La Literatura Comparada y La Traducción

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Juan Carlos Pueo Domínguez 1

4. LA LITERATURA COMPARADA Y LA TRADUCCIÓN

4. 1. Necesidad de las traducciones

Durante mucho tiempo se consideró que la traducción era un mal necesario, porque
los textos debían leerse en su lengua original. No cabe ninguna duda de que lo deseable
sería eso, alcanzar una capacidad políglota superlativa para poder leer, aunque sólo fueran
los textos canónicos, sin necesidad de mediaciones. Sin embargo, la Literatura
Comparada ya no se limita a establecer relaciones entre unas pocas literaturas europeas
de prestigio, sino que ha expandido su objeto de estudio por todo el mundo, haciendo
humanamente imposible la tarea de tener en cuenta únicamente los textos originales. Ya
no podemos dejarnos llevar por un esencialismo que otorga un papel preponderante a la
obra original y deja a las traducciones el papel de versiones serviles que, más que aportar
algo al texto fuente, sólo sirven de estorbo para la cabal comprensión de éste, o el de
traiciones que alejan al lector del original y le impiden recibirlo en toda su pureza. Las
traducciones son, aunque no guste a los más puristas, necesarias, y la Literatura
Comparada se preocupará por situarlas en su contexto cultural, atendiendo de forma
objetiva a su función mediadora, cada vez más importante en los estudios de influencias
y recepción, hasta el punto de que la labor del traductor ha sido colocada en el mismo
nivel que la del crítico: según André Lefevere, tanto la traducción como la crítica pueden
considerarse «reescrituras» de los textos literarios, en una situación cultural donde lo
importante no es tanto la preservación del canon como la constitución del mismo.

Tras la Segunda Guerra Mundial se planteó la necesidad de estudiar las traducciones


de manera científica, construyendo un sistema de equivalencias que estableciese criterios
válidos para alcanzar una especie de traducción automática y universal de todas las
lenguas a todas las lenguas. Esta «ciencia de la traducción» no tardó en revelarse como
una forma demasiado mecanicista de afrontar un problema que no admitía soluciones
rápidas y, menos aún, universales: cada lengua tiene sus propios rasgos, que vienen
determinados por factores históricos, sociales, culturales, etc. Los estudiosos de la
traducción se dieron cuenta rápidamente de que la pretensión de encontrar una normativa
universal válida para todos los casos sólo funcionaba si se consideraban las lenguas como
sistemas abstractos, pero no podía aplicarse a los casos concretos, por mucho que se
desease.

A partir de los años sesenta, la «ciencia de la traducción» dio paso a una disciplina
nueva, conocida como «estudios de traducción» o «traductología», renunciando así a sus
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pretensiones científicas. La idea era atender a los casos específicos para establecer, a
partir de la praxis, una posible teoría respecto a como funciona el proceso. Se entiende
así que la traducción es un acto de comunicación que trasvasa el sentido de un texto a otro
texto, con la intención de poner en contacto al emisor y al receptor ―éste en una lengua
distinta―. De esta manera, la traducción se convierte en un texto con identidad propia:
ya no se trata de un texto de segunda categoría subordinado al texto base, sino que alcanza
su propia autonomía, independientemente de su fidelidad o infidelidad al original.
Posteriormente, los estudios sobre traducción ampliarían su campo de investigación para
atender ya no sólo a las relaciones entre el texto original y el texto traducido, sino a todos
los factores que intervienen en los intercambios culturales entre distintas lenguas.

Se parte, pues, de la idea de que la traducción depende de factores culturales que


determinan las obras que pueden ser traducidas y la forma en que se han de hacer las
traducciones, lo cual incide a su vez en la forma en que se leen y la importancia que tienen
dichas traducciones en la literatura receptora. Ya en los años sesenta, la estética de la
recepción señaló que la traducción ha de considerarse uno de los casos de recepción
activa, pues el traductor no se limita a trasvasar el texto de una lengua a otra, sino que su
función es esencialmente interpretativa ―y, por tanto, creadora―. Más recientemente, la
teoría de los polisistemas ha hecho especial hincapié en esta cuestión, asegurando que la
traducción es uno de los canales esenciales en los procesos de transferencia de unos
sistemas literarios a otros.

