El Principito
El Principito
El Principito
Principito
Por
Antoine De Saint-Exupéry
A Leon Werth:
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor.
Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el
mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo,
hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive
en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si
todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una
vez fue esta persona mayor. Todos los mayores han sido primero niños. (Pero
pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A LEON WERTH CUANDO ERA NIÑO
II
Viví así, solo, nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando
hace seis años tuve una avería en el desierto de Sahara. Algo se había
estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero
alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una
cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la arena, a unas mil millas de distancia
del lugar habitado más próximo. Estaba más aislado que un náufrago en una
balsa en medio del océano. Imagínense, pues, mi sorpresa cuando al amanecer
me despertó una extraña vocecita que decía:
— ¡Por favor... píntame un cordero!
—¿Eh?
—¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido por el rayo. Me froté los ojos.
Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario muchachito que me miraba
gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde logré hacer de él,
aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el modelo. Pero no es
mía la culpa.
Las personas mayores me desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de
seis años y no había aprendido a dibujar otra cosa que boas cerradas y boas
abiertas.
Miré, pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay
que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar
habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no me parecía ni perdido,
ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la
apariencia de un niño perdido en el desierto, a mil millas de distancia del lugar
habitado más próximo.
Cuando logré, por fin, articular palabra, le dije:
— Pero… ¿qué haces tú por aquí?
Y él respondió entonces, suavemente, como algo muy importante:
—¡Por favor… píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer.
Por absurdo que aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar
habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una
pluma fuente. Recordé que yo había estudiado especialmente geografía,
historia, cálculo y gramática y le dije al muchachito (ya un poco
malhumorado), que no sabía dibujar.
—¡No importa —me respondió—, píntame un cordero!
Como nunca había dibujado un cordero, rehice para él uno de los dos
únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y
quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:
— ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy
peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño.
Necesito un cordero. Píntame un cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y dijo:
—¡No! Este está ya muy enfermo. Haz otro.
Volví a dibujar.
Mi amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
—¿Ves? Esto no es un cordero, es un carnero. Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi dibujo: fue rechazado igual que los anteriores.
—Este es demasiado viejo. Quiero un cordero que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y deseoso de comenzar a desmontar el motor,
garrapateé rápidamente este dibujo, se lo enseñé, y le agregué:
—Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa
mía el rostro de mi joven juez se iluminó:
—¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para
este cordero?
—¿Por qué?
—Porque en mi tierra es todo tan pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
—¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…
Y así fue como conocí al principito.
III
IV
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre
el viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve
conocimiento al tercer día, del drama de los baobabs.
Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda,
cuando el principito me preguntó:
—¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
—Sí, es cierto.
—¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se
comieran los arbustos. Pero el principito añadió:
—Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino
árboles tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un
rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.
—Habría que poner los elefantes unos sobre otros…
Y luego añadió juiciosamente:
—Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.
—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue
necesario un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este
problema.
En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas,
hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían
buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son
invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de
ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el
sol, primero tímidamente, una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de
una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera.
Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en
cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había semillas
terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de
ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse
de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el
planeta es demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando
por la mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la
limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs,
cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando
son pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy fácil".
Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que
hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan,
me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar
para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el
retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un
perezoso que descuidó tres arbustos…"
Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no
me gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y
los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan
grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a
los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a
que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse
tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la
pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro
otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es
muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los
baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.
VI
VII
VIII
Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el
planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de
pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la
hierba una mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado
un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había
vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de
las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto
cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito observó el
crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de
salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su
belleza al abrigo de su envoltura verde.
Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a
uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer
en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su
misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana,
precisamente al salir el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
—¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda
despeinada…!
El principito no pudo contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo
que el sol. El principito adivinó exactamente que ella no era muy modesta
ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
—Me parece que ya es hora de desayunar — añadió la flor —; si tuvieras
la bondad de pensar un poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció
abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día,
por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
—No hay tigres en mi planeta —observó el principito— y, además, los
tigres no comen hierba.
—Yo nos soy una hierba —respondió dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No
tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó el
principito—. Esta flor es demasiado complicada…"
—Por la noche me cubrirás con un fanal… hace mucho frío en tu tierra. No
se está muy a gusto; allá de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era
posible que conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender
inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la
simpatía del principito.
—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.
De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor,
había llegado a dudar de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia
y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca hay
que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba
el planeta, pero yo no sabía gozar con eso…
Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido
enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por
sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí!
¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan
contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".
IX
Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330.
Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño,
estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un
súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los
hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso
de ser por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el
planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño. Se
quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el
monarca—. Te lo prohibo.
