Bibliografia Final Derecho Romano - Tomo II
Bibliografia Final Derecho Romano - Tomo II
Bibliografia Final Derecho Romano - Tomo II
Unidad 8
I. El Patrimonio
A. Concepto y composición
En su acepción más amplia, se entiende por patrimonio el conjunto de
derechos de que puede ser titular una persona, así como las obligaciones o
cargas que lo gravan. Etimológicamente deriva de la voz patrimonium, que
significaba lo recibido del padre o pater.
Para nuestra legislación positiva, el patrimonio es un atributo de la
personalidad, constituido por bienes y cargas o deudas. Por lo tanto, no es
posible concebir una persona sin patrimonio, ni un patrimonio sin titular. Incluso
si las deudas superan a los bienes, el patrimonio será negativo. No es ésta la
concepción romana. El patrimonio, para los romanos, era una universalidad
jurídica, susceptible de transferencia no sólo mortis causa sino también inter
vivos (casos de adrogatio, legitimación y matrimonio cum manu, cuando la
mujer era sui iuris), que podía carecer de titular (como el caso de la hereditas
iacens), pero integrado sólo por valores positivos. Las cosas, los créditos, los
derechos apreciables económicamente, formaban parte del patrimonio, no las
deudas que debían ser deducidas.
Esta particular concepción romana del patrimonio es extraída de los
jurisconsultos clásicos y ha sido recogida por las fuentes en numerosos
fragmentos: Merece citarse el pasaje de Paulo que dice: "se entiende que son
bienes de cualquiera, los que quedan después de deducidas las deudas"; y el
de Javoleno que coincidentemente agrega: "no se pueden llamar bienes las
cosas que tienen más molestias que ventajas". Estas expresiones y la de
Ulpiano que manifestaba que "es dinero ajeno, el que debemos a otro, es
dinero propio el que otro nos debe", prueban acabadamente que para los
romanos el patrimonio era aquello que quedaba una vez deducidas las deudas.
Además, estando compuesto el patrimonio exclusivamente por valores
positivos, en Roma podía haber personas sin patrimonio, cuando sus bienes no
alcanzaran a cubrir las deudas o las cargas que los gravaran. Esto sin
considerar que, por una particular organización de la familia romana, por
mucho tiempo el filiusfamilias careció totalmente de patrimonio propio.
Como dijimos más arriba, los modernos se apartaron en la materia de la
concepción romana y, siguiendo la doctrina de dos juristas franceses, Aubry y
Rau, consideraron el patrimonio como un atributo de la personalidad, algo
inherente a la persona humana, que constituye una unidad abstracta y
universal de derecho integrada por todos los bienes y derechos susceptibles de
apreciación pecuniaria y de las cargas que le están impuestas. Como
consecuencia de esta doctrina no es admitido transmitir el patrimonio por
negocios inter vivos, operándose su transmisión sólo por causa de muerte,
porque no se concibe persona sin patrimonio, aunque las deudas y las cargas
superen los bienes o derechos. Tampoco puede existir un patrimonio sin la
persona de un titular. Vemos así como la teoría moderna llega a conclusiones
opuestas a las que se infieren de la particular concepción romana.
B. Elementos
La posesión es una relación de hecho que produce consecuencias jurídicas y
que se configura como tal cuando el sujeto ejerce un poder físico sobre la cosa
y evidencia la intención de conducirse respecto de ella como si fuera un
propietario, con abstracción a si tiene derecho al ejercicio del derecho de
propiedad. Se presentan en la posesión, por lo tanto, dos elementos que ya
fueron distinguidos por los jurisconsultos clásicos. Uno, externo y material, que
entraña el contacto o poder físico que el sujeto tiene respecto de la cosa; el
segundo, interno, subjetivo o espiritual, que consiste en la intención de someter
la cosa al ejercicio del derecho de dominio, con lo que el titular actúa respecto
de la misma como lo haría un verdadero propietario. El primer elemento
constitutivo se expresa por los romanos con las palabras tenere o detinere,
esse in possessione, possessio, corporalis, possidere corpore, o simplemente
corpus. El segundo elemento lo designaban con los términos animus
possidendi, affectio possidendi, animus rem sibi habendi, o sencillamente
animus.
La concurrencia del corpus y del animus era requisito necesario para que se
reconociese a la posesión consecuencias jurídicas y su debida protección; la
suma de tales elementos tipifica la posesión. Tal el criterio de las propias
fuentes romanas, como surge de un pasaje de Paulo "alcanzamos la posesión
con el cuerpo y con el ánimo, y no solamente con el ánimo o con el cuerpo".
El corpus y el animus no eran dos factores completamente diferenciados que
podían existir el uno independientemente del otro, ni tampoco que surgiendo
cualquiera de ellos primeramente pudiera luego incorporarse el restante. En la
possessio ambos se presentaban simultáneamente y era inadmisible que el
corpus viviera sin el animus, o a la inversa. Se han comparado estos dos
elementos de la posesión al pensamiento y a la palabra, por lo simultáneos e
inseparables. Así cuando la intención del sujeto que tenía en su poder una
cosa (corpus) era poseerla como cosa ajena y no ejercer más que los derechos
de propiedad de otro, los romanos decían non possidet, es decir, "no tiene la
posesión jurídica", o bien, alieno nomine possidet, con lo cual querían significar
"posee en nombre de otro".
La teoría romana de la posesión ha experimentado una evolución paulatina que
ha pasado del derecho bizantino a la escuela de los glosadores en la Edad
Media. Trasladada después al Renacimiento llegó hasta el siglo pasado
durante el cual se plantearon vivas polémicas entre destacados pensadores de
la ciencia romanística.
El Jurista alemán Federico Carlos de Savigny publicó en el año 1803 su
brillante obra jurídica titulada “Tratado de la posesión”. En la misma expone su
teoría subjetiva afirmando que la posesión se integra por dos elementos
constitutivos: el corpus y el animus domini, elemento éste de carácter subjetivo
que se traduce en la intención de comportarse respecto de la cosa como lo
haría un propietario. Sostiene Savigny que el animus es un factor de la
posesión que se presume, en una presunción que admite prueba en contrario.
Cuando una persona deriva su poder sobre una cosa de un título incompatible
con la idea de propiedad -arrendamiento, depósito, etc.- no hay posesión sino
detención, ya que entonces queda comprobado que falta el animus domini.
Según Savigny, pues, carecen de este elemento subjetivo todas las personas
que ejercen el corpus por cuenta de otro, ya que al poseer corpore alieno, no
tienen la intención de comportarse como propietarios. Por ello el insigne
maestro niega a los detentadores la calidad de poseedores y
consecuentemente, el derecho de aprovechar los efectos de la posesión.
Otro ilustre romanista alemán Rudolf von Ihering en su libro El fundamento de
los interdictos posesorios, publicado en 1867 atacó rudamente la tesis subjetiva
de Savigny. Entendía que no cabe hacer distinción alguna entre poseedores y
detentadores fundándose en el animus, porque unos y otros están movidos por
la misma intención, cual es, la de tener y conservar la cosa, a lo que se
denomina animus tenendi. En otros términos, para Ihering detentación y
posesión son idénticas, mientras el legislador no quite, por disposición expresa,
la protección posesoria a determinadas categorías de poseedores, que en tal
supuesto pasarían a ocupar el carácter de meros detentadores. El preclaro
romanista vincula la interpretación de la posesión a su famosa teoría "del
interés", sosteniendo que toda detentación que normalmente indique un Interés
propio es posesión. La distinción entre poseedores debe hacerse objetivamente
("teoría objetiva") en razón de que, el derecho le concede a todo aquel que
ejerce un poder físico sobre la cosa los efectos de la posesión y sólo debe
negarlos a título excepcional, por razón de una causa detentionis, esto es, por
una razón derivada del contrato que una al detentador con el propietario.
C. Naturaleza Jurídica
A los problemas que ha dado lugar la posesión, se suma el más intrincado de
ellos que es el que se refiere a su naturaleza jurídica, sosteniendo unos
tratadistas que la posesión es un "hecho", en tanto otros la consideran un
"derecho". Ambas teorías tienen cabida en las fuentes romanas pero a partir de
los glosadores y comentaristas contó con mayor adhesión el sistema que
atribuye a la posesión la calidad de simple hecho.
Fue el maestro Savigny quien expuso más detalladamente la tesis de que la
posesión es un hecho, partiendo de la base de que la misma se funda en
circunstancias materiales (corpus) sin las cuales no se la podría concebir.
Argumenta, además, que posesión se opone a propiedad dentro del petitorio,
ya que la primera se presenta en el juicio como situación de hecho, en tanto la
segunda es el derecho que se trata de restablecer. Agrega el egregio (ilustre)
historicista alemán que al no constituir la posesión por sí misma un derecho, su
violación no es en rigor un acto perturbatorio del orden jurídico y no puede
llegar a serlo, salvó que a la vez se ataque un derecho cualquiera.
Empero, el pensamiento de Savigny no es tan absoluto, pues si bien sostiene
que por su propia naturaleza la posesión no es otra cosa que un mero hecho,
admite que por sus consecuencias se asemeja a un derecho, esto es, que
entra en la esfera del derecho, no sólo por los efectos que produce, sino
también como causa determinante de los mismos. En suma, para Savigny la
posesión es un hecho al que en determinadas circunstancias la ley le asigna
efectos jurídicos, como ocurre cuando el poseedor es perturbado en su
ejercicio y tiene derecho a usar la especial defensa interdictal.
Coincidiendo con el criterio doctrinario de Savigny el pandectista alemán
Bernardo Windscheid entiende que la expresión possessio indica un hecho y
nada más que un hecho al que, no obstante, se encuentran vinculadas
consecuencias jurídicas, que no por ello lo convierten en un derecho. Si así
fuera —agrega Windscheid— se debería denominar derecho al contrato y al
testamento. Concluye sosteniendo que únicamente si se pudiera atribuir a la
expresión possessio un doble sentido, como hecho y como derecho, podría
resolverse el problema de otra manera.
Ihering —como en casi todo lo que atañe a la posesión— se enfrente a
Savigny, por cuanto entiende que la posesión es un derecho. Para fundar su
teoría parte del concepto de que "los derechos son los intereses jurídicamente
protegidos". Sostiene que el interés que implica la posesión constituye la
condición de la utilización económica de la cosa. A este elemento sustancial de
toda noción jurídica, el derecho añade en la posesión un elemento formal: la
protección jurídica y de tal suerte, concurren en la posesión todas las
condiciones de un derecho. Enfáticamente proclama que si la posesión como
tal no estuviese protegida, no constituiría más que una relación de puro hecho
sobre la cosa; pero desde el momento que cuenta con tutela jurídica, reviste el
carácter de relación jurídica, es decir, constituye un derecho.
Cuando refuta la argumentación de Windscheid de que habría que calificar de
derechos a los contratos y al testamento, Ihering piensa que hay en aquel una
confusión del "hecho generador" con el derecho, que es su consecuencia.
Desde este punto de vista el efecto de la posesión no es distinto de los que
nacen de las relaciones contractuales o del testamento, ya que si ellos crean
un derecho de obligación o de sucesión respectivamente, también un hecho
provoca el derecho de posesión. Lo que ocurre es que todo derecho presupone
un hecho que lo genera o da nacimiento, pero en la posesión, a diferencia de
los demás derechos, que se separan del hecho en cuanto han sido
engendrados, el mantenimiento de la relación de hecho es la condición del
derecho a la protección. El poseedor no tiene un derecho sino en cuanto o
mientras posee. En otros términos, en todos los derechos, el hecho es la
"condición transitoria" del derecho; mientras que en la posesión es la "condición
permanente".
Con todas sus argumentaciones, Ihering llega a la conclusión de que "la
posesión ha sido reconocida como un interés que reclama protección y es
digna de obtenerlo; y todo interés que la ley tutela debe recibir del jurista el
nombre de derecho, considerando como institución jurídica el conjunto de los
principios que a tal interés se refieren". En definitiva, para el eminente jurista
alemán "la posesión como relación de la persona con la cosa, es un derecho,
como parte del sistema jurídico, es una institución de derecho".
Diferencias con la propiedad y la tenencia
El derecho romano consideró que la propiedad y la posesión eran instituciones
conceptualmente distintas, calificando a la primera de res iuris, en cuanto
entrañaba un señorío de derecho sobre la cosa y la segunda de res facti, desde
que significaba un señorío o relación de hecho.
El dominio otorga al propietario derechos absolutos sobre la cosa que le
permiten llegar a degradarla a su arbitrio, mientras no perjudique a terceros;
mientras que la posesión solo otorga al poseedor el derecho de tener el bien
bajo su poder, usarlo y aprovecharlo, como lo juzgue más conveniente.
El dominio es perpetuo y no se pierde con el transcurso del tiempo ni por la
falta de ejercicio, únicamente se extingue por designio de su titular o por causa
de la cosa misma. Inversamente la posesión cesa instantáneamente por el
hecho de un tercero.
La propiedad se tutela por medio de acciones in rem o petitorias; la posesión,
en cambio por medidas extra iudicium otorgadas por el magistrado: los
interdictos posesorios.
Posesión y tenencia son también dos institutos estructuralmente distintos. En
aquélla el titular actúa sobre la cosa como si fuera su propietario, teniendo
materialmente su disponibilidad (corpus) e intelectualmente la voluntad de
conservarla y defenderla (animus). En la tenencia, caso del locatario, se
dispone de la cosa dentro de los límites convenidos con el propietario y por tal
razón el tenedor no se conduce respecto de ella como si fuera titular del
dominio. Mientras el usurpador ''posee", en cuanto usa y goza del bien como si
fuera dueño, el locatario "detenta", ya que -conforme a su título- admite que
otro le concede la posesión, hecho que queda evidenciado cada vez que paga
el arriendo. Así el tenedor reconoce que posee en nombre de otro.
Debemos señalar que por virtud de lo que los modernos llaman "introversión
del título", es posible que el poseedor se transforme en detentador y éste en
poseedor. Tal situación no puede, en principio, producirse por la sola voluntad
del interesado ni por el transcurso del tiempo, sino por actos materiales o
jurídicos que provoquen tales consecuencias. Esto sucede con la traditio brevi
manu, hipótesis en que el tenedor alcanza el rango de poseedor, y con el
constitutum possessorium, que es el supuesto inverso.
Posesión y tenencia se diferencian por los medios de protección, pues mientras
la primera cuenta con la especial defensa interdictal, el tenedor, por principio,
no puede valerse de los interdictos posesorios.
D. Clases de posesión
El derecho romano distinguió variadas formas de posesión, según las diversas
circunstancias que podían acompañar al poder de hecho que el sujeto ejercía
sobre la cosa o las distintas consecuencias jurídicas que el señorío producía
para su titular.
De acuerdo con la forma como había sido adquirida la posesión, esto es, según
cual fuere la causa de su nacimiento, podía ser justa (possessio iusta) o injusta
(possessio iniusta). Se denominaba posesión justa la que había tenido una
fuente legítima de adquisición; en tanto se llamaba posesión injusta, o también
viciosa, la nacida por efecto de un vicio o por lesión para el anterior poseedor,
vicios que podían ser la violencia (vi), la clandestinidad (clam) o el precario
(precario). Poseía vi, quien empleaba en la adquisición fuerza física o moral
(vis absoluta, vis compulsiva); poseía clam, el que había usado procedimientos
ocultos para la adquisición de la posesión, eludiendo de esta forma la oposición
de quien tuviera derecho a contradecirlo; poseía precario, aquel que teniendo
en mero uso una cosa, se negaba a devolverla a pesar de habérsela requerido
formalmente.
No obstante la diferencia existente entre la possessio iusta y la iniusta en
cuanto a sus consecuencias prácticas, la tutela posesoria alcanzaba tanto al
poseedor justo como a quien ejercía la posesión vi, clam o precario. Este
común efecto de ambos tipos de posesión surge de las fuentes romanas
porque al decir de Labeon "para el resultado de la posesión no importa mucho
que uno posea justa o injustamente". Tal concepto se confirma a través de la
opinión de Paulo, quien entiende que debe defenderse la posesión injusta
"porque cualquiera que sea el poseedor tiene por su condición de tal más
derecho que el que no posee".
Por la convicción que tuviera el poseedor respecto de su condición de tal, la
posesión podía ser de buena o de mala fe. Poseía de buena fe, aquel que creía
tener un derecho legítimo sobre la cosa poseída, es decir, quien estaba
persuadido que la cosa le correspondía por derecho, ya fuera a título de
propietario, como acreedor pignoraticio, como superficiario, etcétera. Poseía de
mala fe el que actuaba como poseedor a sabiendas de que carecía de derecho
alguno sobre la cosa objeto de su señorío. Es de hacer notar que posesión de
buena fe no es lo mismo que posesión justa, ni que la de Mala fe es
necesariamente injusta, pues la buena fe o la mala fe pueden existir tanto en la
posesión adquirida sin vicios, cuanto en la viciosa. Así, era posible que un
poseedor de buena fe tuviera una posesión injusta, como el propietario
desposeído que recupera la posesión del objeto usando violencia.
Inversamente, podía una persona ser poseedor de mala fe y no tener una
posesión injusta, como cuando se compra un inmueble sabiendo que no es de
propiedad del vendedor.
De acuerdo con los efectos jurídicos que la posesión podía acarrear, los
antiguos intérpretes distinguieron la possessio ad usucapionem de la possessio
ad interdicta. La primera era la posesión de buena fe que por el transcurso del
tiempo hacía que el poseedor adquiriera la propiedad del bien poseído, en
tanto que la segunda —que, incluía también la posesión de mala fe— era
aquella que no provocaba la anterior consecuencia, pero que otorgaba al
poseedor tutela para su señorío, por medio de los interdictos posesorios.
Los autores han distinguido también la possessio civilis de la possessio
naturalis, encontrándose opiniones contradictorias para caracterizar una y otra
especie. Savigny identifica la possessio civilis con la possessio ad
usucapionem y la possessio naturalis con la ad interdicta, criterio que no es
compartido por el romanista Pietro Bonfante, para quien la possessio naturalis
era algo menos que la possessio. Según su opinión, se trataba de una mera
detentación sin animus possidendi, o sea, una relación de hecho desprovista
de tutela posesoria, al pasó que llama possessio civilis a la posesión que tenía
como base una justa causa y que estaba garantizada como un verdadero
derecho, no sólo por los interdictos posesorios, sino también por una especial
acción (Publiciana in rem actio). Esta possessio civilis es, en realidad, una
forma de propiedad.
Para concluir con este también complejo tema, debemos decir que cuando un
sujeto tiene sobre la cosa un poder de hecho, sin concurrir los elementos
propios de la possessio civilis o de la possessio ad interdicta, no es en sentido
técnico verdadero possessor. En tal caso se presenta la possessio naturalis,
que sólo importa una apariencia de posesión y señala la situación de quienes
tienen alguna cosa en su poder, aunque lo hacen en favor de otro; los que
meramente detienen, como ocurre con el locatario, depositario o comodatario
quienes indudablemente tienen en su poder el objeto locador, depositado o
prestado, pero con la intención de tenerlo no para ellos sino para el locador,
depositante o comodante, respectivamente, de manera tal que se contrapone a
la possessio civilis. Para calificar a aquélla (possessio naturalis) se usan las
voces latinas detinere o tenere, de las que pasaron al derecho común los
términos "detentación" o "tenencia" que significan un poder de hecho sobre la
cosa sin intención de considerarla como de su propiedad.
La "quasi possessio" o posesión de derechos. El derecho romano, en un
principio, fiel al pensamiento del jurisconsulto Paulo (Possidere possunt, quae
sunt corporalis), consideró la posesión como una dominación solamente
ejercitable sobre una cosa corpórea, con lo que el derecho de propiedad se
confundía con la cosa misma sobre la que recaía.
Tardíamente extendieron los jurisconsultos clásicos con el nombre de
possessio iuris o quasi possessio, la idea de posesión a otros derechos reales
distintos de la propiedad, especialmente a los derechos de servidumbres, que
importaban desmembraciones del derecho de propiedad, considerándose como
poseedor de una servidumbre a aquel que ejerciera las facultades contenidas
en dicho derecho. Para que semejante posesión de derechos existiera era
menester la reunión de los elementos constitutivos de la posesión, es decir, el
ejercicio del poder de hecho que está contenido en el derecho de servidumbre
(corpus) y la intención del sujeto de ejercer dicho derecho para sí (animus
possidendi).
La cuasi posesión que se hallaba en la misma relación con los interdictos y la
usucapión que la posesión de las cosas corporales (possessio rei), llegó a
abarcar, con el derecho justinianeo, a otros derechos reales sobre cosa ajena,
como el usufructo, la enfiteusis y la superficie. Cabe advertir que la iuris
possessio nunca se extendió a los derechos de obligaciones, respecto de los
cuales la idea del ejercicio de un poder físico es absolutamente inadmisible.
E. Efectos de la posesión
Para los romanos, la posesión nacía como una relación de hecho que apenas
adquiría vida se convertía en relación de derecho, ya que inmediatamente
producía variados efectos jurídicos. Importaba, por ende, un estado, o hecho
continuativo, presupuesto de la aplicación de normas jurídicas.
La posesión se presentaba como el "objeto o contenido de un derecho", al
abarcar uno de los aspectos de la propiedad, cuál era el necesario para realizar
los fines del dominio, al posibilitarle al titular del derecho el ejercicio del ius
utendi, del ius fruendi y del ius abutendi. Estos elementos del derecho de
propiedad daban al propietario del bien el uso y goce pleno de mismo y por ello
llamaban los romanos "propiedad desnuda" (nuda proprietas) al dominio sin
posesión, desde que en el supuesto carecía de la utilidad que normalmente
debe producirle a su titular.
Entrañaba igualmente la posesión un "requisito para el nacimiento de un
derecho". Era así porque la propiedad y los demás derechos reales se
adquirían normalmente por la tradición o entrega efectiva de la cosa, lo que
exigía en el propietario su previa condición de poseedor.
Además, la possessio era requisito permanente e indispensable para adquirir la
propiedad por usucapión, siempre que a tal exigencia se agregaran otros
elementos básicos, como el justo título, la buena fe y el transcurso del tiempo
establecido por la ley.
También la posesión era "fundamento de un derecho" al merecer por sí misma
e independientemente de la propiedad el amparo de la ley. Uno de los efectos
más salientes de la possessio consistía en acordar al poseedor el derecho de
reclamar la tutela interdictal, sin otra condición que la existencia de una
verdadera posesión, porque cualquiera que fuera su naturaleza acordaba al
titular la posibilidad de ejercer los medios extra iudicium que el magistrado
romano creó para su protección.
Debemos agregar, como efecto secundario de la posesión, que el poseedor en
caso de tener que entregar la cosa al verdadero propietario, por haber sido
vencido en el juicio petitorio, tenía derecho a recuperar los gastos necesarios y
útiles realizados en beneficio del bien poseído, pudiendo en caso de que los
mismos no le fueran satisfechos ejercer el derecho de retención
G. Protección Posesoria
Origen y fundamentos
Origen
La protección posesoria es de origen pretoriano. Un poseedor puede ser de
buena o de mala fe. Es de buena fe si se cree propietario, y será de mala fe si
ha tomado posesión de alguna cosa sabiendo que pertenece a otra. En todos
los casos, sea de buena o mala fe, si el poseedor es perturbado en su posesión
o es despojado por un tercero, puede dirigirse al pretor, quien, preocupándose
únicamente de proteger la protección por ella misma, se la conserva o la hace
restituir por medio de una decisión llamada "interdicto".
Poco importa que el ataque a la posesión venga del verdadero propietario o de
otra persona; el resultado es el mismo, pues sólo se trata de regular una
cuestión de posesión y no de propiedad. El propietario que quiera hacer
respetar su propiedad debe recurrir a las vías de derecho, esto es, a la
"reivindicatio", y no a vías de hecho, pues no es necesario que haga justicia él
mismo. Es con objeto que no se altere el orden público por lo que el pretor
interviene a favor del poseedor.
Considerando otro punto de vista, el pretor sólo hubiera protegido la posesión
en el interés de la propiedad, puesto que casi siempre es el propietario quien la
posee. Conservándole la posesión se le asegura el papel de demandado,
evitándole la prueba que incumbe el demandante en la "reivindicatio". Pero si
los interdictos benefician a los propietarios, se creerá entonces que han sido
creados para ellos puesto que, los primeros interdictos se destinaron a proteger
a los poseedores del "ager publicus", a quienes faltaba precisamente la
cualidad de propietarios. La ventaja que más tarde resultó para la propiedad es
un efecto feliz, y no la causa de la protección posesoria.
La protección de los interdictos (possessio ad interdicta) es la única ventaja que
procura la posesión de la mala fe; pero el derecho civil concede además, a la
posesión de buena fe efectos más importantes. El poseedor de buena fe
adquiere los frutos de la cosa que posee, mientras dura su buena fe. Además,
se hace propietario por "usucapion" (possessio ad usucapionem) si su posesión
se prolonga hasta el tiempo fijado, y si reúne también las condiciones
necesarias de este modo de adquisición; entonces la posesión, estando en el
mismo caso es fuente de una ventaja muy considerable, esto es, de la
adquisición de la propiedad.
Gracias a la tutela interdictal, la posesión se configura como un señorío de
hecho frente al dominio que es de derecho. Por lo tanto al considerar la
posesión primero como hecho, aludimos a la detentación corporal de una cosa
(corpus), o simplemente al hecho de tener poder y posibilidad física de
disponer de ella; con la intención (voluntad de poseer) de tenerla para sí
(animus), de la misma manera que el dueño, dispone de medios idóneos para
defenderse del ataque de terceros. En cuanto al dominio de derecho, la
posesión se compone de dos elementos: el hecho y la voluntad o intención de
tener una cosa. La posesión aun cuando es un derecho, lleva siempre consigo
la idea del poder físico que se tiene sobre la cosa, donde se colocan reglas
jurídicas: sobre la adquisición de la posesión, en cuya materia se distingue, la
ocupación, que es la toma de posesión de una cosa que todavía no
corresponde a nadie; y la tradición (traditio), que es la traslación de la posesión
de una persona a otra; sobre los diversos efectos de la posesión, considerando
ya no como un hecho, sino como un derecho, cuyos efectos varían según
diversas circunstancias; y en fin, sobre la cesación del hecho o la pérdida del
derecho de posesión.
La posesión, puede, lo mismo que la propiedad, dividirse, desmembrarse y
atribuirse sobre la misma cosa a distintas personas.
La doctrina jurídica de la época clásica agrupaba los interdictos en: interdictos
que tienden a retener (retinendae possessionis), a recuperar (recuperandae
possessionis) o a adquirir la posesión (adipiscendae possessionis). Solamente
los que pertenecían a las dos primeras clases importaban medios de tutela de
la posesión. En el derecho justinianeo estos interdictos, aunque conservaron su
nombre, se transformaron en acciones posesorias.
Fundamento
Vemos que se protege el poder fáctico sobre las cosas en beneficio de quien
no es propietario, aun protegiendo quizás a un ladrón, para esto podremos
encontrar dos respuestas ha dicho conflicto:
- Savigny: cuyo fundamento principal de su respuesta es proteger la paz
pública otorgando interdictos a favor del estado posesorio hasta que el conflicto
sea planteado y así se evita que los particulares hagan justicia por sí mismo.
- Ihering: cuya opinión dice que la propiedad normalmente en la realidad
coincide con la posesión, y esta posesión se protege generalmente con la
reivindicación, pero es en esta situación donde van a entrar en juego los
interdictos que son fácilmente obtenibles por el poseedor que no tendrá que
probar nada si contra él se intentase una reivindicación (es por esto que puede
llegar a proteger a un ladrón, siendo estos casos los menos frecuentes).
La defensa de la protección posesoria encuentra su fundamento en la
interdicción de la violencia y el respeto a la voluntad humana. La paz social
exige que las cosas se hagan sin violencia, ordenadamente, y así es que el
pretor prohíbe la justicia por mano propia y hace necesaria la intervención de la
autoridad jurisdiccional competente. Además es razonable que la voluntad del
hombre expresada en su voluntad de poseer sea respetada mientras que no se
demuestre que afecta a otro. La protección posesoria se presenta como una
posición defensiva del propietario, desde la cual puede rechazar más
fácilmente los ataques dirigidos contra su esfera jurídica.
Interdictos de retener y recuperar la posesión
Interdictos de retener
Los Interdicta retínendae possessionis, son los interdictos pertenecientes que
tenían por objeto proteger al poseedor que hubiera sufrido o tuviera fundados
temores de sufrir molestias o perturbaciones en su posesión. Presentaban
requisitos diferentes según se tratara de la posesión de cosas inmuebles o de
cosas muebles. Para las primeras se aplicaba el Ínterdictum uti possidetis, para
las segundas el utrubi, designaciones que obedecían a las palabras con que el
pretor iniciaba la orden en qué consistía el interdicto.
Por el uti possidetis, el pretor prohibía toda perturbación o molestia contra la
persona que en el momento de entablar el interdicto estuviera en posesión del
inmueble sin los acostumbrados vicios de violencia, clandestinidad o precario
(nec vi, nec clam, nec precario). Servía así para mantener en su estado
posesorio a quien gozara de una possessio iusta. Por su parte el interdictum
utrubi no se daba a quien estuviera poseyendo la cosa mueble en el momento
de su interposición, sino al que en el año anterior la hubiese poseído más
tiempo que el adversario, sin los vicios de violencia, clandestinidad o precario.
Con el derecho justinianeo desaparece la diferencia entre los interdictos uti
possidetis y utrubi, en cuanto éste atribuía la posesión de la cosa mueble al
que la hubiera poseído por más tiempo durante un año que finalizaba al
entablar el interdicto. De esta forma ambas defensas posesorias se otorgaban
en favor de quien poseyera nec vi, nec clam, nec precario, respecto del
adversario, cuando el interdicto era solicitado al pretor.
Recuperar la posesión
Integraban esta categoría los interdictos que tenían por finalidad restablecer en
la posesión al poseedor despojado por el hecho violento o ilícito de un tercero.
Se trataba de hacer readquirir la posesión a quien gozaba de ese señorío de
hecho. En el derecho clásico se cuentan entre los interdictos recuperatorios, el
interdictum de vi y el interdictum de precario.
El primero podía ejercerlo el que había sido expulsado violentamente de un
fundo o de un edificio, como también aquel a quien se le impedía la entrada en
los mismos. Por el interdicto de vi se perseguía la restitución del inmueble y el
resarcimiento de los daños provocados por el despojo. Se concedía a favor del
poseedor que no tuviera una posesión viciosa frente al adversario, porque en el
caso éste podía oponer la exceptio vitiosae possessionis. Sólo podía intentarse
esta defensa interdicta dentro del año de producido el hecho que había
ocasionado la pérdida de la posesión. Como una especie del interdictum de vi,
la legislación romana creó el de vi armata que, como su nombre lo indica,
procedía cuando el despojo provenía de hombres armados. En este supuesto,
podía ser intentado sin el límite del año fijado para el interdictum de vi y
prosperaba aunque el desposeído tuviera una posesión viciosa frente a
quienes le habían provocado el despojo.
El interdictum de precario se otorgaba para obtener la restitución de una cosa,
dada en precario, si el concesionario no la restituía ante el requerimiento del
concedente. El precarium dans podía ejercer entonces el mencionado interdicto
que no tenía limitación de tiempo, tanto para lograr la devolución de la cosa,
como el pago de los daños sufridos por la negativa a restituir la cosa.
En el derecho antiguo también encontramos el interdictum de clandestina
possessionis que era de aplicación cuando el poseedor hubiera sido privado
oculta y maliciosamente de su posesión sobre un inmueble. Este interdictum,
únicamente citado en un fragmento de Ulpiano cayó en desuso y fue
reemplazado por el interdicto uti possidetis.
En el derecho justinianeo desapareció la diferenciación de los interdictos
recuperatorios "según el tipo de violencia empleada en el despojo, creándose
para tutelar la posesión un solo interdicto denominado unde vi, que no podía
intentarse pasado un año a contar del hecho que daba lugar a su ejercicio.
Tampoco era oponible contra el mismo la exceptio vitiosae possessionis, ya
que podía hacerse valer aun cuando el despojado en la posesión la hubiese
adquirido con violencia, clandestinidad o precario, respecto del adversario.
Por lo que atañe al interdicto de precario, al configurarse el precario como un
contrato innominado en el derecho justinianeo, dicha defensa perdió su efecto
fundamental para dar paso a una acción personal, la actio praescriptis verbis,
por la cual el concedente podía perseguir la restitución de la cosa objeto del
contrato, más daños y perjuicios.
Interdicta adipiscendae possessionis
Dijimos que existió en Roma un tercer grupo de interdictos posesorio, los
interdicta adipiscendae possessionis, que no eran medios de protección de la
posesión, como los ya considerados, sino medidas procesales destinadas a
hacer adquirir la posesión de cosas aún no poseídas. Entre ellos se cuentan el
interdictum quorum bonorum, otorgado al heredero pretoriano o bonorum
possessor, para reclamar la posesión efectiva de la herencia concedida por el
magistrado; el interdictum quod legatorum, conferido al heredero civil y al
pretoriano para obtener la entrega de las cosas de que el legatario se hubiera
apoderado sin el consentimiento de ellos; el interdictum Salvianum, dado al
arrendador de un fundo a quien no se le hubiera pagado el arriendo a su
vencimiento para hacerse poner en posesión de los objetos que el colono o
arrendatario hubiera introducido en la finca, y el interdictum possessorium,
creado a favor del bonorum emptor con el fin de que pudiera entrar en posesión
del patrimonio que se le hubiera adjudicado a consecuencia del concurso de un
deudor insolvente (bonorum venditio).
H. La cuasi posesión
El derecho romano consideró la posesión como una dominación solamente
ejecutable sobre una cosa corpórea, con lo que el derecho de propiedad se
confundía con la cosa misma sobre la que recaía.
Tardíamente extendieron los jurisconsultos clásicos, con el nombre de quasi
possessio o possessio iuris, la idea de posesión a otros derechos reales
distintos de la propiedad como, los derechos de servidumbre, considerándose
como poseedor de una servidumbre a aquel que ejerciera las facultades
contenidas en dicho derecho. Era menester la reunión de los elementos de la
posesión, es decir que el ejercicio del poder de hecho que está contenido en el
derecho de servidumbre (corpus) y la intención del sujeto de ejercer dicho
derecho para sí (animus possidendi).
La noción de posesión como situación de hecho cabe, no solamente a aquel
que aparentemente se comporta como si tuviese la propiedad de la cosa, sino
al que está de hecho ejercitando las actuaciones o facultades que constituyen
otro derecho cualquiera.
La quasi possessio parece indicar en el Derecho Clásico la situación de
aquellos que sin ser poseedores tenían a su favor interdictos análogos a los
posesorios. En el Derecho posclásico se extiende como categoría general de
possessio iuris.
La cuasi posesión llegó a abarcar, con el derecho justinianeo, a otros derechos
reales sobre cosas ajenas, como el usufructo, la enfiteusis y la superficie
Unidad 9
I. La propiedad
A. Concepto y terminología romana
No encontramos en las fuentes romanas una definición de la propiedad,
vocablo que proviene del término latino proprietas, que a su vez, deriva de
proprium, que significa "lo que pertenece a una persona o es propio". ·
Partiendo de esta idea, podemos decir que la propiedad es el derecho subjetivo
que otorga a su titular el poder de gozar y disponer plena y exclusivamente de
una cosa.
