugo
o desertor, pero no deja de ser un acto de algún
modo sancionable, quizá con la pérdida de la nacio­
nalidad, como en el caso del que se incorpora a un
Ejército extranjero en tiempo de paz.
Un criminal individual ordinario no es un “trai­
dor”, porque no entrega nada a un enemigo de la
comunidad, pero un espía al servicio del enemigo
es ya un “traidor”. Cuando se trata de actos colec­
tivos contra el orden establecido, también hay que
distinguir entre delitos ordinarios perpetrados por
una banda, y actos que favorecen a un enemigo exte­
rior, en cuyo caso puede hablarse ya de traición;
respecto a éstos, precisamente por haber más que
delito, no puede aplicarse el principio de legalidad
propio del derecho penal; como también en el
supuesto de un traidor individual, puede ocurrir que
su acto no esté tipificado por la ley, a pesar de lo
cual puede ser castigado como traición. Por esto,
el delito de traición excede del marco de la legalidad
penal y puede interferirse en el de la beligerancia.
La dificultad que presenta el caso de traición
colectiva está en que puede faltar un enemigo exte­
rior favorecido por el acto subversivo. Así sucede
precisamente en las guerras de independencia
regional, cuando el grupo subversivo se constituye
él mismo en enemigo exterior, y la traición no favo­
rece —al menos directamente— a otro distinto que
a él mismo. Puede pretenderse, en esas ocasiones,
que el acto de subversión es traición, pues atenta
64 Enemigo público

contra la integridad de la comunidad; hay entonces


como un desdoblamiento de la hostilidad: la del
colectivo bélico que pretende dominar a la comu­
nidad o independizarse de ella, y la de cada indi­
viduo que, al secundar ese propósito, incurre en
traición. Puede decirse así que esa traición es indi­
vidual pero al servicio del propio colectivo, enemigo
hostil a la comunidad a la que aquel grupo perte­
nece actualmente. Se combina así la traición per­
sonal con la hostilidad pública.
Esta implicación de la traición en la guerra civil
es muy grave. Hay que tener presente que, aunque
la traición puede ser, no-individual, sino de un gru­
po, no deja por ello de ser un delito, que debe ser
juzgado en derecho, aunque sea con la severidad
del derecho de guerra que es el propio de los tri­
bunales militares. El hecho de ser colectivo no altera
su calificación de delito, del mismo modo que es
delito el que comete una banda de atracadores.
La exclusión de la idea del delito de traición
depende, en algunos casos, de que un grupo se cons­
tituya en beligerante, con lo que cesa ya la aplica­
ción de la justicia personal para dar entrada a la
del derecho de guerra. Porque la guerra misma deja
ya de ser un delito, aunque los excesos que en ella
se cometan puedan ser juzgados por el derecho de
guerra. Se presupone ciertamente una declaración
de guerra, por parte del propio grupo hostil a la
comunidad en que se integra; pero, de hecho, una
hostilidad de este tipo, que excluye la criminaliza-
ción, sólo puede darse cuando existe, al menos en
un grado apreciable, un apoyo de la sociedad civil
de la que el beligerante se declara defensor. Esto
Guerra civil y traición 65

ocurre ordinariamente en las guerras civiles de sece­


sión regional. En ellas, pues, no puede calificarse
de traidor al secesionista, sino de enemigo bélico:
con él se debe observar el régimen del derecho de
guerra y no de derecho penal ordinario. La defensa
de la independencia regional neutraliza, en estos
casos, la traición a la comunidad mayor a la que
se hace la guerra.
Las consecuencias prácticas de la falsa conver­
sión del enemigo civil en traidor son, efectivamente,
muy graves, porque cuando se trata de un enemigo
exterior ordinario, la hostilidad permite matarle o,
si se le captura, retenerle como prisionero, no en
prisiones ordinarias como si fueran delincuentes,
sino en campos de concentración de* distintos tipos;
al mismo tiempo, por derecho de guerra, no se debe
dar muerte a los prisioneros; y sólo se les puede
juzgar, según la justicia militar, cuando han come­
tido actos contrarios al derecho de guerra. En cam­
bio, cuando se captura a un enemigo interno al que
se pretende considerar traidor, estos límites del
derecho de guerra pueden fallar. En principio, los
tribunales militares deberían juzgar al que comete
el delito de traición, sin sometimiento a la legalidad
penal ordinaria, pues puede ocurrir que la ley penal
no haya tipificado el delito de traición, pero, de
hecho, siempre se corre el riesgo de que, en el pre­
cipitado desorden de la guerra civil, se dé muerte
directamente al enemigo traidor que ha caído pri­
sionero. Y esto puede ocurrir incluso fuera de accio­
nes bélicas concretas; incluso, preventivamente,
antes de que éstas se realicen actualmente. Así
ocurre cuando un beligerante, dentro de su terri­
66 Enemigo público

torio, mata a las personas que sospecha van a favo­


recer al enemigo —a modo de “quinta columna”—.
Aparte la inseguridad de la sospecha, aun conside­
rando a esa población civil como prisionera, la eje­
cución sin juicio —o con informal “juicio suma­
rio”— es un acto contrario al derecho de guerra.
En fin, es desde luego un desorden injusto que
se mate preventivamente al supuesto traidor, pero
el control de ese desorden es difícil de cumplir. Son
excesos de la guerra que sólo excepcionalmente son
efectivamente castigados por los propios tribunales
militares. Pero también la matanza de población
civil, por ejemplo, en el bombardeo de una ciudad,
es un exceso indeseable, aunque difícilmente con­
trolable, incluso cuando pueda parecer técnicamen­
te innecesario.
La guerra presupone un enemigo colectivo que
debe ser dominado sin acepción de personas, y, aun­
que se plantea como lucha entre ejércitos, que, en
principio no debe afectar a la población civil ene­
miga, es difícil de contener dentro de ese límite;
son los “tribunales de guerra” los que deben juzgar
sobre los excesos punibles. Los jueces civiles no pue­
den tener competencia sobre esos excesos, porque
no tienen experiencia de las exigencias de la acción
bélica. Por ejemplo, a un juez civil le resultará impo­
sible admitir la licitud de represiones cruentas por
infracción de las condiciones impuestas en razón de
una “ocupación bélica”, como “estado de guerra”.
La “ley marcial”, en estos casos, excede de la com­
petencia de los jueces ordinarios.
Guerra agonística y guerra aniquiladora 67

