Orgullo y Prejuicio-Jane Austen
Orgullo y Prejuicio-Jane Austen
Orgullo y Prejuicio-Jane Austen
Jane Austen
Orgullo y Prejuicio
CAPÍTULO I
––Mi querido señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin,
se ha alquilado Netherfield Park?
––Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido
alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en
un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado
con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes
de San Comment: Fiesta que se celebra el 29
––¿Cómo se llama?
––Bingley.
arrendamientos de propiedades.
––Mi querido señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan
ingenuo? Debes saber que estoy pensando en casarlo con una de ellas.
––No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a
ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de
ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere a ti.
––En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en
qué pensar.
––Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en
cuanto se instale en el vecindario.
––No te lo garantizo.
––Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de
ellas. Sir Willam y lady Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito.
Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes
ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.
que contraiga matrimonio con una de ellas; aunque pondré alguna palabra en
favor de mi pequeña Lizzy.
––Me niego a que hagas tal cosa. Lizzy no es en nada mejor que las otras, no
es ni la mitad de guapa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero tú
siempre la prefieres a ella.
––Ninguna de las tres es muy recomendable ––le respondió––. Son tan tontas
e ignorantes como las demás muchachas; pero Lizzy tiene algo más de
agudeza que sus hermanas.
––Te equivocas, querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos
amigos míos. Hace por lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con
mucha consideración.
––Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a
todos.
El señor Bennet era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico, reservado
y caprichoso, que la experiencia de veintitrés años no habían sido suficientes
para que su esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella era menos
difícil, era una mujer de poca inteligencia, más bien inculta y de
temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo,
las visitas y el cotilleo.
CAPÍTULO II
El señor Bennet fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor
Bingley. Siempre tuvo la intención de visitarlo, aunque, al final, siempre le
aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta la tarde después de su visita, su
mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la siguiente manera:
observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:
––No creo que la señora Long haga semejante cosa. Ella tiene dos sobrinas
en quienes pensar; es egoísta e hipócrita y no merece mi confianza.
––¡Por el amor de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis
nervios. Me los estás Comment: Kitty: Diminutivo de
destrozando.
Catherine.
––Siento mucho oír eso; ¿por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiese sabido
esta mañana, no habría ido a su casa. ¡Mala suerte! Pero como ya le he
visitado, no podemos renunciar a su amistad ahora.
––¡Mi querido señor Bennet, que bueno eres! Pero sabía que al final te
convencería. Estaba segura de que quieres lo bastante a tus hijas como para
no descuidar este asunto. ¡Qué contenta estoy! ¡Y qué broma tan graciosa,
que hayas ido esta mañana y no nos hayas dicho nada hasta ahora!
––¡Qué padre más excelente tenéis, hijas! ––dijo ella una vez cerrada la
puerta––. No sé cómo podréis agradecerle alguna vez su amabilidad, ni yo
tampoco, en lo que a esto se refiere. A estas alturas, os aseguro que no es
agradable hacer nuevas amistades todos los días. Pero por vosotras haríamos
cualquier cosa. Lydia, cariño, aunque eres la más joven, apostaría a que el
señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.
––Estoy tranquila ––dijo Lydia firmemente––, porque aunque soy la más
joven, soy la más alta.
CAPÍTULO III
Por más que la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el
tema, no conseguía sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del
señor Bingley. Le atacaron de varias maneras: con preguntas clarísimas,
suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él
las Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la
señora Bennet tenía ya planeados los manjares que darían crédito de su buen
hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El
señor Bingley se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en
consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se
quedó bastante desconcertada. No podía imaginar qué asuntos le reclamaban
en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó
a temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin
establecerse definitivamente y como es debido en Netherfield. Lady Lucas
apaciguó un poco sus temores llegando a la conclusión de que sólo iría a
Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el
rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el
baile. Las muchachas se afligieron por semejante número de damas; pero el
día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído sólo a
seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el
salón, sólo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido
de la mayor y otro joven.
El señor Bingley enseguida trabó amistad con las principales personas del
salón; era vivo y franco, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta
acabase tan temprano y habló de dar una él en Netherfield. Tan agradables
cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El
señor Darcy bailó sólo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita
Bingley, se negó a que le presentasen a ninguna otra dama y se pasó el resto
de la noche deambulando por el salón y hablando de vez en cuando con
alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente juzgado. Era
el hombre más orgulloso y más antipático del mundo y todos esperaban que
no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con Darcy estaba la señora
Bennet, cuyo disgusto por su comportamiento se había agudizado
convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a una de sus
hijas.
Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había visto obligada a
sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo bastante cerca de
ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre él y el señor
Bingley, que dejó el baile unos minutos para convencer a su amigo de que se
uniese a ellos.
––Ven, Darcy ––le dijo––, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo
y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes.
––No deberías ser tan exigente y quisquilloso ––se quejó Bingley––. ¡Por lo
que más quieras!
––Tú estás bailando con la única chica guapa del salón ––dijo el señor Darcy
mirando a la mayor de las Bennet.
––¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo
detrás de ti está sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría
que muy agradable. Deja que le pida a mi pareja que te la presente.
––¿Qué dices? ––y, volviéndose, miró por un momento a Elizabeth, hasta que
sus miradas se cruzaron, él apartó inmediatamente la suya y dijo fríamente:
––No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y no
estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado otros. Es
mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás
malgastando el tiempo conmigo.
Lucas, el quinto otra vez con Jane, el sexto con Lizzy y el boulanger...
francés.
Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con
gran amargura y algo de exageración, la escandalosa rudeza del señor Darcy.
––Pero puedo asegurarte ––añadió–– que Lizzy no pierde gran cosa con no
ser su tipo, porque es el hombre más desagradable y horrible que existe, y no
merece las simpatías de nadie. Es tan estirado y tan engreído que no hay
forma de soportarle. No hacía más que pasearse de un lado para otro como un
pavo Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él.
Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena
lección. Le detesto.
CAPÍTULO IV
Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido
cautelosa a la hora de elogiar al señor Bingley, expresó a su hermana lo
mucho que lo admiraba.
––Es todo lo que un hombre joven debería ser ––dijo ella––, sensato, alegre,
con sentido del humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta
naturalidad con una educación tan perfecta.
––Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No
esperaba semejante cumplido.
––¡Lizzy, querida!
––¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la
gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a
tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.
––No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que
pienso.
––Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las
locuras y tonterías de los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor
es algo bastante corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin
ostentación ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo
aun, y no decir nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus
hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.
––Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy
amables. La señorita Bingley va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de
su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en
ella una vecina encantadora.
comercio.
El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había
tenido la intención de comercio: Las hermanas Bingley, como
comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba
de la misma forma y a veces avergonzaban de saber que la fortuna de
su mesa; ni la señora Hurst, que se había casado con un hombre más elegante
que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la
suya propia siempre que le conviniese.
Ente él y Darcy existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan
opuestos. Bingley había los veintiún años. El señor Bingley estaba
entre los veintidós y los veintitrés.
CAPÍTULO V
A poca distancia de Longbourn vivía una familia con la que los Bennet tenían
especial amistad. Sir William Lucas había tenido con anterioridad negocios
en Meryton, donde había hecho una regular fortuna y se había elevado a la
categoría de caballero por petición al rey durante su alcaldía. Esta distinción
se le Comment: ... se había elevado a la
La señora Lucas era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para
que la señora Bennet le otorgó el título de caballero, por lo que
la considerase una vecina valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven
inteligente y sensata de unos pasó a llamarse sir William Lucas.
Que las Lucas y las Bennet se reuniesen para charlar después de un baile, era
algo absolutamente James...: Significa su presentación en la
––¡Oh! Te refieres a Jane, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí,
parece que le gustó; sí, el palacio de St. James era la residencia
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––¡No me digas! Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede
acabar en nada.
––Lo que yo oí fue mejor que lo que oíste tú, ¿verdad, Elizabeth? ––dijo
Charlotte––. Merece más la pena oír al señor Bingley que al señor Darcy, ¿no
crees? ¡Pobre Eliza! Decir sólo: «No está mal. »
––Te suplico que no le metas en la cabeza a Lizzy que se disguste por Darcy.
Es un hombre tan desagradable que la desgracia sería gustarle. La señora
Long me dijo que había estado sentado a su lado y que no había despegado
los labios.
––La señorita Bingley me dijo ––comentó Jane que él no solía hablar mucho,
a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es increíblemente agradable.
––No me creo una palabra, querida. Si fuese tan agradable habría hablado
con la señora Long.
Pero ya me imagino qué pasó. Todo el mundo dice que el orgullo no le cabe
en el cuerpo, y apostaría a que Comment: Coche de alquiler: La
oyó que la señora Long no tiene coche y que fue al baile en uno de alquiler.
––Yo que tú, Lizzy ––agregó la madre––, no bailaría con él nunca más.
––Creo, mamá, que puedo prometerte que nunca bailaré con él.
––Si yo fuese tan rico como el señor Darcy, exclamó un joven Lucas que
había venido con sus hermanas––, no me importaría ser orgulloso. Tendría
una jauría de perros de caza, y bebería una botella de vino al día.
El niño dijo que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta
que se dio por finalizada la visita.
CAPÍTULO VI
––Tal vez sea mejor en este caso ––replicó Charlotte–– poder escapar a la
curiosidad de la gente; pero a veces es malo ser tan reservada. Si una mujer
disimula su afecto al objeto del mismo, puede perder la oportunidad de
conquistarle; y entonces es un pobre consuelo pensar que los demás están en
la misma ignorancia. Hay tanto de gratitud y vanidad en casi todos, los
cariños, que no es nada conveniente dejarlos a la deriva. Normalmente todos
empezamos por una ligera preferencia, y eso sí puede ser simplemente
porque sí, sin motivo; pero hay muy pocos que tengan tanto corazón como
para enamorarse sin haber sido estimulados. En nueve de cada diez casos,
una mujer debe mostrar más cariño del que siente. A Bingley le gusta tu
hermana, indudablemente; pero si ella no le ayuda, la cosa no pasará de ahí.
––Tal vez sí, si él la ve lo bastante. Pero aunque Bingley y Jane están juntos a
menudo, nunca es por mucho tiempo; y además como sólo se ven en fiestas
con mucha gente, no pueden hablar a solas. Así que Jane debería aprovechar
al máximo cada minuto en el que pueda llamar su atención. Y cuando lo
tenga seguro, ya tendrá tiempo––para enamorarse de él todo lo que quiera.
––Sí; en esas cuatro veladas lo único que pudieron hacer es averiguar qué
clase de bailes les gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido
descubrir las cosas realmente importantes de su carácter.
––Bueno ––dijo Charlotte––. Deseo de todo corazón que a Jane le salgan las
cosas bien; y si se casase con él mañana, creo que tendría más posibilidades
de ser feliz que si se dedica a estudiar su carácter durante doce meses. La
felicidad en el matrimonio es sólo cuestión de suerte. El que una pareja crea
que son iguales o se conozcan bien de antemano, no les va a traer la felicidad
en absoluto. Las diferencias se van acentuando cada vez más hasta hacerse
insoportables; siempre es mejor saber lo menos posible de la persona con la
que vas a compartir tu vida.
––Me haces reír, Charlotte; no tiene sentido. Sabes que no tiene sentido;
además tú nunca actuarías de esa forma.
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afirmaba que sus maneras no eran las de la gente refinada, se sentía atraído
por su naturalidad y alegría. De este asunto ella no tenía la más remota idea.
Para ella Darcy era el hombre que se hacía antipático dondequiera que fuese
y el hombre que no la había considerado lo bastante hermosa como para
sacarla a bailar.
Darcy empezó a querer conocerla mejor. Como paso previo para hablar con
ella, se dedicó a escucharla hablar con los demás. Este hecho llamó la
atención de Elizabeth. Ocurrió un día en casa de sir Lucas donde se había
reunido un amplio grupo de gente.
––¿Qué querrá el señor Darcy ––le dijo ella a Charlotte––, que ha estado
escuchando mi conversación con el coronel Forster?
––¿No cree usted, señor Darcy, que me expresé muy bien hace un momento,
cuando le insistía al coronel Forster para que nos diese un baile en Meryton?
––Con gran energía; pero ése es un tema que siempre llena de energía a las
mujeres.
––¿Qué clase de amiga eres? Siempre quieres que cante y que toque delante
de todo el mundo. Si me hubiese llamado Dios por el camino de la música,
serías una amiga de incalculable valor; pero como no es así, preferiría no
tocar delante de gente que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores
músicos ––
pero como la señorita Lucas insistía, añadió––: Muy bien, si así debe ser será
––y mirando fríamente a Darcy dijo––: Hay un viejo refrán que aquí todo el
mundo conoce muy bien, «guárdate el aire para enfriar Comment:
«Guáráate el aíre para
antes de que pudiese complacer las peticiones de algunos que querían que
cantase otra vez, fue Inglaterra y que se atribuye a personas
reemplazada al piano por su hermana Mary, que como era la menos brillante
de la familia, trabajaba que hablan demasiado irritando a los
duramente para adquirir conocimientos y habilidades que siempre estaba
impaciente por demostrar.
demás.
Darcy, a quien indignaba aquel modo de pasar la velada, estaba callado y sin
humor para hablar; se hallaba tan embebido en sus propios pensamientos que
no se fijó en que sir William Lucas estaba a su lado, hasta que éste se dirigió
a él.
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––Desde luego que sí, y me causó un gran placer verle. ¿Baila usted a
menudo en Saint James?
––Nunca, señor.
––Creo que tiene una casa en la capital. El señor Darcy asintió con la cabeza.
Sir William hizo una pausa con la esperanza de una respuesta, pero su
compañía no estaba dispuesto a hacer ninguna. Al ver que Elizabeth se les
acercaba, se le ocurrió hacer algo que le pareció muy galante de su parte y la
llamó.
––Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy,
permítame que le presente a esta joven que puede ser una excelente pareja.
Estoy seguro de que no puede negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta
belleza.
Estaba meditando sobre el gran placer que pueden causar un par de ojos
bonitos en el rostro de una mujer hermosa.
La señorita Bingley le miró fijamente deseando que le dijese qué dama había
inspirado tales pensamientos. El señor Darcy, intrépido, contestó:
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––Ésa es exactamente la pregunta que esperaba que me hiciese. La
imaginación de una dama va muy rápido y salta de la admiración al amor y
del amor al matrimonio en un momento. Sabía que me daría la enhorabuena.
––Si lo toma tan en serio, creeré que es ya cosa hecha. Tendrá usted una
suegra encantadora, de veras, y ni que decir tiene que estará siempre en
Pemberley con ustedes.
CAPÍTULO VII
marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había dejado cuatro mil
libras.
La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips que
había sido empleado de propiedad pasase a otras familias, sólo
el comercio.
tía y, de paso, detenerse en una sombrerería que había cerca de su casa. Las
que más frecuentaban Meryton a su voluntad en caso de permanecer
eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar más ociosas que sus
hermanas, y cuando no se les solteras. Pero si el propietario había
ofrecía nada mejor, decidían que un paseíto a la ciudad era necesario para
pasar bien la mañana y así tener establecido que los herederos fuesen
día añadían algo más a lo que ya sabían acerca de los nombres y las familias
de los oficiales. El lugar donde Collins.
El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinas una
fuente de satisfacción ejército británico estos regimientos
Después de oír una mañana el entusiasmo con el que sus hijas hablaban del
tema, el señor Bennet ser movilizados para la defensa de la
observó fríamente:
––Por todo lo que puedo sacar en limpio de vuestra manera de hablar debéis
de ser las muchachas el ejército regular británico estaba
más tontas de todo el país. Ya había tenido mis sospechas algunas veces, pero
ahora estoy convencido.
––Si mis hijas son tontas, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.
Mi querido señor Bennet, no esperarás que estas niñas .tengan tanto sentido
como sus padres.
Cuando tengan nuestra edad apostaría a que piensan en oficiales tanto como
nosotros. Me acuerdo de una Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
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joven coronel con cinco o seis mil libras anuales quisiera a una de mis hijas,
no le diría que no. Encontré casaca roja...: Hasta que las guerras del
––Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿de qué se trata?, ¿qué dice? Date prisa y dinos,
date prisa, cariño.
Caroline Bingley.»
––¡Con los oficiales! ––exclamó Lydia––. ¡Qué raro que la tía no nos lo haya
dicho!
––No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover y
así tendrás que quedarte a pasar la noche.
––Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst
no tienen caballos propios.
––Preferiría ir en el carruaje.
Al final animó al padre para que admitiese que los caballos estaban ocupados.
Y, por fin, Jane se vio obligada a ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la
puerta pronosticando muy contenta un día pésimo.
Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había ido Jane, cuando
empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella,
pero su madre estaba encantada. No paró de llover en toda la tarde; era obvio
que Jane no podría volver...
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No me encuentro muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer
llegue calada hasta los huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme
hablar de volver a casa hasta que no esté mejor.
––Bien, querida ––dijo el señor Bennet una vez Elizabeth hubo leído la nota
en alto––, si Jane contrajera una enfermedad peligrosa o se muriese sería un
consuelo saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus
órdenes.
––¿Es una indirecta para que mande a buscar los caballos, Lizzy? ––dijo su
padre.
––Si nos damos prisa ––dijo Lydia mientras caminaba––, tal vez podamos
ver al capitán Carter antes de que se vaya.
Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud
por la extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella casa.
Elizabeth la atendió en silencio.
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Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había
aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la
habitación ni un solo instante y las otras señoras tampoco se ausentaban por
mucho tiempo. Los señores estaban fuera porque en realidad nada tenían que
hacer allí.
Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse, y, aunque
muy en contra de su voluntad, así lo expresó.
CAPÍTULO VIII
A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron
a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta no pudo contestar favorablemente a
las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales tuvo la satisfacción de
distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada;
al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo
horrible que era tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar
enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia
Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth la
antipatía que en principio había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su
preocupación por Jane era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth
eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa, que era como los demás
la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita
Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo
mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era
un hombre indolente que no vivía más que para comer, beber y jugar a las
cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya
no tuvo nada de qué Comment: Ragout: Asado de carne con
hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto
a Jane. Nada más salir del verduras, de sabor fuerte.
––En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente
caminante. Jamás olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía
medio salvaje.
––Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro.
Y el abrigo que se había puesto para taparlas, desde luego, no cumplía su
cometido.
––Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa ––dijo Bingley––, pero todo
eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un
aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di cuenta
de que llevaba las faldas sucias.
––Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy ––dijo la señorita
Bingley––; y me figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante
espectáculo.
––¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta
los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué querría dar a entender? Para mí,
eso demuestra una abominable independencia y presunción, y una
indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.
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––Me temo, señor Darcy ––observó la señorita Bingley a media voz––, que
esta aventura habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus
bellos ojos.
hermanas Bingley.
––Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que figuren
algo en el mundo ––
respondió Darcy.
que perdían.
tiempo que podría permanecer abajo. El señor Hurst la miró con asombro.
Elizabeth le aseguró que con los que había en la habitación tenía de sobra.
––Me extraña ––dijo la señorita Bingley–– que mi padre haya dejado una
colección de libros tan pequeña. ¡Qué estupenda biblioteca tiene usted en
Pemberley, señor Darcy!
––Ojalá pueda.
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––Me asombra ––dijo Bingley–– que las jóvenes tengan tanta paciencia para
aprender tanto, y lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.
––Debe poseer todo esto ––agregó Darcy––, y a ello hay que añadir algo más
sustancial en el desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes
lecturas.
––No me sorprende ahora que conozca sólo a seis mujeres perfectas. Lo que
me extraña es que conozca a alguna.
––¿Tan severa es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?
––Yo nunca he visto una mujer así. Nunca he visto tanta capacidad, tanto
gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted describe.
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––Elizabeth ––dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras
ella–– es una de esas muchachas que tratan de hacerse agradables al sexo
opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no dé resultado con
muchos hombres, pero en mi opinión es un truco vil, una mala maña.
CAPÍTULO IX
––Estoy segura ––añadió–– de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué
habría sido de ella, porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí,
con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el
carácter más dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que
no valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es ésta, señor Bingley, y qué
encantadora vista tiene a los senderos de jardín! Nunca he visto un lugar en
todo el país comparable a Netherfield. Espero que no pensará dejarlo
repentinamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo.
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––Sí; y los caracteres complejos son los más apasionantes de todos. Por lo
menos, tienen esa ventaja.
––El campo ––dijo Darcy–– no puede proporcionar muchos sujetos para tal
estudio. En un pueblo se mueve uno en una sociedad invariable y muy
limitada.
––Pero la gente cambia tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que
observar.
––Por mi parte no creo que Londres tenga ninguna ventaja sobre el campo, a
no ser por las tiendas y los lugares públicos. El campo es mucho más
agradable. ¿No es así, señor Bingley?
––Claro, porque usted tiene muy buen carácter. En cambio ese caballero ––
dijo mirando a Darcy
––Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué hombre tan agradable es sir William!
¿Verdad, señor Bingley? ¡Tan distinguido, tan gentil y tan sencillo! Siempre
tiene una palabra agradable para todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo
de lo que es la buena educación; esas personas que se creen muy importantes
y nunca abren la boca, no tienen idea de educación.
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––¡Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feúcha. La misma lady Lucas lo
dice muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta alabar a
mis propias hijas, pero la verdad es que no se encuentra a menudo a alguien
tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo dice
todo el mundo. Cuando sólo tenía quince años, había un caballero que vivía
en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de
Jane que mi cuñada aseguraba que se declararía antes de que nos fuéramos.
Pero no lo hizo. Probablemente pensó que era demasiado joven. Sin embargo,
le escribió unos versos, y bien bonitos que eran.
––Y así terminó su amor ––dijo Elizabeth con impaciencia––. Creo que ha
habido muchos que lo vencieron de la misma forma. Me pregunto quién sería
el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor.
––De un gran amor, sólido y fuerte, puede. Todo nutre a lo que ya es fuerte
de por sí. Pero si es solo una inclinación ligera, sin ninguna base, un buen
soneto la acabaría matando de hambre.
Lydia era fuerte, muy crecida para tener quince años, tenía buena figura y un
carácter muy alegre.
Era la favorita de su madre que por el amor que le tenía la había presentado
en sociedad a una edad muy temprana. Era muy impulsiva y se daba mucha
importancia, lo que había aumentado con las atenciones que recibía de los
oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían. Por
lo tanto, era la más adecuada para dirigirse a Bingley y recordarle su
promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo mantenía.
Su respuesta a este repentino ataque fue encantadora a los oídos de la señora
Bennet.
––¡Oh! sí, será mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y para entonces lo
más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando
usted haya dado su baile ––agregó––, insistiré para que den también uno
ellos. Le diré al coronel Forster que sería lamentable que no lo hiciese.
Por fin la señora Bennet y sus hijas se fueron, y Elizabeth volvió al instante
con Jane, dejando que las dos damas y el señor Darcy hiciesen sus
comentarios acerca de su comportamiento y el de su familia.
Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la censura hacia
Elizabeth, a pesar de la agudeza de la señorita Bingley al hacer chistes sobre
ojos bonitos.
CAPÍTULO X
partida.
21
Él no contestó.
––Escribe usted más deprisa que nadie. ––Se equivoca. Escribo muy
despacio.
––¡Cuántas cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del año! Incluidas cartas
de negocios. ¡Cómo las detesto!
––Es una suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga que escribirlas.
––Para mí es como una norma, cuando una persona escribe cartas tan largas
con tanta facilidad no puede escribir mal.
22
––Sí, creo que estabas convencido; pero soy yo el que no está convencido de
que te fueses tan aceleradamente. Tu conducta dependería de las
circunstancias, como la de cualquier persona. Y si, montado ya en el caballo,
un amigo te dijese: «Bingley, quédate hasta la próxima semana»,
probablemente lo harías, probablemente no te irías, y bastaría sólo una
palabra más para que te quedaras un mes.
––Con esto sólo ha probado ––dijo Elizabeth–– que Bingley no hizo justicia a
su temperamento.
Volviendo al caso, debe recordar, señorita Bennet, que el supuesto amigo que
desea que se quede y que retrase su plan, simplemente lo desea y se lo pide
sin ofrecer ningún argumento.
––El ceder pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo, no tiene ningún
mérito para usted. ––
––¿No sería aconsejable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más
precisión qué importancia tiene la petición y qué intimidad hay entre los
amigos?
El señor Darcy sonrió; pero Elizabeth se dio cuenta de que se había ofendido
bastante y contuvo la risa. La señorita Bingley se molestó mucho por la
ofensa que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales
tonterías.
23
Le gustaba tan poco, que la opinión que tuviese sobre ella, no le preocupaba.
––Espero ––le dijo al día siguiente mientras paseaban por el jardín–– que
cuando ese deseado acontecimiento tenga lugar, hará usted a su suegra unas
cuantas advertencias para que modere su lengua; y si puede conseguirlo, evite
que las hijas menores anden detrás de los oficiales. Y, si me permite
mencionar un tema tan delicado, procure refrenar ese algo, rayando en la
presunción y en la impertinencia, que su dama posee.
––¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean colgados en la
galería de Pemberley.
Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión,
aunque de distinta categoría. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no debe
permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus
hermosos ojos?
En ese momento, por otro sendero del jardín, salieron a su paso la señora
Hurst y Elizabeth.
––No sabía que estabais paseando ––dijo la señorita Bingley un poco confusa
al pensar que pudiesen haberles oído.
––Os habéis portado muy mal con nosotras ––respondió la señora Hurst–– al
no decirnos que ibais a salir.
Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth pasease sola.
En el camino sólo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal descortesía
y dijo inmediatamente: Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
24
––No, no; quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho
mejor así. Una cuarta persona lo echaría a perder. Adiós.
CAPÍTULO XI
Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de
atención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron instantáneamente hacia
Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía algo que decirle. El se
dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También el
señor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se
alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el saludo
de Bingley, que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella. La
primera media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el
cambio de un habitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la
chimenea, lo más lejos posible de la puerta. Luego se sentó junto a ella y ya
casi no habló con nadie más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba
la escena con satisfacción.
Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa
de juego, pero fue en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y el
señor Hurst vio su petición rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie
tenía ganas de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció
corroborarla. Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer
que tumbarse en un sofá y dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley
cogió otro, y la señora Hurst, ocupada principalmente en jugar con sus
pulseras y sortijas, se unía, de vez en cuando, a la conversación de su
hermano con la señorita Bennet.
––¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no hay nada
tan divertido como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un
libro, nunca. Cuando tenga––una casa propia seré desgraciadísima si no
tengo una gran biblioteca.
Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista
alrededor de la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a
su hermano mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente
hacia él y dijo:
––Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y
dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar
tanto tiempo sentada en la misma postura.
––En absoluto ––respondió––; pero, sea lo que sea, es seguro que quiere
dejarnos mal, y la mejor forma de decepcionarle será no preguntarle nada.
––Nada tan fácil, si está dispuesta a ello ––dijo Elizabeth––. Todos sabemos
fastidiar y mortificarnos unos a otros. Búrlese, ríase de él. Siendo tan íntima
amiga suya, sabrá muy bien cómo hacerlo.
––Estoy de acuerdo ––respondió Elizabeth––, hay gente así, pero creo que yo
no estoy entre ellos.
26
CAPÍTULO XII
27
iba a casarse.
CAPÍTULO XIII
––¡Oh, querido! ––se lamentó su esposa––. No puedo soportar oír hablar del
tema. No menciones a ese hombre tan odioso. Es lo peor que te puede pasar
en el mundo, que tus bienes no los puedan heredar tus hijas. De haber sido tú,
hace mucho tiempo que yo habría hecho algo al respecto.
28
»Estimado señor:
William Collins.»
––Por lo tanto, a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador
––dijo el señor Bennet mientras doblaba la carta––. Parece ser un joven
educado y atento; no dudo de que su amistad nos será valiosa, especialmente
si lady Catherine es tan indulgente como para dejarlo venir a visitarnos.
––Ya ves, parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está
dispuesto a enmendarse, no seré yo la que lo desanime.