—No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he
hecho un viaje muy largo y apenas he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no
veo bostezar a nadie.
Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo
ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito
enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que
bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia
a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era
muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que
se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería
del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.
—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente
un faldón de su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se
explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las
estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito.
—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no
tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un
poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y
tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener
necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su
pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol
que se ponga...
—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una
mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el
general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar
—continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si
ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo
derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba
su pregunta una vez que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia
gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme
calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta.
Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se
estaba aburriendo ya un poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener un
súbdito—, no te vayas y te hago ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino.
Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una
carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se inclinó para echar
una ojeada al otro lado del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es
mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues
juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad
de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive
una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La
condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la
indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo
que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso
disgustar al viejo monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una
orden razonable.
Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que
las condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un
suspiro emprendió la marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey. Tenía un
aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se decía el principito para sí
mismo durante el viaje.
XI
XII
El tercer planeta estaba habitado por un bebedor. Fue una visita muy corta,
pues hundió al principito en una gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio
ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la
cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y
definitivamente en el silencio.
Y el principito, perplejo, se marchó.
"No hay la menor duda de que las personas mayores son muy extrañas",
seguía diciéndose para sí el principito durante su viaje.
XIII
XIV
El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues
apenas cabían en él un farol y el farolero que lo habitaba. El principito no
lograba explicarse para qué servirían allí, en el cielo, en un planeta sin casas y
sin población un farol y un farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
"Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el
rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos,
tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una
estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella.
Es una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil".
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué acabas de apagar tu farol?
—Es la consigna —respondió el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas noches!
Y encendió el farol.
—¿Y por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el principito.
—No hay nada que comprender —dijo el farolero—. La consigna es la
consigna. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Luego se enjugó la frente con un pañuelo de cuadros rojos.
—Mi trabajo es algo terrible. En otros tiempos era razonable; apagaba el
farol por la mañana y lo encendía por la tarde. Tenía el resto del día para
reposar y el resto de la noche para dormir.
—¿Y luego cambiaron la consigna?
—Ese es el drama, que la consigna no ha cambiado —dijo el farolero—. El
planeta gira cada vez más de prisa de año en año y la consigna sigue siendo la
misma.
—¿Y entonces? —dijo el principito.
—Como el planeta da ahora una vuelta completa cada minuto, yo no tengo
un segundo de reposo. Enciendo y apago una vez por minuto.
—¡Eso es raro! ¡Los días sólo duran en tu tierra un minuto!
—Esto no tiene nada de divertido —dijo el farolero—. Hace ya un mes que
tú y yo estamos hablando.
—¿Un mes?
—Sí, treinta minutos. ¡Treinta días! ¡Buenas noches!
Y volvió a encender su farol.
El principito lo miró y le gustó este farolero que tan fielmente cumplía la
consigna. Recordó las puestas de sol que en otro tiempo iba a buscar
arrastrando su silla. Quiso ayudarle a su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un medio para que descanses cuando quieras...
—Yo quiero descansar siempre —dijo el farolero.
Se puede ser a la vez fiel y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño que puedes darle la vuelta en tres zancadas.
No tienes que hacer más que caminar muy lentamente para quedar siempre al
sol. Cuando quieras descansar, caminarás... y el día durará tanto tiempo cuanto
quieras.
—Con eso no adelanto gran cosa —dijo el farolero—, lo que a mí me gusta
en la vida es dormir.
—No es una suerte —dijo el principito.
—No, no es una suerte —replicó el farolero—. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Mientras el principito proseguía su viaje, se iba diciendo para sí: "Este
sería despreciado por los otros, por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por
el hombre de negocios. Y, sin embargo, es el único que no me parece ridículo,
quizás porque se ocupa de otra cosa y no de sí mismo. Lanzó un suspiro de
pena y continuó diciéndose:
"Es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es
demasiado pequeño y no hay lugar para dos..."
Lo que el principito no se atrevía a confesarse, era que la causa por la cual
lamentaba no quedarse en este bendito planeta se debía a las mil cuatrocientas
cuarenta puestas de sol que podría disfrutar cada veinticuatro horas.
XV
El sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado por un anciano
que escribía grandes libros.
—¡Anda, un explorador! —exclamó cuando divisó al principito.
Este se sentó sobre la mesa y reposó un poco. ¡Había viajado ya tanto!
—¿De dónde vienes tú? —le preguntó el anciano.
—¿Qué libro es ese tan grande? —preguntó a su vez el principito—. ¿Qué
hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el anciano.
—¿Y qué es un geógrafo?