El poder de gozar se resuelve en la utilización inmediata y directa del bien. En
cuanto al poder de disponer, éste comprende tanto la disposición jurídica como
la material. Dentro de la primera se cuenta la facultad de enajenar la cosa y la
de constituir, a favor de otro, derechos, por lo común reales, pero también de
obligaciones, como locación, comodato, etcétera. La disposición material
posibilita al propietario destruir, consumir, demoler la cosa, etcétera.
Sin embargo, la propiedad no agota su contenido en los poderes de goce y
disposición de la cosa, pues el mismo derecho le confiere otros que pertenecen
a su naturaleza, como la pretensión del propietario de no ser privado de su
derecho sino por causa de utilidad pública, legalmente declarada y mediante
justa indemnización. En Roma tenía valor axiomático el principio que decía "lo
que es nuestro no puede ser transferido a otro sin hecho nuestro".
Ello determinó que el derecho romano regulara el instituto expropiación, al
menos en el período postclásico, según surge de una constitución de Teodosio
del año 393, en que se determina la forma de llevarla a cabo y la manera de
fijar el precio de la indemnización.
El contenido de la propiedad reside en la plenitud del señorío que confiere al
titular, así como en su indeterminación y su amplitud en cuanto poderes
concretos y potestad genérica, dé manera que todo -dentro de los límites de lo
lícito- debe considerarse permitido al propietario. Así, se ha podido decir que la
propiedad romana es algo más y algo diferente de la suma del goce y la
disposición. Pero la propiedad podía ser también menos que poder de
disposición y de goce, por la concesión de un usufructo o la presencia de
servidumbres reales y no por ello quedaba anulada, porque la propiedad
romana y aquellas que se han configurado a su imagen y semejanza implican
un "poder complejo omnicomprensivo de alcance genérico e indeterminado: el
máximo poder jurídico patrimonial, considerado desde el punto de vista
cualitativo.
B. Contenido y caracteres
Contenido
La doctrina romana no definió la propiedad ni su contenido. Sólo los glosadores
medievales lo intentaron; su más corriente formulación es aquella de ius utendi
et abutendi re sua (derecho de usar y disponer plenamente de la cosa propia) a
la que se le suele añadir, pleonásticamente, ius fruendi (derecho de gozar).
Los caracteres de absoluta y elástica que definen a la propiedad hacen que
resulte más práctico determinar negativamente el contenido de aquélla a través
de los límites que el ordenamiento legal fue imponiendo a la plenísima facultad
de aprovechamiento y disposición de la cosa. También está el Ius abutendi o
abusus, que es el poder de consumir la cosa y disponer de ella en forma
definitiva y absoluta, y el Ius vindicandi, que es el derecho que tenía el
propietario de reclamar el objeto de terceros poseedores o detentadores,
consecuencia directa de que la propiedad era el derecho real por excelencia
oponible a todos (erga omnes).
Se pasó de un régimen de absoluta libertad, de una excluyente soberanía del
paterfamilia —sobre un fundo cerrado (ager limitatus) con límites sagrados y
con un espacio libre alrededor para que la necesidad del tránsito no impusiera
servidumbres legales de paso—, a otro en que se regulan limitaciones en razón
del interés colectivo y de los vecinos.
Se distinguen así limitaciones de derecho público y de derecho privado.
No se considera limitación, en estricto sentido, la eventual coexistencia, con la
propiedad de los llamados derechos reales sobre cosa ajena.
Caracteres
El dominio o propiedad romana presenta los siguientes caracteres, resultado de
las modalidades de su génesis y desarrollo históricos.
a) Absoluta: No porque no pueda haber limitaciones, sino porque todas las
facultades del titular que no están taxativamente prohibidas o limitadas quedan
indeterminadas e infinitas. Resultado de ese carácter es la modalidad elástica
del derecho de propiedad: si su contenido, verdadero bloque unitario de
indeterminadas e infinitas facultades, se halla en algún momento restringido por
límites —siempre taxativamente determinados por el ordenamiento jurídico o
las convenciones privadas—, al desaparecer cualquiera de éstos, el derecho
de la propiedad recobra automáticamente el campo perdido.
También se vincula al carácter de absolutez esa tendencia de la propiedad
sobre una cosa a ejercer —dándose las condiciones legales— una especie de
atracción de la propiedad de las cosas que se le unan natural o artificialmente,
lo que se concreta en la institución de la accesión.
b) Exclusiva e individual: No se concibe una simultánea titularidad de dos o
más sujetos sobre una misma cosa. Para superar esta imposibilidad se
concebirá el condominio, basado en la coexistencia de varios derechos de
propiedad de distintos sujetos, pero sobre partes alícuotas o ideales de una
cosa.
c) Perpetua e Irrevocable: No se extingue por el no ejercicio, ni lleva en sí una
causal de extinción, ni puede ser constituida por un plazo determinado. Sí, en
cambio, puede pactarse que el adquirente debe retransmitirla al cabo de un
tiempo al transmitente.
d) Elástica: recobrar su extensión desaparecida la limitación
e) Inmune: La propiedad es libre de todo impuesto o carga fiscal, lo que hacía
que el tributo que por el bien solía pagarse revistiera carácter estrictamente
personal.
f) Absorbente: Todo lo que estaba en el fundo se incorporaba a él (tesoro,
planta, edificio, etc.) pertenecía a su propietario de pleno derecho.
A. Las servidumbres
Concepto y clasificación de las servidumbres
El vocablo servidumbre, que proviene de servus y que tiene su equivalente en
la voz latina servitus, indica una relación de sumisión, una restricción a la
libertad. Aplicado el término los derechos reales, se entiende por servidumbre
el derecho sobre la cosa ajena constituido sobre un fundo y en ventaja de otro
fundo (servidumbres prediales o reales: servitutes praediorum o rerum) o sobre
cualquier cosa corporal y en ventaja de una persona (servidumbres personales:
servitutes personarum).
El amplio y difundido concepto de servidumbre, y su distinción en las dos
especies señaladas, ha sido impuesto por la compilación justinianea, ya que
hasta entonces el derecho romano habría reducido la idea de servidumbre a las
servitutes praediorum. Las servidumbres personales —usufructo, uso,
habitación, operae servorum— constituyeron para el derecho clásico figuras
especiales y autónomas de derechos reales sobre cosa ajena.
Siguiendo la tradicional distinción justinianea, estudiaremos separadamente las
servidumbres reales y las servidumbres personales. De estas segundas, en
especial el usufructo, no sólo porque alcanzó gran importancia entre los iura in
re aliena, sino también porque su desarrollo normativo, en lo concerniente a los
modos de constitución y extinción y a la tutela judicial, estaba elaborado a
imagen del de las servidumbres prediales, No obstante, es de hacer notar, con
Arangio Ruiz, que servidumbres reales usufructo sólo tienen en común la
circunstancia de ser derechos reales sobre cosa ajena.
Características generales de las servidumbres
En materia de servidumbres rigen los siguientes principios o características
generales:
- La servidumbre se establece en razón de la utilidad objetiva del fundo.
Ejercitada dentro de los límites de las necesidades del fundo al que benefician,
no puede desligarse de éste, ni enajenarse como derecho independiente.
- La utilidad debe ser permanente
- Los fundos han de ser vecinos: Vecinos no se traduce necesariamente por
contiguos.
- No cabe ser propietario de una cosa, a la vez que titular de una servidumbre
constituida sobre la misma cosa
- La obligación impuesta al propietario del fundo sirviente ha de ser de carácter
negativo: El propietario del fundo sirviente debe tolerar que otro haga o
abstenerse de hacer algo.
- La servidumbre es indivisible porque es indivisible la situación jurídica.
- Al propietario del fundo dominante no le es permitido dar en usufructo, prenda
o arrendamiento la servidumbre de que es titular
Servidumbres Prediales o reales
Cuando el derecho de servidumbre se establece sobre un fundo en provecho
de otro se configura una servidumbre predial o real, que supone dos inmuebles,
uno que está gravado con ella llamado sirviente, y otro en cuyo beneficio se ha
establecido el derecho real llamado dominante, el propietario de éste puede
aprovecharse de una actividad que se puede desarrollar sobre el sirviente o de
una restricción que se impone al goce de él. Estas servidumbres, no pueden
ser cedidas ni enajenadas separadamente del fundo y siguen la suerte del
inmueble en caso de sucesivas transmisiones.
* Clasificación *
Las servidumbres prediales pueden clasificarse en rústicas o urbanas, lo cual
no depende de si la ubicación de los fundos es en el campo o en la ciudad; sino
de la necesidad que se procura satisfacer o de la utilidad del fundo que se
quiere beneficiar. Las que buscan satisfacer las necesidades de los edificios se
denominan urbanas y las que atiende las necesidades de la producción rural se
llaman rústicas.
* Servidumbres prediales rústicas *
En las servidumbres prediales rústicas pueden distinguirse:
- Servidumbres de paso: permite pasar a pie, a caballo o en litera por el fundo
sirviente; otras permiten conducir carruajes y tropas de animales.
- Servitus aquaeductus: autoriza a conducir agua a través del fundo sirviente
hacia el dominante.
- Servitus aquae haustus: permite sacar agua del fundo sirviente para atender
las necesidades del dominante.
- Servitus precoris ad aquam adpellendi: permite hacer abrevar el ganado del
fundo dominante en el sirviente.
- Servitus pascui: autoriza a hacer pastar el ganado del fundo dominante en el
sirviente
* Servidumbres prediales urbanas *
Dentro de las servidumbres prediales urbanas encontramos:
- Las de desagüe por tuberías: se refiere al derecho de verter el agua de lluvia
que cae del techo del vecino o a recibirla; hacer pasar las aguas servidas a
través de un conducto instalado en el fundo sirviente.
- Las de apoyo de viga o de muro: derecho a introducir vigas en el muro del
edificio sirviente; otorgar la facultad de apoyar una pared o pilar en la pared del
vecino.
- Las relativas a la luz o vista: veda al propietario del edificio sirviente elevarlo a
más de cierta altura; impedir obras que priven o disminuyan la luz del fundo
dominante.
Servidumbres personales
Hay una servidumbre personal siempre que se haya concedido a una persona
determinada y distinta del propietario, el uso y aprovechamiento de una cosa
con carácter de derecho real.
Las servidumbres personales son inherentes a la persona y suponen esta
individualidad como elemento esencial, constituyéndose a favor de un sujeto
determinado, en consideración a su propio beneficio. Pueden tener por objeto
el simple uso de una cosa configurando la servidumbre de uso, pero cuando el
goce abarca además el derecho a percibir los frutos aparece la más común de
las servidumbres personales: el usufructo. Además de estas servidumbres
surgen la habitación y la servidumbre de uso de un esclavo ajeno, llamada
Operae Servorum.
* Usufructo *
El usufructo es el derecho de usar y percibir los frutos de cosas ajena dejando
a salvo su substancia. El titular de este derecho real recibe el nombre del
usufructuario; el propietario de la cosa afectada, el de dominus propietatis
(dueño de la propiedad), y su derecho, nuda propietas (nuda propiedad).
La titularidad del derecho de usufructo podía corresponder, no sólo a una
persona física, sino también, en el derecho justinianeo a una persona jurídica.
Se trata de un derecho real por lo que sólo puede recaer sobre cosas
corporales. Se puede constituir únicamente sobre cosas ajenas, sean muebles
o inmuebles, siempre que no sean consumibles, es decir que se mantengan
inalteradas pese al goce del usufructuario.
A diferencia de las servidumbres prediales, es un derecho real inherente a la
persona de su titular. Es inalienable y esencialmente temporal.
• Derechos del usufructuario: El usufructuario puede usar la cosa, pero debe
hacerlo conforme a su destino y sin afectar su sustancia, es decir, su estado
actual y destino económico. Su función aparece como meramente
conservadora. Justiniano amplió los poderes del usufructuario, autorizándolo a
abrir nuevas minas y canteras, siempre que ello tornara más productiva la
sustancia.
Además, al usufructuario corresponde el derecho de percibir todos los frutos de
la cosa. El usufructuario puede ejercitar sus derechos por sí o por terceras
personas, estén o no bajo su potestad.
• Obligaciones del usufructuario: El usufructuario resulta obligado a gozar de la
cosa como un buen padre de familia, siendo a su cargo las reparaciones de
mantenimiento, aunque no debe reconstruir lo que se vaya deteriorando por
antigüedad o caso fortuito, respondiendo por su dolo o culpa; debe, devolver la
cosa al nudo propietario al finalizar el usufructo, junto con los frutos no
percibidos y hacer frente a los impuestos y cargas que pesen sobre la cosa.
* Uso *
Es un Derecho Real del cual se puede utilizar la cosa ajena, pero sin tomar en
principio ningún fruto o producto de ella.
Este concepto fue ampliado por la jurisprudencia romana y se reconocieron al
usufructuario ciertas facultades que participaban del frutus.
El derecho real de uso es indivisible e intransferible, pudiendo ejercitarlo el
titular con toda su familia. En cuanto a los derechos del usuario consiste en
principio en limitarse a usar la cosa pudiendo percibir algunos frutos, cuando el
simple uso no le reporta utilidad alguna.
Sus obligaciones son similares a las del usufructuario incluida la de dar
caución, salvo que no responde por las reparaciones de mantenimiento sino en
tanto que su uso prive al propietario de todo producto.
* Habitación *
La servidumbre personal de habitación atribuía a un individuo el derecho de
habitar una casa ajena. Este tipo de servidumbre tiene como fundamento las
presuntas necesidades del individuo a favor del cual la misma se constituye y
esto ha determinado que la legislación romana prohibiera a su titular la cesión
de su ejercicio a título gratuito, admitiendo que el habitator tenía derecho a
arrendar toda o parte de la casa, característica que la diferencia del uso,
porque no estaba obligado a ocuparla por sí mismo.
* Operae Servorum *
Se entiende por operae servorum una servidumbre personal que atribuye a su
titular el derecho de gozar de los derechos de un esclavo ajeno. En la época
clásica la mayoría de los jurisconsultos la habrían considerado como una
modalidad del usufructo. Justiniano la elige también como derecho real
autónomo, dándole un régimen similar a la habitación. El titular de este derecho
puede servirse directamente de los trabajos del esclavo ajeno o locarlo a un
tercero, aunque le estaría vedada la cesión gratuita del ejercicio de su derecho.
B. La hipoteca
Como consecuencia de la evolución experimentada por las garantías reales
especialmente con la aparición de la actio Serviana y con la generalización del
principio en virtud del cual el acreedor tenía derecho a perseguir la cosa donde
quiera que la misma se encontrara a fin de hacer efectivo su crédito, el derecho
real de hipoteca pasa a ocupar un primer plano dentro de las garantías de que
podía valerse un acreedor para asegurar del deudor el cumplimiento de la
obligación,
Este gravamen real es un derecho accesorio que supone necesariamente una
deuda cuyo pago asegura, caracterizándose también por ser un derecho
indivisible, cualidad que está fundada en la presunta voluntad de las partes, lo
que significa que, a diferencia de la indivisibilidad de las servidumbres, subsiste
íntegramente sobre el bien gravado aun cuando la obligación haya sido
satisfecha parcialmente. Otra característica del derecho de hipoteca es su
enajenabilidad dado que era transmisible por actos entre vivos y por
disposición de última voluntad.
La primera condición requerida para la constitución de una hipoteca es la
existencia de una obligación principal a la que el derecho real sirve de garantía,
no importando que sea una deuda propia o ajena del constituyente, ni tampoco
cual fuese el objeto o la causa de la obligación. Toda clase de obligaciones
pueden ser garantizadas con hipoteca, tanto las civiles y las naturales, como
las puras y simples o las sujetas a plazo o condición, excluyéndose sólo
aquellas obligaciones reprobadas por la ley, como las provenientes de deudas
de juego o las derivadas de intereses usurarios. Aun cuando la obligación
estaba sometida a un plazo la hipoteca producía todos sus efectos desde el
momento mismo en que se hubiera contraído la obligación, estando
simplemente retardada la exigibilidad de la deuda, mientras que, si se trataba
de una obligación bajo condición suspensiva, el gravamen sólo existía desde el
momento en que se cumpliera la condición, teniendo efecto retroactivo al día
de su constitución.
Los otros requisitos necesarios para la existencia de la hipoteca, un modo legal
de constitución, que puede provenir de una convención o pacto, de una
disposición de última voluntad, de una resolución judicial o de la misma ley, y la
cosa susceptible de ser hipotecada que debe ser un bien enajenable, corporal
o incorporal, serán analizados separadamente.
Constitución
Tanto la hipoteca como la prenda se constituyen por convención o pacto, por
disposición de última voluntad, por resolución de la autoridad judicial y por
disposición de la ley.
El pacto, esto es, el acuerdo de voluntades entre las partes es suficiente para
crear el derecho real de hipoteca, independientemente de toda formalidad y sin
que sea necesaria la tradición, estableciéndose con ello una excepción a los
principios generales que regulan la constitución de los derechos reales. En la
constitución voluntaria de la hipoteca no se exigía que quien otorgara la
garantía fuera el mismo deudor pues llegó a admitirse que pudiera darla un
tercero, pero era indispensable que quien la otorgaba fuera el propietario de la
cosa, aun cuando sea un propietario bonitario, o sólo tuviera sobre ella
derechos de superficie o enfiteusis.
También se puede asegurar a un acreedor el pago de su crédito legándole un
derecho de hipoteca sobre un bien cualquiera o sobre un conjunto de cosas,
quedando constituida la hipoteca desde el momento en que el legado se hace
exigible. Cuando el fideicomiso se asimiló al legado en el derecho justinianeo,
aquél fue asimismo un modo idóneo para constituir una garantía hipotecaria.
Otra forma de constituir una hipoteca fue la proveniente de una disposición
judicial, cuando ésta tuviera por objeto una ejecución forzosa, en cuya
sentencia se dispusiera una adjudicación o una inmisión en la posesión por
garantía.
Las missiones in possessionem establecidas con un fin de garantía y que
constituían el llamado pignus praetorium, se aplicaban en aquellos casos en
que, con el objeto de garantizar ciertos derechos y para vencer la actitud
dañosa de un deudor recalcitrante, el pretor ponía en posesión de todos los
bienes o de bienes determinados de éste, a otra persona. Tales son los
supuestos de la missio in bona legatorum servadorum causa concedida al
legatario sobre los bienes que integran la herencia, la missio ventris nomine
otorgada a la mujer embarazada sobre la herencia a la cual sería llamado el
hijo por nacer y, por fin, la missio in bona debitoris acordada al acreedor si el
deudor se ocultare o hubiere hecho cesión de sus bienes en forma dolosa. El
derecho de prenda que resultaba de la sentencia comenzaba desde el
momento en que se practicaba el secuestro siendo preferido el primer acreedor
que llevara a cabo la medida sobre los que la efectivaran después.
La hipoteca igualmente podía constituirse por disposición de la ley. En ciertos
casos ésta concedía una garantía a determinadas personas o instituciones
(pignus tacitum vel hypotheca tacita) que por nacer independientemente de una
convención expresa, fueron consideradas como tácitamente convenidas y por
ello llamadas hipotecas legales. Estas garantías podían ser generales, si
afectaban a la totalidad de un patrimonio y, especiales, si gravaban
determinados bienes.
Las hipotecas legales generales fueron frecuentes y numerosas desde la época
de los Severos y su creación tuvo por principal finalidad proteger los intereses
de los entes o personas que estaban privadas de su plena capacidad jurídica
gravándose comúnmente los bienes de quienes estaban encargados de su
representación o administración. Entre las hipotecas generales encontramos la
del fisco, establecida sobre los bienes de los contribuyentes por los créditos
derivados de impuestos y tributos; la del pupilo, del furioso y del menor sobre
los bienes de sus tutores o curadores; la de la mujer sobre los bienes del
marido creada para asegurar, sea la devolución de la dote, sea la de los bienes
parafernales (bienes privativos de la mujer casada) confiados a éste en
administración, sea la restitución de la donatio propter nuptias; la de los hijos
sobre los bienes del padre para garantizar ya la devolución de los bienes que
aquéllos hubieran adquirido directamente de la madre o de los parientes
maternos (bona materna), ya para asegurar la entrega de los lucros nupciales
cuando cualquiera de sus progenitores hubiera pasado a segundas nupcias; la
del marido sobre el patrimonio de quien le ha prometido una dote; la de la
Iglesia sobre el patrimonio del enfiteuta en garantía del pago de las
indemnizaciones por los deterioros causados al fundo gravado. También fueron
numerosos los casos de prenda legal especial que afecta han uno o varios
objetos determinados del deudor. Entre los principales merece citarse la
hipoteca del arrendador de una casa o predio urbano sobre los muebles o útiles
de labranza introducidos por el arrendatario o sobre los frutos que el fundo
produjera; la que gravaba una casa en favor de quien había prestado el dinero
para su reparación y la existente en favor de un legatario o fideicomisario
singular sobre los bienes adquiridos por la persona gravada con tales mandas
por el testador.
Objeto de la hipoteca
Siendo la finalidad del derecho de hipoteca de que el acreedor pueda
indemnizarse con el precio de la cosa dada en garantía del perjuicio causado
por el incumplimiento de la obligación que la hipoteca garantiza, el objeto de la
misma debe ser necesariamente una res in commercium susceptible de
enajenación una vez que el acreedor lleve a cabo la ejecución de la prenda.
La hipoteca en un principio sólo podía constituirse sobre una cosa corporal,
mueble o inmueble, pero por razones de utilidad práctica se admitió que
pudiera tener por objeto cosas incorporales como el usufructo, las
servidumbres y la superficie, entendiéndose que lo que se grava es el derecho
real y no el objeto sobre el que el mismo recae. También podía ser prendado
un crédito (pignus nominis) y, aún, el mismo derecho de hipoteca (pignus
pignoris datum). Asimismo el derecho real podía recaer sobre una
universalidad de cosas, como un rebaño o sobre un conjunto de cosas, como la
mercadería de un almacén y, sobre un patrimonio íntegro, en cuyo caso la
garantía se hacía extensiva a los bienes que fueran incorporándose a él.
Cualquiera fuera el objeto sometido a la hipoteca, en virtud del principio de que
nadie puede transmitir a otro un derecho más extenso que el propio, era
menester que el constituyente fuera propietario del bien dado en garantía o que
al menos tuviera la posibilidad de adquirirlo. Por ello la hipoteca sobre una cosa
ajena era nula salvo que el verdadero propietario ratificara o consintiera la
constitución del gravamen o que el deudor hipotecario adquiriera
posteriormente la propiedad de la cosa siempre que tal haya sido la condición
bajo la cual se constituyó la prenda.
Efectos
La relación jurídica que nacía a consecuencia del derecho de prenda o
hipoteca entre el deudor y el acreedor hipotecario, fue regulada de manera
especial en el derecho romano, atribuyéndole importantes efectos para cada
una de las partes.
En lo referente al deudor, conservaba los más amplios poderes sobre la cosa
afectada a la garantía, pues en su carácter de propietario y a la vez de
poseedor del bien hipotecado, estaba autorizado para percibir los frutos
naturales o civiles que la cosa produjera, reivindicarla contra terceros, gravarla
con servidumbres y otras hipotecas y hasta enajenarla, a condición de no violar
los derechos del acreedor. Satisfecha la obligación, el deudor podía interponer
una actio pignoraticia in personam, cuando estando la cosa en poder del
acreedor, se negara a restituirla. No jugaba la acción si el acreedor ejercitaba
un derecho de retención (ius retentionis) hasta tanto se le cancelaran otros
créditos no garantizados con hipoteca. Este derecho a retener el bien del
deudor se denominó pignus Gordianum, por haberlo creado el emperador
Gordiano.
En cuanto al acreedor hipotecario, el derecho de hipoteca producía tres
importantes consecuencias jurídicas, a saber: el derecho a ejercitar contra
cualquiera detentador de la cosa hipotecada la actio hypothecaria o quasi
Serviana para hacerse poner en posesión de ella (ius possidendi); el derecho a
vender la cosa hipotecada ante la falta de cumplimiento de la obligación a su
debido tiempo (ius distrahendi pignus), y el derecho a pagarse con el precio de
la venta con preferencia a otros acreedores comunes, desprovistos de garantía
hipotecaria (ius praeferendi).
El ejercicio del ius possidendi, que se hacía efectivo en distintos momentos,
según se tratara del pignus propiamente dicho o de la hipoteca, facultaba al
acreedor no pagado a interponer la acción hipotecaria, para lograr la posesión
del bien, no sólo contra el deudor, sino también contra cualquier detentador de
la cosa hipotecada. Este derecho de persecución (ius persequendi) daba a la
hipoteca uno de los caracteres típicos de los derechos reales.
La hipoteca no autorizaba al acreedor hipotecario a usar de la cosa, bajo pena
de cometer hurto (furtum). Sin embargo, sí el objeto hipotecado producía frutos,
cabía convenir en que el acreedor los percibiera, aplicándolos al pago de los
intereses del crédito garantizado.
Tal convenio recibía el nombre de anticresis. Si el acreedor hipotecario percibía
los frutos, sin que mediara tal acuerdo, el valor de ellos se aplicaba,
primeramente al pago de los intereses, y después, al de la deuda principal,
correspondiendo al deudor el excedente, si lo hubiere.
El ejercicio del ius distrahendi pignus, esto es, la facultad del acreedor de
vender la cosa pignorada si no hubiera sido pagado a su debido tiempo, no
surgió al principio como elemento natural de la relación, sino por virtud del
pactum de distrahendo pignore, que en el derecho justinianeo se torna
innecesario, pues el derecho de enajenar la cosa atañe a los efectos normales
del derecho de hipoteca. Para que procediera la venta de la cosa, que no
requería ninguna formalidad especial, era menester que la deuda garantizada
hubiera vencido y no se la hubiera pagado, y que el acreedor efectuara tres
notificaciones al deudor (denuntiationes) antes de realizar la venta. Vendido el
bien, ya directamente, ya con intervención de autoridad en pública subasta, si
el precio alcanzaba para pagar el crédito, éste se extinguía; caso contrario,
subsistía en cuanto a la diferencia que quedaba sin cubrir. Si el precio
superaba al crédito, el excedente (hyperocha) debía ser entregado al deudor.
Cuando el acreedor hipotecario no encontraba comprador, podía solicitar al
emperador que le fuese adjudicada la cosa a su justo precio (impetratio
dominii), pero ésta no pasaba a su propiedad sino después de transcurrido un
bienio, lapso durante el cual el deudor tenía derecho a rescatarla pagando lo
adeudado.
El derecho de preferencia fue otro de los efectos naturales que producía la
hipoteca en Roma. Después de la venta del bien hipotecado, el acreedor tenía
derecho a cobrarse sobre el precio con preferencia a otros acreedores
comunes o quirografarios, aunque los créditos de éstos hubieran sido de fecha
anterior a la constitución de la hipoteca. Era la consecuencia normal de la
hipoteca, en virtud de la cual la cosa quedaba afectada en garantía del crédito
del acreedor.
Pluralidad de hipotecas
En el derecho romano se admitió que sobre una misma cosa pudieran
constituirse varias hipotecas porque, a diferencia de la prenda propiamente
dicha, el deudor hipotecario mantenía la posesión del bien hipotecado. Para el
caso de pluralidad de hipotecas se estableció un orden entre los acreedores
con arreglo al principio de que las hipotecas más antiguas en su constitución
prevalecían sobre las de fecha posterior (prior in tempore potior in iure). La
facultad de vender correspondía, pues, al primer acreedor hipotecario, los
posteriores sólo podían reclamar lo que quedaba después de que aquél
cobrase su crédito entero.
Sin que constituyeran excepciones al principio general, el derecho romano
admitió el ejercicio del ius offerendi y una sucesión hipotecaria, llamada
successio in locum, pero la regla quedaba derogada por la existencia de una
prioridad por privilegio en el caso de las hipotecas privilegiadas.
El ius offerendi era el derecho del titular de una posterior hipoteca de ofrecer al
acreedor o acreedores de rango preferente el pago de los respectivos créditos,
con lo cual pasaba a colocarse en el lugar que ocupaba el acreedor pagado. En
definitiva, lo que lograba el acreedor que hacía uso del ius offerendi no era la
hipoteca del acreedor que le precedía en el tiempo, porque éste se extinguía
por el pago, sino que la suya pasara a ocupar el primer lugar.
La successio in locum se presentaba cuando el crédito garantizado por una
hipoteca de fecha precedente a otro u otros, se extinguía, ya porque un tercero
daba el dinero en préstamo al deudor para pagar la deuda, constituyéndose en
su favor una nueva hipoteca, ya porque acreedor y deudor sustituían el crédito
hipotecario original por otro nuevo mediante novación, acordando el traspaso
del derecho hipotecario por lo que sumaba la deuda antigua. En ambos casos
el nuevo acreedor hipotecario no se colocaba en último término por ser su
derecho de prenda posterior, sino que ocupaba el lugar correspondiente a la
hipoteca que había garantizado el antiguo crédito extinguido.
La verdadera derogación del principio de la prioridad temporal en materia
hipotecaria la constituyeron las llamadas "hipotecas privilegiadas". Entre las
principales se cuentan: la hipoteca general de que gozaba el fisco sobre el
patrimonio de los contribuyentes: la nacida por imperio de la ley y a favor de la
mujer sobre los bienes del marido, en garantía de la restitución de los bienes
dotales; la hipoteca que gravaba una cosa en favor de quien había dado dinero
para su conservación o mejora. También constituían hipotecas privilegiadas
aquellas que contaban en documento público (pignus publicum) o en
documento privado firmado al menos por tres testigos idóneos (pígnus quasi
publicum).
Extinción de la hipoteca
El derecho hipotecario puede concluir por diversos modos, sea directamente,
sea indirectamente.
Se extingue directamente la prenda por las causas comunes que provocan la
extinción de los derechos reales sobre la cosa ajena, tales como la destrucción
de la cosa pignorada, por su exclusión del commercium, la renuncia a la
garantía hipotecaria aunque ella fuera tácita y la confusión, es decir, la reunión
en la misma persona de las cualidades de acreedor pignoraticio y de
propietario de la cosa dada en garantía. También se extingue directamente la
hipoteca de segundo grado que pesara sobre un bien que fuera vendido por el
primer acreedor hipotecario. Por fin, la prescripción es otra causa de extinción
directa de la hipoteca, rigiendo el plazo de diez o veinte años a favor de un
tercero que hubiera llegado a entrar, con justo título y buena fe, en posesión del
bien hipotecado y el de treinta años, cuando se tratara de un poseedor de
buena fe que careciera de justo título. Justiniano fijó el plazo máximo de
cuarenta años para la extinción de la acción hipotecaria.
El derecho hipotecario, por tratarse de un derecho real accesorio, se extinguía
indirectamente por la extinción de la deuda principal que podía tener lugar en
cualquiera de las formas idóneas para producir tal efecto, sea por el pago, la
novación, la confusión, que extinguían la obligación de ipso iure, sea por la
compensación, la transacción, la remisión de la deuda, que provocaban la
extinción exceptionis ope.
Sexta Parte: Derechos personales,
creditorios u obligaciones
Unidad 11
Estos derechos, por su naturaleza, reciben el nombre de personales porque, en
oposición a los ius in re; crean relaciones entre personas determinadas ya que
no son ejercidos más que contra la persona obligada. Llámense también
creditorios u obligacionales porque, contemplados desde el punto de vista del
acreedor, la relación existente engendraba un crédito a su favor que le daba
derecho a perseguir al deudor, porque desde el punto de vista del deudor, se
configuraba una obligación que éste debía satisfacer cumpliendo la prestación
correspondiente.
Cabe acá destacar nuevamente que las fuentes romanas no nos han
proporcionado un concepto preciso de los derechos personales sino que
solamente supieron distinguir las acciones in rem de las acciones in personam
y tales denominaciones sirvieron a los comentaristas para emplear el término
"real", con referencia al derecho garantizado por la actio in rem y la palabra
"persona" como una antítesis de la anterior, con relación al derecho protegido
por la actio in personam.
I. La obligación
A. Concepto
La obligación, que se traduce con la voz latina obligatio, proviene de la
preposición acusativa ob y del verbo transitivo ligare, ligo, ligatum que significa
atar, amarrar, sujetar.
En un sentido lato, equivale a toda relación jurídica en virtud de la cual una
persona, llamada acreedor (creditor), tiene el derecho de exigir de otra,
denominada deudor (debitor) un determinado comportamiento positivo o
negativo. En un sentido estricto la obligatio se configura como un deber del
deudor de cumplir una determinada prestación a favor del acreedor.
El vocablo obligatio fue desconocido por el derecho de los primeros tiempos
para designar el vínculo jurídico por cuya virtud un deudor se veía constreñido
a cumplir determinada prestación, utilizándose para significar tal situación
términos tales como nexum, nectere, adstringere y como equivalentes a la
liberación del sometimiento jurídico los vocablos liberare, solvere. Este
desconocimiento, no resulta extraño si tenemos en cuenta que la obligación
importaba un verdadero señorío sobre la persona del deudor porque la relación
obligacional estaba fundada, más que en la idea de débito o deber, en la de
responsabilidad individual y fue necesario cierta madurez jurídica para que se
impusiera el término obligatio como común denominador de toda relación
personal susceptible de producir consecuencias de orden patrimonial.
Según Arguello se puede caracterizar a las obligaciones como a aquel vínculo
jurídico por el cual una persona, el sujeto activo o acreedor, tiene derecho a
constreñir a otra, el sujeto pasivo o deudor, a realizar una determinada
prestación que puede consistir en un dare (dar), en un facere o non facere
(hacer o no hacer), o en un praestare (prestar).
A. Civiles y honorarias
Ateniéndose al derecho del cual provienen, pueden clasificarse las obligaciones
en civiles y en honorarias o pretorianas. Son obligaciones civiles las que han
sido constituidas por las leyes o reconocidas ciertamente por el derecho civil
(acciones nacidas del ius civile), en tanto que son honorarias o pretorianas
aquellas actio que el pretor ha establecido por su jurisdicción.
Esta clasificación considera al término "civil" no en el sentido de obligación
dotada de actio como son las obligaciones civiles que se oponen a las
obligaciones naturales, sino en una acepción más restringida, esto es, en
relación con el derecho que las regula y que está dado por la ley comicial, el
senadoconsulto o la constitución imperial. En cuanto a las obligaciones
pretorianas no eran solamente aquellas reguladas por el edicto del pretor sino
que también debían incluirse dentro de esta categoría a las nacidas como
consecuencia de la iurisdictio de otros magistrados, como los ediles curules y
los gobernadores de provincias, razón por la cual resulta más propio llamarlas
obligaciones honorarias.
Superada la distinción entre ius civile e ius honorarium en época de Justiniano,
carece de sentido práctico hablar de estos dos tipos de obligaciones, Sin
embargo, los compiladores justinianeos mantienen para las relaciones
obligatorias de creación pretoria la denominación de obligationes ya, que de
hecho no se diferenciaban de las designadas con ese nombre por el ius civile.
B. Civiles y naturales
Toda obligación a la que el ordenamiento jurídico dotaba de una actio como
medio para que el acreedor pudiera exigir del deudor el cumplimiento de la
prestación debida, se llamaba obligación civil. Ésta era la obligatio en el sentido
estricto de la palabra, porque la relación que ella creaba entre los sujetos que
la integraban debía contar con la debida protección procesal máxime a la luz de
los principios romanos, que consideraban que un derecho subjetivo sólo podía
ser tenido por tal si estaba provisto de una actio que lo tutelara.