29
––Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice,
pues de otro modo quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la
extraña manera en que están dispuestas las cosas.
––¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa
para mis hijas. No le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son sólo
cuestión de suerte. Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades
una vez que tienen que ser heredadas.
––Siento mucho el infortunio de sus lindas hijas; pero voy a ser cauto, no
quiero adelantarme y parecer precipitado. Lo que sí puedo asegurar a estas
jóvenes, es que he venido dispuesto a admirarlas. De momento, no diré más,
pero quizá, cuando nos conozcamos mejor...
CAPÍTULO XIV
30
recomendarle que se casara cuanto antes con tal de que eligiese con
prudencia, y le había ido a visitar a su humilde casa, donde aprobó todos los
cambios que él había hecho, llegando hasta sugerirle alguno ella misma,
como, por ejemplo, poner algunas repisas en los armarios de las habitaciones
de arriba.
––Todo eso está muy bien y es muy cortés por su parte ––comentó la señora
Bennet––. Debe ser una mujer muy agradable. Es una pena que las grandes
damas en general no se parezcan mucho a ella.
––No tiene más que una hija, la heredera de Rosings y de otras propiedades
extensísimas.
––¡Ay! ––suspiró la señora Bennet moviendo la cabeza––. Está en mejor
situación que muchas otras jóvenes. ¿Qué clase de muchacha es? ¿Es guapa?
––Es realmente una joven encantadora. La misma lady Catherine dice que,
haciendo honor a la verdad, en cuanto a belleza se refiere, supera con mucho
a las más hermosas de su sexo; porque hay en sus facciones ese algo que
revela en una mujer su distinguida cuna. Por desgracia es de constitución
enfermiza, lo cual le ha impedido progresar en ciertos aspectos de su
educación que, a no ser por eso, serían muy notables, según me ha informado
la señora que dirigió su enseñanza y que aún vive con ellas. Pero es muy
Comment: Faetón: Carruaje abierto
––Juzga usted muy bien ––dijo el señor Bennet––, y es una suerte que tenga
el talento de saber adular con delicadeza. ¿Puedo preguntarle si esos gratos
cumplidos se le ocurren espontáneamente o si son el resultado de un estudio
previo?
Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan
absurdo como él creía.
su gozo.
Sin embargo, a la hora del té ya había tenido bastante, y el señor Bennet tuvo
el placer de llevar a XVIII y a menudo servían de lugares de
dudas eligió los sermones de Fordyce. No hizo más que abrir el libro y ya
Lydia empezó a bostezar, y antes medios limitados para acceder a libros
31
Las dos hermanas mayores le rogaron a Lydia que se callase, pero Collins,
muy ofendido, dejó el libro y exclamó:
––Con frecuencia he observado lo poco que les interesan a las jóvenes los
libros de temas serios, a pesar de que fueron escritos por su bien. Confieso
que me asombra, pues no puede haber nada tan ventajoso para ellas como la
instrucción. Pero no quiero seguir importunando a mi primita.
CAPÍTULO XV
El señor Collins no era un hombre inteligente, y a las deficiencias de su
naturaleza no las había ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó
la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un padre inculto y avaro; y
aunque fue a la universidad, sólo permaneció en ella los cursos meramente
necesarios y no adquirió ningún conocimiento verdaderamente útil. La
sujeción con que le había educado su padre, le había dado, en principio, gran
humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una vanidad
obtenida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos
inherentes a una repentina e inesperada prosperidad. Una afortunada
casualidad le había colocado bajo el patronato de lady Catherine de Bourgh,
cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto rango de la
señora y la veneración que le inspiraba por ser su patrona, unidos a un gran
concepto de sí mismo, a su autoridad de clérigo y a sus derechos de rector, le
habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de presunción y
modestia.
Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que
suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la
familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar su proyecto, pues
tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan
hermosas y agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o
reparación, por heredar las propiedades del padre, plan que le parecía
excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y
desinteresado por su parte.
Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la
señora Bennet, hizo el cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en
edad y en belleza, fue la nueva candidata.
La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos
hijas casadas. El hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se
convirtió de pronto en el objeto de su más alta estimación.
32
No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un
sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente nueva, nada
podía distraerlas.
Pero la atención de todas las damiselas fue al instante acaparada por un joven
al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que
paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor
Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a averiguar,
y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron impresionadas
con el porte del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia,
decididas a indagar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar
algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta fortuna que, en
ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al
mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le
permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de
Londres con él el día anterior, y había tenido la bondad de aceptar un destino
en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único
que le faltaba para completar su encanto. Su aspecto decía mucho en su favor,
era guapo y esbelto, de trato muy afable. Hecha la presentación, el señor
Wickham inició una conversación con mucha soltura, con la más absoluta
corrección y sin pretensiones.
La señora Philips siempre se alegraba de ver a sus sobrinas. Las dos mayores
fueron especialmente bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les
expresó su sorpresa por el rápido regreso a casa, del que nada habría sabido,
puesto que no volvieron en su propio coche, a no haberse dado la casualidad
de encontrarse con el mancebo del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía
que mandar más medicinas a Netherfield porque las señoritas Bennet se
habían ido. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien dedicó toda su
atención. Le acogió con la más exquisita cortesía, a la que Collins
correspondió con más finura aún, disculpándose por haberse presentado en su
casa sin que ella hubiese sido advertida previamente, aunque él se sentía
orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba dicha
intromisión. La señora Philips se quedó totalmente abrumada con tal exceso
de buena educación.
Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y
preguntas relativas al otro. La señora Philips no podía decir a sus sobrinas
más de lo que ya sabían: que el señor Denny lo había traído de Londres y que
se iba a quedar en la guarnición del condado con el grado de teniente. Agregó
que lo había estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor
Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían
acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos
momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con
el forastero, resultaban «unos Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
33
Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, nunca había visto una mujer
más elegante, pues no sólo le recibió con la más extremada cortesía, sino que,
además, le incluyó en la invitación para la próxima velada, a pesar de serle
totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su
parentesco con ellos, pero no obstante, en su vida había sido tratado con tanta
amabilidad.
CAPÍTULO XVI
ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips
una oyente atenta cuya buena XVIII, en mármol. Muchas de estas
opinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y
ya estaba pensando en chimeneas se conservan ahora como anti-contárselo
todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a
su primo, y que no güedades valiosas en museos o en
tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música
y examinar las imitaciones de colecciones particulares.
El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los
ojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él
tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a
pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente
llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que
los tópicos más comunes, más triviales y más manidos, pueden resultar
interesantes si se dicen con destreza.
34
Cuando se dispusieron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad para
devolverle sus atenciones, y se sentó a jugar con ella al whist.
––Conozco poco este juego, ahora ––le dijo––, pero me gustaría aprenderlo
mejor, debido a mi situación en la vida.
Nadie mejor que yo podría darle a usted informes auténticos acerca del señor
Darcy, pues he estado particularmente relacionado con su familia desde mi
infancia.
––Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como
vio usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce
usted mucho al señor Darcy?
Me sería imposible ser imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él
sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan categóricamente
en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.
––Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de
la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha disgustado a todo el mundo con
su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.
––No puedo fingir que lo siento ––dijo Wickham después de una breve
pausa––. No siento que él ni nadie sean estimados sólo por sus méritos, pero
con Darcy no suele suceder así. La gente se ciega con su fortuna y con su
importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales, y le ven
sólo como a él se le antoja que le vean.
––Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una mala persona.
––Claro que no. No seré el que me vaya por culpa del señor Darcy, y siempre
me entristece verle, pero no tengo más que una razón para esquivarle y puedo
proclamarla delante de todo el mundo: un doloroso pesar por su mal trato y
por ser como es. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el
mejor de los hombres y mi mejor amigo; no puedo hablar con Darcy sin que
se me parta el alma con mil Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
35
Elizabeth encontraba que el interés iba en aumento y escuchaba con sus cinco
sentidos, pero la índole delicada del asunto le impidió hacer más preguntas.
––¿De veras?
––Sí; el último señor Darcy dejó dispuesto que se me presentase para ocupar
el mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me quería
entrañablemente. Nunca podré hacer justicia a su bondad. Quería dejarme
bien situado, y creyó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante,
fue concedido a otro.
––¡Dios mío! ––exclamó Elizabeth––. ¿Pero cómo pudo ser eso? ¿Cómo
pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?
––Pero ––continuó después de una pausa––, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Qué
puede haberle inducido a obrar con esa crueldad?
––No debo hablar de este tema repuso Wickham––; me resulta difícil ser
justo con él.
36
Podía haber añadido: «A un joven, además, como usted, que sólo su rostro
ofrece sobradas garantías de su bondad.» Pero se limitó a decir:
Es curioso ––contestó Wickham––, porque casi todas sus acciones han sido
guiadas por el orgullo, que ha sido a menudo su mejor consejero. Para él, está
más unido a la virtud que ningún otro sentimiento.
––¿Es posible que un orgullo tan detestable como el suyo le haya inducido
alguna vez a hacer algún bien? ––Sí; le ha llevado con frecuencia a ser liberal
y generoso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a sus
colonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo,
porque está muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de este
modo. El deseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era
menos querido que ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de
Pemberley, fue para él un poderoso motivo. Tiene también un orgullo de
hermano que, unido a algo de afecto fraternal, le ha convertido en un
amabilísimo y solícito custodio de la señorita Darcy, y oirá decir muchas
veces que es considerado como el más atento y mejor de los hermanos.
––No, no lo conozco.
37
––Sé muy bien, señora ––le dijo––, que cuando uno se sienta a una mesa de
juego ha de someterse al azar, y afortunadamente no estoy en circunstancias
de tener que preocuparme por cinco chelines.
––Su hija, la señorita de Bourgh, heredará una enorme fortuna, y se dice que
ella y su primo unirán las dos haciendas.
––El señor Collins ––dijo Elizabeth–– habla muy bien de lady Catherine y de
su hija; pero por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que
la gratitud le ciega y que, a pesar de ser su protectora, es una mujer arrogante
y vanidosa.
Elizabeth se fue prendada de él. De vuelta a casa no podía pensar más que en
el señor Wickham y en todo lo que le había dicho; pero durante todo el
camino no le dieron oportunidad ni de mencionar su nombre, ya que ni Lydia
ni el señor Collins se callaron un segundo. Lydia no paraba de hablar de la
lotería, de lo que había perdido, de lo que había ganado; y Collins, con
elogiar la hospitalidad de los Philips, asegurar que no le habían importado
nada sus pérdidas en el zvhist, enumerar todos los platos de la cena y repetir
constantemente que temía que por su culpa sus primas fuesen apretadas, tuvo
más que decir de lo que habría podido antes de que el carruaje parase delante
de la casa de Longbourn.
CAPÍTULO XVII
38
––Tienes mucha razón; y dime, mi querida Jane: ¿Qué tienes que decir en
favor de esa gente interesada que probablemente tuvo que ver en el asunto?
Defiéndelos también, si no nos veremos obligadas a hablar mal de alguien.
––Creo que es más fácil que la amistad del señor Bingley sea impuesta que el
señor Wickham haya inventado semejante historia con nombres, hechos, y
que la cuente con tanta naturalidad. Y si no es así, que sea el señor Darcy el
que lo niegue. Además, había sinceridad en sus ojos.
Elizabeth estaba tan animada por la ocasión, que a pesar de que no solía
hablarle a Collins más que cuando era necesario, no pudo evitar preguntarle
si tenía intención de aceptar la invitación del señor Bingley y si así lo hacía,
si le parecía procedente asistir a fiestas nocturnas. Elizabeth se quedó
sorprendida cuando le contestó que no tenía ningún reparo al respecto, y que
no temía que el arzobispo ni lady Catherine de Bourgh le censurasen por
aventurarse al baile.
––Le aseguro que en absoluto creo ––dijo–– que un baile como éste,
organizado por hombre de categoría para gente respetable, pueda tener algo
de malo. No tengo ningún inconveniente en bailar y Austen,Jane: Orgullo y
Prejuicio
39
espero tener el honor de hacerlo con todas mis bellas primas. Aprovecho
ahora esta oportunidad para pedirle, precisamente a usted, señorita Elizabeth,
los dos primeros bailes, preferencia que confío que mi prima Jane sepa
atribuir a la causa debida, y no a un desprecio hacia ella.
Lydia no oyó estas palabras, pero Elizabeth sí; aunque su primera sospecha
no había sido cierta, Darcy era igualmente responsable de la ausencia de
Wickham, su antipatía hacia el primero se exasperó de tal modo que apenas
pudo contestar con cortesía a las amables preguntas que Darcy le hizo al
acercarse a ella poco después. Cualquier atención o tolerancia hacia Darcy
significaba una injuria para Wickham.
40
Después tuvo el alivio de bailar con un oficial con el que pudo hablar del
señor Wickham, enterándose de que todo el mundo le apreciaba. Al terminar
este baile, volvió con Charlotte Lucas, y estaban charlando, cuando de
repente se dio cuenta de que el señor Darcy se había acercado a ella y le
estaba pidiendo el próximo baile, la cogió tan de sorpresa que, sin saber qué
hacía, aceptó. Darcy se fue acto seguido y ella, que se había puesto muy
nerviosa, se quedó allí deseando recuperar la calma. Charlotte trató de
consolarla.
––¡No lo quiera Dios! Ésa sería la mayor de todas las desgracias. ¡Encontrar
encantador a un hombre que debe ser odiado! No me desees tanto mal.
––Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy. Yo ya he hablado del baile,
y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del salón y
sobre el número de parejas.
––Muy bien. No está mal esa respuesta de momento. Quizá poco a poco me
convenza de que los bailes privados son más agradables que los públicos;
pero ahora podemos permanecer callados.
––Algunas veces. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? Sería extraño estar
juntos durante media hora sin decir ni una palabra. Pero en atención de
algunos, hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a
tener que decir más de lo preciso.
41
––¡Los libros! ¡Oh, no! Estoy segura de que no leemos nunca los mismos o,
por lo menos, no sacamos las mismas impresiones.
––Lamento que piense eso;, pero si así fuera, de cualquier modo, no nos
faltaría tema. Podemos comprobar nuestras diversas opiniones.
––En estos lugares no piensa nada más que en el presente, ¿verdad? ––dijo él
con una mirada de duda.
––Sí, siempre ––contestó ella sin saber lo que decía, pues se le había ido el
pensamiento a otra parte, según demostró al exclamar repentinamente––:
Recuerdo haberle oído decir en una ocasión que usted raramente perdonaba;
que cuando había concebido un resentimiento, le era imposible aplacarlo.
Supongo, por lo tanto, que será muy cauto en concebir resentimientos...
42
––Así que, señorita Eliza, está usted encantada con el señor Wickham. Me he
enterado por su hermana que me ha hablado de él y me ha hecho mil
preguntas. Me parece que ese joven se olvidó de contarle, entre muchas otras
cosas, que es el hijo del viejo Wickham, el último administrador del señor
Darcy. Déjeme que le aconseje, como amiga, que no se fíe demasiado de todo
lo que le cuente, porque eso de que el señor Darcy le trató mal es
completamente falso; por el contrario, siempre ha sido extraordinariamente
amable con él, aunque George Wickham se ha portado con el señor Darcy de
la manera más infame. No conozco los pormenores, pero sé muy bien que el
señor Darcy no es de ningún modo el culpable, que no puede soportar ni oír
el nombre de George Wickham y que, aunque mi hermano consideró que no
podía evitar incluirlo en la lista de oficiales invitados, él se alegró
enormemente de ver que él mismo se había apartado de su camino. El mero
hecho de que haya venido aquí al campo es una verdadera insolencia, y no
logro entender cómo se ha atrevido a hacerlo. La compadezco, señorita Eliza,
por este descubrimiento de la culpabilidad de su favorito; pero en realidad,
teniendo en cuenta su origen, no se podía esperar nada mejor.
––Su culpabilidad y su origen parece que son para usted una misma cosa ––le
dijo Elizabeth encolerizada––; porque de lo peor que le he oído acusarle es de
ser hijo del administrador del señor Darcy, y de eso, puedo asegurárselo, ya
me había informado él.
«¡Insolente! ––dijo Elizabeth para sí––. Estás muy equivocada si piensas que
influirás en mí con tan mezquino ataque. No veo en él más que tu terca
ignorancia y la malicia de Darcy.»
––Quiero saber ––dijo Elizabeth tan sonriente como su hermana–– lo que has
oído decir del señor Wickham. Pero quizá has estado demasiado ocupada con
cosas más agradables para pensar en una tercera persona... Si así ha sido,
puedes estar segura de que te perdono.
––De modo que lo que sabe es lo que el señor Darcy le ha contado. Estoy
satisfecha. ¿Y qué dice de la rectoría?
43
Dicho esto, ambas hermanas iniciaron otra conversación mucho más grata
para las dos. Elizabeth oyó encantada las felices aunque modestas esperanzas
que Jane abrigaba respecto a Bingley, y le dijo todo lo que pudo para alentar
su confianza. Al unírseles el señor Bingley, Elizabeth se retiró y se fue a
hablar con la señorita Lucas que le preguntó si le había agradado su última
pareja. Elizabeth casi no tuvo tiempo para contestar, porque allí se les
presentó Collins, diciéndoles entusiasmado que había tenido la suerte de
hacer un descubrimiento importantísimo.
––He sabido ––dijo––, por una singular casualidad, que está en este salón un
pariente cercano de mi protectora. He tenido el gusto de oír cómo el mismo
caballero mencionaba a la dama que hace los honores de esta casa los
nombres de su prima, la señorita de Bourgh, y de la madre de ésta, lady
Catherine.
¡De qué modo tan maravilloso ocurren estas cosas! ¡Quién me iba a decir que
habría de encontrar a un sobrino de lady Catherine de Bourgh en esta
reunión! Me alegro mucho de haber hecho este descubrimiento a tiempo para
poder presentarle mis respetos, cosa que voy a hacer ahora mismo. Confío en
que me perdone por no haberlo hecho antes, pero mi total desconocimiento
de ese parentesco me disculpa.
––¡Claro que sí! Le pediré que me excuse por no haberlo hecho antes. ¿No ve
que es el sobrino de lady Catherine? Podré comunicarle que Su Señoría se
encontraba muy bien la última vez que la vi.
Dispense, pues, que no siga sus consejos que en todo lo demás me servirán
constantemente de guía, pero creo que en este caso estoy más capacitado, por
mi educación y mi estudio habitual, que una joven como usted, para decidir
lo que es debido.
––Le aseguro ––le dijo–– que no tengo motivo para estar descontento de la
acogida que el señor Darcy me ha dispensado. Mi atención le ha complacido
en extremo y me ha contestado con la mayor finura, haciéndome incluso el
honor de manifestar que estaba tan convencido de la buena elección de lady
Catherine, que daba por descontado que jamás otorgaría una merced sin que
fuese merecida.
44
Elizabeth se disgustó mucho al ver cómo su madre no hacía más que hablarle
a lady Lucas, libre y abiertamente, de su esperanza de que Jane se casara
pronto con Bingley. El tema era arrebatador, y la señora Bennet parecía que
no se iba a cansar nunca de enumerar las ventajas de aquella alianza. Sólo
con considerar la juventud del novio, su atractivo, su riqueza y el hecho de
que viviese a tres millas de Longbourn nada más, la señora Bennet se sentía
feliz. Pero además había que tener en cuenta lo encantadas que estaban con
Jane las dos hermanas de Bingley, quienes, sin duda, se alegrarían de la unión
tanto como ella misma. Por otra parte, el matrimonio de Jane con alguien de
tanta categoría era muy prometedor para sus hijas menores que tendrían así
más oportunidades de encontrarse con hombres ricos. Por último, era un
descanso, a su edad, poder confiar sus hijas solteras al cuidado de su
hermana, y no tener que verse ella obligada a acompañarlas más que cuando
le apeteciese. No había más remedio que tomarse esta circunstancia como un
motivo de satisfacción, pues, en tales casos, así lo exige la etiqueta; pero no
había nadie que le gustase más quedarse cómodamente en casa en cualquier
época de su vida. Concluyó deseando a la señora Lucas que no tardase en ser
tan afortunada como ella, aunque triunfante pensaba que no había muchas
esperanzas.
––¿Qué significa el señor Darcy para mí? Dime, ¿por qué habría de tenerle
miedo? No le debemos ninguna atención especial como para sentirnos
obligadas a no decir nada que pueda molestarle.
––¡Por el amor de Dios, mamá, habla más bajo! ¿Qué ganas con ofender al
señor Darcy? Lo único que conseguirás, si lo haces, es quedar mal con su
amigo.
Pero nada de lo que dijo surtió efecto. La madre siguió exponiendo su parecer
con el mismo desenfado. Elizabeth cada vez se ponía más colorada por la
vergüenza y el disgusto que estaba pasando. No podía dejar de mirar a Darcy
con frecuencia, aunque cada mirada la convencía más de lo que se estaba
temiendo. Darcy rara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no
dudaba de que su atención estaba pendiente de lo que decían. La expresión de
su cara iba gradualmente del desprecio y la indignación a una imperturbable
seriedad.
Sin embargo, llegó un momento en que la señora Bennet ya no tuvo nada más
que decir, y lady Lucas, que había estado mucho tiempo bostezando ante la
repetición de delicias en las que no veía la posibilidad de participar, se
entregó a los placeres del pollo y del jamón. Elizabeth respiró. Pero este
intervalo de tranquilidad no duró mucho; después de la cena se habló de
cantar, y tuvo que pasar por el mal rato de ver que Mary, tras muy pocas
súplicas, se disponía a obsequiar a los presentes con su canto. Con miradas
significativas y silenciosos ruegos, Elizabeth trató de impedir aquella muestra
de condescendencia, pero fue inútil. Mary no podía entender lo que quería
decir. Semejante oportunidad de demostrar su talento la embelesaba, y
empezó su canción. Elizabeth no dejaba de mirarla con una penosa sensación,
observaba el desarrollo del concierto con una impaciencia que no fue
recompensada al final, pues Mary, al recibir entre las manifestaciones de
gratitud de su auditorio una leve insinuación para que continuase, después de
una pausa de un minuto, empezó otra canción. Las facultades de Mary no
eran lo más a propósito para semejante exhibición; tenía poca voz y un estilo
afectado. Elizabeth pasó una verdadera agonía. Miró a Jane para ver cómo lo
soportaba ella, pero estaba hablando tranquilamente con Bingley. Miró a las
hermanas de éste y vio que se hacían señas de burla entre ellas, y a Darcy,
que seguía serio e imperturbable.
––Niña, ya basta. Has estado muy bien, nos has deleitado ya bastante; ahora
deja que se luzcan las otras señoritas.
––Si yo ––dijo entonces Collins–– tuviera la suerte de ser apto para el canto,
me gustaría mucho obsequiar a la concurrencia con una romanza. Considero
que la música es una distracción inocente y Austen,Jane: Orgullo y
Prejuicio
45
El resto de la noche transcurrió para ella sin el mayor interés. Collins la sacó
de quicio con su empeño en no separarse de ella. Aunque no consiguió
convencerla de que bailase con él otra vez, le impidió que bailase con otros.
Fue inútil que le rogase que fuese a charlar con otras personas y que se
ofreciese para presentarle a algunas señoritas de la fiesta. Collins aseguró que
el bailar le tenía sin cuidado y que su principal deseo era hacerse agradable a
sus ojos con delicadas atenciones, por lo que había decidido estar a su lado
toda la noche. No había nada que discutir ante tal proyecto. Su amiga la
señorita Lucas fue la única que la consoló sentándose a su lado con
frecuencia y desviando hacia ella la conversación de Collins.
Por lo menos así se vio libre de Darcy que, aunque a veces se hallaba a poca
distancia de ellos completamente desocupado, no se acercó a hablarles.
Elizabeth lo atribuyó al resultado de sus alusiones a Wickham y se alegró de
ello.
Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señora Bennet insistió con
mucha cortesía en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se
dirigió especialmente a Bingley para manifestarle que se verían muy
honrados si un día iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la
etiqueta de una invitación formal. Bingley se lo agradeció encantado y se
comprometió en el acto a aprovechar la primera oportunidad que se le
presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tenía que ir al día
siguiente, aunque no tardaría en estar de vuelta.
46
CAPÍTULO XIX
––¿Puedo esperar, señora, dado su interés por su bella hija Elizabeth, que se
me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de
esta misma mañana?
Antes de que Elizabeth hubiese tenido tiempo de nada más que de ponerse
roja por la sorpresa, la señora Bennet contestó instantáneamente:
––¡Oh, querido! ¡No faltaba más! Estoy segura de que Elizabeth estará
encantada y de que no tendrá ningún inconveniente. Ven, Kitty, te necesito
arriba.
––No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al ver que Elizabet,
disgustada y violenta, estaba a punto de marcharse, añadió:
––Las razones que tengo para casarme son: primero, que la obligación de un
clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de
matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso
contribuirá poderosamente a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese
debido advertir en primer término, que es el particular consejo y
recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi
protectora. Por dos veces se ha dignado indicármelo, aun sin habérselo yo
insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford
y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora Jenkinson arreglaba
el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: «Señor Collins, tiene usted que
casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija
pensando en mí y en usted mismo; procure que sea una persona activa y útil,
de educación no muy elevada, pero capaz de sacar buen partido a pequeños
ingresos. Éste es mi consejo. Busque usted esa mujer cuanto antes,
Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
47
––Sé de sobra ––replicó Collins con un grave gesto de su mano–– que entre
las jóvenes es muy corriente rechazar las proposiciones del hombre a quien,
en el fondo, piensan aceptar, cuando pide su preferencia por primera vez, y
que la negativa se repite una segunda o incluso una tercera vez. Por esto no
me descorazona en absoluto lo que acaba de decirme, y espero llevarla al
altar dentro de poco.
––Si fuera cierto que lady Catherine lo pensara... ––dijo Collins con la mayor
gravedad–– pero estoy seguro de que Su Señoría la aprobaría. Y créame ––
que cuando tenga el honor de volver a verla, le hablaré en los términos más
encomiásticos de su modestia, de su economía y de sus otras buenas
cualidades.
––Por favor, señor Collins, todos los elogios que me haga serán innecesarios.
Déjeme juzgar por mí misma y concédame el honor de creer lo que le digo.
Le deseo que consiga ser muy feliz y muy rico, y al rechazar su mano hago
todo lo que está a mi alcance para que no sea de otro modo. Al hacerme esta
proposición debe estimar satisfecha la delicadeza de sus sentimientos
respecto a mi familia, y cuando llegue la hora podrá tomar posesión de la
herencia de Longbourn sin ningún cargo de conciencia. Por lo tanto, dejemos
este asunto definitivamente zanjado.
48
––Debe dejar que presuma, mi querida prima, que su rechazó ha sido sólo de
boquilla. Las razones que tengo para creerlo, son las siguientes: no creo que
mi mano no merezca ser aceptada por usted ni que la posición que le ofrezco
deje de ser altamente apetecible. Mi situación en la vida, mi relación con la
familia de Bourgh y mi parentesco con usted son circunstancias importantes
en mi favor. Considere, además, que a pesar de sus muchos atractivos, no es
seguro que reciba otra proposición de matrimonio. Su fortuna es tan escasa
que anulará, por desgracia, los efectos de su belleza y buenas cualidades. Así
pues, como no puedo deducir de todo esto que haya procedido sinceramente
al rechazarme, optaré por atribuirlo a su deseo de acrecentar mi amor con el
suspense, de acuerdo con la práctica acostumbrada en las mujeres elegantes.
CAPÍTULO XX
Al entrar su mujer, el señor Bennet levantó los ojos del libro y los fijó en su
rostro con una calmosa indiferencia que la noticia no alteró en absoluto. ––
No he tenido el placer de entenderte ––dijo Austen,Jane: Orgullo y
Prejuicio
49
cuando ella terminó su perorata––. ¿De qué estás hablando? ––Del señor
Collins y Lizzy. Lizzy dice que no se casará con el señor Collins, y el señor
Collins empieza a decir que no se casará con Lizzy.
