Bibliografia Final Derecho Romano - Tomo II

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Quinta Parte: Derechos Reales

Unidad 8
I. El Patrimonio
A. Concepto y composición
En su acepción más amplia, se entiende por patrimonio el conjunto de
derechos de que puede ser titular una persona, así como las obligaciones o
cargas que lo gravan. Etimológicamente deriva de la voz patrimonium, que
significaba lo recibido del padre o pater.
Para nuestra legislación positiva, el patrimonio es un atributo de la
personalidad, constituido por bienes y cargas o deudas. Por lo tanto, no es
posible concebir una persona sin patrimonio, ni un patrimonio sin titular. Incluso
si las deudas superan a los bienes, el patrimonio será negativo. No es ésta la
concepción romana. El patrimonio, para los romanos, era una universalidad
jurídica, susceptible de transferencia no sólo mortis causa sino también inter
vivos (casos de adrogatio, legitimación y matrimonio cum manu, cuando la
mujer era sui iuris), que podía carecer de titular (como el caso de la hereditas
iacens), pero integrado sólo por valores positivos. Las cosas, los créditos, los
derechos apreciables económicamente, formaban parte del patrimonio, no las
deudas que debían ser deducidas.
Esta particular concepción romana del patrimonio es extraída de los
jurisconsultos clásicos y ha sido recogida por las fuentes en numerosos
fragmentos: Merece citarse el pasaje de Paulo que dice: "se entiende que son
bienes de cualquiera, los que quedan después de deducidas las deudas"; y el
de Javoleno que coincidentemente agrega: "no se pueden llamar bienes las
cosas que tienen más molestias que ventajas". Estas expresiones y la de
Ulpiano que manifestaba que "es dinero ajeno, el que debemos a otro, es
dinero propio el que otro nos debe", prueban acabadamente que para los
romanos el patrimonio era aquello que quedaba una vez deducidas las deudas.
Además, estando compuesto el patrimonio exclusivamente por valores
positivos, en Roma podía haber personas sin patrimonio, cuando sus bienes no
alcanzaran a cubrir las deudas o las cargas que los gravaran. Esto sin
considerar que, por una particular organización de la familia romana, por
mucho tiempo el filiusfamilias careció totalmente de patrimonio propio.
Como dijimos más arriba, los modernos se apartaron en la materia de la
concepción romana y, siguiendo la doctrina de dos juristas franceses, Aubry y
Rau, consideraron el patrimonio como un atributo de la personalidad, algo
inherente a la persona humana, que constituye una unidad abstracta y
universal de derecho integrada por todos los bienes y derechos susceptibles de
apreciación pecuniaria y de las cargas que le están impuestas. Como
consecuencia de esta doctrina no es admitido transmitir el patrimonio por
negocios inter vivos, operándose su transmisión sólo por causa de muerte,
porque no se concibe persona sin patrimonio, aunque las deudas y las cargas
superen los bienes o derechos. Tampoco puede existir un patrimonio sin la
persona de un titular. Vemos así como la teoría moderna llega a conclusiones
opuestas a las que se infieren de la particular concepción romana.

B. Derechos reales y personales


Concepto
El patrimonio debió considerarse constituido en los comienzos sólo por las
cosas corpóreas, pero para la jurisprudencia clásica lo integran además los
derechos reales y personales, las actiones in rem e in personam.
Cabe señalar ante todo que la terminología derecho real, derecho personal, no
es romana; los romanos hablaban de actiones in rem, refiriéndose a las que se
ejercen sobre la cosa, y de actiones in personam, aludiendo a las que recaen
sobre o se ejercitan respecto de una persona.
Dice GAYO: Es acción personal (in personam) aquélla por la cual accionamos
contra alguien que está obligado hacia nosotros ya en virtud de un contrato, ya
en virtud de un delito, es decir cuando reclamamos que se nos deba dar, hacer
o prestar algo.
La acción real (in rem) es aquélla por la cual reclamamos que una cosa es
nuestra, o que nos compete un derecho (ius) determinado, como por ejemplo el
de uso, el de usufructo, el de paso, el de vista. El adversario tiene una acción
contraria que es la acción negativa.
Diferencias
Entre las acciones reales y personales o derechos reales y personales, caben
entonces las siguientes diferencias:
a) Los derechos reales caen directa o indirectamente sobre una cosa; los
personales vinculan personas, aunque eventualmente y en forma mediata
puedan producir efectos sobre las cosas.
b) El derecho real es oponible erga omnes, es decir a todos, porque todos
tienen el deber de respetarlo; el derecho personal es oponible sólo al deudor,
ya que sólo él es quien debe la prestación debida.
c) Los derechos reales constan de dos elementos: titular y cosa; los personales
suponen tres: un acreedor, un deudor, y una prestación debida.
d) Dada la vinculación que el derecho real crea entre la persona y la cosa, a
aquélla lo asiste el derecho de perseguirla en manos de quien esté y donde se
encuentre, lo que no ocurre tratándose de derechos personales.
e) El derecho real concede un derecho de preferencia o exclusión del que
carecen los derechos personales. Así el propietario puede excluir a quien le
haya sido vendida la cosa por otro, después de haber adquirido el su dominio y
nada debe temer de los acreedores del antiguo dueño de la cosa. En cambia
tratándose de derechos personales no hay en principio preferencia alguna y, en
caso de insolvencia del deudor, todos los acreedores concurrirán y soportaran
igualitariamente las pérdidas, sin que el más antiguo pueda cobrar antes que el
más nuevo.

C. Distintas especies de derechos reales


En dos grandes categorías pueden clasificarse los derechos reales: los que se
ejercen sobre la cosa propia (iura in re) y los que se constituyen sobre cosa
ajena (iura in re aliena). Pertenece a la primera clase el derecho de propiedad o
dominio, que reúne en si todos los caracteres de los derechos reales y que
tiene el contenido económico más amplio. Pertenece a la primera clase el
derecho de propiedad o dominio, que reúne en sí todos los caracteres de los
derechos reales y que tiene el contenido económico más amplio. Se agrupan
en la segunda categoría los derechos reales llamados, con terminología
moderna, limitados, parciales o fraccionarios, entre los cuales se cuentan los
que provienen del derecho civil, como las servidumbres, y los que tienen su
origen en el derecho honorario, como el ius in agro vectigali, la enfiteusis, la
superficie y la hipoteca, aunque más propiamente a propósito de esta última se
habla de derecho real de garantía.
Trato especial merece dentro de los derechos reales la posesión, instituto de
características singulares, pues, aunque su naturaleza sea muy discutida, no
puede negarse que ha sido considerada, ya como objeto del dominio y de sus
derivados, ya como figura autónoma que produce efectos jurídicos y da lugar a
defensas específicas, ya como requisito para la existencia de los derechos
reales.

D. El objeto de los derechos reales


Tal como ocurre con el vocablo cosa en castellano, la palabra latina res tiene
una acepción amplísima comprensiva de todo aquello que podemos aislar fuera
del propio yo.
En este sentido lato usa la palabra res ULPIANO cuando dice: "La
denominación de 'cosa' es más lata que la de 'pecunia', la cual comprende
también lo que se halla fuera de la computación de nuestro patrimonio, en tanto
que la significación de 'pecunia' se refiere a lo que hay en el patrimonio. En la
denominación de 'cosa' se comprenden así las causas como los derechos".
Dentro de esta acepción amplia de res caen, no solamente los objetos
corpóreos, los objetos materiales, sino también los incorpóreos, los
Inmateriales. En este sentido, son igualmente res tanto una espada, un fundo,
como un derecho de crédito o una actividad.
Pero no es esta acepción amplia la que interesa al tratar de las cosas como
objeto de la posesión y de los derechos reales. En este sentido, el derecho
romano reconoce como objeto sólo a las res corporales, a los objetos
materiales. La idea de propiedad artística, literaria o industrial es
absolutamente ajena al derecho romano.
No es posible identificar res con objeto de derecho, pues el nexus es objeto de
derecho para el acreedor, sin embargo, no es res; de la misma manera, el filius
familias es objeto de la patria potestad y tampoco es res.
Para la mentalidad romana, res es una parte de la naturaleza, una porción
limitada del mundo exterior, un objeto corpóreo útil para el hombre y
susceptible de apropiación. Así, aunque sean corpóreos, los astros o las nubes
no son res, en tanto no son susceptibles de apropiación o carecen de utilidad
económica para el hombre.
La parcialización de la naturaleza es, en verdad, arbitraria, porque en
substancia sólo hay conjuntos de átomos organizados de diversas maneras. Es
la conciencia social la que separa, la que indica esto es una cosa, eso es otra.
Así decimos que la mesa, el árbol, el fundo son cosas. Por eso parece
aceptable la definición de Bonfante cuando dice que res, en cuanto objeto de
derechos reales y posesión, es "una entidad exterior que en la conciencia
económica y social está separada y concebida como objeto por sí mismo".
Recuérdese que el Código Civil de Vélez definía cosas como "los objetos
materiales susceptibles de tener valor", a las que se asimilan la energía y las
fuerzas naturales susceptibles de apropiación.

E. Clasificación de las cosas


En las fuentes romanas encontramos una clásica división de las cosas que las
distingue en res intra patrimonium y en res extra patrimonium, según que se
encontraran entre los bienes económicos de los particulares o fuera de ellos.
Con esta clasificación las fuentes querían diferenciar las cosas susceptibles de
relaciones jurídicas de las que no lo fueran pero tenía el defecto de aludir a un
hecho o situación actual, que la cosa se hallara o no comprendida en el
patrimonio de una persona, como sería un animal salvaje, que habría que
reputar res extra patrimonium hasta el momento de su aprehensión.
Por ello se considera equivalente, pero más comprensiva y precisa, otra
distinción, que aunque no se la formula expresamente como a la anterior, no es
ajena al lenguaje de las fuentes. Es la que clasifica las cosas en res in
commercio y res extra commercium, y que sirve para designar las que entran
en el tráfico jurídico de los particulares y las que están excluidas de dicho
tráfico por disposición de la ley. Llámense, además, res nullius las cosas in
commercio que no son propiedad de nadie y res derelictae aquellas a cuya
propiedad ha renunciado su dueño por abandono. Sobre la base de la
distinción de res extra commercium y res in commercio haremos el estudio de
las diferentes clases de cosas.
Res extra commercium
En la categoría de las res extra commercium se cuentan las cosas no
susceptibles de relaciones jurídico-patrimoniales por prescripción de la norma
divina o por disposición de la ley positiva, de donde surge la división de cosas
fuera del comercio por causa divina (res divini iuris: cosas de derecho divino) o
por causa humana (res humani iuris: cosas de derecho humano).
Res divini iuris
Las cosas excluidas del tráfico jurídico por causa del derecho divino son, según
las Instituciones de Justiniano, las cosas sacrae (sagradas), las relígiosae
(religiosas) y las sanctae (santas). Así se dice: "Y no son de nadie las cosas
sagradas, las religiosas y las santas; porque lo que pertenece al derecho divina
no está en los bienes de nadie".
a) Res sacrae: Res sacrae (cosas sagradas) eran las consagradas al culto de
los dioses superiores o celestiales.
La condición de sagrada no derivaba de la naturaleza de la cosa, sino de un
acto solemne y religioso -la consecratio (consagración)- celebrado por el
pontífice con intervención del magistrado, en ejecución de una decisión
popular, esto es de una ley o de un plebiscito o, en su defecto, de un
senadoconsulto. Así,
GAYO dice: "No se considera como sagrado sino el suelo que ha sido
consagrado conforme a la autoridad del pueblo romano, como por ejemplo por
medio de una ley o de un senado-consulto".
No era suficiente la decisión de un particular, sino que debían concurrir los
requisitos señalados: "Mas si alguno por autoridad propia hubiera constituido
para si una cosa como sagrada, no es sagrada sino profana".
La consagración del suelo del suelo (locus), del edificio (aedes) y demás
objetos rituales (vasos, ornamentos, etc.) subsistía aunque el edificio resultase
destruido, mientras no tuviese lugar la ceremonia inversa (profanatio,
exauguratio), en cuya virtud el objeto perdía su condición de res extra
commercium divini iuris, retornando a su situación originaria de cosa
susceptible de relaciones jurídicas privadas.
Si una cosa sagrada caía en poder del enemigo, cesaba provisionalmente su
condición de tal, pues si resultaba rescatada por los romanos recobraba el
carácter de res sacra.
La violación de una cosa sagrada tornaba sacer (execrable) a su autor,
quedando sujeto a las penas previstas por la lex Iulia de peculato, que iban
desde la interdicción del agua y del fuego primero y la deportación después,
hasta la muerte.
Las res sacrae eran consideradas por las romanos no como propiedad del
Estado, sino como de la divinidad, a cuyo favor se operaba la transferencia del
dominio en virtud de la consecratio (consagración).
Con el advenimiento del cristianismo varía la concepción de las cosas
sagradas, las que ya no aparecen como de propiedad de los dioses sino como
destinadas al servicio de Dios. En realidad, son sacrae los bienes de las
iglesias cristianas. También desaparecen la autorización legislativa y la
intervención del magistrado, actuando en la consagración únicamente el
obispo. Asimismo, en circunstancias excepcionales, se permite la enajenación
de estas cosas para la redención de cautivos, para proveer alimento a los
pobres en caso de hambruna y para pagar las deudas de la iglesia.
b) Res religiosae: A diferencia de lo que ocurre en el caso de las cosas
sagradas, la calidad de res religiosae (cosa religiosa) resultaba no ya de la
consecratio, sino de su abandono a los dioses inferiores o infernales: los
Manes, esto es el difunto divinizado. Por eso, en sentido estricto, sólo era res
religiosae el sepulcro. No había aquí ninguna ceremonia formal, como ocurría
con las cosas sagradas, sino el mero acto privado de la inhumación de un
cadáver: "... lo hacemos religioso (al lugar) por nuestra voluntad, al enterrar en
nuestro terreno a un muerto cuyas ceremonias funerarias nos corresponde
hacer".
Para que un lugar pasara a la categoría de res religiosae era menester que
concurrieran los siguientes requisitos.
En primer término, era necesaria la inhumación efectiva y definitiva de un
cadáver humano. Si las diversas partes del cuerpo habían sido enterradas en
lugares distintos, no todos ellos se hacían religiosos, sino únicamente aquél
donde estaba la cabeza porque, según PAULO, es la parte más importante del
cuerpo, ya que "por cuya imagen es por donde somos conocidos".
No interesaba que el cadáver correspondiera a un hombre libre o a un esclavo
para que el lugar se hiciera religioso; bastaba que no se tratase de un enemigo
de Roma (hostis).
En segundo lugar era menester que la inhumación se realizase en terreno
privado, fuera de la Urbs (ciudad) y del pomerium (pomeria), como ya las XII
Tablas lo prescribían.
Por último, la inhumación debía ser efectuada por la persona a quien
correspondía las honras funerarias del difunto, terreno propio o ajeno, en cuyo
caso era indispensable la conformidad del dueño.
c) Res sanctae: GAYO, luego de haber mencionado como derecho divino las
cosas sagradas y las religiosas dice: "También las cosas santas (res sanctae),
como los muros y las puertas de las ciudades, son en cierto modo de derecho
divino". La designación de sanctae derivaría de la circunstancia que su
violación acarreaba una sanctio, que en el caso de los muros de la ciudad
consistía en la pena de muerte.
Cabe señalar que ni los embajadores ni las leyes son res sanctae aunque se
los califique como tales porque no son cosas.
Humani iuris
Corresponde referirse ahora a las res extra commercium humani iuris, es decir
aquellas cosas que estaban excluidas del trafico jurídico por causa del derecho
humano. Dentro de esta categoría, la Instituta de Justiniano, enumera las res
communes omnium (cosas comunes a todos); las res publicae (cosas públicas)
y las res universitatis (cosas comunales o de la corporación).
a) Res communes omnium: Y por derecho natural son en verdad comunes a
todos estas cosas: el aire, el agua corriente y el mar, y por lo mismo las costas
del mar. Estimamos suficiente señalar que compartimos la opinión de Bonfante
en cuanto enseña que la categoría es de existencia incontrovertible (que no
admite discusión) en el derecho justinianeo, aunque su valor sea casi
exclusivamente teórico, dada la carencia de un régimen general y uniforme que
comprenda a todas las cosas enumeradas como communes omnium.
b) Res publicae: Aunque tal vez los romanos no hayan llegado a concebir la
idea de las cosas de propiedad del Estado sino como una especie de
condominio de todos los cives (ciudadanos), recibían el nombre de res publicae
las pertenecientes al populus (pueblo) romano, considerado como comunidad
políticamente organizada. Así, se dice que “... solamente son públicos los que
son del pueblo romano".
Ahora bien, no todas las cosas públicas son extra commercium. En efecto,
dentro de la categoría cabe distinguir las destinadas al uso público (res público
usui destinatae), como lo son los ríos perennes, el mar y sus riberas, las vías
públicas y los puertos, de las afectadas al sostenimiento del Estado (res in
pecunia populi). Estas últimas eran susceptibles de relaciones jurídicas, eran
res in commercio, en tanto que las primeras eran extra commercium.
Todos podían usar las cosas públicas, siempre que con ello no obstaculizaran
o impidieran el uso de los demás. Así, por ejemplo, cualquiera podía circular
por la vía pública, pero nadie podía efectuar en ella construcciones que
obstaran o dificultaran el paso de los demás.
El derecho a usar las cosas públicas estaba protegido por acciones, interdictos
y otros medios a que podía echar mano quien viera impedido u obstaculizado
su ejercicio por el hecho de un tercero. Así, por entender que era injurioso
impedir a alguno el ejercido de sus derechos, se concedió la actio iniuriarum
(acción de injurias), como sucede en el caso de aquél a quien se le impide
pescar en el mar o conducir un carro por la vía pública o usar una cosa pública.
c) Res universitatis: Eran cosas comunales o de la corporación (res
universitatis) aquéllas que, perteneciendo a una ciudad o municipio, estaban
abiertas al uso de todos los habitantes. Entre ellas las fuentes mencionan los
teatros, estadios y otras semejantes, como serían los baños públicos.
Res in commercio
Efectuadas precedentemente las distinciones de las cosas excluidas del tráfico
jurídico, corresponde analizar ahora las referentes a aquéllas que sí son
susceptibles de ese tipo de relaciones (res in commercio).
Múltiples son las categorías que de ellas pueden mencionarse. Como
históricamente la más importante fue la que contraponía las res mancipi a las
nec mancipi, nos ocuparemos de ella en primer término, dejando las restantes
para después.
Res mancipi y res nec mancipi.
En la época clásica la distinción fundamental de las cosas es la que separa las
res mancipi de las res nec mancipi. Las primeras eran aquéllas cuyo dominio
se transmitía sólo por mancipatio o in iure cessio, en tanto que la propiedad de
las nec mancipi podía transmitirse por la simple traditio. Como se ve, la
transferencia de las cosas mancipi requería de la formalidad ritual de la
mancipatio (mancipación) o, en su defecto, del procedimiento de la in iure
cessio (cesión ante el magistrado); en cambio, para la de las res nec mancipi
bastaba la mera entrega de la cosa (traditio), sin que fuera menester la
observancia de formalidad alguna.
Res mancipi eran: 1) Los fundos itálicos, es decir situados en Italia o en los
lugares que gozaban del ius italicum (el ius italicum era un honor conferido a
determinadas ciudades del Imperio romano por los emperadores. No describía
ningún estatus de ciudadanía, pero concedía a las comunidades fuera de Italia
la ficción legal de que estaban en suelo itálico. Esto significaba que se regían
por el derecho romano en lugar de la ley local o helenística, tenían un mayor
grado de autonomía en sus relaciones con los gobernadores provinciales,
todos los nacidos en la ciudad adquirían automáticamente la ciudadanía
romana y los terrenos de la ciudad estaban exentos de ciertos impuestos.
Como ciudadanos de Roma, la gente podía comprar y vender propiedades,
estaban exentos del impuesto sobre la tierra y del impuesto de capitación y
tenían derecho a ser protegidos por la ley romana), estuviesen edificados o no;
2) las servidumbres prediales rústicas constituidas sobre dichos fundos; 3) los
esclavos; 4) las bestias de tiro y carga, es decir los cuadrúpedos que se
pueden domar por el cuello y el lomo, como los bueyes, mulas, caballos y
asnos. Todas las demás cosas quedaban comprendidas en la categoría de nec
mancipi.
La distinción mantiene todo su vigor durante la época clásica, pero comienza a
decaer en el periodo postclásico y desaparece totalmente con Justiniano, quien
dispone su abolición seguramente ya consagrada por la práctica, al menos
bizantina, mediante una constitución del año 531.
Cosas corporales e incorporales
Distinguían las fuentes romanas, las cosas corporales de las incorporales,
clasificación que habría obedecido a la influencia de la filosofía helénica sobre
el derecho romano. Las primeras eran aquellas cuya materialidad es percibida
por los sentidos, es decir, las cosas tangibles (quae tangi possunt), cómo un
fundo, un esclavo, al paso que eran incorporales, por el contrario, las que son
producto de una abstracción, esto es, que no pueden palparse (quae tangi non
possunt), como un crédito, el derecho de propiedad, de servidumbre, etcétera.
Cosas muebles e inmuebles
La categoría de cosas muebles e inmuebles, que habría Alegado a imponerse
en el derecho postclásico al desaparecer la tradicional distinción de res mancipi
y res nec mancipi, parte de la posibilidad o no de trasladar la cosa de un sitio a
otro. Así, son muebles (res mobiles) las cosas inanimadas que pueden
trasladarse de un lugar a otro por una fuerza exterior, sin ser deterioradas en
su sustancia o su forma, al paso que son inmuebles las que, de acuerdo con su
naturaleza, físicamente es imposible que cambien de lugar. Dentro de la clase
de los mobilia se encuentran los semovientes (se moventes), como los
animales, que se mueven de un sitio a otro por sus propios medios.
Pertenecían a la categoría de las cosas inmuebles los fundos (fundi) o predios.
Se dividían en urbanos (praedia urbana), si en ellos estaba construido un
edificio, y en rústicos (praedia rustica), cuando eran terrenos sin edificación,
estuvieran en la ciudad o en el campo. Los fundos rústicos podían tener límites
determinados por accidentes naturales del terreno (agri arcifini) o trazados
especialmente por agrimensores (agri limitati). Dentro de los fundas cabía
también la distinción, en itálicos y provinciales. Los primeros eran los situados
en Italia o en ciudades a las que se les hubiera concedido el ius italicum; los
segundos, los que estaban enclavados en provincias. Sobre los fundos itálicos
su titular tenía el dominio de derecho civil o quiritario, en tanto que sobre los
fundos provinciales, sólo una posesión sometida al pago de un tributo (tributum
o stipendium).
Nuestro CCyC distingue entre muebles e inmuebles por su naturaleza y por
accesión.
Cosas consumibles y no consumibles
Las fuentes consideran cosas consumibles aquéllas quae ipso usu
consumuntur (que se consumen con el mismo uso), quae usu tolluntur vel
minuuntur (aquéllas que se consumen o se disminuyen con el uso), o lo que
resulta más preciso, aquellas quae in abusu consistunt (que sirven para el
consumo). En una palabra, cosas consumibles son las que no pueden usarse
sino consumiéndolas, tal como ocurre con los comestibles y el dinero. En
cambio, las no consumibles carecen de tal destino; están hechas, más bien,
para durar, aunque el uso pueda determinar su destrucción con el transcurso
del tiempo, como sucede, por ejemplo con las vestimentas y los libros.
Cosas fungibles y no fungibles
En realidad, en la naturaleza no hay dos cosas absolutamente idénticas, de
manera que una pueda representar a otra. Sin embargo, en la conciencia
social, mientras algunas cosas son consideradas en su individualidad (como,
por ejemplo, el esclavo Stico), otras lo son en cuanto pertenecen a un
determinado género (diez litros de vino, verbigracia), por cuya causa cada
objeto es reemplazable por otro del mismo género. A las primeras se las
denomina cosas no fungibles o no representables y a las segundas, fungibles o
representables.
Podemos decir, entonces, que cosas fungibles son aquéllas que según los
usos del comercio, cada objeto de un determinado género se considera
idéntico a cualquier otro del mismo género. Por el contrario, se dice que no son
fungibles aquellos objetos que, según esos usos, no resultan reemplazables
por otros. Así, serían fungibles el vino, el aceite, los granos, el dinero, etc.;
mientras que serían no fungibles, el esclavo Stico, el fundo Corneliano, etc.
Los romanos no hablan de cosas fungibles, sino que emplean la expresión
genus (género) o bien res quae número, pondere, mensurave constant, es
decir cosas que se cuentan, pesan o miden o cosas que se consideran por su
cantidad, peso o medida. Como antítesis de genus los romanos usan la palabra
species (espécimen, individuo) que indica la cosa no fungible, el objeto
considerado en su individualidad.
Ésta distinción entre cosas fungibles y no fungibles tiene especial importancia
en materia de obligaciones, pues, por ejemplo, el mutuo recae sobre cosas
fungibles (dinero, trigo, vino), en tanto que el comodato, por regla general, tiene
por objeto cosas no fungibles.
Cosas divisibles e indivisibles
Tampoco esta distinción se funda en la naturaleza pues, como es sabido, toda
cosa es en definitiva susceptible de división o parcialización. En realidad, para
decir si una cosa es divisible o indivisible se atiende a la posibilidad de seguir
cumpliendo la misma función o mantener la esencia, no obstante el
fraccionamiento de la cosa.
En consecuencia, se llaman divisibles las cosas que pueden ser objeto de
fraccionamiento en partes que conservan la esencia y función económico-social
del todo, aun con mengua de su valor; por el contrario, se califican de
indivisibles aquéllas cuya división genera partes no homogéneas y que no
participan de la esencia y función del todo. Así, un bloque de mármol es
divisible pues las partes que resultan al fraccionarlo siguen siendo bloques de
mármol, con idéntica función que el todo del que provienen. Lo mismo ocurre
con, un fundo o con un trozo de hierro. Pero una mesa, un esclavo, un caballo,
aunque materialmente se puedan dividir no son consideradas cosas divisibles,
toda vez que las partes resultantes no conservan la función económico-social
del todo.
La cuestión de la divisibilidad o indivisibilidad de la cosa cobra importancia
cuando se trata de la partición de la cosa común o de las obligaciones
divisibles.
Cosas simples y compuestas
Se distinguían también las cosas simples de las compuestas. Aquéllas
(simples) constituían un soló todo, una unidad orgánica e independiente
(corpora quae uno spiritu continentur), como un esclavo, una viga, una piedra.
Cosas compuestas eran las que resultaban de la suma o agrupamiento de
cosas simples. Estas últimas se dividían en dos Categorías, según que la
aglomeración de cosas simples fuera material y tuviese aspecto compacto,
como una nave o un edificio (corpora ex contingentibus o universitas rerum
coherentium), o que el vínculo de unión de los componentes simples fuera
inmaterial y cada uno de ellos conservara su independencia, como por ejemplo,
un rebaño o una biblioteca, caso en el cual se habla de universalidades de
cosas (corpora ex distantibus o universítas rerum distantium).
Cosas principales y accesorias
Conocieron igualmente los romanos la clasificación de cosas en principales y
accesorias, considerando que las primeras eran aquellas cuya existencia y
naturaleza están determinadas por sí solas, sirviendo inmediatamente y por
ellas mismas a las necesidades del hombre; y las accesorias, las que estaban
subordinadas o dependían de otra principal como el marco respecto del cuadro,
la piedra preciosa en relación al anillo en que está engarzada. A propósito de
las cosas accesorias regía el principio de que lo accesorio sigue la suerte de lo
principal (accessorium sequitur principale).
Un típico caso de cosa accesoria para los romanos era el instrumentum fundí o
dos fundí, expresiones con las que comprendían todos los objetos y
semovientes destinados al cultivo de un fundo: esclavos, bueyes, arados, etc.,
así como el instrumentum domus, que comprende todos los utensilios
necesarios para el mantenimiento de la casa.
Frutos
Dentro de las cosas fructíferas se comprenden aquellas que, manteniendo su
naturaleza y su destino, dan con carácter periódico cierto producto o fruto
(fructus), que se convierte al separárselo natural o artificialmente, en cosa
autónoma. Son cosas no fructíferas las que no tienen esa cualidad.
Son frutos, por consiguiente, los productos naturales que más o menos
periódicamente suministran las cosas sin disminuir su esencia, como la leña de
los bosques, la cría de los animales, la lana, la leche y las frutas de los árboles.
Se entiende igualmente que pertenecen a la noción de frutos, las rentas en
dinero que suministra el empleo de un capital, los alquileres. etc., que para
diferenciarlos de los anteriores, se los ha llamado frutos civiles. Los frutos
pueden hallarse en diversos estados: pendenies, cuando están adheridos a la
cosa productiva; percepti, cuando se los ha cosechado; percipiendi, si estaban
para cosechar y no se los cosechó por falta de diligencia; existentes o extantes
cuando se hallan todavía en poder del poseedor de la cosa; y consumidos o
consumpti han sido consumidos, transformados o enajenados.
En lo que concierne a los gastos o impensas (ímpensae), que es todo lo que se
desembolsa para una cosa determinada o se emplea en ella, se distinguen los
gastos para conseguir los frutos de una cosa fructífera, de los gastos para la
cosa misma. A su vez, dentro de estos últimos, cabe diferenciar las impensas
necesarias, las útiles y las voluptuarias, según estén destinadas a conservar la
cosa, a aumentar su utilidad o renta o a embellecerla, haciéndola servir para
lujo o placer.
II. La posesión como poder de hecho sobre una
cosa corporal
A. Noción
El término posesión deriva de la voz latina possessio, que a su vez proviene de
possidere que significa "poder sentarse o fijarse". De acuerdo con su
etimología, entendieron los romanos por posesión un estado de hecho por
medio del cual una persona tenía una cosa en su poder y disponía de ella
según su voluntad, como lo haría un propietario. Entrañaba, pues, una potestad
material que un sujeto ejercía sobre una cosa; un señorío o poder de hecho
valorado en sí mismo, con independencia de que fuera o no conforme a
derecho.
Causas de distinta índole han determinado que la posesión sea una institución
jurídica ardua e intrincada que ha planteado difíciles problemas, no sólo para
distinguirla de otras instituciones, sino también para reglamentarla y organizar
sus medios de protección. Todo ello se agrava por la anarquía del lenguaje y el
exceso de la doctrina, que desde la época de los glosadores ha contribuido a
que muchas veces resulte imposible entenderse y orientarse en materia de
posesión.
Arguello define a la posesión como poder o señorío de hecho que el hombre
ejerce en forma efectiva sobre las cosas, con el fin de que éstas le presten,
como si fuera propietario, una utilidad económica, poder que jurídicamente se
protege sin atender a si el mismo corresponde o no la existencia de un
derecho.

B. Elementos
La posesión es una relación de hecho que produce consecuencias jurídicas y
que se configura como tal cuando el sujeto ejerce un poder físico sobre la cosa
y evidencia la intención de conducirse respecto de ella como si fuera un
propietario, con abstracción a si tiene derecho al ejercicio del derecho de
propiedad. Se presentan en la posesión, por lo tanto, dos elementos que ya
fueron distinguidos por los jurisconsultos clásicos. Uno, externo y material, que
entraña el contacto o poder físico que el sujeto tiene respecto de la cosa; el
segundo, interno, subjetivo o espiritual, que consiste en la intención de someter
la cosa al ejercicio del derecho de dominio, con lo que el titular actúa respecto
de la misma como lo haría un verdadero propietario. El primer elemento
constitutivo se expresa por los romanos con las palabras tenere o detinere,
esse in possessione, possessio, corporalis, possidere corpore, o simplemente
corpus. El segundo elemento lo designaban con los términos animus
possidendi, affectio possidendi, animus rem sibi habendi, o sencillamente
animus.
La concurrencia del corpus y del animus era requisito necesario para que se
reconociese a la posesión consecuencias jurídicas y su debida protección; la
suma de tales elementos tipifica la posesión. Tal el criterio de las propias
fuentes romanas, como surge de un pasaje de Paulo "alcanzamos la posesión
con el cuerpo y con el ánimo, y no solamente con el ánimo o con el cuerpo".
El corpus y el animus no eran dos factores completamente diferenciados que
podían existir el uno independientemente del otro, ni tampoco que surgiendo
cualquiera de ellos primeramente pudiera luego incorporarse el restante. En la
possessio ambos se presentaban simultáneamente y era inadmisible que el
corpus viviera sin el animus, o a la inversa. Se han comparado estos dos
elementos de la posesión al pensamiento y a la palabra, por lo simultáneos e
inseparables. Así cuando la intención del sujeto que tenía en su poder una
cosa (corpus) era poseerla como cosa ajena y no ejercer más que los derechos
de propiedad de otro, los romanos decían non possidet, es decir, "no tiene la
posesión jurídica", o bien, alieno nomine possidet, con lo cual querían significar
"posee en nombre de otro".
La teoría romana de la posesión ha experimentado una evolución paulatina que
ha pasado del derecho bizantino a la escuela de los glosadores en la Edad
Media. Trasladada después al Renacimiento llegó hasta el siglo pasado
durante el cual se plantearon vivas polémicas entre destacados pensadores de
la ciencia romanística.
El Jurista alemán Federico Carlos de Savigny publicó en el año 1803 su
brillante obra jurídica titulada “Tratado de la posesión”. En la misma expone su
teoría subjetiva afirmando que la posesión se integra por dos elementos
constitutivos: el corpus y el animus domini, elemento éste de carácter subjetivo
que se traduce en la intención de comportarse respecto de la cosa como lo
haría un propietario. Sostiene Savigny que el animus es un factor de la
posesión que se presume, en una presunción que admite prueba en contrario.
Cuando una persona deriva su poder sobre una cosa de un título incompatible
con la idea de propiedad -arrendamiento, depósito, etc.- no hay posesión sino
detención, ya que entonces queda comprobado que falta el animus domini.
Según Savigny, pues, carecen de este elemento subjetivo todas las personas
que ejercen el corpus por cuenta de otro, ya que al poseer corpore alieno, no
tienen la intención de comportarse como propietarios. Por ello el insigne
maestro niega a los detentadores la calidad de poseedores y
consecuentemente, el derecho de aprovechar los efectos de la posesión.
Otro ilustre romanista alemán Rudolf von Ihering en su libro El fundamento de
los interdictos posesorios, publicado en 1867 atacó rudamente la tesis subjetiva
de Savigny. Entendía que no cabe hacer distinción alguna entre poseedores y
detentadores fundándose en el animus, porque unos y otros están movidos por
la misma intención, cual es, la de tener y conservar la cosa, a lo que se
denomina animus tenendi. En otros términos, para Ihering detentación y
posesión son idénticas, mientras el legislador no quite, por disposición expresa,
la protección posesoria a determinadas categorías de poseedores, que en tal
supuesto pasarían a ocupar el carácter de meros detentadores. El preclaro
romanista vincula la interpretación de la posesión a su famosa teoría "del
interés", sosteniendo que toda detentación que normalmente indique un Interés
propio es posesión. La distinción entre poseedores debe hacerse objetivamente
("teoría objetiva") en razón de que, el derecho le concede a todo aquel que
ejerce un poder físico sobre la cosa los efectos de la posesión y sólo debe
negarlos a título excepcional, por razón de una causa detentionis, esto es, por
una razón derivada del contrato que una al detentador con el propietario.

C. Naturaleza Jurídica
A los problemas que ha dado lugar la posesión, se suma el más intrincado de
ellos que es el que se refiere a su naturaleza jurídica, sosteniendo unos
tratadistas que la posesión es un "hecho", en tanto otros la consideran un
"derecho". Ambas teorías tienen cabida en las fuentes romanas pero a partir de
los glosadores y comentaristas contó con mayor adhesión el sistema que
atribuye a la posesión la calidad de simple hecho.
Fue el maestro Savigny quien expuso más detalladamente la tesis de que la
posesión es un hecho, partiendo de la base de que la misma se funda en
circunstancias materiales (corpus) sin las cuales no se la podría concebir.
Argumenta, además, que posesión se opone a propiedad dentro del petitorio,
ya que la primera se presenta en el juicio como situación de hecho, en tanto la
segunda es el derecho que se trata de restablecer. Agrega el egregio (ilustre)
historicista alemán que al no constituir la posesión por sí misma un derecho, su
violación no es en rigor un acto perturbatorio del orden jurídico y no puede
llegar a serlo, salvó que a la vez se ataque un derecho cualquiera.
Empero, el pensamiento de Savigny no es tan absoluto, pues si bien sostiene
que por su propia naturaleza la posesión no es otra cosa que un mero hecho,
admite que por sus consecuencias se asemeja a un derecho, esto es, que
entra en la esfera del derecho, no sólo por los efectos que produce, sino
también como causa determinante de los mismos. En suma, para Savigny la
posesión es un hecho al que en determinadas circunstancias la ley le asigna
efectos jurídicos, como ocurre cuando el poseedor es perturbado en su
ejercicio y tiene derecho a usar la especial defensa interdictal.
Coincidiendo con el criterio doctrinario de Savigny el pandectista alemán
Bernardo Windscheid entiende que la expresión possessio indica un hecho y
nada más que un hecho al que, no obstante, se encuentran vinculadas
consecuencias jurídicas, que no por ello lo convierten en un derecho. Si así
fuera —agrega Windscheid— se debería denominar derecho al contrato y al
testamento. Concluye sosteniendo que únicamente si se pudiera atribuir a la
expresión possessio un doble sentido, como hecho y como derecho, podría
resolverse el problema de otra manera.
Ihering —como en casi todo lo que atañe a la posesión— se enfrente a
Savigny, por cuanto entiende que la posesión es un derecho. Para fundar su
teoría parte del concepto de que "los derechos son los intereses jurídicamente
protegidos". Sostiene que el interés que implica la posesión constituye la
condición de la utilización económica de la cosa. A este elemento sustancial de
toda noción jurídica, el derecho añade en la posesión un elemento formal: la
protección jurídica y de tal suerte, concurren en la posesión todas las
condiciones de un derecho. Enfáticamente proclama que si la posesión como
tal no estuviese protegida, no constituiría más que una relación de puro hecho
sobre la cosa; pero desde el momento que cuenta con tutela jurídica, reviste el
carácter de relación jurídica, es decir, constituye un derecho.
Cuando refuta la argumentación de Windscheid de que habría que calificar de
derechos a los contratos y al testamento, Ihering piensa que hay en aquel una
confusión del "hecho generador" con el derecho, que es su consecuencia.
Desde este punto de vista el efecto de la posesión no es distinto de los que
nacen de las relaciones contractuales o del testamento, ya que si ellos crean
un derecho de obligación o de sucesión respectivamente, también un hecho
provoca el derecho de posesión. Lo que ocurre es que todo derecho presupone
un hecho que lo genera o da nacimiento, pero en la posesión, a diferencia de
los demás derechos, que se separan del hecho en cuanto han sido
engendrados, el mantenimiento de la relación de hecho es la condición del
derecho a la protección. El poseedor no tiene un derecho sino en cuanto o
mientras posee. En otros términos, en todos los derechos, el hecho es la
"condición transitoria" del derecho; mientras que en la posesión es la "condición
permanente".
Con todas sus argumentaciones, Ihering llega a la conclusión de que "la
posesión ha sido reconocida como un interés que reclama protección y es
digna de obtenerlo; y todo interés que la ley tutela debe recibir del jurista el
nombre de derecho, considerando como institución jurídica el conjunto de los
principios que a tal interés se refieren". En definitiva, para el eminente jurista
alemán "la posesión como relación de la persona con la cosa, es un derecho,
como parte del sistema jurídico, es una institución de derecho".
Diferencias con la propiedad y la tenencia
El derecho romano consideró que la propiedad y la posesión eran instituciones
conceptualmente distintas, calificando a la primera de res iuris, en cuanto
entrañaba un señorío de derecho sobre la cosa y la segunda de res facti, desde
que significaba un señorío o relación de hecho.
El dominio otorga al propietario derechos absolutos sobre la cosa que le
permiten llegar a degradarla a su arbitrio, mientras no perjudique a terceros;
mientras que la posesión solo otorga al poseedor el derecho de tener el bien
bajo su poder, usarlo y aprovecharlo, como lo juzgue más conveniente.
El dominio es perpetuo y no se pierde con el transcurso del tiempo ni por la
falta de ejercicio, únicamente se extingue por designio de su titular o por causa
de la cosa misma. Inversamente la posesión cesa instantáneamente por el
hecho de un tercero.
La propiedad se tutela por medio de acciones in rem o petitorias; la posesión,
en cambio por medidas extra iudicium otorgadas por el magistrado: los
interdictos posesorios.
Posesión y tenencia son también dos institutos estructuralmente distintos. En
aquélla el titular actúa sobre la cosa como si fuera su propietario, teniendo
materialmente su disponibilidad (corpus) e intelectualmente la voluntad de
conservarla y defenderla (animus). En la tenencia, caso del locatario, se
dispone de la cosa dentro de los límites convenidos con el propietario y por tal
razón el tenedor no se conduce respecto de ella como si fuera titular del
dominio. Mientras el usurpador ''posee", en cuanto usa y goza del bien como si
fuera dueño, el locatario "detenta", ya que -conforme a su título- admite que
otro le concede la posesión, hecho que queda evidenciado cada vez que paga
el arriendo. Así el tenedor reconoce que posee en nombre de otro.
Debemos señalar que por virtud de lo que los modernos llaman "introversión
del título", es posible que el poseedor se transforme en detentador y éste en
poseedor. Tal situación no puede, en principio, producirse por la sola voluntad
del interesado ni por el transcurso del tiempo, sino por actos materiales o
jurídicos que provoquen tales consecuencias. Esto sucede con la traditio brevi
manu, hipótesis en que el tenedor alcanza el rango de poseedor, y con el
constitutum possessorium, que es el supuesto inverso.
Posesión y tenencia se diferencian por los medios de protección, pues mientras
la primera cuenta con la especial defensa interdictal, el tenedor, por principio,
no puede valerse de los interdictos posesorios.

Criterios Propiedad Posesión Tenencia


- Corpus: mera
Elementos - Corpus - Corpus detentación de la cosa,
constitutivos - Animus - Animus yuxtaposición del
sujeto con la cosa
Situación - De iure, de derecho - De facti, de hecho - De iure, de derecho
Títulos:
- Con el corpus y el - A través de un
Adquisición - mancipatio
animus contrato
- iure cesio

Defensa Procesal - Interdicto: medio de


- Actio in rem dejar las cosas como - Actio in personam
Tutela Procesal están

D. Clases de posesión
El derecho romano distinguió variadas formas de posesión, según las diversas
circunstancias que podían acompañar al poder de hecho que el sujeto ejercía
sobre la cosa o las distintas consecuencias jurídicas que el señorío producía
para su titular.
De acuerdo con la forma como había sido adquirida la posesión, esto es, según
cual fuere la causa de su nacimiento, podía ser justa (possessio iusta) o injusta
(possessio iniusta). Se denominaba posesión justa la que había tenido una
fuente legítima de adquisición; en tanto se llamaba posesión injusta, o también
viciosa, la nacida por efecto de un vicio o por lesión para el anterior poseedor,
vicios que podían ser la violencia (vi), la clandestinidad (clam) o el precario
(precario). Poseía vi, quien empleaba en la adquisición fuerza física o moral
(vis absoluta, vis compulsiva); poseía clam, el que había usado procedimientos
ocultos para la adquisición de la posesión, eludiendo de esta forma la oposición
de quien tuviera derecho a contradecirlo; poseía precario, aquel que teniendo
en mero uso una cosa, se negaba a devolverla a pesar de habérsela requerido
formalmente.
No obstante la diferencia existente entre la possessio iusta y la iniusta en
cuanto a sus consecuencias prácticas, la tutela posesoria alcanzaba tanto al
poseedor justo como a quien ejercía la posesión vi, clam o precario. Este
común efecto de ambos tipos de posesión surge de las fuentes romanas
porque al decir de Labeon "para el resultado de la posesión no importa mucho
que uno posea justa o injustamente". Tal concepto se confirma a través de la
opinión de Paulo, quien entiende que debe defenderse la posesión injusta
"porque cualquiera que sea el poseedor tiene por su condición de tal más
derecho que el que no posee".
Por la convicción que tuviera el poseedor respecto de su condición de tal, la
posesión podía ser de buena o de mala fe. Poseía de buena fe, aquel que creía
tener un derecho legítimo sobre la cosa poseída, es decir, quien estaba
persuadido que la cosa le correspondía por derecho, ya fuera a título de
propietario, como acreedor pignoraticio, como superficiario, etcétera. Poseía de
mala fe el que actuaba como poseedor a sabiendas de que carecía de derecho
alguno sobre la cosa objeto de su señorío. Es de hacer notar que posesión de
buena fe no es lo mismo que posesión justa, ni que la de Mala fe es
necesariamente injusta, pues la buena fe o la mala fe pueden existir tanto en la
posesión adquirida sin vicios, cuanto en la viciosa. Así, era posible que un
poseedor de buena fe tuviera una posesión injusta, como el propietario
desposeído que recupera la posesión del objeto usando violencia.
Inversamente, podía una persona ser poseedor de mala fe y no tener una
posesión injusta, como cuando se compra un inmueble sabiendo que no es de
propiedad del vendedor.
De acuerdo con los efectos jurídicos que la posesión podía acarrear, los
antiguos intérpretes distinguieron la possessio ad usucapionem de la possessio
ad interdicta. La primera era la posesión de buena fe que por el transcurso del
tiempo hacía que el poseedor adquiriera la propiedad del bien poseído, en
tanto que la segunda —que, incluía también la posesión de mala fe— era
aquella que no provocaba la anterior consecuencia, pero que otorgaba al
poseedor tutela para su señorío, por medio de los interdictos posesorios.
Los autores han distinguido también la possessio civilis de la possessio
naturalis, encontrándose opiniones contradictorias para caracterizar una y otra
especie. Savigny identifica la possessio civilis con la possessio ad
usucapionem y la possessio naturalis con la ad interdicta, criterio que no es
compartido por el romanista Pietro Bonfante, para quien la possessio naturalis
era algo menos que la possessio. Según su opinión, se trataba de una mera
detentación sin animus possidendi, o sea, una relación de hecho desprovista
de tutela posesoria, al pasó que llama possessio civilis a la posesión que tenía
como base una justa causa y que estaba garantizada como un verdadero
derecho, no sólo por los interdictos posesorios, sino también por una especial
acción (Publiciana in rem actio). Esta possessio civilis es, en realidad, una
forma de propiedad.
Para concluir con este también complejo tema, debemos decir que cuando un
sujeto tiene sobre la cosa un poder de hecho, sin concurrir los elementos
propios de la possessio civilis o de la possessio ad interdicta, no es en sentido
técnico verdadero possessor. En tal caso se presenta la possessio naturalis,
que sólo importa una apariencia de posesión y señala la situación de quienes
tienen alguna cosa en su poder, aunque lo hacen en favor de otro; los que
meramente detienen, como ocurre con el locatario, depositario o comodatario
quienes indudablemente tienen en su poder el objeto locador, depositado o
prestado, pero con la intención de tenerlo no para ellos sino para el locador,
depositante o comodante, respectivamente, de manera tal que se contrapone a
la possessio civilis. Para calificar a aquélla (possessio naturalis) se usan las
voces latinas detinere o tenere, de las que pasaron al derecho común los
términos "detentación" o "tenencia" que significan un poder de hecho sobre la
cosa sin intención de considerarla como de su propiedad.
La "quasi possessio" o posesión de derechos. El derecho romano, en un
principio, fiel al pensamiento del jurisconsulto Paulo (Possidere possunt, quae
sunt corporalis), consideró la posesión como una dominación solamente
ejercitable sobre una cosa corpórea, con lo que el derecho de propiedad se
confundía con la cosa misma sobre la que recaía.
Tardíamente extendieron los jurisconsultos clásicos con el nombre de
possessio iuris o quasi possessio, la idea de posesión a otros derechos reales
distintos de la propiedad, especialmente a los derechos de servidumbres, que
importaban desmembraciones del derecho de propiedad, considerándose como
poseedor de una servidumbre a aquel que ejerciera las facultades contenidas
en dicho derecho. Para que semejante posesión de derechos existiera era
menester la reunión de los elementos constitutivos de la posesión, es decir, el
ejercicio del poder de hecho que está contenido en el derecho de servidumbre
(corpus) y la intención del sujeto de ejercer dicho derecho para sí (animus
possidendi).
La cuasi posesión que se hallaba en la misma relación con los interdictos y la
usucapión que la posesión de las cosas corporales (possessio rei), llegó a
abarcar, con el derecho justinianeo, a otros derechos reales sobre cosa ajena,
como el usufructo, la enfiteusis y la superficie. Cabe advertir que la iuris
possessio nunca se extendió a los derechos de obligaciones, respecto de los
cuales la idea del ejercicio de un poder físico es absolutamente inadmisible.

E. Efectos de la posesión
Para los romanos, la posesión nacía como una relación de hecho que apenas
adquiría vida se convertía en relación de derecho, ya que inmediatamente
producía variados efectos jurídicos. Importaba, por ende, un estado, o hecho
continuativo, presupuesto de la aplicación de normas jurídicas.
La posesión se presentaba como el "objeto o contenido de un derecho", al
abarcar uno de los aspectos de la propiedad, cuál era el necesario para realizar
los fines del dominio, al posibilitarle al titular del derecho el ejercicio del ius
utendi, del ius fruendi y del ius abutendi. Estos elementos del derecho de
propiedad daban al propietario del bien el uso y goce pleno de mismo y por ello
llamaban los romanos "propiedad desnuda" (nuda proprietas) al dominio sin
posesión, desde que en el supuesto carecía de la utilidad que normalmente
debe producirle a su titular.
Entrañaba igualmente la posesión un "requisito para el nacimiento de un
derecho". Era así porque la propiedad y los demás derechos reales se
adquirían normalmente por la tradición o entrega efectiva de la cosa, lo que
exigía en el propietario su previa condición de poseedor.
Además, la possessio era requisito permanente e indispensable para adquirir la
propiedad por usucapión, siempre que a tal exigencia se agregaran otros
elementos básicos, como el justo título, la buena fe y el transcurso del tiempo
establecido por la ley.
También la posesión era "fundamento de un derecho" al merecer por sí misma
e independientemente de la propiedad el amparo de la ley. Uno de los efectos
más salientes de la possessio consistía en acordar al poseedor el derecho de
reclamar la tutela interdictal, sin otra condición que la existencia de una
verdadera posesión, porque cualquiera que fuera su naturaleza acordaba al
titular la posibilidad de ejercer los medios extra iudicium que el magistrado
romano creó para su protección.
Debemos agregar, como efecto secundario de la posesión, que el poseedor en
caso de tener que entregar la cosa al verdadero propietario, por haber sido
vencido en el juicio petitorio, tenía derecho a recuperar los gastos necesarios y
útiles realizados en beneficio del bien poseído, pudiendo en caso de que los
mismos no le fueran satisfechos ejercer el derecho de retención

F. Adquisición y pérdida de la posesión


Adquisición
Hemos dicho que la posesión se integra por dos elementos, uno material
(corpus), que consiste en la aprehensión de la cosa y que da al poseedor la
posibilidad de disponer de ella con exclusión de cualquier otro sujeto, y otro
intencional (animus), que importa la convicción de comportarse respecto de la
cosa como si fuera propietario. Desde el momento en que se encuentran
reunidos ambos elementos, la aprehensión y la intención, habrá adquisición de
la posesión; una sola de esas condiciones sin la otra no es bastante, porque,
como se expresa en el ya citado pasaje de Paulo "alcanzarnos la posesión con
el cuerpo y con el ánimo, y no solamente con el ánimo o con el cuerpo".
La necesidad de la presencia del corpus para la adquisición de la posesión no
significaba que se requiriera una aprehensión real y física de la cosa, sino un
hecho material cualquiera que permitiese al adquirente disponer de ella según
su arbitrio. La jurisprudencia romana fue espiritualizando el concepto del corpus
y dándole una mayor flexibilidad, como lo prueban los numerosos casos
contenidos en las fuentes. Así, se produce la aprehensión de una cosa
inmueble cuando el que desea adquirir su posesión entra en el fundo o
solamente en parte de él, y de las cosas muebles si el poseedor las tiene entre
sus manos, sí cayeron ellas en sus trampas o redes, si las toma bajo su
custodia, en fin, si pone su marca en una cosa, etcétera.
En cuanto al requisito intencional —animus possidendi o animus rem sibi
habendi—, al consistir en la voluntad del poseedor de disponer de la cosa
como si fuera propietario, es obvio que quien no tuviera voluntad no podía
adquirir la posesión; así el minor infans y el demente. En el derecho justinianeo
se admitió que el infans pudiera adquirir con la auctoritas tutoris y el maior
infans aun sin ese requisito.
Podía adquirirse la posesión por medio de representantes desde el derecho
clásico. Se exigía en el representante el hecho de la aprehensión y la intención
de adquirir, no para sí, sino para otro, y en el adquirente la voluntad de poseer,
por lo cual no adquiría si sé desconocía el hecho de la aprehensión, es decir, si
no había dado un poder especial, en caso de que el representante fuera un
mandatario, o si no lo había ratificado, en el supuesto de un gestor de
negocios.
Perdida
La posesión termina o concluye al desaparecer uno o ambos elementos:
corpore, ánimo y corpore et ánimo.
La posesión concluye corpore cuando la cosa se destruye, se torna inaccesible
o el poseedor no cuenta con la disposición material o con el señorío de hecho
sobre la cosa.
Dejamos de poseer solo animo cuando tenemos la positiva voluntad de no
poseer, aunque sigamos teniendo la cosa en nuestro poder, como ocurre
cuando el poseedor transfiere la propiedad de la cosa a un tercero pero en el
mismo acto la retiene como locatario.
Finalmente, la posesión se pierde corpore et animo, es decir por desaparición
de ambos elementos, en los casos de entrega a un tercero en virtud de una
tradición cuando se abandona la cosa con la intención de renunciar a ella
(derelicción).
Si la posesión se tiene por medio de otro, su expulsión determina la finalización
de aquélla. Sin embargo, la muerte o demencia del representante no la hace
perder mientras un tercero no la tome. Para que se extinga la posesión que se
tiene por medio de otro no basta el simple cambio de voluntad de éste en el
sentido de poseer para sí, sino que es menester la expulsión del representado.
Una extensa práctica jurisprudencial llegó a admitir numerosos casos en que la
posesión se conservaba sólo ánimo, siempre que concurriera una cierta
posibilidad de recuperación de la relación corporal. Así ocurría con los prados
de invierno y de verano, con los esclavos fugitivos, con las cosas que el
prisionero había dejado, etcétera. La idea de la conservación de la posesión
sólo por el animus possidendi abre una importante brecha en el derecho
justinianeo, donde la tendencia a configurar la posesión como un derecho es
perfectamente notoria y definida, desviándose de esta manera de la
concepción puramente realista que concebía la possessio como un estado de
hecho.

G. Protección Posesoria
Origen y fundamentos
Origen
La protección posesoria es de origen pretoriano. Un poseedor puede ser de
buena o de mala fe. Es de buena fe si se cree propietario, y será de mala fe si
ha tomado posesión de alguna cosa sabiendo que pertenece a otra. En todos
los casos, sea de buena o mala fe, si el poseedor es perturbado en su posesión
o es despojado por un tercero, puede dirigirse al pretor, quien, preocupándose
únicamente de proteger la protección por ella misma, se la conserva o la hace
restituir por medio de una decisión llamada "interdicto".
Poco importa que el ataque a la posesión venga del verdadero propietario o de
otra persona; el resultado es el mismo, pues sólo se trata de regular una
cuestión de posesión y no de propiedad. El propietario que quiera hacer
respetar su propiedad debe recurrir a las vías de derecho, esto es, a la
"reivindicatio", y no a vías de hecho, pues no es necesario que haga justicia él
mismo. Es con objeto que no se altere el orden público por lo que el pretor
interviene a favor del poseedor.
Considerando otro punto de vista, el pretor sólo hubiera protegido la posesión
en el interés de la propiedad, puesto que casi siempre es el propietario quien la
posee. Conservándole la posesión se le asegura el papel de demandado,
evitándole la prueba que incumbe el demandante en la "reivindicatio". Pero si
los interdictos benefician a los propietarios, se creerá entonces que han sido
creados para ellos puesto que, los primeros interdictos se destinaron a proteger
a los poseedores del "ager publicus", a quienes faltaba precisamente la
cualidad de propietarios. La ventaja que más tarde resultó para la propiedad es
un efecto feliz, y no la causa de la protección posesoria.
La protección de los interdictos (possessio ad interdicta) es la única ventaja que
procura la posesión de la mala fe; pero el derecho civil concede además, a la
posesión de buena fe efectos más importantes. El poseedor de buena fe
adquiere los frutos de la cosa que posee, mientras dura su buena fe. Además,
se hace propietario por "usucapion" (possessio ad usucapionem) si su posesión
se prolonga hasta el tiempo fijado, y si reúne también las condiciones
necesarias de este modo de adquisición; entonces la posesión, estando en el
mismo caso es fuente de una ventaja muy considerable, esto es, de la
adquisición de la propiedad.
Gracias a la tutela interdictal, la posesión se configura como un señorío de
hecho frente al dominio que es de derecho. Por lo tanto al considerar la
posesión primero como hecho, aludimos a la detentación corporal de una cosa
(corpus), o simplemente al hecho de tener poder y posibilidad física de
disponer de ella; con la intención (voluntad de poseer) de tenerla para sí
(animus), de la misma manera que el dueño, dispone de medios idóneos para
defenderse del ataque de terceros. En cuanto al dominio de derecho, la
posesión se compone de dos elementos: el hecho y la voluntad o intención de
tener una cosa. La posesión aun cuando es un derecho, lleva siempre consigo
la idea del poder físico que se tiene sobre la cosa, donde se colocan reglas
jurídicas: sobre la adquisición de la posesión, en cuya materia se distingue, la
ocupación, que es la toma de posesión de una cosa que todavía no
corresponde a nadie; y la tradición (traditio), que es la traslación de la posesión
de una persona a otra; sobre los diversos efectos de la posesión, considerando
ya no como un hecho, sino como un derecho, cuyos efectos varían según
diversas circunstancias; y en fin, sobre la cesación del hecho o la pérdida del
derecho de posesión.
La posesión, puede, lo mismo que la propiedad, dividirse, desmembrarse y
atribuirse sobre la misma cosa a distintas personas.
La doctrina jurídica de la época clásica agrupaba los interdictos en: interdictos
que tienden a retener (retinendae possessionis), a recuperar (recuperandae
possessionis) o a adquirir la posesión (adipiscendae possessionis). Solamente
los que pertenecían a las dos primeras clases importaban medios de tutela de
la posesión. En el derecho justinianeo estos interdictos, aunque conservaron su
nombre, se transformaron en acciones posesorias.
Fundamento
Vemos que se protege el poder fáctico sobre las cosas en beneficio de quien
no es propietario, aun protegiendo quizás a un ladrón, para esto podremos
encontrar dos respuestas ha dicho conflicto:
- Savigny: cuyo fundamento principal de su respuesta es proteger la paz
pública otorgando interdictos a favor del estado posesorio hasta que el conflicto
sea planteado y así se evita que los particulares hagan justicia por sí mismo.
- Ihering: cuya opinión dice que la propiedad normalmente en la realidad
coincide con la posesión, y esta posesión se protege generalmente con la
reivindicación, pero es en esta situación donde van a entrar en juego los
interdictos que son fácilmente obtenibles por el poseedor que no tendrá que
probar nada si contra él se intentase una reivindicación (es por esto que puede
llegar a proteger a un ladrón, siendo estos casos los menos frecuentes).
La defensa de la protección posesoria encuentra su fundamento en la
interdicción de la violencia y el respeto a la voluntad humana. La paz social
exige que las cosas se hagan sin violencia, ordenadamente, y así es que el
pretor prohíbe la justicia por mano propia y hace necesaria la intervención de la
autoridad jurisdiccional competente. Además es razonable que la voluntad del
hombre expresada en su voluntad de poseer sea respetada mientras que no se
demuestre que afecta a otro. La protección posesoria se presenta como una
posición defensiva del propietario, desde la cual puede rechazar más
fácilmente los ataques dirigidos contra su esfera jurídica.
Interdictos de retener y recuperar la posesión
Interdictos de retener
Los Interdicta retínendae possessionis, son los interdictos pertenecientes que
tenían por objeto proteger al poseedor que hubiera sufrido o tuviera fundados
temores de sufrir molestias o perturbaciones en su posesión. Presentaban
requisitos diferentes según se tratara de la posesión de cosas inmuebles o de
cosas muebles. Para las primeras se aplicaba el Ínterdictum uti possidetis, para
las segundas el utrubi, designaciones que obedecían a las palabras con que el
pretor iniciaba la orden en qué consistía el interdicto.
Por el uti possidetis, el pretor prohibía toda perturbación o molestia contra la
persona que en el momento de entablar el interdicto estuviera en posesión del
inmueble sin los acostumbrados vicios de violencia, clandestinidad o precario
(nec vi, nec clam, nec precario). Servía así para mantener en su estado
posesorio a quien gozara de una possessio iusta. Por su parte el interdictum
utrubi no se daba a quien estuviera poseyendo la cosa mueble en el momento
de su interposición, sino al que en el año anterior la hubiese poseído más
tiempo que el adversario, sin los vicios de violencia, clandestinidad o precario.
Con el derecho justinianeo desaparece la diferencia entre los interdictos uti
possidetis y utrubi, en cuanto éste atribuía la posesión de la cosa mueble al
que la hubiera poseído por más tiempo durante un año que finalizaba al
entablar el interdicto. De esta forma ambas defensas posesorias se otorgaban
en favor de quien poseyera nec vi, nec clam, nec precario, respecto del
adversario, cuando el interdicto era solicitado al pretor.
Recuperar la posesión
Integraban esta categoría los interdictos que tenían por finalidad restablecer en
la posesión al poseedor despojado por el hecho violento o ilícito de un tercero.
Se trataba de hacer readquirir la posesión a quien gozaba de ese señorío de
hecho. En el derecho clásico se cuentan entre los interdictos recuperatorios, el
interdictum de vi y el interdictum de precario.
El primero podía ejercerlo el que había sido expulsado violentamente de un
fundo o de un edificio, como también aquel a quien se le impedía la entrada en
los mismos. Por el interdicto de vi se perseguía la restitución del inmueble y el
resarcimiento de los daños provocados por el despojo. Se concedía a favor del
poseedor que no tuviera una posesión viciosa frente al adversario, porque en el
caso éste podía oponer la exceptio vitiosae possessionis. Sólo podía intentarse
esta defensa interdicta dentro del año de producido el hecho que había
ocasionado la pérdida de la posesión. Como una especie del interdictum de vi,
la legislación romana creó el de vi armata que, como su nombre lo indica,
procedía cuando el despojo provenía de hombres armados. En este supuesto,
podía ser intentado sin el límite del año fijado para el interdictum de vi y
prosperaba aunque el desposeído tuviera una posesión viciosa frente a
quienes le habían provocado el despojo.
El interdictum de precario se otorgaba para obtener la restitución de una cosa,
dada en precario, si el concesionario no la restituía ante el requerimiento del
concedente. El precarium dans podía ejercer entonces el mencionado interdicto
que no tenía limitación de tiempo, tanto para lograr la devolución de la cosa,
como el pago de los daños sufridos por la negativa a restituir la cosa.
En el derecho antiguo también encontramos el interdictum de clandestina
possessionis que era de aplicación cuando el poseedor hubiera sido privado
oculta y maliciosamente de su posesión sobre un inmueble. Este interdictum,
únicamente citado en un fragmento de Ulpiano cayó en desuso y fue
reemplazado por el interdicto uti possidetis.
En el derecho justinianeo desapareció la diferenciación de los interdictos
recuperatorios "según el tipo de violencia empleada en el despojo, creándose
para tutelar la posesión un solo interdicto denominado unde vi, que no podía
intentarse pasado un año a contar del hecho que daba lugar a su ejercicio.
Tampoco era oponible contra el mismo la exceptio vitiosae possessionis, ya
que podía hacerse valer aun cuando el despojado en la posesión la hubiese
adquirido con violencia, clandestinidad o precario, respecto del adversario.
Por lo que atañe al interdicto de precario, al configurarse el precario como un
contrato innominado en el derecho justinianeo, dicha defensa perdió su efecto
fundamental para dar paso a una acción personal, la actio praescriptis verbis,
por la cual el concedente podía perseguir la restitución de la cosa objeto del
contrato, más daños y perjuicios.
Interdicta adipiscendae possessionis
Dijimos que existió en Roma un tercer grupo de interdictos posesorio, los
interdicta adipiscendae possessionis, que no eran medios de protección de la
posesión, como los ya considerados, sino medidas procesales destinadas a
hacer adquirir la posesión de cosas aún no poseídas. Entre ellos se cuentan el
interdictum quorum bonorum, otorgado al heredero pretoriano o bonorum
possessor, para reclamar la posesión efectiva de la herencia concedida por el
magistrado; el interdictum quod legatorum, conferido al heredero civil y al
pretoriano para obtener la entrega de las cosas de que el legatario se hubiera
apoderado sin el consentimiento de ellos; el interdictum Salvianum, dado al
arrendador de un fundo a quien no se le hubiera pagado el arriendo a su
vencimiento para hacerse poner en posesión de los objetos que el colono o
arrendatario hubiera introducido en la finca, y el interdictum possessorium,
creado a favor del bonorum emptor con el fin de que pudiera entrar en posesión
del patrimonio que se le hubiera adjudicado a consecuencia del concurso de un
deudor insolvente (bonorum venditio).

H. La cuasi posesión
El derecho romano consideró la posesión como una dominación solamente
ejecutable sobre una cosa corpórea, con lo que el derecho de propiedad se
confundía con la cosa misma sobre la que recaía.
Tardíamente extendieron los jurisconsultos clásicos, con el nombre de quasi
possessio o possessio iuris, la idea de posesión a otros derechos reales
distintos de la propiedad como, los derechos de servidumbre, considerándose
como poseedor de una servidumbre a aquel que ejerciera las facultades
contenidas en dicho derecho. Era menester la reunión de los elementos de la
posesión, es decir que el ejercicio del poder de hecho que está contenido en el
derecho de servidumbre (corpus) y la intención del sujeto de ejercer dicho
derecho para sí (animus possidendi).
La noción de posesión como situación de hecho cabe, no solamente a aquel
que aparentemente se comporta como si tuviese la propiedad de la cosa, sino
al que está de hecho ejercitando las actuaciones o facultades que constituyen
otro derecho cualquiera.
La quasi possessio parece indicar en el Derecho Clásico la situación de
aquellos que sin ser poseedores tenían a su favor interdictos análogos a los
posesorios. En el Derecho posclásico se extiende como categoría general de
possessio iuris.
La cuasi posesión llegó a abarcar, con el derecho justinianeo, a otros derechos
reales sobre cosas ajenas, como el usufructo, la enfiteusis y la superficie
Unidad 9
I. La propiedad
A. Concepto y terminología romana
No encontramos en las fuentes romanas una definición de la propiedad,
vocablo que proviene del término latino proprietas, que a su vez, deriva de
proprium, que significa "lo que pertenece a una persona o es propio". ·
Partiendo de esta idea, podemos decir que la propiedad es el derecho subjetivo
que otorga a su titular el poder de gozar y disponer plena y exclusivamente de
una cosa.
El poder de gozar se resuelve en la utilización inmediata y directa del bien. En
cuanto al poder de disponer, éste comprende tanto la disposición jurídica como
la material. Dentro de la primera se cuenta la facultad de enajenar la cosa y la
de constituir, a favor de otro, derechos, por lo común reales, pero también de
obligaciones, como locación, comodato, etcétera. La disposición material
posibilita al propietario destruir, consumir, demoler la cosa, etcétera.
Sin embargo, la propiedad no agota su contenido en los poderes de goce y
disposición de la cosa, pues el mismo derecho le confiere otros que pertenecen
a su naturaleza, como la pretensión del propietario de no ser privado de su
derecho sino por causa de utilidad pública, legalmente declarada y mediante
justa indemnización. En Roma tenía valor axiomático el principio que decía "lo
que es nuestro no puede ser transferido a otro sin hecho nuestro".
Ello determinó que el derecho romano regulara el instituto expropiación, al
menos en el período postclásico, según surge de una constitución de Teodosio
del año 393, en que se determina la forma de llevarla a cabo y la manera de
fijar el precio de la indemnización.
El contenido de la propiedad reside en la plenitud del señorío que confiere al
titular, así como en su indeterminación y su amplitud en cuanto poderes
concretos y potestad genérica, dé manera que todo -dentro de los límites de lo
lícito- debe considerarse permitido al propietario. Así, se ha podido decir que la
propiedad romana es algo más y algo diferente de la suma del goce y la
disposición. Pero la propiedad podía ser también menos que poder de
disposición y de goce, por la concesión de un usufructo o la presencia de
servidumbres reales y no por ello quedaba anulada, porque la propiedad
romana y aquellas que se han configurado a su imagen y semejanza implican
un "poder complejo omnicomprensivo de alcance genérico e indeterminado: el
máximo poder jurídico patrimonial, considerado desde el punto de vista
cualitativo.
B. Contenido y caracteres
Contenido
La doctrina romana no definió la propiedad ni su contenido. Sólo los glosadores
medievales lo intentaron; su más corriente formulación es aquella de ius utendi
et abutendi re sua (derecho de usar y disponer plenamente de la cosa propia) a
la que se le suele añadir, pleonásticamente, ius fruendi (derecho de gozar).
Los caracteres de absoluta y elástica que definen a la propiedad hacen que
resulte más práctico determinar negativamente el contenido de aquélla a través
de los límites que el ordenamiento legal fue imponiendo a la plenísima facultad
de aprovechamiento y disposición de la cosa. También está el Ius abutendi o
abusus, que es el poder de consumir la cosa y disponer de ella en forma
definitiva y absoluta, y el Ius vindicandi, que es el derecho que tenía el
propietario de reclamar el objeto de terceros poseedores o detentadores,
consecuencia directa de que la propiedad era el derecho real por excelencia
oponible a todos (erga omnes).
Se pasó de un régimen de absoluta libertad, de una excluyente soberanía del
paterfamilia —sobre un fundo cerrado (ager limitatus) con límites sagrados y
con un espacio libre alrededor para que la necesidad del tránsito no impusiera
servidumbres legales de paso—, a otro en que se regulan limitaciones en razón
del interés colectivo y de los vecinos.
Se distinguen así limitaciones de derecho público y de derecho privado.
No se considera limitación, en estricto sentido, la eventual coexistencia, con la
propiedad de los llamados derechos reales sobre cosa ajena.
Caracteres
El dominio o propiedad romana presenta los siguientes caracteres, resultado de
las modalidades de su génesis y desarrollo históricos.
a) Absoluta: No porque no pueda haber limitaciones, sino porque todas las
facultades del titular que no están taxativamente prohibidas o limitadas quedan
indeterminadas e infinitas. Resultado de ese carácter es la modalidad elástica
del derecho de propiedad: si su contenido, verdadero bloque unitario de
indeterminadas e infinitas facultades, se halla en algún momento restringido por
límites —siempre taxativamente determinados por el ordenamiento jurídico o
las convenciones privadas—, al desaparecer cualquiera de éstos, el derecho
de la propiedad recobra automáticamente el campo perdido.
También se vincula al carácter de absolutez esa tendencia de la propiedad
sobre una cosa a ejercer —dándose las condiciones legales— una especie de
atracción de la propiedad de las cosas que se le unan natural o artificialmente,
lo que se concreta en la institución de la accesión.
b) Exclusiva e individual: No se concibe una simultánea titularidad de dos o
más sujetos sobre una misma cosa. Para superar esta imposibilidad se
concebirá el condominio, basado en la coexistencia de varios derechos de
propiedad de distintos sujetos, pero sobre partes alícuotas o ideales de una
cosa.
c) Perpetua e Irrevocable: No se extingue por el no ejercicio, ni lleva en sí una
causal de extinción, ni puede ser constituida por un plazo determinado. Sí, en
cambio, puede pactarse que el adquirente debe retransmitirla al cabo de un
tiempo al transmitente.
d) Elástica: recobrar su extensión desaparecida la limitación
e) Inmune: La propiedad es libre de todo impuesto o carga fiscal, lo que hacía
que el tributo que por el bien solía pagarse revistiera carácter estrictamente
personal.
f) Absorbente: Todo lo que estaba en el fundo se incorporaba a él (tesoro,
planta, edificio, etc.) pertenecía a su propietario de pleno derecho.

C. Evolución histórica de la propiedad romana


Se ha sostenido que hay una ley general de evolución de la propiedad, según
la cual ésta -en cuanto a la tierra- habría sido primero colectiva, para pasar
luego, como una concesión del Estado y como posesión continuada, a ser
reconocida como de los particulares. Asimismo, la propiedad individual de los
muebles habría precedido a la de los inmuebles. Pese a que muchos así lo han
afirmado, no nos parece que esto sea plenamente aplicable en el caso da
Roma.
Por lo pronto, en lo que al suelo se refiere, puede sostenerse con buenos
argumentos que, en los orígenes, constituyó el territorio soberano de la gens, el
territorio sobre el cual se ejercía la soberanía de este organismo político
anterior a la ciudad. Las características atribuidas al derecho de propiedad en
los comienzos así lo demuestran. En efecto, el fundo romano era limitatus, es
decir que, a semejanza del territorio de un Estado, tenía limites perfectamente
demarcados; todo la que estaba o se incorporaba a él, natural o artificialmente,
pasaba a integrar el dominio de su titular (poder absorbente); las facultades del
dueño no reconocían restricción alguna y cuando éstas aparecieron resultaron
sólo de la voluntad de aquél o de la ley (carácter absoluto); el poder del dueño
no era temporario, sino por el contrario, perpetuo; por último, durante muchos
siglos, el fundo romano fue inmune, porque estaba exento del impuesto
territorial. Al constituirse la civitas, los poderes que el paterfamilias tenía sobre
el fundo como jefe de la gens, se concentraron en él, apareciendo como su
dueño.
Es claro, entonces, que la propiedad individual de la tierra no resulta de una
concesión del Estado, sino que aparece como preexistente o, al menos,
simultánea con la formación de ésta. Tampoco deviene de la posesión de las
tierras asignadas a cada grupo por el Estado, como ocurría entre los germanos,
sino que se constituye antes de existir el Estado.
Por otra parte, no parece aceptable que en aquella lejana época pre estatal
haya habido una propiedad colectiva de la tierra, porque ello significa poner la
cuestión en términos extraños a la mentalidad antigua; "la propiedad no era
colectiva porque no admitía igualdad jurídica de todos los miembros de la
familia, ni tampoco era individual, ya que la antigua concepción consideraba al
grupo y no al individuo".
En cuanto a la preexistencia de la propiedad individual de los mueblas respecto
a los inmuebles, cabe señalar que ella tampoco se habría dado en Roma. Por
lo pronto, la división sustancial de las cosas en los tiempos más antiguos no es
la de muebles e inmuebles, sino la de res mancipi y nec mancipi, de la cuales
sólo las primeras habrían sido inicialmente susceptibles de verdadera
propiedad (mancipium). Además, si se observan las características atribuidas al
dominio de las cosas muebles, puede advertirse que ellas son más propias de
los fundos y que aparecen en realidad, extendidas a los bienes mobiliarios.
En resumen, pensamos que no hay propiedad colectiva de la tierra anterior a la
individual, sino que el suelo de cada gens era el territorio de este organismo
político y que al constituirse el Estado, los poderes sobre ese territorio se
concentraron en su jefe, el paterfamilias, considerado como único titular de
relaciones jurídicas patrimoniales en el ámbito familiar. Por lo tanto, el derecho
de propiedad no es una concesión del Estado. Junto al suelo se incorporaron al
patrimonio del pater los demás bienes de interés para la gens (la res mancipi),
sobre las cuales su titular ejercerá similares poderes.
Dominio quiritario
Hasta los primeros tiempos del .imperio los romanos tuvieron el concepto de
que la propiedad sobre las cosas que constituían la principal riqueza del
ciudadano solamente podía ser trasmitida entre particulares mediante el
cumplimiento de determinadas formalidades y bajo la garantía de la autoridad
constituida. Es así como se configuró el primer tipo de propiedad romana que
gozaba de una protección absoluta y que tomó el nombre de propiedad
quiritaria o dominium ex iure Quiritium, única forma reconocida por el derecho
civil.
El dominio quiritario requería para su existencia el concurso de ciertas
condiciones fundamentales que se referían al sujeto titular del derecho, a la
cosa objeto del mismo y al modo de adquisición.
• Sujeto romano: El derecho de propiedad no fue reconocido originalmente sino
al ciudadano romano (que obviamente debía ser libre y sui iuris), porque
suponía el ius commercii. Cuando por las sucesivas conquistas se concedió la
ciudadanía o el simple ius commercii, pudieron acceder al derecho de
propiedad otras personas, pero al extranjero (peregrinus), en tanto carecía de
aquel derecho, le estaba vedada la posibilidad de ser dueño conforme al
derecho civil.
• Objeto romano: En segundo lugar, era menester la existencia de un objeto
romano, es decir de un objeto susceptible de propiedad quiritaria, si se trataba
de una cosa mueble era menester que estuviera in commercium, y si el objeto
consistía en un inmueble debían gozar del ius italicus (o sea los ubicados en
Roma o en los territorios a los que se había concedido el ius italicum), pero de
ninguna manera los fundos provinciales que, como luego se verá, eran en
realidad de propiedad del Estado romano, quien podía conceder su uso a los
particulares. En los orígenes, las cosas nec mancipi no habrían sido
susceptibles de propiedad, pero muy pronto lo fueron, como antes se ha
señalado.
• Modo romano: Por último, era menester que el derecho de propiedad se
hubiese adquirido por un modo romano (de acuerdo a las formas consagradas
por el ius civile); inicialmente sólo la mancipatio o in iure cessio (según que el
acto se llevara a cabo en presencia de cinco testigos y el libripens o bien ante
el magistrado), luego también por traditio, según se tratase de cosas mancipi o
nec mancipi respectivamente. Por eso, si se transfería una cosa mancipi (un
esclavo, por ejemplo) por simple traditio, el adquirente no se convertía al punto
en dominus, aunque podía alcanzar tal condición por medio de la usucapión.
Agreguemos, por fin, que el propietario quiritario contaba con una acción real,
la reivindicatio, para tutelar su derecho cuando el mismo fuera lesionado.
Bonitario
Esta clase de propiedad, que tuvo reconocimiento legal en el derecho romano
por la acción del pretor, se presentaba ante la falta de alguno de los requisitos
necesarios para la existencia del dominio quiritario. Si el sujeto era incapaz
porque se trataba de un extranjero; si el objeto no era idóneo, como cuando se
transmitía un fundo situado en suelo provincial; o si el modo de transmisión no
pertenecía a los reconocidos por el derecho civil, caso que se usara la
tradición, se transmitía una propiedad imperfecta, ya que no se configuraba el
dominium ex iure quiritium. El pretor, entendiendo que el rigorismo del derecho
civil debía ceder ante la intención de las partes de constituir el derecho real de
propiedad, aunque faltara alguno de sus presupuestos formales, admitió que
existiera otra propiedad, a la que se llamó generalmente bonitaria o pretoria.
Aquella especie de dominio se diversificó en tres modos distintos de propiedad:
la propiedad peregrina, la provincial y la bonitaria propiamente dicha (in bonis)
o pretoria.
Peregrino
La propiedad bonitaria significaba un poder sobre las cosas que, no obstante
carecer de regulación en el derecho civil, encontraba .su amparo en las normas
del derecho de gentes. De esta manera, cuando se transmitía la propiedad a un
peregrino que por su condición de extranjero no gozaba del ius commerci, éste
no recibía la propiedad quiritaria sino que se configuraba uno de los tipos de
propiedad bonitaria, la propiedad peregrina o de los peregrinos y ello ocurría
así porque la falta del status civitatis no le permitía al extranjero ampararse en
los principios del derecho civil sino en las reglas del derecho de gentes. Como
consecuencia, su titular no podía esgrimir acción civil alguna en defensa de su
derecho, pero este desamparo cesó cuando el pretor comenzó a acordarles
acciones análogas a las que defendían la propiedad quiritaria, como la actio
furti y la actío legis Aquiliae en la que, por una ficción, se consideraba que el
extranjero gozaba de la ciudadanía.
Provincial
Cuando se trasmitía un inmueble ubicado en provincias se configuraba otro tipo
de propiedad bonitaria, la propiedad provincial, llamada así porque los fundos
provinciales, a diferencia de los fundos itálicos, no encontraban su regulación
en el derecho quiritario. Como hemos visto, éstos pertenecían en propiedad al
pueblo romano o al emperador y solamente se entregaban a los particulares en
simple goce (possessio vel usufructus), careciendo por ello del amparo del ius
civile en lo que a la trasmisión y defensa se refiere, no siendo susceptible
tampoco de adquisición mediante usucapio, mancipatio o in iure cessio. La
relación entre el fundo provincial y su ocupante fue haciéndose cada vez más
estrecha ya que en virtud de la protección dada por el ius gentium se hizo
posible la trasmisión de la propiedad provincial por actos de última voluntad y
hasta inter vivos. Por otra parte, si bien la usucapio no le era aplicable, otra
institución de efectos semejantes, la longi temporis praescriptio permitió
adquirir la propiedad provincial por el transcurso del tiempo. Por último, al
propietario provincial se le otorgó la protección de la acción Publiciana. Este
tipo de propiedad bonitaria, que comienza mostrándose como simple
possessio, fue adquiriendo caracteres propios hasta que con Justiniano cae
bajo la denominación común de dominium o proprietas.
Pretoria o in bonis
Cuando se trasmitía una cosa susceptible de dominio quiritario, .aunque fuera
entre ciudadanos romanos, sin los modos de adquisición prescriptos por el
derecho civil, nacía otra categoría de propiedad ex iure gentium, la propiedad
in bonis propiamente dicha y la propiedad praetoria. El dominium in bonis se
presentaba al trasmitirse una res mancipi sin las formas del derecho civil como
si se hubiera hecho por simple tradición. En este caso no existía adquisición de
la propiedad quiritaria ya que el tradens conservaba el nudum ius quiritium y el
accipiens solamente obtenía el poder sobre la cosa que entraba a formar parte
de sus bienes. La propiedad pretoria, por su parte, se formaba en aquellos
casos especiales en que el pretor acordaba a una persona poderes análogos al
de propiedad civil como la dación de la posesión de un edificio vecino que
amenaza ruina, la adjudicación del esclavo que ha causado un daño en virtud
de la acción noxal, la venta de los bienes de un deudor insolvente (emptur
bonorum), la adquisición de los bienes de una sucesión por el heredero
pretoriano o bonorum possessor, etc. Si bien es cierto que estas trasmisiones
pretorianas no acordaban al adquirente la propiedad ex iure quiritium porque no
constituían modos civiles de adquisición, permitían a la persona que entraba en
poder de la cosa mantenerla en sus bienes con lo que su derecho, por sus
consecuencias, venía a equipararse a una verdadera propiedad.
Tanto la propiedad in bonis como la praetoria podían transformarse en
propiedad quiritaria mediante la usucapión, siempre que se cumplieran las
condiciones exigidas para que ella produjera sus efectos propios, esto es,
transcurso del tiempo, justo título y buena fe. Ahora bien, como podía suceder
que mientras transcurría el tiempo para la usucapión, el enajenante, que
conservaba el nudum ius quiritium, pretendiera hacer ilusorio el derecho del
propietario bonitario, ya perturbándolo en su posesión ya privándole de ella, el
derecho honorario contempló esta situación y acordó defensas al titular de la
propiedad bonitaria con el objeto de que su derecho estuviera protegido a
semejanza de la propiedad quiritaria.
La primera defensa dada al propietario bonitario fue la exceptio dolí si era
perturbado por el propietario quiritario al que podía rechazar en cualquier caso
que pretendiera desconocer la transferencia realizada. La excepción era
acordada por el pretor por considerar que la actitud del enajenante entrañaba
mala fe, dado que se presumía había entregado la cosa con la intención de
transferir el dominio y sólo por falta de cumplimiento de ciertas formalidades
oponía obstáculos a la transmisión. Pero como esta defensa por su carácter
estrictamente personal, no poseía la eficacia necesaria cuando la perturbación
provenía de un tercero de buena fe a quien el propietario había cedido el
nudum ius quiritium, el pretor ideó los medios conducentes a proteger al
propietario bonitario contra ese tercero creando una nueva defensa, la exceptío
reí venditae et traditae, que se fundaba en el hecho cierto de que la cosa que
se pretendía reivindicar había sido vendida y entregada al demandado. Esta
defensa fue concedida primeramente para los casos de tradición hecha en
virtud de una venta, pero con el tiempo se generalizó aún para las
transferencias a título gratuito, conservando su nombre originario y siendo
válida contra todos los que sucedían con relación al derecho de que se tratara.
* Acción Publiciana *
Es una acción, creada por el pretor Publicius, contemporáneo de Cicerón, a
imitación de la reivindicación, que se otorga a quien ha perdido la posesión de
una cosa que estaba en tren de usucapir, para que pueda recuperar dicha
posesión.
Es una acción ficticia: el pretor indica al juez que haga de cuenta de que el
plazo de la usucapio ha transcurrido y que sólo constate que los otros
requisitos —iusta causa o titulus y bona fieles— se hayan dado en una
posesión, aunque sea instantánea, de la cosa.
La acción Publiciana puede ser ejercitada por (A) el propietario bonitario en
razón de haber recibido tradición ex iusta causa de una res mancipi; (B) todo
poseedor a non domino (no de parte del dueño [de la cosa ]), pero con iusta
causa y bona fides; (C) el propietario quiritario, que necesitará una prueba más
fácil que si intentara una reivindicatio
a) El Propietario Bonitario: El adquirente, por tradición, de una res mancipi, no
había adquirido el dominio quiritario por falta del acto legítimo —mancipatio o in
iure cessio—, pero tenía todas las condiciones para usucapir. Su riesgo era
perder la posesión antes de cumplido el plazo de la usucapio. El pretor le
protege el derecho sobre la cosa, que tiene in bonis (en su patrimonio),
acordándole la acción Publiciana, tanto contra cualquier tercero poseedor de la
cosa como contra el mismo propietario quiritario que, de vuelta, se hubiere
posesionado de ella.
Este último puede invocar contra la Publiciana una exceptio iusti dominii
(excepción de propiedad legítima), pero el actor interpone una replicatio rei
venditae et traditae (réplica de cosa vendida y tradicionada) aludiendo al dolo
implícito en la invocación de propiedad por parte de quien había vendido y
entregado la cosa.
b) El poseedor de buena fe o non dominio: La acción Publiciana fue extendida
luego para todo adquirente ex iusta causa que por falta de título del enajenante
no hubiera alcanzado inmediatamente la condición de dominus. También a los
casos en que el pretor concedía la posesión de cosas singulares o de
patrimonios —bonorum possessio, bonorum emptio, etcétera—.
c) El propietario quiritario: Este puede utilizar la acción Publiciana con la
ventaja de que la prueba a rendir es menos exigente que la necesaria para la
reivindicatio.

D. Limitaciones legales a la propiedad romana


En virtud, de la naturaleza absoluta del derecho de propiedad, su titular está
facultado para usar y disponer del bien que le pertenece a su entera voluntad.
Sin embargo, como el ejercicio abusivo de tal derecho podía conducir a
excesos en detrimento de los intereses de terceros, el legislador creyó
conveniente restringirlo, limitando con ello el poder arbitrario de su titular. La
mayor parte de las limitaciones consagradas por la legislación romana,
aplicables especialmente a la propiedad inmueble, tienen un carácter absoluto
como el derecho mismo, que limitan porque están dadas en defensa de los
intereses de la colectividad, pero también existen otras restricciones al dominio
derivadas de las relaciones privadas que crea el estado de vecindad entré los
particulares.
Por razones de interés público
La legislación romana creó numerosas restricciones a la propiedad tendientes a
proteger el interés público. Eran las sancionadas por el derecho público en
atención a intereses generales y, por ende, tenían carácter inderogable.
Entre las principales se cuentan 1) la prohibición de quemar o dar sepultura a
los cadáveres dentro de los límites de la ciudad y cuando se lo hiciera fuera de
ella, era necesario que la cremación o la inhumación se efectuara más allá de
los sesenta pies de los edificios; 2) Que el ocupante de un inmueble en el que
se hubiera encontrado una mina estaba obligado a permitir las excavaciones de
extraños, siempre que el explotador pagara una indemnización al dueño del
terreno y un canon al fisco; 3) También el Derecho Romano dispuso que
cuando un camino público se hubiera perdido por avenida de un río o por ruina,
el vecino inmediato debía permitir que el tránsito se realizara por su fundo,
obligando igualmente a los propietarios de fundos ribereños a permitir el uso
público del río así como el de las riberas, para los fines de la navegación; 4) La
prohibición de demoler un edificio para especular con la venta de los
materiales; 5) La expropiación por causa de utilidad pública habría sido otra
restricción al dominio consagrada por el derecho público. No obstante, cabe
recalcar, que no se encuentran en las fuentes normas expresas que
reconozcan al Estado el derecho de privar a los particulares de su propiedad
con el fin de destinarla al uso público. Esto ha hecho que las opiniones estén
divididas, inclinándonos por la que considera que, aun cuando los romanos no
llegaron al concepto de expropiación tal como hoy se la concibe, reconocieron
en la práctica de que el Estado podía apoderarse, mediante indemnización de
la propiedad de los particulares, no solamente de los inmuebles, sino también
de los bienes muebles destinados a satisfacer necesidades de la población,
como granos, aceite, etc. o necesarios para la reparación de obras públicas,
como las piedras, la arena, etcétera. De cualquier forma puede sostenerse que
el instituto expropiación fue reconocido por el derecho justinianeo, el cual
afirma que la communis commoditas y la utilitas reipubicae debían prevalecer
sobre los intereses de los individuos.
Por razones de vecindad
Las restricciones de derecho privado fueron impuestas en atención a un interés
particular, razón por la cual pudieron ser derogadas por la voluntad de los
interesados. La mayor parte de ellas derivan de las relaciones de vecindad y se
remontan a épocas muy antiguas. En el periodo postclásico se las llama
"servidumbres legales" porque, creadas anteriormente por voluntad de los
particulares, deben en esta época su existencia a un imperativo de la ley.
Desde las XII Tablas, la legislación romana estableció una serie de normas
tendientes a evitar los conflictos que podían suscitarse entre particulares. Entre
los principales casos de restricciones de derecho privado a la propiedad,
merecen citarse los siguientes:
a) Cuando las ramas de un árbol se extendían sobre el fundo del vecino, el
propietario de éste, perjudicado por la sombra que aquellas proyectaban,
podía, según la Ley de las XII Tablas, exigir del dueño del árbol que lo aclarara
podándolo hasta una altura de quince pies. Si el dueño del árbol desatendía el
requerimiento el propietario del fundo procedía, por sí mismo a la poda,
facultad que resultó confirmada posteriormente con la creación del interdictum
de arboribus caedendis.
b) Las XII Tablas establecieron en favor del dueño de un fundo el derecho a
penetrar en el de su vecino para recoger la bellota del propio árbol caída en él.
Tal facultad fue reconocida también por el pretor en el interdictum de glande
legenda, disponiendo que la entrada podía hacerse en días alternos. Lo que
antes se refería exclusivamente a la recolección de bellota, se extendió
después a toda clase de frutos.
c) El dueño de un inmueble que no podía tener acceso a camino público sin
pasar por un fundo ajeno, o si le era extremadamente difícil hacerlo, tenía
derecho de paso forzoso por aquel predio.
d) En la época postclásica se prohibía que las propias construcciones
oscurecieran excesivamente la casa del vecino, disponiendo que nadie
levantara edificios a menos de cien pies de distancia de los ya existentes. La
legislación justinianea establece que el propietario debía tolerar el saliente del
muro de propiedad del vecino siempre que no excediera de medio pie.
e) Todo edificio nuevo debía ser construido a doce pies de distancia, por lo
menos del ya existente, o a quince, si era público. La altura de los edificios no
podía ser superior a cien pies.
f) La inmisión (inspiración, infusión) de humos, aguas, etc., provenientes de un
predio vecino, cuando no excediera la cantidad normal y ordinaria, debía ser
admitida por el propietario del predio que la sufría. En caso de superar la
cantidad tolerable, podía el propietario afectado hacerla cesar, utilizando el
interdictum uti possidetis
g) Quien, por efecto de instalaciones o transformaciones realizadas en su
propio predio perjudicara al vecino, provocando una mayor afluencia de aguas
pluviales al fundo de éste, podía ser demandado por la actio aquae pluviae
arcendae, ejercitada por el vecino afectado para exigir la supresión de aquellas
modificaciones e instalaciones de quien las hubiera hecho, además de la
correspondiente indemnización.
i) En caso de que el propietario de un predio resultara expuesto al peligro de
que el edificio del vecino se derrumbara causándole daños, concedía el pretor,
a petición del propietario amenazado, la seguridad de obtener, mediante la
cautio damni infecti, del propietario del edificio ruinoso, la reparación completa
del perjuicio que la ruina le provocara. Si el dueño del edificio que amenazaba
ruina no prestaba tal caución, el pretor otorgaba la posesión del inmueble
peligroso al propietario amenazado (missio in possessionem ex primo decreto)
y si aquél persistía en su negativa le era atribuida a éste la propiedad bonitaria
del inmueble (missio ex secundo decreto). Si había oposición del dueño del
edificio ruinoso a la missio in possessionem, el vecino tenía contra él una
acción para reclamar la indemnización de los perjuicios.