Todas estas perspectivas tienen presente la necesidad de contextualizar el fenómeno


de la traducción: no se puede pensar que cada texto proyecta, idealmente, una versión
perfecta en otra lengua, ni siquiera que la traducción puede ignorar el contexto en el que
se produjo la obra que se va a traducir. Por el contrario, todo texto se halla inmerso en
una situación histórica, política, social, económica, cultural y lingüística específica. Y lo
mismo puede decirse respecto a la traducción, que se inserta en una situación histórica,
etc., que podrá ser similar o diferente de la situación del texto de partida. Así, será
necesario tener en cuenta, a la hora de atender a las traducciones de textos literarios, qué
textos se traducen, cuál es su posición dentro del canon literario, por qué se traducen en
un momento histórico concreto, quién o quiénes son los que los traducen, qué es lo que
se traduce en cada texto, y cuáles son los efectos que producen esas traducciones en el
sistema literario de la lengua a la que se han traducido.
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La traducción es la forma privilegiada de insertar en una tradición literaria los textos


procedentes de otras culturas. Supone, por tanto, una apertura de dicha tradición hacia
nuevas propuestas literarias que, por lo demás, tienen la virtud de actuar sobre ella,
llegando incluso a modificar su horizonte de expectativas. Las traducciones permiten que
las obras literarias procedentes del extranjero sean conocidas, leídas e interpretadas, de
forma que se inserten en el sistema literario de una manera no circunstancial, ya que lo
habitual es que la comunidad cultural no tenga la adecuada competencia lingüística para
acceder a estos textos en su lengua original ―cosa que no ocurre cuando esta lengua se
considera una lengua de cultura y es conocida por todos los miembros de dicha
comunidad, como ha ocurrido con lenguas como el griego, el latín o el francés―. Ahora
bien, las culturas receptoras no siempre se muestran conformes con determinadas
aportaciones del texto literario a su sistema cultural, por lo que es también habitual que
la traducción modifique algunos de esos elementos textuales para adaptarlos a sus propias
condiciones culturales. Como sucede en otros casos de recepción activa, la traducción se
muestra siempre como un procedimiento dialéctico en el que participan de manera
dinámica tanto la tradición emisora como la receptora. La complejidad de los factores que
intervienen en este proceso implica, sobre todo, la inexistencia de una traducción perfecta
que sea capaz de adaptar a la nueva lengua todo el potencial del texto original.

Todo ello tiene importantes consecuencias en los estudios de influencias y


recepción. En primer lugar, porque la traducción literaria mantiene una distancia
considerable respecto a las traducciones de otros textos, donde lo que prima es, sobre
todo, el criterio de fidelidad hacia el texto original, que exige un trasvase escrupuloso
entre los dos textos ―el traducido y la traducción― en juego. Las especiales
circunstancias de los textos literarios se confabulan siempre en contra de este criterio,
pues resulta difícil encontrar la traducción adecuada a los elementos formales, estéticos o
culturales que conforman dichos textos. El criterio de finalidad (Reiss-Vermeer, 1984),
por el que la traducción ha de procurar la traslación fiel no de las palabras, sino del sentido
original, podría resultar más adecuado. Sin embargo, una atención focalizada hacia el
sentido deja en segundo plano los elementos formales, que pueden ser esenciales en la
constitución de la comunicación literaria, hasta el punto de despojarlo de sus principales
rasgos de literariedad, o sustituirlos por otros diferentes. En todo caso, la aceptación del
criterio de finalidad es condición indispensable para reconocer que lo que la traducción
supone no es sino la sustitución de un texto por otro completamente nuevo.

André Lefevere (1995) ha señalado tres distinciones fundamentales en los estudios


comparatistas sobre traducción: la primera distingue entre el proceso de la traducción,
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relacionado con la Literatura Comparada de forma indirecta, y el producto resultante, que


puede considerarse el objeto de estudio comparatista; la segunda, entre lo normativo,
referido a las prácticas comunes de traducción y a su papel en el contexto cultural del que
surgen, y lo prescriptivo, referido a la capacidad de re-creación de los textos meta,
concluyentes a la hora de describir ciertos aspectos del cambio de horizonte de
expectativas; la tercera, entre el análisis, que pone el acento en el efecto que causa el texto
en el traductor y, por extensión, el que su traducción causa en sus lectores ―asimilando
así el papel del traductor al del crítico literario―, y la producción, que determina el papel
que juegan las traducciones en las creaciones posteriores que surgen por la recepción
activa.