Junto a las obligaciones civiles el derecho romano admitió la existencia de
obligaciones naturales (naturalis obligatio) que, como antítesis de aquéllas,
estaban desprovistas de acción y por ende carecían del medio jurídico por el
cual el acreedor exigiría judicialmente el pago de la deuda.
Casos y efectos de las obligaciones naturales
Efectos
La falta de tutela procesal no significaba que las obligaciones naturales no
produjeran efectos jurídicos de importancia, destacándose el derecho del
acreedor de retener lo que el deudor le hubiera pagado (solutio detentio) y el de
hacer valer una excepción cuando el deudor de la obligación natural hubiera
cumplido la prestación debida y pretendiera repetir lo pagado por medio de la
condictio indebiti, alegando que no estaba civilmente obligado
Las características peculiares de las obligaciones naturales han planteado no
pocos problemas a los autores, que alcanzan inclusive, a la esencia misma de
esta clase de obligaciones. Así se ha llegado a cuestionar su contenido jurídico
al carecer de la debida protección procesal. Sin embargo, es criterio unánime
que la obligación natural, si bien presenta un vínculo jurídico debilitado, se
tipifica como una obligatio por las diversas consecuencias jurídicas que de ella
se derivaban, especialmente en su regulación justinianea. Además de aquellos
efectos principales que hemos señalado, las obligaciones naturales producían
otros que podemos llamar secundarios. Se cuentan entre ellos los siguientes; el
crédito natural podía oponerse en compensación a la deuda civil; la obligación
natural era susceptible de convertirse en civil por novación; podía ser
garantizada por fianza, prenda o hipoteca; por fin, era tomada en cuenta en el
cómputo del pasivo de la herencia o del peculio.
Casos
Las fuentes romanas ofrecen numerosos casos de obligaciones naturales,
mereciendo citarse como los más típicos los siguientes: las obligaciones
contraídas por el esclavo que, como vimos, dado su carácter de cosa no se
obligaba civilmente, sino naturalmente; las creadas por personas sometidas a
la misma potestad, esto es, entre los filiifamilias y entre éstos y el pater salvo
cuando se tratara de los peculios sustraídos a su dominio, como el castrense,
el cuasi castrense y el adventicio; las obligaciones extinguidas civilmente por el
efecto novatorio de la litis contestatio; también las extinguidas por capitis
deminutio; las obligaciones asumidas por los pupilos sin la auctoritas tutoris; las
nacidas de simples pactos (nuda pacta); y las contraídas por un hijo de familia
contrariando la disposición del senadoconsulto Macedoniano, que prohibía
conceder préstamos a los filiifamilias.
Obligaciones naturales impropias
El derecho romano de la época justinianea reconoció, junto a las obligaciones
naturales, otras relaciones fundadas en razones religiosas, de moral, de piedad
o de buenas costumbres, y que los compiladores llamaron deudas naturales u
obligaciones naturales impropias. Este grupo especial de obligaciones daba
lugar, como las obligaciones naturales, a la solutio retentio, porque si eran
cumplidas espontáneamente por el deudor éste no podía perseguir la repetición
de lo pagado. Entre los supuestos más importantes se cuentan los siguientes:
la prestación de alimentos a ciertos parientes, cuando no se estaba obligado a
ello civilmente; la prestación de las operae (servicios o prestaciones
personales) al patrono, sin que hubiera mediado promesa (promissio iurata); el
pago de los gastos hechos para el funeral de un pariente y el realizado por la
madre para rescatar a un hijo de la esclavitud.
Todos los objetos se hallaban in obligatione. Sólo estaba in obligatione el objeto principalmente
debido porque aquel con el que el deudor se
reservaba la facultad de pagar se encontraba in
facultate solutionis.
Cuando hay obligación con varios objetos, mientras El objeto es único, si este perece la obligación se
exista uno de ellos y aunque los demás se hayan extingue y no hay ya lugar a la sustitución aunque
hecho imposibles la obligación subsiste. Hay varias el otro objeto con el que el deudor podía sustituirle
prestaciones in obligatione. sea un posible. La variedad de prestaciones existe
solamente in solutione.
Si la obligación era nula por imposibilidad u otro Si la obligación era nula por defecto o vicio de la
defecto inherente a uno de sus objetos, no por ello prestación debida, no podía subsistir como válida
era nula en lo referente a los demás, puesto que respecto de la que se hallaba in facultate solutionis.
todos ellos se encontraban in obligatione.
Unidad 12
I. Efectos de las obligaciones
Una vez establecida la relación entre dos o más sujetos que ha dado lugar al
nacimiento de una obligación, el deudor debe asumir una actitud tendiente al
cumplimiento de la prestación, efecto necesario de toda obligación a que el
mismo debe arribar, bajo pena de verse constreñido al pago de daños e
intereses si incurriera en incumplimiento o retardo. Es así que para estudiar las
consecuencias que las obligaciones hacen derivar respecto al acreedor y al
deudor será menester determinar cuáles son los presupuestos que conducen al
cumplimiento de la prestación y cuáles los que llevan a la inejecución por dolo,
culpa o caso fortuito o las que retardan su cumplimiento.
Dentro del amplio rubro de efectos de las obligaciones incluiremos también el
tema referente a las estipulaciones a favor y en contra de terceros y el relativo
a la transmisión de los créditos y las deudas.
A. El nexum y la sponcio
Muy poco conocemos acerca de tales instituciones, ya que los jurisconsultos
clásicos nos hablan de las mismas como antigüedades caídas en desuso y los
autores modernos discuten su origen, su naturaleza y sus modalidades.
Según la opinión más general, las obligaciones contractuales nacían
antiguamente del nexum, voz que derivaba del término nectere, que significaba
ligar, con lo cual se indicaba el lazo o atadura que sometía al deudor con
respecto al acreedor. Era un negocio solemne, que se perfeccionaba con las
mismas formalidades de la mancipatio, modo típico usado por los romanos
para transmitir la propiedad de las res mancipi.
Debían observarse los procedimientos del per aes et libram, la presencia del
libripens y los cinco testigos y la ceremonia de la pesada del cobre. Parece ser
que el nexum se aplicó para operar por la mancipatio, la autopignoración de la
persona del deudor o de alguna otra sometida a su potestad a fin de garantizar
mutuos o préstamos de dinero. Así se explica que en el antiguo léxico romano
nexum significara mancipium, potestad que entrañaba el sometimiento de un
hombre libre a otro, y qué la condición de los nexi obligados por relaciones
contractuales hubiera sido muy semejante a la de las personas colocadas in
mancipio por razón de sus delitos.
El nexum, pues, más que un contrato en el sentido estricto del vocablo, fue un
eficaz procedimiento para asegurar o garantizar el cumplimiento de las
obligaciones asumidas por el deudor. En efecto, si no pagaba u otro no lo
hacía por él, al acreedor le asistía el derecho, como si hubiera obtenido una
sentencia condenatoria del obligado, de someter al deudor a las consecuencias
de la manus iniectio, que lo colocaba en un estado de sumisión a semejanza
del señorío inherente a todo derecho de propiedad, hasta que saldara la deuda.
La injusta situación de sujeto obligado por el nexum fue uno de los motivos de
las largas luchas que enfrentaron los patricios acreedores y los plebeyos
deudores, hasta que una lex Poetelia Papiria del año 326 a.C concedió la
libertad a todos los nexi, considerando la obligación como una relación de
carácter patrimonial, en la que la prestación era el objeto y la garantía, no la
persona física, el corpus del deudor, sino su patrimonio. Así desaparecieron los
efectos rigurosos del nexum y aquel solemne negocio del derecho quiritario, del
que nacían obligaciones de carácter contractual, cayó en desuso y fue
sustituido por el mutuo.
Al lado del nexum los romanos conocieron desde antiguo otra forma de crear
obligaciones contractuales amparadas por el derecho quiritario: la sponsio, que
acaso en un principio sólo cumplió funciones de garantía. Como negocio
jurídico iure civile, la sponsio estuvo reservada a los ciudadanos romanos y se
la celebraba oralmente, mediante una interrogación formulada por el acreedor
con el uso de la típica fórmula ¿spondes?, a lo que el deudor respondía:
spondeo.
Una vez pronunciadas las palabras solemnes prescriptas por la ley, el vínculo
obligatorio quedaba formalizado y el rigor formalista era tan absoluto, que no
estaba permitido el uso de ningún otro verbo para constituir la relación
obligacional. De aplicación variada en la primera época, ya que la sponsio se
utilizaba en relaciones jurídicas, tanto de derecho público como de derecho
privado, fue cayendo en desuso, especialmente cuando el ius gentium introdujo
la stipulatio como la forma oral más común de engendrar obligaciones, sin
apego a un rigorismo tan severo y con posibilidad de aplicación para los
peregrinos o extranjeros.
B. La stipulatio
El contrato verbal que se perfeccionaba mediante una pregunta que formulaba
una persona que debía constituirse en acreedor (stipulator, reas stipulandi), a la
que se seguía la congruente respuesta de otra que llegaba a convertirse en
deudor (promissor; reus promittendi), se llamó estipulación (stipulatio).
Este modo simple de expresar un acuerdo de voluntades vino a ser la forma
más generalizada de crear obligaciones unilaterales, lo cual hizo de la stipulatio
el contrato de mayor difusión en el mundo romano, especialmente cuando pasó
a ser también aplicable a los peregrinos. En un principio se perfeccionó por el
uso de la típica fórmula de la sponsio, esto es: ¿spondes? spondeo. Más
adelante se admitió el empleo de otros verbos, como: ¿dabis?, dabo;
¿promittis?, promitto; ¿facies?, faciam, etc., llegándose a reconocer validez al
uso de la lengua griega, siempre que los contratantes entendieran dicho
idioma.
El carácter formal de la stipulatio exigió para su eficacia el cumplimiento de
ciertos requisitos. Era indispensable la presencia de las partes: entre ausentes
no podía celebrarse la estipulación. Dada su forma oral, estaban incapacitados
para realizarla quienes no podían hablar u oír, como los mudos y los sordos, y
tampoco los que no estuvieran en condiciones de entender, como los dementes
o los infantes. Se exigía, además, que la pregunta y la respuesta se
pronunciaran sin interrupción de tiempo, en un solo acto (unitas actas), y que
fueran perfectamente congruentes, sin divergencias de forma, ni de sustancia.
Estos requisitos formales de la stipulatio fueron perdiendo su primitivo rigor a la
par que se reconocía mayor importancia al consentimiento de los contratantes.
De tal manera el principio de la oralidad fue atenuándose cuando se difundió,
desde fines de la época republicana, la costumbre de acompañar la
estipulación con un documento escrito (instrumentum o cautio) que servía de
medio de prueba. Más adelante, por una constitución del emperador León del
año 472, se tuvieron par válidas las estipulaciones aunque no se hubieran
empleado palabras solemnes, llegándose a admitir que el contrato estipulatorio
era plenamente eficaz cualquiera que fuera la forma de su realización, oral o
escrita, siempre que los contratantes expresaran claramente su
consentimiento.
La exigencia de la presencia de las partes y de la unidad del acto, también se
desdibujó en el derecho justinianeo al establecerse que se debía tener por
indubitable la constancia inserta en un documento que expresara que la
estipulación se había celebrado con la concurrencia de los contratantes. Tal
circunstancia se presumía cuando las partes hubieran estado presentes en la
ciudad y sólo se admitía como prueba en contrario documentos o testigos
idóneos. Igual criterio se impuso con respecto a la congruencia entre la
proposición y la aceptación, reconociéndose válida la stipulatio por la cantidad
menor cuando difiriesen las expresiones del stipulator y del promissor.
Dado el carácter formalista de la stipulatio, en el primitivo ius civile el vínculo
obligatorio nacía por virtud de la sola pronunciación de las palabras solemnes,
independientemente de la causa. Era, pues, un negocio de carácter abstracto.
También en este aspecto el contrato experimentó una evolución y en el
derecho clásico fue posible que el promissor paralizara la acción del stipulator
si éste pretendiera hacer valer una estipulación carente de causa o fundada en
una causa inmoral. En el derecho imperial se otorgó al deudor la exceptio non
numeratae pecuniae cuando por medio de la stipulatio se hubiera obligado por
un préstamo que no se había hecho efectivo, para enervar por tal defensa la
acción intentada por el acreedor.
La stipulatio fue un contrato que alcanzó gran auge en Roma y fue utilizado, no
sólo para hacer obligatoria la promesa de dar sumas de dinero, sino también
otras prestaciones de cosas ciertas que no fueran dinero y hasta de cosas
inciertas. Tuvo especial aplicación como contrato de carácter accesorio en
aquellas relaciones en que los terceros prometían, no en interés personal, sino
en el de los sujetos de la relación principal. Así, se constituyeron por la
estipulación la adpromissio y la adstipulatio. La primera (adpromissio), era una
promesa por la cual el adpromissor se obligaba accesoriamente al deudor
principal en caso de que éste no cumpliera la prestación debida y comprendía
la sponsio, la fidepromissio y la fideiussio. La segunda (adstipulatio), era
aquella figura en la que el deudor prometía a otra persona (adstipulator) la
misma prestación debida al acreedor, quedando éste autorizado a recibir el
pago y aun a reclamarlo con igual eficacia que el acreedor principal, pudiendo
llegar hasta a condonar la deuda. Otra aplicación frecuente de la estipulación
fue la cláusula penal (stipulatio poenae), que fue un modo de reforzar la
obligación por el mismo deudor, que se obligaba al pago de una pena si no
satisfacía lo debido.
Las fuentes distinguieron las estipulaciones convencionales, libremente
concertadas por las partes de las necesarias -judiciales o pretorianas-, que
eran impuestas por el juez o por el pretor como garantía contra los daños o
perturbaciones. Entre estas últimas, llamadas también stipulationes cautionales
o cautiones se cuentan, entre otras, la caución de dolo (cautio doli), que debía
dar la parte condenada a la entrega de una cosa para asegurar que ésta no
fuera voluntaria o maliciosamente deteriorada; la caución del daño inminente
(cautio damni infecti), que se exigía al propietario de un edificio que amenazaba
ruina, para garantizar al vecino el pago de los daños que pudieran surgir de su
caída; etcétera.
Para hacer exigibles las obligaciones nacidas de la stipulatio, el derecho
romano dotó al contrato de tres acciones que se diferenciaban según el objeto
de la obligación. Cuando la estipulación consistía en el pago de una suma de
dinero, el acreedor contaba con la condictio certae pecuniae, llamada después
condictio certi; si se trataba de un cuerpo cierto o una cantidad determinada de
cosas, la condictio triticaria o condictio certae rei y en caso de recaer la
obligación sobre un hecho o una abstención, o algo de valor indeterminado
(incertum), la actio ex stipulatu.
C. La dotis dictio
La promesa verbal y solemne de dote realizada unilateralmente (uno loquente)
a favor del marido por la mujer sui iuris; por su deudor, por el padre o por un
ascendiente paterno, fue el contrato verbal denominado dotis dictio.
La dictio dotis podía recaer sobre bienes muebles o inmuebles, corporales o
incorporales y la obligación nacía verbis siempre que el matrimonio llegara a
celebrarse o que una vez contraído no fuera declarado nulo.
Exigiase para su perfeccionamiento el empleo de palabras determinadas,
usándoselas para comprometer la entrega de cosas muebles o inmuebles, sin
que, por otra parte, se conozca exactamente cuáles fueron sus efectos.
También es incierto su origen y no se explica la causa por la que no se utilizó la
estipulación para la constitución de la dote. Este contrato perdió vigencia en el
derecho postclásico cuando una constitución de Teodosio II del año 428
reconoció valor a la promesa de dote hecha por simple pacto, sin solemnidad
alguna (pactum dotis).
A. La nómina traenscriptitia
Este original contrato literal nació en Roma de la costumbre de los jefes de
familias de registrar en un libro de contabilidad o de cuenta corriente, llamado
codex o tabulae accepti et expensi, las entradas (acceptum) y las salidas
(expensum), con lo cual reflejaban con fidelidad el estado de su caja (arca).
Según refiere Gayo aquellas anotaciones, que por mucho tiempo no
constituyeron contrato sino medios de prueba, sirvieron para transformar una
obligación preexistente en otra obligación. Fueron un instrumento de novación
que ofrecía, sobre la stipulatio, la ventaja de no exigir la presencia de las
partes. Asumieron una doble forma, ya que el contrato podía presentarse como
nomina transcripticia a re in personam y como nomina transcripticia a persona
in personam.
Había transcriptio a re in personam cuando las partes utilizaban el contrato
litteris para transformar en obligación literal una obligación de otra naturaleza
mediante el procedimiento de la doble anotación en el codex. Así, si Mevio
tenía anotada en su codex, una suma que Ticio le debía por cualquier causa,
hacía constar en el acceptum que tal cantidad le había sido pagada
(acceptilatio ficticia), con lo que la antigua obligación quedaba extinguida, pero
como al mismo tiempo anotaba en el expensum que entregaba a Ticio una
suma igual que en realidad no hacía efectiva (expensilatio ficticia), se operaba
la transformación de una obligación en otra. Por este medio pudieron las
partes novar una obligación de buena fe por una de derecho estricto o una
natural por una civil.
Había nomina transcripticia a persona in personam cuando se sustituía un
deudor por otro, como ocurría en el caso de que el acreedor anotara como
crédito contra Ticio lo que le debía Mevio. Esta operación hacía que se
extinguiera la obligación de éste (de Mevio), aunque no hubiera pagado suma
alguna, surgiendo en cambio una obligatio litteris a cargo de Ticio. La utilidad
que el contrato literal presentaba en el caso de la transcriptio a persona in
personam era evitar por una simple escritura el transporte e inversión de
numerario.
De los nomina transcripticia tenemos una escasa información que proviene de
escritos de Cicerón y de las Institutas de Gayo, por lo que hay cuestiones que
no han sido perfectamente dilucidadas. Fue al parecer una institución iure civile
y, por tanto, no accesible a los peregrinos, que tenía por objeto una cantidad
cierta de dinero (certa pecunia) y engendraba siempre deudas abstractas que
podían exigirse por la condictio certae creditae pecuniae. El contrato litteris
pudo ser realizado entre ausentes, pero no era dable someterlo a condición.
Vigentes todavía los nomina transcripticia en tiempo de Gayo, fueron cayendo
en desuso a medida que los patresfamilias perdían la costumbre de llevar sus
libros de contabilidad. Fue así que sólo lo aplicaron los banqueros que estaban
obligados a efectuar asientos contables. En el derecho justinianeo, la obligatio
litteris es meramente un residuo histórico.
A. El mutuo
El mutuo o préstamo de consumo, era la convención por el cual una persona, el
mutuante o prestamista, entregaba en propiedad a otra, el mutuario o
prestatario una determinada cantidad de cosas consumibles con la obligación
por parte de ésta de restituir otras tantas cosas del mismo género y calidad.
El mutuo fue un contrato unilateral, ya que sólo engendraba obligaciones para
el mutuario; de derecho estricto, porque las facultades del juez para
interpretarlo estaban restringidas a lo expresamente convenido por las partes;
real, pues se perfeccionaba por la entrega de la cosa; no formal, al no requerir
solemnidad alguna y gratuito, ya que el mutuario no estaba obligado a devolver
una cantidad superior a la entregada por el mutuante.
El mutuo requería para su conclusión, la efectiva transferencia de la propiedad
de la cosa y así se exigía que el mutuante fuera propietario de los bienes dados
en mutuo.
El contrato de mutuo requería, para su conclusión, la efectiva transferencia de
la propiedad de la cosa (datio rei) y así se exigía que el mutuante fuera
propietario de los bienes dados en mutuo, no siendo necesaria la entrega
directa, ya que era suficiente que la cosa fuese puesta a disposición del
mutuario. Aunque la obligación nacía de la datio, era menester, además, la
voluntad concorde de constituir el mutuo por parte de los contratantes para que
se considerara existente.
Solo podía recaer sobre cosas consumibles o fungibles, es decir, aquellas que
carecían de valor individual y que eran susceptibles de ser reemplazadas por
otras de la misma especie y calidad, como el dinero, los cereales, etc.
Del mutuo (dado su carácter unilateral) solo nacía una acción a favor del
mutuante para exigir del mutuario la restitución de la cosa, la actio certae
creditae pecuniae, si el préstamo había sido de dinero; y la condictio certae rei
cuando se trataba de otras cosas fungibles.
Los intereses en el mutuo
Dada la gratuidad del mutuo, el mutuante se veía privado de toda utilidad que
pudiera producirle la cosa dada en préstamo, y por esta razón los romanos
introdujeron la modalidad, especialmente tratándose de préstamos de dinero,
de convenir intereses, los que sólo podían ser reclamados cuando se los
hubiera establecido por una estipulación especial, que otorgaba una acción
independiente emanada del contrato estipulatorio. Una vez convenidos los
intereses el prestamista contaba con dos acciones para hacerlos exigibles, una
derivada del mutuo, la condictio certi, y la otra derivada de la estipulación, la
actio ex stipulata.
También pudo convenirse intereses por simple pacto, pero el mismo, en
principio no engendraba obligación civil alguna, sino sólo hacía nacer una
obligación natural.
La tasa de interés que podía cobrar el prestamista por el dinero dado en mutuo
no estuvo en un principio sujeta a limitación alguna, pero como consecuencia
de los abusos a que dio lugar la falta de un límite legal, se vio la necesidad de
establecer normas al respecto; y así la ley de las XII tablas fijó un máximo
representado por la uncia, que equivalía al 8,33%. Recién en el año 355 a.C,
se fijó la tasa de interés en el unciarium fenus por una lex Duilia Maenenia.
Posteriormente en el año 347 a.C un plebiscito habría reducido la tasa a la
mitad de la uncia, hasta que una lex Genucia, del año 342 a.C, prohibió el
préstamo a interés, pero esta ley nunca fue cumplida.
Justiniano limitó al 4% anual para los préstamos que debían pagar los
deudores de rango social inferior al del acreedor, y fijó el 8% para las
transacciones realizadas por banqueros y comerciantes y el 12% anual para los
préstamos marítimos
El mutuo y los filiifamilias
El senadoconsulto Macedoniano prohibía dar dinero en mutuo a los hijos de
familias cualquiera fuera su edad o estado. Si el préstamo se hubiera efectuado
contrariando la norma legal y el prestamista exigiera judicialmente el cobro de
la deuda, una excepción, la exceptio senatusconsulti macedoniani, tenía el
efecto de paralizar la acción del acreedor demandante. La excepción sin
embargo, no extinguía del todo la obligación, pues dejaba subsistente una
naturalis obligatio.
El senadoconsulto Macedoniano reconoció ciertos supuestos en los que no era
oponible la exceptio. Así cuando el filius se hubiera hecho pasar por sui iuris; si
el pater hubiera consentido expresa o tácitamente el préstamo; cuando el
prestamista por un error excusable creyera contratar con un pater, y si el filius
convertido en sui iuris reconocía la deuda.
B. El comodato
Concepto
El comodato es un contrato en virtud del cual una persona, llamada comodante,
entrega a otra, llamada comodatario, una cosa para que la use y se la devuelva
después de un cierto tiempo y modo convenido.
Se caracteriza por ser un contrato real, no formal, de buena fe, sinalagmático
imperfecto y gratuito, cuyo nombre viene de commodum dare (dar la utilidad).
Sus elementos
Como en todos los contratos reales, son elementos esenciales del comodato la
convención, el objeto y el elemento real. A las particularidades de ellos en el
contrato que nos ocupa, nos referiremos seguidamente.
1) Convención: Para que haya comodato es menester que las partes
convengan que debe restituirse el mismo objeto, pues no se da para que se
consuma sino para que se use.
2) Objeto: A diferencia del mutuo que recae sobre cosas fungibles, el comodato
tiene por objeto una o varias cosas, muebles o inmuebles, específicamente
determinadas, es decir, no fungibles, toda vez que, después de usadas, deben
devolverse las mismas cosas que se recibieron. Por eso se dice en el digesto:
"No puede darse en comodato lo que se consume por el uso, a no ser acaso
que alguno lo reciba para pompa u ostentación”.
La segunda parte del pasaje se refiere al caso en que se han dado en
comodato cosas fungibles (monedas, por ejemplo) para que sean usadas por
quien las recibe, pero no del modo en que habitualmente ello se hace, es decir
consumiéndolas, sino para pompa u ostentación de quien las recibe, por lo que
se compromete a devolver las mismas piezas que recibió y no otras monedas
de valor equivalente.
3) Elemento real: Como en todo contrato real para que el comodato se
perfeccione es menester la entrega de la cosa, de la que no se transfiere la
propiedad ni la posesión, sino la mera tenencia.
Por esta causa, porque sólo se da la tenencia de la cosa para que pueda ser
usada por el comodatario, no es necesario que el comodante sea dueño de la
cosa o tenga algún derecho real sobre ella sino que basta que pueda disponer
físicamente de la cosa. Es así como pueden dar en comodato el usufructuario,
el locatario y aun el ladrón. Incluso, nada se opone a que se reciba en
comodato la cosa propia, como ocurriría cuando al propietario le es entregada
en tal carácter por el usufructuario o locatario, por ejemplo.
Por último, cabe señalar que la obligación del comodatario, en lo que a la
restitución se refiere, se limita a devolver la misma cosa que recibió, sin
agregar prestación alguna. Si a cambio del uso hubiese de darse, pagarse o
hacerse algo, no habría comodato, que es esencialmente gratuito.
Efectos y diferencias con los otros contratos reales
Efectos
Como se ha señalado al comienzo, el comodato es un contrato sinalagmático
imperfecto porque, en principio, genera obligaciones para una sola de las
partes (el comodatario) pero, eventualmente, puede también hacer nacer
obligaciones a cargo de la otra (el comodante). Seguidamente nos referiremos
a unas y otras.
a) Obligaciones del comodatario: Si bien el comodatario puede usar la cosa
prestada, debe hacerlo conforme a su naturaleza o a lo pactado pues, de lo
contrario, incurre en furtum usus. Está obligado, además, a restituir en el
tiempo convenido la misma cosa que recibió, no deteriorada por el uso. Si
verdaderamente hubiera sido devuelta la cosa dada en comodato, pero
devuelta deteriorada, no se entenderá devuelta la que se devuelve deteriorada,
si no se satisficiera lo que importa.
Como deudor de un cuerpo cierto, el comodatario se libera si la devolución se
hace imposible por caso fortuito, pero responde de la pérdida total o parcial
debidos a su dolo o culpa levis in abstracto.
Para exigir el cumplimiento de las obligaciones que pesan sobre el
comodatario, el comodante dispone de la actio commodati directa (acción
directa del comodato).
b) Obligaciones del comodante: Según se ha dicho antes, el comodante, en
principio, no tiene obligación alguna. Sin embargo, puede ocurrir eventualmente
que quede obligado respecto del comodatario. Ello ocurre cuando éste ha
debido realizar gastos extraordinarios para la conservación de la cosa.
También el comodante queda obligado respecto del comodatario cuando por
causa de la cosa, éste ha sufrido algún daño cuya reparación corresponde a
aquél. Asimismo, el que a sabiendas dio en comodato vasos con desperfectos,
si el vino o el aceite echado en ellos se corrompió o se derramó, ha de ser
condenado por esta razón.
Para obtener el reembolso de los gastos o la reparación de los daños, el
comodatario puede ejercitar el ius retentionis o intentar contra el comodante la
actio commodati contraria (acción contraria del comodato).
Diferencias con los otros contratos reales
Atendiendo a la naturaleza del comodato y a los efectos que este contrato traía
aparejados, se pueden establecer las diferencias que presentaba con otros
negocios jurídicos de rasgos más o menos semejantes. Con el mutuo se
diferenciaba fundamentalmente porque mientras el comodatario sólo adquiría el
uso de la cosa prestada que continuaba siendo de propiedad del comodante, el
mutuario adquiría la propiedad de la misma a la que podía consumir, pues sólo
estaba obligado a devolver otra cosa de igual cantidad y calidad, además de
que, mientras el comodato era una convención esencialmente gratuita, el
mutuo llegó a convertirse en un contrato oneroso por la práctica de estipular
intereses. Por otra parte, el comodatario estaba auxiliado por una actio
contraria, en tanto, que el mutuario carecía de esta defensa debido a la
unilateralidad del préstamo de consumo. También el comodato se distinguía del
arrendamiento porque este contrato se caracterizaba por el pago de una
retribución por el uso de la cosa; con la donación porque ésta atribuía la
propiedad del bien al beneficiario y con el depósito porque en esta convención
el depositario, en principio, no adquiría el derecho de uso de la cosa depositada
debido a que el contrato se celebraba en interés del depositante.
C. El depósito
Era la convención por la cual una persona, depositante, entrega una cosa
mueble a otra, el depositario, para que la custodiase gratuitamente, y se la
devolviese al primer requerimiento.
Es un contrato real que requería la datio de la cosa, sin que implicara la
transmisión de la propiedad, sino la simple detentación. Se caracteriza por su
gratuidad, lo que no fue óbice (obstáculo) para que el Derecho Justinianeo
admitiera que se conviniese una retribución por la guarda de la cosa. Era un
contrato sinalagmático (bilateral) imperfecto, pues las obligaciones corrían a
cargo del depositario y sólo en el curso de su cumplimiento podían surgir para
el depositante. Además de buena fe dada la amplitud del arbitrio judicial para
apreciar lo convenido por las partes.
La obligación principal del depositario era conservar la cosa entregada en
guarda, siempre de conformidad con su particular naturaleza. Respondía por
su dolo y culpa lata y hasta por culpa leve, si así se hubiere convenido. Tenía
que abstenerse de usar la cosa, so pena de incurrir en furtum usus. Estaba
obligado, por fin, a restituir el bien ante el reclamo del depositante, aunque
hubiera un plazo convenido.
Para exigir el cumplimiento de tales obligaciones, contaba el depositante con la
actio depositi directa, y el depositario, a su vez, podía ejercer la actio depositi
contraria por las eventuales obligaciones que el contrato pudiera generar para
el depositante
Clases de depósitos: irregular, necesario y secuestro
El derecho romano conoció figuras especiales del depósito:
Era depósito irregular el que tenía por objeto dinero u otra cosa fungibles que
podía consumir el depositario, quien quedaba obligado a restituir otras tantas
cosas del mismo género y calidad. Esta modalidad, que aplicaron
generalmente los banqueros, no se diferencia esencialmente del mutuo.
Había depósito necesario o miserable cuando se constituía en caso de
necesidad nacida de una calamidad pública o privada, ej. Incendio. En la
hipótesis, no siendo libre la elección del depositario, si no restituía la cosa
entregada a su custodia, era condenado al doble de su valor.
Se presentaba la figura del secuestro cuando al depósito lo hacían
conjuntamente varias personas que convenían en que la restitución de la cosa
se hiciera a una de ellas, una vez que se verificaran ciertas condiciones, por
ejemplo, la finalización de un litigio. En este depósito especial, el
secuestratario no era un mero detentador de la cosa pues tenía la possessio
ad interdicta y su obligación de restituirla podía hacerse efectiva por una
acción particular, la actio sequestrataria.
D. La prenda
Concepto y requisitos
La convención en virtud de la cual una persona, el pignorante, entregaba a
otra, el pignoratario, la posesión de una cosa corporal para garantizar una
deuda propia o ajena, con la obligación de quien la recibía de conservarla y
restituirla cuando el crédito hubiera sido satisfecho, constituyó el contrato de
prenda (pignus).
Hemos hablado ya de la prenda como derecho real de garantía. Aquí traemos
en consideración el vínculo contractual por el cual, el pignoratario, llamado
acreedor pignoraticio, en cuanto titular del crédito garantizado, se obligaba a
restituir la cosa y por ello llegaba a ser al mismo tiempo deudor de la cosa en
relación al pignorante.
Elemento constitutivo de la obligación que generaba la prenda era la datio, que
transfería la posesión, la que podía ser defendida por interdictos por el
pignoratario que, sin embargo, estaba impedido de hacer uso de la cosa, pues
incurría en furtum usus (hurto). El pignoratario respondía por la conservación
del bien prendado hasta la culpa leve y, producida la extinción del crédito
garantizado, tenía que restituirla con todas las accesiones y los frutos
producidos, a no ser que éstos hubieran sido computados a cuenta de los
intereses y del capital del crédito garantizado (anticresis). Ya hemos visto, al
hablar de la prenda como derecho real de garantía, cómo se regulaba la
relación entre deudor y acreedor en caso de incumplimiento de la obligación.
La prenda, que pertenecía a la categoría de los contratos reales, porque se
perfeccionaba por la entrega de la cosa del pignorante al pignoratario y de
buena fe, dada la amplitud del arbitrio judicial para apreciar lo convenido por las
partes, era sinalagmático (bilateral) imperfecto, por cuanto la única obligación
que engendraba corría a cargo del pignoratario, y consistía en devolver la cosa
una vez que se hubiera satisfecho su crédito, pero a la vez podía exigir del
pignorante el pago de los gastos necesarios que hubiera realizado en la
conservación del bien prendado. Para lograr el cumplimiento de tales
obligaciones el pignorante contaba con la actio pignoraticia directa y el
pignoratario con la actio pignoraticia contraria.
Unidad 14
I. Los contratos consensuales
Se caracterizan porque la obligación no surge en ellos por la adopción de una
forma como en los contratos verbales y literales, ni tampoco de la entrega de
una cosa como los contratos reales, sino que el vínculo obligatorio surge
exclusivamente del acuerdo, del consentimiento entre las partes.
La noción del contrato que nace del simple consentimiento de las partes sin
sujeción formal alguna, es una de las más notables creaciones de la
jurisprudencia clásica. La liberación de las formas y su fundamento en la fides
crea un modelo universal de contrato.
El consentimiento expresado de cualquier forma, incluso sin palabras, por un
gesto concluyente, da vida al contrato consensual. No es necesaria la
presencia de las partes y el contrato puede celebrarse por medio de carta o por
nuncio (Hombre que lleva encargos, mensajes o avisos de una persona a otra).
El consentimiento que da vida al contrato puede también extinguirlo cuando se
dirige a su resolución.
Los juristas atribuyen el origen de los contratos consensuales al derecho de
gentes.
Característica de estos contratos es la reciprocidad. De él nacen obligaciones
recíprocas para las partes contratantes, tuteladas por acciones
A. La compraventa
Concepto
La compraventa (emptio venditio) es un contrató consensual, en virtud del cual
una de las partes, llamada vendedor (venditor) se promete a transferir a la otra,
llamada comprador (emptor), la posesión pacífica y duradera de una cosa, a
cambio de un precio cierto en dinero.
La compraventa romana tiene efectos puramente obligatorios y comporta para
el vendedor el compromiso de transferir la posesión y no la propiedad de la
cosa. Difiere, así, de la de nuestro derecho civil, ya que según el art. 1123 del
código civil y comercial de la nación, hay compraventa si una de las partes se
obliga a transferir la propiedad de una cosa y la otra a pagar un precio en
dinero. Se diferencia también del sistema del código de Napoleón, ya que
mientras para éste el mero acuerdo de voluntades entre comprador y vendedor
determina la adquisición de la propiedad del objeto vencido por parte de aquél
(art. 1583), según el derecho romano la adquisición de la propiedad es ajena al
contrato, quedando sujeta a la concurrencia de alguno de los modos idóneos
para ello. Su origen es incierto, aunque en pasaje atribuido a Paulo se la hace
derivar de la permuta.