16. GUERRA AGONÍSTICA Y GUERRA


ANIQUILADORA

Dentro del planteamiento colectivo de toda


guerra, no deja de haber posibles modalidades dife­
renciadas de crueldad, en atención al fin perseguido
por la guerra, aunque estas diferencias sean más
observables en tiempos pasados que en la actuali­
dad. En efecto, una tendencia a la aniquilación del
ejército, y hasta de todo el pueblo enemigo, que
era muy propia de la tradición judía, se ha impuesto
en la guerra moderna, que ya no es propiamente
entre ejércitos, sino entre “pueblos en armas”. De
ahí también su mayor crueldad. Si a esto se une
la conciencia racial de un pueblo, como ocurre con
el judío, la crueldad puede agravarse hasta cons­
tituir un propio genocidio, es decir, una aniquilación
total del grupo racial vencido. En las narraciones
del Antiguo Testamento esta aniquilación de pue­
blos no-judíos ocupa un papel importante, que no
se entiende desde el punto de vista humanitario de
hoy, sino tan sólo como inexplicable misterio de la
providencia divina, que puede cambiar la esencia
de las cosas y, por ello, el carácter de injusta matan­
za a lo que nos parece serlo con criterios puramente
humanos de hoy, aunque la guerra de hoy también
sea guerra de aniquilación.
Una ilustración de los distintos fines de la guerra
puede dar la comparación de la guerra de la épica
griega y de la historia bíblica: aquélla es agonística,
y, por ello, no se propone la eliminación del pueblo
enemigo, en tanto la judía, y luego la romana, es
68 Enemigo público

guerra de radical aniquilación. Paradójicamente,


esta última pretende la paz estable como resultado
de una victoria, en tanto la guerra agonística busca
más la ocasión reiterada de heroísmo que la paz.
La guerra civil, aunque debiera concebirse como
agonística, suele resultar más cruenta, pues el ene­
migo que sobrevive viene a perturbar en el futuro
la consistencia de la paz obtenida por la victoria.
La guerra agonística corresponde a una menta­
lidad que tiende a ver en la guerra un “duelo”
—duellum es una forma arcaica de bellum—, por
el que se somete un conflicto entre pueblos al juicio
divino. A esa mentalidad corresponde también el
duelo medieval entre “caballeros”. Los romanos,
aunque hacían la guerra con los auspicios favorables
de la divinidad, perdieron pronto esta idea primitiva
de lucha entre héroes individuales como represen­
tantes de sus respectivas ciudades o pueblos. Con
todo, también el derecho de guerra de la Edad
Moderna conservó esta idea de lucha agonística, no
ya entre héroes representativos, sino entre reyes, es
decir, entre sus ejércitos, afectando lo mínimo a las
poblaciones civiles. Una imagen ilustrativa de esta
guerra duelística ente ejércitos nos presenta La Ren­
dición de Breda (el Cuadro de las Lanzas) de Veláz-
quez, en el Museo del Prado. Pero esta idea de
guerra agonística desapareció con la revolución
napoleónica, de “guerra entre pueblos” —de “na­
ción en armas”—, que es también la guerra civil.
El cuadro de Goya, de El 2 de mayo muestra ya
cómo la guerra napoleónica —la de invasión de
España a principios del siglo xix— enlaza con la
guerra “sucia” de partisanos y terroristas. Inevita-
Guerra de secesión 69

blemente, la guerra que hace un pueblo, aunque sea


con ejércitos regulares, provoca como reacción la
“guerra sucia” del pueblo agredido.

! 17. GUERRA DE SECESIÓN


\
Un caso especial de conflicto es el del separa­
tismo regional, es decir, el de la tensión, incluso
i declaradamente violenta, entre una comunidad más
amplia y una parte de ella que pugna por indepen­
dizarse: en términos de estatalidad, una región que
quiere constituirse en un Estado distinto de aquel
, más amplio en que actualmente se halla integrada,
i Este planteamiento estatal resulta difícil de superar,
i pues excluye aquella ordenación de racional sub-
; sidiariedad en que se funda la Geodierética. Al no
| haber solución jurídica, no queda más que la deci­
sión por la victoria militar, con todos los graves
inconvenientes que la guerra tiene, empezando por
la inseguridad del resultado, expuesto siempre a la
' reversión violenta. Quizá sea todavía más inconve­
niente, cuando nada hay que esperar de una solu­
ción pacífica sin estatalidad, la guerra unilateral en
la que se criminaliza el patriotismo regional sepa-
¡ ratista, y se prolonga, no sólo sucia, sino también
confusamente y, por ejemplo, con “treguas”, y los
que son enemigos son tratados como criminales,
que no son; esto, a pesar de los posibles excesos
de su violencia irregular impropia de una guerra.
Así, pues, en el conflicto entre dos patriotismos
de distinto ámbito y no conciliables racionalmente,
no puede excluirse el recurso a la guerra, y, en este
70 Enemigo público

caso, lo único que se puede desear es que la guerra


se ajuste al derecho de guerra, sin intervenir en ella
otras potencias, y, desde luego, sin suministro inter­
nacional de armas a los beligerantes. Porque la
intervención de otras potencias, tanto en una guerra
ordinaria como en la interna de separatismo, aun­
que se revista con la apariencia de intervención poli­
cial imperialista, no deja de ser una ampliación de
la guerra, que, por su misma naturaleza dual, viene
a ser favorable a uno de los contendientes. Pero
la intervención puede ser también, aunque sin hom­
bres armados, en la forma de suministro de armas,
a uno, o incluso a los dos contendientes a la vez.
Y resulta indignantemente escandaloso que aque­
llos que pretenden sofocar el conflicto armado
mediante una intervención militar y proclamaciones
pacifistas, estén ocultamente suministrando las
armas necesarias para que la guerra no acabe o, por
lo menos, no se minimalice. Esta hipocresía inter­
nacional es, desgraciadamente, muy actual hoy.

18. INVASIÓN BÉLICA Y PACÍFICA


El caso de invasión es un caso extremo, en el
que la resistencia bélica se justifica, por considerar
al pueblo invasor como enemigo público. Pero una
invasión puede producirse paulatinamente, y sin
violencia, por la penetración sucesiva de grupos más
o menos numerosos en un territorio ajeno, no nece­
sariamente vecino. También este tipo pacífico de
invasión puede justificar una actitud impeditiva por
parte del que debe depender la identidad de la
comunidad invadida. Hay que tener en cuenta que
Invasión bélica y pacífica 71

este tipo de invasión, aunque sea pacífica en su ori­


gen, suele crear una situación conflictiva por la for­
mación de grupos extraños que no llegan a ser asi­
milados por la comunidad que los recibió. Es el
fenómeno lamentable del ghetto, muy frecuente a
lo largo de la historia, y no sólo de grupos judíos,
que viven en tensión hostil dentro de una comu­
nidad que los rechaza. Se produce entonces una
hostilidad recíproca, que, naturalmente, da lugar a
que la comunidad en que se aloja el ghetto reaccione
violentamente en la forma de lo que los rusos lla­
maron progrom o matanzas de los agrupados en un
ghetto. No muy distinta es la reacción que han pade­
cido los Estados Unidos, de matanzas de negros por
la acción clandestina del “Ku-klux-klan”.
Este tipo de conflictos violentos podrían haber
sido oportunamente evitados por medidas preven­
tivas contra la inmigración indiscriminada. Por muy
poco “humanitarias” que puedan parecer estas
medidas preventivas, siempre son preferibles a los
conflictos hostiles que pueden evitar.
La idea de que cualquier grupo social puede que­
dar pacíficamente asimilado en otro mayor en el
que ha venido a instalarse es una idea siempre pro­
blemática, pues la experiencia histórica prueba que
muchas veces sucede lo contrario. Naturalmente,
todo depende de la magnitud del grupo no asimi­
lable. Por ejemplo, la raza gitana, en España, se
halla en buena parte asimilada al resto de la pobla­
ción, de modo que incluso resulta difícil su iden­
tificación racial; pero en la medida en que persevera
en su nomadismo y se mantiene sin asimilar, su mag-
72 Enemigo público