Tan esencial como el sentido para la comprensión del texto traducido es el contexto
de la obra literaria, y aquí es donde la actividad interpretativa del traductor juega un papel
fundamental. No se puede pretender traducir un texto literario si no se conoce el contexto
al que hace referencia. Toda la dialéctica que se despliega en la actividad receptora de los
textos literarios se pone de relieve en la actividad traductora. Esto supone poner en juego
conocimientos no sólo lingüísticos, sino también históricos, sociológicos, psicológicos,
geográficos y, por supuesto, literarios. En este sentido, la traducción literaria es una
actividad que no puede darse sin la compañía de la teoría y la historia literarias. El papel
del traductor es similar al del crítico: la única diferencia reside en que el trabajo del
primero va más lejos que el del segundo; porque mientras que la obra de éste no pretende
sustituir a la que es objeto de sus investigaciones, la de aquél sí que se presenta a sí misma
como una sustitución, o, al menos, como una alternativa. Por otra parte, la dialéctica entre
el texto fuente ―la obra original― y el texto meta ―la traducción― es similar a la
imitación literaria: también las imitaciones han de considerarse alternativas a las obras de
las que proceden ―mucho más si tenemos en cuenta que algunas traducciones superan
en calidad literaria a obras de imitación que, sin embargo, se cuentan como objeto de
estudio de la historia literaria―.

El traductor ―y también el lector de traducciones, si quiere enfrentarse a la


literatura con un mínimo de honestidad― ha de afrontar varios problemas: el primero de
ellos es el del público al que va dirigida la traducción. No es lo mismo la traducción de
un texto de consumo, dirigida a un público mayoritario, que la traducción de un texto de,
pongamos por ejemplo, poesía, dirigida a una minoría intelectual: las dos harán hincapié
en trasladar al texto meta aquellos aspectos que forman parte del horizonte de expectativas
de sus respectivos lectores, que, evidentemente, no serán los mismos, sobre todo en lo
que se refiere a la calidad estética del texto traducido. Aquí entran en juego una serie de
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elementos cuyo valor ha de decidir el traductor para inclinar la balanza en un sentido o


en otro.

Las marcas de literariedad representan un problema serio, sobre todo en el caso de


las traducciones en verso: el traductor ha de optar por ser fiel al sentido del texto o a las
pautas métricas ―ritmo, rima, figuras de dicción―, o bien intentar una síntesis, siempre
difícil, entre ambos. Pero no es éste el único dilema que se le presenta: sea en verso o en
prosa, la traducción habrá de enfrentarse también a la espinosa cuestión del estilo. La
función desautomatizadora de éste ha de ser trasladada también al texto meta, tarea no
siempre grata por el hecho de que cada lengua mantiene una dialéctica diferente entre lo
automatizado y lo desautomatizador, en una dialéctica que no sólo se articula en niveles
sincrónicos, sino también diacrónicos. En este sentido, el lenguaje literario presenta en
cada lengua una serie de convenciones ante las que cada autor actúa de manera diferente,
planteando así diferentes retos al traductor. El problema de los géneros literarios no es
menor, pues éstos también presentan convenciones que pueden resultar difíciles de
trasladar al texto meta.

Otros problemas pueden venir dados por la condición moral, religiosa, social o
política del texto fuente. La censura, interior o exterior, puede ser un factor importante no
sólo a la hora de traducir determinados textos, sino incluso a la hora de decidir si pueden
ser traducidos. No cabe duda de que las traducciones son un elemento importante en la
configuración del canon, pero también es cierto que éste impone sus esquemas en las
propias traducciones. En este contexto, las últimas orientaciones en Literatura Comparada
han estudiado el problema de la traducción relacionándolo con perspectivas como el
postcolonialismo ―véase el tema 6― o los estudios de género. La presencia de lo otro o
lo marginal en la literatura puede provocar reacciones que no se limitan al rechazo de los
textos «incómodos», sino que abarcan también la adaptación de aquellos elementos que
quieren censurarse despojándolos de su potencial peligrosidad y deformándolos hasta que
se adaptan a los modos culturales dominantes.