––Tienes una triste alternativa ante ti, Elizabeth. Desde hoy en adelante
tendrás que renunciar a uno de tus padres. Tu madre no quiere volver a verte
si no te casas con Collins, y yo no quiero volver a verte si te casas con él.
Trató de que Jane se pusiese de su parte; pero Jane, con toda la suavidad
posible, prefirió no meterse.
Elizabeth, unas veces con verdadera seriedad, y otras en broma, replicó a sus
ataques; y aunque cambió de humor, su determinación permaneció
inquebrantable.
Collins, mientras tanto, meditaba en silencio todo lo que había pasado. Tenía
demasiado buen concepto de sí mismo para comprender qué motivos podría
tener su prima para rechazarle, y, aunque herido en su amor propio, no sufría
lo más mínimo. Su interés por su prima era meramente imaginario; la
posibilidad de que fuera merecedora de los reproches de su madre, evitaba
que él sintiese algún pesar.
Mientras reinaba en la familia esta confusión, llegó Charlotte Lucas que venía
a pasar el día con ellos. Se encontró con Lydia en el vestíbulo, que corrió
hacia ella para contarle en voz baja lo que estaba pasando.
––¡Me alegro de que hayas venido, porque hay un jaleo aquí...! ¿Qué crees
que ha pasado esta mañana? El señor Collins se ha declarado a Elizabeth y
ella le ha dado calabazas.
Antes de que Charlotte hubiese tenido tiempo para contestar, apareció Kitty,
que venía a darle la misma noticia. Y en cuanto entraron en el comedor,
donde estaba sola la señora Bennet, ella también empezó a hablarle del tema.
Le rogó que tuviese compasión y que intentase convencer a Lizzy de que
cediese a los deseos de toda la familia.
50
Elizabeth salió en silencio del cuarto; Jane y Kitty la siguieron, pero Lydia no
se movió, decidida a escuchar todo lo que pudiera. Charlotte, detenida por la
cortesía del señor Collins, cuyas preguntas acerca de ella y de su familia se
sucedían sin interrupción, y también un poco por la curiosidad, se limitó a
acercarse a la ventana fingiendo no escuchar. Con voz triste, la señora Bennet
empezó así su conversación:
––Mi querida señora ––respondió él––, ni una palabra más sobre este asunto.
Estoy muy lejos
CAPÍTULO XXI
51
consternación que a todos había producido. Pero ante Elizabeth reconoció
voluntariamente que su ausencia había sido premeditada.
Al poco rato de haber llegado, trajeron una carta para Jane. Venía de
Netherfield y la joven la abrió inmediatamente. El sobre contenía una hojita
de papel muy elegante y satinado, cubierta por la escritura de una hermosa y
ágil mano de mujer. Elizabeth notó que el semblante de su hermana cambiaba
al leer y que se detenía fijamente en determinados párrafos. Jane se sobrepuso
en seguida; dejó la carta y trató de intervenir con su alegría de siempre en la
conversación de todos; pero Elizabeth sentía tanta curiosidad que incluso
dejó de prestar atención a Wickham. Y en cuanto él y su compañero se
fueron, Jane la invitó con una mirada a que la acompañase al piso de arriba.
Una vez en su cuarto, Jane le mostró la carta y le dijo:
Jane leyó en voz alta el primer párrafo donde se manifestaba que habían
decidido ir con su hermano a Londres y que tenían la intención de comer
aquel mismo día en la calle Grosvenor, donde el Comment: La calle
Grovesnor: En
––Es una lástima ––le dijo después de una breve pausa–– que no hayas
podido ver a tus amigas antes de que se fueran. Pero ¿no podemos tener la
esperanza de que ese «más adelante» de futura felicidad que tu amiga tanto
desea llegue antes de lo que ella cree y que esa estupenda relación que habéis
tenido como amigas se renueve con mayor satisfacción como hermanas?
Ellas no van a detener al señor Bingley en Londres.
«Cuando mi hermano nos dejó ayer, se imaginaba que los asuntos que le
llamaban a Londres podrían despacharse en tres o cuatro días; pero como
sabemos que no será así y convencidas, al mismo tiempo, de que cuando
Charles va a la capital no tiene prisa por volver, hemos determinado irnos con
él para que no tenga que pasarse las horas que le quedan libres en un hotel,
sin ninguna comodidad. Muchas de nuestras relaciones están ya allí para
pasar el invierno; me gustaría saber si usted, queridísima amiga, piensa hacer
lo mismo; pero no lo creo posible. Deseo sinceramente que las navidades en
Hertfordshire sean pródigas en las alegrías propias de esas festividades, y que
sus galanes sean tan numerosos que les impidan sentir la pérdida de los tres
caballeros que les arrebatamos.»
––Lo único que es evidente es que la señorita Bingley es la que dice que él no
va a volver.
––¿Por qué lo crees así? Debe de ser cosa del señor Bingley: No depende de
nadie. Pero no lo sabes todo aún. Voy a leerte el pasaje que más me hiere. No
quiero ocultarte nada. «El señor Darcy está impaciente por ver a su hermana,
y la verdad es que nosotras no estamos menos deseosas de verla. Creo que
Georgina Darcy no tiene igual por su belleza, elegancia y talento, y el afecto
que nos inspira a Louisa y a mí aumenta con la esperanza que abrigamos de
que sea en el futuro nuestra hermana. No sé si alguna vez Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
52
––Así es, Jane; debes creerme. Nadie que os haya visto juntos puede dudar
del cariño de Bingley.
––Eso es. No podía habérsete ocurrido una idea mejor, ya que la mía no te
consuela. Supón que se engaña. Así quedarás bien con ella y verás que no
tienes por qué preocuparte.
––Pero Lizzy, ¿puedo ser feliz, aun suponiendo lo mejor, al aceptar a un
hombre cuyas hermanas y amigos desean que se case con otra?
––¡Qué cosas tienes! dijo Jane con una leve sonrisa––. Debes saber que
aunque me apenaría mucho su desaprobación, no vacilaría.
53
CAPÍTULO XXII
Los Bennet fueron invitados a comer con los Lucas, y de nuevo la señorita
Lucas tuvo la amabilidad de escuchar a Collins durante la mayor parte del
día. Elizabeth aprovechó la primera oportunidad para darle las gracias.
Charlotte le aseguró que se alegraba de poder hacer algo por ella, y que eso le
compensaba el pequeño sacrificio que le suponía dedicarle su tiempo. Era
muy amable de su parte, pero la amabilidad de Charlotte iba más lejos de lo
que Elizabeth podía sospechar: su objetivo no era otro que evitar que Collins
le volviese a dirigir sus cumplidos a su amiga, atrayéndolos para sí misma.
Éste era el plan de Charlotte, y las apariencias le fueron tan favorables que al
separarse por la noche casi habría podido dar por descontado el éxito, si
Collins no tuviese que irse tan pronto de Hertfordshire. Pero al concebir esta
duda, no hacía justicia al fogoso e independiente carácter de Collins; a la
mañana siguiente se escapó de Longbourn con admirable sigilo y corrió a
casa de los Lucas para rendirse a sus pies. Quiso ocultar su salida a sus
primas porque si le hubiesen visto habrían descubierto su intención, y no
quería publicarlo hasta estar seguro del éxito; aunque se sentía casi seguro del
mismo, pues Charlotte le había animado lo bastante, pero desde su aventura
del miércoles estaba un poco falto de confianza. No obstante, recibió una
acogida muy halagüeña.
por esta circunstancia. Los hijos se vieron libres del temor de que Charlotte
se quedase soltera. Charlotte sociedad.–– Normalmente la presentación
por ella debía de ser imaginario. Pero, al fin y al cabo, sería su marido. A
pesar de que Charlotte no tenía casada que a su vez ya había sido
54
acababa de conseguir, ya que a los veintisiete años de edad, sin haber sido
nunca bonita, era una verdadera suerte para ella. Lo menos agradable de todo
era la sorpresa que se llevaría Elizabeth Bennet, cuya amistad valoraba más
que la de cualquier otra persona. Elizabeth se quedaría boquiabierta y
probablemente no lo aprobaría; y, aunque la decisión ya estaba tomada, la
desaprobación de Elizabeth le iba a doler mucho.
Al día siguiente tenía que marcharse, pero como había de ponerse de camino
demasiado temprano para poder ver a algún miembro de la familia, la
ceremonia de la despedida tuvo lugar en el momento en que las señoras
fueron a acostarse. La señora Bennet, con gran cortesía y cordialidad, le dijo
que se alegraría mucho de verle en Longbourn de nuevo cuando sus demás
compromisos le permitieran visitarles.
––Pero, ¿no hay peligro de que lady Catherine lo desapruebe esta vez? Vale
más que sea negligente con sus parientes que corra el riesgo de ofender a su
patrona.
––Querido señor ––respondió Collins––, le quedo muy reconocido por esta
amistosa advertencia, y puede usted contar con que no daré un solo paso que
no esté autorizado por Su Señoría.
Charlotte había contado la historia con mucha serenidad, pero ahora se sentía
momentáneamente confusa por haber recibido un reproche tan directo;
aunque era lo que se había esperado. Pero se recuperó pronto y dijo con
calma:
––¡De qué te sorprendes, Elizabeth? ¿Te parece increíble que el señor Collins
haya sido capaz de procurar la estimación de una mujer por el hecho de no
haber sido afortunado contigo?
55
––Es indudable.
CAPÍTULO XXIII
––¡Santo Dios! ¿Qué está usted diciendo, sir William? ¿No sabe que el señor
Collins quiere casarse con Elizabeth?
56
El estado de ánimo del señor Bennet ante la noticia era más tranquilo; es más,
hasta se alegró, porque de este modo podía comprobar, según dijo, que
Charlotte Lucas, a quien nunca tuvo por muy lista, era tan tonta como su
mujer, y mucho más que su hija.
Jane confesó que se había llevado una sorpresa; pero habló menos de su
asombro que de sus sinceros deseos de que ambos fuesen felices, ni siquiera
Elizabeth logró hacerle ver que semejante felicidad era improbable. Catherine
y Lydia estaban muy lejos de envidiar a la señorita Lucas, pues Collins no era
más que un clérigo y el suceso no tenía para ellas más interés que el de poder
difundirlo por Meryton.
Entre Elizabeth y Charlotte había una barrera que les hacía guardar silencio
sobre el tema, y Elizabeth tenía la impresión de que ya no volvería a existir
verdadera confianza entre ellas. La decepción que se había llevado de
Charlotte le hizo volverse hacia su hermana con más cariño y admiración que
nunca, su rectitud y su delicadeza le garantizaban que su opinión sobre ella
nunca cambiaría, y cuya felicidad cada día la tenía más preocupada, pues
hacía ya una semana que Bingley se había marchado y nada se sabía de su
regreso.
Jane contestó en seguida la carta de Caroline Bingley, y calculaba los días
que podía tardar en recibir la respuesta. La prometida carta de Collins llegó el
martes, dirigida al padre y escrita con toda la solemnidad de agradecimiento
que sólo un año de vivir con la familia podía haber justificado. Después de
disculparse al principio, procedía a informarle, con mucha grandilocuencia,
de su felicidad por haber obtenido el afecto de su encantadora vecina la
señorita Lucas, y expresaba luego que sólo con la intención de gozar de su
compañía se había sentido tan dispuesto a acceder a sus amables deseos de
volverse a ver en Longbourn, adonde esperaba regresar del lunes en quince
días; pues lady Catherine, agregaba, aprobaba tan cordialmente su boda, que
deseaba se celebrase cuanto antes, cosa que confiaba sería un argumento
irrebatible para que su querida Charlotte fijase el día en que habría de hacerle
el más feliz de los hombres.
Ni Jane ni Elizabeth estaban tranquilas con este tema. Los días pasaban sin
que tuviese más noticia que la que pronto se extendió por Meryton: que los
Bingley no volverían en todo el invierno. La señora Bennet estaba indignada
y no cesaba de desmentirlo, asegurando que era la falsedad más atroz que oír
se puede.
En cuanto a Jane, la ansiedad que esta duda le causaba era, como es natural,
más penosa que la de Elizabeth; pero sintiese lo que sintiese, quería
disimularlo, y por esto entre ella y su hermana nunca se aludía a aquel asunto.
A su madre, sin embargo, no la contenía igual delicadeza y no pasaba una
hora sin que hablase de Bingley, expresando su impaciencia por su llegada o
pretendiendo que Jane confesase que, si no volvía, la habrían tratado de la
manera más indecorosa. Se necesitaba toda la suavidad de Jane para aguantar
estos ataques con tolerable tranquilidad.
57
tiempo. La mayor parte del día se lo pasaba en casa de los Lucas, y a veces
volvía a Longbourn sólo con el tiempo justo de excusar su ausencia antes de
que la familia se acostase.
La señora Bennet se encontraba realmente en un estado lamentable. La sola
mención de algo concerniente a la boda le producía un ataque de mal humor,
y dondequiera que fuese podía tener por seguro que oiría hablar de dicho
acontecimiento. El ver a la señorita Lucas la descomponía. La miraba con
horror y celos al imaginarla su sucesora en aquella casa. Siempre que
Charlotte venía a verlos, la señora Bennet llegaba a la conclusión de que
estaba anticipando la hora de la toma de posesión, y todas las veces que le
comentaba algo en voz baja a Collins, estaba convencida de que hablaban de
la herencia de Longbourn y planeaban echarla a ella y a sus hijas en cuanto el
señor Bennet pasase a mejor vida. Se quejaba de ello amargamente a su
marido.
––La verdad, señor Bennet ––le decía––, es muy duro pensar que Charlotte
Lucas será un día la dueña de esta casa, y que yo me veré obligada a cederle
el sitio y a vivir viéndola en mi lugar.
No era muy consolador, que digamos, para la señora Bennet; sin embargó, en
vez de contestar, continuó:
––No puedo soportar el pensar que lleguen a ser dueños de toda esta
propiedad. Si no fuera por el legado, me traería sin cuidado.
––Nunca podré dar gracias por nada que se refiera al legado. No entenderé
jamás que alguien pueda tener la conciencia tranquila desheredando a sus
propias hijas. Y para colmo, ¡que el heredero tenga que ser el señor Collins!
¿Por qué él, y no cualquier otro?
––Lo dejo a tu propia consideración.
CAPÍTULO XXIV
La carta de la señorita Bingley llegó, y puso fin a todas las dudas. La primera
frase ya comunicaba que todos se habían establecido en Londres para pasar el
invierno, y al final expresaba el pesar del hermano por no haber tenido
tiempo, antes de abandonar el campo, de pasar a presentar sus respetos a sus
amigos de Hertfordshire.
58
Un día o dos transcurrieron antes de que Jane tuviese el valor de confesar sus
sentimientos a su hermana; pero, al fin, en un momento en que la señora
Bennet las dejó solas después de haberse irritado más que de costumbre con
el tema de Netherfield y su dueño, la joven no lo pudo resistir y exclamó:
––Hablas de los dos con demasiada dureza ––repuso Jane––, y espero que lo
admitirás cuando veas que son felices juntos. Pero dejemos esto. Hiciste
alusión a otra cosa. Mencionaste dos ejemplos. Ya sé de qué se trata, pero te
ruego, querida Lizzy, que no me hagas sufrir culpando a esa persona y
diciendo que has perdido la buena opinión que tenías de él. No debemos estar
tan predispuestos a imaginarnos que Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
59
––No lo puedo creer. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo pueden desear su
felicidad; y si él me quiere a mí, ninguna otra mujer podrá proporcionársela.
––O sea que desean que elija a la señorita Darcy ––replicó Jane––; pero quizá
les muevan mejores intenciones de las que crees. La han tratado mucho más
que a mí, es lógico que la quieran más. Pero cualesquiera que sean sus
deseos, es muy poco probable que se hayan opuesto a los de su hermano.
¿Qué hermana se creería con derecho a hacerlo, a no ser que hubiese algo
muy grave que objetar? Si hubiesen visto que se interesaba mucho por mí, no
habrían procurado separarnos; y si él estuviese efectivamente tan interesado,
todos sus esfuerzos serían inútiles. Al suponer que me quiere, sólo consigues
atribuir un mal comportamiento y una actitud errónea a todo el mundo y
hacerme a mí sufrir más todavía. No me avergüenzo de haberme equivocado
y si me avergonzara, mi sufrimiento no sería nada en comparación con el
dolor que me causaría pensar mal de Bingley o de sus hermanas. Déjame
interpretarlo del mejor modo posible, del modo que lo haga más explicable.
60
La compañía de Wickham era de gran utilidad para disipar la tristeza que los
últimos y desdichados sucesos habían producido a varios miembros de la
familia de Longbourn. Le veían a menudo, y a sus otras virtudes unió en
aquella ocasión la de una franqueza absoluta. Todo lo que Elizabeth había
oído, sus quejas contra Darcy y los agravios que le había inferido, pasaron a
ser del dominio público; todo el mundo se complacía en recordar lo
antipático que siempre había sido Darcy, aun antes de saber nada de todo
aquello.
Jane era la única capaz de suponer que hubiese en este caso alguna
circunstancia atenuante desconocida por los vecinos de Hertfordshire. Su
dulce e invariable candor reclamaba indulgencia constantemente y proponía
la posibilidad de una equivocación; pero todo el mundo tenía a Darcy por el
peor de los hombres.
CAPÍTULO XXV
––No culpo a Jane continuó––, porque se habría casado con el señor Bingley,
si hubiese podido; pero Elizabeth... ¡Ah, hermana mía!, es muy duro pensar
que a estas horas podría ser la mujer de Collins si no hubiese sido por su
testarudez. Le hizo una proposición de matrimonio en esta misma habitación
y lo rechazó. A consecuencia de ello lady Lucas tendrá una hija casada antes
que yo, y la herencia de Longbourn pasará a sus manos. Los Lucas son muy
astutos, siempre se aprovechan de lo que pueden.
Siento tener que hablar de ellos de esta forma pero es la verdad. Me pone
muy nerviosa y enferma que mi propia familia me contraríe de este modo, y
tener vecinos que no piensan más que en sí mismos. Menos mal que tenerte a
ti aquí en estos precisos momentos, me consuela enormemente; me encanta lo
que nos cuentas de las mangas largas.
Cuando estuvo a solas luego con Elizabeth, volvió a hablar del asunto:
––Parece ser que habría sido un buen partido para Jane ––dijo––. Siento que
se haya estropeado.
¡Pero estas cosas ocurren tan a menudo! Un joven como Bingley, tal y como
tú me lo describes, se enamora con facilidad de una chica bonita por unas
cuantas semanas y, si por casualidad se separan, la olvida con la misma
facilidad. Esas inconstancias son muy frecuentes.
––Si hubiera sido así, sería un gran consuelo ––dijo Elizabeth––, pero lo
nuestro es diferente. Lo que nos ha pasado no ha sido casualidad. No es tan
frecuente que unos amigos se interpongan y convenzan Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
61
¿Puede haber síntomas más claros? ¿No es la descortesía con todos los
demás, la esencia misma del amor?
––De esa clase de amor que me figuro que sentía Bingley, sí. ¡Pobre Jane! Lo
siento por ella, pues dado su modo de ser, no olvidará tan fácilmente. Habría
sido mejor que te hubiese ocurrido a ti, Lizzy; tú te habrías resignado más
pronto. Pero, ¿crees que podremos convencerla de que venga con nosotros a
Londres? Le conviene un cambio de aires, y puede que descansar un poco de
su casa le vendría mejor que ninguna otra cosa.
serían suficientes para limpiarle de todas sus impurezas, si es que alguna vez
se dignase entrar en esa calle.
Y puedes tener por seguro que Bingley no daría un paso sin él.
––Mucho mejor. Espero que no se vean nunca. Pero, ¿no se escribe Jane con
la hermana?
Pero, a pesar de que Elizabeth estuviese tan segura sobre este punto, y, lo que
era aún más interesante, a pesar de que a Bingley le impidiesen ver a Jane, la
señora Gardiner se convenció, después de examinarlo bien, de que había
todavía una esperanza. Era posible, y a veces creía que hasta provechoso, que
el cariño de Bingley se reanimase y luchara contra la influencia de sus
amigos bajo la influencia más natural de los encantos de Jane.
Jane aceptó gustosa la invitación de su tía, sin pensar en los Bingley, aunque
esperaba que, como Caroline no vivía en la misma casa que su hermano,
podría pasar alguna mañana con ella sin el peligro de encontrarse con él.
Los Gardiner estuvieron en Longbourn una semana; y entre los Philips, los
Lucas y los oficiales, no hubo un día sin que tuviesen un compromiso. La
señora Bennet se había cuidado tanto de prepararlo todo para que su hermano
y su cuñada lo pasaran bien, que ni una sola vez pudieron disfrutar de una
comida familiar. Cuando el convite era en casa, siempre concurrían algunos
oficiales entre los que Wickham no podía faltar. En estas ocasiones, la señora
Gardiner, que sentía curiosidad por los muchos elogios que Elizabeth le
tributaba, los observó a los dos minuciosamente. Dándose cuenta, por lo que
veía, de que no estaban seriamente enamorados; su recíproca preferencia era
demasiado evidente. No se quedó muy tranquila, de modo que antes de irse
de Hertfordshire decidió hablar con Elizabeth del asunto advirtiéndole de su
imprudencia por alentar aquella relación.
62
––Eres una chica demasiado sensata, Lizzy, para enamorarte sólo porque se
te haya advertido que no lo hicieses; y por eso, me atrevo a hablarte
abiertamente. En serio, ten cuidado. No te comprometas, ni dejes que él se
vea envuelto en un cariño que la falta de fortuna puede convertir en una
imprudencia. Nada tengo que decir contra él; es un muchacho muy
interesante, y si tuviera la posición que debería tener, me parecería
inmejorable. Pero tal y como están las cosas, no puedes cegarte. Tienes
mucho sentido, y todos esperamos que lo uses. Tu padre confía en tu firmeza
y en tu buena conducta. No vayas a defraudarle.
––Tal vez lo conseguirías, si procuras que no venga aquí tan a menudo. Por
lo menos, no deberías recordar a tu madre que lo invite.
63
––Las tendrás.
––Y quiero pedirte otro favor. ¿Vendrás a verme?
«Mi tía ––continuó–– irá mañana a esa parte de la ciudad y tendré ocasión de
hacer una visita a Caroline en la calle Grosvenor.»
Elizabeth movió la cabeza al leer la carta. Vio claramente que sólo por
casualidad podría Bingley descubrir que Jane estaba en Londres.
Pasaron cuatro semanas sin que Jane supiese nada de él. Trató de
convencerse a sí misma de que no lo lamentaba; pero de lo que no podía estar
ciega más tiempo, era del desinterés de la señorita Bingley.
64
todos modos, aunque los hechos te hayan dado la razón, no me creas
obstinada si aún afirmo que, dado su comportamiento conmigo, mi confianza
era tan natural como tus recelos. A pesar de todo, no puedo comprender por
qué motivo quiso ser amiga mía; pero si las cosas se volviesen a repetir, no
me cabe la menor duda de que me engañaría de nuevo. Caroline no me
devolvió la visita hasta ayer, y entretanto no recibí ni una nota ni una línea
suya. Cuando vino se vio bien claro que era contra su voluntad; me dio una
ligera disculpa, meramente formal, por no haber venido antes; no dijo palabra
de cuándo volveríamos a vernos y estaba tan alterada que, cuando se fue,
decidí firmemente poner fin a nuestras relaciones. Me da pena, aunque no
puedo evitar echarle la culpa a ella. Hizo mal en elegirme a mí como amiga.
Pero puedo decir con seguridad que fue ella quien dio el primer paso para
intimar conmigo. De cualquier modo, la compadezco porque debe de
comprender que se ha portado muy mal, y porque estoy segura de que la
preocupación por su hermano fue la causa de todo. Y aunque nos consta que
esa preocupación es innecesaria, el hecho de sentirla justifica su actitud para
conmigo, y como él merece cumplidamente que su hermana le adore, toda la
inquietud que le inspire es natural y apreciable. Pero no puedo menos que
preguntarme por qué sigue teniendo esos temores, pues si él se hubiese
interesado por mí, nos hubiésemos visto hace ya mucho tiempo. El sabe que
estoy en la ciudad; lo deduzco por algo que ella misma dijo; y todavía
parecía, por su modo de hablar, que necesitaba convencerse a sí misma de
que Bingley está realmente interesado por la señorita Darcy. No lo entiendo.
Si no temiera juzgar con dureza, casi diría que en todo esto hay más vueltas
de lo que parece. Pero procuraré ahuyentar todos estos penosos
pensamientos, y pensaré sólo en lo que me hace ser feliz: tu cariño y la
inalterable bondad de nuestros queridos tíos.
Jane.»
«Estoy convencida, querida tía, de que nunca he estado muy enamorada, pues
si realmente hubiese sentido esa pasión pura y elevada del amor, detestaría
hasta su nombre y le desearía los mayores males. Pero no sólo sigo
apreciándolo a él, sino que no siento ninguna aversión por la señorita King.
No la odio, no quiero creer que es una mala chica. Esto no puede ser amor.
Mis precauciones han sido eficaces; y aunque mis amistades se preocuparían
mucho más por mí, si yo estuviese locamente enamorada de él, no puedo
decir que lamente mi relativa insignificancia. La importancia se paga a veces
demasiado cara. Kitty y Lydia se toman más a pecho que yo la traición de
Wickham. Son jóvenes aún para ver la realidad del mundo y adquirir la
humillante convicción de que los hombres guapos deben tener algo de qué
vivir, al igual que los feos.»
65
CAPÍTULO XXVII
Pero todo fue sobre ruedas y el viaje se llevó a efecto según las previsiones
de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para
colmo, decidieron pasar una noche en Londres; el plan quedó tan perfecto
que ya no se podía pedir más.
Lo único que le daba pena a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía
que la iba a echar de menos, y cuando llegó el momento de la partida se
entristeció tanto que le encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió
contestar a su carta.
La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy cordial, aún más por parte
de Wickham.
Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más indicados para que
Elizabeth se acordase de Wickham con menos agrado. Sir William y su hija
María, una muchacha alegre pero de cabeza tan hueca como la de su padre,
no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de modo que oírles a ellos era
para Elizabeth lo mismo que oír el traqueteo del carruaje. A Elizabeth le
divertían los despropósitos, pero hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir
William y no podía decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su
presentación en la corte y de su título de «Sir>, y sus cortesías eran tan
rancias como sus noticias.
66
––Dime nada más qué clase de persona es la señorita King, y podré formar
juicio.
––Creo que es una buena chica. No he oído decir nada malo de ella.
––Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan poco tiempo
después de ese suceso.
––Un hombre que está en mala situación, no tiene tiempo, como otros, para
observar esas elegantes delicadezas. Además, si ella no se lo reprocha, ¿por
qué hemos de reprochárselo nosotros?
––El que a ella no le importe no justifica a Wickham. Sólo demuestra que esa
señorita carece de sentido o de sensibilidad.
––No, Elizabeth, eso es lo que no quiero. Ya sabes que me dolería pensar mal
de un joven que vivió tanto tiempo en Derbyshire.
––¡Ah!, pues si es por esto, yo tengo muy mal concepto de los jóvenes que
viven en Derbyshire, cuyos íntimos amigos, que viven en Hertfordshire, no
son mucho mejores. Estoy harta de todos ellos.
sumamente agradecida.
Se asocian con los «Poetas de los Lagos»
CAPÍTULO XXVIII
Al día siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta
a pasarlo bien y muy animada, pues había encontrado a su hermana con muy
buen aspecto y todos los temores que su salud le inspiraba se hablan
desvanecido. Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella
una constante fuente de dicha.
67
Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de Hunsford, los ojos
de todos buscaban la casa del párroco y a cada revuelta creían que iban a
divisarla. A un lado del sendero corría la empalizada de la finca de Rosings.
Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído decir de sus
habitantes.