Se trata de un negocio proveniente del derecho de gentes, cuyos efectos
prácticos habrían conseguido los romanos, antes de aceptarlo como generador
de obligaciones, mediante el empleo de dos estipulaciones: una por la cosa y
otra por el precio. Seguramente la compraventa al contado, es decir, la que
supone el cambio simultáneo de la cosa por su precio, debió ser conocida
desde muy antiguo, pero la generadora de obligaciones, o sea aquélla en que
las prestaciones de una o ambas partes son diferidas en el tiempo, no habría
sido aceptada sino desde fines de la República, o comienzos del Principado,
alcanzando de manera paulatina su total desarrollo durante la época clásica.
Caracteres
La compraventa, se caracteriza por ser un contrato consensual, porque se
perfecciona por el mero consentimiento de las partes; de buena fe, porque el
juez, al decidir sobre las obligaciones resultantes de ella, debía proceder según
la equidad, pudiendo indagar la real intención de las partes y apartarse, incluso,
de las palabras empleadas; no formal, porque para su perfeccionamiento no
era menester la observancia de solemnidad o formalidad alguna; y bilateral o
sinalagmático perfecto, porque desde su perfeccionamiento surgían
obligaciones para ambas partes contratantes.
Requisitos
La compraventa es un negocio jurídico en el que pueden señalarse los
siguientes requisitos: el consentimiento, el objeto y el precio.
a) Consentimiento: El consentimiento o acuerdo de voluntades tiene en este
caso especial importancia, pues constituye el único requisito para el
perfeccionamiento del contrato. En ellos no es necesario escrito alguno, ni la
presencia de las partes, ni la entrega de una cosa, sino que basta que
consientan los que hacen el negocio, cabe destacar, además, que la compra
es de derecho de gentes y por eso se perfecciona por el consentimiento. Los
documentos en que ella (la compraventa) consta o las arras que se hubieren
entregado sólo servían para acreditar la existencia del contrato, pero no
determinaban su perfeccionamiento. Sin embargo, en el derecho justinianeo,
seguramente por influencia griega, la escritura perfeccionaba el contrato de
compraventa cuando las partes así lo habían acordado expresamente.
El consentimiento podía darse de manera expresa o tácita, personalmente, por
carta a por medio de un nuncio o mensajero y debía recaer sobre los otros dos
elementos esenciales del contrato, es decir, sobre la cosa y el precio.
En principio, nadie estaba obligada a comprar o vender pero,
excepcionalmente, ella podía ocurrir en el caso de la expropiación, del dueño
del esclavo que, en ciertos casos, podía ser obligada a venderlo o a
manumitirlo por un precio, entre otros más.
b) Objeto: Objeto del contrato de compraventa podían ser todas las cosas que
estuviesen dentro del comercio, por consiguiente, es nula la venta de las cosas
que la naturaleza, el derecho de gentes o las costumbres de la ciudad
eximieron del comercio.
No podían ser objeto de este contrato las casas religiosas, ni las sagradas, ni
las públicas, pero si el comprador hubiese ignorado tales circunstancias podía
procurar con la actio empti (acción de la compra) el pago de una indemnización
por parte del vendedor que procedió dolosamente. La misma solución cabía en
el caso de las cosas cuya enajenación estaba prohibida, como las litigiosas, las
del peculio adventicio, el fundo dotal o los inmuebles de los menores.
Podía tratarse tanto de cosas corpóreas coma incorpóreas, como en el caso de
una herencia o de un usufructo, claro que en este último caso se trataría de la
cesión onerosa del ejercicio del usufructo, ya que, según se viera
oportunamente, tal derecho no podía transferirse por ser inherente a la persona
del usufructuario. Incluso podía venderse la cosa ajena, aunque era nula la
compraventa de la cosa robada.
Obviamente, no podía comprarse la cosa propia, pero la referida a una cosa
común era válida por las cuotas de los otros condóminos.
La cosa vendida no debía haber perecido al tiempo del contrato, pero si el
comprador conocía tal circunstancia y lo celebró, debía pagar el precio; si era
de conocimiento de ambas partes, ninguna podía reclamar nada.
Cabe señalar, finalmente, que era posible la compraventa de una cosa futura,
distinguiendo los romanistas entre el caso de la compra de una cosa esperada
(emptio rei speratae) y la compra de una mera esperanza (emptio spei).
La compraventa de la cosa esperada era considerada como un negocio
condicional, por lo que el precio debía pagarse sólo si la cosa llegaba a existir.
Diferente era el caso de la compra de la esperanza: en ella siempre debía
pagarse el precio, ya que lo comprado era el alma misma.
c) Precio: El tercer requisito o elemento esencial de la compraventa es el
precio: "No hay venta alguna sin precio", se dice al comienzo del digesto, "más
es preciso que se fije un precio, porque no puede haber ninguna compra sin
precio", se afirma coincidentemente al principio de las institutas.
El precio debía ser, ante todo, cierto, es decir, determinado o determinable.
Sería, entonces, cierto el precio cuando consiste en una cantidad determinada
en el momento misma de la celebración del contrato, como si vendiera algo por
cien sestercios, y aun cuando no fuera de conocimiento de las partes.
Según refiere Gayo, las Sabinianos admitían que el precio pudiera quedar
librado a la decisión de un tercero, mientras los Proculeyanos propiciaban la
solución contraria. Por esta última se inclinó Justiniano, considerando
condicional al negocio por cuya razón había compraventa si el tercero no
quería o no podía establecer el precio. Su determinación podía, entonces,
depender de un tercero, pero no sólo del comprador a vendedor.
Además, el precio debía ser verdadero (verum), es decir, no simulado.
Finalmente, el precio en la compraventa debía ser en dinero. Al respecto dice
Gayo:
“Igualmente, el precio debe consistir en dinero amonedado. Se discute mucho, en efecto, sobre
si el precio puede consistir en otras cosas como, por ejemplo, un esclavo, o una toga, o un
fundo de la otra parte. Al respecto nuestros maestros piensan que el precio puede consistir aún
en otra cosa que el dinero. De ahí la opinión vulgar según la cual por la permuta de las cosas
se puede contraer la compraventa, y que ésta sería la más antigua de las especies de
compraventa... Los autores de la escuela opuesta (proculeyanos) discuten al respecto y
estiman que una cosa es la permuta de las cosas y otra la compraventa, ya que en el caso de
un trueque de cosas no se puede saber cuál es la que se ha vendido y cuál la que se ha
pagado a título de precio; y que, inversamente, sería absurdo considerar que ambas cosas han
sido vendidas y compradas simultáneamente.
Pero, sin embargo, Calio Sabino, dice que si teniendo tú una cosa venal, como por ejemplo un
fundo, yo la recibo aceptándola y como precio de venta te doy un esclavo, resultaría que el
fundo ha sido vendido y el esclavo dado a título de precio respecto de la adquisición del fundo ."
II. La locación
La convención por la cual una de las partes se obligaba a pagar a la otra un
precio cierto en dinero a cambio de que éste le proporcione el uso y disfrute
temporal de una cosa o le preste determinado servicio o realice una obra,
configura el contrato de locación o arrendamiento (locatio conductio). Con este
concepto hemos abarcado las tres especies que puede presentar esté contrato,
la locación de cosas (locatio conductio rei), la locación de servicios (locatio
conductio operarum) y la locación de obra (locatio conductio operarum).
En las dos primeras figuras el contratante que se obliga a pagar el precio se
designa con los nombres de locatario o conductor y el que entrega la cosa o
presta los servicios con el de locador, en tanto que en la locación de obra, a la
inversa, se denomina locador al contratante que paga el precio y locatario o
conductor al que realiza la obra.
C. Locación de cosas
El Contrato de locación de cosas podía tener por objeto cualquier cosa mueble
o inmueble, con tal de que no fuera consumible y también, el ejercicio de un
derecho real sobre cosa ajena, como el usufructo o la superficie. Si se daba en
locación una casa el locatario se denominaba inquilinus; si se trataba de un
fundo colonus.
La principal obligación del locador consistía en entregar la cosa al locatario o
ponerla a su disposición para que la usara de conformidad con lo convenido,
asegurándole su disfrute (uti frui) durante el tiempo establecido en el contrato,
que podía ser determinado o determinable. Tal entrega no confería al locatario
sino la simple detentación o possessio naturalis de la cosa. Empero, podía
excepcionalmente ejercitar el interdictum de vi armata, en caso de haber sido
despojado por la fuerza de las armas de la cosa arrendada.
El arrendador estaba obligado también a indemnizar al arrendatario los daños y
perjuicios que hubiere experimentado si la cosa no era apta para el uso
convenido, como si presentara defectos que no fueron advertidos con
anterioridad al contrato el que en la hipótesis, podía quedar rescindido a
petición del arrendatario. Igualmente, debía sufragar todos los gastos
necesarios de conservación de la cosa y abstenerse de realizar en ella obras o
modificaciones que impidieran o perturbaran su utilización.
Correspondía al locador, por un principio opuesto al que regía en la
compraventa, pero acorde a la regla res perit domino, soportar el periculu, es
decir, que si la cosa perecía por caso fortuito, no tenía derecho a exigir el
precio del arriendo (periculum est locatoris) cargando con la merma patrimonial.
Por su parte, el locatario tenía como principal obligación la de pagar el precio
(merces) convenido por el arriendo que, tratándose del arrendamiento de un
fundo, podía consistir, no en dinero, sino en una parte de los frutos (pars
quota). En tal supuesto se configuraba una especial locación de cosas, al
menos en la idea de los clásicos llamada colonia partiaria. También incumbía al
locatario la obligación de usar de la cosa con la debida diligencia, pues debía
restituirla al finalizar el contrato sin deterioros, salvo los provenientes del uso
normal. Su responsabilidad alcanzaba a toda culpa. En el derecho clásico, si
abandonaba el fundo antes del plazo convenido sin que mediara justa causa,
estaba obligado al pago total de la merced. En el derecho justinianeo, la
responsabilidad del locatario a este respecto se limitaba a abonar el daño
efectivamente provocado al locador.
El locatario tenía derecho a la percepción de los frutos, si el locador era
propietario, y podía subarrendar la cosa si no se hubiera pactado lo contrario.
En el derecho clásico estaba autorizado a exigir el reembolso de los gastos
necesarios realizados en la cosa, y en el derecho justinianeo, no sólo los
necesarios, sino hasta los considerados útiles.
En lo concerniente a la vigencia del contrato de locación, las soluciones eran
diferentes si se había convenido o no un término de duración. En el primer caso
la convención se extinguía al vencimiento del plazo, salvo la llamada relocatio
tacita, que permitía al locatario continuar en la locación más allá del término
pactado, siempre que no se opusiera a ello el locador. Tratándose de fincas
rústicas, la renovación tácita o tácita reconducción, como se la llama en el
léxico jurídico actual se consideraba prolongada por un año; en las urbanas, la
prórroga no tenía una duración determinada. Cuando en el contrato no se
había establecido término de vencimiento, la locación podía concluir por
decisión del locador o del locatario, sin previo aviso.
No se disolvía el contrato cuando la cosa arrendada era objeto de venta y el
adquirente de ella privaba de su uso al locatario. El derecho personal de éste
(el locatario) conservaba vigencia, de manera que podía exigirle el consiguiente
resarcimiento por los daños provenientes, del no uso y disfrute de la cosa.
Desde el punto de vista técnico-jurídico no era exacta, por tanto, la máxima "la
venta rompe el arrendamiento" (emptio tollit locatum), como se sostenía en
derecho común.
D. Locación de servicios
En la locatio conductio operarum la prestación consistía en poner a disposición
de otro los propios servicios durante un cierto tiempo, a cambio de una
remuneración en dinero (merces). Tenía por objeto servicios de carácter
manual análogos a los que prestaban los esclavos (operae illiberales).
Quedaban excluidos, por ende, de esta relación contractual las profesiones o
artes liberales, como la del abogado, el médico, el maestro, que en Roma se
ejercieron durante mucho tiempo en forma gratuita. La reclamación de una
recompensa que se llamó honorarium o munera, sólo fue posible en el derecho
imperial por la cognitio extra ordinem.
En la locación de servicios el locador tenía que realizar personalmente las
operae convenidas y de ahí que su obligación no se transmitiera a sus
herederos. La obligación del locatario consistía en el pago del precio pactado y
pasaba a sus herederos, por lo cual la muerte no extinguía la relación
establecida contractualmente.
D. Locación de obra
La locatio conductio operis era la especie de locación por la que una persona
se comprometía a realizar una obra o un trabajo determinado mediante el pago
de un precio en dinero. Objeto del contrato no era el trabajo en sí, sino su
resultado, o sea, su producto ya acabado. Esta convención presentaba la
modalidad antes señalada de que la persona que contrataba la obra era el
locador, en tanto que quien la ejecutaba era el locatario.
El concepto de obra (opus) era muy amplio y podía consistir en la
transformación, manipulación, reconstrucción, limpieza, transporte de la cosa y
hasta en la instrucción de un esclavo. Presupuesto del contrato era que la obra
se realizara con materiales suministrados por el locador, es decir, por el que la
encargaba, pues si ellos pertenecieran al locatario se configura una
compraventa según la opinión prevaleciente en las fuentes romanas.
La obra había que realizarla en el término convenido, sin importar si era fruto
del trabajo personal del operario, ya que si su naturaleza lo permitía podía
hacerla ejecutar por otro o subarrendarla. Cabía, no obstante, que el contrato
se hubiera celebrado en atención a las cualidades técnicas del locatario, en
cuyo caso tenía que realizar personalmente la obra. En esta hipótesis, la
muerte del obrero determinaba la extinción del contrato.
El pago del precio había de hacerse, de no mediar convención en contrario, a
la conclusión de la obra. Pesaba también sobre el locador la obligación de
resarcir al locatario por los daños que le hubieren irrogado las cosas que le
entregaba para la ejecución del opus. Salvo los casos de culpa propia, o de
haber probado ya la obra, el que había encargado hacerla no soportaba los
riesgos de la cosa. El periculum corría a cargo del contratista o locatario hasta
el momento de la entrega. Empero, quedaba exento de responsabilidad cuando
la cosa perecía por fuerza mayor.
III. La sociedad
La convención por la cual dos o más personas (socii) se obligaban
recíprocamente a poner ciertas cosas en común, bienes o actividades de
trabajo, para alcanzar un fin lícito de utilidad igualmente común, tipifica el
contrato de sociedad (societas).
La sociedad, cuyos orígenes como negocio contractual no están perfectamente
aclarados, recién habría adquirido su real fisonomía en el derecho nuevo por
haber sido una institución proveniente del ius gentium que recogió el derecho
civil, acordándole la correspondiente tutela al dotar a la convención de acciones
propias. No obstante, ilustres romanistas han creído ver en otras instituciones
los orígenes de la sociedad. Así, Von Mayr, sostiene que este contrato
consensual, cuyo prototipo fue la societas omnium bonorum, derivaría del
antiguo consortium agnaticio, esto es, la comunidad de bienes que los hijos,
convertidos en sui iuris por la muerte del pater, convenían en mantener unida
para no dividir el haber hereditario. Bonfante estima que la sociedad surgió
como resultado de la fusión de diversos elementos de instituciones primitivas
que habrían aportado los caracteres que luego vinieron a configurar este
contrato. Considera el distinguido jurista que la sociedad tuvo como
antecedente no sólo el consortium agnaticio, sino también la relación jurídica
resultante de la politio, o sea aquella convención celebrada entre el propietario
de un fundo y un agrónomo (politor) que se obligaba a dirigir los cultivos a
cambio de una participación en los beneficios y de la societas quaestuariae que
se caracterizaba porque todas sus operaciones perseguían un lucro.
A. Caracteres y requisitos
La sociedad, que también pertenecía a la categoría de las convenciones
consensuales que se formalizaban por el solo consentimiento de los
contratantes, se caracterizaba igual que las anteriores figuras de este tipo por
ser un contrato sinalagmático (bilateral) perfecto, de buena fe, oneroso y
conmutativo. La societas requería para su formación la presencia de ciertos
elementos especiales cuales eran la reunión de dos o más personas, el aporte
recíproco de cada una de ellas y un objeto común y lícito,
Era exigencia fundamental que la sociedad se constituyera con la presencia de
dos o más personas que debían tener un interés común y la intención de
constituir una sociedad, elemento subjetivo, que hacía a la esencia del
contrato mismo y que ha sido designado con el nombre de affectio societatis o
animus contrahenda societatis. De esta manera la sociedad lleva en sí implícita
la imposibilidad de que pueda estar constituida por un solo individuo.
Se exigía también que los socios se obligaran mutuamente con una prestación
o aporte, que podía consistir en sumas de dinero, en bienes muebles o
inmuebles, mercaderías, créditos, trabajo personal, etc. Esto significaba que las
prestaciones podían ser de variada naturaleza e inclusive de distintos valores,
pero siempre era .indispensable que las partes concurrieran con la aportación
convenida porque en caso contrario no habría sociedad sino otra relación
jurídica distinta a la que configura dicho contrato.
Requeríase igualmente para perfeccionar el contrato que los socios
persiguieran un objeto común y lícito, esto es, no contrario a las leyes y a las
buenas costumbres porque si no la convención sería nula. El objeto de toda
sociedad está dado por el interés común de los contratantes exteriorizado por
la participación que debía corresponderles tanto en las ganancias como en las
pérdidas, conforme a lo convenido. Si se hubiera estipulado que alguno de los
socios contribuiría solamente en las pérdidas pero que no participaría de las
ganancias (societas leonina), el contrato era nulo. Sin embargo tenía validez
cuando las partes acordaran que alguno de los socios sólo debía participar de
las ganancias. La obtención de beneficios no era un requisito esencial de la
sociedad y la falta de este objetivo no invalidaba el contrato, pues se
consideraba que existía una societas cuando los contratantes hubieran tenido
la intención de constituirla con el fin de lograr un resultado cualquiera, siempre
que fuera común.
Por último, el consentimiento de los contratantes era un requisito fundamental y
el mismo podía ser prestado expresa o tácitamente, en forma verbal o escrita y
por mensajero o por carta. En el derecho justinianeo se admitió la celebración
del contrato de sociedad bajo condición suspensiva, como por ejemplo, si se
supeditara el ingreso de un socio a que fuera elegido cónsul. El consentimiento
debía ser constante y duradero porque si el affectio llegare a faltar entre los
socios, la sociedad se vería expuesta a la disolución.
IV. El mandato
La convención en virtud de la cual una persona, el mandatario o procurador
(procurator), se obligaba a cumplir gratuitamente el encargo o gestión
encomendada por otra (el mandante -mandans, mandator o dominus negotii-),
y que atañía al interés de éste o de un tercero, constituía el contrato de
mandato (mandatum). Tal convención se habría configurado como contrato en
la República tardía por influencia del ius gentium. Antes, sólo habría tenido el
carácter de un encargo de confianza que realizaba una persona a favor de otra
en atención a vínculos de amistad o afecto. Se oponía a su aceptación como
contrato la hostilidad del primitivo derecho romano a la representación en los
negocios jurídicos, a lo cual debía agregarse la peculiar organización familiar
que hacía que las personas sometidas a potestad paterna obraran en nombre y
representación del pater, especialmente en los actos de adquisición.
El Derecho Romano, desde muy antiguo, conoció una institución de perfiles
semejantes a los del mandato, la procura que habría consistido en una relación
jurídica por la cual una persona actuaba como agente estable encargado de los
negocios de otro, administrando el patrimonio del titular, de ordinario, en su
ausencia (procurator omnium bonorum). La actuación del procurator, que
generalmente era un esclavo o un liberto ligado al dominus, era ejercitada más
como una relación de hecho que de derecho. Dentro de sus facultades de
administración cabían los más variados actos, tales como enajenar bienes,
adquirir la posesión y la propiedad, pagar, novar, permutar, estando también
facultado para representar en juicio al dominus en cuyo caso era llamado
procurator ad litem. En el derecho clásico encontramos que el procurator
reviste el papel de un verdadero mandatario, pero desde el Bajo imperio, en
que muchas de las instituciones primitivas fueron perdiendo su aplicación, la
procura es absorbida por el mandato.
B. El aestimatum
El negocio mediante el cual el propietario de una cosa, después de evaluarla o
estimarla, la consignaba a otra persona a fin de que la vendiese y pagara el
precio o la restituyera en caso de que la venta no se efectuara, ha sido llamado
por los comentaristas contrato estimatorio o aestimatum.
Se discutió en la jurisprudencia clásica si el aestimatum configuraba una venta,
un mandato o un arrendamiento de cosas o de obras, con todos los cuales
presentaba ciertas semejanzas. Fue en el derecho justinianeo donde alcanzó la
categoría de contrato innominado a través de la concesión de la actio
praescriptis verbis, calificada para el caso de aestimatoria, acción por la cual se
podían hacer exigibles las obligaciones provenientes del negocio.
C. El precario
La convención por la que una persona concedía gratuitamente a otra el uso de
una cosa corporal o incorporal, propia o ajena, que se obligaba a restituir o a
cesar en el uso de ella a petición del concedente, configuró el contrato
innominado de precario.
La posesión del precarista que se negaba a devolver la cosa a requerimiento
de la otra parte, se consideraba una posesión viciosa. Esto determinó que se
concediera un interdicto especial, el interdictum de precario, por cuyo medio el
concedente podía recuperar la posesión de la cosa, sin perjuicio de la acción
reivindicatoria que le competía en cuanto era propietario. De esta suerte, de la
relación que el precario creaba entre las partes no nacían efectos obligatorios.
Éstos fueron reconocidos sólo en el derecho justinianeo cuando la institución
entró en la categoría de los contratos innominados, pudiendo entonces el
concedente exigir el cumplimiento de la obligación del precarista de restituir la
cosa dada en uso, mediante la actio praescriptis verbis.
Al acordarse al precarista el uso y goce gratuito de una cosa, como ocurría con
el comodatario, el contrato innominado de precario y el real de comodato se
presentaban como figuras semejantes. Empero, había entre ellos diferencias
notorias que distinguían a ambos contratos. Así, podían darse en precario
cosas corporales e incorporales, mientras estas últimas no eran objeto del
comodato. El precarista tenía una possessio civilis sobre la cosa, con todos los
efectos jurídicos que tal posesión acarreaba, en tanto el comodatario sólo
gozaba de una possessio naturalis; que le daba la detentación de la cosa hasta
el vencimiento del contrato. Además, el precarista carecía de una acción
"contraria", como la que podía ejercitar el comodatario, a fin de resarcirse de
los gastos que hubiera realizado para conservar la cosa.
D. Los pactos
El acuerdo de voluntades entre dos o más personas realizado sin formalidad
alguna, llamase en las fuentes romanas pacto (pactio, pactum o pactum
conventum). Según el antiguo derecho, tales acuerdos sólo podían generar
obligatio si se los realizaba en las formas prescriptas por el ius civile o por las
causas reconocidas por el ius gentium. De lo contrario, los simples pactos,
llamados pactos desnudos (nuda pacta), carecían de efectos jurídicos, es decir,
no engendraban obligaciones civilmente exigibles al no estar provistos de
acción (nuda pacta obligationem non pariunt).
Afirmado como preponderante en las relaciones obligacionales el elemento
subjetivo, esto es, la voluntas, el consensus, se fue reconociendo cierta
protección a los pactos que no fuesen contra las leyes o en fraude a una de las
partes, concediendo una excepción, la exceptio pacti conventi, en favor del
contratante cuando la otra parte hubiera demandado judicialmente en
contradicción con el acuerdo celebrado. Así, el pacto llega a caracterizarse
esencialmente por su eficacia procesal negativa y bajo este aspecto los
jurisconsultos afirman nuda pacta obligationem non pariunt, sed pariunt
exceptionem. Tal defensa procesal podía hacerse valer cuando el pacto se
adhería a un contrato de buena fe, pudiendo concluírselo en el momento del
contrato (in continenti) o posteriormente (ex intervallo). Nacieron así los
llamados pactos agregados o adjuntos (pacta adiecta), que tuvieron igual
eficacia jurídica que los contratos a los cuales estaban adheridos y que
contaban para su tutela, no sólo con la exceptio pacti conventi, sino también
con la acción emergente del contrato principal.
Más adelante el pretor, mediante su potestad jurisdiccional, concedió una
acción, por lo común in factum, con objeto de garantizar la protección de las
relaciones que tenían su fundamento sólo en el acuerdo de las partes,
independientemente de la existencia de un contrato al cual se los hubiera
agregado. Se crearon por este conducto los llamados pactos pretorios (pacta
praetoria).
Esta evolución se continúa en el derecho imperial, que reconoció fuerza
obligatoria, por medio de constituciones imperiales, a ciertos acuerdos de
voluntades que se concertaban por pacto y que hasta entonces habían estado
desprovistos de tutela legal. Se otorgó a tales convenios una acción especial
para exigir su cumplimiento, la condictio ex lege, lo cual hizo que tales pactos
se denominaran legítimos (pacta legitima).
La atribución de eficacia jurídica a los pactos por los medios señalados hace
nacer la categoría que los comentaristas denominaron pactos vestidos (pacta
vestita), por oposición a los que carecían de tutela procesal. En el derecho
justinianeo, cima de esta evolución, la figura del nudum pactum se conserva
por respeto a un principio tradicional, llegándose a admitir que la parte que
había satisfecho la prestación nacida de un pacto podía, si faltaba una acción
particular que protegiera la relación, exigir la contraprestación debida por medio
de la actio praescriptis verbis, ya que el pacto valía también como contrato
innominado.
Pacta adiecta
Se trataba de acuerdos complementarios añadidos a un contrato, normalmente
de buena fe, ya para agravar las obligaciones de una de las partes, ya para
disminuirlas. Por vía de exceptio, los deudores demandados podían hacer valer
aquellos pactos que modificaban favorablemente sus obligaciones, ya hubieran
sido agregados in continenti (al momento del acuerdo), ya ex intervallo (a
posteriori del acuerdo).
Además de la eficacia que otorgaba la exceptio pacti conventi, los pactos
adicionados in continenti a un contrato de buena fe -no ex intervallo-, se hacían
exigibles por la acción propia del contrato. En los iudicia bonae fidei el juez
estaba obligado a apreciar ex fide bona las obligaciones recíprocas de las
partes y, por tanto, la acción misma del contrato aseguraba la ejecución del
pacto, siempre que no tuviera por objeto eliminar o restringir el derecho, sino
aumentar las consecuencias de la relación jurídica, ampliando o modificando el
contenido de la acción. En el derecho justinianeo se aplicó también el
mencionado principio a los pactos in continenti que fueran insertos en los
contratos de derecho estricto.
Los pactos ex intervallo continuaron teniendo como única vía idónea para su
eficacia la exceptio pacti conventi, que lógicamente no era utilizable cuando se
trataba de pactos que agravaban la obligación contractual, caso en el cual el
deudor carecía de interés en hacerlos valer. Su exigibilidad hubiera sido posible
por medio de una actio, pero a diferencia de los pactos agregados in continenti,
no se les otorgó la respectiva acción contractual.
Variadísimas relaciones jurídicas cabían dentro de los pacta adiecta, pero las
principales fueron las que se adherían a la compra-venta que ya citamos al
estudiar el mencionado contrato.
Pacta Praetoria
Nacidos del poder jurisdiccional del pretor que concedió actiones in factum
conceptae para exigir su cumplimiento, los pactos pretorios tuvieron fuerza
obligatoria, no sólo para engendrar derechos de créditos, sino también para
constituir derechos reales, como ocurrió con el pactum hypothecae. No
obstante, algunas discrepancias doctrinarias respecto de las figuras que
entraban dentro de la categoría de los pactos pretorianos, entendemos que
pueden considerarse tales el constitutum, los recepta y el juramento voluntario,
ya que dichos acuerdos de voluntades generaban obligaciones tuteladas por el
pretor.
El constitutum
Era la promesa de pagar, dentro de cierto tiempo, una suma de dinero o una
cantidad de otras cosas fungibles, que ya adeudaba el promitente (constitutum
debiti proprii) o que debía un tercero (constitutum debiti alieni). Los efectos de
la promesa se supeditaban a la existencia de la obligación en cuya virtud se
formulaba, sin importar que estuviera ella amparada por una acción civil o
pretoria. El constitutum acumulaba una actio iure praetorio, la actio de pecunia
constituía, a la acción protectora de la precedente obligación, de forma que
ésta no era sustituida por la que nacía de aquél. Empero, satisfecha una de las
deudas, se extinguía también la otra.
El receptum
Este negocio se presentaba cuando una de las partes asumía una
responsabilidad por medio de un pacto. Así, el receptum arbitri, en el que una
persona se comprometía a decidir como árbitro una controversia; el receptum
argentarii, por el cual un banquero se obligaba a pagar una suma de dinero por
un cliente y el receptum nautarum, cauponum et stabularium, en el que el
armador de un navío (nauta), posadero (caupo) o el encargado de cuadras o
caballerizas (stabularius) asumían una responsabilidad particular por la
sustracción o el daño de las cosas a ellos confiadas. Estas modalidades de
receptum fueron tuteladas por el pretor, a través del edicto, al conceder una
acción para exigir las obligaciones a las que se había comprometido el
contratante. Es probable que el receptum arbitri no hiciere nacer una acción y
que la obligación de pronunciar el fallo diera lugar a una multa o embargo de
los bienes del árbitro.
El juramento voluntario
La figura del juramento voluntario (iusiurandurn voluntarium) se presentaba
cuando las partes en litigio decidían dirimirlo haciéndolo depender de la fe del
juramento de una de ellas. Este pacto podía exigirse mediante una actio in
factum y daba lugar también a una exceptio para enervar la acción que
intentaba hacer valer quien había prestado el juramento y no lo cumplía,
faltando al compromiso.
Pacta legítima
Bajo la denominación de pactos legítimos los comentaristas han agrupado,
como lo señalamos, las convenciones desprovistas de formalidades cuya
fuerza obligatoria provenía de constituciones imperiales y cuya ejecución podía
hacerse efectiva por una condictio ex lege. Los pactos legítimos no fueron
tantos como los anteriormente estudiados, mereciendo ser citados entre ellos el
pacto de intereses, la promesa de dote, el pacto de compromiso y la donación.
En lo que al pacto de intereses concierne, dijimos al tratar el contrato real de
mutuo que era admisible cuando los préstamos no fueran de sumas de dinero,
a no ser que los efectuaran el fisco, las ciudades o los banqueros. El pactum
dotis, por el que una persona prometía constituir dote, y que alcanzó eficacia
obligatoria con los emperadores Teodosio II y Justiniano, cabe destacar que la
dote era una institución fundamental del matrimonio romano. En cuanto al
pacto de compromiso (pactum ex compromisso), convención mediante la cual
las partes se obligaban a someter la decisión de un litigio al juicio de un tercero
que actuaba como árbitro, llegó a ser obligatorio en el derecho justinianeo al
otorgársele una actio in factum cuando el laudo arbitral hubiese sido suscripto
por las partes y no lo impugnaren dentro de los diez días.
Estudio especial merece, entre los pactos legítimos, el pactum donationis, ya
que la donación adquirió particular relevancia, especialmente en el derecho
justinianeo que vino a imprimirle el carácter de una institución especial, tal
como se configura en las legislaciones actuales.
E. La donación
En un sentido lato, se entiende por donación (donatio) todo acto de liberalidad,
sea efectuado inter vivos, sea llevado a cabo mortis causa, por el que una
persona, el donante, se despoja de todo o parte de su patrimonio con el fin de
procurar un enriquecimiento a otra persona, el donatario. Dentro de este amplio
concepto pueden ser incluidas como donaciones el otorgamiento de la libertad
a un esclavo y la institución de un legado, porque se trataban de actos que
importaban una disminución patrimonial de una persona a la vez que una de
liberalidad a favor de otra. En un sentido estricto la donatio comprendía
aquellos actos gratuitos de disposición concluidos entre vivos en los cuales una
persona expresaba la intención pura y simple de beneficiar a otra persona sin
esperar de ésta compensación alguna.
De lo dicho se desprende que la donación podía revestir dos formas, una que
debía producir sus efectos después del fallecimiento del donante, la donatio
mortis causa y otra que tenía lugar en vida del mismo, la donatio inter vivos.
Guardando la primera estrecha vinculación con el derecho hereditario
trataremos de la misma al analizar las sucesiones, exponiendo ahora todo lo
referente a la donatio inter vivos que constituye la donación en el sentido
estricto del vocablo.
En Roma la donación no constituyó un negocio jurídico con personería propia
ni estuvo dotado de formas y efectos particulares, sino más exactamente
representó una causa general gratuita de adquisición al servicio de los más
variados negocios jurídicos. De esta manera la in iure cessio, la mancipatio, la
traditio y el contrato verbal de estipulación podían encerrar una donación, lo
que ha hecho difícil su individualización y planteado el problema de la exacta
ubicación del instituto dentro del ordenamiento jurídico. Savigny afirma que la
donación tiene un carácter general, como el contrato, con el cual guarda
estrecha analogía por la generalidad de su naturaleza y la multiplicidad de sus
aplicaciones.
Condiciones para el perfeccionamiento de la donación
Para que la donación ínter vivos quedara perfecta era necesario el concurso de
diversos requisitos, los que hacen a la generalidad de los negocios jurídicos y
otros que se refieren exclusivamente a este instituto.
La donación exigía en primer lugar que las partes fueran capaces de enajenar y
de adquirir y por tratarse de un acto de liberalidad, la legislación romana fue
más exigente en lo que se refiere al reconocimiento de capacidad al donante.
En este sentido prohibió efectuar donaciones a personas perfectamente
capaces de enajenar, tales como los menores de veinticinco años, los
administradores de bienes ajenos y los cónyuges a quienes la legislación
imperial prohibió hacerse donaciones recíprocas.
Entre los requisitos particulares de la donación se cuenta primeramente la
adquisición de un derecho patrimonial, real o creditorio, que importe para el
donante una disminución de su patrimonio y para el donatario un
enriquecimiento irrevocable (causa donationis). Por ello un acto jurídico gratuito
como el comodato no significaba donación, porque el comodatario estaba
obligado a restituir la cosa objeto del contrato. Era necesario igualmente que el
donante obrara animus donandi, esto es, que tuviera realmente la intención de
hacer una liberalidad a favor del donatario, porque no configuraba donación el
acto que llevara implícito una coerción, como si derivara de un vínculo
obligacional o de falta de libertad para realizarlo. Se exigía también el
consentimiento del donatario quien era libre de aceptar o no la donación, a
menos que la misma importara un acto unilateral del donante, como si
decidiera pagar animus donandi una deuda ajena sin conocimiento del
beneficiario. Era menester, por último, un negocio idóneo para que se operara
el traspaso del derecho patrimonial a favor del donatario. En lo que se refiere a
este último requisito, las donaciones podían consistir en un dando, en un
liberando o en un promittendo, y ello hacía que se distinguieran en reales, en
liberatorias y en obligatorias. La donación se perfeccionaba dando cuando el
donante entregaba la cosa al donatario transfiriéndole el derecho que constituía
el objeto de la misma, sea un derecho real, sea un derecho creditorio,
operándose en el primer caso por mancipatio, in iure cessio o traditio y en el
segundo por cesión o novación del crédito. La donación quedaba perfecta
liberando cuando el donante condonaba al donatario una deuda o lo liberaba
de un gravamen que afectaba un derecho del mismo, operándose
generalmente por el pactum de non petendo o por acceptilatio. La donación se
hacía promittendo cuando el donante contraía la obligación de despojarse de
alguna cosa a favor del donatario, realizándose de ordinario por medio de la
stipulatio hasta que Justiniano admitió el perfeccionamiento de las donaciones
por simple convención o pacto.