Otra de las cuestiones que ha de tener presente el comparatista es la de que, al igual


que todo elemento presente en el sistema literario, la traducción ha de ser considerada
desde un punto de vista histórico. No sólo porque el traductor actual deba tener presente
la distancia histórica que le separa del texto fuente, sino por los distintos enfoques que ha
tenido la teoría de la traducción a lo largo de los siglos, que determinan las condiciones y
los rasgos de cada traducción: evidentemente, las traducciones de textos griegos y latinos
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clásicos no son las mismas en el siglo XVI que en el siglo XIX. Aun cuando la teoría de la
traducción no se constituye como disciplina específica hasta el siglo XX, la literatura
siempre ha atendido a los criterios que debe asumir la práctica traductora: dichos
criterios ―que no sólo se pueden encontrar en la literatura occidental― han dado indicios
importantes sobre el horizonte de expectativas de cada época, y el estudio de las
traducciones ha de tener en cuenta las teorías pertinentes en cada momento histórico.

Por otra parte, el cotejo de las traducciones a que ha dado lugar un mismo texto
fuente ―combinado con el estudio de otras fuentes como la recepción crítica― puede ser
determinante para la historia de la recepción literaria, pues da cuenta de los distintos
efectos que estos textos han producido. Además, se debe tener en cuenta el hecho de que
un traductor puede tener presentes las versiones anteriores que se han hecho del texto
fuente: así, si la traducción ha de considerarse una alternativa al texto original, las
sucesivas traducciones que tengan en cuenta a aquélla habrán de valorarse como nuevas
alternativas. La traducción permite que el texto se despliegue en una multiplicidad de
textos, cada uno de ellos con su propia individualidad, pero todos ellos remitiendo al texto
fuente del que parten. La figura del traductor deja de ser la de un mero intérprete para
convertirse en co-creador de la obra literaria, a la que aporta su idiosincrasia, lo que, en
definitiva, le hace responsable, cuando menos, del efecto que produzca su traducción en
sus lectores.

4. 2. Los efectos de la traducción

Cuando nos enfrentamos al problema de la traducción debemos hacerlo teniendo en


cuenta que cada individuo se halla determinado por su lengua materna, y le resulta
verdaderamente difícil salirse de los esquemas que ésta propicia. La traducción de una
obra literaria en una lengua ajena supone siempre un esfuerzo por saltar un abismo entre
dos lenguas, ya que la lengua de origen no se va a dejar acomodar a la lengua de destino
fácilmente. Si aceptamos que el lenguaje determina en buena medida nuestro pensamiento
dándonos las opciones necesarias para nombrar las cosas en un sentido concreto que
desplaza a otros sentidos, comprenderemos que la acusación de infidelidad que se ha
hecho siempre a los traductores ―«traduttore, traditore», dicen los italianos― no carece
de fundamento. En la traducción siempre se pierden matices que se hallaban en la obra
original, y se adquieren otros que no estaban presentes, y eso no hay forma de remediarlo:
es algo que hay que aceptar.
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La traducción se ofrece al lector como mediación por parte de otro lector


competente para realizar ese proceso de trasvase de una lengua a otra de forma que el
texto pierda esa extrañeza que le caracteriza por estar escrito en otro idioma. La lectura
gana en inmediatez, pero pierde en fidelidad, porque lo que hace el traductor no es otra
cosa que organizar el texto en un sistema nuevo, con todo lo que ello conlleva. Si
aceptamos la necesidad de la traducción, podemos a partir de ahí tener en cuenta hasta
qué punto se integra el texto traducido en la tradición literaria de su lengua de acogida.
En realidad, esto es lo más importante, la capacidad del traductor para llevar a cabo esa
tarea, manteniendo, en la medida de lo posible, cierta fidelidad al sentido original.

Para conseguir una traducción fiel al sentido original, Luis Astrana Marín escogió
hacer una traducción en prosa del teatro y la poesía de William Shakespeare. No cabe
duda de que así pudo preservar el sentido de las obras, pero al no respetar el verso la
literariedad de éstas queda mermada de forma significativa. Esto no es tan grave en el
caso del teatro ―la mayoría de las traducciones del teatro shakespeariano son en prosa,
y el público teatral está más dispuesto a aceptar que los personajes renuncien al verso―,
pero en el caso de la poesía se hace extraño, porque nuestro sistema literario reclama el
verso para la poesía del XVII. Las traducciones posteriores de los Sonetos de Shakespeare
han tratado de respetar la versificación, pero esto supone un grave problema de fidelidad
al texto original.