Cuando Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer,
lo que sucedía no pocas veces, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos
hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta se sonrojaba
ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía como que no le oía. Después
de estar sentados durante un rato, el suficiente para admirar todos y cada uno
de los muebles, desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar el
viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les invitó a dar
un paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de cuyo cuidado se
encargaba él personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más
respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte
hablaba de lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo
animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de todas
las sendas y recovecos y sin dejarles apenas tiempo de expresar las alabanzas
que les exigía, les fue señalando todas las vistas con una minuciosidad que
estaba muy por encima de su belleza. Enumeraba los campos que se
divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles había en cada uno.
Pero de todas las vistas de las que su jardín, o la campiña, o todo el reino
podía enardecerse, no había otra que pudiese compararse a la de Rosings, que
se descubría a través de un claro de los árboles que limitaban la finca en la
parte opuesta a la fachada de su casa. La mansión era bonita, moderna y
estaba muy bien situada, en una elevación del terreno.
Desde el jardín, Collins hubiese querido llevarles a recorrer sus dos praderas,
pero las señoras no iban calzadas a propósito para andar por la hierba aún
helada y desistieron. Sir William fue el único que le acompañó. Charlotte
volvió a la casa con su hermana y Elizabeth, sumamente contenta
probablemente por poder mostrársela sin la ayuda de su marido. Era pequeña
pero bien distribuida, todo estaba arreglado con orden y limpieza, mérito que
Elizabeth atribuyó a Charlotte. Cuando se podía olvidar a Collins, se
respiraba un aire más agradable en la casa; y por la evidente satisfacción de
su amiga, Elizabeth pensó que debería olvidarlo más a menudo.
Al día siguiente, a eso de las doce, estaba en su cuarto preparándose para salir
a dar un paseo, cuando oyó abajo un repentino ruido que pareció que
sembraba la confusión en toda la casa. Escuchó un momento y advirtió que
alguien subía la escalera apresuradamente y la llamaba a voces. Abrió la
puerta y en el corredor se encontró con María agitadísima y sin aliento, que
exclamó:
––¿Y eso es todo? ––exclamó Elizabeth––. ¡Esperaba por lo menos que los
puercos hubiesen invadido el jardín, y no veo más que a lady Catherine y a su
hija!
––Es una grosería tener a Charlotte en la puerta con el viento que hace. ¿Por
qué no entra esa señorita?
––Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería el mayor de los favores que la
señorita de Bourgh entrase en la casa.
Collins y su esposa conversaban con las dos señoras en la verja del jardín, y
Elizabeth se divertía de lo lindo viendo a sir William en la puerta de entrada,
sumido en la contemplación de la grandeza que tenía ante sí y haciendo una
reverencia cada vez que la señorita de Bourgh dirigía la mirada hacia donde
él estaba.
CAPÍTULO XXIX
¿quién habría podido imaginarse una atención como ésta? ¿Quién podría
haber imaginado que recibiríamos una invitación para cenar; invitación,
además, extensiva a todos los de la casa, tan poquísimo tiempo después de
que llegasen ustedes?
69
Collins les fue instruyendo cuidadosamente de lo que iban a tener ante sus
ojos, para que la vista de aquellas estancias, de tantos criados y de tan
espléndida comida, no les dejase boquiabiertos.
––No se preocupe por su atavío, querida prima. Lady Catherine está lejos de
exigir de nosotros la elegancia en el vestir que a ella y a su hija corresponde.
Sólo querría advertirle que se ponga el mejor traje que tenga; no hay ocasión
para más. Lady Catherine no pensará mal de usted por el hecho de que vaya
vestida con sencillez. Le gusta que se le reserve la distinción debida a su
rango.
Mientras se vestían, Collins fue dos o tres veces a llamar a las distintas
puertas, para recomendarles que se dieran prisa, pues a lady Catherine le
incomodaba mucho tener que esperar para comer. Tan formidables informes
sobre Su Señoría y su manera de vivir habían intimidado a María Lucas, poco
acostumbrada a la vida social, que aguardaba su entrada en Rosings con la
misma aprensión que su padre había experimentado al ser presentado en St.
James.
como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que
haría las presentaciones, éstas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas
ni las manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias.
A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan apabullado
ante la grandeza que le rodeaba, que apenas si tuvo ánimos para hacer una
profunda reverencia, y se sentó sin decir una palabra. Su hija, asustada y
como fuera de sí, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para
dónde mirar.
Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con calma a las tres damas
que tenía delante. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de
rasgos sumamente pronunciados que debieron de haber sido hermosos en su
juventud. Tenía aires de suficiencia y su manera de recibirles no era la más
apropiada para hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba
callada no tenía nada de terrible; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan
autoritario que su importancia resultaba avasalladora. Elizabeth se acordó de
Wickham, y sus observaciones durante la velada le hicieron comprobar que
lady Catherine era exactamente tal como él la había descrito.
Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las ventanas
para que admirasen el en este caso se refiere a una pequeña
chimenea.
70
La cena fue excelente y salieron a relucir en ella todos los criados y la vajilla
de plata que Collins les había prometido; y tal como les había pronosticado,
tomó asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su Señoría, con lo cual
parecía que para él la vida ya no tenía nada más importante que ofrecerle.
Trinchaba, comía y lo alababa todo con deleite y alacridad. Cada plato era
ponderado primero por él y luego por sir William, que se hallaba ya lo
suficientemente recobrado como para hacerse eco de todo lo que decía su
yerno, de tal modo, que Elizabeth no comprendía cómo lady Catherine podía
soportarlos. Pero lady Catherine parecía complacida con tan excesiva
admiración, y sonreía afable especialmente cuando algún plato resultaba una
novedad para ellos. Los demás casi no decían nada. Elizabeth estaba
dispuesta a hablar en cuanto le dieran oportunidad; pero estaba sentada entre
Charlotte y la señorita de Bourgh, y la primera se dedicaba a escuchar a lady
Catherine, mientras que la segunda no abrió la boca en toda la comida. La
principal ocupación de la señorita Jenkinson era vigilar lo poco que comía la
señorita de Bourgh, pidiéndole insistentemente que tomase algún otro plato,
temiendo todo el tiempo que estuviese indispuesta. María creyó conveniente
no hablar y los caballeros no hacían más que comer y alabar.
Cuando las señoras volvieron al salón, no tuvieron otra cosa que hacer que
oír hablar a lady Comment: ...cuando las señoras
Catherine, cosa que hizo sin interrupción hasta que sirvieron el café,
exponiendo su opinión sobre toda volvieron al salón...: Era una costumbre
dándole multitud de consejos; le dijo que todo debía estar muy bien
organizado en una familia tan reducida durante un rato bebiendo algo más.
Más
––Un poco.
––¿Y por qué no todas? Todas debieron aprender. Las señoritas Webb tocan
todas y sus padres no son tan ricos como los suyos. ¿Dibuja usted?
––No, nada.
––Ninguna.
––Es muy raro. Supongo que no habrán tenido oportunidad. Su madre debió
haberlas llevado a la ciudad todas las primaveras para poder tener buenos
maestros.
Elizabeth casi no pudo reprimir una sonrisa al asegurarle que no había sido
así.
71
––Entonces, ¿quién las educó? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz deben de
haber estado desatendidas.
––En comparación con algunas familias, no digo que no; pero a las que
queríamos aprender, nunca nos faltaron los medios. Siempre fuimos
impulsadas a la lectura, y teníamos todos los maestros que fueran necesarios.
Verdad es que las que preferían estar ociosas, podían estarlo.
Señora Collins, ¿le dije a usted que ayer estuvo aquí lady Metcalfe para
darme las gracias? Asegura que la señorita Pope es un tesoro. «Lady
Catherine ––me dijo––, me ha dado usted un tesoro.» ¿Ha sido ya presentada
en sociedad alguna de sus hermanas menores, señorita Bennet?
––Sí; la menor no tiene aún dieciséis años. Quizá es demasiado joven para
haber sido presentada en sociedad. Pero en realidad, señora, creo que sería
muy injusto que las hermanas menores no pudieran disfrutar de la sociedad y
de sus amenidades, por el hecho de que las mayores no tuviesen medios o
ganas de casarse pronto. La última de las hijas tiene tanto derecho a los
placeres de la juventud como la primera.
Demorarlos por ese motivo creo que no sería lo más adecuado para fomentar
el cariño fraternal y la delicadeza de pensamiento.
––¡Caramba! ––dijo Su Señoría––. Para ser usted tan joven da sus opiniones
de modo muy resuelto. Dígame, ¿qué edad tiene?
––No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita
ocultar su edad.
Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a jugar una
partida de cuatrillo, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar al casino,
Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a
completar su mesa, que fue aburrida en grado superlativo. Apenas se
pronunció una sílaba que no se refiriese al juego, excepto cuando la señora
Jenkinson expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese
demasiado calor o demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra
mesa era mucho más animada. Lady Catherine casi no paraba de hablar
poniendo de relieve las equivocaciones de sus compañeros de juego o
relatando alguna anécdota de sí misma. Collins no hacía más que afirmar
todo lo que decía Su Señoría, dándole las gracias cada vez que ganaba y
disculpándose cuando creía que su ganancia era excesiva. Sir William no
decía mucho. Se dedicaba a recopilar en su memoria todas aquellas anécdotas
y tantos nombres ilustres.
72
CAPÍTULO XXX
Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente
para convencerse de que su hija estaba muy bien situada y de que un marido
así y una vecindad como aquélla no se encontraban a menudo. Mientras
estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para
mostrarle la Comment: Calesín: Coche de dos
Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el
que le daba cuenta de los coches que pasaban y en especial de la frecuencia
con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón, cosa que jamás dejaba de
comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse
en la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil
convencerla de que bajase del carruaje.
Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer
creía a menudo un deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que
podía haber otras familias dispuestas a hacer lo mismo, no comprendió el
sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el
transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido.
En efecto, se fijaba en lo que hacían, miraba sus labores y les aconsejaba
hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de los muebles
o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que
no lo hacía más que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado
grandes para ellos.
Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba
encomendada a aquella gran señora, era una activa magistrada en su propia
parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y siempre que alguno de
los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady
Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y
reprenderlos, restableciendo la armonía o procurando la abundancia.
73
El coronel Fitzwilliam iba delante; tendría unos treinta años, no era guapo,
pero en su trato y su persona se distinguía al caballero. Darcy estaba igual
que en Hertfordshire; cumplimentó a la señora Collins con su habitual
reserva, y cualesquiera que fuesen sus sentimientos con respecto a Elizabeth,
la saludó con aparente impasibilidad. Elizabeth se limitó a inclinarse sin decir
palabra. El coronel Fitzwilliam tomó parte en la conversación con la soltura y
la facilidad de un hombre bien educado, era muy ameno; pero su primo,
después de hacer unas ligeras observaciones a la señora Collins sobre el
jardín y la casa, se quedó sentado durante largo tiempo sin hablar con nadie.
Por fin, sin embargo, su cortesía llegó hasta preguntar a Elizabeth cómo
estaba su familia. Ella le contestó en los términos normales, y después de un
momento de silencio, añadió:
––Mi hermana mayor ha pasado estos tres meses en Londres. ¿No la habrá
visto, por casualidad?
Sabía de sobra que no la había visto, pero quería ver si le traicionaba algún
gesto y se le notaba que era consciente de lo que había ocurrido entre los
Bingley y Jane; y le pareció que estaba un poco cortado cuando respondió
que nunca había tenido la suerte de encontrar a la señorita Bennet. No se
habló más del asunto, y poco después los caballeros se fueron.
CAPÍTULO XXXI
El coronel Fitzwilliam fue muy elogiado y todas las señoras consideraron que
su presencia sería un encanto más de las reuniones de Rosings. Pero pasaron
unos días sin recibir invitación alguna, como si, al haber huéspedes en la
casa, los Collins no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una
semana después de la llegada de los dos caballeros, no fueron honrados con
dicha atención y aun, al salir de la iglesia, se les advirtió que no fueran hasta
última hora de la tarde.
Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Catherine y a su hija. El
coronel Fitzwilliam visitó más de una vez la casa de los Collins, pero a Darcy
sólo le vieron en la iglesia.
74
––¡De música! Pues hágame el favor de hablar en voz alta. De todos los
temas de conversación es el que más me agrada. Tengo que tomar parte en la
conversación si están ustedes hablando de música. Creo que hay pocas
personas en Inglaterra más aficionadas a la música que yo o que posean
mejor gusto natural.
––Me alegro mucho de que me des tan buenas noticias ––dijo lady
Catherine––, y te ruego que le digas de mi parte que si no practica mucho, no
mejorará nada.
––Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré
que no lo descuide.
Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada
sin una práctica constante.
––Se lo diré, pero prepárese a oír algo muy espantoso. Ha de saber que la
primera vez que le vi fue en un baile, y en ese baile, ¿qué cree usted que
hizo? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los caballeros,
y más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no
puede negarlo.
75
––Tiene usted toda la razón. Ha empleado el tiempo mucho mejor. Nadie que
tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros
toca ante desconocidos.
CAPÍTULO XXXII
––Perfectamente. Gracias.
Elizabeth advirtió que no iba a contestarle nada más y, tras un breve silencio,
añadió:
––Nunca le he oído decir tal cosa; pero es probable que no pase mucho
tiempo allí en el futuro.
Tiene muchos amigos y está en una época de la vida en que los amigos y los
compromisos aumentan continuamente.
––Si tiene la intención de estar poco tiempo en Netherfield, sería mejor para
la vecindad que lo dejase completamente, y así posiblemente podría instalarse
otra familia allí. Pero quizá el señor Bingley no haya tomado la casa tanto por
la conveniencia de la vecindad como por la suya propia, y es de esperar que
la conserve o la deje en virtud de ese mismo principio.
––Esta casa parece muy confortable. Creo que lady Catherine la arregló
mucho cuando el señor Collins vino a Hunsford por primera vez.
––Así parece, y estoy segura de que no podía haber dado una prueba mejor de
su bondad.
––El señor Collins parece haber sido muy afortunado con la elección de su
esposa.
––Así es. Sus amigos pueden alegrarse de que haya dado con una de las
pocas mujeres inteligentes que le habrían aceptado o que le habrían hecho
feliz después de aceptarle. Mi amiga es muy sensata, aunque su casamiento
con Collins me parezca a mí el menos cuerdo de sus actos. Sin embargo,
parece completamente feliz: desde un punto de vista prudente, éste era un
buen partido para ella.
––Tiene que ser muy agradable para la señora Collins vivir a tan poca
distancia de su familia y amigos.
––¿Y qué son cincuenta millas de buen camino? Poco más de media jornada
de viaje. Sí, yo a eso lo llamo una distancia corta.
––Nunca habría considerado que la distancia fuese una de las ventajas del
partido exclamó Elizabeth , y jamás se me habría ocurrido que la señora
Collins viviese cerca de su familia.
––Eso demuestra el apego que le tiene usted a Hertfordshire. Todo lo que esté
más allá de Longbourn debe parecerle ya lejos.
––No quiero decir que una mujer no pueda vivir lejos de su familia. Lejos y
cerca son cosas relativas y dependen de muy distintas circunstancias. Si se
tiene fortuna para no dar importancia a los gastos de los viajes, la distancia es
lo de menos. Pero éste no es el caso. Los señores Collins no viven con
estrecheces, pero no son tan ricos como para permitirse viajar con frecuencia;
estoy segura de que mi amiga no diría que vive cerca de su familia más que si
estuviera a la mitad de esta distancia.
77
El tête–à–tête las dejó pasmadas. Darcy les explicó la equivocación que había
ocasionado su visita a la Comment: Tête–à–tête En francés en el
casa; permaneció sentado unos minutos más, sin hablar mucho con nadie, y
luego se marchó.
Pero cuando Elizabeth contó lo callado que había estado, no pareció muy
probable, a pesar de los buenos deseos de Charlotte; y después de varias
conjeturas se limitaron a suponer que su visita había obedecido a la dificultad
de encontrar algo que hacer, cosa muy natural en aquella época del año.
Todos los deportes se habían terminado. En casa de lady Catherine había
libros y una mesa de billar, pero a los Comment: Todos los deportes se
caballeros les desesperaba estar siempre metidos en casa, y sea por lo cerca
que estaba la residencia de los habían terminado: Se refiere a los
Collins, sea por lo placentero del paseo, o sea por la gente que vivía allí, los
dos primos sentían la tentación deportes al aire libre. La caza era el más
importante en la época.
Pero comprender por qué Darcy venía tan a menudo a la casa, ya era más
difícil. No debía ser por buscar compañía, pues se estaba sentado diez
minutos sin abrir la boca, y cuando hablaba más bien parecía que lo hacía por
fuerza que por gusto, como si más que un placer fuese aquello un sacrificio.
Pocas veces estaba realmente animado. La señora Collins no sabía qué pensar
de él. Como el coronel Fitzwilliam se reía a veces de aquella estupidez de
Darcy, Charlotte entendía que éste no debía de estar siempre así, cosa que su
escaso conocimiento del caballero no le habría permitido adivinar; y como
deseaba creer que aquel cambio era obra del amor y el objeto de aquel amor
era Elizabeth, se empeñó en descubrirlo. Cuando estaban en Rosings y
siempre que Darcy venía a su casa, Charlotte le observaba atentamente, pero
no sacaba nada en limpio. Verdad es que miraba mucho a su amiga, pero la
expresión de tales miradas era equívoca. Era un modo de mirar fijo y
profundo, pero Charlotte dudaba a veces de que fuese entusiasta, y en
ocasiones parecía sencillamente que estaba distraído.
Dos o tres veces le dijo a Elizabeth que tal vez estaba enamorado de ella, pero
Elizabeth se echaba a reír, y la señora Collins creyó más prudente no insistir
en ello para evitar el peligro de engendrar esperanzas imposibles, pues no
dudaba que toda la manía que Elizabeth le tenía a Darcy se disiparía con la
creencia de que él la quería.
CAPÍTULO XXXIII
En sus paseos por la alameda dentro de la finca más de una vez se había
encontrado Elizabeth inesperadamente con Darcy. La primera vez no le hizo
ninguna gracia que la mala fortuna fuese a traerlo precisamente a él a un sitio
donde nadie más solía ir, y para que no volviese a repetirse se cuidó mucho
de indicarle que aquél era su lugar favorito. Por consiguiente, era raro que el
encuentro volviese a producirse, y, sin embargo, se produjo incluso una
tercera vez. Parecía que lo hacía con una maldad intencionada o por
penitencia, porque la cosa no se reducía a las preguntas de rigor o a una
simple y molesta detención; Darcy volvía atrás y paseaba con ella. Nunca
hablaba mucho ni la importunaba haciéndole hablar o escuchar Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
78
––Nunca supe hasta ahora que paseaba usted por este camino.
––Sí, si Darcy no vuelve a aplazar el viaje. Estoy a sus órdenes; él dispone las
cosas como le parece.
No conozco a nadie que parezca gozar más con el poder de hacer lo que
quiere que el señor Darcy.
––Yo creo que el hijo menor de un conde no lo pasa tan mal como usted dice.
Vamos a ver, sinceramente, ¿qué sabe usted de renunciamientos y de
dependencias? ¿Cuándo se ha visto privado, por falta de dinero, de ir a donde
quería o de conseguir algo que se le antojara?
––Ésas son cosas sin importancia, y acaso pueda reconocer que no he sufrido
muchas privaciones de esa naturaleza. Pero en cuestiones de mayor
trascendencia, estoy sujeto a la falta de dinero. Los hijos menores no pueden
casarse cuando les apetece.
––A menos que les gusten las mujeres ricas, cosa que creo que sucede a
menudo.
––Me imagino que su primo le trajo con él sobre todo para tener alguien a su
disposición. Me extraña que no se case, pues así tendría a una persona sujeta
constantemente. Aunque puede que su hermana le baste para eso, de
momento, pues como está a su exclusiva custodia debe de poder mandarla a
su gusto.
79
––No se asuste. Nunca he oído decir de ella nada malo y casi aseguraría que
es una de las mejores criaturas del mundo. Es el ojo derecho de ciertas
señoras que conozco: la señora Hurst y la señorita Bingley. Me parece que
me dijo usted que también las conocía.
Por algo que me contó cuando veníamos hacia aquí, presumo que Bingley le
debe mucho. Pero debo pedirle que me perdone, porque no tengo derecho a
suponer que Bingley fuese la persona a quien Darcy se refería. Son sólo
conjeturas.
––Es una cosa que Darcy no quisiera que se divulgase, pues si llegase a oídos
de la familia de la dama, resultaría muy desagradable.
No se preocupe, no lo divulgaré.
––Tenga usted en cuenta que carezco de pruebas para suponer que se trata de
Bingley. Lo que Darcy me dijo es que se alegraba de haber librado hace poco
a un amigo de cierto casamiento muy imprudente; pero no citó nombres ni
detalles, y yo sospeché que el amigo era Bingley sólo porque me parece un
joven muy a propósito para semejante caso, y porque sé que estuvieron juntos
todo el verano.
––¿Le dijo a usted el señor Darcy las razones que tuvo para inmiscuirse en el
asunto?
––¿Quiere decir que su intervención fue indiscreta? ––No veo qué derecho
puede tener el señor Darcy para decidir sobre una inclinación de su amigo y
por qué haya de ser él el que dirija y determine, a su juicio, de qué modo ha
de ser su amigo feliz. Pero ––continuó, reportándose––, no sabiendo detalles,
no está bien censurarle. Habrá que creer que el amor no tuvo mucho que ver
en este caso.
Esto último lo dijo en broma, pero a Elizabeth le pareció un retrato tan exacto
de Darcy que creyó inútil contestar. Cambió de conversación y se puso a
hablar de cosas intrascendentes hasta que llegaron a la casa. En cuanto el
coronel se fue, Elizabeth se encerró en su habitación y pensó sin interrupción
en todo lo que había oído. No cabía suponer que el coronel se refiriese a otras
personas que a Jane y a Bingley. No podían existir dos hombres sobre los
cuales ejerciese Darcy una influencia tan ilimitada. Nunca había dudado de
que Darcy había tenido que ver en las medidas tomadas para separar a
Bingley y a Jane; pero el plan y el principal papel siempre lo había atribuido
a la señorita Bingley. Sin embargo, si su propia vanidad no le ofuscaba, él era
el culpable; su orgullo y su capricho eran la causa de todo lo que Jane había
sufrido y Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
80
Nada había que objetar tampoco contra su padre que, en medio de sus
rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaría el propio Darcy y una
respetabilidad que acaso éste no alcanzase nunca.» Al acordarse de su madre,
su confianza cedió un poquito; pero tampoco admitió que Darcy pudiese
oponerle ninguna objeción de peso, pues su orgullo estaba segura de ello––
daba más importancia a la falta de categoría de los posibles parientes de su
amigo, que a su falta de sentido. En resumidas cuentas, había que pensar que
le había impulsado por una parte el más empedernido orgullo y por otra su
deseo de conservar a Bingley para su hermana.
CAPÍTULO XXXIV
No podía pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con
él; pero el coronel Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no
podía pensar en ella.
81
Darcy, que estaba apoyado en la repisa de la chimenea con los ojos clavados
en el rostro de Elizabeth, parecía recibir sus palabras con tanto resentimiento
como sorpresa. Su tez palideció de rabia y todas sus facciones mostraban la
turbación de su ánimo. Luchaba por guardar la compostura, y no abriría los
labios hasta que creyese haberlo conseguido. Este silencio fue terrible para
Elizabeth. Por fin, forzando la voz para aparentar calma, dijo:
––¿Y es ésta toda la respuesta que voy a tener el honor de esperar? Quizá
debiera preguntar por qué se me rechaza con tan escasa cortesía. Pero no
tiene la menor importancia.
––También podría yo replicó Elizabeth–– preguntar por qué con tan evidente
propósito de ofenderme y de insultarme me dice que le gusto en contra de su
voluntad, contra su buen juicio y hasta contra su modo de ser. ¿No es ésta una
excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad la he cometido? Pero,
además, he recibido otras provocaciones, lo sabe usted muy bien. Aunque
mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen
sido indiferentes o incluso favorables, ¿cree usted que habría algo que
pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, tal
vez para siempre, la felicidad de una hermana muy querida?
Al oír estas palabras, Darcy mudó de color; pero la conmoción fue pasajera y
siguió escuchando sin intención de interrumpirla.
––Yo tengo todas las razones del mundo para tener un mal concepto de usted
––continuó Elizabeth––. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin
proceder. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el único
culpable de la separación del señor Bingley y mi hermana, exponiendo al uno
a las censuras de la gente por caprichoso y voluble, y al otro a la burla por sus
fallidas esperanzas, sumiéndolos a los dos en la mayor desventura.
Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire
que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningún tipo de
remordimiento. Incluso la miraba con una sonrisa de petulante incredulidad.
––¿Puede negar que ha hecho esto? ––repitió ella.
––No he de negar que hice todo lo que estuvo en mi mano para separar a mi
amigo de su hermana, ni que me alegro del resultado. He sido más amable
con él que conmigo mismo.
––Se interesa usted muy vivamente por lo que afecta a ese caballero ––dijo
Darcy en un tono menos tranquilo y con el rostro enrojecido.
82
––¿Quién, que conozca las penas que ha pasado, puede evitar sentir interés
por él?
Usted le negó el porvenir que, como bien debe saber, estaba destinado para
él. En los mejores años de la vida le privó de una independencia a la que no
sólo tenía derecho sino que merecía. ¡Hizo todo esto! Y aún es capaz de
ridiculizar y burlarse de sus penas...
––¡Y ésa es –– gritó Darcy mientras se paseaba como una exhalación por el
cuarto –– la opinión que tiene usted de mí! ¡Ésta es la estimación en la que
me tiene! Le doy las gracias por habérmelo explicado tan abiertamente. Mis
faltas, según su cálculo, son verdaderamente enormes. Pero puede
La irritación de Elizabeth crecía a cada instante; aun así intentó con todas sus
fuerzas expresarse con mesura cuando dijo:
83
Siguió inmersa en sus agitados pensamientos, hasta que el ruido del carruaje
de lady Catherine le hizo darse cuenta de que no estaba en condiciones de
encontrarse con Charlotte, y subió corriendo a su cuarto.
CAPÍTULO XXXV
Después de pasear dos o tres veces a lo largo de aquella parte del camino, le
entró la tentación, en para pagar por el derecho de paso. El
Sin esperar ningún agrado, pero con gran curiosidad, Elizabeth abrió la carta,
y su asombro fue en aumento al ver que el sobre contenía dos pliegos
completamente escritos con una letra muy apretada.
«No se alarme, señorita, al recibir esta carta, ni crea que voy a repetir en ella
mis sentimientos o a renovar las proposiciones que tanto le molestaron
anoche. Escribo sin ninguna intención de afligirla ni de humillarme yo
insistiendo en unos deseos que, para la felicidad de ambos, no pueden
olvidarse tan fácilmente; el esfuerzo de redactar y de leer esta carta podía
haber sido evitado si mi modo de ser no me obligase a escribirla y a que usted
la lea. Por lo tanto, perdóneme que tome la libertad de solicitar su atención;
aunque ya sé que habrá de concedérmela de mala gana, se lo pido en justicia.
»No hacía mucho que estaba en Hertfordshire cuando observé, como todo el
mundo, que el señor Bingley distinguía a su hermana mayor mucho más que
a ninguna de las demás muchachas de la localidad; pero hasta la noche del
baile de Netherfield no vi que su cariño fuese formal. Varias veces le había
visto Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
84
Como sea que usted conoce mejor a su hermana, debe ser más probable lo
último; y si es así, si movido por aquel error la he hecho sufrir, su
resentimiento no es inmotivado. Pero no vacilo en afirmar que el aspecto y el
aire de su hermana podían haber dado al más sutil observador la seguridad de
que, a pesar de su carácter afectuoso, su corazón no parecía haber sido
afectado. Es cierto que yo deseaba creer en su indiferencia, pero le advierto
que normalmente mis estudios y mis conclusiones no se dejan influir por mis
esperanzas o temores. No la creía indiferente porque me convenía creerlo, lo
creía con absoluta imparcialidad. Mis objeciones a esa boda no eran
exactamente las que anoche reconocí que sólo podían ser superadas por la
fuerza de la pasión, como en mi propio caso; la desproporción de categoría
no sería tan grave en lo que atañe a mi amigo como en lo que a mí se refiere;
pero había otros obstáculos que, a pesar de existir tanto en el caso de mi
amigo como en el mío, habría tratado de olvidar puesto que no me afectaban
directamente.