Revocación de la donación
A pesar de que la donación en la legislación romana se caracterizaba par ser
un negocio jurídico irrevocable, porque el donante no podía por su sola
voluntad dejar sin efecto la liberalidad que había otorgado, se admitió que, en
circunstancias particulares que importaban una ingratitud manifiesta del
donatario, la donación pudiera ser revocada.
En el derecho clásico la facultad de revocar las donaciones por causa de
ingratitud estuvo limitada a determinadas personas, pues sólo se la concedía al
patrono contra el liberto ingrato y al padre o la madre cuando ésta no hubiera
contraído segundas nupcias, respecto a las donaciones realizadas a favor de
sus hijos. En el derecho imperial se hizo extensiva esta facultad a cualquier
descendiente respecto a las donaciones hechas en beneficio de los nietos o
bisnietos. El derecho justinianeo generaliza la norma disponiendo que cualquier
donante podía pedir la revocación de la donación por ingratitud del donatario, al
mismo tiempo que fijó cuáles eran las causas que daban lugar al ejercicio de la
acción de revocación. Entre las causas de ingratitud se cuentan el atentado del
donatario contra la vida del donante, las violaciones o injurias graves cometidas
por el beneficiario, los perjuicios ocasionados dolosamente en el patrimonio del
donante y la inejecución voluntaria de las cargas que gravaran la donación.
El Derecho Romano no creó a favor del donante una acción especial destinada
a obtener la revocación de la donación por vía judicial, sino que sólo le facultó a
ejercer una acción personal tendiente a tal fin contra el donatario, acción que
no podía intentarse contra los herederos del donatario ni contra los terceros
que hubieran adquirido un derecho real sobre la cosa objeto de la liberalidad, ni
tampoco por los herederos del donante a menos que éste la hubiera
interpuesto en vida. Declarada judicialmente la revocación, el donante debía
obtener la restitución de las cosas que hubiere donado con todos los frutos y
accesiones que la misma hubiera producido a partir de la litis contestatio. En
caso de ser imposible la restitución el donatario debía responder al donante en
la medida de su enriquecimiento.
Como una excepción al principio de que solamente el donante tenía derecho a
revocar una donación legalmente efectuada, la legislación romana admitió que
la acción podía ser también intentada, en casos excepcionales, por personas
ajenas a la relación. Así, un acreedor del donante que justificara que el mismo
había realizado una donación con el ánimo de disminuir fraudulentamente su
haber patrimonial, podía demandar la revocación de la liberalidad ejercitando la
acción pauliana. En igual sentido, aquellos herederos a los que la ley protegía
con una porción legítima de la que no podían ser excluidos por el causante,
estaban autorizados a pedir la revocación de aquellas donaciones realizadas
en detrimento de su parte legítima mediante la querella inofficiosse donationis,
variedad de la acción que se daba a todo heredero para impugnar por
inoficioso un testamento del que había sido excluido.
B. Los cuasicontratos
Se entiende por cuasi contrato aquellos actos lícitos producidos, sea de una
manifestación unilateral de voluntad, sea por ciertas relaciones independientes
de la voluntad humana, que no configurando un contrato ni un delito, son fuente
generadoras de obligaciones. De ésta manera caen bajo la noción de cuasi
contrato aquellos actos ejecutados por una persona por propia iniciativa, en
beneficio de otra que desconoce la gestión, los que resultan de la
administración del patrimonio de un incapaz, o los que se realizan para proveer
los gastos funerarios.
Tomando en cuenta la esencia de tales relaciones se advierte que en su casi
totalidad tienen como elemento común la ausencia del acuerdo de voluntades
de las partes.
La gestión de negocios
El acto voluntario de administración o gestión de intereses ajenos realizado sin
encargo de su titular y aún sin su consentimiento, llamase en sentido técnico
gestión de negocios. Quién administraba se denominaba negotiorum gestor, y
aquel en cuyo interés se realizaba la administración dominus negotii.
Reconocida al principio la institución para casos particulares, fue protegida por
el pretor por una acción de buena fe, la actio negotiorum gestorum, que era
directa, cuando iba dirigida contra el gestor, y contraria si se interponía contra
el dominus.
Condiciones y efectos de la gestión de negocios
Condiciones
Para que el acto que realiza una persona en interés del ausente, sea material o
jurídico o se refiera a uno o varios asuntos, llegara a configurar una gestión de
negocios, era necesario que reuniera ciertas condiciones.
En primer término se exigía que el gestor hubiera obrado por propia iniciativa
porque era de la esencia de la institución que la gestión no se realizara por
encargo o con conocimiento del titular pues, en tales supuestos, se estaría en
presencia de un mandato expreso o tácito.
Es de advertir que la gestión producía plenos efectos aunque mediara
oposición del principal, pero entonces el gestor carecía de derecho para
reclamar el resarcimiento por los gastos que hubiera efectuado, sin perjuicio de
su obligación de rendir cuentas por su intervención.
Se requería además que el gestor realizara el acto con la intención de crear
una relación obligatoria a cargo del dominus negotii, porque si obrara movido
por razones de orden familiar o por el deseo de favorecer graciosamente al
titular, no habría propiamente gestión de negocio sino un mero acto de
liberalidad.
También era preciso que el gestor tuviera conciencia de que el negocio
gestionado era ajeno (negotium alienum), por lo que si una persona
administrara negocios propios creyendo que eran de otro o, inversamente, si
creyendo manejar bienes propios hiciera actos de gestión a favor de otra
persona, no se configuraba una gestión de negocios. No obstante, se admitió
por razones de equidad que, en el último supuesto, el gestor tuviera la acción
propia de la gestión para exigir la restitución de todo aquello que hubiera
causado un enriquecimiento al dominus negotii.
Era necesario igualmente que el gestor obrara en interés objetivo del
patrimonio del titular, sea para beneficiarlo, sea para evitarle un perjuicio y, por
ello, éste no quedaba obligado en caso de que aquél actuara en su propio
interés sino solamente por aquello en que se hubiera enriquecido.
Efectos
La gestión de negocios producía efectos respecto a las partes, esto es, gestor y
dominus negotii y, además, creaba relaciones entre éste y los terceros que se
hubieran vinculado al negocio.
La principal obligación del gestor era la de ejecutar el negocio emprendido
hasta su total terminación, no estándole permitido abandonarlo ni aún por el
fallecimiento del titular, deber que era riguroso por los perjuicios que el
abandono podía traer aparejado al dominus y por el carácter estrictamente
voluntario del acto de gestión. También debía el gestor rendir cuenta de su
actuación y en este sentido estaba obligado a transferir al dominus todas las
sumas percibidas así como los derechos adquiridos, valiéndose de la tradición
si fueran reales y de la cesión de créditos si fueran obligacionales. Si hubiera
empleado en provecho propio los fondos manejados debía pagar los
correspondientes intereses. En el ejercicio de su cometido el gestor respondía
hasta de la culpa leve, juzgándose que había obrado con diligencia cuando
objetivamente su gestión fuera de utilidad para el principal (utiliter gestum). Sin
embargo estaba eximido de la responsabilidad por la culpa leve cuando
estuviera ligado al dominus por vínculos afectivos o cuando el negocio lo
hubiera realizado para evitarle un grave daño. La responsabilidad del gestor
podía llegar hasta el caso fortuito, debiendo resarcir todo perjuicio cuando
hubiera realizado operaciones riesgosas que el principal no acostumbraba
ejecutar.
El dominus, en virtud de los principios generales del mandato, debía por su
parte cumplir con ciertas obligaciones. Así le correspondía liberar al gestor de
todas las deudas que hubiera contraído en el ejercicio de su gestión y
reembolsarle los gastos útiles que hubiere efectuado, con los correspondientes
intereses.
Para hacer efectivo sus derechos, el dominus negotii y el gestor disponían,
respectivamente, de la actio negotiorum gestorum directa y de la actio
negotiorum gestorum contraria, contando además el último con el derecho de
retener la cosa (in retentionis) hasta tanto se le pagaran los gastos que por ella
hubiera efectuado.
En cuanto a la relación del dominus con los terceros con quienes el gestor
hubiera contratado, regía el principio de la representación indirecta que jugaba
para el mandato y era aplicable a la gestión de negocios. En consecuencia,
únicamente el gestor quedaba vinculado directamente con los terceros y recién,
cuando hubiera transmitido al principal los derechos y obligaciones contraídos,
éste pasaba a ser titular de los mismos.
Cabe destacar por último, que si la gestión fuera ratificada por el dominus
negotii, el negocio equivalía al mandato (ratihabitio mandatum comparatur) y
por lo tanto las partes estaban autorizadas, desde dicho momento, a valerse de
las acciones propias de este contrato.
El enriquecimiento sin causa
Se consideraba que había enriquecimiento injusto cuando una persona lucraba
a costa de otra sin estar asistido por una causa jurídica, es decir, cuando el
aumento patrimonial se fundaba en una relación jurídica injustificada.
El antiguo ius civile no otorgaba medio alguno para evitar el injusto
enriquecimiento patrimonial, porque fiel a su carácter formalista exigió, para
que el negocio jurídico quedara perfeccionado, el cumplimiento de las
solemnidades prescriptas por la ley.
En la época republicana y particularmente en el período clásico se reconoció la
obligación de restituir los aumentos patrimoniales injustificados, pero el derecho
romano no sentó un principio general al respecto, ni creó una acción
comprensiva de todos los supuestos en que se diese esta circunstancia.
Las conditiones
Las condictiones, que se caracterizaban por ser acciones in personam,
implicaron sendos casos de enriquecimiento injusto considerados como otros
cuasicontratos.
1) Condictio indebiti: Se concedía siempre que se pagaba por error una deuda
en realidad inexistente
2) Condictio ob causam datorum: Por la que se reclamaba la devolución de lo
que una persona hubiese recibido en atención a una causa lícita que se
esperaba y que no había tenido lugar.
3) Condictio ob turpem vel iniustam causam: Ejercitable para reclamar lo
entregado a otro por una causa desaprobada por ley, o bien para que realizara
un acto contrario a la moral o el derecho.
4) Condictio ex causa finita: Por la cual se repetía lo que se hubiera dado o
solamente prometido, sobre la base de una relación cualquiera que no había
cesado.
5) Condictio sine causa: Aplicable a todos los casos de enriquecimiento que
carecieran de una propia acción o que no entraban en ninguna de las
anteriores condictiones
C. La comunidad incidental
Era fuente de relaciones obligatorias entre aquellos que por herencia o por
consenso llegaban a ser copropietarios de una misma cosa, ya que se
encontraban en situación análoga a la que se presentaba en la comunidad
nacida de un contrato, como el de sociedad. En el caso, la actio communi
dividundo, o tratándose de coherederos la actio familiae erciscundae, se
ejercían, no sólo para lograr la partición de la cosa común, sino también para
regular la división de los gastos que se hubieren realizado, de los beneficios
logrados y de los daños que pudieran haber experimentado los comuneros.
A tales acciones se le agrega en el derecho justinianeo la actio negotiorum,
momento en el cual las obligaciones reciprocas entre copropietarios en la
comunidad incidental de bienes se consideran provenientes de un
cuasicontrato.
A. El furtum
Es inexacto atribuir al término romano furtum el significado de hurto, pues su
noción era más amplia que lo que se entiende por tal delito en el léxico jurídico
actual. Furtum era tanto la sustracción fraudulenta cometida con un fin de lucro
de una cosa mueble ajena, como el uso ilícito o la indebida apropiación de ella
por parte de quien ya retenía la cosa con el consentimiento del propietario. De
ahí que en el derecho justinianeo los casos de furtum abarcaran las hipótesis
siguientes: la sustracción de la cosa (furtum rei), el uso ilícito (furtum usus) y la
indebida apropiación (furtum possessionis): Lo dicho surge de la definición
romana del furtum que encontramos en un pasaje de Paulo en el Digesto y que
dice; "hurto es el apoderamiento fraudulento de una cosa, para realizar lucro,
ya sea de la misma cosa, ya también de su uso o posesión....".
El hurto requiere, de acuerdo con la definición recordada, varios elementos.
Uno objetivo, la ilícita injerencia en la cosa (contrectatio), en cuyo concepto
está comprendido tanto el furtum rei como el furtum usus y el furtum
possessionis. En este último tipo, conforme a la teoría proculeyana, no es
necesaria la apropiación de la cosa, sino que basta la intención de querer en
adelante poseer para sí. La contrectatio se entiende que no debe ser
consentida por el propietario de la cosa hurtada (invito domino). Exigiase
igualmente un elemento subjetivo, contrectatio fraudulosa. animus o affectio
furandi, que se traducía en la intención fraudulenta del acto dirigida a obtener
un provecho o lucro (animus lucri faciendi). Era necesario, por fin, que el delito
recayera sobre una cosa mueble. En el derecho antiguo se admitió el hurto de
inmuebles, que desde la época clásica quedó desechado. Se reconoció, sin
embargo, el hurto de una persona libre: un filius, la mujer in manu o el deudor
bajo la manus iniectio del acreedor.
Desde la Ley de las XII Tablas el derecho romano distinguió el furtum en
manifestum y nec manifestum. Manifestum se denominaba aquel en el cual el
ladrón era sorprendido en flagrante delito, nec manifestum si se trataba de un
hurto no flagrante. Si el autor de un furtum manifestum era aprehendido de
noche, o siendo de día se defendía con armas, podía ser matado por la víctima,
una vez que hubiera requerido a los vecinos como testigos (endoplorare). Los
jurisconsultos republicanos distinguieron también el furtum conceptum, que
implicaba la tenencia de la cosa furtiva prescindiendo del hecho de ser autor
del delito, del furtum oblatum, que era el acto de poner la cosa hurtada a
disposición de un tercero para que fuera en poder de él que se la encontrara.
La persona víctima de un furtum podía valerse de acciones "penales" para
obtener el pago de una suma de dinero a su favor en concepto de pena y de
"reipersecutorias" para lograr la recuperación de la cosa sustraída. Era posible
interponer ambos tipos de acciones simultáneamente, por aplicación del
principio de la acumulabilidad. Las acciones penales fueron distintas según las
épocas. Las XII Tablas, para el furtum manifestum, autorizaban la entrega
(addictio) por el magistrado del autor a la víctima, quedando el victimario en
esclavitud por deudas. En cuanto al furtum nec manifestum concedía una
acción, la actio furti nec manifesti, por el doble del perjuicio provocado.
La ley decenviral equiparó al furtum manifestum, aquel en que su autor
resultaba convicto del delito a consecuencia de un registro domiciliario (lance
licioque), que tenía lugar cuando la persona que practicaba esta requisa se
presentaba en la casa sospechada teniendo como sola vestimenta una cinta
atada a la cintura (licium) y portando una balanza (lanx). El pretor, avanzando
sobre las disposiciones de la Ley de las XII Tablas, introdujo una actio furti
manifesti por el cuádruplo del valor de la cosa sustraída.
Además del lance licioque adquiere posterior desarrollo un registro domiciliario
hecho simplemente ante testigos. Al convicto de hurto no se lo consideraba ya
fur manifestum y respondía por el triple del valor de la cosa que se demandaba
por medio de la actio furti concepti. Si el objeto del hurto era ocultado en la
casa por el verdadero autor, el dueño o habitator podía dirigirse contra el
delincuente por la actio furti oblati para exigirle el triple del valor de la cosa
ocultada. Posteriormente, se crearon otras dos acciones, la actio furti prohibiti
por el cuádruple, cuando se prohibía el registro, y la actio furti non exhibiti,
contra aquel que no presentaba ante el juez las cosas halladas en su casa
como consecuencia de la requisa.
En el derecho postclásico sólo subsistieron la actio furti concepti por el triple y
la actio furti manifesti, por el doble. Ambas acciones tenían carácter infamante
y podían ser ejercidas, no sólo por el propietario de la cosa, sino también por
quien tuviese sobre ella un derecho real, como el usufructuario, o un interés
legítimo derivado de un contrato, como el arrendatario. Las acciones podían
dirigirse tanto contra el autor del hurto como de sus cómplices o encubridores.
En caso de ser varios los autores, el ejercicio de la actio furti producía el efecto
de hacer a todos responsables del delito, naciendo una obligación solidaria
pasiva que posibilitaba exigir de cualquiera de ellos el pago de la pena.
Sin perjuicio de la actio furti y en razón de que la víctima no perdía por el hurto
los derechos que como propietario o contratante le correspondían, podía
valerse también de acciones reipersecutorias como la reivindicado, la actio ad
exhibendum, la actio depositi o la actio commodati para lograr la restitución de
la cosa o el pago de la indemnización por los daños y perjuicios sufridos por su
privación. Todavía le era concedida al propietario confines reipersecutorios una
condictio furtiva o ex causa furtiva ejercitable aun contra los herederos del
autor, porque no tenía carácter penal, ni se necesitaba que el demandado
estuviese poseyendo.
B. La "rapiña"
En Roma la rapiña o rapina (vi bona rapta) fue la sustracción de cosas ajenas
operada con violencia, mediante actos de pillaje. Se trataba de un furtum
calificado que tenía el agravante de la violencia ejercida por el ladrón con el
auxilio de bandas aunadas (unidas para ese fin) (hominibus armatis coactisve)
o aun desarmadas.
Adquirió carácter de delito independiente del furtum a fines del período
republicano cuando, probablemente en el año 66 a.C, un pretor T. Lucullus
creó una actio vi bonorum raptorum para perseguir el robo o hurto realizado
con medios violentos. La acción implicaba una pena del cuádruple del valor de
la cosa, si era ejercida en el plazo de un año, y del simplum, si se la interponía
después de dicho término. Era infamante para el condenado y en el derecho
clásico tenía carácter exclusivamente penal. Con el derecho justinianeo la actio
vi bonorum raptorum asumió la calidad de acción mixta, comprendiendo el
resarcimiento dentro del mismo cuádruplo, pues tres cuartas partes debían
pagarse en concepto de pena y un cuarto se aplicaba para resarcir el daño.
En el derecho clásico se admitió que la víctima de un delito de hurto que había
ejercitado, por consecuencia, la actio furti, pudiera igualmente interponer la
acción de la rapiña, al menos dentro de ciertos límites, no bien conocidos. En el
derecho justinianeo esta acumulación de acciones sólo procedía hasta la
concurrencia del cuádruplo. Igualmente se respondía dentro de ese monto legal
por las cosas de las cuales se hubiera hecho un apoderamiento violento,
aprovechándose de un desastre o calamidad pública, como terremoto,
incendio, naufragio, etcétera.
D. La Iniuria
Se entendía por injuria (iniuria), en su más amplio sentido, todo lo contrario a
derecho (non jure factum). En su acepción específica, era una lesión física o
corporal infligida a una persona, o cualquier otro hecho que importara un ultraje
u ofensa. La noción de injuria se fue ampliando en el derecho romano hasta
llegar a comprender, no sólo los ataques físicos, los ultrajes al pudor, las
difamaciones verbales o escritas, la violación del domicilio, sino cualquier lesión
a la personalidad y el impedimento del uso de una cosa pública.
El delito de injuria fue contemplado ya por la Ley de la XII Tablas, la que sólo
consideró como tal los actos que significaran una lesión a la persona física,
hubiera obrado el agente con intención dolosa o con imprudencia. La ley
decenviral castigaba la separación de un miembro o la inutilización de un
órgano (membrum ruptum) con pena del talión, esto es, una venganza igual, a
no ser que mediara composición voluntaria. Por la fractura de un hueso (os
fractum) establecía una composición fija de trescientos ases si había sido
causada en hombre libre y de ciento cincuenta cuando había sido provocada
en un esclavo. Para las lesiones menores la pena establecida por la ley era de
veinticinco ases. También reprimía las injurias difamatorias (carmina famosa),
imponiendo la pena capital cuando se las hubiera inferido públicamente.
En una evolución posterior el pretor modificó el sistema de la Ley de las XII
Tablas, dando cabida en el concepto de injuria a las ofensas morales de
cualquier índole que fueren. También en esta época aparece restringido el
delito a los casos en que el autor hubiera obrado con intención dolosa (animus
iniuriandi), quedando al margen los daños físicos o morales provocados por
culpa o imprudencia. También se debe al pretor la concesión de una acción
especial para castigar los casos de injuria, la actio iniuriarum, llamada también
actio aestimatoria. Por medio de ella el ofendido podía perseguir el pago de la
pena pecuniaria que él estimaba, en relación a la ofensa recibida, salvo
eventuales reducciones efectuadas por el juez, quien juzgaba ex bono et
aequo. En las injurias atroces, o sea, las que asumían particular gravedad por
la naturaleza del hecho (ex facto), por el lugar (ex loco), o por la posición social
del ofendido (ex persona), la aestimatio la hacía el pretor. La condena
resultante de la actio iniuriarum tenía carácter infamante y la acción no se
transmitía, ni activa ni pasivamente, a los herederos.
Con la lex Cornelia de iniuriis del tiempo de Sila y más tarde con el derecho
imperial se amplía aún más al concepto de iniuria. Llega a comprender las más
leves lesiones corporales y las lesiones menores de los derechos de la
personalidad, casos que se sometieron a la jurisdicción criminal extra ordinem.
En el derecho justinianeo se concede al damnificado la alternativa del ejercicio
de la acción privada civil o efectuar la reclamación criminal.
E. Los cuasidelitos
En la categoría de los cuasidelitos, como en los cuasicontratos, la analogía con
los delitos residía en el hecho objetivo. Su formación obedeció a una tendencia
que llegó a asignar mayor relieve a la culpa en el concepto y en las
consecuencias del delito. Sin embargo, el derecho romano no habría percibido
la diferencia estructural que media entre el delito y el cuasidelito, caracterizado
aquél por la intención dolosa y éste por el hecho meramente culposo o
negligente. Así, se incluyó en el catálogo de los delitos privados al damnum
iniuria datum, en el cual se sancionaba el daño injustamente causado no sólo
por dolo sino también por culpa o negligencia, al paso que se tenía por
cuasidelito el supuesto del juez que pronunciaba sentencia en fraude de la ley
con intención de perjudicar a una de las partes.
En los cuasidelitos comprendió Justiniano, siguiendo con ello la doctrina de las
escuelas orientales, todo hecho que entrañara una actitud antijurídica. Ya el
derecho pretorio los consideró actos ilícitos y mediante el otorgamiento de
acciones penales in factum conceptae se admitió que la víctima pudiera
perseguir el pago de una indemnización de carácter pecuniario. La categoría
justinianea de los cuasidelitos se integra por los siguientes actos ilícitos:
a) Effusum et deiectum: Se daba la acción de effusis et deiectis contra el
habitator de un edificio desde el cual se arrojaba algo a un lugar de tránsito,
ocasionando un daño. Si el daño afectaba una cosa se respondía por el duplo.
En cambio, cuando una persona libre resultaba muerta, la indemnización
alcanzaba la suma de cincuenta mil sestercios; si sólo era herida, se sometía al
arbitrio del juez la estimación del monto indemnizatorio que había que pagar a
las víctimas.
b) Positum et suspensum: Una acción de positis et suspensis se concedía por
el pretor contra el habitator de una casa que colocaba o suspendía algún objeto
de manera que con su caída causara daño a cualquier transeúnte. La acción,
que era popular y prescindía de que mediara o no culpa, traía aparejada una
condena de diez mil sestercios.
c) Si iudex litem suam fecerit: El pretor otorgaba una acción in bonum et
aequum conceptae, contra el juez que por dolo, y más adelante también por
negligencia, hubiera pronunciado una sentencia fraudulenta o errada. La acción
se dirigía al resarcimiento del valor del litigio.
d) Responsabilidad de '"nautae", "caupones'' y "stabularii": Además de la
responsabilidad proveniente del receptum, los armadores, posaderos y
encargados de establos o caballerizas se obligaban mediante actiones in
factum por el doble del valor de los hurtos y daños cometidos por sus
dependientes en la nave, el albergue o el establo.
F. La Actio Pauliana
Concepto
Un caso especial de acto ilícito generador de obligaciones fue él fraude a los
acreedores (fraus creditorum), que se configuraba cuando un deudor
conscientemente realizaba actos fraudulentos de transmisión de sus bienes,
sea a título oneroso, sea a título gratuito, con la intención de caer en
insolvencia o agravar su situación patrimonial, llevando el deliberado propósito
de perjudicar a sus acreedores.
El pretor fue el primero en dictar medidas para impedir los efectos del fraus
creditorum. A tal fin concedió a los acreedores un interdictum fraudatorium, que
obligaba al que hubiera adquirido los bienes enajenados por el deudor a
restituirlos en su totalidad. Más adelante, por una in integrum restitutio,
retrotraía las cosas al momento de la realización de los actos fraudulentos. En
el derecho justinianeo se funden estas dos medidas de tutela en una acción
revocatoria unitaria, que se designa con el nombre de actio Pauliana, tal vez
por llamarla así el jurisconsulto Paulo.
Entonces, la acción Pauliana o Revocatoria era una actio arbitraria por la cual
el juez no condenaba a menos que el tercero se negase a reestablecer el
estado de cosas existentes antes de la celebración del acto objeto de
revocación.
La actio Pauliana podía ser ejercida por los acreedores individualmente o en
nombre de estos por el curador de los bienes del insolvente (curator bonorum),
cuando el deudor se hubiere concursado y estuviere sometido a un proceso de
ejecución forzosa. La acción se daba contra la persona que, conociendo el
fraude, había celebrado el acto con el deudor y, excepcionalmente, contra el
tercero de buena fe, adquirente a título gratuito, por lo que se hubiera
enriquecido. Los efectos de la acción hacían retrotraer las cosas a su estado
anterior y por consiguiente los créditos debían ser restablecidos y las cosas
restituidas al patrimonio del deudor.
Requisitos:
- Era menester que el deudor hubiese ejecutado un acto positivo o negativo
que determinase un empobrecimiento de su patrimonio
- Era necesario que la acción u omisión del deudor determinase un perjuicio
para los acreedores por provocar o agravar la insolvencia del deudor
- Para que procediere la acción el deudor debía haber obrado con el propósito
de perjudicar a los acreedores, lo que se entiende que ocurre cuando conoce
que tiene acreedores y sabe de su propia insolvencia.
- También era necesario que el tercero hubiese sido cómplice del fraude pero el
pretor otorgó una actio in factum (acción por el hecho) contra el tercer
adquiriente de buena fe en la medida del enriquecimiento, cuando se tratase de
acción a título gratuito.
- Finalmente, la acción debía ejercitarse dentro del año de producida la
enajenación y sólo contra el adquiriente. Pasado ese tiempo y contra sus
herederos, sólo podía intentarse una actio in factum en la medida del
enriquecimiento.
B. Organización familiar
Quienes integraban la familia agnaticia
La familia agnaticia se organizó bajo la tutela política, religiosa y judicial del
paterfamilias (que era el señor del grupo).
Estaba integrada por el jefe paterfamilias, sui iuris y las familias sometidas a él
filiifamilias y alieni iuris.
Sui Iuris: El paterfamilias era el único sui iuris dentro de una familia, indica una
situación de independencia o autonomía económica-jurídica, de ausencia de
subordinación.
Alieni Iuris: Eran los filiifamilias (no designaba a los descendientes del pater
sino al conjunto de personas a él sometidas).
- Los libres eran: la mujer in manu mariti (potestad marital) al pater o a alguno
de sus filius varones, los hijos legítimos y sus descendientes legítimos por línea
de varones, los extraños ingresados (si eran sui iuris por la adrogación, o por la
adopción si eran alieni iuris).
- Los no libres eran los esclavos y las personas entregadas al pater en
mancipium.
Se relacionaban con la familia también los emancipados, sobre los cuales el
pater ejercía el patronato
Modos de entrar en la Familia Agnaticia
Los medios de quedar sometido a la potestas de un pater eran:
- El solo hecho de nacimiento, respecto de los hijos tenidos en su matrimonio
por el paterfamilia, o los que, en sus matrimonios respectivos tengan a los
varones sometidos a su potestas
- La conventio in manum respecto de la mujer del pater, o de las mujeres de los
sometidos a sus potestas.
- La adopción para extraños que hubiesen sido alieni iuris en otra familia
- La adrogatio para el extraño que hubiese sido hasta entonces paterfamilia, y
entre como filiusfamilias en otra familia.
- La legitimación, para los engendrados fuera del matrimonio, sin embargo este
último medio surge en el derecho romano cuando ya la concepción de familia
agnaticia se había desmoronado.
II. Parentesco
A. Concepto
Sé designa con el nombre de parentesco un género de relación permanente
que existe entre dos o más personas en virtud de la sangre, del origen o de un
acto reconocido por la ley.
La peculiar organización de la familia romana hizo que el parentesco que unía
a sus integrantes se manifestara de diversas formas, pues la legislación
romana reconoció un parentesco civil denominado agnación, uno natural o de
sangre llamado cognación y un tercero que derivaba del vínculo que se
formaba entre un cónyuge y los parientes del otro, la afinidad.
Cabe hacer notar aquí que la Roma primitiva reconoció la existencia de una
institución político-social designada con el nombre de gens y a la cual ya
hemos tratado al estudiar la estructura del Estado monárquico. Por haberse
considerado a la gens como una agregación natural de familias descendientes
de un mismo origen y cuyos componentes llevaban un nombre común, se ha
sostenido que la vinculación entre sus miembros provenía de un especial tipo
de parentesco, pero como los orígenes y caracteres de la institución no han
sido perfectamente dilucidados debido a la insuficiencia y oscuridad de las
fuentes, no incluimos a la gentilidad entre los tipos de parentesco admitidos por
la legislación romana. No obstante, debernos advertir que entre los integrantes
de una gens existieron relaciones muy semejantes a las que surgían del
parentesco y así en la sucesión ab intestato de la ley de las XII Tablas se
llamaba a los gentiles a falta de herederos suyos y de agnados y se les
acordaba la tutela del impúber y la curatela del demente en defecto de tutor
testamentario o de parientes agnados. Por lo demás esta institución, que tuvo
gran importancia en la primitiva organización política romana, fue cayendo en
desuso para desaparecer por completo en el derecho nuevo.
B. Tipos de parentesco
Agnación
Al explicar las diversas acepciones del término familia en Roma expresamos
que en su más amplio sentido comprendía tanto a aquellos parientes que
estaban bajo la potestad de un jefe único como a los que habrían estado bajo
dicho poder si no hubiera fallecido su titular. Las personas que pertenecían a
esta unidad familiar estaban ligadas por un parentesco civil fundado en una
potestad actual o pasada que se denominaba agnación (adgnatio).
Existe dificultad en dar un concepto acabado de la agnación porque las fuentes
no suministran toda la luz necesaria para lograr tal objetivo. Sin embargo, es
factible determinar cuáles eran las personas que en Roma integraban la familia
agnaticia partiendo de la base de que el vínculo sólo era transmisible por vía de
varones, porque la agnación quedaba suspendida por el lado de las mujeres en
razón del principio de que “la mujer es cabeza y fin de su propia familia".
Eran agnados entre sí y con relación al jefe todas aquellas personas colocadas
bajo la patria potestad o la manus de un paterfamilias común, el que no
siempre era "padre de familia", sino aquella cabeza libre no sujeta a potestad
alguna. La agnación existía, por tanto, entre el paterfamilias y todos sus
descendientes, fueran hijos, nietos, o bisnietos, siendo éstos, a su vez,
agnados entre sí. También podían adquirir tal parentesco personas extrañas a
la familia que hubieran ingresado a la misma y quedado bajo la potestad del
jefe común como consecuencia de la adopción, adrogación o, en caso de la
mujer, de su matrimonio cum manu. Contrariamente perdían el vínculo
agnaticio aquellas personas que habiendo estado bajo la potestad del pater
hubieran salido del grupo familiar por emancipación o por matrimonio,
conservando solamente con relación a sus antiguos agnados un parentesco
natural basado en el vínculo de sangre.
También formaban parte de la familia agnaticia todas aquellas personas que
hubieran estado bajo la autoridad del paterfamilias y que lo estarían si aún éste
viviese. Sabemos que al morir el pater el grupo se escindía en tantas familias
nuevas e independiente cuantos fueran sus descendientes inmediatos, pero no
por esta causa el vínculo agnaticio quedaba extinguido sino que todos ellos
mantenían entre sí el parentesco por agnación, aunque no estuvieran ya bajo el
poder del jefe que antes de su muerte ejercía la potestad sobre el núcleo
familiar.
Por último, igualmente eran agnados aquellas personas que si bien nunca
estuvieron bajo la potestad del pater por haber éste fallecido, lo habrían estado
si no hubiera ocurrido su deceso. Se encuentran comprendidos en esta
hipótesis los descendientes del pater premuerto, hijos, nietos o bisnietos,
porque de haber nacido en vida del jefe de familia hubiesen estado bajo su
potestad.
Es necesario hacer notar que desde los primeros tiempos de Roma la agnación
fue el vínculo familiar por excelencia en razón de que la legislación romana dio
preeminencia al parentesco civil, comenzando recién a abrirse camino el
vínculo natural o consanguíneo por influencia del derecho honorario, llegando a
ser en materia sucesora, así como en la tutela y la curatela, donde se nota más
nítidamente los privilegios de que gozaban los parientes agnaticios. Así, la ley
de las XII Tablas llamaba a la sucesión ab intestato a los agnados del causante
en caso de que no hubiera herederos suyos o necesarios. La tutela y la
curatela se deferían igualmente a los agnados a falta de disposición
testamentaria.
Cognación
El parentesco de sangre, emergente de la naturaleza que se originaba entre
personas que procedían unas de otras o de un tronco común, sin distinción de
sexos, se llamaba en Roma cognación (cognatio). Proviniendo el vínculo
cognaticio de la naturaleza misma, debía haber servido al Derecho Romano
para organizar la agrupación familiar, sin embargo, muy tardíamente lo impuso,
pues se limitó a constituir la familia teniendo como fundamento la agnación,
lazo civil creado por la ley.
La cognación no fue en Roma totalmente reconocida por el derecho durante
mucho tiempo porque, debido a la organización patriarcal de la familia romana,
sólo contaba el vínculo agnaticio que estaba basado en el señorío que el
paterfamilias ejercía sobre los componentes del grupo. Sin embargo, el mismo
derecho civil no pudo dejar de admitir la relevancia del parentesco natural
cuando reguló algunos institutos relativos al derecho de familia. Así, estableció
el régimen de los impedimentos matrimoniales en base al parentesco
consanguíneo, al mismo tiempo que reconoció preferencia a los parientes
naturales para vigilar la gestión de los tutores.
La reforma de estos principios se inicia con el derecho honorario cuando el
pretor encara la modificación del sistema sucesorio que, desde la ley de las XII
Tablas estaba basado en el parentesco civil, reconociendo vocación hereditaria
a los parientes de sangre. La reacción que comenzara con el pretor en orden a
la sucesión ab intestato se continúa por obra de los senadoconsultos Tertuliano
y Orficiano, sancionados en época de Adriano y Marco Aurelio, que llamaron a
la madre a la sucesión de sus hijos y a éstos a la sucesión de aquélla,
respectivamente. Posteriormente, la constitución Valentiniana, del año 389 d.C,
reconoció derechos hereditarios a los nietos respecto a la sucesión del abuelo
materno y la constitución Anastasiana, del año 498 d.C, llamó a la sucesión del
causante a sus hermanos y hermanas emancipados, en concurrencia con los
hermanos agnados, antes que a los agnados de grado más lejano. Por fin
Justiniano, al tener a la cognación como único vínculo idóneo para conferir los
derechos de familia, rompe definitivamente con el parentesco agnaticio y en las
célebres No velas 118 y 127 acuerda los derechos de herencia en base al
parentesco natural o consanguíneo.