La Literatura Comparada no entra en la cuestión de si una traducción es buena o es


mala, mejor o peor que otras. Su interés reside en cómo afecta el trasvase de una lengua
a otra de una obra concreta a las relaciones entre distintas literaturas. Recordemos que la
capacidad creadora del escritor no es el único elemento determinante en la literatura:
como ya señaló T. S. Eliot, el peso de la tradición suele ser siempre más fuerte, y la
tradición se constituye, entre otras cosas, gracias a las traducciones. El hecho de que un
texto se haya traducido a una lengua determinada en un momento determinado es esencial
para ubicarlo en la historia literaria según los efectos que haya podido, o no, producir en
el momento en que se introdujo en esa tradición ―y, en este sentido, no solamente hay
que atender a la relación entre la lengua original y la lengua de cada tradición: recuérdese
que la Poética de Aristóteles sólo empezó a influir en la literatura renacentista desde el
momento en que fue traducida al latín―.

El canon literario no es único y uniforme: por el contrario, va cambiando en el


tiempo y en el espacio, de tal manera que, si bien partimos de un cierto consenso en la
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comunidad académica internacional, ese consenso se va quebrando en cuanto entramos


en los casos particulares de cada literatura: el lugar que se otorga a las obras extranjeras
no será el mismo, por muy diversas razones. Así, las literaturas en lenguas romances han
mantenido entre ellas vínculos mucho más fuertes que los mantenidos con otras
literaturas, de la misma manera que éstas tampoco se han relacionado con la misma
intensidad con las literaturas en lenguas romances. Si hablamos, por ejemplo, de la
influencia que tiene la poesía italiana renacentista, habremos de tener presente que esta
influencia es mucho mayor en España y en Francia que en Inglaterra o Alemania, donde
sí hubo necesidad de traducir los textos canónicos ―en España y Francia, los textos se
leían a menudo en su lengua original―.

Partimos, por tanto, de que la traducción viene determinada por las relaciones que
mantiene cada literatura con las demás, dependiendo de la evolución histórica de cada
una de ellas. Las relaciones de cercanía o lejanía son importantes para atender a lo que
las traducciones han aportado ―no es casualidad que en España se conozca la literatura
portuguesa mejor que la noruega o la coreana―, pero también han de tenerse en cuenta
diversos hechos como la existencia o no de una lengua de cultura empleada como lengua
literaria común que impediría la existencia de traducciones, o las políticas culturales de
los países que tratan de paliar el desconocimiento de sus literaturas promoviendo la
traducción de sus principales obras literarias. El prestigio de una nación en un momento
histórico concreto puede llevar también al público a solicitar que se traduzcan las obras
literarias de este país, aunque ello puede llevar también a que se traduzcan textos que son,
a su vez, traducciones.

El griego y el latín fueron lenguas de cultura común durante la Antigüedad y la


Edad Media ―el griego sólo en el imperio bizantino, mientras que el latín permanecía
en la parte occidental de Europa―. Al ser el latín la lengua cultural hablada y escrita
en Europa, no hubo necesidad de traducir a las lenguas europeas los textos procedentes
de otras literaturas como la griega, la hebrea o la árabe: todos estos textos estaban ya
traducidos al latín. Sólo la emergencia de las lenguas vernáculas a partir del Rena-
cimiento empujó a los traductores a ofrecer los textos antiguos en estas lenguas. La
hegemonía política y militar de España y, más tarde, Francia, impulsó en Europa las
traducciones de textos procedentes de sus respectivas literaturas. Sin embargo, el
prestigio cultural de la literatura francesa condujo también a que se tradujeran del
francés obras no francesas, como ocurrió durante mucho tiempo con Las mil y una
noches, que en España no se tradujo del árabe hasta bien entrado el siglo XX.
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La presencia en un mismo territorio de dos o más lenguas hace que las tradiciones
literarias se enriquezcan gracias al contacto entre ellas, a veces sin necesidad de contar
con traducciones de sus respectivas obras. Es evidente que una tradición literaria no
necesita de la traducción para establecer contactos con los hablantes de otras lenguas, aun
cuando esa situación puede llevar a establecer diferencias culturales e incluso sociales
entre las distintas lenguas: una lengua extranjera puede acabar siendo la lengua de la alta
cultura ―así ocurrió con el francés entre los aristócratas rusos en el siglo XVIII―, lo que
deja a la lengua nacional en situación de inferioridad ―la lengua rusa se consideraba no
apta para la literatura culta―. No obstante, cuando la cultura de una nación adquiere
cierto grado de desarrollo, lo habitual es que la lengua nacional se convierta en la forma
de expresión privilegiada, como ocurrió en Europa occidental con el ocaso del latín y la
irrupción de las lenguas vernáculas ―o en Rusia en el siglo XIX, cuando los escritores
románticos comenzaron a reivindicar su lengua como lengua literaria―. En el momento
en que se produce esta toma de conciencia lingüística es cuando las relaciones con otras
lenguas pasan por la traducción, pues la lengua se mide con las demás en igualdad de
condiciones.