nitud no es suficiente para que pueda hablarse de


coexistencia conflictiva.
Lo dicho acerca de la licitud de la prevención
contra una inmigración que puede poner en peligro
la identidad de un grupo social podría parecer
incompatible con la libertad de viajar, el ius pere­
grinandi, que, según Francisco de V itoria , justifi­
caba la presencia de España en tierras americanas;
opinión ésta sobre la que no voy a volver en este
momento, pues ya fue objeto de mi crítica hace
muchos años {De la guerra y de la paz, 1954).
Es cierto que la libertad para moverse por el
mundo puede considerarse como de derecho natu­
ral, y, por ello, como un bien común universal. Pero
respecto a esta libertad hay que tener en conside­
ración dos cosas: primero, que es individual y no
colectiva, y, segundo, que puede quedar limitada
por razones de orden público; de este segundo lími­
te se tratará más adelante (§ 21).
En efecto, el hombre debe poder moverse libre­
mente, pero esta libertad es individual y no de todo
un grupo, pues el traslado masivo de hombres del
territorio propio a uno ajeno constituye ya una “in­
vasión”. No puede negarse que es de bien común
el que una persona pueda viajar por el extranjero,
e incluso instalarse allí; pero tampoco puede negar­
se que la defensa contra una invasión es también
de derecho natural, aunque no sea una invasión vio­
lenta que daría lugar a la legítima defensa como
guerra. Porque, como digo, la invasión, no sólo pue­
de hacerse sin violencia, sino que incluso puede rea­
lizarse paulatinamente, sin que por ello deje de ser
invasión.
Genocidio 73

Invasio es el término jurídico romano para sig­


nificar el acto de desalojar por la fuerza a alguien
de la posesión de un inmueble, pero hoy se refiere
especialmente al hecho de una ocupación masiva
en el territorio de una comunidad, aunque sin desa­
lojarla violentamente de la posesión; en este sen­
tido, se habla tradicionalmente de las invasiones
germánicas en los territorios del Imperio Romano,
que no dejaron de ser invasiones aunque fueran sin
expulsión masiva.
Cuando hoy se trata del problema de las minorías
raciales mal asimiladas por la comunidad en que
se hallan, no hay que olvidar que la situación actual
puede deberse a una originaria invasión que pudo
ser evitada.

19. GENOCIDIO
La matanza masiva de grupos raciales constituye
el delito de “genocidio”, que, aunque pueda impli­
carse en la misma guerra internacional o civil, se
da también fuera de ella. Como su nombre indica,
el genocidio es el acto de matar masivamente a per­
sonas en razón de su raza o estirpe, no de su religión
o nacionalidad, ni de su asentamiento territorial,
aunque a veces pueda ser menos clara la distinción;
y, de manera imprecisa e impropia, se llame ge­
nocidio a cualquier caso de muerte de un grupo
humano.
El término “genocidio” fue primeramente utili­
zado, en 1943, por Rafael L emkin, en la propaganda
contra la depuración antijudía por los alemanes
74 Enemigo público

nazis, y dio lugar a una convención de la ONU de


1948 (vigente desde 1953), según la cual, a falta de
tribunal internacional competente, se consideraba
juez hábil al del territorio en que se hubiese come
tido el delito de genocidio (art. 6); aunque, equi­
parado a un crimen político, se excluía la extradición
por esa causa. Sin embargo, de hecho, en el uso
que actualmente se hace de este término, se suele
comprender cualquier tipo de muerte de colectivos
humanos, no necesariamente raciales, y, desde el
Caso Eichmann, se califican como “crimen contra
la humanidad”, con lo que no puede contarse con
límites jurisdiccionales de ningún tipo. A esta misma
expansión del concepto de genocidio, promovido
principalmente por los judíos, corresponde la excep­
ción a la “libertad de expresión del pensamiento”
por considerar que hay complicidad con el crimen
de genocidio en el acto de difundir publicaciones
“revisionistas” del llamado “Holocausto”, hasta
extremos judiciales insospechables. Sólo algunas
naciones colonialistas, como el Reino Unido, sien­
ten cierto escrúpulo por abusar del concepto.
También puede verse perturbado el concepto de
genocidio cuando una determinada raza declara e
incluso hace la guerra contra un grupo que consi­
dera enemigo. Éste es el caso de las guerras tribales,
que han resurgido hoy a consecuencia de haber
desaparecido el régimen colonial de dominio de una
potencia colonizadora responsable del orden en el
territorio por ella dominado; en estas guerras tri­
bales, la consideración de hostilidad bélica oscurece
el genocidio racial. Por lo demás, el genocidio tam­
bién puede tener lugar muchas veces con ocasión
de una guerra racial.
Genocidio 75

Es evidente que la concurrencia en un mismo


territorio de razas distintas, muchas veces con cul­
turas distintas, sobre todo religiones e idiomas dis­
tintos, puede contribuir a la pérdida de la identidad
de un grupo social. Este peligro de desintegración
de un grupo social no debe verse como conflicto
racial por presuponer que hay razas superiores a
otras, lo que, desde un punto de vista teológico y
de derecho natural, es un criterio inadmisible, aun­
que la superioridad racial pueda ser un hecho antro­
pológico indiscutible desde el punto de vista de la
defensa de la identidad de un grupo social. Desde
esta perspectiva positiva, no puede excluirse como
algo ilícito que una comunidad procure evitar pre­
ventivamente ese riesgo de desintegración de su
identidad; pero, cuando se ha producido ya el hecho
del pluralismo racial dentro de una comunidad, esto
mismo prueba que no se ha conservado la identidad
originaria, y, en consecuencia, no puede tratarse ya
de defender una identidad que ya se ha perdido
realmente. Ésta se puede salvaguardar preventiva­
mente, pero no recuperar por una “depuración”
posterior a la pérdida real de una identidad histó­
rica. Lo que resulta injusto es que una misma comu­
nidad solicite o tolere la inmigración por razones
económicas, de mano de obra quizá más barata y
por déficit de hijos, y luego se alarme por la per­
turbación racial que tal inmigración y su mayor
fecundidad demográfica ha causado. Lo que pudo
ser un error de los antepasados de la misma comu­
nidad no puede ser luego enmendado por una de­
puración de la pluralidad racista que aquel error
causó.
76 Enemigo público

A este respecto, sin embargo, puede darse el caso


especial de una discontinuidad radical en la iden­
tidad de la comunidad afectada; por ejemplo, cuan­
do aparece una comunidad radicalmente nueva, que
no puede responsabilizarse de la situación anterior.
Tal pudo ser el caso de la unidad nacional de Espa­
ña al culminar la Reconquista contra el invasor
musulmán: se trataba de una comunidad nueva que
podía defender su futura identidad con la expulsión
de grupos residuales de la situación anterior; lo mis­
mo puede decirse hoy del nuevo “Estado de Israel”
que excluye los restos raciales incompatibles pro­
cedentes de la situación anterior.
En otras palabras: una comunidad puede evitar
lícitamente la inmigración en su territorio con medi­
das preventivas, pero no puede intentar “depurarse”
de la inmigración ya consumada, pues ya ha perdido
de hecho su anterior identidad.
Del caso de conflicto entre distintas religiones
dentro de un mismo espacio puede decirse lo mismo
que de los conflictos raciales. Desde luego, un grupo
que se declara aconfesional no puede luego recu­
perar una confesionalidad religiosa que ha tolerado
perder de hecho por su anterior aconfesionalidad.
La pureza confesional puede ser preventivamente
defendida, pero no violentamente restaurada.