II. Modos de adquirir la propiedad


A. Nociones y clases
Los hechos jurídicos de los cuales el derecho hace depender el nacimiento del
pleno señorío que ejerce una persona sobre una cosa, constituyen los modos
de adquisición de la propiedad.
El derecho clásico distinguía los modos de adquisición del derecho civil
solemnes, formales y sólo asequibles a los ciudadanos romanos, de los modos
de adquisición del derecho natural o de gentes, comunes a todos los pueblos.
Esta diferenciación, aunque carente de interés práctico después de la
concesión de la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio, perdura en la
compilación justinianea.
Los intérpretes han sustituido tal distinción por otra de sello bizantino, que
clasifica los modos de adquirir la propiedad en originarios y derivativos. Es
originaria la adquisición en la que no media relación con un antecesor jurídico,
autor o transmitente, es decir, que se produce por una relación directa con la
cosa, como ocurre con la ocupación de una cosa sin dueño (res nullius). Es
derivativa, en cambio, la adquisición que se logra por traslación de los
derechos del anterior propietario, como acaece en la tradición (traditio).
Modos originarios
Estudiaremos los modos de adquisición del dominio siguiendo esta última
clasificación, sin perjuicio de señalar en cada caso cuáles provenían del
derecho civil y cuáles del derecho natural o de gentes. Entre los modos
originarios de adquisición de la propiedad se cuentan: la ocupación, la
accesión, la especificación, la confusión, la conmixtión, la adjudicación y la
usucapión.
Ocupación
La persona que tomaba posesión de una cosa que no pertenecía a nadie, res
nullius, se hacía propietaria de ella por ocupación (occupatio). Era un medio de
adquisición del derecho natural que se daba respecto de las cosas del
enemigo, de los animales salvajes, de las perlas, piedras preciosas y demás
objetos semejantes que se hallaban en las costas o en el fondo del mar, como
las islas que nacieran en él (insula in mari nata). Todas estas cosas se
adquirían desde la efectiva toma de posesión y sólo en el supuesto de la caza,
se discutía si el animal herido pasaba a ser propiedad del cazador que no
hubiese cesado de perseguirlo, resolviendo Justiniano que era necesaria la
captura. En las cosas que habían pertenecido a un propietario, pero que éste
intencionalmente había abandonado, las llamadas res derelictae, no se
adquiría la propiedad, de conformidad con principios del derecho clásico, por la
mera ocupación, sino que era necesaria la usucapión. Este requisito fue
eliminado por Justiniano y las cosas abandonadas fueron susceptibles de
adquisición por la occupatio.
En lugar análogo a la ocupación se halla la adquisición del tesoro (thesaurus),
objetos de valor largo tiempo ocultos y cuyo antiguo propietario no era posible
identificar. En una primera época el tesoro correspondía íntegramente al
propietario del fundo en donde hubiese sido hallado. Más tarde, con el
emperador Adriano, se modificó el principio y se reconoció la mitad para el que
lo hubiera encontrado por casualidad en terreno ajeno y la otra mitad para el
propietario del fundo o para el fisco; según que el inmueble fuera privado o
público.
Accesión
Cuando una cosa se adhiere a otra, por obra natural o artificial, para integrarse
ambas en uno solo cuerpo, hay accesión (accesio). En virtud del principio
según el cual lo accesorio sigue la suerte de lo principal (accesia cedit
principali), el propietario de la cosa principal extendía sus derechos a cualquier
otra cosa que hubiera venido a agregársele, llegando a ser parte o elemento
constitutivo de ella, hasta el punto de perder su propia individualidad. Los
intérpretes agrupan los casos de accesión, entendida como conjunción
definitiva, en tres clases: accesión de cosa mueble a otra mueble, de mueble a
un inmueble y de cosa inmueble a otra inmueble. No se daba el caso de
accesión de un inmueble a un mueble porque aquél (inmueble) era tenido
siempre como cosa principal.
a) Accesión de cosas inmuebles: La accesión de un inmueble a otro inmueble
no puede llevarse a cabo por el hecho del hombre sino que únicamente se
verifica por cambios debidos a acontecimientos naturales, conocidos con la
denominación común de incrementos fluviales, presentándose generalmente
dentro de los límites de un río público, como los supuestos, del aluvión, de la
avulsión, de la isla formada en medio de un río y el del cauce abandonado.
- Se denomina aluvión (alluvio) todas aquellas aglomeraciones y
acrecentamientos de tierra que se forman sucesiva e imperceptiblemente en
los fundos ribereños, al igual que los terrenos que dejan al retirarse
insensiblemente las aguas y que pertenecen a los propietarios de dichos
fundos.
- Por su parte hay avulsión (avulsio) cuando una porción de terreno de un
predio es arrancada violentamente por el ímpetu de las aguas e incorporada a
otro, pero para que exista accesión es necesario que dicha porción quede
unida íntimamente al fundo al que accede, esto es, en una forma permanente y
no transitoria.
- Cuando una isla se forma en medio de un río (insula in flumine nata) la misma
cae bajo el dominio de los propietarios ribereños de ambos lados, tomándose
como base para la determinación de las respectivas porciones una línea
imaginaria que divide al río en dos partes, pero si la isla surgiera de un solo
lado de dicha línea, pertenece a los propietarios de la orilla más próxima. Si el
río al dividirse en dos brazos volviera a unirse más abajo, dando forma de isla
al campo de un particular, dicho predio no era considerado como una ínsula y,
por tanto, continuaba perteneciendo a su antiguo dueño.
- En caso de que un río abandone enteramente su cauce ordinario (alveus
derelictus) éste es adquirido en propiedad por los ribereños de acuerdo con las
normas ya señaladas para el caso de la isla que se forma en medio del río,
esto es, se divide el cauce por su línea media y los límites de cada propiedad
ribereña se prolongan perpendicularmente a ella hasta dar con la misma.
b) Accesión de cosa mueble a otra inmueble: La accesión de una cosa mueble
a un inmueble se presenta cuando en un fundo son introducidos objetos
muebles que se incorporan al mismo y sobre los cuales rige el principio de que,
siendo el inmueble la cosa principal, todo lo que se une al predio pertenece al
propietario del suelo (superficies solo cedit). Se incluyen entre los principales
supuestos de accesión de un inmueble a un inmueble el de plantación
(plantatio), el de siembra (satio) y el de edificación (inaedificatio).
En estos tres casos, en los que se introducían en un fundo objetos muebles
qué se incorporaban al suelo, regía el principio de que siendo el inmueble la
cosa principal, todo lo que a él se unía pertenecía al propietario del suelo
(superficies solo cedit). Así, pues, en la siembra accedía a la tierra la semilla
ajena que en ella se había sembrado y en la plantación el propietario del suelo
adquiría lo que en él se había plantado, siempre que echara raíces, y la
adquisición fuera definitiva, aunque la planta se arrancara después. En caso de
edificación, los materiales empleados podían, por el contrario, ser reivindicados
por el antiguo propietario, si la conjunción perdía efecto.
A quien de buena fe hubiese sembrado, plantado o edificado en terreno ajeno,
le competía un derecho de retención por los gastos que hubiere realizado. De
esta manera, se confirió al propietario de los materiales de construcción,
utilizadas por el dueño del suelo, el derecho a resarcirse mediante una acción
por el doble de su valor (actio de tigno iuncto). La jurisprudencia clásica suavizó
esta disposición de origen decenviral; permitiendo que el dueño de los
materiales, por medio de un ius tollendi, obtuviera la recuperación de ellos,
siempre que la separación no provocan daño o menoscabo del edificio.
c) Accesión de cosas muebles entre sí: La accesión de una cosa mueble a otra
mueble se lleva a cabo cuando dos cosas muebles se unen constituyendo un
todo único, de manera que los objetos no puedan ser separados sin
deteriorarse (adiuntio). En este supuesto la adquisición de la propiedad se
gobierna por la regla de que la misma debe atribuirse al dueño de la cosa
principal, esto es, aquella que, bajo el concepto de la forma, tiene
determinación propia y mantiene, a pesar de la adjunción, su estructura y
denominación.
Son varios los casos de accesión de una cosa mueble a otra mueble
contemplados por la legislación romana entre ellos:
1) La ferruminatio, que se configuraba por la unión o soldadura inmediata de
dos objetos del mismo metal, caso en que el propietario de la cosa principal
adquiría definitivamente la accesoria.
2) La textura, que era el tejido o bordado que se realizaba en una tela o vestido
con hilos ajenos y cuya propiedad se atribuía al dueño de la tela.
3) La tinctura, que se daba con la coloración de telas o paños y que pertenecía
al propietario del paño.
4) La scriptura, que importaba la accesión de la tinta al papel o pergamino
ajeno y. cuya propiedad se confería al dueño del papel o pergamino.
5) La pictura, que era la pintura realizada sobre lienzo o madera y que,
controvertida la solución en el derecho clásico, Justiniano resolvió que, siendo
la obra del artista superior al material, la tabla o lienzo debía ceder a la pintura.
Especificación
Otro modo originario de adquirir la propiedad es la especificación que consiste
en la transformación de una materia prima en una especie nueva (species
nova), como ocurre con el vino que se obtiene de la uva, el carbón que se saca
de la leña, etc. Esta figura jurídica ha dado lugar a una controversia respecto a
la propiedad de la especie nueva cuando la misma ha sido elaborada con
materia ajena.
El problema que planteaba la especificación consistía en determinar a quién
correspondía la nueva especie cuando había sido elaborada con materiales
ajenos. Los sabinianos atribuían la propiedad al dueño de la materia por
considerar que el nuevo objeto era una modificación de ésta, mientras que los
proculeyanos asignaban el dominio al especificador, porque estimaron que la
nova species era un producto de su trabajo. Justiniano decidió la cuestión
adoptando una solución intermedia en el sentido de que si el objeto nuevo
podía recuperar su primitiva forma debía pertenecer al dueño del material y, en
caso contrario, al especificador, siempre que no hubiera habido mala fe. Como
supuesto especial la legislación justinianea dispuso que siempre la especie
nueva debe pertenecer al especificador cuando ha sido elaborada parte con
materia propia y parte con materia ajena.
Confusión y conmixtión
Había confusión cuando se producía la mezcla de líquidos o metales en estado
de fusión y conmixtión si se trataba de la mezcla de substancias sólidas de
igual o distinto género. Aun cuando en estas situaciones se adquiría la
propiedad en una forma semejante a la accesión o a la especificación, dado
que dos cosas diferentes, fueran sólidas o liquidas, se mezclaban de manera
de formar un todo homogéneo en cuanto a la substancia, se diferencian de
dichas instituciones porque en la que estudiamos ninguno de los cuerpos
mezclados podía ser considerado como principal o como accesorio, y tampoco
resultaba de la mezcla una especie nueva.
Para que exista confusión era necesario que, además de la unión de los
cuerpos, ella se hubiera verificado sin el acuerdo de los propietarios, porque de
ocurrir así, no corresponde distinguir entre cosas separables e inseparables,
sino que la masa pertenece en condominio a los propietarios. Operada la
confusión o conmixtión debe distinguirse si los cuerpos que han sido
mezclados pueden o no separarse. En el primer caso, cada propietario
conserva la propiedad de su cosa y las acciones y derechos concernientes a la
misma. En el supuesto contrario, la mezcla pasaba a ser común entre los
propietarios de los diversos cuerpos y la parte de cada uno de ellos debía ser
determinada teniendo en cuenta la cantidad y la calidad de las cosas
mezcladas. En todos los supuestos aquel que hubiera efectuado la mezcla con
intención fraudulenta podía ser perseguido mediante la actio furti para lograr la
reparación del daño.
Adjudicación
Otro modo de adquirir la propiedad iure civile fue la adiudicatio que consistía en
el otorgamiento de dicho derecho por pronunciamiento judicial dado en
aquellos juicios, que tuvieran por objeto obtener la división de la cosa común,
pues el iudex atribuía a cada uno de los litigantes la parte que le pertenecía del
bien que hasta entonces había estado en condominio.
La adjudicación se aplicaba en los procesos de partición de herencia que se
ventilaban mediante el ejercicio de la actio familiae erciscundae en virtud de la
cual se procedía a la división de los bienes sucesorios entre los coherederos y
de división de la cosa común que se llevaba a cabo por la actio communi
dividundo que tenía por finalidad lograr entre copropietarios la partición de las
cosas indivisas. La adiudicatio tenía el efecto de acordar a cada uno de los
copartícipes la propiedad exclusiva de la parte que le era adjudicada por el juez
y el dominio sería civil o pretoriano según que la división se hubiera operado en
un iudicium legitimum, o en un iudicium imperio continens.
Adquisición del tesoro
Según Paulo, el tesoro es una cierta cantidad depositada de la que no existe
memoria «de quién pudo ser su propietario», de forma que ya no tiene dueño."
Se trata de cualquier objeto precioso -y no solo de dinero- que permanece
oculto -bajo tierra o de otro modo- durante el tiempo necesario para que se
pierda la memoria de quién sea su dueño, haciéndose imposible, en todo caso,
identificar en alguna persona al sucesor.
En el curso de la historia del Derecho romano la adquisición del tesoro fue
regulada de modos diversos. Al principio, se considera como incremento del
fundo en que se encuentra. Semejante solución responde a la peculiar
naturaleza del fundus romano, cuya propiedad alcanza a todo cuanto está en él
y bajo él, es decir, en el subsuelo. Más tarde -y a consecuencia, según parece,
de la lex Iulia y Papia Poppaea-, se le aplica el régimen de los bienes vacantes
-bona vacantia-, atribuyéndose la propiedad al aerarium -al fiscus-. Una
constitución de Adriano confiere la propiedad del tesoro, por mitad, al dueño del
fundo y al descubridor.
Modos de adquirir la propiedad por el transcurso del tiempo
Usucapion
* Concepto *
Dice Ulpiano: "La usucapión consiste en la adquisición del dominio por la
posesión continuada durante un año o dos: un año para las cosas muebles y
dos para los inmuebles.
Por su parte, Modenisto nos suministra el siguiente concepto: "La usucapión es
la agregación (adquisición) del dominio mediante la continuación de la posesión
por el tiempo determinado en la ley.
Nosotros (Ghirardi y Alba Crespo) podemos decir que la usucapión es un modo
de adquirir la propiedad mediante la posesión legítimamente justificada y
continuada, por el tiempo que establece la ley.
La idea fundamental que la anima está dada por la posesión; mediante ésta se
accede al dominio, como lo señala su propio nombre: usus es la forma antigua
de designar la possessio, de donde usucapio quiere decir "adquirir mediante la
posesión". Todos los demás elementos de la usucapión son, en realidad,
limitaciones que tienden a evitar que la adquisición del dominio mediante la
posesión afecte el derecho de otro.
Su finalidad consiste en la seguridad jurídica. Así, dice Gayo: " Esto parece
haber sido admitido para que el dominium de la cosa no permaneciese incierto
por mucho tiempo, ya que le era suficiente al dueño, para recuperar la cosa
suya, el lapso de uno o dos años que es el tiempo exigido al poseedor para la
usucapio".
Por su parte, Neracio apunta a otro aspecto de la misma cuestión, la cual es
evitar la reiteración de pleitos: " Se estableció la usucapión de las cosas
también por otras causas, concedida interinamente por razón de lo que
poseemos estimándolo nuestro, a fin de que tuviesen algún término los litigios".
* Evolución Histórica *
La usucapión es, indudablemente, una institución muy antigua que ya las XII
Tablas presuponían al limitarse a establecer que ella se operaba transcurridos
uno o dos años, según se tratase de muebles o de inmuebles.
Parece seguro que en los tiempos más remotos la usucapión, aparte de la
posesión, no exigía la concurrencia de requisitos positivos pues bastaba que no
se dieran algunas prohibiciones de carácter objetivo que aseguraban la falta de
lesión al derecho ajeno. Así, la ley de las XII Tablas primero y la lex Atinia
después prohibieron la usucapión de las cosas robadas (res furtivae), y la lex
Iulia et Plautia la de la cosa poseída violentamente (vi possessae).
Sin embargo, en el derecho clásico para que se verifique la adquisición del
dominio por usucapión es menester ya la concurrencia de cinco requisitos:
possessio (posesión), tempus (tiempo), res habilis (cosa susceptible de
usucapión), iusta causa (justa causa) y bona fides (buena fe). Como se trata de
un modo de adquirir ex iure Quiritium sólo es accesible a los ciudadanos
romanos y a quienes se encuentran en una situación equiparable.
El término de dos años para los fundos y de uno para las demás cosas sigue
vigente; sólo es aplicable, en materia inmobiliaria, a los fundos situados en el
suelo itálico y conduce a la adquisición del dominio quiritario. Su aplicación
práctica se daba en dos casos fundamentales: el primero, cuando faltaba el
modo (mancipatio o in iure cessio), de manera que el adquirente debía esperar
que se operase la usucapión para alcanzar la condición de dueño conforme al
derecho civil; el segundo, en los casos de adquisición a non domino es decir
cuando se había recibido una cosa de quien no era su dueño, siempre que su
usucapión no estuviese prohibida.
En la época imperial, para los fundos situados en las provincias, cuya
usucapión era imposible porque no eran susceptibles de dominio quiritario,
aparece la institución de la longi temporis praescriptio. Esta no conduce
ciertamente a la adquisición de la propiedad, pero concede la seguridad de la
posesión (securitas possessionis). En efecto, en base a la presunción que la
inacción del actor traduce una ausencia de derecho, el magistrado autoriza a
seguir poseyendo la cosa a quien por largo tiempo lo ha hecho. Ese lapso se
establece en diez años entre presentes y veinte entre ausentes, entendiéndose
por presentes los vecinos de una misma provincia y por ausentes a los de
distinta provincia.
Con el andar del tiempo, los requisitos de la usucapio se extendieron a la longi
temporis praescriptio.
Cuando bajo Diocleciano desaparece la distinción entre fundos itálicos y fundos
provinciales, la separación entre usucapión y longi temporis praescriptio perdió
su razón de ser. Ambos institutos fueron fusionados por Justiniano,
convirtiendo la temporis praescriptio en un modo de adquirir mediante una
constitución del 529 d.C. y estableciendo para el nuevo instituto requisitos de
uno y otro. Los plazos resultan modificados: para las cosas muebles se
requieren tres años y para los inmuebles, diez o veinte años, según se tratase
de presentes o de ausentes. Los demás requisitos de la usucapión clásica
(possessio, res, titulus y fidas) se mantienen.
Los intérpretes suelen distinguir en este periodo la usucapión ordinaria de la
extraordinaria. A los requisitos de una y otra nos referiremos a continuación,
indicando las particularidades del derecho clásico.
* Requisitos de la usucapión ordinaria *
Se denomina usucapión ordinaria aquélla que exige la concurrencia de los
cinco requisitos antes señalados: res habilis, possessio, iustus titulus (o iusta
causa) bona fidas y tempus.
1) Para que pueda haber usucapión es menester, en primer término, la
existencia de una res habilis, es decir de una cosa susceptible de adquisición
por este modo.
Por lo pronto, la cosa no ha de ser extra commercium, toda vez que las de esta
categoría quedan sustraídas al dominio privado. Además, debe tratarse de una
cosa corpórea, pues de lo contrario no podría hablarse de verdadera posesión,
y que no esté afectada por una prohibición especial. Así, no pueden ser objeto
de usucapión los quinque pedes (cinco pies) que, durante la época clásica,
debían dejarse libres entre fundo y fundo; las res furtivae (cosas robadas) y las
res vi possessae (cosas poseídas por la fuerza); las cosas de los pupilos y de
los menores, de los ausentes, del fisco y del príncipe, de la Iglesia y de las
obras pías (que inspira o manifiesta devoción y piedad religiosa), el fundo dotal
y, en general, todas aquellas cosas cuya alienación prohíbe la ley.
2) En segundo lugar es necesario que haya possessio, o sea la detentación
material de una cosa con la intención de tenerla para sí. Deben concurrir los
dos elementos de la possessio: el corpus y el animus.
La possessio, para dar lugar a la usucapión debe ser continua y no
interrumpida, durante el plazo legal. La interrupción de la posesión, llamada
usurpatio por los romanos, puede acaecer por cualquier causa (expulsión
violenta, manumisión del siervo etc.) que determine la pérdida de la posesión.
En la época clásica la acción reivindicatoria intentada contra el poseedor no
interrumpía la usucapio de éste; en cambio, según el derecho justinianeo por
influencia del sistema de la longi temporis praescriptio, el ejercicio de dicha
acción tenía efectos interruptivos, Cabe señalar que la interrupción determina
que no pueda tenerse en cuenta el tiempo anterior a ella, de manera que si la
posesión es retomada por la misma persona, debe nuevamente cumplir con
todos los requisitos de la usucapión, lo que tiene especial importancia en
materia de buena fe, ya que, como luego se verá, ella debe existir al momento
de iniciarse la usucapión.
Con la continuidad de la posesión se vinculan la successio possessionis
(sucesión en la posesión) y la accesio possessionis (unión de posesiones). La
successio possessionis tiene lugar en virtud de la herencia: el heredero
continúa la posesión del difunto, de manera que no hay dos posesiones (una
del causante y otra del heredero) sino una sola, iniciada por el difunto y
continuada por el heredero. Esta sucesión en la posesión es una simple
consecuencia del régimen general de la herencia, en cuya virtud la successio
in ius defuncti es aplicada a la usucapión. Como se trata de una única
posesión, el heredero continúa la posesión del difunto, con el mismo título y el
mismo calificativo de buena o mala fe. En consecuencia, si el causante era
poseedor de mala fe, el heredero que continúa su posesión será igualmente de
mala fe, aunque personalmente ignore la existencia del vicio, si el causante era
de buena fe, el heredero será igualmente poseedor de buena fe, pese a que
tenga plena conciencia de que con su posesión afecta el derecho de otro. La
usucapión iniciada por el causante continúa durante el período de yacencia
hasta la toma de posesión por el heredero, pero si en ese lapso otro hubiese
poseído la cosa la usucapión resulta interrumpida.
En la accessio possessionis no hay una posesión única que se continúa, sino
dos posesiones que se unen. Originaria del interdicto utrubi, fue aplicada luego
a la longi temporis praescriptio y por último a la usucapio y se refería a la
posesión del adquiriente a título singular, como así también a la mera posesión
del difunto respecto de la cual no había sucesión. Como se trata de dos
posesiones que se unen (la del anterior y la del sucesor singular), la segunda
posesión debe reunir todos los requisitos de la usucapión lo mismo que la
primera, especialmente la iusta causa y la bona fides a su inicio; no opera de
pleno derecho, sino que es facultad del usucapiente unir la posesión de su
autor a la suya, razón por la cual la mala fe del antecesor no la perjudica (como
ocurre necesariamente en la succesio possessionis) pues en tal caso no es
posible la accessio possessionis.
3) En tercer término, la posesión continua e ininterrumpida de la cosa debe
prolongarse por el tiempo que marca la ley para producir la adquisición del
dominio por usucapión. Como ya se ha visto, en la época clásica se requería el
transcurro de dos años para la usucapión de los fundos y de un año para la de
las demás cosas. El derecho justinianeo adopta los plazos de la longi temporis
praescriptio: el término de la prescripción adquisitiva en materia inmobiliaria es
de diez años entre presentes y de veinte entre ausentes, en tanto que para los
bienes muebles se requieren tres años sin distinción entre presentes y
ausentes.
4) No basta para la usucapión la posesión continua e ininterrumpida durante el
tiempo legal; es menester la concurrencia de una iusta causa o justo título. Si
bien los romanos no conocieron la iusta causa como categoría general sino
iustae causae singulares, taxativamente establecidas, pueden ser definidas
como "el momento o la relación (con un individuo determinado o con toda la
sociedad) que demuestra positivamente la ausencia de lesión a otro en la toma
de posesión y, por lo tanto, que ofrece una efectiva justificación de la toma de
posesión" (Bonfante). Así, hay iusta causa cuando se toma la posesión de una
cosa abandonada por quien no es dueño (pro derelicto), cuando lo es de una
cosa dada en pago (pro soluto), o a título de donación (pro donato) o de dote
(pro dote). En cambio, no hay iusta causa cuando la cosa, por ejemplo, ha sido
recibida en virtud de una locación o de un comodato.
5) Por último es menester que la posesión sea de buena fe, esto es tener la
convicción de que no se perjudica a nadie poseyendo la cosa. La buena fe
debe existir al momento de la toma de posesión, razón por la cual es
irrelevante la mala fe sobreviniente (mala fides superveniens non nocet).
* Requisitos de la usucapión extraordinaria *
Una constitución probablemente de Constantino concedió al poseedor la
posibilidad de repeler la reivindicatio una vez transcurrido el plazo de cuarenta
años (praescriptio quadraginta annorum). Teodosio II, por su parte, estableció
en el año 424 d.C la prescripción treintañal de todas las acciones reales o
personales. Justiniano concedió efecto adquisitivo a esta praescriptio siempre
que fuese de buena fe, pudiendo comprender las res publicae por ejemplo.
Praescriptio longi temporis
Hemos visto que la usucapión, que fue un modo de adquisición de la propiedad
ex iuire civilis, sólo aprovechaba a los ciudadanos romanos y recaía
exclusivamente sobre cosas susceptibles de dominium ex iure quiritium, de
donde resultaba que no podían invocarla quienes fueran ocupantes de los
fundos provinciales, porque en las provincias el derecho que podía ejercer una
persona sobre un fundo tenía las características de una propiedad imperfecta,
basada fundamentalmente en el hecho de la ocupación.
Como tal estado de cosas no acordaba al poseedor una defensa que le
permitiera rechazar cualquier intento de perturbación a su derecho, en la época
imperial, se creó para defender la larga posesión de un fundo (longa possessio)
una exceptio temporalis que tomó el nombre de praescriptio longi temporis.
En su comienzo la prescripción de largo tiempo no hacía adquirir la propiedad
provincial ni autorizaba a reivindicar la cosa sino solo jugaba como una defensa
que podía usar un poseedor para repeler la acción del propietario. Sin
embargo, en la práctica, esta institución llegó a adquirir el rango de la
usucapión por sus efectos, exigiéndose para que la misma se operase los
requisitos de justo título, buena fe y el transcurso de un tiempo determinado por
la ley.
Con la legislación justinianea el término usucapión es empleado sólo para la
adquisición de las cosas muebles, con excepción de las robadas, fijándose el
plazo en tres años, en tanto que el de prescripción fue reservado para la
adquisición de los bienes inmuebles que se cumplía a los diez años entre
presentes (ínter praesentes), y a los veinte entre ausentes (ínter absentes),
según que el propietario y la cosa poseída por otro se encontrare o no en la
misma provincia o municipio.
La legislación romana, contemplando los casos en que faltaba alguno de los
requisitos necesarios para que se operara la usucapión, creó la praescriptio
longissimi temporis, como una variante de la anterior, mediante la cual el
poseedor podía llegar a adquirir la propiedad de una cosa mueble o inmueble
por el transcurso de treinta años, sin necesidad de justo título. Esta institución,
que exige una posesión iniciada con buena fe, tuvo su origen en una
constitución de Teodosio II del año 424 d.C que decidió que todas las acciones
personales o reales, salvo la hipotecaria, se extinguían en principio a los treinta
años.
Se exceptuaban de esta prescripción los fundos dotales, los bienes que
componían el peculio adventicio de los hijos de familia, las cosas substraídas
con violencia y las cosas sagradas, las santas y las públicas del pueblo
romano, las ciudades y también los hombres libres. Para el Estado, las Iglesias,
las comunidades menores u obras pías, el plazo de prescripción se elevó a
cuarenta años, como una forma de proteger los bienes que por integrar el
acervo (conjunto de bienes o valores morales o culturales que pertenecen a un
grupo) de dichos entes resultaban de interés público.
Modos derivados
Hemos manifestado al comenzar el estudio de los modos de adquirir la
propiedad que se llaman derivativos todos aquellos en los que la adquisición
del dominio se produce por traslación de los derechos de un anterior
propietario. Importan, pues, auténticas sucesiones, ya que llevan implícito el
cambio de titular en la relación jurídica. Sucesiones que pueden ser a titulo
universal si tienen por objeto la totalidad de un patrimonio, o a título singular,
cuando se transmiten determinados bienes corpóreos o incorpóreos.
En esta parte estudiaremos los modos derivativos de adquisición de la
propiedad, esto es, sucesiones particulares inter vivos, en las que el sujeto que
adquiere la propiedad tiene que respetar los derechos reales establecidos
sobre el objeto por su predecesor por aplicación de la regla de que "nadie
puede transmitir más derechos que los que él mismo tiene". Entre los modos
derivados de adquirir la propiedad encontrarnos los que han sido reconocidos
por el derecho civil, como son la mancipatio y la in iure cessio, y uno ya
consagrado por el derecho de gentes, la tradición (traditio).
La mancipatio
Entre los más típicos negocios formales del derecho romano se cuenta la
mancipatio, fue ya conocida antes de la ley de las XII Tablas y consistía en el
cambio de una cosa por una cantidad de dinero, acto que debía hacerse en
presencia del pueblo y en el que el enajenante daba la cosa y el adquirente el
precio en dinero que era valorado por su peso, por lo cual debía ser pesado en
una balanza. Más tarde no se pesó ya el dinero pero siguió usándose la
balanza y lo que en su origen fue real pasó a tener un carácter meramente
simbólico. La mancipación era un acto solemne que se llevaba a cabo en
presencia de cinco testigos que probablemente representaban a las cinco
clases del pueblo, participando también del mismo una sexta persona, el
libripens que era quien sostenía la balanza. Los intervinientes en el acto debían
ser púberes, ciudadanos romanos y gozar del commercium.
Tratándose de la adquisición de una cosa a título oneroso por mancipación, el
precio solía ser representado por un lingote de cobre o una pequeña moneda
que el adquirente ponía en la balanza (peraes et libram) y de este modo se
operaba la transferencia de la propiedad al adquirente ex iure quiritium. Era
necesario también que la cosa que se trataba de transferir estuviera presente,
a menos que fuera un inmueble en cuyo caso no se exigía tal requisito, porque
la mancipación quedaba concluida cuando la persona que adquiría tomaba el
objeto con la mano aprehendiéndolo.
El efecto de la mancipatio era el de operar la inmediata transferencia de la
propiedad ya que ésta no podía ser sometida a término ni a condición alguna,
pues las palabras pronunciadas por el adquirente afirmaban un derecho actual
y cierto. Era permitido, sin embargo, incorporar al acto cláusulas adicionales,
como la reserva de un usufructo o de otra servidumbre, a favor del enajenante
que producían todos sus efectos y eran amparadas por el derecho civil.
También la mancipación producía el efecto de otorgar al adquirente el ejercicio
de acciones especiales, la actio de modo agri y la actio auctoritatis. La primera
denominada también acción de continencia, era de carácter penal y se daba
contra el enajenante de un fundo que tuviera medidas inferiores a las fijadas,
imponiéndole a favor del comprador una multa consistente en el doble del valor
de la extensión faltante. La segunda, que se concedía al adquirente de una res
mancipi cuando hubiera sufrido evicción, es decir, si fuere privado del objeto
adquirido por la reivindicación ejercida por el verdadero propietario, lo
autorizaba a reclamar del enajenante el doble del precio pagado por la cosa.
La mancipatio, que tuvo aplicación hasta la época clásica, comenzó a perder su
importancia práctica, desapareciendo cuando la categoría de las res mancipi no
fue tenida más en cuenta y con Justiniano quedó formalmente abolida porque
la legislación romana había adoptado a la tradición como único medio idóneo
para transferir la propiedad.
La In iure cessio
De la misma manera como la mancipación producía la transferencia de la
propiedad bajo la garantía del pueblo que figuradamente estaba dada por la
presencia de los cinco testigos, la in íure cessio tenía los mismos efectos con la
diferencia de que el acto se efectuaba bajo la garantía de la autoridad
constituida. Se trata de un modo de adquirir la propiedad que se remonta, al
igual que la mancipación, a una época anterior a la ley decemviral (XII Tablas)
y consistía en un pleito simulado o ficticio (lis imaginaria), en el que el
adquirente fingía reivindicar la cosa que en realidad deseaba adquirir.
La cesión ante el pretor, según nos explica Gayo, "se hacía ante un magistrado
populi romani, como el pretor urbano o el gobernador de provincia, ante quien
el adquirente o cesionario sujetaba el objeto a adquirir y afirmaba que le
pertenecía por derecho de los quirites". Una vez que quedaba formulada la
reclamación el pretor interrogaba al cedente o enajenante si se oponía a la
pretensión del actor y en caso de que aquél aceptara o callara adjudicaba el
objeto a quien lo había reclamado como propio. Resulta así que la in iure
cessio no es otra cosa que un proceso ficticio de reivindicación bajo el régimen
de las acciones de la ley, en el que las partes están de acuerdo y donde el acto
concluía en la etapa in iure por la conformidad expresa o tácita que el
demandado prestaba a la reclamación del demandante.
La in iure cessio, que llegó a aplicarse a un mayor número de instituciones
jurídicas que la mancipatio ya que fue utilizada aun a derechos que se referían
a las relaciones de familia, corrió igual suerte que la mancipación, pues
también desapareció como medio de transmisión del dominio, especialmente
por el reemplazo del sistema de las acciones de la ley por el procedimiento
formulario y por el auge que la tradición adquirió como medio de transmisión de
derechos.
La traditio
En un sentido lato se entiende por tradición el hecho de poner a alguien en
posesión de una cosa, significando en sentido estricto la entrega de una cosa
hecha por el propietario (tradens) a otra persona (accipiens) con la intención de
que éste ocupe su lugar. Este modo de adquirir del derecho de gentes pronto
se impuso en el Derecho Romano porque nada puede ser más conforme a la
equidad natural que se tenga por válida la voluntad del dueño de transferir a
otro una cosa que le pertenece.
Las condiciones necesarias para poder adquirir la propiedad por tradición se
refieren a las personas que intervienen en el acto; a la intención de enajenar y
de adquirir; y a la remisión de la posesión de la cosa que se transmite.
Con referencia a las partes se exigía que tanto el que enajena como el que
adquiere sean personas capaces de enajenar y de adquirir, requiriéndose
además en el transmitente el carácter de propietario, porque nadie puede
transferir a otro un derecho más extenso del que él tiene. Esta regla tenía su
excepción en aquellos casos en que la venta era efectuada por el Estado, por
el emperador o por el acreedor hipotecario quienes, no obstante no revestir el
carácter de propietarios de las cosas que vendían, transmitían la propiedad a
los adquirentes. Aun cuando fueran propietarios no podían enajenar los
infantes, los locos y los pródigos porque padecían de una absoluta incapacidad
de obrar.
Para que exista tradición también era necesario que la entrega de la cosa se
hiciera con la intención común del tradens de transferir la propiedad y del
accipiens de adquirir la misma. Algunos autores consideran que como motivo
determinante de la voluntad de las partes debía de existir una iusta causa
traditionis, entendiendo por tal una convención o un hecho no reprobado por la
ley que evidenciare la voluntad de ambas partes de transferir y de adquirir la
propiedad. Este criterio ha sido contradicho por otros tratadistas que sostienen
que, para que exista tradición, no es menester que haya una iusta causa,
porque el elemento intencional queda concluido desde el momento en que se
ha manifestado la voluntad de transferir y de adquirir la propiedad. Es así,
expresa Maynz, que la tradición puede llevarse a cabo por un motivo que no
existe y aun cuando existiera disentimiento entre las partes acerca de los
motivos o causa de la transferencia, siempre que estuvieran de acuerdo sobre
la transferencia misma.
La voluntad de las partes no era suficiente para que se operara la transferencia
de la propiedad mediante la tradición, pues era preciso que la intención de las
mismas tuviera una manifestación exterior. Fue así que se exigió, además, la
remisión de la posesión que consistía en el acto por el cual el tradens ponía al
accipiens en posesión de la cosa, importando poco que la misma se efectuara
por el propio titular de la cosa o por un representante suyo y que la entrega se
hiciera directamente al adquirente o a su representante. La tradición podía
también ser efectuada a personas indeterminadas como ocurría cuando el
magistrado arrojaba monedas al pueblo que eran adquiridas por quienes las
recogieran (traditio in incertam personam).
La remisión de la posesión se manifestó en el Derecho Romano primitivo como
una pura expresión material ya que cuando se transfería un mueble debía éste
pasar de la mano del tradens a la del accipiens y cuando se tratara de un
inmueble era necesario que el adquirente entrara en el mismo. Esta exigencia
fue con el tiempo suavizándose hasta que, en la época clásica, llegó a
admitirse la posibilidad de efectuar la tradición sin que se cumpliera
estrictamente con la remisión de la posesión, situaciones contempladas en las
fuentes y que los comentaristas han calificado con la denominación de traditio
ficta, designación que proviene de considerar que el acto de la tradición no se
ha llevado a cabo realmente sino en forma ficticia.
Puede suceder que una persona poseyera a título de locatario o simple tenedor
sin animus domini una cosa que perteneciere a otro sujeto y que luego
resolviera comprarla. En este caso es evidente que el vendedor no tiene
necesidad de hacer la tradición real de la cosa porque el comprador tiene ya el
poder físico sobre la misma y ello hace que adquiera la propiedad sin un acto
de aprehensión efectivo. Este supuesto configura la llamada traditio brevi
manu. En el caso inverso, es decir, cuando el que posee la cosa en nombre
propio la enajena a otra persona conservándola en su poder a título de
arrendatario, también se opera la transferencia de la propiedad sin un acto
material de remisión de la posesión, presentándose otro caso de tradición ficta
conocido con el nombre de constitutum possessorium. Igualmente, cuando se
transfirieran bienes muebles o inmuebles que el adquirente tenía a su alcance y
podía disponer a voluntad, era posible reemplazar la entrega de la cosa por su
indicación o señalamiento, produciéndose así el caso de la traditio longa manu.
Por último, se admitió que la entrega de un símbolo o la realización de un acto
simbólico era suficiente para operar la tradición, como en el caso de la entrega
de las llaves del negocio cuando se transfiriera un fondo de comercio o la
entrega del instrumento justificativo de la propiedad del enajenante, supuestos
que configuran la llamada traditio simbólica.
La publicidad en la adquisición de la propiedad inmueble en Roma se redujo a
la que era dada por la presencia de los testigos y el libripens en la mancipatio,
por la intervención del magistrado en la in iure cessio y por el hecho de la
posesión pacífica y continua tenida a la vista de todo el pueblo en la traditio. El
Derecho Romano no arbitró otros medios prácticos tendientes a hacer conocer
a terceros, el estado y condiciones en que se ejercía el dominio por los
particulares porque careció de un sistema basado en el establecimiento de
registros inmobiliarios, conocido y aplicado por pueblos sometidos a la
denominación romana como los egipcios. En efecto, en el primer siglo de la era
cristiana en Egipto se crearon registros inmobiliarios con una doble finalidad,
una privada, destinada a precisar y fijar los límites y alcance de la propiedad de
los particulares y otra pública, tendiente a asegurar el control del Estado sobre
dichas propiedades con miras al cobro del impuesto inmobiliario.

III. Defensa de la propiedad


A. Noción
La amplitud que el Derecho romano reconoció a la propiedad exigía una
adecuada tutela, esto es el otorgamiento de defensas legales para evitar a sus
titulares cualquier perturbación. La protección de la propiedad varió en los
medios para hacerla efectiva según la naturaleza del ataque al que se opone la
defensa acordada por la ley.
Cuando se trataba de privar al propietario de la posesión de la cosa sobre la
que ejercía el dominio, el derecho romano le confirió la típica actio in rem, la
reivindicatio, si era un propietario ex iure quiritium, y la actio Publiciana, para el
propietario bonitario. En caso de que se pretendiera disminuir el derecho de
goce de la cosa, como si alguien se atribuyera un derecho de servidumbre o
usufructo sobre ella, la legislación romana confirió al dominus el ejercicio de la
actio negatoria o negativa. Contra pequeñas perturbaciones de la propiedad,
especialmente derivadas de las relaciones de vecindad, correspondían al
propietario otros medios de defensa, como la actio aquae pluviae arcendae, la
cautio damni infecti, la operis novi nuntiatio y el interdictum quod vi aut clam, el
de arboribus caedendis y el de glande legenda.
Como la mayoría de estos medios de defensa de la propiedad han sido
estudiados en los lugares correspondientes, ya al tratar la propiedad bonitaria o
pretoria, ya al determinar las restricciones y límites al dominio, sólo
consideraremos en esta parte la acción reivindicatoria y la negatoria, que
fueron los recursos específicos que el derecho romano creó para proteger el
dominio. Haremos también referencia a la operis novi nuntiatio y al interdicto
quod vi aut clam, que no fueron materia de tratamiento al estudiar las
limitaciones al derecho de propiedad.
La acción reivindicatoria
Es la acción real acordada exclusivamente al propietario civil, es decir quien
tiene el dominio de la propiedad quiritium (ejercida por un ciudadano romano,
con respecto a una cosa mueble o inmueble romana y adquirida por un medio
romano) de una cosa, de la que ha sido desposeído, a fin de obtener su
restitución.
La acción debe ejercitarse contra el poseedor de la cosa, en esto Justiniano
difiere ya que él sostiene que la posibilidad de demandar puede ser tanto del
poseedor como del propietario.
Esta postura se sostenía en las primeras épocas del Derecho Romano en
donde ambas partes invocaban el derecho por medio de una “apuesta”.
Es importante destacar que mientras el propietario no probara su derecho
sobre la cosa, el poseedor la mantenía en su poder aunque él tampoco pudiera
demostrarlo. Si la cosa era mueble el magistrado podía depositarla en un
tercero durante el trámite interdictal.
En la época clásica los juicios se realizaban por fórmula petitoria, ya no por
apuesta y se hacía efectiva la restitución de la cosa. El propietario poseía el
carácter de actor, y el poseedor de demandado.
Sujetos
Las partes implicadas en la acción reivindicatoria eran dos: por un lado, el
demandante quien se dice o cree dominus ex iure quiritium en el Derecho
Clásico o simplemente propietario en el Derecho justinianeo, es decir sujeto
activo, quien se cree propietario y que se ve privado de la posesión de la cosa;
y por el otro, el demandado o sujeto pasivo que es quien posee la cosa y contra
se ejercita la acción. Existen dos posibles demandados: el de buena o el de
mala fe. Si el demandado no contradecía la afirmación se ponía al demandante
en posesión de la cosa.
Prueba
Antiguamente en el procedimiento de la legis actiones ambas partes debían
proporcionar las pruebas del derecho discutido. Luego sólo correspondía el
onus probandi; es decir, la carga probatoria, a quien invoca el derecho de
dominio sobre la cosa; siendo la prueba gravosa y complicada. Cuando el
demandante no había adquirido su derecho de un modo originario, debía
demostrar que él y quien se la transmitió, y aquél de quien éste la recibió y así
hasta llegar a alguien que la hubiera adquirido de un modo originario. Esto se
desvanece si el demandante prueba que él o de quien devenía la cosa había
usucapión.
Efectos
La Acción Reivindicatoria tenía como resultado el reconocimiento del derecho
del dominus (propietario) invocado por éste y así poder disponer de la cesación
de la perturbación producida por el demandado, para que a través de la
pronuntiatio dictada por el juez pudiera recuperar el dominio sobre su
propiedad. Habiendo reconocido la pretensión del accionante, el juez dictaba
un plazo para que el demandante restituyera la cosa de igual forma a como la
encontró, si el demandado devolvía la cosa quedaba absuelto, sino debía
pagar una suma por el perjuicio ocasionado. La devolución implicaba tres
cuestiones:
• La de los frutos y accesiones de la cosa: la cosa se restituía cum sua causa,
con todos sus frutos y accesiones, se devolvían los frutos a quien había sido
poseedor de buena fe; por ejemplo en el Derecho Clásico el poseedor de
buena fe hacía suyos los frutos que percibió antes de la litis contestatio, y en el
Derecho Justinianeo devolvía todos los que subsistiesen indistintamente de la
época en que hubiesen sido percibidos, haciendo propio aquellos que había
consumido durante su posesión.
• La de los deterioros sufridos por la misma: podrían ocurrir dos casos:
- De mala fe: el poseedor responde por los deterioros sufridos por la cosa antes
de la litis contestatio o aun cuando hayan sido producidos fortuitamente;
constatando el carácter vicioso de su posición (salvo en el Derecho Justinianeo
cuando éste demostraba que el daño se habría producido aún si el propietario
hubiera tenido la cosa).
- De buena fe: respondía sólo por los deterioros causados por su culpa luego
de la litis contestatio, habiendo hecho suyos los frutos antes de la litis
contestatio.
• En cuanto a los gastos que el poseedor hubiera hecho de ella: se distinguen
tres grupos:
- Impensae necessariae: los indispensables para la conservación del objeto
- Impensae utiles: los que mejoran o aumentan su rendimiento o valor
- Impensae voluptuariae: los de mero embellecimiento o lujo
Acción negatoria
Al enumerar los medios de defensa que el Derecho Romano otorgaba al
propietario hemos dicho que, cuando la propiedad era atacada de manera que
el derecho de goce inherente a la misma se viera aminorado por la actividad de
un tercero, el dominus estaba provisto de una acción especial, la actio
negatoria o negativa, que se le concedía para oponerse a quien se atribuyera
un derecho de servidumbre o de usufructo sobre su cosa, a fin de que el juez
declarase la inexistencia de tales gravámenes. De esta manera la acción
negatoria vino a subsanar el inconveniente de la reivindicatio que sólo jugaba
en los casos de desposesión total y no para defender el derecho de propiedad
cuando fuera parcialmente lesionado
Para que esta acción se acordara era necesario que los hechos que
perturbaran la disposición de la cosa por el propietario configuraran un real
atentado a la plenitud del derecho de goce, porque de consistir en un mero
ataque accidental, sólo cabría una acción personal contra quien lo produjere.
Producida la lesión era indiferente la mayor o menor gravedad de la misma así
como también que el perturbador se encontrare en posesión del ius in re alieno,
pues es suficiente para la procedencia de la acción que exista un acto lesivo al
derecho de propiedad y la pretensión del atacante de tener sobre el inmueble
un gravamen real.
La acción negatoria compete al propietario del inmueble quien, para valerse de
la misma, debía justificar su derecho de propiedad y demostrar la lesión que ha
sufrido por el hecho de un tercero, mientras corría a cargo de éste probar el
derecho negado por aquél. Si el fundo afectado perteneciera a varias personas,
cada condómino podía intentar in solidum la acción negatoria y la sentencia
obraba a favor o en perjuicio de todos los copropietarios.
La sentencia que el juez dictaba en este tipo de acción, debía declarar que el
derecho de propiedad no estaba sometido al gravamen del que el demandado
pretende ser titular y, como consecuencia, ordenar a éste que restituya al
demandante la plenitud del derecho que él detenta, libre de toda servidumbre.
Si el accionado se allanaba voluntariamente a la acción era absuelto, caso
contrario era condenado al pago de una cantidad igual al valor del perjuicio,
ocasionado por la falta de restitución del bien a su estado primitivo. La
declaración judicial hacía volver las cosas al estado anterior a la lesión
provocada por el demandado y por ello, cualquier daño que el mismo hubiera
causado con motivo del ejercicio abusivo del gravamen que se había atribuido,
debía ser indemnizado al actor. El demandado que hubiera sido condenado
podía ser además obligado a prestar caución de que se abstendría de
ocasionar nuevas molestias o perturbaciones (cautio de amplius non turbando).
Unidad 10
I. Copropiedad o condominio
A. Noción
Si bien en principio el Derecho Romano se oponía a que dos o más personas
tuvieran cada una de ellas la propiedad sobre la misma cosa por entero, ello no
impedía que una cosa pudiera llegar a pertenecer a varios propietarios en
común, porque como expresa Ulpiano, "no puede ser de dos íntegros el
dominio o la posesión ni cualquiera ser señor de parte de la cosa, sino que
tiene en parte el dominio de toda la cosa sin dividir". Los romanos expresaban
esta relación diciendo que los titulares "tenían la cosa pro indiviso, esto es, no
como si el todo fuese de cada uno sino sólo por partes indivisas, de suerte que
tengan las partes de la cosa más bien intelectual que corporalmente". Esta
pluralidad de derechos de propiedad sobre una misma cosa se denomina
copropiedad o condominio (communio).
Siendo el derecho de propiedad exclusivo por naturaleza, dado que la cosa no
podía pertenecer in solidum a varios individuos, la concepción romana del
condómino consistió en admitir una comunidad por cuotas ideales sin
asignación de partes físicas, en la que todos los sujetos conjuntamente tienen
el dominio sobre la cosa, pero ninguno de ellos puede ejercerlo
separadamente, sea con relación a toda ella, sea respecto a una parte
materialmente determinada de la misma.
Régimen legal del condominio romano
En el condominio romano hay unidad de objeto y multiplicidad de sujetos y de
derechos. En efecto, la unidad de la cosa resulta clara porque se trata de una
cosa común; si no hubiera una sino dos o más cosas cuya propiedad
correspondiera singularmente a cada persona, no habría ciertamente
condominio sino propiedad exclusiva de cada una de las personas sobre cada
una de esas cosas. En el condominio hay una sola cosa que pertenece o es
propiedad de varios, cada uno de los cuales es propietario.
Pero como es imposible concebir el dominio entero, íntegro, in solidum de
varias personas sobre una misma cosa, si bien ese derecho de cada uno no
recae sobre una parte de la cosa sino sobre toda la cosa, resulta limitado por el
derecho similar que tienen los demás copropietarios.
Por esa causa, porque el derecho de cada condómino recae sobre la cosa
toda, resulta explicable que si uno de ellos renuncia a su derecho, su cuota es
adquirida ipso iure por los demás (ius adcrescendi: derecho de acrecer). Así,
en el período clásico, si un condómino manumitía al esclavo común ello no
tenía otro efecto que hacerle perder su derecho, el que era adquirido por los
demás copropietarios. El sistema en este aspecto fue modificado por
Justiniano, considerando válida la manumisión sin perjuicio que el otro
condómino fuese indemnizado.
Sentados estos principios, corresponde referirse a las facultades de los
condóminos, a cuyo efecto resulta conveniente distinguir entre los actos de
disposición jurídica y los de disposición material.
Con respecto a los primeros (actos de disposición jurídica), cada condómino
puede ejercitar libremente sus facultades, pero debe hacerlo pro parte, es decir
en proporción a su cuota, porque de lo contrario estaría disponiendo de lo
ajeno. Así, puede enajenarla -sea en virtud de una compraventa, donación
legado, etc.- con lo que otra persona viene a reemplazarlo en su lugar. Puede
asimismo gravar su cuota con una hipoteca o constituir un usufructo, pero no
una servidumbre, dada la indivisibilidad de ese ius in re. A ese efecto, sea del
lado activo como del pasivo, será imprescindible el concurso de la voluntad de
todos los condóminos. De la misma manera, cada condómino está legitimado
activa y pasivamente pro parte para la reivindicatio, para la actio legis Aquiliae
y para la cautio damni infecti. Sin embargo, podía accionar o ser demandado in
solidum en el caso de la acción confesoria, de la negatoria y de la arboribus
caedendis.
En cuanto a los actos de disposición material de la cosa, corresponde referirse
a la percepción de los frutos y al uso de la cosa. Como dueño que es, el
condómino adquiere por la mera separación los frutos de la cosa común,
aunque -como es lógico- en proporción a su cuota, pro parte. Así, si cada
condómino tiene una cuota parte equivalente al tercio de la cosa, adquirirá la
tercera parte de los frutos que ella produzca. Lo mismo ocurre con las
adquisiciones de los esclavos comunes; sin embargo, si alguno de los
condóminos, no puede adquirir esa cosa, su cuota al respecto se divide entre
los demás (ius adcrescendi). En lo que a las facultades de usar la cosa se
refiere, cada condómino puede hacerlo, siempre que no medie la prohibitio de
otro. Así, no puede un copropietario hacer innovaciones, construcciones o
demoliciones si otro ejercita el ius prohibendi, pero aun contra la voluntad de
los demás puede realizar las reparaciones necesarias para conservación de la
cosa y tiene el derecho de exigir a los demás el pertinente reembolso
proporcional de los gastos. Si alguno de los condóminos no hace frente a la
contribución a su cargo dentro del lapso de cuatro meses, pierde de su cuota
parte en el condominio en beneficio del comunero que adelantó el gasto.
La gestión de la cosa común puede ser realizada por todos los condóminos
juntos o por alguno de ellos, debiendo dividirse en proporción a las cuotas de
cada uno los frutos y los gastos, y si alguno causó un daño a la cosa común
por su culpa, debe responder frente a los demás.
La relación precedente pone de manifiesto una situación de equilibrio inestable
en el condominio romano. Por esa causa no puede renunciarse a pedir la
división de la cosa o convenirse que la copropiedad tenga carácter perpetuo,
aunque en el periodo justinianeo es lícito convenir que el estado de indivisión
se mantenga por un tiempo determinado.
El condominio concluye cuando los copropietarios así lo deciden o cuando
cualquiera de ellos lo reclama, a cuyo efecto resulta idónea la actio communi
dividundo, la que en el derecho justinianeo regula toda relación entre los
condóminos aun durante la existencia de la comunidad.
Si la naturaleza de la cosa lo permite, la división podrá hacerse asignando a
cada condómino una parte determinada de la cosa, sobre la cual se adquiere
un dominio exclusivo. Ello ocurrirá, por ejemplo, si se tratase de un fundo, en
cuyo caso se formarían lotes en proporción a las cuotas y se adjudicarían a los
condóminos. Si en base a la sola extensión de los lotes no fuera posible lograr
una división equitativa, sea porque unos resultaren más valiosos o mejor
ubicados que otros, el juez podría compensar las diferencias mediante
asignaciones de mayor o menor superficie o mediante la constitución de
servidumbres. Incluso, si la cosa fuere indivisible, podría adjudicarla a uno solo
de los condóminos e imponerle la carga de compensar económicamente a los
demás.
La actio communi dividundo
Considerada la comunidad jurídica de propietarios como un estado
conceptualmente transitorio, la legislación romana tendió a facilitar su
disolución, facultando a los copartícipes a convenir o a exigir en cualquier
momento la división de la cosa común. De esta manera la extinción del
condominio podía operarse voluntariamente, cuando los copropietarios
decidían de común acuerdo dar fin al estado de indivisión practicándose la
partición conforme a lo estipulado entre ellos, valiéndose de mancipationes o
in iure cessiones. No existiendo acuerdo y mediando oposición a la división por
alguno de los condóminos, tenía lugar por vía de acción, mediante el ejercicio
de la actio familiae erciscundae aplicable a la comunidad existente entre
coherederos, de la actio communi dividundo que se daba para disolver
cualquier condominio, que no proviniera de una herencia y de la actio finium
regundorum que jugaba para separar los límites de dos heredades (Porción de
terreno cultivado perteneciente a un mismo dueño) que estuvieran confundidas.
De estas acciones, que en el derecho justinianeo se configuran como acciones
mixtas (tam in rem quam in personam), sólo estudiaremos la actio communi
dividundo, porque de la actio familae erciscundae hablaremos al tratar de la
partición de los bienes hereditarios.
La actio communi dividundo, era otorgada a aquellos que tenían, derechos
comunes de propiedad o que estaban vinculados por una comunidad de
derechos reales, y aún a los poseedores de buena fe de cosas corporales o de
un iura in re. Esta acción que era doble por cuanto cada parte revestía el
carácter de actor y demandado a la vez, se caracterizaba no sólo por los
poderes discrecionales de que el juez disponía, sino también porque la acción
estaba dirigida tanto a atribuir la propiedad, decidiendo una cuestión de
carácter real, como a hacer cumplir las obligaciones emergentes de la
comunidad, con lo que se resolvía sobre relaciones de índole personal.
En el juicio de división de la cosa común no se planteaba una controversia
sobre la titularidad del derecho de propiedad sino solo se trataba de resolver un
conflicto de intereses nacido con motivo de la comunidad y al que la sentencia
debía dar fin convirtiendo en propietarios exclusivos de determinadas porciones
a los condueños que hasta ese momento sólo eran titulares de una parte ideal.
Es así que la resolución judicial que procedía a dividir la cosa común, podía
gravarla con servidumbres, atribuirla a uno solo de los condóminos
indemnizando a los otros cuando no fuera posible su división material, o dar la
propiedad a unos y el usufructo a otros, llegando a ordenar la venta del bien en
subasta (licitatio) para dividir el precio obtenido entre los socii. El juez en esta
clase de iudicium procedía a la adiudicatio que el magistrado incluía en la
fórmula y la sentencia que aquél dictaba tenía efecto constitutivo y no
declarativo de derechos, porque la propiedad sobre la cosa adjudicaba se
entendía adquirida desde el día en que se operó la división.
La actio communi dividundo no sólo tenía por objeto regular lo relativo a la
propiedad sino que igualmente regía toda clase de relaciones personales
surgidas durante el estado de condominio entre los copartícipes. De esta
manera al iudex correspondía pronunciarse sobre las prestaciones que debían
satisfacerse entre los comuneros, tales como la rendición de cuentas por las
ventajas y los frutos obtenidos, la indemnización por los daños causados por
quien administraba el condominio, así como sobre la restitución por los gastos
efectuados y los perjuicios que la cosa común hubiera ocasionado al
administrador.

II. Los "jura in re aliena"


Al estudiar el patrimonio y su modo de composición, dijimos que se integraba
por derechos de obligaciones y por derechos reales, y que estos últimos podían
ser de dos clases: derechos reales sobre la cosa propia (iura in re) y derechos
reales sobre la cosa ajena (iura in re aliena). Hemos estudiado ya la propiedad,
esto es, el derecho real por excelencia, que se ejerce sobre la cosa propia.
Analizaremos ahora los derechos que se ejercitan sobre cosas pertenecientes
a personas distintas del titular, razón por la cual se denominan derechos reales
sobre cosa ajena.
Entre estos iura in re aliena se cuentan las servidumbres que, creadas por el
ius civile como una necesidad impuesta por la actividad agrícola y ganadera de
los primeros tiempos de Roma, alcanzaron plena regulación en el derecho
clásico; y la enfiteusis y la superficie, que provienen del ius honorarium y son
una consecuencia del auge que alcanzó en el mundo romano la propiedad
fundiaria. Hay que incluir también entre los derechos reales sobre cosa ajena a
la hipoteca, aunque por su finalidad -dar seguridad al cumplimiento de una
obligación-, más propiamente se trata de un derecho real de garantía.

A. Las servidumbres
Concepto y clasificación de las servidumbres
El vocablo servidumbre, que proviene de servus y que tiene su equivalente en
la voz latina servitus, indica una relación de sumisión, una restricción a la
libertad. Aplicado el término los derechos reales, se entiende por servidumbre
el derecho sobre la cosa ajena constituido sobre un fundo y en ventaja de otro
fundo (servidumbres prediales o reales: servitutes praediorum o rerum) o sobre
cualquier cosa corporal y en ventaja de una persona (servidumbres personales:
servitutes personarum).
El amplio y difundido concepto de servidumbre, y su distinción en las dos
especies señaladas, ha sido impuesto por la compilación justinianea, ya que
hasta entonces el derecho romano habría reducido la idea de servidumbre a las
servitutes praediorum. Las servidumbres personales —usufructo, uso,
habitación, operae servorum— constituyeron para el derecho clásico figuras
especiales y autónomas de derechos reales sobre cosa ajena.
Siguiendo la tradicional distinción justinianea, estudiaremos separadamente las
servidumbres reales y las servidumbres personales. De estas segundas, en
especial el usufructo, no sólo porque alcanzó gran importancia entre los iura in
re aliena, sino también porque su desarrollo normativo, en lo concerniente a los
modos de constitución y extinción y a la tutela judicial, estaba elaborado a
imagen del de las servidumbres prediales, No obstante, es de hacer notar, con
Arangio Ruiz, que servidumbres reales usufructo sólo tienen en común la
circunstancia de ser derechos reales sobre cosa ajena.
Características generales de las servidumbres
En materia de servidumbres rigen los siguientes principios o características
generales:
- La servidumbre se establece en razón de la utilidad objetiva del fundo.
Ejercitada dentro de los límites de las necesidades del fundo al que benefician,
no puede desligarse de éste, ni enajenarse como derecho independiente.
- La utilidad debe ser permanente
- Los fundos han de ser vecinos: Vecinos no se traduce necesariamente por
contiguos.
- No cabe ser propietario de una cosa, a la vez que titular de una servidumbre
constituida sobre la misma cosa
- La obligación impuesta al propietario del fundo sirviente ha de ser de carácter
negativo: El propietario del fundo sirviente debe tolerar que otro haga o
abstenerse de hacer algo.
- La servidumbre es indivisible porque es indivisible la situación jurídica.
- Al propietario del fundo dominante no le es permitido dar en usufructo, prenda
o arrendamiento la servidumbre de que es titular
Servidumbres Prediales o reales
Cuando el derecho de servidumbre se establece sobre un fundo en provecho
de otro se configura una servidumbre predial o real, que supone dos inmuebles,
uno que está gravado con ella llamado sirviente, y otro en cuyo beneficio se ha
establecido el derecho real llamado dominante, el propietario de éste puede
aprovecharse de una actividad que se puede desarrollar sobre el sirviente o de
una restricción que se impone al goce de él. Estas servidumbres, no pueden
ser cedidas ni enajenadas separadamente del fundo y siguen la suerte del
inmueble en caso de sucesivas transmisiones.
* Clasificación *
Las servidumbres prediales pueden clasificarse en rústicas o urbanas, lo cual
no depende de si la ubicación de los fundos es en el campo o en la ciudad; sino
de la necesidad que se procura satisfacer o de la utilidad del fundo que se
quiere beneficiar. Las que buscan satisfacer las necesidades de los edificios se
denominan urbanas y las que atiende las necesidades de la producción rural se
llaman rústicas.
* Servidumbres prediales rústicas *
En las servidumbres prediales rústicas pueden distinguirse:
- Servidumbres de paso: permite pasar a pie, a caballo o en litera por el fundo
sirviente; otras permiten conducir carruajes y tropas de animales.
- Servitus aquaeductus: autoriza a conducir agua a través del fundo sirviente
hacia el dominante.
- Servitus aquae haustus: permite sacar agua del fundo sirviente para atender
las necesidades del dominante.
- Servitus precoris ad aquam adpellendi: permite hacer abrevar el ganado del
fundo dominante en el sirviente.
- Servitus pascui: autoriza a hacer pastar el ganado del fundo dominante en el
sirviente
* Servidumbres prediales urbanas *
Dentro de las servidumbres prediales urbanas encontramos:
- Las de desagüe por tuberías: se refiere al derecho de verter el agua de lluvia
que cae del techo del vecino o a recibirla; hacer pasar las aguas servidas a
través de un conducto instalado en el fundo sirviente.
- Las de apoyo de viga o de muro: derecho a introducir vigas en el muro del
edificio sirviente; otorgar la facultad de apoyar una pared o pilar en la pared del
vecino.
- Las relativas a la luz o vista: veda al propietario del edificio sirviente elevarlo a
más de cierta altura; impedir obras que priven o disminuyan la luz del fundo
dominante.
Servidumbres personales
Hay una servidumbre personal siempre que se haya concedido a una persona
determinada y distinta del propietario, el uso y aprovechamiento de una cosa
con carácter de derecho real.
Las servidumbres personales son inherentes a la persona y suponen esta
individualidad como elemento esencial, constituyéndose a favor de un sujeto
determinado, en consideración a su propio beneficio. Pueden tener por objeto
el simple uso de una cosa configurando la servidumbre de uso, pero cuando el
goce abarca además el derecho a percibir los frutos aparece la más común de
las servidumbres personales: el usufructo. Además de estas servidumbres
surgen la habitación y la servidumbre de uso de un esclavo ajeno, llamada
Operae Servorum.
* Usufructo *
El usufructo es el derecho de usar y percibir los frutos de cosas ajena dejando
a salvo su substancia. El titular de este derecho real recibe el nombre del
usufructuario; el propietario de la cosa afectada, el de dominus propietatis
(dueño de la propiedad), y su derecho, nuda propietas (nuda propiedad).
La titularidad del derecho de usufructo podía corresponder, no sólo a una
persona física, sino también, en el derecho justinianeo a una persona jurídica.
Se trata de un derecho real por lo que sólo puede recaer sobre cosas
corporales. Se puede constituir únicamente sobre cosas ajenas, sean muebles
o inmuebles, siempre que no sean consumibles, es decir que se mantengan
inalteradas pese al goce del usufructuario.
A diferencia de las servidumbres prediales, es un derecho real inherente a la
persona de su titular. Es inalienable y esencialmente temporal.
• Derechos del usufructuario: El usufructuario puede usar la cosa, pero debe
hacerlo conforme a su destino y sin afectar su sustancia, es decir, su estado
actual y destino económico. Su función aparece como meramente
conservadora. Justiniano amplió los poderes del usufructuario, autorizándolo a
abrir nuevas minas y canteras, siempre que ello tornara más productiva la
sustancia.
Además, al usufructuario corresponde el derecho de percibir todos los frutos de
la cosa. El usufructuario puede ejercitar sus derechos por sí o por terceras
personas, estén o no bajo su potestad.
• Obligaciones del usufructuario: El usufructuario resulta obligado a gozar de la
cosa como un buen padre de familia, siendo a su cargo las reparaciones de
mantenimiento, aunque no debe reconstruir lo que se vaya deteriorando por
antigüedad o caso fortuito, respondiendo por su dolo o culpa; debe, devolver la
cosa al nudo propietario al finalizar el usufructo, junto con los frutos no
percibidos y hacer frente a los impuestos y cargas que pesen sobre la cosa.
* Uso *
Es un Derecho Real del cual se puede utilizar la cosa ajena, pero sin tomar en
principio ningún fruto o producto de ella.
Este concepto fue ampliado por la jurisprudencia romana y se reconocieron al
usufructuario ciertas facultades que participaban del frutus.
El derecho real de uso es indivisible e intransferible, pudiendo ejercitarlo el
titular con toda su familia. En cuanto a los derechos del usuario consiste en
principio en limitarse a usar la cosa pudiendo percibir algunos frutos, cuando el
simple uso no le reporta utilidad alguna.
Sus obligaciones son similares a las del usufructuario incluida la de dar
caución, salvo que no responde por las reparaciones de mantenimiento sino en
tanto que su uso prive al propietario de todo producto.
* Habitación *
La servidumbre personal de habitación atribuía a un individuo el derecho de
habitar una casa ajena. Este tipo de servidumbre tiene como fundamento las
presuntas necesidades del individuo a favor del cual la misma se constituye y
esto ha determinado que la legislación romana prohibiera a su titular la cesión
de su ejercicio a título gratuito, admitiendo que el habitator tenía derecho a
arrendar toda o parte de la casa, característica que la diferencia del uso,
porque no estaba obligado a ocuparla por sí mismo.
* Operae Servorum *
Se entiende por operae servorum una servidumbre personal que atribuye a su
titular el derecho de gozar de los derechos de un esclavo ajeno. En la época
clásica la mayoría de los jurisconsultos la habrían considerado como una
modalidad del usufructo. Justiniano la elige también como derecho real
autónomo, dándole un régimen similar a la habitación. El titular de este derecho
puede servirse directamente de los trabajos del esclavo ajeno o locarlo a un
tercero, aunque le estaría vedada la cesión gratuita del ejercicio de su derecho.

B. Constitución de las servidumbres


Época clásica
En esta época no se conocen otros modos de constitución de servidumbres
que las enunciadas por el derecho civil y podía ser constituida directamente.
- por in iure cessio, aplicada a toda clase de servidumbre
- por mancipatio, que se aplicaba a las antiguas servidumbres rústicas que son
res mancipi,
- por reserva de la servidumbre, al efectuarse la enajenación de una cosa
- por legado. El legatum por vindicationem atribuye la servidumbre al legatario
desde el momento en que la herencia es adiada. O por adivdicatio.
- Por adjudicatio, en los juicios divisorios
Época justinianea
Desaparece la distinción entre la res mancipi y nec mancipi, desaparecen
también la mancipatio y la in iure cessio como modos de constitución de las
servidumbres, siendo éstas reemplazadas por el simple acuerdo de voluntades.
Subsiste la adjudicatio, el legado y la deductio que tiene lugar en la traditio,
convertida en modo general de transferencia de la propiedad por acto de inter
vivos. Se termina por reconocer el consentimiento tácito al disfrute de las
servidumbres.
Había otros modos tales como:
- Quasi traditio sive patientia, que se concreta con el tolerar (patientia), el
ejercicio de la servidumbre con la intención de atribuirla.
- Longui temporis praescriptio, establecido el ejercicio de la servidumbre
constituía prueba suficiente de la existencia del derecho. A este efecto era
necesario el ejercicio del derecho público, con justa causa, no vicioso e
interrumpido de la servidumbre, durante diez años entre presentes y veinte
entre ausentes.
- Destino del padre de familia, cuando pasan a propiedad de dos personas
distintas, dos fundos que anteriormente eran de una sola y servían uno al otro,
mediante la enajenación. Se transformarán en servidumbre, los servicios que
prestaban un fundo a otro cuando su propietario era único.
Extinción de las servidumbres
Las servidumbres prediales
Son en principio perpetuas, pero puede ocurrir que ellas se extingan, por
diversas causas naturales o legales, entre las que se encuentran:
- La renuncia del titular del fundo dominante: El propietario del fundo dominante
puede renunciar a la servidumbre constituida a favor de su fundo. En la época
clásica se requiere una mancipatio o in iure cessio, ante lo cual el propietario
del fundo sirviente intentaba una acción negatoria, afirmando la inexistencia de
la servidumbre y aquella no era contestada por el fundo dominante. En el
derecho justinianeo basta el mero pacto.
- La pérdida del fundo dominante del sirviente o de ambos: esto se producía
con la extinción. Si la modificación es temporal la servidumbre no deja de
existir.
- La transformación del fundo dominante en res extra commercium.
- La confusión: cuando el fundo dominante y el fundo sirviente pasan a ser
propiedad de una sola persona, ya que la servidumbre sobre cosa propia no
tiene sentido, es inexistente.
- La prescripción extintiva (non usus): es el no uso en forma absoluta ni por el
propietario, ni por un tercero en su interés de la servidumbre existente en su
favor. En la época clásica las servidumbres rústicas se extinguían cuando no
se las ejercía durante dos años, y tratándose de las servidumbres urbanas era
necesario, además del non usus, una usucapio libertatis de parte del
propietario del fundo sirviente. En el derecho justinianeo, el tiempo marcado
para la extinción por non usus es el de diez años entre presentes y veinte
entre ausentes.
- Destrucción de alguno de los fundos, o deterioros de tal naturaleza que lo
haga inepto para el servicio que prestaba.
Las servidumbres personales
Este derecho está constituido a favor de una persona, y las causas de su
extinción son:
- Por la muerte del usufructuario o de su titular, cabe destacar que nunca pasa
a los herederos, ni usufructuarios.
- Capitis diminutio del usufructuario, con razón de la extinción de la
personalidad civil, desaparece este derecho.
- Destrucción de la cosa, total o parcial si ha perdido sus cualidades esenciales
o no es susceptible de ser destinada al fin para el cual el usufructo ha sido
creado.
- Alteración del valor económico de la cosa.
- Renuncia del usufructuario; en la época clásica podía operarse mediante la in
iure cessio, pero al desaparecer ésta en tiempos de Justiniano podía realizarse
por cualquier acto no formal o bastaba la restitución de la cosa.
- El no uso; si el usufructuario mismo o un tercero en su interés no realizaba
actos de goce y uso en el tiempo que la ley fija.
- La consolidación, adquisición por el usufructuario de la propiedad de la cosa
sobre la que versa su derecho.
- Expiración del término prefijado, el usufructo es por naturaleza vitalicio, puede
en ciertos casos estipularse un plazo de vencimiento. El plazo de ese
vencimiento llevaba a la extinción.
- Confusión; reunión en una misma persona de la calidad de propietario y
usufructuario de la cosa.
Defensa de las servidumbres
Las servidumbres tanto prediales como personales, resultan defendidas
mediante una acción in rem, llamada confesoria, como así también por ciertos
interdictos.
Acción confesoria
Para la defensa de una servidumbre predial o del usufructo es llamada por los
clásicos vindicatio servitutis, en el primer caso, y vindicatio ususfructus, en el
segundo. Según Justiniano tienen por objeto hacer confesar al propietario la
existencia de un derecho de servidumbre sobre una cosa.
La vindicatio servitutis o ususfructus procura el reconocimiento del derecho de
servidumbre y la casación de los actos que impiden o turban su ejercicio. La
acción compete al titular de la servidumbre, quien debe probar la existencia de
su derecho y los actos lesivos. Si se trata de la servidumbre predial, será
necesario probar también el derecho de propiedad respecto del fundo
dominante. La acción se dirige contra el propietario del fundo sirviente, pero
también puede ejercitarse contra cualquier tercero que lesione el derecho de
servidumbre.
Tiene como finalidad el reconocimiento del derecho de servidumbre y como
consecuencia, la cesación de los actos turbatorios, sin perjuicio de la
indemnización por los daños ocasionados. El demandado, si resulta perdidoso,
debe dar la cautio de non amplius turbando, comprometerse a no impedir ni
dificultar el ulterior ejercicio de la servidumbre.
Protección interdicta
Otorgada por el pretor, para las servidumbres prediales rústicas, se concedió el
interdicto itinere actuque privato, a favor de quien ha ejercido una servidumbre
de paso durante treinta días en el año y se le impide pasar; itinere reficiendo,
para la reparación del camino, cuando se impide hacerlo; el de aqua a favor de
quien ejercitó la servidumbre de acueductos sin vicios y de buena fe; el de rivis
para la reparación de los conductos; el de fonte reficiendo relativos a las
servidumbres de sacar aguas (aquae haustus).
Para las servidumbres urbanas, solo encontramos el interdicto de cloacis para
la reparación y limpieza del conducto cloacal.
En el derecho justinianeo, todos esos interdictos calificados veluti possessoria,
son encuadrados en la tutela posesoria y el ejercicio de hecho de la
servidumbre es considerado como iuris possessio (posesión del derecho) o
quasi possessio (cuasi posesión).
Superficie y enfiteusis
Enfiteusis
Es un derecho real sobre un fundo ajeno, en virtud del cual se puede gozar de
él de una manera más amplia, siempre que no se lo deteriore que se pague la
renta convenida al propietario. Es un contrato mediante el cual el propietario de
un bien inmueble (enfiteuticario) transmite a otro (enfiteuta) el dominio útil de la
cosa por un plazo largo o perpetuidad mediante el pago de un censo llamado
renta (ager occupatiorius) o dando en arrendamiento mediante el pago de un
censo llamado vectigal (ager vectigalis). El enfiteuticario mantiene la propiedad
de la cosa que puede transmitir cuando quiere, y el enfiteuta recibe el dominio
útil que puede a su vez arrendar, hipotecar, vender, etc.
La propiedad de estas tierras permanecía en manos del Estado quienes la
concedían a los particulares.
- Derechos: posesión del inmueble, uso y goce del mismo. Tiene acciones
reales y posesorias.
- Deberes: pago de la renta o canon, generalmente anual, puede ser en dinero
o en especie, debe usar el inmueble como un buen padre de familia. Debe dar
aviso si decide transmitir su derecho de enfiteusis.
Superficie
Es un derecho real sobre cosa ajena transmisible inter vivos y mortis causa, y
por el cual el titular estaba facultado para el pleno disfrute del edificio levantado
en el suelo ajeno. El derecho de superficie puede constituirse a título gratuito u
oneroso, mediante una suma fija pagada de una sola vez (emptio) o una renta
anual (conductio), llamada pensio, merces o solarium.
* Constitución *
La forma de constitución del derecho de superficie es un contrato, pero podía
nacer de una disposición de última voluntad (dontio mortis causa, legatum) o
por convención sin que sea necesaria ninguna formalidad, salvo respecto de
los bienes de la iglesia.
* Extinción *
Por destrucción total del fundo (no del edificio). Por transformación en una res
extra commercium. Confusión, adquiriendo la propiedad del suelo superficiario
o pasando al propietario los derechos de éste. Cumplimento del término o
condición resolutoria.

III. Los derechos reales de garantía


Cuando es superado el antiguo principio del Derecho Romano de que el deudor
debía responder hasta con su persona por las obligaciones que hubiera
contraído, nace la idea de que el patrimonio de un individuo es la prenda
común de sus acreedores y que el mismo responde por las deudas contraídas
por su titular, No obstante dicho avance, el siempre creciente desarrollo de las
transacciones entre particulares hizo sentir la necesidad del establecimiento de
otras seguridades que garantizaran más eficazmente a los acreedores el cobro
de sus créditos. De ahí resultó que una deuda podía garantizarse, bien por un
tercero que asumía la responsabilidad para el caso de incumplimiento del
deudor, bien mediante la entrega de una cosa al acreedor que la reservaba en
su poder hasta la satisfacción de la deuda.
Tratándose del compromiso asumido por un tercero para asegurar la
obligación, se estaba en presencia de una garantía personal, llamada fianza,
cuyo régimen será estudiado en el título de las obligaciones, en tanto que,
cuando se entregaba una cosa para los mismos fines, se configuraba una
garantía real (obligatio rei, res obligata) cuyo estudio haremos en esta parte por
cuanto algunos modos de garantía se tipifican como derechos reales, como
ocurre con la prenda y la hipoteca que fueron reconocidos como tales por el
derecho, pretoriano.
A. Fases evolutivas de las garantías reales: fiducia, pignus e
hypotheca
La primera forma de garantía real que aparece en la vida jurídica romana es la
fiducia, institución de variadas aplicaciones, que consistía en la entrega en
propiedad al acreedor de una cosa que pertenecía al deudor, mediante los
procedimientos de la mancipatio o de la in iure cessio. Al mismo tiempo se
verificaba entre el acreedor o fiduciario y el deudor o fiduciante, un pacto por el
cual aquél se obligaba bajo la fe de su palabra a devolverle la cosa transmitida
una vez que .fuera satisfecha la deuda (pactum cum fiducia) y, recíprocamente,
el deudor se reservaba el derecho de reclamar del acreedor la restitución de la
cosa, mediante una acción personal, la actio fiduciae.
Aun cuando la fiducia otorgaba al acreedor el dominium ex iure quiritium como
consecuencia de la transmisión por mancipatio o in iure cessio, frecuentemente
permitía al deudor retener la cosa en su poder y como su continuación en la
posesión podía hacerle adquirir nuevamente la propiedad del bien transmitido
por efecto de la usucapión debida a la recepción del uso (usureceptio), la
legislación romana tuvo que arbitrar los medios para obviar tal inconveniente
que llevaba aparejado la pérdida de la garantía. A tal fin dispuso que los
efectos propios de la usureceptio no debían verificarse cuando el acreedor
manifestara expresamente que dejaba la cosa en poder del deudor a título de
arrendamiento o de precario.
La propiedad civil adquirida por el acreedor revestía en la fiducia caracteres
particulares pues siempre se consideró que el bien estaba en su patrimonio, no
con un carácter definitivo, sino transitoriamente por haber ingresado al mismo
como garantía de un crédito del que era titular. Tanto es así que el acreedor no
podía quedarse con la cosa en pago de la deuda, ni tampoco le era permitido
proceder a su venta para satisfacer su crédito con el precio obtenido sin la
conformidad del deudor, porque, de hacerlo, se veía expuesto a ser tachado de
infame como consecuencia del ejercicio de la actio fiduciae cuya sentencia
traía aparejada tal sanción. No obstante, para que el acreedor pudiera
conservar la cosa en su patrimonio y cobrarse con ella el crédito sin peligro de
la condena infamante, se admitió que entre acreedor y deudor podía
convenirse una cláusula comisoria (les commissoria) y, para que no prosperase
la actio fiduciae en caso de venta de la cosa, se permitió a las partes celebrar
un pactum de vendendo que autorizaba al acreedor a cobrar su crédito,
vendiendo el bien que le había sido transmitido, debiendo reintegrar al deudor
la diferencia entre el precio de la venta y el importe de la deuda no pagada
(superfluum).
Esta institución, eficaz como un medio de garantía para el acreedor, era
evidentemente perjudicial para el deudor, pues el mismo veía disminuido su
patrimonio que era la prenda común de sus acreedores, desde que el bien
dado en garantía había sido transferido al acreedor y no podía servir para
asegurar otras obligaciones. Por otra parte, estaba impedido de utilizar la cosa
misma y beneficiarse con los frutos que ella produjera, a la par que, siendo la
acción de que disponía de carácter personal, no podía dirigirla contra terceros
adquirentes de buena fe de la cosa dada en garantía a quienes el acreedor la
hubiera transferido.
Los inconvenientes apuntados de la enajenación cum fiducia fueron
provocando su paulatino desuso y, con ello, la aparición de otras instituciones
destinadas a cumplir sus mismos fines. Fue así que, en una fecha incierta, se
creó una nueva garantía real, el pignus, consistente en la entrega al acreedor
de la posesión de una cosa en garantía de una deuda, que éste debía
reintegrar al deudor después del cumplimiento de la obligación.
Con la prenda no se transmitía al acreedor la propiedad de la cosa sino sólo la
posesión material y por ello, en un principio, el mismo sólo tenía la seguridad
que resultaba de la imposibilidad física en que se encontraba el deudor para
disponer de la cosa con motivo de la entrega ya que el acreedor pignoraticio no
tenía otra facultad que la de retener la cosa hasta que fuera satisfecha la
obligación.
La prenda adquiere el carácter de verdadera garantía real cuando el pretor
otorgó la protección interdictal al acreedor pignoraticio (possessio ad
interdícta), facultándolo para repeler, como un verdadero poseedor, cualquier
atentado de terceros y aún del mismo deudor prendario que tuviera por
finalidad perturbarlo en su posesión. Contribuye a la definitiva configuración del
pignus la costumbre de añadir al acto de constitución el paotum de lex
commissoria y el pactum de distrahendi pignore que facultaban al acreedor,
sea para convertirse en propietario de la cosa dada en prenda, sea para vender
el objeto y cobrarse la deuda con el precio obtenido. El primero de estos pactos
fue abolido por una constitución de Constantino, en tanto que el ius distrahendi
pasó a ser de la esencia de la prenda, pues era sobreentendido cuando no se
lo hubiera convenido expresamente. El pignus, que preferentemente se
aplicaba a las cosas muebles, no dejó de presentar algunas desventajas para
el deudor que se veía imposibilitado de utilizar el bien porque el traspaso de la
posesión de la cosa al acreedor se verificaba en el momento mismo de la
constitución de la prenda, con lo que prácticamente quedaba excluido de su
patrimonio, no sirviendo como medio de garantizar a otros acreedores.
Los inconvenientes que presentaban tanto la fiducia como el pignus tuvieron
una repercusión económica más notable en los contratos de arrendamiento de
fundos rurales en los que el propietario o arrendador no podía contar con la
seguridad suficiente del pago del alquiler por parte del arrendatario, no sólo
debido a que éste no disponía de un bien inmueble para transferir por fiducia a
aquél, sino también porque no podía entregar en prenda los bienes muebles
que introducía al fundo, tales como los animales, los esclavos y los útiles de
labranza, designados en conjunto con la expresión invecta et illata, desde que
los mismos le eran indispensables para la realización de sus tareas agrícolas.
Para dar mayor garantía al acreedor se llegó frecuentemente a convenir que
los invecta et illata asegurasen el cumplimiento del contrato de arriendo y que
no pudiesen ser retirados por el arrendatario mientras la obligación no fuera
satisfecha. Avanzando más en la configuración de esta garantía real el pretor
Salvio creó un interdicto que lleva su nombre por el que se autorizaba al
arrendador a obtener la posesión de aquellos bienes afectados al pago del
arriendo, en caso de no haber sido satisfecho el mismo. El interdicto Salviano,
sólo servía para ser ejercitado contra el colono y sus herederos y no contra
terceros que se apropiaran de las cosas empeñadas, lo que hizo que otro
pretor, Servio, creara una actio in rem, la acción Serviana, por medio de la cual
el arrendador podía perseguir los objetos prendados de cualquiera que se
hubiera apoderado de ellos.
De esta manera nace un derecho de persecución que se tipifica como una
garantía real en la que, al establecerse la relación, las cosas afectadas a la
garantía no entraban en la posesión del acreedor arrendador sino cuando la
obligación del deudor arrendatario no era satisfecha. La característica anotada,
que aparece exclusivamente para los contratos de arrendamiento de fundos
rurales, se extendió en beneficio de cualquier acreedor que hubiese
formalizado con su deudor un convenio análogo para garantizar un crédito
cualquiera. En estas situaciones el pretor acordaba como útil la actio Serviana
que más tarde tomó el nombre de actio quasi Serviana, hypothecaria o
pignoraticia in rem y la garantía que dicha acción implicaba fue denominada
con el término hypotheca tomado del griego.
La prenda y la hipoteca en el Derecho Romano constituyen un mismo instituto,
afirmando Marciano ''que entre ambas hay tan sólo la diferencia del sonido de
la palabra", y de ahí que las consecuencias jurídicas de ambos institutos y las
acciones que los protegían fueran las mismas. No obstante, prenda e hipoteca
no se confundieron manteniendo cada una su propia fisonomía porque siempre
subsistió la diferencia, no en relación al objeto que constituía la garantía, sino
en orden a la posesión. En efecto, en la prenda la posesión del objeto era
transmitida al acreedor en el acto mismo de llevarse a cabo la convención, en
tanto que en la hipoteca, el objeto quedaba en poder del deudor hipotecario no
pasando la posesión al acreedor.

B. La hipoteca
Como consecuencia de la evolución experimentada por las garantías reales
especialmente con la aparición de la actio Serviana y con la generalización del
principio en virtud del cual el acreedor tenía derecho a perseguir la cosa donde
quiera que la misma se encontrara a fin de hacer efectivo su crédito, el derecho
real de hipoteca pasa a ocupar un primer plano dentro de las garantías de que
podía valerse un acreedor para asegurar del deudor el cumplimiento de la
obligación,
Este gravamen real es un derecho accesorio que supone necesariamente una
deuda cuyo pago asegura, caracterizándose también por ser un derecho
indivisible, cualidad que está fundada en la presunta voluntad de las partes, lo
que significa que, a diferencia de la indivisibilidad de las servidumbres, subsiste
íntegramente sobre el bien gravado aun cuando la obligación haya sido
satisfecha parcialmente. Otra característica del derecho de hipoteca es su
enajenabilidad dado que era transmisible por actos entre vivos y por
disposición de última voluntad.
La primera condición requerida para la constitución de una hipoteca es la
existencia de una obligación principal a la que el derecho real sirve de garantía,
no importando que sea una deuda propia o ajena del constituyente, ni tampoco
cual fuese el objeto o la causa de la obligación. Toda clase de obligaciones
pueden ser garantizadas con hipoteca, tanto las civiles y las naturales, como
las puras y simples o las sujetas a plazo o condición, excluyéndose sólo
aquellas obligaciones reprobadas por la ley, como las provenientes de deudas
de juego o las derivadas de intereses usurarios. Aun cuando la obligación
estaba sometida a un plazo la hipoteca producía todos sus efectos desde el
momento mismo en que se hubiera contraído la obligación, estando
simplemente retardada la exigibilidad de la deuda, mientras que, si se trataba
de una obligación bajo condición suspensiva, el gravamen sólo existía desde el
momento en que se cumpliera la condición, teniendo efecto retroactivo al día
de su constitución.
Los otros requisitos necesarios para la existencia de la hipoteca, un modo legal
de constitución, que puede provenir de una convención o pacto, de una
disposición de última voluntad, de una resolución judicial o de la misma ley, y la
cosa susceptible de ser hipotecada que debe ser un bien enajenable, corporal
o incorporal, serán analizados separadamente.
Constitución
Tanto la hipoteca como la prenda se constituyen por convención o pacto, por
disposición de última voluntad, por resolución de la autoridad judicial y por
disposición de la ley.
El pacto, esto es, el acuerdo de voluntades entre las partes es suficiente para
crear el derecho real de hipoteca, independientemente de toda formalidad y sin
que sea necesaria la tradición, estableciéndose con ello una excepción a los
principios generales que regulan la constitución de los derechos reales. En la
constitución voluntaria de la hipoteca no se exigía que quien otorgara la
garantía fuera el mismo deudor pues llegó a admitirse que pudiera darla un
tercero, pero era indispensable que quien la otorgaba fuera el propietario de la
cosa, aun cuando sea un propietario bonitario, o sólo tuviera sobre ella
derechos de superficie o enfiteusis.
También se puede asegurar a un acreedor el pago de su crédito legándole un
derecho de hipoteca sobre un bien cualquiera o sobre un conjunto de cosas,
quedando constituida la hipoteca desde el momento en que el legado se hace
exigible. Cuando el fideicomiso se asimiló al legado en el derecho justinianeo,
aquél fue asimismo un modo idóneo para constituir una garantía hipotecaria.
Otra forma de constituir una hipoteca fue la proveniente de una disposición
judicial, cuando ésta tuviera por objeto una ejecución forzosa, en cuya
sentencia se dispusiera una adjudicación o una inmisión en la posesión por
garantía.
Las missiones in possessionem establecidas con un fin de garantía y que
constituían el llamado pignus praetorium, se aplicaban en aquellos casos en
que, con el objeto de garantizar ciertos derechos y para vencer la actitud
dañosa de un deudor recalcitrante, el pretor ponía en posesión de todos los
bienes o de bienes determinados de éste, a otra persona. Tales son los
supuestos de la missio in bona legatorum servadorum causa concedida al
legatario sobre los bienes que integran la herencia, la missio ventris nomine
otorgada a la mujer embarazada sobre la herencia a la cual sería llamado el
hijo por nacer y, por fin, la missio in bona debitoris acordada al acreedor si el
deudor se ocultare o hubiere hecho cesión de sus bienes en forma dolosa. El
derecho de prenda que resultaba de la sentencia comenzaba desde el
momento en que se practicaba el secuestro siendo preferido el primer acreedor
que llevara a cabo la medida sobre los que la efectivaran después.
La hipoteca igualmente podía constituirse por disposición de la ley. En ciertos
casos ésta concedía una garantía a determinadas personas o instituciones
(pignus tacitum vel hypotheca tacita) que por nacer independientemente de una
convención expresa, fueron consideradas como tácitamente convenidas y por
ello llamadas hipotecas legales. Estas garantías podían ser generales, si
afectaban a la totalidad de un patrimonio y, especiales, si gravaban
determinados bienes.
Las hipotecas legales generales fueron frecuentes y numerosas desde la época
de los Severos y su creación tuvo por principal finalidad proteger los intereses
de los entes o personas que estaban privadas de su plena capacidad jurídica
gravándose comúnmente los bienes de quienes estaban encargados de su
representación o administración. Entre las hipotecas generales encontramos la
del fisco, establecida sobre los bienes de los contribuyentes por los créditos
derivados de impuestos y tributos; la del pupilo, del furioso y del menor sobre
los bienes de sus tutores o curadores; la de la mujer sobre los bienes del
marido creada para asegurar, sea la devolución de la dote, sea la de los bienes
parafernales (bienes privativos de la mujer casada) confiados a éste en
administración, sea la restitución de la donatio propter nuptias; la de los hijos
sobre los bienes del padre para garantizar ya la devolución de los bienes que
aquéllos hubieran adquirido directamente de la madre o de los parientes
maternos (bona materna), ya para asegurar la entrega de los lucros nupciales
cuando cualquiera de sus progenitores hubiera pasado a segundas nupcias; la
del marido sobre el patrimonio de quien le ha prometido una dote; la de la
Iglesia sobre el patrimonio del enfiteuta en garantía del pago de las
indemnizaciones por los deterioros causados al fundo gravado. También fueron
numerosos los casos de prenda legal especial que afecta han uno o varios
objetos determinados del deudor. Entre los principales merece citarse la
hipoteca del arrendador de una casa o predio urbano sobre los muebles o útiles
de labranza introducidos por el arrendatario o sobre los frutos que el fundo
produjera; la que gravaba una casa en favor de quien había prestado el dinero
para su reparación y la existente en favor de un legatario o fideicomisario
singular sobre los bienes adquiridos por la persona gravada con tales mandas
por el testador.
Objeto de la hipoteca
Siendo la finalidad del derecho de hipoteca de que el acreedor pueda
indemnizarse con el precio de la cosa dada en garantía del perjuicio causado
por el incumplimiento de la obligación que la hipoteca garantiza, el objeto de la
misma debe ser necesariamente una res in commercium susceptible de
enajenación una vez que el acreedor lleve a cabo la ejecución de la prenda.
La hipoteca en un principio sólo podía constituirse sobre una cosa corporal,
mueble o inmueble, pero por razones de utilidad práctica se admitió que
pudiera tener por objeto cosas incorporales como el usufructo, las
servidumbres y la superficie, entendiéndose que lo que se grava es el derecho
real y no el objeto sobre el que el mismo recae. También podía ser prendado
un crédito (pignus nominis) y, aún, el mismo derecho de hipoteca (pignus
pignoris datum). Asimismo el derecho real podía recaer sobre una
universalidad de cosas, como un rebaño o sobre un conjunto de cosas, como la
mercadería de un almacén y, sobre un patrimonio íntegro, en cuyo caso la
garantía se hacía extensiva a los bienes que fueran incorporándose a él.
Cualquiera fuera el objeto sometido a la hipoteca, en virtud del principio de que
nadie puede transmitir a otro un derecho más extenso que el propio, era
menester que el constituyente fuera propietario del bien dado en garantía o que
al menos tuviera la posibilidad de adquirirlo. Por ello la hipoteca sobre una cosa
ajena era nula salvo que el verdadero propietario ratificara o consintiera la
constitución del gravamen o que el deudor hipotecario adquiriera
posteriormente la propiedad de la cosa siempre que tal haya sido la condición
bajo la cual se constituyó la prenda.
Efectos
La relación jurídica que nacía a consecuencia del derecho de prenda o
hipoteca entre el deudor y el acreedor hipotecario, fue regulada de manera
especial en el derecho romano, atribuyéndole importantes efectos para cada
una de las partes.
En lo referente al deudor, conservaba los más amplios poderes sobre la cosa
afectada a la garantía, pues en su carácter de propietario y a la vez de
poseedor del bien hipotecado, estaba autorizado para percibir los frutos
naturales o civiles que la cosa produjera, reivindicarla contra terceros, gravarla
con servidumbres y otras hipotecas y hasta enajenarla, a condición de no violar
los derechos del acreedor. Satisfecha la obligación, el deudor podía interponer
una actio pignoraticia in personam, cuando estando la cosa en poder del
acreedor, se negara a restituirla. No jugaba la acción si el acreedor ejercitaba
un derecho de retención (ius retentionis) hasta tanto se le cancelaran otros
créditos no garantizados con hipoteca. Este derecho a retener el bien del
deudor se denominó pignus Gordianum, por haberlo creado el emperador
Gordiano.
En cuanto al acreedor hipotecario, el derecho de hipoteca producía tres
importantes consecuencias jurídicas, a saber: el derecho a ejercitar contra
cualquiera detentador de la cosa hipotecada la actio hypothecaria o quasi
Serviana para hacerse poner en posesión de ella (ius possidendi); el derecho a
vender la cosa hipotecada ante la falta de cumplimiento de la obligación a su
debido tiempo (ius distrahendi pignus), y el derecho a pagarse con el precio de
la venta con preferencia a otros acreedores comunes, desprovistos de garantía
hipotecaria (ius praeferendi).
El ejercicio del ius possidendi, que se hacía efectivo en distintos momentos,
según se tratara del pignus propiamente dicho o de la hipoteca, facultaba al
acreedor no pagado a interponer la acción hipotecaria, para lograr la posesión
del bien, no sólo contra el deudor, sino también contra cualquier detentador de
la cosa hipotecada. Este derecho de persecución (ius persequendi) daba a la
hipoteca uno de los caracteres típicos de los derechos reales.
La hipoteca no autorizaba al acreedor hipotecario a usar de la cosa, bajo pena
de cometer hurto (furtum). Sin embargo, sí el objeto hipotecado producía frutos,
cabía convenir en que el acreedor los percibiera, aplicándolos al pago de los
intereses del crédito garantizado.
Tal convenio recibía el nombre de anticresis. Si el acreedor hipotecario percibía
los frutos, sin que mediara tal acuerdo, el valor de ellos se aplicaba,
primeramente al pago de los intereses, y después, al de la deuda principal,
correspondiendo al deudor el excedente, si lo hubiere.
El ejercicio del ius distrahendi pignus, esto es, la facultad del acreedor de
vender la cosa pignorada si no hubiera sido pagado a su debido tiempo, no
surgió al principio como elemento natural de la relación, sino por virtud del
pactum de distrahendo pignore, que en el derecho justinianeo se torna
innecesario, pues el derecho de enajenar la cosa atañe a los efectos normales
del derecho de hipoteca. Para que procediera la venta de la cosa, que no
requería ninguna formalidad especial, era menester que la deuda garantizada
hubiera vencido y no se la hubiera pagado, y que el acreedor efectuara tres
notificaciones al deudor (denuntiationes) antes de realizar la venta. Vendido el
bien, ya directamente, ya con intervención de autoridad en pública subasta, si
el precio alcanzaba para pagar el crédito, éste se extinguía; caso contrario,
subsistía en cuanto a la diferencia que quedaba sin cubrir. Si el precio
superaba al crédito, el excedente (hyperocha) debía ser entregado al deudor.
Cuando el acreedor hipotecario no encontraba comprador, podía solicitar al
emperador que le fuese adjudicada la cosa a su justo precio (impetratio
dominii), pero ésta no pasaba a su propiedad sino después de transcurrido un
bienio, lapso durante el cual el deudor tenía derecho a rescatarla pagando lo
adeudado.
El derecho de preferencia fue otro de los efectos naturales que producía la
hipoteca en Roma. Después de la venta del bien hipotecado, el acreedor tenía
derecho a cobrarse sobre el precio con preferencia a otros acreedores
comunes o quirografarios, aunque los créditos de éstos hubieran sido de fecha
anterior a la constitución de la hipoteca. Era la consecuencia normal de la
hipoteca, en virtud de la cual la cosa quedaba afectada en garantía del crédito
del acreedor.
Pluralidad de hipotecas
En el derecho romano se admitió que sobre una misma cosa pudieran
constituirse varias hipotecas porque, a diferencia de la prenda propiamente
dicha, el deudor hipotecario mantenía la posesión del bien hipotecado. Para el
caso de pluralidad de hipotecas se estableció un orden entre los acreedores
con arreglo al principio de que las hipotecas más antiguas en su constitución
prevalecían sobre las de fecha posterior (prior in tempore potior in iure). La
facultad de vender correspondía, pues, al primer acreedor hipotecario, los
posteriores sólo podían reclamar lo que quedaba después de que aquél
cobrase su crédito entero.
Sin que constituyeran excepciones al principio general, el derecho romano
admitió el ejercicio del ius offerendi y una sucesión hipotecaria, llamada
successio in locum, pero la regla quedaba derogada por la existencia de una
prioridad por privilegio en el caso de las hipotecas privilegiadas.
El ius offerendi era el derecho del titular de una posterior hipoteca de ofrecer al
acreedor o acreedores de rango preferente el pago de los respectivos créditos,
con lo cual pasaba a colocarse en el lugar que ocupaba el acreedor pagado. En
definitiva, lo que lograba el acreedor que hacía uso del ius offerendi no era la
hipoteca del acreedor que le precedía en el tiempo, porque éste se extinguía
por el pago, sino que la suya pasara a ocupar el primer lugar.
La successio in locum se presentaba cuando el crédito garantizado por una
hipoteca de fecha precedente a otro u otros, se extinguía, ya porque un tercero
daba el dinero en préstamo al deudor para pagar la deuda, constituyéndose en
su favor una nueva hipoteca, ya porque acreedor y deudor sustituían el crédito
hipotecario original por otro nuevo mediante novación, acordando el traspaso
del derecho hipotecario por lo que sumaba la deuda antigua. En ambos casos
el nuevo acreedor hipotecario no se colocaba en último término por ser su
derecho de prenda posterior, sino que ocupaba el lugar correspondiente a la
hipoteca que había garantizado el antiguo crédito extinguido.
La verdadera derogación del principio de la prioridad temporal en materia
hipotecaria la constituyeron las llamadas "hipotecas privilegiadas". Entre las
principales se cuentan: la hipoteca general de que gozaba el fisco sobre el
patrimonio de los contribuyentes: la nacida por imperio de la ley y a favor de la
mujer sobre los bienes del marido, en garantía de la restitución de los bienes
dotales; la hipoteca que gravaba una cosa en favor de quien había dado dinero
para su conservación o mejora. También constituían hipotecas privilegiadas
aquellas que contaban en documento público (pignus publicum) o en
documento privado firmado al menos por tres testigos idóneos (pígnus quasi
publicum).
Extinción de la hipoteca
El derecho hipotecario puede concluir por diversos modos, sea directamente,
sea indirectamente.
Se extingue directamente la prenda por las causas comunes que provocan la
extinción de los derechos reales sobre la cosa ajena, tales como la destrucción
de la cosa pignorada, por su exclusión del commercium, la renuncia a la
garantía hipotecaria aunque ella fuera tácita y la confusión, es decir, la reunión
en la misma persona de las cualidades de acreedor pignoraticio y de
propietario de la cosa dada en garantía. También se extingue directamente la
hipoteca de segundo grado que pesara sobre un bien que fuera vendido por el
primer acreedor hipotecario. Por fin, la prescripción es otra causa de extinción
directa de la hipoteca, rigiendo el plazo de diez o veinte años a favor de un
tercero que hubiera llegado a entrar, con justo título y buena fe, en posesión del
bien hipotecado y el de treinta años, cuando se tratara de un poseedor de
buena fe que careciera de justo título. Justiniano fijó el plazo máximo de
cuarenta años para la extinción de la acción hipotecaria.
El derecho hipotecario, por tratarse de un derecho real accesorio, se extinguía
indirectamente por la extinción de la deuda principal que podía tener lugar en
cualquiera de las formas idóneas para producir tal efecto, sea por el pago, la
novación, la confusión, que extinguían la obligación de ipso iure, sea por la
compensación, la transacción, la remisión de la deuda, que provocaban la
extinción exceptionis ope.
Sexta Parte: Derechos personales,
creditorios u obligaciones
Unidad 11
Estos derechos, por su naturaleza, reciben el nombre de personales porque, en
oposición a los ius in re; crean relaciones entre personas determinadas ya que
no son ejercidos más que contra la persona obligada. Llámense también
creditorios u obligacionales porque, contemplados desde el punto de vista del
acreedor, la relación existente engendraba un crédito a su favor que le daba
derecho a perseguir al deudor, porque desde el punto de vista del deudor, se
configuraba una obligación que éste debía satisfacer cumpliendo la prestación
correspondiente.
Cabe acá destacar nuevamente que las fuentes romanas no nos han
proporcionado un concepto preciso de los derechos personales sino que
solamente supieron distinguir las acciones in rem de las acciones in personam
y tales denominaciones sirvieron a los comentaristas para emplear el término
"real", con referencia al derecho garantizado por la actio in rem y la palabra
"persona" como una antítesis de la anterior, con relación al derecho protegido
por la actio in personam.

I. La obligación
A. Concepto
La obligación, que se traduce con la voz latina obligatio, proviene de la
preposición acusativa ob y del verbo transitivo ligare, ligo, ligatum que significa
atar, amarrar, sujetar.
En un sentido lato, equivale a toda relación jurídica en virtud de la cual una
persona, llamada acreedor (creditor), tiene el derecho de exigir de otra,
denominada deudor (debitor) un determinado comportamiento positivo o
negativo. En un sentido estricto la obligatio se configura como un deber del
deudor de cumplir una determinada prestación a favor del acreedor.
El vocablo obligatio fue desconocido por el derecho de los primeros tiempos
para designar el vínculo jurídico por cuya virtud un deudor se veía constreñido
a cumplir determinada prestación, utilizándose para significar tal situación
términos tales como nexum, nectere, adstringere y como equivalentes a la
liberación del sometimiento jurídico los vocablos liberare, solvere. Este
desconocimiento, no resulta extraño si tenemos en cuenta que la obligación
importaba un verdadero señorío sobre la persona del deudor porque la relación
obligacional estaba fundada, más que en la idea de débito o deber, en la de
responsabilidad individual y fue necesario cierta madurez jurídica para que se
impusiera el término obligatio como común denominador de toda relación
personal susceptible de producir consecuencias de orden patrimonial.
Según Arguello se puede caracterizar a las obligaciones como a aquel vínculo
jurídico por el cual una persona, el sujeto activo o acreedor, tiene derecho a
constreñir a otra, el sujeto pasivo o deudor, a realizar una determinada
prestación que puede consistir en un dare (dar), en un facere o non facere
(hacer o no hacer), o en un praestare (prestar).