Al pensar la historia de una literatura es preciso tener en cuenta el efecto que


produce la traducción en ella. A menudo, la traducción surge del impulso individual de
alguien que decide que una obra merece ser traducida. Sea por esta razón o porque
determinada institución ―una editorial, por ejemplo― encarga que se haga, la traducción
pasa a formar parte, en mayor o menor medida, del acervo literario del país, modificando
con su influencia los rumbos que puede tomar su literatura. Es verdad que, como ya se ha
señalado. esta modificación puede tener lugar sin necesidad de que haya una traducción
por en medio ―Boscán y Garcilaso no necesitaron que se tradujera a Petrarca para
empezar a imitarle―, pero la traducción puede ejercer un efecto poderoso en la historia
de la literatura: el Quijote se conoció en Europa a través de traducciones, y fue gracias a
estas por lo que algunos escritores ingleses lo tomaron como modelo para seguir su
propuesta y llegar así a la novela moderna.

La forma en que una literatura nacional asimila lo que la traducción de una obra le
ofrece puede variar según factores tan diversos como incontrolables. Sería un error creer
que la obra traducida ejerce su influencia de la misma manera en que lo hace en su país
de origen, pues en este caso el escritor no sólo habla a su público en un idioma que todos
ellos conocen, sino que lo hace siguiendo códigos culturales muy específicos, que no
valen para otras zonas. La traducción de una lengua a otra supone una mediación entre la
cultura de origen y la cultura de acogida de la obra, en la que ésta debe hacerse un hueco
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con mayor o menor dificultad. Así, ha habido obras literarias que por diversos motivos
han recibido una buena acogida en una literatura, pero también las ha habido que han
dado lugar a interpretaciones discutibles, cuando menos.

Por lo demás, las prácticas de traducción no han sido siempre las mismas: hoy día
exigimos algún tipo de fidelidad respecto al texto original, pero no siempre ha sido así.
Los traductores de siglos pasados no eran conscientes de serlo, y muchas veces lo que
hacían eran más bien «versiones» de los textos previos, incluyendo elementos nuevos o
suprimiendo otros, no necesariamente por capricho, sino porque las normas culturales del
momento se lo exigían ―también los avatares asociados a las copias manuscritas podían
hacer que parte de un texto se perdiera―. Que un traductor mantuviera o no uno de los
elementos más discutidos de la obra traducida podía ser fruto de una elección estética o
incluso moral, como cuando Juan Valera cambió el sexo de algunos personajes de Dafnis
y Cloe para evitar cualquier alusión a la homosexualidad.

Durante la Edad Media, la Ilíada de Homero se conoció a través de una versión


latina anónima, conocida hoy como la Ilias latina. No se trata de una traducción en el
sentido que hoy damos a la palabra, pues mientras que el poema de Homero está
compuesto por 15 693 versos, el texto latino sólo tiene 1 070. Esto implica la supresión
de numerosos elementos presentes en el texto griego. A pesar de todo, el poema se copió
en ocasiones con el título de Liber Homeri y Homerus de bello Troiano ―el título Ilias
latina no fue adoptado hasta 1881―, lo que confirma que se leyó como una versión-
traducción de la obra original, atribuyéndosela no solo al traductor, sino también a
Homero.

La traducción no es un ejercicio inocente, porque las lenguas no son equivalentes.


Esto hace que no se pueda considerar una ciencia exacta: el traductor debe elegir casi
siempre entre varias posibilidades, y la forma en que lo haga determinará cómo se irá
construyendo el sentido de la obra conforme vaya siendo leída e interpretada. La
influencia que en una tradición literaria puede ejercer un texto traducido vendrá
determinada en buena medida por las elecciones que lleve a cabo un traductor: éste puede
ver en el texto literario que está traduciendo una posible vía de renovación de esa
tradición, enfatizando los elementos extraños para que esa extrañeza quede bien patente.
Pero si, por el contrario, el traductor trata de adaptar el texto a su tradición, integrándola
en ella de manera que no parezca un texto traducido, la novedad del texto puede quedar
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disimulada. Lo cual no es necesariamente mejor ni peor, tan sólo se trata de hechos que
han de tenerse en cuenta para la historia de una literatura.