20. GUERRAS DE RELIGIÓN


Del conflicto de religiones, incluso menos pací­
fico, dentro de una misma comunidad debe distin­
guirse lo que es propiamente una guerra de religión.
Guerras de religión 77

A lo largo de la historia, las guerras entre comu­


nidades diferenciadas por su religión han sido fre-
■cuentes, y el islamismo ha considerado siempre que
su expansión debía contar con la conquista bélica
de territorios extraños: la “Guerra Santa”. Pero
¡también el cristianismo ha promovido guerras de
Icruzada, que eran eminentemente religiosas; fueron
ípropiciadas por la Iglesia y, en concreto, por gran­
des santos, como San Bernardo y el rey de Francia
San Luis, que murió en una de ellas.
Por otro lado, la irrupción del protestantismo en
¡la Edad Moderna produjo conflictos religiosos y
guerras civiles dentro de una misma comunidad. La
aparición del “Estado” como instancia soberana y
potencialmente totalitaria se debió precisamente a
la necesidad de superar estos conflictos internos por
diferencias confesionales. En efecto, en la Edad
Moderna, estos conflictos de religión han tenido
carácter de guerras civiles más que internacionales
—c o m o l a m i s m a C r u z a d a e s p a ñ o l a de
1936-1939—, pero no han dejado de implicar a
veces conflictos internacionales. Así, asistimos
actualmente a una guerra de religión en Irlanda y
en Palestina; pero también en la ex-Yugoslavia, que
no pueden considerarse ya como conflictos interes-
tatales, pues tienen su causa en la subsistencia de
residuos de islamización en los Balcanes, contra los
que se enfrentan los cristianos ortodoxos, apoyados
por el poder geopolítico de Rusia; aunque tenga
aparentemente un carácter nacionalístico, subyace
también en este conflicto la contradicción de reli­
giones, y resulta, aunque parezca paradójico, que,
por su alianza con los Serbios, Rusia venga a ser
78 Enemigo público

hoy, como en la Guerra de los Balcanes del pasado


siglo, el adversario del Islam; no sólo en los Bal­
canes, sino también en otras zonas lejanas, como
Chechenia. Especialmente notable es el conflicto
permanente en torno a Jerusalén, que sigue tenien­
do un fondo inevitablemente religioso. En cierto
modo, ese conflicto de religiones en Jerusalén viene
a ser como el epicentro de toda la conflictividad
bélica universal de la actualidad.
La progresiva secularización de Europa, y de
Occidente en general, hacía pensar que las diferen­
cias de religión no iban a dar lugar a nuevas guerras
de este carácter, sin embargo, hoy no podemos man­
tener esta expectativa. Sobre todo el Islam, con su
creciente fuerza, mantiene la causa religiosa como
esencial de su expansión y dominio, y esto mismo
no podrá menos de avivar, de algún modo, el sen­
tido religioso de sus adversarios.
Por lo demás, es un enigma que no podemos dilu­
cidar todavía el de en qué medida la constitución
eficaz de grandes espacios plurinacionales no reque­
rirá una conciencia de una propia identidad reli­
giosa.

21. “ORDEN PÚBLICO” Y “CONSTITUCIÓN”


La libertad de movimientos debe, a veces, ceder,
como se ha dicho (§ 18) a propósito de la invasión,
ante las exigencias del “orden público”. Entende­
mos por “orden público” el particular orden que
un grupo social establece para procurar la paz en
su convivencia social, y defenderla. Aunque sea algo
“Ordenpúblico”y “constitución” 79

particular de un grupo social, en la medida en que


no perjudica indebidamente a otro grupo, su exis­
tencia y defensa son bien común universal, porque,
como algo particular, el orden público puede variar
de un grupo a otro, pero el hecho de su existencia
es un bien universal. Por ejemplo, el que en una
ciudad se prohíba que los vehículos circulen por la
izquierda y en otros por la derecha supone una dife­
rencia, pero ésta no perturba que ambas prohibi­
ciones sean en bien de la comunidad, como orden
necesario de la circulación; sólo si ese orden par­
ticular perturba otro más amplio que se imponga
como necesario, el desajuste puede considerarse
como no ser del bien común universal; pero hay que
tener en cuenta que la uniformidad del orden no
es por sí misma tal bien común, sino sólo cuando
resulta necesaria a juicio del responsable del buen
gobierno del grupo mayor al que pertenece el grupo
con un orden público disidente.
En principio, el orden público se funda en una
Ética verdadera, que es bien común universal, pero
puede contener otros elementos que pertenecen a
lo que es constitucional de cada pueblo, y son por
ello distintos. Son estos fundamentos particulares
los que diferencian constitutivamente a un grupo
social de otro, y pueden considerarse como su pro­
pia constitución: principios que, sin ser necesaria­
mente universales, resultan inviolables e inaltera­
bles incluso por la voluntad del mismo pueblo en
que rigen.
Ésta es la idea de “constitución”, no siempre
escrita, que se reduce a lo que no puede ser cam­
biado mediante ley, sino que se proyecta como inal­
80 Enemigo público

terable, y sólo por el trastorno violento de una revo­


lución resulta mudable. De este tipo de principios
puede ser la forma de gobierno y de estructura
nacional; o de Ética particular compatible con la
universal, como puede ser la no confesionalidad de
un pueblo con indiscutible pluralismo religioso,
pero también, en otro caso, su confesionalidad. Son
estos principios que no pueden someterse a revisión
legal, ni siquiera restringida por exigencias legales
de mayor aprobación popular. Dependen de una
decisión histórica definitiva, y no deben confundirse
ni asociarse con otras decisiones contingentes como
pueden ser las que suelen llamarse leyes “funda­
mentales”, pero no son “constitucionales” en este
sentido estricto de lo irrevocable. Esta irrevocabi-
lidad de la “constitución” es la que excluye también
la necesidad de interpretación del texto legal que
puede contenerla, pues lo que tolera la interpre­
tación no es ya una decisión firme irrevocable. En
este sentido, debe admitirse, como digo, que sólo
la fuerza de una revolución o trastorno social similar
puede invalidar una decisión propiamente “consti­
tucional”.
El orden público depende, pues, de la Consti­
tución en su núcleo fundamental, pero queda
ampliado por una serie de preceptos complemen­
tarios que pueden ser contingentes y mudables.
El derecho internacional privado —y lo mismo
debería decirse del interregional en referencia al
grupo nacional más amplio en que se integran las
regiones— conoce la que se llama “excepción de
orden público”, por la que los jueces deben inhibir
la aplicación de leyes extrañas que vulneran el pro-
“Orden público ”y “constitución ” 81