—Es un sabio que sabe donde están los mares, los ríos, las ciudades, las
montañas y los desiertos.
—Eso es muy interesante —dijo el principito—. ¡Y es un verdadero oficio!
Dirigió una mirada a su alrededor sobre el planeta del geógrafo; nunca
había visto un planeta tan majestuoso.
—Es muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el geógrafo.
—¡Ah! (El principito se sintió decepcionado). ¿Y montañas?
—No puedo saberlo —repitió el geógrafo.
—¿Y ciudades, ríos y desiertos?
—Tampoco puedo saberlo.
—¡Pero usted es geógrafo!
—Exactamente —dijo el geógrafo—, pero no soy explorador, ni tengo
exploradores que me informen. El geógrafo no puede estar de acá para allá
contando las ciudades, los ríos, las montañas, los océanos y los desiertos; es
demasiado importante para deambular por ahí. Se queda en su despacho y allí
recibe a los exploradores. Les interroga y toma nota de sus informes. Si los
informes de alguno de ellos le parecen interesantes, manda hacer una
investigación sobre la moralidad del explorador.
—¿Para qué?
—Un explorador que mintiera sería una catástrofe para los libros de
geografía. Y también lo sería un explorador que bebiera demasiado.
—¿Por qué? —preguntó el principito.
—Porque los borrachos ven doble y el geógrafo pondría dos montañas
donde sólo habría una.
—Conozco a alguien —dijo el principito—, que sería un mal explorador.
—Es posible. Cuando se está convencido de que la moralidad del
explorador es buena, se hace una investigación sobre su descubrimiento.
—¿ Se va a ver?
—No, eso sería demasiado complicado. Se exige al explorador que
suministre pruebas. Por ejemplo, si se trata del descubrimiento de una gran
montaña, se le pide que traiga grandes piedras.
Súbitamente el geógrafo se sintió emocionado:
—Pero... ¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un explorador! Vas a
describirme tu planeta.
Y el geógrafo abriendo su registro afiló su lápiz. Los relatos de los
exploradores se escriben primero con lápiz. Se espera que el explorador
presente sus pruebas para pasarlos a tinta.
—¿Y bien? —interrogó el geógrafo.
—¡Oh! Mi tierra —dijo el principito— no es interesante, todo es muy
pequeño. Tengo tres volcanes, dos en actividad y uno extinguido; pero nunca
se sabe...
—No, nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—Tengo también una flor.
—De las flores no tomamos nota.
—¿Por qué? ¡Son lo más bonito!
—Porque las flores son efímeras.
—¿Qué significa "efímera"?
—Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más preciados e
interesantes; nunca pasan de moda. Es muy raro que una montaña cambie de
sitio o que un océano quede sin agua. Los geógrafos escribimos sobre cosas
eternas.
—Pero los volcanes extinguidos pueden despertarse —interrumpió el
principito—. ¿Qué significa "efímera"?
—Que los volcanes estén o no en actividad es igual para nosotros. Lo
interesante es la montaña que nunca cambia.
—Pero, ¿qué significa "efímera"? —repitió el principito que en su vida
había renunciado a una pregunta una vez formulada.
—Significa que está amenazado de próxima desaparición.
—¿Mi flor está amenazada de desaparecer próximamente?
—Indudablemente.
"Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene más que cuatro
espinas para defenderse contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi
casa!". Por primera vez se arrepintió de haber dejado su planeta, pero bien
pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.
—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación...
Y el principito partió pensando en su flor.
XVI
XVII
XVIII
XX
XXI
XXII
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —respondió el guardavía.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el principito.
—Formo con los viajeros paquetes de mil y despacho los trenes que los
llevan, ya a la derecha, ya a la izquierda.
Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la
caseta del guardavía.
—Tienen mucha prisa —dijo el principito—. ¿Qué buscan?
—Ni siquiera el conductor de la locomotora lo sabe —dijo el guardavía.
Un segundo rápido iluminado rugió en sentido inverso.
—¿Ya vuelve? —preguntó el principito.
—No son los mismos —contestó el guardavía—. Es un cambio.
—¿No se sentían contentos donde estaban?
—Nunca se siente uno contento donde está —respondió el guardavía.
Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.
—¿Van persiguiendo a los primeros vi ajeros? —preguntó el principito.
—No persiguen absolutamente nada —le dijo el guardavía—; duermen o
bostezan allí dentro.
Únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios.
—Únicamente los niños saben lo que buscan —dijo el principito. Pierden
el tiempo con una muñeca de trapo que viene a ser lo más importante para
ellos y si se la quitan, lloran...
—¡Qué suerte tienen! —dijo el guardavía.