Cuando Francisco de Quevedo traduce algunos de los Essais ―Ensayos― de


Michel de Montaigne, lo hace poniéndoles el título de Sermones, no tanto porque le
recuerden el discurso religioso de la Iglesia Católica como por el hecho de que se trata
de un tipo de discurso que no tiene equivalente en la tradición española si no es en ese
sentido de «reflexión moral» sobre un tema. Ahora bien, al evitar la denominación de
«ensayo», Quevedo le quita a la obra de Montaigne su característica más moderna, la
condición de «tanteo» basado en su experiencia personal y en sus propias reflexiones
que tiene cada texto, y que es la que le lleva, precisamente, a llamar a sus textos de esa
manera. Así, cuando el padre Feijoo inaugure a comienzos del XVIII la tradición
ensayística española, lo hará dando a sus textos el nombre de «discursos», y no el de
«ensayos». Pero tampoco podemos decir que haya una garantía absoluta respecto a la
posibilidad de que el término «ensayo» hubiera sido aceptado si Quevedo hubiera
respetado el término original; es posible que el sistema literario de los siglos XVII y XVIII
no hubiera consentido sustituir «sermón» o «discurso» por «ensayo».

Hay en la labor de traducción una exigencia ética que se cifra en la necesidad de


reconocer y respetar la palabra del Otro como patrimonio común, condición a la que
aspira toda obra literaria desde el momento en que la unilateral expresión del Yo de su
autor pasa a ser palabra de todos, incluso de los no que no hablan su misma lengua. Esto
hace de la traducción ―o debería hacer de ella― una actividad doblemente humilde,
atenta no sólo a conservar lo característico de cada texto, sino, sobre todo, a proyectarlo
hacia la comunidad que ha de recibirlo. Por eso es necesario ―al menos en el ámbito de
la literatura― que el traductor domine, además de la lengua en que se halla el texto, la
nueva lengua en que éste va a ser leído, por más que ello le provoque una dolorosa
conciencia de sus limitaciones, pues siempre va a comprobar que su versión es inferior al
lado de la obra en su idioma original.

Sin embargo, no es deseable que el traductor sea consciente de sus limitaciones


hasta el punto de aceptar que hay palabras o locuciones que resultan «intraducibles»,
escollo que tiende a saltar muchas veces dejando la palabra o la locución en su lengua
original, en un gesto que tiene más de vanidad que de modestia ―«yo, como traductor,
soy consciente de que esta palabra tiene un sentido intraducible, y te hago consciente a ti
de ello, lector»―. El problema de lo «intraducible» es a veces patente y no tiene solución:
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en los juegos de palabras, por ejemplo ―¿cómo se traduce a otra lengua un calambur
como «Oro parece, plata no es»?―. Pero, en otro sentido, tiene un aspecto político, pues
quienes piensan que la lengua es el medio de expresión del espíritu de un pueblo ven con
agrado los muros de separación que determinan las diferencias lingüísticas entre las
naciones, sirviéndose de ellas para reivindicar su singularidad y marcar así distancias con
los demás.

El buen traductor, por tanto, logra aquello que en un principio podría parecer impo-
sible: reducir las distancias entre una lengua y otra, estableciendo contactos fructíferos
entre las diferentes tradiciones literarias de las dos lenguas, es decir, entre las dos culturas.
Al comprobar que un texto procedente de una literatura lejana tiene cabida en el sistema
literario español ―por ejemplo―, lo «extranjero» deja de serlo en cierta medida:
percibimos que los hablantes de esa lengua la emplean, igual que nosotros, para cantar
sus emociones y contar sus historias, emociones e historias en los que también somos
capaces de reconocernos, y que pasan a formar parte, por medio de la lectura, de nuestra
experiencia. No dejamos por eso de observar diferencias culturales de muy diversa índole,
y nuestra percepción de esas obras nos lleva también por el terreno de lo «exótico», pero
lo importante será siempre el diálogo que se establezca con lo «nuestro» ―véase el tema
6―.
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Bibliografía recomendada

BOTTON-BURLÁ, Flora (1989): «La traducción», en Pierre BRUNEL e Yves CHEVREL,


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Introducción a la Literatura Comparada. Trad. Luigi Giuliani. Barcelona, Crítica,
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