B. Génesis y evolución histórica


El concepto clásico de la obligación la técnica del derecho de las obligaciones,
es producto de una larga evolución histórica. Discurrir sobre el origen de la
obligatio, señalar su trayectoria, establecer los momentos culminantes de su
recorrida temporal, ha sido tarea ardua para los más reputados estudiosos del
derecho romano.
Suele admitirse generalmente que la noción de obligación, más propiamente
del estado de obligatus habría surgido en materia delictual, a propósito de la
expiación debida por la comisión de un delito (delictum), esto es, de un acto
antijurídico con el que se irroga un daño a una persona, La víctima del agravio
tenía derecho a ejercer su venganza sobre el responsable, sin restricción
alguna al principio y con la limitación, más tarde, del "ojo por ojo, diente por
diente". Se permitió después al autor del daño delictual liberarse de la
venganza privada proponiendo una "composición" en concepto de pena
(poena). A tal efecto se celebraba entre victimario y víctima un acuerdo sobre el
monto de la pena que el primero debía al segundo, lo que hacía que el
delincuente se convirtiera en deudor de quien había sufrido el daño. Más
adelante, el lesionado tenía que aceptar la cuantía de la composición
establecida por la ley, consagrándose, entonces, el sistema de la "composición
legal", que vino a reemplazar al de la "composición convencional o voluntaria".
La circunstancia de que la obligación no haya tenido en Roma una valoración
uniforme hace necesario seguir su trayectoria en las distintas etapas por las
que ha atravesado la vida jurídica romana, para llegar en este desarrollo
histórico al concepto de la obligatio en el derecho justinianeo que ha servido de
base a la mayoría de las construcciones legislativas del mundo moderno.
El nexum
En los primeros tiempos de Roma la simple deuda (debitum) no configuraba en
realidad una obligatio en sentido estricto, porque el deber de cumplir la
prestación no se encontraba legalmente sancionado.
Los primeros obligados a consecuencia de actos lícitos contractuales fueron en
Roma los nexi, plebeyos empobrecidos compelidos a solicitar dinero en
préstamo a los patricios, comprometiendo su persona en garantía del pago de
la deuda, garantía que se hacía efectiva por el nexum, que se realizaba con los
procedimientos de la mancipatio e importaba la autopignoración del deudor. De
allí provenía el estado de prisión a que éste se sometía hasta que cumpliera la
obligación.
El nexum, colocaba al sujeto pasivo de la relación en una situación de
dependencia con respecto al acreedor, de manera que viniera a garantizar el
cumplimiento de la obligación con su propia persona. Fue así que la obligatio
resultó ser una atadura o un sometimiento personal, del deudor al poder o
manus del acreedor a semejanza del señorío que llevaba aparejado el derecho
de propiedad sobre las cosas y la patria potestad sobre los integrantes del
grupo familiar, como consecuencia de la automancipación del deudor mediante
el típico procedimiento del cobre y la balanza (per aes et libram). Corrobora
este punto de vista la circunstancia de que el mutuo o préstamo de consumo,
que consistía en la entrega de dinero u otra cosa fungible con la obligación de
devolver otro tanto del mismo género y calidad dentro de cierto tiempo, si bien
fue la más antigua de las relaciones crediticias no llegó a perfeccionarse como
fuente creadora de obligaciones hasta tanto no se cumplieran las formalidades
del nexum.
Lex Poetelia Papiria
Este arcaico concepto que creaba una situación de evidente injusticia para el
deudor y que dio lugar en determinado momento, a un estado de conmoción
social, motivó una reacción que en el año 326 a.C. se concreta con la sanción
de la lex Poetelia Papiria que abolió indirectamente el nexum al disponer que
quedaba prohibido el encadenamiento, la venta y el derecho de dar muerte al
nexi, a la par que establecía que en adelante éste respondería solamente con
sus propios bienes por las obligaciones que contrajera. También esta ley
decretó la libertad de todos los nexi, suavizó la situación del addictus y prohibió
el encadenamiento de un ciudadano, salvo que su obligación proviniera de un
delito. Desde este momento la obligatio pierde su primitivo carácter de vínculo
físico para convertirse en un vínculo jurídico que está dirigido hacia todos los
bienes del deudor, trocando así su responsabilidad individual, referida a la
persona, por una responsabilidad también individual pero referida
exclusivamente al patrimonio.
Por largo tiempo el concepto de obligatio permaneció circunscripto a las
singulares figuras reconocidas por el antiguo ius civile y sólo para estas típicas
relaciones el derecho clásico, con rigorismo extremo, admitió la calificación de
obligatio. "Hay obligación cuando entendemos que se debe dar, hacer o prestar
algo" (Gayo). Sin embargo, así como junto a la propiedad quiritaria el pretor
creó un nuevo tipo de propiedad, como fue la propiedad in bonis habere o
pretoria y al lado de la herencia civil (hereditas) dio vida a la herencia pretoria
(bonorum possessio), a la par de las obligationes iure civili fue reconociendo
una serie de relaciones en las cuales, aunque propiamente no había una
verdadera obligatio, les concedió una actio, no civil, pero sí honoraria. Así,
pues, aquellas relaciones en las que no había un oportere, al decir de Gayo,
esto es, un debitum civil, sino tan sólo una actione teneri, que significaba "estar
sujeto por una acción", fueron por fin reconocidas como obligationes.
Definiciones de las fuentes romanas.
Las fuentes romanas nos han legado dos definiciones de obligación:
La primera la encontramos en las Institutas de Justiniano, la que nos da la
clásica definición romana de la obligación al decir que "es un vínculo jurídico
por el que somos constreñidos con la necesidad de pagar alguna cosa según
las leyes de nuestra ciudad". Esta definición, atribuida por la mayoría de los
autores al jurisconsulto Florentino, ha sido objeto de algunas críticas. En efecto,
el empleo de la expresión "pagar alguna cosa" excluye del concepto de
obligación a aquellas relaciones que consistan en otra cosa que un dare (dar),
como las de hacer y de no hacer. También se ha objetado la inclusión de la
expresión "según las leyes de nuestra ciudad", no solamente porque nada
agrega al contenido de la obligación sino también porque indican que las
obligaciones estarían exclusivamente reguladas por el ius civile, lo que en el
derecho justinianeo no era exacto pues existían negocios obligacionales
nacidos al amparo del derecho honorario que tenían tanta relevancia jurídica
como los provenientes del derecho civil. Por fin, se nota en la definición de las
Institutas que ha sido omitido la mención del sujeto activo o acreedor que debe
existir en toda relación obligatoria, desde que la misma se coloca únicamente
en la situación del deudor que quedaba constreñido a pagar alguna cosa.
En el Digesto encontramos la otra definición que se debe a Paulo y que dice
que "la substancia de la obligación consiste, no en que haga nuestra alguna
cosa corpórea o una servidumbre, sino en que constriña a otro a darnos, a
hacernos o a prestarnos alguna cosa". Este texto que presenta con relación a
la tradicional definición justinianea la novedad de determinar con precisión en
qué consiste el objeto de la obligación que puede estar dado por un dare (dar),
un facere (hacer) o un praestare (prestar), ha sido igualmente criticado porque
no constituye precisamente una definición, sino un concepto formulado con el
propósito de establecer las diferencias que median entre la obligación y los
derechos reales, diferencia que se hace provenir de una defectuosa
interpretación de la idea que de la actio in personam han dado los
jurisconsultos clásicos.

C. Elementos esenciales de la obligación


Habíamos definido la obligación como el vínculo jurídico por el cual una
persona, el sujeto activo o acreedor, tiene derecho a constreñir a otra, el sujeto
pasivo o deudor, a realizar una determinada prestación que puede consistir en
un dare (dar), en un facere o non facere (hacer o no hacer), o en un praestare
(prestar). Surgen de ella sus elementos integrantes: el vínculo jurídico, los
sujetos y el objeto o prestación.
El vínculo
El vínculo jurídico consiste en el deber del deudor de cumplir la prestación
(debitum), es decir, observar un determinado comportamiento positivo o
negativo desde que la obligación nace hasta que queda totalmente extinguida.
Este vínculo de derecho que puede generarse por diversas causas: el contrato,
el delito, el cuasicontrato y el cuasidelito, crea a favor del acreedor medios
coercitivos (actiones) para compeler al obligado al cumplimiento de la
prestación o, en su defecto, a obtener, también coactivamente, su equivalente
pecuniario.
El sujeto
En cuanto a los sujetos de la relación, que pueden o no estar individualmente
determinados desde el momento en que nace la obligación, son un sujeto
activo o acreedor (creditor) y un sujeto pasivo o deudor (debitor), que tanto
puede ser una persona física como una persona jurídica. El primero está
facultado para constreñir al segundo al cumplimiento de la Obligación; éste
tiene responsabilidad en caso de incumplimiento, que se traducirá en el pago
de daños y perjuicios.
El objeto
El tercer y último elemento de la obligación está dado por la prestación que
constituye su objeto y consiste en hacer alguna cosa, entendiéndose la palabra
hacer en un sentido amplio comprensivo de toda actividad humana susceptible
de constituir el objeto de un derecho. Las fuentes romanas nos indican que la
prestación puede estar referida a un dare, a un facere o a un praestare. El
término dare era utilizado por el Derecho Romano para designar aquellas
prestaciones que tenían por objeto el traspaso al acreedor de la propiedad de
la cosa o un derecho real sobre ella, utilizándose también, en un sentido más
amplio, para comprender la entrega de una cosa u otra prestación cualquiera
(por ej. existe un dare en el contrato de mutuo porque el mutuante transfiere al
mutuario la propiedad de la cosa para que éste la consuma). El término facere
abarca toda prestación que consista en un acto o hecho del hombre, con
exclusión de la transferencia de un derecho o la entrega de una cosa, pudiendo
implicar también un hecho negativo de abstención (non facere) (por ej. hay un
facere en el contrato de locación de servicios en el que el locador se obliga a
realizar un determinado trabajo para el locatario). El término praestare era
empleado para aludir a aquellas prestaciones que estribaban en la entrega de
una cosa con otra finalidad que la de transferir su propiedad o constituir sobre
ella algún derecho real e igualmente para referirse a una prestación que no
constituyera un hecho positivo, como la resultante de la reparación del daño
causado por dolo o culpa. También se usaba el vocablo con referencia a
aquellas obligaciones que residieran ya en un dare ya en un facere (por ej.
existiría un praestare en el contrato de comodato en el que el comodante
entregaba una cosa al comodatario para su uso, con la obligación por parte de
éste de devolvérsela al primer requerimiento).
La prestación, para que fuera eficaz, debía reunir ciertos requisitos. En primer
lugar debía ser física y jurídicamente posible porque si el objeto de la
obligación fuera una prestación imposible, la misma carecería de relevancia
jurídica, Igual sanción de nulidad debía acarrear la obligación cuya prestación
no fuera lícita por ser repugnante a la ley, a la moral o a las buenas
costumbres. Además la prestación debía ser determinada o, por lo menos
determinable, en cuyo caso la determinación podía quedar librada al arbitrio de
una de las partes o de un tercero. Por fin, la prestación debía tener un
contenido patrimonial, esto es, valorable en dinero, porque la obligación
campea dentro de la esfera de los derechos patrimoniales. No obstante, existen
opiniones que sostienen que la prestación puede encerrar intereses no
pecuniarios, es decir, que la obligación podía estar referida a un interés
desprovisto de contenido económico. Así en los textos encontramos
disposiciones que apoyan este criterio, como la que crea una obligación a
cargo de quien ha corrompido un hijo ajeno o no hubiera efectuado el entierro
dispuesto en un testamento".

D. Fuentes de las obligaciones


Concepto
Sé llaman causae obligationum —en la terminología moderna, fuentes de las
obligaciones—, los hechos y actos jurídicos a los que el derecho atribuye el
efecto de hacer nacer relaciones obligacionales. Las fuentes podían ser
innúmeras y variadas, pero dada la tipicidad de las obligaciones no infinitas. Su
determinación muestra disparidad en los textos romanos y por ello haremos el
estudio de las fuentes de las obligaciones a través de las opiniones emitidas
por jurisconsultos clásicos y de los principios contenidos en las Institutas de
Justiniano.
Clasificación
Gayo
Gayo en sus Instituciones señala que las obligaciones pueden nacer de los
contratos y de los delitos, consistiendo los primeros en un acuerdo de
voluntades sancionado por el derecho civil cuya eficacia obligatoria se hacía
depender de la entrega de una cosa, de un acto formal verbal o escrito o del
mero consentimiento y los segundos en actos contrarios al derecho que por
provocar un daño eran castigados con una pena y con la obligación de reparar
el perjuicio ocasionado a la víctima. Así, esta summa divisio, como la llama el
jurisconsulto, reconoce solamente dos términos en materia de fuentes (ex
contractu o ex delicto). Esta clasificación gayana resulta incompleta porque su
autor ha omitido una gran gama de causas generadoras de obligaciones que
no se pueden tipificar como contratos ni como delitos y tanto es así que el
propio Gayo, en una obra cuya paternidad se le adjudica intitulada, completa su
anterior división agregando otra fuente más bajo el rótulo de "varías especies
de causa". Esta clasificación trimembre fue llevada por los compiladores al
Digesto dentro -del título de las obligaciones y de las acciones. La tripartición
efectuada por Gayo, si bien tiene la ventaja de agrupar dentro de la expresión
variae causorum figurae numerosos supuestos de obligaciones que quedaban
al margen de los contratos y de los delitos, como las derivadas de la gestión de
negocios o del daño injustamente causado, resulta poco precisa porque da
cabida a diversas figuras jurídicas absolutamente heterogéneas que en manera
alguna pueden constituir una categoría con características definidas y propias
como son los contratos y los delitos.
En el Digesto encontramos un fragmento del jurisconsulto Modestino que hace
una enumeración de las fuentes de las obligaciones al expresar que "se
contraen por una cosa, con palabras, o al mismo tiempo por ambas, o por el
consentimiento o por la ley o por el derecho honorario o por necesidad o por
delito". Este pasaje, que carece de una adecuada sistematización de las
fuentes, contiene una mera enunciación de las causae obligationum y sólo
tiene el mérito de haber mencionado por vez primera la ley como fuente
generadora de las obligaciones.
Justiniano
Los compiladores justinianeos, con la idea de aclarar el término variae
causarum figurae de la tripartición gayana, señalaron como principio general
que los casos agrupados bajo tal denominación se desenvolvían a la manera
de un contrato o de un delito. Por ello insertaron en las Institutas una
clasificación de las fuentes de las obligaciones que comprende cuatro
especies, pues "las obligaciones o nacen de un contrato o de un cuasicontrato
o de un delito o de un cuasidelito".
Bajo los términos quasi ex contractu (cuasicontrato) y quasi ex maleficio
(cuasidelito) se abarcaban respectivamente algunas obligaciones derivadas de
una relación lícita que podía asemejarse a un contrato, sin que hubiera existido
el acuerdo; y otras provenientes de un hecho ilícito, pero que no entraban en la
categoría de los delitos, y que obligaban al autor a pagar una pena pecuniaria.
Esta cuatripartición tradicional de las fuentes de las obligaciones, que habría
tenido origen bizantino, también ha merecido reparos porque es indudable que
ni el cuasicontrato ni el cuasidelito presentan caracteres definidos. Decir que
las obligaciones nacen quasi ex contractu y quasi ex delicto, es poner de
manifiesto únicamente el aspecto negativo de tales obligaciones, esto es, que
ellas no provienen ni de un contrato, ni de un delito.

II. Clasificación de las obligaciones según la


eficacia del vínculo
La variedad de relaciones obligacionales que pueden existir en el mundo
jurídico, especialmente aquellas que tienen por causa generadora el contrato,
hace necesario su agrupamiento en distintas categorías. El derecho romano no
nos presenta una clasificación de las obligaciones, ya que se limitó a reconocer
diversas categorías a las que dotaba de una actio para que fuera exigible su
cumplimiento.
Creyendo necesario ofrecer un cuadro de los distintos tipos de obligaciones
que tuvieron cabida en el derecho de Roma, ensayaremos una clasificación
tomando en cuenta los elementos que las integran. De esta forma
estudiaremos sus diversas especies de acuerdo con el vínculo jurídico, según
los sujetos que las componen y conforme a su objeto o prestación.
Decíamos que el vínculo jurídico entrañaba un poder de coerción que permitía
al acreedor compeler al deudor a cumplir la obligación o, lo que es lo mismo, a
satisfacer el deber (debitum) que la obligatio creaba desde su nacimiento. Pues
bien, según cual fuere la eficacia del vinculum iuris, las obligaciones se
clasificaban atendiendo al derecho que les había dado origen, en civiles y
honorarias, y la otra clasificación en civiles y naturales.

A. Civiles y honorarias
Ateniéndose al derecho del cual provienen, pueden clasificarse las obligaciones
en civiles y en honorarias o pretorianas. Son obligaciones civiles las que han
sido constituidas por las leyes o reconocidas ciertamente por el derecho civil
(acciones nacidas del ius civile), en tanto que son honorarias o pretorianas
aquellas actio que el pretor ha establecido por su jurisdicción.
Esta clasificación considera al término "civil" no en el sentido de obligación
dotada de actio como son las obligaciones civiles que se oponen a las
obligaciones naturales, sino en una acepción más restringida, esto es, en
relación con el derecho que las regula y que está dado por la ley comicial, el
senadoconsulto o la constitución imperial. En cuanto a las obligaciones
pretorianas no eran solamente aquellas reguladas por el edicto del pretor sino
que también debían incluirse dentro de esta categoría a las nacidas como
consecuencia de la iurisdictio de otros magistrados, como los ediles curules y
los gobernadores de provincias, razón por la cual resulta más propio llamarlas
obligaciones honorarias.
Superada la distinción entre ius civile e ius honorarium en época de Justiniano,
carece de sentido práctico hablar de estos dos tipos de obligaciones, Sin
embargo, los compiladores justinianeos mantienen para las relaciones
obligatorias de creación pretoria la denominación de obligationes ya, que de
hecho no se diferenciaban de las designadas con ese nombre por el ius civile.

B. Civiles y naturales
Toda obligación a la que el ordenamiento jurídico dotaba de una actio como
medio para que el acreedor pudiera exigir del deudor el cumplimiento de la
prestación debida, se llamaba obligación civil. Ésta era la obligatio en el sentido
estricto de la palabra, porque la relación que ella creaba entre los sujetos que
la integraban debía contar con la debida protección procesal máxime a la luz de
los principios romanos, que consideraban que un derecho subjetivo sólo podía
ser tenido por tal si estaba provisto de una actio que lo tutelara.
Junto a las obligaciones civiles el derecho romano admitió la existencia de
obligaciones naturales (naturalis obligatio) que, como antítesis de aquéllas,
estaban desprovistas de acción y por ende carecían del medio jurídico por el
cual el acreedor exigiría judicialmente el pago de la deuda.
Casos y efectos de las obligaciones naturales
Efectos
La falta de tutela procesal no significaba que las obligaciones naturales no
produjeran efectos jurídicos de importancia, destacándose el derecho del
acreedor de retener lo que el deudor le hubiera pagado (solutio detentio) y el de
hacer valer una excepción cuando el deudor de la obligación natural hubiera
cumplido la prestación debida y pretendiera repetir lo pagado por medio de la
condictio indebiti, alegando que no estaba civilmente obligado
Las características peculiares de las obligaciones naturales han planteado no
pocos problemas a los autores, que alcanzan inclusive, a la esencia misma de
esta clase de obligaciones. Así se ha llegado a cuestionar su contenido jurídico
al carecer de la debida protección procesal. Sin embargo, es criterio unánime
que la obligación natural, si bien presenta un vínculo jurídico debilitado, se
tipifica como una obligatio por las diversas consecuencias jurídicas que de ella
se derivaban, especialmente en su regulación justinianea. Además de aquellos
efectos principales que hemos señalado, las obligaciones naturales producían
otros que podemos llamar secundarios. Se cuentan entre ellos los siguientes; el
crédito natural podía oponerse en compensación a la deuda civil; la obligación
natural era susceptible de convertirse en civil por novación; podía ser
garantizada por fianza, prenda o hipoteca; por fin, era tomada en cuenta en el
cómputo del pasivo de la herencia o del peculio.
Casos
Las fuentes romanas ofrecen numerosos casos de obligaciones naturales,
mereciendo citarse como los más típicos los siguientes: las obligaciones
contraídas por el esclavo que, como vimos, dado su carácter de cosa no se
obligaba civilmente, sino naturalmente; las creadas por personas sometidas a
la misma potestad, esto es, entre los filiifamilias y entre éstos y el pater salvo
cuando se tratara de los peculios sustraídos a su dominio, como el castrense,
el cuasi castrense y el adventicio; las obligaciones extinguidas civilmente por el
efecto novatorio de la litis contestatio; también las extinguidas por capitis
deminutio; las obligaciones asumidas por los pupilos sin la auctoritas tutoris; las
nacidas de simples pactos (nuda pacta); y las contraídas por un hijo de familia
contrariando la disposición del senadoconsulto Macedoniano, que prohibía
conceder préstamos a los filiifamilias.
Obligaciones naturales impropias
El derecho romano de la época justinianea reconoció, junto a las obligaciones
naturales, otras relaciones fundadas en razones religiosas, de moral, de piedad
o de buenas costumbres, y que los compiladores llamaron deudas naturales u
obligaciones naturales impropias. Este grupo especial de obligaciones daba
lugar, como las obligaciones naturales, a la solutio retentio, porque si eran
cumplidas espontáneamente por el deudor éste no podía perseguir la repetición
de lo pagado. Entre los supuestos más importantes se cuentan los siguientes:
la prestación de alimentos a ciertos parientes, cuando no se estaba obligado a
ello civilmente; la prestación de las operae (servicios o prestaciones
personales) al patrono, sin que hubiera mediado promesa (promissio iurata); el
pago de los gastos hechos para el funeral de un pariente y el realizado por la
madre para rescatar a un hijo de la esclavitud.

III. Clasificación según los sujetos


Tomando en consideración al sujeto de la relación, las obligaciones pueden
presentar tres modalidades, según que la relación se forme entre sujetos fijos y
determinados, entre sujetos variables o indeterminados y por fin, entre sujetos
múltiples.

A. Obligaciones de sujetos fijos o determinados


Son obligaciones de sujetos fijos o determinados aquellas que se presentan de
ordinario en el tráfico jurídico y en las que el vínculo obligacional se establece
entre un sujeto activo y otro pasivo que se encuentran individualmente
determinados desde que la relación nace hasta que concluye. De tal suerte la
persona del deudor y la del acreedor son conocidas y normalmente la
obligación vinculará en forma permanente a los mismos sujetos.

B. Obligaciones de sujetos variables o indeterminados


Son obligaciones de sujetos variables o indeterminados aquellos en que el
sujeto activo o el pasivo, o ambos al mismo tiempo, no se hallan
individualmente determinados en el momento de constituirse la obligación, o
bien, no son invariablemente los mismos desde que la relación comenzó hasta
que se ha producido su conclusión. Estas obligaciones, que han sido también
llamadas ambulatorias, fueron designadas por los intérpretes con el nombre de
propter rem en razón de que la acción que las ampara es una actio in rem
scripta que se podía dirigir también contra personas distintas del autor del
hecho en que se fundaba la acción. En ellas no podía señalarse de antemano
un deudor determinado, pues tal carácter revestirá aquel que se encontrare en
poder de la cosa o, como expresa un fragmento de Ulpiano, "esta acción
compete también contra el deudor como quiera que haya sido establecida
sobre la cosa".
Casos
Los textos nos ofrecen distintos casos de este tipo de obligaciones. Así, la
obligación de resarcir el daño causado por un animal, un esclavo o un hijo de
familia a cargo de quien revistiera el carácter de dominus en el momento de
trabarse la litis contestatio (noxa caput sequitur). Otro caso de obligación
ambulatoria es la que debe soportar el propietario, el superficiario o el enfiteuta,
de pagar los impuestos vencidos aun cuando la mora haya sido causada por
personas que anteriormente ejercían tales derechos. También pertenecía a
esta categoría de obligaciones la de restituir lo adquirido por violencia,
obligación que contrae cualquiera que haya obtenido un provecho de la cosa o
que la tenga en su poder. Asimismo es obligación propter rem la de reparar el
muro en la servitus oneris jerendi, con la característica de que son variables
tanto el acreedor como el deudor, porque los mismos se determinan recién en
el momento de requerirse la reparación, siendo igualmente ambulatorias, en
general, las obligaciones emergentes de las relaciones de vecindad.

C. Obligaciones de sujetos múltiples


Son obligaciones de sujetos múltiples o de pluralidad de sujetos, aquellas que
aparecen constituidas por varios sujetos principales, se trate del sujeto activo,
del sujeto pasivo o de ambos a la vez, pudiendo la multiplicidad de sujetos
presentarse al contraerse la obligación o después de nacer el vínculo
obligacional. En este tipo de relaciones pueden manifestarse tres modalidades,
las obligaciones parciarias, las cumulativas y las solidarias o correales.
Obligaciones parciarias
Se llaman obligaciones parciarias aquellas en que existe pluralidad de sujetos y
cada uno de ellos se encuentra respecto al otro en una situación de
independencia, de manera que los acreedores sólo pueden exigir una parte de
la prestación y los deudores solo están obligados a cumplir una parte de ella
(pro parte, pro rata). Esta clase de obligaciones, que también han ·sido
denominadas a prorrata o simplemente mancomunadas, constituyen la regla
dentro de las obligaciones de sujetos múltiples, en contraposición a las
obligaciones solidarias, porque la solidaridad debe ser expresa ya que nunca
se presume.
Obligaciones cumulativas
Son obligaciones cumulativas las que contraen varios deudores con un
acreedor o un deudor con varios acreedores por toda la prestación, porque en
tal caso se considera que hay acumulación de obligaciones. Así, si una
persona vende separadamente la misma cosa a varios compradores se obliga
a cumplir la prestación íntegra a cada uno de ellos o si un testador lega la
misma rosa a varios individuos el heredero está obligado a entregar a cada
legatario igual prestación, porque existe en ambos casos obligación cumulativa.
Obligaciones solidarias
Concepto
Obligaciones solidarias o correales son aquellas en las que la relación
obligatoria se establece entre varios acreedores o varios deudores que
individualmente pueden exigir o deben cumplir la prestación íntegramente. En
estas obligaciones, por tanto, el pago de la deuda verificado por uno de los
deudores o el cobro del crédito efectuado por uno de los acreedores extingue el
vínculo obligacional, quedando subsistente sin embargo el derecho del deudor
que ha satisfecho la obligación de exigir de sus codeudores el reembolso de la
porción por la que cada uno de ellos estaba obligado y de los coacreedores
que no han cobrado su crédito a reclamar del acreedor que ha recibido el pago
la parte correspondiente del crédito.
En las obligaciones solidarias, o in solidum, pueden presentarse distintos
supuestos que gravitan sobre los efectos a que da lugar la solidaridad. Así
puede suceder que concurran varios acreedores y un solo deudor en cuyo caso
hay solidaridad activa, pues cualquiera de aquéllos puede perseguir a éste por
la totalidad de la deuda. También puede existir un solo acreedor frente a varios
deudores en cuyo supuesto hay solidaridad pasiva, pues el primero puede
exigir el cumplimiento íntegro de la prestación a cualquiera de los deudores.
Por último, la obligación puede formarse entre varios acreedores y varios
deudores configurándose la solidaridad mixta en la que cada uno de los
acreedores puede exigir a cada uno de los deudores el pago íntegro de la
deuda.
No hay acuerdo en la doctrina romanista sobre si en los casos de solidaridad
hay una sola obligación o varias obligaciones con unidad de prestación e
idéntica causa. La mayoría de los romanistas modernos se inclinan por la
primera tesis.
La solidaridad por su naturaleza no puede presumirse debiendo, la misma
surgir expresamente a fin de que produzca los efectos jurídicos que le son
propios ya que, de no estar consagrada, la obligación que se forma entre varios
sujetos es simplemente mancomunada. Para la legislación romana fueron
fuentes de la solidaridad el contrato, el testamento y la ley.
Fuentes de la solidaridad
La solidaridad debía manifestarse de forma expresa; de no ser así la obligación
se considerarla como mancomunada. El derecho romano considero tres
fuentes de solidaridad: el contrato, el testamento, y la ley.
La solidaridad nacida de contrato (ex contractu) que es aquella que resulta del
libre juego de la voluntad de las partes manifestada en el momento de
celebrarse la convención, tuvo su principal forma de hacerse efectiva en la
stipulatio que fue un contrato verbal y solemne de derecho estricto por el que
varios deudores prometían realizar una misma prestación a un acreedor o
varios acreedores se hacían prometer por un deudor el cumplimiento de una
igual prestación. Además la solidaridad podía provenir de contratos
consensuales y reales, a excepción del mutuo.
La solidaridad nacida del testamento (ex testamento) se daba cuando el
testador imponía a varios herederos el deber de cumplir con una prestación a
favor de una persona determinada, o a favor de varias personas.
Por fin, la solidaridad activa o pasiva también provenía de la ley (ex lege). Las
fuentes nos informan de casos de solidaridad legal en la reparación del daño
resultante de un hecho delictuoso cometido por varios autores o en perjuicio de
varios individuos; en la responsabilidad que asumen los cotutores o
cocuradores frente al pupilo por sugestión, así como en las obligaciones de los
fiadores por la garantía contraída en común y la de los banqueros por los
depósitos efectuados por los clientes.
Extinción de las obligaciones solidarias
En lo referente a la extinción de las obligaciones solidarias cabe distinguir
aquellas causas que afectaban al objeto de la relación de las que atañan
exclusivamente a alguno de los sujetos. En el primer supuesto, que se daba en
caso de pago, de novación, de pactum de non petendo in rem, etc., la
obligación se extinguía para todos los deudores solidarios, esto es, con efecto
objetivo, porque el cumplimiento de la prestación por uno de ellos extinguía la
obligación respecto a los demás. En el segundo supuesto, que se daba en caso
de confusión, de capitis deminutio, de pactum de non petendum in personam,
etc. la obligación se extinguía parcialmente, es decir, con efecto subjetivo, ya
que sólo beneficiaba a la persona de uno de los sujetos obligados.

IV. Clasificación según el objeto o prestación


La clasificación de las obligaciones teniendo en cuenta el objeto de las mismas
necesariamente debe abarcar las distintas modalidades que puede presentar la
prestación que, como ya lo hemos explicado, se traduce en un dare, en un
facere o non facere y en un praestare. Partiendo de la posibilidad de que la
prestación sea o no determinada, las obligaciones han sido clasificadas en
determinadas e indeterminadas y de que la misma pueda o no ser dividida, en
obligaciones divisibles e indivisibles.

A. Obligaciones de dare, facere y praestare


El objeto de la obligación es el acto que el deudor debe realizar a favor del
acreedor y cuyo cumplimiento puede exigirse por medio de la correspondiente
acción. Constituye la prestación que puede traducirse en dare, facere o
praestare.
Dare consiste en la transferencia al acreedor de la propiedad u otro derecho
real sobre la cosa; mientras que facere o non facere, implicaba la obligación de
cumplir o no cumplir cualquier otra actividad que no fuera propiamente un dare;
y Praestare, aludía al contenido de la obligación en general, ya consistiera en
un dare o en un facere, pero más propiamente comprendía aquellas
prestaciones que tenían por objeto la entrega de la cosa con otra finalidad que
la de transferir la propiedad u otro derecho real y las prestaciones que no
constituyeran un hecho positivo, como las que podían resultar de la reparación
del daño que se hubiera inferido por dolo o culpa.
Para que la prestación fuera eficaz debía reunir ciertos requisitos.
Primeramente debía ser física y jurídicamente posible, de lo contrario era nula.
Había imposibilidad física o material si se comprometía la transmisión de una
cosa que ya no existía en el momento de la convención; imposibilidad jurídica
si se vendía una res extra commercium. La imposibilidad debía ser objetiva y
absoluta; si se debiera al deudor, la obligación era válida; también lícita, o sea
no contraria a la ley ni a la moral; determinada o determinable, la determinación
podía quedar librada al arbitrio de un tercero. No podía depender de la voluntad
del deudor o del acreedor, salvo en algunos negocios para los cuales se
admitía que una de las partes pudiera determinar según la equidad; y tener
contenido patrimonial, o sea, ser valorable en dinero.
B. Obligaciones divisibles e indivisibles
Son divisibles las obligaciones cuando contienen prestaciones de tal naturaleza
que pueden ser ejecutadas en parte sin que su esencia y valor sufran
alteración alguna, como la de dar una suma de dinero que puede fraccionarse
en varias entregas. Son obligaciones indivisibles aquellas que no pueden
cumplirse sino por entero, como la obligación de pintar un cuadro.
El Derecho Romano, a pesar de tratarse de una mera cuestión de hecho,
estableció normas tendientes a ubicar a las obligaciones dentro de las
divisibles o de las indivisibles, según que el objeto material de la prestación
consistiera en un dare, o en un facere. La obligación dare es generalmente
divisible, porque los derechos sobre las cosas, como el de propiedad,
enfiteusis, hipoteca y superficie, son considerados divisibles puesto que
pueden constituirse pro parte. Se exceptúa el derecho de servidumbre el que
es indivisible, porque la divisibilidad del mismo llevaría al titular a verse
imposibilitado de ejercerlo. Las obligaciones faciendi, por el contrario, son por
regla general indivisibles, porque no puede admitirse que las mismas sean
cumplidas por parte. Es que la actividad de un individuo dirigida a la ejecución
de una obra no es susceptible de división porque una parte de ella no es la
obra, ni puede tener el mismo carácter ni el mismo valor del todo. Como
excepción las obligaciones que tengan por objeto un facere pueden ser
divisibles cuando se trate de servicios que tengan carácter fungible, esto es,
que se cuentan, pesan o miden. En las obligaciones de non faciendi la
divisibilidad o indivisibilidad depende de que la inacción exigida al obligado
corresponda o no a una actividad fraccionable. Así, la obligación de no
reclamar una suma de dinero, será divisible en tanto que la de no ejercitar una
servidumbre de paso será indivisible.
La clasificación de obligaciones divisibles e indivisibles tuvo particular
importancia en caso de pluralidad de acreedores o deudores de una misma
obligación, supuesto en el cual se dividían ipso iure los créditos y los débitos
entre los varios sujetos de la relación. Así, de existir varios deudores cada uno
de ellos se liberaba cumpliendo pro parte la prestación; de ser varios los
acreedores, ninguno de ellos podía exigir más allá de la parte que le
correspondía.
En la hipótesis de obligaciones indivisibles, en cambio, cada uno de los
acreedores podía exigir a cada uno de los deudores el total cumplimiento de la
prestación.
La distinción de las obligaciones en divisibles e indivisibles reviste particular
interés en aquellas relaciones en que están vinculados varios acreedores o
deudores, porque siendo uno solo el sujeto activo y uno el pasivo, éste no
puede obligar al acreedor a recibir un pago parcial. En el derecho clásico las
obligaciones indivisibles de sujeto múltiple fueron equiparadas a las solidarias
al colocar a la par de la solidaridad proveniente de la voluntad de las partes la
solidaridad objetiva que emanaba de la naturaleza indivisible de la prestación.
La legislación justinianea modificó el anterior criterio al separar a las
obligaciones indivisibles de las solidarias, adoptando dispares principios. En la
hipótesis de que fueran varios los acreedores de la obligación indivisible y uno
solo el deudor, cualquiera de ellos estaba autorizado a perseguir al obligado
por la totalidad de la deuda, pero .como el pago efectuado por éste al acreedor
accionante no extinguía la obligación con respecto a los coacreedores, se le
facultó para exigir una caución del que hubiera cobrado el crédito con el fin de
quedar asegurado contra las eventuales demandas de los demás acreedores.
En el supuesto de que fueran varios los deudores y uno solo el acreedor, podía
éste perseguir por el todo a cualquiera de aquéllos, pero el que fuera requerido
de pago tenía derecho a solicitar del acreedor un plazo para hacer entrar en el
juicio a sus codeudores, o bien reclamarles, antes del cumplimiento de la
obligación, una indemnización por la cuota correspondiente a ellos y cuyo pago
hubiera sido condenado. Resta decir que Justiniano consagró la norma de que
la obligación indivisible que no ha sido satisfecha por los deudores se troca en
divisible al transformarse en una indemnización de daños e intereses, esto es,
en una obligación de pagar determinada suma de dinero.

C. Obligaciones específicas y genéricas


Las obligaciones que tenían por objeto la prestación de una cosa
individualmente determinada (species), como tal esclavo o tal fundo, eran
llamadas en las fuentes obligaciones de especie o especificas (obligatio
speciei). Esta clase de relaciones obligacionales tenía la característica de que
si la cosa que constituía la prestación llegaba a perecer por caso fortuito, la
obligación se extinguía, por aplicación del principio de que la especie perece
para el acreedor.
En oposición a las obligaciones de species, los romanos conocieron las
llamadas obligaciones genéricas (obligationes generis), que eran aquellas en
que el objeto de la prestación era determinado únicamente en su género
(genus), prescindiendo de su individualidad, como, por ejemplo, un esclavo
cualquiera o una cosa fungible. La elección del objeto que debía entregarse,
por principio, correspondía al deudor. En el derecho justinianeo no le fue
permitido elegir el objeto de peor calidad, como tampoco, si la elección
correspondía al acreedor, podía exigir la entrega del mejor. Por ello se
estableció la regla de que el objeto exigido debía ser de calidad media (mediae
aestimationis).
Digamos por fin, que las obligaciones genéricas no se extinguían por
perecimiento fortuito del objeto. Operaba al respecto el principio de que el
género nunca perece (genus perire non censetur) y por ello quedaba siempre la
posibilidad de elección entre los objetos que integraban el genus, a no ser que
éste fuera muy limitado o se destruyeran las cosas que lo formaban.
D. Obligaciones alternativas y facultativas
Obligaciones Alternativas
Se califica de alternativas, las obligaciones en que el deudor tiene que cumplir
una sola prestación entre dos o más disyuntivamente indicadas. Ej.: “prometes
darme 100 o al esclavo Sticho”.
La elección del objeto de la obligación correspondía al deudor, pero podía
convenirse en que la hiciera el acreedor. Antes de efectuarse una elección
todos los objetos eran materia de obligación. Por esto si la elección pertenecía
al deudor (este ius variandi es transmitido a los herederos) y algunos de los
objetos alternativamente debidos llegaba a perecer, por culpa o no del deudor,
la obligación se extinguía respecto del objeto perdido, pero subsistía con
relación a los otros, puesto que el deudor en este caso podría circunscribir su
elección a los objetos restantes y elegir uno de ellos del mismo modo que lo
hubiera hecho si el objeto no hubiera perecido.
Si la elección pertenecía al acreedor había que hacer una distinción:
Si uno de los objetos perecía sin culpa del deudor, era el caso en el cual la
obligación subsistía únicamente respecto de los objetos restantes.
Si el perecimiento se producía por culpa del deudor, en este supuesto el
acreedor podía hacer su elección entre la indemnización de daños y perjuicios
causados por la pérdida del objeto o uno de los objetos restantes.
Cuando la elección correspondía al deudor, éste tenía la facultad de cambiar
de opinión, rectificar la elección de objeto (ius variandi) hasta el momento del
pago efectivo. Si la elección correspondía al acreedor éste podía ejercitar el ius
variandi hasta la litis contestatio o hasta que hubiera reclamado judicialmente
uno de los objetos alternativamente debidos.
En cuanto a los riesgos que pudiesen correr los objetos se decidió que:
Si por caso fortuito, se extinguían todos los incluidos en la elección, también la
obligación se extinguía.
Si por un hecho fortuito, se extinguía uno de ellos, se debían el otro o los otros,
persistiendo el ius variandi.
Si uno de los objetos se extinguía por caso fortuito y otro por culpa del deudor,
éste no se liberaba sino que se veía expuesto a la “actio doli” del acreedor.
Obligaciones Facultativas
En las obligaciones facultativas, en cambio, sólo se establece una prestación,
pero en algunos casos el deudor tendrá la posibilidad de liberarse cumpliendo
con otra. Un ejemplo típico de estas obligaciones lo constituye el caso del
abandono noxal. Un ejemplo de obligación facultativa sería el del pater
obligado por el daño ocasionado por el esclavo. En principio lo que debe es la
indemnización de ese daño, pero se puede liberar entregando ese esclavo
(noxae deditio).
Diferencias sustanciales entre ambas
Alternativas A- Facultativas
Todos y cada uno de sus objetos estaban afectados El objeto propio de ella era principalmente debido,
a ella mientras no se hiciera la elección por el sujeto no aquel con el que el deudor se hubiera reservado
a quien competía. la facultad de pagar.

Todos los objetos se hallaban in obligatione. Sólo estaba in obligatione el objeto principalmente
debido porque aquel con el que el deudor se
reservaba la facultad de pagar se encontraba in
facultate solutionis.

El acreedor no podía en ningún caso, pedir una


cualquiera de las dos prestaciones, sino
únicamente la que era objeto directo y propio de la
obligación.

Cuando hay obligación con varios objetos, mientras El objeto es único, si este perece la obligación se
exista uno de ellos y aunque los demás se hayan extingue y no hay ya lugar a la sustitución aunque
hecho imposibles la obligación subsiste. Hay varias el otro objeto con el que el deudor podía sustituirle
prestaciones in obligatione. sea un posible. La variedad de prestaciones existe
solamente in solutione.

Si la obligación era nula por imposibilidad u otro Si la obligación era nula por defecto o vicio de la
defecto inherente a uno de sus objetos, no por ello prestación debida, no podía subsistir como válida
era nula en lo referente a los demás, puesto que respecto de la que se hallaba in facultate solutionis.
todos ellos se encontraban in obligatione.
Unidad 12
I. Efectos de las obligaciones
Una vez establecida la relación entre dos o más sujetos que ha dado lugar al
nacimiento de una obligación, el deudor debe asumir una actitud tendiente al
cumplimiento de la prestación, efecto necesario de toda obligación a que el
mismo debe arribar, bajo pena de verse constreñido al pago de daños e
intereses si incurriera en incumplimiento o retardo. Es así que para estudiar las
consecuencias que las obligaciones hacen derivar respecto al acreedor y al
deudor será menester determinar cuáles son los presupuestos que conducen al
cumplimiento de la prestación y cuáles los que llevan a la inejecución por dolo,
culpa o caso fortuito o las que retardan su cumplimiento.
Dentro del amplio rubro de efectos de las obligaciones incluiremos también el
tema referente a las estipulaciones a favor y en contra de terceros y el relativo
a la transmisión de los créditos y las deudas.

A. Cumplimiento e incumplimiento de las obligaciones


Cumplimiento de las obligaciones
Son efectos necesarios de la obligación aquellas consecuencias que hacen a la
esencia de toda relación obligacional que, tal como la caracteriza Justiniano en
sus Institutas, consiste en constreñir al deudor a pagar alguna cosa, esto es, a
cumplir la prestación que puede tener por objeto un dare, un facere o un
praestare en la forma, tiempo y lugar convenido por las partes. De lo expuesto
surge que el efecto primordial de la obligación, consistente en su cumplimiento
o ejecución, debe ser analizado con relación a los sujetos, al contenido de la
prestación, al lugar donde la misma debe cumplirse y al tiempo en que la
obligación habría de satisfacerse.
Las consecuencias de las relaciones obligatorias alcanzan, en principio,
exclusivamente al sujeto activo o acreedor y al sujeto pasivo o deudor. Con
respecto al primero, el vínculo jurídico le permite constreñir al deudor al
cumplimiento de la prestación concediéndole los medios coercitivos suficientes
para obtener el pago de su crédito y, en caso de que ello no fuera posible, su
derecho se traduce en la reclamación de daños y perjuicios. Referente al
deudor, el cumplimiento de la obligación extingue el vínculo jurídico existente,
con las garantías y refuerzos accesorios que se hubieran establecido a favor
del acreedor y le da derecho a repeler cualquier actitud del mismo tendiente a
exigir nuevamente el pago de la deuda.
Los efectos de la obligación en lo que atañe al contenido de la prestación están
regulados por la norma que impone al deudor el deber de cumplirla
íntegramente sin que pueda liberarse con una prestación distinta a la
prometida, ni tampoco verificarla parcialmente, salvo expresa conformidad del
acreedor. Sin embargo, el Derecho romano, en situaciones especiales,
estableció excepciones al principio enunciado al otorgar el beneficio de dación
en pago (beneficium dationis in solutum), que importaba la entrega de un objeto
distinto al prometido, ya que el deudor que fuera solvente pero que no
dispusiera de dinero o efectos muebles ni encontrara comprador para sus
inmuebles, estaba facultado para obligar al acreedor a recibir dichos bienes
raíces que debían estimarse oficialmente y el beneficio de competencia
(beneficium competentiae), que entrañaba un pago parcial de la obligación,
porque daba derecho al deudor que hubiera caído en insolvencia a no ser
condenado a pagar más de lo que buenamente pudiera, hasta tanto mejorara
de fortuna, a fin de que dispusiera de lo indispensable para su subsistencia.
En cuanto al lugar del cumplimiento de la obligación debía estarse a lo que las
partes hubieran convenido directa o indirectamente, no pudiendo el acreedor
exigir que se cumpla en lugar distinto del fijado. En caso de que nada se
hubiera establecido la elección del lugar no debía quedar al arbitrio del deudor
porque importaría crear una incertidumbre sobre dónde debía verificarse el
pago, atentatoria de la seguridad de las transacciones, por lo que la ley fijó
normas sobre el particular teniendo en cuenta la naturaleza de la prestación.
Así tratándose de cosas inciertas o fungibles, el cumplimiento debía realizarse
en el domicilio del deudor, porque éste es el lugar donde el acreedor puede
exigirlo judicialmente (forum domicilii), en tanto que si la prestación consistiera
en la entrega de un inmueble u otra cosa cierta, el lugar de cumplimiento de la
obligación debía ser el de la situación de los bienes (forum re).
En lo concerniente al tiempo en que debe verificarse el pago también podía ser
convenido por las partes o inducirse del propio contenido de la obligación. Si
nada se ha establecido o si el plazo fuera fijado únicamente a favor del
acreedor, éste podía exigir el cumplimiento de la obligación en cualquier
momento, porque jugaba la regla de que la prestación se debía desde el día
mismo en que la obligación nace, pero si-lo fuera a favor del deudor o de
ambos, el acreedor no podía exigir el pago antes del vencimiento de la
obligación.
Incumplimiento de las obligaciones
En el campo de los negocios creditorios puede suceder que el deudor,
vinculado al acreedor para satisfacer una determinada prestación, dejase de
cumplir la obligación afectando la legítima expectativa de aquél y provocando
un daño a su patrimonio en virtud de que el crédito integra su contenido. El
incumplimiento del deudor puede provenir de causas que le son imputables,
como el dolo y la culpa, o bien, de otras que ninguna responsabilidad acarrean
al mismo, como el caso fortuito y la fuerza mayor. Según cual sea la causa de
inejecución serán los efectos que ella producirá respecto a la persona del
deudor.
Dolo
Al estudiar el negocio jurídico hemos visto que el derecho objetivo regula al
dolo (dolus) bajo tres aspectos distintos, como una anormalidad que afecta la
intención en los actos voluntarios y que lleva al negocio a su invalidez, esto es,
como un vicio del consentimiento, como el elemento integrante del delito que
tiende a provocar un daño en la persona o los bienes del individuo y como un
factor perturbador del cumplimiento de las obligaciones contractuales. En esta
parte nos ocuparemos del dolo bajo este último aspecto, es decir,
considerándolo como la actitud voluntaria y maliciosa del obligado puesta de
manifiesto con el propósito deliberado de no cumplir su obligación y de
provocar un daño al acreedor.
Para que el dolo quede configurado es necesario la presencia de ciertos
presupuestos. Así se requiere de parte del deudor la realización de un hecho
que puede manifestarse de una manera positiva o de una manera negativa.
También es elemento esencial del dolo, la intención o el propósito deliberado
del agente de llevar a cabo dicho acto lo que implica que están exentos de
responsabilidad por dolo las personas carentes de voluntad, como los
dementes y los impúberes infantia proximus. Por fin, el dolo exige que la
conducta del sujeto esté encaminada a provocar un perjuicio económico a la
otra parte, el que necesariamente debe derivar del incumplimiento de la
obligación por parte del deudor.
El dolo, por las graves consecuencias que trae aparejado, no puede presumirse
sino que, por el contrario, debe ser acabadamente probado por el acreedor,
debiendo responderse por el mismo en todos los casos, de manera que
cualquier convención en que las partes hubieran acordado no exigirse
responsabilidad por tal conducta, como, el pactum de non petendo dolo, carece
de relevancia jurídica por ser contrario a las buenas costumbres y la parte
favorecida no puede invocar tal convención. No obstante, estaba permitido al
acreedor pactar con el deudor sobre las consecuencias de su dolo luego que
se hubiera consumado y es así como podía transar sobre las pérdidas e
intereses debidos por el deudor y aún condonarlos. El dolo del obligado no
podía ser atenuado por la culpa de la parte contraria, porque las consecuencias
resarcitorias que tales conductas provocaban eran totalmente distintas y no
podían ser compensadas. Por fin, debemos agregar que la obligación en los
casos de dolo subsiste aun cuando el deudor con su actitud hubiera hecho
imposible la prestación, pero en tal caso la obligación se traducía en una
indemnización pecuniaria tendiente al resarcimiento del daño causado al
acreedor.
Culpa
Existe culpa (culpa, negligentia, desidia) cuando el deudor ocasiona un daño al
acreedor al impedir el cumplimiento de la obligación por falta de cuidado o
vigilancia o por su negligencia. El deudor incurre en culpa, haciéndose
responsable por la falta de ejecución de la prestación, no porque haya tenido
una actitud manifiesta e intencionalmente dañosa, como en el dolo, sino por no
poner en su conducta la atención suficiente que hubiera evitado el perjuicio
ocasionado al acreedor. Caracteriza entonces a la culpa la presencia de
elementos carentes de intención, como son la falta de cuidado, la desidia, la
negligencia.
El origen y desarrollo del concepto de culpa se presenta un tanto obscuro o
cuando menos puede afirmarse que existe sobre el particular una gran
incertidumbre debido, indudablemente, a que el Derecho Romano no llegó a
crear una teoría general sobre la misma. Es probable que el concepto de culpa
hubiera tenido su primera manifestación en el campo de los delitos privados,
como consecuencia de la regulación que de la misma hizo la lex Aquilia,
pasando posteriormente a la esfera contractual. De ahí es que los
comentaristas hayan distinguido la culpa extracontractual, llamada también
aquiliana, que surge entre dos personas extrañas no ligadas por un vínculo
obligacional previo, de la culpa contractual, que es la que en esta parte
consideramos y que se refiere a la conducta negligente de un deudor en el
cumplimiento de la obligación contraída con su acreedor.
Los principios que regulan la culpa tuvieron en el Derecho Romano su
consagración en la compilación justinianea, que estableció un sistema de
responsabilidades debidamente articulado en el que se consagraron distintas
gradaciones de la culpa según la mayor o menor gravedad que la misma
tuviera. Encontrarnos en las fuentes tipificada la culpa grave o magna (culpa
lata) y la culpa leve (culpa levis) comprensiva de la culpa in abstracto y la culpa
in conceto.
Culpa lata: La culpa grave, que importa una extrema desidia, ha sido definida
por Ulpiano como la "demasiada negligencia, esto es, no entender lo que todos
entienden", concepto que ha sido ratificado por un fragmento de Paulo que dice
que "es el límite de la culpa lata no entender lo que todos entienden". En culpa
grave incurren, pues, quienes no han previsto las consecuencias que cualquier
persona podía prever o quienes, estando a cargo del negocio de otro, lo cuidan
a sabiendas menos que los propios. Ella supone un descuido extremado que
hace que se asemeje por sus efectos al dolo y, por tanto, dicha culpa no podía
ser dispensada por acuerdo de las partes.
Culpa levis: La culpa leve se presenta en aquellos supuestos en que el deudor
ha dejado de cumplir la obligación por no haber puesto la debida diligencia que
todo hombre normal debe prestar a los negocios en que interviene. Los
comentaristas derivaron de la culpa leve dos modalidades, la culpa in
abstracto, que se configuraba cuando el deudor hubiera omitido los cuidados
de un buen padre de familia (diligentia bonus paterfamilias) y la culpa in
concreto, que estaba dada por la inobservancia del deudor de la diligencia que
suele tener en sus propios negocios (diligentia quam suis rebus adhibere solet).
Culpa levissima: Los intérpretes tomando como punto de partido un texto de
Ulpiano que se lo considera interpolado, crearon un grado más de culpa, la
llamada culpa levísima (culpa levissima) que consistiría en no haber puesto un
cuidado extremadamente diligente cuya previsión sólo puede ser concebida por
individuos señaladamente inteligentes. Este concepto no es compartido por la
doctrina y así Maynz hace notar que el término de culpa levissima, sólo
mencionado una vez en las fuentes, carece de significación técnica alguna y no
está empleado en oposición a culpa lata o a culpa levis. Señala además que al
referirse el texto de Ulpiano a la lex Aquilia, nos indica que la culpa levísima
no ,estaría referida al daño que deriva de la inejecución de una obligación sino
al causado por un hecho dañoso sin que hubiese obligación alguna
preexistente, esto es, vinculada con el delito y no con el contrato.
La falta de precisión de las fuentes en materia de culpa se hace más patente
en lo relativo a la responsabilidad que la misma acarrea a quien ha incurrido en
ella, lo que hace difícil establecer criterios generales, máxime si se tiene en
cuenta que las consecuencias de la culpa no fueron reguladas de la misma
forma en las distintas épocas de la vida jurídica romana. De esta manera hasta
el período de la jurisprudencia clásica la responsabilidad del deudor aparecía
solamente cuando la ejecución de la obligación se había hecho imposible por
un acto positivo del mismo (factum debitoris) contrario a la lealtad o fides que
debía observarse en el cumplimiento de la prestación, es decir, en caso de
dolo, Cuando los contratos consensuales, generadores de obligaciones de
buena fe, caen dentro del marco del ius civile, la jurisprudencia estableció
principios relativos a la culpa al serle permitido un análisis más profundo de la
conducta del obligado y, desde entonces, los deudores debían responder, no
solamente por sus actos intencionales, sino también por su falta de diligencia.
A partir del derecho clásico la responsabilidad por culpa se regula por el
principio de la utilidad que el negocio puede producir a las partes (utilitas
contrahentium) y en base a tal criterio se consagra como norma general que el
deudor responde sólo de la culpa grave cuando la relación se hubiera
constituido en provecho exclusivo del acreedor, en tanto que responde hasta
de la culpa leve cuando el negocio se hubiera realizado en su solo beneficio o
en el de ambas partes.
El Derecho Romano estableció excepciones a los principios relativos de la
prestación de la culpa, sea haciendo responsable al deudor por la culpa levis
aun cuando el negocio fuera en beneficio exclusivo del acreedor, sea
eximiendo de la misma al deudor a pesar de que la relación se hubiera
constituido en su provecho. Ejemplos del primer supuesto (haciendo
responsable al deudor por la culpa levis) son los del mandatario o gestor, del
tutor y curador y el del depositario en caso de depósito necesario, que
responden de toda culpa, ya por la confianza ilimitada que supone las
funciones de los primeros, ya por tratarse de una carga de la que no pueden
eximirse los segundos, ya por no haber podido elegirse otro depositario.
Ejemplos del segundo supuesto (eximiendo de la culpa levis al deudor a pesar
de que la relación se hubiera constituido en su provecho) son el del agrimensor
que percibe una remuneración por sus servicios, el del marido que ha recibido
la dote de su mujer y el de los socios o comuneros, los que, a pesar de obtener
una utilidad de la relación, no responden de la culpa leve porque se supone
que han obrado de la mejor manera posible al estar interesados en el negocio.
Dentro del tema de la culpa cabe referirnos al deber de custodia que consiste
en la diligencia que debe emplear una persona con el fin de preservar la
pérdida o el deterioro de las cosas ajenas que le fueron entregadas para su
conservación. La custodia, entonces, es uno de los casos de diligencia cuya
omisión da lugar a responsabilidad por culpa y en tal sentido los romanos
utilizaban indistintamente los términos praestare diligentum, praestare culpam y
praestare custodiam por considerarlos equivalentes.
La responsabilidad por custodia variaba según cual fuera el grado de culpa en
que incurriera la persona obligada. Por lo general estaba referida a los
cuidados que debía tener un buen padre de familia en la conservación de
bienes ajenos y de allí es que se evidenciara en aquellos supuestos en que el
deudor debía responder de la culpa in abstracto, como en el caso del
comodatario y del tintorero o el sastre citados por Gayo, responsables de la
custodia de la cosa, por obtener un beneficio con el uso de lo prestado el
primero y por percibir una retribución los segundos. No obstante, en algunos
casos la custodia significaba una responsabilidad sin culpa, como sucedía en el
pactum de receptum en que se exigía el praestare custodiam al naviero,
posadero y dueño de estado por el robo o daño de las cosas confiadas en
guarda a ellos o a sus dependientes.
El concepto de custodia, difícil de deslindar en la época clásica debido sin duda
a las alteraciones sufridas por los textos que trataban la materia, se hace más
nítido en la época de Justiniano porque llega a configurarse como una típica
responsabilidad al exigírsele al deudor la más exacta diligencia en la guarda de
la cosa.
Caso fortuito y Fuerza mayor
La prestación que constituía el objeto de la obligación podía tornarse imposible
de cumplir por algún suceso no imputable al deudor. Hechos naturales, como
un terremoto, un naufragio o un incendio; hechos jurídicos que sustrajeran la
cosa del tráfico jurídico, o actos humanos realizados por terceros con empleo
de una fuerza irresistible —como una guerra—, liberaban al deudor de toda
responsabilidad en el cumplimiento de la prestación.
Estos acontecimientos, en los que en nada intervenía la conducta del deudor,
recibieron la calificación de caso fortuito (casus), y Ulpiano los definió diciendo
"que ninguna humana inteligencia los puede prever". Distinguiase del casus, la
fuerza mayor (vis o vis maior), que era aquel hecho que ninguna medida de
previsión normal hubiera podido evitar. Es de hacer notar que la distinción entre
caso fortuito y fuerza mayor tiene un mero valor teórico, porque tanto los
acontecimientos que no se pueden prever, como aquellos que previstos no se
pueden evitar, liberan al deudor del vínculo obligacional, salvo convención en
contrario.
Quedando exento de responsabilidad el deudor por el casus, el riesgo por la
pérdida de la cosa (periculum) correspondía a la otra parte. De allí nació la
regla de que las cosas se pierden o deterioran para el acreedor (res perit
creditori). Es comprensible que este principio fuera rico en aplicaciones,
tratándose de deudores de cosas específicas muebles, ya que las cosas
fungibles, por ser esencialmente sustituibles, no perecen y los inmuebles están
sometidos a, menos riesgos de pérdidas que los muebles. Así como el
acreedor soportaba el periculum, era natural que le aprovechara el aumento de
valor u otros acrecentamientos (commodum) que la cosa experimentan durante
el tiempo que transcurría desde el nacimiento de la obligación hasta su
cumplimiento por el deudor. El commodum no sólo abarcaba los frutos que la
cosa produjera, sino también todas las accesiones que no provinieran de algún
hecho del deudor.
La mora: clases y efectos
Se entiende por mora el no cumplimiento culpable de la obligación a su debido
tiempo por el deudor o la no aceptación de la prestación por el acreedor. Se
distingue, pues, el retardo o mora del deudor (mora debitoris) del retardo o
mora del acreedor (mora creditoris).
La mora del deudor, que era la más común, se configuraba con la presencia de
ciertos requisitos. Primeramente, era menester que la obligación fuera válida y
estuviera provista de acción, por lo cual no había mora si se trataba de
obligaciones naturales. Se requería también un débito obligacional exigible y
vencido, que el deudor demoraba en hacer efectivo por causas que le fueran
imputables. Finalmente, en el derecho justinianeo se exigió una intimación o
interpelación (interpellatio) que debía formular el acreedor para que el deudor
satisficiera la deuda (mora ex persona).
Había casos en que este último requisito —la interpelación al deudor— no era
necesario para que el obligado estuviera constituido en mora. Se habla en
estos supuestos de mora ex re. Ella habría tenido lugar cuando la obligación
era a término, porque el vencimiento del plazo producía la mora del deudor sin
necesidad de interpelación, siguiendo el principio que los juristas medievales
expresan con la máxima "el plazo interpela por la persona" (cites interpellat pro
homine). Tampoco se requería interpelación en las obligaciones nacidas de
delito; cuando se hubiera hecho imposible por ausencia injustificada del
deudor; en los legados a favor de iglesias o fundaciones pías y en el supuesto
que el retardo en el cumplimiento de la prestación equivaliera o significara un
total incumplimiento.
La mora del deudor tenía el efecto de agravar su responsabilidad, por cuanto
en virtud del principio de la perpetuatio obligationis el vínculo obligacional
subsistía y, en consecuencia, no se liberaba si la cosa perecía después del
retardo, a menos que se probara que el perecimiento igualmente se hubiera
producido estando en poder del acreedor. De cualquier forma, el deudor se
obligaba por los daños y perjuicios que la mora provocare al acreedor; a quien
debía colocar en igual situación a la que hubiera tenido de no mediar el retardo.
Respondía, además, por los frutos naturales o civiles que la cosa pudiere haber
producido, y tratándose de obligaciones de dar sumas de dinero, de los
intereses del capital debido computados desde el día de la mora (usurae ex
mora).
Opuesta a la mora del deudor era la llamada mora del acreedor, que tenía lugar
cuando éste rechazaba, sin causa justificada, la oferta de pago íntegro y
efectivo de la prestación debida por el deudor. Rehusado el ofrecimiento,
siempre que se tratara de cosa específica, el deudor sólo respondía de su
pérdida cuando mediara dolo. Si se debía una cosa genéricamente
determinada o una suma de dinero y la pérdida se producía por causa no
dolosa y después de haberse efectuado la oferta real de entrega el acreedor no
podía exigir la dación de ella. Si llegaba a accionar a tal efecto, el deudor podía
oponer a su pretensión la exceptio doli. Cuando se trataba de deudas de dinero
y el obligado depositaba en público (obsignatio) la cantidad debida, quedaba
exento de todo riesgo, así como de la obligación de pagar intereses. En el
derecho justinianeo el depósito en público -pago por consignación- fue un
modo de extinguir ipso iure las obligaciones.
Por lo que atañe a la cesación de la mora (enmendatio o purgatio morae), la del
deudor se producía por el cumplimiento de la prestación o por ofertas
válidamente realizadas de pago íntegro de la deuda y la del acreedor por la
aceptación del pago realizado o por manifestación inequívoca de que estaba
dispuesto a recibir la prestación debida. Se extinguía también la mora por
acuerdo expreso o tácito de las partes y se purgaba en caso de retardo
recíproco de acreedor y deudor, porque se operaba una suerte de
compensación que se rompía en caso de que la mora de uno de ellos hubiera
cesado.

II. Garantía de las obligaciones


El cumplimiento de la obligación podía asegurarse en el derecho romano
afectando la cosa de propiedad del deudor a la acción, del acreedor (obligatio
rei) o haciendo que el mismo deudor u otra persona por él respondiera con su
propio crédito (obligatio personae). Había, pues, dos clases de garantías: las
garantías reales y las garantías personales.
De las primeras, que se daban a través de tres instituciones que se
presentaron en el curso del desarrollo histórico del derecho de Roma, la fiducia,
el pignus y la hypotheca hemos tratado al estudiar los derechos reales de
garantía. Nos quedan por considerar ahora las garantías personales, dentro de
las cuáles distinguiremos las que derivaban del propio deudor, de las que
asumía otra persona por él, y que se denominaban "intercesiones".

A. Garantías personales derivadas del propio deudor


Le fue permitido al deudor mismo garantizar o más propiamente reforzar la
obligación que tenía que cumplir. En el caso no había en la relación otro sujeto
distinto de los que habían constituido el vínculo obligacional. Las garantías de
esta especie fueron: las arras (arrha), la cláusula penal (stipulatio poenae), el
juramento promisorio (iusiurandum promissorium) y el constituto de deuda
propia (constitutum debiti proprii).
Las arras
Las arras (arrhae) consistían en una suma de dinero u otra cosa (un anillo, por
ejemplo) que en los contratos consensuales, especialmente en la compraventa,
una de las partes entregaba a la otra con el fin de probar la celebración o
conclusión del contrato. Esta función tuvieron (las arras) durante toda la época
clásica. Pero en la época justinianea, siguiendo la práctica oriental, adquirieron
función penal, es decir, sirvieron para asegurar el cumplimiento de las
obligaciones al perder lo entregado quien no cumplía con la obligación a su
cargo.
En cuanto a los efectos, cabe señalar que si el deudor cumplía la obligación,
debía serle devuelto lo entregado como arras. Si no lo hacía, perdía de pleno
derecho lo dado, aunque el acreedor podía exigir el cumplimiento renunciando
a las arras. Finalmente, si el incumplimiento era debido al hecho del acreedor,
éste debía devolver lo recibido más otro tanto.
Clausula penal
Se utilizó la cláusula penal en el derecho romano como pena convencional por
la que se fijaba anticipadamente la indemnización que por daños y perjuicios
habría de pagar el deudor, si dejaba de cumplir la prestación debida. También
se aplicó como medio de reforzar las obligaciones por el propio deudor y en tal
sentido era la promesa de una prestación, por lo común una suma de dinero,
para el caso de incumplimiento de la obligación asumida. No constituyó una
figura contractual autónoma y por ello, requirió la forma de la estipulación, de
donde surgió su nombre de stipulatio poenae. La cláusula penal pudo
establecerse por simple pacto, cuando se la agregaba a un contrato de buena
fe.
El juramento promisorio
La especial institución del juramento promisorio (iusiurandum promissorium)
sirvió para garantizar la obligación contraída por un menor de veinticinco años
sin la auctoritas de su curador. Contra la eficacia de tal obligación cabía utilizar
por el menor la in integrum restitutio, pero un rescripto de Alejandro Severo
atribuyó al juramento el efecto de eliminar tal posibilidad.
El constitutum debiti proprii
El pacto dotado de acción por el pretor (actio de pecunia constituta) por el cual
el propio deudor se obligaba a pagar lo que debía a causa de una preexistente
relación obligatoria, según nuevas modalidades de tiempo, de lugar, etc., se
denominó constituto de deuda propia (constitutum debiti proprii). En el derecho
clásico sólo se reconoció el constitutum de dinero u otras cosas fungibles, pero
Justiniano lo extendi6 a toda clase de cosas. El constituto de deuda propia
servía para garantizar la obligación, dado que el cumplimiento del pacto por el
deudor al tener el mismo objeto que la obligación principal, producía efectos
extintivos respecto de ésta.

B. Garantías personales otorgadas por un tercero


Un tercero podía garantizar una deuda de otra persona con su propio crédito.
En el caso había intercesión (intercessio), que significa cualquier clase de
asunción de una obligación ajena. La intercesión podía presentar dos formas:
"intercesión privativa", cuando el tercero asumía la obligación liberando al
deudor, e "intercesión cumulativa", cuando el tercero se obligaba junto con el
deudor principal.
La intercesión privativa tenía lugar si mediaba un acuerdo de voluntades entre
el tercero y el acreedor, ya que éste no podía ser obligado a aceptar otro
deudor en reemplazo del primitivo sin prestar su consentimiento. Por esta
intercesión se constituía una nueva obligación en lugar de la antigua, que
quedaba extinguida. Se trataba de una novación por cambio de deudor que,
como vimos, se llamaba expromissio.
La intercesión cumulativa podía, a su vez, presentarse de dos formas: una, en
la que el tercero se obligaba en igual rango que el deudor principal, en cuyo
caso se trataba de una obligación solidaria constituida con un fin de intercesión
o garantía; otra, cuando él tercero quedaba obligado subsidiariamente. Esta
segunda forma constituyó propiamente una verdadera intercesión y tuvo su
manifestación en el derecho justinianeo a través de tres figuras que vinieron a
constituir otras tantas garantías personales otorgadas por un tercero. Ellas
fueron: la fianza, el constituto de deuda ajena (constitutum debiti alieni) y el
mandato de crédito (mandatum pecuniae credendae), llamado por los
intérpretes mandato cualificado (mandatum qúalificatum).
La noción de la intercessio fue desarrollada por la jurisprudencia romana a raíz
de la sanción del senadoconsulto Veleyano, del año 46 de nuestra era, que
estableció la nulidad de las obligaciones provenientes de toda intercesión o
fianza otorgada por la mujer. El senadoconsulto tuvo por finalidad proteger a
las mujeres que inducidas por su debilidad podían comprometer su patrimonio
en negocios por los cuales garantizaran de cualquier forma una deuda ajena.
Si la mujer, contrariando la prohibición legal, hubiera intercedido a favor de un
tercero, podía oponer a la demanda del acreedor la exceptio senatusconsulti
Velleiani para enervar la acción, en cuyo caso quedaba liberada, sin que
subsistiera siquiera una naturalis obligatio. Tratándose de intercesión privativa,
el pretor restituyó al acreedor que hubiera perdido su derecho, la acción contra
el deudor liberado. Sólo en casos excepcionales, como si hubiera error
excusable del acreedor, dolo de la mujer o intercesión en interés propio,
dejaban de aplicarse las normas del senadoconsulto y la intercesión de la
mujer era plenamente válida.
En el derecho justinianeo se declararon nulas de pleno derecho las
intercesiones realizadas por la mujer a favor del marido y las que no estuvieran
redactadas en instrumento público firmado por tres testigos, siendo aplicables
las disposiciones del senadoconsulto Veleyano, en caso de que se cumpliera
con estos recaudos.
La fianza
La garantía personal por excelencia otorgada por un tercero fue la fianza.
Consistía en la obligación que asumía una persona de responder por una
deuda ajena con su propio crédito. La obligación que nacía para el fiador tenía
carácter accesorio respecto de la obligación primitiva contraída por el deudor
principal.
La existencia sucesiva de los derechos del acreedor frente a deudores de
distinto rango -el deudor principal, en primera línea, y el fiador,
subsidiariamente-, caracteriza típicamente a la fianza, en la que no se presenta
una existencia simultánea de la obligación respecto de la cual el fiador se
obliga en igual rango que el deudor principal, como ocurre en la solidaridad
pasiva. Sin embargo, en la evolución de la responsabilidad del fiador no
siempre el derecho romano aceptó la característica apuntada. En las primeras
épocas era el único responsable, ya que ocupaba el lugar del deudor. Más
adelante respondió solidariamente como un deudor más. Por último, se afirmó
el carácter subsidiario de la obligación del fiador al obtener definitiva
consagración el principio en la compilación justinianea.
La fianza, que se constituía por medio de una estipulación pasivamente
accesoria (adpromissio), presentó en el derecho romano tres variedades: dos
antiguas, la sponsio y la fidepromissio, y otra nueva, que resultó de la fusión de
las anteriores, la fideiussio, única forma de fianza que consagró el derecho
justinianeo.
Sponsio
La fianza comenzó constituyéndose en Roma mediante el uso de las
formalidades especiales del contrato verbal de stipulatio que consistía en la
interrogación del acreedor y en la respuesta congruente del fiador, mediante el
uso de términos sacramentales establecidos por la ley. La primera
manifestación de fianza verbal la encontrarnos en la sponsio en la que las
partes usaban el verbo spondere dentro de la siguiente fórmula: ídem dare
spondes? a lo que el fiador respondía con el vocablo spondeo. Este tipo de
garantía servía únicamente para afianzar las obligaciones nacidas verbis, esto
es, las provenientes de los contratos que se perfeccionaban mediante la
palabra.
Por efecto de la sponsio el sponsor podía ser constreñido a pagar la misma
cosa prometida por el deudor principal y no otra, aun cuando ésta fuera de
mayor valor. Por otra parte, el acreedor estaba autorizado a demandar
directamente al fiador, sin antes haberse dirigido al deudor, en razón de que la
fianza en sus comienzos hacia de su otorgante el principal responsable de la
obligación. El fiador que había satisfecho la deuda podía, por una lex Publilia
de fecha incierta, exigir al deudor la restitución de lo pagado y ejercer contra él
la manus iniectio pro iudicato, si no lograba satisfacción dentro de los seis
meses de haber efectuado el pago. La sponsio, por ser una institución de
derecho civil, servía únicamente para garantizar las obligaciones contraídas por
ciudadanos romanos, no siendo transmisible a los herederos del fiador porque
esta garantía se extinguía con la muerte del sponsor.
Fidepromissio
Estando la sponsio reservada a los ciudadanos no podían los peregrinos
asegurar sus créditos mediante este procedimiento, lo que dio lugar a la
aparición de otra modalidad de la fianza, accesible los extranjeros, que se
denominó fidepromissio porque se constituía usando el verbo fidepromittere en
reemplazo del spondere de la fórmula anterior.
Ambos tipos de garantías personales (Sponsio y Fidepromissio) estuvieron
regidos por las mismas normas en lo que se refiere a los efectos que ellas
producían. Cabe agregar que, cuando el mandato fue sancionado como
relación contractual por la legislación romana, los fidepromissores y aún los
sponsores pudieron recurrir a la actio mandati contraria para perseguir al
deudor principal, porque se consideró que estos fiadores revestían el carácter
de mandatarios del obligado.
Diversas leyes aparecidas sucesivamente tendieron a regular las relaciones de
los sponsores y de los fidepromissores entre sí y las nacidas entre fiador y
deudor principal. Así la lex Appuleia, del año 101 a.C, introdujo entre los
fiadores una relación semejante a la que existía entre los componentes de una
sociedad, disponiendo que si uno de los fiadores pagare más de lo que le
correspondía podía dirigirse contra los otros garantes para exigirles el
reembolso del excedente de su porción. La lex Furia, dictada probablemente
pocos años después que la anterior, estableció que la obligación de los
fiadores se extinguía por el transcurso de dos años y que de existir varios la
obligación debía ser repartida entre ellos en porciones iguales respondiendo
cada uno solamente por su parte. Una lex Cicereia, que se considera dictada
en el año 87 a.C prescribió que el deudor que tuviera que afianzar una
obligación debía, previamente, declarar en forma pública el objeto de la misma
y el número de garantes que asegurarían la deuda y si dicho requisito era
omitido los fiadores quedaban libres de responsabilidad, siempre que dentro de
los treinta días hubieran hecho constar judicialmente la violación de la
prescripción legal. Una lex Cornelia, de la época de Syla, prohibió bajo pena de
nulidad que cualquier persona se obligara el mismo año por un mismo deudor y
frente a un mismo acreedor por un crédito pecuniario superior a los veinte mil
sestercios. Finalmente, vigente el procedimiento formulario, la manus iniectio,
autorizada por la lex Publilia ya mencionada, fue reemplazada por una acción
penal por el duplo de lo pagado que se concedía al fiador contra el deudor
principal (actio depensi).
Fideiussio
La sponsio y la fidepromissio, a pesar de la evolución que experimentaron a
través de las leyes referidas, fueron paulatinamente .cayendo en desuso desde
fines de la república, siendo reemplazadas por una fórmula más elástica, la
fideiussio, única garantía personal existente en el derecho justinianeo como
consecuencia de la absorción de las anteriores. Para constituir esta fianza se
empleaban los términos usados en la stipulatio, expresando el acreedor idem
fideiubes? a lo que el fiador respondía: fideiubeo.
La fideiussio se aplicó a toda clase de deuda, fuere civil o natural, presente o
futura, proviniera ya de un contrato verbal, literal, real o consensual. Tenía
además la ventaja de ser accesible a ciudadanos y extranjeros y de ser
transmisible a los herederos del fiador.
En la época clásica, el fideiussor respondía a la par que el deudor principal,
porque el acreedor podía dirigir su demanda indistintamente contra cualquiera
de ellos, sin que el fiador pudiera oponer defensa alguna alegando su carácter
de deudor subsidiario. Como un intento de modificar este sistema que no
dejaba de presentar inconvenientes que dificultaban la constitución de fianzas,
se introdujo en la práctica lo que los modernos llaman fideiussio indemnitatis
por la que el garante no se obligaba originariamente por la deuda entera sino
sólo por aquella parte de la prestación que el deudor principal dejare de pagar
al acreedor. En el derecho justinianeo es cuando recién se impone la idea de
que la fianza constituye una obligación accesoria, con lo que el garante no
debe responder a la par que el deudor principal sino subsidiariamente porque la
fideiussio en esta época tiene por efecto primordial hacer que el fiador
responda ante el acreedor en caso de que el deudor no cumpliera con la
obligación a su debido tiempo. Este principio se afirma cuando Justiniano
suprime el efecto consuntivo de la litis contestatio, de suerte que el derecho del
acreedor frente al deudor principal y al fiador subsistía hasta el total
cumplimiento de la obligación y cuando concede al fiador el beneficio de
excusión (Procedimiento judicial para obtener el pago a expensas de un deudor
principal, antes que proceder a obtenerlos del fiador) (beneficium excussionis)
en virtud del cual el garante tenía el derecho de exigir al acreedor que
previamente reclame del deudor principal el cumplimiento de la prestación.
En caso de que la obligación estuviera garantizada por varios fiadores entraba
a jugar el principio de la solidaridad pasiva por el cual cada fiador era
responsable ante el acreedor por la totalidad de la deuda de manera de que el
pago efectuado por uno de ellos extinguía la obligación respecto a los demás.
Para destruir el carácter solidario de la fianza, a partir de una constitución de
Adriano a que hace alusión Gayo y que vino a completar las prescripciones de
la lex Furia, se introdujo el beneficio de división (beneficium divisionis) en virtud
del cual el cofiador demandado, que no hubiera negado su carácter podía exigir
al acreedor, por vía de excepción, que divida la deuda entre los cofiadores que
fueren solventes en el momento de la litis contestatio, lo que significaba que
debían cargar con la parte de los fiadores insolventes. Para evitar las
consecuencias extintivas que acarreaba todo pago de una obligación que hacía
que el fiador que hubiera cumplido la prestación por el deudor no pudiera exigir
la restitución de lo pagado, el derecho justinianeo creó el beneficio de cesión
de acciones (beneficium cedendarum actionem), que jugaba a la manera de la
acción de regreso, por el cual el fiador que había satisfecho el crédito del
acreedor podía exigir del mismo la cesión de las acciones que le correspondían
contra el deudor principal. También este beneficio podía ser ejercitado por el
garante de la deuda por él saldada contra los cofiadores que no hubieran
contribuido al pago de la misma para reclamarles su reembolso, previa
reducción de la parte que hubiera garantizado.
El constitutum debiti alieni
Otra de las formas ideadas por el Derecho Romano para garantizar las
obligaciones fue el constitutum debiti alieni, pacto pretoriano de efectos
análogos a los de la fideiussio, por el cual un tercero, ajeno a la relación
entablada entre un acreedor y un deudor, se obligaba a cumplir la prestación
en lugar de este (el deudor) en un día determinado. Esta institución tenía
aplicación sólo para afianzar obligaciones de dar sumas de dinero o cosas
fungibles hasta que Justiniano la hizo extensiva a toda clase de deudas.
El que se obligaba por el pacto de constituto podía entregar una cosa distinta a
la prometida por el deudor principal y también variar el lugar y tiempo de su
cumplimiento. Su responsabilidad solamente alcanzaba hasta el monto de la
obligación que garantiza y en caso de que se hubiera obligado por más, la
fianza era válida hasta el monto de la deuda contraída por el deudor principal.
El constituyente no podía hacer valer las defensas que el obligado adquiriera
con posterioridad a la celebración del pacto y así no le era posible invocar a su
favor la prescripción cumplida respecto de la obligación que ha caucionado.
El derecho justinianeo aplicó al constituto de deuda ajena el beneficium
divisionis y con ello esta garantía personal se asimiló bastante a la fideiussio.
El mandatum pecunias credendas
Una forma particular de garantizar las obligaciones fue el mandato de crédito,
llamado mandatum pecunias credendas o, en el lenguaje de los intérpretes,
mandatum qualificatum. Esta institución se configuraba cuando una persona, el
mandante, daba a otra, el mandatario, la orden de entregar en calidad de
préstamo a un tercero una determinada suma de dinero o una cantidad de
cosas fungibles. De esta manera el mandante se constituía en fiador del tercero
mutuario o prestatario por la deuda contraída con el mandatario que en la
relación juega como mutuante o prestamista. Como consecuencia del mandato
creditual el acreedor, en caso de incumplimiento de la prestación por parte del
deudor, tenía a su elección dos vías para exigir el pago de la deuda, una,
perseguir al fiador por la acción derivada del mandato, esto es, la actio mandati
contraria, y otra, demandar al deudor principal ejercitando la acción propia del
mutuo, es decir, la condictio certae creditae pecuniae.
Con Justiniano, el mandato de crédito se asimiló en mucho a la fianza, al
concederse a los mandantes, al igual que a los fiadores, los beneficios de
división y excusión.
El mandatum pecunias credendas tenía características propias que lo
diferenciaban de la fideiussio. En primer lugar la obligación del mandante no
era accesoria como la del fiador sino que tiene un valor propio, pues aquél está
obligado de manera absoluta, pudiendo ser demandado directamente por el
mandatario. Además, si bien el mandato tenía la ventaja de permitir la
constitución de fianza entre ausentes, no podía ser utilizado para garantizar
obligaciones ya existentes porque en virtud de su especial configuración
solamente servía para afianzar obligaciones futuras. Por otra parte, como el
pago efectuado por el fiador no liberaba de pleno derecho al deudor, lo que
implicaba que el acreedor prestamista pudiera a su vez cobrar al obligado, se
admitió que el garante pudiera exigir del acreedor la cesión de las acciones en
virtud del contrato de mandato. Por fin, el mandato de crédito era
esencialmente revocable como todo mandato, característica que estaba en
pugna con la fianza que era una promesa firme e irrevocable.

III. Extinción de las obligaciones


A. Noción y evolución
Noción
La obligación se extingue cuando el deudor paga aquello que debe. Es decir
cuando el acreedor recibe aquello a que tenía derecho. O bien cuando el
obligado es por otra causa liberado de su débito.
Evolución
Inicialmente, de la misma manera que la obligación debía contraerse
observando determinada solemnidad, la liberación del deudor exigía un
proceso formal e inverso.
Luego comienza a aceptarse que las obligaciones se pueden extinguir sin
observar ninguna formalidad, sólo con el cumplimiento de la prestación debida.
En el proceso formulario, se podía dar que el Pretor concediera una exceptio
que paralizaba el reclamo del cumplimiento de la obligación, y aunque la
obligación estuviera subsistente según el derecho civil, desde el punto de vista
práctico era como si se hubiese extinguido.
Como algunas obligaciones no eran transmisibles, la muerte era un medio para
acabar con las obligaciones.

B. Modos de extinción "ipso iure"


La obligación se extinguía de pleno derecho cuando el deudor observaba el
comportamiento a que estaba obligado frente al acreedor. En el derecho
quiritario, sin embargo, el simple cumplimiento de la prestación no extinguía el
vínculo, y si la obligación se había constituido por un contrato solemne, era
menester para su extinción una análoga e inversa solemnidad. Tal fue, la
solutio per aes libran, respecto de las obligaciones nacidas con las
formalidades de la mancipatio, y la acceptilatio para las obligaciones contraídas
verbis.
1) La Solutio per aes et libran: Era un pago solemne realizado en presencia de
por lo menos 5 testigos y un libripens que era quién sostenía la balanza. Aquel
a quien le correspondía el pago debía decir una fórmula y luego golpeaba la
balanza con un pedazo de cobre bruto y se lo daba al acreedor a título de pago
(antes no existía la plata por eso se ocupaba cobre). Si esta era efectuada sin
haberse realizado la prestación la obligación se extinguía ipso iure. Era una
ficción necesaria para que realmente la persona, a través del rito de formal se
desvinculara de la obligación, luego se extingue con el derecho justinianeo.
2) La acceptilatio: Es una forma solemne de asegurar el pago de una obligación
nacida de un contrato verbal, consistente en una pregunta y una respuesta. Así
el deudor decía: “tienes por recibido lo que te he prometido dar, hacer” y el
acreedor respondía “si lo tengo”. Con esta aceptación el acreedor liberada al
deudor de la obligación.
El pago
Es el modo natural de extinguir las obligaciones con todos sus accesorios. En
su acepción más amplia significa la disolución del nexo obligatorio y, en
consecuencia, comprende todos los modos de extinción de las obligaciones.
Ulpiano en el Digesto lo define como: “toda satisfacción de una obligación.
Decimos que paga el que hizo lo que prometió hacer”.
Para que la obligación tenga un efecto normal debe efectuarse el cumplimiento
por parte del deudor en el lugar, en el plazo y con las condiciones debidas.
Lugar de Pago
Había que atenerse a lo establecido por las partes. Pero si las partes no
establecieron nada y si el objeto de la prestación era un bien inmueble sería
donde tuviera sito, y si se trataba de cosas muebles era donde estas se
encontraran. No pudiendo efectuarse ninguno de estos principios, el pago se
efectuaba en la casa del deudor.
Tiempo y Forma del pago
La obligación debía efectuarse dentro del plazo establecido si este había sido
impuesto en acuerdo por las partes. El deudor podía liberarse pagando antes
del plazo establecido. Si no se hubiera establecido termino alguno, el acreedor
podía solicitar el pago cuando quisiera, pero tenía que invitar al deudor a pagar
formalmente y con antelación
Se exigía en el deudor capacidad para obligarse, esto es aptitud legal para
pagar. El mismo deudor debía efectuar el pago o un representante legítimo,
nada impedía que el pago lo efectuara un tercero, salvo que se tratara del
cumplimiento de una prestación personalísima.
En cuanto a la prestación debía satisfacérsela íntegramente y tal como lo
habían establecidos las partes. No se admitía que se pudiera constreñir al
acreedor a recibir pagos parciales, ni cosa distinta de la debida. Hubo algunas
excepciones, así se reconoció a ciertos deudores el derecho de pagar
parcialmente, como el beneficio llamado de competencia, el cual fue extendido
por Justiniano a todo deudor que se encontrara en situación de insolvencia,
quedando obligado por el saldo de lo pagado cuando mejorase su fortuna.
Otro beneficio fue la dación de pago en donde se podía satisfacer una
prestación distinta de la convenida, con Justiniano se estableció, que cuando el
deudor fuera solvente y no pudiera procurarse dinero, debía ofrecer en pago
bienes inmuebles, valuados mediante una justa estimación.
Imputación de pago
Se aplicaba cuando una persona tenía varias deudas en dinero con un mismo
acreedor y no se había convenido la forma en que debía satisfacer la
prestación debida. Se entendía primeramente extinguida la deuda vencida que
la no vencida, la más gravosa antes que la menos gravosa y la deuda por
intereses primero que la de capital. Si no se daban tales elementos, el pago se
imputaba en proporción a cada una de las deudas.
Pago por Consignación
Fue una resultante de la mora del acreedor que se producía cuando este
rechazaba, sin justificación alguna, la oferta de pago íntegro y efectivo
realizada por el deudor. Como respuesta a esta situación el derecho romano
autorizó al obligado a consignar en público la cosa debida. Otra situación fue
cuando el acreedor fuera desconocido o se tratara de un incapaz que carecía
de tutor o curador. Para que esta forma de pago se extinguiera ipso iure era
imprescindible que el deudor interpelara al acreedor haciendo ofertas reales
que evidenciaran su propósito de pagar la deuda.
Medios de probar el pago
Cualquiera era válido en la época clásica. En el derecho Justinianeo esto se
restringió, estableciéndose que el pago de deudas resultantes de documentos
debía probarse con cinco testigos, o mediante un recibo, el cual solo tenía
validez pasado 30 días si el acreedor no lo impugnaba.
Novación
Ulpiano define a la novación (novatio) diciendo que "es una transfusión y
traslación de una deuda anterior a otra obligación" añadiendo que la nueva
obligación extingue a la antigua. El concepto del célebre jurisconsulto romano
nos da la idea cabal del instituto novación en la legislación romana ya que el
mismo entrañaba el cambio o substitución de una obligación por otra,
cualquiera sea su naturaleza, con el efecto de que la anterior quedaba
extinguida de pleno derecho y que se formaba una nueva en su reemplazo.
Requisitos
La primera exigencia para que haya novación es la existencia de una
obligación anterior que debe necesariamente verse transformada en una nueva
y que puede ser civil o natural o provenir del derecho honorario, siempre que
reúna las condiciones necesarias para su validez. Se exige igualmente que
exista una convención que dé origen a la nueva obligación pudiendo la misma
ser real, verbal o consensual. En el derecho antiguo se consideró que el
contrato litteris denominado nomina transcriptitia también era un medio capaz
para llegar a la novación desde que tenía por principal efecto transformar una
obligación cuya causa estaba expresada, en otra abstracta sin expresión de
causa, sea a cargo del mismo deudor, sea a cargo de un deudor distinto. En el
derecho nuevo la stipulatio fue la forma general de operar la novación. Como
una derogación al principio de que la novación debía siempre ser concertada
mediante contrato formal, la legislación romana admitió, según se desprende
de un pasaje de Gayo, que la litis contestatio del procedimiento formulario
producía los mismos resultados que los de una novación toda vez que daba a
la acción el carácter de una relación obligatoria que venía a reemplazar a la
existente dejándola extinguida, con lo que este momento procesal se mostraba
en la práctica con los dos elementos esenciales de la novación, la extinción de
un derecho originario y la creación de uno nuevo que entraba a substituirlo.
A los anteriores requisitos de la novación se agregaba otro de carácter
subjetivo, la intención de novar (animus novandi), esto es, la voluntad de las
partes de renovar la obligación anteriormente contraída por una nueva. Esta
exigencia no existió hasta muy avanzada la legislación romana.
Para que se operase la novación se requería, por último, la presencia de un
elemento nuevo (aliquid novi) que viniera a diferenciar la obligación naciente
con la extinguida y que podía surgir ya por cambio de los sujetos o novación
subjetiva, ya por cambio del objeto o novación objetiva. El primer supuesto (por
cambio de los sujetos -novación subjetiva-) tenía lugar cuando en la relación
originaria era reemplazado el acreedor o el deudor sea por delegación, sea por
cesión de crédito o de deuda. El segundo supuesto (por cambio del objeto
-novación objetiva-) se presentaba cuando a la obligación anterior se le
agregaba una condición, un plazo, o un cargo y, más típicamente, cuando se
modificaba su naturaleza, como ocurría en el caso de que una obligación
delictual fuera transformada en otra contractual, una contractual de buena fe en
otra de derecho estricto o una natural en civil.
Efectos
El efecto primordial de la novación era el de extinguir de pleno derecho la
primitiva obligación con todos sus accesorios. Cesaban, por lo tanto, todas las
garantías que accesoriamente se hubieran establecido para asegurar su
cumplimiento, siempre que las partes no hubieran convenido mantener su
vigencia. Corrían igual suerte los intereses que la obligación devengare
(devengar es adquirir alguien derecho a una cantidad de dinero como pago por
un trabajo, servicio, etc.), así como las consecuencias derivadas de la mora y
las que pudieran resultar de la cláusula penal añadida a la primitiva obligación.
También la novación provocaba el nacimiento de una nueva obligación
independiente de la anterior contra la que no se podían hacer valer las
defensas y excepciones oponibles a la obligación extinguida, salvo la
excepción de nulidad porque, de estar viciada la primitiva obligación, la
novación no habría tenido lugar.
Confusión
Se extinguía ipso iure la relación obligacional por confusión cuando venía a
reunirse en una sola persona las cualidades de acreedor y deudor.
Se operaba, por regla general, mediante la sucesión a título universal como si
el deudor resultara heredero del acreedor o viceversa, y en algunos casos por
título singular como cuando el acreedor hipotecario adquiría de su deudor el
inmueble sometido a hipoteca. No era sólo aplicable a derechos crediticios sino
que se presentaba también en los derechos reales sobre la cosa ajena como
ocurría en las servidumbres reales, que se extinguían por confusión en caso de
que el fundo dominante y el sirviente se hicieran de propiedad de la misma
persona.
Ejemplo: si Ticio, deudor de Cayo, es nombrado su heredero, resulta absurdo
que al morir Cayo, Ticio como deudor se pagara a sí mismo por la deuda.
Pérdida de la cosa debida
Si la prestación se hacía imposible por causas que no eran aquellas que
conducían a una perpetuatio obligationis, la obligación se extinguía de pleno
derecho, como si el objeto que había que entregar era destruido por causa
fortuita o de fuerza mayor, siempre que el deudor no hubiera estado constituido
en mora. Este modo no era aplicable a las obligaciones de género en las que
se aplicaba la regla de que el género nunca perece, por lo que el deudor debía
entregar a cambio otra cosa de la misma especie y calidad.

C. Modos de extinción exceptionis ope


Se daba cuando se le atribuía al deudor un derecho impugnativo tendiente a
eliminar la relación obligatoria, derecho que por lo común era concedido o se
hacía valer por vía de la excepción contra el acreedor que intentaba
judicialmente su acción. La extinción se produce recién cuando el deudor
oponía la excepción y aunque ésta hubiera sido interpuesta en el juicio, la
obligación podía sobrevivir respecto de otros coobligados y tampoco cesaban
las obligaciones accesorias y garantías. Entre los modos de extinción
exceptionis ope, se cuentan la compensación, la transacción, el pactum de non
petendo y la Praescripto longi temporis.
Compensación
Según Modestino es la contribución de una deuda y de un crédito entre sí.
Ocurre cuando un deudor opone a su acreedor un crédito que tiene, a su vez,
contra éste, de tal modo que los créditos y las deudas se contribuyen entre sí.
Evolución histórica
a) En el derecho antiguo: La compensación no podía ser opuesta por el deudor
per exceptionem, porque en el procedimiento de las acciones de la ley, no le
cabía al demandado la posibilidad procesal de interponer excepciones. Si
contaba con un crédito contra el demandante, debía hacerlo valer en otro juicio
distinto que tenía que iniciar independientemente.
Con la aparición del procedimiento formulario se admitió que la exceptio fuera
una parte de la fórmula que el demandado podía introducir como una defensa
oponible a la acción del accionante, a fin de que el juez sólo condenara por la
diferencia de los créditos o lo absolviera si fuera igual o superior al crédito
reclamado. Este avance sólo alcanzó a los juicios de buena fe, donde el juez
evaluaba las recíprocas obligaciones de las partes, procediendo en la
compensación por vía de excepción.
En los juicios del derecho estricto no cabía la compensación, salvo en las
demandas del banquero contra sus clientes y en las acciones del comprador de
los bienes de un concurso.
b) En el derecho justinianeo: Habiendo desaparecido el procedimiento
formulario y la distinción entre juicios de buena fe con los del derecho estricto,
la compensación se convirtió en una institución única y generalizada para
operar la extinción de las obligaciones. Para ello, se admitió procesalmente la
interposición de una demanda reconvencional (mutua petitio), que hacía valer
el deudor demandado, cuando era a su vez acreedor del demandante.
Para que fuera viable era necesario:
- Que hubiera identidad de los sujetos (obligaciones iguales de las partes).
- No sólo el heredero podía oponer en compensación el crédito del causante,
sino que el fiador podía hacer valer el crédito del deudor principal y el deudor
solidario el de su codeudor.
- Que ambas deudas fueran válidas, líquidas (de cierta cantidad), exigibles
civilmente, de plazo vencido, y si eran condicionales, su condición debía estar
cumplida.
- Que el crédito fuera de igual naturaleza que el contrario (homogeneidad en
las prestaciones recíprocas sin importan las causas de que procedieran).
Transacción
Era el pacto por el cual las partes, mediante concesiones recíprocas, ponían fin
a un pleito planteado entre aquellas o evitaban un litigio por sobrevenir, sobre
obligaciones o derechos de origen extracontractual. Para hacer efectiva la
transacción, el derecho clásico otorgó dos tipos de defensa: la “exceptio doli”
para impedir que uno de los sujetos de la relación pretendiera hacer revivir la
obligación extinguida; y la “exceptio pacti” para garantizar el cumplimiento del
acuerdo.
Para que el pacto de transacción pudiera actuar como medio de extinción ope
exceptiones de las obligaciones, eran necesarios ciertos requisitos:
- Que la obligación fuera litigiosa o al menos dudosa (discutida judicialmente o
insegura para las partes).
- Que los sujetos hicieran concesiones recíprocas, renunciando o sacrificando
parte de sus exigencias (sino se convertía en acto de liberalidad).
Efecto
El efecto que la transacción provocaba, era la extinción de las obligaciones a
las cuales las partes habían renunciado al celebrar el acuerdo. Como eran
obligaciones litigiosas, producía consecuencias análogas a la cosa juzgada o al
juramento decisorio que ponían fin al litigio.
Pactum de non petendo
Era un acuerdo de voluntades no formal entre el acreedor y el deudor, por
medio del cual aquel (el acreedor), prometía no exigir a éste (deudor) el
cumplimiento de la prestación debida. Cumplía una función liberatoria de
remisión o condonación de la deuda. Y daba lugar a la exceptio pacti conventi,
por cuyo intermedio el deudor, sin negar la obligación, enervaba la acción del
acreedor que pretendía exigir judicialmente la prestación condonada.
El pacto podía ser eficaz respecto sólo al deudor, o extender su validez
respecto del heredero, del fiador o del deudor solidario (pactum de non
petendo in rem) Esta distinción es de origen justinianeo, ya que en el derecho
clásico los efectos del pacto sólo favorecían al fiador por su carácter de deudor
accesorio o subsidiario.
Características del mismo
- Carecía de formalidades
- No extinguía ipso iure la obligación
- La exceptio pacti conventi extinguía la obligación
Praescriptio longi temporis
Así como la prescripción de treinta años tenía efectos adquisitivos, tratándose
de derechos reales, era una causa de extinción per exceptionem de los
derechos obligacionales. Si el acreedor ejercitaba su acción para el cobro del
crédito, vencido el término legal, que fue fijado por Teodosio II en el derecho
bizantino en 30 años para la extinción de toda clase de acción -salvo que
hubieran plazos especiales-, podía el deudor repeler la pretensión con una
exceptio temporis. Evitaba así una condena, dado que el transcurso del tiempo
había operado la liberación de la deuda. Este efecto de la praescriptio longi
temporis dentro de los derechos de obligaciones, ha llevado a que se denomine
“prescripción liberatoria”.
Unidad 13
I. El Contrato
A. Concepto y su diferencia con la convención
Hemos estudiado hasta aquí la concepción romana de la obligación a lo largo
de su progresiva evolución histórica los elementos que la integran y su
clasificación, atendiendo a dichos elementos, esto es, el vínculo jurídico, los
sujetos de la relación y el objeto. Analizamos también las fuentes de las
obligaciones (causae obligationum), o sea, los hechos jurídicos que pueden
engendrar relaciones obligatorias. Nos toca ahora entrar al estudio particular de
las diversas fuentes, es decir, los contratos, los delitos, los Cuasicontratos y los
cuasidelitos: según la clásica cuatripartición justinianea.
La fuente más importante y más fecunda de obligaciones es el contrato
(contractus), figura sobre la cual los romanos no nos dejaron una definición.
Con Bonfante podemos decir que es "el acuerdo de dos o más personas con el
fin de constituir una relación obligatoria reconocida por la ley".
En el derecho moderno todo acuerdo de voluntades dirigido a crear
obligaciones encuentra protección legal y, por consiguiente, convención y
contrato son términos con igual significado. Esto no ocurría en el derecho
romano, desde que no todo acuerdo de voluntades extrañaba un contrato, sino
sólo aquellos convenios a los que la ley les atribuía el efecto de hacer nacer,
obligaciones civilmente exigibles, es decir, protegidas por una actio. Por ello
podemos afirmar, con el profesor español Arias Ramos, que mientras el
derecho moderno nos da un concepto del contrato, el derecho de Roma sólo
nos ofrece una lista de contratos. La noción de contrato es, pues, más
restringida en la concepción romana, ya que solamente de un determinado
número de convenciones nacerán obligaciones civilmente exigibles por una
actio, que será típica de cada relación contractual y tendrá su propia apelación
o propio nombre (propria apellatio, propium nomen).
Para calificar el acuerdo de voluntades entre dos o más sujetos, los textos
romanos usan expresiones que parecen tener significado semejante, como
convención (conventio), pacto (pactum) y contrato (contractus). La convención
y el pacto eran términos equivalentes y genéricos, empleados para designar el
acuerdo de voluntades de dos o más personas sobre una cuestión cualquiera.
La convención producía consecuencias en el área del derecho cuando recaía
sobre un interés jurídico y como tal daba nacimiento, modificaba o extinguía un
derecho. Constituía el género (la convención) respecto del contrato el que,
cualquiera que fuera su forma de celebración, era un negocio jurídico destinado
a crear relaciones obligacionales. Por su parte, el vocablo pacto, que aparece
como sinónimo de convención, pasó a usarse para designar aquellas
relaciones que se diferenciaban del contrato por carecer de acción (ex nudo
pacto actionem non nasci). Con el transcurso del tiempo el pacto fue
asimilándose al contrato, al otorgársele acciones para exigir el cumplimiento de
las obligaciones que de tal acto voluntario derivaran. Sin embargo, siempre se
reservó la expresión contrato para denominar al acuerdo de voluntades dirigido
a crear obligaciones civilmente exigibles por medio de una actio.
Todo contrato lleva dentro de sí una convención, puesto que sin el concurso de
voluntades de los sujetos no hay relación contractual. Más en el derecho
romano la conventio no era por sí sola idónea para generar una obligatio
tutelada por una acción. Era menester la presencia de otro requisito, que los
intérpretes han denominado causa civilis y que se configuraba mediante una
forma especial de celebración que daba prioridad, en un principio, a las
solemnidades prescriptas por la ley, antes que a la manifestación de voluntad
de los contrayentes. La causa civilis se traducía en la solemnidad verbal en los
contratos verbales (verbis), en la escritura, en los contratos literales (litteris) y
en la entrega o dación de la cosa (datio rei), en los contratos reales (re).
Aparecieron así las figuras típicas de contratos del derecho clásico, hasta que
una progresiva evolución que dio primacía al elemento voluntad respecto de la
forma del negocio (negotium contractum), incorporó a los anteriores la
categoría de los contratos consensuales (consensu), que eran aquellos que se
perfeccionaban por virtud del solo consentimiento de las partes, sin ningún otro
elemento o requisito.
Las Institutas de Gayo, recogiendo este proceso de evolución del contrato, los
clasifican en reales, verbales, literales y consensuales. Fuente de obligaciones
es el contrato y éste es un negocio jurídico que puede generarlos de los
siguientes modos: re, verbis, litteris, consensu. Tal la clasificación de los
contratos propios del ius civile vigente en la época clásica.
El pretor y más adelante el derecho imperial, reconocieron un cierto número de
pactos provistos de acciones que tornaban exigibles las obligaciones que de
ellos nacieran. Fueron los acuerdos de voluntades que los intérpretes han
llamado pactos vestidos (pacta vestita). Por otra parte, en el derecho clásico, y
más intensamente en el derecho justinianeo, se admitieron nuevas figuras
atípicas, denominadas "contratos innominados", hasta que llegó a aceptarse en
la práctica que pudiera surgir una obligación de cualquier acuerdo de
voluntades por una causa no reprobada por el derecho.
El sistema contractual romano
Si bien los contratos del derecho civil y del derecho de gentes se reducían a las
categorías señaladas por las lnstitutas de Gayo, esto es, a los contratos verbis,
litteris, re y consensu, la evolución del derecho romano permitió ampliar su
sistema contractual al admitir otras figuras que no entraban en el catálogo
recogido por el derecho clásico.
De esta manera, el contrato romano, convención generadora de obligaciones,
dotada de una causa civilis y de una actio que le daba eficacia jurídica, se
diversificó en distintos tipos, a saber: los contratos formales, los contratos
reales, los contratos consensuales y los contratos innominados.
Entre los contratos formales, que se caracterizaban porque la causa civilis
consistía en una solemnidad formal, se contaban dos antiguos medios de
contratar: el nexum y la sponsio, los contratos que se perfeccionaban por el uso
de formas orales (verbis), como la stipulatio, la dotis dictio y el iusiurandum
liberti, y los contratos de carácter escrito como los nomina transcripticia, los
chirographa, y los syngrapha.
Entre los contratos reales (re), en los que la causa civilis se traducía en la
entrega de una cosa (datio rei), se agrupaban el mutuo o préstamo de
consumo, el comodato o préstamo de uso, el depósito y la prenda.
Integraban la nómina de los contratos consensuales (solo consensu), es decir,
aquellos que se perfeccionaban por el mero consentimiento de las partes sin
necesidad de ningún otro elemento o requisito, la compraventa, la locación o
arrendamiento, la sociedad y el mandato.
Los contratos innominados, en los que una de las partes realizaba una
prestación para obtener a cambio otra, podían tener diversas formas, que el
jurisconsulto Paulo redujo a cuatro relaciones: doy para que des (do ut des),
doy para que hagas (do ut facias), hago para que des (facio ut des) y hago para
que hagas (facio ut facias).
Llegaron también a formar parte del sistema contractual romano los pactos,
que fueron convenciones desprovistas de otro requisito que el concurso de
voluntades de los sujetos. Se distinguieron entre ellos, los pactos vestidos
(pacta vestita) que estaban dotados de una actio, ya por ir agregados a ciertos
contratos (pacta adiecta), en especial a la compraventa, ya por disposición del
pretor (pacta praetoria), ya por decisión de los emperadores (pacta legitima), y
los pactos desnudos (nuda pacta), los cuales carecían de acción para exigir su
cumplimiento.
Clasificación de los contratos: distintos criterios
La primera clasificación de los contratos atiende a la causa civilis determinante
de su perfeccionamiento y, como hemos señalado, abarca los contratos
verbales, literales, reales y consensuales. Dentro de estos tipos caben
distinguir los contratos formales de los no formales. En los verbales y los
literales el consentimiento se prestaba dentro de una determinada forma
prescripta por la ley, oral en los primeros, escrita en los segundos. Eran no
formales los contratos reales y los consensuales.
Según que la relación contractual creara un vínculo obligatorio para una sola de
las partes, como en el mutuo y en los contratos verbales y literales, o para
ambas, caso de la compraventa o en la locación, los contratos eran unilaterales
o bilaterales. Estos —llamados también sinalagmáticos— podían ser perfectos,
cuando necesariamente nacían obligaciones para ambos contrayentes —como
sucedía en la compraventa—, o imperfectos, cuando habiendo generado
obligaciones para uno solo de los contratantes eventualmente surgían también
para el otro, caso del comodato, en que el comodante podía quedar obligado
por los gastos de conservación de la cosa hechos por el comodatario.
Atendiendo a las acciones que los protegían, los contratos podían ser de
derecho estricto (stricti iuris) o de buena fe (bonae fidei), según que la facultad
de apreciación del juez para interpretarlos estuviera limitada a lo expresamente
convenido por las partes o gozara de un margen de discrecionalidad que le
permitiera valorar las particulares circunstancias del caso, según la buena fe e
intención de los contratantes. Eran contratos de derecho estricto los verbales,
los literales y el mutuo, entre los reales; de buena fe todos los consensuales y
el comodato, el depósito y la prenda, en la categoría de los reales.
Habían contratos a título oneroso cuando las ventajas que acordaban a una u
otra de las partes no les eran concedidas sino por una prestación que ellas
hubieran hecho o se obligaran a hacer, al paso que eran contratos a título
gratuito o lucrativo los que aseguraban a uno u otro de los contratantes algún
beneficio independientemente de toda prestación a su cargo. En el contrato
oneroso había reciprocidad de prestaciones, como ocurre en la compraventa,
en el que las partes han contratado en vista de una utilidad recíproca. En el
contrato gratuito la posición ventajosa se daba sin retribución alguna, como
ocurre en el comodato o el mutuo. Por lo común, los contratos sinalagmáticos
eran onerosos; en cambio, en los unilaterales podía existir la onerosidad o la
gratuidad.
Habla, por fin, contratos iuris civilis e iuris gentium. Los primeros sólo podían
ser celebrados por ciudadanos romanos, como el nexum, la sponsio y los
nomina transcripticia a persona in personam, en tanto que los segundos podían
ser formalizados entre romanos y extranjeros o solamente entre extranjeros,
como los contratos reales, los consensuales, la stipulatio y los nomina
transcripticia a re in personam.