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
Al lado del pozo había una ruina de un viejo muro de piedras. Cuando
volví de mi trabajo al día siguiente por la tarde, vi desde lejos al principito
sentado en lo alto con las piernas colgando. Lo oí que hablaba.
—¿No te acuerdas? ¡No es aquí con exactitud!
Alguien le respondió sin duda, porque él replicó:
—¡Sí, sí; es el día, pero no es este el lugar!
Proseguí mi marcha hacia el muro, pero no veía ni oía a nadie. Y sin
embargo, el principito replicó de nuevo.
—¡Claro! Ya verás dónde comienza mi huella en la arena. No tienes más
que esperarme, que allí estaré yo esta noche.
Yo estaba a veinte metros y continuaba sin distinguir nada.
El principito, después de un silencio, dijo aún:
—¿Tienes un buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho?
Me detuve con el corazón oprimido, siempre sin comprender.
—¡Ahora vete —dijo el principito—, quiero volver a bajarme!
Dirigí la mirada hacia el pie del muro e instintivamente di un brinco. Una
serpiente de esas amarillas que matan a una persona en menos de treinta
segundos, se erguía en dirección al principito.
Echando mano al bolsillo para sacar mi revólver, apreté el paso, pero, al
ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena como un
surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras
con un ligero ruido metálico.
Llegué junto al muro a tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que
estaba blanco como la nieve.
—¿Pero qué historia es ésta? ¿De charla también con las serpientes?
Le quité su eterna bufanda de oro, le humedecí las sienes y le di de beber,
sin atreverme a hacerle pregunta alguna. Me miró gravemente rodeándome el
cuello con sus brazos. Sentí latir su corazón, como el de un pajarillo que
muere a tiros de carabina.
—Me alegra —dijo el principito— que hayas encontrado lo que faltaba a
tu máquina. Así podrás volver a tu tierra...
—¿Cómo lo sabes?
Precisamente venía a comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba,
había logrado terminar mi trabajo.
No respondió a mi pregunta, sino que añadió:
—También yo vuelvo hoy a mi planeta...
Luego, con melancolía:
—Es mucho más lejos... y más difícil...
Me daba cuenta de que algo extraordinario pasaba en aquellos momentos.
Estreché al principito entre mis brazos como si fuera un niño pequeño, y no
obstante, me pareció que descendía en picada hacia un abismo sin que fuera
posible hacer nada para retenerlo.
Su mirada, seria, estaba perdida en la lejanía.
—Tengo tu cordero y la caja para el cordero. Y tengo también el bozal.
Y sonreía melancólicamente.
Esperé un buen rato. Sentía que volvía a entrar en calor poco a poco:
—Has tenido miedo, muchachito...
Lo había tenido, sin duda, pero sonrió con dulzura:
—Esta noche voy a tener más miedo...
Me quedé de nuevo helado por un sentimiento de algo irreparable.
Comprendí que no podía soportar la idea de no volver a oír nunca más su risa.
Era para mí como una fuente en el desierto.
—Muchachito, quiero oír otra vez tu risa...
Pero él me dijo:
—Esta noche hará un año. Mi estrella se encontrará precisamente encima
del lugar donde caí el año pasado...
—¿No es cierto —le interrumpí— que toda esta historia de serpientes, de
citas y de estrellas es tan sólo una pesadilla?
Pero el principito no respondió a mi pregunta y dijo:
—Lo más importante nunca se ve...
—Indudablemente...
—Es lo mismo que la flor. Si te gusta una flor que habita en una estrella, es
muy dulce mirar al cielo por la noche. Todas las estrellas han florecido.
—Es indudable...
—Es como el agua. La que me diste a beber, gracias a la roldana y la
cuerda, era como una música ¿te acuerdas? ¡Qué buena era!
—Sí, cierto...
—Por la noche mirarás las estrellas; mi casa es demasiado pequeña para
que yo pueda señalarte dónde se encuentra. Así es mejor; mi estrella será para
ti una cualquiera de ellas. Te gustará entonces mirar todas las estrellas. Todas
ellas serán tus amigas. Y además, te haré un regalo...
Y rió una vez más.
—¡Ah, muchachito, muchachito, cómo me gusta oír tu risa!
—Mi regalo será ése precisamente, será como el agua...
—¿Qué quieres decir?
La gente tiene estrellas que no son las mismas. Para los que viajan, las
estrellas son guías; para otros sólo son pequeñas lucecitas. Para los sabios las
estrellas son problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas
esas estrellas se callan. Tú tendrás estrellas como nadie ha tenido...
—¿Qué quieres decir? —Cuando por las noches mires al cielo, al pensar
que en una de aquellas estrellas estoy yo riendo, será para ti como si todas las
estrellas riesen. ¡Tú sólo tendrás estrellas que saben reír!