Debo decir cuáles eran, aunque lo haré brevemente. La posición de la familia
de su madre, aunque cuestionable, no era nada comparado con la absoluta
inconveniencia mostrada tan a menudo, casi constantemente, por dicha
señora, por sus tres hermanas menores y, en ocasiones, incluso por su padre.
Sobre este asunto no tengo más que decir ni más disculpa que ofrecer. Si he
herido los sentimientos de su hermana, ha sido involuntariamente, y aunque
mis móviles puedan parecerle insuficientes, yo no los encuentro tan
condenables.
85
Todo parecía zanjado entre nosotros. Yo tenía muy mal concepto de él para
invitarle a Pemberley o admitir su compañía en la capital. Creo que vivió casi
siempre en Londres, pero sus estudios de Derecho no fueron más que un
pretexto y como no había nada que le sujetase, se entregó libremente al ocio y
a la disipación.
Estuve tres años sin saber casi nada de él, pero a la muerte del poseedor de la
rectoría que se le había destinado, me mandó una carta pidiéndome que se la
otorgara. Me decía, y no me era difícil creerlo, que se hallaba en muy mala
situación, opinaba que la carrera de derecho no era rentable, y que estaba
completamente decidido a ordenarse si yo le concedía la rectoría en cuestión,
cosa que no dudaba que haría, pues sabía que no disponía de nadie más para
ocuparla y por otra parte no podría olvidar los deseos de mi venerable padre.
Creo que no podrá usted censurarme por haberme negado a complacer esta
demanda e impedir que se repitiese. El resentimiento de Wickham fue
proporcional a lo calamitoso de sus circunstancias, y sin duda habló de mí
ante la gente con la misma violencia con que me injurió directamente.
Después de esto, se rompió todo tipo de relación entre él y yo. Ignoro cómo
vivió. Pero el último verano tuve de él noticias muy desagradables.
»Tengo que referirle a usted algo, ahora, que yo mismo querría olvidar y que
ninguna otra circunstancia que la presente podría inducirme a desvelar a
ningún ser humano. No dudo que me guardará usted el secreto. Mi hermana,
que tiene diez años menos que yo, quedó bajo la custodia del sobrino de mi
madre, el coronel Fitzwilliam y la mía. Hace aproximadamente un año salió
del colegio y se instaló en Londres. El verano pasado fue con su institutriz a
Ramsgate, adonde fue también el señor Wickham expresamente, con toda
seguridad, pues luego supimos que la señora Younge y él habían estado en
contacto. Nos habíamos engañado, por desgracia, sobre el modo de ser de la
institutriz. Con la complicidad y ayuda de ésta, Wickham se dedicó a seducir
a Georgiana, cuyo afectuoso corazón se impresionó fuertemente con sus
atenciones; era sólo una niña y creyendo estar enamorada consintió en
fugarse. No tenía entonces más que quince años, lo cual le sirve de excusa.
Después de haber confesado su imprudencia, tengo la satisfacción de añadir
que supe aquel proyecto por ella misma. Fui a Ramsgate y les sorprendí un
día o dos antes de la planeada fuga, y entonces Georgiana, incapaz de afligir
y de ofender a su hermano a quien casi quería como a un padre, me lo contó
todo. Puede usted imaginar cómo me sentí y cómo actué. Por consideración
al honor y a los sentimientos de mi hermana, no di un escándalo público, pero
escribí al señor Wickham, quien se marchó inmediatamente. La señora
Younge, como es natural, fue despedida en el acto. El principal objetivo del
señor Wickham era, indudablemente, la fortuna de mi hermana, que asciende
a treinta mil libras, pero no puedo dejar de sospechar que su deseo de
vengarse de mí entraba también en su propósito. Realmente habría sido una
venganza completa.
86
Fitzwilliam Darcy.»
CAPÍTULO XXXVI
87
mayor claridad que aquel asunto que ella no creyó que pudiese ser explicado
más que como una infamia en detrimento del proceder de Darcy, era
susceptible de ser expuesto de tal modo que dejaba a Darcy totalmente exento
de culpa.
88
CAPÍTULO XXXVII
tenido un lugar en Rosings. Collins voló, pues, a Rosings para consolar a lady
Catherine y a su hija, y al que además de referirse a las torres que
Elizabeth no pudo ver a lady Catherine sin recordar que, si hubiera querido,
habría sido presentada a ella como su futura sobrina; ni tampoco podía
pensar, sin sonreír, en lo que se habría indignado. ¿Qué habría dicho? ¿Qué
habría hecho? Le hacía gracia preguntarse todas estas cosas.
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––Les aseguro que lo siento mucho ––dijo lady Catherine––; creo que nadie
lamenta tanto como yo la pérdida de los amigos. Pero, además, ¡quiero tanto
a esos muchachos y ellos me quieren tanto a mí!
Collins tuvo un cumplido y una alusión al asunto, que madre y hija acogieron
con una amable sonrisa. Después de la comida lady Catherine observó que la
señorita Bennet parecía estar baja de ánimo.
––Si es así, escriba usted a su madre para que le permita quedarse un poco
más. Estoy segura de que la señora Collins se alegrará de tenerla a su lado.
––¡Cómo! Entonces no habrá estado usted aquí más que seis semanas. Yo
esperaba que estaría dos meses; así se lo dije a la señora Collins antes de que
usted llegara. No hay motivo para que se vaya tan pronto. La señora Bennet
no tendrá inconveniente en prescindir de usted otra quincena.
––Si su madre puede pasar sin usted, su padre también podrá. Las hijas nunca
son tan necesarias para los padres como para las madres. Y si quisiera usted
pasar aquí otro mes, podría llevarla a Londres, porque he de ir a primeros de
junio a pasar una semana; y como a Danson no le importará viajar en el
pescante, quedará sitio para una de ustedes, y si el tiempo fuese fresco, no me
opondría a llevarlas a las dos, ya que ninguna de ustedes es gruesa.
Es usted muy amable, señora; pero creo que no tendremos más remedio que
hacer lo que habíamos pensado en un principio.
––Señora Collins, tendrá usted que mandar a un sirviente con ellas. Ya sabe
que siempre digo lo que siento, y no puedo soportar la idea de que dos
muchachas viajen solas en la diligencia. No está bien.
Busque usted la manera de que alguien las acompañe. No hay nada que me
desagrade tanto como eso. Las jóvenes tienen que ser siempre guardadas y
atendidas según su posición. Cuando mi sobrina Georgiana fue a Ramsgate el
verano pasado, insistí en que fueran con ellas dos criados varones; de otro
modo, sería impropio de la señorita Darcy, la hija del señor Darcy de
Pemberley y de lady Anne. Pongo mucho cuidado en estas cosas. Mande
usted a John con las muchachas, señora Collins. Me alegro de que se me haya
ocurrido, pues sería deshonroso para usted enviarlas solas.
––¡Ah! ¡Un tío de ustedes! ¿Conque tiene criado? Celebro que tengan a
alguien que piense en estas cosas. ¿Dónde cambiarán los caballos? ¡Oh! En
Bromley, desde luego. Si cita mi nombre en «La Campana» la atenderán muy
bien.
Lady Catherine tenía otras muchas preguntas que hacer sobre el viaje y como
no todas las contestaba ella, Elizabeth tuvo que prestarle atención; fue una
suerte, pues de otro modo, con lo ocupada que tenía la cabeza, habría llegado
a olvidar en dónde estaba. Tenía que reservar sus meditaciones para sus horas
de soledad; cuando estaba sola se entregaba a ellas como su mayor alivio; no
pasaba un día sin que fuese a dar un paseo para poder sumirse en la delicia de
sus desagradables recuerdos.
Ya casi sabía de memoria la carta de Darcy. Estudiaba sus frases una por una,
y los sentimientos hacia su autor eran a veces sumamente encontrados. Al
fijarse en el tono en que se dirigía a ella, se llenaba de indignación, pero
cuando consideraba con cuánta injusticia le había condenado y vituperado,
volvía su ira contra sí misma y se compadecía del desengaño de Darcy. Su
amor por ella excitaba su gratitud, y su modo de ser en general, su respeto;
pero no podía aceptarlo y ni por un momento se arrepintió de haberle
rechazado ni experimentó el menor deseo de volver a verle. El modo en que
ella se había comportado la llenaba de vergüenza y de pesar constantemente,
y los desdichados defectos de su familia le causaban una Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
90
Cuando se fueron, lady Catherine se dignó desearles feliz viaje y las invitó a
volver a Hunsford el año entrante. La señorita de Bourgh llevó su esfuerzo
hasta la cortesía de tenderles la mano a las dos.
CAPÍTULO XXXVIII
Elizabeth le dio las gracias efusivamente y dijo que estaba muy contenta.
Había pasado seis semanas muy felices; y el placer de estar con Charlotte y
las amables atenciones que había recibido, la habían dejado muy satisfecha.
Collins lo celebró y con solemnidad, pero más sonriente, repuso:
91
allí. Debo reconocer sinceramente que, con todas las desventajas de esta
humilde casa parroquial, nadie que aquí venga podrá compadecerse mientras
puedan compartir nuestra intimidad con la familia de Bourgh.
Elizabeth pudo decir de veras que era una gran alegría que así fuese, y con la
misma sinceridad añadió que lo creía firmemente y que se alegraba de su
bienestar doméstico; pero, sin embargo, no lamentó que la descripción del
mismo fuese interrumpida por la llegada de la señora de quien se trataba.
¡Pobre Charlotte! ¡Era triste dejarla en semejante compañía! Pero ella lo
había elegido conscientemente. Se veía claramente que le dolía la partida de
sus huéspedes, pero no parecía querer que la compadeciesen. Su hogar y sus
quehaceres domésticos, su parroquia, su gallinero y todas las demás tareas
anexas, todavía no habían perdido el encanto para ella.
Por fin llegó la silla de posta; se cargaron los baúles, se acomodaron los
paquetes y se les avisó que todo estaba listo. Las dos amigas se despidieron
afectuosamente, y Collins acompañó a Elizabeth hasta el coche. Mientras
atravesaban el jardín le encargó que saludase afectuosamente de su parte a
toda la familia y que les repitiese su agradecimiento por las bondades que le
habían dispensado durante su estancia en Longbourn el último invierno, y le
encareció que saludase también a los Gardiner a pesar de que no los conocía.
Le ayudó a subir al coche y tras ella, a María. A punto de cerrar las
portezuelas, Collins, consternado, les recordó que se habían olvidado de
encargarle algo para las señoras de Rosings.
Jane tenía muy buen aspecto, y Elizabeth casi no tuvo lugar de examinar su
estado de ánimo, pues su tía les tenía preparadas un sinfín de invitaciones.
Pero Jane iba a regresar a Longbourn en compañía de su hermana y, una vez
allí, habría tiempo de sobra para observarla.
CAPÍTULO XXXIX
92
Lydia que estaban al acecho en el comedor del piso superior. Habían pasado
casi una hora en el lugar felizmente ocupadas en visitar la sombrerería de
enfrente, en contemplar al centinela de guardia y en aliñar una ensalada de
pepino.
––Mirad qué sombrero me he comprado. No creo que sea muy bonito, pero
pensé que lo mismo daba comprarlo que no; lo desharé en cuanto lleguemos a
casa y veré si puedo mejorarlo algo.
Las hermanas lo encontraron feísimo, pero Lydia, sin darle importancia,
respondió:
––Pues en la tienda había dos o tres mucho más feos. Y cuando compre un
raso de un color más bonito, lo arreglaré y creo que no quedará mal del todo.
Además, poco importa lo que llevemos este verano, porque la guarnición del
condado se va de Meryton dentro de quince días.
––Van a acampar cerca de Brighton. A ver si papá nos lleva allí este verano.
Sería un plan estupendo y costaría muy poco. A mamá le apetece ir más que
ninguna otra cosa. ¡Imaginad, si no, qué triste verano nos espera!
––¡Ah!, eso revela vuestra formalidad y discreción. ¿Creéis que el criado iba
a escuchar? ¡Como si le importase! Apostaría a que oye a menudo cosas
mucho peores que las que voy a contaros. Pero es un tipo muy feo; me alegro
de que se haya ido; nunca he visto una barbilla tan larga. Bien, ahora vamos a
las noticias; se refieren a nuestro querido Wickham; son demasiado buenas
para el criado, ¿verdad? No hay peligro de que Wickham se case con Mary
King. Nos lo reservamos. Mary King se ha marchado a Liverpool, a casa de
su tía, y no volverá. ¡Wickham está a salvo!
––Y Mary King está a salvo también ––añadió Elizabeth––, a salvo de una
boda imprudente para su felicidad.
––Pues es bien tonta yéndose, si le quiere.
––Pero supongo que no habría mucho amor entre ellos ––dijo Jane.
––Lo que es por parte de él, estoy segura de que no; Mary nunca le importó
tres pitos. ¿Quién podría interesarse por una cosa tan asquerosa y tan llena de
pecas?
93
Harrington, pero como Harriet estaba enferma, Pen tuvo que venir sola; y
entonces, ¿qué creeríais que acompañadas por una señora casada
reí! ¡Y lo que se rió la señora Forster! Creí que me iba a morir de risa. Y
entonces, eso les hizo sospechar muchacha y cuidar de que ningún joven
Con historias parecidas de fiestas y bromas, Lydia trató, con la ayuda de las
indicaciones de Catherine, de entretener a sus hermanas y a María durante
todo el camino hasta que llegaron a Longbourn.
En casa las recibieron con todo el cariño. La señora Bennet se regocijó al ver
a Jane tan guapa como siempre, y el señor Bennet, durante la comida, más de
una vez le dijo a Elizabeth de todo corazón:
––Me alegro de que hayas vuelto, Lizzy.
Por la tarde Lydia propuso con insistencia que fuesen todas a Meryton para
ver cómo estaban todos; pero Elizabeth se opuso enérgicamente. No quería
que se dijera que las señoritas Bennet no podían estarse en casa medio día sin
ir detrás de los oficiales. Tenía otra razón para oponerse: temía volver a ver a
Wickham, cosa que deseaba evitar en todo lo posible. La satisfacción que
sentía por la partida del regimiento era superior a cuanto pueda expresarse.
Dentro de quince días ya no estarían allí, y esperaba que así se libraría de
Wickham para siempre.
94
CAPÍTULO XL
El gran cariño que Jane sentía por Elizabeth disminuyó su asombro, pues
todo lo que fuese admiración por ella le parecía perfectamente natural.
Fueron otros sus sentimientos. Le dolía que Darcy se hubiese expresado de
aquel modo tan poco adecuado para hacerse agradable, pero todavía le afligía
más el pensar en la desdicha que la negativa de su hermana le habría causado.
––Fue un error el creerse tan seguro del éxito ––dijo–– y claro está que no
debió delatarse; ¡pero figúrate lo que le habrá pesado y lo mal que se sentirá
ahora!
––Es cierto ––repuso Elizabeth––, lo siento de veras por él; pero su orgullo es
tan grande que no tardará mucho en olvidarme. ¿Te parece mal que le haya
rechazado?
––Pues lo vas a saber cuando te haya contado lo que sucedió al día siguiente.
––No te servirá de nada ––le dijo Elizabeth––; nunca podrás decir que los dos
son buenos. Elige como quieras; pero o te quedas con uno o con otro. Entre
los dos no reúnen más que una cantidad de méritos justita para un solo
hombre decente. Ya nos hemos engañado bastante últimamente. Por mi parte,
me inclino a creer todo lo que dice Darcy; tú verás lo que decides.
Pasó mucho rato antes de que Jane pudiese sonreír. ––No sé qué me ha
sorprendido más ––dijo al fin––. ¡Que Wickham sea tan malvado! Casi no
puede creerse. ¡Y el pobre Darcy! Querida Elizabeth, piensa sólo en lo que
habrá sufrido. ¡Qué decepción! ¡Y encima confesarle la mala opinión que
tenías de él!
Sé que, con que tú le hagas justicia, basta. Sé que puedo estar cada vez más
despreocupada e indiferente.
––Yo nunca consideré que las apariencias de Darcy eran tan malas como tú
decías.
––Pues ya ves, yo me tenía por muy lista cuando le encontraba tan antipático,
sin ningún motivo.
––Estoy segura, Elizabeth, de que al leer la carta de Darcy, por primera vez,
no pensaste así.
––No habría podido, es cierto. Estaba tan molesta, o, mejor dicho, tan triste.
Y lo peor de todo era que no tenía a quién confiar mi pesar. ¡No tener a nadie
a quien hablar de lo que sentía, ninguna Jane que Austen,Jane: Orgullo y
Prejuicio
95
me consolara y me dijera que no había sido tan frágil, tan vana y tan
insensata como yo me creía! ¡Qué falta me hiciste!
––Es cierto; pero estaba amargada por los prejuicios que había ido
alimentando. Necesito que me aconsejes en una cosa. ¿Debo o no debo
divulgar lo que he sabido de Wickham?
––Creo que no hay por qué ponerle en tan mal lugar. ¿Tú qué opinas?
––Que tienes razón. Darcy no me ha autorizado para que difunda lo que me
ha revelado. Al contrario, me ha dado a entender que debo guardar la mayor
reserva posible sobre el asunto de su hermana.
Y, por otra parte, aunque quisiera abrirle los ojos a la gente sobre su conducta
en las demás cosas, ¿quién me iba a creer? El prejuicio en contra de Darcy es
tan fuerte que la mitad de las buenas gentes de Meryton morirían antes de
tener que ponerle en un pedestal. No sirvo para eso. Wickham se irá pronto, y
es mejor que me calle. Dentro de algún tiempo se descubrirá todo y entonces
podremos reírnos de la necedad de la gente por no haberlo sabido antes. Por
ahora no diré nada.
––Me parece muy bien. Si propagases sus defectos podrías arruinarle para
siempre. A lo mejor se arrepiente de lo que hizo y quiere enmendarse. No
debemos empujarle a la desesperación.
––Muy bien. Vale más así. Ni falta que hace. Aunque yo siempre diré que se
ha portado pésimamente con mi hija, y yo que ella no se lo habría aguantado.
Mi único consuelo es que Jane morirá del corazón y entonces Bingley se
arrepentirá de lo que ha hecho.
––Dime ––continuó la madre––, ¿viven muy bien los Collins, verdad? Bien,
bien, espero que les dure mucho tiempo. ¿Y qué tal comen? Estoy segura de
que Charlotte es una excelente administradora. Si es la mitad de aguda que su
madre, ahorrará muchísimo. No creo que hagan muchos excesos.
––No, en absoluto.
96
CAPÍTULO XLI
Pasó pronto la primera semana del regreso, y entraron en la segunda, que era
la última de la estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de la
localidad languidecían; la tristeza era casi general.
Sólo las hijas mayores de los Bennet eran capaces de comer, beber y dormir
como si no pasara nada.
––¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco
complaciente!
––Unos baños de mar me dejarían como nueva. ––Y tía Philips asegura que a
mí también me Comment: Unos baños de mar me
la esposa del coronel del regimiento, para que la acompañase a Brighton. Esta
inapreciable amiga de Lydia oriental. Aunque «the Pavilion» fue
era muy joven y hacía poco que se había casado. Como las dos eran igual de
alegres y animadas, considerado durante mucho tiempo como
En vano procuró Elizabeth que entrase en razón y en vano pretendió Jane que
se resignase. La dichosa invitación despertó en Elizabeth sentimientos bien
distintos a los de Lydia y su madre; comprendió claramente que ya no había
ninguna esperanza de que la señora Bennet diese alguna prueba de sentido
común. No pudo menos que pedirle a su padre que no dejase a Lydia ir a
Brighton, pues semejante paso podía tener funestas consecuencias. Le hizo
ver la inconveniencia de Lydia, las escasas ventajas que podía reportarle su
amistad con la señora Forster, y el peligro de que con aquella compañía
redoblase la imprudencia de Lydia en Brighton, donde las tentaciones serían
mayores. El señor Bennet escuchó con atención a su hija y le dijo:
97
––Si supieras ––replicó Elizabeth–– los grandes daños que nos puede
acarrear a todos lo que diga la gente del proceder inconveniente e indiscreto
de Lydia, y los que ya nos ha acarreado, estoy segura de que pensarías de
modo muy distinto.
Elizabeth tuvo que contentarse con esta respuesta; pero su opinión seguía
siendo la misma, y se separó de su padre pesarosa y decepcionada. Pero su
carácter le impedía acrecentar sus sinsabores insistiendo en ellos. Creía que
había cumplido con su deber y no estaba dispuesta a consumirse pensando en
males inevitables o a aumentarlos con su ansiedad.
Elizabeth iba a ver ahora a Wickham por última vez. Había estado con
frecuencia en su compañía desde que regresó de Hunsford, y su agitación se
había calmado mucho; su antiguo interés por él había desaparecido por
completo. Había aprendido a descubrir en aquella amabilidad que al principio
le atraía una cierta afectación que ahora le repugnaba. Por otra parte, la
actitud de Wickham para con ella acababa de disgustarla, pues el joven
manifestaba deseos de renovar su galanteo, y después de todo lo ocurrido
Elizabeth no podía menos que sublevarse. Refrenó con firmeza sus vanas y
frívolas atenciones, sin dejar de Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
98
sentir la ofensa que implicaba la creencia de Wickham de que por más tiempo
que la hubiese tenido abandonada y cualquiera que fuese la causa de su
abandono, la halagaría y conquistaría de nuevo sólo con volver a solicitarla.
––Sí, en efecto. Pero creo que el señor Darcy gana mucho en cuanto se le
trata.
––pero, reprimiéndose, continuó en tono más jovial––: ¿En los modales? ¿Se
ha dignado portarse más correctamente que de costumbre? Porque no puedo
creer ––continuó en voz más baja y seria–– que haya mejorado en lo esencial.
––Al decir que gana con el trato, no quiero dar a entender que su modo de ser
o sus maneras hayan mejorado, sino que al conocerle mejor, más fácilmente
se comprende su actitud.
Con ese sistema su orgullo puede ser útil, si no a él; a muchos otros, pues le
apartará del mal comportamiento del que yo fui víctima. Pero mucho me
temo que esa especie de prudencia a que usted parece aludir la emplee
únicamente en sus visitas a su tía, pues no le conviene conducirse mal en su
presencia. Sé muy bien que siempre ha cuidado las apariencias delante de ella
con el deseo de llevar a buen fin su boda con la señorita de Bourgh, en la que
pone todo su empeño.
Elizabeth no pudo reprimir una sonrisa al oír esto; pero no contestó más que
con una ligera inclinación de cabeza. Advirtió que Wickham iba a volver a
hablar del antiguo tema de sus desgracias, y no estaba de humor para
permitírselo. Durante el resto de la velada Wickham fingió su acostumbrada
alegría, pero ya no intentó cortejar a Elizabeth. Al fin se separaron con mutua
cortesía y también probablemente con el mutuo deseo de no volver a verse
nunca.
99
CAPÍTULO XLII
––«Es una suerte ––pensaba–– tener algo que desear. Si todo fuese completo,
algo habría, sin falta, que me decepcionase. Pero ahora, llevándome esa
fuente de añoranza que será la ausencia de Jane, puedo pensar
razonablemente que todas mis expectativas de placer se verán colmadas. Un
proyecto que en todas sus partes promete dichas, nunca sale bien; y no te
puedes librar de algún contratiempo, si no tienes una pequeña contrariedad.»
100
––Querida ––le dijo su tía––, ¿no te gustaría ver un sitio del que tanto has
oído hablar y que está relacionado con tantos conocidos tuyos? Ya sabes que
Wickham pasó allí toda su juventud.
Elizabeth estaba angustiada. Sintió que nada tenía que hacer en Pemberley y
se vio obligada a decir que no le interesaba. Tuvo que confesar que estaba
cansada de las grandes casas, después de haber visto tantas; y que no
encontraba ningún placer en ver primorosas alfombras y cortinas de raso.
101
CAPÍTULO XLIII
Elizabeth divisó los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por
fin llegaron a la puerta, su corazón latía fuertemente.
La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por uno
de los puntos más bajos y pasearon largamente a través de un hermoso
bosque que se extendía sobre su amplia superficie.
El ama de llaves era una mujer de edad, de aspecto respetable, mucho menos
estirada y mucho más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los llevó
al comedor. Era una pieza de buenas proporciones y elegantemente
amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas
para contemplar la vista. La colina coronada de bosque por la que habían
descendido, a distancia resultaba más abrupta y más hermosa. Toda la
disposición del terreno era buena; miró con delicia aquel paisaje: el arroyo,
los árboles de las orillas y la curva del valle hasta donde alcanzaba la vista.
Al pasar a otras habitaciones, el paisaje aparecía en ángulos distintos, pero
desde todas las ventanas se divisaban panoramas magníficos. Las piezas eran
altas y bellas, y su mobiliario estaba en armonía con la fortuna de su
propietario. Elizabeth notó, admirando el gusto de éste, que no había nada
llamativo ni cursi y que había allí menos pompa pero más elegancia que en
Rosings.
«¡Y pensar ––se decía–– que habría podido ser dueña de todo esto! ¡Estas
habitaciones podrían ahora ser las mías! ¡En lugar de visitarlas como una
forastera, podría disfrutarlas y recibir en ellas la visita de mis tíos! Pero no ––
repuso recobrándose––, no habría sido posible, hubiese tenido que renunciar
a mis tíos; no se me hubiese permitido invitarlos.»
Quería averiguar por el ama de llaves si su amo estaba de veras ausente, pero
le faltaba valor. Por fin fue su tío el que hizo la pregunta y Elizabeth se
volvió asustada cuando la señora Reynolds dijo que sí, añadiendo:
102
Su tía la llamó para que viese un cuadro. Elizabeth se acercó y vio un retrato
de Wickham encima de la repisa de la chimenea entre otras miniaturas. Su tía
le preguntó sonriente qué le parecía. El ama de llaves vino a decirles que
aquel era una joven hijo del último administrador de su señor, educado por
éste a expensas suyas.
––Un poco.
––Juraría que es el más guapo que he visto; pero en la galería del piso de
arriba verán ustedes un retrato suyo mejor y más grande. Este cuarto era el
favorito de mi anterior señor, y estas miniaturas están tal y como estaban en
vida suya. Le gustaban mucho.
––¡Oh, sí! ¡Es la joven más bella que se haya visto jamás! ¡Y tan aplicada!
Toca y canta todo el día. En la siguiente habitación hay un piano nuevo que
le acaban de traer, regalo de mi señor. Ella también llegará mañana con él.
––Si así lo cree, eso dice mucho en favor del señor Darcy.
––No digo más que la verdad y lo que diría cualquiera que le conozca ––
replicó la señora Reynolds. Elizabeth creyó que la cosa estaba yendo
demasiado lejos, y escuchó con creciente asombro lo que continuó diciendo
el ama de llaves.
Era un elogio más importante que todos los otros y más opuesto a lo que
Elizabeth pensaba de Darcy.
Siempre creyó firmemente que era hombre de mal carácter. Con viva
curiosidad esperaba seguir oyendo lo que decía el ama, cuando su tío
observó:
––Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es una suerte para usted
tener un señor así.
103
––Creo que su padre era una excelente persona ––agregó la señora Gardiner.
––Sí, señora; sí que lo era, y su hijo es exactamente como él, igual de bueno
con los pobres.
––Es el mejor señor y el mejor amo que pueda haber; no se parece a los
atolondrados jóvenes de hoy en día que no piensen más que en sí mismos. No
hay uno solo de sus colonos y criados que no le alabe.
Ya no quedaban por ver más que la galería de pinturas y dos o tres de los
principales dormitorios.
En la galería había también varios retratos de familia, pero no era fácil que
atrajesen la atención de un extraño. Elizabeth los recorrió buscando el único
retrato cuyas facciones podía reconocer. Al llegar a él se detuvo, notando su
sorprendente exactitud. El rostro de Darcy tenía aquella misma sonrisa que
Elizabeth le había visto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante el
cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de
abandonar la galería. La señora Reynolds le comunicó que había sido hecho
en vida del padre de Darcy.