II. Los contratos verbales


Las convenciones que en la legislación romana se perfeccionaban mediante el
empleo de palabras solemnes exigidas por la ley, formaban la categoría de los
contratos verbales (verbis contrahitur obligatio).
Los contratos verbis se caracterizaban por ser esencialmente formales, desde
que, para que quedaran perfectos, las partes debían cumplir indefectiblemente
con los requisitos orales prescriptos por la ley.
Los contratos verbis se caracterizaban por ser esencialmente formales, desde
que, para que quedaran perfectos, las partes debían cumplir indefectiblemente
con los requisitos orales prescriptos por la ley. Eran también de derecho
estricto por cuanto la facultad de apreciación del juez para interpretarlos se
limitaba a lo expresamente convenido por los contrayentes. Por fin, revestían el
carácter de unilaterales porque las obligaciones que engendraban estaban a
cargo exclusivo del sujeto pasivo de la relación. Pertenecían a esta clase de
contratos la estipulación (stipulatio), considerada como la obligación verbal por
excelencia, la promesa de dote (dictio dotis) y el juramento promisorio del
liberto (promissio iurata liberti).
En el derecho antiguo, lo hemos señalado, se reconoció como pertenecientes
al grupo de los contratos verbis a dos figuras contractuales que se
perfeccionaban por el empleo de la palabra solemne, el nexum y la sponsio que
habiendo tenido gran importancia y variada aplicación en los primeros tiempos,
acabaron por ser meras formas de contratar hasta que desaparecieron por
completo. Daremos una, noción de los mismos antes de entrar al estudio de los
demás contratos verbales.

A. El nexum y la sponcio
Muy poco conocemos acerca de tales instituciones, ya que los jurisconsultos
clásicos nos hablan de las mismas como antigüedades caídas en desuso y los
autores modernos discuten su origen, su naturaleza y sus modalidades.
Según la opinión más general, las obligaciones contractuales nacían
antiguamente del nexum, voz que derivaba del término nectere, que significaba
ligar, con lo cual se indicaba el lazo o atadura que sometía al deudor con
respecto al acreedor. Era un negocio solemne, que se perfeccionaba con las
mismas formalidades de la mancipatio, modo típico usado por los romanos
para transmitir la propiedad de las res mancipi.
Debían observarse los procedimientos del per aes et libram, la presencia del
libripens y los cinco testigos y la ceremonia de la pesada del cobre. Parece ser
que el nexum se aplicó para operar por la mancipatio, la autopignoración de la
persona del deudor o de alguna otra sometida a su potestad a fin de garantizar
mutuos o préstamos de dinero. Así se explica que en el antiguo léxico romano
nexum significara mancipium, potestad que entrañaba el sometimiento de un
hombre libre a otro, y qué la condición de los nexi obligados por relaciones
contractuales hubiera sido muy semejante a la de las personas colocadas in
mancipio por razón de sus delitos.
El nexum, pues, más que un contrato en el sentido estricto del vocablo, fue un
eficaz procedimiento para asegurar o garantizar el cumplimiento de las
obligaciones asumidas por el deudor. En efecto, si no pagaba u otro no lo
hacía por él, al acreedor le asistía el derecho, como si hubiera obtenido una
sentencia condenatoria del obligado, de someter al deudor a las consecuencias
de la manus iniectio, que lo colocaba en un estado de sumisión a semejanza
del señorío inherente a todo derecho de propiedad, hasta que saldara la deuda.
La injusta situación de sujeto obligado por el nexum fue uno de los motivos de
las largas luchas que enfrentaron los patricios acreedores y los plebeyos
deudores, hasta que una lex Poetelia Papiria del año 326 a.C concedió la
libertad a todos los nexi, considerando la obligación como una relación de
carácter patrimonial, en la que la prestación era el objeto y la garantía, no la
persona física, el corpus del deudor, sino su patrimonio. Así desaparecieron los
efectos rigurosos del nexum y aquel solemne negocio del derecho quiritario, del
que nacían obligaciones de carácter contractual, cayó en desuso y fue
sustituido por el mutuo.
Al lado del nexum los romanos conocieron desde antiguo otra forma de crear
obligaciones contractuales amparadas por el derecho quiritario: la sponsio, que
acaso en un principio sólo cumplió funciones de garantía. Como negocio
jurídico iure civile, la sponsio estuvo reservada a los ciudadanos romanos y se
la celebraba oralmente, mediante una interrogación formulada por el acreedor
con el uso de la típica fórmula ¿spondes?, a lo que el deudor respondía:
spondeo.
Una vez pronunciadas las palabras solemnes prescriptas por la ley, el vínculo
obligatorio quedaba formalizado y el rigor formalista era tan absoluto, que no
estaba permitido el uso de ningún otro verbo para constituir la relación
obligacional. De aplicación variada en la primera época, ya que la sponsio se
utilizaba en relaciones jurídicas, tanto de derecho público como de derecho
privado, fue cayendo en desuso, especialmente cuando el ius gentium introdujo
la stipulatio como la forma oral más común de engendrar obligaciones, sin
apego a un rigorismo tan severo y con posibilidad de aplicación para los
peregrinos o extranjeros.

B. La stipulatio
El contrato verbal que se perfeccionaba mediante una pregunta que formulaba
una persona que debía constituirse en acreedor (stipulator, reas stipulandi), a la
que se seguía la congruente respuesta de otra que llegaba a convertirse en
deudor (promissor; reus promittendi), se llamó estipulación (stipulatio).
Este modo simple de expresar un acuerdo de voluntades vino a ser la forma
más generalizada de crear obligaciones unilaterales, lo cual hizo de la stipulatio
el contrato de mayor difusión en el mundo romano, especialmente cuando pasó
a ser también aplicable a los peregrinos. En un principio se perfeccionó por el
uso de la típica fórmula de la sponsio, esto es: ¿spondes? spondeo. Más
adelante se admitió el empleo de otros verbos, como: ¿dabis?, dabo;
¿promittis?, promitto; ¿facies?, faciam, etc., llegándose a reconocer validez al
uso de la lengua griega, siempre que los contratantes entendieran dicho
idioma.
El carácter formal de la stipulatio exigió para su eficacia el cumplimiento de
ciertos requisitos. Era indispensable la presencia de las partes: entre ausentes
no podía celebrarse la estipulación. Dada su forma oral, estaban incapacitados
para realizarla quienes no podían hablar u oír, como los mudos y los sordos, y
tampoco los que no estuvieran en condiciones de entender, como los dementes
o los infantes. Se exigía, además, que la pregunta y la respuesta se
pronunciaran sin interrupción de tiempo, en un solo acto (unitas actas), y que
fueran perfectamente congruentes, sin divergencias de forma, ni de sustancia.
Estos requisitos formales de la stipulatio fueron perdiendo su primitivo rigor a la
par que se reconocía mayor importancia al consentimiento de los contratantes.
De tal manera el principio de la oralidad fue atenuándose cuando se difundió,
desde fines de la época republicana, la costumbre de acompañar la
estipulación con un documento escrito (instrumentum o cautio) que servía de
medio de prueba. Más adelante, por una constitución del emperador León del
año 472, se tuvieron par válidas las estipulaciones aunque no se hubieran
empleado palabras solemnes, llegándose a admitir que el contrato estipulatorio
era plenamente eficaz cualquiera que fuera la forma de su realización, oral o
escrita, siempre que los contratantes expresaran claramente su
consentimiento.
La exigencia de la presencia de las partes y de la unidad del acto, también se
desdibujó en el derecho justinianeo al establecerse que se debía tener por
indubitable la constancia inserta en un documento que expresara que la
estipulación se había celebrado con la concurrencia de los contratantes. Tal
circunstancia se presumía cuando las partes hubieran estado presentes en la
ciudad y sólo se admitía como prueba en contrario documentos o testigos
idóneos. Igual criterio se impuso con respecto a la congruencia entre la
proposición y la aceptación, reconociéndose válida la stipulatio por la cantidad
menor cuando difiriesen las expresiones del stipulator y del promissor.
Dado el carácter formalista de la stipulatio, en el primitivo ius civile el vínculo
obligatorio nacía por virtud de la sola pronunciación de las palabras solemnes,
independientemente de la causa. Era, pues, un negocio de carácter abstracto.
También en este aspecto el contrato experimentó una evolución y en el
derecho clásico fue posible que el promissor paralizara la acción del stipulator
si éste pretendiera hacer valer una estipulación carente de causa o fundada en
una causa inmoral. En el derecho imperial se otorgó al deudor la exceptio non
numeratae pecuniae cuando por medio de la stipulatio se hubiera obligado por
un préstamo que no se había hecho efectivo, para enervar por tal defensa la
acción intentada por el acreedor.
La stipulatio fue un contrato que alcanzó gran auge en Roma y fue utilizado, no
sólo para hacer obligatoria la promesa de dar sumas de dinero, sino también
otras prestaciones de cosas ciertas que no fueran dinero y hasta de cosas
inciertas. Tuvo especial aplicación como contrato de carácter accesorio en
aquellas relaciones en que los terceros prometían, no en interés personal, sino
en el de los sujetos de la relación principal. Así, se constituyeron por la
estipulación la adpromissio y la adstipulatio. La primera (adpromissio), era una
promesa por la cual el adpromissor se obligaba accesoriamente al deudor
principal en caso de que éste no cumpliera la prestación debida y comprendía
la sponsio, la fidepromissio y la fideiussio. La segunda (adstipulatio), era
aquella figura en la que el deudor prometía a otra persona (adstipulator) la
misma prestación debida al acreedor, quedando éste autorizado a recibir el
pago y aun a reclamarlo con igual eficacia que el acreedor principal, pudiendo
llegar hasta a condonar la deuda. Otra aplicación frecuente de la estipulación
fue la cláusula penal (stipulatio poenae), que fue un modo de reforzar la
obligación por el mismo deudor, que se obligaba al pago de una pena si no
satisfacía lo debido.
Las fuentes distinguieron las estipulaciones convencionales, libremente
concertadas por las partes de las necesarias -judiciales o pretorianas-, que
eran impuestas por el juez o por el pretor como garantía contra los daños o
perturbaciones. Entre estas últimas, llamadas también stipulationes cautionales
o cautiones se cuentan, entre otras, la caución de dolo (cautio doli), que debía
dar la parte condenada a la entrega de una cosa para asegurar que ésta no
fuera voluntaria o maliciosamente deteriorada; la caución del daño inminente
(cautio damni infecti), que se exigía al propietario de un edificio que amenazaba
ruina, para garantizar al vecino el pago de los daños que pudieran surgir de su
caída; etcétera.
Para hacer exigibles las obligaciones nacidas de la stipulatio, el derecho
romano dotó al contrato de tres acciones que se diferenciaban según el objeto
de la obligación. Cuando la estipulación consistía en el pago de una suma de
dinero, el acreedor contaba con la condictio certae pecuniae, llamada después
condictio certi; si se trataba de un cuerpo cierto o una cantidad determinada de
cosas, la condictio triticaria o condictio certae rei y en caso de recaer la
obligación sobre un hecho o una abstención, o algo de valor indeterminado
(incertum), la actio ex stipulatu.

C. La dotis dictio
La promesa verbal y solemne de dote realizada unilateralmente (uno loquente)
a favor del marido por la mujer sui iuris; por su deudor, por el padre o por un
ascendiente paterno, fue el contrato verbal denominado dotis dictio.
La dictio dotis podía recaer sobre bienes muebles o inmuebles, corporales o
incorporales y la obligación nacía verbis siempre que el matrimonio llegara a
celebrarse o que una vez contraído no fuera declarado nulo.
Exigiase para su perfeccionamiento el empleo de palabras determinadas,
usándoselas para comprometer la entrega de cosas muebles o inmuebles, sin
que, por otra parte, se conozca exactamente cuáles fueron sus efectos.
También es incierto su origen y no se explica la causa por la que no se utilizó la
estipulación para la constitución de la dote. Este contrato perdió vigencia en el
derecho postclásico cuando una constitución de Teodosio II del año 428
reconoció valor a la promesa de dote hecha por simple pacto, sin solemnidad
alguna (pactum dotis).

D. La promissio iurata liberti


La declaración unilateral dada bajo la fe del juramento por la que un liberto se
obligaba a realizar obras o a prestar determinados servicios al patrón, fue el
contrato verbis de promissio iurata liberti también conocido con el nombre de
iusiurandum liberti.
Al esclavo, no obstante su condición, le fue permitido comprometerse a prestar
servicios u obras a favor de su amo, mediante un juramento del que derivaba
un vínculo meramente religioso. Como esta promesa no producía
consecuencias jurídicas, para lograr este resultado fue menester la realización
de otro juramento, que el mismo debía efectuar una vez manumitido, naciendo
de esta forma la promissio iurata liberti. No se conoce qué acción habría
emanado de esta promesa, pero se puede admitir con mucha probabilidad que,
desde el procedimiento de las acciones de la ley, el amo podía obligar al liberto
al cumplimiento del juramento por conducto de la legis actio per condictionem.

III. Los contratos literales


Las convenciones que en Roma tenían como elemento esencial y constitutivo
la escritura, esto es, que se perfeccionaban por escrito, integraban la categoría
de los contratos literales (litteris contrahitur obligatio). Los contratos litteris se
caracterizaron por ser formales, unilaterales y de derecho estricto. Entre ellos
se cuentan los nomina transcripticia, los chirographa y los syngrapha.

A. La nómina traenscriptitia
Este original contrato literal nació en Roma de la costumbre de los jefes de
familias de registrar en un libro de contabilidad o de cuenta corriente, llamado
codex o tabulae accepti et expensi, las entradas (acceptum) y las salidas
(expensum), con lo cual reflejaban con fidelidad el estado de su caja (arca).
Según refiere Gayo aquellas anotaciones, que por mucho tiempo no
constituyeron contrato sino medios de prueba, sirvieron para transformar una
obligación preexistente en otra obligación. Fueron un instrumento de novación
que ofrecía, sobre la stipulatio, la ventaja de no exigir la presencia de las
partes. Asumieron una doble forma, ya que el contrato podía presentarse como
nomina transcripticia a re in personam y como nomina transcripticia a persona
in personam.
Había transcriptio a re in personam cuando las partes utilizaban el contrato
litteris para transformar en obligación literal una obligación de otra naturaleza
mediante el procedimiento de la doble anotación en el codex. Así, si Mevio
tenía anotada en su codex, una suma que Ticio le debía por cualquier causa,
hacía constar en el acceptum que tal cantidad le había sido pagada
(acceptilatio ficticia), con lo que la antigua obligación quedaba extinguida, pero
como al mismo tiempo anotaba en el expensum que entregaba a Ticio una
suma igual que en realidad no hacía efectiva (expensilatio ficticia), se operaba
la transformación de una obligación en otra. Por este medio pudieron las
partes novar una obligación de buena fe por una de derecho estricto o una
natural por una civil.
Había nomina transcripticia a persona in personam cuando se sustituía un
deudor por otro, como ocurría en el caso de que el acreedor anotara como
crédito contra Ticio lo que le debía Mevio. Esta operación hacía que se
extinguiera la obligación de éste (de Mevio), aunque no hubiera pagado suma
alguna, surgiendo en cambio una obligatio litteris a cargo de Ticio. La utilidad
que el contrato literal presentaba en el caso de la transcriptio a persona in
personam era evitar por una simple escritura el transporte e inversión de
numerario.
De los nomina transcripticia tenemos una escasa información que proviene de
escritos de Cicerón y de las Institutas de Gayo, por lo que hay cuestiones que
no han sido perfectamente dilucidadas. Fue al parecer una institución iure civile
y, por tanto, no accesible a los peregrinos, que tenía por objeto una cantidad
cierta de dinero (certa pecunia) y engendraba siempre deudas abstractas que
podían exigirse por la condictio certae creditae pecuniae. El contrato litteris
pudo ser realizado entre ausentes, pero no era dable someterlo a condición.
Vigentes todavía los nomina transcripticia en tiempo de Gayo, fueron cayendo
en desuso a medida que los patresfamilias perdían la costumbre de llevar sus
libros de contabilidad. Fue así que sólo lo aplicaron los banqueros que estaban
obligados a efectuar asientos contables. En el derecho justinianeo, la obligatio
litteris es meramente un residuo histórico.

B. La chirographa y los syngrapha


Gayo dice en sus Institutas que así como el nomen transcripticium era el
contrato literal de los ciudadanos, los peregrinos podían obligarse litteris por los
chirographa y los syngrapha, sin suministrarnos mayores detalles sobre tales
documentos.
Entre estas escrituras de deudas, de origen helénico, mediaban diferencias que
les imprimían distintas características y funciones. El chirographum era un
documento único, que quedaba en poder del acreedor y probaba el negocio
efectivamente realizado por las partes. El syngraphum, en cambio, se
redactaba en doble ejemplar que suscribían los interesados, cada uno de los
cuales conservaba uno de ellos. El chirographum era un instrumento
estrictamente probatorio, mientras el syngraphum tenía carácter constitutivo, ya
que el propio documento se erigía en causa de la obligación, existiera o no la
deuda.
En tiempo del Imperio desaparecieron los singrafos manteniéndose vigentes
los quirógrafos, que desde hacía ya tiempo eran utilizados para describir con
ellos una stipulatio. La subsistencia de los quirógrafos determinó la aparición de
una defensa, la querela non numerarse pecuniae, que amparaba al deudor en
caso de que el documento —empleado inclusive fuera de toda estipulación—
probara una entrega de dinero, que no se la hubiera hecho efectiva. Pero hay
que advertir que sí, transcurrido un bienio, no se intentaba la querela para
impugnar el documento escrito, éste era considerado inatacable y plenamente
eficaz.
En el derecho justinianeo, en lugar de las antiguas obligationes litteris, se
reconoció una obligación genérica proveniente de la scriptura, que nacía
siempre que alguno se hubiera declarado por escrito deudor de una suma no
recibida y, dentro de los dos años, no hubiera atacado la validez de la
obligación mediante la querela non numeratae pecuniae.

IV. Los contratos reales


Elemento esencial de los contratos reales fue la realización de un hecho
positivo que consistía en la entrega de una cosa (re contrahitur obligatio) a uno
de los contrayentes con la obligación de éste de restituirla en el tiempo
convenido. Eran pues, convenciones que se perfeccionaban por la entrega o
tradición de la cosa en propiedad, en simple posesión o en tenencia.
Respecto de las obligaciones que nacían re, Gayo sólo menciona el mutuo, no
incluyendo entre los contratos reales a la fiducia, que habría sido la primera
figura contractual de este tipo. Mediante este contrato una persona, el
fiduciante, transmitía -por mancipatio o in iure cessio- a otra, el fiduciario, la
posesión de una cosa con la obligación de éste de restituirla en un determinado
plazo o circunstancia. De acuerdo con la función que podía cumplir, se conoció
en Roma la fiducia cum creditore, estudiada en la evolución de los derechos
reales de garantía y en la que se operaba la transmisión de la propiedad de la
cosa al acreedor fiduciario para garantizar el pago de una deuda y la fiducia
cum amico, que era utilizada para distintos fines, a los que más tarde se
atendió con contratos reales como el comodato, el depósito y la prenda. La
fiducia, que en sus dos especies daba lugar a la actio fiduciae y,
probablemente, a una actio fiduciae contraria a favor del fiduciario para lograr el
reembolso de los gastos realizados en la cosa, desapareció en la época
postclásica, cuando cayeron en desuso la mancipatio y la in iure cessio.

A. El mutuo
El mutuo o préstamo de consumo, era la convención por el cual una persona, el
mutuante o prestamista, entregaba en propiedad a otra, el mutuario o
prestatario una determinada cantidad de cosas consumibles con la obligación
por parte de ésta de restituir otras tantas cosas del mismo género y calidad.
El mutuo fue un contrato unilateral, ya que sólo engendraba obligaciones para
el mutuario; de derecho estricto, porque las facultades del juez para
interpretarlo estaban restringidas a lo expresamente convenido por las partes;
real, pues se perfeccionaba por la entrega de la cosa; no formal, al no requerir
solemnidad alguna y gratuito, ya que el mutuario no estaba obligado a devolver
una cantidad superior a la entregada por el mutuante.
El mutuo requería para su conclusión, la efectiva transferencia de la propiedad
de la cosa y así se exigía que el mutuante fuera propietario de los bienes dados
en mutuo.
El contrato de mutuo requería, para su conclusión, la efectiva transferencia de
la propiedad de la cosa (datio rei) y así se exigía que el mutuante fuera
propietario de los bienes dados en mutuo, no siendo necesaria la entrega
directa, ya que era suficiente que la cosa fuese puesta a disposición del
mutuario. Aunque la obligación nacía de la datio, era menester, además, la
voluntad concorde de constituir el mutuo por parte de los contratantes para que
se considerara existente.
Solo podía recaer sobre cosas consumibles o fungibles, es decir, aquellas que
carecían de valor individual y que eran susceptibles de ser reemplazadas por
otras de la misma especie y calidad, como el dinero, los cereales, etc.
Del mutuo (dado su carácter unilateral) solo nacía una acción a favor del
mutuante para exigir del mutuario la restitución de la cosa, la actio certae
creditae pecuniae, si el préstamo había sido de dinero; y la condictio certae rei
cuando se trataba de otras cosas fungibles.
Los intereses en el mutuo
Dada la gratuidad del mutuo, el mutuante se veía privado de toda utilidad que
pudiera producirle la cosa dada en préstamo, y por esta razón los romanos
introdujeron la modalidad, especialmente tratándose de préstamos de dinero,
de convenir intereses, los que sólo podían ser reclamados cuando se los
hubiera establecido por una estipulación especial, que otorgaba una acción
independiente emanada del contrato estipulatorio. Una vez convenidos los
intereses el prestamista contaba con dos acciones para hacerlos exigibles, una
derivada del mutuo, la condictio certi, y la otra derivada de la estipulación, la
actio ex stipulata.
También pudo convenirse intereses por simple pacto, pero el mismo, en
principio no engendraba obligación civil alguna, sino sólo hacía nacer una
obligación natural.
La tasa de interés que podía cobrar el prestamista por el dinero dado en mutuo
no estuvo en un principio sujeta a limitación alguna, pero como consecuencia
de los abusos a que dio lugar la falta de un límite legal, se vio la necesidad de
establecer normas al respecto; y así la ley de las XII tablas fijó un máximo
representado por la uncia, que equivalía al 8,33%. Recién en el año 355 a.C,
se fijó la tasa de interés en el unciarium fenus por una lex Duilia Maenenia.
Posteriormente en el año 347 a.C un plebiscito habría reducido la tasa a la
mitad de la uncia, hasta que una lex Genucia, del año 342 a.C, prohibió el
préstamo a interés, pero esta ley nunca fue cumplida.
Justiniano limitó al 4% anual para los préstamos que debían pagar los
deudores de rango social inferior al del acreedor, y fijó el 8% para las
transacciones realizadas por banqueros y comerciantes y el 12% anual para los
préstamos marítimos
El mutuo y los filiifamilias
El senadoconsulto Macedoniano prohibía dar dinero en mutuo a los hijos de
familias cualquiera fuera su edad o estado. Si el préstamo se hubiera efectuado
contrariando la norma legal y el prestamista exigiera judicialmente el cobro de
la deuda, una excepción, la exceptio senatusconsulti macedoniani, tenía el
efecto de paralizar la acción del acreedor demandante. La excepción sin
embargo, no extinguía del todo la obligación, pues dejaba subsistente una
naturalis obligatio.
El senadoconsulto Macedoniano reconoció ciertos supuestos en los que no era
oponible la exceptio. Así cuando el filius se hubiera hecho pasar por sui iuris; si
el pater hubiera consentido expresa o tácitamente el préstamo; cuando el
prestamista por un error excusable creyera contratar con un pater, y si el filius
convertido en sui iuris reconocía la deuda.

B. El comodato
Concepto
El comodato es un contrato en virtud del cual una persona, llamada comodante,
entrega a otra, llamada comodatario, una cosa para que la use y se la devuelva
después de un cierto tiempo y modo convenido.
Se caracteriza por ser un contrato real, no formal, de buena fe, sinalagmático
imperfecto y gratuito, cuyo nombre viene de commodum dare (dar la utilidad).

Sus elementos
Como en todos los contratos reales, son elementos esenciales del comodato la
convención, el objeto y el elemento real. A las particularidades de ellos en el
contrato que nos ocupa, nos referiremos seguidamente.
1) Convención: Para que haya comodato es menester que las partes
convengan que debe restituirse el mismo objeto, pues no se da para que se
consuma sino para que se use.
2) Objeto: A diferencia del mutuo que recae sobre cosas fungibles, el comodato
tiene por objeto una o varias cosas, muebles o inmuebles, específicamente
determinadas, es decir, no fungibles, toda vez que, después de usadas, deben
devolverse las mismas cosas que se recibieron. Por eso se dice en el digesto:
"No puede darse en comodato lo que se consume por el uso, a no ser acaso
que alguno lo reciba para pompa u ostentación”.
La segunda parte del pasaje se refiere al caso en que se han dado en
comodato cosas fungibles (monedas, por ejemplo) para que sean usadas por
quien las recibe, pero no del modo en que habitualmente ello se hace, es decir
consumiéndolas, sino para pompa u ostentación de quien las recibe, por lo que
se compromete a devolver las mismas piezas que recibió y no otras monedas
de valor equivalente.
3) Elemento real: Como en todo contrato real para que el comodato se
perfeccione es menester la entrega de la cosa, de la que no se transfiere la
propiedad ni la posesión, sino la mera tenencia.
Por esta causa, porque sólo se da la tenencia de la cosa para que pueda ser
usada por el comodatario, no es necesario que el comodante sea dueño de la
cosa o tenga algún derecho real sobre ella sino que basta que pueda disponer
físicamente de la cosa. Es así como pueden dar en comodato el usufructuario,
el locatario y aun el ladrón. Incluso, nada se opone a que se reciba en
comodato la cosa propia, como ocurriría cuando al propietario le es entregada
en tal carácter por el usufructuario o locatario, por ejemplo.
Por último, cabe señalar que la obligación del comodatario, en lo que a la
restitución se refiere, se limita a devolver la misma cosa que recibió, sin
agregar prestación alguna. Si a cambio del uso hubiese de darse, pagarse o
hacerse algo, no habría comodato, que es esencialmente gratuito.
Efectos y diferencias con los otros contratos reales
Efectos
Como se ha señalado al comienzo, el comodato es un contrato sinalagmático
imperfecto porque, en principio, genera obligaciones para una sola de las
partes (el comodatario) pero, eventualmente, puede también hacer nacer
obligaciones a cargo de la otra (el comodante). Seguidamente nos referiremos
a unas y otras.
a) Obligaciones del comodatario: Si bien el comodatario puede usar la cosa
prestada, debe hacerlo conforme a su naturaleza o a lo pactado pues, de lo
contrario, incurre en furtum usus. Está obligado, además, a restituir en el
tiempo convenido la misma cosa que recibió, no deteriorada por el uso. Si
verdaderamente hubiera sido devuelta la cosa dada en comodato, pero
devuelta deteriorada, no se entenderá devuelta la que se devuelve deteriorada,
si no se satisficiera lo que importa.
Como deudor de un cuerpo cierto, el comodatario se libera si la devolución se
hace imposible por caso fortuito, pero responde de la pérdida total o parcial
debidos a su dolo o culpa levis in abstracto.
Para exigir el cumplimiento de las obligaciones que pesan sobre el
comodatario, el comodante dispone de la actio commodati directa (acción
directa del comodato).
b) Obligaciones del comodante: Según se ha dicho antes, el comodante, en
principio, no tiene obligación alguna. Sin embargo, puede ocurrir eventualmente
que quede obligado respecto del comodatario. Ello ocurre cuando éste ha
debido realizar gastos extraordinarios para la conservación de la cosa.
También el comodante queda obligado respecto del comodatario cuando por
causa de la cosa, éste ha sufrido algún daño cuya reparación corresponde a
aquél. Asimismo, el que a sabiendas dio en comodato vasos con desperfectos,
si el vino o el aceite echado en ellos se corrompió o se derramó, ha de ser
condenado por esta razón.
Para obtener el reembolso de los gastos o la reparación de los daños, el
comodatario puede ejercitar el ius retentionis o intentar contra el comodante la
actio commodati contraria (acción contraria del comodato).
Diferencias con los otros contratos reales
Atendiendo a la naturaleza del comodato y a los efectos que este contrato traía
aparejados, se pueden establecer las diferencias que presentaba con otros
negocios jurídicos de rasgos más o menos semejantes. Con el mutuo se
diferenciaba fundamentalmente porque mientras el comodatario sólo adquiría el
uso de la cosa prestada que continuaba siendo de propiedad del comodante, el
mutuario adquiría la propiedad de la misma a la que podía consumir, pues sólo
estaba obligado a devolver otra cosa de igual cantidad y calidad, además de
que, mientras el comodato era una convención esencialmente gratuita, el
mutuo llegó a convertirse en un contrato oneroso por la práctica de estipular
intereses. Por otra parte, el comodatario estaba auxiliado por una actio
contraria, en tanto, que el mutuario carecía de esta defensa debido a la
unilateralidad del préstamo de consumo. También el comodato se distinguía del
arrendamiento porque este contrato se caracterizaba por el pago de una
retribución por el uso de la cosa; con la donación porque ésta atribuía la
propiedad del bien al beneficiario y con el depósito porque en esta convención
el depositario, en principio, no adquiría el derecho de uso de la cosa depositada
debido a que el contrato se celebraba en interés del depositante.

C. El depósito
Era la convención por la cual una persona, depositante, entrega una cosa
mueble a otra, el depositario, para que la custodiase gratuitamente, y se la
devolviese al primer requerimiento.
Es un contrato real que requería la datio de la cosa, sin que implicara la
transmisión de la propiedad, sino la simple detentación. Se caracteriza por su
gratuidad, lo que no fue óbice (obstáculo) para que el Derecho Justinianeo
admitiera que se conviniese una retribución por la guarda de la cosa. Era un
contrato sinalagmático (bilateral) imperfecto, pues las obligaciones corrían a
cargo del depositario y sólo en el curso de su cumplimiento podían surgir para
el depositante. Además de buena fe dada la amplitud del arbitrio judicial para
apreciar lo convenido por las partes.
La obligación principal del depositario era conservar la cosa entregada en
guarda, siempre de conformidad con su particular naturaleza. Respondía por
su dolo y culpa lata y hasta por culpa leve, si así se hubiere convenido. Tenía
que abstenerse de usar la cosa, so pena de incurrir en furtum usus. Estaba
obligado, por fin, a restituir el bien ante el reclamo del depositante, aunque
hubiera un plazo convenido.
Para exigir el cumplimiento de tales obligaciones, contaba el depositante con la
actio depositi directa, y el depositario, a su vez, podía ejercer la actio depositi
contraria por las eventuales obligaciones que el contrato pudiera generar para
el depositante
Clases de depósitos: irregular, necesario y secuestro
El derecho romano conoció figuras especiales del depósito:
Era depósito irregular el que tenía por objeto dinero u otra cosa fungibles que
podía consumir el depositario, quien quedaba obligado a restituir otras tantas
cosas del mismo género y calidad. Esta modalidad, que aplicaron
generalmente los banqueros, no se diferencia esencialmente del mutuo.
Había depósito necesario o miserable cuando se constituía en caso de
necesidad nacida de una calamidad pública o privada, ej. Incendio. En la
hipótesis, no siendo libre la elección del depositario, si no restituía la cosa
entregada a su custodia, era condenado al doble de su valor.
Se presentaba la figura del secuestro cuando al depósito lo hacían
conjuntamente varias personas que convenían en que la restitución de la cosa
se hiciera a una de ellas, una vez que se verificaran ciertas condiciones, por
ejemplo, la finalización de un litigio. En este depósito especial, el
secuestratario no era un mero detentador de la cosa pues tenía la possessio
ad interdicta y su obligación de restituirla podía hacerse efectiva por una
acción particular, la actio sequestrataria.

D. La prenda
Concepto y requisitos
La convención en virtud de la cual una persona, el pignorante, entregaba a
otra, el pignoratario, la posesión de una cosa corporal para garantizar una
deuda propia o ajena, con la obligación de quien la recibía de conservarla y
restituirla cuando el crédito hubiera sido satisfecho, constituyó el contrato de
prenda (pignus).
Hemos hablado ya de la prenda como derecho real de garantía. Aquí traemos
en consideración el vínculo contractual por el cual, el pignoratario, llamado
acreedor pignoraticio, en cuanto titular del crédito garantizado, se obligaba a
restituir la cosa y por ello llegaba a ser al mismo tiempo deudor de la cosa en
relación al pignorante.
Elemento constitutivo de la obligación que generaba la prenda era la datio, que
transfería la posesión, la que podía ser defendida por interdictos por el
pignoratario que, sin embargo, estaba impedido de hacer uso de la cosa, pues
incurría en furtum usus (hurto). El pignoratario respondía por la conservación
del bien prendado hasta la culpa leve y, producida la extinción del crédito
garantizado, tenía que restituirla con todas las accesiones y los frutos
producidos, a no ser que éstos hubieran sido computados a cuenta de los
intereses y del capital del crédito garantizado (anticresis). Ya hemos visto, al
hablar de la prenda como derecho real de garantía, cómo se regulaba la
relación entre deudor y acreedor en caso de incumplimiento de la obligación.
La prenda, que pertenecía a la categoría de los contratos reales, porque se
perfeccionaba por la entrega de la cosa del pignorante al pignoratario y de
buena fe, dada la amplitud del arbitrio judicial para apreciar lo convenido por las
partes, era sinalagmático (bilateral) imperfecto, por cuanto la única obligación
que engendraba corría a cargo del pignoratario, y consistía en devolver la cosa
una vez que se hubiera satisfecho su crédito, pero a la vez podía exigir del
pignorante el pago de los gastos necesarios que hubiera realizado en la
conservación del bien prendado. Para lograr el cumplimiento de tales
obligaciones el pignorante contaba con la actio pignoraticia directa y el
pignoratario con la actio pignoraticia contraria.
Unidad 14
I. Los contratos consensuales
Se caracterizan porque la obligación no surge en ellos por la adopción de una
forma como en los contratos verbales y literales, ni tampoco de la entrega de
una cosa como los contratos reales, sino que el vínculo obligatorio surge
exclusivamente del acuerdo, del consentimiento entre las partes.
La noción del contrato que nace del simple consentimiento de las partes sin
sujeción formal alguna, es una de las más notables creaciones de la
jurisprudencia clásica. La liberación de las formas y su fundamento en la fides
crea un modelo universal de contrato.
El consentimiento expresado de cualquier forma, incluso sin palabras, por un
gesto concluyente, da vida al contrato consensual. No es necesaria la
presencia de las partes y el contrato puede celebrarse por medio de carta o por
nuncio (Hombre que lleva encargos, mensajes o avisos de una persona a otra).
El consentimiento que da vida al contrato puede también extinguirlo cuando se
dirige a su resolución.
Los juristas atribuyen el origen de los contratos consensuales al derecho de
gentes.
Característica de estos contratos es la reciprocidad. De él nacen obligaciones
recíprocas para las partes contratantes, tuteladas por acciones

A. La compraventa
Concepto
La compraventa (emptio venditio) es un contrató consensual, en virtud del cual
una de las partes, llamada vendedor (venditor) se promete a transferir a la otra,
llamada comprador (emptor), la posesión pacífica y duradera de una cosa, a
cambio de un precio cierto en dinero.
La compraventa romana tiene efectos puramente obligatorios y comporta para
el vendedor el compromiso de transferir la posesión y no la propiedad de la
cosa. Difiere, así, de la de nuestro derecho civil, ya que según el art. 1123 del
código civil y comercial de la nación, hay compraventa si una de las partes se
obliga a transferir la propiedad de una cosa y la otra a pagar un precio en
dinero. Se diferencia también del sistema del código de Napoleón, ya que
mientras para éste el mero acuerdo de voluntades entre comprador y vendedor
determina la adquisición de la propiedad del objeto vencido por parte de aquél
(art. 1583), según el derecho romano la adquisición de la propiedad es ajena al
contrato, quedando sujeta a la concurrencia de alguno de los modos idóneos
para ello. Su origen es incierto, aunque en pasaje atribuido a Paulo se la hace
derivar de la permuta.
Se trata de un negocio proveniente del derecho de gentes, cuyos efectos
prácticos habrían conseguido los romanos, antes de aceptarlo como generador
de obligaciones, mediante el empleo de dos estipulaciones: una por la cosa y
otra por el precio. Seguramente la compraventa al contado, es decir, la que
supone el cambio simultáneo de la cosa por su precio, debió ser conocida
desde muy antiguo, pero la generadora de obligaciones, o sea aquélla en que
las prestaciones de una o ambas partes son diferidas en el tiempo, no habría
sido aceptada sino desde fines de la República, o comienzos del Principado,
alcanzando de manera paulatina su total desarrollo durante la época clásica.
Caracteres
La compraventa, se caracteriza por ser un contrato consensual, porque se
perfecciona por el mero consentimiento de las partes; de buena fe, porque el
juez, al decidir sobre las obligaciones resultantes de ella, debía proceder según
la equidad, pudiendo indagar la real intención de las partes y apartarse, incluso,
de las palabras empleadas; no formal, porque para su perfeccionamiento no
era menester la observancia de solemnidad o formalidad alguna; y bilateral o
sinalagmático perfecto, porque desde su perfeccionamiento surgían
obligaciones para ambas partes contratantes.
Requisitos
La compraventa es un negocio jurídico en el que pueden señalarse los
siguientes requisitos: el consentimiento, el objeto y el precio.
a) Consentimiento: El consentimiento o acuerdo de voluntades tiene en este
caso especial importancia, pues constituye el único requisito para el
perfeccionamiento del contrato. En ellos no es necesario escrito alguno, ni la
presencia de las partes, ni la entrega de una cosa, sino que basta que
consientan los que hacen el negocio, cabe destacar, además, que la compra
es de derecho de gentes y por eso se perfecciona por el consentimiento. Los
documentos en que ella (la compraventa) consta o las arras que se hubieren
entregado sólo servían para acreditar la existencia del contrato, pero no
determinaban su perfeccionamiento. Sin embargo, en el derecho justinianeo,
seguramente por influencia griega, la escritura perfeccionaba el contrato de
compraventa cuando las partes así lo habían acordado expresamente.
El consentimiento podía darse de manera expresa o tácita, personalmente, por
carta a por medio de un nuncio o mensajero y debía recaer sobre los otros dos
elementos esenciales del contrato, es decir, sobre la cosa y el precio.
En principio, nadie estaba obligada a comprar o vender pero,
excepcionalmente, ella podía ocurrir en el caso de la expropiación, del dueño
del esclavo que, en ciertos casos, podía ser obligada a venderlo o a
manumitirlo por un precio, entre otros más.
b) Objeto: Objeto del contrato de compraventa podían ser todas las cosas que
estuviesen dentro del comercio, por consiguiente, es nula la venta de las cosas
que la naturaleza, el derecho de gentes o las costumbres de la ciudad
eximieron del comercio.
No podían ser objeto de este contrato las casas religiosas, ni las sagradas, ni
las públicas, pero si el comprador hubiese ignorado tales circunstancias podía
procurar con la actio empti (acción de la compra) el pago de una indemnización
por parte del vendedor que procedió dolosamente. La misma solución cabía en
el caso de las cosas cuya enajenación estaba prohibida, como las litigiosas, las
del peculio adventicio, el fundo dotal o los inmuebles de los menores.
Podía tratarse tanto de cosas corpóreas coma incorpóreas, como en el caso de
una herencia o de un usufructo, claro que en este último caso se trataría de la
cesión onerosa del ejercicio del usufructo, ya que, según se viera
oportunamente, tal derecho no podía transferirse por ser inherente a la persona
del usufructuario. Incluso podía venderse la cosa ajena, aunque era nula la
compraventa de la cosa robada.
Obviamente, no podía comprarse la cosa propia, pero la referida a una cosa
común era válida por las cuotas de los otros condóminos.
La cosa vendida no debía haber perecido al tiempo del contrato, pero si el
comprador conocía tal circunstancia y lo celebró, debía pagar el precio; si era
de conocimiento de ambas partes, ninguna podía reclamar nada.
Cabe señalar, finalmente, que era posible la compraventa de una cosa futura,
distinguiendo los romanistas entre el caso de la compra de una cosa esperada
(emptio rei speratae) y la compra de una mera esperanza (emptio spei).
La compraventa de la cosa esperada era considerada como un negocio
condicional, por lo que el precio debía pagarse sólo si la cosa llegaba a existir.
Diferente era el caso de la compra de la esperanza: en ella siempre debía
pagarse el precio, ya que lo comprado era el alma misma.
c) Precio: El tercer requisito o elemento esencial de la compraventa es el
precio: "No hay venta alguna sin precio", se dice al comienzo del digesto, "más
es preciso que se fije un precio, porque no puede haber ninguna compra sin
precio", se afirma coincidentemente al principio de las institutas.
El precio debía ser, ante todo, cierto, es decir, determinado o determinable.
Sería, entonces, cierto el precio cuando consiste en una cantidad determinada
en el momento misma de la celebración del contrato, como si vendiera algo por
cien sestercios, y aun cuando no fuera de conocimiento de las partes.
Según refiere Gayo, las Sabinianos admitían que el precio pudiera quedar
librado a la decisión de un tercero, mientras los Proculeyanos propiciaban la
solución contraria. Por esta última se inclinó Justiniano, considerando
condicional al negocio por cuya razón había compraventa si el tercero no
quería o no podía establecer el precio. Su determinación podía, entonces,
depender de un tercero, pero no sólo del comprador a vendedor.
Además, el precio debía ser verdadero (verum), es decir, no simulado.
Finalmente, el precio en la compraventa debía ser en dinero. Al respecto dice
Gayo:
“Igualmente, el precio debe consistir en dinero amonedado. Se discute mucho, en efecto, sobre
si el precio puede consistir en otras cosas como, por ejemplo, un esclavo, o una toga, o un
fundo de la otra parte. Al respecto nuestros maestros piensan que el precio puede consistir aún
en otra cosa que el dinero. De ahí la opinión vulgar según la cual por la permuta de las cosas
se puede contraer la compraventa, y que ésta sería la más antigua de las especies de
compraventa... Los autores de la escuela opuesta (proculeyanos) discuten al respecto y
estiman que una cosa es la permuta de las cosas y otra la compraventa, ya que en el caso de
un trueque de cosas no se puede saber cuál es la que se ha vendido y cuál la que se ha
pagado a título de precio; y que, inversamente, sería absurdo considerar que ambas cosas han
sido vendidas y compradas simultáneamente.

Pero, sin embargo, Calio Sabino, dice que si teniendo tú una cosa venal, como por ejemplo un
fundo, yo la recibo aceptándola y como precio de venta te doy un esclavo, resultaría que el
fundo ha sido vendido y el esclavo dado a título de precio respecto de la adquisición del fundo ."

En similares términos se expide Paulo, aunque pronunciándose en favor de la


tesis proculeyana, Es decir que el precio no podía consistir en otra cosa que no
fuese dinero. Esta es, por otra parte, la consagrada por Justiniano en su
Instituta.
Algunos han sostenido que el precio debía ser justo.
Efectos emergentes de la venta
Como la compraventa es un contrato bilateral o sinalagmático perfecto,
produce efectos, es decir, genera obligaciones, para ambas partes desde el
momento mismo de su perfeccionamiento. A continuación nos ocuparemos de
esas obligaciones.
Obligaciones del comprador
La principal obligación del comprador es la de pagar el precio, la que consiste
en dare, es decir, transferir al vendedor el dinero correspondiente.
Además, el comprador debe los intereses del precio desde el momento en que
recibe la posesión de la cosa vendida, como así también el importe de los
gastos que se hubieran realizado para la conservación de ella.
Es claro que la obligación de pagar el precio cesa ante el incumplimiento
injustificado del vendedor a su obligación de transferir al comprador la vacua
posesión de la cosa.
Cabe señalar, finalmente, que en la compraventa romana el comprador corría
con los riesgos de la cosa: res perit emptori (la cosa perece para el comprador).
Esto significa que si la cosa vendida perecía por caso fortuito el comprador no
quedaba liberado de su obligación de pagar el precio, naturalmente a partir del
momento en que el contrato se hubiese perfeccionado.

Obligaciones del vendedor


El vendedor debe, ante todo, cuidar la cosa vendida como un buen padre de
familia, ya que de lo contrario podría resultarle imposible la transferencia de su
posesión al comprador. Responde, entonces, por su culpa levis in abstracto.
Es claro que por convención de partes la responsabilidad del vendedor podía
ser excluida o, incluso, agravada mediante la asunción del caso fortuito.
Como ya lo señaláramos precedentemente, el comprador corría con los riesgos
de la cosa, por lo que el vendedor no era responsable salvo que la pérdida se
hubiera producido por su culpa (leve o grave) o dolo, o que hubiese asumido el
caso fortuito o se encontrase en mora.
El vendedor estaba obligado a transferir y asegurar al comprador la posesión
pacífica y duradera de la cosa, no la propiedad de ella.
Es probable que esta particularidad de la compraventa romana responda a la
intención de hacer accesible el negocio a los peregrinos y respecto de cosas no
romanas.
Entre los ciudadanos, por otra parte, el problema de la propiedad quedaba
subsanado prontamente mediante la usucapión.
La transferencia de la posesión se efectuaba mediante la correspondiente
traditio, que en la época clásica hacía adquirir la propiedad de las cosas nec
mancipi y que en la justinianea determinaba tal efecto respecto de cualquier
cosa.
Cierto es que tratándose de cosas mancipi, la buen fe exigía que al vendedor
pudiese ser obligado a hacer la mancipatio, pero esto no significa más que el
deber de cumplir el acto y no el compromiso de hacer dueño al comprador
mediante tal mancipatio.
En definitiva, la obligación del vendedor consiste no en un dare sino en hacer
que el comprador resulte victorioso en el pleito posesorio que un tercero pueda
intentar en su contra.
Cabe señalar, finalmente, que al vendedor debía garantizar al comprador por la
evicción y vicios redhibitorios.
Responsabilidad por evicción y vicios redhibitorios
La garantía de evicción y por vicios redhibitorios son consecuencia del
compromiso del vendedor de que el comprador podrá gozar pacífica y
duraderamente de la posesión de la cosa vendida.
Evicción
Aunque el vendedor no se había comprometido a hacer dueño de la cosa
vendida al comprador, sino a transferirle la posesión pacífica y duradera de la
cosa, es claro que dejaba sin cumplir su promesa si el comprador resultaba
privado de la cosa porque un tercero era su verdadero dueño y la reivindicaba
o aparecía como titular de su uso o usufructo, lo que impedía también la
posesión del comprador.
El antiguo derecho civil había otorgado un remedio para el caso de las cosas
objeto de la mancipatio: el que había recibido la propiedad de la cosa mediante
este modo solemne, si era privado de la posesión de la cosa por un tercero que
resultaba ser el verdadero dueño, podía ejercitar la actio auctoritatis contra
quien se la había transmitido reclamando el doble del precio pagado.
El remedio era propio de la mancipatio por lo que no podía ejercitarse cuando
se trataba de la transferencia por tradición o cuando la mancipatio era
impracticable por inidoneidad de los sujetos o del objeto. En estos casos, aun
antes de haber sido reconocida la compraventa como negocio consensual, las
partes solían conseguir un efecto similar mediante una estipulación. En efecto,
cuando se trataba de cosas valiosas, solían las partes celebrar una stipulatio
duplae mediante la cual el vendedor se comprometía a pagar al comprador el
doble del precio pagado, si resultaba afectado por la evicción. Para las cosas
de menor importancia, la estipulación era incierta y autorizaba a reclamar el
valor de la cosa, (quod interest). Se habla, en este caso, de una stipulatio
habere licere (estipulación de que sea lícito tener o que pueda tener).
Es claro que tanto en el caso de la actio auctoritatis como en el de las
estipulaciones, el remedio no derivaba de la compraventa, sino de la
mancipatio o de la estipulación celebrada.
Ahora bien, la solución del problema estaba asegurada mientras hubiera
mediado mancipatio o se hubiese celebrado la estipulación, pero, en defecto de
ellas, el comprador estaba desprotegido. Para salvar el inconveniente, la
jurisprudencia interpretó que a falta de estipulación, el comprador podía exigir
al vendedor su celebración. Incluso dio un paso más: producida la evicción
antes de que la estipulación hubiese podido exigirse, entendió que la promesa
estaba sobreentendida y, por lo tanto, que el vendedor debía responder como
si la hubiera dado efectivamente. La garantía de evicción llega así a ser un
elemento natural del contrato de compraventa, ya que existe aun cuando las
partes no la hubieren consagrado expresamente, siéndoles lícito modificarla o
dejarla sin efecto mediante el correspondiente pacto.
La caída en desuso de la mancipatio determinó la desaparición de la actio
auctoritatis, la que por cierto no podía darse en el derecho justinianeo por la
supresión de las cosas mancipi y nec mancipi. En esta época sólo cabe la
posibilidad de ejercitar la acción de lo estipulado (actío ex stipulatu) o la de la
compra (actio empti), aunque sus consecuencias no eran las mismas. En
efecto, mediante la primera podía reclamarse el doble del precio, en cambio
con la segunda podía pedirse la reparación del perjuicio, aunque la
indemnización podía resultar menor que el precio pagado si el valor de la cosa
había disminuido desde que se pagó el precio hasta que se produjo la evicción.
Por otra parte, mientras la actio ex stipulatu requería que el comprador en
virtud de sentencia hubierase visto privado de la cosa, la actio empti podía
ejercitarse aun en casos de evicción parcial.
Ambas acciones suponían la existencia de perjuicio, por lo que no procedían a
falta de éste, como ocurría cuando la cosa había perecido antes de todo
proceso. También ambas exigían que el perjuicio fuese debido a un defecto del
derecho del vendedor y no a una falta de otro o del propio comprador, como
ocurriría si éste hubiese omitido usucapir la cosa o denunciar el juicio al
comprador o defenderse en él. Un caso de improcedencia de las acciones por
el hecho de un tercero sería el del pleito perdido por error o ignorancia del juez.
Ambas, finalmente, podían resultar excluidas si las partes expresamente
pactaban lo contrario, según ya se ha visto.
Vicios redhibitorios
La obligación del vendedor de asegurar al comprador la posesión pacífica y
duradera de la cosa podía resultar incumplida no sólo por un defecto en su
derecho (caso de la evicción) sino del objeto mismo, como podría ocurrir en el
caso de venderse un animal afectado por una enfermedad que determinase al
poco tiempo su muerte. El derecho civil no contemplaba solución para el caso,
salvo la posibilidad de ejercitar la actio de modo agri cuando se había
transmitido por mancipatio un fundo con indicación de medidas y resultaban
luego inferiores: el adquirente podía entonces reclamar del transmitente el
doble del valor de la diferencia.
Para los casos en que no había mancipatio, hacia la época de Cicerón, las
partes solían consagrar la responsabilidad del vendedor por los defectos de la
cosa mediante una estipulación en la que el vendedor aseguraba que ellos no
existían. Hacia esta misma época, la jurisprudencia interpretó que debía
asignarse al vendedor responsabilidad cuando se habían expresado medidas o
cualidades de la cosa y éstas faltaban o cuando había ocultado dolosamente
los vicios o defectos de la cosa.
El edicto de los ediles curules, que regulaba las operaciones del mercado de
Roma, para "poner coto a las falacias de los vendedores y amparar a los
compradores", estableció que en las ventas de esclavos y de animales de tiro
el vendedor respondía por los defectos o enfermedades aun cuando ignorase
su existencia. Descubiertos ellos, el comprador podía exigir la resolución del
contrato, devolviendo la cosa y exigiendo la restitución del precio, dentro de los
seis meses siguientes a la fecha del contrato, mediante la acción redhibitoria,
cuando la cosa resultaba inútil para su destino por la existencia del vicio. Para
el caso de que el vicio no fuese de tanta gravedad pero disminuyese
notoriamente el valor de la cosa, habría otorgado otra acción, llamada
aestimatoria o quanti minoris, ejercitable dentro del año, mediante la cual
habría podido reclamarse la reducción proporcional del precio. Muchos creen
que esta acción es creación de los compiladores justinianeos.
Aunque Ulpiano adjudica a Labeon la extensión de los principios del edicto de
los ediles curules a todas las ventas, lo más probable es que ello sea obra de
los autores de la compilación ordenada por Justiniano.
Los vicios redhibitorios eran, entonces, los defectos ocultos de la cosa,
existentes al tiempo de la celebración de la compraventa, que la hacían inútil
para su destino o que disminuían notoriamente su valor.
Debía tratarse, en primer lugar, de defectos graves, que tornaran la cosa
impropia para sus fines o disminuyesen notoriamente su valor, considerándose
como tales las enfermedades serias del cuerpo o de la mente, las malas
costumbres (robar, huir, etc.), el haber cometido algún delito que expusiese al
dueño a la actio noxalis, etc.
En segundo término, era menester que esos defectos fuesen ocultos, es decir
no aparentes o visibles, ya que en tal caso se presumía que el comprador
debía conocerlos y, por lo tanto, no podía decirse que resultase engañado.
Además, el vicio debía ser anterior o concomitante al perfeccionamiento del
contrato, no posterior y subsistir al tiempo del ejercicio de la acción.
La presencia de los vicios redhibitorios daba lugar a las ya mencionadas
acciones redhibitorias y aestimatoria o quanti minoris, que debían ejercitarse en
los plazos antes indicados. Con la primera (acción redhibitoria) se procuraba la
resolución del contrato, debiendo el comprador devolver la cosa y sus frutos y
accesorios y el vendedor el precio con los consiguientes intereses. Si el
vendedor se negase a cumplir, la condena procedía por el doble. Mientras la
primera de las acciones nombradas podía ejercitarse una sola vez, la segunda
(actio aestimatoria) podía serlo varias, según fuese la cantidad de vicios que
tuviera la cosa.
De la misma manera que en el caso de la garantía de evicción, las partes
podían acordar que el vendedor no respondería por vicios redhibitorios, pero el
pacto carecía de efecto si el vendedor había procedido dolosamente.
Rescisión de la venta por causa de lesión
El Derecho Romano postclásico consagró un modo de rescisión particular de la
compraventa, la lesión enorme o de más de la mitad (laesio enormis o laesio
ultra dimidium) que tenía lugar cuando una persona hubiere enajenado una
cosa por un precio inferior a la mitad de su valor real. Esta forma de rescindir el
contrato no tenía como consecuencia dejarlo sin efecto de pleno derecho sino
que solamente autorizaba al vendedor, cuando el contrato no había sido
ejecutado, a obtener una excepción en caso de que el comprador persiguiera la
entrega de la cosa y también a valerse, de la actio venditi, cuando hubiera
cumplido el contrato, para volver las cosas a su anterior estado. Tal causa de
rescisión, que fuera consagrada por disposiciones atribuidas a los emperadores
Diocleciano y Maximiano, nació por motivos de equidad desde que era
presumible que la persona que vendía un objeto de su propiedad por un precio
muy inferior a su verdadero valor, sólo lo hacía impulsado por un estado de
necesidad que la ley no podía dejar de contemplar a fin de hacer desaparecer
los efectos de tales ventas.
Para invocar este beneficio no se exigía que el comprador hubiera procedido
con dolo, pues bastaba que la venta se hubiere convenido por un precio inferior
a la mitad, pudiéndose evitar las consecuencias de la lesión, pagando la
diferencia del precio que correspondiere. En caso de proceder la rescisión, el
comprador o sus herederos quedaban obligados a restituir el bien sin deterioro
o gravamen alguno, así como todos los accesorios y los frutos que hubiere
percibido, respondiendo hasta de la culpa leve. Por otra parte, la rescisión no
privaba al comprador del derecho a reclamar el pago de los gastos necesarios
que hubiere efectuado para la conservación del bien y de los gastos útiles que
hubieren redundado en provecho del mismo. La acción rescisoria, que en un
principio se aplicaba preferentemente a la venta de inmuebles y que luego se
extendió a toda clase de cosas, no alcanzaba a las ventas aleatorias por su
especial naturaleza.
Cláusulas adicionales en el contrato de compraventa
Los efectos ordinarios de la compraventa podían ser modificados libremente
por los celebrantes en los términos que consideraran más conveniente para
sus intereses, mediante el agregado al contrato de cláusulas especiales que se
insertaban en el acto de su celebración (in continenti) o con posterioridad al
mismo (ex intervallo). Estas cláusulas adicionales, que fueron de uso muy
frecuente y que tuvieron igual validez y obligatoriedad que el negocio al que se
añadían, revistieron la forma de pactos y su cumplimiento, siempre que no
alteraran la naturaleza del contrato, se hacía efectivo por medio de la actio
empti, si se hubiera concertado a favor del comprador o de la actio venditi, si lo
fuera a favor del vendedor.
De esta clase de pactos, integrantes de la categoría de los pactos pretorianos,
nos ocuparemos en la parte correspondiente en que tratamos de las
obligaciones nacidas de simple pacto, dando ahora sólo una idea de los que
más frecuentemente se agregaban a un contrato de compraventa (pacta
adiecta). Dichos pactos fueron:
El pacto de adjudicación a término (pactum in diem addictio) que era aquel en
que el vendedor se reservaba la facultad de rescindir el contrato para él, caso
de que en cierto plazo se presentara otro comprador ofreciendo mayores
ventajas, como podía ser un precio más alto, un término más breve o mejores
garantías.
El pacto de retroventa (pactum de retrovendendo) que permitía el vendedor
reservarse la facultad de volver a comprar la cosa dentro de cierto plazo por el
mismo precio o por un precio diferente, ya determinado o a determinarse.
Cuando este pacto se convenía a favor del comprador era designado con el
nombre de pactum de retroemendo.
El pacto comisorio (lex commissoria) que era aquella convención en cuya virtud
se tenía por no celebrado el contrato cuando el comprador dejaba de pagar el
precio dentro del tiempo señalado, quedando obligado a restituir la cosa con los
frutos percibidos.
El pacto de preferencia (pactum protimeseos) que acordaba al vendedor
prioridad sobre toda otra persona para adquirir la cosa en iguales condiciones
en caso de que el comprador quisiera venderla.
El pacto de reserva de hipoteca (pactum reservatae hypothecae) que consistía
en dar al vendedor el derecho de reservarse una hipoteca sobre la cosa
vendida como garantía por el pago del precio o del saldo que pudiera quedar.
El pacto de no enajenar (pactum de non alienando) que era aquel por el cual el
comprador se obligaba a no enajenar a persona alguna la cosa adquirida o, en
particular, a persona determinada.

II. La locación
La convención por la cual una de las partes se obligaba a pagar a la otra un
precio cierto en dinero a cambio de que éste le proporcione el uso y disfrute
temporal de una cosa o le preste determinado servicio o realice una obra,
configura el contrato de locación o arrendamiento (locatio conductio). Con este
concepto hemos abarcado las tres especies que puede presentar esté contrato,
la locación de cosas (locatio conductio rei), la locación de servicios (locatio
conductio operarum) y la locación de obra (locatio conductio operarum).
En las dos primeras figuras el contratante que se obliga a pagar el precio se
designa con los nombres de locatario o conductor y el que entrega la cosa o
presta los servicios con el de locador, en tanto que en la locación de obra, a la
inversa, se denomina locador al contratante que paga el precio y locatario o
conductor al que realiza la obra.

A. Naturaleza y evolución de la locación en Roma


El contrato de locación en Roma no fue concebido de la manera como lo
hemos definido ni presentó sus figuras perfectamente individualizadas, sino
que resultó el fruto de construcciones modernas que han encerrado, bajo el
nombre de locación, diversas situaciones contempladas por las fuentes
romanas. Un detenido análisis de los textos nos muestra, no solamente que el
contrato ha sido contemplado sin un orden adecuado que permita destacar sus
caracteres y sin un método que hubiera servido para agrupar las normas
aplicables a cada caso, sino también que carece de individualidad propia ya
que el Derecho Romano estableció que la locación debía regirse por las
mismas reglas de la compraventa. Más aún, estudiando algunos pasajes
pertenecientes al título de la locación y de la conducción, se comprueba que
realmente la legislación romana no ha percibido la diferencia entre la locación
de cosa y la de obra, ya que para ella reviste el carácter de locador quien es
propietario de la cosa y, objeto de la convención, la cosa misma sin tener en
cuenta la actividad del encargado de realizar el trabajo debido a que lo
fundamental en el contrato de locación era la circunstancia de que, en todos los
supuestos, se daba en arriendo algo, sea una cosa, sea la ejecución de una
obra, sea el trabajo de una persona.
Una evolución histórica del contrato de locación nos lleva a los primeros
tiempos de Roma en que la locación de cosas no habría tenido razón de existir
porque los ciudadanos, dedicados preferentemente a las tareas agrícolas, eran
ayudados por sus familiares, esclavos y clientes en los cultivos de sus
propiedades rurales, lo que hacía innecesario recurrir al arrendamiento. Pero
es innegable que, debido al incremento de la actividad agrícola y al crecimiento
del pueblo romano, sus habitantes debieron valerse del préstamo de elementos
de trabajo y otras veces del alquiler mediante el pago de un precio en dinero.
De esta manera el nacimiento de la locatio rei estaría dado por el alquiler de los
animales de tiro y de carga a que hace referencia la ley de las XII Tablas, lo
que habría ocurrido mucho antes de que dicha convención se configurara como
contrato solo consensu. Dentro de esta clase de locación, el arrendamiento de
inmuebles urbanos para vivienda habría precedido a la locación de predios
rurales debido a la gran afluencia del elemento extranjero a la ciudad cuando
Roma se extendió en sus fronteras, mientras el arrendamiento rural recién
habría sido puesto en práctica con posterioridad al período de las guerras de
conquista que tuvieron como consecuencia hacer que el Estado y los
ciudadanos patricios quedaran propietarios de grandes extensiones de tierra
que se vieron precisados a darlas en locación para obtener beneficios
pecuniarios.
En lo concerniente a la locación de servicios la misma habría aparecido más
tarde debido a la circunstancia de que los romanos eran contrarios al trabajo
servil de sus semejantes, el que solamente admitían cuando fuera ejecutado
por los esclavos. El desenvolvimiento económico también fue la causa principal
que obligó a los romanos a utilizar el servicio de personas mediante el pago de
un salario y, de tal suerte, la locación de servicios fue reconocida como una
convención constitutiva de derechos y obligaciones para los celebrantes.
En cuanto a la locatio operis ella surgió como una derivación de la figura
anterior en aquellas relaciones en que la persona que se obligaba a realizar el
trabajo lo hacía por su cuenta y riesgo mediante el pago de un precio, lo que
significaba que el objeto del contrato no era el trabajo en sí, sino su resultado,
es decir, la obra convenida (opus).
La diferenciación entre la locación de servicios y la locación de obra recién se
habría evidenciado en la época imperial partiendo del criterio de que la
ejecución de trabajos públicos era considerada como una convención de este
último tipo, en tanto que las funciones que desempeñaban los auxiliares de los
magistrados importaban una locación de servicios. Este fundamento derivado
del derecho público se habría hecho extensivo a las relaciones de derecho
privado y de esta manera, los trabajos de construcción de una casa o de
realización de una obra de arte estarían encuadrados dentro de la locatio
operis, mientras que la prestación de servicios personales por una suma de
dinero configuraría una locatio operarum.
En síntesis, se puede afirmar que la legislación romana, en su constante
tendencia hacia la superación de sus instituciones de derecho privado, llegó a
incluir este contrato en el marco de las convenciones consensuales y a señalar
diversas hipótesis que han permitido crear los tres tipos de locación-
conducción.

B. Caracteres y requisitos de la locación


La locatio conductio se caracterizaba por ser un contrato consensual,
perfectamente bilateral pues engendraba obligaciones recíprocas a cargo de
ambas partes desde el momento de su celebración y de buena fe por estar
protegido por acciones de igual naturaleza, la actio locati o ex locato a favor del
locador y la actio conducti o ex conducto a favor del locatario. También era un
contrato oneroso, porque la prestación que una de las partes debía cumplir se
hacía efectiva teniendo en vista obtener la prestación que la otra debía ejecutar
y conmutativo, porque las ventajas que acarreaba eran ciertas y de apreciación
inmediata.
Para que la locación quedara perfecta era necesario el concurso de los mismos
elementos requeridos para la compraventa, es decir, consentimiento
(consensu), la cosa (res) y el precio (pretium), debiendo los contratantes
manifestar su consentimiento sobre la cosa y el precio sin formalidad alguna.
Para apreciar el acuerdo entre las partes, en caso de que fuera dudoso, la ley
romana dispuso que si el locatario hubiere creído que el precio que debía pagar
por el arriendo era menor que el que el locador entendía cobrar, el contrato no
se formalizaba por no haberse prestado el debido consentimiento, mientras que
en el supuesto inverso, el contrato era válido porque existía un perfecto
acuerdo sobre la cantidad menor. El elemento cosa en la locación no debe
entendérselo como limitado al objeto material que se obliga a entregar el
locador sino que puede comprender también la prestación de determinados
servicios o la realización de determinadas obras. En lo referente al precio
debía, como en la venta, ser cierto, verdadero y consistir en sumas de dinero,
pero su fijación podía quedar librada al arbitrio de un tercero.
La exigencia del precio en dinero no fue de aplicación rigurosa desde que la
locación presentaba una modalidad particular que hacía factible que el alquiler
pudiera consistir en una cantidad determinada e invariable de frutos o en una
parte alícuota de los productos que se pudieran obtener de una cosa cultivada.
El último de estos supuestos llegó en Roma a configurar la institución jurídica
conocida con el nombre de colonato parciario, en la que el arrendatario es
denominado aparcero e colono parciario (colonus partiarius). Esta relación aun
cuando derivaba del arrendamiento tenía la particularidad de que se asemejaba
a la nacida del contrato de sociedad, porque las partes hacían aportaciones
con el fin de obtener beneficios comunes que luego debían distribuirse.

C. Locación de cosas
El Contrato de locación de cosas podía tener por objeto cualquier cosa mueble
o inmueble, con tal de que no fuera consumible y también, el ejercicio de un
derecho real sobre cosa ajena, como el usufructo o la superficie. Si se daba en
locación una casa el locatario se denominaba inquilinus; si se trataba de un
fundo colonus.
La principal obligación del locador consistía en entregar la cosa al locatario o
ponerla a su disposición para que la usara de conformidad con lo convenido,
asegurándole su disfrute (uti frui) durante el tiempo establecido en el contrato,
que podía ser determinado o determinable. Tal entrega no confería al locatario
sino la simple detentación o possessio naturalis de la cosa. Empero, podía
excepcionalmente ejercitar el interdictum de vi armata, en caso de haber sido
despojado por la fuerza de las armas de la cosa arrendada.
El arrendador estaba obligado también a indemnizar al arrendatario los daños y
perjuicios que hubiere experimentado si la cosa no era apta para el uso
convenido, como si presentara defectos que no fueron advertidos con
anterioridad al contrato el que en la hipótesis, podía quedar rescindido a
petición del arrendatario. Igualmente, debía sufragar todos los gastos
necesarios de conservación de la cosa y abstenerse de realizar en ella obras o
modificaciones que impidieran o perturbaran su utilización.
Correspondía al locador, por un principio opuesto al que regía en la
compraventa, pero acorde a la regla res perit domino, soportar el periculu, es
decir, que si la cosa perecía por caso fortuito, no tenía derecho a exigir el
precio del arriendo (periculum est locatoris) cargando con la merma patrimonial.
Por su parte, el locatario tenía como principal obligación la de pagar el precio
(merces) convenido por el arriendo que, tratándose del arrendamiento de un
fundo, podía consistir, no en dinero, sino en una parte de los frutos (pars
quota). En tal supuesto se configuraba una especial locación de cosas, al
menos en la idea de los clásicos llamada colonia partiaria. También incumbía al
locatario la obligación de usar de la cosa con la debida diligencia, pues debía
restituirla al finalizar el contrato sin deterioros, salvo los provenientes del uso
normal. Su responsabilidad alcanzaba a toda culpa. En el derecho clásico, si
abandonaba el fundo antes del plazo convenido sin que mediara justa causa,
estaba obligado al pago total de la merced. En el derecho justinianeo, la
responsabilidad del locatario a este respecto se limitaba a abonar el daño
efectivamente provocado al locador.
El locatario tenía derecho a la percepción de los frutos, si el locador era
propietario, y podía subarrendar la cosa si no se hubiera pactado lo contrario.
En el derecho clásico estaba autorizado a exigir el reembolso de los gastos
necesarios realizados en la cosa, y en el derecho justinianeo, no sólo los
necesarios, sino hasta los considerados útiles.
En lo concerniente a la vigencia del contrato de locación, las soluciones eran
diferentes si se había convenido o no un término de duración. En el primer caso
la convención se extinguía al vencimiento del plazo, salvo la llamada relocatio
tacita, que permitía al locatario continuar en la locación más allá del término
pactado, siempre que no se opusiera a ello el locador. Tratándose de fincas
rústicas, la renovación tácita o tácita reconducción, como se la llama en el
léxico jurídico actual se consideraba prolongada por un año; en las urbanas, la
prórroga no tenía una duración determinada. Cuando en el contrato no se
había establecido término de vencimiento, la locación podía concluir por
decisión del locador o del locatario, sin previo aviso.
No se disolvía el contrato cuando la cosa arrendada era objeto de venta y el
adquirente de ella privaba de su uso al locatario. El derecho personal de éste
(el locatario) conservaba vigencia, de manera que podía exigirle el consiguiente
resarcimiento por los daños provenientes, del no uso y disfrute de la cosa.
Desde el punto de vista técnico-jurídico no era exacta, por tanto, la máxima "la
venta rompe el arrendamiento" (emptio tollit locatum), como se sostenía en
derecho común.

D. Locación de servicios
En la locatio conductio operarum la prestación consistía en poner a disposición
de otro los propios servicios durante un cierto tiempo, a cambio de una
remuneración en dinero (merces). Tenía por objeto servicios de carácter
manual análogos a los que prestaban los esclavos (operae illiberales).
Quedaban excluidos, por ende, de esta relación contractual las profesiones o
artes liberales, como la del abogado, el médico, el maestro, que en Roma se
ejercieron durante mucho tiempo en forma gratuita. La reclamación de una
recompensa que se llamó honorarium o munera, sólo fue posible en el derecho
imperial por la cognitio extra ordinem.
En la locación de servicios el locador tenía que realizar personalmente las
operae convenidas y de ahí que su obligación no se transmitiera a sus
herederos. La obligación del locatario consistía en el pago del precio pactado y
pasaba a sus herederos, por lo cual la muerte no extinguía la relación
establecida contractualmente.

D. Locación de obra
La locatio conductio operis era la especie de locación por la que una persona
se comprometía a realizar una obra o un trabajo determinado mediante el pago
de un precio en dinero. Objeto del contrato no era el trabajo en sí, sino su
resultado, o sea, su producto ya acabado. Esta convención presentaba la
modalidad antes señalada de que la persona que contrataba la obra era el
locador, en tanto que quien la ejecutaba era el locatario.
El concepto de obra (opus) era muy amplio y podía consistir en la
transformación, manipulación, reconstrucción, limpieza, transporte de la cosa y
hasta en la instrucción de un esclavo. Presupuesto del contrato era que la obra
se realizara con materiales suministrados por el locador, es decir, por el que la
encargaba, pues si ellos pertenecieran al locatario se configura una
compraventa según la opinión prevaleciente en las fuentes romanas.
La obra había que realizarla en el término convenido, sin importar si era fruto
del trabajo personal del operario, ya que si su naturaleza lo permitía podía
hacerla ejecutar por otro o subarrendarla. Cabía, no obstante, que el contrato
se hubiera celebrado en atención a las cualidades técnicas del locatario, en
cuyo caso tenía que realizar personalmente la obra. En esta hipótesis, la
muerte del obrero determinaba la extinción del contrato.
El pago del precio había de hacerse, de no mediar convención en contrario, a
la conclusión de la obra. Pesaba también sobre el locador la obligación de
resarcir al locatario por los daños que le hubieren irrogado las cosas que le
entregaba para la ejecución del opus. Salvo los casos de culpa propia, o de
haber probado ya la obra, el que había encargado hacerla no soportaba los
riesgos de la cosa. El periculum corría a cargo del contratista o locatario hasta
el momento de la entrega. Empero, quedaba exento de responsabilidad cuando
la cosa perecía por fuerza mayor.

III. La sociedad
La convención por la cual dos o más personas (socii) se obligaban
recíprocamente a poner ciertas cosas en común, bienes o actividades de
trabajo, para alcanzar un fin lícito de utilidad igualmente común, tipifica el
contrato de sociedad (societas).
La sociedad, cuyos orígenes como negocio contractual no están perfectamente
aclarados, recién habría adquirido su real fisonomía en el derecho nuevo por
haber sido una institución proveniente del ius gentium que recogió el derecho
civil, acordándole la correspondiente tutela al dotar a la convención de acciones
propias. No obstante, ilustres romanistas han creído ver en otras instituciones
los orígenes de la sociedad. Así, Von Mayr, sostiene que este contrato
consensual, cuyo prototipo fue la societas omnium bonorum, derivaría del
antiguo consortium agnaticio, esto es, la comunidad de bienes que los hijos,
convertidos en sui iuris por la muerte del pater, convenían en mantener unida
para no dividir el haber hereditario. Bonfante estima que la sociedad surgió
como resultado de la fusión de diversos elementos de instituciones primitivas
que habrían aportado los caracteres que luego vinieron a configurar este
contrato. Considera el distinguido jurista que la sociedad tuvo como
antecedente no sólo el consortium agnaticio, sino también la relación jurídica
resultante de la politio, o sea aquella convención celebrada entre el propietario
de un fundo y un agrónomo (politor) que se obligaba a dirigir los cultivos a
cambio de una participación en los beneficios y de la societas quaestuariae que
se caracterizaba porque todas sus operaciones perseguían un lucro.

A. Caracteres y requisitos
La sociedad, que también pertenecía a la categoría de las convenciones
consensuales que se formalizaban por el solo consentimiento de los
contratantes, se caracterizaba igual que las anteriores figuras de este tipo por
ser un contrato sinalagmático (bilateral) perfecto, de buena fe, oneroso y
conmutativo. La societas requería para su formación la presencia de ciertos
elementos especiales cuales eran la reunión de dos o más personas, el aporte
recíproco de cada una de ellas y un objeto común y lícito,
Era exigencia fundamental que la sociedad se constituyera con la presencia de
dos o más personas que debían tener un interés común y la intención de
constituir una sociedad, elemento subjetivo, que hacía a la esencia del
contrato mismo y que ha sido designado con el nombre de affectio societatis o
animus contrahenda societatis. De esta manera la sociedad lleva en sí implícita
la imposibilidad de que pueda estar constituida por un solo individuo.
Se exigía también que los socios se obligaran mutuamente con una prestación
o aporte, que podía consistir en sumas de dinero, en bienes muebles o
inmuebles, mercaderías, créditos, trabajo personal, etc. Esto significaba que las
prestaciones podían ser de variada naturaleza e inclusive de distintos valores,
pero siempre era .indispensable que las partes concurrieran con la aportación
convenida porque en caso contrario no habría sociedad sino otra relación
jurídica distinta a la que configura dicho contrato.
Requeríase igualmente para perfeccionar el contrato que los socios
persiguieran un objeto común y lícito, esto es, no contrario a las leyes y a las
buenas costumbres porque si no la convención sería nula. El objeto de toda
sociedad está dado por el interés común de los contratantes exteriorizado por
la participación que debía corresponderles tanto en las ganancias como en las
pérdidas, conforme a lo convenido. Si se hubiera estipulado que alguno de los
socios contribuiría solamente en las pérdidas pero que no participaría de las
ganancias (societas leonina), el contrato era nulo. Sin embargo tenía validez
cuando las partes acordaran que alguno de los socios sólo debía participar de
las ganancias. La obtención de beneficios no era un requisito esencial de la
sociedad y la falta de este objetivo no invalidaba el contrato, pues se
consideraba que existía una societas cuando los contratantes hubieran tenido
la intención de constituirla con el fin de lograr un resultado cualquiera, siempre
que fuera común.
Por último, el consentimiento de los contratantes era un requisito fundamental y
el mismo podía ser prestado expresa o tácitamente, en forma verbal o escrita y
por mensajero o por carta. En el derecho justinianeo se admitió la celebración
del contrato de sociedad bajo condición suspensiva, como por ejemplo, si se
supeditara el ingreso de un socio a que fuera elegido cónsul. El consentimiento
debía ser constante y duradero porque si el affectio llegare a faltar entre los
socios, la sociedad se vería expuesta a la disolución.

B. Diversas clases de sociedad


El Derecho Romano, teniendo en cuenta la prestación que los socios hubieran
efectuado, los fines perseguidos por los contratantes y la extensión de la
relación, distinguió diversas especies de sociedad. Desde el primer punto de
vista, esto es, según cual fuera la prestación, la sociedad podía ser rerum si el
aporte hubiera consistido en bienes, operarum si estaba representado por el
trabajo o actividad de los socios y mixtae, si se aportaba bienes y trabajo.
Teniendo en cuenta el fío perseguido por los contratantes, las sociedades
podían dividirse en societas quaestuariae, si tenían por objeto un lucro y en
societas non quaestuariae si los socios perseguían una finalidad exenta de
lucro. Tomando en consideración la extensión de la relación que constituía el
fundamento de la sociedad, las mismas se clasificaban en universales, según
qué comprendieran la totalidad o una parte alícuota del patrimonio de los
socios y en particulares, cuando el aporte estuviera representado por objetos o
cosas determinadas. Las sociedades universales, a su vez, comprendían dos
tipos, aquellas que abarcaban la universalidad de los bienes de los socios
(societas omnium bonorum), y las que comprendían la totalidad de las
ganancias que éstos obtuvieran (societas universorum quae ex quaestu
veniunt).
La societas omnium bonorum fue la que se formaba por personas que se
comprometían a poner en común todos sus bienes adquiridos a título gratuito u
oneroso, sean ellos corporales o incorporales, muebles o inmuebles, presentes
o futuros, y aún la indemnización proveniente de un delito del que hubiera sido
víctima el socio que efectúa la aportación. Estando estas sociedades
integradas por la universalidad dé los bienes de los socios, éstos prácticamente
quedaban desprovistos de patrimonio por lo que el ente social quedaba
obligado a pagar todas las deudas que los componentes contrajeran, a
excepción de las provenientes de un acto ilícito, así como a prestarle alimentos,
de acuerdo a la condición social que ocuparan.
El aporte de los socios debía hacerse por tradición (traditio) de las cosas
corporales y de los derechos reales que pudieran ser transmitidos por este
medio, no siendo imprescindible la entrega material de objetos, pues era
suficiente la voluntad manifiesta de los contratantes para que la cosa pase a
ser común de la sociedad, dejando entonces el socio propietario de poseer por
si para comenzar a poseer por el ente social. En cuanto a los créditos, era
menester que los socios se cedieran recíprocamente sus acciones. Estando
cada socio obligado a aportar su patrimonio debía entregar a la sociedad todos
los bienes que adquiriera con posterioridad a la celebración del contrato y la
falta de cumplimiento de esta exigencia facultaba a los socios a compelerlo
mediante la acción emergente del contrato. El socio no podía ofrecer como
aporte el producto de un delito que él hubiera cometido, pero en el caso de que
así lo hiciera con la conformidad de los otros socios, la sociedad resultaba
responsable por los daños y perjuicios que del acto delictual derivaran.
En lo que se refiere a la sociedad universal de ganancias ( societas
universorum quae ex quaestu veniunt), la legislación romana consideró como
tales a las que se formaban mediante el compromiso de quienes la integraban
de aportar todo lo que adquirieran durante el estado de sociedad como
consecuencia de sus actos, trabajos u operaciones, así como los lucros
derivados de una compraventa o una locación de cosas. De esta manera, no
ingresaban al caudal social los bienes presentes de los socios ni los futuros
que adquirieran por otra causa que su actividad, como los provenientes de un
legado o de una donación. La sociedad universal de ganancias habría tenido su
más antigua aplicación en Roma en la asociación de varios esclavos
manumitidos por un mismo patrón (colliberti) los que, ante la falta de otro bien
que su trabajo, decidían asociarse para utilizar su actividad en beneficio de
todos. Las sociedades particulares eran aquellas en que el aporte de los socios
estaba representado por objetos o cosas determinadas. Esta clase de
sociedades aparecieron en la vida jurídica romana con posterioridad a las
universales en circunstancias en que los romanos comenzaron a .practicar más
intensamente la actividad mercantil, lo que movió a los particulares a agruparse
para la mejor realización de sus operaciones de comercio y se habrían iniciado
teniendo como principal objeto la compraventa de esclavos, según la opinión
de Gayo, así como con el préstamo a interés. Se caracterizaban porque el
activo social estaba formado por el solo aporte de los componentes de la
sociedad y por los beneficios que se obtuvieran de las actividades que hacían
al fin de la sociedad, en tanto que el pasivo se constituía con las deudas
provenientes de las operaciones sociales, diferenciándose de las universales,
porque el aporte de los socios debía consistir en objetos o cosas determinadas
y también porque todos los bienes que los mismos adquirieran al margen de la
sociedad no formaban parte del acervo de ésta.
Las sociedades particulares también fueron de dos categorías unius rei y
alicuius negotiationis. Las primeras (unius rei) tenían por objeto la realización
de una operación determinada en la que los socios ponían en común el uso o
la propiedad de una o varias cosas para explotarlas y repartir los beneficios
(por ej. dos personas aportan sus caballos para formar una cuadriga y venderla
para luego dividir el precio). Las segundas (alicuius negotiationis) que tenían
por finalidad la realización de una serie de operaciones del mismo género,
como si varias personas se asociaran para dedicarse al comercio de esclavos o
de vinos, sociedades de banqueros, etc., y las sociedades de publicanos
(societates vectigalium) que eran aquellas que se constituían con la finalidad de
tomar en arrendamiento el derecho de percibir los tributos públicos a cambio de
pagar al Estado un precio convenido.
Este tipo de sociedades (las publicianas) tuvieron suma difusión en la Roma
republicana; pero habrían desaparecido en la época imperial debido a que los
príncipes atribuyeron a ciertos funcionarios fiscales o a los municipios la
facultad de recaudar los tributos, subsistiendo el sistema de arrendar a los
particulares el cobro de contribuciones únicamente respecto a determinadas
tasas e impuestos indirectos. Con Justiniano aún se mantiene esta práctica
para recaudar los impuestos de aduana y las tasas de peaje.
En estas sociedades (las societas vectigalium) el patrimonio social era
considerado independiente del patrimonio de los socios ya que la sociedad
tenía derecho a poseer esclavos, a manumitirlos y hasta heredarlos en calidad
de patrono. Conforme al mismo principio, era admitido que la sociedad pudiera
ser representada por una persona ajena a la misma (magiter o actor) que
obraba por ella contrayendo obligaciones, adquiriendo derechos reales o
tomando en su nombre la posesión. Esta particularidad diferenciaba
sensiblemente a la sociedad de publicanos de las otras clases de sociedades
ya que en éstas cada socio obraba para sí frente a los terceros. Caracterizaba
además a las sociedades que nos estamos refiriendo el hecho de que la
muerte de uno de los socios no disolvía necesariamente la sociedad, porque
podía convenirse que los herederos del socio fallecido le sucedieran ocupando
su lugar. Por otra parte, las obligaciones contraídas por la sociedad obligaban
solidariamente a todos sus integrantes y el incumplimiento en efectuar el aporte
llevaba aparejado, de pleno derecho, un efecto comisorio. La societas
vectigalium es un tipo de sociedad diferente a la común, y contiene todos los
rasgos que integran la actual sociedad comercial colectiva, constituyendo, un
ente con una cierta subjetividad y autonomía con respecto a los socios, pero,
sin llegar a tener un corpus con personalidad jurídica.

C. Efectos y disolución del contrato de sociedad


Efectos del contrato de sociedad
Como consecuencia de la celebración del contrato de sociedad los socios
quedaban obligados a efectuar el aporte convenido, debiendo el mismo
realizarse mediante la tradición (traditio) para las cosas corporales, la cesión o
delegación para los créditos y la ejecución de los trabajos prometidos cuando la
prestación fuera de esta naturaleza. Cada socio, en consecuencia, debía
garantizar la evicción y los defectos ocultos de las cosas que constituyen el
objeto de la aportación y la presencia de tales vicios podía dar lugar a la
disolución del contrato siempre que no se tratara de una societas omnium
bonorum, porque aportándose en éstas la totalidad de los bienes de los socios
no se tenía en cuenta los vicios jurídicos o materiales de que éstos padecieran.
En lo concerniente a los riesgos por las cosas aportadas a la sociedad, era
necesario distinguir diversas situaciones que fueron contempladas por la
legislación romana. En caso de que un socio hubiera prometido la propiedad de
un cuerpo cierto, los riesgos .estaban a cargo de la sociedad por aplicación de
las normas de la venta y si hubiera ofrecido solamente su disfrute era el socio
quien debía soportar los riesgos conforme a los principios de la locación.
Cuando el aporte consistiera en cosas in genere el socio corría con el
periculum antes de que los bienes ingresaran a la sociedad, pero una vez
incorporados al ente social era éste quien debía soportarlo.
Cada uno de los socios tenía derecho a dirigir los negocios sociales conforme
al objeto de la sociedad si otra cosa no se hubiera convenido, sin perjuicio de
que los consocios pudieran oponerse a algún acto social antes de que hubiera
sido concluido. En caso de que se hubiera designado expresamente a uno de
los socios para administrar la sociedad, los otros carecían del derecho de
realizar acto alguno de gestión y si la designación hubiera sido efectuada al
formalizarse el contrato, era irrevocable desde que se trataba de una condición
inherente al mismo. El socio que hubiere realizado un negocio social debía
rendir cuentas de su gestión porque estaba interesada la sociedad ante la cual
el mismo era responsable, estando igualmente obligado a transferir a la
sociedad los derechos u obligaciones que hubiere adquirido en el ejercicio de
sus funciones debido a que el socio gestor se hacía personalmente propietario,
acreedor o deudor del negocio que ha efectuado. Por su parte, el socio que ha
gestionado por la sociedad tiene derecho a reclamar que se le indemnicen los
gastos realizados y las pérdidas que hubiere experimentado, así como también
a que se lo desobligue por los compromisos contraídos en interés de la
sociedad, hasta la concurrencia de su cuota parte.
Los socios en el contrato de sociedad son responsables del dolo y de la culpa
grave. En cuanto a la culpa leve solamente responden de la levis in concreto
porque están unidos por un común affectia, y porque el socio que actúa para la
sociedad tiene tanto interés como sus consocios en el resultado exitoso de las
operaciones sociales.
La sociedad debía producir resultados comunes para todos los componentes,
tanto en lo concerniente a las ganancias que se obtuvieran como respecto a las
pérdidas que se produjeran. Los contratantes podían convenir en que un socio
estuviera exento de participar en las pérdidas, pero no era válido el acuerdo
que tuviera por objeto privar a alguno de los socios de su participación en las
ganancias, porque se configuraría una sociedad leonina. Los socios podían
convenir previamente la participación en las ganancias que debía
corresponderle a cada uno o bien dejar librada dicha disposición al arbitrio de
un tercero. En caso de que nada se hubiera expresado al respecto, debía
considerarse que los asociados tenían derecho a partes iguales en las
utilidades. En cuanto a las pérdidas debían ser soportadas por los socios en la
misma proporción en que participaban de los beneficios, salvo convención en
contrario.
Cada socio era libre de disponer de su parte en la sociedad por contrato o por
disposición de última voluntad, pero el acto de disposición no producía el efecto
de que el tercero se vinculara con los otros, éste pues resultaba un mero
cesionario. También podía cada socio asociar un tercero a su porción social,
pero este convenio en manera alguna hacía que entrara a formar parte de la
sociedad originaria porque faltaba el consentimiento de los otros integrantes.
Del contrato de sociedad derivaba una acción especial, la actio pro socio, que
era el medio idóneo para hacer efectivas las obligaciones recíprocas de los
socios. Esta acción que comúnmente se ejercitaba durante la vigencia de la
sociedad, y que tenía carácter infamante, también podía ser utilizada después
de su extinción, sirviendo además para pedir la disolución de la sociedad y para
determinar la parte alícuota que a cada componente le correspondiera. La actio
pro socio no era, sin embargo, eficaz para dividir el patrimonio social una vez
disuelta la sociedad, porque a este resultado sólo podía lograrse mediante la
actio communi dividundo que se empleaba para la división de la cosa común.
Debido a la organización de la societas romana, que solamente importaba una
relación de individuos en la que cada socio se hacía personalmente propietario,
acreedor o deudor del negocio que hubiere llevado a cabo, las obligaciones
que contrajera actuando por la sociedad no creaban vínculo alguno entre ésta y
los terceros que hubieran contratado con el socio gestor. Por ello cuando el
negocio hubiera sido concertado por uno de los socios era solamente él quien
quedaba vinculado al tercero por aplicación del principio que regulaba la
representación mediata en los negocios jurídicos efectuados por mandatario.
Sin embargo, esta regla podía quedar sometida a excepciones cuando el socio
que actuaba hubiera sido designado por los otros socios factor de comercio o
patrón de un navío, en cuyo caso la responsabilidad se extendía a ellos
solidariamente y también cuando hubiera obrado en virtud de mandato expreso
o tácito o de una gestión de negocio ratificada por sus consocios, porque
entonces los terceros tenían una acción útil contra los conferentes del mandato
o contra los que hubieran prestado la ratificación. En caso de que el negocio
hubiera sido contratado por todos los socios con un tercero, conforme a los
principios generales, serán acreedores o deudores de éste cada uno por su
parte viril, si no se hubiera convenido otra cosa.
Disolución del contrato de sociedad
El contrato de sociedad podía quedar disuelto por diversas causas. Las fuentes
romanas nos indican que el vínculo contractual se extinguía por las personas
(ex personis), por las cosas (ex rebus), por la voluntad (ex voluntate) y por la
acción (ex actione).
Se disolvía la sociedad por las personas en caso de muerte de uno de los
socios, porque no era admitido que ella continuara con los socios
sobrevivientes ni con los herederos del socio fallecido y si el contrato hubiera
consagrado una norma de esta naturaleza no sería válida por estar en colisión
con el principio que prohibía las convenciones sobre herencia futura. No
obstante, cuando las partes hubieran convenido que la sociedad debía
continuar con los socios sobrevivientes el contrato no se consideraba disuelto
por la muerte de uno de ellos, porque se entendía que se había formado una
nueva sociedad. Igualmente se disolvía la sociedad ex personis por la capitis
deminutio (incapacidad de derecho) maxima y media de alguno de los socios.
La sociedad se extinguía por las cosas cuando concluía la operación para la
que había sido constituida, si expirara el plazo convenido, se perdieran las
cosas que constituían su objeto o quedaran excluidas del comercio y también
cuando se presentaba alguna circunstancia que hiciera imposible el
cumplimiento del fin determinante de la constitución del ente social, como podía
ser la confiscación de los bienes de un socio o la quiebra de la sociedad.
Cesaba la sociedad por imperio de la voluntad, cuando así lo acordaran todos
los socios, o uno o varios de ellos presentaran su renuncia, siempre que la
misma no fuera intempestiva ni fraudulenta.
Por fin, la sociedad se disolvía ex actione, cuando alguno de los integrantes
demandara su disolución mediante el ejercicio de la actio pro socio.
La extinción de la sociedad llevaba necesariamente a la partición de los bienes
que fueron aportados por los socios al constituirse la misma, pero previamente
era menester determinar el resultado social a lo que se llegaba deduciendo
todas las cargas de acuerdo a la naturaleza de las operaciones realizadas y
regulando los derechos y pretensiones de los consocios. Logrados dichos
objetivos llegaba el momento de proceder a la partición del patrimonio común lo
que podía lograrse por acuerdo de los socios o, a falta de éste, por decisión
judicial pronunciada como consecuencia del ejercicio de la actio communi
dividundo.

IV. El mandato
La convención en virtud de la cual una persona, el mandatario o procurador
(procurator), se obligaba a cumplir gratuitamente el encargo o gestión
encomendada por otra (el mandante -mandans, mandator o dominus negotii-),
y que atañía al interés de éste o de un tercero, constituía el contrato de
mandato (mandatum). Tal convención se habría configurado como contrato en
la República tardía por influencia del ius gentium. Antes, sólo habría tenido el
carácter de un encargo de confianza que realizaba una persona a favor de otra
en atención a vínculos de amistad o afecto. Se oponía a su aceptación como
contrato la hostilidad del primitivo derecho romano a la representación en los
negocios jurídicos, a lo cual debía agregarse la peculiar organización familiar
que hacía que las personas sometidas a potestad paterna obraran en nombre y
representación del pater, especialmente en los actos de adquisición.
El Derecho Romano, desde muy antiguo, conoció una institución de perfiles
semejantes a los del mandato, la procura que habría consistido en una relación
jurídica por la cual una persona actuaba como agente estable encargado de los
negocios de otro, administrando el patrimonio del titular, de ordinario, en su
ausencia (procurator omnium bonorum). La actuación del procurator, que
generalmente era un esclavo o un liberto ligado al dominus, era ejercitada más
como una relación de hecho que de derecho. Dentro de sus facultades de
administración cabían los más variados actos, tales como enajenar bienes,
adquirir la posesión y la propiedad, pagar, novar, permutar, estando también
facultado para representar en juicio al dominus en cuyo caso era llamado
procurator ad litem. En el derecho clásico encontramos que el procurator
reviste el papel de un verdadero mandatario, pero desde el Bajo imperio, en
que muchas de las instituciones primitivas fueron perdiendo su aplicación, la
procura es absorbida por el mandato.