pió orden público; éste es el caso, todavía vigente


en España, de la poligamia, a pesar del principio
de libertad religiosa por el que podría verse aquélla
amparada, pero no es así. Para una nación cons­
titucionalmente confesional, este orden público,
condicionado por la propia confesión religiosa, sería
“constitucional”; en cambio, para una nación cons­
titucionalmente no-confesional, esta excepción de
orden público sería contingente y mudable.
Pero hay además todo un ámbito de régimen de
convivencia para el que el “orden público” no es
más que una forma convencional de procurar una
seguridad pacífica; y en este sentido no-constitucio­
nal hay preceptos de pura conveniencia contingente,
como el que decía antes de circular los vehículos
por la derecha o por la izquierda. Este orden públi­
co contingente es el que se encarga a la Policía de
defender con sus “agentes del orden público”.
Aunque este orden público menor no sea pro­
piamente constitucional, sí puede imponer límites
al ejercicio ordinario de libertades no sólo consti­
tucionales, sino incluso de bien común universal,
como es la de circular por el mundo. Y con aún
mayor motivo, pueden limitar la libre circulación
de mercancías, pues en buena parte, ese orden
público contingente es de carácter económico. Así,
no sólo puede imponer restricciones al movimiento
de las personas, sino también al de las mercancías
que ellas mueven. Con esto llegamos a lo que son
infracciones de un régimen legal —de delincuen­
cia—, que no implica siempre la declaración implí­
cita de “pública enemistad”, pero sí postulan una
defensa colectiva contra el infractor.
CAPÍTULO IV
DELINCUENCIA

22. INFRACCIÓN DE NORMAS


En su sentido más fundamental, el orden público
presupone una ley que defiende la integridad cons­
titucional de una comunidad, aunque sea frecuente
el uso de ese término en relación con la infracción
de normas de convivencia pública cotidiana; en este
sentido se habla de que la Policía, como he dicho,
debe mantener, por medio de sus agentes, el orden
público, entendido a veces como simple uso de las
vías públicas. Es claro que con este sentido más coti­
diano nada tiene que ver la enemistad pública: no
se trata de agresiones a la comunidad como tal, sino
de simple incumplimiento de normas de conducta
cívica. Del mismo modo, las leyes penales sancionan
con castigos adecuados las infracciones de normas
que se consideran de interés público; por lo que
el derecho penal constituye una parte importante
del derecho que llamamos “público”.
Cuando hablamos de “normas”, entendemos por
ese término los preceptos legales en general, pero
especialmente los que suponen imperativos nece-
84 Delincuencia

sarios para la convivencia; en especial, imperativos


de conducta pública. No se trata ya de simples “re­
glas” que orienten la resolución judicial de casos
jurídicos, sino de imperativos, que, independiente­
mente de la posible sanción judicial, pretenden
imponer una conducta general. En efecto, la palabra
“norma”, que significa “escuadra”, supone un orden
completo de conducta cívica. Aunque el griego
nomos tiene un sentido más amplio, pues abarcaba
toda clase de reglas y preceptos, incluso consuetu­
dinarios, la palabra a-nomos, al poder significar la
ausencia de ley, vale ya para indicar la “anomalía”
de la infracción de una ley, es decir, la falta que
se conoce como “delito”.
Hay que advertir, a este propósito, que la palabra
“norma”, casi ausente del vocabulario jurídico
romano, cobró gran aceptación en Alemania, desde
el siglo xix, y precisamente en sentido de “ley”. Sin
embargo, con esta acepción propiamente jurídica ha
venido a concurrir otra que significa, no la ley, sino
lo que es más frecuente o “normal”, en conside­
ración a la estadística más que a la legislación. Y
de esta otra acepción menos jurídica deriva el tér­
mino “anormal”, que se usa especialmente en el len­
guaje naturalístico, sobre todo, en Psiquiatría; esta
palabra es, sin embargo, un feo híbrido, aunque ya
ineliminable, del vocabulario usual; incorrecto,
como tantos otros términos híbridos, compuestos de
griego y latín, como ya “amoral”, “sociología”, “ta-
natorio” y otros. El latín sí conoce ab-normis, que
quiere decir lo que se aparta de la corrección natu­
ral, en concurrencia con enoimis, que es la exage­
ración de lo natural; así, por ejemplo, un enano es
Infracción de normas 85

“a(b)normai”, en tanto un gigante es “enorme”.


Pero con estas derivaciones de “norma” no tiene
que ver ía “anomalía”, que es lo que no se ajusta
al nomos o ley; y sólo por el uso de “ley” en sentido
estadístico, viene la anomalía a confundirse con lo
anormal.
Así, pues, el delito es una anomalía, pues infringe
un precepto legal, y no una anormalidad en ese otro
sentido no-jurídico de norma; es más, ciertos tipos
de delito son estadísticamente previsibles en un
determinado grupo social. En el delito tipificado por
la ley puede haber, desde luego, una conducta inmo­
ral, pero el delito, ante todo, es una infracción de
la ley; de ahí que no puede haber delito si no está
tipificado por la ley penal; principio que no rige para
el derecho canónico, en el que lo que se sanciona
no es la infracción de la ley, sino la inmoralidad
de la conducta, aunque no esté legalmente tipifi­
cada.
Ahora bien, si la delincuencia de la que hablamos
ahora supone infracción de una ley de interés públi­
co, no se deduce de eso que todo delincuente sea
considerado “enemigo público”. Sólo los delitos
más graves dan lugar a que, aunque sea implícita­
mente, el delincuente venga a ser considerado “ene­
migo público”. En otros casos, la imposición legal
de penas no conlleva esta consideración. A este régi­
men de penalidad sin enemistad pública nos refe­
riremos más brevemente, después de ver en qué
medida puede un delincuente ser considerado como
“enemigo público”.
En todo caso, el régimen penal no es el de la
hostilidad bélica. Esta queda sometida, como hemos
86 Delincuencia

dicho, al derecho de guerra, en el que se inhiben


las leyes — silent leges ínter arma—, así como tam­
bién la jurisdicción de los jueces ordinarios; la delin­
cuencia, en cambio, hasta la más grave, queda
amparada por la ley penal, aunque excepcionalmen­
te se aplique la ley propia de los tribunales militares.
En rigor, éstos no deberían juzgar más que los deli­
tos tipificados por el derecho de guerra, y no sobre
la acción de guerra en general; sólo por el abuso
de criminalización del vencido este límite ha podido
no ser respetado; pero entonces no se es delincuente
por ser enemigo, sino por haber infringido las nor­
mas del derecho de guerra. Distinto es el caso de
los “partisanos” que permanecen hostiles después
de un armisticio, pues no quedan ya sometidos al
derecho de guerra, sino a la ley penal.