104
Estaban a menos de veinte yardas, y su aparición fue tan súbita que resultó
imposible evitar que los viera. Los ojos de Elizabeth y Darcy se encontraron
al instante y sus rostros se cubrieron de intenso rubor. Él paró en seco y
durante un momento se quedó inmóvil de sorpresa; se recobró en seguida y,
adelantándose hacia los visitantes, habló a Elizabeth, si no en términos de
perfecta compostura, al menos con absoluta cortesía.
Por fin pareció que ya no sabía qué decir; permaneció unos instantes sin
pronunciar palabra, se reportó de pronto y se despidió.
Nunca había visto tal sencillez en sus modales ni nunca le había oído
expresarse con tanta gentileza. ¡Qué contraste con la última vez que la abordó
en la finca de Rosings para poner en sus manos la carta! Elizabeth no sabía
qué pensar ni cómo juzgar todo esto.
105
Como el camino no quedaba tan oculto como el del otro lado, se vieron desde
lejos. Por lo tanto, Elizabeth estaba más prevenida y resolvió demostrar
tranquilidad en su aspecto y en sus palabras si realmente Darcy tenía
intención de abordarles. Hubo un momento en que creyó firmemente que
Darcy iba a tomar otro sendero, y su convicción duró mientras un recodo del
camino le ocultaba, pero pasado el recodo, Darcy apareció ante ellos. A la
primera mirada notó que seguía tan cortés como hacía un momento, y para
imitar su buena educación comenzó a admirar la belleza del lugar; pero no
acababa de decir «delicioso» y
Después de andar un tiempo de esta forma, las dos señoras delante y los dos
caballeros detrás, al volver a emprender el camino, después de un descenso al
borde del río para ver mejor una curiosa planta acuática, hubo un cambio de
parejas. Lo originó la señora Gardiner, que fatigada por el trajín del día,
encontraba el brazo de Elizabeth demasiado débil para sostenerla y prefirió,
por lo tanto, el de su marido.
––Su ama de llaves ––añadió–– nos informó que no llegaría usted hasta
mañana; y aun antes de salir de Bakewell nos dijeron que tardaría usted en
volver a Derbyshire.
Darcy reconoció que así era, pero unos asuntos que tenía que resolver con su
administrador le habían obligado a adelantarse a sus acompañantes.
106
––Con sus amigos viene también una persona que tiene especial deseo de
conocerla a usted ––
Entonces empezaron los comentarios de los tíos; ambos declararon que Darcy
era superior a cuanto podía imaginarse.
––Su actitud con nosotros me ha dejado atónito. Ha estado más que cortés, ha
estado francamente atento y nada le obligaba a ello. Su amistad con Elizabeth
era muy superficial.
Elizabeth se disculpó como pudo; dijo que al verse en Kent le había agradado
más que antes y que nunca le había encontrado tan complaciente como
aquella mañana.
––Puede que sea un poco caprichoso en su cortesía ––replicó el tío––; esos
señores tan encopetados suelen ser así. Por eso no le tomaré la palabra en lo
referente a la pesca, no vaya a ser que otro día cambie de parecer y me eche
de la finca.
––Después de haberle visto ahora, nunca habría creído que pudiese portarse
tan mal como lo hizo con Wickham ––continuó la señora Gardiner––, no
parece un desalmado. Al contrario, tiene un gesto muy agradable al hablar. Y
hay también una dignidad en su rostro que a nadie podría hacer pensar que no
tiene buen corazón. Pero, a decir verdad, la buena mujer que nos enseñó la
casa exageraba un poco su carácter.
Hubo veces que casi se me escapaba la risa. Lo que pasa es que debe ser un
amo muy generoso y eso, a los ojos de un criado, equivale a todas las
virtudes.
Al oír esto, Elizabeth creyó que debía decir algo en defensa del proceder de
Darcy con Wickham.
Con todo el cuidado que le fue posible, trató de insinuarles que, por lo que
había oído decir a sus parientes de Kent, sus actos podían interpretarse de
muy distinto modo, y que ni su carácter era tan malo ni el de Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
107
CAPÍTULO XLIV
los lacayos, adivinó lo que aquello significaba y dejó a sus tíos atónitos al
comunicarles el honor que les dos ruedas tirado por dos caballos.
La señorita Darcy era más alta que Elizabeth y, aunque no tenía más que
dieciséis años, su cuerpo estaba ya formado y su aspecto era muy femenino y
grácil. No era tan guapa como su hermano, pero su rostro revelaba
inteligencia y buen carácter, y sus modales eran sencillísimos y gentiles.
Elizabeth, que había temido que fuese una observadora tan aguda y
desenvuelta como Darcy, experimentó un gran alivio al ver lo distinta que
era.
108
La visita duró una media hora, y cuando se levantaron para despedirse, Darcy
pidió a su hermana que apoyase la invitación a los Gardiner y a la señorita
Bennet, para que fuesen a cenar en Pemberley antes de irse de la comarca. La
señorita Darcy, aunque con una timidez que descubría su poca costumbre de
hacer invitaciones, obedeció al punto. La señora Gardiner miró a su sobrina
para ver cómo ésta, a quien iba dirigida la invitación, la acogería; pero
Elizabeth había vuelto la cabeza. Presumió, sin embargo, que su estudiada
evasiva significaba más bien un momentáneo desconcierto que disgusto por
la proposición, y viendo a su marido, que era muy aficionado a la vida social,
deseoso de acceder, se arriesgó a aceptar en nombre de los tres; y la fecha se
fijó para dos días después.
109
preguntas o suposiciones de sus tíos, estuvo con ellos el tiempo suficiente
para oír sus comentarios favorables acerca de Bingley, y se apresuró a
vestirse.
Lo importante ahora era que Darcy fuese un buen muchacho. Por lo que ellos
podían haber apreciado, no tenía peros. Sus amabilidades les habían
conmovido, y si hubiesen tenido que describir su carácter según su propia
opinión y según los informes de su sirvienta, prescindiendo de cualquier otra
referencia, lo habrían hecho de tal modo que el círculo de Hertfordshire que
le conocía no lo habría reconocido. Deseaban ahora dar crédito al ama de
llaves y pronto convinieron en que el testimonio de una criada que le conocía
desde los cuatro años y que parecía tan respetable, no podía ser puesto en tela
de juicio. Por otra parte, en lo que decían sus amigos de Lambton no había
nada capaz de aminorar el peso de aquel testimonio. No le acusaban más que
de orgullo; orgulloso puede que sí lo fuera, pero, aunque no lo hubiera sido,
los habitantes de aquella pequeña ciudad comercial, donde nunca iba la
familia de Pemberley, del mismo modo le habrían atribuido el calificativo.
Pero decían que era muy generoso y que hacía mucho bien entre los pobres.
Por la tarde la tía y la sobrina acordaron que una atención tan extraordinaria
como la de la visita de la señorita Darcy el mismo día de su llegada a
Pemberley ––donde había llegado poco después del desayuno debía ser
correspondida, si no con algo equivalente, por lo menos con alguna cortesía
especial.
CAPÍTULO XLV
Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
110
Elizabeth estaba ahora convencida de que la antipatía que por ella sentía la
señorita Bingley provenía de los celos. Comprendía, pues, lo desagradable
que había de ser para aquella el verla aparecer en Pemberley y pensaba con
curiosidad en cuánta cortesía pondría por su parte para reanudar sus
relaciones.
En aquella pieza fueron recibidas por la señorita Darcy que las esperaba junto
con la señora Hurst, la señorita Bingley y su dama de compañía. La acogida
de Georgiana fue muy cortés, pero dominada por aquella cortedad debida a su
timidez y al temor de hacer las cosas mal, que le había dado fama de
orgullosa y reservada entre sus inferiores. Pero la señora Gardiner y su
sobrina la comprendían y compadecían.
Darcy había estado con el señor Gardiner, que pescaba en el río con otros dos
o tres caballeros, pero al saber que las señoras de su familia pensaban visitar
a Georgiana aquella misma mañana, se fue a casa. Al verle entrar, Elizabeth
resolvió aparentar la mayor naturalidad, cosa necesaria pero difícil de lograr,
pues le constaba que toda la reunión estaba pendiente de ellos, y en cuanto
Darcy llegó todos los ojos se pusieron a examinarle. Pero en ningún rostro
asomaba la curiosidad con tanta fuerza como en el de la señorita Bingley, a
pesar de las sonrisas que prodigaba al hablar con cualquiera; sin embargo, sus
celos no habían llegado hasta hacerla desistir de sus atenciones a Darcy––.
Georgiana, en cuanto entró su hermano, se esforzó más en hablar, y Elizabeth
comprendió que Darcy quería que las dos intimasen, para lo cual favorecía
todas las tentativas de conversación por ambas partes. La señorita Bingley
también lo veía y con la imprudencia propia de su ira, aprovechó la primera
oportunidad para decir con burlona finura:
111
ella había sido parcial y para provocar en ella algún movimiento en falso que
la perjudicase a los ojos de Darcy y que, de paso, recordase a éste los
absurdos y las locuras de la familia Bennet. No sabía una palabra de la fuga
de la señorita Darcy, pues se había mantenido estrictamente en secreto, y
Elizabeth era la única persona a quien había sido revelada. Darcy quería
ocultarla a todos los parientes de Bingley por aquel mismo deseo, que
Elizabeth le atribuyó tanto tiempo, de llegar a formar parte de su familia.
Darcy, en efecto, tenía este propósito, y aunque no fue por esto por lo que
pretendió separar a su amigo de Jane, es probable que se sumara a su vivo
interés por la felicidad de Bingley.
Sabiendo como sabía la señorita Bingley que Darcy admiraba a Elizabeth, ése
no era en absoluto el mejor modo de agradarle, pero la gente irritada no suele
actuar con sabiduría; y al ver que lo estaba provocando, ella consiguió el
éxito que esperaba. Sin embargo, él se quedó callado, pero la señorita
Bingley tomó la determinación de hacerle hablar y prosiguió:
––Sí ––replicó Darcy, sin poder contenerse por más tiempo––, pero eso fue
cuando empecé a conocerla, porque hace ya muchos meses que la considero
como una de las mujeres más bellas que he visto.
112
CAPÍTULO XLVI
Sin tomar tiempo para meditar y sin saber apenas lo que sentía al acabar la
lectura de esta carta, Elizabeth abrió la otra con impaciencia y leyó lo que
sigue, escrito un día después:
Eliza querida, preferiría no escribirte, pero tengo malas noticias que darte y
no puedo aplazarlas. Por muy imprudente que pueda ser la boda de Wickham
y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de saber que ya se ha realizado, pues
hay sobradas razones para temer que no hayan ido a Escocia. El coronel
Forster llegó ayer; salió de Brighton pocas horas después que el propio. A
pesar de que la carta de Lydia a la señora Forster daba a entender que iba a
Gretna Green, Denny dijo que él estaba enterado y que Wickham jamás
Comment: Gretna Green: Lugar
con la idea de darles alcance. Siguió, en efecto, su rastro con facilidad hasta
Clapham, pero no pudo con Inglaterra, donde las parejas fugadas
pero sin ningún resultado; nadie ha visto por allí a esas personas. Con el
mayor pesar llegó a Longbourn a Comment: Epson: Una ciudad se
darnos cuenta de todo, de un modo que le honra. Estoy de veras apenada por
él y por su esposa; nadie podrá Surrey, famosa entonces por sus
con Escocia.
madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. En cuanto a mi padre,
nunca le he visto tan afectado. La pobre Catherine está desesperada por haber
encubierto los amores de Lydia y Wickham, pero no hay que extrañarse de
que las niñas se hiciesen confidencias. Queridísima Lizzy, me alegro
sinceramente de que te Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
113
hayas ahorrado estas dolorosas escenas. Pero ahora que el primer golpe ya ha
pasado, te confieso que anhelo tu regreso. No soy egoísta, sin embargo, hasta
el extremo de rogarte que vuelvas si no puedes.
Adiós. Tomo de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no
haría, pero las circunstancias son tales que no puedo menos que suplicaros a
los tres que vengáis cuanto antes. Conozco tan bien a nuestros queridos tíos,
que no dudo que accederán. A nuestro tío tengo, además, que pedirle otra
cosa. Mi padre va a ir a Londres con el coronel Forster para ver si la
encuentran. No sé qué piensan hacer, pero está tan abatido que no podrá
tomar las medidas mejores y más expeditivas, y el coronel Forster no tiene
más remedio que estar en Brighton mañana por la noche. En esta situación,
los consejos y la asistencia de nuestro tío serían de gran utilidad. Él se hará
cargo de esto; cuento con su bondad.»
––¡Dios mío! ¿De qué se trata? ––preguntó él con más sentimiento que
cortesía; después, reponiéndose, dijo––: No quiero detenerla ni un minuto;
pero permítame que sea yo el que vaya en busca de los señores Gardiner o
mande a un criado. Usted no puede ir en esas condiciones.
Elizabeth dudó; pero le temblaban las rodillas y comprendió que no ganaría
nada con tratar de alcanzarlos. Por consiguiente, llamó al criado y le encargó
que trajera sin dilación a sus señores, aunque dio la orden con voz tan
apagada que casi no se le oía.
Parecía tan descompuesta, que Darcy no pudo dejarla sin decirle en tono
afectuoso y compasivo:
––Voy a llamar a su doncella. ¿Qué podría tomar para aliviarse? ¿Un vaso de
vino? Voy a traérselo. Usted está enferma.
Al decir esto rompió a llorar y estuvo unos minutos sin poder hablar. Darcy,
afligido y suspenso, no dijo más que algunas vaguedades sobre su interés por
ella, y luego la observó en silencio. Al fin Elizabeth prosiguió:
114
––¡Oh, si cuando abrí los ojos y vi quién era Wickham hubiese hecho lo que
debía! Pero no me atreví, temí excederme. ¡Qué desdichado error!
––¡Oh, sí! Tenga la bondad de excusarnos ante la señorita Darcy. Dígale que
cosas urgentes nos reclaman en casa sin demora. Ocúltele la triste verdad,
aunque ya sé que no va a serle muy fácil.
Siempre había mariposeado, sin ningún objeto fijo. ¡Cómo pagaban ahora el
abandono y la indulgencia en que habían criado a aquella niña!
115
No veía la hora de estar en casa para ver, oír y estar allí, y compartir con Jane
los cuidados que requería aquella familia tan trastornada, con el padre ausente
y la madre incapaz de ningún esfuerzo y a la que había que atender
constantemente. Aunque estaba casi convencida de que no se podría hacer
nada por Lydia, la ayuda de su tío le parecía de máxima importancia, por lo
que hasta que le vio entrar en la habitación padeció el suplicio de una
impaciente espera. Los señores Gardiner regresaron presurosos y alarmados,
creyendo, por lo que le había contado el criado, que su sobrina se había
puesto enferma repentinamente. Elizabeth les tranquilizó sobre este punto y
les comunicó en seguida la–– causa de su llamada leyéndoles las dos cartas e
insistiendo en la posdata con trémula energía. Aunque los señores Gardiner
nunca habían querido mucho a Lydia, la noticia les afectó profundamente. La
desgracia alcanzaba no sólo a Lydia, sino a todos. Después de las primeras
exclamaciones de sorpresa y de horror, el señor Gardiner ofreció toda la
ayuda que estuviese en su mano. Elizabeth no esperaba menos y les dio las
gracias con lágrimas en los ojos. Movidos los tres por un mismo espíritu
dispusieron todo para el viaje rápidamente.
CAPÍTULO XLVII
He estado pensándolo otra vez, Elizabeth ––le dijo su tío cuando salían de la
ciudad––, y finalmente, después de serias consideraciones, me siento
inclinado a adoptar el parecer de tu hermana mayor. Me parece poco probable
que Wickham quiera hacer daño a una muchacha que no carece de protección
ni de amigos y que estaba viviendo con la familia Forster. No iba a suponer
que los amigos de la chica se quedarían con los brazos cruzados, ni que él
volvería a ser admitido en el regimiento tras tamaña ofensa a su coronel. La
tentación no es proporcional al riesgo.
––¿Qué mejor prueba que el haber dejado la silla de postas y haber tomado
un coche de alquiler?
116
––¿Pero a qué ese secreto? ¿Por qué tienen que casarse a escondidas? Sabes
por Jane que el más íntimo amigo de Wickham asegura que nunca pensó
casarse con Lydia. Wickham no se casará jamás con una mujer que no tenga
dinero, porque él no puede afrontar lo gastos de un matrimonio. ¿Y qué
merecimientos tiene Lydia, qué atractivos, aparte de su salud, de su juventud
y de su buen humor, para que Wickham renuncie por ella a la posibilidad de
hacer un buen casamiento? No puedo apreciar con exactitud hasta qué punto
le ha de perjudicar en el Cuerpo una fuga deshonrosa, pues ignoro las
medidas que se toman en estos casos, pero en cuanto a tus restantes
objeciones, me parece difícil que puedan sostenerse.
––Pero ¿cómo supones que Lydia sea tan inconsiderada para todo lo que no
sea amarle, que consienta en vivir con él de otra manera que siendo su mujer
legítima?
––Jane nunca cree nada malo de nadie. Y mucho menos tratándose de una
cosa así, hasta que no se lo hayan demostrado. Pero Jane sabe tan bien como
yo quién es Wickham. Las dos sabemos que es un libertino en toda la
extensión de la palabra, que carece de integridad y de honor y que es tan falso
y engañoso como atractivo.
que no vale la pena contar. Lo cierto es que sus embustes sobre la familia de
Pemberley no tienen fin. Por lo que nos había dicho de la señorita Darcy, yo
creí que sería una muchacha altiva, reservada y antipática.
Sin embargo, él sabía que era todo lo contrario. El debe saber muy bien,
como nosotros hemos comprobado, cuán afectuosa y sencilla es.
––¿Y Lydia no está enterada de nada de eso? ¿Cómo ignora lo que Jane y tú
sabéis?
––Tienes razón. Hasta que estuve en Kent y traté al señor Darcy y a su primo
el coronel Fitzwilliam, yo tampoco lo supe. Cuando llegué a mi casa, la
guarnición del condado iba a salir de Meryton dentro de tres semanas, de
modo que ni Jane, a quien informé de todo, ni yo creímos necesario
divulgarlo; porque ¿qué utilidad tendría que echásemos a perder la buena
opinión que tenían de él en Hertfordshire? Y
cuando se decidió que Lydia iría con los señores Forster a Brighton, jamás se
me ocurrió descubrirle la verdadera personalidad de Wickham, pues no me
pasó por la cabeza que corriera ningún peligro de ese tipo. Ya comprenderéis
que estaba lejos de sospechar que hubiesen de derivarse tan funestas
consecuencias.
117
––Mamá está bien, según veo, aunque muy abatida. Está arriba y tendrá gran
satisfacción en veros a todos. Todavía no sale de su cuarto. Mary y Catherine
se encuentran perfectamente, gracias a Dios.
Una vez reunidos en el salón, las preguntas hechas por Elizabeth fueron
repetidas por los otros, y vieron que la pobre Jane no tenía ninguna novedad.
Pero su ardiente confianza en que todo acabaría bien no la había abandonado;
todavía esperaba que una de esas mañanas llegaría una carta de Lydia o de su
padre explicando los sucesos y anunciando quizá el casamiento.
118
nos echarán de aquí antes de que él esté frío en su tumba, y si tú, hermano
mío, no nos asistes, no sé qué haremos.
El señor Gardiner le repitió que haría todo lo que pudiera y le recomendó que
moderase sus esperanzas y sus temores. Conversó con ella de este modo hasta
que la comida estuvo en la mesa, y la dejó que se desahogase con el ama de
llaves que la asistía en ausencia de sus hijas.
––Aunque sea una desgracia para Lydia, para nosotras puede ser una lección
provechosa: la pérdida de la virtud en la mujer es irreparable; un solo paso en
falso lleva en sí la ruina final; su reputación no es menos frágil que su
belleza, y nunca será lo bastante cautelosa en su comportamiento hacia las
indignidades del otro sexo.
Elizabeth, atónita, alzó los ojos, pero estaba demasiado angustiada para
responder. Mary continuó consolándose con moralejas por el estilo extraídas
del infortunio que tenían ante ellos.
Por la tarde las dos hijas mayores de los Bennet pudieron estar solas durante
media hora, y Elizabeth aprovechó al instante la oportunidad para hacer
algunas preguntas que Jane tenía igual deseo de contestar.
119
––El coronel Forster confesó que alguna vez notó algún interés,
especialmente por parte de Lydia, pero no vio nada que le alarmase. Me da
pena de él. Estuvo de lo más atento y amable. Se disponía a venir a vernos
antes de saber que no habían ido a Escocia, y cuando se presumió que estaban
en Londres, apresuró su viaje.
––Y Denny, testaba convencido de que Wickham no se casaría? ¿Sabía que
iban a fugarse? ¿Ha visto a Denny el coronel Forster?
––Sí, pero cuando le interrogó, Denny dijo que no estaba enterado de nada y
se negó a dar su verdadera opinión sobre el asunto. No repitió su convicción
de que no se casarían y por eso pienso que a lo mejor lo interpretó mal.
––Supongo que hasta que vino el coronel Forster, nadie de la casa dudó de
que estuviesen casados.
––¿Cómo se nos iba a ocurrir tal cosa? Yo me sentí triste porque sé que es
difícil que mi hermana sea feliz casándose con Wickham debido a sus
pésimos antecedentes. Nuestros padres no sabían nada de eso, pero se dieron
cuenta de lo imprudente de semejante boda. Entonces Catherine confesó,
muy satisfecha de saber más que nosotros, que la última carta de Lydia ya
daba a entender lo que tramaban. Parece que le decía que se amaban desde
hacía unas semanas.
––He de confesar que no habló tan bien de él como antes. Le tiene por
imprudente y manirroto. Y
se dice que ha dejado en Meryton grandes deudas, pero yo espero que no sea
cierto.
¡Qué carta para estar escrita en semejante momento! Pero al menos parece
que se tomaba en serio el objeto de su viaje; no sabemos a qué puede haberla
arrastrado Wickham, pero el propósito de Lydia no era tan infame. ¡Pobre
padre mío! ¡Cuánto lo habrá sentido!
––Nunca vi a nadie tan abrumado. Estuvo diez minutos sin poder decir una
palabra. Mamá se puso mala en seguida. ¡Había tal confusión en toda la casa!
120
––No sé, creo que no. Pero era muy difícil ser cauteloso en aquellos
momentos. Mamá se puso histérica y aunque yo la asistí lo mejor que pude,
no sé si hice lo que debía. El horror de lo que había sucedido casi me hizo
perder el sentido.
––Te has sacrificado demasiado por mamá; no tienes buena cara. ¡Ojalá
hubiese estado yo a tu lado! Así habrías podido cuidarte tú.
Preguntó entonces cuáles eran las medidas que pensaba tomar su padre en la
capital con objeto de encontrar a su hija.
CAPÍTULO XLVIII
Todos esperaban carta del señor Bennet a la mañana siguiente; pero llegó el
correo y no trajo ni una línea suya. Su familia sabía que no era muy
aficionado a escribir, pero en aquella ocasión creían que bien podía hacer una
excepción. Se vieron, por tanto, obligados a suponer que no había buenas
noticias; pero incluso en ese caso, preferían tener la certeza. El señor
Gardiner esperó sólo a que llegase el correo y se marchó.
Todo el mundo afirmaba que era el joven más perverso del mundo, y
empezaron a decir que siempre habían desconfiado de su aparente bondad.
Elizabeth, a pesar de no dar crédito ni a la mitad de lo que murmuraban, creía
lo bastante para afianzar su previa creencia en la ruina de su hermana, y hasta
Jane Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
121
«He escrito al coronel Forster suplicándole que averigüe entre los amigos del
regimiento si Wickham tiene parientes o relaciones que puedan saber en qué
parte de la ciudad estará oculto. Si hubiese alguien a quien se pudiera acudir
con alguna probabilidad de obtener esa pista, se adelantaría mucho. Por ahora
no hay nada que nos oriente. No dudo que el coronel Forster hará todo lo que
esté a su alcance para complacernos, pero quizá Elizabeth pueda indicarnos
mejor que nadie si Wickham tiene algún pariente.»
En Longbourn los días transcurrían con gran ansiedad, ansiedad que crecía
con la llegada del correo. Todas las mañanas esperaban las cartas con
impaciencia. Por carta habrían de saber la mala o buena marcha del asunto, y
cada día creían que iban a recibir alguna noticia de importancia.
Pero antes de que volvieran a saber del señor Gardiner, llegó de Hunsford
una misiva para el señor Bennet de su primo Collins. Como Jane había
recibido la orden de leer en ausencia de su padre todo lo que recibiese, abrió
la carta. Elizabeth, que sabía cómo eran las epístolas de Collins, leyó también
por encima del hombro de su hermana. Decía así:
––¿Que viene a casa y sin la pobre Lydia? exclamó––. No puedo creer que
salga de Londres sin haberlos encontrado. ¿Quién retará a Wickham y hará
que se case, si Bennet regresa?
––Déjate. ¿Quién iba a sufrir sino yo? Ha sido por mi culpa y está bien que lo
pague.
Lizzy, no me guardes rencor por no haber seguido tus consejos del pasado
mayo; lo ocurrido demuestra que eran acertados.
En ese momento fueron interrumpidos por Jane que venía a buscar el té para
su madre.
––¡Mira qué bien! ––exclamó el señor Bennet––. ¡Eso presta cierta elegancia
al infortunio! Otro día haré yo lo mismo: me quedaré en la biblioteca con mi
gorro de dormir y mi batín y os daré todo el trabajo que pueda, o acaso lo
deje para cuando se escape Catherine...
123
––¿Qué noticias hay, papá? ¿Qué noticias hay? ¿Has sabido algo de mi tío?
»Mi querido hermano: Por fin puedo enviarte noticias de mi sobrina, y tales,
en conjunto, que espero te satisfagan. Poco después de haberte marchado tú
el sábado, tuve la suerte de averiguar en qué parte de Londres se encontraban.
Los detalles me los reservo para cuando nos veamos; bástete saber que ya
están descubiertos; les he visto a los dos.»
«No están casados ni creo que tengan intención de estarlo, pero si quieres
cumplir los compromisos que me he permitido contraer en tu nombre, no
pasará mucho sin que lo estén. Todo lo que tienes que hacer es asegurar a tu
hija como dote su parte igual en las cinco mil libras que recibirán tus hijas a
tu muerte y a la de tu esposa, y prometer que le pasarás, mientras vivas, cien
libras anuales. Estas son las condiciones que, bien mirado, no he vacilado en
aceptar por ti, pues me creía autorizado para ello. Te mando la presente por
un propio, pues no hay tiempo que perder para que me des una contestación.
124
Comprenderás fácilmente por todos los detalles que la situación del señor
Wickham no es tan desesperada como se ha creído. La gente se ha
equivocado y me complazco en afirmar que después de pagadas todas las
deudas todavía quedará algún dinerillo para dotar a mi sobrina como adición
a su propia fortuna. Si, como espero, me envías plenos poderes para actuar en
tu nombre en todo este asunto, daré órdenes enseguida a Haggerston para que
redacte el oportuno documento. No hay ninguna necesidad de que vuelvas a
la capital; por consiguiente, quédate tranquilo en Longbourn y confía en mi
diligencia y cuidado. Contéstame cuanto antes y procura escribir con
claridad. Hemos creído lo mejor que mi sobrina salga de mi casa para ir a
casarse, cosa que no dudo aprobarás. Hoy va a venir. Volveré a escribirte tan
pronto como haya algo nuevo.
»Tuyo,
E. Gardiner.»
––Digo que no hay hombre en su sano juicio que se case con Lydia por tan
leve tentación como son cien libras anuales durante mi vida y cincuenta
cuando yo me muera.
––¡Diez mil libras! ¡No lo quiera Dios! ¿Cuándo podríamos pagar la mitad de
esa suma?
125
––Se han portado de tal forma ––replicó Elizabeth–– que ni tú; ni yo, ni nadie
podrá olvidarla nunca. Es inútil hablar de eso.