A. Caracteres, requisitos y efectos.


Caracteres y requisitos del mandato
El mandato se caracteriza por ser un contrato consensual, de buena fe y
bilateralmente imperfecto que acarrea una obligación esencial a cargo del
mandatario, cual es la de ejecutar el mandato, pudiendo también producir
incidentalmente obligaciones a cargo del mandante. Para su perfeccionamiento
requería la presencia de ciertos elementos propios, el objeto lícito, el interés del
mandante en la ejecución del mandato y la gratuidad de la gestión y de un
elemento general, el consentimiento de los contrayentes.
El objeto, como en toda convención, debía ser lícito, es decir, no contrario a las
leyes ni a las buenas costumbres y la falta de este elemento acarreaba la
nulidad del contrato. La legislación romana admitió que pudiera ser objeto del
mandato tanto un acto jurídico como cualquier otro que no tuviera tal carácter,
a condición de que fuera gratuito. Así los textos nos citan como ejemplo de
mandato el caso en que una persona se comprometía con otra, sin retribución
alguna, a arreglar o limpiar su ropa.
El interés que el mandante debía tener en la ejecución del negocio era otro
requisito especial del mandato y el mismo debía surgir evidente de la relación
contractual, porque de lo contrario no habría vínculo obligatorio en virtud de
que el contrato se celebraba en favor del mandante. No obstante, era dable
celebrar el contrato en interés del mandante y de un tercero, así como a favor
del mandante y del mandatario, pero nunca en interés exclusivo de este último
porque habría en el supuesto un mero consejo desprovisto de fuerza
obligatoria. Si el mandato hubiera sido otorgado en interés exclusivo de un
tercero carecía asimismo de fuerza obligatoria, pero se consideró equitativo
que, cuando el mandatario lo hubiera cumplido voluntariamente, quedara el
mandante obligado respecto a éste, no pudiendo liberarse invocando su falta
de interés.
También era condición especial del mandato la gratuidad desde que el
mandatario no podía exigir retribución alguna por su gestión, porque en caso
de que hubiera convenido en tal concepto alguna cantidad en dinero, se estaría
en presencia de una locación de servicios y si la retribución consistiera en otras
cosas, ante un contrato innominado. Sin embargo el carácter gratuito del
mandato no fue obstáculo para que se diera valor a la promesa de honorarios a
favor del mandatario, como expresión de agradecimiento más que como una
compensación por el encargo efectuado, especialmente en el caso del mandato
judicial. Esta promesa no tuvo fuerza obligatoria para facultar al mandatario a
hacer exigible la retribución por vía de acción, hasta que en tiempos de
Alejandro Severo se admitió que pudiera ser reclamada extraordinem
quedando librada su estimación a criterio del magistrado.
El mandato, por ser un contrato consensual, exigía además el consentimiento
de los contrayentes que podía manifestarse en forma expresa o tácita, por
carta o por mensajero, no siendo necesario el empleo de términos
sacramentales, pudiendo estar asimismo sujeto a plazo o a condición.
Efectos del mandato
El mandato producía efectos acordes con la naturaleza del contrato, esto es,
que por tratarse de una convención sinalagmática (bilateral) imperfecta creaba
obligaciones a cargo del mandatario que, dentro de la relación contractual,
jugaba el papel de ejecutor de la voluntad del mandante y, eventualmente,
obligaciones a cargo del mandante.
La principal obligación del mandatario consistía en ejecutar el encargo dado por
el mandante dentro de los límites de lo convenido, siendo responsable por las
gestiones que indebidamente hubiera realizado más allá de las instrucciones,
en cuyo caso no sólo quedaba obligado por daños e intereses, sino que carecía
de derecho a reclamar indemnización alguna por lo gastos que hubiere
realizado. Para el cumplimiento de esta obligación el mandante debía instruir al
mandatario otorgándole un encargo especial que autorizaba al mismo para que
lo represente en uno o varios negocios determinados o bien un poder general,
por el que facultaba al procurator a ejecutar todos los actos de administración y
que tenía por objeto el conjunto de los negocios del mandante. No obstante la
amplitud de facultades que supone el mandato general el mandatario no estaba
autorizado a ejecutar ciertos actos, como demandar por la in integrum restitutio,
celebrar una transacción, adquirir la posesión y, consecuentemente, la
propiedad, diferir el juramento decisorio en un litigio y enajenar los bienes del
conferente, porque para ello el poder general no era suficiente. Para que tales
negocios pudieran ser válidamente llevados a cabo era menester que el
mandato general concediera además al mandatario la libre administración y
gestión de los negocios del mandante.
La obligación del mandatario de ejecutar el mandato no significaba de que
tuviera que cumplir el encargo personalmente sino que podía delegarlo en otra
persona, porque el Derecho Romano admitió la substitución del mandato en
otro individuo designado por el propio procurator, siempre que no hubiera sido
otorgado en consideración a determinada aptitud personal del mandatario o
que el reemplazo de éste estuviera expresamente prohibido en la convención.
La substitución no engendraba vínculo alguno entre el mandante y el substituto
y por ende, el mandatario no quedaba personalmente liberado de las
obligaciones emergentes del contrato.
El mandatario también quedaba obligado a rendir cuentas de la gestión que
había efectuado en interés del mandante y, como consecuencia, debía
transferirle todo lo que hubiera adquirido al mismo tiempo que debía cederle
todas las acciones y los derechos que tuviera contra terceros. Esta obligación
surge como una derivación del concepto romano de que el mandatario no
actuaba representando directamente al mandante, lo que hacía que éste no
quedara vinculado personalmente con los terceros.
En la ejecución de las obligaciones derivadas del mandato el mandatario era
responsable del dolo y de toda culpa, apartándose de las normas que regulan
otros contratos gratuitos en los que solamente la responsabilidad alcanza al
dolo, en razón de que el mandato importa un encargo de confianza que el
mandatario debía cumplir con toda diligencia, el que, por otra parte, no estaba
obligado a aceptar. El mandatario debía también responder ante el mandante
por aquellas sumas de dinero que hubiera empleado en su provecho y las que
por su culpa hubieran quedado improductivas, pagando los correspondientes
intereses.
Para hacer exigibles las obligaciones del mandatario, el mandante contaba con
la actio mandati directa que llevaba aparejada la tacha de infamia si aquél fuera
condenado por causa de dolo. Si los mandatarios fueran varios, la acción se
ejercía in solidum contra cada uno de ellos por tratarse de una obligación
indivisible.
Entre las obligaciones que eventualmente el mandato acarreaba al mandante
se cuenta la de reembolsar al mandatario los gastos e impensas que hubiera
efectuado en la ejecución del mandato, así como a resarcirlo de las pérdidas
que experimentare a consecuencia de su gestión. Igualmente quedaba
obligado a liberar al mandatario de las obligaciones que hubiere contraído
haciéndose cargo de su cumplimiento. El mandante era responsable de toda
culpa porque el contrato se concertaba en su beneficio.
Para hacer exigibles las obligaciones del mandante, el mandatario podía
ejercer la actio mandati contraria que no revestía carácter infamante.
Dentro del concepto moderno del mandato el mandatario obra en nombre de su
mandante quien de esta manera se vincula directamente con los terceros, pero
esta representación no fue admitida por la legislación romana porque, como lo
hicimos notar al tratar de la manifestación de la voluntad por terceros, rechazó
en la practica la representación directa cuya idea, incluso, fue ajena al
pensamiento de los jurisconsultos clásicos. Por aplicación de estos principios el
mandatario no representaba al mandante sino que se vinculaba directamente
con los terceros, haciéndose propietario, acreedor o deudor según se tratara de
negocios de adquisición u obligacionales. Pero como en realidad el mandatario
obraba por su comitente, era menester que, en virtud de la relación interna que
unía a los contratantes, los efectos del negocio fueran transferidos al mandante
en cuyo momento éste quedaba exclusivamente vinculado a los terceros.
Cuando el Derecho Romano fue atenuando el principio de la no aceptación de
la representación directa, admitió que, en determinados, supuestos, los
terceros pudieran accionar directamente contra el mandante para el
cumplimiento de las obligaciones contraídas por el mandatario, mediante el
ejercicio de acciones útiles que se daban a semejanza de la institoria y la
exercitoria. Inversamente, si el mandante resultaba ser acreedor del tercero en
virtud de los actos del mandatario, se le concedió el derecho de ejecutarlo
directamente por medio de acciones útiles que tuvieron el efecto de suplir la
cesión de acciones que debía realizar el mandatario a favor del mandante.

B. Cesación del mandato


El mandato podía extinguirse sea voluntariamente, por acuerdo de ambas
partes o por decisión unilateral, sea por causas necesarias, ajenas a la
intención de los contratantes.
Entre las causas voluntarias de cesación del mandato encontramos el mutuo
consentimiento de los contrayentes que es la forma común de extinción de todo
contrato que se perfecciona sólo consensu. Igual efecto producía la renuncia
del mandatario pero la misma no podía ser presentada en perjuicio del
mandante ni intempestivamente, porque una vez iniciada la gestión debía ser
concluida por él bajo pena de responder por los daños y perjuicios. Si la
renuncia del mandatario obedeciera a justos motivos, como el haber contraído
una enfermedad que le impidiera continuar en el desempeño de su misión o
surgido entre ambos contratantes una grave enemistad, cesaba su
responsabilidad respecto del mandante. También el mandato se extinguía por
la revocación expresa efectuada por el mandante teniendo efecto la misma
respecto del mandatario y de los terceros desde que dicha actitud fuera
conocida por ellos. La revocación tácita producía los mismos efectos que la
revocación expresa y se exteriorizaba por la intervención directa del mandante
en el negocio encargado al mandatario o por la designación de otra persona
para que realizara la gestión a éste encomendada.
Entre las causas necesarias de extinción del mandato se cuentan el
vencimiento del plazo estipulado por las partes o el cumplimiento de la
condición a que estaba sujeto el contrato porque, aun cuando estos elementos
son accidentales al negocio, hacen a la esencia del mismo una vez convenidos
por los contrayentes. La muerte del mandante como la del mandatario producía
el efecto de hacer cesar necesariamente el mandato, desde que en esta
convención el grado de confianza que une a las partes tiene capital
importancia. No obstante, los actos realizados por el mandatario que ignorara
la muerte del principal, son válidos y obligan a los herederos de éste.
El principio de que la muerte del mandante extingue el mandato sufre una
excepción cuando las partes hubieran convenido expresamente que los
poderes del mandatario no cesarán con el fallecimiento de aquél (del
mandante) (mandatum postmortem), condición que es sobreentendida cuando
el negocio a llevarse a cabo fuere de tal naturaleza que no pueda efectuarse
sino después de la muerte del mandante, pues, en ambos casos, el contrato
mantiene su vigencia una vez cumplida la condición y su validez hasta la
realización de la gestión.
Unidad 15
I. Otras convenciones sancionadas
Hemos ya manifestado que para sistematizar el estudio de las fuentes de las
obligaciones tomaríamos como punto de partida la clasificación gayana de las
mismas contenida en la res cottidianae y por ello hemos comenzado
analizando las figuras contractuales romanas que pertenecían a la categoría de
las convenciones que se perfeccionaban verbis, litteris, re y solo consensu y
que estaban sancionadas por el derecho civil.
Con el desarrollo del tráfico jurídico las relaciones entre particulares fueron
dando lugar en Roma al nacimiento de otras convenciones que no encajaban
dentro del marco de los contratos consagrados por el ius civile, lo que fue
causa de que el Derecho Romano fuera acordado relevancia jurídica al dotar
de acción a aquellas relaciones contractuales que en un principio no
engendraban obligaciones civilmente exigibles. De esta forma otorgó validez a
convenciones no obligatorias, sea porque una de las partes hubiera cumplido
su prestación, sea porque hubieran sido agregadas a un contrato de buena fe,
sea en fin, porque hubieran sido dotadas de acciones in factum por el pretor o
reconocidas corno válidas por el derecho imperial. Por este medio fueron
naciendo distintas figuras contractuales generadoras de obligaciones, que se
agrupan bajo la denominación común de otras convenciones sancionadas y
cuya eficacia jurídica fue reconocida mediante el otorgamiento de acciones.
Dentro de esta categoría se encuentran los contratos innominados y los
distintos tipos de pacta.

A. Los contratos innominados: concepto y clases


Concepto
Hemos adelantado que integraban el sistema contractual romano, además de
las cuatro categorías típicas estudiadas, otras convenciones que los intérpretes
han denominado contratos innominados, que podemos definir diciendo que son
aquellas relaciones no sancionadas por el derecho civil en las que una de las
partes contratantes ha hecho entrega a la otra de una cosa o ha realizado a su
favor una prestación cualquiera y ésta a su vez se hubiera obligado a llevar a
cabo otra prestación convenida en el momento en que se ha concertado el
negocio, han sido designadas por los intérpretes con el nombre de contratos
innominados. Estas relaciones podían presentarse cuando dos personas
apartándose de las típicas figuras contractuales romanas convinieran en
hacerse prestaciones recíprocas, como si una persona prometiera a otra
hacerle entrega del esclavo Stico a cambio de una contraprestación y una de
ellas hubiera cumplido con su obligación.
Categoría del más variado contenido estos atípicos contratos innominados eran
convenciones que producían obligaciones y se transformaban en contrato
cuando una de las partes había cumplido la prestación a la cual se había
obligado, momento en que el otro contratante tenía que cumplir su respectiva
contraprestación. Esto aproximaba los contratos innominados a los que se
perfeccionaban re, en los cuales la obligación nacía de la prestación ejecutada
por un sujeto; pero se diferenciaban de ellos, no sólo por su origen histórico,
sino especialmente porque tenían por fin obtener una cosa distinta de la
entregada y hasta otra prestación de cualquier naturaleza.
Clases
La calificación de contratos innominados no quiere decir que algunos de ellos,
al menos, no tuvieran una denominación particular, como sucedía con la
permuta y el precario. Ocurrió que no fueron reconocidos como figuras típicas,
es decir, como institución contrapuesta a los clásicos contratos nominados del
derecho romano que estuvieron provistos de una acción especial para cada
relación, la que, a diferencia de la acción general que engendraban los
contratos innominados, tenía su propio nombre (proprium nomen o propria
apellatio). La designación de "innominado" deriva, pues, de la falta de nombre
particular de la acción que tutelaba a cada contrato innominado.
Las innumerables hipótesis de estos contratos fueron reunidas en un fragmento
del Digesto atribuido al jurisconsulto Paulo en cuatro grupos, atendiendo al
diferente contenido de las recíprocas prestaciones a que podían obligarse las
partes: "doy para que des" (do ut des), que se presentaba cuando se transmitía
una cosa para recibir otra; "doy para que hagas" (do ut facias), si se transmitía
una cosa a cambio de una actividad; "hago para que des'' (facio ut des), en la
que inversamente a la anterior se realizaba una actividad para obtener la
transmisión de una cosa y "hago para que hagas" (facio ut facias), cuando
ambas prestaciones consistían en un hacer.
Por mucho tiempo los acuerdos de voluntades que no ensamblaban como
figuras típicas reconocidas por el derecho romano no tenían el carácter de
contractus. De ahí que no naciera una actio mediante la cual la parte que
hubiera satisfecho la prestación convenida pudiera exigir a la otra el
cumplimiento de su correspondiente contraprestación, en espera y como
compensación de la cual había realizado la primera. Como tal situación llevaba
a un enriquecimiento injusto del contratante íncumpliente, violando así la más
estricta equidad, la legislación romana arbitró remedios que fueron modificando
tales principios.
Cuando el negocio tenía por objeto una datio, esto es, la entrega de una cosa,
fue posible constreñir a la parte que había dejado de cumplir la prestación
debida a restituir la cosa mediante la condictio ob causara datorum, que el
Corpus iuris llamó después, condictio causa data causa non secuta. Si la
prestación consistía en un facere (hacer), no habiendo modo de restituir un
hecho ya realizado, se pudo obtener el resarcimiento del perjuicio causado por
el incumplimiento mediante el ejercicio de la actio dolí. Se dio todavía otra
defensa a la parte cumplidora, la condictio ex poenitentia, que la autorizaba a
desistir unilateralmente de la convención y a reclamar su prestación, cuando la
otra parte no hubiera cumplido la suya, aunque no mediara culpa.
Estos medios jurídicos, si bien evitaban que la parte íncumpliente obtuviera una
injusta ventaja patrimonial, tenían el inconveniente de que no daban eficacia a
la convención realizada, pues retrotraían las cosas al estado que tenían al
tiempo de su celebración. Con ello no se satisfacía el interés del contratante
que había cumplido su prestación y que, seguramente, celebraba el contrato
movido por los beneficios que había de reportarle la contraprestación
prometida. Por esta razón, en la época postclásica o, más probablemente, en la
compilación justinianea, se dotó a los contratos innominados de una acción
general encaminada a obtener la contraprestación debida o a procurar la
correspondiente indemnización por los daños y perjuicios, cuando el
cumplimiento de la obligación fuera imposible.
Esta acción genérica nacida para tutela de los contratos innominados recibió el
nombre de actio praescriptis verbis, pero en las fuentes justinianeas se la
denomina también actio civilis, actio in factum, actio civilis in factum, actio
incerti, actio civilis incerti. La variedad de designaciones viene a confirmar la
idea de que un crecido manipuleo de manos de origen postclásico y bizantino
habría intervenido en la creación de la acción tuteladora de las relaciones
nacidas de los contratos innominados, cuya denominación praescriptis verbis
obedecía al hecho de que en la fórmula, dada la configuración anómala del
negocio que se trataba de proteger, se suplía la falta de un nombre específico,
por una breve descripción inicial (praescriptio).
A partir del otorgamiento de esta acción, que hizo que los contratos
innominados integraran el sistema contractual romano, la parte que había
cumplido la prestación tenía la posibilidad de elegir entre la ejecución y la
resolución del vínculo obligacional, alternativa que no se ofrecía en los
contratos nominados. Podía, además, exigir la repetición de la prestación
cumplida valiéndose de la condictio causa data causa non secuta o, por fin,
desistir unilateralmente de la convención por el ejercicio de la condictio ex
poenitentia.
Principales contratos innominados
La variedad de figuras que cabían dentro de los contratos innominados, ya que
eran tales todas las convenciones de prestación mutua en las que una de las
partes había ejecutado la que a ella le competía siempre que no se tratara de
alguno de los contratos nominados, torna difícil efectuar una enumeración
completa y sistemática de tales convenciones.
Ello nos lleva a considerar algunos de los casos más típicos de contratos
innominados, como el cambio o permuta (permutatio), el contrato estimatorio
(aestimatum) y el precario (precarium), dejando de lado otras convenciones
como la donación sub modo, la transacción, algunas formas de constitución de
dote etc.
A. La permuta
El negocio por el cual una parte transfería la propiedad de una cosa a la otra
para que ella, a su vez, le transfiriera la propiedad de otra cosa, constituyó el
contrato innominado de cambio o permuta.
Por lo que hace a la naturaleza jurídica del contrato, los sabinianos
consideraban que la permuta era una especie de compraventa, sin embargo,
prevaleció la tesis negativa de los proculeyanos. Profunda era, en efecto, la
diferencia entre las dos instituciones, principalmente porque en la compraventa
el comprador tenía que pagar al vendedor un precio cierto en dinero. Además,
por tratarse de un contrato consensual, la venta se perfeccionaba por el solo
consentimiento de las partes, en tanto la permuta exigió, para alcanzar el rango
de contractus, la transmisión del dominio de una cosa por uno de los
permutantes y la transferencia de otra cosa en propiedad, como
contraprestación, por el otro contratante. A pesar de estas desemejanzas se
aplicaron a la permuta los principios de la compraventa sobre evicción, vicios
ocultos y riesgos. En el derecho justinianeo la permuta adquiere el rango de
contrato innominado do ut des y está provista, por, ende, de la actio
praescriptis verbis.

B. El aestimatum
El negocio mediante el cual el propietario de una cosa, después de evaluarla o
estimarla, la consignaba a otra persona a fin de que la vendiese y pagara el
precio o la restituyera en caso de que la venta no se efectuara, ha sido llamado
por los comentaristas contrato estimatorio o aestimatum.
Se discutió en la jurisprudencia clásica si el aestimatum configuraba una venta,
un mandato o un arrendamiento de cosas o de obras, con todos los cuales
presentaba ciertas semejanzas. Fue en el derecho justinianeo donde alcanzó la
categoría de contrato innominado a través de la concesión de la actio
praescriptis verbis, calificada para el caso de aestimatoria, acción por la cual se
podían hacer exigibles las obligaciones provenientes del negocio.

C. El precario
La convención por la que una persona concedía gratuitamente a otra el uso de
una cosa corporal o incorporal, propia o ajena, que se obligaba a restituir o a
cesar en el uso de ella a petición del concedente, configuró el contrato
innominado de precario.
La posesión del precarista que se negaba a devolver la cosa a requerimiento
de la otra parte, se consideraba una posesión viciosa. Esto determinó que se
concediera un interdicto especial, el interdictum de precario, por cuyo medio el
concedente podía recuperar la posesión de la cosa, sin perjuicio de la acción
reivindicatoria que le competía en cuanto era propietario. De esta suerte, de la
relación que el precario creaba entre las partes no nacían efectos obligatorios.
Éstos fueron reconocidos sólo en el derecho justinianeo cuando la institución
entró en la categoría de los contratos innominados, pudiendo entonces el
concedente exigir el cumplimiento de la obligación del precarista de restituir la
cosa dada en uso, mediante la actio praescriptis verbis.
Al acordarse al precarista el uso y goce gratuito de una cosa, como ocurría con
el comodatario, el contrato innominado de precario y el real de comodato se
presentaban como figuras semejantes. Empero, había entre ellos diferencias
notorias que distinguían a ambos contratos. Así, podían darse en precario
cosas corporales e incorporales, mientras estas últimas no eran objeto del
comodato. El precarista tenía una possessio civilis sobre la cosa, con todos los
efectos jurídicos que tal posesión acarreaba, en tanto el comodatario sólo
gozaba de una possessio naturalis; que le daba la detentación de la cosa hasta
el vencimiento del contrato. Además, el precarista carecía de una acción
"contraria", como la que podía ejercitar el comodatario, a fin de resarcirse de
los gastos que hubiera realizado para conservar la cosa.

D. Los pactos
El acuerdo de voluntades entre dos o más personas realizado sin formalidad
alguna, llamase en las fuentes romanas pacto (pactio, pactum o pactum
conventum). Según el antiguo derecho, tales acuerdos sólo podían generar
obligatio si se los realizaba en las formas prescriptas por el ius civile o por las
causas reconocidas por el ius gentium. De lo contrario, los simples pactos,
llamados pactos desnudos (nuda pacta), carecían de efectos jurídicos, es decir,
no engendraban obligaciones civilmente exigibles al no estar provistos de
acción (nuda pacta obligationem non pariunt).
Afirmado como preponderante en las relaciones obligacionales el elemento
subjetivo, esto es, la voluntas, el consensus, se fue reconociendo cierta
protección a los pactos que no fuesen contra las leyes o en fraude a una de las
partes, concediendo una excepción, la exceptio pacti conventi, en favor del
contratante cuando la otra parte hubiera demandado judicialmente en
contradicción con el acuerdo celebrado. Así, el pacto llega a caracterizarse
esencialmente por su eficacia procesal negativa y bajo este aspecto los
jurisconsultos afirman nuda pacta obligationem non pariunt, sed pariunt
exceptionem. Tal defensa procesal podía hacerse valer cuando el pacto se
adhería a un contrato de buena fe, pudiendo concluírselo en el momento del
contrato (in continenti) o posteriormente (ex intervallo). Nacieron así los
llamados pactos agregados o adjuntos (pacta adiecta), que tuvieron igual
eficacia jurídica que los contratos a los cuales estaban adheridos y que
contaban para su tutela, no sólo con la exceptio pacti conventi, sino también
con la acción emergente del contrato principal.
Más adelante el pretor, mediante su potestad jurisdiccional, concedió una
acción, por lo común in factum, con objeto de garantizar la protección de las
relaciones que tenían su fundamento sólo en el acuerdo de las partes,
independientemente de la existencia de un contrato al cual se los hubiera
agregado. Se crearon por este conducto los llamados pactos pretorios (pacta
praetoria).
Esta evolución se continúa en el derecho imperial, que reconoció fuerza
obligatoria, por medio de constituciones imperiales, a ciertos acuerdos de
voluntades que se concertaban por pacto y que hasta entonces habían estado
desprovistos de tutela legal. Se otorgó a tales convenios una acción especial
para exigir su cumplimiento, la condictio ex lege, lo cual hizo que tales pactos
se denominaran legítimos (pacta legitima).
La atribución de eficacia jurídica a los pactos por los medios señalados hace
nacer la categoría que los comentaristas denominaron pactos vestidos (pacta
vestita), por oposición a los que carecían de tutela procesal. En el derecho
justinianeo, cima de esta evolución, la figura del nudum pactum se conserva
por respeto a un principio tradicional, llegándose a admitir que la parte que
había satisfecho la prestación nacida de un pacto podía, si faltaba una acción
particular que protegiera la relación, exigir la contraprestación debida por medio
de la actio praescriptis verbis, ya que el pacto valía también como contrato
innominado.
Pacta adiecta
Se trataba de acuerdos complementarios añadidos a un contrato, normalmente
de buena fe, ya para agravar las obligaciones de una de las partes, ya para
disminuirlas. Por vía de exceptio, los deudores demandados podían hacer valer
aquellos pactos que modificaban favorablemente sus obligaciones, ya hubieran
sido agregados in continenti (al momento del acuerdo), ya ex intervallo (a
posteriori del acuerdo).
Además de la eficacia que otorgaba la exceptio pacti conventi, los pactos
adicionados in continenti a un contrato de buena fe -no ex intervallo-, se hacían
exigibles por la acción propia del contrato. En los iudicia bonae fidei el juez
estaba obligado a apreciar ex fide bona las obligaciones recíprocas de las
partes y, por tanto, la acción misma del contrato aseguraba la ejecución del
pacto, siempre que no tuviera por objeto eliminar o restringir el derecho, sino
aumentar las consecuencias de la relación jurídica, ampliando o modificando el
contenido de la acción. En el derecho justinianeo se aplicó también el
mencionado principio a los pactos in continenti que fueran insertos en los
contratos de derecho estricto.
Los pactos ex intervallo continuaron teniendo como única vía idónea para su
eficacia la exceptio pacti conventi, que lógicamente no era utilizable cuando se
trataba de pactos que agravaban la obligación contractual, caso en el cual el
deudor carecía de interés en hacerlos valer. Su exigibilidad hubiera sido posible
por medio de una actio, pero a diferencia de los pactos agregados in continenti,
no se les otorgó la respectiva acción contractual.
Variadísimas relaciones jurídicas cabían dentro de los pacta adiecta, pero las
principales fueron las que se adherían a la compra-venta que ya citamos al
estudiar el mencionado contrato.

Pacta Praetoria
Nacidos del poder jurisdiccional del pretor que concedió actiones in factum
conceptae para exigir su cumplimiento, los pactos pretorios tuvieron fuerza
obligatoria, no sólo para engendrar derechos de créditos, sino también para
constituir derechos reales, como ocurrió con el pactum hypothecae. No
obstante, algunas discrepancias doctrinarias respecto de las figuras que
entraban dentro de la categoría de los pactos pretorianos, entendemos que
pueden considerarse tales el constitutum, los recepta y el juramento voluntario,
ya que dichos acuerdos de voluntades generaban obligaciones tuteladas por el
pretor.
El constitutum
Era la promesa de pagar, dentro de cierto tiempo, una suma de dinero o una
cantidad de otras cosas fungibles, que ya adeudaba el promitente (constitutum
debiti proprii) o que debía un tercero (constitutum debiti alieni). Los efectos de
la promesa se supeditaban a la existencia de la obligación en cuya virtud se
formulaba, sin importar que estuviera ella amparada por una acción civil o
pretoria. El constitutum acumulaba una actio iure praetorio, la actio de pecunia
constituía, a la acción protectora de la precedente obligación, de forma que
ésta no era sustituida por la que nacía de aquél. Empero, satisfecha una de las
deudas, se extinguía también la otra.
El receptum
Este negocio se presentaba cuando una de las partes asumía una
responsabilidad por medio de un pacto. Así, el receptum arbitri, en el que una
persona se comprometía a decidir como árbitro una controversia; el receptum
argentarii, por el cual un banquero se obligaba a pagar una suma de dinero por
un cliente y el receptum nautarum, cauponum et stabularium, en el que el
armador de un navío (nauta), posadero (caupo) o el encargado de cuadras o
caballerizas (stabularius) asumían una responsabilidad particular por la
sustracción o el daño de las cosas a ellos confiadas. Estas modalidades de
receptum fueron tuteladas por el pretor, a través del edicto, al conceder una
acción para exigir las obligaciones a las que se había comprometido el
contratante. Es probable que el receptum arbitri no hiciere nacer una acción y
que la obligación de pronunciar el fallo diera lugar a una multa o embargo de
los bienes del árbitro.
El juramento voluntario
La figura del juramento voluntario (iusiurandurn voluntarium) se presentaba
cuando las partes en litigio decidían dirimirlo haciéndolo depender de la fe del
juramento de una de ellas. Este pacto podía exigirse mediante una actio in
factum y daba lugar también a una exceptio para enervar la acción que
intentaba hacer valer quien había prestado el juramento y no lo cumplía,
faltando al compromiso.

Pacta legítima
Bajo la denominación de pactos legítimos los comentaristas han agrupado,
como lo señalamos, las convenciones desprovistas de formalidades cuya
fuerza obligatoria provenía de constituciones imperiales y cuya ejecución podía
hacerse efectiva por una condictio ex lege. Los pactos legítimos no fueron
tantos como los anteriormente estudiados, mereciendo ser citados entre ellos el
pacto de intereses, la promesa de dote, el pacto de compromiso y la donación.
En lo que al pacto de intereses concierne, dijimos al tratar el contrato real de
mutuo que era admisible cuando los préstamos no fueran de sumas de dinero,
a no ser que los efectuaran el fisco, las ciudades o los banqueros. El pactum
dotis, por el que una persona prometía constituir dote, y que alcanzó eficacia
obligatoria con los emperadores Teodosio II y Justiniano, cabe destacar que la
dote era una institución fundamental del matrimonio romano. En cuanto al
pacto de compromiso (pactum ex compromisso), convención mediante la cual
las partes se obligaban a someter la decisión de un litigio al juicio de un tercero
que actuaba como árbitro, llegó a ser obligatorio en el derecho justinianeo al
otorgársele una actio in factum cuando el laudo arbitral hubiese sido suscripto
por las partes y no lo impugnaren dentro de los diez días.
Estudio especial merece, entre los pactos legítimos, el pactum donationis, ya
que la donación adquirió particular relevancia, especialmente en el derecho
justinianeo que vino a imprimirle el carácter de una institución especial, tal
como se configura en las legislaciones actuales.

E. La donación
En un sentido lato, se entiende por donación (donatio) todo acto de liberalidad,
sea efectuado inter vivos, sea llevado a cabo mortis causa, por el que una
persona, el donante, se despoja de todo o parte de su patrimonio con el fin de
procurar un enriquecimiento a otra persona, el donatario. Dentro de este amplio
concepto pueden ser incluidas como donaciones el otorgamiento de la libertad
a un esclavo y la institución de un legado, porque se trataban de actos que
importaban una disminución patrimonial de una persona a la vez que una de
liberalidad a favor de otra. En un sentido estricto la donatio comprendía
aquellos actos gratuitos de disposición concluidos entre vivos en los cuales una
persona expresaba la intención pura y simple de beneficiar a otra persona sin
esperar de ésta compensación alguna.
De lo dicho se desprende que la donación podía revestir dos formas, una que
debía producir sus efectos después del fallecimiento del donante, la donatio
mortis causa y otra que tenía lugar en vida del mismo, la donatio inter vivos.
Guardando la primera estrecha vinculación con el derecho hereditario
trataremos de la misma al analizar las sucesiones, exponiendo ahora todo lo
referente a la donatio inter vivos que constituye la donación en el sentido
estricto del vocablo.
En Roma la donación no constituyó un negocio jurídico con personería propia
ni estuvo dotado de formas y efectos particulares, sino más exactamente
representó una causa general gratuita de adquisición al servicio de los más
variados negocios jurídicos. De esta manera la in iure cessio, la mancipatio, la
traditio y el contrato verbal de estipulación podían encerrar una donación, lo
que ha hecho difícil su individualización y planteado el problema de la exacta
ubicación del instituto dentro del ordenamiento jurídico. Savigny afirma que la
donación tiene un carácter general, como el contrato, con el cual guarda
estrecha analogía por la generalidad de su naturaleza y la multiplicidad de sus
aplicaciones.
Condiciones para el perfeccionamiento de la donación
Para que la donación ínter vivos quedara perfecta era necesario el concurso de
diversos requisitos, los que hacen a la generalidad de los negocios jurídicos y
otros que se refieren exclusivamente a este instituto.
La donación exigía en primer lugar que las partes fueran capaces de enajenar y
de adquirir y por tratarse de un acto de liberalidad, la legislación romana fue
más exigente en lo que se refiere al reconocimiento de capacidad al donante.
En este sentido prohibió efectuar donaciones a personas perfectamente
capaces de enajenar, tales como los menores de veinticinco años, los
administradores de bienes ajenos y los cónyuges a quienes la legislación
imperial prohibió hacerse donaciones recíprocas.
Entre los requisitos particulares de la donación se cuenta primeramente la
adquisición de un derecho patrimonial, real o creditorio, que importe para el
donante una disminución de su patrimonio y para el donatario un
enriquecimiento irrevocable (causa donationis). Por ello un acto jurídico gratuito
como el comodato no significaba donación, porque el comodatario estaba
obligado a restituir la cosa objeto del contrato. Era necesario igualmente que el
donante obrara animus donandi, esto es, que tuviera realmente la intención de
hacer una liberalidad a favor del donatario, porque no configuraba donación el
acto que llevara implícito una coerción, como si derivara de un vínculo
obligacional o de falta de libertad para realizarlo. Se exigía también el
consentimiento del donatario quien era libre de aceptar o no la donación, a
menos que la misma importara un acto unilateral del donante, como si
decidiera pagar animus donandi una deuda ajena sin conocimiento del
beneficiario. Era menester, por último, un negocio idóneo para que se operara
el traspaso del derecho patrimonial a favor del donatario. En lo que se refiere a
este último requisito, las donaciones podían consistir en un dando, en un
liberando o en un promittendo, y ello hacía que se distinguieran en reales, en
liberatorias y en obligatorias. La donación se perfeccionaba dando cuando el
donante entregaba la cosa al donatario transfiriéndole el derecho que constituía
el objeto de la misma, sea un derecho real, sea un derecho creditorio,
operándose en el primer caso por mancipatio, in iure cessio o traditio y en el
segundo por cesión o novación del crédito. La donación quedaba perfecta
liberando cuando el donante condonaba al donatario una deuda o lo liberaba
de un gravamen que afectaba un derecho del mismo, operándose
generalmente por el pactum de non petendo o por acceptilatio. La donación se
hacía promittendo cuando el donante contraía la obligación de despojarse de
alguna cosa a favor del donatario, realizándose de ordinario por medio de la
stipulatio hasta que Justiniano admitió el perfeccionamiento de las donaciones
por simple convención o pacto.
Revocación de la donación
A pesar de que la donación en la legislación romana se caracterizaba par ser
un negocio jurídico irrevocable, porque el donante no podía por su sola
voluntad dejar sin efecto la liberalidad que había otorgado, se admitió que, en
circunstancias particulares que importaban una ingratitud manifiesta del
donatario, la donación pudiera ser revocada.
En el derecho clásico la facultad de revocar las donaciones por causa de
ingratitud estuvo limitada a determinadas personas, pues sólo se la concedía al
patrono contra el liberto ingrato y al padre o la madre cuando ésta no hubiera
contraído segundas nupcias, respecto a las donaciones realizadas a favor de
sus hijos. En el derecho imperial se hizo extensiva esta facultad a cualquier
descendiente respecto a las donaciones hechas en beneficio de los nietos o
bisnietos. El derecho justinianeo generaliza la norma disponiendo que cualquier
donante podía pedir la revocación de la donación por ingratitud del donatario, al
mismo tiempo que fijó cuáles eran las causas que daban lugar al ejercicio de la
acción de revocación. Entre las causas de ingratitud se cuentan el atentado del
donatario contra la vida del donante, las violaciones o injurias graves cometidas
por el beneficiario, los perjuicios ocasionados dolosamente en el patrimonio del
donante y la inejecución voluntaria de las cargas que gravaran la donación.
El Derecho Romano no creó a favor del donante una acción especial destinada
a obtener la revocación de la donación por vía judicial, sino que sólo le facultó a
ejercer una acción personal tendiente a tal fin contra el donatario, acción que
no podía intentarse contra los herederos del donatario ni contra los terceros
que hubieran adquirido un derecho real sobre la cosa objeto de la liberalidad, ni
tampoco por los herederos del donante a menos que éste la hubiera
interpuesto en vida. Declarada judicialmente la revocación, el donante debía
obtener la restitución de las cosas que hubiere donado con todos los frutos y
accesiones que la misma hubiera producido a partir de la litis contestatio. En
caso de ser imposible la restitución el donatario debía responder al donante en
la medida de su enriquecimiento.
Como una excepción al principio de que solamente el donante tenía derecho a
revocar una donación legalmente efectuada, la legislación romana admitió que
la acción podía ser también intentada, en casos excepcionales, por personas
ajenas a la relación. Así, un acreedor del donante que justificara que el mismo
había realizado una donación con el ánimo de disminuir fraudulentamente su
haber patrimonial, podía demandar la revocación de la liberalidad ejercitando la
acción pauliana. En igual sentido, aquellos herederos a los que la ley protegía
con una porción legítima de la que no podían ser excluidos por el causante,
estaban autorizados a pedir la revocación de aquellas donaciones realizadas
en detrimento de su parte legítima mediante la querella inofficiosse donationis,
variedad de la acción que se daba a todo heredero para impugnar por
inoficioso un testamento del que había sido excluido.

II. Variae causarum figurae


A. Noción
Gayo en las Institutas señala que las obligaciones nacían de un contrato o de
un delito, pero más adelante en su Res cottidiane, introdujo un tercer término
bajo la denominación de varias especies de causas, por considerar que había
otras relaciones generadoras de obligaciones distintas de los contratos y de los
delitos.
Las Institutas de Justiniano, partiendo del criterio de Gayo, entienden que la
expresión varias especies de causas, podía ser desdoblada en dos especies o
figuras autónomas, la de los cuasi contratos y la de los cuasi delitos.

B. Los cuasicontratos
Se entiende por cuasi contrato aquellos actos lícitos producidos, sea de una
manifestación unilateral de voluntad, sea por ciertas relaciones independientes
de la voluntad humana, que no configurando un contrato ni un delito, son fuente
generadoras de obligaciones. De ésta manera caen bajo la noción de cuasi
contrato aquellos actos ejecutados por una persona por propia iniciativa, en
beneficio de otra que desconoce la gestión, los que resultan de la
administración del patrimonio de un incapaz, o los que se realizan para proveer
los gastos funerarios.
Tomando en cuenta la esencia de tales relaciones se advierte que en su casi
totalidad tienen como elemento común la ausencia del acuerdo de voluntades
de las partes.
La gestión de negocios
El acto voluntario de administración o gestión de intereses ajenos realizado sin
encargo de su titular y aún sin su consentimiento, llamase en sentido técnico
gestión de negocios. Quién administraba se denominaba negotiorum gestor, y
aquel en cuyo interés se realizaba la administración dominus negotii.
Reconocida al principio la institución para casos particulares, fue protegida por
el pretor por una acción de buena fe, la actio negotiorum gestorum, que era
directa, cuando iba dirigida contra el gestor, y contraria si se interponía contra
el dominus.
Condiciones y efectos de la gestión de negocios
Condiciones
Para que el acto que realiza una persona en interés del ausente, sea material o
jurídico o se refiera a uno o varios asuntos, llegara a configurar una gestión de
negocios, era necesario que reuniera ciertas condiciones.
En primer término se exigía que el gestor hubiera obrado por propia iniciativa
porque era de la esencia de la institución que la gestión no se realizara por
encargo o con conocimiento del titular pues, en tales supuestos, se estaría en
presencia de un mandato expreso o tácito.
Es de advertir que la gestión producía plenos efectos aunque mediara
oposición del principal, pero entonces el gestor carecía de derecho para
reclamar el resarcimiento por los gastos que hubiera efectuado, sin perjuicio de
su obligación de rendir cuentas por su intervención.
Se requería además que el gestor realizara el acto con la intención de crear
una relación obligatoria a cargo del dominus negotii, porque si obrara movido
por razones de orden familiar o por el deseo de favorecer graciosamente al
titular, no habría propiamente gestión de negocio sino un mero acto de
liberalidad.
También era preciso que el gestor tuviera conciencia de que el negocio
gestionado era ajeno (negotium alienum), por lo que si una persona
administrara negocios propios creyendo que eran de otro o, inversamente, si
creyendo manejar bienes propios hiciera actos de gestión a favor de otra
persona, no se configuraba una gestión de negocios. No obstante, se admitió
por razones de equidad que, en el último supuesto, el gestor tuviera la acción
propia de la gestión para exigir la restitución de todo aquello que hubiera
causado un enriquecimiento al dominus negotii.
Era necesario igualmente que el gestor obrara en interés objetivo del
patrimonio del titular, sea para beneficiarlo, sea para evitarle un perjuicio y, por
ello, éste no quedaba obligado en caso de que aquél actuara en su propio
interés sino solamente por aquello en que se hubiera enriquecido.
Efectos
La gestión de negocios producía efectos respecto a las partes, esto es, gestor y
dominus negotii y, además, creaba relaciones entre éste y los terceros que se
hubieran vinculado al negocio.
La principal obligación del gestor era la de ejecutar el negocio emprendido
hasta su total terminación, no estándole permitido abandonarlo ni aún por el
fallecimiento del titular, deber que era riguroso por los perjuicios que el
abandono podía traer aparejado al dominus y por el carácter estrictamente
voluntario del acto de gestión. También debía el gestor rendir cuenta de su
actuación y en este sentido estaba obligado a transferir al dominus todas las
sumas percibidas así como los derechos adquiridos, valiéndose de la tradición
si fueran reales y de la cesión de créditos si fueran obligacionales. Si hubiera
empleado en provecho propio los fondos manejados debía pagar los
correspondientes intereses. En el ejercicio de su cometido el gestor respondía
hasta de la culpa leve, juzgándose que había obrado con diligencia cuando
objetivamente su gestión fuera de utilidad para el principal (utiliter gestum). Sin
embargo estaba eximido de la responsabilidad por la culpa leve cuando
estuviera ligado al dominus por vínculos afectivos o cuando el negocio lo
hubiera realizado para evitarle un grave daño. La responsabilidad del gestor
podía llegar hasta el caso fortuito, debiendo resarcir todo perjuicio cuando
hubiera realizado operaciones riesgosas que el principal no acostumbraba
ejecutar.
El dominus, en virtud de los principios generales del mandato, debía por su
parte cumplir con ciertas obligaciones. Así le correspondía liberar al gestor de
todas las deudas que hubiera contraído en el ejercicio de su gestión y
reembolsarle los gastos útiles que hubiere efectuado, con los correspondientes
intereses.
Para hacer efectivo sus derechos, el dominus negotii y el gestor disponían,
respectivamente, de la actio negotiorum gestorum directa y de la actio
negotiorum gestorum contraria, contando además el último con el derecho de
retener la cosa (in retentionis) hasta tanto se le pagaran los gastos que por ella
hubiera efectuado.
En cuanto a la relación del dominus con los terceros con quienes el gestor
hubiera contratado, regía el principio de la representación indirecta que jugaba
para el mandato y era aplicable a la gestión de negocios. En consecuencia,
únicamente el gestor quedaba vinculado directamente con los terceros y recién,
cuando hubiera transmitido al principal los derechos y obligaciones contraídos,
éste pasaba a ser titular de los mismos.
Cabe destacar por último, que si la gestión fuera ratificada por el dominus
negotii, el negocio equivalía al mandato (ratihabitio mandatum comparatur) y
por lo tanto las partes estaban autorizadas, desde dicho momento, a valerse de
las acciones propias de este contrato.
El enriquecimiento sin causa
Se consideraba que había enriquecimiento injusto cuando una persona lucraba
a costa de otra sin estar asistido por una causa jurídica, es decir, cuando el
aumento patrimonial se fundaba en una relación jurídica injustificada.
El antiguo ius civile no otorgaba medio alguno para evitar el injusto
enriquecimiento patrimonial, porque fiel a su carácter formalista exigió, para
que el negocio jurídico quedara perfeccionado, el cumplimiento de las
solemnidades prescriptas por la ley.
En la época republicana y particularmente en el período clásico se reconoció la
obligación de restituir los aumentos patrimoniales injustificados, pero el derecho
romano no sentó un principio general al respecto, ni creó una acción
comprensiva de todos los supuestos en que se diese esta circunstancia.
Las conditiones
Las condictiones, que se caracterizaban por ser acciones in personam,
implicaron sendos casos de enriquecimiento injusto considerados como otros
cuasicontratos.
1) Condictio indebiti: Se concedía siempre que se pagaba por error una deuda
en realidad inexistente
2) Condictio ob causam datorum: Por la que se reclamaba la devolución de lo
que una persona hubiese recibido en atención a una causa lícita que se
esperaba y que no había tenido lugar.
3) Condictio ob turpem vel iniustam causam: Ejercitable para reclamar lo
entregado a otro por una causa desaprobada por ley, o bien para que realizara
un acto contrario a la moral o el derecho.
4) Condictio ex causa finita: Por la cual se repetía lo que se hubiera dado o
solamente prometido, sobre la base de una relación cualquiera que no había
cesado.
5) Condictio sine causa: Aplicable a todos los casos de enriquecimiento que
carecieran de una propia acción o que no entraban en ninguna de las
anteriores condictiones

C. La comunidad incidental
Era fuente de relaciones obligatorias entre aquellos que por herencia o por
consenso llegaban a ser copropietarios de una misma cosa, ya que se
encontraban en situación análoga a la que se presentaba en la comunidad
nacida de un contrato, como el de sociedad. En el caso, la actio communi
dividundo, o tratándose de coherederos la actio familiae erciscundae, se
ejercían, no sólo para lograr la partición de la cosa común, sino también para
regular la división de los gastos que se hubieren realizado, de los beneficios
logrados y de los daños que pudieran haber experimentado los comuneros.
A tales acciones se le agrega en el derecho justinianeo la actio negotiorum,
momento en el cual las obligaciones reciprocas entre copropietarios en la
comunidad incidental de bienes se consideran provenientes de un
cuasicontrato.

D. Los legados por dammationem y sinendi modo


El derecho justinianeo consideró a las obligaciones derivadas de ciertos
legados como emergentes de un cuasicontrato porque, propiamente, el
legatario no había celebrado convención alguna con el heredero ni con el
causante.
El legado, como lo veremos al estudiar el tema en el derecho sucesorio, era
una disposición mortis causa sobre bienes determinados que el heredero debía
cumplir y que estaba contenida en un testamento. Desde el derecho clásico se
conocieron en Roma cuatro clases de legados, el per vindicationem que
facultaba al legatario a tomar la cosa legada adquiriendo así el derecho de
propiedad, el per dammationem, que imponía al heredero la obligación de
cumplirlo haciendo nacer así un derecho de crédito a favor del legatario, el
sinendi modo que autorizaba al legatario a tomar la cosa legada previa
conformidad del heredero y el per praeceptionem que el testador otorgaba a
favor de uno de los herederos con el objeto de que obtuviera una porción
mayor de la herencia.
El distinto régimen de estos legados muestra que solamente los otorgados per
dammationem y sinendi modo creaban obligaciones para el heredero
encargado de cumplir la manda. En efecto, en el legado damnatorio, el
legatario no adquiría de modo inmediato la propiedad de la cosa como en el
per vindicationem sino que dicho poder debía serle transmitido por el heredero,
resultando acreedor de una obligación que corría a cargo de éste, quien podía
ser constreñido a cumplirla por medio de acciones personales, tales como la
condictio certi o la actio ex testamento. En el legado sinendi modo la relación
entre el heredero y el legatario era de distinta naturaleza a la que derivaba del
per dammationem, porque el primero no estaba obligado a entregar la cosa en
propiedad sino solamente a permitir o a tolerar que el beneficiario se apropiara
de la misma. Como en realidad la obligación del sucesor consistía en un non
facere, la acción que se acordaba al legatario para exigir el cumplimiento de la
manda era la actio ex testamento incerta.

III. Los delitos del derecho civil


Noción de delito
Siguiendo con el estudio de las fuentes de las obligaciones que realizamos a
través de la clasificación de Gayo, nos toca ocuparnos del segundo término de
la misma, esto es, de los delitos (delictum maleficium) que son todos los
hechos o actos violatorios del derecho y que éste sanciona con una pena.
Los delitos se agrupaban en dos grandes categorías, la de los delitos públicos
(crimina publica) y la de los delitos privados (delicta privata). Los primeros
(crimina publica) interesaban directamente a la sociedad porque afectaban
primordialmente el orden social y en consecuencia, su persecución podía ser
intentada por cualquier miembro de la comunidad y la pena que imponían los
tribunales especiales creados por el Estado significaba un castigo que se daba
al delincuente para reparar la ofensa inferida a la sociedad. Los segundos
(delicta privata), eran aquellos actos que afectaban directamente a los
particulares y por esa razón solamente podían ser perseguidos por las
personas que habían sufrido las consecuencias del delito, entrañando la pena
un resarcimiento por los daños que el acto ilícito acarreaba a los damnificados.
Corresponde estudiar en esta parte los delitos privados porque, al igual que los
contratos no obstante su distinta naturaleza, fueron fuente creadora de
obligaciones desde que el ofendido tenía acción para exigir del ofensor el
cumplimiento <le una prestación que consistía en el pago de una pena
pecuniaria, por lo general, equivalente al perjuicio causado.
También en esta materia encontramos que el Derecho Romano, apegado al
criterio casuístico de dar una enumeración de los hechos que consideraba
ilícitos, estimó que solamente configuraban delicta en sentido estricto aquellos
actos o hechos violatorios de derechos, definidos por el antiguo ius civile y que
estaban sancionados por una acción particular. Sin embargo, como sucedió en
materia contractual donde al lado de los contratos nominados existieron otras
convenciones sancionadas que no entraban en la esfera del derecho civil y que
también fueron fuente de obligaciones, en materia delictual se presentó un
fenómeno semejante al admitirse otros actos ilícitos generadores de
obligaciones que no eran reconocidos como delicta, pero que el derecho
pretoriano sancionó con acciones in factum.
Delitos de derecho civil
El delito privado encuentra su primera reglamentación legal en la ley de las XII
Tablas que prácticamente contenía un catálogo de delitos con sus
correspondientes sanciones. Del análisis de sus normas se desprende que el
vetusto código permitía que la víctima de un delito, en determinados casos,
pudiera ejercer la venganza privada, limitándose la ley a reglar la forma de
aplicar el castigo. Es así que cuando se trataba del delito de injurias autorizaba
la aplicación de la ley del talión que daba derecho al ofendido a inferir al
ofensor otro daño de igual naturaleza al que él hubiera experimentado. En caso
del delito de furtum castigaba al ladrón sorprendido in fraganti con la pena de
azotes, autorizando al damnificado a retenerlo en calidad de esclavo. Resulta
así que, en cuanto a la responsabilidad por los delitos privados, la legislación
decenviral tendió sobre todo a fijar una pena a favor del ofendido que a
consagrar un castigo que sancionara la culpabilidad del delincuente.
En la evolución del delito privado, conforme a los principios dados por la
jurisprudencia clásica, la graduación de la pena se regula teniendo en cuenta la
intención criminal del autor del hecho, tratando de que el castigo signifique un
resarcimiento equitativo del perjuicio que el delito hubiera provocado a la
víctima. A pesar de este evidente avance con relación a la época de las XII
Tablas, el delito continúa desarrollándose dentro de la esfera del ius privatum
tanto que el ofendido debía recurrir a las reglas del procedimiento civil para
obtener la condena del culpable.
Con el derecho imperial se introduce la modalidad de reprimir los delitos
privados con la acción civil ordinaria y de perseguir criminalmente a los
ofensores mediante la aplicación de penas especiales. Este progreso en el
campo delictual hizo que la víctima pudiera optar entre exigir el resarcimiento
pecuniario por el daño sufrido o demandar el castigo del delincuente
subscribiendo la acusación criminal por el procedimiento de la cognitio
extraordinem.
Las fuentes romanas señalan como típicos delitos privados del derecho civil al
hurto (furtum), a la rapiña (vi bona rapta), al daño injustamente causado
(damnum iniuria datum) y a la injuria (iniuria). Tales figuras delictuales que
serán estudiadas teniendo en cuenta las obligaciones que originan, a pesar de
sus diferentes formas de manifestación, presentan entre ellas cierta identidad
que se reflejan en los rasgos comunes que caracterizan a las acciones que de
las mismas derivan y que la ley creó para sancionar a los autores de la lesión.
La primera característica de las acciones que reprimen los delitos privados es
la intransmisibilidad, porque las mismas no podían transmitirse a favor de los
herederos del ofendido ni contra los herederos del ofensor. Esta modalidad,
basada en el concepto de que las relaciones que engendraban los delitos
operaban exclusivamente entre autor y víctima, fue restringida al admitirse la
transmisión de las acciones a favor de los herederos del damnificado, a
excepción de las llamadas vindictam spirantes en las que la ofensa aparecía
como estrictamente personal.
Otra característica de las acciones penales es la acumulabilidad que significa
que el ejercicio de la acción no impide al ofendido intentar al mismo tiempo
cualquiera otra, que naciendo del mismo delito, conduzca al mismo fin que
aquélla, sea a la recuperación de la cosa, sea al resarcimiento del daño
patrimonial.
También las acciones emergentes de los delitos privados se caracterizaban por
la noxalidad, que autoriza a perseguir la entrega del autor del delito al ofendido
(noxa, deditio), cuando se tratara de un acto ilícito cometido por un esclavo o
un filiusfamilias. La acción no era intentada contra el autor de la lesión sino que
era concedida noxaliter contra el dominus o el pater, quienes podían liberarse
de la entrega del delincuente pagando la indemnización que correspondiera.
Por fin, las acciones emergentes de los delitos privados que entraban dentro
del marco del ius civile tenían el carácter de perpetuas, lo que hacía que el
ofendido pudiera accionar en cualquier momento sin que el transcurso del
tiempo afectara su derecho. En cuanto a las acciones que sancionaban los
delitos pretorianos, escapaban a la regla de la perpetuidad porque
normalmente se extinguían por el transcurso de un año que debía contarse
desde el momento en que se cometió el delito o desde que el ofendido se
encontrare en condiciones de ejercitarlas. La prescripción anual, típica de las
acciones creadas por el derecho honorario, no jugaba cuando se tratara de
aquellas acciones criminales otorgadas por el magistrado ad exemplum iuris
civilis.

A. El furtum
Es inexacto atribuir al término romano furtum el significado de hurto, pues su
noción era más amplia que lo que se entiende por tal delito en el léxico jurídico
actual. Furtum era tanto la sustracción fraudulenta cometida con un fin de lucro
de una cosa mueble ajena, como el uso ilícito o la indebida apropiación de ella
por parte de quien ya retenía la cosa con el consentimiento del propietario. De
ahí que en el derecho justinianeo los casos de furtum abarcaran las hipótesis
siguientes: la sustracción de la cosa (furtum rei), el uso ilícito (furtum usus) y la
indebida apropiación (furtum possessionis): Lo dicho surge de la definición
romana del furtum que encontramos en un pasaje de Paulo en el Digesto y que
dice; "hurto es el apoderamiento fraudulento de una cosa, para realizar lucro,
ya sea de la misma cosa, ya también de su uso o posesión....".
El hurto requiere, de acuerdo con la definición recordada, varios elementos.
Uno objetivo, la ilícita injerencia en la cosa (contrectatio), en cuyo concepto
está comprendido tanto el furtum rei como el furtum usus y el furtum
possessionis. En este último tipo, conforme a la teoría proculeyana, no es
necesaria la apropiación de la cosa, sino que basta la intención de querer en
adelante poseer para sí. La contrectatio se entiende que no debe ser
consentida por el propietario de la cosa hurtada (invito domino). Exigiase
igualmente un elemento subjetivo, contrectatio fraudulosa. animus o affectio
furandi, que se traducía en la intención fraudulenta del acto dirigida a obtener
un provecho o lucro (animus lucri faciendi). Era necesario, por fin, que el delito
recayera sobre una cosa mueble. En el derecho antiguo se admitió el hurto de
inmuebles, que desde la época clásica quedó desechado. Se reconoció, sin
embargo, el hurto de una persona libre: un filius, la mujer in manu o el deudor
bajo la manus iniectio del acreedor.
Desde la Ley de las XII Tablas el derecho romano distinguió el furtum en
manifestum y nec manifestum. Manifestum se denominaba aquel en el cual el
ladrón era sorprendido en flagrante delito, nec manifestum si se trataba de un
hurto no flagrante. Si el autor de un furtum manifestum era aprehendido de
noche, o siendo de día se defendía con armas, podía ser matado por la víctima,
una vez que hubiera requerido a los vecinos como testigos (endoplorare). Los
jurisconsultos republicanos distinguieron también el furtum conceptum, que
implicaba la tenencia de la cosa furtiva prescindiendo del hecho de ser autor
del delito, del furtum oblatum, que era el acto de poner la cosa hurtada a
disposición de un tercero para que fuera en poder de él que se la encontrara.
La persona víctima de un furtum podía valerse de acciones "penales" para
obtener el pago de una suma de dinero a su favor en concepto de pena y de
"reipersecutorias" para lograr la recuperación de la cosa sustraída. Era posible
interponer ambos tipos de acciones simultáneamente, por aplicación del
principio de la acumulabilidad. Las acciones penales fueron distintas según las
épocas. Las XII Tablas, para el furtum manifestum, autorizaban la entrega
(addictio) por el magistrado del autor a la víctima, quedando el victimario en
esclavitud por deudas. En cuanto al furtum nec manifestum concedía una
acción, la actio furti nec manifesti, por el doble del perjuicio provocado.
La ley decenviral equiparó al furtum manifestum, aquel en que su autor
resultaba convicto del delito a consecuencia de un registro domiciliario (lance
licioque), que tenía lugar cuando la persona que practicaba esta requisa se
presentaba en la casa sospechada teniendo como sola vestimenta una cinta
atada a la cintura (licium) y portando una balanza (lanx). El pretor, avanzando
sobre las disposiciones de la Ley de las XII Tablas, introdujo una actio furti
manifesti por el cuádruplo del valor de la cosa sustraída.
Además del lance licioque adquiere posterior desarrollo un registro domiciliario
hecho simplemente ante testigos. Al convicto de hurto no se lo consideraba ya
fur manifestum y respondía por el triple del valor de la cosa que se demandaba
por medio de la actio furti concepti. Si el objeto del hurto era ocultado en la
casa por el verdadero autor, el dueño o habitator podía dirigirse contra el
delincuente por la actio furti oblati para exigirle el triple del valor de la cosa
ocultada. Posteriormente, se crearon otras dos acciones, la actio furti prohibiti
por el cuádruple, cuando se prohibía el registro, y la actio furti non exhibiti,
contra aquel que no presentaba ante el juez las cosas halladas en su casa
como consecuencia de la requisa.
En el derecho postclásico sólo subsistieron la actio furti concepti por el triple y
la actio furti manifesti, por el doble. Ambas acciones tenían carácter infamante
y podían ser ejercidas, no sólo por el propietario de la cosa, sino también por
quien tuviese sobre ella un derecho real, como el usufructuario, o un interés
legítimo derivado de un contrato, como el arrendatario. Las acciones podían
dirigirse tanto contra el autor del hurto como de sus cómplices o encubridores.
En caso de ser varios los autores, el ejercicio de la actio furti producía el efecto
de hacer a todos responsables del delito, naciendo una obligación solidaria
pasiva que posibilitaba exigir de cualquiera de ellos el pago de la pena.
Sin perjuicio de la actio furti y en razón de que la víctima no perdía por el hurto
los derechos que como propietario o contratante le correspondían, podía
valerse también de acciones reipersecutorias como la reivindicado, la actio ad
exhibendum, la actio depositi o la actio commodati para lograr la restitución de
la cosa o el pago de la indemnización por los daños y perjuicios sufridos por su
privación. Todavía le era concedida al propietario confines reipersecutorios una
condictio furtiva o ex causa furtiva ejercitable aun contra los herederos del
autor, porque no tenía carácter penal, ni se necesitaba que el demandado
estuviese poseyendo.

B. La "rapiña"
En Roma la rapiña o rapina (vi bona rapta) fue la sustracción de cosas ajenas
operada con violencia, mediante actos de pillaje. Se trataba de un furtum
calificado que tenía el agravante de la violencia ejercida por el ladrón con el
auxilio de bandas aunadas (unidas para ese fin) (hominibus armatis coactisve)
o aun desarmadas.
Adquirió carácter de delito independiente del furtum a fines del período
republicano cuando, probablemente en el año 66 a.C, un pretor T. Lucullus
creó una actio vi bonorum raptorum para perseguir el robo o hurto realizado
con medios violentos. La acción implicaba una pena del cuádruple del valor de
la cosa, si era ejercida en el plazo de un año, y del simplum, si se la interponía
después de dicho término. Era infamante para el condenado y en el derecho
clásico tenía carácter exclusivamente penal. Con el derecho justinianeo la actio
vi bonorum raptorum asumió la calidad de acción mixta, comprendiendo el
resarcimiento dentro del mismo cuádruplo, pues tres cuartas partes debían
pagarse en concepto de pena y un cuarto se aplicaba para resarcir el daño.
En el derecho clásico se admitió que la víctima de un delito de hurto que había
ejercitado, por consecuencia, la actio furti, pudiera igualmente interponer la
acción de la rapiña, al menos dentro de ciertos límites, no bien conocidos. En el
derecho justinianeo esta acumulación de acciones sólo procedía hasta la
concurrencia del cuádruplo. Igualmente se respondía dentro de ese monto legal
por las cosas de las cuales se hubiera hecho un apoderamiento violento,
aprovechándose de un desastre o calamidad pública, como terremoto,
incendio, naufragio, etcétera.

C. El damnun iniura datum


El daño injustamente causado era la figura más general de delito privado y la
fuente más importante de las obligaciones nacidas ex delicto. Puede definirse
el damnun iniura datum diciendo que es el acto ilícito realizado por una persona
con o sin intención de dañar, que irroga un perjuicio a otra.
El desenvolvimiento de este delito proviene de la lex Aquilia de damno,
probablemente del año 286 a.C. La ley completó algunas figuras particulares
de daños, consagradas desde las XII Tablas, que contemplaban la reparación
del perjuicio injustamente inferido a cosas ajenas en diversos supuestos, para
los cuales se acordaban acciones particulares. Así, la actio de pauperie por los
daños producidos en los animales cuadrúpedos; la actio de pastu pecoris, por
la devastación de los pastos ajenos; la actio de arboribus succisis, por la tala
de los árboles y el daño a las plantaciones y la actio de aedibus incensis, por el
incendio de una casa.
La ley Aquilia, según la mayoría de los autores, habría constado de tres
capítulos. El primero, establecía las penas aplicables a las personas que
hubieran dado muerte injustamente al esclavo de otro o a un animal
perteneciente a un rebaño ajeno, casos en los cuales se debía al propietario el
valor máximo que tuvieran en el último año. El segundo, extraño al tema del
daño injustamente causado, regulaba la indemnización que debía pagar el
adstipulator que hubiera perjudicado al acreedor al condonar, sin su
consentimiento, la obligación del deudor. El tercer capítulo consagraba una
sanción para la persona que hubiera ocasionado cualquier daño o deterioro
sobre cosas pertenecientes a un tercero, con el valor que ellas tuvieran en el
último año. Las normas del primero y del tercer capítulo permitieron a la
jurisprudencia romana ampliar considerablemente el campo de aplicación del
delito, ya con la creación de nuevas hipótesis de daño y la concesión de
acciones en casos y a personas no previstas, ya por extensión de la valoración
del daño al interés directo o indirecto que la cosa tenía para el propietario que
lo hubiere experimentado.
La ley Aquilia exigía para su aplicación la presencia de determinados
requisitos. Era menester una acción positiva que hubiera provocado el daño, no
bastando la simple omisión. Se necesitaba además, que la acción fuera
consecuencia de una iniura, esto es, no debida al ejercicio de un derecho o por
autorización del propietario, ni por necesidad o legítima defensa. Se requería,
asimismo, que la acción fuese producida por dolo o al menos por culpa, aunque
ésta fuese mínima (in lege Aquilia et levissima culpa venit). También se exigía
un damnum corpore corpori, es decir, que el daño fuera consecuencia directa
del esfuerzo físico empleado por el autor sobre la cosa misma. Por último, era
necesario que hubiera un nexo causal entre la acción y el daño irrogado.
La actio legis Aquiliae sólo correspondía al propietario del bien dañado, pero en
el derecho justinianeo se concedió una actio in factum a otras personas que no
revistieran tal carácter, como el acreedor pignoraticio, el usuario, el
usufructuario, etcétera. Si el demandado confesaba la autoría del hecho, la
acción implicaba la condena in simplum, contrariamente, cuando negaba sin
fundamento (infitiatio), la condena era por el doble. En el derecho justinianeo se
consideró auténtica negativa el no pagar espontáneamente; de ahí que cuando
era necesario ejercitar la acción, la pena fuese siempre in duplum,
comprendiendo tanto la pena como el resarcimiento, por ello la actio legis
Aquiliae se configuró como acción mixta, de carácter penal, al conducir al pago
de una pena, y reipersecutoria, al tender a la reparación del daño causado.
Cabe hacer notar finalmente, que la acción de la ley Aquilia era también
aplicable en materia contractual si existía una relación obligatoria entre la
víctima y él autor del daño, en cuyo caso concurría, efectivamente, con la
acción del contrato. Así, cuando un depositario hubiera destruido o deteriorado
injustamente la cosa entregada en custodia; podía ser perseguido por el
depositante por medio de la actio legis Aquiliae o por la actio depositi directa.

D. La Iniuria
Se entendía por injuria (iniuria), en su más amplio sentido, todo lo contrario a
derecho (non jure factum). En su acepción específica, era una lesión física o
corporal infligida a una persona, o cualquier otro hecho que importara un ultraje
u ofensa. La noción de injuria se fue ampliando en el derecho romano hasta
llegar a comprender, no sólo los ataques físicos, los ultrajes al pudor, las
difamaciones verbales o escritas, la violación del domicilio, sino cualquier lesión
a la personalidad y el impedimento del uso de una cosa pública.
El delito de injuria fue contemplado ya por la Ley de la XII Tablas, la que sólo
consideró como tal los actos que significaran una lesión a la persona física,
hubiera obrado el agente con intención dolosa o con imprudencia. La ley
decenviral castigaba la separación de un miembro o la inutilización de un
órgano (membrum ruptum) con pena del talión, esto es, una venganza igual, a
no ser que mediara composición voluntaria. Por la fractura de un hueso (os
fractum) establecía una composición fija de trescientos ases si había sido
causada en hombre libre y de ciento cincuenta cuando había sido provocada
en un esclavo. Para las lesiones menores la pena establecida por la ley era de
veinticinco ases. También reprimía las injurias difamatorias (carmina famosa),
imponiendo la pena capital cuando se las hubiera inferido públicamente.
En una evolución posterior el pretor modificó el sistema de la Ley de las XII
Tablas, dando cabida en el concepto de injuria a las ofensas morales de
cualquier índole que fueren. También en esta época aparece restringido el
delito a los casos en que el autor hubiera obrado con intención dolosa (animus
iniuriandi), quedando al margen los daños físicos o morales provocados por
culpa o imprudencia. También se debe al pretor la concesión de una acción
especial para castigar los casos de injuria, la actio iniuriarum, llamada también
actio aestimatoria. Por medio de ella el ofendido podía perseguir el pago de la
pena pecuniaria que él estimaba, en relación a la ofensa recibida, salvo
eventuales reducciones efectuadas por el juez, quien juzgaba ex bono et
aequo. En las injurias atroces, o sea, las que asumían particular gravedad por
la naturaleza del hecho (ex facto), por el lugar (ex loco), o por la posición social
del ofendido (ex persona), la aestimatio la hacía el pretor. La condena
resultante de la actio iniuriarum tenía carácter infamante y la acción no se
transmitía, ni activa ni pasivamente, a los herederos.
Con la lex Cornelia de iniuriis del tiempo de Sila y más tarde con el derecho
imperial se amplía aún más al concepto de iniuria. Llega a comprender las más
leves lesiones corporales y las lesiones menores de los derechos de la
personalidad, casos que se sometieron a la jurisdicción criminal extra ordinem.
En el derecho justinianeo se concede al damnificado la alternativa del ejercicio
de la acción privada civil o efectuar la reclamación criminal.

E. Los cuasidelitos
En la categoría de los cuasidelitos, como en los cuasicontratos, la analogía con
los delitos residía en el hecho objetivo. Su formación obedeció a una tendencia
que llegó a asignar mayor relieve a la culpa en el concepto y en las
consecuencias del delito. Sin embargo, el derecho romano no habría percibido
la diferencia estructural que media entre el delito y el cuasidelito, caracterizado
aquél por la intención dolosa y éste por el hecho meramente culposo o
negligente. Así, se incluyó en el catálogo de los delitos privados al damnum
iniuria datum, en el cual se sancionaba el daño injustamente causado no sólo
por dolo sino también por culpa o negligencia, al paso que se tenía por
cuasidelito el supuesto del juez que pronunciaba sentencia en fraude de la ley
con intención de perjudicar a una de las partes.
En los cuasidelitos comprendió Justiniano, siguiendo con ello la doctrina de las
escuelas orientales, todo hecho que entrañara una actitud antijurídica. Ya el
derecho pretorio los consideró actos ilícitos y mediante el otorgamiento de
acciones penales in factum conceptae se admitió que la víctima pudiera
perseguir el pago de una indemnización de carácter pecuniario. La categoría
justinianea de los cuasidelitos se integra por los siguientes actos ilícitos:
a) Effusum et deiectum: Se daba la acción de effusis et deiectis contra el
habitator de un edificio desde el cual se arrojaba algo a un lugar de tránsito,
ocasionando un daño. Si el daño afectaba una cosa se respondía por el duplo.
En cambio, cuando una persona libre resultaba muerta, la indemnización
alcanzaba la suma de cincuenta mil sestercios; si sólo era herida, se sometía al
arbitrio del juez la estimación del monto indemnizatorio que había que pagar a
las víctimas.
b) Positum et suspensum: Una acción de positis et suspensis se concedía por
el pretor contra el habitator de una casa que colocaba o suspendía algún objeto
de manera que con su caída causara daño a cualquier transeúnte. La acción,
que era popular y prescindía de que mediara o no culpa, traía aparejada una
condena de diez mil sestercios.
c) Si iudex litem suam fecerit: El pretor otorgaba una acción in bonum et
aequum conceptae, contra el juez que por dolo, y más adelante también por
negligencia, hubiera pronunciado una sentencia fraudulenta o errada. La acción
se dirigía al resarcimiento del valor del litigio.
d) Responsabilidad de '"nautae", "caupones'' y "stabularii": Además de la
responsabilidad proveniente del receptum, los armadores, posaderos y
encargados de establos o caballerizas se obligaban mediante actiones in
factum por el doble del valor de los hurtos y daños cometidos por sus
dependientes en la nave, el albergue o el establo.

F. La Actio Pauliana
Concepto
Un caso especial de acto ilícito generador de obligaciones fue él fraude a los
acreedores (fraus creditorum), que se configuraba cuando un deudor
conscientemente realizaba actos fraudulentos de transmisión de sus bienes,
sea a título oneroso, sea a título gratuito, con la intención de caer en
insolvencia o agravar su situación patrimonial, llevando el deliberado propósito
de perjudicar a sus acreedores.
El pretor fue el primero en dictar medidas para impedir los efectos del fraus
creditorum. A tal fin concedió a los acreedores un interdictum fraudatorium, que
obligaba al que hubiera adquirido los bienes enajenados por el deudor a
restituirlos en su totalidad. Más adelante, por una in integrum restitutio,
retrotraía las cosas al momento de la realización de los actos fraudulentos. En
el derecho justinianeo se funden estas dos medidas de tutela en una acción
revocatoria unitaria, que se designa con el nombre de actio Pauliana, tal vez
por llamarla así el jurisconsulto Paulo.
Entonces, la acción Pauliana o Revocatoria era una actio arbitraria por la cual
el juez no condenaba a menos que el tercero se negase a reestablecer el
estado de cosas existentes antes de la celebración del acto objeto de
revocación.
La actio Pauliana podía ser ejercida por los acreedores individualmente o en
nombre de estos por el curador de los bienes del insolvente (curator bonorum),
cuando el deudor se hubiere concursado y estuviere sometido a un proceso de
ejecución forzosa. La acción se daba contra la persona que, conociendo el
fraude, había celebrado el acto con el deudor y, excepcionalmente, contra el
tercero de buena fe, adquirente a título gratuito, por lo que se hubiera
enriquecido. Los efectos de la acción hacían retrotraer las cosas a su estado
anterior y por consiguiente los créditos debían ser restablecidos y las cosas
restituidas al patrimonio del deudor.

Requisitos:
- Era menester que el deudor hubiese ejecutado un acto positivo o negativo
que determinase un empobrecimiento de su patrimonio
- Era necesario que la acción u omisión del deudor determinase un perjuicio
para los acreedores por provocar o agravar la insolvencia del deudor
- Para que procediere la acción el deudor debía haber obrado con el propósito
de perjudicar a los acreedores, lo que se entiende que ocurre cuando conoce
que tiene acreedores y sabe de su propia insolvencia.
- También era necesario que el tercero hubiese sido cómplice del fraude pero el
pretor otorgó una actio in factum (acción por el hecho) contra el tercer
adquiriente de buena fe en la medida del enriquecimiento, cuando se tratase de
acción a título gratuito.
- Finalmente, la acción debía ejercitarse dentro del año de producida la
enajenación y sólo contra el adquiriente. Pasado ese tiempo y contra sus
herederos, sólo podía intentarse una actio in factum en la medida del
enriquecimiento.

G. Los delitos del derecho pretorio


Como ya lo señaláramos al iniciar el estudio de los delitos privados, al lado de
las figuras delictuales consagradas por el derecho civil existieron otros actos
ilícitos generadores de obligaciones que alcanzaron el rango de delitos por
haber sido regulados por el derecho honorario y sancionados con acciones
penales in factum conceptae, muchos tenían rasgos comunes a los cuasidelitos
y otros llevaban la intención dolosa o fraudulenta de producir un daño. Entre
estos actos ilícitos encontramos la violación de un sepulcro, la corrupción de un
esclavo, el incumplimiento doloso de sus funciones por el perito agrimensor, y
los casos relativos al dolus, al metus y al fraus creditorum.
Entre los actos ilícitos del derecho pretoriano se encuentran el dolo y la
violencia
Dolo: Como vicio de la voluntad viene a afectar la consciente expresión de ella
y que entraña una conducta maliciosa y fraudulenta destinada a hacer incurrir a
una persona en el error o hacerla caer en el engaño. Es definido como “astucia,
falacia, maquinación para sorprender, engañar o defraudar a otro”.
Violencia: Podrá ser material o moral, la primera llamada vis absoluta excluye
absolutamente la voluntad. La violencia moral llamada metus o timor consistía
en la creación de una situación de miedo o temor bajo la amenaza efectiva de
un mal. El pretor otorgó actiones para atacar su validez y excepciones para
encarar el accionar del autor del ilícito. La violencia de una sepultura fue otro
hecho ilícito, para tal fin el pretor creó la actio sepulchri violado. También era
reparable por vía de una acción pretoria la actio servi corrupti, el daño
provocado a un esclavo ajeno por la persona que le daba hospitalidad,
mientras instiga a concretar actos ilícitos o a realizar empresas peligrosas que
le provocaban su muerte. Igualmente fueron actos ilícitos del derecho pretorio
la usurpación de bienes realizadas por los publicanos o adjudicatarios de la
recaudación de los impuestos y por fin el daño causado por los agrimensores.
Fraus creditorium: Una clase especial de hecho ilícito, fue el fraude de los
acreedores, que se configura cuando un deudor conscientemente realizaba
actos fraudulentos de transmisión de sus bienes, sea a título oneroso, sea a
título gratuito, con la intención de caer en insolvencia o agravar su situación
patrimonial llevando el deliberado propósito de perjudicar a sus acreedores
Séptima Parte: Derecho de Familia
Unidad 16
I. Familia
A. Concepto y evolución histórica
Concepto
Se ha repetido tan frecuentemente que la familia es la "célula social por
excelencia" que no se sabe ya a quién atribuir la paternidad de tan exacta
formula. El papel que le cabe a la familia como elemento natural de la
sociedad, ha hecho comprender a los juristas modernos que existe un derecho
de familia que ocupa una posición absolutamente propia y autonómica dentro
de la órbita del derecho privado aunque carezca de naturaleza patrimonial,
porque sus normas son imperativas y coactivas, como la de los derechos
subjetivos patrimoniales o sustrato económico.
Durante mucho tiempo no se tuvieron semejantes ideas y, desde luego,
quedaron alejadas del pensamiento de los jurisconsultos romanos que no
concibieron la necesidad de crear un estatuto propio que metodizara cuanto se
refiere a la familia. Habría sido sólo con los glosadores cuando comenzó a
delinearse el derecho de familia cómo un conjunto normativo autónomo que
Savigny lo define: "como aquel conjunto de normas que regula la institución
familia, cuyas partes constitutivas son: el parentesco, la patria potestad y el
matrimonio''.
Antes de entrar a estudiar el desarrollo de la familia en Roma consideramos
conveniente explicar, el concepto moderno del termino familia y los diversos
significados que la misma tuvo dentro de la concepción romana, todos
vinculados a la noción de una comunidad de vida y de bienes existente entre
personas ligadas por ciertos lazos que podían ser civiles o naturales.
En el concepto moderno, familia -en sentido estricto-, es el conjunto de dos o
más individuos ligados entre sí por un vínculo colectivo, recíproco e indivisible,
de matrimonio, de parentesco o de afinidad (familia en sentido naturalístico),
que constituye un todo unitario. En sentido amplio, pueden incluirse en el
término familia personas difuntas o por nacer: familia como estirpe,
descendencia, continuidad de sangre, o bien, todavía en otro sentido, las
personas que contraen entre sí un vínculo legal que imita al vínculo del
parentesco de sangre (adopción): familia civil.
En la concepción romana, el vocablo familia designaba el patrimonio de una
persona comprendiendo a los esclavos y, en especial, a todo lo que era
trasmisible por herencia. En este sentido la ley de las XII Tablas llamaba
familiam, al conjunto de bienes de un ciudadano sui iuris fallecido sin
testamento y que se trasmitía, a falta de herederos suyos y necesarios, al
agnado más próximo. Como consecuencia, la acción idónea para solicitar la
división del patrimonio hereditario fue designada con el nombre de actio
familiae erciscundae.
En un sentido propio el término familia o domus significaba la reunión de
personas sometidas a la potestad o a la manu de un paterfamilias,
comprendiendo entonces a todos los descendientes colocados bajo el poder
del pater y a la mujer in manu que era equiparada a una hija (loco filiae). Así
caracterizada la familia constituía una unidad política, económica y religiosa
sometida a un régimen patriarcal representado por el poder absoluto del pater
quien regulaba a su voluntad la composición del grupo desde que podía
libremente modificarlo como quisiera, haciendo al mismo tiempo ingresar a su
patrimonio todo lo que adquirieran las personas en potestad, a la vez que
actuaba como sacerdote del culto doméstico (sacra privata). Esta unidad real
basada en la sujeción a la potestad de un paterfamilias viviente y formada por
personas vinculadas entre sí por un lazo civil (adgnatio), constituía la familia
proprio iure. A la muerte del pater, si bien cada hijo varón se convertía en sui
iuris haciéndose jefe de una nueva familia, no por ello se extinguía el vínculo
agnaticio pues continuaba subsistiendo entre todas las personas que habían
estado sometidas a la autoridad paterna. Estos agnados constituían la familia
communi iure.
Por fin, los romanos entendieron también por familia a la reunión de personas
ligadas por un vínculo natural o de sangre, por descender unas de otras o de
un autor común.
Evolución Histórica
En el Derecho Romano se observa que la organización de la familia también
experimentó profundas transformaciones en el curso de su milenario
desenvolvimiento tendientes a reemplazar el predominante carácter político de
sus primeros tiempos por otro que viniera a dar mayor relevancia al elemento
natural, llegando en el derecho justinianeo a adquirir un nuevo sentido que ha
dado a las legislaciones modernas el fundamento para organizar el derecho de
familia siguiendo los moldes de la legislación romana.
En el antiguo derecho, la familia se encontraba agrupada alrededor del
paterfamilias que estaba investido de un poder soberano porque su potestad
era originaria, es decir, detentada por él mismo y no concedida por un
organismo superior y, al mismo tiempo, unitaria, porque el poder se ejercía sin
diferenciaciones sobre las personas o cosas que integraban el grupo. Este
poder absoluto era designado con los términos manus y potestas los que a su
vez fueron descomponiéndose en otros más según que el señorío se ejerciera
sobre las cosas o sobre las personas. Así, se llamó dominium al poder sobre
las cosas, patria potestas al que se ejercía sobre los hijos, manus maritalis o
simplemente manus a la potestad sobre la esposa, mancipium a la que se
ejercía sobre personas extrañas y dominica potestas al poder que el pater tenía
sobre sus esclavos.
La soberanía del pater se manifestaba como autoridad política por el papel de
jefe absoluto del grupo familiar que él revestía, lo que le acordaba las más
amplias facultades sobre sus componentes para juzgarlos, corregirlos o
castigarlos. Este último poder llegaba a acordarle el derecho de disponer de la
vida de los que estaban bajo su potestad (ius vitae et necis) el que no estaba
sujeto al contralor del poder público sino únicamente sometido a normas
internas tradicionales (mores) que le imponían, en casos especiales, la
convocatoria de un consilium domesticum. En el aspecto económico, el pater
estaba dotado igualmente de un poder ilimitado porque era titular de la totalidad
de los derechos que adquirieran las personas sometidas a su potestad,
pudiendo disponer sin restricciones del patrimonio familiar por actos inter vivos
o mortis causa.
Como la gens —de donde provendría—, la domus fue en Roma una sociedad
de carácter religioso. En efecto, tenía su culto propio (sacra privata), sobre el
cual los pontífices de la civitas sólo ejercían un simple derecho de vigilancia,
con sus divinidades, los dioses, lares, identificados con el fundador de la
estirpe, y los dioses manes, representados por las almas de los antepasados y
de otros miembros ilustres del grupo ya desaparecidos, en sus funciones
religiosas, el pater, actuaba como director y sacerdote de la sacra privata, culto
que revestía gran importancia dentro de la organización familiar romana,
porque se consideraba que su observancia aseguraba al grupo la protección de
los antepasados que habían sido santificados por la muerte adquiriendo el
carácter de divinidades bajo la designación de dioses manes o lares.
La familia fue también una sociedad de carácter civil. Su constitución
autónoma, de cuño monárquico, investía al pater, magistrado doméstico por
derecho propio, de suma autoridad dentro del grupo, en el que ni siquiera el
poder estatal pudo penetrar durante mucho tiempo. La magistratura que ejercía
le concedía poderes de supremo juez y en su ejercicio pronunciaba sentencias
por las que podía condenar a los integrantes del núcleo familiar con penas
como la exclusión de la domus, la flagelación, la prisión y hasta la muerte.
En esta época la familia del cives romanorum se caracterizaba por la existencia
de un parentesco civil, la agnación, que unía entre sí a todas las personas
libres sometidas a la autoridad del jefe, vínculo en base al cual eran deferidas
la sucesión ab intestato, la tutela y la curatela. Base de la constitución familiar
era el matrimonio legítimo (iustae nuptiae) que daba al pater la patria potestad
sobre todos los hijos que nacieran de esta unión así como sobre los
descendientes de los filiifamilias porque la agnación subsistía a pesar del
matrimonio contraído por éstos.
Podían ingresar a la familia civil personas extrañas, sea por el matrimonio cum
manu que acordaba al pater la potestad sobre su esposa y las de los hijos que
hubieran contraído nupcias, sea por la adopción, que consistía en introducir a
un alieni iuris que estaba bajo la potestad de otro jefe, sea por adrogación que
entrañaba la adopción de un sui iuris el que a su vez hacía ingresar a todas las
personas que estuvieran bajo su potestad. El vínculo familiar podía quedar
disuelto de diversas formas, ya por circunstancias fortuitas como la muerte o la
capitis deminutio máxima y media del padre o del hijo, ya por renuncia
voluntaria de la potestad paterna mediante emancipación, lo que hacía adquirir
al filius la condición de sui iuris. La capitis deminutio mínima derivada de
matrimonio cum manu, adopción o adrogación, al mismo tiempo que producía
la incorporación de personas extrañas a una familia, provocaba la ruptura del
vínculo familiar anterior en virtud del carácter exclusivo del grupo que hacía que
una persona no pudiera pertenecer al mismo tiempo a dos familias distintas.
En esta época el matrimonio, que consistía en una situación de mero hecho
sólo exteriorizada por la continua convivencia entre marido y mujer y por la
affectio maritalis que era la recíproca intención de tratarse como tales, tenía
caracteres especiales cuando hubiera sido contraído con las solemnidades que
acordaban al marido o a su pater la manus sobre la mujer, potestad que nacía
por la realización de determinadas ceremonias religiosas (confarreatio), por
compra ficticia de la mujer (coemptio), por el transcurso del tiempo (usus).
Cuando el matrimonio se realizaba sine manu la esposa no ingresaba a la
familia civil del marido quedando bajo la potestad de su pater si era alieni iuris y
manteniendo su condición personal y patrimonial si era sui iuris.
En la época de la jurisprudencia clásica los principios que regulaban el derecho
de familia mantienen sus lineamientos generales pero se ven perfeccionados
en consonancia con las nuevas instituciones aparecidas con el progreso de la
vida romana.
En lo concerniente a los poderes del paterfamilias sobre la persona de los filii
aparecen ciertas restricciones. Durante la república se atribuye a los censores
y algunas veces a los tribunos competencia para sancionar los posibles abusos
que pudieran cometer los padres en el ejercicio de la patria potestad. Bajo el
imperio son los príncipes los que directamente intervienen para coartar el
ejercicio ilimitado del ius vítae et necis. Con referencia a los poderes del pater
en su aspecto patrimonial se mantiene vigente el principio de que el mismo era
titular de los derechos adquiridos por las personas alieni iuris colocadas bajo su
potestad, pero comienza a surgir el concepto de que los filii podían disponer de
un pequeño conjunto de bienes, esto es, de un peculio. Tales bienes podían
ser dados por el padre con el derecho de uso y administración (peculium
profecticium) o provenir de lo que el hijo percibiera con motivo de su
desempeño en las milicias en cuyo caso gozaba de su libre disposición por
revestir la calidad de propietario (peculium castrense).
En cuanto a la adquisición de la patria potestad subsisten las causas que
daban lugar a la misma con la variante de que, en materia de adrogación, se
hizo posible que las mujeres y los impúberes pudieran ser adrogados al dejar
de funcionar los comicios por curia ante los que debía realizarse dicho acto y
de los que les estaba vedado participar. La disolución de la potestad paterna no
sufrió mayores modificaciones porque la jurisprudencia clásica mantuvo las
formas establecidas desde el derecho antiguo.
En el matrimonio, va disminuyendo la importancia y aplicación de la manus a
causa de su paulatino desuso. Así la confarreatio únicamente se mantenía
como requisito indispensable para que ciertas dignidades sacerdotales
pudieran ser adquiridas hereditariamente, por los que nacieran de matrimonio
celebrado con dicha formalidad. La coemptio, por su parte, no era aplicada ya
para contraer matrimonio sino que se la utilizaba preferentemente cuando una
mujer sui iuris deseaba substraerse a la tutela agnaticia. En cuanto al usus fue
abolido totalmente desde Antonino Pio.
En el derecho postclásico la familia romana pierde su antigua contextura al
sentir profundamente el influjo de los principios cristianos y de la filosofía
helénica y como consecuencia de la nueva organización política del Estado.
Los poderes que involucraba la patria potestad quedaron en esta época
limitados a la corrección disciplinaria de los hijos. El paterfamilias fue privado
del ius vitae et necis aún en el caso de que el hijo hubiera cometido un grave
delito, debiendo siempre recurrir al magistrado porque hechos de esta
naturaleza entraron en la esfera del derecho público.
El vínculo civil agnaticio, que ya había sentido la acción del edicto del pretor, de
los senadoconsultos y de las constituciones imperiales, sufre un completo
derrumbe por conducto de la legislación justinianea que hace desaparecer
definitivamente los privilegios de la agnación y consagra a la cognatio como
único vínculo idóneo para conferir los derechos de familia y con ellos los de
sucesión.
Los hijos de familia mejoran sensiblemente su situación patrimonial al
reconocérseles una mayor capacidad. Se admite que el filius pueda ser titular
de otros peculios además del profecticio y el castrense al reconocérsele la
propiedad de los bienes obtenidos por el ejercicio de la función pública o de
una profesión liberal (peculium cuasi castrense), así como de aquellos que
recibiera por herencia de la madre o de los parientes maternos sobre los que el
padre solamente tenía el usufructo (bona materna o adventicia). Por fin,
Justiniano perfeccionó el régimen de estos bienes admitiendo en el filius la
propiedad de todas las adquisiciones que resultaran de una liberalidad o de su
trabajo personal (peculium adventicio).
En la adopción se simplifican las formas al desaparecer el procedimiento de las
mancipaciones, permitiéndose que pueda verificarse ante el magistrado.
Justiniano hace la distinción entre la adopción llevada a cabo por un
ascendiente (adoptio plena) de la efectuada por un extraño (adoptio minus
plena). La primera producía efectos semejantes a la antigua adopción en tanto
la segunda no rompía el vínculo que unía al filius con su anterior familia. En
cuanto a la adrogación, ha perdido su singular carácter, no solamente porque
se permite que la mujer pudiera ser tanto adrogante como adrogada, sino
también porque se establece que la persona que recibía a un sui iuris en su
familia sólo gozaba del usufructo de los bienes de éste sin tener derecho a la
sucesión. La emancipación también ve simplificada sus formas ya que el
antiguo procedimiento de las mancipaciones seguidas de manumisiones es
reemplazado por el rescripto imperial en época de Anastasio y por la simple
declaración ante el magistrado, en el derecho justinianeo. Desde la época de
los emperadores cristianos se admitió que entraran a formar parte de la familia
legítima aquellos hijos nacidos fuera de un iustum matrimonium por conducto
de una nueva forma de adquisición de la patria potestad, la legitimación que
podía llevarse a cabo por subsiguiente matrimonio de los padres, por oblación
a la curia y por rescripto imperial.
El matrimonio, como en la época clásica, seguía celebrándose sin necesidad
de formalidad alguna por la sola virtualidad del consensus maritalis que hacía
mantener intacto el vínculo que unía a los cónyuges. El divorcio, que antes de
esta época fue de fácil aplicación como forma de disolver el matrimonio, debido
a la influencia de la religión cristiana, fue limitado pues no se permitió a los
esposos divorciarse por mutuo consentimiento, siendo solamente admitido
cuando existieran justas causas, debiendo expresarse la voluntad de llevarlo a
cabo por una declaración unilateral llamada repudium.

B. Organización familiar
Quienes integraban la familia agnaticia
La familia agnaticia se organizó bajo la tutela política, religiosa y judicial del
paterfamilias (que era el señor del grupo).
Estaba integrada por el jefe paterfamilias, sui iuris y las familias sometidas a él
filiifamilias y alieni iuris.
Sui Iuris: El paterfamilias era el único sui iuris dentro de una familia, indica una
situación de independencia o autonomía económica-jurídica, de ausencia de
subordinación.
Alieni Iuris: Eran los filiifamilias (no designaba a los descendientes del pater
sino al conjunto de personas a él sometidas).
- Los libres eran: la mujer in manu mariti (potestad marital) al pater o a alguno
de sus filius varones, los hijos legítimos y sus descendientes legítimos por línea
de varones, los extraños ingresados (si eran sui iuris por la adrogación, o por la
adopción si eran alieni iuris).
- Los no libres eran los esclavos y las personas entregadas al pater en
mancipium.
Se relacionaban con la familia también los emancipados, sobre los cuales el
pater ejercía el patronato
Modos de entrar en la Familia Agnaticia
Los medios de quedar sometido a la potestas de un pater eran:
- El solo hecho de nacimiento, respecto de los hijos tenidos en su matrimonio
por el paterfamilia, o los que, en sus matrimonios respectivos tengan a los
varones sometidos a su potestas
- La conventio in manum respecto de la mujer del pater, o de las mujeres de los
sometidos a sus potestas.
- La adopción para extraños que hubiesen sido alieni iuris en otra familia
- La adrogatio para el extraño que hubiese sido hasta entonces paterfamilia, y
entre como filiusfamilias en otra familia.
- La legitimación, para los engendrados fuera del matrimonio, sin embargo este
último medio surge en el derecho romano cuando ya la concepción de familia
agnaticia se había desmoronado.

C. Poderes del pater familiar


Hemos visto que en Roma las personas libres y ciudadanas, según la posición
que ocuparan en la familia, se distinguían en alieni iuris y en sui iuris.
Revestían la calidad de alieni iuris las personas de cualquier edad que
estuvieran sometidas a potestad como el filiusfamilias, la mujer in manu, el
hombre libre sometido al mancipium y los esclavos. Sólo los hijos y la esposa
(liberi in potestate) estaban unidos al jefe por los lazos del parentesco civil, ya
que los esclavos y los hombres adquiridos por mancipación pertenecían en
propiedad al pater. Tenían la calidad de sui iuris las personas dueñas de sí
mismas, esto es, aquellas que no estaban bajo potestad alguna, cualquiera
fuere su edad, lo que los hacía paterfamilias, aunque no tuvieran
descendencia. Los sui iuris en Roma gozaban de la más plena capacidad
jurídica tanto en lo que concierne a las facultades inherentes al ius publicum
como al ius privatum, siempre que no fueran impúberes porque en tal caso
estaban sometidos a la tutela de los agnados.
La legislación romana admitió que una persona sui iuris pudiera ser titular de
diversas potestades que podían tener origen en relaciones de variada
naturaleza y que estaban fundadas en el poder unitario del paterfamilias,
designándose en el léxico jurídico primitivo con los términos potestas,
dominium, manus y mancipium, toda clase de poder que se ejercitare sobre las
cosas o sobre las personas.
La primera y más importante de las potestades fue la patria potestas que era el
poder ejercido por el jefe de una familia sobre todos los individuos que
formaran parte de la misma, hubieran ingresado por nacimiento o por otras
causas consagradas por la ley. Esta potestad concedida al paterfamilias a cuyo
alrededor se formaba el grupo familiar, no estaba basada en un concepto
biológico sino solamente en la idea de autoridad que el Derecho Romano
reconoció en la persona del jefe.
También el sui iuris podía ser titular de un poder característico de todos los
pueblos de la antigüedad, la dominica potestas, que consistía en el señorío que
el amo detentaba sobre el esclavo. Esta potestad, que se introduce en el
derecho civil por influjo del derecho de gentes cuyas normas regularon a la
institución esclavitud, acordaba a su titular poderes absolutos sobre la persona
y los bienes del esclavo, norma que venía a atentar contra el derecho natural
para el cual todas las personas nacían libres.
Asimismo un sui iuris que hubiera contraído matrimonio cum manu ejercía
sobre la mujer una potestad que el Derecho Romano denominó manus o más
propiamente manu maritalis. Este poder era ejercido por el paterfamilias no
solamente sobre su esposa sino también sobre la mujer de sus filiifamilias
cuando sus nupcias hubieran sido acompañadas de la conventio in manu.
Por último, el Derecho Romano admitió otra potestad particular denominada
mancipium (causa mancipii) que ejercía un sui iuris sobre otra persona libre
que quedaba sometida a aquélla a la manera de un esclavo, sin que esta
situación entrañara para éste la pérdida de la libertad ni de la ciudadanía. El
mancipium es otra de las instituciones romanas sobre cuya naturaleza las
fuentes no nos proporcionan mayores datos que sirvan para darnos un
concepto acabado de su estructura jurídica, encontrando solamente referencias
de los distintos casos que daban lugar al mismo y que provenían de las más
diversas causas.
En el derecho antiguo la venta de un filiusfamilias o su entrega al acreedor para
garantizar una deuda, valiéndose del procedimiento de la mancipación, hacían
que el filius cayere en mancipium del tercero sui iuris y que quedara sometido a
su potestad. También adquiría la condición de mancipium el hijo de familia que
habiendo cometido un delito era entregado por el padre en noxa (noxae deditio)
para responder por las consecuencias del mismo. En general, según Gayo,
podían ser dados en mancipium por el pater todos los descendientes
masculinos o femeninos sometidos a su potestad, así como la mujer in manu.
El mancipium producía efectos muy semejantes a los derivados de la patria
potestad y a los de la dominica potestas porque importaba una situación
intermedia entre la libertad y la esclavitud. Se vinculaba con la patria potestad
porque la persona en causa mancipii no perdía la libertad ni la ciudadanía
manteniendo el ejercicio de sus derechos públicos y aún privados. Así podía
formar parte del comicio y del ejército y ser elegido magistrado, podía contraer
iustae nuptiae y sus hijos nacían legítimos y recobraban su carácter de
ingenuos una vez que desapareciera su estado de sometimiento. En el orden
patrimonial la situación del mancipium era similar a la de toda persona bajo
potestad. Tenía semejanza con la dominica potestas porque era considerado
como una especie de servilis causa y las personas dadas en mancipación
como servorum loco, lo que hacía que todo lo que adquiriera pasara a
pertenecer al titular de la potestad. Como la esclavitud, el mancipium se
extinguía por la manumisión siempre que ésta se efectuara en forma solemne.
La legislación romana dictó normas tendientes a proteger a la persona dada en
mancipio y así se le acordó el ejercicio de la actio iniuriarum para reprimir todo
abuso de poder por parte del titular. En el derecho clásico, salvo los casos de
entrega en noxa, la mancipación de los filiifamilias sólo era utilizada a los fines
de que éstos pudieran salir de la familia agnaticia. Ya en el derecho justinianeo
el mancipium habla desaparecido completamente.
Poderes económicos
La familia tenía un patrimonio común al pater, del cual sólo él gozaba de la
titularidad y la administración de sus bienes integrantes. (Los derechos
patrimoniales fueron restringiéndose paulatinamente a favor del reconocimiento
de capacidad patrimonial a los filiifamilias).
Poderes Políticos
Al ser la familia una sociedad de carácter civil (constitución autónoma de cuño
monárquico), la magistratura que investía al pater le concedía poderes de
supremo juez, pronunciaba sentencias por las cuales podía condenar a los
integrantes del grupo familiar con penas (exclusión de la domus, flagelación,
prisión o muerte).
Poderes Religiosos
La familia también tenía un carácter religioso, por los cuales tenía su propio
culto a dioses particulares o a antepasados destacados, sobre el cual el pater
era el sumo sacerdote. Los pontífices ejercían el derecho de vigilancia.
Esta organización de la domus perduró por mucho tiempo en el derecho
romano y puede decirse que prácticamente llegó, con algunas modificaciones,
a la legislación justinianea. Estas reformas aprovecharon a la familia natural o
cognaticia, que tuvo su primer reconocimiento legal en materia de
impedimentos matrimoniales, para más adelante insertarse en la sucesión
pretoriana e imperial y especialmente en el régimen sucesorio de las Novelas
118 y 127 de Justiniano, que le dieron un lugar preponderante dentro del
particular derecho familiar romano.