Afinidad
El vínculo que se crea entre los cónyuges o entre uno de ellos y los parientes
del otro se denomina alianza o afinidad (adfinitas). Las fuentes nos explican
que son afines los cognados del marido y de la mujer y que se llaman así
porque por las nupcias se unen dos cognaciones que son entre si distintas,
aproximándose la una al fin de la otra.
Los efectos que este parentesco engendraba fueron de escasa importancia ya
que solamente la afinidad tuvo relevancia en lo relativo a los impedimentos
matrimoniales. En tal sentido el Derecho Romano prohibió, sin limitaciones, el
matrimonio entre las personas comprendidas dentro de la línea recta, en tanto
que en la línea colateral la prohibición alcanzó sólo a los afines en segundo
grado, es decir, a los cuñados.
Si al padre con el hijo los separa una sola generación, decimos que son
parientes de primer grado. Del mismo modo son de segundo grado (hay dos
generaciones) abuelo y nieto. Partiendo del supuesto que quisiéramos
averiguar el parentesco existente en línea ascendente entre una persona y su
tatarabuelo, deberíamos realizarlo como se puede apreciar en la siguiente
figura
Contando las generaciones -cuatro- hallamos que el parentesco es de cuarto
grado. Exactamente igual, pero a la inversa (persona, hijo, nieto, bisnieto y
tataranieto) se habría contado para el caso de la línea descendente.
Línea colateral
Para contarlo debemos ubicar a ambas personas cuyo parentesco deseamos
calcular en relación a su antepasado común. Luego contar los grados
-generaciones- que van en línea recta ascendente desde una cualquiera de
esas personas a dicho antepasado común, y adicionarle los que separan en
línea descendente a dicho antepasado común con la otra persona.
Tomemos el ejemplo de los hermanos, cuyo antepasado común es
obviamente, el padre de ambos.
D. Emancipación
Extinción de la patria potestad
Por principio, la patria potestad romana tenía carácter perpetuo y por ello la
mayoridad del hijo no le ponía fin. Pero hubo acontecimientos fortuitos que
hacían imposible su ejercicio; tal, la muerte del pater, causa natural de
extinción; la capitis deminutio maxima, que lo convertía en esclavo, y la media,
que le hacía perder la ciudadanía, porque la patria potestad sólo era ejercitable
por ciudadanos romanos. Claro está que cuando el pater caía en esclavitud era
de aplicación el ius postliminium, que la restablecía como si jamás hubiera
cesado.
A estas causas de extinción de la potestad paterna se agregan otras de antiguo
origen, como la elevación del hijo varón a sacerdote de Júpiter y la mujer a
virgen vestal y en el derecho justinianeo el desempeño de funciones públicas
de importancia, como si el hijo era designado miembro del consejo imperial,
cónsul, prefecto del pretorio, etcétera. También la potestad del pater se
extinguía si aceptaba hacer ingresar al hijo a otra familia por adopción y a las
hijas por la conventio in manu.
Concepto de Emancipación
La institución del derecho civil que tenía por efecto hacer salir al hijo de la
familia agnaticia del pater, extinguiendo la patria potestad por voluntad de su
titular, fue la emancipación (emancipatio).
La emancipación es entonces un acto voluntario del pater, el cual libera de su
patria potestad a un filiusfamilias y lo convierte en “sui iuris”.
Régimen legal
El instituto nació por la interpretación que hicieron los pontífices de la norma de
las XII Tablas que, con el fin de restringir el ius vendendi utilizado por los
padres en forma abusiva, les sancionaba con la pérdida de la patria potestad
en aquellos casos en que hubieran vendido por tres veces al hijo. De esta
forma un padre que deseara liberar de la patria potestad a un hijo varón
haciéndolo sui iuris, convenía con un tercero (coemptionator) en vendérselo
ficticiamente por tres veces valiéndose de la mancipatio, con la condición de
que éste lo manumitiera inmediatamente después de cada venta. Siguiendo la
prescripción de la ley decenviral, después de la tercera mancipación seguida
de la correspondiente manumisión, se consideraba disuelta la potestad paterna
y el filius convertido sui iuris. Este procedimiento de la triple mancipación traía,
en realidad, como consecuencia de que el coemptionator adquiriera los
derechos emergentes de la manumisión, esto es, los de patronato, los de tutela
y los de sucesión. Ahora bien, como esta situación presentaba el inconveniente
de privar al padre de los derechos antes mencionados, se le reconoció la
facultad de obligar al tercero, por un pacto de fiducia, a que le remancipara al
hijo, con lo que adquiría sólo el mancipium sobre el mismo, ya que no podía
readquirir la patria potestad extinguida por las tres ventas. Como al estar el
filius en mancipio volvía a la condición de alieni iuris, era necesario que el
padre lo manumitiera a fin de que obtuviera en forma definitiva la calidad de sui
iuris, pero conservaba para sí los derechos de patronato, tutela y sucesión. En
lo que respecta a la emancipación de las hijas mujeres y de otros
descendientes, los jurisconsultos romanos entendieron que era suficiente la
realización de una sola mancipación, porque el texto de las XII Tablas creó el
castigo de la pérdida de la patria potestad sólo cuando se tratara de la triple
venta de un hijo varón.
Como esta forma antigua de emancipar entrañaba un procedimiento
complicado que también requería la presencia del hijo y del tercero
coemptionator, en la época imperial el emperador Anastasio creó una forma
más simple llamada emancipación Anastasiana (emancipatio Anastasiana),
consistente en otorgarla por un rescripto del príncipe insinuado, esto es,
inscripto en registros públicos con el concurso del magistrado. En el derecho
justinianeo se simplifican aún más los trámites al permitirse al padre liberar al
hijo de la patria potestad por la simple declaración efectuada ante un
magistrado competente (emancipatio justinianea).
Para que la emancipación pudiera llevarse a cabo se exigía como condición
indispensable que tanto el padre como el hijo manifestaran su voluntad de
efectuar el acto, sin admitirse que alguno de ellos pudiera obligar al otro a
prestar su consentimiento. No obstante, cuando circunstancias especiales lo
justificaran, se aceptó que el padre pudiera ser obligado a emancipar a su hijo.
Así, cuando lo maltratare violando los deberes inherentes a la paternidad, en
caso de que la emancipación fuera una condición impuesta en un legado, que
el padre hubiera aceptado y, también, si el filius, habiendo entrado bajo su
potestad por adrogación, lo solicitara al llegar a la pubertad.
El efecto inmediato de la emancipación era el de dar al hijo la condición de sui
iuris experimentando así una capitis deminutio minima que hacía que los lazos
civiles que lo habían unido a la familia del pater quedaran disueltos con la
consiguiente pérdida de los derechos de agnación. El emancipado quedaba
plenamente capacitado para ser titular de un patrimonio con lo que todas las
cosas corpóreas e incorpóreas así como los créditos que adquiriera, le
pertenecían exclusivamente. En lo relativo al peculio que pudiera haber tenido
cuando era alieni iuris, adquiría la titularidad del profecticio en caso de que el
padre no exigiera su restitución, en tanto que el adventicio permanecía en su
propiedad, reconociéndose al padre que lo emancipó voluntariamente la mitad
del usufructo de los bienes que lo integraran. Debemos advertir, por fin, que la
emancipación en principio no era revocable, no obstante lo cual podía volverse
al hijo a su antigua condición de alieni iuris cuando fuera culpable por ofensas,
injurias o malos tratos inferidos a su padre.
Unidad 17
I. Matrimonio
A. Concepto en las fuentes romanas
El matrimonio, en el concepto romano, puede definirse como la cohabitación de
dos personas de distinto sexo, con la intención de ser marido y mujer, de
procrear y educar a sus hijos y constituir entre ellos una comunidad absoluta de
vida. No importaba un acto jurídico que los contrayentes hacían nacer por una
declaración de voluntad, sino una situación de hecho fundada en la convivencia
o cohabitación del hombre y la mujer, cuyo comienzo no estaba marcado por
formalidad alguna, a lo que debía agregarse la intención permanente y
recíproca de tratarse como marido y mujer, que los romanos llamaron affectio
maritalis.
Las fuentes traen dos conceptos de la institución, uno dado por Justiniano en
sus Institutas y el otro inserto en el Digesto que recoge la opinión de
Modestino, que nos dan una noción y los caracteres más salientes del
matrimonio romano.
En las Institutas se expresa que "el matrimonio es la unión del varón y de la
mujer que comprende el comercio indivisible de la vida". Para Modestino "las
nupcias son la unión del varón y de la hembra y consorcio de toda la vida,
comunicación del derecho divino y del humano".
La primera definición adolece del defecto de ser demasiado concisa y merece
ser explicada respecto al término indivisible que no debe entendérselo como
queriendo calificar al matrimonio de indisoluble porque, de ser así, hubiera
atentado contra una de sus características más salientes, cual es la
disolubilidad por simple acuerdo de las partes. En realidad el vocablo
individuam (que es el término en latín que se utiliza para definir matrimonio en
las institutas, y que no fue transcripto por considerarse superfluo a este libro)
debe interpretarse como indivisible o absoluto, pues tal era la comunidad de
existencia que el matrimonio engendraba entre los cónyuges.
En lo que respecta a la definición de Modestino, igualmente presenta algunas
expresiones que requieren ser precisadas. Así, los términos "consorcio de toda
la vida" no deben ser interpretados literalmente, porque se llegaría a dar al
matrimonio el carácter de indisoluble, sino que debe aplicársela con un criterio
valorativo en el sentido de que la unión del varón y de la mujer en matrimonio
no puede llevarse a cabo por tiempo determinado. Asimismo se considera que
la frase "comunicación del derecho divino y del humano" vendría a dar al
matrimonio un significado distinto, ya que en Roma aquél no entrañaba en
manera alguna igualdad de cultos ni comunidad de bienes. Se ha justificado la
inserción de estos términos en la definición de las Pandectas como un vestigio
de un texto redactado en época en que la conventio in manu era requisito
indispensable para el matrimonio, existiendo también la presunción de que el
texto primitivo habría sido interpolado por influencia de las ideas cristianas.
El Derecho Romano imprimió al matrimonio algunos rasgos peculiares que
hacen de él un instituto distinto del matrimonio moderno. En efecto, no
constituía un acto jurídico que se perfeccionara por el cumplimiento de
formalidades especiales sino que estaba integrado por un elemento objetivo
derivado del hecho de la convivencia del hombre y de la mujer y otro subjetivo
o intencional representado por la affectio maritalis.
E. Impedimentos matrimoniales
Constituían impedimentos matrimoniales hechos o situaciones de diversa
índole -éticas, sociales, políticas, religiosas- que importaban obstáculos legales
para la realización de las legítimas nupcias.
La teoría de los impedimentos matrimoniales no fue genuinamente romana.
Nació y se desarrolló al amparo del derecho canónico para el que había
impedimentos "absolutos", que imposibiliban el matrimonio con cualquier
persona, y "relativos", que implicaban la prohibición nupcial con determinada o
determinadas personas. Se distinguió, además, entre impedimentos
"dirimentes", que no permitían matrimonio válido y obligaban a su anulación, y
los llamados "impedientes", en los que la violación de la prohibición legal no
provocaba la nulidad del acto sino otra pena.
Relativos
Entre los impedimentos relativos tenía especial importancia el parentesco. En
el antiguo derecho la prohibición en línea recta -natural o adoptiva- se extendía
hasta el infinito, en tanto que en la colateral llegaba hasta el sexto grado. El
emperador Claudio, para legalizar sus nupcias con su sobrina Agripina,
autorizó el matrimonio de tíos y sobrinos y los emperadores Arcadio y Honorio
permitieron el de primos hermanos, es decir, colaterales en cuarto grado.
Respecto de la afinidad, el obstáculo era total en línea recta y en la colateral
hasta el segundo grado (cuñados). Justiniano prohibió el matrimonio de padrino
y ahijada, en razón del vínculo espiritual existente.
También por cuestiones viudedad reciente, ya que en el Derecho clásico la
mujer no puede contraer nupcias antes de los diez meses de la disolución del
precedente matrimonio por muerte del marido. En la época posclásica tal
período se extiende a un año, teniéndose también en cuenta la disolución por
divorcio. Tal norma tiene por fin evitar dudas acerca de la paternidad del
concebido en el primer matrimonio. La prohibición cesa, en todo caso, si la
mujer da a luz antes de los diez meses o del año.
Otros impedimentos relativos derivaron de razones religiosas, como ocurrió
cuando se impuso el cristianismo como culto oficial del Imperio y se prohibió el
matrimonio de cristianos con herejes y judíos. Los había que tenían origen
ético, como el que prohibía casarse al adúltero con su cómplice, al raptor con la
mujer raptada y al hijo con la prometida o concubina de su padre.
El desempeño de ciertas funciones públicas o privadas vino a constituir para el
derecho romano un impedimento relativo para el matrimonio. Así, el
gobernador de provincia no podía unirse en legítimas nupcias con mujer
domiciliada dentro de los límites de la misma y los tutores o curadores y sus
hijos con la pupila antes de rendir cuentas de su gestión. Se trataba, como
dijimos, de casos de incapacidad de derecho.
La diferencia de clases sociales excluía también la posibilidad de matrimonio.
Sabemos que por el derecho antiguo estaban prohibidas las nupcias entre
patricios y plebeyos, prohibición que fue consagrada por las XII Tablas y que
más adelante desapareció por la lex Canuleia del año 445 a.C. Estuvo vedado
asimismo el matrimonio entre ingenuos y libertinos hasta la sanción de la lex
Iulia et Papia Poppaea del tiempo de Augusto. Había impedimento para que las
personas de dignidad senatorial y sus hijos contrajeran nupcias con quienes
ejercían profesiones u oficios deshonrosos (personae adiectae), como los
actores, histriones, gladiadores, dueños de casas de prostitución, etcétera. El
emperador Justino abolió esta disposición para posibilitar el matrimonio de su
sobrino Justiniano con Teodora, mujer que había habitado el Embolum, famoso
pórtico de la prostitución, donde ella después hizo levantar el templo de San
Pantaleón. Justiniano completó esta reforma disponiendo que cualquiera que
fuese la dignidad que ostentara el marido podía casarse con mujer de cualquier
clase o profesión.
Absolutos
En derecho romano tenían impedimento absoluto los castrados (castrati) y los
esterilizados (spadones), aunque no los que nacían impotentes, esto es, los
spadones por naturaleza. Con el cristianismo la legislación romana prohibió con
carácter absoluto el matrimonio de las personas que hubieran hecho voto de
castidad o recibido las órdenes mayores. También había inhabilitación absoluta
para contraer nupcias en el caso que alguno de los desposados estuviera unido
en un matrimonio anterior, impedimento que los modernos denominan de
"ligamen".
También eran impedimentos absolutos la esclavitud de uno de los cónyuges y
que el matrimonio precedente todavía no estuviere disuelto, en cuanto que la
ley no autoriza la coexistencia de un doble vínculo.
A. Dote
Concepto
Se designaba con el nombre de dote (dos o res uxoriae) al conjunto de bienes
o cosas particulares que la mujer, su paterfamilias u otra persona en su nombre
aportaban al marido a causa del matrimonio, con el fin subvenir a las
necesidades y gastos de la vida matrimonial.
La dote fue un instituto que alcanzó gran difusión en la sociedad romana, que
consideraba un deshonor para una mujer concurrir indotada al matrimonio.
Habría surgido como consecuencia del carácter del matrimonio cum manu, que
al hacer que la mujer perdiera sus derechos hereditarios en su familia de
origen, justificaba la entrega a ella de bienes como un anticipo de herencia.
Posteriormente, con la vigencia del matrimonio sine manu, la dote implicó una
aportación de la mujer para contribuir al sostenimiento de los onera matrimonii,
no quedando al margen de la finalidad del instituto la protección de la mujer
una vez disueltas las nupcias.
La circunstancia de que la dote pasara en propiedad al marido hizo que se la
considerara jurídicamente como un lucro, esto es, un acto a título gratuito. Sin
embargo, su naturaleza jurídica no es tal, ya que la dote se configuró en el
derecho romano como una dación con causa onerosa (datio ob causam),
condición que surge, no tanto del fin que la institución perseguía, de servir al
sostenimiento de las cargas matrimoniales, cuanto de la obligación del marido
de restituir la dote en caso de disolución del matrimonio.
Presupuesto fundamental de la dote era un matrimonio civilmente válido. Antes
del matrimonio se constituía (la dote) bajo la condición de que éste (el
matrimonio) se realizara, de suerte que el marido se hacía propietario cuando
se celebraban las nupcias; o bien se constituía puramente y el marido adquiría
de inmediato la propiedad de la dote, pero correspondiendo al constituyente
una condictio para el caso de que el matrimonio no llegara efectivamente a
realizarse.
En la concepción romana originaria, la dote era propiedad exclusiva del marido
y la mujer carecía de derecho sobre tales bienes. No obstante, estaba afectada
al destino convenido y de ahí que surgiera inevitablemente la idea de que
aquella dote se debía a la mujer o que, hasta cierto punto, le correspondía. La
pertenencia especial de la dote a la mujer va apareciendo en la legislación
romana en algunos aspectos que restringen la propiedad del marido. Así, la
actio furti es excluida para los objetos dotales sustraídos por la mujer,
aplicándose en el caso una acción especial de "cosas movidas de sitio" (actio
rerum amotarum). Del mismo modo, por una lex Iulia de fundo dotali de la
época de Augusto, se prohibió al marido enajenar los fundos itálicos de la dote
sin consentimiento de su esposa. Igualmente, se hacía responsable al marido
por la pérdida de las cosas dotales, en la misma medida que a un poseedor de
una cosa ajena. Por fin, se reconoció a la mujer el derecho de recuperar la dote
al producirse la disolución del vínculo conyugal.
Clases
Constituyente de la dote fue, por principio, el paterfamilias de la mujer. Cuando
ésta era sui iuris le correspondía dotarse a sí misma. Un tercero podía también
constituir dote a favor de la mujer. Era éste un importante deber moral que
Justiniano elevó a obligación jurídica en el caso del pater del padre de la mujer
y también de la madre pudiente.
Atendiendo a las personas que podían otorgar la dote, ésta fue de distintas
clases. Se llamaba dos profecticia, si era constituida por el paterfamilias y más
adelante también por el padre que no tenía la patria potestad sobre la mujer;
dos adventicia, la otorgada por la mujer misma, por su madre o por persona
distinta del padre, y dos recepticia, la dote en la que el constituyente se
reservaba el derecho de recuperar los bienes en caso de disolución del
matrimonio.
Objeto de la dote podía ser cualquier res in commercio. Así, cosas corporales,
derechos reales, créditos, remisión de deuda, etcétera. Según la naturaleza del
objeto de la dote cambiaban las formas de su constitución que, en el derecho
clásico, podía llevarse a cabo por tres modos distintos. Mediante la dotis datio,
que operaba la transmisión inmediata de los bienes dotales y que se realizaba
por mancipatio, in iure cessio o traditio. Por la dotis dictio, contrato verbis, que
consistía en una promesa unilateral solemne del constituyente, que podía ser el
padre de la mujer, ésta misma si era sui iuris, o un deudor que interviniera por
mandato de ella. También por la promissio dotis, que era una promesa de dote
en la forma de la stipulatio, utilizable por cualquiera que deseara beneficiar a la
mujer. En el derecho postclásico estas formas desaparecieron y la dote se
pudo constituir por un solo pacto legítimo (pactum dotis), al que se
acostumbraba acompañar un documento escrito (instrumentum dotale).
Restitución de la dote
Disuelto el matrimonio, el marido estaba obligado a restituir la dote, a pesar de
su condición de propietario de ella. En los primeros tiempos, esta restitución se
operaba tácitamente en el matrimonio cum manu, porque siendo el
fallecimiento del esposo la forma normal de extinguir el vínculo, tal hecho hacía
heredera a la mujer. Además, fue común que el marido la beneficiara con un
legado especial (legatum dotis), que obraba a manera de restitución.
Relajadas las costumbres y producidos los divorcios con demasiada frecuencia,
se hizo necesario crear medios jurídicos para hacer efectiva la restitución. A tal
fin se introdujo la práctica de que el marido, mediante estipulación (cautio o
stipulatio rei uxoriae), prometiera al constituyente la restitución de la dote en
caso de divorcio. Si el esposo no cumplía la promesa restitutoria, ésta se hacía
exigible por la acción propia del contrato, la actio ex stipulatu, de objeto incierto,
a no ser que se hubiese prometido, no la restitución, sino el valor tasado de la
dote (dos aestimata), en cuyo caso procedía la condictio. Se admitió también,
en el derecho postclásico, un pacto de restitución que las partes podían
celebrar al hacer la transmisión inmediata de los bienes dotales (dotis datio).
En tal supuesto el constituyente podía exigir la restitución de la dote ejerciendo
la actio praescriptis verbis que, como vimos, era la acción por la cual se
demandaba el cumplimiento de los contratos innominados.
La falta de acuerdo sobre la restitución de la dote planteaba el problema de la
imposibilidad de recuperar por parte de la esposa los bienes que se habían
hecho propios del marido. Ante tal circunstancia se llegó a reconocer a la
mujer, cuando el matrimonio se hubiera disuelto por divorcio, un derecho de
restitución que se hacía efectivo por medio de una acción pretoria ex fide bona,
la actio rei uxoriae. La acción correspondía a la mujer misma si era sui iuris y
siempre que la dote fuera adventicia, o el padre hubiera muerto; si no se daba
esta situación, la ejercitaba el padre con consentimiento de la hija. El derecho a
la restitución era personalísimo y, por tanto, no podía ser intentado por los
herederos de la mujer. El ejercicio de la actio rei uxoriae determinó que la
restitución pudiera ser impuesta en todo o en parte, teniendo en cuenta la
situación patrimonial del marido, el que, no obstante, gozaba del beneficium
competentiae para restituir sólo lo que buenamente pudiera.
El marido que tenía la obligación de restituir la dote estaba autorizado, empero,
a retener cierta cuota de los bienes en caso de la existencia de hijos, retención
que también podía hacer como sanción por el adulterio de la mujer, para
castigar una conducta menos grave, por los gastos útiles que hubiera realizado
y por las indebidas sustracciones que la mujer hubiera hecho de los bienes del
esposo.
Nacida la actio rei uxoriae para el supuesto de disolución de las nupcias por
divorcio, tuvo aplicación también para el caso de extinción del matrimonio por
muerte del marido, ejercitándosela en contra de sus herederos. Si se trataba de
dos profecticia, el paterfamilias podía hacer valer la actio rei uxoriae después
de la muerte de la hija. Cabía la posibilidad, en caso de fallecimiento del
esposo, de que si hubiera legado a su mujer los bienes dotales, ésta tuviera
derecho a elegir entre la liberalidad o la restitución de la dote. Esta opción
recibió el nombre de edictum de alterutro.
La restitución de la dote debía operarse inmediatamente si se la exigía por
medio de la actio ex stipulatu, en tanto que si se ejercitaba la actio rei uxoriae y
se trataba de dinero u otras cosas fungibles, la restitución se hacía en tres
cuotas anuales.
Con Justiniano, el régimen de la dote experimenta profundas transformaciones
tendientes a favorecer el interés de la mujer, llegando a reconocer que la dote
era propiedad de la mujer y que el marido sólo tenía sobre los bienes dotales el
usufructo. Simplificando el complejo régimen hasta entonces vigente, declaró
restituible la dote en todos los casos de disolución del matrimonio y eliminó el
derecho de las retenciones, así como el edictum de alterutro. Los inmuebles
había que restituirlos inmediatamente y las restantes cosas en el plazo de un
año. Vencidos esos plazos, los frutos pertenecían a la mujer.
La actio rei uxoriae es sustituida en el derecho justinianeo por una actio ex
stipulatu, que no se origina en una stipulatio realmente celebrada, sino más
bien supuesta. Esta nueva acción no es, como la de la estipulación, de derecho
estricto, sino bonae fidei, denominándosela en el Digesto acción de dote o
actio dotis. Con la actio dotis concurría la reivindicatio, porque la mujer, aun
durante el matrimonio, tenía una propiedad natural sobre la dote y el marido, al
disolverse el vínculo, perdía su propiedad temporalmente limitada en los bienes
dotales. Justiniano, por fin, para garantizar más acabadamente la restitución de
la dote a la mujer, por influencia del derecho helénico, creó un hipoteca legal
sobre el patrimonio del marido, general y privilegiada, respecto de los demás
derechos pignoraticios constituidos con anterioridad al matrimonio.
IV. Concubinato
A. Concepto, requisitos y régimen jurídico
Concepto
El derecho romano conoció otra forma de comunidad conyugal, el concubinato
(concubinatus), en el que existía unión estable del hombre y la mujer sin que
medie intención recíproca de estar unidos en matrimonio. Se distinguía de las
justas nupcias tanto por la posición social que la mujer ocupaba, como por la
condición jurídica de los hijos que de la unión provenían. La mujer no disfrutaba
de la consideración de mujer casada, le faltaba el honor matrimonii. Los hijos,
como todos los habidos fuera de matrimonio, no entraban bajo la potestad ni en
la familia del padre; seguían la condición personal de la madre.
Régimen jurídico y requisitos
El concubinato fue la única forma posible de unión con libertos y mujeres
sancionados con la tacha de infamia, sin violar las disposiciones de la lex Iulia
de adulteriis de la época de Augusto. Al prohibir las leyes matrimoniales de
este emperador a las clases elevadas el matrimonio con aquellas personas
(libertos o mujeres sancionadas con tacha de infamia), vino a permitir, al menos
tácitamente, el concubinato, que se hizo habitual en el Imperio. No se lo miraba
como una unión inmoral o contraria a las buenas costumbres, y emperadores
como Antonino Pío y Marco Aurelio tuvieron concubinas.
Con el advenimiento del cristianismo se opera una reacción contra esta clase
de unión y Constantino declaró nulas las donaciones y legados efectuados a la
concubina y a sus hijos. Con el fin de estimular que las parejas de concubinos
se unieran en legítimas nupcias, este emperador creó la legitimación por
subsiguiente matrimonio, medio por el cual el hijo alcanzaba la calidad de
legítimo y se sometía a la potestad paterna ingresando en la familia de su
padre.
Justiniano siguió otro procedimiento para suprimir en el concubinato lo que dé
contrario a la moral encerraba. Lo asemejó al matrimonio, considerándolo una
especie de él, aunque de rango inferior. Dispuso que el concubinato no fuera
admitido con mujeres ingenuas y respetables, prohibiendo además que un
hombre soltero tuviera varias concubinas. La mujer debía tener, al igual que
para contraer matrimonio, una edad mínima de doce años y la concubina de un
hombre no podía serlo de su hijo o de su nieto, reputándose su infidelidad
como adulterio, igual que en la mujer casada. Una liberta que fuera concubina
de su patrón no podía abandonarlo sin su consentimiento, si lo hacía, no
estaba autorizada a celebrar matrimonio y, tal vez, ni siquiera volver a una
nueva relación concubinaria. Por fin, Justiniano, reconoció en las Novelas la
sucesión ab intestato a favor de la concubina.
B. Esponsales
Concepto
El matrimonio en Roma solía ir precedido de una promesa formal de celebrarlo,
realizada por los futuros cónyuges o sus respectivos paterfamilias, que se
llamaba esponsales (sponsalia), nombre que deriva de sponsio, contrato verbal
y solemne que se usaba para perfeccionar la promesa. Un fragmento de
Florentino en el Digesto define los esponsales diciendo que son "mención y
promesa mutua de futuras nupcias".
Efectos
En las primeras épocas, el incumplimiento de los esponsales daba lugar a una
acción de daños y perjuicios que se traducía en el pago de una suma de
dinero. Este criterio no fue aceptado por mucho tiempo, lo cual es explicable si
se tiene en cuenta que todo constreñimiento a cumplir los esponsales venía a
ser incompatible con la idea romana del matrimonio (libera esse debent
matrimonia). De ahí que se declaró ineficaz cualquier convención en la que se
prometiera una suma de dinero a título de pena (stipulatio poenae).
En el derecho clásico los esponsales tuvieron un carácter más ético-social que
legal, especialmente por la falta de acción para exigir su cumplimiento. No
quiere decir esto que la promesa careciera de efectos propiamente jurídicos,
los que se manifestaron en materia de capacidad para contraer esponsales y
en el reconocimiento de relaciones personales entre las partes contrayentes.
En cuanto a la capacidad de los prometidos, eran de aplicación los mismos
requisitos e impedimentos que para el matrimonio. Se admitió, sin embargo,
que se pudieran celebrar esponsales sin haber alcanzado la pubertad, aunque
era menester haber cumplido siete años. Se autorizó también a la viuda a
prometer nupcias antes de que hubiera transcurrido el año de luto.
En lo que concierne a las relaciones personales que los esponsales creaban
entre los prometidos, el derecho romano les atribuyó consecuencias jurídicas
que, en alguna medida, se asemejaban a las derivadas del matrimonio. Así, los
esponsales engendraron un lazo de cuasi afinidad entre los parientes de los
prometidos que constituyó un impedimento matrimonial; se prohibió contraer
otra promesa de matrimonio, antes de disolver la anterior, bajo pena de
infamia; se autorizó al prometido a perseguir por una actio iniuriae a quien
ofendiera a su futura esposa y se consideró adúltera a la prometida que no
cumplía con los deberes de fidelidad.
En la época cristiana, se impuso la costumbre de garantizar el cumplimiento de
los esponsales, como un medio de reaccionar contra el relajamiento de las
costumbres que había tornado frecuentes los casos de ruptura injustificada de
la promesa. A partir de entonces se acompañó el ofrecimiento matrimonial con
arras (arrhae sponsaliciae), que por aplicación de los principios generales eran
perdidas por la parte que las había dado y no cumplía los esponsales, en tanto
que el prometido que las había recibido e incumplía el compromiso tenía que
devolver, al principio el quadruplum y en el derecho justinianeo la cantidad
percibida, más otro tanto (duplum).
También por influencia del cristianismo se estableció un régimen especial para
los regalos u obsequios que solían hacerse los prometidos (sponsalicia largitas)
y que a partir de Constantino se configuraron como una donación sub modo,
sujeta a la condición de que el matrimonio se celebrara. Si las nupcias no se
contraían podían ser recuperados, salvo que el prometido que había hecho los
presentes hubiera roto el compromiso por su culpa. Cuando el matrimonio no
se celebraba por muerte de uno de los contrayentes, debía restituirse la
donación por entero al sobreviviente o sus herederos, a menos que hubiese
mediado el beso esponsalicio (osculo interviniente), en cuyo supuesto se
recobraba la mitad.
Los esponsales se disolvían por la muerte o capitis deminutio maxima de uno
de los prometidos; por haber sobrevenido a su celebración algún impedimento
matrimonial; por mutuo disenso y hasta por el desistimiento de uno solo.
B. Integración de la capacidad
Auctoritas y gestio
El tutor del impúber ejercía sus funciones de orden patrimonial valiéndose de
dos medios: la auctoritas tutoris y la gestio negotiorum.
Los negocios jurídicos del infantia maior, es decir, del impúber con incapacidad
relativa de obrar, por los que éste contraía obligaciones o transmitía o gravaba
derechos, sólo eran eficaces si se los había celebrado con la auctoritas tutoris.
La auctoritas era el acto por el cual el tutor con su presencia prestaba al pupilo
asentimiento para la realización del negocio jurídico de que se tratara,
convirtiéndolo de imperfecto e ineficaz -dada la incapacidad del impúber-, en
acto dotado de plena validez jurídica. Con la auctoritas el tutor completaba la
falta de capacidad del pupilo, lo autorizaba para actuar "por sí", dando eficacia
al negocio realizado por el incapaz.
Cuando el impúber no había cumplido siete años, es decir, si se trataba de un
infantia minor, su incapacidad de obrar era absoluta y por ende no estaba
habilitado para realizar negocios jurídicos válidos. En tal supuesto el tutor debía
actuar por medio de la gestio, lo cual implicaba la administración de los
negocios del pupilo como si fueran propios. No había el deber de cooperar o
asistir al incapaz en sus actos jurídicos, sino de celebrarlos, sin necesidad
siquiera de su presencia. Se trataba de una representación legal, o necesaria
que hacía que los efectos del acto se fijaran en cabeza del tutor. Éste era quien
se constituía en propietario, acreedor o deudor, por virtud de los principios de la
representación indirecta que aceptaba el derecho romano.
Al finalizar las relaciones derivadas de la tutela, el tutor estaba obligado a
transmitir al pupilo los derechos que hubiera adquirido como consecuencia de
la gestio, fueran reales o creditorios. Al mismo tiempo podía exigir que se lo
desobligara de las relaciones creditorias de carácter pasivo. Para el logro de
tales efectos el pupilo contaba con la ya mencionada actio tutelae directa y el
tutor, con la actio tutelae contraria.
Octava Parte: Derecho de las
sucesiones
Unidad 18
I. Derecho sucesorio
El derecho sucesorio o hereditario es la rama del derecho privado que regula
las relaciones jurídico-patrimoniales existentes al fallecimiento de un individuo y
las que surgieran a consecuencia de tal evento. El concepto de que el derecho
hereditario es una de las partes del ius privatum no tiene ascendencia romana
porque no se encuentra, ni aún en la recopilación justinianea, una organización
sistemática que conciba al derecho sucesorio como una rama independiente de
dicho derecho sino que, siguiendo la orientación gayana, se incluye a la
sucesión entre los modos derivativos de adquirir la propiedad.
C. Sucesión pretoriana
El régimen establecido por el pretor para la sucesión intestada a fines de la
República, trató de superar los defectos de que adolecía la sucesión iure civili,
a la que no derogó, sino que le introdujo reformas para ajustarla a la equidad.
Las correcciones que introdujo el derecho honorario valiéndose de la bonorum
possessio sine tabulis, tuvo en vista reconocer vocación hereditaria al hijo
emancipado, a los parientes consanguíneos por vía femenina (cognati) y a los
cónyuges que por la ley decenviral estaban excluidos de toda expectativa
hereditaria, a menos que estuviesen unidos en matrimonio cum manu.
A diferencia de lo que ocurría con el sistema sucesorio de las XII Tablas, los
herederos pretorianos eran agrupados en varios órdenes, los cuales eran
llamados sucesivamente. Cada orden disponía de un plazo para solicitar la
bonorum possessio, que corrientemente era de cien días, pero que se extendía
a un año, tratándose de padres e hijos del causante. Si el término transcurría
sin que se solicitara la bonorum possessio, podía hacer la petición la clase
subsiguiente. El derecho pretorio reconoció la successio ordinum y la
successio graduum en el orden de los cognados.
La sucesión intestada del pretor distinguió cuatro clases, designadas por la
forma de referirse a la cláusula edictal que llamaba a cada grupo de parientes.
Así, la bonorum possessio sine tabulis comprendió las bonorum possessiones
siguientes: unde liberi; unde legitimi; unde cognati y unde vir et uxor.
Bonorum possessio unde liberi
En esta clase llamaba el pretor, juntamente con los heredes sui, a los
descendientes que habían salido de la potestad del causante. Comprendía, por
tanto, a los que por emancipación hubieran quedado libres de la potestad
paterna e igualmente a los hijos dados en adopción y luego emancipados por el
padre adoptivo. No entraban en este orden los que por adopción hubieran
ingresado a otra familia. La adquisición de la bonorum possessio unde liberi, lo
mismo que las demás, requería la asignación por él pretor. Tenía carácter cum
re, respecto de los herederos civiles.