Se les ocurrió entonces a las muchachas que su madre ignoraba por completo
todo aquello. Fueron a la biblioteca y le preguntaron a su padre si quería que
se lo dijeran. El señor Bennet estaba escribiendo y sin levantar la cabeza
contestó fríamente:
––Como gustéis.
Elizabeth cogió la carta de encima del escritorio y las dos hermanas subieron
a la habitación de su madre. Mary y Catherine estaban con la señora Bennet,
y, por lo tanto, tenían que enterarse también.
Después de una ligera preparación para las buenas nuevas, se leyó la carta en
voz alta. La señora Bennet apenas pudo contenerse, y en cuanto Jane llegó a
las esperanzas del señor Gardiner de que Lydia estaría pronto casada, estalló
su gozo, y todas las frases siguientes lo aumentaron. El júbilo le producía
ahora una exaltación que la angustia y el pesar no le habían ocasionado. Lo
principal era que su hija se casase; el temor de que no fuera feliz no le
preocupó lo más mínimo, no la humilló el pensar en su mal proceder.
¡Casada a los dieciséis años! ¡Oh, qué bueno y cariñoso eres, hermano mío!
¡Ya sabía yo que había de ser así, que todo se arreglaría! ¡Qué ganas tengo de
verla, y también al querido Wickham! ¿Pero, y los vestidos? ¿Y el traje de
novia? Voy a escribirle ahora mismo a mi cuñada para eso. Lizzy, querida
mía, corre a ver a tu padre y pregúntale cuánto va a darle. Espera, espera, iré
yo misma. Toca la campanilla, Catherine, para que venga Hill. Me vestiré en
un momento. ¡Mi querida, mi Lydia de mi alma! ¡Qué contentas nos
pondremos las dos al vernos!
126
segura de que me sentará muy bien tomar el aire. Niñas, ¿queréis algo para
Meryton? ¡Oh!, aquí viene Hill.
CAPÍTULO L
Estaba seriamente consternado de que por un asunto que tan pocas ventajas
ofrecía para nadie, su cuñado tuviese que hacer tantos sacrificios, y quería
averiguar el importe de su donativo a fin de devolvérselo cuando le fuese
posible.
En los primeros tiempos del matrimonio del señor Bennet, se consideró que
no había ninguna necesidad de hacer economía, pues se daba por descontado
que nacería un hijo varón y que éste heredaría la hacienda al llegar a la edad
conveniente, con lo que la viuda y las hijas quedarían aseguradas. Pero
vinieron al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años
después del nacimiento de Lydia, la señora Bennet creía aún que llegaría el
heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado tarde para
ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor
de su marido a la independencia fue lo único que impidió que se excediesen
en sus gastos.
Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con
tan insignificante molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le
dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de ira que le motivó buscar a su
hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto
la carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas.
En la carta pedía más detalles acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero
estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún mensaje.
127
Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a
fin de solemnizar tan faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su
sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más mínimo
sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el
principal de sus anhelos desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a
realizarse. No pensaba ni hablaba más que de bodas elegantes, muselinas
finas, nuevos criados y nuevos carruajes. Estaba ocupadísima buscando en la
vecindad una casa conveniente para la pareja, y sin saber ni considerar cuáles
serían sus ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de suntuosidad.
––Haye Park ––decía–– iría muy bien si los Gouldings lo dejasen; o la casa
de Stoke, si el salón fuese mayor; ¡pero Asworth está demasiado lejos! Yo no
podría resistir que viviese a diez millas de distancia. En cuanto a la Quinta de
Purvis, los áticos son horribles.
––Señora Bennet, antes de tomar ninguna de esas casas o todas ellas para tu
hija, vamos a dejar las cosas claras. Hay en esta vecindad una casa donde
nunca serán admitidos. No animaré el impudor de ninguno de los dos
recibiéndolos en Longbourn.
A esta declaración siguió una larga disputa, pero el señor Bennet se mantuvo
firme. Se pasó de este punto a otro y la señora Bennet vio con asombro y
horror que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar el traje
de novia a su hija. Aseguró que no recibiría de él ninguna prueba de afecto en
lo que a ese tema se refería. La señora Bennet no podía comprenderlo; era
superior a las posibilidades de su imaginación que el rencor de su marido
llegase hasta el punto de negar a su hija un privilegio sin el cual su
matrimonio apenas parecería válido. Era más sensible a la desgracia de que
su hija no tuviese vestido de novia que ponerse, que a la vergüenza de que se
hubiese fugado y hubiese vivido con Wickham quince días antes de que la
boda se celebrara.
Ante una cosa así era natural que Darcy retrocediera. El deseo de ganarse el
afecto de Elizabeth que ésta había adivinado en él en Derbyshire, no podía
sobrevivir a semejante golpe. Elizabeth se sentía humillada, entristecida, y
llena de vagos remordimientos. Ansiaba su cariño cuando ya no podía esperar
obtenerlo. Quería saber de él cuando ya no había la más mínima oportunidad
de tener noticias suyas. Estaba convencida de que habría podido ser feliz con
él, cuando era probable que no se volvieran a ver.
No dudaba que era generoso como el que más, pero mientras viviese, aquello
tenía que constituir para él un triunfo.
Pero ese matrimonio ideal ya no podría dar una lección a las admiradoras
multitudes de lo que era la felicidad conyugal; la unión que iba a efectuarse
en la familia de Elizabeth era muy diferente y excluía la posibilidad de la
primera.
128
No podían imaginar cómo se las arreglarían Wickham y Lydia para vivir con
una pasable independencia; pero no le era difícil conjeturar lo poco estable
que había de ser la felicidad de una pareja unida únicamente porque sus
pasiones eran más fuertes que su virtud.
Tuyo,
E. Gardiner.»
CAPÍTULO LI
129
Wickham no parecía menos contento que ella; pero sus modales seguían
siendo tan agradables que si su modo de ser y su boda hubieran sido como
debían, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el
reconocimiento de su parentesco por parte de sus cuñadas, les habrían
seducido a todas.
Elizabeth nunca creyó que fuese capaz de tanta desfachatez, pero se sentó
decidida a no fijar límites en adelante a la desvergüenza de un
desvergonzado. Tanto Jane como ella estaban ruborizadas, pero las mejillas
de los causantes de su turbación permanecían inmutables.
––¡Ya han pasado tres meses desde que me fui! ––exclamó––. ¡Y parece que
fue hace sólo quince días! Y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido! ¡Dios
mío! Cuando me fui no tenía ni idea de que cuando volviera iba a estar
casada; aunque pensaba que sería divertidísimo que así fuese.
Su padre alzó los ojos; Jane estaba angustiada; Elizabeth miró a Lydia
significativamente, pero ella, que nunca veía ni oía lo que no le interesaba,
continuó alegremente:
––Mamá, ¿sabe la gente de por aquí que me he casado? Me temía que no, y
por eso, cuando adelantamos el carruaje de William Goulding, quise que se
enterase; bajé el cristal que quedaba a su lado y me quité el guante y apoyé la
mano en el marco de la ventanilla para que me viese el anillo. Entonces le
saludé y sonreí como si nada.
130
––¡Oh, Señor! Sí, no hay más remedio. Pero me gustará mucho. Tú, papá y
mis hermanas tenéis que venir a vernos. Estaremos en Newcastle todo el
invierno, y habrá seguramente algunos bailes; procuraré conseguir buenas
parejas para todas.
––¡Eso es lo que más me gustaría! ––suspiró su madre.
––Y cuando regreséis, que se queden con nosotros una o dos de mis
hermanas, y estoy segura de que les habré encontrado marido antes de que
acabe el invierno:
Los invitados iban a estar en Longbourn diez días solamente. Wickham había
recibido su destino antes de salir de Londres y tenía que incorporarse a su
regimiento dentro de una quincena.
Nadie, excepto la señora Bennet, sentía que su estancia fuese tan corta. La
mayor parte del tiempo se lo pasó en hacer visitas acompañada de su hija y en
organizar fiestas en la casa. Las fiestas eran gratas a todos; evitar el círculo
familiar era aún más deseable para los que pensaban que para los que no
pensaban.
Lydia estaba loca por él; su «querido Wickham» no se la caía de la boca, era
el hombre más perfecto del mundo y todo lo que hacía estaba bien hecho.
Aseguraba que a primeros de septiembre Wickham mataría más pájaros que
nadie de la comarca.
Una mañana, poco después de su llegada, mientras estaba sentada con sus
hermanas mayores, Lydia le dijo a Elizabeth:
––¡Ay, qué rara eres! Pero quiero contártelo. Ya sabes que nos casamos en
San Clemente, porque el alojamiento de Wickham pertenecía a esa parroquia.
Habíamos acordado estar todos allí a las once. Mis tíos y yo teníamos que ir
juntos y reunirnos con los demás en la iglesia. Bueno; llegó la mañana del
lunes y yo estaba que no veía. ¿Sabes? ¡Tenía un miedo de que pasara algo
que lo echase todo a perder, me habría vuelto loca! Mientras me vestí, mi tía
me estuvo predicando dale que dale como si me estuviera leyendo un sermón.
Pero yo no escuché ni la décima parte de sus palabras porque, como puedes
suponer, pensaba en mi querido Wickham, y en si se pondría su traje azul
para la boda.
Créeme, no puse los pies fuera de casa en los quince días; ni una fiesta,
ninguna excursión, ¡nada! La verdad es que Londres no estaba muy animado;
pero el Little Theatre estaba abierto. En cuanto llegó el coche a la puerta, mi
tío tuvo que atender a aquel horrible señor Stone para cierto asunto. Y ya
sabes que en cuanto se encuentran, la cosa va para largo. Bueno, yo tenía
tanto miedo que no sabía qué hacer, porque mi tío iba a ser el padrino, y si
llegábamos después de la hora, ya no podríamos casarnos aquel día. Pero,
afortunadamente, mi tío estuvo listo a los dos minutos y salimos para la
iglesia. Pero después me acordé de que si tío Gardiner no hubiese podido ir a
la boda, de todos modos no se habría suspendido, porque el señor Darcy
podía haber ocupado su lugar.
131
«Ya comprenderás ––añadía–– que necesito saber por qué una persona que
no tiene nada que ver con nosotros y que propiamente hablando es un extraño
para nuestra familia, ha estado con vosotros en ese momento. Te suplico que
me contestes a vuelta de correo y me lo expliques, a no ser que haya
poderosas razones que impongan el secreto que Lydia dice, en cuyo caso
tendré que tratar de resignarme con la ignorancia.»
CAPÍTULO LII
»Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana
a contestarla, pues creo que en pocas palabras no podré decirte lo mucho que
tengo que contarte. Debo confesar que me sorprendió tu pregunta, pues no la
esperaba de ti. No te enfades, sólo deseo que sepas que no creía que tales
aclaraciones fueran necesarias por tu parte. Si no quieres entenderme,
perdona mi impertinencia. Tu tío está tan sorprendido como yo, y sólo por la
creencia de que eres parte interesada se ha permitido obrar como lo ha hecho.
Pero por si efectivamente eres inocente y no sabes nada de nada, tendré que
ser más explícita.
»El mismo día que llegué de Longbourn, tu tío había tenido una visita muy
inesperada. El señor Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas.
Cuando yo regresé, ya estaba todo arreglado; así que mi curiosidad no
padeció tanto como la tuya. Darcy vino para decir a Gardiner que había
descubierto el escondite de Wickham y tu hermana, y que les había visto y
hablado a los dos: a Wickham varias veces, a tu hermana una solamente. Por
lo que puedo deducir, Darcy se fue de Derbyshire al día siguiente de
habernos ido nosotros y vino a Londres con la idea de buscarlos. El motivo
que dio es que se reconocía culpable de que la infamia de Wickham no
hubiese sido suficientemente conocida para impedir que una muchacha
decente le amase o se confiara a él. Generosamente lo imputó todo a su ciego
orgullo, diciendo que antes había juzgado indigno de él publicar sus asuntos
privados. Su conducta hablaría por él. Por lo tanto creyó su deber intervenir y
poner remedio a un mal que él mismo había ocasionado. Si tenía otro motivo,
estoy segura de que no era deshonroso... Había pasado varios días en la
capital sin poder dar con Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
132
ellos, pero tenía una pista que podía guiarle y que era más importante que
todas las nuestras y que, además, fue otra de las razones que le impulsaron a
venir a vernos.
»Parece ser que hay una señora, una tal señora Younge, que tiempo atrás fue
el aya de la señorita Darcy, y hubo que destituirla de su cargo por alguna
causa censurable que él no nos dijo. Al separarse de la familia Darcy, la
señora Younge tomó una casa grande en Edwards Street y desde entonces se
ganó la vida alquilando habitaciones. Darcy sabía que esa señora Younge
tenía estrechas relaciones con Wickham, y a ella acudió en busca de noticias
de éste en cuanto llegó a la capital. Pero pasaron dos o tres días sin que
pudiera obtener de dicha señora lo que necesitaba. Supongo que no quiso
hablar hasta que le sobornaran, pues, en realidad, sabía desde el principio en
dónde estaba su amigo. Wickham, en efecto, acudió a ella a su llegada a
Londres, y si hubiese habido lugar en su casa, allí se habría alojado. Pero, al
fin, nuestro buen amigo consiguió la dirección que buscaba. Estaban en la
calle X. Vio a Wickham y luego quiso ver a Lydia. Nos confesó que su
primer propósito era convencerla de que saliese de aquella desdichada
situación y volviese al seno de su familia si se podía conseguir que la
recibieran, y le ofreció su ayuda en todo lo que estuviera a su alcance. Pero
encontró a Lydia absolutamente decidida a seguir tal como estaba. Su familia
no le importaba un comino y rechazó la ayuda de Darcy; no quería oír hablar
de abandonar a Wickham; estaba convencida de que se casarían alguna vez y
le tenía sin cuidado saber cuándo. En vista de esto, Darcy pensó que lo único
que había que hacer era facilitar y asegurar el matrimonio; en su primer
diálogo con Wickham, vio que el matrimonio no entraba en los cálculos de
éste. Wickham confesó que se había visto obligado a abandonar el regimiento
debido a ciertas deudas de honor que le apremiaban; no tuvo el menor
escrúpulo en echar la culpa a la locura de Lydia todas las desdichadas
consecuencias de la huida.
Pero por la contestación que dio Wickham, Darcy comprendió que todavía
acariciaba la esperanza de conseguir una fortuna más sólida casándose con
otra muchacha en algún otro país; no obstante, y dadas las circunstancias en
que se hallaba, no parecía muy reacio a la tentación de obtener una solución
inmediata.
»Se entrevistaron repetidas veces porque había muchas cosas que discutir.
Wickham, desde luego, necesitaba mucho más de lo que podía dársele, pero
al fin se prestó a ser razonable.
»Cuando todo estuvo convenido entre ellos, lo primero que hizo el señor
Darcy fue informar a tu tío, por lo cual vino a Gracechurch Street por vez
primera, la tarde anterior a mi llegada. Pero no pudo ver a Gardiner. Darcy
averiguó que tu padre seguía aún en nuestra casa, pero que iba a marcharse al
día siguiente. No creyó que tu padre fuese persona más a propósito que tu tío
para tratar del asunto, y entonces aplazó su visita hasta que tu padre se hubo
ido. No dejó su nombre, y al otro día supimos únicamente que había venido
un caballero por una cuestión de negocios.
»El sábado volvió. Tu padre se había marchado y tu tío estaba en casa. Como
he dicho antes, hablaron largo rato los dos.
»Me imagino que sabrás lo que se ha hecho por esos jóvenes. Se han pagado
las deudas de Wickham, que ascienden, según creo, a muchísimo más de mil
libras; se han fijado otras mil para aumentar la dote de Lydia, y se le ha
conseguido a él un empleo. Según Darcy, las razones por las cuales ha hecho
Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
133
todo esto son unicamente las que te he dicho antes: por su reserva no se supo
quién era Wickham y se le recibió y consideró de modo que no merecía.
Puede que haya algo de verdad en esto, aunque yo no dudo que ni la reserva
de Darcy ni la de nadie tenga nada que ver en el asunto. Pero a pesar de sus
bonitas palabras, mi querida Elizabeth, puedes estar segura de que tu tío
jamás habría cedido a no haberle creído movido por otro interés.
»Cuando todo estuvo resuelto, el señor Darcy regresó junto a sus amigos que
seguían en Pemberley, pero prometió volver a Londres para la boda y para
liquidar las gestiones monetarias.
»El señor Darcy volvió puntualmente y, como Lydia os dijo, asistió a la boda.
Comió con nosotros al día siguiente. Se disponía a salir de Londres el
miércoles o el jueves. ¿Te enojarás conmigo, querida Lizzy, si aprovecho esta
oportunidad para decirte lo que nunca me habría atrevido a decirte antes, y es
lo mucho que me gusta Darcy? Su conducta con nosotros ha sido tan
agradable en todo como cuando estábamos en Derbyshire. Su inteligencia,
sus opiniones, todo me agrada. No le falta más que un poco de viveza, y eso
si se casa juiciosamente, su mujer se lo enseñará. Me parece que disimula
muy bien; apenas pronunció tu nombre. Pero se ve que el disimulo está de
moda.
»No puedo escribirte más. Los niños me están llamando desde hace media
hora.
»Tuya afectísima,
M. Gardiner.»
134
daba un gran placer, aunque también la entristecía pensar que sus tíos creían
que entre Darcy y ella subsistía afecto y confianza.
––Así es, en efecto ––replicó con una sonrisa––, pero no quiere decir que la
interrupción me moleste.
––No sé. La señora Bennet y Lydia se han ido en coche a Meryton. Me han
dicho tus tíos, querida hermana, que has estado en Pemberley.
––Te envidio ese placer, y si me fuera posible pasaría por allí de camino a
Newcastle. Supongo que verías a la anciana ama de llaves. ¡Pobre señora
Reynolds! ¡Cuánto me quería! Pero me figuro que no me nombraría delante
de vosotros.
––Sí, te nombró.
––¿Y te gustó?
––Muchísimo.
––Es verdad que he oído decir que en estos dos últimos años ha mejorado
extraordinariamente. La última vez que la vi no prometía mucho. Me alegro
de que te gustase. Espero que le vaya bien.
––No me acuerdo.
––Te lo digo, porque ésa es la rectoría que debía haber tenido yo. ¡Es un
lugar delicioso! ¡Y qué casa parroquial tan excelente tiene! Me habría
convenido desde todos los puntos de vista.
135
––¿Eso te ha dicho? Sí, algo de eso había; así te lo conté la primera vez, ¿te
acuerdas?
––Sí, es cierto. Debes recordar lo que te dije acerca de eso cuando hablamos
de ello la primera vez.
CAPÍTULO LIII
––Tan a menudo como pueda. Pero ya sabes que las mujeres casadas no
disponemos de mucho tiempo para escribir. Mis hermanas sí podrán
escribirme; no tendrán otra cosa que hacer.
––Es un joven muy fino ––dijo el señor Bennet en cuanto se habían ido––; no
he visto nunca otro igual. Es una máquina de sonrisas y nos hace la pelota a
todos. Estoy orgullosísimo de él. Desafío al mismo sir William Lucas a que
consiga un yerno más valioso.
tres días, para dedicarse a la caza durante unas semanas. La señora Bennet
estaba nerviosísima. Miraba a durante unas semanas: En Inglaterra la
136
Al saber la noticia, Jane mudó de color. Hacía meses que entre ella y
Elizabeth no se hablaba de Bingley, pero ahora en cuanto estuvieron solas le
dijo:
––He notado, Elizabeth, que cuando mi tía comentaba la noticia del día, me
estabas mirando. Ya sé que pareció que me dio apuro, pero no te figures que
era por alguna tontería. Me quedé confusa un momento porque me di cuenta
de que me estaríais observando. Te aseguro que la noticia no me da tristeza ni
gusto. De una cosa me alegro: de que viene solo, porque así lo veremos
menos. No es que tenga miedo por mí, pero temo los comentarios de la gente.
«Es duro ––pensaba a veces–– que este pobre hombre no pueda venir a una
casa que ha alquilado legalmente sin levantar todas estas cábalas. Yo le
dejaré en paz.»
A pesar de lo que su hermana decía y creía de buena fe, Elizabeth pudo notar
que la expectativa de la llegada de Bingley le afectaba. Estaba distinta y más
turbada que de costumbre.
El tema del que habían discutido sus padres acaloradamente hacía un año,
surgió ahora de nuevo.
––Bueno, será muy feo que no le visites; pero eso no me impedirá invitarle a
comer. Vamos a tener en breve a la mesa a la señora Long y a los Goulding, y
como contándonos a nosotros seremos trece, habrá justamente un lugar para
él.
Bingley llegó. La señora Bennet trató de obtener con ayuda de las criadas las
primeras noticias, para aumentar la ansiedad y el mal humor que la
consumían. Contaba los días que debían transcurrir para Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
137
invitarle, ya que no abrigaba esperanzas de verlo antes. Pero a la tercera
mañana de la llegada de Bingley al condado, desde la ventana de su vestidor
le vio que entraba por la verja a caballo y se dirigía hacia la casa.
Llamó al punto a sus hijas para que compartieran su gozo. Jane se negó a
dejar su lugar junto a la mesa. Pero Elizabeth, para complacer a su madre, se
acercó a la ventana, miró y vio que Bingley entraba con Darcy, y se volvió a
sentar al lado de su hermana.
––¡Oh! –– exclamó Catherine––. Parece aquel señor que antes estaba con él.
El señor... ¿cómo se llama? Aquel señor alto y orgulloso.
––¡Santo Dios! ¿El señor Darcy? Pues sí, es él. Bueno; cualquier amigo del
señor Bingley será siempre bienvenido a esta casa; si no fuera por eso... No
puedo verle ni en pintura.
Jane miró a Elizabeth con asombro e interés. Sabía muy poco de su encuentro
en Derbyshire y, por consiguiente, comprendía el horror que había de
causarle a su hermana ver a Darcy casi por primera vez después de la carta
aclaratoria. Las dos hermanas estaban bastante intranquilas; cada una sufría
por la otra, y como es natural, por sí misma. Entretanto la madre seguía
perorando sobre su odio a Darcy y sobre su decisión de estar cortés con él
sólo por consideración a Bingley. Ninguna de las chicas la escuchaba.
Elizabeth estaba inquieta por algo que Jane no podía sospechar, pues nunca
se había atrevido a mostrarle la carta de la señora Gardiner, ni a revelarle el
cambio de sus sentimientos por Darcy. Para Jane, Darcy no era más que el
hombre cuyas proposiciones había rechazado Elizabeth y cuyos méritos
menospreciaba. Pero para Elizabeth, Darcy era el hombre a quien su familia
debía el mayor de los favores, y a quien ella miraba con un interés, si no tan
tierno, por lo menos tan razonable y justo como el que Jane sentía por
Bingley. Su asombro ante la venida de Darcy a Netherfield, a Longbourn,
buscándola de nuevo voluntariamente, era casi igual al que experimentó al
verlo tan cambiado en Derbyshire.
El color, que había desaparecido de su semblante, acudió en seguida
violentamente a sus mejillas, y una sonrisa de placer dio brillo a sus ojos al
pensar que el cariño y los deseos de Darcy seguían siendo los mismos. Pero
no quería darlo por seguro.
«Primero veré cómo se comporta ––se dijo–– y luego Dios dirá si puedo tener
esperanzas.»
138
No tenía humor para hablar con nadie más que con él, pero le faltaba valor
para dirigirle la palabra. Le preguntó por su hermana, pero ya no supo más
qué decirle.
––Mucho tiempo ha pasado, señor Bingley, desde que se fue usted ––dijo la
señora Bennet.
Elizabeth, sabiendo que esto iba dirigido a Darcy, sintió tanta vergüenza que
apenas podía sostenerse en la silla. Sin embargo, hizo un supremo esfuerzo
para hablar y preguntó a Bingley si pensaba permanecer mucho tiempo en el
campo. El respondió que unas semanas.
––Cuando haya matado usted todos sus pájaros, señor Bingley ––dijo la
señora Bennet––, venga y mate todos los que quiera en la propiedad de mi
esposo. Estoy segura que tendrá mucho gusto en ello y de que le reservará sus
mejores nidadas.
«No deseo más que una cosa ––se dijo––, y es no volver a ver a ninguno de
estos dos hombres.
––Me debía una visita, señor Bingley añadió la señora Bennet––, pues
cuando se fue usted a la capital el último invierno, me prometió comer en
familia con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Estaba
muy disgustada porque no volvió usted para cumplir su compromiso.
Bingley pareció un poco desconcertado por esa reflexión, y dijo que lo sentía
mucho, pero que sus asuntos le habían retenido. Darcy y él se marcharon.
La señora Bennet había estado a punto de invitarles a comer aquel mismo día,
pero a pesar de que siempre se comía bien en su casa, no creía que dos platos
fuesen de ningún modo suficientes para un Austen,Jane: Orgullo y
Prejuicio
139
CAPÍTULO LIV
«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no
conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué
estuvo tan callado? ¡Qué hombre más irritante!
No quiero pensar más en él.»
––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún
peligro.
––Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre.
Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con
noble indiferencia, Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya
permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido
los ojos de éste vueltos también hacia Darcy, con una expresión risueña, pero
de alarma.
140
Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba;
pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa
en donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban
todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para
otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a
Elizabeth y le dijo al oído:
«¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su
amor. No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que
supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad
mayor para ellos.»
Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café, y ella
aprovechó la oportunidad para preguntarle:
Elizabeth creyó entonces que podría estar con él, pero sus esperanzas rodaron
por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Darcy y le obligaba a
sentarse a su mesa de whist. Elizabeth renunció ya a todas sus ilusiones. Toda
la tarde estuvieron confinados en mesas diferentes, pero los ojos de Darcy se
volvían tan a menudo donde ella estaba, que tanto el uno como el otro
perdieron todas las partidas.
––Ha sido un día muy agradable ––dijo Jane a Elizabeth––. ¡Qué selecta y
qué cordial fue la fiesta! Espero que se repita.
Elizabeth se sonrió.
––No te rías. Me duele que seas así, Lizzy. Te aseguro que ahora he
aprendido a disfrutar de su conversación y que no veo en él más que un
muchacho inteligente y amable. Me encanta su proceder y no Austen,Jane:
Orgullo y Prejuicio
141
me importa que jamás haya pensado en mí. Sólo encuentro que su trato es
dulce y más atento que el de ningún otro hombre.
––No sabría qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero sólo
enseñamos lo que no merece la pena saber. Perdóname, pero si persistes en tu
indiferencia, es mejor que yo no sea tu confidente.
CAPÍTULO LV
––La próxima vez que venga ––repuso la señora Bennet–– espero que
tengamos más suerte.
Bingley dijo que sí, pues no tenía ningún compromiso para el día siguiente.
Llegó tan temprano que ninguna de las señoras estaba vestida, La señora
Bennet corrió al cuarto de sus hijas, en bata y a medio peinar, exclamando:
––¡Jane, querida, date prisa y ve abajo! ¡Ha venido el señor Bingley! Es él,
sin duda. ¡Ven, Sara!
––¡Mira con lo que sales! ¿Qué tiene que ver en esto Catherine? Tú eres la
que debe bajar en seguida. ¿Dónde está tu corsé?
Pero cuando su madre había salido, Jane no quiso bajar sin alguna de sus
hermanas.
Por la tarde, la madre volvió a intentar que Bingley se quedara a solas con
Jane. Después del té, el señor Bennet se retiró a su biblioteca como de
costumbre, y Mary subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido dos de los
cinco obstáculos, la señora Bennet se puso a mirar y a hacer señas y guiños a
Elizabeth y a Catherine sin que ellas lo notaran. Catherine lo advirtió antes
que Elizabeth y preguntó con toda inocencia:
––¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me haces señas? ¿Qué quieres que haga?