II. Parentesco
A. Concepto
Sé designa con el nombre de parentesco un género de relación permanente
que existe entre dos o más personas en virtud de la sangre, del origen o de un
acto reconocido por la ley.
La peculiar organización de la familia romana hizo que el parentesco que unía
a sus integrantes se manifestara de diversas formas, pues la legislación
romana reconoció un parentesco civil denominado agnación, uno natural o de
sangre llamado cognación y un tercero que derivaba del vínculo que se
formaba entre un cónyuge y los parientes del otro, la afinidad.
Cabe hacer notar aquí que la Roma primitiva reconoció la existencia de una
institución político-social designada con el nombre de gens y a la cual ya
hemos tratado al estudiar la estructura del Estado monárquico. Por haberse
considerado a la gens como una agregación natural de familias descendientes
de un mismo origen y cuyos componentes llevaban un nombre común, se ha
sostenido que la vinculación entre sus miembros provenía de un especial tipo
de parentesco, pero como los orígenes y caracteres de la institución no han
sido perfectamente dilucidados debido a la insuficiencia y oscuridad de las
fuentes, no incluimos a la gentilidad entre los tipos de parentesco admitidos por
la legislación romana. No obstante, debernos advertir que entre los integrantes
de una gens existieron relaciones muy semejantes a las que surgían del
parentesco y así en la sucesión ab intestato de la ley de las XII Tablas se
llamaba a los gentiles a falta de herederos suyos y de agnados y se les
acordaba la tutela del impúber y la curatela del demente en defecto de tutor
testamentario o de parientes agnados. Por lo demás esta institución, que tuvo
gran importancia en la primitiva organización política romana, fue cayendo en
desuso para desaparecer por completo en el derecho nuevo.

B. Tipos de parentesco
Agnación
Al explicar las diversas acepciones del término familia en Roma expresamos
que en su más amplio sentido comprendía tanto a aquellos parientes que
estaban bajo la potestad de un jefe único como a los que habrían estado bajo
dicho poder si no hubiera fallecido su titular. Las personas que pertenecían a
esta unidad familiar estaban ligadas por un parentesco civil fundado en una
potestad actual o pasada que se denominaba agnación (adgnatio).
Existe dificultad en dar un concepto acabado de la agnación porque las fuentes
no suministran toda la luz necesaria para lograr tal objetivo. Sin embargo, es
factible determinar cuáles eran las personas que en Roma integraban la familia
agnaticia partiendo de la base de que el vínculo sólo era transmisible por vía de
varones, porque la agnación quedaba suspendida por el lado de las mujeres en
razón del principio de que “la mujer es cabeza y fin de su propia familia".
Eran agnados entre sí y con relación al jefe todas aquellas personas colocadas
bajo la patria potestad o la manus de un paterfamilias común, el que no
siempre era "padre de familia", sino aquella cabeza libre no sujeta a potestad
alguna. La agnación existía, por tanto, entre el paterfamilias y todos sus
descendientes, fueran hijos, nietos, o bisnietos, siendo éstos, a su vez,
agnados entre sí. También podían adquirir tal parentesco personas extrañas a
la familia que hubieran ingresado a la misma y quedado bajo la potestad del
jefe común como consecuencia de la adopción, adrogación o, en caso de la
mujer, de su matrimonio cum manu. Contrariamente perdían el vínculo
agnaticio aquellas personas que habiendo estado bajo la potestad del pater
hubieran salido del grupo familiar por emancipación o por matrimonio,
conservando solamente con relación a sus antiguos agnados un parentesco
natural basado en el vínculo de sangre.
También formaban parte de la familia agnaticia todas aquellas personas que
hubieran estado bajo la autoridad del paterfamilias y que lo estarían si aún éste
viviese. Sabemos que al morir el pater el grupo se escindía en tantas familias
nuevas e independiente cuantos fueran sus descendientes inmediatos, pero no
por esta causa el vínculo agnaticio quedaba extinguido sino que todos ellos
mantenían entre sí el parentesco por agnación, aunque no estuvieran ya bajo el
poder del jefe que antes de su muerte ejercía la potestad sobre el núcleo
familiar.
Por último, igualmente eran agnados aquellas personas que si bien nunca
estuvieron bajo la potestad del pater por haber éste fallecido, lo habrían estado
si no hubiera ocurrido su deceso. Se encuentran comprendidos en esta
hipótesis los descendientes del pater premuerto, hijos, nietos o bisnietos,
porque de haber nacido en vida del jefe de familia hubiesen estado bajo su
potestad.
Es necesario hacer notar que desde los primeros tiempos de Roma la agnación
fue el vínculo familiar por excelencia en razón de que la legislación romana dio
preeminencia al parentesco civil, comenzando recién a abrirse camino el
vínculo natural o consanguíneo por influencia del derecho honorario, llegando a
ser en materia sucesora, así como en la tutela y la curatela, donde se nota más
nítidamente los privilegios de que gozaban los parientes agnaticios. Así, la ley
de las XII Tablas llamaba a la sucesión ab intestato a los agnados del causante
en caso de que no hubiera herederos suyos o necesarios. La tutela y la
curatela se deferían igualmente a los agnados a falta de disposición
testamentaria.
Cognación
El parentesco de sangre, emergente de la naturaleza que se originaba entre
personas que procedían unas de otras o de un tronco común, sin distinción de
sexos, se llamaba en Roma cognación (cognatio). Proviniendo el vínculo
cognaticio de la naturaleza misma, debía haber servido al Derecho Romano
para organizar la agrupación familiar, sin embargo, muy tardíamente lo impuso,
pues se limitó a constituir la familia teniendo como fundamento la agnación,
lazo civil creado por la ley.
La cognación no fue en Roma totalmente reconocida por el derecho durante
mucho tiempo porque, debido a la organización patriarcal de la familia romana,
sólo contaba el vínculo agnaticio que estaba basado en el señorío que el
paterfamilias ejercía sobre los componentes del grupo. Sin embargo, el mismo
derecho civil no pudo dejar de admitir la relevancia del parentesco natural
cuando reguló algunos institutos relativos al derecho de familia. Así, estableció
el régimen de los impedimentos matrimoniales en base al parentesco
consanguíneo, al mismo tiempo que reconoció preferencia a los parientes
naturales para vigilar la gestión de los tutores.
La reforma de estos principios se inicia con el derecho honorario cuando el
pretor encara la modificación del sistema sucesorio que, desde la ley de las XII
Tablas estaba basado en el parentesco civil, reconociendo vocación hereditaria
a los parientes de sangre. La reacción que comenzara con el pretor en orden a
la sucesión ab intestato se continúa por obra de los senadoconsultos Tertuliano
y Orficiano, sancionados en época de Adriano y Marco Aurelio, que llamaron a
la madre a la sucesión de sus hijos y a éstos a la sucesión de aquélla,
respectivamente. Posteriormente, la constitución Valentiniana, del año 389 d.C,
reconoció derechos hereditarios a los nietos respecto a la sucesión del abuelo
materno y la constitución Anastasiana, del año 498 d.C, llamó a la sucesión del
causante a sus hermanos y hermanas emancipados, en concurrencia con los
hermanos agnados, antes que a los agnados de grado más lejano. Por fin
Justiniano, al tener a la cognación como único vínculo idóneo para conferir los
derechos de familia, rompe definitivamente con el parentesco agnaticio y en las
célebres No velas 118 y 127 acuerda los derechos de herencia en base al
parentesco natural o consanguíneo.
Afinidad
El vínculo que se crea entre los cónyuges o entre uno de ellos y los parientes
del otro se denomina alianza o afinidad (adfinitas). Las fuentes nos explican
que son afines los cognados del marido y de la mujer y que se llaman así
porque por las nupcias se unen dos cognaciones que son entre si distintas,
aproximándose la una al fin de la otra.
Los efectos que este parentesco engendraba fueron de escasa importancia ya
que solamente la afinidad tuvo relevancia en lo relativo a los impedimentos
matrimoniales. En tal sentido el Derecho Romano prohibió, sin limitaciones, el
matrimonio entre las personas comprendidas dentro de la línea recta, en tanto
que en la línea colateral la prohibición alcanzó sólo a los afines en segundo
grado, es decir, a los cuñados.

C. Cómputo del parentesco: línea recta, colateral y afín


El parentesco por cognación se presenta en dos formas, en línea recta o
perpendicular y en línea colateral o transversa.
Es en línea recta cuando las personas provienen unas de otras, pudiendo ser
ascendente o superior si se eleva del tronco hacia las generaciones que le han
precedido y descendente o inferior si baja hacia las personas por él procreadas
y a la progenie de éstas. Una como otra línea puede ser inmediata, cuando se
tratara de los parientes más próximos, como el padre o el hijo y mediata,
cuando se refería al abuelo, bisabuelo o al nieto, bisnieto, etc. Existía
parentesco en línea colateral en caso de que las personas tuvieran un origen
común y no descendieran una de la otra. En este parentesco, a diferencia del
anterior, una de las personas que integran la familia no es causante de la otra o
de sus ascendientes sino que solamente ellas se encuentran relacionadas por
reconocer un mismo autor, ya inmediato, ya remoto. La línea colateral
comprendía a los hermanos y primos entre sí y a los tíos y sobrinos.
Conforme al principio de que cada generación representa un grado, el
parentesco tanto en la línea perpendicular como en la transversa se cuenta por
grados. En la línea recta ascendente encontramos así en el primer grado a los
padres, en el segundo a los abuelos y en el tercero a los bisabuelos, en tanto
que en la línea recta descendente se incluye en el primer grado a los hijos, en
el segundo a los nietos y así sucesivamente. En la línea colateral, los grados
de parentesco se establecen ascendiendo primeramente hasta el troncó común
desde el cual debe descenderse hasta la persona con la que se quiere
determinar el vínculo, dando la suma de generaciones el grado de parentesco.
Así, los hermanos son parientes colaterales en segundo grado porque
ascendiendo al progenitor común, en el caso el padre, hay un grado y
descendiendo al hermano otro más, en tanto que los primos hermanos, que
tienen por ascendiente común al abuelo, son colaterales en cuarto grado. En
esta línea, a diferencia de la línea recta, no se presenta el parentesco de primer
grado porque, debiendo para medirlo remontarse necesariamente al autor
común, el parentesco colateral comienza por el segundo grado y es así como
los hermanos, que son los colaterales más cercanos entre sí, tienen un
parentesco de segundo grado. La forma cómo se determinan los grados de
parentesco tanto en la línea recta como en la colateral, aparece más
nítidamente en la cognación por estar la misma fundada en la naturaleza, pero,
tal como nos señalan las fuentes, estos principios son también aplicables al
parentesco agnaticio.
Línea recta
Cada grado equivale a una generación. Así tendríamos lo que se muestra en
esta figura

Si al padre con el hijo los separa una sola generación, decimos que son
parientes de primer grado. Del mismo modo son de segundo grado (hay dos
generaciones) abuelo y nieto. Partiendo del supuesto que quisiéramos
averiguar el parentesco existente en línea ascendente entre una persona y su
tatarabuelo, deberíamos realizarlo como se puede apreciar en la siguiente
figura
Contando las generaciones -cuatro- hallamos que el parentesco es de cuarto
grado. Exactamente igual, pero a la inversa (persona, hijo, nieto, bisnieto y
tataranieto) se habría contado para el caso de la línea descendente.
Línea colateral
Para contarlo debemos ubicar a ambas personas cuyo parentesco deseamos
calcular en relación a su antepasado común. Luego contar los grados
-generaciones- que van en línea recta ascendente desde una cualquiera de
esas personas a dicho antepasado común, y adicionarle los que separan en
línea descendente a dicho antepasado común con la otra persona.
Tomemos el ejemplo de los hermanos, cuyo antepasado común es
obviamente, el padre de ambos.

Entre uno cualquiera de los hermanos y el padre hay una generación


ascendente, y entre éste y el otro hermano otra generación, esta vez
descendente. Dos generaciones, en consecuencia los hermanos son parientes
de segundo grado. Lo más próximo que puede existir entre colaterales.
Si el cómputo deseamos hacerlo entre tío y sobrino, o entre dos primos, fuerza
será en ambos casos remontarnos al abuelo, antepasado común más próximo.
Realizados los gráficos, hallaríamos que respectivamente al parentesco es del
tercer grado en el primer caso, y del cuarto en el segundo
Pero busquemos una situación más compleja: una persona y el hermano de su
abuelo (lo que vulgarmente se conoce como tío abuelo) tienen también un
parentesco del cuarto grado. Para ello, debemos remontarnos al antepasado
común más próximo de ambos, en este caso el bisabuelo.

Hagamos una última y más complicada graficación. El parentesco entre una


persona y el sobrino de su tatarabuelo es del séptimo grado. Para ello
debemos remontarnos al antepasado común más próximo: el padre del
tatarabuelo.
Afín
La afinidad no tiene grado alguno y por ello, para medir este parentesco, debe
recurrirse a la forma de computar el parentesco natural, pudiendo ser en línea
recta como el que se establecía entre yernos y suegros y en línea colateral
como el que se creaba entre cuñados.

III. Patria potestad


A. Concepto y evolución histórica
Concepto
La patria potestas, sobre la cual los textos romanos no nos dan definición
alguna, es el poder que ejerce todo jefe de familia sobre las personas libres
que forman el núcleo familiar. Es una institución que se consustancializa con la
naturaleza misma, ya que es de la esencia de toda sociedad doméstica que la
familia se desenvuelva alrededor de un jefe que debe detentar suficientes
poderes para mantener su cohesión. Ya la palabra manus había expresado
este poder sobre el conjunto de la familia, hasta que se la reservó para
designar la potestad sobre la mujer casada, quedando los términos patria
potestas para significar la autoridad del pater sobre sus descendientes y sobre
los extraños que admitiera en la domus, por adopción, por adrogación o por
legitimación.
La patria potestad, institución propia del derecho natural, fue regulada en Roma
por el ius civile, que le imprimió caracteres peculiares que la distinguieron de la
de otros pueblos del mundo antiguo. Como instituto jurídico iure civile, de
carácter viril, la patria potestad sólo era accesible a los ciudadanos romanos de
sexo masculino. Las personas sometidas a esta potestas debían tener
asimismo la calidad de cives romani.
Evolución histórica
El término pater, que como hemos dicho era extraño a la idea de generación,
evocaba la idea de protección o poder. Era el ciudadano sui iuris que no
dependía más que de sí mismo. Sin él, no había familia o domus, pero él solo
constituía una domus. Sobre todo lo que integraba la familia, tanto personas,
como cosas, tenía no sólo un derecho, emanado de la costumbre o de la ley,
sino un poder —potestas—, cuya fuente originaria y definitiva era el propio
paterfamilias.
El poder unitario del pater comprendía, como sabernos, cuatro potestades: la
patria potestas, sobre los hijos; la manus maritalis, sobre la esposa; la
dominica potestas, sobre los esclavos y el mancipium o cuasi servidumbre de
personas libres vendidas al paterfamilias. A tales potestades había que
agregar, como emanación de su poder, el dominium o señorío absoluto sobre
las cosas.
Durante largo tiempo la potestad sobre las personas y el poder sobre las cosas
fueron considerados de la misma naturaleza y el derecho romano los reconoció
y rodeó de garantías. Estos poderes sobre las personas tuvieron carácter
absoluto, tanto que ni la autoridad pública podía intervenir. Frente a los
individuos libres y no libres sujetos a potestad, el señorío del pater le otorgaba
el derecho de vida y muerte (ius vitae necisque), el derecho de exponer (ius
exponendi) y de vender a los hijos (ius vendendi) y de entregarlos en noxa (ius
noxae dandi) a la víctima del delito por ellos cometido, como resarcimiento por
los daños que del hecho ilícito derivaran.
A estos poderes irrestrictos se agregaron otros que evidenciaban el
absolutismo del pater en el ejercicio de la jefatura del grupo familiar. Las
personas que constituían la familia no estaban en ella sino por su voluntad.
Responsable de la perpetuidad de la raza frente a los antepasados, ningún
freno legal le ponía trabas en los medios de proveer a ella. Componía la familia
según su parecer, asignando a quien recibía dentro de la domus el lugar que le
placía. Designaba tutor mediante testamento para su hijo impúber o le instituía
un heredero para el caso de que muriese sin haber alcanzado la pubertad.
Tenía derecho a oponerse a que sus hijos contrajeran matrimonio, negando su
consentimiento, y podía, igualmente, elegir esposo para sus hijas.
Desde la época republicana, comenzó a penetrar en el derecho romano la idea
de que por amplia que fuese la potestad del pater, ejerciéndose en la ciudad,
no podía escapar absolutamente a la intervención de ésta. Como una
restricción, se sometió a la apreciación de los censores la manera como el
pater usaba los poderes inherentes a su potestad. La sucesiva intervención
estatal, en consonancia con nuevas concepciones sociales, fue destruyendo el
antiguo absolutismo del pater y cambiando la fisonomía de la familia romana.
Esta transformación opera a favor de la atenuación de poderes tan inhumanos
como el de vida y muerte que, para aplicarlo, era menester una consulta previa
a un consejo de parientes. El ius vendendi se limita por una prescripción de las
XII Tablas que sancionaba al pater con la pérdida de la potestas si el hijo había
sido objeto de tres ventas sucesivas. Con los emperadores, se hace más
notoria esta política restrictiva de la autoridad paterna. Así, Trajano obligó a un
padre que maltrataba a su hijo, a emanciparlo. Adriano condenó al padre que
mató al hijo, a la deportación, reservando sólo a los jueces la aplicación de
penas capitales y Constantino declaró reo de parricidio a quien mataba a su
hijo. A partir de Valentiniano III fue castigada con pena capital la muerte de los
recién nacidos.
Con Justiniano, debido fundamentalmente a la influencia cristiana y en alguna
medida al helenismo, la patria potestad quedó reducida a un mesurado poder
de corrección y disciplina. El derecho justinianeo sólo permitió la venta del hijo
en caso de extrema necesidad, facultando al padre a recuperar la libertad del
vendido mediante oferta al comprador del pago de un rescate. Es abolida la
noxae deditio y el ius exponendi y del ius vitae et necis sólo queda un mero
recuerdo. Ha llegado el momento en que el principio moral "la patria potestad
debe consistir en la piedad, no en la atrocidad" ha alcanzado en el derecho
romano rango jurídico.

B. Modos de adquirir la patria potestad


El derecho romano reconoció diversos modos de adquisición de la patria
potestad o, lo que es igual, de entrar a formar parte de la familia agnaticia del
titular de la potestas.
El nacimiento era la forma natural de crear la patria potestad y así quedaban en
estado de sumisión respecto del pater sus hijos procreados ex iustis nuptiis y
los hijos legítimos de sus descendientes varones que estuvieran bajo su poder
familiar. También la legislación romana, ante los numerosos casos de
matrimonios contraídos sin que alguno o ambos cónyuges tuvieran la suficiente
aptitud legal (ius connubii), admitió que el padre pudiera adquirir la potestad
sobre los hijos nacidos de tales uniones, cuándo probare la existencia del
matrimonio y el nacimiento del hijo (erroris probatio y causae probatio).
Llegó a reconocerse igualmente que pudiera adquirirse el poder paterno sobre
hijos nacidos de concubinato por medio de una forma civil, la legitimación, que
introdujeron los emperadores cristianos para favorecer las legítimas nupcias.
Por fin, la patria potestad podía tener por fuente dos actos jurídicos por cuyo
conducto el pater recibía en su familia a personas extrañas a ella: la adopción,
cuando el adoptado era alieni iuris, y la adrogación si se trataba de la adopción
de un sui iuris.
Nacimiento
El modo normal de entrar a la familia y someterse a la potestad del jefe de ella
fue el nacimiento o procreación ex iustis nuptiis, por individuo varón, ya fuera
pater o filius. Los descendientes por línea femenina no eran miembros de la
familia romana proprio iure, ya que pertenecían a la familia de su respectivo
padre.
El hijo concebido ex iustis nuptiis designábase con el nombre de iustus. Se
consideraba tal, al que hubiera nacido después de los ciento ochenta días de la
celebración del matrimonio y antes de los trescientos de su disolución. Se
admitía, no obstante, que el marido reconociera al hijo nacido antes del plazo
legal y que desconociera la paternidad del nacido después, invocando
ausencia, enfermedad u otra causa debidamente justificada. En ningún caso la
legislación romana tenía por iustus al hijo cuyo nacimiento fuera posterior a los
trescientos días de la disolución de las nupcias.
En el derecho clásico se llamaba a los hijos nacidos de matrimonio, hijos
naturales (filii naturales), para diferenciarlos de los hijos adoptivos. Los nacidos
fuera de legítimas nupcias eran designados con el nombre de espurios (spurii o
vulgo concepti). Con el derecho justinianeo se usan tres denominaciones para
los hijos: legitimi, que se aplica a los iusti, es decir, a los nacidos de
matrimonio; liberi naturales, para los habidos de concubinato, y spurii, para los
que nacían de uniones no estables. Estos dos últimos, sin padre legal, nacían
sui iuris, no teniendo otros parientes que los cognados de su madre.
El paterfamilias, que estaba asistido del derecho de integrar su familia en la
forma que le placiera, podía hacer ingresar a ella a sus hijos nacidos fuera de
matrimonio, es decir, a los spurii o vulgo concepti. El derecho romano permitió,
en caso de matrimonio no válido por falta de connubium, obtener la patria
potestad sobre los hijos ya nacidos, transformando la unión en iustae nuptiae.
Tal fue el caso del ciudadano romanó que probaba haberse desposado por
error con una latina o una peregrina (erroris probatio) y el del latino Juniano
que, habiéndose casado con una romana o una latina, ante siete testigos, tenía
un hijo de un año de edad (causae probatio). Probada la existencia del
matrimonio y del hijo nacido, se hacían ciudadanos quienes no poseían tal
calidad y, por tanto, la potestad era alcanzada por el padre sin efecto
retroactivo.
Adopción
El paterfamilias podía recibir en su familia a personas extrañas a ella. Esta
recepción, que se realizaba mediante un acto jurídico por cuya virtud un
extraño ingresaba a una familia sometiéndose a la potestas de su jefe,
llamábase en general adopción. El derecho romano distinguía la adopción
propiamente dicha (adoptio o datio in adoptionem), que designaba la de una
persona alieni iuris, de la adrogación (adrogatio), que era la adopción de un sui
iuris o paterfamilias y que traía consigo necesariamente a la nueva familia, a
sus filius y su patrimonio.
Estudiaremos separadamente ambas especies de adopción, usando esta
denominación para aludir a la adopción propiamente dicha.
La adoptio exigía en el derecho antejustinianeo la realización de un
procedimiento no exento de complicaciones que fue resultado de la
interpretación pontifical de la norma de las XII Tablas que establecía que el
padre que vendía tres veces al hijo perdía la patria potestad sobre él. El pater,
de acuerdo con un tercero, le vendía el filius por tres veces consecutivas, con
el rito de la mancipatio, obligándose éste por un acuerdo de confianza (pactum
de fiducia) a manumitirlo. Por efecto de las dos manumisiones, realizadas
mediante vindicta, que se sucedían a las dos primeras ventas, el pater
recuperaba la potestad sobre el filius. A la tercera venta no le seguía una
manumisión, porque si tal ocurría el hijo quedaba libre de potestad o
emancipado. Se llevaba a cabo una remancipatio al pater contra el que el
adoptante intentaba una in iure cessio, consistente en un proceso fingido, en el
cual el paterfamilias adoptante, presentándose al magistrado (in iure), simulaba
reivindicar del antiguo pater su derecho de patria potestad.
Para dar en adopción una hija o un nieto, supuestos no contemplados en la Ley
de las XII Tablas, era bastante una sola mancipatio paterna, la que no iba
seguida de una manumisión por parte del comprador, sino del propio acto de
adopción.
El objeto primitivo de la adopción hacía que sólo un paterfamilias pudiera
adoptar, no las mujeres, ya que éstas no tenían derecho a ejercer la patria
potestad. Su forma jurídica no requería ninguna otra condición. Sólo
tardíamente, y con el propósito de imitar a la naturaleza (adoptio naturam
imitatur), se exigió del adoptante una edad superior a la del adoptado y se
prohibió adoptar a los castrados. De esta manera, célibes e impotentes
pudieron procurarse una descendencia. Las mujeres, por una constitución de
Diocleciano, pudieron adoptar para consolarse de los hijos perdidos. En rigor,
era sólo una imagen de verdadera adopción, porque ni la mujer podía adquirir
la patria potestad, ni el hijo hacerse agnado suyo.
La adopción antigua, inspirada en los principios que caracterizaban a la familia
agnaticia, hacía que el adoptado saliera de su núcleo originario y pasara a la
potestas del adoptante, con los derechos de agnación, nombre, religión y tribu
de la domus en la que era recibido. Tenía la calidad de heredero suyo (heredes
sui), si era adoptado por el paterfamilias como hijo. Con respecto a los
miembros de su familia natural mantenía los lazos del parentesco por
cognación, perdiendo sus derechos sucesorios de conformidad con el derecho
civil.
Las costumbres imperantes en la época clásica y la influencia siempre
creciente de la familia cognaticia, fueron modificando los caracteres de la
primitiva adopción. Así, la pertenencia a una tribu, el estado de ingenuo o de
liberto, la modificación del nombre, se tornaron efectos independientes de la
adopción, tendiendo la jurisprudencia imperial a imponer la norma de que el
adoptante fuera de más edad que el adoptado. La reforma que se venía
preparando en materia de adopción, acaba por plasmarse en el derecho
justinianeo, que innova en lo concerniente al procedimiento para adoptar a las
condiciones requeridas para la adopción y a sus efectos jurídicos.
La adoptio del derecho justinianeo se verificaba por un procedimiento más
sencillo que el del derecho antiguo, ya que sólo requería que el adoptante se
presentara, junto con el paterfamilias y su filius, ante el magistrado de su
domicilio, el que, ante la declaración concorde de los tres sujetos intervinientes,
declaraba la adopción. Se podía adoptar atribuyendo al adoptado la calidad de
hijo, de sobrino o de nieto, lo cual tenía importancia para el adoptado, en
especial, en cuanto atañe a sus derechos sucesorios.
Por lo que hace a las condiciones requeridas para adoptar, Justiniano
otorgando a la adopción una cierta semejanza con la paternidad natural e
inspirado en la máxima adoptio naturam imitatur, sancionó la norma de que el
adoptante debía ser por lo menos dieciocho años mayor que el adoptado.
Estableció también que no podían adoptar los castrados, ni volverse a adoptar
por segunda vez y por la misma persona a quien, adoptado primeramente,
había sido luego emancipado o adoptado por otro.
En lo que respecta a los efectos de la adopción, el derecho justinianeo
distinguió dos clases: la adoptio plena y la adoptio minus plena. La primera
(adoptio plena), que era la realizada por un ascendiente del adoptado, producía
efectos análogos a la adopción del derecho antiguo, ya que por la capitis
deminutio mínima que traía aparejada, el filius se desligaba de su familia
natural y se incorporaba a la del padre adoptivo, bajo cuya potestad se
colocaba. La segunda (adoptio minus plena), que era la adopción realizada por
un extraño, no implicaba disminución de cabeza porque no sacaba al adoptado
de su familia originaria, ni lo sustraía de la potestad de su pater, otorgándole
sólo un derecho de sucesión ab intestato sobre los bienes del adoptante.
Adrogación
Por la adrogatio un paterfamilias pasaba bajo la potestad de otro. Una domus,
un culto, un patrimonio se extinguían como consecuencia de la adrogación.
Esto explica que el derecho romano fuera estricto en imponer el cumplimiento
de exigencias formales para reconocer validez a este modo de adquisición de
la patria potestad.
Era necesario que la adrogación fuera aprobada por los pontífices, quienes
realizaban una encuesta sobre la suerte de los cultos gentilicios y domésticos,
la situación, la dignidad y la clase de las familias interesadas, esto es, la del
adrogante y la del adrogado. Si la encuesta resultaba negativa la adrogatio no
se efectuaba. Caso contrario, era convocado el comicio curiado cuyo
presidente, el pontifex maximus, formulaba ante el pueblo una triple
interrogación: al adrogante; si aceptaba tal paterfamilias por hijo legítimo; al
adrogado, si consentía someterse a la potestad del adrogante y al pueblo, si
así lo ordenaba (rogatio). Después de estas tres preguntas, sobre cuyas
respuestas debían votar las curias, los pontífices procedían ante el comicio a la
detestatio sacrorum, que era el acto solemne por el cual se extinguía todo
vínculo entre el adrogado y su antigua gens.
Al producirse la decadencia de los comicios por curias, la rogatio no subsistió
nada más que de forma ante los treinta lictores que representaban a las
antiguas treinta curias que integraban las primitivas tribus romanas. No se
requirió ya que adrogante y adrogado pudiesen participar legalmente de los
comicios y se posibilitó, además, que la adrogación se llevara a cabo fuera de
Roma, sede de los comicios curiados. Más adelante, Antonino el Piadoso
autorizó la adrogación de los impúberes por decreto del magistrado, previo
dictamen de los pontífices y de un consejo de familia, concediéndose también
en el derecho postclásico la adrogación de las mujeres, que tampoco podían
participar en los comicios.
El efecto fundamental de la adrogación era colocar al pater adrogado en la
posición de filiusfamilias del adrogante, con las implicancias que tal capitis
deminutio minima acarreaba en orden a las relaciones políticas, sociales,
familiares y, en especial, patrimoniales. En efecto, el patrimonio del adrogado
se transmitía íntegramente al adrogante, operándose una verdadera successio
universalis inter vivos. Esta adquisición en bloque de los bienes del adrogado
hacía necesario evitar los peligros que semejante transmisión podía acarrear
para los terceros, para el adrogado y hasta el propio adrogante.
La primera medida de protección a los terceros data de los comienzos del
período imperial, cuando se prohíbe la adrogación hasta después del pago de
las deudas del adrogado, salvo compromiso formal del adrogante. Además, el
pretor, en caso de que el adrogante no respondiera a la acción por las deudas
anteriores a la adrogación, permitió la venta en bloque de sus bienes (bonorum
venditio), en la medida de las aportaciones del adrogado y de las adquisiciones
posteriores realizadas por su intermedio.
Antonino el Piadoso, exigió, tratándose de la adrogación de los impúberes, que
el adrogante prometiese, bajo caución, restituir el patrimonio del adrogado a
sus herederos, si moría impúber. Llegado a la pubertad, podía el adrogado
rescindir la adrogación y recuperar sus bienes, que también los recuperaba si
era emancipado por una justa causa antes de la pubertad. En caso de que su
emancipación o desheredación se produjera sin causa justificada, el adrogado
tenía derecho, no sólo a la restitución de su patrimonio y de todo lo que hubiera
adquirido para el adrogante, sino también a heredar la cuarta parte de los
bienes del adrogante.
Estas exigencias legales, tendientes a evitar especulaciones con la adrogación,
sobre todo de orden patrimonial, fueron complementadas con otras impuestas
por el derecho nuevo. Entre éstas se cuentan: la necesidad de que el
adrogante tuviera cuando menos sesenta años; que el adrogado prestara su
expreso consentimiento a la adrogación; que no pudiera adrogar quien tuviera
hijos o posibilidad de tenerlos ni tampoco una persona de condición económica
muy inferior al adrogado, a no ser de modo excepción.
Legitimación (formas)
Los hijos habidos de concubinato, llamados liberi naturales, seguían la
condición de la madre, en virtud del hecho cierto de la maternidad. Para
favorecer al matrimonio legítimo, por influencia de las ideas cristianas, el
derecho postclásico introdujo la legitimación como el medio jurídico por el cual
el hijo natural alcanzaba el carácter de legítimo, quedando sometido a la patria
potestas en calidad de alieni iuris.
Para que la legitimación fuera válida, era menester la presencia de
determinados requisitos. Primeramente, que el hijo fuera procreado por padres
unidos en concubinato, o sea, aquella relación permanente distinta del
matrimonio que se daba cuando un ciudadano se unía a mujer de condición
inferior y que el derecho romano reguló, especialmente en lo concerniente a las
relaciones entre los progenitores y sus hijos. No había legitimación si los hijos
eran adulterinos (adulterini), fruto de uniones en que los padres o alguno de
ellos estaba ya casado; o incestuosos (incestuosi), nacidos de parientes en
grado prohibido, o espurios (spurii), que eran todos los demás ilegítimos. Se
exigía también el consentimiento del hijo, dado que la legitimación iba a hacerle
perder su calidad de sui iuris, con las consecuencias legales que tal capitis
deminutio minima producía. Se requería, por último, una forma legal de
legitimar. La legislación romana consagró como tales el subsiguiente
matrimonio de los padres (subsequens matrimonium), la oblación a la curia
(oblationem curiae) y el rescripto del príncipe (rescriptum principis).
La legitimación por subsiguiente matrimonio, como lo indica la expresión, tenía
lugar cuando el padre se desposaba con la concubina, siempre que no hubiera
impedimento legal, permanente o temporal, que hiciera imposibles las nupcias.
Esta forma fue creada por el emperador Constantino como medio transitorio de
legitimar a los hijos habidos de mujer ingenua. Más adelante, Justiniano la
declara institución jurídica permanente, aplicable, no sólo a los hijos ya
nacidos, sino también a los concebidos.
El efecto fundamental de la legitimación per subsequens matrimonium era
equiparar totalmente al hijo legitimado con el nacido ex iustis nuptiis y, por
consecuencia, el hijo natural se sometía a la potestad paterna con plenos
derechos de agnación respecto del pater y a los agnados de éste. Perdía su
calidad de sui iuris y se convertía en alieni iuris, experimentando una mínima
disminución de cabeza que en orden a su patrimonio tenía el efecto de operar
una sucesión universal inter vivos, ya que se transmitía íntegramente al jefe de
familia.
La legitimación por oblación a la curia, nacida de los emperadores Teodosio II y
Valentiniano III, tenía lugar cuando el padre que carecía de hijos legítimos
ofrecía a la curia de su villa natal su hijo natural o casaba a su hija con un
decurión. Este acto, que se hacía con el sentido de repoblar las Curias, a las
que les incumbía la pesada carga de cobrar los tributos fiscales, no tenía el
carácter de una legitimación, sino sólo atribuía un derecho de sucesión
intestada a la muerte del padre. Justiniano le asignó los efectos de la
legitimación al conceder al padre la potestad sobre el hijo natural. Las
consecuencias jurídicas de la legitimación per oblationem curiae fueron menos
amplias que las de la forma anterior, puesto que el hijo sólo adquiría la
condición de legítimo respecto de su padre.
El rescripto imperial fue la forma de legitimar en el derecho justinianeo. Este
medio legal permitió convertir en legítimos a hijos habidos de uniones que no
podían adquirir el rango de matrimonio por haber impedimentos legales entre
los padres, teniendo aplicación siempre que el padre natural no tuviera hijos
legítimos. Producía efectos plenos y de esta suerte el hijo entraba en la familia
del pater, sometiéndose a su potestad, con los beneficios que otorgaba la
agnación.

C. La patria potestad y las relaciones patrimoniales


Al señalar los rasgos característicos de la familia romana hemos adelantado
que la patria potestad generaba, a la par que relaciones de orden personal,
otras de carácter patrimonial, que interesa analizar dadas las peculiaridades
que presentaban en el derecho romano.
En la familia romana, por razón del carácter absoluto de la potestad del pater,
el hijo estuvo por mucho tiempo, en cuanto a sus bienes, en situación muy
semejante a la del esclavo. Así, de conformidad con los principios del ius civile,
sólo podía ser titular de derechos patrimoniales el paterfamilias, porque como
expresa Gayo "el que está bajo la potestad de otro no puede tener nada suyo".
Esta falta de patrimonio propio, no le impedía al filius realizar negocios jurídicos
por medio de los cuales el pater adquiriera derechos reales o creditorios, de
donde resultaba, al igual que el esclavo, un instrumento de adquisición del jefe
de familia. Contrariamente, cuando el hijo se hacía deudor por virtud de la
celebración de negocios jurídicos de carácter patrimonial, el deber de
prestación no recaía sobre el pater, sino que incumbía exclusivamente al filius,
que era el sujeto civilmente obligado. Claro que en este supuesto los derechos
de los acreedores a cobrar sus legítimos créditos podían tornarse ilusorios ante
la falta de bienes propios del hijo de familia.
Estos principios jurídicos consagrados por el ius civile tuvieron necesariamente
que modificarse a fin de no contrariar la equidad que exigía que así como el
jefe de familia se beneficiaba con las adquisiciones realizadas por las personas
sometidas a su potestad, respondiese de las deudas por éstas contraídas. A tal
efecto se amplió el campo de aplicación de las actiones adiecticiae qualitatis,
permitiendo que los acreedores las ejercieran contra el pater cuando se tratara
de obligaciones nacidas de contratos celebrados por los filiifamilias, en los
mismos casos y en iguales condiciones que las deudas generadas por actos
lícitos efectuados por los esclavos.
El régimen de los bienes en la patria potestad también experimenta una
profunda transformación cuando el derecho romano va progresivamente
reconociendo al hijo de familia la titularidad de derechos patrimoniales. A tal
situación se llega al afirmarse en Roma la idea de que el filius podía ser titular
de ciertos bienes que constituían el "peculio" (peculium), y sobre los cuales sus
poderes variaron según las épocas y las especies distintas de peculio que fue
admitiendo la legislación romana. Cuatro clases de peculio conoció el derecho
romano: el profecticio, el castrense, el cuasicastrense y el adventicio.
Peculio: concepto y clases
Concepto
Dice Celso al libro sexto de los digestos: lo que tiene el siervo por permiso de
su señor separado de sus cuentas, y sacado lo que debe a éste.
Clases
Existían cuatro clases de peculios
a) Peculio Profecticio: El primero de los peculios que admitió la legislación
romana fue el llamado profecticio (peculium profecticium), que se concedía
también a los esclavos. Estaba integrado por una pequeña suma de dinero o
de otros bienes que el pater entregaba al filius en goce y administración, sin
que tuviera poder de disposición. Propietario de las cosas que lo integraban era
siempre el pater, por lo cual la concesión era esencialmente revocable
(ademptio peculii). A la muerte del filius los bienes que constituían el peculio
retornaban automáticamente al pater.
b) Peculio Castrense: En época del emperador Augusto se creó el denominado
peculio castrense (peculium castrense), que se formaba con todo lo que el hijo
adquiría por su condición de militar (in castris), comprendiendo, no sólo sus
emolumentos o sueldos, sino también el botín de guerra, las herencias y
legados provenientes de sus compañeros de armas y las donaciones
realizadas con ocasión de su partida a campaña.
Sobre tales bienes el hijo soldado tuvo, además del disfrute, un verdadero
derecho de propiedad, tanto que podía disponer de ellos, primero por
testamento y más adelante también por negocios inter vivos. Sin embargo, las
cosas que lo constituían no perdieron el carácter de peculio, ya que si el filius
no había dispuesto de ellos, a su muerte se transmitían al padre, no como
objeto de herencia (iure hereditatis), sino en concepto de peculio, cual si a éste
le hubiesen pertenecido en propiedad (iure peculii).
c) Peculio Cuasicastrense: Con el emperador Constantino aparece el llamado
peculio cuasicastrense (peculium quasi castrense), que no se diferenciaba del
anterior en cuanto a su régimen jurídico, sino respecto de los bienes que lo
integraban. En efecto, estuvo constituido en un primer momento por los sueldos
y retribuciones que el hijo percibía por sus funciones en el palacio imperial y,
más adelante, por todo lo que proviniera de cualquier cargo público, del
ejercicio de profesiones liberales, de la carrera eclesiástica y de donaciones
realizadas por el emperador o su esposa.
d) Peculio adventicio: Fue también creación de Constantino el peculio
adventicio (peculium adventicium). Con su régimen se acentuó la incipiente
capacidad del filiusfamilias romano, en cuanto concierne a su estado
patrimonial.
Por disposición de su creador se reservó exclusivamente al hijo la propiedad de
los bienes heredados de la madre (bona materna) que no pasaban, como todas
las adquisiciones de los filii, a integrar el patrimonio del pater, al que sólo se le
reconocía el usufructo y la administración. Posteriormente, esta norma se
extendió a todos los bienes que el hijo recibiera de los ascendientes maternos
(bona materna generis) por actos a título gratuito, como legado o donación,
comprendiéndose en ellos los lucros esponsalicios o nupciales. A este conjunto
de bienes se le dio el nombre de peculio adventicio, por oposición al peculio
profecticio que provenía del padre.
Con Justiniano se amplía al máximo la capacidad patrimonial del filius. En
efecto, se declaran de propiedad de éste, con sólo facultad de administración y
usufructo a favor del pater, todos los bienes que adquiriese de cualquier modo
y procedencia, con excepción de los obtenidos con medios suministrados por el
padre (ex re patris) o en razón de gratitud a este (ex contemplatione patris). Se
dispone todavía en el derecho justinianeo que en algunos casos ni siquiera se
reconozca al pater el usufructo de los bienes adventicios, como si se le
otorgaba al hijo en legado o donación con la condición de que el padre quedara
excluido del goce, o cuando adquiriera una herencia contra la voluntad del
pater o hubiere imposibilidad de éste para adquirir. En estos casos se
presentaba lo que los intérpretes han denominado peculium adventicium
irregulare.
Al cerrarse el ciclo de la evolución de la capacidad patrimonial del filiusfamilias,
éste dispone de bienes en plena propiedad, disfrute y administración, razón por
la cual los bona adventicia no constituían un peculio en el sentido antiguo, sino
un verdadero patrimonio que, inclusive a la muerte del hijo, no se devolvía al
pater iure peculii, sino que eran objeto de sucesión testamentaria o ab intestato
del hijo de familia.

D. Emancipación
Extinción de la patria potestad
Por principio, la patria potestad romana tenía carácter perpetuo y por ello la
mayoridad del hijo no le ponía fin. Pero hubo acontecimientos fortuitos que
hacían imposible su ejercicio; tal, la muerte del pater, causa natural de
extinción; la capitis deminutio maxima, que lo convertía en esclavo, y la media,
que le hacía perder la ciudadanía, porque la patria potestad sólo era ejercitable
por ciudadanos romanos. Claro está que cuando el pater caía en esclavitud era
de aplicación el ius postliminium, que la restablecía como si jamás hubiera
cesado.
A estas causas de extinción de la potestad paterna se agregan otras de antiguo
origen, como la elevación del hijo varón a sacerdote de Júpiter y la mujer a
virgen vestal y en el derecho justinianeo el desempeño de funciones públicas
de importancia, como si el hijo era designado miembro del consejo imperial,
cónsul, prefecto del pretorio, etcétera. También la potestad del pater se
extinguía si aceptaba hacer ingresar al hijo a otra familia por adopción y a las
hijas por la conventio in manu.
Concepto de Emancipación
La institución del derecho civil que tenía por efecto hacer salir al hijo de la
familia agnaticia del pater, extinguiendo la patria potestad por voluntad de su
titular, fue la emancipación (emancipatio).
La emancipación es entonces un acto voluntario del pater, el cual libera de su
patria potestad a un filiusfamilias y lo convierte en “sui iuris”.
Régimen legal
El instituto nació por la interpretación que hicieron los pontífices de la norma de
las XII Tablas que, con el fin de restringir el ius vendendi utilizado por los
padres en forma abusiva, les sancionaba con la pérdida de la patria potestad
en aquellos casos en que hubieran vendido por tres veces al hijo. De esta
forma un padre que deseara liberar de la patria potestad a un hijo varón
haciéndolo sui iuris, convenía con un tercero (coemptionator) en vendérselo
ficticiamente por tres veces valiéndose de la mancipatio, con la condición de
que éste lo manumitiera inmediatamente después de cada venta. Siguiendo la
prescripción de la ley decenviral, después de la tercera mancipación seguida
de la correspondiente manumisión, se consideraba disuelta la potestad paterna
y el filius convertido sui iuris. Este procedimiento de la triple mancipación traía,
en realidad, como consecuencia de que el coemptionator adquiriera los
derechos emergentes de la manumisión, esto es, los de patronato, los de tutela
y los de sucesión. Ahora bien, como esta situación presentaba el inconveniente
de privar al padre de los derechos antes mencionados, se le reconoció la
facultad de obligar al tercero, por un pacto de fiducia, a que le remancipara al
hijo, con lo que adquiría sólo el mancipium sobre el mismo, ya que no podía
readquirir la patria potestad extinguida por las tres ventas. Como al estar el
filius en mancipio volvía a la condición de alieni iuris, era necesario que el
padre lo manumitiera a fin de que obtuviera en forma definitiva la calidad de sui
iuris, pero conservaba para sí los derechos de patronato, tutela y sucesión. En
lo que respecta a la emancipación de las hijas mujeres y de otros
descendientes, los jurisconsultos romanos entendieron que era suficiente la
realización de una sola mancipación, porque el texto de las XII Tablas creó el
castigo de la pérdida de la patria potestad sólo cuando se tratara de la triple
venta de un hijo varón.
Como esta forma antigua de emancipar entrañaba un procedimiento
complicado que también requería la presencia del hijo y del tercero
coemptionator, en la época imperial el emperador Anastasio creó una forma
más simple llamada emancipación Anastasiana (emancipatio Anastasiana),
consistente en otorgarla por un rescripto del príncipe insinuado, esto es,
inscripto en registros públicos con el concurso del magistrado. En el derecho
justinianeo se simplifican aún más los trámites al permitirse al padre liberar al
hijo de la patria potestad por la simple declaración efectuada ante un
magistrado competente (emancipatio justinianea).
Para que la emancipación pudiera llevarse a cabo se exigía como condición
indispensable que tanto el padre como el hijo manifestaran su voluntad de
efectuar el acto, sin admitirse que alguno de ellos pudiera obligar al otro a
prestar su consentimiento. No obstante, cuando circunstancias especiales lo
justificaran, se aceptó que el padre pudiera ser obligado a emancipar a su hijo.
Así, cuando lo maltratare violando los deberes inherentes a la paternidad, en
caso de que la emancipación fuera una condición impuesta en un legado, que
el padre hubiera aceptado y, también, si el filius, habiendo entrado bajo su
potestad por adrogación, lo solicitara al llegar a la pubertad.
El efecto inmediato de la emancipación era el de dar al hijo la condición de sui
iuris experimentando así una capitis deminutio minima que hacía que los lazos
civiles que lo habían unido a la familia del pater quedaran disueltos con la
consiguiente pérdida de los derechos de agnación. El emancipado quedaba
plenamente capacitado para ser titular de un patrimonio con lo que todas las
cosas corpóreas e incorpóreas así como los créditos que adquiriera, le
pertenecían exclusivamente. En lo relativo al peculio que pudiera haber tenido
cuando era alieni iuris, adquiría la titularidad del profecticio en caso de que el
padre no exigiera su restitución, en tanto que el adventicio permanecía en su
propiedad, reconociéndose al padre que lo emancipó voluntariamente la mitad
del usufructo de los bienes que lo integraran. Debemos advertir, por fin, que la
emancipación en principio no era revocable, no obstante lo cual podía volverse
al hijo a su antigua condición de alieni iuris cuando fuera culpable por ofensas,
injurias o malos tratos inferidos a su padre.
Unidad 17
I. Matrimonio
A. Concepto en las fuentes romanas
El matrimonio, en el concepto romano, puede definirse como la cohabitación de
dos personas de distinto sexo, con la intención de ser marido y mujer, de
procrear y educar a sus hijos y constituir entre ellos una comunidad absoluta de
vida. No importaba un acto jurídico que los contrayentes hacían nacer por una
declaración de voluntad, sino una situación de hecho fundada en la convivencia
o cohabitación del hombre y la mujer, cuyo comienzo no estaba marcado por
formalidad alguna, a lo que debía agregarse la intención permanente y
recíproca de tratarse como marido y mujer, que los romanos llamaron affectio
maritalis.
Las fuentes traen dos conceptos de la institución, uno dado por Justiniano en
sus Institutas y el otro inserto en el Digesto que recoge la opinión de
Modestino, que nos dan una noción y los caracteres más salientes del
matrimonio romano.
En las Institutas se expresa que "el matrimonio es la unión del varón y de la
mujer que comprende el comercio indivisible de la vida". Para Modestino "las
nupcias son la unión del varón y de la hembra y consorcio de toda la vida,
comunicación del derecho divino y del humano".
La primera definición adolece del defecto de ser demasiado concisa y merece
ser explicada respecto al término indivisible que no debe entendérselo como
queriendo calificar al matrimonio de indisoluble porque, de ser así, hubiera
atentado contra una de sus características más salientes, cual es la
disolubilidad por simple acuerdo de las partes. En realidad el vocablo
individuam (que es el término en latín que se utiliza para definir matrimonio en
las institutas, y que no fue transcripto por considerarse superfluo a este libro)
debe interpretarse como indivisible o absoluto, pues tal era la comunidad de
existencia que el matrimonio engendraba entre los cónyuges.
En lo que respecta a la definición de Modestino, igualmente presenta algunas
expresiones que requieren ser precisadas. Así, los términos "consorcio de toda
la vida" no deben ser interpretados literalmente, porque se llegaría a dar al
matrimonio el carácter de indisoluble, sino que debe aplicársela con un criterio
valorativo en el sentido de que la unión del varón y de la mujer en matrimonio
no puede llevarse a cabo por tiempo determinado. Asimismo se considera que
la frase "comunicación del derecho divino y del humano" vendría a dar al
matrimonio un significado distinto, ya que en Roma aquél no entrañaba en
manera alguna igualdad de cultos ni comunidad de bienes. Se ha justificado la
inserción de estos términos en la definición de las Pandectas como un vestigio
de un texto redactado en época en que la conventio in manu era requisito
indispensable para el matrimonio, existiendo también la presunción de que el
texto primitivo habría sido interpolado por influencia de las ideas cristianas.
El Derecho Romano imprimió al matrimonio algunos rasgos peculiares que
hacen de él un instituto distinto del matrimonio moderno. En efecto, no
constituía un acto jurídico que se perfeccionara por el cumplimiento de
formalidades especiales sino que estaba integrado por un elemento objetivo
derivado del hecho de la convivencia del hombre y de la mujer y otro subjetivo
o intencional representado por la affectio maritalis.

B. Elementos del matrimonio


Objetivo
El matrimonio, tal como lo entienden los romanos, es una situación jurídica
fundada en la convivencia conyugal y en la affectio maritalis. No es necesaria,
por lo demás, una convivencia efectiva, el matrimonio existe aunque los
cónyuges no habiten en la misma casa, y siempre y cuando uno y otro se
guarden la consideración y respeto debidos (honor matrimonii). Otra prueba de
que la convivencia no se interpreta en sentido material, sino ético, nos la da el
hecho de que el matrimonio puede contraerse en ausencia del marido,
entrando la mujer en casa de éste (deductio in domum mariti) y dando así
comienzo a la vida en común. No hay matrimonio, en modo alguno, si la
ausente es la mujer.
Subjetivo
Sobre este elemento objetivo de la convivencia prevalece el subjetivo de la
intención, de la affectio maritalis. Tal resulta claramente de lo que dicen dos
conocidos aforismos: "El matrimonio no nace de la cohabitación, sino del
consentimiento"; "No es la unión carnal la que determina el matrimonio, sino la
afección matrimonial".
A diferencia del matrimonio moderno; el romano no surge por el consentimiento
inicial sino que es preciso el continuo o duradero. Además, no está sujeto a
formalidades de ninguna especie, cuáles serían la celebración ante una
autoridad o la redacción de un documento.
La affectio no importaba un simple consentimiento, puesto que el matrimonio
no era un contrato consensual que generaba obligaciones, sino una relación
fáctica creadora de un status, el de marido y mujer. Los romanos llegaron a
acordar a la affectio maritalis una importancia vital, que la hizo prevalecer sobre
el elemento cohabitación. Este sentido tiene el aforismo que encontramos en
las fuentes: "no el concúbito, sino el consentimiento, constituye las nupcias".
Cuando falta la intención de ser marido y mujer (affectio maritalis) cesa el
matrimonio. No siendo el matrimonio un acto jurídico, tampoco el divorcio
puede configurarse como tal.
El matrimonio romano fue siempre monogámico, y dentro del propio ambiente
pagano se reconoció cumplidamente su alto valor social.
Dado que el matrimonio se endereza a la constitución de una comunidad
perpetua, de un vivir común y duradero, no cabe sujetarlo a modalidades de
condiciones o términos.

C. Formas de celebración del matrimonio


La falta de requisitos especiales no significaba en manera alguna que el
matrimonio estuviera desprovisto de formalidades religiosas y sociales, pues
como todo acto atingente a las relaciones familiares, solía acompañarse de
ceremonias y fiestas en consonancia con la condición social de los
contrayentes y que fueron cambiando con los tiempos y las costumbres. De lo
expuesto se desprende que el matrimonio en Roma fue un instituto que se
configuró como un mero hecho, una res facti al igual que la posesión, también
integrado por un elemento objetivo y otro intencional y prueba de ello es que el
postliminium no jugaba en el matrimonio ya que la cautividad del esposo
rompía el estado de hecho provocando su disolución al que no podía retornarse
sino por un nuevo matrimonio.
Desde muy antiguo el Derecho Romano admitió que el marido adquiriera sobre
la mujer una potestad especial llamada manus que hacía que ella ingresara a
su familia civil y que sus bienes cayeran bajo el dominio del cónyuge. En el
matrimonio cum manu el poder marital se obtenía mediante actos formales
(confarreatio, coemptio) o por el transcurso del tiempo (usus). La circunstancia
de que la conventio in manu acarreara la pérdida de los derechos hereditarios a
favor de sus agnados, originó dificultades a los matrimonios así celebrados,
porque sucedía frecuentemente que el agnado más próximo que ejercía la
tutela sobre la mujer ponía obstáculos a la realización de tales nupcias. Por
estas causas no tardó en imponerse en Roma el concepto de que la mujer
podía casarse sin caer in manu maritii quedando sui iuris, si tal era su condición
en la familia, o continuando bajo la potestad de su pater, si era alieni iuris.
Aparece así el matrimonio libre o matrimonio sine manu que no colocaba a la
mujer bajo la potestad marital.
Cum manu (confarreatio, coemptio y usus)
Hemos explicado que, desde antiguo, la mujer en Roma al contraer justas
nupcias era sometida generalmente al poder del marido (in manu conventio
matrimonii causa), lo que hacía que tuviera que abandonar el hogar paterno
desligándose de los vínculos que la unían a sus parientes naturales para
ingresar al hogar de su esposo, produciéndose inmediatamente el cambio de la
religión doméstica de sus padres por la del marido.
El matrimonio cum manu no importó una nupcia distinta a la del matrimonio
sine manu sino que sólo tuvo el efecto de acordar al marido un poder
semejante al que tenía el pater como titular de la patria potestad, no llegando a
ser de la esencia del matrimonio romano, pues únicamente tuvo la virtud de
hacer ingresar a la esposa a la familia de su cónyuge, sometiéndola a su
potestad o a la del jefe de la misma.
Sabemos que una de las potestades que podía ejercer un paterfamilias romano
fue la manus maritalis. Es que desde el antiguo derecho de Roma las mujeres
casadas solían entrar a formar parte de la familia del marido, colocándose bajo
su potestad y rompiendo el vínculo agnaticio con la familia de que procedían.
Se configuraba entonces una forma de matrimonio, el matrimonio cum manu,
según el cual la esposa (uxor in manu) se hacía filiifamilias y quedaba sometida
al nuevo pater. Ocupaba el lugar de hija (loco filiae), si su cónyuge era el pater,
o de nieta (loco neptis), si el marido se encontraba bajo la potestad paterna, en
cuyo caso a la muerte del padre, su esposo le sucedía en la manus maritalis.
Aunque la condición jurídica de la mujer se definía en la fórmula loco filiae
mariti est, el poder que el marido ejercía sobre su esposa difería radicalmente
del que tenía respecto a sus hijos; de ahí tal vez que no se usara el término
potestas para designar el poder marital. El esposo no habría poseído nunca el
ius vitae necisque sobre la mujer, ni el derecho de venderla o darla en noxa. Es
cierto, sin embargo, que cuando la mujer se hallaba sometida a la patria
potestas o a la tutela legítima (tutela mulierum), una y otra quedaban
absorbidas por la manus.
Con respecto a la capacidad patrimonial, la uxor in manu estaba en situación
similar a la del hijo en potestad. En consecuencia, si era sui iuris todo su
patrimonio se transmitía al pater, operándose una sucesión universal inter
vivos con efectos análogos a los que producían la adrogación y la legitimación,
según dijimos.
La manus no nacía automáticamente por la sola celebración del matrimonio,
sino que requería un acto legal especial para que el marido adquiriera tal
potestad. El derecho romano conoció tres modos de adquisición: la
confarreatio, la coemptio y el usus, que no deben tenerse por tres formas
distintas de celebración del matrimonio.
Confarreatio
Se trataba de una ceremonia religiosa de una solemnidad única, en la que los
desposados se hacían recíprocamente solemnes interrogaciones y
declaraciones ante diez testigos ciudadanos romanos, asistidos del gran
pontífice y ante el sacerdote de Júpiter (flamen dialis), a quienes los
interesados ofrecían un sacrificio en el que figuraba un pan de trigo (farreus
panis). La mujer desde entonces era admitida en la comunidad familiar del
pater, bajo la potestad del cual quedaba.
Este rito fue cada vez menos practicado al ir desapareciendo la diferencia entre
patricios y plebeyos, como propio que era de los ciudadanos de la clase
aristocrática de la sociedad romana. Se lo exigía todavía a fines de la
República para que los hijos del matrimonio pudieran ser flamines maiores,
hasta que el emperador Tiberio abolió los efectos civiles de la confarreatio.
Por este procedimiento la mujer quedaba indisolublemente unida a la familia
del marido y a su culto y no podía ser separada más que por el rito contrario
(contrarius actus) de la diffarreatio en condiciones que no son conocidas.
Coemptio
La coemptio, que era el modo normal de crear la manus en el período clásico,
consistía en una venta o autoventa imaginaria de la mujer al marido, efectuada
por medio de los procedimientos de la mancipatio que se hacía en presencia
del pater, si era alieni iuris, o de su tutor, si era sui iuris, y de las personas que
debían participar en tal acto, es decir, los cinco testigos y el libripens,
declarándose que tal venta era matrimonii causa y no como esclava para que
así quedara bajo la potestas del marido y no in mancipio de éste.
La coemptio va también haciéndose infrecuente en la época de Cicerón como
consecuencia de la aversión que sienten las mujeres hacia el matrimonio cum
manu. En la época clásica ha caído totalmente en desuso y sólo perdura como
institución la coemptio fiduciae causa, aplicable para que la mujer pudiera
testar válidamente o cambiar de tutor. Se extinguía el poder marital cuando se
hubiera adquirido por coemptio, también por un acto contrario, consistente en
una remancipatio de la mujer a un tercero, el cual la manumitía después.
Usus
Cuando el matrimonio había sido celebrado sin las formalidades de la
confarreatio o de la coemptio, se aplicaban las normas propias de la usucapión,
y el marido adquiría la manu por el usus, es decir, reteniendo a la mujer en
posesión durante un año. En este lapso la esposa podía interrumpir esta
especial usucapión permaneciendo fuera de la casa del marido durante tres
noches (trinoctium). Este modo arcaico de adquirir la potestad marital no
sobrevivió al fin de la época republicana y habría sido el emperador Augusto
quien lo abolió totalmente.
Efectos de la manus
El hecho de que la mujer cayera in manu maritii traía aparejado consecuencias
de orden personal y patrimonial.
En cuanto a las primeras se producía en la mujer una capitis deminutio minima
al ingresar a la familia agnaticia del marido, quedando bajo su potestad si éste
era sui iuris o bajo la de la persona que ejerciera la jefatura del grupo, si era
alieni iuris, sin que por ello se rompieran los vínculos de cognación de la mujer
con sus antiguos parientes. Como consecuencia de la organización familiar
romana, la esposa al incorporarse al nuevo grupo adquiría la condición de hija
(loco filiae) si su cónyuge era el pater y de nieta (loco neptis) si el marido se
encontraba in patris potestae. Ocupaba en la familia el primer lugar después
del pater, siendo honrada con la designación de materfamilias, término que se
hizo extensivo para calificar a toda mujer sui iuris. A pesar de que los poderes
del pater sobre los integrantes de la familia fueron absolutos, especialmente en
los primeros tiempos, ellos no se mostraban con tanta amplitud respecto a la
mujer que caía in manu. En este sentido el esposo no podía ejercer el ius vitae
et necis teniendo solamente derecho a castigarla con la aquiescencia de un
consejo familiar integrado por los parientes más próximos. Carecía también del
ius vendendi y del ius noxae dandi.
En lo referente a las consecuencias de orden patrimonial que provocaba la
manus, cabe señalar que se transmitían al marido todos los bienes corpóreos e
incorpóreos de la mujer sui iuris, operándose así una sucesión inter vivos per
universitatem en la que no se incluían sus deudas ni los derechos a favor de
terceros. Como esta situación, semejante a la derivada de la adrogación, podía
hacer que los acreedores se vieran burlados en el cobro de sus legítimos
créditos desde que el marido no quedaba obligado por las deudas de su
esposa, el Derecho Romano otorgó a aquéllos acciones ficticias contra la
misma por las que se consideraba a la mujer como si nunca hubiera perdido su
calidad de sui iuris. Los acreedores podían ejecutarla en los bienes que hubiera
aportado a la nueva familia siempre que el jefe no asumiera su defensa.
Sine manu
La mayor parte de los pueblos de la antigüedad practicaron simultáneamente
formas diferentes de matrimonio. Los romanos conocieron a la par del
matrimonio cum manu, las iustae nuptiae sine manu, que fueron un medio para
que el paterfamilias se procurase los hijos que deseara sin agregar a su familia
la mujer que se prestaba a dárselos.
Se discute el origen y la antigüedad de este matrimonio. El principio según el
cual el pater formaba su familia como deseaba, explicaría esta forma de
nupcias. La decadencia de la manu maritalis, desaparecida absolutamente
alrededor del siglo III d.C, torna corriente la práctica del matrimonio sine manu,
en el que, al no tener el marido poder alguno sobre la mujer, ésta quedaba en
la misma situación familiar y patrimonial que tenía antes de las nupcias. En
consecuencia, si era alieni iuris al tiempo de contraer matrimonio, continuaba
sometida a la potestad de su padre, en tanto que si tenía calidad de sui iuris,
debía nombrársele un tutor. Su marido no era su tutor legítimo, ni era usual
nombrar al marido tutor de la propia mujer.

D. Presupuestos del matrimonio


El derecho romano exigió para la validez del matrimonio la presencia de ciertos
presupuestos o requisitos. Entre ellos se cuentan los siguientes: capacidad
jurídica o ius connubii, capacidad sexual para procrear, consentimiento de los
contrayentes y consentimiento del paterfamilias, cuando los desposados fueran
alieni iuris.
Para que la unión tuviera el carácter de matrimonium legitimum o iustae
nuptiae, se requería que los cónyuges gozaran del ius connubii o aptitud legal
para unirse en matrimonio. En los primeros tiempos sólo eran titulares de tal
derecho los ciudadanos romanos, por lo cual quedaban excluidos de las
nupcias los peregrinos, los latinos y los esclavos. Con la concesión de la
ciudadanía a todos los súbditos del Imperio, por la célebre constitución de
Caracalla del año 212 d.C, el connubium se extendió a los extranjeros y latinos.
Otro presupuesto fundamental del matrimonio fue la pubertad, o sea, la aptitud
sexual para procrear, que el derecho romano estimó que la mujer la alcanzaba
a los doce años y el varón a los catorce, según decisión de Justiniano, quien se
apartó de la idea de los sabinianos que entendían que respecto de los varones
debía comprobársela mediante una inspectio corporis. Sin embargo, se llegó a
admitir la unión de los impúberes en matrimonio, siempre que llegados a la
pubertad subsistiera la convivencia y la affectio maritalis.
El consentimiento de los contrayentes fue para la legislación romana el
elemento vital del matrimonio. De ahí que las fuentes declaren que las nupcias
no dependen del concúbito, sino del consentimiento. La consumación de la
cópula carnal no fue exigencia para el matrimonio romano.
Era igualmente necesario el consentimiento del paterfamilias cuando alguno de
los futuros cónyuges fuera alieni iuris. Como podía suceder que el padre del
contrayente no fuera el jefe de la familia sino otro ascendiente, como el abuelo,
cuando se tratara del hijo varón se hacía necesario que también el padre
expresara su conformidad porque, eventualmente, los hijos que nacieran del
matrimonio podían quedar colocados bajo su potestad con todas las
consecuencias que de la misma derivaban. En el caso de la mujer el
consentimiento no era requerido a su padre, porque los hijos que nacieran de la
unión matrimonial no iban a formar parte de su familia, sino de la del marido. El
consentimiento, fuera expreso o tácito y no viciado por error, dolo o violencia,
podía ser negado por el pater, hasta que la lex Iulia autorizó la venia supletoria
del magistrado cuando la negativa no estuviera justificada. Para las mujeres sui
iuris, menores de veinticinco años, el derecho imperial autorizó el
consentimiento de la madre a falta del paterno, y hasta admitió
subsidiariamente el de los próximos parientes.

E. Impedimentos matrimoniales
Constituían impedimentos matrimoniales hechos o situaciones de diversa
índole -éticas, sociales, políticas, religiosas- que importaban obstáculos legales
para la realización de las legítimas nupcias.
La teoría de los impedimentos matrimoniales no fue genuinamente romana.
Nació y se desarrolló al amparo del derecho canónico para el que había
impedimentos "absolutos", que imposibiliban el matrimonio con cualquier
persona, y "relativos", que implicaban la prohibición nupcial con determinada o
determinadas personas. Se distinguió, además, entre impedimentos
"dirimentes", que no permitían matrimonio válido y obligaban a su anulación, y
los llamados "impedientes", en los que la violación de la prohibición legal no
provocaba la nulidad del acto sino otra pena.
Relativos
Entre los impedimentos relativos tenía especial importancia el parentesco. En
el antiguo derecho la prohibición en línea recta -natural o adoptiva- se extendía
hasta el infinito, en tanto que en la colateral llegaba hasta el sexto grado. El
emperador Claudio, para legalizar sus nupcias con su sobrina Agripina,
autorizó el matrimonio de tíos y sobrinos y los emperadores Arcadio y Honorio
permitieron el de primos hermanos, es decir, colaterales en cuarto grado.
Respecto de la afinidad, el obstáculo era total en línea recta y en la colateral
hasta el segundo grado (cuñados). Justiniano prohibió el matrimonio de padrino
y ahijada, en razón del vínculo espiritual existente.
También por cuestiones viudedad reciente, ya que en el Derecho clásico la
mujer no puede contraer nupcias antes de los diez meses de la disolución del
precedente matrimonio por muerte del marido. En la época posclásica tal
período se extiende a un año, teniéndose también en cuenta la disolución por
divorcio. Tal norma tiene por fin evitar dudas acerca de la paternidad del
concebido en el primer matrimonio. La prohibición cesa, en todo caso, si la
mujer da a luz antes de los diez meses o del año.
Otros impedimentos relativos derivaron de razones religiosas, como ocurrió
cuando se impuso el cristianismo como culto oficial del Imperio y se prohibió el
matrimonio de cristianos con herejes y judíos. Los había que tenían origen
ético, como el que prohibía casarse al adúltero con su cómplice, al raptor con la
mujer raptada y al hijo con la prometida o concubina de su padre.
El desempeño de ciertas funciones públicas o privadas vino a constituir para el
derecho romano un impedimento relativo para el matrimonio. Así, el
gobernador de provincia no podía unirse en legítimas nupcias con mujer
domiciliada dentro de los límites de la misma y los tutores o curadores y sus
hijos con la pupila antes de rendir cuentas de su gestión. Se trataba, como
dijimos, de casos de incapacidad de derecho.
La diferencia de clases sociales excluía también la posibilidad de matrimonio.
Sabemos que por el derecho antiguo estaban prohibidas las nupcias entre
patricios y plebeyos, prohibición que fue consagrada por las XII Tablas y que
más adelante desapareció por la lex Canuleia del año 445 a.C. Estuvo vedado
asimismo el matrimonio entre ingenuos y libertinos hasta la sanción de la lex
Iulia et Papia Poppaea del tiempo de Augusto. Había impedimento para que las
personas de dignidad senatorial y sus hijos contrajeran nupcias con quienes
ejercían profesiones u oficios deshonrosos (personae adiectae), como los
actores, histriones, gladiadores, dueños de casas de prostitución, etcétera. El
emperador Justino abolió esta disposición para posibilitar el matrimonio de su
sobrino Justiniano con Teodora, mujer que había habitado el Embolum, famoso
pórtico de la prostitución, donde ella después hizo levantar el templo de San
Pantaleón. Justiniano completó esta reforma disponiendo que cualquiera que
fuese la dignidad que ostentara el marido podía casarse con mujer de cualquier
clase o profesión.
Absolutos
En derecho romano tenían impedimento absoluto los castrados (castrati) y los
esterilizados (spadones), aunque no los que nacían impotentes, esto es, los
spadones por naturaleza. Con el cristianismo la legislación romana prohibió con
carácter absoluto el matrimonio de las personas que hubieran hecho voto de
castidad o recibido las órdenes mayores. También había inhabilitación absoluta
para contraer nupcias en el caso que alguno de los desposados estuviera unido
en un matrimonio anterior, impedimento que los modernos denominan de
"ligamen".
También eran impedimentos absolutos la esclavitud de uno de los cónyuges y
que el matrimonio precedente todavía no estuviere disuelto, en cuanto que la
ley no autoriza la coexistencia de un doble vínculo.

II. Régimen jurídico del matrimonio


A. Efectos
El matrimonio, como institución básica del derecho de familia, producía
importantes consecuencias jurídicas tanto respecto de los cónyuges, como en
relación a los hijos.
Efectos del matrimonio respecto de los cónyuges
En cuanto a los esposos, los efectos del matrimonio se traducían no sólo en las
relaciones de carácter personal, sino también en las de orden patrimonial. De
estas segundas, por su importancia, trataremos por separado.
Principal consecuencia del matrimonio era el deber de fidelidad entre los
cónyuges. El derecho romanó trato más severamente la infidelidad de la
esposa que la del marido y en este sentido la mujer adúltera cometía un delito
público que se castigaba severamente, en cambio, el adulterio del marido,
siempre que no tuviera lugar en la ciudad del domicilio conyugal, no era causal
de divorcio. La mujer debía habitar la casa del marido, que constituía su
domicilio legal. Asimismo, estaba obligada a seguirlo siempre, a menos que él
se hiciese reo de algún delito. La esposa adquiría el nombre y la dignidad de su
cónyuge, los que conservaba aunque quedara viuda, mientras no pasara a
segundas nupcias.
El marido tenía que dar protección a su mujer y representarla en justicia. Un
cónyuge no podía ejercer contra otro, acción alguna que trajera aparejada una
pena infamante. En materia civil, la condena que obtuviera uno de los esposos
en juicio seguido al otro estaba limitada por el beneficium competentiae, que
impedía que se privara al vencido de lo necesario para subsistir de acuerdo con
su condición social. Los cónyuges se debían recíprocamente alimentos, por lo
cual, en caso de necesidad, estaban obligados a suministrarse comida, vestido,
habitación, etcétera. Los alimentos se determinaban a tenor de las
posibilidades del que los debía prestar y de las necesidades del esposo que iba
a recibirlos.
Al esposo se le otorgó el ejercicio del interdictum de uxore exhibenda et
ducenda para hacerlo valer contra cualquiera que se apoderara ilegítimamente
de su mujer, aunque fuera el propio paterfamilias.
Para dejar el matrimonio al margen de todo interés pecuniario, el derecho
romano prohibió que los cónyuges pudieran hacerse mutuamente donaciones y
también que la mujer fuera fiadora de su marido.
Efectos del matrimonio respecto de los hijos
Dentro de los efectos del matrimonio en cuanto a los hijos, merece especial
tratamiento la filiación, o sea, la relación paterno-filial, que podía ser legítima o
ilegítima, según que los hijos nacieran o no de padre y madre unidos en iustum
matrimonium.
La filiación legítima, que era aquella en que el nexo entre el engendrado y sus
progenitores derivaba de legítimas nupcias, daba al hijo la calidad de legítimo,
que la ley presumía cuando hubiera nacido después de los ciento ochenta días
de la celebración del matrimonio y antes de los trescientos de su disolución. En
estos casos se reputaba al marido padre del hijo, presunción que podía ser
destruida si el padre probaba la imposibilidad material de haber cohabitado con
su mujer o su impotencia para la unión carnal.
En cualquier otro caso, contrariamente, la mujer tenía que probar la paternidad
si el marido la negaba. La acción que el derecho romano otorgó a la esposa
para el reconocimiento del hijo se llamó actio de partu agnoscendo. Sin
embargo, para evitar la suposición de parto, la mujer que se creía embarazada
en el momento del divorcio, estaba obligada, según un senadoconsulto
Plaucianum -de la época de Vespasiano-, a comunicárselo al marido dentro de
los treinta días. Más adelante, el edicto del pretor extendió esta disposición al
caso de disolución del matrimonio por muerte del marido, supuesto en que
había que comunicar el embarazo a las personas interesadas, pues de lo
contrario perdía la mujer el derecho a intentar la acción de partu agnoscendo;
pero el hijo podía en todo tiempo hacer valer sus derechos por una actio de
liberi agnoscendo.
Los hijos legítimos tenían derecho a exigir de sus padres la prestación de
alimentos, si ellos no podían subvenir (sufragar, costear) a sus propias
necesidades. Esta obligación se imponía en primer lugar al padre y a la madre,
y en defecto de éstos a los abuelos. La prestación de alimentos era recíproca y
en consecuencia los hijos estaban obligados a mantener a sus padres cuando
estuvieran en la indigencia.
Otro deber fundamental que imponía el matrimonio a los hijos era el de respeto
y obediencia a sus padres. Ello hacía que no pudieran iniciar acción infamante
contra sus progenitores, ni exigir por sus créditos más allá de los medios que
tuvieran para proveer a su subsistencia (beneficium competentiae).

B. Disolución del matrimonio: causas


El matrimonio en Roma se disolvía por muerte de uno de los cónyuges, por
pérdida de la capacidad matrimonial, por sobrevenir un impedimento y por una
causa específica: el divorcio.
A la muerte, que era el medio natural de extinguir el matrimonio, se equiparaba
la ausencia. Si uno de los esposos vivía largo tiempo sin tener noticias del otro,
y en circunstancias que hicieran presumir su muerte, se consideraba disuelto el
matrimonio, porque siendo una relación de mero hecho, cesaba la intención
matrimonial, fundamento de la comunidad de vida que el matrimonio implicaba.
Había disolución del vínculo conyugal por pérdida de la capacidad de los
esposos en los casos de capitis deminutio maxima de cualquiera de ellos,
porque las nupcias sólo eran para personas libres. Si la pérdida de la libertad
hubiera sido provocada por cautiverio, el ius postliminium no tenía efecto, dado
que el matrimonio era una situación fáctica. Al retornar el cónyuge cautivo
podía unirse en nuevo matrimonio con el que había permanecido libre, pero no
continuar el anterior. El derecho Justinianeo prohibió al cónyuge libre contraer
nuevas nupcias hasta pasados cinco años desde el tiempo de la cautividad.
También se perdía la capacidad matrimonial y, por ende, se disolvía el
matrimonio por la capitis deminutio media. Ello, en virtud de que las iustae
nuptiae sólo eran accesibles a quienes gozaran de la ciudadanía romana. Así,
en el derecho clásico, la deportación, que acarreaba la pérdida de la
ciudadanía, provocaba la disolución del matrimonio. Justiniano, por influencia
del cristianismo, privó a la deportación de tales efectos jurídicos.
Se extinguían, asimismo, las nupcias por sobrevenir un impedimento, como en
el caso del incestus superveniens, que se producía si el suegro adoptaba al
yerno, de modo que éste se convertía en hermano de su esposa. Se podía
evitar que sobreviniese el incesto, emancipando previamente el pater a su hija.
El divorcio
Causa específica de disolución del matrimonio fue el divorcio (divortium), que
era la falta de affectio maritalis en uno de los cónyuges o en ambos. Como el
matrimonio exigía en Roma un acuerdo continuado, cuando éste faltaba en los
esposos se disolvía el vínculo y no podían ser considerados ya como marido y
mujer. La disolución de las nupcias por divorcio fue un sentimiento tan
adentrado en los romanos, que desde antiguo rigió el principio de que el
matrimonio era una institución esencialmente disoluble. Por aplicación de tal
principio los cónyuges no podían obligarse contractualmente a no divorciarse,
ni dificultar siquiera el divorcio con penas convencionales.
El divorcio se hacía en tiempos clásicos por la simple declaración de cualquiera
de los esposos de querer extinguir el vínculo conyugal (repudium). Esta
declaración podía ser oral o escrita (per litteras) y también comunicada por
medio de un nuntius (mensajero). Una excepción a esta regla fue la establecida
por la lex Iulia de adulteriis, que dispuso que el repudio debía participarse por
un liberto en presencia de siete testigos, pero hasta una declaración no formal
era bastante para disolver el matrimonio, si bien insuficiente para eludir ciertas
penas.
En la época postclásica se introdujo el uso de redactar un documento escrito
que formalizara el divorcio (libellus repudii); más tarde esta costumbre se tornó
en una exigencia legal. Justiniano mantuvo este criterio, pero permitió la
declaración ante siete testigos que había consagrado la lex Iulia.
Probablemente se quiso hacer obligatoria una declaración escrita firmada por
siete testigos.
La pureza de las costumbres romanas hizo que por mucho tiempo los divorcios
fueran poco frecuentes y que causaran general reprobación, si no tenían una
causa justificada. No le estaba permitido a la mujer, dado su estado de
dependencia a la patria potestas o manus, divorciarse de su marido, obstáculo
que fue eliminado al finalizar la época republicana. La expansión de Roma
produjo un relajamiento de las costumbres y ello fue causa determinante del
auge de los divorcios. En tiempo de los emperadores cristianos se abrió paso
una legislación hostil al divorcio que no llega, empero, a negarle validez. Se
comenzó por distinguir entre el divorcio por mutuo acuerdo y aquel que surgía
por decisión unilateral, respetándose el primero y limitándose el segundo, que
era castigado si no mediaban justas causas.
Justiniano, ordenando numerosas disposiciones limitativas del divorcio
establecidas por los emperadores cristianos, distinguió cuatro clases de él: el
divorcio por mutuo consentimiento (communi consensu), el repudio o divorcio
unilateral por culpa del otro cónyuge, el divorcio unilateral sine causa y el
divortium bona gratia.
El primero -el divorcio por mutuo consentimiento- era plenamente lícito. El
segundo -el divorcio unilateral por culpa del otro cónyuge- era lícito si se daban
las siguientes iustae causae: conjura (acuerdo secreto contra algo o alguien)
contra el emperador, adulterio o malas costumbres de la mujer, alejamiento de
la casa del marido, insidias (engaños ocultos o disimulados para perjudicar a
alguien) al otro cónyuge, falsa acusación de adulterio por parte del marido y
comercio (trato o relación sexual) frecuente de éste con otra mujer, dentro o
fuera de la casa conyugal. El tercero -el divorcio sine causa- no era lícito y por
tanto traía aparejado castigo para el cónyuge que lo provocara, sin que por ello
fuera inválido. La cuarta figura de divorcio -bona gratia- que se fundaba en una
causa no imputable a ninguno de los esposos, era lícita en caso de impotencia
incurable, por existir votos de castidad y si se hubiera producido cautividad de
guerra.
Las penas para el divorcio realizado sin justa causa y las que se aplicaban a la
parte culpable en los divorcios lícitos fueron, según la legislación justinianea, el
retiro forzado en un convento y la perdida de la dote y de la donación nupcial o
de la cuarta parte de los bienes cuando éstas no se hubieran constituido. Tales
sanciones trajeron una fuerte reacción contra Justiniano, por lo cual su sucesor
Justino II suavizó las penas que acarreaba el divorcio.

III. Régimen patrimonial del matrimonio


Las relaciones patrimoniales entre cónyuges, o lo que es lo mismo, el régimen
de los bienes en el matrimonio, es uno de los aspectos de mayor interés que
ofrece la institución matrimonial en el derecho romano, a la vez que a través de
sus normas peculiares aparecen nítidas las diferencias que separan las iustae
nuptiae cum manu y sine manu.
Cuando por el matrimonio el marido adquiría la potestad marital sobre su
esposa, todos los bienes que ésta poseía, si era sui iuris, pasaban a aquél, del
mismo modo que las adquisiciones que realizara se hacían propiedad del
cónyuge, porque la mujer sometida a la manus maritalis era patrimonialmente
incapaz. A la muerte del esposo le sucedía como si fuese una hija, y los
derechos sucesorios en su familia de origen se extinguían al ingresar en la de
su cónyuge.
En el matrimonio libre, como la mujer seguía perteneciendo a su familia
paterna, había una separación de bienes. De esta manera, si era alieni iuris las
adquisiciones realizadas durante el matrimonio se hacían propiedad de su
paterfamilias y si tenía la calidad de sui iuris era propietaria de todos sus bienes
y de los que adquiriera durante las nupcias, con amplio poder de disposición.
Sin embargo, según una regla atribuida al jurisconsulto de fines de la
República, Q. Mucio Scaevola, toda las adquisiciones de la mujer durante el
matrimonio se presumían hechas por el esposo, salvo prueba en contrario
(praesumptio Muciana).
El marido no tenía facultad sobre los bienes propios de la esposa, y si ésta le
encargaba la administración, actuaba en carácter de mandatario, Estos bienes
confiados a la administración marital se llamaban extradotales (res quae extra
dotem sunt), según la terminología clásica, o parafernales (parapherna). En
cuanto a los bienes parafernales, el marido debía actuar en todo de acuerdo
con las instrucciones dadas por la esposa, quedando responsable de la pérdida
que pudiera acaecer, si hacía un uso no autorizado de ellos. Disueltas las
nupcias, el marido estaba obligado a restituir los bienes extradotales,
disponiendo la mujer a tal respecto de la actio ad exhibendum, como medida
preparatoria de la reivindicatio, pudiendo reclamarlos, también, por una
condictio.
En el matrimonio sine manu, al existir un régimen de separación de los bienes
de los cónyuges, éstos no se debían alimentos. Tampoco se reconocía derecho
de sucesión mutua intestada, de acuerdo con el derecho civil, y en el derecho
pretorio el viudo o la viuda eran llamados en último término por una bonorum
possessio unde vir et uxor.
Estos principios generales relativos al derecho matrimonial de bienes se
modificaron profundamente con la institución de la dote, que constituyó la
columna vertebral del sistema patrimonial del matrimonio romano.

A. Dote
Concepto
Se designaba con el nombre de dote (dos o res uxoriae) al conjunto de bienes
o cosas particulares que la mujer, su paterfamilias u otra persona en su nombre
aportaban al marido a causa del matrimonio, con el fin subvenir a las
necesidades y gastos de la vida matrimonial.
La dote fue un instituto que alcanzó gran difusión en la sociedad romana, que
consideraba un deshonor para una mujer concurrir indotada al matrimonio.
Habría surgido como consecuencia del carácter del matrimonio cum manu, que
al hacer que la mujer perdiera sus derechos hereditarios en su familia de
origen, justificaba la entrega a ella de bienes como un anticipo de herencia.
Posteriormente, con la vigencia del matrimonio sine manu, la dote implicó una
aportación de la mujer para contribuir al sostenimiento de los onera matrimonii,
no quedando al margen de la finalidad del instituto la protección de la mujer
una vez disueltas las nupcias.
La circunstancia de que la dote pasara en propiedad al marido hizo que se la
considerara jurídicamente como un lucro, esto es, un acto a título gratuito. Sin
embargo, su naturaleza jurídica no es tal, ya que la dote se configuró en el
derecho romano como una dación con causa onerosa (datio ob causam),
condición que surge, no tanto del fin que la institución perseguía, de servir al
sostenimiento de las cargas matrimoniales, cuanto de la obligación del marido
de restituir la dote en caso de disolución del matrimonio.
Presupuesto fundamental de la dote era un matrimonio civilmente válido. Antes
del matrimonio se constituía (la dote) bajo la condición de que éste (el
matrimonio) se realizara, de suerte que el marido se hacía propietario cuando
se celebraban las nupcias; o bien se constituía puramente y el marido adquiría
de inmediato la propiedad de la dote, pero correspondiendo al constituyente
una condictio para el caso de que el matrimonio no llegara efectivamente a
realizarse.
En la concepción romana originaria, la dote era propiedad exclusiva del marido
y la mujer carecía de derecho sobre tales bienes. No obstante, estaba afectada
al destino convenido y de ahí que surgiera inevitablemente la idea de que
aquella dote se debía a la mujer o que, hasta cierto punto, le correspondía. La
pertenencia especial de la dote a la mujer va apareciendo en la legislación
romana en algunos aspectos que restringen la propiedad del marido. Así, la
actio furti es excluida para los objetos dotales sustraídos por la mujer,
aplicándose en el caso una acción especial de "cosas movidas de sitio" (actio
rerum amotarum). Del mismo modo, por una lex Iulia de fundo dotali de la
época de Augusto, se prohibió al marido enajenar los fundos itálicos de la dote
sin consentimiento de su esposa. Igualmente, se hacía responsable al marido
por la pérdida de las cosas dotales, en la misma medida que a un poseedor de
una cosa ajena. Por fin, se reconoció a la mujer el derecho de recuperar la dote
al producirse la disolución del vínculo conyugal.
Clases
Constituyente de la dote fue, por principio, el paterfamilias de la mujer. Cuando
ésta era sui iuris le correspondía dotarse a sí misma. Un tercero podía también
constituir dote a favor de la mujer. Era éste un importante deber moral que
Justiniano elevó a obligación jurídica en el caso del pater del padre de la mujer
y también de la madre pudiente.
Atendiendo a las personas que podían otorgar la dote, ésta fue de distintas
clases. Se llamaba dos profecticia, si era constituida por el paterfamilias y más
adelante también por el padre que no tenía la patria potestad sobre la mujer;
dos adventicia, la otorgada por la mujer misma, por su madre o por persona
distinta del padre, y dos recepticia, la dote en la que el constituyente se
reservaba el derecho de recuperar los bienes en caso de disolución del
matrimonio.
Objeto de la dote podía ser cualquier res in commercio. Así, cosas corporales,
derechos reales, créditos, remisión de deuda, etcétera. Según la naturaleza del
objeto de la dote cambiaban las formas de su constitución que, en el derecho
clásico, podía llevarse a cabo por tres modos distintos. Mediante la dotis datio,
que operaba la transmisión inmediata de los bienes dotales y que se realizaba
por mancipatio, in iure cessio o traditio. Por la dotis dictio, contrato verbis, que
consistía en una promesa unilateral solemne del constituyente, que podía ser el
padre de la mujer, ésta misma si era sui iuris, o un deudor que interviniera por
mandato de ella. También por la promissio dotis, que era una promesa de dote
en la forma de la stipulatio, utilizable por cualquiera que deseara beneficiar a la
mujer. En el derecho postclásico estas formas desaparecieron y la dote se
pudo constituir por un solo pacto legítimo (pactum dotis), al que se
acostumbraba acompañar un documento escrito (instrumentum dotale).
Restitución de la dote
Disuelto el matrimonio, el marido estaba obligado a restituir la dote, a pesar de
su condición de propietario de ella. En los primeros tiempos, esta restitución se
operaba tácitamente en el matrimonio cum manu, porque siendo el
fallecimiento del esposo la forma normal de extinguir el vínculo, tal hecho hacía
heredera a la mujer. Además, fue común que el marido la beneficiara con un
legado especial (legatum dotis), que obraba a manera de restitución.
Relajadas las costumbres y producidos los divorcios con demasiada frecuencia,
se hizo necesario crear medios jurídicos para hacer efectiva la restitución. A tal
fin se introdujo la práctica de que el marido, mediante estipulación (cautio o
stipulatio rei uxoriae), prometiera al constituyente la restitución de la dote en
caso de divorcio. Si el esposo no cumplía la promesa restitutoria, ésta se hacía
exigible por la acción propia del contrato, la actio ex stipulatu, de objeto incierto,
a no ser que se hubiese prometido, no la restitución, sino el valor tasado de la
dote (dos aestimata), en cuyo caso procedía la condictio. Se admitió también,
en el derecho postclásico, un pacto de restitución que las partes podían
celebrar al hacer la transmisión inmediata de los bienes dotales (dotis datio).
En tal supuesto el constituyente podía exigir la restitución de la dote ejerciendo
la actio praescriptis verbis que, como vimos, era la acción por la cual se
demandaba el cumplimiento de los contratos innominados.
La falta de acuerdo sobre la restitución de la dote planteaba el problema de la
imposibilidad de recuperar por parte de la esposa los bienes que se habían
hecho propios del marido. Ante tal circunstancia se llegó a reconocer a la
mujer, cuando el matrimonio se hubiera disuelto por divorcio, un derecho de
restitución que se hacía efectivo por medio de una acción pretoria ex fide bona,
la actio rei uxoriae. La acción correspondía a la mujer misma si era sui iuris y
siempre que la dote fuera adventicia, o el padre hubiera muerto; si no se daba
esta situación, la ejercitaba el padre con consentimiento de la hija. El derecho a
la restitución era personalísimo y, por tanto, no podía ser intentado por los
herederos de la mujer. El ejercicio de la actio rei uxoriae determinó que la
restitución pudiera ser impuesta en todo o en parte, teniendo en cuenta la
situación patrimonial del marido, el que, no obstante, gozaba del beneficium
competentiae para restituir sólo lo que buenamente pudiera.
El marido que tenía la obligación de restituir la dote estaba autorizado, empero,
a retener cierta cuota de los bienes en caso de la existencia de hijos, retención
que también podía hacer como sanción por el adulterio de la mujer, para
castigar una conducta menos grave, por los gastos útiles que hubiera realizado
y por las indebidas sustracciones que la mujer hubiera hecho de los bienes del
esposo.
Nacida la actio rei uxoriae para el supuesto de disolución de las nupcias por
divorcio, tuvo aplicación también para el caso de extinción del matrimonio por
muerte del marido, ejercitándosela en contra de sus herederos. Si se trataba de
dos profecticia, el paterfamilias podía hacer valer la actio rei uxoriae después
de la muerte de la hija. Cabía la posibilidad, en caso de fallecimiento del
esposo, de que si hubiera legado a su mujer los bienes dotales, ésta tuviera
derecho a elegir entre la liberalidad o la restitución de la dote. Esta opción
recibió el nombre de edictum de alterutro.
La restitución de la dote debía operarse inmediatamente si se la exigía por
medio de la actio ex stipulatu, en tanto que si se ejercitaba la actio rei uxoriae y
se trataba de dinero u otras cosas fungibles, la restitución se hacía en tres
cuotas anuales.
Con Justiniano, el régimen de la dote experimenta profundas transformaciones
tendientes a favorecer el interés de la mujer, llegando a reconocer que la dote
era propiedad de la mujer y que el marido sólo tenía sobre los bienes dotales el
usufructo. Simplificando el complejo régimen hasta entonces vigente, declaró
restituible la dote en todos los casos de disolución del matrimonio y eliminó el
derecho de las retenciones, así como el edictum de alterutro. Los inmuebles
había que restituirlos inmediatamente y las restantes cosas en el plazo de un
año. Vencidos esos plazos, los frutos pertenecían a la mujer.
La actio rei uxoriae es sustituida en el derecho justinianeo por una actio ex
stipulatu, que no se origina en una stipulatio realmente celebrada, sino más
bien supuesta. Esta nueva acción no es, como la de la estipulación, de derecho
estricto, sino bonae fidei, denominándosela en el Digesto acción de dote o
actio dotis. Con la actio dotis concurría la reivindicatio, porque la mujer, aun
durante el matrimonio, tenía una propiedad natural sobre la dote y el marido, al
disolverse el vínculo, perdía su propiedad temporalmente limitada en los bienes
dotales. Justiniano, por fin, para garantizar más acabadamente la restitución de
la dote a la mujer, por influencia del derecho helénico, creó un hipoteca legal
sobre el patrimonio del marido, general y privilegiada, respecto de los demás
derechos pignoraticios constituidos con anterioridad al matrimonio.

IV. Concubinato
A. Concepto, requisitos y régimen jurídico
Concepto
El derecho romano conoció otra forma de comunidad conyugal, el concubinato
(concubinatus), en el que existía unión estable del hombre y la mujer sin que
medie intención recíproca de estar unidos en matrimonio. Se distinguía de las
justas nupcias tanto por la posición social que la mujer ocupaba, como por la
condición jurídica de los hijos que de la unión provenían. La mujer no disfrutaba
de la consideración de mujer casada, le faltaba el honor matrimonii. Los hijos,
como todos los habidos fuera de matrimonio, no entraban bajo la potestad ni en
la familia del padre; seguían la condición personal de la madre.
Régimen jurídico y requisitos
El concubinato fue la única forma posible de unión con libertos y mujeres
sancionados con la tacha de infamia, sin violar las disposiciones de la lex Iulia
de adulteriis de la época de Augusto. Al prohibir las leyes matrimoniales de
este emperador a las clases elevadas el matrimonio con aquellas personas
(libertos o mujeres sancionadas con tacha de infamia), vino a permitir, al menos
tácitamente, el concubinato, que se hizo habitual en el Imperio. No se lo miraba
como una unión inmoral o contraria a las buenas costumbres, y emperadores
como Antonino Pío y Marco Aurelio tuvieron concubinas.
Con el advenimiento del cristianismo se opera una reacción contra esta clase
de unión y Constantino declaró nulas las donaciones y legados efectuados a la
concubina y a sus hijos. Con el fin de estimular que las parejas de concubinos
se unieran en legítimas nupcias, este emperador creó la legitimación por
subsiguiente matrimonio, medio por el cual el hijo alcanzaba la calidad de
legítimo y se sometía a la potestad paterna ingresando en la familia de su
padre.
Justiniano siguió otro procedimiento para suprimir en el concubinato lo que dé
contrario a la moral encerraba. Lo asemejó al matrimonio, considerándolo una
especie de él, aunque de rango inferior. Dispuso que el concubinato no fuera
admitido con mujeres ingenuas y respetables, prohibiendo además que un
hombre soltero tuviera varias concubinas. La mujer debía tener, al igual que
para contraer matrimonio, una edad mínima de doce años y la concubina de un
hombre no podía serlo de su hijo o de su nieto, reputándose su infidelidad
como adulterio, igual que en la mujer casada. Una liberta que fuera concubina
de su patrón no podía abandonarlo sin su consentimiento, si lo hacía, no
estaba autorizada a celebrar matrimonio y, tal vez, ni siquiera volver a una
nueva relación concubinaria. Por fin, Justiniano, reconoció en las Novelas la
sucesión ab intestato a favor de la concubina.

B. Esponsales
Concepto
El matrimonio en Roma solía ir precedido de una promesa formal de celebrarlo,
realizada por los futuros cónyuges o sus respectivos paterfamilias, que se
llamaba esponsales (sponsalia), nombre que deriva de sponsio, contrato verbal
y solemne que se usaba para perfeccionar la promesa. Un fragmento de
Florentino en el Digesto define los esponsales diciendo que son "mención y
promesa mutua de futuras nupcias".
Efectos
En las primeras épocas, el incumplimiento de los esponsales daba lugar a una
acción de daños y perjuicios que se traducía en el pago de una suma de
dinero. Este criterio no fue aceptado por mucho tiempo, lo cual es explicable si
se tiene en cuenta que todo constreñimiento a cumplir los esponsales venía a
ser incompatible con la idea romana del matrimonio (libera esse debent
matrimonia). De ahí que se declaró ineficaz cualquier convención en la que se
prometiera una suma de dinero a título de pena (stipulatio poenae).
En el derecho clásico los esponsales tuvieron un carácter más ético-social que
legal, especialmente por la falta de acción para exigir su cumplimiento. No
quiere decir esto que la promesa careciera de efectos propiamente jurídicos,
los que se manifestaron en materia de capacidad para contraer esponsales y
en el reconocimiento de relaciones personales entre las partes contrayentes.
En cuanto a la capacidad de los prometidos, eran de aplicación los mismos
requisitos e impedimentos que para el matrimonio. Se admitió, sin embargo,
que se pudieran celebrar esponsales sin haber alcanzado la pubertad, aunque
era menester haber cumplido siete años. Se autorizó también a la viuda a
prometer nupcias antes de que hubiera transcurrido el año de luto.
En lo que concierne a las relaciones personales que los esponsales creaban
entre los prometidos, el derecho romano les atribuyó consecuencias jurídicas
que, en alguna medida, se asemejaban a las derivadas del matrimonio. Así, los
esponsales engendraron un lazo de cuasi afinidad entre los parientes de los
prometidos que constituyó un impedimento matrimonial; se prohibió contraer
otra promesa de matrimonio, antes de disolver la anterior, bajo pena de
infamia; se autorizó al prometido a perseguir por una actio iniuriae a quien
ofendiera a su futura esposa y se consideró adúltera a la prometida que no
cumplía con los deberes de fidelidad.
En la época cristiana, se impuso la costumbre de garantizar el cumplimiento de
los esponsales, como un medio de reaccionar contra el relajamiento de las
costumbres que había tornado frecuentes los casos de ruptura injustificada de
la promesa. A partir de entonces se acompañó el ofrecimiento matrimonial con
arras (arrhae sponsaliciae), que por aplicación de los principios generales eran
perdidas por la parte que las había dado y no cumplía los esponsales, en tanto
que el prometido que las había recibido e incumplía el compromiso tenía que
devolver, al principio el quadruplum y en el derecho justinianeo la cantidad
percibida, más otro tanto (duplum).
También por influencia del cristianismo se estableció un régimen especial para
los regalos u obsequios que solían hacerse los prometidos (sponsalicia largitas)
y que a partir de Constantino se configuraron como una donación sub modo,
sujeta a la condición de que el matrimonio se celebrara. Si las nupcias no se
contraían podían ser recuperados, salvo que el prometido que había hecho los
presentes hubiera roto el compromiso por su culpa. Cuando el matrimonio no
se celebraba por muerte de uno de los contrayentes, debía restituirse la
donación por entero al sobreviviente o sus herederos, a menos que hubiese
mediado el beso esponsalicio (osculo interviniente), en cuyo supuesto se
recobraba la mitad.
Los esponsales se disolvían por la muerte o capitis deminutio maxima de uno
de los prometidos; por haber sobrevenido a su celebración algún impedimento
matrimonial; por mutuo disenso y hasta por el desistimiento de uno solo.