En esta bonorum possessio, cuando los herederos eran del mismo grado, la
división de la herencia se hacía per capita y, si eran de grado distinto, por
estirpes. Por una disposición introducida por Juliano en el edicto (nova clausula
luliani) se resolvió que el emancipado cuyos hijos hubieran quedado bajo la
potestad del pater, solamente concurriría a la sucesión paterna por la mitad,
debiendo la otra ser otorgada a sus hijos. Otra norma pretoria obligaba al hijo
emancipado que participaba de la herencia con sus hermanos sometidos a
potestad (heredes sui); a repartir con ellos cuanto había adquirido por su
cuenta. Este aporte que se imponía al hijo libre de potestad, para igualar su
situación con la de los sui que habían contribuido a la formación del acervo
hereditario hasta la muerte del causante, se impuso en el derecho romano por
medio del instituto de la "colación" (collatio bonorum).
Bonorum possessio unde legitimi
En este orden figuraban las personas que al tiempo de solicitar el otorgamiento
de la bonorum possessio eran llamadas a la sucesión por el derecho civil. Los
heredes sui, seguidamente el proximus adgnatus y en tiempos antiguos, los
gentiles, se beneficiaban con este segundo llamamiento realizado por el pretor
en perfecta coincidencia con el derecho civil. La bonorum possessio unde
legitimi, en caso de que hubiera herederos civiles con mejor derecho, se
concedía sine re.
Bonorum possessio unde cognati
A falta del segundo orden sucesorio, el pretor llamaba a suceder a los
cognados o parientes de sangre más próximos. La vocación hereditaria de
esos colaterales llegaba hasta el sexto grado -hijos de primos hermanos entre
sí- y, en la herencia de un sobrinus -hijo de un primo- hasta el hijo o hija del
otro sobrinus, que está en séptimo grado. Como en la sucesión civil, los más
próximos en grado excluían a los más remotos y los de igual grado se repartían
la herencia per capita.
El parentesco por consanguinidad podía derivar de la madre lo mismo que del
padre. Por primera vez se tuvo por sucesibles a los parientes por línea
femenina. El parentesco adoptivo era equiparado al consanguíneo a los fines
de la concesión de la bonorum possessio unde cognati.
Bonorum possessio unde vir et uxor
En último lugar el pretor confería la bonorum possessio al cónyuge supérstite.
En el matrimonio cum manu, la mujer heredaba a su marido como sui heredes,
porque ocupaba el lugar de hija, pero el marido no tenía igual derecho respecto
de su esposa. En el matrimonio sine manu, los cónyuges podían heredarse
recíprocamente, pero heredaban sólo por virtud del otorgamiento de la
bonorum possessio unde vir et uxor, que tenía carácter sine re, en defecto de
cualquier otro pariente.
B. Testamento
Concepto
Dos definiciones de testamento se encuentran en las fuentes. Ulpiano en sus
Reglas expresaba que era "la manifestación legítima de nuestro pensamiento
solemnemente para que valga después de nuestra muerte". Modestino, por su
parte, decía que era "la justa expresión de nuestra voluntad respecto de lo que
cada cual quiere que se haga después de su muerte".
Ambas definiciones, que presentan estrecha coincidencia, son objeto de
críticas, ya que no consignan notas esenciales del testamento, en especial, la
institución de heredero, considerado indispensable en Roma para la existencia
de un testamento válido. La conciencia social romana consideraba que el
testamento era el acto voluntario más importante del ciudadano, al punto de
que en Roma era un deshonor morir sin testar. Motivos de orden familiar y
económico hicieron que la sucesión testamentaria relegara a plano secundario
a la intestada. De allí deriva el fenómeno típico del derecho romano llamado
favor testamenti, consistente en reconocer prevalencia a la herencia
testamentaria sobre la disciplinada por la ley.
Entendemos (Arguello) que el testamento romano puede definirse como el
negocio jurídico mortis causa de derecho civil, unilateral y personalísimo,
solemne y revocable, que contiene necesariamente la institución de uno o
varios herederos, y en el que pueden ordenarse además otras disposiciones
(legados, desheredaciones, nombramiento de tutores. manumisión de
esclavos), para que tengan ejecución después de la muerte del testador.
Caracteres
De la definición transcripta surgen sus caracteres tipificantes que dan al
negocio su propia individualidad:
Es un acto mortis causa, porque sus efectos se producen después de la muerte
del otorgante, hecho éste que actúa como condición, no de eficacia, sino de
existencia. Pertenece a la clase de negocios iuris civilis, ya que, regulado por el
derecho civil, sólo era accesible a los ciudadanos, por lo menos hasta la
constitución caracallana del año 212. Es "unilateral", su eficacia dependía de la
exclusiva voluntad del disponente y "personalísimo", pues excluía la posibilidad
de ser realizado por representante o por un intermediario. Se trata de un
negocio "formal" y "solemne", ya que la voluntad debía ser acompañada de
formalidades especiales prescriptas por la ley. Es un acto esencialmente
"revocable" o de "última voluntad", porque el testador era libre de modificar o
dejar sin efecto sus disposiciones cuantas veces lo quisiera hasta el último
momento de su vida. Por fin, exige como requisito esencial para su validez, la
"institución de heredero". Faltando ésta o siendo nula, el testamento carecía de
eficacia y consecuentemente eran también ineficaces las demás disposiciones
que él contuviera.
Formas de testar
Las formalidades que el derecho romano prescribió para los testamentos
alcanzaron gran importancia porque tendían a garantizar el efectivo
cumplimiento de la voluntad del testador. Ésta no podía presumirse, ni
manifestarse por ademanes o gestos, como en otros institutos jurídicos, sino
que debía declararse de conformidad a determinadas formalidades
establecidas por la ley, sujetas a una mayor o menor solemnidad.
Los testamentos, en cuanto a sus formas, variaron según las épocas, y al rigor
del antiguo derecho civil se opuso el pretor por medio de la bonorum possessio
secundum tabulas. Más adelante, el derecho postclásico, haciéndose eco de
las necesidades que imponía un tráfico jurídico más activo y complejo, admitió
para los testamentos fórmulas menos rígidas y sin las solemnidades propias de
los primeros tiempos.
Testamento "iure civili"
Según nos informa Gayo, el primitivo derecho civil conoció dos tipos de
testamento: el testamentum in calatis comitiis y el testamentum in procinctu. El
primero (testamentum in calatis comitiis) se efectuaba ante los comicios
curiados reunidos al efecto, cabe destacar que se congregaban solamente 2
veces al año, los 24 de Marzo y los 24 de mayo, para realizar tal actividad, la
misma se hacía bajo la presidencia del pontífice máximo. El testamento
comicial se otorgaba en tiempo de paz y se presume que el pueblo debía
aprobar la propuesta del nombramiento de un heres que no fuera el hijo del
testador.
A causa del inconveniente que significaba la realización de tal actividad
solamente dos veces al año (reiteramos 24 de Marzo y 24 de mayo), y el
peligro que implicaba que en el intervalo se destara alguna guerra, y el
ciudadano que no había testado corriera el riesgo de fallecer sin haber hecho
testamento, a sabiendas de lo que tal circunstancia implicaba para los
romanos, nació el testamentum in procinctu, el cual era propio del soldado y se
hacía en víspera de partir a la batalla ante el ejército en pie de guerra. No
requería formalidades especiales y caducaba después del licenciamiento
militar.
La desaparición de ambas formas de testar hacia fines de la República,
determinó el nacimiento del testamento mancipatorio o per aes et libram,
llamado así porque se trataba de otro caso de aplicación de la mancipatio (que
recordemos, se utilizaba para la transmisión de la propiedad de cosas inter
vivos), con el rito del cobre (aes) y la balanza (libram).
Dicho testamento pasó por dos etapas suficientemente caracterizadas. En la
primera, el testador mancipante transmitía su patrimonio a un fiduciario o
persona de su confianza (familiae emptor) mediante una mancipatio nummo
uno. Por este acto, el fiduciario adquiría el dominio formal sobre el patrimonio
hereditario con el exclusivo propósito de entregarlo a la muerte del mancipante
a la persona que éste había indicado, situación que convertía al familiae
emptor en un mero ejecutor testamentario.
En la segunda fase adquiere las características de un verdadero testamento
acompañado por las ceremonias del aes et libram, las que se presentan por
respeto a la tradición romana, porque lo esencial del acto estaba representado
por las palabras del testador (nuncupatio) que exteriorizaban su voluntad de
instituir un heredero.
Estas disposiciones de última voluntad el testador podía exponerlas oralmente
ante el libripens y los cinco testigos de la antigua mancipatio, o bien manifestar
que su intención de instituir herederos constaba en un documento escrito
(tabulae, codex testamenti) que contenía los sellos y nombres de los testigos y
también del libripens y el familiae emptor. Vemos así que desde los tiempos del
derecho civil se conocieron en Roma los testamentos orales y los escritos.
"Testamentum praetorium" o "Bonorum possessio secundum tabulas"
Una nueva forma de testamento fue la que introdujo el pretor al otorgar la
bonorum possessio secundum tabulas, donde el pretor abandono por completo
la observancia de la mancipatio, y otorgaba la bonorum possessio a todo
ciudadano que exhibiera un testamento provisto del signo o sello de siete
testigos, siempre que contuviera la institución de heredero. Tal testamento, que
reiteramos, prescinde en absoluto de los ritos de la mancipatio, se denomina
testamentum praetorium. Originariamente la bonorum possessio secundum
tabulas se concedía sine re cuando había un heredero civil testamentario o ab
intestato. Sin embargo, un rescripto de Antonino Pío otorgó, para el supuesto
de que el heredero civil pretendiera hacer valer sus derechos alegando la
omisión de la mancipatio, la exceptio doli, a fin de enervar el ejercicio de la
petitio hereditatis. Hizo de este modo inimpugnable la bonorum possessio
secundum tabulas, convirtiéndola en cum re. El heredero instituido oralmente
conservaba la bonorum possessio, pero sólo cuando el acto mancipatorio
hubiera sido realizado válidamente.
Testamento postclásico o del bajo imperio
En la última fase de la evolución del derecho romano, desaparecida la
mancipatio y el dualismo derecho civil-derecho pretorio, una constitución de
Teodosio II y Valentiniano III del año 439, recogida en su esencia por
Justiniano, crea el testamentum tripertitum que consistía en un documento
escrito que el testador presentaba abierto o cerrado ante siete testigos, quienes
insertaban en el instrumento su firma (suscriptio) y a continuación lo sellaban
con sus nombres (signatio et superscriptio), todo en un solo acto (uno
contextu). Este testamento recibió el nombre de "tripartito", en razón que sus
diferentes requisitos (unidad del acto, firma de los testigos y sello de los
mismos), procedían de tres distintas fuentes: derecho civil, derecho pretorio y
constituciones imperiales.
También en esta época aparecieron otros dos tipos de testamentos escritos: el
"ológrafo", si lo había escrito el testador y el "alógrafo", cuando el escrito
provenía de otra persona. El primero (el ológrafo), que debía firmarlo el
otorgante, no requería testigos. El segundo (el alógrafo), en tanto debía
contener las suscriptio de cada testigo, con la correspondiente signatio y
superscriptio al cerrar el documento.
Dentro de los testamentos privados que estamos analizando, cabía el
testamento oral o "nuncupativo" (nuncupativum) que sustituyo en sus
formalidades al testamentum escrito per aes et libram del derecho civil.
Consistía en una manifestación verbal del testador de instituir heredero,
realizada ante cinco testigos, que se elevaron a siete con posterioridad. Para
facilitar la prueba se acostumbró acompañar este testamento oral con un acta
redactada por escrito.
Menor aplicación tuvo en el derecho postclásico el testamento público, que
habría aparecido alrededor del siglo V. Se formalizaba mediante su
presentación en el protocolo del juez o del funcionario municipal (testamentum
apud acta conditum). También tenía carácter público el testamento consignado
al emperador (testamentum principi oblatum). En tiempo de Justiniano los
testamentos eran redactados, las más de las veces, por un notario de profesión
(tabularius).
Testamentos especiales o extraordinarios
El derecho romano admitió formas especiales de testamento para casos
excepcionales que se apartaban de los supuestos ordinarios o generales.
Así, se renunciaba a la presencia simultánea de los testigos aceptándose que
fuera sucesiva, en tiempos de peste, para evitar contagios (testamentum
tempore pestis conditium). Era testamento especial el del ciego que no sabía
escribir, razón por la cual podía hacerlo oralmente. Con el tiempo pudo dictarlo
a un tabularius (oficial público) ante siete testigos o hacer que lo escribiera un
octavo testigo en caso de que dicho oficial público no pudiera hacerse
presente. Entraban también entre los testamentos extraordinarios el otorgado
en el campo (testamentum ruri conditum), donde por resultar a veces difícil la
reunión de los testigos exigidos por la ley, sólo se requería que fueran cinco.
Fue el testamento militar el que más importancia alcanzó entre los de carácter
especial o extraordinario. Para facilitar su otorgamiento a los extranjeros que
militaban en los ejércitos de Roma, para quienes las formas romanas no eran
de fácil empleo, el derecho imperial -especialmente con el emperador Trajano-,
permitió a los soldados testar a su elección en forma oral o escrita, liberándolos
además de muchos principios restrictivos que se imponían en los testamentos
ordinarios. De esta suerte por el testamento militar, peregrinos y latinos podían
ser herederos y legatarios. La sucesión intestada era compatible con la
testamentaria, derogándose la regla nemo pro parte... Se permitía una
institución de herederos con carácter temporal o sometida a condición
resolutoria y también la institución de heredero en cosas determinadas. No era
necesario desheredar a los heredes sui. Tampoco se aplicaban los principios
de la lex Falcidia ni las limitaciones que con referencia a la capacidad de
adquirir imponían las leges Iulia et Papia.
Capacidad activa y pasiva
La capacidad para otorgar testamento, para ser testigo del mismo, para
alcanzar la calidad de heredero, legatario o beneficiario de cualquier
disposición testamentaria, era llamada por los romanos testamentifacción
(testamenti factio). La distinción entre la testamenti factio activa, que se
reconocía al testador para instituir heredero y la testamenti factio passiva, que
se atribuía al heredero para ser instituido como tal, fue construcción de los
comentaristas.
Capacidad activa (capacidad para testar)
La testamenti factio activa fue una capacidad negocial cualificada que el
testador debía tener ininterrumpidamente desde que otorgaba el testamento
hasta su muerte. El derecho justinianeo, siguiendo el criterio ya aplicado por el
pretor, dispuso que era suficiente ser capaz en el momento del otorgamiento y
en el de la muerte, aunque entre dicho tiempo se hubiera perdido la capacidad.
La posesión de los tres estados, libertad, ciudadanía y sui iuris -la plena
capacidad de derecho-, era indispensable para el goce de la testamenti factio
activa; carecían de ella, por tanto, los esclavos, los peregrinos y latinos y los
hijos de familia. Empero, llegó a admitirse que los servi publici (esclavos
públicos) pudieran testar sobre la mitad de su peculio. La incapacidad de los
no ciudadanos desapareció con la constitución caracallana, al otorgarse el
carácter de cives romani a todos los súbditos del Imperio. En cuanto al filius,
pudo éste disponer por testamento de sus peculios castrense y cuasicastrense.
A fin de favorecer la validez de los testamentos, la legislación romana modificó
el régimen establecido para apreciar la capacidad del testador cuando éste
hubiera perdido la tesiamenti factio por esclavitud. A tal fin fueron de aplicación
dos beneficios especiales: el ius postliminium y la fictio legis Corneliae. El
primero (ius postliminium), como sabemos, restituía plenamente a su anterior
estado los actos jurídicos ejecutados por el ciudadano antes de caer en
cautividad, si regresaba del cautiverio. La ficción de la ley Cornelia, por su
parte, consideraba que el romano muerto en cautividad lo había sido en el
momento de ser capturado, lo que hacía que al no haber pasado a condición
servil, su testamento otorgado con anterioridad fuera absolutamente válido.
El testador, también, debía ser púber y tener capacidad de obrar o de hecho,
de esta forma no pueden testar tampoco los impúberes, ni la mujer, salvo
autorización de su tutor (auctoritas tutoris), pero desde fines de la República
pudieron disponer por testamento si se liberaban de la tutela agnaticia
mediante la coemptio fiduciaria. En el derecho nuevo, al desaparecer la tutela
mulierum, las mujeres adquirieron plena capacidad para testar. Hubo personas
privadas de la testamenti factio activa a título de pena, como los condenados a
pena capital, los herejes, los apóstatas y los autores de libelos difamatorios.
Tampoco podían testar, en general, los furiosos, enfermos permanentes y
graves, sordos y mudos, aunque estos últimos casos la interdicción alcanzaba
solo a las formas verbales de testar.
Capacidad pasiva (capacidad para ser heredero)
Capacidad para ser instituido heredero -testamenti factio passiva- tenían en
principio las personas libres, ciudadanas y sui iuris. No obstante, los propios
esclavos del testador podían ser instituidos si al mismo tiempo se los
manumitía. En cuanto a los esclavos e hijos de familia ajenos, su institución
como herederos les hacía adquirir la herencia para las personas bajo cuya
potestad estuvieran. Se debía ser capaz para ser instituido heredero en el
momento del otorgamiento del testamento y en el de la muerte del testador, y
con el derecho justinianeo también al tiempo de la adquisición de la herencia.
Carecían de capacidad para ser herederas las mujeres a partir de una lex
Voconia de 169 a. de C, que prohibía su institución por testadores que
pertenecieran a la primera clase del censo. Tal incapacidad fue abolida por
Justiniano. En cuanto a las personas inciertas, esto es, aquellas cuya
existencia dependía de un acontecimiento futuro e incierto, como el ser ya
concebido pero aún no nacido (nasciturus), al principio eran incapaces para
heredar. Más adelante, en el derecho clásico, se reconoció una excepción a
favor de los hijos nacidos después del otorgamiento del testamento (postumi
sui), y con Justiniano se autorizó también el testamento a favor de las
corporaciones y del Estado romano, que eran consideradas personae incertae.
Diferente de la falta de testamenti factio passiva era para los romanos la falta
de la capacitas impuesta por algunas leyes que prohibían a quienes se
hallaban en las condiciones por ellas establecidas de capere mortis causa.
Mientras que la falta de la testamenti factio hacía que la herencia se transfiriera
a quienes eran titulares por cualquier otra causa, faltando la capacitas las
cuotas no asignadas (caducam) pasaban a las personas determinadas por la
ley. Por otra parte, mientras la testamenti factio se exigía en el momento del
otorgamiento del acto, en el de la muerte del testador y en el de la adquisición
de la herencia, la capacitas sólo se requería en este último momento.
El caso más importante de falta de capacitas en el derecho romano fue el
previsto por la lex Iulia et Papia, que a fin de favorecer los matrimonios prohibía
la adquisición de la herencia y de los legados a los solteros, a los viudos y a los
casados sin hijos. Empero, como la causa determinante de la carencia del ius
capiendi podía desaparecer, la misma ley establecía que en tal supuesto los
afectados podían recoger la herencia dentro del plazo de cien días a contar de
la muerte del testador.
Distinto de la capacitas fue el instituto de la indignidad (indignitas), que
declaraba inhábiles para gozar de una herencia deferida y aún no adquirida al
heredero o legatario culpables de determinados actos contra el disponente,
como atentar matarlo, atacar a su persona u honor, emplear dolo o violencia
para impedirle testar o revocar un testamento, etcétera. Era una situación
totalmente subjetiva, en la que la cuota del declarado indigno no se entregaba
a los otros herederos, sino que revertía al fisco.
Contenido del testamento
Institución
La cláusula más trascendental del testamento por la cual el testador designaba
su sucesor, es la institución de heredero que para los romanos era "cabeza y
fundamento de todo testamento”.
Por ello es que la cláusula de la institución del heredero debía, en la época
clásica, figurar al comienzo. Las otras cláusulas, tales como los legados, los
fideicomisos, la dación de tutor, la manumisión de heredero, serán ineficaces
sino se figura aquélla; o nulas, si el heredero no acepta la herencia.
Por lo que hace al contenido del testamento, más propiamente a la institución
de heredero, se exigía la observancia de determinadas fórmulas verbales y un
orden en cuanto al lugar en que debía consignarse. Una constitución del
emperador Constantino del año 320 prescindió de aquellos requisitos
sacramentales y aceptó toda forma de expresión y un orden cualquiera en la
redacción de las disposiciones, con tal de que la voluntad del testador fuera
claramente cognoscible.
Desde que el testamento mancipatorio exigió formalmente la institución de
heredero (heredis institutio), todas las disposiciones dependían de ésta que
pasó a ser encabezamiento y médula de todo testamento. Debía contener
dicha cláusula a su comienzo, ya que si le precedían otras disposiciones se
tenían por no escritas.
La institución del heredero debía hacerse en latín y con el empleo de una
fórmula que Ulpiano y Gayo reproducen, en la que no podía faltar la palabra
heres (heredero). El rigor formal se atenuó en el derecho imperial, llegándose a
permitir, a partir de los Severos, la redacción en griego. Y como dijimos más
arriba Constantito termino declarando suficiente cualquier forma inequívoca de
institución.
Todo testamento comenzaba por el nombramiento del heredero, que era lo que
de alguna manera ligaba y daba vigor a las disposiciones que luego se
consagraban. Dicho heredero debía ser persona cierta y física (estaban
excluidas las de existencia ideal), principio del que se seguía que solamente
podía instituirse a quien existiese al tiempo del testamento, lo que dejaba de
lado a las personas por nacer, aunque con algunas reservas en este caso en
favor de los hijos del testador. En el derecho postclásico en cambio, pudieron
ser libremente consagrados los concebidos aun no nacidos.
La institución de heredero podía referirse a una sola persona (heres ex asse) o
bien asignar a varios cuotas distintas de la herencia. Estas cuotas se
estimaban por lo común en doceavas partes: la totalidad de la herencia era
llamada as y las porciones de ésta unciae, lo que hacía que un as fuera igual a
doce unciae. Si el testador no agotaba el total del acervo hereditario con las
cuotas que había dispuesto, no se atribuían las restantes a los herederos ab
intestato, sino que las porciones de que había dispuesto el causante
experimentaban el aumento necesario para agotar el caudal en su totalidad.
Las cuotas, por el contrario, debían ser proporcionalmente reducidas cuando
en total superaran la cuantía del patrimonio hereditario.
La institución de heredero en una cosa cierta y determinada (heredis institutio
ex re certa) era contraria a la esencia de la sucesión a título universal. No
obstante, para mantener la vigencia del testamento se consideraba válida la
institución, suprimiendo su delimitación a cosa cierta. Si el testamento contenía
una sola institución de esta especie, el instituido se consideraba heredero
único. Si había varios herederos instituidos ex re certa, todos lo eran por partes
iguales, pero cada uno adquiría la cosa a él atribuida.
Se admitía que la heredis institutio pudiera supeditarse a condición suspensiva,
siempre que ella no remitiera la institución al mero arbitrio de un tercero. En
cambio, no se autorizaba la institución de herederos bajo condición resolutoria
o a término, no sólo porque la investidura de heredero se adquiría
inmediatamente, sino también porque, dado su carácter absoluto, no admitía
limitaciones temporales que derogarían la regla semel heres semper heres
(esta expresión significa que quien adquiere la condición de un heredero no
puede perderla).
Desheredación y preterición del heredero
Quienes vivían, ya desde épocas antiguas, bajo la autoridad directa del jefe de
familia, se consideraban sus herederos naturales. Eran herederos suyos o,
mejor aún, de lo suyo, sui heredes, ya que los bienes del pater habían sido
formados muchas veces con su intervención y a veces por su exclusiva
gestión. Se consideraba que dichos bienes eran una suerte de comunidad de
ellos con el padre y, en consecuencia, éste debía instituirlos herederos, a
menos que expresamente los desheredase. Lo que no podía hacer era
omitirlos, es decir preterirlos (omisión forzosa de un heredero en el
testamento). Ahora bien, los hijos varones debían ser desheredados específica
y nominativamente, en tanto que los demás podían serlo en grupo,
genéricamente. Y la preterición de un hijo varón daba lugar a la nulidad del
testamento, mientras que la de cualquier otro sui herede, simplemente daba
lugar a la inclusión del mismo, pero manteniendo al testamento como válido.
Según la ley de las XII Tablas, la voluntad del jefe de familia era la ley.
Investido de una potestad paterna que le daba el derecho de vida y muerte
sobre sus hijos, podía con mayor razón, privarlos de su sucesión, sin embargo,
fue del rigor mismo de la potestad paterna que los jurisconsultos hicieron salir
una reforma favorable a los hijos.
a) Desheredación y preterición según el derecho civil: De acuerdo con los
principios del ius civile, el paterfamilias debía instituir o desheredar
expresamente a los heredes sui, pero no le era permitido silenciarlos o
preterirlos (praeterire) en su testamento. Los hijos que al tiempo del
otorgamiento del testamento se hallaren bajo la potestad del testador, tenían
que ser nominativamente desheredados (nominatim exheredatio), esto es,
designándolos individualmente. Si un hijo era preterido el testamento era nulo.
Los demás heredes sui -hijas, nietos de uno y otro sexo y posteriores
descendientes, mujer in manu- podían ser desheredados en conjunto (inter
ceteros), es decir, sin designárselos nominativamente. Cuando eran preteridos
los herederos enunciados, el testamento era válido, pero concurrían ellos con
los herederos instituidos y cada uno de los preteridos percibía, juntamente con
los instituidos, si eran sui, su cuota ab intestato. Si la concurrencia se daba con
herederos extraños, les correspondía la mitad de la porción atribuida a éstos.
El hijo nacido después de otorgado el testamento por el paterfamilias, el
llamado postumi sui, tenía que ser expresamente desheredado. Si era
preterido, este silenciamiento invalidaba el testamento, aunque fuera una hija o
un nieto, siempre que hubiera sido concebido en vida del testador. Al hijo
póstumo se equiparaban las personas que en virtud de adopción o matrimonio
cum manu habían alcanzado la calidad de sui heredes.
b) "Bonorum possessio contra tabulas": Aunque las restricciones al absoluto
poder de testar ordenadas por el derecho civil habían constituido un freno a su
ejercicio arbitrario, las soluciones eran aún imperfectas porque los hijos
emancipados, al no tener la calidad de heredes sui, quedaban sin la debida
protección, ya que podían ser desheredados por una simple omisión en el
testamento de su paterfamilias. El pretor, reconociendo ya relevancia a la
familia natural, avanza sobre las disposiciones del ius civile en materia
concerniente al régimen de la sucesión necesaria formal.
De acuerdo con los principios consagrados por el derecho pretoriano, los hijos
varones emancipados habían de ser instituidos o desheredados
nominativamente. Si se omitía al hijo emancipado, el testamento se mantenía
en principio válido, pero si al preterido lo atacaba la nulidad, caía la institución
de heredero porque el pretor acordaba al emancipado la bonorum possessio
contra tabulas. Las hijas emancipadas también tenían que ser instituidas o
desheredadas, siendo suficiente la desheredación inter ceteros. Los efectos de
la preterición de la hija emancipada eran análogos a los del hijo varón, ya que
por la bonorum possessio contra tabulas hacía caer la institución de heredero,
logrando también que se le otorgase la cuota que les correspondería en la
sucesión ab intestato.
c) Desheredación y preterición según el derecho postclásico y justinianeo: A
partir de la ya recordada constitución del emperador Constantino, que admitió
en los testamentos el uso de cualquier forma de expresión, siempre que la
voluntad del testador resultara claramente cognoscible, para la desheredación
también fue suficiente la manifestación de voluntad en cualquier sentido
requiriéndose, sin embargo, la forma nominatim para la de los hijos. Justiniano,
por una constitución del año 531, mantiene tales principios y suprime la
desheredación inter ceteros, por lo que la preterición de un heredes sui de
cualquier sexo o del hijo póstumo, era causa de invalidez del testamento. Estas
normas no se aplican a los testamentos militares, pues los que pertenecían a
esta clase gozaban del privilegio de poder desheredar a sus hijos por una
simple omisión en el testamento. Tampoco jugaban respecto de los
ascendientes maternos, que eran libres de preterir a sus herederos, por cuanto
éstos, al no estar sometidos a la potestad materna, no tenían la calidad de
heredes sui.
III. Legítimas
Concepto
Si bien el régimen de la sucesión necesaria formal, que hemos analizado,
constituyó un obstáculo legal a la absoluta libertad de testar que concedía el
primitivo derecho romano al paterfamilias, su efectiva restricción se logra
cuando se impone el derecho de legítimas, que obligaba al testador a dejar una
porción de sus bienes a sus más próximos parientes con vocación sucesoria
ab intestato. Esta reacción a favor de los herederos de sangre más allegados al
testador que hubieran sido preteridos, desheredados o instituidos en escasa
porción, nació de la idea de que tal conducta contrariaba el principio de piadoso
afecto que debe existir entre los miembros de una familia (officium pietatis), lo
que de acuerdo con la equidad justificaba la impugnación del testamento que
se apartara de tales deberes (inofficiosum).
El instituto de la legítima, introducido a fines de la República, nació para el
derecho romano por interpretación del tribunal de los centunviros, que reputaba
que una exclusión injusta de los herederos legitimarios sólo podía emanar de
un testador que hubiera descuidado los deberes de piedad por no estar en su
sano juicio (quasi non sanae mentis testator fuerit), admitiéndose la posibilidad
de hacer caer el testamento por medio de una acción particular, la accusatio o
querela inofficiosi testamenti. A través de ella aparece, en sustancia, el instituto
de la legítima, por el cual se hace necesario que una parte del complejo
hereditario (una porción legítima) quede reservada para los más próximos
sucesores.
A quienes comprende este derecho
Las personas que podían entablar la querela inofficiosi testamenti eran los
descendientes del de cuius, los ascendientes y los hermanos y hermanas
consanguíneos (quienes solo podían invocar este derecho cuando hubiesen
sido desplazados de la herencia por la institución de una persona vil, como
aquellos individuos tachados de infames). No es que la querella pudiese
intentarse conjunta o indistintamente por todos ellos, sino solo por aquellos
que, si faltasen en el testamento, heredarían ab intestato. Si había
descendientes, no podían los ascendientes entablar dicha acción, y existiendo
éstos o aquellos, tampoco la podían entablar los hermanos.
Proporción de la herencia afectada a la legítima: evolución
Entendemos por porción legítima a la cuota de bienes que la ley obliga al
testador a dejar a sus parientes más próximos, que reciben el nombre de
herederos forzosos. Respetada esa porción, el causante puede Instituir a quien
desee como sucesor del resto de los bienes.
La legitima, establecía en el tiempo de su instauración (por medio de la Lex
falcidia del año 40 a.C), establecía que el heredero gravado con grandes
legados podía retener para si un cuarto del valor de los bienes hereditarios, aun
cuando de esta manera no se respetasen todos los legados particulares. De
igual manera, la porción legítima fue establecida en un cuarto del valor de la
herencia, ya en la época del derecho clásico. Justiniano realiza modificaciones
en sus Novelas. En adelante la legítima se aumenta para los descendientes,
porque sigue siendo del cuarto si son hasta tres hijos, pero si los hijos son
cuatro es del tercio, y si son cinco o más, alcanza la mitad de la herencia.
Querella inofficiosi testamenti
Esta particular institución romana tuvo su desarrollo, como dijimos, durante los
últimos tiempos del período republicano, para hacer posible la anulación de un
testamento en que el testador, contra officum pietatis, no hubiera dejado a sus
parientes más próximos bienes en cuantía suficiente. Se tramitaba por un
sistema que se apartaba del procedimiento común, al no reconocer por fuente
una disposición legal y otorgar un amplio margen al arbitrio judicial. La querella
se sustanciaba en Roma -cuando se trataba de grandes herencias- por el
procedimiento sacramental y ante el tribunal de los centunviros; en caso de
herencias modestas, mediante el sistema formulario. Durante el Imperio, tanto
en Roma como en las provincias, se utilizó la cognitio extra ordinem.
Como la infracción al derecho de legítimas no implicaba al principio una
cuestión jurídica, sino más bien un problema social, se justificó que la solución
dependiera del arbitrio del juez. Un argumento retórico frecuentemente utilizado
era el de que el testador había ordenado sus disposiciones bajo los efectos de
una perturbación mental (color insaniae). El procedimiento, al carecer de
sustento legal, debió tener en cuenta las particulares circunstancias de cada
caso para llegar a decidir si el testador había infringido o no el derecho de los
legitimarios.
La sanción de tales infracciones debió de ser al principio una reprobación o
censura de orden social, para considerar con el tiempo nulo el testamento
incurso en estas transgresiones. Ya no se estimó que el acto hubiera sido
otorgado por un enfermo mental, porque en el supuesto hubiera sido
inicialmente nulo; por el contrario, el testamentum inofficiosum, era válido
mientras no se probara que violaba las legítimas. La jurisprudencia romana,
apoyándose en constituciones imperiales, fijó con relación a la querela algunos
principios que dominaron el derecho clásico y que en el período postclásico
tuvieron posterior desarrollo. Por fin una regulación orgánica y de conjunto de
la institución fue establecida por Justiniano en su Novela 115 del año 542.
Tenían derecho a solicitar la anulación del testamento los liberi llamados a la
sucesión intestada civil o pretoriana y quizá también los ascendientes y
parientes colaterales consanguíneos del testador. Los motivos por los cuales el
testador podía preterir o desheredar a los herederos legitimarios, quedaban
sometidos a la libre apreciación judicial. Sólo la Novela 115 contenía una
enumeración de las causas, todas las cuales suponían graves faltas cometidas
contra el testador, o una conducta contraria a la moral o a los usos sociales.
La cuantía de la legítima se fijó, como lo dijimos supra, por influencia de la lex
Falcidia (40 a.C.), en la cuarta parte de la porción intestada. En la Novela 115
se elevó la legítima de los descendientes, de modo que, teniendo el testador
hasta cuatro hijos, el monto era de un tercio y en caso de tener más, la mitad
del haber sucesorio. Aquella legítima podía hacerse efectiva dejando la porción
hereditaria por la cuantía fijada y también un legado, o disponiendo a favor del
titular una donación mortis causa. La Novela 115 restableció la necesidad de
que se hiciera efectiva la legítima, asignando una porción hereditaria.
La querela debía dirigirse contra el derecho testamentario cuando hubiera
adquirido la herencia y dentro de un plazo de cinco años, no transmitiéndose la
acción a los herederos del legitimario. Si quien podía ejercitarla reconocía la
validez del testamento, se le podía oponer una excepción cuando pretendiera
hacerla valer después del reconocimiento. La renuncia a la querella carecía de
eficacia jurídica. De ejercitarse la querela y prosperar la acción, la sentencia
declaraba nulo el testamento (inofficiosum), quedando abierta la sucesión
intestada. En caso de sucumbir en su pretensión, el querellante perdía todas
las liberalidades que le hubieran sido otorgadas en el testamento impugnado,
pero mantenían validez las restantes disposiciones que contuviera, como
legados, fideicomisos, manumisiones y nombramientos de tutores.
Para hacer el cálculo de la porción legítima era necesario tomar en cuenta a
todos los llamados a suceder ab intestato al causante y considerar el estado
patrimonial del testador al tiempo de su muerte. Del acervo hereditario había
que deducir previamente las deudas de la sucesión, los gastos de funeral y el
monto de las manumisiones, no así los legados y demás liberalidades que el
testamento contuviera, porque correspondía imputarlos al activo de la sucesión,
como consecuencia de que mantenían su eficacia a pesar de que el testamento
se declarara nulo.