Siguió sentada cinco minutos más, pero era incapaz de desperdiciar una
ocasión tan preciosa. Se levantó de pronto y le dijo a Catherine:
142
Después de este día, Jane ya no dijo que Bingley le fuese indiferente. Las dos
hermanas no hablaron una palabra acerca de él, pero Elizabeth se acostó con
la feliz convicción de que todo se arreglaría pronto, si Darcy no volvía antes
del tiempo indicado. Sin embargo, estaba seriamente convencida de que todo
esto habría tenido igualmente lugar sin la ausencia de dicho caballero.
Elizabeth tenía que escribir una carta, y fue con ese fin al saloncillo poco
después del té, pues como los demás se habían sentado a jugar, su presencia
ya no era necesaria para estorbar las tramas de su madre.
Jane no podía tener secretos para Elizabeth, sobre todo, no podía ocultarle
una noticia que sabía que la alegraría. La estrechó entre sus brazos y le
confesó con la más viva emoción que era la mujer más dichosa del mundo.
143
A los pocos minutos entró Bingley, que había terminado su corta conferencia
con el señor Bennet.
Pero ni una palabra salió de sus labios que aludiese al asunto hasta que el
invitado se despidió. Tan pronto como se hubo ido, el señor Bennet se volvió
a su hija y le dijo:
––Te felicito, Jane. Serás una mujer muy feliz. Jane corrió hacia su padre, le
dio un beso y las gracias por su bondad.
––Eres una buena muchacha ––añadió el padre–– y mereces la suerte que has
tenido. Os llevaréis muy bien. Vuestros caracteres son muy parecidos. Sois
tan complacientes el uno con el otro que nunca resolveréis nada, tan
confiados que os engañará cualquier criado, y tan generosos que siempre
gastaréis más de lo que tengáis.
––Eso sí que no. La imprudencia o el descuido en cuestiones de dinero sería
imperdonable para mí. ––¡Gastar más de lo tenga! ––exclamó la señora
Bennet––. ¿Qué estás diciendo? Bingley posee cuatro o cinco mil libras
anuales, y puede que más. Después, dirigiéndose a su hija, añadió:
¡Oh, Jane, querida, vida mía, soy tan feliz que no voy a poder cerrar ojo en
toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final se
arreglaría todo. Estaba segura de que tu hermosura no iba a ser en balde.
Recuerdo que en cuanto lo vi la primera vez que llegó a Hertfordshire, pensé
que por fuerza teníais que casaros. ¡Es el hombre más guapo que he visto en
mi vida!
Wickham y Lydia quedaron olvidados. Jane era ahora su hija favorita, sin
ninguna comparación; en aquel momento las demás no le importaban nada.
Las hermanas menores pronto empezaron a pedirle a Jane todo lo que
deseaban y que ella iba a poder dispensarles en breve.
Bingley, como era natural, iba a Longbourn todos los días. Con frecuencia
llegaba antes del almuerzo y se quedaba hasta después de la cena, menos
cuando algún bárbaro vecino, nunca detestado lo bastante, le invitaba a
comer, y Bingley se creía obligado a aceptar.
––¡No sabes lo feliz que me ha hecho ––le dijo una noche a su hermana–– al
participarme que ignoraba que yo había estado en Londres la pasada
primavera! ¡Me parecía imposible!
Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz a mi
lado, se contentarán y volveremos a ser amigas, aunque nunca como antes.
144
––Aunque me dieras cuarenta como él nunca sería tan dichosa como tú.
Mientras no tenga tu carácter, jamás podré disfrutar de tanta felicidad. No,
no; déjame como estoy. Si tengo buena suerte, puede que con el tiempo
encuentre otro Collins.
El estado de los asuntos de la familia de Longbourn no podía permanecer en
secreto. La señora Bennet tuvo el privilegio de comunicarlo a la señora
Philips y ésta se lanzó a pregonarlo sin previo permiso por las casas de todos
los vecinos de Meryton.
CAPÍTULO LVI
Verdad es que todas esperaban alguna sorpresa, pero ésta fue superior a todas
las previsiones.
––Supongo que estará usted bien, y calculo que esa señora es su madre.
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––Sí, señora ––respondió la señora Bennet muy oronda de poder hablar con
lady Catherine––. Es la penúltima; la más joven de todas se ha casado hace
poco, y la mayor está en el jardín paseando con un caballero que creo no
tardará en formar parte de nuestra familia.
––Ésta ha de ser una habitación muy molesta en las tardes de verano; las
ventanas dan por completo a poniente.
––Muy bien; les vi anteayer por la noche. Elizabeth esperaba que ahora le
daría alguna carta de Charlotte, pues éste parecía el único motivo probable de
su visita; pero lady Catherine no sacó ninguna carta, y Elizabeth siguió con
su perplejidad.
ermita le va a gustar.
pasar por el vestíbulo, lady Catherine abrió las puertas del comedor y del
salón y después de una corta como ruinas artificiales o rasgos
ermita.
¿Cómo pude decir alguna vez que se parecía a su sobrino?, se dijo al mirarla
a la cara.
Cuando entraron en un breñal, lady Catherine le dijo lo siguiente:
––Si creyó usted de veras que eso era imposible –replicó Elizabeth roja de
asombro y de desdén–, me admira que se haya molestado en venir tan lejos.
¿Qué es lo que se propone?
––Ante todo, intentar que esa noticia sea rectificada en todas sus partes.
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––¿Y va usted a decirme también que no hay ningún fundamento de lo que le
digo?
––Debe serlo, tiene que serlo mientras Darcy conserve el uso de la razón.
Pero sus artes y sus seducciones pueden haberle hecho olvidar en un
momento de ceguera lo que debe a toda su familia y a sí mismo. A lo mejor
le ha arrastrado usted a hacerlo.
––Pero no los tiene usted para saber cuáles son los míos, ni el proceder de
usted es el más indicado para inducirme a ser más explícita.
––Sólo esto: que si es así, no tiene usted razón para suponer que me hará
proposición alguna.
––Sí, lo he oído decir; pero, ¿qué tiene que ver eso conmigo? Si no hubiera
otro obstáculo para que yo me casara con su sobrino, tenga por seguro que no
dejaría de efectuarse nuestra boda por suponer que su madre y su tía deseaban
que se uniese con la señorita de Bourgh. Ustedes dos hicieron lo que
pudieron con proyectar ese matrimonio, pero su realización depende de otros.
Si el señor Darcy no se siente ligado a su prima ni por el honor ni por la
inclinación, ¿por qué no habría de elegir a otra? Y si soy yo la elegida, ¿por
qué no habría de aceptarlo?
––Graves desgracias son ésas ––replicó Elizabeth––. Pero la esposa del señor
Darcy gozará seguramente de tales venturas que podrá a pesar de todo
sentirse muy satisfecha.
––Esto puede que haga más lastimosa la situación actual de Su Señoría, pero
a mí no me afecta. ––
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––Cualesquiera que sean mis parientes, si su sobrino no tiene nada que decir
de ellos, menos tiene que decir usted ––repuso Elizabeth.
Dígame de una vez por todas, ¿está usted comprometida con él?
––No lo estoy.
Esperaba que fuese usted más sensata. Pero no se haga usted ilusiones: no
pienso ceder. No me iré hasta que me haya dado la seguridad que le exijo.
¡Criatura insensible y egoísta! ¿No repara en que si se casa con usted quedará
desacreditado a los ojos de todo el mundo?
Lady Catherine, no tengo nada más que decir. Ya sabe cómo pienso.
––No he dicho tal cosa., No estoy decidida más que a proceder del modo que
crea más conveniente para mi felicidad sin tenerla en cuenta a usted ni a
nadie que tenga tan poco que ver conmigo.
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Todo esto fue diciendo lady Catherine hasta que llegaron a la puerta del
coche. Entonces se volvió y dijo:
Estuvo muchas horas sin poder pensar en otra cosa. Al parecer, lady
Catherine se había tomado la molestia de hacer el viaje desde Rosings a
Hertfordshire con el único fin de romper su supuesto compromiso con Darcy.
Aunque lady Catherine era muy capaz de semejante proyecto, Elizabeth no
alcanzaba a imaginar de dónde había sacado la noticia de dicho compromiso,
hasta que recordó que el ser él tan amigo de Bingley y ella hermana de Jane,
podía haber dado origen a la idea, ya que la boda de los unos predisponía a
suponer la de los otros. Elizabeth había pensado, efectivamente, que el
matrimonio de su hermana les acercaría a ella y a Darcy. Por eso mismo
debió de ser por lo que los Lucas ––por cuya correspondencia con los Collins
presumía Elizabeth que la conjetura había llegado a oídos de lady Catherine
dieron por inmediato lo que ella también había creído posible para más
adelante.
Pero al meditar sobre las palabras de lady Catherine, no pudo evitar cierta
intranquilidad por las consecuencias que podía tener su intromisión. De lo
que dijo acerca de su resolución de impedir el casamiento, dedujo Elizabeth
que tenía el propósito de interpelar a su sobrino, y no sabía cómo tomaría
Darcy la relación de los peligros que entrañaba su unión con ella. Ignoraba
hasta dónde llegaba el afecto de Darcy por su tía y el caso que hacía de su
parecer; pero era lógico suponer que tuviese más consideración a Su Señoría
de la que tenía ella, y estaba segura de que su tía le tocaría el punto flaco al
enumerar las desdichas de un matrimonio con una persona de familia tan
desigual a la suya. Dadas las ideas de Darcy sobre ese particular, Elizabeth
creía probable que los argumentos que a ella le habían parecido tan débiles y
ridículos se le antojasen a él llenos de buen sentido y sólido razonamiento.
De modo que si Darcy había vacilado antes sobre lo que tenía que hacer, cosa
que a menudo había aparentado, las advertencias e instancias de un deudo tan
allegado disiparían quizá todas sus dudas y le inclinarían de una vez para
siempre a ser todo lo feliz que le permitiese una dignidad inmaculada. En ese
caso, Darcy no volvería a Hertfordshire. Lady Catherine le vería a su paso
por Londres, y el joven rescindiría su compromiso con Bingley de volver a
Netherfield.
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«Por lo tanto ––se dijo Elizabeth––, si dentro de pocos días Bingley recibe
una excusa de Darcy para no venir, sabré a qué atenerme. Y entonces tendré
que alejar de mí toda esperanza y toda ilusión sobre su constancia. Si se
conforma con lamentar mi pérdida cuando podía haber obtenido mi amor y
mi mano, yo también dejaré pronto de lamentar el perderle a él.»
La sorpresa del resto de la familia al saber quién había sido la visita fue
enorme; pero se lo explicaron todo del mismo modo que la señora Bennet, y
Elizabeth se ahorró tener que mencionar su indignación.
––He recibido una carta esta mañana que me ha dejado patidifuso. Como se
refiere a ti principalmente, debes conocer su contenido. No he sabido hasta
ahora que tenía dos hijas a punto de casarse. Permíteme que te felicite por
una conquista así.
Elizabeth se quedó demudada creyendo que la carta en vez de ser de la tía era
del sobrino; y titubeaba entre alegrarse de que Darcy se explicase por fin, y
ofenderse de que no le hubiese dirigido a ella la carta, cuando su padre
continuó:
––Parece que lo adivinas. Las muchachas tenéis una gran intuición para estos
asuntos. Pero creo poder desafiar tu sagacidad retándote a que descubras el
nombre de tu admirador. La carta es de Collins.
––¡De Collins! ¿Y qué tiene él que decir? ––Como era de esperar, algo muy
oportuno. Comienza con la enhorabuena por la próxima boda de mi hija
mayor, de la cual parece haber sido informado por alguno de los bondadosos
y parlanchines Lucas. No te aburriré leyéndote lo que dice sobre ese punto.
Lo referente a ti es lo siguiente:
«Ese joven posee todo lo que se puede ambicionar en este mundo: soberbias
propiedades, ilustre familia y un extenso patronato. Pero a pesar de todas esas
tentaciones, permítame advertir a mi prima Elizabeth y a usted mismo los
peligros a que pueden exponerse con una precipitada aceptación de las
proposiciones de semejante caballero, que, como es natural, se inclinarán
ustedes considerar como ventajosas.»
«Los motivos que tengo para avisarle son los siguientes: su tía, lady
Catherine de Bourgh, no mira ese matrimonio con buenos ojos.»
Elizabeth trató de bromear con su padre, pero su esfuerzo no llegó más que a
una sonrisa muy tímida. El humor de su padre no había tomado nunca un
derrotero más desagradable para ella.
––¿No te ha divertido?
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Supongo que no irías a enojarte y a darte por ofendida por esta imbecilidad.
¿Para qué vivimos si no es para entretener a nuestros vecinos y reírnos
nosotros de ellos a la vez?
CAPÍTULO LVIII
––Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta que no me preocupo más que de
mis propios sentimientos, sin pensar que quizá lastimaría los suyos. Pero ya
no puedo pasar más tiempo sin darle a Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
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usted las gracias por su bondad sin igual para con mi pobre hermana. Desde
que lo supe he estado ansiando manifestarle mi gratitud. Si mi familia lo
supiera, ellos también lo habrían hecho.
––Si quiere darme las gracias ––repuso Darcy––, hágalo sólo en su nombre.
No negaré que el deseo de tranquilizarla se sumó a las otras razones que me
impulsaron a hacer lo que hice; pero su familia no me debe nada. Les tengo
un gran respeto, pero no pensé más que en usted.
Elizabeth estaba tan confusa que no podía hablar. Después de una corta
pausa, su compañero añadió: ––Es usted demasiado generosa para burlarse de
mí. Si sus sentimientos son aún los mismos que en el pasado abril, dígamelo
de una vez. Mi cariño y mis deseos no han cambiado, pero con una sola
palabra suya no volveré a insistir más.
Elizabeth, sintiéndose más torpe y más angustiada que nunca ante la situación
de Darcy, hizo un esfuerzo para hablar en seguida, aunque no rápidamente, le
dio a entender que sus sentimientos habían experimentado un cambio tan
absoluto desde la época a la que él se refería, que ahora recibía con placer y
gratitud sus proposiciones. La dicha que esta contestación proporcionó a
Darcy fue la mayor de su existencia, y se expresó con todo el calor y la
ternura que pueden suponerse en un hombre locamente enamorado. Si
Elizabeth hubiese sido capaz de mirarle a los ojos, habría visto cuán bien se
reflejaba en ellos la delicia que inundaba su corazón; pero podía escucharle, y
los sentimientos que Darcy le confesaba y que le demostraban la importancia
que ella tenía para él, hacían su cariño cada vez más valioso.
––No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde ––dijo Elizabeth––.
Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos
hemos ganado en cortesía desde entonces.
––Crea usted que yo estaba lejos de suponer que pudieran causarle tan mala
impresión. No tenía la menor idea de que le afligirían de ese modo.
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––No repita todas mis palabras de aquel día. Hemos de borrar ese recuerdo.
Le juro que hace tiempo que estoy sinceramente avergonzada de aquello.
––Ya sabía ––prosiguió Darcy–– que lo que le escribí tenía que apenarla,
pero era necesario.
––No puedo creer en esa filosofia suya. Sus recuerdos deben de estar tan
limpios de todo reproche que la satisfacción que le producen no proviene de
la filosofía, sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. Pero
conmigo es distinto: me salen al paso recuerdos penosos que no pueden ni
deben ser ahuyentados. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque
no en los principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir
mi temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las
siguiese cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único
durante varios años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi
padre, que era la bondad y el amor personificados, me permitieron, me
consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo,
hacia la despreocupación por todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el
desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y
los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos. Así desde los ocho
hasta los veintiocho años, y así sería aún si no hubiese sido por usted,
amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una lección que fue, por cierto,
muy dura al principio, pero también muy provechosa.
––Claro que sí. ¿Qué piensa usted de mi vanidad? Creía que usted esperaba y
deseaba mi declaración.
––Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin
embargo muchas veces me equivoco. ¡Cómo debió odiarme después de
aquella tarde!
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––Su sorpresa no sería mayor que la mía al ver que usted me saludaba. No
creí tener derecho a sus atenciones y confieso que no esperaba recibir más
que las merecidas.
Volvió Elizabeth a darle las gracias, pero aquel asunto era demasiado
agobiante para ambos y no insistieron en él.
Esta exclamación les llevó a hablar de los asuntos de ambos. Darcy estaba
contentísimo con su compromiso, que Bingley le había notificado
inmediatamente.
––Así es. Bingley es el hombre más modesto y menos presumido del mundo.
Su apocamiento le impidió fiarse de su propio juicio en un caso de tanta
importancia;. pero su sumisión al mío lo arregló todo.
Tuve que declararle una cosa que por un tiempo y con toda razón le tuvo muy
disgustado. No pude ocultarle que su hermana había estado tres meses en
Londres el pasado invierno, que yo lo sabía y que no se lo dije a propósito. Se
enfadó mucho. Pero estoy seguro de que se le pasó al convencerse de que su
hermana le amaba todavía. Ahora me ha perdonado ya de todo corazón.
Elizabeth habría querido añadir que Bingley era el más estupendo de los
amigos por la facilidad con que se le podía traer y llevar, y que era realmente
impagable. Pero su contuvo. Recordó que Darcy tenía todavía que aprender a
reírse de estas cosas, y que era demasiado pronto para empezar. Haciendo
cábalas sobre la felicidad de Bingley que, desde luego, sólo podía ser inferior
a la de ellos dos, Darcy siguió hablando hasta que llegaron a la casa. En el
vestíbulo se despidieron.
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CAPÍTULO LIX
––No sabes nada de nada. Hemos de olvidar todo eso. Tal vez no siempre le
haya querido como ahora; pero en estos casos una buena memoria es
imperdonable. Ésta es la última vez que yo lo recuerdo.
––¡Cielo Santo! ¿Es posible? ¿De veras? Pero ahora ya te creo ––exclamó
Jane––. ¡Querida Elizabeth! Te felicitaría, te felicito, pero..., ¿estás segura, y
perdona la pregunta, completamente segura de que serás dichosa con él?
––Pues que he de confesarte que le quiero más que tú a Bingley. Temo que te
disgustes.
––Hermana, querida, no estás hablando en serio. Dime una cosa que necesito
saber al momento:
––Ahora sí soy feliz del todo ––dijo––, porque tú vas a serlo tanto como yo.
Siempre he sentido gran estimación por Darcy. Aunque no fuera más que por
su amor por ti, ya le tendría que querer; pero ahora que además de ser el
amigo de Bingley será tu marido, sólo a Bingley y a ti querré más que a él.
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––¡Ay, ojalá ese antipático señor Darcy no. venga otra vez con nuestro
querido Bingley! ––suspiró la señora Bennet al asomarse a la ventana al día
siguiente––. ¿Por qué será tan pesado y vendrá aquí continuamente? Ya
podría irse a cazar o a hacer cualquier cosa en lugar de venir a importunarnos.
¿Cómo podríamos quitárnoslo de encima? Elizabeth, tendrás que volver a
salir de paseo con él para que no estorbe a Bingley.
Elizabeth por poco suelta una carcajada al escuchar aquella proposición tan
interesante, a pesar de que le dolía que su madre le estuviese siempre
insultando.
––Esto puede estar bien para los otros dos ––explicó Bingley––, pero me
parece que Catherine se cansaría. ¿Verdad?
––Lizzy, siento mucho que te veas obligada a andar con una persona tan
antipática; pero espero que lo hagas por Jane. Además, sólo tienes que
hablarle de vez en cuando. No te molestes mucho.
––Elizabeth ––le dijo––, ¿qué vas a hacer? ¿Estás en tu sano juicio al aceptar
a ese hombre? ¿No habíamos quedado en que le odiabas?
¡Cuánto sintió Elizabeth que su primer concepto de Darcy hubiera sido tan
injusto y sus expresiones tan inmoderadas! Así se habría ahorrado ciertas
explicaciones y confesiones que le daban muchísima vergüenza, pero que no
había más remedio que hacer. Bastante confundida, Elizabeth aseguró a su
padre que amaba a Darcy profundamente.
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––En otras palabras, que estás decidida a casarte con él. Es rico, eso sí;
podrás tener mejores trajes y mejores coches que Jane. Pero ¿te hará feliz
todo eso?
––Pues sí, me gusta ––replicó Elizabeth con lágrimas en los ojos––; le amo.
Además no tiene ningún orgullo. Es lo más amable del mundo. Tú no le
conoces. Por eso te suplico que no me hagas daño hablándome de él de esa
forma.
––Bueno, querida ––le dijo cuando ella terminó de hablar––, no tengo más
que decirte. Siendo así, es digno de ti. Lizzy mía, no te habría entregado a
otro que valiese menos.
––¡Ésta es de veras una tarde de asombro! ¿De modo que Darcy lo hizo todo:
llevó a efecto el casamiento, dio el dinero, pagó las deudas del pollo y le
obtuvo el destino? Mejor: así me libraré de un mar de confusiones y de
cuentas. Si lo hubiese hecho tu tío, habría tenido que pagarle; pero esos
jóvenes y apasionados enamorados cargan con todo. Mañana le ofreceré
pagarle; él protestará y hará una escena invocando su amor por ti, y asunto
concluido.
––Si viene algún muchacho por Mary o Catherine, envíamelo, que estoy
completamente desocupado.
Cuando su madre se retiró a su cuarto por la noche, Elizabeth entró con ella y
le hizo la importante comunicación. El efecto fue extraordinario, porque al
principio la señora Bennet se quedó absolutamente inmóvil, incapaz de
articular palabra; y hasta al cabo de muchos minutos no pudo comprender lo
que había oído, a pesar de que comúnmente no era muy reacia a creer todo lo
que significase alguna ventaja para su familia o noviazgo para alguna de sus
hijas. Por fin empezó a recobrarse y a agitarse. Se levantaba y se volvía a
sentar. Se maravillaba y se congratulaba:
––¡Cielo santo! ¡Que Dios me bendiga! ¿Qué dices querida hija? ¿El señor
Darcy? ¡Quién lo iba a decir! ¡Oh, Eliza de mi alma! ¡Qué rica y qué
importante vas a ser! ¡Qué dineral, qué joyas, qué coches vas a tener! Lo de
Jane no es nada en comparación, lo que se dice nada. ¡Qué contenta estoy,
qué feliz! ¡Qué Austen,Jane: Orgullo y Prejuicio
157
hombre tan encantador, tan guapo, tan bien plantado! ¡Lizzy, vida mía,
perdóname que antes me fuese tan antipático! Espero que él me perdone
también. ¡Elizabeth de mi corazón! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo
apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras al año! ¡Madre mía! ¿Qué va
a ser de mí? ¡Voy a enloquecer!
especial. Prenda mía, dime qué plato le gusta más a Darcy para que pueda
preparárselo para mañana.
Mal presagio era esto de lo que iba a ser la conducta de la señora Bennet con
el caballero en cuestión, y Elizabeth comprendió que a pesar de poseer el
ardiente amor de Darcy y el consentimiento de toda su familia, todavía le
faltaba algo. Pero la mañana siguiente transcurrió mejor de lo que había
creído, porque, felizmente, su futuro yerno le infundía a la señora Bennet tal
pavor, que no se atrevía a hablarle más que cuando podía dedicarle alguna
atención o asentir a lo que él decía.
CAPÍTULO LX
––¿Cómo empezó todo? ––le dijo––. Comprendo que una vez en el camino
siguieras adelante, pero ¿cuál fue el primer momento en el que te gusté?
––Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es
que estabas harto de cortesías, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban
las mujeres que hablaban sólo para atraerte. Yo te irrité y te interesé porque
no me parecía a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me
habrías odiado; pero a pesar del trabajo que te tomabas en disimular, tus
sentimientos eran nobles y justos, y desde el fondo de tu corazón
despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te cortejaban.
––¡Mi querida Jane! Cualquiera habría hecho lo mismo por ella. Pero
interprétalo como virtud, si quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen
ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a mí me
corresponde el encontrar ocasiones de contrariarte y de discutir contigo tan a
menudo como pueda.
Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿Por qué tardaste tanto en volverme
a hablar de tu cariño? ¿Por qué estabas tan tímido cuando viniste la primera
vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿Por qué, especialmente, mientras
estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?
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––Y yo también.
––¡Qué lástima que siempre tengas una contestación razonable, y que yo sea
también tan razonable que la admita! Pero si tú hubieses tenido que decidirte,
todavía estaríamos esperando. ¿Cuándo me habrías dicho algo, si no soy yo la
que empieza? Mi decisión de darte las gracias por lo que hiciste por Lydia
surtió buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿cómo queda la moral
si nuestra felicidad brotó de la infracción de una promesa? Yo no debí haber
hablado de aquello, no volveré a hacerlo.
––Lady Catherine nos ha sido, pues, infinitamente útil, cosa que debería
extasiarla a ella que tanto le gusta ser útil a todo el mundo. Pero dime, ¿por
qué volviste a Netherfield? ¿Fue sólo para venir a Longbourn a azorarte, o
pensaste en obtener un resultado más serio?
––Puede que más bien me falte tiempo que valor. Vamos a ello ahora mismo.
Si me das un pliego de papel, lo hago inmediatamente.
«Querida tía: te habría dado antes, como era mi deber, las gracias por tu
extensa, amable y satisfactoria descripción del hecho que tú sabes; pero
sabrás que estaba demasiado afligida para hacerlo.
Tus suposiciones iban más allá de la realidad. Pero ahora ya puedes suponer
lo que te plazca, puedes dar rienda suelta a tu fantasía, puedes permitir a tu
imaginación que vuele libremente, y no errarás más que si te figuras que ya
estoy casada. Tienes que escribirme pronto y alabar a Darcy mucho más de lo
que le alababas en tu última carta. Doy gracias a Dios una y mil veces por no
haber ido a los Lagos. ¡Qué necedad la mía al desearlo! Tu idea de las jacas
es magnífica; todos los días recorreremos la finca. Soy la criatura más
dichosa del mundo. Tal vez otros lo hayan dicho antes, pero nadie con tanta
justicia. Soy todavía más feliz que Jane. Ella sólo sonríe. Yo me río del todo.
Darcy te envía todo el cariño de que pueda privarme.
«Querido señor: tengo que molestarle una vez más con la cuestión de las
enhorabuenas: Elizabeth será pronto la esposa del señor Darcy. Consuele a
lady Catherine lo mejor que pueda; pero yo que usted me quedaría con el
sobrino. Tiene más que ofrecer. Le saludo atentamente.»
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CAPÍTULO LXI
El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran
bienaventuranza para todos sus sentimientos maternales. Puede suponerse
con qué delicioso orgullo visitó después a la señora Bingley y habló de la
señora Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el
cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas,
surtió el feliz efecto de convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa
para toda su vida; pero quizá fue una suerte para su marido (que no habría
podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese
ocasionalmente nerviosa e invariablemente mentecata.
Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo
con sus dos hermanas mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la
que siempre había conocido, progresó notablemente. Su temperamento no era
tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó, gracias a
una atención y dirección conveniente, a ser menos irritable, menos ignorante
y menos insípida.
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En cuanto a Wickham y Lydia, las bodas de sus hermanas les dejaron tal
como estaban. Él aceptaba filosóficamente la convicción de que Elizabeth
sabría ahora todas sus falsedades y toda su ingratitud que antes había
ignorado; pero, no obstante, alimentaba aún la esperanza de que Darcy
influiría para labrar su suerte. La carta de felicitación por su matrimonio que
Elizabeth recibió de Lydia daba a entender que tal esperanza era acariciada, si
no por él mismo, por lo menos por su mujer. Decía textualmente así:
Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse
con su marido unas libertades que un hermano nunca puede tolerar a una
hermana diez años menor que él.
Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como
abrió la esclusa a toda su genuina franqueza al contestar a la carta en la que él
le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan inmoderado,
especialmente al referirse a Elizabeth, que sus relaciones quedaron
interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth,
Darcy accedió a perdonar la ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió
todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o a su curiosidad por ver
cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en
Pemberley, a pesar de la profanación que habían sufrido sus bosques no sólo
por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de sus tíos
de Londres.
Con los Gardiner estuvieron siempre los Darcy en las más íntima relación.
Darcy, lo mismo que Elizabeth, les quería de veras; ambos sentían la más
ardiente gratitud por las personas que, al llevar a Elizabeth a Derbyshire,
habían sido las causantes de su unión.
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