Y rió nuevamente.
—Cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento
de haberme conocido.
Serás mi amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu
ventana sólo por placer y tus amigos quedarán asombrados de verte reír
mirando al cielo. Tú les explicarás: "Las estrellas me hacen reír siempre".
Ellos te creerán loco. Y yo te habré jugado una mala pasada...
Y se rió otra vez.
—Será como si en vez de estrellas, te hubiese dado multitud de
cascabelitos que saben reír...
Una vez más dejó oír su risa y luego se puso serio.
—Esta noche ¿sabes? no vengas...
—No te dejaré.
—Pareceré enfermo... Parecerá un poco que me muero... es así. ¡No vale la
pena que vengas a ver eso...!
—No te dejaré.
Pero estaba preocupado.
—Te digo esto por la serpiente; no debe morderte. Las serpientes son
malas. A veces muerden por gusto...
—He dicho que no te dejaré.
Pero algo lo tranquilizó.
—Bien es verdad que no tienen veneno para la segunda mordedura...
Aquella noche no lo vi ponerse en camino. Cuando le alcancé marchaba
con paso rápido y decidido y me dijo solamente:
—¡Ah, estás ahí!
Me cogió de la mano y todavía se atormentó:
—Has hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es
verdad.
Yo me callaba.
—¿Comprendes? Es demasiado lejos y no puedo llevar este cuerpo que
pesa demasiado.
Seguí callado.
—Será como una corteza vieja que se abandona. No son nada tristes las
viejas cortezas...
Yo me callaba. El principito perdió un poco de ánimo. Pero hizo un
esfuerzo y dijo:
—Será agradable ¿sabes? Yo miraré también las estrellas. Todas serán
pozos con roldana herrumbrosa. Todas las estrellas me darán de beber.
Yo me callaba.
—¡Será tan divertido! Tú tendrás quinientos millones de cascabeles y yo
quinientos millones de fuentes...
El principito se calló también; estaba llorando.
—Es allí; déjame ir solo.
Se sentó porque tenía miedo. Dijo aún:
—¿Sabes?... mi flor... soy responsable... ¡y ella es tan débil y tan inocente!
Sólo tiene cuatro espinas para defenderse contra todo el mundo...
Me senté, ya no podía mantenerme en pie.
—Ahí está... eso es todo...
Vaciló todavía un instante, luego se levantó y dio un paso. Yo no pude
moverme.
Un relámpago amarillo centelleó en su tobillo. Quedó un instante inmóvil,
sin exhalar un grito.
Luego cayó lentamente como cae un árbol, sin hacer el menor ruido a
causa de la arena.
XXVII
Ahora hace ya seis años de esto. Jamás he contado esta historia y los
compañeros que me vuelven a ver se alegran de encontrarme vivo. Estaba
triste, pero yo les decía: "Es el cansancio".
Al correr del tiempo me he consolado un poco, pero no completamente. Sé
que ha vuelto a su planeta, pues al amanecer no encontré su cuerpo, que no era
en realidad tan pesado... Y me gusta por la noche escuchar a las estrellas, que
suenan como quinientos millones de cascabeles...
Pero sucede algo extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito se
me olvidó añadirle la correa de cuero; no habrá podido atárselo al cordero.
Entonces me pregunto:
"¿Qué habrá sucedido en su planeta? Quizás el cordero se ha comido la
flor..."
A veces me digo: "¡Seguro que no! El principito cubre la flor con su fanal
todas las noches y vigila a su cordero". Entonces me siento dichoso y todas las
estrellas ríen dulcemente.
Pero otras veces pienso: "Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si
una noche ha olvidado poner el fanal o el cordero ha salido sin hacer ruido,
durante la noche...". Y entonces los cascabeles se convierten en lágrimas...
Y ahí está el gran misterio. Para ustedes que quieren al principito, lo
mismo que para mí, nada en el universo habrá cambiado si en cualquier parte,
quien sabe dónde, un cordero desconocido se ha comido o no se ha comido
una rosa...
Pero miren al cielo y pregúntense: el cordero ¿se ha comido la flor? Y
veréis cómo todo cambia...
¡Ninguna persona mayor comprenderá jamás que esto sea verdaderamente
importante!
Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Es el
mismo paisaje de la página anterior que he dibujado una vez más para que lo
vean bien. Fue aquí donde el principito apareció sobre la Tierra,
desapareciendo luego.
Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando
por África cruzan el desierto. Si por casualidad pasan por allí, no se apresuren,
se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño
llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a
sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y
comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No me dejen tan triste!
FIN