23. EXCOMUNIÓN ECLESIÁSTICA


Y EXCLUSIÓN CIVIL
DE LA COMUNIDAD

Para el delincuente considerado legalmente


como enemigo público, la pena de exclusión de la
comunidad aparece como algo, no sólo espontáneo,
sino también conforme al derecho natural, pues es
expresión de aquel principio natural de conserva­
ción de la propia integridad del cuerpo social afec­
tado: no puede haber sociedad con un enemigo.
Pero las modalidades de esta exclusión son varias.
Una idea clara de la exclusión del enemigo de
la comunidad nos ofrece la Iglesia con su pena máxi­
ma de “excomunión”. El que la sufre queda apar-
Excomunión eclesiástica y exclusión civil de la comunidad 87

tado de los sacramentos y, con ello, de la vida de


la gracia que anima ia vida de la Iglesia y de cada
fiel en particular. Aunque el pecado sancionado sea
propiamente contra Dios, como es todo pecado, y
sea un pecado personal, del que debe responder sin­
gularmente el que lo cometió, la posición de ese
pecador, que atenta contra lo que la Iglesia con­
sidera esencial de su integridad, es la de un enemigo
público, cuya permanencia en la vida sacramental
y en la Iglesia como tal cuerpo místico de Cristo,
no sólo ha perdido razón de ser, sino que se ha
convertido en una causa de perversión social, que
debe ser evitada con el apartamento jurídico y espi­
ritual de la comunidad.
Conviene aclarar que no es que el pecado sea
“social” en el sentido de que pueda requerir una
penitencia también colectiva, sino que, de algún
modo, el pecado personal repercute en la Iglesia,
de modo análogo a como la virtud de un miembro
repercute, por la comunión de los santos, en favor
del conjunto. Por lo demás, no hay que pedir perdón
por los pecados de otros, sino tan sólo de interceder
por los pecadores, presentes o pasados, y desagra­
viar a Dios que es el ofendido por ellos. Se debe
arrepentimiento tan sólo por los delitos propios, en
tanto por los ajenos sólo cabe desagravio; pero la
confusión entre penitencia y desagravio viene sien­
do hoy lamentablemente frecuente, incluso en la
misma Iglesia, donde no faltan, en estos últimos
tiempos, arrepentimientos públicos por actos que
pudieron ser personales, pero nunca colectivos de
la Iglesia, ella misma impecable.
88 Delincuencia

Como la Iglesia no dispone de modos de coacción


que no sean espirituales, y, en concreto, no puede
ejercer la coacción material que sólo es posible con
el dominio de un territorio, las penas de la Iglesia
sólo pueden tener carácter personal y espiritual,
porque todo el orden de la Iglesia es más personal
que territorial; incluso cuando se implican referen­
cias territoriales en una pena eclesiástica, como, por
ejemplo, la prohibición de ejercer el ministerio
sacerdotal dentro de una determinada circunscrip­
ción, tal sanción es personal y, como espiritual, no
priva de la libertad de elegir residencia al que la
sufre. Por este principio de personalidad de la Igle­
sia, la pena de excomunión es la máxima pena del
orden canónico.
Que pueda darse sin necesidad de juicio, como
pena latae sententiae, es decir, por el mismo hecho,
se debe al carácter eminentemente moral del dere­
cho canónico, que parte de la idea de que el pecador
se juzga a sí mismo, conforme al dicho de Jesucristo:
«el que no cree ya está condenado» (iudicatus)
(Jn. 3,18). Naturalmente este régimen canónico del
“fuero interno” puede presentar dificultades suple­
mentarias para la constancia social. Sería excesivo
tratar aquí de esta singularidad del derecho canó­
nico, así como también de la frecuente indetermi­
nación legal de las penas canónicas; en concreto,
la frecuente “pena justa”, que depende de la dis­
creción judicial, y respecto a la que “justa” no se
refiere a la conformidad con él derecho (iiis), sino
con la equidad moral.
En el orden secular, en cambio, las penas que
corresponden a esta eclesiástica de la excomunión,
Excomunión eclesiástica y exclusión civil de la comunidad 89

no son ya espirituales, sino físicas y con posibles


efectos de ejecución territorial. Hay que considerar
varias modalidades: sobre todo la pena de muerte
y la de expulsión del territorio como destierro o
confinamiento.
La pena de muerte es la forma más radical de
exclusión del enemigo público interno, pero tam­
bién la más excepcional, precisamente por ser irre­
parable.
Se llama pena “capital” por afectar a la integri­
dad física del hombre —a su “cabeza”—; en efecto,
caput es, en latín, el individuo humano, pero no sólo
en el sentido físico, sino también en el moral de
portador de distintas personae, por lo que la capitis
deminutio romana debe entenderse en el sentido de
«pérdida de una determinada personalidad sufrida
por un individuo».
La pena de muerte es, pues, una modalidad de
legítima defensa, no de un individuo, sino de la
comunidad agredida, como también lo es la guerra.
Pero es evidente que la necesidad de esta defensa
extrema resulta siempre algo problemática. En efec­
to, si la legítima defensa es lícita por no haber otra
defensa posible frente al agresor, respecto a la pena
de muerte, la agresión no inminente sino ya con­
sumada podría quedar castigada de algún otro
modo, y la expectativa de nueva agresión no tiene
una evidencia e inminencia que parezca justificar
sin discusión la muerte del posible reincidente. A
esto se une el hecho lamentable de que, como los
jueces pueden equivocarse, haya siempre casos de
ejecución indebida. Y tampoco puede comprobarse
90 Delincuencia

con certeza la efectividad disuasiva de la amenaza


de muerte, respecto a futuros delitos. Por todo ello,
es ya antigua la actitud ideológica del abolicionismo,
hoy muy generalizada por la ética democrática; a
pesar de lo cual los pueblos más poderosos del mun­
do actual conservan la pena de muerte; no sólo
grandes pueblos con éticas no-democráticas, sino
también los mismos Estados Unidos de América.
La Iglesia, como se puede ver en el nuevo “Ca­
tecismo” (núm. 2267), mantiene para el derecho
secular la licitud de esta gravísima pena, aunque sea
para casos muy excepcionales, que no se ejempli­
fican allí.