V. Representación de los incapaces


A. Tutela y curatela
En Roma las personas que gozaban de plena capacidad jurídica o de derecho,
esto es, los sujetos libres, ciudadanos y sui iuris, podían hallarse
imposibilitadas de ejercer por sí mismas los derechos de que eran titulares. En
tales casos, a fin de no hacer ilusorio el ejercicio de negocios patrimoniales, el
derecho romano admitió que los incapaces de hecho o de obrar tuvieran
representantes legales o necesarios que suplieran su incapacidad, Esta función
protectora de los derechos de los sujetos con incapacidad de obrar, fuera
absoluta o relativa, fundada en razones de edad, sexo, enfermedad mental o
tendencia a la dilapidación de bienes, se cumplió en Roma por medio de dos
especiales instituciones: la tutela y la curatela.
Concepto
Tutela
La tutela, que en Roma fue un instituto creado con el fin de dotar de
representación a las personas que por razones de edad y sexo estaban
sometidas a una incapacidad de obrar, ha sido definida por las fuentes como
"la fuerza y la potestad sobre una cabeza libre dadas y permitidas por el
derecho civil para proteger al que por su edad no puede defenderse por sí
mismo".
Diversas observaciones pueden formularse a la antedicha definición, que las
fuentes atribuyen a Servio Sulpicio, contemporáneo de Cicerón. En primer lugar
los términos "la fuerza y la potestad" dan a entender que la tutela entrañaría
una potestad más de las que podía ser titular un sui iuris, idea inadmisible si se
tiene en cuenta la finalidad para la que fue creada la institución, el hecho
indubitable de que el pupilo siempre mantenía su condición de sui iuris (in
capite libero) y la circunstancia de que para el Derecho Romano sólo existieron
cuatro potestades clásicas, la patria potestas, la dominica potestas, la manus y
el mancipium. También la definición que analizamos ha sido criticada por
incompleta porque alude únicamente al supuesto de las personas que por
razones de edad no podían defenderse por sí mismas omitiendo así la tutela
mulierum, que la legislación romana admitió desde la época más antigua.
Debemos agregar respecto a la definición de Servio Sulpicio que las
expresiones "permitidas por el derecho civil", deben ser entendidas en el
sentido de que se refiere a la tutela discernida por disposición de última
voluntad y a la conferida por el magistrado que el derecho civil también
autorizaba.
Curatela
La curatela ha sido una institución creada por el derecho civil con el objeto de
dar representación a aquellas personas que por una causa particular o
accidental eran incapaces de administrar su patrimonio, siendo confiada a una
persona designada con el nombre de curador (curator) que para ocupar su
cargo debía tener las mismas cualidades personales exigidas al tutor, es decir,
ser libre, ciudadano romano, y del sexo masculino. En el Derecho Romano el
término curator tenía una más amplia significación que el de tutor, porque no
sólo tuvo aplicación en el campo del derecho privado, sino también en el del
derecho público donde era así designado quien actuaba en defensa de
intereses propios de la colectividad y no en una gestión o en una más o menos
permanente vigilancia del patrimonio de un particular.
Las fuentes no nos dan una idea acabada sobre el verdadero rol de la curatela
ni cuáles fueron sus características más salientes que la diferenciaban de la
tutela, pero no han faltado argumentos tendientes a demostrar que ambas
instituciones jugaban distintos papeles y tenían diferentes modalidades. Así, se
ha pretendido determinar el objetivo de estos institutos sosteniendo que la
tutela tenía por fin velar por la persona del pupilo y la curatela proteger el
patrimonio del incapaz, a la vez que se ha querido caracterizar al tutor como un
administrador general de los bienes del pupilo y al curador como el encargado
de dirigir un determinado acto jurídico del incapaz.
Tutela y curatela son dos instituciones semejantes porque tenían un mismo
objetivo primordial cual era el de dar una representación necesaria a las
personas incapaces y proteger los intereses patrimoniales de las mismas. Tal
identidad de fines no impide encontrar rasgos diferenciales en los institutos
derivados de las causas que les dan nacimiento y de la forma cómo se
ejercían. En efecto, correspondía someter a una persona a tutela cuando
existía una causa general de incapacidad, como la inexperiencia debida a la
edad en los impúberes y al sexo en las mujeres, en tanto que era necesario
recurrir a la curatela cuando mediaba una causa particular o accidental que
hacía incapaz a una persona que hasta entonces había tenido plena
capacidad. La diferencia en la forma de actuar del tutor y del curador en el
ejercicio de sus funciones radica en el hecho de que el primero completaba la
personalidad imperfecta del pupilo asistiéndole personalmente en el negocio
jurídico y otorgándole la interpositio auctoritas, en tanto que el curador, en
general, solo prestaba su adhesión (consensus) a los actos del incapaz y no la
auctoritas, pues no era designado para completar una personalidad insuficiente
sino más bien para administrar un patrimonio. De ello resultaba que el curador
podía prestar su consentimiento por intermedio de otras personas, por
correspondencia cuando estuviera ausente y aún después de realizado el acto.
Casos
Tutela
* Tutela de los impúberes *
Las personas sui iuris que no habían alcanzado la pubertad -que Justiniano,
siguiendo la doctrina proculeyana, fijó en catorce años en el varón y doce en la
mujer-, necesitaban, por su incapacidad de obrar, que se les nombrara un tutor
para que realizara en su nombre los negocios jurídicos que el incapaz no podía
por sí mismo concertar. Apareció así la llamada tutela de los impúberes (tutela
impuberum).
El tutor, que sustituía al padre del incapaz, tenía la misión de defender el
patrimonio del pupilo en beneficio, no sólo del propio incapaz, sino también de
su presunto heredero que por lo común era el mismo tutor. La protección de la
persona del incapaz, en los aspectos morales y educacionales, correspondía a
los parientes y quizás al tutor mismo, pero más como pariente que como
representante del pupilo.
La función del tutor era meramente civil; no podían cumplirla los extranjeros, y
también viril, por lo cual estaba vedada a las mujeres. Se presentaba con estos
caracteres por la similitud que tenía con la patria potestad. Sólo en la época
cristiana, la legislación romana admitió que las mujeres, especialmente la
madre, pudieran ser tutoras.
• Especies de tutela: El derecho romano conoció tres géneros de tutela de los
impúberes, según el modo como ella se originara: tutela testamentaria, si se
fundaba en la voluntad del paterfamilias declarada en un testamento; tutela
legítima, cuando nacía por imperio de la ley, y tutela dativa, si la designación de
tutor provenía del magistrado.
Comenzando con la tutela testamentaria, la amplia facultad de testar
reconocida al pater por la Ley de las XII Tablas le permitió designar tutor para
sus hijos, que se hacían sui iuris a su muerte, por medio de testamento. El tutor
testamentario adquiría su condición de tal desde el momento de la adición de la
herencia. Como su nombramiento no dependía del parentesco, podía rechazar
la tutela (abdicatio tutelae), sin que se le exigiera ninguna alegación de causa.
Por iguales motivos, era dable removerlo de la tutela cuando incurría en
malversación del patrimonio del pupilo, mediante una reclamación penal
extraordinaria llamada acussatio suspecti tutoris, que por tener el carácter de
acción popular, era ejercitable por cualquier persona deseosa de defender los
intereses del pupilo.
A falta de tutor testamentario, las XII Tablas llamaban a desempeñar la tutela a
las personas que de morir el impúber heredarían ab intestato, o sea, su agnado
más próximo y, en su defecto, los gentiles, En consonancia con lo que ocurrió
en materia sucesoria, la interpretación jurisprudencial extendió los
llamamientos a la tutela legítima al patrono y sus hijos, respecto del liberto
impúber.
Se denominaba tutela legítima a la que la ley, a falta de tutor testamentario,
confería al agnado más próximo del impúber o a los gentiles, siguiendo el
orden de la sucesión ab intestato consagrado por él código decenviral. Este
sistema, que acordaba la tutela teniendo en cuenta la organización familiar
romana, fue modificado cuando desaparecieron los privilegios de la gentilidad y
los de la agnación y por ello, al hacer prevalecer Justiniano el parentesco de
sangre y organizar el régimen hereditario en base a dicho vínculo, correspondió
la tutela legítima a los parientes naturales siguiendo el orden sucesorio
establecido en las Novelas 118 y 127.
El tutor legítimo, al obtener el cargo en razón de su parentesco con el pupilo,
no podía ser removido de la tutela, ni le era permitido renunciar a ella. Si
hubiera perjudicado con su gestión el patrimonio del incapaz, se daba, al
terminar la tutela, una acción penal por el doble del daño causado, la actio
rationibus distrahendis, similar a la acción del hurto. Si no quería ejercer la
función de tutor, podía transmitirla a otra persona por medio de una in iure
cessio tutelae.
Se da el nombre de tutela dativa a la deferida por el magistrado, en defecto de
tutor testamentario o legítimo. Este tipo de tutela fue consagrado por la lex
Atilia, de fecha desconocida, que acordó al pretor urbano y a la mayoría de los
tribunos de la plebe el derecho de nombrar en Roma tutor (tutor atilianus) para
los menores impúberes, ejerciendo de esta forma una facultad especial ajena al
imperio y jurisdicción de que estaban investidos. Las leyes Iulia y Tiltia (50 a.C.)
extendieron a los gobernadores de provincia la facultad de nombrar tutores en
sus respectivas jurisdicciones. Durante el imperio, en el reinado de Claudio, la
atribución para nombrar tutor atiliano pasó a los cónsules y, desde Marco
Aurelio, dicho derecho es acordado a un pretor especial, el praetor tutelaris.
Con Justiniano, es también competente para nombrar tutor el prefecto de la
ciudad en Roma, los magistrados municipales y los obispos en provincias,
siempre que los bienes del menor no excedieran de quinientos áureos y se
realizara la correspondiente información.
Con esta injerencia pública en las tutelas, el tutor tenía el deber de no rehusar
el cargo, a no ser que tuviera una excusa (excusatio) fundada, como edad
avanzada, enfermedad, ocupaciones excesivas, residencia alejada, enemistad
con la familia del pupilo, etc., o que pudiera indicar la existencia de otra
persona más idónea para tal cargo (potioris nominatio). Con este nuevo
régimen, fue abolida la in iure cessio tutelae, que podía ejercitar el tutor
legítimo y la abdicatio tutelae, que cabía al tutor testamentario.
Como consecuencia de esta intervención estatal en materia de tutela se
establecieron ciertas limitaciones a las facultades dispositivas del tutor. El
magistrado solía exigir del tutor legítimo una garantía o caución por los daños
que eventualmente pudiera ocasionarle al patrimonio del pupilo. También en
caso de varios tutores del incapaz, el cotutor que pedía la gestión exclusiva de
la tutela debía prestar dicha caución. Esa garantía no se solía exigir al tutor
testamentario ni al nombrado por el magistrado, pues se entendía que habían
sido elegidos a causa de su idoneidad y solvencia.
El magistrado podía, además, nombrar un administrador especial o curator
para algunos casos en que creyera necesaria su intervención, como cuando
existieran intereses contrapuestos entre el tutor y su pupilo. El magistrado,
velando siempre por los intereses del pupilo, exigía del tutor que se hacía cargo
de su oficio, la confección de un inventario de los bienes del incapaz, sobre la
base del cual al finalizar la tutela debía rendir cuentas de su gestión.
Con el régimen impreso a la tutela desde la sanción de la ley Atilia, aparece
una nueva acción, la actio tutelae, infamante y con formula ex fide bona, que el
pupilo podía ejercitar contra el tutor, al comienzo cuando hubiera actuado con
dolo y más adelante en todos los casos en que se hubiere comprobado falta del
tutor en el cumplimiento de los deberes inherentes a su función. Una serie de
prescripciones legales establecieron los deberes del tutor respecto del
patrimonio de su pupilo. Así, estaba obligado: a la enajenación de los bienes de
difícil conservación; a la buena inversión de los capitales adquiridos; al pago de
las deudas y cobro de los créditos del pupilo sin demora; a no disponer por
donación y también, desde un senadoconsulto de la época de Septimio Severo,
a no enajenar sin autorización del magistrado los fundos rústicos del pupilo.
Digamos, por fin, que el tutor contaba con la actio tutelae contraria para exigir
del pupilo una indemnización por los gastos que la tutela le hubiera originado
durante su ejercicio.
La primitiva actio rationibus distrahendis contra el tutor legítimo y la accusatio
suspecti tutoris para destituir al designado por testamento, debieron continuar
durante la época clásica circunscriptas a los supuestos originarios. No
obstante, el magistrado podía decretar la prohibición de administrar la tutela a
cualquier tutor que a su juicio constituyera un peligro para el patrimonio del
pupilo, aun sin haber incurrido en actos dolosos. Justiniano extendió todos esos
recursos contra el tutor, distinguiendo una remoción infamante, por dolo, y una
simple remoción por culpa o negligencia.
• Cesación de la tutela: La tutela cesaba, por causa del pupilo, con su muerte o
capitis deminutio, en cualquiera de sus distintas gradaciones. Se extinguía por
causa del tutor, lo que daba lugar a su reemplazo por otra persona que
ejerciera el oficio, si moría o caía en capitis deminutio maxima o media; cuando
se cumplía la condición resolutoria o se producía el vencimiento del término
fijado por el testador; si se presentaba un supuesto de excusación del tutor,
sobreviniente a su nombramiento y, por fin, en caso de remoción del tutor por
sospechoso (suspectus).
* Tutela de la mujeres *
En Roma las mujeres sui iuris estaban sometidas a la común tutela impuberum,
si eran impúberes, y a la especial y perpetua tutela mulierum, cuando hubieren
llegado a los doce años y alcanzando, por ende, la pubertad. La institución,
nacida en la primitiva legislación romana, se prolongó hasta el derecho clásico,
que mantuvo el concepto de que las mujeres carecían de capacidad negocial.
Con la progresiva independización de la mujer fue disminuyendo la importancia
de este género de tutela, a la par que se morigeraron sus efectos. Ello hizo que
en el derecho postclásico sólo subsistieran débiles vestigios de la tutela
mulierum, hasta que al final del período acaba por desaparecer.
Las causas de delación de esta tutela fueron las mismas que las de los
impúberes. Podía ser deferida por testamento por quien ejercía la patria
potestad o la manus sobre la mujer, y a falta de testamento, por autoridad de la
ley a favor del agnado más próximo si se trataba de mujer ingenua, o del
patrono y sus hijos si era libertina, y por decisión del magistrado en defecto de
las anteriores. En cuanto la tutela dativa se regía también por las disposiciones
de las leyes Atilia e Iulia y Titia, sancionadas en relación a la tutela impuberum.
Las funciones del tutor, debido a que la mujer sólo tenía una incapacidad
relativa de obrar, se reducían a la interposición de la auctoritas para dar validez
a determinados negocios jurídicos de trascendencia patrimonial, como enajenar
las res mancipi, manumitir esclavos, obligarse, hacer acceptilatio de sus
créditos, designar herederos por testamento y constituir dote; en suma, actos
de disposición que implicaban una disminución de orden patrimonial. En ningún
caso el tutor actuaba por gestio (gestor) y la auctoritas debía prestarla siempre
en presencia de la pupila.
El ocaso de esta figura de tutela comienza al imponerse la costumbre de que
tanto el padre como eventualmente el marido cum manu, al nombrar tutor por
testamento, dejaran a las mujeres el derecho de designar ellas mismas el que
quisieran (tutor optivus). En la República tardía se ideó otro medio para evitar la
tutela (tutelae evitandae causa), cuando la pupila no estaba autorizada por
testamento para elegir tutor. La mujer se sometía mediante coemptio a una
persona de su confianza, quien la manumitía inmediatamente pasando a ser su
patrono, con lo cual se convertía en tutor legítimo, con la denominación de tutor
fiduciarius.
Al quebranto que experimenta la tutela mulierum con el ius liberorum (se
conoce como ius liberorum al régimen excepcional que favorece a quienes han
tenido un cierto número de hijos, excluyéndolos de las sanciones relativas a la
capacidad sucesoria) que los emperadores Teodosio y Honorio lo ampliaron a
favor de todas las mujeres del Imperio, se sigue su total abolición, tanto que no
aparecen noticias de la misma ni en el Código Teodosiano, ni en el Corpus de
Justiniano.
Curatela
* Curatela del demente*
Por las XII Tablas la delación (denuncia) de la curatela del loco o demente
(cura furiosi) podía ser legítima -a favor del agnado más próximo- o de
nombramiento por el magistrado, al que le era permitido seguir las
instrucciones dejadas por el padre en el testamento, sin que ello supusiera la
existencia de una curatela testamentaria.
El cargo de curador tenía carácter estable, lo cual no fue óbice (obstáculo)
para que el derecho postclásico, siguiendo algún precedente creado por la
legislación imperial, estableciera la regla de que la curatela quedaba
suspendida durante los intervalos de lucidez del demente. Es explicable este
principio, ya que el incapaz durante los lucida intervalla recuperaba su
capacidad de obrar.
Como el demente tenía su incapacidad absoluta de hecho que le impedía
realizar válidamente negocio jurídico alguno, la función del curador era la de
administrar los bienes del incapaz y ello hacía que debiera obrar sólo y en su
propio nombre como un gestor de negocios (negotia gerere). La curatela del
furioso se caracterizaba porque al curador también le competía el cuidado de la
persona del demente, debiendo tener la especial preocupación de velar por su
cuerpo y su salud procurando su restablecimiento por todos los medios
necesarios.
La cura furiosi fue regulada por el Derecho Romano con los mismos principios
de la tutela de los impúberes. En este sentido, el curador, al hacerse cargo de
sus funciones estaba obligado a levantar un inventario, prestar juramento y dar
caución a menos que hubiera sido nombrado con la correspondiente
información. No podía realizar actos de disposición ni gravar los bienes del
incapaz sin autorización del magistrado.
Las personas afectadas de enajenación podían tener intervalos lúcidos, esto
es, recuperar momentáneamente el uso de la razón y luego volver a caer en
demencia. En tal supuesto, habiendo cesado la causa determinante de la
incapacidad, aunque fuera solamente de una manera accidental y
momentánea, el demente recuperaba su plena capacidad de obrar, mientras
duraba el intervalo lúcido. Los jurisconsultos discreparon sobre si los intervalos
de lucidez dejaban subsistente la curatela o la extinguían sin perjuicio de
reanudarse al reaparecer la demencia. Justiniano se decidió por la primera
opinión, es decir, que el intervalo lúcido no hacía cesar la curatela, lo que
significaba que el mismo curador era quien desempeñaba dichas funciones en
caso de que se manifestara nuevamente el estado demencial.
La curatela del demente se extinguía por la curación del incapaz y era entonces
cuando el curador debía rendir cuenta de su gestión, pudiendo ser compelido a
ello mediante la actio negotiorum gestorum utilis directa. El curator a su vez
disponía de la actio contraria para lograr la restitución de los gastos que
hubiera efectuado en el ejercicio de sus funciones.
* Curatela del prodigo *
El pródigo, que era aquella persona que disipaba sus bienes sin medida en
gastos inútiles y vanos, consumiendo así su patrimonio, fue declarado por la
legislación romana en estado de interdicción (prohibición o privación de un
derecho impuesta por la autoridad judicial) y sometido a curatela (cura prodigi).
Esta institución también tuvo su origen en la ley de las XII Tablas que colocaba
bajo curatela a aquellas personas que habiendo recibido bienes por sucesión
intestada del padre o del abuelo paterno (bona paterna avitaque) los
dilapidaban en locos dispendios. Más tarde la interdicción se hizo extensiva a
quienes hubieran recibido los bienes por testamento así como a todo el
patrimonio del pródigo cualquiera fuera el origen de su adquisición.
La cura prodigi, que no admitía la delación legítima ni la testamentaría, se
establecía recién cuando el magistrado declaraba la interdicción del
dilapidador, en razón de que la prodigalidad no era una causa natural de
incapacidad como la locura sino un estado de irresponsabilidad que debía ser
valorado por autoridad competente. La interdictio se efectuaba por un acto
solemne en el que se pronunciaban fórmulas sacramentales, quedando desde
ese momento consagrada la incapacidad legal del pródigo y deferida la
curatela. El pródigo se encontraba sometido a una incapacidad relativa de
hecho y, como consecuencia, no podía realizar válidamente por sí solo
aquellos negocios que le acarrearan una disminución o perjuicio patrimonial,
pero le estaba permitido efectuar todos aquellos actos jurídicos que mejoraran
su condición. De esta manera era incapaz para enajenar o gravar sus bienes,
para contraer obligaciones civiles o naturales o para instituir heredero
testamentario. Por el contrario, tenía aptitud legal para estipular sin
comprometerse, para adquirir bienes y hasta para aceptar una herencia
deferida (establecida) por testamento.
La función del curador consistía en administrar los bienes del pródigo de la
misma manera que lo hacía el curador del furioso. El curador del pródigo debía
prestar su auctoritas para dar validez a todos los negocios jurídicos que
pudieran provocar un empobrecimiento de su patrimonio. En ningún caso
actuaba por medio de la gestio, en razón de que el pródigo era incapaz con
incapacidad relativa de obrar.
Por todo esto, el curador, por tanto, debía rendir cuenta de sus gestiones al
finalizar la curatela, pudiendo ser compelido a hacerlo por la acción útil de
gestión de negocios. En caso de responsabilidad del curador por daño
patrimonial, el pródigo podía valerse de la actio negotiorum gestorum, que era
ejercitable como acción contraria para resarcir los gastos efectuados por el
curator. La curaduría del pródigo, al igual que la del demente, se extinguía de
pleno derecho al cesar las causas que le habían dado lugar. No obstante, como
el momento en que concluía la manía dilapiladora era difícil de precisar, se
hacía necesario la intervención del magistrado para que declarara al incapaz
apto para administrar su patrimonio y libre por tanto de la curatela.
* Curatela del menor púber *
La tutela sobre las personas sui iuris terminaba con la pubertad, etapa de la
vida en que se alcanzaba capacidad de obrar, es decir, aptitud jurídica para
realizar negocios plenamente eficaces. En una civilización ya madura, con
mayores exigencias y con un tráfico jurídico más complejo, la edad de catorce
años resultaba demasiado prematura para otorgar al varón púber plena
capacidad negocial. Los romanos lo sintieron así prontamente, pero su apego a
la tradición les vedó elevar aquella edad límite. Empero, entendiendo que la
inexperiencia de los jóvenes podía conducirlos a realizar actos jurídicos
contrarios a sus intereses patrimoniales, procuró el derecho romano otorgar
protección al menor púber por distintos medios.
Una lex Plaetoria o Laetoria de circunscnptione adolescentium, de alrededor
del año 191 a.C, marca el punto de partida de las medidas adoptadas por la
legislación romana en salvaguarda de los intereses económicos del menor
púber. Concedía la ley a las personas que no hubieran cumplido todavía los
veinticinco años (minores viginti quinque annis), una acción especial, la actio
legis Plaetoriae, para ejercitar contra todo aquel que fraudulentamente hubiera
conseguido un provecho, por efecto de la inexperiencia del menor
(circunscriptio minorum). Aquella acción, que tenía carácter popular,
condenaba al autor del fraude con la nota de infamia y con una grave pena
pecuniaria, mas no conducía a la nulidad del acto.
Con el propósito de lograr una recuperación más eficaz, el pretor creó una
excepción, la exceptio legis Plaetoriae, para oponer a las reclamaciones de los
que habían realizado tales negocios con el minor, y una in integrum restitutio,
que se otorgaba discrecionalmente y no sólo en los casos de fraude. Estos tres
remedios -actio, exceptio, in integrum restitutio- traían aparejadas serias
dificultades para el menor, pues aniquilaban o menguaban considerablemente
su crédito al resultar problemático que persona alguna se aventurase a realizar
negocios con él.
Para evitar los inconvenientes de estas posibles alegaciones rescisorias, se
introdujo la práctica de que el menor púber actuara en todo negocio asistido de
un curador (curator minoris), cuyo nombramiento, que tenía carácter optativo,
podía solicitar al pretor y en las provincias al gobernador. Una constitución del
emperador Marco Aurelio convirtió a la curatela del menor púber (cura
minorum) en institución legal estable de características similares a la tutela del
impúber, con la que tendió a equiparársela en el período postclásico.
En el derecho justinianeo el curator minoris pasó a ser un administrador
permanente y no optativo, por lo cual el menor púber podía contar con su
asistencia en todos los supuestos. Cuando no era el curador el que concluía los
negocios en representación del pupilo, sino el menor mismo, aquél le prestaba
su cooperación, como ocurría con el tutor cuando operaba con la auctoritas.
Muchas normas más que se relacionaban con la tutela impuberum se aplicaron
a la cura minorum, a la par que se afirmaba el principio de que la plena
capacidad de obrar se alcanzaba a los veinticinco años.
La acción naciente de esta particular figura de la curatela fue la actio
negotiorum gestorum, que Justiniano calificó de utilis, cuando no la llamó
iudicium curationis o utilis curationis causae actio, y a la que se le imprimió un
régimen similar a la actio tutelae.
* Curatelas especiales *
El Derecho Romano organizó, además de las señaladas, otras curatelas que se
crearon teniendo en consideración defectos orgánicos o enfermedades graves
de los individuos o particulares circunstancias que hacían necesario proteger
un patrimonio.
Los mentecatos (mente capti), que eran aquellas personas que tenían sus
facultades mentales poco desarrolladas· y que se diferenciaban del furioso
porque no estaban totalmente privados de razón, debían estar sometidos a
curatela. Del mismo modo eran interdictos los sordos y los mudos, así como
todos aquellos individuos que padecieran de enfermedades incurables porque
se consideraba que la deficiencia orgánica los incapacitaba para bastarse a sí
mismos en el manejo de sus negocios.
La legislación romana, para proteger los eventuales derechos sucesorios de un
hijo concebido, consagró otra curatela especial que estaba a cargo del curator
ad ventris. Igualmente admitió que un filiusfamilias sometido a la potestad
paterna, pudiera solicitar un curador con el fin de que le administrase los bienes
adquiridos por una herencia aceptada contra la voluntad de su pater o aquellos
que hubiera recibido de los parientes maternos bajo la condición de que no
sean administrados por aquél. También era curatela especial la que se daba en
defensa del impúber a quien se le negare la calidad de hijo hasta tanto se
resolviera su condición, para que ejercitara las acciones hereditarias a que
tuviera derecho.
Asimismo en Roma se designaban curadores para cuidar masas de bienes
(curatores bonorum) en caso de que su titular no los pudiera administrar, como
el patrimonio de un ciudadano que se encontraba cautivo de guerra, o que
carecieran momentáneamente de titular, como la herencia yacente o, por fin,
cuando se debía ejecutar el patrimonio de un deudor insolvente.

B. Integración de la capacidad
Auctoritas y gestio
El tutor del impúber ejercía sus funciones de orden patrimonial valiéndose de
dos medios: la auctoritas tutoris y la gestio negotiorum.
Los negocios jurídicos del infantia maior, es decir, del impúber con incapacidad
relativa de obrar, por los que éste contraía obligaciones o transmitía o gravaba
derechos, sólo eran eficaces si se los había celebrado con la auctoritas tutoris.
La auctoritas era el acto por el cual el tutor con su presencia prestaba al pupilo
asentimiento para la realización del negocio jurídico de que se tratara,
convirtiéndolo de imperfecto e ineficaz -dada la incapacidad del impúber-, en
acto dotado de plena validez jurídica. Con la auctoritas el tutor completaba la
falta de capacidad del pupilo, lo autorizaba para actuar "por sí", dando eficacia
al negocio realizado por el incapaz.
Cuando el impúber no había cumplido siete años, es decir, si se trataba de un
infantia minor, su incapacidad de obrar era absoluta y por ende no estaba
habilitado para realizar negocios jurídicos válidos. En tal supuesto el tutor debía
actuar por medio de la gestio, lo cual implicaba la administración de los
negocios del pupilo como si fueran propios. No había el deber de cooperar o
asistir al incapaz en sus actos jurídicos, sino de celebrarlos, sin necesidad
siquiera de su presencia. Se trataba de una representación legal, o necesaria
que hacía que los efectos del acto se fijaran en cabeza del tutor. Éste era quien
se constituía en propietario, acreedor o deudor, por virtud de los principios de la
representación indirecta que aceptaba el derecho romano.
Al finalizar las relaciones derivadas de la tutela, el tutor estaba obligado a
transmitir al pupilo los derechos que hubiera adquirido como consecuencia de
la gestio, fueran reales o creditorios. Al mismo tiempo podía exigir que se lo
desobligara de las relaciones creditorias de carácter pasivo. Para el logro de
tales efectos el pupilo contaba con la ya mencionada actio tutelae directa y el
tutor, con la actio tutelae contraria.
Octava Parte: Derecho de las
sucesiones
Unidad 18
I. Derecho sucesorio
El derecho sucesorio o hereditario es la rama del derecho privado que regula
las relaciones jurídico-patrimoniales existentes al fallecimiento de un individuo y
las que surgieran a consecuencia de tal evento. El concepto de que el derecho
hereditario es una de las partes del ius privatum no tiene ascendencia romana
porque no se encuentra, ni aún en la recopilación justinianea, una organización
sistemática que conciba al derecho sucesorio como una rama independiente de
dicho derecho sino que, siguiendo la orientación gayana, se incluye a la
sucesión entre los modos derivativos de adquirir la propiedad.

A. Concepto y evolución histórica


Concepto de sucesión
La palabra sucesión en el lenguaje corriente representa, en general, la idea de
una relación de tiempo entre un momento que pasa y otro que sobreviene, o
expresa una noción de serie o de secuela en que un elemento posterior
sustituye o reemplaza a otro que le precede. En este sentido puede hablarse
de que la historia es una sucesión de acontecimientos o que un gobernante
sucede a otro cuando lo suple en el cargo que ejercía.
En el lenguaje jurídico la expresión sucesión tiene un significado técnico que no
dista mucho de la acepción corriente, ya que implica la sustitución o el cambio
de titular en una relación jurídica, que puede operarse tanto por acto entre
vivos, como por causa de muerte. Así, el comprador sucede jurídicamente al
vendedor, como los hijos, por fallecimiento de sus padres, les suceden en las
relaciones familiares y patrimoniales. La sucesión, pues, en sentido técnico,
puede ser por acto entre vivos (successio inter vivos) o por causa de muerte
(successio mortis causa). Esta segunda, que es la que constituye el objeto de
nuestro estudio, significa el cambio de titular en el conjunto de las relaciones
jurídicas transmisibles de una persona por causa de su fallecimiento.
En la sucesión entre vivos, como en la mortis causa, la sustitución de un sujeto
por otro podía verificarse en la totalidad o conjunto de sus derechos y
obligaciones o sólo en una relación Jurídica particular y determinada. En el
primer supuesto nos encontramos con la sucesión a título universal (per
universitatem, successio in universum ius); en el segundo, con la sucesión a
título particular o singular (in singulas res).
La sucesión por causa de muerte, en la que el fallecimiento de una persona es
el hecho fundamental que le da nacimiento, como la causa provoca el efecto,
es un acto jurídico que nace por voluntad del testador o por imperio de la ley.
Objeto de la sucesión mortis causa es un conjunto de relaciones jurídicas o una
relación singular que entran en el círculo de los derechos patrimoniales. Por
consiguiente, el derecho de sucesión por causa de muerte, en buena medida,
está vinculado con los derechos reales y los creditorios u obligacionales. La
adquisición de un patrimonio como tal o de los elementos singulares que lo
componen constituyen su materia. La sucesión es, en efecto, uno de los modos
de adquisición de derechos patrimoniales. Sin embargo, la legislación romana
no concebía el derecho sucesorio como integrante del ius privatum, sino que,
siguiendo las enseñanzas de Gayo, incluía la sucesión entre los modos
derivativos de adquirir la propiedad.
Aunque de contenido esencialmente patrimonial, la herencia podía integrarse
con algunos elementos extrapatrimoniales accesorios; como el culto familiar de
los antepasados (sacra privata), el derecho de sepulcro (ius sepulchri) y el
derecho de patronato sobre los libertos (iura patronatus). Este último sólo podía
ser heredado por los hijos y hasta el padre estaba autorizado, en virtud de un
senadoconsulto de la época del emperador Claudio, a excluir de la sucesión a
alguno de sus hijos herederos.
Si bien la herencia podía contener elementos extrapatrimoniales, no eran
transmisibles hereditariamente algunos derechos de naturaleza patrimonial. Así
las servidumbres personales de usufructo, uso y habitación; ciertos derechos
de crédito cuyo objeto consistía en prestaciones personales, como ocurría en el
mandato, la sociedad, la locación de servicios y de obra y algunas acciones
penales, entre las que se contaban las que respiraban venganza (vindictam
spirantes), que se extinguían con la muerte del autor de la sucesión.
Estrechos son los nexos que vinculan el derecho de las sucesiones con el
derecho de familia, por cuanto la sucesión intestada se basa, en la mayoría de
los casos, en una relación familiar entre el sucesor y el causante. Tal
circunstancia lleva a la ley a llamar a la herencia, a falta de disposición
testamentaria, a los próximos parientes del difunto. En este sentido el derecho
romano dio prevalencia, durante mucho tiempo, al parentesco civil o agnación,
fundado en la peculiar organización de la familia romana primitiva, para dar
paso, a partir del pretor, al parentesco natural o de sangre, que acabó por
imponerse en la sucesión del derecho justinianeo.
El heredero (al que llama heres, ocupa el lugar del difunto, al que se denomina
causante o de cuius -de cuius hereditate agitur "aquel de cuya sucesión se
trata"-) es el continuador de la personalidad jurídica del causante (succedere in
locum defuncti), ya que causante y heredero constituían una unidad ideal, que
hacía del heres el continuador de la personalidad jurídica del de cuius.
Siendo tal la condición jurídica del heredero, se le transmitían todos los
derechos del causante, así como las obligaciones y cargas que gravaban su
patrimonio, produciéndose una confusión del patrimonio del autor de la
sucesión con el de la persona llamada a sucederle. Por efecto de esta
inescindible fusión patrimonial, el heres quedaba obligado a pagar las deudas
del causante, no solamente con los bienes de la sucesión, sino también con los
propios, pues su responsabilidad iba más allá de los bienes hereditarios (ultra
vires hereditatis). En cuanto a las relaciones jurídicas de las que el de cuius era
titular, pasaban al heredero en las mismas condiciones existentes al tiempo de
la apertura de la sucesión, sin que el hecho de la herencia pudiera concederle
derechos más amplios que los de su antecesor, por aplicación de la regla de
que nadie puede transmitir a otro más derechos que aquellos de los que es
titular.
Evolución histórica de la sucesión
El progresivo desarrollo de la sucesión romana aparecerá más nítidamente al
tratar, por separado, el régimen de la que nacía por voluntad de su autor
expresada en un testamento válido o la que, a falta de testamento, provenía de
la ley.
Si comenzamos por la sucesión testamentaria y partimos de los tiempos del
derecho civil o quiritario, veremos que, como una emanación de los amplios
poderes del paterfamilias, el derecho romano otorgó al mismo la más absoluta
libertad de testar. Esto le permitía instituir uno o varios herederos, atribuir el
patrimonio a personas ajenas a la familia y hasta excluir a quienes tuvieran
derecho a heredarle, valiéndose de la facultad de desheredar a sus hijos
(exheredatio).
El testamento de la primera época aparece como un negocio jurídico de la
mayor trascendencia, al punto que era deshonroso para el ciudadano romano
morir sin haber testado. Ello trae como consecuencia que el testamento debiera
ajustarse a solemnidades extremas, requiriéndose que se hiciera ante el pueblo
en comicio (testamentum in calatis comitiis) o ante el ejército en pie de guerra
(testatmentum in procinctu), o bien, por medio del procedimiento de la
mancipatio.
La amplia libertad de testar y el formalismo exagerado del testamento fueron
perdiendo su antiguo rigor. El desarrollo de la economía, la amplitud de los
negocios, entre otras motivaciones, determinaron la aparición de limitaciones a
los poderes atribuidos al jefe de familia. Así se impusieron primeramente
restricciones formales y, más tarde, otras de convenio sustancial. Estas últimas
configuraron el llamado "derecho de legítimas". Causas muy similares sirvieron
para romper el solemne rigorismo de las formas de testar. A las innovaciones
del derecho pretoriano en tal sentido, se agregan las impuestas por el derecho
postclásico que conoce el testamento público, otorgado ante un funcionario
municipal o judicial (apud acta conditum), y el testamento privado que, libre de
formalidades, podía ser oral o escrito.
En cuanto concierne a la sucesión ab intestato romana, tiene su origen en la
Ley de las XII Tablas que, al instrumentarla de conformidad a la peculiar
organización de la primitiva familia romana, tiene en cuenta,
preponderantemente, el nexo que ligaba a los miembros del grupo familiar a la
potestas del paterfamilias, sin atender a vínculo alguno de consanguinidad.
Aparecen, de esta forma, en orden prevalente los herederos que al tiempo de
la muerte del pater se encontraban bajo su potestad (heredes sui); a falta de
estos el agnado más próximo y en su defecto los gentiles.
El pretor, con su misión correctora del derecho de los quirites, por medio de la
bonorum possessio, institución hereditaria paralela a la hereditas del derecho
civil, supera las injusticias de éste y lo adecua a los dictados de la equidad. Así,
otorga la posesión de los bienes a herederos sin vocación hereditaria por el
derecho anterior, como el hijo emancipado, los cognados hasta el séptimo
grado y el cónyuge supérstite, unido en un matrimonio sine manu.
Llega más tarde la sucesión del derecho imperial que, siguiendo las iniciativas
del pretor, declara sucesibles a parientes unidos por lazos de consanguinidad,
operándose tan importante reforma con el dictado de los senadoconsultos
Tertuliano y Orficiano y las constituciones imperiales Valentiniana y
Anastasiana.
Como hasta entonces había un ordenamiento normativo confuso y muchas
veces contradictorio, el emperador Justiniano, por las Novelas 118 y 127,
sistematiza la sucesión intestada en base exclusivamente al parentesco natural
o de sangre. Reconoce tres órdenes de herederos: los descendientes, los
ascendientes y los colaterales. Siguiendo los principios del derecho pretorio,
también admite la vocación hereditaria del viudo o la viuda y consagra en toda
su extensión la sucesión por orden y por grados.
Sucesión universal y singular
En la sucesión entre vivos, como en la mortis causa, la sustitución de un sujeto
por otro podía verificarse en la totalidad o conjunto de sus derechos y
obligaciones o sólo en una relación Jurídica particular y determinada. En el
primer supuesto nos encontramos con la sucesión a título universal (per
universitatem, successio in universum ius); en el segundo, con la sucesión a
título particular o singular (in singulas res).
Savigny, precisando esta idea, llama sucesión por título singular a la que tiene
por objeto un derecho de bienes o aún muchos pero de tal suerte que cada uno
de ellos pueda ser transmitido aisladamente sin que esta reunión accidental de
bienes establezca entre los mismos lazo alguno de dependencia y, sucesión
por título universal, la que tiene por objeto bienes considerados como formando
un todo ideal, abstracción hecha de su contenido especial, tanto por lo que toca
a la cantidad, esto es, su valor en venta, como por lo referente a la calidad, es
decir, a la naturaleza de los derechos particulares que la componen y los
objetos de estos derechos. El ilustre romanista recalca que si la sucesión a
título universal abraza los derechos particulares contenidos en el conjunto de
los bienes, es sólo mediatamente y como partes integrantes de la totalidad que
forma el objeto propio de la sucesión.
Cabe hacer notar que el concepto de successio dado por las fuentes,
comprensivo tanto de la universal como de la particular, recién se habría
precisado en el derecho romano helénico porque, en el derecho clásico, no se
concibió más sucesión que aquella que importaba la transmisión del patrimonio
de una persona a otra, esto es la successio per universitatem. En efecto, los
actos de adquisición a título singular no implicaban para los romanos la idea de
successio porque, en realidad, el adquirente no se colocaba en la misma
posición jurídica del antecesor a quien reemplazaba, sino que sólo mantenía
una cierta dependencia o vinculación con el anterior estado de cosas. Aún más,
se ha sostenido que la sucesión universal por actos entre vivos, tampoco
encuadraría dentro del concepto romano de successio porque los distintos
casos que la configuran deben ser considerados únicamente como simples
modos universales de adquirir. En efecto, en la adrogatio, la conventio in manu
y la legitimación, se operaba una mera transmisión de bienes que no incluía las
cargas, en tanto que en la sucesión universal por causa de muerte se
transmitía toda la personalidad jurídico-patrimonial, inclusive las deudas.
Hecha esa aclaración respecto de la successio inter vivos para los romanos, la
doctrina romanista moderna enumera que entre los casos de sucesión
universal inter vivos pueden recordarse el de la adrogación, el de la
legitimación y el del matrimonio cum manu de la mujer sui iuris, en los que
personas libres de potestad pasaban a la condición de alieni iuris, colocándose
bajo la potestas o manus de un paterfamilias. La sucesión particular entre vivos
se presenta en la compraventa, en la cesión de créditos, etcétera.
Las sucesiones universales por causa de muerte reconocidas por el derecho
romano fueron la herencia (hereditas), que tuvo su origen en el derecho civil, y
la posesión de los bienes (bonorum possessio), que tuvo regulación en el
derecho pretorio u honorario. Por último, el legado, disposición de bienes
contenida en un testamento, constituyó la sucesión particular mortis causa.
Según la forma de transmisión, la sucesión universal por causa de muerte
puede ser testamentaria o ab intestato. Es testamentaria cuando el difunto ha
otorgado testamento designando las personas llamadas a sucederle; ab
intestato o intestada, cuando a falta de testamento o en caso de su invalidez, la
ley designa los herederos, fundándose en la organización de la familia -como
ocurrió en el primitivo derecho- o en los presuntos afectos del causante, como
aconteció después.
Desde el punto de vista de su finalidad, la sucesión a título universal, no se
dispone únicamente en interés de los herederos, sino también en el de los
acreedores del causante. Ello justifica que entren en su esfera algunos
institutos, como la separación de los bienes hereditarios respecto de los del
heredero, el traspaso de las obligaciones del causante al sucesor, etcétera.
Esto explica otro fenómeno derivado de la sucesión: la continuidad entre el
causante y su heredero en la titularidad de las relaciones jurídicas activas y
pasivas desde el momento de la apertura de la sucesión.
Requisitos de la sucesión
Para adquirir la calidad de heredero era menester la concurrencia de ciertos
presupuestos o condiciones. Uno de carácter general, cuál era la muerte de
una persona, y otros particulares, como la capacidad del difunto para tener
heredero y la de éste para suceder, la delación o llamamiento a la herencia y,
algunas veces, la adición o aceptación de la misma para que el heredero la
adquiriera.
Era presupuesto vital de la sucesión hereditaria el fallecimiento de un individuo,
autor de la sucesión y de quien se debía heredar. Importando la successio un
negocio jurídico mortis causa, la muerte del sujeto era condición legal para que
produjera sus efectos (hereditas viventis non datur).
El causante tenía, además, que ser capaz, es decir, ser libre, ciudadano y sui
iuris. Eran incapaces, por ende, para tener herederos los esclavos, los
peregrinos y los filiifamilias. Al morir estos últimos, aun después de
establecidos los peculios castrense y cuasicastrense, dichos bienes revertían al
pater, no iure hereditatis, sino iure peculii. Sólo con Justiniano, ampliado el
peculio adventicio a todas las adquisiciones del filius, se reconoció a éste
capacidad para tener sucesor.
En cuanto a la capacidad para suceder, se exigía también que el llamado a la
sucesión fuera libre, ciudadano y sui iuris. Los esclavos y los filiifamilias eran
propiamente incapaces, a no ser que se los instituyese herederos por
testamento, en cuyo caso adquirían para la persona bajo cuya potestad se
encontraban. Con el derecho postclásico, a raíz del desarrollo de los bienes
adventicios, el filius pudo heredar para sí, ya por testamento, ya por disposición
de la ley.
Etapa necesaria de la sucesión mortis causa era la delación de la herencia
(delatio hereditatis), esto es, el llamamiento a la sucesión, la que podía
realizarse por voluntad del causante expresada en un testamento válido (ex
testamento) o por imperio de la ley (ab intestato). La delatio hereditatis tenía
lugar por la muerte del autor de la sucesión, es decir, al cumplirse la condición
legal necesaria para que los actos mortis causa comenzaran a producir sus
efectos. El llamamiento a la herencia no podía hacerse por un contrato
hereditario mediante el cual el causante designara como heredero o legatario a
la otra parte o a un tercero, porque tal convención se considera contraria a las
buenas costumbres y consiguientemente nula.
La sucesión intestada era excluida por la testamentaria. Se abría aquélla a falta
de testamento o cuando no fuera válido o resultara inválido con posterioridad.
La sucesión ab intestato no podía darse simultáneamente con la ex testamento
por aplicación de la regla de que nadie podía morir en parte testado y en parte
intestado, lo cual significaba que a un heredero no le era dable recibir su
investidura por el testamento al mismo tiempo que por la ley. Así, si el causante
no disponía en su testamento de toda la herencia o dejaban de ser herederos
algunos de los instituidos testamentariamente, el resto de la herencia no la
adquirían los herederos ab intestato, sino que acrecía a los demás
testamentarios, en proporción a sus respectivas cuotas.
La adquisitio hereditaris constituía, por su parte, la etapa en que la herencia era
adquirida por el sucesor. Algunos herederos calificados de "necesarios", lo
hacían de pleno derecho (ipso iure), es decir, sin su conocimiento, sin su
consentimiento y hasta contra su voluntad. En tal situación se encontraban los
filiifamilias sometidos a la potestad del causante al tiempo de su muerte
(heredes sui et necessarii) y el esclavo manumitido en el testamento e instituido
heredero por su amo (heredes necessarii). Para los otros herederos
denominados "voluntarios" (heredes extranei vel voluntarii), la adquisición de la
herencia se producía previa aceptación, que se efectuaba por medio de un acto
jurídico llamado adición (aditio).
Hereditas y Bonorum Possessio
El derecho romano conoció dos especies de sucesión universal mortis causa,
la hereditas y la bonorum possessio, que se diferenciaban en su origen, pues la
primera provenía del derecho civil y la segunda del derecho pretorio.
La Hereditas
Al decir de las fuentes, la hereditas no es otra cosa que la sucesión de todo el
derecho que haya tenido el difunto, esto es, el conjunto de derechos y
obligaciones que integran su patrimonio. Se trata, entonces, de una successio
mortis causa per universitatem, porque la transmisión de los derechos tenía
lugar a consecuencia del fallecimiento de una persona y comprendía la
totalidad de sus bienes, entre los que debían contarse los derechos reales y
personales de que fuera titular el difunto así como las cargas y las deudas que
gravaban su patrimonio. El instituto provenía del derecho civil en virtud de que
esta sucesión ha sido sancionada por la ley decenviral la que, recogiendo las
antiguas normas consuetudinarias, estableció un sistema rígido en
consonancia con el formalismo que imperaba en las relaciones jurídicas que
reconocían su origen en el derecho de los Quirites.
Era llamado a recibir la hereditas, el heres, quien llegaba a ocupar el lugar del
causante como un continuador de su personalidad jurídica. Tal condición hacía
que le fueran transmitidos todos los derechos de su antecesor, así como las
obligaciones y cargas que gravaban el patrimonio de éste, produciéndose la
confusión de los patrimonios de ambos, lo que hacía que el heres tuviera que
afrontar las deudas de la sucesión, no solamente con los bienes heredados,
sino también con los propios. El sucesor se hacía titular de las relaciones
jurídicas del causante en las mismas condiciones existentes a la apertura de la
sucesión, sin que el hecho de la transmisión pudiere acordarle un derecho más
amplio que el del autor por aplicación de la máxima "Nadie puede transmitir a
otro más derecho del que posee o tiene". La herencia otorgaba al heredero un
derecho potencial sobre la totalidad del acervo (conjunto de bienes o valores
morales o culturales que pertenecen a un grupo) sucesorio sólo limitado por el
concurrente derecho de sus coherederos cuando existieran varios sucesores,
materializándose su cuota con la partición de la herencia.
La hereditas debía pasar por tres fases desde que el causante hubiera fallecido
hasta que era adquirida por los herederos, la de la delación de la herencia
(hereditas delata), la de la herencia yacente (hereditas iacens) y la de la
adquisición de la herencia (hereditas adquisita). La hereditas delata era una
etapa que se manifestaba inmediatamente después del deceso del de cuius y
tenía por efecto deferir la herencia llamando a los herederos a concurrir a la
sucesión, pudiendo tener lugar por voluntad del causante expresada en un
testamento o por disposición de la ley. El segundo momento, la hereditas
iacens, se presentaba en el intervalo que transcurría desde la apertura de la
sucesión hasta la adquisición de la misma y fue considerada en Roma como
una persona jurídica de la categoría de las universitatis rerum susceptible de
adquirir derechos y contraer obligaciones, a pesar de la falta momentánea de
un titular. La hereditas adquisita era la fase en que se fijaba la titularidad de la
herencia y tenía lugar de pleno derecho, cuando se tratara de los herederos
suyos y necesarios y, previa aceptación mediante adición (aditio), cuando los
llamados a la sucesión fueron herederos extraños o voluntarios. En el caso de
los herederos que adquirían la sucesión ipso iure, la hereditas adquisita
quedaba confundida con la hereditas delata, porque la transmisión de los
derechos hereditarios se operaba por la sola virtualidad del fallecimiento del
titular.
El heres contaba con una acción civil, la petición de herencia (actio petitio
hereditatis), para hacer valer los derechos que le correspondieren con motivo
de su llamamiento a la sucesión.
Bonorum possessio
Las fuentes también definen la bonorum possessio expresando que "consiste
en el derecho de perseguir y de retener el patrimonio o la cosa que fue de
alguno cuando muere". Este concepto del instituto aparentemente incluye como
objeto del mismo a las cosas corporales individualmente consideradas, pero en
realidad la bonorum possessio, a semejanza de la hereditas, fue una sucesión
universal por causa de muerte. Los romanos no desconocieron esta idea y
tanto es así que el mismo fragmento de las fuentes, citando a Labeón, aclara la
definición al decir que "la posesión de la herencia no debe ser entendida como
una posesión sobre las cosas, sino más bien sobre un derecho", queriendo
significar que la bonorum possessio entrañaba el goce de los derechos
hereditarios de que era titular la persona fallecida, aunque ninguna cosa
corpórea formara parte de la herencia.
Organizada en Roma la sucesión intestada por la ley de las XII Tablas que
acordaba la hereditas a los parientes civiles y a los gentiles y consagrado el
principio de que el pater podía disponer discrecionalmente del patrimonio
familiar por testamento, se creaba una evidente injusticia respecto a ciertos
parientes del difunto que se veían eliminados de la sucesión por no tener la
calidad de agnados o por haber sido excluidos de la herencia por voluntad del
testador.
Fue el pretor el que, adecuando sus disposiciones a la realidad social, produjo
la más grande transformación de cuantas se haya realizado en el transcurso de
su proficua labor en aras del mejoramiento de las instituciones jurídicas
romanas, al imponer un sistema sucesorio que, si bien no abolió las normas del
ius civile, creó un estado transaccional entre la familia civil y la natural que tuvo
por efecto romper con el arbitrario régimen anterior. Carente de facultades
legislativas, el pretor estaba imposibilitado para reemplazar al heredero civil por
aquel otro que se encontraba injustamente excluido de la herencia y
únicamente pudo concederle los bienes del causante garantizándole la efectiva
posesión que le acordaba. De esta forma el derecho honorario dio paso a una
nueva sucesión universal por causa de muerte, la bonorum possessio, y a un
nuevo sucesor, el bonorum possessor.
La bonorum possessio importó también una sucesión universal por causa de
muerte que fue atribuida por el edicto pretorio para completar y corregir el
derecho sucesorio organizado por el ius civile. El magistrado otorgaba la
posesión de los bienes hereditarios al bonorum possessor, pero éste no
revestía la calidad de heres pues solamente ocupaba una situación que lo
asemejaba al heredero (heredis loco), no teniendo en consecuencia la
condición de continuador de la personalidad jurídica del causante. Fue así que,
a diferencia de la hereditas, la bonorum possessio no hacía transmitir al
sucesor pretoriano las acciones ni los derechos de que fuera titular el causante
ni operaba la transmisión de la propiedad quiritaria de las cosas que formaban
parte del acervo sucesorio, sino solamente concedía una posesión de los
bienes que podía llegar a convertirse en propiedad civil mediante la usucapión.
El heredero pretoriano era siempre voluntario porque debía en todos los casos
solicitar la bonorum possessio al magistrado, sea personalmente o por
mandatario, en forma escrita o verbalmente, sea valiéndose del interdicto
quorum bonorum cuando otro heredero o un tercero hubieran entrado a poseer
los bienes del causante. Para que la petición del bonorum possessor fuera
viable era necesario que la planteara dentro del plazo de un año útil, en caso
de ser el causante ascendiente o descendiente y de cien días si se tratara de
cualquier otro pariente, contándose los términos desde el día en que el
heredero hubiera tenido conocimiento de la apertura de la sucesión. Con el
transcurso del tiempo la bonorum possessor, además del interdicto, se le
otorgaron acciones útiles hasta que se llegó a concederle una acción general
análoga a la petitio hereditatis que competía al heres, la actio petitio hereditatis
possessoria.
De la reseña de los caracteres de la hereditas y de la bonorum possessio
puede deducirse que estos dos institutos aparecieron en el derecho civil y en el
derecho pretorio enfrentados el uno con el otro, pero el Derecho Romano fue
paulatinamente asimilándolos al extender los principios y reglas de aquella a la
herencia pretoriana, sin que, empero, llegaran a fusionarse en uno solo.
Con el sistema de las Novelas 118 y 127 que crearon nuevas categorías de
herederos respecto a la sucesión ab intestato, Justiniano abolió el régimen de
la posesión de los bienes manteniendo solamente algunos tipos especiales,
como la bonorum possessio contra tabulas para atacar un testamento y la
bonorum possessio under vir et uxor acordada al cónyuge supérstite.
* Clasificación de bonorum possessio *
Una clasificación, basada en la forma de llamar a los herederos a recibirla
distingue la bonorum possessio edictalis de la decretalis. La primera se
concedía en los casos previstos por el edicto; la segunda se otorgaba como
consecuencia del imperium del magistrado en hipótesis no prefijadas en el
edicto.
Otra clasificación, que atendía a los efectos, distingue la bonorum possessio
cum re, de la sine re. El bonorum possessor a quien el pretor sostenía como
tal, incluso frente al heredero civil, tenía una bonorum possessio cum re; en
tanto que si su posesión era meramente provisional y mantenida mientras no
apareciera el heredero civil, a menos que hubiera operada la usucapión a su
favor, contaba con una bonorum possessio sine re.
Por fin, la bonorum possessio, según el modo como se la defería podía ser
testamentaria, intestada o forzosa. Esta última especie operaba como una
defensa por el pretor a favor de aquellos herederos que siendo reconocidos
como tales por el edicto, hubieran sido omitidos o desheredados sin justa
causa por el testador.
Protección procesal del heredero
La protección posesoria, no dependía de la sucesión misma, sino de la toma
efectiva de posesión de las cosas de la herencia,
A tales medios de tutela de los derechos sucesorios, se agregaron para el
heredero civil la actio petitio hereditatis y para el heredero pretoriano, el
interdicto quorum bonorum, como vías de amparo procesal de sus derechos
hereditarios.
a) Actio Petitio Hereditatis: Fue la acción propia del heredero civil. Aunque con
caracteres particulares, esta acción se presentaba como una vindicatio, y en
los primeros tiempos se tramitaba por la sacramentum in rem, en que los dos
litigantes afirmaban ser herederos de una determinada herencia. Aunque la
petitio hereditatis aparecía como acción real, era oponible también contra los
deudores de la herencia. Esta circunstancia indujo a Justiniano a incluir esta
acción en la categoría de las acciones mixtas y hasta entre las acciones de
buena fe.
Al interponer la acción, el heres afirmaba su calidad de tal, y perseguía, por
ende, la devolución de los bienes hereditarios. Si el poseedor del patrimonio
hereditario se negaba a intervenir en el juicio para discutir su calidad de
heredero o su derecho de propiedad, el pretor otorgaba al heredero un
interdicto restitutorio para que entrara en posesión de los bienes injustamente
retenidos.
b) Interdictum Quorum Bonorum: El bonorum possessor, al no tener la calidad
de heres, no disponía de la petitio hereditatis, pero el pretor le concedió un
interdicto restitutorio, el interdicto quorum bonorum, que era oponible, no sólo al
que poseía pretendiendo ser heredero, sino también al que simplemente se
opusiera a la restitución, sin alegar un propio derecho. Además, contra el que
hubiera dejado de poseer por dolo. Igualmente el pretor concedió al bonorum
possessor un interdicto llamado quod legatorum, para oponer al legatario que
tomaba posesión de los objetos legados antes que le fueran entregados.
Justiniano fusionó el régimen de la petitio hereditatis con el interdicto quorum
bonorum al haberse superado la contradicción entre sucesión del derecho civil
y sucesión del derecho pretoriano, utilizando entonces el interdicto como
trámite provisional previo a la petición de la herencia.

B. Sucesión del derecho civil


El régimen de la sucesión intestada que, como sabemos, era aquella que tenía
carácter supletorio -pues su apertura se producía por disposición de la ley a
falta de testamento, ya porque el difunto no lo hubiera otorgado, o careciera de
validez, o bien porque el heredero instituido hubiera renunciado a la herencia-,
se estudiará siguiendo su línea evolutiva, que en esta materia, más que en
ninguna otra, muestra con clara nitidez el dualismo derecho civil y derecho
pretoriano, a la vez que el progresivo desarrollo histórico del derecho romano.
La sucesión ab intestato fue regulada por las XII Tablas, por disposiciones del
edicto del pretor y por senadoconsultos y constituciones imperiales,
concluyendo este período que se había iniciado con la ley decenviral, con las
normas de las Novelas 118 y 127 sancionadas por el emperador Justiniano.
La sucesión intestada del derecho civil encuentra su regulación en el precepto
de la Ley de las XII Tablas, que dice: "Si muere intestado, sin herederos suyos,
tenga la familia el agnado más próximo. Si no hubiese agnados, sea heredero
el gentil". Esta sucesión tiene su base en la típica organización de la familia
romana primitiva, ya que partía del nexo que ligaba a los herederos a la
potestas del causante, prescindiendo de cualquier vínculo de sangre. Excluía
así al hijo emancipado que había roto los lazos de potestad con el
paterfamilias, dando prevalencia a la familia civil o agnaticia sobre la natural o
cognaticia.
Caracterizó a la sucesión intestada decenviral la no aceptación de la sucesión
por orden (successio ordinum) ni de la sucesión por grados (successio
graduum). La primera era aquella en que la delación sucesiva de la herencia se
operaba entre los distintos órdenes reconocidos por la ley; la segunda tenía
lugar cuando la delación sucesiva se producía entre los distintos grados
existentes dentro de cada orden sucesorio. Por lo tanto, para el derecho civil, si
un heredero de un orden o grado superior no aceptaba la herencia, ésta no
pasaba a los subsiguientes herederos, sino que se la declaraba vacante.
Estudiaremos la sucesión iure civili atendiendo a dos órdenes de sucesores: el
de los herederos domésticos o heredes sui, y el de los herederos extraños o
voluntarios, denominados extranei heredes.
Sucesión de los Heredes sui
Por la Ley de las XII Tablas, cuando un paterfamilias moría sin dejar
testamento, lo heredaban necesariamente sus hijos. Éstos eran los herederos
domésticos o propios (heredes sui) que, estando bajo la potestad del pater al
tiempo de su muerte, adquirían la calidad de sui iuris a raíz de tal circunstancia.
Heredaban ipso iure, sin necesidad de hacer adición (aceptación) de la
herencia.
Entraban en la categoría de heredes sui los hijos e hijas sometidos a la
potestad del causante, pero no los ilegítimos ni los que hubiesen salido de
aquella potestad por emancipación o adopción. También tenían calidad de
heredes sui los hijos adoptivos del de cuius, su mujer casada cum manu, que
ocupaba el lugar de hija y los nietos -los hijos de un hijo, no los de una hija pero
sí la nuera cum manu- que se hallaban bajo la potestad directa del causante
por haber premuerto su padre o, en el caso de la nuera cum manu, el marido.
El hijo póstumo (postumus suus), concebido antes de morir el causante, pero
aún no nacido, heredaba en calidad de heredes sui.
Entre los herederos domésticos la herencia se dividía por cabezas (per capita),
es decir, en partes iguales, cada una de las cuales se llamaba cuota viril. Pero
si había premuerto uno de los hijos dejando descendientes bajo la potestad del
abuelo, la división se hacía por estirpes (in stirpes), y los descendientes
heredaban la cuota viril que hubiera heredado su padre de no haber premuerto
(derecho de representación). Así, concurriendo un hijo y dos o más nietos por
parte de otro hijo del causante muerto con anterioridad a éste, el hijo obtenía la
mitad de la herencia y los nietos la otra mitad.
Sucesión de los Extranei heredes
Si el que moría intestado no dejaba heredes sui, lo cual ocurría forzosamente
con las mujeres que no ejercían potestad sobre persona alguna, las XII Tablas
atribuían la herencia al agnado más próximo. El agnado no era propiamente
sucesible, pero la jurisprudencia pontifical vino a reconocerle tal calidad a fin de
que no quedara desierto el culto familiar a los dioses manes o lares, lo que era
una carga para todo heredero.
Agnados eran los parientes que pertenecían a la misma familia, esto es, los
que habrían estado bajo la misma potestad que el difunto de no haber
desaparecido el antecesor común. Entre aquellos parientes colaterales los más
lejanos quedaban excluidos por los proximi y era menester que aceptaran la
herencia (aditio hereditatis), contrariamente a lo que ocurría con los sui
heredes. De ahí proviene su designación de extranei heredes o herederos
voluntarios, porque no adquirían la herencia de pleno derecho, sino por su
manifestación de voluntad.
Tampoco en este llamamiento legal se hacía distinción de sexos. Pero una lex
Voconia de 169 a.C, que impidió a las mujeres ser instituidas herederas por los
ciudadanos de la primera clase del censo, dio lugar a la jurisprudencia para
extender aquella restricción a la sucesión intestada, e incluso para excluir de la
sucesión legítima a las mujeres más allá del segundo grado, admitiendo tan
sólo a las hijas y hermanas.
Entre los agnados la herencia se repartía por igual, es decir, por cabezas, lo
que era lógico, ya que nunca podían concurrir herederos de distinto grado,
aunque sí de distintas estirpes. Así, en caso de concurrencia del hijo de un
hermano con otros dos hijos de otro hermano, adquiría cada uno un tercio del
haber sucesorio. Si el próximo agnado renunciaba a la herencia no
correspondía derecho alguno a los herederos de grado subsiguiente, ya que el
derecho civil, según lo señalamos, no admitía la successio graduum.
En calidad de extranei heredes la Ley de las XII Tablas llamaba a la herencia,
en defecto del agnado más próximo, a los gentiles (gentiles familiam habento),
o sea, al grupo de parientes más alejados pertenecientes a la misma gens. Esa
sucesión perdió vigencia al desaparecer la gens, en los primeros tiempos del
Imperio.

C. Sucesión pretoriana
El régimen establecido por el pretor para la sucesión intestada a fines de la
República, trató de superar los defectos de que adolecía la sucesión iure civili,
a la que no derogó, sino que le introdujo reformas para ajustarla a la equidad.
Las correcciones que introdujo el derecho honorario valiéndose de la bonorum
possessio sine tabulis, tuvo en vista reconocer vocación hereditaria al hijo
emancipado, a los parientes consanguíneos por vía femenina (cognati) y a los
cónyuges que por la ley decenviral estaban excluidos de toda expectativa
hereditaria, a menos que estuviesen unidos en matrimonio cum manu.
A diferencia de lo que ocurría con el sistema sucesorio de las XII Tablas, los
herederos pretorianos eran agrupados en varios órdenes, los cuales eran
llamados sucesivamente. Cada orden disponía de un plazo para solicitar la
bonorum possessio, que corrientemente era de cien días, pero que se extendía
a un año, tratándose de padres e hijos del causante. Si el término transcurría
sin que se solicitara la bonorum possessio, podía hacer la petición la clase
subsiguiente. El derecho pretorio reconoció la successio ordinum y la
successio graduum en el orden de los cognados.
La sucesión intestada del pretor distinguió cuatro clases, designadas por la
forma de referirse a la cláusula edictal que llamaba a cada grupo de parientes.
Así, la bonorum possessio sine tabulis comprendió las bonorum possessiones
siguientes: unde liberi; unde legitimi; unde cognati y unde vir et uxor.
Bonorum possessio unde liberi
En esta clase llamaba el pretor, juntamente con los heredes sui, a los
descendientes que habían salido de la potestad del causante. Comprendía, por
tanto, a los que por emancipación hubieran quedado libres de la potestad
paterna e igualmente a los hijos dados en adopción y luego emancipados por el
padre adoptivo. No entraban en este orden los que por adopción hubieran
ingresado a otra familia. La adquisición de la bonorum possessio unde liberi, lo
mismo que las demás, requería la asignación por él pretor. Tenía carácter cum
re, respecto de los herederos civiles.
En esta bonorum possessio, cuando los herederos eran del mismo grado, la
división de la herencia se hacía per capita y, si eran de grado distinto, por
estirpes. Por una disposición introducida por Juliano en el edicto (nova clausula
luliani) se resolvió que el emancipado cuyos hijos hubieran quedado bajo la
potestad del pater, solamente concurriría a la sucesión paterna por la mitad,
debiendo la otra ser otorgada a sus hijos. Otra norma pretoria obligaba al hijo
emancipado que participaba de la herencia con sus hermanos sometidos a
potestad (heredes sui); a repartir con ellos cuanto había adquirido por su
cuenta. Este aporte que se imponía al hijo libre de potestad, para igualar su
situación con la de los sui que habían contribuido a la formación del acervo
hereditario hasta la muerte del causante, se impuso en el derecho romano por
medio del instituto de la "colación" (collatio bonorum).
Bonorum possessio unde legitimi
En este orden figuraban las personas que al tiempo de solicitar el otorgamiento
de la bonorum possessio eran llamadas a la sucesión por el derecho civil. Los
heredes sui, seguidamente el proximus adgnatus y en tiempos antiguos, los
gentiles, se beneficiaban con este segundo llamamiento realizado por el pretor
en perfecta coincidencia con el derecho civil. La bonorum possessio unde
legitimi, en caso de que hubiera herederos civiles con mejor derecho, se
concedía sine re.
Bonorum possessio unde cognati
A falta del segundo orden sucesorio, el pretor llamaba a suceder a los
cognados o parientes de sangre más próximos. La vocación hereditaria de
esos colaterales llegaba hasta el sexto grado -hijos de primos hermanos entre
sí- y, en la herencia de un sobrinus -hijo de un primo- hasta el hijo o hija del
otro sobrinus, que está en séptimo grado. Como en la sucesión civil, los más
próximos en grado excluían a los más remotos y los de igual grado se repartían
la herencia per capita.
El parentesco por consanguinidad podía derivar de la madre lo mismo que del
padre. Por primera vez se tuvo por sucesibles a los parientes por línea
femenina. El parentesco adoptivo era equiparado al consanguíneo a los fines
de la concesión de la bonorum possessio unde cognati.
Bonorum possessio unde vir et uxor
En último lugar el pretor confería la bonorum possessio al cónyuge supérstite.
En el matrimonio cum manu, la mujer heredaba a su marido como sui heredes,
porque ocupaba el lugar de hija, pero el marido no tenía igual derecho respecto
de su esposa. En el matrimonio sine manu, los cónyuges podían heredarse
recíprocamente, pero heredaban sólo por virtud del otorgamiento de la
bonorum possessio unde vir et uxor, que tenía carácter sine re, en defecto de
cualquier otro pariente.

D. Sucesión del derecho imperial


Las reformas que se operan en el sistema hereditario romano por virtud de la
legislación imperial, tienen por objeto continuar la tendencia nacida en el
derecho pretorio de reconocer la prevalencia del parentesco natural o de
sangre sobre el agnaticio. Así, por los senadoconsultos Tertuliano y Orficiano y
las constituciones imperiales Valentiniana y Anastasiana se avanza en la
evolución de la sucesión intestada del derecho romano mediante un conjunto
normativo complejo y a veces contradictorio que va a tener su corrección en el
Corpus de Justiniano.
Senadoconsultos: Tertuliano y Orficiano.
El senatus consultum Tertullianum, de época del emperador Adriano, concedió
a las madres que gozaran del ius liberorum -ingenuas con tres hijos y libertas
con cuatro- el derecho de suceder a sus hijos en la clase de los agnados. No
obstante, se daba preferencia sobre ellas no sólo a los sui y a los liberi, sino
también al padre y hermanos consanguíneos del causante, entrando en partes
iguales con las hermanas del mismo y precediendo a los demás agnados.
Inversamente, el senatus consultum Orfitianum, dictado en el año 178 bajo el
gobierno del emperador Marco Aurelio, llamaba a los hijos legítimos o naturales
a la sucesión de la madre con exclusión de cualquier otro pariente civil o
consanguíneo.
Constitución Valentiniana y Anastasiana
Por disposición del emperador Valentiniano II los nietos sucedían, junto con los
hijos y los agnados, a la abuela paterna y a los abuelos maternos. Justiniano
otorgó preferencia a los descendientes sobre cualquier agnado.
Por obra del emperador Anastasio, la cognación se impuso también en la línea
colateral y se dispuso que podían suceder entre sí los hermanos y hermanas
emancipados, junto con los no emancipados, aunque no por partes iguales,
sino en porción menor que estos últimos. La restricción fue abolida por
Justiniano.

E. Sucesión del derecho justinianeo


El derecho sucesorio de la última época, no obstante su aspiración a un
sistema simplificado de principios, ofrecía un conjunto tan amplio y confuso de
normas jurídicas, que fue una sentida necesidad su reforma y
consecuentemente su ordenación. Esta tarea la cumple el emperador
Justiniano quien, una vez finalizada la labor compilatoria, sanciona en el año
543 la Novela 118, que se completa con la 127 del 548. Por ellas se
sistematiza el derecho sucesorio intestado y se dejan sin efecto los "estorbos
de la jurisprudencia consuetudinaria".
La sucesión del derecho justinianeo aparece con algunas características
fundamentales que le dan una definida peculiaridad. Así, la primacía del
parentesco natural sobre el civil o agnaticio, con la distribución de los parientes
de sangre en tres órdenes de sucesibles: los descendientes, los ascendientes y
los colaterales. En cuanto a la partición de la herencia, se hacía por "troncos"
entre los descendientes y los sobrinos o las sobrinas y, por "cabeza", si se
trataba de los demás parientes. Por fin, las Novelas admitieron en toda su
extensión la successio ordinum et graduum, evitando con ello la frecuencia de
las herencias vacantes.
Entrando a las normas especiales a cada orden de herederos, debemos aclarar
que los colaterales se distribuyeron en tres clases: hermanos y hermanas
carnales y sus hijos; hermanos y hermanas de padre o madre y sus hijos; y, por
último, los demás colaterales. De esto resultó que el régimen hereditario ab
intestato de las Novelas 118 y 127 comprendiera los siguientes órdenes:
descendientes; ascendientes y hermanos y hermanas carnales o doble vínculo
(o sea hermanos del mismo padre y la misma madre) (germani) y sus hijos;
hermanos y hermanas de padre (consanguinei) o madre (uterini) y sus hijos;
otros colaterales hasta sexto o séptimo grado.
Ordenes de las Noveles 118 y 127
1. Descendientes
Heredaban en primer término, con exclusión de los demás parientes, fueran por
vía paterna o materna, estuvieran emancipados o no, se tratara de naturales o
adoptivos. El descendiente de grado más próximo excluía al de grado ulterior.
Si los descendientes eran del mismo grado, la partición se hacía por cabezas y
si, habiendo varios hijos, uno de ellos hubiera fallecido dejando descendientes,
éstos heredaban en lugar del padre premuerto, por derecho de representación,
caso en el cual la partición se hacía in stirpe.
2. Ascendientes, hermanos y hermanas carnales y sus hijos
A falta de descendientes, la sucesión correspondía a los ascendientes paternos
y maternos y a los hermanos o hermanas del mismo padre y madre (hermanos
de doble vínculo o germanos). Cuando sólo había ascendientes, heredaban los
de grado más próximo con exclusión de los de grado más remoto.
Concurriendo padre y madre, la herencia se dividía por partes iguales, pero si
ellos hubieran fallecido, quedando abuelos paternos y maternos, la sucesión
correspondía por mitad a una y otra línea, haciéndose dentro de ellas la
división por cabezas. En caso de llamamiento conjunto de ascendientes con
hermanos germanos, la partición se efectuaba per capita, utilizándose igual
procedimiento cuando sólo concurrieran hermanos o hermanas carnales del
causante. En ambas hipótesis, si hubiere premuerto alguno de los hermanos,
sus hijos ocupaban su lugar en la sucesión por representación, derecho que no
cabía para la rama ascendente.
3. Hermanos o hermanas de padre (consanguíneos) o madre (uterinos) y sus
hijos.
En defecto de los sucesibles de los dos primeros órdenes, la herencia
correspondía a los hermanos o hermanas unilaterales, también llamados medio
hermanos, y sus hijos, cuando los padres hubieran premuerto. Si solamente
concurrían hermanos o hermanas la división se hacía por cabeza, pero cuando
también hubiera hijos de hermanos prefallecidos, la partición se realizaba por
estirpes.
4. Otros colaterales
En último término eran llamados a suceder los demás parientes colaterales
hasta el sexto (o séptimo) grado. Si concurrían colaterales del mismo grado, la
división se hacía per capita, operando siempre el principio según el cual, el más
próximo en grado excluía al más lejano.
Por lo que respecta al cónyuge supérstite, cuya sucesión no se contemplaba en
el sistema de las Novelas, era de aplicación la bonorum possessio unde vir et
uxor, que se concedía a falta de todos los parientes del causante y siempre que
los esposos no estuvieran divorciados al tiempo de la muerte del autor de la
sucesión. Se decidió, además, que la viuda pobre e indotada pudiera concurrir
con otros parientes del marido en un cuarto de la herencia (quarta uxoriae),
cuando era llamada con no más de tres herederos, pero si el número de
sucesores era superior, la viuda tenía derecho a una parte viril, que en ningún
caso podía exceder de cien libras de oro.

F. Sucesión intestada en orden a los libertos


La especial sucesión intestada del liberto varió en Roma según las épocas y,
por ende, los ordenamientos que la regularon.
La Ley de las XII Tablas, atendiendo a que el liberto carecía de parientes
agnados -pues había nacido esclavo-, llamaba a heredarlo, cuando hubiera
muerto sin heredes sui, al patrono y en su defecto a los sui del patrono, e
incluso sus adgnati o gentiles. Al liberto se equiparaba el hijo emancipado, que
había sido manumitido por su padre (parens manumissor) en la solemnidad de
la antigua emancipación.
Las XII Tablas, entonces, establecen el siguiente orden sucesorio: 1) sui
heredes del liberto; 2) el patrono y la patrona; 3) descendientes agnaticios del
patrono y de la patrona más próximos en grado; 4) los gentiles del patrono.
El pretor no podía realizar en la herencia del liberto una promoción de los
cognados en la misma medida que en la del ingenuo, dado que quien había
nacido esclavo carecía de cognación, siendo la suya sólo una cognatio servilis,
fundada en el contubernio (cohabitación ilegal de dos personas), no en el
matrimonio. De ahí que en lugar de los cognados del liberto, sucedieran el
patrono con sus descendientes y demás parientes. Constituía un caso especial
la bonorum possessio por muerte del emancipado.
Entonces, la familia del manumitido y la del manurnissor son contempladas a la
vez, según concierto que ahora veremos, por el Edicto pretorio. Hace éste siete
llamamientos a la bonorum possessio: 1) unde liberi, esto es, los hijos y
descendientes del liberto; 2) unde legitimi, es decir, los herederos civiles:
patrono y patrona, agnados y gentiles del patrono; 3) unde cognati o parientes
del liberto; 4) tum familia patroni, donde se comprenden los demás familiares
del patrono no incluidos en el segundo llamamiento; 5) patronus patronae, item
liberi patroni patronaeve, que tal vez se refiere al supuesto de un patrono
manumitido y que, de consiguiente, se halla él mismo en patronato; 6) unde vir
et uxor, 7) unde cognati manumissoris o parientes no agnados —esto es,
naturales— del patrono.
Con el posterior desarrollo del derecho sucesorio, en la sucesión de los libertos
fue teniéndose en cuenta el parentesco de sangre creado por la esclavitud,
limitándose el derecho a heredar del patrono y de sus parientes en favor de los
padres y parientes del liberto, siempre que gozaran de libertad. Por fin, el
derecho justinianeo estableció en la sucesión del liberto el siguiente orden:
descendientes del liberto; patrono, hijos naturales del patrono y colaterales
hasta el quinto grado; colaterales del liberto hasta el quinto grado y, por último,
cónyuge supérstite.
Unidad 19
I. Sucesión testamentaria
A. Concepto
Estudiada la sucesión intestada, nos toca ahora considerar la sucesión
testamentaria, que tenía lugar, como hemos dicho, cuando el causante
designaba las personas llamadas a sucederle en un negocio jurídico de
características especiales: el testamento. Tal será el centro de nuestro estudio
y señalaremos que el testamento tuvo en el derecho romano un desarrollo
lento, pero gradual, que incidió en sus formas, su contenido, las condiciones
para su validez, es decir, todo lo que hace de tal negocio jurídico la base de la
sucesión testamentaria per universitatem. La adquisición de la herencia por el
heredero instituido habrá de tratarse juntamente con la adquisición por un
heres ab intestato. Otros contenidos posibles del testamento, especialmente los
legados, merecerán una exposición aparte.

B. Testamento
Concepto
Dos definiciones de testamento se encuentran en las fuentes. Ulpiano en sus
Reglas expresaba que era "la manifestación legítima de nuestro pensamiento
solemnemente para que valga después de nuestra muerte". Modestino, por su
parte, decía que era "la justa expresión de nuestra voluntad respecto de lo que
cada cual quiere que se haga después de su muerte".
Ambas definiciones, que presentan estrecha coincidencia, son objeto de
críticas, ya que no consignan notas esenciales del testamento, en especial, la
institución de heredero, considerado indispensable en Roma para la existencia
de un testamento válido. La conciencia social romana consideraba que el
testamento era el acto voluntario más importante del ciudadano, al punto de
que en Roma era un deshonor morir sin testar. Motivos de orden familiar y
económico hicieron que la sucesión testamentaria relegara a plano secundario
a la intestada. De allí deriva el fenómeno típico del derecho romano llamado
favor testamenti, consistente en reconocer prevalencia a la herencia
testamentaria sobre la disciplinada por la ley.
Entendemos (Arguello) que el testamento romano puede definirse como el
negocio jurídico mortis causa de derecho civil, unilateral y personalísimo,
solemne y revocable, que contiene necesariamente la institución de uno o
varios herederos, y en el que pueden ordenarse además otras disposiciones
(legados, desheredaciones, nombramiento de tutores. manumisión de
esclavos), para que tengan ejecución después de la muerte del testador.
Caracteres
De la definición transcripta surgen sus caracteres tipificantes que dan al
negocio su propia individualidad:
Es un acto mortis causa, porque sus efectos se producen después de la muerte
del otorgante, hecho éste que actúa como condición, no de eficacia, sino de
existencia. Pertenece a la clase de negocios iuris civilis, ya que, regulado por el
derecho civil, sólo era accesible a los ciudadanos, por lo menos hasta la
constitución caracallana del año 212. Es "unilateral", su eficacia dependía de la
exclusiva voluntad del disponente y "personalísimo", pues excluía la posibilidad
de ser realizado por representante o por un intermediario. Se trata de un
negocio "formal" y "solemne", ya que la voluntad debía ser acompañada de
formalidades especiales prescriptas por la ley. Es un acto esencialmente
"revocable" o de "última voluntad", porque el testador era libre de modificar o
dejar sin efecto sus disposiciones cuantas veces lo quisiera hasta el último
momento de su vida. Por fin, exige como requisito esencial para su validez, la
"institución de heredero". Faltando ésta o siendo nula, el testamento carecía de
eficacia y consecuentemente eran también ineficaces las demás disposiciones
que él contuviera.
Formas de testar
Las formalidades que el derecho romano prescribió para los testamentos
alcanzaron gran importancia porque tendían a garantizar el efectivo
cumplimiento de la voluntad del testador. Ésta no podía presumirse, ni
manifestarse por ademanes o gestos, como en otros institutos jurídicos, sino
que debía declararse de conformidad a determinadas formalidades
establecidas por la ley, sujetas a una mayor o menor solemnidad.
Los testamentos, en cuanto a sus formas, variaron según las épocas, y al rigor
del antiguo derecho civil se opuso el pretor por medio de la bonorum possessio
secundum tabulas. Más adelante, el derecho postclásico, haciéndose eco de
las necesidades que imponía un tráfico jurídico más activo y complejo, admitió
para los testamentos fórmulas menos rígidas y sin las solemnidades propias de
los primeros tiempos.
Testamento "iure civili"
Según nos informa Gayo, el primitivo derecho civil conoció dos tipos de
testamento: el testamentum in calatis comitiis y el testamentum in procinctu. El
primero (testamentum in calatis comitiis) se efectuaba ante los comicios
curiados reunidos al efecto, cabe destacar que se congregaban solamente 2
veces al año, los 24 de Marzo y los 24 de mayo, para realizar tal actividad, la
misma se hacía bajo la presidencia del pontífice máximo. El testamento
comicial se otorgaba en tiempo de paz y se presume que el pueblo debía
aprobar la propuesta del nombramiento de un heres que no fuera el hijo del
testador.
A causa del inconveniente que significaba la realización de tal actividad
solamente dos veces al año (reiteramos 24 de Marzo y 24 de mayo), y el
peligro que implicaba que en el intervalo se destara alguna guerra, y el
ciudadano que no había testado corriera el riesgo de fallecer sin haber hecho
testamento, a sabiendas de lo que tal circunstancia implicaba para los
romanos, nació el testamentum in procinctu, el cual era propio del soldado y se
hacía en víspera de partir a la batalla ante el ejército en pie de guerra. No
requería formalidades especiales y caducaba después del licenciamiento
militar.
La desaparición de ambas formas de testar hacia fines de la República,
determinó el nacimiento del testamento mancipatorio o per aes et libram,
llamado así porque se trataba de otro caso de aplicación de la mancipatio (que
recordemos, se utilizaba para la transmisión de la propiedad de cosas inter
vivos), con el rito del cobre (aes) y la balanza (libram).
Dicho testamento pasó por dos etapas suficientemente caracterizadas. En la
primera, el testador mancipante transmitía su patrimonio a un fiduciario o
persona de su confianza (familiae emptor) mediante una mancipatio nummo
uno. Por este acto, el fiduciario adquiría el dominio formal sobre el patrimonio
hereditario con el exclusivo propósito de entregarlo a la muerte del mancipante
a la persona que éste había indicado, situación que convertía al familiae
emptor en un mero ejecutor testamentario.
En la segunda fase adquiere las características de un verdadero testamento
acompañado por las ceremonias del aes et libram, las que se presentan por
respeto a la tradición romana, porque lo esencial del acto estaba representado
por las palabras del testador (nuncupatio) que exteriorizaban su voluntad de
instituir un heredero.
Estas disposiciones de última voluntad el testador podía exponerlas oralmente
ante el libripens y los cinco testigos de la antigua mancipatio, o bien manifestar
que su intención de instituir herederos constaba en un documento escrito
(tabulae, codex testamenti) que contenía los sellos y nombres de los testigos y
también del libripens y el familiae emptor. Vemos así que desde los tiempos del
derecho civil se conocieron en Roma los testamentos orales y los escritos.
"Testamentum praetorium" o "Bonorum possessio secundum tabulas"
Una nueva forma de testamento fue la que introdujo el pretor al otorgar la
bonorum possessio secundum tabulas, donde el pretor abandono por completo
la observancia de la mancipatio, y otorgaba la bonorum possessio a todo
ciudadano que exhibiera un testamento provisto del signo o sello de siete
testigos, siempre que contuviera la institución de heredero. Tal testamento, que
reiteramos, prescinde en absoluto de los ritos de la mancipatio, se denomina
testamentum praetorium. Originariamente la bonorum possessio secundum
tabulas se concedía sine re cuando había un heredero civil testamentario o ab
intestato. Sin embargo, un rescripto de Antonino Pío otorgó, para el supuesto
de que el heredero civil pretendiera hacer valer sus derechos alegando la
omisión de la mancipatio, la exceptio doli, a fin de enervar el ejercicio de la
petitio hereditatis. Hizo de este modo inimpugnable la bonorum possessio
secundum tabulas, convirtiéndola en cum re. El heredero instituido oralmente
conservaba la bonorum possessio, pero sólo cuando el acto mancipatorio
hubiera sido realizado válidamente.
Testamento postclásico o del bajo imperio
En la última fase de la evolución del derecho romano, desaparecida la
mancipatio y el dualismo derecho civil-derecho pretorio, una constitución de
Teodosio II y Valentiniano III del año 439, recogida en su esencia por
Justiniano, crea el testamentum tripertitum que consistía en un documento
escrito que el testador presentaba abierto o cerrado ante siete testigos, quienes
insertaban en el instrumento su firma (suscriptio) y a continuación lo sellaban
con sus nombres (signatio et superscriptio), todo en un solo acto (uno
contextu). Este testamento recibió el nombre de "tripartito", en razón que sus
diferentes requisitos (unidad del acto, firma de los testigos y sello de los
mismos), procedían de tres distintas fuentes: derecho civil, derecho pretorio y
constituciones imperiales.
También en esta época aparecieron otros dos tipos de testamentos escritos: el
"ológrafo", si lo había escrito el testador y el "alógrafo", cuando el escrito
provenía de otra persona. El primero (el ológrafo), que debía firmarlo el
otorgante, no requería testigos. El segundo (el alógrafo), en tanto debía
contener las suscriptio de cada testigo, con la correspondiente signatio y
superscriptio al cerrar el documento.
Dentro de los testamentos privados que estamos analizando, cabía el
testamento oral o "nuncupativo" (nuncupativum) que sustituyo en sus
formalidades al testamentum escrito per aes et libram del derecho civil.
Consistía en una manifestación verbal del testador de instituir heredero,
realizada ante cinco testigos, que se elevaron a siete con posterioridad. Para
facilitar la prueba se acostumbró acompañar este testamento oral con un acta
redactada por escrito.
Menor aplicación tuvo en el derecho postclásico el testamento público, que
habría aparecido alrededor del siglo V. Se formalizaba mediante su
presentación en el protocolo del juez o del funcionario municipal (testamentum
apud acta conditum). También tenía carácter público el testamento consignado
al emperador (testamentum principi oblatum). En tiempo de Justiniano los
testamentos eran redactados, las más de las veces, por un notario de profesión
(tabularius).
Testamentos especiales o extraordinarios
El derecho romano admitió formas especiales de testamento para casos
excepcionales que se apartaban de los supuestos ordinarios o generales.
Así, se renunciaba a la presencia simultánea de los testigos aceptándose que
fuera sucesiva, en tiempos de peste, para evitar contagios (testamentum
tempore pestis conditium). Era testamento especial el del ciego que no sabía
escribir, razón por la cual podía hacerlo oralmente. Con el tiempo pudo dictarlo
a un tabularius (oficial público) ante siete testigos o hacer que lo escribiera un
octavo testigo en caso de que dicho oficial público no pudiera hacerse
presente. Entraban también entre los testamentos extraordinarios el otorgado
en el campo (testamentum ruri conditum), donde por resultar a veces difícil la
reunión de los testigos exigidos por la ley, sólo se requería que fueran cinco.
Fue el testamento militar el que más importancia alcanzó entre los de carácter
especial o extraordinario. Para facilitar su otorgamiento a los extranjeros que
militaban en los ejércitos de Roma, para quienes las formas romanas no eran
de fácil empleo, el derecho imperial -especialmente con el emperador Trajano-,
permitió a los soldados testar a su elección en forma oral o escrita, liberándolos
además de muchos principios restrictivos que se imponían en los testamentos
ordinarios. De esta suerte por el testamento militar, peregrinos y latinos podían
ser herederos y legatarios. La sucesión intestada era compatible con la
testamentaria, derogándose la regla nemo pro parte... Se permitía una
institución de herederos con carácter temporal o sometida a condición
resolutoria y también la institución de heredero en cosas determinadas. No era
necesario desheredar a los heredes sui. Tampoco se aplicaban los principios
de la lex Falcidia ni las limitaciones que con referencia a la capacidad de
adquirir imponían las leges Iulia et Papia.
Capacidad activa y pasiva
La capacidad para otorgar testamento, para ser testigo del mismo, para
alcanzar la calidad de heredero, legatario o beneficiario de cualquier
disposición testamentaria, era llamada por los romanos testamentifacción
(testamenti factio). La distinción entre la testamenti factio activa, que se
reconocía al testador para instituir heredero y la testamenti factio passiva, que
se atribuía al heredero para ser instituido como tal, fue construcción de los
comentaristas.
Capacidad activa (capacidad para testar)
La testamenti factio activa fue una capacidad negocial cualificada que el
testador debía tener ininterrumpidamente desde que otorgaba el testamento
hasta su muerte. El derecho justinianeo, siguiendo el criterio ya aplicado por el
pretor, dispuso que era suficiente ser capaz en el momento del otorgamiento y
en el de la muerte, aunque entre dicho tiempo se hubiera perdido la capacidad.
La posesión de los tres estados, libertad, ciudadanía y sui iuris -la plena
capacidad de derecho-, era indispensable para el goce de la testamenti factio
activa; carecían de ella, por tanto, los esclavos, los peregrinos y latinos y los
hijos de familia. Empero, llegó a admitirse que los servi publici (esclavos
públicos) pudieran testar sobre la mitad de su peculio. La incapacidad de los
no ciudadanos desapareció con la constitución caracallana, al otorgarse el
carácter de cives romani a todos los súbditos del Imperio. En cuanto al filius,
pudo éste disponer por testamento de sus peculios castrense y cuasicastrense.
A fin de favorecer la validez de los testamentos, la legislación romana modificó
el régimen establecido para apreciar la capacidad del testador cuando éste
hubiera perdido la tesiamenti factio por esclavitud. A tal fin fueron de aplicación
dos beneficios especiales: el ius postliminium y la fictio legis Corneliae. El
primero (ius postliminium), como sabemos, restituía plenamente a su anterior
estado los actos jurídicos ejecutados por el ciudadano antes de caer en
cautividad, si regresaba del cautiverio. La ficción de la ley Cornelia, por su
parte, consideraba que el romano muerto en cautividad lo había sido en el
momento de ser capturado, lo que hacía que al no haber pasado a condición
servil, su testamento otorgado con anterioridad fuera absolutamente válido.
El testador, también, debía ser púber y tener capacidad de obrar o de hecho,
de esta forma no pueden testar tampoco los impúberes, ni la mujer, salvo
autorización de su tutor (auctoritas tutoris), pero desde fines de la República
pudieron disponer por testamento si se liberaban de la tutela agnaticia
mediante la coemptio fiduciaria. En el derecho nuevo, al desaparecer la tutela
mulierum, las mujeres adquirieron plena capacidad para testar. Hubo personas
privadas de la testamenti factio activa a título de pena, como los condenados a
pena capital, los herejes, los apóstatas y los autores de libelos difamatorios.
Tampoco podían testar, en general, los furiosos, enfermos permanentes y
graves, sordos y mudos, aunque estos últimos casos la interdicción alcanzaba
solo a las formas verbales de testar.
Capacidad pasiva (capacidad para ser heredero)
Capacidad para ser instituido heredero -testamenti factio passiva- tenían en
principio las personas libres, ciudadanas y sui iuris. No obstante, los propios
esclavos del testador podían ser instituidos si al mismo tiempo se los
manumitía. En cuanto a los esclavos e hijos de familia ajenos, su institución
como herederos les hacía adquirir la herencia para las personas bajo cuya
potestad estuvieran. Se debía ser capaz para ser instituido heredero en el
momento del otorgamiento del testamento y en el de la muerte del testador, y
con el derecho justinianeo también al tiempo de la adquisición de la herencia.
Carecían de capacidad para ser herederas las mujeres a partir de una lex
Voconia de 169 a. de C, que prohibía su institución por testadores que
pertenecieran a la primera clase del censo. Tal incapacidad fue abolida por
Justiniano. En cuanto a las personas inciertas, esto es, aquellas cuya
existencia dependía de un acontecimiento futuro e incierto, como el ser ya
concebido pero aún no nacido (nasciturus), al principio eran incapaces para
heredar. Más adelante, en el derecho clásico, se reconoció una excepción a
favor de los hijos nacidos después del otorgamiento del testamento (postumi
sui), y con Justiniano se autorizó también el testamento a favor de las
corporaciones y del Estado romano, que eran consideradas personae incertae.
Diferente de la falta de testamenti factio passiva era para los romanos la falta
de la capacitas impuesta por algunas leyes que prohibían a quienes se
hallaban en las condiciones por ellas establecidas de capere mortis causa.
Mientras que la falta de la testamenti factio hacía que la herencia se transfiriera
a quienes eran titulares por cualquier otra causa, faltando la capacitas las
cuotas no asignadas (caducam) pasaban a las personas determinadas por la
ley. Por otra parte, mientras la testamenti factio se exigía en el momento del
otorgamiento del acto, en el de la muerte del testador y en el de la adquisición
de la herencia, la capacitas sólo se requería en este último momento.
El caso más importante de falta de capacitas en el derecho romano fue el
previsto por la lex Iulia et Papia, que a fin de favorecer los matrimonios prohibía
la adquisición de la herencia y de los legados a los solteros, a los viudos y a los
casados sin hijos. Empero, como la causa determinante de la carencia del ius
capiendi podía desaparecer, la misma ley establecía que en tal supuesto los
afectados podían recoger la herencia dentro del plazo de cien días a contar de
la muerte del testador.
Distinto de la capacitas fue el instituto de la indignidad (indignitas), que
declaraba inhábiles para gozar de una herencia deferida y aún no adquirida al
heredero o legatario culpables de determinados actos contra el disponente,
como atentar matarlo, atacar a su persona u honor, emplear dolo o violencia
para impedirle testar o revocar un testamento, etcétera. Era una situación
totalmente subjetiva, en la que la cuota del declarado indigno no se entregaba
a los otros herederos, sino que revertía al fisco.
Contenido del testamento
Institución
La cláusula más trascendental del testamento por la cual el testador designaba
su sucesor, es la institución de heredero que para los romanos era "cabeza y
fundamento de todo testamento”.
Por ello es que la cláusula de la institución del heredero debía, en la época
clásica, figurar al comienzo. Las otras cláusulas, tales como los legados, los
fideicomisos, la dación de tutor, la manumisión de heredero, serán ineficaces
sino se figura aquélla; o nulas, si el heredero no acepta la herencia.
Por lo que hace al contenido del testamento, más propiamente a la institución
de heredero, se exigía la observancia de determinadas fórmulas verbales y un
orden en cuanto al lugar en que debía consignarse. Una constitución del
emperador Constantino del año 320 prescindió de aquellos requisitos
sacramentales y aceptó toda forma de expresión y un orden cualquiera en la
redacción de las disposiciones, con tal de que la voluntad del testador fuera
claramente cognoscible.
Desde que el testamento mancipatorio exigió formalmente la institución de
heredero (heredis institutio), todas las disposiciones dependían de ésta que
pasó a ser encabezamiento y médula de todo testamento. Debía contener
dicha cláusula a su comienzo, ya que si le precedían otras disposiciones se
tenían por no escritas.
La institución del heredero debía hacerse en latín y con el empleo de una
fórmula que Ulpiano y Gayo reproducen, en la que no podía faltar la palabra
heres (heredero). El rigor formal se atenuó en el derecho imperial, llegándose a
permitir, a partir de los Severos, la redacción en griego. Y como dijimos más
arriba Constantito termino declarando suficiente cualquier forma inequívoca de
institución.
Todo testamento comenzaba por el nombramiento del heredero, que era lo que
de alguna manera ligaba y daba vigor a las disposiciones que luego se
consagraban. Dicho heredero debía ser persona cierta y física (estaban
excluidas las de existencia ideal), principio del que se seguía que solamente
podía instituirse a quien existiese al tiempo del testamento, lo que dejaba de
lado a las personas por nacer, aunque con algunas reservas en este caso en
favor de los hijos del testador. En el derecho postclásico en cambio, pudieron
ser libremente consagrados los concebidos aun no nacidos.
La institución de heredero podía referirse a una sola persona (heres ex asse) o
bien asignar a varios cuotas distintas de la herencia. Estas cuotas se
estimaban por lo común en doceavas partes: la totalidad de la herencia era
llamada as y las porciones de ésta unciae, lo que hacía que un as fuera igual a
doce unciae. Si el testador no agotaba el total del acervo hereditario con las
cuotas que había dispuesto, no se atribuían las restantes a los herederos ab
intestato, sino que las porciones de que había dispuesto el causante
experimentaban el aumento necesario para agotar el caudal en su totalidad.
Las cuotas, por el contrario, debían ser proporcionalmente reducidas cuando
en total superaran la cuantía del patrimonio hereditario.
La institución de heredero en una cosa cierta y determinada (heredis institutio
ex re certa) era contraria a la esencia de la sucesión a título universal. No
obstante, para mantener la vigencia del testamento se consideraba válida la
institución, suprimiendo su delimitación a cosa cierta. Si el testamento contenía
una sola institución de esta especie, el instituido se consideraba heredero
único. Si había varios herederos instituidos ex re certa, todos lo eran por partes
iguales, pero cada uno adquiría la cosa a él atribuida.
Se admitía que la heredis institutio pudiera supeditarse a condición suspensiva,
siempre que ella no remitiera la institución al mero arbitrio de un tercero. En
cambio, no se autorizaba la institución de herederos bajo condición resolutoria
o a término, no sólo porque la investidura de heredero se adquiría
inmediatamente, sino también porque, dado su carácter absoluto, no admitía
limitaciones temporales que derogarían la regla semel heres semper heres
(esta expresión significa que quien adquiere la condición de un heredero no
puede perderla).
Desheredación y preterición del heredero
Quienes vivían, ya desde épocas antiguas, bajo la autoridad directa del jefe de
familia, se consideraban sus herederos naturales. Eran herederos suyos o,
mejor aún, de lo suyo, sui heredes, ya que los bienes del pater habían sido
formados muchas veces con su intervención y a veces por su exclusiva
gestión. Se consideraba que dichos bienes eran una suerte de comunidad de
ellos con el padre y, en consecuencia, éste debía instituirlos herederos, a
menos que expresamente los desheredase. Lo que no podía hacer era
omitirlos, es decir preterirlos (omisión forzosa de un heredero en el
testamento). Ahora bien, los hijos varones debían ser desheredados específica
y nominativamente, en tanto que los demás podían serlo en grupo,
genéricamente. Y la preterición de un hijo varón daba lugar a la nulidad del
testamento, mientras que la de cualquier otro sui herede, simplemente daba
lugar a la inclusión del mismo, pero manteniendo al testamento como válido.
Según la ley de las XII Tablas, la voluntad del jefe de familia era la ley.
Investido de una potestad paterna que le daba el derecho de vida y muerte
sobre sus hijos, podía con mayor razón, privarlos de su sucesión, sin embargo,
fue del rigor mismo de la potestad paterna que los jurisconsultos hicieron salir
una reforma favorable a los hijos.
a) Desheredación y preterición según el derecho civil: De acuerdo con los
principios del ius civile, el paterfamilias debía instituir o desheredar
expresamente a los heredes sui, pero no le era permitido silenciarlos o
preterirlos (praeterire) en su testamento. Los hijos que al tiempo del
otorgamiento del testamento se hallaren bajo la potestad del testador, tenían
que ser nominativamente desheredados (nominatim exheredatio), esto es,
designándolos individualmente. Si un hijo era preterido el testamento era nulo.
Los demás heredes sui -hijas, nietos de uno y otro sexo y posteriores
descendientes, mujer in manu- podían ser desheredados en conjunto (inter
ceteros), es decir, sin designárselos nominativamente. Cuando eran preteridos
los herederos enunciados, el testamento era válido, pero concurrían ellos con
los herederos instituidos y cada uno de los preteridos percibía, juntamente con
los instituidos, si eran sui, su cuota ab intestato. Si la concurrencia se daba con
herederos extraños, les correspondía la mitad de la porción atribuida a éstos.
El hijo nacido después de otorgado el testamento por el paterfamilias, el
llamado postumi sui, tenía que ser expresamente desheredado. Si era
preterido, este silenciamiento invalidaba el testamento, aunque fuera una hija o
un nieto, siempre que hubiera sido concebido en vida del testador. Al hijo
póstumo se equiparaban las personas que en virtud de adopción o matrimonio
cum manu habían alcanzado la calidad de sui heredes.
b) "Bonorum possessio contra tabulas": Aunque las restricciones al absoluto
poder de testar ordenadas por el derecho civil habían constituido un freno a su
ejercicio arbitrario, las soluciones eran aún imperfectas porque los hijos
emancipados, al no tener la calidad de heredes sui, quedaban sin la debida
protección, ya que podían ser desheredados por una simple omisión en el
testamento de su paterfamilias. El pretor, reconociendo ya relevancia a la
familia natural, avanza sobre las disposiciones del ius civile en materia
concerniente al régimen de la sucesión necesaria formal.
De acuerdo con los principios consagrados por el derecho pretoriano, los hijos
varones emancipados habían de ser instituidos o desheredados
nominativamente. Si se omitía al hijo emancipado, el testamento se mantenía
en principio válido, pero si al preterido lo atacaba la nulidad, caía la institución
de heredero porque el pretor acordaba al emancipado la bonorum possessio
contra tabulas. Las hijas emancipadas también tenían que ser instituidas o
desheredadas, siendo suficiente la desheredación inter ceteros. Los efectos de
la preterición de la hija emancipada eran análogos a los del hijo varón, ya que
por la bonorum possessio contra tabulas hacía caer la institución de heredero,
logrando también que se le otorgase la cuota que les correspondería en la
sucesión ab intestato.
c) Desheredación y preterición según el derecho postclásico y justinianeo: A
partir de la ya recordada constitución del emperador Constantino, que admitió
en los testamentos el uso de cualquier forma de expresión, siempre que la
voluntad del testador resultara claramente cognoscible, para la desheredación
también fue suficiente la manifestación de voluntad en cualquier sentido
requiriéndose, sin embargo, la forma nominatim para la de los hijos. Justiniano,
por una constitución del año 531, mantiene tales principios y suprime la
desheredación inter ceteros, por lo que la preterición de un heredes sui de
cualquier sexo o del hijo póstumo, era causa de invalidez del testamento. Estas
normas no se aplican a los testamentos militares, pues los que pertenecían a
esta clase gozaban del privilegio de poder desheredar a sus hijos por una
simple omisión en el testamento. Tampoco jugaban respecto de los
ascendientes maternos, que eran libres de preterir a sus herederos, por cuanto
éstos, al no estar sometidos a la potestad materna, no tenían la calidad de
heredes sui.