Con el propósito de reducir en lo posible la radical sanción que suponía la
anulación del testamento, la práctica postclásica utilizó una acción por la que
sólo se podía exigir que se supliese lo que restaba a la legítima para que fuese
completa. Esta acción, que fue confirmada por la Novela 115, se denominó
actio ad supplendam legitimam, y sirvió para pedir el complemento de la
legítima, es decir, lo que faltara hasta su justo monto.
Si el testador hubiera perjudicado la legítima con donaciones inter vivos o con
la constitución de dotes excesivas, se concedía a los herederos legitimarios el
derecho a reclamar su anulación valiéndose de dos acciones creadas a
imitación de la querela inofficiosi testamenti por Alejandro Severo: la querela
inofficiosae donationis y la querela inofficiosae dotis.
Unidad 20
I. Adquisición de la herencia
Estudiadas la sucesión nacida por imperio de la ley y la proveniente de la
voluntad del testador, nos toca considerar ahora el tema concerniente a la
adquisición de la herencia y a los efectos jurídicos que la misma producía, tanto
para el heredero ab intestato o testamentario, cuanto para terceros vinculados
al de cuius antes de su muerte o al heres legítimo o testamentario.
Adelantamos ya, que la adquisición de la herencia presentaba dos formas
distintas según cuál fuera el heredero a que ella correspondiese, pues si se
trataba de herederos necesarios o domésticos la adquisitio hereditatis se
operaba de pleno derecho; en cambio, si se defería a herederos voluntarios la
adquisición se producía mediante un acto de aceptación, que se denominaba
"adición". Distintos eran los efectos de una y otra forma de adquisición, pues
mientras la que tenía lugar de pleno derecho no permitía a los herederos
apartarse de la herencia, la que provenía de la voluntad del heres le
posibilitaba la opción de renunciar a la adquisición.
C. Colación
Concepto
Es una institución del derecho que tenía por objeto equiparar la situación
desigual entre los herederos sui y los emancipados mediante la obligación de
reintegrar a la masa hereditaria todos los bienes propios, deducidas las
deudas, para igualar su situación con la de los heredes sui, que habían
contribuido a la integración del acervo hereditario hasta el deceso del de cuius
Al disponer el derecho pretorio que los hijos emancipados, excluidos por el ius
civile de la sucesión del pater, concurrieran como líberos con los herederos sui,
instauraba un principio de equidad, pues hizo que todos los hijos del causante,
cualquiera fuera su condición jurídica, tuvieran derecho a heredarle.
Dicha norma, no obstante, condujo en la práctica a un resultado injusto desde
el momento que los hijos emancipados tenían derecho a recibir un patrimonio
que había sido formado con la contribución de los que se habían mantenido
bajo la potestad del causante, en tanto que el emancipado había adquirido
bienes que no ingresaban al caudal hereditario sino que quedaban bajo su
exclusivo dominio.
El desequilibrio que podía originar esta situación fue corregido por el pretor al
disponer que todo hijo emancipado fuera varón o mujer, que pretendiera entrar
en sucesión del pater, debía aportar a la masa de bienes todas las
adquisiciones efectuadas desde que alcanzó la condición de sui iuris, con
deducción de las deudas, creándose así el instituto pretorio de la collatio
bonorum.
Bienes colacionables
Se exceptuaban del deber de colacionar el peculio castrense y cuasicastrense
que hubiera adquirido el emancipado en ejercicio de sus actividades militares y
civiles. Los bienes que el padre le hubiera dado a título de dignidad (dignitatis
causa), por ser una carga común de la familia, lo que hubiera recibido por
concepto de dote aun cuando su mujer hubiera fallecido antes, y también los
bienes que hubiera recibido del causante en cuya sucesión entraba como
heredero testamentario
De las donaciones “inter vivos” no se colacionan las simples ni las
remuneratorias, pero sí las donaciones ab causam. Tampoco se colacionan las
donaciones mortis causa, porque ninguna de estas constituye una entrega
anticipada, sino un favor al donatario para que perciba los bienes que se le
donan además de los que le corresponden por su participación en la herencia.
Por último, solo pueden colacionarse los bienes dados al descendiente, y no
los empleados en beneficio de este por el ascendiente y que han pasado al
dominio del descendiente.
Efectos Legales
Ingresados los bienes colacionables por los herederos obligados a hacerlo, se
formaba una masa común con los bienes sucesorios procediéndose a dividirlos
entre todos los coherederos, incluido el que ha efectuado la colación, en
proporción a la cuota hereditaria determinada por el testador o por la ley. No
había lugar a la colación cuando el hijo fuera expresamente librado de la
obligación por el testador o hubiera ejercido ius abstinendi o renunciare a la
herencia.
Modos de colacionar
- Colación pretoria: Es la agregación a la herencia de un ascendiente, de los
bienes del hijo emancipado que viene a agregar, para que se repartan entre
este y los herederos sui. Para que exista la colación pretoria es necesario que
haya una herencia y que sean llamados a ella herederos sui y algunos
emancipados y que estos últimos acepten el llamamiento del pretor a la
bonorum possessio.
- Colación imperial: Consiste en una agregación a la herencia de un
ascendiente, de los bienes donados por este a un descendiente que viene a
heredar, para que sean repartidos entre todos los herederos descendientes del
mismo grado del donatario. La colación imperial se refiere únicamente a
descendientes que estén o no en patria potestad.
- Por manifestación: Consiste en que el destinatario traiga a la herencia la cosa
donada para repartirlo todo entre los herederos correspondientes.
- Por computación: Consiste en calcular el valor de la cosa donada y abonar lo
que falta para completar la parte de herencia que corresponde al donatario.
- Por liberación: Tiene lugar cuando la donación ha sido prometida y no
realizada.
- Por caución: Consiste en exigir del donatario una garantía como prueba de
que ha de entregar la cosa donada tan pronto como se le exija o la tenga en su
poder.
D. Herencia yacente
Concepto y naturaleza jurídica
En la sucesión de los herederos voluntarios y, excepcionalmente, en la de los
herederos domésticos, mediaba entre la muerte del de cuius y la adquisición de
la herencia una etapa o intervalo en la que ésta yacía, según frase expresiva
de los romanos. Se decía, pues, que la herencia se encontraba yacente
(hereditas iacens).
En los primeros tiempos las cosas pertenecientes a la herencia eran
consideradas, durante ese lapso intermedio, como res nullius, pero los clásicos,
para reservarla al futuro heredero, la estimaron como un patrimonio,
provisionalmente sin sujeto, dentro del cual los derechos en las cosas
hereditarias subsistían, aunque carecieran provisionalmente de titular. Así llegó
a admitirse que la hereditas iacens podía adquirir derechos siempre que no
requiriera una actuación del titular, como ocurría con la adquisición de frutos y
de cosas mediante los esclavos de la herencia. También por mediación de
estos esclavos podía contraer obligaciones. Esta especial situación llevó, como
hemos visto, a considerar a la herencia yacente entre las personas jurídicas,
dentro de la categoría de las universitas rerum.
Los clásicos no intentaron una construcción dogmática de la hereditas iacens.
Cuando en casos aislados se sostenía por los jurisconsultos que la adquisición
de la herencia se retrotraía al momento de la muerte del causante, o cuando se
decía que la herencia representaba al de cuius ocupando su lugar (personae
vice fungitur), tales afirmaciones no fueron en realidad más que meros intentos
para llegar a una concepción general. Sólo en época postclásica, y más
seguramente con el derecho justinianeo, la herencia yacente fue concebida
como sujeto de derecho independiente, esto es, como persona jurídica,
susceptible de adquirir derechos y contraer obligaciones.
A. El legado
Concepto
En las fuentes encontramos dos definiciones de legado atribuidas a los
jurisconsultos Modestino y Florentino. Para el primero (Modestino) importaba
"una donación dejada por testamento", en tanto que para el segundo
(Florentino) era una "disgregación de la herencia con la que el testador quería
que fuera dado a otro algo de lo que en su totalidad habría de ser del
heredero".
Las definiciones de las fuentes son incompletas y no revelan la verdadera
naturaleza del legado. No siempre implicaba la disgregación o sustracción de
cosas de la herencia, pues podían legarse cosas del heredero o de un tercero.
Tampoco es aceptable la asimilación del legado a la donación, ya que se trata
de dos institutos distintos en su naturaleza y efectos jurídicos, no sólo porque la
donación requiere acuerdo de voluntades, que el legado no exige, como
negocio unilateral contenido en el testamento, sino también porque cabe la
posibilidad de ordenar legados que no supongan enriquecimiento para el
legatario, por imponérsele un gravamen que cubra totalmente el valor de la
liberalidad.
Por nuestra parte (Arguello) entendemos que el legatum puede definirse
diciendo que es aquella disposición particular inserta en un testamento por
cuyo medio el testador atribuía a un tercero o a uno de los herederos instituidos
una universalidad de bienes o cosas determinadas que podían o no formar
parte de su patrimonio.
El legado se perfeccionaba por la intervención de tres sujetos: el testador o
disponente, que era aquel que ordenaba el legado; el gravado, persona a quien
se le imponía el deber de cumplirlo y el legatario, sujeto a cuyo favor se
constituía la liberalidad. Testador y legatario debían gozar de la testamenti
factio activa y passiva, respectivamente. En el derecho clásico, en que los
legados se distinguían de los fideicomisos, gravado con el legado sólo podía
ser el heredero testamentario. Más adelante, producida la asimilación de
ambos negocios mortis causa, era dable ordenar el cumplimiento del legado a
los herederos ab intestato, a otros legatarios y, en general, a cualquiera que
hubiera recibido algo del testador, incluso aunque el beneficio no le hubiera
sido otorgado con motivo de su muerte.
Especies
En el derecho clásico los legados, conocidos ya desde las XII Tablas en
relación con el testamento mancipatorio, no se podían ordenar sino después de
la institución de heredero y en forma solemne. Se distinguieron cuatro especies
de legados con distintos efectos jurídicos: dos modos principales: el legado per
vindicationem, con eficacia real, y el legado per damnationem, que creaba una
relación obligacional, y otros secundarios: per praeceptionem y, sinendi modo,
que superarían las diferencias existentes entre las dos clases fundamentales.
El legatum per vindicationem se hacía en la forma más antigua con el uso de
los términos do lego. Implicaba un dare, lo que significaba: "hacer adquirir",
como si dijera "doy y lego a Lucio Ticio mi esclavo Stico". Este legado
transfería inmediatamente la propiedad de la cosa al legatario, quien podía
ejercitar la reivindicatio contra el heredero. De acuerdo con su régimen no se
podían transmitir por el legado vindicatorio más que las cosas que estuvieran
en propiedad ex iure quiritium del testador, tanto en el momento del
otorgamiento del testamento, como en la época de su muerte. Para las cosas
fungibles bastaba el segundo momento.
El legatum per damnationem respondía a una forma típica, en la que el testador
decía: "quede mi heredero obligado a dar" (heres meus dare damnas esto). Por
el legado damnatorio no se transfería la propiedad del objeto, sino que se
creaba a favor del legatario un derecho de crédito contra el heredero que le
permitía ejercitar una acción personal para hacerse transmitir el dominio de la
cosa legada. Cualquier objeto se podía legar mediante este tipo de legado,
incluso cosas que no estuvieren en propiedad del testador, las que podían
pertenecer al heredero mismo o de un tercero.
Es forma secundaria del legado vindicatorio el legatum per praeceptionem, en
el que el testador utilizaba la forma imperativa praecipito, como si expresara
"que Lucio Ticio tenga preferencia para tomar a mi esclavo Stico". También
producía la inmediata adquisición de la propiedad por parte del legatario y se
distinguía del legado vindicatorio en cuanto se lo establecía sólo en favor de
alguno de los herederos instituidos, al cual el causante le concedía el derecho
de retirar de la herencia un objeto especial, sustrayéndolo así de la masa
hereditaria. La escuela proculeyana fue de opinión de que el legado per
praeceptionem podía beneficiar también a extraños, es decir, a no herederos,
pero la idea no prevaleció.
Una cuarta clase de legado fue el legatum sinendi modo, o "legado permisivo",
en virtud del cual el testador ordenaba al heredero que permitiera que el
legatario tomara un objeto de la herencia, o qué gozara de él por vida, o
también que no pagara una deuda (heres meus damnas esto sinere), por
ejemplo, si dijera "que mi heredero quede obligado a permitir que Lucio Ticio
tome el esclavo Stico y se quede con él". A diferencia del damnatorio, del cual
es una forma secundaria, no se podían legar cosas de un tercero, pues el
heredero sólo estaba obligado a dejar hacer, a permitir. Es probable que el
legado sinendi modo hubiera sido introducido para relaciones de hecho, que no
constituían derecho, por lo menos respecto del ius civile, como la possessio del
ager publicus, el dominio bonitario, etcétera.
Adquisición
En lo concerniente a la adquisición de los legados, los romanos distinguieron
dos momentos: el día de la delación de la herencia, es decir, cuando el legado
comenzaba a transcurrir a favor del legatario y el día en que el legado lo
adquiría definitivamente.
Para el primero se usaban las expresiones dies legati cedit o dies cedens, para
el segundo, dies legati venit o dies veniens. Por lo común el dies cedit se daba
a la muerte del testador, al paso que el dies venit al tiempo de la adicion de la
herencia. Antes de Justiniano, por las leges Iulia et Papia, el dies cedens fue
diferido al momento de la apertura del testamento. La importancia del dies
cedens consistía en que a partir de entonces el legado se fijaba sobre una
determinada persona, de donde resultaba principalmente que, muriendo el
legatario antes del dies veniens, el legado se transmitía a sus herederos.
Excepcionalmente podía acaecer que el dies cedens no coincidiera con la
muerte del disponente. Así ocurría en los legados condicionados, en los que
tenía lugar al cumplirse la condición; en los legados de prestaciones periódicas
que se consideraban divididas en otras tantas prestaciones anuales, por lo que
sólo para la primera el dies cedens se presentaba en el momento de la muerte
del testador; en los legados de usufructo o de opción, que no siendo
transmisibles a los herederos no tenían propiamente un dies cedens. También
el dies veniens podía, por excepción, ser posterior a la adición de la herencia,
como sucedía en el legado sometido a un plazo que retrasaba el dies veniens
al vencimiento del mismo.
La adquisición del legado no dependía de un acto de aceptación, pero todo
legatario tenía la posibilidad de repudiar el legado, entendiéndose que de este
modo renunciaba a un derecho ya adquirido. Esta doctrina fue impuesta por la
escuela sabiniana, pues los proculeyanos distinguieron a estos efectos el
legado vindicatorio del damnatorio, y consideraron que en el primero el
legatario no adquiría su derecho hasta que declaraba su aceptación,
teniéndose mientras tanto al objeto del legado como res nullius. Esta idea no
prevaleció, ya que para Justiniano el legado, incluso el vindicatorio, se adquiría
desde el primer momento, pero su repudio operaba con efecto retroactivo, de
suerte que el legado repudiado se consideraba como si nunca se lo hubiese
adquirido.
Derecho de acrecer
Hemos estudiado el derecho de acrecer diciendo que operaba en la sucesión
intestada y en la testamentaria. Vimos cómo se presentaba el acrecimiento en
la institución de heredero, con sus distintas modalidades y efectos. Nos toca
ahora analizar los casos de aplicación del ius adcrescendi, cuando se trata de
legados dispuestos por el testador a favor de varios legatarios.
Si se estaba ante un legatum per vindicationem, que otorgaba a los
beneficiarios la propiedad de la cosa legada, la falta de adquisición de uno de
los colegatarios hacía que su cuota o parte vacante acreciera a los otros. Esta
misma situación se daba en el caso del legatum per praeceptionem, que era un
tipo secundario del vindicatario.
Cuando el testador había dispuesto por un legatum per damnationem, la
obligación del heredero de satisfacer la manda se dividía en tantas partes,
según fuera el número de legatarios. Por tal virtud, si uno de los colegatarios no
llegaba a adquirir su cuota de manera efectiva, el heredero quedaba liberado
de aquella parte de la obligación, la cual pasaba a integrar la herencia. En otros
términos, en el legado damnatorio no había derecho de acrecer.
Las leyes caducarías Iulia et Papia Poppaea, dictadas por el comicio en época
de Augusto, consideraron -igual que lo que ocurría respecto de los
coherederos- como partes caducas las porciones libres que pasaban al fisco.
Justiniano, al derogar dichas leyes, restableció el régimen anterior a las
mismas, estableciendo que si una cosa había sido legada a varias personas, ya
conjunta, ya separadamente, había lugar al derecho de acrecer, a menos que
el testador hubiera dispuesto lo contrario.
Objeto del legado
Los legados podían tener por objeto todas aquellas cosas que integraban el
patrimonio de un individuo, esto es, tanto las cosas corpóreas como las
incorpóreas y también una universalidad.
La cosa objeto del legado debía reunir ciertas condiciones. Era menester que
se tratara de un objeto física y legalmente posible de adquisición por el
legatario, por lo que no podía legarse una cosa materialmente imposible de
alcanzar o una res extra commercium. Además, el bien legado no debía estar
bajo el dominio del legatario, salvo que el disponente tuviera sobre el mismo
algún derecho que lo gravare porque siendo así se consideraba que el testador
había tenido la intención de legar su crédito, lo que hacía que el heredero
quedaba obligado a eximir al legatario del gravamen que afectaba su derecho.
IV. Fideicomiso
Desde antiguo existió en Roma la costumbre de que una persona ordenara
disposiciones de última voluntad sin allanarse a las formalidades exigidas para
los legados y aún sin que estuvieran contenidas en el testamento, pues
bastaba que el disponente formulara un simple ruego a una persona de su
confianza con el objeto de que ésta se encargara de dar determinado destino a
los bienes de su herencia o de ejecutar cualquier otro acto que el causante le
solicitare, para que la misma se viera obligada a cumplir el encargo. Esta
práctica estaba desprovista de tutela legal por no configurar un negocio jurídico
y su ejecución tenía como único fundamento la confianza que el causante
depositaba en la honradez y lealtad (fides) del individuo llamado a cumplir su
ruego y que podía ser el heredero mismo o cualquier otra persona no vinculada
al difunto. Del hecho de que el encargo estuviera remitido a la fides deriva su
denominación de fideicomiso (fidei commissum), llamándose fiduciario
(fiduciarius) a quien estaba obligado a cumplirlo y fideicomisario
(fideiaommissarius) al sujeto que recibía el beneficio.
Recibía el nombre de fideicomiso (fideicommissum), entonces, el ruego que
hacía el testador, llamado fideicomitente, para que una persona de su
confianza, denominada fiduciario, efectuara la transmisión de toda su sucesión
o de una cuota parte de ella, o de un bien determinado de la misma a una
tercera persona, designada con el nombre de fideicomisario. De esta definición
surge que se conocieran dos especies de fideicomisos: los universales o de
herencia, que comprendían el traspaso de toda la sucesión del disponente o
de una cuota parte de tal acervo, y los particulares, cuando se trataba de la
entrega de bienes determinados.
El fideicomiso presentaba gran similitud con el legado teniendo la ventaja de su
mayor simplicidad. Carecía de formalidades y podía hacerse no sólo por
testamento, sino también en codicilos y aun oralmente. Además, el ruego podía
imponerse tanto a los herederos como a los legatarios u otro fideicomisario,
aparte de que era dable redactarlo en cualquier idioma. Por lo que hace a su
objeto, podían serlo todas las cosas susceptibles de ser transmitidas por
sucesión o legado per damnationem, esto es, cosas de propiedad del testador,
también las del heredero y aun las pertenecientes a un tercero. Por todo ello, el
fideicomiso alcanzó gran auge en Roma a lo que debe agregarse, a favor de su
uso frecuente, la posibilidad de que el testador beneficiara con su herencia o
con parte de ella a personas que carecían de la testamenti factio passiva y que,
por ende, resultaban incapaces de recibir por legados.
En su origen el fideicomiso carecía de identidad jurídica basándose, como su
nombre lo indica, en la buena fe (bonae fidei), es decir, la lealtad de la persona
encargada de efectuar la liberalidad a favor del fideicomisario. De ahí, pues,
que durante la República la relación que el fideicomiso creaba no era
jurídicamente vinculativa, sino sólo apta para generar una obligación ética a
cargo del fiduciario. Ya en época de Augusto se admitió la coercibilidad de
algunos fideicomisos, modificando así su condición extrajurídica. Fue entonces
que se concedió competencia a los cónsules para entender en juicios sobre su
cumplimiento, pero el procedimiento para el logro de tal exigibilidad no era el
per formulam, sino el de la extraordinaria cognitio. Con el emperador Claudio
se nombra un magistrado especial, el praetor fideicommisarius, encargado de
actuar en este tipo de proceso.
Desde el derecho clásico se tendió a trasladar al derecho de fideicomisos las
normas propias de los legados. Constantino, en su ya comentada constitución,
al abolir el formalismo en los testamentos, admitió que toda disposición singular
mortis causa expresada en un testamento válido podía ser considerada
indistintamente como legado o fideicomiso. Con estos precedentes, Justiniano
llegó a la fusión de las dos instituciones, prescribiendo que de todo legado o
fideicomiso naciera una acción personal y otra real y que la primera fuera
garantizada por una hipoteca legal sobre la herencia del fiduciario.
Por fin, en virtud de una constitución dictada en el año 531, Justiniano suprimió
definitivamente todas las diferencias entre los legados y los fideicomisos,
ordenando que las disposiciones contenidas en los textos justinianeos sobre
los legados tuvieran aplicación a los fideicomisos, y a la inversa, y que cuando
las respectivas normas fueran contradictorias, se estuviera a lo establecido
para estos últimos, como derecho menos riguroso.
A diferencia del legado, que otorgaba al legatario la propiedad sobre la cosa
legada, en el caso del legado vindicatorio, el fideicomiso no concedía al
fideicomisario más que un derecho de crédito por un incertum, análogo al que
resultaba del legado damnatorio. La responsabilidad derivada del fideicomiso
se daba contra el fiduciario no sólo en caso de dolo, sino también de culpa,
respondiendo éste cuando incurriera en mora por los intereses y los frutos.
Para la adquisición del fideicomiso regían las mismas reglas que para el
legatum per damnationem. Por tanto, dies cedens era el momento de la muerte
del testador o de la apertura del testamento, según las épocas. Si el testamento
se sometía a término o condición suspensiva el dies cedens tenía lugar al
vencimiento de aquél o cuando se cumpliera el acontecimiento futuro e incierto.
En cuanto a la ineficacia de los fideicomisos fueron de aplicación los principios
generales que regulaban la materia respecto de los legados. La regula
Catoniana no era aplicable a los fideicomisos y, por ende, fue posible la
convalidación posterior al cesar el hecho que impedía la validez. El fideicomiso
era ineficaz cuando la prestación que debía cumplir el fiduciario superaba la
parte que él recibía de la herencia. Podía ser inválido por causa sobreviniente a
su otorgamiento, como ocurría en los supuestos de extinción del objeto y de
revocación. Esta última no exigía formalidad alguna para que produjera sus
efectos.
A. Sustitución
Cuando el testador imponía a un heredero, legatario o fideicomisario la carga
de conservar una liberalidad que le ha sido dejada y de entregarla a otra
persona luego de transcurrido cierto plazo o de cumplida determinada
condición, se configuraba la substituci6n fideicomisaria (substitutio
fideicommissiaria). Esta substitución es un instituto distinto a la substitución
directa que se operaba en los legados y fideicomisos cuando un legatario o un
fideicomisario era designado para el caso de que un primer beneficiario no
quisiera o no pudiera recibir la manda. En efecto, en la substitución
fideicomisaria existía un orden sucesorio instaurado por el propio testador,
pues la persona que debía ser substituida entraba desde el primer momento en
el goce de los bienes hereditarios hasta tanto se cumpliera la condición o el
término, momento en el que los mismos debían ser entregados al substituto
que a partir de entonces, sucedía al causante.
La substitución fideicomisaria, que podía ser acordada a distintas personas
para que se substituyan sucesivamente, era dispuesta por el causante en
forma expresa o tácitamente cuando la intención del otorgante resultara
implícita de alguna disposición testamentaria. Objeto de la substitución podía
ser la herencia entera o una parte de ella, así como cosas determinadas. La
persona gravada tenía la obligación de conservar la liberalidad otorgada por el
difunto en las condiciones que la hubiera recibido y, si bien tenía su uso y goce,
le estaba vedado enajenar los bienes que la constituyeran así como deducir la
cuarta legítima. El favorecido por el testador adquiría el fideicomiso conforme a
las reglas del fideicomiso universal, cuando se tratara de una herencia o bien
por las normas de los legados, cuando comprendiera objetos determinados.
La aplicación más importante de la substitución fideicomisaria fue el llamado
fideicomiso de familia (fideicommissum familiae relectum) que se hacía a favor
de una familia, sea la del testador, sea la de un extraño. El fideicomiso de
familia debía ser transmitido a la persona designada por el difunto o a aquella
elegida por el heres fiduciario y también a todos los miembros de una familia
cuando tal fuera la voluntad expresa del causante. Si el fiduciario a quien se
facultó para designar a la persona favorecida con el fideicomiso no efectuara la
elección, los parientes ab intestato del causante, incluido el cónyuge supérstite
y los libertos, tenían derecho a exigir la entrega de los bienes. Justiniano
admitió la validez del fideicomiso de familia más allá del primer grado, pero por
la Novela 159 fijó como límite extremo la cuarta generación, después de la cual
no tenía efecto la liberalidad. La extinción del fideicomiso se producía cuando
faltaren los parientes que pudieran gozar de la manda o cuando todos los
llamados a suceder hubieran consentido las enajenaciones de las cosas que
formaban parte del mismo.
Fideicomiso de herencia
Cuando el causante encargaba al fiduciario la entrega de toda la herencia o de
una cuota de la misma al fideicomisario, se configuraba la herencia
fideicomisaria (fideicommissari hereditates) o fideicomiso universal.
El fideicomiso universal podía ser otorgado por testamento o por codicilo simple
y aun verbalmente, sin formalidad alguna, pero en el último supuesto la prueba
de su existencia debía ser hecha mediante el juramento del fiduciario. Podían
ser gravados con un fideicomiso de esta clase, el heredero directo, fuera civil o
pretoriano, testamentario o ab intestato, requiriéndose en el disponente la
necesaria capacidad para instituir heredero. Para que el gravamen estuviera a
cargo de un heredero testamentario se requería que el testamento que
contuviera el fideicomiso fuera válido porque, de estar viciado el acto, la
institución de heredero carecía de eficacia y la falta del heres, que tenía el rol
de fiduciario, imposibilitaba que el fideicomisario sucediera al causante. Para
que la liberalidad estuviera a cargo de un heredero ab intestato, debía la misma
otorgarse por un codicilo.
El fideicomiso universal se ejecutaba sólo cuando el fiduciario había adquirido
la herencia porque era el momento en que aparecía la obligación de restituirla
al fideicomisario. Esta restitución podía tener efecto mediante la entrega real de
los bienes hereditarios o bien simbólicamente por una declaración oral o escrita
en tal sentido. Por aplicación de la regla semel heres emper heres el fiduciario
no perdía su calidad de heredero por el hecho de haber restituido la herencia al
fideicomisario y, por tanto, sólo él tenía derecho a demandar los créditos de la
sucesión a la vez que le correspondía cargar con las deudas y gravámenes de
la misma. Para que los créditos y deudas pasaran al fideicomisario, la
legislación romana ideó la forma de una venta ficticia por mancipación
(mancipatio nummo uno) que debía efectuar el heredero Verificada la
enajenación, las partes debían garantizarse mutuamente sus respectivos
derechos por medio de estipulaciones usuales en la compraventa de una
herencia (stipulationes emptre et venditre hereditatis), por las que el heredero
se obligaba a transmitir el activo de la sucesión y a facilitar al fideicomisario el
ejercicio de las acciones de la herencia. Por su parte el fideicomisario se
comprometía a liberar al heres fiduciarius del pasivo hereditario y a no
reclamarle aquellos bienes con que hubiera pagado deudas de la sucesión ni
los que por otra causa hubiera dado con buena fe y llegado el caso a intervenir
como procurator in rem suam en las causas entabladas contra el heredero por
los acreedores de la sucesión.
La complicada forma empleada para lograr la restitución total de la herencia a
favor del fideicomisario y el hecho de la escasa o nula utilidad que para los
herederos fiduciarios reportaba el fideicomiso universal, hicieron que los
mismos se mostraran reacios a aceptar las herencias deferidas, provocando de
esta forma la vacancia de la sucesión. En la época imperial, para evitar los
inconvenientes apuntados y para hacer cumplir la voluntad del causante se
dictan los senadoconsultos Trebeliano y Pegasiano que contemplaron no sólo
el interés del fideicomisario sino también el del heredero.
Por el senatusconsultum Trebellianum, dictado bajo el reinado de Nerón,
siendo cónsules Trebelio Máximo y Aneo Séneca, se estableció que el
fideicomisario, al recibir la herencia, podía ejercer directamente por vía útil las
acciones pertenecientes al heres fiduciarius para reclamar los créditos de la
sucesión y a la vez ser demandado por los acreedores de la sucesión. De esta
manera sin mediar acto alguno de transferencia, el fiduciario quedaba apartado
de toda responsabilidad por el hecho de haber sido titular de la herencia,
resultando el fideicomisario asimilado a un sucesor universal del de cuius
(heredis loco).
No obstante el progreso alcanzado en materia de fideicomiso por el
senatusconsultum Trebellianum, el mismo no llegó a remediar el inconveniente
de que las herencias dejaran de aceptarse por el heres fiduciarius cuando las
mismas debieran transmitirse íntegramente al fideicomisario. Para solucionar
tal problema, bajo Vespasiano siendo cónsules Pegasio y Pusión, se publica el
senatusconsultum Pegasianum.
Este senadoconsulto consagró dos medios tendientes a facilitar la adición de la
herencia por el heredero. Uno consistente en favorecerlo con la cuarta parte de
la herencia que estaba autorizado a retener a semejanza de la quarta Falcidia,
lo que significaba reconocerle una porción intangible de la misma. El otro
consistente en sancionar al heredero fiduciario remiso con la privación de
cualquier ventaja que se le hubiera acordado por el causante, a la vez que
podía ser compelido a aceptar judicialmente la herencia.
Como el senadoconsulto Pegasiano no derogó las normas del Trebeliano,
ambos tuvieron aplicación según los casos que se presentaren. Si el
fideicomiso fuera de toda la herencia o superara las tres cuartas partes de la
misma, el heredero que la hubiera aceptado conservaba su carácter de tal,
haciéndose la restitución al fideicomisario conforme el senadoconsulto
Pegasiano, es decir, con derecho a retener la cuarta parte. En esta hipótesis,
debían emplearse las stipulationes partis et pro parte que jugaban para los
legados de una porción de la herencia, a menos que el fiduciario hubiera
renunciado a la cuarta en cuyo caso debían prometerse las stipulationes
emptae, et venditae hereditatis.
Si, por el contrario, el fideicomiso fuera inferior a las tres cuartas partes de la
herencia, la misma debía restituirse según los principios del senadoconsulto
Trebeliano, dándose las acciones hereditarias, por el derecho común contra el
fiduciario y por las normas trebeliánicas contra el fideicomisario.
Justiniano concluyó con el complejo mecanismo resultante de la aplicación de
los senadoconsultos estableciendo un nuevo sistema que, si bien era producto
de la combinación de los mismos, consagraba un ordenamiento más lógico y
riguroso. El régimen justinianeo atribuía solamente al fideicomisario el carácter
de sucesor universal del causante, estableciendo que la restitución debía
hacerse aplicando el senadoconsulto Trebeliano, cualquiera fuera el porcentaje
que correspondiera entregar por el fiduciario. También mantiene el criterio del
senadoconsulto Pegasiano que permitía al fideicomisario compeler al fiduciario
a la aceptación forzosa de la herencia por medio de una petición dirigida al
magistrado. Con referencia al fiduciario, se le sigue reconociendo sus derechos
sobre la cuarta parte de la herencia, porción que los intérpretes modernos
indebidamente han llamado cuarta Trebeliana.
B. El codicilo
El codicilo era un acto de última voluntad redactado sin formalidad alguna que
contenía una o varias disposiciones que debían tener efecto después del
fallecimiento del otorgante. La historia del codicilo se encuentra estrechamente
vinculada con la del fideicomiso debido a que era costumbre de los ciudadanos
confiar a sus herederos la ejecución de sus disposiciones fideicomisarias por
medio de una carta u otro escrito cualquiera, redactado en forma de súplica, al
que se le dio el nombre de codicilli diminutivo de codex y que significaba
pequeño rollo o cuaderno, su uso se generalizó en época del emperador
Augusto.
El codicilo podía ser testamentario o ab intestato. El primero (testamentario),
que era denominado así porqué estaba contenido en un testamento del que era
considerado un accesorio, podía a su vez ser confirmado, cuando el
testamento redactado con anterioridad o posterioridad al codicilo así lo
dispusiera (codicilli testamento confirmati) o no confirmado, cuando nada dijera
sobre el mismo (codicilli testamento non confirmati). El segundo (codicilli ab
intestato) era aquel que se redactaba sin la existencia de un testamento. El
codicilo confirmado, podía contener legados, manumisiones, nombramiento de
tutores o curadores; fideicomisos y cláusulas que revocaran dichas
disposiciones, en tanto que el no confirmado sólo podía contener fideicomisos
universales o singulares y manumisiones de esclavos. Por su parte, en el
codicilo ab intestato se podía disponer únicamente sobre fideicomisos.
Al igual que el testamento, el codicilo exigía la testamentifacción en el
disponente y en el beneficiario, diferenciándose del mismo porque nunca podía
contener la institución de heredero, la desheredación o la substitución del
instituido y la inserción de tales cláusulas hacía que lo dispuesto por el
causante no valiera como testamento ni como codicilo. La falta de requisitos
formales en los codicilos, lejos de facilitar su aplicación, vino a significar un
inconveniente por la incertidumbre que tales actos de última voluntad
provocaban luego del fallecimiento del disponente y por ello la legislación
romana postclásica, como una reacción, les impuso algunas formalidades y,
desde Constantino, se exige que los condicilos ab intestato lleven la firma de
siete testigos o, por lo menos de cinco. Teodosio II extiende el requisito de los
testigos a todos los codicilos estableciendo además que los mismos debían
estar presentes en el acto del otorgamiento, disposición que fue confirmada por
el emperador Justiniano.
El riguroso concepto mantenido por la legislación romana de que el testamento
que estuviera viciado caía y no tenía eficacia jurídica alguna, fue modificado en
el sentido de reconocérsele validez como codicilo cuando así lo hubiere
previsto el testador, siempre que el vicio no afectara la esencia del instrumento
y que éste reuniera las condiciones del codicilli. La declaración del testador de
que su disposición de última voluntad, que por cualquier motivo no valiera
como testamento, debía sostenerse como codicilo, fue denominada cláusula
codicilar (clausula codicillaris). Esta cláusula, que no exigía redacción especial
alguna, pues bastaba que la voluntad del testador se manifestara de manera
cierta, operaba la conversión del negocio jurídico porque la institución de
heredero adquiría la naturaleza de un fideicomiso universal. De esta manera el
heredero instituido asumía el carácter de fideicomisario con la obligación de
ejecutar los legados y las manumisiones dispuestas en el testamento, y los
herederos ab intestato del causante venían a jugar el rol de fiduciarios con la
obligación de cumplir con el fideicomiso.