24. DESTIERRO Y CONFINAMIENTO


La exclusión del territorio propio de la comuni­
dad a cuya integridad se atenta puede consistir en
impedir la existencia dentro de los límites territo­
riales, lo que podemos llamar “destierro”, o fuera
de un lugar determinado del territorio, lo que pode­
mos llamar “confinamiento”. Esta segunda moda­
lidad se aproxima a la de “reclusión” en un edificio
cerrado, es decir, a la pena llamada de “privación
de libertad”, de la que se trata a continuación.
Es interesante recordar que, en la antigua Roma,
la pena llamada “capital” no era necesariamente la
de muerte, sino la de excluir al delincuente de la
protección jurídica, de manera que éste debía optar
por ausentarse del territorio romano. Era ésa una
opción personal pero coaccionada por la amenaza
de la desprotección jurídica que hacía inviable la
Destierro y confinamiento 91

permanencia en el territorio. En la historia, esta


opción de exilio ha venido practicándose también
como voluntaria, no sólo por el temor de despro­
tección de la integridad personal, sino por simple
incomodidad de convivencia con el poder estable­
cido.
Aparte el caso en que la salida jurídica de una
comunidad pueda tener carácter voluntario, el “des­
tierro” o “exilio” es, desde luego, la pena que resulta
más natural para la exclusión de la comunidad,
pues, como la protección jurídica que ésta puede
ejercer presupone unos límites territoriales, y el
expulsado del territorio en que aquella protección
puede ejercerse viene a quedar desprotegido, queda
él relegado a la eventual protección del que gobier­
na el territorio ajeno por el que haya optado. Pre­
cisamente, la protección jurídica que se puede pres­
tar al desterrado de otro territorio es la que corres­
ponde a lo que llamamos “asilo”. Asilo y exilio se
relacionan realmente, aunque sean palabras radi­
calmente distintas: exilium es una palabra latina que
implica la idea de “marcharse” —sin la tentadora
relación con el territorio (solum)— y asylon es pala­
bra griega que significa la omisión de sylesis o expo­
lio, propiamente, de la inviolabilidad de una per­
sona. De este modo, el expulsado de un orden jurí­
dico viene a quedar acogido y protegido en otro
territorio. En la historia no ha sido infrecuente que
algunos territorios se hayan poblado por delincuen­
tes huidos, a los que se defiende contra las víctimas
o vengadores que les persiguen. Y también en el
derecho de la Iglesia, el derecho de asilo tiene una
larga tradición, sobre todo en defensa de religiosos
92 Delincuencia

que huyen de la justicia de la comunidad a la.que


pertenecían, perseguidos por sus superiores; tam­
bién el exilio secular consiste en huir de la juris­
dicción de la potestad a la que se halla uno legal­
mente sometido.
Con ser una forma natural de exclusión de un
grupo social, la pena de destierro presenta hoy difi­
cultades prácticas que llegan a hacerla inviable. Por­
que, aunque todavía hoy existan fronteras estatales
relativamente claras, la dificultad de la pena de des­
tierro está en que, si el desterrado vuelve al terri­
torio del juez que lo condenó, se requiere un nuevo
trámite de expulsión, que se puede repetir ilimita­
damente. No es posible hoy el régimen del antiguo
exilium, que, al dejar desprotegido al desterrado, le
exponía a la muerte efectiva. Lo más que sería hoy
factible, pero difícilmente realizable legalmente,
sería privar, al desterrado que vuelve indebidamen­
te al territorio, de la defensa procesal contra posi­
bles agresiones.
Pero las fronteras no tienen ya la función que
en otro tiempo tuvieron para la pena de exclusión
por destierro. Más fácil de controlar es, en cambio,
la pena de confinamiento, pues queda dentro de los
límites del territorio dominado por la potestad del
que impone tal pena.
Similar al destierro, pena de carácter territorial
pero que implica la pérdida de la situación de capa­
cidad legal del que sufre tal pena, es la de privación
de la nacionalidad, que, siendo de carácter personal,
puede implicar el destierro, pues puede inhabilitar
para vivir como ciudadano en el territorio de origen.
Pena de reclusión penitenciaria 93

Y, si pensamos en el caso conocido de pérdida de


la nacionalidad por servir sin permiso oficial en un
ejército extranjero, se puede comprender la impli­
cación en esa pena de la declaración de pública
enemistad.
De todos modo, la privación de la nacionalidad,
que pudo tener eficacia dentro de un orden de Esta­
dos nacionales, está destinada a perder su sentido
en un régimen de grandes espacios supranacionales,
como, por ejemplo, el de la Comunidad Europea,
en la que tal discriminación por la nacionalidad
corre el riesgo de desaparecer.
Aunque no existe como pena similar, la privación
de la “ciudadanía”, como participación en el dere­
cho público de una comunidad, también supone una
exclusión personal; aunque de menor alcance que
la pérdida de “nacionalidad”, de algún modo, supo­
ne también el reconocimiento de la enemistad
pública.

25. PENA DE RECLUSIÓN PENITENCIARIA


Otra forma de exclusión de la comunidad es la
pena de reclusión penitenciaria, que puede suponer,
en cierto modo, la consideración del recluso como
enemigo de la comunidad. Esta pena es considerada
hoy como la más ordinaria para sancionar delitos
de cierta gravedad. Aunque sea hoy muy común y
ordinaria, presenta serios inconvenientes.
En primer lugar, el mantenimiento de prisiones
supone una carga económica para toda la sociedad;
mayor todavía por el hecho de que el régimen peni-
94 Delincuencia

tenciario, al “humanizarse” por consideraciones éti­


cas, eleva aún más el gasto de manutención, cus­
todia, y asistencia de todo tipo a los recursos. Es
más: esta “mejora” del régimen carcelario provoca
a veces el resultado de que algunos delitos se come­
tan precisamente para poder gozar de un régimen
de vida superior al que tenía el delincuente, que
cometió el delito precisamente con él fin de aco­
gerse a ese régimen favorable.
Por otro lado, parece evidente que, a pesar de
todos los esfuerzos de reeducación de los reclusos
con el fin de su reforma moral, las prisiones son,
más que reformatorios, escuelas de delincuencia,
con el riesgo siempre, no sólo de evasiones, sino
de graves subversiones internas, y de homicidios
entre los mismos reclusos. Porque, aunque “peni­
tencia” quiera decir “arrepentimiento” más que
“pena”, la experiencia sobre la corrección de los
reclusos es muy negativa, y hablar de centros “pe­
nitenciarios” poco tiene que ver con “arrepenti­
miento”.
Asimismo, el nuevo derecho penitenciario, al
admitir la sustitución, en algunos supuestos, de la
reclusión por fianzas, resulta vejatorio para los que
carecen de solvencia para ellas.
En fin, la misma expectativa de posibles reduc­
ciones del tiempo legal de reclusión, permisos de
ausencia y traslado a hospitales, contribuyen a dis­
minuir la eficacia disuasiva de la pena de reclusión.
Más útil para la comunidad a la vez que para
el que sufre la pena, es la de trabajos forzados. No
se trata de imponer como castigo el servicio de tra-
Penas de inhabilitación legal 95

bajar, que todo hombre debe cumplir, sino de des­


tinar ese servicio a un fin de interés público de una
manera más fatigosa e ingrata; por esto, esta pena
tiene una eficacia más disuasiva que la expectativa
de una reclusión ociosa y más cómoda; por lo
demás, la comunidad ofendida por el delito así
penado encuentra en este tipo de pena la satisfac­
ción de una compensación económica, en vez de
tener que soportar un gasto inútil.