II. Sustitución hereditaria


A. Concepto y clases
Concepto
Casos especiales de institución condicional eran las designaciones de heredero
sustituto (substitutio hereditatis). Las sustituciones fueron disposiciones
contenidas en el testamento, por medio de las cuales se llamaba a la herencia
o a cuotas partes de ella a un heredero designado en orden subsidiario, para el
caso de que el primer instituido no la adquiriera. La sustitución implicaba una
relación de subordinación y al mismo tiempo tenía el efecto de que una
persona se subrogara a otra, si se daba el hecho que motivaba la institución
subsidiaria.
El régimen de las substituciones tuvo consagración en Roma como el medio de
evitar las posibles vacancias de las herencias derivadas de la no aceptación de
los sucesores designados en el testamento, siendo utilizadas también para
prevenir las frecuentes caducidades de las disposiciones testamentarias sobre
todo después de la sanción de las leyes augusteas sobre el matrimonio.
Clases
Vulgar
La forma más común de sustitución hereditaria fue la llamada "vulgar"
(substitutio vulgaris), por la cual se instituía un heredero sustituto para la
hipótesis de que el primeramente instituido no llegara a alcanzar esa calidad
por haber premuerto al causante o haber repudiado la herencia. Tal sustitución
era frecuentemente utilizada para evitar que la sucesión beneficiara a los
herederos ab intestato. La sustitución vulgar excluía el derecho de acrecer,
pues la cuota no asignada al primer heredero revertía en el sustituto. Por esta
vía se podía instituir un segundo, en su caso un tercero, un cuarto, y así
sucesivamente; herederos, para que reciban la herencia, reiteramos, si el
primero designado no concurre a hacerlo.
Pupilar
Se conoció también la sustitución ''pupilar" (substitutio pupillaris), que era
aquella con la cual el paterfamilias nombraba un sustituto del impúber heredes
sui -quien a la muerte del testador quedaba libre de la potestas-, para el caso
de que muriese antes de haber alcanzado la pubertad. Al sustituto pupilar se lo
consideró primeramente heredero del testador, pero los clásicos lo reputaron
heredero del impúber.
Cuasipupilar
Justiniano introdujo, por último, la denominada sustitución "cuasi pupilar"
(substitutio quasi pupillaris). Tenía lugar cuando los ascendientes paternos o
maternos nombraban un sustituto al heredero afectado de alguna enfermedad
mental, para el supuesto de que falleciera sin haber recuperado el uso de la
razón.

B. Invalidez y revocación del testamento


Invalidez del testamento
Las causas de invalidez de los testamentos podían ser iniciales -en cuyo caso
el acto no tenía eficacia alguna, era nulo ab initio-, o presentarse con
posterioridad a su otorgamiento, supuesto que lo tornaba anulable. Una
terminología romana, no muy precisa y que no fue seguida por todos los
jurisconsultos, atribuye a los testamentos ineficaces distintas denominaciones,
según cuáles hubieran sido las razones de su invalidez.
El testamento afectado de nulidad radical o ab initio se llamaba iniustum o non
iure factum. Tenía lugar cuando la invalidez provenía de las causas siguientes:
defecto de forma, falta de institución de heredero, incapacidad en el testador o
en el heredero. Se designaba, en cambio, con el nombre de testamentum
nullum o nullius momenti aquel en el que eran preteridos los heredes sui.
El testamento que siendo inicialmente válido era anulado después por
sobrevenir una causa de invalidez, se llamaba irritum, si la ineficacia provenía
de cualquier clase de capitis deminutio experimentada por el testador. Recibía,
en cambio, la denominación de destitutum o desertum, cuando podía ser
anulado por premoriencia o incapacidad sobreviniente del heres, por haber éste
repudiado la herencia o porque no se cumpliera la condición bajo la cual se lo
había instituido. Por fin, se daba el nombre de testamentum ruptum a aquel que
se tornaba ineficaz con posterioridad a su otorgamiento, por la aparición de un
nuevo heredes sui o por haber sido revocado por el testador.
Revocación del testamento
La libre revocabilidad del testamento fue una consecuencia natural de la
esencia de tal negocio jurídico que, como acto de última voluntad, era
susceptible de ser modificado hasta el último momento de vida del testador.
Según el ius civile un testamento se revocaba por el otorgamiento de otro
nuevo, no sólo en aquellas disposiciones con las que el posterior era
incompatible, sino en todo su contenido, aunque ninguna de las nuevas
instituciones llegara a ser efectiva. Si el testamento posterior no era válido
según el derecho civil, pero se adecuaba a normas del derecho honorario, el
pretor otorgaba la bonorum possessio secundum tabulas a quien tuviera
derecho a peticionarla.
Cuando el testador destruía el testamento, cortaba el cordel que lo mantenía
cerrado, rompía sus sellos o inutilizaba de cualquier forma el instrumento,
según el ius civile conservaba su validez. El derecho pretorio, modificando el
criterio existente, entendió que tal actitud del otorgante revelaba una voluntad
adversa al acto realizado y tuvo por revocado al testamento. Por tal razón
confirió la bonorum possessio sine tabulis a quienes la ley o el edicto hubieran
llamado a heredar ab intestato, para así repeler la acción del heredero
designado en el testamento destruido.
En el derecho postclásico la revocación se hacía, no sólo por el otorgamiento
de un nuevo testamento, sino también por la apertura intencionada del
testamento por el disponente. En época de Justiniano la revocación se
producía también por declaración ante tres testigos o mediante acta cuando
hubieran transcurrido diez años de su otorgamiento.
Sucesión contra el testamento
Se denominó en Roma sucesión legítima contra el testamento al especial
régimen sucesorio desarrollado para limitar el derecho absoluto de testar del
paterfamilias, que éste podía usar discrecionalmente como emanación de los
amplios poderes que ejercía sobre las personas y bienes de los integrantes del
grupo familiar.
Las más antiguas normas que regularon la sucesión legítima contra el
testamento no tendían a reprimir el uso abusivo de la libertad de testar, sino a
establecer condiciones de forma a las que debía ajustarse el testamento, bajo
pena de nulidad. Aquellas primeras limitaciones, de carácter meramente formal,
hicieron nacer el sistema que los pandectistas alemanes denominaron, con
expresión poco feliz, "sucesión necesaria formal''. Más adelante aparecieron
otras restricciones que imponían al testador la obligación de dejar a los más
próximos herederos intestados una cuota parte de la herencia, designada en el
derecho moderno con el nombre de "legítima". La creación de esta portio
legitima, que vino a constituir una restricción de carácter sustancial al libre
ejercicio de la facultad de testar, dio lugar a lo que los pandectistas llamaron
"sucesión necesaria sustancial", y que hoy se denomina "derecho de
legítimas".
Volveremos a lo desarrollado unas hojas más atrás estudiando, nuevamente, la
sucesión necesaria formal con sus institutos característicos -desheredación y
preterición- a través de los principios consagrados por el derecho civil, las
posteriores reformas operadas por obra del pretor al otorgar la bonorum
possessio contra tabulas, hasta llegar al ciclo final de la evolución en las
normas del derecho postclásico y justinianeo.
Siguiendo igualmente su línea evolutiva, que parte de los últimos tiempos del
período republicano, analizaremos el derecho de legitimas o sucesión
necesaria sustancial con sus instituciones típicas, la querela inofficiosi
testamenti y la legítima.

Primeramente, como lo avisamos supra, reiteraremos lo escrito unas hojas más


atrás, nos referimos a la desheredación y preterición del heredero.
a) Desheredación y preterición según el derecho civil: De acuerdo con los
principios del ius civile, el paterfamilias debía instituir o desheredar
expresamente a los heredes sui, pero no le era permitido silenciarlos o
preterirlos (praeterire) en su testamento. Los hijos que al tiempo del
otorgamiento del testamento se hallaren bajo la potestad del testador, tenían
que ser nominativamente desheredados (nominatim exheredatio), esto es,
designándolos individualmente. Si un hijo era preterido el testamento era nulo.
Los demás heredes sui -hijas, nietos de uno y otro sexo y posteriores
descendientes, mujer in manu- podían ser desheredados en conjunto (inter
ceteros), es decir, sin designárselos nominativamente. Cuando eran preteridos
los herederos enunciados, el testamento era válido, pero concurrían ellos con
los herederos instituidos y cada uno de los preteridos percibía, juntamente con
los instituidos, si eran sui, su cuota ab intestato. Si la concurrencia se daba con
herederos extraños, les correspondía la mitad de la porción atribuida a éstos.
El hijo nacido después de otorgado el testamento por el paterfamilias, el
llamado postumi sui, tenía que ser expresamente desheredado. Si era
preterido, este silenciamiento invalidaba el testamento, aunque fuera una hija o
un nieto, siempre que hubiera sido concebido en vida del testador. Al hijo
póstumo se equiparaban las personas que en virtud de adopción o matrimonio
cum manu habían alcanzado la calidad de sui heredes.
b) "Bonorum possessio contra tabulas": Aunque las restricciones al absoluto
poder de testar ordenadas por el derecho civil habían constituido un freno a su
ejercicio arbitrario, las soluciones eran aún imperfectas porque los hijos
emancipados, al no tener la calidad de heredes sui, quedaban sin la debida
protección, ya que podían ser desheredados por una simple omisión en el
testamento de su paterfamilias. El pretor, reconociendo ya relevancia a la
familia natural, avanza sobre las disposiciones del ius civile en materia
concerniente al régimen de la sucesión necesaria formal.
De acuerdo con los principios consagrados por el derecho pretoriano, los hijos
varones emancipados habían de ser instituidos o desheredados
nominativamente. Si se omitía al hijo emancipado, el testamento se mantenía
en principio válido, pero si al preterido lo atacaba la nulidad, caía la institución
de heredero porque el pretor acordaba al emancipado la bonorum possessio
contra tabulas. Las hijas emancipadas también tenían que ser instituidas o
desheredadas, siendo suficiente la desheredación inter ceteros. Los efectos de
la preterición de la hija emancipada eran análogos a los del hijo varón, ya que
por la bonorum possessio contra tabulas hacía caer la institución de heredero,
logrando también que se le otorgase la cuota que les correspondería en la
sucesión ab intestato.
c) Desheredación y preterición según el derecho postclásico y justinianeo: A
partir de la ya recordada constitución del emperador Constantino, que admitió
en los testamentos el uso de cualquier forma de expresión, siempre que la
voluntad del testador resultara claramente cognoscible, para la desheredación
también fue suficiente la manifestación de voluntad en cualquier sentido
requiriéndose, sin embargo, la forma nominatim para la de los hijos. Justiniano,
por una constitución del año 531, mantiene tales principios y suprime la
desheredación inter ceteros, por lo que la preterición de un heredes sui de
cualquier sexo o del hijo póstumo, era causa de invalidez del testamento. Estas
normas no se aplican a los testamentos militares, pues los que pertenecían a
esta clase gozaban del privilegio de poder desheredar a sus hijos por una
simple omisión en el testamento. Tampoco jugaban respecto de los
ascendientes maternos, que eran libres de preterir a sus herederos, por cuanto
éstos, al no estar sometidos a la potestad materna, no tenían la calidad de
heredes sui.

III. Legítimas
Concepto
Si bien el régimen de la sucesión necesaria formal, que hemos analizado,
constituyó un obstáculo legal a la absoluta libertad de testar que concedía el
primitivo derecho romano al paterfamilias, su efectiva restricción se logra
cuando se impone el derecho de legítimas, que obligaba al testador a dejar una
porción de sus bienes a sus más próximos parientes con vocación sucesoria
ab intestato. Esta reacción a favor de los herederos de sangre más allegados al
testador que hubieran sido preteridos, desheredados o instituidos en escasa
porción, nació de la idea de que tal conducta contrariaba el principio de piadoso
afecto que debe existir entre los miembros de una familia (officium pietatis), lo
que de acuerdo con la equidad justificaba la impugnación del testamento que
se apartara de tales deberes (inofficiosum).
El instituto de la legítima, introducido a fines de la República, nació para el
derecho romano por interpretación del tribunal de los centunviros, que reputaba
que una exclusión injusta de los herederos legitimarios sólo podía emanar de
un testador que hubiera descuidado los deberes de piedad por no estar en su
sano juicio (quasi non sanae mentis testator fuerit), admitiéndose la posibilidad
de hacer caer el testamento por medio de una acción particular, la accusatio o
querela inofficiosi testamenti. A través de ella aparece, en sustancia, el instituto
de la legítima, por el cual se hace necesario que una parte del complejo
hereditario (una porción legítima) quede reservada para los más próximos
sucesores.
A quienes comprende este derecho
Las personas que podían entablar la querela inofficiosi testamenti eran los
descendientes del de cuius, los ascendientes y los hermanos y hermanas
consanguíneos (quienes solo podían invocar este derecho cuando hubiesen
sido desplazados de la herencia por la institución de una persona vil, como
aquellos individuos tachados de infames). No es que la querella pudiese
intentarse conjunta o indistintamente por todos ellos, sino solo por aquellos
que, si faltasen en el testamento, heredarían ab intestato. Si había
descendientes, no podían los ascendientes entablar dicha acción, y existiendo
éstos o aquellos, tampoco la podían entablar los hermanos.
Proporción de la herencia afectada a la legítima: evolución
Entendemos por porción legítima a la cuota de bienes que la ley obliga al
testador a dejar a sus parientes más próximos, que reciben el nombre de
herederos forzosos. Respetada esa porción, el causante puede Instituir a quien
desee como sucesor del resto de los bienes.
La legitima, establecía en el tiempo de su instauración (por medio de la Lex
falcidia del año 40 a.C), establecía que el heredero gravado con grandes
legados podía retener para si un cuarto del valor de los bienes hereditarios, aun
cuando de esta manera no se respetasen todos los legados particulares. De
igual manera, la porción legítima fue establecida en un cuarto del valor de la
herencia, ya en la época del derecho clásico. Justiniano realiza modificaciones
en sus Novelas. En adelante la legítima se aumenta para los descendientes,
porque sigue siendo del cuarto si son hasta tres hijos, pero si los hijos son
cuatro es del tercio, y si son cinco o más, alcanza la mitad de la herencia.
Querella inofficiosi testamenti
Esta particular institución romana tuvo su desarrollo, como dijimos, durante los
últimos tiempos del período republicano, para hacer posible la anulación de un
testamento en que el testador, contra officum pietatis, no hubiera dejado a sus
parientes más próximos bienes en cuantía suficiente. Se tramitaba por un
sistema que se apartaba del procedimiento común, al no reconocer por fuente
una disposición legal y otorgar un amplio margen al arbitrio judicial. La querella
se sustanciaba en Roma -cuando se trataba de grandes herencias- por el
procedimiento sacramental y ante el tribunal de los centunviros; en caso de
herencias modestas, mediante el sistema formulario. Durante el Imperio, tanto
en Roma como en las provincias, se utilizó la cognitio extra ordinem.
Como la infracción al derecho de legítimas no implicaba al principio una
cuestión jurídica, sino más bien un problema social, se justificó que la solución
dependiera del arbitrio del juez. Un argumento retórico frecuentemente utilizado
era el de que el testador había ordenado sus disposiciones bajo los efectos de
una perturbación mental (color insaniae). El procedimiento, al carecer de
sustento legal, debió tener en cuenta las particulares circunstancias de cada
caso para llegar a decidir si el testador había infringido o no el derecho de los
legitimarios.
La sanción de tales infracciones debió de ser al principio una reprobación o
censura de orden social, para considerar con el tiempo nulo el testamento
incurso en estas transgresiones. Ya no se estimó que el acto hubiera sido
otorgado por un enfermo mental, porque en el supuesto hubiera sido
inicialmente nulo; por el contrario, el testamentum inofficiosum, era válido
mientras no se probara que violaba las legítimas. La jurisprudencia romana,
apoyándose en constituciones imperiales, fijó con relación a la querela algunos
principios que dominaron el derecho clásico y que en el período postclásico
tuvieron posterior desarrollo. Por fin una regulación orgánica y de conjunto de
la institución fue establecida por Justiniano en su Novela 115 del año 542.
Tenían derecho a solicitar la anulación del testamento los liberi llamados a la
sucesión intestada civil o pretoriana y quizá también los ascendientes y
parientes colaterales consanguíneos del testador. Los motivos por los cuales el
testador podía preterir o desheredar a los herederos legitimarios, quedaban
sometidos a la libre apreciación judicial. Sólo la Novela 115 contenía una
enumeración de las causas, todas las cuales suponían graves faltas cometidas
contra el testador, o una conducta contraria a la moral o a los usos sociales.
La cuantía de la legítima se fijó, como lo dijimos supra, por influencia de la lex
Falcidia (40 a.C.), en la cuarta parte de la porción intestada. En la Novela 115
se elevó la legítima de los descendientes, de modo que, teniendo el testador
hasta cuatro hijos, el monto era de un tercio y en caso de tener más, la mitad
del haber sucesorio. Aquella legítima podía hacerse efectiva dejando la porción
hereditaria por la cuantía fijada y también un legado, o disponiendo a favor del
titular una donación mortis causa. La Novela 115 restableció la necesidad de
que se hiciera efectiva la legítima, asignando una porción hereditaria.
La querela debía dirigirse contra el derecho testamentario cuando hubiera
adquirido la herencia y dentro de un plazo de cinco años, no transmitiéndose la
acción a los herederos del legitimario. Si quien podía ejercitarla reconocía la
validez del testamento, se le podía oponer una excepción cuando pretendiera
hacerla valer después del reconocimiento. La renuncia a la querella carecía de
eficacia jurídica. De ejercitarse la querela y prosperar la acción, la sentencia
declaraba nulo el testamento (inofficiosum), quedando abierta la sucesión
intestada. En caso de sucumbir en su pretensión, el querellante perdía todas
las liberalidades que le hubieran sido otorgadas en el testamento impugnado,
pero mantenían validez las restantes disposiciones que contuviera, como
legados, fideicomisos, manumisiones y nombramientos de tutores.
Para hacer el cálculo de la porción legítima era necesario tomar en cuenta a
todos los llamados a suceder ab intestato al causante y considerar el estado
patrimonial del testador al tiempo de su muerte. Del acervo hereditario había
que deducir previamente las deudas de la sucesión, los gastos de funeral y el
monto de las manumisiones, no así los legados y demás liberalidades que el
testamento contuviera, porque correspondía imputarlos al activo de la sucesión,
como consecuencia de que mantenían su eficacia a pesar de que el testamento
se declarara nulo.
Con el propósito de reducir en lo posible la radical sanción que suponía la
anulación del testamento, la práctica postclásica utilizó una acción por la que
sólo se podía exigir que se supliese lo que restaba a la legítima para que fuese
completa. Esta acción, que fue confirmada por la Novela 115, se denominó
actio ad supplendam legitimam, y sirvió para pedir el complemento de la
legítima, es decir, lo que faltara hasta su justo monto.
Si el testador hubiera perjudicado la legítima con donaciones inter vivos o con
la constitución de dotes excesivas, se concedía a los herederos legitimarios el
derecho a reclamar su anulación valiéndose de dos acciones creadas a
imitación de la querela inofficiosi testamenti por Alejandro Severo: la querela
inofficiosae donationis y la querela inofficiosae dotis.
Unidad 20
I. Adquisición de la herencia
Estudiadas la sucesión nacida por imperio de la ley y la proveniente de la
voluntad del testador, nos toca considerar ahora el tema concerniente a la
adquisición de la herencia y a los efectos jurídicos que la misma producía, tanto
para el heredero ab intestato o testamentario, cuanto para terceros vinculados
al de cuius antes de su muerte o al heres legítimo o testamentario.
Adelantamos ya, que la adquisición de la herencia presentaba dos formas
distintas según cuál fuera el heredero a que ella correspondiese, pues si se
trataba de herederos necesarios o domésticos la adquisitio hereditatis se
operaba de pleno derecho; en cambio, si se defería a herederos voluntarios la
adquisición se producía mediante un acto de aceptación, que se denominaba
"adición". Distintos eran los efectos de una y otra forma de adquisición, pues
mientras la que tenía lugar de pleno derecho no permitía a los herederos
apartarse de la herencia, la que provenía de la voluntad del heres le
posibilitaba la opción de renunciar a la adquisición.

A. Supuesto de adquisición automática y supuesto de


adquisición expresa
Supuesto de adquisición automática
De pleno derecho (ipso iure) (y por consiguiente de forma automática)
adquirían la herencia los herederos necesarios o domésticos. Esto significaba
que la adquisición se producía inmediatamente, por el solo hecho de la muerte
del autor de la sucesión, sin que el heredero tuviera que realizar acto alguno de
aceptación, pues se hacía dueño de la herencia sin su consentimiento, aun sin
su conocimiento y hasta contra su voluntad.
Pertenecían a la categoría de los herederos necesarios, los herederos suyos y
necesarios (heredes sui et necessarii), que eran los hijos con derecho a la
sucesión testamentaria o ab intestato del paterfamilias que estuvieran bajo su
potestad en el momento de su muerte, así como la mujer in manu, que
ocupaba el lugar de hija. Se los llamaba herederos propios o suyos (sui),
porque se consideraba que se sucedían a ellos mismos, ya que venían a
adquirir los bienes del pater que habían contribuido a formar como
instrumentos de adquisición paterna; y se los denominaba necesarios
(necessarii) desde que adquirían forzosamente la herencia abierta a su favor,
sin derecho a renunciar a ella.
Se comprendía también entre los herederos necesarios al meramente
necesario (heres necessarius) que era el esclavo del causante instituido
heredero y simultáneamente manumitido es decir, el siervo que se hacía libre y
heredero, con prescindencia de su voluntad, por efecto del testamento.
El reconocimiento del carácter de herederos necesarios a las personas que se
encontraban bajo la potestad inmediata del causante fue una consecuencia de
la organización de la familia romana que atribuía al pater la titularidad exclusiva
del patrimonio del grupo y un conjunto de derechos que, a su muerte, debían
forzosamente transmitirse a las personas sometidas a su autoridad, para que a
través de las mismas se continuaran las relaciones patrimoniales, sociales y
religiosas. La designación de heredero a favor de un esclavo hecha por su amo
fue una costumbre que se introdujo en Roma con el propósito de evitar que
fuera tachado de infame el ciudadano que muriera sin dejar sucesor, porque
significaba un deshonor que una persona no tuviera un continuador que
cumpliera con sus obligaciones y mantuviera el culto familiar. Para que el
esclavo adquiriera la condición de heres y con ello el innegable beneficio de la
libertad que compensaba con creces la carga de una sucesión insolvente, era
necesario que fuera manumitido voluntariamente por su amo en el mismo acto
en que había sido instituido, porque si le hubiera dado la libertad constreñido
por una causa cualquiera, como si lo hubiera adquirido con tal condición, el
esclavo no adquiría la calidad de heredero necesario.
Supuesto de adquisición expresa
Todos los otros herederos no comprendidos en la categoría de los herederos
domésticos o necesarios no adquirían la herencia de pleno derecho, sino previa
aceptación mediante un acto jurídico llamado adición (aditio). Los herederos
que entraban en la herencia una vez que hubieran declarado su voluntad de
adirla se designaban con el nombre de herederos extraños o voluntarios (heres
extranei vel voluntarii) por no estar sometidos a la potestad del causante y por
tener libertad para aceptar o renunciar a la sucesión que les fuere deferida.
Para que la herencia pudiera ser adquirida por el heredero voluntario, esto es,
para que la adición produjera sus efectos, era necesario la reunión de ciertas
condiciones relativas a la calidad en que le era deferida, al tiempo y forma de la
aceptación y a la capacidad del aceptante.
Exigiase como requisito indispensable que la herencia hubiera sido
efectivamente deferida, esto es, abierta a favor del heredero. La delación de la
herencia en principio tenía lugar, tanto en la sucesión ab intestato como en la
testamentaria en el instante de la muerte del causante, salvo, en lo que
respecta a esta última, que la institución estuviera subordinada a condición en
cuyo caso el heredero designado no podía adquirir derecho alguno hasta que la
misma no se cumpliera. Era igualmente necesario que el heredero tuviera
certidumbre del fallecimiento del causante y que conociera por qué causa le
pertenecía la herencia, sí por testamento o por la ley. De esta forma, un
heredero ab intestato que desconociendo la existencia del testamento otorgado
a su favor realizara actos de heredero no significaba que hubiera hecho adición
de la sucesión testamentaria. También era menester que la herencia fuera
aceptada en su totalidad y que fuera hecha pura y simplemente, porque no era
admitido adirla en parte y en parte repudiarla, ni que el acto de la adición se
sometiera a condición, como si se pretendiera aceptarla sólo en el caso de que
fuera solvente.
Requeríase, por último, que el aceptante gozara de la testamentifacción pasiva
(facultad de recibir herencia o legado) en el momento de la adquisición de la
herencia, porque la adición era un acto jurídico voluntario que debía ser
ejecutado por persona capaz de obligarse, capacidad que también debía
tenerla el heres ininterrumpidamente desde la delación de la herencia. Para la
sucesión testamentaria exigiase, además, que el heredero fuera capaz al
tiempo de la confección del testamento. Aunque la aceptación de la herencia
debía hacerse personalmente por el heredero, la legislación romana autorizó
en razón de la incapacidad de ciertos herederos, como las personas jurídicas,
los menores impúberes, los dementes y los pródigos, que la aceptación pudiera
verificarse por medio de representantes legales.
Formas de aceptación
Al entrañar la aceptación de la herencia una declaración de voluntad, que debía
dar nacimiento a la adquisición de derechos hereditarios, podía ser expresa o
tácita. Era expresa, cuando tenía lugar por una declaración formal del heredero
mediante la aditio hereditatis, si se trataba de la adquisición de la herencia civil
y por la agnitio bonorum possessionis, cuando se refería a la adquisición de la
herencia del derecho pretorio. Era tácita, en el supuesto que el heredero, sin
declarar expresamente su voluntad, ejecuta actos que llevan a inferir clara y
unívocamente su decisión de aceptar la herencia, como en el caso que tomara
posesión de los bienes hereditarios y dispusiera de ellos como dueño (pro
herede gestio).
Perteneció al primitivo derecho la exigencia de una declaración formal que
expresara mediante una fórmula ritual la voluntad de aceptar la herencia. Nos
referimos a la cretio, en la que era usual, aunque no preceptiva, la intervención
de testigos. La cretio era utilizada por regla general en la herencia deferida por
testamento cuando el testador tuviera dudas sobre la aceptación, de ahí que se
otorgara al heredero un plazo de cien días para la aceptación, término que fue
típico de esta forma solemne de expresión de la voluntad del heredero. La
cretio perdió importancia desde que el pretor concedió al heres un plazo para
deliberar, cayendo ya en desuso en el derecho postclásico.
Efectos de la adquisición
La adquisición de la herencia producía importantes consecuencias jurídicas
para el heredero, especialmente de orden patrimonial, porque, como dijimos,
objeto de la sucesión mortis causa era un conjunto de relaciones jurídicas o
una relación singular pertenecientes al área de los derechos patrimoniales.
Efecto fundamental de la adquisición de la herencia era convertir al heredero
en continuador de la personalidad jurídica del causante, al que sucedía en el
conjunto de sus derechos y obligaciones, a excepción de aquellas que siendo
eminentemente persónales se extinguían necesariamente con la muerte del
autor de la sucesión. Por aplicación de ese principio, se producía la fusión
inescindible del patrimonio del causante y del heredero, transmitiéndose a éste
(el heredero) los derechos patrimoniales de su autor, tanto reales como de
crédito. Ello hacía que tuviera que responder ultra vires hereditatis, es decir,
más allá de los límites del activo hereditario, lo cual significaba que la
responsabilidad del heredero no se limitaba a los bienes de la herencia, sino
que comprendía sus bienes propios.
La adquisición de la herencia hacía que el heredero se obligara, quasi ex
contractu, a pagar los legados y fideicomisos que se le hubieran impuesto por
testamento. A su vez, adquiría acciones para hacer valer los derechos que tal
investidura le otorgaba, en especial la actio petitio hereditatis o la reivindicatio,
ejercitables contra los terceros tenedores de los bienes hereditarios. Contaba
igualmente con la acción de partición de herencia, actio familiae erciscundae,
para exigir de sus coherederos la división de los bienes hereditarios. Por fin, la
adquisición de la herencia hacía que ésta pudiera transmitirse a los sucesores
del heredero, transmisión que no podía operarse si el heres moría antes de la
adquisición (hereditas non adquisita non transmittitur ad heredes).
Renuncia a la herencia
La renuncia a la herencia deferida recibe el nombre de repudiatio o repudiare
hereditatem. La renuncia solo es posible al heredero «extraño» o «voluntario»,
ya que solo a él le es ofrecida, por la delación, la posibilidad de adquirir. No
está sujeta a la observancia de una determinada forma y podía, por tanto,
resultar de una conducta de significado concluyente, como si el heredero
dejaba transcurrir el plazo sin hacer la adición. Se rige, en orden a su validez,
por los mismos principios de la aceptación. Se debió al pretor la concesión al
heredero de un plazo para que se decidiera sobre la aceptación o renuncia de
la herencia. Este plazo para deliberar (tempus ad deliberandum o spatium
deliberandi) fue fijado en cien días, transcurridos los cuales se tenía por
repudiada la herencia. Justiniano lo elevó a un año cuando el heredero lo
solicitara al emperador y a nueve meses si la petición la dirigía al magistrado:
Contrariamente al régimen pretorio, cuando el heredero dejaba vencer el plazo,
se lo tenía por aceptante. Si media dolo, el renunciante dispone de la actio doli,
y en caso de violencia, de actiones utiles o de la actio metus, según prefiera.

B. Remedios contra los efectos de la adquisición


La confusión de dos esferas patrimoniales, la del de cuius y la del heres, por
efecto de la adquisición de la herencia y consecuentemente la responsabilidad
ultra vires hereditatis, podía producir efectos perjudiciales tanto para el
heredero como para los acreedores del causante. Así, al responder el heredero
con sus bienes propios, tenía el peligro de que su patrimonio sufriera gran
merma en el caso de que la herencia estuviera cargada de deudas (hereditas
damnosa) y, por su parte, los acreedores del causante, al formar una sola
masa los bienes hereditarios con los del heredero, corrían el riesgo, si éste a su
vez hubiera estado obligado con cuantiosas deudas, de perder la garantía
antes ofrecida por los bienes del causante, recibiendo un pago incompleto o
menor que el que les hubiera correspondido de no haberse operado la
confusión de patrimonios.
Para evitar estos inconvenientes el derecho romano creó remedios que se
confirieron a los herederos, fueran ellos necesarios o voluntarios, y a los
acreedores del difunto. Los herederos necesarios pudieron valerse del ius
abstinendi y del beneficium separationis; los voluntarios, del beneficio de
inventario (beneficium inventarii), y los acreedores del causante de la separatio
bonorum.
Ius abstinendi y beneficium separationis
Los heredes sui, por ser herederos necesarios, no podían eludir, según el
derecho civil, la adquisición de la herencia. Mas el pretor, para poner remedio a
las consecuencias de una hereditas damnosa, otorgó a los sui el beneficium o
ius abstinendi, que era la declaración de abstenerse de realizar cualquier acto
que significara ejercicio de los derechos hereditarios que pudieran
corresponderle (se immiscere). De ese modo, aun conservando el título de
heres, no se lo podía demandar por el cobro de las deudas de la sucesión, pero
tampoco era dable al mismo hacer valer los créditos del causante, de manera
que, entonces, quedaban libres de responsabilidad por las deudas hereditarias
y evitaban que los bienes de la sucesión se vendieran a su nombre, con la
grave consecuencia de la tacha de infamia.
A los herederos meramente necesarios, los esclavos instituidos por el testador
y al mismo tiempo manumitido, no se extendía el ius abstinendi. Sin embargo,
como especial modalidad de la institución de derecho honorario de la separatio
bonorum, el pretor les otorgó el beneficium separationis, en virtud del cual sólo
respondían a los acreedores del difunto con los bienes de la herencia,
quedando intactos los que hubieran adquirido después de la muerte del
testador, es decir, cuando el esclavo había alcanzado ya la condición de
hombre libre, lo que no obstaba para que cargara con la infamia resultante de
la bonorum venditio efectuada por los acreedores, en caso de que la hereditas
resultare insolvente
Beneficio de inventario
Para los herederos voluntarios el derecho romano no creó hasta el período
justinianeo medios análogos a los concedidos a los herederos necesarios para
evitar la responsabilidad ultra vires hereditatis, en atención a que aquéllos
siempre tenían derecho a aceptar o repudiar la herencia y también el tiempo
necesario para reflexionar sobre la conveniencia o no de su aceptación.
Empero, Justiniano confirió a los herederos voluntarios la posibilidad de
obtener la separación entre el patrimonio del causante y el propio y reducir la
responsabilidad por el pasivo de la herencia al monto de los bienes que la
integraban, por medio del llamado beneficium inventarii. El heredero voluntario
que había aceptado la herencia, para valerse de tal remedio debía confeccionar
un inventario de los bienes que componían la misma dentro de los treinta días
de tener conocimiento de la delación y concluirlo en el término de sesenta días,
o de un año, si el heredero residía lejos de donde estaban la mayor parte de los
bienes inventariables.
El inventario debía ser redactado con la intervención de un notario (tabularius),
de peritos y de los legatarios y acreedores, y en ausencia de éstos, ante tres
testigos. Era menester que el heredero beneficiario lo suscribiera con su firma,
expresando el importe de la herencia y declarando que todo lo inventariado
respondía a la verdad. Acreedores y legatarios eran satisfechos con la venta de
los bienes hereditarios; cobraba también el heredero los créditos que tuviera
contra el causante y retenía la suma que cubriera los gastos que hubiese
realizado, como consecuencia de la aceptación beneficiaria.
Respecto a la presunción legal en torno al beneficio de inventario (que se
encuentra tipificada en el programa de estudios), significa que la presunción es
dar por sentado ciertos hechos en forma convencional. La ley dispone que todo
heredero que recibe una herencia se presume que la ha recibido con el
beneficio de inventario.
Separatio bonorum
Remedio a favor de los acreedores del difunto, por virtud de ella, los
acreedores -y los legatarios- se satisfacen con los bienes del deudor cual si
éste no hubiese muerto, quedando el eventual residuo para los acreedores del
heredero. Quienes piden la separación, es decir, quienes han preferido dirigirse
contra los bienes del difunto -defunctum sequi-, pierden todo derecho sobre el
patrimonio del heredero. Sin embargo, el Derecho justinianeo admite que
cuando no hayan logrado satisfacerse plenamente con el patrimonio del
difunto, puedan dirigirse contra el patrimonio del heredero, siempre que
hubiesen sido pagados los acreedores propios de éste.
Si existiendo varios acreedores del difunto, unos piden la separación y otros no,
los que no la piden han de ser contados junto con los acreedores del heredero.
La separatio bonorum no puede ser solicitada por los acreedores del heredero.
La separación debe pedirse al pretor o al gobernador provincial, sin límite de
tiempo, en la época clásica, y dentro de un quinquenio (cinco años), contadero
desde la aditio, en el Derecho justinianeo.
No procede la separatio bonorum cuando los acreedores se atienen al crédito
del heredero, esto es, cuando le reconocen como deudor. Tal ocurre si
celebran con él una novación, o reciben del mismo una fianza, o le cobran
intereses. Tampoco procede cuando las cosas de la herencia estén, de tal
modo, conjuntas y mezcladas con las del heredero, que se hace imposible
distinguirlas.

II. Pluralidad de herederos


A. Régimen jurídico
En caso de pluralidad de herederos, esto es, cuando eran llamadas a suceder
varias personas conjuntamente, se constituía entre ellas una relación jurídica
idéntica por su naturaleza a la copropiedad o condominio, ya que la delación a
cada coheredero estaba referida a la totalidad de la herencia. Existía entre ellos
una comunidad de bienes sobre la que cada comunero tenía un derecho
proporcional a su cuota parte, como ocurría en todo estado de indivisión, fuera
voluntario o incidental.
De lo expuesto surge que la herencia pasaba a los coherederos como una
universalidad jurídica. En tal estado podía mantenerse y los herederos
beneficiarse de ella y explotarla en común, como ocurría en el régimen del
antiguo consortium que era aquella comunidad doméstica indivisa de heredes
sui que se constituía a la muerte del paterfamilias. En Roma fue muy común en
todos los tiempos, pero especialmente en la época de la economía agraria
primitiva, que los hijos después de la muerte del padre poseyeran en
comunidad el patrimonio heredado y que lo explotaran también en común. Sin
embargo, desde las XII Tablas cada heredero pudo exigir la división del
consorcio por medio de una acción especial, la actio familiae erciscundae.
A su vez, el estado de indivisión que surgía a consecuencia de la pluralidad de
herederos, podía hacer nacer el derecho de acrecer entre los mismos,
acrecimiento que tenía lugar cuando alguno de ellos faltare y su parte, en vez
de transmitirse a sus sucesores, se integraba a la porción de sus coherederos
en proporción a la cuota hereditaria de cada uno. También la comunidad entre
coherederos podía dar lugar al deber de colación que se imponía al heredero
que hubiera recibido bienes en vida del autor de la sucesión .
División de la herencia
Cuando había pluralidad de herederos les era permitido solicitar en cualquier
momento la división judicial del condominio hereditario valiéndose a tal efecto
de la actio familiae erciscundae. Esta acción, que con la actio communi
dividundo y la finium regundorum, constituyen las acciones divisorias, inicia un
procedimiento en el que participan todos los comuneros, si bien no con la
tajante contradicción con que aparecen en otros juicios el actor y el
demandado, porque no hay controversia en torno a la pertenencia del derecho.
La actio familiae erciscundae, que era doble (iudicium duplex), pues en la
causa -más bien voluntaria que contenciosa-, cada coheredero asumía a la vez
el rol de actor y demandado, tenía también carácter mixto. Así, en el ámbito
propio de los derechos reales determinaba la cesación de la comunidad y la
atribución de una propiedad exclusiva a los coherederos; en la esfera de los
derechos creditorios tenía lugar la liquidación de los créditos recíprocos que
habían nacido entre los comuneros a consecuencia del estado de indivisión.
Para que cesara la comunidad hereditaria, el juez, mediante la adiudicatio, era
autorizado a crear una propiedad exclusiva y atribuirla a los herederos en
proporción a sus respectivas cuotas de participación en la herencia. Si la
división física o material no era posible, podía asignar la cosa a uno de los
coherederos, imponiéndole en la sentencia la obligación de indemnizar
pecuniariamente a los demás. En caso necesario el juez estaba autorizado a
hacer vender en subasta pública el bien a un extraño, distribuyendo entre los
condóminos el precio de la venta.
En el aspecto obligacional, la actio familiae erciscundae perseguía una
liquidación de las obligaciones recíprocas nacidas entre los coherederos
durante el estado de comunidad. Aquellas obligaciones podían referirse a los
pagos compensatorios en el caso de adjudicación de cosas no susceptibles de
división, al deber de prestación de las partes que a los comuneros
correspondían en las rentas que produjeran los bienes de la herencia, al de
reparación de las pérdidas, al de indemnización de los gastos hechos en la
cosa y de los perjuicios irrogados por dolo o culpa de un coheredero, etcétera.
Si la pluralidad de herederos se daba entre bonorum possessores, el pretor
estableció un régimen semejante al de los herederos civiles. Para la partición
de la herencia entre los bonorum possessores o entre ellos y los herederos
civiles, se concedió una actio familiae erciscundae utilis.

B. Derecho de acrecer y derecho de representación


Hablaban los romanos de acrecimiento (adcrescere) de una porción hereditaria,
cuando habiendo pluralidad de herederos uno de los llamados a la herencia no
quería o no podía alcanzar tal investidura y su parte, en vez de transmitirse a
sus sucesores, se integraba a la porción de sus coherederos en proporción a la
cuota hereditaria de cada uno. Este incremento, que se operaba también
cuando había concurso de legatarios, se producía ipso iure,
independientemente de la voluntad del heredero cuya cuota resultaba
aumentada y sin que pudiera rehusar el acrecentamiento. Si el heredero no
había hecho la adición de la herencia, podía adquirir su cuota con el
incremento o repudiarla, no pudiendo limitar su aceptación a la cuota originaria
o al aumento exclusivamente.
El ius adcrescendi fue posible tanto en la sucesión intestada como en la
testamentaria. En la primera, la parte del heredero que faltara se dividía por
igual entre los demás coherederos. Cuando concurrían a la herencia
descendientes por representación de un heredero premuerto y faltaba uno de
ellos, el acrecimiento se producía a favor de los miembros de la misma estirpe
y no en beneficio de los coherederos del premuerto. El mismo principio se
aplicaba a los ascendientes que se dividían la herencia por líneas. El
acrecimiento no tenía lugar en la sucesión ab intestato, cuando se trataba de
herederos a los que la ley otorgaba partes fijas y determinadas, como los hijos
naturales y la viuda indotada.
En la sucesión testamentaria, a pesar de que el derecho de acrecer era
independiente de la voluntad del testador, ejercía influencia en el acrecimiento
la manera como el disponente había formulado la institución. Si había agrupado
a algunos herederos formando una coniunctio (unión), solamente a los así
unidos con el que faltaba, y no a los demás, acrecía la porción de éste. Un
fragmento de Paulo, establece que tal agrupamiento o coniunctio podía ser de
tres clases: re et verbis, re tantum y verbis tantum.
Se presentaba el primer agrupamiento -re et verbis- cuando el testador unía a
algunos de los herederos en la misma porción (re) y en la misma frase (verbis),
como si dijera: "Sean mis herederos Ticio y Mevio en una mitad, Cayo en la
otra mitad". Los intérpretes, desenvolviendo el resto de la clasificación,
consideraron coniunctio re tantum la que tenía lugar si se designaba a varios
herederos para la misma porción, aunque en frases distintas, por ejemplo: "Sea
mi heredero Ticio en la mitad; Cayo en la otra mitad. También será mi heredero
Mevio en la primera mitad". Estimaban que se daba la coniunctio verbis tantum
en caso de que algunos herederos fueran agrupados en la misma frase, pero
sin alusión de cuota, como si el testador expresara: "Sean mis herederos Cayo
y Sempronio. También sea mi heredero Mevio". Solamente los dos primeros
modos de coniunctio -re et verbis y re tantum- producían efecto en el derecho
de acrecer. Así, en los dos primeros ejemplos, faltando Ticio, su porción
acrecía exclusivamente a Mevio.
Digamos, por fin, que la legislación matrimonial de Augusto modificó y limitó el
acrecimiento, al establecer que las porciones hereditarias, que no podían
adquirir por incapacitas sucesoria los que no tenían hijos o no habían contraído
matrimonio, acrecían a los herederos casados y con hijos y, a falta de éstos,
las partes caducas (caducae) ingresaban al tesoro público. Las disposiciones
de las leyes caducarías Iulia et Papia de la época de Augusto, que habían
perdido vigencia ya antes de Justiniano, fueron definitivamente abolidas por el
príncipe legislador, que decidió restablecer el primitivo régimen del derecho de
acrecer.

C. Colación
Concepto
Es una institución del derecho que tenía por objeto equiparar la situación
desigual entre los herederos sui y los emancipados mediante la obligación de
reintegrar a la masa hereditaria todos los bienes propios, deducidas las
deudas, para igualar su situación con la de los heredes sui, que habían
contribuido a la integración del acervo hereditario hasta el deceso del de cuius
Al disponer el derecho pretorio que los hijos emancipados, excluidos por el ius
civile de la sucesión del pater, concurrieran como líberos con los herederos sui,
instauraba un principio de equidad, pues hizo que todos los hijos del causante,
cualquiera fuera su condición jurídica, tuvieran derecho a heredarle.
Dicha norma, no obstante, condujo en la práctica a un resultado injusto desde
el momento que los hijos emancipados tenían derecho a recibir un patrimonio
que había sido formado con la contribución de los que se habían mantenido
bajo la potestad del causante, en tanto que el emancipado había adquirido
bienes que no ingresaban al caudal hereditario sino que quedaban bajo su
exclusivo dominio.
El desequilibrio que podía originar esta situación fue corregido por el pretor al
disponer que todo hijo emancipado fuera varón o mujer, que pretendiera entrar
en sucesión del pater, debía aportar a la masa de bienes todas las
adquisiciones efectuadas desde que alcanzó la condición de sui iuris, con
deducción de las deudas, creándose así el instituto pretorio de la collatio
bonorum.
Bienes colacionables
Se exceptuaban del deber de colacionar el peculio castrense y cuasicastrense
que hubiera adquirido el emancipado en ejercicio de sus actividades militares y
civiles. Los bienes que el padre le hubiera dado a título de dignidad (dignitatis
causa), por ser una carga común de la familia, lo que hubiera recibido por
concepto de dote aun cuando su mujer hubiera fallecido antes, y también los
bienes que hubiera recibido del causante en cuya sucesión entraba como
heredero testamentario
De las donaciones “inter vivos” no se colacionan las simples ni las
remuneratorias, pero sí las donaciones ab causam. Tampoco se colacionan las
donaciones mortis causa, porque ninguna de estas constituye una entrega
anticipada, sino un favor al donatario para que perciba los bienes que se le
donan además de los que le corresponden por su participación en la herencia.
Por último, solo pueden colacionarse los bienes dados al descendiente, y no
los empleados en beneficio de este por el ascendiente y que han pasado al
dominio del descendiente.
Efectos Legales
Ingresados los bienes colacionables por los herederos obligados a hacerlo, se
formaba una masa común con los bienes sucesorios procediéndose a dividirlos
entre todos los coherederos, incluido el que ha efectuado la colación, en
proporción a la cuota hereditaria determinada por el testador o por la ley. No
había lugar a la colación cuando el hijo fuera expresamente librado de la
obligación por el testador o hubiera ejercido ius abstinendi o renunciare a la
herencia.
Modos de colacionar
- Colación pretoria: Es la agregación a la herencia de un ascendiente, de los
bienes del hijo emancipado que viene a agregar, para que se repartan entre
este y los herederos sui. Para que exista la colación pretoria es necesario que
haya una herencia y que sean llamados a ella herederos sui y algunos
emancipados y que estos últimos acepten el llamamiento del pretor a la
bonorum possessio.
- Colación imperial: Consiste en una agregación a la herencia de un
ascendiente, de los bienes donados por este a un descendiente que viene a
heredar, para que sean repartidos entre todos los herederos descendientes del
mismo grado del donatario. La colación imperial se refiere únicamente a
descendientes que estén o no en patria potestad.
- Por manifestación: Consiste en que el destinatario traiga a la herencia la cosa
donada para repartirlo todo entre los herederos correspondientes.
- Por computación: Consiste en calcular el valor de la cosa donada y abonar lo
que falta para completar la parte de herencia que corresponde al donatario.
- Por liberación: Tiene lugar cuando la donación ha sido prometida y no
realizada.
- Por caución: Consiste en exigir del donatario una garantía como prueba de
que ha de entregar la cosa donada tan pronto como se le exija o la tenga en su
poder.

D. Herencia yacente
Concepto y naturaleza jurídica
En la sucesión de los herederos voluntarios y, excepcionalmente, en la de los
herederos domésticos, mediaba entre la muerte del de cuius y la adquisición de
la herencia una etapa o intervalo en la que ésta yacía, según frase expresiva
de los romanos. Se decía, pues, que la herencia se encontraba yacente
(hereditas iacens).
En los primeros tiempos las cosas pertenecientes a la herencia eran
consideradas, durante ese lapso intermedio, como res nullius, pero los clásicos,
para reservarla al futuro heredero, la estimaron como un patrimonio,
provisionalmente sin sujeto, dentro del cual los derechos en las cosas
hereditarias subsistían, aunque carecieran provisionalmente de titular. Así llegó
a admitirse que la hereditas iacens podía adquirir derechos siempre que no
requiriera una actuación del titular, como ocurría con la adquisición de frutos y
de cosas mediante los esclavos de la herencia. También por mediación de
estos esclavos podía contraer obligaciones. Esta especial situación llevó, como
hemos visto, a considerar a la herencia yacente entre las personas jurídicas,
dentro de la categoría de las universitas rerum.
Los clásicos no intentaron una construcción dogmática de la hereditas iacens.
Cuando en casos aislados se sostenía por los jurisconsultos que la adquisición
de la herencia se retrotraía al momento de la muerte del causante, o cuando se
decía que la herencia representaba al de cuius ocupando su lugar (personae
vice fungitur), tales afirmaciones no fueron en realidad más que meros intentos
para llegar a una concepción general. Sólo en época postclásica, y más
seguramente con el derecho justinianeo, la herencia yacente fue concebida
como sujeto de derecho independiente, esto es, como persona jurídica,
susceptible de adquirir derechos y contraer obligaciones.

III. Sucesión singular


Por mucho tiempo fue rasgo característico del sistema sucesorio romano la
libertad testamentaria, que no conoció obstáculo a favor de los legitimarios
hasta promediar el período republicano. El causante tenía amplio derecho de
designar su heredero, y éste adquiría una situación jurídica idéntica, desde
todo punto de vista, a la del heredero ab intestato. La institución de heredero
concedía necesariamente al heres el carácter de sucesible sobre el conjunto de
la herencia, y el testamento carecía de validez si no contenía la heredis
institutio.
Pero se admitía que el testador pudiera transmitir también ciertas cosas o
derechos determinados mediante disposiciones de carácter particular, como el
legado (legatum), liberalidad contenida en el testamento, que colocaba a los
legatarios en la condición de causahabientes a título singular con derecho a
hacerse propietarios del bien legado o acreedores del heredero. Al legado,
como modo de adquisición singular por causa de muerte (successio mortis
causa in singulas res), se agrega otro negoció mortis causa, el fideicomiso
(fideicommissum), creado por el derecho imperial sin las ligaduras normativas
de forma y contenido propias del legado.
Dentro de las adquisiciones singulares por causa de muerte se comprenden
también los codicilos (codicilli), instrumentos desprovistos de formalidades que
podían redactarse al margen del testamento y que tenían por objeto añadirle
ciertas disposiciones particulares, y la donación por causa de muerte (donatio
mortis causa), que era la liberalidad efectuada por el donante al donatario
subordinada al hecho del fallecimiento de aquél.

A. El legado
Concepto
En las fuentes encontramos dos definiciones de legado atribuidas a los
jurisconsultos Modestino y Florentino. Para el primero (Modestino) importaba
"una donación dejada por testamento", en tanto que para el segundo
(Florentino) era una "disgregación de la herencia con la que el testador quería
que fuera dado a otro algo de lo que en su totalidad habría de ser del
heredero".
Las definiciones de las fuentes son incompletas y no revelan la verdadera
naturaleza del legado. No siempre implicaba la disgregación o sustracción de
cosas de la herencia, pues podían legarse cosas del heredero o de un tercero.
Tampoco es aceptable la asimilación del legado a la donación, ya que se trata
de dos institutos distintos en su naturaleza y efectos jurídicos, no sólo porque la
donación requiere acuerdo de voluntades, que el legado no exige, como
negocio unilateral contenido en el testamento, sino también porque cabe la
posibilidad de ordenar legados que no supongan enriquecimiento para el
legatario, por imponérsele un gravamen que cubra totalmente el valor de la
liberalidad.
Por nuestra parte (Arguello) entendemos que el legatum puede definirse
diciendo que es aquella disposición particular inserta en un testamento por
cuyo medio el testador atribuía a un tercero o a uno de los herederos instituidos
una universalidad de bienes o cosas determinadas que podían o no formar
parte de su patrimonio.
El legado se perfeccionaba por la intervención de tres sujetos: el testador o
disponente, que era aquel que ordenaba el legado; el gravado, persona a quien
se le imponía el deber de cumplirlo y el legatario, sujeto a cuyo favor se
constituía la liberalidad. Testador y legatario debían gozar de la testamenti
factio activa y passiva, respectivamente. En el derecho clásico, en que los
legados se distinguían de los fideicomisos, gravado con el legado sólo podía
ser el heredero testamentario. Más adelante, producida la asimilación de
ambos negocios mortis causa, era dable ordenar el cumplimiento del legado a
los herederos ab intestato, a otros legatarios y, en general, a cualquiera que
hubiera recibido algo del testador, incluso aunque el beneficio no le hubiera
sido otorgado con motivo de su muerte.
Especies
En el derecho clásico los legados, conocidos ya desde las XII Tablas en
relación con el testamento mancipatorio, no se podían ordenar sino después de
la institución de heredero y en forma solemne. Se distinguieron cuatro especies
de legados con distintos efectos jurídicos: dos modos principales: el legado per
vindicationem, con eficacia real, y el legado per damnationem, que creaba una
relación obligacional, y otros secundarios: per praeceptionem y, sinendi modo,
que superarían las diferencias existentes entre las dos clases fundamentales.
El legatum per vindicationem se hacía en la forma más antigua con el uso de
los términos do lego. Implicaba un dare, lo que significaba: "hacer adquirir",
como si dijera "doy y lego a Lucio Ticio mi esclavo Stico". Este legado
transfería inmediatamente la propiedad de la cosa al legatario, quien podía
ejercitar la reivindicatio contra el heredero. De acuerdo con su régimen no se
podían transmitir por el legado vindicatorio más que las cosas que estuvieran
en propiedad ex iure quiritium del testador, tanto en el momento del
otorgamiento del testamento, como en la época de su muerte. Para las cosas
fungibles bastaba el segundo momento.
El legatum per damnationem respondía a una forma típica, en la que el testador
decía: "quede mi heredero obligado a dar" (heres meus dare damnas esto). Por
el legado damnatorio no se transfería la propiedad del objeto, sino que se
creaba a favor del legatario un derecho de crédito contra el heredero que le
permitía ejercitar una acción personal para hacerse transmitir el dominio de la
cosa legada. Cualquier objeto se podía legar mediante este tipo de legado,
incluso cosas que no estuvieren en propiedad del testador, las que podían
pertenecer al heredero mismo o de un tercero.
Es forma secundaria del legado vindicatorio el legatum per praeceptionem, en
el que el testador utilizaba la forma imperativa praecipito, como si expresara
"que Lucio Ticio tenga preferencia para tomar a mi esclavo Stico". También
producía la inmediata adquisición de la propiedad por parte del legatario y se
distinguía del legado vindicatorio en cuanto se lo establecía sólo en favor de
alguno de los herederos instituidos, al cual el causante le concedía el derecho
de retirar de la herencia un objeto especial, sustrayéndolo así de la masa
hereditaria. La escuela proculeyana fue de opinión de que el legado per
praeceptionem podía beneficiar también a extraños, es decir, a no herederos,
pero la idea no prevaleció.
Una cuarta clase de legado fue el legatum sinendi modo, o "legado permisivo",
en virtud del cual el testador ordenaba al heredero que permitiera que el
legatario tomara un objeto de la herencia, o qué gozara de él por vida, o
también que no pagara una deuda (heres meus damnas esto sinere), por
ejemplo, si dijera "que mi heredero quede obligado a permitir que Lucio Ticio
tome el esclavo Stico y se quede con él". A diferencia del damnatorio, del cual
es una forma secundaria, no se podían legar cosas de un tercero, pues el
heredero sólo estaba obligado a dejar hacer, a permitir. Es probable que el
legado sinendi modo hubiera sido introducido para relaciones de hecho, que no
constituían derecho, por lo menos respecto del ius civile, como la possessio del
ager publicus, el dominio bonitario, etcétera.
Adquisición
En lo concerniente a la adquisición de los legados, los romanos distinguieron
dos momentos: el día de la delación de la herencia, es decir, cuando el legado
comenzaba a transcurrir a favor del legatario y el día en que el legado lo
adquiría definitivamente.
Para el primero se usaban las expresiones dies legati cedit o dies cedens, para
el segundo, dies legati venit o dies veniens. Por lo común el dies cedit se daba
a la muerte del testador, al paso que el dies venit al tiempo de la adicion de la
herencia. Antes de Justiniano, por las leges Iulia et Papia, el dies cedens fue
diferido al momento de la apertura del testamento. La importancia del dies
cedens consistía en que a partir de entonces el legado se fijaba sobre una
determinada persona, de donde resultaba principalmente que, muriendo el
legatario antes del dies veniens, el legado se transmitía a sus herederos.
Excepcionalmente podía acaecer que el dies cedens no coincidiera con la
muerte del disponente. Así ocurría en los legados condicionados, en los que
tenía lugar al cumplirse la condición; en los legados de prestaciones periódicas
que se consideraban divididas en otras tantas prestaciones anuales, por lo que
sólo para la primera el dies cedens se presentaba en el momento de la muerte
del testador; en los legados de usufructo o de opción, que no siendo
transmisibles a los herederos no tenían propiamente un dies cedens. También
el dies veniens podía, por excepción, ser posterior a la adición de la herencia,
como sucedía en el legado sometido a un plazo que retrasaba el dies veniens
al vencimiento del mismo.
La adquisición del legado no dependía de un acto de aceptación, pero todo
legatario tenía la posibilidad de repudiar el legado, entendiéndose que de este
modo renunciaba a un derecho ya adquirido. Esta doctrina fue impuesta por la
escuela sabiniana, pues los proculeyanos distinguieron a estos efectos el
legado vindicatorio del damnatorio, y consideraron que en el primero el
legatario no adquiría su derecho hasta que declaraba su aceptación,
teniéndose mientras tanto al objeto del legado como res nullius. Esta idea no
prevaleció, ya que para Justiniano el legado, incluso el vindicatorio, se adquiría
desde el primer momento, pero su repudio operaba con efecto retroactivo, de
suerte que el legado repudiado se consideraba como si nunca se lo hubiese
adquirido.
Derecho de acrecer
Hemos estudiado el derecho de acrecer diciendo que operaba en la sucesión
intestada y en la testamentaria. Vimos cómo se presentaba el acrecimiento en
la institución de heredero, con sus distintas modalidades y efectos. Nos toca
ahora analizar los casos de aplicación del ius adcrescendi, cuando se trata de
legados dispuestos por el testador a favor de varios legatarios.
Si se estaba ante un legatum per vindicationem, que otorgaba a los
beneficiarios la propiedad de la cosa legada, la falta de adquisición de uno de
los colegatarios hacía que su cuota o parte vacante acreciera a los otros. Esta
misma situación se daba en el caso del legatum per praeceptionem, que era un
tipo secundario del vindicatario.
Cuando el testador había dispuesto por un legatum per damnationem, la
obligación del heredero de satisfacer la manda se dividía en tantas partes,
según fuera el número de legatarios. Por tal virtud, si uno de los colegatarios no
llegaba a adquirir su cuota de manera efectiva, el heredero quedaba liberado
de aquella parte de la obligación, la cual pasaba a integrar la herencia. En otros
términos, en el legado damnatorio no había derecho de acrecer.
Las leyes caducarías Iulia et Papia Poppaea, dictadas por el comicio en época
de Augusto, consideraron -igual que lo que ocurría respecto de los
coherederos- como partes caducas las porciones libres que pasaban al fisco.
Justiniano, al derogar dichas leyes, restableció el régimen anterior a las
mismas, estableciendo que si una cosa había sido legada a varias personas, ya
conjunta, ya separadamente, había lugar al derecho de acrecer, a menos que
el testador hubiera dispuesto lo contrario.
Objeto del legado
Los legados podían tener por objeto todas aquellas cosas que integraban el
patrimonio de un individuo, esto es, tanto las cosas corpóreas como las
incorpóreas y también una universalidad.
La cosa objeto del legado debía reunir ciertas condiciones. Era menester que
se tratara de un objeto física y legalmente posible de adquisición por el
legatario, por lo que no podía legarse una cosa materialmente imposible de
alcanzar o una res extra commercium. Además, el bien legado no debía estar
bajo el dominio del legatario, salvo que el disponente tuviera sobre el mismo
algún derecho que lo gravare porque siendo así se consideraba que el testador
había tenido la intención de legar su crédito, lo que hacía que el heredero
quedaba obligado a eximir al legatario del gravamen que afectaba su derecho.

* Legados de cosas corpóreas *


Dentro de los legados de cosas corpóreas es menester considerar aquel que
tiene por objeto cosas individualmente determinadas o legatum speciei; el que
comprende cosas determinadas por su género o legatum generis; el que está
constituido por una cantidad de cosas fungibles o legatum quantitatis; y el
legado de prestaciones periódicas.
En el legado de cosas individualmente determinadas (legatum speciei) el
testador podía disponer, además de la cosa propia, de la que pertenecía al
heredero o a un tercero. El legado de una cosa de propiedad del heredero era
válido, debiendo el mismo entregar el bien al legatario. Si la cosa estuviera
gravada con prenda o hipoteca el heredero debía liberarla, si el testador
conocía el estado de la misma, pero si el disponente ignoraba dicha situación o
si expresamente hubiera eximido al heredero de la obligación de entregar el
bien libre de toda carga, la cosa se transmitía al legatario en el estado en que
se encontrare. El legado de una cosa de propiedad de un tercero también era
válido siempre que el testador conociera tal circunstancia, porque de lo
contrario era nulo y hacía nacer para el heredero la obligación de adquirir la
cosa a fin de entregarla al legatario y si ello no era posible, debía pagar la
correspondiente estimación.
En lo que concierne al legatum generis y al legatum quantitatis son de
aplicación las normas del legatum speciei, pero estando la cosa indeterminada
era necesario proceder a su elección. En estos legados la elección incumbía al
heredero. En el derecho justinianeo la elección correspondía siempre al
legatario, a menos que el testador hubiera dispuesto otra cosa. Forma especial
del legatum generis es el llamado legado de opción (legatum optionis) por el
que el testador daba expresamente al legatario el derecho de elegir la cosa
legada, lo que le permitía pedir la de mejor calidad, pero sin poder volver sobre
la elección que hubiera efectuado.
Entre los legados de prestaciones periódicas, que consistían en la entrega en
determinados períodos de cantidades de cosas fungibles generalmente dinero,
se encuentran el legado de una renta (annuum legatum), el legado del
producido de una cosa (reditus legatus) y el legado de alimentos (alimenta
legata).
El annuum legatum consistía en el otorgamiento de una renta al legatario, sea
a perpetuidad, sea por vida del beneficiario, sea por cierto tiempo y cuando el
testador no hubiera fijado plazo, la renta se presumía vitalicia, a menos que el
legado hubiera sido otorgado al Estado o a otra persona civil.
El reditus legatus era aquel legado en que el testador disponía que se
entregara al legatario el rédito periódico que podía producir una cosa que
permanecía en poder del heredero el que, inclusive, podía enajenarla
quedando deudor sólo del valor pecuniario de la renta. Este legado no daba al
legatario derecho alguno sobre la cosa legada sino sólo a exigir el rédito
periódico asignado por el testador, el que debía ser pagado por el heredero aun
cuando la cosa no los produjera en el período establecido, con tal que en los
demás se pudiera cubrir el déficit.
El alimenta legata era aquella liberalidad por la que el testador disponía que el
heredero suministre a una persona lo necesario para su sustento, vestido o
habitación. Si el otorgante no había fijado la cuota alimentaria, ésta quedaba
librada a la apreciación del magistrado quien la determinaba teniendo en
cuenta la condición del testador y del legatario así como otras circunstancias
vinculadas a la liberalidad. Este legado se caracterizaba porque generalmente
se hacía a favor de incapaces, por no ser susceptible de transacción ni de ser
embargado.
* Legado de cosas incorpóreas *
También podían ser objeto de los legados las res incorporis, esto es, los
derechos reales y personales que integraban el patrimonio del testador.
Entre los legados de derechos reales, se encuentra el que tiene por objeto una
servidumbre predial que debía hacerse per vindicationem, porque era la única
manera de constituir por legado un ius in re. Igualmente podía legarse un
usufructo y un derecho de uso o de habitación.
Respecto a los legados de derechos obligacionales nos referiremos en especial
al legado de crédito (legatum nominis), al de una deuda (legatum debiti) y al de
liberación (legatum liberationis).
El legado de crédito tenía por finalidad transferir al legatario un crédito del
testador contra un tercero y para cumplirlo el heredero debía hacer cesión del
mismo al legatario, obligación que podía serle exigida por medio de la actio ex
testamento. Esta cesión no era necesaria ya en el derecho justinianeo, pues se
otorgó al legatario una actio utilis que le permitió exigir el crédito directamente
del deudor.
El legado de una deuda comprendía lo que el testador debía ya al legatario,
pero para producir eficacia jurídica debía procurar algún beneficio a éste, sea
porque se suprimiera una condición o un término impuesto a la deuda, sea
porque la acción proveniente del legado fuere más ventajosa, como ocurriría si
el marido legara a su mujer la dote que estaba obligado a restituir, en cuyo
caso la legataria contaba con una acción más para recuperarla, quedando
asimismo liberada de las retentiones. El legado de liberación era aquel en que
el testador legaba a su deudor el crédito que contra él tenía o lo liberaba de la
carga que gravaba sus bienes. Como el legado no era una forma de extinguir
las obligaciones, el deudor no quedaba liberado de pleno derecho sino sólo
autorizado a interponer una excepción para el caso de que el heredero
pretendiera hacer valer el crédito legado. También se le acordó la actio ex
testamento para exigir del heredero la extinción de la obligaci6n por
acceptilatio.

Legado de una universalidad


La legislación romana admitió que pudiera ser objeto de un legado una
universalidad de cosas o de derechos.
Si se legara una universalidad de cosas, como un rebaño, la manda debía
incluir todas las cosas que formaban parte del conjunto a la muerte del
testador, salvo disposición de éste en contrario. Siendo así, el legado subsistía
aun cuando aumentaren o disminuyeren los objetos que componían la
universalidad, porque el legado era uno solo y las variaciones que pudiere
experimentar aquélla no influían sobre la naturaleza del mismo. Como
consecuencia, esta liberalidad no podía ser aceptada o rechazada en parte.
El legado de una universalidad de derechos debía necesariamente comprender
alguna de las tres universalidades jurídicas admitidas por la legislación romana,
esto es, la herencia, el peculio o la dote.
El legado de una herencia podía abarcar todos los bienes que la componían o
una parte de ella. La transmisión de una herencia entera, que comprendía tanto
la propia del testador como la del heredero o la de un tercero, no importaba
transmitir el derecho de herencia, que no podía adquirir el legatario por carecer
de la calidad de heres, sino sólo el conjunto de cosas que forman el activo y
pasivo de la herencia legada. Esta liberalidad perdió importancia cuando
comenzó a restringirse la facultad de legar especialmente con la lex Falcidia
que materialmente imposibilitó el otorgamiento de un legado que no fuera
singular. El legado de una parte de la herencia (legatum partitionis) otorgaba al
legatario el derecho de obligar al heredero a la entrega de la porción de los
bienes con que había sido beneficiado. No obstante, la legislación justinianea
facultó al heredero para elegir entre entregar el valor de la cuota (aestimatio) o
la parte misma, siempre que la cosa fuera divisible y con el fin de evitar los
inconvenientes de la división en un gran número de objetos, el heredero podía
entregar ciertas cosas de un valor equivalente al de la cuota legada, en caso de
que mediara conformidad del legatario o del magistrado.
El legatario que recibiera dentro de la parte de la herencia legada créditos y
deudas debía cobrar los primeros y soportar las segundas, pero como carecía
de personería para demandar o ser demandado, debía recurrir al heredero para
que actuara en su nombre. A tal fin se acostumbraba concertar entre ellos
stipulationes partis et pro parte, por medio de las cuales el heres se
comprometía a entregar al legatario su parte en los créditos que percibiera y
éste a su vez a reembolsar la parte correspondiente de las deudas que aquél
hubiere pagado.
El peculio también podía ser objeto de un legado de una universalidad de
derecho y se daba para beneficiar a un extraño o al propio siervo a favor del
cual se hubiera constituido el peculio. Para este legado regían las mismas
normas que para el legado de parte de una herencia, salvo en lo que se refiere
a su adquisición que tenía lugar en el momento del deceso del testador,
cuando había sido otorgado a favor de un tercero, y en el día de la adición de la
herencia por el heredero, cuando se había concedido a favor del esclavo. La
dote, que la mujer o alguien en su nombre aportaba al matrimonio, podía ser
igualmente objeto de legado, presentando el mismo, distintas modalidades
según quien fuera el que lo otorgara.
Acciones del legatario
El derecho romano concedió al legatario, cuando el testador le hubiera legado
una cosa de su propiedad, la reivindicatio; caso contrario, contaba con una
acción personal contra el heredero, llamada en las fuentes actio personalis ex
testamento o actio legati. Pero también, si el testador había legado una cosa
que le pertenecía, el legatario podía ejercitar, en el derecho justinianeo, la
acción personal para obtener la cosa, la cual en caso de pérdida o deterioro le
daba derecho a exigir los daños e intereses. Sin embargo, el heredero percibía
los frutos y cualquier otra accesión del tiempo intermedio, a menos que el
testador no le hubiera impuesto la restitución al legatario.
Cuando el legado se supeditaba a una condición o plazo, se podía exigir,
mediante la intervención del pretor, una garantía personal, la cautio legatorum
servadorum causa, que garantizaba al legatario contra el riesgo de la
insolvencia del heredero. Antonino Caracalla concedió al legatario, cuando el
heredero vencido en una actio ex testamento se retrasaba seis meses en
pagar, un embargo sobre los bienes de la herencia y sobre los del heredero,
con autorización para que se fuera cobrando con los frutos (missio
Antoniniana). Justiniano, por fin, estableció una hipoteca legal a favor de
cualquier legatario sobre todos los bienes de la sucesión.
Aunque el legatario adquiría desde el primer momento su derecho, la cosa
legada debía serle entregada por el heredero y no podía, por tanto, tomar
posesión de ella sin consentimiento de éste, incluso en el legado per
vindicationem, en el que el legatario se hacía propietario. En favor del bonorum
possessor, a quien el legatario arrebataba la cosa legada, otorgó el pretor un
interdicto recuperatorio, el interdictum quod legatorum que, más tarde,
Justiniano extendió a todo heredero.

B. Ineficacia y revocación del legado


El legado, al igual que el testamento, podía adolecer de vicios que produjeran
su nulidad desde su otorgamiento o que lo afectaran con posterioridad a su
nacimiento.
Era nulo ab initio el legado que se hacía sin la observancia de las formalidades
exigidas por la ley, como si el testador o el legatario carecieran de la
testamentifacción activa o pasiva o se legara una res extra commercium y
también cuando el acto estuviera viciado por error, dolo o violencia, porque la
invalidez del testamento acarreaba la nulidad del legado en él contenido desde
que lo accesorio corría la suerte de lo principal. Esta invalidez ab origine no
podía ser subsanada aunque la causa que la provocare hubiera desaparecido
antes de la muerte del testador. Este concepto, consecuencia del aforismo "Lo
que es vicioso en su principio, no puede convalidarse por el transcurso del
tiempo", que fue elevado a la categoría de norma jurídica por Catón hijo,
creador de la llamada regula Catoniana al sentar el principio de que cualquier
legado que hubiese resultado nulo en caso de que el testador hubiere fallecido
en el momento de confeccionar el testamento, no podía jamás llegar a ser
válido, sea cual fuere la época en que se produjo su deceso. La regla
Catoniana sólo era aplicable para aquellos legados en que el dies cedit (es el
día en el legatario tenía la posibilidad de la adquisición, nacía para el su
derecho, y se fijaba en su persona) tenía lugar en el momento del fallecimiento
del causante, es decir, para los que hubieran sido otorgados pura y
simplemente, en tanto que no jugaba para los legados en que dicho momento
no coincidía con la muerte del testador, como en los legados condicionales o
en los de prestaciones periódicas. Esta última consecuencia, consagrada
expresamente por las fuentes, no tiene una explicación lógica, porque si el
legado afectado de un vicio que lo hacía ineficaz no podía ser convalidado
aunque el vicio desapareciera antes de la muerte del testador, es menos
admisible que pudiera llegar a validarse por la sola circunstancia de que el dies
legati cedit se encuentre en un momento posterior a dicho evento.
El legado válidamente otorgado podía perder su eficacia inicial sea por causas
extrañas a la voluntad del testador, sea por causas imputables al mismo. Entre
las primeras se cuentan la caída del testamento, la muerte o incapacidad del
legatario antes del dies cedit, la pérdida de la cosa legada sin culpa del
gravado, la repudiación o renuncia del legatario, la falta de cumplimiento de la
condición suspensiva y la adquisición por el legatario del objeto legado por otra
causa lucrativa. Entre las causas de invalidez debidas al testador se encuentra
la revocación del legado que tanto podía ser hecha pura y simplemente
(ademptio legati) o tener lugar por substitución del legado primeramente
ordenado por otro nuevo (translatio legati). La ademptio legati podía ser
expresa o tácita. En el antiguo derecho sólo era admitida la primera forma de
revocación porque el testador debía hacerlo mediante el empleo de términos
solemnes contrarios a los del otorgamiento, expresando no lego o non do, pero
desde el derecho clásico se impuso la revocación tácita como resultado de la
corriente que tendía a reconocer mayor relieve a la voluntad del testador y que
como consecuencia dejó de lado las formas antiguas de hacer efectiva la
revocación. Así la venta de la cosa legada efectuada por el testador significaba
la revocación tácita del legado, a menos que del acto surgiera la intención
contraria. La translatio legati tenía lugar mediante la substitución del legado
primeramente otorgado por otro nuevo y podía operarse por cambio del
legatario o del gravado, por reemplazo del objeto legado o bien por someter a
condición el legado que se había otorgado pura y simplemente.

IV. Fideicomiso
Desde antiguo existió en Roma la costumbre de que una persona ordenara
disposiciones de última voluntad sin allanarse a las formalidades exigidas para
los legados y aún sin que estuvieran contenidas en el testamento, pues
bastaba que el disponente formulara un simple ruego a una persona de su
confianza con el objeto de que ésta se encargara de dar determinado destino a
los bienes de su herencia o de ejecutar cualquier otro acto que el causante le
solicitare, para que la misma se viera obligada a cumplir el encargo. Esta
práctica estaba desprovista de tutela legal por no configurar un negocio jurídico
y su ejecución tenía como único fundamento la confianza que el causante
depositaba en la honradez y lealtad (fides) del individuo llamado a cumplir su
ruego y que podía ser el heredero mismo o cualquier otra persona no vinculada
al difunto. Del hecho de que el encargo estuviera remitido a la fides deriva su
denominación de fideicomiso (fidei commissum), llamándose fiduciario
(fiduciarius) a quien estaba obligado a cumplirlo y fideicomisario
(fideiaommissarius) al sujeto que recibía el beneficio.
Recibía el nombre de fideicomiso (fideicommissum), entonces, el ruego que
hacía el testador, llamado fideicomitente, para que una persona de su
confianza, denominada fiduciario, efectuara la transmisión de toda su sucesión
o de una cuota parte de ella, o de un bien determinado de la misma a una
tercera persona, designada con el nombre de fideicomisario. De esta definición
surge que se conocieran dos especies de fideicomisos: los universales o de
herencia, que comprendían el traspaso de toda la sucesión del disponente o
de una cuota parte de tal acervo, y los particulares, cuando se trataba de la
entrega de bienes determinados.
El fideicomiso presentaba gran similitud con el legado teniendo la ventaja de su
mayor simplicidad. Carecía de formalidades y podía hacerse no sólo por
testamento, sino también en codicilos y aun oralmente. Además, el ruego podía
imponerse tanto a los herederos como a los legatarios u otro fideicomisario,
aparte de que era dable redactarlo en cualquier idioma. Por lo que hace a su
objeto, podían serlo todas las cosas susceptibles de ser transmitidas por
sucesión o legado per damnationem, esto es, cosas de propiedad del testador,
también las del heredero y aun las pertenecientes a un tercero. Por todo ello, el
fideicomiso alcanzó gran auge en Roma a lo que debe agregarse, a favor de su
uso frecuente, la posibilidad de que el testador beneficiara con su herencia o
con parte de ella a personas que carecían de la testamenti factio passiva y que,
por ende, resultaban incapaces de recibir por legados.
En su origen el fideicomiso carecía de identidad jurídica basándose, como su
nombre lo indica, en la buena fe (bonae fidei), es decir, la lealtad de la persona
encargada de efectuar la liberalidad a favor del fideicomisario. De ahí, pues,
que durante la República la relación que el fideicomiso creaba no era
jurídicamente vinculativa, sino sólo apta para generar una obligación ética a
cargo del fiduciario. Ya en época de Augusto se admitió la coercibilidad de
algunos fideicomisos, modificando así su condición extrajurídica. Fue entonces
que se concedió competencia a los cónsules para entender en juicios sobre su
cumplimiento, pero el procedimiento para el logro de tal exigibilidad no era el
per formulam, sino el de la extraordinaria cognitio. Con el emperador Claudio
se nombra un magistrado especial, el praetor fideicommisarius, encargado de
actuar en este tipo de proceso.
Desde el derecho clásico se tendió a trasladar al derecho de fideicomisos las
normas propias de los legados. Constantino, en su ya comentada constitución,
al abolir el formalismo en los testamentos, admitió que toda disposición singular
mortis causa expresada en un testamento válido podía ser considerada
indistintamente como legado o fideicomiso. Con estos precedentes, Justiniano
llegó a la fusión de las dos instituciones, prescribiendo que de todo legado o
fideicomiso naciera una acción personal y otra real y que la primera fuera
garantizada por una hipoteca legal sobre la herencia del fiduciario.
Por fin, en virtud de una constitución dictada en el año 531, Justiniano suprimió
definitivamente todas las diferencias entre los legados y los fideicomisos,
ordenando que las disposiciones contenidas en los textos justinianeos sobre
los legados tuvieran aplicación a los fideicomisos, y a la inversa, y que cuando
las respectivas normas fueran contradictorias, se estuviera a lo establecido
para estos últimos, como derecho menos riguroso.
A diferencia del legado, que otorgaba al legatario la propiedad sobre la cosa
legada, en el caso del legado vindicatorio, el fideicomiso no concedía al
fideicomisario más que un derecho de crédito por un incertum, análogo al que
resultaba del legado damnatorio. La responsabilidad derivada del fideicomiso
se daba contra el fiduciario no sólo en caso de dolo, sino también de culpa,
respondiendo éste cuando incurriera en mora por los intereses y los frutos.
Para la adquisición del fideicomiso regían las mismas reglas que para el
legatum per damnationem. Por tanto, dies cedens era el momento de la muerte
del testador o de la apertura del testamento, según las épocas. Si el testamento
se sometía a término o condición suspensiva el dies cedens tenía lugar al
vencimiento de aquél o cuando se cumpliera el acontecimiento futuro e incierto.
En cuanto a la ineficacia de los fideicomisos fueron de aplicación los principios
generales que regulaban la materia respecto de los legados. La regula
Catoniana no era aplicable a los fideicomisos y, por ende, fue posible la
convalidación posterior al cesar el hecho que impedía la validez. El fideicomiso
era ineficaz cuando la prestación que debía cumplir el fiduciario superaba la
parte que él recibía de la herencia. Podía ser inválido por causa sobreviniente a
su otorgamiento, como ocurría en los supuestos de extinción del objeto y de
revocación. Esta última no exigía formalidad alguna para que produjera sus
efectos.

A. Sustitución
Cuando el testador imponía a un heredero, legatario o fideicomisario la carga
de conservar una liberalidad que le ha sido dejada y de entregarla a otra
persona luego de transcurrido cierto plazo o de cumplida determinada
condición, se configuraba la substituci6n fideicomisaria (substitutio
fideicommissiaria). Esta substitución es un instituto distinto a la substitución
directa que se operaba en los legados y fideicomisos cuando un legatario o un
fideicomisario era designado para el caso de que un primer beneficiario no
quisiera o no pudiera recibir la manda. En efecto, en la substitución
fideicomisaria existía un orden sucesorio instaurado por el propio testador,
pues la persona que debía ser substituida entraba desde el primer momento en
el goce de los bienes hereditarios hasta tanto se cumpliera la condición o el
término, momento en el que los mismos debían ser entregados al substituto
que a partir de entonces, sucedía al causante.
La substitución fideicomisaria, que podía ser acordada a distintas personas
para que se substituyan sucesivamente, era dispuesta por el causante en
forma expresa o tácitamente cuando la intención del otorgante resultara
implícita de alguna disposición testamentaria. Objeto de la substitución podía
ser la herencia entera o una parte de ella, así como cosas determinadas. La
persona gravada tenía la obligación de conservar la liberalidad otorgada por el
difunto en las condiciones que la hubiera recibido y, si bien tenía su uso y goce,
le estaba vedado enajenar los bienes que la constituyeran así como deducir la
cuarta legítima. El favorecido por el testador adquiría el fideicomiso conforme a
las reglas del fideicomiso universal, cuando se tratara de una herencia o bien
por las normas de los legados, cuando comprendiera objetos determinados.
La aplicación más importante de la substitución fideicomisaria fue el llamado
fideicomiso de familia (fideicommissum familiae relectum) que se hacía a favor
de una familia, sea la del testador, sea la de un extraño. El fideicomiso de
familia debía ser transmitido a la persona designada por el difunto o a aquella
elegida por el heres fiduciario y también a todos los miembros de una familia
cuando tal fuera la voluntad expresa del causante. Si el fiduciario a quien se
facultó para designar a la persona favorecida con el fideicomiso no efectuara la
elección, los parientes ab intestato del causante, incluido el cónyuge supérstite
y los libertos, tenían derecho a exigir la entrega de los bienes. Justiniano
admitió la validez del fideicomiso de familia más allá del primer grado, pero por
la Novela 159 fijó como límite extremo la cuarta generación, después de la cual
no tenía efecto la liberalidad. La extinción del fideicomiso se producía cuando
faltaren los parientes que pudieran gozar de la manda o cuando todos los
llamados a suceder hubieran consentido las enajenaciones de las cosas que
formaban parte del mismo.
Fideicomiso de herencia
Cuando el causante encargaba al fiduciario la entrega de toda la herencia o de
una cuota de la misma al fideicomisario, se configuraba la herencia
fideicomisaria (fideicommissari hereditates) o fideicomiso universal.
El fideicomiso universal podía ser otorgado por testamento o por codicilo simple
y aun verbalmente, sin formalidad alguna, pero en el último supuesto la prueba
de su existencia debía ser hecha mediante el juramento del fiduciario. Podían
ser gravados con un fideicomiso de esta clase, el heredero directo, fuera civil o
pretoriano, testamentario o ab intestato, requiriéndose en el disponente la
necesaria capacidad para instituir heredero. Para que el gravamen estuviera a
cargo de un heredero testamentario se requería que el testamento que
contuviera el fideicomiso fuera válido porque, de estar viciado el acto, la
institución de heredero carecía de eficacia y la falta del heres, que tenía el rol
de fiduciario, imposibilitaba que el fideicomisario sucediera al causante. Para
que la liberalidad estuviera a cargo de un heredero ab intestato, debía la misma
otorgarse por un codicilo.
El fideicomiso universal se ejecutaba sólo cuando el fiduciario había adquirido
la herencia porque era el momento en que aparecía la obligación de restituirla
al fideicomisario. Esta restitución podía tener efecto mediante la entrega real de
los bienes hereditarios o bien simbólicamente por una declaración oral o escrita
en tal sentido. Por aplicación de la regla semel heres emper heres el fiduciario
no perdía su calidad de heredero por el hecho de haber restituido la herencia al
fideicomisario y, por tanto, sólo él tenía derecho a demandar los créditos de la
sucesión a la vez que le correspondía cargar con las deudas y gravámenes de
la misma. Para que los créditos y deudas pasaran al fideicomisario, la
legislación romana ideó la forma de una venta ficticia por mancipación
(mancipatio nummo uno) que debía efectuar el heredero Verificada la
enajenación, las partes debían garantizarse mutuamente sus respectivos
derechos por medio de estipulaciones usuales en la compraventa de una
herencia (stipulationes emptre et venditre hereditatis), por las que el heredero
se obligaba a transmitir el activo de la sucesión y a facilitar al fideicomisario el
ejercicio de las acciones de la herencia. Por su parte el fideicomisario se
comprometía a liberar al heres fiduciarius del pasivo hereditario y a no
reclamarle aquellos bienes con que hubiera pagado deudas de la sucesión ni
los que por otra causa hubiera dado con buena fe y llegado el caso a intervenir
como procurator in rem suam en las causas entabladas contra el heredero por
los acreedores de la sucesión.
La complicada forma empleada para lograr la restitución total de la herencia a
favor del fideicomisario y el hecho de la escasa o nula utilidad que para los
herederos fiduciarios reportaba el fideicomiso universal, hicieron que los
mismos se mostraran reacios a aceptar las herencias deferidas, provocando de
esta forma la vacancia de la sucesión. En la época imperial, para evitar los
inconvenientes apuntados y para hacer cumplir la voluntad del causante se
dictan los senadoconsultos Trebeliano y Pegasiano que contemplaron no sólo
el interés del fideicomisario sino también el del heredero.
Por el senatusconsultum Trebellianum, dictado bajo el reinado de Nerón,
siendo cónsules Trebelio Máximo y Aneo Séneca, se estableció que el
fideicomisario, al recibir la herencia, podía ejercer directamente por vía útil las
acciones pertenecientes al heres fiduciarius para reclamar los créditos de la
sucesión y a la vez ser demandado por los acreedores de la sucesión. De esta
manera sin mediar acto alguno de transferencia, el fiduciario quedaba apartado
de toda responsabilidad por el hecho de haber sido titular de la herencia,
resultando el fideicomisario asimilado a un sucesor universal del de cuius
(heredis loco).
No obstante el progreso alcanzado en materia de fideicomiso por el
senatusconsultum Trebellianum, el mismo no llegó a remediar el inconveniente
de que las herencias dejaran de aceptarse por el heres fiduciarius cuando las
mismas debieran transmitirse íntegramente al fideicomisario. Para solucionar
tal problema, bajo Vespasiano siendo cónsules Pegasio y Pusión, se publica el
senatusconsultum Pegasianum.
Este senadoconsulto consagró dos medios tendientes a facilitar la adición de la
herencia por el heredero. Uno consistente en favorecerlo con la cuarta parte de
la herencia que estaba autorizado a retener a semejanza de la quarta Falcidia,
lo que significaba reconocerle una porción intangible de la misma. El otro
consistente en sancionar al heredero fiduciario remiso con la privación de
cualquier ventaja que se le hubiera acordado por el causante, a la vez que
podía ser compelido a aceptar judicialmente la herencia.
Como el senadoconsulto Pegasiano no derogó las normas del Trebeliano,
ambos tuvieron aplicación según los casos que se presentaren. Si el
fideicomiso fuera de toda la herencia o superara las tres cuartas partes de la
misma, el heredero que la hubiera aceptado conservaba su carácter de tal,
haciéndose la restitución al fideicomisario conforme el senadoconsulto
Pegasiano, es decir, con derecho a retener la cuarta parte. En esta hipótesis,
debían emplearse las stipulationes partis et pro parte que jugaban para los
legados de una porción de la herencia, a menos que el fiduciario hubiera
renunciado a la cuarta en cuyo caso debían prometerse las stipulationes
emptae, et venditae hereditatis.
Si, por el contrario, el fideicomiso fuera inferior a las tres cuartas partes de la
herencia, la misma debía restituirse según los principios del senadoconsulto
Trebeliano, dándose las acciones hereditarias, por el derecho común contra el
fiduciario y por las normas trebeliánicas contra el fideicomisario.
Justiniano concluyó con el complejo mecanismo resultante de la aplicación de
los senadoconsultos estableciendo un nuevo sistema que, si bien era producto
de la combinación de los mismos, consagraba un ordenamiento más lógico y
riguroso. El régimen justinianeo atribuía solamente al fideicomisario el carácter
de sucesor universal del causante, estableciendo que la restitución debía
hacerse aplicando el senadoconsulto Trebeliano, cualquiera fuera el porcentaje
que correspondiera entregar por el fiduciario. También mantiene el criterio del
senadoconsulto Pegasiano que permitía al fideicomisario compeler al fiduciario
a la aceptación forzosa de la herencia por medio de una petición dirigida al
magistrado. Con referencia al fiduciario, se le sigue reconociendo sus derechos
sobre la cuarta parte de la herencia, porción que los intérpretes modernos
indebidamente han llamado cuarta Trebeliana.

B. El codicilo
El codicilo era un acto de última voluntad redactado sin formalidad alguna que
contenía una o varias disposiciones que debían tener efecto después del
fallecimiento del otorgante. La historia del codicilo se encuentra estrechamente
vinculada con la del fideicomiso debido a que era costumbre de los ciudadanos
confiar a sus herederos la ejecución de sus disposiciones fideicomisarias por
medio de una carta u otro escrito cualquiera, redactado en forma de súplica, al
que se le dio el nombre de codicilli diminutivo de codex y que significaba
pequeño rollo o cuaderno, su uso se generalizó en época del emperador
Augusto.
El codicilo podía ser testamentario o ab intestato. El primero (testamentario),
que era denominado así porqué estaba contenido en un testamento del que era
considerado un accesorio, podía a su vez ser confirmado, cuando el
testamento redactado con anterioridad o posterioridad al codicilo así lo
dispusiera (codicilli testamento confirmati) o no confirmado, cuando nada dijera
sobre el mismo (codicilli testamento non confirmati). El segundo (codicilli ab
intestato) era aquel que se redactaba sin la existencia de un testamento. El
codicilo confirmado, podía contener legados, manumisiones, nombramiento de
tutores o curadores; fideicomisos y cláusulas que revocaran dichas
disposiciones, en tanto que el no confirmado sólo podía contener fideicomisos
universales o singulares y manumisiones de esclavos. Por su parte, en el
codicilo ab intestato se podía disponer únicamente sobre fideicomisos.
Al igual que el testamento, el codicilo exigía la testamentifacción en el
disponente y en el beneficiario, diferenciándose del mismo porque nunca podía
contener la institución de heredero, la desheredación o la substitución del
instituido y la inserción de tales cláusulas hacía que lo dispuesto por el
causante no valiera como testamento ni como codicilo. La falta de requisitos
formales en los codicilos, lejos de facilitar su aplicación, vino a significar un
inconveniente por la incertidumbre que tales actos de última voluntad
provocaban luego del fallecimiento del disponente y por ello la legislación
romana postclásica, como una reacción, les impuso algunas formalidades y,
desde Constantino, se exige que los condicilos ab intestato lleven la firma de
siete testigos o, por lo menos de cinco. Teodosio II extiende el requisito de los
testigos a todos los codicilos estableciendo además que los mismos debían
estar presentes en el acto del otorgamiento, disposición que fue confirmada por
el emperador Justiniano.
El riguroso concepto mantenido por la legislación romana de que el testamento
que estuviera viciado caía y no tenía eficacia jurídica alguna, fue modificado en
el sentido de reconocérsele validez como codicilo cuando así lo hubiere
previsto el testador, siempre que el vicio no afectara la esencia del instrumento
y que éste reuniera las condiciones del codicilli. La declaración del testador de
que su disposición de última voluntad, que por cualquier motivo no valiera
como testamento, debía sostenerse como codicilo, fue denominada cláusula
codicilar (clausula codicillaris). Esta cláusula, que no exigía redacción especial
alguna, pues bastaba que la voluntad del testador se manifestara de manera
cierta, operaba la conversión del negocio jurídico porque la institución de
heredero adquiría la naturaleza de un fideicomiso universal. De esta manera el
heredero instituido asumía el carácter de fideicomisario con la obligación de
ejecutar los legados y las manumisiones dispuestas en el testamento, y los
herederos ab intestato del causante venían a jugar el rol de fiduciarios con la
obligación de cumplir con el fideicomiso.

C. Donación por causa de muerte


Al tratar del instituto donación, que lato sensu significa todo acto de liberalidad
por el que el donante se desprende de todo o parte de su patrimonio con el fin
de procurar un enriquecimiento al donatario, hemos manifestado que la
donación por causa de muerte (donatio mortis causa) sería incluida en el
derecho sucesorio por considerar que la institución es una de las formas de
adquisición por acto de última voluntad.
Las fuentes expresan que la donación por causa de muerte es la que se hacía
ante el temor o la inminencia de un peligro de muerte para el donante, quien
daba una cosa al donatario para el caso de que pereciera, pero si eludía el
peligro o fallecía el donatario antes que el donante o éste revocaba la
donación, la cosa donada debía volver a su poder. Se muestra en los textos
romanos como ejemplo clásico de donación por causa de muerte la entrega de
objetos preciosos que, según relata Homero efectuó Telémaco, hijo de Ulises,
a su amigo Pireo antes de emprender la lucha contra los pretendientes de su
madre Penélope.
La idea de que el móvil de la donación mortis causa era el peligro inminente de
muerte en que debía encontrarse el donante no es del todo exacta y carece de
relevancia jurídica porque para el derecho no cuenta el motivo que lleva a una
persona a ejecutar determinado acto. En realidad, lo que caracteriza al instituto
y lo distingue de los otros tipos de donaciones es que se lo hace depender de
la condición de que el donatario sobreviva al donante. Tal configuración está
confirmada por las fuentes cuando expresan que en este tipo de donación el
donante quiere tener la cosa con preferencia al donatario y que éste la posea
con preferencia a los herederos de aquél, porque en verdad, mientras no se
produzca el deceso del autor de la liberalidad, la donación se mantiene en su
patrimonio y no en el del beneficiario. Producido el acontecimiento al cual el
acto está subordinado, cobra relevancia la persona del donatario como titular
de la donación, siendo preferido a los herederos del donante que ningún
derecho tienen sobre las cosas objeto de la misma.
A esta especial figura de donación le son aplicables las normas de las
donaciones ordinarias en lo que concierne a la capacidad de las partes, a los
requisitos que debían cumplirse para que el negocio se perfeccionara y a la
forma cómo se la otorgaba. Así, era necesario que el donante tuviera la
capacidad de enajenar y el donatario la de adquirir y que no tuviera lugar entre
personas que, aunque fueran hábiles para disponer de su patrimonio, les
estaba prohibido donar, como el menor de veinticinco años. En cuanto a los
requisitos generales era menester que existiera un empobrecimiento en el
donante y un enriquecimiento en el donatario y que aquél (el donante) obrare
animus donandi. Por ser una convención, la donatio mortis causa se
perfeccionaba por el simple acuerdo de voluntades, pero estaba condicionada
a la premoriencia del donante, pudiendo constituirse dando, liberando o
promittendo. Objeto de la donación por causa de muerte podía ser todo el
patrimonio del donante o cosas determinadas que formaran parte del mismo.
En el primer supuesto la donación no llegaba a configurar una successio per
universitatem, pues el donatario no ocupaba la posición jurídica del donante,
siendo aplicable al caso las normas de la donatio omnium bonorum o de los
legados de una universalidad.
La donación mortis causa quedaba sin efecto si el donatario hubiera premuerto
al donante, porque era de la esencia del instituto que aquél sobreviva a éste.
Igualmente se extinguía cuando el donante hubiera sobrevivido al peligro que lo
movió a hacer la liberalidad, porque en tal caso la donación estaba
condicionada a que el disponente falleciera como consecuencia del evento. Por
fin, la donación podía perder eficacia por revocación del donante, pues se
trataba de un acto del que el mismo podía desistir hasta el momento de su
muerte, salvo que hubiera renunciado expresamente al ejercicio de tal derecho.
Producida la extinción de la donación por causa de muerte, por aplicación de
los principios generales, las cosas debían retrotraerse al estado que tenían al
tiempo de haberse efectuado la liberalidad. De esta manera si ha existido
liberación de una deuda o de un gravamen el derecho extinguido debía ser
restablecido y si la donación hubiera consistido en la dación de un derecho
creditorio o de un derecho real, igualmente el donatario estará obligado a
restituir el crédito cedido o los iura in re (derecho en cosa ajena) transmitidos
por el donante. En caso de que el donatario se negara a restituir lo que hubiera
recibido con motivo de la donación, contaba el donante a su favor con la
exceptio doli cuando se le exigiera el cumplimiento de la donación y de una
acción personal, sea la condictio causa data causa non secuta, sea la actio
praescriptis verbis, cuando intentara lograr la restitución.
El hecho de que la donación por causa de muerte sólo podía tener efecto al
fallecimiento del autor de la liberalidad hacía que este instituto presentara
ciertas analogías con los legados. Por ello la jurisprudencia romana fue
colocando en una misma línea ambas especies de disposiciones patrimoniales
mortis causa, hasta que Justiniano proclamó que la donatio debía asimilarse a
los legados. La decisión justinianea determinó que los acreedores y legitimarios
del donante fueran autorizados a pedir la rescisión de la donación, a la par que
autorizó a los herederos del donante a invocar la reserva de la cuarta Falcidia y
a hacer valer, en general, todas las limitaciones impuestas a los legados. No
obstante, la equiparación nunca llegó a ser completa porque ambas
instituciones mantuvieron sus rasgos diferenciales. Así, la donación exigió
siempre el concurso de dos voluntades, la del donante y donatario, estando
facultado el primero (el donante) para renunciar anticipadamente al derecho de
revocarla, siendo independiente de la herencia desde que el donatario adquiría
su derecho directamente del causante sin que fuera necesario la intervención
del heredero, como ocurría con el legado.
"Mortis causa capio"
Entendíase por mortis causa capio, en sentido amplio, todo cuanto se adquiría
por fallecimiento de una persona, como las herencias, los legados, los
fideicomisos y las donaciones por causa de muerte. En sentido estricto, sólo se
aplicaba el nombre de mortis causa capio a los lucros por causa de muerte que
no tuvieran una denominación especial, como sucedía con la adquisición de la
cantidad dada para cumplir una condición puesta por el testador.
Las fuentes nos traen casos de este tipo de adquisiciones mortis causa que
más que formas de adquirir constituían ventajas que se obtenían con motivo
del fallecimiento de un individuo, como sucedía en aquellos supuestos en que
una persona era la beneficiaria de una prestación a la que el testador había
condicionado la institución de heredero, un legado o una manumisión. Se
menciona además en los textos aquel supuesto del heredero que recibe algún
dinero para que acepte o repudie la herencia que le ha sido deferida y el de la
dote recepticia cuya devolución, en caso de premoriencia de la mujer, haya
estipulado el constituyente. En estos casos, a diferencia de lo que ocurría con
los legados, fideicomisos y donaciones por causa de muerte, lo obtenido por el
mortis causa capiens no entraba en la cuenta del cálculo de la Falcidia y lo que
el heredero pagaba con este motivo no estaba sometido a la rebaja. Los lucros
por causa de muerte quedaron sometidos desde el derecho clásico a las
normas propias de los legados.

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