26. PENAS DE INHABILITACIÓN LEGAL

Estas penas, a las que nos hemos referido, son


formas de exclusión más o menos terminantes de
un enemigo público, pero como no toda infracción
de las normas de la convivencia comunitaria deben
convertir al infractor en enemigo público, hay otras
formas de exclusión parcial más leves que no pre­
suponen tal “enemistad”. En efecto, el que atenta
contra la integridad del grupo social, es por eso un
“enemigo público”; en cambio, el delincuente ordi­
nario atenta contra otras personas y no contra la
integridad del grupo; puede, sí, afectar al interés
social del grupo —por ejemplo, el que defrauda a
la Hacienda pública o se apropia indebidamente de
suelo público—, pero no atenta a la integridad total
del grupo, como hace el enemigo bélico o aquel
delincuente que debe ser excluido de la comunidad
por una pena de exclusión de la comunidad.
Hay, así, toda una gama de privaciones de capa­
cidad de actuar en el derecho y en la economía o
en la política, que pueden ser penas efectivas, con
96 Delincuencia

eficacia disuasoria, aunque sean menos generales


que las privaciones totales de libertad. Por ejemplo,
la exclusión de la legitimación procesal activa, o del
sufragio, activo o pasivo; la inhabilitación para
determinadas actividades profesionales o económi­
cas; la privación, temporal o no, del carnet de con­
ducir, o inhabilitación para otros actos de la vida
ordinaria, como el de ser anunciante en los medios
de comunicación o incluso de publicar nada en ellos.
Privaciones como éstas, convenientemente adecua­
das a las personas y moderadas por un régimen de
posible temporalidad, pueden tener su eficacia
como “remedios penales”.
En fin, para determinado tipo de delitos resulta
apropiada la pena económica de una multa pecu­
niaria; pero la eficacia de esta pena depende de la
solvencia patrimonial del delincuente, y por esto
puede resultar del todo inútil en la mayoría de los
casos.

27. INFAMIA
Por otro lado, la historia del derecho ha conocido
modos de exclusión de capacidad, sin implicar la
enemistad pública, sino tan sólo una descalificación
o deshonra social.
Se trata, a veces, de inhabilitación para intervenir
en actos jurídicos principales del derecho privado,
como la que imponía la antiquísima ley de las
XII Tablas a los testigos que se negaban indebida­
mente a dar testimonio, con la que se les venía a
excluir de los actos formales más importantes; otras,
Infamia 97

de declarar “indignos” de heredar de alguien con


quien se hubiera tenido un comportamiento inde­
coroso; de manera muy notable, la inhabilitación,
por conductas inaceptables consistente en la decla­
ración de “infamia”, para determinados actos jurí­
dicos; que podía ser en virtud de una ley, como infa­
mia iuris, o incluso, como admitía el derecho canó­
nico tradicional, la simple “mala fama” social —in­
famia facti—, en la medida en que el juez ordinario
la quisiera apreciar; pero el nuevo derecho canónico
parece haber querido prescindir de la “infamia” tra­
dicional, por mimetismo secularizante.
La discriminación de “infames”, en efecto, resul­
ta hoy poco congruente con la idea de igualdad,
pero lo mismo podría decirse de cualquier otra for­
ma de privación de derechos. En realidad, lo que
hoy hace rechazar esa pena es su carácter ético.
Pero en muchos casos se imponía por conductas,
no sólo inmorales, sino declaradamente nocivas
para la comunidad.
Estas penas de mero descrédito social, aunque
no tengan consecuencias propiamente jurídicas, por
su carácter eminentemente ético, no dejan de tener,
como también la conocida pena de “pública amo­
nestación”, sobre todo respecto a funcionarios, un
efecto útil muy notable. No debería prescindirse de
ellas al establecer legalmente el orden penal.
En fin, similar descrédito sufren hoy las penas
corporales, cuyo carácter aflictivo es principalmente
moral, y por eso se consideran, indebidamente,
como atentadoras contra la “dignidad humana”,
aunque carezcan de gravedad desde un punto de
98 Delincuencia

vista físico. Sin embargo, para castigar la pequeña


delincuencia de desórdenes callejeros y similares,
este tipo de penas corporales, siempre que no afec­
ten a la interioridad del cuerpo, aplicadas incluso
por la disciplina policial, bajo la responsabilidad de
los jefes, suelen ser mucho más efectivas que dañi­
nas, y alivian notablemente el oficio de los jueces
sobrecargados de pequeñas denuncias que difícil­
mente pueden sancionar, y acaban en impunidad.
Como admite el derecho penal, los jueces deben
considerar las circunstancias atenuantes y agravan­
tes, en especial, la de reincidencia; pero las distintas
penas pueden combinarse también, diferenciada-
mente, respecto a un mismo tipo de delito, en aten­
ción a la modalidad del acto delictivo. Así, por ejem­
plo, en el tráfico de drogas, puede penarse con la
máxima pena al empresario del negocio ilícito,
declarándolo “enemigo público”; con penas de inha­
bilitación económica, a los difusores callejeros; y
con la sanción policial de azotes, a los consumido­
res, responsables también ellos, aunque dispersos,
del tráfico de drogas.
CAPÍTULO V
CONCLUSIÓN

Hemos asociado dos términos aparentemente dis­


tintos, pero que tienen una profunda conexión entre
sí. El del “bien común”, que decimos no ser parcial,
como es parcial el actualmente considerado por el
Estado, sino universal; por la razón de que el interés
de una determinada comunidad no puede ser pro­
piamente un “bien” común si es en perjuicio de otra
comunidad. Y, por otro lado, el “enemigo público”
es siempre particular y no universal, pues el “pueblo”
que lo “declara” enemigo es siempre el de una comu­
nidad particular, no la humanidad total, que no cons­
tituye, ella misma, una comunidad.
En consecuencia, son dos los términos que con­
sideramos deben ser evitados: el del “bien común”
estatal, y el del “enemigo público” de la humanidad.
Del mismo modo que el Estado sólo puede alegar
su interés particular, la humanidad no puede decla­
rar enemigos totales de ella. Esta precisión termi­
nológica me parece ser fecunda en consecuencias
tan lógicas como útiles.
BIBLIOGRAFÍA *

Papeles del oficio universitario, Madrid, Rialp, 1961.


Escritos varios sobre el derecho en crisis, Roma-Madrid,
CSIC, 1973.
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«Ante la crisis del contrato», en La Ley, XLIV, núm. 187,
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Nuevos papeles del oficio universitario, Madrid, Rialp,
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«Responsabilidad y libertad», en Verbo, XXXIII,
núm. 327-328, Madrid, 1994.

* Se incorporan a continuación algunas referencias bibliográficas


complementarias, todas ellas correspondientes a otras publicaciones del
autor.
102 Bibliografía

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Homenaje a Fernández de la Mora, Madrid, Fundación
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«La legítima defensa en el nuevo Catecismo de la Iglesia
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«Concilio, Código, Catecismo», en Verbo, XXXVIII,
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«Prohibido prohibir», en Estudios de Comunicación y
Derecho. Homenaje al Profesor Manuel Fernández
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2000 .
«Apostillas a las “claves conceptuales”», en Verbo, XL,
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«Per un ordo orbis geodieretico Messaggio ai “conser­
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